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El Duque Desnudo – Sally Mackenzie

LA SORPRESA DE SU VIDA Sofisticada y escandalosa. De hecho, la señorita Sarah


Hamilton, una correcta joven de Filadelfia, piensa que el comportamiento de la sociedad de
Londres es completamente vergonzoso ¿Cómo es posible que despierte de su inocente sueño y
encuentre en la cama junto a ella a un hombre tan guapo ¡y totalmente desnudo!? Los risueños
mirones de pie en la puerta no resultan de ninguna ayuda... y seguramente este loco
enamoradizo no puede ser un duque, como él afirma. Está comprometida... ¡aunque ni por
asomo piensa casarse con él!

EL MOMENTO MAS DULCE DE LA SUYA James, el duque de Alvord, está encantado con su
inesperada compañera de cama (y para nada temeroso ante la furia que le enciende las mejillas).
Es verdad que las circunstancias y el lugar de su primer encuentro son muy inusuales, pero la
briosa norteamericana que está golpeándole con una almohada es una belleza incomparable. Si
Sarah tan sólo escuchara la explicación perfectamente razonable que él puede darle, James está
seguro de que podría capturar su corazón.. .para siempre.
Capítulo 1

El diablo aún dormía.


Sarah Hamilton se apretujó más contra la ventanilla de la diligencia. El granjero
que estaba sentado a su lado gruñó y cambió el punto de apoyo de su considerable peso para
apoderarse del pequeño espacio que la joven había dejado entre ellos. El movimiento envió
hacia ella otra ráfaga de fétido olor a pescado y sudor rancio.
Lanzó una mirada al hombre que se encontraba sentado frente a ella. Aun dormido, el
rostro, alargado, pálido y de nariz romana, parecía arrogante. Se estremeció al recordar sus
gélidos ojos azules, los había visto al subir a la diligencia en Londres. Era igual a la
representación de Satanás en el ejemplar que tenía su padre de El Paraíso perdido. Éste, con
toda seguridad, era el primer espécimen de todos los que se encontraría en la «flor y nata»
británica: un perezoso, inútil, borracho, engreído, mujeriego y degenerado producto de
años de endogamia2.
Tragó saliva. Por Dios, su tío era conde. ¿Y si fuera tan frío como este tipo?
Dando bandazos el coche dobló una esquina y entró traqueteando al patio de una
posada. Sarah rebotó contra uno de los anchos muslos de su vecino y casi se partió el codo
contra el panel de madera de la ventanilla.
¡A y! Apretó los labios, pero ya era demasiado
tarde. Había despertado al demonio.
La frialdad de sus ojos azules se encendió en un destello de enojo. Su mirada dura se
deslizó sobre ella, desde el mechón de cabello rojo que caía sobre su frente hasta su poco ele-
gante y soso vestido. Torció el labio superior en una sonrisa despectiva. La muchacha sintió
ganas de desaparecer dentro del asiento. Incluso el grueso granjero contuvo el aliento.
Afortunadamente, justo en ese momento se abrió la puerta del coche.
—¡Llegamos al Green Maní —gritó el cochero—. Será mejor que bajéis a estirar las
piernas.
El hombre lanzó una última mirada a Sarah, se encogió de hombros y se dio la
vuelta empujando al cochero para pasar. El compañero de asiento de Sarah exhaló un
suspiro que se sumó al de ella. Observaron al tipo pavonearse atravesando el patio para luego
desaparecer en el interior de la casa.
—Gracias a Dios —farfulló el granjero mientras su voluminoso cuerpo atravesaba
trabajosamente la puerta del coche.
Sarah avanzó poco a poco a lo largo del banco para descender también. Había estado
sentada todo el trayecto desde Liverpool y tenía la sensación de que nunca más iba a poder
enderezar las caderas y las rodillas. Tomó complacida la mano que le ofrecía el cochero. Al
poner los pies sobre los adoquines se tambaleó.
—¿ Se siente bien, señorita?
Los ojos castaños del cochero la miraban desde debajo de unas pobladas y encanecidas
cejas con una cálida expresión de preocupación.
—Sí, gracias. Estoy bien.
Soltó la mano del hombre y rebuscó en su bolso, del que sacó dos monedas que no
tardaron en desaparecer entre los dedos carnosos y fuertes del cochero.
—¿Van a venir a recogerla? —preguntó él, guardándose el dinero en un bolsillo.
Sarah bajó los ojos, jugueteando con el bolso.
—Tengo partientes cerca.
—Bien. —Se llevó la mano al ala del sombrero—. Entonces buenas noches, señorita.
—Se inclinó hacia ella y en voz baja le dijo— Si yo fuera usted me mantendría lejos de ese
tipo que viajaba con ustedes, del encopetado ése.
Sarah asintió.
—Es exactamente lo que pensaba hacer.
—El gordo apesta a pescado. Pero el encopetado... —El hombre meneó la cabeza
—. Ése apesta a...
—A maldad. Completamente de acuerdo. Realmente espero no volver a verle.
Sarah sonrió al cochero y se dirigió hacia la posada. La casa se veía sólida y acogedora.
De sus ventanas salía luz y ruido. Oyó el tintineo de jarros y cubiertos mezclado con la risa
ronca de los hombres en el salón.
Un aroma a cerveza y carne asada le salió al encuentro, pero su estómago se resistió.
Estaba demasiado cansada para comer. Lo único que deseaba era un cuarto con una cama.
El posadero se echó hacia atrás el pelo grasiento mientras ella se acercaba a la
recepción. Al examinar el vestido arrugado y el sombrero aplastado de la joven, el hombre
frunció los labios. Su aspecto no podría haber sido más agrio ni aunque hubiera masticado
un barril de limones.
Sarah suspiró y enderezó los hombros.
—Necesito una habitación para pasar la noche, por favor.
—No tengo.
—¡Tiene que tener algo! —Tragó saliva y respiró profundamente. No podía
presentarse en casa de su tío en medio de la noche, exhausta y sucia—. Me iré por la
mañana. Voy a visitar a mi tío, el conde de Westbrooke.
El hombre lanzó un bufido.
—Conque el conde es tu tío, ¿eh? Pues el mío es el Príncipe Regente. Vamos,
muchacha. Sé a qué te dedicas, así que ve a ejercer tu oficio a otra parte.
Sarah parpadeó.
No puede usted pensar que so y. . . d i j o c o n u n a voz chillona. Volvió n tragar
saliva c hílenlo de nuevo terminar la frase—. Que soy...
No, no podía decir la palabra.
El posadero sí que pudo.
—Una ramera, una mujer de la vida, una fulana. —Sonrió con desprecio—. Te
agradecería que te marcharas de mi posada.
En el preciso momento en que acababa de escupir estas últimas palabras, entró al
vestíbulo un hombre alto, de cabello rojizo.
Inmediatamente el hombre de la recepción hizo una reverencia.
—¿ Sí, milord ? ¿ Necesita algo ?
—Me parece que quien necesita un poco de amabilidad eres tú, Jake —dijo el recién
llegado, arrastrando ligeramente las palabras. Apenas miró al posadero; dirigió toda su aten-
ción hacia Sarah—. No arrojarías a esta pobre dama en apuros hacia la oscuridad de la noche,
¿verdad, amigo?
—¿La conoce, milord?
El posadero lanzó una mirada preocupada en dirección a Sarah, quien sonrió
ligeramente. Ella sin duda no conocía a su potencial salvador.
—Pues no nos hemos presentado, pero yo estaba esperándola
Se acercó, apoyando una mano contra la pared. Sarah olió su aliento en sus palabras.
Este caballero pelirrojo había bebido sin duda alguna que otra botella de brandy.
Debería haber sentido miedo, pero había en él algo extrañamente familiar. Estudió
sus ojos color avellana, ligeramente nublados, y su sonrisa torcida. Quizás le recordaba a
los fervorosos jóvenes que solían reunirse en el estudio de su padre a discutir sobre política
mientras bebían jarras de ponche de ron.
Vamos -dijo el-. Su cuarto queda por aquí. Tambaleándose hacia las escaleras se
aferró a la barandilla.
Debía de haberla confundido con otra viajera. La joven lo siguió mientras él subía los
angostos peldaños dando traspiés, para luego avanzar por el corredor haciendo eses. Su
conciencia le instaba a hablar, pero su cuerpo exhausto mandaba callar a su conciencia. No
podía dar un paso más esa noche. Seguramente la mujer a quien esperaba su escolta peli-
rrojo no llegaría esa noche. Y si llegara, lo entendería. Cualquier mujer estaría dispuesta
a compartir su habitación en una situación así.
El hombre por fin encontró el cuarto que estaba buscando. Abrió la puerta y dio un paso
al lado para dejar pasar a Sarah. Lila se detuvo en el umbral. Había un punto que debía aclarar.
—Éste no es su cuarto, ¿verdad, señor?
Él apoyó uno de sus anchos hombros contra la jamba de la puerta y sonrió
abiertamente. Era imposible no responder al brillo de sus ojos (aunque fuera producto del
alcohol) y al profundo hoyuelo que se formaba en su mejilla derecha. Sarah le devolvió la
sonrisa. Se inclinó hacia ella.
—¡Oh no!, mi cuarto está al fondo del corredor.
—¡Ah! —Sarah intentó no ahogarse con los vapores del brandy que la envolvían—.
Pues, siendo así, se lo agradezco. —Entró a la habitación. El hombre permaneció junto a la
jamba. No podía cerrar la puerta sin darle en los dedos. Lo miró sin saber qué hacer—.
Realmente aprecio su ayuda.
Él asintió con la cabeza.
—Agua —dijo—. Apuesto a que también apreciaría que consiguiera agua para que
pueda lavarse.
—Gracias, sería estupendo. —Quitarse de encima el polvo del viaje parecía una
bendición casi tan grande como dormir—. Pero no quiero ser una molestia.
—Ninguna molestia. —El hoyuelo se hizo más profundo—. James también me lo
agradecerá. Haré enviar agua inmediatamente.
—¿Quién es James? preguntó ella, pero su nuevo amigo ya había desaparecido
escaleras abajo.
Sarah se encogió de hombro» y cerró la puerta. Quién era el misterioso James era un
enigma que resolvería por la mañana, cuando su pobre cerebro estuviera a la altura de esa tarea.
Enseguida apareció una jovencita con una gran jarra y una toalla. Sarah esperó a que
saliera y se quitó toda la ropa. El fuego le entibiaba la piel mientras se lavaba para quitarse la
sal marina del cuerpo y del cabello. Cuando estaba secándose con la toalla observó la ropa
que acababa de quitarse. La había usado durante tres largos días y no soportaría volver a
ponérsela. Sacudió enérgicamente cada una de las prendas y las colgó para que se airearan.
Con suerte al llegar la mañana estarían en un estado aceptable. No deseaba apestar a mar
cuando conociera a su tío.
Tenía un nudo en el estómago. ¿Por qué su padre había insistido en que viniera a
Inglaterra? Había perdido la cuenta de las veces que le había oído denostar a la aristocracia,
refiriéndose a ella con frases como «una sentina de idiotas» y «la infección mortal de
Inglaterra». Sin embargo, en su lecho de muerte él había insistido en que fuera a casa de su
hermano el conde.
—Ve a casa, Sarah —había susurrado con un hilo de voz—. A Inglaterra. —Entre
jadeos había intentado incorporarse—. Prométemelo.
Sarah se tragó las lágrimas que se agolparon de repente. Nunca olvidaría la sonrisa
de su padre ante su promesa. Momentos más tarde, cuando hubo exhalado su último suspi-
ro, realmente parecía haber hallado la paz.
Suspiró, pasando el peine a través de la mata de cabello mojado. Si tan sólo esa
promesa también le hubiera dado paz a ella... Las hermanas Abington no habían dejado de
acosarla para que cambiara de idea desde el momento en que les había dicho que se
marchaba hasta que hubo subido a bordo del Roseanna rumbo a Inglaterra.

¿Cómo pudo David pedirle que viajaras tan lejos? —había dicho por enésima vez
Clarissa, la hermana baja y robusta, mientras Sarah cerraba por última vez la puerta de la
casa de su padre.
—Era la fiebre que hablaba por él —había dicho Abigail, la hermana alta y flaca,
dando palmaditas en la mano de Sarah—. Aún no es demasiado tarde para cambiar de
opinión, querida. Simplemente mandamos a avisar al puerto.
Clarissa asintió tan vivamente que sus tirabuzones grises le rebotaron sobre las
orejas.
— Tu padre está muerto, Sarah. Ahora necesitas hacer lo que sea mejor para ti.
—¿Qué sucederá si vas a Inglaterra y el conde te rechaza? Estarás sola, a merced de todos
esos hombres inescrupulosos
Abigail se estremeció, estrujándose las manos con tan-la fuerza que los nudillos se le
pusieron blancos.
—Es verdad, Sarah. —Los regordetes dedos de Clarissa se hundieron en el brazo de
Sarah—. Has tenido una vida muy tranquila en Filadelfia. ¡No tienes ni idea de dónde vas!
Vaya, apenas si has hablado con hombres de aquí, y los hombres americanos son realmente
muy diferentes de aquellos ingleses pervertidos. Tan diferentes como los gatos domésticos
de los leones devoradores de hombres.
—Devoradores de mujeres —susurró Abigail.
—Totalmente cierto. Esos duques, condes y qué sé yo qué más, ésos se creen que las
mujeres están ahí para tomarlas y luego descartarlas.
Sarah sacudió la cabeza para ahuyentar ese recuerdo perturbador. Era demasiado
tarde para lamentos. Ya estaba aquí. Esperaba que su tío la recibiera bien. Si no era así... No, no
pensaría en eso. No permitiría que la preocupación le arruinara la primera oportunidad que
tenía en meses de dormir en una cama de verdad en tierra firme. Sin importar qué sucediera
con el conde, no pensaba volver a cruzar el Atlántico.
Haciéndose esa promesa, apagó de un soplido las velas y se metió en la cama.
Jamen Runyon, Duque de Aivord, aportó lo vista del fuego cuando el Mayor Chales
Draymisth entró en el salón privado dejando la puerta entreabierta.
—Me parece haber visto al malvado de tu primo Richard en el salón, James —dijo
Charles, pasándose las anchas palmas por el oscuro cabello rizado—. Debe haber vuelto a
aparecer en escena. Dios, ¡cómo me gustaría hundirle en la cara esa larga nariz puntiaguda!
—¿Richard está aquí? —James levantó una ceja dorada—. Me pregunto qué
diablos pretende dejándose ver por aquí.
—Diablo le queda bien. —Charles se acercó al fuego, junto a James—. Cada vez que
le miro espero ver cuernos y un tridente. Realmente deberías hacer algo con ese tipo.
Tras servirle un vaso de brandy a Charles, James estiró los pies enfundados en sus
botas en dirección al hogar y observó el resplandor del fuego a través de la copa.
—¿Qué sugieres? En Inglaterra el asesinato, aun justificado, por lo general no tiene la
aprobación de la sociedad.
—Llámalo exterminio. —Charles bebió un sorbo de brandy—. Estarías librando al
país de una alimaña.
—Desearía que todos pensaran como tú. —Había amargura en la voz de James—.
Nadie creerá que James representa una amenaza para mi vida hasta que deje mi cadáver en
un umbral de Bow Street3.
—No puedo creer que sea para tanto.
—Pues créelo. —James empezó a contar con los dedos las evidencias—. La cincha de mi
caballo se afloja de repente y caigo al saltar. ¿Incompetencia de un mozo de cuadra? El
hombre jura que la cincha estaba ajustada la última vez que revisó al caballo y,
sinceramente, yo le creo. De la torre de Alvord se suelta una piedra y me salvo por un pelo de
que me caiga encima. El lugar tiene cientos de años. La argamasa no dura para siempre. Me
empujan en una calle de Londres y casi caigo delante de un carruaje que se aproximaba. Un
desafortunado accidente. ¿No sabes acaso que las aceras están realmente atestadas?
James apuró un gran trago de brandy.
—Demasiados accidentes, en mi opinión —dijo Charles.
—Exacto.
—¿Y nadie ve la mano de Richard en ellos?
—Richard nunca está cerca. Nada lo señala como el villano, He hecho las
averiguaciones que he podido, pero nadie pudo vincularlo con ninguno de mis «accidentes».
Hay gente en Londres que cree que yo debería estar en Bedlam4. La última vez que intenté
contratar a alguien de Bow Street para que me ayudara a investigar el asunto, se me recordó
que la guerra había terminado y que debería relajarme y acostumbrarme a la vida civil.
—¡Maldita sea!
—¡Eso mismo digo yo! —James se reclinó en su silla—. De modo que, ahora que has
visto a Richard rondando por aquí, confieso que estoy más dispuesto a aceptar la idea de
Robbie de pasar la noche en el Green Man. He llegado a la conclusión de que viajar de
noche no es bueno para mi salud, pues le da a Richard demasiadas tentadoras oportunidades
de enviarme al Más Allá.
James cambió de posición en la silla para mirar directamente a Charles.
—Hablando de Robbie, supongo que no le has visto en la sala, ¿verdad?
—No.
—Qué lástima. Está demasiado borracho para dejarle solo.
—¿Quién está demasiado bo.. .borracho?
James se volvió para mirar al hombre pelirrojo que se reía por lo bajo en la entrada.
—Ah, Robbie. Estábamos preguntándonos dónde te habías metido. Entra, si es que
no necesitas la jamba de la puerta para mantenerte en pie.—Por supuesto que no, James. —
Robbie cruzó la habitación con cuidado y se dejó caer en una silla—. ¿Habéis estado hablando
de la sensual Charlotte en mi ausencia?
—Te agradecería que no usaras la palabra «sensual» para referirte a mi futura esposa
—dijo James.
—Pues ahí tienes razón. Charlotte es casi tan sensual como una ciruela congelada.
—Robbie...
Las cejas de James se juntaron en una mueca severa mientras comenzaba a ponerse
de pie. Charles le apoyó una mano sobre el brazo.
—Detesto decirlo, James, pero esta vez Robbie tiene razón. Por el amor de Dios,
hombre, ¿por qué piensas que los bromistas la llaman la Reina de Mármol? Tiene la frialdad
de una roca.
En un gesto de borracho Robbie palmeó a James en el hombro.
—Escucha a Charles, James. Él es inteligente. Héroe de guerra, como tú. Si él te dice
que no te acerques a Charlotte, hazle caso. Ni que fuera la única mujer que va a aceptarte.
Todas las muchachas solteras, y la mitad de las casadas, aprovecharían la oportunidad de
convertirse en la próxima Duquesa de Alvord.
—Lo dudo. —James alzó la mano mientras Robbie y Charles empezaban a
manifestar su desacuerdo—. No, ya conozco a todas las muchachas que están en el mercado
matrimonial. Dios, han estado asediándome desde que murió mi padre. Estoy harto.
Charlotte servirá. Ya hace algunos años que está en edad de casarse, no es una jovencita en
su primera temporada social. Es la hija de un duque, así que sabrá manejar mi casa. —Miró
directamente a Robbie—. Y estoy seguro de que es perfectamente capaz de cumplir con sus
demás deberes de esposa.
—Bueno, es una mujer, te concedo eso, por lo cual
debe ser capaz de darte un heredero —dijo Robbie—, pero
¿acaso no quieres disfrutar el proceso?
James sintió que le ardía la cara.
—Estoy seguro de que Charlotte y yo podemos llevarnos bastante bien.
—Pero... ¿por qué tanta prisa? —preguntó Charles—. ¡Maldición, amigo, sólo tienes
veintiocho! Yo tengo treinta y no estoy luchando por conseguir a alguien para casarme. —Se
inclinó hacia James—. Sobreviviste a la guerra. ¿Por qué ahora tanta prisa en tener un
heredero?
—Acabamos de hablar acerca del motivo de mis prisas, Charles: el ambicioso de mi
primo Richard. Está algo ansioso por convertirse en el próximo duque de Alvord.

Más tarde James depositó a sus amigos borrachos en s US respectivos aposentos y se


dirigió hacia el suyo. Lamentablemente, aún estaba demasiado sobrio. No había medida de
brandy que pudiera ahogar los pensamientos que se agitaban en su mente.
La habitación estaba oscura; la única luz provenía del rescoldo de la chimenea. Se quitó
de un tirón las botas y las me-días y con un movimiento de los hombros dejó caer la camisa al
suelo. No estaba exactamente ansioso por pedirle al duque de Rothingham la mano de su hija.
No porque éste fuera a sorprenderse o disgustarse. El hombre le había dado suficientes
indicios la última vez que se habían encontrado en White's5. James confiaba en que su
proposición sería aceptada.
Dejó caer los pantalones y los calzoncillos. El matrimonio con Charlotte no sería la
tragedia que Charles y Robbie creían parecer (nunca había esperado encontrar el amor en
Almack's). En algún momento tenía que casarse. Charlotte serviría. Sólo esperaba que
Richard reconociera su derrota una ve/, que el nudo estuviera atado.
Desnudo, caminó sin hacer ruido hasta el lavabo. El agua estaba tibia, pero en la
Península se había desacostumbrado a las comodidades. Cerró los ojos, imaginando a Char-
lotte Wickford. Rubia, ojos azules... ¿O eran verdes? ¿O castaños? No estaba seguro.
Menuda. Le llegaba a la mitad del pecho. Tenía una encantadora vista de su peinado cuando
bailaban el vals. Sus labios... bueno, no decía demasiadas cosas interesantes. No terminaba
de decidirse a probar su sabor.
Se secó la cara con una toalla. No quería casarse con Charlotte. Hubiera preferido
casarse con una chica que le gustara, pero aún no había encontrado una ni esperaba en-
contrarla pronto. Se frotó los ojos con la parte inferior de las palmas. Dios, se sentía
atrapado. Indudablemente, se le estaba acabando el tiempo. La rueda de ese carruaje con el
que Richard había intentado acabar con su vida no le había partido el cráneo de milagro.
—Umm.
James se volvió. ¡Maldición! Había alguien más en la habitación. ¿ Cómo podía haber
sido tan terriblemente descuidado? No había esperado encontrar problemas en el Green
Man, lo cual por supuesto lo convertía en el lugar perfecto para tenderle una trampa. Se
abalanzó para agarrar el atizador de hierro que estaba junto al fuego y vio la ropa sucia ex-
tendida allí. Se detuvo. Medias, una combinación, un vestido. ¿Ropa de mujer? Ahora
entendía la risa disimulada de Robbie. Había metido una fulana en su habitación.
Dejó el atizador junto al fuego y cautelosamente se acercó a la cama. La muchacha
estaba dormida, cubierta hasta la barbilla con una frazada. James encendió una vela. Farfulló
algo y se movió, la frazada se deslizó levemente dejando al descubierto su cuello y hombros.
Era hermosa. Tenía el largo cabello suelto, desparramado sobre la almohada como un
lazo color de fuego. Sus facciones eran tan finas como toscas sus ropas. James observó sus
pómulos altos, las pestañas largas y la elegancia de su cuello. A la tenue luz de las velas parecía
joven e inocente.
—Vamos, cariño, es hora de levantarse.
Le tocó el hombro. Su piel era suave y cálida. Recorrió con la vista la línea de las
clavículas hasta la depresión en la base del cuello. Se imaginó recorriendo esa línea con los
labios.
Imperaba que la muchacha no despertara ahora. Aunque; sin duda era una fulana
podría sobresaltarse por la inconfundible evidencia de su interés en ella. Allí de pie, desnudo,
no tenía modo de ocultar su admiración.
La joven movió nerviosamente un hombro y se hundió más en las almohadas.
¿Quién era? ¿Era posible que Robbie la hubiera traído desde Londres? No lo creía, pero
obviamente era un desperdicio que una muchacha así estuviera en Una posada remota como
el Green Man. Parecía lo suficientemente fina como para ser la amante de un hombre rico.
¿Y qué tal su propia amante? Lo pensó y se sorprendió al darse cuenta de que la idea le
resultaba tentadora.
Lo decidiría por la mañana. Estaba claro que la chica estaba exhausta. Nunca lo había
pensado, pero suponía que las prostitutas no dormían demasiado. Tenían que trabajar
sobre sus pies durante el día y sobre sus espaldas por la noche. La dejaría dormir y vería que
ocurría al día siguiente.
Se metió en la cama por el otro lado. Podía sentir el calor del cuerpo de esa mujer y oír el
ritmo acompasado de su respiración. Sonrió mientras cerraba los ojos y trataba de hallar una
posición cómoda. Sí que esperaba con ansias el nuevo día. Lo primero que James percibió fue
el dulce perfume, Delicado, limpio, femenino. Respiró más profundamente y sintió un
suave peso sobre el pecho. Y una deliciosa tibieza a lo largo del costado. Y algo redondo y
suave contra la parte superior del brazo. La tibieza se acurrucó más cerca y una leve exhalación
le hizo cosquillas en el cuello.
La muchacha. Aún estaba en la cama con él. Tragó saliva, intentando controlar
el fl u j o de sangre que corría por su cabeza y por o ira parir de su anatomía. «No saltes sobre
ella como una fiera hambrienta», se dijo a sí mismo. Disfruta el momento.
Abrió lentamente los ojos. La colcha se había deslizado hasta su cintura durante la
noche. Sobre su pecho descansaba el brazo esbelto de la joven. Siguió la delicada curva de su
muñeca y su antebrazo, el ángulo tierno del codo. Una cortina de largo cabello rojizo le
ocultaba el rostro y el pequeño pecho que él sentía descansando contra su costado y brazo.
También quería verlos. Deseaba verla entera.
Cuidadosamente levantó la mano que le quedaba libre (no quería despertarla justo
ahora) y le tocó el cabello. Era suave, salpicado de algunas hebras doradas. Enredó los dedos
en los sedosos mechones, levantándolos para poder observar la cara de la muchacha. Tenía
la piel de color melocotón, no tenía pecas como muchas pelirrojas. La nariz era chata y los
labios un tanto finos. Quizás cuando abriera los ojos (y la boca) se rompiera el encanto,
pero por ahora parecía la princesa de un cuento de hadas. Era sin duda la prostituta más her-
mosa que había visto en su vida.
Dejó vagar sus ojos hacia el peso suave y cálido que descansaba sobre su brazo, y cuya
punta ligeramente más oscura sobresalía contra el costado del cuerpo de él. Una exquisitez.
No tenía ni idea de dónde había hallado Robbie a esta joven, pero en ese momento
no le importaba. Tenía asuntos mucho más interesantes en que ocupar su mente.
Sonrió mientras le apoyaba los labios sobre la boca.

Sarah estaba inmersa en el sueño más asombroso que hubiera tenido jamás. Estaba
en una gran cama mullida y de algún modo su abrigado camisón de franela había
desaparecido. Pero no sentía frío. Más bien tenía calor. Mucho calor. Había algo grande y
caliente a su lado. Se apretaba contra ello. La sensación era pecaminosamente maravillosa.
Aspiró un tibio perfume a brandy y lino.
Sintió una deliciosa presión sobre los labios. Firme y suave a un Tiempo.
Aterciopelada. Seductora. Su boca se movió para explorar la nueva sensación y fue
recompensada con un calor húmedo.
«Despierta», dijo una voz suave. Algo tan bueno no podio estar bien.
Sarah acalló la voz.
Oyó un extraño y breve gemido y la presión abandonó mis labios. Gimió, deseando
que regresara y así fue, pero esta vez, sobre su cuello, justo detrás de la oreja. Alzó la barbilla
pura darle más espacio a la deliciosa presión. Ésta bajó por su cuello con pequeños
mordiscos y lengüetadas, deteniéndose justo antes de llegar a sus pechos anhelantes.
Algo cálido y fuerte le masajeó la parte posterior del cuello, deslizándose por la
espalda hasta sus caderas, esquivando las zonas que más ardían por ser tocadas. Estaba en
llamas. Se retorció, jadeando.
—Dios, qué linda eres, cielo.
Una voz de hombre.
Abrió de golpe los ojos y éstos se encontraron con ot ros, cálidos y de color ámbar, y
con unos cabellos dorados y unos labios que parecían esculpidos... y que en ese momento se
disponían a saborear la punta de uno de sus pechos.
Lanzó un alarido y de un empujón apartó un pecho masculino completamente
desnudo. Volvió a gritar, apartando las manos como si se hubiera quemado.
—Quédemo...
El hombre se incorporó con el ceño fruncido. Sarah «provecho la oportunidad para
coger su almohada y lanzarla Inicia él.
—¡Fuera de aquí, pedazo de... de... libertino!
—¿Libertino?
Agachó la cabeza. Sarah se volvió hacia él otra vez y le golpeó con fuerza en una oreja.
Eso es lo que dije. Fuera de mi cama. Salga de mi habitación o grito.
—Ya estás gritando, cariño.
—Pues gritaré más fuerte.
Se incorporó, sosteniendo la almohada en alto con ambas manos, lista para derribarle
al suelo si no salía de la cama por propia voluntad.
Los ojos de él asumieron una extraña expresión absorta. No la miraba a la cara. La
muchacha siguió sus ojos para ver qué los atraía así.
—¡ Aah! —Ella bajó inmediatamente la almohada para cubrirse el pecho.
Fue en ese momento cuando la puerta se abrió de golpe y otra mujer lanzó un grito.
—¡James!
—Maldición —farfulló el hombre—. Tía Gladys. ¿Qué demonios hace ella aquí?
Capítulo 2

Sarah contemplaba horrorizada la multitud de rostros en la puerta.


El desagradable posadero la miraba con gesto de desprecio y a la vez se restregaba las
manos. Un par de lacayos reían con disimulo. El caballero borracho de la noche anterior
intentaba sin éxito sofocar la risa. También lo presenciaron dos ancianas damas, una alta y la
otra baja, de rostros arrugados y ojos perspicaces e inquisitivos enmarcados por sombre-ros la
moda.
—James —volvió a decir la más alta, esta vez sin gritar.
Ella y su dama de compañía tenían los ojos fijos en la almohada de Sarah, que era
todo cuanto la separaba de la ex-posición total. La joven se ruborizó y deslizándose hacia abajo
se metió en la cama, cubriéndose hasta la barbilla con la delgada manta.
—Tía, qué alegría verte. Disculpa que no me levante.
James podía sentir un rubor caliente cubriéndole la cara. No le sorprendería que el rojo
hubiera cubierto todo su cuerpo, incluyendo esa parte rebelde que estaba formando una
indecorosa elevación en la delgada manta. Cambió de posición.
—James...
Su tía parecía haberse quedado s i n palabras.
Él sonrió ligeramente mientras examinaba a la gente de pie en su puerta. Lady Gladys Runyon,
la hermana mayor de su padre, alta y de rasgos angulosos, con más de setenta años en su
haber, le miraba fijamente, cubierta de un rubor que emulaba el suyo. Detrás de ella, su
habitual dama de compañía, Lady Amanda WallenSmyth. En la mitad de su sexta década,
era pequeña y de aspecto delicado. Una engañosa ilusión. Bastaba que el menor chisme se
atravesara en su camino para que fuera a la caza de los detalles como un hurón tras una
ratonera. Ahora sus perspicaces ojos castaños se movían rápidamente de un lado a otro de la
habitación, prestando minuciosa atención a todo (las ropas de la muchacha junto al fuego,
los pantalones de él en el suelo). Finalmente se posaron sobre la joven. James juraría haber
visto la nariz del hurón moverse nerviosamente. La muchacha se arrastró aún más abajo,
cubriéndose con las mantas.
Robbie por fin había conseguido dominar la risa. Ahora su cabeza sobresalía por
encima de la de la tía Gladys. Abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, pero sin
producir sonido alguno. Hacía con la mano el gesto de cortarse la garganta. James no
estaba seguro de qué estaba tratando de decir, pero no le parecía mala idea cortarle la cabeza
a alguien, preferentemente a Robbie.
—Robbie, ten la amabilidad de llevar abajo a tía Gladys y a lady Amanda. Y cierra
la puerta al salir.
—James...
—Sí, tía. Enseguida bajo. Ahora, por favor, bajad con Robbie.
James suspiró aliviado cuando la puerta finalmente se cerró. Se volvió hacia la
muchacha. Ésta aún apretaba las mantas contra el pecho, mirándole cautelosamente. Sin
duda era una prostituta muy extraña.
—Por favor, no grites de nuevo —dijo él—. Mis pobres oídos ya han sufrido
demasiado.
—Entonces no haga nada para hacerme gritar. —La mirada la joven se desvió un
momento hacia el pecho de él y enseguida volvió apresuradamente hacia su cara—. ¿Lleva
usted algo de ropa encima?
El dibujó una amplia sonrisa.
—No, ¿y tú?
Toda la piel que él podía ver tomó un tono tan rojo como el cabello de la muchacha.
Sintió deseos de ver si el rubor se extendía tan lejos como el suyo, pero no había tiempo. Tía
Gladys no esperaría pacientemente. Si él no bajaba rápido, volvería a subir para arrastrarle
fuera de la cama, vestido o no.
Frunció ligeramente el ceño. Ahora que no tenía una almohada atacando sus orejas
podía concentrarse en la voz de la muchacha. Era muy agradable, suave y educada. Induda-
blemente no parecía una prostituta del lugar, ni siquiera una aventurera londinense más
cotizada.
—Pareces norteamericana.
—Soy norteamericana. —La muchacha se cuidaba mucho de mirarle sólo la cara.
Para ser una prostituta estaba sorprendentemente turbada por el pecho masculino desnu-
do . De Filadelfia.
—Es un largo camino para venir a conocer el Green Man, cariño. Estamos bastante
orgullosos del lugar, pero estaba realmente sorprendido de que su fama se haya extendido a
través del Atlántico.
—No vine hasta aquí para hospedarme en el Green Man —dijo ella bruscamente—,
y no puedo decir que esté demasiado impresionada por una posada cuyas puertas no tienen
cerrojos.
James rió entre dientes.
—Es verdad, entonces si no viniste a disfrutar de la dudosa hospitalidad del Green
Man, ¿por qué estás aquí?
— Para ver a mi tío. La diligencia llegó demasiado tarde como para ir directamente a su
casa anoche.
James creía conocer muy bien a toda la gente de la zona, pero no había oído de un
aldeano que tuviera una sobrina norteamericana.
—¿Tu tío? ¿Quiénes tu tío?
—El conde de Westbrooke.
James sintió que la sorpresa le hacía quedar boquiabierto.
—¿Westbrooke es tu tío?
—Sí.
James juraría haber visto centellear ardientes chispas doradas en los ojos avellana de
la joven.
—Mi nombre es Sarah Hamilton y mi padre era el hermano menor del conde.
—David. Claro, él se fue a América. —James asintió con la cabeza—. De modo que
está usted aquí para ver al conde de Westbrooke
Sonrió. Luego la sonrisa se hizo más amplia. Finalmente se desplomó sobre la
almohada y comenzó a aullar de risa.
—Ay, Dios —jadeó—. ¡El conde de Westbrooke! ¡No puedo creerlo!

Sarah asió con más fuerza la manta contra su pecho mientras miraba fijamente al
hombre muerto de risa sobre la cama. Esa mañana no podía ser más extraña. ¿Estaría loco?
Desnuda o vestida tendría que haberse puesto en manos de las mujeres mientras aún podía.
—No le veo la gracia.
—No, es que no la tiene. —El hombre se incorporó y dibujó una amplia sonrisa—.
En realidad yo debería estar llorando en vez de reír. Pero no estoy exactamente descontento.
Este inusual incidente puede convertirse en lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.
Sarah trataba de mirarle sólo la cara. Habría ayudado que él mostrara la menor
turbación por estar desnudo, pero ahora que las ancianas se habían marchado parecía
bastante cómodo en su propia piel. Una piel muy agradable, por cierto. la manta se había
deslizado hasta sus caderas, revelando una lino capa de vellos dorados, apenas más oscuros que
el cabello. Sintió el impulso de recorrer con sus dedos la línea que bajaba desde las clavículas
hasta el ombligo, pasando por el pecho y los músculos del vientre plano. Se ruborizó,
alzando la vista para encontrarse con los ojos de él que la observaban.
—Cariño, con mucho gusto la dejaría hacer lo que sea que esté pensando, pero si
no me visto y bajo pronto, tía Gladys volverá a invadir la habitación para ayudarme.
—No tengo la menor idea de qué está usted hablando.
—¿No? Pues quizás es sólo mi mente sucia que está imaginando todas las cosas
deliciosas que podríamos estar haciendo si yo no tuviese que bajar... y si usted no fuera
una dama, por supuesto.
Se volvió para sacar las piernas de la cama. Antes de sumergirse bajo las mantas, Sarah
admiró los músculos marcados en la ancha espalda. Le oyó reír y moverse por la habitación.
—No hay moros en la costa —dijo él—. Estaré en la puerta cuando usted esté lista.
Al oír el clic del pestillo, ella se destapó la cabeza y respiró profundamente. Bueno, al
menos ahora sabía quién era el misterioso James. Es decir, ya sabía qué aspecto tenía. La
cubrió un ardiente rubor. Había visto qué aspecto tenía gran parte de su cuerpo.
Aun así, no sabía su apellido. ¿Cómo iba a llamarle? James no. Jamás se había dirigido a
un hombre por su nombre de pila, Pero tampoco había dormido nunca antes con un hombre
desnudo. ¡Desnuda y con un hombre desnudo! Un poco más de calor en su rostro haría arder en
llamas la cama. Se levantó y corrió hacia la chimenea para recuperar sus ropas.
Si tenía que hallar un hombre en su cama, sin duda ha-había dado con un excelente
espécimen. Sabía que las hermanas Abington le dirían que no debería notar esas cosas, pero
tampoco estaba ciega y sólo una mujer que lo estuviera no hubie.se hallado maravilloso a este
hombre de cabello rubio oscuro, hombros anchos y ojos color ámbar. ¡Y su voz! le hacía pensar en
la miel tibia. Dulce, profunda, mágica. Sin duda la había hechizado.
Se puso el vestido y sacó un peine de su bolso. Miró su cabello en el espejo. Debería
haberlo trenzado la noche anterior, pero entonces no se hubiera secado. Pues ahora tenía su
merecido. Lo tenía hecho una maraña, una maraña roja. Empezó a tirar para que el peine
atravesara los mechones enredados mientras recordaba cómo se habían lamentado las
hermanas Abington a causa de lo desafortunado del tono de su cabello.
—Quizás se oscurezca cuando crezcas —le había dicho cuando ella tenía trece años
Clarissa Abington— y se parezca más al de tu padre.
—Sólo déjate el sombrero puesto, querida, y nadie lo notará —le susurraba Abigail.
—A veces, Sarah, los hombres piensan que las chicas pelirrojas son fáciles, así que
debes tener especial cuidado —decía Clarissa meneando su grueso índice debajo de la nariz
de Sarah—. El cabello rojo es una maldición: así de simple. Los hombres supondrán que
eres una fulana.
La mano de Sarah se quedó inmóvil. ¿Acaso el hombre que estaba en su cama esa
mañana la había creído una prostituta? Con el corazón golpeándole en el pecho se apoyó
contra la pared para no perder el equilibrio. ¿Qué era exactamente lo que había sucedido la
noche anterior?
Respiró profundamente y trató de dominar el creciente pánico que la invadía.
¿Todavía sería virgen? Sin duda lo sabría si ya no lo fuera ¿verdad? Se sentiría... diferente.
Bueno, indudablemente se había sentido diferente al despertar esa mañana. ¿Eso
era suficiente evidencia? No lo sabía. Nadie se había molestado jamás en explicarle la mecá-
nica de la procreación. ¿Bastaba con estar con un hombre? Las hermanas Abington habían
sido siempre tan cuidadosas que ninguna de sus pupilas se había quedado jamás a solas con
los caballeros que las visitaban. Sarah lomó entre las manos sus mejillas ardientes. ¡No se
había limitado a tomar el té a solas con un hombre en el salón de la escuela! No, ella había
estado en la cama con él. De noche. Sin ropa.
Apoyó una mano temblorosa sobre su vientre. ¿Podría haber ya un niño creciendo
dentro de ella?
¿Y por qué se había reído él al enterarse de su identidad? Parecía haberle creído.
Ahora ya debía haberse dado menta de que no era una prostituta.
Tomó una profunda bocanada de aire y lo dejó salir lentamente. No permitiría que
su imaginación se desbocara, Por el momento no había nada que pudiera hacer al
respecto. Se limitaría a controlar la preocupación que le anudaba el estómago.
Recogió su cabello en un moño sobre la nuca y lo aseguró con horquillas. Examinó el
resultado. Nada elegante, pero al menos ya no parecía un pajar rojo. Abrió la puerta.
El hombre estaba esperándola en el corredor, como ha-bía prometido. Vestido se veía
muy elegante. Inaccesible.
-—Aquí está usted. —Le ofreció el brazo—. Bajemos a enfrentar a los dragones.
Sarah se le acercó. Ahora que le veía de pie era bastan-te alto. Estaba acostumbrada a
mirar a los hombres a los ojos, pero a éste le llegaba sólo hasta los hombros.
—No vas a presentársela a tu tía, ¿verdad, James? Yo puedo llevarla abajo y ajustar
cuentas por ti, si es que no has tenido tiempo de hacerlo.
Sarah se sobresaltó. No había advertido que había otra persona en el pasillo. Era el
pelirrojo de la noche anterior. La joven frunció el ceño. ¿Por qué la había llevado a la habitación
de su amigo? Abrió la boca para cantarle las cuarenta, pero James ya estaba hablando.
—- Resolveremos esto abajo, Robbie. No me gusta hablar de negocios en el corredor, ni
hace falta que pasemos por esta más de una vez.
—Pero James, no puedes...
James alzó la mano.
—Ten cuidado con lo que dices, Robbie. Estoy muy seguro de que lo lamentarás.
Robbie lo miró fijamente y se encogió de hombros.
—Como quieras. Supongo que sabes lo que estás haciendo. Como siempre.
Se abrió otra puerta y un tercer hombre salió al pasillo. Era más bajo y más robusto que
los otros dos y tenía el cabello castaño y rizado.
—Buenos días, James, Robbie, señorita. Eh... presencié la conmoción de esta
mañana. ¿Me encargo de la dama?
—Buenos días, Charles. Acompáñanos. —James miró a Sarah—. Discúlpeme por no
tomarme el tiempo para hacer las presentaciones, querida. Le aseguro que es mejor esperar a
tener más privacidad abajo.
Sarah asintió con la cabeza. No tenía ni idea de qué estaba sucediendo y decidió que
era mejor callarse. Vio a Charles lanzarle una mirada inquisitiva a Robbie. Éste se encogió
de hombros.
El pequeño grupo avanzó por el corredor y bajó las escaleras, deteniéndose delante
de una puerta cerrada.
—Ánimo —susurró James tocándole la mano.
Sarah y los hombres entraron a un salón privado. La anciana alta y su dama de
compañía más baja levantaron la vista de sus tazas de té. La dama de compañía frunció la
nariz como si se hubiera encontrado con una porqueriza.
James miró a Sarah y le sonrió. Le chispeaban los ojos, como si estuviera disfrutando
de una tremenda broma. Se volvió hacia las ancianas.
—Tía, lady Amanda, permitidme que os presente a la señorita Sarah Hamilton, de
Filadelfia. Sarah, ésta es mi tía, lady Gladys Runyon y su dama de compañía, Lady Amanda
WallenSmyth.
—¡Maldición!
Sarah miró en derredor para ver de dónde había venido la palabrota. Charles parecía
perplejo; Robbie, enfermo.
Las ventanas de la nariz de Lady Amanda se ensancharon tomo si el cerdo hubiera
salido del chiquero y tenido la audacia de hocicar sus faldas.
—Alvord, no me interesa si usted importa sus ful... Lady Gladys levantó una mano para
hacer callar a Lililí/ Amanda.
—¿Sarah Hamilton, dijiste?
—Exactamente, tía. Está aquí para visitar al conde de Westtbrooke. Creo que son parientes.
Robbie gruñó.
James (el señor Alvord, se corrigió Sarah al pensar en él parecía realmente jubiloso
cuando se volvió para presentarla a sus amigos:
—Señorita Hamilton, éste es el Mayor Charles Draysmith.
El Mayor Draysmith hizo una reverencia. —Es un placer, señorita Hamilton. -Y éste —dijo
James, con una sonrisa aún más amplia es Robert Hamilton, Robbie. El conde de
Westbrooke. A Sarah empezó a faltarle el aire. Lord Westbrooke hizo una brusca
reverencia.
-Usted no puede ser mi tío. Es demasiado joven. Robbie se pasó las manos por el cabello, tan
parecido al del padre de Sarah.
No, lo siento. Soy su primo. Mi padre murió el año pasado. Recientemente hemos
abandonado el luto. —Sonrió débilmente.
¿ Así que eres la hija de David Hamilton, muchacha? dijo lady Gladys.
Sa ra h se volvió para mirarla de frente.
Sí, señora. Lady Gladys asintió con la cabeza..
—Ahora que te miro veo el parecido. Los Hamilton siempre procrean de acuerdo a la
raza. ¿Y dónde está tu padre? Seguramente te acompañó a través del Atlántico.
—Mi padre murió a principios de diciembre.
—Lo lamento, pequeña. —Lady Gladys de verdad parecía sentirlo—. Siempre me
gustó tu padre. Tenía una vehemencia fascinante. ¿Y tu madre? ¿También ha fallecido?
—Así es, señora.
—¿Por qué te marchaste de América tan pronto después de la muerte de tu padre?
—Lady Amanda miró a Sarah con recelo.
Sarah decidió que no tenía sentido ocultar su situación. Pronto estaría clara.
Dudaba de que su primo la acogiera, así que necesitaría ayuda para encontrar un empleo.
—Mi padre era muy activo en política y un médico respetado, pero no se interesaba
demasiado por los asuntos prácticos. Obsequiaba su dinero con generosidad y nunca in-
sistía en que sus pacientes le pagaran por sus servicios. Hubiera tenido muy poco de qué
vivir si me hubiera quedado en Filadelfia. Pero no podía quedarme. Le prometí a mi padre
que vendría a Inglaterra a buscar a su hermano.
Lady Gladys sacudió la cabeza.
—Pues siento mucho su pérdida, señorita Hamilton, pero eso no explica qué hacía
en la cama de mi sobrino. Sin duda no es así como se comportan en las colonias, ¿verdad?
Sarah se ruborizó y levantó la barbilla.
—Pensé que era mi cama. El señor Alvord se presentó más tarde. Me sorprendí tanto
como usted al encontrarlo allí esta mañana.
—¿Señor Alvord? ¿James?
—Sí, tía. Resolveremos eso en breve. Lo que yo quisiera saber es por qué te sentiste
obligada a invadir mi cuarto.
Lady Gladys movió displicentemente la mano en dirección a él, pero Sarah notó que
había tenido la delicadeza de sonrojarse.
Anoche no viniste a casa. Estaba preocupada. Tía, tengo veintiocho años. He
arriesgado la vida por mi país. ¡Creo que si decido no ir a casa una noche es asunto
mío!
—Pero nunca lo haces, James. Es decir, lo de no regresar a casa. Eres muy responsable. Y
además está ese asunto de Richard. Por supuesto que estaba preocupada. Podrías haber
estado malherido.
Jamos miró el techo pensando qué responder e hizo una nota mental acerca de que
su tía algo sabía sobre «el asunto de Richard». El Ministerio de Asuntos Exteriores podía
tomar clases de su tía y de lady Amanda. Tenían una red de espionaje más vasta que la de
Gran Bretaña o Francia.
—¿ Y no se te ocurrió preguntar por mí al posadero ?
—Estaba preocupada, James. No se me ocurrió preguntar. ¿ Y cómo iba él a saber si te
había ocurrido algo duran-te la noche?
—Aparentemente sí que le ocurrió algo durante la noche.
James eligió ignorar el comentario entre dientes de lady Amanda.
—Por Dios —dijo dirigiéndose a su tía—. ¿No se le ocurrió siquiera llamar a la puerta?
—Creía que te estabas muriendo. No había tiempo para llamar. —Lady Gladys
tosió y desvió la mirada. Se ruborizó. Yo, eh... me sorprendí bastante por el espectáculo con
que me encontré.
—S1, SI.
James no quería que su tía se desviara hacia ese camino. -Sabes que tendrás que hacer lo
correcto, ¿no es así?
lady Gladys hizo un gesto hacia Robbie—. Como cabeza de la familia de ella, ese idiota de allí
debería exigirlo.
Robbie tenía los pelos de punta. Entrecerró los ojos. —James... —empezó a decir.
—Espera, Robbie. Estoy más que dispuesto a casarme con la señorita Hamilton.—
James rió—. Me salva de la Reina de Mármol, ¿verdad?
—¡Casarse conmigo!
Sarah apenas logró pronunciar las palabra». Sentía como si le hubieran puesto un
tremendo peso sobre el pecho.
—Estás totalmente comprometida, muchacha —dijo lady Gladys—. La mitad del
pueblo te vio en la cama con mi sobrino como viniste al mundo.
—¡Pero no sucedió nada! —Sarah frunció el ceño—. Al menos eso es lo que yo
espero.
Un repentino acceso de tos atacó a Robbie y a Charles. Lady Gladys y lady Amanda
miraban a Sarah como si ésta se hubiese vuelto loca.
—Qué sucedió o qué no sucedió es irrelevante, joven-cita. No pretendo saber cómo
son las cosas en las colonias, pero en Inglaterra cuando un caballero compromete a una
dama se casa con ella, y créeme, no hay duda de que tú estás comprometida. James lo
comprende.
—Sí, tía.
Sarah se volvió hacia el señor Alvord.
—Pero fue un accidente.
Hasta Sarah podía oír el pánico apoderándose de su voz.
James le dirigió una sonrisa tranquilizadora y luego miró a su tía.
—Tal vez sería buena idea que la señorita Hamilton y yo pasáramos unos minutos a
solas para solucionar esto.
Lady Gladys resopló.
—No hay nada que solucionar.
—Aun así, necesitamos algunos minutos de privacidad. —James volvió a mirar a
Sarah—. Señorita Hamilton, ¿me acompañaría a dar un paseo? El Green Man está muy
cerca de un arroyo muy agradable. Sugiero que vayamos hasta allí.
Sarah asintió con la cabeza, aunque tenía la clara sensación de que no se necesitaba
su conformidad.
— Lamento toda esta confusión —dijo él cuando final-mente se hubieron alejado del
ruido de la posada—. Ha sido una verdadera comedia de enredos, ¿no es verdad?
—No estoy segura de si es una comedia o una tragedia, señor Alvord.
—James.
—Pero yo apenas lo conozco. De ningún modo podría llamarlo por su nombre de pila.
—Por supuesto que puede. Yo pienso llamarla Sarah.
Sarah lo miró con el ceño fruncido, pero él le sonrió.
—En cualquier caso, señor Alvord no es correcto. Mi apellido es Runyon. Alvord es mi
título.
—¿ Su título ?
—Estoy seguro de que a su alma republicana no va a gustarle esto, Sarah, así que no
me atrevo a informarle de que mi nombre completo es James William Randolph Runyon,
Duque de Alvord, marqués de Walthingham, conde de Southegate, vizconde Balmer, barón
Lexter.
—¡No!
Sarah se detuvo y le miró, respirando con dificultad.
James sacudió la cabeza.
—Así es.
Sarah repasó mentalmente la larga lista de títulos.
—¡ Usted es un duque!
—De Alvord. Sí.
—¿Eso significa que tengo que llamarle «milord» ?
—Técnicamente se supone que usted debería dirigirse a mí como «vuestra alteza».
—¿Mi alteza?
James sonrió.
—Sería un placer ser su alteza.
Sarah lo pensó. Luego sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo.
—Está bien. Yo preferiría que me llamara James.
—Aja. ¿Serviría señor Runyon?
Me temo que eso sería demasiado revolucionarlo. No hace tano tiempo que la
«Señora Guillotina» estaba separando a nuestros hermanos franceses de sus cabezas. Despo-
jadnos a nosotros, los nobles británicos, de nuestros títulos y nuestros hombros
empezarán a moverse nerviosamente.
Sarah le miró de reojo.
—Usted no es uno de esos lores que han perdido todo su dinero, ¿verdad?
—No, mi patrimonio está intacto. ¿Qué le hace pensar que tengo problemas
financieros?
—No puede costearse una camisa para dormir.
—¿Una camisa para dormir? —Lanzó un bufido—. Estoy seguro de tener por lo
menos una docena de esas cosas. Simplemente no las uso.
—¿Por qué no? Mi padre las usaba. ¿Los ingleses no las usan?
—No tengo ni idea de qué hacen o no hacen los ingleses como nación. No lo he
investigado. ¿Podría señalar, aunque no es que sea una queja, que usted tampoco llevaba un
camisón cuando la vi por primera vez ?
Sarah se ruborizó.
—Eso fue sólo porque mi equipaje tuvo un accidente en Liverpool; a los marineros
se les cayó por la borda cuando estaban descargando. Las que tiene usted delante de sus ojos
son las únicas ropas que poseo ahora.
Habían llegado a un hermoso arroyo sombreado por una hilera de árboles. James la
guió hasta un tronco caído. Sarah se sentó; él apoyó sobre el tronco uno de sus pies y se re-
clinó sobre la rodilla.
—¿Por qué no me cuenta qué sucedió anoche? —dijo James—. ¿Cómo fue usted a
dar a mi habitación?
—¡Yo no sabía que ésa era su habitación!
Él sonrió.
—Está bien. Entonces cuénteme cómo terminó en esa habitación.
Sarah se arregló las faldas.
—En realidad no es algo tan misterioso, pero reconozco que no tenía que haber
sucedido. Llegué anoche en la diligencia, sin doncella ni equipaje. No le gusté al posadero.
Iba a echarme fuera cuando ese amigo suyo, mi primo, apareció.
Se miraba fijamente los pies.
—Sabía que Robbie estaba borracho, pero estaba tan cansada que no hice
preguntas. Estaba desesperada por un cuarto con una cama. —Volvió a mirar a James—. No
me sientan bien los viajes en barco. No dormí bien en la travesía a Liverpool. Y como no tenía
mucho dinero, tomé el coche del correo hasta Londres y luego la diligencia hasta aquí, sin
detenerme. Anoche fue la primera vez en dos meses que dormí en una cama que no se
moviera.
James sonrió.
—Pobrecilla. Cuando llegué a la habitación, sí que in-tenté despertarla. Como no
pude hacerlo enseguida, supuse que estaba exhausta y la dejé dormir.
Sarah le devolvió la sonrisa tímidamente.
—¿ Su tía generalmente irrumpe así en su habitación ?
—No. —Él se encogió de hombros—. Aunque tiene razón. Por lo general estoy en
casa. No le avisé que pasaría la
noche fuera.
Sarah frunció el ceño.
—Pues sí que me parece un poco extremo dejarse llevar por el pánico sólo porque
usted no regresó a dormir a su casa. Tampoco es que sea un muchachito.
James lanzó un suspiro.
—No, pero mi tía a veces olvida que no lo soy. Ella me crió después de que mi madre
muriese cuando yo tenía once años, Cuesta vencer los viejos hábitos.
—Sí, ya veo. —Sarah se movió sobre el tronco. No ha-bía forma de evitar el tema. Tenía
que preguntar—. Hay algo que necesito saber.
—¿Sí? —James sonrió abiertamente—. Espero que no tenga nada que ver con camisas de
dormir.
—Pues no exactamente. —Se mordió el labio . No se ría.
—Haré lo posible.
—Su tía dijo que yo estaba completamente comprometida.
—Sí, eso es muy cierto. Creo que no hay duda al respecto.
—¿Qué significa eso exactamente?
James rió entre dientes.
—Me temo que usted debe casarse conmigo.
Sarah tragó saliva y se retorció las manos.
—¿Entonces estoy embarazada?
—¡¿Cómo?! —James se quedó boquiabierto. Luego sus ojos se encendieron y se
cubrió la mano con la boca. Sus hombros comenzaron a sacudirse.
—Prometió que no se reiría.
Él asintió con enérgicos movimientos de cabeza.
—Sé que es tonto que no sepa acerca de estas cosas, especialmente cuando mi padre era
médico, pero no sé. Es decir, tengo una vaga idea. Mire. —Se dispuso a enumerar las evi-
dencias—. Dormimos en la misma cama, de noche. No llevábamos nada encima. Usted me
besó. ¿No basta con eso?
James negó con la cabeza.
—Entonces, si no estoy embarazada, ¿cómo puedo estar comprometida o al menos
completamente comprometida? —Sarah frunció el ceño—. ¿Todavía soy virgen?
—No perdió usted su virginidad conmigo.
—Entonces, si no estoy embarazada y aún soy virgen usted no tiene por qué casarse
conmigo, ¿verdad?
James movió el pie apoyado sobre el tronco.
—No es tan simple
—¿Por qué no? —Sarah cruzó los brazos sobre el pecho—. Ninguno de los dos hizo
nada malo, así que, ¿por qué debemos ser castigados?
—La cuestión no es si hemos hecho algo malo, Sarah, sino si parece que lo hemos
hecho.
—Eso es ridículo.
—Puede serlo, pero es así como funciona el mundo, al menos el nuestro. Y no puedo creer
que la sociedad de Filadelfia sea tan diferente.
—Pues no sabría decirle si lo es. Yo no era parte de la sociedad de Filadelfia. —Sarah
sonrió—. Y como no tengo deseo alguno de ser parte de la sociedad inglesa, mi reputación o
falta de ella no importa, ¿verdad?
James frunció el ceño.
—¿Que piensa hacer entonces, Sarah? Según le dijo usted misma a ría Gladys, ha
cortado sus lazos con América.
Sarah alisó la falda sobre sus rodillas.
—Bueno, sí. No puedo regresar, eso es verdad. Aun si pudiera conseguir el dinero para
el pasaje, en realidad no tengo donde ir.
Pensó en las hermanas Abington. Le permitirían continuar trabajando duro para
ellas en la Academia Abington para Señoritos. Hizo una mueca. Verdaderamente no iba a
volver a cruzar el Atlántico para eso.
—Francamente, no he pensado demasiado más allá de llegar hasta aquí. Mi padre se mostró
tan insistente en que viniera... Me imagino que él contaba con que el conde me ayudaría.. No
creo que Robbie esté casado, ¿verdad? No.
Sarah suspiró.
Entonces por ese lado no tengo esperanza. No puedo vivir con él, hasta yo sé eso. Voy a
necesitar un empleo. Tengo alguna experiencia como maestra. ¿Sabe de alguna escuela para
señoritas que necesite emplear a alguien? ¿O de alguna familia que esté buscando una
institutriz? Soy mejor en estudios clásicos que en pintura o música, pero si son niñas pequeñas
estoy segura de que también podría desempeñarme adecuadamente en esas materias.
James se sentó junto a ella y le tomó la mano.
Sarah, en la enseñanza más que en cualquier otra actividad se necesita tener una buena
reputación. No creo que una madre confiara la educación de su hija a una mujer que tiene
secretos en su pasado. Y usted ahora tiene uno, y muy grande además. Usted y yo sabemos
qué fue lo que sucedió en esa habitación, pero intente explicárselo a alguien que no estuvo
allí. Una madre nunca pasaría por alto las palabras «cama», «desnudos» y, francamente,
tampoco «duque de Alvord». No, querida, si va a quedarse usted en Inglaterra tendrá que
pensar en su reputación. ¿Casarse conmigo sería realmente un castigo ?
—¿Cómo voy a saberlo? No lo conozco. Usted podría ser un jugador empedernido o un
maltratador de esposas.
—Me declaro inocente de ambos cargos —dijo James, sonriendo—. Bueno, como
nunca he estado casado no puedo refutar la última acusación con completa certeza, pero
nunca en mi vida he lastimado físicamente a una mujer, y le aseguro que no siento deseo
alguno de golpearla a usted.
Le cogió la otra mano, dándole un suave tirón. Ella se volvió para mirarle de frente.
—Mire, Sarah, este arreglo tiene ventajas para ambos. Usted necesita un hogar. Si se
casa conmigo lo tendrá, y además con una familia ya constituida: tía Gladys, que en realidad
tiene un corazón de oro, y mi hermana Lizzie. Incluso lady Amanda. Algún día, si somos
afortunados, tendremos hijos. Y estará cerca de su primo. Robbie vive prácticamente al lado
de casa.
Sarah se ruborizó. Se sentía rara (acalorada, sin aliento, y un poco temblorosa) ante
la idea de darle hijos a este hombre. No podía negar que lo que él le ofrecía era atractivo. Ella
tenía poca familia. Cuando era muy pequeña habían muerto su madre y su hermanito
recién nacido. Su padre había estado tan ocupado con su trabajo y sus causas que había
dejado su crianza en manos de dos solteronas, las hermanas Abington. Había sido una
vida carente de amor. Sintió una oleada de anhelos tan fuerte que se quedó sin aliento.
Pero James no la amaba (ni ella a él, se apresuró a recordarse). ¿Por qué querría un
duque inglés casarse con una norteamericana sin un centavo?
—¿Y usted qué ganaría?
—Una esposa. Necesito una. —En su rostro se dibujó Una amplia sonrisa. Sarah notó
las arrugas que se formaban
en los ángulos de sus ojos al sonreír—. En realidad iba camino a Londres a buscar una novia.
Me ha ahorrado usted una gran cantidad de problemas.
—No puedo creer que le cueste encontrar una muchacha inglesa para casarse.
Deben estar peleándose para atraparlo.
James pareció sorprenderse.
—Lo tomaré como un cumplido. Sin embargo, las damas de Londres no vienen por mí,
lo que quieren atrapar es mi título y mi dinero.
—No lo creo ni por un segundo.
Él hizo una mueca.
—Créalo. —Miró el agua que corría sobre las piedras—. ¿Qué le parece si llegamos a un
acuerdo? No nos compromete-remos ahora. Como usted dice, en realidad anoche no sucedió
nada, así que no hay prisa. Usted puede alojarse en Alvord, con tía Gladys y lady Amanda como
carabinas. Cuando llevemos a Lizzie a la ciudad dentro de algunas semanas puede ayudar a
cuidarla. Tiene diecisiete años y es un poco traviesa. Realmente no creo que tía Gladys esté a la
altura de la tarea y al parecer usted tiene algo de experiencia con jovencitas. Si quiere puede
considerarlo como su primer empleo. Le dará tiempo para acostumbrarme a la idea del
matrimonio.
No es que usted no me guste —se apresuró a decir ella_. Parece muy agradable.
Sólo que no lo conozco.
James asintió con la cabeza. -eso es completamente comprensible. Sólo hay dos
condiciones.
_¿Si?
—Primera: si se divulga lo de nuestra noche en el Groen Man, deberá usted casarse
conmigo. No permitiré que se destruya su reputación. Y no seré yo el hombre acusado de
haberla destruido.
A Sarah no le parecía probable que el rumor se divulgara. ¿A quién le importaba Sarah
Hamilton? Y de todos modos las únicas personas que conocían el incidente eran la familia y
los amigos de James... y el odioso posadero y los lacayos.
—No puedo imaginarme que su tía divulgue la historia, pero esos lacayos... Y al
posadero no le he caído nada bien.
—No se preocupe. James no dirá una sola palabra. Sabe que si me hace enojar los días
de su posada como establecimiento que reporta ganancias están contados. Y él se encargará
de que los lacayos no hablen.
—Entonces está bien. ¿Y cuál es la segunda condición?
James la miró con una amplia sonrisa y Sarah sintió algo raro en el estómago, como si le
diera una pequeña voltereta.
—Segunda condición: me reservo el derecho de intentar persuadirla a que acepte mi
petición.
—¿Qué significa eso?
—Oh, varias cosas. Principalmente esto.
Se inclinó hacia ella y suavemente cubrió sus labios con los suyos.
Sarah dejó de oír el borboteo del arroyo junto a sus pies y de sentir la áspera corteza
del tronco sobre el que estaba sentada. Su mundo se redujo a James y a sus labios rozando
ligeramente los de ella. Esta vez estaba completamente despierta, pero aun así el contacto
de esa boca sobre la suya provocaba sensaciones asombrosas en su interior.
Sólo otro hombre la había besado. El hijo del carnicero, que olía a salchichas y a sangre,
la había acorralado en la cocina de su padre. Eso había sido un asalto. Esto era una invita-
ción. Pero ¿a qué? Sin aliento, retrocedió y miró a James. Sus ojos tenían la misma expresión
extraña y absorta de esa mañana, cuando se habían clavado en sus... en sus pechos. Sarah se
ruborizó.
—No estoy segura de que ésa sea una buena idea, milord, eh... mi alteza.
—James —dijo con voz grave y enronquecida—. Realmente debo insistir en que me
llame así, querida. A sus labios republicanos les está costando sortear este laberinto de lores y
altezas.
Sus ojos se posaron en esos labios. La joven los humedeció nerviosamente con la
lengua. La mirada de él se agudizó y empezó a inclinarse hacia ella otra vez. Ella se levantó
abruptamente.
—Sí, bueno, ya veremos. —Lo miró, impotente—. ¿De qué estábamos hablando?
Él sonrió abiertamente.
—De esto —dijo tocándole ligeramente los labios con el índice. Frotó suavemente la
punta áspera contra el labio inferior—. Y de la segunda condición para aplazar nuestro com-
promiso: que me permita cortejarla.
—¿Tengo opción?
Su sonrisa se hizo aún más amplia.
—No.
Capítulo 3

Sarah intentaba sopesar su situación mientras caminaba de regreso al Green Man con
James. Nunca antes un hombre (el hijo del carnicero no contaba) le había prestado atención, y
ahora tenía a James, indudablemente el hombre más guapo que ha-bía conocido, diciéndole que
quería casarse con ella.
Pero no, James no era un hombre cualquiera. Era un duque, una especie
completamente distinta. Un noble británico que no dudaba en quitarse la ropa y meterse en
la cama con uno extraña que había encontrado allí. Obviamente era un avezado seductor.
—Maldición.
I ,a exclamación entre dientes de James arrancó a Sarah de su ensueño, eso y sus pasos
cada vez más rápidos. Se apresuró para no quedarse atrás.
—¿Qué sucede ?
—Mi primo Richard, causando problemas.
—¡Bastardo! —Una muchacha de cabello color rojo vivo, que tenía un ojo
amoratado e hinchado estaba de pie en el patio de la posada gritándole al demonio de
cabello negro que venía en la diligencia la noche anterior—. Hice lo que querías. No tenías por
qué golpearme.
¡Molly! —Otra chica salió corriendo de la posada—. Molly, ¿estás bien?
— ¡ M i ra l o q u e m e hizo, Nan! Mira lo que le hizo a mi cara.
NAN abrazó a Molly y miró furiosa a Richard.
—Molly os una buena muchacha, señor. No debería usted haberla golpeado.
—¿Así que es una buena muchacha? Pues como ramera deja mucho que desear. —
Richard asió de la muñeca a Nan y la atrajo hacia sí—. Veamos si tú vales lo que pagué.
—¡Richard! —James se interpuso entre ellos—. Suelta a la muchacha.
—¿Por qué? ¿Es una de tus favoritas? —Los nudillos de Richard se pusieron blancos
y Nan jadeó dolorida. La mirada fría se fijó en Sarah, deslizándose lentamente desde su
cabello, por el canesú, la cintura y las caderas. El contacto de esos ojos le hacía escocer la piel.
Soltó a Nan, quien se desplomó sollozando en brazos de Molly.
—¿Quién es la mujer que te acompaña, James?
Sarah pensó que James no iba a responderle, por lo prolongado del silencio que se
hizo entre ellos.
—Señorita Hamilton, mi primo Richard Runyon. —Parecía pronunciar cada palabra a
regañadientes—. Richard, la señorita Hamilton, de Filadelfia.
—¿Filadelfia? Un poquito lejos para ir en busca de diversión, ¿no, James?
—¡Richard! La señorita Hamilton es la prima del conde de Westbrooke.
—¿En serio? Compartimos un coche desde Londres, ¿no es así, señorita Hamilton?
Robbie debe quererla tan poco como Richard a mí para traerla en la diligencia común.
«El odio se arremolina alrededor de este hombre como las moscas sobre una pila de
excremento», pensó Sarah. Le contestó con voz firme:
—Mi primo no sabía de mi llegada.
—Ah, una sorpresa. Espero que a Westbrooke le gusten las sorpresas. Supongo que se
alojará en su casa, ¿verdad? Qué suerte tiene Robbie.
—Sarah se quedará en Alvord.
Una de las finas cejas negras se elevó.
—¿Aja? Qué hospitalario de tu parte, James, abrir tu humilde hogar a extraños. —
Hizo una breve reverencia burlona—. Disfrute su estancia en Alvord, señorita Hamilton.
Quizás nuestros caminos vuelvan a cruzarse.
Sarah exhaló un suspiro de alivio cuando Richard des-apareció.
—Oh, vuestra alteza —dijo Nan, haciendo una rápido reverencia—. No sé qué
habríamos hecho si usted y la señora no hubiesen aparecido. Ese señor Runyon es el diablo
en persona.
—Lo sé, Nan. —James lanzó una mirada a la otra mu-chacha—. ¿Cómo fue tu amiga a
liarse con él? Creí que todas Vosotras sabíais que teníais que evitarle.
Nan asintió.
—Sí, lo sabíamos. Molly es nueva en el oficio, sabe.
Molly salió de detrás de Nan.
—-Mi ma está enferma, vuestra alteza, y tenemos niños que alimentar. Necesitábamos
más dinero. —Volvió a mirar a la otra muchacha—. Nan me prometió un cliente fácil.
—-Chitón, Molly. —Nan le lanzó una mirada preocupada a James.
—Bueno, tú lo prometiste, Nan.
—Y si hubieras esperado como se suponía que lo ha-rías, habrías tenido lo que te
había prometido.
—¿Y cómo iba yo a saberlo? Tú dijiste que esperara a mi lord,
—Runyon no es ningún lord, boba.
—Parece un lord.
Nan puso los ojos en blanco.
—Te dije que el lord le quería para un amigo, no para él.
—Señoras, creo que podríais continuar con esta discusión en algún otro lugar. —James
se volvió hacia la muchacha lastimada—. Molly, que un médico te examine ese ojo. Puedes
decirle que me envíe la cuenta. Y te sugiero que consideres otra línea de trabajo. Debe haber
alguna otra manera de conseguir el dinero.
—Bueno, supongo que la hay, sólo que pensé que ésta sería la más fácil. Tengo
alguna experiencia en el negocio, si entiende lo que quiero decir. Sólo que nunca lo hice
profesionalmente.
—Sí, bueno, te sugiero que te pongas algo en ese ojo.
—Sí, vuestra alteza, lo haré. Gracias.
Sarah observó a Molly y a Nan desaparecer dentro de la posada.
—Ésa era la muchacha que Robbie estaba esperando anoche.
—Eso parece.
—¡Mi cabello no es tan rojo!
James rió.
—Su cabello es hermoso, Sarah. —Le acomodó detrás de la oreja un mechón suelto.
Ella sintió la calidez de sus dedos contra la mejilla—. Es de fuego y oro. Estoy muy contento de
que Robbie no se haya encontrado con Molly anoche. Al verla en mi cama yo la hubiese
enviado de regreso por donde vino.
—Y ahora no estaría usted en semejante aprieto.
—Un aprieto en el que, como le dije, estoy encantado de estar.
Sarah ignoró ese último comentario.
—El posadero me dijo que el Green Man era un lugar respetable, pero al parecer tiene
un floreciente negocio en lo mismo que él supuso que yo ofrecía.
—No se ofenda. Estoy seguro de que el viejo James sólo quería proteger los intereses de
las muchachas de por aquí. Si usted hubiera montado la oficina les habría quitado el negocio
a todas ellas.
—¡Que ridiculez! —Sarah sintió encenderse sus mejillas.
—Oh, no, cielo. Al principio pensé que Robbie la había importado de Londres.
—¿Pensó usted que yo venía de Londres con un vestido como éste?
—Bueno, debo señalar que no lo llevaba puesto cuando la vi por primera vez.
Las mejillas de Sarah realmente ardían.
—Pero podría usted ponerse un saco y aun así se vería preciosa. De hecho su vestido
se parece mucho a uno, si me disculpa que se lo diga.
Sus dedos le rozaron ligeramente la cara. Sarah se sorprendió alzando el rostro
hacia él como una flor hacia la luz. del sol.
—Su cabello, sus pestañas, sus labios y esos hermosos ojón avellana. Si quisiera podría
ser la hermosa amante de un hombre, salvo porque ahora será mi hermosa esposa.
Tomó entre sus manos el rostro de la joven mientras le acariciaba las mejillas con los
pulgares. Sarah pensó que iba a besarla allí mismo, en el patio de la posada. Tenía en el rostro la
mirada absorta que ella estaba empezando a reconocer. Pero un coche avanzó traqueteando
sobre los guijarros y él se irguió.
—Vayamos a buscar a tía Gladys y a lady Amanda lo d i j o —. Estoy seguro de que
estarán preguntándose qué habrá sido de nosotros.
Las damas aún estaban en el salón privado cuando James y Sarah regresaron. Ni rastro
del Mayor Draysmith o de Robbie.
—Y bien... ¿ya está todo arreglado? —preguntó lady Gladys—. Por cierto que os
habéis tomado un tiempo largo. ¿ Ya estas comprometido, James?
—No exactamente, tía. La señorita Hamilton ha accedido gentilmente a considerar
mi petición de mano. Espero que una vez que llegue a conocerme mejor también acceda a
Casarse conmigo.
Lady Gladys alzó una cejo.
—¿Cuánto mejor puedo llegar n conocerte, James?
—¡Tía!—dijo James en tono de censura.
—¿Entonces no hay necesidad do apresurar los votos matrimoniales ? —Los ojos de
lady Amanda se fijaron en la cintura de Sarah como si pudiesen detectar un incipiente embara-
zo. La joven sintió un impulso irracional de cubrirse el vientre.
James negó con la cabeza.
—No. Sin embargo la señorita Hamilton ha accedido a un compromiso inmediato en
caso de que nuestra aventurilla de anoche alimentara el cotilleo. Como estoy seguro de que
ni mis parientes ni mis amigos jamás dirían una sola palabra sobre ese asunto, confío en que
podemos darle el tiempo que ella necesita para decidirse. ¿No es así, tía? ¿Lady Amanda?
—Sin duda. —Lady Gladys sonrió—. No tenemos interés alguno en apresurar las
nupcias, ¿verdad, Amanda?
—Claro que no. —Lady Amanda aún seguía lanzando miradas recelosas al abdomen
de Sarah—. Si estáis seguros de que no hay posibilidad de un acontecimiento embarazoso
dentro de nueve meses.
—Muy seguros —dijo James. Sarah estaba demasiado avergonzada para abrir la boca.
—Entonces está arreglado. —Lady Gladys se puso de pie—. Vamos a casa. Supongo
que la señorita Hamilton se alojará en Alvord, ¿verdad, James? No quedaría demasiado
bien que se quedara en Westbrooke. Robbie puede ser su primo, pero vive como un hombre
soltero.
—Exactamente. Estoy seguro de que puedo confiar en que tú y lady Amanda seréis
las carabinas perfectas.
James escoltó a las damas hasta un impresionante carruaje. Sarah observó junto a él
un gran caballo negro.
—¿Usted no va a viajar con nosotras? —le preguntó en voz baja a James después de
que éste hubo ayudado a subir a las ancianas.

