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Es usual afirmar que los medios públicos deben ser instrumentos de democratización de la
comunicación: deben garantizar el acceso a la información para toda la población; fomentar su
participación en debates; contribuir a su desarrollo cultural; respetar y promover el pluralismo
político, étnico, religioso, cultural; brindar contenidos adecuados a sectores desatendidos por el
sistema de medios con fines de lucro. En esas obligaciones planteadas en muchas normativas –
incluida nuestra Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual– implícitamente se asume la
existencia de un daño que los medios públicos deben contribuir a reparar: la apropiación, la
monopolización de la palabra por unos pocos sectores.
Pero también es usual –y a nuestro juicio contradictorio– que en muchos discursos académicos y
políticos se afirme que esos medios deben actuar de manera universal e imparcial, lo que supone
pensarlos como espacios de variedad y armonía donde todo cabe y convive en igualdad; medios
que por ciertos mecanismos institucionales –su régimen de propiedad y gestión, por ejemplo–
deben alejarse de intereses y luchas sectoriales y de cualquier posicionamiento excepto el del bien
común que nunca se explicita por quién es definido. En suma, medios extraídos de las condiciones
económicas, sociales y políticas propias de nuestras desiguales sociedades y más aún, extraídos
de las luchas por el poder.
Pero democratizar la comunicación no es tender lechos de rosas. Es, por el contrario, construir las
condiciones para que todos los derechos –no sólo los derechos a la información y la libre
expresión– puedan ejercerse. Y ejercer derechos requiere, entre otras cosas, demandarlos en la
esfera pública ante los poderes que los niegan y también poner en cuestión el orden social que los
coarta o impide ampliarlos.
Tal como se puso de manifiesto a lo largo y ancho del país en las audiencias públicas realizadas
durante 2015 por la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual, la
emergencia en el espacio público de voces que demandan y proponen desde situaciones de
exclusión y desigualdad, o desde perspectivas innovadoras y emancipatorias, enfrentan los
condicionamientos y manipulaciones que el sistema de medios concentrado les impone: desde la
fragmentariedad con que aparecen hasta su banalización, estereotipia o estigmatización.
Por eso hay que pensar de otro modo los medios públicos si honesta y seriamente se los considera
vectores de democratización: no como espacios de una ideal pero inexistente convivencia
armónica, sino como instituciones donde la sociedad pueda reconocer los conflictos que la
constituyen y como instancias de reparación de las desigualdades expresivas que impiden una
participación equitativa de diferentes actores en esos conflictos en términos discursivos. En ese
sentido, la pluralidad no puede confundirse con el “pluralismo liberal” propio –según el reconocido
teórico de la comunicación Armand Mattelart– de las tantas veces admiradas televisiones públicas
europeas que, a su entender, eran “una forma de organización del consenso”, es decir, eran más
un espejo de las “opiniones admitidas” que lugar de expresión de contradicciones e innovadoras
búsquedas políticas y sociales.