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Vho, 2 de octubre de 1964, 23 hrs.

Lodi, Mario (1977). Carta a Katia, en El país errado, Laia, España, pp. 9-20.

Carta a Katia
Querida Katia:

Este verano, el día que en el pinar (al término de una excursión que se nos había transformado
en una controversia), decidiste matricularte en la escuela de magisterio para estudiar la carrera de
maestra, yo te prometí que te mandaría el dossier del trabajo que se fuera desarrollando en mi
clase, de manera que tú pudieras comparar la teoría de tus libros de texto con un estudio de los
niños tal como son en la escuela. Y, como lo prometido es deuda, aquí me tienes dispuesto a
contarte lo que ha sucedido estos dos primeros días. Más adelante te mandaré un ejemplar del
diario, las diapositivas de colores de las pinturas y las cintas grabadas. Cuando vengas lo
discutiremos.
Paso a las noticias. Tengo, por el momento, un primer curso con nueve alumnos, tres niños y
seis niñas. Nunca había tenido tan pocos chiquillos en una clase. Pero tal vez vengan pronto otros
tres, y más todavía, después de San Martín. Como ya sabes, en esta zona se instalan provisional
o definitivamente familias de campesinos que dejan sus casas aisladas en el campo o sus aldeas
para venir a vivir a un sitio donde los alquileres son más baratos. Estas familias equilibran en parte,
el vacío que deja el éxodo de los campesinos locales, que parece que se ha frenado un poco
últimamente, aunque no de forma definitiva.
En estos cinco años últimos he tenido dieciocho alumnos en el primer curso: nadie de aquel
grupo fue suspendido nuca y sin embargo sólo ocho llegaron al quinto. De los 25 alumnos de aquel
quinto curso, 17 eran inmigrantes o repetidores admitidos más tarde. El flujo de emigraciones que
recorre Italia de uno a otro lado, se refleja entre nosotros en estos problemas educativos de no
fácil solución. Pero al fin y al cabo éste es nuestro oficio y tenemos que hacer frente a cualquier
situación con las técnicas más adecuadas.
Tengo, pues, una clase reducida, después de tantos años de grupos numerosos y
heterogéneos, una clase ideal. La temible aula-celda que cada año acoge al grupo menos
numeroso este año es para nosotros. Ayer, que debía ser el primer día de escuela y que en cambio
fue fiesta, porque caía en jueves fui a verla. Mide 4.70 m por 5. Pensé cuántas clases parecidas a
ésta deben existir todavía por el mundo, para meter en ellas a niños en la edad en la que más
necesidad tienen de espacio libre, de naturaleza, de sol, de movimiento. Cajas de ladrillos. Hay un
paralelismo aterrador entre las aulas de las escuelas y las celdas de una vieja prisión: la misma
fijeza obsesiva en las estructuras perceptivas (colores, formas, superficies), la misma monotonía
psicológica. Durante el recreo de la mañana, al bajar los chicos al patio desnudo de toda
vegetación, vigilados por los maestros, me da la impresión de encontrarme entre presidiarios que
salen a airearse. Queda una diferencia: el presidiario en su celda vive solo con sus pensamientos
y en cierta manera goza de la “libertad” de pensar en sus asuntos; en la escuela, en cambio, cada
aula tiene un maestro que ni los niños ni sus familias han escogido, que obliga a los niños a repetir
lo que dice y premia a los que se le someten mejor. Todo el mundo manda a los niños y por lo
tanto él está justificado: los padres les mandan en casa, el cura en la iglesia, el maestro en la
escuela; luego les mandará el dirigente en el partido o en el sindicato, el sargento en el ejército, y
finalmente el amo en la fábrica. Un hombre que se cría así, se compensa mandando a la mujer y
a los hijos, y como consecuencia alarga la cadena que ya nadie se atreve a romper, porque todo
el mundo se conforma con su papel de carcelero. Creerás que exagero, pero no hay nada como
las instituciones para ver qué consideración merece el hombre. A mi entender el que inventó estas
escuelas parecidas a las cárceles no tenía demasiado en cuenta la libertad de su prójimo.
