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Comentarios sobre Dei Verbum.

Función del Magisterio de la Iglesia en relación a la Biblia.

La Sagada Escritura es el testimonio escrito e inspirado de la Revelación.

La Sagrada Escritura no se identifica con la Revelación.


La Biblia no se identifca con la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, del Padre, es
Jesucristo; esta sí es propiamente la Palabra de Dios. En la Dei Verbum, como
regla general, cuando aparece "Palabra de Dios" se identifica con Jesucristo, no
con Sagrada Escritura (en malas traducciones del original en latín sí aparece
muchas veces la Palabra de Dios como referida a la Escritura) .
La Biblia es el testimonio escrito e inspirado de la Revelación. Es la expresión
literaria de una determinada experiencia humana. ¿Qué experiencia humana está
en la base de la Biblia?
Para entender la Biblia hay que hacer una experiencia similar o igual. No se trata
de hacerse pescador en Tierra Santa. La condición indispensable es que
Jesucristo siga presente (como sigue presente, por ejemplo, en l@s sant@s). La
experiencia se realiza con la apertura de la razón y la libertad a la realidad: la
realidad es la que manda, y la razón debe ser la apertura a la realidad según la
totalidad de los factores.

(En construcción).

Algunas diferencias entre las Constituciones


Dei Filius (Vaticano I) y
Dei Verbum (Vaticano II).

De la confrontación de estos textos conciliares se desprenden ciertas dife-


rencias dignas de tenerse en cuenta:
Relación entre revelación natural y sobrenatural.

- El Concilio Vaticano I parte de la revelación natural y de la posibilidad del


conocimiento de Dios (el Concilio habla de conocimiento, no de demostración) a la
luz de la razón humana para desembocar después en la revelación sobrenatural.
El Concilio defendió la revelación natural, contra todos aquellos que despreciaban
la razón humana negándole toda posibilidad de alcanzar, por via ascendente, el
conocimiento de Dios.
Defendió la revelación sobrenatural, contra todos los que concedían a la razón
plena autonomía y suficiencia, reduciendo la revelación cristiana a una realidad
puramente inmanente al hombre.
- La perspectiva del Vaticano II es al revés.
El Concilio comienza hablando -ampliamente- de la revelación personal e histórica
de Dios que culmina en Jesucristo (DV 2-4), así como de la fe en cuanto respuesta
adecuada a la revelación sobrenatural (DV 5), asegurando así, desde el mismo
punto de partida, lo específico de la revelación y de la fe bíblico-cristiana; por otra
parte, la ausencia de un contexto apologético de defensa contra los errores doctri-
nales permite al Concilio Vaticano II ofrecernos una teología más expositiva de los
contenidos de la revelación sobrenatural. Únicamente al final del cap. 1, la DV 6
recupera el dato del Vaticano I sobre la revelación natural y sobre la posibilidad
que el hombre tiene de conocer a Dios. Recuperación sin duda muy importante
para nuestro tiempo, si se tiene en cuenta el pretendido carácter científico del
ateísmo contemporáneo.

La expresión “plugo a Dios” en Dei Filius y en Dei Verbum.

El Vaticano II, además de trastocar la perspectiva de las dos revelaciones, permite


entender mejor la distinción y unidad entre
– creación-revelación natural, por una parte
– y revelación sobrenatural por otra.
En el Vaticano I, y en la DV 6 que lo cita, llega a armonizarse la doble revelación
dialécticamente, mediante la afirmación de la necesidad moral, dentro de las
condiciones actuales de la historia salvífica, de una revelación sobrenatural incluso
acerca de las verdades que no son inaccesibles de por sí a la razón humana. Y el
«plugo a Dios» de la Dei Filius contiene un matiz muy preciso y legítimo, el de
subrayar el contraste entre
– el esfuerzo religioso del hombre en la búsqueda de Dios (cf. Hch. 17, 26-31)
– y el don que Dios otorga al hombre revelándose en Jesucristo.
En la DV del Vaticano II en cambio, el «plugo a Dios» abre el discurso sobre la
Revelación en absoluto y pone el acento en la libre y gratuita iniciativa de Dios en
el acto de revelarse: ¡La Revelación es Gracia! Además la DV 3 «con su
cristocentrismo (...) permite entender mejor la unidad y la diferencia entre creación
y revelación. La distinción es descrita por un insuper ('además'), como algo que
emerge como novedad respecto del horizonte anterior. En cambio la unidad se ha
dado gracias a la creación por el Verbo»: como la creación misma ha sucedido en
el Verbo, posee un intrínseco destino hacia Cristo.

