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RADAR LIBROS

07 de abril de 2019

De julio a octubre

En El huracán rojo (Crítica) Alejandro Horowicz aborda, de Francia a Rusia, el proceso de


doscientos años de lucha revolucionaria. Y lo hace después de que en 2017 se haya recordado
y revisado históricamente, cien años después, la Revolución Rusa bajo la idea concluyente de
su absoluto fracaso y caducidad. Atento a los ciclos históricos y a los vaivenes del mercado
mundial, Horowicz emprendió una obra desafiante hacia los cánones académicos, y lo hace
disputando un territorio generalmente vedado a los intelectuales sudamericanos. En esta
entrevista, analiza su método de trabajo y explica por qué siempre pensó los temas cruciales
de su generación: el peronismo, la revolución y el socialismo.

Por Fernando Bogado

Imagen: Bernardino Avila

Hace escasos dos años, frente al aniversario de la Revolución soviética, diversos libros
aparecieron con la intención de recordar el hecho, entender la distancia que separaba al
mundo actual de ese mundo y, en la mayor parte de los casos, subrayar los fracasos del
acontecimiento. Casi parecía un intento por mostrar cuán lejanas eran esas preocupaciones
del pueblo ruso con respecto a las nuestras, y cuán peligrosos habían sido los intentos
efectivos de tratar de lograr un mundo más justo. De ahí se desprendía el diagnóstico global de
los peligros de los socialismos reales, de los proyectos que alcanzaron el poder y de los
resultados de esos eventos históricos, que se fueron cerrando con la caída del bloque soviético
en 1989. Todo en pos de una apuesta por la mesura liberal que, aún hoy, nos resulta un límite
difuso para la imaginación imprescindible en el cambio de las condiciones de vida de la
humanidad. Porque, a fin de cuentas, ¿no es éste el mundo que emergió como resultado de los
procesos revolucionarios? ¿Hasta qué punto esos intentos fundamentales por cambiar la
manera en que la humanidad vivió son apenas una página más en los manuales de historia? O,
aún peor, un objeto a ser meramente estudiado en las academias, como si su ciclo histórico ya
estuviera perimido y esas “aventuras” sólo pudiesen conformar temas de atractivas tesis de
especialistas. El huracán rojo: De Francia a Rusia 1789/1917, de Alejandro Horowicz, es un
ensayo atrevido en la medida en que se propone hablar de un período extenso en donde la
revolución no sólo fue planteada, sino que fue dejando un núcleo de elementos no resueltos
que obligaron a tratar de seguir cumpliendo lo que, en un determinado momento, parecía
imposible. El fantasma de 1789 se repite, entonces, desde Francia hasta Rusia, pasando por las
revoluciones de 1848, los movimientos populares de 1871, el espartaquismo de comienzos del
siglo XX en Alemania y culminando en la toma del poder por parte del bolchevismo en 1917.
Un verdadero huracán que estableció las turbulentas condiciones del tiempo que vivimos, por
más máscaras liberales que pululen para mostrar lo contrario.
“Hay una especie de contradicción que tiene mucho que ver con el bicentenario de la
Revolución Francesa y el centenario de la Revolución Rusa”, asegura Horowicz. “Esa
contradicción se compone, por un lado, de una visibilización de la fecha que pareciera darle al
acontecimiento del pasado una importancia sumamente destacada. Y, por el otro, por una
operación inversa, que es que esta visibilidad se aprovecha para decir que de todo eso no ha
quedado nada. Cuando cualquiera le pregunta a los conservadores universitarios qué queda de
la Revolución Rusa, lo que te van a responder es eso: nada. Entonces, si no queda realmente
nada… ¿Cuál es la importancia de estudiar ese proceso?”.

¿Qué tipo de diagnóstico podés llevar adelante acerca de este regreso a la fecha por parte de
especialistas fuertemente vinculados con el mundo académico?

–Una observación que me gustaría hacer es con respecto a la calidad del resultado del
pensamiento de esos profesionales. La calidad de un sovietólogo de los ‘60 y ‘70 con respecto
a los sovietólogos de hoy, por caso. En esas décadas, mientras existía la Unión Soviética, los
estudios de sovietología tenían una importancia decisiva. Nadie va a decir de estos mismos
tipos que la Revolución China no tiene importancia porque se les reirían en la cara. Se reiría el
presidente conservador que se quiera, de cualquier país; y en segundo lugar, los diarios del
mundo entero. No hay ninguna duda en torno a la conexión de la Revolución China con
respecto al lugar que hoy ese país ocupa en el panorama mundial. Es una ofensa al intelecto
plantear la falta de importancia de ese proceso revolucionario. Pero el proceso revolucionario
que dio origen a la URSS permite unas licencias poéticas enormes, entre las cuales la primera
de ellas tiene que ver con el derrumbe de la calidad de estos estudios sistemáticos. Al punto
tal que han llegado a transformar al partido bolchevique en cualquier cosa menos agentes
revolucionarios hechos y derechos. Digo esto más allá de lo que se opine, porque se tiene todo
el derecho de tener una lectura conservadora de la Revolución rusa. Por ejemplo, la de George
Kennan, que tiene un trabajo clásico sobre Lenin y Stalin, y quien, por supuesto, no era un
admirador del socialismo. Pero eso no lo hacía transformar a la revolución bolchevique en un
conjunto de agentes a sueldo del gobierno alemán. O a Lenin en un amoral que lo único que se
proponía era conseguir un puesto restallante en la vida. Esa objetividad ha desaparecido.

