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Hiroshima y Nagasaki: un espisodio de la Guerra que continúa...

Mª Virginia, el 15.08.16 a las 4:39 AM


Cuando uno se va acostumbrando a recibir
noticias sobre individuos que celebran
decapitaciones e incineraciones humanas
como quien hace un brindis, nos
preguntamos si hay algo peor; si habrá algo
que pueda superar el nivel de horror del que
son capaces esos personajes.
Pero aquí hay una gran amnesia e
hipocresía… Ante cada nuevo atentado que
se adjudican los grupos musulmanes, nos
rasgamos las vestiduras como si la amenaza
que se cierne sobre Occidente viniera a
entorpecer la “pacífica convivencia” del
mundo presuntamente civilizado. Se
anatematiza el terrorismo, focalizando la
cuestión en oriente, como si hubiera que
encapsular un virus, para que no cunda la
epidemia… Y se olvida que occidente
-precisamente por haber dejado de ser
cristiano- hace rato que está
engangrenado, y lógicamente, cuanto más
enfermo y corrupto está un cuerpo, más
susceptible es de ser comido por las
moscas y gusanos. ¿El problema son las
moscas? No; la gangrena. Problema
mayúsculo, cuando hace décadas que da muestras de su avance, y se prefiere mirar para otro lado, festejando como
enajenados los progresos (sic)… de la infección. ¿Quiero
minimizar con esto el avance islámico? En absoluto; pero
pienso que esto es sólo una consecuencia de nuestra desidia.
O dicho en otras palabras, este es sólo un nuevo episodio de
una guerra-amenaza mayor, que podemos decir que es
siempre la misma…Pero ya no se la reconoce como tal.
Haciendo entonces un poco de historia, vemos que hace
varios años en uno y otro punto del globo se suele
conmemorar a las víctimas del atentado -de falsa bandera-
de las torres gemelas, y todo católico políticamente correcto
se precia de repudiarlo, ¿Pero cuántos, en estos tiempos de
cristianofobia, se acuerdan de conmemorar a las
víctimas de la bomba atómica, en Hiroshima y Nagasaki?
¿Cuántos tienen presente que ambas ciudades no tenían
valor militar alguno, sino que fueron elegidas por el masón
-¡oh, casualidad!- Harry Truman por ser entre otras cosas,
-también “casualmente”- dos ciudades de gran tradición
católica en Japón?.
Es muy sugerente lo que señalaba el obispo Fulton Sheen:
“¿Cuándo nos metimos en esta idea de que la libertad
significa no tener márgenes ni límites?. Saben, creo
que comenzó el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 a.m. cuando dejamos caer la bomba en Hiroshima.
Eso borró los límites… borró los límites entre la vida y la muerte para las víctimas de incineración
nuclear. Entre ellos, incluso los vivos estaban muertos. Borró los límites entre el civil y el militar. Y de
un modo u otro, desde ese día en nuestra vida americana, dijimos que no queremos límites ni
márgenes.”

A esto mismo se refería S.Juan Pablo II:


“Dos ciudades japonesas tendrán para siempre unidos sus nombres, Hiroshima y Nagasaki, como las
únicas ciudades en el mundo que han tenido la mala fortuna de ser una advertencia de que el hombre
es capaz de una destrucción más allá de lo que se pueda creer.(…)“ (25 de febrero de 1981,
discurso en el “Peace Memorial Park”)

El hombre de hoy - rabiosamente pelagiano o semipelagiano - abomina ciertamente de todos los límites: no tolera
las prohibiciones, y en aras de su enajenada pretensión de libertad absoluta, reniega paradójicamente de todo
absoluto, pisoteando juntamente a Dios y al hombre.
La insolente moral burguesa, que tan bien retrata León Bloy, argumenta satisfecha el lugar común de que
“No hay mal que por bien no venga. Si el mal es ajeno, por supuesto. Y eso mismo, el ser de otros, ya
es un bien (…) Lo incontestablemente bueno es ver sufrir al prójimo, saber que sufre. Es bueno en sí
mismo y bueno por sus consecuencias, pues un hombre abatido es un hombre a quien se puede
devorar. Y ya se sabe que no hay carne, ni siquiera de cerdo, tan sabrosa como la del prójimo.”