Estoy, pues, en medio de mi clase. Tendrían que caber además del armario, de la tarima sobre
la que se coloca la mesa del profesor, de la pizarra giratoria y de la estufa de gas, las mesitas
individuales con las sillas correspondientes, otra mesa y un mueble ropero para los niños. He
intentado repetidamente colocar las mesitas de maneras diferentes. A grandes males, grandes
remedios: sacaremos la mesa del profesor, pues no sirve de nada, el armario lo pondremos en el
pasillo. Mientras organizo comparece mi colega de cuarto curso, que ha venido a ordenar las cosas
de su clase: se queja porque su pizarra mural no tiene rayas. Le propongo que intercambiemos
nuestras pizarras y acepta satisfecha. Sin la pizarra giratoria hemos ganado uno de los rincones
de la habitación. La situación ha mejorado, ahora caben dos filas de mesitas con un pasillo en
medio lo suficientemente ancho. ¿Y la tarima? Idea: arrimada a la pared, bajo la pizarra mural,
será nuestro... pequeño teatro, el pequeño sitio donde se desarrollarán las manifestaciones
públicas de nuestra comunidad. Al menos he tropezado con ella dos veces mientras iba y venía
de un lado para otro, pues al estar oculta entre las mesas no reparaba en ella; sin embargo no
quiero eliminarla porque este metro cuadrado escaso de espacio social, sobre que los niños
podrán cantar, jugar, contar sus experiencias los compañeros, es el elemento más importante de
todo el mobiliario.
Una silla para mí. Tendré que usarla a menudo para adecuarme a la estatura de los alumnos.
Pero tal vez sea mejor un taburete o un canto de la tarima, ya veremos. He colocado
provisionalmente el mueble ropero y la mesita y he dejado el aula tal como estaba, desnuda. De
día en día ya la iremos adaptando a nuestros gustos. Antes de marcharme he dado una última
ojeada a la clase: el suelo de baldosas roídas y desiguales, las paredes grises, las superficies
verdes de las mesitas reflejaban el cielo nublado a contraluz y el conjunto tenía un aire general de
frío y tristeza. Por las dos ventanas se veían tejados y más tejados, chimeneas negras y un ovillo
de postes, aisladores e hilos eléctricos ni siquiera con la alegría de una golondrina. Si hace buen
tiempo, he pensado, mañana saldremos al campo a abrir dos libros a la vez, ambos de aventuras:
el de la vida de los niños donde está todo por descubrir y el de la naturaleza.
Esta mañana, en cambio, llovió. Las madres me han entregado a sus hijos ante el portal, entre la
algarabía centenar de chicos que se volvían a encontrar y que junto a sus maestros esperaban el
momento de dirigirse a misa.
-Es un travieso, ¡tendrá que pegarle!
-Ésta nunca da golpe, un maestro es lo que le hace falta a ver si cumple con lo que le toca.
-A mí y a su padre no nos hace ningún caso, castíguele usted cuando haga falta.
Pegar, cumplir con su cometido, asustar, castigar: he aquí unos conceptos medievales todavía
arraigados en la gente. Y, sin embargo, bajo estas palabras tan crueles de los padres se adivina
el amor. Da lo mismo que sean campesinos pobres o personas más acomodadas, a nadie quieren
más en este mundo que a su hijo. Un hijo que a los seis años llevan por obligación a la escuela y
entregan a un maestro que no han escogido y que no pueden escoger; su nombre ha salido de los
engranajes de aquel mecanismo anónimo que es la burocracia escolar basada en las oposiciones
y la puntuación relativa, tristísimos procedimientos de selección que también tú tendrás que sufrir,
apenas te entreguen aquel pedazo de papel que llaman título.
