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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA MEDIEVAL

Profesor: Pablo García Castillo (castillo@usal.es)

OBJETIVOS

- Conocer y analizar los textos de los filósofos de la Edad Media.


- Mostrar la transformación de la filosofía griega en el nuevo contexto histórico.
- Analizar los principales problemas suscitados por los filósofos medievales.

PLAN DE TRABAJO

- Las clases teóricas se dedicarán al conocimiento y comentario de las fuentes primarias y


secundarias. En ellas se indicará al alumno la bibliografía especializada.
- Las clases prácticas se computarán por la realización de un trabajo escrito sobre algún
autor del programa. El trabajo debe entregarse antes del examen escrito.
- La determinación del tema del trabajo se realizará en las sesiones de tutorías.

EVALUACIÓN

Será continua a lo largo del curso y tendrá en cuenta la prueba final escrita. Se valorará
también la participación activa en las clases, que se controlará mediante la entrega de tres
comentarios de texto. Finalmente se evaluará el trabajo escrito sobre un autor del programa
que el alumno ha de entregar. Cualquier plagio en la realización de este trabajo supondrá la
calificación de suspenso del alumno que lo lleve a cabo en la convocatoria ordinaria.

CRITERIOS DE EVALUACIÓN

- Participación activa en clase y comentarios (20%)


- Trabajo escrito (20%)
- Prueba final escrita (60%)

PROGRAMA

1. La transición desde la Antigüedad: la filosofía helenística.


2. Cristianismo y la filosofía. Filosofía patrística: apologistas, alejandrinos y capadocios.
3. San Agustín: la creación, la verdad, el tiempo y la historia.
4. De la Patrística a la Escolástica: Boecio, Dionisio y San Isidoro.
5. La Escolástica: Escoto Eriúgena, San Anselmo, Abelardo.
6. La Escuela de Chartres. La Escuela de San Víctor. Alain de Lille: el libro del mundo.
7. Recepción de Aristóteles: filosofía árabe y judía.
8. Tomás de Aquino: Metafísica, ética y política.
9. Escuela franciscana. Buenaventura: Iluminación y ejemplarismo.
10. Duns Escoto: Univocidad del ser, intuición y principio de individuación.
11. Ockham: omnipotencia divina, ontología del singular, teoría de la suposición.
12. La “vía moderna”: mística y renacimiento literario.
BIBLIOGRAFÍA
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America Press, 1987.
TEXTOS

Helenismo

DIÓGENES (404- 323 a.C.) (D. L. Vidas, VI, 20)

Diógenes era de Sínope, hijo de Hicesio, un banquero. Cuenta Diocles que se exilió, porque su
padre, que tenía a su cargo la banca estatal, falsificó la moneda. Eubúlides, en su Acerca de
Diógenes, dice que el propio Diógenes lo hizo y marchó al destierro con su padre... Al llegar a
Atenas entró en contacto con Antístenes. Aunque éste trató de rechazarlo porque no admitía a
nadie en su compañía, le obligó a admitirlo por su perseverancia. Así una vez que levantaba
contra él su bastón, Diógenes le ofreció su cabeza y dijo: ¡Pega! No encontrarás un palo tan
duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante. Desde entonces fue su
discípulo y, como exiliado que era, adoptó un modo de vida frugal.
Al observar a un ratón que corría de aquí para allá, según cuenta Teofrasto en su Megárico, sin
preocuparse de un sitio para dormir y sin cuidarse de la oscuridad o de perseguir cualquiera de
las comodidades convencionales, encontró una solución para adaptarse a sus circunstancias. Fue
el primero en doblarse el vestido según algunos por tener necesidad incluso de dormir en él. Y se
proveyó de un morral, donde llevaba sus provisiones, y acostumbraba usar cualquier lugar para
cualquier cosa, fuera comer, dormir o dialogar...
Había encargado una vez a uno que le buscara alojamiento. Como éste se retrasara, tomó como
habitación la tinaja que había en el Metron, según relata él mismo en sus cartas. Y durante el
verano se echaba a rodar sobre la arena ardiente, mientras en invierno abrazaba a las estatuas
heladas por la nieve, acostumbrándose a todos los rigores.
Era terrible para denostar a los demás. Así llamaba a la escuela de Euclides biliosa, a la
enseñanza de Platón tiempo perdido, a las representaciones dionisíacas grandes espectáculos para
necios y a los demagogos los calificaba de siervos de la masa. Decía también que cuando en la
vida observaba a pilotos, médicos y filósofos, pensaba que el hombre era el más inteligente de
los animales; pero cuando advertía, en cambio, la presencia de intérpretes de sueños y adivinos y
sus adeptos, o veía a los figurones engreídos por su fama o su riqueza, pensaba que nada hay más
inútil que el hombre. De continuo decía que en la vida hay que tener cordura para vivir o cuerda
para ahorcarse...
Admiraba a los eruditos que investigaban las desventuras de Ulises, mientras ignoraban las suyas
propias. Y también a los músicos, que afinaban las cuerdas de la lira, y tenían desafinados los
impulsos del alma. Se extrañaba de que los matemáticos estudiaran el sol y la luna y descuidaran
sus asuntos cotidianos. De que los oradores dijeran preocuparse de las cosas justas y no las
practicaran jamás. Y, en fin, de que los avaros hicieran reproches al dinero y lo adoraran.
Criticaba a los que elogiaban a los justos, por estar por encima de las riquezas, pero por otro lado
envidiaban a los muy ricos. Le irritaba que se sacrificara a los dioses para pedirles salud, y en el
mismo sacrificio se diera una comilona contra la salud... Elogiaba a los que se disponían a
casarse y no se casaban, a los que iban a entrar en política y no lo hacían, a los que iban a criar a
sus hijos y no los criaban, y a los que estaban preparados para servir de consejeros a los
poderosos y no se acercaban a ellos. Decía, además, que se debe tender la mano a los amigos,
pero sin cerrar el puño...
Al observar una vez a un niño que bebía en las manos, arrojó fuera de su zurrón su copa,
diciendo: "Un niño me ha aventajado en sencillez". Arrojó igualmente el plato, al ver a un niño
que, como se le había roto el cuenco, recogía sus lentejas en la corteza cóncava del pan.
Razonaba del modo siguiente: "Todo es de los dioses. Los sabios son amigos de los dioses. Los
bienes de los amigos son comunes. Por tanto, todo es de los sabios"…
Afirmaba que oponía al azar el valor, a la ley la naturaleza y a la pasión el razonamiento. Cuando
tomaba el sol en el Craneo se plantó ante él Alejandro y le dijo: "Pídeme lo que quieras". Y él
contestó: "No me quites el sol"...
Se paseaba por el día con una lámpara encendida, diciendo: “Busco un hombre”…
Decía que en la vida nada en absoluto se consigue sin entrenamiento y que éste es capaz de
mejorarlo todo. Que quienes quieren ser felices, en lugar de fatigas inútiles, deben elegir las que
están de acuerdo con la naturaleza y que son desgraciados por su necedad. Conversaba sobre
estas cosas y las ponía en práctica sin hacer ninguna concesión a las convenciones de la ley, sino
sólo a los preceptos de la naturaleza, afirmando que mantenía el mismo género de vida que
Hércules, sin preferir nada a la libertad...

LOS ESTOICOS

DIÓGENES LAERCIO, VII, 2 - 3.


[Zenón] escuchó las lecciones de Crates; luego, dicen que atendió a las de Estilpón y Jenócrates
durante diez años... pero también las de Polemón. Y Hecatón afirma, como lo hace también
Apolonio de Tiro en su primer libro sobre Zenón, que él preguntó al oráculo en qué debía
ocuparse para vivir la mejor vida posible y que el dios le respondió que lo lograría si llegaba a
hacer que el color de su piel fuese igual al de la piel de los muertos. A raíz de lo cual, Zenón,
habiéndolo entendido, se dedicó a leer a los antiguos.
Entró en contacto con Crates de la manera siguiente: transportando desde Fenicia un cargamento
de púrpura con el que se había trasladado a Atenas, naufragó ante el Pireo. Subió a Atenas (tenía
ya treinta años) y se sentó en la tienda de un librero. Y leyendo aquél el segundo libro de Las
Memorables de Jenofonte, tal fue su complacencia en él, que preguntó dónde se encontraban
hombres como aquéllos. Y como oportunamente pasara Crates por allí, el librero se lo señaló y le
dijo: "Síguelo". Y a partir de este momento escuchó las lecciones de Crates.
AECIO, Pareceres, I, proemio, 2.
Los Estoicos dijeron que la sabiduría es un conocimiento de lo divino y de lo humano, y la
filosofía el ejercicio de un saber conveniente; que lo conveniente es la perfección, ella sola y por
encima de todo, y que las perfecciones más genéricas son tres: la física, la ética y la lógica. Por
esta causa consta también la filosofía de tres partes, la física, la ética y la lógica. La parte física
es la actividad investigadora sobre el mundo, la parte ética es la que se ocupa de la vida humana,
y la parte lógica, que también llaman dialéctica, la que se ocupa de la facultad de razonar.
DIÓGENES LAERCIO, VII, 45 -47.
La representación es una impresión en el alma; este nombre ha sido trasladado con propiedad a
partir de las señales impresas en la cera por un anillo. Y de las representaciones unas son
comprensivas y otras no comprensivas. Es comprensiva aquélla de la que se afirma que es
criterio de las cosas reales, la que procede de una cosa existente y de acuerdo con ella ha
quedado impresa y grabada. Es no comprensiva la que no procede de una cosa existente o,
aunque proceda de ella, no ha quedado impresa y grabada de acuerdo con la cosa en sí misma; la
que no es clara ni distinta.
CICERÓN, Académicos Segundos, I, 41-42.
Zenón no concedía credibilidad a todas las representaciones, sino sólo a aquellas que tuvieran
como una información propia de aquello que era visto; a esta representación..., cuando ya había
sido recibida y admitida, la llamaba aprehensión, semejante a lo que era aprehendido con la
mano. De esta imagen había tomado también esa palabra, aprehensión, que nadie había empleado
antes para esto... En cuanto a aquello que había sido aprehendido por medio de los sentidos lo
llamaba sensación, y si había sido aprehendido de tal manera que no podía ser rechazado por la
razón, lo llamaba conocimiento, y si no, ignorancia; a causa de ésta existía también la conjetura
que era débil y común con lo falso y lo desconocido.
DIÓGENES LAERCIO, VII, 54.
Sostienen que el criterio de verdad es la representación comprensiva, es decir, la que procede de
una cosa real.
DIÓGENES LAERCIO, VII, 132 - 134.
Les parece que hay dos principios en el universo: el activo y el pasivo. El pasivo es la sustancia
sin cualidad, la materia, y el activo es la razón inherente a ella, Dios; pues éste, que es eterno, va
fabricando cada cosa a través de toda la materia.
DIÓGENES LAERCIO, VII, 135-136.
Una sola cosa son Dios, la inteligencia, el destino y Zeus, y todavía con otros muchos nombres
se la llama. En efecto, existiendo en un principio por sí mismo, transforma toda la sustancia, a
través del aire, en agua y, como la semilla está contenida en el germen, así también él, que es la
razón seminal del universo, permanece como tal en el elemento húmedo, haciendo de la materia
una cosa fácil de trabajar para sí mismo con vistas a la generación de los demás seres; después,
engendra, en primer lugar, los cuatro elementos: fuego, agua, aire y tierra.
DIÓGENES LAERCIO, VII, 138-141.
El mundo es administrado de acuerdo a una razón y una providencia... pues la inteligencia
penetra en todas sus partes, como en nosotros el alma; aunque es verdad que en unas partes, más
y en otras, menos. Pues en unas penetras como constitución (por ejemplo, en los huesos y en los
nervios) y en otras, como inteligencia (por ejemplo, en la parte rectora). Así también, en efecto el
mundo en su totalidad, que es un ser vivo animado y racional, posee una parte rectora...
El mundo es uno, y además, finito, provisto de figura esférica, pues tal forma es la que mejor se
adapta al movimiento... fuera del mundo se encuentra derramado alrededor de todo él el vacío
infinito, que es incorpóreo; incorpóreo es aquello que es capaz de ser ocupado por cuerpos pero
sin estarlo; en el mundo no hay ningún vacío sino que forma una unidad perfecta, pues a ello le
fuerzan la unanimidad y el concierto de las cosas celestes con las de la tierra... También el
tiempo es incorpóreo, por ser el intervalo del movimiento del mundo; en el tiempo existen el
pasado y el futuro, que son infinitos y el presente, que es limitado.
DIÓGENES LAERCIO VII
(85) Afirman que el primer impulso que tiene el animal es el de conservarse a sí mismo, puesto
que la naturaleza se lo hace familiar desde el principio... porque no sería verosímil que la
naturaleza hiciera al ser vivo en sí ajeno a sí mismo ni que, habiéndolo creado, lo alterara o no se
lo apropiara; queda, pues, como única opción, que, habiéndolo constituido, lo haga consustancial
a su propia constitución; porque de esa manera repele lo que le produce daño y admite las cosas
que le son connaturales.
(86) Ninguna diferencia hizo la naturaleza en su acción sobre las plantas y sobre los animales,
porque también a ellas regula aunque sin impulso ni sensación, y en nosotros se producen
algunos procesos de índole vegetativa. Pero en el caso de los animales, habiéndoseles añadido
sobreabundantemente el impulso, del que hacen uso para dirigirse a lo que les es apropiado, para
ellos lo acorde con la naturaleza es administrarse en consonancia con el impulso; pero siéndoles
dada la razón, conforme a una más perfecta autoridad, a los seres racionales, el vivir según la
razón correctamente viene a ser para éstos vivir de acuerdo con la naturaleza, porque la razón se
añade en calidad de artesana del impulso.
(87) Ésa es la razón por la que Zenón fue el primero de todos en decir, en su tratado Sobre la
naturaleza del hombre, que el fin es "vivir de acuerdo con la naturaleza", lo que quiere decir
"conforme a la virtud"; pues nos conduce a ella la naturaleza... Por otro lado, viene a ser lo
mismo vivir según la virtud que vivir de acuerdo con la experiencia de los sucesos que acaecen
por naturaleza, como sostiene Crisipo en el libro primero de su obra Sobre los fines.
(88) Porque nuestras naturalezas son partes de la del universo. Por lo cual, justamente el fin
viene a ser vivir de acuerdo con la naturaleza, es decir, según su propia naturaleza y la del
universo, sin hacer nada de lo que suele prohibir la ley a todos común, que es precisamente la
recta razón que todo lo recorre y traspasa y que es la misma cosa que Zeus, el cual es el guía y
rector de la administración de todo lo que existe; y eso mismo constituye la virtud del hombre
feliz y el fluido curso de la vida, a saber: cuando todas sus acciones las lleva a cabo según la
armonía establecida entre el espíritu que mora en cada uno individualmente y la voluntad del
administrador del universo. Diógenes, en efecto, afirma expresamente que el fin es actuar con
inteligencia en la elección de lo que es acorde a la naturaleza. Y Arquedemo sostiene que el fin
es vivir cumpliendo todos los deberes convenientes.

EPICURO, Carta a Meneceo (D. L. X, 122-135)

Epicuro a Meneceo, salud.

(122) Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es
joven o viejo para la salud del alma. El que dice que aún no es edad o que ya pasó la edad de
filosofar es como el que dice que aún no ha llegado o que ya pasó el tiempo oportuno para la
felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo. Éste para que, aunque viejo,
rejuvenezca en bienes por el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un
tiempo por su serenidad ante el futuro. Necesario es, pues, meditar sobre lo que procura la
felicidad, porque cuando está presente todo lo tenemos y, cuando nos falta, todo lo hacemos por
poseerla.

(123) Tú medita y pon en práctica los principios que siempre te he aconsejado, teniendo presente
que son elementos indispensables de una vida feliz. Considera, en primer lugar, a la divinidad
como un ser viviente incorruptible y feliz, según la ha grabado en nosotros la común noción de
lo divino, y nada le atribuyas ajeno a la inmortalidad o impropio de la felicidad. Respecto a ella,
por el contrario, considera todo lo que sea susceptible de preservar, con su incorruptibilidad, su
felicidad. Los dioses ciertamente existen, pues el conocimiento que de ellos tenemos es evidente.
No son, sin embargo, tal como los considera el vulgo porque no los mantiene tal como los
percibe. Y no es impío quien suprime los dioses del vulgo,

(124) sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo, pues no son prenociones sino
falsas suposiciones los juicios del vulgo sobre los dioses. De ahí que de los dioses provengan los
más grandes daños y ventajas; en efecto, aquellos que en todo momento están familiarizados con
sus propias virtudes, acogen a los que les son semejantes, considerando como extraño lo que les
es diferente.
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen
en la sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual el recto conocimiento de que
la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada una
temporalidad infinita, sino porque elimina el ansia de inmortalidad…

(128) Un recto conocimiento de estos deseos sabe, en efecto, supeditar toda elección o rechazo a
la salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque esto es la culminación de la vida feliz. En
razón de esto todo lo hacemos, para no tener dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Una vez
lo hayamos conseguido, cualquier tempestad del alma amainará, no teniendo el ser viviente que
encaminar sus pasos hacia alguna cosa de la que carece ni buscar ninguna otra cosa con la que
colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues entonces tenemos necesidad del placer, cuando
sufrimos por su ausencia, pero cuando no sufrimos ya no necesitamos del placer. Y por esto
decimos que:
(129) el placer es principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos
como el bien primero, a nosotros connatural, de él partimos para toda elección y rechazo y a él
llegamos juzgando todo bien con la sensación como norma. Y como éste es el bien primero y
connatural, precisamente por ello no elegimos todos los placeres, sino que hay ocasiones en que
soslayamos muchos, cuando de ellos se sigue para nosotros una molestia mayor. También
muchos dolores estimamos preferibles a los placeres cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos
acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es un bien por su conformidad con la
naturaleza y, sin embargo, no todo placer es elegible; así como también todo dolor es un mal,
pero no todo dolor siempre ha de evitarse…

(132) Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces


ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo
prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas opiniones de las
que nace la más grande turbación que se adueña del alma. De todas estas cosas principio y el
mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es incluso más apreciable que la filosofía; de
ella nacen todas las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata,
honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir feliz. Las virtudes, en
efecto, están unidas a la vida feliz y el vivir feliz es inseparable de ellas.
ESCEPTICISMO
SEXTO EMPÍRICO
Para los que investigan un asunto es natural acogerse o a una solución o al rechazo de cualquier
solución y al consiguiente acuerdo sobre su inaprehensibilidad o a una continuación de la
investigación. Y por eso seguramente, sobre las cosas que se investigan desde el punto de vista
de la filosofía, unos dijeron haber encontrado la verdad, otros declararon que no era posible que
eso se hubiera conseguido y otros aún investigan.
Y creen haberla encontrado los llamados propiamente dogmáticos; como por ejemplo los
seguidores de Aristóteles y Epicuro, los estoicos y algunos otros. De la misma manera que se
manifestaron por lo inaprehensible los seguidores de Clitómaco y Carnéades y otros académicos.
E investigan los escépticos.
De donde, con mucha razón, se considera que los sistemas filosóficos son - en líneas generales -
tres: dogmático, académico y escéptico. (Esbozos Pirrónicos, I, 1-4).
Quienes dicen que los escépticos invalidan los fenómenos me parece a mí que son
desconocedores de lo que entre nosotros se dice. En efecto, nosotros no echamos abajo las cosas
que, según una imagen sensible y sin mediar nuestra voluntad, nos inducen al asentimiento,
como ya dijimos. Y eso precisamente son los fenómenos.
Sin embargo, cuando nos dedicamos a indagar si el objeto es tal como se manifiesta, estamos
concediendo que se manifiesta y en ese caso investigamos no sobre el fenómeno, sino sobre lo
que se piensa del fenómeno. Y eso es distinto a investigar el propio fenómeno.
La miel, por ejemplo, nos parece que tiene sabor dulce. Eso lo aceptamos, porque percibimos el
dulzor sensitivamente. Tratamos de saber si, además, literalmente "es" dulce. Lo cual no es el
fenómeno, sino lo que se piensa del fenómeno. (I, 19-20).
El fin del escepticismo - dice Sexto - es la serenidad de espíritu en las cosas que dependen de la
propia opinión y el control del sufrimiento en las que se padecen por necesidad.
En efecto, cuando el escéptico, para adquirir la serenidad de espíritu, comenzó a filosofar... se
vio envuelto en la oposición de conocimientos de igual validez y, no pudiendo resolverla,
suspendió sus juicios y, al suspender sus juicios, le llegó como por azar la serenidad de espíritu
en las cosas que dependen de la opinión. (I, 25 -26).
La verdad es que al escéptico le ocurrió lo que se cuenta del pintor Apeles. Dicen, en efecto, que
- estando pintando un caballo y queriendo imitar en la pintura la baba del caballo - tenía tan poco
éxito en ello que desistió y arrojó contra el cuadro la esponja donde mezclaba los colores del
pincel, y cuando ésta chocó contra él plasmó la forma de la baba del caballo. (I, 28).
Atendiendo a los fenómenos, vivimos sin dogmatismos, en la observancia de las exigencias
vitales, ya que no podemos estar completamente inactivos. Y parece que esa observancia de las
exigencias vitales es de cuatro clases y que una consiste en la guía natural, otra en el apremio de
las pasiones, otra en el legado de las leyes y costumbres, otra en el aprendizaje de las artes. En la
guía natural, según la cual somos por naturaleza capaces de sentir y pensar. En el apremio de las
pasiones, según el cual el hambre nos incita a la comida y la sed a la bebida. En el legado de las
leyes y costumbres, según el cual asumimos en la vida como bueno el ser piadosos y como malo
el ser impíos. Y en el aprendizaje de las artes, según el cual no somos inútiles en aquellas artes
para las que nos instruimos.
Pero todo esto lo decimos sin dogmatismos. (I, 23 – 24).

NEOPLATONISMO
PLOTINO, Enéadas
“Suponiendo que haya algo que, siendo el más eximio de los seres y aun estando más allá de los
seres, no dirija su actividad a otra cosa mientras las otras dirijan la suya a él, es evidente que ése
será el Bien por el que, además, les es posible a las otras participar del Bien. Sin embargo, las
otras cosas, cuantas poseen el Bien de ese modo, pueden poseerlo de dos maneras: por haberse
asemejado a él y por ejercitar su actividad dirigiéndose a él. Si, pues, el deseo y la actividad se
dirigen al Bien más eximio, síguese que, como el Bien no dirige su mirada a otra cosa no desea
otra cosa porque es, en su quietud, fuente y principio de actividades conforme a naturaleza y
porque hace semejantes a él a las otras cosas, mas no en virtud de una actividad dirigida a ellas,
pues son ellas las que dirigen la suya a él, ese principio no debe ser el Bien en virtud de su
actividad ni de su intelección, sino que debe ser el Bien por sí solo. Además, como está “más allá
de la esencia” también está más allá de la actividad y más allá de la Inteligencia y de la
intelección. Además, el Bien hay que concebirlo como aquello de lo que están suspendidas todas
las cosas, mientras que aquello mismo no lo está de ninguna, pues así es también como se
verificará aquello de que “es el objeto de deseo de todas las cosas”. El Bien mismo debe, pues,
permanecer fijo, mientras que las cosas todas deben volverse a él como el círculo al centro del
que parten los radios. Y un buen ejemplo es el sol, pues es como un centro con respecto a la luz
que, dimanando de él, está suspendida de él. Es un hecho que, en todas partes, la luz acompaña al
sol y no se separa de él. Y aun cuando tratares de separarla por uno de sus lados, la luz sigue
suspendida del sol” (I 7, 1).
Y ¿cómo hay que pensar y qué hay que pensar que vino a la existencia alrededor de Aquél,
mientras permanecía el mismo? Imaginemos una viva luz circular proveniente de Él, que
permanece inmóvil, cual la luz resplandeciente que rodea al sol y nace de él, aunque el sol
mismo permanece siempre inmóvil. Y todos los seres, mientras permanecen, emiten
necesariamente de su propia sustancia una entidad que está suspendida en torno a ellos y por
fuera de ellos, de la potencia presente en ellos, siendo una imagen de los que son sus modelos, de
los que provienen. Como ocurre con el fuego, que hace nacer de sí el calor o también con la
nieve que no se limita a retener en sí todo el frío. Y mayor prueba nos dan todavía los objetos
olorosos, los cuales, en tanto que existen, producen alrededor de ellos algunos efluvios de los
que disfrutan los seres que están próximos. Y todos los seres, en fin, cuando son ya perfectos,
procrean. Mas, lo eternamente perfecto procrea eternamente y procrea algo eterno, aunque
inferior a sí mismo” (V 1, 6).
“Una cosa es el Bien y otra la Inteligencia, que es buena porque cifra su vida en la
contemplación. Mas los inteligibles que contempla, los contempla en sí mismos bajo la forma del
Bien y alcanzó su posesión cuando contemplaba la naturaleza del Bien. Pero vinieron a ella no
tal cual estaban allá, sino tal como ella los recibió. Pues el Bien es principio y de él obtiene la
Inteligencia los seres que produce. Cuando lo mira, ya no puede la Inteligencia pensar otra cosa
que lo que en Él es, pues de lo contrario ella no engendraría. A Él debe la capacidad de engendrar
y de saciarse con los seres que engendra: Él le da lo que Él mismo no posee. Por intermedio de la
Inteligencia, de lo Uno procede la multiplicidad, porque la Inteligencia, incapaz de contener la
potencia que recibe de Él, la fragmenta y la multiplica, con el fin de poderla soportar así parte
por parte” (VI 7, 15).
“Nos queda, pues, el divino Platón, el cual, en muchos pasajes de sus diálogos, ha dicho muchas
cosas y muy bellas acerca del alma y de su venida, así que tenemos la esperanza de obtener de él
algún esclarecimiento. ¿Qué dice, pues, este filósofo? Algo está muy claro: que no dice en todos
los pasajes lo mismo... Reprueba la unión del alma con el cuerpo y dice que está encadenada y
sepultada en él... En el Fedro atribuye su caída a la pérdida de las alas... Y, según todos estos
pasajes, la entrada del alma en el cuerpo es algo reprobable. Pero, hablando en el Timeo del
universo sensible, hace el elogio del mundo y dice que es “un dios bienaventurado” y que el
alma es un don de la bondad del Demiurgo, destinada a introducir la inteligencia en el universo...
Por este motivo el Alma fue enviada por Dios al mundo, tanto el Alma del universo, como el
alma de cada uno de nosotros, para que el universo fuera perfecto” (IV 8, 1).
“Zarparemos como cuenta el poeta... que hizo Ulises abandonando a la maga Circe o a Calipso,
disgustado de haberse quedado pese a los placeres de que disfrutaba a través de la vista y a la
gran belleza sensible con que se unía. Pues bien, la patria nuestra es aquella de la que partimos y
nuestro padre está allá. Y ¿qué viaje es ése? ¿Qué huida es ésa? No hay que realizarlo a pie, pues
nos llevan de una parte a otra de la tierra... Antes bien, como cerrando los ojos, debes trocar esta
vista por otra y despertar la que todos tienen pero pocos usan... Retírate a ti mismo y mira. Y si
no te ves aún bello, entonces, como el escultor de una estatua que debe resultar bella, quita aquí,
raspa allá, pule esto y limpia lo otro hasta que logres un rostro bello... y no ceses de labrar tu
propia estatua hasta que se encienda en ti el divino esplendor de la virtud” (I 6, 8).
“Si alguien pudiera darse la vuelta, ya fuera espontáneamente o porque tuviera la suerte de que
Atenea tirara de sus cabellos, vería lo divino y a sí mismo y el Todo” (VI 5, 7).
“Es una luz que aparece de repente, ella misma en sí misma, pura, por sí misma, de manera que
el espíritu se pregunta de dónde viene, si del exterior o del interior... No hay que perseguirla, sino
esperar en paz a que aparezca, preparándonos para contemplarla, como el ojo espera la salida del
sol: al surgir de debajo del horizonte (“del océano”, dicen los poetas), se ofrece a nuestra mirada
para ser contemplado” (V 5, 7).