Revelarse a Sí mismo es manifestar el misterio de su voluntad.

En cuanto al objeto de la Revelación, la DV sigue al Vaticano I («Revelarse a sí


mismo...»). La Revelación no nos da simplemente a conocer algo, sino a Alguien,
al Dios viviente en Cristo Jesús. Con todo la DV sustituye la palabra decreto por la
expresión paulina el misterio de su voluntad: con esto pretende evocar en su
totalidad el designio salvífico revelado y realizado en Jesucristo (carácter
cristocéntrico de la Revelación) y subraya la unidad entre Revelación y Salvación,
como expresamente se dice a continuación: «mediante el cual los hombres (...)
tienen acceso al Padre y son hechos partícipes de la naturaleza divina».

Con esta Revelación el Dios invisible en medio de su gran amor habla a los
hombres como amigos.

De esto no aparece nada en el Vaticano I. Algunos Padres del Concilio Vaticano II


hicieron observar que era excesivo, tal vez, decir: «Dios habla a los hombres como
a amigos» y habrían preferido la expresión «como a hijos», de acuerdo con un uso
más frecuente en la Biblia. Pero la expresión «como amigos», igualmente bíblica,
se mantuvo en el texto definitivo. Dicha fórmula expresa maravillosamente esa
resonancia personal e íntima de toda la Revelación Bíblica, que la DV se
complace en reiterar en el último capítulo: «En los Libros Sagrados, el Padre que
está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con
ellos» (n. 21).

Esta Revelación se lleva a cabo por medio de hechos y palabras íntimamente


relacionados.

Según el Concilio Vaticano I:


el objeto formal de la Revelación es la enseñanza por parte de Dios de aquellas
verdades que superan la capacidad natural de la razón humana. Los hechos
fundamentales de la Historia de la Salvación no constituyen formalmente una parte
de la Revelación sino únicamente la ocasión de desvelar el contenido de la
Revelación; Cristo como acontecimiento histórico que culmina la Revelación ocupa
en ella un puesto secundario.

En cambio, para la DV:


la Revelación se realiza por hechos y palabras: es realmente Palabra de Dios,
pero también e inseparablemente es acontecimiento, manifestación y
desenvolvimiento del plan de Dios a lo largo de una Historia.

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La Biblia como testimonio escrito e inspirado


de la Revelación dialogada y amistosa de Dios.
(La Revelación no es solamente la Biblia).

La Dei Verbum, al presentar la Revelación como una «conversación» de Dios con


los hombres debida a la iniciativa del amor, se expresa con estas palabras de San
Bernardo:
«Ego arbitror praecipuam invisibili Deo fuisse causam, quod voluit in carne videri,
et cum hominibus horno conversari, ut carnalium videlicet, qui nisi carnaliter amari
non poterant, cunetas primo ad suae carnis salutarem amorem affectiones
retraheret, atque ita gradatim ad amorem perduceret spiritualem» (In Cantica,
Sermo 20,6: PL 183, 870 B).

Y, más extensamente, la Dei Verbum parece haberse inspirado en una página de


la Encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI:
«La revelación que es el vehículo sobrenatural que Dios mismo ha tenido la
iniciativa de instaurar con la humanidad puede representarse como un diálogo en
el que el Verbo de Dios se expresa con la Encarnación y después con el
Evangelio. El coloquio paterno y santo interrumpido entre Dios y el hombre a
causa del pecado original se ha reemprendido maravillosamente a lo largo de la
historia. La historia de la salvación relata precisamente este largo y variado
diálogo que arranca de Dios y empalma con el hombre una conversación amena y
maravillosa. En esta conversación de Cristo con los hombres (Bar 3, 38) es donde
Dios hace comprender algo acerca de Sí mismo, el misterio de su vida,
absolutamente una en su esencia y trina en sus Personas: aquí es donde dice El
cómo quiere ser conocido: El es amor, y como tal quiere ser honrado y servido.
Nuestro mandamiento supremo es amor. El diálogo se hace pleno y confiado; el
muchacho queda invitado a este diálogo, el místico se extravía en él (...)»
(AAS 56, 1964, p. 632).

