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EL MOMENTO MAS DULCE DE LA SUYA James, el duque de Alvord, está encantado con su
inesperada compañera de cama (y para nada temeroso ante la furia que le enciende las mejillas).
Es verdad que las circunstancias y el lugar de su primer encuentro son muy inusuales, pero la
briosa norteamericana que está golpeándole con una almohada es una belleza incomparable. Si
Sarah tan sólo escuchara la explicación perfectamente razonable que él puede darle, James está
seguro de que podría capturar su corazón.. .para siempre.
Capítulo 1
¿Cómo pudo David pedirle que viajaras tan lejos? —había dicho por enésima vez
Clarissa, la hermana baja y robusta, mientras Sarah cerraba por última vez la puerta de la
casa de su padre.
—Era la fiebre que hablaba por él —había dicho Abigail, la hermana alta y flaca,
dando palmaditas en la mano de Sarah—. Aún no es demasiado tarde para cambiar de
opinión, querida. Simplemente mandamos a avisar al puerto.
Clarissa asintió tan vivamente que sus tirabuzones grises le rebotaron sobre las
orejas.
— Tu padre está muerto, Sarah. Ahora necesitas hacer lo que sea mejor para ti.
—¿Qué sucederá si vas a Inglaterra y el conde te rechaza? Estarás sola, a merced de todos
esos hombres inescrupulosos
Abigail se estremeció, estrujándose las manos con tan-la fuerza que los nudillos se le
pusieron blancos.
—Es verdad, Sarah. —Los regordetes dedos de Clarissa se hundieron en el brazo de
Sarah—. Has tenido una vida muy tranquila en Filadelfia. ¡No tienes ni idea de dónde vas!
Vaya, apenas si has hablado con hombres de aquí, y los hombres americanos son realmente
muy diferentes de aquellos ingleses pervertidos. Tan diferentes como los gatos domésticos
de los leones devoradores de hombres.
—Devoradores de mujeres —susurró Abigail.
—Totalmente cierto. Esos duques, condes y qué sé yo qué más, ésos se creen que las
mujeres están ahí para tomarlas y luego descartarlas.
Sarah sacudió la cabeza para ahuyentar ese recuerdo perturbador. Era demasiado
tarde para lamentos. Ya estaba aquí. Esperaba que su tío la recibiera bien. Si no era así... No, no
pensaría en eso. No permitiría que la preocupación le arruinara la primera oportunidad que
tenía en meses de dormir en una cama de verdad en tierra firme. Sin importar qué sucediera
con el conde, no pensaba volver a cruzar el Atlántico.
Haciéndose esa promesa, apagó de un soplido las velas y se metió en la cama.
Jamen Runyon, Duque de Aivord, aportó lo vista del fuego cuando el Mayor Chales
Draymisth entró en el salón privado dejando la puerta entreabierta.
—Me parece haber visto al malvado de tu primo Richard en el salón, James —dijo
Charles, pasándose las anchas palmas por el oscuro cabello rizado—. Debe haber vuelto a
aparecer en escena. Dios, ¡cómo me gustaría hundirle en la cara esa larga nariz puntiaguda!
—¿Richard está aquí? —James levantó una ceja dorada—. Me pregunto qué
diablos pretende dejándose ver por aquí.
—Diablo le queda bien. —Charles se acercó al fuego, junto a James—. Cada vez que
le miro espero ver cuernos y un tridente. Realmente deberías hacer algo con ese tipo.
Tras servirle un vaso de brandy a Charles, James estiró los pies enfundados en sus
botas en dirección al hogar y observó el resplandor del fuego a través de la copa.
—¿Qué sugieres? En Inglaterra el asesinato, aun justificado, por lo general no tiene la
aprobación de la sociedad.
—Llámalo exterminio. —Charles bebió un sorbo de brandy—. Estarías librando al
país de una alimaña.
—Desearía que todos pensaran como tú. —Había amargura en la voz de James—.
Nadie creerá que James representa una amenaza para mi vida hasta que deje mi cadáver en
un umbral de Bow Street3.
—No puedo creer que sea para tanto.
—Pues créelo. —James empezó a contar con los dedos las evidencias—. La cincha de mi
caballo se afloja de repente y caigo al saltar. ¿Incompetencia de un mozo de cuadra? El
hombre jura que la cincha estaba ajustada la última vez que revisó al caballo y,
sinceramente, yo le creo. De la torre de Alvord se suelta una piedra y me salvo por un pelo de
que me caiga encima. El lugar tiene cientos de años. La argamasa no dura para siempre. Me
empujan en una calle de Londres y casi caigo delante de un carruaje que se aproximaba. Un
desafortunado accidente. ¿No sabes acaso que las aceras están realmente atestadas?
James apuró un gran trago de brandy.
—Demasiados accidentes, en mi opinión —dijo Charles.
—Exacto.
—¿Y nadie ve la mano de Richard en ellos?
—Richard nunca está cerca. Nada lo señala como el villano, He hecho las
averiguaciones que he podido, pero nadie pudo vincularlo con ninguno de mis «accidentes».
Hay gente en Londres que cree que yo debería estar en Bedlam4. La última vez que intenté
contratar a alguien de Bow Street para que me ayudara a investigar el asunto, se me recordó
que la guerra había terminado y que debería relajarme y acostumbrarme a la vida civil.
—¡Maldita sea!
—¡Eso mismo digo yo! —James se reclinó en su silla—. De modo que, ahora que has
visto a Richard rondando por aquí, confieso que estoy más dispuesto a aceptar la idea de
Robbie de pasar la noche en el Green Man. He llegado a la conclusión de que viajar de
noche no es bueno para mi salud, pues le da a Richard demasiadas tentadoras oportunidades
de enviarme al Más Allá.
James cambió de posición en la silla para mirar directamente a Charles.
—Hablando de Robbie, supongo que no le has visto en la sala, ¿verdad?
—No.
—Qué lástima. Está demasiado borracho para dejarle solo.
—¿Quién está demasiado bo.. .borracho?
James se volvió para mirar al hombre pelirrojo que se reía por lo bajo en la entrada.
—Ah, Robbie. Estábamos preguntándonos dónde te habías metido. Entra, si es que
no necesitas la jamba de la puerta para mantenerte en pie.—Por supuesto que no, James. —
Robbie cruzó la habitación con cuidado y se dejó caer en una silla—. ¿Habéis estado hablando
de la sensual Charlotte en mi ausencia?
—Te agradecería que no usaras la palabra «sensual» para referirte a mi futura esposa
—dijo James.
—Pues ahí tienes razón. Charlotte es casi tan sensual como una ciruela congelada.
—Robbie...
Las cejas de James se juntaron en una mueca severa mientras comenzaba a ponerse
de pie. Charles le apoyó una mano sobre el brazo.
—Detesto decirlo, James, pero esta vez Robbie tiene razón. Por el amor de Dios,
hombre, ¿por qué piensas que los bromistas la llaman la Reina de Mármol? Tiene la frialdad
de una roca.
En un gesto de borracho Robbie palmeó a James en el hombro.
—Escucha a Charles, James. Él es inteligente. Héroe de guerra, como tú. Si él te dice
que no te acerques a Charlotte, hazle caso. Ni que fuera la única mujer que va a aceptarte.
Todas las muchachas solteras, y la mitad de las casadas, aprovecharían la oportunidad de
convertirse en la próxima Duquesa de Alvord.
—Lo dudo. —James alzó la mano mientras Robbie y Charles empezaban a
manifestar su desacuerdo—. No, ya conozco a todas las muchachas que están en el mercado
matrimonial. Dios, han estado asediándome desde que murió mi padre. Estoy harto.
Charlotte servirá. Ya hace algunos años que está en edad de casarse, no es una jovencita en
su primera temporada social. Es la hija de un duque, así que sabrá manejar mi casa. —Miró
directamente a Robbie—. Y estoy seguro de que es perfectamente capaz de cumplir con sus
demás deberes de esposa.
—Bueno, es una mujer, te concedo eso, por lo cual
debe ser capaz de darte un heredero —dijo Robbie—, pero
¿acaso no quieres disfrutar el proceso?
James sintió que le ardía la cara.
—Estoy seguro de que Charlotte y yo podemos llevarnos bastante bien.
—Pero... ¿por qué tanta prisa? —preguntó Charles—. ¡Maldición, amigo, sólo tienes
veintiocho! Yo tengo treinta y no estoy luchando por conseguir a alguien para casarme. —Se
inclinó hacia James—. Sobreviviste a la guerra. ¿Por qué ahora tanta prisa en tener un
heredero?
—Acabamos de hablar acerca del motivo de mis prisas, Charles: el ambicioso de mi
primo Richard. Está algo ansioso por convertirse en el próximo duque de Alvord.
Sarah estaba inmersa en el sueño más asombroso que hubiera tenido jamás. Estaba
en una gran cama mullida y de algún modo su abrigado camisón de franela había
desaparecido. Pero no sentía frío. Más bien tenía calor. Mucho calor. Había algo grande y
caliente a su lado. Se apretaba contra ello. La sensación era pecaminosamente maravillosa.
Aspiró un tibio perfume a brandy y lino.
Sintió una deliciosa presión sobre los labios. Firme y suave a un Tiempo.
Aterciopelada. Seductora. Su boca se movió para explorar la nueva sensación y fue
recompensada con un calor húmedo.
«Despierta», dijo una voz suave. Algo tan bueno no podio estar bien.
Sarah acalló la voz.
Oyó un extraño y breve gemido y la presión abandonó mis labios. Gimió, deseando
que regresara y así fue, pero esta vez, sobre su cuello, justo detrás de la oreja. Alzó la barbilla
pura darle más espacio a la deliciosa presión. Ésta bajó por su cuello con pequeños
mordiscos y lengüetadas, deteniéndose justo antes de llegar a sus pechos anhelantes.
Algo cálido y fuerte le masajeó la parte posterior del cuello, deslizándose por la
espalda hasta sus caderas, esquivando las zonas que más ardían por ser tocadas. Estaba en
llamas. Se retorció, jadeando.
—Dios, qué linda eres, cielo.
Una voz de hombre.
Abrió de golpe los ojos y éstos se encontraron con ot ros, cálidos y de color ámbar, y
con unos cabellos dorados y unos labios que parecían esculpidos... y que en ese momento se
disponían a saborear la punta de uno de sus pechos.
Lanzó un alarido y de un empujón apartó un pecho masculino completamente
desnudo. Volvió a gritar, apartando las manos como si se hubiera quemado.
—Quédemo...
El hombre se incorporó con el ceño fruncido. Sarah «provecho la oportunidad para
coger su almohada y lanzarla Inicia él.
—¡Fuera de aquí, pedazo de... de... libertino!
—¿Libertino?
Agachó la cabeza. Sarah se volvió hacia él otra vez y le golpeó con fuerza en una oreja.
Eso es lo que dije. Fuera de mi cama. Salga de mi habitación o grito.
—Ya estás gritando, cariño.
—Pues gritaré más fuerte.
Se incorporó, sosteniendo la almohada en alto con ambas manos, lista para derribarle
al suelo si no salía de la cama por propia voluntad.
Los ojos de él asumieron una extraña expresión absorta. No la miraba a la cara. La
muchacha siguió sus ojos para ver qué los atraía así.
—¡ Aah! —Ella bajó inmediatamente la almohada para cubrirse el pecho.
Fue en ese momento cuando la puerta se abrió de golpe y otra mujer lanzó un grito.
—¡James!
—Maldición —farfulló el hombre—. Tía Gladys. ¿Qué demonios hace ella aquí?
Capítulo 2
Sarah asió con más fuerza la manta contra su pecho mientras miraba fijamente al
hombre muerto de risa sobre la cama. Esa mañana no podía ser más extraña. ¿Estaría loco?
Desnuda o vestida tendría que haberse puesto en manos de las mujeres mientras aún podía.
—No le veo la gracia.
—No, es que no la tiene. —El hombre se incorporó y dibujó una amplia sonrisa—.
En realidad yo debería estar llorando en vez de reír. Pero no estoy exactamente descontento.
Este inusual incidente puede convertirse en lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.
Sarah trataba de mirarle sólo la cara. Habría ayudado que él mostrara la menor
turbación por estar desnudo, pero ahora que las ancianas se habían marchado parecía
bastante cómodo en su propia piel. Una piel muy agradable, por cierto. la manta se había
deslizado hasta sus caderas, revelando una lino capa de vellos dorados, apenas más oscuros que
el cabello. Sintió el impulso de recorrer con sus dedos la línea que bajaba desde las clavículas
hasta el ombligo, pasando por el pecho y los músculos del vientre plano. Se ruborizó,
alzando la vista para encontrarse con los ojos de él que la observaban.
—Cariño, con mucho gusto la dejaría hacer lo que sea que esté pensando, pero si
no me visto y bajo pronto, tía Gladys volverá a invadir la habitación para ayudarme.
—No tengo la menor idea de qué está usted hablando.
—¿No? Pues quizás es sólo mi mente sucia que está imaginando todas las cosas
deliciosas que podríamos estar haciendo si yo no tuviese que bajar... y si usted no fuera
una dama, por supuesto.
Se volvió para sacar las piernas de la cama. Antes de sumergirse bajo las mantas, Sarah
admiró los músculos marcados en la ancha espalda. Le oyó reír y moverse por la habitación.
—No hay moros en la costa —dijo él—. Estaré en la puerta cuando usted esté lista.
Al oír el clic del pestillo, ella se destapó la cabeza y respiró profundamente. Bueno, al
menos ahora sabía quién era el misterioso James. Es decir, ya sabía qué aspecto tenía. La
cubrió un ardiente rubor. Había visto qué aspecto tenía gran parte de su cuerpo.
Aun así, no sabía su apellido. ¿Cómo iba a llamarle? James no. Jamás se había dirigido a
un hombre por su nombre de pila, Pero tampoco había dormido nunca antes con un hombre
desnudo. ¡Desnuda y con un hombre desnudo! Un poco más de calor en su rostro haría arder en
llamas la cama. Se levantó y corrió hacia la chimenea para recuperar sus ropas.
Si tenía que hallar un hombre en su cama, sin duda ha-había dado con un excelente
espécimen. Sabía que las hermanas Abington le dirían que no debería notar esas cosas, pero
tampoco estaba ciega y sólo una mujer que lo estuviera no hubie.se hallado maravilloso a este
hombre de cabello rubio oscuro, hombros anchos y ojos color ámbar. ¡Y su voz! le hacía pensar en
la miel tibia. Dulce, profunda, mágica. Sin duda la había hechizado.
Se puso el vestido y sacó un peine de su bolso. Miró su cabello en el espejo. Debería
haberlo trenzado la noche anterior, pero entonces no se hubiera secado. Pues ahora tenía su
merecido. Lo tenía hecho una maraña, una maraña roja. Empezó a tirar para que el peine
atravesara los mechones enredados mientras recordaba cómo se habían lamentado las
hermanas Abington a causa de lo desafortunado del tono de su cabello.
—Quizás se oscurezca cuando crezcas —le había dicho cuando ella tenía trece años
Clarissa Abington— y se parezca más al de tu padre.
—Sólo déjate el sombrero puesto, querida, y nadie lo notará —le susurraba Abigail.
—A veces, Sarah, los hombres piensan que las chicas pelirrojas son fáciles, así que
debes tener especial cuidado —decía Clarissa meneando su grueso índice debajo de la nariz
de Sarah—. El cabello rojo es una maldición: así de simple. Los hombres supondrán que
eres una fulana.
La mano de Sarah se quedó inmóvil. ¿Acaso el hombre que estaba en su cama esa
mañana la había creído una prostituta? Con el corazón golpeándole en el pecho se apoyó
contra la pared para no perder el equilibrio. ¿Qué era exactamente lo que había sucedido la
noche anterior?
Respiró profundamente y trató de dominar el creciente pánico que la invadía.
¿Todavía sería virgen? Sin duda lo sabría si ya no lo fuera ¿verdad? Se sentiría... diferente.
Bueno, indudablemente se había sentido diferente al despertar esa mañana. ¿Eso
era suficiente evidencia? No lo sabía. Nadie se había molestado jamás en explicarle la mecá-
nica de la procreación. ¿Bastaba con estar con un hombre? Las hermanas Abington habían
sido siempre tan cuidadosas que ninguna de sus pupilas se había quedado jamás a solas con
los caballeros que las visitaban. Sarah lomó entre las manos sus mejillas ardientes. ¡No se
había limitado a tomar el té a solas con un hombre en el salón de la escuela! No, ella había
estado en la cama con él. De noche. Sin ropa.
Apoyó una mano temblorosa sobre su vientre. ¿Podría haber ya un niño creciendo
dentro de ella?
¿Y por qué se había reído él al enterarse de su identidad? Parecía haberle creído.
Ahora ya debía haberse dado menta de que no era una prostituta.
Tomó una profunda bocanada de aire y lo dejó salir lentamente. No permitiría que
su imaginación se desbocara, Por el momento no había nada que pudiera hacer al
respecto. Se limitaría a controlar la preocupación que le anudaba el estómago.
Recogió su cabello en un moño sobre la nuca y lo aseguró con horquillas. Examinó el
resultado. Nada elegante, pero al menos ya no parecía un pajar rojo. Abrió la puerta.
El hombre estaba esperándola en el corredor, como ha-bía prometido. Vestido se veía
muy elegante. Inaccesible.
-—Aquí está usted. —Le ofreció el brazo—. Bajemos a enfrentar a los dragones.
Sarah se le acercó. Ahora que le veía de pie era bastan-te alto. Estaba acostumbrada a
mirar a los hombres a los ojos, pero a éste le llegaba sólo hasta los hombros.
—No vas a presentársela a tu tía, ¿verdad, James? Yo puedo llevarla abajo y ajustar
cuentas por ti, si es que no has tenido tiempo de hacerlo.
Sarah se sobresaltó. No había advertido que había otra persona en el pasillo. Era el
pelirrojo de la noche anterior. La joven frunció el ceño. ¿Por qué la había llevado a la habitación
de su amigo? Abrió la boca para cantarle las cuarenta, pero James ya estaba hablando.
—- Resolveremos esto abajo, Robbie. No me gusta hablar de negocios en el corredor, ni
hace falta que pasemos por esta más de una vez.
—Pero James, no puedes...
James alzó la mano.
—Ten cuidado con lo que dices, Robbie. Estoy muy seguro de que lo lamentarás.
Robbie lo miró fijamente y se encogió de hombros.
—Como quieras. Supongo que sabes lo que estás haciendo. Como siempre.
Se abrió otra puerta y un tercer hombre salió al pasillo. Era más bajo y más robusto que
los otros dos y tenía el cabello castaño y rizado.
—Buenos días, James, Robbie, señorita. Eh... presencié la conmoción de esta
mañana. ¿Me encargo de la dama?
—Buenos días, Charles. Acompáñanos. —James miró a Sarah—. Discúlpeme por no
tomarme el tiempo para hacer las presentaciones, querida. Le aseguro que es mejor esperar a
tener más privacidad abajo.
Sarah asintió con la cabeza. No tenía ni idea de qué estaba sucediendo y decidió que
era mejor callarse. Vio a Charles lanzarle una mirada inquisitiva a Robbie. Éste se encogió
de hombros.
El pequeño grupo avanzó por el corredor y bajó las escaleras, deteniéndose delante
de una puerta cerrada.
—Ánimo —susurró James tocándole la mano.
Sarah y los hombres entraron a un salón privado. La anciana alta y su dama de
compañía más baja levantaron la vista de sus tazas de té. La dama de compañía frunció la
nariz como si se hubiera encontrado con una porqueriza.
James miró a Sarah y le sonrió. Le chispeaban los ojos, como si estuviera disfrutando
de una tremenda broma. Se volvió hacia las ancianas.
—Tía, lady Amanda, permitidme que os presente a la señorita Sarah Hamilton, de
Filadelfia. Sarah, ésta es mi tía, lady Gladys Runyon y su dama de compañía, Lady Amanda
WallenSmyth.
—¡Maldición!
Sarah miró en derredor para ver de dónde había venido la palabrota. Charles parecía
perplejo; Robbie, enfermo.
Las ventanas de la nariz de Lady Amanda se ensancharon tomo si el cerdo hubiera
salido del chiquero y tenido la audacia de hocicar sus faldas.
—Alvord, no me interesa si usted importa sus ful... Lady Gladys levantó una mano para
hacer callar a Lililí/ Amanda.
—¿Sarah Hamilton, dijiste?
—Exactamente, tía. Está aquí para visitar al conde de Westtbrooke. Creo que son parientes.
Robbie gruñó.
James (el señor Alvord, se corrigió Sarah al pensar en él parecía realmente jubiloso
cuando se volvió para presentarla a sus amigos:
—Señorita Hamilton, éste es el Mayor Charles Draysmith.
El Mayor Draysmith hizo una reverencia. —Es un placer, señorita Hamilton. -Y éste —dijo
James, con una sonrisa aún más amplia es Robert Hamilton, Robbie. El conde de
Westbrooke. A Sarah empezó a faltarle el aire. Lord Westbrooke hizo una brusca
reverencia.
-Usted no puede ser mi tío. Es demasiado joven. Robbie se pasó las manos por el cabello, tan
parecido al del padre de Sarah.
No, lo siento. Soy su primo. Mi padre murió el año pasado. Recientemente hemos
abandonado el luto. —Sonrió débilmente.
¿ Así que eres la hija de David Hamilton, muchacha? dijo lady Gladys.
Sa ra h se volvió para mirarla de frente.
Sí, señora. Lady Gladys asintió con la cabeza..
—Ahora que te miro veo el parecido. Los Hamilton siempre procrean de acuerdo a la
raza. ¿Y dónde está tu padre? Seguramente te acompañó a través del Atlántico.
—Mi padre murió a principios de diciembre.
—Lo lamento, pequeña. —Lady Gladys de verdad parecía sentirlo—. Siempre me
gustó tu padre. Tenía una vehemencia fascinante. ¿Y tu madre? ¿También ha fallecido?
—Así es, señora.
—¿Por qué te marchaste de América tan pronto después de la muerte de tu padre?
—Lady Amanda miró a Sarah con recelo.
Sarah decidió que no tenía sentido ocultar su situación. Pronto estaría clara.
Dudaba de que su primo la acogiera, así que necesitaría ayuda para encontrar un empleo.
—Mi padre era muy activo en política y un médico respetado, pero no se interesaba
demasiado por los asuntos prácticos. Obsequiaba su dinero con generosidad y nunca in-
sistía en que sus pacientes le pagaran por sus servicios. Hubiera tenido muy poco de qué
vivir si me hubiera quedado en Filadelfia. Pero no podía quedarme. Le prometí a mi padre
que vendría a Inglaterra a buscar a su hermano.
Lady Gladys sacudió la cabeza.
—Pues siento mucho su pérdida, señorita Hamilton, pero eso no explica qué hacía
en la cama de mi sobrino. Sin duda no es así como se comportan en las colonias, ¿verdad?
Sarah se ruborizó y levantó la barbilla.
—Pensé que era mi cama. El señor Alvord se presentó más tarde. Me sorprendí tanto
como usted al encontrarlo allí esta mañana.
—¿Señor Alvord? ¿James?
—Sí, tía. Resolveremos eso en breve. Lo que yo quisiera saber es por qué te sentiste
obligada a invadir mi cuarto.
Lady Gladys movió displicentemente la mano en dirección a él, pero Sarah notó que
había tenido la delicadeza de sonrojarse.
Anoche no viniste a casa. Estaba preocupada. Tía, tengo veintiocho años. He
arriesgado la vida por mi país. ¡Creo que si decido no ir a casa una noche es asunto
mío!
—Pero nunca lo haces, James. Es decir, lo de no regresar a casa. Eres muy responsable. Y
además está ese asunto de Richard. Por supuesto que estaba preocupada. Podrías haber
estado malherido.
Jamos miró el techo pensando qué responder e hizo una nota mental acerca de que
su tía algo sabía sobre «el asunto de Richard». El Ministerio de Asuntos Exteriores podía
tomar clases de su tía y de lady Amanda. Tenían una red de espionaje más vasta que la de
Gran Bretaña o Francia.
—¿ Y no se te ocurrió preguntar por mí al posadero ?
—Estaba preocupada, James. No se me ocurrió preguntar. ¿ Y cómo iba él a saber si te
había ocurrido algo duran-te la noche?
—Aparentemente sí que le ocurrió algo durante la noche.
James eligió ignorar el comentario entre dientes de lady Amanda.
—Por Dios —dijo dirigiéndose a su tía—. ¿No se le ocurrió siquiera llamar a la puerta?
—Creía que te estabas muriendo. No había tiempo para llamar. —Lady Gladys
tosió y desvió la mirada. Se ruborizó. Yo, eh... me sorprendí bastante por el espectáculo con
que me encontré.
—S1, SI.
James no quería que su tía se desviara hacia ese camino. -Sabes que tendrás que hacer lo
correcto, ¿no es así?
lady Gladys hizo un gesto hacia Robbie—. Como cabeza de la familia de ella, ese idiota de allí
debería exigirlo.
Robbie tenía los pelos de punta. Entrecerró los ojos. —James... —empezó a decir.
—Espera, Robbie. Estoy más que dispuesto a casarme con la señorita Hamilton.—
James rió—. Me salva de la Reina de Mármol, ¿verdad?
—¡Casarse conmigo!
Sarah apenas logró pronunciar las palabra». Sentía como si le hubieran puesto un
tremendo peso sobre el pecho.
—Estás totalmente comprometida, muchacha —dijo lady Gladys—. La mitad del
pueblo te vio en la cama con mi sobrino como viniste al mundo.
—¡Pero no sucedió nada! —Sarah frunció el ceño—. Al menos eso es lo que yo
espero.
Un repentino acceso de tos atacó a Robbie y a Charles. Lady Gladys y lady Amanda
miraban a Sarah como si ésta se hubiese vuelto loca.
—Qué sucedió o qué no sucedió es irrelevante, joven-cita. No pretendo saber cómo
son las cosas en las colonias, pero en Inglaterra cuando un caballero compromete a una
dama se casa con ella, y créeme, no hay duda de que tú estás comprometida. James lo
comprende.
—Sí, tía.
Sarah se volvió hacia el señor Alvord.
—Pero fue un accidente.
Hasta Sarah podía oír el pánico apoderándose de su voz.
James le dirigió una sonrisa tranquilizadora y luego miró a su tía.
—Tal vez sería buena idea que la señorita Hamilton y yo pasáramos unos minutos a
solas para solucionar esto.
Lady Gladys resopló.
—No hay nada que solucionar.
—Aun así, necesitamos algunos minutos de privacidad. —James volvió a mirar a
Sarah—. Señorita Hamilton, ¿me acompañaría a dar un paseo? El Green Man está muy
cerca de un arroyo muy agradable. Sugiero que vayamos hasta allí.
Sarah asintió con la cabeza, aunque tenía la clara sensación de que no se necesitaba
su conformidad.
— Lamento toda esta confusión —dijo él cuando final-mente se hubieron alejado del
ruido de la posada—. Ha sido una verdadera comedia de enredos, ¿no es verdad?
—No estoy segura de si es una comedia o una tragedia, señor Alvord.
—James.
—Pero yo apenas lo conozco. De ningún modo podría llamarlo por su nombre de pila.
—Por supuesto que puede. Yo pienso llamarla Sarah.
Sarah lo miró con el ceño fruncido, pero él le sonrió.
—En cualquier caso, señor Alvord no es correcto. Mi apellido es Runyon. Alvord es mi
título.
—¿ Su título ?
—Estoy seguro de que a su alma republicana no va a gustarle esto, Sarah, así que no
me atrevo a informarle de que mi nombre completo es James William Randolph Runyon,
Duque de Alvord, marqués de Walthingham, conde de Southegate, vizconde Balmer, barón
Lexter.
—¡No!
Sarah se detuvo y le miró, respirando con dificultad.
James sacudió la cabeza.
—Así es.
Sarah repasó mentalmente la larga lista de títulos.
—¡ Usted es un duque!
—De Alvord. Sí.
—¿Eso significa que tengo que llamarle «milord» ?
—Técnicamente se supone que usted debería dirigirse a mí como «vuestra alteza».
—¿Mi alteza?
James sonrió.
—Sería un placer ser su alteza.
Sarah lo pensó. Luego sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo.
—Está bien. Yo preferiría que me llamara James.
—Aja. ¿Serviría señor Runyon?
Me temo que eso sería demasiado revolucionarlo. No hace tano tiempo que la
«Señora Guillotina» estaba separando a nuestros hermanos franceses de sus cabezas. Despo-
jadnos a nosotros, los nobles británicos, de nuestros títulos y nuestros hombros
empezarán a moverse nerviosamente.
Sarah le miró de reojo.
—Usted no es uno de esos lores que han perdido todo su dinero, ¿verdad?
—No, mi patrimonio está intacto. ¿Qué le hace pensar que tengo problemas
financieros?
—No puede costearse una camisa para dormir.
—¿Una camisa para dormir? —Lanzó un bufido—. Estoy seguro de tener por lo
menos una docena de esas cosas. Simplemente no las uso.
—¿Por qué no? Mi padre las usaba. ¿Los ingleses no las usan?
—No tengo ni idea de qué hacen o no hacen los ingleses como nación. No lo he
investigado. ¿Podría señalar, aunque no es que sea una queja, que usted tampoco llevaba un
camisón cuando la vi por primera vez ?
Sarah se ruborizó.
—Eso fue sólo porque mi equipaje tuvo un accidente en Liverpool; a los marineros
se les cayó por la borda cuando estaban descargando. Las que tiene usted delante de sus ojos
son las únicas ropas que poseo ahora.
Habían llegado a un hermoso arroyo sombreado por una hilera de árboles. James la
guió hasta un tronco caído. Sarah se sentó; él apoyó sobre el tronco uno de sus pies y se re-
clinó sobre la rodilla.
—¿Por qué no me cuenta qué sucedió anoche? —dijo James—. ¿Cómo fue usted a
dar a mi habitación?
—¡Yo no sabía que ésa era su habitación!
Él sonrió.
—Está bien. Entonces cuénteme cómo terminó en esa habitación.
Sarah se arregló las faldas.
—En realidad no es algo tan misterioso, pero reconozco que no tenía que haber
sucedido. Llegué anoche en la diligencia, sin doncella ni equipaje. No le gusté al posadero.
Iba a echarme fuera cuando ese amigo suyo, mi primo, apareció.
Se miraba fijamente los pies.
—Sabía que Robbie estaba borracho, pero estaba tan cansada que no hice
preguntas. Estaba desesperada por un cuarto con una cama. —Volvió a mirar a James—. No
me sientan bien los viajes en barco. No dormí bien en la travesía a Liverpool. Y como no tenía
mucho dinero, tomé el coche del correo hasta Londres y luego la diligencia hasta aquí, sin
detenerme. Anoche fue la primera vez en dos meses que dormí en una cama que no se
moviera.
James sonrió.
—Pobrecilla. Cuando llegué a la habitación, sí que in-tenté despertarla. Como no
pude hacerlo enseguida, supuse que estaba exhausta y la dejé dormir.
Sarah le devolvió la sonrisa tímidamente.
—¿ Su tía generalmente irrumpe así en su habitación ?
—No. —Él se encogió de hombros—. Aunque tiene razón. Por lo general estoy en
casa. No le avisé que pasaría la
noche fuera.
Sarah frunció el ceño.
—Pues sí que me parece un poco extremo dejarse llevar por el pánico sólo porque
usted no regresó a dormir a su casa. Tampoco es que sea un muchachito.
James lanzó un suspiro.
—No, pero mi tía a veces olvida que no lo soy. Ella me crió después de que mi madre
muriese cuando yo tenía once años, Cuesta vencer los viejos hábitos.
—Sí, ya veo. —Sarah se movió sobre el tronco. No ha-bía forma de evitar el tema. Tenía
que preguntar—. Hay algo que necesito saber.
—¿Sí? —James sonrió abiertamente—. Espero que no tenga nada que ver con camisas de
dormir.
—Pues no exactamente. —Se mordió el labio . No se ría.
—Haré lo posible.
—Su tía dijo que yo estaba completamente comprometida.
—Sí, eso es muy cierto. Creo que no hay duda al respecto.
—¿Qué significa eso exactamente?
James rió entre dientes.
—Me temo que usted debe casarse conmigo.
Sarah tragó saliva y se retorció las manos.
—¿Entonces estoy embarazada?
—¡¿Cómo?! —James se quedó boquiabierto. Luego sus ojos se encendieron y se
cubrió la mano con la boca. Sus hombros comenzaron a sacudirse.
—Prometió que no se reiría.
Él asintió con enérgicos movimientos de cabeza.
—Sé que es tonto que no sepa acerca de estas cosas, especialmente cuando mi padre era
médico, pero no sé. Es decir, tengo una vaga idea. Mire. —Se dispuso a enumerar las evi-
dencias—. Dormimos en la misma cama, de noche. No llevábamos nada encima. Usted me
besó. ¿No basta con eso?
James negó con la cabeza.
—Entonces, si no estoy embarazada, ¿cómo puedo estar comprometida o al menos
completamente comprometida? —Sarah frunció el ceño—. ¿Todavía soy virgen?
—No perdió usted su virginidad conmigo.
—Entonces, si no estoy embarazada y aún soy virgen usted no tiene por qué casarse
conmigo, ¿verdad?
James movió el pie apoyado sobre el tronco.
—No es tan simple
—¿Por qué no? —Sarah cruzó los brazos sobre el pecho—. Ninguno de los dos hizo
nada malo, así que, ¿por qué debemos ser castigados?
—La cuestión no es si hemos hecho algo malo, Sarah, sino si parece que lo hemos
hecho.
—Eso es ridículo.
—Puede serlo, pero es así como funciona el mundo, al menos el nuestro. Y no puedo creer
que la sociedad de Filadelfia sea tan diferente.
—Pues no sabría decirle si lo es. Yo no era parte de la sociedad de Filadelfia. —Sarah
sonrió—. Y como no tengo deseo alguno de ser parte de la sociedad inglesa, mi reputación o
falta de ella no importa, ¿verdad?
James frunció el ceño.
—¿Que piensa hacer entonces, Sarah? Según le dijo usted misma a ría Gladys, ha
cortado sus lazos con América.
Sarah alisó la falda sobre sus rodillas.
—Bueno, sí. No puedo regresar, eso es verdad. Aun si pudiera conseguir el dinero para
el pasaje, en realidad no tengo donde ir.
Pensó en las hermanas Abington. Le permitirían continuar trabajando duro para
ellas en la Academia Abington para Señoritos. Hizo una mueca. Verdaderamente no iba a
volver a cruzar el Atlántico para eso.
—Francamente, no he pensado demasiado más allá de llegar hasta aquí. Mi padre se mostró
tan insistente en que viniera... Me imagino que él contaba con que el conde me ayudaría.. No
creo que Robbie esté casado, ¿verdad? No.
Sarah suspiró.
Entonces por ese lado no tengo esperanza. No puedo vivir con él, hasta yo sé eso. Voy a
necesitar un empleo. Tengo alguna experiencia como maestra. ¿Sabe de alguna escuela para
señoritas que necesite emplear a alguien? ¿O de alguna familia que esté buscando una
institutriz? Soy mejor en estudios clásicos que en pintura o música, pero si son niñas pequeñas
estoy segura de que también podría desempeñarme adecuadamente en esas materias.
James se sentó junto a ella y le tomó la mano.
Sarah, en la enseñanza más que en cualquier otra actividad se necesita tener una buena
reputación. No creo que una madre confiara la educación de su hija a una mujer que tiene
secretos en su pasado. Y usted ahora tiene uno, y muy grande además. Usted y yo sabemos
qué fue lo que sucedió en esa habitación, pero intente explicárselo a alguien que no estuvo
allí. Una madre nunca pasaría por alto las palabras «cama», «desnudos» y, francamente,
tampoco «duque de Alvord». No, querida, si va a quedarse usted en Inglaterra tendrá que
pensar en su reputación. ¿Casarse conmigo sería realmente un castigo ?
—¿Cómo voy a saberlo? No lo conozco. Usted podría ser un jugador empedernido o un
maltratador de esposas.
—Me declaro inocente de ambos cargos —dijo James, sonriendo—. Bueno, como
nunca he estado casado no puedo refutar la última acusación con completa certeza, pero
nunca en mi vida he lastimado físicamente a una mujer, y le aseguro que no siento deseo
alguno de golpearla a usted.
Le cogió la otra mano, dándole un suave tirón. Ella se volvió para mirarle de frente.
—Mire, Sarah, este arreglo tiene ventajas para ambos. Usted necesita un hogar. Si se
casa conmigo lo tendrá, y además con una familia ya constituida: tía Gladys, que en realidad
tiene un corazón de oro, y mi hermana Lizzie. Incluso lady Amanda. Algún día, si somos
afortunados, tendremos hijos. Y estará cerca de su primo. Robbie vive prácticamente al lado
de casa.
Sarah se ruborizó. Se sentía rara (acalorada, sin aliento, y un poco temblorosa) ante
la idea de darle hijos a este hombre. No podía negar que lo que él le ofrecía era atractivo. Ella
tenía poca familia. Cuando era muy pequeña habían muerto su madre y su hermanito
recién nacido. Su padre había estado tan ocupado con su trabajo y sus causas que había
dejado su crianza en manos de dos solteronas, las hermanas Abington. Había sido una
vida carente de amor. Sintió una oleada de anhelos tan fuerte que se quedó sin aliento.
Pero James no la amaba (ni ella a él, se apresuró a recordarse). ¿Por qué querría un
duque inglés casarse con una norteamericana sin un centavo?
—¿Y usted qué ganaría?
—Una esposa. Necesito una. —En su rostro se dibujó Una amplia sonrisa. Sarah notó
las arrugas que se formaban
en los ángulos de sus ojos al sonreír—. En realidad iba camino a Londres a buscar una novia.
Me ha ahorrado usted una gran cantidad de problemas.
—No puedo creer que le cueste encontrar una muchacha inglesa para casarse.
Deben estar peleándose para atraparlo.
James pareció sorprenderse.
—Lo tomaré como un cumplido. Sin embargo, las damas de Londres no vienen por mí,
lo que quieren atrapar es mi título y mi dinero.
—No lo creo ni por un segundo.
Él hizo una mueca.
—Créalo. —Miró el agua que corría sobre las piedras—. ¿Qué le parece si llegamos a un
acuerdo? No nos compromete-remos ahora. Como usted dice, en realidad anoche no sucedió
nada, así que no hay prisa. Usted puede alojarse en Alvord, con tía Gladys y lady Amanda como
carabinas. Cuando llevemos a Lizzie a la ciudad dentro de algunas semanas puede ayudar a
cuidarla. Tiene diecisiete años y es un poco traviesa. Realmente no creo que tía Gladys esté a la
altura de la tarea y al parecer usted tiene algo de experiencia con jovencitas. Si quiere puede
considerarlo como su primer empleo. Le dará tiempo para acostumbrarme a la idea del
matrimonio.
No es que usted no me guste —se apresuró a decir ella_. Parece muy agradable.
Sólo que no lo conozco.
James asintió con la cabeza. -eso es completamente comprensible. Sólo hay dos
condiciones.
_¿Si?
—Primera: si se divulga lo de nuestra noche en el Groen Man, deberá usted casarse
conmigo. No permitiré que se destruya su reputación. Y no seré yo el hombre acusado de
haberla destruido.
A Sarah no le parecía probable que el rumor se divulgara. ¿A quién le importaba Sarah
Hamilton? Y de todos modos las únicas personas que conocían el incidente eran la familia y
los amigos de James... y el odioso posadero y los lacayos.
—No puedo imaginarme que su tía divulgue la historia, pero esos lacayos... Y al
posadero no le he caído nada bien.
—No se preocupe. James no dirá una sola palabra. Sabe que si me hace enojar los días
de su posada como establecimiento que reporta ganancias están contados. Y él se encargará
de que los lacayos no hablen.
—Entonces está bien. ¿Y cuál es la segunda condición?
James la miró con una amplia sonrisa y Sarah sintió algo raro en el estómago, como si le
diera una pequeña voltereta.
—Segunda condición: me reservo el derecho de intentar persuadirla a que acepte mi
petición.
—¿Qué significa eso?
—Oh, varias cosas. Principalmente esto.
Se inclinó hacia ella y suavemente cubrió sus labios con los suyos.
Sarah dejó de oír el borboteo del arroyo junto a sus pies y de sentir la áspera corteza
del tronco sobre el que estaba sentada. Su mundo se redujo a James y a sus labios rozando
ligeramente los de ella. Esta vez estaba completamente despierta, pero aun así el contacto
de esa boca sobre la suya provocaba sensaciones asombrosas en su interior.
Sólo otro hombre la había besado. El hijo del carnicero, que olía a salchichas y a sangre,
la había acorralado en la cocina de su padre. Eso había sido un asalto. Esto era una invita-
ción. Pero ¿a qué? Sin aliento, retrocedió y miró a James. Sus ojos tenían la misma expresión
extraña y absorta de esa mañana, cuando se habían clavado en sus... en sus pechos. Sarah se
ruborizó.
—No estoy segura de que ésa sea una buena idea, milord, eh... mi alteza.
—James —dijo con voz grave y enronquecida—. Realmente debo insistir en que me
llame así, querida. A sus labios republicanos les está costando sortear este laberinto de lores y
altezas.
Sus ojos se posaron en esos labios. La joven los humedeció nerviosamente con la
lengua. La mirada de él se agudizó y empezó a inclinarse hacia ella otra vez. Ella se levantó
abruptamente.
—Sí, bueno, ya veremos. —Lo miró, impotente—. ¿De qué estábamos hablando?
Él sonrió abiertamente.
—De esto —dijo tocándole ligeramente los labios con el índice. Frotó suavemente la
punta áspera contra el labio inferior—. Y de la segunda condición para aplazar nuestro com-
promiso: que me permita cortejarla.
—¿Tengo opción?
Su sonrisa se hizo aún más amplia.
—No.
Capítulo 3
Sarah intentaba sopesar su situación mientras caminaba de regreso al Green Man con
James. Nunca antes un hombre (el hijo del carnicero no contaba) le había prestado atención, y
ahora tenía a James, indudablemente el hombre más guapo que ha-bía conocido, diciéndole que
quería casarse con ella.
Pero no, James no era un hombre cualquiera. Era un duque, una especie
completamente distinta. Un noble británico que no dudaba en quitarse la ropa y meterse en
la cama con uno extraña que había encontrado allí. Obviamente era un avezado seductor.
—Maldición.
I ,a exclamación entre dientes de James arrancó a Sarah de su ensueño, eso y sus pasos
cada vez más rápidos. Se apresuró para no quedarse atrás.
—¿Qué sucede ?
—Mi primo Richard, causando problemas.
—¡Bastardo! —Una muchacha de cabello color rojo vivo, que tenía un ojo
amoratado e hinchado estaba de pie en el patio de la posada gritándole al demonio de
cabello negro que venía en la diligencia la noche anterior—. Hice lo que querías. No tenías por
qué golpearme.
¡Molly! —Otra chica salió corriendo de la posada—. Molly, ¿estás bien?
— ¡ M i ra l o q u e m e hizo, Nan! Mira lo que le hizo a mi cara.
NAN abrazó a Molly y miró furiosa a Richard.
—Molly os una buena muchacha, señor. No debería usted haberla golpeado.
—¿Así que es una buena muchacha? Pues como ramera deja mucho que desear. —
Richard asió de la muñeca a Nan y la atrajo hacia sí—. Veamos si tú vales lo que pagué.
—¡Richard! —James se interpuso entre ellos—. Suelta a la muchacha.
—¿Por qué? ¿Es una de tus favoritas? —Los nudillos de Richard se pusieron blancos
y Nan jadeó dolorida. La mirada fría se fijó en Sarah, deslizándose lentamente desde su
cabello, por el canesú, la cintura y las caderas. El contacto de esos ojos le hacía escocer la piel.
Soltó a Nan, quien se desplomó sollozando en brazos de Molly.
—¿Quién es la mujer que te acompaña, James?
Sarah pensó que James no iba a responderle, por lo prolongado del silencio que se
hizo entre ellos.
—Señorita Hamilton, mi primo Richard Runyon. —Parecía pronunciar cada palabra a
regañadientes—. Richard, la señorita Hamilton, de Filadelfia.