—No. Así tendrá oportunidad de conocer mejor a mi tía y a lady Amanda. —Alzó
la voz dirigiéndose a lady Gladys—: Sed buenas con Sarah, tía.
—Por supuesto que seremos buenas con la señorita Hamilton,, James. No somos
unas bestias.
Sarah no estaba tan segura. Al observar la sonrisa de lady Amanda cuando James la
ayudó a subir al carruaje, tuvo una leve idea de cómo debió haberse sentido Daniel, el perso-
naje bíblico, al entrar en la guarida del león.
—Confieso que nunca supe con quién se casó su padre, señorita Hamilton —dijo
lady Gladys tan pronto como el carruaje salió dando bandazos—. David se convirtió en la
oveja negra cuando se fue de Inglaterra. El viejo conde nunca hablaba de él.
—En realidad yo tampoco conocí a mi madre, lady Gladys. —Sarah tenía sólo vagos
recuerdos de una voz suave y una cabellera color de fuego—. Se llamaba Susan MacDonald.
Su padre era un comerciante de harinas de Filadelfia.
—Un tendero escocés. —Lady Amanda cruzó las manos y tomó aire.
Sarah no hizo caso del tono de crítica que detectó en las palabras de la mujer.
—Un muy buen tendero. Si mi padre hubiese tenido una pizca del buen ojo para los
negocios que tenía mi abuelo, estoy segura de que ahora yo no estaría sin dinero.
Lady Gladys sonrió.
—Estoy segura de que tienes razón, querida. Pero bueno, Amanda, la relación de la
señorita Hamilton con el comercio no tiene importancia. Sabes que los comerciantes
extranjeros siempre son aceptables.
—Es verdad. El dinero en sus bolsillos ayuda a que la «Flor y nata» pase por alto la
suciedad de sus manos. Y no debemos olvidar que la señorita Hamilton es norteamericana.
Por esa razón pueden disculpársele algunas cosas.
Sarah se irguió. Las críticas a su país le desagradaban aún mas que las críticas a su
familia. Cuando abrió la boca para protestar, las ancianas ya intercambiaban opiniones ig-
norándola por completo.
—James podría casarse con una actriz, no es que vaya a hacerlo, por supuesto — decía
Lady Gladys—, y la sociedad lo aceptaría.
—Exactamente. Nadie quiere arriesgarse a perder el favor del duque de Alvord. —
Lady Amanda echó un vistazo a Sarah. Ésta levantó la barbilla y la anciana sonrió—. Pues en
este momento sí que tiene un leve aire de duquesa. Creo que servirá, Gladys.
—Yo también lo creo.
Las mujeres le sonrieron. Sarah les devolvió una sonrisa cautelosa. Tenía la
incómoda sensación de que estaba a punto de perder el control de su propia vida.
—Veo que ya has dejado el luto, querida —dijo lady Gladys.
—Sí. Hubiera vestido de negro, pero no había dinero para un nuevo guardarropa, ni
tiempo para confeccionarlo. Y mi padre no lo hubiese esperado. Solía decir: ¿Por qué hacer
del mundo un lugar más sombrío vistiéndose de negro?
Lady Gladys asintió con la cabeza.
—Entonces espero que no te opondrás a usar ropa colorida y a bailar cuando llevemos
a Lizzie a Londres.
—No. —Sarah dudó—. No me opongo. Me gustaría ayudaros, pero...
—No tenemos por qué divulgar cuándo murió el padre de la señorita Hamilton —dijo
lady Amanda—. Si alguien tuviera la audacia de preguntar, como podría llegar a hacerlo Ri-
chard, simplemente diremos que en las colonias hacen las cosas de otra manera.
—Sí —asintió lady Gladys—. Puede causar cierta sorpresa, pero tampoco es que
Sarah esté recién salida de la escuela o tratando de pescar un marido. Pronto va a usar la es-
meralda de Alvord.
Sarah se movió en su asiento.
—Lady Gladys, realmente no creo que usted deba dar por hecho que su sobrino y yo
vayamos a casarnos.
—Por supuesto que te casarás con él, muchacha. —Lady Amanda la miró como si Sarah
tuviera dos cabezas—. Ese hombre es un duque, es rico, joven y guapo. ¿Qué más po drías
desear?
—No sé. —Sarah se encogió de hombros, en un gesto de impotencia—. Todo esto es
tan confuso.
—¿Qué es lo que te resulta tan confuso? —Lady Amanda miró a la tía de James—.
A mí me parece claro como el agua, ¿a ti no, Gladys?
—Sí. —Lady Gladys se acercó a Sarah y le dio una palmadita en la mano—. Díganos
cuál es el problema, señorita Hamilton.
El problema, pensaba Sarah, era que ella era una norteamericana sin dinero y James
un duque rico. Pero lo que soltó fue:
—Es que yo no bailo.
Gladys y Amanda se sorprendieron tanto como si Sarah hubiese dicho que no comía
o que no respiraba.
—No eres metodista, ¿verdad? —preguntó lady Gladys.
—No. No es que me oponga a bailar, es sólo que nunca aprendí a hacerlo. Jamás he
asistido a un baile ni he tenido un pretendiente. —Seguramente estas damas verían ahora
cuan ajena al resplandeciente mundo del duque de Alvord era la sencilla señorita Hamilton
—. Mis únicas amigas fueron las dos damas solteras que vivían al lado de casa.

—¡Querida —dijo lady Gladys— qué horror! Parea


como si hubieras estado de luto la vida entera.
—Claro que sí. —Lady Amanda estaba en el límite de su asombro—. ¡Nada de bailes, ni
jóvenes caballeros! ¡Pero qué cosa tan deprimente!
Lady Gladys sonrió.
-—Aun si no fueras a casarle con James... y puede que no lo hagas -—di jo cuando Sarah
comenzó a protestar—, te
mereces tener algo de diversión en la vida, querida. Sugiero que tomes esto como una
oportunidad para vivir un poco. Diviértete. Ponte elegante. Flirtea. Confío en que James podrá
hacerse digno de tu aprobación.
Sarah miró a las dos damas que la observaban tan expectantes. Por algún motivo no
quería desilusionarlas y, si tenía que ser completamente honesta, tampoco quería desilu-
sionarse ella. La idea de la señorita Sarah Hamilton, humilde maestra de la Academia
Abington e hija de un republicano sin un céntimo, asistiendo a tan rutilantes eventos le
resultaba deslumbrante.
—De acuerdo.
—Estupendo. —Ambas damas le sonrieron satisfechas. Luego lady Gladys miró por
la ventanilla.
—¡Ah, ya estamos en casa!
Sarah se inclinó hacia delante para ver dónde vivía James. Se quedó boquiabierta.
Tenía ante sus ojos un castillo medieval.
—¿Esa es vuestra casa?
—Sí. El primer duque de Alvord luchó contra Guillermo el Conquistador7—dijo lady
Gladys—. Él fue quien construyó el castillo original. Sucesivos duques lo han ampliado y
restaurado, rellenado parte del foso, extendido las tierras y jardines, y construido una terraza en
la parte trasera. Ahora es muy cómodo, no tiene corrientes de aire ni humedad en absoluto.
El castillo estaba situado a orillas de un lago y rodeado por arboladas cuestas y
praderas que se extendían ondulantes. Sarah miraba fijamente el edificio de piedra gris, los
torreones almenados y el puente levadizo. «¿Aquí es donde vive James?», pensó. Había
tomado al pie de la letra las palabras de Richard cuando éste dijo que James iba a abrirle a
ella las puertas de su «humilde» hogar.
—Un espectáculo bastante impresionante, ¿verdad? —dijo lady Amanda en tono
engreído—. El castillo de Alvord tiene más de veinte dormitorios. El terreno abarca
quinientos acres.
—Ay, Amanda, basta —lady Gladys rió—. Pareces una guía turística barata.
—Estoy segura de que Sarah nunca antes ha visto una residencia tan majestuosa,
Gladys.
—Y qué amable de tu parte señalarlo. Te ruego disculpes a Amanda, Sarah. Debe ser por
efecto de la gota, que le duele.
—¡Gota! Sabes que no sufro de gota, Gladys.
El carruaje avanzó traqueteando sobre el puente levadi-250, debajo del rastrillo8 y luego
por el camino circular de entrado al castillo. Se detuvo delante de un par de enormes puertas de
madera. Un lacayo se acercó y desplegó la escalerilla para que descendieran del carruaje. James
estaba detrás de él.
—Tuvimos una agradable conversación con Sarah, James —dijo lady Gladys
mientras dejaba que él la ayudara a bajar.
—Sí —confirmó lady Amanda, bajando detrás de lady Gladys—. Ahora, si tú
simplemente haces tu parte, podremos recibir en Alvord a una novia. Ya va siendo hora de
que te ocupes de tener un heredero, sabes.
—Sí, lady Amanda —dijo James dócilmente. Le dirigió una amplia sonrisa a Sarah
mientras las otras dos mujeres entraban—. Veo que ha hechizado a las señoras. Creo que les
gusta usted.
Sarah lo miró arrugando la nariz.
—Yo creo que desean verlo casado y yo soy la candidato más fácil que han visto
últimamente.
James rió.
—Quizás. —Le sostuvo la mano mientras ella pisaba el camino de grava—.
Bienvenida a Alvord, Sarah. De verdad espero que se sienta aquí como en casa.
—Es un tanto abrumador. —Decir eso era quedarse corta. Examinó el gran edificio
que tenía ante ella. Lady Amanda tenía razón. Sin duda jamás había visto algo como esto en
Filadelfia.
—Es un poco grande, pero no dejaré que se pierda usted.
—¡James! —Una muchacha cuyo cabello tenía las mismas hebras doradas que el de
james apareció al otro lado de las gigantescas puertas de madero. Se lanzó hacia él y le rodeó
la cintura con un fuerte abrazo. Él también la abrazó.
—Lizzie, sólo pasé una noche fuera. —Sacudió la cabeza en un gesto entre divertido y
exasperado.
—Pero es que tú nunca haces eso, James. No sin decírnoslo. Eres tan responsable que
estábamos seguras de que debía haberte sucedido algo. Un salteador de caminos o... o algo.
—Lizzie, no hay salteadores de caminos en Kent. —Miró a Sarah—. Como puede usted
ver, es lamentable lo domesticado que estoy. No puedo irme una sola noche de juerga sin
que mis mujeres pongan el grito en el cielo. —Hizo volverse a la joven hacia Sarah—. Como
seguramente ya habrá adivinado, ésta es mi picara hermana Lizzie. Lizzie, permíteme pre-
sentarte a la señorita Sarah Hamilton, de Filadelfia.
—¿Cómo estás, Lizzie?
Sarah sonrió. Lizzie le recordaba a muchas de sus alumnas mayores de la
Academia Abington para Señoritas. A los diecisiete años, estaba al borde de la edad
adulta. Ni niña ni mujer, era una mezcla volátil de compostura y entusiasmo juvenil.
—Bienvenida, señorita Hamilton. Creo que es usted la primera persona de las colonias
que conozco.
—Lizzie, creo que Sarah preferiría que te refirieses a su patria como los Estados
Unidos. Las colonias ganaron su independencia hace algunos años, ¿lo sabes? —se mofó
James—. Al menos espero que lo sepas. No me gustaría creer que he malgastado tanto
dinero en tu institutriz.
Lizzie frunció el ceño y se ruborizó ligeramente.
—No fue mi intención ofenderla, señorita Hamilton.
—Por supuesto. Y debes llamarme Sarah. Confieso que ésta es la primera vez que salgo de
Filadelfia, así que quizás puedas ayudarme a adaptarme a Inglaterra. Ya le he dicho a tu her-
mano que los títulos ingleses me resultan muy confusos.
—E irritantes —añadió Jamen. Sarah sonrió.
—Intentaré adaptarme, sin importar cuánto difiera de mi modo de pensar, mi alteza.
Lizzie soltó una risita.
—Es vuestra alteza.
—¿Qué es vuestra alteza? —preguntó Sarah.
Lizzie rió con más ganas.
—Quién es «vuestra alteza». James. Él es «vuestra alteza».
Sarah se sentía cada vez más desconcertada.
—¿No fue eso lo que dije?
James rió.
—Lo que mi hermana está tratando de decir, Sarah, es que la frase apropiada para
dirigirse a un duque es «vuestra alteza», no «alteza».
—¿Por qué? ¿No me dijo usted que podía llamarle «alteza»? —Sarah repasó
mentalmente ese diálogo y se sonrojó. Tal vez no era precisamente eso lo que James había
querido decir—. No entiendo —dijo la joven—. Se supone que debo decir «milord» ¿no es
así?
James asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no «mi alteza»?
—No te dirigirías al rey como «mi majestad», Sarah -dijo Lizzie—, sino como «su
majestad».
—Yo me dirijo a Dios como «mi Dios». ¿El rey o un duque tienen acaso un rango
superior al del Todopoderoso?
—A algunos les gustaría creer que es así —-dijo James riendo entre dientes. Alzó una
mano cuando Sarah tomó aire para continuar discutiendo—. Pero debo apresurarme a añadir
que yo no me cuento entre ellos, de modo que puede usted aplacar su furia republicana. Bien,
¿entramos para que usted se instale? —Tomándola del brazo se encaminó hacia la puerta.
—¿Sarah va a quedarse con nosotros, James? No veo su equipaje.
—No lo ves porque desgraciadamente está en el fondo del mar en el puerto de
Liverpool. Pero sí, va a quedarse aquí y va acompañarnos a Londres para la temporada social.
Lizzie parecía sorprendida, pero obviamente era demasiado educada como para hacer
más preguntas. Sarah no quería entrar en detalles pero le pareció que una explicación no
estaría de más.
—Tu hermano está ayudándome o resolver un problema, Lizzie. En diciembre, antes
de morir, mi padre insistió en que yo viniera a Inglaterra. No sabíamos que su hermano
también había muerto y que Robbie era el nuevo lord Westbrooke. Como no puedo vivir
con Robbie, tu hermano gentilmente me ha ofrecido hospedarme en vuestra casa.
—¿Sí? —Lizzie sonrió abiertamente, gesto que la hacía aún más parecida a su hermano
—. Pues me alegra. Será divertido tenerla aquí. —Volvió a mirar a James—. No nos has dicho
qué hacías en el Green Man, James. ¿Estabas de juerga?
—¡No, no estaba de juerga! Y si así hubiese sido, no te lo diría a ti. —Le dirigió una
inclinación de cabeza al muy correcto y muy anciano mayordomo que estaba de pie dentro
de la casa, junto a la puerta—. Tú no estabas preocupado por mí, ¿verdad Layton?
—Por supuesto que no, vuestra alteza. —Layton hizo una pequeña reverencia. Tenía
una abundante melena blanca y una nariz sumamente imponente. Sarah pensó que
tenía mucho más aspecto de duque que James—. Intenté calmar a las señoras, pero lady
Gladys se negaba a tranquilizarse.
James sacudió la cabeza.
—Cuando era más joven debería haberles dado más motivos para preocuparse.
—Creo que las señoras dirían que usted les dio muchos motivos para preocuparse
cuando se fue a luchar contra Napoleón, vuestra alteza.
Entraron a un vestíbulo cavernoso donde los esperaba una mujer baja y regordeta. El
cabello castaño que asomaba debajo de su cofia tenía abundantes mechones grises.

—Ah, señora Stallings, leñemos una invitada. ¿Podría acompañar a la señorita Hamilton a la
habitación azul?

—Por supuesto, vuestra alteza. Por favor, venga conmigo, señorita Hamilton.
—Y yo la ayudaré a instalarse, ¿quiere? —dijo Lizzie, cogiendo del brazo a Sarah.
James frunció el ceño.
—Quizás Sarah prefiera estar un rato a solas, Lizzie.
—No la molestaré. No le molesta, ¿verdad, Sarah? Me gustaría que nos conociéramos
un poco más.
Sarah miró a la jovencita. Lizzie le sonreía esperando que aceptara. Que alguien
quisiera su compañía era una sensación rara pero agradable. Ninguna de sus alumnas, ni
siquiera aquéllas con las que no tenía tanta diferencia de edad, había tratado jamás de acortar la
distancia que las separaba. No estaba segura de cuál habría sido su reacción en caso de que lo
hubieran intentado. Temía demasiado perder autoridad.
—No, por mí está bien.
—No des la lata, Lizzie —gritó James mientras ambas seguían a la figura maciza de la
señora Stallings escaleras arriba.
Lizzie puso los ojos en blanco.
—De veras —le susurró a Sarah—, a veces James parece creer que sigo siendo una niñita
de diez años.
Sarah rió.
—Me he dado cuenta. Te envidio. Yo no tengo hermanos ni hermanas.
—Llegamos, señorita Hamilton.
La señora Stallings abrió una puerta y fue la primera en entrar a una habitación muy
bonita.
—Es hermosa. —Había en la voz de Sarah una nota de asombro.
E1 cuarto era cuatro veces más grande que el suyo de Filadelfia. Las paredes estaban
tapizadas de un género azul pálido y unas cortinas y asientos con almohadones de un tono más
oscuro de azul enmarcaban los amplios ventanales que
inundaban de luz la habitación. A In izquierda de Sarah había un delicado escritorio y una
silla lacados también en azul, y junto al fuego un par de sillas tapizadas. Una gruesa alfombra
con estampado geométrico en dorado y distintas gamas de azul cubría la mayor parte del
sucio.
Sarah se sentía una impostora. Esta habitación era, por mucho, demasiado lujosa
para ella, pero también los cuartos de la servidumbre de James eran probablemente más
espaciosos que el pequeño dormitorio de su casa paterna.
—Mandaré que Thomas le suba su equipaje, señorita —dijo la señora Stallings.
—Gracias, señora Stallings, pero me temo que no tengo equipaje. —Sarah sonrió
ligeramente—. Mi baúl se cayó por la borda en Liverpool. Todo lo que tengo es este lamenta-
ble vestido que llevo puesto. Pero si no fuera demasiada molestia me encantaría tomar un
baño.
—¡Pobrecilla! Le haré traer agua inmediatamente. —La señora Stallings examinó el
vestido de Sarah—. ¿Quiere que vea si puedo hacer algo con su vestido mientras toma su baño?
Sarah hizo una mueca.
—Me temo que haría falta un milagro para poder arreglar este vestido.
—Mmm. —Lizzie observó detenidamente a Sarah mientras la señora Stallings salía
de la habitación— .Tiene usted más o menos mi tamaño. Debe haber en mi armario algo
que pueda usar.
—Lizzie, yo no podría usar uno de tus vestidos.
—¿Por qué no? ¿Acaso le gusta el vestido que lleva puesto?
Sarah rió.
—No, es horroroso. Nunca estuvo a la moda, pero después de haberlo tenido puesto
cuatro días seguidos, realmente lo detesto.
—Eso me parecía. Mi vestido de seda verde debería quedarle bien. Mi doncella,
Betty, puede hacerle los arreglos que sean necesarios. Es muy buena costurera.
Sarah se sintió tentada de aceptar. Se sentía tan apagada como un hierbajo en un
rosedal. Salvo que esta vez quería ser una mariposa, o lo más parecido a una mariposa que
podía ser una solterona alta y pelirroja. Quería arreglarse sólo para combinar con el
entorno. No tenía nada que ver con cierto duque joven y guapo.
—Pues si estás segura de que puedes prescindir de ese vestido, lo aceptaría encantada.
—Bien. Y debe usted saber que no puede arreglárselas con tan sólo un vestido, sin
contar esa cosa que lleva puesta ahora. Necesitaremos que la señora Croata, la costurera
del pueblo, nos haga una visita.
—¡Lizzie! Admito que necesitaré algunos vestidos nuevos, pero te aseguro que no
puedo costearme todo un guardarropa nuevo. —«Ni siquiera un vestido nuevo», pensó
Sarah con tristeza.
Lizzie se encogió de hombros.
—James lo pagará.
—¡No! Sería terriblemente inapropiado.
—No veo por qué. Tiene montañas de dinero.
—Simplemente es algo que no se acostumbra hacer, ni en los Estados Unidos ni en
Inglaterra.
—-Pero usted necesita ropa nueva —dijo Lizzie con sensatez—. Alguien tendrá que
pagarla.
—¡Bueno, pues no será su hermano! No tiene relación alguna conmigo.
—¡Pero Robbie sí! Él puede pagar la cuenta.
Llegaron los criados con la tina y el agua.
—Regresaré cuando haya terminado de bañarse —dijo Lizzie, saliendo detrás de los
lacayos.
Sarah miró la puerta cerrada. Luego lanzó un suspiro y tras quitarse el vestido que a
nadie gustaba se metió en la tina. Sumergiéndose en el agua libia cerró los ojos.
¿Qué iba a hacer con respecto a su guardarropa? Lizzie tenía razón: necesitaría algunos
validos nuevos. No le parecía correcto cargar a Robbie con los gastos. En realidad él no le había
pedido que apareciera en la puerta de su casa. Y decididamente no podía permitir que James
le comprara lo que le hacía falta. La idea era escandalosa, aunque a la vez extrañamente
tentadora. Un hombre compraba ropa para su esposa, pero ella nunca podría serlo. Si había
considerado esa posibilidad aunque fuera por un momento, ahora se veía obligada a
descartarla. No tenía la menor idea de cómo manejar un lugar del tamaño de Alvord. Hacer
de ella la señora de una casa como ésta sería absurdo, tan ridículo como poner al hijo del
carnicero en el lugar del Presidente Madison. Simplemente no era posible.
Reclinó la cabeza contra el borde de la tina. ¿Su padre habría vivido rodeado de
semejante riqueza? Después de todo, el había sido hijo de un conde. Sin embargo jamás
había dado muestras de haber crecido en medio de tales privilegios.
Por supuesto que a él nunca le había interesado demasiado lo material. Las ideas,
teorías, discusiones... eso era lo que él codiciaba. Incluso la gente le interesaba poco a su pa-
dre. El primer recuerdo que tenía de él mostrando una genuína preocupación por ella era el
de la vez que tanto había insistido para que viniese a Inglaterra. Sin duda nunca había
sentido de parte de él la calidez que era evidente entre James y su hermana o entre James y su
tía.
Suspiró. Le encantaría ser parte de una familia como la de James. Él le había ofrecido
eso si se casaban. ¿Acaso sabía él lo tentadora que era esa idea?
Cogió el jabón y se frotó los brazos. Era una tentadora ilusión. James no la amaba. Él
era un duque británico. No necesitaba una esposa, sino una yegua de cría. Al casarse con él
formarían una familia sólo de nombre.
Conseguiría un empleo. Iba a estar bien. Ella no necesitaba mucho. No necesitaba
unos hombros anchos y fuertes en su vida. Sacudió la cabeza para ahuyentar de su mente la
imagen de esos hombros. El duque de Alvord debía ser un libertino de lo peor. Un irreflexivo
rompecorazones. Después de todo ella lo había hallado desnudo en su cama, ¿no? Sí, con
toda seguridad estaría mejor sola.
No le hizo falta lavarse la cara. Por alguna estúpida razón ya la tenía mojada.
Capítulo 4

Sarah retrocedió para que Lizzie entrara primero al salón. El corazón le latía tan
rápido que temía se le saliera de un brinco por el escote del hermoso vestido.
Se había quedado sin palabras al mirarse en el espejo antes de bajar. La mujer que
había visto reflejada era una extraña. El vestido verde hacía resplandecer sus ojos. Betty ha-
bía domado su cabello de modo tal que sólo unos mechones flo taban con gracia
enmarcando su rostro. El vestido dejaba ver un poco más de su cuello y de su pecho de lo que
ella estaba acostumbrada a mostrar, pero tanto Lizzie como Betty habían insistido en que ésa
era la moda. Arriba en su cuarto Sarah se había sentido elegante. Ahora se sentía incómoda.
—Vamos, Sarah. No puede usted quedarse en el pasillo toda la noche. —Cogiéndola
del brazo, Lizzie la hizo entrar—. James, le he dado a Sarah uno de mis vestidos. Creo que le
queda bastante bien, ¿no te parece?
Sarah creyó que moriría allí mismo. Los ojos de James recorrieron minuciosamente su
vestido. Se acomodó la falda para evitar que sus manos volaran a tapar el canesú. El empleé
un tiempo excesivo en analizar esa parte del atuendo de lo joven.
—Hermoso —dijo, mirando a Sarah directamente a los ojos con una sonrisa. Ella
también le sonrió, con una ex-extraña mezcla de alivio y tensión.
En consideración al limitado guardarropas de ella, James no se había vestido
especialmente para la cena. «Por supuesto», pensó Sarah mientras aceptaba Lina copita de jerez.
El duque de Alvord podía estar cubierto de harapos y aún resultar imponente. O incluso podía
no vestirse en absoluto. Se ruborizó y le echó un vistazo. James elevó sus labios en una media
sonrisa y sus ojos brillaron con un destello de perfecta comprensión.
«Esto nunca dará resultado», se regañó Sarah. Levantó la barbilla y se esforzó por
mantener la serenidad de su voz:
—Tiene usted una hermosa casa, vuestra alteza.
—Gracias. ¿Lady Amanda le dio la lección de historia al llegar?
Lady Amanda tomó aire.
—Fue Gladys quien mencionó que el primer duque de Alvord luchó contra el
Conquistador. Sin embargo, puede que haya omitido señalar que fue su distinguido
servicio en la batalla de Hastings9 lo que le hizo merecedor del ducado.
—Nadie se distingue en combate, lady Amanda —dijo James, con una repentina nota
de amargura en la voz—. La guerra es horrible y caótica. Estoy seguro de que mi ilustre
antepasado causó indecibles sufrimientos a los pobres desgraciados que expulsó de estas
tierras.
Lady Amanda frunció el ceño.
—Si mal no recuerdo, no hace tanto tiempo tú estabas ansioso por ir a la guerra.
—Ahora sé de lo que hablo.—James bebió un gran sorbo de jerez.
—¿Pero no está usted de acuerdo en que a veces la guerra está justificada, vuestra
alteza? ¿Para liberar a los oprimidos, por ejemplo? —Sarah recordaba a su padre perorando
durante horas con sus amigotes sobre ese tema.
—Sí, sin duda se justifica para poner freno a ese monstruo de Napoleón —dijo lady
Amanda.
—Yo más bien creo que Sarah se refería a la Guerra de la Independencia de los Estados
Unidos10 y quizás a nuestros últimos contratiempos con nuestras antiguas colonias —res-
pondió James—. Y sí, supongo que algunas guerras son necesarias. Pero la guerra rara vez es
un asunto simple. A los agitadores políticos les gustan los llamamientos claros, pero la
mayoría de las guerras tienen mucho de codicia, tanto personal como política. Es difícil
justificar la guerra cuando ves a un chaval de dieciocho años morir en tus brazos o
encuentras a un niño sollozando entre las ruinas de su aldea.
En ese momento apareció Layton en la puerta para anunciar a Robbie y a Charles.
James sonrió, disipando el aire sombrío que había endurecido su expresión.
—Caballeros, estaba empezando a preguntarme si os habíais acobardado. —Se
adelantó para saludarlos, llevando con él a Sarah.
—En realidad creo que Robbie se sintió tentado de no venir —dijo el Mayor
Draysmith—. Buenas noches, señorita Hamilton.
—Buenas noches, Mayor.
El Mayor Draysmith atravesó el salón para ir a saludar a las otras damas mientras
Robbie le daba la mano a Sarah.
—Prima —dijo con marcado recelo.
—Primo —respondió Sarah con una voz sin inflexiones.
Un rubor carmesí cubrió las mejillas de Robbie.
—Mis más humildes disculpas por la confusión de ano che -—murmuró—.
Estaba borracho. Achispado. De haber estado sobrio jamás hubiera cometido un error así.
—Tal vez deberías controlar la bebida.
—Eh, claro. —Echó un vistazo a James—. Mis disculpas para ti también, por supuesto.
—Conocimos a la señorita que estabas esperando ano-
che—dijo James—. No se parece en absoluto a Sarah.
—No, por supuesto que no. Tampoco pensé que así sería. Dije que no habría cometido
ose error si hubiera estado sobrio. Nan fue quien hizo los arreglos. Dijo que su amiga quería
iniciarse en el negocio. Eh... ¿y dónde dio la casualidad que la conocisteis?
—En el patio de la posada —dijo James—. Aparentemente se encontró primero con
Richard y decidió ir a lo seguro. Estaba lamentándose por esa decisión. Él le había puesto un
ojo morado.
—Maldición. Ahora que lo pienso, cuando le vi en el salón común sí que estaba con
una fulana. Eh... disculpa prima. Con una mujer pelirroja. Probablemente bebieron bas-
tante antes de ir a su habitación.
—¿Conoces a muchas prostitutas? —preguntó Sarah.
—No, por supuesto que no. —Robbie se pasó un dedo por debajo de la corbata y miró
a su alrededor—. Ya debe ser la hora de cenar. ¿Dónde está tu mayordomo, Alvord?
—Ahí viene Layton. ¿Quisieras escoltar hasta el comedor a tía Gladys, Robbie?
—Sería un placer. —Robbie cruzó volando el salón en dirección a lady Gladys. Le
ofreció su brazo derecho y el izquierdo a lady Amanda. El Mayor Draysmith escoltó a Lizzie.
Frunciendo el ceño, Sarah miró a James.
—¿Robbie es un proxeneta? —Sabía que la «flor y nata» inglesa era degenerada,
pero nunca hubiera pensado que su propio primo podía ser un alcahuete.
—Dios mío, no. Deje de sentirse tan mal. En realidad no fue más que un
malentendido. —James apoyó la mano de ella sobre su brazo.
—¿Un malentendido? No entiendo cómo alguien puede verse envuelto en ese tipo de
malentendidos.
—No, supongo que no lo entiende. —Alzó ligeramente la mano cuando Sarah abrió
la boca para seguir con el tema—. No, querida. Podemos discutir esto si usted quiere, pero
más tarde. Realmente no es un lema del que a mi tía le guste hablar en su mesa.
Sarah suspiró.
—No, por supuesto que no. Le pido perdón.
—No me pida perdón a mí, Sarah. Espero que no haya temas de los que no podamos
discutir. Pero algunas cosas es mejor hablarlas en privado —le susurró esto último al oído
mientras ella se sentaba. La joven contuvo el aliento y un leve estremecimiento le recorrió la
espalda.
La cena se prolongó durante lo que a Sarah le pareció un tiempo muy largo. La
muchacha se limitó a comer un poquito de cada plato y aun así al terminar se sentía
incómodamente llena. No podía evitar pensar que su padre y ella podrían haber vivido
durante semanas con la cantidad de comida que había allí sólo para la cena.
—Robbie, Charles, vosotros acabáis de llegar de la ciudad —dijo lady Gladys—. Por
favor, contadnos, ¿qué otras jóvenes van a ser presentadas en sociedad esta temporada?
Robbie acababa de llenarse la boca con un inoportuno sorbo de vino en el preciso
momento en que lady Gladys hizo lo pregunta. Se ahogó y rápidamente cogió una servilleta.
—Nada demasiado notable entre las jovencitas, señora. No puedo decir que haya
prestado mucha atención.
—Seguramente has prestado atención para saber a qué madres evitar. —Lady
Amanda, sentada junto a él, le dio un fuerte golpe en la espalda.
—Ah, gracias. —Robbie cambió de posición para que lady Amanda no pudiera volver
a golpearle—. Pues, creo que los Barrington podrían presentar a una de sus hijas.
Lady Amanda asintió con la cabeza.
—Sin duda una jovencita sin gracia, como las últimas dos.
—Y los Amesley.
—Ésa es bizca —dijo lady Amanda.
—No, la bizca fue presentada en la anterior temporada. Ésta es la que parece un
conejo.
—Tienes razón. Clarinda, Clarabelle o algo por el estilo. —Lady Amanda bebió
delicadamente un sorbo de vino—. Naturalmente, la madre no es ninguna belleza. Nunca
pude entender cómo consiguió llevar al altar a Billy Amesley.
—Yo creo que eso quizás hoya tenido algo que ver con el hecho de que los Amesley
andaban mal de dinero —dijo lady Gladys—. Harriet Drummond era una rica heredera, si
haces memoria, Amanda.
—Es verdad. El destello de unas arcas bien llenas ha llevada a muchos hombres a
dejarse atrapar en el altar. Y como se suele decir: «De noche todos los gatos son pardos».
Esta vez fue James quien se ahogó con el vino.
-—¿Quiénes lo dicen, lady Amanda? —preguntó con un tono de humor en la voz.
—Todos —dijo lady Amanda en tono desdeñoso—. Yo no pertenezco a tu
generación, tan evasivos en su forma de expresarse, James.
—Razón por lo cual debo estar agradecido.
—Me parece que el conde de Mardale tiene una hija que se presenta en sociedad
este año —aportó el Mayor Draysmith.
—Mardale, ése sí que era un hombre imponente —dijo lady Amanda—. Estoy segura
de que debe haber producido una prole atractiva.
—¿Estamos incomodándola, Sarah? —preguntó James en voz baja cuando la
conversación se desvió hacia las modistas rivales.
—Un poco —admitió ella. Pasó los dedos por la suave tela del vestido prestado. Ahora
que había visto (y usado) el vestido de Lizzie, sabía que nunca podría costearse el guarda-
rropa que necesitaría para un viaje a Londres.
Bajó la voz.
—Vuestra alteza, he estado pensando en mi futuro.
James dibujó lentamente una sonrisa.
—Me alegra oír eso.
Se sentía inexplicablemente nerviosa.
—Sí, pues me parece que lo mejor sería que yo encontrara un empleo como maestra
ahora, en vez de ir a Londres.
Desgraciadamente justo en ese momento hubo una pausa en la conversación
general y las palabras de Sarah se oyeron en toda la mesa. Lady Gladys bajó su copa con tal
rapidez que ésta golpeó contra el plato. Algunas gotas de vino salpicaron el mantel.
—¿Un empleo como maestra? No vas a convertirte en maestra, Sarah, sino en
duquesa. Si tanto deseas enseñar, puedes ser la maestra de tus propios hijos. Estoy segura
de que James no perderá el tiempo y llenará pronto el cuarto de los niños.
Sarah estaba segura de que el rojo de su cara rivalizaría con el del cabello de Molly.
Temía mirar a James y convertirse en la prueba viviente de la teoría de la combustión
espontánea.
—Lady Gladys, es bastante evidente que yo no estoy hecha para ser duquesa.
—¿ Por qué no ? Eres joven y eres una mujer, ¿ o no ? James, ¿tú crees que Sarah no está
hecha para ser tu duquesa?
—-No lo creo en absoluto, tía.
Sarah se aventuró a lanzar una mirada a James. Los labios de él se curvaron hacia
arriba en algo que la joven sólo podía describir como una sonrisa presuntuosa.
—No puedo decir que haya investigado exhaustivamente todas sus credenciales, por
supuesto, pero creo que servirá.
—Yo creía que habías investigado todas sus credenciales, James —dijo lady
Amanda—. Por eso estamos en esta situación.
Sarah observó desvanecerse la sonrisa de James al tiempo que sus orejas se ponían
coloradas.
—Quizás deberíamos cambiar de tema —dijo él—. Lizzie, ¿cómo van los
preparativos para el viaje a Londres?
Lizzie tenía la boca tan abierta que su barbilla casi rozaba la mesa.
—¿Dijiste que ibas a casarte con Sarah, James?
—Supongo que olvidamos mencionarte ese detalle, ¿verdad? No está
definitivamente arreglado aún, pero Sarah ha accedido a considerar mi petición de mano.
Los ojos de Lizzie se abrieron como platos. Sarah sabía que debía estar llena de
preguntas, la primera de las cuales, suponía, era dónde se habían conocido ella y James.
Mejor que inventaran una historia creíble si no querían que se supiera la verdad.
—Nos conocimos cuando estuve en América —estaba diciendo James.
Sarah se volvió a mirarle. Temía tener los ojos desorbitados. Se mordió la lengua a
tiempo para no preguntarle cuándo había estado en su país. Debía de haber estado allí al-
guna vez; su familia se daría cuenta si mintiera en algo así.
—Yo pensaba que nuestro amor era imposible, separados por un océano, así que no dije
nada. Ni siquiera se lo mencioné a Robbie.
Sarah se contuvo para no propinarle un puntapié por debajo de la mesa. Debería
considerar convertirse en novelista si lograba venderle esa historia a alguien. Lizzie no
parecía del todo convencida. Robbie puso los ojos en blanco.
—Bueno, James —dijo Lizzie—, si vas a casarte con Sarah deberías ocuparte un poco
de su ropa. Necesita todo un guardarropa nuevo, ¡ni siquiera tiene un vestido de noche!
Sarah sabía que se ruborizaría si miraba a James, así que decidió concentrarse en
observar su plato.
—De veras, vuestra alteza, mi ropa, o la falta de ella, no es un algo por lo que usted
deba preocuparse.
—Desde luego que me interesa su falta de ropa, querida. Pero si me niega usted el placer
de vestirla, sin duda estará de acuerdo en que es responsabilidad de Robbie como cabeza de fa-
milia. Haremos que le envíen la cuenta a él, ¿está bien, Robbie?
—Sí, por supuesto. Será un placer.
Sarah miró a Robbie
—No puedo cargarte con esos gastos.
—Por supuesto que puedes. Yo soy el cabeza de tu familia ahora, ¿no?
—Pero os que son gastos tan superfluos...
—Nada de eso. —lady Gladys se inclinó hacia ella—. Te mereces algo de diversión,
Sarah. Según me dijiste, David fue bastante negligente en tu crianza. Típico de él, concen-
trarse en sus causas y nunca prestar atención a las necesidades de quienes están a su
alrededor. Y sin duda alguna es responsabilidad de Robbie pagarte una temporada social. Su
patrimonio puede costear ese gasto, ¿no es así, Robbie?
—Ya dije que pagaría las cuentas. No te preocupes, prima.
—Entonces está arreglado. —Lady Gladys sonrió y se reclinó en su silla—.
Mandaremos llamar a la señora Croft mañana. Puede confeccionarle las prendas básicas
ahora y compraremos el resto en Londres.
—Aún queda otro asunto, Gladys —dijo lady Amanda—. Sarah no sabe bailar.
Tendrá que aprender todos los pasos de baile antes del viaje a Londres.
—Muy cierto. Pues bien, sugiero que vosotros, caballeros, prescindáis de vuestro
oporto esta noche y nos acompañéis inmediatamente al salón de música. Cuanto antes em-
pecemos con las lecciones, mejor. Queremos que Sarah esté preparada para Almack's11.
—¿Qué es Almack's? —preguntó Sarah mientras salía de la habitación del brazo de
James.
—¿Que qué es Almack's? —Lizzie se detuvo tan repentinamente que Sarah estuvo a
punto de llevársela por delante—. Almack's es...
Evidentemente la jovencita se había quedado sin palabras ante la ignorancia de
Sarah.
Robbie, que escoltaba a Lizzie, rió.
—Para las jóvenes casaderas y sus madres, Sarah, Almack's es el centro del universo
Todos los miércoles por la noche durante la temporada social, las muchachas que han
conseguido poner sus tibias manos sobre el vale anual para el baile se abocan a la caza de
marido curre los hombres casaderos de la «flor y nata». Para nosotros, el resto de los mortales,
Almack's es un club aburrido y mal ventilado..
Parece espantoso. Es espantoso. —No, de verdad, Sarah maravilloso.
—dijo Lizzie—. Almack's es
— Si tu nunca has ido —Dijo Robbie—. Cuando hayas comido las tortas duras, bebido el
ponche insulso y soportado la conversación insípida, cambiarás de opinión. Frunciendo el
ceño, Lizzie miró a Robbie.
No, estoy segura de que debes estar equivocado, Robbie puso los ojos en blanco.
—Ay, estos jóvenes.
—Tu no eres exactamente un hombre entrado en años.
—Me padece que no quiero ir a Almack's —le dijo Sarah en voz baja a James mientras Lizzie y
Robbie seguían caminando hacia el salón.
—No, pero tendremos que ir aunque sea una vez por el bien de Lizzie.
Sarah frunció el ceño.
—Quizá yo no consiga el vale anual para el baile del que hablaba Robbie.
—No hay que preocuparse por eso si quien la presenta a usted es la tía Gladys. Las damas del
comité de admisión no osarán hacer un desaire a la hermana y a la tía del duque de Alvord.
— Estoy segura de que le harían un desaire a una advenediza norteamericana sin dinero.
—No, no lo harán. Confíe en mí. Soy un experto en las costumbres de la alta sociedad
londinense.
—¿Entonces usted cree que van a aceptarme?
James hizo una mueca.
—Igual que aceptan a todos: sonriendo con falsedad,
hablando mal de usted a sus espaldas y con la esperanza de que haga algo realmente terrible
que la convierta en la comidilla del grupo hasta que se presente un nuevo escándalo.
Sarah sintió que se ponía pálida.
—¡Eso suena horrible!
—Es horrible. Y por eso yo huyo de las fiestas de la Flor y nata» como si se tratara
de la artillería francesa. —James sonrió ampliamente y deslizó el dedo por encima de la nariz
de Sarah—. Pero ahora, con usted a mi lado, sé que puedo soportar la agonía.
—¡Que usted puede soportarla! Toda esa gente espantosa estará con la vista clavada
en mí, la audaz norteamericana que se atreve a intentar infiltrarse en la familia del duque de
Alvord.
Entraron al salón de música. Tenía paredes verde pálido, un hermoso piano y una
gran pintura de tres lozanas mujeres danzando en un prado. Salvo por algunos jirones de tela,
iban desnudas. A la sombra de un árbol, un hombre musculoso que llevaba una lira e iba
considerablemente más vestido que ellas observaba retozar al trío.
—Apolo y las Tres Gracia —dijo James—. Una adquisición de mi padre. Nunca supe el
nombre del pintor, pero por otra parte dudo que mi padre haya comprado esta pintura por su
mérito artístico.
—James, deja de admirar el arte y ayuda a Robbie y a Charles a enrollar la alfombra. —De
pie junto al piano, lady Gladys dirigía los esfuerzos de los hombres—. Y tú, Sarah , ven
aquí. Lizzie te mostrará algunos pasos de baile. comenzaremos con una contradanza.
¿Quieres tocar para nosotros, Amanda?
—Bueno, con toda seguridad no voy a bailar. Si pensáis bailar la cuadrilla, Gladys, tú
tendrás que participar y aún los follará una pareja.
—Estoy segura de que nos arreglaremos.
Lizzie hizo los pasos mientras los hombres retiraban la alfombra. Sarah observaba
con suma atención los pies de la jovencita, intentando memorizar los movimientos. Final-
mente, sacudió la cabeza.
—Me temo que esto no tiene sentido, Lizzie. Nunca recordaré todo eso.
—¡Por supuesto que lo recordará! —dijo Lizzie, con una sonrisa alentadora—. Será
más fácil con música y un compañero.
—Y supongo que yo debería ser ese compañero —dijo Robbie, haciendo una
reverencia—. Si hay derramamiento de sangre, por lo menos será sangre Hamilton.
—Eso no es exactamente un voto de confianza, Robbie. —El Mayor Draysmith se
inclinó ante Lizzie y luego miró a James—. ¿Quisieras unirte al grupo?
—Creo que en ésta no participaré —dijo James, declinándose perezosamente contra
el piano—. A menos que tú desees bailar, tía.
—No lo creo. Puedes ayudarme a supervisar.
—Magnífico. Soy excelente supervisando.
—No lo dudo. Pero recuerda que hay cuatro bailarines en la pista, James.
—Desde luego.
Sarah alzó la mirada y James le guiñó un ojo. Luego la joven volvió a concentrarse en
sus propios pies. Consiguió hacer la primera figura sin dañar a nadie. Sonrió, relajándose, y
volvió a mirar a James.
—¡Ayy! —Robbie retrocedió de un salto, liberando el
pie atrapado debajo del de Sarah—. No, Sarah, un paso hacia
tu otra izquierda. '
Sarah se ruborizó.
—Lo siento. No te he hecho daño, ¿verdad?
—Nada permanente. Sin embargo, creo que he cumplido con mi deber. «La mejor
parte del valor es la discreción» como dice el Poeta. Cederé mi lugar al galante Mayor
Draysmith. Él estuvo en el Regimiento de Dragones del ejército inglés. Es bueno para escapar
de situaciones difíciles.
Charles tomó la mano de Sarah.
—De verdad, yo no compararé el bailar con usted a una escaramuza en el campo de
batalla, señorita Hamilton.
—Tal vez deberías —dijo Robbie cuando empezó la música nuevamente—. Esta
noche puedes llegar a sufrir más heridas que en la Península.
—¡Robbie! —Charles se volvió hacia su amigo con el ceño fruncido—. ¡ Ay!
—Oh, lo lamento. —Sarah intentó cambiar de dirección antes de cargar todo su peso
sobre el pie de Charles, pero en cambio perdió el equilibrio y saltó sobre uno de los dedos. Él
sonrió estoicamente mientras ayudaba a la joven a afirmarse nuevamente.
—Así aprenderás a no bajar la guardia, Charles —rió Robbie—. ¿Algo roto?
—Claro que no.
—Quizás deberíamos probar con el vals —sugirió lady Gladys.
—Estupenda idea. —James sonrió abiertamente, alejándose de su puesto junto al
piano—. Yo seré el compañero de Sarah esta vez.
—¿Crees que al tenerla en tus manos podrás echar que siga haciendo estragos? —
preguntó Robbie.
Sarah se sonrojó ligeramente. La idea de bailar el vals con James era realmente
inquietante.
—Supongo que no esperaréis que yo toque esa música escandalosa —sentenció lady
Amanda levantándose del piano.
—Pensé que su generación no era hipócrita, lady Amanda —dijo James.
—No lo es, pero tampoco participamos de conducías públicas lascivas.
-—No estoy tan seguro de eso —dijo Robbie con una amplia sonrisa—. Me parece que
he visto a Oliver Feathersione bailando el vals.
—¡Ese impúdico! —resopló lady Amanda—. Una vez cabalgó por Bond Street sobre su
trasero desnudo para pagar una apuesta.
Robbie se estremeció.
—¡Vaya! Ése sí que es un espectáculo que agradezco haberme perdido. ¿Y usted,
lady Gladys? ¿Quisiera tocar para nosotros?
—No va a ser posible. Yo fui la pesadilla de todas las maestras de música que mi
padre contrató.
—Creo que puedo arreglármelas para tocar un vals respetable. —El Mayor
Draysmith fue a sentarse al piano. Sarah se sintió aliviada al ver que no cojeaba. Lady
Amanda le ayudó a elegir una pieza.
—¿Le gustaría bailar el vals, lady Gladys?
—Ya dije que iba a supervisarlo.
—Es cierto. —Robbie se volvió para dirigirle una amplia sonrisa a lady Amanda—. ¿Y
usted, Lady Amanda? ¿Le gustaría probar el travieso vals?
—¡Desde luego que no! Tendrá que bailar con Lizzie, señor.
—¿ Con la pequeña Lizzie ? —Robbie rió—. Bueno, vamos entonces, mocosa,
tendremos que hacer el esfuerzo. ¿Mis dedos están seguros? ¿Has bailado antes el vals?
—Sólo con mi maestro de baile.
Sarah observó a Lizzie acercarse a Robbie. Había una expresión expectante y
soñadora en el rostro de la jovencita que contrastaba bastante con la actitud burlona de
Robbie. Era obvio que Robbie veía a Lizzie como una hermanita menor; Sarah dudaba que
la muchachita abrigara sentimientos fraternales hacia él.
—¿De veras nunca ha asistido a un baile? —preguntó James mientras aguardaban a
que James pusiera a punto su música.
—Bueno, fui una vez a un baile de Navidad en la escuela donde enseñaba, pero no
bailé.
Sarah lo recordaba bien. Las Abington habían cedido, muy en contra de sus
convicciones, ante la presión de uno de las pocas familias ricas de su escuela y habían accedido a
organizar el evento. Las hermanas exprimían cada penique hasta dejarlo como hueso seco,
de modo que no iban a contratar personal extra. Sarah había hecho todo el trabajo, limpiar,
cocinar y escuchar a las hermanas quejarse de los costos de un proyecto tan frívolo. No
había habido ni tiempo ni tela para confeccionar un traje de baile, de modo que Sarah
simplemente se había puesto su mejor vestido, el mismo que había usado para cada
comienzo del año académico, reunión formal de la escuela y servicio dominical desde que
había cumplido los dieciséis.
—¿Nadie le pidió un baile? —James parecía estupefacto—. Todos los hombres de
Filadelfia deben estar ciegos.
Sarah sonrió ligeramente y negó con la cabeza. Un valiente muchacho le había pedido
una pieza, pero la sorpresa la había dejado muda por demasiado tiempo. La señorita Clarissa
Abington había echado a cajas destempladas al jovencito para castigar su audacia.
—Pues yo no estoy ciego —susurró James mientras Charles tocaba los primeros
acordes del vals—. Y realmente deseo bailar un vals con usted, señorita Hamilton.
—Oh —murmuró Sarah cuando la mano de James se apoyó sobre su cintura. La
joven colocó cuidadosamente una mano sobre el hombro de él, mirándolo con una tímida
sonrisa. Vio la tenue barba dorada sobre la fuerte curva de la mandíbula, el leve hoyuelo de
la barbilla y la línea firme de esos labios que habían sido toda una tentación al apoyarse
sobre los suyos.
Habían estado así de cerca en la cama del Green Man. Más cerca todavía.
Bajó los ojos, clavándolos en el hombro de él.
—No, cielo. No se ponga tensa. —James habló suavemente de manera que sólo ella
pudo oírle mientras él empezaba a guiarla a través del salón—. Piensa en los pobres dedos de
mis pies.
Una risita histérico brotó del pecho de la joven.
—No creo poder hacer esto.
—Sí que puede. Sólo relájese. Cierre los ojos y sienta la música.
Sararí cerró obedientemente los ojos, pero no era la música lo que sentía, sino el
calor del cuerpo de James a escasos centímetros del suyo y el hombro fuerte debajo de su
mano. Estaba rodeada por él, por su calor y su perfume especiado, tan masculino, mezcla de
jabón, vino y cuero. Cuando la joven se tambaleó, él la atrajo aún más hacia sí y ella sintió el
momentáneo roce de una pierna contra sus faldas y del pecho de él contra sus senos.
Ese pecho ancho y musculoso salpicado de vello dorado que descendía en una delgada
línea hasta el ombligo.
Sarah jadeó y abrió los ojos. ¡Qué pensamientos lujuriosos!
James inclinó la cabeza, instándola con la presión de sus manos a acercarse aún más
a su cuerpo firme. Tenía los labios a la altura de los ojos de ella. Si giraba la cabeza, si se
reclinaba apenas ligeramente hacia él, sentiría esos labios sobre la sien.
Sentía contra la mejilla el aliento de James que contaba:
—Un, dos, tres. Un, dos, tres.
Un extraño calor la invadió por dentro, con centrándose en su vientre.
—Sígame, cariño —le susurró él, moviendo con la brisa de su aliento los rizos que
caían junto a las orejas de Sarah—. Venga conmigo.
Sarah lo hizo. Se olvidó de sus propios pies. Olvidó el salón de música, a Robbie, a
Lizzie y a todos los demás. Se entregó a James, dejando a su cuerpo moverse con el de él.
Cuando la música se detuvo, le llevó unos cuantos segundos volver en sí.
—Bien, lady Amanda —le oyó decir a Robbie—, de verdad creo que James y Sarah
acaban de mostrarnos por que el vals es una danza tan peligrosa.
Capítulo 5

James cerró el pesado libro de cuentas y se reclinó en su silla, estirándose para aflojar
los nudos del cuello y los hombros. Todo estaba en orden, como de costumbre. El patrimonio
se cuidaba solo, con algo de ayuda de su excelente ad-ministrador, Walter Birnam. En
realidad, todas sus propiedades funcionaban bien. Ninguno de sus arrendatarios se había
visto obligado a buscar trabajo en las ciudades o en los nuevos molinos industriales.
Pero todo eso cambiaría si Richard ponía las manos sobre el ducado.
Necesitaba una esposa y un heredero. Una esposa ahora; un heredero, Dios mediante,
nueve meses después de haber hecho los votos matrimoniales. Desde que se había dado
atenta de que Richard estaba tratando de precipitar su viaje hacia el Todopoderoso, la
necesidad de asegurar la sucesión había sido un peso en su mente. Hasta que la señorita
Sarah Hamillton había aparecido en su cama.
Sonrió abiertamente. El vals de la noche anterior había sido como estar en el cielo,
pero había sido infernal mantener las manos donde correspondía según las reglas del
decoro. Había sentido deseos de ponerlas en otros lugares mucho más interesantes que la
cintura y la mano enguantada de Sarah. Por ejemplo, en sus pechos. Se amoldarían
perfectamente a sus manos. Dios, haría prácticamente cualquier cosa por volver a verlos,
incluso soportar otro almohadazo en la oreja.
Cerró los ojos. Mmm, sí. Podría soportar enzarzarse en otra guerra de almohadas
con la señorita Sarah Hamilton. Cuando ella había levantado los brazos por encima de la
cabeza para golpearlo con más fuerza, él había visto cada centímetro de su estrecha cintura,
delicadas costillas y hermosos pechos pequeños de puntas rosadas... Sí, sin duda
disfrutaría otra paliza.
Cambió de posición en su silla, saboreando las pulsaciones provocadas por la
expectación. Algún día, que esperaba no tardara en llegar, volvería a tenerla desnuda en su
cama para retomar las cosas desde el punto en que las habían dejado en el Green Man. Si ella
fuera una correcta señorita inglesa ya habrían fijado fecha para la boda. Pero era una
irritable e independiente muchacha norteamericana que se negaba a seguir las reglas
británicas.
Simplemente necesitaría idear un modo de convencerla. Mientras estaba
considerando una variedad de tentadores métodos, llegó Robbie.
—Buenos días, James. ¿Qué te hace sonreír tan temprano en la mañana? —
preguntó dejándose caer en una silla junto al escritorio—. ¿O debería decir «quién»?
La sonrisa de James se hizo aún más amplia.
—Tú más que nadie debería alegrarse de que yo esté contento con mi destino, ya
que eres el culpable de todo este lío. ¿En qué estabas pensando? No, no respondas. No
estabas pensando.
—No es cierto. Fue simplemente un caso de confusión de identidades. Nan dijo que
tenía una amiga especial. Me contó la historia de una chica que aspiraba a ir a Londres. Me
imaginé que os ayudaría a ambos.
—Pues a mí sin duda me ayudaste.
—Lo siento, pero bueno, ¿cómo iba yo a saber? Sarah es pelirroja. Nan dijo que
reconocería a su amiga por el cabello rojo. Y se presentó en el Creen Man sin doncella ni
equipaje.
—Honestamente, ¿piensas que Sarah parece una fulana?

—Por supuesto que no. Ya te lo dije, Nan dijo que su amiga era especial. Y yo estaba
borracho. —Robbie bajó los ojos hacia sus botas—. Eh... supongo que... es decir ella es...
bueno, vosotros hicisteis... ¿no?
—Si lo que estás intentando preguntar es si yo desfloré a tu prima, la respuesta es
no.
Robbie alzó bruscamente la mirada hacia el rostro de James.
—¿ Quieres decir que ella no era virgen ? Sé que viene de una colonia, por lo que
supongo que podría tener costumbres distintas de las nuestras y está un poquito vieja...
—Robbie, por Dios, cállate antes de que me sienta obligado a retarte a duelo. Hasta
donde yo sé, tu prima es virgen. Las cosas no llegaron hasta el punto de ponerme en posición
de averiguar algo sobre ese asunto.
—¿No? —Robbie parecía desilusionado—. ¡Ambos estabais en cueros, por Dios!
James se ruborizó.
—Sí. Bueno, en cualquier caso, debería alegrarte saber que estoy bastante contento de
tener que casarme con Sarah. Confieso que me siento aliviado de no tener que pedir la
mano de lady Charlotte Wickford.
—¡Me lo imagino! Dios, la sola idea de irme a la cama con el iceberg... ¡Brrr! Sarah
tiene que ser mejor. ¿Debo suponer entonces que ya está todo arreglado? ¿Haréis los votos
antes de que partamos para Londres?
James mantenía en equilibrio sobre el índice un cortaplumas de plata, evitando la
mirada de Robbie.
—No exactamente. Las cosas son aún un tanto inciertas, pero no te preocupes. Me
casaré con tu encantadora primo. Ahora dime, ¿has oído algo más sobre las actividades de
Richard en los alrededores?
—No. Está esperando la ocasión. El tipo suele aparecerse por la zona de vez en cuando,
así que el que esté aquí puede no significar nada. Creo que le gusta mantener vigilado su
patrimonio.
—Apuesto a que sí.
—Pero bueno, James, ¿estás seguro de que no estás atribuyéndole a los hechos un
significado que no tienen? Los accidentes suceden, incluso a los héroes de guerra. El asesina-
to es una acusación grave.
—¿Crees que Richard es incapaz de cometer un asesinato?
Robbie empezó a decir algo, pero hizo una pausa. El silencio se extendió entre los dos
hombres.
—No —dijo finalmente—. Quisiera creer que Richard no es capaz de matar, pero el
tipo sí que te odia con una pasión que raya en la locura.
—Exactamente. Créeme, Robbie. No soy dado a los arranques de imaginación. Estoy
convencido de que Richard está detrás de mis accidentes. Si no lo detenemos, terminará
saliéndose con la suya. Y entonces él heredará Alvord y todas mis otras propiedades. No
puedo permitir que suceda eso.
—No, me doy cuenta. Además del hecho de que la muerte no es precisamente algo
terriblemente atractivo, tu primo Richard es simplemente un tipo muy desagradable.
Tus arrendatarios, tus sirvientes, Lizzie, tía Gladys y lady Amanda... Todos sufrirían si
Richard tomara las riendas.
—Tengo intención de asegurarme de que eso no suceda.
Golpearon a la puerta y luego Sarah se asomó.
—¿ Interrumpo ?
—Nada mejor interrumpido. Por favor, adelante —dijo James. Él y Robbie se pusieron de
pie—. ¿Me buscaba a mí o sabía que su desacreditado primo Robbie estaba de visita?
—En realidad estaba buscándolo a usted, vuestra alteza, pero es bueno que Robbie
esté aquí. ¿ Sabía que la modista ha llegado?
—Pues no. —James observó a Sarah, cuyos labios apretados formaban una línea
delgada y tensa—. ¿Hay algún problema?
—Sí, lo hay.
—Oh. —James echó una ojeada a Robbie, quien miraba a Sarah como esperando que
ésta explotara de un momento a otro—. Confío en que nos aclarará qué clase de problema.
—Quiere hacerme vestidos.
—Sí, me imagino que eso es lo que quiere. Es modista, Sarah. —James observaba a
Sarah asir con tal fuerza sus faldas que la tela parecía en peligro de desgarrarse.
—Ya sé que es modista. ¿Sabe usted cuántos vestidos quiere hacerme?
—Aja, empiezo a entender cuál es el problema. No, no lo sé. ¿Por qué no me lo dice
usted?
—Demasiados.
Robbie rompió a reír. Sarah lo miró enojada.
—No sé de qué te ríes tú. Eres quien va a pagar por todo esto, ¿verdad?
Robbie asintió con la cabeza y agitó la mano. Estaba claro que no iba a arriesgar una
respuesta más coherente. Sarah se volvió hacia James.
—Su tía y Lizzie están aliadas con esta mujer. Y dicen que necesitaré aún más ropa
cuando lleguemos a Londres. ¿Es que las inglesas se pasan el día entero cambiándose de
ropa?
—Francamente no puedo decir que haya reflexionado antes sobre el tema. ¿Y tú
Robbie?
—Oh, no os riáis más. ¡Es un escandaloso despilfarro de dinero! Por ejemplo, la
señora Croata quiere hacerme un traje de montar y yo ni siquiera sé cabalgar.
—¿No cabalgas? —Robbie dejó de reír abruptamente y miró asombrado a Sarah. Ella
hizo una mueca.
—No hace falta actuar como si yo fuera una especie de fenómeno. Tengo dos piernas
que funcionan perfectamente. ¿ Por qué necesitaría sentarme sobre una gran bestia que
me lleve de un lado a otro?
—¿Le tiene miedo a los caballos, Sarah? —preguntó James.
—No, creo que no. Es sólo que nunca he tenido la oportunidad de cabalgar. Vivíamos
en la ciudad e íbamos caminando a todas partes.
—Aja. Pues querrá aprender —dijo James.
—¿Querré? —Sarah parecía escéptica—. Espero que no contéis con que vaya a
cabalgar a campo traviesa persiguiendo a algún zorro zarrapastroso. No lo haré. Y tampoco
me interesa ir a saltar vallas.
—¡Dios mío! —dijo Robbie. James se limitó a sonreír.
—Bastará con que aprenda a cabalgar. Yo no soy un fanático de la caza. Le daré una o
dos lecciones tan pronto como esté listo su traje de montar. Aprenderemos lo básico ahora
y refinaremos sus habilidades al regresar a Alvord después de la temporada.
—Espero tener un empleo para cuando termine vuestra temporada —dijo Sarah—.
No regresaré a Alvord.
—¿No? Bueno, ya veremos.
—Deberías saber que James siempre consigue lo que quiere —sugirió Robbie en
tono servicial—. No estoy seguro de cómo lo logra. Tozudez pura, probablemente.
—Tonterías, Robbie. El truco es desear siempre cosas razonables.
—Si se refiere a casarse conmigo, vuestra alteza, sin duda puede usted ver que eso
no es razonable. —Sarah empezó a enumerar con los dedos los motivos—. Soy norteame-
ricana, no tengo ni idea de cómo dirigir una casa de este tamaño, no sé bailar y tampoco sé
montar a caballo.
James dio la vuelta al escritorio. Cogió la mano de Sarah y con suavidad le hizo bajar
cada uno de los dedos que había usado para enumerar sus razones.
—Baila muy bien, Sarah, y ya practicaremos equitación. La señora Stallings ha
manejado Alvord durante años, incluso cuando mi madre vivía. Estoy seguro de que estará
encantada de continuar haciéndolo, dirigida por usted, obviamente. Y aunque es cierto que
es usted norteamericano, también es la prima del conde de Westbrooke.

—Y eso es una gran distinción —dijo Robbie. Hizo Uno breve reverencia—. Bueno,
aunque sé que me extrañaréis, será mejor que me marche.
James retuvo la mano de Sarah en la suya mientras ac ompañaban a Robbie hasta la
puerta. Ella tironeó ligeramente, esperando que la soltara, pero él le asió la mano con más
fuerza, entrelazando sus dedos con los la joven.
Ella estaba segura de que los lacayos debían notar que su patrón le tenía cogida la
mano, pero ninguno de ellos pestañeó siquiera. Layton hasta llegó a hacer un gesto de
asentimiento con la cabeza y a mirarla sonriendo.
—Estaba pensando en ir a visitar a uno de mis arrendatarios —dijo James cuando
Robbie se hubo marchado—. Me gustaría que usted me acompañara si la señora Croft pue-
de prescindir de su presencia.
—Puede. Mis movimientos nerviosos estaban enloqueciéndola de tal modo que
parecía dispuesta a ensartarme mi aguja. ¿Está seguro de que no estoy demasiado desaliñada
para ir de visita?
James la recorrió con la mirada. Ella sintió que un ligero rubor le quemaba las mejillas.
—Así está usted bien. Son viejos amigos. No prestan atención a la moda. Vaya a
buscar su sombrero.

