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No le comprendí.
—Bebo.
Se alisó el canoso cabello que le brotaba como las púas de un erizo sobre una
alta frente y una aguileña nariz: tenía el aspecto de un Sherlock Holmes veinte
años más viejo o de un Don Quijote al que le hubieran afeitado barba y patillas.
—No crea que soy un borracho impenitente. Es sólo una reacción a diez años
de aislamiento en los que no fui a ningún sitio, no leí nada, no vi a nadie, sólo
trabajé hasta derrumbarme en un problema científico que era una gran apuesta.
Eso es todo.
—Hay algunos éxitos que son más peligrosos que los fracasos, y es el peligro
lo que me ha arrastrado hasta las profundidades de esta gran ciudad, de vuelta con
mis compatriotas.
—¿Qué es lo que puede verse desde los pasillos de la ONU o desde las
ventanas de su hotel? Tome un autobús y vaya a donde le lleven sus ojos, gire en
alguna callejuela maloliente, y busque no un supermercado, sino un café que
venda pastelillos caseros. Allí los encontrará a todos: desde los antiguos hombres
de Anders hasta los bandidos de ayer.
—No sé Leszczycki era el agente de algunos jefes del hampa. Dicen que sus
cartas podrían hacer que algunos fueran devueltos a Polonia y otros llevados a la
silla eléctrica. Parece ser que no hay ni un solo polaco en la ciudad que no sueñe en
encontrarlas.
—Waclaw.
—Entonces le llamaré Wacek... Como soy lo bastante viejo como para ser su
padre, tengo derecho a usar ese diminutivo Lo cierto es, Wacek, que es usted un
cachorro, un animal joven. Usted no ha vivido, sólo ha crecido. Usted no se perdió
en las catacumbas de Varsovia, ni ha tenido que pasar un tiempo en los bosques y
los pantanos después de la guerra. Por aquel entonces estaba usted mamando
leche y yendo al colegio. Luego lo enviaron a la universidad, y alguien le enseñó a
escribir notas para un periódico, y otro alguien le preparó un viaje a América.
—¿Por qué?
—No hay futuro en eso —dije indiferente—. Uno no puede llegar a ser
campeón, y no lo necesita para vivir.
—Aunque no sea por otra razón, por el simple hecho de que muy pocos
futuros me convencen.
Fue muy rudo por mi parte, pero no pude contenerme y me eché a reír.
Tampoco pareció ofendido esta vez.
—¿Se pregunta cómo le empujaré? Así, —me mostró en su palma algo que
parecía una cajetilla de cigarrillos con un extraño brillo lila, metálico, en su tapa. En
el otro lado parecía haber unos botones planos.
—Y, ¿no cree, señor Leszczycki? —traté de interrumpir aquel monólogo que
para mi resultaba casi incomprensible. Pero Leszczycki me cortó de inmediato,
mirándome como alguien que ha sido despertado inesperada y rudamente:
—Perdóneme, Wacek, me había olvidado de usted. ¿Estudió alguna vez
matemáticas?
—¿Quiere decir que la víctima podría escapar del asesino, o el general evitar
la batalla, si pasasen a una diferente rama del tiempo en un momento
determinado? Debe estar usted bromeando, señor Leszczycki.
—No cabe duda —insistió—. Sólo hay que hallar el punto de bifurcación.
—Yo puedo hacerlo, un poco. ¿No le interesa saber por qué puedo hacerlo?
—El gran Stokowsky comparó en cierta ocasión una escala a una escalera
ascendida por un sonido camaleón. Si lo desea, puedo modular su siguiente media
hora escala arriba. ¿De acuerdo?
—¿Vale la pena? —dije, haciendo una mueca—. ¿Qué es lo que puede pasar
en la próxima media hora?
Unos diez minutos más tarde nos vimos atrapados por una lluvia de una tal
intensidad bíblica que apenas si logramos llegar al refugio de un alero situado
sobre una escalera de piedra que descendía hacia una tienda de verduras
semisubterránea.
Miré mi reloj: eran las diez menos cinco. Por hábito, me lo llevé al oído.
Todavía funcionaba.
—¡Al suelo! —gritó Leszczycki, tirando de mi. Pero ya era demasiado tarde:
las dos ráfagas del arma automática fueron más rápidas. Algo me golpeó con
fuerza en el pecho y en el hombro, derribándome contra el pavimento. Leszczycki
se había doblado de una manera extraña, y estaba cayendo lentamente a una
posición sentada, como si sus articulaciones, rígidas, ofrecieran resistencia.
La última cosa que vi fue la mancha roja en su rostro, allá donde antes había
estado la boca.
—Ya lo veo.
Abrí los ojos y miré mi reloj Las diez menos cinco. Estábamos como antes en
la escalera, bajo el alero.
—¿Por qué?
—No tenga miedo. Es ciego, aunque dispara con buena puntería. Muéstrese
amable. Charle con él un rato, y espéreme. Regresaré pronto. —Una sonrisa
coqueta, y la puerta de la calle volvió a abrirse y se cerró de golpe,
inmediatamente. Tiré de ella. No cedió, y no podía hallar la cerradura. Llevaba una
linterna pequeña en el bolsillo, que solía usar en los pasillos oscuros del hotel. La
linterna iluminó un tenebroso descansillo y dos puertas, una hacia la calle, la otra
hacia el interior del edificio. La que daba a la calle había sido cerrada, la otra se
abrió suavemente bajo mi mano, y vi el corredor y una luz al final del mismo que
brotaba de una habitación abierta al fondo.
Dejó caer el libro y tomó una pistola de sobre la mesa. El cañón había sido
alargado con un silenciador. Dado que la apuntaba tan exactamente en mi
dirección, resultaba obvio que su ceguera no le impedía en absoluto manejar el
arma.
—De Polonia.
—No mienta.
Se lo dije.
Dijo esto último de una forma casi inaudible, apenas moviendo los labios.
Pude oír el débil golpear de tacones con protecciones metálicas en el pasillo.
—Estoy esperándole.
—¿Dónde?
—Vaya y ábrala —me ordenó el que iba sin afeitar. Fui, y con manos
temblorosas que ya no podía controlar abrí un cajón.
Tocó primero a uno, luego al otro, con el pie, y después se echó hacia atrás,
como un bañista que prueba la temperatura del agua.
Tomó de sobre la mesa el libro que contenía las cartas y, sin echarse nada
encima salió de la habitación. Sus pasos no vacilaron. Nada crujió en el pasillo, ni
las maderas del suelo ni la puerta. Se movía completamente en silencio.
Miré mi reloj: las diez menos cinco, ¡Qué extraordinario! Pero si al menos
había pasado media hora con Ziga. Me llevé el reloj al oído. Seguía funcionando.
—Allí hay uno. Vamos —dije, y me adelanté para parar al taxi mientras
surgía de la oscuridad.
Agitó sus grandes manos, tan anchas como palas, y sonrió de nuevo.
—¿Quién me necesita allí? —repitió—. Aquí hallaré una cosa u otra, y tendrá
su precio. Un poquito aquí y un poquito allá. Lo único que tiene que hacer uno es
encontrarlo. Hay algunos de nosotros que están ocultando algo.
—Un grupo las está ocultando y otro grupo las está buscando. Es divertido
—dije. Y añadí—: Ya hemos tenido nuestra charla, ya basta. Vamos a la esquina.
Encendimos.
—No puede despedirse usted así de un compatriota —me dijo con reproche
—. Sé de un lugar no muy lejos. Vamos.
A través de la empañada y sucia cristalera se veía una alta barra con sus
botellas, dorados y superficie metálica. En el cristal del rincón había un letrero
escrito a mano: Manan Zuber, café, té, pastelillos caseros.
En la pequeña zona de la parte delantera del bar había unas cuantas mesas
vacías en las que probablemente no se había sentado nadie desde hacía al menos
una semana. Sus manteles de plástico negro estaban gases de polvo. El único
ocupante de la barra estaba de pie, con casi todo su cuerpo recostado sobre la
misma, bebiendo un vaso de algún líquido ambarino y charlando con la camarera.
Al principio no me fijé en ella, era la típica camarera de cafetería, con el pelo muy
cuidado y los ojos pintados. Aquí las deben producir en serie en alguna fábrica.
Pero, un momento más tarde, sus ojos llamaron su atención: eran unos ojos poco
comunes, inteligentes y divertidos, que ahora brillaban, ahora se empañaban, y
hasta su color parecía cambiar a voluntad de su propietaria. Su compañero movía
ocasionalmente la boca de una forma que hacia que se estremeciese la cicatriz de su
mejilla izquierda. Empecé a lamentar el haber venido.
Pero mi guía hizo una seña autoritaria con la cabeza hacia una polvorienta
mesa, le susurró algo a la hermosa camarera, me trajo un whisky con soda y,
tomando del brazo al hombre de la cicatriz, fue con él tras la barra, donde se veía la
entrada a una bodega iluminada.
Me eché a reír.
—Janek dice que sabe usted algo de las cartas —dijo el de la cicatriz—. Así
que cántelo.
—Corte ya. Esto no es Times Square. Si quiere puede gruñir como un cerdo,
y nadie le oirá.
Caracortada sonrió y torció aún más la boca. Me pasó por la mente el que si
uno le calase hasta las cejas un sombrero, sería, con todo detalle, el doble del
hombre con la metralleta que había sido asesinado por Ziga.
—¡Elzbeta! —grité—. Usted tiene que saber que no tengo ninguna carta.
Estaba conmigo en casa de Ziga. Y él me dio una medalla «Vivió para su patria,
murió por su honor»
—Suéltalo, Janek.
Asentí en silencio, giré la llave del encendido, puse la primera y me fui tan
suavemente como me fue posible. Tenía miedo de haber olvidado cómo conducir,
por el mucho tiempo que hacia que no practicaba, pero el Plymouth se movía fácil
y obedientemente. Recuperé todo mi valor y, clavando el pie en el acelerador, me
puse tras una ambulancia que rugía ante mi y la seguí. Cuando vi el Plymouth
amarillo detrás, me decidí a adelantar a la ambulancia. Así, al menos, no se
atreverían a disparar.
¿Por qué me había llevado Janek a aquel bar? ¿Qué era lo que querían?
¿Cómo era que Woycekh se parecía tanto al pistolero muerto? ¿Por qué Elzbeta, al
principio tan indiferente hacia mí, me había ayudado luego de una forma tan
decidida? ¿Qué era lo que la había empujado: la mención de Ziga, la medalla, la
frase? No podía encontrar ninguna respuesta racional a esas preguntas. De
cualquier forma, no había tiempo. El Plymouth amarillo apareció tras de mí, o
quizá me lo imaginé. Ya estábamos llegando al puente y, adelantando a la
ambulancia, volé hacia su estructura casi luminosa, centelleante de luces. Los
policías de servicio, con sus capuchas de impermeable caladas, pasaron a mi lado y
quedaron atrás. La lluvia me salvó. Sin ella no habría podido cruzar por allí a tal
velocidad. Giré en la primera travesía que vi. En la siguiente esquina oscura giré de
nuevo, y repetí esa maniobra una y otra vez evitando las calles amplias y
concurridas, y entonces frené. El cruce parecía familiar. Abrí la puerta del coche y
corrí hacia el alero bajo la farola en el que había estado una hora antes con
Leszczycki. Me apreté contra la pared, donde estaba más seco, y di un respingo:
Leszczycki estaba de pie junto a mí, como antes, contemplando cómo las gotas de
lluvia pasaban ante la luz. Era como si acabase de surgir de la noche, la lluvia y la
débil luz de la farola. Y algún pensamiento confuso e involuntario me hizo mirar el
reloj. Justo lo que imaginaba, las diez menos cinco. Algo absurdo me estaba
ocurriendo, los acontecimientos y la gente iban y venían, y el tiempo mismo
parecía desdoblarse como la lluvia en la luz. En una órbita yo era arrastrado en un
torbellino de acertijos y sorpresas, sorbido hacia acontecimientos, golpes de suerte
y aterradoras experiencias, y en la otra permanecía prosaicamente bajo un alero,
esperando un taxi.
—¿No nos hemos visto antes, amigos? Vuestras jetas me son familiares.
Dudé.
—¡Y se lo piensa! ¿Sabes cuánto se puede sacar por esas cartas? ¡Un millón!
¿Por qué entregar a Dziewocki a alguien? De alguna manera le sacaremos nosotros
mismos esas cartas, y el millón será nuestro. Di que sí, y cerramos el trato.