—¿Filadelfia? Un poquito lejos para ir en busca de diversión, ¿no, James?
—¡Richard! La señorita Hamilton es la prima del conde de Westbrooke.
—¿En serio? Compartimos un coche desde Londres, ¿no es así, señorita Hamilton?
Robbie debe quererla tan poco como Richard a mí para traerla en la diligencia común.
«El odio se arremolina alrededor de este hombre como las moscas sobre una pila de
excremento», pensó Sarah. Le contestó con voz firme:
—Mi primo no sabía de mi llegada.
—Ah, una sorpresa. Espero que a Westbrooke le gusten las sorpresas. Supongo que se
alojará en su casa, ¿verdad? Qué suerte tiene Robbie.
—Sarah se quedará en Alvord.
Una de las finas cejas negras se elevó.
—¿Aja? Qué hospitalario de tu parte, James, abrir tu humilde hogar a extraños. —
Hizo una breve reverencia burlona—. Disfrute su estancia en Alvord, señorita Hamilton.
Quizás nuestros caminos vuelvan a cruzarse.
Sarah exhaló un suspiro de alivio cuando Richard des-apareció.
—Oh, vuestra alteza —dijo Nan, haciendo una rápido reverencia—. No sé qué
habríamos hecho si usted y la señora no hubiesen aparecido. Ese señor Runyon es el diablo
en persona.
—Lo sé, Nan. —James lanzó una mirada a la otra mu-chacha—. ¿Cómo fue tu amiga a
liarse con él? Creí que todas Vosotras sabíais que teníais que evitarle.
Nan asintió.
—Sí, lo sabíamos. Molly es nueva en el oficio, sabe.
Molly salió de detrás de Nan.
—-Mi ma está enferma, vuestra alteza, y tenemos niños que alimentar. Necesitábamos
más dinero. —Volvió a mirar a la otra muchacha—. Nan me prometió un cliente fácil.
—-Chitón, Molly. —Nan le lanzó una mirada preocupada a James.
—Bueno, tú lo prometiste, Nan.
—Y si hubieras esperado como se suponía que lo ha-rías, habrías tenido lo que te
había prometido.
—¿Y cómo iba yo a saberlo? Tú dijiste que esperara a mi lord,
—Runyon no es ningún lord, boba.
—Parece un lord.
Nan puso los ojos en blanco.
—Te dije que el lord le quería para un amigo, no para él.
—Señoras, creo que podríais continuar con esta discusión en algún otro lugar. —James
se volvió hacia la muchacha lastimada—. Molly, que un médico te examine ese ojo. Puedes
decirle que me envíe la cuenta. Y te sugiero que consideres otra línea de trabajo. Debe haber
alguna otra manera de conseguir el dinero.
—Bueno, supongo que la hay, sólo que pensé que ésta sería la más fácil. Tengo
alguna experiencia en el negocio, si entiende lo que quiero decir. Sólo que nunca lo hice
profesionalmente.
—Sí, bueno, te sugiero que te pongas algo en ese ojo.
—Sí, vuestra alteza, lo haré. Gracias.
Sarah observó a Molly y a Nan desaparecer dentro de la posada.
—Ésa era la muchacha que Robbie estaba esperando anoche.
—Eso parece.
—¡Mi cabello no es tan rojo!
James rió.
—Su cabello es hermoso, Sarah. —Le acomodó detrás de la oreja un mechón suelto.
Ella sintió la calidez de sus dedos contra la mejilla—. Es de fuego y oro. Estoy muy contento de
que Robbie no se haya encontrado con Molly anoche. Al verla en mi cama yo la hubiese
enviado de regreso por donde vino.
—Y ahora no estaría usted en semejante aprieto.
—Un aprieto en el que, como le dije, estoy encantado de estar.
Sarah ignoró ese último comentario.
—El posadero me dijo que el Green Man era un lugar respetable, pero al parecer tiene
un floreciente negocio en lo mismo que él supuso que yo ofrecía.
—No se ofenda. Estoy seguro de que el viejo James sólo quería proteger los intereses de
las muchachas de por aquí. Si usted hubiera montado la oficina les habría quitado el negocio
a todas ellas.
—¡Que ridiculez! —Sarah sintió encenderse sus mejillas.
—Oh, no, cielo. Al principio pensé que Robbie la había importado de Londres.
—¿Pensó usted que yo venía de Londres con un vestido como éste?
—Bueno, debo señalar que no lo llevaba puesto cuando la vi por primera vez.
Las mejillas de Sarah realmente ardían.
—Pero podría usted ponerse un saco y aun así se vería preciosa. De hecho su vestido
se parece mucho a uno, si me disculpa que se lo diga.
Sus dedos le rozaron ligeramente la cara. Sarah se sorprendió alzando el rostro
hacia él como una flor hacia la luz. del sol.
—Su cabello, sus pestañas, sus labios y esos hermosos ojón avellana. Si quisiera podría
ser la hermosa amante de un hombre, salvo porque ahora será mi hermosa esposa.
Tomó entre sus manos el rostro de la joven mientras le acariciaba las mejillas con los
pulgares. Sarah pensó que iba a besarla allí mismo, en el patio de la posada. Tenía en el rostro la
mirada absorta que ella estaba empezando a reconocer. Pero un coche avanzó traqueteando
sobre los guijarros y él se irguió.
—Vayamos a buscar a tía Gladys y a lady Amanda lo d i j o —. Estoy seguro de que
estarán preguntándose qué habrá sido de nosotros.
Las damas aún estaban en el salón privado cuando James y Sarah regresaron. Ni rastro
del Mayor Draysmith o de Robbie.
—Y bien... ¿ya está todo arreglado? —preguntó lady Gladys—. Por cierto que os
habéis tomado un tiempo largo. ¿ Ya estas comprometido, James?
—No exactamente, tía. La señorita Hamilton ha accedido gentilmente a considerar
mi petición de mano. Espero que una vez que llegue a conocerme mejor también acceda a
Casarse conmigo.
Lady Gladys alzó una cejo.
—¿Cuánto mejor puedo llegar n conocerte, James?
—¡Tía!—dijo James en tono de censura.
—¿Entonces no hay necesidad do apresurar los votos matrimoniales ? —Los ojos de
lady Amanda se fijaron en la cintura de Sarah como si pudiesen detectar un incipiente embara-
zo. La joven sintió un impulso irracional de cubrirse el vientre.
James negó con la cabeza.
—No. Sin embargo la señorita Hamilton ha accedido a un compromiso inmediato en
caso de que nuestra aventurilla de anoche alimentara el cotilleo. Como estoy seguro de que
ni mis parientes ni mis amigos jamás dirían una sola palabra sobre ese asunto, confío en que
podemos darle el tiempo que ella necesita para decidirse. ¿No es así, tía? ¿Lady Amanda?
—Sin duda. —Lady Gladys sonrió—. No tenemos interés alguno en apresurar las
nupcias, ¿verdad, Amanda?
—Claro que no. —Lady Amanda aún seguía lanzando miradas recelosas al abdomen
de Sarah—. Si estáis seguros de que no hay posibilidad de un acontecimiento embarazoso
dentro de nueve meses.
—Muy seguros —dijo James. Sarah estaba demasiado avergonzada para abrir la boca.
—Entonces está arreglado. —Lady Gladys se puso de pie—. Vamos a casa. Supongo
que la señorita Hamilton se alojará en Alvord, ¿verdad, James? No quedaría demasiado
bien que se quedara en Westbrooke. Robbie puede ser su primo, pero vive como un hombre
soltero.
—Exactamente. Estoy seguro de que puedo confiar en que tú y lady Amanda seréis
las carabinas perfectas.
James escoltó a las damas hasta un impresionante carruaje. Sarah observó junto a él
un gran caballo negro.
—¿Usted no va a viajar con nosotras? —le preguntó en voz baja a James después de
que éste hubo ayudado a subir a las ancianas.
—No. Así tendrá oportunidad de conocer mejor a mi tía y a lady Amanda. —Alzó
la voz dirigiéndose a lady Gladys—: Sed buenas con Sarah, tía.
—Por supuesto que seremos buenas con la señorita Hamilton,, James. No somos
unas bestias.
Sarah no estaba tan segura. Al observar la sonrisa de lady Amanda cuando James la
ayudó a subir al carruaje, tuvo una leve idea de cómo debió haberse sentido Daniel, el perso-
naje bíblico, al entrar en la guarida del león.
—Confieso que nunca supe con quién se casó su padre, señorita Hamilton —dijo
lady Gladys tan pronto como el carruaje salió dando bandazos—. David se convirtió en la
oveja negra cuando se fue de Inglaterra. El viejo conde nunca hablaba de él.
—En realidad yo tampoco conocí a mi madre, lady Gladys. —Sarah tenía sólo vagos
recuerdos de una voz suave y una cabellera color de fuego—. Se llamaba Susan MacDonald.
Su padre era un comerciante de harinas de Filadelfia.
—Un tendero escocés. —Lady Amanda cruzó las manos y tomó aire.
Sarah no hizo caso del tono de crítica que detectó en las palabras de la mujer.
—Un muy buen tendero. Si mi padre hubiese tenido una pizca del buen ojo para los
negocios que tenía mi abuelo, estoy segura de que ahora yo no estaría sin dinero.
Lady Gladys sonrió.
—Estoy segura de que tienes razón, querida. Pero bueno, Amanda, la relación de la
señorita Hamilton con el comercio no tiene importancia. Sabes que los comerciantes
extranjeros siempre son aceptables.
—Es verdad. El dinero en sus bolsillos ayuda a que la «Flor y nata» pase por alto la
suciedad de sus manos. Y no debemos olvidar que la señorita Hamilton es norteamericana.
Por esa razón pueden disculpársele algunas cosas.
Sarah se irguió. Las críticas a su país le desagradaban aún mas que las críticas a su
familia. Cuando abrió la boca para protestar, las ancianas ya intercambiaban opiniones ig-
norándola por completo.
—James podría casarse con una actriz, no es que vaya a hacerlo, por supuesto — decía
Lady Gladys—, y la sociedad lo aceptaría.
—Exactamente. Nadie quiere arriesgarse a perder el favor del duque de Alvord. —
Lady Amanda echó un vistazo a Sarah. Ésta levantó la barbilla y la anciana sonrió—. Pues en
este momento sí que tiene un leve aire de duquesa. Creo que servirá, Gladys.
—Yo también lo creo.
Las mujeres le sonrieron. Sarah les devolvió una sonrisa cautelosa. Tenía la
incómoda sensación de que estaba a punto de perder el control de su propia vida.
—Veo que ya has dejado el luto, querida —dijo lady Gladys.
—Sí. Hubiera vestido de negro, pero no había dinero para un nuevo guardarropa, ni
tiempo para confeccionarlo. Y mi padre no lo hubiese esperado. Solía decir: ¿Por qué hacer
del mundo un lugar más sombrío vistiéndose de negro?
Lady Gladys asintió con la cabeza.
—Entonces espero que no te opondrás a usar ropa colorida y a bailar cuando llevemos
a Lizzie a Londres.
—No. —Sarah dudó—. No me opongo. Me gustaría ayudaros, pero...
—No tenemos por qué divulgar cuándo murió el padre de la señorita Hamilton —dijo
lady Amanda—. Si alguien tuviera la audacia de preguntar, como podría llegar a hacerlo Ri-
chard, simplemente diremos que en las colonias hacen las cosas de otra manera.
—Sí —asintió lady Gladys—. Puede causar cierta sorpresa, pero tampoco es que
Sarah esté recién salida de la escuela o tratando de pescar un marido. Pronto va a usar la es-
meralda de Alvord.
Sarah se movió en su asiento.
—Lady Gladys, realmente no creo que usted deba dar por hecho que su sobrino y yo
vayamos a casarnos.
—Por supuesto que te casarás con él, muchacha. —Lady Amanda la miró como si Sarah
tuviera dos cabezas—. Ese hombre es un duque, es rico, joven y guapo. ¿Qué más po drías
desear?
—No sé. —Sarah se encogió de hombros, en un gesto de impotencia—. Todo esto es
tan confuso.
—¿Qué es lo que te resulta tan confuso? —Lady Amanda miró a la tía de James—.
A mí me parece claro como el agua, ¿a ti no, Gladys?
—Sí. —Lady Gladys se acercó a Sarah y le dio una palmadita en la mano—. Díganos
cuál es el problema, señorita Hamilton.
El problema, pensaba Sarah, era que ella era una norteamericana sin dinero y James
un duque rico. Pero lo que soltó fue:
—Es que yo no bailo.
Gladys y Amanda se sorprendieron tanto como si Sarah hubiese dicho que no comía
o que no respiraba.
—No eres metodista, ¿verdad? —preguntó lady Gladys.
—No. No es que me oponga a bailar, es sólo que nunca aprendí a hacerlo. Jamás he
asistido a un baile ni he tenido un pretendiente. —Seguramente estas damas verían ahora
cuan ajena al resplandeciente mundo del duque de Alvord era la sencilla señorita Hamilton
—. Mis únicas amigas fueron las dos damas solteras que vivían al lado de casa.
—Ah, señora Stallings, leñemos una invitada. ¿Podría acompañar a la señorita Hamilton a la
habitación azul?
—Por supuesto, vuestra alteza. Por favor, venga conmigo, señorita Hamilton.
—Y yo la ayudaré a instalarse, ¿quiere? —dijo Lizzie, cogiendo del brazo a Sarah.
James frunció el ceño.
—Quizás Sarah prefiera estar un rato a solas, Lizzie.
—No la molestaré. No le molesta, ¿verdad, Sarah? Me gustaría que nos conociéramos
un poco más.
Sarah miró a la jovencita. Lizzie le sonreía esperando que aceptara. Que alguien
quisiera su compañía era una sensación rara pero agradable. Ninguna de sus alumnas, ni
siquiera aquéllas con las que no tenía tanta diferencia de edad, había tratado jamás de acortar la
distancia que las separaba. No estaba segura de cuál habría sido su reacción en caso de que lo
hubieran intentado. Temía demasiado perder autoridad.
—No, por mí está bien.
—No des la lata, Lizzie —gritó James mientras ambas seguían a la figura maciza de la
señora Stallings escaleras arriba.
Lizzie puso los ojos en blanco.
—De veras —le susurró a Sarah—, a veces James parece creer que sigo siendo una niñita
de diez años.
Sarah rió.
—Me he dado cuenta. Te envidio. Yo no tengo hermanos ni hermanas.
—Llegamos, señorita Hamilton.
La señora Stallings abrió una puerta y fue la primera en entrar a una habitación muy
bonita.
—Es hermosa. —Había en la voz de Sarah una nota de asombro.
E1 cuarto era cuatro veces más grande que el suyo de Filadelfia. Las paredes estaban
tapizadas de un género azul pálido y unas cortinas y asientos con almohadones de un tono más
oscuro de azul enmarcaban los amplios ventanales que
inundaban de luz la habitación. A In izquierda de Sarah había un delicado escritorio y una
silla lacados también en azul, y junto al fuego un par de sillas tapizadas. Una gruesa alfombra
con estampado geométrico en dorado y distintas gamas de azul cubría la mayor parte del
sucio.
Sarah se sentía una impostora. Esta habitación era, por mucho, demasiado lujosa
para ella, pero también los cuartos de la servidumbre de James eran probablemente más
espaciosos que el pequeño dormitorio de su casa paterna.
—Mandaré que Thomas le suba su equipaje, señorita —dijo la señora Stallings.
—Gracias, señora Stallings, pero me temo que no tengo equipaje. —Sarah sonrió
ligeramente—. Mi baúl se cayó por la borda en Liverpool. Todo lo que tengo es este lamenta-
ble vestido que llevo puesto. Pero si no fuera demasiada molestia me encantaría tomar un
baño.
—¡Pobrecilla! Le haré traer agua inmediatamente. —La señora Stallings examinó el
vestido de Sarah—. ¿Quiere que vea si puedo hacer algo con su vestido mientras toma su baño?
Sarah hizo una mueca.
—Me temo que haría falta un milagro para poder arreglar este vestido.
—Mmm. —Lizzie observó detenidamente a Sarah mientras la señora Stallings salía
de la habitación— .Tiene usted más o menos mi tamaño. Debe haber en mi armario algo
que pueda usar.
—Lizzie, yo no podría usar uno de tus vestidos.
—¿Por qué no? ¿Acaso le gusta el vestido que lleva puesto?
Sarah rió.
—No, es horroroso. Nunca estuvo a la moda, pero después de haberlo tenido puesto
cuatro días seguidos, realmente lo detesto.
—Eso me parecía. Mi vestido de seda verde debería quedarle bien. Mi doncella,
Betty, puede hacerle los arreglos que sean necesarios. Es muy buena costurera.
Sarah se sintió tentada de aceptar. Se sentía tan apagada como un hierbajo en un
rosedal. Salvo que esta vez quería ser una mariposa, o lo más parecido a una mariposa que
podía ser una solterona alta y pelirroja. Quería arreglarse sólo para combinar con el
entorno. No tenía nada que ver con cierto duque joven y guapo.
—Pues si estás segura de que puedes prescindir de ese vestido, lo aceptaría encantada.
—Bien. Y debe usted saber que no puede arreglárselas con tan sólo un vestido, sin
contar esa cosa que lleva puesta ahora. Necesitaremos que la señora Croata, la costurera
del pueblo, nos haga una visita.
—¡Lizzie! Admito que necesitaré algunos vestidos nuevos, pero te aseguro que no
puedo costearme todo un guardarropa nuevo. —«Ni siquiera un vestido nuevo», pensó
Sarah con tristeza.
Lizzie se encogió de hombros.
—James lo pagará.
—¡No! Sería terriblemente inapropiado.
—No veo por qué. Tiene montañas de dinero.
—Simplemente es algo que no se acostumbra hacer, ni en los Estados Unidos ni en
Inglaterra.
—-Pero usted necesita ropa nueva —dijo Lizzie con sensatez—. Alguien tendrá que
pagarla.
—¡Bueno, pues no será su hermano! No tiene relación alguna conmigo.
—¡Pero Robbie sí! Él puede pagar la cuenta.
Llegaron los criados con la tina y el agua.
—Regresaré cuando haya terminado de bañarse —dijo Lizzie, saliendo detrás de los
lacayos.
Sarah miró la puerta cerrada. Luego lanzó un suspiro y tras quitarse el vestido que a
nadie gustaba se metió en la tina. Sumergiéndose en el agua libia cerró los ojos.
¿Qué iba a hacer con respecto a su guardarropa? Lizzie tenía razón: necesitaría algunos
validos nuevos. No le parecía correcto cargar a Robbie con los gastos. En realidad él no le había
pedido que apareciera en la puerta de su casa. Y decididamente no podía permitir que James
le comprara lo que le hacía falta. La idea era escandalosa, aunque a la vez extrañamente
tentadora. Un hombre compraba ropa para su esposa, pero ella nunca podría serlo. Si había
considerado esa posibilidad aunque fuera por un momento, ahora se veía obligada a
descartarla. No tenía la menor idea de cómo manejar un lugar del tamaño de Alvord. Hacer
de ella la señora de una casa como ésta sería absurdo, tan ridículo como poner al hijo del
carnicero en el lugar del Presidente Madison. Simplemente no era posible.
Reclinó la cabeza contra el borde de la tina. ¿Su padre habría vivido rodeado de
semejante riqueza? Después de todo, el había sido hijo de un conde. Sin embargo jamás
había dado muestras de haber crecido en medio de tales privilegios.
Por supuesto que a él nunca le había interesado demasiado lo material. Las ideas,
teorías, discusiones... eso era lo que él codiciaba. Incluso la gente le interesaba poco a su pa-
dre. El primer recuerdo que tenía de él mostrando una genuína preocupación por ella era el
de la vez que tanto había insistido para que viniese a Inglaterra. Sin duda nunca había
sentido de parte de él la calidez que era evidente entre James y su hermana o entre James y su
tía.
Suspiró. Le encantaría ser parte de una familia como la de James. Él le había ofrecido
eso si se casaban. ¿Acaso sabía él lo tentadora que era esa idea?
Cogió el jabón y se frotó los brazos. Era una tentadora ilusión. James no la amaba. Él
era un duque británico. No necesitaba una esposa, sino una yegua de cría. Al casarse con él
formarían una familia sólo de nombre.
Conseguiría un empleo. Iba a estar bien. Ella no necesitaba mucho. No necesitaba
unos hombros anchos y fuertes en su vida. Sacudió la cabeza para ahuyentar de su mente la
imagen de esos hombros. El duque de Alvord debía ser un libertino de lo peor. Un irreflexivo
rompecorazones. Después de todo ella lo había hallado desnudo en su cama, ¿no? Sí, con
toda seguridad estaría mejor sola.
No le hizo falta lavarse la cara. Por alguna estúpida razón ya la tenía mojada.
Capítulo 4
Sarah retrocedió para que Lizzie entrara primero al salón. El corazón le latía tan
rápido que temía se le saliera de un brinco por el escote del hermoso vestido.
Se había quedado sin palabras al mirarse en el espejo antes de bajar. La mujer que
había visto reflejada era una extraña. El vestido verde hacía resplandecer sus ojos. Betty ha-
bía domado su cabello de modo tal que sólo unos mechones flo taban con gracia
enmarcando su rostro. El vestido dejaba ver un poco más de su cuello y de su pecho de lo que
ella estaba acostumbrada a mostrar, pero tanto Lizzie como Betty habían insistido en que ésa
era la moda. Arriba en su cuarto Sarah se había sentido elegante. Ahora se sentía incómoda.
—Vamos, Sarah. No puede usted quedarse en el pasillo toda la noche. —Cogiéndola
del brazo, Lizzie la hizo entrar—. James, le he dado a Sarah uno de mis vestidos. Creo que le
queda bastante bien, ¿no te parece?
Sarah creyó que moriría allí mismo. Los ojos de James recorrieron minuciosamente su
vestido. Se acomodó la falda para evitar que sus manos volaran a tapar el canesú. El empleé
un tiempo excesivo en analizar esa parte del atuendo de lo joven.
—Hermoso —dijo, mirando a Sarah directamente a los ojos con una sonrisa. Ella
también le sonrió, con una ex-extraña mezcla de alivio y tensión.
En consideración al limitado guardarropas de ella, James no se había vestido
especialmente para la cena. «Por supuesto», pensó Sarah mientras aceptaba Lina copita de jerez.
El duque de Alvord podía estar cubierto de harapos y aún resultar imponente. O incluso podía
no vestirse en absoluto. Se ruborizó y le echó un vistazo. James elevó sus labios en una media
sonrisa y sus ojos brillaron con un destello de perfecta comprensión.
«Esto nunca dará resultado», se regañó Sarah. Levantó la barbilla y se esforzó por
mantener la serenidad de su voz:
—Tiene usted una hermosa casa, vuestra alteza.
—Gracias. ¿Lady Amanda le dio la lección de historia al llegar?
Lady Amanda tomó aire.
—Fue Gladys quien mencionó que el primer duque de Alvord luchó contra el
Conquistador. Sin embargo, puede que haya omitido señalar que fue su distinguido
servicio en la batalla de Hastings9 lo que le hizo merecedor del ducado.
—Nadie se distingue en combate, lady Amanda —dijo James, con una repentina nota
de amargura en la voz—. La guerra es horrible y caótica. Estoy seguro de que mi ilustre
antepasado causó indecibles sufrimientos a los pobres desgraciados que expulsó de estas
tierras.
Lady Amanda frunció el ceño.
—Si mal no recuerdo, no hace tanto tiempo tú estabas ansioso por ir a la guerra.
—Ahora sé de lo que hablo.—James bebió un gran sorbo de jerez.
—¿Pero no está usted de acuerdo en que a veces la guerra está justificada, vuestra
alteza? ¿Para liberar a los oprimidos, por ejemplo? —Sarah recordaba a su padre perorando
durante horas con sus amigotes sobre ese tema.
—Sí, sin duda se justifica para poner freno a ese monstruo de Napoleón —dijo lady
Amanda.
—Yo más bien creo que Sarah se refería a la Guerra de la Independencia de los Estados
Unidos10 y quizás a nuestros últimos contratiempos con nuestras antiguas colonias —res-
pondió James—. Y sí, supongo que algunas guerras son necesarias. Pero la guerra rara vez es
un asunto simple. A los agitadores políticos les gustan los llamamientos claros, pero la
mayoría de las guerras tienen mucho de codicia, tanto personal como política. Es difícil
justificar la guerra cuando ves a un chaval de dieciocho años morir en tus brazos o
encuentras a un niño sollozando entre las ruinas de su aldea.
En ese momento apareció Layton en la puerta para anunciar a Robbie y a Charles.
James sonrió, disipando el aire sombrío que había endurecido su expresión.
—Caballeros, estaba empezando a preguntarme si os habíais acobardado. —Se
adelantó para saludarlos, llevando con él a Sarah.
—En realidad creo que Robbie se sintió tentado de no venir —dijo el Mayor
Draysmith—. Buenas noches, señorita Hamilton.
—Buenas noches, Mayor.
El Mayor Draysmith atravesó el salón para ir a saludar a las otras damas mientras
Robbie le daba la mano a Sarah.
—Prima —dijo con marcado recelo.
—Primo —respondió Sarah con una voz sin inflexiones.
Un rubor carmesí cubrió las mejillas de Robbie.
—Mis más humildes disculpas por la confusión de ano che -—murmuró—.
Estaba borracho. Achispado. De haber estado sobrio jamás hubiera cometido un error así.
—Tal vez deberías controlar la bebida.
—Eh, claro. —Echó un vistazo a James—. Mis disculpas para ti también, por supuesto.
—Conocimos a la señorita que estabas esperando ano-
che—dijo James—. No se parece en absoluto a Sarah.
—No, por supuesto que no. Tampoco pensé que así sería. Dije que no habría cometido
ose error si hubiera estado sobrio. Nan fue quien hizo los arreglos. Dijo que su amiga quería
iniciarse en el negocio. Eh... ¿y dónde dio la casualidad que la conocisteis?
—En el patio de la posada —dijo James—. Aparentemente se encontró primero con
Richard y decidió ir a lo seguro. Estaba lamentándose por esa decisión. Él le había puesto un
ojo morado.
—Maldición. Ahora que lo pienso, cuando le vi en el salón común sí que estaba con
una fulana. Eh... disculpa prima. Con una mujer pelirroja. Probablemente bebieron bas-
tante antes de ir a su habitación.
—¿Conoces a muchas prostitutas? —preguntó Sarah.
—No, por supuesto que no. —Robbie se pasó un dedo por debajo de la corbata y miró
a su alrededor—. Ya debe ser la hora de cenar. ¿Dónde está tu mayordomo, Alvord?
—Ahí viene Layton. ¿Quisieras escoltar hasta el comedor a tía Gladys, Robbie?
—Sería un placer. —Robbie cruzó volando el salón en dirección a lady Gladys. Le
ofreció su brazo derecho y el izquierdo a lady Amanda. El Mayor Draysmith escoltó a Lizzie.
Frunciendo el ceño, Sarah miró a James.
—¿Robbie es un proxeneta? —Sabía que la «flor y nata» inglesa era degenerada,
pero nunca hubiera pensado que su propio primo podía ser un alcahuete.
—Dios mío, no. Deje de sentirse tan mal. En realidad no fue más que un
malentendido. —James apoyó la mano de ella sobre su brazo.
—¿Un malentendido? No entiendo cómo alguien puede verse envuelto en ese tipo de
malentendidos.
—No, supongo que no lo entiende. —Alzó ligeramente la mano cuando Sarah abrió
la boca para seguir con el tema—. No, querida. Podemos discutir esto si usted quiere, pero
más tarde. Realmente no es un lema del que a mi tía le guste hablar en su mesa.
Sarah suspiró.
—No, por supuesto que no. Le pido perdón.
—No me pida perdón a mí, Sarah. Espero que no haya temas de los que no podamos
discutir. Pero algunas cosas es mejor hablarlas en privado —le susurró esto último al oído
mientras ella se sentaba. La joven contuvo el aliento y un leve estremecimiento le recorrió la
espalda.
La cena se prolongó durante lo que a Sarah le pareció un tiempo muy largo. La
muchacha se limitó a comer un poquito de cada plato y aun así al terminar se sentía
incómodamente llena. No podía evitar pensar que su padre y ella podrían haber vivido
durante semanas con la cantidad de comida que había allí sólo para la cena.
—Robbie, Charles, vosotros acabáis de llegar de la ciudad —dijo lady Gladys—. Por
favor, contadnos, ¿qué otras jóvenes van a ser presentadas en sociedad esta temporada?
Robbie acababa de llenarse la boca con un inoportuno sorbo de vino en el preciso
momento en que lady Gladys hizo lo pregunta. Se ahogó y rápidamente cogió una servilleta.
—Nada demasiado notable entre las jovencitas, señora. No puedo decir que haya
prestado mucha atención.
—Seguramente has prestado atención para saber a qué madres evitar. —Lady
Amanda, sentada junto a él, le dio un fuerte golpe en la espalda.
—Ah, gracias. —Robbie cambió de posición para que lady Amanda no pudiera volver
a golpearle—. Pues, creo que los Barrington podrían presentar a una de sus hijas.
Lady Amanda asintió con la cabeza.
—Sin duda una jovencita sin gracia, como las últimas dos.
—Y los Amesley.
—Ésa es bizca —dijo lady Amanda.
—No, la bizca fue presentada en la anterior temporada. Ésta es la que parece un
conejo.
—Tienes razón. Clarinda, Clarabelle o algo por el estilo. —Lady Amanda bebió
delicadamente un sorbo de vino—. Naturalmente, la madre no es ninguna belleza. Nunca
pude entender cómo consiguió llevar al altar a Billy Amesley.
—Yo creo que eso quizás hoya tenido algo que ver con el hecho de que los Amesley
andaban mal de dinero —dijo lady Gladys—. Harriet Drummond era una rica heredera, si
haces memoria, Amanda.
—Es verdad. El destello de unas arcas bien llenas ha llevada a muchos hombres a
dejarse atrapar en el altar. Y como se suele decir: «De noche todos los gatos son pardos».
Esta vez fue James quien se ahogó con el vino.
-—¿Quiénes lo dicen, lady Amanda? —preguntó con un tono de humor en la voz.
—Todos —dijo lady Amanda en tono desdeñoso—. Yo no pertenezco a tu
generación, tan evasivos en su forma de expresarse, James.
—Razón por lo cual debo estar agradecido.
—Me parece que el conde de Mardale tiene una hija que se presenta en sociedad
este año —aportó el Mayor Draysmith.
—Mardale, ése sí que era un hombre imponente —dijo lady Amanda—. Estoy segura
de que debe haber producido una prole atractiva.
—¿Estamos incomodándola, Sarah? —preguntó James en voz baja cuando la
conversación se desvió hacia las modistas rivales.
—Un poco —admitió ella. Pasó los dedos por la suave tela del vestido prestado. Ahora
que había visto (y usado) el vestido de Lizzie, sabía que nunca podría costearse el guarda-
rropa que necesitaría para un viaje a Londres.
Bajó la voz.
—Vuestra alteza, he estado pensando en mi futuro.
James dibujó lentamente una sonrisa.
—Me alegra oír eso.
Se sentía inexplicablemente nerviosa.
—Sí, pues me parece que lo mejor sería que yo encontrara un empleo como maestra
ahora, en vez de ir a Londres.
Desgraciadamente justo en ese momento hubo una pausa en la conversación
general y las palabras de Sarah se oyeron en toda la mesa. Lady Gladys bajó su copa con tal
rapidez que ésta golpeó contra el plato. Algunas gotas de vino salpicaron el mantel.
—¿Un empleo como maestra? No vas a convertirte en maestra, Sarah, sino en
duquesa. Si tanto deseas enseñar, puedes ser la maestra de tus propios hijos. Estoy segura
de que James no perderá el tiempo y llenará pronto el cuarto de los niños.
Sarah estaba segura de que el rojo de su cara rivalizaría con el del cabello de Molly.
Temía mirar a James y convertirse en la prueba viviente de la teoría de la combustión
espontánea.
—Lady Gladys, es bastante evidente que yo no estoy hecha para ser duquesa.
—¿ Por qué no ? Eres joven y eres una mujer, ¿ o no ? James, ¿tú crees que Sarah no está
hecha para ser tu duquesa?
—-No lo creo en absoluto, tía.
Sarah se aventuró a lanzar una mirada a James. Los labios de él se curvaron hacia
arriba en algo que la joven sólo podía describir como una sonrisa presuntuosa.
—No puedo decir que haya investigado exhaustivamente todas sus credenciales, por
supuesto, pero creo que servirá.
—Yo creía que habías investigado todas sus credenciales, James —dijo lady
Amanda—. Por eso estamos en esta situación.
Sarah observó desvanecerse la sonrisa de James al tiempo que sus orejas se ponían
coloradas.
—Quizás deberíamos cambiar de tema —dijo él—. Lizzie, ¿cómo van los
preparativos para el viaje a Londres?
Lizzie tenía la boca tan abierta que su barbilla casi rozaba la mesa.
—¿Dijiste que ibas a casarte con Sarah, James?
—Supongo que olvidamos mencionarte ese detalle, ¿verdad? No está
definitivamente arreglado aún, pero Sarah ha accedido a considerar mi petición de mano.
Los ojos de Lizzie se abrieron como platos. Sarah sabía que debía estar llena de
preguntas, la primera de las cuales, suponía, era dónde se habían conocido ella y James.
Mejor que inventaran una historia creíble si no querían que se supiera la verdad.
—Nos conocimos cuando estuve en América —estaba diciendo James.
Sarah se volvió a mirarle. Temía tener los ojos desorbitados. Se mordió la lengua a
tiempo para no preguntarle cuándo había estado en su país. Debía de haber estado allí al-
guna vez; su familia se daría cuenta si mintiera en algo así.
—Yo pensaba que nuestro amor era imposible, separados por un océano, así que no dije
nada. Ni siquiera se lo mencioné a Robbie.
Sarah se contuvo para no propinarle un puntapié por debajo de la mesa. Debería
considerar convertirse en novelista si lograba venderle esa historia a alguien. Lizzie no
parecía del todo convencida. Robbie puso los ojos en blanco.
—Bueno, James —dijo Lizzie—, si vas a casarte con Sarah deberías ocuparte un poco
de su ropa. Necesita todo un guardarropa nuevo, ¡ni siquiera tiene un vestido de noche!
Sarah sabía que se ruborizaría si miraba a James, así que decidió concentrarse en
observar su plato.
—De veras, vuestra alteza, mi ropa, o la falta de ella, no es un algo por lo que usted
deba preocuparse.
—Desde luego que me interesa su falta de ropa, querida. Pero si me niega usted el placer
de vestirla, sin duda estará de acuerdo en que es responsabilidad de Robbie como cabeza de fa-
milia. Haremos que le envíen la cuenta a él, ¿está bien, Robbie?
—Sí, por supuesto. Será un placer.
Sarah miró a Robbie
—No puedo cargarte con esos gastos.
—Por supuesto que puedes. Yo soy el cabeza de tu familia ahora, ¿no?
—Pero os que son gastos tan superfluos...
—Nada de eso. —lady Gladys se inclinó hacia ella—. Te mereces algo de diversión,
Sarah. Según me dijiste, David fue bastante negligente en tu crianza. Típico de él, concen-
trarse en sus causas y nunca prestar atención a las necesidades de quienes están a su
alrededor. Y sin duda alguna es responsabilidad de Robbie pagarte una temporada social. Su
patrimonio puede costear ese gasto, ¿no es así, Robbie?
—Ya dije que pagaría las cuentas. No te preocupes, prima.
—Entonces está arreglado. —Lady Gladys sonrió y se reclinó en su silla—.
Mandaremos llamar a la señora Croft mañana. Puede confeccionarle las prendas básicas
ahora y compraremos el resto en Londres.
—Aún queda otro asunto, Gladys —dijo lady Amanda—. Sarah no sabe bailar.
Tendrá que aprender todos los pasos de baile antes del viaje a Londres.
—Muy cierto. Pues bien, sugiero que vosotros, caballeros, prescindáis de vuestro
oporto esta noche y nos acompañéis inmediatamente al salón de música. Cuanto antes em-
pecemos con las lecciones, mejor. Queremos que Sarah esté preparada para Almack's11.
—¿Qué es Almack's? —preguntó Sarah mientras salía de la habitación del brazo de
James.
—¿Que qué es Almack's? —Lizzie se detuvo tan repentinamente que Sarah estuvo a
punto de llevársela por delante—. Almack's es...
Evidentemente la jovencita se había quedado sin palabras ante la ignorancia de
Sarah.
Robbie, que escoltaba a Lizzie, rió.
—Para las jóvenes casaderas y sus madres, Sarah, Almack's es el centro del universo
Todos los miércoles por la noche durante la temporada social, las muchachas que han
conseguido poner sus tibias manos sobre el vale anual para el baile se abocan a la caza de
marido curre los hombres casaderos de la «flor y nata». Para nosotros, el resto de los mortales,
Almack's es un club aburrido y mal ventilado..
Parece espantoso. Es espantoso. —No, de verdad, Sarah maravilloso.
—dijo Lizzie—. Almack's es
— Si tu nunca has ido —Dijo Robbie—. Cuando hayas comido las tortas duras, bebido el
ponche insulso y soportado la conversación insípida, cambiarás de opinión. Frunciendo el
ceño, Lizzie miró a Robbie.
No, estoy segura de que debes estar equivocado, Robbie puso los ojos en blanco.
—Ay, estos jóvenes.
—Tu no eres exactamente un hombre entrado en años.
—Me padece que no quiero ir a Almack's —le dijo Sarah en voz baja a James mientras Lizzie y
Robbie seguían caminando hacia el salón.
—No, pero tendremos que ir aunque sea una vez por el bien de Lizzie.
Sarah frunció el ceño.
—Quizá yo no consiga el vale anual para el baile del que hablaba Robbie.
—No hay que preocuparse por eso si quien la presenta a usted es la tía Gladys. Las damas del
comité de admisión no osarán hacer un desaire a la hermana y a la tía del duque de Alvord.
— Estoy segura de que le harían un desaire a una advenediza norteamericana sin dinero.
—No, no lo harán. Confíe en mí. Soy un experto en las costumbres de la alta sociedad
londinense.
—¿Entonces usted cree que van a aceptarme?
James hizo una mueca.
—Igual que aceptan a todos: sonriendo con falsedad,
hablando mal de usted a sus espaldas y con la esperanza de que haga algo realmente terrible
que la convierta en la comidilla del grupo hasta que se presente un nuevo escándalo.
Sarah sintió que se ponía pálida.
—¡Eso suena horrible!
—Es horrible. Y por eso yo huyo de las fiestas de la Flor y nata» como si se tratara
de la artillería francesa. —James sonrió ampliamente y deslizó el dedo por encima de la nariz
de Sarah—. Pero ahora, con usted a mi lado, sé que puedo soportar la agonía.
—¡Que usted puede soportarla! Toda esa gente espantosa estará con la vista clavada
en mí, la audaz norteamericana que se atreve a intentar infiltrarse en la familia del duque de
Alvord.
Entraron al salón de música. Tenía paredes verde pálido, un hermoso piano y una
gran pintura de tres lozanas mujeres danzando en un prado. Salvo por algunos jirones de tela,
iban desnudas. A la sombra de un árbol, un hombre musculoso que llevaba una lira e iba
considerablemente más vestido que ellas observaba retozar al trío.
—Apolo y las Tres Gracia —dijo James—. Una adquisición de mi padre. Nunca supe el
nombre del pintor, pero por otra parte dudo que mi padre haya comprado esta pintura por su
mérito artístico.
—James, deja de admirar el arte y ayuda a Robbie y a Charles a enrollar la alfombra. —De
pie junto al piano, lady Gladys dirigía los esfuerzos de los hombres—. Y tú, Sarah , ven
aquí. Lizzie te mostrará algunos pasos de baile. comenzaremos con una contradanza.
¿Quieres tocar para nosotros, Amanda?
—Bueno, con toda seguridad no voy a bailar. Si pensáis bailar la cuadrilla, Gladys, tú
tendrás que participar y aún los follará una pareja.
—Estoy segura de que nos arreglaremos.
Lizzie hizo los pasos mientras los hombres retiraban la alfombra. Sarah observaba
con suma atención los pies de la jovencita, intentando memorizar los movimientos. Final-
mente, sacudió la cabeza.
—Me temo que esto no tiene sentido, Lizzie. Nunca recordaré todo eso.
—¡Por supuesto que lo recordará! —dijo Lizzie, con una sonrisa alentadora—. Será
más fácil con música y un compañero.
—Y supongo que yo debería ser ese compañero —dijo Robbie, haciendo una
reverencia—. Si hay derramamiento de sangre, por lo menos será sangre Hamilton.
—Eso no es exactamente un voto de confianza, Robbie. —El Mayor Draysmith se
inclinó ante Lizzie y luego miró a James—. ¿Quisieras unirte al grupo?
—Creo que en ésta no participaré —dijo James, declinándose perezosamente contra
el piano—. A menos que tú desees bailar, tía.
—No lo creo. Puedes ayudarme a supervisar.
—Magnífico. Soy excelente supervisando.
—No lo dudo. Pero recuerda que hay cuatro bailarines en la pista, James.
—Desde luego.
Sarah alzó la mirada y James le guiñó un ojo. Luego la joven volvió a concentrarse en
sus propios pies. Consiguió hacer la primera figura sin dañar a nadie. Sonrió, relajándose, y
volvió a mirar a James.
—¡Ayy! —Robbie retrocedió de un salto, liberando el
pie atrapado debajo del de Sarah—. No, Sarah, un paso hacia
tu otra izquierda. '
Sarah se ruborizó.
—Lo siento. No te he hecho daño, ¿verdad?
—Nada permanente. Sin embargo, creo que he cumplido con mi deber. «La mejor
parte del valor es la discreción» como dice el Poeta. Cederé mi lugar al galante Mayor
Draysmith. Él estuvo en el Regimiento de Dragones del ejército inglés. Es bueno para escapar
de situaciones difíciles.
Charles tomó la mano de Sarah.
—De verdad, yo no compararé el bailar con usted a una escaramuza en el campo de
batalla, señorita Hamilton.
—Tal vez deberías —dijo Robbie cuando empezó la música nuevamente—. Esta
noche puedes llegar a sufrir más heridas que en la Península.
—¡Robbie! —Charles se volvió hacia su amigo con el ceño fruncido—. ¡ Ay!
—Oh, lo lamento. —Sarah intentó cambiar de dirección antes de cargar todo su peso
sobre el pie de Charles, pero en cambio perdió el equilibrio y saltó sobre uno de los dedos. Él
sonrió estoicamente mientras ayudaba a la joven a afirmarse nuevamente.
—Así aprenderás a no bajar la guardia, Charles —rió Robbie—. ¿Algo roto?
—Claro que no.
—Quizás deberíamos probar con el vals —sugirió lady Gladys.
—Estupenda idea. —James sonrió abiertamente, alejándose de su puesto junto al
piano—. Yo seré el compañero de Sarah esta vez.
—¿Crees que al tenerla en tus manos podrás echar que siga haciendo estragos? —
preguntó Robbie.
Sarah se sonrojó ligeramente. La idea de bailar el vals con James era realmente
inquietante.
—Supongo que no esperaréis que yo toque esa música escandalosa —sentenció lady
Amanda levantándose del piano.
—Pensé que su generación no era hipócrita, lady Amanda —dijo James.
—No lo es, pero tampoco participamos de conducías públicas lascivas.
-—No estoy tan seguro de eso —dijo Robbie con una amplia sonrisa—. Me parece que
he visto a Oliver Feathersione bailando el vals.
—¡Ese impúdico! —resopló lady Amanda—. Una vez cabalgó por Bond Street sobre su
trasero desnudo para pagar una apuesta.
Robbie se estremeció.
—¡Vaya! Ése sí que es un espectáculo que agradezco haberme perdido. ¿Y usted,
lady Gladys? ¿Quisiera tocar para nosotros?
—No va a ser posible. Yo fui la pesadilla de todas las maestras de música que mi
padre contrató.
—Creo que puedo arreglármelas para tocar un vals respetable. —El Mayor
Draysmith fue a sentarse al piano. Sarah se sintió aliviada al ver que no cojeaba. Lady
Amanda le ayudó a elegir una pieza.