James estaba apoyado contra la calesa cuando Sarah


salió..
—Usted está demasiado elegante para un vehículo tan plebeyo, vuestra alteza—dijo
ella.
—Oh, pero en el fondo soy un simple granjero. —Jamen la depositó sobre su asiento.
La miró con ojos risueños. Eran casi del mismo color que su cabello, con las largas pestañas
ribeteados de oro. Fila sintió un leve tirón en la mano y se inclinó hacia delante. Sus ojos se
posaron en los labios de él. Parecían firmes y cálidos. ¿Cómo sería sentirlos ahora?.
Bruscamente la joven echó hacia atrás la cabeza y se ir-guió en su asiento. ¿En qué
estaba pensando? Estaban en el camino principal de entrada a la casa, se les podía ver
perfectamente desde la puerta principal y desde cientos de ventanas.
James suspiró.
—Casi lo logro, ¿verdad?
Sarah le lanzó su mirada más represora, perfeccionada a lo largo de años en la
Academia Abington para Señoritas
—Compórtese, vuestra alteza.
El se dio la vuelta y subió de un salto al asiento del conductor.
—Comportarse no es tan divertido como no comportarse, señorita Hamilton.
Admítalo. ¿O es posible que usted nunca se haya comportado mal ?
—No sea ridículo. —Sarah clavó la vista al frente por encima de las ancas del caballo.
—No creo que se haya comportado mal. —James tomó las riendas y el caballo empezó
dócilmente a moverse—. Tendré que hacer algo al respecto.
—Y no dudo de que es usted un gran experto en mal comportamiento.
—En realidad no. He tenido demasiadas responsabilidades como para comportarme
mal con frecuencia, pero será un placer recuperar el tiempo perdido.
—¿ Qué edad tenía cuando heredó el título ?
Sarah estaba sorprendida. Las historias que había oído de su padre y de las hermanas
Abington la habían llevado a suponer que todos los aristócratas llevaban vidas irreflexivas,
inmersos en una seguidilla de placeres.
—Veinticinco. Pero como primogénito y único hijo varón empezaron a entrenarme
desde que empecé a hacer pinitos por la hacienda —resopló James—. No era extraño que mi
padre me interrogara sobre las plantaciones y prioridades mientras estaba aún en brazos
de mi nodriza. Pero no, no debe usted sentir pena por mí, si es que estoy interpretando
bien la expresión de sus ojos. Tendré que intentar besarla de nuevo para verlos chispear. Hoy
se ven de color verde, ¿sabe?.
—No tengo ojos verdes.
—Ahora los tiene. Bueno, no son de un verde intenso. Creo que el color depende de
su estado de ánimo o de lo que lleva puesto. Espero que haya encargado algunos vestidos
azules y verdes.
—Creo que la señora Croft está haciendo uno o dos en cada uno de esos colores.
—Magnífico —dijo James. Sarah pensó que parecía demasiado inocente—. Así
puedo observar si sus ojos caminan de color según su atuendo. Quizás hasta escriba un
tratado titulado Acerca de los Ojos de Sarah Hamilton. ¿Qué le parece?
—Me parece que no vendería demasiados ejemplares de una obra así, vuestra alteza.
—Hay un problema —dijo James con aire reflexivo.
—¿Un problema? Yo diría que una idea tan alocada presentaría muchos más
problemas.
James prosiguió como si no la hubiese oído.
—Para determinar con certeza el color de sus ojos, en primer lugar yo debería
intentar establecer el matiz aislado, libre de cualquier influencia extraña. Sé que en el Green
Man tuve la oportunidad perfecta para dar inicio a mis investigaciones, pero debo confesar
que se me hizo difícil hacer observaciones precisas mientras me golpeaban en la cabeza con
una almohada.
—¡Vuestra alteza! —Sarah se puso una mano en la cintura. Sentía una especie de
extraño aleteo en el vientre—. ¿De qué está usted hablando?
—De colores de ojos, Sarah. Del de los suyos, concretamente. Necesitamos aislar su
persona de cualquier color que pueda desviar nuestra investigación, particularmente de ese
lamentable vestido marrón que lleva usted ahora, antes de poder determinar con precisión el
matiz exacto…

Sarah sentía los ojos de él sobre su garganta, luego bajando a lo largo del cuello como
si estuviera deshaciéndose de aquel género marrón que a él le disgustaba tanto.
—Supongo que podríamos empezar nuestra investigación ahora mismo, aunque le
dije a Birnam que visitaría a este inquilino. Pero no permitiremos que nada se interponga en
el camino de la ciencia. Haremos virar la calesa y galoparemos de regreso a Alvord. Mi tía y
por supuesto también Lizzie y lady Amanda pueden mostrarse un pelín escandalizadas
cuando nos dirijamos a mi habitación, pero los devotos estudiosos de la naturaleza no
debemos dejar que la opinión pública influya en nuestras investigaciones. A menos que
quiera usted despojarse de esas ofensivas prendas ahora mismo. Podemos empezar al aire
libre, aunque hace un poco de frío y confieso que para nuestros estudios preliminares
prefiero el interior. Le aseguro que una puerta cerrada con llave demostrará ser una
condición claramente favorable.
—¡Vuestra alteza! —La respiración irregular de Sarah apenas le permitió pronunciar la
frase. La idea de entrar a la habitación de James era más que escandalosa—. ¿ Se ha vuelto loco ?
James rió.
—Aún no, pero confieso que me está costando un poco pensar con claridad. La imagen
de su pelo sobre mi almohada es un pensamiento que me.. .eh... que me eleva bastante.
Este día de principios de marzo podría muy bien haber pasado por el más caluroso de
agosto a juzgar por cómo se sentía Sarah. Ahora entendía a qué se referían las Abington con
eso de conversaciones «calientes». Desvió la mirada. Hacia delante vio una cabaña rodeada
por una bonita cerca de color blanco.
—Creo que tendrá usted que obligarse a apartar de su mente los experimentos,
vuestra alteza. Tenemos compañía.
—Así parece —suspiró James.
Dos muchachitos do unos ocho años estriban colgados de la cerca, afilando las manos
con entusiasmo.
—¡Hola, vuestra alteza! ¿Puedo sujetar a Botón de Oro
—No, yo soy el mayor, Tim, y además tú lo sujetaste la última vez.
—¡No lo sujeté!
—¡ Sí que lo hiciste!
—¿Botón de oro?—preguntó Sarah.
James rió.
—Lizzie eligió el nombre. Supongo que por la afición del caballo a los botones de oro. —
James detuvo la calesa y ayudó a Sarah a descender—. Caballeros —dijo dirigiéndose a los pe-
queños pendencieros—, cuidad vuestros modales, por favor.
—Lo siento, vuestra alteza.
—Perdón, vuestra alteza.
Sarah bajó la vista hacia los dos sucios muchachitos, idénticos entre sí.
—Sarah, permítame presentarle a Thomas y Timothy Parson —dijo James—.
Muchachos, la señorita Sarah Hamilton, de Filadelfia.
Los muchachitos abrieron grandes los ojos. Sarah agradeció que Thomas ya hubiera
perdido sus dientes delanteros mientras que Timothy aún los conservaba, pues de lo contrario
hubiera abandonado toda esperanza de diferenciarlos.
—¿Es usted norteamericana? —preguntó Timothy.
—¿Del otro lado del océano? —susurró Thomas.
—¿Vivió con los indios Piel Roja?
—¿En qué clase de barco vino? El primo de Charlie Bentworth está en la marina.
Navegó con Nelson.
—¿A quién le importan los estúpidos barcos? —interrumpió Timothy a su hermano
—. ¿Es verdad que los indios usan plumas y que son muy feroces?
Sarah rió.
—Me temo que no sé mucho de barcos —le dijo a Thomas—. El barco en el que vine
era grande, pero se balanceaba constantemente y me mareaba mucho. —Sonrió al ver la
expresión desilusionada del chico y se volvió hacia Timothy—. En cuanto a los indios,
me parece que los nombren usan plumas cuando se visten para la guerra y son luchado res
muy feroces, pero en general creo que no son muy di lo rentes de vosotros o de mí.
—Muchachos, me doy cuenta de que la señorita Hamilton es mucho más
interesante que Botón de Oro, pero de todas maneras, ¿puede alguno de vosotros tomar las
riendas?
Timothy, o tal vez era Thomas (al no poder ver sus sonrisas Sarah dudaba) se hizo
cargo de Botón de Oro. James y Sarah se volvieron hacia la cabaña. Dos niñitas se acercaron
corriendo, seguidas por un bebé. Las niñas se detuvieron bruscamente delante de James e
hicieron aceptables reverencias. Dos pares de ojazos castaños se volvieron hacia Sarah. El bebé
se abrió paso entre las faldas de las niñas y alzó los bracitos rollizos.
—¡Upa! —exigió.
Riendo, James la levantó en brazos.
—Ella es Ruth. —El bebé escondió la carita en la corbata de él.
—¿Cuántos años tienes, Ruth? —preguntó Sarah.
Aparecieron dos dedos regordetes.
—¡Dos años! ¡Pero qué niña grande!
—Es sólo un bebé. —Timothy dio con la punta del dedo en la pierna rolliza de Ruth.
Thomas había ganado la pugna por hacerse cargo de Botón de Oro por el momento.
Ruth separó la cara de la corbata de James y le tiró un puntapié a su hermano.
—¡No bebé!
—Y éstas son las señoritas Maggie y Jane —dijo James, presentando a las otras dos
niñas.
—¡Ruth! —Una mujer baja y regordeta salió de la cabaña, cargando un niñito rollizo
de unos ocho meses— Oh, hola, vuestra alteza. Me pareció haber oído la calesa.
—Hola, Becky. He venido para echarle un vistazo ni tejado. ¿Tom todavía está en el
campo?

—Sí. Regresará para la hora del almuerzo, por si desea hablar con él. ¿Os apetece
entrar a beber una taza de té mientras le esperáis?
La diminuta cabaña estaba atestada pero limpia. Sarah se apiñó junto a James,
sentándose a la desgastada mesa de la cocina. Ruth se sentó en el regazo de él. Sus diminutos
deditos recorrían los dibujos del chaleco del joven cuyos botones retorcía mientras James
conversaba con la madre. Este duque parecía sentirse muy cómodo sentado en una cabaña y
ha-blando con la esposa de su inquilino. Nada que ver con los tiesos aristócratas ingleses que
Sarah había imaginado. Ruth lanzó una risita al hallar el reloj de bolsillo. La gran mano de
James cubrió la de la niñita. Ella rebotó en el regazo y a su vez
cogió la mano de él con sus dos manitas. El rió y Sarah sintió que las lágrimas le quemaban los
ojos.
En ese momento un hombre bajo y robusto entró a la cocina con Maggie y Jane.
Iba remangado y tenía el cabello mojado pues debía de haberse aseado antes de entrar, en
la bomba de fuera.
Ruth se retorció sobre el regazo de James. —¡Pa! —Alargó los brazos en dirección a su padre.
James rió.
—Siempre me haces perder las muchachas bonitas, Tom —dijo mientras le pasaba
a la niña.
—Sí, pues parece que usted vino a visitarnos con su propia muchacha bonita,
vuestra alteza. —El hombre le son-rió a Sarah y se inclinó para besar a Becky.
Sentada tranquilamente, Sarah pudo escuchar a Tom y a James rememorar la infancia
compartida y los enredos en que se habían metido junto con Robbie y Charles. Cuando
Tom terminó de comer, él y James salieron a echar un vistazo al rejado. Sarah ayudó a Becky
a limpiar y a calmar a los pequeños. Estaba dándole una última palmadita a Billy mientras
éste se acomodaba para dormir la siesta cuando entró James. En silencio fue a pararse junto a
ella.

—Es hora de marcharnos —susurró. Sarah sintió el calor de su cuerpo junto al de


ella. Por un instante imagino que Billy era el hijo de ambos y que vivían en esta cabaña.
Algunas muchachas soñaban con bodas y bebés, pensó Sarah mientras James la
ayudaba a subir a la calesa. Ella no. Nunca había imaginado cómo sería formar su propia familia,
james dio un golpecito con las riendas al caballo y Botón de Oro comenzó a andar sin prisa.
Jamás se había imaginado casada.
Aquellos jóvenes tan formales que habían secundado a su padre en sus causas jamás
le habían resultado atractivos, ni, lo admitía, tampoco se habían sentido atraídos hacia ella.
Eran demasiado parecidos a su padre, concentrados en un solo propósito e impetuosos.
Apenas si reparaban en la hija soltera del doctor Hamilton. El único que se había fijado en ella
había sido el hijo del carnicero. Se había sentido halagada por su atención... hasta que la
besó.
—Bajemos y caminemos un rato. —James detuvo la calesa y enroscó las riendas de
Botón de Oro en una rama. El rechoncho caballito inmediatamente metió el hocico en una
mata de botones de oro, estornudó y comenzó a mordisquear la alta hierba que crecía al pie
del árbol.
—¿No come los botones de oro? —preguntó Sarah, alargando la mano hacia James.
—Oh, no. Enfermaría. Es una planta venenosa. Me imagino que sólo le gusta el
color. —Ignorando la mano ex tendida, James la cogió de la cintura, depositándola sin
esfuerzo en el suelo. Se demoró un momento más de lo necesario en soltarla.
Sarah le miraba fijamente la corbata mientras escuchaba con qué entusiasmo
Botón de Oro mascaba ruidosamente la hierba. En algún lugar por encima de sus cabezas
un pájaro contestó el sonido de otro. Un susurro entre los matorrales delató la presencia de
un animalito.
¿James iría a besarla?
¿Ella deseaba que lo hiciera?.
Estaban solos. Un par de pasos e incluso estarían ocultos ojos curiosos de Botón de Oro.
Sarah reprimió una risita nerviosa. Sin alzar la cabeza, se humedeció los labios.
James hasta podía empezar su investigación para ese ridículo tratado, si quería. Y ella,
¿quería?
¡Por supuesto que no! ¿Qué le había sucedido? El depravado aire británico debía estar
corrompiéndola. Eso y un depravado duque británico. Por su mente pasó como un
relámpago de la imagen del duque en cuestión con toda su hermosa piel dorada. Se
ahogó.
—¿Se siente bien? —James colocó sobre su brazo la mano de la joven y se dio la media
vuelta para empezar a subir una pequeña colina.
-Estoy bien. —Estaría mejor si tuviera un abanico. Sin duda una brisa refrescante le
haría bien. Afortunadamente el sombrero ocultaba sus mejillas encendidas.
Llegaron a un amplio claro con vistas a los campos que los rodeaban.. James se reclinó
contra un árbol y, cubriendo con una de sus manos la de ella, que descansaba sobre su brazo,
la atrajo a su lado.
Sarah se volvió para observar el panorama. -¿Todas estas tierras son suyas? -Sí.
Percibió el orgullo en la voz de él. —¿ Han estado en su familia por generaciones? —Desde
los tiempos del Conquistador. Durante más de setecientos años ha habido siempre un
Runyon en Alvord. Sarah miró los extensos campos, los árboles frutales, los bosques, las
colinas. ¿Cómo sería formar parte de una familia cuyas raíces se remontaban a tantos siglos
atrás? ¿Cuan lejos e pasado podían los Hamilton rastrear sus antepasados?. No lo sabía. Su padre
nunca le había hablado sobre la historia de su familia. Eso no se estilaba en Norteamérica. Allí
todo era nuevo. Todos estaban volviendo a empezar. Ella se enorgullecía de ese espíritu,
pero podio entender por qué |a- mes un h i j o paro que fuera su sucesor.
—¿ Quién será el heredero si usted no se casa ?
—Richard.
Sarah sintió que el cuerpo se le ponía rígido. Suspiró.
—Eso sería un crimen, pero aun así creo que casarse conmigo no es la solución,
vuestra alteza.
—James, Sarah. Por favor no hable de matrimonio, ni me llame «vuestra alteza».
Sarah percibió la súplica en su voz y respondió en con secuencia.
—James, no tengo ninguna de las habilidades que usted necesita en una esposa. No sé
absolutamente nada sobre la sociedad inglesa. He crecido en tierras republicanas. Siempre
he vivido en una estrecha casita de ciudad. No soy bonita ni talentosa. Seguramente hay
alguna muchacha inglesa que esté mejor preparada para ser su esposa.
James tiró de ella para obligarla a mirarle de frente.
—Eres hermosa, Sarah. Y no quiero una muchacha inglesa, al menos ninguna de las
que he conocido hasta ahora. Me hacen sentir como un zorro huyendo de los sabuesos. Ven a
Londres y lo verás. Ni las muchachas ni sus madres me quieren a mí, quieren mi título y mi
renta anual.
—Eso no lo creo. Una chica tendría que estar ciega para no enamorarse de usted.
James sonrió abiertamente.
—¿Usted está ciega, entonces, Sarah? ¿O significa que se ha enamorado de mí?
Sarah se ruborizó.
—Apenas lo conozco. Y va más allá de eso. Usted necesita una mujer que sepa cómo
conducirse en vuestra sociedad.
James tomó el rostro de ella entre sus manos, elevándole la barbilla para poder mirarla
directamente a los ojos. De alguna manera él se las había arreglado para perder los guantes.
Sintió la tibieza de sus palmas meciéndole la mandíbula, la seductora presión de sus largos
dodos masajeándole, un puto sensible justo detrás de la oreja, ese punto que los labios de el
habían hallado con tan desastrosas consecuencias en el Green Man. Era como un mago
envolviéndola en su hechizo.
—Puedes aprender, cielo. No tengo intención de pasar mucho tiempo haciendo vida
social. Te lo dije, en realidad en
el fondo soy un granjero. —Le acarició los pómulos con los pulgares—. Ven a Londres,
Sarah, y verás lo horrible que es. Sálvame de eso, te lo ruego. No quiero una muchacha de
sociedad. No quiero un matrimonio por conveniencia, como el
de mis padres. Quiero un matrimonio como el de Tom y Becky. ¿Tuno?
Sarah no podía negarlo. De repente no quería nada mas que un marido, un bebé y el
amor que se respiraba en esa pequeña cabaña.
—Sí, James —susurró—. Sí, es lo que quiero.
Él inclinó la cabeza.
«Es un duque inglés», pensaba Sarah, humedeciéndose los labios. «Un depravado y
mujeriego noble británico. Un
extraño».
Sobre sus labios, el aliento de él era una provocación.
llevando apenas la cabeza sus labios se acercarían a los de James. Sentía la tentación de
hacerlo. ¿La tentación? Añoraba el contacto. Pero eso era demasiado atrevido. No, más que
atrevido Era lujurioso.
Comenzó a retroceder, pero las manos de James se lo Impidieron. Éste cerró la brecha
que los separaba y suave-mente empezó a dibujar con la punta de la lengua el contorno de los
labios de ella, para luego cubrirlos con los suyos.
No le parecía estar besando a un extraño. Era como si ya se conocieran.
Fue en ese momento cuando la bala impactó contra el
tronco del árbol, justo encima de sus cabezas.
Capítulo 6

Richard Runyon estaba de pie bajo la sombra de un roblo detrás del Green Man.
—¿Qué quieres decir con que fallaste, maldito idiota? Luchaba por seguir hablando en
voz baja.
—Lo siento, vuestra excelencia. ¿ Cómo iba yo a saber que justo en ese momento él
besaría a la chica?
—Oh, no lo sé. ¿Estaban muy cerca el uno del otro? ¿La tenía entre sus brazos?
El hombre se encogió de hombros y arrastró los pies en el polvo. Richard apretaba los
dientes. Después de tres intentos, James podría estar muerto hacía tiempo si tan sólo pudiera
encontrar un cómplice medianamente competente.
—Al menos dime cómo era la chica.
—No estoy seguro, vuestra excelencia. —El idiota se rascó la cabeza. «Piojos», pensó
Richard. Le completaría el día contagiarse piojos de este estúpido pedazo de porquería.
—Ella llevaba sombrero. Alvord no se lo quitó para besarla.
—¿Era alta y delgada?
—Sí, larga y muy flaco. Le llegaba al hombro a Alvord.
—Maldición. Parece que se nata de la jovenzuela Hamilton. —Richard le dio un
fuerte golpe al tronco. El dolor le aclaró la mente—. ¿Se resistía?
—No, vuestra excelencia. No que yo haya notado. Claro que yo disparé justo en ese
momento, así que tal vez indisponía a resistirse. Me largué apenas impactó la bala. Su primo
es rápido como un rayo, sabe.
—Aja. —Richard evaluó las posibilidades. Era demasiado esperar que la muchacha
hallara repulsivo a James. Eso no había sucedido jamás con mujer alguna. Y ella estaba hos-
pedándose con James en Alvord. Quizás no tenía tanto tiempo como pensaba.
—Eh... vuestra excelencia, acerca de mis monedas...
—¿Cómo? —Richard se tragó el enojo que otra vez lo invadió como una oleada. No
podía gritar y llamar la atención. Flexionó los dedos. Le encantaría coger de la garganta a este
idiota—. ¿Tus monedas? Alégrate de salir vivo de aquí, estúpido...
El hombre desapareció. Richard volvió a tragar saliva. Si tan sólo Philip estuviese
aquí. Lo tranquilizaría. Pero Philip no estaba y él continuaba presa de oleadas de furia que le
golpeaban la cabeza, el pecho, la ingle. Pronto explotaría. Necesitaba descargarse ya.
Oyó un frufrú de faldas, el sonido de zapatos caminando sobre la hierba. Esa
muchacha, Molly, esa fulana venía hacia el roble. Lo había llamado bastardo. Ella y su amiga
le habían hecho quedar como un tonto frente a James. Las había odiado por eso. Había
deseado lastimarla, romperle la muñeca a esa ramera. En aquel momento había desistido.
Pues ahora mismo se lo cobraría.
La muchacha se acercó. Estúpida. Tan estúpida como todas las otras. La agarró. Ella
comenzó a chillar, pero le cubrió violentamente la boca con la suya, ahogando el sonido y
haciéndole apretar los labios contra los propios dientes. Ella se resistía, pero él era mucho
más grande y fuerte. La empujo bruscamente contra el tronco del roble. Dios, eso era mejor
que cuando habían estado en el cumio do clin. Mucho mejor. Ya estaba excitado. Se las
arregló para aflojar los pantalones, para levantarle las faldas. En él se entremezclaban enojo y
lujuria. Embistió dentro de ella, aplastándola contra el tronco mientras vertía su odio dentro
del cuerpo indefenso.
Cuando él retrocedió, la muchacha logró liberar sus manos y le lanzó un manotazo
directo a los ojos, pero él tenía brazos más largos que los de la chica. Le rodeó el cuello con
los dedos y apretó. Ella alzó las manos, tironeando de las de él,
pero no tenía fuerzas suficientes. Cerda imbécil, pensar que podía igualarlo en fuerza. El vio
sus ojos llenarse de pánico; aún tenía uno morado por el golpe que él le había dado. Los
observó salirse de las órbitas, con la boca abierta en un alarido mudo. Observó su rostro
mientras colapsaba.
Sintió olor a muerte.
Eyaculó otra vez contra el cadáver y luego dejó que el cuerpo de la muchacha se
deslizara hacia abajo contra el tronco del roble para formar en el suelo una pila inerte.
Se sentía mucho más calmado.

James miró por la ventana de su estudio. La lluvia caía como una cortina de agua sobre
el cristal.
—¿Entonces usted cree que fue su primo Richard quien nos disparó?
—A mí. Estoy seguro de que él, o más bien su cómplice, me apuntó sólo a mí.
Sarah se movió. Ahora podía verla reflejada en la ventana. Llevaba uno de sus vestidos
nuevos. Le gustaría que la señora Croft lo hubiera hecho más escotado. Ese volante de encaje
bordeando el canesú era totalmente innecesario. Su hermoso cuello y su aún más
hermoso pecho deberían verse más. Sonrió. La llevaría a una modista de Londres tan pronto
como llegaran allí. También a Lizzie, por supuesto. La moda londinense era indudablemente
más atractiva.
—¿Cómo puede sonreír? El se volvió y le cogió la mano..
—Estaba admirando su vestido. ¿Sabía que hace que sus ojos se vean azules?
—Mis ojos no son azules.
—Lo son esta noche. —Inclinó la cabeza para aspirar el perfume suave y dulce de la
joven—. Otra sección paro mi tratado.
Sarah liberó su mano.
—Está usted hablando sin ton ni son, vuestra alteza.
—James.
—Vuestra alteza. —Retrocedió, interponiendo entre ellos el ángulo del escritorio—.
¿No dijo usted que su tía y lady Amanda harían de carabinas durante mi estancia aquí? Su
constante ausencia llega a ser llamativa.
—Quizás concluyeron que como el caballo ya se había desbocado, no hay necesidad
de cerrar con llave la puerta de la caballeriza.
Los ojos de Sarah despedían chispas azules.
—El caballo no se ha desbocado.
—Bueno, no, pero ¿no le gustaría desbocarse?
James acortó la distancia entre ellos, aprisionando con suavidad las muñecas de
Sarah. Con las mejillas encendidas, ella tiró ligeramente hacia atrás.
—¡Claro que no!
—¿No? ¿Ni siquiera un poco?
—Ni un pelín.
—¿Está segura? —James tiró suavemente hacia delante las manos de Sarah,
llevándolas hacia su propia espalda y acercándola contra su cuerpo—. Una caballeriza
puede volverse terriblemente asfixiante. —Inclinó la cabeza, y sus labios se deslizaron
recorriéndole el nacimiento del pelo con la levedad de una pluma.
—¿El caballo no quisiera asomar el hocico por la puerto abierta? —susurró—. ¿Sentir la
brisa? ¿Oler el aire nocturno?
Como los ojos de Sarah se habían ido cerrando, él so desvió para rozarle los párpados
con los labios antes de deslizarse por los pómulos en dirección al punto sensible detrás de la
oreja. Un extraño ruidito brotó de la garganta de ella, mitad gemido, mitad suspiro, y
ladeó la cabeza para facilitar la llegada de los labios de él al punto en cuestión.
Él hundió la cabeza en su cabello.
—Cielo. —Le soltó las muñecas para darle un mejor uso a sus propias manos.
Quizás pudiera hacer algo con ese Irritante volante que bordeaba el canesú. Sin duda alguna
era un estorbo.
—¡Vuestra alteza! —Sarah eludió sus manos y regresó a su posición fortificada detrás
del escritorio—. ¡ Compórtese!
—¿Tengo que hacerlo? —Miró el estudio—. Éste sería Un lugar estupendo para un
poco de mal comportamiento.
—No.
—¿Está segura?
—Muy segura. Tenemos importantes asuntos sobre lo quepensar.
—¿ S í ?
—¡El intento de asesinato de hoy!
—Una razón más para comportarnos mal. Si nos que-da poco tiempo en este mundo,
me encantaría pasarlo con usted en esa confortable silla junto al fuego, o incluso sobre esa
hermosa y mullida alfombra.
—¡Basta! —Sarah se volvió, asiendo el borde del escritorio—. ¿Cómo puede minimizarlo así
James lanzó un suspiro. Por lo visto, Sarah podía ser tan testaruda como un terrier.
—En realidad no estoy minimizándolo, Sarah. Estoy haciendo todo lo que puedo para
protegerme y proteger a mi familia, pero es un poco como luchar contra una sombra. Richard es
artero.
Sarah tomó del escritorio el cortaplumas de plata de James y comenzó a juguetear
con él, haciéndolo girar entre sus manos y pasando los dedos por el grabado.

—¿Por que piensa que os su primo quien está tratando de matarle?

—¿Quién más podría ser? —dijo James encogiéndose de hombros—. No soy un santo, pero
juego limpio y pago mis cuentas. Me ocupo de mis propiedades; no me acerco a las esposas o
hijas de otros hombres, con excepción de los presentes, por supuesto. —Hizo una pausa y la
miró de modo insinuante. Ella flameó el cortaplumas en dirección a él.
—Nada de eso, vuestra alteza. Esto es serio. Quiero una respuesta directa.
—Sí, señora. Veo que fue usted una maestra excepcional en su empleo anterior. ¿Sus
alumnas alguna vez se divertían?
—Muy rara vez, y ciertamente no si yo tenía algo que decir sobre el tema en cuestión.
Ahora, respóndame.
—Nadie excepto Richard tiene razón alguna para desearme la muerte.
—Porque él heredaría todo.
—Sí, pero principalmente porque piensa que le he robado el ducado.
Sarah frunció el ceño.
—¿Cómo puede ser eso? ¿No son acaso vuestras leyes de sucesión lo suficientemente
claras?
—Las leyes son claras, lo turbio son los hechos. Mi padre y el de Richard eran gemelos
idénticos. Mi padre, al ser mayor por diez minutos, era el heredero. Richard cree que en el
momento del nacimiento hubo alguna confusión, como quila matrona no esperaba gemelos
y los bebés fueron cambiados. Según él, su padre debería haber heredado todo cuando
murió nuestro abuelo y entonces Richard, no yo, debería ser el actual duque.
—Eso es ridículo, ¿verdad?
—Bueno, quizás no tanto como ridículo, pero sí improbable. Hasta donde yo sé,
nadie, excepto Richard, ha cuestionado jamás este asunto. Su propio padre nunca lo hizo.
Sarah asía con tal fuerza el cortaplumas que el grabado del mango quedó marcado en
sus dedos. Si alguna vez necesitara probar que el sistema de herencia inglés era absurdo y
peligroso, he aquí la prueba.

—Entonces, ¿cómo puede Richard acusarle de haberle robado el ducado, cuando el


padre de él nunca acusó al de usted ? Aquél era el momento razonable para disputar la sucesión.
—Es verdad, pero Richard no es un ser razonable.
—¡Lo que no es razonable es vuestro sistema de primogenitura! Ésa es la raíz de este
problema. —Sarah le apuntó con el cortaplumas—. Si Inglaterra se deshiciera de todos sus
títulos y esas tonterías de la herencia, la gente como su primo no se pasaría la vida
esperando que otro muriera.
—No es así de simple.
Sarah dio un golpecito en el pecho de James. ,
—Richard es un parásito. Admítalo.
—Lo admito. ¿Tiene planeado apuñalarme con eso?
—¡Oh! —Sarah miró inexpresivamente el cortaplumas—. No.
—Bien. —James tomó el cuchillo y lo puso de nuevo sobre el escritorio—. No me oirá
defender a Richard, cielo, pero no puedo creer que en vuestro país no haya gorrones.
—Bueno, tal vez los haya, pero no es lo mismo en absoluto.
—No estoy tan seguro de eso. Puede que no los llaméis «lores», pero creo que en
vuestro país tenéis muchos hombres ricos a quienes alguien, un hijo u otro pariente, no
lloraría si se marcharán tempranamente a recibir su recompensa celestial, dejando tras de sí
sus tesoros terrenales, por supuesto.
—¡Aun así, no es lo mismo!
James levantó una ceja y abrió la boca para responder, pero lo interrumpió un ligero
golpe en la puerta.
—¿Qué sucede, Layton?
—Un mensaje, vuestra alteza
El mayordomo le entregó un papel doblado y se retiró.
James echó un rápido vistazo al contenido y arrugó el papel en el puño
—¿Qué ocurre?
—Acaban de encontrar muerta a Molly, la muchacha del Green mano, estrangulada fuera
de la posada.
—¿Richard?
—Apostaría mi vida a que fue él.
Puso el papel arrugado sobre su escritorio y la atrajo hacia sí. Sus ojos ambarinos
tenían una expresión sombría y el gesto de contrariedad dibujaba una profunda arruga
entre sus cejas. Sarah sintió ganas de rozarla con sus dedos y hacerle desaparecer.
—Sarah, sería mucho más fácil protegerla si fuera mi esposa y no sólo una invitada
en mi casa.
—¿Pero ser su esposa no me expondría a más peligros, vuestra alteza? Ahora soy sólo
una norteamericana desconocida. Si me casara con usted, me convertiría en duquesa, ¿no?
Y, supongo que, con el tiempo... —Sarah se mordió el labio y concentró su mirada en la
corbata de James—. Bueno, una vez que tenga usted una esposa, podría tener un hijo. Y un
hijo sin duda enfadaría a Richard.
James le empujó suavemente la barbilla con el canto de la mano. A regañadientes ella
elevó el rostro. Las sombras habían desaparecido de los ojos de él. Ahora brillaban con un
fuego muy perturbador.
—Eso es muy cierto, cielo. Si tuviera una esposa, si te tuviera a ti como esposa, me
dedicaría muy asiduamente a intentar tener un hijo. Día y noche.
—¿De día? —preguntó ella con voz aguda. ¿Podía la gente hacer a plena luz del día lo
que fuera que hacían para tener bebés?
—Desde luego que sí. Antes y después de desayunar. Quizás también por la tarde.
Sin duda eso no podía ser posible.
—Está usted diciendo tonterías, vuestra alteza.
—James. —Deslizó el pulgar suavemente sobre los labios de ella—. Fue muy
agradable oírtelo decir esta mañana. —Sus ojos recorrieron el mismo camino que un
segundo antes había tocado—. Dilo, Sarah. Por favor. Quiero oír mi nombre en tus labios.
—Esto es muy indecoroso, vuestra alteza.
Sarah había intentado utilizar un tono enérgico, pero era difícil ser tajante cuando
alguien estaba acariciándole las sienes con la boca.
—James.
De algún modo sus dedos habían llegado al pecho de él y estaban recorriendo los
dibujos del chaleco. Se deslizaron por la suavidad de la seda y recordó con asombrosa
claridad la sensación de ese pecho desnudo.
—Usted es un duque, vuestra alteza.
—Soy un hombre, cielo. —Su boca jugueteaba provocativamente con una de las
comisuras de los labios de Sarán—. Muy hombre. —Se movió hacia la otra—. Por favor. Una
buena norteamericana como tú no debería hacer caso de los títulos.
Su contacto era muy perturbador. Sarah movió la cabeza para encontrar sus labios,
pero él retrocedió.
Lujuriosa. Otra vez estaba comportándose como una mujer lujuriosa. Apoyándole
ambas manos sobre el pecho, le dio un empujón. La presión de los brazos que la envolvían
cedió.
—Ven, Sarah. Sé que puedes hacerlo.
—Se está comportando usted de modo ridículo, vuestra alteza.
—James.
—Señor.
—Comencemos por la J. No es un sonido complicado. Trata de decirlo junto
conmigo: «J.. .j.. .j».
—Oh, válgame Dios. ¡James! Ahí tiene. ¿Ahora me dejará ir?
—¿ Debo hacerlo ?
—Si no lo hace, lo llamaré «vuestra alteza».
—Eso no sería jugar limpio. —James sonrió abiertamente y se inclinó como paro
besarla, pero Sarah se escabulló de sus brazos y huyó antes de ceder a sus lujuriosos deseos.

James se sirvió un vaso de brandy y se sentó junto al fuego. Realmente deseaba poder
tener a Sarah sobre su regazo, pero al menos había conseguido que lo llamara por su
nombre. No permitiría que volviera a dirigirse a él como «vuestra alteza».
¿Qué iba a hacer con respecto a Richard? Haría averiguaciones, pero apostaría que
nadie podría vincular a Richard con la muerte de Molly. Era posible que no estuviera involu-
crado, pero, como le había dicho a Sarah, no apostaría su vida por esta última posibilidad.
Sin duda tampoco apostaría la vida de ella.
¿Richard ya habría matado? Había oído rumores sobre una muchacha de la
universidad. Él los había ignorado, pensando que eran infundados. ¿Se había equivocado?
¿Cómo podía asegurarse de que Sarah estuviera a salvo? Ella tenía razón. El matrimonio con
él la pondría en una situación algo peligrosa, pero la joven ya estaba en peligro ahora que
Richard la había relacionado con él. Si estuvieran casados, James tendría derecho a
protegerla. Podía encerrarla en su habitación, o en la de él. Encadenarla a su cama.
Sonrió mientras sorbía el brandy imaginando todas las encantadoras maneras de
mantenerla ocupada y fuera del alcance de Richard.
A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la caballeriza, Sarah iba pensando
en Richard y en el disparo. No estaba preocupada por ella. Richard no era estúpido. Se daría
cuenta de inmediato de que el duque de Alvord no podía casarse con la señorita Hamilton
de Filadelfia, quien no tenía un centavo. Pero ¿y James? Él no tomaba en serio el peligro que
corría.
—¡Sarah!
Levantó la vista. James estaba de pie junto a la puerta de la caballeriza. El sol
iluminaba su cabello dorado y los fuertes rasgos de su rostro. El corazón de Sarah empezó a
latir con más fuerza y sus labios se curvaron en una amplia sonrisa.
—Hola, James.
Vio ampliarse aún más la sonrisa de él.
—Ah, McGee. ¿Oíste mi nombre de labios de la señorita Hamilton?
Un hombre bajo y canoso conducía un caballo fuera de la cuadra.
—Claro que sí, vuestra alteza. ¡Todavía no he perdido el oído!
Sarah sonrió y asintió mirando a McGee. Luego dijo:
—Se está usted comportando de un modo muy tonto, vuestra alteza.
—No, no puede volver atrás: de ahora en adelante tiene que llamarme James,
¿verdad, McGee?
El señor McGee se contentó con poner los ojos en blanco.
La expresión de James se tornó seria.
—Para nuestra primera lección vamos a quedarnos cerca de la casa, Sarah. McGee
dice que nadie ha visto a Richard ni a ninguna persona extraña en los alrededores, pero para
qué correr riesgos innecesarios.
Sarah notó que McGee había escupido en la tierra al oír el nombre de Richard.
—Por mí está bien. —Echó un vistazo al caballo cuyas riendas sostenía McGee—.
¿No es un animal un poco grande, señor McGee? —No logró ocultar del todo el temblor de
su voz.
—Vea, señorita, no debe preocuparse. Pimpollo es manso como un cordero.
—¿Pimpollo? —preguntó Sarah mirando a James. El se encogió de hombros.
—Otra vez Lizzie —dijo—. Pero McGee tiene razón. Pimpollo es muy tranquilo.
Venga a conocerlo.
James lomó las riendas de manos de McGee e hizo que el caballo adelantara unos
pasos en dirección a Sararí. Ella colocó con cuidado una mano sobre el cuello de Pimpollo.
Aun a través del guante podía sentir el calor y la textura áspera del pelo del animal.
Pimpollo se movió y su cuello se crispó. Sarah retiró bruscamente la mano y miró a James.
Éste hacía denodados esfuerzos por no romper a reír.
—Le doy mi palabra de que Pimpollo es tan plácido que un disparo de cañón no sería
suficiente para sobresaltarlo.
—Haría falta un cañón para moverlo —farfulló McGee.
James alzó una ceja y Sarah sonrió. La joven se volvió hacia Pimpollo y con cuidado le
pasó la mano a lo largo del cuello. El animal se dio la vuelta y la contempló largamente.
—Sí que tiene unos ojos bonitos.
—Veamos qué le parece la vista desde la montura. —James le rodeó la cintura con las
manos y la levantó.
—¡Huy! —Bajó la vista hacia James, quien la mantenía cogida de la cintura para
ayudarla a mantenerse firme. La joven podía sentir el calor de las palmas y cada uno de los
dedos de él a través de los guantes y de la gruesa tela de su traje de montar. A él ni siquiera
se le había acelerado la respiración pese a haberla levantado del suelo, que desde su nueva
posición parecía estar realmente muy lejos.
Se arriesgó a mirar a su alrededor. Había por allí una asombrosa cantidad de
trabajadores de la caballeriza que probablemente querían presenciar su primer intento de
montar un caballo.
Cautelosamente enderezó la espalda y probó su equilibrio.
—Simplemente no estoy acostumbrada a ver el mundo desde este., ¡ay!...ángulo—
dijo.
—¿Le gusta?
—No estoy segura.
—Con eso basta. Ahora la voy a soltar. ¿Cree que podrá mantener el equilibrio?
—Sarah no estaba lo que se dice ansiosa por perder el apoyo de las manos de James,
pero no podía parecer cobarde ante semejante audiencia.
—Seguro.
Él la soltó y retrocedió. Sarah asió el borde de la montura. James sonrió.
—Bien hecho. Tenga, tome las riendas. No, no las empuñe con tanta fuerza. Tirará
del hocico al pobre Pimpollo. Sólo sosténgalas suavemente y acostúmbrese al movimiento
mientras yo llevo a Pimpollo hacia la pista de práctica y le hago dar unas vueltas.
Sarah asintió con lo que esperaba fuera un gesto de seguridad. James guió a Pimpollo
para bajar una suave pendiente. Al primer paso, ella volvió a asirse de la montura. «James
no dejará que te caigas», se dijo a sí misma, y aflojó los dedos que la sujetaban a la silla. Se
irguió. Para cuando hubieron completado dos circuitos de la pista de entrenamiento, ya era
capaz de mantener bien el equilibrio.
—¿ Todo bien ? —preguntó James.
—Sí. Creo que estoy lista para intentar dar el próximo paso.
—¡Bien! —James hizo una seña con la cabeza a McGee y el mozo de cuadra trajo un
enorme caballo marrón. Sarah se alegró de que no le pidieran que lo montara.
—Ése no es el caballo que tenía usted en la posada.
—No, aquél era Newton. Este otro, Pitágoras, está en actividad parcial, pero tiene
excelentes modales, ¿no es ver-dad, viejo? —James le palmeó el cuello y Pitágoras movió la
cabeza como asintiendo—. Está más dispuesto que Newton a moverse a paso tranquilo, y él
y Pimpollo se llevan bien.
—¿Pitágoras y Newton? —Sarah observó a James montar de un salto. Lo hacía
parecer tan fácil...
—Así es. —James recogió las riendas y se volvió a mirarla-—. Siempre he sido
adicionado a los matemáticas. Me dieron a Pitágoras cuando cumplí quince. A Newton lo
compré yo cuando regresé de Cambridge. Él vino conmigo a la Península.
—¿Estuvo usted mucho tiempo allí?
James miró hacia adelante y con un leve golpecito hizo que Pitágoras se pusiera en
movimiento. Pimpollo le siguió, complaciente.
—¿Mucho tiempo? No de acuerdo al calendario, pero si se mide el tiempo no por los
días que transcurren, sino por el efecto que esos días tienen en uno... estuve allí eones. Es -
tuve en España desde el verano de 1811 hasta abril de 1813, cuando mi padre empezó a estar
mal. Estuve allí para Ciudad Rodrigo, Badajoz y Salamanca, pero me perdí Vitoria y, por
supuesto, Waterloo.
Sarah vio crisparse el músculo de su mejilla cuando él apretó los labios. Luego
sacudió la cabeza y sonrió, volviéndose para mirarla de nuevo.
—En realidad fui a Norteamérica después de regresar de Cambridge y antes de partir
para España. Cuidado con esa puerta.
Pitágoras guió a Pimpollo para salir de la pista de prácticas. Sarah se inclinó
ligeramente para alejarse de la cerca y Pimpollo, complaciente, se alejó un poco de la puerta
para que la falda de Sarah apenas la rozara.
—Eso estuvo cerca.
James rió.
—Pimpollo nunca la haría caer a propósito. Simplemente es un poco distraído.
—¿Él se olvida de que estoy aquí encima?
—Bueno, sabe que hay algo sobre su lomo. Cuando aprenda usted a manejar las
riendas, la obedecerá muy bien.
Sarah se inclinó para darle a Pimpollo una palmadita en el cuello. El caballo sacudió
la cabeza de un modo que ella interpretó como amistoso, haciendo tintinear el bocado.
—¿Así que estuvo usted en Norteamérica? ¿Fue a Filadelfia?
—Desgraciadamente no. Mi padre tenía algunas inversiones en Nueva York y Boston,
así que fui allí. Tenía la intención de visitar a su padre, pero en vez de eso regresé al
combate. Así que casi nos conocimos antes.
Sarah intentó imaginar a James en el estudio atestado de su padre, entre panfletos
políticos, libros de medicina y solemnes jóvenes republicanos. Hubiese resaltado como un
cisne en un estanque de patos.
—Me temo que se hubiera aburrido como una ostra, a menos que le guste discutir
sobre política.
—¿Usted no hacía nada para divertirse?
—Cuidaba la casa y daba clases en la escuela.
—Aja. ¿Entonces yo no habría tenido que atravesar un mar de pretendientes para
ganar su atención?
—No. —Sarah lo miró de soslayo. Se juró que si veía lástima en sus ojos se bajaría del
caballo en ese mismo instante y desaparecería dentro de su habitación para llorar con
ganas.
No vio lástima. Vio... especulación. Levantó la barbilla.
—¿Va a enseñarme usted a montar, o no?
Los labios de James se curvaron lentamente en una sonrisa.
—Sí, cariño, sin duda voy a enseñarle a montar.
Cuando finalmente regresaron a la caballeriza habían estado fuera dos horas.
—Lo siento. No era mi intención que la primera lección se prolongara tanto.
Sarah desechó con un gesto de la mano la preocupación de James.
—Oh, por mí no se preocupe. Soy una muchacha norteamericana buena y fuerte.
Él rió por lo bajo.
—Esa noche va a convertirse en una dolorida muchacha norteamericana. Le
recomiendo un baño caliente antes de la cena.

—Gracias, doctor. Seguiré su consejo.


James desmontó de un salto y alzó los brazos para ayudarle a apearse.
—Apóyese en mis hombros.
Sarah asintió, pero cuando perdió el apoyo del caballo, sus codos cedieron. Su cuerpo
se deslizó a todo lo largo del de James.
—¡Oh! —Desde los pechos hasta los muslos, Sarah
sintió el contacto de ese firme cuerpo masculino. La recorrió
una oleada de calor, vergüenza y algo más. Era una sensación
sobrecogedora, pero tenía que aferrarse a él. Sus piernas se
habían convertido en gelatina. Si soltaba los hombros de él,
caería cuan larga era sobre el patio de tierra de la caballeriza.
La joven levantó la vista en un gesto de impotencia. Los ojos de él tenían
nuevamente esa mirada absorta y apasionada.
—Basta.
—¿Basta de qué? Fue usted quien se arrojó sobre mí.
—No es verdad.
—Aja. —James no se estaba quejando. Era una sensación muy agradable la del cuerpo
de Sarah apretado contra el suyo. Muy placentera, sin duda. Estimulante. Movió ligera-
mente hacia atrás las caderas para evitar que ella se escandalizara al notar cuan estimulado
estaba e inclinó la cabeza para saborearle los labios.
—James—susurró.
—¿Mmm?
En ella se mezclaban el olor del caballo, del aire fresco y de algo más, suave y dulce.
—¡James! —Se puso tiesa y se las arregló para poner algo de distancia entre ambos—.
Todos están mirándonos.
Sus ojos se veían enormes entre las pestañas rubias rojizas. El color avellana había
pasado de verde a dorado. «Brillan», pensó él. Había en la mirada brillo y un matiz de pánico. El
pánico lo alcanzó también a él. Se enderezó y miró alrededor. La gran cantidad de
trabajadores presentes encontraron rápidamente labores de las que ocuparse en algún otro
lugar.
—Lo siento. —Sonrió abiertamente. No lo lamentaba en absoluto, mejor dicho,
lamentaba que ella se sintiera avergonzada—. Una vez que se casaran tenía la intención de
besarle donde y cuando sintiera el impulso—. Pero realmente no debería arrojarse así
sobre mí.
—¡No lo hice! —Sarah parecía una gatita indignada—. Me fallaron los brazos, eso ha
sido todo. Estoy segura de que usted no se sorprendió más que yo.
James se quitó los guantes y acomodó un sedoso mechón de cabello rojo dorado
detrás del delicado borde de la oreja de Sarah.
—La sorpresa no fue mi principal emoción.
Ella contuvo el aliento y alejó la cabeza de los dedos de él.
—No me mire así.
—¿Así cómo?
—Como si quisiera tragarme entera o algo por el estilo.
James rió y, retrocediendo unos pasos, colocó sobre su brazo la mano de Sarah.
—¿La asusto?
Ella lo pensó.
—No. Estoy segura de que así debería ser, pero no me asusta usted.
—Entonces ¿cómo la hago sentir?
—No lo sé. —Miró su mano sobre el brazo de él—. Me hace sentir rara. A veces cómoda,
pero otras veces agitada.
—¿Agitada?
Sarah se mordió el borde del labio inferior.
—Nerviosa, pero no de un modo desagradable. Excita-da, quizás, como si estuviera
esperando algo, pero no estoy segura qué. —Levantó la visto y vio la amplia sonrisa de Ja -
mes—. Lo está haciendo otra vez.
—¿haciendo qué otra vez?
—Mirándome de esa forma. Es muy inquietante.
—¿Lo es? —Puso la mano sobre la de Sarah—. ¿Sabe cómo me hace sentir usted?
—No. —Lo miró, con ojos muy abiertos, expectante—. ¿Cómo lo hago sentir?
—Excitado, como si estuviera esperando algo. —Se inclinó acercándose a ella con
mirada insinuante—. ¡Pero yo sí sé lo que estoy esperando!
Ella parpadeó una vez, luego retiró su mano y repentinamente lo golpeó en el
hombro.
—¡Oiga! ¿No sabe usted que no está permitido golpear aun duque?
—Yo soy norteamericana. Golpearé a cuantos duques me plazca.
—Eso le hará ganarse la simpatía de todas las viejas chismosas de Almack's. —James
rió, imaginando la cara de Silence Jersey si Sarah realmente golpeara a Devonshire, Rutland,
o Cumberland—. Tendré que mantenerla estrechamente vigilada cuando conozca a Prinny17.
Nuestro Regente a menudo merece un buen golpe.
—Seguro que sí. ¿Por qué le soportáis?
—Porque será rey y, a diferencia de vosotros los norteamericanos, nosotros los
ingleses aún estamos apegados a nuestra monarquía. Tal vez por temor a que, si Prinny se
va, todos los nobles nos vayamos con él. No estoy seguro de poder adaptarme a ser un
simple señor Runyon.
Sarah se detuvo y James la imitó. La miró con expresión curiosa.
—Sería usted un maravilloso simple señor Runyon.
James la miró fijamente.
—Sarah. —Pestañeó y desvió la mirada hacia la casa—. Sarah, amor mío, espero de
todo corazón que decidas aceptarme.
—¡Sarah, James dice que hoy vamos a ir a caballo hasta Westbrooke!
Sarah dejó a un lado el libro que estaba leyendo y le sonrió a Lizzie. La muchachita
prácticamente bailaba alrededor de la biblioteca. Su excitación parecía un pelín exagerada
para algo tan trivial como una visita a un vecino.
—No puedo imaginar a Robbie supervisando la bandeja del té —dijo Sarah, riendo.
—Bueno, en realidad no lo hará. Es decir, estoy segura de que habrá té y pasteles,
puesto que la señora Mandley, su orna de llaves, hornea unos deliciosos, pero la intención es
que practiques un poco más de equitación y tengas la oportunidad de ver la finca donde
creció tu padre. —Lizzie se dejó caer en una silla junto a la de Sarah—. ¿No es una suerte que
la señora Croft justo haya terminado mi nuevo traje de montar? Voy mucho más a la
moda, ¿no te parece? Parezco mayor y más...sofisticada. —Consiguió imprimir a sus
palabras un tono confiado y ansioso al mismo tiempo.
—Oh, sin duda. Estoy segura de que, eh... James estará muy impresionado.
Lizzie le sacó la lengua y Sarah rió.
—¡Sin embargo no creo que su actual comportamiento, señorita, impresionara a
lady Amanda si ésta estuviera Montada en mi silla! Creo que ella señalaría que las damas no
conducen con semejante entusiasmo. Toman asiento con un pelín más de gracia de la que
usted acaba de mostrar y con toda seguridad no sacan la lengua.
—Pero ella no está sentada en tu silla y tú sabes que cuando quiero sé comportarme. —
Lizzie se puso de pie con elegancia e hizo una reverencia—. Señorita Hamilton, confío en que
no tendrá usted inconveniente en acompañarnos esta tarde a una pequeña excursión hasta la
finca de Lord Westbrooke.
Sarah asintió graciosamente
-No, lady Elizabeth, no tengo inconveniente alguno, es decir, ni vuestra alteza en verdad
ha dado su aprobación al plan.
Lizzie soltó sus faldas y saltando a la pata coja fue hasta la puerta de la biblioteca.
—Por supuesto que lo ha aprobado. Fue idea suya, después de que el Mayor Draysmith
trajo la noticia de que el malvado primo Richard está lo suficientemente lejos, en Londres.
Un poco más tarde partieron rumbo a Westbrooke. El Mayor Draysmith y Lizzie
cabalgaban delante en tanto que James acompañaba a Sarah un poco más atrás. Aunque su
destreza en la equitación había mejorado mucho desde aquella vez que él la había levantado
en brazos para sentarla sobre el lomo de Pimpollo, la joven sólo se sentía capaz de ir al paso.
—Lamento que tenga que cabalgar tan lentamente por mí—dijo ella—. Debe tener
ganas de alcanzar a los demás.
—No, no es así —respondió James con una amplia sonrisa—. Ya cabalgué al galope
esta mañana temprano y en realidad prefiero acompañarla a usted antes que a mi hermana.
Charles cuidará de que Lizzie no se lastime. Él solía hacerse cargo de nuestros reclutas más
jóvenes en la Península.
Sarah miró en dirección a Lizzie y Charles. Apenas se veían a la distancia.
—¿Qué hará el Mayor Draysmith ahora que la guerra ha terminado ?
—No lo sé —dijo James frunciendo el ceño—. No creo que él lo sepa tampoco.
—¿No tiene una propiedad para dirigir?
—No. Es el segundo hijo, el de reserva. Después de regresar de Cambridge anduvo de
juerga por Londres duran tv años, bebiendo, apostando, de pu... —James tosió— de pura
juerga, haciendo cualquier cosa. Cuando me alisté en el ejército se unió a mí de puro
aburrimiento, creo, pero fue lo mejor que pudo haber hecho. Le dio un propósito en la vida.
Fue un excelente oficial.
Sarah se mordió con fuerza el labio inferior. El Mayor Draysmith le era simpático.
— ¿Y su hermano?
—¿Knightsdale? ¿Qué tiene que ver él?
—Quizás necesita un administrador para su propiedad.
James rió.
—Knightsdale ya tiene un excelente administrador, Sarah. No se preocupe por
Charles. Él no necesita, ni quiere, ninguna ayuda, sobre todo de su hermano.
—¿Por qué no quiere la ayuda de su hermano?
Él se encogió de hombros.
—Me imagino que ningún hombre quiere depender de su hermano, pero Knightsdale
y Charles no se llevan bien. No es por resentimiento, de verdad, simplemente no tienen nada
en común. Creo que Charles no debe haber dormido en su casa ni una sola noche desde
que se fue a Eton18. Cuando viene por aquí se queda con Robbie o conmigo.
—¿De verdad? —A Sarah esto le pareció triste. Si ella tuviera la suerte de tener
hermanos trataría de tenerlos cerca - ¿Entonces por qué no forma su propia familia ahora
que
puede echar raíces? ¿No quiere casarse?
—¡No por lo pronto! Sólo tiene treinta, Sarah. Aún le queda mucho tiempo antes de
tener que casarse.
Sarah frunció el ceño mirando hacia delante entre las orejas de Pimpollo.
—Usted es más joven que él, ¿no es verdad?
—Ay, pero yo tengo la carga de pasar mi título a la próxima generación. Una carga
con la que espero fervientemente que usted me ayude. —La miró de un modo insinuante.
Ella dio un golpecito con las riendas a Pimpollo para animarle a moverse más rápido. El
animal se detuvo en seco y se volvió para dirigirle una mirada de reproche.
James rió y acercó a Pitágoras para poder rozar con la pierna la falda de Sarah.
—Si quiere huir de mí, cariño, ha elegido el corcel equivocado. —Se inclinó
apoyando su mano enguantada sobre la de ella que sostenía las riendas—. Realmente espero
que no esté planeando huir. —Empezó a acercarse cada vez más, con los ojos fijos en los
labios de la joven.
—¡James! —La voz de Lizzie se oyó sorprendentemente cerca.
James se irguió rápidamente. Su hermana cabalgaba hacia ellos, con aspecto
perplejo. A su lado, el Mayor Draysmith luchaba estoicamente por no romper a reír
—¿Qué es lo que estás haciendo con Sarah? —preguntó Lizzie.
Un interesante matiz de rojo cubrió el rostro de James. Sarah se inclinó hacia
delante para palmear el cuello de Pimpollo.
—Creo que tu hermano está dándole a la señorita Hamilton algunos consejos extra
sobre equitación —dijo el Mayor Draysmith con expresión seria, aunque los ojos le bailaban
con picardía.
—¡Oh! —Lizzie miró a James y luego a Sarah—. Bueno, daos prisa, por favor. A vuestro
paso nunca llegaremos a Westbrooke.
—Está aquí al otro lado de la colina, Lizzie. Tú y Charles podéis adelantaros. La
señorita Hamilton aún no está completamente acostumbrada a cabalgar.
Sarah no iba a arriesgarse a quedarse nuevamente a solas con James, no cuando
estaba segura de que el Mayor Draysmith sabía exactamente lo que aquél planeaba hacer ni
bien ellos dos hubieran subido la colina.
—Estoy segura de que puedo arreglármelas para ir más rápido. —Tocó el flanco de
Pimpollo con la fusta. Esto vez el caballo lanzó un largo e impetuoso bufido y, compla-
ciente, comenzó a moverse un poco más rápido.
Westbrooke era una enorme casa de piedra gris que parecía haber tenido alguna vez
pretensiones de castillo (sus inmensas puertas de madera se hallaban entre dos torres al
menadas), pero se había desviado de ese objetivo a lo largo de los años. Ahora era un fárrago
de torres, torretas, chimeneas y miradores.
—¿No os perdéis allí dentro? —preguntó Sarah boquiabierta ante la desconcertante
fachada mientras Robbie los saludaba en el ancho camino de piedra por el que se llegaba
hasta la puerta de la casa. El rió.
—No es tan complicado como parece —dijo, volviéndose para hacer un espectáculo
del gesto de besar a Lizzie en la mano. Sarah notó el delicado matiz rosa que tiñó las mejillas
de la joven cuando los labios de Robbie le rozaron la piel—. Entra y podrás verlo por ti
misma.
Robbie los condujo por la gran escalinata abierta.
—Ésta es la parte original de la casa, construida en 1610. Sucesivos condes agregaron
lo que les pareció, sin preocuparse demasiado por conjuntar el nuevo estilo con el antiguo.
Ah, llegamos.
Sarah se encontró frente a un largo pasillo donde col gaban pesados retratos
enmarcados en dorado de los Hamilton que habían pasado por allí durante dos siglos.
—Éste es el primer conde. —Robbie señaló una pintura en tamaño natural de un
hombre de largos rizos de color castaño rojizo que llevaba un amplio cuello de encaje blanco
y bruñida armadura. Sarah se tapó la boca con la mano, sin lograr apagar del todo una risita.
—Muy real —dijo James—. Córtele esos rizos que ondean al viento y tiene a Robbie
listo para el combate. Revolvimos una y mil veces los áticos, ¿no es verdad, Robbie? Pero
jamás encontramos esa armadura.
—Llegamos a la conclusión de que —dijo Robbie, avanzando a lo largo de la fila de
retratos. Cumplidamente le presentó a Sarah a cada uno de sus ancestros. Volvió a detenerse
frente a un gran óleo que colgaba al final del pasillo.
—Éste lo pintó Sir Joshua Reynolds el año antes de que tu padre partiera para
Norteamérica. Mi padre solía decir que les había resultado terriblemente difícil lograr
que David cooperara.
A Sarah le resultó fácil creerlo. El hombre y la mujer mayores, los abuelos, y el otro
joven, el padre de Robbie, estaban juntos formando un grupo. Parecían relajados y felices.
Su padre estaba de pie a un costado, tieso y sin sonreír. Esperaba verlo sacar su reloj de
bolsillo en cualquier momento y urgir al artista a que se diera prisa. Era obvio que creía
tener mejores lugares donde estar.
—Creo que Sir Joshua capturó admirablemente el espíritu de mi padre.
Robbie rió y se volvió hacia la última pintura.
—Mi madre era gran admiradora de Sir Thomas Lawrence y su estilo más
romántico, así que mi padre le encargó que pintara nuestro retrato de familia. Confieso
que comprendí perfectamente lo que sintió tío David.
—¿Qué quieres decir, Robbie? —Lizzie parecía casi indignada—. En esa pintura
pareces un muchachito muy dulce.
—Pues siento desilusionarte, Lizzie, pero no lo era. M i padre me sobornó con un
pony si le daba el gusto a mi madre y me sentaba quietecito. Fue una verdadera tortura,
pero estaba loco por tener ese pony.
—Veo que aún queda sitio en la pared, Robbie —dijo el Mayor Draysmith con una
amplia sonrisa—. ¿Estás planeando colgar pronto tu propio retrato de familia?
Sarah notó un repentino y vivo interés en el rostro de Lizzie.
Robbie alzó las manos como si quisiera defenderse del mal.
—Me has confundido con nuestro amigo el duque aquí presente, Charles. James
puede estar anhelando el casamiento, pero yo deseo seguir siendo un hombre libre por
muchos años más.
Sarah abrió la boca para explicar uno vez más que James y ella no iban a casarse, pero
se detuvo al ver la sombra que se apoderó de la mirada de Lízzie.
James se apoyó sobre la barandilla de la terraza de Alvord y contempló el jardín
bañado por la luz de la luna. La puerta a sus espaldas daba a la calidez y luminosidad de la
biblioteca. Respiró profundamente, saboreando el olor de la tierra y la vegetación. El viento
de principios de primavera jugaba con su cabello mientras él observaba las nubes nocturnas
deslizarse por el cielo.
Adoraba Alvord. Lo llevaba en la sangre y en el corazón. Pero al día siguiente partían
para Londres, con todo su ruido y suciedad. Lo más selecto de la sociedad estaría allí, con sus
miradas agudas y sus lenguas aún más afiladas. Richard estaría allí. Sintió que la nuca se le
ponía tensa e hizo girar la cabeza para relajarse.
No podían quedarse en el campo, sin importar cuánto le gustara a él. Lizzie
necesitaba su temporada. Igual que Sarah. Debía tener la oportunidad de asistir a las fiestas,
de bailar, e incluso de ser cortejada por otros hombres antes de que el la trajera de regreso a
casa para hacerla su duquesa. Antes de que él la llevara a su cama para engendrar sus hijos.
Dios, apenas podía esperar. La tendría desnuda debajo do él otra vez, igual que en el
Green Man, pero esta vez ella no le alejaría de un empujón. Esta vez él terminaría lo que
apenas había alcanzado a empezar en la posada.
Lanzó una última mirada a la luna y al jardín. La silenciosa serenidad del paisaje iba a
tener que durarle. En Londres hasta los jardines eran ruidosos y con demasiada frecuencia la
niebla ocultaba la luna.
Se estiró y luego regresó a la biblioteca, cerrando tras de sí la puerta que daba al
jardín y encaminándose hacia las escaleras que lo llevaban a su cama solitaria.
Capítulo 7

—Está en Londres. —Richard hacía girar un trozo de pergamino metiéndolo en el


fuego de la chimenea. Las llamas prendieron y retorcieron el costoso material hasta
convertirlo en ceniza—. Va a abrir la casa Alvord para el debut social de Lizzie. Qué gentil de
su parte invitarme al baile.
—Eres su primo. —Philip Gadner se ajustó el cinturón de la bata y estiró los pies en
zapatillas acercándolos al fuego. Er a difícil conservar el calor en estos días. Sentía el frío y la
humedad como afiladas dagas clavándose en sus huesos—. La gente hablaría si no te invitara.
Richard gruñó y apuró su copa de brandy.
—La casa Alvord debería ser mía.
—Sí, lo sé. Y será tuya, Richard. Tus planes...
—¡Fallan siempre! Dios Todopoderoso, ese hijo de puta tiene una suerte asombrosa.
Si hubiera justicia debería haberse llevado un balazo en la cabeza en Ciudad Rodrigo o en
Badajoz. Por lo menos debería haber regresado con cicatrices o lisiado, pero el maldito
bastardo regresó a Inglaterra como si nada, sin un solo rasguño.
—Pues sí, eso fue mala suerte. ¿Quién podría haber imaginado que los franceses
fracasarían tan miserablemente?
Philip echó una ojeada a la cama que tenía a sus espaldas.
le encantaría meterse bajo el grueso edredón. Así no tendría frío, al menos por un
rato. Richard pronto estaría demasiado borracho para que le importara. Así era esa época.
Tan sólo ocasionales chispazos de la emoción que habían compartido cuando eran más
jóvenes.
Cerró los ojos para dejar de ver el ceño negro de Richard. Las cosas mejorarían
cuando consiguiera el ducado. Entonces no necesitaría la bebida ni las mujeres. La rabia
que lo infectaba saldría como el pus de un forúnculo abierto con lanceta. Estaría feliz.
Los labios de Philip se crisparon cuando una punzada de ese dolor tan familiar le
recorrió el cuerpo. Había creído a pie juntillas aquella historia cuando tenía diecisiete y
estaba enamorado. A los veinticinco la había creído la mayor partí1 del tiempo. Pero ahora
tenía treinta y se había vuelto frío. ¿Por qué diablos se quedaba? Era un ayuda de cámara
bastante bueno. Podía conseguir otro empleo. Alguien lo contrataría. No un duque, por
supuesto. Quizás ni siquiera un noble. Había estado demasiado tiempo con Richard. Pero
alguien lo contrataría.
No era la promesa de riqueza y lujos lo que hacía qui1 se quedara con Richard. Dios,
cómo desearía que fuera sólo una cuestión de codicia. Pero no, pese a todo el maltrato y el
abandono, Richard aún le importaba. Su amor tenía la tenacidad de la mala hierba.
—Está con la ramera.
Philip suspiró.
—La muchacha no es una prostituta, Richard. Es la prima del conde de Westbrooke.
—Es pelirroja ¿no? Igual que aquella tía del Green Man.
—Como el cadáver de esa tía del Green Man, Richard. —El enojo ensanchaba las
alargadas y finas ventanas de la nariz de Philip—. No puedes dejar cuerpos tirados en el
campo, Richard. Es muy descuidado.
—Estoy seguro de que no hubiera matado a la chica si hubieras estado conmigo,
Philip. —Richard se sirvió más brandy y rodeó la copa con sus manos—. Aunque no sé.
Dios, deberías haberle visto los ojos cuando lo supo, justo en el momento en que supo que
iba a matarla.
De un tirón, Philip cubrió sus rodillas huesudas con la bata.
—No vas a poner las manos alrededor del cuello de esta muchacha.
—¿No? —Richard se reclinó en su silla. El fuego arrancaba destellos rojizos a su
brandy—. No puedo permitir que James tenga un heredero.
—Ella es sólo una invitada, ¿no es así? Sólo la prima de Westbrooke.
—Mi primo no besa a sus invitadas. Sin duda no las besa al aire libre, en su finca,
donde cualquier transeúnte puede verle.
—Tal vez la bala le recordó a James que tiene que vivir el momento.
—Tal vez. —Richard bebió un trago de brandy—. Con James nunca se sabe. Lo mejor
es que vaya a este baile de presentación en sociedad y vea cómo la trata. Si la ignora, yo
también la ignoraré. Pero si no... —Si no, igual la ignorarás.
Richard encorvó los hombros y se hundió aún más en su silla.
Philip sintió una punzada de pánico. —Tienes que dejarla en paz, Richard. No
puedes matar a esta muchacha.
—No actúes como una vieja.
—No estoy haciéndolo. —Philip se esforzó por no gritar. Subía por propia
experiencia que mostrando su enojo sólo lograría inflamar el de Richard. Tragó saliva y
respiró profundamente—. No tomemos ninguna decisión ahora. Ve al baile y fíjate cómo la
trata. Luego idearemos un plan, ¿está bien? Tras un momento de vacilación, Richard
asintió. —Esta bien. —Lanzó un bufido—. No tenía pensado estrangunlar a la chica en la
pista de baile lo sabes.
—Lo sé —dijo Philip con un suspiro. La tormenta había amainado por el momento
—. Ahora me voy a la cama. ¿Vienes?
Richard lo pensó y Philip sintió una repentina oleada de esperanza. Sabía que en
algún lugar debajo de las capas de insatisfacción y enojo que los años habían apilado, debajo
de la obsesión de Richard por James y el ducado, aún parpadeaba la chispa de lo que habían
sentido alguna vez
—No —dijo Richard—. Creo que voy a salir. La noche aún es joven. No me esperes
levantado.
—No lo haré.
Philip vio cerrarse la puerta. Oyó el eco de los pasos de Richard en el pasillo, escaleras
abajo. Luego, un portazo. Pasaría la noche fuera.
Se quitó la bata y desganadamente se metió en la cama que ahora le parecía
demasiado grande. Se estremeció.
Tardó mucho en entrar en calor.

—¿Crees que Richard vendrá esta noche, Sarah?


—Yo creo que sí, Lizzie. Fue invitado. —Sarah agradecía no haber comido mucho en la
cena. Se sentía casi tan mol del estómago como en el Roseanna sacudido por la tormenta.
Miró la extensa escalinata de mármol que llevaba al gran vestíbulo. Wiggins, el mayordomo
de Londres, ya estaba en su puesto acompañado de un pequeño ejército de lacayos. Los in
vitados empezarían a llegar en cualquier momento. ¿Dónde estaban James y lady Gladys
—Richard vendrá. —Robbie estaba esperando con ellas—. No es de los que se
pierden una comida gratis. —Frunció el ceño—. Tened mucho cuidado. Ambas.
Sarah reprimió una risita ligeramente histérica.
—Es un poco extraño oírte a ti hablar de precauciones. —¡Qué injusticia! Yo puedo ser
bastante responsable en algunas ocasiones . ¿No es verdad, James?

Sarah se volvió, aliviada al ver aproximarse a James con lady Gladys del brazo.
Estaba vestido de riguroso blanco y negro con una esmeralda en el centro de la corbata. Su
estatura, el brillo rubio oscuro del cabello y la amplitud de sus hombros atraían las
miradas, pero lo que mantenía la atención fija en él era la fuerza de su rostro, el aire de
seguridad y poder instintivo que emanaba. Estaba segura de que aquella noche ningún otro
hombre estaría tan imponente.
—Está usted espléndido, vuestra alteza. —Sarah se ruborizó—. Al igual que usted,
lady Gladys.
—Cuando una tiene más de setenta años en su haber, «espléndida» no suele ser el
primer calificativo que viene a la mente —dijo lady Gladys—. Pero gracias, querida. Tú tam-
bién estás muy bien, pero estoy segura de que todos los muchachos te lo dirán esta noche.
—Claro que sí —confirmó James, con los ojos iluminados por un inquietante brillo
—. Opacará usted a todas las demás mujeres, a excepción de Lizzie por supuesto. —Le sonrió
a su hermana. Esta hizo una mueca.
—Quisiera llevar un vestido azul celeste, como el de Sarah, en vez de este blanco tan
soso.
—El blanco te sienta de maravilla —dijo Sarah—. ¿No eres Robbie?
Robbie dibujó una amplia sonrisa y levantó una lupa con mango. Lizzie elevó la
barbilla. El rió.
—Oh, claro que sí. Los jovencitos se atropellarán para rogarte que les concedas una
pieza.
Sarah se alegró al ver la sonrisa de Lizzie, que suavizó las Tensas líneas alrededor de sus
ojos. Sin embargo la tensión en el estómago de Sarah no cedía.
-Lady Gladys, vuestra alteza, seguramente sería más apropiado que yo esperara en
el salón de baile.
Como un rayo la mano de Lizzie cogió la muñeca de Sarah.
—No vas a dejarme sola, Sarah. Estoy a punto de desmallarme de los nervios.
—Pero Lizzie, nosotras no somos parientes. Tu hermano y tu tía te acompañarán.
Lo harás maravillosamente.
—Me parece que tú no eres la única que está nerviosa, Lizzie —dijo James—. Calma,
Sarah. Nadie será realmente malintencionado en la línea de recepción, no hay tiempo sufi-
ciente. —Le dirigió una amplia sonrisa a lady Gladys—. Y esta tortura no durará mucho
tiempo. Mi tía se cansa, ¿sabes!1
Lady Gladys gruñó. Las elegantes plumas blancas de su turbante morado se
balancearon enérgicamente cuando negó con la cabeza.
—¡Bobadas! Yo no me canso. Tú te aburres, James. ¡No intentes negarlo!
—Bueno, puede que me aburra un poco —dijo con otra de sus amplias sonrisas.
Frunciendo el ceño, lady Gladys miró a Sarah.
—Tome su lugar en esta línea de recepción, señorita. Aquí, junto a su primo.
Robbie, confío en que protegerás a Sarah de las peores arpías.
Robbie hizo una reverencia.
—Será un placer, lady Gladys.
—Pero lady Gladys —insistió Sarah mientras tomaba su lugar— ¿la gente no se
preguntará qué estoy haciendo aquí?
—Deja que se lo pregunten. Me ahorra la molestia di-encontrar otro cotilleo para
matar el tiempo.
Llamaron a la puerta principal y Wiggins se dispuso a abrirla. Sarah sintió una oleada
de pánico en la garganta:
—¿Pero qué voy a decir?
—Sólo di «Buenas noches» y si alguien trata de con fundirte, míralo por encima del
hombro —aconsejó Lady Gladys—. Y si debes decir algo, di que yo le pedí que estuvieras
aquí. Es verdad, después de todo. Ahora, párale derecha y pon una sonrisa en tus labios.