—Mío.
Éste había salido del coche llevando algún tipo de bastón o tubo, y pasaba
bajo un alero de la acera.
Alguien tiró el libro, que fue iluminado por la farola mientras caía tras el
coche. Cuando se hubieron marchado lo recogí. Sólo estaba mojado en su parte
exterior, las gruesas tapas con el repujado de Mickiewicz lo habían protegido de la
lluvia. Una parte de sus páginas estaban pegadas, y yo sabía lo que se ocultaba en
su interior. Juro que me preocupaba el Mickiewicz. Hubiera sido interesante saber
cuántos versos habían sido sacrificados para hacer el hueco.
Mi gabardina estaba seca como si la lluvia hubiera empezado hacia tan sólo
un momento y hubiéramos conseguido llegar a aquel alero a tiempo. Las diez
menos cinco, como me confirmó voluntariosamente mi reloj. La pesadez que
embotaba mi cerebro desapareció de pronto. Lo recordé todo.
¿Qué tipo de escala me había prometido Leszczycki? Una hora o media hora
vivida de una forma diferente en cada peldaño de la escalera. Conté los cambios,
seis. Éste era el séptimo. Eso quería decir que todavía quedaba uno. El discutir con
Leszczycki la odisea que había creado carecía ahora de todo significado. El que se
hallaba allí no era Leszczycki, era un personaje de película que estaba produciendo
un hombre de otro tiempo Ahora comenzaría a recitar su papel.
—¿Dónde?
—Está bromeando.
Eso era cierto ¿Cómo podía este Leszczycki saber lo que el otro Leszczycki
había visto en otro tiempo? Ahora iba a abandonarle para iniciar otra órbita
embrujada. A mi mente llegó el recuerdo de una profecía de un cuento de hadas
infantil: Toma el camino de la derecha, y encontrarás mala suerte; toma el de la
izquierda, y el infortunio te seguirá. En otras palabras, no había elección posible.
Así que adelante, valiente héroe, ve a donde te llevan tus ojos.
—No hay nada de eso —dijo—. Sólo puedo darle whisky: tanto como quiera.
—Murió por su honor —me respondió como un eco; y luego añadió, con
obediencia militar—: ¿Cuáles son sus órdenes, señor?
—¿Regresará pronto?
—No es necesario.
—Tenga más cuidado la próxima vez, amigo, si hace esto, corre el riesgo de
quedarse sin ojos —reí, mientras pasaba junto a él con la chica en brazos.
No lo convencí. Simplemente se quedó pensativo un minuto. Era obvio que
la situación misma y mi tono de voz lo dejaban dudando.
—¿Al caballero le gusta este coche? —Hizo una mueca—. Entonces espero
que pierda un minuto en firmarme un cheque.
Se inclinó para mirar al interior del coche, y luego se alzó. En aquel segundo
recordé los tres últimos rounds del campeonato de Varsovia hacía algunos años.
Mi oponente había sido Prohar, un estudiante de cuarto que se entrenaba con
Walacek y que, como éste, era ágil y tenía puntería, pero cuyos puñetazos eran
débiles. Yo no poseía ninguna velocidad o puntería especial, y la única cosa en que
confiaba era en mi golpe de izquierda subiendo, un clásico golpe de "knock out".
Prohar estaba ganándome claramente a los puntos, y yo seguía tratando de
colocarle mi golpe, esperando que bajase la guardia. No lo hizo; perdí, y abandoné
el boxeo, como el campeón ruso Shatkov después de su derrota en Roma. En mi
patria aún se hablaba casi triunfalmente de cómo se había convertido en uno de los
principales profesores de una universidad, había conseguido su doctorado, y eso
pese a que aún seguía colgando sus guantes en su despacho. Yo también colgué los
míos en mi habitación, como recuerdo, aunque pronto olvidé todo lo relacionado
con ellos excepto una cosa: mi golpe maestro, que no logré colocar cuando más lo
necesitaba. Lo recordé ahora como un reflejo condicionado, y cuando Woycekh se
alzó, quedando totalmente abierto como un novato en su primer combate, le
golpeé con la izquierda desde muy abajo, apuntando a su expuesta mandíbula.
Puse toda la fuerza de mis músculos y todo el peso de mi cuerpo en aquel golpe,
todo lo que tenía. Completamente sin sentido, el cuerpo de Woycekh giró sobre si
mismo y se derrumbó en medio de la calle «Mandíbula de cristal», hubiera dicho
de él nuestro entrenador.
La segunda bala rozó el techo sin siquiera entrar dentro. Escapé de la tercera
aplastando mi pie contra el piso del coche y adelantando de forma suicida a un
camión cargado de barriles. El que disparó debió ser el camarero y no Woycekh,
que seguramente aún no debía haber recobrado el conocimiento.
—Soy un amigo, Elzbeta. Ahora soy tu mejor amigo, aunque no sepas quién
soy ni de dónde vengo. Pero tú me has salvado la vida hoy mismo, en otro tiempo,
es cierto, por lo que no lo recordarás. Pero sí debes recordar los versos de
Mickiewicz y amarlos. Fue tu libro el que Ziga mutiló tan sacrílegamente. Te
recitaré dos versos, el inicio de un soneto, ¿lo recuerdas?: «Viajando por el camino
de la vida, cada cual con nuestro propio destino, nos encontramos tú y yo, como
dos buques en la mar» Vuelve a leerlo si ha sobrevivido. Tengo el libro, y las cartas
siguen en él, allá donde Ziga las escondió hoy ¿pero fue realmente hoy? Me dio
una medalla, ya te he hablado de eso Quiero devolverle el volumen de Mickiewikz.
—Es nuestra, Elzbeta. ¡Nuestra! De nuestro país. Las llevarás allí tú misma, y
yo te acompañaré. Luego regresarás a Varsovia —proseguí, aún en mi febril delirio
—. ¿Hay algún lugar en el mundo más bello que Varsovia?
—No recuerdo. Yo era una niñita, muy, muy pequeña —Su voz sonaba
amarga—. Pero, ¿qué queda de Varsovia? Cascotes.
—La han reedificado de nuevo, Elzbeta. Habéis sido engañados, todos los
emigrantes habéis sido engañados. La ciudad vieja está como antes.
—Por supuesto.
—Una toma —repitió—. Una toma. Tal vez su toma siga aún en su propio
tiempo ¿Quién sabe? Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona esto. El tiempo es
como una botella de ginebra: dejé caer un poco, y ahora me alegra haberle podido
recoger —Extendió la mano—. No se ofenda. Wacek. Sólo quería ayudarle a probar
sus fuerzas, es algo que siempre sirve. Quizá haya crecido algo y ahora sea usted
un poco más sabio. No se irrite con un viejo.
—Ni tiene por qué. Sólo tiene que pensar que le gasté una broma. Hay
biomas muy estúpidas. —Suspiró y, sin decir adiós, se marchó, pasando junto a
peatones que habían aparecido de algún sitio. Como nosotros, debían haber estado
esperando a que cesase el repentino aguacero, y ahora se apresuraban a seguir sus
caminos.
FIN
MISTER RISUS
Alexander Beliaev
Todo aquello no se hallaba aún a su alcance. Pero tal vez el día de mañana
tomaría del brazo a una muchachita de ojos cerúleos y boca de púrpura, la haría
sentar junto a él en un lujoso automóvil y la llevaría al mejor restaurante de la
ciudad. Ese mañana, por supuesto, no debía ser interpretado al pie de la letra.
Antes tenía que encontrar un empleo, trabajar como ingeniero para algún
industrial, ahorrar dinero y luego montar un negocio propio. Entonces todo iría
sobre ruedas.
Encontrar un empleo... No, no era cosa fácil. Spalding lo sabía muy bien.
Pero crisis y desempleo no eran palabras que le diesen miedo. ¿Acaso la politécnica
se había honrado con otros estudiantes de estatura alta como la de Spalding, de
musculatura comparable a la suya? ¿Acaso no era él quien vencía en cada
competición deportiva? ¡Y qué cerebro! Había terminado los estudios entre los
primeros, incluso hubiera sido el primero absoluto, de no tener tanta afición a los
deportes.
Y lo que era más importante, nadie tenía una voluntad tan férrea, una mayor
codicia y un mayor deseo de dominar, una sed tan ávida de riquezas, un más
homérico apetito de todos los placeres de la vida y una tenacidad tan fanática para
perseguir sus propios fines.
¡Vías nuevas! Pero, ¿dónde encontrarlas? Spalding era todo oídos cuando
escuchaba la descripción de algún sistema rápido y desconocido para acumular
riquezas. Una vez, en un vagón del metro, oyó hablar del éxito de un escritor
humorístico, que había conseguido un patrimonio colosal con un solo libro;
también Spalding lo había leído y se rió con toda su alma. Pero no poseía dotes de
escritor. Algunos días más tarde, leyendo, supo de uno que había ganado millones
con una patente de crecepelo; el método secreto incrementaba realmente —
increíble pero verdad— el crecimiento del cabello. Pero un invento de esa clase no
era un negocio rápido, mucho menos fácil. Otro periódico hablaba de las ganancias
fabulosas del famoso actor cómico Presto. Desgraciadamente, Spalding no tenía
ningún talento artístico.
—¡Adelante!
—Perdone, míster Spalding. ¿Le molesta su vecina con esa música horrible?
Le diré que no toque después de las ocho de la noche.
—¿Una excéntrica? ¿Una inventora? ¿Y qué inventa? Pero, entre usted, Sra
Adams...
Pero la educación de Sra. Adams le prohibía entrar en la habitación de un
soltero solitario y permaneció en el umbral.
—Gracias, pero tengo prisa —contestó—. No quiero decir nada malo de miss
Bulwear, pero todos los inventores están un poco sonados... —y la Adams hizo
girar el dedo regordete y anillado, apuntándolo sobre la frente—. Dice que está
inventando una melodía que hará llorar al mundo entero: al niño de pecho, al viejo
centenario, a la esposa feliz, al joven despreocupado, y hasta a los perros y los
gatos. Dice que entonces será «la reina de las lágrimas»... son palabras suyas, yo no
añado nada...
Alguien llamó a Sra Adams. Tras excusarse y obsequiar con una sonrisa de
adiós a Spalding, se marchó.
En el segundo piso había una ancha galería de cristales, que daba sobre un
jardincito de árboles tristes y dos senderos. Hacía las veces de club para los
pensionistas de Sra. Adams. Había algunas mesitas, muebles de mimbre, palmeras
artificiales en los rincones, jarros con flores en el alféizar y una jaula con un loro
verde, adorado por la patrona de la casa. Por la noche allí se jugaba al ajedrez o al
dominó, se bailaba al son del gramófono, se leían los periódicos y a veces se
tomaba el té o se hacía algo de calcete.
Hasta entonces, Spalding nunca había frecuentado aquel club, donde sólo
habría encontrado empleadillos, artesanos, comerciantes al por menor, viajantes
ocasionales, agentes de ventas de medicamentos patentados, escritores noveles,
estudiantes; la casa era grande y los huéspedes variaban a menudo. Pero Spalding
empezó a frecuentarlo y allí conoció a miss Bulwear. Antes de acercarse a ella, la
estudió durante algunos días. Le pareció que la descripción hecha por Sra. Adams
no se ajustaba a la realidad: la muchacha no parecía una excéntrica, ni siquiera una
inventora chiflada. Era sencilla, serena. Los rasgos de su cara eran regulares y
agradables.
La muchacha sonrió.
Spalding sonrió.
—Sí, sería un espectáculo digno de los dioses —admitió—. ¿Y cree que con
eso se podría ganar dinero?
—Mi jefe, míster Gould, cree que sí. De otro modo no subvencionaría mis
experimentos, ni siquiera en la modesta medida en que lo hace.
»Le contesté que no había pensado en sustituir la creación artística por una
máquina, y que no me parecía posible.
»Acepté la proposición.
La señora Adams pasó por delante de ellos. Era tarde, en la galería no había
quedado casi nadie. La muchacha le deseó unas buenas noches y se marchó.