—¿Le gustaría bailar el vals, lady Gladys?
—Ya dije que iba a supervisarlo.
—Es cierto. —Robbie se volvió para dirigirle una amplia sonrisa a lady Amanda—. ¿Y
usted, Lady Amanda? ¿Le gustaría probar el travieso vals?
—¡Desde luego que no! Tendrá que bailar con Lizzie, señor.
—¿ Con la pequeña Lizzie ? —Robbie rió—. Bueno, vamos entonces, mocosa,
tendremos que hacer el esfuerzo. ¿Mis dedos están seguros? ¿Has bailado antes el vals?
—Sólo con mi maestro de baile.
Sarah observó a Lizzie acercarse a Robbie. Había una expresión expectante y
soñadora en el rostro de la jovencita que contrastaba bastante con la actitud burlona de
Robbie. Era obvio que Robbie veía a Lizzie como una hermanita menor; Sarah dudaba que
la muchachita abrigara sentimientos fraternales hacia él.
—¿De veras nunca ha asistido a un baile? —preguntó James mientras aguardaban a
que James pusiera a punto su música.
—Bueno, fui una vez a un baile de Navidad en la escuela donde enseñaba, pero no
bailé.
Sarah lo recordaba bien. Las Abington habían cedido, muy en contra de sus
convicciones, ante la presión de uno de las pocas familias ricas de su escuela y habían accedido a
organizar el evento. Las hermanas exprimían cada penique hasta dejarlo como hueso seco,
de modo que no iban a contratar personal extra. Sarah había hecho todo el trabajo, limpiar,
cocinar y escuchar a las hermanas quejarse de los costos de un proyecto tan frívolo. No
había habido ni tiempo ni tela para confeccionar un traje de baile, de modo que Sarah
simplemente se había puesto su mejor vestido, el mismo que había usado para cada
comienzo del año académico, reunión formal de la escuela y servicio dominical desde que
había cumplido los dieciséis.
—¿Nadie le pidió un baile? —James parecía estupefacto—. Todos los hombres de
Filadelfia deben estar ciegos.
Sarah sonrió ligeramente y negó con la cabeza. Un valiente muchacho le había pedido
una pieza, pero la sorpresa la había dejado muda por demasiado tiempo. La señorita Clarissa
Abington había echado a cajas destempladas al jovencito para castigar su audacia.
—Pues yo no estoy ciego —susurró James mientras Charles tocaba los primeros
acordes del vals—. Y realmente deseo bailar un vals con usted, señorita Hamilton.
—Oh —murmuró Sarah cuando la mano de James se apoyó sobre su cintura. La
joven colocó cuidadosamente una mano sobre el hombro de él, mirándolo con una tímida
sonrisa. Vio la tenue barba dorada sobre la fuerte curva de la mandíbula, el leve hoyuelo de
la barbilla y la línea firme de esos labios que habían sido toda una tentación al apoyarse
sobre los suyos.
Habían estado así de cerca en la cama del Green Man. Más cerca todavía.
Bajó los ojos, clavándolos en el hombro de él.
—No, cielo. No se ponga tensa. —James habló suavemente de manera que sólo ella
pudo oírle mientras él empezaba a guiarla a través del salón—. Piensa en los pobres dedos de
mis pies.
Una risita histérico brotó del pecho de la joven.
—No creo poder hacer esto.
—Sí que puede. Sólo relájese. Cierre los ojos y sienta la música.
Sararí cerró obedientemente los ojos, pero no era la música lo que sentía, sino el
calor del cuerpo de James a escasos centímetros del suyo y el hombro fuerte debajo de su
mano. Estaba rodeada por él, por su calor y su perfume especiado, tan masculino, mezcla de
jabón, vino y cuero. Cuando la joven se tambaleó, él la atrajo aún más hacia sí y ella sintió el
momentáneo roce de una pierna contra sus faldas y del pecho de él contra sus senos.
Ese pecho ancho y musculoso salpicado de vello dorado que descendía en una delgada
línea hasta el ombligo.
Sarah jadeó y abrió los ojos. ¡Qué pensamientos lujuriosos!
James inclinó la cabeza, instándola con la presión de sus manos a acercarse aún más
a su cuerpo firme. Tenía los labios a la altura de los ojos de ella. Si giraba la cabeza, si se
reclinaba apenas ligeramente hacia él, sentiría esos labios sobre la sien.
Sentía contra la mejilla el aliento de James que contaba:
—Un, dos, tres. Un, dos, tres.
Un extraño calor la invadió por dentro, con centrándose en su vientre.
—Sígame, cariño —le susurró él, moviendo con la brisa de su aliento los rizos que
caían junto a las orejas de Sarah—. Venga conmigo.
Sarah lo hizo. Se olvidó de sus propios pies. Olvidó el salón de música, a Robbie, a
Lizzie y a todos los demás. Se entregó a James, dejando a su cuerpo moverse con el de él.
Cuando la música se detuvo, le llevó unos cuantos segundos volver en sí.
—Bien, lady Amanda —le oyó decir a Robbie—, de verdad creo que James y Sarah
acaban de mostrarnos por que el vals es una danza tan peligrosa.
Capítulo 5
James cerró el pesado libro de cuentas y se reclinó en su silla, estirándose para aflojar
los nudos del cuello y los hombros. Todo estaba en orden, como de costumbre. El patrimonio
se cuidaba solo, con algo de ayuda de su excelente ad-ministrador, Walter Birnam. En
realidad, todas sus propiedades funcionaban bien. Ninguno de sus arrendatarios se había
visto obligado a buscar trabajo en las ciudades o en los nuevos molinos industriales.
Pero todo eso cambiaría si Richard ponía las manos sobre el ducado.
Necesitaba una esposa y un heredero. Una esposa ahora; un heredero, Dios mediante,
nueve meses después de haber hecho los votos matrimoniales. Desde que se había dado
atenta de que Richard estaba tratando de precipitar su viaje hacia el Todopoderoso, la
necesidad de asegurar la sucesión había sido un peso en su mente. Hasta que la señorita
Sarah Hamillton había aparecido en su cama.
Sonrió abiertamente. El vals de la noche anterior había sido como estar en el cielo,
pero había sido infernal mantener las manos donde correspondía según las reglas del
decoro. Había sentido deseos de ponerlas en otros lugares mucho más interesantes que la
cintura y la mano enguantada de Sarah. Por ejemplo, en sus pechos. Se amoldarían
perfectamente a sus manos. Dios, haría prácticamente cualquier cosa por volver a verlos,
incluso soportar otro almohadazo en la oreja.
Cerró los ojos. Mmm, sí. Podría soportar enzarzarse en otra guerra de almohadas
con la señorita Sarah Hamilton. Cuando ella había levantado los brazos por encima de la
cabeza para golpearlo con más fuerza, él había visto cada centímetro de su estrecha cintura,
delicadas costillas y hermosos pechos pequeños de puntas rosadas... Sí, sin duda
disfrutaría otra paliza.
Cambió de posición en su silla, saboreando las pulsaciones provocadas por la
expectación. Algún día, que esperaba no tardara en llegar, volvería a tenerla desnuda en su
cama para retomar las cosas desde el punto en que las habían dejado en el Green Man. Si ella
fuera una correcta señorita inglesa ya habrían fijado fecha para la boda. Pero era una
irritable e independiente muchacha norteamericana que se negaba a seguir las reglas
británicas.
Simplemente necesitaría idear un modo de convencerla. Mientras estaba
considerando una variedad de tentadores métodos, llegó Robbie.
—Buenos días, James. ¿Qué te hace sonreír tan temprano en la mañana? —
preguntó dejándose caer en una silla junto al escritorio—. ¿O debería decir «quién»?
La sonrisa de James se hizo aún más amplia.
—Tú más que nadie debería alegrarse de que yo esté contento con mi destino, ya
que eres el culpable de todo este lío. ¿En qué estabas pensando? No, no respondas. No
estabas pensando.
—No es cierto. Fue simplemente un caso de confusión de identidades. Nan dijo que
tenía una amiga especial. Me contó la historia de una chica que aspiraba a ir a Londres. Me
imaginé que os ayudaría a ambos.
—Pues a mí sin duda me ayudaste.
—Lo siento, pero bueno, ¿cómo iba yo a saber? Sarah es pelirroja. Nan dijo que
reconocería a su amiga por el cabello rojo. Y se presentó en el Creen Man sin doncella ni
equipaje.
—Honestamente, ¿piensas que Sarah parece una fulana?
—Por supuesto que no. Ya te lo dije, Nan dijo que su amiga era especial. Y yo estaba
borracho. —Robbie bajó los ojos hacia sus botas—. Eh... supongo que... es decir ella es...
bueno, vosotros hicisteis... ¿no?
—Si lo que estás intentando preguntar es si yo desfloré a tu prima, la respuesta es
no.
Robbie alzó bruscamente la mirada hacia el rostro de James.
—¿ Quieres decir que ella no era virgen ? Sé que viene de una colonia, por lo que
supongo que podría tener costumbres distintas de las nuestras y está un poquito vieja...
—Robbie, por Dios, cállate antes de que me sienta obligado a retarte a duelo. Hasta
donde yo sé, tu prima es virgen. Las cosas no llegaron hasta el punto de ponerme en posición
de averiguar algo sobre ese asunto.
—¿No? —Robbie parecía desilusionado—. ¡Ambos estabais en cueros, por Dios!
James se ruborizó.
—Sí. Bueno, en cualquier caso, debería alegrarte saber que estoy bastante contento de
tener que casarme con Sarah. Confieso que me siento aliviado de no tener que pedir la
mano de lady Charlotte Wickford.
—¡Me lo imagino! Dios, la sola idea de irme a la cama con el iceberg... ¡Brrr! Sarah
tiene que ser mejor. ¿Debo suponer entonces que ya está todo arreglado? ¿Haréis los votos
antes de que partamos para Londres?
James mantenía en equilibrio sobre el índice un cortaplumas de plata, evitando la
mirada de Robbie.
—No exactamente. Las cosas son aún un tanto inciertas, pero no te preocupes. Me
casaré con tu encantadora primo. Ahora dime, ¿has oído algo más sobre las actividades de
Richard en los alrededores?
—No. Está esperando la ocasión. El tipo suele aparecerse por la zona de vez en cuando,
así que el que esté aquí puede no significar nada. Creo que le gusta mantener vigilado su
patrimonio.
—Apuesto a que sí.
—Pero bueno, James, ¿estás seguro de que no estás atribuyéndole a los hechos un
significado que no tienen? Los accidentes suceden, incluso a los héroes de guerra. El asesina-
to es una acusación grave.
—¿Crees que Richard es incapaz de cometer un asesinato?
Robbie empezó a decir algo, pero hizo una pausa. El silencio se extendió entre los dos
hombres.
—No —dijo finalmente—. Quisiera creer que Richard no es capaz de matar, pero el
tipo sí que te odia con una pasión que raya en la locura.
—Exactamente. Créeme, Robbie. No soy dado a los arranques de imaginación. Estoy
convencido de que Richard está detrás de mis accidentes. Si no lo detenemos, terminará
saliéndose con la suya. Y entonces él heredará Alvord y todas mis otras propiedades. No
puedo permitir que suceda eso.
—No, me doy cuenta. Además del hecho de que la muerte no es precisamente algo
terriblemente atractivo, tu primo Richard es simplemente un tipo muy desagradable.
Tus arrendatarios, tus sirvientes, Lizzie, tía Gladys y lady Amanda... Todos sufrirían si
Richard tomara las riendas.
—Tengo intención de asegurarme de que eso no suceda.
Golpearon a la puerta y luego Sarah se asomó.
—¿ Interrumpo ?
—Nada mejor interrumpido. Por favor, adelante —dijo James. Él y Robbie se pusieron de
pie—. ¿Me buscaba a mí o sabía que su desacreditado primo Robbie estaba de visita?
—En realidad estaba buscándolo a usted, vuestra alteza, pero es bueno que Robbie
esté aquí. ¿ Sabía que la modista ha llegado?
—Pues no. —James observó a Sarah, cuyos labios apretados formaban una línea
delgada y tensa—. ¿Hay algún problema?
—Sí, lo hay.
—Oh. —James echó una ojeada a Robbie, quien miraba a Sarah como esperando que
ésta explotara de un momento a otro—. Confío en que nos aclarará qué clase de problema.
—Quiere hacerme vestidos.
—Sí, me imagino que eso es lo que quiere. Es modista, Sarah. —James observaba a
Sarah asir con tal fuerza sus faldas que la tela parecía en peligro de desgarrarse.
—Ya sé que es modista. ¿Sabe usted cuántos vestidos quiere hacerme?
—Aja, empiezo a entender cuál es el problema. No, no lo sé. ¿Por qué no me lo dice
usted?
—Demasiados.
Robbie rompió a reír. Sarah lo miró enojada.
—No sé de qué te ríes tú. Eres quien va a pagar por todo esto, ¿verdad?
Robbie asintió con la cabeza y agitó la mano. Estaba claro que no iba a arriesgar una
respuesta más coherente. Sarah se volvió hacia James.
—Su tía y Lizzie están aliadas con esta mujer. Y dicen que necesitaré aún más ropa
cuando lleguemos a Londres. ¿Es que las inglesas se pasan el día entero cambiándose de
ropa?
—Francamente no puedo decir que haya reflexionado antes sobre el tema. ¿Y tú
Robbie?
—Oh, no os riáis más. ¡Es un escandaloso despilfarro de dinero! Por ejemplo, la
señora Croata quiere hacerme un traje de montar y yo ni siquiera sé cabalgar.
—¿No cabalgas? —Robbie dejó de reír abruptamente y miró asombrado a Sarah. Ella
hizo una mueca.
—No hace falta actuar como si yo fuera una especie de fenómeno. Tengo dos piernas
que funcionan perfectamente. ¿ Por qué necesitaría sentarme sobre una gran bestia que
me lleve de un lado a otro?
—¿Le tiene miedo a los caballos, Sarah? —preguntó James.
—No, creo que no. Es sólo que nunca he tenido la oportunidad de cabalgar. Vivíamos
en la ciudad e íbamos caminando a todas partes.
—Aja. Pues querrá aprender —dijo James.
—¿Querré? —Sarah parecía escéptica—. Espero que no contéis con que vaya a
cabalgar a campo traviesa persiguiendo a algún zorro zarrapastroso. No lo haré. Y tampoco
me interesa ir a saltar vallas.
—¡Dios mío! —dijo Robbie. James se limitó a sonreír.
—Bastará con que aprenda a cabalgar. Yo no soy un fanático de la caza. Le daré una o
dos lecciones tan pronto como esté listo su traje de montar. Aprenderemos lo básico ahora
y refinaremos sus habilidades al regresar a Alvord después de la temporada.
—Espero tener un empleo para cuando termine vuestra temporada —dijo Sarah—.
No regresaré a Alvord.
—¿No? Bueno, ya veremos.
—Deberías saber que James siempre consigue lo que quiere —sugirió Robbie en
tono servicial—. No estoy seguro de cómo lo logra. Tozudez pura, probablemente.
—Tonterías, Robbie. El truco es desear siempre cosas razonables.
—Si se refiere a casarse conmigo, vuestra alteza, sin duda puede usted ver que eso
no es razonable. —Sarah empezó a enumerar con los dedos los motivos—. Soy norteame-
ricana, no tengo ni idea de cómo dirigir una casa de este tamaño, no sé bailar y tampoco sé
montar a caballo.
James dio la vuelta al escritorio. Cogió la mano de Sarah y con suavidad le hizo bajar
cada uno de los dedos que había usado para enumerar sus razones.
—Baila muy bien, Sarah, y ya practicaremos equitación. La señora Stallings ha
manejado Alvord durante años, incluso cuando mi madre vivía. Estoy seguro de que estará
encantada de continuar haciéndolo, dirigida por usted, obviamente. Y aunque es cierto que
es usted norteamericano, también es la prima del conde de Westbrooke.
—Y eso es una gran distinción —dijo Robbie. Hizo Uno breve reverencia—. Bueno,
aunque sé que me extrañaréis, será mejor que me marche.
James retuvo la mano de Sarah en la suya mientras ac ompañaban a Robbie hasta la
puerta. Ella tironeó ligeramente, esperando que la soltara, pero él le asió la mano con más
fuerza, entrelazando sus dedos con los la joven.
Ella estaba segura de que los lacayos debían notar que su patrón le tenía cogida la
mano, pero ninguno de ellos pestañeó siquiera. Layton hasta llegó a hacer un gesto de
asentimiento con la cabeza y a mirarla sonriendo.
—Estaba pensando en ir a visitar a uno de mis arrendatarios —dijo James cuando
Robbie se hubo marchado—. Me gustaría que usted me acompañara si la señora Croft pue-
de prescindir de su presencia.
—Puede. Mis movimientos nerviosos estaban enloqueciéndola de tal modo que
parecía dispuesta a ensartarme mi aguja. ¿Está seguro de que no estoy demasiado desaliñada
para ir de visita?
James la recorrió con la mirada. Ella sintió que un ligero rubor le quemaba las mejillas.
—Así está usted bien. Son viejos amigos. No prestan atención a la moda. Vaya a
buscar su sombrero.
Sarah sentía los ojos de él sobre su garganta, luego bajando a lo largo del cuello como
si estuviera deshaciéndose de aquel género marrón que a él le disgustaba tanto.
—Supongo que podríamos empezar nuestra investigación ahora mismo, aunque le
dije a Birnam que visitaría a este inquilino. Pero no permitiremos que nada se interponga en
el camino de la ciencia. Haremos virar la calesa y galoparemos de regreso a Alvord. Mi tía y
por supuesto también Lizzie y lady Amanda pueden mostrarse un pelín escandalizadas
cuando nos dirijamos a mi habitación, pero los devotos estudiosos de la naturaleza no
debemos dejar que la opinión pública influya en nuestras investigaciones. A menos que
quiera usted despojarse de esas ofensivas prendas ahora mismo. Podemos empezar al aire
libre, aunque hace un poco de frío y confieso que para nuestros estudios preliminares
prefiero el interior. Le aseguro que una puerta cerrada con llave demostrará ser una
condición claramente favorable.
—¡Vuestra alteza! —La respiración irregular de Sarah apenas le permitió pronunciar la
frase. La idea de entrar a la habitación de James era más que escandalosa—. ¿ Se ha vuelto loco ?
James rió.
—Aún no, pero confieso que me está costando un poco pensar con claridad. La imagen
de su pelo sobre mi almohada es un pensamiento que me.. .eh... que me eleva bastante.
Este día de principios de marzo podría muy bien haber pasado por el más caluroso de
agosto a juzgar por cómo se sentía Sarah. Ahora entendía a qué se referían las Abington con
eso de conversaciones «calientes». Desvió la mirada. Hacia delante vio una cabaña rodeada
por una bonita cerca de color blanco.
—Creo que tendrá usted que obligarse a apartar de su mente los experimentos,
vuestra alteza. Tenemos compañía.
—Así parece —suspiró James.
Dos muchachitos do unos ocho años estriban colgados de la cerca, afilando las manos
con entusiasmo.
—¡Hola, vuestra alteza! ¿Puedo sujetar a Botón de Oro
—No, yo soy el mayor, Tim, y además tú lo sujetaste la última vez.
—¡No lo sujeté!
—¡ Sí que lo hiciste!
—¿Botón de oro?—preguntó Sarah.
James rió.
—Lizzie eligió el nombre. Supongo que por la afición del caballo a los botones de oro. —
James detuvo la calesa y ayudó a Sarah a descender—. Caballeros —dijo dirigiéndose a los pe-
queños pendencieros—, cuidad vuestros modales, por favor.
—Lo siento, vuestra alteza.
—Perdón, vuestra alteza.
Sarah bajó la vista hacia los dos sucios muchachitos, idénticos entre sí.
—Sarah, permítame presentarle a Thomas y Timothy Parson —dijo James—.
Muchachos, la señorita Sarah Hamilton, de Filadelfia.
Los muchachitos abrieron grandes los ojos. Sarah agradeció que Thomas ya hubiera
perdido sus dientes delanteros mientras que Timothy aún los conservaba, pues de lo contrario
hubiera abandonado toda esperanza de diferenciarlos.
—¿Es usted norteamericana? —preguntó Timothy.
—¿Del otro lado del océano? —susurró Thomas.
—¿Vivió con los indios Piel Roja?
—¿En qué clase de barco vino? El primo de Charlie Bentworth está en la marina.
Navegó con Nelson.
—¿A quién le importan los estúpidos barcos? —interrumpió Timothy a su hermano
—. ¿Es verdad que los indios usan plumas y que son muy feroces?
Sarah rió.
—Me temo que no sé mucho de barcos —le dijo a Thomas—. El barco en el que vine
era grande, pero se balanceaba constantemente y me mareaba mucho. —Sonrió al ver la
expresión desilusionada del chico y se volvió hacia Timothy—. En cuanto a los indios,
me parece que los nombren usan plumas cuando se visten para la guerra y son luchado res
muy feroces, pero en general creo que no son muy di lo rentes de vosotros o de mí.
—Muchachos, me doy cuenta de que la señorita Hamilton es mucho más
interesante que Botón de Oro, pero de todas maneras, ¿puede alguno de vosotros tomar las
riendas?
Timothy, o tal vez era Thomas (al no poder ver sus sonrisas Sarah dudaba) se hizo
cargo de Botón de Oro. James y Sarah se volvieron hacia la cabaña. Dos niñitas se acercaron
corriendo, seguidas por un bebé. Las niñas se detuvieron bruscamente delante de James e
hicieron aceptables reverencias. Dos pares de ojazos castaños se volvieron hacia Sarah. El bebé
se abrió paso entre las faldas de las niñas y alzó los bracitos rollizos.
—¡Upa! —exigió.
Riendo, James la levantó en brazos.
—Ella es Ruth. —El bebé escondió la carita en la corbata de él.
—¿Cuántos años tienes, Ruth? —preguntó Sarah.
Aparecieron dos dedos regordetes.
—¡Dos años! ¡Pero qué niña grande!
—Es sólo un bebé. —Timothy dio con la punta del dedo en la pierna rolliza de Ruth.
Thomas había ganado la pugna por hacerse cargo de Botón de Oro por el momento.
Ruth separó la cara de la corbata de James y le tiró un puntapié a su hermano.
—¡No bebé!
—Y éstas son las señoritas Maggie y Jane —dijo James, presentando a las otras dos
niñas.
—¡Ruth! —Una mujer baja y regordeta salió de la cabaña, cargando un niñito rollizo
de unos ocho meses— Oh, hola, vuestra alteza. Me pareció haber oído la calesa.
—Hola, Becky. He venido para echarle un vistazo ni tejado. ¿Tom todavía está en el
campo?
—Sí. Regresará para la hora del almuerzo, por si desea hablar con él. ¿Os apetece
entrar a beber una taza de té mientras le esperáis?
La diminuta cabaña estaba atestada pero limpia. Sarah se apiñó junto a James,
sentándose a la desgastada mesa de la cocina. Ruth se sentó en el regazo de él. Sus diminutos
deditos recorrían los dibujos del chaleco del joven cuyos botones retorcía mientras James
conversaba con la madre. Este duque parecía sentirse muy cómodo sentado en una cabaña y
ha-blando con la esposa de su inquilino. Nada que ver con los tiesos aristócratas ingleses que
Sarah había imaginado. Ruth lanzó una risita al hallar el reloj de bolsillo. La gran mano de
James cubrió la de la niñita. Ella rebotó en el regazo y a su vez
cogió la mano de él con sus dos manitas. El rió y Sarah sintió que las lágrimas le quemaban los
ojos.
En ese momento un hombre bajo y robusto entró a la cocina con Maggie y Jane.
Iba remangado y tenía el cabello mojado pues debía de haberse aseado antes de entrar, en
la bomba de fuera.
Ruth se retorció sobre el regazo de James. —¡Pa! —Alargó los brazos en dirección a su padre.
James rió.
—Siempre me haces perder las muchachas bonitas, Tom —dijo mientras le pasaba
a la niña.
—Sí, pues parece que usted vino a visitarnos con su propia muchacha bonita,
vuestra alteza. —El hombre le son-rió a Sarah y se inclinó para besar a Becky.
Sentada tranquilamente, Sarah pudo escuchar a Tom y a James rememorar la infancia
compartida y los enredos en que se habían metido junto con Robbie y Charles. Cuando
Tom terminó de comer, él y James salieron a echar un vistazo al rejado. Sarah ayudó a Becky
a limpiar y a calmar a los pequeños. Estaba dándole una última palmadita a Billy mientras
éste se acomodaba para dormir la siesta cuando entró James. En silencio fue a pararse junto a
ella.
Richard Runyon estaba de pie bajo la sombra de un roblo detrás del Green Man.
—¿Qué quieres decir con que fallaste, maldito idiota? Luchaba por seguir hablando en
voz baja.
—Lo siento, vuestra excelencia. ¿ Cómo iba yo a saber que justo en ese momento él
besaría a la chica?
—Oh, no lo sé. ¿Estaban muy cerca el uno del otro? ¿La tenía entre sus brazos?
El hombre se encogió de hombros y arrastró los pies en el polvo. Richard apretaba los
dientes. Después de tres intentos, James podría estar muerto hacía tiempo si tan sólo pudiera
encontrar un cómplice medianamente competente.
—Al menos dime cómo era la chica.
—No estoy seguro, vuestra excelencia. —El idiota se rascó la cabeza. «Piojos», pensó
Richard. Le completaría el día contagiarse piojos de este estúpido pedazo de porquería.
—Ella llevaba sombrero. Alvord no se lo quitó para besarla.
—¿Era alta y delgada?
—Sí, larga y muy flaco. Le llegaba al hombro a Alvord.
—Maldición. Parece que se nata de la jovenzuela Hamilton. —Richard le dio un
fuerte golpe al tronco. El dolor le aclaró la mente—. ¿Se resistía?
—No, vuestra excelencia. No que yo haya notado. Claro que yo disparé justo en ese
momento, así que tal vez indisponía a resistirse. Me largué apenas impactó la bala. Su primo
es rápido como un rayo, sabe.
—Aja. —Richard evaluó las posibilidades. Era demasiado esperar que la muchacha
hallara repulsivo a James. Eso no había sucedido jamás con mujer alguna. Y ella estaba hos-
pedándose con James en Alvord. Quizás no tenía tanto tiempo como pensaba.
—Eh... vuestra excelencia, acerca de mis monedas...
—¿Cómo? —Richard se tragó el enojo que otra vez lo invadió como una oleada. No
podía gritar y llamar la atención. Flexionó los dedos. Le encantaría coger de la garganta a este
idiota—. ¿Tus monedas? Alégrate de salir vivo de aquí, estúpido...
El hombre desapareció. Richard volvió a tragar saliva. Si tan sólo Philip estuviese
aquí. Lo tranquilizaría. Pero Philip no estaba y él continuaba presa de oleadas de furia que le
golpeaban la cabeza, el pecho, la ingle. Pronto explotaría. Necesitaba descargarse ya.
Oyó un frufrú de faldas, el sonido de zapatos caminando sobre la hierba. Esa
muchacha, Molly, esa fulana venía hacia el roble. Lo había llamado bastardo. Ella y su amiga
le habían hecho quedar como un tonto frente a James. Las había odiado por eso. Había
deseado lastimarla, romperle la muñeca a esa ramera. En aquel momento había desistido.
Pues ahora mismo se lo cobraría.
La muchacha se acercó. Estúpida. Tan estúpida como todas las otras. La agarró. Ella
comenzó a chillar, pero le cubrió violentamente la boca con la suya, ahogando el sonido y
haciéndole apretar los labios contra los propios dientes. Ella se resistía, pero él era mucho
más grande y fuerte. La empujo bruscamente contra el tronco del roble. Dios, eso era mejor
que cuando habían estado en el cumio do clin. Mucho mejor. Ya estaba excitado. Se las
arregló para aflojar los pantalones, para levantarle las faldas. En él se entremezclaban enojo y
lujuria. Embistió dentro de ella, aplastándola contra el tronco mientras vertía su odio dentro
del cuerpo indefenso.
Cuando él retrocedió, la muchacha logró liberar sus manos y le lanzó un manotazo
directo a los ojos, pero él tenía brazos más largos que los de la chica. Le rodeó el cuello con
los dedos y apretó. Ella alzó las manos, tironeando de las de él,
pero no tenía fuerzas suficientes. Cerda imbécil, pensar que podía igualarlo en fuerza. El vio
sus ojos llenarse de pánico; aún tenía uno morado por el golpe que él le había dado. Los
observó salirse de las órbitas, con la boca abierta en un alarido mudo. Observó su rostro
mientras colapsaba.
Sintió olor a muerte.
Eyaculó otra vez contra el cadáver y luego dejó que el cuerpo de la muchacha se
deslizara hacia abajo contra el tronco del roble para formar en el suelo una pila inerte.
Se sentía mucho más calmado.
James miró por la ventana de su estudio. La lluvia caía como una cortina de agua sobre
el cristal.
—¿Entonces usted cree que fue su primo Richard quien nos disparó?
—A mí. Estoy seguro de que él, o más bien su cómplice, me apuntó sólo a mí.
Sarah se movió. Ahora podía verla reflejada en la ventana. Llevaba uno de sus vestidos
nuevos. Le gustaría que la señora Croft lo hubiera hecho más escotado. Ese volante de encaje
bordeando el canesú era totalmente innecesario. Su hermoso cuello y su aún más
hermoso pecho deberían verse más. Sonrió. La llevaría a una modista de Londres tan pronto
como llegaran allí. También a Lizzie, por supuesto. La moda londinense era indudablemente
más atractiva.
—¿Cómo puede sonreír? El se volvió y le cogió la mano..
—Estaba admirando su vestido. ¿Sabía que hace que sus ojos se vean azules?
—Mis ojos no son azules.
—Lo son esta noche. —Inclinó la cabeza para aspirar el perfume suave y dulce de la
joven—. Otra sección paro mi tratado.
Sarah liberó su mano.
—Está usted hablando sin ton ni son, vuestra alteza.
—James.
—Vuestra alteza. —Retrocedió, interponiendo entre ellos el ángulo del escritorio—.
¿No dijo usted que su tía y lady Amanda harían de carabinas durante mi estancia aquí? Su
constante ausencia llega a ser llamativa.
—Quizás concluyeron que como el caballo ya se había desbocado, no hay necesidad
de cerrar con llave la puerta de la caballeriza.
Los ojos de Sarah despedían chispas azules.
—El caballo no se ha desbocado.
—Bueno, no, pero ¿no le gustaría desbocarse?
James acortó la distancia entre ellos, aprisionando con suavidad las muñecas de
Sarah. Con las mejillas encendidas, ella tiró ligeramente hacia atrás.
—¡Claro que no!
—¿No? ¿Ni siquiera un poco?
—Ni un pelín.
—¿Está segura? —James tiró suavemente hacia delante las manos de Sarah,
llevándolas hacia su propia espalda y acercándola contra su cuerpo—. Una caballeriza
puede volverse terriblemente asfixiante. —Inclinó la cabeza, y sus labios se deslizaron
recorriéndole el nacimiento del pelo con la levedad de una pluma.
—¿El caballo no quisiera asomar el hocico por la puerto abierta? —susurró—. ¿Sentir la
brisa? ¿Oler el aire nocturno?
Como los ojos de Sarah se habían ido cerrando, él so desvió para rozarle los párpados
con los labios antes de deslizarse por los pómulos en dirección al punto sensible detrás de la
oreja. Un extraño ruidito brotó de la garganta de ella, mitad gemido, mitad suspiro, y
ladeó la cabeza para facilitar la llegada de los labios de él al punto en cuestión.
Él hundió la cabeza en su cabello.
—Cielo. —Le soltó las muñecas para darle un mejor uso a sus propias manos.
Quizás pudiera hacer algo con ese Irritante volante que bordeaba el canesú. Sin duda alguna
era un estorbo.
—¡Vuestra alteza! —Sarah eludió sus manos y regresó a su posición fortificada detrás
del escritorio—. ¡ Compórtese!
—¿Tengo que hacerlo? —Miró el estudio—. Éste sería Un lugar estupendo para un
poco de mal comportamiento.
—No.
—¿Está segura?
—Muy segura. Tenemos importantes asuntos sobre lo quepensar.
—¿ S í ?
—¡El intento de asesinato de hoy!
—Una razón más para comportarnos mal. Si nos que-da poco tiempo en este mundo,
me encantaría pasarlo con usted en esa confortable silla junto al fuego, o incluso sobre esa
hermosa y mullida alfombra.
—¡Basta! —Sarah se volvió, asiendo el borde del escritorio—. ¿Cómo puede minimizarlo así
James lanzó un suspiro. Por lo visto, Sarah podía ser tan testaruda como un terrier.
—En realidad no estoy minimizándolo, Sarah. Estoy haciendo todo lo que puedo para
protegerme y proteger a mi familia, pero es un poco como luchar contra una sombra. Richard es
artero.
Sarah tomó del escritorio el cortaplumas de plata de James y comenzó a juguetear
con él, haciéndolo girar entre sus manos y pasando los dedos por el grabado.
—¿Quién más podría ser? —dijo James encogiéndose de hombros—. No soy un santo, pero
juego limpio y pago mis cuentas. Me ocupo de mis propiedades; no me acerco a las esposas o
hijas de otros hombres, con excepción de los presentes, por supuesto. —Hizo una pausa y la
miró de modo insinuante. Ella flameó el cortaplumas en dirección a él.
—Nada de eso, vuestra alteza. Esto es serio. Quiero una respuesta directa.
—Sí, señora. Veo que fue usted una maestra excepcional en su empleo anterior. ¿Sus
alumnas alguna vez se divertían?
—Muy rara vez, y ciertamente no si yo tenía algo que decir sobre el tema en cuestión.
Ahora, respóndame.
—Nadie excepto Richard tiene razón alguna para desearme la muerte.
—Porque él heredaría todo.
—Sí, pero principalmente porque piensa que le he robado el ducado.
Sarah frunció el ceño.
—¿Cómo puede ser eso? ¿No son acaso vuestras leyes de sucesión lo suficientemente
claras?
—Las leyes son claras, lo turbio son los hechos. Mi padre y el de Richard eran gemelos
idénticos. Mi padre, al ser mayor por diez minutos, era el heredero. Richard cree que en el
momento del nacimiento hubo alguna confusión, como quila matrona no esperaba gemelos
y los bebés fueron cambiados. Según él, su padre debería haber heredado todo cuando
murió nuestro abuelo y entonces Richard, no yo, debería ser el actual duque.
—Eso es ridículo, ¿verdad?
—Bueno, quizás no tanto como ridículo, pero sí improbable. Hasta donde yo sé,
nadie, excepto Richard, ha cuestionado jamás este asunto. Su propio padre nunca lo hizo.
Sarah asía con tal fuerza el cortaplumas que el grabado del mango quedó marcado en
sus dedos. Si alguna vez necesitara probar que el sistema de herencia inglés era absurdo y
peligroso, he aquí la prueba.
James se sirvió un vaso de brandy y se sentó junto al fuego. Realmente deseaba poder
tener a Sarah sobre su regazo, pero al menos había conseguido que lo llamara por su
nombre. No permitiría que volviera a dirigirse a él como «vuestra alteza».
¿Qué iba a hacer con respecto a Richard? Haría averiguaciones, pero apostaría que
nadie podría vincular a Richard con la muerte de Molly. Era posible que no estuviera involu-
crado, pero, como le había dicho a Sarah, no apostaría su vida por esta última posibilidad.
Sin duda tampoco apostaría la vida de ella.
¿Richard ya habría matado? Había oído rumores sobre una muchacha de la
universidad. Él los había ignorado, pensando que eran infundados. ¿Se había equivocado?
¿Cómo podía asegurarse de que Sarah estuviera a salvo? Ella tenía razón. El matrimonio con
él la pondría en una situación algo peligrosa, pero la joven ya estaba en peligro ahora que
Richard la había relacionado con él. Si estuvieran casados, James tendría derecho a
protegerla. Podía encerrarla en su habitación, o en la de él. Encadenarla a su cama.
Sonrió mientras sorbía el brandy imaginando todas las encantadoras maneras de
mantenerla ocupada y fuera del alcance de Richard.
A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la caballeriza, Sarah iba pensando
en Richard y en el disparo. No estaba preocupada por ella. Richard no era estúpido. Se daría
cuenta de inmediato de que el duque de Alvord no podía casarse con la señorita Hamilton
de Filadelfia, quien no tenía un centavo. Pero ¿y James? Él no tomaba en serio el peligro que
corría.
—¡Sarah!
Levantó la vista. James estaba de pie junto a la puerta de la caballeriza. El sol
iluminaba su cabello dorado y los fuertes rasgos de su rostro. El corazón de Sarah empezó a
latir con más fuerza y sus labios se curvaron en una amplia sonrisa.
—Hola, James.
Vio ampliarse aún más la sonrisa de él.
—Ah, McGee. ¿Oíste mi nombre de labios de la señorita Hamilton?
Un hombre bajo y canoso conducía un caballo fuera de la cuadra.
—Claro que sí, vuestra alteza. ¡Todavía no he perdido el oído!
Sarah sonrió y asintió mirando a McGee. Luego dijo:
—Se está usted comportando de un modo muy tonto, vuestra alteza.
—No, no puede volver atrás: de ahora en adelante tiene que llamarme James,
¿verdad, McGee?
El señor McGee se contentó con poner los ojos en blanco.
La expresión de James se tornó seria.
—Para nuestra primera lección vamos a quedarnos cerca de la casa, Sarah. McGee
dice que nadie ha visto a Richard ni a ninguna persona extraña en los alrededores, pero para
qué correr riesgos innecesarios.
Sarah notó que McGee había escupido en la tierra al oír el nombre de Richard.
—Por mí está bien. —Echó un vistazo al caballo cuyas riendas sostenía McGee—.
¿No es un animal un poco grande, señor McGee? —No logró ocultar del todo el temblor de
su voz.
—Vea, señorita, no debe preocuparse. Pimpollo es manso como un cordero.
—¿Pimpollo? —preguntó Sarah mirando a James. El se encogió de hombros.
—Otra vez Lizzie —dijo—. Pero McGee tiene razón. Pimpollo es muy tranquilo.
Venga a conocerlo.
James lomó las riendas de manos de McGee e hizo que el caballo adelantara unos
pasos en dirección a Sararí. Ella colocó con cuidado una mano sobre el cuello de Pimpollo.
Aun a través del guante podía sentir el calor y la textura áspera del pelo del animal.
Pimpollo se movió y su cuello se crispó. Sarah retiró bruscamente la mano y miró a James.
Éste hacía denodados esfuerzos por no romper a reír.
—Le doy mi palabra de que Pimpollo es tan plácido que un disparo de cañón no sería
suficiente para sobresaltarlo.
—Haría falta un cañón para moverlo —farfulló McGee.
James alzó una ceja y Sarah sonrió. La joven se volvió hacia Pimpollo y con cuidado le
pasó la mano a lo largo del cuello. El animal se dio la vuelta y la contempló largamente.
—Sí que tiene unos ojos bonitos.
—Veamos qué le parece la vista desde la montura. —James le rodeó la cintura con las
manos y la levantó.
—¡Huy! —Bajó la vista hacia James, quien la mantenía cogida de la cintura para
ayudarla a mantenerse firme. La joven podía sentir el calor de las palmas y cada uno de los
dedos de él a través de los guantes y de la gruesa tela de su traje de montar. A él ni siquiera
se le había acelerado la respiración pese a haberla levantado del suelo, que desde su nueva
posición parecía estar realmente muy lejos.
Se arriesgó a mirar a su alrededor. Había por allí una asombrosa cantidad de
trabajadores de la caballeriza que probablemente querían presenciar su primer intento de
montar un caballo.
Cautelosamente enderezó la espalda y probó su equilibrio.
—Simplemente no estoy acostumbrada a ver el mundo desde este., ¡ay!...ángulo—
dijo.
—¿Le gusta?
—No estoy segura.
—Con eso basta. Ahora la voy a soltar. ¿Cree que podrá mantener el equilibrio?
—Sarah no estaba lo que se dice ansiosa por perder el apoyo de las manos de James,
pero no podía parecer cobarde ante semejante audiencia.
—Seguro.
Él la soltó y retrocedió. Sarah asió el borde de la montura. James sonrió.
—Bien hecho. Tenga, tome las riendas. No, no las empuñe con tanta fuerza. Tirará
del hocico al pobre Pimpollo. Sólo sosténgalas suavemente y acostúmbrese al movimiento
mientras yo llevo a Pimpollo hacia la pista de práctica y le hago dar unas vueltas.
Sarah asintió con lo que esperaba fuera un gesto de seguridad. James guió a Pimpollo
para bajar una suave pendiente. Al primer paso, ella volvió a asirse de la montura. «James
no dejará que te caigas», se dijo a sí misma, y aflojó los dedos que la sujetaban a la silla. Se
irguió. Para cuando hubieron completado dos circuitos de la pista de entrenamiento, ya era
capaz de mantener bien el equilibrio.
—¿ Todo bien ? —preguntó James.
—Sí. Creo que estoy lista para intentar dar el próximo paso.
—¡Bien! —James hizo una seña con la cabeza a McGee y el mozo de cuadra trajo un
enorme caballo marrón. Sarah se alegró de que no le pidieran que lo montara.
—Ése no es el caballo que tenía usted en la posada.
—No, aquél era Newton. Este otro, Pitágoras, está en actividad parcial, pero tiene
excelentes modales, ¿no es ver-dad, viejo? —James le palmeó el cuello y Pitágoras movió la
cabeza como asintiendo—. Está más dispuesto que Newton a moverse a paso tranquilo, y él
y Pimpollo se llevan bien.
—¿Pitágoras y Newton? —Sarah observó a James montar de un salto. Lo hacía
parecer tan fácil...
—Así es. —James recogió las riendas y se volvió a mirarla-—. Siempre he sido
adicionado a los matemáticas. Me dieron a Pitágoras cuando cumplí quince. A Newton lo
compré yo cuando regresé de Cambridge. Él vino conmigo a la Península.
—¿Estuvo usted mucho tiempo allí?
James miró hacia adelante y con un leve golpecito hizo que Pitágoras se pusiera en
movimiento. Pimpollo le siguió, complaciente.
—¿Mucho tiempo? No de acuerdo al calendario, pero si se mide el tiempo no por los
días que transcurren, sino por el efecto que esos días tienen en uno... estuve allí eones. Es -
tuve en España desde el verano de 1811 hasta abril de 1813, cuando mi padre empezó a estar
mal. Estuve allí para Ciudad Rodrigo, Badajoz y Salamanca, pero me perdí Vitoria y, por
supuesto, Waterloo.
Sarah vio crisparse el músculo de su mejilla cuando él apretó los labios. Luego
sacudió la cabeza y sonrió, volviéndose para mirarla de nuevo.
—En realidad fui a Norteamérica después de regresar de Cambridge y antes de partir
para España. Cuidado con esa puerta.
Pitágoras guió a Pimpollo para salir de la pista de prácticas. Sarah se inclinó
ligeramente para alejarse de la cerca y Pimpollo, complaciente, se alejó un poco de la puerta
para que la falda de Sarah apenas la rozara.
—Eso estuvo cerca.
James rió.
—Pimpollo nunca la haría caer a propósito. Simplemente es un poco distraído.
—¿Él se olvida de que estoy aquí encima?
—Bueno, sabe que hay algo sobre su lomo. Cuando aprenda usted a manejar las
riendas, la obedecerá muy bien.
Sarah se inclinó para darle a Pimpollo una palmadita en el cuello. El caballo sacudió
la cabeza de un modo que ella interpretó como amistoso, haciendo tintinear el bocado.
—¿Así que estuvo usted en Norteamérica? ¿Fue a Filadelfia?
—Desgraciadamente no. Mi padre tenía algunas inversiones en Nueva York y Boston,
así que fui allí. Tenía la intención de visitar a su padre, pero en vez de eso regresé al
combate. Así que casi nos conocimos antes.
Sarah intentó imaginar a James en el estudio atestado de su padre, entre panfletos
políticos, libros de medicina y solemnes jóvenes republicanos. Hubiese resaltado como un
cisne en un estanque de patos.
—Me temo que se hubiera aburrido como una ostra, a menos que le guste discutir
sobre política.
—¿Usted no hacía nada para divertirse?
