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Enfoque
Dios llama al hombre a realizarse como persona, como sujeto moral, y a alcanzar de
ese modo su propia salvación eterna. Veíamos en el capítulo segundo que Dios se
comunicaba con el pueblo escogido a través de hechos y palabras, a través de sus
enviados (jueces, reyes, profetas...). Pero no sólo lo hace a través de medios
extraordinarios, ni solamente llama a su pueblo escogido. Dios llama a cada hombre, y
lo hace ante todo a través de su misma realidad como persona, creada por Él. Y
específicamente, a través de su conciencia.
Vamos, pues, a estudiar ese tema central de la moral, desde este enfoque: la
conciencia como un “instrumento” puesto por el Creador en todo ser humano, a través
del cual le llama a ser lo que debe ser actuando como debe actuar.
En tercer lugar habrá que distinguir los diversos tipos de conciencia y los diferentes
estados en que se puede hallar [3].
Finalmente analizaremos cuáles son las diversas “exigencias” morales para el sujeto
según el estado de su conciencia, especialmente cuando su conciencia es errónea o se
encuentra en estado de duda [4].
1- El concepto de “conciencia”
La conciencia como árbitro. En una ocasión un niño de unos 12 años me dijo que la
conciencia es como una “campanita” que suena dentro de uno cuando se pasa una
determinada línea. Todos los chicos del grupo asintieron. Hay muchas expresiones
populares que van en el mismo sentido: la conciencia es un “ojo” que ve siempre lo que
haces, vayas donde vayas; o una “voz” que te indica de vez en cuando lo que debes
hacer o dejar de hacer (“la voz de la conciencia”); o bien, un “gusano” que te remuerde
dentro cuando has hecho algo malo; o un “juez”, un “testigo”, un “apuntador” como los
del teatro, que te “sopla” lo que tienes que hacer...
Hay en todas esas expresiones una comprensión de la conciencia como algo que tiene
que ver con el juicio sobre el bien o el mal de nuestros actos; algo que en su juicio no
depende totalmente de nuestro querer. Ese algo suena, ve, habla, remuerde, juzga,
atestigua o dicta, de algún modo independientemente de nuestros deseos, planes,
intereses, gustos y decisiones. Si dependiera totalmente de nuestro querer, las cosas
serían mucho más sencillas: sería bueno todo lo que quisiéramos que fuera bueno, todo
lo que nos gustara o interesara... y ¡se acabaron los “problemas de conciencia”! Pero
no, la conciencia no se doblega fácilmente a nuestro propio yo. Se tiene la impresión de
que se trata de un “árbitro” moral, diverso de nosotros mismos.
Por lo tanto, la conciencia es un saber, y no un querer o decidir. Tiene que ver con el
intelecto de la persona, no con su voluntad.
Nos interesa aquí la conciencia en cuanto saber moral, es decir, en cuanto conocimiento
del bien y del mal en relación con el actuar humano. Ahora bien, ese conocimiento
puede ser un conocimiento habitual, permanente, que nos da la capacidad de discernir
lo que es o no conforme a la razón moral: es la conciencia habitual; o puede ser un
conocimiento actual, un juicio particular sobre el bien o mal de una determinada acción,
especialmente sobre una acción cuyo sujeto soy yo que juzgo: es la conciencia actual.
La conciencia habitual, que en los tratados clásicos se suele designar con el término de
sindéresis, designa una capacidad, un habitus que perfecciona a la facultad del
intelecto, gracias al cual éste puede apreciar el bien y el mal moral. Es un hábito
formado sobre todo por los llamados primeros principios de la “razón práctica”.
Entre los “primeros principios” se encuentra uno que es algo así como el “principio
fontal”, la fuente primera del mismo razonar, tanto especulativo como práctico. La
razón especulativa, cuyo objeto propio es el ser, tiene como principio fontal el llamado
“principio de no contradicción”: “lo que es, es; lo que no es no es; y por ello, nada
puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”. De modo parecido, la
razón práctica, que tiene como objeto propio el bien, razona en función de su propio
principio fontal, llamado “primer principio de la moralidad”: “se debe hacer el bien y
evitar el mal (“bonum faciendum, malum vitandum”). Igual que el principio de no
contradicción no es sino la expresión de la realidad del ser, el primer principio de la
moralidad no es sino la expresión de la realidad del bien: en el campo moral, decir bien
es igual a decir “faciendum”; decir mal es igual a decir “vitandum”.
