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Sin duda, es imposible tratar ningún problema humano sin tomar partido: la
misma forma de plantear los problemas, las perspectivas adoptadas, suponen
una jerarquía de intereses; toda cualidad envuelve unos valores; no existen
descripciones supuestamente objetivas que no se alcen sobre un trasfondo
ético. En lugar de tratar de disimular los principios que se sobreentienden más
o menos explícitamente, más vale plantearlos; así no será necesario precisar
en cada página el sentido que damos a las palabras superior, inferior, mejor,
peor, avance, regresión, etcétera. Si examinamos algunas obras consagradas
a la mujer, veremos que uno de los puntos de vista más habituales es el del
bien público, el interés general. en realidad, cada cual entiende con ello el
interés de la sociedad tal y como desea mantenerla o establecerla. Desde aquí
consideramos que no hay más bien público que el que garantiza el bien privado
de los ciudadanos; juzgamos las instituciones desde el punto de vista de las
oportunidades concretas que procuran a los individuos. Tampoco hay que
confundir la idea de interés privado con la de felicidad: se trata de otro punto de
vista que se da con frecuencia: ¿las mujeres de un harén no son más felices
que una electora? ¿El ama de casa no es más dichosa que una obrera? No
sabemos demasiado lo que significa la palabra felicidad y mucho menos cuáles
son los valores auténticos que encubre; no hay ninguna posibilidad de medir la
felicidad ajena y siempre es fácil declarar feliz una situación que se quiere
imponer: en particular, cuando se condena a alguien a estancarse, se le
declara feliz con el pretexto de que la felicidad es la inmovilidad. Por lo tanto,
no nos vamos a referir a esta noción.
La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista. Todo sujeto se
afirma concretamente a través de los proyectos como una trascendencia, sólo
hace culminar su libertad cuando la supera constantemente hacia otras
libertades; no hay más justificación de la existencia presente que su expansión
hacia un futuro indefinidamente abierto. Cada vez que la trascendencia vuelve
a caer en la inmanencia, se da una degradación de la existencia en un “en sí”,
de la libertad en artificio; esta caída es una falta moral si el sujeto la consiente;
si se le inflige, se transforma en una frustración y una opresión; en ambos
casos, se trata de un mal absoluto. Todo individuo que se preocupe por
justificar su existencia la vive como una necesidad indefinida de trascenderse.
Ahora bien, lo que define de forma singular la situación de la mujer es que,
siendo como todo ser humano una libertad autónoma, se descubre y se elige
en un mundo en el que los hombres le imponen que se asuma como la
Alteridad; se pretende petrificarla como objeto, condenarla a la inmanencia, ya
que su trascendencia será permanentemente trascendida por otra conciencia
esencial y soberana. El drama de la mujer es este conflicto entre la
reivindicación fundamental de todo sujeto que siempre se afirma como esencial
y las exigencias de una situación que la convierte en inesencial.
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Simone de Beauvoir (1949) El segundo sexo. Vol. I. Madrid. Cátedra. 1999. pp. 62-63
Algunos pasajes de la dialéctica con la que Hegel define la relación del amo con el
esclavo se aplicarían mucho mejor a la relación del hombre y de la mujer. El privilegio
del Amo, dice, viene de que afirma el Espíritu contra la Vida por el hecho de arriesgar
su vida; en realidad el esclavo vencido ha conocido el mismo riesgo; sin embargo, la
mujer es originariamente un existente que da la Vida y no arriesga su vida; entre el
varón y ella nunca hubo combate; la definición de Hegel se aplica especialmente a ella.
“La otra conciencia es la conciencia dependiente para la que la realidad esencial es la
vida animal, es decir, el ser dado por una entidad ajena”. Esta relación se diferencia de
la relación de opresión porque la mujer busca y reconoce ella también los valores que
alcanza concretamente el varón; él abre el futuro hacia el que ella también se trasciende;
en realidad las mujeres nunca enfrentaron los valores femeninos a los valores
masculinos: los hombres, deseosos de mantener sus prerrogativas masculinas,
inventaron esta división; sólo han pretendido crear un territorio femenino –regla de la
vida, de la inmanencia- para encerrar en él a la mujer; pero, más allá de su
especificación sexual, el existente busca su justificación en el movimiento de su
trascendencia: la sumisión misma de las mujeres es la prueba. Lo que ellas reivindican
ahora es ser reconocidas como existentes de la misma forma que los hombres y no
someter la existencia a la vida, el hombre a su animalidad.
Una perspectiva esencial nos ha permitido comprender cómo la situación biológica y
económica de las hordas primitivas debía implicar la supremacía de los machos. La
hembra es presa de la especie, más que el macho; la humanidad siempre trató de
evadirse de su destino específico; con el invento de la herramienta, mantener la vida se
convirtió para el hombre en una actividad y un proyecto, mientras que en la maternidad
la mujer permanecía atada a su cuerpo, como el animal. Porque la humanidad se
cuestiona en su ser, es decir, prefiere a la vida razones para vivir, el hombre se ha
impuesto como amo frente a la mujer; el proyecto del hombre no es repetirse en el
tiempo: es reinar sobre el instante y forjar el futuro. La actividad masculina, al crear
valores, ha constituido la existencia como valor en sí; ha vencido a las fuerzas confusas
de la vida; ha sometido a la Naturaleza y a la Mujer. Tenemos que ver ahora cómo esta
situación se ha perpetuado y ha evolucionado a través de los siglos.
Simone de Beauvoir (1949) El segundo sexo. Vol. I. Madrid. Cátedra. 1999. pp. 129-130.
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(…) El hecho es que los hombres encuentren en su compañera más complicidad de la
que el opresor suele encontrar en el oprimido; utilizan esta circunstancia con mala fe
para declarar que ella ha querido el destino que le han impuesto. Hemos visto que en
realidad toda su educación conspira para cerrarle los caminos de la rebeldía y la
aventura; la sociedad entera –empezando por sus respetados padres- le miente exaltando
el elevado valor del amor, de la abnegación, del don de sí y ocultándole que ni el
amante, ni el marido, ni los hijos estarán dispuestos a soportar esta carga tan molesta.
[Pero] ¿Basta con cambiar las leyes, las instituciones, las costumbres, la opinión y todo
el contexto social para que las mujeres y los hombres sean realmente semejantes? “Las
mujeres siempre serán mujeres”, dicen los escépticos; otros videntes profetizan que
despojándolas de su feminidad se las transformará en hombres y que se convertirán en
monstruos. Es como admitir que la mujer de nuestros días es una creación de la
naturaleza; hay que repetir una vez más que en la sociedad humana nada es natural y la
mujer es uno de tantos productos elaborados por la civilización; la intervención ajena en
su destino es originaria: si esta acción estuviera dirigida en otro sentido, el resultado
sería muy diferente. La mujer no se define por sus hormonas, ni por instintos
misteriosos, sino por la forma en que percibe, a través de las conciencias ajenas, su
cuerpo y su relación con el mundo. (…) Si desde la más tierna edad se educara a la niña
con las mismas exigencias y los mismos honores, las mismas severidades y las mismas
licencias que sus hermanos, participando en los mismos estudios, los mismos juegos, a
la espera de un mismo futuro, rodeada de mujeres y de hombres que se le aparecerían
inequívocamente como iguales, el sentido del “complejo de castración” y del “complejo
de Edipo” se modificaría profundamente. Al asumir de la misma forma que el padre la
responsabilidad material y moral de la pareja, la madre gozaría del mismo privilegio
duradero; la niña sentiría a su alrededor un mundo andrógino y no un mundo masculino
(…) Liberar a la mujer es negarse a encerrarla en las relaciones que mantiene con el
hombre, pero no negarlas; si se afirma para sí, no dejará de existir también para él: al
reconocerse mutuamente como sujetos, cada uno seguirá siendo para el otro una
alteridad; la reciprocidad de sus relaciones no suprimirá los milagros que genera la
división de los seres humanos en dos categorías separadas; el deseo, la posesión, el
amor, el sueño, la aventura; las palabras que nos conmueven: dar, conquistar, unirse,
seguirán tendiendo un sentido; por el contrario, cuando quede abolida la esclavitud de la
mitad de la humanidad y todo el sistema de hipocresía que supone, “la sección” de la
humanidad revelará su auténtico significado y la pareja humana recobrará su verdadera
imagen.
Simone de Beauvoir (1949) El segundo sexo. Vol. II. Madrid. Cátedra. 1999. pp. 13, 534-544.
SITUACIÓN Y SUJETO
(…) El existencialismo de Beauvoir no es exactamente el de Sartre (…), ella entiende
de otro modo algunos conceptos acuñados por Sartre o por otros existencialistas, como
el de situación o el de sujeto. Porque hay que señalar (…) que el existencialismo de
Beauvoir representa una hermenéutica propia dentro de esta corriente filosófica.