—Sí, señora —dijo Sarah. Mientras los primeros invitados empezaban a subir las
escaleras le susurró a Robbie—: ¿Dónde está lady Amanda?
Él rió por lo bajo.
—Probablemente «descansando» hasta que hayamos Terminado con la maldita
línea de recepción. Ha tenido años para perfeccionar su número de desaparición. —Se
volvió para saludar a una mujer entrada en años que llevaba bastón y un elaborado
peinado empolvado que evocaba el siglo anterior—. Lady Leighton —dijo, alzando la voz—,
qué alegría verla nuevamente. Permítame presentarle a mi prima norteamericana, la
señorita Sarah Hamilton.
Sarah tomó la mano enguantada de lady Leighton:
—Buenas noches.
—¡Ah! —Lady Leighton escudriñó el rostro de Sarah—Me acuerdo de su padre y de su
abuelo, señorita. Ya era hora de que regresara usted de esas colonias olvidadas de Dios.
Sarah parpadeó.
—Gracias, señora.
—Inglaterra, aquí es donde usted pertenece. —Una fina lluvia de polvo para el
cabello cayó sobre el canesú de lady Leighton cuando balanceó la cabeza— Me alegra que fi-
nalmente se haya dado cuenta de eso.
Sarah la observó cojear hacia el salón de baile antes de tener que dirigir su atención a
la siguiente persona.
Muy pronto la escalinata y el vestíbulo se llenaron de gente. El murmullo de la
conversación se transformó en un bramido. Wiggins se retiró de la puerta principal,
dejándola abierta. La línea ya salía hasta el parque. Fuera, los gritos de los cocheros y el
tintineo de los arneses se entremezclaban con el alboroto general. Sarah sonreía y
murmuraba saludos mientras una constante corriente de perfumadas y enjoyadas damos y
elegantes caballeros fluía delante de ella.
— ¿ Lo está pasando bien, señorita Hamilton?
Sarah pestañeó para enfocar la v i s t a en el rostro que tenía ante sí.

—¡Mayor Draysmith! —Sus labios se estiraron en una sonrisa genuina—Qué


alegría verle.
—¿Me reservará una pieza?
—Por supuesto. Creo que he mejorado lo suficiente como para que no tenga usted
que temer por los dedos de sus pies.
—¡ Ah, vaya, eso sí que es un alivio! —Con una amplia sonrisa, avanzó por la línea.
Finalmente, el caudaloso río se convirtió en un hilo de gente.
—Creo que no hay peligro en abandonar nuestras posiciones. —James cogió la mano
de lady Gladys—. ¿Qué me dices, tía? ¿Ya hemos cumplido nuestra misión aquí?
—Por supuesto. Acompaña a Lizzie al salón y empezad el baile.
—Será un placer. Vamos, Lizzie. No ha sido tan malo, ¿verdad?
Los ojos de Lizzie brillaban y la excitación coloreaba sus mejillas.
—Hay tanta gente...
—Sí y están todos reunidos en el salón de baile esperando por nosotros.
James condujo a Lizzie a través de una amplia puerta doble y unos pocos escalones al
salón de baile. Sarah y Robbie los seguían. Al llegar al umbral ella se detuvo y por un mo -
mento no dejó a Robbie seguir avanzando.
Había visto el salón de baile apenas llegaron a Londres. Aquella vez había oído el eco de
sus propios pasos en el vasto y oscuro espacio y se había estremecido ligeramente. Ahora cientos
de velas parpadeaban desde las inmensas arañas. Había tanta gente reunida allí que apenas
podía ver los tiestos de árboles y los montones de flores de invernadero con los que la
servidumbre había llenado la habitación esa mañana. Los brillantes colores de los vestidos de
las mujeres se mezclaban con los atuendos blancos de las jovencitas y el negro de los trajes de
etiqueta de
los caballeros. Aspiró el olor a cera derretida y perfume.
—Oh.
—Impresionante, ¿no es verdad? James puede ofrecer espléndidas fiestas cuando se
lo propone, aunque supongo que Lady Gladys y Lady Amanda son más responsables que
James de este despliegue. —Robbie avanzó—. Vamos, Sarah. Tenemos que entrar a la pista
apenas James y Lizzie hayan dado inicio al baile. —La miró con una amplia sonrisa—. De
verdad espero que tus habilidades para la danza hayan mejorado desde aquella noche en
Alvord. No me entusiasma la idea de manchar con mi sangre este traje tan elegante. Lo
compré especialmente para la ocasión, sabes.
El mar de gente se abrió para dejar pasar a James y Lizzie hasta el centro de la pista de
baile. A medida que avanzaban entre la multitud, Sarah apretaba con más fuerza el brazo de
Robbie. Las miradas y susurros que acompañaban el paso de la joven la acobardaban. Robbie le
cubrió la mano con la suya.
—No los dejes acobardarte —murmuró—. Lo harás bien. Eres una Hamilton, ¿no?
Sarah sonrió y levantó la barbilla.
—Claro que sí —respondió en un susurro.
—Así me gusta. Ya hablas como una duquesa.
Sarah levantó la vista hacia Robbie, sobresaltada.
—No es verdad.
—Sí, lo es. Lo llevas en la sangre, Sarah. Puedes ser norteamericana, pero no puedes
escapar a tu herencia inglesa.
Ella sacudió la cabeza pero no tuvo tiempo de considerar las palabras de Robbie, pues
la orquesta empezó a tocar.
Sarah se quedó de pie junto a los ventanales, donde el airé era ligeramente más
fresco. Había bailado todas las pie-zas.. Le dolían los pies y sentía la cara encendida. Se
alegraba de poder tomarse un respiro. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que
nadie la miraba y rápidamente se secó el sudor de la frente con los extremos de sus guantes.
James estaba bailando con una menuda muchacha rubia. Sarah frunció el ceño
mientras los miraba bailar un vals. Sin duda él la sostenía más cerca de lo apropiado. ¿Y por
qué la joven sonreía como si compartieran un secreto íntimo? Cambió de posición
intentando calmar su estómago revuelto.
Por primera vez veía a James en su ambiente. Las mujeres revoloteaban a su alrededor
como mariposas nocturnas alrededor de un farol. Y él no las desalentaba. Les sonreía a
todas y cada una.
Era una verdadera imbécil. Por supuesto que él se había sentido atraído hacia ella en
Alvord, le atraía cualquier cosa que llevara faldas. Simplemente había sido la única mujer
disponible para flirtear. No debía olvidar que James era un duque.
—Ah, la señorita Hamilton, ¿verdad?
Sarah se volvió para encontrarse con dos matronas de mediana edad que le sonreían.
Bueno, sus labios estaban curvados en sendas sonrisas. Sus ojos especulaban. Una era baja,
de nariz afilada y ganchuda. La otra, alta y huesuda.
—Hola.
Sarah forzó una sonrisa. Hubiera preferido ignorar a este par de potenciales arpías,
pero la cortesía y la precaución pudieron más.
—No nos recuerda, ¿verdad? —preguntó Nariz Ganchuda.
La joven sacudió la cabeza.
—Lo siento. Debo haberlas conocido en la línea de recepción, pero había tanta gente
que confieso que no recuerdo con claridad los rostros.
—Ya. —Movió nerviosamente hacia arriba la nariz—. Bien, yo soy la duquesa de
Rothingham. —La mujer hizo una pausa y levantó las cejas. Sarah la miró
inexpresivamente—. La madre de lady Charlotte Wickford.
Sarah sonrió cortésmente y vio a la mujer apretar los labios y fruncir el ceño.
Obviamente la duquesa había espera de provocar otro tipo de reacción, pero verdaderamente
la joven no tenía la menor idea de quién era la señorita Wickford. Miró a la acompañante de
la duquesa. A la pobre mujer se le había abierto la boca hasta los pies.
—Ésta es lady Huffington
Las palabras apenas consiguieron traspasar los labios rígidos de la duquesa.
Sarah asintió.
—Hola.
Lady Huffington aún claramente perpleja, cerró la boca. Respondió al saludo de
Sarah tan sólo con un movimiento de cabeza.
Las prominentes ventanas de la nariz de la duquesa se ensancharon.
—Tenemos entendido que es usted una invitada en casa de su alteza, el duque de
Alvord.
—¿ Es usted una amiga especial de la familia ?
Sarah se preguntaba qué le daba a esta mujer el derecho de montar semejante
interrogatorio. Indudablemente ella pensaba que su rango le permitía semejante
descortesía.
—No, en absoluto. Hasta hace poco más de un mes yo ni siquiera sabía de la
existencia del duque.
—¿De veras? —El tono de la duquesa era una mezcla de incredulidad y frialdad.
—Oh, sí. —Sarah intentó abrir grandes los ojos y parecer tonta—. Fui muy afortunada de
que el duque y su familia me recibieran. Verá usted, mi padre era el hermano del conde de
Westbrooke, es decir, el tío del actual conde. Cuando papá insistió en que yo viniera a
Inglaterra, él no sabía que su hermano había muerto. Por supuesto, yo no podía quedarme
a vivir en casa de mi primo soltero. Si el duque y su tía no me hubiesen ofrecido un lugar en
su casa, no sé qué habría hecho. —Sarah hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—. Estoy
feliz de poder ayudar un poco a la familia para corresponder a su generosidad. Como tengo
alguna experiencia con jovencitas, estoy supervisando a la hermana de su alteza durante su
presentación en sociedad.
—Ah. —Los labios de la duquesa se arrugaron en las comisuras—. Entonces usted es la
dama de compañía de nuestra querida Lizzie. Qué bien. —Se volvió hacia lady Huffington,
ignorando a Sarah como si ésta se hubiera vuelto invisible de repente. La joven sonrió
ligeramente. Por algún motivo, la duquesa la había visto como una amenaza. Pero la
servidumbre no era una amenaza y en su calidad de dama de compañía, Sarah era tan sólo
servidumbre demasiado bien vestida.
Entonces la música se detuvo. James apareció acompañado por su pareja de baile. La
muchacha apenas le llegaba al hombro a Sarah. Tenía facciones delicadas y un porte distante
y sereno. Parecía una costosa muñeca de porcelana.
—Sarah, veo que ya ha conocido a la duquesa y a lady Huffington. Le presento a la hija
de la duquesa, lady Charlotte. Charlotte, la señorita Sarah Hamilton, de Filadelfia.
Sarah sonrió. Las comisuras de los labios de lady Charlotte se movieron
nerviosamente hacia arriba como si sufriera de momentánea indigestión.
—Un placer —dijo lady Charlotte y lanzó un bostezo, cubriendo su diminuta boca
con su también diminuta mano. Sus ojos nunca pasaron del canesú de Sarah. La duquesa
podría haber tomado lecciones de altivez con su hija.
La orquesta empezó a tocar los primeros compases do un vals.
—¿Me concede esta pieza, señorita Hamilton?
En esa pequeña parcela del salón de baile, la temperatura cayó en picado. Sarah
dejó que James la guiara hasta la pista.
—¿ Me equivoco o la actitud de las damas de repente se tornó un tanto fría?
—Glacial. —Trató de reprimir un estremecimiento al sentir sobre su cintura la mano
de él. Ella era sólo una compañera de baile más, se recordó—. Creo que podría usted haber
cometido un error táctico, vuestra alteza —d ij o mientras él la

—James, Sarah. Si me lo susurras al oído, nadie se enterará de tu audacia.


James le susurró a ella al oído. La respiración de la joven se tornó un tanto irregular.
—Basta.
—Dices esa palabra con demasiada frecuencia, cariño. No dejes que se convierta en una
costumbre, porque, sin duda, no es ésa la palabra que desearé oír cuando consiga tenerte otra
vez en mi cama. Practica decir «sí» u «oh, sí» o simplemente «oh». Con la entonación
adecuada, por supuesto. Cortito y jadeante, quizás, o largo y arrastrado como un gemido.
—¡James!
—Lo ves, sabía que podía hacerte decir mi nombre. —James rió por lo bajo en su oído—.
Pero ¿por qué crees que he cometido un error táctico ? Pensé que había logrado una retirada
impecable.
—Yo acababa de persuadir a la duquesa y a su amiga de que era un cero a la
izquierda, que no merecía en absoluto la atención de ellas y viene usted y me pone otra vez
en la mira invitándome a bailar.
—¡Oh! —James miró una vez más a las mujeres—. Están mirándonos fijamente —
informó—, y no se las ve particularmente felices. —Dibujó una amplia sonrisa—. Por su-
puesto, nunca se las ve particularmente felices.
El que James hubiera englobado a la muñeca de porcelana con las mujeres mayores le
provocó a Sarah un arranque de placer. Sofocó también este sentimiento, diciéndose que
probablemente él la criticaría también a ella cuando bailara con la próxima belleza
londinense.
—¿Y usted? —preguntó él—. ¿Está disfrutando la fiesta? Parece no haber parado de
bailar.
—El Mayor Draysmith y Robbie han sido muy buenos procurándome
permanentemente compañeros de baile.
—Dudo que les haya costado demasiado. Bastantes hombres me han preguntado
quién era usted.
—¿De veras? —Sarah contuvo el aliento mientras James la hacía girar de un modo
particularmente estimulante.
—De veras.
Bailaron en silencio un momento. Sarah empezaba a sentir esa familiar languidez
que la invadía cada vez que estaba demasiado cerca de James. Buscó desesperadamente algo
que distrajera su atención.
—¿ Richard ya llegó ?
—No creo. —James recorrió con la vista la multitud. Su mirada se detuvo en la
entrada. Sarah lo sintió ponerse tenso y apretarla más contra sí—. Ahí está.
—¿Está mirándonos?
James asintió.
—¿No siente su mirada malévola? —Apretó los labios—. Dios, cómo desearía que
me dejara en paz.
—Ignórelo. —Detestaba ver en el rostro de él esa mirada sombría.
—Ojalá pudiera. -—James la miró—. No quiero que le suceda nada a usted, Sarah.
—A mí no va a sucederme nada. Deje de preocuparse.
—No puedo. —La última nota del vals se apagó. James la mantuvo contra sí un
momento más—. Tenga cuidado, cielo. No deje que Richard la aborde estando sola.
—No lo permitiré.
—Asegúrese de que así sea. —La condujo hasta donde estaban de pie su tía y lady
Amanda.
—Visteis a Richard, ¿verdad? —dijo lady Amando. Saludó con la cabeza a una
jovencita de pie cerca de ellos—. No queremos que crea que tú y Sarah andáis juntos todo o
I tiempo. Ve y saca a bailar a la muchachita Warrington.
James lanzó una mirada a la muchacha.
—-¿ La muchachita Warrington ya terminó la escuela ?
—Es su tercera temporada, James.
—Bien. —Se encaminó hacia la muchacha.
Apenas James se alejó, un hombre que estaba quedándose calvo y tenía una abultada barriga
se acercó al grupo.
—Lady Gladys y lady Amanda, qué placer volver a veros. —Hizo una reverencia
emitiendo un notable crujido.
—Ah, Symington, es usted. —El tono de lady Gladys no manifestaba el más leve
entusiasmo. Sarah no podía culparla. El hombre parecía tan interesante como unas sobras
de carne— .¿Ha estado usted bien?
—Tanto como puede esperarse después de un invierno tan húmedo. Y una primavera
también húmeda y fría. —El señor Symington se estremeció—. Un clima horrible. Pero al
menos ahora no está molestándome la gota. —Tosió para aclararse la garganta—. ¿ Se han
enterado de la muerte de mi Lucinda?
—Sí, nos hemos enterado, ¿verdad Amanda? Sentimos mucho su pérdida.
El señor Symington asintió con aire lúgubre.
—Lucinda fue una buena esposa. —Lanzó un largo suspiro para atestiguar su
pérdida—. Y su cena de hígado con cebollas... Pero ya ha pasado un año —un hombre
empieza a sentirse solo. Se me ocurrió darme una vuelta por la ciudad para contemplar a
las bellezas de este año... Miró significativamente a Sarah—. ¿Me recomendaría usted como
compañero ante esta joven dama, lady Gladys?
Lady Gladys frunció el ceño como si estuviera considerando negarse
—Sarah, este es el señor Symington —dijo finalmente—. Señor, la señorita
Hamilton es la prima norteamericana del conde de Westbrooke.
—De Norteamérica, ¿eh? —Las tupidas cejas del señor Symington se movieron hacia
arriba como si pudieran llenar el espacio que el cabello había dejado vacío—. Ese lugar está
lleno de salvajes, ¿no es cierto?
—No —comenzó a decir Sarah, pero el señor Symington le interrumpió.
—¿ Le gustaría bailar una pieza?
Sin darle tiempo a responder, la cogió del brazo. La joven miró a las señoras mientras lo
seguía hacia la pista de baile. Lady Gladys esbozó una sonrisa, encogiéndose se hombros.
Sarah y el señor Symington se ubicaron entre el conjunto de bailarines.
—Dígame, usted sabe bailar, ¿no es verdad? —preguntó, con repentino aspecto
alarmado. Las parejas que los rodeaban a ambos lados les clavaron la vista y una de las mu-
jeres soltó una risita.
—Sí, sé bailar. —Sarah se propuso dar unos cuantos pasos en falso con destino a los
dedos del señor Symington.
Comenzó la música. Los botones del señor Symington parecían a punto de salir
disparados del chaleco. A medida que la pieza avanzaba se hizo evidente que el caballero
también había consumido ajo en abundancia durante su última comida, el olor se intensificaba
a medida que las gotas de transpiración se agolpaban sobre su calva y rodaban por la nariz
bulbosa.
Su dificultosa respiración soplaba sobre el escote de Sarah. Era una sensación
sumamente desagradable. Al menos no le quedaba aire para hablar.
Al terminar de hacer las figuras del baile de cuadrillas, el señor Symington parecía al
borde del colapso. Sarah no deseaba pasar más tiempo con él, pero tampoco quería verle mo-
rir en el salón de baile de James.
—¿Desea un vaso de limonada?
—Ah, ah, gra... ah, ...cias —Jadeó el señor Symington—. Sólo... joh!
De repente su respiración se aceleró aún más y el aire parecía no llegar a sus
pulmones. Sus ojos se fijaron en un punto sobre el hombro derecho de Sarah. La joven se
estiró para cogerle del brazo pensando que iba a desmayarse.
—Ah, la encantadora señorita Hamilton. —La voz di-Richard era inconfundible—. Y
«Simple» Symington.
Sarah se volvió para mirar de frente al primo de James.
Volvió a mirar al señor Symington. Otro hombre le hubiera recriminado a Richard su
flagrante descortesía, pero el señor Symington se limitó a juguetear con la leontina de su
reloj.
—Señor Runyon, eh... un placer, eh... le aseguro. Eh... por supuesto ya conoce a la
señorita Hamilton. Ella es, eh... una invitada en casa de su primo.
—Lo sé.
El señor Symington pasaba un dedo por su corbata. Sarah se daba perfecta cuenta de
que el hombre deseaba con desesperación estar en cualquier otro lugar.
—íbamos a beber un poco de limonada —dijo ella.
—Excelente idea. Esfúmese entonces rumbo a la sala de refrigerio de James, Symington.
Yo retendré aquí a la señorita Hamilton. No hace falta arrastrarla hasta allá, ¿verdad?
—No, en absoluto. —La cabeza del señor Symington se balanceaba como un corcho
en un río crecido—. Es una idea estupenda, seguro. Ahora mismo voy, entonces. —Se marchó
sin volver la vista atrás.
El señor Symington, notó Sarah, no aspiraba en absoluto a comportarse como un
caballero.
La orquesta eligió ese momento para empezar otro vals.
—Mi pieza, señorita Hamilton.
Sarah se puso tensa. Una vez más iba a bailar sin ganas, pero esta vez sintió una
oleada de miedo en vez de una de aburrimiento. Tenía que ir con Richard, no podía montar
un número, pero no se lo pondría tan fácil. Empezó a caminar más lento, forzándole a
detenerse.
—Bueno, tengo que reconocerle algo al viejo James. Parece que ha encontrado una
potranca con agallas —dijo Richard mientras de un tirón la aprisionaba entre sus brazos.
—¿Perdón? —Sarah trató de dar un paso hacia atrás, pero las manos de Richard eran
de acero. Sus senos rozaron el pecho do él. Sabía que la sostenía demasiado cerca. Alrededor
ya se había hecho un silencio. Eran el blanco de más de una mirada furtiva.
—No se haga la tonta conmigo —siseó Richard—. Sé que James la desea.
—Señor Runyon, no es que sea asunto suyo, pero le aseguro que el duque y yo somos
sólo conocidos. Yo necesitaba un lugar donde vivieran mujeres para quedarme y él gen-
tilmente me ofreció su hospitalidad. A cambio, yo estoy ayudando un poco con el debut de
su hermana. No veo por que puede interesarle eso a usted.
—La vi bailando con él.
—He bailado con muchos hombres esta noche. —Sarah se esforzaba por mantener
la firmeza de su voz mientras la invadía una mezcla de enojo y miedo.
—Usted no entiende, señorita Hamilton. Yo vi a James. Conozco a mi primo.
Quiere meterse bajo sus faldas.
—¡Señor Runyon!
Sarah lo hubiera dejado plantado en la pista en ese instante, con o sin escándalo, pero
no podía. Le resultaba imposible desligarse de su abrazo.
—Sólo recuerde —dijo él, en voz baja y amenazante— , el que usted conserve su buena
salud depende de la soltería de James.
—Señor Runyon —jadeó Sarah, rogando que la soltara pronto—, no tengo
intención de casarme con su primo.
—Espero que no. James no puede tener un hijo con usted.
Con el ceño fruncido la arrastró en silencio pasando junto a la orquesta. Sarah tenía
la esperanza de que eso fuera todo cuanto tenía para decir. Pero no era tan afortunad;).
—Aun si vuestro matrimonio no fuera sumamente in-conveniente para mí y muy
peligroso para usted —Richard le mostró los dientes en lo que ella supuso pretendía ser una
son risa—, detestaría que su corazón norteamericano se rompiera
Sarah sintió la amenaza de una risita histérica que pugnaba por escapar de su
garganta. ¿A Richard le importaba su corazón? Si se rompía, estaría impaciente por
contar los pedazos.
—No dude de mí, señorita Hamilton. Si es usted lo suficientemente tonta como para casarse
con mi primo, su corazón se romperá. —La hizo girar con una sacudida tan brusca que ella
tuvo que agarrarse de su hombro para no trastabillar—. Usted no conoce nuestras
costumbres, así que la ilustraré. —Estoy muy segura de que no es necesario. —Yo estoy muy
seguro de que sí lo es, señorita Hamilton. Si hubiera usted crecido entre nosotros, sabría
todo esto sin que nadie le dijera una palabra. Conocería la reputación de James.
—¿Su reputación?
—Oh, no es tan terrible... para un duque. Nosotros los simples mortales... —Richard se
encogió de hombros—. Bueno, la sociedad es... digamos, menos comprensiva. —Creo que ya
ha dicho usted bastante. Richard rió.
—Yo no lo creo. Usted sabe que Richard pertenece a la Flor y nata», señorita
Hamilton, pero ¿se da cuenta de que los matrimonios de la «flor y nata» son simplemente
negocios? hombre proporciona su nombre y fortuna; la mujer produce un heredero. El
amor, o para darle un nombre más genuino, la satisfacción sexual, no tiene lugar.
—¡Señor Runyon, por favor! Estoy segura de que usted no debería estar diciendo semejantes
cosas. Richard ignoró las palabras de Sarah. —Vosotras las mujeres tenéis que esperar hasta
haber obsequiado a vuestro marido con su pasaje chillón a la nueva generación. Nosotros los
hombres no tenemos que esperar. Podemos dormir donde queramos, cuando queramos.
Por eso, en su noche de bodas, el conde de Northhaven se acostó con su esposa a las diez,
con su amante a las once y con la esposa de lord Avery a la medianoche. Y luego se fue al
exclusivo burdel de Madame Bernard. —¡Eso os repugnante! No lo creo. —Créame, señorita
Hamillon. Es algo tan común que rara vez se comenta. Mantenga abiertos los ojos y los
oídos alerta en cualquier reunión de la «flor y nata» y pronto se dará cuenta de que le
digo la verdad. De modo que, si está esperando encontrar amor en el matrimonio con
James, resultará tristemente desilusionada ¿Y satisfacción? Quizás sí la encuentre, si es
más valiente que la mayoría de las vírgenes.
Sarah sacudió la cabeza y tironeó para retroceder. Nuevamente el abrazo de Richard
se volvió más apretado. No había forma de escapar de él.
—¿ Sabe cuál es el apodo de mi primo, señorita Hamilton ?
—No, ni quiero saberlo. —Lo único que Sarah quería era que terminara la pieza.
—Si no se lo digo yo, otro lo hará. A la gente le encanta el cotilleo y las proezas
sexuales de un duque son interesantes.
Sarah lo miró a los ojos.
—Señor Runyon, debo pedirle que pare inmediatamente con esto. Su conversación
es sumamente inapropiada.
Podría haberse ahorrado las palabras.
—A James le llaman «Monje», querida. En broma, por supuesto. James no es
precisamente candidato a las órdenes religiosas.
—Creo que esta pieza me corresponde, señorita Hamilton.
Sarah miró al Mayor Draysmith. Él frunció el ceño.
—La noto un poco pálida. ¿Preferiría descansar un rato? Sería un placer hacerle
compañía en la sala de refrigerio.
—Sí, por favor.
Salir del salón de baile le resultaba una perspectiva muy agradable. Aunque hacía
esfuerzos por mantener la compostura, estaba segura de que todos los colillas del salón
habían notado su baile con Richard y ahora eslabón observando su reacción.

La habitación que James había reservado para comer era mucho más fresca. La
única pareja que había allí se fue cuando Sarah y el Mayor entraron. Ella se hundió con
gratitud en una silla mientras el Mayor iba a buscar las bebidas.
Las palabras de Richard no deberían haberla sorprendido. Simplemente acababa de
confirmar lo que su padre y las hermanas Abington siempre le habían dicho acerca de la «flor
y nata» británica. Sin duda James le había mostrado sus perfeccionados poderes de
seducción.
Pero estaba sorprendida. Escandalizada. Era una idiota.
Observó al Mayor Draysmith atravesar la habitación. Era un hombre guapo. Su porte
militar acentuaba la amplitud de sus hombros y sus ojos azul claro bordeados por oscuras
pestañas eran impactantes. Ella debería haber sentido mariposas en el estómago. Cuando él
le alcanzó la limonada y sus dedos enguantados rozaron los de ella lo único que sintió fue la
placentera expectación de una bebida fresca.
Sin duda era una idiota.
—Disculpe, señorita Hamilton, pero no pude evitar verla con Runyon. ¿Ese canalla
dijo algo para alterarla?
Ella se encogió ligeramente de hombros.
—Mi escaso conocimiento del señor Runyon me ha llevado a esperar que sea
desagradable. Sí, mencionó cierto apodo que le habían puesto a su alteza, como si fuera
significativo.
—¿Sí? —Por un momento Charles pareció desconcertado—. Oh, usted se refiere a
«Monje». Runyon le endosó ese apodo a James cuando estaban en la universidad. Ya nadie lo
llama así, al menos no en su propia cara.
—Ya veo.
Sarah colocó cuidadosamente su limonada sobre la mesa. De repente le resultaba
imposible tragar siquiera un sorbo.
—Discúlpeme, señorita Hamilton, pero no debería deja que tan poca cosa le haga
enfadarse.
—No, por supuesto que no. Y por favor llámame Sarah.
Miraba fijamente su vaso. Ella era culpable de su propia infelicidad. Había permitido
que las semanas en Alvord la indujeran a ver a James como un norteamericano con acento
diferente. Estúpida. Después de todo lo había conocido en la cama. Desnudo. Obviamente
no era tímido a la hora de quitares la ropa delante de extraños.
¿Cuántas de las mujeres que estaban en el salón de baile esa noche habían acogido al
duque de Alvord en sus camas ?
—Entonces usted debe llamarme Charles. Y no debería dejar que Runyon la haga
enfadar —estaba diciendo Charles—. Él es una alimaña de la que la «flor y nata» desgraciada-
mente ha elegido no librarse. Cuando usted se case con James, Runyon será expulsado, como
corresponde. Hasta entonces, evite a ese hombre. Es lo que yo hago.
—Tengo la intención de evitarlo. —Suspiró—. Y por favor, no crea que me voy a casar
con su alteza.
El rostro de Charles adquirió una interesante expresión de perplejidad.
—Ya veo.
Sarah rió.
—No tiene la intención de discutir conmigo, ¿verdad?
Charles sonrió abiertamente
—No, señora. Nosotros los soldados aprendemos pronto qué batallas no merecen
nuestra sangre.
Sarah trató de beber un sorbo de limonada. Ahora pudo tragar un poco.
—Dígame, Charles, ¿por qué los ingleses insisten con este ridículo sistema de
primogenitura? Pone a hermano contra hermano, a primo contra primo. ¿No es verdad?
—¡Vamos, Sarah, no nos juzgue a todos nosotros por la conducta de Runyon! Yo soy el
segundo hijo y no envidio a mi hermano. No envidio en absoluto su título. Siento pena por él.
—¿Pena? ¿Por qué?
—Porque su vida no es suyo. —Charles se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la
mesa. Él es el marqués de Knightsdale. Ése es su título, pero bien podría ser su nombre.
Nunca ha sido simplemente Paul Draysmith. Nació como el conde de Northfield y se
convirtió en Knightsdale cuando aún estaba en Eton. Afortunadamente él parece contento
con su suerte. Lleva la tierra en la sangre. Pero nunca ha tenido elección. ¿Entiende?
—Sí. —Sarah lo entendía perfectamente. James también llevaba la tierra en la
sangre. Y él tampoco había podido elegir. Tenía que cuidar Alvord. Tenía que contraer
matrimonio, aun si eso significaba casarse con una norteamericana pelirroja. Pero eso no
implicaba que tenía que limitarse a compartir la cama sólo con su esposa.
—Creo que yo llevo una vida mejor —decía Charles—. Tengo la libertad de seguir mi
propio camino. Me alisté en el ejército. Si quisiera, podría irme a América mañana, como
hizo su padre. No, sinceramente espero que mi hermano tenga una larga vida y muchos
hijos varones. No deseo en absoluto estar jamás en sus zapatos.
Charles terminó su limonada y contempló el vaso.
—Qué tontería de mi parte traer esto. Lo que necesitamos es champaña. ¿Qué dice?
—Digo que nunca he bebido champaña.
Charles rió.
—Entonces es mejor dejar que sea James quien se la presente. No le haría mucha
gracia que su prometida se achispara por mi culpa.
—Yo no soy su prometida.
—Está bien. —Charles se reclinó en la silla—. Aunque realmente debería
considerarlo. Usted obtendría una buena posición y al mismo tiempo le haría un favor a
James. Él necesita casarse pronto a causa de Richard. Esa noche en el Green Man James estaba
a punto de pedirle matrimonio a Charlotte Wickford. Sin duda merece algo mejor que esa
condena a cadena perpetua.
—¡ Oh! —Ahora Sarah entendía por qué la duquesa de Rothingham se había acercado a
hablarle.
—Ah, estabais aquí.
El corazón le dio un vuelco al oír la voz de James. Levantó la vista y sonrió sin poder
evitarlo.
—Estaba simplemente dando a Sarah un descanso del salón de baile. ¿Sabías que
nunca ha bebido champaña?
James levantó una ceja.
—¿Y tú has estado dándole a probar un poco?
—No. Eso te lo dejo a ti.
James asintió.
—¿Quisiera probar un poco de champaña, Sarah?
—Sí, gracias.
Ella se miró las manos mientras James iba a buscar las bebidas.
—¿Se siente bien? —preguntó Charles—. Está pálida otra vez.
—No, estoy bien. —«Tan bien», pensó, «como puede estarlo una mujer que de
repente se da cuenta de que podría estar enamorada de un libertino». James regresó y le
ofreció una copa. Ella bebió un pequeño sorbo. Las burbujas le hicieron cosquillas en la
nariz.
—¿Necesitaba un descanso del baile, Sarah? —preguntó James—. No me diga que le
duelen los pies.
—En realidad sí. Es agradable sentarse por un rato.
Sarah bebió otro sorbo y miró a James por el rabillo del ojo. Su cabello rubio oscuro
resplandecía a la luz de las velas y el ángulo nítido y fuerte de su mandíbula se destacaba
contra el blanco níveo de su corbata. Era muy guapo. Pecaminosamente guapo. Era natural
que las mujeres lo desearan. Ella lo deseaba. Bebió un trago más grande de champaña. Las
burbujas cosquillearon en la garganta y en la nariz.
—Creo que Runyon ha estado causando problemas —dijo Charles.

—¿De veras? —James miró fijamente a Sarah. Ella bajó la cabeza y otra vez acercó a
sus labios la copa—. ¿Qué hizo él, Sarah?
—En realidad nada. Creo que estaba tratando de asustarme. Le dije que usted y yo
éramos sólo conocidos, pero no me creyó. —Bebió otro sorbo de champaña.
Charles resopló.
—Naturalmente que no le creyó, con ese vals vosotros dos estuvisteis a punto de
prenderle fuego al salón de baile.
—¡Maldición! —James parecía a un tiempo enojado y frustrado.
«¿Habrá besado a Charlotte Wickford?», se preguntaba Sarah. Debía de haberlo hecho
si había estado considerando comprometerse con ella. Bebió un trago más grande de champa-
ña. Sin duda las burbujas provocaban una sensación agradable.
—No puedo decir que me guste verle cerca de Sarah —dijo Charles.
—¿Que a ti no te gusta? —La voz de James se elevó. La bajó inmediatamente—. Dios,
yo detesto verle cerca de ella, pero no puedo hacerle expulsar de Londres, por mucho que
me gustaría. Al menos ahora ya se ha marchado. Le vi salir un instante antes de entrar aquí.
Sarah dejó que las palabras de los hombres resbalaran sobre ella mientras
contemplaba las burbujas de champaña ascender desde el fondo de la copa. Se la llevó a
los labios nuevamente.
—Creo que probablemente ya es suficiente, cielo —dijo James, quitándosela de las
manos—. ¿ Bailamos ?
Sarah sentía su cabeza flotar encima de los hombros. Le sonrió a Charles.
—Si nos disculpa usted.
—Señora, James era mi comandante. Por supuesto que os disculpo.
—Sabia decisión, Charles. Muy sabia. —Tomando a Sarah por el brazo, la ayudó a ponerse de
pie. Ella se tambaleó ligeramente y debió apoyarse en él—. No más champaña.
—¿Por qué no?
—Porque está usted achispada, cielo.
Cuando entraron al salón de baile, la orquesta estaba tocando los primeros
compases de otro vals. Sarah sonrió. El vals era su baile favorito, especialmente si iba a
bailarlo con James. Él la tomó entre sus brazos y la joven cerró los ojos, saboreando la
música. Se sentía bailar con ligereza y gracia rodeada por la fuerza de James. No había otro
lugar del mundo donde prefiriera estar. Decidió que las palabras de Richard no tenían
importancia.
—¿Estoy haciéndola dormir, Sarah?
—No.—Levantó la vista hacia James, todavía hechizada por su proximidad. El mostró
una sonrisa de medio lado.
—Siga mirándome así, amor mío, y la alta sociedad británica nunca se recobrará del
escándalo que puedo sentirme obligado a protagonizar.
Un ardiente rubor incendió cada centímetro del cuerpo de Sarah. Empezó a palpitarle
un lugar que no osaría confesar y de repente sintió las rodillas débiles. Temía fundirse con
él en cualquier momento.
—James—dijo con un hilo de voz.
Él rió.
—Probablemente con sólo bailar ya estamos escandalizando lo suficiente a la
sociedad. Sugiero alguna distracción mental. Quizás debería usted recitar la Declaración de
la Independencia.
Sarah tenía la mente en blanco. Todo cuanto podía hacer era mirar fijamente los
labios de James. Sabía que eso era algo muy indecoroso y hasta estúpido, pero había perdido
por completo el control de sus músculos.
—No creo que pueda.
—Mmm. Bueno, debo admitir que me complace sobremanera el haber logrado
reducirlo a ese estado de inconsciencia, cielo, pero de verdad se hace necesario cambiar de
tema. Mis pantalones ya se están expresando demasiado bien por sí solos.
—¿Cómo dice?
—No importa. ¿ Qué fue exactamente lo que le dijo mi desagradable primo mientras
bailabais?
Sarah trastabilló. James la ayudó a mantener el equilibrio, atrayéndola contra sí un
tanto más cerca de lo que permitía el decoro. Los senos de la joven le rozaron el pecho. La
sensación que despertó ese contacto la recorrió de la cabeza a los pies.
—Nada —dijo en un susurro—. Nada en absoluto.

—Creo que ya es más que suficiente. —Robbie rescató la copa de champaña de entre
los dedos de Sarah.
—Tú deberías ser quien hable. —Sarah tenía que concentrarse para lograr que cada
palabra atravesara sus labios, los cuales se negaban a cooperar. Sabía que no estaba del todo co-
nectada con la realidad. Era una sensación que le gustaba. Miraba a James bailando con una
morena alta y de generosos pechos.
—Exactamente. Un exceso de fogosidad te llevó al aprieto en el que estás.
—El exceso fue tuyo, no mío. —Sarah hubiera continuado la discusión, pero no podía
concentrarse en el tema lo suficiente como para ordenar sus difusas ideas. Vio a la morena
sonreírle a James. «¿Habría visitado ya la cama de esa mujer?».
—¿James sabe que has estado «catando» su champaña con tal libertad?
Sarah se encogió de hombros.
—A él no le importa.
—Oh, pues yo creo que sí le importa y mucho. Vamos, ésta es la última pieza. Tengo la
esperanza de que si logro hacer que te muevas por la pista, recuperarás algo de sobriedad.
—No estoy borracha.
Robbie sonrió.
—No demasiado, tal vez. Pero apuesto a que por la mañana tendrás dolor de cabeza.
—¿Vas a bailar conmigo o a sermonearme?
—A bailar, creo. Vamos.
Sarah lo pisó dos veces. En uno de los giros, perdió el equilibrio, pero Robbie la
mantuvo erguida. Cuando se extinguía la música, se la entregó a James. Éste ya había
depositado a la morena junto a su carabina.
—¿Quieres que deje a Sarah recostada en algún rincón?
James la observó con atención. Ella lo miró echando chispas por los ojos.
—¿Demasiado champaña?
—No—respondió ella.
—Sí—dijo Robbie.
—Venga. —James la cogió del brazo—. Es hora de dar las buenas noches a nuestros
invitados. Si se queda quieta y no habla demasiado nadie lo notará.
Robbie fue el último en marcharse. Cuando la puerta se cerró tras él, Lizzie dio un
salto y abrazó a James.
—¡Ha sido maravilloso! —Empezó a girar a través del vestíbulo, el vestido
arremolinándose alrededor como ligeras olas—. ¡Bailé toda noche! Estoy tan excitada que no
voy a poder dormir.
—Entonces supongo que tendremos que despedir a todos los jovencitos que vengan
de visita por la mañana —dijo lady Amanda mientras comenzaba a subir las escaleras—. Les
diremos que estás indispuesta.
Lizzie se detuvo en mitad de un giro.
—¡Oh, no! ¡No hagas eso!
Lady Gladys rió por lo bajo.
—Entonces a dormir, si no quieres parecer una bruja ante todos tus admiradores. —
Tomó del brazo a Lizz.ie, pero al llegar al primer peldaño se detuvo y lanzó una mirada por
encima del hombro-. ¿Vienes Sarah?
James cogió la mano de la joven.
—Me temo que voy a retener a Sarah por unos pocos minutos más. Tenemos algunas
cosas que discutir.
Lady Gladys puso los ojos en blanco.
—A mí no me engañas, muchacho. Alguna vez fui joven, aunque os cueste creerlo.
Simplemente, no os enfrasquéis demasiado en vuestra «discusión». Estoy plenamente de
acuerdo con vuestra temprana boda, pero no quiero ver a los invitados contando los meses
entre el casamiento y el nacimiento de vuestro heredero.
James rió entre dientes.
—¡Tía! Por favor, un poco más de discreción. Has puesto como tomates a las pobres
Lizzie y Sarah.
Lizzie guiñó un ojo a Sarah mientras ayudaba a lady Gladys a subir las escaleras.
Sarah se quedó mirándolas hasta que sintió que James le tiraba de la mano. Lo acompañó a
su estudio. Sabía que no era una buena idea, pero ya no era su cerebro el que dirigía sus
actos. Ahora la guiaba algo diferente, una necesidad que no comprendía. Su buen juicio era
tan sólo espectador.
James cerró suavemente la puerta tras ellos. La conciencia de tenerle a su lado, de
ese cuerpo con sus formas y ángulos, sus músculos y fuerza, fue como un golpe seco para
Sarah. Sus ojos recorrieron la línea de la mandíbula contra la suave blancura de la corbata,
deteniéndose en la definida curva de los labios. Deseaba tocar esos labios, sentirlos sobre su
piel. Estaba sin aliento, expectante.
Él la condujo hasta su sillón. El cuarto estaba oscuro, iluminado sólo por el fuego
cubierto de cenizas. Se sentó y tirando suavemente de ella la atrajo hasta su regazo. La joven
se hundió en la fuerza de esos muslos, en la pared del pecho, en el calor de los brazos.
-Mmm, que bien sabes. —Las palabras de James retumbaron cuando sus labios de
terciopelo pasaron rozándole el lóbulo de la oreja, para continuar deslizándose por la línea
de la mandíbula hasta encontrarse con el latido que parecía aletear en la base de la garganta.
—Esta noche, cada vez que te veía bailando con otro, pensaba que enloquecería. Cuando te
hallé en la sala de refrigerio con Charles sentí la furia de la batalla, y eso que él es uno de mis
mejores amigos.
Con la lengua, James le dio un leve golpecito en la unión de los labios. Sorprendida,
ella tomó aire y él aprovechó para entrar en su boca, llenándola. Sarah estaba sobrecogida
por la intimidad de la acción, petrificada por la áspera dulzura de la lengua, el olor picante de
la piel, el poder latente del cuerpo masculino. Dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el
hombro de él. Sentía palpitar entre las piernas un calor húmedo y misterioso. Gimió al
sentir la mano de James rodeándole un pecho. También esa parte de su cuerpo anhelaba el
contacto. Se movió sobre el regazo, tratando de acercarse más a James. Éste le frotó
ligeramente el pezón con el pulgar.
Fue un levísimo toque, pero el sobresalto que provocó atravesó como un rayo el
cuerpo de la joven, despejando su mente de los vapores del champaña. Tensa de repente, se
resistió dándole un empujón contra el pecho. Los brazos de James aflojaron
inmediatamente la presión y ella se sentó erguida, jadeando y estremeciéndose.
Había tenido en su boca la lengua de James, cuyas manos se habían posado sobre
partes de su cuerpo que ella misma apenas si tocaba. Y esas palpitaciones ahí abajo... Sarah
sacudió la cabeza pero sin conseguir ahuyentar ni esos pensamientos ni las sensaciones que
provocaban. Dios del cielo. Indudablemente James estaba convirtiéndola en una lujurioso.
¿Sería así como empezaba con todas sus mujeres? ¿Haciéndoles perder la conciencia hasta
que hacían cualquier cosa que el deseara? ¿O acaso simplemente era así como se comporta ha
In «flor y nata», todas esas bellas mujeres, sofisticadas y mundanas? Bueno, pues Sarah no
era mundana. No era más que una americana provinciana e ingenua.
—¿ Sarah ?
—Richard dijo que la «flor y nata» lo llama a usted «Monje».
—¿Dijo eso? —Pese a que su voz no denotaba inflexión alguna, la reacción de su
cuerpo habló por sí sola. Soltó a Sararí, dejando caer las manos. Ella seguía sentada sobre su
regazo, pero igual daría que estuviese sentada en la silla más señorial.
La pregunta era innecesaria, pero aun así la formuló.
—¿Es verdad? —La frase sonó estridente, como de alguien a la defensiva.
—Sí —admitió él—. Es verdad.
Capítulo 8

James oyó cerrarse la puerta tras Sararí. Debería haberse levantado cuando ella lo hizo,
pero sus modales lo habían abandonado. De verdad no podía moverse. El dolor que le
provocaba el rechazo de Sarah era paralizante.
Contempló fijamente el fuego. ¿En qué se había equivocado? Juraría que Sarah le
había correspondido. Había sentido sus dulces nalgas contra su calor, había oído sus delicados
gemidos de placer. ¿Acaso todo había sido un malentendido? ¿Es que había estado tan
absorto en su propia pasión como para malinterpretar las reacciones de la joven?
Cuando ella se había apartado, lo primero que pensó fue que la había asustado, que
había ido demasiado rápido. Pero luego le había lanzado a la cara aquel maldito apodo.
Se frotó los ojos con la parte inferior de las palmas. Dios, todavía sentía el deseo palpitando
a través del cuerpo, dificultándole el pensar. Respiró profundamente, estremeciéndose.
¿En qué diablos se había equivocado? En un instante ella había pasado de ardiente y
dócil a fría y tensa. Esos hermosos labios hinchados por sus besos se habían torcido en un ges-lo
de disgusto. Había vuelto a sentirse un muchachito torpe.
Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. El maldito apodo venía de la época de
Cambridge y había salido de Richard, por supuesto. Éste lo había divulgado por la escuela al
enterarse de la desastrosa visita al dancing Piper.
Era un mal recuerdo. El día del cumpleaños número dieciséis de James, su padre le
había hecho una extraña visita.
—¡Dieciséis años! Ya es hora de que aprendas a ser un hombre, hijo.
—Creí que ya estaba aprendiendo, padre. —James realmente se había sentido feliz
de ver al duque. Extrañaba Alvord; extrañaba a la tía Gladys y a Lizzie, quien en aquel
entonces no tenía más que cinco años—. ¿Cómo están las cosas en Alvord?
—Seguramente que bien. Si algo anduviese mal ya me lo hubieran hecho saber. Hace
un tiempo que no voy por Alvord, sabes. Ahora vengo de Londres. Hay más que hacer allí.
James había mirado fijamente a su padre. A los dieciséis años no podía imaginar nada
mejor que estar en Alvord.
—Bueno James, tengo un gran regalo para ti. —Su padre había mirado a cualquier
lado menos a la cara del muchacho—. Ya no eres virgen, ¿verdad? ¿Te has revolcado con al-
guna de las criadas de Alvord? Esa muchacha de pelo amarillo, Meg, creo. ¿O era Mary?
Es bastante complaciente, si mal no recuerdo. ¿Ya la has probado, chaval?
James había sentido arder las orejas. Había tragado saliva, con la boca terriblemente
seca.
—¿No, eh? Bueno, por eso vine, James. Diablos, para cuando cumplí los dieciséis yo ya
me había ido a la cama como con media docena de muchachas. Voy a hacerte un regalo de
cumpleaños, chaval. Nos vamos para el Dancing Piper.
James había oído a Richard y a los otros muchachos hablar del Dancing Piper. Los
nervios le retorcieron las entrañas.
—No creo que pueda ir, padre. Tengo que terminar mi Cicerón.
—Deja esos malditos libros. La vida es algo más que libros, muchacho. Hace tiempo
que tendrías que haber o prendido eso.
James tenía que admitir, mientras le seguía el paso al duque, que lo que le retorcía
el estómago en una mezcla de miedo y excitación. Tenía dieciséis años. Miraba a las muje-
res. Hacía tiempo que soñaba con ellas, pero sus fantasías siempre se desdibujaban en los
momentos más interesantes. Quizás ahora podría completar algunos detalles.
Había pasado muchas veces frente al Dancing Piper, desviándose para echar un
vistazo a la casa que encerraba semejantes misterios. El exterior no impresionaba. Parecía
una taberna cualquiera o una pequeña posada. Al cartel no le iría nada mal una mano de
pintura y una de las ventanas estaba rajada, pero James estaba dispuesto a reservarse la
opinión.
—El lugar está un tanto venido a menos —masculló su padre. Empujó la puerta
principal
Lo primero que impresionó a James fue el olor, el hedor rancio de la cerveza y de los
cuerpos. El salón común era oscuro, el techo bajo. El humo de las velas y de la chimenea
enrarecía el aire. James sintió las paredes abalanzarse sobre él y otra vez empezó a
retorcérsele el estómago. Respiró profundamente. Error. Comenzó a toser. Su padre le
golpeó ruidosamente la espalda.
—¡Vuestra alteza, qué sorpresa!
Al bajar los ojos, James se halló mirando fijamente los pechos más grandes que había
visto en su vida. Se irguió rápidamente. Los pechos en cuestión pertenecían a una mujer por
lo demás menuda. Bajo la débil luz su cabello parecía rubio. Aguzando la vista James vio
alrededor de su boca y ojos las líneas que había intentado cubrir con pintura. Se sintió cons-
ternado al verla colgarse del brazo de su padre al tiempo que le apoyaba los generosos
pechos contra un costado del cuerpo.
—¿A qué debemos el honor de su presencia?
James observaba a su padre, muy pagado de sí mismo ante las atenciones que le
prodigaba esta mujer.
—He traído a mi hijo para pulirlo un poco, Dolly. Bueno, más que un poco. No tiene
maldita la experiencia.
Dolly volvió hacia James sus ojillos calculadores.
—¿ Un chaval guapo y robusto como este nunca ha estado con una mujer? —Dolly no
se molestó en hablar en voz baja. James vio reírse con disimulo a un par de muchachos
mayores que conocía.
—Se pasa el tiempo con la nariz metida en los libros. —Su padre meneó la cabeza—.
Cuesta creer que sea hijo mío.
Dolly rió.
—Es verdad. Si no fuera tan parecido a lo que era usted a la edad de él... y si su madre
no fuese esa mujer fría con la que se casó usted, tendría mis dudas. Bueno, no se preocupe
cariño, nos ocuparemos de él. No puedo garantizar que se convertirá en el experto que es su
papá, pero al menos cuando termine esta noche sabrá qué se hace en una cama.
—No pido milagros. ¿A quién tienes en mente?
Dolly se rascó la oreja. James tenía mucho miedo de notar que algo se movía en su
elaborado peinado. Piojos no, por favor. Deseaba desesperadamente regresar a su cuarto y a la
compañía de su Cicerón.
—A Fanny. Tiene años de experiencia con cachorritos. Pueden ser muy... eh...
frustrantes, sabe. —Dolly echó un vistazo al reloj prendido en el interior de su mínimo
canesú—. Debería terminar pronto con su cliente. Roland nunca lleva demasiado tiempo.
Ah, ahí vienen.
James levantó la vista hacia la pareja que bajaba las escaleras. Al principio sus ojos no
se detuvieron en el hombre calvo y barrigón, pero luego volvió a mirarle. De veras temió
vomitar ahí mismo delante de todos. El calumniado Roland no era otro que el señor
Richardson, su preceptor de griego.
—¡Fanny! —llamó Dolly a los gritos. James se encorvó y trató de retroceder hacia un
sector más oscuro. Afortunadamente, Richardson parecía estar como una cuba , Fanny,
ven aquí.
Tras concederle a Richardson una palmadita en trasero a modo de despedida, Fanny se
acercó con andar indolente. Sus ojos se clavaron inmediatamente en el duque. Era, ante todo,
una mujer de negocios, concluyó James. Sabia quién tenía los bolsillos más profundos.
Cuando Dolly le indicó que el cliente asignado era James, se encogió de hombros y desvió su
atención hacia él. El muchachito sintió su mirada examinándole la cara, los hombros, las
caderas y la ingle. Se sentía desnudo. Comenzaron a sudarle las palmas. Sintió un agudo
retortijón en el estómago y tragó bilis.
Fanny sonrió. Los ojos de James se fijaron en los labios pintarrajeados y los dientes
semipodridos.
—Vamos entonces, duquecito. Fanny te enseñará lo que necesitas saber.
James lanzó una mirada hacia su padre, seguro de que sus ojos parecían los de un
caballo aterrorizado, pero aquél es taba demasiado ocupado en examinar el vestido de Dolly.
—Ve, hijo. Dolly me mantendrá entretenido, ¿no es verdad, cariño?
Dolly cogió la mano de su padre y la apoyó sobre uno de sus pechos.
—Muy entretenido —ronroneó ella.
Fanny agarró del brazo a James y comenzó a arrastrar lo escaleras arriba.
—No seas tímido. Fanny tiene eso que necesitas.
Para James, quien necesitaba urgentemente algo era Fanny: restregarse a conciencia
con agua y jabón. Olía a ajo, cebollas, sudor y Richardson.
Su cuarto era pequeño. La cama ocupaba la mayor par te. Las sábanas aún estaban
arrugadas por su trabajo con Richardson. James desvió la mirada. Error. Las paredes estaban
decoradas con láminas pornográficas.
—Te gustan los dibujos, ¿eh?
James volvió a mirar a Fanny. Con gran eficiencia, ella ya se había librado del vestido.
Era la primera mujer que James veía desnuda. Probablemente tenía entre treinta y
cinco y cuarenta; podría ser su madre. Sus pechos, de tamaño considerable, le caían sobre el
amplio vientre. Ella se rascó el tupido triángulo que nacía en el vértice de sus piernas. El sudor
empezó a cubrir la cara del muchacho y buscó el orinal. «Por favor, que esté vacío», pensó.
Tenía la esperanza de que así fuera. Ése era un olor que todavía no había detectado en el
cuarto. Se movió con disimulo hacia la cama. El orinal tenía que estar cerca de ella.
—Ansioso, ¿eh? —Fanny caminó hacia él. James empezó a moverse más rápido. Ella
rió—. Vosotros los cachorros sois todos iguales. Rápidos para ir a la cama, rápidos para
correrse. Fanny te enseñará a ir más despacio.
James creyó ver el orinal bajo la cama. Estaba prácticamente a su alcance. Tragó saliva.
Si respiraba por la boca no olería nada. Quizás su estómago se compusiera.
—Te ayudaré con los pantalones.
Fanny se acercó hasta quedar delante de él. James pudo entonces observar un gran
piojo recorriendo el grasiento mechón que había caído sobre la frente de ella. La mujer le
agarró la entrepierna, mirándolo con lascivia.
—¿Qué tal eso?
Fue demasiado. Los olores a pelo sucio, sudor, sexo y dentadura semipodrida eran lo
suficientemente fuertes corno para que James los percibiera claramente. Se abalanzó sobre el
orinal. Su último pensamiento coherente fue una plegaria de acción de gracias por hallarlo
vacío. De ahí en adelante se con centró en vaciar su estómago.
Se irguió en la silla, sacudiendo la cabeza para disipar el recuerdo. En la distancia
que ponían tantos años transcurrí dos, la escena era casi graciosa. Fanny se había enfadado
muchísimo al ver a un hombre vomitando en su cuarto, aparentemente como resultado
de sus encantos. Salió como uno tromba a buscar a Dolly para quejarse. Ésta estaba
entreteniendo al duque y ni ella ni su padre se habían sentido complacidos por la
interrupción. El duque había entrado airada-mente en la habitación de Fanny, metiéndose
la camisa en los pantalones. Asiendo a James del cuello le había arrastrado es caleras abajo,
llevándole fuera, a la bendición del aire fresco.
Se puso de pie para servirse un poco de brandy es a no che había sido un desastre.
Wickam y Laudéis, los muchachos que le habían visto, habían divulgado la historia. Para la
mañana siguiente (si no antes) Richard se había informado acerca de todos los detalles,
bautizándole públicamente como «Monje».
Observó caer el brandy dentro de la copa.
Pero aquello no explicaba por qué se había convertido verdaderamente en un monje.
¿Por qué le había hecho honor al estúpido sobrenombre inventado por Richard? En
realidad no lo sabía. Claro que pensaba lo suficiente en el sexo. Pero Dolly y Fanny le
habían hecho guardar una horrible impresión de los burdeles y no le gustaba demasiado la
idea de servirse de la esposa de otro hombre. Muchas doncellas y criadas se habían ofrecido
para calentarle la cama, pero tomarlas también le parecía mal. Era un duque, un noble.
¿Cómo podía usar para su satisfacción personal a estas muchachas con tan poca libertad?
Su deber era proteger a su gente, no aprovecharse de ella.¿Y sólo por no vivir en tierras de
Alvord una muchacha era acaso menos digna de ser protegida?
Francamente, hasta el día en que había visto en su cama a Sarah, jamás había
experimentado la verdadera tentación de estar con una mujer.
Pero a Sarah.. a ella la deseaba como alguien famélico a la comida.
Observó el brandy en su copa y se sirvió un poco más. Bebió un sorbo y lo retuvo
sobre la lengua. Nada podía quitarle el frío que le había provocado el rechazo de Sarah.
El casarse con Sarah se había convertido en algo más que un arreglo racional. De algún
modo, el muchachito soñador que había sido antes de la visita al Dancing Piper había vuelto a
la vida. Aquel imbécil que había creído en el amor y la bondad, en la honestidad y la lealtad,
estaba ahora acechando su cuerpo. Su corazón, que hasta ese momento había hecho bastante
bien el trabajo de mantenerle vivo, anhelaba una intangible ilusión. Anhelaba a Sarah.
Ansiaba ganarse su amor.
Sus dedos se crisparon alrededor del pie de la copa de brandy. Pensó en arrojarla al
fuego, en como el cristal se haría añicos y el brandy avivaría las llamas. Pero él aún
sentiría este anhelo infernal.
Cuidadosamente dejó la copa sobre el escritorio y subió las escaleras hacia su
habitación.
—Él la desea.
Philip Gadner colocó el dedo entre las páginas de La Peregrinación de Childe Harold,
de Byron, para marcar dónde acababa de interrumpir su lectura. Se reclinó en la silla de
cuero y levantó la vista hacia Richard.
—¿Por qué lo dices? ¿Le viste babeando dentro de su escote?
—A punto estuvo de hacerlo. —Richard alargó la mano para coger la licorera llena
de brandy. De no haber estado en la maldita pista de baile, James se habría metido bajo sus
faldas. Apuró el vaso de brandy. Pista de baile ¡ja! Lo que el viejo James hubiera querido era
estar en una pista de carreras para poder montar a su ramera americana.
—¿James? —Philip frunció el ceño. No podía imaginarse a James perdiendo el
control—. ¿Qué fue exactamente lo que hizo?
—¡Bailó con esa ramera!
Richard lanzó la copa hacia la chimenea, haciéndola estallar contra la piedra.
—¿Cuántas veces? —Si James se había comportado de modo tan indecoroso como para
acaparar a esta muchacha, entonces quizás Richard tenía razón y la situación sí que era seria
—Una vez. —Richard se encogió de hombros—. Quizás haya vuelto a bailar con ella.
No me quedé a verlo.
—¡Una vez! —Philip sintió una oleada de enojo—.¡Por lo que más quieras, Richard! ¿Sólo
bailó con ella una vez?

—Una vez fue suficiente, maldición —Richard se dejó caer en una silla frente a la de Philip—.
Conozco a James, Philip. Sabes que le conozco. Le he observado y estudiado durante toda mi
maldita vida. Le vi la cara cuando bailaba con ella. Y te digo que la desea.
—El deseo no necesariamente significa matrimonio. —Philip pensaba a toda
velocidad. Necesitaba idear un plan antes de que Richard hiciera alguna estupidez—. ¿Por
qué no esperar a ver si pierde el interés ?
—No lo perderá. —Richard tamborileaba sobre el brazo de la silla—. No con el
tiempo. La quiere en su cama y la tendrá allí si no hago algo pronto.
—Pero quizás ella no lo desee. Es norteamericana y las norteamericanas detestan los
títulos, ¿no? Tal vez ella no quiera casarse con un duque.
Richard alargó la mano otra vez para coger la licorera, pero su pulso ahora era más
firme. Esta vez sirvió dos vasos y le ofreció uno a Philip.
—Bailé con ella. Dice que James no le interesa, pero no la creo. —Richard bebió un
gran trago de brandy—. Algo la detiene, pero no es la falta de interés. También la observé
cuando bailaba con James. Ella también lo desea. Juraría que es así. —Observó con atención
el efecto del resplandor del fuego en su copa de brandy y sonrió—. Sin embargo, puede que
yo haya sembrado la semilla del descontento. Le dije que James era un libertino.
—¿James?
Richard lanzó una risotada.
—Sabes que ésa es la explicación que circula entre la sociedad a propósito del apodo
de James.
—Sí. Entonces ya te has ocupado del problema.
—No. —Richard sacudió la cabeza—. No, no lo creo. No de un modo definitivo. Las
mujeres son muy volubles. Montan como llevadas por el viento y el viento del deseo de James
va a llevar a esta americana a la cama de él. No, sigo pensando que lo mejor sería matar a la
muchacha. Philip se inclinó hacia delante.
—Richard, te aseguro que si matas a la señorita Hamilton, las autoridades no van a
mirar para otro lado como hicieron en el caso de la ramera del Green Man. Esto es Londres
y la muchacha es la prima del conde de Westbrooke, además
de ser amiga del duque de Alvord, y de lady Gladys y de lady
Amanda Wallen-Smyth.
—Puedo manejar la situación.
—No, no puedes. Tiene que haber otra manera.
—Puedo matar a James en vez de a ella,
—No. Eso ya lo hemos intentado. —Philip tragó un
gran sorbo de brandy. Había pasado meses discutiendo con Ri chard acerca de las
tentativas de asesinar al duque. El hombre
parecía incapaz de comprender el simple hecho de que si James moría en
circunstancias extrañas, las autoridades naturalmente verían a Richard como el principal
sospechoso. ¿Qué otra persona se beneficiaría con la prematura muerte de James?
Cada vez que Richard había contratado un nuevo cómplice para intentar la hazaña,
Philip había sufrido pesadillas. No quería ver a Richard balanceándose en el extremo de una
cuerda, ni tampoco subir con él al patíbulo.
—Debe haber otra manera de lidiar con este problema. De repente, Richard sonrió
abiertamente. —Yo podría violar a la chica. Hacer que pareciera como si ella lo hubiera
querido. James nunca tomaría algo que yo tomé primero.
Philip se irguió en su silla, olvidándose del brandy. Rogaba que Richard tuviera el buen
sentido de no matar a Sarah Hamilton. Una violación, sin embargo, era otro cantar. Tomaría
sólo unos minutos llevar a cabo esa tarea en un jardín oscuro. —No, Richard, no lo hagas.
James te mataría. —¿James? ¿Mi primito James?
—Tu primito James, héroe de guerra, condecorado por el gobierno por la cantidad de
franchutes que envió a encontrarse con el Creador.
—Te preocupas demasiado, Philip.
—Y tú no te preocupas lo suficiente. —La mente de Philip funcionaba a mil—. Si ése es
el plan, necesitamos hallar a alguien que lo haga por ti.
—Estoy harto de contratar a idiotas incompetentes.
—Sí, pero he oído que Dunlap está en la ciudad.
—¿ El tratante de blancas de Nueva York?
—El mismo. Es competente y despiadado. Y tú lo tienes en tu poder.
—Es verdad. —Richard hizo girar el brandy en su boca—. Aun así, sería muy
placentero follarse a una mujer que le gusta a James.
Philip se inclinó hacia él y le apoyó una mano sobre el antebrazo. No pudo evitar que
una nota de pánico se filtrara en su voz.
—Por favor, Richard. Dunlap hará el trabajo y tú no correrás ningún riesgo.
Philip temía la indiferencia de Richard. Le dolería, pero en los últimos años le había
herido tantas veces... ¿ qué importaba una más?
En cambio, la mano de Richard se posó sobre la suya.
—¿Realmente estás preocupado por mí? —Había en su voz una nota de vulnerabilidad
que Philip no había oído en mucho tiempo. Giró su mano para coger la de Richard.
—Así es.
Richard mantuvo la cabeza gacha, con la vista fija en las manos de ambos entrelazadas.
—¿Después de todo lo que te he hecho?
Philip le apretó la mano.
—Sí—dijo—. Te amo.
Richard lo miró, el rostro tenso, los ojos sombríos.
—Demuéstralo, Philip. Por favor.
Era la invitación que durante meses, incluso años, Philip había estado esperando oír.
—Por supuesto.
—Richard Runyon está aquí para verte.
—¡Mierda! —William Dunlap se recostó en el sillón desviando la atención de sus libros
de contabilidad y echando hacia atrás el cabello castaño que le caía sobre los ojos—. ¿Qué
diablos quiere?
—Maldita sea si lo sé. —Belle LaRue, la madame del establecimiento y amante
ocasional de Dunlap, frunció el ceño—. No es cliente nuestro, eso puedo asegurártelo. Vino
una vez y golpeó terriblemente a Gilly. Tuvimos que llamar al médico.
—No me sorprende. —El Rutting Stallior2, por estar a la orilla del Támesis, era uno de
los burdeles más violentos, pero Runyon podía ser más cruel que cualquier marinero o
estibador. Dunlap suspiró y se puso de pie—. Será mejor que le reciba. Cuanto antes averigüe
lo que quiere, antes nos libraremos de él. ¿Dónde lo metiste?
—En el salón rojo. Me imaginé que no querías que nadie lo viera.
—Exactamente, amor. —Dunlap rodeó la amplia cintura de Belle y la besó. Le gustaban
las mujeres robustas, con caderas amplias y carnosas, vientres y muslos hermosos y blandos, y
pechos entre los que un hombre pudiera perderse. Sus muchachos le gustaban jóvenes y
delgados. El contraste era la sal de la vida, pensó mientras abría la puerta del salón rojo.
Y Runyon era la podredumbre. En su línea de trabajo, Dunlap había tratado con
algunos personajes nefastos, pero éste era uno de los peores. Se tomó un momento para
observarle.
Runyon estaba de pie junto a la ventana, espiando hacia fuera a través de los pesados
cortinajes rojos. La débil luz matinal no suavizaba los afilados ángulos de su nariz y sus
pómulos, ni prestaba calidez a sus fríos ojos azules. Siempre le había rodeado un aura de
locura que ahora Dunlap percibía más agudizada que la última vez que había tenido la
desagradable oportunidad do verle.
—Runyon —dijo cautelosamente—, ¿qué le trae tan temprano por el Rutting Stallionl
Nuestras muchachas no estarán listas para entretenerle hasta dentro de algunas horas.
Runyon dejó caer la cortina.
—No estoy aquí por ellas, Dunlap. Vine a verte a ti. Tengo un trabajito que requiere tus
habilidades especiales.
-¿Aja?
La habitación estaba demasiado oscura. Dunlap quería ver cada uno de los
movimientos del otro. Caminó hasta la ventana que tenía cerca y abrió las cortinas de par en
par. Las posibilidades de que alguien de ese barrio estuviera en pie tan temprano eran mínimas
y la mayor parte de ellos sabía que no había nada interesante para ver espiando hacia el
interior a través de las ventanas de esta habitación.
—Hay una muchacha a quien necesito que seduzcas tan públicamente como sea
posible.
—¿Una muchacha? ¿Y por qué no lo haces tú mismo? Yo diría que eres bastante capaz.
—¿ Capaz ? Oh, sí. Más que capaz. Pero hay... —Runyon hizo una pausa y sonrió
ligeramente— ciertas complicaciones.
—¿Complicaciones? —Dunlap sintió un nudo en la boca del estómago, aunque se
mantuvo impasible. Tenía años de experiencia en el trato con escoria. Un hombre que no su-
piera disimular sus cartas jamás hubiese sido capaz de construir un pequeño imperio de
comercio carnal—. ¿Qué clase de complicaciones ?
—Nada de lo que tú tengas que preocuparte.
Ésa era la peor clase.
—¿Cómo se llama la chica?
—Sarah Hamilton. Es norteamericana, como tú.
—¿Y? ¿Exactamente por qué es necesario seducirla?
Runyon examinaba las uñas de su mano derecha.
—Mi primo James tiene un leve interés en ella. Quiero sacarla de en medio antes de
que se convierto en un problema.
—¿Tu primo James, el duque de Alvord?
«Mierda», pensó Dunlap. Esto empezaba a ponerse feo. Alvord no sólo tenía un físico
imponente, sino que era muy poderoso tanto a nivel económico como político. Tenía muchos
amigos, incluso algunos contactos en la zona más sórdida de Londres. Dunlap no quería
ganarse la enemistad del duque de Alvord. No había vivido hasta la madura edad de treinta y
cinco enfrentándose a hombres poderosos. Alvord haría averiguaciones sobre él si esa
muchacha de veras le interesaba. Dunlap mantenía sus negocios tan ocultos como le era
posible, pero tampoco era un maldito mago.
Bueno, esperaba que realmente el duque no estuviera demasiado interesado en esta
chica, porque no podía negarse de plano a hacer lo que le pedía Runyon. Éste sabía
demasiado sobre aquel desgraciado error en París con el hijo del conde de Lugington.
—¿Cómo se supone que conoceré a esa americana?
—Ven esta noche al baile de Easthaven.
Dunlap lanzó un bufido.
—El conde de Easthaven es cliente habitual de uno de mis burdeles, es verdad, pero
puedo asegurarte que no estoy en su lista de invitados.
Runyon se encogió de hombros.
—Tampoco pensé que lo estuvieras. Te conseguiré una invitación y conseguiré que
seas presentado a la señorita Hamilton. Sólo asegúrate de no faltar.
-—Y si consigo lo que me pides y la reputación de la señorita Hamilton queda
totalmente arruinada, ¿crees realmente que a Alvord le matará su corazón partido?
Runyon esbozó una sonrisa, estirando los labios y enseñando los dientes en un
gesto escalofriante.
—La muerte nos llega a todos.
—A veces con ayuda —dijo Dunlap, con la esperanzo de que Runyon no esperara que él
hiciera ese trabajo también.
La sonrisa del otro se hizo aún más amplia.
—A veces con ayuda —concordó.
—Tendría que presentarle a la señorita Hamilton, señor Dunlap. Ella también es de
las colonias.
—Me encantaría. —Dunlap esbozó una sonrisa mirando a su compañera de baile,
lady Charlotte Wickford. Ni bien había atravesado el umbral de Easthaven, Runyon le había
presentado a esta arpía de bolsillo. Ella le había mirado con atención. Estaba acostumbrado a
ser estudiado por las mujeres, pero generalmente lo hacían por propio interés. No era el
caso de lady Charlotte. Sus ojos eran tan fríos como los de Runyon. Apostaría las ganancias
de toda una noche a que también ella quería separar del duque a la señorita Hamilton.
Era una broma colosal que él estuviese bailando un vals entre lo más selecto de la
sociedad. La mayoría de los hombres del salón habían visitado al menos uno de sus
burdeles. Algunos eran entusiastas clientes. Aun así, ninguno de ellos conocía su identidad.
Sin embargo, él si los conocía. Elegía cuidadosamente a sus patronas. Eran astutas mujeres
de negocios y excelentes espías. El conocimiento era poder y Dunlap adoraba el poder, aún
más que el dinero y sin duda más que el sexo.
La música se detuvo y lady Charlotte le arrastró fuera de la pista de baile. Acababa de
localizar a su presa. Ya se abatía sobre una muchacha pelirroja, alta y delgada, semiculta por
un bosquecillo de tiestos de palmeras. Dunlap suspiró. Ya había sospechado que no iba a
disfrutar de la tarea. Bueno, no sería la primera vez que se llevaba a la cama a una mujer que
no le resultaba atractiva. Durante algunos años, mientras amasaba su fortuna, había
ganado dinero extra brindando sus servicios a viudas ricas aburridas de la vida. Se había
follado de todo, desde jóvenes señoras recién casadas a arrugadas matriarcas. También
lograría llevar a cabo este trabajo. En medio de un pequeño grupo de palmeras, Sarah
esperaba que el joven Belham le trajera un vaso de limonada.
Hacía calor en el salón de baile atestado de invitados del conde de Easthaven. También en esta
ocasión había bailado todas las piezas, pero eso, lejos de alegrarle, la hacía sentir sudorosa y
malhumorada.
Desde aquel episodio en el estudio la noche de la presentación en sociedad de Lizzie,
apenas le había dirigido la palabra a James. «Con justa razón», se recordaba a cada rato,
pero eso no evitaba que sintiera un inequívoco vacío interno. Lo vio a unos pocos metros y
se ocultó aún más entre las pal meras. Tal vez al señor Belham le costaría encontrarla, pero
prefería arriesgarse a eso antes que a un desaire de James.
—¿Crees que Alvord le propondrá matrimonio a la americana?
Sarah se quedó inmóvil, luego volvió la cabeza lenta mente. Una hoja de palmera le
rozó la mejilla. Su reclusión entre la vegetación la había llevado a unos treinta centímetros
de un grupo de petimetres de la alta sociedad. Si trataba de alejarse ahora, podían
percatarse de su presencia. Preferiría evitar una situación tan embarazosa.
—Eso dicen las apuestas en White's. —El hombre rió por lo bajo—. Me cuesta
entender por qué el Monje querría llevar a la cama a esa yegua flaca.
Los otros rieron.
—Sin duda no tiene mucha carne para acolchar la cabalgata.
—Deben gustarle así. La muchacha Wickford tampoco tiene demasiada carne en los
huesos.
—¡Vamos, Nigel! La americana tiene que ser más cálida que la Reina de Mármol.
—Pues he oído que sus bolsillos no lo son, pues están llenos de agujeros. No tiene
donde caerse muerta.
—Alvord ya tiene suficiente efectivo, no necesito una esposa para ayudarle a llenar sus
arcas. Yo están desbordantes.
—Es verdad. —El que había hablado primero bajo la voz-. Quizás ella tiene otros
encantos menos evidentes. Suponed que haya aprendido algunos juegos de alcoba de los in-
dios Piel Roja. Son salvajes, sabéis. Todavía son mitad animales, dicen algunos.
Por un momento se hizo un completo silencio. Sarah temía que el calor de sus
mejillas prendiera fuego a su escondite de palmeras.
—¿Creéis que va a compartirla? Una vez que le haya dado un heredero, por supuesto
—susurró uno de ellos.
—No lo sé. Yo me apuntaría. Especialmente después de que el Monje le haya
enseñado todos los trucos que a él le gustan. El tipo debe haber probado prácticamente de
todo.
—He oído que estuvo con tres rameras a la vez. Y no eran unas perras flacas.
—¿Con tres? ¿Y cómo entraron en una sola cama?
—Ellas eran la cama del duque.
—Ah, el duro catre del Monje.
—No era el catre lo que estaba duro.
—Señorita Hamilton. —Sarah dio un salto. Se volvió rápidamente para encontrarse
con lady Charlotte Wickford mirándola a través de las hojas de palmeras.
—Hola lady Charlotte.
Salió de entre la vegetación. Aún tenía la cabeza en la conversación que casualmente
acababa de oír. No había alcanzado a entender todo lo que habían dicho los hombres, pero sí
lo suficiente.
Lady Charlotte crispó los labios en la mueca que usualmente pasaba por su sonrisa.
—Por fortuna la encontré, aquí escondida entre el follaje, señorita Hamilton.
Permítame presentarle al señor William Dunlap. Es compatriota suyo.
—Oh.
Sarah miró al hombre alto que estaba de pie junto a Lady Charlott e. Era el más
guapo que había visto en su vida. De grueso cabello castaño, ojos color marrón oscuro y
facciones esculpidas con arte. Su rostro hubiese sido perfecto de no ser por una pequeña
cicatriz junto a la comisura derecha de sus labios y una levísima protuberancia en la nariz
que por lo demás tenía la forma recta de las narices clásicas.
—¿Cómo está, señor Dunlap?
Cogiendo la mano de Sarah, él se llevó a los labios los dedos de la joven.
—Ahora muy bien. Me complace sobremanera conocer a una compatriota. ¿Me
concedería esta pieza, señorita Hamilton?
Sarah se sintió extrañamente agitada. Había algo en ese hombre, una especie de
rapacidad.
—Bueno, estoy esperando al señor Belham.
—Aquí tiene su limonada, señorita Hamilton.
Belham había regresado. Aun en sus mejores días no era el más guapo de los
petimetres londinenses, pero la comparación con Dunlap le hacía verse realmente grotesco.
Parecía que le habían traído al mundo tironeando de su nariz y que la frente y la barbilla
habían quedado rezagadas. Aún no habían logrado alcanzarla. Sarah sospechaba que
estaba rondándola con la esperanza de conocer a James.
—Señor Belham —dijo lady Charlotte—, qué gusto verle. Yo me quedaré con esa
limonada, si no le importa. I ,;i señorita Hamilton estaba a punto de ir a bailar con el señor
Dunlap.
Los ojos del señor Belham se agrandaron y su pequeña barbilla se agitó
inofensivamente debajo de la prominente nariz. La orquesta tocó los primeros compases de
un vals.
—Adelante, señorita Hamilton. El señor Belham y yo tendremos una cálida charla,
¿verdad, señor?
Aparentemente la idea de cualquier cosa cálida que tuviera que ver con lady
Charlotte Wickford dejó mudo al pobre Belham. Sin embargo, se las arregló para a s e n t i r
con la cabeza.
Sarah miró hacia atrás, dubitativa, mientras el señor Dunlap la conducía hasta
la pisto de baile.
—Sospecho que lady Charlotte, como muchos de sus amigos, no se da cuenta de
que Boston y Baltimore no son la misma cosa. ¿De dónde es usted en realidad, señorita
Hamilton?
Sarah rió.
—De Filadelfia. ¿ Y usted ?
—De Nueva York, pero he estado en Filadelfia.
—Ay, usted ha viajado más que yo. Nunca había salido de mi ciudad hasta que abordé
el barco a Liverpool.
El señor Dunlap era un hábil bailarín y un conversador entretenido. Sarah disfrutó el
vals y su compañía. No se había dado cuenta de cuánto extrañaba los tonos familiares del
acento americano. Era un alivio discutir de política con alguien que, como ella, no creyera
en la monarquía o en la primogenitura. Sin embargo, había algo en el señor Dunlap que la
inquietaba. Era agradable, educado e ingenioso, pero la joven no podía librarse de la
sensación de que su comporta miento era sólo un número ensayado a la perfección, de que
su atractivo rostro y sus maneras refinadas eran una fachada tras la cual acechaba algo muy
diferente.
Rió, ahuyentando semejantes fantasías. Si se trataba de una fachada, pues era una
muy impactante. Otras mujeres estaban observándolo y dirigiéndole a Sarah
desagradables miradas. Bien podía disfrutar de esa envidia hasta que la música cesara.
James también los miraba fijamente. Lo vio mientras el señor Dunlap la hacía girar
con una gracia magistral. ¿Esta ría celoso? Bien. Él se había dedicado a ignorarla con tal
regularidad que había llegado a preguntarse si acaso se habría vuelto invisible. Estaba
cansada de ser la pequeña americana que tenían allí por caridad.
Cuando la música cesó, James apareció a su lado.
—Hola, Sarah. ¿Me presentaría a su compañero?
No tenía demasiadas opciones.
—James, le presento al señor William Dunlap, de Nueva York. Señor Dunlap, su
alteza el duque de Alvord..
James saludó con un seco movimiento de cabeza.
—Dunlap. Si nos permite, creo que yo tenía reservada
esta pieza.
Sarah no lo creía en absoluto, pero no iba a discutir con
James, cuya mano enguantada ya había aprisionado la suya.
La joven sonrió con vivacidad.
—Gracias por el placer de este baile, señor Dunlap. Es pero que volvamos a vernos.