Si alguien duda de lo certero de estas palabras, tengamos en cuenta que –según una encuesta de 1945- el 85% de
los norteamericanos había aprobado el bombardeo nuclear a Japón, mientras que sólo el 10% lo desaprobó.
Más de 60 años más tarde, la opinión pública no ha cambiado significativamente, habiéndose convencido a la
población de que se trataba de un “mal necesario”.
El 9 de agosto, Harry Salomón Schippe Truman habló por radio
sin mencionar directamente a Nagasaki, y dijo serenamente, luego
de celebrar -según testigos- frenéticamente contento, el éxito del
bombardeo llevado a cabo por la escuadrilla “Dreams of David”:
“Los gobiernos británico, chino y de Estados Unidos le
dieron al pueblo japonés suficiente advertencia de lo
que le esperaba. Especificamos las condiciones
generales para su rendición (…) Nuestra advertencia fue
desatendida, nuestros términos rechazados. Desde
entonces los japoneses han visto lo que nuestra bomba
atómica puede hacer. Pueden adivinar lo que hará en
el futuro“.

La verdad es bastante diferente, ya que Japón había realizado


tanteos de paz desde principio de año, que habían sido rechazados;
entre otras cosas, para dar tiempo a que la URSS declare la guerra a
Japón -como solicitó Truman-, y no se hubiera podido dar su gran
ingerencia en los asuntos de Asia Oriental, como la ocupación de las
islas de Sakhalin y Manchuria, que fueron validadas por el tratado
de paz, del mismo modo que la implantación del Comunismo en
China avalada por Washington.
Mientras el mundo, entonces, creía que “los buenos” habían hecho lo correcto, los aviones norteamericanos
dejaban caer más de tres millones de panfletos advirtiendo a los japoneses que las bombas atómicas serían
empleadas “una y otra vez” a menos que dejaran de combatir. Cinco días después Japón se rendía
incondicionalmente, como había tratado de hacerlo antes de los bombardeos, pero dejemos claro que éstos
eran considerados muy útiles para un triunfo que iba más allá de las armas, y a más largo plazo.
Retomemos a Bloy, que sigue sarcásticamente:
“Entre dos males, hay que elegir el menor. No hay duda. Hasta las personas más caritativas reconocen
que el mal del prójimo es siempre el menor y que hay que optar por él. Desde hace muchísimo los
moralistas han comprobado que siempre se tiene suficiente entereza para soportar los males ajenos.”

Uno de los desarrolladores de la primera bomba atómica, Lewis G. Doom, también se sintió feliz después de las
detonaciones nucleares en Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de
agosto de 1945, según reveló en una entrevista a la revista ‘The
Verge’: “El número de japoneses muertos era muy pequeño en
comparación con el número de estadounidenses que murieron y
fueron heridos”.
En efecto, creo que todas esas declaraciones y estadísticas dicen
mucho sobre la atrofia de corazón y mente del hombre
contemporáneo, en donde ha triunfado el inicuo pecado del
liberalismo, y nos demuestra que la locura que hoy vivimos se debe
en gran parte a haber pasado un límite inimaginable en el “libre” (?)
coqueteo con el Mal. Los males que hoy padecemos no son
gratuitos, ni inconexos con el pasado, por supuesto, pero no se trata
de meros crímenes del “hombre” tomado en general, sino de un
pensamiento específicamente anticristiano que se ha permitido
enseñorearse de las almas cristianas: he ahí su victoria real, más lamentable.
Advierte el sociólogo belga Leo Moulin (1906-1996):
“La obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo
en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su
propia historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días, han conseguido convenceros
de que sois los responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la
autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar…habéis
permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo falseadas, sin discutir. No ha habido problema,
error o sufrimiento histórico que no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de
vuestro pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. (Los católicos) debéis
reaccionar en nombre de la verdad.”