BIBLIOGRAFÍA

DARAKI, M., ROMEYER-DHERBEY, G.: El mundo helenístico: cínicos, estoicos y epicúreos,


Madrid, Akal, 1996.
DIÓGENES LAERCIO: Vidas de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2007.
FINLEY, M. I.: Aspectos de la Antigüedad, Barcelona, Ariel, 1975.
G. GUAL, C., IMAZ, Mª J.: La filosofía helenística: éticas y sistemas, Madrid, Cincel, 1986.
LONG, A. A.: La filosofía helenística: estoicos, epicúreos, escépticos, Madrid, Alianza, 2004.
NUSSBAUM, M. C: La terapia del deseo. Teoría y práctica en la ética helenística, Barcelona,
Paidós, 2003.
RAMOS, E. A.: De Platón a los neoplatónicos, Madrid, Síntesis, 2006.
Cristianismo y Filosofía griega

No hay más que dos corrientes de espíritu poderosas, cuya vitalidad interna no se deja reducir
por nada: el platonismo y, a su lado, el cristianismo. Lo restante (dejando a un lado los textos
mágicos bárbaros y los cultos orientales) no es más que o pedantería erudita – bien que altamente
meritoria – o ejercicios de clasicismo. Por eso, en un mundo que se desmorona, la confrontación
entre platonismo y cristianismo, como único fenómeno de verdadero relieve, merece el centro de
atención. Y ha de resultar sumamente esclarecedor colocar como término de nuestro ensayo los
dos últimos grandes documentos de esta confrontación: el escrito del emperador Juliano, el
platónico, Contra los galileos, del año 362/363, y los veintidós libros de La Ciudad de Dios de
San Agustín, publicados en el 426. En ellos se resumen tres siglos de discusiones y al mismo
tiempo demuestran cómo del choque entre el cristianismo y la cultura antigua se ha derivado un
mutuo influjo. (O. Gigon, La cultura antigua y el cristianismo, Madrid, Gredos, 1970, 17-18).

El Imperio Romano se convierte sin más en la esencia del orden mundano. Frente a él, aparece la
comunidad de Cristo, primero enemiga y hostil, pero no por un choque casual, sino por el
enfrentamiento teológico, pleno de sentido, entre lo santo y lo mundano. El hecho de que la
instauración del Imperio coincidiera más o menos en el tiempo con la Encarnación elevó esta
posible interpretación a evidencia. El cristianismo se encontró con que podía dar una
fundamentación teológica cristiana a la creencia en la perdurabilidad del Imperio. Y quedó con
ello abierta la posibilidad de que las relaciones entre ambos poderes definitivos pudiesen
evolucionar de la hostilidad a la colaboración, como de hecho ha sucedido desde la época
constantiniana. (O. Gigon, Ibidem, 44).

Con el uso del griego penetra en el pensamiento cristiano todo un mundo de conceptos,
categorías intelectuales, metáforas heredadas y sutiles connotaciones. La explicación obvia de
esta rápida asimilación de su ambiente que efectúan las primeras generaciones cristianas es,
desde luego: 1) el que el cristianismo era un movimiento judío y los judíos estaban ya
helenizados en tiempos de San Pablo; no sólo los judíos de la Diáspora sino también, en gran
medida, los de Palestina misma; y 2) el que fuera precisamente esta porción helenizada del
pueblo judío hacia la que se volvieran en primer lugar los misioneros cristianos. (W. Jaeger,
Cristianismo primitivo y paideia griega, México, FCE, 1965, 14-15).

La nueva fe impuso inmediatamente cambios masivos de perspectiva, cuya previa aceptación


motivó después su interpretación filosófica. No se pasó del universo griego al universo cristiano
por vía de evolución continua; más bien se tiene la impresión de que el universo griego se
derrumbó súbitamente en el espíritu de hombres como Justino y Taciano, para dejar paso al
nuevo universo cristiano. Lo que presta mayor interés a estas primeras tentativas filosóficas es
que sus autores parecen andar en busca no de verdades por descubrir, sino más bien de fórmulas
con que expresar las que ya han descubierto. (Wilson, La Filosofía en la Edad Media, Madrid,
Gredos, 1989, 33–34.).

Ése fue el momento decisivo en el encuentro de griegos y cristianos. El futuro del cristianismo
como religión mundial dependía de él. El autor de los Hechos lo vio claramente cuando relata la
visita del apóstol Pablo a Atenas, centro intelectual y cultural del mundo griego clásico y
símbolo de su tradición histórica, y su sermón en ese lugar venerable, el Areópago, ante un
auditorio de filósofos estoicos y epicúreos a los que habla del Dios desconocido (W. Jaeger,
Cristianismo primitivo y paideia griega, México, FCE, 1965, 22).
Mientras Pablo les esperaba en Atenas, estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de
ídolos. Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios; y diariamente en el
ágora con los que por allí se encontraban. Trababan también conversación con él algunos
filósofos epicúreos y estoicos. Unos decían: ¿Qué querrá decir este charlatán? Y otros: Parece ser
un predicador de divinidades extranjeras. Porque anunciaba a Jesús y la resurrección. Le tomaron
y le llevaron al Areópago; y le dijeron: ¿Podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú
expones? Pues te oímos decir cosas extrañas y querríamos saber qué es lo que significan. Todos
los atenienses y los forasteros que allí residían en ninguna otra cosa pasaban el tiempo sino en
decir u oír la última novedad. Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: Atenienses, veo que
vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba
grabada esta inscripción: Al Dios desconocido. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os
vengo yo a anunciar. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y
de la tierra, no habita en santuarios fabricados por manos humanas, ni es servido por manos
humanas, como si de algo estuviera necesitado, el que a todos da la vida, el aliento y todas las
cosas. Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de
la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el
fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no
se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como
han dicho algunos de vosotros: "Porque somos también de su linaje". Si somos, pues, del linaje
de Dios, no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra,
modelados por el arte y el ingenio humano. Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la
ignorancia, anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha
fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a
todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos. Al oír la resurrección de los muertos, unos
se burlaron y otros dijeron: Sobre esto ya te oiremos otra vez. Así salió Pablo de en medio de
ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una
mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos. (Hechos, XVII, 16-34).

En el principio existía el Logos y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios. Él estaba en el
principio con Dios. Todo se hizo por él y sin él no se hizo nada de cuanto existe. En él estaba la
vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la
acogieron. Apareció un hombre, enviado por Dios: su nombre era Juan. Éste vino como testigo,
para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien había de
dar testimonio de la luz. El Logos era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a
este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció. Vino a
lo que era suyo, y los suyos no la recibieron. Mas a cuantos le recibieron, a los que creen en su
nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios; los cuales no de la sangre, ni de la voluntad de la
carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios nacieron. Y el Logos se hizo carne, y puso su
morada entre nosotros, y contemplamos su gloria, gloria cual del Unigénito procedente del
Padre: lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama diciendo: Éste era del que yo
dije: “El que viene detrás de mí ha sido puesto delante de mí, porque era primero que yo”. Pues
de su plenitud todos recibimos, y gracia por gracia. Porque la ley por mano Moisés fue
transmitida; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás:
el Unigénito Hijo, el que está en el regazo del Padre mirándole cara a cara, él es quien lo dio a
conocer. (Juan 1, 1-18).

No os inquietéis por vuestra vida... Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni
recogen en graneros y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que
ellas? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. Pero yo os digo que ni
Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. (Mateo 6, 25-29).
Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy
como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y
conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de
trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para
alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para
nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece,
no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido,
no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de
lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras
profecías, limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo
era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me
hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente;
después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como
Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero
la más grande de todas es el amor. (1 Corintios 13, 1-13).

Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de
Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,
sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos,
si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie
le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado
en nosotros a su plenitud. (1 Juan 4, 7-12).

San Justino (h. 110 – 165)

Sin la filosofía y la recta razón no es posible que haya prudencia. De ahí que sea preciso que
todos los hombres se entreguen a la filosofía y ésta tengan por la más grande y más honrosa obra,
dejando todo lo demás en segundo y tercer lugar; que si ello va unido a la filosofía, aún podrán
pasar por cosas de moderado valor y dignas de ser aceptadas; mas si de ella se separan y no la
acompañan, son pesadas y viles para quienes las llevan entre manos.
- ¿La filosofía, pues – me replicó – produce felicidad?
- Absolutamente – le contesté – y sola ella.
- Pues dime – prosiguió –, si no tienes inconveniente, qué es la filosofía y cuál es la felicidad
que ella produce.
- La filosofía – le respondí – es la ciencia del ser y el conocimiento de la verdad, y la felicidad
es la recompensa de esta ciencia y de este conocimiento.
- Y Dios, ¿a qué llamas tú Dios? – me dijo.
- Lo que siempre se halla del mismo modo e invariablemente y es causa del ser de todo lo
demás, eso es propiamente Dios.
Tal fue mi respuesta, y como mostraba gusto en escucharme, prosiguió preguntándome:
- Ese nombre de ciencia, ¿no es común a diferentes cosas? Porque en todas las artes, el que
sabe se llama sabio en ellas, por ejemplo, en la estrategia, la náutica, la medicina. En lo
referente a Dios y al hombre no pasa lo mismo. ¿Hay alguna ciencia que nos procure
conocimiento de las cosas divinas y humanas e inmediatamente nos haga ver lo que hay en
ellas de divinidad y de justicia?
- Claro que sí – respondí...
- ¿Cómo – me replicó – pueden los filósofos sentir rectamente de Dios y hablar de él con
verdad, si no tienen ciencia de él, puesto que ni le han visto ni le han oído jamás?
- La divinidad – le contesté – no es visible a sus ojos, como los otros vivientes, sino sólo
comprensible a su inteligencia, como dice Platón y yo lo creo.
- ¿Luego – me dijo – es que tiene nuestra inteligencia una fuerza tal y tan grande, o comprende
más bien por medio de la sensación? ¿O es que la inteligencia humana será jamás capaz de
ver a Dios, sin estar adornada del Espíritu Santo?
- Platón, en efecto – contesté yo –, afirma que tal es el ojo de la inteligencia y que justamente
nos ha sido dada para contemplar con él, por ser ojo puro y sencillo, aquello mismo que es, y
que es causa de todo lo inteligible, sin color, sin figura, sin tamaño, sin nada cuanto el ojo ve,
sino que es el ser mismo, más allá de toda esencia, ni decible ni explicable; lo solo bello y
bueno, que de pronto aparece en las almas de excelente naturaleza, por lo que con Él tienen
de parentesco y por su deseo de contemplarlo. (Diálogo con Trifón, 8-10).

Clemente de Alejandría (h. 150 – 215)

Antes de la venida del Señor, la filosofía era necesaria a los griegos para la justicia; ahora, resulta
útil para conducir a los hombres al culto de Dios, por ser una especie de propedéutica para los
que adquieren la fe por la demostración... Y aun tal vez la filosofía fue dada directamente a los
griegos, antes de que el Señor les llamase a ellos, ya que condujo a los griegos hacia Cristo como
la Ley fue para los judíos, para llegar a Cristo. La filosofía hace un trabajo preliminar,
preparatorio, disponiendo el camino a aquel a quien Cristo hace después perfecto... Cuando tú
hayas fortificado la sabiduría con una muralla por la filosofía y una sana abundancia, la
preservarás sin duda inaccesible a los sofistas. Uno es, pues, el camino de la verdad, pero a ella
confluyen como a un río perenne todas las corrientes que surgen aquí y allí. (Tapices, I, 5).
Al hablar de la filosofía, me refiero, no a la estoica, o a la platónica, o a la de Epicuro, o a la de
Aristóteles, sino a cuantas sectas se contienen en esas escuelas sobre la justicia con talante
piadoso y científico: a todo ese conjunto es a lo que yo llamo filosofía. (Tapices, I, 7).

Algunos que se creen hombres de talento no quieren saludar a la filosofía ni a la dialéctica, ni


aprender la contemplación natural, sino que sólo tienen por necesaria a la fe desnuda, lo mismo
que si, no habiendo tenido ningún cuidado de la viña, quisiesen ya desde el principio recoger
uvas. “Viña” es llamado alegóricamente el Señor (Jn 15,1), cuyos frutos se han de recoger en la
vendimia cuidando y cultivando el campo según la razón: hay que podar, cavar, atar, etc. El
cuidado de la viña necesita, creo yo, de la podadera, de la azada y de otras herramientas, si nos
ha de dar unos racimos sabrosos. (Tapices, I, 9).

La filosofía griega, pues – como decíamos –, según unos, llega a rozar la verdad, por un camino
o por otro, si bien oscura e incompletamente; según otros, recibe su impulso del demonio.
Algunos piensan que la filosofía toda está inspirada por fuerzas inferiores. Pero si la filosofía
griega no llega a abarcar la verdad en toda su amplitud; más aún, no tiene mayor eficacia para
hacer practicar los mandamientos del Señor, al menos prepara el camino a la doctrina real; por un
camino u otro, infunde una visión sana de las cosas, modela el carácter y lo dispone para la
aceptación de la verdad, con tal que admita la Providencia. (Tapices, I, 16).

Dice el apóstol Juan: “A Dios nadie lo ha visto nunca: el Dios unigénito que está en el seno del
Padre nos lo dio a conocer” (Jn 1,18). Porque llama seno de Dios a lo que es invisible e inefable,
por eso algunos lo llaman abismo, como queriendo significar que todo lo abarca y contiene en su
seno, y que nadie lo puede comprender, y que es infinito. Es esta cuestión presente sobre Dios
una cuestión muy difícil. Ya es cosa muy ardua el descubrir el principio de cualquier cosa:
dificilísimo resultará el mostrar el principio absolutamente primero y originario, causa de la
producción y de la existencia de todos los demás seres. Porque, ¿cómo habrá podido ser
expresado lo que no es género, ni diferencia, ni especie, ni individuo, ni número, como tampoco
accidente ni sujeto de accidentes? Por otra parte, tampoco se le puede llamar acertadamente todo,
pues el todo se da en orden de la magnitud, y Él es más bien el padre de todo. Ni se puede decir
que sea alguna de sus partes, porque en el Uno no cabe división... Carece de figura y de nombre.
Y si alguna vez le designamos con nombres menos propios, llamándolo Uno, o Bien, o
Inteligencia, o el Ser en sí, o Padre, o Dios, o Creador, o Señor, no lo llamamos así como si
enunciásemos su nombre propio, sino que, en defecto de éste, acudimos a bellas apelaciones,
para que nuestro pensamiento, apoyándose en ellas, no venga a dar en el error sobre otras
cuestiones divinas... Tampoco podemos alcanzar el conocimiento de Dios por demostración, ya
que ésta se basa en verdades previas y más conocidas, y nada hay anterior al que es Unigénito.
Sólo resta que al Desconocido lleguemos a conocerlo por la gracia y por el solo Logos que está
con Dios. (Tapices, V, 12).

Dios, por su bondad, en atención a la parte principal de toda la creación, queriendo salvarla, se
determinó a crear también las demás, confiriéndoles en primer lugar el beneficio fundamental de
hacerlas existir; pues es algo evidente que es mejor existir que no existir. Además, cada cosa,
conforme a su capacidad natural, fue creada y está en disposición de progresar y mejorar. Por
ello, no es ningún absurdo el que también la filosofía fue dada por la divina Providencia para
preparar a la perfección que se obtiene por Cristo, con tal que no se avergüence la filosofía de
aprender de una sabiduría bárbara el camino del avance hacia la verdad. (Tapices, VI, 17).

Orígenes (h. 184 – 254)

Refutada, en cuanto nos ha sido posible, toda interpretación que tiende a sugerir algo corpóreo de
Dios, decimos que en su realidad Dios es incomprensible e inescrutable. Pues sea lo que sea lo
que podamos pensar o entender de Dios, debemos creer que Él es con mucho superior a cuanto
de Él pensamos... Sucede que no pueden nuestros ojos contemplar la naturaleza misma de la luz,
esto es, la naturaleza del sol, pero al ver su esplendor y sus rayos que se difunden por las
ventanas o por cualquier otro sitio donde penetra la luz, podemos imaginar la intensidad del
principio y fuente de la luz material. Pues así, las obras de la Providencia divina y el arte que se
recibe en nuestro universo, vienen a ser como los rayos que emite la naturaleza de Dios. Por
tanto, ya que nuestra mente no es capaz por sí misma de concebir a Dios como es, por la belleza
de sus obras y la magnificencia de sus creaturas viene en conocimiento del padre del universo.
(Sobre los principios, I, I, 5-6).
Está también definido en la doctrina de la Iglesia que toda alma racional está dotada de libre
arbitrio y de voluntad... De eso se desprende que hemos de persuadimos de que nosotros no
estamos sujetos a la necesidad de tal suerte, que nos veamos absolutamente forzados a hacer el
bien o el mal aunque no queramos. Pues si estamos dotados de libre arbitrio, podrá ser que
algunos poderes nos induzcan al pecado, o bien otros ayudarnos a la salvación, pero nunca nos
veremos forzados por necesidad a proceder bien o mal, como piensan los que sostienen que el
curso y el movimiento de los astros son la causa de las acciones humanas, y no sólo de aquellas
que están fuera del alcance de nuestra libertad, sino aun de las que están en nuestra potestad.
(Sobre los principios, I, Prefacio).
Mas como las naturalezas racionales que dijimos que fueron creadas al principio, fueron creadas
no habiendo existido antes, por ese mismo hecho de no haber existido antes y haber empezado a
existir, recibieron un modo de ser mudable, ya que toda facultad que había en ellas no la tenían
por su propia naturaleza, sino recibida de la bondad del Creador. Así, su ser no es algo suyo
propio ni eterno, sino don de Dios: no había existido siempre; y todo lo que ha sido, puede ser
también quitado o desaparecer. Y la causa de que desaparezca será el que el movimiento o
actividad de las almas no está recta y laudablemente dirigido. Pues el Creador hizo don a las
inteligencias por Él creadas del poder de obrar voluntaria y libremente, para que así el bien
resultase propio de ellas, al ser su voluntad la que lo había conseguido. Pero la desidia y el
cansancio en el trabajo por conservar el bien, y el abandono y descuido de las cosas mejores,
dieron comienzo al alejarse del bien, y el alejarse del bien es lo mismo que el afincarse en el mal,
pues es cosa sabida que el mal es la carencia del bien. (Sobre los principios, II, IX, 2).
A mi entender, el decir que Dios es todo en todas las cosas significa que es todo también en cada
una de las cosas, y será todo en cada una de las cosas en el sentido de que cuanto podrá percibir,
o entender, o pensar la inteligencia purificada de toda escoria de vicios y limpia de toda mancha
de malicia, todo será Dios, y no podrá ya ver ni retener otra cosa sino Dios, que será medida y
razón de todas sus acciones: así será Dios todo. Ya no habrá lugar a distinguir el bien y el mal,
porque ya no existirá el mal (al ser Dios todo, en quien no cabe el mal); ni deseará más comer del
árbol de la ciencia del bien y del mal quien está en posesión del bien y para quien Dios es todo.
Así que el fin del mundo, resultando semejante al principio, traerá consigo la restauración del
estado que tuvo entonces la naturaleza racional, cuando no tenía necesidad de comer del árbol de
la ciencia del bien y del mal; de suerte que, alejada toda sensación de malicia, sólo el que es el
único Dios bueno llegará a ser todo para la creatura, recobrado su ser puro y auténtico; y no sólo
en pocas o en muchas cosas, sino en todas será Dios todo. Cuando ya no existirá más la muerte,
ni el aguijón de la muerte, ni el mal, entonces con toda verdad será Dios todo en todos. (Sobre
los principios, III, VI, 3).

San Agustín (354-430)