Cada vez que los padres me confían a sus hijos para que los eduque me entra una sensación
de desánimo. Esta misma mañana me preguntaba: si estos padres tuvieran libertad para escoger
la persona que va a educar a sus hijos, como para escoger al médico, al sastre, al peluquero, al
técnico en seguros, ¿vendrían a mí? En una escuela que se propusiera la educación integral del
niño, sin traumas de ninguna clase, la elección del maestro, o mejor dicho, de la orientación
pedagógica, tendría que ser el primer asunto a discutir con los padres en el momento de matricular
a los niños. En la realidad ya ves que ni se habla de ello, como si la escuela fuera propietaria de
los niños. Lo peor es que la gran mayoría de los padres aceptan la situación tal como está, porque
la escuela ya fue así para ellos y ya lo había sido para los abuelos: una institución inmutable en la
que el niño pasa de la autoridad paterna a la del maestro que le enseña que siempre habrá alguien
que le trazará su destino y a quien deberá obedecer. Los millones de cruces de los cementerios
de guerra atestiguan el destino que les ha tocado a quienes en la escuela no les habían enseñado
que hay veces que se puede, que se debe, decir: no.
Ya hemos llegado, pues, al meollo de la cuestión, al concepto de una escuela pensada para
formar hombres-esclavos y no hombres libres. Una escuela organizada, y no precisamente por
casualidad, de manera que la libertad prácticamente no exista, ni siquiera para el educador.
Por un lado tenemos las bellas palabras del programa-contrato: «la finalidad esencial de la escuela
no sólo es impartir un determinado conjunto de nociones, sino comunicar al niño la alegría y este
gusto para el resto de su vida una vez terminada la escuela.» Por otro tenemos, en cambio, la
realidad de una escuela que, lejos de ser una ayuda de la sociedad al hombre, sirve de expresión
e instrumento a un sistema muy parecido en sus propósitos finales a todos los sistemas que
consideran a los hombres una masa que tiene que ser esclavizada e instrumentalizada para fines
que le son totalmente ajenos. Entre nosotros, el sistema en cuestión está fundado en el principio,
de valor sagrado, de la propiedad y de la iniciativa privada, que tiene como única motivación el
rendimiento, provecho y como consecuencia inmediata la competencia. Quienes mandan han
forjado la escuela a imagen y semejanza del sistema: el provecho lo encontramos en la cartilla
escolar expresado en las notas. Y tú sabes, por experiencia propia, que en los casos en que
funciona la prueba objetiva del examen igual para todos, no se toma en consideración ni el nivel
de base de cada uno, ni los talentos específicos, ni los esfuerzos llevados a cabo por los que han
tenido que superar sus hándicap.
Para los que formamos parte del Movimiento de Cooperación Educativa (MCE) , esa realidad
que no se quiere reconocer como tal, ya es cosa sabida. Nosotros, con la eliminación del sistema
de calificación, sustituido por el interés real del niño, y transformándonos en consecuencia, de
maestros-jueces en animadores y guías de los chicos, hemos demostrado que es factible arrancar
de sus ánimos la mala hierba de la envidia, así como la soberbia, pues ambas producen, en un
ambiente autoritario, el oportunismo y el conformismo, como ocurre con el obrero que empujado
por la necesidad se comporta sin dignidad ante el patrón. Es en el ámbito de estas relaciones
negativas (¿recuerdas lo que llegamos a discutirlo?) que en un plano puramente práctico se
destruyen los valores y los principios: la libertad, la democracia, el cristianismo no se aprenden
realmente si no se viven entre los pupitres de la escuela. Pero esto es peligroso para el sistema.
En la realidad de un mundo como el nuestro, que ha entronizado sobre los altares al dios-dinero,
quien de verdad quiere mantener una línea de conducta coherente con los principios antes
mencionados no puede subsistir. ¿Te imaginas a un patrón que, en el deseo de ser un verdadero
cristiano, lo compartiera todo con sus obreros, preocupaciones y ganancias? Se volvería un
hombre respetado y recordado, pero no tendría una vida demasiado larga económicamente
hablando. En la infinita gama de situaciones humanas que produce el sistema, la dramática
cuestión de la incompatibilidad entre el mensaje cristiano y el compromiso social con el prójimo
está siempre presente para un educador.
