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Ámbito de las creencias y valores

Creatividad y trascendencia: las creencias en la era secular.


Celso Sánchez Capdequí

En La creatividad social: narrativas de un concepto actual


Celso Sánchez Capdequí (editor)
Madrid, CIS, 2017. Pg 461-487

Es un hecho que vivimos en un marco secular (Taylor, 2007). Todo lo que ocurre en él se ajusta a
los parámetros de lo explicable y argumentable con el uso de la razón. No se trata de un episodio
cultural cuyo origen histórico sea de factura reciente. Pero sí es verdad que las viejas creencias
ultraterrenas y los cantos de lamento por la desaparición de la metafísica que las soportaba desde
hace tiempo han pasado a mejor vida. Como dice Taylor, la realidad social muestra que hoy son los
creyentes los que deben justificar sus convicciones ante la inmensa mayoría de la sociedad que
vive al margen de planteamientos de este tipo. El escenario les traslada a ellos la carga de la
prueba. El mundo contemporáneo ha apartado de su zona de interés preferencial las cuestiones y
los problemas que por su naturaleza obligan al silencio de la razón y de la investigación empírica.
Los temas de debate y de discusión pública remiten a apartados de la experiencia social que
afectan directamente a la vida cotidiana de los actores, que se sitúan en las coordenadas de la
experiencia intramundana y que tienen una solución por la vía de la razón discursiva y
argumentativa. En ellos no tiene cabida la cuestión religiosa. Tampoco la dimensión trascendente,
las cuestiones de ultimidad y las referidas a lo místico e inefable. El mundo se ha hecho uno con lo
secular e intramundano. Y todo lo que existe y de lo que se habla es susceptible de explicación a
partir de los es- quemas cognitivos e intelectuales dominantes. Creencias y convicciones van por
un lado y la objetividad de los hechos y del conocimiento racional de los mismos va por otro. Este
define la realidad de las cosas y aquel se ha convertido en algo casi marginal, alejado de los
debates, insustancial, extraño y anómalo.

Como se decía arriba, todo esto no nace hoy, aunque en la actualidad la hegemonía del marco
secular se visibiliza con enorme nitidez. Primero fue- ron los antagonismos medievales entre la
ciudad de Dios y la ciudad de los hombres y el debate entre la visión teológica y la científica. En la
actualidad los debates entre el mito y la razón, lo religioso y lo secular, la presencia de

«religión o «ética» en la oferta escolar de nuestros programas educativos, entre otros, dan
muestra de que, a día de hoy, el individuo y las instituciones modernas no han sabido o podido
detectar las zonas de la vida social en las que sendos planos se tocan y se rozan. En nuestros días
existe un perfil que condensa el predominio de lo secular en detrimento de lo religioso. Se trata, a
juicio de Charles Taylor (2007: 25 y ss.), de la identidad parachoques, aquella que se ha alejado las
cuestiones de ultimidad de su agenda vital, limita sus prioridades vitales a aquello que ocurre en el
escenario secular (debates políticos, morales, económicos, medioambientales, etc.) y la
racionalidad argumentativa y discursiva es el instrumento con el que responde a las interrogantes
que le plantea el mundo.

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Sin embargo, un repaso de mayor alcance histórico revela que la idea de trascendencia tiene
mucho más peso histórico y cultural que lo que representa la época reciente. Y que su aparición en
la vida social acarrea una gran carga de complejidad que afecta y desafía todo modelo social y el
nuestro en particular. No basta con decir que hoy ha desaparecido. Porque, lejos de ello, su
condición estructural en la existencia humana y social reabre problemas y preguntas que no se
responden con la mera constatación de su debilidad actual y que obligan a tratar su verdadero
alcance en el terreno de los valores, ilusiones sociales y articulaciones políticas para entender
exhaustivamente el presente. La complejidad inherente a la trascendencia radica en que no nació
sola, sino que vino al mundo junto con otra noción con la que, desde entonces, comparte biografía
y curso histórico. La época que les vio nacer, la era axial, alumbró en un mismo parto a la
trascendencia y a la creatividad, en concreto a la idea de trascendencia y a la autoconciencia del
hombre como agente creativo. Y caminan desde aquel momento de la mano, si bien mantienen
una relación de tensión e incomunicación en sus contextos histórico-culturales. La pregunta por la
salvación del alma en el ámbito de la trascendencia es inseparable de la aparición de la
inmanencia, pero más en concreto, de la capacidad del hombre de hacerse cargo de su vida y de la
dimensión intramundana en la que tiene lugar. La idea de salvación obliga a los humanos a tratar
con la realidad mundana, a intervenir en ella, a hacer cosas con ella, a renovarla y transformarla
para conseguir su propósito ético de la salvación. Asimismo, el diseño de las instituciones políticas,
la legitimidad del poder político, el gobierno de la ciudad y la suerte de los más desfavorecidos
también se empiezan a convertir en objetos de discusión en entornos alfabetizados y de
instrucción cultural. La trascendencia despierta la creatividad subjetiva e intersubjetiva. Y la
creatividad, a su vez, ofrece los dibujos y las metáforas simbólicas e ideales de un horizonte
transmundano al que se pretende llegar. La salvación del individuo y el cuestionamiento político
del marco de convivencia relacionado con las posibles interpretaciones de los textos sagrados
constituyen episodios que nacieron al mismo tiempo y que, desde entonces, siguen una vida
común aunque con numerosos cambios y alteraciones. La sociedad actual organiza sus vínculos de
una determinada manera. Y en ella pueden explicarse muchas de las transformaciones de las
creencias y valores contemporáneos y muchos de los problemas de índole axiológica y cultural que
conviene aclarar para orientar de manera más acertada el curso de la vida social.

A este respecto, conviene recordar que la modernidad forma parte de una matriz histórica,
cultural y civilizatoria, la era axial (o el tiempo eje) de la que habla en primer lugar Karl Jaspers
(1965), en la que la trascendencia y la creatividad comparten origen y destino. Se trata de dos
planos de la realidad que conviven conflictivamente en cada una de esas religiones y civilizaciones
de las que procede nuestra actual forma de vida. La filosofía griega, el judaísmo, el cristianismo, el
budismo, el confucianismo, el zoroastrismo, más tarde el islam, es decir, las creaciones
civilizatorias y religiosas de la citada era axial, nacen en un mismo momento histórico, en torno al
siglo v a. C., en el que, por un lado, la fe en el más-allá, es decir, la experiencia trascendente y, por
otro, la búsqueda personal de modelos de comportamientos ajustados a las nuevas exigencias
éticas del momento, es decir, la creatividad individual, son criaturas consanguíneas pero basadas
en una relación de tensión y conflicto típica de las dinámicas históricas de cada entorno axial1. La

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Y del modo de resolver esta tensión surgen las dinámicas históricas de las distintas civilizaciones axiales.
Esta es la tesis de Eisenstadt (2007). Si la respuesta es secular, como en el caso del confucianismo y la
filosofía griega, el cipo de la salvación es intramundano, de modo que los hombres aspiran a reorganizar y
cuidar el entorno político e institucional. Si, por el contrario, la respuesta es religiosa, pueden darse dos

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trascendencia y la creatividad inmanente viven en una tensión mayor o menor en cada caso. La
ubicación de la divinidad en el dominio trascendente se corresponde con el surgimiento de la era
de la trascendencia (Schwartz), de la era profética (Weber) en el que el actor social, desde el
incipiente pensamiento abstracto-universal, se pregunta por las razones del diseño ético del
mundo, por su lugar en él y por sus actos dirigidos a la salvación eterna. Su aparición histórica su-
pone que la creencia, la fe y la idea de salvación ultraterrena son desafíos que conviven con la idea
de la muerte y la contingencia de lo terrenal, con la experiencia de duda, autocuestionamiento y
debate individual y colectivo. Si bien el repaso histórico ofrece, mayormente, momentos muy
diversos de sometimiento del elemento creativo a manos de una clerecía oficial y centralizadora
de la trascendencia a la que dice representar en el marco de la inmanencia, en el seno de las
civilizaciones axiales o «religiones universales» (en expresión de Weber), en cuyo radio de acción
se sitúa la modernidad, las nociones de trascendencia y creatividad conviven, en la mayoría de los
casos, en una tensión constante.

Luego de atravesar etapas y contextos históricos como el Medievo, el Renacimiento y la


Modernidad ilustrada, en nuestra sociedad global esta tensión se expresa de un modo singular en
un contexto social caracterizado por dos grandes debates.

Por un lado, parece ser que vivimos en lo que Taylor denomina la era secular. La trascendencia
ultramundana que caracterizaba el modo de vida, la creencia y la organización política de las
sociedades tradicionales se ha diluido. En los modelos contemporáneos se ha desplazado a la
periferia de los grandes centros de decisión y los actores individuales y los poderes públicos
omiten su influencia en sus deliberaciones relativas a los asuntos intramundanos . Ya no es
necesaria. Ni tan siquiera tomada en consideración. Como dice el propio Taylor, la modernidad
ilustrada es una cultura ajustada a los principios de la teoría (2007: 555). Los compromisos de
valor y las convicciones más profundas no son operativos en términos de acción. Las cuestiones de
ultimidad han deja- do de ser problemas. Todo lo importante ocurre en la inmanencia.