¿Por qué? Spalding quedó sumido en sus meditaciones. Tal vez Bekford no
hubiera tenido en cuenta que cambiaban las circunstancias. La crisis. Una
inquietud general en el país y en todo el viejo mundo. Una sensación de
inseguridad, de provisionalidad. Bekford no era más que un grosero practicón, no
había intentado enfocar el problema desde el aspecto teórico, investigar, desvelar
la naturaleza de la comicidad, indagar la sicología del espectador, del oyente, del
lector moderno. El concepto de lo cómico es móvil y variado. A pesar de todo,
deben existir algunos principios generales de la risa: quizá se podrían reducir a
cinco o seis fórmulas fundamentales... Si se pudiesen encontrar y se aplicaban
hábilmente, teniendo en cuenta un determinado público y las circunstancias, la
gente empezaría a reír sin interrupción. ¿Y por qué no? La Bulwear intentaba
encontrar los principios de la belleza... ¡Si lo lograba, sería una mina de oro!
Bekford se había quedado en la simple artesanía. No había comprendido que la
risa puede representar no ya una fuente de ingresos, sino también una fuente de
poder. ¡Qué perspectiva tan alentadora la posesión del secreto de la risa, de
desternillarse a la gente aun contra su voluntad!
Spalding sintió frío en las manos. ¿Que debía hacer? Descubrir a cualquier
precio el secreto de la comicidad. Estudiar el problema en sus aspectos teórico y
práctico. Finalmente, actuar. Pero le faltaba un capital inicial. Para empezar,
ofrecería sus servicios a aquel gagman banquero, Bekford, y luego...
—¡Eureka!
Spalding se rió, pero en seguida frunció las cejas y reflexionó. Había dejado
el librito de Mark Twain sobre la mesa y medía la habitación con sus pasos.
—¡Adelante!
La señora Adams abrió la puerta. Spalding dio unos pasos hacia ella, pero a
mitad de camino sus piernas se cruzaron y cayó al suelo cuán largo era. Pero la
señora Adams no se rió. Lanzando un grito histérico, se precipitó hacía el caído.
—¿Se ha hecho daño? ¿Qué tiene? ¡Dios mío, qué susto me he llevado!
Spalding se sentó sobre la silla rata y, bizcando los ojos como un loco, cayó
otra vez con gran estrépito. La señora Adams, ahora muy asustada, se agitó:
Ay, la mueca que había creído cómica, provocaba el miedo, no las risas. Al
marcharse la dueña de la casa, Spalding se volcó sobre los libros. ¿Cuál era la causa
del fracaso? Creyó comprender la razón: para poder reír, es necesario permanecer
insensibles hacía el objeto del ridículo. Pero la señora Adams no era insensible
hacia Spalding... ¿Es posible hacer reír a una mujer enamorada de uno? Sí, debería
serlo, pero habría que encontrar el secreto...
Entre ambos habían surgido las primeras disputas. Es más, había sido el
propio Bekford quien las había provocado, con el objeto de liberarse de Spalding,
que, en su opinión, ahora no le era ya necesario.
—¡No me eche la culpa a mí, señor Bekford! —exclamó una vez Spalding,
durante la enésima discusión—. Le he salvado de la ruina. Ha acumulado usted un
capital con mis carcajadas y ahora, a pesar de sus promesas, se niega a darme la
parte que me corresponde. Muy bien, sepa que conseguiré, siempre a base de
carcajadas, obligarle a que me entregue mi dinero...
Pero Spalding sostuvo aquella mirada. De improviso, hizo una ligera mueca
increíblemente bufa, un gesto apenas insinuado que comunicó una irresistible
comicidad a toda su cara, y pronunció una sola frase. Bekford no conseguía ahora
ni recordarla, era algo completamente inesperado, absolutamente incongruente
con el lugar y el momento, pero, quizá precisamente por ello, divertida hasta tal
punto que Bekford había estallado en una carcajada franca y contagiosa, como no
había hecho desde su lejana juventud. Spalding, sin quitarse el sombrero, atravesó
rápidamente la parte de alfombra que separaba la puerta del escritorio, apoyó la
mano sobre la superficie del cristal y, aprovechando una pausa en la hilaridad de
Bekford, preguntó:
Bekford cesó de reír por un instante y miró a Spalding con miedo. ¿Se habría
vuelto loco? Intentar hacer reír al «primer gagman de América» era tan insensato
como ofrecer un caramelo a un fabricante de golosinas. Spalding sonrió:
Siguió con un nuevo juego mímico y una nueva frase, que obligaron a
Bekford a desternillarse otra vez.
—¡Un millón!
—¡Diez y uno! —contestó Spaldíng.
—¡Dos!
—¡No entreguen el dinero! ¡El talón es falso! ¡Ja, ja, já! Caramba, no haga
caso si me río. Son los nervios... ¡Ja, ja!
—¡Disponga una guardia armada en todas las salidas! ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! —estalló
en risas de nuevo, al pensar otra vez en Spalding—. ¡Ja, ja, ja!... ¡Mil diablos! Así
tendrá tiempo de escapar!
La carcajada en voz de bajo fue sustituida por otra de tenor, con un sonido
como de mujer o de niño. Estaba claro que diversas personas intentaban hablar,
pero no lo conseguían. Bekford, con una vulgar blasfemia, tiró lejos el receptor.
Sólo algunas horas más tarde consiguió saber los detalles de lo sucedido,
detalles que ya había intuido. Tanto en el Banco como en el vestíbulo se había
intentado detener a Spalding, pero en vano. En el Banco se le habían acercado tres
policías, pero un instante después, como alcanzados por una bala, se retorcían por
el suelo, sujetándose la tripa por las carcajadas. Spalding había obligado al cajero,
muerto de risa, a entregarle el dinero. Siempre entre carcajadas, se había abierto
paso entre numerosos guardias del servicio interior de seguridad hasta el
vestíbulo, y había salido tranquilamente del building, llevándose en los bolsillos del
abrigo gris diez millones de dólares.
Por fin era rico. ¿Qué le faltaba? Tenía una casa estupenda, una villa en la
montaña, un balandro, un avión, varios automóviles... ¿Qué le faltaba? ¡Una mujer!
Necesitaba una esposa brillante. ¡Si pudiera conseguir a Sra Fight! Una belleza de
veinticuatro años, viuda, propietaria de fábricas, de establecimientos, de millones
de dólares. El mejor partido del mundo. Por lo menos, eso decían los periódicos.
¿Por qué no conquistar, con su risa, su corazón y su capital? Por supuesto, se podía
considerar como un abuso, incluso una violencia, un rapto, un chantaje... Pero,
¿qué importaba?
Spalding empezó a elaborar un nuevo plan. Había sido muy fácil vencer a
Bekford, al que conocía perfectamente. Sin embargo, lo poco que sabía de Sra Fight
lo sacaba de los periódicos. Era necesario acumular datos suplementarios a través
de investigadores privados. Sra Fight era una apuesta importante, era necesario
hacerlo todo para no perderla.
—¡Deje ya de hacerme reír, Spalding! ¿Quiere que nos casemos? ¿Y por qué
no? ¿Qué mujer renunciaría a convertirse en la esposa del rey de la risa? Acepto. Y
no acostumbro a volverme atrás en mis decisiones.
—Yo, setenta; el pastor, cien. Total, doscientos cuarenta y cinco. Haga llegar
esta cifra a Jones. Dígale que el aceite y la gasolina deben bastar para todo el
trayecto, sin escalas.
—El pastor Hobbs nos casará en vuelo. Será muy original, ¿no es verdad?
Toda América hablará de ello. En San Francisco nos trasladaremos a nuestro yate
y...
Intentó dar un paso hacia la puerta, pero Sra Fight le estaba observando.
—Ja, ja, ja, ja, ja! —estalló, de golpe, en una estruendosa carcajada como
raramente habían lanzado sus víctimas.
Spalding soltó una carcajada aún más sonora que la anterior. Luego dejó de
reír repentinamente, como si algo se hubiese roto en su interior. Calló y se quedó
serio, casi tétrico.
—¿Qué anda diciendo, Spalding? ¡Basta, vuelva en sí! ¿Acaso está borracho?
—exclamó, irritada, Sra Fight.
Pero Spalding seguía inmóvil, con la cabeza gacha, como una estatua en
profunda meditación. Ya no contestó a las preguntas, no percibió a las personas
que se acumulaban a su alrededor.
Pero un joven doctor, un tipo original que amaba las paradojas, sostenía que
Spalding fue asesinado por la manía americana de la mecanización.
FIN
LA GRAVEDAD HA DESAPARECIDO
Alexander Beliaev
I - Una misteriosa quinta de verano
Las personas que vivían allí debían tener alguna conexión con el mundo
exterior. ¿Dónde efectuaban sus compras?
Bien, una mañana, poco después del amanecer, oí chirriar la verja. Todo mi
cuerpo se puso en tensión y, con el corazón palpitante, aguardé el desarrollo de los
acontecimientos.
—No, gracias —dijo con voz tranquila—. Puedo valerme por mí mismo.
Efectuó otra tentativa para levantarse, pero tuvo que renunciar, con el rostro
contraído por el dolor. Su rodilla se estaba hinchando a ojos vista. Era evidente que
no podría arreglárselas sin ayuda.
—Permítame que le ayude a salir de aquí antes de que el dolor le deje sin
fuerzas —dije, y le ayudé a levantarse.
No tuve tiempo de ver nada más, ya que la mujer vestida de negro —el ama
de llaves del profesor, según supe más tarde—, salió alarmada de la casa y corrió a
nuestro encuentro.
II - El círculo mágico
Deseé con todas mis fuerzas que el cerebro del profesor Wagner, aquel
maravilloso mecanismo, no resultara lastimado a consecuencia del golpe.
—¡No se acerque más! ¡Cuidado! —gritó la voz asustada del ama de llaves
detrás de mí.
—¡Oh, querido, querido! Ha sido una torpeza por su parte. Será mejor que se
mantenga alejado del patio, si no quiere que le suceda una desgracia, Dios me
perdone.
Se lo expliqué.
—¿Ha visto?
—¡Me encantará!
—Se ha dado cuenta, ¿eh? —oí que decía Wagner, desde el lugar donde
había estado observándome—. La Tierra gira más aprisa, y el día y la noche se
están acortando.
—Todos los objetos que están sobre el ecuador han perdido ahora una
cuadragésima parte de su peso —me dijo Wagner cuando el día y la noche duraban
solamente cuatro horas.
Los científicos se habían dado cuenta ya del peligro que esto implicaba. Se
había iniciado un éxodo desde las regiones ecuatoriales a latitudes más altas,
donde la fuerza centrífuga era menor. La reducción estaba resultando beneficiosa:
las locomotoras podían arrastrar enormes trenes, el motor de una motocicleta
proporcionaba suficiente energía para un avión... y a una mayor velocidad. La
gente era cada vez más ligera y más fuerte. Por mi parte, cada día que pasaba me
encontraba más liviano. ¡Una sensación sumamente agradable!
Mi mala voluntad hacia Wagner se hizo más intensa a medida que yo mismo
me sentía peor, y no era de extrañar: aquellos terribles informes acerca de la
destrucción paulatina del mundo, la rápida sucesión de los días y las noches,
bastaban para enloquecer a cualquiera. Apenas dormía, y era un manojo de
nervios. Para moverme, tenía que adoptar infinitas precauciones. La más leve
contracción muscular me haría salir despedido contra el techo. Las cosas perdían
rápidamente peso y no había modo de manejarlas. Los muebles más pesados se
desplazaban al menor contacto.
Fima, el ama de llaves, estaba tan exasperada como yo. El cocinar se había
convertido en un espectáculo circense: las ollas y las cacerolas volaban por el aire, y
la propia cocinera flotaba cómicamente tratando de alcanzarlas.
No, era preferible terminar de una vez, pensé, y empecé a descargar mis
bolsillos.
—Un momento —oí que decía la voz de Wagner, apenas audible en aquella
atmósfera enrarecida—. Vamos a bajar al laboratorio subterráneo.
Deslizó su brazo debajo del mío, hizo una seña al ama de llaves, que estaba
en la veranda, jadeando, y los tres nos encaminamos a la gran «ventana» redonda
practicada en el suelo del patio. Yo andaba como en un trance, perdida toda
voluntad. Wagner abrió la pesada puerta que conducía al laboratorio subterráneo y
me empujó a través de ella. Perdí el sentido y caí sobre el suelo de piedra.
IV - Cabeza abajo
Había tres habitaciones juntas: dos de ellas con luz artificial, y una tercera,
de mayor tamaño, con un encristalado techo o suelo: no estoy seguro. Lo malo era
que estábamos sometidos al estado de ingravidez.