Aunque Sartre sea su principal ascendiente, su filosofía tiene también influencias de
Kierkegaard, Heideger, Hegel y Marx, autores que también influyeron en Sartre, pero
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que Beauvoir asimila a su propia manera; y además su método argumentativo no es el
fenomenológico husserliano, como el de Sartre, sino un método clásico de
confrontación de tesis que encontramos en la tradición de la filosofía moral francesa que
va de Montaigne a Voltaire. De modo que Beauvoir no es una mera epígona del
sastrismo, ni siquiera una sartreana tout court, aunque ella misma se calificó así en
diferentes declaraciones y revistas.
Simone de Beauvoir fue una filósofa con acento propio, aunque no una filósofa creadora
de un sistema como Sartre. Ella nunca se definía como filósofa porque sostenía una
definición de filosofía muy restringida que la dejaba fuera. Según nos explica en sus
Memorias, filósofo es quien es capaz de crear “ese delirio concertado que es un sistema
[filosófico]”, y en este restringido sentido del concepto ella no se consideraba filósofa,
el filósofo era Sastre. Pero en la historia de la Filosofía hay muchas figuras importantes
que no han sido creadoras de sistemas; Bacon, Montaigne, Rousseau o Voltaire, por
citar algunos de ellos, son estudiados como filósofos por las aportaciones que hicieron
al esclarecimiento de la realidad. Y en este sentido más amplio sí que podemos
considerar a Beauvoir como una filósofa. Una filósofa que no creó un sistema pero que,
no siendo tampoco un epígono de Sartre, iluminó zonas de la realidad hasta entonces
oscuras; una de esas zonas es la de la condición de las mujeres en la cultura occidental,
tarea que lleva a cabo en esta obra.
Beauvoir da otro sentido a algunos conceptos sartreanos –decíamos- como el de
situación, lo cual modifica a su vez el concepto de sujeto y también, en cierta medida,
las relaciones intersubjetivas (…) La noción de situación es una de las nociones
fundamentales de la filosofía existencialista sartreana expuesta en El ser y la nada y se
encuentra estrechamente relacionada con la de libertad, de tal manera que no hay
libertad sin situación y no hay situación sino por la libertad. Si la libertad es la
autonomía de elección que encierra la realidad humana –podemos realizar nuestros
proyectos-, la situación es el encarnamiento de esa libertad –Sartre la califica como
producto de la contingencia del en-sí y de la libertad. En cuanto la libertad está en
proceso de realización, está situada. Ahora bien, para Sartre la situación, que es como
aquello con lo que tendrá que “cargar” mi libertad para hacerse real, siempre está
envuelta por el proyecto del sujeto –redefinida por el proyecto. ¿Qué quiere decir esto?
Esto para Sartre quiere decir que somos siempre absolutamente libres: si quiero escalar
una montaña y soy asmático, soy tan libre de escalarla como el deportista entrenado en
este tipo de ejercicio, aunque tendré que “cargar” con la dificultad subjetiva de mi asma.
Beauvoir, sin embargo, entiende de otra manera el concepto de situación. Según relata
en sus Memorias y en las entrevistas con Schwarzer, había discutido la cuestión con
Sartre ya en la época en la que él escribía El ser y la nada y ella se oponía a este modo
absoluto de entender la libertad, diciendo que las situaciones casi nunca son
equiparables y que pueden aumentar o disminuir el alcance de nuestra libertad, es decir,
pueden dar más o menos posibilidades al sujeto de realizarse como libre. La situación
de la esclava en el harén no le permite comportarse tan libremente como a la europea
del siglo XX su propia situación. Con ciertas vacilaciones, Beauvoir ya establece una
jerarquía entre las situaciones en los dos tratados morales que escribió antes de El
segundo sexo: ¿Para qué la acción? –traducción castellana de Pyrrhus et Cinéas- y
Para una moral de la ambigüedad. En el primero de ellos nos explica cómo somos
situación para nuestros prójimos; el parado es libre de salir de su miseria, pero yo, que
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no le ayudo, soy la imagen misma de su miseria porque soy la facticidad de su
situación, esto es, soy su situación hecha real. Por tanto, Beauvoir establece una
separación entre libertad y situación. Para ella ya no son como el haz y el envés de una
realidad; la libertad es la autonomía del sujeto y es siempre absoluta, en esto concuerda
con el existencialismo de Sartre: la realidad humana es libertad. Pero las posibilidades
que se le ofrecen a una conciencia de realizar su libertad son finitas y se pueden
aumentar o disminuir desde fuera; son los demás, fundamentalmente, quienes las
aumentan o disminuyen, de modo que mis relaciones con el otro en el terreno de la
moral tienen la peculiaridad de que, si bien no me es dado incidir en el sentido de sus
fines, sin embargo, incido siempre con mi actitud en la configuración de su situación, la
cual condiciona desde el exterior el alcance de sus fines.
Por tanto, el sujeto para Beauvoir no tiene una libertad absoluta desde el momento en
que, en todas las acciones que emprende, su libertad está más o menos cercenada por la
situación. Una concepción tal del sujeto es bastante diferente de la sartreana de El ser y
la nada (…) En esta noción de sujeto situado que es la de Beauvoir, Kruks ha visto […]
un rasgo filosófico que sitúa a Beauvoir entre la Ilustración y el postmodernismo; está
más cerca de nosotros que de la Ilustración porque ha superado la noción de sujeto
absoluto y radicalmente separado de los otros y se acerca al postmodernismo en la
medida en que, por estar el sujeto situado, acepta que la subjetividad es en parte social y
discursivamente construida. Al mismo tiempo, el sujeto en Beauvoir es menos
autónomo que en Sartre, por cuanto en las relaciones morales es intrínsecamente
interdependiente de los otros sujetos. Y, desde luego, la bondad moral, que consiste en
liberar la libertad de los otros, también se realiza en interdependencia con los demás,
otro rasgo en el que el sujeto beauvoireano se acerca a los planteamientos postmodernos
sin confundirse, sin embargo, con ellos, porque no niega la libertad del sujeto, ni lo
considera pura construcción social o discursiva. Así pues, el sujeto para Beauvoir es, en
parte, autónomo, intrínsecamente libre, pero en su actuación situado, luego en parte
construido.
Teresa López Pardina: prólogo a la edición española de Simone de Beauvoir (1949)
El segundo sexo. Madrid. Cátedra. 1999. Vol. I. pp. 9-13.
EL AMO Y EL ESCLAVO
Otro punto de El segundo sexo no bien comprendido en muchos casos es el uso de la
categoría de Otra que hace Beauvoir. Al ser una categoría también usada por Sartre, se
tiende a asimilarla al significado que tiene en El ser y la nada, pero no es así. Sartre,
como Beauvoir, toma de Hegel esta categoría y le da un tratamiento fenomenológico de
tipo husserliano usándola para analizar las relaciones entre prójimos y señala tanto el
carácter conflictivo como la reciprocidad de las conciencias. Beauvoir la usa en el
sentido de la fenomenología hegeliana para señalar la relación parcial y unilateral entre
las conciencias del hombre y de la mujer y la ausencia de reciprocidad entre ellas como
rasgo contrario a lo que ocurre entre los grupos humanos que estudia la antropología
cultural. En definitiva, en Sartre la categoría de Otro sirve para explicar la lucha por el
reconocimiento entre las conciencias, la tensión de las relaciones humanas en un mundo
de hombres –aunque no se mencione el género en El ser y la nada-; en Beauvoir la
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categoría de Otra sirve para explicar la división de la sociedad en dos grandes grupos: el
de los hombres, que es el grupo opresor, y el de las mujeres, las Otras, que es el grupo
oprimido. Por eso declara Beauvoir que la dialéctica hegeliana de la autoconciencia, tan
bien o mejor que la lucha a muerte entre los humanos por el reconocimiento, ejemplifica
la relación entre el hombre y la mujer en la sociedad patriarcal. Porque la mujer, como
el esclavo, si bien se reconoce como conciencia en la conciencia libre del varón, se
reconoce como conciencia dependiente de aquella; su identidad le viene concedida en
cuanto se reconoce como vasalla del hombre, de lo contrario es poco “femenina”.
También, como el siervo, la mujer en la sociedad patriarcal –y lo son todas las
conocidas- es mediadora entre el hombre y las cosas; es la Otra ante la cual el hombre
se erige como pura trascendencia, como único ser trascendente.
Lo mismo que en las relaciones amo-esclavo, y al contrario que en las relaciones entre
grupos sociales que estudia la antropología, la relación hombre-mujer no encierra
reciprocidad. Éste es el rasgo diferenciador de la categoría de Otra aplicada a la mujer,
rasgo que no es considerado en los análisis sartreanos.