Mirando la legislación de este mundo que dice estar tan preocupado por la Paz y la Fraternidad (sic) resulta por lo
menos sospechoso que mientras en Alemania por ejemplo, se castiga a quien ponga en duda algunas de las
mentiras comprobadas sobre el Holocausto –de las cuales lamentablemente se ha hecho eco gran parte de la Iglesia,
faltando a su compromiso con la Verdad-, por otra parte en 1946, las autoridades estadounidenses ordenaron la
destrucción de centenares de fotografías y prohibido la difusión de cualquier testimonio de la masacre. En efecto,
se prohibió a la población japonesa cualquier comentario sobre los bombardeos o las informaciones que
pudieran “alterar la tranquilidad pública” (curiosamente, hoy se acusa a varios líderes pro-vida del mismo
delito, cuando se pretende mostrar limpiamente la realidad del crimen del aborto…).
Aquella prohibición cundió tácitamente a nivel mundial. Porque más allá de aquellos a quienes les mueve un
interés particular sobre el tema, ¿quién se ha enterado de lo que sucedió realmente en ese agosto de 1945?
Propongo que el lector haga una mini-encuesta sólo entre sus familiares de diversas edades, a ver qué conocimiento
tienen de estos hechos. Un manto semejante de silencio al que hoy vemos que cubre las masacres en Siria o en
Irak, es el que se ha dejado que cubra la montaña que significan las víctimas de Japón.
¿Y entre los católicos qué ha sucedido? Porque más allá del respeto por todos los muertos, el orden de la caridad
nos llama a honrar más profundamente a las víctimas del odio a la fe católica, que son nuestros hermanos. …
¿Acaso no es desprecio y vituperio a Dios el olvido y desprecio de los mártires? ¿Y qué sucede si las víctimas
de la bomba atómica lo han sido en última instancia, por su fe?… ¿Cuántos cristianos llevan grabado en el
corazón el 6 y 9 de agosto, como seguramente llevan el 11 de septiembre?
Causa espanto que mientras una porción de la Jerarquía se empeña en seguir pidiendo perdón al mundo
simplemente por ser católicos, no haya quien suplique a gritos perdón a Dios por haber permitido que nuestra sal
pierda su sabor, que se la esconda y se la falsifique mezclándola con tiza. Hoy estamos entonces, “pisoteados por
las gentes”, consecuente y muy merecidamente, porque se ha dejado bastardear la memoria de los mártires, que son
imágenes de Cristo vivo en sus miembros, y esto también es un crimen…
Nagasaki había sido desde el siglo XVI la primera comunidad consistente católica en Japón, impulsado por los
misioneros jesuitas y franciscanos.
El cardenal Biffi en su libro de memorias se pregunta:
“Podemos bien suponer que las bombas atómicas no hayan sido tiradas al azar. La pregunta es por lo
tanto inevitable: cómo se escogió para la segunda hecatombe, entre todas, precisamente la ciudad de
Japón donde el catolicismo, aparte de tener la historia más gloriosa, estaba más difundido y
afirmado?” “En Nagasaki el 5 de febrero 1597 habían dado la vida por Cristo 36 mártires (6
misioneros franciscanos, 3 jesuitas, 26 laicos), canonizados por Pío IX en 1862. (…) Cuando se
retoma la persecución en el 1637 fueron asesinados hasta treinta y cinco mil cristianos. Después la
joven comunidad vive, por decir así, en las catacumbas, separada del resto de la catolicidad y sin
sacerdotes; pero no se extingue…”. (Giacomo Biffi, “Memorie e digressioni di un italiano cardinale ,
Cantagalli, Siena, 2007, pp. 640)