«Demonios». Dunlap observaba a Alvord bailando con Sarah Hamilton. No habría


hecho falta ser presentados; ya conocía de vista al duque. Alvord nunca había visitado uno
de sus establecimientos, pero un hombre de negocios hábil siempre sabía reconocer quién
tenía los bolsillos más profundos.
Y también sabía reconocer los despeñaderos más pro fundos y ahora estaba
tambaleándose al borde de uno. Se ha bía dado cuenta de que Runyon mentía al decir que
Alvord te nía un «leve» interés en la muchacha Hamilton. ¡Leve! El interés abultaba los
pantalones del duque. Hacía mucho tiempo que Dunlap se habría convertido en un cadáver
pudriéndose en un callejón de Nueva York si no hubiera aprendido a darse cuenta cuando
un hombre reclamaba la posesión de una mujer. Realmente separar a la señorita Hamilton
del duque iba a ser una empresa muy peligrosa.
James aspiró el dulce perfume de Sarah y su cuerpo se endureció aún más. Sus
dedos enguantados sólo tocaban la mano también enguantada de ella y la parte baja de su
espalda, pero recordaba el calor suave y embriagador de aquel cuerpo sobre su regazo y la
delicada curva de los senos debajo de su mano. Recordaba la sensación de posar sus labios
sobre esa garganta, la encendida sedosidad de ese cabello rozándole la cara.
Necesitaba saborearla. Ella le había tratado con frial dad desde la presentación en
sociedad de Lizzie. Se había sentido en el infierno. Y después ver a ese tal Dunlap poniéndole
las manos encima... Dios, no podía pensar en el tipo sin sentir una irrefrenable necesidad de
reestructurar su linda cara.
Antes de tomar conscientemente la decisión de salir del salón ya había llevado
fuera a Sarah y le había hecho bajar los escalones que conducían a un sector del jardín
menos iluminado.
Ella no opuso resistencia. Buena señal.
Bailaron un vals, describiendo lentos círculos al ritmo de los débiles compases que
flotaban hasta ellos desde los ventanales abiertos. El denso follaje lograba atenuar el
estrépito de la ciudad y servirles de refugio contra el hollín y el hedor urbanos. James casi
podía imaginar que estaban en Alvord.
Sarah se estremeció y él la instó a acercarse más a la tibieza de su cuerpo. ¿Tibieza? En
ese momento su cuerpo estaba mucho más que tibio, y la temperatura sin duda iba en as
censo. Al apoyarle los labios sobre la sien, sus piernas se enredaron en las faldas de ella.
—Te echo de menos, cielo.
Sintió su propia voz ligeramente enronquecida.
—¿Mmm?
Miró a Sarah. Ella tenía los ojos cerrados y los labios curvados en una leve sonrisa.
¿Debería hablarle sobre aquel maldito apodo? No entendía por qué a ella le
molestaba. ¿Por qué le importaría que él jamás se hubiese acostado con una mujer? Por el
modo en que había reaccionado al encontrarle en la cama con ella en el Green Man, no tenía
una especial predilección por los calaveras. Por cierto que nunca antes le habían llamado
libertino ni había sido golpeado con una almohada por una mujer desnudo. Sonrió
abiertamente. Pues aquélla era una experiencia que no se opondría a repetir, con un
desenlace más satisfactorio. Sí Sarah deseaba que él tuviera algo de experiencia, estaba más que
dispuesto a ganar experiencia con ella. Tal vez podía empezar ahora mismo.
Tenía mejores cosas que hacer con su boca que hablar.
Sarah se sentía feliz. Estaba exactamente donde quería estar: entre los brazos de James. En
ese jardín en penumbras, lejos de los ojos fisgones de la «flor y nata», podía imaginar que
estaban en Filadelfia y que James era un buen norteamericano en el que podía confiar.
El aire estaba ligeramente frío. Se estremeció y la mano ancha de James sobre su
cintura la atrajo hacia él. No opuso resistencia. Ese cuerpo grande y firme era para ella
como un refugio. Se sentía segura. Valorada.
No era más que una ilusión. Él era un libertino. Lo había admitido, reconociendo
aquel estúpido apodo sin dar ninguna excusa. Estaba claro que Nigel y los otros jóvenes
petimetres a quienes había oído junto a las palmeras no tenían duda alguna acerca de las
proezas amatorias de James.
Sintió sobre la piel los labios de él y oyó su voz profunda y ronca. Aspiró su perfume.
Si tan sólo él fuera americano y estuvieran en Filadelfia... La llevaría a caminar los
domingos por la tarde. Pasearían por Chestnut Street o quizás junto al río. Él sería cortés y
se comportaría decorosamente. Seguramente no la llevaría bailando al jardín de alguien
en penumbras para besarle los párpados de ese modo tan inquietante. No le rozaría la
mandíbula, ni lamería ese punto detrás de su oreja, ni chuparía ligeramente la piel de esa
zona. Y seguramente sus manos se quedarían donde debían estar, no estarían vagando
hacia SUS nalgas, ni tentadoramente cerca de sus pechos.
El cuerpo de ella no sentiría este anhelo tan contrario al decoro si James fuera un
correcto caballero americano.
La envolvió entre sus brazos y al sentir su dureza se
estremeció desde los pechos hasta las rodillas. Se vio obligada a rodearle el cuello con sus
brazos para no caer al suelo como una masa inerte.
Sarah gimió y la lengua de él atravesó la barrera de sus labios como aquella noche en
el estudio, pero esta vez no fue una sensación de estupefacción lo que le recorrió el cuerpo.
Fue otra cosa, algo ardiente y ávido. Su cabeza había caído contra el hombro de James y
había abierto más la boca dejando que la lengua sedosa y áspera de él se adentrara más, hasta
donde él deseara. Hasta donde ella deseaba.
Él le liberó la boca y la joven jadeó contra su corbata.
De repente, la idea de pasear con un norteamericano correcto y cortés ya no le
parecía tan atractiva.

James trató de despejar la mente de la lujuria que le había invadido. Al parecer Sarah
no iba a detenerle, así que lo mejor sería que él tomara la iniciativa. La deseaba. ¡Dios,
cuánto la deseaba!, pero no aquí en el jardín de Easthaven, donde cualquier imbécil de la
«flor y nata» podía tropezarse con ellos.
—Será mejor que regreses dentro, cielo. Sola.
—¿Qué? —Sarah lo miró parpadeando, sin duda aún estaba en ese lugar maravilloso
y ardiente al que habían llegado juntos. Por lo menos él esperaba que ambos hubieran
llegado al mismo lugar.
—Regresa dentro, Sarah. —Enderezándose, la apartó de sí, examinándola lo mejor
que podía bajo esa débil luz. Afortunadamente sus exploraciones no habían llegado a des-
arreglaré el peinado ni el vestido. Estaba presentable, apenas. Yo me quedaré aquí fuera un
rato.
—¿Porqué?
Porque, aunque el atuendo de ella resistiera un examen minucioso, los pantalones de él
proclamarían al mundo exactamente lo que habían estado haciendo en el deliciosamente
oscuro jardín de Easthaven..
—Porque si entráramos juntos, cielo, la gente podría
preguntarse qué hemos estado haciendo.
—Oh. —James estaba seguro de que si la luz hubiera sido suficiente habría visto
manchas color rojo furioso en las mejillas de Sarah.
—Deslízate dentro por la puerta lateral, Sarah. Te llevará directamente al tocador de
damas.
—Sí, está bien.
La observó apresurarse hacia la puerta que él le había indicado y luego se recostó
contra un tronco que tenía cerca. Dios, le invadían las ansias. No sólo las partes más obvias
de su anatomía palpitaban de frustración. Su mente, su corazón, quizás incluso su alma,
deseaban a Sarah. A juzgar por lo que había sucedido hoy, ella lo deseaba también. ¿Pero
Sarah iría a permitirse admitir su deseo? ¿Se casaría con él? No lo sabía.
—Sarah, hemos estado buscándote.
La joven se detuvo apenas cruzó la puerta que daba al jardín. Lady Gladys y lady
Amanda se quedaron de pie en el corredor que la separaba del tocador de damas.
—¿Dónde habéis estado? —Lady Gladys frunció el ceño—. Hace un largo rato
vimos a James llevarte bailando hacia la puerta. No puedo imaginarme en qué estaba
pensando ese muchacho.
—Yo sí. —Los ojos de lady Amanda se habían fijado en el cuello de Sarah—. Hora de
llamar a John el cochero, ¿no te parece, Gladys ?
—¿Por qué? ¡Oh! —Lady Gladys también examinó el cuello de Sarah—. Oh, válgame
Dios, sí. Busquemos inmediatamente los abrigos.
Sarah echó un vistazo a un espejo mientras se apresuraba a seguir a las damas. Una
pequeña marca roja resplandecía sin disimulo sobre la blancura de su cuello, en el punto
donde hacía unos instantes habían estado los labios de James.
Capítulo 9

—Lady Gladys, ¿me concede un momento? Deseo hablar sobre mi futuro.


Lady Gladys y lady Amanda bajaron sus tazas de té. Sarah nunca antes había estado en el
salón privado de lady Gladys. Era una estancia agradable y soleada, pero estaba demasiado
nerviosa para prestarle demasiada atención a la decoración.
Lady Gladys miró el vestido de cuello alto que Sarah había elegido llevar esa
mañana. Una prenda con estilo que ocultaba convenientemente la marca rojiza que tenía
en la garganta.
—Me parece que tú y James ya habéis pasado un buen tiempo discutiendo sobre ese
tema anoche. Yo hubiera dicho que el asunto estaba decidido.
Sarah se enjugó las palmas con la falda. Precisamente, la «discusión» de la noche
anterior era lo que le había llevado a buscar a la tía de James esta mañana. Unos cuantos
encuentros más de ese tipo y ya estaría preparada para darles lecciones de lujuria a las damas
londinenses.
—Efectivamente, señorita. —Lady Amanda rió entre dientes—.Tiene usted al
pobre James pensando con lo que hay debajo de sus pantalones más que con lo que hay
debajo de su sombrero. Él no suele ser tan indiscreto. Limita sus intereses amorosos al
terreno del dormitorio.
—Amanda tiene razón, Sarah. James nunca antes ha bía escogido a una joven
para prodigarle tan marcada atención. La sociedad os está prestando atención.
—La duquesa de Rothingham sin duda está haciéndolo. Tiene su gran nariz
corva bastante desencajada. Os digo que nunca disfruté más de un espectáculo.
—¡Amanda!
—Pues es la verdad. Admítelo, Gladys. Estás tan en
cantada como yo de ver a Suzie Bentley ponerse como loca.
Qué la llevó a pensar que podía encajarle esa mocosa a James,
es algo que supera mi entendimiento.
Lady Gladys asintió con la cabeza. —Siempre tuvo un cerebro de
piedra. No es de extrañar que haya parido a la Reina de Mármol.
—En su juventud era insufrible y el casarse con Rothingham sólo la hizo peor de lo
que era.
Sarah intentó que la conversación volviera a centrarse en su problema.
—Si la sociedad está prestándonos atención, lady Gladys, también está haciéndolo
el señor Runyon. No quiere que su alteza se case.
—Richard no quiere que su alteza esté vivo, Sarah, pero eso no significa que James
vaya a meterse en una tumba para darle gusto. No te preocupes por Richard. James se ocu -
pará de él.
—¿Pero pensáis que el duque realmente desea casarse?
—¡Bah! —Lady Amanda chasqueó los dedos en dirección a Sarah—. ¿Qué hombre
desea realmente casarse? Estoy segura de que a todos ellos les gusta flirtear con una y otra
mujer, cual abejas en un jardín. Y James sin duda ha dejado bien claro que le gustaría sorber
el néctar de tu flor, muchacha. Y sabe que la única forma de hacerlo es casándose contigo.
—Pero su reputación...
—¿Qué reputación? Ah, te refieres a ese ridículo
asunto del monje..
Lady Gladys se volvió para mirar fijamente a lady Amanda.
—¿Cuál ridículo asunto del Monje?
—Ya sabes, Gladys. Los tontos rumores de que James se divierte con la mitad de las
damas de la alta sociedad y con todas las rameras de Londres.
Lady Gladys resopló.
—¿Todavía están circulando esas historias?
—Se vuelven más escandalosas cada temporada.
Sarah sintió una oleada de alivio.
—¿ Entonces no son ciertas ?
—Oh, estoy segura de que algunas lo son, querida. —Lady Gladys se encogió de
hombros—. James tiene veintiocho.
Lady Amanda asintió con la cabeza.
—Pero debes tomarlas con pinzas, Sarah. Porque según una de ellas, James fue visto
navegando por el Támesis con me dia docena de mujeres de dudosa virtud. ¿Alguna vez habías
oído tamaña ridiculez? Estoy segura de que no podía haber a bordo más de dos o tres de las
«impuras de moda»23. —Hizo una pausa, tamborileando sobre sus labios con un dedo—. Bue
no, tres o cuatro. James es bastante superior.
—Bastante.
Sarah parpadeó. Lady Gladys parecía más bien orgullosa de las proezas sexuales
atribuidas a James.
—Pero James sabe qué es lo que se espera de alguien de su posición, Sarah. —Lady
Gladys sonrió—. No te preocupes. Cumplirá con sus obligaciones y será discreto con respecto a
sus demás actividades. No te dará motivo alguno para avergonzarte.
—Si tan sólo quisieras tomar la decisión de permitir que el muchacho cumpla con sus
obligaciones... —dijo lady Amanda—. Di que sí, Sarah, y líbralo de su sufrimiento. Episodios
como la precipitada excursión de anoche al jardín deleitan a los cotillas, pero generalmente
sólo frustran y ponen de mal humor al hombre que los protagoniza.
Lady Gladys frunció el ceño.
—Sí, Sarah, si no tienes la intención de aceptar a James, no deberías provocarlo
desapareciendo entre los arbustos con él.
—Usted sí tiene intenciones de aceptarlo, ¿verdad, señorita?
Sarah miró otra vez a las damas, con gesto de impotencia. Sentía una exasperante
confusión.
—No lo sé.
James estaba saliendo de su estudio cuando lady Amanda lo abordó.
—No es mi intención decirte cómo manejar tus romances, muchacho, pero el arrastrar
a una virgen a los arbustos no ha sido precisamente una de tus ideas más geniales.
—¿Perdón?
—Oh, no te hagas el desentendido, James. Escandalizasteis a todas las viejas chismosas
que había en Easthaven, lo cual no hubiese estado mal si hubieras obtenido un «sí» de la
muchacha, pero no lo conseguiste. Más bien la asustaste. Será mejor que mantengas la
distancia hasta que seas capaz de mantener abotonados tus pantalones.
—\Lady Amanda! Se está excediendo usted.
—Quien se ha excedido eres tú. Si vas a besar a la muchacha, no le dejes una marca, o
al menos no donde todo el mundo pueda verla. ¿No te has preguntado por qué Sarah lleva hoy
un vestido de cuello alto ?
—Está usted a punto de deleitarse, señorita Hamilton. —El señor Symington dio un
tironcito a su chaleco. Un gesto inútil. Ni bien sus dedos soltaron la tela, la prenda volvió a
subirse sobre su barriga—. El señor Edmund Kean va a repetir su interpretación de Shylock en
El mercader de Venecia. —Se inclinó para acercarse a Sarah y le dio una palmadita en la mano
—. Es una obra de Shakespeare, ¿sabe? Un dramaturgo inglés muy famoso. Desgraciadamente
ya murió.
Sarah apretó los dientes y ocultó su mano bajo los pliegues de la falda, fuera del alcance
del señor Symington. Real mente desearía que a este hombre no le gustase tanto la cebolla.
Hablar con él era ya suficiente calvario sin necesidad de agregarle el tener que aspirar el olor de
su última comida.
—La fama de Shakespeare se ha extendido hasta el otro lado del Atlántico, señor
Symington.
—-¿De veras? —El señor Symington se alisó los tres mechones que le quedaban sobre
el cráneo rosado—. Me alegra saber que a los salvajes les ha llegado algo de cultura.
Sarah inclinó la cabeza e imaginó el agradable crujido de su abanico al romperse contra
la cabeza calva del señor Symington. Miró a lady Gladys en busca de ayuda, pero ésta estaba
hablando con Lord Crossland, el anciano noble que las escoltaba aquella noche. Lady Amanda
examinaba decidida mente el otro lado del teatro. Ambas damas eran demasiado astutas como
para dejarse atrapar en una tediosa conversación con «Simple» Symington. Lizzie, sentada
junto a lady Aman da, advirtió la mirada de Sarah y le guiñó un ojo, pero no hizo movimiento
alguno para ir al rescate. Ahogando un suspiro, Sarah se volvió otra vez hacia su acompañante.
—Kean fue aplaudido de pie en el 14 por su actuación —estaba diciendo él. Luego tosió
modestamente cubriéndose la boca con la mano—. No pude estar ahí. Me era imposible venir
a la ciudad. Tenía que quedarme en el campo con mi pobre esposa.
«Pobre esposa, en efecto», pensó Sarah. Probablemente había muerto de aburrimiento,
feliz de librarse finalmente de la monótona voz de su marido. Se pellizcó en castigo por ese
pensamiento tan poco caritativo, pero temía acabar ella misma en la tumba si tenía que
aguantar mucho más del pomposo parloteo del señor Symington.
Echó un vistazo al teatro. Aquella noche sí se sentía un poco salvaje. Nunca antes había
asistido a una obra de teatro. Había oído a sus alumnas hablar de sus idas al teatro de Walnut
Street, en Filadelfia, y había soñado con ir allí algún día. Pero siempre había sabido que se
trataba de una esperanza vana. Su padre y las hermanas Abington no tenían tiempo para
pasatiempos tan frívolos.
El esplendor del salón era sobrecogedor, como también lo era el sonido de tanta gente
hablando a un tiempo. Un ruidoso hervidero de gente bullía en la platea, mientras las filas de
palcos llenos de locuaces y elegantemente ataviados damas y caballeros se elevaban hasta el
techo. Ella parecía ser la única persona del lugar que no estaba hablando. Intentaba mantener
un oído atento a los comentarios del señor Symington mientras admiraba a las mujeres de
coloridos vestidos, ador nadas con joyas y plumas y a los hombres de abrigos negros y blancas
corbatas.
Sus ojos se clavaron en un hombre que estaba en un palco directamente enfrentado al
suyo. James, quien había pretextado estar demasiado ocupado para escoltar a su familia al
teatro, estaba sentado entre lady Charlotte Wickford y la duquesa de Rothingham. Mientras
Sarah los observaba, James dijo algo acercando la cabeza a la de lady Charlotte. Ésta rió y con
aire juguetón le dio un golpecito en el brazo con su abanico.
Sarah oyó un ruido agudo, similar a un chasquido. Bajó los ojos hasta su regazo. Su
propio abanico estaba partido en dos.
A James le escocía el brazo que acababa de golpear Lady Charlotte. Una docena de
comentarios habían sido ya recibidos con un golpe de su abanico. No acertaba a comprender
qué la llevaba a pensar que aquél era un gesto simpático. Se alejaría de ella si no estuviera
atrapado por la duquesa al otro lado. Flanqueado por el enemigo, una vergonzosa derrota
táctica para un ex oficial.
Al menos tenía una buena vista de su propio palco y de Sarah. Nunca se cansaría de
mirarla. Esta noche llevaba un escotado vestido azul oscuro. Dejó que sus ojos se demoraran
allí donde sus manos anhelaban estar: sobre esa hermosa cabellera rojiza que recogida dejaba
ver el adorable ángulo de la mandíbula y la seductora curva del cuello, sobre los delicados
hombros y la cremosa piel blanca, deslizándose luego hasta la línea oscura del vestido que
llegaba justo hasta el nacimiento de sus pechos, pequeños, perfectos.
Deseaba estar allí, sentado en la silla que en ese momento ocupaba Symington. El
deseo era tan fuerte que dolía. En todo el cuerpo. Cambió de posición para aliviar un poco la
presión del deseo. Por eso debía mantener la distancia. Por mucho que le hubieran
desagradado las palabras de lady Amanda, debía admitir que había en ellas algo de verdad. Ha-
bía sido tremendamente estúpido de su parte el llevar a Sarah al jardín de Easthaven. Lo
mismo hubiera dado que le hiciera el amor en el suelo del salón de baile bajo la mirada ávida
de toda la concurrencia.
La idea le resultaba extrañamente atractiva. Es decir, lo del suelo del salón de baile, no
lo de los espectadores. Hacerle el amor a Sarah en cualquier lugar sería como estar en el cielo.
Había llegaba a pasar gran parte del día imaginando los detalles del acto. Y por las noches...
bueno, no dormía demasiado.
Charlotte dijo algo y él murmuró una respuesta evasiva. Echó una ojeada a la mano de
ella. No se había movido. Se juró que si llegaba a golpearle una vez más con su maldito
abanico, lo agarraría para devolvérselo partido en dos.
Rió por dentro al ver los esfuerzos de Sarah por ser cortés con «Simple» Symington.
Éste le había impuesto su presencia ni bien la joven hubo atravesado la puerta del palco. Debía
haber estado merodeando en la entrada del teatro, esperando su llegada. Pobre muchacha.
Estaba claro que el hombre quería una nueva esposa y la había escogido como posible
candidata.. Qué perfecto pelmazo. Sarah tendría que estar loca para aceptar semejante
proposición.
Al verla sonreír, James miró por encima del hombro de la joven. Alguien acababa de
entrar al palco. Un hombre alto y atlético de espesa cabellera castaña. William Dunlap.
Maldición. A James se le pasaron las ganas de reír. Observó a Dunlap maniobrar
hábilmente para conseguir que Symington le cediera su asiento. Luego se repantigó en la silla,
apenas dentro de los límites del decoro, y sus largas piernas se toparon con las faldas de Sarah.
De algún modo su brazo llegó a descansar sobre el respaldo del asiento de ella. James
entrecerró los ojos al ver cómo uno de los largos dedos de Dunlap rozaba la piel cálida y suave
del hombro de Sarah. Ésta se ruborizó, moviéndose hacia delante en su asiento. Dunlap rió y
retiró el brazo. James apretó los puños. Dios, si no estuviese del otro lado del maldito teatro,
cogería de su elegante corbata al americano y lo lanzaría dentro del foso.
La obra dio comienzo, pero James estaba mucho más interesado en lo que estaba
sucediendo al otro lado del teatro que en cualquiera de las cosas que ocurrían en el escenario.
Indudablemente, Dunlap amenazaba sus intereses mucho más que Symington. Tenía la
ventaja de ser americano, así como también la de ser condenadamente guapo. Aun así, el tipo
tenía algo raro, algo peligroso. ¿Sarah también lo percibiría, o sólo vería la cara bonita de
Dunlap?
Debía advertirle que se cuidara. La joven era nueva en este ambiente y había llevado
una vida muy protegida. Estaba seguro de que jamás se había encontrado con un hombre de la
calaña de Dunlap.
James desvió su atención hacia el escenario. Shylock blandía un cuchillo de carnicero,
exigiendo con vehemencia su libra de carne. El duque miró la gran hoja afilada. Él quisiera una
libra de la carne de Dunlap, y sabía exactamente que parte de su anatomía cortaría. Sería mejor
que aquel tipo mantuviera quietas las manos si no quería terminar cantando en falsete.
Vería si podía llevar aparte a Sarah por un momento esa noche, después de que
hubieran regresado a casa. Era su deber, en realidad. Sólo unos pocos minutos en su estudio.
Una muchacha podía descarriarse fácilmente en manos de un consumado libertino como
Dunlap.
—Sarah, un momento, si me lo permite.
Ella se detuvo con el pie en el primer peldaño. James estaba de pie en la entrada de su
estudio. Por cierto que no pensaba volver a entrar en esa habitación a solas con él.
—James —dijo lady Gladys, deteniéndose a su vez—. ¿Te gustó la obra?
—Estuvo tolerable. Necesito hablar un momento con Sarah, tía.
—Sarah ha estado acostándose muy tarde últimamente. —Lady Gladys se volvió hacia
la muchacha—. Ha sido un día largo. ¿Quieres quedarte levantada?
—No. —Sarah sin duda no quería quedarse levantada con James, especialmente
después de que él había pasado la velada con Charlotte Wickford—. Realmente estoy agotada.
Lady Gladys le dio el brazo a la joven.
—Entonces quizás nos veamos por la mañana, James.
James se reclinó contra una columna de piedra en el baile de lady Wainwright y miró
fijamente a Sarah bailando ron Dunlap. Frunció el ceño. Había sido una semana pésima. No
había logrado hablar a solas con Sarah. Por alguna maldita razón, su tía y lady Amanda se
habían convertido en unas carabinas ejemplares.
Bueno, se imaginaba cuál era esa maldita razón. Pero ellas querían que se casara con
Sarah ¿no? ¿Cómo querían que la convenciera si no le concedían el tiempo que necesitaba para
hablarle a solas?
en el baile de Easrhaven él había sido realmente muy persuasivo. Unos cuantos
minutos más y la hubiera convencido de quitarse el vestido.
—¡Oh, vuestra alteza, qué placer verle! Creo que des de aquella noche en el teatro
Druny Lane no hemos vuelto a pasar ni un momento juntos
James bajó la vista y trató de sonreír.
—Hola, lady Charlotte.
—Veo que está mirando a la señorita Hamilton y al señor Dunlap. ¿No hacen una
pareja adorable?
James emitió un gruñido que lady Charlotte aparente mente interpretó como un
asentimiento.
—Yo los presenté, ¿sabe? Ambos son de las colonias. Me parecía que harían una pareja
perfecta.
James nunca antes había sentido deseos de practicar la violencia física con una mujer,
pero la idea de retorcerle el pescuezo a Charlotte para borrarle de la cara esa sonrisita de
suficiencia le resultaba bastante atractiva.
—¿Fue usted quien los presentó?
—Sí, claro.
—Confieso que no sé mucho sobre Dunlap. ¿Qué puede usted decirme de su entorno?
Dado que la señorita Hamilton está viviendo bajo mi techo, me siento en cierto modo
responsable por ella, usted me entiende.
Lady Charlotte se encogió de hombros.
—Bueno, en realidad yo no puedo contarle mucho. Su primo, el señor Runyon, podría
saber algo. Fue él quien me presentó al señor Dunlap.
James sintió en la cabeza un clamor de alarma mientras se erguía de golpe separándose
de la pared. Respiró pro fundamente.
—Ya veo. Creo que iré a hablar con Richard.
James no encontró a Richard, pero sí a Sarah, quien justo regresaba del tocador de
damas. Agarrándole la mano, la metió de un tirón en una habitación vacía y cerró la puerta..

—¡James! ¿Qué sucede? —Sarah recorrió con la vista la pequeña sala de estar—. ¿Está
loco? Si nos encuentran aquí dentro tendrá que casarse conmigo.
James no la escuchaba. Apoyándole las manos sobre los hombros la atrajo hacia sí.
Aspiró su dulce perfume. Dios, deseaba...
Dejó caer las manos y retrocedió.
—Aléjese de Dunlap.
Sarah parpadeó y frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Aléjese de Dunlap.
—Es el hombre más guapo del salón de baile y está interesado en mí. ¿Por qué debería
alejarme de él?
—No está interesado en usted, Sarah.
El rostro de la joven de repente pareció tensarse alrededor de los pómulos y entrecerró
los ojos.
—Oh, no lo está, ¿verdad? Supongo que no soy lo suficientemente atractiva como para
mantener su atención.
—¡No es eso! —James intentó sacar de su mente la lujuria y pensar con claridad. Esta
conversación no iba por buen camino.
—Usted cree que yo sólo puedo interesarle a los Belhams y los Symingtons de su
mundo, a los carroñeros que escarban entre las sobras del mercado matrimonial, ¿verdad?
—Sarah...
—El señor Dunlap es sumamente encantador y bailaré con el si quiero. No intente
disuadirme, vuestra alteza.
—¡Dios mío! —James ya había tenido suficiente. Sus manos se movieron casi por
voluntad propia. Asió de los hombros a Sarah y la apretó contra su cuerpo. Su boca se lanzó a
detener las acidas palabras de la joven. Como un rayo su lengua aprovechó el jadeo de sorpresa
para invadir la dulzura de esa boca. La sintió abandonarse contra él y deslizó las manos por la
espalda para rodearle las nalgas. La apretó más contra la
parte de él que ardía por ella-. Dios, Sarah.
Ella se puso tensa y le dio un fuerte empujón contra el pecho.
—Ya deje de maltratarme. —Había lágrimas en sus ojos—. Déjeme en paz.
James dejó caer las manos y ella se precipitó fuera de la habitación.
¡Maldición! James permaneció de pie sin moverse, intentando dominar sus emociones.
Faena tan imposible como controlar un purasangre nervioso e indómito. Apenas conseguía
mantener bajo control la respiración. Otro recuerdo (el de sus sensaciones al tocar y saborear a
Sarah) enviaba su sangre al galope por el cuerpo.
Tenía que escapar de allí. Salir. Si no se marchaba de inmediato iba a explotar y no
estaba seguro de en qué forma. Saludó con la cabeza a los conocidos y se quitó de encima a
los amigos mientras daba infinidad de rodeos en el camino hacia la puerta principal y la
libertad. Las lenguas de la «flor y nata» debían estar agitándose de un lado a otro
comentando su precipitada partida, pero eso era inevitable. Mientras nadie relacionara a Sarah
con la agitación de él, le tenía sin cuidado lo que opinaran. Esa sarta de cotillas tenía su
bendición para especular cuanto quisieran.
Arrebató su sombrero y su bastón de mano de un lacayo que se precipitó de un salto a
abrirle la puerta. James ni si-
quiera hizo el intento de saludarle con la cabeza. Lo mejor se-
ría internarse en la noche, donde pertenecía, donde sus sensaciones podían disiparse
sin dañar a nadie. A grandes zancadas se alejó por la acera, ansioso de poner tanta distancia
como fuera posible entre él y la casa de lady Wainwright.
Pero no podía poner distancia alguna entre él y sus sentimientos.
Dios, ¿qué iba a hacer si Sarah empezaba ;i sentir algo por Dunlap? No podía permitir
que se casara con aquel hombre. En realidad con nadie que no fuera él mismo. Si lo permitía...
ese pensamiento abrió un abismo oscuro en su alma.
Azotó con el bastón un cerco junto al que acertó a pasar. El ruido metálico del golpe se
perdió entre el chirrido de los carruajes que esperaban, el tintineo de los arneses y el mo-
nótono parloteo de los cocheros; sólo un perro vagabundo lo oyó y corrió a ocultarse en un
callejón.
James aceleró el paso. Necesitaba recobrar su autocontrol. Era un hombre, un soldado,
no un blandengue demasiado sensible revolcándose en un lodazal de emociones.
Dobló una esquina, sin importarle hacia dónde iba.
Tenía que ser él quien se casase con Sarah. Era él quien la había comprometido. Su
propio honor exigía la reparación del matrimonio.
Desearía que algún descarriado habitante de la noche decidiera que él era un blanco
fácil y lo invitara a enzarzarse en una pelea. Sería un alivio liberar algo de su tensión a través de
sus puños.
No era tan afortunado. Las calles estaban inusualmente desiertas.
Al menos podía investigar a Dunlap. Debería haberlo hecho en el preciso instante en
que aquel tipo había atravesado el umbral de Easthaven. Tenía los recursos, las conexiones
para descubrir todo lo que necesitara saber. Diablos, si Dunlap tenía una peca en el trasero, sus
hombres la encontrarían. A la mañana siguiente tendría una charla largamente postergada con
Walter Parks.
Cuando James se fue, Sarah regresó a toda prisa al tocador. Por fortuna estaba vacío.
Apretó las manos enguantadas contra sus mejillas cubiertas de rubor. Ya no se
reconocía. ¿Cómo podía haberle dicho cosas tan terribles a James! En el pasado el enojo jamás
le había soltado lo lengua de esa forma. Pero nunca antes había sentido semejante torbellino
de emocione encontradas.
¿Y por qué James la había besado cuando ella acababa de vociferar como una verdulera?
Se tomó la cabeza entre las manos, cubriéndose los ojos. Había sido más un ataque que un
beso... ¡y cómo lo había anhelado su cuerpo traicionero! Aún podía sentir sobre las nalgas la
presión de sus palmas y dedos, la rudeza con que la lengua de él le había invadido la boca. Las
rodillas dejaron de sostenerla y se sentó abruptamente.
Sin duda, el señor Dunlap nunca la había hecho sentir así.
—Señorita Hamilton. Sarah. —El Mayor Draysmith hizo una reverencia—. ¿Me
concede la próxima pieza?
—Por supuesto, Charles. —Sarah sonrió. No había visto a James ni al señor Dunlap
desde que había regresado al salón de baile. Pero Charles no pondría a prueba su precario
equilibrio emocional.
Estaba equivocada.
—Sarah —dijo Charles mientras la llevaba a la pista de baile—. ¿Dónde está James?
Ella trastabilló y Charles la cogió del brazo para impedir que cayera.
—No lo sé. Estaba aquí hasta hace unos minutos.
¿Se habría precipitado fuera para maltratar a otra? Sarah estaba segura de que muchas
mujeres de la alta sociedad aceptarían complacidas las atenciones de James. La señora
Thornton no había venido esta noche. ¿James se habría marchado del baile rumbo a la cama
de esta señora? ¿O estaría en la alcoba de lady Cresten? Su figura escasamente vestida también
estaba ausente de la velada.
—¿ Ya habéis decidido una fecha ?
—¿Una fecha?
—Para vuestra boda.
—Charles, usted sabe que un duque no puede casarse con una americana.
—¿Por qué no? Él se lo ha propuesto, ¿o no?
—Pues sí.
—Entonces ¿cuál es el problema? A él no le interesa el rango. ¿Es a usted a quien le
interesa? ¿Acaso no le aceptará usted porque tiene un título de nobleza?
—No. —Sarah tragó saliva. La sola mención del nombre de James la hacía sonrojar y
sentirse anhelante. Sus emociones estaban tan desordenadas que temía romper a llorar en
medio del salón de baile—. Por favor, Charles, ¿podemos limitarnos a bailar?
—Está bien, pero Robbie y yo pensamos llegar al fondo de esta cuestión. Si no nos
cuenta usted cuál es el problema, se lo preguntaremos a James.
—¡No hagáis eso!
Charles la miró fijamente.
—¿Por qué no? Sarah, yo daría mi vida por James. Quiero verle feliz.
«¿Y nadie quiere verme feliz a mí?», Sarah se tragó las palabras. Eran infantiles pero
verdaderas.
Estaba sola. No debía olvidar eso. Lizzie y lady Gladys eran la familia de James, no la
suya. Para lady Amanda, para Charles, e incluso para Robbie, James estaba primero. Le
conocían.
Ella era la extraña. Extraña entre la gente y entre sus costumbres. Era americana, no
británica. Quería amor y fidelidad, no rango y riqueza.
Pero ¿qué era el amor? No había reflexionado mucho sobre esta pregunta en el pasado.
¿Un sentimiento puro y abnegado? ¿O la necesidad ardiente y jadeante que la consumía cada
vez que James la tocaba?
Charles y ella bailaron en silencio hasta que la música cesó. Tan absorta estaba en sus
pensamientos que apenas notó cuando Charles se despidió con una reverencia.
¿Podría ser feliz con James? No, eso era imposible. Él era un duque, ella era
republicana. Él era un libertino, ella no lo era... todavía. Pero si seguía en su compañía por
mucho tiempo... Cerró los ojos avergonzada... y vio la imagen del hermoso pecho desnudo de
James.
—Parece sentirse un poco sola, señorita Hamilton.
—Señor Runyon.
Sarah prefería el aislamiento antes que su compañía.
Richard alargó la mano hacia ella.
—Venga.
—Estoy un poco cansada. Creo que me quedaré aquí, pero de todas maneras se lo
agradezco.
Richard mantuvo la mano extendida. Sarah oyó los susurros de las carabinas. Miró a su
alrededor. La miraban fijamente con ojos brillantes como perros salvajes que olfatean sangre.
—Muy bien.
—Sabia decisión, señorita Hamilton. No querrá que esas arpías escuchen como al
descuido nuestra conversación —dijo Richard cuando comenzó la música nuevamente.
—¿No?
—No. —Recorrió con la vista la pista de baile—. No veo al primo James.
—Estaba aquí hasta hace unos minutos. Estoy segura de que lamentará no haberle visto
a usted.
—Lo dudo. —La arrastró en un giro tan brusco que ella apenas logró esquivar a la
pareja que bailaba junto a ellos—. Supongo que usted habrá tomado en serio mi advertencia,
señorita Hamilton.
—¿Disculpe?
—Me refiero a la soltería de James. Estoy seguro de que se acuerda de mi advertencia.
Pensé que era por eso por lo que James no andaba olfateándole las faldas.
Sarah clavó la vista en la fría mirada de Richard.
—Veo que sus modales no han mejorado, señor Runyon.
Él curvó los labios en un remedo de sonrisa.
—Mis modales es lo que menos tiene que preocuparle a usted. Sólo asegúrese de
mantener cerradas las piernas cuando esté cerca de mi primo.
Sarah sabía que estaba boquiabierta. Afortunadamente, sus pies se movían
automáticamente al ritmo de la música.

—Aún no se ha metido en la cama de él ¿verdad? —Estudió el rostro de la joven—.


Todavía tiene la mirada de una virgen. ¿Estoy en lo cierto?
—¡Señor Runyon!
—Debo estarlo. No podría fingir esa expresión estupefacta. Respire, señorita
Hamilton y escuche con atención. Sin duda lo que más le conviene es seguir siendo virgen, al
menos en lo que concierne a mi primo. Tratar de convertirse en duquesa sería un grave
error.
Al llegar a este punto, Richard dejó caer las manos y abandonó la pista, dejando
plantada a Sarah en el medio del salón de baile. Las demás parejas, las jovencitas de ojos de
lince y sus afectados compañeros giraban alrededor de ella. Oía sus risas ahogadas y
susurros, sentía todos los ojos regodeándose con el espectáculo. Los cientos de velas que
parpadeaban en las arañas y en los candelabros de pared diseminados por todo el salón
bien podían haber sido las llamas del infierno.
Se preguntaba si alguna vez despertaría de esa pesadilla.

La semana siguiente Robbie y Charles encontraron a James en White's.


—Caballeros —dijo James, bajando el diario—. ¿A qué debo el placer de vuestra
compañía?
—No es un placer, Alvord. —Robbie se sentó enfrente de él—. Vaya, te veo fatal.
—Gracias, Robbie. Siempre tan halagador. ¿Tú también tienes algunas observaciones
de naturaleza personal que hacer, Charles?
Charles se dejó caer en la silla junto a la de Robbie.
—Robbie tiene razón. Sí que tienes mal aspecto.
James inclinó la cabeza, admitiendo el comentario.
—Tomaré nota de mi decadente estado físico. —Volvió a coger el diario—. No
permitáis que yo os distraiga de vuestros compromisos.
—Ése es precisamente el asunto, James —dijo Charles—. ¿Qué pasa que todavía no
hay un compromiso?
—¿Perdón? —James los miró por encima del diario.
—Vamos, James. La pose de duque con nosotros, no —dijo Robbie—. Charles tiene
razón. Pensé que ibas a comprometerte con mi prima. Es una cuestión de honor, sabes.
—No discutiré sobre la señorita Hamilton.
—Claro que discutiremos sobre ella, o nos veremos al amanecer.
—Robbie —dijo Charles—, baja la voz. No creo que haga falta hacer de los problemas
de tu prima el tema en White's, no más de lo que ya lo es.
—Maldición. —Robbie echó un vistazo alrededor. Los demás hombres que estaban en
la habitación leían aplicadamente sus diarios, con las orejas orientadas hacia ellos tres.
Bajó la voz.
—Mira, Alvord, mientras tú te esfumaste, la maldita «flor y nata» ha estado
despedazando a Sarah. Tu condenado primo la dejó plantada en medio de la pista de baile en
la fiesta de Wainwright la semana pasada, e incluso ese americano, Dunlap, ya no anda
rondándola tanto como antes.
—Robbie. —James cerró los ojos.
—¿Cuál es el problema, James? —dijo Charles—. Todo lo que dice Robbie es verdad.
Pensé que Sarah te interesaba.
James respiró profundamente y dejó salir el aire lentamente.
—Caballeros, habéis cumplido con traer vuestro mensaje.
Robbie miró boquiabierto a James.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Eso es todo lo que puedo decir.
—¿No vas a contarnos lo que está sucediendo?
.. —No.
—Vaya, maldición, James, al menos promete que la verás. Ven a la fiesta que ofrece
Palmerson esta noche. Sarah estará allí. Ven a ver tú mismo cuál es la situación.
—Robbie...
—No, no voy a desligarte de esto. Charles y yo te encontraremos y, de ser necesario,
te arrastraremos hasta allí, ¿verdad, Charles?
Charles asintió con la cabeza.
—Tenemos que saber que la has visto, James. Si no cambias de opinión aún después
de verla, bueno... —Charles hizo un gesto de resignación con las manos—. No puedo
creer que seas capaz de semejante frialdad, pero al menos sentiré que hicimos lo posible para
hacerte entrar en razón.
—¿Nos das tu palabra de que irás? —preguntó Robbie.
James permanecía sentado, sin moverse. Luego hizo un gesto de asentimiento con
la cabeza.
—No cambiará nada, pero iré.
—Bien. Vamos entonces Charles, larguémonos de aquí.

James no siguió con la vista a Robbie y Charles mientras se marchaban. En cambio


sacó del bolsillo la nota que había recibido después del baile de Wainwright. La abrió, pero
no le hizo falta leerla. Sabía de memoria las palabras.

La señorita Hamilton dice que aún es virgen. Dado que el bienestar de ella depende
de que se mantenga en ese estado, lo mejor que podría hacer usted es evitar acercársele.

Aunque la nota no llevaba firma, James reconoció la letra de Richard.


Maldición. Antes consideraba a Richard un peligro sólo para, él, pero si ahora las
amenazas iban dirigidas a Sarah...
¿Richard había asesinado a Molly, la muchacha del Green Man? Y a aquella chica
de la Universidad, cuyo cuerpo habían sacado del río Cam, ¿también la habría matado él? En
aquel momento James no había dado crédito a los rumores.
Quizás había sido una actitud equivocada.
¿Y quién diablos era el tal Dunlap? Obviamente había una conexión entre él y
Richard, pero había demostrado ser un tipo extremadamente escurridizo. Parks no había
podido encontrar ninguna información precisa sobre él.
Se sentía terriblemente impotente. Había puesto hombres para seguirle la pista a
Richard. Había enviado a Parks y a sus socios a registrar las zonas más sórdidas de Londres.
Incluso había contratado a dos oficiales de Bow Street para que vigilaran a Sarah.
Pero ahora cumpliría las exigencias de esta maldita nota hasta que tuviera una idea
más clara de cuáles eran los planes de Richard.
No deseaba alejarse de Sarah. No quería dejar de verla. Jamás. Quería custodiarla día y
noche. Especialmente por las noches. En la cama. Cubriría con el suyo ese dulce cuerpo. Por
la seguridad de la joven, por supuesto.
Cruzó las piernas y buscó la sección de finanzas, asegurándose de que el diario le
cubriera el regazo. Dios, estaba sentado en medio de White's, probablemente tan lejos
como era posible de cualquier mujer de Londres y aún así se excitaba al pensar en Sarah.
Se obligó a concentrarse en la solidez de los números. Iría esa noche al baile de
Palmerson. Había dado su palabra. Si no iba por propia voluntad, Robbie lo encontraría y lo
arrastraría hasta allí de todas formas. Y en verdad se moría por ver a Sarah, aunque sólo
fuera fugazmente. Quizás vislumbrara un modo de acabar con esta agonía.

—Lady Gladys, realmente no tengo ganas de ir al baile del marqués de Palmerson


esta noche —dijo Sarah—. Tengo dolor de cabeza.
—¿Dolor de cabeza? —Lady Gladys bajó su labor y frunció el ceño.
—Bobadas. —Lady Amanda apuntó con la aguja a Sarah—. Endereza esa espalda,
muchacha. No permitas que un puñado de viejas tontas te impida salir.
Sarah suspiró.
—Lady Amanda, ya he enderezado la espalda hasta que creí que mi columna iba a
estallar en pedazos. Quisiera que usted y lady Gladys se concentraran sólo en encontrarme
algún empleo. Estoy segura de que podría ser dama de compañía, si es que no pudiera
enseñar.
—Yo pensaba que ya te había hallado un empleo, Sarah. Como compañera de mi
sobrino.
—Y yo no pensaba que tu sobrino era tan estúpido. —Lady Amanda recortó un
nudo—. Cuando le dije que fuera más prudente no quería decir que se esfumara.
—¿Usted habló con su alteza?
—Después del incidente en el jardín de Easthaven, sí.
—Ay, no —Sarah cerró los ojos.
—No estoy segura de que haya sido una buena idea, Amanda.
—Alguien tenía que hablar con el muchacho. Estaba haciendo todo mal.

Sarah iba sentada en silencio junto a lady Amanda en el carruaje rumbo a casa de
Lord Palmerson.
—Eso va a ser un baño de multitudes. —En la voz de Robbie había una jovialidad un
tanto exagerada—. Estoy seguro de que va a estar todo el mundo.
—Supongo que eso significa que James también aparecerá por allí. —Lady Gladys
parecía escéptica.
—Dijo que lo haría, ¿no es así, Charles?
—Sí. Prometió que vendría.
—¿Dijo por qué está evitándonos? —preguntó Lizzie.
—Bueno, no, no puedo decir que lo dijera. —Robbie tosió. Sarah sintió sus ojos sobre
ella—. Por algo importante, estoy seguro. Ya conocéis a James.
—Yo ya no le reconozco —dijo lady Gladys.
Sarah quería escurrirse entre los almohadones del carruaje.
Lady Amanda se inclinó hacia ella y le dio una palma-dita en la mano.
—No te preocupes, querida. Todo saldrá como tiene que salir.
Sarah valoraba el gesto de lady Amanda, aunque sus palabras no le resultaran
demasiado reconfortantes. Su único consuelo era que pronto las damas tendrían que
renunciar a sus planes de casarla con James.

—Señorita Hamilton, me alegra mucho que haya podido venir. —Lady Palmerson
miró sin disimulo quién estaba detrás de Sarah en la línea de recepción. Robbie estaba salu-
dando a su marido—. ¿Y el duque de Alvord? ¿Está de viaje?
—No lo creo —respondió Sarah con voz firme.
—¿ No ? Qué raro... Se ha vuelto tan asiduo asistente a los eventos de la temporada
que habíamos pensado que vendría. —Los desvaídos ojos azules de Lady Palmerson adopta-
ron una expresión aguda—. Su ausencia es bastante llamativa ¿no es así? —Bien podría
haberse relamido, de tal modo se le hacía agua la boca al olfatear el jugoso chisme que
significaba la ausencia de James.
—Creo que quizás venga esta noche —dijo Robbie, liberando su mano del apretón
fláccido de Lord Palmerson.
—¿De veras? Qué bien. Espero ansiosamente verle.
«Y ver el revuelo que causará su presencia», pensó Sarah mientras entraba al salón de
baile del brazo de Robbie.
Bailó con Robbie las primeras piezas. Le pareció que logró ignorar bastante bien las
miradas de reojo, las risas ahogadas, y los susurros y murmullos. No dejó de sonreír en
ningún momento aunque sentía un fuerte nudo en el estómago.

Durante las dos siguientes series permaneció sentada. La duquesa de Rothingham


condescendió a hacerle compañía durante la última.
—No veo al duque por aquí esta noche.
Sarah intentó ahogar un suspiro. O más bien un grito.
—-Creo que todavía no ha llegado.
—Ah, ¿entonces va a venir?
—En realidad no podría asegurárselo. Mi primo, Westbrooke, dice que sí.
La duquesa se acomodó el volante del escote.
—Pensé que usted se hospedaba en Alvord.
Sarah apretó los dientes.
—Así es.
—¿Y no ve al duque lo suficiente como para hablar con él? Qué raro.
—El está muy ocupado. En realidad yo estoy aquí para servir de compañía a su
hermana, lady Elizabeth.
—Oh —sonrió la duquesa—. Entiendo.
—Creo que yo tenía reservada esta pieza.
Sarah nunca se había alegrado tanto de ver a Charles. Se volvió hacia la duquesa y
forzó una sonrisa.
—Discúlpeme, por favor.
La duquesa inclinó la cabeza.
Sarah bailó dos veces con Charles y luego una vez más con Robbie antes de que se
presentara el señor Symington. Mientras la guiaba torpemente por el perímetro de la pista
ella aprovechó para echar un vistazo al salón de baile. James aún no había llegado. Reprimió su
desilusión. Sabía que no debería haber escuchado a Robbie cuando éste había dicho que James
vendría. Es más, no debería haberse permitido esperar que James la tomara entre sus brazos
para bailar el vals y para dejar atrás los desagradables cotilleos de la clase alta londinense.
La música se detuvo. Sarah le sonrió al señor Symington, pero él estaba mirando más
allá de la joven a alguien que acababa de entrar al salón.

Las parejas a su alrededor comenzaron a murmurar, mientras los ojos iban como
dardos de Sarah al recién llegado. La marea de susurros se extendió rápidamente hasta los
extremos más lejanos de la habitación.
Sarah cerró los ojos por un instante, tragó saliva y luego se volvió. Todo el salón
contuvo el aliento.
Miró a James directamente a los ojos. Le pareció haber visto en ellos un atisbo de
calidez, pero antes de que pudiera estar segura ya se había desvanecido.
Él se volvió, inclinando la cabeza ante lady Palmerson.
—Lamento llegar tan tarde.
—No hay problema, vuestra alteza —dijo lady Palmerson, lanzando una mirada de
regocijo en dirección a Sarah—. Nos alegra que haya podido venir.
Simple Symington miraba fijamente, con ojos desorbitados la retirada de James.
—Le ruego me disculpe. —Con la cabeza en alto Sarah caminó lentamente hasta
donde estaban sentadas las carabinas. Sentía sobre ella todas las miradas, oía a la
murmurante concurrencia disfrutar con su humillación. Pues se negaba a parecer
humillada. Se dejó caer en una silla. Sus ojos se centraron en la pista, pero todo lo que veía era
el rostro de James.
Una mano se posó suavemente sobre su rodilla. Miró hacia su derecha, pero ya lady
Amanda estaba alejándose. La observó atravesar el salón y detenerse para susurrar algo al
oído de la señorita Fallwell. La mirada de ésta última se movió rápidamente hacia Sarah, luego
se volvió hacia lady Amanda y le dijo algo. Lady Amanda sonrió encogiéndose de hombros.
Robbie vino a reclamar su segunda pieza.
—Lo lamento mucho, Sarah —dijo en voz baja mientras inclinaba la cabeza hacia la
mano de la joven—. Yo le pedí a James que viniera esta noche. Nunca pensé que te trataría así.
—Está bien, Robbie. —Sarah no deseaba hablar de James. No tenía un control tan
firme sobre su compostura y sabía que todo el mundo estaba observándola para verla
quebrarse. No quería darles ninguna satisfacción.

—Juro que lo retaré a duelo y lo atravesaré de un balazo. —Robbie hizo una mueca—.
Si puedo... el maldito es un tirador experto.
—No hagas eso, Robbie. —El que su primo se preocupara tanto por ella como para
enfrentarse a su amigo conmovía a Sarah. La hacía sentir menos sola—. Sabes que siempre
dije que no podía casarme con James.
—Pues no veo por qué no puedes. Sería lo mejor para ambos.
Por fortuna para Sarah, la música empezó y ella y Robbie fueron separados por las
figuras de la danza.
Luego Robbie la llevó de vuelta a su silla. Las mujeres se movían, susurrando y
lanzándole miradas de reojo. Si antes se había sentido rechazada, ahora se sentía una
verdadera paría.
Observó a James bailando con Charlotte Wickford. Hacían una pareja encantadora
para quien fuera aficionado a la estatuaria. Lady Charlotte podía ser una buena pareja para
James en cuanto a rango y entorno, pero un matrimonio entre ellos sería un desastre. El
rostro de James no reflejaba nada de la calidez y buen humor que Sarah recordaba de las
semanas que habían pasado juntos en Alvord.
Suspiró. Era hora de que el señor Symington reclamara su segunda danza. Lo vio
aproximarse y trató de sonreír. En aquel momento, Lord Stevenson, el mojigato más grande
que había conocido jamás, detuvo su avance. No se sintió des-, ilusionada. Cada instante que
alguien retuviera a Symington era uno menos de sufrir su aburrido monólogo.
Lord Stevenson seguía hablando. El señor Symington echó un vistazo alrededor. Le
dijo algo a Lord Stevenson y éste asintió con la cabeza. Luego Symington sacudió la cabeza y
empezó a alejarse.
Qué raro. Sarah sintió alivio por no tener que continuar escuchándole hablar de sus
hijos y nietos, pero él nunca antes había perdido una oportunidad de bailar con ella. Quizás
era una emergencia. Pero no, él no se marchó del baile. Invitó a bailar a la señorita Lombard.
Sarah permaneció sentada sola durante tres series más. Finalmente, decidió que se
había ganado una retirada al tocador. No le costó abrirse camino en la atestada pista de baile. Los
grupos de gente se abrían como el Mar Rojo para dejarle pasar. Suspiró aliviada al llegar al pasillo
y fuera de la vista de la multitud. Esperaba que el tocador estuviera desierto.
No estaba de suerte. Justo cuando se disponía a entrar reconoció el inconfundible
tono nasal de lady Felicity Brookton, posiblemente la que menos le gustaba de todas las
debutantes. Sarah retrocedió, esperando que lady Felicity se fuera pronto.
—¡Ella estaba completamente desnuda!
—¿De veras? —Sarah no pudo determinar a quien pertenecía la otra voz. Su dueña
apenas podía respirar presa de una horrorizada excitación—. ¿ Y Alvord?
—También desnudo. —Lady Felicity bajó la voz—. Estaban juntos en la cama.
—¡No!
—Me gustaría ver a Alvord desnudo —dijo una tercera voz.
—¡Julia! —Hubo una explosión de risitas tontas.
—Pues sí. ¡Esos hombros! ¡Esas piernas!
—¡No deberías estar pensando en esas cosas! —dijo la segunda voz. Luego las tres
muchachitas sufrieron otro ataque de risa.
—No puedo creer que ella tenga la audacia de mostrarse entre gente de buenas
costumbres —intervino de nuevo lady Felicity—. Lady Gladys tiene que saber de esto
ahora mismo.
—Oí que en las colonias estas cosas son diferentes —dijo Julia.
—¿Admiten a las rameras entre los miembros decentes de la sociedad? —rió lady
Felicity—. Bueno, supongo que a los hombres podría gustarles la idea, pero me parece que
las mujeres protestarían. Yo seguramente lo haría.
Las muchachas, Lady Felicity, la señorita Julia Fairchild y Lady Rosalyn Mannerly,
salieron del tocador y se encontraron con Sarah. Sus bocas se abrieron al unísono dándoles
un aspecto similar a tres peces varados en la playa. A Sarah el espectáculo le habría
resultado gracioso de no haber perdido momentáneamente su sentido del humor.
Entonces lady Felicity cerró de golpe la boca apretando los dientes y levantando la nariz se
recogió las faldas para no rozar a Sarah al pasar a su lado. Las otras la siguieron.
Sarah apenas las vio. Estaba luchando por recuperar el aliento. La cabeza le daba
vueltas. Apoyó una mano contra la pared para no perder el equilibrio.
Se había divulgado la historia del Green Man. Toda la gente que había en el salón de
baile estaría hablando de James y de ella, especulando, imaginando que sabían todo lo que
había sucedido entre ellos.
De repente el tocador parecía no estar lo suficientemente retirado. Necesitaba salir.
Un grupo de hombres bloqueaba la puerta principal, de modo que se lanzó al salón. La
gente le dejaba el camino libre, pero esta vez ella ni siquiera lo notaba. Su único objetivo era la
puerta que daba al jardín y a la libertad. Tenía que salir del calor sofocante y del olor de la
«flor y nata», escapar de las brillantes luces para refugiarse en la anónima oscuridad.
Capítulo 10

Dunlap había tenido una semana agitada. Los disgustos se cernían sobre él desde
todas direcciones. Se había pasado los días escabullándose por puertas y esquinas para evitar a
Runyon y a Alvord. El primero quería que violara sin más dilación a la señorita Hamilton y
que la evidencia de la proeza fuera expuesta en la puerta de Almack's. Alvord quería las
pelotas de Dunlap colgadas de la Torre. Sus espías habían estado hurgando demasiado cerca
de los tan celosamente guardados negocios de Dunlap.
De haber podido, él habría evitado todo lo sucedido en la fiesta de Palmerson.
Desgraciadamente, Runyon se había enterado de que él no había asistido a los últimos
eventos sociales de la alta sociedad de Londres. Le había enviado una cáustica misiva
amenazándole con facilitarle de inmediato su nombre y dirección al conde de Lugington.
Éste no era un hombre que se caracterizara por su gentileza y comprensión. Dunlap no
quería ser sepultado en suelo inglés.
Ni bien atravesó la puerta oyó el rumor de que la señorita Hamilton y el duque de
Alvord habían estado retozando desnudos en una posada. Lo tomó con escepticismo.
Podría haber jurado que la muchacha era virgen, esa mirada inocente era demasiado
difícil de fingir. Sabía de qué hablaba, pues él mismo había tratado de enseñársela a
innumerables prostitutas. Pero también sabía cómo seguiría esta
historia. Fuera verdad o no, el rumor había deshonrado a la muchacha, de modo que Alvord
se casaría con ella. A Dunlap se le había acabado el tiempo. Runyon haría realidad su deseo. Fuera
o no virgen la señorita Hamilton, sin duda ya no lo sería al final de esta noche. Alvord tendría
que posponer su boda por lo menos tres o cuatro meses si quería estar seguro de que su
heredero era realmente suyo y no el hijo bastardo de un rufián americano.
Muchas cosas podían suceder en tres o cuatro meses. El mundo era un lugar
peligroso.
Dunlap vio a Sarah cruzar el vestíbulo a toda prisa y precipitarse hacia el salón de
baile. La siguió. La observó salir al jardín y él también se escabulló hacia fuera.

James la vio pasar de prisa junto a él. Parecía un soldado empapado de muerte
emergiendo de una batalla. Asintió mecánicamente a lo que le decía el Coronel
Pendergrast, sin ni siquiera oírle. Tenía que seguirla, pero disimuladamente. Echó un
vistazo a la multitud de cabezas y localizó a Robbie.
—Discúlpeme, Coronel. Estoy viendo a alguien con quien necesito hablar. Lo siento.
Se alejó del anciano charlatán y trató de abrirse camino entre los invitados apiñados
en el salón. Normalmente su altura y su rango hacían que la gente le cediera el paso, pero en
ese momento se sentía como nadando en arenas movedizas.
Notó otras peculiaridades. Todas las conversaciones se interrumpían cuando él se
acercaba y se reanudaban tan pronto se alejaba. Los grupos de jovencitas se ruborizaban
riendo tontamente cuando las miraba. La señora Sparks, una viuda muy conocida por su
moral acomodaticia, le hizo un guiño y dio un tironcito a su canesú cuando le vio mirarla.
Maldición, algo andaba muy mal.
—¡Alvord! —James se encogió. Reconoció el susurro áspero y bronco de Featherstonc.
Ya en la época de la presentación en sociedad de la tía Gladys el tipo aquél era un indeseable.
—Featherstone —dijo, disimulando su impaciencia.
—Qué buena broma, amigo.
—¿Ah sí? ¿Cuál?
El tono de James podría haber congelado el infierno, pero Featherstone no era
demasiado perceptivo.
—¡Imponerle a la sociedad la presencia de tu ramera! Oí que hasta le conseguiste a
la chica el vale anual para Almack's. ¡Eso es antológico! Apuesto a que la vieja Silence Jersey
debe estar fuera de sí. —Featherstone resolló produciendo un sonido que James interpretó
como risa—. Pero como parece que ya has terminado con ella, sería un placer quitártela de
las manos. No voy a escoltarla a bailes respetables y eventos por el estilo, por supuesto. No
es demasiado apropiado ya sabes. Me sorprende que Lady Gladys y Amanda lo toleren, a
menos que también a ellas las hayas engañado.
James sintió una incontrolable necesidad de coger el cuello flaco de Featherstone y
retorcerlo como el de uno de los esos pollos que tan a menudo se había despachado para la cena
en la Península. Flexionó los dedos. Su rostro debía reflejar parte de lo que sentía en ese
momento, pues Featherstone retrocedió.
—No quise ofenderlo, amigo —farfulló—. Pensé que ya había terminado usted con
ella, eso es todo. Si no es así, pues no hay más que hablar, ¿verdad?
—Featherstone —comenzó James, pero se detuvo al sentir una mano sobre el
hombro. Se volvió para encontrarse con Robbie.
—James, tendrás que matar a este tipo más tarde. Necesito hablarte.
—Por mí está bien, no quiero entretenerle más. —-Las manos de Featherstone
revoloteaban alrededor de su corbata como gorriones viejos. James le ignoró. Acompañó a
Robbie hasta las puertas que daban al jardín.
—¿Qué diablos está sucediendo? —preguntó James en
voz baja. Era indudable que todos los que podían oírle estaban
prestando atención a sus palabras—•. Vi a Sarah salir del salón
lince algunos minutos. Es necesario encontrarla.

