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Ignacio Uranga
“Lugar que siempre será un límite”
No creo haber visto, entre lo que se escribe hoy en la Argentina, una poesía más
lúcida que la de Ignacio Uranga, o, para decirlo con otras palabras, más realista. No
porque se ocupe de eso que se suele llamar “la realidad” (aunque lo hace también) sino por
cómo cualquier posibilidad de ilusión o idealización que uno pueda tener respecto de la
relación entre uno y el mundo, o entre uno y las palabras, o entre las palabras y el mundo,
queda puesta amable, casi natural e irreparablemente en crisis apenas uno entra en el juego
–fascinante, a mi ver– que propone en El ella real, su primer libro. Y por cómo se dedica
empecinada, tranquila y no sé si hasta alegremente a eso, como si fuera lo único que se
puede hacer cuando se escribe un libro de poemas, y leyéndolo me da, efectivamente, la
sensación de que es lo único que se puede: me ganó. Ahora bien: si ser realista es no
engañarse, y si es verdad que uno no deja de sentir cierto orgullo al saberse comprometido
con una decisión de no engañarse, es también cierto que el empeño en no ilusionarse, no
entramparse, no confundir cosa con palabra o visión de la cosa con cosa, o pensamiento
con su concreción, a nada va a conducirlo a uno más que a fracasos: no puede hacer otra
cosa, y Uranga parece exhibir cada fracaso como un triunfo. O, mejor dicho: triunfa –esa
es su mejor posibilidad de triunfo– cuando arriba, nítido, a descubrir, ciertamente, que
algo no es. A una decepción. Si fuera cierto que “la única verdad es la realidad”, acá se
puede replicar que la única realidad es saber que no hay más que ilusiones, pero también
que aun así persiste un algo que no nos obedece ni nos pide permiso y de lo que no
estamos a salvo, y así vamos.
“¿Cómo se lee una mujer?” pregunta la escritura de Uranga, y la pregunta es un
hallazgo, un triunfo, que no tendrá jamás respuesta, ya que toda respuesta sería
infinitamente inferior al hecho de lanzar el interrogante. “Ahora que sufre porque de las
palabras no se vuelve”, consigna la escritura de Uranga: un hallazgo, un triunfo, porque es
verdad que de las palabras no se vuelve y porque es verdad que el que descubrió que de las
palabras no se vuelve sufre, y Uranga nos condena a hacernos cargo de ese sufrimiento
que tarde o temprano, si aceptamos su lucidez, será el nuestro. Y la escritura de Uranga
habla también con cierta insistencia de un “error de los sentidos o del entendimiento” para
que nos hagamos cargo de él (¿O no es casi siempre un error lo que nos traen los sentidos
y el entendimiento? ¿Y por qué debería ser de otro modo?), y nos dice, con mucha e
inapelable razón, que “nadie vuelve a ninguna parte”, nos guste o no nos guste. “Existir es
estar fuera”, anota, como si no lo dijera la propia palabra “existir”, pero al decirlo lo
vuelve aun más fatal de lo que ya es, acrecienta nuestra lucidez hasta la soledad más
desnuda. O bien se dedica a tomar nota casi pavorosamente de modificaciones semánticas,
de lo que al ser dicho queda afuera, de lo que hace el contexto en el sentido, de modo que
ya no sabemos de qué se está hablando o si estamos hablando de lo que creemos hablar y
etcétera, etcétera, etcétera.
¿Es poesía esto entonces? ¿Y por qué no? Por otra parte, en un gran tramo, quizá en
la mayor parte, los textos que componen el libro se inscriben de una manera u otra en la
gran tradición de la poesía del hombre que escribe herido por algún tipo de pena de amor
hacia una mujer. ¿Lo hizo el autor para ganar visa de entrada en los territorios del género
“poesía” y, a ese amparo permitirse lo que quizá le esté importando más, que sería ejercer
gozosamente ese “aire de suficiencia letrada” que alguien le reprochó? ¿O, por el
contrario, Uranga creyó necesario intelectualizar, complejizar y adensar con reflexión
filosófica o erudiciones ad hoc lo que habría sido pura efusión lírica para, por ejemplo, no
quedar pagando ante sesudos ceños académicos? Ni una cosa ni la otra, me animo casi a
jurarlo. Y si me animo es por lo que veo en los resultados, quiero decir en los poemas.