Desde que en el año decimonono de mi edad leí en la escuela de retórica el libro de Cicerón
llamado Hortensio, se inflamó mi alma con tanto ardor y deseo de la filosofía, que
inmediatamente pensé en dedicarme a ella. Pero no faltaron nieblas que entorpecieron mi
navegación, y durante largo tiempo vi hundirse en el océano los astros que me extraviaron.
Porque cierto terror infantil me retraía de la misma investigación. Pero cuando fui creciendo salí
de aquella niebla, y me persuadí que más vale creer a los que enseñan que a los que mandan; y
caí en la secta de unos hombres que veneraban la luz física como la realidad suma y divina que
debe adorarse… Después de examinarlos, los abandoné, y atravesado este trayecto del mar
fluctuando en medio de las olas, entregué a los académicos el timón de mi alma, indócil a todos
los vientos. Luego vine a este país, y hallé el norte que me guiara. Porque conocí por los
frecuentes sermones de nuestro sacerdote y por algunas conversaciones contigo que, cuando se
pretende concebir a Dios, debe rechazarse toda imagen corporal. Y lo mismo digamos del alma,
que es una de las realidades más cercanas a él. Mas todavía me detenían, confieso, la atracción
de la mujer y la ambición de los honores para que no me diera inmediatamente al estudio de la
filosofía. Cuando se cumpliesen mis aspiraciones, entonces, finalmente, como lo habían logrado
varones felicísimos, podría a velas desplegadas lanzarme en su seno y reposar allí. Leídos unos
poquísimos libros de Platón, de quien supe que tú mismo eras muy aficionado, y comparada con
ellos, en lo posible, la autoridad de aquellos otros libros que transmitieron los divinos misterios,
tanto me enardecí que deseaba romper aquellas anclas… me sobrecogió un dolor tan agudo que,
no pudiendo aguantar el peso de aquella mi profesión por la que navegaba quizás hacia las
Sirenas, todo lo eché por la borda para dirigir mi quebrada y hendida nave a la tranquilidad
deseada, Ya ves, pues, en qué filosofía, como en un puerto, navego. (La vida feliz, 1,4-5).
Me procuraste ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín. Y leí allí que el
Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por voluntad de carne,
sino de Dios. Pero que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no lo leí allí... Y,
amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y lo pude hacer
porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese, sobre el
mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no ésta vulgar y visible a toda
carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más
claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy
distinta de todas éstas. Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo
sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya.
Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es
quien la conoce. (Confesiones, VII, cap. X, 13-16).
Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: “¿Hasta cuándo, hasta cuándo,
¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma
hora?” Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que
oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces:
"Toma y lee, toma y lee"… Me puse a considerar si por ventura había alguna especie de juego en
que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante;
y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden
divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase... Así que, apresurado,
volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme
de allí. Lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en
comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino
revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos. No quise
leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera
infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas...
Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo
como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, porque veía que le habías
concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos
lastimeros y llorosos... Y así convertiste su llanto en gozo, mucho más fecundo de lo que ella
había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi
carne (Confesiones, VIII, cap. XII, 29 – 30).
Pues todo el mundo sabe que existen dos caminos que nos impulsan al conocimiento: la
autoridad y la razón. Ahora bien, para mí es evidente que jamás debo apartarme de la autoridad
de Cristo, ya que no encuentro otra más fuerte. En cuanto a lo que ha de buscarse con la fuerza
de la razón (pues mi estado de ánimo es tal que estoy deseando con impaciencia conocer la
verdad, no sólo mediante la fe, sino comprenderla también con la inteligencia), espero entretanto
poder encontrar en los platónicos una doctrina que no se oponga a nuestros sagrados misterios.
(Contra los académicos, III, 20, 43).
Todo hombre quiere entender; no existe nadie que no lo quiera; pero no todos quieren creer. Me
dice alguien: ‘entienda yo y creeré’. Le respondo: ‘cree y entenderás’… Habiendo pues surgido
entre nosotros una especie de controversia al respecto, en modo que él me diga: ‘Entienda yo y
creeré’ y yo le responda: Más bien cree para entender, llevemos el pleito al juez; ninguno de
nosotros pretenda fallar en causa propia. ¿A qué juez iremos? Examinados uno a uno todos los
hombres, no sé si podremos encontrar otro juez mejor que un hombre mediante el cual Dios
hable. No recurramos, pues, en esta controversia y en este asunto a los autores profanos; no sea
el poeta quien nos juzgue, sino el profeta… Surgió la controversia; vengamos al juez, juzgue el
profeta. Mejor; juzgue Dios por medio del profeta. Callemos ambos. Ya se ha oído lo que
decimos uno y otro. ‘Entienda yo, dices, y creeré’. ‘Cree, digo yo, para entender’. Responde el
profeta: Si no creyereis, no entenderéis (Is. 7, 9)”. (Sermón 43).
No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la
verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo, mas no olvides que,
al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón. Encamina, pues,
tus pasos allí donde la luz de la razón se enciende. Pues ¿adónde arriba todo buen pensador sino
a la verdad? La cual no se descubre a sí misma mediante el discurso, sino es más bien la meta de
toda dialéctica racional. Mírala como la armonía superior posible y vive en conformidad con ella.
Confiesa que tú no eres la Verdad, pues ella no se busca a sí misma, mientras tú le diste alcance
por la investigación, no recorriendo espacios, sino con el afecto espiritual, a fin de que el hombre
interior concuerde con su huésped, no con la fruición carnal y baja, sino con subidísimo deleite
espiritual. Y si no crees lo que digo y dudas de su verdad, mira, al menos, si estás cierto de tu
duda acerca de estas cosas; y en caso afirmativo, indaga el origen de dicha certeza: no se te
ofrecerá allí de ningún modo a los ojos la luz de este sol material, sino aquella que alumbra a
todo hombre que viene a este mundo… La perciben aquellos ojos con que se dice a los
fantasmas: no sois vosotros lo que yo busco. Es más bella aquella luz interior con que discrimino
cada cosa; para ella, pues, va mi preferencia, y la antepongo no sólo a vosotros, sino también a
los cuerpos de donde os he tomado. Después la misma regla que ves, concíbela de este modo:
todo el que conoce su duda, conoce con certeza la verdad, y de esta verdad que entiende, posee la
certidumbre; luego cierto está de la verdad. Quien duda, pues, de la existencia de la verdad, en sí
mismo halla una verdad en que no puede mellar la duda. Pero todo lo verdadero es verdadero por
la verdad. Quien duda, pues, de algún modo, no puede dudar de la verdad... Tales verdades no
son producto del raciocinio, sino hallazgo suyo. Luego antes de ser halladas permanecen en sí
mismas, y cuando se descubren, nos renuevan. (La verdadera religión, cap. XXXIX, 72-73).
La mente... tiene certeza que... existe, vive y entiende. Existe el cadáver y vive el bruto; mas ni el
cadáver ni el bruto entienden. Ella sabe que existe y vive como vive y existe la inteligencia...
Todas las mentes conocieron que existían, vivían y entendían; mas el entender lo referían al
objeto de su conocimiento; el existir y el vivir, a sí mismas. Comprender sin vivir y vivir sin
existir no es posible. Esto nadie lo pone en tela de juicio. En consecuencia, el que entiende, vive
y existe, y no como el cadáver, que existe y no vive, ni como vive el alma que no entiende, sino
de un modo peculiar y más noble.
Además, saben que quieren, y conocen igualmente que nadie puede querer si no existe y vive;
asimismo refieren su querer a algo que quieren mediante la facultad volitiva. Saben también que
recuerdan, y al mismo tiempo saben que, sin existir y vivir, nadie recuerda; la memoria la referi-
mos a todo lo que recordamos por ella... Mas como de la naturaleza de la mente se trata,
apartemos de nuestra consideración todos aquellos conocimientos que nos vienen del exterior
por el conducto de los sentidos del cuerpo, y estudiemos con mayor diligencia el problema
planteado, a saber: que todas las mentes se conocen a sí mismas con certidumbre absoluta. Han
los hombres dudado si la facultad de vivir, recordar, entender, querer, pensar, saber y juzgar
provenía del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los átomos; o si, al margen de estos
cuatro elementos, provenía de un quinto cuerpo de naturaleza ignorada, o era trabazón
temperamental de nuestra carne, y hubo quienes defendieron esta o aquella opinión. Sin
embargo, ¿quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa, conoce y juzga?; puesto que,
si duda, vive; si duda, recuerda su duda; si duda, entiende que duda y si duda, quiere estar cierto;
si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, juzga que no conviene asentir
temerariamente. Y aunque dude de todas las demás cosas, de éstas jamás debe dudar; porque, si
no existiesen, sería imposible la duda. (La Trinidad, X, cap. X, 13-14).
Indudablemente en nosotros hallamos una imagen de Dios, de la Trinidad, que, aunque no es
igual, sino muy distinta de ella, y no eterna como ella... es, con todo, la más cercana a Dios, por
naturaleza, de todas las criaturas... Somos, conocemos que somos y amamos este ser y este
conocer. Y en estas tres verdades no nos turba falsedad ni verosimilitud alguna… En estas
verdades me dan de lado todos los argumentos de los Académicos que dicen: ¿Y si te engañas?
Pues si me engaño, existo. El que no existe no puede engañarse y, por eso, si me engaño, existo.
Luego, si existo, si me engaño, ¿cómo me engaño de que existo, cuando es cierto que existo si
me engaño? Aunque me engañe, soy yo el que me engaño y, por tanto, en cuanto conozco que
existo no me engaño. Síguese también que, en cuanto conozco que me conozco, no me engaño.
Como conozco que existo así conozco que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas, les añado
el amor mismo, algo que no es de menor valor. Porque no me engaño de que amo, no
engañándome en lo que amo, pues aunque el objeto fuera falso, sería verdadero que amaba cosas
falsas... Siendo estas cosas ciertas y verdaderas, ¿quién duda que cuando son amadas, ese amor
es cierto y verdadero? Tan verdad es, que no hay nadie que no quiera existir, como no hay nadie
que no quiera ser feliz. Y ¿cómo puede ser feliz, si no existe? (La Ciudad de Dios XI, 26).
No podrás negar que existe la verdad inconmutable, que contiene en sí todas las cosas que son
inconmutablemente verdaderas, de la cual no podrás decir que es propia y exclusivamente tuya, o
mía, o de cualquier otro hombre sino que por modos maravillosos, a manera de luz secretísima y
pública a la vez, se halla pronta y se ofrece en común a todos los que son capaces de ver las
verdades inconmutables... Ahora bien, esta verdad, de la que tan largo y tendido venimos
hablando, y en la cual, siendo una, vemos tantas cosas, ¿piensas que es más excelente que
nuestra mente, o igual o inferior? Si fuera inferior, no juzgaríamos según ella, sino que
juzgaríamos de ella, como juzgamos de los cuerpos, que son inferiores a la razón; y decimos con
frecuencia no sólo que son o no son así, sino que debían o no debían ser así. Dígase lo mismo
respecto de nuestra alma, pues no sólo conocemos que es así nuestra alma, sino que muchas
veces decimos también que debía ser así... y juzgamos de estas cosas según aquellas normas
interiores de verdad que nos son comunes, sin que de ellas emitamos jamás juicio alguno. Así,
cuando alguien dice que las cosas eternas son superiores a las temporales o que siete y tres son
diez, nadie dice que así debió ser, sino que limitándose a conocer que así es no se mete a corregir
como censor, sino que se alegra únicamente como descubridor.
Pero si esta verdad fuera igual a nuestras inteligencias, sería también mudable, como ellas.
Nuestros entendimientos a veces la ven más, a veces menos, y en eso dan a entender que son
mudables; pero ella, permaneciendo siempre la misma en sí, ni aumenta cuando es mejor vista
por nosotros ni disminuye cuando lo es menos, sino que, siendo íntegra e inalterable, alegra con
su luz a los que se vuelven hacia ella y castiga con la ceguera a los que de ella se apartan.
¿Qué significa el que juzguemos de nuestros mismos entendimientos según ella, y a ella no la
podamos en modo alguno juzgar? Decimos, en efecto, que entiende menos o que entiende tanto
cuanto debe entender. Y es indudable que la mente humana tanto más puede cuanto más pudiere
acercarse y adherirse a la verdad inconmutable. Así, pues, si no es inferior ni igual, no resta sino
que sea superior» (El libre albedrío XI, cap. 12, 33-34).
R.-Es razonable tu interés. Pues te promete la razón, que habla contigo, mostrarte a Dios como se
muestra el sol a los ojos. Porque las potencias del alma son como los ojos de la mente; y los
axiomas de las ciencias se asemejan a los objetos, ilustrados por el sol para que puedan ser
vistos, como la tierra y todo lo terreno. Y Dios es el sol que los baña con su luz. Y yo, la razón,
soy para la mente como el rayo de la mirada para los ojos. No es lo mismo tener ojos que mirar,
ni mirar que ver. Luego el alma necesita tres cosas: tener ojos, mirar, ver. El ojo del alma es la
mente pura de toda mancha corporal, esto es, alejada y limpia del apetito de las cosas
corruptibles. Y esto principalmente se consigue con la fe; porque nadie se esforzará por
conseguir la sanidad de los ojos si no la cree indispensable para ver lo que no puede mostrársele
por hallarse inquinada y débil. Y si cree que realmente, sanando de su enfermedad, alcanzará la
visión, pero le falta la esperanza de lograr la salud, ¿no es verdad que rechazará todo remedio,
resistiéndose a los mandatos del médico?
A.-Así es ciertamente, sobre todo porque tales preceptos son difíciles para los enfermos.
R.-Ha de añadirse, pues, la esperanza a la fe.
A.-Sigo la misma opinión.
R.-Y si admitiere todo eso, animándole la esperanza de poderse curar, pero no desea la luz
prometida y anda contenta en sus tinieblas, que con la costumbre se le han hecho agradables, ¿no
es verdad que" aborrecerá al médico?
A.-Ciertamente.
R.-Se requiere, pues, la tercera cosa, que es la caridad.
A.-Nada es tan necesario.
R.-Luego sin las tres cosas, ninguna alma puede sanarse y habilitarse para ver, es decir, entender
a Dios. Cuando, pues, ya tuviera sanos los ojos, ¿qué le resta?
A.-Mirar.
R.-La razón es la mirada del alma; pero como no todo el que mira ve, la mirada buena y perfecta,
seguida de la visión, se llama virtud, que es la recta y perfecta razón. Con todo, la misma mirada
de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no permanecen las tres virtudes: la fe,
haciéndole creer que en el objeto de su visión está la vida feliz; la esperanza, confiando en que lo
verá, si mira bien; la caridad, queriendo contemplarlo y gozar de él. A la mirada sigue la visión
misma de Dios, que es el fin de la mirada no porque ésta cese ya, sino porque Dios, que es el
único objeto a cuya posesión aspira, y tal es la verdadera y perfecta virtud, la razón que llega a su
fin, premiada con la vida feliz. Y la visión es un acto intelectual que se verifica en el alma como
resultado de la unión del entendimiento y del objeto conocido, lo mismo que para la visión
ocular concurren el sentido y el objeto visible, y ninguno de ellos se puede eliminar, so pena de
anularla. (Soliloquios, I, 6).
Nadie, pienso yo, dudará... con qué rectitud y justicia se le llama el supremo ser, el primer ser,
que es siempre lo mismo, en absoluto idéntico a sí mismo; que es inaccesible a toda corrupción o
cambio; que ni está sujeto al tiempo ni puede ser hoy de distinto modo de como era ayer. Este ser
es el que verdaderamente es, pues significa una esencia subsistente en sí misma e inaccesible a
toda mutación. Éste ser es Dios, el cual no tiene contrario, porque al ser sólo se opone el no-ser...
Pero puesto que para la contemplación de estas cosas llevamos, al contrario, el bagaje de una
inteligencia llagada y embotada... esforcémonos todo lo posible por alcanzar algún conocimiento
de objeto tan elevado, caminando paso a paso, con cautela, no como suelen buscarlo quienes lo
contemplan, sino como los que andan en tinieblas, a tientas”. (De las costumbres de la Iglesia
católica y de las costumbres de los maniqueos, II, 1).
No desmayes y cree firmemente lo que crees, pues no hay creencia alguna más fundamental que
ésta, aunque se te oculte el porqué ha de ser así, ya que el concebir a Dios como la cosa más
excelente que se puede decir ni pensar es el verdadero y sólido principio de la religión, pues no
tiene esta idea óptima de Dios quien no crea que es omnipotente y absolutamente inconmutable,
creador de todos los bienes, a todos los cuales aventaja infinitamente, y gobernador justísimo de
todo cuanto creó, y que no necesitó de cosa alguna para crear, como si a sí mismo no se bastara.
De donde se sigue que creó todas las cosas de la nada, mas no de sí mismo, puesto que de sí
mismo engendró sólo al que es igual a El, y a quien nosotros decimos Hijo único de Dios, y al
que, deseando señalar más claramente, llamamos “Virtud de Dios” y “Sabiduría de Dios”, por
medio de la cual hizo de la nada todas las cosas que han sido hechas”. (El libre albedrío, II, 5).
¿Quién las creó? El Ser absolutamente perfecto. ¿Quién es Él? Dios, inmutable Trinidad, pues
con infinita sabiduría las hizo y con suma benignidad las conserva. ¿Para qué las hizo? Para que
fuesen. Todo ser, en cualquier grado que se halle, es bueno, porque el sumo Bien es el sumo Ser.
¿De qué las hizo? De la nada. Pues todo lo que es ha de tener necesariamente cierta forma o
especie, por insignificante que sea, y aun siendo minúsculo bien, siempre será bien y procederá
de Dios. Mas por ser la suma forma sumo bien, también la más pequeña forma será mínimo bien.
Así todo bien o es Dios o procede de Él. Luego aun la mínima forma viene de Dios... Hizo, pues,
Dios todas las cosas de lo que carece de especie y forma, y eso es la nada...
Por lo cual, si bien el mundo fue formado de alguna materia informe, ésta fue sacada totalmente
de la nada. Pues lo que no está formado aún, y, sin embargo, de algún modo se ha incoado su
formación, es susceptible de forma por beneficio del Creador. Porque es un bien el estar ya
formado, y algún relieve de bien la misma capacidad de forma; luego el mismo autor de los
bienes, dador de toda forma, es el fundamento de la posibilidad de su forma. Y así, todo lo que
es, en cuanto es, y todo lo que no es, en cuanto puede ser, tiene de Dios su forma o su
posibilidad. O dicho de otro modo: todo lo formado; en cuanto está formado, y todo lo que no
está formado, en cuanto es formable, halla su fundamento en Dios. (La verdadera religión,
XVIII, 35-36).
Pregunté a la mole del mundo acerca de mi Dios, y me respondió: No soy yo, sino que él me
hizo a mí. Pregunté a la tierra y me respondió: No soy yo. Y todo cuanto hay en ella esto mismo
confesó. Pregunté al mar y a sus abismos, a los reptiles de almas vivientes y me respondieron:
No somos nosotros tu Dios, busca sobre nosotros. Pregunté a las brisas que soplan, y todo el aire
con sus moradores me dijo: Yerra Anaxímenes: yo no soy Dios. Pregunté al firmamento, al sol, a
la luna y a las estrellas y me dijeron: Tampoco nosotros somos el Dios que tú buscas. Y dije a
todas estas cosas que rodean las puertas de mi cuerpo: Habladme del Dios mío, el que vosotros
no sois, decidme algo de El. Y exclamaron con voz poderosa: Él nos hizo. Mi pregunta era mi
atenta mirada y su respuesta, su belleza. Y me dirigí a mí mismo y me pregunté: ¿Tú quién eres?
Y me respondí: Un hombre. Y se me hacen patentes el alma y el cuerpo que soy, lo uno exterior y
lo otro interior. ¿Por cuál de estos dos debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado a
través del cuerpo desde la tierra al firmamento, hasta donde pude enviar los rayos mensajeros de
mis ojos? Sin duda, es mejor lo interior… Decían: No somos Dios y El mismo nos hizo. El
hombre interior conoció todo esto por ministerio del exterior. (Confesiones, X, cap. 6)
Por todos estos testimonios de la divina Escritura, la que nadie duda sea veraz, sino el infiel o el
impío, nos inclinamos a la sentencia según la cual decíamos que Dios desde el origen del siglo
creó primeramente todas las cosas a la vez; unas, creándolas en sus propias naturalezas; otras,
creándolas en sus causas. De modo que el Omnipotente hizo no sólo las cosas presentes, sino
también las futuras. (Comentario literal del Génesis, VII, cap. XXVIII, 42).
Es en el alma del hombre, alma racional e intelectiva, donde se ha de buscar la imagen del
Creador injertada inmortalmente en su inmortalidad. Y así como el alma se dice, en un cierto
sentido inmortal -aunque tiene el alma una muerte cuando carece de la vida feliz, verdadera vida
del alma, no obstante se la dice inmortal, porque, sea cual fuere su vida, incluso si es miserable,
jamás cesará de vivir-, así, aunque la inteligencia o razón parezca ahora como adormecida en
ella, ya se manifieste pequeña, ya grande, el alma humana siempre es racional e intelectiva; y por
esto, si ha sido creada a imagen de Dios en cuanto puede usar de su razón e inteligencia para
conocer y contemplar a Dios, es evidente que, desde el momento que a existir empezó esta
excelsa y maravillosa naturaleza, ya esté tan envejecida que apenas sea imagen, ya se encuentre
entenebrecida y desfigurada, ya nítida y bella, jamás dejará de existir. (La Trinidad XIV, 4, 6).
Son tres las partes de que consta el hombre: espíritu, alma y cuerpo, que por otra parte se dicen
dos, porque con frecuencia el alma se denomina juntamente con el espíritu; pues aquella parte
del mismo racional, de que las bestias carecen, se llama espíritu; lo principal de nosotros es e1
espíritu; en segundo lugar, la vida por la cual estamos unidos al cuerpo se llama alma;
finalmente, el cuerpo mismo, por ser visible es lo último de nosotros. (De la fe y el símbolo, 10).
No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra
tuya. Mas ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si
permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y
brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin
embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el
tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que
es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé;
pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que
sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si
nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo
pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese
siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el
presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste,
cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que
existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?” (Confesiones, XI, cap. XIV, 17).
En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti
con las turbas de tus afecciones. En ti – repito - mido los tiempos. La afección que en ti producen
las cosas que pasan - y que, aun cuando hayan pasado, permanece - es la que yo mido de
presente, no las cosas que pasaron para producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos.
Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo. (Confesiones, XXVII, 36).
Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el
amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la
segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria
a Dios, testigo de su conciencia… (La Ciudad de Dios XIV, 29).
Dos amores constituyeron estas dos ciudades. El amor de Dios constituye la ciudad de Jerusalén;
el amor del mundo, la de Babilonia. Pregúntese a si mismo cada uno qué cosa ame, y se dará
cuenta a qué ciudad pertenece; y, si ve que es ciudadano de Babilonia, extirpe en sí la codicia y
plante la caridad. Si ve que es ciudadano de Jerusalén, tolere esta cautividad y espere la libertad
(Comentario a los Salmos 64, 2).
Ciertamente, el fin de esta ciudad, en la cual se llegará al sumo bien, le debemos llamar o “paz en
la vida eterna” o “vida eterna en la paz”, para que más fácilmente lo puedan entender todos.
Porque es tan singular el bien de la paz, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír
cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor.
Si en esto nos detenemos algún tanto, no creo seremos pesados a los lectores, así por el fin de
esta ciudad de que tratamos como por la misma suavidad de la paz, que tan estimable y deseada
es para todos. (La Ciudad de Dios XIX, 11).
Quien considere un poco las cosas humanas y la naturaleza común de los hombres, advertirá que
así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz. Pues
hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer, y, guerreando, llegar a una gloriosa paz.
¿Qué otra cosa es la victoria sino el sometimiento de los contrarios? Logrado lo cual, sobreviene
la paz. Así que con intención de la paz se hacen las guerras, aun por los que ejercitan el arte de la
guerra siendo generales, mandando y peleando. De lo que se sigue que la paz es el deseado fin de
la guerra, porque todos los hombres, aun con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz
busca la guerra. Hasta los que quieren perturbar la paz en que viven, no es porque aborrezcan la
paz, sino por tenerla a su capricho. No quieren, pues, que deje de haber paz, sino que haya la que
ellos desean. Finalmente, aun cuando por sediciones y discordias civiles se apartan y dividen
unos de otros, si con los mismos de su bando y conjuración no tienen alguna forma o especie de
paz no hacen lo que pretenden. Por eso los mismos bandoleros, para turbar con más fuerza y con
más seguridad suya la paz de los otros, desean la paz con sus compañeros... Todos, pues, desean
tener paz con los suyos. (La Ciudad de Dios XIX, 12).
La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma
irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, la ordenada
conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida
ordenada y la salud del viviente La paz del hombre mortal con Dios es la concorde obediencia en
la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres es la ordenada concordia. La paz de la casa, la
ordenada concordia en el mandar y el obedecer de los que viven juntos. La paz de la ciudad, la
ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la
ciudad celestial es la ordenadísima concorde sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de
otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden; y el orden no es otra cosa que
una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar. (CD XIX, 13)
“Ama y haz lo que quieras” (Séptima Homilía sobre la Carta de San Juan, 8).
¿Qué amo, en realidad, cuando te amo? Ni brillo de cuerpo, ni honor pasajero, ni resplandor de
luz, que tanto aman los ojos, ni dulces melodías de sones variados, ni fragancia de flores, perfu-
mes y aromas, ni manas ni mieles, ni miembros placenteros a los abrazos de la carne: nada de
esto amo cuando a mi Dios amo. Y, sin embargo, amo una cierta luz y cierta voz y cierta fragan-
cia y cierto manjar y cierto abrazo cuando amo a mi Dios: luz, voz, olor, manjar, abrazo de mi
hombre interior, donde para mi alma fulgura lo que ningún lugar abarca, y donde suena lo que
ningún tiempo arrebata, y donde huele lo que el aura no dispersa, y donde se saborea lo que la
voracidad no consume, y donde queda adherido lo que ninguna hartura aborrece. Esto es lo que
amo cuando a mi Dios amo. (Confesiones, X, cap. 6).

BIBLIOGRAFÍA

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Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio (480-524)

La filosofía es el amor, el deseo y la amistad con la sabiduría. Pero no con el saber que se
ocupa de ciertas artes ni de la producción de alguna cosa, sino de aquel saber que no necesita de
nada, sino que consiste en el puro conocimiento de las cosas y en el razonamiento que se halla en
la flor de la edad... La filosofía es doble: una, que se llama teórica, y otra, práctica, es decir,
una, especulativa, y otra, activa. La primera se divide en tantas especies como clases de
especulación existen. La segunda en tantas como variedades de virtudes. Por tanto, puesto que
existen tres modos de contemplación o especulación, hay una tres clases de filosofía
especulativa: una que trata de lo intelectible, otra de lo inteligible y una tercera que se ocupa de
lo natural... Lo intelectible es aquello que necesariamente es uno y lo mismo y que se mantiene
siempre en su propia divinidad y que no puede captarse jamás por los sentidos, sino sólo por la
mente y el entendimiento. Y esta realidad, que se alcanza por la investigación de la verdadera
filosofía, comprende tanto el conocimiento de Dios como el de la incorporeidad del alma. Por
eso, los griegos llamaron a esta parte teología. La segunda, en cambio, versa sobre lo
inteligible... y comprende las causas supremas de todas las obras celestes y lo que bajo el mundo
sublunar reviste mayor pureza y magnificencia y, junto a ellas, las sustancias que podrían ser
intelectibles, pero degeneraron a la condición y el estado de almas humanas y, por el contacto
con el cuerpo, se transformaron de intelectibles en inteligibles... La tercera especie de filosofía
teorética, que versa sobre los cuerpos y sobre su ciencia y conocimiento, es la denominada
fisiología, que explica la naturaleza y pasiones de los cuerpos...
La filosofía práctica, que antes hemos dominado activa, presenta también una triple división.
La primera es la se ocupa del cuidado y decoro de sí mismo y de su progreso mediante las
virtudes, no prescribiendo nada que no conduzca a la vida feliz, ni acción alguna que produzca
arrepentimiento. La segunda, por su parte, mirando a la comunidad política, se cuida del arte de
la prudencia que beneficia a todos, de la balanza de la justicia y de la solidez de la fortaleza y de
la constancia de la moderación. La tercera ordena la administración familiar con unas normas
sencillas.
Para poder alcanzar el conocimiento de estas ciencias es necesario en grado sumo el
beneficio del arte que los griegos llamaron lógica y que nosotros podemos denominar como
filosofía racional, pues ella establece la verdad de las proposiciones y lo que es correcto sin
ningún error”. Unos la consideran una parte de la filosofía, otros más bien creen que es un
instrumento y un recurso de la misma”. (In Isagogen, I, 3).

Porfirio dice que él no se pronuncia acerca de los géneros y las especies, ni dice si son
realidades subsistentes o son puros y simples pensamientos, ni si son corpóreos o incorpóreos, ni
si están separados o si subsisten en las cosas sensibles. De todo esto afirma guardar silencio,
pues requiere un estudio muy profundo. Nosotros, en cambio, con toda moderación, lo tocaremos
con calma. (In Isagogen, II, 10).

En tanto que en silencio me agitaban estos sombríos pensamientos y con aguzado estilo
escribía en blandas tablillas mi lamento quejumbroso, me pareció que sobre mi cabeza se erguía
la figura de una mujer de aspecto venerable, con los ojos refulgentes y penetrantes hasta más allá
de la acostumbrada capacidad de los hombres, de color sonrosado, llena de vida... su vestido lo
formaban finísimos hilos de materia inalterable... en su parte inferior aparecía bordada la letra pi
y, en lo más alto, la letra tau. Y enlazando las dos letras había unas franjas que, a modo de
peldaños de una escalera, permitían subir desde el símbolo inferior al emblema superior... Y
cuando vio a mi cabecera a las musas de la poesía dictándome las palabras que traducían mi
dolor, se conmovió y, luego, lanzando por sus ojos una mirada fulminante, indignada exclamó:
¿Quién ha dejado acercarse hasta mi enfermo a estas despreciables cortesanas de teatro, que no
sólo no pueden brindar el más ligero alivio a sus males, sino que le alimentan con sus dulces
venenos?... Marchad, alejaos de este lugar, Sirenas que fingís dulzura para acarrear la muerte.
Dejadme al enfermo, al que yo cuidaré con mi inspiración hasta devolverle la salud y el
bienestar. (La consolación de la filosofía, I, prosa primera).

Al verte triste y lloroso comprendí muy pronto que eras un desterrado; mas de no haber oído
tus palabras, no hubiera adivinado cuán largo y duro ha sido tu destierro. Pero, por muy lejos que
estés de la patria, ten presente que aún no has sido arrojado de ella... me conmueve no tanto la
contemplación de este lugar, cuanto la de tu propia persona. No echo de menos aquella hermosa
biblioteca decorada con vidrios y marfil, sino el interior de tu alma, en la que yo en otro tiempo
deposité, no libros, sino lo que a éstos da valor, los pensamientos que contienen... Pero te ha
cegado el olvido de ti mismo, por eso te has quejado del destierro y del despojo de tus bienes.
Porque ignoras el fin de las cosas has creído poderosos y felices a los malvados. Y, como
desconoces quién gobierna el mundo, te imaginas que los vaivenes de la Fortuna lo hacen
navegar como un barco sin piloto a la deriva... trataré de apaciguar tu alma con los remedios más
comunes y así, disipadas las nieblas engañosas, podrás hallar el esplendor de la verdadera luz. (I,
prosas quinta y sexta).

El error y la ignorancia os confunden: te mostraré en seguida cuál es el fundamento de la


felicidad verdadera. ¿Existe nada más digno de aprecio para ti que tú mismo? Nada – me
responderás seguramente –. Por tanto, si sabes ser dueño de ti mismo, estarás en posesión de un
bien que nunca querrás perder y que la Fortuna jamás te podrá arrebatar. Ahora prosigue mi
razonamiento y verás que la dicha no puede estar en los bienes fortuitos que dependen del azar.
Si la felicidad es el bien supremo del ser racional y si tal bien nadie puede arrebatarlo, porque
entonces ya no sería supremo sino inferior a aquel que no puede perderse, es evidente que la
Fortuna, de suyo inestable, no puede hacer suya la felicidad. (II, prosa cuarta).

Resulta innegable que todo cuanto existe se ve animado del deseo natural de conservar la
vida y de evitar la muerte... Ahora bien – respondió la Filosofía –, lo que desea subsistir y durar
aspira por ello mismo a la unidad, ya que sin ella nada puede conservar su existencia... Por tanto,
todos los seres aspiran a la unidad... Y ya se ha demostrado que la unidad y el bien se
identifican... Luego, todos los seres aspiran al bien, que se puede definir de esta manera: el bien
es, por esencia, lo que todos los hombres desean. (III, prosa undécima).

¡Feliz aquel que ha podido vislumbrar la fuente pura del bien! ¡Feliz el que sacudió las
pesadas cadenas de la tierra! En otro tiempo, Orfeo, el cantor de Tracia, lloró la muerte de su
esposa. Y, cuando con su canto desolado obligó a los montes a que acudieran en su ayuda e hizo
que los ríos de rápida corriente se detuvieran... En las mismas fronteras de la noche, Orfeo miró
a Eurídice: la vio, la perdió, le dio la muerte.
Esta fábula parece inventada para vosotros los que tratáis de elevar vuestro espíritu hacia la
luz de los cielos; porque el que se deja vencer y vuelve sus ojos a los antros del Tártaro, pierde
los bienes superiores precisamente por el hecho de mirar a los infiernos. (III, metro duodécimo).

Lo que más me apesadumbra es que, aun habiendo un ser supremo lleno de bondad que todo
lo gobierna, pueda existir y quedar impune el mal en el mundo, y ciertamente no dejarás de
comprender lo extraño que he de considerar semejante hecho. Pero hay algo peor: mientras la
perversidad crece y prospera, a la virtud no sólo se le priva de recompensa, sino que se la ve a los
pies de los malvados que, aplastándola, la condenan al castigo que sólo el crimen merece.
Que esto suceda en el reino de un Dios que todo lo puede, que todo lo sabe y sólo quiere el
bien, es lo que suspende el ánimo y nunca se lamentará bastante. (IV, prosa primera).
Me parece que hay una absoluta oposición y repugnancia entre la presciencia universal de
Dios y la existencia del libre albedrío. Porque si Dios todo lo prevé sin que pueda equivocarse,
necesariamente ha de verificarse lo que la Providencia ha previsto... Si los acontecimientos
pudieran seguir una ruta diferente de la prevista, la presciencia del futuro no sería firme, sino
más bien una conjetura incierta, pero parece cosa impía atribuir esto a la divinidad... (V, prosa
tercera).
Dijo entonces la Filosofía: “Muy antigua es esta queja contra la Providencia. Cicerón la trata
con calor y entusiasmo cuando habla de la adivinación y tú mismo la has estudiado seria y
profundamente. Pero hasta ahora nadie ha dado una explicación satisfactoria, sólida y exacta....
(V, prosa cuarta).
Dios ve simultáneamente presentes los futuros libres; los cuales, por consiguiente, con
relación a la mirada divina son necesarios, por ser conocidos por la ciencia de Dios; pero
considerados en sí mismos, no pierden el carácter de libres, propios de su naturaleza.
Es, pues, indudable que todos los futuros previstos por Dios se han de verificar: algunos de
ellos proceden del libre albedrío, y aún en el verificarse, su existencia no borra en ellos el
carácter de libres, porque antes de producirse podían no haberse producido. (V, prosa sexta).

Son algo diverso el ser (esse) y lo que es (id quod est); pues el ser mismo todavía no es: en
cambio, lo que es, una vez recibida la forma de ser, es y tiene consistencia. Lo que es puede
participar de algo, pero el ser mismo no participa de nada, pues la participación tiene lugar
cuando ya se es, y se es cuando se ha recibido el ser. Lo que es puede tener algo además de lo
que él mismo es, pero el ser no tiene además de sí mismo cosa alguna añadida. Es diverso el ser
algo tan sólo y el ser algo en aquel que es, pues en el primer caso se denota un accidente y, en el
segundo, una sustancia.
Todo lo que es participa de la naturaleza del ser, para ser; mas para ser algo, participa de otra
cosa, y así, lo que es participa de la naturaleza del ser, para ser; y es ya para participar de
cualquier cosa. Todo ser simple tiene su ser y la naturaleza del uno. En todo compuesto es
diverso el ser y lo que él mismo es. (Sobre las semanas, I, 1).

Persona es la sustancia individual de la naturaleza racional. Con esta definición hemos


delimitado o definido lo que los griegos llaman u2póstasiç, pues el nombre de “persona”
parece haber sido derivado de otro origen, a saber, de aquellas “personas” que en las comedias y
tragedias representaban a aquellos hombres que les interesaba. Ahora bien, “persona” viene de
“personando”... que se deriva de “sono” y vendría de “sono” porque en una superficie cóncava se
refuerza más y se devuelve con más intensidad el sonido. Los griegos llaman también próswpa
a esas personas, porque se ponen algo delante de la cara y ocultan el rostro a la vista de los
demás. (Sobre la persona y las dos naturalezas, cap. III).