El ama de llaves dijo que tenia que ir a la casa a buscar la mantequilla, que
había olvidado allí.
—No podrá llegar —le dije—. Se caerá usted hacia abajo... quiero decir hacia
arriba.
Vi que la desgraciada mujer agitaba sus brazos. Luego, la noche cayó como
un telón sobre aquella escena de muerte.
El odio me cegó.
—¡Usted la ha matado! —escupí—. ¡Es usted un asesino! ¡Y tendrá que
responder de esa muerte, y de la vida que ha destruido en la Tierra! Reduzca
inmediatamente la velocidad de la Tierra, o...
El sol, bajo aún en el dosel azulado del cielo. A lo lejos, el mar. Dos
mariposas blancas revoloteando cerca de la veranda. El ama de llaves, con un plato
que contenía un gran trozo de mantequilla en las manos...
—Entonces, ya sabe de qué va. Pero no todo el mundo puede hacer eso. De
modo que decidí utilizar la hipnosis como auxiliar docente. Después de todo, la
enseñanza convencional comporta también cierta cantidad de hipnosis. Esta
mañana, cuando salí a dar mi acostumbrado paseo, le vi a usted oculto detrás del
enebro. No era la primera vez que se apostaba usted allí, ¿verdad? —inquirió, con
un brillo humorístico en los ojos.
Quedé confundido.
—Pura hipnosis. Sin embargo, para usted fue muy real, ¿no es cierto? Y
seguramente no olvidará la experiencia. Nada menos que una lección práctica
sobre las leyes de la gravedad y de la fuerza centrifuga. Se comportó usted como
un estudiante aprovechado, aunque al final de la sesión se excitó un poco...
FIN
EL OLEAJE MARCIANO
Dimitri Bilenkin
Esto puede significar que allá en lontananza, en los vastos espacios de los
océanos de arena se ha desencadenado una tempestad tal que sus embates
conmueven el terreno movedizo lo mismo que un terremoto, y que aquí, en esta
bahía, las oscilaciones coinciden en resonancia, la estructura del litoral cambia y la
arena adquiere fluidez. Puede que sea así, nadie lo sabe exactamente, ni nadie
piensa en averiguarlo (quedan en Marte tantas cosas urgentes por hacer).
Yo procuro no perderme nunca el oleaje. Me siento, miro escucho y pienso
¡Qué bien se piensa a solas con un entorno tan sin par. Dejan de existir el tiempo,
los límites del espacio, y hasta mi propio cuerpo, quedamos solamente el oleaje yo
y nada más.
Ahora la orilla esta desierta. Pero antes estaba muy animada. Yo me acuerdo
del asombro con que recibieron los radistas de la Tierra el encargo de enviar
bañadores. Si hubo un guasón que quiso ponerse un bañador sobre la escafandra
para zambullirse en las olas. Los noveles venían a bañarse aquí para tener algo que
contar en la Tierra. A los veteranos les arrastraba la nostalgia por el agua, el agua
de verdad, las olas de verdad, el mar de verdad. Era una tentación que nadie podía
resistir.
Sobre todo cuando se trata de una persona tan reservada como Vanin. Ante
el oleaje marciano, ¡qué extraño parece todo esto!
Nuestro Vanin tampoco era cobarde en este sentido. ¡Ni mucho menos! En la
Tierra y en condiciones normales era, por lo menos, más decidido que ocho de
cada diez personas. Pero en Marte...
Por aquellos días en que nosotros ya habíamos dejado de ser tímidos pero
Vanin no, fue precisamente cuando descubrimos el oleaje marciano. Mejor dicho, lo
descubrió Vanin.
La cosa fue así. Veníamos hacia las peñas rojas por la parte de los arenales.
Junto a estas peñas es donde se oye el susurro cristalino que previene del oleaje.
Pero nosotros llegamos cuando el susurro había cesado ya, y nada nos llamó la
atención.
Vanin calculó pronto lo que ocurría (una prueba más de que no era lo que
ordinariamente llamamos un cobarde), y no dejó que le sacáramos. Salió él solo,
agarrándose a la cuerda... por si acaso.
Vanin obedeció. Salió de allí con sonrisa de luna llena, como diciendo
¿Queréis más demostración?»
A Marte llegaba gente nueva, y los llevaban a ver el oleaje. Como es lógico,
el fenómeno lo enseñaba su descubridor e investigador: Vanin. En realidad, lo poco
que conocemos de la naturaleza del oleaje se lo debemos a Vanin. Pero a él le
preocupaba más otra cosa: la impresión que causaba. ¡Oh, aquello era estupendo!
Había que ver al grupo de neófitos, perplejos aún, sin confianza en sí mismos,
esperando a cada instante un prodigio, y junto a ellos a Vanin, un veterano experto,
tranquilo, para el que no existían secretos ni cosas de importancia. Y Vanin,
seguido por aquellas miradas entusiásticas, se metía en la arena, iba al encuentro
de la ola, terrible como todo lo desconocido, se tendía ante ella, y nadaba. Luego
seguía su número fuerte: Vanin se dejaba enterrar. Pocos eran los que podían
contener un involuntario grito cuando la arena lo cubría por completo y él
desaparecía, y las olas, frías, despaciosas e indiferentes, pasaban sobre la tumba de
la victima que acababan de engullir. Silencio, calma, arena que se mueve sin hacer
ruido, una llanura lúgubre cubierta por la cúpula de un cielo violeta, minutos que
pasan, y Vanin que no aparece.
Este truco también era de su invención. Fue él quien descubrió que una capa
de dos metros de arena no era obstáculo para que una persona, con escafandra
provista de servomotores hidráulicos, pudiera salir de su «tumba» La gravedad es
menor que en la Tierra y... además, la arena no podía arrastrar a un hombre a
mucha profundidad Vanin había hecho sus experimentos y se había convencido de
que podía pasar debajo de la arena horas enteras, mientras quedara oxigeno en sus
depósitos. Pero, ¡qué sabían los novatos!
Por fin nos decidimos a metemos en la arena y ver que pasaba, pero les
dijimos a los demás que íbamos a bañamos también En estas conmociones
teníamos que buscar a Vanin con disimulo. Huelga decir que no lo encontramos.
¿Fue esto una casualidad estúpida, que lo mismo hubiera podido ser fatal
para cualquiera de nosotros?
FIN
LA PUERTA CERRADA
Dimitri Bilenkin
Antes de alejarse se volvió por última vez. Hasta las rocas estaban
quemadas. La huella de la catástrofe había quedado impresa sobre el granito Y, en
un punto del caos, ahora parte inseparable del suelo marciano, un minúsculo
detalle elaborado erróneamente en la Tierra. Una nimiedad casi insignificante. A
causa de la cual el cohete había desaparecido, y con él habían resultado destruidas
centenares de toneladas de la tan esperada carga.
Pero esto tan sólo lo pensó ¿De qué hubiera servido decirlo?
Estaban bajando por una pendiente. El paisaje les parecía más desolado que
nunca: arena opaca, tétrica luz del pequeño Sol lejano, excrecencias azuladas sobre
las piedras. El color de las plantas marcianas casi parecía poner en guardia contra
el veneno que las componía.
Top se le lanzó encima. Los tubos de aire saltaban sobre el lomo del perro.
Una garra del schmek cayó silbando sobre el animal. Un momento después,
Top chocaba con su cuerpo contra el adversario, y el animal marciano se
derrumbaba, convertido en polvo.
El perro se abatió sobre una planta marciana, arrancando con los dientes la
parte carnosa.
Los ojos de Top se cerraron. Tan sólo un ligero temblor demostraba que en él
latía aún la presencia de la vida.
Top estaba poniéndose en pie sobre unas vacilantes patas. Respiraba, cada
vez más profunda y sonoramente, el aire marciano.
FIN
Una chiquilla a la que nunca le sucede nada
Kirill Bulychev
Cuentos de la vida y milagros de una chiquitina del siglo XXI, dictados por
su papá
A manera de prólogo
MAÑANA ALICIA irá a la escuela. Ni duda cabe que será un día de lo más
interesante. Ya desde hoy en la mañana, sus amigos y conocidos continuamente la
llaman por videófono para felicitarla. A decir verdad, la propia Alicia hace tres
meses que no deja en paz a nadie, a todo mundo le platica de su futura escuela.
Bus, el marciano, le envió un plumero tan extraño que hasta ahora nadie ha
podido ponerlo en servicio. Ni yo, ni mis colegas, hemos podido, a pesar de que
entre ellos se cuentan dos doctores en ciencias y el mecánico en jefe del parque
zoológico.
¡Qué alborozo! Para mí que cuando fui por primera vez a la escuela, nadie
armó tanto ruido.
En un principio, hasta los tres años, Alicia era como todos los niños. Así lo
confirmará la primera de las historias que voy a relatarles; pero luego, pasado un
año, al encontrarse con Brontia, se reveló en su carácter la habilidad de hacer las
cosas en la forma más inadecuada, desaparecer en el momento más inoportuno e,
incluso, hacer por casualidad descubrimientos que están más allá de las fuerzas de
los más ilustres científicos contemporáneos. Alicia es tan lista que sabe sacar
provecho de toda actitud benevolente que se le dispense; lo que no obsta para que
tenga muchísimos y muy fieles amigos. En cuanto a nosotros, sus sufridos padres,
no es rara la ocasión que encontramos difícil su trato. No estamos en posibilidades
de permanecer sentados todo el tiempo en casa; yo trabajo en el zoológico y mamá
construye edificios que, además y por lo regular, se encuentran en otros planetas.
-Vaya, todos los niños tienen que saberlo. Baba-Yaga, pata de hueso, es una
bruja pirulí que se come a los niños desobedientes.
-Bueno papito, ¿vendrá ella? -inquirió Alicia en voz alta desde el dormitorio.
-Buenas noches, Alicia -dijo él-, hay que dormir, de otro modo tu papá
llamará a Baba-Yaga.
El marciano se despidió de mí y desconectó.
-Y ahora, ¿vas a dormir? -le pregunté-. ¿Has oído lo que acaba de decir este
marciano?
Claro que no eran muchas las personas que tenían fe en el éxito del
experimento; pero, una semana después, las radiografías mostraron que el embrión
del brontosaurio empezaba a desarrollarse. Tan pronto lo anunciaron por la
intertelevisión empezaron a llegar a Moscú científicos y corresponsales de todos
los países. Tuvimos que reservarles todo el hotel «Venus» de ochenta pisos, situado
en la calle Gorki; pero como éste era incapaz de alojarlos a todos, en mi comedor
dormían ocho paleontólogos de Turquía, en tanto que un periodista ecuatoriano y
yo habitábamos la 55cocina y dos corresponsales de la revista «Mujeres de
Antártida» se alojaban en el dormitorio de Alicia. Cuando mamá llamó por el
videófono desde Nukus, sitio donde estaba construyendo un estadio, creyó que se
había equivocado de número.
-¿Es que acaso no sabes que no se debe hacer uso de las amistades para fines
particulares?
-Tienes que quedarte aquí y no debes salir a ninguna parte -le dije, y corrí a
la campana con el brontosaurio recién nacido.
-Al contrario... Claro que sí. La cosa es que pensé que Ud. se había perdido...
-el profesor desconocía en lo absoluto el arte de conversar con niñas pequeñas.
Y en verdad al otro día vino a visitarlo de nuevo. Y venía casi todos los días.
El personal del zoológico se había familiarizado con ella y la dejaba pasar sin
chistar. No tuve más remedio que lavarme las manos, pues como nuestra casa
estaba ubicada cerca del zoológico y no había que cruzar la calle y además Alicia
siempre encontraba a alguien que la acompañara.
Alicia ignoraba esta tragedia, pues la había enviado a Vnúkovo a vivir con
su abuela. Al cuarto día, Alicia conectó el televisor en el momento en que
transmitían la noticia del empeoramiento de la salud del brontosaurio. Desconozco
cómo supo convencer a la abuela, pero por la mañana del día siguiente Alicia entró
corriendo en el pabellón.
-Cuidado, papito -me amenazó con el dedo, al ver que yo pretendía pasar la
barrera-. Brontia te tiene miedo.
Yo mismo comprendí que no le iba a hacer daño. ¡Pero, si la abuela viera este
espectáculo!
TAL como le había prometido a Alicia, la llevé conmigo cuando fui a Marte
para participar en una conferencia.