—Muy necesario.
James y Robbie salieron a la terraza.
—Se divulgó la historia del Green Man, James.
—¡ Maldición! —James miró a su alrededor, pero la terraza estaba desierta—. ¿Dónde
diablos está Sarah?
Robbie apoyó una mano sobre el brazo de su amigo.
—Iré a buscarla.
James retiró de su brazo la mano de Robbie.
—No, ambos iremos. ¿Sabes si Dunlap está aquí?
—¿El americano? Creo que lo vi hace un momento. ¿Por qué?
—Es cómplice de mi adorable primo. Vamos. Tenemos que encontrar rápido a Sarah.
James bajó de dos en dos los escalones que llevaban al jardín.
Sarah apenas veía el jardín. Echó a correr por los senderos, atravesando la oscuridad
para alejarse de las luces, de los ojos, de las risillas burlonas. Sus pensamientos eran tan
densos y enmarañados como la vegetación.
¿Cómo se había divulgado la historia del Green Man después de tanto tiempo?
¿Alguien la habría reconocido? ¿Por qué ese hombre o esa mujer había esperado hasta
ahora para hablar? Ella ya estaba al margen de la sociedad. ¿Por qué querría alguien
empujarla fuera de los límites?
¿Esto sería obra de Richard? Pero él no podía ignorar que la divulgación de esa
historia obligaría a James a casarse con ella. Y eso era lo último que Richard quería.
Sin duda era también lo último que James quería. Sarah apartó una rama que colgaba
demasiado baja. Debería también ser la última cosa que ella quisiera, pero el disgusto ante la
idea de casarse con un libertino no era una de las sensaciones que se agitaban en su estómago.
¿Dónde había quedado el respeto por si misma? Aparentemente lo había perdido? Se detuvo
cerca de un gran árbol en el extremo más alejado del jardín de Palmerson. Apoyó la mano
sobre el sólido tronco y respiró profundamente. Tenía que pensar, pero su mente se
negaba a funcionar. Seguía oyendo las risas disimuladas de esas muchachitas, seguía viendo
el desdén en sus pequeños rostros de expresión tonta. Con tan sólo diecisiete años, habían
pasado la vida mimadas y protegidas por sus ricos e influyentes papas. ¿Qué sabían ellas
sobre nada? ¿Por qué debería importarle lo que ellas pensaran?
No era sólo lo que pensaban ellas, era lo que pensaba todo el salón. Sarah gimió,
reclinando la cabeza contra el tronco. ¿ Cómo iba a lograr reunir coraje para regresar a aque-
lla casa?
—Ah, señorita Hamilton, qué detalle de su parte elegir la zona más oscura y alejada
de este hermoso jardín.
Sarah alzó rápidamente la cabeza. De pie a tan sólo un metro de ella estaba William
Dunlap. Parecía... diferente. Su hermoso rostro tenía un aspecto amenazador. El corazón se
le subió a la garganta. Respiró profundamente y hundió los dedos en la corteza áspera. No
podía desmayarse. Tenía que estar alerta.
—Señor Dunlap. —Se alegró al notar la firmeza de su voz—. Lo siento, pero en este
momento preferiría estar sola.
Dunlap suspiró.
—Me temo, señorita Hamilton que sus preferencias ya no importan.
—¿Qué... qué quiere decir?
Sarah se irguió balanceándose ligeramente hacia delante sobre sus dedos. La única
vía de escape era por el lado de Dunlap y éste podía detenerla con sólo alzar una mano.
Él se acercó. Sarah se abstuvo de retroceder. No quería que la arrinconara contra el
tronco.
—Hay algo acerca de toda esta situación que no me convence. No sé que es, pero
confío en mis instintos. —Dunlap sacudió L A CABEZA y se encogió de hombros—. Bueno, no
importa. No puedo correr riesgos. Me temo que mi socio insiste en hechos concretos.
Alargando la mano asió a Sarah de los hombros. Sus dedos se hundieron en la piel de
la muchacha. Ella percibió el olor a vino en su aliento, pero estaba totalmente sobrio.
—Lamento que las circunstancias me exijan violarla, señorita Hamilton
Con la mano derecha le agarró el canesú y dio un fuerte tirón. Hubo un sonido de
tela rasgada y el frío aire nocturno golpeó la piel de ella. Luego tomó en la mano uno de los
pechos de Sarah y lo estrujó. Ella sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.
—En realidad no me gustan las muchachas flacas. Sus huesos afilados se me clavan
como los bultos en un colchón de prostíbulo barato. Simplemente la poseeré contra este
árbol, ¿está bien?
Sarah dio un alarido. Su rodilla voló hacia arriba e hizo blanco en el tejido blando
entre las piernas de él. La soltó para agarrarse la ingle.
—¡Perra!
Tenía más maldiciones a flor de labios, pero Sarah no se quedó a oírlas. Recogiéndose
las faldas echó a correr.

James estaba desesperado. El maldito jardín de Palmerson era el más grande y


oscuro de todo Londres. Ni rastro de Sarah.
—Robbie, tú ve por allá. Yo iré por aquí. Si la encuentras, grita.
—¿Eso no llamará la atención, James?
—No me importa si despiertas a los muertos de la Abadía de Westminster, Robbie.
Sólo quiero enterarme si encuentras a Sarah.
—Está bien.
Se separaron. James recorrió a grandes zancadas uno tras otro los oscuros senderos.
Al menos no descubrió a ninguna pareja de enamorados entre los arbustos. Todos estaban
muy entretenidos dentro despedazando a Sarah. Maldita sea, ¿dónde estaba Sarah? Sentía
que había estado buscándola durante horas. «Piensa», se decía, «mantén la calma. Ella ha
estado aquí fuera tan sólo unos minutos».
Ojalá no hubiese sabido cuánto mal podía un hombre hacerle a una muchacha en
tan sólo unos minutos.
Entonces oyó el grito. Comenzó a correr antes de que el sonido se hubiera
extinguido. «Sólo permite que la encuentre», pensó. El jardín estaba terriblemente oscuro.
Vio venir una figura corriendo hacia él. Una mujer, con el cabello suelto alrededor de los
hombros, la piel blanca, el vestido desgarrado. Un instante después ella estaba en sus brazos y él
la abrazaba fuerte. Ella forcejeaba para librarse del abrazo.
—Shhh, Sarah. Soy James. Ahora estás segura.
—Gracias a Dios —susurró ella, hundiendo la cara en su camisa.
—¡James! —Robbie llegó corriendo—. ¿Oíste...? —Se interrumpió al ver a Sarah—.
¿Ella está bien?
—Creo que sí. Vino corriendo desde esa dirección. —Señaló con la barbilla—.
Creo que fue Dunlap. Tengo que ir tras él. —Inclinó la cabeza—. Sarah, ahora Robbie está
aquí. Quédate con él, ¿está bien?
Sarah negó con la cabeza y apretó aún más la cara contra su camisa. Sus brazos se
deslizaron por la espalda de James hasta unirse, rodeándolo. Haría falta algo de fuerza para
separarla de él. James no quería herirla, pero no podía dejar escapar a Dunlap. Miró a Robbie.
— Yo iré. Si ese bastardo la ha lastimado, le mataré.
—No, Robbie, yo le mataré. Pero primero tengo que atraparle.
—Bien. Regreso enseguida.
Robbie se alejó corriendo. James inclinó la cabeza para susurrar al oído de Sarah.
—Sarah, mi amor, tienes que soltarme. No voy a ir a ninguna parte. Sólo tengo que
quitarme el abrigo para cubrirte. Tu vestido está desgarrado, cielo.
Sarah tragó saliva y asintió con la cabeza. Lo liberó del apretado abrazo pero
permaneció muy cerca de él. Con un movimiento de los hombros James se quitó el abrigo y
envolvió en él a la joven. La parte delantera del vestido había caído hasta su cintura, dejando
completamente expuestos los blancos pechos y los pezones más oscuros.
Estaba demasiado oscuro como para que James pudiera ver el daño causado. No quería
interrogarla y hacer añicos el delicado control que ella mantenía sobre sus emociones. Las
preguntas tendrían que esperar hasta que regresaran a casa.
—Mete los brazos en las mangas, amor, así, y abotonaré el abrigo para cubrirte.
Ella obedeció como una autómata.
En aquel momento regresó Robbie.
—El bastardo escapó. Cuando llegué le vi saltar el muro.
—Lo encontraremos después. —James rodeó con el brazo a Sarah, atrayéndola otra
vez hacia sí—. De todos modos no creo que el jardín de Palmerson sea el mejor lugar para
resolver esta situación.
—No, no lo es. —Robbie señaló con la cabeza a Sarah—. ¿Ella está bien?
—Creo que sí, pero obviamente no puede regresar al salón de baile. ¿Podrías decirle a
John, el cochero, que nos espere en la esquina? Sacaré a Sarah por la puerta trasera y la
llevaré por el callejón.
—Se lo diré.
—Pero no les cuentes nada a los demás. Estoy seguro de que suficientes personas
notarán que Sarah y yo nos hemos marchado, pero podría ayudar si las damas se quedan y
actúan como si nada indecoroso hubiese sucedido. ¿Podrías llevarlas a casa más tarde?
—Por supuesto. —Robbie lanzó hacia Sarah una mirada preocupada—. ¿Crees que ese
maldito bastardo hizo algo más que desgarrarle el vestido? —preguntó en un susurro.
Sarah no dio muestras de haberle oído.
—No sé, pero lo averiguaré. No te preocupes. Yo cuidaré de ella.
Guió a Sarah hasta la puerta trasera. La luz de la luna marcaba un sendero en el
centro del callejón. El que la muchacha aún no hubiera hablado no preocupaba a James.
Ella estaba empleando toda su energía en no quebrarse.
El cochero estaba esperándolos en la calle. James subió a Sarah al coche y luego entró.
Ella se sentó rígidamente en el borde de su asiento. No intentó tocarla y se limito a sentarse
observándola en silencio mientras el coche completaba el breve trayecto hasta la residencia
Alvord.
Wiggins los recibió en la puerta.
—Trae un poco de agua tibia, algo de ropa y ungüento —ordenó James al
mayordomo.
—Enseguida, vuestra alteza.
James llevó deprisa a Sarah al estudio en penumbras y la acomodó en su gran silla
tapizada. Luego fue hasta el armario de los licores para sacar el brandy. Sirvió dos copas y le
ofreció una. Acercó un taburete y se sentó frente a ella.
—Bebe esto, Sarah. —Puso la copa entre sus manos—. Te sentirás mejor.
—Aquí está lo que pidió, vuestra alteza —anunció Wiggins desde la puerta.
—Gracias, Wiggins. Ponlo sobre el escritorio, por favor —respondió James sin dejar
de mirar a Sarah.
Wiggins hizo una pausa.
—¿Necesita ayuda, vuestra alteza? Estoy seguro de que la señora Wiggins con gusto
ayudará a la señorita Hamilton.
James frunció el ceño. Sarah aún no había bebido ni un sorbo de brandy.
—No, Wiggins, estamos bien. Sólo cierra la puerta al salir.
James esperó hasta oír el suave clic de la puerta al cerrarse.
—Bebe un poco de brandy, Sarah.
Ella se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. Espurreó y se ahogó, pero sus ojos
adquirieron un poco de vida.
—Un sorbo más, Sarah, y después es necesario que hablemos.
Sarah tomó otro trago antes de que James cogiera la copa y gentilmente le quitara los
guantes. La tomó de las manos. Los dedos de la joven parecían de hielo.
—Sarah, lamento tener que preguntarte esto, pero necesito saber. No debes tener
miedo de contármelo. —James se obligó a apaciguar la furia que lo invadía interiormente
mientras miraba el rostro de Sarah. De haber estado Dunlap en el recinto en aquel
momento ya estaría muerto. Pero Sarah ya había tenido suficiente violencia por esa noche.
No necesitaba percibir el enojo en su voz. James habló con suavidad—. ¿Dunlap te violó?
—¡No! —Sacudió frenéticamente la cabeza—. Él...él me agarró. Des... desgarró mi
vestido. —Cerró los ojos—. Me to... tocó.
Empezó a temblarle la barbilla. Volvió a abrir los ojos. Parecía perdida, como un niño
que aún no consigue despertar del todo después de una pesadilla.
James la acercó hacia sí. Ella le echó los brazos al cuello y hundió el rostro en la corbata.
La levantó en brazos y tras sentarse en la silla la acomodó sobre su regazo. Todo el cuerpo de
ella temblaba. Le rodeó con fuerza la cintura y con la otra mano la tomó de la parte de atrás de la
cabeza, sosteniéndosela contra SU pecho, apoyando los labios sobre el cabello.
Sarah buscaba calor. Tenía mucho frío. Temblaba por dentro y por fuera. Le
castañeteaban los dientes, y sentía un nudo y vuelcos en el estómago. No lograba entrar en
calor. Le parecía que hasta sus uñas estaban frías y tensas.
James se sentó con ella como lo había hecho la noche del baile de Lizzie, pero esta vez
solo la abrazó. Al principio estaba desesperada por él, por la promesa de fuerza y seguridad
que significaba. Hundió el rostro en la blanda calidez de su camisa. Rodeada por su calor,
apoyó la mejilla sobre el pecho de él, mientras su brazo le sostenía la espalda y sentía su
aliento agitándole el cabello. De haber podido, se hubiera metido dentro de él.
Estaba cansada de estar sola. Estaba cansada de tratar de ser fuerte. Apretó con más
fuerza la mejilla contra el pecho de James y escuchó el latir parejo y reconfortante de su
corazón. Aspiró el perfume cálido y familiar de su cuerpo y sintió una mano deslizándose por
su cabeza, bajando luego por el cuello, acariciándole el cabello con lentos movimientos. La voz
de él retumbó debajo de la mejilla de la joven. No intentó entender las palabras. Sólo quería
estar con él, no pensar ni sentir, sino simplemente saber que él estaba allí, cerca de ella,
dándole seguridad. Lentamente el miedo cedió el paso a la calidez de James. Los músculos de
la muchacha empezaron a relajarse.
—Cuéntame qué pasó, cielo.
Ella negó con la cabeza. No quería recordar algo tan horrible. Tal vez ponerlo en
palabras fuera como revivirlo.
—Cuéntame, Sarah. Confía en mí, será mejor dejar salir todo. Así la herida no se
infectará. —La mano grande se abría paso zigzagueando a través del cabello de la joven mien-
tras los dedos le frotaban la base del cráneo—. Has librado una batalla, amor mío, como
en la guerra, y los hombres que más han hablado sobre las batallas en las que estuvieron,
sobre los horrores que vieron, han sido los únicos que lograron librarse de la violencia.
Sarah se estremeció.
—Él era mucho más fuerte que yo —susurró, sintiendo nuevamente la impotencia.
Los manos de James la apretaron más estrechamente. Él también era más fuerte que
ella, pero su fuerza transmitía confianza, no miedo.
—Sabía que tenía que escapar o él haría algo terrible. Iba a levantarme contra un
árbol. Hubiera quedado atrapada. No podría haberle movido.
La mano de James continuaba acariciándole con suavidad.
—Pero no te atrapó. Te escapaste. ¿Cómo lo conseguiste, amor?
—Lo golpeé con la rodilla.
—Buena chica. ¿Quién te enseñó ese truco?
—Mi padre. Dijo que si alguna vez me agarraba un marinero en los muelles, tenía
que llevar la rodilla hacia arriba, golpearlo entre las piernas con toda mi fuerza y así hombre
me soltaría. Funcionó.
James rió entre dientes.
—Créeme, cielo, siempre funciona.
—Al principio no creí poder hacerlo, pero luego tuve un acceso de pánico y mi pierna
se movió hacia arriba sin que yo lo pensara siquiera.
—Bien por ti. Robbie y yo te oímos gritar, pero podría habernos llevado algunos
minutos más encontrarte. —La mano dejó de acariciarle el cabello—. ¿Por qué estabas en
el jardín, Sarah?
Sarah volvió a hundir la cara en el pecho de él. La camisa amortiguó el sonido de sus
palabras. Él sintió moverse los labios de ella y sobre el pecho la tibieza de su aliento atra-
vesando el delicado lino.
—Todos saben lo que sucedió en el Green Man, James.
—Ya veo. —Reanudó las rítmicas caricias en el pelo. La sintió tensa otra vez—. Sabes
lo que eso significa ¿verdad?
Sarah encogió uno de los hombros sin levantar la cara del pecho de él. James le retiró
el cabello de la frente.
—Significa, cielo, que ahora tenemos que casarnos. Daré la noticia esta noche para
que aparezca en los diarios do la mañana.
—No.
—Sí. —James trató de que el dolor que le provocaba su rechazo no se reflejara en su
voz. Ni los sentimientos de ella ni los de él tenían importancia ahora—. Eso acabará con las
habladurías, Sarah. Un depravado me ha preguntado ya si había terminado contigo. Si el
anuncio de nuestro compromiso no aparece mañana mismo, todos los calaveras y la gentuza
se creerán con derecho a hacerte propuestas indecentes.
Sarah se estremeció.
—Está bien —respondió con un inexpresivo hilo de voz.
James frunció el ceño. Un compromiso silenciaría las habladurías pero enfurecería a
Richard. Una vez que el anuncio apareciera en los diarios, no habría forma de que James
pudiera cancelar la boda. Anunciar un compromiso era prácticamente lo mismo que casarse.
Su vida estaba a punto de volverse muchísimo más peligrosa. Y también la de Sarah.
Lo invadió una oleada de enojo y frustración, y como un reflejo apretó más fuerte a la
joven. Aflojó la presión al oír un gemido.
—¿Dunlap te lastimó? No hay mucho que pueda hacer por las magulladuras, pero
tengo este ungüento que es bueno para los cortes.
—Creo que al rasgarme el vestido me raspó con su anillo.
Sarah aún tenía el rostro hundido en el pecho de él, pero James no recordaba haber
visto marcas allí. La raspadura debía estar oculta debajo de la chaqueta. Quizás el anillo de
Dunlap le había lastimado el cuello o el brazo.
—¿Quieres que eche un vistazo?
Ella permaneció sentada, completamente inmóvil por un momento; luego asintió
ligeramente con la cabeza.
—Sí —susurró—. Se reclinó un poco entre los brazos de él y empezó a desabotonarse
la chaqueta. Las manos le temblaban tanto que no podía con los botones. Apartando
suavemente sus dedos, James se hizo cargo de la tarea, con ademanes lentos para darle
tiempo a detenerle si ella quería. Cuando por fin terminó, retiró el abrigo.
Un largo rasponazo rojo furioso iba desde la clavícula hasta el pezón izquierdo, James
alargó la mano hacia los paños que Wiggins había traído. Mojó uno en el agua y frotó
suavemente la piel lastimada.
—¿Duele?
Incluso él notó que su voz sonaba más ronca que de costumbre. Sarah negó con la
cabeza. A la luz de las llamas sus ojos parecían enormes. Retiró el paño y metió el dedo
índice en el ungüento. Frotó con lentos movimientos, haciendo penetrar una gruesa capa de
pomada en su suave piel desde la clavícula hasta el pezón. A la luz pudo ver que empezando a
aparecer un cardenal; lo rozó con el pulgar.
—También te lastimó aquí.
—Me agarró. —La voz era apenas más que un SUSUrro—. Dijo que era flaca. Que
iba a poseerme contra el árbol para que no se le clavaran mis huesos puntiagudos.
James la miró a los ojos y vio en ellos una expresión inquisitiva. Sostuvo suavemente en
la palma el pecho lastim ado. Sintió el dulce peso, la tierna flexibilidad de la carne, tan
diferente de la suya.
—Eres hermosa, Sarah. Nada me gustaría más que tenerte debajo de mí, pero en una
cama grande y mullida.
—Otras mujeres tienen más... más grandes... ¿no quieres...?
—Te quiero a ti, Sarah. Sólo a ti.
James dejó que sus dedos exploraran cuidadosamente el tesoro que tenía en la
mano. La parte inferior redondeada, la suave pendiente que se estrechaba gradualmente
hacia el círculo más oscuro de la punta, la ondulación pequeña y dura en el centro. Al
tocarla allí oyó a Sarah retener el aire. Dejó que el pulgar frotara la zona, con movimientos
hacia adelante y hacia atrás y la pequeña protuberancia se endureció, aponiéndose rígida.
Como una parte de la anatomía de él, pensó con una sonrisa.
Sarah recobró el aliento en una serie de jadeos entrecortados y se retorció sobre su
regazo. Lo invadió u n a o l e a d a de calor. Deseaba sentir el sabor de aquella pequeña parte.
Poner lengua donde ahora tenía el pulgar, dando golpecitos humedecieran aquella
pequeña protuberancia dura. Llevársela a la boca.
No oyó el clic de la puerta del estudio al abrirse, pero sí una audible inspiración
provocada por el asombro. Y esta vez no había sido Sarah.
—Parece que finalmente podemos fijar fecha para la boda —dijo la tía Gladys.
Capítulo 11

El anuncio de que James William Randolph Runyon, Duque de Alvord, iba a contraer
matrimonio con la señorita Sarah Marie Hamilton de Filadelfia apareció en el diario de la ma-
ñana. Betty se lo llevó a Sarah junto con una taza de chocolate.
—Todos estamos tan felices, señorita —le dijo mientras dejaba la bandeja sobre la
mesilla de noche—. Le aseguro que habíamos estado bastante preocupados, pero como
siempre digo, «Todo está bien si termina bien».
—Mmm.
Sarah miró fijamente el diario. Había dormido profundamente, demasiado exhausta
por la tormenta emocional que había capeado como para tener pesadillas. En realidad, los
incidentes de la noche anterior ahora parecían uno de esos sueños extravagantes. El horror
de la brutalidad de Dunlap y el calor de la suavidad de James eran igualmente irreales.
Bebió un sorbo de chocolate, pasando los dedos por encima de las palabras del
anuncio. ¿Cómo se sentiría si éste hiera un compromiso en condiciones normales?
¿Entusiasmada? ¿Loca de felicidad? Pero no era un compromiso como todos. No se le había
preguntado, sino ordenado. No, ni siquiera ordenado. Había sido arrastrada por fuerzas que
escapaban a su control, como una embarcación por un vendaval. Y si tenía que ser honesta,
otra clase de vendaval en su interior lo impulsaba hacia este matrimonio, haciendo que todo
vestigio de racionalidad sucumbiera ante una tormenta de sensaciones cada vez que James
la tocaba.
Cerró los ojos, reclinando la cabeza contra la almohada. La mano de él había estado
sobre su pecho desnudo. Todo su cuerpo se ruborizó, presa de una terrible vergüenza. El ca-
lor que la invadió fue a concentrarse en su vientre, palpitando de esa forma extraña que se le
estaba volviendo tan familia r. Ya no se reconocía. Debía estar enferma. Fiebre cerebral, tal
vez. Sin duda se sentía afiebrada.
Gracias a Dios la tía de James había obstruido la visión del estudio a lady Amanda y
Lizzie.
Bajó la taza y cerró el diario.
¿Cómo se sentiría James? Había dicho que la quería sólo a ella. ¿Sería sincero o a
todas les diría lo mismo? Quizás fuera verdad. Podía ser que cuando estaba con una mujer
no deseara a ninguna otra, «si es que alguna vez estaba sólo con una mujer», pensó Sarah,
recordando las habladurías de Ni-gel y sus amigotes en el baile de Easthaven.
—¡Sarah! —Lizzie entró como una tromba en la habitación—. ¡Vi el diario! ¿Por qué
no me dijiste que James y tú ibais a comprometeros ?
—Buenos días, Lizzie —dijo Sarah débilmente.
—¡Pequeña astuta! Nosotros aquí, preocupados de que James y tú os hubierais
peleado y vosotros dos vais y os comprometéis. —Lizzie se dejó caer a los pies de la cama de
Sarah—. ¿Qué sucedió anoche?
—¿En qué momento de la noche?
—¡Durante toda la noche! ¿Cuándo te pidió matrimonio? ¿Cómo lo hizo? Cuéntame
todo.
—Sin duda oíste los rumores que empezaron a circular en el baile.
«Únicamente los muertos podrían no haberlos oído», pensó Sarah.
—Bueno, sí, los oí. Es asombroso lo rápido que tina historia puede desmadrarse.
¿Sabías que la gente andaba diciendo que tú y James estabais desnudos y juntos en la cama?
Sarah se ruborizó terriblemente.
—¿Entonces fue por eso por lo que James te ofreció matrimonio? —Lizzie parecía
muy desilusionada—. Bueno, al menos te dio el anillo de compromiso de los Runyon, ¿ no es
verdad?
—Bueno, no. Las cosas sucedieron bastante rápido.
—Oh. —Lizzie se puso boca arriba mirando fijamente el techo—. ¿Quién creéis que
divulgó la historia?
—Richard me vio con James en el Green Man. Quizás fue él.
Lizzie sacudió la cabeza.
—No tiene mucho sentido. Richard no quiere que te cases con James, pero debe
saber que si se divulgaba que te había deshonrado, James tendría que casarse contigo por
una cuestión de honor.
—¡James no me deshonró!
Lizzie volvió la cabeza para mirarla.
—Lo que él hizo no importa, Sarah. Esa historia te ha deshonrado, o te deshonraría si
James no fuera a casarse contigo. Pero va a hacerlo, así que ¡voila! no estás deshonrada.
—Maravilloso. Me siento mucho mejor.

—Entonces, Walter —dijo James—, cuéntanos lo que has descubierto sobre William
Dunlap.
James le prestó toda su atención al hombre que estaba sentado al otro lado del
escritorio. Walter Parks había sido un excelente soldado y ahora era un excelente espía. Había
crecido en la pobreza en Tothill Fields 26 y pronto había aprendido a ser discreto. James
desearía poder decir que había sido pura brillantez de su parte el haber reconocido los
talentos especiales de este hombre cuando habían arrastrado a Parks ante él por haberle
robado a otro soldado. Pero había sido pura suerte. Como no quería aplicarle ningún
castigo corporal, había asignado a Parks como sirviente del soldado perjudicado durante
una semana, para compensar el daño. Ambos soldados habían terminado haciéndose
amigos y James se había ganado la lealtad de Parks.
—William Dunlap —dijo Parks—. Hombre de negocios, vuestra alteza. No está claro
dónde nació, pero creo que creció en un burdel de Nueva York. Como fuera, se inició
temprano en el comercio carnal, primero como trabajador, si entiende lo que quiero decir, y
luego como dueño.
—¿Cómo trabajador, Walter? No creo que quieras decir que ayudaba con el
mantenimiento, ¿verdad?
—No. Usted sabe que a algunos hombres les gustan los muchachitos. Ha visto
suficiente de eso en el ejército, ¿no? Pero Dunlap era un chaval inteligente y aprendió cómo
debía manejarse el negocio. Ahora tiene burdeles en Nueva York, Londres y otros lugares.
—Un hombre emprendedor, el señor Dunlap —dijo Robbie. Estaba de pie, relajado
junto a la chimenea, con las manos hundidas en los bolsillos.
—Así es, milord. Pero hace cosa de un año se metió en problemas. Los detalles no
están demasiado claros, pero Chuckie Phelps, el heredero del conde de Lugington, terminó
muerto en la casa que Dunlap tiene en París. Tenía los pantalones bajados a la altura de los
tobillos y los calzoncillos de Dunlap alrededor del cuello.
Robbie se irguió.
—Dios mío, hombre, ¿cómo sabían... ?
—¿ Lo de los calzoncillos ? —Parks se encogió de hombros—. Supongo que muchos
hombres habrán visto a Dunlap con esos calzoncillos, o sin ellos, como sea. Son bastante
especiales: de seda roja, con las iniciales W.A.D. bordadas por todos lados. Su segundo
nombre es Anthony.
—Maldición. ¿Y esa alimaña estaba bailando con mi prima? ¿Cómo hizo para cruzar
los condenados umbrales de la mitad de las casas de la «flor y nata» londinense?

—Richard probablemente le consiguió la primera invitación. Dunlap es un adorno


atractivo para cualquier reunión, desde un punto de vista puramente físico. —James
asintió y se puso de pie—. Gracias, Walter. Has sido de gran ayuda, como siempre
Sacó del cajón de su escritorio un monedero con una generosa cantidad de dinero y
se lo ofreció.
—Huh, vuestra alteza. Usted sabe que haría cualquier cosa que usted me pidiera sin
pedir nada a cambio.
—Sí, Walter, claro que lo sé, pero esto también es tu negocio y tienes que comer,
¿verdad? Tómalo, por favor y mantén los ojos y los oídos atentos. Ahora que la señorita
Hamilton y yo estamos comprometidos, mucho me temo que mi primo va a redoblar sus
esfuerzos para hacerme daño.
Parks alargó la mano y tomó el monedero. Lo sopesó y luego se lo metió en la camisa.
—Eso es verdad, vuestra alteza. Mantendré vigilado al tipo y les pediré a mis amigos
que también estén alerta, pero usted cuídese las espaldas y cuide también las de su dama.
—Lo haré, amigo mío. Créeme que lo haré. No quiero que le suceda nada a la señorita
Hamilton.
—Excepto casarse y acostarse. —Parks dibujó una amplia sonrisa—. Realmente le
deseo lo mejor, vuestra alteza. Usted merece encontrar la felicidad y creo que la encontrará
junto a su señorita Hamilton.
James se frotó la nuca.
—Ojalá, Walter. Sinceramente espero que así sea.
Ni bien la puerta se cerró tras Parks, el duque se volvió
hacia Robbie. -
—Esta noche voy a ir a buscar a Dunlap. ¿ Vienes ?
—Por supuesto. Me encantaría ponerle las manos encima a ese sodomita.
—Yo tengo prioridad, Robbie. Si queda algo de él cuando yo haya Terminado,
tendrás tu oportunidad.
Robbie se encogió de hombros.
—Está bien, si insistes... Supongo que el derecho de un prometido pesa más que el de un
simple primo. ¿Cuándo saldremos a buscarlo ?
—Después del recital de las Hammersham.
Robbie alzó las manos como para protegerse de James.
—¿Las Hammersham? —preguntó, con una clara nota de alarma en la voz—. ¿No son
acaso esas mellizas desagradables y chillonas?
James rió.
—Me temo que sí. Sin embargo sé que puedo contar contigo, aun a un precio tan
alto.
—¿Pero por qué las Hammersham, James? ¡Ten piedad de mis oídos!
—Porque sin importar lo doloroso que pueda llegar a ser soportar los esfuerzos
musicales de las Hammersham, el recital será el lugar perfecto para presentar a Sarán como
mi prometida. Quiero hacer una aparición pública de inmediato para acabar con los
rumores.
—Supongo que tienes razón. No quieres darles tiempo a las gatas para que afilen sus
garras. —Robbie lanzó un suspiro—. Bueno, me marcho a descansar para las emociones de
la velada. Dios, nunca pensé que torturaría voluntariamente mis oídos con las
Hammersham
Se detuvo en el vestíbulo.
—¿Lacayos nuevos? —preguntó, mirando a los dos hombres que estaban de pie allí.
Uno medía más de un metro ochenta, tenía espaldas tan anchas como una puerta y cada
mano del tamaño de un melón. El otro, aunque no tan alto, era más fornido. La nariz,
cuya forma recordaba a una coliflor, parecía haber hecho las veces de saco de boxeo.
—Personal contratado. Espero que temporalmente. Ambos tienen conexiones en
Bow Street.
—Policías, ¿eh? ¿Así que por fin los convenciste de que te tomaran en serio?

—No —resopló James—. Siguen pensando que soy un ex soldado que ve enemigos
fantasmas detrás de cada arbusto, pero están dispuestos a seguirme el humor por una
módica suma.
—Les gusta el color de tu dinero ¿eh?
—Exactamente. —James se encogió de hombros—. Pero me tiene sin cuidado lo
que piensen. Estoy satisfecho. Jonathan y Albert son bastante competentes.
—Creo que no me haría gracia toparme con ellos en un callejón oscuro. —Robbie tomó
su sombrero de manos de Albert—. Nos vemos esta noche.
Mientras Robbie salía, Sarah bajaba las escaleras. Al ver a James se quedó inmóvil.
Se hubiera dado la media vuelta y regresado a su habitación si Lizzie no hubiera puesto
una mano sobre la parte baja de su espalda para empujarla hacia delante.
James alzó la mirada y la vio.
—Sarah, un minuto, si tienes tiempo.
—Lizzie... —empezó a decir Sarah.
—...te verá más tarde —dijo Lizzie completando la frase. Riendo, la jovencita pasó
junto a Sarah y desapareció.
Sarah permaneció de pie sin moverse, mirando a James que la contemplaba desde la
planta baja. Recordaba con tal claridad el contacto de sus manos que sus pechos se estre-
mecieron. El se quedó esperándola y finalmente ella bajó. James le indicó con un gesto que
entrara al estudio y cerró la puerta tras ellos.
—Es necesario que hablemos.
Sarah asintió con la cabeza. Miraba fijamente el intrincado nudo de la corbata de él.
—Mi corbata no es tan interesante, cielo. —Con un suave movimiento de la mano le
hizo alzar la cabeza. Los ojos de ambos se encontraron. Él tenía el ceño fruncido.
—¿Te sientes mal por lo de anoche? ¿Tuviste pesadillas ? —Le frotó ligeramente
una de las mejillas con el pulgar—. Lamento tanto, amor, que hayas tenido que soportar el
ataque de Dunlap. No permitiré que vuelva a suceder jamás.
Las manos de Sarah retorcían el vestido.
—No, todo está bien. Anoche dormí sin problemas.
La línea entre los ojos de James se profundizó.
—No tienes miedo de mí, ¿verdad, Sarah? Sabes que jamás te haría daño.
—No. —Sarah sólo lograba susurrar a través del nudo que de repente había empezado
a sentir en el pecho—. No, James, no tengo miedo de ti.
James dejó caer la mano abruptamente.
—¿Debo disculparme, entonces? ¿Acaso la forma en que te toqué te ofendió?
—¡No! Yo... es que estoy sólo un poco... un poco abrumada esta mañana, supongo.
Él estudió su rostro; luego asintió con la cabeza.
—Han sido unos días bastante intensos, ¿no es verdad? Y ni siquiera te he ofrecido
matrimonio como se debe.
Sarah se ruborizó.
—Bueno, es que la velada terminó de una forma un tanto incómoda.
James sonrió abiertamente.
—Yo diría que sí. Pensé que la tía iba a golpearme con una vara. No puedo decir que
me guste sentirme otra vez como si tuviese nueve años. ¿A ti te regañó?
—En realidad no. Estoy segura de que no quería que Lizzie supiera exactamente lo que
había sucedido en tu estudio.
—¡Espero que no! —James frunció el ceño—. ¡Mejor que Lizzie no le permita a nadie
tomarse semejantes libertades, o yo mismo la golpearé con una vara!
—¿Aja? Y entonces, ¿por qué está bien que yo... —La indignación de Sarah pronto se
desvaneció transformada en vergüenza—. Que yo... ya sabes. James dibujó una amplia
sonrisa.

—Claro que lo sé, cielo. Si yo fuera tu hermano, probablemente te encerraría en tu


cuarto. Pero soy tu prometido, no tu hermano. Mi objetivo es tomarme cuantas libertades
pueda.
—¡James!
—No, ahora no, desgraciadamente. Me temo que tía Gladys y lady Amanda nos
mantendrán estrechamente vigilados hasta el día de la boda, aunque si actuamos con
inteligencia y con discreción, me imagino que podemos arreglárnoslas para robarnos un par
de besos.
Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una cajita.
—Como tú dijiste, anoche la velada terminó de un modo un tanto incómodo. Si no nos
hubiesen interrumpido, te habría dado el anillo de compromiso de Alvord. —La miró con una
amplia sonrisa—. Bueno, quizás no. No estaba pensando con mucha claridad. Tenía
demasiadas distracciones hermosas.
Sarah se sonrojó mientras la mirada de James bajaba lentamente desde sus labios a
sus pechos. Luego él le tomó con firmeza la mano izquierda y deslizó un anillo en su dedo.
Era sencillo: una esmeralda flanqueada por dos diamantes. Hermoso. Elegante. Y era una
mentira.
Ella debería decirle que no podía casarse con un libertino. Se lo diría ahora mismo si
tan sólo pudiera lograr que las palabras traspasaran sus labios.
—Y estoy seguro de que hasta la carabina más estricta estaría de acuerdo en que es
decoroso que una pareja recién comprometida intercambie un beso, ¿no te parece?
—¿Eh?
Sin aguardar una respuesta más coherente los labios de James rozaron ligeramente
su boca.
Aunque fue un contacto levísimo, a la joven le llegó al alma. De su boca se escapó un
extraño gemidito de necesidad que atrajo nuevamente la boca de él.
Estaba muriendo de sed y él le ofrecía la humedad de su boca. Bebió con avidez y
hasta dejó que su lengua cruzara el límite de los labios de James. Él gruñó, succionándola
hasta una zona más profundo de esa boca caliente y húmeda.

La joven ardía. Las llamas ascendían lamiéndole los muslos, atravesando luego el
vientre hasta pasar por encima de los pechos. Necesitaba la boca de él también en esas zonas
aunque no sabía si el contacto sofocaría las llamas o las avivaría. Lo único que sabía era que
necesitaba a James con una avidez que nunca antes había experimentado.
Las manos de él la apretaron contra su dureza. Luego se deslizaron por los costados
para rodearle los pechos. Los pulgares juguetearon con los pezones a través del vestido de
muselina. No le bastaba. Ella quería sentir los dedos sobre la piel desnuda.
Un fuerte golpe resonó en la puerta del estudio.
—James, si entro ahora ¿voy a escandalizarme?
—Espera un minuto, tía.
—Sólo un minuto, James.
Sarah miraba boquiabierta a James. Ni siquiera la amenaza de la aparición de la tía
podía extinguir el fuego que ardía en sus venas.
El la había convertido en una libertina.
Lo vio tragar saliva. Su respiración era tan acelerada y pesada como la de ella
mientras se acomodaba el cuello del vestido.
—Recuerda, un compromiso breve —susurró—. Un compromiso muy breve.
La tía sacudió el picaporte.
—Entra tía. Tu sensibilidad está segura.

Una vez que tía Gladys se hubo llevado a Sarah a comprar el ajuar, James se sentó ante
su escritorio. Pensó en servirse una copa de brandy puro. ¿Cómo iba a sobrevivir a esta
boda? Lo que le preocupaba ahora no eran las maquinaciones de Richard, sino su propio
cuerpo.
No había dormido bien. Al cerrar los ojos sólo había visto la hermosa piel cremosa de
Sarah y los pechos pequeños y firmes con sus delicados pezones ligeramente más oscuros. I
labia sentido en sus manos su dulce peso y tibieza. Cuando había logrado apartar de la
mente la imagen, ésta había sido reemplazada por la del rostro ruborizado de la joven y sus
leves jadeos de pasión. Había sentido deseos de volver a saborear esa piel, de aspirar el dulce
perfume, de deslizar los dedos sobre la sedosidad de los hombros. Había sentido la sangre
densa, caliente, a punto de estallar.
Era una suerte que su tía los hubiese interrumpido esa mañana, o él habría anticipado
los votos matrimoniales sobre el suelo del estudio. Estaba claro que Sarah no tenía intención de
detenerle, y temía que tampoco él habría sido capaz de parar.
Más valía que tía Gladys y lady Amanda demostraran ser muy buenas carabinas.
Capítulo 12

—¡El maldito bastardo se ha comprometido con la ramera! —Richard arrojó hasta el


otro extremo de la habitación el diario, que revoloteó hasta caer a los pies de Philip.
—Hay una diferencia entre estar comprometido y estar casado —dijo Philip
tranquilamente.
—La única maldita diferencia es el tiempo, que es algo que al parecer se nos está
acabando. —Richard miró enojado a Dunlap—. Se suponía que tú ibas a ocuparte de ese
asunto, imbécil incompetente.
—No fui yo quien divulgó en el baile de Palmerson el jugoso rumor de que el duque
había estado retozando desnudo con su encantadora ramera americana.
Richard hizo a un lado los restos de su desayuno.
—¿ Cómo diablos pudiste haber fallado al intentar violar a esa perra escuálida?
Dunlap se encogió de hombros, dedicándose a retirar una hilacha imaginaria de sus
pantalones.
—No volveré a fallar.
—Más te vale. James no puede tener un heredero antes que una lápida, maldita sea.
—Richard tamborileaba sobre la mesa—. No, creo que es hora de volver a mi plan original.
La solución que ofrece es más permanente.
—¿Quieres que mande matar o la chica?
—No, estaba pensando en algo más permanente que eso.
Dunlap frunció el ceño.
—¿ Qué puede ser más permanente que la muerte ?
—Nada, imbécil. La cuestión es la muerte de quién. Matas a la chica y queda la
posibilidad de que algún día James encuentre otra. Matas a James y yo me convierto
inmediatamente en el duque de Alvord.
—¿Quieres que mande matar a Alvord? —Dunlap se movió intranquilo en la silla.
—No, quiero que le mates tú mismo.
—¿Estás loco? —Dunlap se levantó de un salto—. Yo no puedo matar al duque de
Alvord.
Richard se encogió de hombros.
—Tienes fama de ser bueno en lo que haces. Hasta ahora no has demostrado ser
competente, pero estoy dispuesto a darte otra oportunidad.
—Yo soy bueno administrando burdeles. ¡No soy un asesino, por Dios!
—No es eso lo que dicen por ahí.
Dunlap sacudió la cabeza, desechando el comentario con un gesto de la mano.
—-Exageraciones y mentiras, algunas promovidas por mí, lo admito, para que mis
socios lo piensen dos veces antes de hacerme enfadar.
Richard esbozó una sonrisa, un gesto frío y desagradable.
—No tanto. Está Chuckie Phelps. Y Tom Bellington, de la ciudad de Nueva York,
Walter Cunningham de Boston, Pierre Lafontaine, de París.
—Has hecho bien tu tarea. —Dunlap se alisó el pelo—. Lo de Chuckie fue un
accidente. Lo de los otros... sucedió en mis primeras épocas, cuando estaba estableciendo mi
negocio. No he asesinado a nadie en años.
—Pues entonces ésta es tu oportunidad de ponerte al día con tus habilidades.
—No, yo...
—Sí —le interrumpió Richard—. Enviarás a James al Más Allá sin perder tiempo o tapizaré
las paredes de Londres con caricaturas de Chuckie Phelps con esos calzoncillos tuyos tan
personales alrededor del cuello. Al conde de Lugington le interesará mucho descubrir la
identidad del hombre que mató a su heredero.
Dunlap lo miró con el ceño fruncido.
—Tendrás que darme un poco más tiempo.
—Un poco. No mucho. Espero poder asistir al funeral de mi querido primo dentro de
la próxima quincena.

Frente a la escalinata de entrada a casa de los Ham-mersham, la sensación de Sarah


era de náuseas. Tenía pavor a que todas las miradas se fijaran en ella. La noche pasada había
sido horrible. Ésta debería sentirse mejor. Ser la prometida de un duque tenía que ser mejor
que ser la ramera de un duque. James le había asegurado que el anillo en su dedo silenciaría
todas las habladurías. Quizás. Sarah sospechaba que ella aún sería objeto de especulaciones.
—Ánimo —le susurró James, cogiéndole la mano para colocarla sobre su brazo. Por un
momento se apoyó en su I unza, agradecida, y fue recompensada con una cálida sonrisa.
—¿No crees que la gente me interrogará sobro lo del Green Maní
—No se atreverán. Nadie querría contrariar a la futura duquesa de Alvord. Si alguien
es lo suficientemente audaz como para preguntar, simplemente simula estar sorda o mí -
ralo fijamente como si no pudieras creer que un comentario tan estúpido haya salido de su
boca.
—Lo llamamos «Poner cara de duque»—dijo Rob bie—. Es todo un espectáculo.
Algo hace enojar a James y así nada más... —chasqueó los dedos— se vuelve severo y frío.
—Su voz te deja pasmada —agregó Lizzie—. Te sientes como una especie do bicho feo,
dañino y baboso, y lo único que quieres es arrastrarlo hasta esconderte debajo de una piedra.

—¡Lizzie! —rió James—. Estoy seguro de no haberme comportado jamás de esa


manera y sin duda no contigo.
—¿Recuerdas cuando yo tenía catorce años? Fue justo cuando acababas de regresar de
la Península. Una mañana salí a cabalgar sin avisaros a tía Gladys y a ti.
—Mmm. Estaba un poco enojado.
—¿Un poco? ¡Brrr! Entonces debe ser espantoso verte realmente enojado. Durante
días me escondí de ti, James, de veras.
—Bueno, nunca más volviste a salir sin avisar.
James empezó a subir las escaleras hacia la puerta de los Hammersham.
—Si queréis saber mi opinión, lo lleva en la sangre —dijo Robbie subiendo detrás de
Lizzie—. Reacciona así naturalmente. Ni lo piensa.
—No creo haber pedido tu opinión, Robbie. Y sin duda los condes podéis ser tan
arrogantes como los duques.
—-No, ahí te equivocas, James. Hay que ser por lo menos duque. Un conde puede
pasmar a algunos nuevos ricos, pero es como comparar una helada con una tormenta de
nieve.
—¡Qué ridículo! —James le sonrió a Sarah mientras se apartaba para dejarla entrar
primero a la casa—. Si tuviera semejante poder, convertiría a Robbie en una estatua de hielo.
—¿En un asno? —preguntó Sarah.
—Ése es el término educado.
Sarah entregó su chal a un lacayo y siguió a James hasta el salón de música. El lugar
estaba inusualmente atestado. El olor, mezcla de cera de velas, perfumes y cuerpos sin lavar
golpeó a Sarah en el pecho. Eso y los cientos de ojos que se volvieron hacia ella cuando cruzó el
umbral del brazo de James.
—Vaya, vaya —susurró Robbie hacia el oído de Sarah—. Las chicas Hammersham se han
vuelto bastante populares.
—¡ Alvord! —voceó un anciano de baja estatura vestido al último grito de la moda
del siglo anterior—. Qué gusto verle.
—Hartford —le respondió James también a gritos—. Permítame presentarle a mi
prometida, la señorita Sarah Hamilton, de Filadelfia. Sarah, el duque de Hartford.
—Vuestra alteza. —Sarah ensayó su mejor reverencia. El hombre debía estar cerca
de los ochenta y sordo como una tapia. Había que hablarle tan alto que quienes estaban en
el otro extremo del salón oían la conversación.
—Guapa, muy guapa. Tuvo que ir hasta el Nuevo Mundo para encontrar la mujer
indicada, ¿eh Alvord?
—Sarah es también prima del conde de Westbrooke. Vino a casa de su familia en
Inglaterra cuando murió su padre.
—¿Westbrooke, dice usted? ¡Oiga! ¿No es el joven Westbrooke el que se esconde
detrás de vosotros? Pues qué bien. Tiene sangre azul, no de india Piel Roja. El futuro duque
de Alvord no podría descender de los salvajes, ¿verdad?
No parecía haber demasiado que añadir a este último comentario. James le dirigió
una inclinación de cabeza. Hartford no se dio por aludido.
—Una muchacha vigorosa, según tengo entendido.
Sarah permaneció tiesa mientras el anciano la examinaba de pies a cabeza.
—Parece muy distante, pero ésas son las mejores, ¿no es así, Alvord? Frías por fuera y
de sangre caliente. Una vez tuve una amante así. Parecía un témpano hasta que la llevaba a
la cama. Entonces se volvía insaciable. Le puedo asegurar que en ninguna de mis visitas a
aquella mujer me quedó tiempo para dormir.
La aparente frialdad de Sarah se desvaneció. La sangre caliente le rugía en los oídos,
coloreando su rostro de rojo brillante. Quería que la tierra se abriera para tragarla.
—Hartford, se está propasando usted.
El tono de James era realmente glacial.
—No se haga el pacato conmigo, jovencito. Tengo debajo de mis pantalones lo mismo
que usted. No soy tan viejo como para haber olvidado para qué sirve.
—El anciano rió entre dientes—. No lo he olvidado en absoluto. Verá, justamente
anoche...
—Sí, bueno, discúlpenos, Hartford. Tenemos que ir a sentarnos.
James se dirigió hacia las sillas en el otro extremo de la habitación, tirando de Sarah
para que ella le siguiera.
—Tiene piernas largas —oyó decir Sarah al duque de Hartford—. Me gustan las
muchachas de piernas largas.
—Lo siento —farfulló James—. Hartford cree que la edad le da impunidad total.
Sentémonos allí. Parece que Un hermanas están listas para empezar.
Sarah echó un último vistazo al duque de Harllord Estaba recorriendo con la mirada
el vestido de una jovencita.
—¿Qué piensan de él sus hijos? —susurró ella.
—No tiene hijos, aunque parece que aún sigue in« tentando.
—¿A su edad?
Sarah miró fijamente a James. Aunque ella en realidad no tenía muy claros los detalles
de la procreación, sin duda un hombre de la edad de Hartford debería haber terminado con
esas actividades.
—Está viejo, cielo, no muerto. —James sonrió do un modo que Sarah sólo podía
describir como lobuno—. Espero estar igual de... saludable cuando tenga ochenta.
Afortunadamente las hermanas Hammersham empezaron a cantar en ese preciso
momento. Después de algunas notas Sarah se dio cuenta de que el hecho de estar oyendo
sus voces no era algo por lo que uno pudiera considerarse afortunado. No sólo eran incapaces
de llevar una melodía, sino que ni siquiera se habían puesto de acuerdo en cuál era esa
melodía. La audiencia, acogiendo con gratitud cada respiro de esa tortura auditiva que podía
tomarse, aplaudía con entusiasmo cada vez que las muchachas hacían una pausa.
—No falta mucho para el intermedio —susurró James—. Beberemos un vaso de
ponche y luego nos marcharemos. Creo que hemos cumplido nuestro objetivo de acallar las
habladurías.
Sarah le sonrió como si le hubiese prometido la salvación Él tenía que admitir, pensaba
mientras la señorita Elvira Hammersham daba particularmente mal una nota, que el
silencio del carruaje que los aguardaba fuera realmente le parecía algo celestial.
Estaba orgulloso de Sarah. Sí que había sido una prueba pura ella estar allí después
del horror de la noche anterior. Había demostrado verdadera valentía.
También se enorgullecía de que ella fuera suya. Hartford era un idiota, pero James
había sentido un golpe de satisfacción de que el viejo sintiera envidia de su mujer. ¡Dios, qué
primitivo! Pero el pensar en Sarah le hacía sentirse primitivo. Tenía hacia ella la misma
actitud posesiva y protectora que siempre había demostrado hacia Alvord. La necesitaba en su
cama , sí, pero también en su vida.
La gente a su alrededor aplaudía. Las Hammersham debían de haber terminado.
Cogió del codo a Sarah y la ayudó a ponerse de pie.
—¿Buscamos la sala de refrigerio, luego a Robbie y a Lizzie y huimos?
—Sí, por favor.
Notó que los ojos de Sarah esa noche eran verdes y su piel lomaba color crema a la luz
de las velas. Sintió deseos de licuarla allí, frente a lo más selecto de la sociedad en pleno. Se
Inclinó ligeramente hacia delante imaginando el magnífico escándalo que eso provocaría.
—¿James? —Había en el tono de Sarah una ligera nota de alarma.
Él se enderezó y colocó sobre su brazo la mano de ella.
—Vamos a ver si el ponche compensa este castigo.

Sarah tomó un sorbo de su bebida. Si tenía que enfrentarse a otra mujer de sonrisa
tonta o a otro hombre adulador le iba a dar un ataque. Le maravillaba que las cabezas de la «flor
y nata» no salieran despedidas por el aire pese a la rapidez con que esta gente daba un giro
completo en su actitud. Como la señorita Hamilton, la habían recibido con condescendencia,
sospecha o indiferencia. Como la amante del duque, había encontrado horror y desdén.
Ahora, como la prometida de James, estaba recibiendo una dosis masiva de adulación.
No sabía cómo se las había arreglado para ser cortés con lady Palmerson. Al menos
lady Felicity y sus amigas habían tenido la delicadeza de no acercarse.
—¡Sarah! —El Mayor Draysmith la saludó con una amplia sonrisa—. Qué gusto me
dio leer el anuncio en los diarios de la mañana. Me alegra mucho que tú y James hayáis
superado vuestras diferencias.
—Gracias, Charles. —Indudablemente éste no era el lugar para entrar en detalles sobre
su apresurado compromiso.
Charles fue a felicitar a James. Sarah sintió un ligero contacto sobre el hombro y se
volvió para encontrarse cara a cara con lady Charlotte Wickford.
—Hola, lady Charlotte. —A Sarah le pareció que su tono era lo suficientemente
afable, si bien un poco cauteloso. La otra muchacha sonrió.
—Sólo quería felicitarla por su compromiso.
—Gracias.
—Hubo un tiempo en que todos apostaban a que Alvord me ofrecería matrimonio.
—¿Ah sí? —Sarah no veía señales de despecho en la otra muchacha, pero quizás
lady Charlotte simplemente sabía ocultar bien sus sentimientos—. Lamento si ha sufrido
usted una desilusión.
Lady Charlotte rió.
—¡Oh, querida mía, no se preocupe, que no se me partió el corazón! Confieso que me
hubiera encantado coinvertirme en duquesa, pero ya había decidido que el precio a pagar
era demasiado alto.
—¿El precio a pagar?
Lady Charlotte se acercó y bajó la voz.
—Compartir la cama del Monje. Decidí que no podía hacerlo.
—¡Lady Charlotte! —Sarah echó un vistazo a su alrededor. No había nadie lo
suficientemente cerca como para haber oído.
—Dicen que Alvord no tiene una amante porque una sola mujer no puede
satisfacerle. Elige sus compañeras sexuales en los peores burdeles para encontrar suficiente
variedad para su gusto. —Los ojos de lady Charlotte tenían un brillo de excitación. Se
humedeció el labio inferior—. ¿Eso es verdad? ¿Él es insaciable?
—\Lady Charlotte! —A Sarah empezaba a latirle la cabeza.
—¿Cuál es su secreto? ¿Lo aprendió de los salvajes americanos? ¿Es así como logró
que Alvord le ofreciera matrimonio?
Estaba claro que lady Charlotte no creía que la magia de Sarah estuviera en su
apariencia ni en su personalidad.
—Sea cual sea, debe haber sido algo lo suficientemente espectacular como para
capturar el interés agotado del duque.
—Lady Charlotte, no sé de qué habla usted. Créame que James siempre se ha
comportado conmigo como un caballero. —Sarah no iba a explayarse sobre el episodio en el
jardín de Lord Easthaven ni sobre las actividades en el estudio de Jumes—. Espero que no
ande usted divulgando mentiras maliciosas sobre él.
—Oh —dijo lady Charlotte con una sonrisa de suficiencia—. Es un matrimonio por
amor, ¿verdad? Al menos de parte de usted. Pues yo no creo que los duques se casen por
amor. —Sin más, saludó con una inclinación de cabeza y se alejó por el salón atestado de
gente.
Sarah se quedó mirándola fijamente. Desearía decirle a esa mocosa que los duques
también se casaban por amor, pero sabía que eso iba a sonar extremadamente infantil. Y
realmente temía que la otra tuviera razón en este caso en particular.
—Sarah. —James le sonreía. Frunció el ceño y observó atentamente el rostro de la
joven—.¿Estás bien?
—Sólo un poco cansado.
—Podemos marcharnos ya, si quieres.
—Me encantaría.
Lizzie y Robbie compartieron con ellos el carruaje a casa, por lo que no tuvieron
oportunidad de hablar en privado. Sarah se sentía aliviada. Cerró los ojos y apoyó la cabeza
contra los cojines. Volvió a ver el pequeño rostro de expresión fría de Charlotte Wickford.
Apretó con más fuerza los ojos y sacudió ligeramente la cabeza, frotándola contra la
suavidad del asiento de cuero.
No podía imaginarse a James en la misma habitación
con las prostitutas que había visto en los muelles de Filadelfia o en el hospital de su padre.
La idea de que hubiera compartido una cama con mujeres así le resultaba inconcebible.
Pero por otra parte, ¿qué sabía ella? Nada. No, menos que nada.
No podía imaginarse a hombre alguno tocando a las mujeres pintarrajeadas y picadas de
viruela que iban en busca de ayuda al consultorio de su padre. Y sin embargo era obvio que
muchos hombres las habían tocado. Reprimió una risita histérica. Habían hecho mucho
más que tocarlas, aunque exactamente qué todavía era un misterio para ella.
Sarah volvió la cabeza para mirar por la ventana. Jugueteó con el anillo de
compromiso de Alvord haciéndolo girar hasta que la esmeralda se hundió en la palma de su
mano.
¿ Cómo podía casarse con un libertino ?
¿ Cómo podía no casarse con James ?
James observó a Sarah subir las escaleras para irse a dormir. Algo estaba molestándola, eso era
indudable. Sin embargo, esta noche no tenía tiempo paro descubrir cual era el problema, esa
noche tenía la intención de dar con William Dumlap.

Cuando más tarde Robbie y él subieron a un coche de alquiler ya no llevaban traje de


etiqueta. Aún iban vestidos como caballeros, pero sus botas, pantalones y abrigos oscuros se
fundían con las sombras y les permitían moverse a un ritmo considerablemente más rápido
que el que se precisaba para atravesar un salón de baile o ir a buscar un vaso de limonada.
Se dirigieron hacia el Este por Strand y Fleet Street en dirección al centro de la ciudad.
Poco antes de llegar a la cárcel de Bridewell, James le indicó al cochero que girara en Red
Lion Court. El coche bajó traqueteando por la angosta calle y se detuvo delante de un edificio
de aspecto ruinoso. El letrero gastado lo identificaba como Spotted Dog.
—¿Quieren que espere, excelencias? —preguntó el cochero mientras James y Robbie
se apeaban.
—Regresa dentro de una hora —dijo James arrojándole una moneda.
—¿Crees que aquí encontraremos a Dunlap? —El tono de Robbie era escéptico.
—No. —James inspeccionó la maltratada puerta—. Pero sí espero que hallemos la
pista que nos lleve hasta él. —Abrió la puerta de un empujón y entró.
Lo primero que percibió fue el olor a cenizas, cerveza derramada y demasiada gente
apiñada. Este lugar podría haber sido el Dancing Piper y él un chaval de dieciséis años.
Pero él no tenía dieciséis años y después de la primera desagradable impresión sí que
sintió la diferencia. Las mujeres lo examinaban con interés especulativo, aun aquéllas que
ya estaban con un cliente. Podía sentir los ojos femeninos deslizándose por su cara,
hombros, pecho, caderas y piernas. A los dieciséis se había sonrojado como una doncella.
Ahora les devolvió la mirada.
—Pasad, excelencias, sentaos con Bess y Jen y os traeremos una una jarra de cerveza, o
de ginebra si preferís.
—Cerveza está bien, gracias —dijo James mientras se sentaba a una mesa. La madame
era una mujer flaca con aspecto cansado, totalmente distinta de la rolliza Dolly.

Las chicas, sin embargo, no eran tan distintas de Fanny. Parecían un poco más
desesperadas. O quizás era que ahora él era capaz de notar esa desesperación. Calculó que
Bess, la que se había quedado a su lado, era unos años más joven que él. Debían quedarle sólo
un par de años en la relativa comodidad del Spotted Dog antes de que la obligaran a salir a la
calle a ejercer su oficio en la puerta.
—¿Quiere ir arriba, vuestra excelencia? —preguntó ella. Se inclinó para acercarse,
poniéndole una mano en la entrepierna. El aliento de la chica, mezclado con el olor de su
cuerpo y del semen del último cliente hizo que a James se le revolviera el estómago.
Con suavidad le apartó la mano de su entrepierna.
—No, gracias.
Bess comenzó a hacer pucheros, pero James vio una expresión aliviada en su rostro.
Mezcla de alivio y preocupación. Si él no compraba lo que estaba intentando venderle, ella
estaba un paso más cerca de tener que hacer la calle.
—Hablar un poco es todo lo que necesito esta noche —dijo James—. Pagaré tu
tarifa y un poco más. Será el dinero más fácil que hayas ganado en tu vida. Lo mismo para
Jen, ¿verdad, Robbie?
Robbie asintió.
—¿Está seguro de que no quiere usted ir arriba? Puedo hacer cantar su gallo.
—Estoy seguro de que así es, Bess, pero realmente lo único que quiero es hablar.
Necesito cierta información.
Bess retrocedió.
—¿Información? ¿Qué tipo de información?
—Información sobre un americano llamado Williain Dunlap.
—¡ Dios! —Jen se ahogó con la cerveza.
—Nosotras no sabemos nada sobre ningún Dunlap —se apresuró a decir Bess,
cuyo rostro había empalidecido de repente.
—¿Estáis seguras? —James hurgó en el bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las
puso sobre la mesa, eran brillantes soberanos de oro. Lentamente, casi perezosamente,
empezó a separarlas en dos montoncitos.
—Sí. —Jen seguía el recorrido del dedo índice de James mientras éste deslizaba una
moneda a través de la vieja mesa rajada.
—¿Nada? —Otra moneda tintineó contra la primera.
Bess se humedeció los labios.
—¿Qué quiere saber?
—Dónde puedo encontrarle.
—¿Por qué?
—Porque no me simpatiza.
Bess y Jen se miraron. Luego la primera miró por encima de su hombro y bajó la voz.
—Podría intentar en el Broken Dove —dijo—. O en el Red Lady.
—O en el Rutting Stallion, junto al río —añadió Jen.
—Sí, ése es otro de sus establecimientos —dijo Bess—. Tiene montones de lugares
para ocultarse en Londres. Mejor que lleve a su amigo y que cuiden sus espaldas cuando
vayan a buscarlo. No juega limpio.
—Eso pensé.
James y Robbie terminaron sus cervezas.
—Gracias por su tiempo, señoritas —dijo James mientras él y Robbie se ponían de pie
para marcharse.
Las manos de las muchachas volaron a recoger sus pilas de monedas.
—Gracias, vuestra alteza —dijo Bess, con los ojos muy abiertos al ver la cantidad de
dinero que tenía en la mano—. Vuelvan pronto.
—Sí, y pregunten por nosotras —les gritó Jen cuando se iban.
—Dios, esa muchacha, Jen, parecía haber andado entre el ganado —dijo Robbie
cuando hubieron salido—. Dudo que se haya bañado en la última semana.
—Más probablemente en el último mes. El baño es un lujo para ricos, amigo mío. Y
nosotros lo somos, especialmente para la gente de este barrio. Creo que vas a tener la oportu-
nidad de hacer un poco de ejercicio, pero del tipo pugilístico más que amatorio.
- ¿Q u é ?
—Puedo equivocarme, pero creo que dos, no, tres, tipos grandotes nos están
siguiendo. No creo que veas rastro alguno de aquel cochero, ¿o sí?
—No, maldita sea. ¿Estás seguro de que nos están siguiendo?
—¡No mires! Y sí, estoy seguro. No sabes, por esas casualidades de la vida, cómo usar
un cuchillo, ¿verdad?
—No, por esas casualidades de la vida no sé.
—Qué pena. —James aminoró el paso—. Me parece que lo mejor sería enfrentarnos
a ellos ahora, antes de llegar a aquel callejón oscuro donde podrían tener refuerzos. Ayúda-
me a llegar a la alcantarilla y veremos si están siguiéndonos o si sólo han salido a dar un
paseo.
James se tambaleó, apoyándose en Robbie. Dando traspiés llegó hasta la alcantarilla
y se agachó sobre ella como si fuera a vaciar el estómago. Echó un vistazo hacia atrás
mientras bajaba la cabeza hasta sus rodillas. Si aquellos hombres no eran una amenaza, se
mantendrían lejos del hombre descompuesto y de su compañero. En cambio, apuraron el
paso hacia ellos.
—Prepárate —dijo entre dientes James—. No veo porras ni palos, pero seguro que
traen uno o dos cuchillos.
El que marchaba a la cabeza del grupo hizo el intento de agarrar a James. Robbie
retrocedió instintivamente, dejando espacio para que James se pusiera en pie de un salto y
estampara su puño derecho en la mandíbula del tipo antes de que éste se diera cuenta de
que habían notado su presencia. La cabeza le voló hacia atrás, golpeando con fuerzo la
nariz del
Llegado este punto, unos matones callejeros comunes hubieran huido, con un tipo
abatido y otro herido, ahora estaban en igualdad de condiciones. Desgraciadamente, éstos
no eran unos simples matones callejeros. Obviamente los habían contratado para hacer
un trabajo que dudaban en dejar inconcluso.
Robbie no perdía terreno contra el matón número tres. No tenía técnica, pero en las
peleas callejeras lo mejor era pelear sucio. El segundo tío, con la nariz goteando sangre, había
sacado un cuchillo de la bota. James sacó el suyo, esquivó al hombre tirado en el suelo e hirió
a «Nariz Sangrienta» en el brazo con que empuñaba el cuchillo, el cual fue a dar ruidosa -
mente a la acera. James lo alejó de un puntapié y le propinó otro en plena rodilla. Con un
aullido, el matón se agarró la pierna y cayó sobre el primer atacante. En ese momento, el
contrincante de Robbie decidió que era momento de huir y echó a correr.
—No creo que la guardia esté por aquí cuando uno la necesita, ¿verdad? —James
limpió su cuchillo en los pantalones y volvió a desrizarlo dentro de la bota.
—¿ Qué haremos con ellos ?
—Hacerles una o dos preguntas. Oye, tú. —James apoyó su bota sobre la pierna
sana de «Nariz Sangrienta» cuando éste trataba de ponerse de pie, haciendo que volviera a
precipitarse al suelo—. No tan deprisa. Este amigo tuyo no es buen conversador, pero espero
que tú tengas algo interesante que decir. —Sacó del bolsillo un arma y le apuntó—. Quizás
esto te refresque la memoria.
—No sé nada, jefe. Es la pura verdad. —Los ojos del hombre iban y venían
rápidamente, buscando escapatoria.
—Dudo que reconocieras la pura verdad aun si ésta te mordiera el trasero. Sin
embargo sugiero que trates de aportar algo que sea verdad si quieres mantener tu miserable
pellejo intacto y fuera de Newgate. ¿Quién os contrató y exactamente para qué?

—No nos contrató nadie, señor. Sólo somos unos pobres diablos tratando de hacer
alcanzar el dinero.
James dijo una palabra muy breve y muy vulgar. «Nariz Sangrienta» se escabulló hacia
atrás, pero el duque rápidamente se adelantó un paso y apoyó la bota sobre la rodilla las-
timada del tipo.
—¿Sabes? —dijo James en tono de conversación—. Le he quebrado la rodilla a un
hombre de este modo. Las rodillas, por si no lo sabes, amigo mío, están diseñadas para
doblarse en un solo sentido. Es posible hacerlas doblarse en el otro sentido, pero no es muy
placentero, al menos no para el dueño de la rodilla. Yo, por ejemplo, no sufriría en lo más
mínimo si me subiera sobre tu rodilla. —Al decir esto James dejó recaer un poco de su peso
sobre el pie y el matón dio un alarido.
—Por las entrañas de Dios, él dijo que íbamos a atacar a un ricachón que sólo sabía
pavonearse alrededor del ruedo, pero que no sabía pelear. ¡El nunca dijo que íbamos a atacar
a uno como usted!
—Tomaré eso como un cumplido. Ahora dime quién es «él» y dónde podemos
encontrarle. Si me gusta tu respuesta podrás marcharte y llevarte contigo al dormilón de tu
amigo.
—No puedo, me costaría la vida
Obviamente el hombre estaba asustado, pero James no sentía ninguna compasión
por alguien que con mucho gusto le hubiera cortado el hígado en tajadas momentos antes.
—Va a costarte la vida si no lo dices. Yo estoy aquí y el que te contrató no lo está. Ya has
sentido lo filoso que es mi cuchillo. —James ejerció un poco más de presión sobre la rodilla
— ¿Quieres que me acerque más para que puedas volver a sentirlo? Te aseguro que no está
desafilado por falta de uso.
—¡Vale, vale! —Ríos de sudor surcaban la cara del hombre—. Fue Dunlap el que nos
contrató. Ahora déjeme ir, señor, como dijo que haría. No sé nada más.
—¿Ni siquiera dónde puedo encontrar a Dunlap esta noche?

—¡No! Lo juro. A nosotros sólo nos avisan cuando hay que hacer un trabajo y
cuando el trabajo está hecho nos dan nuestra paga. Nunca vemos a Dunlap en persona.
¡No queremos verlo!
—Me imagino que no —suspiró James—. De veras lamento tener que arruinar una
rodilla perfectamente sana. Pero, como tienes otra, quizás no la extrañes tanto. —Se in-
clinó hacia delante. El tipo volvió a soltar un alarido.
—¡Pare! ¡Pare! ¡Se lo diré, pero pare!
James aflojó la presión.
—Me parecía que podías llegar a cambiar de opinión.
El tipo tragó saliva. Tras echar un vistazo alrededor, susurró:
—Rutting Stallion, junto al río. Por lo general se queda allí cuando está en Londres.
Pero no podría jurarlo, señor. Podría estar en alguno de sus otros burdeles.
James asintió con la cabeza.
—Muy bien, creo que has hecho tu mejor esfuerzo. —Levantó la bota—. Que
tengas buenas noches.
El hombre gateó hasta conseguir ponerse de pie y desapareció en el callejón que
tenían delante antes de que James hubiera terminado la frase.
—Dejó a su amigo —dijo Robbie.
James movió la cabeza asintiendo.
—Me temo que sólo era un socio temporal. En realidad no esperaba que cargara con el
cuerpo. El peso muerto lo demoraría.
—¿Entonces, qué hacemos con él? —Robbie miró preocupado al tipo.
—Dejarlo. Está empezando a volver en sí. Sugiero que nos vayamos directamente al
Rutting Stallion.
—Eres muy bueno con ese cuchillo. ¿Dónde aprendiste a pelear así?
—En la Península. No todos los combates se libraban en el campo de batalla. Aprendí que
valía la pena estar preparado.