Pero las únicas citas en que se apoya este aspecto dialógico-amistoso de la


Revelación las ha sacado de la Biblia. Examinémoslas brevemente.

● Ex 33, 11: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, lo mismo que un hombre
habla con su amigo».
Moisés no sólo es el mediador del éxodo y de la alianza; es el personaje típico en
cuya experiencia se cumple y se expresa el plan de Dios sobre Israel y sobre todo
hombre. Los diversos «éxodos» de Moisés patentizan también el itinerario
espiritual y el testimonio de todo creyente:
- «Salido hacia los hermanos oprimidos» (Ex 2, 11) en un gesto generoso de
solidaridad, el primer Moisés, perseguido por el Faraón, huye al desierto (Ex 2,
15), descubre la presencia de Dios en la zarza que arde sin consumirse (¿símbolo
de su misma vida?) y escucha la voz de Dios desde la zarza ardiente y le
encomienda la misión del éxodo para liberar a su pueblo y le conforta con su
presencia:
- «Ahora ve... saca de Egipto a mi pueblo... Yo estaré contigo» (Ex 3, 10-12). Este
es el segundo Moisés que libera a Israel y lo conduce al Sinaí humeante para que
todo el pueblo escuche la voz de Dios desde el fuego (Ex 19-24).
- Mas una tercera experiencia le espera: Entra en la «tienda del encuentro» para
conocer a aquel Dios que «le habla cara a cara, como un hombre habla con su
amigo» (Ex 3, 11). El escritor bíblico, tal vez el Yahvista, ha tratado de expresar la
inexpresable intimidad de Dios con Moisés dentro de la categoría del diálogo
amistoso, vehículo de la más profunda comunión.
- Y Moisés, empujado y animado por aquel diálogo entrañable, se pone en camino
para el último «éxodo» gritando: «¡Señor!» Haz que vea tu rostro, tu gloria» (Ex
33, 18-23). Moisés, líder de la liberación, tiene sed de contemplación. Llevará a la
tumba una doble nostalgia: la tierra y el rostro personal de Dios.

● Ba 3,38: «La Sabiduría se ha derramado sobre la Tierra y ha conversado con los


hombres».

En la época del libro de Baruc (comienzos del s. II a. C.) la Sabiduría no tiene


todavía un rostro humano. Es «el libro de los decretos de Dios, la ley que subsiste
por los siglos» (Ba 4, 1). Es, en suma, la Palabra-Revelación que Dios ha
comunicado a los hijos de Abraham (cf. Ba 3, 37), para que ellos a su vez se la
comunicaran a los hijos de Adán. Dios, conversando con su Pueblo, pretende
comunicarse y conversar con todos los hombres.
Esta Sabiduría de Dios derramada definitivamente sobre la Tierra será Jesucristo
en persona. Será Él la «nueva tienda del encuentro» de la experiencia mosaica:
«Y el Verbo (la Palabra) se hizo carne y vino a habitar (eskenosen = plantó su
tienda) entre nosotros y nosotros vimos su Gloria» (Jn 1, 14).
(El texto de Bar 3, 38 lo citan frecuentemente los Padres de la Iglesia. Estos ven
en él una figura del misterio de la Encarnación; y el Nuevo Testamento identifica la
Sabiduría con Cristo, única y auténtica Palabra de Dios).

● Jn 15, 14-15: «Vosotros sois mis amigos (...) No os llamaré ya siervos, sino que
os llamo amigos».

En Jesucristo el invisible rostro de Dios se ha hecho visible: «Felipe, quien me ve


a mí, ve al Padre» (Jn 14, 8-9; cf. 1, 18)
y la Palabra de Dios se hizo carne (1, 14), se hizo presencia y diálogo amistoso
con los hombres.
Creer en Jesucristo significa, en el Evangelio de Juan, andar detrás de Jesús,
según el ejemplo de los dos primeros discípulos de los cuales leemos en Jn 1, 38-
39: «fueron detrás de Jesús» «vieron dónde habitaba» y «se quedaron con él». La
hora del encuentro y de la conversación con Jesús era «la hora décima», es decir,
la hora del cumplimiento y de la llegada definitivos para la inquietante búsqueda
que realiza todo hombre.
Este primer encuentro da comienzo a una larga historia de diálogo entre Jesús y
sus discípulos, que culmina en el discurso de la Ultima Cena (Jn 13-17). Los
discípulos llegan a ser realmente «los amigos de Jesús» en virtud de su libre y
gratuita elección, garantizada por el acto supremo de su ágape, que es la entrega
de su vida por amor.
Ya no existen secretos para los discípulos convertidos en «amigos»: Jesús les
comunica la Revelación entera (14, 6-7) y, mediante el don del Espíritu, se la hará
comprender (14, 25-26; 16, 12-15).