Porque hay algo en el “modo de ser” de esta escritura que no miente, o que yo creo que no
miente, o que me doy cuenta de que no miente [más: miente mucho menos que la mayor
parte de las escrituras que se presentan como poesía, aun las más autorizadas, si mentir es
hablar desde un cálculo en el que se busca la palabra socialmente más conveniente, en vez
de obedecer a lo que manda en su propia existencia la palabra o algo que hay en torno de
la palabra, o en la palabra, o detrás de ella, o Dios sabrá dónde, no importa]: no podría, al
menos, aguantar a lo largo de todo un libro como este de la manera en que se sostiene esta
escritura. Hay acá –y es cuestión que se percibe en la experiencia de leer– un “algo a lo
que enfrentarse”, y que tiene su razón de ser. Algo con su propia y consistente estructura
interna, necesitado de abrirse paso por algún motivo, deseoso de existir en la letra: no
tengo cómo probarlo, insisto, me consta cuando lo leo. Y al fin y al cabo, qué importa si se
le llama “poesía” o cómo se le llama, si alguien fue capaz de escribir esto: “nadie es hasta
que abre la boca o la letra, y cae en el abismo, la abertura por la distancia el no puente, y
siente al caos en carne viva, tras el esfuerzo y el dolor, el esfuerzo y el dolor de intentar
decir y caer y caer y venir a darse cuenta de que el grito sería más: entonces el lenguaje
se vuelve cicatriz, lugar que siempre será un límite, a la vez que marca que quema,
individual, intransferible, entre la imagen objetiva y subjetiva del mundo, un camino
imposible, un surco que marca un no camino, una construcción equivocada insuficiente.”
Que sea o no sea poesía importa poco o más bien nada, si lo comparo con el hecho
de advertir que el haberme encontrado con estas palabras marca algo así como el punto
entre un antes y un después, como cuando se pierde la inocencia o se asiste a una
revelación o se cae una máscara. A ver qué poeta de entre los que escriben hoy puede
producirme esa sensación de vértigo, de entrar en contacto con algo que consigue sacarme
“de todos los lugares que solía frecuentar”, y no por la vía de la fantasía ni del ensueño,
precisamente, sino del encarnizamiento en la develación. Importa poco, entonces, también,
que estemos, como a primera vista pareceríamos estar, ante otra muestra de cierta
tendencia a que hacer poesía sea hacer prosa interrumpiendo la línea en alguna parte para
que parezca un verso: esa afiliación a la onda de la “no poeticidad” o el “antilirismo” que
quizá se le pueda encontrar, para bien o para mal, a Uranga, sospecho que tiene que ver
más bien con un muy saeriano o pasoliniano –Pasolini y Saer, dos nombres de mi
devoción personal que Uranga cita– desdén por la división estrecha en géneros que
resuelve en “poesía” todo trabajo con la escritura, si “poesía” es al fin y al cabo un peso
específico del significante ejercido y expuesto en todas sus dimensiones, posibles e
imposibles, y de ahí que lo que en Uranga hay de prosa sea casi una parodia de prosa
cercana al sarcasmo, una cáscara formal y más o menos convencional para cierto espesor
de la escritura, o –digámoslo como hay que decirlo– una impenetrabilidad de la escritura,
una irreductibilidad. Sin consuelo, como corresponde. Estamos, por lo tanto, sobre todo en
los primeros textos, ante lo que podríamos llamar una “poesía prosística”, si aceptamos
que es prosa cierta prosa que hace tiempo decidió hacerse cargo irónica o resignadamente
de la prosa para ejercer en ella la poesía, y ahí podemos armar una larga lista que
tranquilamente puede incluir, para tirar nombres al voleo, a Joyce, Beckett, Néstor
Sánchez, Sara Gallardo y Saer. Lo que importa, en todo caso, o lo que me importa, es el
tipo de trabajo o juego al que me tengo que enfrentar cuando entro a estos textos: como
cuando entro a los grandes poemas, uno no sabe dónde está, uno no sabe qué le pasa, las
coordenadas de tiempo y espacio empiezan a estar en peligro, todo sentido es transitorio y
condicional. ¿A eso se llama prosa? No jodan.
