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BOOGALOO

Conerico B

Un imperativo resonaba en mi mente, una oración que demandaba una orden era mi

único pensar esa tarde, “Pongame el disco que dice uh ah uh ah”. Se trataba del fragmento

de una vieja historia que mi padre solía contar a menudo. Se sentaba y marcaba su rostro

con una alegría indescriptible, sin importar con quien estuviera. Disfrutaba del contar ese

relato a pesar de que ya había sido narrado en muchas ocasiones.

Por alguna razón decidí contar las veces que había escuchado aquella anécdota, la

lluvia de recuerdos de las reuniones familiares que celebraban diciembres, días del padre y

cumpleaños de mi abuelo corrieron por mi mente, todo un torrencial de ellos que me

mostraban la sonrisa en el rostro de cada quien que la escuchaba. Al mismo tiempo, mi

hermano y yo, cansados de oír el mismo relato por lo menos dos veces al año, solo

podíamos decir “de nuevo el mismo cuento”.

Estaba sentada sola afuera del museo del oro en la calle séptima, observaba sin

detallar muy bien el teatro municipal. Algunos extranjeros paseaban en sus chancletas y

con sus cámaras colgadas en el cuello, pocos de ellos tomaban fotos a los lugares alrededor,

otros solo seguían arrastrando sus chanclas.

De nuevo la molesta voz que mi padre utilizaba para narrar el cuento aquel invadió

mi mente. Ya había perdido la cuenta de las veces que lo había escuchado, pero eran tantas

que hasta podía decirla yo sin excluir los detalles, claro que no tendría la misma fuerza con

la que mi padre la contaba. Todo empezaba con una simple oración un tanto peyorativa,
“había en ese pueblo un tipo ordinario, pero ordinario, tanto así, que un día llego allá,

contándole a todo mundo que se había ido para Miami, chicanero ese hijuemadre, eso le

decía a todo mundo que se había ido a Estados Unidos y se había llevado a toda la familia”.

Un tono áspero salía de su garganta mientras incrementaba el volumen de voz a medida que

avanzaba. “un día llego disque dando regalos que había traído de Estados Unidos, y pues el

regalo era una camiseta en la que había estampado a toda la familia, ordinario ese

hijuemadre, todos le decían que ellos que iban a andar recibiendo eso, que ordinario

hombre, irse a Estados unidos y en vez de traer algo bueno de allá trae disque camisetas con

la familia estampada” un par de risas le seguían al hacer una pausa, por alguna razón

quienes lo escuchaban reían con él, yo nunca lo comprendí, la historia no era buena o eso

es lo que creo. Tampoco me agradaba el que hablara así de un hombre que mostraba el

amor por su familia, pero así era mi padre. Después de pasadas las pocas risas, mi padre

continuaba, “un día hubo una reunión y pusieron salsa, pues todo mundo bailando y

tomando y llega el tipo ese diciendo póngame pues el disco que dice uh ah uh ah, que risa

la que nos dio al escucharlo decir eso, póngame el disco que dice uh ah uh ah” y de esa

manera concluía su relato mientras se reía y balbuceaba nuevamente la misma oración. No

logré entender la gracia que el narrador encontraba en su relato, pero tampoco quise

preguntarle en algún momento.

Me levanté de aquel lugar, el recordar esa historia me había puesto de mal humor.

Decidí caminar hacia la plazoleta de san francisco, justo en frente de la gobernación, era

agradable pasar por ahí en especial cuando el sol alumbraba con todo su calor en la mitad

de la tarde. Aunque la plazoleta se invadía de palomas, la gente era feliz al pasar por ahí.

Sin desperdiciar la oportunidad unas 4 o 5 personas vendían maíz para alimentar a las
palomas, algunos pensaban en alimentarlas y tenerlas en sus brazos, yo, por el contrario,

pensaba en patear alguna, pero nunca lo hice. Me disgustaba ese animal, sentía que me

retaba, no era como los otros pájaros que al sentir a una persona caminar echan a volar, no,

todo lo contrario, aquellas palomas me sentían caminar y solo seguían ahí paradas y en

muchas ocasiones me observaban y eso me irritaba.

Seguí caminando, deseaba ir a una librería que conocía, con libros tan baratos

¿cómo alguien podría negarse comprar? El olor a estiércol de perro y la orina del mismo

animal eran los adornos de aquel lugar, junto con letreros que expresaban el valor de los

libros “a 2000”. Los libros no eran perfectos, de hecho eran de segunda, muchos de ellos

rayados o con sus hojas rasgadas, pero de alguna manera se podían encontrar algunos

tesoros sin importar su estado. Me agradaba ir a ese lugar y observar, todo esos libros

apilados en desorden, revueltos en una mesa, libros de todo tipo, desde infantiles hasta

eróticos, literatura, ensayos, diccionarios o textos académicos llenaban las tres mesas que se

encontraban en aquella sala oscura.

La misma oración seguía corriendo por mi mente aunque tratara de olvidarla, los

títulos de los libros venían uno tras otro pero no me alejaban de ella, intenté pensar en cual

era la canción a la que aquel hombre se refería, hice un repaso en mi cabeza de la poca salsa

que conozco pero no acertaba, ninguna en mi repertorio tenía esa expresión “uh ah”. No

conocía el ritmo de la canción tampoco, mi padre siempre la había contado con voz ronca y

fuerte, tratando de imitar al hombre del relato y tampoco había dicho más que esa oración,

no tenía más pistas.


Salí de la librería con dos libros en mi mano, libros que leería en dos años quizás, siempre

me centraba en hacer otro tipo de cosas aunque el tiempo me sobrara. Decidí caminar por

unos minutos, aun no quería abandonar aquel caótico lugar como lo era el centro de la

ciudad. El ruido de la gente, los carros atravesados, el olor de la comida en los puestos

ambulantes me entretenían en mí caminar, me sentía un poco alegre ya.

Entre el caos que rompe con el silencio del sitio pude distinguir algo, una expresión

familiar, desde un puesto ambulante, un televisor sobre una mesa en la esquina de una calle

gritaba aquello en lo que había meditado todo el día, mi cabeza cansada por fin tenía paz.

Pensé en cruzar la calle, quería conocer el nombre de la canción que sonaba, pretendía

preguntarle al hombre en frente de la mesa, pero una vez puse mi pie derecho en la calle mi

todo desapareció, sin caos, sin desesperación, sin pensamientos innecesarios, todo se había

desvanecido, solo se sentía el ritmo de un boogaloo.

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