A estos textos podríamos añadir Is 41,8, pasaje donde Dios llama a Abraham
«amigo mío». La aventura de la palabra de Dios con los hombres comienza en
realidad con Abraham, por cuya memoria el narrador Yahvista se tomó la
maravillosa y fascinante libertad de presentarnos a un Dios que «no pudo tener
escondido su plan a Abraham» (Gn 18, 17) que incluso acepta su invitación a
«confortar el corazón» y a «comer» de forma humana fuera de la tienda (cf. Gn 18,
1-8). La Historia bíblica se inicia con una doble nostalgia: Dios tiene nostalgia del
hombre y Abraham tiene nostalgia del Dios único, del Absoluto. En Abraham
«amigo de Dios» y «Padre de los creyentes» todos los hombres están invitados a
una relación amistosa con Dios. También en esto -por usar la expresión de Pío XI-
«los cristianos son espiritualmente semitas».

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El estilo de la Dei Verbum.

Es en la Biblia misma donde el Concilio Vaticano II ha recuperado el carácter


interpersonal, existencial, dinámico y comunicativo
de la Revelación-Palabra de Dios, aportando así una integración necesaria al
concepto más bien reductivo de la Revelación que los manuales de teología
habían heredado de los Escolásticos: Siguiendo a Santo Tomás, afirmaban que
hablar es manifestar el propio pensamiento a alguien por medio de signos. Se
pone el acento en el descubrimiento del pensamiento por medio de la palabra y
sobre la participación en el conocimiento que se realiza mediante ella. Pero el
deseo de enseñar verdades que el hombre no puede conocer por sí mismo, no
agota el proyecto revelador de Dios, que no es solamente un «Maestro» que
enseña.

Al revelarse, Dios habla el lenguaje de la amistad y del amor:

Dios llama, convoca, interpela a los hombres (función apelativa del lenguaje); los
creyentes que escuchan, acogen y viven la Palabra de Dios, son los «kletoi» (así
llama el apóstol Pablo a los cristianos: cf. Rom, 1, 6, 7; 8, 28; 1 Cor 1, 2.24,
etcétera), es decir, los llamados; la comunidad de los creyentes es la Ekklesía, la
asamblea de los convocados.

Dios narra, interpreta al hombre, la existencia y la historia, enseña


(función informativa del lenguaje). Así la Palabra de Dios juzga, amenaza,
promete, consuela, enseña. Pone al descubierto el misterio del hombre, se hace
«autocomprensión» ya que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
quesale de la boca de Dios» (Dt 8, 3). En otros términos, el hombre se conoce así
mismo y la plenitud de su ser y de su destino no a través de lo que él mismo
realiza, busca u obtiene por su experiencia, sino escuchando la Palabra de Dios
(este carácter «antropológico» de la revelación está ampliamente expresado en
la Gaudium et Spes del Vaticano II).

Dios se expresa, habla de Sí mismo, se revela a Sí mismo a los hombres y les


revela su vida íntima (función expresiva del lenguaje), para invitarlos y admitirlos a
la comunión de vida con El. No habla a distancia, sino haciéndose presente: lleva
el nombre JHWH, es decir, El que está ahí, el que está presente, está con, es el
Emmanuel, Dios con nosotros. La aventura milenaria de la Palabra de Dios
(cf. Hebr 1, 1-2) tiene su meta en un Hombre que es La Palabra de Dios hecha
carne (Jn 1, 14 a), la Tienda en la que Dios mora (Jn 1, 14 b) y conversa con la
familia humana: la Palabra de Dios se llama Jesús (Yavhé salva).
Ya el Proemio de la Dei Verbum, haciendo propias las palabras de S. Juan: «Os
anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se manifestó a nosotros; os
anunciamos lo que hemos visto y oído, a fin de que vosotros tengáis comunión
con nosotros y nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo»
(1 Jn 1, 2-3), contiene en germen todo lo que el primer capítulo de la Constitución
afirma sobre la Revelación. Se encuentran señalados claramente el objeto, el
modo, la transmisión y la finalidad de la Revelación de Dios:

El objeto. Es «la vida eterna», que para Juan es el más radical de los atributos
divinos: lo «eterno» evoca «no una vejez sin fin, sino una incorruptible juventud».
Una vida así no puede separarse de «la Luz» (Jn 1, 4) que en Juan es sinónimo
de «Revelación». Ahora bien, vida y luz se identifican con «la Palabra» que
«existía ya en principio, estaba junto a Dios, era Dios» (Jn 1, 1). El objeto de la
divina Revelación, llámesele «Dei Verbum» o «Vita Aeterna», es, por lo tanto, el
mismo Dios que se abre a los hombres y se comunica a ellos como «Verdad y
Vida».

El modo. La vida eterna de Dios se manifestó a nosotros en Jesucristo, (...) quien


revela a Dios no sólo con sus palabras sino con su misma presencia activa, con
todo su ser (cf. DV 4). La presencia del Verbo de Dios encarnado es algo más que
una mera enseñanza doctrinal. En Él, la Palabra de Dios no sólo se ha hecho
«oir», sino «ver» y «tocar». Jesucristo es la definitiva Teofanía del Padre.

La transmisión. El anuncio de San Juan es un testimonio; como lo es el anuncio de


la Iglesia, fundada sobre el testimonio de los apóstoles. Antes de ser «Maestra» la
Iglesia es «discípula»; antes de «anunciar la Palabra de Dios» la Iglesia la
«escucha» religiosamente; antes de «comunicar la Vida» la Iglesia la «recibe».
Como dice la DV 8: «La Iglesia perpetúa y transmite todo cuanto ella es, todo
cuanto cree»; y los instrumentos de su Tradición son: «su doctrina, su vida y su
culto».

La finalidad última. Viene expresada en la primera carta de Juan y en


el Proemio de la Dei Verbum en términos de «koinonía», de comunión con el
Padre y con su Hijo Jesucristo: Esta es la Vida Eterna manifestada y dada a los
hombres por el Verbo hecho carne. Mas todo esto no es un asunto privado, enco-
mendado a la relación particular de cada una de las personas de la Revelación. El
encuentro con Cristo, «Verbum Dei», pasa a través de su Sacramento que es la
Iglesia, signo visible y eficaz de la comunión fraterna (cf. LG 1). San Juan no
escribe: «Anunciamos la Vida Eterna... a fin de que vosotros tengáis también
comunión con nosotros», y añade: «y nuestra comunión sea con el Padre y con su
Hijo Jesucristo». El anuncio de la palabra edifica la Iglesia, comunidad de los hijos
de Dios (cf. AG 1) y la convierte en sacramento de comunión con Dios para todo el
género humano.
Ya San Agustín comentaba: «En este paso estamos retratados y dibujados
nosotros mismos. Que se verifique, por tanto, en nosotros aquella felicidad que el
Señor anunció para las generaciones futuras; permanezcamos firmemente
adheridos a lo que no vemos porque nos lo atestiguan los que lo vieron. «Para que
-afirma Juan- también vosotros tengáis parte con nosotros». ¿Qué hay de
extraordinario en tomar parte en la sociedad de los hombres? Espera antes de
objetar; considera lo que añade: «Que nuestra vida esté en comunión con Dios
Padre y con Jesucristo, su Hijo. Os hemos escrito estas cosas para que sea plena
vuestra alegría». Juan afirma que la llenumbre de la alegría está cabalmente en la
vida en común, en la caridad y en la unidad» (Exposición de la epístola a los
Partos, en Obras de San Agustín, XVIII, BAC, 187, p. 196).

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Revelación y Alianza.

Dado que la Revelación es el diálogo entre Dios y la humanidad orientado a


producir una comunión de vida que la Biblia llama Alianza, las etapas que jalonan
la Historia progresiva en la Alianza marcan también el ritmo a los términos del
diálogo revelador entre Dios y el hombre.
Desde el momento en que Dios dirige a Adán la primera palabra interrogadora:
«¿Dónde estás?» (Gn 3, 9), la definición bíblica del hombre se encuentra en esta
pregunta: «El proyecto bíblico se refiere al hombre interpelado; la economía bíblica
sitúa el TU del hombre frente al YO de Dios.