Se estima que hacia finales de 1945, las bombas habían asesinado a 140.000 personas en Hiroshima y 80.000 en
Nagasaki, de los cuales la mitad fallecieron los mismos días de los bombardeos. Las bombas de Hiroshima y
Nagasaki acabaron con la vida de más de 250.000 personas y dejaron un legado de horror que aún perdura. En los
siguientes años, la destrucción de ambas ciudades quedó asociada con las imágenes de edificios arrasados y
llanuras llenas de escombros. Pero, ¿dónde estaban las personas, las víctimas? Con los años, salieron a la luz
algunos de los documentos clasificados como “alto secreto”, pero Hiroshima y Nagasaki siguieron quedando como
un terrible dato de enciclopedia. A diferencia de lo que sucediera con otras masacres, en Hiroshima y Nagasaki no
quedó imagen ni conciencia del horror, solo unos centenares de miles de víctimas sin nombre, cifras
escalofriantes pero sin rostros.
¿Es justa esta “memoria selectiva”, que silencia unos dolores, mientras otros son utilizados y enarbolados
como estandarte y grito de batalla permanentemente, porque sirven mejor a los intereses políticos de los
“Amos del Mundo”?
Nunca nos detenemos suficientemente en el recuerdo de estas víctimas, porque no nos ha sido “inoculado”
machaconamente ni en edad escolar, ni mucho menos en la universidad. Todos hemos visto decenas de películas
sobre la guerra de Vietnam, por ejemplo, y ni hablar de las que giran en torno a los crímenes cometidos por el
nazismo, ¿pero cuánto sabemos de los horrores cometidos a manos de los que llevan la voz cantante sobre
Derechos Humanos? ¿O será que hay que convencerse de que los muertos en Auschwitz “valen más” que los
muertos en Hiroshima y Nagasaki?
Tal vez habrá que afirmar entonces, que los más increíbles crímenes de los mal llamados pueblos cristianos
(sic) de hoy, además de la apostasía manifiesta, se deben a haber olvidado que seguimos en guerra (Lucas
12,49-53), y a haber dejado de lado la necesaria vigilancia…Vigilancia y custodia de la Verdad revelada y de la
verdad natural, porque sólo la verdad nos hace libres…
Seguimos en guerra sin cuartel contra una mentalidad que jamás podrá conciliarse con el Evangelio, y con
la cual, si hacemos las paces con ella en nuestros corazones, será imposible hallar la paz en esta tierra.
La guerra más peligrosa no es contra el Islam, no, sino contra quienes pretenden hacernos creer que son nuestros
defensores y amigos, como lo pretendió Lucifer en el Paraíso. Hoy es el Príncipe de este mundo, y el oficio de un
príncipe es gobernar, aunque sea con títeres bajo su mando.
El mundo se ha “tragado” el susurro de la Serpiente de que “somos todos iguales” y de que “no hay
enemigos”, y por ende, ha bajado las armas –espirituales y materiales-, de modo que para la gran mayoría,
el sólo hablar de buen combate les suena a prédica belicista y anacrónica. ¡Si todo lo podemos resolver
cantando y bailando en la cultura del encuentro!…
“Recordar el pasado es comprometerse con el futuro”(Juan Pablo II), pero no puede recordarse un pasado que se
esconde, como tampoco se puede vivir la fe verdadera si se acepta su falsificación. El mundo se estremece por
cientos de víctimas que celebraban hace poco la Revolución Francesa, pero ya no es capaz de estremecerse por las
aberraciones que perpetró ésta.
Quien sigue teniendo ante los ojos una memoria lúcida, es más difícil que se deje zarandear por los vientos de paso,
que arrastran a muchos al camino del infierno. Y sería bueno recordar que el que se vive en medio del de las
guerras nos muestra sólo un pálido reflejo del que –por pura misericordia- Dios nos habló con meridiana
claridad, para salvarnos de él.

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