Beauvoir muestra, en la parte dedicada a la historia de la condición femenina, segunda
parte del primer volumen, que, desde los primeros tiempos del patriarcado, los hombres
mantuvieron a las mujeres en estado de dependencia detentando todos los poderes y
estableciendo códigos contra ellas. Las redujeron a la condición de Otras que convenía,
no sólo a sus intereses económicos, sino también a sus pretensiones ontológicas y
morales. ¿En qué sentido? En el sentido hegeliano de que cuando un sujeto quiere
afirmarse como tal, necesita de otro que lo limite y lo niegue, de modo que no se realiza
como tal sujeto sino a través de otra realidad que no lo sea. Pues bien, la mujer es para
el hombre esa realidad intermedia entre la Naturaleza y el semejante, el otro varón. La
Naturaleza se lo opone con su hostilidad y él lucha para dominarla, la domina pero no se
siente colmado. El otro varón se le enfrenta, entra en conflicto con él, ambos pretenden
afirmarse como conciencias soberanas. El drama podría resolverse si cada sujeto
reconociese al otro como otra conciencia igual a la suya, pero –señala Beauvoir- la
amistad y la generosidad que se requieren para ello no son virtudes fáciles: requieren
reconocer al prójimo el mismo rango que el suyo propio y aceptar su libertad, lo cual los
mantiene en perpetua tensión. Sin embargo, con la mujer no le ocurre eso; la mujer es,
justamente, el ser intermedio entre la Naturaleza y el semejante –el otro varón, la otra
conciencia que le mantiene en situación inestable. Entre el amo y el prójimo, entre el
mismo y el semejante, el varón ha construido a la mujer como una Otra peculiar que le
sirve de mediadora para realizarse como el ser trascendente que es sin pasar por “la dura
exigencia del reconocimiento recíproco”. La mujer, como el esclavo, es la mediadora
porque, al ser la que da la vida, está directamente relacionada con la Naturaleza,
mientras que el hombre se relaciona con la Naturaleza a través de ella. La mujer es
puente entre la Naturaleza y el varón, porque dar la vida es mantenerse en la
inmanencia; asegurar la repetición y la permanencia de la especie; pero, al mismo
tiempo, siendo semejante al hombre y reconociendo en la trascendencia que él realiza su
esencia humana, permite al hombre enseñorearse sobre la Naturaleza, dominar lo
inmanente, imprimir sus valores en el mundo.
Teresa López Pardina: prólogo a la edición española de Simone de Beauvoir (1949)
El segundo sexo. Madrid. Cátedra. 1999. Vol. I. pp. 15-17.
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COMPARACIÓN CON ARISTÓTELES: ESENCIALISMO Y DETERMINISMO
BIOLÓGICO VERSUS LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL Y CULTURAL DE LA
IDENTIDAD (SEXO-GÉNERO).
(…) Como dijimos, indudablemente podríamos establecer la hembra y el macho como
principios de la reproducción: el macho como poseedor del principio del movimiento y
de la generación, y la hembra, del principio material. De esto uno se convencería
totalmente observando cómo se origina el esperma y de dónde proviene: pues a partir de
él se forman los seres naturales y no hay que olvidar cómo él mismo se origina de la
hembra y del macho. Por el hecho de que tal parte se segregue de la hembra y del
macho y la secreción se produzca en ellos y a partir de ellos, por eso la hembra y el
macho son los principios de la reproducción. Llamamos macho a un ser que engendra
en otro, y hembra al que engendra en sí mismo; por lo que también en lo que respecta al
universo, se nombra a la naturaleza de la tierra como algo femenino y la llaman madre,
y al cielo, al sol o a cualquier otro cuerpo semejante les designan como progenitores y
padres.
El macho y la hembra difieren desde el punto de vista de la razón, porque cada uno tiene
una facultad diferente, y desde el punto de vista de la observación, por ciertos órganos:
en lo que respecta a la razón, difieren porque es macho aquello que puede engendrar en
otro, como se dijo antes, y hembra aquello que engendra en sí mismo y de donde nace lo
engendrado, ya existente en el engendrador. Puesto que están definidos por cierta
facultad y una cierta función, como además se necesitan instrumentos para cada
actividad, y las partes del cuerpo son los instrumentos para esas facultades, es necesario
que también existan órganos para la procreación y la cópula y que éstos sean diferentes
entre sí, en lo que diferirán el macho y la hembra –pues aunque se dice del animal
completo que es hembra o macho, sin embargo no es respecto a todo su cuerpo hembra
o macho, sino en lo que se refiere a una determinada facultad y un determinado órgano
–igual que también hay órganos de la vista y del movimiento, lo que es evidente por los
sentidos.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro I. pp. 63-64.
Puesto que es necesario que también en el ser más débil se forme un residuo, más
abundante y menos cocido –y siendo así, necesariamente tiene que ser una cantidad de
líquido sanguinolento-, y puesto que el ser más débil es el que por naturaleza participa
de menos calor –y se ha dicho anteriormente que la hembra es así- entonces, a la fuerza,
la secreción sanguinolenta que se produce en la hembra es un residuo. Tal es la
secreción que se llama menstruaciones.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro I. p. 105.
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Por una parte, un niño se parece a una mujer en la forma, y la mujer es como un macho
estéril. Pues la hembra es hembra por una cierta impotencia: por no ser capaz de cocer
esperma a partir del alimento en su último estadio (esto es, sangre o lo análogo en los no
sanguíneos), a causa de la frialdad de su naturaleza. (…) Así pues, está claro que la
reproducción se produce lógicamente a partir de esto; pues las menstruaciones son
esperma no puro, sino necesitado de elaboración, como en la formación de los frutos
cuando todavía no se ha filtrado el alimento: está dentro pero necesita de elaboración
para purificarse. Por eso también, al mezclarse el esperma impuro con el semen y el
alimento impuro con el puro, la primera mezcla causa la reproducción y la segunda, la
nutrición.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro I. p. 110
(…) Por otro lado, en los animales que tienen estas facultades separadas [las
reproductivas], también los cuerpos –o sea la naturaleza- del agente y del paciente
tienen que ser distintos. Entonces, si el macho es una especie de motor y agente, y la
hembra, en cuanto hembra, paciente, al semen del macho la hembra no aportaría semen
sino materia. Lo que efectivamente parece que ocurre: pues la naturaleza de las
menstruaciones se corresponde con la materia primera.
(…) Por lo tanto, la hembra, en cuanto hembra, es pasiva, y el macho, en cuanto macho,
activo y de donde procede el principio del movimiento.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro I. pp. 114-115.
(…) La causa de que no haya residuo generador en todos los varones, pero sí en todas
las hembras, es que el ser vivo es un cuerpo animado. Siempre la hembra proporciona la
materia y el macho lo que da forma. Afirmamos, pues, que cada uno tiene esa facultad,
y ser macho y hembra consiste en eso. De modo que es necesario que la hembra
proporcione un cuerpo y una masa, pero no es necesario que lo haga el macho: pues ni
hace falta que las herramientas se encuentren dentro de los productos que se fabrican ni
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tampoco su agente. El cuerpo proviene de la hembra, y el alma del macho: pues el alma
es la entidad de un cuerpo determinado.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro II. p. 149.
(…) El macho y la hembra se distinguen por una cierta capacidad y una incapacidad (es
decir, el que es capaz de cocer, dar cuerpo y segregar un esperma con el principio de la
forma, es el macho. Llamo “principio” no a ese tipo de principio del que se origina,
como de la materia, algo similar a su generador, sino al principio que inicia el
movimiento y que es capaz de hacer esto en él mismo o en otro. A su vez, el que recibe
pero es incapaz de dar forma y segregarlo es una hembra). Además, si toda cocción se
produce por mediante el calor, es forzoso también que entre los animales los machos
sean más calientes que las hembras. Por causa de la frialdad e incapacidad, la hembra
tiene mucha más sangre en ciertas zonas.
Aristóteles. Reproducción de los animales. Madrid. Gredos. 1995. Libro IV. p. 242.
En efecto, el hombre es por naturaleza más apto para mandar que la mujer –a no ser que
se dé una situación antinatural-, y el de más edad y maduro más que el más joven e
inmaduro.
Aristóteles. Política. Madrid. Gredos. 2000. Libro I. p. 37.
También esta idea nos ha guiado siempre al tratar del alma: en ésta existe por naturaleza
lo que dirige y lo dirigido. De los cuales afirmamos que tienen una virtud diferente,
como de lo dotado de razón y de lo irracional. Es evidente, por tanto, que ocurre
también lo mismo en los demás casos. De modo que por naturaleza la mayoría de las
cosas tienen elementos regentes y elementos regidos. De diversa manera manda el libre
al esclavo, y el varón a la mujer, y el hombre al niño. Y en todos ellos existen las partes
del alma, pero existen de diferente manera: el esclavo no tiene en absoluto la cualidad
deliberativa; la mujer la tiene, pero sin autoridad; y el niño la tiene, pero imperfecta. Así
pues, hay que suponer que necesariamente ocurre algo semejante con las virtudes
morales: todos deben participar de ellas, pero no de la misma manera, sino solo en la
medida en que es preciso a cada uno en su función. Por eso el que manda debe poseer
perfecta virtud ética (pues su función es sencillamente la del que dirige la acción, y la
razón es como el que dirige la acción); y cada uno de los demás, en la medida en que le
corresponde. De modo que está claro que la virtud moral es propia de todos los que
hemos dicho, pero no es la misma la prudencia del hombre que la de la mujer, ni
tampoco la fortaleza ni la justicia, como creía Sócrates. Sino que hay una fortaleza para
mandar y otra para servir, y lo mismo sucede también con las demás virtudes.