Por otro lado, la idea de creatividad representa el concepto sagrado del modelo de vida actual.
Como dice Andreas Reckwitz parafraseando a Weber cuando este dijo que «el puritano quiso ser
un hombre profesional: nosotros tenemos que serlo», hoy podría añadirse que «no se trata de
querer ser creativo, tenemos que serlo» (2012: 10). La creatividad ha ocupado el núcleo
imaginario de nuestra sociedad. Ámbitos ajenos en la modernidad a la expresividad creativa como
la economía y la política la incluyen como fuente de innovación y estimulación afectiva. El
paradigma del artista se ha convertido en referencia inexcusable a la hora de organizar la sociedad
y las biografías individuales. La capacidad de los artistas de las vanguardias para expresar densidad
afectiva en sus episodios de creación deviene pauta de comporta- miento en una fase de la
modernidad que compensa, con la democratización de la experiencia estética, los déficits afectivos
de las primeras fases de la modernidad de cuño calvinista. Por primera vez en la historia la

grandes casos. Por un lado, una civilización basada en una salvación extramundana, por ejemplo el budismo
(y el hinduismo), confiere importancia al orden ultraterreno. Y, por ende, la transformación del orden
intramundano pasa a un segundo plano. Por otro, las civilizaciones con fuertes rasgos monoteístas, es decir,
el judaísmo, el cristianismo y el islam, oscilan entre un concepto puramente extramundano y otro
puramente intramundano de salvación. Pero cuando se impone la idea intramundana de salvación, la
necesidad de transformación del mundo es muy grande.

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creatividad se ha convertido en normal y en norma. Todos los actores pueden introducir
originalidad en sus actos y decisiones. Más en concreto, todos deben ser creativos.

Pues bien, el actor contemporáneo se sitúa en un escenario en el que las evidencias metafísicas y
las rigideces doctrinales de antaño se suavizan y en el que la iniciativa en el diseño de las certezas
existenciales corresponde al individuo en gran medida. Se trata de un contexto social en el que la
noción de trascendencia ultramundana, representada por la clerecía religiosa y definidora de usos
y prácticas sociales, ha dado paso a un contexto de claro dominio secular en el que las condiciones
de la creencia han cambiado desde el momento en que el pluralismo reinante abre las puertas al
incremento de opciones que, además, obliga a la justificación discursiva de la creencia, de toda
creencia Joas, (2012: 10). La tensión inherente a las tradiciones axiales ofrece un desenlace
inédito. La creatividad impone su sello a toda institución social y permite a los actores la expresión
de sus opciones vitales. Ya no existe la prioridad de la trascendencia sobre lo secular. Y, por ende,
conviven (a veces, conflictivamente) las creencias extramundanas y las intramundanas en un
horizonte social que parece desalojar de sus límites aquello que desborda la experiencia
inmediata. El actor vive y decide sin certezas inquebrantables y la indagación creativa explora el
hallazgo siempre incierto de visiones y experiencias espirituales plenas. De algún modo, se
penaliza la reiteración de las prácticas y se alienta la búsqueda, el desafío y la experimentación. No
caben biografías desprovistas de audacia y riesgo. Muy al contrario, la creatividad define unas
condiciones de vida en las que lo normal es la inquietud, lo posible y lo desconocido. En este
contexto, la conversión ha devenido normal (Taylor, 2007: 728-772).

Esta dimensión creativa que impera en las creencias contemporáneas no encuentra cauce
adecuado de análisis ni en el enfoque que se aproxima a las creencias desde la idea canónica de
secularización ni desde el que se plantea en términos de mercado (de religiones y valores
seculares). En ambos casos, se echa de menos la magnitud creativa de nuestros días. En el primer
caso, la versión providencialista de la historia arrincona la creatividad entendida como la
capacidad intersubjetiva de alterar el curso histórico e intervenir en el diseño institucional y moral
de la sociedad. En el segundo caso, la forma mercado no se corresponde con un actor que, más
que elegir y comprar credo, es elegido e interpelado por una experiencia radical que altera y
transforma su visión y sus actos. En un caso y en otro el contexto de creencia les viene dado con
carácter objetivo y acabado. Se trata de un actor que se relaciona con realidades sociales que no le
cambian ni las cambia, que reproduce el estado de las cosas y que deja todo tal y como se lo
encuentra en el mundo social. Sin embargo, la atmósfera de la creatividad imperante remite a
situaciones contemporáneas en las que los actores experimentan con las realidades espirituales,
las interrogan, las incorporan críticamente, las estudian y las comparten en distintas tramas
sociales. Ya no se trataría de actores que solo esperan o eligen, más bien, de actores que
incorporan y experimentan las creencias a una biografía que ellos mismos articulan (o pretenden).
Con la particularidad de que, ya sin la estrecha vigilancia de la clerecía doctrinal de otros tiempos,
cualquier individuo, todo individuo, puede representar el papel de esas minorías creativas
(Toynbee, 1981: 343 y ss.) que, a lo largo de la historia, han representado la creatividad humana
en la vida social. Ahora se promueve la renovación de las tradiciones religiosas a partir de
mutaciones doctrinales que nacen sordas, anónimas, inadvertidas y sin ánimo de perdurar. Estas
revoluciones calladas no llevan nombres propios, ni son producto de mentes privilegiadas. Se trata
de episodios de renovación que responden a esa creatividad social que se ha democratizado y ha

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dejado de ser privilegio de minorías sociales dotadas de un elevado nivel de instrucción cultural.
Los significados y los estados de las cosas, dice Hans Joas, «no remiten ahora a la acción del
Creador o del individuo libre idealizado, sino a la de todos los hombres y a sus relaciones de
convivencia» (ibíd.: 124).

A pesar de la relevancia de lo secular, la trascendencia no ha desaparecido y sigue influyendo en el


dominio de las creencias religiosas y seculares con- temporáneas. Esta es la tesis central del
trabajo. Si bien las imágenes del «más allá», de lo supraterrenal o de lo meramente atemporal se
han debilitado, la cuestión relativa al misterio (trascendente) de la existencia, lejos de
desaparecer, ha ganado espacios sociales antes desconocidos. De algún modo, se ha transformado
en una fuerza dinámica intramundana más que en un poder estático ultramundano. Aunque ya no
se asocia con la noción de eternidad transmundana y en tensión ética con la mundanidad
inconsistente y precaria, su huella se observa hoy en la búsqueda de esa experiencia plena,
integral y difusa que tanta presencia tiene en los debates académicos como en el saber popular
del tiempo que vivimos. En ese surco secular de la trascendencia el actor ya no cumple
mandamientos ni sigue órdenes, más bien se convierte en cauce creativo que profundiza en la
entraña insondable de las cosas y de sí mismo y explora la consistencia de los idearios y los credos
circundantes. Ese actor pasa a ser protagonista no solo por experimentar los contenidos
simbólicos en primera persona, sino por intervenir creativamente en ellos, dilatando su capital
espiritual, descubriendo fusiones y sincretismos desconocidos, adaptándolo a los entornos y los
desafíos contemporáneos, hurgando en sus posibilidades, cuestionando la vigencia de parte de sus
contenidos. La creatividad exige experiencia e interpretación, vivencia y crítica, desafío y
búsqueda. La novedad estriba en que la trascendencia no desaparece, más bien se transforma y se
reubica en la dimensión secular de la existencia como elemento desencadenante de las
experiencias cargadas de intensidad afectiva que apuntalan las opciones últimas de los actores. De
algún modo, la trascendencia no abandona la realidad inmediata. Lo que ocurre es que ya no
dirige, prescribe y ordena desde el plano de lo ultramundano, sino que activa y genera las
dinámicas creativas de la creencia. Se convierte en una realidad soterrada, viva y actuante que
acompaña la creatividad de opciones, que se encuentra en los entornos más cercanos e
inmediatos de la existencia social. El más-allá pervive, pero como el elemento generatriz de toda
creencia.

Esto no quiere decir que no existan contextos sociales en los que en la actualidad surgen nuevos
esquemas de re-adoctrinamiento que frenan las iniciativas renovadoras de todo tipo, en especial,
las religiosas. Una vez más, resurge la relación conflictiva en la que una determinada visión del
mundo de la trascendencia y otra de la creatividad rivalizarían y pugnarían por la conquista de la
hegemonía social. Se trataría de universos socio-culturales en los que se pretende forzar la
existencia de un ideario (vehículo de la voluntad de Dios) a costa de suprimir la pluralidad de
credos y creencias. En ellos la re- presión ejercida por la institución centralizadora constata y sabe
de las transformaciones del mundo y los movimientos espontáneos de determinados sectores de
la sociedad. Su máxima de acción es la de que solo la ortodoxia y el adoctrinamiento pueden
frenar (provisionalmente) una realidad que no encaja en esos viejos esquemas.

Este contexto impregnado del valor de la creatividad condiciona el con- junto de las actividades
del actor y, entre ellas, el horizonte de creencias. En ellas los grupos y los actores viven con
normalidad la búsqueda de sus opciones vitales experimentando interpersonalmente los procesos

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generadores y constitutivos de cualquier modelo de creencia subrayados, entre otros, por
Williams James (1994) y por Ernst Troeltsch (1992). Si en los elementos de culto y veneración ritual
ha predominado hasta fechas recientes la estricta observancia, ahora se alienta la interpretación
creativa y personal de los referentes simbólicos de la creencia. El entorno social aboca a vivirlas en
clave de búsqueda, desafío y reto en compañía de esa «dimensión emotiva añadida, ese temblor
entusiasta de adhesión, donde la moralidad, estrictamente dicho, solo puede inclinar la cabeza y
asentir» James, 1994: 46). La duda angustiosa y la incertidumbre inexorable ya no definen el tono
epocal de las creencias porque la trascendencia y lo secular no viven en una tensión
irreconciliable. Ya se trate de posturas religiosas o seculares o, incluso, la de aquellas que niegan el
alcance veritativo de las argumentaciones ofrecidas por unos y otros, la experiencia de
autotrascendencia y autotransformación promovida por la aparición de lo sagrado reinaugura,
renueva y recrea las creencias en cada caso.

