En las columnas anteriores, hemos hablado de los orígenes de lo que ha venido a
llamarse “la doctrina de la expiación”. Decíamos que el “día de la Expiación” del calendario judío, el “Yom Kipur”, se celebraba en otoño, y estaba asociado a unos sentimientos de profunda penitencia. Vimos lo que este día significaba en el Judaísmo del siglo I. Sus diversos elementos incluían una vigilia de veinticuatro horas, la elección de un animal para el sacrificio y la exigencia de que este animal fuese sin defecto: sin cicatrices ni marcas ni huesos rotos. Señalábamos también cómo, con el tiempo, la idea de perfección física de este animal evolucionó hasta incluir también la perfección en sentido moral. Se argüía que los animales viven por debajo del nivel de libertad necesario para tomar decisiones, así que, literalmente, no pueden elegir el mal. Este animal sacrificial de Yom Kipur representaba así el anhelo humano de perfección, tanto física como moral. En Yom Kipur se animaba al pueblo a reconocer su pecado que, según creían, les impedía acceder a la presencia de Dios. En esta liturgia de Yom Kipur, sin embargo, se enseñaba al pueblo que podía hacerse “uno” con Dios si se acercaba a él a través de la sangre del “cordero de Dios” sacrificado. De este modo era posible para ellos, al menos por un día, no solo unirse a Dios sino –lo que era más importante- recordar que habían sido creados para ser más de lo que sabían que eran. Esta era la esencia de Yom Kipur. Nos fijábamos después en cómo los cristianos de la primera generación, que eran casi todos judíos, aplicaron los símbolos de Yom Kipur a Jesús. Pablo, al dirigirse a los Corintios en torno al año 54, había dicho de él: “Jesús murió por nuestros pecados, según las Escrituras”. Marcos, que escribió en torno al año 72, había usado la palabra “rescate” para describir la muerte de Jesús. El cuarto evangelio, escrito en la última década del siglo I, describía cómo Juan Bautista, cuando vio a Jesús por primera vez, dijo: “He ahí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Todas estas referencias bíblicas indicaban claramente que los primeros seguidores, que eran judíos, habían interpretado a Jesús a partir de los símbolos de Yom Kipur. Mientras el movimiento cristiano estuvo compuesto principalmente por judíos, que estaban familiarizados con estas imágenes, no hubo muchos malentendidos. Jesús, como el cordero de Yom Kipur, representaba el deseo humano de perfección y de comunión con Dios. Sin embargo, en torno al año 150 dC., la Iglesia Cristiana se había convertido en un movimiento mayoritariamente gentil, y los gentiles, que desconocían el trasfondo judío del Nuevo Testamento, empezaron a leer y a entender a Jesús de un modo no judío y, por tanto, distorsionado. Al final, esta interpretación equivocada se convirtió en la esencia de lo que vino a considerarse la “ortodoxia”. Las doctrinas que todavía expresan los credos cristianos nacieron de esta comprensión errónea. Así empecé a pensar en lo que ahora llamo “una herejía gentil”. Creo que el principal “culpable” de este desarrollo fue un hombre llamado Agustín, que llegó al cristianismo habiendo pasado antes por el maniqueísmo, doctrina que incluía una comprensión dualista de la condición humana. El maniqueísmo dividía el mundo en dos esferas enfrentadas: el bien y el mal. El espíritu era bueno y la carne era