Esto es más claro aún si lo examinamos por partes, pues se engañan a sí mismos los que
dicen en términos generales que la virtud es la buena disposición del alma, o la rectitud
de conducta, o algo semejante. Mucho mejor hablan los que enumeran las virtudes,
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como Gorgias, que los que las definen así. Por eso se ha de creer que lo que el poeta ha
dicho sobre la mujer se puede aplicar a todos:
El silencio es un adorno de la mujer Pero eso no va con el hombre.
Aristóteles. Política. Madrid. Gredos. 2000. Libro I. pp. 39-41.
La mujer quiere llegar a ser independiente: y para ello comienza ilustrando a los
hombres acerca de “la mujer en sí” –éste es uno de los peores progresos del afeamiento
natural de Europa. ¿Pues qué habrán de sacar a la luz esas burdas tentativas del
cientificismo y autodesnudamiento femeninos! Son muchos los motivos de pudor que la
mujer tiene; son muchas las cosas pedantes, superficiales, doctrinarias, mezquinamente
presuntuosas, mezquinamente desenfrenadas e inmodestas que en la mujer hay
escondidas -¡basta estudiar su trato con los niños!-, cosas que, en el fondo, por lo que
mejor han estado reprimidas y domeñadas hasta ahora ha sido por el miedo al varón.
¡Ay si alguna vez a lo “eternamente aburrido que hay en la mujer”- ¡tiene abundancia de
ello!- le es lícito atreverse a manifestarse!, ¡si ella comienza a olvidar radicalmente y
por principio su inteligencia y su arte, la inteligencia y el arte de la gracia, del jugar, del
disipar las preocupaciones, de volver ligeras las cosas y tomárselas a la ligera, su sutil
destreza para los deseos agradables! Álzanse ya ahora voces femeninas que, ¡por San
Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica qué es lo
que la mujer quiere ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de pésimo gusto que la
mujer se disponga así a volverse científica? Hasta ahora, por fortuna, el aclarar las cosas
era asunto de hombres, don de hombres –con ello éstos permanecían “por debajo de sí
mismos”; y, en última instancia, con respecto a todo lo que las mujeres escriban sobre
“la mujer” es lícito reservarse una gran desconfianza acerca de si la mujer quiere
propiamente aclaración sobre sí misma –y puede quererla… Si con esto una mujer no
busca un nuevo adorno para sí –yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo
eternamente femenino-, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella: -con
esto quizá quiera dominio. Pero no quiere la verdad: ¡qué le importa la verdad a una
mujer! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer que
la verdad –su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la
belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer
cabalmente ese arte y ese instinto: nosotros, a quienes las cosas nos resultan más
difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro alivio, con seres bajo cuyas manos,
miradas y delicadas tonterías parécennos casi una tontería nuestra seriedad, nuestra
gravedad y profundidad. –Finalmente yo planteo una pregunta: ¿alguna vez una mujer
ha concedido profundidad a una cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer?¿Y no
es verdad que, a grandes rasgos, “la mujer” ha sido hasta ahora lo más desestimado por
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la mujer –y no, en modo alguno por nosotros? –Nosotros los varones deseamos que la
mujer no continúe desacreditándose mediante la ilustración: así como fue preocupación
y solicitud del varón por la mujer el hecho de que la Iglesia decretase: mulier taceat in
ecclesia! [¡Calle la mujer en la Iglesia!]. Fue en provecho de la mujer por lo que
Napoleón dio a entender a la demasiado locuaz Madame de Staël: mulier taceat in
politics [¡Calle la mujer en asuntos políticos!] –y yo pienso que es un auténtico amigo
de la mujer el que hoy les grite a las mujeres: mulier taceat de muliere [¡Calle la mujer
acerca de la mujer!].
F. Nietzsche. Más allá del bien y del mal. Madrid. Alianza. 1985. pp. 181-183.
No acertar en el problema básico “varón y mujer”, negar que aquí se dan el antagonismo
más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar aquí tal vez con
derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un
signo típico de superficialidad, y a un pensador que en este peligroso lugar haya
demostrado ser superficial -¡superficial de instinto!- es lícito considerarlo sospechoso,
más aún, traicionado, descubierto: probablemente será demasiado “corto” para todas las
cuestiones básicas de la vida, también de la vida futura, y no podrá descender a ninguna
profundidad. Por el contrario, un varón que tenga profundidad, tanto en su espíritu
como en sus apetitos, que tenga también aquella profundidad de la benevolencia que es
capaz de rigor y dureza, y que es fácil de confundir con éstos, no puede pensar nunca
sobre la mujer más que de manera oriental: tiene que concebir a la mujer como
posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que
alcanza su perfección en la servidumbre –tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón
de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron antiguamente los
griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes, como es sabido, desde
Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba aumentando su cultura y
extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también, paso a paso, más rigurosos con la
mujer, en suma, más orientales. Qué necesario, qué lógico, qué humanamente deseable
fue esto: ¡reflexionemos sobre ello en nuestro interior!
F. Nietzsche. Más allá del bien y del mal. Madrid. Alianza. 1985. p. 186.
El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los varones con tanta estima
como en la nuestra –esto forma parte de la tendencia y del gusto básico democráticos, lo
mismo que la irrespetuosidad para con la vejez-: ¿qué de extraño tiene el que muy
pronto se vuelva a abusar de esa estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba
considerando que aquel tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivalidad por
los derechos, más aún, propiamente la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos
en seguida que pierde también gusto. Desaprende a temer al varón: pero la mujer que
“desaprende el temor” abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se vuelve
11
osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón infunde temor o,
digamos de manera más precisa, el varón existente en el varón, eso es bastante obvio,
también bastante comprensible; lo que resulta más difícil de comprender es que
cabalmente con eso –la mujer degenera. Esto es lo que hoy ocurre: ¡no nos engañemos
sobre ello! En todos los lugares en que el espíritu industrial obtiene la victoria sobre el
espíritu militar y aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y
jurídica de un dependiente de comercio: “la mujer como dependienta de comercio” se
halla a la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de
ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en “señor” e inscribe
“el progreso” de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma medida acontece,
con terrible claridad, lo contrario: la mujer retrocede. Desde la Revolución francesa el
influjo de la mujer ha disminuido en Europa en la medida en que ha crecido en derechos
y exigencias; y “la emancipación de la mujer”, en la medida en que es pedida y
promovida por las mujeres mismas (y no sólo por cretinos masculinos), resulta ser de
ese modo un síntoma notabilísimo de la debilitación y el embotamiento crecientes de los
más femeninos de todos los instintos. Hay estupidez en ese movimiento, una estupidez
casi masculina, de la cual una mujer bien constituida –que es siempre una mujer
inteligente- tendría que avergonzarse de raíz. Perder el olfato para percibir cuál es el
terreno en que con más seguridad se obtiene la victoria; desatender la ejercitación en
nuestro auténtico arte de las armas; dejarse ir ante el varón, tal vez incluso “hasta el
libro”, en lugar de observar, como antes, una disciplina y una sutil y astuta humildad;
trabajar, con virtuoso atrevimiento, contra la creencia del varón en un ideal radicalmente
distinto encubierto en la mujer, en lo eterno y necesariamente femenino; disuadir al
hombre, de manera expresa y locuaz, de que la mujer tiene que ser mantenida, cuidada,
protegida, tratada con indulgencia, cual un animal doméstico bastante delicado,
extrañamente salvaje y, a menudo, agradable; el torpe e indignado rebuscar todo lo que
de esclavo y servil ha tenido y aún tiene la posición de la mujer en el orden social
vigente hasta el momento (como si la esclavitud fuera un contraargumento y no, más
bien, una condición de toda cultura superior, de toda elevación de la cultura): -¿qué
significa todo esto más que una disgregación de los instintos femeninos, una
desfeminización? Desde luego, hay bastantes amigos idiotas de la mujer entre los asnos
doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer desfeminizarse de ese modo e imitar
todas las estupideces de que en Europa está enfermo “el varón”, “la masculinidad”
europea, -ellos quisieran rebajar a la mujer hasta “la cultura general”, incluso hasta a
leer periódicos e intervenir en la política. acá y allá se quiere hacer de las mujeres
librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera, para un hombre
profundo y ateo, algo completamente repugnante o ridículo-; casi en todas partes se
echa a perder los nervios de las mujeres con la más enfermiza y peligrosa de todas las
especies de música (nuestra música alemana más reciente) y se las vuelve cada día más
histéricas y más incapaces para atender a su primera y última profesión, la de dar a luz
hijos robustos. Se las quiere “cultivar” más aún y, según se dice, se quiere, mediante la
cultura, hacer fuerte al “sexo débil”: como si la historia no enseñase del modo insistente
posible que “el cultivo” del ser humano y el debilitamiento –es decir, el debilitamiento,
la disgregación, el enfermar de la fuerza de la voluntad, han marchado siempre juntos, y
que las mujeres más poderosas e influyentes del mundo (últimamente, la madre de
Napoleón) han debido su poder y su preponderancia sobre los varones precisamente a su
fuerza de voluntad -¡y no a los maestros de escuela!-. Lo que en la mujer infunde
12
respeto y, con bastante frecuencia, temor es su naturaleza, la cual es “más natural” que
la del hombre, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de
tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y su interno
salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes…Lo
que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es “la
mujer” es el hecho de que parezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de
amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. Miedo y compasión: con
estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie
ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa-. ¿Cómo? ¿Y estará
acabando esto ahora? ¿Y se trabaja para desencantar a la mujer? ¡Oh, Europa! ¡Europa!