Este actor ya no sale de la atmósfera trascendente del templo religioso para ingresar en la vida
secular con el objetivo de resolver sus angustias religiosas con ayuda de la actividad profesional.
No muestra una relación de tensión irreconciliable con el mundo. No actúa movido por la duda y la
sospecha. Antes bien, el mundo inmanente se convierte en el escenario en el que ha de descubrir
creativamente sus referentes espirituales. Ni Dios, ni la Iglesia imponen las coordenadas de sus
creencias. Es él el que con los elementos de la experiencia ordinaria, en el contexto globalizado de
los credos religiosos y episodios espirituales y movido por la pujanza de la expresividad estético-
creativa construye sus opciones vitales. Se trata de la figura del nuevo asceta secular que, por un
lado, ya no diseña sus narrativas espirituales a partir de un rigor y una sobriedad (calvinistas)
orientada a la salvación ultraterrena, sino que, en sintonía con el perfil preponderante del artista,
introduce el elemento de ensayo, ruptura y experimentación en la materia simbólica que
encuentra en sus marcos de convivencia; por otro lado, lo hace desde la confianza en el realidad
intramundana, sin menospreciarla en favor del carácter sublime de la vida supraterrenal y en
sintonía con expresiones resacralizadoras (el cuerpo, la identidad, el equilibrio personal, la
reconciliación humana con el cosmos, etc.) en las que la idea de salvación es sustituida por la de la
experiencia plena e integral de la reunificación del hombre con la totalidad cósmica y cultural.

Si bien las ideas de Max Weber sirvieron para explicar el nacimiento de la modernidad burguesa,
esta se ha visto sobrepasada por otro escenario en el que el nuevo horizonte global transpira
religiosidad y espiritualidad difusas. Aquí el actor no contribuye a una sociedad secular (y
desencantada) a partir de sus inquietudes religiosas. Es secular en su origen y la ausencia de
nociones supraterrenales de la trascendencia genera un horizonte de acción en el que los actores
no tienen más certeza que el estímulo creativo de la búsqueda y la (auto-)exploración en y a partir
de materiales y elementos de la experiencia cotidiana. Diluida la certidumbre ultramundana, los
actores sienten el impulso social de crear y pensar sus diseños vitales y morales sin más
certidumbre que una provisionalidad cronificada. Si este diseño de las cosas incita a la creatividad
individual, de igual modo incita a la remodelación paulatina de los credos heredados. A cada
momento, los actores alteran inadvertidamente las fronteras y los contornos de las herencias
recibidas. Son ellos quienes en sus entornos más próximos hilvanan diseños inéditos de las
herencias narrativas religiosas y seculares dando cauce a renovaciones institucionales. El mundo
de las cuestiones de ultimidad está en manos de los actores que hacen frente a crisis,
incertidumbres e inquietudes interrogando a lo más próximo y cotidiano, sin guías espirituales o

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doctrinales de obligado cumplimiento, con margen para la autoexperimentación con lo(s)
desconocido(s).

De algún modo, los ascetas seculares del mundo global han nacido para crear y, por ello, para
asumir originalmente la conversión. Ch. Taylor habla de actores que viven con mayor normalidad
que sus antecesores la experiencia de la conversión y que no por ello sus convicciones son más
débiles. Al contrario, el hecho de contrastar constantemente la diferencia y la diversidad fortalece
sus creencias por provisionales que sean. En este sentido, el autor habla de fragilización de la fe,
no de fragilidad (2007: 833-34). Su destino social es el de la prueba, el ensayo y la autoextrañeza
individual. El momento de la experiencia plena de los episodios de búsqueda personal supone la
introducción de ese elemento de trastorno y desorden que las viejas ortodoxias doctrinales de las
religiones universales querían evitar: la vivencia mística (Troeltsch) como foco de transformación
de los idearios espirituales. Los actores se han transformado, hasta naturalizarlo, en potenciales
herejes y fundadores de experiencias renovadas de los modelos de creencia en un mundo en el
que las religiones y los idearios seculares se han desterritorializado y se ponen al servicio de los
actores globales para vivir cambios y alteraciones in- esperadas. En esta suma global, como dice
Casanova, el futuro de las creencias ha de contar con las jerarquías, pero también con las
inadvertidas decisiones de los individuos creadores.

1. El surgimiento de la trascendencia y la creatividad: la herencia axial

A la hora de atender la irrupción de la noción de la creatividad en el marco de la autoconciencia


humana conviene detenerse en un acontecimiento histórico de crucial importancia. Se trata de la
era axial en la que surgen las religiones universales y las civilizaciones históricas que constituyen la
simiente de lo que es el mundo actual. Básicamente porque de su mano surge la cosmovisión dual
del mundo basada en el binomio trascendencia/inmanencia y, además, se deja en manos de los
individuos, o de esa minoría creativa de la que hablaba Toynbee, la búsqueda de las respuestas
éticas a esas preguntas de ultimidad. Entre un concepto y otro se revela como elemento de
enorme relevancia la salvación ultraterrena del individuo. Ese diseño dual en dos niveles de
realidad que en determinadas civilizaciones viven en un grado de tensión mayor (judaísmo,
cristianismo, hinduismo, budismo, islam) o menor (confucianismo, la filosofía griega) constituye un
estadio evolutivo de la cultura humana porque introduce la teoría como facultad del pensamiento
universal (Donald, 2012: 47-76) y supone el subsuelo espiritual y categorial que llega a nuestros
días (y que hoy se pone en cuestión bajo el emergente modelo de las sociedades posaxiales desde
el momento en que la trascendencia parece desvanecerse).

Como dato relevante llama la atención la reciente publicación de textos, monografías y artículos
sobre la cuestión de la época axial. Autores como Robert Bellah y Hans Joas (eds., 2001) Eisenstadt
(1986, 2000), Robert Bellah (2011), Charles Taylor (2007), Hans Joas (2014), Jan Arnason (2003),
Wolfgang K.nobl (2007) y otros han realizado contribuciones de peso al debate actual. Todas ellas
reflexionan sobre un punto de partida común: la confusión del hombre contemporáneo acerca del
curso del mundo, de los cambios acelerados de sus instituciones, de la falta de conceptos ante
acontecimientos inéditos y enigmáticos y de la ausencia de orientación en las respuestas de la
sociedad, ¿no encuentra un referente histórico en un episodio en el que la humanidad vivió la
aparición de un escenario desconocido y cuyos rasgos básicos han moldeado los trazos más

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significativos de las dinámicas históricas de estas civilizaciones hasta la actualidad? ¿No habría que
retomar aquel episodio histórico para analizar el nacimiento de categorías como la trascendencia y
la creatividad que conforma los supuestos del mundo global? ¿Cómo pensar el futuro de nuestras
sociedades con sus riesgos y peligros de un horizonte sin el espacio para la trascendencia y con
una creatividad abandonada, en muchos casos, a un mero juego de emotividad estética?

Pero conviene introducir un matiz revelador. Desde el inicio de sus investigaciones sobre lo axial,
autores como Jaspers (1965), Weber (1987), Schwartz (1975) y Voegelin (1974) sitúan en la
trascendencia el concepto básico que define este hecho social. A sus ojos, esta noción representa
la auténtica metamorfosis de este tiempo de cambio desde el momento en que introduce en la
historia humana una idea que nos acompañará hasta la actualidad: la salvación ultramundana. Sin
embargo, en los últimos años el centro de interés de este debate se ha desplazado desde lo
trascendente hacia la creatividad. En sintonía con la significación cultural de nuestras sociedades,
la re- flexión social ve en la era axial el punto de partida del despertar del hombre con respecto a
su capacidad de hacerse cargo de su existencia y de asumir creativamente la contingencia como
parte de su entorno social. De algún modo, «las raíces de la búsqueda de la salvación se encuentra
en la conciencia de la muerte y la arbitrariedad de la acción humana y de los entramados sociales»
(Eisenstadt, 1986: 3). La trascendencia da paso a la creatividad de la sociedad como condición de
posibilidad que hace posible respuestas individuales y colectivas basadas en la reflexividad y la
libertad de acción. Autores como Eisenstadt (2000), Castoriadis (2013), Arnason (3003) y Joas
(2012) subrayan el descubrimiento axial de la indeterminación implícita en la institución social. A
día de hoy, lo axial ya no es definido (prioritariamente) por la trascendencia, si acaso (aunque no
exclusivamente) por la creatividad que, desde entonces, ha vivido momentos de dificultad para
revelarse como capacidad intrínseca a la condición humana que ya numerosas formas de poder
han pretendido silenciar, incluso, en la modernidad, bajo expresiones totalitarias y
fundamentalistas.

En todo caso, si algún autor concede importancia histórica, filosófica y moral al episodio de la
época axial es Karl Jaspers. En los años cincuenta, y tras el fracaso evidente y desgarrador de la
idea de trascendencia de origen judeo-cristiano convertida en modelo histórico moral y universal
para el con - junto diverso de la humanidad, Jaspers se plantea repensar ese tramo de la historia
para recuperar su huella olvidada por el mundo contemporáneo en la que se encuentran
elementos compartidos y comunes por las civilizaciones y tradiciones enfrentadas en los últimos
siglos. En su libro Origen y meta de la historia, Jaspers analiza la singularidad de la época axial en la
que, durante el siglo V a. C., surgen esas formaciones religiosas, civilizacionales y culturales
definidas por los rasgos de la trascendencia y creatividad. Hasta ese momento prevalecía una
visión del mundo monista en la que el centro sagrado comunicaba su energía al conjunto de la
experiencia toda ella participada por la efervescencia de lo sagrado. Un ejemplo de esta
cosmovisión sería la religión totémica estudiada, en especial, por É. Durkheim. En este modelo de
sociedad solo existe una única dimensión densa y saturada de la experiencia que hace posible la
unidad del mundo, la sociedad y el individuo. No existen fisuras entre lo objetivo, lo subjetivo y lo
intersubjetivo. Predomina una visión compacta del mundo (Voegelin). En esta cosmovisión en la
que todo está coparticipado por el dinamismo fértil del origen sagrado, los diseños sociopolíticos
se construyen sobre la idea de correspondencia jerárquica en la que las formas supremas de la
realidad dominan y predominan sobre todo lo demás. Así las cosas, en las formas sociales arcaicas

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y tribales la figura del Dios-rey constituye la referencia carismática y simbólica de la estructuración
de la vida social. En ella cristalizan las propiedades supremas de lo sagrado que afianzan la unidad
de las diferentes vertientes de lo social. En este modelo social la prioridad no es la salvación de los
individuos, sino la reproducción y conservación del ritmo natural a cuya finalidad sirven los ritos y
celebraciones sociales como elementos de reenergetización simbólica del cosmos (Bellah, 2005:
70-71).