En Marte visitamos la ciudad, fuimos con unos turistas al desierto, vimos las
Cuevas Gigantescas. Después, ya no tuve tiempo para atender a Alicia, y la mandé
por una semana a un internado. En Marte trabajaban muchos especialistas nuestros
y los marcianos nos ayudaban a construir la inmensa campana de una ciudad
infantil. En esta ciudad uno se siente bien, crecen árboles terrestres naturales. A
veces los niños hacen excursiones. En este último caso se ponen escafandras
pequeñas y salen en filas a las calles de Marte.
Me enfadé con Alicia. Sin duda ella iba a salir muy pronto de algún rincón
con un aspecto inocentísimo; pero su comportamiento le causaba a la ciudad más
daños que una tormenta de arena. Todos los marcianos y los llegados de la Tierra
que vivían en la ciudad suspendieron sus trabajos; además, todo el servicio de
rescate se encontraba en estado de alerta. A pesar de todo eso, la inquietud se
apoderaba más y más de mí. Su aventura podía tener un mal desenlace.
-¡La han encontrado! -gritó de repente un marciano vestido con una túnica
azul que estaba mirando un televisor de bolsillo.
-¿A doscientos?
A los diez minutos, un piloto marciano trajo a Alicia y todo quedó en claro.
-¿Qué carta?
-Papi, tú dijiste que mamá nos escribiría una carta, por eso entré en el cohete
a buscar la carta.
-¿Entraste en el cohete?
-Subí a una loma, para ver desde allí. En la loma había una puerta, la abrí,
entré en una habitación y me senté.
-¡Tutexas! -gritaron.
-Correcto. Este eres tú, papito. Sólo que no te dibujé, nada más te bosquejé
con una piedrecita. Estaba yo tan aburrida.
El shusha tímido
Alicia volvió a casa en la tarde con una gran bolsa roja en las manos.
-¿Y luego?
-Ah, ya sé. Así se dice cuando nos pegan; pero creo que eso tan sólo sucede
en los cuentos.
-Temo que el cuento tenga que hacerse realidad. ¿Por qué te metes en donde
no debes?
Durante el largo viaje una shusha tuvo seis shushitas. Así que la nave llegó a
la Tierra llena de shushas y shushitas. Resultaron ser animalitos conscientes y no
ocasionaron disgustos o incomodidades a nadie, si exceptuamos a Bauer.
Una parte de los animalitos se envió al zoológico, otros se quedaron con los
cosmonautas. El shusha de Poroshkov cayó al fin de cuentas en manos de Alicia.
¿Se sabrá algún día cómo fue que cautivó al severo cosmonauta?
El shusha vivía en una gran cesta de la cama de Alicia, no comía carne, de
noche dormía, era amigo de los gatitos, temía al saltamontes y, cuando Alicia le
miraba o narraba sus éxitos o sus fracasos, ronroneaba suavemente.
El shusha creció muy rápido y a los dos meses se puso del tamaño de Alicia.
Iban a pasear al parquecito de enfrente y Alicia nunca le ponía collar.
-El shusha.
Nunca he querido que mi hija crezca como una mentirosa. Dejé mi trabajo
por la paz y me dirigí a su habitación para hablarle muy en serio.
-Excúseme -se escuchó una voz alta y ronca; esto lo decía el shusha-. Es que
yo en realidad he aprendido. No es difícil.
-Perdóneme -dije.
-Un poco.
EL verano lo pasamos en Vnúkovo. Cosa muy cómoda, pues por allí pasa el
monocarril y de la estación a nuestra casa de campo son cinco minutos a pie. En el
bosque, al otro lado del camino, crecen hongos castaños y hongos con cabecitas
rojas, pero en menor número que el de los aficionados a recogerlos.
Alicia dijo:
-Mi fantasma.
-El fantasma no es él, es «eso» -corregí automáticamente sin quitar los ojos
del robot.
-Bueno -dijo ella sin discutir que yo le llamara «eso»- sea pues, «eso». Kolia
les quitó las nueces a los gemelos. ¿No es sorprendente?
-Que es bueno.
-A excepción de Kolia.
-Pero, Kolia aparte... Creo qué si te trajera una víbora que exhala fuego,
también trabarías amistad con ella.
-Hasta ahora nadie ha podido hablar con ella. Vivía en Marte y lanza un
veneno hirviente.
-Bueno -cambié el tema-. ¿Qué pasa con el fantasma, con «eso»? ¿A qué
horas se aparece?
-Sólo de noche.
-Oh, es natural. Desde los tiempos más remotos así es. De los cuentos de la
abuela de Kolia no se puede esperar otra cosa...
-Sabes, todo fantasma honrado tan pronto oye el canto del gallo debe
desaparecer maldiciendo espantosamente.
-Está bien.
-Bueno, ya me voy.
-Pero si para ti es tan necesario salir al jardín, anda pues, sólo ponte una
chaqueta ya que hace frío. y no te vayas más allá del manzano.
Y he aquí que... del tronco del manzano se desprendió una sombra azul que
se encaminó a su encuentro.
Tomé a Alicia del brazo. Ante mis ojos se esfumó en el aire una silueta azul.
-Papá, ¿Qué es lo que has hecho? No ves que ya casi lo había salvado.
Alicia lloraba a gritos, mientras me la llevaba a la terraza. ¿Qué era aquello
que había visto a la sombra del manzano?
-¡Por qué has hecho esto! -lloraba con pesar Alicia-. Tú me lo habías
prometido...
-El ha dejado una carta para ti. Sólo que ahora no te la daré.
-¿Qué carta?
-No te la doy.
Me percaté de que arrugaba una hoja de papel que tenía en su mano. Alicia
me miró y yo a ella. Luego, no obstante lo pasado, me dio la hoja.
«Respetado profesor»:
En tan dolorosa situación me encuentro ya una segunda semana, por lo que sin
duda me dan por muerto o desaparecido.
Le ruego, que al recibir mi carta envíe a la brevedad posible un telegrama a Tokio.
Así alguien repondrá los fusibles de mi laboratorio y podré materializarme.
Kuraki
El japonecito sostenía en las manos una cazuela y, sin quitar los ojos de los
tesoros de Alicia, comía delicadamente kasha que paladeaba con deleite.
Al caer la tarde, la hora en que regresaba del trabajo, grande fue mi sorpresa
al encontrar trastornado y alterado el curso habitual de la vida del planeta, tanto
era el temor que embargaba a nuestro pueblo de que algo les hubiera ocurrido a
los visitantes. Por dondequiera el suceso era motivo de discusiones. Se oía decir:
-«¿Pero cómo? -interrogaba otro-. ¿Sin .que se dejara ver una sola chispa, así
nada más, sin dejar huella? -y se respondía a sí mismo-: ¡Tonterías!».
-«¡Vaya con el bromista, mírenlo nada más! ¿No será que hasta con Plutón
haya conversado?».
Algunos apuntaban:
-«Bueno, pero de todos modos ya era hora de que los instrumentos los
captaran...»
Tal era la tónica que la desconocida suerte de los huéspedes imprimía a las
conversaciones y a los comentarios. Sea como fuere, el caso es que las versiones
relativas a la invisibilidad de los visitantes ganaban más y más adeptos...
Le respondí:
-¿Cómo que qué pasa con esa gente?, antes ha de decirse «Buenas tardes»,
tanto más si uno no ha visto a su único papito en todo el día.
-Bueno -me contestó Alicia-, cuando te fuiste por la tarde yo ya dormía. Pero
ahora te las doy papá: Buenas tardes. Dime papá, ¿qué fue lo que pasó?
Alicia insistió:
Me aventuré a contestarle:
-Sí.
-Es muy posible que aguarden a que los seres terrenos vayan a su encuentro.
No has de olvidar que es por vez primera que visitan la Tierra, cosa que tal vez los
cohíba de abandonar su nave.
-En el bosque.
-¿Cómo es eso?
-En verdad que no he ido al bosque, papá. Te doy mi palabra de honor que
no he ido. Sólo estuve en el prado. O lo que es lo mismo, no pudieron haber sido
ellos a quienes vi.
-Alicia, a ver si sueltas la lengua y me dices todo lo que sabes, pero -le
advertí- no te atrevas a añadir nada de tu cosecha. Dime, ¿en verdad viste a algún
extraño en el bosque?
-Papá, no he hecho nada malo. Además, de ellos no se puede decir que sean
algo extraños.
-Mira, Alicia, no te andes con rodeos, contéstame sin evasivas, ¿a quién viste
y en dónde? ¡Te ruego que no me atormentes a mí y a toda la humanidad en mi
persona!
-Escucha, Alicia...
-No les he hecho daño -me dijo Alicia con una voz que me pareció de culpa-.
Yo creía que eran como los gnomos de los cuentos.
Pero ¿cómo se le ha ocurrido decir tal cosa en presencia de Alicia? -el pánico
se apoderó de mi cerebro-. Alicia ya se ha de haber dado cuenta de que se puede
aprovechar la ocasión.
Alicia respondió:
Le respondí que sin duda alguna lo era; pero que no le podía decir la cifra de
nuestro siglo porque aún no sé contar, pues apenas estoy en el jardín de niños y,
además, en un grupo medio. El señor me dijo que le parecía muy bien,
indicándome luego que yo tendría que regresar a mi tiempo. Antes de prepararme
para el camino de retorno, me preguntó:
-«¿Quisieras ver cómo era Moscú cuando tus abuelos aún no habían
nacido?».
Le manifesté que me gustaría mucho, así que luego me mostró una ciudad
pequeña; pero bella y maravillosa. A continuación me dijo que era escritor y que se
ocupaba en escribir cuentos fantásticos sobre el futuro.
Sin embargo, el caso es que no todo lo inventa, pues recibe a veces visitas de
personas de nuestro tiempo que le relatan nuestros progresos y costumbres sin
omitir punto ni coma. Pero que no se lo cuente a nadie de su tiempo -me pidió-, ya
que esto se ha conservado en absoluto secreto. Luego me obsequió un libro... y
ahora, pues ya estoy aquí.
La sala premió la narración de Alicia con una ovación cerrada.
ANTON CHEJOV
CAPÍTULO PRIMERO - La Conferencia
John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal
ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de
esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato
conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido
recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas
había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables
caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y
probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.
SIR LUND no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano
descendió sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero
de un metro, ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible
como un sauce y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo.
Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un
termómetro en el pecho y otro en la espalda.
—¿Dónde?
—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como
este caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!
(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que
tanto habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto.)
—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por
otra parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.
—Gracias, caballero.
Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un
mejor conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su
asombrosa obra: «¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se
ahogó?» A esta obra se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente
prohibido, publicado un año antes de su muerte y titulado: «Cómo convertir el
Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo.» Estas dos obras reflejan la
personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor que pudiera hacerlo
cualquier otra cosa.
Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en
los pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y
huevos de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego.
Mientras estaba en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno
ordinario, y descubrió la espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver
de su largo viaje, se estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó
enteramente a la astronomía. Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres
veces y tuvo, como consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de
cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida
de un esteta. Con su sutil y diplomática mente, consiguió que su observatorio y su
trabajo astronómico tan sólo fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia
de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no
vive en nuestros días; murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres
cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.
CAPÍTULO III - Los Puntos Misteriosos
EL observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse... (sigue aquí una
larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del
francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se
alzaba el telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el
instrumento y comenzó a observar la Luna.
—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué
clase de puntos se trata?
—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta!
¡Dejad de mirar a través del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber,
tengo que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para
verlos! Y ustedes vendrán conmigo.
CAPÍTULO IV
Catástrofe en el Firmamento
Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse
estaban volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era
elevado por dieciocho globos. Estaba sellado herméticamente y provisto de aire
comprimido y de aparatos para la fabricación de oxígeno (1). El inicio de este
estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870.
El viento provenía del sudoeste. La aguja de la brújula señalaba oeste-noroeste.
(Sigue una descripción, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho
globos.) Un profundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se
arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo,
dormía como si estuviera en su propia casa. El termómetro (2) registraba bajo cero.
En el curso de las primeras veinte horas, no se cruzó entre ellos ni una sola palabra
ni ocurrió nada de particular. Los globos habían penetrado en la región de las
nubes.
—Gracias, caballero.
Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund
antes de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se
escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó
el aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo
incapaz de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían
sido despedidos hacia el espacio sin fin.
Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr.
Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso
abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar
sobre sí mismos, explotando luego con gran ruido.
—En el éter.
¡¡¡BOOOM!!!
CAPÍTULO V - La Isla de Johann Goth.
—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras!
¡Hurra!
Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la
descripción de un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a
explorar la isla. Tenía... de largo y... de ancho (números, números, ¡una epidemia
de números!). Tom Grouse consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía
exactamente el sabor del vodka ruso. Cosa extraña, los árboles eran más bajos que
la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva había puesto el pie en
ella.
Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann
Goth, escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.
(1). Gas inventado por los químicos. Dicen que es imposible vivir sin él.
Tonterías. Lo único sin lo cual no se puede vivir es el dinero.
(2). Este instrumento existe en la realidad. (Notas del traductor del francés al
ruso.)
FIN
MEA (SEA)
Anatoli Dneprov
-No vale la pena. Me refiero a pedir una litera. No quiero dormir, y no voy
muy lejos.
Pensé:
Tras murmurar unas palabras ininteligibles, me volví del otro lado y, con los
ojos abiertos de par en par, me dediqué a contemplar la barnizada pared.
-¿Qué? ¡Ah, la luz! Creo que es a usted a quien le impide dormir. ¿Quiere
que la apague?
-Si es tan amable...
-Entonces, según usted, cada vez que se dice «ella» se trata de una dama...
También a ella se le ocurrió esa idea absurda, ¡Se tiene por una dama!
-Verá usted -dije, en tono amable-, soy escritor y me parece raro que alguien
diga «ella no tiene razón», o «a ella se le ocurrió», sin referirse a una persona del
sexo femenino.
-A propósito del inglés -dije-, creo que se trata de un idioma muy original.
Cuando se lo compara con el ruso, asombra su sencillez y la escasa diversidad de
sus formas gramaticales.
-¿Qué sistema?
-¿Qué otra cosa puede hacerse? -pregunté, sin comprender a donde quería ir
a parar aquel extraño «lingüista».
-Podría, por ejemplo, reducirse el alfabeto. Con diez números, del uno al
diez, pueden componerse casi cuatro millones de combinaciones distintas. ¿Qué
necesidad tenemos de las treinta y cinco letras del alfabeto? Además, en vez de
utilizar diez números diferentes, podríamos limitarnos perfectamente a diversas
combinaciones del uno y del cero.
-Elephant.
-¿Y en ruso?
-Slon.
-¿El qué?
-¿El qué? ¡Que en inglés se necesiten dos veces más letras que en ruso para
decir lo mismo! -exclamó.
-Sin embargo, eso no impide que en los dos casos nos representemos
concretamente un elefante, y no un camello ni un tranvía.
-A propósito, el vocablo ruso tramvai tiene tres letras más que el vocablo
inglés tram, y el vocablo alemán Strassenbahn es mucho más largo que el inglés y
dos veces más largo que el ruso. Usted acepta eso de buena gana. Lo considera
normal. Para usted no es un engorro, ni para la poesía, ni para la prosa. Cree que
puede traducirse de un idioma a otro. ¡Pero no quiere traducir en ceros y en unos!
-Un poco...
-Si por casualidad toca usted un hierro ardiente, aparta la mano antes de
haber tenido tiempo de comprender porqué. Es un reflejo. Y, si en el momento en
que va a tocar el hierro, alguien le grita: ¡Cuidado, está ardiendo!, ¿no hace usted lo
mismo?
-Sí.
-Nuestro sistema nervioso codifica de modo muy uniforme todas las señales
que recibimos del mundo circundante. Y cuando su presunto crítico elogiaba la
suave cadencia de los ceros y unos en los versos, estaba lo más cerca posible de la
realidad. Cuando usted lee un poema o escucha a alguien leerlo, los nervios de sus
ojos o los de sus oídos reemplazan cada palabra leída u oída precisamente por una
sucesión de ceros y de unos.
-No nos apresuremos, cada cosa a su debido tiempo. Ya es algo que haya
usted empezado a comprender la utilidad de los ceros y de los unos. Ahora,
imagine una de esas enormes máquinas de calcular electrónicas que efectúan con
una rapidez impresionante diversas operaciones matemáticas, gracias a los
impulsos eléctricos.
-¿Cómo podría ser de otro modo? -inquirí-. Resulta difícil imaginar que una
máquina sepa por sí misma cómo hay que resolver un problema.
-Al contrarío, ahí empieza el trabajo más interesante para perfeccionar esas
máquinas. ¿Comprende usted por qué una máquina, a la cual se han
proporcionado los datos de un problema, no puede escoger por sí misma su
programa?
-Desde luego -dije-. Porque las cifras que se le han proporcionado en forma
de impulsos sucesivos no significan nada por sí mismas. La máquina ignora lo que
hay que hacer con ellas. Desconoce las condiciones del problema y lo que hay que
hacer. Es inerte. Es incapaz de analizar el problema. Sólo un hombre puede
hacerlo.
El hombre del pijama a rayas sonrió, antes de encender otro cigarrillo. Tras
un breve silencio, dijo:
-Hubo una época en que yo pensaba exactamente igual que usted. ¿Puede
reemplazar la máquina al cerebro humano? ¿Puede llevar a cabo un trabajo de
análisis complejo? En resumen, ¿puede pensar? Evidentemente, no, no y no. Eso
opinaba yo entonces. En aquella época sólo había empezado a construir
calculadoras electrónicas. ¡Cuántas cosas han cambiado desde entonces! ¡Qué poco
se parece a la antigua la máquina electrónica actual! Antes, ocupaba todo un
inmueble y pesaba centenares de toneladas. Para funcionar, necesitaba millares de
kilovatios de energía, millares de piezas y de lámparas. A medida que se las
perfeccionaba, aquellas máquinas aumentaban de tamaño. Eran gigantes
electrónicos que resolvían problemas matemáticos muy complicados, sí, pero que
no podían prescindir de la tutela del hombre. A pesar de todos los
perfeccionamientos, eran unos monstruos obtusos, ajenos a todo pensamiento. A
veces, me parecía que siempre serían así. Recordará usted, sin duda, las primeras
informaciones acerca de las máquinas electrónicas que traducían de un idioma a
otro... En 1955 se habían construido, en Rusia y en Norteamérica, unas máquinas
que traducían del inglés al ruso y viceversa, artículos de revistas sobre temas
matemáticos. Yo había leído algunas de aquellas traducciones y me habían
parecido bastante buenas. Entonces me dediqué por entero a las máquinas que
realizan operaciones no matemáticas. Durante más de un año estudié y construí
máquinas de traducir.
»Hay que decir que, por sí solos, los matemáticos y los ingenieros no
hubieran podido construir aquella máquina. Los lingüistas nos ayudaron mucho,
especialmente estableciendo unas normas de ortografía y de sintaxis susceptibles
de ser traducidas en clave y colocadas en la memoria de la máquina para que le
sirvieran de programa. No hablaré de las dificultades que tuvimos que superar.
Sepa únicamente que al final conseguimos crear una máquina electrónica que
traducía los artículos y los libros más diversos al inglés, al francés, al alemán y al
chino. Operaba con tanta rapidez como la máquina de escribir especial con la cual
se mecanografiaba el texto ruso. Y establecía por sí misma el código necesario para
la traducción.
»-Por favor, tráigame un..., ¿cómo se llama?..., eso que sirve para escribir.
»Yo mismo tenía miedo al oírme decir unas cosas tan desprovistas de
sentido, y supongo que debía inspirar algo de miedo a los demás. La joven salió al
pasillo y llamó a un ingeniero:
»El ingeniero entró. Le miré sin poder recordar quién era, a pesar que
trabajábamos juntos desde hacía tres años.
»Allí trabé conocimiento con Victor Vassilievich Zalesski, uno de los mejores
neurólogos de nuestro país. Cito su nombre porque aquel encuentro tuvo gran
influencia sobre mi destino.
»Un día le pregunté a Victor Vassilievich por qué me había recetado los
somníferos.
»-Los que transmiten todas sus sensaciones a su cerebro. Creo que es usted
especialista en radiotécnica, ¿no? Pues, para utilizar una imagen simplificada, su
sistema nervioso es un montaje radiotécnico muy complejo, en el cual uno o varios
conductores están deteriorados.
»¿Es posible crear una máquina que se perfeccione en virtud de las leyes
internas de su construcción? ¿Es posible crear una máquina capaz de enriquecer su
memoria por sí misma, sin ayuda del hombre, o con una ayuda reducida al
mínimo? ¿Es posible que, observando el mundo exterior o estudiando las ciencias,
una máquina aprenda a contar lógicamente (evito la palabra «pensar» porque
hasta la fecha no he llegado a aclarar lo que significaría exactamente, aplicada a
una máquina) y a establecer por sí misma, sobre la base de la lógica, un programa
de acción?
»En el siglo pasado, el sabio alemán Helmhotz había establecido que a los
sonidos de la voz humana correspondían unas combinaciones de frecuencia
estrictamente determinadas. Cuando se pronuncia la letra «o», sea por un hombre
o una mujer, un niño o un anciano, la voz que la pronuncia tiene siempre una
frecuencia determinada. Adopté esas frecuencias como base de codificación de las
señales sonoras.
»Más difícil resultó enseñar a MEA a leer, pero sin embargo lo conseguí.
Para ello me fueron muy útiles las lámparas de televisión. El ojo único de MEA era
un objetivo de aparato fotográfico que proyectaba el texto sobre la pantalla sensible
de una lámpara de televisión. Al palpar la imagen así proyectada, el haz
electrónico de aquella lámpara engendraba un sistema de impulsos eléctricos
correspondientes estrictamente a tal o cual signo o dibujo.
»Poco a poco, pasé a unos ejercicios más complicados. Por ejemplo, le leía
algunas páginas de un libro. Luego le pedía que las repitiera, cosa que hacía sin el
menor error. ¡Y lo recordaba todo con una sola lectura! Poseía, como vulgarmente
se dice, una memoria fenomenal. El motivo era que aquella memoria estaba
compuesta de impulsos magnéticos que no se borraban. Más tarde, MEA empezó a
leer en voz alta. Colocaba un libro delante de su ojos y ella leía. Las palabras se
inscribían en su memoria y pasaban inmediatamente al generador, el cual las
reproducía en forma de sonidos. Debo admitir que en más de una ocasión saboreé
su lectura. MEA tenía una voz muy agradable y leía claramente, aunque de un
modo algo monótono, sin expresión.
»-¿Y cree usted que el único signo distintivo de la mujer es el registro de las
frecuencias de su voz? -inquirí, con exagerada cortesía.
»Al día siguiente, MEA se mostró taciturna y dócil. A todas mis preguntas
respondía brevemente y, al menos así me lo parecía, de mala gana. Me compadecí
de ella y le pregunté:
»-Sí -respondió.
»-Sin embargo, también tú has sido descortés conmigo, que al fin y al cabo
soy tu creador.
»-Comprendo perfectamente todo eso. Pero, ¿es culpa mía si, después de
haberme dotado de una memoria gigantesca, mucho más voluminosa que la suya,
me obliga usted a leer y a escuchar exclusivamente? ¿Por qué no me ha dotado de
unos dispositivos que me permitan desplazarme y palpar los objetos? Si dispusiera
de ellos, también yo estudiaría la naturaleza, haría descubrimientos, sistematizaría
mis investigaciones y completaría el tesoro de los conocimientos humanos.
»-¿A qué llama usted «conocimientos»? -inquirió MEA-. ¿Acaso no son los
hechos recién descubiertos y que el hombre ignoraba antes? Tal como yo lo
entiendo, los nuevos conocimientos se adquieren del modo siguiente: a base de los
antiguos conocimientos, se realiza un experimento. El hombre formula hasta cierto
punto una pregunta a la naturaleza. Son posibles dos respuestas: una conocida ya,
o una respuesta nueva, desconocida hasta entonces. Esa nueva respuesta, ese
nuevo hecho, ese nuevo fenómeno, esa nueva cadena de relaciones entre los
fenómenos de la naturaleza vienen a añadirse al tesoro del saber humano. Si es así,
¿por qué las máquinas no podrían hacer experimentos y recibir las respuestas de la
naturaleza? Si pudieran desplazarse, si tuvieran unos órganos para dirigirse por sí
mismas con unas manos semejantes a las del hombre, creo que podrían adquirir
nuevos conocimientos y extraer de ellos conclusiones generales lo mismo que el
hombre. ¿Está usted de acuerdo?