La condición de un niño en la escuela no difiere mucho de la de un obrero en la fábrica. El
obrero trabaja en la cadena de montaje sin participación porque la razón de lo que está haciendo
le es ajena, se siente, y en realidad es un mecanismo pasivo que no puede crear ni decidir, y ha
aceptado aquel oficio sólo porque necesita cobrar para poder subsistir.
El alumno de una escuela autoritaria regida por el sistema de calificación estudia porque existen
las notas. Si arrancas las notas de las manos del educador, se hunde todo el sistema. Es algo así
como quitarles las armas a los policías de un estado opresivo. Dentro del aula que, como decía,
recuerda una cárcel o una fábrica, sólo por su aspecto, el esquema en el que se desenvuelve el
alumno es simple, funcional, rígido y terrible: explicación, repetición, nota; dictado, redacción,
problema y nota. Todo, dentro y fuera de la escuela, está predispuesto a anular al alumno en
cuanto ser capaz de pensar: los carteles publicitarios que le sugieren una merendilla, las revistas
del quiosco de periódicos, los cromos de jugadores que le inician al «hincha» deportivo que más
adelante le empujará al estadio a gritar a favor de unos ídolos que cobran millones, las
cancioncillas para niños que ahora hasta los frailes lanzan al mercado en festivales que les
proporcionan un montón de dinero, y que en vez de sustraer a los niños del mundo de la canción
de los adultos, los encaminan hacia el mundo de sus ídolos; la televisión que acostumbra al pueblo
italiano a aceptar espectáculos en los que todos estos ingredientes están «científicamente»
dosificados para sugestionar al espectador, con el consabido premio de fichas oro para el que se
atenga mejor a las reglas del juego.
En la escuela, otro instrumento de esclavización es el libro. Hay una enorme cantidad de libros
de texto, podemos escoger el que más nos guste, pero no podemos rechazarlos en bloque; sin
embargo, salvo pocas excepciones, todos son como si se tratara de un único libro. Este verano
has probado de leer algunos: hemos encontrado cosas increíbles, como la explicación mágica de
los fenómenos naturales, el falso moralismo, el mismo el mismo lenguaje dulzón y amanerado que
algunas viejas solteras reservan para su perritos, y sobre todo un contendí ideológico muy preciso
que rezumaba de ciertas lecturas. ¿Y los manuales?
La misma función de los manuales está en contradicción con el enunciado de los programas
de que te he hablado antes. En efecto, en el libro de consulta encontramos el concepto de una
“cultura”, como entidad ya organizada, que existe en el mundo exterior y que el alumno asimila
gradualmente todos los días. En este tipo de libros se encuentra de todo, como en unos grandes
almacenes, el programa está dividido en porciones y bocaditos bien preparados en los capítulos-
paquetes de las secciones llamadas “áreas”.
El educador no tiene más que atenerse a las instrucciones de la dosis y todo queda resuelto.
El sistema es único para todos los niños italianos, desde el hijo del minero siciliano al del labrador
paduano. Está claro que donde se utiliza un manual, aun suponiendo que sea uno de los mejores,
de los que procuran despertar el interés de los niños con preguntas a las que sigue la explicación
como en un cuento, se prescinde por completo de la experiencia de los niños. En consecuencia
éstos no podrán sacar ninguna norma de conducta de una situación predicada desde arriba, nunca
elaborada desde la base. En una escuela que funcione así, la cultura y la moral son entidades que
están por encima y fuera de la experiencia, completamente desligadas de la vida. Tú misma te has
dado cuenta en seguida de que el planteamiento no era casual: en los libros de lectura vemos
escenas campestres con idilios de pajaritos que pían y campesinos que vuelven cantando del
trabajo, pero no encontramos hombres y muchachos de verdad, que bien en el mundo de hoy en
día con sus problemas y sentimientos auténticos. En el libro de consulta la historia desgrana
nombre de guerras, batallas y jefes, pero no cuenta el drama de la pobre gente, que es siempre la
misma, sometida a todas las banderas, que a veces deja a su patria por ingrata, que a veces lucha
con los bandidos. Por ejemplo, no encontrarás una historia amplia y documentada de los indios,
que entusiasmaría sin duda a los niños y desmentiría las numerosas barbaridades que cuentan
las películas y los tebeos. Tampoco hallarás al desertor de la primera guerra mundial, guerra que
ha sido siempre una página gloriosa sostenida a bombo y platillo.