Y a eso quería ir, estimado lector, mi semejante, mi hermano: no estamos a salvo de
nada, sépalo. Eso ocurre en el mundo, en la vida. Pero cuando se meta en el libro de
Uranga no sólo no se va a distraer de eso, no sólo no va a olvidarlo: va a sentirlo todavía
más. No tenemos descanso ni sosiego, no hay certeza, nada es sólido ni hay de qué
agarrarse, salvo de la certidumbre de que todo es transitorio, limitado y relativo. Quien
espere librarse de la confusión y del error, que no intente acercarse a este libro, pero aun
así, quien se interne en él podrá disfrutar de un placer enorme, intenso e incomparable. Si
abandona dantescamente toda esperanza y se mete nomás en esta selva oscura (no tan
oscura, a decir verdad) y se deja llevar por los susurros de sus ramas y se interna en las
picadas que se abren en la espesura y va viendo qué hay por ahí, no sin tropiezos, no sin
desandar pasos, va a disfrutar de verdad mucho. En principio, del placer de pensar y de
pensarse, y en ese proceso, el de ir haciendo contacto con núcleos de lo que uno llama la
verdad, o más bien ciertas verdades, núcleos, hallazgos, momentos que uno se da cuenta
de algo. Y después, pero de ningún modo en último término, de la escritura. Eso me
faltaba decir: Uranga es poeta. No me gusta esa palabra, “poeta”, porque se presta a
cualquier mistificación y termina por no decir nada interesante, pero si ser poeta fuera
hacer de las palabras materia significativa por sí misma, como un músico vuelve por sí
mismos significativos los sonidos, Uranga es poeta: su escritura es al fin y al cabo la que
decide. Quiero decir, la música de su escritura. Y quiero decir, cuando digo música, el
imperio de los sonidos, del ritmo, de la disposición, las fuerzas que se ponen en marcha
cuando la escritura se pone en marcha. Ya sabemos de qué estoy hablando.: cómo van
ordenándose las sílabas, los tonos, las subidas de tono, los momentos en que el discurso
sube o baja, o se enlentece o trastabilla o se aplana. Nada hay que no se subordine a esa
legalidad: poesía, música, o cualquiera de las dos. ¿Pero no era que aquí había una
reflexión, etcétera, etcétera? ¿Y una visión del mundo, y del lenguaje, etcétera, etcétera?
Sí, y en Beethoven también.
Daniel Freidemberg
:
El ella real
Ignacio Uranga
Y así fue ella quien primeramente me dio la idea de que una persona no
se presenta, como yo había creído, clara e inmóvil ante nosotros, con
sus cualidades, sus defectos, sus proyectos, sus intenciones con respecto
a nosotros (como un jardín que se mira, con todos sus senderos, a través
de un enrejado), sino que es una sombra en la que jamás podremos
penetrar, para la cual no existe conocimiento directo, respecto a la cual
nos hacemos numerosas suposiciones con ayuda de las palabras y de las
acciones, mientras unas y otras sólo nos dan datos insuficientes y por
otra parte contradictorios, una sombra en la que podemos cada vez
imaginar, con igual verosimilitud, que brillan tanto el odio como el
amor.
Ella: amarla
Qué es el alma
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entre
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y
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El limonero de
Avellaneda 540
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la libertad de ser
un árbol
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Concepción del proceder del sastre lector de Tynianov en la creación textil
El color de la ventana es
el del otro lado
sin embargo, deberíamos, también
arar en el verso un campo que dé
pan para todos: decir lo indecible:
como sea: poesía un
He aquí el problema
†
Mnémica emotivo-involuntaria o del azul imposible
Tus ojos
tus ojos, la puta, tus ojos
Sýmbolon
Eneida, v569-570