Con la aparición de las civilizaciones axiales la trascendencia, como dimensión ontológica que
empuja a los individuos al brinco (1965), en expresión de Jaspers, a mirar más allá de lo inmediato,
y la creatividad, como pro- piedad característica del hombre que le permite elaborar y diseñar
respuestas posibles ante esa cuestión ineludible de ultimidad, dibujan unos contornos de la vida
social y política muy distinta. Lo axial revoluciona la posición del hombre en el mundo porque, por
un lado, fragmenta la visión monista preaxial en dos niveles o planos que definen la experiencia
humana, en concreto, la trascendencia y la inmanencia y porque, además, despierta en la
condición humana la conciencia de precariedad de lo mundano y la disposición a intervenir en el
curso del hecho actual y en su propia biografía. Figuras socia- les como los profetas del judaísmo,
los místicos del budismo, los literati del confucianismo, los filósofos de la cultura greco-romana,
etc. configuran esas minorías sociales que dan curso a ciertas ideas y nociones con las que los
actores sociales intentan responder, en primera persona, a la pregunta de la trascendencia y al
hallazgo de respuestas ante el novedoso problema de la salvación en la vida ultraterrena. Por
primera vez en la historia, «es posible imaginar transformaciones dirigidas a un fin. A través de la
eficacia de las ideas, que tiene su origen en la era axial, aparece también una nueva dinámica
social» Joas, 2014: 7).

Si bien el acceso a la alfabetización y al conocimiento estaba en manos de sectores muy


minoritarios de la sociedad, en ese momento histórico se pro- duce una ruptura inexorable en la
evolución humana y no tiene vuelta atrás: la reflexividad humana. Al mismo tiempo que el mundo
se parte en dos planos de la experiencia, los actores cuentan con el potencial esclarecedor de la
teoría o la cultura teórica (Donald, 1991). Ya nada es igual. La realidad inmediata exige y desafía al
hombre en la medida en que su atención vital y teórica desborda lo dado por supuesto y le aboca
a glosar y relatar lo insondable comprometiendo, con ello, el diseño del supuesto orden natural
del mundo. No en vano, el comportamiento del hombre en la experiencia mundana constituye el
criterio con el que evaluar los méritos dirigidos a la salvación. Lo ultraterreno y lo terrenal están
intrínsecamente relacionados. La presencia de la reflexividad en la que confluyen la trascendencia
y la creatividad abre la puerta a la idea de lo universal en sus primeras versiones. Comienza, de ese
modo, la elaboración del pensamiento abstracto sobre cuyos cimientos la historia humana
introduce la experiencia de la distancia en sus relaciones consigo y con las cosas. Se trata de los
primeros pasos del pensamiento de segundo grado (Elkana, 1986: 40-64) en el que el hombre ya
no solo piensa las cosas, sino sus condiciones de posibilidad. Con Merlín Donald podríamos hablar
del surgimiento de la metacognición como una «forma abstracta de autoconciencia, un rasgo de la
mente que es esencial para la acción planificada y para la autorregulación en general» (2012: 73-
74).

En sintonía con este escenario social la figura del filósofo, asceta, místico, profeta y otros
comparten un modus vivendi que exige una práctica sobre sí mismo, un trabajo disciplinado y
riguroso sobre el conjunto de la existencia individual. La reorientación del pensamiento y la acción

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requiere estudio, disciplina y sistematicidad. Si bien esta realidad se corresponde en estos
modelos sociales con una minoría de la sociedad, su ejemplo constituye la raíz de muchos de los
episodios que anuncian el problema de la identidad individual hasta la actualidad desde el
momento en que, en palabras de Jaspers, «el hombre experimenta su propio ser como un deber»
(1965: 69). Estos individuos orientan estas prácticas hacia el acceso a lo universal en el que la vida
concreta y personal encuentra su significado auténtico (Hadot, 2006: 265- 274). La práctica sobre
uno mismo busca la conversión espiritual que permite al individuo recrear éticamente su biografía
e ingresar en el ámbito del valor supremo. Sin esta práctica el hombre no da el brinco, no
sobrepasa el dominio de los determinismos locales y naturales.

Junto a estas novedades de importancia revolucionaria en la historia humana aparece en el centro


de la agenda política la cuestión de la legitimidad. El gobernante empieza a no ser visto como el
Dios-Rey que en las sociedades arcaicas encarnaba terrenalmente la voluntad divina. A pesar de su
condición política y carisma simbólico se ve obligado a explicar los motivos de sus decisiones y
actos. Algo ha cambiado en el curso histórico. La distancia insalvable entre la trascendencia y la
inmanencia explica que se multipliquen las posibles narrativas sobre la salvación, el bien, la
justicia, etc., ya que la distancia irreconciliable entre lo inefable y lo expresable también desborda
la condición mortal de los gobernantes de estas sociedades. Surge la hermenéutica interpretativa
de los textos y los conceptos de uso social y la pregunta a los políticos adquiere condición de paso
imprescindible para el buen gobierno de las cosas basado en la transparencia y la responsabilidad.
El poder político ya no puede refugiarse en su supuesta condición de representante de lo divino en
el marco de lo inmanente. Ha de dar razones y explicar sus decisiones y actos porque en los
entornos sociales, con ayuda de la circulación de las ideas y de la actividad de los intelectuales,
surgen otras interpretaciones alternativas a la que representa el poder político.

El papel relevante de las ideas en el diseño de la vida social introduce un elemento de dinámica
social desde el momento en que las figuras más o me- nos homogéneas y estáticas de los
anteriores modelos de convivencia se abren a configuraciones institucionales más conscientes de
su provisionalidad. Las culturas axiales se caracterizan por el antagonismo centro-periferia basado
en una movilización social que las ideas provocan en los actores y que las élites instruidas e
intelectuales canalizan en direcciones y propósitos contarios a los de la visión hegemónica. De
algún modo, el centro simbólico de la sociedad pretende estabilizar su posición relevante a partir
de factores como el carisma y el poder, aunque la periferia empieza (solo empieza) a plantear
preguntas y propuestas alternativas del diseño de la sociedad. En esta dinámica de cambio social
que ahora asoma y se extiende desde entonces en el curso histórico la lucha larvada en todo
edificio social consiste en una periferia (siempre plural) que aspira a ser centro y un centro que
pretende mantener la distancia y la diferencia con la periferia.

2. Creatividad, contingencia e incremento de opciones

En nuestro tiempo el legado axial se hace presente en un modelo social novedoso e inédito. Por
primera vez en la historia el valor de la creatividad y la creatividad como valor se han erigido en
referencia cultural incuestionable, en hecho instituido e indiscutido que incorporan los individuos
en su proceso de construcción social de la realidad. De algún modo, «no es un palabra sagrada
entre otras, es la palabra sagrada del presente» (Brockling, 2013: 157). Su presencia define el tono

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del momento. Se trasluce en todos los ámbitos de la vida social. Decía que se trata de un elemento
social novedoso e inédito al mismo tiempo. Novedoso, porque hasta la fecha la creatividad
constituía, en el mejor de los casos, un ideal entre otros (justicia, igualdad, dignidad, etc.)
vertebrador de la vida moderna que evocaba el anhelo humano de gobernar y gestionar
autónomamente su existencia y su relación con la naturaleza. Sin embargo, nunca se ha erigido en
un valor propiamente dicho sobre el que se asientan las instituciones y los códigos de
comportamiento. Es inédito por- que es difícil de encontrar un modelo social a lo largo de la
historia en el que el significado de lo creativo haya sido un valor explícito en la sociedad al alcance
del conjunto de los individuos, de todos los individuos. Sin duda que en todas las sociedades ha
habido lugar para minorías (religiosas, políticas, artísticas, etc.) capacitadas para alterar el curso de
los tiempos y abrir nuevos modos de comprender las posibilidades y los límites de la acción
humana. Pero la creatividad como valor explícito y como valor asumible por el con- junto de la
sociedad sin distinciones de ningún tipo es algo absolutamente desconocido hasta la fecha.

Bien es verdad que a lo largo de los últimos cincuenta años se ha hablado de creatividad, con más
o menor intensidad, en las ciencias sociales. No fue así en sus inicios, por ejemplo, en sociología,
toda vez que conceptos emparentados con la idea de secularización como progreso, evolución y
desarrollo, etc. expresaban la existencia de una lógica histórica arrolladora que impedía cualquier
atisbo de intervención creativa y novedosa de los actores en la experiencia circundante. En este
período de la reflexión sociológica la creatividad jugó un papel menor y, en correspondencia, la
sociedad era vista como producto natural o divino. Tanto en filosofía como en sociología era
considerada como la loca de la casa (Durand, 2004: 22). Por ejemplo, en la tipología de los
modelos de acción ideada por Weber no se contempla el modelo creativo Joas, 1992: 69 ss.). En el
orden social los modelos de la acción humana se identifican con una manera de hacer afín al
modelo calvinista basado en los aspectos normativos o económicos y sujetos al seguimiento de
reglas. Pero la de aquella no concitaba interés alguno en la vida académica. El mantenimiento del
orden y los comportamientos garantes del mismo dominaban sobre la posibilidad de renovación
(des-controlada) inherente a la interacción social. En la modernidad bajo el predominio secular de
la razón instrumental y en los períodos premodernos bajo la hegemonía de una visión sagrada y
estática de la trascendencia ultramundana la creatividad quedó maniatada. Y, con ello, cualquier
atisbo de ruptura y divergencia en el transcurso de la experiencia.