BIBLIOGRAFÍA

Boethii Opera, Venetiis, Johannes et Gregorius de Gregoriis, 1491-1492.


BOECIO, A. M. S.: La consolación de la filosofía, ed. P. Rodríguez, Madrid, Alianza, 2004
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Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2003.
BOECIO, A. M. S.: La consolación de la filosofía, ed. L. Pérez, Madrid, Akal, 1997.
BOECIO, A. M. S.: Tratado de música, Madrid, Ediciones Clásicas, 2005.
BOECIO, A. M. S.: Institutio Arithmetica, ed. bilingüe Mª A. Sánchez, Univ. de León, 2002.
CHADWICK, H.: Boethius: the consolations of music, logic, theology, and philosophy,
Oxford, Clarendon Press, 1992.
GIBSON, M.: Boethius: his life, thought and influence, Oxford, Blackwell, 1981.
Dionisio Pseudo-Areopagita (s. V-VI)

La Luz, que procede del Padre, se difunde copiosamente sobre nosotros y con su poder
unificante nos atrae y lleva a lo alto. Nos hace retornar a la unidad y deificante simplicidad del
Padre, congregándonos en Él (Jerarquía celeste I, 1).

Aquella infinita supraesencia trasciende toda esencia; aquella Unidad está más allá de toda
inteligencia. Ningún razonamiento puede alcanzar aquel Uno inescrutable. No hay palabras con
que expresar aquel Bien inefable, el Uno, fuente de toda unidad, ser supraesencial, mente sobre
toda mente, palabra sobre toda palabra. Trasciende toda razón, toda intuición, todo nombre. Él es
el Ser y ningún ser es como Él. Causa de todo cuanto existe. Él mismo está fuera de las
categorías del ser. Sólo Él, con su sabiduría y señorío, puede dar a conocer de sí mismo lo que
es... Nadie se atreva a definir con palabras o conceptos la noción secreta y supraesencial de
Dios... No existe vestigio alguno por donde penetrar en su infinitud secretísima. Sin embargo,
este bien no se mantiene totalmente incomunicado con las criaturas. Por sí mismo hace
generosamente extensivo a todos aquel firme Rayo supraesencial que le es propio y constante.
Cada uno le recibe según su capacidad. De esta manera atrae hacia sí las almas santas para
contemplarle, dentro de lo posible, para entrar en comunión con Él y procurar imitarle... Son
almas que con firmeza se elevan en pos del Rayo que las ilumina. En respuesta de amor a la luz
recibida, levantan humildemente su vuelo en santidad. (Los nombres divinos, I, 1-2).

A aquel que es causa de todas las cosas y lo trasciende todo le cuadra a la vez el Sin Nombre y
los nombres de todas las cosas. Es verdaderamente Rey del universo. Todas las cosas dependen
de Él, que es su causa, principio y fin. Él es, como dice la Escritura, “todo en todas las cosas”...
Esta Bondad Sin Nombre contiene en sí de manera simple e indefinida todas las cosas antes de
que existan. Así es por infinita bondad de su Providencia, perfecta y única causa universal. Por lo
cual, merece alabanza y los nombres de toda la creación. (I, 7).

Pasemos ya al nombre de “Bien”. Es el nombre que prefieren los teólogos para designar la
Deidad supradivina. Llaman Bondad a la misma subsistencia divina que, por el mero hecho de
ser, todas las cosas contienen.
Sucede lo que en el Sol. Sin pensarlo, sin quererlo, por el mero hecho de ser lo que es, ilumina
todo lo que de alguna manera puede recibir luz. Así ocurre con el Bien. Muy superior al Sol,
como el arquetipo superior a la imagen borrosa, extiende los rayos de su plena Bondad a todos
los seres que, según su capacidad, la reciben. Gracias a estos rayos de Bondad subsisten todos los
seres inteligibles e inteligentes, todo ser, toda potencia y operación. Por ellos existen y poseen
vida inalterable e indestructible... por iluminación ven las razones propias de todos los seres...
sus deseos del Bien los hacen ser lo que son y les dan su bienestar. (IV, 1).

La luz procede del Bien y es su imagen. Se alaba al Bien llamándole “Luz”, como se honra al
Arquetipo en su imagen. La Bondad propia de Dios, plenamente trascendente, lo invade todo,
desde los seres más altos y perfectos hasta los más bajos. Está sobre todo: los más altos no llegan
a la divina Bondad ni los más bajos escapan a su dominio. Ilumina todas las cosas que pueden
recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona. De ella todas reciben medida,
tiempo, número y orden. Su poder abraza el universo, es causa y fin de todo (IV, 4).

¡Trinidad supraesencial, más que divina y más que buena! Maestra de la sabiduría divina de
los cristianos, guíanos más allá del no saber y de la luz, hasta la cima más alta de las Escrituras
místicas. Allí los misterios de la Palabra de Dios son simples, absolutos, inmutables en las
tinieblas más que luminosas del silencio que muestra los secretos. En medio de las más negras
tinieblas, fulgurantes de luz ellos desbordan. Absolutamente intangibles e invisibles, los
misterios de hermosísimos fulgores inundan nuestras mentes deslumbradas. (Teol. Mística, I, 1).

Cuanto más alto volamos, menos palabras necesitamos, porque lo inteligible se presenta
cada vez más simplificado. Por tanto, ahora, a medida que nos adentramos en aquella
Oscuridad que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos en
palabras. Más aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada...
En aquellos escritos [Los nombres divinos], el discurso procedía desde lo más alto o lo más
bajo. Por aquel sendero descendente aumentaba el caudal de las ideas, que se multiplicaban a
cada paso. Mas ahora que escalamos desde el suelo más bajo hasta la cumbre, cuanto más
subimos más escasas se hacen las palabras. Al coronar la cima reina un completo silencio.
Estamos unidos por completo al Inefable.
Te extrañas, quizá, de que, partiendo de lo más alto por vía de afirmación, comencemos
ahora desde lo más bajo por vía de negación. La razón es ésta: cuando afirmamos algo de aquel
a quien ninguna afirmación alcanza, necesitamos que se basen nuestros asertos en lo que esté
próximo a Él. Mas ahora, al hablar por vía de negación de aquel que trasciende toda negación,
se comienza por negarle las cualidades que le sean más lejanas. ¿No es cierto que es más
conforme a realidad afirmar que Dios es vida y bien que no aire o piedra? ¿No es verdad que
Dios está más distante de ser embriaguez y enojo que de ser nombrado y entendido? (Cap. III)

Decimos, pues, que la Causa universal está por encima de todo lo creado. No carece de
esencia, ni de vida, ni de razón, ni de inteligencia. No tiene cuerpo, ni figura, ni cualidad, ni
cantidad, ni peso. No está en ningún lugar. Ni la vista ni el tacto la perciben. Ni siente ni la
alcanzan los sentidos. No sufre desorden ni perturbación procedente de pasiones terrenas. No
carece de poder ni la alteran acontecimientos imprevistos. No necesita luz. No experimenta
mutación, ni corrupción, ni decaimiento. No se le añade ser, ni haber, ni cosa alguna que caiga
bajo el dominio de los sentidos. (Cap. IV).

Esta Causa no es alma ni inteligencia; no tiene imaginación, ni expresión, ni razón ni


entendimiento. No es palabra por sí misma ni tampoco entendimiento. No podemos hablar de
ella ni entenderla. No es número ni orden, ni magnitud ni pequeñez. ni igualdad ni semejanza ni
desemejanza. No es móvil ni inmóvil, ni descansa. No tiene potencia ni es poder. No es luz, ni
vive ni es vida. No es sustancia ni eternidad ni tiempo. No puede el entendimiento
comprenderla, pues no es conocimiento ni verdad. No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad.
No es divinidad, ni bondad, ni espíritu en el sentido que nosotros lo entendemos. No es
filiación ni paternidad ni nada que nadie ni nosotros conozcamos. No es ninguna de las cosas
que son ni de las que no son. Nadie la conoce tal cual es ni la Causa conoce a nadie como es.
No tiene razón, ni nombre, ni conocimiento. No es tiniebla ni luz, ni error ni verdad.
Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de ella.
Cuando negamos o afirmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le
añadimos ni quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única
Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es
absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo. (Cap. V).

Es en verdad causa, origen, esencia y vida de todas las cosas. Voz que llama a los alejados
para que vuelvan a la vida: renovación de la divina imagen perdida... Guía de quienes le siguen.
Fundamento de perfección para los perfectos. Plenitud de divinidad para los que se divinizan.
Simplicidad de los que se simplifican. Unidad de quienes logran la unión. Principio
supraesencial de todo principio, prodiga en lo posible bondadosamente sus secretos.
En resumen, es Vida de los vivientes, esencia de los seres. Principio y Causa, por su bondad,
de toda vida y esencia. Por su misma bondad produce y mantiene en su ser todas las cosas. (I, 3).

Esto pido, Timoteo, amigo mío, entregado por completo a la contemplación mística.
Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo sensible y a lo inteligible.
Despójate de todas las cosas que son y aun de las que no son. Deja de lado tu entender y
esfuérzate por subir lo más que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo ser y de
todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro apartamiento de ti mismo y de todas las cosas,
arrojándolo todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta el divino Rayo de tinieblas de la
divina Supraesencia (Cap. I, 1).

BIBLIOGRAFÍA

PS. DIONISIO AREOPAGITA: Obras completas, ed. T. H. Martin, Madrid, BAC, 2002.
COPP, J. D.: Dionysius the Pseudo-Areopagite: man of darkness, man of light, Lewiston,
Edwin Mellen Press, 2007.
GARCÍA CASTILLO, P., “El divino rayo de tinieblas”, en Naturaleza y Gracia, LVIII, 2011,
pp. 105 - 134.
RICO, J.: Semejanza a Dios y divinización en el Corpus Dionysiacum: platonismo y
cristianismo en Dionisio el Areopagita, Toledo, Estudio Teológico San Ildefonso, 2001.
TOSCANO, M y ANCOCHEA, G.: Dionisio Areopagita: La tiniebla es luz, Barcelona, Herder,
2009.

Juan Escoto Eriúgena (810-877)

MAESTRO: Frecuentemente, al reflexionar y al investigar con la máxima diligencia que la


primera y suprema división entre aquello que es y aquello que no es resulta apropiada para todas
las cosas que pueden ser percibidas por el espíritu o superan su esfuerzo, se me aparece como
apropiado término general para todo ello el que en griego se pronuncia physis y en latín natura...
pues naturaleza es el nombre general apropiado para todo lo que es y todo lo que no es...
Cuatro diferencias permiten la división de la naturaleza en cuatro especies. De ellas, la
primera es la que crea y no es creada, la segunda aquella que es creada y crea, la tercera la
que es creada y no crea, la cuarta aquella que ni crea ni es creada. Las cuatro se oponen entre
sí en parejas: la tercera se opone a la primera y la cuarta a la segunda” (División I, 441A- 442A).

La primera se predica rectamente sólo de Dios, quien, creador único de todas las cosas, se
entiende que es ánarchos, es decir, sin principio, ya que sólo Él es la causa principal de todo
cuanto es hecho sólo desde Él mismo y por Él mismo y, por ello, es el fin de todo cuanto desde
Él existe... Es, pues, principio, medio y fin. Principio, ciertamente, porque de Él proceden todas
las cosas que participan de la esencia. Medio, porque de Él y por Él subsisten y se mueven. Fin,
porque hacia Él se mueven buscando el descanso de su movimiento y la estabilidad de su
perfección... Eso se predica tan sólo de la causa divina universal, ya que ella sola crea las cosas
que de ella proceden y no es creada por ninguna causa superior y anterior a ella. (I, 451C-452A).

Dícese, pues, [Dios] esencia, pero no es propiamente esencia, pues al ser se opone el no-ser;
es, por tanto, hiperoúsios, esto es, superesencial. Se dice asimismo bondad, pero no es bondad
propiamente; pues a la bondad se opone la malicia. Es, por tanto, hiperagathós, esto es, más que
bueno, hiperagathótes, esto es, más que bondad. Se dice Dios, pero no es propiamente hablando
Dios, pues a la visión se opone la ceguera, y al que ve, el que no ve. Es, por tanto, hipertheós,
esto es, más que Dios, ya que theós se interpreta el que ve. Pero si recurres a otra etimología de
este nombre, de suerte que pienses que se deriva, no del verbo theoró (= ver), sino del verbo
théo (= correr), te encuentras con el mismo resultado: en efecto, al que corre se le opone el que
no corre, como la lentitud a la velocidad. Será, entonces hiperthéos, esto es, más que el que
corre, como está escrito: «Velozmente corre su palabra» (Sal 147,15). Pues este texto lo
entendemos de la palabra de Dios, que de manera infalible corre a través de todas las cosas que
son, para que sean. Y lo mismo debemos pensar en el caso de la verdad. Pues a la verdad se
opone la falsedad, y por eso Él no es propiamente verdad. Es, pues, hiperaléthos y
hiperalétheia, esto es, más que verdadero y más que verdad. Y la misma manera de pensar hay
que observar en todos los nombres divinos. (I, 459D-460B).

Como segunda forma de la naturaleza universal se destaca la que es creada y crea, que, a mi
juicio, no se puede entender sino de las causas primordiales de las cosas. Esas causas
primordiales de las cosas las llaman los griegos protótypa, esto es, ejemplares primeros, o
proorísmata, esto es, predeterminaciones o predefiniciones. También las llaman theîa, esto es,
decretos divinos; igualmente suelen llamarse idéai, esto es, especies o formas en las que se
contienen las razones inconmutables de las cosas que se habían de hacer, antes de que existan...
Y no sin razón se las llama así, porque el Padre, esto es, el principio de todas las cosas, preformó
en su Verbo, es decir, en su Hijo unigénito, las razones de todas las cosas que quiso fuesen
hechas... (II, 529 A-B)... Las causas primordiales son, como ya lo he dicho antes, las que los
griegos llaman ideas, esto es, especies o formas eternas y razones inconmutables conforme a las
cuales y en las cuales se forma y rige el mundo visible y el invisible. Y por eso los griegos las
llamaron con razón protótypa, esto es, ejemplares primeros, que hizo el Padre en el Hijo, y por el
Espíritu Santo divide y multiplica en sus efectos... Por eso se dice que son principios de todas las
cosas, porque, cuantas cosas se sienten o entienden en la creatura visible o en la invisible, subsis-
ten por participación de ellas. Ellas, a su vez, son participaciones de la única causa universal, a
saber, de la suma y santa Trinidad. (II, 615 D-616 B).

Sobre la tercera consideración de la naturaleza universal, esto es, de aquella parte de la


creatura que es creada y no crea... (III, 619C). Lo podemos ilustrar con ejemplos tomados de la
naturaleza. Todo el río mana de la fuente, y por su cauce el agua que brota primero en la fuente
corre siempre sin cesar, por muy largo que sea su curso. Así, la divina bondad y la esencia, y la
vida, y la sabiduría, y las cosas todas que están en la fuente universal, se difunden primero en las
causas primordiales, y las hacen existir; después, a través de las causas primordiales, se deslizan
a los efectos de éstas, y de un modo inefable por los órdenes convenientes de la totalidad,
descendiendo siempre de los superiores a los inferiores, y vuelven de nuevo a su fuente
siguiendo un curso invisible a través de los recónditos poros de la naturaleza. De ahí mana todo
bien, toda esencia, toda vida, todo sentido, toda razón, toda sabiduría, todo género, toda especie,
toda belleza, todo orden, toda unidad, toda igualdad, toda diferencia, todo lugar, todo tiempo, y
todo lo que es, y todo lo que no es, y todo lo que se entiende, y todo lo que se siente, y todo lo
que supera al sentido y al entendimiento. Pues el movimiento de la suma y trina y única ver-
dadera bondad inmutable en sí misma, y su multiplicación simple y su difusión inexhausta desde
sí misma, en sí misma y a sí misma es la causa de todas las cosas, mejor dicho, es todas las
cosas. Pues si el entendimiento que entiende todas las cosas, es todas las cosas, y él solo entiende
todas las cosas, él solo es todas las cosas, porque él es toda la misma virtud cognoscitiva, que,
antes de que existiesen, conoció todas las Cosas y no las conoció fuera de sí, pues fuera de ella
no hay nada, sino que tiene dentro de sí todas las cosas. Pues abarca todas las cosas, y nada de lo
que hay dentro de ella es, en cuanto es, sino ella misma, que es la sola que verdaderamente es.
Las demás cosas son teofanías suyas, que subsisten también en ella. (III, 632B-B).
En este cuarto libro trataremos del regreso de todas las cosas a aquella naturaleza que ni es
creada ni crea, pues constituye el fin de todo... (IV, 743C)... La misma palabra divina insinúa este
regreso de que hablamos, al decir... ahora veo al hombre expulsado del paraíso, convertido de
feliz en desgraciado, de rico en pobre, de eterno en temporal, de inmortal en mortal, de sabio en
necio, de celestial en terreno, de nuevo en viejo, de alegre en triste, de salvado en perdido, de
hijo prudente en pródigo, de poseedor de virtudes celestes en errante, y me compadezco de él.
Pues no le hice para esto, sino que fue creado para alcanzar la posesión de la vida eterna y la
felicidad, él, a quien vosotros, sus prójimos y amigos, ahora le contempláis en la región de la
muerte y de la miseria... pero la esperanza de volver apenas se habrá alejado de él... (V, 862C-D)
Me asombra que seas tan lento en percibir adónde tienden todas las cosas... si todas se vuelven a
su principio, mucho más la naturaleza humana, cuyo principio no es otro que el Verbo de Dios,
en el que fue hecha y permanece inconmutablemente y en ella vive y a ella ha de regresar, pues
ha sido hecha especialmente a su imagen y semejanza. (V, 871 b – D).

BIBLIOGRAFÍA

CARABINE, D.: John Scottus Eriugena, Nwe York, Oxford University Press, 2000.
ESCOTO, J.: Sobre las naturalezas, ed. L. Velázquez, Pamplona, Eunsa, 2007.
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AA.VV.: Jean Scot Érigène et l’Histoire de la Philosophie, París, CNRS, 1977.
LUCENTINI, P.: Platonismo medievale. Contributi per la storia dell’eriugenismo, Florencia,
La Nuova Italia, 1980.
WEINER, S. F.: Eriugenas Negative Ontologie, Amsterdam, B. R. Grüner, 2007.

San Anselmo (1033-1109)

“Hay, en efecto, algunos que, cuando sienten brotar en sí mismos los cuernos de una ciencia
satisfecha de sí misma, ignoran que, si alguien cree saber algo, desconoce aún cómo debe saber,
antes que la solidez de la fe le haya proporcionado alas espirituales, y tienen la costumbre de
elevarse presuntuosamente hasta las más altas cuestiones de fe. De aquí proviene que, en sus
esfuerzos por elevarse, contra lo que exige el orden, por la escala de la inteligencia, a las
verdades que exige la escala de la fe, como se ha dicho: A menos de creer no comprenderéis,
caen forzosamente, por falta de inteligencia, en un montón de errores. Porque es evidente que no
tienen el sólido sostén de la fe aquellos que, no pudiendo comprender lo que creen, discuten
contra la verdad de esta misma fe, confirmada por los Santos Padres, como si los murciélagos y
las lechuzas, que no ven el cielo más que de noche, quisieran disputar sobre los rayos del sol en
pleno mediodía contra las águilas, que miran al sol cara a cara y sin pestañear”. (Epistola de
incarnatione Verbi, I).

Algunos hermanos me han pedido con frecuencia y con instancias que les ponga por escrito
y en forma de meditación ciertas ideas que yo les había comunicado en una conversación
familiar sobre el método que se ha de seguir para meditar sobre la esencia divina y otros temas
afines a éste. Consultando más bien su deseo que la facilidad de la ejecución o la medida de mis
propias fuerzas, me trazaron el plan de mi escrito, pidiéndome que no me apoyase en la autoridad
de las Sagradas Escrituras y que expusiera, por medio de un estilo claro y argumentos al alcance
de todos, las conclusiones de cada una de nuestras investigaciones; que fuese fiel, en fin, a las
reglas de una discusión simple, y que no buscase otra prueba que la que resalta espontáneamente
del encadenamiento necesario de los procedimientos de la razón y de la evidencia de la verdad.
(Monologio, Prólogo).
Si alguien ignora que existe una naturaleza única, superior a todo cuanto existe, que se basta
a sí misma en su eterna bienaventuranza y que por su omnipotente bondad da a cada criatura lo
que hace que ella sea lo que es y el que sea buena en algún aspecto; si ignora otros muchos
puntos que necesariamente creemos sobre Dios y las criaturas, no importa que esta ignorancia
venga de falta de instrucción o de falta de fe, pienso que, con tal que sea un poco inteligente,
podrá convencerse por la sola razón, al menos en gran parte, de estas cosas...
Es fácil a un hombre decirse a sí mismo interiormente: puesto que hay tanta abundancia de
bienes, cuya múltiple necesidad nos es conocida por la experiencia de los sentidos y por la
intención del espíritu, ¿debo yo creer que existe un ser único, por el cual solamente son buenas
todas las cosas que son buenas, o hay que pensar que las que son distintas de El son buenas por
algún otro? Es cierto y evidente para todo el que quiere prestar atención que todos los objetos
entre los cuales existe una relación de más y menos, o de igualdad, son tales en virtud de una
cosa que no es diferente, sino la misma en todos, sin que importe al caso el que ésta se halle en
ellos en proporción igual o desigual. Porque todas las cosas que se dicen justas las unas en
relación a las otras, que sean más o menos igualmente justas, no pueden ser concebidas como
justas más que por la justicia, que no puede ser distinta en los diversos objetos. Por consiguiente,
como es cierto que todas las cosas buenas, comparadas entre sí, lo son igual o desigualmente, es
menester que sean buenas por algo que se concibe idéntico en todas, aunque las diversas cosas
buenas parecen a veces ser buenas por algo distinto... De ordinario no se considera buena una
cosa más que por razón de su utilidad, como la salud y lo que la favorece, como la belleza y lo
que la fomenta. Pero como lo prueba incontestablemente la razón ya puesta en evidencia, es
también necesario que todo lo que es útil u honesto, si es verdaderamente bueno, sea bueno por
aquello precisamente por lo cual es bueno todo lo que lo es... Ahora bien, ¿quién podría dudar
que aquello por lo cual es bueno todo lo que es bueno no sea un gran bien?... El bien que viene
de otro no es igual al bien que es bueno por sí, ni mayor que él. Solamente, pues, este ser es
soberanamente porque es bueno por sí, porque solamente es supremo el que supera de tal modo a
los otros, que no tiene ni igual ni superior. Pero lo que es soberanamente bueno es también
soberanamente grande. Existe, pues, un ser soberanamente bueno y soberanamente grande, es
decir, absolutamente superior a todo lo que existe. (Capítulo I).

No sólo todo lo que es bueno y grande lo es en virtud de una sola y misma cosa, sino que
también todo lo que existe parece existir en virtud de un solo y mismo ser. Porque todo lo que
existe viene de algo o de la nada. Pero la nada no puede recibir el ser de la nada, porque ni
siquiera se puede imaginar que haya algo sin causa; luego lo que existe no tiene el ser más que
en virtud de otra cosa. Así las cosas, o la causa de lo que existe es única o hay varios; si hay
varias, o convienen en un principio común que las ha dado el ser, o existen cada una de por sí, o
se han creado mutuamente. Ahora bien, si provienen de un mismo principio, ya no tienen un
origen múltiple, sino único... la causa de todas las cosas es única, y puesto que todo lo que existe
no existe más que en virtud de una causa única, es necesario que esta causa única exista por sí
misma. Todo lo demás tiene su origen de otro. Solamente ella existe por sí misma, pero todo lo
que existe por otro es menor que la causa que ha producido todos los seres y que existe por sí
misma. Por lo cual, lo que existe por sí mismo es mayor que todo lo demás. Hay, pues, un
principio superior, y único, a todo lo que existe. (Capítulo III).

Con justo título puede considerarse al alma como un espejo creado para sí misma, en el que
debe ver, por decirlo así, la imagen del ser que no puede ver cara a cara. Porque si el alma es la
única entre todas las cosas creadas que puede acordarse de sí misma, comprenderse o amarse no
veo cómo se podría negar que hay en ella una verdadera imagen de esta esencia, en la cual la
memoria, la inteligencia y el amor constituyen una trinidad inefable. Ella hace ver también cuán
semejante le es por la facultad que tiene de recordarse de ella, de comprenderla y amarla. Porque
donde más se muestra verdaderamente su imagen, es en lo que tiene de más grande y semejante a
la esencia suprema. No se puede pensar razonablemente que haya podido darse a una criatura
inteligente nada más importante, más parecido a la sabiduría suprema, que la facultad por la cual
puede recordar, comprender y amar lo que es excelente y grande por encima de todo. Nada se ha
concedido a la criatura que presente hasta ese punto la imagen de su creador. (Cap. LXVII).

Después de haber presentado en un opúsculo, cediendo a los ruegos de algunos hermanos,


que pudiese servir de ejemplo de meditación de los misterios de la fe a un hombre que busca en
silencio consigo mismo descubrir lo que ignora, me he dado cuenta que esta obra tenía el
inconveniente de hacer necesario el encadenamiento de un buen número de raciocinios. Desde
ese momento comencé a pensar si no sería posible encontrar una sola prueba que no necesitase
para ser completa más que de sí misma y que demostrase que Dios existe verdaderamente; que es
el bien supremo que no necesita de ningún otro principio, y del cual, por el contrario, todos las
otras seres tienen necesidad para existir y ser buenos; que apoyase, en una palabra, con razones
sólidas y claras, todo lo que creemos de la substancia divina... Un día... se ofreció la idea que ya
desesperaba de encontrar, y la acogí con tanto entusiasmo como cuidado había puesto en
rechazarla. Pensando en seguida que lo que yo había encontrado con tanto placer podría, si era
desarrollado por escrito, causar otro tanto al que lo leyese, escribí sobre este tema y algunos
otros el opúsculo siguiente, en el cual hago hablar a una persona que busca elevar su alma a la
contemplación de Dios y que se esfuerza en comprender lo que cree... y designé al primero por
estas palabras: Ejemplo de meditación sobre el fundamento racional de la fe; y al segundo por
éstas: La fe buscando apoyarse en la razón... titulé a uno Monologium, es decir, conversación
conmigo mismo, y al otro Proslogium, es decir, alocución. (Proslogio, Proemio).

Creemos que por encima de ti no se puede concebir nada por el pensamiento. Se trata, por
consiguiente, de saber si tal Ser existe, porque el insensato ha dicho en su corazón: No hay Dios.
Pero cuando me oye decir que hay un ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor,
este mismo insensato comprende lo que digo; el pensamiento está en su inteligencia, aunque no
crea que existe el objeto de este pensamiento. Porque una cosa es tener la idea de un objeto
cualquiera y otra creer en su existencia. Porque cuando el pintor piensa de antemano en el cuadro
que va a hacer, lo posee ciertamente en su inteligencia, pero sabe que no existe aún, ya que
todavía no lo ha ejecutado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el
espíritu, pero sabe también que lo ha hecho. El insensato tiene que convenir en que tiene en el
espíritu la idea de un ser por encima del cual no se puede imaginar ninguna otra cosa mayor,
porque cuando oye enunciar este pensamiento, lo comprende, y todo lo que se comprende está en
la inteligencia: y sin duda ninguna este objeto por encima del cual no se puede concebir nada
mayor, no existe en la inteligencia solamente, porque, si así fuera, se podría suponer, por lo
menos, que existe también en la realidad, nueva condición que haría a un ser mayor que aquel
que no tiene existencia más que en el puro y simple pensamiento. Por consiguiente, si este objeto
por encima del cual no hay nada mayor estuviese solamente en la inteligencia, sería, sin
embargo, tal que habría algo por encima de él, conclusión que no sería legítima. Existe, por
consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar nada, ni en el
pensamiento ni en la realidad. (Capítulo II).