¿Qué consecuencias trajo esa pérdida?

–Al desaparecer ese vínculo objetivo con los hechos, se da una situación paradojal muy
curiosa. El estalinismo se ocupó de impedir que existiera una historia de la Revolución Rusa
porque Stalin podía necesitar reescribirla tantas veces como se lo indicase la última decisión de
su politburó. Los historiadores vinculados al estalinismo, como ese historiador que hoy pasa
por ser un liberal, Eric Hobsbawm, no escribieron un relato organizado y con una
interpretación particular de los hechos de la Revolución Rusa. Hobsbawm escribió la historia
del siglo XX, sí, pero poco y nada aportó a la historiografía de la Revolución Rusa,
precisamente, por esta decisión directa del PCUS. Trotski sí lo hizo, y lo hizo con el afán de que
no lo borren del relato de los hechos. El desbalance entre un estalinismo ausente con una
historia propia y, en el otro campo, los liberales y conservadores que no se han esforzado por
hacer una obra valiosa, es notable. En este contexto, queda la operación final que
mencionamos al principio. Qué pasó; nada. Tratar de explicar el feminismo, explicar las
organizaciones sindicales, la democracia parlamentaria, la reducción de la jornada laboral,
todo esto se vuelve imposible por esta lectura pedestre que deja en nada a la revolución.

Cuestión de método

El huracán rojo es un texto que, sin abandonar la concentración sobre las fuerzas vivas de los
procesos revolucionarios, se permite una serie de conceptualizaciones que colaboran a que el
libro sea material de una fineza intelectual destacable, al mismo tiempo que no se convierte en
una mera teorización lejana a los hechos. Para eso, el método con el cual se aborda cada
momento estudiado se convierte en una cuestión central, que debería poder iluminar y dar un
esqueleto firme a la carne del asunto. Al pueblo en movimiento que, mal que nos pese, es el
auténtico responsable de los cambios históricos.

Uno de los conceptos centrales que trabajás en el libro es la idea de una “representación
quebrada” de las fuerzas revolucionarias y de los acontecimientos, estableciendo una suerte
de contraposición entre fuerzas progresivas y regresivas. ¿Cómo abordar las complejidades de
la representación a partir de esta idea?

–Convengamos, inicialmente, que el concepto de representación tiene siempre un fuerte


componente ficcional. Rousseau decía, cuadrada y directamente, que el pueblo no es
representable. El pueblo es igual al pueblo, más sus representantes. Esto es un planteo a favor
de la democracia directa y es un planteo cuyos niveles de ficción van desde el rey, que
representa la Nación hasta la legislatura, que representa al pueblo, y llega finalmente a la idea
de que el poder popular representa. Lo hace, pero hasta donde puede. Una representación
tiene siempre algo de fallido, algo de bloqueo. Pero, al mismo tiempo, en la lógica del conflicto
social, así como las ciencias sociales, y en particular la sociología política, no es otra cosa que la
sistematización de los conflictos sociales, la dinámica del conflicto social es la que permite una
lectura de la serie política. Trotsky plantea, por ejemplo, el problema de que una de las cosas
de más difícil acceso a la reflexión es el problema del “doble poder”, que también trabajo en el
libro.