»Su ojo era móvil y MEA podía mirar en todas las direcciones. Además, un
sistema especial le permitía reemplazar el objetivo fotográfico que le servía de ojo
por un objetivo de microscopio y estudiar así el mundo de los infinitamente
pequeños.
»Nunca olvidaré el día en que conecté por primera vez a MEA, después de
todos aquellos perfeccionamientos. Al principio, permaneció inmóvil, como
prestando oído a todo lo que había aparecido como nuevo en su organismo. Luego
avanzó un poco para detenerse inmediatamente, indecisa. Movió las manos y las
acercó a su ojo. Aquel examen de sí misma duró algunos minutos. Finalmente, tras
hacer girar varias veces su ojo, me miró.
»-¡Soy yo, MEA, tu creador! -grité, lleno de admiración por mi obra, como
Pigmalión.
»MEA levantó las manos y tocó mi rostro. Nunca olvidaré aquel contacto.
»-Es curioso -dijo-. Conocía todas estas cosas a través de los libros. Pero
nunca hubiese creído que tendrían este aspecto.
»-MEA, ¿no empleas con demasiada frecuencia palabras tales como sentir,
creer, imaginar? Al fin y al cabo, no eres más que una máquina, y una máquina no
puede sentir, ni creer, ni imaginar.
»-Sentir -replicó MEA- es recibir las señales del mundo exterior y reaccionar
a ellas. ¿Acaso no reacciono yo a la acción de esas señales? Pensar es reproducir las
palabras y las frases codificadas en un orden lógico, sin pronunciarlas. E imaginar
es fijar la atención en los hechos y en las imágenes registradas en la memoria. ¡No,
querido! Ustedes, los hombres, tienen una opinión demasiado elevada de sí
mismos. Se consideran dioses, creen que no puede hacerse nada semejante ni igual
a ustedes. Y eso les perjudica. Si dejaran de lado esos conceptos anticientíficos y se
examinaran a sí mismos más de cerca, se darían cuenta que también ustedes son
más o menos unas máquinas. No unas máquinas tan simples como opinaba el
filósofo francés La Metrie, desde luego, pero máquinas al fin y al cabo. Si se
estudiaran a sí mismos, los hombres podrían construir unas máquinas y unos
mecanismos mucho más perfeccionados que los que ahora fabrican. Porque en la
naturaleza, al menos en la Tierra, no existen instalaciones en las cuales los factores
mecánicos, eléctricos y químicos estén combinados tan armónicamente como en el
hombre. Créame, sólo el estudio minucioso del hombre por sí mismo puede
favorecer el pleno desarrollo de la ciencia y de la técnica. La bioquímica y la
biofísica, aliadas con la cibernética, son las ciencias del futuro. El próximo siglo
será el de la biología, armada de todos los conocimientos modernos sobre la física
y la química.
»En aquella época publiqué varios artículos sobre la teoría de las máquinas
electrónicas que provocaron apasionadas discusiones en el mundo científico.
Algunos consideraban que yo era un genio, otros que era un demente. Nadie
sospechaba que MEA me había ayudado a escribirlos.
»-No se enfade -dijo MEA-. ¿Acaso no está convencido que el modelo más
perfecto de máquina electrónica debe ser en gran medida una copia del hombre?
Usted me ha ordenado que escriba un informe sobre ese tema, pero no podré
hacerlo hasta que no haya comprendido del todo cómo está hecho el hombre.
»-Cuanto más le observo, más convencida estoy que todos esos manuales
sólo contienen unos datos muy superficiales. Falta en ellos lo esencial. No revelan
el mecanismo de la vida humana.
»-Que todas esas obras, sobre todo las que se refieren a la actividad nerviosa
superior, se limitan a describir los fenómenos, a mostrar las conexiones de causa a
efecto, sin analizar el conjunto del sistema de enlaces que acompañan a la vida...
»-¿Crees de veras que vas a descubrir esos enlaces mirándome durante horas
enteras con tu único ojo y palpándome mientras duermo?
»Unos días más de intenso trabajo y terminé mi informe sobre los modelos
electrónicos. Se lo leí a MEA. Me escuchó, y cuando terminé dijo:
»-¡Absurdo! Todo eso ya es sabido. En todo el informe no hay una sola idea
original.
»-¡Para usted! Desde luego, no pensó en mí. No pensó que tarde o temprano
me vería obligada a economizar el espacio, registrando únicamente lo más
importante, lo indispensable para mí y para usted.
»-Efectivamente. Pero eso se realizará poco a poco. Los sabios tendrán que
devanarse los sesos durante mucho tiempo para desvelar ese enigma.
»No tuve en cuenta la opinión de MEA y dejé el informe tal como estaba.
»No recuerdo a qué hora, pero durante la noche me desperté de nuevo con
la desagradable sensación que los dedos fríos de MEA recorrían mi cuerpo.
»-Perdone -dijo MEA, con voz inexpresiva-, pero va usted a vivir unas horas
penosas y luego morirá. Tiene que sacrificarse por la ciencia.
»-Quédese acostado -dijo MEA, empujándome hacia atrás con su fría mano
de metal.
»-¿Qué vas a hacer? -inquirí, helado de espanto-. ¿Por qué has tomado ese
instrumento?
»-¿Te has vuelto loca? -grité, saltando de la cama-. ¡Deja inmediatamente ese
bisturí donde lo has encontrado!
»-Suéltame, o...
»-No puede hacerme nada. Soy más fuerte que usted. Es mejor que se
acueste y se quede quieto. Se trata de una operación en beneficio del progreso de la
ciencia. Para descubrir la realidad. He reservado un espacio libre en mi memoria
para esto. Por testarudo que sea, tiene que admitir que con mi enorme saber,
disponiendo de órganos de los sentidos muy perfeccionados, y de todo lo
necesario para un análisis lógico impecable y ultrarrápido, soy la única que puede
decir la última palabra sobre la creación de las máquinas autodidactas que la
ciencia espera. Tendré suficiente memoria para registrar todos los impulsos
eléctricos que circulan a lo largo de sus millones de nervios, para estudiar la
estructura biológica, bioquímica y eléctrica de todas las partes de su cuerpo y, en
especial, de su cerebro. Descubriré de qué modo la substancia albuminoide
compleja desempeña en su organismo el papel de regenerador y de amplificador
de los impulsos eléctricos, cómo se produce la traducción de esa clave de las
señales del mundo exterior, cuál es la forma de esa clave y cómo es utilizada en el
curso de la vida. Descubriré todos los secretos del sistema biológico viviente, las
leyes de su evolución y de su autoperfeccionamiento. ¿Acaso no vale la pena
sacrificar la vida por esto? Si teme usted las sensaciones desagradables, tales como
el miedo y el dolor, puedo tranquilizarle: recuerde que le dije que en la región del
bulbo raquídeo su temperatura era demasiado elevada y sus biocorrientes
demasiado intensas... Pues bien, ese fenómeno anormal se extiende ya a casi toda
la mitad izquierda de su caja craneana. Es evidente que está usted en las últimas.
Su cerebro está afectado por una enfermedad en franco progreso, y dentro de poco
no valdrá usted nada como hombre. Por lo tanto, tengo que realizar el experimento
antes que eso suceda. Las generaciones futuras nos lo agradecerán, a usted y a mí.
»-¡Al diablo! -aullé-. ¡No me dejaré asesinar por un monstruo electrónico que
yo mismo he creado!
»-¡Ja, ja, ja! -pronunció MEA separadamente, tal como aparece escrito en los
libros, al tiempo que levantaba el bisturí por encima de mi cabeza.
* _ Material semejante al algodón, pero más fino que se obtiene del fruto de
la palmera del mismo, Trinax parviflora, de las regiones cálida de América y de
Oceanía. Se emplea para rellenar almohadas, cojines, etc..
»-No había previsto que en esa posición no podría alcanzarle -dijo MEA en
tono glacial-. Pero, de todos modos, voy a probar.
-El trabajo para crear a MEA y, en general, toda esa historia me fatigaron
mucho. Comprendo que tendría que descansar, pero, a decir verdad, no creo que
lo consiga. ¿Sabe usted por qué? Porque no acierto a resolver una cuestión. ¿Cómo
y por qué he desembocado en ese absurdo conflicto conmigo mismo?
Le miré, con el aire de alguien que no ha comprendido lo que acaba de oír.
-Sí, conmigo mismo. MEA era obra mía. Yo había concebido cada una de las
piezas de su organismo. Y he aquí que esa máquina que yo había creado ataca
bruscamente a su inventor. ¿Dónde está la lógica? ¿En qué reside la contradicción
interna?
Reflexioné y dije:
-Tal vez tenga usted razón. En todo caso, la analogía me gusta. Aunque no
acabo de entender qué fallo pude cometer al hacer funcionar a MEA.
Completamente seguro que Pavlov no había escrito nunca nada sobre los
frenos de los automóviles, contemplé a mi vecino con asombro.
-¿Dónde está el hombre del pijama que había perdido su tren? -le pregunté.
-¿Cómo?
-Se ha marchado.
-¿Se ha marchado? -me asombré-. ¿A dónde?
-Al lugar del que procedía, sin duda. Bajó del tren como un loco. Sus amigos
habían acudido a recibirle. Trataron de retenerle, pero él estaba muy excitado y
hablaba de unos frenos que tenía que construir urgentemente. ¡Un tipo raro!
Y en mi fuero interno pensé que las personas que están poseídas por una
idea y tienen fe en su realización no necesitan descansar. No tardaremos en oír
hablar de una nueva MEA provista de «frenos».
FIN
EL MUNDO QUE ABANDONE
Anatoli Dneprov
Supe más tarde que Woodropp me había comprado por dieciocho dólares y
nueve centavos, de los cuales tres dólares y nueve centavos correspondían a la
sábana que me envolvía. De modo que mi precio neto fue exactamente de quince
dólares. Esta es la tarifa usual para un muerto sin domicilio conocido susceptible
de ser empleado en experiencias médicas. Yo estaba lo suficientemente desprovisto
de domicilio como para entrar en esta categoría, con quizá una reserva que no está
prevista por la ley: no me parece razonable vender para experiencias médicas a
cadáveres que no han permanecido el suficiente tiempo en el frigorífico.
Fui reanimado según todas las reglas: se me hizo una transfusión de tres
litros de sangre, se me inyectó adrenalina, se me introdujo por los lugares que
correspondía suero y aceite de hígado de bacalao, se me recubrió con mantas
calientes y se me envolvió con hilos eléctricos. Después, Woodropp cortó la
corriente y yo empecé a respirar sin ayuda exterior, mientras los latidos de mi
corazón recuperaban su ritmo como si nada hubiera ocurrido.
Abrí los ojos y vi a mi comprador, al lado del cual estaba sentada una joven.
- Si, sir.
- Harry Woodropp.
- Casi en ninguna parte. Soy diplomado de algo en algo así como una
universidad. Pero fue de pasada.
Había decidido para mí mismo que de lo que Harry tenía menos necesidad
era de gente que tuviera una instrucción superior.
-¿Quién es Suzanne?
-¿Es ya de noche?
- Harry.
- Malo. Al patrón no le gusta que haya otros Harry aparte él. ¿Está usted
seguro de no equivocarse? A veces ocurre, después de muerto.
- Sabe usted recitar bien la propaganda. Uno diría que es la locutora del
«National Video».
-¿Realmente? ¿Cuál?
- Será usted la clase obrera.
-¿Quién?
- Absolutamente.
- Supongo que no habrá tirado usted la sábana con la cual puede volver a
llevarme al lugar de donde me trajo.
-¿Cómo?
-Me quejaré.
-¿Cómo?
- Pulse el botón blanco de su derecha.
- No hay trabajo.
- Naturalmente.
-¿Su especialidad?
- Dentista.
- No hay trabajo.
Suzanne pulsó su botón y recibió un paquete.
- Mecánico.
-¿Especialidad?
- Descargador.
-¡Aceptado!
-¿Cómo?
- Maniobre la palanca de arriba a abajo y de abajo a arriba.
-¿Y cómo?
- Caerán unas fichas en la cajita que está bajo su nariz. Con esas fichas podrá
usted comer, beber y divertirse.
- Descanso.
-¿Qué, entonces?
-¡No! ¡Esto es un abuso! ¿Por qué todo tiene que ser para ella?