—Cuidaba la casa y daba clases en la escuela.
—Aja. ¿Entonces yo no habría tenido que atravesar un mar de pretendientes para
ganar su atención?
—No. —Sarah lo miró de soslayo. Se juró que si veía lástima en sus ojos se bajaría del
caballo en ese mismo instante y desaparecería dentro de su habitación para llorar con
ganas.
No vio lástima. Vio... especulación. Levantó la barbilla.
—¿Va a enseñarme usted a montar, o no?
Los labios de James se curvaron lentamente en una sonrisa.
—Sí, cariño, sin duda voy a enseñarle a montar.
Cuando finalmente regresaron a la caballeriza habían estado fuera dos horas.
—Lo siento. No era mi intención que la primera lección se prolongara tanto.
Sarah desechó con un gesto de la mano la preocupación de James.
—Oh, por mí no se preocupe. Soy una muchacha norteamericana buena y fuerte.
Él rió por lo bajo.
—Esa noche va a convertirse en una dolorida muchacha norteamericana. Le
recomiendo un baño caliente antes de la cena.
Sarah se volvió, aliviada al ver aproximarse a James con lady Gladys del brazo.
Estaba vestido de riguroso blanco y negro con una esmeralda en el centro de la corbata. Su
estatura, el brillo rubio oscuro del cabello y la amplitud de sus hombros atraían las
miradas, pero lo que mantenía la atención fija en él era la fuerza de su rostro, el aire de
seguridad y poder instintivo que emanaba. Estaba segura de que aquella noche ningún otro
hombre estaría tan imponente.
—Está usted espléndido, vuestra alteza. —Sarah se ruborizó—. Al igual que usted,
lady Gladys.
—Cuando una tiene más de setenta años en su haber, «espléndida» no suele ser el
primer calificativo que viene a la mente —dijo lady Gladys—. Pero gracias, querida. Tú tam-
bién estás muy bien, pero estoy segura de que todos los muchachos te lo dirán esta noche.
—Claro que sí —confirmó James, con los ojos iluminados por un inquietante brillo
—. Opacará usted a todas las demás mujeres, a excepción de Lizzie por supuesto. —Le sonrió
a su hermana. Esta hizo una mueca.
—Quisiera llevar un vestido azul celeste, como el de Sarah, en vez de este blanco tan
soso.
—El blanco te sienta de maravilla —dijo Sarah—. ¿No eres Robbie?
Robbie dibujó una amplia sonrisa y levantó una lupa con mango. Lizzie elevó la
barbilla. El rió.
—Oh, claro que sí. Los jovencitos se atropellarán para rogarte que les concedas una
pieza.
Sarah se alegró al ver la sonrisa de Lizzie, que suavizó las Tensas líneas alrededor de sus
ojos. Sin embargo la tensión en el estómago de Sarah no cedía.
-Lady Gladys, vuestra alteza, seguramente sería más apropiado que yo esperara en
el salón de baile.
Como un rayo la mano de Lizzie cogió la muñeca de Sarah.
—No vas a dejarme sola, Sarah. Estoy a punto de desmallarme de los nervios.
—Pero Lizzie, nosotras no somos parientes. Tu hermano y tu tía te acompañarán.
Lo harás maravillosamente.
—Me parece que tú no eres la única que está nerviosa, Lizzie —dijo James—. Calma,
Sarah. Nadie será realmente malintencionado en la línea de recepción, no hay tiempo sufi-
ciente. —Le dirigió una amplia sonrisa a lady Gladys—. Y esta tortura no durará mucho
tiempo. Mi tía se cansa, ¿sabes!1
Lady Gladys gruñó. Las elegantes plumas blancas de su turbante morado se
balancearon enérgicamente cuando negó con la cabeza.
—¡Bobadas! Yo no me canso. Tú te aburres, James. ¡No intentes negarlo!
—Bueno, puede que me aburra un poco —dijo con otra de sus amplias sonrisas.
Frunciendo el ceño, lady Gladys miró a Sarah.
—Tome su lugar en esta línea de recepción, señorita. Aquí, junto a su primo.
Robbie, confío en que protegerás a Sarah de las peores arpías.
Robbie hizo una reverencia.
—Será un placer, lady Gladys.
—Pero lady Gladys —insistió Sarah mientras tomaba su lugar— ¿la gente no se
preguntará qué estoy haciendo aquí?
—Deja que se lo pregunten. Me ahorra la molestia di-encontrar otro cotilleo para
matar el tiempo.
Llamaron a la puerta principal y Wiggins se dispuso a abrirla. Sarah sintió una oleada
de pánico en la garganta:
—¿Pero qué voy a decir?
—Sólo di «Buenas noches» y si alguien trata de con fundirte, míralo por encima del
hombro —aconsejó Lady Gladys—. Y si debes decir algo, di que yo le pedí que estuvieras
aquí. Es verdad, después de todo. Ahora, párale derecha y pon una sonrisa en tus labios.
—Sí, señora —dijo Sarah. Mientras los primeros invitados empezaban a subir las
escaleras le susurró a Robbie—: ¿Dónde está lady Amanda?
Él rió por lo bajo.
—Probablemente «descansando» hasta que hayamos Terminado con la maldita
línea de recepción. Ha tenido años para perfeccionar su número de desaparición. —Se
volvió para saludar a una mujer entrada en años que llevaba bastón y un elaborado
peinado empolvado que evocaba el siglo anterior—. Lady Leighton —dijo, alzando la voz—,
qué alegría verla nuevamente. Permítame presentarle a mi prima norteamericana, la
señorita Sarah Hamilton.
Sarah tomó la mano enguantada de lady Leighton:
—Buenas noches.
—¡Ah! —Lady Leighton escudriñó el rostro de Sarah—Me acuerdo de su padre y de su
abuelo, señorita. Ya era hora de que regresara usted de esas colonias olvidadas de Dios.
Sarah parpadeó.
—Gracias, señora.
—Inglaterra, aquí es donde usted pertenece. —Una fina lluvia de polvo para el
cabello cayó sobre el canesú de lady Leighton cuando balanceó la cabeza— Me alegra que fi-
nalmente se haya dado cuenta de eso.
Sarah la observó cojear hacia el salón de baile antes de tener que dirigir su atención a
la siguiente persona.
Muy pronto la escalinata y el vestíbulo se llenaron de gente. El murmullo de la
conversación se transformó en un bramido. Wiggins se retiró de la puerta principal,
dejándola abierta. La línea ya salía hasta el parque. Fuera, los gritos de los cocheros y el
tintineo de los arneses se entremezclaban con el alboroto general. Sarah sonreía y
murmuraba saludos mientras una constante corriente de perfumadas y enjoyadas damos y
elegantes caballeros fluía delante de ella.
— ¿ Lo está pasando bien, señorita Hamilton?
Sarah pestañeó para enfocar la v i s t a en el rostro que tenía ante sí.
La habitación que James había reservado para comer era mucho más fresca. La
única pareja que había allí se fue cuando Sarah y el Mayor entraron. Ella se hundió con
gratitud en una silla mientras el Mayor iba a buscar las bebidas.
Las palabras de Richard no deberían haberla sorprendido. Simplemente acababa de
confirmar lo que su padre y las hermanas Abington siempre le habían dicho acerca de la «flor
y nata» británica. Sin duda James le había mostrado sus perfeccionados poderes de
seducción.
Pero estaba sorprendida. Escandalizada. Era una idiota.
Observó al Mayor Draysmith atravesar la habitación. Era un hombre guapo. Su porte
militar acentuaba la amplitud de sus hombros y sus ojos azul claro bordeados por oscuras
pestañas eran impactantes. Ella debería haber sentido mariposas en el estómago. Cuando él
le alcanzó la limonada y sus dedos enguantados rozaron los de ella lo único que sintió fue la
placentera expectación de una bebida fresca.
Sin duda era una idiota.
—Disculpe, señorita Hamilton, pero no pude evitar verla con Runyon. ¿Ese canalla
dijo algo para alterarla?
Ella se encogió ligeramente de hombros.
—Mi escaso conocimiento del señor Runyon me ha llevado a esperar que sea
desagradable. Sí, mencionó cierto apodo que le habían puesto a su alteza, como si fuera
significativo.
—¿Sí? —Por un momento Charles pareció desconcertado—. Oh, usted se refiere a
«Monje». Runyon le endosó ese apodo a James cuando estaban en la universidad. Ya nadie lo
llama así, al menos no en su propia cara.
—Ya veo.
Sarah colocó cuidadosamente su limonada sobre la mesa. De repente le resultaba
imposible tragar siquiera un sorbo.
—Discúlpeme, señorita Hamilton, pero no debería deja que tan poca cosa le haga
enfadarse.
—No, por supuesto que no. Y por favor llámame Sarah.
Miraba fijamente su vaso. Ella era culpable de su propia infelicidad. Había permitido
que las semanas en Alvord la indujeran a ver a James como un norteamericano con acento
diferente. Estúpida. Después de todo lo había conocido en la cama. Desnudo. Obviamente
no era tímido a la hora de quitares la ropa delante de extraños.
¿Cuántas de las mujeres que estaban en el salón de baile esa noche habían acogido al
duque de Alvord en sus camas ?
—Entonces usted debe llamarme Charles. Y no debería dejar que Runyon la haga
enfadar —estaba diciendo Charles—. Él es una alimaña de la que la «flor y nata» desgraciada-
mente ha elegido no librarse. Cuando usted se case con James, Runyon será expulsado, como
corresponde. Hasta entonces, evite a ese hombre. Es lo que yo hago.
—Tengo la intención de evitarlo. —Suspiró—. Y por favor, no crea que me voy a casar
con su alteza.
El rostro de Charles adquirió una interesante expresión de perplejidad.
—Ya veo.
Sarah rió.
—No tiene la intención de discutir conmigo, ¿verdad?
Charles sonrió abiertamente
—No, señora. Nosotros los soldados aprendemos pronto qué batallas no merecen
nuestra sangre.
Sarah trató de beber un sorbo de limonada. Ahora pudo tragar un poco.
—Dígame, Charles, ¿por qué los ingleses insisten con este ridículo sistema de
primogenitura? Pone a hermano contra hermano, a primo contra primo. ¿No es verdad?
—¡Vamos, Sarah, no nos juzgue a todos nosotros por la conducta de Runyon! Yo soy el
segundo hijo y no envidio a mi hermano. No envidio en absoluto su título. Siento pena por él.
—¿Pena? ¿Por qué?
—Porque su vida no es suyo. —Charles se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la
mesa. Él es el marqués de Knightsdale. Ése es su título, pero bien podría ser su nombre.
Nunca ha sido simplemente Paul Draysmith. Nació como el conde de Northfield y se
convirtió en Knightsdale cuando aún estaba en Eton. Afortunadamente él parece contento
con su suerte. Lleva la tierra en la sangre. Pero nunca ha tenido elección. ¿Entiende?
—Sí. —Sarah lo entendía perfectamente. James también llevaba la tierra en la
sangre. Y él tampoco había podido elegir. Tenía que cuidar Alvord. Tenía que contraer
matrimonio, aun si eso significaba casarse con una norteamericana pelirroja. Pero eso no
implicaba que tenía que limitarse a compartir la cama sólo con su esposa.
—Creo que yo llevo una vida mejor —decía Charles—. Tengo la libertad de seguir mi
propio camino. Me alisté en el ejército. Si quisiera, podría irme a América mañana, como
hizo su padre. No, sinceramente espero que mi hermano tenga una larga vida y muchos
hijos varones. No deseo en absoluto estar jamás en sus zapatos.
Charles terminó su limonada y contempló el vaso.
—Qué tontería de mi parte traer esto. Lo que necesitamos es champaña. ¿Qué dice?
—Digo que nunca he bebido champaña.
Charles rió.
—Entonces es mejor dejar que sea James quien se la presente. No le haría mucha
gracia que su prometida se achispara por mi culpa.
—Yo no soy su prometida.
—Está bien. —Charles se reclinó en la silla—. Aunque realmente debería
considerarlo. Usted obtendría una buena posición y al mismo tiempo le haría un favor a
James. Él necesita casarse pronto a causa de Richard. Esa noche en el Green Man James estaba
a punto de pedirle matrimonio a Charlotte Wickford. Sin duda merece algo mejor que esa
condena a cadena perpetua.
—¡ Oh! —Ahora Sarah entendía por qué la duquesa de Rothingham se había acercado a
hablarle.
—Ah, estabais aquí.
El corazón le dio un vuelco al oír la voz de James. Levantó la vista y sonrió sin poder
evitarlo.
—Estaba simplemente dando a Sarah un descanso del salón de baile. ¿Sabías que
nunca ha bebido champaña?
James levantó una ceja.
—¿Y tú has estado dándole a probar un poco?
—No. Eso te lo dejo a ti.
James asintió.
—¿Quisiera probar un poco de champaña, Sarah?
—Sí, gracias.
Ella se miró las manos mientras James iba a buscar las bebidas.
—¿Se siente bien? —preguntó Charles—. Está pálida otra vez.
—No, estoy bien. —«Tan bien», pensó, «como puede estarlo una mujer que de
repente se da cuenta de que podría estar enamorada de un libertino». James regresó y le
ofreció una copa. Ella bebió un pequeño sorbo. Las burbujas le hicieron cosquillas en la
nariz.
—¿Necesitaba un descanso del baile, Sarah? —preguntó James—. No me diga que le
duelen los pies.
—En realidad sí. Es agradable sentarse por un rato.
Sarah bebió otro sorbo y miró a James por el rabillo del ojo. Su cabello rubio oscuro
resplandecía a la luz de las velas y el ángulo nítido y fuerte de su mandíbula se destacaba
contra el blanco níveo de su corbata. Era muy guapo. Pecaminosamente guapo. Era natural
que las mujeres lo desearan. Ella lo deseaba. Bebió un trago más grande de champaña. Las
burbujas cosquillearon en la garganta y en la nariz.
—Creo que Runyon ha estado causando problemas —dijo Charles.
—¿De veras? —James miró fijamente a Sarah. Ella bajó la cabeza y otra vez acercó a
sus labios la copa—. ¿Qué hizo él, Sarah?
—En realidad nada. Creo que estaba tratando de asustarme. Le dije que usted y yo
éramos sólo conocidos, pero no me creyó. —Bebió otro sorbo de champaña.
Charles resopló.
—Naturalmente que no le creyó, con ese vals vosotros dos estuvisteis a punto de
prenderle fuego al salón de baile.
—¡Maldición! —James parecía a un tiempo enojado y frustrado.
«¿Habrá besado a Charlotte Wickford?», se preguntaba Sarah. Debía de haberlo hecho
si había estado considerando comprometerse con ella. Bebió un trago más grande de champa-
ña. Sin duda las burbujas provocaban una sensación agradable.
—No puedo decir que me guste verle cerca de Sarah —dijo Charles.
—¿Que a ti no te gusta? —La voz de James se elevó. La bajó inmediatamente—. Dios,
yo detesto verle cerca de ella, pero no puedo hacerle expulsar de Londres, por mucho que
me gustaría. Al menos ahora ya se ha marchado. Le vi salir un instante antes de entrar aquí.
Sarah dejó que las palabras de los hombres resbalaran sobre ella mientras
contemplaba las burbujas de champaña ascender desde el fondo de la copa. Se la llevó a
los labios nuevamente.
—Creo que probablemente ya es suficiente, cielo —dijo James, quitándosela de las
manos—. ¿ Bailamos ?
Sarah sentía su cabeza flotar encima de los hombros. Le sonrió a Charles.
—Si nos disculpa usted.
—Señora, James era mi comandante. Por supuesto que os disculpo.
—Sabia decisión, Charles. Muy sabia. —Tomando a Sarah por el brazo, la ayudó a ponerse de
pie. Ella se tambaleó ligeramente y debió apoyarse en él—. No más champaña.
—¿Por qué no?
—Porque está usted achispada, cielo.
Cuando entraron al salón de baile, la orquesta estaba tocando los primeros
compases de otro vals. Sarah sonrió. El vals era su baile favorito, especialmente si iba a
bailarlo con James. Él la tomó entre sus brazos y la joven cerró los ojos, saboreando la
música. Se sentía bailar con ligereza y gracia rodeada por la fuerza de James. No había otro
lugar del mundo donde prefiriera estar. Decidió que las palabras de Richard no tenían
importancia.
—¿Estoy haciéndola dormir, Sarah?
—No.—Levantó la vista hacia James, todavía hechizada por su proximidad. El mostró
una sonrisa de medio lado.
—Siga mirándome así, amor mío, y la alta sociedad británica nunca se recobrará del
escándalo que puedo sentirme obligado a protagonizar.
Un ardiente rubor incendió cada centímetro del cuerpo de Sarah. Empezó a palpitarle
un lugar que no osaría confesar y de repente sintió las rodillas débiles. Temía fundirse con
él en cualquier momento.
—James—dijo con un hilo de voz.
Él rió.
—Probablemente con sólo bailar ya estamos escandalizando lo suficiente a la
sociedad. Sugiero alguna distracción mental. Quizás debería usted recitar la Declaración de
la Independencia.
Sarah tenía la mente en blanco. Todo cuanto podía hacer era mirar fijamente los
labios de James. Sabía que eso era algo muy indecoroso y hasta estúpido, pero había perdido
por completo el control de sus músculos.
—No creo que pueda.
—Mmm. Bueno, debo admitir que me complace sobremanera el haber logrado
reducirlo a ese estado de inconsciencia, cielo, pero de verdad se hace necesario cambiar de
tema. Mis pantalones ya se están expresando demasiado bien por sí solos.
—¿Cómo dice?
—No importa. ¿ Qué fue exactamente lo que le dijo mi desagradable primo mientras
bailabais?
Sarah trastabilló. James la ayudó a mantener el equilibrio, atrayéndola contra sí un
tanto más cerca de lo que permitía el decoro. Los senos de la joven le rozaron el pecho. La
sensación que despertó ese contacto la recorrió de la cabeza a los pies.
—Nada —dijo en un susurro—. Nada en absoluto.
—Creo que ya es más que suficiente. —Robbie rescató la copa de champaña de entre
los dedos de Sarah.
—Tú deberías ser quien hable. —Sarah tenía que concentrarse para lograr que cada
palabra atravesara sus labios, los cuales se negaban a cooperar. Sabía que no estaba del todo co-
nectada con la realidad. Era una sensación que le gustaba. Miraba a James bailando con una
morena alta y de generosos pechos.
—Exactamente. Un exceso de fogosidad te llevó al aprieto en el que estás.
—El exceso fue tuyo, no mío. —Sarah hubiera continuado la discusión, pero no podía
concentrarse en el tema lo suficiente como para ordenar sus difusas ideas. Vio a la morena
sonreírle a James. «¿Habría visitado ya la cama de esa mujer?».
—¿James sabe que has estado «catando» su champaña con tal libertad?
Sarah se encogió de hombros.
—A él no le importa.
—Oh, pues yo creo que sí le importa y mucho. Vamos, ésta es la última pieza. Tengo la
esperanza de que si logro hacer que te muevas por la pista, recuperarás algo de sobriedad.
—No estoy borracha.
Robbie sonrió.
—No demasiado, tal vez. Pero apuesto a que por la mañana tendrás dolor de cabeza.
—¿Vas a bailar conmigo o a sermonearme?
—A bailar, creo. Vamos.
Sarah lo pisó dos veces. En uno de los giros, perdió el equilibrio, pero Robbie la
mantuvo erguida. Cuando se extinguía la música, se la entregó a James. Éste ya había
depositado a la morena junto a su carabina.
—¿Quieres que deje a Sarah recostada en algún rincón?
James la observó con atención. Ella lo miró echando chispas por los ojos.
—¿Demasiado champaña?
—No—respondió ella.
—Sí—dijo Robbie.
—Venga. —James la cogió del brazo—. Es hora de dar las buenas noches a nuestros
invitados. Si se queda quieta y no habla demasiado nadie lo notará.
Robbie fue el último en marcharse. Cuando la puerta se cerró tras él, Lizzie dio un
salto y abrazó a James.
—¡Ha sido maravilloso! —Empezó a girar a través del vestíbulo, el vestido
arremolinándose alrededor como ligeras olas—. ¡Bailé toda noche! Estoy tan excitada que no
voy a poder dormir.
—Entonces supongo que tendremos que despedir a todos los jovencitos que vengan
de visita por la mañana —dijo lady Amanda mientras comenzaba a subir las escaleras—. Les
diremos que estás indispuesta.
Lizzie se detuvo en mitad de un giro.
—¡Oh, no! ¡No hagas eso!
Lady Gladys rió por lo bajo.
—Entonces a dormir, si no quieres parecer una bruja ante todos tus admiradores. —
Tomó del brazo a Lizz.ie, pero al llegar al primer peldaño se detuvo y lanzó una mirada por
encima del hombro-. ¿Vienes Sarah?
James cogió la mano de la joven.
—Me temo que voy a retener a Sarah por unos pocos minutos más. Tenemos algunas
cosas que discutir.
Lady Gladys puso los ojos en blanco.
—A mí no me engañas, muchacho. Alguna vez fui joven, aunque os cueste creerlo.
Simplemente, no os enfrasquéis demasiado en vuestra «discusión». Estoy plenamente de
acuerdo con vuestra temprana boda, pero no quiero ver a los invitados contando los meses
entre el casamiento y el nacimiento de vuestro heredero.
James rió entre dientes.
—¡Tía! Por favor, un poco más de discreción. Has puesto como tomates a las pobres
Lizzie y Sarah.
Lizzie guiñó un ojo a Sarah mientras ayudaba a lady Gladys a subir las escaleras.
Sarah se quedó mirándolas hasta que sintió que James le tiraba de la mano. Lo acompañó a
su estudio. Sabía que no era una buena idea, pero ya no era su cerebro el que dirigía sus
actos. Ahora la guiaba algo diferente, una necesidad que no comprendía. Su buen juicio era
tan sólo espectador.
James cerró suavemente la puerta tras ellos. La conciencia de tenerle a su lado, de
ese cuerpo con sus formas y ángulos, sus músculos y fuerza, fue como un golpe seco para
Sarah. Sus ojos recorrieron la línea de la mandíbula contra la suave blancura de la corbata,
deteniéndose en la definida curva de los labios. Deseaba tocar esos labios, sentirlos sobre su
piel. Estaba sin aliento, expectante.
Él la condujo hasta su sillón. El cuarto estaba oscuro, iluminado sólo por el fuego
cubierto de cenizas. Se sentó y tirando suavemente de ella la atrajo hasta su regazo. La joven
se hundió en la fuerza de esos muslos, en la pared del pecho, en el calor de los brazos.
-Mmm, que bien sabes. —Las palabras de James retumbaron cuando sus labios de
terciopelo pasaron rozándole el lóbulo de la oreja, para continuar deslizándose por la línea
de la mandíbula hasta encontrarse con el latido que parecía aletear en la base de la garganta.
—Esta noche, cada vez que te veía bailando con otro, pensaba que enloquecería. Cuando te
hallé en la sala de refrigerio con Charles sentí la furia de la batalla, y eso que él es uno de mis
mejores amigos.
Con la lengua, James le dio un leve golpecito en la unión de los labios. Sorprendida,
ella tomó aire y él aprovechó para entrar en su boca, llenándola. Sarah estaba sobrecogida
por la intimidad de la acción, petrificada por la áspera dulzura de la lengua, el olor picante de
la piel, el poder latente del cuerpo masculino. Dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el
hombro de él. Sentía palpitar entre las piernas un calor húmedo y misterioso. Gimió al
sentir la mano de James rodeándole un pecho. También esa parte de su cuerpo anhelaba el
contacto. Se movió sobre el regazo, tratando de acercarse más a James. Éste le frotó
ligeramente el pezón con el pulgar.
Fue un levísimo toque, pero el sobresalto que provocó atravesó como un rayo el
cuerpo de la joven, despejando su mente de los vapores del champaña. Tensa de repente, se
resistió dándole un empujón contra el pecho. Los brazos de James aflojaron
inmediatamente la presión y ella se sentó erguida, jadeando y estremeciéndose.
Había tenido en su boca la lengua de James, cuyas manos se habían posado sobre
partes de su cuerpo que ella misma apenas si tocaba. Y esas palpitaciones ahí abajo... Sarah
sacudió la cabeza pero sin conseguir ahuyentar ni esos pensamientos ni las sensaciones que
provocaban. Dios del cielo. Indudablemente James estaba convirtiéndola en una lujurioso.
¿Sería así como empezaba con todas sus mujeres? ¿Haciéndoles perder la conciencia hasta
que hacían cualquier cosa que el deseara? ¿O acaso simplemente era así como se comporta ha
In «flor y nata», todas esas bellas mujeres, sofisticadas y mundanas? Bueno, pues Sarah no
era mundana. No era más que una americana provinciana e ingenua.
—¿ Sarah ?
—Richard dijo que la «flor y nata» lo llama a usted «Monje».
—¿Dijo eso? —Pese a que su voz no denotaba inflexión alguna, la reacción de su
cuerpo habló por sí sola. Soltó a Sararí, dejando caer las manos. Ella seguía sentada sobre su
regazo, pero igual daría que estuviese sentada en la silla más señorial.
La pregunta era innecesaria, pero aun así la formuló.
—¿Es verdad? —La frase sonó estridente, como de alguien a la defensiva.
—Sí —admitió él—. Es verdad.
Capítulo 8
James oyó cerrarse la puerta tras Sararí. Debería haberse levantado cuando ella lo hizo,
pero sus modales lo habían abandonado. De verdad no podía moverse. El dolor que le
provocaba el rechazo de Sarah era paralizante.
Contempló fijamente el fuego. ¿En qué se había equivocado? Juraría que Sarah le
había correspondido. Había sentido sus dulces nalgas contra su calor, había oído sus delicados
gemidos de placer. ¿Acaso todo había sido un malentendido? ¿Es que había estado tan
absorto en su propia pasión como para malinterpretar las reacciones de la joven?
Cuando ella se había apartado, lo primero que pensó fue que la había asustado, que
había ido demasiado rápido. Pero luego le había lanzado a la cara aquel maldito apodo.
Se frotó los ojos con la parte inferior de las palmas. Dios, todavía sentía el deseo palpitando
a través del cuerpo, dificultándole el pensar. Respiró profundamente, estremeciéndose.
¿En qué diablos se había equivocado? En un instante ella había pasado de ardiente y
dócil a fría y tensa. Esos hermosos labios hinchados por sus besos se habían torcido en un ges-lo
de disgusto. Había vuelto a sentirse un muchachito torpe.
Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. El maldito apodo venía de la época de
Cambridge y había salido de Richard, por supuesto. Éste lo había divulgado por la escuela al
enterarse de la desastrosa visita al dancing Piper.
Era un mal recuerdo. El día del cumpleaños número dieciséis de James, su padre le
había hecho una extraña visita.
—¡Dieciséis años! Ya es hora de que aprendas a ser un hombre, hijo.
—Creí que ya estaba aprendiendo, padre. —James realmente se había sentido feliz
de ver al duque. Extrañaba Alvord; extrañaba a la tía Gladys y a Lizzie, quien en aquel
entonces no tenía más que cinco años—. ¿Cómo están las cosas en Alvord?
—Seguramente que bien. Si algo anduviese mal ya me lo hubieran hecho saber. Hace
un tiempo que no voy por Alvord, sabes. Ahora vengo de Londres. Hay más que hacer allí.
James había mirado fijamente a su padre. A los dieciséis años no podía imaginar nada
mejor que estar en Alvord.
—Bueno James, tengo un gran regalo para ti. —Su padre había mirado a cualquier
lado menos a la cara del muchacho—. Ya no eres virgen, ¿verdad? ¿Te has revolcado con al-
guna de las criadas de Alvord? Esa muchacha de pelo amarillo, Meg, creo. ¿O era Mary?
Es bastante complaciente, si mal no recuerdo. ¿Ya la has probado, chaval?
James había sentido arder las orejas. Había tragado saliva, con la boca terriblemente
seca.
—¿No, eh? Bueno, por eso vine, James. Diablos, para cuando cumplí los dieciséis yo ya
me había ido a la cama como con media docena de muchachas. Voy a hacerte un regalo de
cumpleaños, chaval. Nos vamos para el Dancing Piper.
James había oído a Richard y a los otros muchachos hablar del Dancing Piper. Los
nervios le retorcieron las entrañas.
—No creo que pueda ir, padre. Tengo que terminar mi Cicerón.
—Deja esos malditos libros. La vida es algo más que libros, muchacho. Hace tiempo
que tendrías que haber o prendido eso.
James tenía que admitir, mientras le seguía el paso al duque, que lo que le retorcía
el estómago en una mezcla de miedo y excitación. Tenía dieciséis años. Miraba a las muje-
res. Hacía tiempo que soñaba con ellas, pero sus fantasías siempre se desdibujaban en los
momentos más interesantes. Quizás ahora podría completar algunos detalles.
Había pasado muchas veces frente al Dancing Piper, desviándose para echar un
vistazo a la casa que encerraba semejantes misterios. El exterior no impresionaba. Parecía
una taberna cualquiera o una pequeña posada. Al cartel no le iría nada mal una mano de
pintura y una de las ventanas estaba rajada, pero James estaba dispuesto a reservarse la
opinión.
—El lugar está un tanto venido a menos —masculló su padre. Empujó la puerta
principal
Lo primero que impresionó a James fue el olor, el hedor rancio de la cerveza y de los
cuerpos. El salón común era oscuro, el techo bajo. El humo de las velas y de la chimenea
enrarecía el aire. James sintió las paredes abalanzarse sobre él y otra vez empezó a
retorcérsele el estómago. Respiró profundamente. Error. Comenzó a toser. Su padre le
golpeó ruidosamente la espalda.
—¡Vuestra alteza, qué sorpresa!
Al bajar los ojos, James se halló mirando fijamente los pechos más grandes que había
visto en su vida. Se irguió rápidamente. Los pechos en cuestión pertenecían a una mujer por
lo demás menuda. Bajo la débil luz su cabello parecía rubio. Aguzando la vista James vio
alrededor de su boca y ojos las líneas que había intentado cubrir con pintura. Se sintió cons-
ternado al verla colgarse del brazo de su padre al tiempo que le apoyaba los generosos
pechos contra un costado del cuerpo.
—¿A qué debemos el honor de su presencia?
James observaba a su padre, muy pagado de sí mismo ante las atenciones que le
prodigaba esta mujer.
—He traído a mi hijo para pulirlo un poco, Dolly. Bueno, más que un poco. No tiene
maldita la experiencia.
Dolly volvió hacia James sus ojillos calculadores.
—¿ Un chaval guapo y robusto como este nunca ha estado con una mujer? —Dolly no
se molestó en hablar en voz baja. James vio reírse con disimulo a un par de muchachos
mayores que conocía.
—Se pasa el tiempo con la nariz metida en los libros. —Su padre meneó la cabeza—.
Cuesta creer que sea hijo mío.
Dolly rió.
—Es verdad. Si no fuera tan parecido a lo que era usted a la edad de él... y si su madre
no fuese esa mujer fría con la que se casó usted, tendría mis dudas. Bueno, no se preocupe
cariño, nos ocuparemos de él. No puedo garantizar que se convertirá en el experto que es su
papá, pero al menos cuando termine esta noche sabrá qué se hace en una cama.
—No pido milagros. ¿A quién tienes en mente?
Dolly se rascó la oreja. James tenía mucho miedo de notar que algo se movía en su
elaborado peinado. Piojos no, por favor. Deseaba desesperadamente regresar a su cuarto y a la
compañía de su Cicerón.
—A Fanny. Tiene años de experiencia con cachorritos. Pueden ser muy... eh...
frustrantes, sabe. —Dolly echó un vistazo al reloj prendido en el interior de su mínimo
canesú—. Debería terminar pronto con su cliente. Roland nunca lleva demasiado tiempo.
Ah, ahí vienen.
James levantó la vista hacia la pareja que bajaba las escaleras. Al principio sus ojos no
se detuvieron en el hombre calvo y barrigón, pero luego volvió a mirarle. De veras temió
vomitar ahí mismo delante de todos. El calumniado Roland no era otro que el señor
Richardson, su preceptor de griego.
—¡Fanny! —llamó Dolly a los gritos. James se encorvó y trató de retroceder hacia un
sector más oscuro. Afortunadamente, Richardson parecía estar como una cuba , Fanny,
ven aquí.
Tras concederle a Richardson una palmadita en trasero a modo de despedida, Fanny se
acercó con andar indolente. Sus ojos se clavaron inmediatamente en el duque. Era, ante todo,
una mujer de negocios, concluyó James. Sabia quién tenía los bolsillos más profundos.
Cuando Dolly le indicó que el cliente asignado era James, se encogió de hombros y desvió su
atención hacia él. El muchachito sintió su mirada examinándole la cara, los hombros, las
caderas y la ingle. Se sentía desnudo. Comenzaron a sudarle las palmas. Sintió un agudo
retortijón en el estómago y tragó bilis.
Fanny sonrió. Los ojos de James se fijaron en los labios pintarrajeados y los dientes
semipodridos.
—Vamos entonces, duquecito. Fanny te enseñará lo que necesitas saber.
James lanzó una mirada hacia su padre, seguro de que sus ojos parecían los de un
caballo aterrorizado, pero aquél es taba demasiado ocupado en examinar el vestido de Dolly.
—Ve, hijo. Dolly me mantendrá entretenido, ¿no es verdad, cariño?
Dolly cogió la mano de su padre y la apoyó sobre uno de sus pechos.
—Muy entretenido —ronroneó ella.
Fanny agarró del brazo a James y comenzó a arrastrar lo escaleras arriba.
—No seas tímido. Fanny tiene eso que necesitas.
Para James, quien necesitaba urgentemente algo era Fanny: restregarse a conciencia
con agua y jabón. Olía a ajo, cebollas, sudor y Richardson.
Su cuarto era pequeño. La cama ocupaba la mayor par te. Las sábanas aún estaban
arrugadas por su trabajo con Richardson. James desvió la mirada. Error. Las paredes estaban
decoradas con láminas pornográficas.
—Te gustan los dibujos, ¿eh?
James volvió a mirar a Fanny. Con gran eficiencia, ella ya se había librado del vestido.
Era la primera mujer que James veía desnuda. Probablemente tenía entre treinta y
cinco y cuarenta; podría ser su madre. Sus pechos, de tamaño considerable, le caían sobre el
amplio vientre. Ella se rascó el tupido triángulo que nacía en el vértice de sus piernas. El sudor
empezó a cubrir la cara del muchacho y buscó el orinal. «Por favor, que esté vacío», pensó.
Tenía la esperanza de que así fuera. Ése era un olor que todavía no había detectado en el
cuarto. Se movió con disimulo hacia la cama. El orinal tenía que estar cerca de ella.
—Ansioso, ¿eh? —Fanny caminó hacia él. James empezó a moverse más rápido. Ella
rió—. Vosotros los cachorros sois todos iguales. Rápidos para ir a la cama, rápidos para
correrse. Fanny te enseñará a ir más despacio.
James creyó ver el orinal bajo la cama. Estaba prácticamente a su alcance. Tragó saliva.
Si respiraba por la boca no olería nada. Quizás su estómago se compusiera.
—Te ayudaré con los pantalones.
Fanny se acercó hasta quedar delante de él. James pudo entonces observar un gran
piojo recorriendo el grasiento mechón que había caído sobre la frente de ella. La mujer le
agarró la entrepierna, mirándolo con lascivia.
—¿Qué tal eso?
Fue demasiado. Los olores a pelo sucio, sudor, sexo y dentadura semipodrida eran lo
suficientemente fuertes corno para que James los percibiera claramente. Se abalanzó sobre el
orinal. Su último pensamiento coherente fue una plegaria de acción de gracias por hallarlo
vacío. De ahí en adelante se con centró en vaciar su estómago.
Se irguió en la silla, sacudiendo la cabeza para disipar el recuerdo. En la distancia
que ponían tantos años transcurrí dos, la escena era casi graciosa. Fanny se había enfadado
muchísimo al ver a un hombre vomitando en su cuarto, aparentemente como resultado
de sus encantos. Salió como uno tromba a buscar a Dolly para quejarse. Ésta estaba
entreteniendo al duque y ni ella ni su padre se habían sentido complacidos por la
interrupción. El duque había entrado airada-mente en la habitación de Fanny, metiéndose
la camisa en los pantalones. Asiendo a James del cuello le había arrastrado es caleras abajo,
llevándole fuera, a la bendición del aire fresco.
Se puso de pie para servirse un poco de brandy es a no che había sido un desastre.
Wickam y Laudéis, los muchachos que le habían visto, habían divulgado la historia. Para la
mañana siguiente (si no antes) Richard se había informado acerca de todos los detalles,
bautizándole públicamente como «Monje».
Observó caer el brandy dentro de la copa.
Pero aquello no explicaba por qué se había convertido verdaderamente en un monje.
¿Por qué le había hecho honor al estúpido sobrenombre inventado por Richard? En
realidad no lo sabía. Claro que pensaba lo suficiente en el sexo. Pero Dolly y Fanny le
habían hecho guardar una horrible impresión de los burdeles y no le gustaba demasiado la
idea de servirse de la esposa de otro hombre. Muchas doncellas y criadas se habían ofrecido
para calentarle la cama, pero tomarlas también le parecía mal. Era un duque, un noble.
¿Cómo podía usar para su satisfacción personal a estas muchachas con tan poca libertad?
Su deber era proteger a su gente, no aprovecharse de ella.¿Y sólo por no vivir en tierras de
Alvord una muchacha era acaso menos digna de ser protegida?
Francamente, hasta el día en que había visto en su cama a Sarah, jamás había
experimentado la verdadera tentación de estar con una mujer.
Pero a Sarah.. a ella la deseaba como alguien famélico a la comida.
Observó el brandy en su copa y se sirvió un poco más. Bebió un sorbo y lo retuvo
sobre la lengua. Nada podía quitarle el frío que le había provocado el rechazo de Sarah.
El casarse con Sarah se había convertido en algo más que un arreglo racional. De algún
modo, el muchachito soñador que había sido antes de la visita al Dancing Piper había vuelto a
la vida. Aquel imbécil que había creído en el amor y la bondad, en la honestidad y la lealtad,
estaba ahora acechando su cuerpo. Su corazón, que hasta ese momento había hecho bastante
bien el trabajo de mantenerle vivo, anhelaba una intangible ilusión. Anhelaba a Sarah.
Ansiaba ganarse su amor.
Sus dedos se crisparon alrededor del pie de la copa de brandy. Pensó en arrojarla al
fuego, en como el cristal se haría añicos y el brandy avivaría las llamas. Pero él aún
sentiría este anhelo infernal.
Cuidadosamente dejó la copa sobre el escritorio y subió las escaleras hacia su
habitación.
—Él la desea.
Philip Gadner colocó el dedo entre las páginas de La Peregrinación de Childe Harold,
de Byron, para marcar dónde acababa de interrumpir su lectura. Se reclinó en la silla de
cuero y levantó la vista hacia Richard.
—¿Por qué lo dices? ¿Le viste babeando dentro de su escote?
—A punto estuvo de hacerlo. —Richard alargó la mano para coger la licorera llena
de brandy. De no haber estado en la maldita pista de baile, James se habría metido bajo sus
faldas. Apuró el vaso de brandy. Pista de baile ¡ja! Lo que el viejo James hubiera querido era
estar en una pista de carreras para poder montar a su ramera americana.
—¿James? —Philip frunció el ceño. No podía imaginarse a James perdiendo el
control—. ¿Qué fue exactamente lo que hizo?
—¡Bailó con esa ramera!
Richard lanzó la copa hacia la chimenea, haciéndola estallar contra la piedra.
—¿Cuántas veces? —Si James se había comportado de modo tan indecoroso como para
acaparar a esta muchacha, entonces quizás Richard tenía razón y la situación sí que era seria
—Una vez. —Richard se encogió de hombros—. Quizás haya vuelto a bailar con ella.
No me quedé a verlo.
—¡Una vez! —Philip sintió una oleada de enojo—.¡Por lo que más quieras, Richard! ¿Sólo
bailó con ella una vez?
—Una vez fue suficiente, maldición —Richard se dejó caer en una silla frente a la de Philip—.
Conozco a James, Philip. Sabes que le conozco. Le he observado y estudiado durante toda mi
maldita vida. Le vi la cara cuando bailaba con ella. Y te digo que la desea.
—El deseo no necesariamente significa matrimonio. —Philip pensaba a toda
velocidad. Necesitaba idear un plan antes de que Richard hiciera alguna estupidez—. ¿Por
qué no esperar a ver si pierde el interés ?
—No lo perderá. —Richard tamborileaba sobre el brazo de la silla—. No con el
tiempo. La quiere en su cama y la tendrá allí si no hago algo pronto.
—Pero quizás ella no lo desee. Es norteamericana y las norteamericanas detestan los
títulos, ¿no? Tal vez ella no quiera casarse con un duque.
Richard alargó la mano otra vez para coger la licorera, pero su pulso ahora era más
firme. Esta vez sirvió dos vasos y le ofreció uno a Philip.
—Bailé con ella. Dice que James no le interesa, pero no la creo. —Richard bebió un
gran trago de brandy—. Algo la detiene, pero no es la falta de interés. También la observé
cuando bailaba con James. Ella también lo desea. Juraría que es así. —Observó con atención
el efecto del resplandor del fuego en su copa de brandy y sonrió—. Sin embargo, puede que
yo haya sembrado la semilla del descontento. Le dije que James era un libertino.
—¿James?
Richard lanzó una risotada.
—Sabes que ésa es la explicación que circula entre la sociedad a propósito del apodo
de James.
—Sí. Entonces ya te has ocupado del problema.
—No. —Richard sacudió la cabeza—. No, no lo creo. No de un modo definitivo. Las
mujeres son muy volubles. Montan como llevadas por el viento y el viento del deseo de James
va a llevar a esta americana a la cama de él. No, sigo pensando que lo mejor sería matar a la
muchacha. Philip se inclinó hacia delante.
—Richard, te aseguro que si matas a la señorita Hamilton, las autoridades no van a
mirar para otro lado como hicieron en el caso de la ramera del Green Man. Esto es Londres
y la muchacha es la prima del conde de Westbrooke, además
de ser amiga del duque de Alvord, y de lady Gladys y de lady
Amanda Wallen-Smyth.
—Puedo manejar la situación.
—No, no puedes. Tiene que haber otra manera.
—Puedo matar a James en vez de a ella,
—No. Eso ya lo hemos intentado. —Philip tragó un
gran sorbo de brandy. Había pasado meses discutiendo con Ri chard acerca de las
tentativas de asesinar al duque. El hombre
parecía incapaz de comprender el simple hecho de que si James moría en
circunstancias extrañas, las autoridades naturalmente verían a Richard como el principal
sospechoso. ¿Qué otra persona se beneficiaría con la prematura muerte de James?
Cada vez que Richard había contratado un nuevo cómplice para intentar la hazaña,
Philip había sufrido pesadillas. No quería ver a Richard balanceándose en el extremo de una
cuerda, ni tampoco subir con él al patíbulo.
—Debe haber otra manera de lidiar con este problema. De repente, Richard sonrió
abiertamente. —Yo podría violar a la chica. Hacer que pareciera como si ella lo hubiera
querido. James nunca tomaría algo que yo tomé primero.
Philip se irguió en su silla, olvidándose del brandy. Rogaba que Richard tuviera el buen
sentido de no matar a Sarah Hamilton. Una violación, sin embargo, era otro cantar. Tomaría
sólo unos minutos llevar a cabo esa tarea en un jardín oscuro. —No, Richard, no lo hagas.
James te mataría. —¿James? ¿Mi primito James?
—Tu primito James, héroe de guerra, condecorado por el gobierno por la cantidad de
franchutes que envió a encontrarse con el Creador.
—Te preocupas demasiado, Philip.
—Y tú no te preocupas lo suficiente. —La mente de Philip funcionaba a mil—. Si ése es
el plan, necesitamos hallar a alguien que lo haga por ti.
—Estoy harto de contratar a idiotas incompetentes.
—Sí, pero he oído que Dunlap está en la ciudad.
—¿ El tratante de blancas de Nueva York?
—El mismo. Es competente y despiadado. Y tú lo tienes en tu poder.
—Es verdad. —Richard hizo girar el brandy en su boca—. Aun así, sería muy
placentero follarse a una mujer que le gusta a James.
