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Cuando bajó del helicóptero, el viento helado de la noche le golpeó con furia, haciendo que

los bajos de su abrigo se retorcieran violentamente. Tomó con sus manos las solapas y tiró
de ellas hacia el pecho en un intento de cubrirse, pero fue inútil. Echó a andar por la
plataforma de metal que unía el helipuerto con el resto del edificio y, a mitad de camino,
desvió la mirada unos instantes hacia el lateral izquierdo. A sus pies Nueva York bullía con
el insomnio de las grandes ciudades, extendiéndose iluminada hasta el fin del horizonte,
como un desafío a la oscuridad de la naturaleza.

En la puerta de lo que parecía un ascensor, un hombre enjuto y alargado le estaba


esperando, intentando evitar mojarse con los azotes de lluvia que el viento dispensaba. Su
expresión amilanada -ojos hacia el suelo, expresión bovina- y su traje meticulosamente
cuidado pero desgastado le revelaban como lo que era, un sirviente de la casa.

-Es usted el señor Hoyt, supongo -afirmó el hombre, con los ojos aún fijos en el suelo.

Hoyt se limitó a asentir con la cabeza. Había algo en aquel personaje que no era capaz de
discernir, como una capa del color de una fotografía que está en desarmonía con el
conjunto. Una fugaz intuición le recorrió la médula, como el destello de un rayo demasiado
rápido para ser observado.

-Acompáñeme, por favor.

Hoyt agradeció para sus adentros abandonar el frío y la lluvia de aquella noche invernal.
Mientras bajaba en el ascensor acompañado del mayordomo, iba frotándose las manos

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