Por ello, cuando la razón práctica, al aplicar los principios generales de la moralidad al
acto particular, comprende que este acto es moralmente malo, en ello mismo
comprende que debe rechazarlo y la persona se ve motivada a rechazarlo; en cambio si
es bueno, debe o al menos puede hacerlo y se ve motivada a ello. En este sentido, el
acto realizado por el intelecto penetra de algún modo la voluntad del sujeto y hasta
repercute en su esfera emotiva. La relación entre el intelecto y la voluntad es uno de los
problemas más intrincados de la antropología filosófica. Pero parece claro que, aunque
podemos y conviene distinguirlas para analizarlas, ambas facultades está íntimamente
ligadas en la realidad única e inseparable del sujeto humano, de forma que una influye
en la otra y hasta se expresa a través de ella..
Decía al inicio del capítulo que me interesa especialmente, de acuerdo con el enfoque de
todo el tratado, comprender la realidad de la conciencia como el “lugar” o “instrumento”
a través del cual Dios llama al hombre a realizarse en cuanto sujeto moral, y por tanto,
en cuanto persona.
Entre los padres de la Iglesia esa referencia a Dios frecuente. S. Agustín anota:
“No está todavía por completo borrada en tí la imagen de Dios que en tu conciencia
imprimió el Creador”.
La moral postridentina siguió dando importancia al tema, pero quizás viéndola más en
su relación de dependencia de la Ley natural que como “lugar” de encuentro vivo con
Dios, su Creador. El movimiento renovador de la moral confluyó en el Concilio Vaticano
II, cuyo documento sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, ofrece un rico texto
sobre la dignidad de la conciencia moral:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que
él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y
que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita
por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual
será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (GS 16).
El texto conciliar habla de “los oídos del corazón”, utilizando la figura propia de la
Sagrada Escritura, que entiende por corazón el centro mismo de la interioridad de la
persona. Sabemos que se trata en el fondo del intelecto mismo del hombre, que ha sido
creado por Dios también con esa función de guía moral del propio obrar. Es Dios quien
ha escrito esa ley (la ley moral) en su corazón. Por ello, es su voz la que resuena en su
más íntimo recinto. En ese sentido, la conciencia es como el sagrario del hombre, donde
éste se encuentra a solas con Dios, que le llama desde el núcleo mismo de su razón.
Entendido esto, podemos captar mejor el significado de aquella expresión: “yo hago lo
que me dice mi conciencia”. ¡Claro que sí! Hay que hacer lo que dicta la propia
conciencia. Pero, dado que la conciencia no es un querer, sino un conocer, lo primero
que debemos hacer, para actuar “en conciencia” es esforzarnos por conocer
correctamente el bien y el mal, descubrir esa “ley de Dios”, y desear sinceramente
actuar conforme a ella.
Por ello es posible hablar de “conciencia recta” o “conciencia torcida”. Pero lo haremos
en el siguiente apartado, al considerar los diversos “tipos” y estados de conciencia.
Ciertamente, la conciencia es una realidad única en cada individuo, pero es también una
realidad compleja. Vamos ahora a analizar brevemente algunos diversos “tipos” de
conciencia, y sobre todo algunos de los estados en que se puede encontrar la conciencia
de una persona, para tratar de esclarecer cómo debemos comportarnos en cada uno de
ellos .
La expresión recordada antes: “yo hago lo que me dice mi conciencia” o “yo actúo en
conciencia”, puede ser a veces un modo de camuflar la propia conciencia torcida.