Philip se inclinó hacia él y le apoyó una mano sobre el antebrazo. No pudo evitar que
una nota de pánico se filtrara en su voz.
—Por favor, Richard. Dunlap hará el trabajo y tú no correrás ningún riesgo.
Philip temía la indiferencia de Richard. Le dolería, pero en los últimos años le había
herido tantas veces... ¿ qué importaba una más?
En cambio, la mano de Richard se posó sobre la suya.
—¿Realmente estás preocupado por mí? —Había en su voz una nota de vulnerabilidad
que Philip no había oído en mucho tiempo. Giró su mano para coger la de Richard.
—Así es.
Richard mantuvo la cabeza gacha, con la vista fija en las manos de ambos entrelazadas.
—¿Después de todo lo que te he hecho?
Philip le apretó la mano.
—Sí—dijo—. Te amo.
Richard lo miró, el rostro tenso, los ojos sombríos.
—Demuéstralo, Philip. Por favor.
Era la invitación que durante meses, incluso años, Philip había estado esperando oír.
—Por supuesto.
—Richard Runyon está aquí para verte.
—¡Mierda! —William Dunlap se recostó en el sillón desviando la atención de sus libros
de contabilidad y echando hacia atrás el cabello castaño que le caía sobre los ojos—. ¿Qué
diablos quiere?
—Maldita sea si lo sé. —Belle LaRue, la madame del establecimiento y amante
ocasional de Dunlap, frunció el ceño—. No es cliente nuestro, eso puedo asegurártelo. Vino
una vez y golpeó terriblemente a Gilly. Tuvimos que llamar al médico.
—No me sorprende. —El Rutting Stallior2, por estar a la orilla del Támesis, era uno de
los burdeles más violentos, pero Runyon podía ser más cruel que cualquier marinero o
estibador. Dunlap suspiró y se puso de pie—. Será mejor que le reciba. Cuanto antes averigüe
lo que quiere, antes nos libraremos de él. ¿Dónde lo metiste?
—En el salón rojo. Me imaginé que no querías que nadie lo viera.
—Exactamente, amor. —Dunlap rodeó la amplia cintura de Belle y la besó. Le gustaban
las mujeres robustas, con caderas amplias y carnosas, vientres y muslos hermosos y blandos, y
pechos entre los que un hombre pudiera perderse. Sus muchachos le gustaban jóvenes y
delgados. El contraste era la sal de la vida, pensó mientras abría la puerta del salón rojo.
Y Runyon era la podredumbre. En su línea de trabajo, Dunlap había tratado con
algunos personajes nefastos, pero éste era uno de los peores. Se tomó un momento para
observarle.
Runyon estaba de pie junto a la ventana, espiando hacia fuera a través de los pesados
cortinajes rojos. La débil luz matinal no suavizaba los afilados ángulos de su nariz y sus
pómulos, ni prestaba calidez a sus fríos ojos azules. Siempre le había rodeado un aura de
locura que ahora Dunlap percibía más agudizada que la última vez que había tenido la
desagradable oportunidad do verle.
—Runyon —dijo cautelosamente—, ¿qué le trae tan temprano por el Rutting Stallionl
Nuestras muchachas no estarán listas para entretenerle hasta dentro de algunas horas.
Runyon dejó caer la cortina.
—No estoy aquí por ellas, Dunlap. Vine a verte a ti. Tengo un trabajito que requiere tus
habilidades especiales.
-¿Aja?
La habitación estaba demasiado oscura. Dunlap quería ver cada uno de los
movimientos del otro. Caminó hasta la ventana que tenía cerca y abrió las cortinas de par en
par. Las posibilidades de que alguien de ese barrio estuviera en pie tan temprano eran mínimas
y la mayor parte de ellos sabía que no había nada interesante para ver espiando hacia el
interior a través de las ventanas de esta habitación.
—Hay una muchacha a quien necesito que seduzcas tan públicamente como sea
posible.
—¿Una muchacha? ¿Y por qué no lo haces tú mismo? Yo diría que eres bastante capaz.
—¿ Capaz ? Oh, sí. Más que capaz. Pero hay... —Runyon hizo una pausa y sonrió
ligeramente— ciertas complicaciones.
—¿Complicaciones? —Dunlap sintió un nudo en la boca del estómago, aunque se
mantuvo impasible. Tenía años de experiencia en el trato con escoria. Un hombre que no su-
piera disimular sus cartas jamás hubiese sido capaz de construir un pequeño imperio de
comercio carnal—. ¿Qué clase de complicaciones ?
—Nada de lo que tú tengas que preocuparte.
Ésa era la peor clase.
—¿Cómo se llama la chica?
—Sarah Hamilton. Es norteamericana, como tú.
—¿Y? ¿Exactamente por qué es necesario seducirla?
Runyon examinaba las uñas de su mano derecha.
—Mi primo James tiene un leve interés en ella. Quiero sacarla de en medio antes de
que se convierto en un problema.
—¿Tu primo James, el duque de Alvord?
«Mierda», pensó Dunlap. Esto empezaba a ponerse feo. Alvord no sólo tenía un físico
imponente, sino que era muy poderoso tanto a nivel económico como político. Tenía muchos
amigos, incluso algunos contactos en la zona más sórdida de Londres. Dunlap no quería
ganarse la enemistad del duque de Alvord. No había vivido hasta la madura edad de treinta y
cinco enfrentándose a hombres poderosos. Alvord haría averiguaciones sobre él si esa
muchacha de veras le interesaba. Dunlap mantenía sus negocios tan ocultos como le era
posible, pero tampoco era un maldito mago.
Bueno, esperaba que realmente el duque no estuviera demasiado interesado en esta
chica, porque no podía negarse de plano a hacer lo que le pedía Runyon. Éste sabía
demasiado sobre aquel desgraciado error en París con el hijo del conde de Lugington.
—¿Cómo se supone que conoceré a esa americana?
—Ven esta noche al baile de Easthaven.
Dunlap lanzó un bufido.
—El conde de Easthaven es cliente habitual de uno de mis burdeles, es verdad, pero
puedo asegurarte que no estoy en su lista de invitados.
Runyon se encogió de hombros.
—Tampoco pensé que lo estuvieras. Te conseguiré una invitación y conseguiré que
seas presentado a la señorita Hamilton. Sólo asegúrate de no faltar.
-—Y si consigo lo que me pides y la reputación de la señorita Hamilton queda
totalmente arruinada, ¿crees realmente que a Alvord le matará su corazón partido?
Runyon esbozó una sonrisa, estirando los labios y enseñando los dientes en un
gesto escalofriante.
—La muerte nos llega a todos.
—A veces con ayuda —dijo Dunlap, con la esperanzo de que Runyon no esperara que él
hiciera ese trabajo también.
La sonrisa del otro se hizo aún más amplia.
—A veces con ayuda —concordó.
—Tendría que presentarle a la señorita Hamilton, señor Dunlap. Ella también es de
las colonias.
—Me encantaría. —Dunlap esbozó una sonrisa mirando a su compañera de baile,
lady Charlotte Wickford. Ni bien había atravesado el umbral de Easthaven, Runyon le había
presentado a esta arpía de bolsillo. Ella le había mirado con atención. Estaba acostumbrado a
ser estudiado por las mujeres, pero generalmente lo hacían por propio interés. No era el
caso de lady Charlotte. Sus ojos eran tan fríos como los de Runyon. Apostaría las ganancias
de toda una noche a que también ella quería separar del duque a la señorita Hamilton.
Era una broma colosal que él estuviese bailando un vals entre lo más selecto de la
sociedad. La mayoría de los hombres del salón habían visitado al menos uno de sus
burdeles. Algunos eran entusiastas clientes. Aun así, ninguno de ellos conocía su identidad.
Sin embargo, él si los conocía. Elegía cuidadosamente a sus patronas. Eran astutas mujeres
de negocios y excelentes espías. El conocimiento era poder y Dunlap adoraba el poder, aún
más que el dinero y sin duda más que el sexo.
La música se detuvo y lady Charlotte le arrastró fuera de la pista de baile. Acababa de
localizar a su presa. Ya se abatía sobre una muchacha pelirroja, alta y delgada, semiculta por
un bosquecillo de tiestos de palmeras. Dunlap suspiró. Ya había sospechado que no iba a
disfrutar de la tarea. Bueno, no sería la primera vez que se llevaba a la cama a una mujer que
no le resultaba atractiva. Durante algunos años, mientras amasaba su fortuna, había
ganado dinero extra brindando sus servicios a viudas ricas aburridas de la vida. Se había
follado de todo, desde jóvenes señoras recién casadas a arrugadas matriarcas. También
lograría llevar a cabo este trabajo. En medio de un pequeño grupo de palmeras, Sarah
esperaba que el joven Belham le trajera un vaso de limonada.
Hacía calor en el salón de baile atestado de invitados del conde de Easthaven. También en esta
ocasión había bailado todas las piezas, pero eso, lejos de alegrarle, la hacía sentir sudorosa y
malhumorada.
Desde aquel episodio en el estudio la noche de la presentación en sociedad de Lizzie,
apenas le había dirigido la palabra a James. «Con justa razón», se recordaba a cada rato,
pero eso no evitaba que sintiera un inequívoco vacío interno. Lo vio a unos pocos metros y
se ocultó aún más entre las pal meras. Tal vez al señor Belham le costaría encontrarla, pero
prefería arriesgarse a eso antes que a un desaire de James.
—¿Crees que Alvord le propondrá matrimonio a la americana?
Sarah se quedó inmóvil, luego volvió la cabeza lenta mente. Una hoja de palmera le
rozó la mejilla. Su reclusión entre la vegetación la había llevado a unos treinta centímetros
de un grupo de petimetres de la alta sociedad. Si trataba de alejarse ahora, podían
percatarse de su presencia. Preferiría evitar una situación tan embarazosa.
—Eso dicen las apuestas en White's. —El hombre rió por lo bajo—. Me cuesta
entender por qué el Monje querría llevar a la cama a esa yegua flaca.
Los otros rieron.
—Sin duda no tiene mucha carne para acolchar la cabalgata.
—Deben gustarle así. La muchacha Wickford tampoco tiene demasiada carne en los
huesos.
—¡Vamos, Nigel! La americana tiene que ser más cálida que la Reina de Mármol.
—Pues he oído que sus bolsillos no lo son, pues están llenos de agujeros. No tiene
donde caerse muerta.
—Alvord ya tiene suficiente efectivo, no necesito una esposa para ayudarle a llenar sus
arcas. Yo están desbordantes.
—Es verdad. —El que había hablado primero bajo la voz-. Quizás ella tiene otros
encantos menos evidentes. Suponed que haya aprendido algunos juegos de alcoba de los in-
dios Piel Roja. Son salvajes, sabéis. Todavía son mitad animales, dicen algunos.
Por un momento se hizo un completo silencio. Sarah temía que el calor de sus
mejillas prendiera fuego a su escondite de palmeras.
—¿Creéis que va a compartirla? Una vez que le haya dado un heredero, por supuesto
—susurró uno de ellos.
—No lo sé. Yo me apuntaría. Especialmente después de que el Monje le haya
enseñado todos los trucos que a él le gustan. El tipo debe haber probado prácticamente de
todo.
—He oído que estuvo con tres rameras a la vez. Y no eran unas perras flacas.
—¿Con tres? ¿Y cómo entraron en una sola cama?
—Ellas eran la cama del duque.
—Ah, el duro catre del Monje.
—No era el catre lo que estaba duro.
—Señorita Hamilton. —Sarah dio un salto. Se volvió rápidamente para encontrarse
con lady Charlotte Wickford mirándola a través de las hojas de palmeras.
—Hola lady Charlotte.
Salió de entre la vegetación. Aún tenía la cabeza en la conversación que casualmente
acababa de oír. No había alcanzado a entender todo lo que habían dicho los hombres, pero sí
lo suficiente.
Lady Charlotte crispó los labios en la mueca que usualmente pasaba por su sonrisa.
—Por fortuna la encontré, aquí escondida entre el follaje, señorita Hamilton.
Permítame presentarle al señor William Dunlap. Es compatriota suyo.
—Oh.
Sarah miró al hombre alto que estaba de pie junto a Lady Charlott e. Era el más
guapo que había visto en su vida. De grueso cabello castaño, ojos color marrón oscuro y
facciones esculpidas con arte. Su rostro hubiese sido perfecto de no ser por una pequeña
cicatriz junto a la comisura derecha de sus labios y una levísima protuberancia en la nariz
que por lo demás tenía la forma recta de las narices clásicas.
—¿Cómo está, señor Dunlap?
Cogiendo la mano de Sarah, él se llevó a los labios los dedos de la joven.
—Ahora muy bien. Me complace sobremanera conocer a una compatriota. ¿Me
concedería esta pieza, señorita Hamilton?
Sarah se sintió extrañamente agitada. Había algo en ese hombre, una especie de
rapacidad.
—Bueno, estoy esperando al señor Belham.
—Aquí tiene su limonada, señorita Hamilton.
Belham había regresado. Aun en sus mejores días no era el más guapo de los
petimetres londinenses, pero la comparación con Dunlap le hacía verse realmente grotesco.
Parecía que le habían traído al mundo tironeando de su nariz y que la frente y la barbilla
habían quedado rezagadas. Aún no habían logrado alcanzarla. Sarah sospechaba que
estaba rondándola con la esperanza de conocer a James.
—Señor Belham —dijo lady Charlotte—, qué gusto verle. Yo me quedaré con esa
limonada, si no le importa. I ,;i señorita Hamilton estaba a punto de ir a bailar con el señor
Dunlap.
Los ojos del señor Belham se agrandaron y su pequeña barbilla se agitó
inofensivamente debajo de la prominente nariz. La orquesta tocó los primeros compases de
un vals.
—Adelante, señorita Hamilton. El señor Belham y yo tendremos una cálida charla,
¿verdad, señor?
Aparentemente la idea de cualquier cosa cálida que tuviera que ver con lady
Charlotte Wickford dejó mudo al pobre Belham. Sin embargo, se las arregló para a s e n t i r
con la cabeza.
Sarah miró hacia atrás, dubitativa, mientras el señor Dunlap la conducía hasta
la pisto de baile.
—Sospecho que lady Charlotte, como muchos de sus amigos, no se da cuenta de
que Boston y Baltimore no son la misma cosa. ¿De dónde es usted en realidad, señorita
Hamilton?
Sarah rió.
—De Filadelfia. ¿ Y usted ?
—De Nueva York, pero he estado en Filadelfia.
—Ay, usted ha viajado más que yo. Nunca había salido de mi ciudad hasta que abordé
el barco a Liverpool.
El señor Dunlap era un hábil bailarín y un conversador entretenido. Sarah disfrutó el
vals y su compañía. No se había dado cuenta de cuánto extrañaba los tonos familiares del
acento americano. Era un alivio discutir de política con alguien que, como ella, no creyera
en la monarquía o en la primogenitura. Sin embargo, había algo en el señor Dunlap que la
inquietaba. Era agradable, educado e ingenioso, pero la joven no podía librarse de la
sensación de que su comporta miento era sólo un número ensayado a la perfección, de que
su atractivo rostro y sus maneras refinadas eran una fachada tras la cual acechaba algo muy
diferente.
Rió, ahuyentando semejantes fantasías. Si se trataba de una fachada, pues era una
muy impactante. Otras mujeres estaban observándolo y dirigiéndole a Sarah
desagradables miradas. Bien podía disfrutar de esa envidia hasta que la música cesara.
James también los miraba fijamente. Lo vio mientras el señor Dunlap la hacía girar
con una gracia magistral. ¿Esta ría celoso? Bien. Él se había dedicado a ignorarla con tal
regularidad que había llegado a preguntarse si acaso se habría vuelto invisible. Estaba
cansada de ser la pequeña americana que tenían allí por caridad.
Cuando la música cesó, James apareció a su lado.
—Hola, Sarah. ¿Me presentaría a su compañero?
No tenía demasiadas opciones.
—James, le presento al señor William Dunlap, de Nueva York. Señor Dunlap, su
alteza el duque de Alvord..
James saludó con un seco movimiento de cabeza.
—Dunlap. Si nos permite, creo que yo tenía reservada
esta pieza.
Sarah no lo creía en absoluto, pero no iba a discutir con
James, cuya mano enguantada ya había aprisionado la suya.
La joven sonrió con vivacidad.
—Gracias por el placer de este baile, señor Dunlap. Es pero que volvamos a vernos.
James trató de despejar la mente de la lujuria que le había invadido. Al parecer Sarah
no iba a detenerle, así que lo mejor sería que él tomara la iniciativa. La deseaba. ¡Dios,
cuánto la deseaba!, pero no aquí en el jardín de Easthaven, donde cualquier imbécil de la
«flor y nata» podía tropezarse con ellos.
—Será mejor que regreses dentro, cielo. Sola.
—¿Qué? —Sarah lo miró parpadeando, sin duda aún estaba en ese lugar maravilloso
y ardiente al que habían llegado juntos. Por lo menos él esperaba que ambos hubieran
llegado al mismo lugar.
—Regresa dentro, Sarah. —Enderezándose, la apartó de sí, examinándola lo mejor
que podía bajo esa débil luz. Afortunadamente sus exploraciones no habían llegado a des-
arreglaré el peinado ni el vestido. Estaba presentable, apenas. Yo me quedaré aquí fuera un
rato.
—¿Porqué?
Porque, aunque el atuendo de ella resistiera un examen minucioso, los pantalones de él
proclamarían al mundo exactamente lo que habían estado haciendo en el deliciosamente
oscuro jardín de Easthaven..
—Porque si entráramos juntos, cielo, la gente podría
preguntarse qué hemos estado haciendo.
—Oh. —James estaba seguro de que si la luz hubiera sido suficiente habría visto
manchas color rojo furioso en las mejillas de Sarah.
—Deslízate dentro por la puerta lateral, Sarah. Te llevará directamente al tocador de
damas.
—Sí, está bien.
La observó apresurarse hacia la puerta que él le había indicado y luego se recostó
contra un tronco que tenía cerca. Dios, le invadían las ansias. No sólo las partes más obvias
de su anatomía palpitaban de frustración. Su mente, su corazón, quizás incluso su alma,
deseaban a Sarah. A juzgar por lo que había sucedido hoy, ella lo deseaba también. ¿Pero
Sarah iría a permitirse admitir su deseo? ¿Se casaría con él? No lo sabía.
—Sarah, hemos estado buscándote.
La joven se detuvo apenas cruzó la puerta que daba al jardín. Lady Gladys y lady
Amanda se quedaron de pie en el corredor que la separaba del tocador de damas.
—¿Dónde habéis estado? —Lady Gladys frunció el ceño—. Hace un largo rato
vimos a James llevarte bailando hacia la puerta. No puedo imaginarme en qué estaba
pensando ese muchacho.
—Yo sí. —Los ojos de lady Amanda se habían fijado en el cuello de Sarah—. Hora de
llamar a John el cochero, ¿no te parece, Gladys ?
—¿Por qué? ¡Oh! —Lady Gladys también examinó el cuello de Sarah—. Oh, válgame
Dios, sí. Busquemos inmediatamente los abrigos.
Sarah echó un vistazo a un espejo mientras se apresuraba a seguir a las damas. Una
pequeña marca roja resplandecía sin disimulo sobre la blancura de su cuello, en el punto
donde hacía unos instantes habían estado los labios de James.
Capítulo 9
—¡James! ¿Qué sucede? —Sarah recorrió con la vista la pequeña sala de estar—. ¿Está
loco? Si nos encuentran aquí dentro tendrá que casarse conmigo.
James no la escuchaba. Apoyándole las manos sobre los hombros la atrajo hacia sí.
Aspiró su dulce perfume. Dios, deseaba...
Dejó caer las manos y retrocedió.
—Aléjese de Dunlap.
Sarah parpadeó y frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Aléjese de Dunlap.
—Es el hombre más guapo del salón de baile y está interesado en mí. ¿Por qué debería
alejarme de él?
—No está interesado en usted, Sarah.
El rostro de la joven de repente pareció tensarse alrededor de los pómulos y entrecerró
los ojos.
—Oh, no lo está, ¿verdad? Supongo que no soy lo suficientemente atractiva como para
mantener su atención.
—¡No es eso! —James intentó sacar de su mente la lujuria y pensar con claridad. Esta
conversación no iba por buen camino.
—Usted cree que yo sólo puedo interesarle a los Belhams y los Symingtons de su
mundo, a los carroñeros que escarban entre las sobras del mercado matrimonial, ¿verdad?
—Sarah...
—El señor Dunlap es sumamente encantador y bailaré con el si quiero. No intente
disuadirme, vuestra alteza.
—¡Dios mío! —James ya había tenido suficiente. Sus manos se movieron casi por
voluntad propia. Asió de los hombros a Sarah y la apretó contra su cuerpo. Su boca se lanzó a
detener las acidas palabras de la joven. Como un rayo su lengua aprovechó el jadeo de sorpresa
para invadir la dulzura de esa boca. La sintió abandonarse contra él y deslizó las manos por la
espalda para rodearle las nalgas. La apretó más contra la
parte de él que ardía por ella-. Dios, Sarah.
Ella se puso tensa y le dio un fuerte empujón contra el pecho.
—Ya deje de maltratarme. —Había lágrimas en sus ojos—. Déjeme en paz.
James dejó caer las manos y ella se precipitó fuera de la habitación.
¡Maldición! James permaneció de pie sin moverse, intentando dominar sus emociones.
Faena tan imposible como controlar un purasangre nervioso e indómito. Apenas conseguía
mantener bajo control la respiración. Otro recuerdo (el de sus sensaciones al tocar y saborear a
Sarah) enviaba su sangre al galope por el cuerpo.
Tenía que escapar de allí. Salir. Si no se marchaba de inmediato iba a explotar y no
estaba seguro de en qué forma. Saludó con la cabeza a los conocidos y se quitó de encima a
los amigos mientras daba infinidad de rodeos en el camino hacia la puerta principal y la
libertad. Las lenguas de la «flor y nata» debían estar agitándose de un lado a otro
comentando su precipitada partida, pero eso era inevitable. Mientras nadie relacionara a Sarah
con la agitación de él, le tenía sin cuidado lo que opinaran. Esa sarta de cotillas tenía su
bendición para especular cuanto quisieran.
Arrebató su sombrero y su bastón de mano de un lacayo que se precipitó de un salto a
abrirle la puerta. James ni si-
quiera hizo el intento de saludarle con la cabeza. Lo mejor se-
ría internarse en la noche, donde pertenecía, donde sus sensaciones podían disiparse
sin dañar a nadie. A grandes zancadas se alejó por la acera, ansioso de poner tanta distancia
como fuera posible entre él y la casa de lady Wainwright.
Pero no podía poner distancia alguna entre él y sus sentimientos.
Dios, ¿qué iba a hacer si Sarah empezaba ;i sentir algo por Dunlap? No podía permitir
que se casara con aquel hombre. En realidad con nadie que no fuera él mismo. Si lo permitía...
ese pensamiento abrió un abismo oscuro en su alma.
Azotó con el bastón un cerco junto al que acertó a pasar. El ruido metálico del golpe se
perdió entre el chirrido de los carruajes que esperaban, el tintineo de los arneses y el mo-
nótono parloteo de los cocheros; sólo un perro vagabundo lo oyó y corrió a ocultarse en un
callejón.
James aceleró el paso. Necesitaba recobrar su autocontrol. Era un hombre, un soldado,
no un blandengue demasiado sensible revolcándose en un lodazal de emociones.
Dobló una esquina, sin importarle hacia dónde iba.
Tenía que ser él quien se casase con Sarah. Era él quien la había comprometido. Su
propio honor exigía la reparación del matrimonio.
Desearía que algún descarriado habitante de la noche decidiera que él era un blanco
fácil y lo invitara a enzarzarse en una pelea. Sería un alivio liberar algo de su tensión a través de
sus puños.
No era tan afortunado. Las calles estaban inusualmente desiertas.
Al menos podía investigar a Dunlap. Debería haberlo hecho en el preciso instante en
que aquel tipo había atravesado el umbral de Easthaven. Tenía los recursos, las conexiones
para descubrir todo lo que necesitara saber. Diablos, si Dunlap tenía una peca en el trasero, sus
hombres la encontrarían. A la mañana siguiente tendría una charla largamente postergada con
Walter Parks.
Cuando James se fue, Sarah regresó a toda prisa al tocador. Por fortuna estaba vacío.
Apretó las manos enguantadas contra sus mejillas cubiertas de rubor. Ya no se
reconocía. ¿Cómo podía haberle dicho cosas tan terribles a James! En el pasado el enojo jamás
le había soltado lo lengua de esa forma. Pero nunca antes había sentido semejante torbellino
de emocione encontradas.
¿Y por qué James la había besado cuando ella acababa de vociferar como una verdulera?
Se tomó la cabeza entre las manos, cubriéndose los ojos. Había sido más un ataque que un
beso... ¡y cómo lo había anhelado su cuerpo traicionero! Aún podía sentir sobre las nalgas la
presión de sus palmas y dedos, la rudeza con que la lengua de él le había invadido la boca. Las
rodillas dejaron de sostenerla y se sentó abruptamente.
Sin duda, el señor Dunlap nunca la había hecho sentir así.
—Señorita Hamilton. Sarah. —El Mayor Draysmith hizo una reverencia—. ¿Me
concede la próxima pieza?
—Por supuesto, Charles. —Sarah sonrió. No había visto a James ni al señor Dunlap
desde que había regresado al salón de baile. Pero Charles no pondría a prueba su precario
equilibrio emocional.
Estaba equivocada.
—Sarah —dijo Charles mientras la llevaba a la pista de baile—. ¿Dónde está James?
Ella trastabilló y Charles la cogió del brazo para impedir que cayera.
—No lo sé. Estaba aquí hasta hace unos minutos.
¿Se habría precipitado fuera para maltratar a otra? Sarah estaba segura de que muchas
mujeres de la alta sociedad aceptarían complacidas las atenciones de James. La señora
Thornton no había venido esta noche. ¿James se habría marchado del baile rumbo a la cama
de esta señora? ¿O estaría en la alcoba de lady Cresten? Su figura escasamente vestida también
estaba ausente de la velada.
—¿ Ya habéis decidido una fecha ?
—¿Una fecha?
—Para vuestra boda.
—Charles, usted sabe que un duque no puede casarse con una americana.
—¿Por qué no? Él se lo ha propuesto, ¿o no?
—Pues sí.
—Entonces ¿cuál es el problema? A él no le interesa el rango. ¿Es a usted a quien le
interesa? ¿Acaso no le aceptará usted porque tiene un título de nobleza?
—No. —Sarah tragó saliva. La sola mención del nombre de James la hacía sonrojar y
sentirse anhelante. Sus emociones estaban tan desordenadas que temía romper a llorar en
medio del salón de baile—. Por favor, Charles, ¿podemos limitarnos a bailar?
—Está bien, pero Robbie y yo pensamos llegar al fondo de esta cuestión. Si no nos
cuenta usted cuál es el problema, se lo preguntaremos a James.
—¡No hagáis eso!
Charles la miró fijamente.
—¿Por qué no? Sarah, yo daría mi vida por James. Quiero verle feliz.
«¿Y nadie quiere verme feliz a mí?», Sarah se tragó las palabras. Eran infantiles pero
verdaderas.
Estaba sola. No debía olvidar eso. Lizzie y lady Gladys eran la familia de James, no la
suya. Para lady Amanda, para Charles, e incluso para Robbie, James estaba primero. Le
conocían.
Ella era la extraña. Extraña entre la gente y entre sus costumbres. Era americana, no
británica. Quería amor y fidelidad, no rango y riqueza.
Pero ¿qué era el amor? No había reflexionado mucho sobre esta pregunta en el pasado.
¿Un sentimiento puro y abnegado? ¿O la necesidad ardiente y jadeante que la consumía cada
vez que James la tocaba?
Charles y ella bailaron en silencio hasta que la música cesó. Tan absorta estaba en sus
pensamientos que apenas notó cuando Charles se despidió con una reverencia.
¿Podría ser feliz con James? No, eso era imposible. Él era un duque, ella era
republicana. Él era un libertino, ella no lo era... todavía. Pero si seguía en su compañía por
mucho tiempo... Cerró los ojos avergonzada... y vio la imagen del hermoso pecho desnudo de
James.
—Parece sentirse un poco sola, señorita Hamilton.
—Señor Runyon.
Sarah prefería el aislamiento antes que su compañía.
Richard alargó la mano hacia ella.
—Venga.
—Estoy un poco cansada. Creo que me quedaré aquí, pero de todas maneras se lo
agradezco.
Richard mantuvo la mano extendida. Sarah oyó los susurros de las carabinas. Miró a su
alrededor. La miraban fijamente con ojos brillantes como perros salvajes que olfatean sangre.
—Muy bien.
—Sabia decisión, señorita Hamilton. No querrá que esas arpías escuchen como al
descuido nuestra conversación —dijo Richard cuando comenzó la música nuevamente.
—¿No?
—No. —Recorrió con la vista la pista de baile—. No veo al primo James.
—Estaba aquí hasta hace unos minutos. Estoy segura de que lamentará no haberle visto
a usted.
—Lo dudo. —La arrastró en un giro tan brusco que ella apenas logró esquivar a la
pareja que bailaba junto a ellos—. Supongo que usted habrá tomado en serio mi advertencia,
señorita Hamilton.
—¿Disculpe?
—Me refiero a la soltería de James. Estoy seguro de que se acuerda de mi advertencia.
Pensé que era por eso por lo que James no andaba olfateándole las faldas.
Sarah clavó la vista en la fría mirada de Richard.
—Veo que sus modales no han mejorado, señor Runyon.
Él curvó los labios en un remedo de sonrisa.
—Mis modales es lo que menos tiene que preocuparle a usted. Sólo asegúrese de
mantener cerradas las piernas cuando esté cerca de mi primo.
Sarah sabía que estaba boquiabierta. Afortunadamente, sus pies se movían
automáticamente al ritmo de la música.
La señorita Hamilton dice que aún es virgen. Dado que el bienestar de ella depende
de que se mantenga en ese estado, lo mejor que podría hacer usted es evitar acercársele.
Sarah iba sentada en silencio junto a lady Amanda en el carruaje rumbo a casa de
Lord Palmerson.
—Eso va a ser un baño de multitudes. —En la voz de Robbie había una jovialidad un
tanto exagerada—. Estoy seguro de que va a estar todo el mundo.
—Supongo que eso significa que James también aparecerá por allí. —Lady Gladys
parecía escéptica.
—Dijo que lo haría, ¿no es así, Charles?
—Sí. Prometió que vendría.
—¿Dijo por qué está evitándonos? —preguntó Lizzie.
—Bueno, no, no puedo decir que lo dijera. —Robbie tosió. Sarah sintió sus ojos sobre
ella—. Por algo importante, estoy seguro. Ya conocéis a James.
—Yo ya no le reconozco —dijo lady Gladys.
Sarah quería escurrirse entre los almohadones del carruaje.
Lady Amanda se inclinó hacia ella y le dio una palma-dita en la mano.
—No te preocupes, querida. Todo saldrá como tiene que salir.
Sarah valoraba el gesto de lady Amanda, aunque sus palabras no le resultaran
demasiado reconfortantes. Su único consuelo era que pronto las damas tendrían que
renunciar a sus planes de casarla con James.
—Señorita Hamilton, me alegra mucho que haya podido venir. —Lady Palmerson
miró sin disimulo quién estaba detrás de Sarah en la línea de recepción. Robbie estaba salu-
dando a su marido—. ¿Y el duque de Alvord? ¿Está de viaje?
—No lo creo —respondió Sarah con voz firme.
—¿ No ? Qué raro... Se ha vuelto tan asiduo asistente a los eventos de la temporada
que habíamos pensado que vendría. —Los desvaídos ojos azules de Lady Palmerson adopta-
ron una expresión aguda—. Su ausencia es bastante llamativa ¿no es así? —Bien podría
haberse relamido, de tal modo se le hacía agua la boca al olfatear el jugoso chisme que
significaba la ausencia de James.
—Creo que quizás venga esta noche —dijo Robbie, liberando su mano del apretón
fláccido de Lord Palmerson.
—¿De veras? Qué bien. Espero ansiosamente verle.
«Y ver el revuelo que causará su presencia», pensó Sarah mientras entraba al salón de
baile del brazo de Robbie.
Bailó con Robbie las primeras piezas. Le pareció que logró ignorar bastante bien las
miradas de reojo, las risas ahogadas, y los susurros y murmullos. No dejó de sonreír en
ningún momento aunque sentía un fuerte nudo en el estómago.
Las parejas a su alrededor comenzaron a murmurar, mientras los ojos iban como
dardos de Sarah al recién llegado. La marea de susurros se extendió rápidamente hasta los
extremos más lejanos de la habitación.
Sarah cerró los ojos por un instante, tragó saliva y luego se volvió. Todo el salón
contuvo el aliento.
Miró a James directamente a los ojos. Le pareció haber visto en ellos un atisbo de
calidez, pero antes de que pudiera estar segura ya se había desvanecido.
Él se volvió, inclinando la cabeza ante lady Palmerson.
—Lamento llegar tan tarde.
—No hay problema, vuestra alteza —dijo lady Palmerson, lanzando una mirada de
regocijo en dirección a Sarah—. Nos alegra que haya podido venir.
Simple Symington miraba fijamente, con ojos desorbitados la retirada de James.
—Le ruego me disculpe. —Con la cabeza en alto Sarah caminó lentamente hasta
donde estaban sentadas las carabinas. Sentía sobre ella todas las miradas, oía a la
murmurante concurrencia disfrutar con su humillación. Pues se negaba a parecer
humillada. Se dejó caer en una silla. Sus ojos se centraron en la pista, pero todo lo que veía era
el rostro de James.
Una mano se posó suavemente sobre su rodilla. Miró hacia su derecha, pero ya lady
Amanda estaba alejándose. La observó atravesar el salón y detenerse para susurrar algo al
oído de la señorita Fallwell. La mirada de ésta última se movió rápidamente hacia Sarah, luego
se volvió hacia lady Amanda y le dijo algo. Lady Amanda sonrió encogiéndose de hombros.
Robbie vino a reclamar su segunda pieza.
—Lo lamento mucho, Sarah —dijo en voz baja mientras inclinaba la cabeza hacia la
mano de la joven—. Yo le pedí a James que viniera esta noche. Nunca pensé que te trataría así.
—Está bien, Robbie. —Sarah no deseaba hablar de James. No tenía un control tan
firme sobre su compostura y sabía que todo el mundo estaba observándola para verla
quebrarse. No quería darles ninguna satisfacción.
—Juro que lo retaré a duelo y lo atravesaré de un balazo. —Robbie hizo una mueca—.
Si puedo... el maldito es un tirador experto.
—No hagas eso, Robbie. —El que su primo se preocupara tanto por ella como para
enfrentarse a su amigo conmovía a Sarah. La hacía sentir menos sola—. Sabes que siempre
dije que no podía casarme con James.
—Pues no veo por qué no puedes. Sería lo mejor para ambos.
Por fortuna para Sarah, la música empezó y ella y Robbie fueron separados por las
figuras de la danza.
Luego Robbie la llevó de vuelta a su silla. Las mujeres se movían, susurrando y
lanzándole miradas de reojo. Si antes se había sentido rechazada, ahora se sentía una
verdadera paría.
Observó a James bailando con Charlotte Wickford. Hacían una pareja encantadora
para quien fuera aficionado a la estatuaria. Lady Charlotte podía ser una buena pareja para
James en cuanto a rango y entorno, pero un matrimonio entre ellos sería un desastre. El
rostro de James no reflejaba nada de la calidez y buen humor que Sarah recordaba de las
semanas que habían pasado juntos en Alvord.
Suspiró. Era hora de que el señor Symington reclamara su segunda danza. Lo vio
aproximarse y trató de sonreír. En aquel momento, Lord Stevenson, el mojigato más grande
que había conocido jamás, detuvo su avance. No se sintió des-, ilusionada. Cada instante que
alguien retuviera a Symington era uno menos de sufrir su aburrido monólogo.
Lord Stevenson seguía hablando. El señor Symington echó un vistazo alrededor. Le
dijo algo a Lord Stevenson y éste asintió con la cabeza. Luego Symington sacudió la cabeza y
empezó a alejarse.
Qué raro. Sarah sintió alivio por no tener que continuar escuchándole hablar de sus
hijos y nietos, pero él nunca antes había perdido una oportunidad de bailar con ella. Quizás
era una emergencia. Pero no, él no se marchó del baile. Invitó a bailar a la señorita Lombard.
Sarah permaneció sentada sola durante tres series más. Finalmente, decidió que se
había ganado una retirada al tocador. No le costó abrirse camino en la atestada pista de baile. Los
grupos de gente se abrían como el Mar Rojo para dejarle pasar. Suspiró aliviada al llegar al pasillo
y fuera de la vista de la multitud. Esperaba que el tocador estuviera desierto.
No estaba de suerte. Justo cuando se disponía a entrar reconoció el inconfundible
tono nasal de lady Felicity Brookton, posiblemente la que menos le gustaba de todas las
debutantes. Sarah retrocedió, esperando que lady Felicity se fuera pronto.
—¡Ella estaba completamente desnuda!
—¿De veras? —Sarah no pudo determinar a quien pertenecía la otra voz. Su dueña
apenas podía respirar presa de una horrorizada excitación—. ¿ Y Alvord?
—También desnudo. —Lady Felicity bajó la voz—. Estaban juntos en la cama.
—¡No!
—Me gustaría ver a Alvord desnudo —dijo una tercera voz.
—¡Julia! —Hubo una explosión de risitas tontas.
—Pues sí. ¡Esos hombros! ¡Esas piernas!
—¡No deberías estar pensando en esas cosas! —dijo la segunda voz. Luego las tres
muchachitas sufrieron otro ataque de risa.
—No puedo creer que ella tenga la audacia de mostrarse entre gente de buenas
costumbres —intervino de nuevo lady Felicity—. Lady Gladys tiene que saber de esto
ahora mismo.
—Oí que en las colonias estas cosas son diferentes —dijo Julia.
—¿Admiten a las rameras entre los miembros decentes de la sociedad? —rió lady
Felicity—. Bueno, supongo que a los hombres podría gustarles la idea, pero me parece que
las mujeres protestarían. Yo seguramente lo haría.
Las muchachas, Lady Felicity, la señorita Julia Fairchild y Lady Rosalyn Mannerly,
salieron del tocador y se encontraron con Sarah. Sus bocas se abrieron al unísono dándoles
un aspecto similar a tres peces varados en la playa. A Sarah el espectáculo le habría
resultado gracioso de no haber perdido momentáneamente su sentido del humor.
Entonces lady Felicity cerró de golpe la boca apretando los dientes y levantando la nariz se
recogió las faldas para no rozar a Sarah al pasar a su lado. Las otras la siguieron.
Sarah apenas las vio. Estaba luchando por recuperar el aliento. La cabeza le daba
vueltas. Apoyó una mano contra la pared para no perder el equilibrio.
Se había divulgado la historia del Green Man. Toda la gente que había en el salón de
baile estaría hablando de James y de ella, especulando, imaginando que sabían todo lo que
había sucedido entre ellos.
De repente el tocador parecía no estar lo suficientemente retirado. Necesitaba salir.
Un grupo de hombres bloqueaba la puerta principal, de modo que se lanzó al salón. La
gente le dejaba el camino libre, pero esta vez ella ni siquiera lo notaba. Su único objetivo era la
puerta que daba al jardín y a la libertad. Tenía que salir del calor sofocante y del olor de la
«flor y nata», escapar de las brillantes luces para refugiarse en la anónima oscuridad.
Capítulo 10
Dunlap había tenido una semana agitada. Los disgustos se cernían sobre él desde
todas direcciones. Se había pasado los días escabullándose por puertas y esquinas para evitar a
Runyon y a Alvord. El primero quería que violara sin más dilación a la señorita Hamilton y
que la evidencia de la proeza fuera expuesta en la puerta de Almack's. Alvord quería las
pelotas de Dunlap colgadas de la Torre. Sus espías habían estado hurgando demasiado cerca
de los tan celosamente guardados negocios de Dunlap.
De haber podido, él habría evitado todo lo sucedido en la fiesta de Palmerson.
Desgraciadamente, Runyon se había enterado de que él no había asistido a los últimos
eventos sociales de la alta sociedad de Londres. Le había enviado una cáustica misiva
amenazándole con facilitarle de inmediato su nombre y dirección al conde de Lugington.
Éste no era un hombre que se caracterizara por su gentileza y comprensión. Dunlap no
quería ser sepultado en suelo inglés.
Ni bien atravesó la puerta oyó el rumor de que la señorita Hamilton y el duque de
Alvord habían estado retozando desnudos en una posada. Lo tomó con escepticismo.
Podría haber jurado que la muchacha era virgen, esa mirada inocente era demasiado
difícil de fingir. Sabía de qué hablaba, pues él mismo había tratado de enseñársela a
innumerables prostitutas. Pero también sabía cómo seguiría esta
historia. Fuera verdad o no, el rumor había deshonrado a la muchacha, de modo que Alvord
se casaría con ella. A Dunlap se le había acabado el tiempo. Runyon haría realidad su deseo. Fuera
o no virgen la señorita Hamilton, sin duda ya no lo sería al final de esta noche. Alvord tendría
que posponer su boda por lo menos tres o cuatro meses si quería estar seguro de que su
heredero era realmente suyo y no el hijo bastardo de un rufián americano.
Muchas cosas podían suceder en tres o cuatro meses. El mundo era un lugar
peligroso.
Dunlap vio a Sarah cruzar el vestíbulo a toda prisa y precipitarse hacia el salón de
baile. La siguió. La observó salir al jardín y él también se escabulló hacia fuera.
James la vio pasar de prisa junto a él. Parecía un soldado empapado de muerte
emergiendo de una batalla. Asintió mecánicamente a lo que le decía el Coronel
Pendergrast, sin ni siquiera oírle. Tenía que seguirla, pero disimuladamente. Echó un
vistazo a la multitud de cabezas y localizó a Robbie.
—Discúlpeme, Coronel. Estoy viendo a alguien con quien necesito hablar. Lo siento.
Se alejó del anciano charlatán y trató de abrirse camino entre los invitados apiñados
en el salón. Normalmente su altura y su rango hacían que la gente le cediera el paso, pero en
ese momento se sentía como nadando en arenas movedizas.
Notó otras peculiaridades. Todas las conversaciones se interrumpían cuando él se
acercaba y se reanudaban tan pronto se alejaba. Los grupos de jovencitas se ruborizaban
riendo tontamente cuando las miraba. La señora Sparks, una viuda muy conocida por su
moral acomodaticia, le hizo un guiño y dio un tironcito a su canesú cuando le vio mirarla.
Maldición, algo andaba muy mal.
—¡Alvord! —James se encogió. Reconoció el susurro áspero y bronco de Featherstonc.
Ya en la época de la presentación en sociedad de la tía Gladys el tipo aquél era un indeseable.
—Featherstone —dijo, disimulando su impaciencia.
—Qué buena broma, amigo.
—¿Ah sí? ¿Cuál?
El tono de James podría haber congelado el infierno, pero Featherstone no era
demasiado perceptivo.
—¡Imponerle a la sociedad la presencia de tu ramera! Oí que hasta le conseguiste a
la chica el vale anual para Almack's. ¡Eso es antológico! Apuesto a que la vieja Silence Jersey
debe estar fuera de sí. —Featherstone resolló produciendo un sonido que James interpretó
como risa—. Pero como parece que ya has terminado con ella, sería un placer quitártela de
las manos. No voy a escoltarla a bailes respetables y eventos por el estilo, por supuesto. No
es demasiado apropiado ya sabes. Me sorprende que Lady Gladys y Amanda lo toleren, a
menos que también a ellas las hayas engañado.
James sintió una incontrolable necesidad de coger el cuello flaco de Featherstone y
retorcerlo como el de uno de los esos pollos que tan a menudo se había despachado para la cena
en la Península. Flexionó los dedos. Su rostro debía reflejar parte de lo que sentía en ese
momento, pues Featherstone retrocedió.
—No quise ofenderlo, amigo —farfulló—. Pensé que ya había terminado usted con
ella, eso es todo. Si no es así, pues no hay más que hablar, ¿verdad?