F. Nietzsche. Más allá del bien y del mal. Madrid. Alianza. 1985. pp. 187-189.
3. Relaciona la filosofía de Beauvoir con los siguientes autores: Aristóteles, Kant, Hegel,
Nietzsche. (3 puntos)
13
4. Realiza una disertación sobre alguno de los temas planteados en las diferentes épocas. (2
puntos).
Simone de Beauvoir
Autor: Elena Colombetti
Índice
1. Biografía
2.2. La libertad
14
4. El arte de vivir y la novela metafísica
5. El Segundo Sexo
6. La tercera edad
7. Bibliografía
1. Biografía
Simone de Beauvoir nace en París 9 de enero de 1908 en el seno de
la burguesía francesa. Sus padres fueron Georges Bertrand de Beauvoir,
abogado, y Françoise Brasseur. Dos años más tarde nace su hermana
Helene. El padre, ateo, la animó desde niña a familiarizarse con las
grandes obras maestras de la literatura y a escribir. Durante los años de
su infancia, Simone vive una fe ardiente, transmitida por su madre, de la
que, sin embargo, se alejará gradualmente hasta que, a la edad de 14
años, acabará decidiendo que Dios simplemente no existe. Como escribe
en su autobiografía, Dios se había convertido en una idea abstracta de la
que una tarde decidió deshacerse. Debido a un revés económico familiar,
el padre no pudo procurarles una dote ni a ella ni su hermana. Sin
embargo, ya hacia los 16 años la joven Simone decide que quiere
trabajar y convertirse en profesora. Acude al
Instituto Désir (Deseo), donde conoce a Elizabeth Mabille, apodada Zazà,
con quien la unirá una profundísima amistad. Zazà morirá en 1929, al
parecer víctima de una meningitis, aunque de Beuvoir deja entrever que
su muerte se debió a la lucha extenuante que tuvo que sostener con su
familia por culpa de un matrimonio al que se oponían. Lo ocurrido con su
amiga tendrá un fuerte impacto en ella y alimentará su crítica al estilo de
vida del ambiente en el que se mueve y hacia su actitud frente a la mujer.
Al año siguiente aparece Le Sang des autres (La sangre de los otros),
en la que debate la cuestión de la responsabilidad de un intelectual en
tiempos de guerra. Siempre reflexionando sobre la guerra y la
resistencia, en 1946 publica su tercera novela, Tous le hommes sont
mortels (Todos los hombres son mortales), que dedica a Sartre. En el
período de la ocupación escribe también su única obra de teatro, Les
bouches inutiles (Las bocas inútiles), puesta en escena en octubre de
1945 en el Théâtre des Carrefours de París.
16
En 1944, junto con otros intelectuales —Jean Paul Sartre, Raymond
Aron, Michel Leiris, Maurice Merleau-Ponty, Albert Ollivier y Jean
Paulhan— funda para la editorial Gallimard Les Temps
Modernes (Tiempos modernos), una revista cercana al Partido
Comunista y medio de expresión del pensamiento existencial.
Los años cuarenta son señalados por ella misma como el “período de
moral” de su obra [La force de l'âge]. Cuando se leen en su conjunto, los
ensayos de ese período (junto a los cuales hay que considerar las obras
de literatura) ofrecen un cuadro completo de esta primera fase de su
reflexión sobre la ética. Se trata de Pyrrhus et Cinéas (1944), Pour une
moral de l’ambiguïté (1947), Idéalisme moral et réalisme
politique (1945), L’existentialisme et la sagesse des Nations (1945), Oeil
pour oeil (1945), Littérature et métaphysique (1946), a los que se debe
también añadir La phénoménologie de la perception de Merleau-
Ponty (1949), un ensayo sobre un tema no inmediatamente ético, pero
conectado con la temática. De esos años son también los ensayos
preparatorios para Le deuxième sexe, aparecido en su forma definitiva en
1949. De hecho, a partir de los trágicos sucesos de la Segunda Guerra
Mundial, de Beauvoir comienza a formular una verdadera y propia teoría
ética, si bien más adelante ella misma llegará a definirla como abstracta,
por ser demasiado propensa a buscar fórmulas universales.
19
de trascendencia. Cabe aclarar que se trata de una trascendencia
inmanente, en la que cada situación contingente es constantemente
superada por la incesante capacidad de proyectar del hombre, el cual,
sin embargo, no consigue jamás eliminar la contingencia misma. Cada
nuevo estado de cosas encontrado o producido por la propia acción se
convierte en un hecho que debe ser a su vez nuevamente superado. No
existe punto alguno en el que el sujeto pueda considerarse acabado,
precisamente porque su existencia consiste en este continuo
proyectarse, en un trascender incesantemente la situación dada. A partir
de este movimiento, el mundo adquiere sentido y justificación, ya que es
justamente el proyecto quien confiere valor a lo que, de otra manera,
sería simplemente una dación de hechos. Incluso la existencia del sujeto
se justifica de esta manera; su valor, de hecho, no proviene del exterior,
sino de su propio esfuerzo, ya que cada hombre, actuando, decide el
lugar que ha de ocupar en el mundo, sin poder prescindir, por otra parte,
del hecho de ocupar uno.
20
que propone, como por su estilo argumentativo por medio del cual se
busca dar con algún tipo forma universal. En todo caso, se trata de un
ensayo denso y de particular interés, que marca un hito en la parábola
del pensamiento de de Beauvoir y en su intento de elaborar una ética
existencialista. Es posible leer allí que la condición de la moral reside en
el hecho de que no hay ni podrá existir jamás una coincidencia entre el
sujeto y su propio ser. Precisamente porque el ser no es aun aquello que
puede llegar a ser, es posible hablar de una ética: «podría existir un
deber ser sólo para un ser que, según la definición existencialista, se
cuestiona su propio ser, un ser que se distancia de sí mismo y que debe
ser su propio ser» [Pour une moral de l’ambiguïté, p. 16]. Análogamente
a lo que ocurre con el para-sí sartreano, esta falta de coincidencia es, sin
embargo, ineliminable y consiste en un jaque que debe ser asumido: el
objetivo no es ser, que además de revelarse imposible equivaldría a
convertirse en una simple dación, sino tratar de desvelar el ser. De esta
manera no hay jaque sino éxito. El sujeto, al proyectar, hace surgir un
mundo y se confiere a sí mismo un significado, pero ninguna de las
metas que se hacen realidad a través del mismo sujeto pueden llevarlo a
cumplimiento. Con el fin de que la voluntad no muera como
consecuencia del obstáculo que ella misma ha suscitado por medio de su
proyecto, es necesario que ésta, dándose un contenido singular, no se
limite sólo a éste. Asumir el jaque a la libertad significa, entonces,
comprender que cada proyecto parcial no es más que un modo de
establecer al existente. En esto consiste de hecho la existencia, en un
continuo tender hacia un ser que no llegará jamás a ser. «No le está
permitido existir sin tender hacia ese ser que jamás será; pero le es
posible querer esta tensión con la frustración que conlleva. Su ser es
falta de ser, pero hay una manera de ser de esta ausencia que
precisamente es la existencia» [Pour une morale de l’ambigüité, p. 19].
21
libertades, cada una de las cuales tiene sus propios proyectos
autónomos. En general, en de Beauvoir, también aquí de modo análogo
a lo que ocurre en Sartre, la relacionalidad es vista originariamente como
dialéctico-confictiva. En el trasfondo se encuentra la referencia a la
dialéctica hegeliana amo-esclavo (no por casualidad el exergo
de L’Invitée cita a Hegel, afirmando que cada conciencia busca la muerte
del otro), ahora presentada en términos de sujeto (que se pone como
absoluto) y de otro (lo no-esencial). En este sentido, también la oposición
hombre-mujer, el tema central de su obra más famosa, aparece como un
ejemplo de una disposición universal a la contraposición que afecta a
todos, desde los hombres individuales hasta las naciones. Sin embargo,
mientras que para Sartre «l'enfer, c'est les autres», el infierno son los
otros [Huis clos: 1944], en de Beauvoir hay un intento de construir una
ética que requiere del otro para que la propia acción y la propia
existencia no pierdan su libertad. Como escribió en Pour une morale de
l’ambigüité «una libertad no puede quererse auténticamente sino
queriéndose como movimiento indefinido a través de la libertad del otro;
apenas se repliega sobre sí, la libertad reniega de sí misma en favor de
cualquier objeto que ella prefiera en vez de sí» [Pour une morale de
l’ambigüité, p. 127].
22
encuentro con el otro. El mundo deja de coincidir con el propio punto de
vista. Simultáneamente, la presencia de otra conciencia que confiere
significados, al mismo tiempo que le hurta su mundo al sujeto, se lo
devuelve precisamente en cuanto significante. Puesto que el otro le
arrebata su mundo, el primer impulso es de odiarlo, pero se trata de un
odio ingenuo porque, si el sujeto fuera único, a su alrededor no habría
más que vacío: el otro, al tiempo que sustrae el mundo al sujeto, se lo
dona.