Pero ¿cómo el insensato ha dicho en su corazón lo que no ha podido pensar o cómo no ha


podido pensar lo que ha dicho en su corazón, puesto que decir en su corazón no es otra cosa que
pensar? Y si se puede decir verdaderamente que lo ha pensado, puesto que lo ha dicho en su
corazón, y al mismo tiempo que no lo ha dicho en su corazón, porque no ha podido pensarlo, hay
que admitir que hay muchas maneras de decir en su corazón o pensar. Se piensa de distinto modo
una cosa cuando se piensa la palabra que la significa o cuando la inteligencia percibe y
comprende la cosa misma. En el primer sentido se puede pensar que Dios no existe; en el
segundo, no. Aquel que comprende lo que es Dios, no puede pensar que Dios no existe, aunque
pueda pronunciar estas palabras en sí mismo, ya sin atribuirles ningún significado, ya
atribuyéndoles un significado torcido, porque Dios es un ser tal, que no se puede concebir mayor
que El. El que comprende bien esto, comprende al mismo tiempo que tal ser no puede ser
concebido sin existir de hecho. Por consiguiente, aquel que comprende estas condiciones de la
existencia de Dios, no puede pensar que no existe. (Capítulo IV).

A esto se puede responder que si un objeto está en mi espíritu nada más que por el hecho de
comprender las palabras que le expresan, lo mismo habría que decir de muchas cosas falsas e
inexistentes, puesto que también las comprendo al oírlas describir o nombrar. Esta razón me
parece sólida, a no ser que el objeto de que se trata no esté en las mismas condiciones de las
cosas falsas, en el sentido que no solamente comprendo las palabras que le expresan, sino
también que su sentido, su objeto, está en mi inteligencia, en cuyo caso yo no podría pensarle
más que comprendiendo que existe. Si así fuese, no habría en la inteligencia dos momentos, uno
en que comprendiese la idea del objeto y otro la existencia de ese mismo objeto. Ocurriría al
revés que en un cuadro, cuyo contenido está primero en la mente del pintor y pasa después a la
realidad. Además, difícilmente se hará creer que, cuando se oye enunciar la idea de este ser
soberanamente perfecto, no sea tan posible pensar que no existe como lo es el pensar que Dios
no existe. Porque, si no se puede desconocer la existencia de este ser, yo me pregunto a qué viene
toda esa discusión o argumentación contra aquellos que niegan o simplemente dudan de que haya
una naturaleza superior. Finalmente, es necesario demostrar, por una prueba incontestable, que
este objeto es tal que no se puede menos de tener la inteligencia cierta de su existencia indudable
desde el momento mismo en que es pensado; y no basta decir que existe ya de antemano en mi
espíritu en el instante mismo en que comprendo las palabras por las que se expresa, porque
vuelvo a repetir que mi espíritu podría igualmente contener muchas cosas dudosas y aun falsas,
afirmadas por alguien, desde el momento mismo en que comprendiese sus palabras, y más aún
si, engañado, como ocurre con frecuencia, llegase a creer estas cosas, yo que rehúso admitir el
principio defendido por el autor. (Gaunilo, Libro en favor del insensato, 1).

Se afirma, por ejemplo, que en una parte del océano existe una isla llamada Perdida, a causa
de la dificultad, mejor dicho, imposibilidad de encontrar 1o que no existe. Se le atribuyen
riquezas y delicias incalculables, en mayor abundancia aún que a las islas Afortunadas, y se
añade que, libre de habitantes, excede en productos a todas las tierras habitadas por los hombres.
Con oír al que así me habla, comprenderé fácilmente sus palabras. Pero si después, como quien
saca una consecuencia rigurosa, dijese: no puedes dudar en adelante de la existencia de esa isla,
puesto que tienes una idea clara de la misma en tu espíritu y porque es más existir en la realidad
que solamente en la inteligencia, pues de lo contrario cualquiera otra tierra existente sería, por lo
mismo, más importante que ella, si con semejantes razonamientos se me quisiera hacer admitir la
existencia de dicha isla, creería que el argumentador bromea, o no sabría cuál de los dos es más
insensato, él o yo; yo, si me prestaba a semejantes pruebas; él, si se creyese haber puesto la
existencia de esta isla sobre base inquebrantable antes de haber probado su superioridad como
cosa existente, en lugar de presentarla como un concepto falso o por lo menos dudoso para mi
espíritu. (Gaunilo, Libro en favor del insensato, 6).

En cuanto a lo que opinas que del hecho de pensar una cosa por encima de la cual no puede
concebirse nada mayor no se sigue que ese algo esté en la inteligencia, y que de que esté en la
inteligencia no se sigue necesariamente que exista en la realidad, afirmo con certidumbre que
este algo, desde el momento que puede ser pensado, existe necesariamente, Porque el ser por
encima del cual no se puede imaginar a ningún otro, necesariamente tiene que ser representado
como careciendo de principio. Ahora bien, todo aquello cuya existencia puede considerarse como
posible y que, sin embargo, no existe, puede, comenzando a existir, pasar al ser. Por lo mismo,
aquello que es tal que no se puede imaginar nada superior, no puede ser considerado como
posible sin serlo realmente. Por consiguiente, si el pensamiento puede admitir su existencia,
existe necesariamente... Añado que su existencia no es menos cierta si solamente le concibe el
pensamiento. Porque el que niega y el que duda que hay algo por encima de lo cual no se puede
concebir nada, no niega ni duda que este objeto, si existiese, podría a la vez existir realmente y
en el pensamiento. De lo contrario no sería un ser por encima del cual no podía imaginarse nada
mayor, y todo lo que puede ser pensado y no existe podría, aunque existiese, no existir ni en
realidad ni en la inteligencia. Por lo cual, lo que es tal que no puede imaginarse cosa más
perfecta existe necesariamente si solamente se le puede pensar. Supongamos, en efecto, que este
ser no exista, aunque pueda ser pensado; todo lo que puede ser pensado y no existe realmente, si
viniese a existir, no sería ciertamente ese objeto por encima del cual no hay nada. Por tanto, si
este objeto fuese el ser por encima del cual no se puede imaginar nada, no sería el ser sobre el
cual nada puede concebirse, contradicción a todas luces absurda. Es, pues, falso que no haya algo
real por encima de lo cual no se pueda concebir nada, y esto tendría lugar aun cuando el objeto
no fuera más que percibido por el pensamiento, con mayor razón si pudiese ser comprendido y
estuviese en la inteligencia. (San Anselmo, Apología contra Gaunilo, I).

M.-Podemos, pues, definir la verdad como “la rectitud perceptible con el espíritu
solamente”.
D.-Veo que el que afirma esto no se engaña en modo alguno. En efecto, esta definición
contiene exactamente lo que es necesario, porque la palabra rectitud la distingue de todo lo que
no es llamado rectitud. Y al decir que no puede ser conocida más que por el espíritu, se la
distingue de la rectitud perceptible por el sentido de la vista. (De la verdad, cap. XI).

M. – Volvamos a la rectitud o verdad; por estas dos palabras expresamos – pues que no
hablamos más que de la rectitud perceptible por el espíritu – una sola cosa que pertenece al
género de la justicia, y veamos si existe una verdad única en todas las cosas en que decimos que
está la verdad o si existen varias verdades, como hay muchas cosas verdaderas... Solamente de
un modo impropio se habla de la verdad de tal o tal cosa, puesto que ella no tiene su ser ni en
estas cosas, ni por ellas, ni de ellas. Pero cuando las cosas se conforman con ella, que está
presente en todo lo que es, como debe ser, se habla entonces de verdad de tal o tal cosa, como la
verdad de la palabra, de la acción o de la voluntad… la Verdad soberana subsistente por sí misma
no pertenece a ninguna cosa; pero cuando se la pone en relación con alguna cosa, entonces se
habla de la verdad o de la rectitud de esa cosa”. (De la verdad, cap. XIII).

BIBLIOGRAFÍA
SAN ANSELMO: Obras completas, I, Madrid, BAC, 2008.
SAN ANSELMO: Proslogion, estud. y trad. J. Ribas y J. Corominas, Madrid, Tecnos, 1998.
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ÁLVAREZ, A.: Las pruebas de la existencia de Dios en el “Proslogio” de San Anselmo,
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MARÍAS, J.: San Anselmo y el insensato y otros estudios de filosofía, Madrid, Revista de
Occidente, 1944. (También en MARÍAS, J.: Obras completas, vol. IV).
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ROVIRA, R.: La fuga del no ser: el argumento ontológico de la existencia de Dios y los
problemas de la metafísica, Madrid, Encuentro, 1991.
Pedro Abelardo (1079 – 1142)

Nací en una localidad que se levanta en la raya misma de Bretaña, a unos ocho kilómetros de
la ciudad de Nantes. Su verdadero nombre es Le Pallet. Mi tierra y mis antepasados me dieron
este ágil temperamento que tengo, así como este talento para el estudio de las letras. Tuve un
padre que, antes de ceñir la espada, había adquirido cierto conocimiento de las letras. Y más
tarde fue tal su pasión por aprender, que dispuso que todos sus hijos antes de ejercitarse en las
armas se instruyeran en las letras. Y así se hizo. A mí, su primogénito, cuidó de educarme con
tanto más esmero cuanto mayor era su predilección por mí. Yo, por mi parte, cuanto mayores y
más fáciles progresos hacía en el estudio, con tanto mayor entusiasmo me entregaba a él.
Fue tal mi pasión por aprender que dejé la pompa de la gloria militar a mis hermanos,
juntamente con la herencia y la primogenitura. Abandoné el campamento de Marte para
postrarme a los pies de Minerva. Preferí la armadura de la dialéctica a todo otro tipo de filosofía.
Por estas armas cambié las demás cosas, prefiriendo los conflictos de las disputas a los trofeos de
las guerras. Así pues, recorrí diversas provincias, disputando. Me hice émulo de los filósofos
peripatéticos, presentándome allí donde sabía que había interés por el arte de la dialéctica.
(Historia calamitatum, 38).

Empecé explicando en mis clases el fundamento mismo de nuestra fe con argumentos


sacados de la razón humana. Para ello compuse un tratado de teología destinado a los estudiantes
con el título de De Unitate et Trinitate divina. Lo compuse a requerimiento de los alumnos
mismos que me pedían razones humanas y filosóficas. Razones y no palabras -me decían-. Es su-
perfluo proferir palabras -seguían diciendo- si no se comprenden. Ni se puede creer nada si antes
no se entiende. Y es ridículo que alguien predique lo que ni él mismo entiende y que los mismos
a quienes enseña no puedan entender. El Señor mismo los califica de "guías ciegos de ciegos"
(Mal. 15,14). Este tratado fue visto y leído por muchos, siendo del agrado de todos ellos, ya que
les parecía responder a todos los problemas que presenta el tema. Y siendo - al parecer de todos -
los problemas más difíciles, su gravedad era tanto mayor cuanto más sutil o aguda era mi
solución. (Historia calamitatum, 62-63).

Como parece, pues, que se llama universales tanto a las cosas como a los vocablos, hay que
investigar cómo puede convenir a 1as cosas 1a definición de1 universal. Pues ninguna cosa ni
colección alguna de cosas parece que se pueda predicar de muchos distributivamente, como
exige la manera de ser del universal. Aunque este pueblo, o esta casa, o Sócrates se predique de
todas sus partes tomadas en conjunto y a la vez, nadie en absoluto, sin embargo, los llama
universales, ya que su predicación no se aplica a los singulares...
Algunos entienden así que una cosa es universal: En cosas que difieren entre sí por sus
formas, ponen una sustancia esencialmente la misma, que es la esencia material de los singulares
en que se halla, y es en sí misma una, y resulta diversa sólo por las formas de los inferiores... Por
ejemplo, en todos y cada uno de los hombres que difieren entre sí numéricamente, existe una
única sustancia del hombre, que aquí, por estos accidentes, resulta Platón, y allí, por aquellos
otros, Sócrates [...] De lo que se deduce que no se funda en ninguna razón la teoría que sostiene
que una misma esencia existe a la vez en cosas diversas. (Logica ingredientibus, 117-119).

Otros, adoptando otra manera de pensar sobre los universales más cercana a la verdad de las
cosas, dicen que cada una de las cosas no sólo difiere de las otras por sus formas, sino que se
distinguen ellas mismas en sus esencias; y que en modo alguno, lo que hay en una se da en otra,
ya sea ello la materia, ya sea la forma; y que no por la desaparición de las formas dejan ellas de
ser distintas en sus esencias, a causa de que su distinción entitativa, en virtud de la cual ésta no es
aquélla, no se tiene por las formas, sino por la diversidad misma de la esencia [...]
Pero concibiendo la diversidad de todas las cosas de tal suerte que afirman que ninguna de
ellas participa o de una materia esencialmente la misma, o de una forma esencialmente la misma,
y reteniendo con todo todavía el universal real a las cosas distintas entre sí, les dan el apelativo
de (lo) "mismo" no esencialmente, sino indiferentemente; por ejemplo, de cada uno de los
hombres distintos entre sí, dicen que son lo mismo en el hombre, es decir, que no difieren en la
naturaleza de la humanidad, y a los mismos que llaman singulares por (en el orden de) la
distinción, los llaman universales por la indiferencia y la conveniencia de semejanza [...]
Nos queda impugnar la teoría que llama universal a cada uno de los individuos en cuanto
que conviene con los otros, y concede que (cada uno) es predicado de muchos, no de manera que
sea (o resulte) muchos entitativamente, sino porque muchos convienen en él. (LI, 121-125).

No queda sino el adscribir esa universalidad a solos los vocablos [...] Es universal aquel
vocablo que puede ser predicado, en fuerza de su institución, de muchos singularmente, como,
por ejemplo, este nombre: "hombre", que se puede aplicar a los nombres particulares de los
hombres según la naturaleza de los sujetos a los cuales se impone [...] Los universales significan
de alguna manera, nombrándolas o designándolas, a cosas diversas, si bien no constituyendo un
concepto que surja de ellas, sino uno que pertenezca a cada una de ellas. Así, el vocablo
"hombre" nombra o designa a cada uno de los hombres por una causa común, a saber, la de que
son hombres, por lo cual se le llama universal, y constituye un cierto concepto común, no propio,
y que pertenece a cada uno de ellos, cuya semejanza común concibe. (LI, 126-129).

Considerada ya la naturaleza de los conceptos, distingamos ahora los conceptos de los uni-
versales y los de los singulares. La diferencia que hay entre ellos es que el concepto que
corresponde al nombre universal, concibe una imagen común y confusa de muchos, mientras que
el que es originado del vocablo singular contiene la forma propia y como singular de uno solo,
esto es, limitado a una sola persona. Así, cuando oigo "hombre", surge un a modo de algo en la
mente que guarda con cada hombre tal relación, que es común a todos y no es propio de ninguno.
En cambio, cuando oigo "Sócrates", surge en la mente una forma que expresa la semejanza de
una determinada persona. Así que, por este vocablo "Sócrates", que suscita en la mente la forma
propia de un solo hombre, se notifica y determina una realidad; en cambio, por el vocablo
"hombre", cuya inteligencia se apoya en la forma común de todos, la misma comunidad sirve de
confusión que impide el que entendamos alguno determinado de entre ellos. Por eso, con razón
se dice que el vocablo "hombre" no significa ni a Sócrates ni a ningún otro, ya que ninguno es
notificado en fuerza del nombre, aunque los denomine a todos. En cambio, el nombre de
"Sócrates", o cualquier otro singular, no sólo tiene la virtud de nombrar, sino también de
determinar la realidad que está bajo él [...]
Así, para explicar la naturaleza de todos los leones, se puede hacer una pintura que no
represente nada propio de ninguno de ellos; y, a su vez, para caracterizar a uno cualquiera de
ellos. arreglar otra que exhibe algún rasgo propio de él, por ejemplo, pintándole cojeando, o
empequeñecido, o herido por la flecha de Hércules. Así como se pinta una figura común de
varias cosas y otra singular, así también se concibe una común y otra propia. (LI, 130-133).

El Filósofo.- Me agradaría que delimites el contenido esencial de la verdadera ética, qué es


lo que tal disciplina nos puede hacer ver y de qué modo se cumple su fin una vez lo alcancemos.
El Cristiano.- Creo que el contenido esencial de esta disciplina se resume en saber cuál es el bien
supremo y por qué camino llegamos a él.
El Filósofo.- Que el contenido esencial de tan importante materia pueda expresarse en tan
pocas palabras es, realmente, algo de lo más satisfactorio, como lo es el que también se contenga
en ellas, perfectamente precisado, cuál es el propósito de toda la ética... En la medida en que el
bien supremo, en cuyo goce consiste la felicidad, supera a todos los demás su estudio, debe,
evidentemente, aventajar con gran diferencia a los restantes, tanto por su utilidad como por su
dignidad. De hecho los estudios de las otras artes quedan muy por debajo del bien supremo, ni se
elevan a la excelencia de la felicidad, ni aportan beneficio alguno, sino en cuanto sirven a esta
filosofía suprema como siervas que se ocupan de lo relativo a la señora.
Pues ¿qué valor tiene el estudio de la gramática o de la dialéctica o de las artes restantes para
la indagación de la verdadera felicidad del hombre? Todas ellas se hallan muy por debajo de esta
preeminencia sin que puedan elevarse hasta esas cumbres. Pues o bien tratan de ciertos modos de
hablar o bien se ocupan de la naturaleza de algunas cosas como si preparasen ciertos peldaños en
dirección hacia aquella altura... Así, a través de todo ello hallamos acceso a la señora como si
hubiéramos sido introducidos por las siervas y si bien debemos a éstas nuestro acceso, es en
aquélla donde hallamos nuestro reposo y el fin de nuestra fatiga. (Diálogo, 136-138).

Cuando decimos que la intención de un hombre es buena y que es buena su obra,


distinguimos dos cosas: la intención y la obra. No obstante, hay una sola bondad, que es la de la
intención. De igual manera, cuando hablamos de un hombre bueno, nos representamos dos
hombres pero no dos bondades. Por tanto, así como al hombre bueno se lo llama bueno por su
propia bondad..., así la intención de cualquiera se denomina "buena" por sí misma, pero la obra
no se llama "buena" por sí misma, sino porque procede de una intención buena. La bondad, por
tanto, es una sola y, gracias a ella, se llaman "buenas" tanto la intención como la acción, del
mismo modo que una sola es la bondad gracias a la cual se llaman "buenos" el hombre bueno y
el hijo del hombre bueno y una sola la bondad gracias a la cual se llaman "buenos" el hombre y
la voluntad del hombre. (Ética, 150-151).

Hermana mía Eloísa, antes amada en el mundo y ahora queridísima en Cristo: la lógica me
ha hecho el blanco del odio del mundo. Pues los pervertidos que no buscan más que pervertir -y
cuya sabiduría se dirige a la destrucción- dicen que soy el primero de los dialécticos, pero que
estoy vacío en mi conocimiento de Pablo. Proclaman la brillantez de mi inteligencia, pero niegan
la pureza de mi fe cristiana. A lo que entiendo, se han formado este juicio más por conjeturas que
por el peso de las pruebas. Has de saber que no quiero ser filósofo, si ello significa entrar en
conflicto con Pablo; ni ser un Aristóteles, si ello me aparta de Cristo. Pues no hay otro nombre
bajo el cielo en el que debamos ser salvos. Adoro a Cristo que se sienta a la derecha del Padre...
Por eso y para desvanecer tan pavorosa angustia y todas las incertidumbres del corazón que
anidan en tu pecho, te aseguro que he apoyado mi conciencia en aquella roca en que Cristo fundó
su Iglesia. Testificaré brevemente lo que está escrito en la roca. (Cartas, 299-300).

BIBLIOGRAFÍA

ABELARDO, P.: Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano, Zaragoza, Yalde, 1988.
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CLANCHY, M. T.: Abelard: A Medieval Life, Oxford: Blackwell Publishers, 1997.
COUSIN, V. (ed.): Petri Abelardi opera, Hildesheim-New York, Verlag, 1970, 2 vols.
GEYER, B. (ed.): Peter Abaelards Philosophische Schriften, en Beiträge zur Geschichte de
Philosophie des Mittelalters, XXI, 1-3, Münster, 1919-1927. (Obras lógicas en latín).
MARENBON, J.: The philosophy of Peter Abelard, Cambridge, C. University Press, 1997.
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FORTUNY, F. J.: Pedro Abelardo y el paradigma de los universales y la ética, Barcelona,
Kosmoi, Archai, Logoi (KAL), 2001.
Alain de Lille: el mundo como libro

Que la escritura divina se convierta para ti en libro, para que tú lo escuches. Que se
conviertan para ti en libro las órbitas del cosmos, para que tú lo veas. En aquellas escrituras sólo
leen los que conocen las letras; en la totalidad del mundo debe leer también el analfabeto (San
Agustín, Enarrationes in Psalmos, PL, 36, 518).

De dos modos se manifiesta la luz eterna en el mundo, mediante la Escritura y mediante la


criatura. Pues el conocimiento de lo divino no progresa en nosotros de otro modo que no sea, o
bien las palabras de la Sagrada Escritura, o bien la belleza de la criatura (Juan Escoto Eriúgena,
Homilia in Prologum S. Evangelii secundum Joannem, PL, 122, 289 C).

Ya hemos hecho alusión repetidas veces a la naturaleza. Y, como sostiene Cicerón, aunque
‘sea difícil definir la naturaleza’, no hemos de omitir totalmente abordar la significación de este
término. Porque, aunque no podamos decir todo lo que quisiéramos, en modo alguno debemos
omitir aquello que podemos aclarar. Consta que los antiguos han dicho muchas cosas sobre la
naturaleza, pero esto no impide que resten cosas por decir. En cuanto yo puedo colegir de sus
dichos, solían utilizar este término en tres acepciones distintas:

En primer lugar, con este nombre querían designar el arquetipo original de todas las cosas,
que está en la mente divina, según el cual todas las cosas fueron hechas; por eso decían que la
naturaleza es la causa primordial de cada cosa, por la que no sólo recibe el ser, sino también tal
ser concreto. A esta acepción se le asignaba la definición siguiente: ‘La naturaleza es lo que
confiere su ser a cada cosa’. En segundo lugar, decían que la naturaleza era el ser propio de cada
cosa, a la que se le asignaba la siguiente definición: ‘La naturaleza se dice la característica
propia, que determina a cada cosa’. Según esta acepción solemos decir: por naturaleza todas las
cosas pesadas caen a la tierra, las cosas ligeras se elevan, el fuego quema, el agua moja. La
tercera definición es la siguiente: ‘La naturaleza es un fuego creador procedente de cierta fuerza,
para producir las cosas sensibles’. Y por eso los Físicos dicen que todas las cosas se originan del
calor y de la humedad (Hugo de San Víctor, Didascalicon, Libro I, Cap. XI).

Este universo mundo sensible es como un libro escrito por el dedo de Dios, es decir, creado
por el poder divino y cada una de las criaturas son como figuras, no inventadas por el deseo de
los hombres, sino instituidas por voluntad divina para manifestar la sabiduría de lo invisible de
Dios. Y, lo mismo que un analfabeto, al leer un libro abierto, percibe figuras, pero no reconoce
las letras, así también el hombre necio e irracional, que no percibe lo invisible de Dios, ve la
forma exterior de las criaturas visibles, pero no entiende su sentido interior. El que, sin embargo,
es un hombre espiritual y lo puede discernir todo, al ver en las criaturas la belleza exterior
concibe en su interior qué admirable es la sabiduría del Creador. Y, por esta razón, no hay nadie
al que no parezcan admirables las obras de Dios, si bien el estúpido sólo contempla en ellas la
forma exterior, mientras que el sabio considera, en lo que ve por fuera, el profundo pensamiento
de la verdad divina, como si en un mismo libro una persona destacara el color y la forma de sus
caracteres alfabéticos, mientras que otra persona alabara su sentido y significado (Didascalicon,
libro VII, cap. 4).
ALAIN DE LILLE

Toda criatura del mundo, La flor se torna en heno, la yema en cieno.


como un libro, como una pintura, El hombre se convierte en cenizas,
como un espejo, es para nosotros. cuando rinde tributo a la muerte.

Es símbolo fidedigno Su vida, su existencia,


de nuestra vida, de nuestra muerte, son pena, son trabajo; y concluye
de nuestra condición, de nuestra suerte, la vida con la muerte inevitable.

Una rosa representa nuestra situación, Como la muerte a la vida y el llanto a la risa,
es bella glosa de nuestra condición, como la oscuridad al día y las olas al puerto:
una lección de nuestra vida. así el atardecer cierra el amanecer.

Ella florece con el alborear del día, El trabajo, histrión de la muerte,


y con el crepúsculo vespertino pena que lleva su semblante,
la flor marchita resplandece. contra nosotros profiere el primer insulto.

La flor exhalando fragancia expira, Nos lleva al esfuerzo,


hasta la palidez delirando, nos sume en el dolor;
muriendo para renacer. la muerte es el final.

Vieja a la vez que joven, Por tanto, confinado bajo esta ley,
anciana y niña a la vez, asume, hombre, tu condición,
la rosa se marchita al nacer. considera cuál es tu existir.

Así, la primavera de la vida humana, Qué fuiste antes de nacer,


en el amanecer de la juventud, qué eres ahora, qué serás después:
apenas vuelve a florecer. examínalo con diligencia.

Y este amanecer lo elimina Llora la pena, lamenta la culpa,


el atardecer de la vida, frena el impulso, doblega el orgullo,
al concluir el crepúsculo vital. desecha la arrogancia.

Cuya belleza mientras se ensalza, Rector y auriga del alma,


su atractivo enseguida lo marchita gobierna la mente, guía su curso,
la edad, en la cual se desvanece. para que no se desvíe de su cauce.

Alain de Lille, Poema sobre la naturaleza humana, PL, 221, 579A-B.

BIBLIOGRAFÍA

ALAIN DE LILLE, The Plaint of Nature, trad. James J. Sheridan, Toronto, University of
Toronto Press, 1980.
ALAIN DE LILLE, Anticlaudianus or The good and perfect man, traducción de. James J.
Sheridan, Toronto, University of Toronto Press, 1973.
ALAIN DE LILLE, Anticlaudianus, edición de R. Bossuat, París, Vrin, 2003.
BLUMENBERG, H., La legibilidad del mundo, Barcelona, Paidós, 2000.
RAÑA, C., “Dos Poemas del Maestro Alano de Lille (1114/1129-1203)”, en Revista Española
de Filosofía Medieval, 16 (2009), pp. 151-158.
La Recepción de Aristóteles: filosofía árabe y judía.

Filosofía árabe

- Recepción de la ciencia y la filosofía griega, gracias a las traducciones de Hipócrates,


Galeno, toda la obra de Aristóteles (antes del año 1000) y los comentarios neoplatónicos de
Aristóteles. De Platón sólo se traducen Timeo, República y Leyes. Pero Aristóteles se lee a
través de dos textos neoplatónicos: Teología del Pseudo Aristóteles (extracto de las Enéadas
de Plotino) y el Liber de causis (síntesis de la Elementatio Theologica de Proclo).

ALKINDI (+ 873)

- Distinción de cuatro entendimientos:


- Entendimiento agente (intellectus agens)
- Entendimiento receptivo (intellectus passibilis)
- Entendimiento que ha alcanzado el saber (intellectus adeptus)
- Entendimiento demostrativo (intellectus demonstrativus)

ALFARABI (+ 950)

- Compatibilidad de la creación de la nada con la eternidad del mundo.


- La relación entre Dios y el mundo según el modelo de la emanación neoplatónica.
- Del Dios Uno proceden diez sucesivos intelectos, que mueve cada uno su esfera, siendo el
último el entendimiento agente que hace posible el conocimiento intelectual.
- Cuatro entendimientos: potencial (in potentia), realizado (in effectu), adquirido (adeptus) y
entendimiento agente (agens) que es el puente con lo divino y conduce a la felicidad.

AVICENA (+1037)

- La metafísica es la ciencia del ser en cuanto tal. Lo primero que se conoce es el ser.
- Dios es el ser necesario, ens a se, en el que la esencia y la existencia son idénticas.
- Todo otro ser es causado, ens ab alio, cuya esencia y existencia son distintas.
- Toda la realidad emana de Dios y vuelve a Él.
- El entendimiento agente es la última emanación de Dios, que es origen del mundo sensible y
dator formarum. Es común a todos los hombres, cuya individualidad proviene de la materia.
- Las formas existen de forma permanente en el ser necesario como universales.

ALGAZEL (+ 1111)

- Intenta demostrar las contradicciones intrínsecas de los filósofos.


- Partiendo del escepticismo, considera que la razón no puede conocer lo que trasciende la
experiencia, con lo que son indemostrables las proposiciones metafísicas y los dogmas de fe.
- Niega la eternidad del mundo y la necesidad de la emanación.
- La creación es un acto libre de Dios.