—Featherstone —comenzó James, pero se detuvo al sentir una mano sobre el
hombro. Se volvió para encontrarse con Robbie.
—James, tendrás que matar a este tipo más tarde. Necesito hablarte.
—Por mí está bien, no quiero entretenerle más. —-Las manos de Featherstone
revoloteaban alrededor de su corbata como gorriones viejos. James le ignoró. Acompañó a
Robbie hasta las puertas que daban al jardín.
—¿Qué diablos está sucediendo? —preguntó James en
voz baja. Era indudable que todos los que podían oírle estaban
prestando atención a sus palabras—•. Vi a Sarah salir del salón
lince algunos minutos. Es necesario encontrarla.
—Muy necesario.
James y Robbie salieron a la terraza.
—Se divulgó la historia del Green Man, James.
—¡ Maldición! —James miró a su alrededor, pero la terraza estaba desierta—. ¿Dónde
diablos está Sarah?
Robbie apoyó una mano sobre el brazo de su amigo.
—Iré a buscarla.
James retiró de su brazo la mano de Robbie.
—No, ambos iremos. ¿Sabes si Dunlap está aquí?
—¿El americano? Creo que lo vi hace un momento. ¿Por qué?
—Es cómplice de mi adorable primo. Vamos. Tenemos que encontrar rápido a Sarah.
James bajó de dos en dos los escalones que llevaban al jardín.
Sarah apenas veía el jardín. Echó a correr por los senderos, atravesando la oscuridad
para alejarse de las luces, de los ojos, de las risillas burlonas. Sus pensamientos eran tan
densos y enmarañados como la vegetación.
¿Cómo se había divulgado la historia del Green Man después de tanto tiempo?
¿Alguien la habría reconocido? ¿Por qué ese hombre o esa mujer había esperado hasta
ahora para hablar? Ella ya estaba al margen de la sociedad. ¿Por qué querría alguien
empujarla fuera de los límites?
¿Esto sería obra de Richard? Pero él no podía ignorar que la divulgación de esa
historia obligaría a James a casarse con ella. Y eso era lo último que Richard quería.
Sin duda era también lo último que James quería. Sarah apartó una rama que colgaba
demasiado baja. Debería también ser la última cosa que ella quisiera, pero el disgusto ante la
idea de casarse con un libertino no era una de las sensaciones que se agitaban en su estómago.
¿Dónde había quedado el respeto por si misma? Aparentemente lo había perdido? Se detuvo
cerca de un gran árbol en el extremo más alejado del jardín de Palmerson. Apoyó la mano
sobre el sólido tronco y respiró profundamente. Tenía que pensar, pero su mente se
negaba a funcionar. Seguía oyendo las risas disimuladas de esas muchachitas, seguía viendo
el desdén en sus pequeños rostros de expresión tonta. Con tan sólo diecisiete años, habían
pasado la vida mimadas y protegidas por sus ricos e influyentes papas. ¿Qué sabían ellas
sobre nada? ¿Por qué debería importarle lo que ellas pensaran?
No era sólo lo que pensaban ellas, era lo que pensaba todo el salón. Sarah gimió,
reclinando la cabeza contra el tronco. ¿ Cómo iba a lograr reunir coraje para regresar a aque-
lla casa?
—Ah, señorita Hamilton, qué detalle de su parte elegir la zona más oscura y alejada
de este hermoso jardín.
Sarah alzó rápidamente la cabeza. De pie a tan sólo un metro de ella estaba William
Dunlap. Parecía... diferente. Su hermoso rostro tenía un aspecto amenazador. El corazón se
le subió a la garganta. Respiró profundamente y hundió los dedos en la corteza áspera. No
podía desmayarse. Tenía que estar alerta.
—Señor Dunlap. —Se alegró al notar la firmeza de su voz—. Lo siento, pero en este
momento preferiría estar sola.
Dunlap suspiró.
—Me temo, señorita Hamilton que sus preferencias ya no importan.
—¿Qué... qué quiere decir?
Sarah se irguió balanceándose ligeramente hacia delante sobre sus dedos. La única
vía de escape era por el lado de Dunlap y éste podía detenerla con sólo alzar una mano.
Él se acercó. Sarah se abstuvo de retroceder. No quería que la arrinconara contra el
tronco.
—Hay algo acerca de toda esta situación que no me convence. No sé que es, pero
confío en mis instintos. —Dunlap sacudió L A CABEZA y se encogió de hombros—. Bueno, no
importa. No puedo correr riesgos. Me temo que mi socio insiste en hechos concretos.
Alargando la mano asió a Sarah de los hombros. Sus dedos se hundieron en la piel de
la muchacha. Ella percibió el olor a vino en su aliento, pero estaba totalmente sobrio.
—Lamento que las circunstancias me exijan violarla, señorita Hamilton
Con la mano derecha le agarró el canesú y dio un fuerte tirón. Hubo un sonido de
tela rasgada y el frío aire nocturno golpeó la piel de ella. Luego tomó en la mano uno de los
pechos de Sarah y lo estrujó. Ella sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.
—En realidad no me gustan las muchachas flacas. Sus huesos afilados se me clavan
como los bultos en un colchón de prostíbulo barato. Simplemente la poseeré contra este
árbol, ¿está bien?
Sarah dio un alarido. Su rodilla voló hacia arriba e hizo blanco en el tejido blando
entre las piernas de él. La soltó para agarrarse la ingle.
—¡Perra!
Tenía más maldiciones a flor de labios, pero Sarah no se quedó a oírlas. Recogiéndose
las faldas echó a correr.
El anuncio de que James William Randolph Runyon, Duque de Alvord, iba a contraer
matrimonio con la señorita Sarah Marie Hamilton de Filadelfia apareció en el diario de la ma-
ñana. Betty se lo llevó a Sarah junto con una taza de chocolate.
—Todos estamos tan felices, señorita —le dijo mientras dejaba la bandeja sobre la
mesilla de noche—. Le aseguro que habíamos estado bastante preocupados, pero como
siempre digo, «Todo está bien si termina bien».
—Mmm.
Sarah miró fijamente el diario. Había dormido profundamente, demasiado exhausta
por la tormenta emocional que había capeado como para tener pesadillas. En realidad, los
incidentes de la noche anterior ahora parecían uno de esos sueños extravagantes. El horror
de la brutalidad de Dunlap y el calor de la suavidad de James eran igualmente irreales.
Bebió un sorbo de chocolate, pasando los dedos por encima de las palabras del
anuncio. ¿Cómo se sentiría si éste hiera un compromiso en condiciones normales?
¿Entusiasmada? ¿Loca de felicidad? Pero no era un compromiso como todos. No se le había
preguntado, sino ordenado. No, ni siquiera ordenado. Había sido arrastrada por fuerzas que
escapaban a su control, como una embarcación por un vendaval. Y si tenía que ser honesta,
otra clase de vendaval en su interior lo impulsaba hacia este matrimonio, haciendo que todo
vestigio de racionalidad sucumbiera ante una tormenta de sensaciones cada vez que James
la tocaba.
Cerró los ojos, reclinando la cabeza contra la almohada. La mano de él había estado
sobre su pecho desnudo. Todo su cuerpo se ruborizó, presa de una terrible vergüenza. El ca-
lor que la invadió fue a concentrarse en su vientre, palpitando de esa forma extraña que se le
estaba volviendo tan familia r. Ya no se reconocía. Debía estar enferma. Fiebre cerebral, tal
vez. Sin duda se sentía afiebrada.
Gracias a Dios la tía de James había obstruido la visión del estudio a lady Amanda y
Lizzie.
Bajó la taza y cerró el diario.
¿Cómo se sentiría James? Había dicho que la quería sólo a ella. ¿Sería sincero o a
todas les diría lo mismo? Quizás fuera verdad. Podía ser que cuando estaba con una mujer
no deseara a ninguna otra, «si es que alguna vez estaba sólo con una mujer», pensó Sarah,
recordando las habladurías de Ni-gel y sus amigotes en el baile de Easthaven.
—¡Sarah! —Lizzie entró como una tromba en la habitación—. ¡Vi el diario! ¿Por qué
no me dijiste que James y tú ibais a comprometeros ?
—Buenos días, Lizzie —dijo Sarah débilmente.
—¡Pequeña astuta! Nosotros aquí, preocupados de que James y tú os hubierais
peleado y vosotros dos vais y os comprometéis. —Lizzie se dejó caer a los pies de la cama de
Sarah—. ¿Qué sucedió anoche?
—¿En qué momento de la noche?
—¡Durante toda la noche! ¿Cuándo te pidió matrimonio? ¿Cómo lo hizo? Cuéntame
todo.
—Sin duda oíste los rumores que empezaron a circular en el baile.
«Únicamente los muertos podrían no haberlos oído», pensó Sarah.
—Bueno, sí, los oí. Es asombroso lo rápido que tina historia puede desmadrarse.
¿Sabías que la gente andaba diciendo que tú y James estabais desnudos y juntos en la cama?
Sarah se ruborizó terriblemente.
—¿Entonces fue por eso por lo que James te ofreció matrimonio? —Lizzie parecía
muy desilusionada—. Bueno, al menos te dio el anillo de compromiso de los Runyon, ¿ no es
verdad?
—Bueno, no. Las cosas sucedieron bastante rápido.
—Oh. —Lizzie se puso boca arriba mirando fijamente el techo—. ¿Quién creéis que
divulgó la historia?
—Richard me vio con James en el Green Man. Quizás fue él.
Lizzie sacudió la cabeza.
—No tiene mucho sentido. Richard no quiere que te cases con James, pero debe
saber que si se divulgaba que te había deshonrado, James tendría que casarse contigo por
una cuestión de honor.
—¡James no me deshonró!
Lizzie volvió la cabeza para mirarla.
—Lo que él hizo no importa, Sarah. Esa historia te ha deshonrado, o te deshonraría si
James no fuera a casarse contigo. Pero va a hacerlo, así que ¡voila! no estás deshonrada.
—Maravilloso. Me siento mucho mejor.
—Entonces, Walter —dijo James—, cuéntanos lo que has descubierto sobre William
Dunlap.
James le prestó toda su atención al hombre que estaba sentado al otro lado del
escritorio. Walter Parks había sido un excelente soldado y ahora era un excelente espía. Había
crecido en la pobreza en Tothill Fields 26 y pronto había aprendido a ser discreto. James
desearía poder decir que había sido pura brillantez de su parte el haber reconocido los
talentos especiales de este hombre cuando habían arrastrado a Parks ante él por haberle
robado a otro soldado. Pero había sido pura suerte. Como no quería aplicarle ningún
castigo corporal, había asignado a Parks como sirviente del soldado perjudicado durante
una semana, para compensar el daño. Ambos soldados habían terminado haciéndose
amigos y James se había ganado la lealtad de Parks.
—William Dunlap —dijo Parks—. Hombre de negocios, vuestra alteza. No está claro
dónde nació, pero creo que creció en un burdel de Nueva York. Como fuera, se inició
temprano en el comercio carnal, primero como trabajador, si entiende lo que quiero decir, y
luego como dueño.
—¿Cómo trabajador, Walter? No creo que quieras decir que ayudaba con el
mantenimiento, ¿verdad?
—No. Usted sabe que a algunos hombres les gustan los muchachitos. Ha visto
suficiente de eso en el ejército, ¿no? Pero Dunlap era un chaval inteligente y aprendió cómo
debía manejarse el negocio. Ahora tiene burdeles en Nueva York, Londres y otros lugares.
—Un hombre emprendedor, el señor Dunlap —dijo Robbie. Estaba de pie, relajado
junto a la chimenea, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Así es, milord. Pero hace cosa de un año se metió en problemas. Los detalles no
están demasiado claros, pero Chuckie Phelps, el heredero del conde de Lugington, terminó
muerto en la casa que Dunlap tiene en París. Tenía los pantalones bajados a la altura de los
tobillos y los calzoncillos de Dunlap alrededor del cuello.
Robbie se irguió.
—Dios mío, hombre, ¿cómo sabían... ?
—¿ Lo de los calzoncillos ? —Parks se encogió de hombros—. Supongo que muchos
hombres habrán visto a Dunlap con esos calzoncillos, o sin ellos, como sea. Son bastante
especiales: de seda roja, con las iniciales W.A.D. bordadas por todos lados. Su segundo
nombre es Anthony.
—Maldición. ¿Y esa alimaña estaba bailando con mi prima? ¿Cómo hizo para cruzar
los condenados umbrales de la mitad de las casas de la «flor y nata» londinense?
—No —resopló James—. Siguen pensando que soy un ex soldado que ve enemigos
fantasmas detrás de cada arbusto, pero están dispuestos a seguirme el humor por una
módica suma.
—Les gusta el color de tu dinero ¿eh?
—Exactamente. —James se encogió de hombros—. Pero me tiene sin cuidado lo
que piensen. Estoy satisfecho. Jonathan y Albert son bastante competentes.
—Creo que no me haría gracia toparme con ellos en un callejón oscuro. —Robbie tomó
su sombrero de manos de Albert—. Nos vemos esta noche.
Mientras Robbie salía, Sarah bajaba las escaleras. Al ver a James se quedó inmóvil.
Se hubiera dado la media vuelta y regresado a su habitación si Lizzie no hubiera puesto
una mano sobre la parte baja de su espalda para empujarla hacia delante.
James alzó la mirada y la vio.
—Sarah, un minuto, si tienes tiempo.
—Lizzie... —empezó a decir Sarah.
—...te verá más tarde —dijo Lizzie completando la frase. Riendo, la jovencita pasó
junto a Sarah y desapareció.
Sarah permaneció de pie sin moverse, mirando a James que la contemplaba desde la
planta baja. Recordaba con tal claridad el contacto de sus manos que sus pechos se estre-
mecieron. El se quedó esperándola y finalmente ella bajó. James le indicó con un gesto que
entrara al estudio y cerró la puerta tras ellos.
—Es necesario que hablemos.
Sarah asintió con la cabeza. Miraba fijamente el intrincado nudo de la corbata de él.
—Mi corbata no es tan interesante, cielo. —Con un suave movimiento de la mano le
hizo alzar la cabeza. Los ojos de ambos se encontraron. Él tenía el ceño fruncido.
—¿Te sientes mal por lo de anoche? ¿Tuviste pesadillas ? —Le frotó ligeramente
una de las mejillas con el pulgar—. Lamento tanto, amor, que hayas tenido que soportar el
ataque de Dunlap. No permitiré que vuelva a suceder jamás.
Las manos de Sarah retorcían el vestido.
—No, todo está bien. Anoche dormí sin problemas.
La línea entre los ojos de James se profundizó.
—No tienes miedo de mí, ¿verdad, Sarah? Sabes que jamás te haría daño.
—No. —Sarah sólo lograba susurrar a través del nudo que de repente había empezado
a sentir en el pecho—. No, James, no tengo miedo de ti.
James dejó caer la mano abruptamente.
—¿Debo disculparme, entonces? ¿Acaso la forma en que te toqué te ofendió?
—¡No! Yo... es que estoy sólo un poco... un poco abrumada esta mañana, supongo.
Él estudió su rostro; luego asintió con la cabeza.
—Han sido unos días bastante intensos, ¿no es verdad? Y ni siquiera te he ofrecido
matrimonio como se debe.
Sarah se ruborizó.
—Bueno, es que la velada terminó de una forma un tanto incómoda.
James sonrió abiertamente.
—Yo diría que sí. Pensé que la tía iba a golpearme con una vara. No puedo decir que
me guste sentirme otra vez como si tuviese nueve años. ¿A ti te regañó?
—En realidad no. Estoy segura de que no quería que Lizzie supiera exactamente lo que
había sucedido en tu estudio.
—¡Espero que no! —James frunció el ceño—. ¡Mejor que Lizzie no le permita a nadie
tomarse semejantes libertades, o yo mismo la golpearé con una vara!
—¿Aja? Y entonces, ¿por qué está bien que yo... —La indignación de Sarah pronto se
desvaneció transformada en vergüenza—. Que yo... ya sabes. James dibujó una amplia
sonrisa.
La joven ardía. Las llamas ascendían lamiéndole los muslos, atravesando luego el
vientre hasta pasar por encima de los pechos. Necesitaba la boca de él también en esas zonas
aunque no sabía si el contacto sofocaría las llamas o las avivaría. Lo único que sabía era que
necesitaba a James con una avidez que nunca antes había experimentado.
Las manos de él la apretaron contra su dureza. Luego se deslizaron por los costados
para rodearle los pechos. Los pulgares juguetearon con los pezones a través del vestido de
muselina. No le bastaba. Ella quería sentir los dedos sobre la piel desnuda.
Un fuerte golpe resonó en la puerta del estudio.
—James, si entro ahora ¿voy a escandalizarme?
—Espera un minuto, tía.
—Sólo un minuto, James.
Sarah miraba boquiabierta a James. Ni siquiera la amenaza de la aparición de la tía
podía extinguir el fuego que ardía en sus venas.
El la había convertido en una libertina.
Lo vio tragar saliva. Su respiración era tan acelerada y pesada como la de ella
mientras se acomodaba el cuello del vestido.
—Recuerda, un compromiso breve —susurró—. Un compromiso muy breve.
La tía sacudió el picaporte.
—Entra tía. Tu sensibilidad está segura.
Una vez que tía Gladys se hubo llevado a Sarah a comprar el ajuar, James se sentó ante
su escritorio. Pensó en servirse una copa de brandy puro. ¿Cómo iba a sobrevivir a esta
boda? Lo que le preocupaba ahora no eran las maquinaciones de Richard, sino su propio
cuerpo.
No había dormido bien. Al cerrar los ojos sólo había visto la hermosa piel cremosa de
Sarah y los pechos pequeños y firmes con sus delicados pezones ligeramente más oscuros. I
labia sentido en sus manos su dulce peso y tibieza. Cuando había logrado apartar de la
mente la imagen, ésta había sido reemplazada por la del rostro ruborizado de la joven y sus
leves jadeos de pasión. Había sentido deseos de volver a saborear esa piel, de aspirar el dulce
perfume, de deslizar los dedos sobre la sedosidad de los hombros. Había sentido la sangre
densa, caliente, a punto de estallar.
Era una suerte que su tía los hubiese interrumpido esa mañana, o él habría anticipado
los votos matrimoniales sobre el suelo del estudio. Estaba claro que Sarah no tenía intención de
detenerle, y temía que tampoco él habría sido capaz de parar.
Más valía que tía Gladys y lady Amanda demostraran ser muy buenas carabinas.
Capítulo 12
Sarah tomó un sorbo de su bebida. Si tenía que enfrentarse a otra mujer de sonrisa
tonta o a otro hombre adulador le iba a dar un ataque. Le maravillaba que las cabezas de la «flor
y nata» no salieran despedidas por el aire pese a la rapidez con que esta gente daba un giro
completo en su actitud. Como la señorita Hamilton, la habían recibido con condescendencia,
sospecha o indiferencia. Como la amante del duque, había encontrado horror y desdén.
Ahora, como la prometida de James, estaba recibiendo una dosis masiva de adulación.
No sabía cómo se las había arreglado para ser cortés con lady Palmerson. Al menos
lady Felicity y sus amigas habían tenido la delicadeza de no acercarse.
—¡Sarah! —El Mayor Draysmith la saludó con una amplia sonrisa—. Qué gusto me
dio leer el anuncio en los diarios de la mañana. Me alegra mucho que tú y James hayáis
superado vuestras diferencias.
—Gracias, Charles. —Indudablemente éste no era el lugar para entrar en detalles sobre
su apresurado compromiso.
Charles fue a felicitar a James. Sarah sintió un ligero contacto sobre el hombro y se
volvió para encontrarse cara a cara con lady Charlotte Wickford.
—Hola, lady Charlotte. —A Sarah le pareció que su tono era lo suficientemente
afable, si bien un poco cauteloso. La otra muchacha sonrió.
—Sólo quería felicitarla por su compromiso.
—Gracias.
—Hubo un tiempo en que todos apostaban a que Alvord me ofrecería matrimonio.
—¿Ah sí? —Sarah no veía señales de despecho en la otra muchacha, pero quizás
lady Charlotte simplemente sabía ocultar bien sus sentimientos—. Lamento si ha sufrido
usted una desilusión.
Lady Charlotte rió.
—¡Oh, querida mía, no se preocupe, que no se me partió el corazón! Confieso que me
hubiera encantado coinvertirme en duquesa, pero ya había decidido que el precio a pagar
era demasiado alto.
—¿El precio a pagar?
Lady Charlotte se acercó y bajó la voz.
—Compartir la cama del Monje. Decidí que no podía hacerlo.
—¡Lady Charlotte! —Sarah echó un vistazo a su alrededor. No había nadie lo
suficientemente cerca como para haber oído.
—Dicen que Alvord no tiene una amante porque una sola mujer no puede
satisfacerle. Elige sus compañeras sexuales en los peores burdeles para encontrar suficiente
variedad para su gusto. —Los ojos de lady Charlotte tenían un brillo de excitación. Se
humedeció el labio inferior—. ¿Eso es verdad? ¿Él es insaciable?
—\Lady Charlotte! —A Sarah empezaba a latirle la cabeza.
—¿Cuál es su secreto? ¿Lo aprendió de los salvajes americanos? ¿Es así como logró
que Alvord le ofreciera matrimonio?
Estaba claro que lady Charlotte no creía que la magia de Sarah estuviera en su
apariencia ni en su personalidad.
—Sea cual sea, debe haber sido algo lo suficientemente espectacular como para
capturar el interés agotado del duque.
—Lady Charlotte, no sé de qué habla usted. Créame que James siempre se ha
comportado conmigo como un caballero. —Sarah no iba a explayarse sobre el episodio en el
jardín de Lord Easthaven ni sobre las actividades en el estudio de Jumes—. Espero que no
ande usted divulgando mentiras maliciosas sobre él.
—Oh —dijo lady Charlotte con una sonrisa de suficiencia—. Es un matrimonio por
amor, ¿verdad? Al menos de parte de usted. Pues yo no creo que los duques se casen por
amor. —Sin más, saludó con una inclinación de cabeza y se alejó por el salón atestado de
gente.
Sarah se quedó mirándola fijamente. Desearía decirle a esa mocosa que los duques
también se casaban por amor, pero sabía que eso iba a sonar extremadamente infantil. Y
realmente temía que la otra tuviera razón en este caso en particular.
—Sarah. —James le sonreía. Frunció el ceño y observó atentamente el rostro de la
joven—.¿Estás bien?
—Sólo un poco cansado.
—Podemos marcharnos ya, si quieres.
—Me encantaría.
Lizzie y Robbie compartieron con ellos el carruaje a casa, por lo que no tuvieron
oportunidad de hablar en privado. Sarah se sentía aliviada. Cerró los ojos y apoyó la cabeza
contra los cojines. Volvió a ver el pequeño rostro de expresión fría de Charlotte Wickford.
Apretó con más fuerza los ojos y sacudió ligeramente la cabeza, frotándola contra la
suavidad del asiento de cuero.
No podía imaginarse a James en la misma habitación
con las prostitutas que había visto en los muelles de Filadelfia o en el hospital de su padre.
La idea de que hubiera compartido una cama con mujeres así le resultaba inconcebible.
Pero por otra parte, ¿qué sabía ella? Nada. No, menos que nada.
No podía imaginarse a hombre alguno tocando a las mujeres pintarrajeadas y picadas de
viruela que iban en busca de ayuda al consultorio de su padre. Y sin embargo era obvio que
muchos hombres las habían tocado. Reprimió una risita histérica. Habían hecho mucho
más que tocarlas, aunque exactamente qué todavía era un misterio para ella.
Sarah volvió la cabeza para mirar por la ventana. Jugueteó con el anillo de
compromiso de Alvord haciéndolo girar hasta que la esmeralda se hundió en la palma de su
mano.
¿ Cómo podía casarse con un libertino ?
¿ Cómo podía no casarse con James ?
James observó a Sarah subir las escaleras para irse a dormir. Algo estaba molestándola, eso era
indudable. Sin embargo, esta noche no tenía tiempo paro descubrir cual era el problema, esa
noche tenía la intención de dar con William Dumlap.
Las chicas, sin embargo, no eran tan distintas de Fanny. Parecían un poco más
desesperadas. O quizás era que ahora él era capaz de notar esa desesperación. Calculó que
Bess, la que se había quedado a su lado, era unos años más joven que él. Debían quedarle sólo
un par de años en la relativa comodidad del Spotted Dog antes de que la obligaran a salir a la
calle a ejercer su oficio en la puerta.
—¿Quiere ir arriba, vuestra excelencia? —preguntó ella. Se inclinó para acercarse,
poniéndole una mano en la entrepierna. El aliento de la chica, mezclado con el olor de su
cuerpo y del semen del último cliente hizo que a James se le revolviera el estómago.
Con suavidad le apartó la mano de su entrepierna.
—No, gracias.
Bess comenzó a hacer pucheros, pero James vio una expresión aliviada en su rostro.
Mezcla de alivio y preocupación. Si él no compraba lo que estaba intentando venderle, ella
estaba un paso más cerca de tener que hacer la calle.
—Hablar un poco es todo lo que necesito esta noche —dijo James—. Pagaré tu
tarifa y un poco más. Será el dinero más fácil que hayas ganado en tu vida. Lo mismo para
Jen, ¿verdad, Robbie?
Robbie asintió.
—¿Está seguro de que no quiere usted ir arriba? Puedo hacer cantar su gallo.
—Estoy seguro de que así es, Bess, pero realmente lo único que quiero es hablar.
Necesito cierta información.
Bess retrocedió.
—¿Información? ¿Qué tipo de información?
—Información sobre un americano llamado Williain Dunlap.
—¡ Dios! —Jen se ahogó con la cerveza.
—Nosotras no sabemos nada sobre ningún Dunlap —se apresuró a decir Bess,
cuyo rostro había empalidecido de repente.
—¿Estáis seguras? —James hurgó en el bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las
puso sobre la mesa, eran brillantes soberanos de oro. Lentamente, casi perezosamente,
empezó a separarlas en dos montoncitos.
—Sí. —Jen seguía el recorrido del dedo índice de James mientras éste deslizaba una
moneda a través de la vieja mesa rajada.
—¿Nada? —Otra moneda tintineó contra la primera.
Bess se humedeció los labios.
—¿Qué quiere saber?
—Dónde puedo encontrarle.
—¿Por qué?
—Porque no me simpatiza.
Bess y Jen se miraron. Luego la primera miró por encima de su hombro y bajó la voz.
—Podría intentar en el Broken Dove —dijo—. O en el Red Lady.
—O en el Rutting Stallion, junto al río —añadió Jen.
—Sí, ése es otro de sus establecimientos —dijo Bess—. Tiene montones de lugares
para ocultarse en Londres. Mejor que lleve a su amigo y que cuiden sus espaldas cuando
vayan a buscarlo. No juega limpio.
—Eso pensé.
James y Robbie terminaron sus cervezas.
—Gracias por su tiempo, señoritas —dijo James mientras él y Robbie se ponían de pie
para marcharse.
Las manos de las muchachas volaron a recoger sus pilas de monedas.
—Gracias, vuestra alteza —dijo Bess, con los ojos muy abiertos al ver la cantidad de
dinero que tenía en la mano—. Vuelvan pronto.
—Sí, y pregunten por nosotras —les gritó Jen cuando se iban.
—Dios, esa muchacha, Jen, parecía haber andado entre el ganado —dijo Robbie
cuando hubieron salido—. Dudo que se haya bañado en la última semana.
—Más probablemente en el último mes. El baño es un lujo para ricos, amigo mío. Y
nosotros lo somos, especialmente para la gente de este barrio. Creo que vas a tener la oportu-
nidad de hacer un poco de ejercicio, pero del tipo pugilístico más que amatorio.
- ¿Q u é ?
—Puedo equivocarme, pero creo que dos, no, tres, tipos grandotes nos están
siguiendo. No creo que veas rastro alguno de aquel cochero, ¿o sí?
—No, maldita sea. ¿Estás seguro de que nos están siguiendo?
—¡No mires! Y sí, estoy seguro. No sabes, por esas casualidades de la vida, cómo usar
un cuchillo, ¿verdad?
—No, por esas casualidades de la vida no sé.
—Qué pena. —James aminoró el paso—. Me parece que lo mejor sería enfrentarnos
a ellos ahora, antes de llegar a aquel callejón oscuro donde podrían tener refuerzos. Ayúda-
me a llegar a la alcantarilla y veremos si están siguiéndonos o si sólo han salido a dar un
paseo.
James se tambaleó, apoyándose en Robbie. Dando traspiés llegó hasta la alcantarilla
y se agachó sobre ella como si fuera a vaciar el estómago. Echó un vistazo hacia atrás
mientras bajaba la cabeza hasta sus rodillas. Si aquellos hombres no eran una amenaza, se
mantendrían lejos del hombre descompuesto y de su compañero. En cambio, apuraron el
paso hacia ellos.
—Prepárate —dijo entre dientes James—. No veo porras ni palos, pero seguro que
traen uno o dos cuchillos.
El que marchaba a la cabeza del grupo hizo el intento de agarrar a James. Robbie
retrocedió instintivamente, dejando espacio para que James se pusiera en pie de un salto y
estampara su puño derecho en la mandíbula del tipo antes de que éste se diera cuenta de
que habían notado su presencia. La cabeza le voló hacia atrás, golpeando con fuerzo la
nariz del
Llegado este punto, unos matones callejeros comunes hubieran huido, con un tipo
abatido y otro herido, ahora estaban en igualdad de condiciones. Desgraciadamente, éstos
no eran unos simples matones callejeros. Obviamente los habían contratado para hacer
un trabajo que dudaban en dejar inconcluso.
Robbie no perdía terreno contra el matón número tres. No tenía técnica, pero en las
peleas callejeras lo mejor era pelear sucio. El segundo tío, con la nariz goteando sangre, había
sacado un cuchillo de la bota. James sacó el suyo, esquivó al hombre tirado en el suelo e hirió
a «Nariz Sangrienta» en el brazo con que empuñaba el cuchillo, el cual fue a dar ruidosa -
mente a la acera. James lo alejó de un puntapié y le propinó otro en plena rodilla. Con un
aullido, el matón se agarró la pierna y cayó sobre el primer atacante. En ese momento, el
contrincante de Robbie decidió que era momento de huir y echó a correr.
—No creo que la guardia esté por aquí cuando uno la necesita, ¿verdad? —James
limpió su cuchillo en los pantalones y volvió a desrizarlo dentro de la bota.
—¿ Qué haremos con ellos ?
—Hacerles una o dos preguntas. Oye, tú. —James apoyó su bota sobre la pierna
sana de «Nariz Sangrienta» cuando éste trataba de ponerse de pie, haciendo que volviera a
precipitarse al suelo—. No tan deprisa. Este amigo tuyo no es buen conversador, pero espero
que tú tengas algo interesante que decir. —Sacó del bolsillo un arma y le apuntó—. Quizás
esto te refresque la memoria.
—No sé nada, jefe. Es la pura verdad. —Los ojos del hombre iban y venían
rápidamente, buscando escapatoria.
—Dudo que reconocieras la pura verdad aun si ésta te mordiera el trasero. Sin
embargo sugiero que trates de aportar algo que sea verdad si quieres mantener tu miserable
pellejo intacto y fuera de Newgate. ¿Quién os contrató y exactamente para qué?
—No nos contrató nadie, señor. Sólo somos unos pobres diablos tratando de hacer
alcanzar el dinero.
James dijo una palabra muy breve y muy vulgar. «Nariz Sangrienta» se escabulló hacia
atrás, pero el duque rápidamente se adelantó un paso y apoyó la bota sobre la rodilla las-
timada del tipo.
—¿Sabes? —dijo James en tono de conversación—. Le he quebrado la rodilla a un
hombre de este modo. Las rodillas, por si no lo sabes, amigo mío, están diseñadas para
doblarse en un solo sentido. Es posible hacerlas doblarse en el otro sentido, pero no es muy
placentero, al menos no para el dueño de la rodilla. Yo, por ejemplo, no sufriría en lo más
mínimo si me subiera sobre tu rodilla. —Al decir esto James dejó recaer un poco de su peso
sobre el pie y el matón dio un alarido.
—Por las entrañas de Dios, él dijo que íbamos a atacar a un ricachón que sólo sabía
pavonearse alrededor del ruedo, pero que no sabía pelear. ¡El nunca dijo que íbamos a atacar
a uno como usted!
—Tomaré eso como un cumplido. Ahora dime quién es «él» y dónde podemos
encontrarle. Si me gusta tu respuesta podrás marcharte y llevarte contigo al dormilón de tu
amigo.
—No puedo, me costaría la vida
Obviamente el hombre estaba asustado, pero James no sentía ninguna compasión
por alguien que con mucho gusto le hubiera cortado el hígado en tajadas momentos antes.
—Va a costarte la vida si no lo dices. Yo estoy aquí y el que te contrató no lo está. Ya has
sentido lo filoso que es mi cuchillo. —James ejerció un poco más de presión sobre la rodilla
— ¿Quieres que me acerque más para que puedas volver a sentirlo? Te aseguro que no está
desafilado por falta de uso.
—¡Vale, vale! —Ríos de sudor surcaban la cara del hombre—. Fue Dunlap el que nos
contrató. Ahora déjeme ir, señor, como dijo que haría. No sé nada más.
—¿Ni siquiera dónde puedo encontrar a Dunlap esta noche?
—¡No! Lo juro. A nosotros sólo nos avisan cuando hay que hacer un trabajo y
cuando el trabajo está hecho nos dan nuestra paga. Nunca vemos a Dunlap en persona.
¡No queremos verlo!
—Me imagino que no —suspiró James—. De veras lamento tener que arruinar una
rodilla perfectamente sana. Pero, como tienes otra, quizás no la extrañes tanto. —Se in-
clinó hacia delante. El tipo volvió a soltar un alarido.
—¡Pare! ¡Pare! ¡Se lo diré, pero pare!
James aflojó la presión.
—Me parecía que podías llegar a cambiar de opinión.
El tipo tragó saliva. Tras echar un vistazo alrededor, susurró:
—Rutting Stallion, junto al río. Por lo general se queda allí cuando está en Londres.
Pero no podría jurarlo, señor. Podría estar en alguno de sus otros burdeles.
James asintió con la cabeza.
—Muy bien, creo que has hecho tu mejor esfuerzo. —Levantó la bota—. Que
tengas buenas noches.
El hombre gateó hasta conseguir ponerse de pie y desapareció en el callejón que
tenían delante antes de que James hubiera terminado la frase.
—Dejó a su amigo —dijo Robbie.
James movió la cabeza asintiendo.
—Me temo que sólo era un socio temporal. En realidad no esperaba que cargara con el
cuerpo. El peso muerto lo demoraría.
—¿Entonces, qué hacemos con él? —Robbie miró preocupado al tipo.
—Dejarlo. Está empezando a volver en sí. Sugiero que nos vayamos directamente al
Rutting Stallion.
—Eres muy bueno con ese cuchillo. ¿Dónde aprendiste a pelear así?
—En la Península. No todos los combates se libraban en el campo de batalla. Aprendí que
valía la pena estar preparado.
Dunlap se sirvió un vaso de brandy. Seguramente a esta hora Alf y sus compañeros
ya habrían despachado al duque. Qué considerado de parte de Alvord el entregarse en
bandeja de plata. Qué lástima que estuviera con Westbrooke. Dunlap prefería las
probabilidades de tres a uno que las de tres a dos. Sin embargo, Westbrooke no era un gran
luchador, así que su presencia era despreciable. Y Alf había llevado a su mejor equipo.
«No», pensó Dunlap mientras se reclinaba en su silla y subía los pies sobre el
escritorio, «si uno comete la tontería de visitar el barrio de los burdeles, debe esperar
algunas sorpresas desagradables». Si miraba por la ventana ahora, hasta podía ver las
formas oscuras de dos cuerpos flotando en el Támesis. Le había dicho a Alf que no atara
piedras a los cadáveres. Runyon quería pruebas de que el trabajo había sido hecho y qué
mejor prueba que el mismísimo cadáver del duque. Sólo para asegurarse, Dunlap había
hecho arreglos para que un barquero lo encontrara a la mañana siguiente. No tenía sentido
correr el riesgo de que el sol, el agua y los pájaros del río dejaran irreconocible el cadáver de
Alvord.
Se marcharía tan pronto como Kunyon se diera por satisfecho. No regresaría más. Le
había perdido el gusto a Inglaterra.
Oyó una conmoción en el vestíbulo. Frunció el ceño. Parecía como si Belle estuviera
gritando. Belle nunca gritaba en horas de trabajo. Después del horario laboral, cuando el la-
mía las capas y pliegues de su carne lujuriosa hasta la perla que se escondía dentro,
entonces sí gritaba. Dios, gritaba tan alto como para despertar a la guardia nocturna si ésta
hubiese sido lo suficientemente estúpida como para aventurarse en esta zona de Londres.
Bebió un sorbo de brandy. Extrañaría a Belle, pero por otro lado el mundo estaba plagado de
Belles. Clarisse, en su burdel de París, por ejemplo, era una mujerzuela llena de lujuria.
Tenía un vasto repertorio de entretenidos trucos de alcoba.
Otra vez el ruido. Era Belle, sin duda.
—¡Vuestra alteza! Le he dicho que el señor Dunlap no está aquí. No, no puede usted
entrar en esa habitación.
—Señora, voy a entrar ahora mismo. Por favor, hágase a un lado. La apartaré por la
fuerza si me obliga.
Dunlap se levantó de su silla con la velocidad del rayo, haciendo volar por el aire el
brandy. ¡Mierda! Alvord estaba al otro lado de la puerta.
Abrió la ventana que había detrás de su escritorio y pasó la pierna por encima del
alféizar mientras oía el repiqueteo del picaporte. A Alvord le llevaría un rato violentar esa ce-
rradura. Para entonces él ya no estaría allí. Se deslizó por la fuerte enredadera que había
plantado hacía años al comprar ese burdel.
Un hombre astuto siempre tenía una salida de emergencia.
No había nadie en la habitación, por supuesto. James miró por la ventana, pero ni
rastro de Dunlap.
—Es una pena, Robbie, pero creo que el pájaro se ha escapado.
—Maldición. ¿Iremos a buscarle a alguno de sus otros burdeles?
—No, creo que no. Estoy seguro de que Dunlap es demasiado astuto como para ir a
esconderse en un lugar tan obvio. —James hizo un gesto con la cabeza a la afligida madame
—. No creo que usted sepa hacia dónde fue su jefe, ¿verdad?
—Oh, no, vuestra alteza. Yo no sé nada.
James suspiró.
—Tal como lo pensé. Vamos a casa, Robbie.
Alquilaron un coche. James estaba cansado y dolorido. Hacía tiempo que no se
involucraba en una pelea callejera. Todo lo que quería era un buen baño caliente.
Sin ser invitada, la imagen de Sarah se presentó en su mente. Sarah con el pelo
suelto y desnuda. De repente sintió tensión y dolor en otra parte de su anatomía.
Y un ferviente deseo de poder aliviar también aquel dolor esa noche.
Capítulo 13
Sarah reflexionaba sobre las palabras de las damas. ¿Cómo iba a discutir semejante
tema con James? Indudablemente no era apropiado hacerlo en la mesa del desayuno. Ni
tampoco lo hacía más digerible un refrigerio frío, tortas y té, o faisán asado. Dado que las
damas se habían convertido en excelentes carabinas, no había un solo momento para hablar
en privado. Y en realidad, ¿qué iba a decir? La fornicación era de esperar entre los nobles
ingleses. Los lores pensaban más en su vestuario que en sus compañeras de cama.
Pero ella no era una dama inglesa. No podría ignorar los pasatiempos amorosos de
James. Tenía que hablar con él. Las damas tenían razón sobre eso. ¿Pero cuándo? ¿Y dónde?
Al regresar de la ópera esa noche estaba demasiado inquieta para dormir. Despidió a
Betty, se arrellanó junto al fuego envuelta en una manta y afrontó algunas verdades incómodas.
Amaba a James. Desearía que no fuese así, pero era un hecho. Ya no podía imaginar la
vida sin él. James había despertado en ella algo que jamás volvería a dormirse. Anhelaba su
contacto, pero también su fidelidad y su amor.
Si tuviera su contacto pero no su amor, ¿podría soportar casarse con él? No lo sabía.
Apoyó el mentón sobre las rodillas y clavó la vista en las llamas amarillas y
anaranjadas que lamían la chimenea. No iba a encontrar la respuesta allí. Tenía que hablar
con James. Esta noche. Ahora. Ya no podía tolerar la incertidumbre.
Comenzó a pasearse por la habitación. La idea de ir a buscar a James a su dormitorio
hacía revolotear su estómago como las alas de un colibrí. Se agarró los costados del cuerpo
cruzando los brazos debajo de los pechos y respiró profundamente para calmarse. No le
sirvió de nada.
¿Podría ir a la habitación de él? Estaba en el mismo corredor. Le llevaría sólo un
momento llegar allí. Sabía qué puerta era.
Lo que quería hacer era escandaloso, pero estaban comprometidos. Para la mayoría
de las personas la reputación de ella ya estaba hecha trizas.
Se detuvo en el ángulo más alejado de la chimenea. ¿Y si él no estuviera en su
habitación? No las había acompañado a la ópera. ¿Y si estaba pasando la noche en algún
burdel o con alguna acomodaticia dama de clase alta ?
Ahora su estómago albergaba una bandada de colibríes.
Suficiente. Estaba claro que no iba a poder dormir, así que bien podía ir a verle esta
noche. Si él no estuviera e-n su habitación... bueno, pues volvería a intentarlo otro día.
Esperaría una hora, hasta que el resto de la casa se durmiera. Entonces iría.
Sarah entreabrió la puerta y espió hacia fuera. El corredor estaba desierto. Respiró
profundamente y dejó salir el aire lentamente. Ir a enfrentarse a James en su habitación le
había parecido una buena idea antes, pero ahora se le ocurrían cientos de razones por las
que debería permanecer segura donde estaba. Por otro lado, quedarse escondida en su
cama no solucionaría sus problemas. Volvió a mirar hacia el corredor. La distancia hasta el
dormitorio de James parecía enorme, pero sabía que no lo era. Sólo necesitaba convencer a
sus pies de que echaran a andar. Se obligó a atravesar el umbral.
Caminó a toda prisa por el corredor. Afortunadamente, las otras puertas
permanecieron firmemente cerradas. No quería encontrarse con las señoras o con Lizzie.
¿Y si Harre-son estaba en el cuarto, esperando a James? Moriría de vergüenza si el correcto
y formal ayuda de cámara de James la pescaba entrando a hurtadillas en la alcoba de su amo.
Llegó hasta la puerta y apoyó la oreja sobre la madera. Los violentos latidos de su
propio corazón le impedían oír otra cosa. Conteniendo el aliento cerró los ojos y se
concentró. Ningún sonido. Echó un vistazo a lo largo de todo el corredor. No venía nadie.
Asió el picaporte. La mano le temblaba de tal manera que tuvo que usar las dos.
La puerta se abrió sin hacer ningún ruido y la joven se deslizó dentro. Ni rastro de
Harrison, a Dios gracias. Un fuego cubierto de cenizas resplandecía a su izquierda; la luz de la
luna brillaba tenue y vacilante, entrando a través de la ventana que tenía ante sí. La cama,
enorme y alta como la de un rey medieval, estaba junto a la ventana y tenía las cortinas
recogidas. A la tenue luz no alcanzaba a distinguir si James estaba o no allí.
Silenciosamente se deslizó por la habitación. Sí, allí estaba él, boca arriba y
cubierto sólo hasta la cintura por la ropa de cama.
Las sombras jugueteaban sobre su rostro, sobre las largas pestañas contra sus mejillas
y el hueco en la base del cuello. Tampoco ahora llevaba una camisa de dormir. Podía ver la fina
capa de vello que le cubría el pecho. Recordaba que era dorado. ¿Sería suave? En el Green
Man había sentido deseos de tocarlo, de dibujar con el dedo su recorrido por encima de las
tetillas planas, bajando hasta el vientre, el ombligo y la delgada línea que desaparecía bajo
la sábana. ¿Podría tocarlo ahora? Estaba dormido. Si lo hacía con mucho cuidado, él jamás se
enteraría.
La intimidad de la iluminación y el silencio le prestaron audacia. Alargó la mano
hacia él.