Otra distinción importante: la conciencia puede ser cierta o dudosa. Es cierta cuando el
sujeto está convencido firmemente de su juicio de conciencia. El “sabe” que un
determinado acto es bueno o malo. No le caben dudas. A veces, en cambio, el individuo
no está seguro de la cualificación moral que debe dar a un acto (hecho o por hacer), y
por tanto no sabe cómo debe actuar. Se encuentra en estado de conciencia dudosa.
“Cierto” no es aquí sinónimo de “verdadero”. Yo puedo estar muy cierto de algo que no
corresponde a la realidad. Por ello, la conciencia cierta se subdivide en conciencia
verdadera y conciencia errónea.
Puede parecer absurdo que Dios llame al hombre a través de su conciencia, aún cuando
ésta pueda equivocarse y llevar al sujeto a realizar un acto que es objetivamente malo.
Pero debemos recordar que al crear al hombre, necesariamente limitado, Dios le llamó a
realizarse según su propia naturaleza limitada. Debemos recordar también que, desde el
punto de vista teológico, la posibilidad del error proviene del desorden introducido por el
primer pecado del hombre, que fue precisamente un acto libre de desobediencia a la
prohibición divina de comer “del árbol de la ciencia del bien y del mal”.. Naturalmente,
cuando el hombre yerra en su juicio de conciencia, el error no es querido por Dios, sino
sólo permitido; pero de todas formas, Dios le pide a ese hombre que actúe según su
conciencia, le llama desde ella a realizarse como sujeto moral adhiriéndose con su
voluntad al bien visto por su conciencia errónea.
Esto no significa, sin embargo, que sea indiferente que la conciencia sea verdadera o
errónea. Ante todo porque la persona que es guiada por una conciencia errónea puede
hacer daño a los demás, creyendo que actúa bien (podría ser el caso, por ejemplo, de
un terrorista convencido sincera y profundamente de la bondad de sus actos de
violencia en favor de la causa por la que lucha). Pero además, debemos reconocer que
no se realiza igualmente como persona quien juzga con verdad y quien está en el error,
supuesta en ambos la misma buena voluntad. No da igual que alguien esté convencido
de que dos más dos son cinco o que sepa que son cuatro, aunque ambos tengan el
mismo deseo de conocer. No puede tampoco sernos indiferente el error o la verdad
moral. Más aún, la indiferencia significaría que no hay en el fondo una sincera y total
adhesión de la voluntad al bien moral.
Por otra parte, decir que la persona debe seguir el propio juicio de conciencia cierta,
también cuando yerra, no significa que no pueda haber cierta responsabilidad moral en
el error. En este sentido, se suele decir que aunque la conciencia errónea obliga
siempre, sólo disculpa moralmente al sujeto si el error es invencible e inculpable.
Se entiende por error invencible aquél en el que el sujeto yerra sin ninguna posibilidad
de salir de su error y conocer la verdad moral. Puede ser el caso de quien ha vivido
desde niño en un ambiente en el que todo y todos le han llevado a ver erróneamente
cierto tipo de acción como buena o mala. El no puede ni siquiera sospechar que pueda
ser de otro modo, y actúa -con buena voluntad- en consecuencia. Si, en cambio, en
algún momento sospechara que quizás ese comportamiento pudiera merecer un juicio
moral contrario al que hasta ahora ha dado, tendría la obligación de tratar de conocer la
verdad objetiva; su error ya no sería “invencible”, y si el no vencerlo depende de su
libre voluntad, su error vendría a ser “culpable”.
Se llama culpable, pues, a aquél error de conciencia del cual el sujeto es de algún modo
responsable .. El es, de alguna manera, el causante de su propio error. Hay sobre todo
tres tipos de error culpable.
Ante todo el error por negligencia, cuando el sujeto debería estar bien informado de la
cualidad moral de un acto, pero ha descuidado (por pereza, superficialidad egoísta, etc.)
el esfuerzo por formar su conciencia y no ha puesto los medios necesarios que estaban
a su alcance.
Más serio es el error “in causa”, es decir el error de quien yerra a causa de algo que él
ha querido libremente y que sabía que le podría llevar al error. Puede ser, por ejemplo,
la voluntad de beber hasta emborracharse, sabiendo que en esa situación se podrá
actuar “sin darse cuenta” de lo que se hace; o el dejarse llevar por la pasión y el vicio
hasta obnubilar la propia conciencia y llegar a ver como bueno algo que antes se sabía
bien que no lo era.