El contenido ideológico y el método autoritario son expresiones de una escuela política de clase
que está encaminada a formar hombres dóciles y pasivos, a ser posibles ignorantes de los
problemas más acuciantes. El maestro, en este contexto, rodeado de tantas dificultades, se vuelve
en un instrumento del sistema casi sin darse cuenta de ello, lejos de ser, como debería, garantía
de la formación de hombres libres. El que es consciente de esto sufre mucho íntimamente; sin
embargo hay quien utiliza la escuela conscientemente y cínicamente para esta finalidad política.
Destruir la cárcel, hacer del niño el centro de la escuela, librarle de todos los miedos, dar sentido
y alegría a su trabajo, crear a su alrededor una comunidad de compañeros s que no sean sus
antagonistas, dar importancia a su vida y a los sentimientos más elevados que se desarrollen en
su interior; he aquí el deber del educador, de la escuela, de la sociedad. Pero todo esto no es fácil,
porque no depende sólo de la voluntad. Muchos colegas nos objetan, a los que formamos parte
del Movimiento y que desde hace tiempo hemos iniciado con valentía esta revolución silenciosa
desde el interior de la escuela, que a un niño, destinado a vivir en un mundo injusto, podría ser
nocivo enseñarle qué es la libertad y cómo se vive en ella. Ten en cuenta que algunos lo dicen de
buena fe. Otros, simplemente creen que es mejor no hacer nada porque la sociedad destruye en
un santiamén lo que la escuela ha ido construyendo de alguna manera. A estos últimos no se les
puede negar que tienen razón, pero su argumento tiene el aire de un pretexto para no revelarse a
sí mismos cómo son y definirse como tales. Y es que uno muestra cómo es ya al primer día,
cuando ante los niños debe decidir, plantear, cuál va a ser su trabajo: subyugar o liberar. Todo lo
demás depende de esta elección, incluso la dimensión humana. Si escoges la vía de la liberación,
sientes nacer en tu interior una gran fuerza, que es el amor hacia los niños, el mismo amor que
debes trasladar al plano social como compromiso con el prójimo. Es una fuerza extraordinaria que
comprenderás sólo cuando la sientas en ti misma: bajo los golpes de los perseguidores más
indignos, que se sienten como delatados por tu obra, tú te sostienes firmemente en pie ayudado
por tu conciencia. A más golpes, más fortaleza moral.
Si no crees en la liberación del hombre, llevas a la escuela la técnica del amo, duro o paternal
según convenga: aparentemente es el sistema más fácil y cómodo, pero a fin de cuentas se acaba
con un enorme vacío moral y, lo que es peor llega el aburrimiento. Planeas el trabajo para obtener
tu finalidad, vas amoldando a los chicos poco a poco a tu voluntad como el obrero se amolda poco
a poco al gesto automático que le impone la cadena de montaje. Los muchachos son ya robots
que desarrollan automáticamente su programa, siempre lo mismo, pregunta-respuesta-nota, a
veces capaces hasta de habilidades técnicas prematuras, pero siempre aprendidas
mecánicamente; estos muchachos se te van muriendo día tras día ante los ojos, pues su fantasía
y la vivacidad de su inteligencia a van siendo gradualmente reprimidas, va creciendo el abismo
entre la escuela y la vida, y ellos por su cuenta aprenden a estudiarte astutamente para sacar
provecho. Mientras tú te haces ilusiones con los resultados, con las cuatro respuestas de tu
examen. El día de mañana con esta misma astucia que ahora utilizan para arrancarte una buena
nota, se dedicarán a escalar el sistema social que ha quedado intacto, con los amos arriba que
mandan e imponen leyes, y los pobres diablos abajo, que con la fuerza de sus brazos tiene que
sostener y hacer progresar todo el edificio.