23
doble aspecto de la plenitud del objeto sólido y de la capacidad de
trascendencia del sujeto. Ante la propia mirada, es un objeto, pero es
también un sujeto y, en cuanto tal, tiene un valor absoluto y es capaz de
dar sentido al mundo. Se podría pensar que si este absoluto tiene
necesidad de nosotros, nuestra existencia quedaría justificada, recibiría
un sentido pero, para la pensadora francesa, esto no es más que un
engaño. Muchos hombres y mujeres caen en el error de dedicarse
incondicionalmente a alguien pensando que de esa manera dan sentido
a su vida, cuando una dedicación tal no es realmente posible: es siempre
el sujeto mismo quien ha dado ese contenido (o sea, el otro) a la propia
libertad. Puesto que desde el comienzo los hombres están separados los
unos de los otro, y puesto que el valor es conferido por el proyecto, al
dedicarse, el sujeto esta siempre afirmándose a sí mismo. «Uno se
sacrifica por que lo quiere; uno lo quiere porque es de esa manera que
espera recuperar el ser» [¿Para qué la acción?, p. 77]. Desde esta
perspectiva, no es posible decir que se hace algo por el bien de los
demás, porque aquello que es bueno es siempre algo decidido, jamas
algo sencillamente reconocible. Se podría hablar de dedicación
únicamente poniéndose como fin el fin del otro, pero como estos cambian
con el tiempo, convierten esa pretensión en irreal: ningún hombre se
consuma por completo en un momento dado de su existencia, y esto
implica la necesidad de elegir cuál de los múltiples fines posibles se
propone uno como meta. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un padre
debe elegir si sacrifica la voluntad del niño de hoy por el adulto de
mañana, o cuando un médico tiene que decidir si contraría la voluntad
del paciente en favor del hombre sano que puede volver a ser en el
futuro. No existe criterio alguno con pretensión de objetividad que pueda
guiar la decisión: para de Beauvoir nos dedicamos a alguien sólo a través
del riesgo y de la lucha. El riesgo no está determinado tan sólo por el
hecho de que una verdadera relación implica poner en juego la propia
libertad y la ajena, sino, en la línea del pensamiento existencialista,
también por la constatación de que no es posible identificar un bien
objetivo. «Hay que tomar partido y debemos elegir sin que nada nos dicte
nuestra elección» [¿Para qué la acción?, p. 83]. Ninguna acción, por su
parte, puede “fundar” al otro, indicando con este término la justificación
del sentido de la existencia. Cualquier acción constituye simplemente un
estado de cosas que el otro deberá trascender. Este es el motivo por el
que nadie puede hacer nada ni a favor ni en contra del otro, sino tan sólo
actuar sobre la propia facticidad.
2.2. La libertad
24
El ser humano es libre y no puede, en cuanto tal, eludir su libertad.
Como se trata de un sujeto que, como hemos visto, no es sino que tiene
que ser, es imposible acumular libertad, atesorarla con el objeto de hacer
frente a los sucesivos compromisos que se presentarán en el futuro. Solo
es posible ponerla en acto en el presente. Es precisamente en esta
perspectiva que de Beauvoir distingue dos dimensiones de la libertad: la
ontológica y la moral. El hombre es libre, pero debe asumir su libertad
mediante la participación en proyectos y tomando una posición. Debe
entender que su identidad no se define desde el exterior, sino en este
dinamismo del compromiso. Este punto es central. Puesto que es el
sujeto quien confiere los valores proponiéndose fines, el intento de la
pensadora francesa es precisamente el de construir una ética sin hacer
referencia a ninguna justificación, y menos aun una fundamentación, de
bienes o valores objetivos, sino basándose exclusivamente en la libertad.
La primera exigencia de la moral, por lo tanto, es asumir de modo
conciente la propia libertad: se debe pasar de una libertad ontológica a
una libertad moral. La libertad «se confunde con el movimiento mismo de
esa realidad ambigua que se llama existencia y que no es sino viniendo a
ser; por eso en cuanto que tiene que ser conquistada ella se dona.
Quererse libres significa llevar a cabo el paso de la naturaleza a la
moralidad fundando una libertad auténtica sobre el surgir originario de
nuestra existencia» [Pour une morale de l’ambiguïté, p. 36]. Este
movimiento no es automático ni puede darse por descontado: no se
puede no querer ser libre, pero es posible querer ser no-libre. Al
comprometerse, se cae en la cuenta de que la libertad no equivale a la
pura espontaneidad, sino más bien a lo contrario. Se debe asumir la
propia finalidad, en el sentido de que existe el deber de explicitar y querer
un fin, sin refugiarse en la aparente seriedad de la repetición
estereotipada de actos que puede esperarse de quien desempeña un
papel (como si se recitara una parte), ni de la negligencia, ni de la
superficialidad, ni del conformismo. Aunque el intento de fundar una ética
exclusivamente en la libertad da lugar a algunas aporías insolubles
(véase infra), su análisis es agudo y permite dar razón de un dinamismo
de crecimiento o de reducción de la libertad en sí misma, y derribar las
máscaras que atribuyen al contexto la responsabilidad sobre la propia
vida.
25
masa: se trata de un hombre que, por añadidura, se vuelve peligroso,
porque es presa fácil de la manipulación de los demás. El nihilista, en
cambio, trata de no ser nada destruyendo a otros seres humanos; pero al
final, al tiempo que busca la anulación, vuelve, en contra de su voluntad,
a los contenidos, porque hace de la negación de todo valor una nueva
ética, incluso una nueva religión con ritos precisos y oficiantes. Las otras
tres figuras, fracasan porque llegan a confundir, de diferentes maneras,
el objeto al que se dedican con un fin absoluto, pensando que su vida
recibe valor desde el exterior: olvidan que han sido ellos mismos los que
han conferido valor al objeto o decidido servirse de él como de un medio.
El hombre serio, en particular, es capaz de sacrificar cualquier cosa por
el objeto de su empeño, ya que cree que aparte de eso nada tiene valor.
Son figuras que, en el fondo, tratan de realizar la síntesis imposible del
en-sí y el para-sí.
26
2.3. La libertad como la fuente e imperativo de la
moral
Coherentemente con sus premisas, en el pensamiento de de Beauvoir
no hay lugar para los valores universales, porque no existe el hombre
objetivo, abstracto, sino tan sólo los individuos. La fuente de los valores
no es el hombre impersonal, universal, sino la pluralidad de los hombres
concretos, que se proyectan hacia sus propios fines a partir de
situaciones cuya particularidad es tan radical e irreducible como la misma
subjetividad. Existe, por tanto, una pluralidad que debe encontrar su lugar
en la ética, pero no al precio de eliminar la separación entre los
individuos. Tal ambigüedad, afirmada en el título de su segunda obra
filosófica, indica precisamente que la situación del ser humano se
asemeja a un oximorón. El sujeto se erige a sí mismo como único
soberano de un universo de objetos. Al mismo tiempo, descubre junto a
sí la presencia de otros seres igualmente soberanos. El sujeto es un
dador de sentido que se encuentra, a su vez, siendo objeto de los otros
sujetos y reducido a individuo de la comunidad de la que depende. Para
de Beauvoir una moral de la ambigüedad se funda precisamente en el
hecho de no negar que los existentes, si bien esencialmente separados,
pueden, simultáneamente, estar conectados, y que sus libertades
individuales pueden forjar leyes válidas para todos. Su reflexión sobre la
libertad y su ambigua relación con los otros desemboca en una
propuesta ética del compromiso, cuya justificación se busca únicamente
sobre base a la trascendencia del sujeto. Como ya había escrito
en Pyrrhus et Cinéas, la libertad aparece configurada como el único fin
que puede justificar las acciones de los hombres. Es un fin que no se
puede encontrar en otros fines.
27
dación más entre otras. Para que el acto libre permanezca en ámbito de
la libertad, debe ser reconocido como tal por otros existentes. «Ser libre
no significa poder hacer cualquier cosa, sino poder superar lo dado hacia
un porvenir abierto; la existencia del otro en cuanto libertad define mi
situación. Aún más, ella es la condición de mi propia libertad» [Pour une
moral de l’ambiguïté, p. 127]. El existencialismo, por tanto, sostiene de
Beauvoir, no es un solipsismo ni un nihilismo: todo proyecto surge de una
subjetividad, pero este mismo movimiento establece la superación de la
subjetividad. En otras palabras, el hombre es capaz de justificar su
existencia gracias al compromiso pero, precisamente por eso, precisa de
la existencia de otros que reconozcan sus acciones como acciones
humanas significativas. Querer ser uno mismo libre requiere
intrínsecamente querer también que los otros sean libres. De esta
manera nace una moral no abstracta que, promoviendo la libertad de
todos, lleva a condenar el conflicto y la tiranía. Las cuestiones éticas, por
lo tanto, no deben plantearse desde el punto de vista de la felicidad, sino
del de la libertad.