La acuciante pregunta divina no es indicio de una agresividad, de una envidia o de


un odio, sino la señal del amor divino que necesita del hombre para llevar a cabo
su obra, construir la ciudad humana de Dios».

Dios dice:.............................. El pueblo responde:

«Vosotros sois mis siervos» (Lv 25,42)..........«Tú eres nuestro Señor» (Sal 8, 2-
10).
«Yo soy vuestro Rey» (Ez 20,33).......................«Dios es nuestro Rey» (Is 33,22).
«Vosotros sois mis testigos» (Is 43,10; 44,8)...«Tú eres nuestro Creador» (Is 45,7).

Pero a medida que la Alianza va cobrando profundidad y toma como símbolo el


amor conyugal, las dos partes (Dios y el Pueblo) se encaminan a un diálogo entre
«iguales». Ellos son entre sí «amantes» y se llaman e interpelan con términos
iguales. El diálogo se hace armonioso y paralelo:

Dios dice: ..............................El pueblo responde:

«Yo os amo...» (Jr 31,2; Mal 1,2)... «Amad a Dios, amantes de Dios» (Sal 31,24;
97,10).
«Mi Amado es para mí»................. «y yo para El» (Ct 2,16).
«Te haré mi esposa para siempre»....«y tú me llamarás Esposo mío» (Os 2,18-20).

Pero, en el fondo, ni siquiera en este punto se detiene el dinamismo progresivo de


la Revelación de Dios y de la respuesta del hombre. Es propiamente el amor
conyugal el que al informar la Alianza la hace dinámica.
La «relación-participación de vida» entre los esposos evoluciona y se interioriza
cobrando una mayor profundidad a medida que el amor se hace más estable: Los
escalones del amor, la espera y la plenitud de un encuentro, el dolor de la
separación, la nostalgia de haberse conocido y el deseo de encontrarse mañana:
he aquí algunas de las vivencias que imprimen a la vida en común de los esposos
un perpetuo dinamismo. Al asumir la Alianza el símbolo del amor conyugal, no
deja de ser «historia»; al contrario, toma todavía más el significado de una filosofía
existencial de la historia, que es la patética tragedia de un amor conyugal con
todas las vicisitudes. La Revelación bíblica, lejos de ser una mera información
doctrinal y un contenido ético, se convierte en participación en un mismo destino
común de lo Divino y de lo humano.
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Consecuencias para la lectura y comprensión de la Biblia.

Hay que subrayar algunas cualidades que toda lectura y comprensión de


la Biblia debe poseer para ser fiel a la naturaleza dialógica, interpersonal de la
Revelación.

La Biblia no es reducible a mera función informativa.