Sin embargo, el ascenso incontestable de la idea de creatividad en la actualidad no puede


entenderse si antes no se analizan las condiciones histórico- culturales que lo han favorecido.
Estas condiciones tienen que ver con un proceso de ruptura que en torno al 1700 altera los modos
de organización de la vida social. Se trata de lo que Reinhart Koselleck denomina Sattelzeit (1993)
o cambio epocal que, con su llegada, transforma radicalmente el modelo de sociedad, su
organización interna y la manera de concebirlo por parte de los actores sociales. Hasta entonces el
devenir histórico se regía por la idea de necesidad que remitía al carácter preordenado del mismo
(Taylor, 2007: 31 y ss.). La figura de Dios orquestaba desde la trascendencia supratemporal el
transcurso ordenado de las cosas. El carácter imprevisible y erosionador del tiempo quedaba
desactivado porque la consistencia del orden mundano de- pendía de la esfera atemporal de la
trascendencia. Esto aportaba una idea de estabilidad al conjunto de la realidad social. El cambio
constituía una rareza cuando no una anomalía al cuestionar la voluntad del Sumo Hacedor. Su
presencia dejaba a la sociedad sin la certidumbre metafísica avalada por la hegemonía de la esfera

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religiosa. Pero los primeros visos de la modernidad en torno al 1700 coinciden con la quiebra de
esa noción de necesidad imperante en las sociedades tradicionales. Es el momento en que, en su
lugar, aparece la noción de contingencia que paulatinamente empieza a introducirse en los modos
y las maneras de los actores y las instituciones modernas. La vida social se temporaliza y, como
dice Koselleck, la continuidad entre la experiencia y la expectativa se rompe (1993: 341-342). El
espacio de expresión más revelador de la contingencia se encuentra en la revolución científica
moderna, ya que con ella el cosmos preordenado es sustituido por un universo causalmente
determinado gobernado por causas mecánicas, por lo que los fenómenos naturales «dejaron de
interpretarse como "presagios" y mucho menos como advertencias apocalípticas» (Toulmin, 2001:
160).

A partir de este momento quiebran las viejas certezas avaladas por el Sumo Hacedor y el curso
de los acontecimientos se desprende de los rigores teológicos de antaño. El sello de la
contingencia trastorna el curso de los acontecimientos ya que la capacidad de intervención de los
actores en el hecho social dificulta la línea recta y potencia las rupturas y las quiebras . El mundo
amplía y ensancha los límites de acción. Los hechos y situaciones sociales se empiezan a explicar a
partir de causas intramundanas y seculares. Pero, sobre todo, in-determinadas (Castoriadis, 2013:
320) en cuanto que las cosas no están determinadas, si acaso por-determinar, por los actores
sociales. En este sentido, por contingencia se entiende «lo que no es necesario ni imposible, es lo
que es pero puede no ser» (Luhmann, 1992: 86). Más en concreto, remite a las posibilidades
desconocidas que alberga todo presente histórico y que hace de este algo siempre imprevisible
cargado de extrañeza. Los itinerarios inexplorados y posibles de lo real abren la puerta a la
creatividad de los actores y alientan la voluntad de los individuos de querer expresarse en sus
actos y de querer ser partícipes de la creación de sus instituciones Joas, 1992: 344 ss.). Ya sin el
rigor de la ortodoxia religiosa, los actores aspiran a tener un mayor control sobre sus actos desde
el momento en que estos son prolongación directa de su voluntad y pasan a convertirse en los
elementos intervinientes en, y constitutivos de, la realidad social. Esta no puede entenderse sin su
concurso, pero tampoco sus efectos y defectos colaterales. En un horizonte social alejado de la
idea de cosmos preordenado, la posibilidad se constituye en una referencia conceptual que
convive con lo actual y lo presente. Dicho de otro modo, todo lo que es, es lo actual y lo potencial,
lo que es y lo que puede ser.

Sobre este cambio de enorme alcance la contingencia se expresa en la actualidad en dos grandes
hechos. Por un lado, tiene lugar un incremento de opciones Joas, 2012: 136-148) que ofrece al
actor mayores cotas de libertad, pero asimismo experiencias adversas solo atribuibles a su
capacidad de intervención en la realidad en la que vive. Las decisiones se multiplican, la pluralidad
de modos y formas de estar en el mundo también. Este incremento de opciones incorpora el
aspecto de provisionalidad a las decisiones individuales y colectivas que no por provisionales dejan
de ser intensas y plenas cuando se toman voluntariamente. El hecho de que al decidir se
seleccione una posibilidad no quiere decir que la decisión sea de menos valor. Al contrario, si
acaso de más, desde el momento en que tiene en cuenta las razones y los sentidos múltiples que
rivalizan con ella. De algún modo, la modernidad multiplica las oportunidades de acción, más aún,
la decisión se ha convertido en un destino (Berger) del que no se puede escapar. Por otro lado, el
contexto social compuesto por actores que diseñan sus opciones y creencias ofrecen una imagen
de pluralidad desconocida hasta el momento. El hecho social contemporáneo es plural, más en

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concreto, ofrece espacio para la manifestación individual de valores y creencias y para los
procesos de aprendizaje que facilitan la autorreflexión personal de lo que hace uno a partir de lo
que hacen los otros. La sociedad moderna no solo es plural en su diseño, antes bien, afianza el
valor del pluralismo como bien común garante del respeto mutuo y de la convivencia pacífica
entre las opciones religiosas y seculares.

Pues bien, a día de hoy en un espacio social transido de contingencia la creatividad copa el centro
de interés de la atención sociológica y también filosófica, estética, pedagógica, económica, etc. De
algún modo, «la teoría de la contingencia es el equivalente macrosociológico de una teoría de la
acción orientada a la creatividad» Joas, 1992: 113). El valor de la creatividad asentado sobre un
mundo contingente siempre por-determinar remite a una realidad atmosférica que otorga unidad
al conjunto heteróclito de los hechos sociales. La economía creativa orientada a los afectos y
emociones, la innovación tecnológica en sus diferentes campos aplicados, la creatividad como
núcleo central de programas pedagógicos actuales, la pulsión renovadora instalada en el corazón
de estilos y formas de vida, constituyen los referentes cotidianos de nuestro tiempo. De algún
modo, lo inédito de este hecho es que la creatividad es una expectativa social y deseo individual a
la vez. En palabras de Reckwitz, «una constelación hasta ahora excepcional deviene objeto de una
configuración metódico-sistemática que se convierte, en principio, no solo en accesible, sino que
en esperable para todos, de modo que a partir de ahora lo otro, lo no-creativo, aparece como
deficitario y finalmente como anormal» (2016: 197). No es necesario insistir en que el actor
contemporáneo se ve en condiciones de ofrecer sus dotes creativas en todas sus acciones. Su
biografía ha incorporado el desafío cotidiano de sorprender y emocionar como acto natural. Y eso
le corresponde a todos los individuos. Se acabaron los tiempos en los que la creatividad era solo
algo al alcance de una minoría selecta. En concreto, y como referente más próximo, ya no son los
artistas de cuño romántico los que disponen de un acceso privilegiado a la experiencia genesíaca
de lo nuevo. El arte se ha desontologizado. Se ha democratizado. Se ha hecho banal. Forma parte
de todos y cada uno de los actores en las diversas actividades de su existencia. En la actual
situación la creatividad es parte de la normalidad. Más aún, la define. Los varios y diferentes
campos de la vida contemporánea se encuentran comunicados por esa imagen e imaginario de la
creatividad. De algún modo, la sociedad ha actualizado una cierta versión de esa idea y, a su paso,
ha generado un modelo de vida que ya no concibe a los actores como guerreros, fieles,
productores o patriotas, sino como creativos/creadores.

Pues bien, la presencia de la creatividad en nuestras sociedades marca una pauta bien distinta. Lo
creativo se ha hecho forma de vida. Se ha instituido. En él se condensa el dinamismo volcánico de
la actividad imaginaria. Los lenguajes y las prácticas sociales lo incluyen como aquello que define al
presente histórico. De algún modo, se ha consumado como institución, como orden social, como
visión del mundo. La versión actual de la creatividad no sería algo propiamente referido a la
creación del ser y al ser como auto-alteración, ni a la creatividad de la acción en términos de
procesos de cambio social. Se trataría de lo creativo/creador como etiquetas que definen los
elementos básicos de la convivencia contemporánea (sin con ello comprometer la cuestión
ontológica del ser ni la propuesta sociológica de refundación del orden social). Remiten al orden
actualizado en el que se habla de creatividad instituida sin aludir a los procesos creativos
instituyentes. En él, y en tanto que forma de vida, se ha difuminado el elan de genialidad heroica
de la creatividad minoritaria y se ha transformado en algo más cotidiano y ordinario. Dicho de otro

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modo, «la creación heroica estaba reservada solo para unos pocos: creativos, por el contrario,
pueden y deben ser todos. La genialidad consistía en un atributo exclusivamente en clave de o
esto o lo otro, que se tenía o no se tenía. La creatividad, sin embargo, corresponde a todos,
aunque en diferentes grados» (Brockling, 2016: 160-161).

En este orden de cosas los actores son creativos sin salir del contexto de convivencia, sin
abandonar el terreno familiar, sin dejar a un lado sus tareas profesionales y sus tramas afectivas.
En todos estos escenarios rige el desafío cultural de generar originalidad. Es más, no serlo supone
poner en peligro la propia identidad que hoy se juega en el lance de ser o no ser creativo. Dicho de
otro modo, no es necesario visitar museos, asistir a un concierto de música clásica, frecuentar
escenarios de la vida académica para cumplir con los desafíos culturales del momento. Ser
creativo pasa por habitar la cotidianidad con la mirada puesta en la originalidad, por hurgar en las
posibilidades inexploradas de la vida social, por buscar conexiones inéditas entre las cosas, por
atraer la atención del público, por despertar la emoción del entorno más próximo. La materia
prima de la creatividad se encuentra en los espacios más ordinarios. La vida creativa se ha
secularizado. Ya no está protegida por los muros académicos de la belleza refinada y sublime.
Surge de la convivencia, de la espontaneidad natural de los encuentros sociales. Sus elementos de
construcción han perdido el aura benjaminiana que comunicaba la representación de la obra de
arte con «la manifestación irrepetible de una lejanía» (Benjamin, 1982: 26). El hecho creativo se ha
desauratizado y ahora fermenta y crece en los rincones más comunes e inadvertidos de la
interacción social.