Sin embargo, la idea de querer que los otros sean libres, en cuanto
segundo imperativo de la moral, sigue siendo un punto problemático del
pensamiento de Beauvoir. Es necesario que haya otras libertades para
que la existencia tenga sentido, pero esto no necesariamente requiere
querer que todos los hombres sean libres, sino que exista al
menos alguna libertad. En cuanto nos enfrentamos con los otros, en
cuanto tenemos que vérnosla con otras libertades, nos acecha el peligro.
Es por esto que hay que luchar: el ser sólo puede realizarse eligiendo el
riesgo de enfrentarse con un mundo en el que existen libertades extrañas
y distintas de la suya [Pyrrhus et Cinéas]. Por quién y para qué luchar,
sin embargo, dependen siempre del propio proyecto, respecto al cual los
otros aparecen como aliados o adversarios. En última instancia, afirma
de Beauvoir, para poder existir frente a los demás hombres libres a
menudo es necesario tratar a algunos de ellos como si fueran objetos,
como ocurre en el caso del prisionero que, para llegar hasta sus
compañeros, mata al carcelero. Es una pena que el carcelero no pueda
ser contado entre los compañeros, pero lo importante es
que haya algunos compañeros. El imperativo de querer que todos los
demás sean libres se desmorona y se revela en el fondo selectivo,
precisamente como consecuencia del proyecto. Lo importante es que
haya al menos algunas libertades que reconozcan la propria.
28
aquello que nosotros hemos establecido como fin. Para esto hay que
promover un espacio en la que los otros puedan acompañar y superar
luego nuestra trascendencia. Es necesario crear unas circunstancias en
las que los hombres no tengan que consumirse en una lucha constante
por la salud y por el bienestar y puedan, en cambio, dedicarse a relanzar
su libertad hacia nuevos proyectos. En este sentido, la ética de de
Beauvoir es un fuerte reclamo contra la tiranía y la injusticia. Sin
embargo, en sus páginas encontramos también que la violencia no es en
último término eliminable. No es posible aceptarla con superficialidad
porque, si se hiciera violencia a todos los hombres, el sujeto se quedaría
solo e invalidaría su propia libertad, pero tampoco es posible eludirla por
completo. La dificultad reside en que, en razón de su contenido, las
distintas libertades a menudo entran en conflicto entre ellas. Sin
embargo, no es posible decir nada acerca del valor de lo que cada
libertad propone, porque esa propuesta no se refiere a nada objetivo, sin
que es establecida por el proyecto. Ella misma afirma que «Estamos
condenados al fracaso porque estamos condenados a la violencia.
Estamos condenados a la violencia porque el hombre está dividido y
opuesto a sí mismo, porque los hombres están separados y opuestos
entre ellos» [¿Para qué la acción?, p. 122]. El hecho de que siempre
haya que tomar partido, no hace menos arduo el problema: la libertad es
el único fin que justifica la acción, pero las libertades están siempre
empeñadas en proyectos particulares. Se trata, por tanto, de elegir entre
la negación del contenido de una libertad o de otra. Ese es el motivo,
dice nuestra autora, por el que toda guerra presupone una disciplina,
toda dictadura una revolución, toda política unas mentiras [Pour une
moral de l'ambiguïté]. Cuando la libertad está en peligro, está justificado
oprimir al opresor, también en el caso de que traiga aparejado violencia y
víctimas inocentes (como cuando realizando actos de resistencia contra
el invasor, se es consciente de que rehenes inocentes serán asesinados
como represalia). Este dilema no se plantearía si el individuo estuviera
totalmente sometido a la comunidad: en ese caso, el problema moral
quedaría reducido a un mero problema técnico [véase infra: “Una moral
realista”]. Pero si las cosas se entienden de esa manera, ya no hay
espacio ni para la elección ni para el arrepentimiento o la indignación. Y,
lo que es más, si el individuo no vale nada, tampoco vale nada la
sociedad que está formada por individuos. Sólo si estos tienen valor,
tiene sentido la palabra sacrificio. El centro de la política debe ser el
individuo (recuérdese que, para de Beauvoir, aunque no se puede
prescindir del otro, las conciencias están separadas entre ellas) y esto
vuelve problemáticas aquellas acciones violentas en las que, por el fin de
la libertad, algunas personas son sacrificadas por otras. En este punto, el
29
pensamiento de de Beauvoir no consigue pasar de un cierto impasse, ya
que, al tiempo que reconoce que en ese tipo de situaciones el fin se
encuentra en contradicción con los medios, considera, sin embargo, que
tales acciones no pueden ser totalmente excluidas. Su idea es que,
cuando el fin de alcanzar la libertad nos pone ante este dilema, esta
justificado sacrificar a algunas personas hoy por las personas del
mañana, porque sin un futuro abierto no puede haber ninguna libertad.
Sin embargo, esta propuesta no da razón del hecho de que, de esa
manera, se consigue un futuro abierto para otros, pero se priva a las
personas sacrificadas de ese mismo futuro. También aquí hay que elegir
y, así, queda comprometido el imperativo de querer que todos sean
libres.
32
legitimidad debería buscarse en un plano universal. Pero, para de
Beauvoir, esto sería un acto de tiranía. Para defender los derechos
universales del hombre, el ejecutor debería ser una conciencia soberana
absoluta, la única libertad que establece los valores en el mundo. Sin
embargo, no existe el hombre universal: sólo los individuos.
33
producción literaria como los cientos de páginas que, en diversos
volúmenes, constituyen su autobiografía, y su obra más conocida, Le
deuxième sexe.
34
hombre se implica por completo frente al mundo entero. Cada persona
pone en acto una cierta situación metafísica por medio de sus alegrías,
sus esperanzas, sus miedos, su experimentar la resistencia de las otras
conciencias. Tal posesión trascendente de realidad puede expresarse
con un lenguaje universal, abstracto y objetivo, pero de esta manera se
dejan de lado la subjetividad y la temporalidad. En cambio, una filosofía,
cuanto más quiere conservar el aspecto subjetivo y dramático de la
existencia, tanto más debe acercarse a lo temporal y hacer uso de la
narrativa. En este sentido, la novela filosófica o metafísica ofrece la
experiencia vivida de la verdad sobre la cual se construye el sistema
filosófico mismo. En último término, la novela metafísica es vista como
aquella forma de escritura capaz de desvelar la existencia de una
manera que ninguna otra forma de expresión puede igualar.
35
explícitamente filosóficos, sino que, en buena medida, ha sido confiado a
la narración y al desarrollo de los personajes que pueblan sus novelas y
la historia de su vida.
5. El Segundo Sexo
Le deuxième sexe constituye la obra más voluminosa y quizás más
conocida de Simon de Beauvoir. Publicado por primera vez en 1949, fue
desde el principio objeto de polémica. El movimiento feminista lo
descubre a principios de los años 60 y su famosa frase mujer no se nace:
llega una a serlo (On ne naît pas femme: on le devient), se convierte en
el estandarte de numerosas batallas teóricas y políticas por la
emancipación de la mujer. Sin embargo, incluso al interno del mismo
movimiento feminista (o movimientos, ya que éste no es reducible a un
único enfoque teórico) ha sido y sigue siendo objeto de discusión.
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5.1. La mujer como otro
De Beauvoir funda su idea de otro sobre la dialéctica del amo y del
esclavo de Hegel. Como se sabe, para el filósofo idealista, este momento
de la fenomenología del espíritu describe en forma narrativa la lucha a
muerte entre dos autoconciencias por afirmar la propia independencia. El
amo arriesga la vida y vence sometiendo al otro que, precisamente,
acaba por rendirse para no perderla. Pero a continuación, el siervo se
convierte en indispensable, ya que proporciona al amo lo que este
necesita: de esta manera, el amo no pueden prescindir de él y, así, la
subordinación se da vuelta. De Beauvoir coloca esta dinámica al interno
de la radical ambigüedad del ser humano que objetiva al otro, pero, al
mismo tiempo, lo necesita en cuanto conciencia libre para ser reconocido
por él. En Le deuxième sexe se procede a una especie de aplicación de
esta dialéctica al género, buscando mostrar cómo la ambigüedad de la
conciencia en la relación entre los sexos ha adquirido históricamente un
dinamismo peculiar. La estructura hegeliana del reconocimiento tiene un
desarrollo dramático, ya que pasa siempre a través del conflicto, pero, a
diferencia de la dialéctica amo-esclavo, en la lucha entre el hombre y la
mujer, esta última no ha opuesto nunca al hombre alguna pretensión de
reconocimiento recíproco. La tesis que atraviesa toda la obra es que,
partiendo de esta asimetría, la mujer es concebida como otro. En estas
páginas, la dialéctica entre las conciencias es aplicada a los hombres y a
las mujeres pero no tomados individualmente, sino como pertenecientes
a un género. La relación no puede ser eliminada, así como tampoco la
relación entre los dos sexos: su oposición se da dentro de
un Mitsein original, un estar juntos de la díada hombre-mujer que no
puede ser quebrada. Pero es precisamente aquí donde la mujer, según
ella, es tomada como otro. Mientras que en general todo el mundo
experimenta algún tipo de escándalo al ser captado como “otro” por las
conciencias con las que tiene que verse, en este caso sólo la mujer es
percibida como otro, otro con respecto al hombre, sin reciprocidad. La
particularidad está en que no sólo las mujeres nunca han opuesto
resistencia, sino en que los hombres han encontrado en ellas una
complicidad con la que ningún opresor ha contado jamás por parte de
sus víctimas. En las otras formas en las que se desarrolla la dialéctica
amo-esclavo cada una de las conciencias pone en riesgo su vida para
alcanzar reconocimiento, pero en este caso la vida del hombre no está
nunca en cuestión, y la mujer misma asume el papel de otro
concibiéndose sólo en relación al varón: ella es lo no-esencial que nunca
vuelve a lo esencial, no llegando a ser jamás verdadero sujeto. De
Beauvoir ve que lo que aquí está en juego no es sólo el rol social de la
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mujer, sino su propia identidad, desde el momento en que se la define
como “otro con respecto al hombre”. Es a partir del varón que se define al
ser humano y sólo en un segundo momento se realiza la pregunta por
quién sea la mujer, pero presentando así la cuestión, ésta representa
siempre el polo negativo y toda determinación se le imputa como una
limitación, sin reciprocidad. «La mujer se determina y se diferencia con
respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo
esencial. El es el Sujeto, es el Absoluto; ella es la Alteridad» [El segundo
sexo, v. I, p. 50].