41
AVERROES (+ 1126 - 1198)

- Comentador de toda la obra de Aristóteles. Comentarios breves, medios y completos.


- Mantiene la eternidad del mundo a la vez que el creacionismo.
- El entendimiento agente es común a todos los hombres.
- La filosofía no contiene nada opuesto al Islam y éste exige dedicarse a la filosofía.
- La interpretación filosófica de las Escrituras sólo debe enseñarse a los mejores.

Filosofía judía

AVICEBRÓN (1020-1058)

- Autonomía de la razón frente a la fe.


- Deber supremo del hombre es aspirar al conocimiento del mundo, del yo y de Dios.
- El hombre es microcosmos.
- Emanación y creacionismo son compatibles.
- El ser es existencia de la forma en la materia.

MAIMÓNIDES (1135-1204)

- Conciliación del Antiguo Testamento con la filosofía, mediante una interpretación alegórica.
- Jerarquía de los seres creados: seres naturales, esferas, ángeles.
- Creación libre del mundo. La filosofía de Aristóteles sólo alcanza al mundo sublunar.
- Demostración de la existencia de Dios mediante argumentos aristotélicos.
- Recupera la teología negativa, presente también en la tradición judía.
- El conocimiento es una relación entre el hombre y Dios, un vínculo entre los seres morales.

TEXTOS

AVERROES

El nombre del autor es Aristóteles, hijo de Nicómaco, el más sabio de los griegos, que
compuso otros libros sobre este arte (la Física), sobre la Lógica y sobre Metafísica. Él es quien
ha descubierto y quien ha completado estas tres disciplinas. Las ha descubierto porque lo que se
encuentra escrito de esta ciencia entre los antiguos no es digno de ser considerado ni como una
parte de esta doctrina, ni siquiera los principios de ella. Las ha acabado porque ninguno de los
que han venido después de él hasta el día de hoy – y son mil quinientos años – no le ha añadido
nada, ni nadie ha descubierto en sus palabras error de cierta consideración. Que tal virtud exista
en un solo individuo es milagroso y extraño. Y, puesto que esta disposición se encuentra en un
solo hombre, es digno de ser considerado más divino que humano. (III, 4-5).

Lo que hemos escrito sobre estos temas no lo hemos hecho más que para interpretarlos según
los peripatéticos, a fin de facilitar su comprensión a quienes deseen conocer estas cosas, siendo
nuestro fin el mismo que el de Algazel, en su libro Las intenciones de los filósofos, porque,
cuando no se conocen las opiniones de los hombres desde su origen, no se pueden reconocer los
errores que se les atribuyen, ni distinguirlos de lo verdadero. (Paráfrasis de la Física, final).

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Debes comprender que cuando los discursos de los filósofos son despojados de las artes
demostrativas se tornan en discursos dialécticos, si son indudablemente admitidos de modo
general, o en ignorados y extraños, si no son suficientemente conocidos. La causa de esto es que
los discursos demostrativos sólo se distinguen de los discursos no demostrativos cuando son
considerados por relación al género de la ciencia sobre el que se especula… Por esto vemos lo
que hizo Algazel, que, al referir las doctrinas de los filósofos en éste y otros libros suyos y al
publicarlos para quienes no han estudiado en los libros de los filósofos con las condiciones que
para ello se precisan, cambia la naturaleza de la verdad que hay en sus discursos o desvía a la
mayoría de las gentes de todos sus discursos. (Destrucción, 409-410).

Los discursos demostrativos están en lo libros de los antiguos, que son quienes escribieron
acerca de estas ciencias, especialmente en Aristóteles, pero no en lo que han dicho Avicena y
otros filósofos del Islam sobre este asunto, si es que por casualidad se puede encontrar algo en
ellos sobre esto, pues sus teorías metafísicas son puras presunciones, puesto que proceden de
nociones comunes, ajenas del todo a la naturaleza de la investigación. (Destrucción 325).

El fin de este discurso es examinar, desde el punto de vista del estudio propio de la Ley, si el
estudio de la filosofía y de las ciencias de la lógica está permitido por la Ley religiosa o
prohibido, o mandado como recomendación o como obligatorio. Decimos entonces: Si la tarea
de la filosofía no es más que el estudio y la consideración de los seres, en tanto que son pruebas
de su Autor, es decir, en tanto que han sido hechos – pues los seres sólo muestran al autor por el
conocimiento de su fábrica y cuanto más perfecto sea el conocimiento de su fábrica, tanto más
perfecto será el conocimiento del autor –, y si la Ley religiosa invita y exhorta a la consideración
de los seres, está claro entonces que lo designado por este nombre es obligatorio o está
recomendado por la Ley religiosa. (Sobre filosofía y religión, 75-76).

Los filósofos sostienen que no hay que oponerse a los principios comunes a las leyes
religiosas, como, por ejemplo, si es obligatorio servir a Dios o no y, más aún, si existe o no.
Afirman esto respecto de los demás principios suyos, como la doctrina sobre la existencia de la
felicidad última y acerca de su cualidad, porque todas las Leyes están de acuerdo en otra
existencia después de la muerte… todas están de acuerdo en las acciones que conducen a la
felicidad de la otra morada… En resumen, puesto que ellas dirigen hacia la sabiduría de una
manera común para todos, son obligatorias según ellos, porque la filosofía dirige hacia el
conocimiento de la felicidad sólo a algunos hombres inteligentes y es condición de ellos
aprender filosofía, mientras que la religión pretende enseñar a la gente en general. (Ib. 135-6).

La tercera doctrina es la que hemos tomado de Aristóteles: el agente sólo realiza el


compuesto de materia y forma por el hecho de que él mueve la materia y la hace cambiar a fin de
que lo que en ella está en potencia para la forma pase a acto. Esta opinión es semejante a la de
quien piensa que el agente sólo realiza una unión y una ordenación de las cosas dispersas; es la
doctrina de Empédocles. No hemos prestado atención a esta doctrina sobre el agente cuando se
mencionaron las doctrinas de los filósofos. Pero, para Aristóteles el agente no une realmente dos
cosas, sino que es el que hace pasar al acto lo que está en potencia. (III, 1499-1499).

El mismo intelecto material es el intelecto agente. En tanto que está unido a esta disposición
corporal, es preciso que sea un intelecto en potencia que no puede percibirse a sí mismo, pero
que puede percibir lo que no es él, es decir, las cosas que poseen materia. En tanto que no está
unido a esta disposición, ha de ser un intelecto en acto, que se percibe a sí mismo y que no
percibe las cosas de este mundo, esto es, las cosas materiales. Así, hay en nuestra alma dos clases
de acción: una, la de hacer los inteligibles; se llama intelecto agente; otra, en tanto que los recibe,

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se le llama intelecto pasivo. Pero ambas no son más que una y la misma cosa. (Comentario
medio sobre el alma).

También parece evidente que es imposible que un hombre pueda alcanzar por sí solo todas
las virtudes, o que si fuese posible resultaría improbable, por lo cual un principio aceptable sería
que pudiéramos encontrarlas realizadas separadamente en un conjunto de individuos. Asimismo,
perece que ninguna de las esencias humanas pueda realizarse a través de una sola de estas
virtudes, a no ser que un grupo de hombres contribuya a ello; pues para adquirir su perfección un
sujeto concreto necesita de la ayuda de otras gentes. Por esto el hombre es por naturaleza
político. (Exposición de la ‘República’ de Platón, 6).

MAIMÓNIDES (1135-1204)

El primer objetivo de este Tratado es explicar los significados de algunos términos que se
hallan en los libros de la profecía. Entre estos términos hay algunos que son equívocos… Otros
son usados metafóricamente… Y hay otros que son anfibológicos, de modo que unas veces son
considerados como unívocos y otros como equívocos… El objetivo de este Tratado… es el de
dar indicaciones al hombre religioso en cuya alma está establecida y se ha convertido en ciencia
suya la veracidad de nuestra Ley. Ese hombre es perfecto en su religión y en sus costumbres, ha
estudiado las ciencias de los filósofos y conoce sus significados; la razón humana lo ha atraído y
lo ha dirigido para ocupar su puesto; pero se ve impedido por los sentidos exteriores de la Ley y
los significados de aquellos términos equívocos, metafóricos y anfibológicos. Permanece, por
tanto, en un estado de perplejidad y estupefacción… Este Tratado tiene un segundo objetivo, que
es explicar alegorías muy recónditas que vienen en los libros de los profetas, sin que esté claro
que sean alegorías; más bien al ignorante y al desconcertado le parece que sólo tienen su sentido
externo y no un sentido interno. Sin embargo, si las considera quien es verdaderamente sabedor y
las interpreta en su sentido externo, le advendrá una intensa perplejidad. Pero si le explicamos
esa alegoría o le advertimos que es una alegoría, entonces estará en la buena senda y se librará de
esa perplejidad. Por eso hemos titulado este libro Guía de perplejos. (Guía, 5-6).

Ya sabes, por el inicio de este Tratado mío, que su eje gira sobre la explicación de lo que
pueda comprenderse del Relato de la creación y del Relato del mandato y la aclaración de las
ambigüedades referentes a la profecía y al conocimiento de Dios. En todo capítulo en el que me
veas hablar de aclarar un asunto ya demostrado en la Física, o de un asunto demostrado en la
Metafísica, o explicar que es digno de ser creído, o de un asunto referente a lo que se ha
explicado en las Matemáticas, has de saber que eso es clave imprescindible para comprender
algo de los libros de la profecía, me refiero a sus alegorías y a sus secretos; por esa razón lo he
mencionado, lo he explicado y lo he puesto de manifiesto por el conocimiento del Relato de la
creación o del Relato del mandato que nos proporciona, o para la explicación de algún principio
respecto a la noción de la profecía o respecto a la creencia en una opinión verdadera
perteneciente a las creencias de la Ley. (Guía, 278-279).

La cuarta clase es la verdadera perfección humana; consiste en la adquisición de las virtudes


intelectuales, me refiero a la concepción de los inteligibles que proporcionan opiniones correctas
sobre asuntos metafísicos. Esto es el fin último y es lo que perfecciona verdaderamente al
individuo, pues le pertenece a él solo; le da una existencia perdurable y por medio de ello el
hombre es hombre… También los Profetas nos han expuesto y comentado estas mismas
nociones, tal como las han comentado los filósofos, y nos han puesto de manifiesto que ni la
perfección de la posesión, ni la perfección de la salud, ni la perfección de las costumbres morales
son perfecciones de las que haya que enorgullecerse ni apetecer, y que la única perfección de la

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que hay que enorgullecerse y desear es el conocimiento del Altísimo, que es la verdadera
ciencia… La conducta de tal individuo, después de haber adquirido esa perfección, será el
proponerse siempre las buenas acciones, la rectitud y el buen juicio, imitando las acciones del
Altísimo, tal como hemos explicado varias veces en esta Tratado. (Guía, 737-740).

El Intelecto que mueve a la esfera más próxima a nosotros es causa y principio del Intelecto
Agente. En Él finaliza la existencia de los intelectos separados, tal como sucede con los cuerpos
que comienzan en la esfera más elevada y finalizan en los elementos y lo que está compuesto de
ellos. No es verdad que el Intelecto que mueve a la esfera más elevada sea el Ser Necesario,
puesto que tiene en común con los otros intelectos un solo concepto, que es la moción de los
cuerpos, y cada intelecto se distingue de los otros por un solo concepto; por tanto, cada uno de
los diez intelectos está dotado de dos conceptos. Es indudable entonces que tiene que haber una
sola causa para todos ellos. Ésta es la opinión y el parecer de Aristóteles. (Ib. 282-3).

El primer método que ellos mencionan es aquel por el que nos vemos obligados a admitir que
Dios pasa de la potencia al acto cuando actúa en un momento y no actúa en otro. La refutación
de esta duda es muy clara. A saber: esta conclusión se sigue necesariamente sólo en lo que está
compuesto de materia, dotada de posibilidad, y de forma… Respecto a lo que no es cuerpo ni
tiene materia no tiene en su esencia posibilidad bajo ningún aspecto, pues todo lo que tiene está
en acto siempre… no es imposible en él que actúe en un momento y que no actúe en otro. Una
prueba de esto es el Intelecto Agente, según la opinión de Aristóteles y sus seguidores. Es
separado y, sin embargo, actúa en un momento y en otro, no. (Guía, 321).

Has de saber que la verdadera realidad y disposición de la profecía es una emanación que
proviene de Dios, loado sea y ensalzado sea, por mediación del Intelecto Agente, a la facultad
racional en primer lugar y a la facultad imaginativa después. Éste es el grado más elevado del
hombre y el ápice de la perfección que puede existir para su especie. Tal estado es el ápice de la
facultad imaginativa. Esto es algo que no puede darse en todo hombre en modo alguno, pues no
es un asunto al que se llegue por la perfección en las ciencias especulativas y del mejoramiento
en las costumbres morales. (Guía, 400).

Cuando esta emanación intelectual alcanza sólo a la facultad racional y no a la imaginativa,


es la clase de los sabios especulativos. Cuando esta emanación llega a las dos facultades a la
vez… entonces será la clase de los profetas” (Guía, 406).

45
BIBLIOGRAFÍA

1. 1 Fuentes

ALAFARABI: Catálogo de las ciencias, Madrid, CSIC, 1953.


ALFARABI: Obras filosófico-políticas, Madrid, debate-CSIC, 1992.
ALGAZAEL: Las intenciones de los filósofos, Barcelona, Juan Flors, 1963.
ALKINDI: Obras filosóficas de Al-Kindi, Madrid, Coloquio, 1986.
AVEMPACE: El régimen del solitario, Madrid, Trotta, 1997.
AVERROES: Epítome de física (Filosofía de la naturaleza), Madrid, CSIC-IHAC, 1987.
AVERROES: Sobre filosofía y religión, Pamplona, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1998.
AVERROES: Compendio de Metafísica, Sevilla, Fundación El Monte, 1998.
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AVICENA: Cuestiones divinas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2006.
AVICENA: Sobre metafísica (antología), Madrid, Revista de Occidente, 1950.
AVICENA: Poema de medicina, Valladolid, Junta CyL, Consejería Educación, 1999.
IBN GABIROL: La fuente de la vida, Barcelona, Ríopiedras Ediciones, 1987.
IBN HAZM: El collar de la Paloma, Madrid, Alianza, 1985.
IBN HALDUM: Introducción a la Historia Universal, México, FCE, 1977.
IBN PAQUDA: Los deberes de los corazones, Madrid, Fundac. Universitaria Española, 1994.
IBN TUFAYL: El filósofo autodidacto, Madrid, Trotta, 1995.
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MAIMÓNIDES: Ética (los ocho capítulos), Madrid, Aben Ezra, 2004.
MAIMÓNIDES: Guía de perplejos, Madrid, Trotta, 2001.
MAIMÓNIDES: Obras médicas, I, Córdoba, El Almendro, 1991.
MAIMÓNIDES: Obras médicas, II, Córdoba, El Almendro, 1996.
MAIMÓNIDES: Obras médicas, III, Córdoba, El Almendro, 2004.

1. 2 Monografías

AA. VV.: Al encuentro de Averroes, Madrid, Trotta, 1993.


ALONSO, M.: La teología de Averroes, Sevilla, Fundación El Monte, 1998.
CRUZ HERNÁNDEZ, M.: Abû-l-Walîd Muhammad ibn Rushd (Averroes). Vida, obra,
pensamiento, influencia, Córdoba, Caja Sur Publicaciones, 1997.
CRUZ HERNÁNDEZ, M.: Historia del pensamiento en el mundo islámico, Madrid, Alianza
Editorial, 1996.
El Corán, ed. J. Cortés, Barcelona, Herder, 2005.
LOMBA, J.: La filosofía judía en Zaragoza, Zaragoza, Diputación General Aragón, 1988.
LOMBA, J.: La filosofía islámica en Zaragoza, Zaragoza, Diputación General Aragón, 1991.
MAIZA, Idoia: La concepción de la filosofía en Averroes. Análisis crítico del Tahafut al-
Tahafut, Madrid, Trotta, 2001.
NASR, S. - LEAMAN, O. (eds.): History of Islamic Philosophy, Londres, Routledge, 1996.
PUIG, Josep: Averroes (1126-1198), Ediciones del Orto, Madrid, 1997.
RAMÓN GUERRERO, R.: El pensamiento filosófico árabe, Madrid, Cincel, 1985.
RAMÓN GUERRERO, R.: Avicena, Madrid, Ediciones del Orto, 1994.
URVOY, D.: Averroes: las ambiciones de un intelectual musulmán, Madrid, Alianza, 1998.

46
San Buenaventura (1218 – 1274)

La ciencia filosófica no es otra cosa que el conocimiento cierto de la verdad en cuanto objeto
de investigación. La ciencia teológica es el conocimiento piadoso de la verdad en cuanto es
creída… De la ciencia filosófica se dice en los Proverbios: Ya ves que de tres maneras te dejo
expuesta mi doctrina, con muchas reflexiones y sentencias, para hacerte conocer su certidumbre
y las razones verdaderas. Puede aquella palabra ser de Salomón y ser palabra de Dios. Digo que
puede ser palabra de Dios. Pues él mismo describe la ciencia filosófica de tres maneras, esto es,
la describe según triple razón: como natural, como racional y como moral, o sea, en cuanto es
“causa del ser, razón de entender y orden de vivir”. En cuanto es causa de ser, designa la ciencia
natural; en cuanto es razón de entender, significa la ciencia racional; en cuanto es orden de vivir,
describe la ciencia moral. (Los siete dones del Espíritu Santo, IV, 6).

Esta luz emite tres rayos… porque hay verdad de las cosas, verdad de los signos o voces y
verdad de las costumbres. La verdad de las cosas es la indivisión de la esencia y la existencia; la
verdad de las palabras es la adecuación de la palabra y del entendimiento; la verdad de las
costumbres es la rectitud del vivir. Y éstas son las tres partes de la filosofía, las cuales no existen
porque las inventaron los filósofos, sino que, como dice San Agustín, porque ya existían en
verdad, las descubrieron en el alma. Por consiguiente, la verdad indica que nuestra mente es
llevada por inclinación natural a la Verdad, en cuanto que es “causa del ser, razón del entender y
orden del vivir”; en cuanto causa del ser, verdad de las cosas; en cuanto razón del entender,
verdad de las voces; en cuanto orden del vivir, verdad de las costumbres. (Hexaemeron IV, 2-3).

Pues se ha de saber que toda la filosofía o es natural, o racional, o moral. La primera trata de
la causa del existir, y por eso lleva a la potencia del Padre; la segunda, de la razón del entender, y
por eso lleva a la sabiduría del Verbo, y la tercera, del orden del vivir, y por eso lleva a la bondad
del Espíritu Santo. Además, la primera - la filosofía natural - se divide en metafísica, matemática
y física. De las cuales la una versa sobre las esencias de las cosas, la otra sobre los números y
figuras, la tercera sobre las naturalezas, virtudes y operaciones... La segunda - la filosofía
racional - se divide en gramática, que hace a los hombres capaces para expresarse; la lógica, que
los hace agudos para argüir, y en retórica, que los hace valientes para mover o persuadir. La
tercera - la filosofía moral - se divide en monástica, doméstica y política.
Todas estas ciencias tienen sus reglas ciertas e infalibles como luces y rayos que descienden
de la ley eterna a nuestra mente. Por eso nuestra mente, irradiada y bañada en tantos esplendores,
de no estar ciega, puede ser conducida por la consideración de sí misma a la contemplación de
aquella luz eterna. (Itinerario de la mente a Dios, III, 6 – 7).

La llave de la contemplación es triple conocimiento, a saber: el conocimiento del Verbo


increado, por quien son producidas todas las cosas; el conocimiento del Verbo encarnado, por
quien son reparadas todas las cosas; el conocimiento del Verbo inspirado, por el que son
reveladas todas las cosas. Porque, si alguno no puede considerar acerca de las cosas cómo son
originadas, cómo son reducidas al fin y cómo en ellas resplandece Dios, no puede tener
inteligencia de ellas. (Hexaemeron III, 2).

El primer Principio hizo este mundo sensible para darse a conocer a sí mismo, es decir, para
que el hombre fuera conducido por él como por un espejo y un vestigio a amar y a alabar a Dios,
su artífice. Y conforme a esto hay dos libros, a saber: uno escrito dentro, que es arte y sabiduría
eterna de Dios, y otro escrito fuera, es decir, el mundo sensible… De todo lo dicho se puede
colegir que la creación es como un libro en el que resplandece, se representa y se lee la Trinidad
creadora en tres grados de expresión, a saber: a modo de vestigio, de imagen y de semejanza; de

47
manera que la razón de vestigio se halla en todas las criaturas, la razón de imagen sólo en las
intelectuales o espíritus racionales y la razón de semejanza sólo en las deiformes; por las cuales
el entendimiento humano está destinado a subir poco a poco, como por las gradas de una escala,
hasta el sumo Principio, que es Dios (Breviloquio II, 11-12).

Esta subida, en efecto, es la caminata de tres jornadas en la soledad; ésta es la triple


iluminación de un solo día; y ciertamente, la primera es como la tarde; la segunda, como la
mañana, y la tercera, como el mediodía; ésta dice respecto a la triple existencia de las cosas, esto
es, en la materia, en la inteligencia y en el arte eterna, según la cual se dijo: Hágase, hizo y fue
hecho; ésta dice relación asimismo a las tres substancias que hay en Cristo, escala nuestra, como
son la corporal, la espiritual y la divina.
En conformidad con esta triple progresión, nuestra alma tiene tres aspectos principales. Uno
es hacia las cosas corporales exteriores, razón por la que se llama animalidad o sensualidad; otro
hacia las cosas interiores y hacia sí misma, por lo que se llama espíritu; y otro, en fin, hacia las
cosas superiores a sí misma, y de ahí que se le llame mente. Con estos aspectos debemos
disponernos para subir a Dios, a fin de amarle con toda la mente, con todo el corazón y con toda
el alma, en lo cual consiste la perfecta observancia de la ley y, junto con esto, la sabiduría
cristiana.
Y porque cada uno de dichos modos se duplica, según se considere a Dios como alfa y
omega, o se vea a Dios en cada uno de ellos como por espejo o como en espejo, o por prestarse
cada una de estas consideraciones tanto a unirse a otra conexa como a ser mirada en su puridad,
de aquí que sea necesario elevar a número de seis estos grados principales, a fin de que, así como
Dios completó en seis días el universo y en el séptimo descansó, así también el mundo menor sea
conducido ordenadamente al descanso de la contemplación por seis grados de iluminaciones
sucesivas... Así que, en correspondencia con los seis grados de la subida a Dios, seis son los
grados de las potencias del alma, por los cuales subimos de lo ínfimo a lo sumo, de lo externo a
lo íntimo, de lo temporal a lo eterno, a saber: el sentido y la imaginación, la razón y el
entendimiento, la inteligencia y el ápice de la mente o la centella de la sindéresis. Estos grados
en nosotros los tenemos plantados por la naturaleza, deformados por la culpa... Porque el
hombre, según la primera institución de la naturaleza, fue creado hábil para la quietud de la
contemplación; y por eso lo puso Dios en el paraíso de las delicias. Pero, apartándose de la
verdadera luz, encorvóse él mismo por la propia culpa.., cegado y encorvado yace en tinieblas y
no ve la luz del cielo si no le socorre la gracia... y la ciencia con la sabiduría contra la ignorancia
conforme a los tres modos de teología: "simbólica, propia y mística", para que por la simbólico
usemos bien de las cosas sensibles; por la propia, de las cosas inteligibles, y por la mística
seamos arrebatados por encima de la mente. (Itinerario de la mente a Dios, I, 3-7).

Entrando en nosotros mismos, como si dejáramos el atrio del tabernáculo, en el santo, esto
es, en su parte interior es donde debemos procurar ver a Dios por espejo: allí donde reluce la luz
de la verdad en la faz de nuestra mente, en la cual resplandece, por cierto, la imagen de la
beatísima Trinidad. Entra, pues, en ti mismo y observa que tu alma se ama ardientemente a sí
misma; que no se amara, si no se conociese; que no se conociera, si de sí misma no se recordase,
pues nada entendemos por la inteligencia que no esté presente en nuestra memoria, y con esto
adviertes ya, no con el ojo de la carne, sino con el ojo de la razón, que tu alma tiene tres
potencias. Considera las operaciones de estas tres potencias y podrás ver a Dios por ti, como por
imagen, lo cual es verlo como por un espejo y bajo imágenes oscuras. (Itinerario, III, 1).

Es verdad indudable que somos fin de todas las cosas que existen; y todos los seres
corpóreos fueron hechos para el servicio del hombre, a fin de que de todos ellos se encienda éste
en el amor y la alabanza del Hacedor del universo, por cuya providencia se disponen todas las

48
cosas. Así, pues, esta máquina sensible del universo es como una casa fabricada para el hombre
por el sumo artífice hasta tanto que llegue a la otra casa del cielo, no hecha por mano de hombre,
a fin de que así como el alma está ahora en la tierra por razón del cuerpo y del estado de mérito,
así algún día el cuerpo se halle en el cielo por razón del alma y en estado de premio (Breviloquio
II, cap. 4, 5).

Las criaturas de este mundo sensible significan las perfecciones invisibles de Dios; en parte,
porque Dios es el origen, el ejemplar y el fin de todas las cosas creadas y porque todo efecto es
signo de la causa, toda copia lo es del ejemplar, todo camino lo es del fin al que conduce… Y es
que toda criatura es, por su naturaleza, como una efigie o similitud de la sabiduría eterna... De
todo lo cual se deduce que las perfecciones invisibles de Dios, desde la creación del mundo, se
han hecho intelectualmente visibles por las criaturas de este mundo (Itinerario II, 11).

Y son estas perfecciones tan ciertas, que quien conoce al ser purísimo, ni pensar puede cosa
contraria a alguna de ellas, llevando como lleva cada perfección implicadas las demás. En efecto,
porque es absolutamente ser, por eso es absolutamente primero; por ser absolutamente primero,
por eso no viene de otro ser ni puede venir de sí mismo; luego es eterno. Item, por ser primero y
eterno, por eso mismo no está constituido de elementos diversos; luego es simplicísimo. Item,
por ser primero, eterno y simplicísimo, por eso mismo nada hay en él de posibilidad en mezcla
con el acto; luego es actualísimo. Item, por ser primero, eterno, simplicísimo y actualísimo, por
lo mismo es perfectísimo; nada le falta ni se le puede añadir cosa alguna. Por ser primero, eterno,
simplicísimo, actualísimo y perfectísimo, por eso mismo es unicísimo. Y dígase otro tanto, por
razón de la omnímoda sobreabundancia, respecto de todas las demás perfecciones. Por tanto, si
Dios designa al ser primario, eterno, simplicísimo, actualísimo y perfectísimo, imposible es no
sólo que se conciba como no existente, sino también que no sea uno solo. (Itinerario, V, 6).

El primer modo fija el aspecto del alma en el ser, dando a conocer el que es el primer
nombre de Dios. El segundo modo fija el aspecto del alma en el bien, dando a conocer que el
bien es el primer nombre de Dios. El primer nombre - el ser - se refiere especialmente al Antiguo
Testamento, que predica, ante todo, la unidad de la divina esencia, por lo cual se dijo a Moisés:
Yo soy el que soy. El segundo nombre - el bien - hace referencia al Nuevo Testamento, el cual
determina la pluralidad de personas, bautizando en el nombre del Padre y Hijo, y del Espíritu
Santo. Por eso nuestro Maestro Cristo, queriendo elevar a la perfección evangélica al joven
observador de la Ley, de modo principal y preciso atribuye a Dios el nombre de bondad: Nadie
es bueno, dijo, sino sólo Dios. Razón por la que el Damasceno, siguiendo a Moisés dice ser el
que es el nombre primario de Dios, mientras Dionisio, siguiendo a Cristo, asegura que el nombre
divino primario es el bien. (Itinerario, V, 2).

