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MANIFIESTO DE X²
Marcelo Quinteros
y
José Aguayo
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Sociedad y prejuicios, prejuicios y so-
ciedad, sociedad y juicios, juicios y so-
ciedad y un montón de manías que se de-
nominan normales por la vergüenza de
llamarlas cómodas o por la negación a la
incapacidad del ser común de romper
con los estigmas. Resulta más fácil su-
cumbir al encasillamiento, a la estratifi-
cación, a las etiquetas, a los nombres, a
las clases. Dejamos de ser auténticos,
pertenecemos a un grupo llamado socie-
dad, sentado en principios y valores bá-
sicos que encarnan en líderes naturales
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que son llamados “representantes”, y
quienes no siguen a estos héroes, común-
mente masculinos y de alto poderío eco-
nómico, son anómalas, pero aún así no
se escapan de la clasificación, se les en-
cuentra una posición social; la del
enemigo, la del asocial. Esto es porque
para establecer valores, verdades y defi-
nir que es lo correcto se necesita enten-
der primero qué es lo políticamente inco-
rrecto. Nos odian, pero sin nosotros, sin
mí, su tan preciada sociedad no tiene
base; desde sus posiciones cómodas y es-
tablecidas nos señalan, quieren hacernos
cambiar porque cuestionamos lo que no
se atrevieron a cuestionar y porque -al
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menos- intentamos alcanzar la tan año-
rada libertad de pensamiento, sin certe-
zas previamente escritas.
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de lo establecido. Soy una montaña rusa,
una función cóncava que sube y baja a
diestra y siniestra, y cuyo punto de infle-
xión es vivir, solo vivir. No se trata de
retroceso, de inconsecuencia, ni de in-
constancia, sino de filosofía de vida, mi
existencia trabaja en función de mi in-
quietud. Soy una ecuación, soy clara-
mente y=f(x).
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sociedad e indispuestos a desertar, mu-
cho apuro, muchas mujeres femeninas y
muchos hombres masculinos. Nadie se
detiene a nada, sigo sola contra el
mundo. No es que sea yo un tipo espe-
cial ni superior en algún aspecto al resto
de los mortales, pero yo no gasto mi
tiempo en cumplir
labores sociales ni
morales, lo gasto
más bien en cami-
nar, en mirar pie-
dras, y, claramente,
en narrarme esta
inconsecuente his-
toria.
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Dos cuadras y media llevo cami-
nando (en mis pasos y ocio eso equivale
a una media hora) y aún nadie me sor-
prende. Sin embargo, estoy realizando
un entretenido y a la vez deprimente
ejercicio que me hace pensar en lo anor-
mal que resulta nuestra normalidad: de
manera muy caricaturesca, he hecho de
la calle un eje de simetría, y en cada ve-
reda me he topado parejas con las mis-
mas mañas, los mismos besos y las mis-
mas formas de decirse “te amo”. Han
uniformado hasta las relaciones amoro-
sas, y luego resulta que yo estoy “en-
fermo”. ¡Qué irrisorio!
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Pasos más adelante,
me he topado una situa-
ción que ha de ser muy co-
mún, pero que nunca había contem-
plado con atención: policías -siempre
muy estoicos, muy masculinos-, guar-
dianes de esta enferma normalidad, ins-
peccionaban que nada se saliera de sus
casillas, y el irreverente esta vez no sería
yo, sino un perrito, un simple perrito,
que estaba acostada en la puerta de un
supermercado. Resulta que este estaba
obstruyendo el acceso, y como la raza
humana es muy egocéntrica, se entiende
que la normalidad es el edificio que ins-
talamos y no el andar del compañero
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canino, y claro, ante esta falta de respeto
necesitábamos que actuaran los protec-
tores de la libertad vigilada, los delimita-
dores de primaveras, los pacos. A punta
de patadas se fue el can. Sin embargo,
esto no deja de tocar sensibilidades, y en
este contexto apareció la típica abuelita
de caricaturas, con un pan con jamón en-
tre las manos, al borde de las lágrimas
por el horrendo acto maltrato animal
que había presenciado. Ante la desespe-
ración de la anciana, el intachable cara-
binero respondió “ni que fuera una per-
sona oiga, es un perro, no es nadie, da lo
mismo”.
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Bien, resulta que yo no iba tan sola
contra el mundo, el perrito me lo demos-
tró; se supone que él también era nadie.
Entonces ahora soy un X².
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