Pero hay un tercer tipo de error culpable que es más sutil y al mismo tiempo más grave.
Es el error afectado.. Se refiere a la actitud de quien yerra porque no quiere conocer la
verdad para no tener que actuar en conciencia de modo diverso a como le interesa.
Pongamos que creo erróneamente que yo no debo pagar un determinado impuesto;
alguien me dice que estoy equivocado; podría preguntar... pero prefiero quedarme
como estoy, por si acaso... El error es debido aquí a un afecto por un determinado
interés, a causa del cual estoy dispuesto a obrar el mal. La actitud de fondo de la
voluntad es de adhesión al mal.
Decíamos que a veces el individuo no sabe con certeza si un acto es moralmente bueno
o no. Se encuentra en situación de conciencia dudosa. ¿Cómo debe actuar? ¿Está
obligado a hacer algo que no sabe si es obligatorio? ¿Está obligado a abstenerse de algo
que no sabe si es ilícito?
Para poder resolver este problema es preciso hacer una distinción sutil pero
fundamental. Una cosa es la duda sobre la moralidad objetiva de un acto, y otra la duda
sobre la moralidad de la realización de un acto. La primera indica que yo no estoy
seguro de si una determinada acción está permitida o no, de si es en sí moralmente
correcta o no . La segunda se refiere a mi duda sobre si yo haría bien o mal al realizar
aquí y ahora este determinado acto. Llamaremos a la primera duda objetiva y a la
segunda duda operativa.
¿Qué hacer en caso de duda? Ante todo hay que aclarar que en estado de duda
operativa no se debe actuar. Es decir, si creo que haciendo esto aquí y ahora quizás
haría un mal moral, no debo hacerlo, pues equivaldría a aceptar el mal (como si un
cazador disparara en la maleza sin estar seguro de si lo que se mueve detrás es el
ciervo que estaba siguiendo o el guarda del bosque). Si creo que haría mal si no pagara
ahora este impuesto, debería pagarlo.
Por lo tanto, he de tratar de salir de la duda. Lo primero debe ser, naturalmente, tratar
de resolver la duda objetiva. Habrá que leer, consultar, reflexionar, orar... para ver si se
llega a una certeza objetiva, en un sentido u otro. En nuestro caso, por ejemplo, podría
consultar a algún experto en derecho fiscal, o recurrir al encargado de finanzas de la
diócesis... Quizás me aclaren que, efectivamente, en mi caso, no debo pagar ese
impuesto (o lo contrario). En el momento en que se resuelve la duda objetiva,
desaparece automáticamente la duda operativa: sé que hago bien no pagando.
Pero supongamos que, después de consultar a expertos en el asunto, leer lo que puedo
encontrar sobre el tema, etc., me quedo aún con la duda objetiva: no estoy seguro de
que sea moralmente correcto no pagar, porque unos dicen que debo hacerlo y otros que
no, porque no estoy seguro de que el criterio que aducen se aplique exactamente a mi
caso...; pero tampoco estoy seguro de que no lo sea. ¿Qué hago? ¿Habría algún modo
de salir de la duda operativa aunque permanezca la duda objetiva? Es decir, ¿habría
alguna posibilidad de llegar a la conclusión cierta de que actúo moralmente bien si actúo
en esa situación de incertidumbre objetiva?
Pero a veces tampoco estos principios resuelven el caso. Queda solamente la posibilidad
de aplicar alguno de los llamados principios reflejos generales, que tratan de establecer
un criterio según el cual puede ser moralmente correcto actuar cuando permanece la
duda objetiva pero hay buenas razones para pensar que el acto sea objetivamente
bueno. Es lo que propusieron los llamados sistemas morales, elaborados por los
teólogos moralistas a partir del Renacimiento, para dilucidar los casos difíciles que se
presentaban cada vez más frecuentemente en aquella sociedad cambiante.