Si la Revelación de Dios se asemeja enteramente al lenguaje humano (salvo en el


error) y asume sus tres funciones no se puede leer la Biblia con una lectura que
reduzca el Libro Sagrado a varios millares de proposiciones que recogen verdades
que se imponen únicamente al asentimiento intelectual. "No es legítimo extirpar
todos los elementos emocionales, expresivos, y todo lo que apela a nuestra
respuesta. La Sagrada Escritura hay que leerla como obra de lenguaje total,
funcionando plenamente, en la que Dios me habla"; en apoyo de esta afirmación,
L. Alonso Schökel, en La palabra inspirada, aduce como ejemplo dos textos
bíblicos, no reducibles a la mera función informativa so pena de desvirtuar su
mensaje: Os 11,1-9 y Rom 7,14-25.
No cabe duda de que el pasaje de Oseas, Dios hablando en primera persona,
quiere proclamar el amor de Dios a su Pueblo. Pero los versículos de Oseas
ponen en acción las demás funciones del lenguaje, ya que en ellos Dios se
expresa y me impresiona. Si la página del profeta deja frío e indiferente al lector,
después de haber leído en ella el modo como Dios afirma su amor por Israel,
quiere decir que no ha sabido leerla.
Cuando San Pablo en Rom 7 describe patéticamente, y en primera persona, la
lucha interior que se desarrolla en el corazón de todo hombre, donde se establece
la lucha encarnizada entre la «ciudad de Dios» y la «ciudad de Satán», aquel
riguroso «crescendo» literario expresa mucho más que la simple verdad de una
escisión existente en el interior del hombre. Pablo no pretende meramente «infor-
mar» cuando a la pregunta casi desesperada: «¡Ay desdichado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte?» (v. 24), no responde con una fría proposición
como podría entenderse de la versión latina de la Vulgata («Me librará la gracia de
Dios por medio de Jesucristo N.S.»), sino con un grito de liberación: «¡gracias
sean dadas a Dios por medio de Jesucristo N.S.!» (texto griego). Es evidente para
Pablo que sólo la gracia de Dios en Jesucristo lo puede librar; y esto es también
implícitamente afirmado. Pablo tiene ya experiencia de esta liberación y por ello le
da gracias a Dios; de ahí que no se limite a enunciar sino que exclama, ruega,
grita, se expresa y nos conmueve.
Y si bien no todas las páginas de la Biblia son de este estilo, lo importante es no
acercarse a las páginas de este Libro con la exclusiva preocupación de
aprenderse sus enunciados: «Lo que podemos hacer ante una unidad de lenguaje,
es distinguir su carácter de símbolo(informe, representación), síntoma (expresión
de la interioridad), de señal (llamada a otro)» (ibid.).

Primacía de la «escucha».

Si la Revelación es palabra personal de Dios, si el centro de la Revelación no es


una verdad abstracta o un complejo de verdades conceptuales y nada más, sino
una Persona que me (nos) habla, me busca, me llama e invita, entonces la
Palabra de Dios, debe ser, antes que nada, escuchada. La espiritualidad bíblica es
ante todo una espiritualidad de escucha a un interlocutor presente. Shemá Israel,
Escucha Israel (Dt 6,4); «Escuchad hoy la voz de Dios» (Sal 95,8): La Biblia quiere
un Pueblo y quiere a todo creyente a la escucha. La escucha del hombre es su
respuesta a la revelación de la palabra y representa por lo tanto sustancialmente
la manera en que la religión bíblica se apropia la divina revelación. Por eso
Salomón dio muestras de una gran sabiduría cuando dirigió su oración a Dios,
pidiéndole no una vida larga ni el reino o la muerte de sus enemigos, sino un
«corazón bien dispuesto para escuchar» (cf. 1 R 3,9-12). Escuchar es la primera
actitud del diálogo. También en el diálogo misterioso de Dios con el hombre se
exige ante todo ser un oyente atento: atención no sólo al mensaje, sino
a quien profiere el mensaje. Un poco a la manera de María Magdalena, quien por
su atención al hortelano y al modo como le llama por su nombre, logró descubrir la
presencia del Señor, reconocer al Maestro y comprender su mensaje (cf. Jn 20,
11-18).

Lectura sapiencial.

Sapiencial aquí indica que el fin de la lectura (de la Biblia) no es tanto una
«ciencia», es decir, un conocimiento intelectualmente elaborado, cuanto una
«sabiduría», es decir, un conocimiento vital, gustoso, que pone en juego todas las
facultades del hombre y desemboca en la «fe obediente» de que nos habla San
Pablo, la cual es consentimiento, abandono, compromiso que abarca toda la vida.
Lo mismo sucede en el diálogo de la amistad y del amor, que penetra hasta lo más
íntimo de las personas e interesa la totalidad de sus vidas: una comunión de
corazones, de intenciones, de proyectos, de vida. Los Evangelios son explícitos en
condenar a quienes pretenden la comunión con Dios, fin de la Revelación, en
términos intimistas o puramente intelectuales. Se es «hermano, hermana y madre
para Cristo» -en estos términos expresa Jesús la comunión de los creyentes con
El- si se está dispuesto «a hacer la voluntad del Padre Celestial (cf. Mt12, 46-50).

El Magisterio de la Iglesia al servicio de la Palabra de Dios.