A la velocidad del rayo las manos de James le cogieron la parte superior de los brazos,
levantándola para luego arrojarla de espaldas sobre la cama. Se cernió sobre ella, inmovili-
zándola con su peso contra el colchón.
—¡James!
Aflojó la presión.
—¿Sarah?
—Sí —dijo ella con voz ronca. Lo miró fijamente, pero su rostro se perdía entre las
sombras. ¿Estaría enojado?
—Un momento. —Se alejó. Ella oyó el chirrido de un yesquero al abrirse y el sonido
de un pedernal al rasparse. Luego vio el destello de una vela recién encendida.
La piel de James emanaba un cálido resplandor. Tanta piel. Los hombros, hermosos y
anchos, la espalda fuerte que se estrechaba gradualmente hasta la cintura que aún perma-
necía oculta por las mantas. Se volvió hacia ella dejándole ver su pecho otra vez. Había
olvidado cómo el movimiento provocaba una especie de ondulación en sus músculos. Era
verdaderamente asombroso lo que se ocultaba bajo las camisas, abrigos y corbatas. Los ojos
de la joven recorrieron la sinuosa línea que iba desde el cuello, pasando por los hombros y
bajando por los músculos de los brazos.
—;Te gusta lo que ves?
—¿Cómo? —Sus ojos volaron otra vez hacia el rostro de él. Observó otra vez esa mirada
absorta. Con toda la atención fija en ella.
—No sabía que los ojos de una mujer pudieran torturar a un hombre.
—¿ Qué ? —Sacudió la cabeza en un intento por aclarar sus pensamientos. Sabía que al
hablar daba la impresión de tener el cerebro hecho añicos, pero el timbre ronco de la voz de
James le distraía bastante.
—No mires sin tocar, cielo. Te lo ruego. Puedo sentir sobre mí tus ojos, pero me
encantaría sentir tus hermosas manos o, mejor aún, la suavidad de tus labios.
A ella le encantaría tocar la dorada barba incipiente que delineaba su mandíbula y
los abultados músculos de sus brazos. Sus manos ardían por tocarle. Frunció el ceño y se in-
corporó, alejándose de él hasta el otro lado de la cama. Poner un poco más de distancia
entre ellos sin duda sería de gran ayuda para poder conversar.
James despertó al sentir que alguien alargaba el brazo hacia él. Jamás debería haber
dejado que su atacante se acercara tanto. No lo habría permitido de no ser porque estaba
profundamente inmerso en un sueño deliciosamente erótico.
Casi hubiese preferido morir a salir de su sueño. En él tenía a Sarah desnuda en la
cama, sin mantas ni almohadas que obstruyeran la visión. Había estado deleitándose con
el espectáculo. Había dejado a sus ojos explorar cada centímetro de ella, desde el cabello,
pasando por los labios y el cuello, hasta llegar a sus pechos adorablemente pequeños. Su
cintura. Sus muslos. Pese a tener una imaginación extremadamente activa, no podía decidir
el matiz exacto del precioso vello que albergaba el espacio entre esos muslos. ¿Sería el
mismo tono rojizo de su cabello? ¿Y serían igual de suaves? Estaba a punto de averiguarlo
cuando había sentido que un hombre o largaba el brazo hacia él.
Supo que no se trataba de un hombre ni bien cerró las manos sobre los brazos del
intruso.
Era Sarah. ¿Qué estaba haciendo en su habitación? ¿Y
en su cama? Parpadeó. No, ya no estaba soñando. Ella tenía
Puesto un camisón blanco de cuello alto. Jamás hubiera lleva-
do tanta ropa en uno de sus sueños.
Se volvió para encender una vela. Apenas pudo concentrares el tiempo suficiente
como para raspar el pedernal.
Tenía a Sarah en su cama con tan sólo un camisón entre su piel y la de ella. Apenas
algunos botones, tan convenientemente ubicados debajo de la barbilla de la joven, encima
el cuello esbelto y un poco más abajo sus preciosos pechos.
Le llevaría sólo unos instantes despojarlos de la prisión de la ropa. Tenía por delante una
larga sucesión de instantes, horas, antes de que las doncellas se levantaran.
La sangre fluía deprisa desde su cabeza hasta otra parte de su cuerpo.
Sarah llevaba puesto el anillo que él le había dado. Estaba en su cama. Tía Gladys y
lady Amanda estaban dormidas, pero aun si despertaran no asomarían las narices en su al-
coba. Estaba a salvo, arropado en su propia cama. Con Sarah.
Debería haber cerrado la puerta con llave. Pero entonces, obviamente, ella no
habría logrado entrar. ¿Por qué había venido?
Francamente, no le importaba el porqué. Ella estaba allí. Sin duda sus sueños
estaban a punto de hacerse realidad.
Se volvió hacia ella y la halló mirándolo con tanta atención como él la había
observado en su sueño. Dios, era una tortura exquisita. Su piel ardía dondequiera que ella
posara sus ojos. Necesitaba sentir sus manos, sus labios sobre él. Estaba desesperado porque
lo tocara.
Suplicaría, si fuera necesario.
De alguna manera James se las había arreglado para que entre ellos no mediara distancia alguna.
Su cara estaba a tan sólo unos centímetros de la de ella. Parecía estar... hambriento.
—James, deja de hacer eso.
—¿Que deje de hacer qué?
Ella podía sentir sobre sus labios el aliento de él. Con sólo alzar la mano podría
tocarle el pecho. Ese pecho completamente desnudo. ¿No sentiría vergüenza de su
desnudez? Sin duda podía echarse encima una camisa de dormir. Pero para hacerlo
primero debería salir de la cama y ella vería cada musculoso centímetro de ese cuerpo. A
menos que cerrara los ojos, lo cual, por supuesto, haría.
Quizás.
—Deja de mirarme de ese modo —dijo ella—. Es necesario que hablemos.
—¿Estás segura? Se me ocurren cosas más interesantes que hacer con nuestras bocas.
Se inclinó acercándose y ella echó la cabeza hacia atrás. Si retrocedía un centímetro
más iría a dar al suelo.
—Y de todas maneras, eres tú quien mira, cariño. No es que me moleste, por
supuesto. Sería un placer mostrarte cualquier parte de mi cuerpo que desees ver —dijo,
tomando luego entre sus manos las mejillas de la joven.
Sarah se humedeció los labios y vio la mirada de James descender hasta su boca.
Sería tan fácil que la sedujera haciéndole olvidar el propósito de su visita. Estar a
solas con James en la tibieza y penumbra de su cama, rodeada por su perfume y su calor
era... maravilloso.
—Es necesario que hablemos sobre nuestro futuro —susurró ella.
—Ah. Me encantaría hablar sobre nuestro futuro, cielo. —Sus dedos se movieron
comenzando a juguetear con los botones de su camisón—. ¿Por qué no te metes a la cama y
te pones cómoda?
—Mejor no. —Sarah miró las mantas—. ¿Llevas calzoncillos?
Él dibujó una amplia sonrisa.
—¿Te gustaría mirar?
—No, creo que me quedaré donde estoy gracias.
—¿No tienes frío?
—Más bien tengo un poco de calor.
—¿De veras? Entonces no deberías tener cerrado hasta la barbilla ese camisón, cariño.
Le desabrochó el primer botón. Sarah alzó la mano para detenerle, pero quién
sabe cómo terminó recorriendo con el dedo la curva de sus músculos y los tendones de
sus brazos. Él le besó los dedos que rozaban su piel. La muchacha dejó caer las manos sobre
la cama.
Otro botón se deslizó fuera del ojal.
James le tocó el extremo de la trenza.
—Recuerdo tu cabello aquella noche en el Green Man. Era como seda roja y dorada.
Sarah se ruborizó.
—Era un desastre. Estaba demasiado cansada como para trenzarlo.
—¿Mmm? —Él soltó las trenzas y pasó los dedos entre los mechones—. Era así de
hermoso.
Le retiró el cabello de las sienes. Luego deslizó lentamente la mano por una de las
mejillas hasta llegar a la garganta y al siguiente botón de la hilera. Ella le cogió la muñeca. No
tenía que olvidar que él era un calavera. Un libertino.
Y uno muy exitoso, por lo visto. Estaba sumiéndola en la inconsciencia.
—James ¿haces sentir así a todas tus mujeres?
—¿Así cómo, amor? ,
—Acaloradas y...agitadas.
—Eso suena a fiebre. —Otro botón desabrochado—. Pero te contaré un secreto. —Se
inclinó hacia ella dejando que sus labios le rozaban la m e j i l l a —. Tú también me haces sentir
acalorado y agitado. Tal vez tenemos la misma enfermedad. —Sus labios le acariciaron
ligeramente la boca y ella instintivamente volvió la cabeza para seguirlos mientras se
alejaban.
—Quizás podamos curarnos mutuamente. —Se movió hasta su cuello, hasta el
sensible punto justo detrás de la oreja—. Creo que podemos. —Su voz temblaba levemente
—. Realmente lo creo.
—-Pero, James. —La voz de ella tampoco era del todo firme. Cada vez que la boca de él se
movía hacia otro punto, una nueva oleada de calor sacudía a la joven. Pero aún tenía la vaga
sensación, cada vez más vaga, de que tenía que decir algo importante. No podía permitir que este
adorable fuego la consumiera.
—James... ¡oh!
Los labios habían llegado a la base del cuello. Sintió que el deseo le endurecía los
pechos; palpitaba de la cintura para abajo. Un botón menos. La joven quería desgarrar de una
vez el condenado camisón. Necesitaba sentir esas manos y esa boca en todo el cuerpo.
¡No! Tenía que decir lo que había venido a decir. Se humedeció los labios para hacer
otro intento.
—James, acerca de las otras mujeres.
Él le desabrochó otro botón. Uno más y llegaría a sus pechos. Y entonces toda
esperanza de conversación racional se desvanecería. Lo empujó y él alzó la cabeza. La
muchacha le miró a los ojos.
—He pensado mucho sobre esto, James. Sé que no puedo modificar tu pasado. Pero
soy americana, no inglesa. No resistiría pensar que haces esto con otras mujeres cuando
estemos casados. No quiero compartirte.
Torció la boca en un atisbo de sonrisa.
—Y yo no quiero ser compartido.
—¿No quieres? —Trató de evitar que su esperanza se desbordara hasta tanto se
asegurase de haber comprendido—. Entonces ¿vas a dejar a tus otras mujeres? ¿Dejarás
los burdeles?
—¿Dejar los burdeles? —James parecía estupefacto—. ¿Y a mis otras mujeres? —
Se reclinó.
Sarah frunció el ceño. ¿Acaso ella había malinterpreta- do sus palabras?
—Sé que estoy pidiendo mucho. Sé que no es la cos tumbre inglesa. Pero te lo
compensaré, James, lo prometo. Sólo tienes que mostrarme cómo. Ahora soy una
ignorante, pero estoy dispuesta a aprender. Sólo muéstrame lo que te gusta. Quiero
complacerte.
—Eso suena encantador, cielo, pero no le encuentro sentido a lo que dices.
¿De dónde sacaste la idea de que tengo hordas de mujeres?
Sarah estudió su rostro. Parecía perplejo, no enojado.
—¿No es por eso por lo que te apodan el Monje?
James frunció el entrecejo y hubiera hablado, pero Sa rah no le dio tiempo.
—Richard fue el primero que me lo contó, pero hasta tu tía y lady Amanda lo
saben. Lady Charlotte dijo que todo el mundo sabía que frecuentas los burdeles. —Se
sonrojó—. Dijo que no tenías sólo una amante porque necesitabas variedad.
James la miraba fi jamente.
—¿Charlotte dijo que necesito variedad?
Ella asintió con la cabeza.
Él parecía atónito. Se dejó caer boca arriba, cubriéndo se la cara con las manos.
Sarah sintió que le daba un vuelco el estómago.
—No pu edo comp artirte , Ja me s. —L e tocó e l hom bro. Él estaba temblando
—. L o lamento, pero simplemente no puedo.
Un ruidito extraño se fi ltró a través de los dedos que cubrían la cara. Ella le
clavó los ojos, recelosa.
—¿Te estás riendo de mí?
—De ti, de mí, de toda esta ridícula situación —ja deó—. Sarah, es verdad que
algunos solían llamarme el Mon je. Richard me puso ese apodo cuando estábamos en
la universidad. Sabía que no te gustaba, pero pensaba que sabías lo que significaba.
—¿No significaba lo que me dijo Richard?
—No. Al menos no en aquel tiempo. De veras pensaba que ya nadie lo usaba. Nadie me
llama así en la cara. —Hizo una mueca—. Por cierto que no tenía ni idea de que tía Gladys y
lady Amanda supieran de la existencia del maldito apodo.
—Y lady Charlotte. Ella pensaba que nosotros, eh... es decir, ella pensaba que ya
habíamos estado juntos en la cama.
James dibujó una amplia sonrisa.
—Bueno, eso es verdad.
Sarah hizo una mueca.
—¡Sabes lo que ella pensaba! Y creo que quería que le diera detalles.
James silbó bajito.
—Tal vez la querida Charlotte no es tan fría como pretende.
Sarah volvió a cogerle la muñeca.
—Deja en paz a Charlotte. Es bastante desagradable.
—Oh, lo haré, cielo, lo haré. Pero estoy conmocionado por haberme enterado de que
tengo la fama de ser un demonio en la cama.
—¿Entonces no lo eres?
—No tengo ni idea. Amor, soy tan casto como tú.
Ahora la estupefacta era Sarah.
—¿De veras?
James asintió.
—Ese apodo que tanto lamento tener significa exactamente lo que sugiere.
Sarah lo miró fijamente. Vio que tenía los labios curvados en una semisonrisa y
parecía ligeramente avergonzado.
—Pensé que, es decir, parece... Pues, por lo que todo el mundo dice... es decir, toda la
«flor y nata», los hombres entran y salen de la cama de cuanta mujer se lo permite.
—Lo admito, debo ser el único duque casto mayor de catorce años.
—¿Pero cómo puede ser? Verdaderamente pareces saber cómo, eh... tú me
entiendes.
—¿De veras? Será porque tú me inspiras. Ahora sin duda me siento inspirado, ¿tú
no?
Alargó la mano para tocarle el costado de uno de sus pechos a través del camisón.
—Eh... —Sin duda estaba ardiendo. Si tan sólo él continuara moviendo la mano...
James levantó la mano izquierda de ella, besándole la parte interna de la muñeca,
que luego acarició con el pulgar, sintiendo su pulso agitado.
La luz de las velas arrancó un destello a la esmeralda del anillo de compromiso de los
Runyon.
—Antes de comprometerte... —Sonrió abiertamente—. Antes de comprometerte
completamente, necesito estar seguro No tienes más dudas acerca de nuestro matrimonio,
¿verdad?
La intensidad de las maravillosas sensaciones físicas amainó ligeramente cuando
Sarah miró fijamente a James, estudiando su rostro.
—¿Por qué? ¿Por qué quieres casarte conmigo?
—¿Por qué? ¿Haber dormido juntos no es suficiente? No. —Le puso un dedo sobre
los labios para acallar su inminente protesta—. No es sólo eso. No es porque el incidente en el
Green Man se haya divulgado, o porque necesite una esposa y un heredero, ni siquiera
porque deseo tu hermoso cuerpo, aunque también es por todo eso. —Volvió a besarle la
muñeca, succionando ligeramente la piel—. Dios, desde aquella noche en el Green Man el
deseo de tener tu cuerpo no me ha dejado conciliar el sueño en paz. Pero es más que todo
eso.
La miró directamente a los ojos.
—Te necesito, Sarah. De algún modo has entrado en mi corazón y en mi alma. No
puedo imaginar la vida sin ti a mi lado. En mi cama, sí, pero también sentada a mi mesa des-
ayunando conmigo, en mi salón y en las tierras de Alvord.
—¿De veras? —Sarah estudió su rostro. Lo que vio arremolinándose en sus ojos
color ámbar le dio confianza.
—De veras. Di que te casarás conmigo, Sarah. —Le acarició la boca con sus labios—.
Dime que sí.
Ella suspiró. Toda la agonía, las razones y las racionalizaciones eran ahora como una
tormenta de verano cuya intensidad se olvida apenas el sol irrumpe entre las nubes. No
importaba que James fuera un duque inglés. Era James y había llegado a ser imprescindible
para su felicidad.
—Oh, sí—respondió.
El rostro de él se iluminó.
—Entonces, amor mío —le susurró al oído— de verdad me encantaría perder mi
virginidad. —La besó—. Por supuesto, eso implica que tú también tendrás que perder la
tuya. —Otro beso—. Pero trataré de compensártelo.
Sus dedos desabrocharon el último de los botones.
—Te veo algo ruborizada, cielo. Estoy seguro de que estarás más cómoda sin este
molesto camisón.
La joven no sabía si iba a estar más cómoda o no. La comodidad no era lo que importaba.
El tema era la supervivencia. Si no sentía pronto sobre su piel la de James, estallaría en llamas.
Lentamente, él fue subiéndole el camisón por la pierna. Deslizó la palma sobre su
piel desde el tobillo hasta la pantorrilla, yendo a detenerse justo por encima de la rodilla.
Sarah se retorció. Deseaba desesperadamente que los dedos se movieran unos
centímetros más arriba. Las manos le temblaban apoyadas sobre los hombros de él. Gimió.
—Por favor.
—¿Por favor? Amor, haré lo que sea por ti si lo pides de un modo tan encantador.
Su mano se movió y el pulgar rozó el punto que ardía por su contacto mientras se
deslizaba subiendo por el muslo hasta la cadera. Entonces él cogió el camisón con ambas
manos y se lo quitó por encima de la cabeza. La prenda desapareció entre las sombras.
—Dios, Sarah. Eres tan hermosa. —No hacía más que mirarla, recorriéndola con los
ojos desde los pechos hasta el vientre y de allí a los muslos. Ella hizo un movimiento para
cubrirse, pero los dedos de James apartaron los suyos. El suspiró, la mano grande y cálida
sobre la mata de vellos rizados que ella había tratado de ocultar hacía un instante.
—Rojos —dijo él en un susurro—. Igual que tu cabello.
Levantándola entre sus brazos, la depositó bajo las sábanas donde la apretó contra su
cuerpo desnudo. Las llamas lamían la piel de ella. La colocó boca y arriba le acarició con suavidad
los pechos, tocándole ligeramente los pezones.
Ella se arqueó entre sus manos. Una oleada de fiereza la invadió, despojándola de
toda timidez. Necesitaba a James. Le pasó las manos por el cabello, por la espalda, incluso por
las musculosas nalgas. Gemía, sollozaba. Él la tocaba muy suavemente. Con excesiva y
provocadora suavidad.
—Shhh, cielo. Tranquila. —Él también jadeaba. Rió, sin aliento—. Creo que esta vez no
intentaremos ir despacio, ¿eh?
Sarah sacudió la cabeza. Apenas le oía. El deseo estaba consumiéndola. Había un
vacío en su interior que necesitaba llenar.
—Por favor —volvió a gemir.
Uno de los largos dedos la tocó suavemente en ese lugar húmedo, oculto y anhelante
entre sus piernas...Y entonces ella explotó. Gimió, aferrándose a él. Oleada tras oleada de
sensaciones la hicieron flotar, aplacando el fuego, limpiándola, dejándole el cuerpo débil y en
paz. Levantó la vista hacia él.
—Ahora es mi turno, cielo
Ya libre de la locura, percibió la tensión en la voz de él.
Se colocó encima y ella abrió las piernas para recibirle. Luego deslizó sus manos sobre
los hombros y la espalda de James. Sintió en todos los músculos de él la misma tensión que
hacía un momento había sentido en los suyos.
Algo caliente y firme la tocó donde antes había estado el dedo de James y un instante
después eso estaba profundo en ella. El interior de su cuerpo cedió. No estaba segura de que
pudiera estirarse tanto, pero se quedó quieta pues sabía que era James uniéndose a ella.
—Esto puede doler —jadeó él. Penetró más en ella, llenándola—. Dios, Sarah. —Su
voz no era más que un ronco susurro—. Eres dulce. Eres tan dulce.
El sudor hacía resbaladiza la espalda masculina. Sarah le acarició la columna y elevó
las caderas. Él recobró el aliento y arremetió dentro de ella. La joven sintió que algo le quema-
ba muy profundo, donde él estaba. Debajo de sus manos las caderas de James se movieron
una vez, dos veces y se quedaron inmóviles. Dentro de ella palpitaba algo caliente; luego el
cuerpo de él se relajó y permaneció acostado encima de ella, que lo abrazó fuerte cuando
sintió que el ritmo de su corazón se hacía más lento y constante.
Apenas podía respirar bajo el peso de aquel cuerpo. No comprendía del todo lo que
acababa de suceder, pero sentía una profunda satisfacción. No quería que él se moviera.
Cuando lo hizo, Sarah sintió el aire frío contra su piel perlada de sudor. El la abrazó,
atrayéndola hacia sí. La joven apoyó la cabeza contra su pecho.
—Lamento haberte hecho daño. —Su aliento le movió el cabello.
—No fue nada —respondió ella apoyando la palma extendida contra el pecho de
James.
—Fue tu virginidad al romperse. No volverá a dolerte así. Enredó sus dedos en el
cabello de la muchacha—. Hoy mismo voy a conseguir una licencia especial. Quiero que
nos casemos lo antes posible.
Sarah sintió que se ruborizaba. ¿Qué pensaría la familia de James de una boda tan
precipitada?
—¿Hace falta que nos casemos tan rápido?
—Sí. —La mano de James recorría la columna de la joven. Esta se estiró apretándose
contra él—. Hay al menos tres razones para darnos prisa, cielo. Primero, no tengo
intenciones de volver a dormir solo y tía Gladys puede oponerse a que me traslade a tu
habitación sin la bendición de la iglesia. No voy a andar a hurtadillas por los corredores de
mi propia casa.
Sarah se agitó.
—Yo debería escurrirme por esos corredores ahora mismo, James, de regreso a mi
habitación. ¿Qué hora es?
James la atrajo contra su costado, para más seguridad.
—Tú no vas a ninguna parte.
—Pero ¿qué dirá la servidumbre? Harrison o alguna de las criadas entrará pronto.
—Los criados estarán encantados de encontrarte en mi cama, Sarah. No quieren que
Richard se convierta en duque. Antes de que tú llegaras a mi vida, Harrison solía
amenazarme con que buscaría otro empleo si yo no cumplía con mi obligación de asegurar
la sucesión.
—Bueno, al menos debería ponerme un camisón.
—Estás bien así. Espero que en el futuro prescindas en lo posible de esa ropa para
dormir.
—¡James!
—La segunda razón para apresurarnos —dijo, ignorando su arrebato— es en
realidad más importante. ¿Recuerdas cuando en el Green Man te preguntabas si podías
estar embarazada?
Sarah escondió la cara contra el costado de James.
—No entendía del todo el asunto.
James rió por lo bajo. Apoyó una mano sobre el vientre plano de Sarah.
—Bueno, pues ahora sí es posible que estés embarazada.
—¿De veras? —No se sentía distinta en absoluto. Puso su mano junto a la de James. El
entrelazó los dedos de ambos.
—De veras.
—¿Después de tan sólo una vez?
—Sí. No es común que suceda la primera vez, pero puede ocurrir. Richard también
sabe eso, como estoy seguro
De que no tengo intenciones de limitarme a hacerlo una sola vez. Y ésa es la tercera
razón por la que es necesario que nos casemos rápido: no sé lo que hará Richard. Si algo me
sucede, quiero que estés bien cuidada. Si estuvieras embarazada, quiero que nuestro hijo
sea reconocido como mío.
—Mmm
Sarah suponía que debería sentirse preocupada, pero se sentía demasiado abrigada
y relajada entre los brazos de James. Le costaba ordenar sus ideas. Hacía un rato estaba en su
habitación, juntando coraje para enfrentarse a James y ahora estaba desnuda en la cama de
él y acababa de vivir la experiencia más maravillosamente íntima de toda su vida. Ella, que
siempre había estado prácticamente sola, estaba ahora a punto de ganar un marido, una
hermana, una tía y posiblemente un bebé. Una nueva vida que James y ella habían armado
juntos. Le sorprendió la intensa calidez que la inundaba ante esa idea. Esperaba estar
embarazada. Quería un niño con los mismos ojos ambarinos de James.
El le acariciaba el cabello con lentos movimientos. Sentía sus dedos anchos
deslizarse por el cráneo, hasta la nuca. Estaba tan abrigada y relajada. Tan segura. Sus ojos
fueron cerrándose casi sin advertirlo. Había sido un largo día. Dormirse le llevó tan sólo
unos instantes.
Capítulo 14
A Sarah le llevó un segundo entender lo que quería decir James. Luego ella también
oyó un paso en el corredor. Asintió con la cabeza y deslizándose entre las sábanas se dejó
caer al suelo.
Se escabulló bajo la cama. No quería que la doncella la viera, así como tampoco lo
quería James, sin importar lo que dijese. Ahora que no estaba narcotizada por su presencia,
estaba escandalizaba por su propio comportamiento. ¿Cómo podía haber actuado con tal
lujuria? Prácticamente le había rogado que le quitara el camisón.
¿Dónde estaba su camisón? Se estremeció. Tenía carne de gallina en los brazos. No
veía absolutamente nada entre las densas sombras debajo de la cama. Tanteó alrededor. Sus
dedos tropezaron con algo duro y redondo. Al tacto parecía un antiguo orinal.
La cama soltó un agudo crujido y el colchón se hundió hacia ella. Oyó gruñidos
apagados, ruido de golpes. Sin duda no era la doncella quien provocaba semejante
alboroto. Algo andaba mal. Cogió el orinal y salió gateando de debajo de la cama.
James estaba trabado en una lucha cuerpo a cuerpo con un hombre envuelto en una
capa y enmascarado.
No había tiempo para pensar. Sosteniendo en alto su improvisada arma le asestó al
intruso un fuerte golpe en la parte trasera de la cabeza. Éste gruñó y cayó hacia delante so-
bre James, quien empujó el cuerpo al suelo y luego buscó debajo de la almohada para sacar
un arma de fuego.
—¡Bien hecho! —dijo sonriéndole.
Ella le miró fijamente.
—¿Guardas un arma debajo de la almohada? —Tragó saliva, ligeramente mareada—.
¡Podrías haberme disparado cuando entré antes!
—Jamás te dispararía a ti, amor.
—Pues deberías haberle disparado a él —dijo señalando al hombre que yacía en el
suelo.
—Oh, no lo creo. Las armas tienen efectos permanentes y este tipo puede servirnos
más vivo que muerto. —Se levantó de la cama y quitó el pañuelo que cubría parcialmente la
cara del hombre—. Aja. Parece que finalmente hemos encontrado a nuestro amigo
Dunlap.
La puerta se abrió de golpe.
—¡ Ah, Harrison! Justo el hombre que necesitaba. Entra y échame una mano,
¿quieres?
Harrison entró y cerró firmemente la puerta tras de sí, dejando fuera a un creciente
grupo de lacayos. Se las arreglaba para verse digno aun con el gorro de noche ladeado y los
tobillos peludos sobresaliendo por debajo de su camisa de dormir.
—Buenas noches, vuestra alteza, señorita Hamilton. —Harrison mantenía los ojos
firmemente fijos en el techo—. ¿Si me lo permite, vuestra alteza, puedo sugerir que la señori-
ta Hamilton tome prestada una de sus batas? —Metió lo mano al armario y sacó una larga
bata de color azul oscuro. La alargó en dirección a ellos.
—Estupendo, Harrison. —James tomó la bata y le cubrió los hombros a Sarah. Ésta
metió torpemente los brazos en las mangas y cerró la bata ajustándola a la cintura —La se-
ñorita Hamilton ha extraviado su camisón.
—Por supuesto. —Harrison echó un rápido vistazo en dirección a ella y se mostró
visiblemente aliviado al hallarla decentemente cubierta—. Estoy seguro de que
aparecerá. —Miró a James—. Quizás usted también quiera ponerse algo encima, vuestra
alteza.
—Buena observación.
James alzó sus pantalones del suelo. La parte de su anatomía que generalmente estaba
cubierta por esa prenda de vestir atrajo los ojos de Sarah. La parte en cuestión se veía diferente de
como ella la había sentido. Mientras era observada, se movió y se hizo más gruesa. Miró
inquisitivamente a James.
—Más tarde, cielo —murmuró él, virtualmente saltando dentro de sus pantalones.
Se echó encima una camisa—. No creo que tengas una cuerda, ¿verdad, Harrison? Quisiera
atarle las manos a Dunlap antes de que vuelva en sí.
—Me temo que no tengo, vuestra alteza, pero podríamos usar algunas de sus
corbatas de segunda clase.
—Brillante. Tráemelas.
Sarah observó cómo James ataba a Dunlap. Le ató las manos detrás de la espalda y
luego anudó el otro extremo de la corbata al cuello del tipo.
—Eres bastante bueno en esto.
—He tenido alguna experiencia, a ambos lados de la cuerda. Afortunadamente el
francés que me amarró no era un experto en este arte. —James ajustó el último nudo—.
Ahí los ojos de Dunlap se abrieron dificultosamente. Rodó para apoyarse sobre su costado.
—Alvord. ¿Cómo diablos te las arreglaste para golpearme detrás de la cabeza?
—La señorita Hamilton hizo los honores. Creo que tenía con usted una cuenta
pendiente
Dunlap la miró. Sus ojos se fijaron en la bata demasiado grande que llevaba Sarah y
en sus pies descalzos.
—Qué conveniente que haya estado por aquí —dijo secamente.
—Claro que sí. Quizás también le interese a usted saber que la señorita Hamilton ha
aceptado casarse conmigo y que esperamos entrar en ese bendito estado hoy mismo.
Dunlap cambió de posición en el suelo.
—Mis felicitaciones.
James respondió con una inclinación la cabeza.
—Creo haber oído algunos desagradables rumores acerca de que el casarse conmigo
podría tener efectos adversos sobre la buena salud de la señorita Hamilton. Estoy seguro de
que tales rumores son infundados. ¿Usted qué cree?
Dunlap se encogió de hombros.
—Los rumores son como el trigo: un granito de verdad y mucha paja.
James dio un tirón a la corbata y los brazos de Dunlap se movieron hacia arriba sobre
su espalda. Éste hizo una mueca de dolor.
—Más vale que estos rumores no tengan ni un grano de verdad, Dunlap. ¿Entiende
lo que quiero decir?
—Perfectamente.
—Bien, entonces sugiero que pase los próximos minutos contándome todo lo que sepa
sobre las acciones de mi primo.
—No puedo.
—Oh, pues yo creo que sí puede. La franqueza es sin duda lo que más le conviene.
Puede que usted no esté del todo familiarizado con las costumbres de la sociedad británica,
pero un duque esgrime significativamente más poder que un simple señor Runyon. Yo podría
hacerle colgar por tratar de matarme. Sin embargo, si me proporciona la información correcta
consideraré otras opciones para librarme de su presencia.
—¿Como por ejemplo un pasaje para marcharme de esta isla sumida en la
ignorancia? —resopló Dunlap—. Estaría encantado de librarme de ese diabólico primo suyo.
—Lo mismo digo. Dígame lo que necesito saber y podrá zarpar de regreso a su tierra.
Por ejemplo, ¿qué clase de poder tiene Richard sobre usted?
—Hubo un desafortunado accidente en París hace cosa de un año...
—Se refiere usted a Chuckie Phelps.
—Exactamente. No fue lo que parecía, pero yo no estaba en situación de poder
presentarme ante las autoridades a aclarar las cosas.
—No, supongo que no. O sea que Richard ha estado chantajeándolo.
—Sí, él tenía algunas de mis cartas. Chuckie y yo manteníamos una amistad
bastante... eh... intensa.
—Sí, sí. —James echó un vistazo a Sarah—. No hace falta entrar en detalles. Lo que
más me interesa son los planes de mi primo.
—En resumen, no quiere verle a usted casado, jamás. Está un poco desequilibrado al
respecto.
—Ya lo he notado.
Dunlap trató de encogerse de hombros.
—Es inútil intentar razonar con él. ¿Podría aflojar estas ataduras? Me están cortando la
circulación hacia las manos.
—Qué pena. Tómelo como un castigo por su modo de tratar a la señorita Hamilton
en el baile de Palmerson.
Dunlap lanzó una mirada en dirección a Sarah.
—Mis disculpas, señora. Realmente no quería hacerlo.
Sarah se arrebujó más en la bata de James.
—Señor Dunlap, es usted un gusano repugnante.
Él agachó la cabeza.
—En realidad, no esperaba comprensión de su parte.
—Al salir del Spotted Dog, Lord Westbrooke y yo nos hemos encontrado con los
hombres que envío usted —dijo James—. ¿Por qué terminó haciéndose cargo de esta tarea
personalmente?
—Su primo insistió. Yo prefiero encargar a otro este tipo de trabajo. Como usted
mismo pudo ver, estoy tristemente fuera de forma.
—No le estaba yendo tan mal. Me alegré mucho al recibir la ayuda de la señorita
Hamilton. —James se reclinó hacia atrás contra la cama—. Entonces, mi propuesta es ésta:
usted escribirá una confesión...
—Tendrá usted que aflojar estas mald... perdón. —Le lanzó una mirada a la joven—.
Estas ajustadas ataduras si quiere que escriba algo. Y más vale que lo haga pronto o mis
dedos estarán tan adormecidos que les llevará días recobrar la sensibilidad.
—No se preocupe. Podrá escribir. También estará bien custodiado. Escribirá usted
una confesión detallando su participación y la de Richard. A cambio, yo arreglaré las cosas
para que aborde el próximo barco con destino a los Estados Unidos, a condición de que no
vuelva a ensuciar las costas inglesas con su presencia.
—No hay peligro de que lo haga. No veo la hora de sacudirme de las botas el polvo
británico. He descubierto que el clima no me va.
—Eso es. —James levantó su pistola y le apuntó—Harrison, ¿invitarías a dos de
nuestros lacayos más fornidos para que vengan a hacernos compañía?
—No van a poder ser los de Bow Street —dijo Dunlap cuando Harrison hubo salido.
—Ah, veo que sabe de ellos. Me preguntaba por qué aún no habían derribado la
puerta.
—Creo que quizás porque en este momento no sintieron nada. Tuve que
animarles a tomarse un muy merecido descanso.
—¿De veras? No quiero ni pensar que pueda usted habernos privado de dos de los
mejores hombres de Bow Street.
—No en forma permanente —se apresuró a aclarar Dunlap—. Despertarán en la
mañana con sendos dolores de cabeza. Les puse algo en el vino.
Hubo un ruido en la puerta.
—Sarah, cariño, te ves encantadora con mi bata, pero quizás ahora prefieras
perder algo de protagonismo —dijo James.
Sarah se retiró al rincón más alejado de la habitación cuando Harrison entró con dos
lacayos. Arrastraron a Dunlap hasta el escritorio, empujándole para que se sentara. James le
soltó las ataduras mientras los sirvientes le impedían moverse.
—Por favor, escriba sus recuerdos con lujo de detalles —dijo James—. Tal vez lo pase
un poquito mejor en su viaje a los Estados Unidos si me convence de que ha escrito todo lo
que sabe. Pero no vaya a adornar el relato.
—Ni en sueños se me ocurriría hacerlo.
Dunlap pasó un tiempo considerable escribiendo algo.
—Listo —anunció reclinándose en la silla.
James volvió a atarle las manos y luego leyó atentamente la confesión.
—Esto debería servir —dijo. Hizo un gesto a Harrison y a los lacayos—. ¿ Seríais tan
amables de escoltar a nuestro huésped hasta los muelles? Decidle al Capitán Rutledge, del
Flying Gull que el señor Dunlap necesita viajar a Nueva York. Él sabrá qué hacer.
—Supongo que no tendré que pasarme el viaje atado como un ganso navideño,
¿verdad? —preguntó Dunlap mientras los dos lacayos le llevaban deprisa hacia la puerta.
—No. Rutledge se encargará de que no escape usted antes de que zarpe el barco y
luego probablemente le ponga a trabajar. Supongo que tendrá una travesía tolerable. Mejor
de la que se merece.
Sarah salió de las sombras cuando James hubo cerrado la puerta tras Dunlap.
—¿ Realmente crees que se irá sin intentar nada más ?
James la tomó entre sus brazos.
—Sí. Parecía realmente ansioso por marcharse de Inglaterra. Y Rutledge es un buen
hombre. No le perderá de vista.
Ella le apoyó la cabeza sobre el hombro.
—Me sentiré mejor cuando sepa que Dunlap ha partido.
—Rutledge mandará avisar apenas zarpe el barco. —Le frotó la espalda con
movimientos descendentes—. Pero de veras creo que todo irá bien.
—Qué lástima que no se pueda despachar a Richard en el mismo barco.
—Sí. —James le pasó una mano por el cabello—. Aunque no estoy seguro de que
debiéramos maldecir a tu tierra con el malvado de mi primo.
—Es verdad. —Ella lanzó un suspiro. Era maravilloso sentir los dedos de James—.
¿ Será suficiente la confesión de Dunlap para conseguir que Richard nos deje en paz?
—No lo sé. Me alegra tenerla, por mi propio bien. Hubo momentos en los que
llegué a preguntarme si el papel de Richard en todo esto no sería fruto de mi
imaginación. Pero si la palabra de un norteamericano dueño de burdeles será suficiente
para detener a Richard... —James se encogió de hombros—. Eso ya lo veremos. Aunque
primero voy a obtener una licencia especial. —Apartó el cabello de Sarah de su cuello y la
besó detrás de la oreja. Ella ladeó la cabeza para que se moviera con más comodidad. Riendo,
él la apartó de sí—. Esto tendrá que esperar. Cuando Harrison regrese, tendré que
vestirme y poner todo en marcha para celebrar nuestra boda esta noche.
—¿Y yo, qué hago?
—Vete a la cama. A la tuya, desgraciadamente. —La atrajo hacia sí nuevamente,
besándole el otro lado del cuello—. Espero que ésta sea la última vez que duermas allí.
—Sonrió abiertamente—. Es más, espero que ésta sea la última voz que duermas hasta
dentro de mucho tiempo. Así que aprovecha para descansar. —La soltó y se volvió hacia
su cama—. Ahora veamos si podemos encontrar ese escurridizo camisón.
Tras algunos minutos de búsqueda, finalmente James lo encontró. Había volado
atravesando media habitación y se encontraba cerca de la puerta.
—Es un milagro que Dunlap no haya tropezado con él —dijo él.
—Es un milagro que los lacayos no hayan notado —dijo Sarah.
—Bueno, si lo notaron, probablemente estén festejándolo en las habitaciones de la
servidumbre. —Recogió el camisón—. Mejor vuelve a ponértelo. Dudo que quieras vagar
por los corredores vestida sólo con mi bata.
—Te aseguro que no. —Alargó la mano hacia el camisón, pero James lo puso fuera de
su alcance.
—No, no. Te daré tu camisón cuando tú me devuelvas mi bata.
Sarah se sonrojó, sintiendo una repentina timidez. Respiró profundamente. «Esto
es ridículo» se dijo. Después de todo lo que James y ella habían hecho juntos, estar desnuda
de pie frente a él no debería importarle. Se desató la bata y sacudió los hombros dejando que
la prenda se deslizara bajando por sus brazos hasta formar un pequeño montículo a sus
pies. Echó un vistazo a James.
—Dios mío, Sarah. —Alargó la mano para tocarle los hombros, la cintura, las caderas
y los pechos—. Eres hermosa. —Tomando entre las manos la cabellera de la joven, atrajo su
cuerpo hacia sí y la besó.
Sarah se perdió en el calor de aquel beso. Sus rodillas cedieron y se dejó caer contra
él. Se estiró, rodeándole el cuello con los brazos, apretando su piel, sus pechos y piernas con-
tra la firmeza de aquel cuerpo y la aspereza de la ropa que lo cubría. Las manos de James
abarcaron la curva de las nalgas, acercándola a la dura cresta que sobresalía bajo sus
pantalones. Cuando ella se movió, del fondo de la garganta de James brotó un gemido. Su
lengua se deslizó dentro de la boca de Sarah, como una caricia.
—¿Vuestra alteza?
Sarah oyó el ruido apagado de alguien rascando la puerta.
—¿ Vuestra alteza ? Soy Harrison.
La muchacha dio un salto hacia atrás, como escaldada. Harrison estaba del otro lado
de la puerta y ésta podía abrirse en cualquier momento. Cogió su camisón de manos de
james y se lo metió por la cabeza. Forcejeaba atrapada dentro de la voluminosa prenda.
—Anda, cálmate —suspiró James—. Estás tratando de meter la cabeza por una de las
mangas. Déjame ayudarte.
—¡Vaya! —se le oyó decir a través de los pliegues de tela.
James asió los brazos que se agitaban violentamente y la mantuvo quieta.
—Basta de dejarse llevar por el pánico. —James halló la abertura para el cuello en el
enredo de tela—. Mete la cabeza por aquí.
La cabeza de Sarah emergió de golpe entre la tela. Lanzó una mirada desesperada en
dirección a la puerta.
—Harrison no va a entrar hasta que yo se lo permita, cariño. Creo que tiene una idea
bastante aproximada de lo que puede estar sucediendo aquí dentro.
—¡Qué vergüenza!
—Entonces supongo que tendré que lograr que la pasión te haga perder la cabeza
hasta tal punto que ni se te ocurra pensar en la vergüenza. Pero no ahora,
desgraciadamente. —Se volvió hacia la puerta—. Adelante.
Sarah temía ver una sonrisa irónica en el rostro de Harrison, pero éste tenía un
aspecto tranquilizadoramente normal, como si no hubiera nada de extraño en los frenéticos
susurros y los sonidos de agitación que se oían tras la puerta cerrada del dormitorio de su
amo.
—¿Dunlap se marchó del modo previsto?
—Sí, vuestra alteza. Cuando Thomas y William lo en regaron en el coche de alquiler,
prácticamente saltó dentro, Creo que estaba contento de que alguien se ocupara de su
regreso a los Estados Unidos.
—Espero que tengas razón. Sin duda esto nos faciliftti'4 las cosas. ¿El personal ha
regresado a sus habitaciones?
—Sí, vuestra alteza, pero las doncellas pronto esta ni n levantadas.
—Entonces será mejor que yo lleve a la señorita Hamilton a su habitación.
—Quizás eso sea lo mejor, vuestra alteza.
—Muy bien. ¿Podrías prepararme la ropa? Tengo mi día ocupado.
James asomó la cabeza al corredor para confirmar que no había criados dando vueltas
antes de tenderle la mano a Sarah y llevarla hasta su habitación. Una vez allí, él se zambulló
dentro, cerró la puerta y la besó otra vez.
—Sueña conmigo, ángel. Te veré a mi regreso. Entonces le contaremos las novedades
a tía Gladys, Lizzie y Amanda, ¿de acuerdo?
—Decididamente no quiero contárselas yo sola. —La sola idea hacía sentir a Sarah
ligeramente indispuesta.
—Ser una duquesa inglesa no te parece tan terrible, ¿verdad, Sarah? —De repente
James se había puesto serio.
Sarah le apoyó una mano sobre la mandíbula.
—Quiero ser tu esposa, James. Si eso significa que debo convertirme en duquesa,
entonces que así sea. Sólo espero no desilusionarte.
El la atrajo hacia sí en un rápido abrazo.
—Eso nunca sucederá. Ahora duerme un poro, si puedes.
Él abrió la puerta y tomó el corredor en dirección a su cuarto.
Sarah se quedó mirándole mientras se alejaba. No podía creer que él fuera suyo, o que
lo iba a ser dentro de algunas horas. Bostezó y cerró la puerta. No creía poder pegar ojo.
Ahora su cama le parecía pequeña y fría. Solitaria.
Se metió bajo las colchas y apoyó la cabeza en la almo-hada. Estaba segura de que
reviviría la asombrosa noche que acababa de pasar, pero estaba más cansada de lo que
pensaba. Tan sólo unos minutos después sus ojos se cerraron y se quedó dormida.