¿Qué límites o ventajas pensás que tuvo esa elección en términos de volver sobre la
Revolución Francesa, por ejemplo?
–Una metodología revela si vale o no vale después de aplicada. Lo que se enriquece en la
comprensión de los conflictos en función de la idea del doble poder es enorme. Rastrear que
en el París de 1790 se plantea el problema de la democracia directa y de la representación por
mandatos imperativos, es una cuestión que, por supuesto, los eruditos conocían. Pero de
ninguna manera estaba puesta en foco. Sin embargo, cuando uno mira esta lógica, y mira
después que es la Comuna de París la que va a llevar esta situación a su máximo nivel, como
tesis política, y que después Marx va a formular su teoría del Estado en función de esa
experiencia, y que después Lenin va a tomar esa referencia para pensar el problema de los
soviets, uno se da cuenta de que esa es una llave de lectura que permite comprender un cierto
desarrollo del conflicto social como dinámica real del proceso político. No una declamación
analítica, sino un hilo nuevo. Conviene recordar un dato que parece casi olvidado, volviendo a
1789. En la Asamblea Nacional, republicano era Camille Desmoulins, entre setecientos y
monedas de representantes. Es decir, republicano no era nadie: Robespierre no era
republicano en 1789. La idea de república es una consecuencia de la Revolución Francesa que
nadie tenía prevista. Su más inteligente pensador, que es Emmanuel Sieyès, en ¿Qué es el
tercer Estado?, plantea muchas cosas, pero no plantea la república. Este hilo rojo permite ver
de qué manera se va construyendo una práctica política revolucionaria. Y esa práctica consiste
en ver que las revoluciones muestran su excepcional particularidad histórica. Cada revolución
es inmensamente particular, pero tienen un problema conductivo analítico, que no es otra
cosa que la insistencia de un nudo problemático que no se resuelve. Y en su irresolución está la
continuidad.

Eso también te permite poner en escena el hecho de que existen leyes sociales que pueden ser
estudiadas, cosa que te distancia de cierto relativismo identificado con las posiciones tildadas
de posmodernas.

–Si por leyes sociales se entiende a las leyes físico-químicas, no estoy para nada de acuerdo.
Pero si entendemos las leyes sociales como una serie de tendencias particulares de un
conflicto, eso ya es otra cosa. Porque sin esa presencia, la misma existencia de las ciencias
sociales carece de sentido. Es evidente que se puede calcular un eclipse de sol. Ahora, creer
que las ciencias sociales pueden indicar cuestiones que sirven para calcular acontecimientos
futuros, eso me parece de una trivialidad extremadamente grave. Jamás se le hubiese ocurrido
a Marx este tipo de idea. Cuando vos partís de la tesis que yo partí, que es el problema del
doble poder, y la dinámica social como medio transformador, vos te das cuenta de que el
método es adecuado no sólo porque no tenés que forzar acontecimientos para que te encajen
en el esquema, sino porque ilumina cuestiones que previamente no tenías ni en foco. Y aquí
viene la cuestión final de las leyes sociales. Yo lo llamo el parámetro del yogur: así como el
yogur tiene fecha de vencimiento, la teoría también. Uno de los grandes aportes de Marx es la
teoría del ciclo. La historia comprendida en términos de ciclos históricos es pertinente. Si yo
quiero reducir el capitalismo a la lectura que Marx hace de manera fechada del capital, no
puedo comprender los movimientos ni la actualidad del capitalismo. Marx prevé la tendencia a
la concentración monopólica, y puede leer el ciclo siguiente, que es el del imperialismo. Pero
ya el imperialismo, en sí, es un ciclo histórico que no es el de Marx.

Es el capitalismo, estúpido

A contrapelo de gran parte de los estudios historiográficos en torno a estas dos revoluciones
centrales para el mundo contemporáneo, Horowicz se concentra en las características del
mercado mundial, las cuestiones que plantea, y la idea de que no hay algo afuera de esa lógica.
Si todo sucede en los márgenes sin márgenes del mercado, abordar cada movimiento histórico
revolucionario requiere vincular, yendo de un extremo al otro, la manera en la que el mundo
se desenvuelve y las particularidades que ese devenir toma en cada país, mejor, en cada
región.

¿Cómo leés el desarrollo del mercado mundial desde 1789 hasta 1917 o, incluso, hasta nuestro
presente?

–Cuando Marx construye su tesis acerca del mercado mundial, plantea un adentro y un afuera.
En ese momento, el afuera del mercado mundial era mucho mayor que el adentro. Hoy, no
hay más afuera del mercado mundial. Con la incorporación de China y la caída del bloque
soviético, hoy hablar de “mundo” y “mercado mundial” son la misma cosa. La catástrofe que
esto significa para Asia y Europa es enorme, pero esta catástrofe forma parte de las
condiciones de inteligibilidad del proceso histórico. Por eso es importante la idea de una teoría
con conceptos fechados. Una cosa es recrear utilizando cierta pregnancia analítica, y en ese
sentido Marx tiene muchas, muy útiles. Y otra es creer que con repetir a Marx tenemos el
problema resuelto.

¿Cómo se inserta entonces este ensayo en los debates y abordajes de la globalización?