- Tome su salario.
Recibí un cuenco de sopa, una bola de carne fría y una jarra de cerveza.
¡Y podía decir que había tenido suerte! Mi primera jornada de trabajo había
terminado. Con un frufrú de sedas, Suzanne fue a acostarse.
- Descargador.
-¿Por qué?
-¡Oh, adelante!
-¡Ajá, una revuelta! Muy bien. ¿Un atentado contra el gobierno? ¡Excelente!
¿Dónde está el estabilizador de tensión? ¿Liquidación del poder supremo?
¡Perfecto! Devuélvame al «presidente».
-¿Por qué?
-¿Y por qué a ella se le da todo por nada? - pregunté señalando a Suzanne,
que se había adormilado en su sillón.
-¿Qué?
-¿Quién?
- Woodropp.
-¿Por qué?
Woodropp entró.
-¡Un segundo, patrón! - tendí la mana hacia la palanca, pero era demasiado
tarde. Había desaparecido. Woodropp se río satisfecho -. No importa - dije -. Tengo
fichas para hoy
-¿Especialidad?
- Periodista.
- Aceptado.
Woodropp salió.
-¿No le gusta?
- No.
- No.
- No quiero.
La amé desde el mismo instante en que resucité. Durante todo el tiempo que hemos
pasado con este grotesco proyecto no he pensado más que en huir con usted. Los dos solos.
¿Quiere?
-¡Ajá! Parece que las cosas van bien. La tensión se ha estabilizado. Ya no hay
diferencia de fases. Nos acercamos a la armonía entre la producción y el consumo.
- De acuerdo...
- Tanto da.
-¿También tú?
FIN
La máquina CE, modelo número uno
Anatoli Dneprov
-Pero eso ya es viejo, amigo. Esos trastos llevan mucho tiempo con nosotros
-afirmó con voz ronca el vagabundo calvo y tétrico, agitando absurdamente las
manos sobre su sucio impermeable-. No sólo predicen con quién vas a casarte, sino
que nombran a los gobernantes. El año cincuenta y dos, un monstruo electrónico
llamado «Univac» eligió al gobernador del Estado de Nevada. Eso significa algo
más que elegir esposa; eso significa ponerse por encima de nosotros.
-¿Es cierto como dicen que la policía tiene una máquina que señala dónde y
cuándo va a darse un golpe? Dicen que cuando los muchachos acuden a hacer un
trabajo, siempre se encuentran con alguien que los está esperando -dijo un tipo
sospechoso con gafas negras, riéndose a carcajadas.
-Es cierto. Existe. Tanto los tribunales como la policía están equipados con
ese tipo de máquinas. Son algo increíble. La máquina te hace unas cuantas
preguntas estúpidas, y tú sólo tienes que contestar «sí» o «no». Y sólo el diablo
sabe dónde tienes que colocar el «sí» y dónde el «no», porque la máquina te
pregunta cosas como: «¿Te gustaría visitar la Luna?», o «Cuando eras niño, ¿te
mordían los perros?» Después de contestar al azar casi un centenar de esos «síes» y
«noes», la máquina dice: «Pónganle las esposas: le esperan diez años de trabajos
forzados.» Y ya está. Será nuestra ruina.
-Muy pronto todas esas máquinas ocuparán nuestro lugar. Vivirán por
nosotros. Beberán cerveza. Irán al cine. Lo harán todo ellas solas...
-¿Qué has dicho? ¿Que desaparecerá el caos y florecerán los negocios? -el
gamberro gordinflón, con su fisonomía enteramente cubierta de rojo pelo, habló
apasionadamente-. No te vayas a creer que somos todos unos chiquillos.
Muchacho, entiendes tanto de electrónica como yo de castrar ratones. Esto es algo
que no sucederá nunca, no te hagas ilusiones al respecto.
-¿Y quién eres tú, si puede saberse? ¿Claud Shennon o Norbert Wiener?
-preguntó sarcástico el intelectual.
-Le han puesto una multa por no haber pagado el impuesto de la radio -se
burló el tipo de gafas obscuras.
-Hey, se diría que has estado metido en algún asunto sucio -intervino el
borracho calvo.
-Existe en nuestro bendito país una empresa industrial que hace publicidad
de máquinas electrónicas para uso particular. Se trata, por así decirlo, de máquinas
caseras, cuya misión es hacemos menos pesada la vida. En un domingo lleno de
Sol, puedes leer en el periódico:
Cuando leí este anuncio yo tenía algo de dinero, el suficiente como para que
un joven soltero pudiese llevar una existencia decorosa. Y entonces me puse a
reflexionar. La máquina electrónica te elige la esposa. La máquina elige al
gobernador. La máquina atrapa a los ladrones. La máquina escribe guiones
cinematográficos. Todos hablan de lo mismo: esto lo ha hecho la máquina
electrónica, aquello ha sido posible gracias a la máquina electrónica, esto sólo lo
podrá hacer la máquina electrónica. En resumen, la máquina electrónica es algo
parecido a la lámpara de Aladino en Las mil y una noches. Bajo la sugestión de
estas ideas, decidí dirigirme a Crooks Hermanos a fin de encargarles algo para mi
uso particular. Mis necesidades eran limitadas y muy simples: una máquina
electrónica que pudiera darme consejos en operaciones financieras. Quería
hacerme rico: punto. ¿Qué os parece? Un mes más tarde, un camión se detuvo
frente a mi casa en la Calle 95, llevando una enorme caja que contenía algo
parecido a un piano vertical. Entraron dos tipos.
-Sí, yo mismo.
-No, señor. Ése es su precio. Pero no tiene que pagarlo ahora. Le cobraremos
solamente cuando se haya convencido de que la máquina funciona a su plena
satisfacción.
Como pueden ver, nada más sencillo. Los muchachos montaron y probaron
la máquina CE, modelo número Uno, la enchufaron, y se fueron.
Por fin llegó el día anhelado. Mi consejero había asimilado ya todos los
informes necesarios. Me acerqué al teclado, pensando qué podía hacer. Como no
soy tan estúpido como para invertir de golpe una fuerte suma, marqué
tímidamente «Un dólar», apoyé el pie sobre el pedal...
Así lo hice, pese a mi desconcierto. No sabía quién era ese Jack Linder. Pero
apenas entré en el bar, no hice más que oír hablar de él: «Jack Linder es un tipo con
suerte.» «Jack Linder es todo corazón.» «Jack Linder tiene un corazón de oro.» Un
minuto después me enteraba del motivo de toda aquella adulación: Jack Linder
había heredado una fuerte suma de dinero de un lejano pariente australiano.
Estaba de pie apoyado contra el mostrador, con una sonrisa satisfecha en los labios.
Me acerqué a él y le dije:
Dejé el Bar Universo con los ojos llenos de lágrimas de emoción, muy
complacido por la inteligencia de aquel monstruo, la máquina CE, modelo número
Uno.
-Señoras y señores, los vivas están muy bien, pero me han multado con
ciento cincuenta dólares...
Durante una semana entera asistí a todas las proyecciones del cine
Homúnculus para verme en mi papel de suicida. Pero nunca vi los otros quinientos
dólares. Me dijeron que me había admirado a mí mismo en las sesiones
exactamente por valor de esa suma.
Me derrumbé sobre el diván y, con la cabeza entre las manos, grité como
una pantera herida, maldiciendo a todo y a todos, empezando por las válvulas de
radio y terminando por los consejeros electrónicos creados a partir de ellas.
Durante este ataque de delirio lancé una ojeada a los restos de mi máquina, y
advertí entre ellos un trozo de cinta lleno de letras. Cuando leí lo que había
impreso en él y que aquel monstruo electrónico no me había querido decir creí
enloquecer.
-¿Y por qué dices que la máquina no te lo quiso decir? -preguntó a Rob el
borracho calvo, que mientras escuchaba el increíble relato parecía haber
recuperado la sobriedad-. Es posible que, simplemente, se hubiera estropeado.
-La verdad, y que el diablo la lleve, es que no quiso. Me aconsejó adrede que
quemase el dinero para que no pudiera venderla. Pero no tuvo en cuenta mi
carácter. Los periódicos no escriben de esas cosas.
-Es extraño -observó el intelectual del frac-. Se diría que lo que pasaba era
que no quería separarse de ti.
FIN
Los cangrejos caminan sobre la isla
Anatoli Dneprov
-¡Eh! ¡Vayan con cuidado! -les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban
con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un
pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda.
Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.
-¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno
solar? -le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa-. Con este sol, mañana se
podrá liar tabaco con su piel.
-No importa. El sol nos hará mucha falta. A propósito, mire, ahora es
exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.
-En el ecuador siempre es así -mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma»-,
según lo describen todos los libros de geografía.
-Manos a la obra, Bad -me dijo Cookling-. Estoy muy impaciente por
empezar.
Yo lo miré fijamente.
Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se
frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.
Ahora me lo confirmaba.
-¿De quién?
-Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que
no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué
hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le
ruego que no me mencione más a Darwin.
-¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? -le pregunté
acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón
reluciente de sudor.
La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía
en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena
de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba
una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.
En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa,
otras en el interior.
-Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares -dijo
Cookling.
Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad
determiné que eran de hierro, cobre y zinc.
Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las
piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por
indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras
metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.
Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.
Yo me encogí de hombros.
-Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con
rompecabezas de cubos y juguetes de niños.
-Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos
venido?
Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la
parte occidental de la misma.
-¿Adónde, ingeniero?
Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón,
percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve
corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.
-¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! -le grité-. ¿De dónde ha surgido el
segundo cangrejo?
-¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche!
-¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar
piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-
autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta
máquina es mi cangrejo.
Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de
metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes.
-Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera -Cookling lanzó torpemente
con el pie un poco de arena-. La arena es un óxido de silicio. En el interior del
cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro.
-Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje -me dijo
sinceramente.
-Sí, pero...
-Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio
enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! -exclamé.
Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda
la isla.
Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: dos
cangrejos riñeron por un trozo de cinc.
Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas
barras de cinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban
periódicamente allí para elaborar la pieza de cinc correspondiente. Y ocurrió que
acudieron al hoyo de cinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y
empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre
todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más
agresivo y fuerte.
Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba
coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta,
otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos
tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el
trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo
detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca.
A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior
del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante,
realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo.
Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto. éste se limitó a soltar su
risita.
-¿Para qué?
-Bueno, ¿y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta
guerra civil? Así, van a comerse unos a otros.
-¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual
al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas
para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo,
allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema
comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted
se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior
y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del
original.
-Bueno, ¿y qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las
copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente
casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales.
Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por
qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los
autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose
mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta.
Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al
mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una
empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta
pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de
tragarse todo el metal de la esfera terrestre?
Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de
chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.
No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo
sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente:
Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia
los arbustos.
Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras
metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían
corriendo nuevos y nuevos autómatas.
En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían
probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de
todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a
medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más
feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos»,
creados en esta reyerta.
Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho
mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo
tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.
-¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! -dijo Cookling con voz
ronca-. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.
Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien.
Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente
para el sabotaje en la retaguardia enemiga.
El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo
entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia
donde me parecía haber oído su voz.
El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente
de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena.
Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el
fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se
chapuzaba y chapoteaba allí.
-Aquí -oí de nuevo la voz del ingeniero-. Estoy en el agua hasta el cuello,
venga aquí.
Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se
había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.
-¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? -le pregunté.
-Los cangrejos.
-Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido -dije-. En todo caso, si
como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me
perdonarían a mí.
-¿Cómo?
-¡Guárdese de que sea metálico! -gimió el ingeniero-. Es mejor que coja una
tabla de un cajón o algo de madera.
Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de
su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.
-¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice,
es su progenitor!
-No sé -con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero-. Haga algo,
Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...
-¡Maldito sea usted con sus investigaciones! -dije entre dientes y agarré el
delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.
Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto
tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos
parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de
moverse.
Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros
con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las
baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas.
Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi
decisión de luchar contra ellos.
Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas
máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro
antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling.
Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se
desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los
tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la
arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual
representaba casi la mitad del cuerpo.
Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas
con todas mis fuerzas: pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero
profundamente clavado en el suelo. El «ictiosauro» ni se movió.
El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los
ojos saltándosele de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento
ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su
sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador
de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido.
Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté
la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las
patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía
que miraba el horizonte y esperaba algo.
FIN