Si la Revelación fuera reducible a pura y simple exposición de doctrinas (función


informativa-doctrinal de la Palabra), la enseñanza del Magisterio sería superior a la
Palabra de Dios por el mero hecho de que la Iglesia, en sus definiciones
dogmáticas, lo mismo que en su Magisterio ordinario, expresa las verdades
reveladas mediante conceptos y formulaciones más precisas, distintas y elabo-
radas. En este caso la Biblia aparecería como un modelo arcaico de las verdades
reveladas, que actualmente pueden ser expresadas de forma más adecuada; se
habría convertido en un modelo ya no imprescindible.
Muy al contrario, el Concilio Vaticano II ha reafirmado la permanente trans-
cendencia de la Palabra de Dios sobre el Magisterio de la Iglesia: «El Magisterio
no es superior a la Palabra de Dios, sino que está a su servicio» (DV 10). Tal
superioridad
no se debe únicamente al hecho de que los enunciados dogmáticos no sean, en sí
mismos, ni revelados ni inspirados,
sino también al hecho de que los enunciados, aun tomados en su totalidad, no
reproducen íntegramente la Palabra de Dios, que es inagotable, insondable, por
ser sencillamente Palabra viva y personal de Dios.

«La Iglesia, a lo largo de los siglos, tiende incesantemente a la plenitud de la


Verdad divina hasta que en ella alcancen cumplimiento las palabras de Dios (DV
8); no deja jamás de ser 'discípula' de la Palabra de Dios (DV 1), ni jamás
interrumpe -mientras permanece sobre la Tierra- este itinerario de comprensión
cada vez más profunda de la transcendente Palabra de Dios, con el fin de cumplir
su función 'magisterial' de 'exponer fielmente la Palabra de Dios' (DV 10) a los
hombres de todas las generaciones».
Todas las formas de magisterio, incluso las más solemnes de las que puede
revestirse la enseñanza de la Iglesia, tienen, pues, un papel subordinado al de la
Palabra de Dios y al de la expresión que la Palabra de Dios se ha dado a sí misma
en la Revelación escrita (Biblia): es decir, el papel de hacer visible y legible algo
de «la Forma primera».
(«Por muy perfilada que pueda estar la forma lingüística de una definición de la
Iglesia, de un Canon conciliar y de tantas otras cosas, esta forma tan aquilatada
no puede ser admirada ni apreciada por sí misma, porque está únicamente al
servicio de la forma de Cristo que ella quiere conservar y custodiar. Por lo tanto, el
anuncio eclesial debe, por razones de índole pastoral, poseer la máxima claridad,
y esto incluso por razón de la situación histórico-eclesial y teológica en la que se
coloca. Pero esta claridad no entra en competencia con la forma y la formulación
de la Escritura. No sustituye, no tiene la pretensión de expresar mejor, de forma
más completa y moderna, lo que la Escritura ha dicho de una manera ingenua,
fragmentaria, popular y no científica, esencialmente condicionada por el tiempo y,
por ende, necesitada de reforma. Las expresiones magisteriales se mueven en
otro plano totalmente distinto. Son interpretaciones y no fundamentos de la
revelación, no tienden a un sistema expresivo capaz de sustituir total o parcial-
mente a la Escritura (...). Lo único que hacen es remitir a algo distinto de lo que
son, algo que las supera esencialmente y se halla situado en el plano de la
revelación divina» (Urs Von Balthasar, Gloria, vol. 1, p. 250).

Monseñor Edelby, en su intervención en el Concilio Vaticano II el día cinco de


octubre de 1964, proponía como «último -pero no mínimo- principio» para la
interpretación de la Sagrada Escritura «el sentido del misterio»: «El Dios que se
revela es en realidad el 'Dios escondido'. La Revelación no debe hacernos olvidar
la dimensión abisal de la vida de Dios, Uno y Trino, que el pueblo de los creyentes
vive, pero cuya profundidad nadie puede alcanzar. La Iglesia Oriental afirma que la
Revelación es ante todo 'apofática', es decir, una realidad que se vive en el
misterio aún antes de ser proclamada verbalmente. Esta nota 'apofática' de la
Revelación constituye en la Iglesia el fundamento de todas las riquezas de la
Tradición, siempre vivas. Y una de las causas de las dificultades que ha
experimentado la teología en estos últimos siglos consiste precisamente en el
hecho de que los teólogos han querido encerrar el Misterio en fórmulas. Por el
contrario, la plenitud del Misterio desborda no sólo la formulación teológica, sino
incluso los límites de la letra bíblica» (Acta Synodalia, vol. III., pars III, p. 308).

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