Para proporcionar una visión más precisa de la creatividad podría enumerarse los rasgos que
definen sus trazos más característicos.

En primer lugar, en el imaginario de la creatividad sigue vigente el binomio viejo/nuevo


hegemónico en la modernidad desde el cual la sociedad organiza y prioriza sus ideales y
preferencias. Pero, en este caso, el término marcado es el de lo nuevo que se identifica con lo
original, lo rupturista y lo divergente. La novedad ya no se define a partir de las ideas de
revolución o de incremento ilimitado. Aquí ya no rigen las metáforas del cumplimiento histórico y
liberador de la revolución y de la expansión ilimitada de la producción económica. Esta
modernidad estética cronifica la lucha contra lo canónico y lo clásico, contra lo que ansía perdurar.
Ya no hay líneas rectas y avances unilaterales hacia niveles superiores. Si acaso, procesos
circulares en los que la novedad actual es la rutina de mañana y, a la vez, desencadenante de
nuevos procesos de renovación crea- dora. En este caso, «el interés que prevalece no es el
progreso o la superación, sino el movimiento por sí mismo, la sucesión de estímulos. Aquí lo nuevo
se define, en puridad, por su diferencia contra los acontecimientos del pasado, por su diferencia,
entendida como alteridad, con lo idéntico y por su carácter de ruptura deliberada con lo común»
(Reckwitz, 2012: 45).

Además, si algún modelo social sirve de referencia para los individuos con- temporáneos en sus
múltiples campos de acción es el del artista. Y más en concreta, el artista de las vanguardias que
bebe de la tradición romántica y la reivindica. Aquel que, frente al artista auspiciado por una
burguesía necesitada de compensación emocional a sus pulsiones económicas y adaptado a los
códigos canónicos de la academia, entiende la creatividad estética como algo consustancial a su
existencia, como algo arraigado en lo más recóndito de su ser, como experiencia(s) constitutiva(s)

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de la identidad. Este artista crea implicando su vida emocional en su obra. Esta es, en cada caso, la
condensación de su ser integral. Por ello mismo, su biografía es el resultado de la creatividad
porque en su incesante búsqueda de originalidad su identidad se está conformando a sí misma. La
identidad y su narrativa biográfica se forjan en la sucesión de episodios creativos. El actor
contemporáneo no es comprensible al margen de su expansión creativa. Si bien en el caso de la
modernidad burguesa el artista representa a esa minoría social alejada de los centros de decisión,
situada en los márgenes de la bohemia y ajenos a los usos sociales por la excepcionalidad y
extrañeza de sus dotes creativas, en la sociedad del imaginario de la creatividad el modelo del
artista de las vanguardias se convierte en accesible para todos los individuos y centro de la vida
social. Se universaliza el modelo del artista que se expresa estéticamente su vida en su obra y su
producción.

Por último, la institucionalización de este modelo social se corresponde con la expansión de la


utopía estética que, desde 1800 hasta la actualidad, se abre paso y se asienta en el imaginario
contemporáneo. Esta utopía abandera un cambio social en el que «la capacidad creativa y estética
del "hombre" son proclamadas como fundamento universal del ser humano» (Reckwitz, 2012:
204). Si la creatividad estética no solo es legítima, sino que forma parte de la cotidianidad, cabe la
pregunta de por qué la (auto-)creación no es el objetivo de un programa general del «nuevo
hombre». El público como receptor esté- tico ya se ha universalizado, si bien, frente al creador,
siempre de forma pasiva y receptiva. Tal vez se dan las condiciones en la actualidad para que
pueda universalizarse la posición del sujeto creador. El artista de las vanguardias se convierte en
modelo para el conjunto de la sociedad y el arte en actividad que puede refinar y reorientar
afectivamente los excesos técnicos y funcionales del aparato productivo para el conjunto de la
sociedad. En este sentido, la filosofía de autores como Schiller, Schelling, Fíchte y Rousseau ofrece
versiones teóricas de esta visión del mundo y del hombre.

3. Las creencias en la modernidad creativa: la reubicación de la (auto-)trascendencia

La herencia axial es un hecho que a día de hoy se debate en los grandes en- tornos de la ciencia
social (Bellah y Joas, 2011). En ellos se repiensa la situación actual de creencias y valores
atendiendo a sus precedentes culturales y civilizacionales, se compara la confusión actual con la
que se dio en aquel tiempo de transformación radical en todos los ámbitos de la sociedad y se
pone al día el estado actual de conceptos que, desde entonces, conforman la visión del mundo
judeocristiana y, concretamente, moderna como transcendencia, inmanencia, secularización,
religión, creencia, valor, etc. No son menores los problemas que se debaten en esos foros
académicos. En especial, sigue presente la cuestión que empujó a Jaspers a investigar este período
histórico: la necesidad de encontrar referentes comunes del pensamiento humano entre las
tradiciones culturales y civilizacionales vigentes en la actualidad para responder colegiadamente a
los desafíos más urgentes del presente. La singularidad de nuestro tiempo ya no radica en el
predominio de la noción de universalidad judeo-cristiana sobre el resto, sino en el estado de las
creencias de nuestro tiempo una vez que se afirma desde la academia el debilita- miento de la
trascendencia. Uno de los grandes desafíos contemporáneos es el de la situación en la que queda
la convivencia global de la religión y las creencias seculares desde el momento en que ese espacio
de entendimiento universal se contrae. Sin espacio de trascendencia difícilmente podemos

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dialogar en un marco de universalidad y compartir más allá de la experiencia lo- cal. Y en ello
radica el peligro de los nuevos particularismos no obligados a otra cosa que a reafirmarse a sí
mismos hacia dentro.

Ha sido el psicólogo americano Merlin Donald (1991) el que recientemente ha investigado la


influencia de la era axial en el marco de la evolución huma- na, en cuya obra se ha apoyado Robert
Bellah en su última publicación (2011). Desde el punto de vista de la psicología evolutiva su
acercamiento a la evolución introduce el elemento innovador de que en ella los nuevos avances y
desarrollos cognitivos no implican la desaparición de los anteriores. La complejidad añadida
inherente a la novedad evolutiva de los últimos estadios incluye e integra creativamente los pasos
y estadios precedentes. De algún modo, el mundo abierto por las nuevas condiciones de
conciencia y acción se asienta sobre las bases de la herencia filogenética presente en, y
contemporánea de, lo actual. En el intento de describir los diferentes episodios evolutivos de la
humanidad, Donald habla de los niveles episódico, en el que los hombres junto a los mamíferos
aprenden a entender y a responder los estímulos externos, mimético, en el que el hombre habla y
se comunica prelingüísticamente a través de los movimientos corporales que mimetiza del
entorno cultural y natural, y mítico, en el que el hombre dispone de la capacidad narrativa con la
que objetivar conocimiento y externalizar la memoria a través del sistema de escritura. En este
contexto, el propio autor incide en la relevancia evolutiva de lo axial desde el momento en que en
ese período surge el pensamiento teórico como cifra de lo universal. Si bien es verdad que su
aparición se hace visible en primer lugar en la cultura griega, asoma paulatinamente como destino
de la humanidad en el corazón de las culturas axiales y/o religiones universales. Todas ellas
comparten el denominador común de un pensamiento de segundo orden que piensa el
pensamiento mismo y las condiciones de posibilidad de las definiciones sociales. Se trata de esa
facultad que permite a la condición humana re- plantearse su posición en el mundo, analizar el
grado de determinismo/condicionamiento de su existencia y meditar la idea de contingencia como
atributo estructural de una vida humana que descubre su capacidad de actuar en su en- torno par
a recrearlo y renovarlo (Eisenstadt, 2000: 19-20).

Siguiendo el argumento de Donald, se trata de pensar a la vez y sim ultáneamente el sustrato


episódico, mimético y mítico de las culturas tribales y arcaicas (en definitiva, preaxiales) y el
recurso innovador de la razón teórica sin dar por supuesto la línea ascendente y progresista de la
secularización que defiende la exclusión de todo lo anterior al surgimiento del logos. Donald no
pretende cuestionar la particularidad y la fecundidad de este. Más bien, su supuesta creatio ex
nihilo, de la nada, sin precedentes y sin memoria filogenética. Las fuentes miméticas y míticas de
la creencia y la argumentación lógica de la teoría se dan la mano y conviven en el curso evolutivo
de la humanidad. No se excluyen, más bien se fecundan recíprocamente. Como dice Robert Bellah,
la teoría es un «sistema híbrido» (2011: 364) ya que las sociedades son, al mismo tiempo,
episódicas, miméticas, míticas y, desde la era axial, teóricas. La aportación de Donald incide en que
el curso evolutivo de la humanidad no funciona por superación de estadios o grados sino que
opera integrando el pasado en el nivel superior y más sofisticado. La construcción de los primeros
sistemas filosóficos en Grecia no es posible sin el relato mítico tanto en Parménides y Heráclito
como en Platón y Aristóteles. Hoy la mímesis y el mito siguen alentado proyectos sociales,
acciones políticas y re- flexiones ético -morales (Anderson, 1983). Este planteamiento indica que
los pasos iniciales de la evolución siguen presentes en las formas más sofisticadas y refinadas de la

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civilización. La teoría no se ha quedado a solas en un mundo rendido a su argumentación lógica. Su
funcionamiento es contemporáneo de habilidades como la imaginación, el mito, las metáforas, la
narrativa, la representación teatral, la conversación, entre otros. Como dice Robert Bellah en
sintonía con Donald, en la historia de la humanidad «nada se pierde definitivamente» (2005: 72).
Esta interpretación de la evolución humana colisiona con la versión clásica incluida en el
paradigma hegemónico de la secularización. En este, la Grecia clásica constituye el principio de
una versión purifica- da de la teoría que rompe con los vestigios de lo prerracional y tras vencer las
resistencias teológicas de la Edad Media alcanza su cénit en la modernidad cuando se atribuye a la
ciencia el cometido de volver totalmente transparente los arcanos del universo. Teoría y creencia
no caben a la vez en un mundo secularizado. Desde este paradigma, en el curso futuro de las
sociedades estas acabarán convergiendo en un modelo basado en la primacía del conocimiento
técnico y en el quebranto de la creencia en general y de la vivencia religiosa en particular.