Durante la misa, mientras don Aldo predicaba a los niños que fueran buenos, y sobre todo
obedientes, yo pensaba en otro cura que había tenido el valor de alabar la justa desobediencia y
de ponerse a sí mismo y a su parroquia al servicio del pueblo, transformándola en escuela: don
Lorenzo Milani. Una escuela en la que no había notas y tampoco vacaciones, pero en la que los
chicos se ayudaban y eran maestros los unos de los otros. Aprendían las lenguas que sirven para
comunicar con los otros hombres y para enseñar a los semejantes que ser hermanos en Dios
quiere decir ayudar al pobre a crecer en dignidad para elevarle a un nivel superior: «más digno de
un hombre, más espiritual, más cristiano, más todo.»
Mientras la misa se iba desarrollando tranquilamente bajo las órdenes del clérigo que hacía
levantar o sentar a los fieles según el rito, las palabras con las que, tantos años antes, don Lorenzo
había descrito su situación de maestro, gritaban en aquel silencio que el cristianismo activo puede
ser una magnífica fuerza revolucionaria. Quiero copiártelas.
«Debo todo lo que sé a los jóvenes obreros y campesinos a los que he enseñado en la escuela.
He aprendido de ellos lo que ellos creían aprender de mí. Yo sólo les he enseñado cómo tenían
que expresarse, ellos me han enseñado a vivir. [...] Son ellos quienes han hecho de mí aquel cura
que escuchan con gusto en la escuela y del que se fían más que de sus jefes políticos. Yo no era
así, y por esto nunca podré olvidar lo que me han dado. […] Y he aquí el punto más doloroso: que
nosotros vibremos por cosas elevadas. Todo el problema se reduce a eso, pues sólo se puede dar
lo que se posee de antemano. Pero cuando se tiene algo, el dar nace espontáneo, sin pensar en
él. [...] Cuando se tienen ideas claras y un proyecto bien definido de crear hombres capaces de
enfrentarse con éxito a las luchas sociales, entonces hasta las palabras que sirven para explicar
un poco de aritmética, poseen esta dignidad. Durante siete años de escuela popular no he
considerado necesario enseñar doctrina teórica. Tampoco se me ha ocurrido nunca pronunciar
discursos píos o edificantes. Me he ocupado de edificarme a mí mismo, de ser lo que habría
querido que fuesen ellos. De tener yo el pensamiento impregnado de religión. Cuando se busca
afanosamente la manera del colocar la fe en cualquier conversación, se demuestra que se es poco
creyente, porque la fe no es algo artificial que se añade a la vida, sino un modo de vivir y de pensar.
Pero si uno no muestra esta preocupación, y si hace con seriedad su oficio en la escuela,
encontrará la ocasión de hablar de la fe, de las maneras más impensadas y más inconscientes.
[...] A veces los amigos me preguntan cómo me las arreglo para trabajar en la escuela y para
tenerla llena. Insisten para que les escriba un método, que les indique con precisión los programas,
las asignaturas, las técnicas didácticas. Se equivocan al formular la pregunta, no deberían
preocuparse por cómo debe enseñarse en la escuela, sino por cómo debe ser uno para poder
enseñar.»
Con estas palabras presentes en mi mente esta mañana he hecho mi elección. Te adjunto el
informe del «primer día como una semilla», que he escrito al volver de la escuela. Ya es tarde y
hoy no he hecho otra cosa que escribir, quizá demasiado; pero desahogarme me ha sentado bien.
Te mandaré los otros informes aproximadamente al final de cada mes.
Buen trabajo y un abrazo.

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