James echó un vistazo a ambos lados de la calle, buscando detectar cualquier


movimiento entre las sombras.
—¿Podrías enseñarme algunos de los movimientos?
—Sí, si quieres. Pero pelear es siempre el último recurso, Robbie. La regla de oro es
«Elige tus batallas». Conoce siempre tus vías de escape. Y sé consciente de tu entorno para no
meterte en problemas. —James movió a Robbie hacia el bordillo, esquivando una entrada
oscura—. Camina como si supieras hacia dónde vas y estuvieras ansioso por llegar allí. Y si
puedes cabalgar, hazlo.
Al llegar a Fleet Street James hizo señas a un coche de alquiler.

Dunlap se sirvió un vaso de brandy. Seguramente a esta hora Alf y sus compañeros
ya habrían despachado al duque. Qué considerado de parte de Alvord el entregarse en
bandeja de plata. Qué lástima que estuviera con Westbrooke. Dunlap prefería las
probabilidades de tres a uno que las de tres a dos. Sin embargo, Westbrooke no era un gran
luchador, así que su presencia era despreciable. Y Alf había llevado a su mejor equipo.
«No», pensó Dunlap mientras se reclinaba en su silla y subía los pies sobre el
escritorio, «si uno comete la tontería de visitar el barrio de los burdeles, debe esperar
algunas sorpresas desagradables». Si miraba por la ventana ahora, hasta podía ver las
formas oscuras de dos cuerpos flotando en el Támesis. Le había dicho a Alf que no atara
piedras a los cadáveres. Runyon quería pruebas de que el trabajo había sido hecho y qué
mejor prueba que el mismísimo cadáver del duque. Sólo para asegurarse, Dunlap había
hecho arreglos para que un barquero lo encontrara a la mañana siguiente. No tenía sentido
correr el riesgo de que el sol, el agua y los pájaros del río dejaran irreconocible el cadáver de
Alvord.
Se marcharía tan pronto como Kunyon se diera por satisfecho. No regresaría más. Le
había perdido el gusto a Inglaterra.
Oyó una conmoción en el vestíbulo. Frunció el ceño. Parecía como si Belle estuviera
gritando. Belle nunca gritaba en horas de trabajo. Después del horario laboral, cuando el la-
mía las capas y pliegues de su carne lujuriosa hasta la perla que se escondía dentro,
entonces sí gritaba. Dios, gritaba tan alto como para despertar a la guardia nocturna si ésta
hubiese sido lo suficientemente estúpida como para aventurarse en esta zona de Londres.
Bebió un sorbo de brandy. Extrañaría a Belle, pero por otro lado el mundo estaba plagado de
Belles. Clarisse, en su burdel de París, por ejemplo, era una mujerzuela llena de lujuria.
Tenía un vasto repertorio de entretenidos trucos de alcoba.
Otra vez el ruido. Era Belle, sin duda.
—¡Vuestra alteza! Le he dicho que el señor Dunlap no está aquí. No, no puede usted
entrar en esa habitación.
—Señora, voy a entrar ahora mismo. Por favor, hágase a un lado. La apartaré por la
fuerza si me obliga.
Dunlap se levantó de su silla con la velocidad del rayo, haciendo volar por el aire el
brandy. ¡Mierda! Alvord estaba al otro lado de la puerta.
Abrió la ventana que había detrás de su escritorio y pasó la pierna por encima del
alféizar mientras oía el repiqueteo del picaporte. A Alvord le llevaría un rato violentar esa ce-
rradura. Para entonces él ya no estaría allí. Se deslizó por la fuerte enredadera que había
plantado hacía años al comprar ese burdel.
Un hombre astuto siempre tenía una salida de emergencia.

No había nadie en la habitación, por supuesto. James miró por la ventana, pero ni
rastro de Dunlap.
—Es una pena, Robbie, pero creo que el pájaro se ha escapado.
—Maldición. ¿Iremos a buscarle a alguno de sus otros burdeles?
—No, creo que no. Estoy seguro de que Dunlap es demasiado astuto como para ir a
esconderse en un lugar tan obvio. —James hizo un gesto con la cabeza a la afligida madame
—. No creo que usted sepa hacia dónde fue su jefe, ¿verdad?
—Oh, no, vuestra alteza. Yo no sé nada.
James suspiró.
—Tal como lo pensé. Vamos a casa, Robbie.
Alquilaron un coche. James estaba cansado y dolorido. Hacía tiempo que no se
involucraba en una pelea callejera. Todo lo que quería era un buen baño caliente.
Sin ser invitada, la imagen de Sarah se presentó en su mente. Sarah con el pelo
suelto y desnuda. De repente sintió tensión y dolor en otra parte de su anatomía.
Y un ferviente deseo de poder aliviar también aquel dolor esa noche.
Capítulo 13

—Lady Gladys, ¿me permite un momento? Deseo hablar sobre mi futuro.


—¿Otra vez? No hay nada que discutir, señorita, a menos que quiera usted hablar
sobre la boda.
Sarah bajó los ojos para fijarlos en los rayos de sol que bañaban la alfombra verde
y dorada de la sala de estar de lady Gladys.
—No estoy segura... No creo... que pueda casarme con su alteza.
Oyó el tintineo de un par de tazas al caer sobre sus platos.
—Jesús, muchacha, no puedes dejar plantado al duque de Alvord.
—Amanda tiene razón, Sarah. El anuncio ya ha sido publicado en todos los diarios.
Es demasiado tarde para cambiar de opinión.
Sarah tragó saliva.
—Quizás podemos mantener el compromiso hasta que termine la temporada y
luego...
Lady Amanda resopló.
—Si vuestra relación sigue como hasta ahora, señorita, para cuando termine la
temporada usted ya estará encinta.
—¡Amanda!
—Pero es verdad, Gladys. La muchacha no puede compuesta lo ropa cuando James está
cerca.
Lady Gladys miró a Sarah con el ceño fruncido.
—En eso Amanda tiene razón, Sarah. Has permitido a mi sobrino tomarse algunas
escandalosas libertades.
Todo el cuerpo de la joven ardía de vergüenza.
—Lo siento. Nunca fue mi intención...
—Oh, no te disculpes. Estoy segura de que James fue extremadamente persuasivo.
—Extremadamente.
—¡Amanda! —Lady Gladys volvió a mirar a Sarah—. Lo importante aquí no son tus,
eh... actividades con James, querida. Aunque no hubierais hecho otra cosa que hablar del
clima, igual deberías casarte. El compromiso se ha hecho público. El escándalo que se
desataría arruinaría tu reputación.
—Si ya no estuviera arruinada por vuestras escandalosas actividades en el Green Man —
interrumpió lady Amanda.
Lady Gladys suspiró.
—Está ese asunto. Y no creas que la «flor y nata» lo olvidará, Sarah. Un compromiso
roto os pesará a ti y a James por el resto de vuestras vidas.
—¡No puede ser tan malo!
—Sí, me temo que sí puede serlo. —Lady Gladys dio una palmadita en el sitio junto a
ella en el sofá—. Ven a sentarte y lo discutiremos racionalmente. Estoy segura de que no es
más que un caso de nervios prenupciales.
—Cuesta entender que la muchacha tenga nervios prenupciales, Gladys, después de
aquel interludio en el estudio de James.
—¡Amanda, no estás ayudando! —Lady Gladys se volvió para sonreírle a Sarah—.
Es natural que os sintáis ligeramente agitados en esta etapa, querida.
—¡Bah! ¿Ligeramente agitados? James está tan agitado que apenas puede abotonarse
los pantalones.
Lady Gladys lanzó una mirada furibunda a lady Amanda y luego se volvió hacia
Sarah.
—De veras, querida, yo nunca había visto a lames al raído por una joven.
—Se apresuró a proseguir antes de que Lady Amanda pudiera deslizar alguna palabra
—. Y en Inglaterra es mucho más cómodo ser duquesa que institutriz. Como la esposa de James
tendrás dinero y una buena posición.
—Y muchos hijos. —Lady Amanda miró fijamente a la joven por encima de su taza
—. Es obvio que James no te produce repulsión, de modo que ¿cuál es el problema?
Sarah se encogió de hombros. ¿Cómo podía decirles a estas damas que no podía
soportar casarse con un libertino? Jamás lo entenderían.
Lady Gladys se inclinó hacia la joven y le tocó el brazo.
—Si has tenido una discusión con James, querida, es necesario que os reconciliéis.
Puedo no haberme casado nunca, pero he pasado años observando parejas. Me temo que los
hombres rara vez dan el primer paso para la reconciliación. Eso es tarea de la mujer.
Lady Amanda asintió con la cabeza.
—Si lo dejas en manos de James, Sarah, quizás el problema nunca se resuelva.
—Pero...
—No, Sarah. —La voz de lady Gladys era firme—. Debes casarte con James. Así que
si hay un malentendido, hablaré con él.
Lady Amanda resopló.
—Sólo asegúrate de que hablar sea todo lo que hagáis.

Sarah reflexionaba sobre las palabras de las damas. ¿Cómo iba a discutir semejante
tema con James? Indudablemente no era apropiado hacerlo en la mesa del desayuno. Ni
tampoco lo hacía más digerible un refrigerio frío, tortas y té, o faisán asado. Dado que las
damas se habían convertido en excelentes carabinas, no había un solo momento para hablar
en privado. Y en realidad, ¿qué iba a decir? La fornicación era de esperar entre los nobles
ingleses. Los lores pensaban más en su vestuario que en sus compañeras de cama.

Pero ella no era una dama inglesa. No podría ignorar los pasatiempos amorosos de
James. Tenía que hablar con él. Las damas tenían razón sobre eso. ¿Pero cuándo? ¿Y dónde?
Al regresar de la ópera esa noche estaba demasiado inquieta para dormir. Despidió a
Betty, se arrellanó junto al fuego envuelta en una manta y afrontó algunas verdades incómodas.
Amaba a James. Desearía que no fuese así, pero era un hecho. Ya no podía imaginar la
vida sin él. James había despertado en ella algo que jamás volvería a dormirse. Anhelaba su
contacto, pero también su fidelidad y su amor.
Si tuviera su contacto pero no su amor, ¿podría soportar casarse con él? No lo sabía.
Apoyó el mentón sobre las rodillas y clavó la vista en las llamas amarillas y
anaranjadas que lamían la chimenea. No iba a encontrar la respuesta allí. Tenía que hablar
con James. Esta noche. Ahora. Ya no podía tolerar la incertidumbre.
Comenzó a pasearse por la habitación. La idea de ir a buscar a James a su dormitorio
hacía revolotear su estómago como las alas de un colibrí. Se agarró los costados del cuerpo
cruzando los brazos debajo de los pechos y respiró profundamente para calmarse. No le
sirvió de nada.
¿Podría ir a la habitación de él? Estaba en el mismo corredor. Le llevaría sólo un
momento llegar allí. Sabía qué puerta era.
Lo que quería hacer era escandaloso, pero estaban comprometidos. Para la mayoría
de las personas la reputación de ella ya estaba hecha trizas.
Se detuvo en el ángulo más alejado de la chimenea. ¿Y si él no estuviera en su
habitación? No las había acompañado a la ópera. ¿Y si estaba pasando la noche en algún
burdel o con alguna acomodaticia dama de clase alta ?
Ahora su estómago albergaba una bandada de colibríes.
Suficiente. Estaba claro que no iba a poder dormir, así que bien podía ir a verle esta
noche. Si él no estuviera e-n su habitación... bueno, pues volvería a intentarlo otro día.
Esperaría una hora, hasta que el resto de la casa se durmiera. Entonces iría.

Sarah entreabrió la puerta y espió hacia fuera. El corredor estaba desierto. Respiró
profundamente y dejó salir el aire lentamente. Ir a enfrentarse a James en su habitación le
había parecido una buena idea antes, pero ahora se le ocurrían cientos de razones por las
que debería permanecer segura donde estaba. Por otro lado, quedarse escondida en su
cama no solucionaría sus problemas. Volvió a mirar hacia el corredor. La distancia hasta el
dormitorio de James parecía enorme, pero sabía que no lo era. Sólo necesitaba convencer a
sus pies de que echaran a andar. Se obligó a atravesar el umbral.
Caminó a toda prisa por el corredor. Afortunadamente, las otras puertas
permanecieron firmemente cerradas. No quería encontrarse con las señoras o con Lizzie.
¿Y si Harre-son estaba en el cuarto, esperando a James? Moriría de vergüenza si el correcto
y formal ayuda de cámara de James la pescaba entrando a hurtadillas en la alcoba de su amo.
Llegó hasta la puerta y apoyó la oreja sobre la madera. Los violentos latidos de su
propio corazón le impedían oír otra cosa. Conteniendo el aliento cerró los ojos y se
concentró. Ningún sonido. Echó un vistazo a lo largo de todo el corredor. No venía nadie.
Asió el picaporte. La mano le temblaba de tal manera que tuvo que usar las dos.
La puerta se abrió sin hacer ningún ruido y la joven se deslizó dentro. Ni rastro de
Harrison, a Dios gracias. Un fuego cubierto de cenizas resplandecía a su izquierda; la luz de la
luna brillaba tenue y vacilante, entrando a través de la ventana que tenía ante sí. La cama,
enorme y alta como la de un rey medieval, estaba junto a la ventana y tenía las cortinas
recogidas. A la tenue luz no alcanzaba a distinguir si James estaba o no allí.
Silenciosamente se deslizó por la habitación. Sí, allí estaba él, boca arriba y
cubierto sólo hasta la cintura por la ropa de cama.

Las sombras jugueteaban sobre su rostro, sobre las largas pestañas contra sus mejillas
y el hueco en la base del cuello. Tampoco ahora llevaba una camisa de dormir. Podía ver la fina
capa de vello que le cubría el pecho. Recordaba que era dorado. ¿Sería suave? En el Green
Man había sentido deseos de tocarlo, de dibujar con el dedo su recorrido por encima de las
tetillas planas, bajando hasta el vientre, el ombligo y la delgada línea que desaparecía bajo
la sábana. ¿Podría tocarlo ahora? Estaba dormido. Si lo hacía con mucho cuidado, él jamás se
enteraría.
La intimidad de la iluminación y el silencio le prestaron audacia. Alargó la mano
hacia él.
A la velocidad del rayo las manos de James le cogieron la parte superior de los brazos,
levantándola para luego arrojarla de espaldas sobre la cama. Se cernió sobre ella, inmovili-
zándola con su peso contra el colchón.
—¡James!
Aflojó la presión.
—¿Sarah?
—Sí —dijo ella con voz ronca. Lo miró fijamente, pero su rostro se perdía entre las
sombras. ¿Estaría enojado?
—Un momento. —Se alejó. Ella oyó el chirrido de un yesquero al abrirse y el sonido
de un pedernal al rasparse. Luego vio el destello de una vela recién encendida.
La piel de James emanaba un cálido resplandor. Tanta piel. Los hombros, hermosos y
anchos, la espalda fuerte que se estrechaba gradualmente hasta la cintura que aún perma-
necía oculta por las mantas. Se volvió hacia ella dejándole ver su pecho otra vez. Había
olvidado cómo el movimiento provocaba una especie de ondulación en sus músculos. Era
verdaderamente asombroso lo que se ocultaba bajo las camisas, abrigos y corbatas. Los ojos
de la joven recorrieron la sinuosa línea que iba desde el cuello, pasando por los hombros y
bajando por los músculos de los brazos.
—;Te gusta lo que ves?
—¿Cómo? —Sus ojos volaron otra vez hacia el rostro de él. Observó otra vez esa mirada
absorta. Con toda la atención fija en ella.
—No sabía que los ojos de una mujer pudieran torturar a un hombre.
—¿ Qué ? —Sacudió la cabeza en un intento por aclarar sus pensamientos. Sabía que al
hablar daba la impresión de tener el cerebro hecho añicos, pero el timbre ronco de la voz de
James le distraía bastante.
—No mires sin tocar, cielo. Te lo ruego. Puedo sentir sobre mí tus ojos, pero me
encantaría sentir tus hermosas manos o, mejor aún, la suavidad de tus labios.
A ella le encantaría tocar la dorada barba incipiente que delineaba su mandíbula y
los abultados músculos de sus brazos. Sus manos ardían por tocarle. Frunció el ceño y se in-
corporó, alejándose de él hasta el otro lado de la cama. Poner un poco más de distancia
entre ellos sin duda sería de gran ayuda para poder conversar.

James despertó al sentir que alguien alargaba el brazo hacia él. Jamás debería haber
dejado que su atacante se acercara tanto. No lo habría permitido de no ser porque estaba
profundamente inmerso en un sueño deliciosamente erótico.
Casi hubiese preferido morir a salir de su sueño. En él tenía a Sarah desnuda en la
cama, sin mantas ni almohadas que obstruyeran la visión. Había estado deleitándose con
el espectáculo. Había dejado a sus ojos explorar cada centímetro de ella, desde el cabello,
pasando por los labios y el cuello, hasta llegar a sus pechos adorablemente pequeños. Su
cintura. Sus muslos. Pese a tener una imaginación extremadamente activa, no podía decidir
el matiz exacto del precioso vello que albergaba el espacio entre esos muslos. ¿Sería el
mismo tono rojizo de su cabello? ¿Y serían igual de suaves? Estaba a punto de averiguarlo
cuando había sentido que un hombre o largaba el brazo hacia él.

Supo que no se trataba de un hombre ni bien cerró las manos sobre los brazos del
intruso.
Era Sarah. ¿Qué estaba haciendo en su habitación? ¿Y
en su cama? Parpadeó. No, ya no estaba soñando. Ella tenía
Puesto un camisón blanco de cuello alto. Jamás hubiera lleva-
do tanta ropa en uno de sus sueños.
Se volvió para encender una vela. Apenas pudo concentrares el tiempo suficiente
como para raspar el pedernal.
Tenía a Sarah en su cama con tan sólo un camisón entre su piel y la de ella. Apenas
algunos botones, tan convenientemente ubicados debajo de la barbilla de la joven, encima
el cuello esbelto y un poco más abajo sus preciosos pechos.
Le llevaría sólo unos instantes despojarlos de la prisión de la ropa. Tenía por delante una
larga sucesión de instantes, horas, antes de que las doncellas se levantaran.
La sangre fluía deprisa desde su cabeza hasta otra parte de su cuerpo.
Sarah llevaba puesto el anillo que él le había dado. Estaba en su cama. Tía Gladys y
lady Amanda estaban dormidas, pero aun si despertaran no asomarían las narices en su al-
coba. Estaba a salvo, arropado en su propia cama. Con Sarah.
Debería haber cerrado la puerta con llave. Pero entonces, obviamente, ella no
habría logrado entrar. ¿Por qué había venido?
Francamente, no le importaba el porqué. Ella estaba allí. Sin duda sus sueños
estaban a punto de hacerse realidad.
Se volvió hacia ella y la halló mirándolo con tanta atención como él la había
observado en su sueño. Dios, era una tortura exquisita. Su piel ardía dondequiera que ella
posara sus ojos. Necesitaba sentir sus manos, sus labios sobre él. Estaba desesperado porque
lo tocara.
Suplicaría, si fuera necesario.
De alguna manera James se las había arreglado para que entre ellos no mediara distancia alguna.
Su cara estaba a tan sólo unos centímetros de la de ella. Parecía estar... hambriento.
—James, deja de hacer eso.
—¿Que deje de hacer qué?
Ella podía sentir sobre sus labios el aliento de él. Con sólo alzar la mano podría
tocarle el pecho. Ese pecho completamente desnudo. ¿No sentiría vergüenza de su
desnudez? Sin duda podía echarse encima una camisa de dormir. Pero para hacerlo
primero debería salir de la cama y ella vería cada musculoso centímetro de ese cuerpo. A
menos que cerrara los ojos, lo cual, por supuesto, haría.
Quizás.
—Deja de mirarme de ese modo —dijo ella—. Es necesario que hablemos.
—¿Estás segura? Se me ocurren cosas más interesantes que hacer con nuestras bocas.
Se inclinó acercándose y ella echó la cabeza hacia atrás. Si retrocedía un centímetro
más iría a dar al suelo.
—Y de todas maneras, eres tú quien mira, cariño. No es que me moleste, por
supuesto. Sería un placer mostrarte cualquier parte de mi cuerpo que desees ver —dijo,
tomando luego entre sus manos las mejillas de la joven.
Sarah se humedeció los labios y vio la mirada de James descender hasta su boca.
Sería tan fácil que la sedujera haciéndole olvidar el propósito de su visita. Estar a
solas con James en la tibieza y penumbra de su cama, rodeada por su perfume y su calor
era... maravilloso.
—Es necesario que hablemos sobre nuestro futuro —susurró ella.
—Ah. Me encantaría hablar sobre nuestro futuro, cielo. —Sus dedos se movieron
comenzando a juguetear con los botones de su camisón—. ¿Por qué no te metes a la cama y
te pones cómoda?
—Mejor no. —Sarah miró las mantas—. ¿Llevas calzoncillos?
Él dibujó una amplia sonrisa.
—¿Te gustaría mirar?
—No, creo que me quedaré donde estoy gracias.
—¿No tienes frío?
—Más bien tengo un poco de calor.
—¿De veras? Entonces no deberías tener cerrado hasta la barbilla ese camisón, cariño.
Le desabrochó el primer botón. Sarah alzó la mano para detenerle, pero quién
sabe cómo terminó recorriendo con el dedo la curva de sus músculos y los tendones de
sus brazos. Él le besó los dedos que rozaban su piel. La muchacha dejó caer las manos sobre
la cama.
Otro botón se deslizó fuera del ojal.
James le tocó el extremo de la trenza.
—Recuerdo tu cabello aquella noche en el Green Man. Era como seda roja y dorada.
Sarah se ruborizó.
—Era un desastre. Estaba demasiado cansada como para trenzarlo.
—¿Mmm? —Él soltó las trenzas y pasó los dedos entre los mechones—. Era así de
hermoso.
Le retiró el cabello de las sienes. Luego deslizó lentamente la mano por una de las
mejillas hasta llegar a la garganta y al siguiente botón de la hilera. Ella le cogió la muñeca. No
tenía que olvidar que él era un calavera. Un libertino.
Y uno muy exitoso, por lo visto. Estaba sumiéndola en la inconsciencia.
—James ¿haces sentir así a todas tus mujeres?
—¿Así cómo, amor? ,
—Acaloradas y...agitadas.
—Eso suena a fiebre. —Otro botón desabrochado—. Pero te contaré un secreto. —Se
inclinó hacia ella dejando que sus labios le rozaban la m e j i l l a —. Tú también me haces sentir
acalorado y agitado. Tal vez tenemos la misma enfermedad. —Sus labios le acariciaron
ligeramente la boca y ella instintivamente volvió la cabeza para seguirlos mientras se
alejaban.
—Quizás podamos curarnos mutuamente. —Se movió hasta su cuello, hasta el
sensible punto justo detrás de la oreja—. Creo que podemos. —Su voz temblaba levemente
—. Realmente lo creo.
—-Pero, James. —La voz de ella tampoco era del todo firme. Cada vez que la boca de él se
movía hacia otro punto, una nueva oleada de calor sacudía a la joven. Pero aún tenía la vaga
sensación, cada vez más vaga, de que tenía que decir algo importante. No podía permitir que este
adorable fuego la consumiera.
—James... ¡oh!
Los labios habían llegado a la base del cuello. Sintió que el deseo le endurecía los
pechos; palpitaba de la cintura para abajo. Un botón menos. La joven quería desgarrar de una
vez el condenado camisón. Necesitaba sentir esas manos y esa boca en todo el cuerpo.
¡No! Tenía que decir lo que había venido a decir. Se humedeció los labios para hacer
otro intento.
—James, acerca de las otras mujeres.
Él le desabrochó otro botón. Uno más y llegaría a sus pechos. Y entonces toda
esperanza de conversación racional se desvanecería. Lo empujó y él alzó la cabeza. La
muchacha le miró a los ojos.
—He pensado mucho sobre esto, James. Sé que no puedo modificar tu pasado. Pero
soy americana, no inglesa. No resistiría pensar que haces esto con otras mujeres cuando
estemos casados. No quiero compartirte.
Torció la boca en un atisbo de sonrisa.
—Y yo no quiero ser compartido.
—¿No quieres? —Trató de evitar que su esperanza se desbordara hasta tanto se
asegurase de haber comprendido—. Entonces ¿vas a dejar a tus otras mujeres? ¿Dejarás
los burdeles?
—¿Dejar los burdeles? —James parecía estupefacto—. ¿Y a mis otras mujeres? —
Se reclinó.
Sarah frunció el ceño. ¿Acaso ella había malinterpreta- do sus palabras?
—Sé que estoy pidiendo mucho. Sé que no es la cos tumbre inglesa. Pero te lo
compensaré, James, lo prometo. Sólo tienes que mostrarme cómo. Ahora soy una
ignorante, pero estoy dispuesta a aprender. Sólo muéstrame lo que te gusta. Quiero
complacerte.
—Eso suena encantador, cielo, pero no le encuentro sentido a lo que dices.
¿De dónde sacaste la idea de que tengo hordas de mujeres?
Sarah estudió su rostro. Parecía perplejo, no enojado.
—¿No es por eso por lo que te apodan el Monje?
James frunció el entrecejo y hubiera hablado, pero Sa rah no le dio tiempo.
—Richard fue el primero que me lo contó, pero hasta tu tía y lady Amanda lo
saben. Lady Charlotte dijo que todo el mundo sabía que frecuentas los burdeles. —Se
sonrojó—. Dijo que no tenías sólo una amante porque necesitabas variedad.
James la miraba fi jamente.
—¿Charlotte dijo que necesito variedad?
Ella asintió con la cabeza.
Él parecía atónito. Se dejó caer boca arriba, cubriéndo se la cara con las manos.
Sarah sintió que le daba un vuelco el estómago.
—No pu edo comp artirte , Ja me s. —L e tocó e l hom bro. Él estaba temblando
—. L o lamento, pero simplemente no puedo.
Un ruidito extraño se fi ltró a través de los dedos que cubrían la cara. Ella le
clavó los ojos, recelosa.
—¿Te estás riendo de mí?
—De ti, de mí, de toda esta ridícula situación —ja deó—. Sarah, es verdad que
algunos solían llamarme el Mon je. Richard me puso ese apodo cuando estábamos en
la universidad. Sabía que no te gustaba, pero pensaba que sabías lo que significaba.
—¿No significaba lo que me dijo Richard?
—No. Al menos no en aquel tiempo. De veras pensaba que ya nadie lo usaba. Nadie me
llama así en la cara. —Hizo una mueca—. Por cierto que no tenía ni idea de que tía Gladys y
lady Amanda supieran de la existencia del maldito apodo.
—Y lady Charlotte. Ella pensaba que nosotros, eh... es decir, ella pensaba que ya
habíamos estado juntos en la cama.
James dibujó una amplia sonrisa.
—Bueno, eso es verdad.
Sarah hizo una mueca.
—¡Sabes lo que ella pensaba! Y creo que quería que le diera detalles.
James silbó bajito.
—Tal vez la querida Charlotte no es tan fría como pretende.
Sarah volvió a cogerle la muñeca.
—Deja en paz a Charlotte. Es bastante desagradable.
—Oh, lo haré, cielo, lo haré. Pero estoy conmocionado por haberme enterado de que
tengo la fama de ser un demonio en la cama.
—¿Entonces no lo eres?
—No tengo ni idea. Amor, soy tan casto como tú.
Ahora la estupefacta era Sarah.
—¿De veras?
James asintió.
—Ese apodo que tanto lamento tener significa exactamente lo que sugiere.
Sarah lo miró fijamente. Vio que tenía los labios curvados en una semisonrisa y
parecía ligeramente avergonzado.
—Pensé que, es decir, parece... Pues, por lo que todo el mundo dice... es decir, toda la
«flor y nata», los hombres entran y salen de la cama de cuanta mujer se lo permite.
—Lo admito, debo ser el único duque casto mayor de catorce años.
—¿Pero cómo puede ser? Verdaderamente pareces saber cómo, eh... tú me
entiendes.
—¿De veras? Será porque tú me inspiras. Ahora sin duda me siento inspirado, ¿tú
no?
Alargó la mano para tocarle el costado de uno de sus pechos a través del camisón.
—Eh... —Sin duda estaba ardiendo. Si tan sólo él continuara moviendo la mano...
James levantó la mano izquierda de ella, besándole la parte interna de la muñeca,
que luego acarició con el pulgar, sintiendo su pulso agitado.
La luz de las velas arrancó un destello a la esmeralda del anillo de compromiso de los
Runyon.
—Antes de comprometerte... —Sonrió abiertamente—. Antes de comprometerte
completamente, necesito estar seguro No tienes más dudas acerca de nuestro matrimonio,
¿verdad?
La intensidad de las maravillosas sensaciones físicas amainó ligeramente cuando
Sarah miró fijamente a James, estudiando su rostro.
—¿Por qué? ¿Por qué quieres casarte conmigo?
—¿Por qué? ¿Haber dormido juntos no es suficiente? No. —Le puso un dedo sobre
los labios para acallar su inminente protesta—. No es sólo eso. No es porque el incidente en el
Green Man se haya divulgado, o porque necesite una esposa y un heredero, ni siquiera
porque deseo tu hermoso cuerpo, aunque también es por todo eso. —Volvió a besarle la
muñeca, succionando ligeramente la piel—. Dios, desde aquella noche en el Green Man el
deseo de tener tu cuerpo no me ha dejado conciliar el sueño en paz. Pero es más que todo
eso.
La miró directamente a los ojos.
—Te necesito, Sarah. De algún modo has entrado en mi corazón y en mi alma. No
puedo imaginar la vida sin ti a mi lado. En mi cama, sí, pero también sentada a mi mesa des-
ayunando conmigo, en mi salón y en las tierras de Alvord.

—¿De veras? —Sarah estudió su rostro. Lo que vio arremolinándose en sus ojos
color ámbar le dio confianza.
—De veras. Di que te casarás conmigo, Sarah. —Le acarició la boca con sus labios—.
Dime que sí.
Ella suspiró. Toda la agonía, las razones y las racionalizaciones eran ahora como una
tormenta de verano cuya intensidad se olvida apenas el sol irrumpe entre las nubes. No
importaba que James fuera un duque inglés. Era James y había llegado a ser imprescindible
para su felicidad.
—Oh, sí—respondió.
El rostro de él se iluminó.
—Entonces, amor mío —le susurró al oído— de verdad me encantaría perder mi
virginidad. —La besó—. Por supuesto, eso implica que tú también tendrás que perder la
tuya. —Otro beso—. Pero trataré de compensártelo.
Sus dedos desabrocharon el último de los botones.
—Te veo algo ruborizada, cielo. Estoy seguro de que estarás más cómoda sin este
molesto camisón.
La joven no sabía si iba a estar más cómoda o no. La comodidad no era lo que importaba.
El tema era la supervivencia. Si no sentía pronto sobre su piel la de James, estallaría en llamas.
Lentamente, él fue subiéndole el camisón por la pierna. Deslizó la palma sobre su
piel desde el tobillo hasta la pantorrilla, yendo a detenerse justo por encima de la rodilla.
Sarah se retorció. Deseaba desesperadamente que los dedos se movieran unos
centímetros más arriba. Las manos le temblaban apoyadas sobre los hombros de él. Gimió.
—Por favor.
—¿Por favor? Amor, haré lo que sea por ti si lo pides de un modo tan encantador.
Su mano se movió y el pulgar rozó el punto que ardía por su contacto mientras se
deslizaba subiendo por el muslo hasta la cadera. Entonces él cogió el camisón con ambas
manos y se lo quitó por encima de la cabeza. La prenda desapareció entre las sombras.
—Dios, Sarah. Eres tan hermosa. —No hacía más que mirarla, recorriéndola con los
ojos desde los pechos hasta el vientre y de allí a los muslos. Ella hizo un movimiento para
cubrirse, pero los dedos de James apartaron los suyos. El suspiró, la mano grande y cálida
sobre la mata de vellos rizados que ella había tratado de ocultar hacía un instante.
—Rojos —dijo él en un susurro—. Igual que tu cabello.
Levantándola entre sus brazos, la depositó bajo las sábanas donde la apretó contra su
cuerpo desnudo. Las llamas lamían la piel de ella. La colocó boca y arriba le acarició con suavidad
los pechos, tocándole ligeramente los pezones.
Ella se arqueó entre sus manos. Una oleada de fiereza la invadió, despojándola de
toda timidez. Necesitaba a James. Le pasó las manos por el cabello, por la espalda, incluso por
las musculosas nalgas. Gemía, sollozaba. Él la tocaba muy suavemente. Con excesiva y
provocadora suavidad.
—Shhh, cielo. Tranquila. —Él también jadeaba. Rió, sin aliento—. Creo que esta vez no
intentaremos ir despacio, ¿eh?
Sarah sacudió la cabeza. Apenas le oía. El deseo estaba consumiéndola. Había un
vacío en su interior que necesitaba llenar.
—Por favor —volvió a gemir.
Uno de los largos dedos la tocó suavemente en ese lugar húmedo, oculto y anhelante
entre sus piernas...Y entonces ella explotó. Gimió, aferrándose a él. Oleada tras oleada de
sensaciones la hicieron flotar, aplacando el fuego, limpiándola, dejándole el cuerpo débil y en
paz. Levantó la vista hacia él.
—Ahora es mi turno, cielo
Ya libre de la locura, percibió la tensión en la voz de él.
Se colocó encima y ella abrió las piernas para recibirle. Luego deslizó sus manos sobre
los hombros y la espalda de James. Sintió en todos los músculos de él la misma tensión que
hacía un momento había sentido en los suyos.
Algo caliente y firme la tocó donde antes había estado el dedo de James y un instante
después eso estaba profundo en ella. El interior de su cuerpo cedió. No estaba segura de que
pudiera estirarse tanto, pero se quedó quieta pues sabía que era James uniéndose a ella.
—Esto puede doler —jadeó él. Penetró más en ella, llenándola—. Dios, Sarah. —Su
voz no era más que un ronco susurro—. Eres dulce. Eres tan dulce.
El sudor hacía resbaladiza la espalda masculina. Sarah le acarició la columna y elevó
las caderas. Él recobró el aliento y arremetió dentro de ella. La joven sintió que algo le quema-
ba muy profundo, donde él estaba. Debajo de sus manos las caderas de James se movieron
una vez, dos veces y se quedaron inmóviles. Dentro de ella palpitaba algo caliente; luego el
cuerpo de él se relajó y permaneció acostado encima de ella, que lo abrazó fuerte cuando
sintió que el ritmo de su corazón se hacía más lento y constante.
Apenas podía respirar bajo el peso de aquel cuerpo. No comprendía del todo lo que
acababa de suceder, pero sentía una profunda satisfacción. No quería que él se moviera.
Cuando lo hizo, Sarah sintió el aire frío contra su piel perlada de sudor. El la abrazó,
atrayéndola hacia sí. La joven apoyó la cabeza contra su pecho.
—Lamento haberte hecho daño. —Su aliento le movió el cabello.
—No fue nada —respondió ella apoyando la palma extendida contra el pecho de
James.
—Fue tu virginidad al romperse. No volverá a dolerte así. Enredó sus dedos en el
cabello de la muchacha—. Hoy mismo voy a conseguir una licencia especial. Quiero que
nos casemos lo antes posible.
Sarah sintió que se ruborizaba. ¿Qué pensaría la familia de James de una boda tan
precipitada?
—¿Hace falta que nos casemos tan rápido?
—Sí. —La mano de James recorría la columna de la joven. Esta se estiró apretándose
contra él—. Hay al menos tres razones para darnos prisa, cielo. Primero, no tengo
intenciones de volver a dormir solo y tía Gladys puede oponerse a que me traslade a tu
habitación sin la bendición de la iglesia. No voy a andar a hurtadillas por los corredores de
mi propia casa.
Sarah se agitó.
—Yo debería escurrirme por esos corredores ahora mismo, James, de regreso a mi
habitación. ¿Qué hora es?
James la atrajo contra su costado, para más seguridad.
—Tú no vas a ninguna parte.
—Pero ¿qué dirá la servidumbre? Harrison o alguna de las criadas entrará pronto.
—Los criados estarán encantados de encontrarte en mi cama, Sarah. No quieren que
Richard se convierta en duque. Antes de que tú llegaras a mi vida, Harrison solía
amenazarme con que buscaría otro empleo si yo no cumplía con mi obligación de asegurar
la sucesión.
—Bueno, al menos debería ponerme un camisón.
—Estás bien así. Espero que en el futuro prescindas en lo posible de esa ropa para
dormir.
—¡James!
—La segunda razón para apresurarnos —dijo, ignorando su arrebato— es en
realidad más importante. ¿Recuerdas cuando en el Green Man te preguntabas si podías
estar embarazada?
Sarah escondió la cara contra el costado de James.
—No entendía del todo el asunto.
James rió por lo bajo. Apoyó una mano sobre el vientre plano de Sarah.
—Bueno, pues ahora sí es posible que estés embarazada.
—¿De veras? —No se sentía distinta en absoluto. Puso su mano junto a la de James. El
entrelazó los dedos de ambos.
—De veras.
—¿Después de tan sólo una vez?
—Sí. No es común que suceda la primera vez, pero puede ocurrir. Richard también
sabe eso, como estoy seguro
De que no tengo intenciones de limitarme a hacerlo una sola vez. Y ésa es la tercera
razón por la que es necesario que nos casemos rápido: no sé lo que hará Richard. Si algo me
sucede, quiero que estés bien cuidada. Si estuvieras embarazada, quiero que nuestro hijo
sea reconocido como mío.
—Mmm
Sarah suponía que debería sentirse preocupada, pero se sentía demasiado abrigada
y relajada entre los brazos de James. Le costaba ordenar sus ideas. Hacía un rato estaba en su
habitación, juntando coraje para enfrentarse a James y ahora estaba desnuda en la cama de
él y acababa de vivir la experiencia más maravillosamente íntima de toda su vida. Ella, que
siempre había estado prácticamente sola, estaba ahora a punto de ganar un marido, una
hermana, una tía y posiblemente un bebé. Una nueva vida que James y ella habían armado
juntos. Le sorprendió la intensa calidez que la inundaba ante esa idea. Esperaba estar
embarazada. Quería un niño con los mismos ojos ambarinos de James.
El le acariciaba el cabello con lentos movimientos. Sentía sus dedos anchos
deslizarse por el cráneo, hasta la nuca. Estaba tan abrigada y relajada. Tan segura. Sus ojos
fueron cerrándose casi sin advertirlo. Había sido un largo día. Dormirse le llevó tan sólo
unos instantes.
Capítulo 14

James escuchaba la apacible respiración de Sarah. Sentía una profunda relajación


física y una intensa paz, pero no podía dormir. El recuerdo de lo que acababa de ocurrir era
demasiado vivido.
Aunque el alivio físico era previsible, la realidad había sido mil veces más gratificante
de lo imaginado. Y había imaginado el acontecimiento en detalle incontables veces la
sedosidad de la piel de ella, el perfume dulce de su cuerpo acalorado, su sabor ligeramente
picante; los suaves suspiros y gemidos, la cremosa belleza de sus pechos y vientre. Y luego la
sensación de esas largas piernas y esos suaves muslos rodeándole las caderas y de las
delicadas manos deslizándose por su espalda. Al entrar en su cuerpo estrecho y húmedo se
había sentido en casa.
Eso era lo inesperado. La liberación espiritual que había llegado con la física. Había
vertido su vida dentro de ella, no sólo su semilla, también su alma. El sentimiento de amar y
ser amado lo había abrumado. No quería separarse de ella, aun sabiendo que el peso de su
cuerpo la aplastaba. Había hundido la cara en el pelo y el cuello de Sarah y aspirado el olor
almizclado de la piel perlada de sudor después del sexo, mezclado con el perfume familiar de
sus sábanas de lino.
Esperaba que hubieran concebido un niño, aquí en la cama en que los Alvord habían
sido concebidos por generaciones. Un hijo que continuara su linaje o una hija con una cabe-
llera del color del ocaso, igual a la de Sarah. Con una sonrisa le pasó la mano por la espalda.
Ella masculló algo y se acurrucó más cerca.
James sintió que estaba volviendo a excitarse. Le parecía una lástima malgastar la
noche durmiendo. Sarah estaría demasiado dolorida para otra cópula, pero había otras
formas de hacer el amor. Deslizó la mano desde el hombro hasta el pecho de la joven.
Y se paralizó. Todos sus sentidos entraron en estado de alerta. Contuvo el aliento para
escuchar mejor. Sí, ahí estaba otra vez. No había sido su imaginación. Un levísimo sonido
en el corredor, al otro lado de la puerta: una bota que raspaba el suelo. Aún era muy
temprano para que los criados estuvieran en pie.
—Sarah —susurró, poniéndole un dedo sobre los labios para que se quedara quieta
al despertar—. Métete debajo la cama.
Por un instante ella le miró fijamente y luego asintió.
La observó desaparecer por un costado de la cama y entonces
se volvió para ir a darle la bienvenida a su visitante.

A Sarah le llevó un segundo entender lo que quería decir James. Luego ella también
oyó un paso en el corredor. Asintió con la cabeza y deslizándose entre las sábanas se dejó
caer al suelo.
Se escabulló bajo la cama. No quería que la doncella la viera, así como tampoco lo
quería James, sin importar lo que dijese. Ahora que no estaba narcotizada por su presencia,
estaba escandalizaba por su propio comportamiento. ¿Cómo podía haber actuado con tal
lujuria? Prácticamente le había rogado que le quitara el camisón.
¿Dónde estaba su camisón? Se estremeció. Tenía carne de gallina en los brazos. No
veía absolutamente nada entre las densas sombras debajo de la cama. Tanteó alrededor. Sus
dedos tropezaron con algo duro y redondo. Al tacto parecía un antiguo orinal.
La cama soltó un agudo crujido y el colchón se hundió hacia ella. Oyó gruñidos
apagados, ruido de golpes. Sin duda no era la doncella quien provocaba semejante
alboroto. Algo andaba mal. Cogió el orinal y salió gateando de debajo de la cama.
James estaba trabado en una lucha cuerpo a cuerpo con un hombre envuelto en una
capa y enmascarado.
No había tiempo para pensar. Sosteniendo en alto su improvisada arma le asestó al
intruso un fuerte golpe en la parte trasera de la cabeza. Éste gruñó y cayó hacia delante so-
bre James, quien empujó el cuerpo al suelo y luego buscó debajo de la almohada para sacar
un arma de fuego.
—¡Bien hecho! —dijo sonriéndole.
Ella le miró fijamente.
—¿Guardas un arma debajo de la almohada? —Tragó saliva, ligeramente mareada—.
¡Podrías haberme disparado cuando entré antes!
—Jamás te dispararía a ti, amor.
—Pues deberías haberle disparado a él —dijo señalando al hombre que yacía en el
suelo.
—Oh, no lo creo. Las armas tienen efectos permanentes y este tipo puede servirnos
más vivo que muerto. —Se levantó de la cama y quitó el pañuelo que cubría parcialmente la
cara del hombre—. Aja. Parece que finalmente hemos encontrado a nuestro amigo
Dunlap.
La puerta se abrió de golpe.
—¡ Ah, Harrison! Justo el hombre que necesitaba. Entra y échame una mano,
¿quieres?
Harrison entró y cerró firmemente la puerta tras de sí, dejando fuera a un creciente
grupo de lacayos. Se las arreglaba para verse digno aun con el gorro de noche ladeado y los
tobillos peludos sobresaliendo por debajo de su camisa de dormir.
—Buenas noches, vuestra alteza, señorita Hamilton. —Harrison mantenía los ojos
firmemente fijos en el techo—. ¿Si me lo permite, vuestra alteza, puedo sugerir que la señori-
ta Hamilton tome prestada una de sus batas? —Metió lo mano al armario y sacó una larga
bata de color azul oscuro. La alargó en dirección a ellos.
—Estupendo, Harrison. —James tomó la bata y le cubrió los hombros a Sarah. Ésta
metió torpemente los brazos en las mangas y cerró la bata ajustándola a la cintura —La se-
ñorita Hamilton ha extraviado su camisón.
—Por supuesto. —Harrison echó un rápido vistazo en dirección a ella y se mostró
visiblemente aliviado al hallarla decentemente cubierta—. Estoy seguro de que
aparecerá. —Miró a James—. Quizás usted también quiera ponerse algo encima, vuestra
alteza.
—Buena observación.
James alzó sus pantalones del suelo. La parte de su anatomía que generalmente estaba
cubierta por esa prenda de vestir atrajo los ojos de Sarah. La parte en cuestión se veía diferente de
como ella la había sentido. Mientras era observada, se movió y se hizo más gruesa. Miró
inquisitivamente a James.
—Más tarde, cielo —murmuró él, virtualmente saltando dentro de sus pantalones.
Se echó encima una camisa—. No creo que tengas una cuerda, ¿verdad, Harrison? Quisiera
atarle las manos a Dunlap antes de que vuelva en sí.
—Me temo que no tengo, vuestra alteza, pero podríamos usar algunas de sus
corbatas de segunda clase.
—Brillante. Tráemelas.
Sarah observó cómo James ataba a Dunlap. Le ató las manos detrás de la espalda y
luego anudó el otro extremo de la corbata al cuello del tipo.
—Eres bastante bueno en esto.
—He tenido alguna experiencia, a ambos lados de la cuerda. Afortunadamente el
francés que me amarró no era un experto en este arte. —James ajustó el último nudo—.
Ahí los ojos de Dunlap se abrieron dificultosamente. Rodó para apoyarse sobre su costado.
—Alvord. ¿Cómo diablos te las arreglaste para golpearme detrás de la cabeza?
—La señorita Hamilton hizo los honores. Creo que tenía con usted una cuenta
pendiente
Dunlap la miró. Sus ojos se fijaron en la bata demasiado grande que llevaba Sarah y
en sus pies descalzos.
—Qué conveniente que haya estado por aquí —dijo secamente.
—Claro que sí. Quizás también le interese a usted saber que la señorita Hamilton ha
aceptado casarse conmigo y que esperamos entrar en ese bendito estado hoy mismo.
Dunlap cambió de posición en el suelo.
—Mis felicitaciones.
James respondió con una inclinación la cabeza.
—Creo haber oído algunos desagradables rumores acerca de que el casarse conmigo
podría tener efectos adversos sobre la buena salud de la señorita Hamilton. Estoy seguro de
que tales rumores son infundados. ¿Usted qué cree?
Dunlap se encogió de hombros.
—Los rumores son como el trigo: un granito de verdad y mucha paja.
James dio un tirón a la corbata y los brazos de Dunlap se movieron hacia arriba sobre
su espalda. Éste hizo una mueca de dolor.
—Más vale que estos rumores no tengan ni un grano de verdad, Dunlap. ¿Entiende
lo que quiero decir?
—Perfectamente.
—Bien, entonces sugiero que pase los próximos minutos contándome todo lo que sepa
sobre las acciones de mi primo.
—No puedo.
—Oh, pues yo creo que sí puede. La franqueza es sin duda lo que más le conviene.
Puede que usted no esté del todo familiarizado con las costumbres de la sociedad británica,
pero un duque esgrime significativamente más poder que un simple señor Runyon. Yo podría
hacerle colgar por tratar de matarme. Sin embargo, si me proporciona la información correcta
consideraré otras opciones para librarme de su presencia.
—¿Como por ejemplo un pasaje para marcharme de esta isla sumida en la
ignorancia? —resopló Dunlap—. Estaría encantado de librarme de ese diabólico primo suyo.
—Lo mismo digo. Dígame lo que necesito saber y podrá zarpar de regreso a su tierra.
Por ejemplo, ¿qué clase de poder tiene Richard sobre usted?
—Hubo un desafortunado accidente en París hace cosa de un año...
—Se refiere usted a Chuckie Phelps.
—Exactamente. No fue lo que parecía, pero yo no estaba en situación de poder
presentarme ante las autoridades a aclarar las cosas.
—No, supongo que no. O sea que Richard ha estado chantajeándolo.
—Sí, él tenía algunas de mis cartas. Chuckie y yo manteníamos una amistad
bastante... eh... intensa.
—Sí, sí. —James echó un vistazo a Sarah—. No hace falta entrar en detalles. Lo que
más me interesa son los planes de mi primo.
—En resumen, no quiere verle a usted casado, jamás. Está un poco desequilibrado al
respecto.
—Ya lo he notado.
Dunlap trató de encogerse de hombros.
—Es inútil intentar razonar con él. ¿Podría aflojar estas ataduras? Me están cortando la
circulación hacia las manos.
—Qué pena. Tómelo como un castigo por su modo de tratar a la señorita Hamilton
en el baile de Palmerson.
Dunlap lanzó una mirada en dirección a Sarah.
—Mis disculpas, señora. Realmente no quería hacerlo.
Sarah se arrebujó más en la bata de James.
—Señor Dunlap, es usted un gusano repugnante.
Él agachó la cabeza.
—En realidad, no esperaba comprensión de su parte.
—Al salir del Spotted Dog, Lord Westbrooke y yo nos hemos encontrado con los
hombres que envío usted —dijo James—. ¿Por qué terminó haciéndose cargo de esta tarea
personalmente?
—Su primo insistió. Yo prefiero encargar a otro este tipo de trabajo. Como usted
mismo pudo ver, estoy tristemente fuera de forma.
—No le estaba yendo tan mal. Me alegré mucho al recibir la ayuda de la señorita
Hamilton. —James se reclinó hacia atrás contra la cama—. Entonces, mi propuesta es ésta:
usted escribirá una confesión...
—Tendrá usted que aflojar estas mald... perdón. —Le lanzó una mirada a la joven—.
Estas ajustadas ataduras si quiere que escriba algo. Y más vale que lo haga pronto o mis
dedos estarán tan adormecidos que les llevará días recobrar la sensibilidad.
—No se preocupe. Podrá escribir. También estará bien custodiado. Escribirá usted
una confesión detallando su participación y la de Richard. A cambio, yo arreglaré las cosas
para que aborde el próximo barco con destino a los Estados Unidos, a condición de que no
vuelva a ensuciar las costas inglesas con su presencia.
—No hay peligro de que lo haga. No veo la hora de sacudirme de las botas el polvo
británico. He descubierto que el clima no me va.
—Eso es. —James levantó su pistola y le apuntó—Harrison, ¿invitarías a dos de
nuestros lacayos más fornidos para que vengan a hacernos compañía?
—No van a poder ser los de Bow Street —dijo Dunlap cuando Harrison hubo salido.
—Ah, veo que sabe de ellos. Me preguntaba por qué aún no habían derribado la
puerta.
—Creo que quizás porque en este momento no sintieron nada. Tuve que
animarles a tomarse un muy merecido descanso.
—¿De veras? No quiero ni pensar que pueda usted habernos privado de dos de los
mejores hombres de Bow Street.
—No en forma permanente —se apresuró a aclarar Dunlap—. Despertarán en la
mañana con sendos dolores de cabeza. Les puse algo en el vino.
Hubo un ruido en la puerta.
—Sarah, cariño, te ves encantadora con mi bata, pero quizás ahora prefieras
perder algo de protagonismo —dijo James.
Sarah se retiró al rincón más alejado de la habitación cuando Harrison entró con dos
lacayos. Arrastraron a Dunlap hasta el escritorio, empujándole para que se sentara. James le
soltó las ataduras mientras los sirvientes le impedían moverse.
—Por favor, escriba sus recuerdos con lujo de detalles —dijo James—. Tal vez lo pase
un poquito mejor en su viaje a los Estados Unidos si me convence de que ha escrito todo lo
que sabe. Pero no vaya a adornar el relato.
—Ni en sueños se me ocurriría hacerlo.
Dunlap pasó un tiempo considerable escribiendo algo.
—Listo —anunció reclinándose en la silla.
James volvió a atarle las manos y luego leyó atentamente la confesión.
—Esto debería servir —dijo. Hizo un gesto a Harrison y a los lacayos—. ¿ Seríais tan
amables de escoltar a nuestro huésped hasta los muelles? Decidle al Capitán Rutledge, del
Flying Gull que el señor Dunlap necesita viajar a Nueva York. Él sabrá qué hacer.
—Supongo que no tendré que pasarme el viaje atado como un ganso navideño,
¿verdad? —preguntó Dunlap mientras los dos lacayos le llevaban deprisa hacia la puerta.
—No. Rutledge se encargará de que no escape usted antes de que zarpe el barco y
luego probablemente le ponga a trabajar. Supongo que tendrá una travesía tolerable. Mejor
de la que se merece.
Sarah salió de las sombras cuando James hubo cerrado la puerta tras Dunlap.
—¿ Realmente crees que se irá sin intentar nada más ?
James la tomó entre sus brazos.
—Sí. Parecía realmente ansioso por marcharse de Inglaterra. Y Rutledge es un buen
hombre. No le perderá de vista.
Ella le apoyó la cabeza sobre el hombro.
—Me sentiré mejor cuando sepa que Dunlap ha partido.
—Rutledge mandará avisar apenas zarpe el barco. —Le frotó la espalda con
movimientos descendentes—. Pero de veras creo que todo irá bien.
—Qué lástima que no se pueda despachar a Richard en el mismo barco.
—Sí. —James le pasó una mano por el cabello—. Aunque no estoy seguro de que
debiéramos maldecir a tu tierra con el malvado de mi primo.
—Es verdad. —Ella lanzó un suspiro. Era maravilloso sentir los dedos de James—.
¿ Será suficiente la confesión de Dunlap para conseguir que Richard nos deje en paz?
—No lo sé. Me alegra tenerla, por mi propio bien. Hubo momentos en los que
llegué a preguntarme si el papel de Richard en todo esto no sería fruto de mi
imaginación. Pero si la palabra de un norteamericano dueño de burdeles será suficiente
para detener a Richard... —James se encogió de hombros—. Eso ya lo veremos. Aunque
primero voy a obtener una licencia especial. —Apartó el cabello de Sarah de su cuello y la
besó detrás de la oreja. Ella ladeó la cabeza para que se moviera con más comodidad. Riendo,
él la apartó de sí—. Esto tendrá que esperar. Cuando Harrison regrese, tendré que
vestirme y poner todo en marcha para celebrar nuestra boda esta noche.
—¿Y yo, qué hago?
—Vete a la cama. A la tuya, desgraciadamente. —La atrajo hacia sí nuevamente,
besándole el otro lado del cuello—. Espero que ésta sea la última vez que duermas allí.
—Sonrió abiertamente—. Es más, espero que ésta sea la última voz que duermas hasta
dentro de mucho tiempo. Así que aprovecha para descansar. —La soltó y se volvió hacia
su cama—. Ahora veamos si podemos encontrar ese escurridizo camisón.
Tras algunos minutos de búsqueda, finalmente James lo encontró. Había volado
atravesando media habitación y se encontraba cerca de la puerta.
—Es un milagro que Dunlap no haya tropezado con él —dijo él.
—Es un milagro que los lacayos no hayan notado —dijo Sarah.
—Bueno, si lo notaron, probablemente estén festejándolo en las habitaciones de la
servidumbre. —Recogió el camisón—. Mejor vuelve a ponértelo. Dudo que quieras vagar
por los corredores vestida sólo con mi bata.
—Te aseguro que no. —Alargó la mano hacia el camisón, pero James lo puso fuera de
su alcance.
—No, no. Te daré tu camisón cuando tú me devuelvas mi bata.
Sarah se sonrojó, sintiendo una repentina timidez. Respiró profundamente. «Esto
es ridículo» se dijo. Después de todo lo que James y ella habían hecho juntos, estar desnuda
de pie frente a él no debería importarle. Se desató la bata y sacudió los hombros dejando que
la prenda se deslizara bajando por sus brazos hasta formar un pequeño montículo a sus
pies. Echó un vistazo a James.
—Dios mío, Sarah. —Alargó la mano para tocarle los hombros, la cintura, las caderas
y los pechos—. Eres hermosa. —Tomando entre las manos la cabellera de la joven, atrajo su
cuerpo hacia sí y la besó.
Sarah se perdió en el calor de aquel beso. Sus rodillas cedieron y se dejó caer contra
él. Se estiró, rodeándole el cuello con los brazos, apretando su piel, sus pechos y piernas con-
tra la firmeza de aquel cuerpo y la aspereza de la ropa que lo cubría. Las manos de James
abarcaron la curva de las nalgas, acercándola a la dura cresta que sobresalía bajo sus
pantalones. Cuando ella se movió, del fondo de la garganta de James brotó un gemido. Su
lengua se deslizó dentro de la boca de Sarah, como una caricia.
—¿Vuestra alteza?
Sarah oyó el ruido apagado de alguien rascando la puerta.
—¿ Vuestra alteza ? Soy Harrison.
La muchacha dio un salto hacia atrás, como escaldada. Harrison estaba del otro lado
de la puerta y ésta podía abrirse en cualquier momento. Cogió su camisón de manos de
james y se lo metió por la cabeza. Forcejeaba atrapada dentro de la voluminosa prenda.
—Anda, cálmate —suspiró James—. Estás tratando de meter la cabeza por una de las
mangas. Déjame ayudarte.
—¡Vaya! —se le oyó decir a través de los pliegues de tela.
James asió los brazos que se agitaban violentamente y la mantuvo quieta.
—Basta de dejarse llevar por el pánico. —James halló la abertura para el cuello en el
enredo de tela—. Mete la cabeza por aquí.
La cabeza de Sarah emergió de golpe entre la tela. Lanzó una mirada desesperada en
dirección a la puerta.
—Harrison no va a entrar hasta que yo se lo permita, cariño. Creo que tiene una idea
bastante aproximada de lo que puede estar sucediendo aquí dentro.
—¡Qué vergüenza!
—Entonces supongo que tendré que lograr que la pasión te haga perder la cabeza
hasta tal punto que ni se te ocurra pensar en la vergüenza. Pero no ahora,
desgraciadamente. —Se volvió hacia la puerta—. Adelante.
Sarah temía ver una sonrisa irónica en el rostro de Harrison, pero éste tenía un
aspecto tranquilizadoramente normal, como si no hubiera nada de extraño en los frenéticos
susurros y los sonidos de agitación que se oían tras la puerta cerrada del dormitorio de su
amo.
—¿Dunlap se marchó del modo previsto?
—Sí, vuestra alteza. Cuando Thomas y William lo en regaron en el coche de alquiler,
prácticamente saltó dentro, Creo que estaba contento de que alguien se ocupara de su
regreso a los Estados Unidos.
—Espero que tengas razón. Sin duda esto nos faciliftti'4 las cosas. ¿El personal ha
regresado a sus habitaciones?
—Sí, vuestra alteza, pero las doncellas pronto esta ni n levantadas.
—Entonces será mejor que yo lleve a la señorita Hamilton a su habitación.
—Quizás eso sea lo mejor, vuestra alteza.
—Muy bien. ¿Podrías prepararme la ropa? Tengo mi día ocupado.
James asomó la cabeza al corredor para confirmar que no había criados dando vueltas
antes de tenderle la mano a Sarah y llevarla hasta su habitación. Una vez allí, él se zambulló
dentro, cerró la puerta y la besó otra vez.
—Sueña conmigo, ángel. Te veré a mi regreso. Entonces le contaremos las novedades
a tía Gladys, Lizzie y Amanda, ¿de acuerdo?
—Decididamente no quiero contárselas yo sola. —La sola idea hacía sentir a Sarah
ligeramente indispuesta.
—Ser una duquesa inglesa no te parece tan terrible, ¿verdad, Sarah? —De repente
James se había puesto serio.
Sarah le apoyó una mano sobre la mandíbula.
—Quiero ser tu esposa, James. Si eso significa que debo convertirme en duquesa,
entonces que así sea. Sólo espero no desilusionarte.
El la atrajo hacia sí en un rápido abrazo.
—Eso nunca sucederá. Ahora duerme un poro, si puedes.
Él abrió la puerta y tomó el corredor en dirección a su cuarto.
Sarah se quedó mirándole mientras se alejaba. No podía creer que él fuera suyo, o que
lo iba a ser dentro de algunas horas. Bostezó y cerró la puerta. No creía poder pegar ojo.
Ahora su cama le parecía pequeña y fría. Solitaria.
Se metió bajo las colchas y apoyó la cabeza en la almo-hada. Estaba segura de que
reviviría la asombrosa noche que acababa de pasar, pero estaba más cansada de lo que
pensaba. Tan sólo unos minutos después sus ojos se cerraron y se quedó dormida.
Capítulo 15

—¡Oh, señorita, espero no haberla despertado!


Sarah alzó la cabeza de la almohada y entornó los ojos ante la luz del sol que entraba
a raudales por la ventana. Se dio cuenta de que había dormido hasta mucho más tarde de lo
que acostumbraba.
—¿Qué hora es, Betty?
—Casi mediodía, señorita. La casa bulle de actividad, aunque el único que sabe por
qué es Harrison y no suelta prenda. Ése no le diría la hora a su madre moribunda si su alteza
le hubiera ordenado que no lo hiciera.
—Mmm —Sarah prestó atención a su cuerpo. Tenía una clara sensación de dolor y
pegajosa humedad entre las piernas. Aparte de eso, se sentía igual que el día anterior.
Igual, aunque profundamente diferente.
—Aquí le he traído un poco de té y algunas galletas.
Sarah se incorporó hasta sentarse. ¿Acaso Betty podría darse cuenta de que ella ya no
era virgen?
Al parecer, no. La doncella charlaba como todas las mañanas.
—El salón está lleno de flores, señorita, y están trayendo toda clase de comidas. Dos
veces tuve que evitar a la fuerza que Lizzie entrara aquí, tan ansiosa estaba por ver si usted
sabía el motivo de todo ese alboroto. Ni siquiera lady Gladys o Amanda lo saben. Todo es
cosa de su alteza.
—¿Está en casa su alteza?
Sarah notó un familiar aleteo en el vientre al pensar en James.
—No. Si estuviera, puede usted estar segura de que para esta hora las mujeres de su
familia ya le habrían sonsacado el secreto.
Sarah sorbió el té. Estaba bastante segura de saber ti qué se debía todo el alboroto,
pero prefería esperar hasta que James regresara para hablar con todos.
—¿ Sería posible que tomase un baño, Betty ?
Betty la miró con una amplia sonrisa.
—Justamente, su alteza dejó instrucciones de que le prepararan un baño cuando
usted despertara. Les diré a los sirvientes que suban el agua.
Sarah se quedó en la cama terminando su desayuno mientras los lacayos
preparaban el baño. Reconoció a uno de los hombres de la noche anterior. Éste no dio
muestras de haberla visto en la habitación de James. O se las había ingeniado realmente para
no ser vista en las sombras o el hombre sabía cómo conservar la confianza de James.
—No, gracias, Betty—dijo Sarah cuando el baño estuvo listo—. No voy a necesitar
ayuda.
Aguardó hasta que Betty se hubo marchado para salir de la cama. Su camisón tenía
una mancha roja en la parte trasera. Quizás cuando la doncella recogiera la ropa para lavar,
simplemente pensaría que se le había adelantado la regla. A James le resultaría más difícil
explicar la mancha en sus sábanas. Pero si se casaban esa noche, en realidad no importaría.
Se sumergió en la tina y sintió el agua caliente envolverle el cuerpo, los pechos, los
brazos, las piernas, su... Su mente escapó a ese pensamiento. Ni siquiera estaba segura de
cómo llamar a esa parte de ella que necesitaba desesperadamente a James apenas él la
tocaba.
En el pasado había prestado algo de atención a su rostro y a su cabello, angustiándose
mucho a causa de esas greñas rojas, pero poca al resto de su cuerpo. Era alta y flaca. Se ponía
y se quitaba la ropa. Casi nunca estaba completamente desnuda, excepto durante sus
breves baños y en tales ocasiones nunca miraba las partes que la ropa cubría.
Pero con James había estado desnuda. Completa y escandalosamente desnuda.
Se enjabonó las manos, deslizándolas desde el tobillo hasta la rodilla, recordando la
sensación de las manos de James recorriendo el mismo camino. Sumergió la cabeza y sintió
el agua retirarse de sus pechos al levantar los brazos para enjabonarse la cabeza. Al roce del
aire fresco sus pezones se irguieron. Su cuerpo estaba tan sensible... Era como si después de
haber estado adormecido durante años, hubiera florecido como los azafranes tras el frío del
invierno. La piel no sólo le cubría el cuerpo, sino que posibilitaba las conexiones más
asombrosas. Cuando los labios de James le tocaban la garganta, sus rodillas temblaban.
Cuando sus hábiles dedos le rozaban el pecho, se le cortaba el aliento. Y si la tocaba ahí, en ese
punto que incluso ahora estaba caliente y anhelante... entonces se sentía estallar en pedazos.
Se enjuagó el cabello, retorciéndolo luego para eliminar el agua. Se envolvió la cabeza
en una toalla y el cuerpo en una bata y se acercó al fuego.
Con sólo pensar en James entraba en calor. Cuando se había unido a ella, al tenerlo
dentro de su cuerpo y sentir la calidez de su simiente fluir hacia su interior había
experimentado una conexión hasta entonces desconocida para ella. Se tocó el vientre.
¿Tendría un hijo suyo dentro?
Se frotó el cabello con la toalla, sintiendo que el calor del fuego comenzaba a secar la
mata roja. Desearía haber conocido a su madre. Sólo conservaba vagas impresiones, vestigios
de sonidos, rastros de olores. Durante mucho tiempo no había logrado separar los buenos
recuerdos del horror de la muerte de su madre: la oscuridad, el olor de la sangre, los alaridos,
los susurros desesperados. Y su padre, ¿habría sido un hombre diferente cuando su madre
vivía? También tenía fragmentos de recuerdos de él, de su risa, de una mejilla áspera, de
unas manos fuertes que la levantaban en el aire. Pero tal vez no fueran recuerdos, sino
sueños.
Sus hijos, suyos y de James, iban a saberse indudablemente amados.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Aquí estás!—dijo Lizzie.
Sarah rió.
—¿Dónde más iba a estar?
—¡En cualquier otro lugar! Es más de mediodía, ¿sabes? Y todavía estás secándote el
cabello. —Lizzie se dejó caer en la otra silla que había junto al fuego—. He estado murién-
dome de ganas de entrar para preguntarte si sabías qué es lo que está ocurriendo, pero
Betty no me permitió cruzar la puerta hasta que despertaste. Dijo que James había
ordenado que te dejaran dormir. Ahora dime, ¿por qué James habría ordenado eso?
Sarah se sonrojó, volviéndose deprisa hacia la chimenea, con la esperanza de que
Lizzie atribuyera sus colores al calor del fuego.
—Te aseguro que no lo sé.
—Te aseguro que sí lo sabes. James estaba demasiado ocupado para acompañarte a la
ópera anoche y esta mañana deja instrucciones para que te dejen dormir hasta tarde y te
preparen el baño para cuando te levantes. A eso súmale los brazados de flores que
aparecieron en el salón, el desfile de repartidores de Fortnum&Mason's y la sonrisa
satisfecha de Harrison, esa sonrisa cómplice... y yo diría que algo importante ocurrió entre
el momento en que te di las buenas noches y esta mañana.
—Tal vez deberías preguntarle a Harrison.
—Claro que se lo he preguntado. Tía Gladys se lo preguntó. Hasta lady Amanda
Hurón Wallen-Smith interrogó a Harrison. El hombre no va a soltar prendo. «Su alteza
regresará enseguida» es todo cuanto dice. Ni siquiera quiere decirnos dónde fue su
encantadora alteza o cuándo se dignará a regresar a Berkeley Square después de su paseo.
Por eso estoy preguntándotelo a ti, Sarah. Vamos, cuéntame todo. ¿Qué está sucediendo
entre tú y mi hermano?
—Eh... —Sarah le sonrió—. Su alteza regresará enseguida.
—¡Arghh!
Lizzie le arrojó una almohada. Riendo, Sarah la atrapó.
—¿Interrumpo?
Sarah volvió la cabeza de golpe. Apoyado contra la jamba de la puerta, James le
sonreía. Seguramente ella también, como los locos, estaba sonriendo de oreja a oreja sin mo-
tivo aparente, pero por fortuna la atención de Lizzie estaba concentrada en él.
—¡Helo aquí! —Lizzie se arrodilló sobre el asiento de su silla, inclinándose contra el
respaldo para mirar de frente a su hermano—. ¿Dónde has estado durante toda la mañana?
—Aquí y allá.
Su mirada se deslizó hacia Sarah. La respiración de ella se agitó. Era muy consciente
de estar desnuda bajo la bata. Gracias a Dios Lizzie estaba allí, de otro modo estaba segura
de que ella misma desataría la bata y la abriría de par en par para James.
—Ésa no es una respuesta. Cuéntanos por qué hay tantas flores abajo y por qué la
cocina está rebosante de comida.
—Oh, creo que Sarah lo sabe.
James dibujó lentamente una sonrisa.
Lizzie cogió otra almohada y se la arrojó a él.
—¡Pues yo no lo sé, así que dímelo a mí!
James rió.
—Paciencia, hermana. —Lanzó por el aire la almohada, que después de algunos giros
aterrizó sobre la cama de Sarah—. ¿Por qué no bajas y reúnes en el salón a tía Gladys y Lady
Amanda? Sarah y yo bajaremos en un minuto y entonces os contaré todo. —Miró a Sarah y
su sonrisa se hizo más amplia—. Bueno, tal vez no todo.
Sarah sintió que le ardía la cara.
—No voy a dejarte a solas con Sarah —dijo Lizzie—. Sólo lleva puesta una bata, James.
—Lo he notado.
Lizzie se levantó y lo cogió del brazo.
—Vamos. —Lo arrastró hacia la puerta—. Si te llevo abajo, estoy segura de que
Sarah enseguida se reunirá con nosotros. Por favor, no tardes, Sarah —dijo la muchachita
mientras empujaba a James hacia el corredor—, o puede que tía Gladys, lady Amanda y yo
misma despedacemos a James para sonsacarle la historia.
—No tardaré —dijo Sarah, riendo mientras cerraba la
puerta tras ellos. .
Cuando Sarah bajó unos minutos más tarde, se quedó asombrada de cómo habían
transformado la casa. Había flores por todas partes: junto a la puerta principal, sobre los
pasamanos, encima de las mesas. Respiró profundamente. El aire olía a verano.
Tía Gladys estaba sentada en el salón junto a un gran jarrón lleno de rosas rojas.
—Ahí estás —dijo—. Quizás ahora nos enteremos de por qué James ha vaciado todos
los invernaderos de Londres.
—Pensé que ya lo habíais adivinado, tía.
James movió un jarrón de violetas que había sobre el manto de la chimenea.
—Semejante cantidad de flores... sólo puede tratarse de un funeral o de una boda
—dijo lady Amanda.
—Precisamente. Y dado que, pese a los deseos de Richard, no planeo morirme
pronto, la conclusión es obvia.
—No tan obvia. —Lady Gladys lo miró con el ceño fruncido—. ¿Exactamente con
quién vas n casarte? Cuando regresamos a casa después de la ópera anoche, y no es nece-
sario que señale que no quisiste acompañarnos, creo que Sarah todavía tenía la intención
de convertirse en institutriz, no en duquesa.
James sacudió una hilacha de la manga de su abrigo.
—Sí, bueno, hemos superado nuestras diferencias.
—No veo cómo pudisteis haberlo hecho. Ella ha estado en la cama todo el tiempo
desde entonces, ¿verdad?
—Yo creo que la pregunta es, Gladys —interrumpió lady Amanda—, en la cama de
quién.
—Aja. —Los ojos de lady Gladys examinaron a James y luego a Sarah. La joven
mantuvo la cabeza en alto, aunque sabía que tenía la cara más roja que el cabello.
—Pues a mí no me interesa cómo sucedió ¡y me parece maravilloso! —exclamó Lizzie
abrazando primero a James y luego a Sarah—. ¿ Cuándo es la boda ?
—Esta noche.