Entiende, pues, que aquel bien se dice de todo en todo óptimo, en cuya comparación nada
mejor puede concebirse. Y semejante bien es de manera que no puede concebirse, cual es debido,
como no existente, como quiera que absolutamente mejor es el existir que el no existir... El bien,
en efecto, es difusivo de suyo; luego el sumo bien es sumamente difusivo de suyo. Pero la
difusión no puede ser suma, no siendo a la vez actual e intrínseca, substancial e hipostática
natural y voluntaria, liberal y necesaria, indeficiente y perfecta. Por lo tanto, de no existir una
producción actual y consubstancial, con duración eterna, en el sumo bien, nunca existiera el
sumo bien, pues que entonces no se difundiría sumamente. Luego el bien no seria sumo bien, si
tanto en si mismo como conceptualmente, careciera de la difusión suma. (Itinerario, VI, 2).

Recuperados los sentidos espirituales, mientras ve y oye, huele, gusta y abraza a su esposo,
puede ya cantar como la esposa en el Cantar de los cantares, compuesto para el ejercicio de la

49
contemplación en este grado, que nadie la alcanza, sino la recibe, porque más consiste en la
experiencia afectiva que en la consideración intelectiva. Y es que, en este grado, reparados ya los
sentidos interiores para ver al sumamente hermoso, oír al sumamente armonioso, oler al
sumamente odorífero, gustar al sumamente suave y asir al sumamente deleitoso, queda el alma
dispuesta para los excesos mentales, y esto por la devoción, por la admiración y por la
exultación, las cuales corresponden a las tres exclamaciones que se hacen en el Cantar de los
cantares. La primera de ellas nace de la abundancia de la devoción, que hace al alma como una
columnita de humo, formada de perfumes de mirra e incienso; la segunda, de la excelencia de la
admiración, que hace el alma como la aurora, la luna y el y el sol, conforme a la progresión de
las iluminaciones que suspenden el alma, a causa de la admiración, proveniente del contemplado
Esposo; la tercera, de la sobreabundancia de la exultación, la cual hace al alma rebosar de las
delicias de delectación suavísima, apoyada del todo sobre su amado. (Itinerario, IV, 3).

Y al amigo para quien estas cosas se escriben, digámosle con el mismo Dionisio: "Y tú
amigo, pues tratas de las místicas visiones, deja con redoblados tus esfuerzos, los sentidos y las
operaciones intelectuales y todas las cosas sensibles e invisibles, las que tienen el ser y las que no
lo tienen; y como es posible a la criatura racional, secreta o ignoradamente, redúcete a la unión
de aquel que es sobre toda substancia y conocimiento. Porque saliendo por el exceso de la pura
mente de ti y de todas las cosas, dejando todas y libre de todas, serás llevado altísimamente al
rayo clarísimo de las divinas tinieblas. (Itinerario, VII, 5).

BIBLIOGRAFÍA

BUENAVENTURA, SAN: Obras, edición bilingüe, Madrid, BAC, 1968-1972, 6 volúmenes.


BOUGEROL, F.: Introducción a San Buenaventura, Madrid, BAC, 1984.
CULLEN, C. M.: Bonaventure, Oxford, Oxford University Press, 2006.
CHAVERO, F.: Imago Dei: aproximación a la antropología teológica de San Buenaventura,
Murcia, Espigas, 1993.
GILSON, E.: La filosofía de San Buenaventura, Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1948.
LÁZARO, M.: La creación en Buenaventura. Acercamiento filosófico a la metafísica del ser
finito, Roma, Fratri Editori de Quaracchi, 2005.
MERINO, J. A.: Historia de la filosofía franciscana, Madrid, BAC, 1993.
RATZINGER, J.: La teología de la historia de San Buenaventura, Madrid, Encuentro, 2004.

Santo Tomás de Aquino (1225 – 1274)


Para la salvación humana fue necesario que, además de las materias filosóficas, cuyo campo
analiza la razón humana, hubiera alguna ciencia cuyo criterio fuera la revelación divina. Y esto
es así porque Dios, como fin al que se dirige el hombre, excede la comprensión a la que puede
llegar sólo la razón.... El fin tiene que ser conocido por el hombre para que hacia Él pueda dirigir
su pensar y su obrar. Por eso fue necesario que el hombre, para su salvación, conociera por
revelación divina lo que no podía alcanzar por su exclusiva razón humana.
Más aún. Lo que de Dios puede comprender la sola razón humana, también precisa la
revelación divina, ya que, con sola la razón humana, la verdad de Dios sería conocida por pocos,
después de muchos análisis y con resultados plagados de errores. Y, sin embargo, del exacto
conocimiento de la verdad de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la
salvación.
Así, pues, para que la salvación llegara a los hombres de forma más fácil y segura, fue
necesario que los hombres fueran instruidos, acerca de lo divino, por revelación divina. Por todo
ello se deduce la necesidad de que, además de las materias filosóficas, resultado de la razón, hu-
biera una doctrina sagrada, resultado de la revelación. (Suma Teológica, I, q. l, a. 1).

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Todo aquello que no pertenece al concepto de la esencia proviene de algo extrínseco y entra
en composición con la esencia; porque ninguna esencia puede ser aprehendida sin aquello que
forma parte de la misma. Sin embargo toda esencia puede ser concebida sin que sea necesario
captada realizada en acto: se puede, en efecto, entender lo que es el hombre o el fénix e ignorar si
tienen existencia real. Por lo tanto es evidente que la existencia es algo distinto de la esencia: a
no ser que exista alguna cosa cuya esencia sea su propia existencia; tal realidad tiene que ser
única y la primera; dado que es imposible que se dé pluralidad en algo, a no ser por adición de
alguna diferencia, como se multiplica la naturaleza del género en las especies... Admitiendo, por
otra parte, alguna realidad que sea sólo ser [existencia], de tal modo que el propio ser sea
subsistente, tal ser no puede recibir adición de diferencia alguna, de otro modo no sería
solamente ser, sino ser y, además, alguna forma; y mucho menos puede recibir adición de
materia, porque, en tal caso, ya no sería un ser subsistente, sino material. De donde se sigue que
aquella realidad que sea su propia existencia tiene que ser única; de aquí se infiere que en
cualquier otra cosa, su existencia es algo distinto de su esencia o naturaleza o forma....
Todo aquello que pertenece a una cosa, o es causado por los principios de su naturaleza,
como la facultad de la risa en el hombre, o le deviene de algún principio extrínseco, como la luz
en la atmósfera procede del sol. Pero no es posible que la propia existencia sea causada por la
forma o esencia de la cosa, a modo de causa eficiente, ya que de este modo una cosa vendría a
ser causa de sí misma, se produciría a sí misma, y esto es imposible. Se infiere, por lo tanto, que
toda realidad cuya existencia sea distinta de su naturaleza, tiene el ser recibido de otro. Y dado
que todo aquello que existe en virtud de otro se reduce a lo que existe por sí mismo, como a su
causa primera, es preciso concluir que ha de existir alguna cosa que cause la existencia de todas
las demás, en tanto que ella misma es sólo ser [existencia]: de lo contrario se caería en un
proceso infinito de causas, puesto que toda realidad que no es su propio ser, postula una causa de
su existencia, como se ha dicho... Por otra parte, todo aquello que recibe algo de otro, está en
potencia respecto a ese algo, y lo recibido es su acto. (De ente et essentia c.5; 3, 4, 5).
La evidencia de algo puede ser de dos modos. Uno, en sí misma y no para nosotros; otro, en
sí misma y para nosotros. Así una proposición es evidente por sí misma cuando el predicado está
incluido en el concepto del sujeto, como el hombre es animal, ya que el predicado animal está
incluido en el concepto de hombre. De este modo, si todos conocieran en qué consiste el
predicado y en qué el sujeto, la proposición sería evidente para todos. Esto es lo que sucede con
los primeros principios de la demostración, pues sus términos como ser - no ser, todo - parte, y
otros parecidos, son tan comunes que nadie los ignora. Por el contrario, si algunos no conocen en
qué consiste el predicado y en qué el sujeto, la proposición será evidente en sí misma, pero no lo
será para los que desconocen en qué consiste el predicado y en qué el sujeto de la proposición.
Así ocurre, como dice Boecio, que hay conceptos del espíritu comunes para todos y evidentes
por sí mismos que sólo comprenden los sabios, por ejemplo, lo incorpóreo no ocupa lugar. Por
consiguiente, digo: La proposición Dios existe, en cuanto tal, es evidente por sí misma, ya que en
Dios sujeto y predicado son lo mismo, pues Dios es su mismo ser, como veremos. Pero, puesto
que no sabemos en qué consiste Dios, para nosotros no es evidente, sino que necesitamos
demostrarlo a través de aquello que es más evidente para nosotros y menos por su naturaleza,
esto es, por los efectos. (Suma Teológica, I, q.2, a.1).
Es posible que quien oiga la palabra Dios no entienda que con ella se expresa lo más
inmenso que se pueda pensar, pues de hecho algunos creyeron que Dios era cuerpo. No obstante,
aun suponiendo que alguien entienda el significado de lo que con la palabra Dios se dice, sin
embargo no se sigue que entienda que lo que significa este nombre se dé en la realidad, sino tan
sólo en la comprensión del entendimiento. Tampoco se puede deducir que exista en la realidad, a
no ser que se presuponga que en la realidad hay algo mayor que lo que pueda pensarse, y esto no
es aceptado por los que sostienen que Dios no existe. (Suma Teológica, I, q.2, a.1, ad 2).

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Toda demostración es doble. Una, por la causa, que es absolutamente previa a cualquier
cosa. Se la llama: a causa de. Otra, por el efecto, que es lo primero con que nos encontramos;
pues el efecto se nos presenta como más evidente que la causa. Se la llama: porque. Por cual-
quier efecto puede ser demostrada su causa (siempre que los efectos de la causa se nos presenten
como más evidentes): porque como quiera que los efectos dependen de la causa, dado el efecto,
necesariamente antes se ha dado la causa. De donde se deduce que la existencia de Dios, aun
cuando en sí misma se nos presenta como evidente, en cambio sí es demostrable por los efectos
con que nos encontramos. (Suma Teológica I, q. 2, a. 2).
La existencia de Dios puede ser probada de cinco maneras distintas. La primera y más clara
es la que se deduce del movimiento. Pues es cierto, y lo perciben los sentidos, que en este mundo
hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. De hecho nada se mueve a no ser
que, en cuanto potencia, esté orientado a aquello por lo que se mueve. Por su parte, quien mueve
está en acto. Pues mover no es más que pasar de la potencia al acto. La potencia no puede pasar a
acto más que por quien está en acto. Ejemplo: El fuego, en acto caliente, hace que la madera, en
potencia caliente, pase a caliente en acto. De este modo la mueve y cambia. Pero no es posible
que una cosa sea lo mismo simultáneamente en potencia y en acto; sólo lo puede ser respecto a
algo distinto. Ejemplo: Lo que es caliente en acto, no puede ser al mismo tiempo caliente en
potencia, pero sí puede ser en potencia frío. Igualmente, es imposible que algo mueva y sea
movido al mismo tiempo, o que se mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido
por otro. Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por
otro. Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que
mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser
movidos por el primer motor. Ejemplo: un bastón no mueve nada si no es movido por la mano.
Por lo tanto, es necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste todos re-
conocen a Dios.
La segunda es la que se deduce de la causa eficiente. Pues nos encontramos que en el mundo
sensible hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es posible, que algo
sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa imposible. En las causas
eficientes no es posible proceder indefinidamente porque en todas las causas eficientes hay
orden: la primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una o múltiple, lo es de la última. Puesto
que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el orden de las causas eficientes no existiera
la primera, no se daría tampoco ni la última ni la intermedia. Si en las causas eficientes
llevásemos hasta el infinito este proceder, no existiría la primera causa eficiente; en consecuencia
no habría efecto último ni causa intermedia; y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es
necesario admitir una causa eficiente primera. Todos la llaman Dios.
La tercera es la que se deduce a partir de lo posible y lo necesario. Y dice: encontramos que
las cosas pueden existir o no existir, pues pueden ser producidas o destruidas, y
consecuentemente es posible que existan o que no existan. Es imposible que las cosas sometidas
a tal posibilidad existan siempre, pues lo que lleva en sí mismo la posibilidad de no existir, en un
tiempo no existió. Si, pues, todas las cosas llevan en sí mismas la posibilidad de no existir, hubo
un tiempo en que nada existió. Pero si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que
lo que no existe no empieza a existir más que por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es
imposible que algo empezara a existir; en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente
falso. Luego no todos los seres son sólo posibilidad; sino que es preciso algún ser necesario.
Todo ser necesario encuentra su necesidad en otro o no la tiene. Por otra parte, no es posible que
en los seres necesarios se busque la causa de su necesidad llevando este proceder
indefinidamente, como quedó probado al tratar de las causas eficientes. Por lo tanto es preciso
admitir algo que sea absolutamente necesario, cuya causa de su necesidad no esté en otro, sino
que él sea causa de la necesidad de los demás. Todos le dicen Dios.

52
La cuarta se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en las cosas. Pues nos
encontramos que la bondad, la veracidad, la nobleza y otros valores se dan en las cosas. En unas
más y en otras menos. Pero este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se aproxi-
man más o menos a lo máximo. Así, caliente se dice de aquello que se aproxima más al máximo
calor. Hay algo, por tanto, que es muy veraz, muy bueno, muy noble; y, en consecuencia, es el
máximo ser; pues las cosas que son sumamente verdaderas, son seres máximos, como se dice en
Metafísica II. Como quiera que en cualquier género, lo máximo se convierte en causa de lo que
pertenece a tal género - así el fuego, que es el máximo calor, es causa de todos los calores, como
se explica en el mismo libro -, del mismo modo hay algo que en todos los seres es causa de su
existir, de su bondad, de cualquier otra perfección. Le llamamos Dios.
La quinta se deduce a partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que
no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin. Esto se puede
comprobar observando como siempre o a menudo obran igual para conseguir lo mejor. De donde
se deduce que, para alcanzar su objetivo, no obran al azar, sino intencionadamente. Las cosas que
no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e
inteligencia, como la flecha por el arquero. Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas
las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios. (Suma Teológica I, q.2, a.3).
Dios no es sólo su esencia, sino también su existencia. Lo que se prueba de muchas maneras.
1) Porque todo lo que se da en un ser y no pertenece a su esencia, tiene que ser causado, bien
por los principios de su esencia, como ocurre con los accidentes de la especie. Ejemplo: el poder
reír es propio del hombre y brota de los principios de su esencia. O bien por algo externo.
Ejemplo: El calor del agua está causado por el fuego. Si, pues, en un ser su existencia es distinta
de su esencia, es necesario que la existencia de dicho ser esté causada por algo externo a él o por
los principios propios de su esencia. No obstante, es imposible que los propios principios de la
esencia de un ser causen su existencia, porque todo ser creado no es causa de su propio existir;
por eso, siendo distintas en él esencia y existencia, la existencia tiene que ser causada por otro.
Nada de todo esto se puede aplicar a Dios, pues sostenemos que Dios es la primera causa
eficiente. Por lo tanto es imposible que en Dios una cosa sea su existencia y otra su esencia.
2) Existir es la forma o naturaleza en acto. De hecho, la bondad o la humanidad no estarían
en acto si no tuvieran lo que nosotros entendemos por existir. Es necesario, pues, que entre la
existencia y la esencia en un ser veamos la misma relación que hay entre la potencia y el acto.
Como quiera que en Dios nada es potencial..., se deduce que en Él no hay distinción entre su
esencia y su existencia. Así, pues, su esencia es su existencia.
3) Así como lo que tiene fuego y no es fuego es fuego por participación, de la misma forma
lo que tiene existencia y no es existencia, es ser por participación. Por otra parte, Dios es su
esencia... Si, en cambio, no fuera su propia existencia, sería ser por participación, no por esencia.
Tampoco sería el primer ser; y sostener esto es absurdo. Por lo tanto Dios es su propio existir y
no sólo su esencia. (Suma Teológica I, q.3, a.4).
Es necesario afirmar que el entendimiento, principio de la operación intelectual, es forma del
cuerpo humano. Pues lo primero por lo que obra un ser es la forma del ser al que se le atribuye la
acción Esto es así porque ningún ser obra sino en cuanto que está en acto; por lo tanto, obra por
aquello que hace que esté en acto. Es evidente que lo primero por lo que un cuerpo vive es el
alma y, como en los diversos grados de los seres vivientes la vida se expresa por distintas
operaciones, lo primero por lo que ejecutamos cada una de estas operaciones es el alma. En
efecto, el alma es lo primero por lo que nos alimentamos, sentimos y nos movemos localmente;
asimismo es lo primero por lo que entendemos. Por lo tanto, este principio por el que
primeramente entendemos, tanto si le llamamos entendimiento como alma intelectiva, es forma
del cuerpo....

53
Si alguien insiste en afirmar que el alma intelectiva no es forma del cuerpo, es necesario que
señale cómo el entender es una acción de este hombre concreto; pues quien entiende experimenta
que él es el que entiende. Pues la acción se atribuye a alguien de tres maneras... De hecho se dice
que algo mueve o actúa con todo su ser (ejemplo: el médico que cura), o con parte de su ser
(ejemplo: el hombre ve por los ojos), o por medio de algo accidental (ejemplo: lo blanco edifica,
por ser blanco el hombre que lo hace). Ahora bien, al decir que Sócrates o Platón conocen, es
evidente que no se lo atribuimos accidentalmente, puesto que lo hacemos en cuanto que son
hombres, y ser hombre en ellos es esencial. Por lo tanto, hay que decir que Sócrates entiende con
todo su ser, que es lo que sostuvo Platón al decir que el hombre es el alma intelectiva; o hay que
decir que el entendimiento es alguna parte de Sócrates. Lo primero no es sostenible..., puesto que
es el mismo hombre que percibe tanto el entender como el sentir. El sentir no se da sin el cuerpo;
de ahí que sea necesario que el cuerpo sea alguna parte del hombre. Por lo tanto hay que concluir
que el entendimiento con el que Sócrates entiende, es alguna parte de Sócrates; así como que el
entendimiento de algún modo está unido al cuerpo de Sócrates.
Por todo lo cual, sólo queda como sostenible la opinión de Aristóteles, esto es, que este
hombre entiende porque el principio intelectivo es su forma. Así, por la misma operación del
entendimiento se demuestra que el principio intelectivo se une al cuerpo como forma. Esto
también puede resultar evidente partiendo del análisis de la naturaleza de la especie humana.
Pues la naturaleza de cualquier cosa queda manifestada por su operación. Pero la operación
propia del hombre en cuanto hombre es la de entender, pues por ella supera a todos los
animales... Por lo tanto, es preciso que el hombre tome su especie de lo que es propio de dicha
operación. Ahora bien, a los seres les viene la especie de su propia forma. Por consiguiente, es
necesario que el principio intelectivo sea la forma propia del hombre.
Sin embargo, hay que tener presente que una forma, cuanto más alta es su categoría, tanto
más domina la materia corporal y menos inmersa está en ella, y tanto más la impulsa por su
operación y su capacidad. Así observamos que la forma de un cuerpo compuesto tiene alguna
operación que no es causada por las cualidades fundamentales. Cuanto mayor es la categoría de
las formas, tanto más supera su poder al de la materia elemental; y, de este modo, el alma
vegetativa supera la forma de un metal; lo mismo hace el alma sensitiva con la vegetativa. Pero
de todas las formas, la de más categoría es el alma humana. Por eso, su poder sobrepasa de tal
manera al de la materia corporal, que tiene una capacidad y una operación en la que de ninguna
manera participa la materia corporal. Esta facultad es llamada entendimiento. (Suma Teológica, I,
q. 76, a. l).
Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es
incorpóreo y subsistente. Es evidente que el hombre por el entendimiento puede conocer las
naturalezas de todos los cuerpos. Para conocer algo es necesario que en la propia naturaleza no
esté contenido nada de aquello que se va a conocer, pues todo aquello que está contenido
naturalmente impediría el conocimiento. Ejemplo: la lengua de un enfermo, biliosa y amarga, no
percibe lo dulce, ya que todo le parece amargo. Así, pues, si el principio intelectual contuviera la
naturaleza de algo corpóreo, no podría conocer todos los cuerpos. Todo cuerpo tiene una
naturaleza determinada. Así, pues, es imposible que el principio intelectual sea cuerpo.
De manera similar, es imposible que entienda a través del órgano corporal, porque también
la naturaleza de aquél órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. Ejemplo: si un
determinado color está no sólo en la pupila, sino también en un vaso de cristal, todo el líquido
que contenga se verá del mismo color. Así, pues, el mismo principio intelectual, llamado mente o
entendimiento, tiene una operación sustancial independiente del cuerpo. Y nada obra
sustancialmente si no es subsistente. Pues no obra más que el ser en acto; por lo mismo, algo
obra tal como es. Así, no decimos que calienta el calor, sino lo caliente.
Hay que concluir, por tanto, que el alma humana, llamada entendimiento o mente, es algo
incorpóreo y subsistente. (Suma Teológica, I, q. 75, a. 2).

54
La operación intelectual es causada por los sentidos en lo que se refiere a las imágenes. Pero
porque las imágenes no son suficientes para alterar el entendimiento posible, sino que necesitan
el entendimiento agente para convertirse en inteligibles en acto, no puede decirse que el
conocimiento sensible sea la causa total y perfecta del conocimiento intelectual, sino que, en
cierto modo, es la materia de la causa.
Es imposible que nuestro entendimiento, en el presente estado de vida, durante el que se
encuentra unido a un cuerpo pasible, entienda en acto sin recurrir a las imágenes… Por eso
resulta evidente que para que el entendimiento entienda en acto, y no sólo cuando por primera
vez adquiera un conocimiento, sino también en la posterior utilización del conocimiento
adquirido, se precisa el acto de la imaginación y de las demás facultades. Pues observamos que,
impedido el acto de la imaginación por la lesión de un órgano, como sucede en los dementes, o
impedida la facultad de la memoria, como sucede en los que se encuentran en un estado de
letargo, el hombre no puede entender en acto ni siquiera aquellas cosas cuyo conocimiento ya
había adquirido. Y porque todos pueden experimentar en sí mismos que, al querer entender algo,
se forman ciertas imágenes a modo de ejemplares, en las que se puede contemplar, por decirlo de
alguna manera, lo que se proponen entender. Por eso, cuando queremos hacer comprender a otro
algo, le proponemos ejemplos que le permitan formarse imágenes para entender.
El porqué de todo esto radica en que la potencia cognoscitiva está proporcionada a lo
cognoscible. Por eso,... el objeto propio del entendimiento humano, que está unido a un cuerpo,
es la esencia o naturaleza existente en la materia corporal y, a través de la naturaleza de lo
visible, llega al conocimiento de lo invisible. Es esencial a la naturaleza visible existir en un
individuo que no es tal individuo sin materia corpórea, como es esencial a la naturaleza de la
piedra existir en esta piedra, y a la naturaleza del caballo es esencial existir en este caballo.
Por lo tanto, de forma verdadera y completa no se puede conocer la naturaleza de la piedra o
la de cualquier otro objeto material si no se la conoce existente de forma concreta. Pero lo
concreto lo percibimos por los sentidos y por la imaginación. Consecuentemente, para que el
entendimiento entienda en acto su objeto propio, es necesario que recurra a las imágenes para
descubrir la naturaleza universal como presente en un objeto particular. En cambio, si el objeto
de nuestro entendimiento fuesen las formas separadas, como dicen los platónicos, no sería
necesario que nuestro entendimiento para entender recurriera siempre a las imágenes. (Suma
Teológica, I, q. 84, aa. 6 y 7).

Como toda cosa es verdadera en cuanto que tiene la forma propia de su naturaleza, es
necesario que el entendimiento, en cuanto que conoce, sea verdadero en cuanto tiene la imagen
de lo conocido, que es la forma del entendimiento en cuanto que conoce. Y, por eso, la verdad se
define como la adecuación entre el entendimiento y el objeto. De ahí que conocer tal adecuación
sea conocer la verdad. Esto no lo conocen de ninguna manera los sentidos; pues aunque la vista
tenga la imagen de lo visible, sin embargo, no conoce la adecuación existente entre lo visto y lo
que aprehende de él. No obstante, el entendimiento puede conocer la adecuación existente entre
él y lo conocido; pero no la aprehende por conocer de algo aquello que es, sino cuando juzga que
hay adecuación entre la realidad y la forma que de tal realidad aprehende. Entonces, en primer
lugar conoce y dice lo verdadero. Y esto lo hace componiendo y dividiendo; pues en toda
proposición, la forma indicada por el predicado o la aplica a alguna cosa concreta en el sujeto, o
la separa de ella. Así, parece bien que sea verdadero el sentido al sentir algo, o que lo sea el
entendimiento conociendo de algo lo que es; pero no porque conozca o diga lo verdadero. Lo
mismo cabe decir de frases complejas o incomplejas.
Así pues, la verdad puede estar en el sentido, o en el entendimiento que conoce de algo lo
que es, o en una cosa verdadera. Pero no como lo conocido en el que lo conoce, que es lo que
supone el nombre de verdadero; pues la perfección del entendimiento es lo verdadero como
conocido. Por lo tanto, hablando con propiedad, la verdad está en el entendimiento que compone

55
y divide; no en el sentido o en el entendimiento que conoce de algo lo que es. (Suma Teológica,
I, q. 16, a. 2).
La felicidad última y perfecta sólo puede estar en la visión de la esencia divina. Para
comprenderlo claramente, hay que considerar dos cosas. La primera, que el hombre no es
perfectamente feliz mientras le quede algo que desear y buscar. La segunda, que la perfección de
cualquier potencia se aprecia según la razón de su objeto. Pero el objeto del entendimiento es lo
que es, es decir, la esencia de la cosa, como se dice en De anima III. Por eso la perfección del
entendimiento progresa en la medida que conoce la esencia de la cosa. Pero si el entendimiento
conoce la esencia de un efecto y, por ella, no puede conocer la esencia de la causa hasta el punto
de saber acerca de ésta qué es, no se dice que el entendimiento llegue a la esencia de la causa
realmente; aunque, mediante el efecto, pueda conocer acerca de ella si existe. Y así, cuando el
hombre conoce un efecto y sabe que tiene una causa, naturalmente queda con el deseo de saber
también qué es la causa. Y éste es un deseo de admiración, que causa investigación, como se dice
al principio de Metafísica. Por ejemplo, si quien conoce el eclipse de sol piensa que está
producido por una causa, se admira de ella, porque no sabe qué es, y porque se admira, investiga;
y esta investigación no cesa hasta que llega a conocer la esencia de la causa. Si, pues, el
entendimiento humano, conocedor de la esencia de algún efecto creado, sólo llega a conocer
acerca de Dios si existe, su perfección aún no llega realmente a la causa primera, sino que le
queda todavía un deseo natural de buscar la causa. Por eso todavía no puede ser perfectamente
feliz. Así, pues, se requiere, para una felicidad perfecta, que el entendimiento alcance la esencia
misma de la causa primera. Y así tendrá su perfección mediante una unión con Dios como con su
objeto, que es en lo único que consiste la felicidad del hombre. (Suma Teológica, I-II, q.3, a. 8).
Siendo la ley regla y medida puede existir de dos maneras: tal como se encuentra en el
principio regulador y mensurante, y tal como está en lo regulado y medido. Ahora bien, el que
algo se halle medido y regulado se debe a que participa de la medida y regla. Por tanto, como
todas las cosas que se encuentran sometidas a la divina providencia están reguladas y medidas
por la ley eterna..., es manifiesto que participan en cierto modo de la ley eterna, a saber, en la
medida en que, bajo la impronta de esta ley, se ven impulsadas a sus actos y fines propios. Por
otra parte, la criatura racional se encuentra sometida a la divina providencia de una manera muy
superior a las demás, porque participa de la providencia como tal, y es providente para sí misma
y para las demás cosas. Por lo mismo, hay también en ella una participación de la razón eterna en
virtud de la cual se encuentra naturalmente inclinada a los actos y fines debidos. Y esta
participación de la ley eterna en la criatura racional es lo que se llama ley natural... y la luz de la
razón natural, por la que discernimos entre lo bueno y lo malo - que tal es el cometido de la ley -,
no es otra cosa que la impresión de la luz divina en nosotros. Es, pues, patente que la ley natural
no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la criatura racional. (Suma Teológica, I-II,
q. 91, a. 2).
Así como el ente es la noción absolutamente primera del conocimiento, así el bien es lo
primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica, ordenada a la operación; porque
todo agente obra por un fin, y el fin tiene razón de bien. De aquí que el primer principio de la
razón práctica es el que se funda sobre la noción de bien, y se formula así: "el bien es lo que
todos apetecen".
En consecuencia, el primer precepto de la ley es éste: "El bien ha de hacerse y buscarse; el
mal ha de evitarse". Y sobre éste se fundan todos los demás preceptos de la ley natural, de suerte
que cuanto se ha de hacer o evitar caerá bajo los preceptos de esta ley en la medida en que la
razón práctica lo capte naturalmente como bien humano… Y así encontramos, ante todo, en el
hombre una inclinación que le es común con todas las sustancias, consistente en que toda
sustancia tiende por naturaleza a conservar su propio ser. Y de acuerdo con esta inclinación

56
pertenece a la ley natural todo aquello que ayuda a la conservación de la vida humana e impide
su destrucción. En segundo lugar, encontramos en el hombre una inclinación hacia bienes más
determinados, según la naturaleza que tiene en común con los demás animales. Y a tenor de esta
inclinación se consideran de ley natural las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los
animales, tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas
semejantes. En tercer lugar, hay en el hombre una inclinación al bien correspondiente a la
naturaleza racional, que es la suya propia, como es, por ejemplo, la inclinación natural a buscar
la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad. Y, según esto, pertenece a la ley natural todo lo
que atañe a esta inclinación, como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo
demás relacionado con esto. (Suma Teológica, I-ll, q. 94, a. 2).
Según dice San Agustín en De libero arbitrio, I, la ley que no es justa no parece que sea ley.
Por eso tendrá fuerza de ley en la medida en que sea justa. Ahora bien, en los asuntos humanos
se dice que una cosa es justa cuando es recta en función de la regla de la razón. Mas la primera
regla de la razón es la ley natural… Luego la ley positiva humana en tanto tiene fuerza de ley en
cuanto deriva de la ley natural. Y si en algo está en desacuerdo con la ley natural, ya no es ley,
sino corrupción de la ley.
Pero hay que advertir que una norma puede derivarse de la ley natural de dos maneras: bien
como una conclusión de sus principios, bien como una determinación de algo indeterminado o
común. El primer procedimiento es semejante al de las conclusiones demostrativas que en las
ciencias se infieren de los principios; el segundo se asemeja a lo que pasa en las artes, donde las
formas comunes reciben una determinación al ser aplicadas a realizaciones especiales, y así
vemos que el constructor tiene que determinar unos planos comunes reduciéndolos a la figura de
esta o aquella casa. Pues bien, hay normas que se derivan de los principios comunes de la ley
natural por vía de conclusión; y así, el precepto "no matarás" puede deducirse a manera de
conclusión de aquel otro que manda "no hacer mal a nadie". Y hay otras normas que se derivan
por vía de determinación; y así, la ley natural establece que el que peca sea castigado, pero que
se le castigue con tal o cual pena es ya una determinación añadida a la ley natural.
Por ambos caminos se originan las leyes humanas positivas. Mas las del primer
procedimiento no pertenecen a la ley humana únicamente como leyes positivas, sino que en parte
mantienen fuerza de ley natural. Las del segundo, en cambio, no tienen más fuerza que la de la
ley humana. (Suma Teológica, I-II, q. 95, a. 2).