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es heredera directa de una perspectiva antropológica que parte de las
conciencias separadas y, precisamente debido a su trascendencia,
dialécticamente opuestas. La relación misma entre madre e hijo, en cuyo
interior comienza la existencia, es vista como conflictiva, como la
situación en la que una vida primero viola y luego aliena a otra. Como ya
se ha visto, en última instancia, esta perspectiva vuelve aporético todo
intento de estructurar una ética a partir de la sola libertad. Sin embargo,
debe decirse que, en las páginas de esta obra, encontramos también uno
de los raros pasajes de la producción de de Beuavoir en los que se
entrevé una posibilidad de conciliación. Allí leemos que tanto en los
hombres como en las mujeres «se vive el mismo drama de la carne y el
espíritu, de la finitud y la trascendencia; los dos están devorados por el
tiempo, los acecha la muerte; ambos tienen una misma necesidad
esencial del otro; y pueden encontrar la misma gloria en su libertad» [El
segundo sexo, v. II, p. 541], o sea, la duración de su compromiso más
allá de la acción nulificadora de la muerte. En muchos otros lugares, sin
embargo, se vuelve a plantear esa oposición, al punto de que, en
algunas de sus páginas, el amor se presenta únicamente como un
dinamismo de conquista del otro. En concreto, sostiene que la mujer sale
derrotada de ese dinamismo porque para conquistar al hombre se hace
carne e inmanencia pura y permanece encerrada en sí misma, sin la
redención de la libertad «ha aceptado hacerse carne en la excitación, la
espera, la promesa; solo podía ganar perdiéndose: está perdida» [El
segundo sexo, v. II, p. 503].
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y su propia naturaleza no es una excepción» [El segundo sexo, v. I, p.
97]. Con el término naturaleza de Beauvoir indica la biología —no la idea
a ella totalmente extraña de principium operationis— y considera que
sólo la dimensión existencial de la libertad y del desarrollo cultural son
expresión propia del ser humano. «[E]l cuerpo no es una cosa, es una
situación: es nuestra forma de aprehender el mundo y el esbozo de
nuestros proyectos» [El segundo sexo, v. I, p. 97]. El cuerpo y la
sexualidad son expresiones de la existencia, y sólo desde esta
perspectiva se puede entender su significado. En particular, por cuanto
se refiere a la objetividad del cuerpo sexuado, considera al varón y a la
mujer como dos individuos, dentro de una misma especie, que se
diferencian para fines reproductivos. La diferencia parece ser, entonces,
funcional a la sola especie, sin que la sexualización pueda decir nada del
individuo. De Beuavoir no niega el dato de la biología, pero rechaza que
el cuerpo pueda definir a la mujer. En un marco teórico en el que el único
fin reconocible es la libertad y su movimiento proyectante, no es posible
encontrar valor alguno en la fisiología: «las circunstancias biológicas
revisten los valores que les confiere lo existente» [El segundo sexo, v. I.,
p. 99]. La inferioridad del cuerpo de la mujer en términos de fuerza y de
poder no tiene otro significado que aquel que le es asignado por la
cultura. Sin embargo, en muchos pasajes del texto, el desequilibrio que
pesa sobre la proyectualidad como factor dador de sentido,
paradójicamente termina transmitiendo una valoración negativa de la
corporalidad femenina, cuestión que levantará oposición entre muchas
pensadoras feministas posteriores, especialmente a partir de los años
noventa. Los años fértiles de la mujer, por ejemplo, son vistos como el
periodo «cuando más vive su cuerpo como una cosa opaca, alienada; es
presa de una vida obstinada y extraña (…) la mujer, como el
hombre, es su cuerpo: pero su cuerpo es una cosa ajena a ella» [El
segundo sexo, v. I, p. 91]. El ritmo cíclico de su fisiología es una
alienación, así como la maternidad es vista en términos de una esclavitud
funcional a la mera supervivencia de la especie. Hay también una
especie de disociación entre la identidad de la persona y su cuerpo: en el
caso de la mujer este la aprisiona en una vida distinta de la suya. En
cualquier caso, para ambos sexos, el cuerpo asume un papel
instrumental con respecto a la intencionalidad, que sigue siendo la única
fuente de sentido. Es tal vez en esta disociación donde es posible
encontrar una explicación a la tesis, que emerge con fuerza en sus
novelas y en su autobiografía, de una libertad sexual capaz de distinguir
entre un amor esencial y otros amores periféricos, a pesar de la
equivalencia entre los diversos actos de intimidad corpórea realizados
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con diferentes personas. Lo que cambia el sentido, de hecho, está
confiado siempre y únicamente a la intencionalidad.
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absorbidos en lo social, la cuestión del destino individual y la diferencia
entre los sexos conservaría, por lo tanto, toda su importancia. De
Beauvoir habla, de hecho, de una infraestructura existencial que hace
irrepetible cada vida, irrepresentable en términos de cualquier
generalización.
6. La tercera edad
La Vieillesse constituye el último gran estudio de de Beauvoir. De
modo análogo a como en Le deuxième sexe se analizó la situación de la
mujer como otro, en este volumen se examina a los ancianos, vistos
como otros respecto de un sujeto adulto.
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cansancio y su pensamiento a menudo se desvía del objetivo. La vejez
puede ser vivida como una enfermedad mental en la que se experimenta
la angustia de huir de sí mismo. A partir de todo esto la sociedad parece
no considerar ya a los viejos como verdaderamente humanos, como si no
tuvieran las mismas necesidades que los demás miembros de la
comunidad. Para apaciguar nuestras conciencias, los ideólogos habrían
forjado los mitos en los que el anciano se encuentra sublimado o
degradado: el sabio venerable que domina desde lo alto el mundo
terrestre, o el viejo tonto, extravagante y vano. En cualquier caso un otro.
Se trata de un texto que, a través del análisis existencialista, ofrece una
denuncia social. Su objetivo es mostrar cómo el triste destino reservado a
los ancianos constituye un fallo de todo el sistema social. Una vez más
encontramos también en estas páginas como el pensamiento de Simone
de Beauvoir, a pesar de sus puntos problemáticos y sus muchas
contradicciones internas, se presenta como una filosofía del compromiso
y de la responsabilidad.
7. Bibliografía
7.1. Obras de Simone de Beauvoir
L’Invitée, Gallimard, Paris 1943 (La invitada, Edhasa, Barcelona 19792)
Le Sang des autres, Gallimard, Paris 1945 (La sangre de los otros,
Seix Barral, Barcelona 1985).
Les Bouches inutiles, Gallimard, Paris 1945 (Las bocas inútiles: obra
en dos actos y ocho cuadros, Ariadna, Buenos Aires 1957).
43
Tous les homes sont mortels, Gallimard, Paris 1946 (Todos los
hombres son mortales, Edhasa, Barcelona 1997).
Pour une morale de l’ambiguïté, Gallimard, Paris 1947 (Para una moral
de la ambigüedad, Schapire, Buenos Aires 1956).
Le deuxième sexe, Gallimard, Paris 1949 (El segundo sexo, vv. I y II,
Cátedra, Madrid 20005).
44
La force des choses, Gallimard, Paris 1963 (La fuerza de las cosas,
Sudamericana, Buenos Aires 2000).
Une mort très douce, Gallimard, Paris 1964 (Una muerte muy dulce,
Edhasa, Barcelona 19792).
45
ALGREN, N., The Question of Simone de Beauvoir: Review of the Force
of Circumstance, «Harper Magazine», 230 (1965), pp. 135-
136.
46
—, (ed.) (Re)découvrir l'oeuvre de Simone de Beauvoir: Du Deuxième
Sexe à La Cérémonie des adieux, Editions Le Bord de l'eau,
Lormont 2008
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