–La diferencia metodológica entre un nacionalista y alguien que mira el capitalismo desde una
perspectiva global es que uno cree que el mercado mundial es un conjunto de mercados
nacionales añadidos, y otro sabe que el mercado nacional es el resultado del impacto del
mercado mundial sobre las formaciones histórico-sociales que le preceden. Esta diferencia
metodológica la construí de muy larga data, ya en Los cuatro peronismos. Los recortes que
propongo en el libro tienen que ver con la observación de los ciclos del mercado mundial. La
Revolución Francesa indica el comienzo del ciclo moderno del mercado mundial. En 1848, la
Revolución Industrial inglesa que había creado un proletariado moderno en Inglaterra (y no
estoy diciendo Gran Bretaña), no había construido un proletariado moderno en el resto de
Europa. Cuando Marx les habla a los proletarios de 1848, le está hablando al proletariado
moderno europeo, que surge de la descomposición del bloque burgués del ciclo anterior. Y va
a arrojar a otros sujetos hacia la nada misma. El hilo tiene una dirección, pero la naturaleza del
conflicto no supone la resolución victoriosa del conflicto. Por eso hay lucha de clases. Hay
lucha de clases porque los vencedores en cada circunstancia modifican la lucha hacia atrás y
hacia delante. Hacia atrás, en términos de perspectiva. Hacia delante, en términos de
posibilidad.

¿Por qué escribir sobre estas dos revoluciones, en definitiva?

–Yo he tomado como propios el temario de los problemas de mi generación, y en ese sentido,
creo que soy poco original. Los problemas eran el peronismo, la revolución y el socialismo. Era
el temario de la vida militante. No vine a parar a la academia por una cuestión de novedad
dentro del campo académico, sino a resultas de mi lucha política. Si no, jamás me hubiese
planteado la academia como un espacio. Lo que hice fue ser más o menos insistente con esos
problemas, una cuestión más o menos existencial. Yo no me puedo plantear una actividad
meramente conceptual. Por eso la sociología política es el campo en donde más o menos me
muevo con comodidad. Como decía Marx, nosotros partimos de un hecho político actual, que
es nuestro punto de partida, y que es nuestra profunda indignación por la situación existente.
Si no se siente esa indignación, lo único que queda por hacer es tomar champagne y pasar las
vacaciones en Marbella. Por otro lado, existe en la academia esta especie de provincialismo:
cada uno tiene que hablar de lo que pasa en su región, en su país. Y eso es más evidente en los
intelectuales latinoamericanos, escasos en cualquier catálogo de cualquier editorial que
publique libros sobre estos temas. Es algo raro que un sudamericano escriba sobre procesos
que parecen patrimonio de las academias de renombre del Viejo Continente o de Estados
Unidos. Ese provincialismo es un error, en la medida en que nuestra historia está travesada por
la lógica del mercado internacional. Lo cual demuestra la incapacidad en pensar los problemas
a la escala en que los problemas se plantean.

En lo que tiene que ver con el diagnóstico que hacés a lo largo del libro en torno al presente,
¿sería el problema de la llamada “bancocracia” y su lógica político-económica?

–Así como la Revolución Francesa tuvo que transformar una asamblea estamental en una
asamblea democrática, la construcción de un poder político democrático a escala global
necesita rehacer los instrumentos del poder global. ¿Quién elige al presidente del FMI o al
presidente del Banco Mundial? Hemos visto cómo Europa es capaz de destituir y poner
ministros sin la menor consulta popular. Y hemos visto a la crisis que arrastró a Europa, en la
cual el Brexit es sólo un ejemplo más. Es el resultado de esta lógica quebrada, de esta
inconsistencia democrática, que tiene dos posibilidades. O construye una bancocracia
organizada, en donde las elecciones tienen un carácter meramente municipal, y ese es el
“secreto” de la Unión Europea, que tiene unidad monetaria sin unidad fiscal, cosa que es un
disparate. O avanza en dirección a la unidad fiscal y a un gobierno democrático. El peligro es
retroceder a una especie de absolutismo de nuevo cuño. O se plantea un programa político o
se transforma a la democracia en algo de mero carácter enunciativo. Quiero decir, hay dos
posibilidades en ese conflicto. O esto llega a ser así, y se constituye en el sentido más
tradicional en una oligarquía, esto es, el gobierno de los poderosos tal cual los poderosos son;
o básicamente esto se vuelve a democratizar. El socialismo sólo puede pensarse a escala
planetaria. Por eso, la política actual piensa y da resultados que sólo pueden ser frustrantes. Te
doy un ejemplo: un intendente sabe que no puede, cree que el gobernador puede. Pero el
gobernador no puede, porque a veces se comporta como un mero intendente. Pero todos
creen que el presidente puede algo. Pues bien, o retomamos la escala de la política del
mercado mundial, que es, por lo menos, la escala sudamericana para esta región del mundo, o
entendemos que estamos renunciando a la lucha política.

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