Es algo connatural al hombre el ser animal social y político, viviendo en grupo, más que
cualquier otro animal, como lo demuestra la misma necesidad natural. La naturaleza ha dotado a
los demás animales de alimento, cobertura capilar, medios de defensa, como pueden ser sus
dientes, cuernos y uñas, incluso velocidad en la huida. Ahora bien el hombre ha nacido sin
disponer de ninguno de estos medios preparados por la naturaleza. En su lugar le ha sido
otorgada la razón, gracias a la cual, con el auxilio de sus manos puede preparar todas estas cosas,
pero para ello no se basta un solo hombre. El hombre aislado es incapaz de arreglárselas para
vivir la vida adecuadamente. Es pues natural al hombre vivir en sociedad.
Por otra parte, los demás los animales están dotados de cierta capacidad natural para
discernir lo útil y lo nocivo; por ejemplo, la oveja percibe naturalmente un enemigo en el loba;
algunos animales también poseen una especie de conocimiento natural de ciertas hierbas
medicinales y otras cosas necesarias para la vida. En cambio el hombre sólo dispone de un
conocimiento natural genérico de lo que es necesario para su vida; eso sí, sirviéndose de su
razón, puede llegar discurriendo de los principios universales al conocimiento de las cosas
singulares que son necesarias para la vida humana. Mas no es posible que un solo hombre
alcance todo ello con su razón. Es, pues, necesario a los hombres vivir en sociedad, de forma que
se ayuden mutuamente ocupándose cada cual en cosas diversas: uno en medicina, otro en esto,
otro en aquello.

57
Lo dicho se evidencia plenamente por el hecho de que es algo exclusivo del hombre el uso
de la palabra, por medio de la cual puede comunicar plenamente su pensamiento a sus
congéneres. Los otros animales comunican, ciertamente, sus pasiones de modo general, como el
perro su ira por medio del ladrido y otros sus pasiones de formas diversas. Pero el hombre es
indiscutiblemente más comunicativo que cualquier animal, por gregario que pueda parecer, como
la grulla, la hormiga o la abeja. (De regimine principum, I, 1).

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58
Juan Duns Escoto (1265 – 1308)

La fe no es un hábito especulativo, ni el creer es un acto especulativo, ni la visión que sigue


al creer es una visión especulativa, sino práctica” (Ordinatio, prólogo, q. 3).

Son por excelencia objeto de ciencia o las cosas que se conocen antes que todas las demás y
sin las cuales las otras no pueden ser conocidas, o las que se conocen con la máxima certeza. El
objeto de la metafísica posee en el máximo grado este doble carácter: la metafísica es, por
consiguiente, ciencia en el máximo grado. (Ordinatio, I, d. 3, n. 25).

Cualquier otra ciencia, que pertenezca al conocimiento natural, tiene su último fundamento
en principios inmediata y naturalmente evidentes. (Reportata Parisiensia, prólogo, q. 3, n. 4).

La ciencia que poseemos de las cosas teológicamente necesarias no tiene más evidencia, en
cuanto está en nosotros por parte del objeto conocido, que la que versa sobre los objetos
contingentes; luego a nuestra teología en cuanto tal no hay que asignarle más que un objeto
primero conocido, sobre el cual se conozcan las verdades primeras. Ese ser primero es el ente
infinito, porque éste es el concepto más perfecto que podemos tener del que es en sí el primer
sujeto... Es verdad que no es un primer objeto que nos proporcione evidencia, pero es un primer
objeto que contiene en sí todas las verdades, apto o capaz de proporcionar evidencia en grado
suficiente, si fuese conocido...
Pero no hay metafísica de Dios como objeto primero. Y lo pruebo: Debe hacer, además de
las ciencias particulares, alguna ciencia común, en la cual se demuestren todas las verdades
comunes a dichas ciencias particulares; luego, además de las ciencias particulares, debe haber
una común sobre el ente, en la cual se proporcione el conocimiento de las propiedades del ente,
conocimiento que se supone en las ciencias particulares; por lo tanto, si se da alguna ciencia
sobre Dios, además de ella existe otra, obtenida por el conocimiento natural, del ente en cuanto
ente. (Ordinatio, Tercera Parte, Cuestión III).

Hay, en efecto, una doble univocidad; la una es lógica y según ella muchos entes se
encuentran en un solo concepto común; la otra es natural y según ella algunos se encuentran en
una sola naturaleza real... Además de esas dos univocidades hay otra, metafísica, según la cual
algunos están unidos en el género próximo, y ella es intermedia entre las dos; es, de hecho,
menor que la primera y mayor que la segunda. (De anima, q. 1, n. 6).

Para que no haya conflicto en relación con el nombre de univocidad, llamo concepto
unívoco a aquel que es uno de tal modo que su unidad es suficiente para la contradicción cuando
se le afirma y se le niega de lo mismo... Llamo unívoco al concepto que de tal manera es uno que
su unidad es suficiente para que sea una contradicción afirmarlo y negarlo a la vez de la misma
cosa y que, tomado como término medio de un silogismo, una de tal manera los términos
extremos que no sea posible equivocación ni engaño. (Ord. I, d. 3, n. 26).

Si ni el alma ni el objeto solo es causa de la intelección actual – y sólo ella se requiere para
la intelección –, se sigue que estas dos constituyen una causa íntegra en relación al conocimiento.
(Ord. I, d. 3, n. 494).

La cosa singular es inteligible en sí misma, en lo que respecta a la cosa misma; pero si no es


inteligible a algún entendimiento, al nuestro, por ejemplo, eso no se debe a ininteligibilidad de
parte de la cosa singular. (Ord. II, 3, 6, n. 16). No es una imperfección conocer la cosa singular,
pero si se dice que nuestro entendimiento no entiende la cosa singular, respondo que eso es una

59
imperfección que se da en su estado presente. (Ord. II, 3, 9, n. 9). Es imposible abstraer
universales a partir de lo singular sin un conocimiento previo de lo singular; porque en ese caso
el entendimiento abstraería sin conocer aquello a partir de lo cual abstraería. (De anima 22, 3).

Las verdades teológicas que señaladamente podrán alumbrarnos son tres: 1ª, que Dios creó
el mundo por un acto libérrimo de su voluntad; lo que significa que el mundo es esencialmente
contingente, ya no sólo existencialmente, porque: 2ª, en la mente divina están necesaria y
actualmente todas las ideas o esencias posibles; el que la voluntad divina obre contingentemente
al escoger las esencias de la mente divina para realizarlas significa que las esencias realizadas
podrían ser esencialmente otras: ahí radica su contingencia esencial; 3ª, que nuestro
entendimiento, nuestra alma, está destinado a ver la esencia divina, no en abstracto, sino en
concreto, ut essentia haec. (M. OROMÍ, Obras del Doctor Sutil..., p. 56).

Ella no es de por sí única con una unidad numérica, ni múltiple con una multiplicidad
opuesta a esta unidad; no es universal en acto, a la manera como el universal está en el
entendimiento; ni es en sí particular. Aunque no exista nunca realmente sin alguna de las
determinaciones, no es, sin embargo, ninguna de ellas, sino que las precede naturalmente a todas;
y por esta prioridad suya natural es aquello que es, que es por sí mismo el objeto del
entendimiento y por sí es considerada por el metafísico y expresada por la definición. (Ordinatio,
II, d. 3, q. 1, n. 7).

Esa entidad no es ni la materia ni la forma, ni la cosa compuesta, pues ninguna de aquéllas


es una naturaleza; es la realidad última del ser que es materia o forma o cosa compuesta. (Ord. II,
3, 6, nº 15). Se trata aquí de una individuación de la quididad, pero no por la quididad... Podría
decirse que es una individuación de la forma, pero no por la forma. Pues en ningún momento nos
salimos de la forma predicamental de la esencia. La existencia no puede ser considerada... y
permite la determinación completa de lo singular sin recurrir a la existencia; es más bien la
condición exigida necesariamente para toda existencia posible, ya que sólo son capaces de existir
los sujetos completamente determinados por su diferencia individual; en suma, los individuos.
(GILSON, E.: Juan Duns Escoto..., pp. 464-465).

Es sencillamente falso que la existencia sea algo diverso de la esencia. (Ord. IV, d. 13, q. 1,
n. 38). Es falso decir que la existencia es a la esencia lo que el acto es a la potencia, ya que la
existencia es realmente idéntica a la esencia y no procede de la esencia, mientras el acto procede
de la potencia y no es realmente idéntico a la potencia. (Ord. II, d. 16, q. única, n. 10). El ser se
divide más bien en infinito y finito que en diez categorías, pues uno de éstos, el finito, es común
a los diez géneros. (Ord. I, d. 8, n. 113).

A la cuestión de si la existencia pertenece a algún concepto que concebimos de Dios, de


modo que la proposición en la que la existencia es afirmada de tal concepto sea evidente...
respondo que no. (Ordinatio, I, d. 3, n. 26).

No creo que falten razones para probar esta conclusión. A este fin establezco cinco
proposiciones, cada una de las cuales, una vez probada, infiere la conclusión principal.
La primera proposición es: El entendimiento infinito es numéricamente uno.
La segunda es: La voluntad infinita es numéricamente una.
La tercera: La potencia infinita es numéricamente una.
La cuarta es: El ser necesario es numéricamente uno.
La quinta es: La bondad infinita es numéricamente una.

60
Que de cada una de estas proposiciones se sigue la conclusión propuesta es suficientemente
manifiesto. Pruebo estas proposiciones en orden.
Prueba de la primera proposición, referente al entendimiento infinito: El entendimiento
infinito entiende todo ser perfectísimamente, es decir, en toda su inteligibilidad y no depende en
el acto de entender de ningún otro ser; de lo contrario, no sería infinito...
Prueba de la segunda proposición, referente a la voluntad infinita: La voluntad infinita ama
sumamente lo sumamente amable. Pero A no amaría sumamente a B, ya porque naturalmente se
amaría más a sí misma (y de ello se sigue a simili que se amaría con voluntad libre y recta), ya
porque, de lo contrario, sería feliz en B, y, no obstante, la destrucción de éste no afectaría en lo
más mínimo su felicidad. Pero es imposible que un mismo ser pueda lograr felicidad en dos
objetos, que es lo mismo que se seguiría si A amara sumamente a B; no usando de B, A lo
gozaría, sería feliz en él.
Prueba de la tercera proposición, referente a la potencia infinita: Si hubiese dos poderes
infinitos, ambos serían primeros respecto de los mismos seres; la dependencia esencial se refiere
a la naturaleza y a todo lo que ella contiene. Ahora bien: los mismos seres no pueden depender
de dos primeros; consta de la conclusión decimosexta del capítulo tercero. Luego no puede
admitirse pluralidad de principados; ello es imposible, a no ser que a cada uno se le sustraiga
parte de sus poderes y gobierne parcialmente, y en tal caso habría que preguntarse en virtud de
cuál único ser se unirían en el gobernar.
Prueba de la cuarta proposición, referente al ser necesario: Una especie multiplicable lo es al
infinito. Si el ser necesario es multiplicable, puede haber infinidad de seres necesarios. Luego
existe una infinidad de seres necesarios; pues lo necesario, si no existe, no puede existir.
Prueba de la quinta proposición, referente a la bondad: Muchos seres buenos son mejores
que uno, cuando cada uno añade bondad al otro. Pero no hay ser mejor que un bien infinito. De
ello se arguye así: Toda voluntad se satisface plenamente en un bien infinito; pero si hubiera otro
bien infinito podría razonablemente querer ser ambos; luego no se satisfaría plenamente con uno.
(De primo principio, c. 4, conclusión 11).

Tomo la definición que da Ricardo, es decir, que la persona es la existencia incomunicable


de naturaleza intelectual, cuya definición expone y corrige la definición de Boecio que dice que
la persona es sustancia individual de naturaleza racional, porque ésta implicaría que el alma es
persona, lo que es falso. (Ord. I, d. 23, n. 15). La personalidad exige la ultima solitudo, estar libre
de cualquier dependencia real o derivada del ser con respecto a otra persona. (Ord. III, d. 1, q. 1,
n. 17).

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61
Guillermo de Ockham (1280-1349)

Los artículos de fe no son principios de demostración, ni conclusiones, y no son ni siquiera


probables, ya que parecen falsos a todos o a la mayoría, o a los sabios; entendiendo por sabios
aquellos que se confían a la razón natural, ya que sólo de esta manera se entiende el sabio en la
ciencia y en la filosofía. (Lógica, III, 1).

Dios puede hacer todo lo que, al ser hecho, no incluye contradicción. Adviértase que no se
dice que Dios puede hacer todo lo que no incluye contradicción, pues entonces podría hacerse a
si mismo; pues Él no incluye contradicción; sino que puede hacer todo lo que, al ser hecho, no
incluye contradicción, esto es, todo aquello de lo cual no se sigue contradicción ante esta
proposición: "esto está hecho". De cuyo principio se sigue que pueda en el género de la causa
eficiente todo lo que puede la causa segunda; porque si puede hacer todo lo que, una vez hecho,
no incluye contradicción, y consta que ninguna causa segunda puede hacer ninguna de aquellas
cosas que incluyen contradicción, se sigue que Él puede todo lo que puede la causa segunda. (De
principiis theologiae, Tratado anónimo del siglo XIV atribuido a Ockham).

No se puede conocer con evidencia que la blancura existe, o puede existir, si no se ha visto
algún objeto blanco; y aun cuando yo pueda creer a los que cuentan que existe el león y el
leopardo, con todo, yo no conozco tales cosas con evidencia si no las he visto. (Summa totius
logicae, III, 2, q. 25).

Conocimiento intuitivo de una cosa es un conocimiento de tal clase que por medio del mismo
se puede conocer si la cosa es o no es; y, si es, el entendimiento juzga inmediatamente que la
cosa existe y concluye evidentemente que existe, a menos que por acaso esté impedido por razón
de alguna imperfección en ese conocimiento... cuando algunas cosas son conocidas, una de las
cuales inhiere en la otra o dista localmente de la otra o está de algún modo relacionada a la otra,
la mente conoce en seguida, en virtud de la simple aprehensión de aquellas cosas, si la cosa
inhiere o no inhiere, si está distante o no, y así con otras verdades contingentes... Por ejemplo, si
Sócrates es realmente blanco, aquella aprehensión de Sócrates y de la blancura por medio de la
cual puede ser evidentemente conocido que Sócrates es blanco, es conocimiento intuitivo. Y, en
general, toda simple aprehensión de un término o de términos, es decir, de una cosa o cosas, por
medio de la cual algunas verdades contingentes, especialmente relativas al presente, pueden ser
conocidas, es conocimiento intuitivo... Digo que en ninguna aprehensión intuitiva está la cosa
puesta en un estado de ser que sea un medio entre la cosa y el acto de conocer. Es decir, yo digo
que la cosa misma es conocida inmediatamente sin intermedio alguno entre la misma y el acto
por el que es vista o aprehendida. (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, prólogo 1,2
y I).

La primera cuestión es: si los géneros y especies existen fuera del alma, o existen en el
entendimiento. La segunda es: si son corpóreos o incorpóreos. La tercera: caso de que sean
corpóreos, si existen separadamente de las cosas sensibles, o en ellas... Lo que hay que sostener,
sin ningún género de duda, es que toda cosa imaginable existente es de por sí, sin ninguna cosa
añadida, singular y una numéricamente, de suerte que ninguna cosa que se puede pensar o
imaginar es singular por algo que se le añada, sino que es ésta una propiedad que conviene
inmediatamente a toda cosa, porque toda cosa es por sí o es idéntica a otra o se distingue de ella.
En segundo lugar, hay que sostener que no hay ningún universal fuera del alma que tenga
existencia real en las sustancias individuas, ni que pertenezca a la sustancia o esencia de ellas,
sino que el universal o existe sólo en el alma o es universal por convención, como, por ejemplo,
este vocablo pronunciado: animal, y lo mismo este otro: hombre, es universal, porque es

62
predicable de muchos, no por sí, sino por las cosas que significa. (Exposición sobre el libro de
los predicables de Porfirio, cap. I, Proemio, § 2).

Hay que notar aquí que, así como según Boecio, en el Comentario a ‘Sobre la interpretación’,
la oración es triple, a saber, escrita, oral y concebida – teniendo ser sólo en el entendimiento – ,
así el término es triple, a saber, escrito, oral y concebido. El término escrito es una parte de una
proposición transcrita en algún cuerpo que se ve, o se puede ver, con el ojo corporal. El término
oral es una parte de la proposición proferida por la boca y apta por naturaleza para ser percibida
por el oído corporal. El término concebido es una intención o pasión del alma que naturalmente
significa o cosignifica algo, siendo apto por naturaleza para ser parte de una proposición y, por
ello, apto por naturaleza para suponer (supponere). Estos términos concebidos son, entonces,
aquellas palabras mentales de las que San Agustín dice, en el Tratado sobre la Trinidad, XV, que
no son de ninguna lengua, porque permanecen sólo en la mente y no pueden exteriorizarse si
bien las palabras, como signos que son subordinados a ellas, se pronuncian externamente.
(Suma de Lógica, 1,7).

Se dan algunas diferencias entre los términos mismos. Una es que el concepto o pasión del
alma significa naturalmente lo que significa, mientras que el término oral o escrito no significa
más que por la institución voluntaria. De eso se sigue otra diferencia, a saber, que el término oral
o escrito puede cambiar arbitrariamente su significado, mientras que el concepto no lo cambia al
arbitrio de nadie… Hay que tener en cuenta que signo tiene dos sentidos: uno, el de todo aquello
que, aprehendido, conduce al conocimiento de alguna otra cosa, aunque no conduzca a la mente
al conocimiento primero de tal cosa, como se ha demostrado en otro lugar, sino que actualiza un
conocimiento que ella ya poseía. Pero no hablo aquí de ese sentido tan general de signo... En
otro sentido, signo es todo aquello que conduce al conocimiento de algo y es apto naturalmente
para suponer por ello o ser añadido a ello en la proposición, como son los sincategoremas y los
verbos y aquellas partes de la oración que tienen una significación determinada, y lo que puede
constar de tales cosas, como es la proposición. Y tomando en ese sentido el vocablo signo, la
palabra (vox) no es signo natural de nada (Suma de Lógica, 1,9).

Se ha de saber, en primer lugar, que se llama intención del alma algo que en el alma es capaz
de significar otra cosa... Mas ¿qué es en el alma eso que es tal signo? Hay que confesar que sobre
este punto existen diversas opiniones. Unos dicen que no es sino algo fingido (fictum) por el
alma; otros que es una cualidad existente subjetivamente en el alma y distinta del acto del
conocimiento; otros, a su vez, que es el acto del conocimiento... Más adelante analizaremos estas
opiniones. De momento baste decir que la intención es algo existente en el alma, que es un signo
que significa de manera natural algo por lo cual puede suponer, o que puede ser una parte de una
proposición mental.
Tal signo es doble. El uno es signo de una cosa la cual no es tal signo... y se llama primera
intención, por ejemplo, la intención del alma que es predicable de todos los hombres, lo mismo
que la intención predicable de todas las blancuras y negruras, etc. Y segunda intención es la que
es signo de tales intenciones primeras, cuales son el género, la especie, etc. Porque, así como de
todos los hombres se predica una intención común a todos los hombres, cuando se dice: este
hombre es un hombre, aquél hombre es un hombre, y así de cada uno en particular, del mismo
modo de aquellas intenciones que significan y suponen por las cosas se predica una intención
común a ellas, cuando se dice: piedra es un género, animal es un género, color es un género,
hombre es un nombre, asno es un nombre (Suma de Lógica, 12, 41-44).

Que ningún universal es sustancia alguna existente fuera del alma se puede probar con
evidencia. Primero: ningún universal es una sustancia singular y una en número. Pues si se dijera

63
eso, se seguiría que Sócrates sería algún universal, pues no hay mayor razón para que una
sustancia singular sea más universal que otra. Luego, ninguna sustancia singular es un
universal… Además, si algún universal fuese una sustancia, existente en las cosas singulares,
distinta de ellas, se seguiría que puede darse sin ellas… Se pueden añadir otras muchas razones,
que omito por causa de la brevedad, y confirmo la misma conclusión por autoridades. Primero,
por Aristóteles… quien demuestra que ningún universal es sustancia, aunque suponga por ella…
Y, por ello, simplemente hay que concluir que ningún universal es una sustancia de cualquier
manera que sea considerado, sino que cualquier universal es una intención del alma, que según
una opinión probable, no se distingue del acto de entender. Dice esa opinión que la intelección
con la cual entiendo al hombre es signo de los hombres, tan natural como lo es el gemido de la
enfermedad, o de la tristeza, o del dolor, y un signo de tal índole, que puede suponer por los
hombres en las proposiciones mentales como la palabra puede suponer por las cosas en las
proposiciones orales (Suma de Lógica, 15, 50-53).

Aunque sea evidente que el universal no es una sustancia existente fuera del alma en los
individuos, distinta realmente de ellos, creen algunos sin embargo que el universal existe en
cierto modo fuera del alma y en los individuos, no ciertamente distinguiéndose realmente de
ellos, sino tan sólo formalmente: en verdad, no forman dos cosas, pero la una no es formalmente
sin la otra. Pero esta opinión parece ser irracional, porque en las criaturas no puede existir
distinción alguna fuera del alma, en la forma que sea, a no ser que existan dos cosas distintas.
Por tanto, si entre una naturaleza y una diferencia existe alguna clase de distinción, es necesario
que sean dos cosas realmente distintas. Lo pruebo así por medio de un silogismo: esta naturaleza
no se distingue formalmente de aquella naturaleza; esta diferencia individual es distinta
formalmente de esta naturaleza, luego esta diferencia individual no es esta naturaleza. Asimismo,
una misma cosa no es común y propia; pero, según ellos, la diferencia individual es propia y el
universal es común. Luego ningún universal y una diferencia individual son una misma cosa.
Asimismo, a una misma cosa no pueden convenir cosas opuestas. Lo común y lo propio son
cosas opuestas, luego la misma cosa no es común y propia, lo que se seguiría no obstante de ser
la diferencia individual y la naturaleza común una misma cosa. Asimismo, si la naturaleza común
se identifica realmente con toda diferencia individual, en dicho caso habría realmente tantas
naturalezas comunes como diferencias individuales, y consecuentemente ninguna sería común,
sino propia de cada diferencia con la que se halla realmente identificada (Suma de Lógica, 16,
54-55).

Se debe conceder que ningún universal pertenece a la esencia de sustancia alguna. En efecto,
todo universal es una intención del alma o un signo instituido voluntariamente; ahora bien,
ningún signo de esa naturaleza pertenece a la esencia de una sustancia, y por eso, ningún género,
ni ninguna especie, ni ningún universal pertenece a la esencia de sustancia alguna. Lo que,
hablando con más propiedad, hay que decir, es que el universal expresa o explica la naturaleza de
la sustancia, es decir, una naturaleza que es sustancia. Y eso es lo que dice el Comentador en el
libro VII de la Metafísica, que es imposible que alguno de esos que se llaman universales sea la
sustancia de alguna cosa, si bien declara las sustancias de las cosas…
Si se replica que los nombres comunes, como, por ejemplo, hombre, animal y parecidos,
significan cosas sustanciales y no significan sustancias singulares, porque entonces hombre
significaría todos los hombres, lo cual parece falso; por lo tanto, esos nombres significan algunas
sustancias además de las sustancias singulares, se responde que esos nombres significan
precisamente a las cosas singulares. Así que el nombre hombre no significa ninguna otra cosa
más que la que es el hombre singular; y por eso no supone nunca por una sustancia más que
cuando supone por un hombre particular. Por lo mismo, hay que conceder que el nombre
hombre significa por igual directamente a todos los hombres particulares; y no se sigue por eso

64
que ese término sea equívoco; y ello, porque, aunque significa por igual directamente muchos,
sin embargo, los significa por una única imposición, y en significar esos muchos se subordina
sólo a un concepto y no a muchos, por lo cual se predica unívocamente de ellos (Suma de
Lógica, 17, 59-60).

El que sigue a la razón natural admitiría solamente que experimentamos en nosotros la


intelección que es el acto de una forma corpórea y corruptible. Y en consecuencia diría que una
forma así podría ser recibida en la misma materia. Pero nunca experimentamos aquella especie
de intelección que es la operación propia de una sustancia inmaterial; por lo cual mediante la
intelección no podemos concluir que haya en nosotros como forma una sustancia incorruptible.
(Quodlibet, I, q. 10).
Si se entiende por alma intelectiva una forma inmaterial e incorruptible que esté totalmente en
el todo y totalmente en cada parte (del cuerpo), no puede conocerse de modo evidente, ni por la
argumentación ni por la experiencia, que haya en nosotros tal forma o que la actividad de
entender pertenezca a una sustancia de ese tipo en nosotros, o que un alma de ese tipo sea la
forma del cuerpo. No me interesa lo que Aristóteles pudiera pensar acerca de ello, porque me
parece que habla siempre de una manera ambigua. Pero mantenemos estas tres cosas solamente
por fe. (Quodlibet VII, 1, 12).
No es imposible que Dios ordene que aquel que vive según los dictámenes de la recta razón y
no cree nada que no le sea demostrado por la razón natural, sea digno de la vida eterna. En tal
caso, puede también salvarse aquel que en la vida no tuvo otra guía que la recta razón. (In Sent. I,
d. 17, q. 2).

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