Sin embargo, la trascendencia y su idea de ultimidad que desborda el campo de acción de la razón
sigue viva entre nosotros. Si bien su presencia no determina el funcionamiento de las instituciones
y de la biografía individual, los acto- res modernos siguen hablando y debatiendo sobre el
significado de la trascendencia en espacios comunes y culturales a través de la multitud de libros,
artículos, reportajes, conferencias, etc. sobre lo espiritual, el más-allá, la vida post mortem, el
misterio, la autoayuda etc. La dimensión intersubjetiva (ni propiamente institucional, ni
estrictamente individual) de la cultura da muestras de la fuerza inagotable de la trascendencia en
los usos y los discursos actuales (Besecke, 2005). No ha desaparecido como pronosticaba la
sociología en sus primeros pasos. Si acaso, ha mutado de ubicación y alcance en la geografía social.
Y, de esa forma, se integra con lo intramundano y secular hasta el punto de ju- gar un papel
relevante en estos. En nuestras sociedades lo secular y la trascendencia han encontrado una forma
de complementarse no siempre evidente a primera vista. En concreto, el aspecto novedoso de la
trascendencia hoy es el de activar los procesos creativos de las creencias, el de la experiencia
desencadenan- te de la opción, el de la dimensión matricial de todo credo y visión del mundo. Y
ello con independencia del tono secular o religioso del ideal de que se trate. No estaríamos ante la
desaparición de la trascendencia, más bien ante la reubicación y la renovación de la trascendencia
en la vida social. Reubicación y renovación que remiten a su nueva disposición intramundana.
Dicho de otro modo, el pasado prerracional, mítico, místico, sacro de la humanidad se configura
ahora como la veta creadora de las opciones vitales. La trascendencia activa y dinamiza de abajo
arriba la creencia religiosa o secular. En vez de mirar a la bóveda celestial para interpretar la
voluntad de Dios, ahora la fuerza expansiva de la trascendencia se expresa en la experiencia
anónimo-impersonal, integral y plena de la creencia en lo referente a un mundo mejor, más justo,
más pacífico, etc. Autores como Williams James y Ernst Troeltsch, en términos individuales, y
Emile Durkheim, en lo referente a la dimensión colectiva, detectan la presencia arrebatadora de lo
sagrado que expresa la fuerza de la trascendencia y la trascendencia como fuerza. Dicho de otro
modo, la trascendencia se ha redefinido como auto-trascendencia viendo en ella los procesos de
dinamización la- tente que explica la creatividad renovadora de las creencias. Trascendencia y
creatividad van de la mano y confluyen en los episodios de emoción intensa generadora del ideal.
Este ya no preexiste en un plano de trascendencia estática y atemporal, sino que este brota, decae
y se renueva producto de una trascendencia cargada de vida y dinamizadora de las formas de
creer. A su paso, como dice James, los individuos renacen por segunda vez.

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Si algún autor ha reflexionado sobre los puntos de encuentro entre James y Durkheim ha sido
Hans Joas. Su aportación teórica ha consistido en analizar los procesos de creación del valor. Ha
vinculado creatividad y cambio social y se ha detenido en la creación de valores e ideales como
anuncio de cambio de orden social. Y para ello ha hurgado en la fuerza renovadora de la
trascendencia cuya presencia constituye la materia prima de la creación de opciones vita- les de la
sociedad actual. Si William James se detiene en la experiencia como pauta desencadenante del
edifico religioso en el intento de salvar el espacio exclusivo de la subjetividad individual y Ernst
Troeltsch en lo místico como experiencia directa de la intimidad individual con lo sagrado sin
mediaciones de la comunidad, Durkheim se centra en los procesos rituales intersubjetivos que
permiten hacer perdurar el símbolo social como elemento constitutivo de la identidad colectiva.
Joas explica este encaje de enfoques teórico atendiendo a la emoción intersubjetiva, desde el
momento en que define las creencias sin partir del plano de la argumentación teórica sino de lo
que este autor denomina experiencia de sacralización que «no ha de entenderse exclusivamente
con un significado religioso. También las formas seculares pueden asumir las cualidades que son
características de la sacralidad: la evidencia subjetiva y la intensidad afectiva» (2012: 18). Cuando
las atmósferas sociales de celebración colectiva invaden las conciencias de los fieles, estos se ven
penetrados por una fuerza poderosa que relaja los controles de la conciencia y desata la fusión
embriagadora. Se experimenta la dinámica creadora de un proceso no gobernado por argumentos
morales o lógicos que afianza los episodios de identificación del grupo con el ideal. Esta
experiencia de auto-trascendencia es padecida, vi- vida y sufrida como el elemento afirmativo de
toda génesis del ideal. La presencia de lo más extraño e inefable irrumpe en nuestro interior
activando procesos de identificación que renuevan las bases simbólicas del actor en el mundo. La
trascendencia se ha inmanentizado como experiencia fundacional de toda propuesta de creencia.
En definitiva, «ciertos tipos de experiencia podrían ser los puntos de partida de la formación de
imágenes del mundo, hábitos generalizados y convicciones» Jung, 2016: 100).

Se trata de un proceso constitutivo del valor que desborda la diferencia entre «creyentes» y «no -
creyentes», ya que, como dice Joas, «también los no-creyentes tienen desde esta perspectiva, al
menos, acceso imaginario a las experiencias» (2012: 44) que el propio autor denomina auto-
trascendentes. Este proceso pervive en los episodios de creatividad religiosa y secular de

nuestro tiempo en sintonía con el contexto favorecedor de la creatividad. Y pervive con la novedad
de no ser solo para figuras emblemáticas, señeras y relevantes de la vida social. Es decir,
corresponde al conjunto de los actores que ya no son necesariamente artistas, o, incluso, que en
nuestras sociedades pertenecen a lo que denomina Richard Florida las clases creativas (2010). Esa
dinámica de la trascendencia abandona los espacios y lugares señoriales, de distinción y exclusivos
para los sectores hegemónicos de la sociedad, se incrusta en la cotidianidad de la vida de los
actores que sienten su irrupción y pretenden articularla y debatirla en la vida colectiva. El actor se
hace cargo de la opción vital. Y lo hace viviéndola subjetivamente y reviviéndola
intersubjetivamente. Experiencia y análisis, vivencia y argumentación conviven en la gestión de la
creencia.

A partir de ahora la situación de la creencia incorpora la presencia de ese elemento sustantivo


axial que es la creatividad. Y ello supone determinados rasgos de la vida contemporánea que hay
que analizar:

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1) En el imaginario de la creatividad destaca con especial protagonismo la pugna entre lo
nuevo y lo viejo. En este episodio moderno los acto- res viven con naturalidad la defensa de la
novedad que colisiona con cualquier expresión de lo establecido. La existencia de límites políticos,
económicos, culturales y religiosos constituye una tentación para espíritus llamados a la
permanente renovación de su narrativa biográfica. Más que un estímulo para los pocos, es una
obligación para todos. El ambiente empuja a la disidencia, naturaliza la ruptura, estimula el riesgo.
De algún modo, todo apunta a exploraciones, ensayos y pruebas. Se vive con normalidad el
surgimiento de lo desconocido y sorprendente. En este sentido, los actores no se sitúan frente a
las creencias como si se tratasen de algo acabado y objetivo que tienen ante sí y que estimula su
capacidad de elección. No se trata de un mercado a su disposición que queda igual antes y
después de la experiencia individual. Los términos elección y preferencia ya no corresponden con
el tiempo que vivimos (Mitchell, 2007). Precisamente la implicación de la subjetividad individual
en cada episodio de creencia hace que el individuo siempre marque su impronta singular en el
escenario en el que se encuentra. No simplemente entran y salen del mercado de las creencias.
Más bien, entra uno y sale otro luego de haber buscado, probado, mezclado, fusionado,
combinado formas muy di- versas e inéditas. No vivimos tiempos de compradores de ideales y
creencias. Más bien, se trata de un tiempo de conversos llevados por una única referencia: la
experiencia plena, integral y única. En ella, el sujeto, en primer lugar, no elige, ni decide, ni
argumenta, ni deduce, más bien, es elegido, interpelado, arrastrado y conmovido por una
presencia desconocida pero constitutiva de su visión del mundo. Solo después cabe la
argumentación, la clarificación y la crítica pública. En otras palabras, «la experiencia religiosa no
puede entenderse como "elección" ya que en la experiencia religiosa no se elige a Dios, más bien
todo lo contrario: Dios elige al hombre, dirigiéndole hacia la humildad o la glorificación» (ibíd.: 3
54).