¿Quién tiene razón? Ante todo, tenemos que reconocer que si lo que está en juego es
un bien importante para otra persona (como su vida o su salud), o si va de por medio la
validez de un sacramento, se debe actuar del modo más seguro. Es decir, debo evitar
actuar de modo que perjudique seriamente a otro, aunque tenga cierta duda objetiva
sobre la licitud o ilicitud de ese comportamiento. Y debo evitar celebrar un sacramento
sin estar seguro de que es válido (por ejemplo, de que lo que hay en la vinajera es
verdadero vino).
Pero fuera de esos dos casos, hay que rechazar serena y tajantemente el tuciorismo. De
hecho esa doctrina fue condenada por el Magisterio ya en 1690, al rechazar el siguiente
principio jansenista: “No es lícito seguir la opinión probable o, entre las probables, la
más probable” . En efecto, el tuciorismo podría a veces hacer imposible la vida; o bien
forzar a una persona a actuar, por desesperación, en contra de lo que cree obligatorio
en razón de ese falso principio, llevándola a realizar verdaderamente una acción
moralmente mala. Pero, además, debemos recordar el aforisma que afirma que “una
obligación dudosa no obliga”; lo contrario puede llevar a la imposición de obligaciones
inexistentes e injustas.
Se entiende, desde luego, que debe haber cierta proporción entre el bien que se espera
alcanzar con la acción y el riesgo aceptado de que la misma vaya efectivamente contra
el orden moral objetivo. Por otra parte, la aplicación del probabilismo no debe nunca
exentarnos del deber de actuar siempre de acuerdo con la virtud de la prudencia, ese
hábito que nos lleva a querer “hacer bien el bien”, precisamente porque se ama de
verdad el bien.
Lecturas complementarias
CEC 1776-1802
VS 3, 32, 34, 54-64
EV 4, 11, 24, 58, 69-73, 90
GS 16, 17
LG 16
DH 1-3
Sto. Tomás, S. Th., I, q. 79, a. 12; I-II, q. 76; q. 94, a. 1, ad 2 y a. 2; De Veritate, q.
14, a. 2; q. 16, a. 1 y 3; q. 17, a. 1 y 2; In IV Sent., dist. 38, 2, 4 ad finem
Autoevaluación
1. ¿Qué es la conciencia habitual o “sindéresis”?
2. ¿A qué llamamos “razón práctica”?
3. ¿Cuál es el primer principio de la “razón práctica” y de la moralidad misma?
4. ¿Qué la conciencia actual o conciencia en sentido estricto?
5. ¿Cuándo podemos decir que la conciencia es recta?
6. ¿Cuándo se dice que la conciencia es cierta?
7. ¿Cuándo se puede hablar de conciencia dudosa?
8. ¿Qué significa tener una conciencia verdadera?
9. ¿Se debe seguir siempre el juicio de nuestra conciencia? ¿Por qué?
10. ¿Cuándo está disculpado el sujeto que actúa con “conciencia falsa o errónea”?
11. ¿Cuáles son los tres tipos de error culpable?
12. ¿Qué dos tipos de duda de conciencia pueden darse?
13. ¿Qué se debe hacer cuándo uno se encuentra en situación de conciencia dudosa?
14. ¿En qué dos campos se debe aceptar el “tuciorismo”?
2. Pongamos el mismo caso, sólo que ahora quien necesita una transfusión es un niño
pequeño, cuyos padres son testigos de Jehová. Los papás invocan también aquí su
conciencia y sus convicciones religiosas. ¿Qué deben hacer los médicos?
3. La encíclica Humanae Vitae afirma que la conciencia es el fiel intérprete del orden
moral objetivo establecido por Dios (n. 10). Un matrimonio católico juzga rectamente
que no debe tener ya más hijos; no están de acuerdo, en conciencia, con la doctrina de
la Iglesia sobre los métodos anticonceptivos y deciden, en conciencia, usarlos. ¿Están
obrando bien porque todo lo hacen “en conciencia”? (Conviene leer completo el n. 10 de
la HV).
http://www.mercaba.org/MORAL/01/AMOR_MORAL_06.htm