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–Dónde está Dios, papá?

De Clemente García Novella- 43

«La razón sin fe está vacía», decía santo Tomás de Aquino. «La fe sin razón está ciega», le podríamos
objetar. Porque en realidad la fe no da respuestas, sólo detiene las preguntas.

Montesquieu, en sus Cartas persas, ya escribió que «si los triángulos crearan un dios, sin duda le darían
tres lados». Y Spinoza, cincuenta años antes, había usado la misma imagen: «Si un triángulo pudiera
hablar, posiblemente terminaría por decir que su dios es eminentemente triangular; y, un círculo, que la
naturaleza de Dios es claramente circular». Lo que adoramos cuando adoramos a dioses es a nosotros
mismos, aunque sea a través de una imagen embellecida.

Caemos en la cuenta de que Thomas Mann tenía razón cuando dijo que «la muerte de alguien es más un
asunto de los que le sobreviven que de ese alguien». Ya no horroriza ser mortal, sino ser alguien que
ama a mortales.

Voltaire tenía razón cuando escribió que «si Dios no existiera, el hombre tendría que inventarlo».

«En la medida en la que el sufrimiento de los niños está permitido, no existe amor verdadero en este
mundo», opinaba la bailarina Isadora Duncan.

Como alguien dijo alguna vez, lo único que hace que podamos perdonar a los dioses es que no existan. O
expresado con las punzantes palabras del romano Lucrecio: «La vida es demasiado difícil, [...], los
placeres demasiado vacuos o demasiado escasos, el dolor demasiado habitual o demasiado atroz, el
azar demasiado injusto o demasiado ciego, como para que se pueda creer que un mundo tan imperfecto
sea de origen divino».

«Si alguien pudiese ser transportado al observatorio en el que los poetas colocan al dios Júpiter y mirase
en torno suyo, ¿qué vería? Pues un sinnúmero de calamidades que afligen la existencia humana: [...] lo
penoso de la crianza, la juventud llena de esfuerzos y trabajos, los dolores de la vejez y, por fin, la
muerte inexorable. [...] También vería la multitud de enfermedades que acechan nuestra vida, el cúmulo
de accidentes que constantemente la amenazan y el rimero de desgracias que pueden convertir en hiel
los más dulces momentos. [...] Estoy contando lo inacabable. [...] No quiero averiguar quién fue el dios
iracundo al que se debe que naciesen los hombres en este valle de lágrimas». Erasmo

El gran diseño, Hawking concluye: «No se puede probar que Dios no existe, pero la ciencia hace que los
dioses ya no sean necesarios para explicar el mundo».

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