Capítulo 15
La boda fue muy sencilla, lo cual a Sarah le pareció perfecto. Sólo aquéllos a
quienes quería estaban allí: tía Gladys, lady Amanda, Lizzie, Robbie y Charles. Recordaba
con claridad algunos detalles. La enorme sonrisa del correcto y formal Wiggins al abrir la
puerta del salón para ella. Su mano sobre el brazo de Robbie un momento antes de que la
entregara a James y la esmeralda de su anillo de compromiso resplandeciendo a la luz de las
velas. El rostro de la tía Gladys, sus ojos brillantes de lágrimas contenidas, sus labios tem-
blando al curvarse en sucesivas sonrisas. Y James, con el cabello rubio reluciente a la luz de las
velas y los ojos ambarinos donde se arremolinaban alegría y amor.
Sarah había intentado escuchar las palabras del ministro, pero su mente se desviaba
todo el tiempo hacia James. Podía oler el perfume de su jabón. Sentía el calor de su cuerpo,
de pie junto a ella. Por el rabillo del ojo podía verle, elegante
en un impecable traje de etiqueta, escuchando al ministro. Pero si cerraba los ojos, lo veía a
la luz de otras velas, sin el civilizado recubrimiento de la chaqueta y los pantalones. Ahora
conocía la fuerza y belleza del cuerpo que esas ropas cubrían. Sabía cómo era estar rodeada
por su calor y su olor. Le temblaron las rodillas cuando la mano de James cubrió la suya. El
contacto de sus dedos era a un tiempo consuelo y promesa.
Después de la ceremonia se sentaron a disfrutar de una espléndida cena. James la
condujo hasta el asiento a la cabecera de la mesa.
—Éste es el sitio de tía Gladys —dijo Sarah, tocándole la mano.
—Ya no. Ahora tú eres mi anfitriona, cielo.
—¡Pero no sé quehacer!
—Wiggins sí lo sabe. Sólo asiente con la cabeza a todas sus preguntas y si parece
extrañado cuando digas que sí, sonríes y dices que no.
—¡Como si fuera tan fácil!
En realidad resultó fácil. El problema fue darse cuenta de cuándo Wiggins se dirigía a
ella.
—¿Ordeno que se sirva el segundo plato, vuestra alteza?
Sarah esperó que James respondiera. James sonrió mirando el otro extremo de la mesa
y levantó las cejas.
—¿Vuestra alteza? —Wiggins estaba de pie junto al codo de ella. La joven se volvió a
mirarle.
—¿Yo soy «vuestra alteza»?—susurró ella.
Wiggins asintió con la cabeza.
—Bien, entonces sí, Wiggins, si le parece que ya es hora.
En el salón, después de la cena, tía Gladys sonrió inclinándose hacia Sarah.
—James parece tan feliz, querida. Jamás lo había visto así.
Sarah miró hacia donde él estaba de pie junto a la chimenea con Charles. Realmente
parecía feliz. Ni rastro de la presión y la tensión a las que permanentemente se sentía
sometido. Debió sentir sobre él los ojos de la joven, pues la miró también. Sus labios se
curvaron lentamente en una sonrisa. Sarah bajó los ojos hacia sus manos.
—Yo creo que él está más que feliz, Gladys —dijo lady Amanda—. Supongo que esta
noche no te demorarás por aquí abajo, ¿eh, Sarah?
La llegada de la bandeja del té libró a Sarah de tener que dar una respuesta. Se
levantó para servir.
—A Richard no le complacerá demasiado leer sobre tu boda en el diario de mañana,
James —dijo Charles mientras aceptaba la taza de té que le ofrecía Sarah—. Supongo que ha-
béis enviado el aviso a los diarios.
—No hace falta avisar a los diarios. —Robbie se reclinó en el sofá estirando los pies
—. Habría que estar ciego y sordo para no haber notado el alboroto que hubo aquí durante
todo el día. No hacían falta más que un par de preguntas aquí y allá para enterarse de todos
los detalles.
—Es verdad. Aunque aun si se enterase esta noche, verlo impreso hará que le siente mal
el desayuno. —James se quedó junto a Sarah hasta que ella terminó de servir el té—. Si eso fue-
ra el final de todo esto, no me preocuparía, pero me temo que la noticia le impulsará a realizar
un intento desesperado.
—Seguramente Richard se dará cuenta de que la suya es una causa perdida —
protestó tía Gladys—. Ya estáis casados. ¿Qué más puede hacer?
—Ésa es la cuestión, ¿verdad? —dijo James—. Anoche William Dunlap estuvo a punto
de estrangularme en mi propia cama.
—¡Dios mío! —El té de Charles salpicó su plato—. ¿Cómo diablos pasó eso?
James se encogió de hombros.
—Drogó a los policías que yo había contratado para custodiar la casa.
—¿Cómo lo detuviste, James? —quiso saber Lizzie.
Sarah mantenía los ojos fijos en la tetera.
—Digamos que su cabeza tuvo un desafortunado encuentro con el orinal.
—¿Así que lo golpeaste en el coco? ¡Bien hecho! —Robbie lo saludó alzando su taza.
—Siempre has tenido el sueño liviano —dijo Charles—. Allá en la Península siempre
eras tú quien oía a los espías enemigos que andaban a hurtadillas en nuestro campamento.
—Sí. Y me las arreglé para sacarle una confesión. Espero que esto convenza a Richard
de abandonar su obsesión por el ducado.
—Pues que tengas suerte—dijo Robbie—. Me imagino que tendrás tanto éxito como
si intentases que el Támesis fluyera hacia atrás. Ese tipo está loco.
—Y cada vez más audaz. —Charles se inclinó hacia delante, los codos apoyados en las
rodillas—. No creo que tengas tiempo de intentar convencerle, James. Ya debe saber que su
papel en todo este asunto ha sido descubierto. Actuará rápidamente. Creo que es necesario
que le atrapes ahora, igual que solíamos hacer cuando había un soldado sospechoso de
traición. Hay que pillarle con las manos en la masa. Tú puedes hacerlo. Sólo necesitas un
buen cebo.
—No creo que eso dé resultado, Charles. Richard ha tratado de matarme muchas
veces y siempre ha contratado a otro para hacer el trabajo.
—Quizás ahora esté lo suficientemente desesperado como para tratar de hacerlo él
mismo, especialmente si Dunlap se ha marchado.
—No sé. —Robbie meneó la cabeza—. Estoy de acuerdo con James. No creo que
Richard lo aborde directamente.
—Quizás... —Sarah tragó, intentando deshacerse de la repentina sequedad de su
garganta—. Quizás hay otro cebo aparte de James que induciría a Richard a salir de su
guarida.
Charles frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Incluso antes de que ella empezara a hablar, Sarah oyó la profunda inspiración de
James.
—A mí no me tiene miedo.
—¡De ninguna manera! —James casi gritó las palabras.
—Pero podría funcionar. Sin duda no soy una amenaza física para Richard.
—No permitiré que te arriesgues.
—No sé, James —dijo Charles—. Si tomásemos las precauciones adecuadas...
—No. Ni lo penséis. Está absolutamente fuera de discusión. —James golpeó su taza
contra la mesa. El ruido de porcelana contra porcelana hizo encogerse a todos—. Ahora, si nos
disculpáis, creo que nos retiraremos a nuestra habitación.
James arrastró a Sarah escaleras arriba. La idea de que ella tuviera algo más que ver
con Richard lo sacaba de quicio.
—James, ¿podríamos ir más despacio? Me temo que voy a tropezarme.
James se detuvo.
—Lo siento. Estoy un poco molesto.
—Lo he notado. —Sarah le pasó un dedo por la mejilla—. Dejemos el problema para
mañana. Vayamos a dormir y tal vez al despertar se nos ocurra una solución.
—Excelente idea. —James continuó subiendo, pero a un ritmo más lento—. Sólo que
esta noche no tengo intenciones de dormir.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Pasé demasiados años sin ti. Tengo que recuperar el tiempo perdido.
Capítulo 16
—¡Se casó! —Richard arrojó el diario encima de la mesa del desayuno, haciendo caer
la crema.
—Sí.
Philip trató de detener con su servilleta el flujo blanco. Había estado esperando este
arrebato. Uno de los lacayos de Lord Eversly le había contado el movimiento en la casa
Alvord la noche anterior.
—Se suponía que a esta hora debería estar muerto.
—Lo sé.
Philip esquivó la tetera que Richard lanzó a través de la habitación. Una rociada de
gotas calientes le quemó la mano. Con una mueca de dolor, se la secó en la bata.
—¿Dónde demonios está Dunlap?
—Camino a los Estados Unidos.
—¿Camino a los Estados Unidos? —Los ojos de Richard se entrecerraron mientras se
apoyaba sobre la mesa—. Creí que me habías dicho que podía encargarse del trabajo. —
Escupió entre los dientes apretados—. Me juraste que el tipo era competente.
—Pensé que lo era. Aparentemente trató de despachar a James anteanoche, pero
falló. El rumor que circula entre la servidumbre es que la señorita Hamilton le golpeó en la
cabezo con el orinal. James consiguió una confesión de Dunlap y luego hizo arreglos para
que zarpara hacia los Estados Unidos ayer, por la mañana temprano.
—¿Una confesión?
Richard se levantó de un salto, volcando la mesa del desayuno y haciendo añicos la
vajilla contra el suelo.
Philip sacudió de su regazo los trozos de filete y ríñones.
—Nadie creerá en la palabra de un rufián norteamericano.
—Quizás no, pero estoy harto de esperar que esto se resuelva. No voy a esperar
más. Hoy, Philip. Resolveremos este problema hoy mismo.
—Richard, piensa. Necesitas un plan.
—No, Philip, necesito resultados.
Sarah rondaba cerca de un gran arreglo floral en el salón de baile de lady Carrington.
Le había llevado horas de discusión, pero James finalmente había accedido a ejecutar el
plan. No podía decir que disfrutara de ser el queso para esa rata de Richard, pero si su papel
servía para atraparle y sacarle de sus vidas, valdría la pena.
James había vivido asediado por la obsesión de Richard durante demasiado tiempo.
Incluso el tiempo en que Sarah había sido objeto de sus maquinaciones había sido
demasiado. Pero el combustible que le ayudaba a mantener encendida su determinación era
el pensar qué sería de sus vidas si James y ella tenían un hijo. Nunca más podría relajarse.
Cada noche al poner al bebé en la cuna se preocuparía de no hallarle a la mañana siguiente.
Escrutaría a cada sirviente, sospecharía de cada visitante, registraría cada habitación y cada
paisaje tranquilo en busca de potenciales peligros. Sería el infierno en la tierra.
James se había ocupado de minimizar los riesgos. Había insistido en que ella se
vistiera de amarillo brillante y llevara en el cabello una pluma de ese color para que fuera
más fácil localizarla entre la multitud del salón de baile o en la penumbra del jardín. Había
hecho que Walter Parks pusiera en guardia a su amplia red de colaboradores. Junto a la
puerta principal estaba apostado un pilluelo callejero y otro montaba guardia en la puerta
trasera. Un cochero esperaba reclinado contra uno de los numerosos carruajes alineados
fuera. Un coche de alquiler vagaba a mitad de la calle y en la esquina un hombre de librea
charlaba con una criada. Incluso en el salón de baile había gente atenta a cualquier señal de
peligro.
Aun así, James no podía soltarla. Sarah lo había obligado a marcharse al salón de
cartas, pero continuaba reapareciendo a su lado al final de cada juego.
—James —le susurró finalmente—. No sucederá nada si sigues rondándome como
una nana ansiosa.
—No quiero que suceda nada. —Su rostro se endureció.
—Lo sé. —Sarah lanzó un suspiro. Se aproximaba su próximo compañero de baile—.
Ya lo hemos hablado muchas veces, James. Acordamos intentar este plan. Ahora ve a jugar a
las cartas. —Le dio un leve empujón. Él la miró enojado y luego trasladó esa mirada al pobre
vizconde Islington, pero finalmente se volvió y regresó airadamente al salón de cartas.
Cuando el vizconde hizo una reverencia al final de la serie, Sarah estaba segura de
que otra vez hallaría a James al alcance de la mano, pero se las había arreglado para permane-
cer allí donde ella le había enviado. Ahora esperaba a Lord Pontly, uno de los especímenes
más tontos de la «flor y nata» para bailar una contradanza.
—Ah, señorita Hamilton, o mejor dicho, duquesa. ¿Cómo está mi nueva prima?
Sarah se volvió lentamente. Richard estaba de pie justo detrás de ella.
—Señor Runyon. —Reprimió una repentina sensación de miedo—. Qué alegría
verle.
Richard rió entre dientes. Al menos eso fue lo que ella supuso que pretendía ser
aquel ruido. A ella le sonaba más como carámbanos astillándose contra la acera.
—No sabe usted mentir, vuestra alteza. Dado que se ha aliado con mi primo, muy en
contra de mis consejos, como recordará, no es posible que se alegre de verme. A propósito,
¿dónde está James? Ha estado montando guardia junto a usted como un perro con un
hueso nuevo.
—Creo que está en el salón de cartas. Si va a mirar, estoy segura de que no tendrá
dificultad en hallarle.
Richard la cogió del brazo.
—Oh, ya he encontrado lo que buscaba.
—Señor Runyon, le he prometido esta pieza a Lord Pontly.
—Pontly amablemente me ha cedido esta pieza. Ahora, venga conmigo.
Sarah no tenía opción. La presión de la mano de Richard sobre su brazo la obligó a
atravesar la pista de baile. Examinó el salón, en busca de Robbie o Charles, pero no vio a
ninguno de los dos. Esperaba que alguno de los que la vigilaban hubiera notado la entrada
en escena de Richard.
Este la llevó hasta un grupo que bailaba cerca de las puertas que daban al jardín. Al
menos se debía estar más fresco en ese sector del salón. El señor Symington iba a ser uno de
los de su grupo. Estaba bailando con una muchacha de cabello castaño claro que mantenía la
vista fija en el suelo. No había tardado en encontrar a su siguiente víctima.
La orquesta tocó la primera nota.
—¿No deberíamos apresurarnos, señor Runyon? Vamos a perder la serie.
—¿Tan ansiosa está por bailar conmigo? Qué lástima. No vamos hacia los bailarines,
querida, sino hacia las puertas detrás de ellos.
—Bueno, está bien, podría ser agradable tomar un poco de aire fresco.
Los ojos de Sarah se deslizaron como dando saltitos por el salón de baile a medida que
la puerta se cernía más cerca de ellos. ¿Sería Robbie aquél del rincón? No podía asegurarlo,
¿Y Charles? Podía estar cerca del ficus, pero a menos que tuviera ojos en la espalda, no sería
de gran ayuda.
Richard se la llevó fuera y la hizo bajar las escaleras. Una voluminosa sombra surgió
de la oscuridad. Sarah abrió la boca para gritar, pero una mano áspera le cruzó la cara. Al -
guien le metió la cabeza en una bolsa y otro arrojó una capa sobre ella, amarrándole las
manos a los costados e impidiendo el movimiento de sus piernas. Unos brazos macizos la
agarraron, levantándola por el aire.
—Por allí está la puerta trasera —oyó indicar a Richard—. ¡Cargadla en el carruaje y
larguémonos de aquí!
—Me temo que su carta gana a la de su compañero amigo mío —dijo el conde de
Eldridge.
—¡Por cuarta vez! —El vizconde Paxton arrojó su juego; sobre la mesa—. Es culpa mía
por jugar con un recién casado.
Eldridge miró de soslayo a James.
—Tiene la cabeza en otros asuntos, ¿eh?
El compañero de Eldridge, el barón Tundrow, sonrió abiertamente.
—Deberíamos subir la apuesta. Quizás eso espabile a Alvord.
—No, gracias. No quiero regresar a casa arruinado. —Paxton se inclinó a través de
la mesa—. Alvord, saque su mente de las sábanas o déjele el sitio a otro jugador.
—El que esté usted aquí ya me sorprende —rió Tundrow—. Pensé que no le
veríamos al menos por una semana.
Eldridge asintió.
—Está demasiado «embrujado», Alvord. Vaya a casa y lleve a la cama a su encantadora
esposa. Deje al pobre Paxton jugar con un hombre cuya mente esté en los ases de su com-
pañero, no en el trasero de su esposa.
James se levantó.
—Entonces, si me disculpáis —dijo bruscamente.
—Seguro. —Paxton recogió las cartas—. Que tenga buenas noches.
—¡Muy buenas! —Tundrow rió entre dientes y mientras James se marchaba gritó
—. ¡En nueve meses queremos un heredero, Alvord!
James le ignoró.
Sabía que había perjudicado a Paxton al aceptar ser su compañero. Si era por el sentido
que él les había encontrado esa noche, habría dado igual que las cartas estuvieran en sánscrito.
Nunca había querido estar en el salón de cartas. Nunca hubiera querido estar en el maldito
baile de Carrington.
Echó un vistazo al salón de baile en busca de Sarah y vio su pluma amarilla
ondeando cerca de una masa de flores. Se relajó un poco.
No le gustaba para nada este plan. ¿Por qué diablos se había dejado convencer por
Sarah? Había intentado cuidar hasta los menores detalles para la seguridad de ella, pero
sabía que nada era absolutamente seguro. Bueno, ésta era la primera y última noche que
permitiría esta locura. Al día siguiente daría caza a Richard y ajustaría cuentas con él, como
debería haber hecho hacía meses.
Observó la pluma amarilla atravesar el salón de baile. Había demasiada gente en
medio como para que James pudiera identificar al acompañante de Sarah. Cambió de
posición para tener una mejor vista.
—Vuestra alteza, permítame felicitarle.
-—Señora Fallwell, qué gusto verla.
Melinda Fallwell, amiga personal de lady Amanda y una tremenda chismosa por
méritos propios, le cerraba el paso. Le hablaría sin parar durante un largo rato si él se lo
permitía. Intentó esquivar su elaborado tocado para ver a Sarah. El bosque de plumas
moradas que brotaban de su turbante verde le obstruía por completo la visión del otro lado
del salón. ¿Acaso la pluma amarilla se dirigía hacia un grupo junto a las puertas que daban al
jardín ?
—No pudo esperar para celebrar una boda como Dios manda, ¿verdad? —La señora
Fallwell soltó una risita—. Nunca imaginé que fuera usted tan apasionado. Sale a su padre.
Ése sí que era todo un hombre en su juventud, créame. Pasé una velada recorriendo los
arbustos con él. ¡Oh, Dios mío! —El abanico de la señora Fallwell se movía cada vez más
rápido delante de su rostro repentinamente ruborizado. Asintió con la cabeza y sus plumas
se balancearon como reforzando el comentario—. Pero después se casó con la madre de us-
ted —dijo—. Qué muchacha tan fría. Era hermosa, pero parecía hecha de hielo. Nadie
entendió jamás qué fue lo que vio en ella. Supongo que simplemente era hora de tener un
heredero. Se imaginaría que con ella no tendría que preocuparse por los cuernos. —Plegó
el abanico y le dio con él un golpecito en la muñeca a James—. Pero parece que usted no
cometió el mismo error que su padre. Por lo que me contó Amanda, su novia es de sangre
tan ardiente como usted.
Esto último consiguió llamar la atención de James.
—¿Perdón?
—Ya sabe. —La señora Fallwell le lanzó una mirada arqueando las cejas y comenzó a
abanicarse nuevamente—. Esa posada. ¿Cómo se llama? ¿Green Maní Amanda me contó
todo sobre ese incidente en el baile de Palmerson. Me preguntaba por qué tardaba usted
tanto en poner un anillo en el dedo de la muchacha.
—Ya veo. —James consideró la posibilidad de estrangular a lady Amanda. La buscó con la
mirada... y alcanzó a ver desaparecer la pluma amarilla por las puertas que daban al jardín.
«¡Maldición!». Podía ser que hubiera dicho las palabras en voz alta, pues notó la
profunda inspiración de la señora Fallwell mientras él se lanzaba hacia la atestada pista de baile.
—¡Alvord, fíjese dónde pisa!
—¡El dobladillo de mi vestido!
—¡Un poco más de cuidado, hombre!
James hacía oídos sordos a las quejas mientras se abría paso hacia el jardín. Iba a
tumbar a cualquiera que tratara de detenerlo, pero afortunadamente nadie lo hizo. Llegó a
L AS puertas y como una tromba bajó las escaleras.
Demasiado tarde. Todo lo que quedaba de Sarah era una pluma amarilla rota.
Nadie se había molestado en quitarle a Sarah la bolsa de la cabeza. Eso tenía sus
pros y sus contras. Tenía calor y apenas podía respirar, pero los hombres que iban en el
coche la ignoraban. Se acurrucó en su rincón y se quedó muy quieta, escuchando con la
esperanza de enterarse de algo que la ayudase a escapar.
—¡Lo hicimos, Philip! —Ése era Richard—. Tenemos a la perra. ¿Estás seguro de que
James no va a encontrarnos?
—No estoy seguro de nada. —Philip hablaba bajo y con voz ronca—. Pero tu primo
no debería tener modo de averiguar dónde estamos. Deberíamos tener tiempo, el sufi-
ciente como para que tú envíes la nota.
Sarah se sonrió. Obviamente no sabían que los socios del señor Parks los seguían.
—Ah, sí, la nota. —Hubo una pausa y luego Richard prosiguió—. Yo diría que no
hay prisa por enviar esa nota.
—¿Qué quieres decir? —interrogó Philip en tono cortante.
—Que deberíamos tomarnos un tiempo para divertirnos.
—Terminar con este asunto ya nos mantendrá lo suficientemente entretenidos. —A
Sarah le pareció notar un tono de pánico en esa voz—. Tú has... nosotros hemos esperado
esto durante años, Richard. Y aquí estamos ¿entiendes?, la mitad de la «flor y nata» te vio
salir del salón de baile con la muchacha. Ya no puedes disimular tus intenciones. Cumulo
esto termine, uno de los dos, tú o Alvord, habrá ganado.
—Ganaré yo, Philip, no tengas miedo. Con la chica ni nuestro poder tenemos a
James agarrado de donde más Ir duele. Es una lástima que Dunlap no haya logrado
matarle, pero esto puede terminar siendo mejor. No querrá perder a la única mujer que ha
tenido en su vida. Reconocerá mi derecho al ducado. Al fin obtendré lo que me pertenece.
Seré el duque de Alvord.
—No creo que sea tan fácil, Richard.
—¿Vas a decirme que el hombre va a dejar de copular ahora que por fin ha
descubierto cómo se hace? —Richard rió—. No lo creo. Hará lo que sea para recuperarla.
El coche se inclinó hacia la izquierda. Sarah oyó el traqueteo de ruedas de carruaje y el
ruido del choque entre don vehículos. Luego el caos. Relinchos de caballos y gritos de
hombres. Esperaba que los hombres del señor Parks pensaran que éste era un momento
ideal para rescatarla.
Richard dio un golpe en el techo del carruaje.
—¿Qué está pasando, Scruggs?
—Nada, señor. El carrocín de unos tipos borrachos embistió un coche de alquiler, eso
es todo. Nos hemos salvado por un pelo, señor.
—Bien. —Richard rió—. Eso estuvo cerca, ¿eh, Philip?
—Sí, estuvo cerca. Permíteme señalar, Richard, que acabamos de demostrar el hecho de
que los planes perfectos no existen. No puedes postergar el envío de la nota a tu primo.
Sarah escuchaba cómo la distancia apagaba el ruido. Con él se desvanecieron sus
esperanzas de ser rescatada de inmediato.
—No creo que debamos simplemente devolverle la chica a James.
—Richard. —El tono de Philip era gélido—. Ya hemos discutido eso.
—No eres más que una vieja miedosa.
—Será difícil matarla y escapar a la horca. Y si ella está muerta, no tendrás nada con
qué negociar.
—No voy a matarla, aunque quizás ella termine deseándolo
Richard rió entre dientes. A Sarah el corazón se le subió a la garganta.
—¡Richard! Estás perdiendo de vista el verdadero objetivo.
—No es cierto.
—Sí. El objetivo es conseguir el ducado, no tomar venganza.
—Tu objetivo es el ducado. Los míos son el ducado y la venganza. —El entusiasmo
hacía hablar a Richard cada vez más alto—. Dios, ¿te imaginas la cara de James cuando se en-
tere de que la mitad de la armada británica ha montado a su preciosa esposa? Si ella se
embaraza, nunca sabrá si el mocoso es suyo o de algún marinero borracho. Y si no termina
con un hijo, es probable que termine con gonorrea.
Sarah creyó que iba a vomitar. Se mordió el labio inferior.
—Richard, tu primo no es un hombre indefenso. Tiene muchos amigos, en las altas y
bajas esferas. ¿No viste con qué facilidad se libró de Dunlap? Te aseguro que nos mataría o
haría que nos mataran si le hiciéramos daño a su esposa.
—Yo no le tengo miedo. —Richard permaneció en silencio durante algunos minutos—.
Quizás yo mismo me la tire.
Philip gruñó.
Sarah pensaba a toda velocidad. Tenía libres las manos y pies. Si conseguía retirar la
bolsa de la cabeza, podría quitarse de encima la capa y correr cuando el coche se detuviese.
El carruaje estaba aminorando la marcha. Se preparó para aprovechar cualquier
oportunidad.
—No va a ser posible. —Las palabras le fueron susurradas al oído mientras los brazos de
Richard la rodeaban. Se retorció y él la apretó con más fuerzo, dificultándole la respiración.
Oyó abrirse la puerta del carruaje y el familiar hedor de los muelles llegó hasta ella.
Unas manos ásperas la agarraron arrastrándola fuera del coche. Alguien la levantó sobre el
hombro metiéndola por una estrecha puerta. El lugar olía ¡i humo y a cerveza. Oyó el
zumbido monótono de voces masculinas, interrumpido por maldiciones, ruido de sillas
arrastradas por el suelo y tintineo de pesadas jarras de vidrio.
Empezó a forcejear y el hombre que la llevaba aumentó la presión, haciendo que el
hombro sobre el que la cargaba se le clavase en el vientre. Comenzó a subir por una empinada
escalera de caracol. No era en absoluto cuidadoso con su carga. La cabeza de Sarah golpeó dos
veces contra la pared antes de que llegaran a una habitación donde la arrojó sobre una su-
perficie blanda. Luego oyó un sonido de botas que se alejaban y el ruido de una llave en la
cerradura.
Por un momento permaneció acostada sin moverse, escuchando. Oyó ruidos que
parecían salidos de una pesadilla: profundas voces de borrachos, el rítmico chirrido de una
cama barata, los alaridos de una mujer y en algún lugar un débil llanto histérico. Pero
todos esos horribles ruidos llegaban hasta ella apagados, como filtrados por paredes y
puertas. Con un movimiento de los hombros se quitó de encima la capa y retiró la bolsa de
su cabeza.
Estaba sola en la habitación más llamativa que había visto jamás. Todo era de color
rojo sangre: las paredes, las cortinas, la cama sobre la que estaba acostada.
Se levantó de un salto. No quería tener contacto alguno con una cama en este lugar.
Intentó con la puerta. Cerrada con llave, como había imaginado. Quizás pudiera escapar por
la ventana. Corrió las pesadas cortinas. Había esperado encontrarse con gruesas rejas de
hierro, pero la ventana estaba libre. Hasta era fácil de abrir. Se asomó y al mirar hacia abajo
sólo vio oscuridad. La luz de la luna le permitió ver los destellos de las aceitosas aguas del
Támesis bajo la ventana. Sólo un pájaro podría escapar por allí.
Se volvió hacia la habitación. Hizo un minucioso recorrido, buscando cualquier cosa que
pudiera servir para escapar. Fue un circuito educativo, aunque nauseabundo. Los cuadros que
colgaban de las paredes, que al principio había tomado por naturalezas muertas y escenas
bucólicas, resultaron ser, al mirarlos más de cerca, extremadamente pornográficos. Había
mirillas (por fortuna cerradas en ese momento) en la pared opuesta a la ventana y esposas
rotas sobre una mesa. Encontró un orinal bajo la cama y lo levantó, con la esperanza de tener
otra oportunidad de golpear en la cabeza a alguien.
Observó las cortinas rojas. Eran indiscutiblemente feas. Arrancó una de ellas y la colgó
por encima del alféizar. Quizás alguien la viera y se preguntara por qué había una cortina col-
gando en el exterior de un edificio. Quizás James la viera.
¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que él vinie ra? ¿Vendría? No podía contar
con eso. Algo debía haber salido mal.
Miró la cama. No, no podía soportarla. Se sentaría en el suelo. Probablemente había
bichos en ambos lugares, pero la fauna del suelo era menos repugnante que lo que pudiera
estar acechando en la ropa de cama. Extendió la capa, se sentó con el orinal a su lado y trató
de elaborar un plan.
James sujetó la cabeza de uno de los rucios. Charles se había hecho cargo del otro. No
se podía contar para nada con los idiotas borrachos del carrocín. Al menos el caballo del co-
che de alquiler estaba quieto. Era demasiado estúpido para desbocarse.
—¡Daisy!
James miró hacia atrás y vio a Rufus y Robbie que corrían hacia aquel caos. Rufus
alargó la mano para coger la brida de la vieja yegua y empezó a susurrarle al oído.
—¿Os hecho una mano? —preguntó Robbie.
Jumes asintió con la cabeza. —¿Cómo nos encostrasteis?
—Me encontré con Lord Dervin, ¿o es Devin? Ya sabes. .. el viejo soldado calvo de
orejas peludas.
—Lord Dearvon.
—Eso. Le vi apenas os fuisteis. Dijo que él llevaría a casa a las mujeres, así que corrí
tras vosotros. Llegué a la calle justo cuando doblabais la esquina. Rufus y yo, puesto que me
parece que no te tenía mucha confianza en cuanto a Daisy, cogimos otro coche de alquiler y os
seguimos.
—Bien. Fíjate si puedes meter a esos dos en el carrocín... por cierto, ¿quiénes son?
Robbie les echó una ojeada.
—El vizconde Wycomb y el honorable Félix Muddleridge.
—Ay, Dios mío. Debería haberlo imaginado. Haz que se ocupen de estos animales,
¿quieres?
Robbie arrastró fuera del carrocín a los dos borrachos. La prostituta que le había
gritado a James colaboró trayendo un balde de agua que Robbie volcó sobre las cabezas de
ambos caballeros. Estaba lo suficientemente fría o era lo bastante malsana como para
sacarlos de su estupor etílico.
—Caramba —farfulló Wycomb—. ¿Qué diablos estás haciendo, Westbrooke?
—Os está despertando —dijo James—.Venid a ocuparos de vuestros caballos.
Wycomb entornó los ojos hacia James.
—Alvord ¿eres tú?
—Sí, soy yo. Me habéis atropellado por vuestra torpeza al conducir.
—Perdón. Me temo que estoy borracho.
—Yo diría que sí. Ocúpate de este caballo y haz que Muddleridge se ocupe del otro.
—Bueno...
Wycomb se rascó la cabeza.
—Ahora, Wycomb.
Finalmente el hombre se movió. James soltó al rucio.
—Rufus, te dejo con Daisy. Vamos a llevarnos el otro coche de alquiler. Dile a Parles...
—James se pasó los dedos por el pelo y miró a Robbie y a Charles—. ¿Alguna sugerencia acerca de
dónde podría haber llevado Richard a Sarah?
—¿Qué tal al Rutting Stallion? —dijo Robbie—. Queda en esta dirección.
—Al igual que la mayoría de los burdeles de Londres. —James cerró los ojos. Dios,
cómo desearía saber por dónde seguir. Sarah podía estar en cualquier lado. Cada segundo
contaba. Si no acertaba, Sarah pagaría un precio terrible.
—Probemos en el Rutting Stallion
Rogó a Dios haber adivinado.
Capítulo 18
Alguien sacudió el picaporte y lo hizo sonar como una matraca. Sarah asió el orinal y
se incorporó de un salto, lista para rompérselo en la cabeza a Richard.
—Duquesa —dijo Richard desde el corredor—. Qué amable de su parte darme la
bienvenida. —Se abalanzó sobre ella, agarrándole las muñecas y torciéndoselas—. No vas
usar conmigo el mismo truco que con Dunlap.
Sarah forcejeaba para soltarse, pero las manos de Richard eran como esposas.
Apretó con más fuerza y ella jadeó de dolor, segura de que la presión iba a astillarle los
huesos. Sus dedos se abrieron y el orinal se hizo añicos contra el suelo. Richard pateó los
pedazos a un lado y dio un portazo empujando con el pie la puerta que tenía detrás. Sonrió.
—De modo que aquí estamos, duquesa, sólo usted y yo. Me pregunto qué haremos
para pasar el tiempo.
La apretó violentamente contra su cuerpo.
Sarah tragó saliva, tratando de acallar el rugido de sus oídos. Podía ver los poros de
Richard, su barba incipiente. Respiraba su hedor, el olor rancio a pelo grasiento, lino sucio y
sudor seco. Intentó apartarse hacia atrás, pero las manos del hombre la tenían atrapada
contra su cuerpo.
—Tengo una idea. Ya que esto es una alcoba... —Le torció los brazos detrás de la espalda,
asiéndole ambas muñecas con una sola mano. La agarró de la barbilla y la obligó a ponerse de
cara a la cama con sus chillonas sábanas rojas—. ¿Por qué no me muestras qué juegos le gusta
jugar a James? Me imagino que lo habrás enseñado algunos trucos a mi primito.
—No.
Richard le levantó violentamente los brazos provocándole un agudo dolor entre los
hombros. Se mordió los labios para no gemir.
—¿Duele? —Se rió—. No es nada comparado con lo que vas a sentir en un
momento.
La arrastró hasta la cama.
—No hagas esto. Tú no me deseas.
—Por supuesto que no te deseo, ramera pelirroja. Aquí el deseo no tiene nada que
ver. —La empujó contra uno de los pilares de la cama, impidiéndole moverse con la presión de
su cuerpo—. Por lo menos no esa clase de deseo.
Le arrancó las horquillas que le quedaban y luego le pasó sus sucios dedos por el
cabello.
—¿James despliega este pelo «rojo ramera» sobre su almohada cuando te monta,
duquesa? ¿O le gusta que le cubra el pecho cuando lo montas tú a él? ¿ Se envuelve las manos
en él así?
Enredó violentamente sus manos entre el pelo, tirando tan fuerte que Sarah pensó
que iba a arrancárselo de raíz. Ella lo agarró de las muñecas.
—Suéltame.
—Oh, no. —Sus ojos fueron del cabello a la garganta de la joven—. He esperado esto
demasiado tiempo. —Le tiró del pelo, forzándola a elevar la barbilla—. Apuesto a que en tu
piel blanca enseguida aparecen unos lindos cardenales, duquesa. —Le apoyó la boca sobre el
cuello, justo debajo de la línea del mentón y chupó con fuerza la tierna piel de esa zona.
Sarah trató de alejarse. Se rió y le dio un mordisco. Ella sintió una gota de sangre chorrearle
hasta la clavícula.
—Ésa es mi primera marca, duquesa. La primera de muchas.
—Para. Por favor, para.
—No, no voy a parar. No voy a parar hasta que haya terminado. —Volvió a tirar del
cabello, haciéndola lagrimear—. ¿Sabes cuál es el primer recuerdo que tengo de mi
infancia, duquesa? ¿La imagen que más recuerdo de mi infancia? Mi padre dándome una
paliza en su estudio. Yo tenía apenas cuatro años. Me azotó con una vara en el trasero des -
nudo. ¿Y sabes por qué?
Richard hizo una pausa, obviamente esperando una respuesta.
—No —susurró Sarah. Él le mantenía la cabeza tan arqueada hacia atrás que le dolían
el cuello y los hombros.
—Me azotó por haber hecho caer de un empujón al mocoso de mi primito que se
había puesto a llorar. «James es el Marqués de Walthingham», dijo mi padre, «y será el
duque de Alvord. Un noble del reino». Dios. Él debería haber sido el duque, pero no tuvo las
agallas para desafiar a su hermano y tomar la riqueza y posición que por derecho le
pertenecían. El no las quería. Estaba feliz con sus viejos libros polvorientos y sus perros
apestosos. No le importaba estar cediendo también mis derechos de nacimiento.
Richard aflojó la presión y Sarah se enderezó ligeramente. ¿Se abstraería en su
relato tanto como para permitirle escapar?
—En Cambridge había una muchacha a la que yo deseaba, pero la única manera de
tenerla en mi cama fue prometiéndole a James. Deberías haber oído a la maldita perra. Incluso
cuando yo la estaba follando, sólo hablaba de él: de sus hombros, de sus piernas, de su maldito
trasero. Bueno, pues nunca llegó a la cama de James. Le rompí el cuello y la tiré al río.
Sarah se enderezó un poco más. Alcanzaba a ver la puerta. No estaba tan lejos. Si
pudiera golpear a Richard con la rodilla, como a Dunlap...
Volvió a apretarla contra sí.
—Así que no, no voy a parar, no ahora que tengo la venganza en mis manos. Voy a disfrutar
cada minuto de esta noche. Cuando te viole, estaré violando a James. Cuando arrastre tu
cuerpo flaco escaleras abajo y mire a treinta tipos robustos turnarse para poseerte estaré viendo
la cara de James.
—James te va a matar.
—No lo creo. Me parece que va a sufrir un accidente, Hay tanta violencia en los
muelles... O quizás al ver tu cuerpo sangriento cubierto de semen, y disculpa la imagen,
enloquezca de tal manera que se quite la vida.
—¡No! —Sarah le pegó un empujón en el pecho y levantó la rodilla bruscamente. Él
la interceptó con facilidad.
Se rió.
—Tú eres la única culpable, duquesa. Yo intenté disuadirte de que te casaras con
James, pero estabas cegada de lujuria. Pues aquí es donde te ha conducido tu lujuria.
La arrojó sobre la cama. La muchacha gateó tratando de llegar al otro lado, pero él se le
tiró encima, apretándola con ira el colchón. Ella se arqueó y lo empujó, pero no consiguió
moverle. Le arañó los ojos, pero él apartó sus manos como si no fuesen más que irritantes
moscas en una fiesta de verano.
—Eso es, duquesa, resístete. Adoro cuando vosotras las perras os resistís. Lo hacéis
más divertido.
Sarah percibió la excitación en su voz. Sintió su erección contra uno de los muslos.
Él se incorporó apoyándose en los codos y mientras con su cuerpo la inmovilizaba contra la
cama sacó del bolsillo un trozo de cuerda.
—La seda sería más benévola con tu delicada piel, duquesa, pero me imagino que al
llegar la mañana las muñecas en carne viva será el más leve de tus dolores.
Le ató las manos a los pilares de la cama y luego se puso a horcajadas encima de
ella, deslizando lentamente la punta del índice a lo largo del escote de su vestido de baile.
—Cuéntame sobre tu marido, duquesa. ¿En la cama James se comporta de acuerdo
con todas las reglas del decoro? ¿Tantea tu cuerpo flaco con las velas apagadas y tu camisón
abotonado hasta la barbilla ?
Se oyó un rugido proveniente de una mesa cercana, james levantó la vista para
encontrarse con los matones de Dunlap que, en su prisa por abalanzársele a la garganta,
habían arrojado al suelo mujeres y cerveza. También vio el rostro estupefacto de Philip
Gadner. Ni rastro de Richard.
—Robbie, Charles, os dejo para entretener a nuestros amigos. —Indicó con la cabeza
a los dos hombres que avanzaban amenazadoramente hacia ellos. Philip no se había movido
—. Tengo que encontrar a Sarah.
—Ve, James —dijo Charles—. Enseguida estaremos contigo.
James se lanzó escaleras arribas, subiendo los peldaños de dos en dos.
Después de tranquilizar a lady Gladys, lady Amanda y Lizzie, asegurando que estaban
bien, Sarah y James subieron a su habitación, dejando a Robbie y Charles para completar
los detalles de la historia.
—-Necesito bañarme, James —dijo Sarah cuando entraron al dormitorio—. Tengo
que quitarme de encima la mugre de ese lugar.
Los lacayos llevaron la tina y la llenaron. Apenas la puerta se cerró tras ellos, Sarah se
quitó la ropa y se sumergió en el agua caliente. Temía no volver a sentirse limpia nunca más.
En ese momento sintió las manos de James, grandes y firmes, enjabonándole la
espalda, librándola a un tiempo de la desesperación y de la suciedad.
—Mójate la cabeza, cielo.
Los dedos de James le masajearon la cabeza, deslizándose a través de los largos
mechones. Le frotó el cuello con las palmas y con los nudillos los lóbulos de las orejas. Con
mucha suavidad su boca se posó sobre el cardenal que Richard le había dejado en la
garganta. Se lo acarició con la lengua. Su cuerpo despertó en respuesta a las caricias.
Había temido no poder soportar que volvieran a tocarla. Ahora se daba cuenta de
que el contacto de James era lo que necesitaba para sanar. Necesitaba tenerlo dentro de ella
para limpiar el horror del final de esa noche. Necesitaba SU amor inundándola, ahogando
todos los malos recuerdos. Necesitaba amarlo para volver a sentirse viva.
—Mejor que tú termines la tarea, Sarah. No confío en mí para lavarte la parte de
delante.
Sarah alzó las manos y envolvió las muñecas de Jumes. Luego las deslizó hasta sus
antebrazos y le oyó contener el aliento.
—Está bien, James. Me gustaría que lo hicieras tú.
—Uh, Sarah. —Su voz sonaba tensa—. ¿Estás seguro de que es una buena idea? ¿Estás
preparada para lo que eso puede provocar?
—Sí. Te necesito. En todos los sentido.
Le oyó soltar el aire y sintió cómo se aflojaba la tensión en los brazos de él.
—Vale, cielo. —Le temblaba ligeramente la voz. Luego sus manos resbalaron desde
los hombros de ella, descendiendo por las clavículas hasta sus pechos. Era lo que ella ne-
cesitaba, lo que su cuerpo anhelaba: sentir sobre la piel sus dedos, las palmas de sus
manos. Al aspirar su perfume supo que era James quien estaba tocándola. Sintió que su
propio cuerpo se relajaba listo para recibirlo.
Las manos de él se deslizaron de los pechos a los costados del cuerpo, abrazándola,
acariciándole luego el vientre y los muslos. Enredó sus dedos entre el vello de la unión de
las piernas y la tocó donde ella más lo deseaba. Se estremeció, levantando la vista hacia él.
James le devolvió la mirada, con expresión intensa y anhelante.
—Te amo, James.
Él inclinó la cabeza y con sus labios rozó los de ella.
—Y yo te amo a ti, Sarah —dijo con voz enronquecida—. Creo que mejor vas a salir
ahora mismo de la tina.
La envolvió en una gruesa toalla, abrazándola y rozándole con los labios la línea de la
mandíbula, los ojos, los labios. Al sentir contra el vientre la erección, la joven se frotó contra
él. James retrocedió.
Cambió de posición para poder seguir explorando el pecho de James y esa misteriosa
línea de vellos que corría desde su pecho hasta el ombligo y más abajo. El alargó la mano
hacia sus pechos, pero ella retrocedió.
—Aún no. —Le hizo colocar las manos a los costados de la tina y se las sostuvo allí
por un momento—. Todavía no me toques. No muevas tus manos de este lugar hasta que yo
te diga que puedes hacerlo.
—Dios, Sarah, no sé si puedo. Tu modo de tocarme me está matando.
Ella lo miró sonriendo abiertamente.
—Entonces prepárate para morir, James, porque me quedan otros muchos lugares
por tocar.
—¿Muchos? —preguntó él con voz enronquecida. Respiró profundamente y cerró
los ojos—. Intentaré resistir, pero recuerda: sólo soy un hombre.
—Sí, eso puedo verlo.
James rió por lo bajo.
Ella evitó esa parte del cuerpo de él y se dispuso a lavarle los pies. Lentamente fue
subiendo por los tobillos, las rodillas, los muslos. Él se deslizó hacia delante, elevando al
mismo tiempo el cuerpo y las manos de Sarah recorrieron sus nalgas. Moviéndose en
círculos, llegaron a la parte interna de los muslos y rodearon los pesados sacos redondos que
colgaban allí. Él inspiró bruscamente y su cuerpo se sacudió. Un poco más de agua se
derramó en el suelo.
—Los criados van a preguntarse qué hemos estado haciendo.
—¿Miran?
James la miró, los ojos nublados por la pasión. Ella sonrió, dejando que sus dedos
subieran por su miembro suave. Él cerró los ojos, mordiéndose el labio. Los nudillos se le
pusieron blancos de tanto apretar el borde de la tina. Volvió a acariciarlo, arrancándole un
gemido.
FIN