La boda fue muy sencilla, lo cual a Sarah le pareció perfecto. Sólo aquéllos a
quienes quería estaban allí: tía Gladys, lady Amanda, Lizzie, Robbie y Charles. Recordaba
con claridad algunos detalles. La enorme sonrisa del correcto y formal Wiggins al abrir la
puerta del salón para ella. Su mano sobre el brazo de Robbie un momento antes de que la
entregara a James y la esmeralda de su anillo de compromiso resplandeciendo a la luz de las
velas. El rostro de la tía Gladys, sus ojos brillantes de lágrimas contenidas, sus labios tem-
blando al curvarse en sucesivas sonrisas. Y James, con el cabello rubio reluciente a la luz de las
velas y los ojos ambarinos donde se arremolinaban alegría y amor.
Sarah había intentado escuchar las palabras del ministro, pero su mente se desviaba
todo el tiempo hacia James. Podía oler el perfume de su jabón. Sentía el calor de su cuerpo,
de pie junto a ella. Por el rabillo del ojo podía verle, elegante
en un impecable traje de etiqueta, escuchando al ministro. Pero si cerraba los ojos, lo veía a
la luz de otras velas, sin el civilizado recubrimiento de la chaqueta y los pantalones. Ahora
conocía la fuerza y belleza del cuerpo que esas ropas cubrían. Sabía cómo era estar rodeada
por su calor y su olor. Le temblaron las rodillas cuando la mano de James cubrió la suya. El
contacto de sus dedos era a un tiempo consuelo y promesa.
Después de la ceremonia se sentaron a disfrutar de una espléndida cena. James la
condujo hasta el asiento a la cabecera de la mesa.
—Éste es el sitio de tía Gladys —dijo Sarah, tocándole la mano.
—Ya no. Ahora tú eres mi anfitriona, cielo.
—¡Pero no sé quehacer!
—Wiggins sí lo sabe. Sólo asiente con la cabeza a todas sus preguntas y si parece
extrañado cuando digas que sí, sonríes y dices que no.
—¡Como si fuera tan fácil!
En realidad resultó fácil. El problema fue darse cuenta de cuándo Wiggins se dirigía a
ella.
—¿Ordeno que se sirva el segundo plato, vuestra alteza?
Sarah esperó que James respondiera. James sonrió mirando el otro extremo de la mesa
y levantó las cejas.
—¿Vuestra alteza? —Wiggins estaba de pie junto al codo de ella. La joven se volvió a
mirarle.
—¿Yo soy «vuestra alteza»?—susurró ella.
Wiggins asintió con la cabeza.
—Bien, entonces sí, Wiggins, si le parece que ya es hora.
En el salón, después de la cena, tía Gladys sonrió inclinándose hacia Sarah.
—James parece tan feliz, querida. Jamás lo había visto así.
Sarah miró hacia donde él estaba de pie junto a la chimenea con Charles. Realmente
parecía feliz. Ni rastro de la presión y la tensión a las que permanentemente se sentía
sometido. Debió sentir sobre él los ojos de la joven, pues la miró también. Sus labios se
curvaron lentamente en una sonrisa. Sarah bajó los ojos hacia sus manos.
—Yo creo que él está más que feliz, Gladys —dijo lady Amanda—. Supongo que esta
noche no te demorarás por aquí abajo, ¿eh, Sarah?
La llegada de la bandeja del té libró a Sarah de tener que dar una respuesta. Se
levantó para servir.
—A Richard no le complacerá demasiado leer sobre tu boda en el diario de mañana,
James —dijo Charles mientras aceptaba la taza de té que le ofrecía Sarah—. Supongo que ha-
béis enviado el aviso a los diarios.
—No hace falta avisar a los diarios. —Robbie se reclinó en el sofá estirando los pies
—. Habría que estar ciego y sordo para no haber notado el alboroto que hubo aquí durante
todo el día. No hacían falta más que un par de preguntas aquí y allá para enterarse de todos
los detalles.
—Es verdad. Aunque aun si se enterase esta noche, verlo impreso hará que le siente mal
el desayuno. —James se quedó junto a Sarah hasta que ella terminó de servir el té—. Si eso fue-
ra el final de todo esto, no me preocuparía, pero me temo que la noticia le impulsará a realizar
un intento desesperado.
—Seguramente Richard se dará cuenta de que la suya es una causa perdida —
protestó tía Gladys—. Ya estáis casados. ¿Qué más puede hacer?
—Ésa es la cuestión, ¿verdad? —dijo James—. Anoche William Dunlap estuvo a punto
de estrangularme en mi propia cama.
—¡Dios mío! —El té de Charles salpicó su plato—. ¿Cómo diablos pasó eso?
James se encogió de hombros.
—Drogó a los policías que yo había contratado para custodiar la casa.
—¿Cómo lo detuviste, James? —quiso saber Lizzie.
Sarah mantenía los ojos fijos en la tetera.
—Digamos que su cabeza tuvo un desafortunado encuentro con el orinal.
—¿Así que lo golpeaste en el coco? ¡Bien hecho! —Robbie lo saludó alzando su taza.
—Siempre has tenido el sueño liviano —dijo Charles—. Allá en la Península siempre
eras tú quien oía a los espías enemigos que andaban a hurtadillas en nuestro campamento.
—Sí. Y me las arreglé para sacarle una confesión. Espero que esto convenza a Richard
de abandonar su obsesión por el ducado.
—Pues que tengas suerte—dijo Robbie—. Me imagino que tendrás tanto éxito como
si intentases que el Támesis fluyera hacia atrás. Ese tipo está loco.
—Y cada vez más audaz. —Charles se inclinó hacia delante, los codos apoyados en las
rodillas—. No creo que tengas tiempo de intentar convencerle, James. Ya debe saber que su
papel en todo este asunto ha sido descubierto. Actuará rápidamente. Creo que es necesario
que le atrapes ahora, igual que solíamos hacer cuando había un soldado sospechoso de
traición. Hay que pillarle con las manos en la masa. Tú puedes hacerlo. Sólo necesitas un
buen cebo.
—No creo que eso dé resultado, Charles. Richard ha tratado de matarme muchas
veces y siempre ha contratado a otro para hacer el trabajo.
—Quizás ahora esté lo suficientemente desesperado como para tratar de hacerlo él
mismo, especialmente si Dunlap se ha marchado.
—No sé. —Robbie meneó la cabeza—. Estoy de acuerdo con James. No creo que
Richard lo aborde directamente.
—Quizás... —Sarah tragó, intentando deshacerse de la repentina sequedad de su
garganta—. Quizás hay otro cebo aparte de James que induciría a Richard a salir de su
guarida.
Charles frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Incluso antes de que ella empezara a hablar, Sarah oyó la profunda inspiración de
James.
—A mí no me tiene miedo.
—¡De ninguna manera! —James casi gritó las palabras.
—Pero podría funcionar. Sin duda no soy una amenaza física para Richard.
—No permitiré que te arriesgues.
—No sé, James —dijo Charles—. Si tomásemos las precauciones adecuadas...
—No. Ni lo penséis. Está absolutamente fuera de discusión. —James golpeó su taza
contra la mesa. El ruido de porcelana contra porcelana hizo encogerse a todos—. Ahora, si nos
disculpáis, creo que nos retiraremos a nuestra habitación.

James arrastró a Sarah escaleras arriba. La idea de que ella tuviera algo más que ver
con Richard lo sacaba de quicio.
—James, ¿podríamos ir más despacio? Me temo que voy a tropezarme.
James se detuvo.
—Lo siento. Estoy un poco molesto.
—Lo he notado. —Sarah le pasó un dedo por la mejilla—. Dejemos el problema para
mañana. Vayamos a dormir y tal vez al despertar se nos ocurra una solución.
—Excelente idea. —James continuó subiendo, pero a un ritmo más lento—. Sólo que
esta noche no tengo intenciones de dormir.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Pasé demasiados años sin ti. Tengo que recuperar el tiempo perdido.
Capítulo 16

—¡Se casó! —Richard arrojó el diario encima de la mesa del desayuno, haciendo caer
la crema.
—Sí.
Philip trató de detener con su servilleta el flujo blanco. Había estado esperando este
arrebato. Uno de los lacayos de Lord Eversly le había contado el movimiento en la casa
Alvord la noche anterior.
—Se suponía que a esta hora debería estar muerto.
—Lo sé.
Philip esquivó la tetera que Richard lanzó a través de la habitación. Una rociada de
gotas calientes le quemó la mano. Con una mueca de dolor, se la secó en la bata.
—¿Dónde demonios está Dunlap?
—Camino a los Estados Unidos.
—¿Camino a los Estados Unidos? —Los ojos de Richard se entrecerraron mientras se
apoyaba sobre la mesa—. Creí que me habías dicho que podía encargarse del trabajo. —
Escupió entre los dientes apretados—. Me juraste que el tipo era competente.
—Pensé que lo era. Aparentemente trató de despachar a James anteanoche, pero
falló. El rumor que circula entre la servidumbre es que la señorita Hamilton le golpeó en la
cabezo con el orinal. James consiguió una confesión de Dunlap y luego hizo arreglos para
que zarpara hacia los Estados Unidos ayer, por la mañana temprano.
—¿Una confesión?
Richard se levantó de un salto, volcando la mesa del desayuno y haciendo añicos la
vajilla contra el suelo.
Philip sacudió de su regazo los trozos de filete y ríñones.
—Nadie creerá en la palabra de un rufián norteamericano.
—Quizás no, pero estoy harto de esperar que esto se resuelva. No voy a esperar
más. Hoy, Philip. Resolveremos este problema hoy mismo.
—Richard, piensa. Necesitas un plan.
—No, Philip, necesito resultados.

Sarah rondaba cerca de un gran arreglo floral en el salón de baile de lady Carrington.
Le había llevado horas de discusión, pero James finalmente había accedido a ejecutar el
plan. No podía decir que disfrutara de ser el queso para esa rata de Richard, pero si su papel
servía para atraparle y sacarle de sus vidas, valdría la pena.
James había vivido asediado por la obsesión de Richard durante demasiado tiempo.
Incluso el tiempo en que Sarah había sido objeto de sus maquinaciones había sido
demasiado. Pero el combustible que le ayudaba a mantener encendida su determinación era
el pensar qué sería de sus vidas si James y ella tenían un hijo. Nunca más podría relajarse.
Cada noche al poner al bebé en la cuna se preocuparía de no hallarle a la mañana siguiente.
Escrutaría a cada sirviente, sospecharía de cada visitante, registraría cada habitación y cada
paisaje tranquilo en busca de potenciales peligros. Sería el infierno en la tierra.
James se había ocupado de minimizar los riesgos. Había insistido en que ella se
vistiera de amarillo brillante y llevara en el cabello una pluma de ese color para que fuera
más fácil localizarla entre la multitud del salón de baile o en la penumbra del jardín. Había
hecho que Walter Parks pusiera en guardia a su amplia red de colaboradores. Junto a la
puerta principal estaba apostado un pilluelo callejero y otro montaba guardia en la puerta
trasera. Un cochero esperaba reclinado contra uno de los numerosos carruajes alineados
fuera. Un coche de alquiler vagaba a mitad de la calle y en la esquina un hombre de librea
charlaba con una criada. Incluso en el salón de baile había gente atenta a cualquier señal de
peligro.
Aun así, James no podía soltarla. Sarah lo había obligado a marcharse al salón de
cartas, pero continuaba reapareciendo a su lado al final de cada juego.
—James —le susurró finalmente—. No sucederá nada si sigues rondándome como
una nana ansiosa.
—No quiero que suceda nada. —Su rostro se endureció.
—Lo sé. —Sarah lanzó un suspiro. Se aproximaba su próximo compañero de baile—.
Ya lo hemos hablado muchas veces, James. Acordamos intentar este plan. Ahora ve a jugar a
las cartas. —Le dio un leve empujón. Él la miró enojado y luego trasladó esa mirada al pobre
vizconde Islington, pero finalmente se volvió y regresó airadamente al salón de cartas.
Cuando el vizconde hizo una reverencia al final de la serie, Sarah estaba segura de
que otra vez hallaría a James al alcance de la mano, pero se las había arreglado para permane-
cer allí donde ella le había enviado. Ahora esperaba a Lord Pontly, uno de los especímenes
más tontos de la «flor y nata» para bailar una contradanza.
—Ah, señorita Hamilton, o mejor dicho, duquesa. ¿Cómo está mi nueva prima?
Sarah se volvió lentamente. Richard estaba de pie justo detrás de ella.
—Señor Runyon. —Reprimió una repentina sensación de miedo—. Qué alegría
verle.
Richard rió entre dientes. Al menos eso fue lo que ella supuso que pretendía ser
aquel ruido. A ella le sonaba más como carámbanos astillándose contra la acera.
—No sabe usted mentir, vuestra alteza. Dado que se ha aliado con mi primo, muy en
contra de mis consejos, como recordará, no es posible que se alegre de verme. A propósito,
¿dónde está James? Ha estado montando guardia junto a usted como un perro con un
hueso nuevo.
—Creo que está en el salón de cartas. Si va a mirar, estoy segura de que no tendrá
dificultad en hallarle.
Richard la cogió del brazo.
—Oh, ya he encontrado lo que buscaba.
—Señor Runyon, le he prometido esta pieza a Lord Pontly.
—Pontly amablemente me ha cedido esta pieza. Ahora, venga conmigo.
Sarah no tenía opción. La presión de la mano de Richard sobre su brazo la obligó a
atravesar la pista de baile. Examinó el salón, en busca de Robbie o Charles, pero no vio a
ninguno de los dos. Esperaba que alguno de los que la vigilaban hubiera notado la entrada
en escena de Richard.
Este la llevó hasta un grupo que bailaba cerca de las puertas que daban al jardín. Al
menos se debía estar más fresco en ese sector del salón. El señor Symington iba a ser uno de
los de su grupo. Estaba bailando con una muchacha de cabello castaño claro que mantenía la
vista fija en el suelo. No había tardado en encontrar a su siguiente víctima.
La orquesta tocó la primera nota.
—¿No deberíamos apresurarnos, señor Runyon? Vamos a perder la serie.
—¿Tan ansiosa está por bailar conmigo? Qué lástima. No vamos hacia los bailarines,
querida, sino hacia las puertas detrás de ellos.
—Bueno, está bien, podría ser agradable tomar un poco de aire fresco.
Los ojos de Sarah se deslizaron como dando saltitos por el salón de baile a medida que
la puerta se cernía más cerca de ellos. ¿Sería Robbie aquél del rincón? No podía asegurarlo,
¿Y Charles? Podía estar cerca del ficus, pero a menos que tuviera ojos en la espalda, no sería
de gran ayuda.
Richard se la llevó fuera y la hizo bajar las escaleras. Una voluminosa sombra surgió
de la oscuridad. Sarah abrió la boca para gritar, pero una mano áspera le cruzó la cara. Al -
guien le metió la cabeza en una bolsa y otro arrojó una capa sobre ella, amarrándole las
manos a los costados e impidiendo el movimiento de sus piernas. Unos brazos macizos la
agarraron, levantándola por el aire.
—Por allí está la puerta trasera —oyó indicar a Richard—. ¡Cargadla en el carruaje y
larguémonos de aquí!

—Me temo que su carta gana a la de su compañero amigo mío —dijo el conde de
Eldridge.
—¡Por cuarta vez! —El vizconde Paxton arrojó su juego; sobre la mesa—. Es culpa mía
por jugar con un recién casado.
Eldridge miró de soslayo a James.
—Tiene la cabeza en otros asuntos, ¿eh?
El compañero de Eldridge, el barón Tundrow, sonrió abiertamente.
—Deberíamos subir la apuesta. Quizás eso espabile a Alvord.
—No, gracias. No quiero regresar a casa arruinado. —Paxton se inclinó a través de
la mesa—. Alvord, saque su mente de las sábanas o déjele el sitio a otro jugador.
—El que esté usted aquí ya me sorprende —rió Tundrow—. Pensé que no le
veríamos al menos por una semana.
Eldridge asintió.
—Está demasiado «embrujado», Alvord. Vaya a casa y lleve a la cama a su encantadora
esposa. Deje al pobre Paxton jugar con un hombre cuya mente esté en los ases de su com-
pañero, no en el trasero de su esposa.
James se levantó.
—Entonces, si me disculpáis —dijo bruscamente.
—Seguro. —Paxton recogió las cartas—. Que tenga buenas noches.
—¡Muy buenas! —Tundrow rió entre dientes y mientras James se marchaba gritó
—. ¡En nueve meses queremos un heredero, Alvord!
James le ignoró.
Sabía que había perjudicado a Paxton al aceptar ser su compañero. Si era por el sentido
que él les había encontrado esa noche, habría dado igual que las cartas estuvieran en sánscrito.
Nunca había querido estar en el salón de cartas. Nunca hubiera querido estar en el maldito
baile de Carrington.
Echó un vistazo al salón de baile en busca de Sarah y vio su pluma amarilla
ondeando cerca de una masa de flores. Se relajó un poco.
No le gustaba para nada este plan. ¿Por qué diablos se había dejado convencer por
Sarah? Había intentado cuidar hasta los menores detalles para la seguridad de ella, pero
sabía que nada era absolutamente seguro. Bueno, ésta era la primera y última noche que
permitiría esta locura. Al día siguiente daría caza a Richard y ajustaría cuentas con él, como
debería haber hecho hacía meses.
Observó la pluma amarilla atravesar el salón de baile. Había demasiada gente en
medio como para que James pudiera identificar al acompañante de Sarah. Cambió de
posición para tener una mejor vista.
—Vuestra alteza, permítame felicitarle.
-—Señora Fallwell, qué gusto verla.
Melinda Fallwell, amiga personal de lady Amanda y una tremenda chismosa por
méritos propios, le cerraba el paso. Le hablaría sin parar durante un largo rato si él se lo
permitía. Intentó esquivar su elaborado tocado para ver a Sarah. El bosque de plumas
moradas que brotaban de su turbante verde le obstruía por completo la visión del otro lado
del salón. ¿Acaso la pluma amarilla se dirigía hacia un grupo junto a las puertas que daban al
jardín ?
—No pudo esperar para celebrar una boda como Dios manda, ¿verdad? —La señora
Fallwell soltó una risita—. Nunca imaginé que fuera usted tan apasionado. Sale a su padre.
Ése sí que era todo un hombre en su juventud, créame. Pasé una velada recorriendo los
arbustos con él. ¡Oh, Dios mío! —El abanico de la señora Fallwell se movía cada vez más
rápido delante de su rostro repentinamente ruborizado. Asintió con la cabeza y sus plumas
se balancearon como reforzando el comentario—. Pero después se casó con la madre de us-
ted —dijo—. Qué muchacha tan fría. Era hermosa, pero parecía hecha de hielo. Nadie
entendió jamás qué fue lo que vio en ella. Supongo que simplemente era hora de tener un
heredero. Se imaginaría que con ella no tendría que preocuparse por los cuernos. —Plegó
el abanico y le dio con él un golpecito en la muñeca a James—. Pero parece que usted no
cometió el mismo error que su padre. Por lo que me contó Amanda, su novia es de sangre
tan ardiente como usted.
Esto último consiguió llamar la atención de James.
—¿Perdón?
—Ya sabe. —La señora Fallwell le lanzó una mirada arqueando las cejas y comenzó a
abanicarse nuevamente—. Esa posada. ¿Cómo se llama? ¿Green Maní Amanda me contó
todo sobre ese incidente en el baile de Palmerson. Me preguntaba por qué tardaba usted
tanto en poner un anillo en el dedo de la muchacha.
—Ya veo. —James consideró la posibilidad de estrangular a lady Amanda. La buscó con la
mirada... y alcanzó a ver desaparecer la pluma amarilla por las puertas que daban al jardín.
«¡Maldición!». Podía ser que hubiera dicho las palabras en voz alta, pues notó la
profunda inspiración de la señora Fallwell mientras él se lanzaba hacia la atestada pista de baile.
—¡Alvord, fíjese dónde pisa!
—¡El dobladillo de mi vestido!
—¡Un poco más de cuidado, hombre!
James hacía oídos sordos a las quejas mientras se abría paso hacia el jardín. Iba a
tumbar a cualquiera que tratara de detenerlo, pero afortunadamente nadie lo hizo. Llegó a
L AS puertas y como una tromba bajó las escaleras.
Demasiado tarde. Todo lo que quedaba de Sarah era una pluma amarilla rota.

—James ¿qué ha ocurrido?


Robbie y Charles bajaron a toda prisa las escaleras del
jardín.
—Se han llevado a Sarah. —James observaba el suelo—. Dos, no, cuatro hombres.
Cuatro hombres contra una mujer. —Dejó de lado su terror y rápidamente organizó sus
ideas—. Voy a seguirlos. Deben ir en un coche. —La aglomeración de vehículos ahí fuera
debería retenerlos. Buscaré al cochero de alquiler que Parks dejó apostado en la calle.
—Voy contigo.
—De acuerdo, Charles. Robbie, ¿podrías llevar a casa a las mujeres?
—Arreglaré eso y luego os seguiré.
James asintió con la cabeza y echó a correr hacia la puerta trasera, con Charles
pisándole los talones.
La puerta estaba abierta. El callejón, desierto; tampoco se veía por allí al muchacho de
Parks. Desde el salón de baile llegaba flotando el sonido apagado de risas y música. El tra-
queteo de ruedas, el crujido de arneses y el clop clop de los cascos de los caballos venían
desde la calle. James corrió por los adoquines hacia la calle principal.
—Vuestra alteza. —Un muchachito menudo surgió corriendo de entre las sombras,
respirando agitadamente. Señaló hacia la calle—. Si os dais prisa podéis alcanzar a Rufus, él
va siguiéndolos.
—Bien hecho, chaval. —James le arrojó una moneda al chico—. Avisa a Parks.
James corrió hasta un coche de alquiler viejo y destartalado y se apoderó del pescante
cuando Rufus se disponía a salir.
—¡Oye! —Rufus levantó el mango de su látigo apuntando a las manos de James
—. Suelta, si sabes lo que te conviene.
—Soy Alvord, Rufus. Te relevo.
Rufus entornó los ojos hacia James.
—Oh, lo siento, vuestra alteza. No me di cuenta de que era usted.
—No hay problema. Baja rápido, hombre, y déjame ir tras ellos.
—Seguro, vuestra alteza. —Rufus saltó desde el pescante—. No pierda de vista al
coche de la raya ancha en la parte de atrás.
James echó un vistazo hacia a delante y asintió con la cabeza.
—Lo veo. Gracias.
—Buena suerte, vuestra alteza.
Rufus se apartó y James tomó las riendas. Charles subió tras él.
—No es exactamente a lo que estás acostumbrado —dijo Charles.
—No. —James instó al jamelgo a ponerse en movimiento. Éste avanzó arrastrando
sus viejas patas—. De todos modos tampoco queremos adelantar al coche de Richard, ni
acercarnos tanto que noten que los estamos siguiendo. Quién sabe qué le haría Richard a
Sarah en ese caso.
—Es cierto. Entonces, esperemos que este miserable ejemplar equino se las arregle
para no hacernos perder de vista el carruaje de Richard.
James asintió, zigzagueando entre los carruajes que aguardaban para llevar a sus
ricos dueños a su próximo entretenimiento. El caballo tenía una boca de hierro. La única
bendición era que también Richard estaba atascado en el tráfico. Si tan sólo él estuviera
ahora en su propio coche y su caballo... pero por otro lado, cualquiera de sus carruajes era
in-confundible. Si Richard o cualquiera de sus secuaces echasen un vistazo hacia atrás
sabrían inmediatamente quién iba tras ellos. Un coche de alquiler era mucho menos obvio.
—Mira, doblaron a la derecha —dijo Charles.
—Los veo. —James tiró de las riendas y el jamelgo respondió de mala gana.
«Paciencia», se dijo. Aunque ser paciente era endiabladamente difícil.
Richard continuó en dirección al Este. Lo siguieron a través de las anchas calles de
Mayfair y hacia el sur por Piccadilly hasta Haymarket. Aunque las calles eran cada vez más
angostas y estaban más atestadas a medida que avanzaban hacia Covent Garden, lograron
seguirlos de cerca. El carruaje de Richard iba justo delante de ellos mientras se aproximaban
a la intersección con Henrietta Street.
—¡Oiga, vuestra excelencia! ¿Qué hace un rico como usted con ese jamelgo?
James miró por una fracción de segundo a la miserable ramera que le había gritado
eso. Entonces oyó el estampido de cascos de caballos que se acercaban demasiado rápido.
Giró velozmente la cabeza justo a tiempo para ver el desastre que se cernía sobre ellos
desde Henrietta Street.
El carruaje de Richard pasó justo a tiempo, pero el pobre animal que tiraba del coche
de James no tuvo ni la menor oportunidad. Se quedó parado en la intersección y relinchó
cuando un par de rucios que tiraban de un elegante carruaje los embistieron.
Capítulo 17

Nadie se había molestado en quitarle a Sarah la bolsa de la cabeza. Eso tenía sus
pros y sus contras. Tenía calor y apenas podía respirar, pero los hombres que iban en el
coche la ignoraban. Se acurrucó en su rincón y se quedó muy quieta, escuchando con la
esperanza de enterarse de algo que la ayudase a escapar.
—¡Lo hicimos, Philip! —Ése era Richard—. Tenemos a la perra. ¿Estás seguro de que
James no va a encontrarnos?
—No estoy seguro de nada. —Philip hablaba bajo y con voz ronca—. Pero tu primo
no debería tener modo de averiguar dónde estamos. Deberíamos tener tiempo, el sufi-
ciente como para que tú envíes la nota.
Sarah se sonrió. Obviamente no sabían que los socios del señor Parks los seguían.
—Ah, sí, la nota. —Hubo una pausa y luego Richard prosiguió—. Yo diría que no
hay prisa por enviar esa nota.
—¿Qué quieres decir? —interrogó Philip en tono cortante.
—Que deberíamos tomarnos un tiempo para divertirnos.
—Terminar con este asunto ya nos mantendrá lo suficientemente entretenidos. —A
Sarah le pareció notar un tono de pánico en esa voz—. Tú has... nosotros hemos esperado
esto durante años, Richard. Y aquí estamos ¿entiendes?, la mitad de la «flor y nata» te vio
salir del salón de baile con la muchacha. Ya no puedes disimular tus intenciones. Cumulo
esto termine, uno de los dos, tú o Alvord, habrá ganado.
—Ganaré yo, Philip, no tengas miedo. Con la chica ni nuestro poder tenemos a
James agarrado de donde más Ir duele. Es una lástima que Dunlap no haya logrado
matarle, pero esto puede terminar siendo mejor. No querrá perder a la única mujer que ha
tenido en su vida. Reconocerá mi derecho al ducado. Al fin obtendré lo que me pertenece.
Seré el duque de Alvord.
—No creo que sea tan fácil, Richard.
—¿Vas a decirme que el hombre va a dejar de copular ahora que por fin ha
descubierto cómo se hace? —Richard rió—. No lo creo. Hará lo que sea para recuperarla.
El coche se inclinó hacia la izquierda. Sarah oyó el traqueteo de ruedas de carruaje y el
ruido del choque entre don vehículos. Luego el caos. Relinchos de caballos y gritos de
hombres. Esperaba que los hombres del señor Parks pensaran que éste era un momento
ideal para rescatarla.
Richard dio un golpe en el techo del carruaje.
—¿Qué está pasando, Scruggs?
—Nada, señor. El carrocín de unos tipos borrachos embistió un coche de alquiler, eso
es todo. Nos hemos salvado por un pelo, señor.
—Bien. —Richard rió—. Eso estuvo cerca, ¿eh, Philip?
—Sí, estuvo cerca. Permíteme señalar, Richard, que acabamos de demostrar el hecho de
que los planes perfectos no existen. No puedes postergar el envío de la nota a tu primo.
Sarah escuchaba cómo la distancia apagaba el ruido. Con él se desvanecieron sus
esperanzas de ser rescatada de inmediato.
—No creo que debamos simplemente devolverle la chica a James.
—Richard. —El tono de Philip era gélido—. Ya hemos discutido eso.
—No eres más que una vieja miedosa.
—Será difícil matarla y escapar a la horca. Y si ella está muerta, no tendrás nada con
qué negociar.
—No voy a matarla, aunque quizás ella termine deseándolo
Richard rió entre dientes. A Sarah el corazón se le subió a la garganta.
—¡Richard! Estás perdiendo de vista el verdadero objetivo.
—No es cierto.
—Sí. El objetivo es conseguir el ducado, no tomar venganza.
—Tu objetivo es el ducado. Los míos son el ducado y la venganza. —El entusiasmo
hacía hablar a Richard cada vez más alto—. Dios, ¿te imaginas la cara de James cuando se en-
tere de que la mitad de la armada británica ha montado a su preciosa esposa? Si ella se
embaraza, nunca sabrá si el mocoso es suyo o de algún marinero borracho. Y si no termina
con un hijo, es probable que termine con gonorrea.
Sarah creyó que iba a vomitar. Se mordió el labio inferior.
—Richard, tu primo no es un hombre indefenso. Tiene muchos amigos, en las altas y
bajas esferas. ¿No viste con qué facilidad se libró de Dunlap? Te aseguro que nos mataría o
haría que nos mataran si le hiciéramos daño a su esposa.
—Yo no le tengo miedo. —Richard permaneció en silencio durante algunos minutos—.
Quizás yo mismo me la tire.
Philip gruñó.
Sarah pensaba a toda velocidad. Tenía libres las manos y pies. Si conseguía retirar la
bolsa de la cabeza, podría quitarse de encima la capa y correr cuando el coche se detuviese.
El carruaje estaba aminorando la marcha. Se preparó para aprovechar cualquier
oportunidad.
—No va a ser posible. —Las palabras le fueron susurradas al oído mientras los brazos de
Richard la rodeaban. Se retorció y él la apretó con más fuerzo, dificultándole la respiración.

Oyó abrirse la puerta del carruaje y el familiar hedor de los muelles llegó hasta ella.
Unas manos ásperas la agarraron arrastrándola fuera del coche. Alguien la levantó sobre el
hombro metiéndola por una estrecha puerta. El lugar olía ¡i humo y a cerveza. Oyó el
zumbido monótono de voces masculinas, interrumpido por maldiciones, ruido de sillas
arrastradas por el suelo y tintineo de pesadas jarras de vidrio.
Empezó a forcejear y el hombre que la llevaba aumentó la presión, haciendo que el
hombro sobre el que la cargaba se le clavase en el vientre. Comenzó a subir por una empinada
escalera de caracol. No era en absoluto cuidadoso con su carga. La cabeza de Sarah golpeó dos
veces contra la pared antes de que llegaran a una habitación donde la arrojó sobre una su-
perficie blanda. Luego oyó un sonido de botas que se alejaban y el ruido de una llave en la
cerradura.
Por un momento permaneció acostada sin moverse, escuchando. Oyó ruidos que
parecían salidos de una pesadilla: profundas voces de borrachos, el rítmico chirrido de una
cama barata, los alaridos de una mujer y en algún lugar un débil llanto histérico. Pero
todos esos horribles ruidos llegaban hasta ella apagados, como filtrados por paredes y
puertas. Con un movimiento de los hombros se quitó de encima la capa y retiró la bolsa de
su cabeza.
Estaba sola en la habitación más llamativa que había visto jamás. Todo era de color
rojo sangre: las paredes, las cortinas, la cama sobre la que estaba acostada.
Se levantó de un salto. No quería tener contacto alguno con una cama en este lugar.
Intentó con la puerta. Cerrada con llave, como había imaginado. Quizás pudiera escapar por
la ventana. Corrió las pesadas cortinas. Había esperado encontrarse con gruesas rejas de
hierro, pero la ventana estaba libre. Hasta era fácil de abrir. Se asomó y al mirar hacia abajo
sólo vio oscuridad. La luz de la luna le permitió ver los destellos de las aceitosas aguas del
Támesis bajo la ventana. Sólo un pájaro podría escapar por allí.
Se volvió hacia la habitación. Hizo un minucioso recorrido, buscando cualquier cosa que
pudiera servir para escapar. Fue un circuito educativo, aunque nauseabundo. Los cuadros que
colgaban de las paredes, que al principio había tomado por naturalezas muertas y escenas
bucólicas, resultaron ser, al mirarlos más de cerca, extremadamente pornográficos. Había
mirillas (por fortuna cerradas en ese momento) en la pared opuesta a la ventana y esposas
rotas sobre una mesa. Encontró un orinal bajo la cama y lo levantó, con la esperanza de tener
otra oportunidad de golpear en la cabeza a alguien.
Observó las cortinas rojas. Eran indiscutiblemente feas. Arrancó una de ellas y la colgó
por encima del alféizar. Quizás alguien la viera y se preguntara por qué había una cortina col-
gando en el exterior de un edificio. Quizás James la viera.
¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que él vinie ra? ¿Vendría? No podía contar
con eso. Algo debía haber salido mal.
Miró la cama. No, no podía soportarla. Se sentaría en el suelo. Probablemente había
bichos en ambos lugares, pero la fauna del suelo era menos repugnante que lo que pudiera
estar acechando en la ropa de cama. Extendió la capa, se sentó con el orinal a su lado y trató
de elaborar un plan.
James sujetó la cabeza de uno de los rucios. Charles se había hecho cargo del otro. No
se podía contar para nada con los idiotas borrachos del carrocín. Al menos el caballo del co-
che de alquiler estaba quieto. Era demasiado estúpido para desbocarse.
—¡Daisy!
James miró hacia atrás y vio a Rufus y Robbie que corrían hacia aquel caos. Rufus
alargó la mano para coger la brida de la vieja yegua y empezó a susurrarle al oído.
—¿Os hecho una mano? —preguntó Robbie.
Jumes asintió con la cabeza. —¿Cómo nos encostrasteis?
—Me encontré con Lord Dervin, ¿o es Devin? Ya sabes. .. el viejo soldado calvo de
orejas peludas.
—Lord Dearvon.
—Eso. Le vi apenas os fuisteis. Dijo que él llevaría a casa a las mujeres, así que corrí
tras vosotros. Llegué a la calle justo cuando doblabais la esquina. Rufus y yo, puesto que me
parece que no te tenía mucha confianza en cuanto a Daisy, cogimos otro coche de alquiler y os
seguimos.
—Bien. Fíjate si puedes meter a esos dos en el carrocín... por cierto, ¿quiénes son?
Robbie les echó una ojeada.
—El vizconde Wycomb y el honorable Félix Muddleridge.
—Ay, Dios mío. Debería haberlo imaginado. Haz que se ocupen de estos animales,
¿quieres?
Robbie arrastró fuera del carrocín a los dos borrachos. La prostituta que le había
gritado a James colaboró trayendo un balde de agua que Robbie volcó sobre las cabezas de
ambos caballeros. Estaba lo suficientemente fría o era lo bastante malsana como para
sacarlos de su estupor etílico.
—Caramba —farfulló Wycomb—. ¿Qué diablos estás haciendo, Westbrooke?
—Os está despertando —dijo James—.Venid a ocuparos de vuestros caballos.
Wycomb entornó los ojos hacia James.
—Alvord ¿eres tú?
—Sí, soy yo. Me habéis atropellado por vuestra torpeza al conducir.
—Perdón. Me temo que estoy borracho.
—Yo diría que sí. Ocúpate de este caballo y haz que Muddleridge se ocupe del otro.
—Bueno...
Wycomb se rascó la cabeza.
—Ahora, Wycomb.
Finalmente el hombre se movió. James soltó al rucio.
—Rufus, te dejo con Daisy. Vamos a llevarnos el otro coche de alquiler. Dile a Parles...
—James se pasó los dedos por el pelo y miró a Robbie y a Charles—. ¿Alguna sugerencia acerca de
dónde podría haber llevado Richard a Sarah?
—¿Qué tal al Rutting Stallion? —dijo Robbie—. Queda en esta dirección.
—Al igual que la mayoría de los burdeles de Londres. —James cerró los ojos. Dios,
cómo desearía saber por dónde seguir. Sarah podía estar en cualquier lado. Cada segundo
contaba. Si no acertaba, Sarah pagaría un precio terrible.
—Probemos en el Rutting Stallion
Rogó a Dios haber adivinado.
Capítulo 18

Alguien sacudió el picaporte y lo hizo sonar como una matraca. Sarah asió el orinal y
se incorporó de un salto, lista para rompérselo en la cabeza a Richard.
—Duquesa —dijo Richard desde el corredor—. Qué amable de su parte darme la
bienvenida. —Se abalanzó sobre ella, agarrándole las muñecas y torciéndoselas—. No vas
usar conmigo el mismo truco que con Dunlap.
Sarah forcejeaba para soltarse, pero las manos de Richard eran como esposas.
Apretó con más fuerza y ella jadeó de dolor, segura de que la presión iba a astillarle los
huesos. Sus dedos se abrieron y el orinal se hizo añicos contra el suelo. Richard pateó los
pedazos a un lado y dio un portazo empujando con el pie la puerta que tenía detrás. Sonrió.
—De modo que aquí estamos, duquesa, sólo usted y yo. Me pregunto qué haremos
para pasar el tiempo.
La apretó violentamente contra su cuerpo.
Sarah tragó saliva, tratando de acallar el rugido de sus oídos. Podía ver los poros de
Richard, su barba incipiente. Respiraba su hedor, el olor rancio a pelo grasiento, lino sucio y
sudor seco. Intentó apartarse hacia atrás, pero las manos del hombre la tenían atrapada
contra su cuerpo.
—Tengo una idea. Ya que esto es una alcoba... —Le torció los brazos detrás de la espalda,
asiéndole ambas muñecas con una sola mano. La agarró de la barbilla y la obligó a ponerse de
cara a la cama con sus chillonas sábanas rojas—. ¿Por qué no me muestras qué juegos le gusta
jugar a James? Me imagino que lo habrás enseñado algunos trucos a mi primito.
—No.
Richard le levantó violentamente los brazos provocándole un agudo dolor entre los
hombros. Se mordió los labios para no gemir.
—¿Duele? —Se rió—. No es nada comparado con lo que vas a sentir en un
momento.
La arrastró hasta la cama.
—No hagas esto. Tú no me deseas.
—Por supuesto que no te deseo, ramera pelirroja. Aquí el deseo no tiene nada que
ver. —La empujó contra uno de los pilares de la cama, impidiéndole moverse con la presión de
su cuerpo—. Por lo menos no esa clase de deseo.
Le arrancó las horquillas que le quedaban y luego le pasó sus sucios dedos por el
cabello.
—¿James despliega este pelo «rojo ramera» sobre su almohada cuando te monta,
duquesa? ¿O le gusta que le cubra el pecho cuando lo montas tú a él? ¿ Se envuelve las manos
en él así?
Enredó violentamente sus manos entre el pelo, tirando tan fuerte que Sarah pensó
que iba a arrancárselo de raíz. Ella lo agarró de las muñecas.
—Suéltame.
—Oh, no. —Sus ojos fueron del cabello a la garganta de la joven—. He esperado esto
demasiado tiempo. —Le tiró del pelo, forzándola a elevar la barbilla—. Apuesto a que en tu
piel blanca enseguida aparecen unos lindos cardenales, duquesa. —Le apoyó la boca sobre el
cuello, justo debajo de la línea del mentón y chupó con fuerza la tierna piel de esa zona.
Sarah trató de alejarse. Se rió y le dio un mordisco. Ella sintió una gota de sangre chorrearle
hasta la clavícula.
—Ésa es mi primera marca, duquesa. La primera de muchas.
—Para. Por favor, para.
—No, no voy a parar. No voy a parar hasta que haya terminado. —Volvió a tirar del
cabello, haciéndola lagrimear—. ¿Sabes cuál es el primer recuerdo que tengo de mi
infancia, duquesa? ¿La imagen que más recuerdo de mi infancia? Mi padre dándome una
paliza en su estudio. Yo tenía apenas cuatro años. Me azotó con una vara en el trasero des -
nudo. ¿Y sabes por qué?
Richard hizo una pausa, obviamente esperando una respuesta.
—No —susurró Sarah. Él le mantenía la cabeza tan arqueada hacia atrás que le dolían
el cuello y los hombros.
—Me azotó por haber hecho caer de un empujón al mocoso de mi primito que se
había puesto a llorar. «James es el Marqués de Walthingham», dijo mi padre, «y será el
duque de Alvord. Un noble del reino». Dios. Él debería haber sido el duque, pero no tuvo las
agallas para desafiar a su hermano y tomar la riqueza y posición que por derecho le
pertenecían. El no las quería. Estaba feliz con sus viejos libros polvorientos y sus perros
apestosos. No le importaba estar cediendo también mis derechos de nacimiento.
Richard aflojó la presión y Sarah se enderezó ligeramente. ¿Se abstraería en su
relato tanto como para permitirle escapar?
—En Cambridge había una muchacha a la que yo deseaba, pero la única manera de
tenerla en mi cama fue prometiéndole a James. Deberías haber oído a la maldita perra. Incluso
cuando yo la estaba follando, sólo hablaba de él: de sus hombros, de sus piernas, de su maldito
trasero. Bueno, pues nunca llegó a la cama de James. Le rompí el cuello y la tiré al río.
Sarah se enderezó un poco más. Alcanzaba a ver la puerta. No estaba tan lejos. Si
pudiera golpear a Richard con la rodilla, como a Dunlap...
Volvió a apretarla contra sí.
—Así que no, no voy a parar, no ahora que tengo la venganza en mis manos. Voy a disfrutar
cada minuto de esta noche. Cuando te viole, estaré violando a James. Cuando arrastre tu
cuerpo flaco escaleras abajo y mire a treinta tipos robustos turnarse para poseerte estaré viendo
la cara de James.
—James te va a matar.
—No lo creo. Me parece que va a sufrir un accidente, Hay tanta violencia en los
muelles... O quizás al ver tu cuerpo sangriento cubierto de semen, y disculpa la imagen,
enloquezca de tal manera que se quite la vida.
—¡No! —Sarah le pegó un empujón en el pecho y levantó la rodilla bruscamente. Él
la interceptó con facilidad.
Se rió.
—Tú eres la única culpable, duquesa. Yo intenté disuadirte de que te casaras con
James, pero estabas cegada de lujuria. Pues aquí es donde te ha conducido tu lujuria.
La arrojó sobre la cama. La muchacha gateó tratando de llegar al otro lado, pero él se le
tiró encima, apretándola con ira el colchón. Ella se arqueó y lo empujó, pero no consiguió
moverle. Le arañó los ojos, pero él apartó sus manos como si no fuesen más que irritantes
moscas en una fiesta de verano.
—Eso es, duquesa, resístete. Adoro cuando vosotras las perras os resistís. Lo hacéis
más divertido.
Sarah percibió la excitación en su voz. Sintió su erección contra uno de los muslos.
Él se incorporó apoyándose en los codos y mientras con su cuerpo la inmovilizaba contra la
cama sacó del bolsillo un trozo de cuerda.
—La seda sería más benévola con tu delicada piel, duquesa, pero me imagino que al
llegar la mañana las muñecas en carne viva será el más leve de tus dolores.
Le ató las manos a los pilares de la cama y luego se puso a horcajadas encima de
ella, deslizando lentamente la punta del índice a lo largo del escote de su vestido de baile.
—Cuéntame sobre tu marido, duquesa. ¿En la cama James se comporta de acuerdo
con todas las reglas del decoro? ¿Tantea tu cuerpo flaco con las velas apagadas y tu camisón
abotonado hasta la barbilla ?

Sarah reprimió el terror.


—Déjame ir, Richard. Estoy segura de que podemos resolver esto de algún modo.
James es un hombre razonable.
—¿Lo es? —Su dedo llegó más abajo, delineando la curva de sus senos—. Dudo que
sea razonable tratándose de ti. Y yo no quiero razón, quiero pasión. Pasión y dolor. James
robó lo que es mío y ahora yo tengo lo que es suyo. Quiero que sienta lo que yo he sentido
durante todos estos años.
Sus dedos se curvaron bajo la delicada tela del vestido y de un violento tirón lo rasgó
hasta la cintura. Le miró fijamente los pechos. Ella intentó mover los brazos para cubrirse,
pero sólo logró que la cuerda se le incrustara más en la carne.
Él deslizó sus dedos mugrientos por toda la piel de la joven, moldeando su carne,
tocándole los pezones. Ella cerró los ojos para no verlo.
—Mírame, duquesa. : Sarah negó con la cabeza, volviendo la cara hacia otro lado.
—No me desafíes, perra. —La abofeteó con fuerza. Ella sintió el sabor de la sangre
—. Mírame.
—No. —Si la golpeaba con suficiente fuerza, la liberaría. El olvido le ofrecía la única vía
de escape de esta pesadilla.
Richard pareció leerle la mente.
—Soy experto en este juego, duquesa. —Le estrujó con fuerza uno de los pechos.
Ella gritó. Lágrimas ardientes rodaron desde sus ojos, fluyendo lentamente hasta las ore-
jas—. Te causaré más dolor del que has experimentado jamás, pero no el suficiente como
para darte paz.
Riendo se deslizó hacia abajo. Ella trató de patearlo, pero sus faldas y el peso de él
obstaculizaban sus movimientos.
Él le abrió bien las piernas, amarrándoselas a los pilares de la cama.
—Y ahora veré cómo es el lugar que adora el Monje.
Sacó su daga y cortó a lo largo las faldas, desgarrándolas hasta la cintura.
Philip Gadner se sentó entre las sombras en el salón común y bebió otro trago de
cerveza. Dios, cómo odiaba esto lugar. Miró hacia una mesa cercana. Alf y Scruggs tenían
cada uno una jarra de cerveza y una ramera para entretenerlos. Habían querido quedarse
hasta el final. Querían una oportunidad para romperle la cara a James en pago por la paliza
que les había dado fuera del Spotted Dog cuando aún trabajaban para Dunlap.
Era necesario que Richard enviara esa carta. Uno podría creerle capaz de mantener
sus pantalones abotonados el tiempo suficiente como para cumplir con esa sola tarea, pero
no, una fulana rubia, menuda y de generosos pechos le había llamado la atención. Ahora
estaba arriba, tirándose a la mujer. Philip no se había quejado demasiado. Prefería eso a que
lo intentara con la duquesa de Alvord.
Se reclinó en la silla tamborileando sobre la mesa. Seguramente Richard ya había
terminado. Nunca estaba mucho tiempo con una mujer. Philip echó una ojeada a las escaleras.
Sí, ahí estaba ya la ramera, ahora seguida por un marinero grande y fornido con una amplia
sonrisa de satisfacción en su fea cara.
¡Maldición! Philip se levantó de un salto. ¿Dónde diablos estaba Richard ?

James, Robbie y Charles dejaron el coche de alquiler en el puerto con un marinero


vigilándolo.
—James. —Charles señaló en dirección al Rutting Stallion—. Mira, allí, encima del
río.
—Lo veo. —Un trozo de tela roja ondeaba suspendido de una ventana. James contó—.
Tercer piso, última habitación.
—¿Crees que sea allí donde tienen a Sarah? —preguntó Robbie.
—Eso espero. —James abrió la puerta de un empujón.
—¡Vosotros! —La madame reconoció a James y a Robbie de su visita anterior. No se
alegró de verles.

Se oyó un rugido proveniente de una mesa cercana, james levantó la vista para
encontrarse con los matones de Dunlap que, en su prisa por abalanzársele a la garganta,
habían arrojado al suelo mujeres y cerveza. También vio el rostro estupefacto de Philip
Gadner. Ni rastro de Richard.
—Robbie, Charles, os dejo para entretener a nuestros amigos. —Indicó con la cabeza
a los dos hombres que avanzaban amenazadoramente hacia ellos. Philip no se había movido
—. Tengo que encontrar a Sarah.
—Ve, James —dijo Charles—. Enseguida estaremos contigo.
James se lanzó escaleras arribas, subiendo los peldaños de dos en dos.

Sarah jamás se había sentido tan expuesta ni tan humillada.


—Mírame. —La filosa hoja de la daga de Richard le pinchó debajo de los senos—.
Quiero que veas quién es el que está entre tus piernas. Quiero que sepas de quién es la
semilla que prenderá en tu vientre.
Sintió la daga rasparle el vientre y seguir hasta los vellos rizados en el vértice de sus
muslos. Intentó flexionar las rodillas para alejarlo, pero las ataduras estaban muy ajusta-
das. Lo sintió tocarla, sintió sus sucios dedos hacer palanca para abrirla y luego una
punzada de dolor en su vientre cuando él hundió un dedo dentro de ella. Una ardiente
oleada de vergüenza la invadió. Richard le echó otra ojeada. Su fría mirada azul no mostraba
la menor compasión.
—Todavía joven y fresca, duquesa —dijo, recorriéndola con la mano que le quedaba
libre—. Dulce. Y estrecha. Tan estrecha. Un placer para mí, y para los primeros hombres
que te posean allá abajo. Para mañana por la mañana estarás tan floja como la ramera más
vieja y más barata del barrio do los burdeles de Londres.
Dejó de tocarla para manipular desmañadamente sus pantalones.
Antes de que Richard hubiera logrado desabrochar el primer botón, la puerta se
abrió golpeando con fuerza contra la pared. Giró para encontrarse con James traspasando el
umbral a grandes zancadas.
—¡Richard!
Sarah vio la estupefacción y el dolor reflejados en los ojos de James justo antes de
sentir el cuchillo de Richard en la entrada a su vientre.
—Un paso más, James y verás la hoja de mi cuchilla enterrada en tu zorra.
James se paralizó.
—¿Qué quieres, Richard?
Su voz era serena, pero Sarah vio con cuánta intensidad miraba a su primo. No
estaban en el patio del Green Man. Ambos sabían que esta vez Richard no se echaría atrás.
—Es una lástima que hayas llegado tan temprano, James. Estaba a punto de gozar de
tu ramera. —Richard deslizó su mano izquierda sobre el muslo de Sarah—. ¿Continúo?
¿Quizás te gustaría mirar? Podrías aprender algo.
James no picó.
—¿Qué quieres, Richard? —volvió a preguntar.
—Quiero lo que es mío.
Sarah sintió moverse el frío metal cuando Richard cambió de posición para quedar
de cara a James. Ahora la daga descansaba contra uno de sus muslos.
—Quiero el ducado.
—Es tuyo, sólo baja el cuchillo.
—¿Así nada más?
—Siempre y cuando bajes el cuchillo y no lastimes a Sarah.
—¿Tanto te importa tu ramera?
—Baja el cuchillo —repitió James.
—Antes tal vez grabe mis iniciales en sus blancos muslos. ¿Quieres? Así cada voz
que lo arrodilles entre sus piernas, recordarás que yo también estuve aquí. Recordarás
cómo te vencí.
Richard se volvió hacia Sarah y en ese instante James se movió. Se abalanzó sobre el
cuchillo de Richard y lo agarró, doblegándolo hacia arriba para alejarlo del cuerpo de Sarah.
—¡No! —gritó Richard. No soltaba el cuchillo—. Maldito bastardo. —Con su mano
libre intentó golpear a Jamos en la cara. Éste desvió el golpe con el antebrazo y Richard trató de
golpear más abajo. James bloqueó ese puñetazo con el muslo.
—Richard, para —jadeó James.
—No, bastardo. No voy a parar hasta verte muerto.
Sarah tiraba de las ataduras, pero sin lograr o Mojar ninguna. No podía hacer nada,
salvo mirar a los hombres luchar entre sus piernas. James le había agarrado la otra mano a
Richard y los dos hombres estaban trabados en la horrible parodia de un vals cuya melodía
eran los gruñidos y jadeos de agotamiento. James era más alto y fuerte, pero estaba inten-
tando dominar a Richard, no matarle. Richard estaba hecho una fiera, con esa fuerza que da
la locura. La muerte brillaba en sus ojos.
—¡Richard! —Philip apareció en la puerta—. ¿Qué estás haciendo? ¡Para ahora
mismo!
—Philip... —Richard le lanzó una mirada y en ese momento el cuchillo cayó como
un rayo. James movió el brazo hacia atrás, pero era demasiado tarde. La sangre empezó a
brotar del pecho de Richard.
—Richard. —El cuchillo cayó estrepitosamente al suelo mientras James cubría la
herida con ambas manos. Trataba de restañar la sangre, pero el daño era demasiado grande.
La sangre manaba a borbotones, tiñendo de rojo brillante la camisa de Richard y las manos
de James.
Richard miraba fijamente con la boca abierta cómo se extendía la mancha. Su
rostro estaba pálido como si todo el color se le estuviera escapando a través del tajo que
tenía en el pecho.
—Ganaste —susurró. Sarah oyó resonar un estertor en su garganta—. Maldita sea,
ganaste. —Sus ojos se cerraron y se desplomó, cayendo de cara entre sus piernas.
El denso olor de la muerte reciente llenó la habitación.
—Lo has matado. —Philip tenía los ojos clavados en el cuerpo de Richard.
—Fue un accidente.
James tomó su cuchillo y cortó las cuerdas que sujetaban a Sarah, la sacó de la cama y
la rodeó con sus brazos. La muchacha se aferró a él y hundiendo el rostro en su camisa
respiró profundamente. Su perfume familiar, el sentir su cuerpo contra el de ella, la
fuerza de sus brazos rodeándola y el ritmo sereno de su corazón le daban calma y consuelo.
Se atrevió a creer que la pesadilla había terminado.
—Lo has matado —repitió Philip, con voz sorda por la conmoción.
—No quería hacerlo. Aflojó la presión cuando te vio. No pude anticiparme a eso y
luego no pude compensar.
—Está muerto. —Philip caminó lentamente hacia la cama. Tomó el cuerpo entre sus
brazos, apretándolo contra el pecho y manchando su ropa con la sangre de Richard. Las lágri-
mas humedecían sus mejillas. Sarah desvió la mirada cuando el primer profundo sollozo
pareció desgarrarlo por dentro.
—Sarah. —James le alisó el pelo hacia atrás, hablándole suavemente al oído—. ¿Estás
bien, cielo?
—Sí. —Ella sintió sus propios sollozos agolpársele en la garganta—. Estoy tan
contenta de que estés aquí, James. Estoy tan contenta de que hayas venido. —Lo abrazó
más fuerte, recordando las cosas horribles que Richard le había dicho y hecho—-. Fue
espantoso. Él te odiaba tanto.
—Shhh... —James la mecía contra su cuerpo sólido—. Ahora todo ha terminado.
Richard no puede lastimarte más.
—Ya no puede lastimarnos a ninguno de los dos. —-Trataba de sentirse aliviada, pero el
olor a sangre y muerte, los amargos sonidos del sufrimiento de P h i l i p y el dolor de su
propio cuerpo la mantenían atrapada en la pesadilla—. Vamos a casa, James. Por favor,
vamos a casa ya.
—Está bien, amor. —James la besó en la sien—. Robbie y Charles subirán en unos
minutos. Ellos pueden encargarse de este desastre.
Sarah le echó una mirada a Philip. Se había arrodillado en el suelo con la cabeza
hundida en el cuello de Richard
—¿Qué le sucederá a él?
—No lo sé. Ayudó a raptarte. Debería ser castigado.
—También trató de evitar que Richard me lastimara, James. El sólo quería que Richard
te enviara una nota de rescate.
James asintió con la cabeza.
—Te creo. No estoy ansioso de presentar cargos en su contra. Si él tuviera que ser
juzgado, toda esta sórdida historia saldría a la luz.
A Sarah se le retorció el estómago. No podía ser que tuviera que revivir esta noche.
Asió el brazo de James.
—Quiero que esto termine, James. Nunca más quiero tener que hablar sobre esto ni
recordarlo. ¿Acaso la muerte de Richard no es suficiente castigo para este hombre ? ¿ No
podemos simplemente dejarlo así?
—Tal vez. Dudo que Philip sea una amenaza para nosotros o para alguien más, aunque
no me entusiasma la idea de vivir en la misma ciudad que él. Ni siquiera en el mismo país.
—James tomó entre las manos la parte de atrás de la cabeza, masajeándola para aflojar un
poco la tensión en el cuello—. Le haré encerrar por algunos días mientras decidimos cuál es
el mejor lugar para enviarle. No hay nada que le ate a Inglaterra y dudo que se oponga a un
viaje prolongado, especialmente cuando considere que la alternativa podría ser la horca.
—Está bien. —Sarah se relajó levemente. No le importaba dónde fuera Philip
siempre y cuando ella pudiese dej a r esta noche en el pasado.
—Tu pobre vestido está hecho andrajos, amor. ¿Puedes soportar envolverte en una
de estas horrendos sábanas?
—Al otro lado de la cama, en el suelo, hay una capa en la que me envolvieron para
traerme hasta aquí. Servirá para cubrirme.
James fue a buscar la capa. Sarah cruzó los brazos para cubrirse los pechos. No le
importaba que James la viera así (la había visto con menos ropa encima, por supuesto) pero
quería estar cubierta cuando llegaran Robbie y Charles. Echó una nerviosa ojeada hacia la
puerta. Estarían allí de un momento a otro.
Y tampoco quería estar expuesta ante Philip. Sus sollozos finalmente habían
menguado. Volvió a mirar hacia donde estaba arrodillado con Richard.
Se había movido. Había apartado el cuerpo de Richard y estaba levantándose, con los
dientes apretados como un perro furioso, con el cuchillo ensangrentado de Richard en la
mano. Sus ojos estaban fijos en la espalda de James, que se había agachado para recoger la
capa.
—¡James!
Sarah dio un alarido y se lanzó contra Philip. Él hizo un movimiento para girar hacia
ella. La joven intentó quitarle el cuchillo. Lo golpeó en el costado y él se retorció, cayendo pesa-
damente al suelo con la mano del cuchillo debajo del cuerpo.
Fue en ese momento cuando Robbie y Charles finalmente llegaron a la habitación.
—Dios mío. —Robbie se detuvo en la puerta.
Charles lo hizo a un lado y entró. James ayudó a Sarah a levantarse, envolviéndola
luego en la capa mientras Charles se arrodillaba para examinar a Philip.
—Está muerto —dijo—. El cuchillo le atravesó el corazón.
Capítulo 19

Después de tranquilizar a lady Gladys, lady Amanda y Lizzie, asegurando que estaban
bien, Sarah y James subieron a su habitación, dejando a Robbie y Charles para completar
los detalles de la historia.
—-Necesito bañarme, James —dijo Sarah cuando entraron al dormitorio—. Tengo
que quitarme de encima la mugre de ese lugar.
Los lacayos llevaron la tina y la llenaron. Apenas la puerta se cerró tras ellos, Sarah se
quitó la ropa y se sumergió en el agua caliente. Temía no volver a sentirse limpia nunca más.
En ese momento sintió las manos de James, grandes y firmes, enjabonándole la
espalda, librándola a un tiempo de la desesperación y de la suciedad.
—Mójate la cabeza, cielo.
Los dedos de James le masajearon la cabeza, deslizándose a través de los largos
mechones. Le frotó el cuello con las palmas y con los nudillos los lóbulos de las orejas. Con
mucha suavidad su boca se posó sobre el cardenal que Richard le había dejado en la
garganta. Se lo acarició con la lengua. Su cuerpo despertó en respuesta a las caricias.
Había temido no poder soportar que volvieran a tocarla. Ahora se daba cuenta de
que el contacto de James era lo que necesitaba para sanar. Necesitaba tenerlo dentro de ella
para limpiar el horror del final de esa noche. Necesitaba SU amor inundándola, ahogando
todos los malos recuerdos. Necesitaba amarlo para volver a sentirse viva.
—Mejor que tú termines la tarea, Sarah. No confío en mí para lavarte la parte de
delante.
Sarah alzó las manos y envolvió las muñecas de Jumes. Luego las deslizó hasta sus
antebrazos y le oyó contener el aliento.
—Está bien, James. Me gustaría que lo hicieras tú.
—Uh, Sarah. —Su voz sonaba tensa—. ¿Estás seguro de que es una buena idea? ¿Estás
preparada para lo que eso puede provocar?
—Sí. Te necesito. En todos los sentido.
Le oyó soltar el aire y sintió cómo se aflojaba la tensión en los brazos de él.
—Vale, cielo. —Le temblaba ligeramente la voz. Luego sus manos resbalaron desde
los hombros de ella, descendiendo por las clavículas hasta sus pechos. Era lo que ella ne-
cesitaba, lo que su cuerpo anhelaba: sentir sobre la piel sus dedos, las palmas de sus
manos. Al aspirar su perfume supo que era James quien estaba tocándola. Sintió que su
propio cuerpo se relajaba listo para recibirlo.
Las manos de él se deslizaron de los pechos a los costados del cuerpo, abrazándola,
acariciándole luego el vientre y los muslos. Enredó sus dedos entre el vello de la unión de
las piernas y la tocó donde ella más lo deseaba. Se estremeció, levantando la vista hacia él.
James le devolvió la mirada, con expresión intensa y anhelante.
—Te amo, James.
Él inclinó la cabeza y con sus labios rozó los de ella.
—Y yo te amo a ti, Sarah —dijo con voz enronquecida—. Creo que mejor vas a salir
ahora mismo de la tina.
La envolvió en una gruesa toalla, abrazándola y rozándole con los labios la línea de la
mandíbula, los ojos, los labios. Al sentir contra el vientre la erección, la joven se frotó contra
él. James retrocedió.

—Aún no, cielo. Yo también quiero librarme de la suciedad de esta noche.


—¿Te ayudo?
—Me encantaría, Sararí, pero no estoy lo que se dice en control de la situación.
—No importa. Quiero tocarte de ese modo. ¿Puedo, por favor?
Él la besó profundamente.
—Si me lo pides de un modo tan encantador, amor, no puedo decir que no.
Empezó por la espalda, igual que lo había hecho él. Tras enjabonarse las manos,
las dejó deslizarse por los anchos hombros. Le dio un suave empujón y él se inclinó hacia
delante para que ella pudiese jabonarle toda la espalda hasta las nalgas. Continuó por los
costados de las caderas. Él tomó aire y su cuerpo se sacudió dentro de la tina, salpicando
agua sobre el suelo.
—Ten cuidado, cielo, o terminarás empapada.
Su voz era tensa, jadeante. Sarah sonrió. Sus manos regresaron a los hombros,
desde donde las dejó deslizarse hacia abajo por los brazos, sobre las duras salientes y declives
de sus músculos.
Ella necesitaba esto. Necesitaba sentir este poder después de una noche en que se
había sentido tan vulnerable. Dejó que su toalla cayera al inclinarse hacia delante. Se estiró
para que sus manos se deslizaran por los planos del pecho de James y al hacerlo le rozó la
espalda con sus pechos desnudos.
—Dios, Sarah. —Trató de volverse hacia la joven, pero las manos de ella se lo
impidieron.
Necesitaba sentir que tenía el poder de dar. Ahora no era una víctima. Ni siquiera
era quien recibía la protección y el amor de James. Era ella quien estaba dando algo. Era
fuerte. Sintió que su amor por James la inundaba, llevándose para siempre los últimos
restos del miedo y el odio que había sentido en Richard y en sí misma.

Cambió de posición para poder seguir explorando el pecho de James y esa misteriosa
línea de vellos que corría desde su pecho hasta el ombligo y más abajo. El alargó la mano
hacia sus pechos, pero ella retrocedió.
—Aún no. —Le hizo colocar las manos a los costados de la tina y se las sostuvo allí
por un momento—. Todavía no me toques. No muevas tus manos de este lugar hasta que yo
te diga que puedes hacerlo.
—Dios, Sarah, no sé si puedo. Tu modo de tocarme me está matando.
Ella lo miró sonriendo abiertamente.
—Entonces prepárate para morir, James, porque me quedan otros muchos lugares
por tocar.
—¿Muchos? —preguntó él con voz enronquecida. Respiró profundamente y cerró
los ojos—. Intentaré resistir, pero recuerda: sólo soy un hombre.
—Sí, eso puedo verlo.
James rió por lo bajo.
Ella evitó esa parte del cuerpo de él y se dispuso a lavarle los pies. Lentamente fue
subiendo por los tobillos, las rodillas, los muslos. Él se deslizó hacia delante, elevando al
mismo tiempo el cuerpo y las manos de Sarah recorrieron sus nalgas. Moviéndose en
círculos, llegaron a la parte interna de los muslos y rodearon los pesados sacos redondos que
colgaban allí. Él inspiró bruscamente y su cuerpo se sacudió. Un poco más de agua se
derramó en el suelo.
—Los criados van a preguntarse qué hemos estado haciendo.
—¿Miran?
James la miró, los ojos nublados por la pasión. Ella sonrió, dejando que sus dedos
subieran por su miembro suave. Él cerró los ojos, mordiéndose el labio. Los nudillos se le
pusieron blancos de tanto apretar el borde de la tina. Volvió a acariciarlo, arrancándole un
gemido.

—Por favor Sarah, ¿ya podemos irnos a la cama?


—Si me lo pides de un modo tan encantador, no puedo decir que no.
Las manos de James soltaron instantáneamente el borde para asir los hombros de la
joven, atrayéndola hacia sí. Su boca cubrió la de ella. El agua caía en cascada por los costados
de la tina.
Ella rompió a reír.
—Los criados sin duda van a preguntarse qué estuvimos haciendo.
—Los criados sabrán exactamente lo que estuvimos haciendo. Ahora ven a la cama
antes de que yo explote.
Las sábanas eran blancas, no rojas. Los únicos sonidos eran los gemidos de placer de
James y los de ella. Sólo la sujetaban los lazos de su amor por él y ése era un nudo que deseaba
no se aflojara jamás. Abrió las piernas para James y él entró en ella, llenándole el cuerpo y
el espíritu. Era un deleite sentir crecer en ella la tensión que él le provocaba y cuando
alcanzaron juntos la cima del placer, se sintió caer en espiral hacía una profunda paz.
—¿Crees que hemos hecho un bebé? —susurró cuan
do el cuerpo de él se relajó sobre el suyo.
—¿Mmm?
Parecía sumido en una placentera inconsciencia. Ella deslizó sus manos por la
espalda y las caderas.
—¿Crees que hemos hecho un bebé?
Él se incorporó apoyándose en los codos y la miró parpadeando.
—Quizás. —Sonrió ampliamente—. Sería maravilloso tener un bebé, pero no tengo
prisa. Será un placer trabajar en eso el tiempo que haga falta.
—Al menos ahora nuestro bebé estará seguro.
— Sí.
Su rostro se ensombreció. Se deslizó fuera del cuerpo de Sarah y se acostó junto a
ella.
Ella se incorporo sobro uno de sus codos.
—¿Estás mal por la muerte de Richard?
—Yo no quería matarle. —Levantó la vista hacia ella—. Estábamos forcejeando.
Al ver a Philip, él dejó de hacer fuerza, sólo por segundo. Sin su resistencia, mi mano se
precipitó hacia delante. No pude controlarla a tiempo.
—Lo sé. —Tomándole de la mejilla miró directamente sus ojos atribulados—. En
realidad no tenías opción. Era imposible que ambos continuarais vivos; Richard no lo hubiese
permitido. Habría luchado hasta que uno de vosotros muriese.
James cerró los ojos.
—Lo sé. El era un problema imposible de resolver, pero también era mi primo. —
Volvió a mirarla—. Debería estar consternado por haberle matado, pero me siento princi-
palmente aliviado.
—Yo también. —Ella le apoyó una mano sobre el pecho—. Aunque todavía hay algo
que no alcanzo a comprender. ¿Por qué Richard divulgó el rumor sobre lo que nos ocurrió en
el Green Maní No podía ignorar que eso te obligaría a casarte conmigo.
James sonrió abiertamente.
—No creo que haya sido Richard quien hizo circular el rumor.
—¿Quién más pudo haber sido?
James la atrajo hacia su pecho.
—Apuesto a que fue lady Amanda.
—¿ Lady Amanda ? ¿ Por qué crees que fue lady Amanda ?
—Porque Melinda Fallwell, la favorita entre sus conocidas, me dijo que fue así como
ella se enteró de la historia.
Sarah repasó las imágenes de aquella noche horrible en el baile de Palmerson,
cuando la historia había corrido como reguero de pólvora entre la multitud. Recordaba
haber visto a lady Amanda hablando con la señora Fallwell y la reacción de ésta al oír lo
que le decía.
—Tal vez tengas razón. Pero ¿qué motivo tendría lady Amanda para divulgar esa
historia?
—Quizás —dijo James, deslizando las manos por los costados del cuerpo de ella para
rodearle los pechos desnudos— se daba cuenta de que estamos hechos el uno para el otro.
Sarah se estremeció. Era tan difícil concentrarse cuando esos hábiles dedos le hacían
esa clase de cosas.
—Siempre pensé que lady Amanda era bastante astuta.
—Bastante. —Él se inclinó frotando la nariz contra la sensible piel detrás de las
orejas de la joven—. Y leal. Estoy seguro de que está esperando con ansias que en nueve
meses llegue el heredero Alvord. —La dio la vuelta para quedar encima de ella.
—¿Volvemos a trabajar en el asunto del bebé, cielo? No queremos desilusionar a
lady Amanda, ¿verdad?
Sarah le rodeó el cuello con los brazos.
—No, decididamente no queremos desilusionar a nuestra querida lady Amanda.

FIN

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