2) Desde el momento en que la creatividad se democratiza, la creatividad trascendente de


fondo se actualiza de manera múltiple y diversa. Ya no estamos ante una única trascendencia
estática, formal y objetiva que vive en tensión ética (Weber, 1987: 454) con el mundo terrenal,
sino ante una trascendencia extática, corporal y subjetiva. En la actualidad la trascendencia
multiplica y diversifica sus modos de expresión. En este sentido, podemos hablar de las variedades
de la trascendencia (Deuser, Joas, Jung y Schlette, eds., 2016). Su incesante creatividad se
corresponde con una sociedad en la que se abre paso el incremento de opciones, que no hace más
frágil a cada creencia individual por el sim- ple hecho de haber más combinaciones e hibridaciones
posibles, sino más provisional y efímera. Y no por provisional y efímera cada creencia es vivida con
menos evidencia subjetiva e intensidad afectiva. El que hay un arco más amplio de combinaciones
y fusiones no afecta a la singularidad irrepetible del sentir la creencia por parte del individuo. La
cuestión no es celebrar que haya más credos, que lo secular haya sustituido a lo religioso, que
deba imperar la paz y la tolerancia entre ellos. Nos encontramos en un estadio previo: el de la
creación de las creencias. Aquí lo que se subraya es que las vías de la creatividad se han abierto
para todos y que esas vías en el terreno de las creencias se expresan en plural, dando cauce a
combinaciones desconocidas y siempre desde la provisionalidad de la experiencia subjetiva.

3) La tendencia a la originalidad se abre a todos los individuos que componen la vida social.
Todos sin excepciones participan de un entorno que les estimula a expresarse en lo que hacen. La
vida de la creencia contemporánea en el marco secular es prueba de ello. Siguiendo la obra de

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Ernst Troeltsch, el concepto de lo místico explica mejor que el de iglesia o el de la secta la situación
de la creencia en general. Según este autor alemán el contexto se corresponde con el
individualismo deriva- do del misticismo y el espiritualismo protestantes que están a la base de la
modernidad tal y como hoy se configura. Frente a Weber, Troeltsch no se centra en los efectos
económico-capitalistas de la Reforma, sino en la expansión de un individualismo que vive y siente
la presencia in- efable de una fuerza suprema en su intimidad sin mediaciones institucionales. La
forma social que se corresponde en la sociedad actual con la situación de las creencias es la de lo
místico del que Troeltsch dice que se trata de «un individualismo radical sin comunidad» (1991:
174). Más en concreto, siempre según este autor, el punto básico del misticismo es el de «una
experiencia subjetiva de la fe que afecta desde lo más profundo del individuo» (Daiber, 2002:
334). La importancia de lo místico para este autor radica en que, frente a la Iglesia, cuya función es
la de la oficialización de la salvación, y la secta, más centrada en el rigor ético de la comunidad,
«no tiene una organización externa» (ibíd.: 335), se trata de «una creencia personal independiente
de culto» (ibíd.: 357). Su forma de institucionalización no es la de la organización en ritos y en
movimientos, más bien «en pequeños grupos, en entornos singulares, en una orientación
temporal hacia figuras carismáticas, círculos, redes, contactos mediados, en resumen, en formas
sociales considerablemente inestables» (ibíd.: 340). Los límites más porosos de estas comunidades
de fe, la idea de iniciativa individual para salir y entrar en los grupos, el carácter autónomo de las
mismas para funcionar sin el paternalismo de las grandes instituciones eclesiásticas, dan cuenta de
la espontaneidad que reina en el marco de la creencia contemporánea. Lo que marca los
movimientos del actor es el estado de su experiencia. El clima social actual viene marcado por la
idea del Dios personal y se expresa en las tendencias panteístas y naturalistas propias de nuestro
tiempo (ibíd.: 339). De algún modo, los actores religiosos se han convertido en herejes y pioneros.
Y ello sin abandonar el escenario cotidiano, sin buscar el aislamiento y la soledad, muy al
contrario, a los ojos del bullicio social y en el seno de la vida cotidiana.

4) El escenario de estos actores es lo secular. No quiere eso decir que la vida religiosa haya
desaparecido. Más bien que ya no es el centro de la vida colectiva, que su presencia no determina
el conjunto de las decisiones de los poderes políticos y técnicos relativos a cuestiones relevantes
de la vida social. Más en concreto, el rasgo distintivo de las creencias en el marco secular es el de
la coexistencia de las creencias seculares y religiosas. Ya no rigen los modelos sociales basados en
la religión estatal o en poderes políticos (partidos) vertebradores del conjunto de la sociedad. Más
bien, el modelo social más cercano al actual estado de las cosas es el del denominacionalismo
global en el que, al modo americano, los credos conviven en el marco secular desde un respeto
recíproco y sin patronazgo estatal alguno. Lo que destaca en esta situación es la autonomía del
propio espacio de creencias como sistema autorregulado de pluralismo de valores religiosos y
seculares y de reconocimiento recíproco de los grupos en la sociedad civil (Ca- sanova, 2014: 308).
La normalidad de los espíritus creativos, la espontaneidad de las experiencias intensas de fondo, la
dimensión global de las religiones e idearios, el presentismo de la vivencia sin preocupación
por la salvación futura y la dinámica de la aceleración y la información en la que vivimos hace que
las conversiones y la provisionalidad sean los elementos visibles de las creencias contemporáneas.
Más en particularidad, se trata de una «espiritualidad vivida en los círculos más inmediatos, con
familia y amigos más que en iglesias, que alienta la consciencia de singularidad de los seres
humanos individuales y de los lugares y cosas que nos rodean» (Taylor, 2007: 534).

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5) El contexto sociocultural actual ya no se basa en una tensión ética (más o menos
reconciliable) entre trascendencia e inmanencia. En el escenario de la creatividad no hay tensión
ni polarización entre ambos. La trascendencia se ha hecho mundo, intramundana, parte de la
experiencia cotidiana. Los actores, todos los actores, son los ascetas seculares que sin las tutelas
teológicas de antaño viven en primera persona el encendido afectivo e inefable de la
trascendencia que habita en ellos y en el mundo al que pertenecen. Su respuesta acerca de las
cuestiones de ultimidad la encuentran en el contexto de lo más próximo. Dado que las grandes
preguntas relativas a la salvación ultraterrena se han diluido, la noción más próxima a la idea de
salvación es la de una vida plena, una vida colmada en la que intervienen elementos tan
sustantivos de lo secular como el bienestar corporal, la naturaleza, la identidad, el género, la
justicia política, etc. Si bien las grandes trascendencias se han ensombrecido, la trascendencia
como una noción apegada a lo absoluto sigue presente en nuestro tiempo. Se trata de una
trascendencia intrascendente, secular y profana, doméstica, banal, que vuelca todas sus
virtualidades expresivas en la inmediatez corporal, afectica, anímica, etc.

4. Conclusión: redefinición de las relaciones entre creatividad y trascendencia

En la sociedad secular de nuestro tiempo, las creencias han sufrido cambios y mutaciones a partir
de procesos históricos sociales de corto y largo alcance. En este último caso, a pesar de que la
dimensión trascendente parece haber sido apartada del espacio público y de los usos y hábitos
cotidianos, su presencia sigue viva de un modo u otro. Se trata de un elemento estructural de la
condición humana que sigue ocupando un lugar en la existencia de esta. La pregunta por aquello
que desborda la capacidad de razonamiento y argumentación de la conciencia humana se ha
podido arrinconar en la convivencia social pero no por ello su presencia desaparece. La idea de
trascendencia nace en la era axial y, junto a ello, elementos como el pensamiento universal, la
cuestión ética de la salvación, la creatividad humana, etc., han pasado a formar parte del
patrimonio cultural y filogenético de la especie. Hoy siguen presentes en la conciencia moderna
que es, como dice Donald, episódica, mimética, mítica y teórica al mismo tiempo.

Como ya se ha dicho, la trascendencia nace junto a la creatividad. Desde la era axial se necesitan y
se retroalimentan de mucha formas. La idea de salvación ultramundana va de la mano del
autodescubrimiento humana en tanto agente capacitado para reorganizar su existencia
intramundana y responder ante las exigencias de la salvación individual. De la acción e interacción
inmanente depende la suerte final del individuo en lo referido a la salvación ultra- terrena. Si bien
en la axialidad judeocristiana la preponderante idea atemporal, formalizada y estática de
trascendencia ha promovido hasta la llegada del Renacimiento esquemas sociales muy centrados
en la ortodoxia religiosa (se- cular) y ajenos a la creatividad espontánea de actores e individuos,
hoy han cambiado las tornas. La creatividad cubre el conjunto de la sociedad contemporánea
como la significación imaginaria prevaleciente que llega a todos los rincones de la sociedad. Al
mismo tiempo, la trascendencia se debilita. Las cuestiones referidas al más-allá pasan a un
segundo plano. Los debates que centran la atención de los ciudadanos tienen que ver con lo que
ocurre en lo intramundano. El manejo de la argumentación racional y de las soluciones técnicas
definen los temas de los que se habla y no se habla.

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La idea centra] de este trabajo defiende que, sin embargo, la trascendencia no ha desaparecido.
Ha cambiado de forma, dominio y función social. En esta sociedad de los creativos ya no se trata
de una realidad atemporal, objetiva y acabada. Tampoco se sitúa en el más-allá y en tensión con el
mundo. Y, por último, no se trata de un mecanismo de dominación ideológica. En la actualidad ha
pasado a ser dinámica y fundante, se sitúa en el dominio íntimo de la experiencia subjetiva y
personal y actúa generando y promoviendo el surgimiento de creencias y convicciones. Es decir, se
ha convertido en una fuerza viva y actuante que desde el fondo afectivo de los actores alumbra el
nacimiento de los valores en sociedad. Más que de trascendencia como sustantivo, habría que
hablar de autotrascendencia como proceso genealógico de creencias, ya sean seculares o
religiosas.

En el imaginario de la creatividad, la creatividad del imaginario social se despliega a partir de esos


procesos impersonales y anónimos de una trascendencia que en la sociedad secular se ha
desplazado desde la bóveda celeste al fondo ctónico de lo intramundano en el que actúa. Desde
este genera estados de creencias basados en la evidencia subjetiva y la intensidad afectiva que ya
no se corresponden con el cumplimiento de los mandamientos del credo religioso (de que se
trate), sino con el nacimiento de las creencias profundas de los actores. Se trata de Ja
trascendencia en tiempos de creatividad.

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