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Varios Autores

Lo mejor de la Ciencia Ficción Soviética


I
LA ESCALA DEL TIEMPO

Alexander y Serguei Abramov

Regresaba de una sesión de tarde del Consejo de Segundad con Ordinsky,


mi colega de Moscú, al que todo el mundo en el Centro de Prensa de la ONU
tomaba por un polaco como yo, probablemente a causa de su apellido Ordinsky,
Glinsky a los estadounidenses todos les suenan igual. Le sugerí que fuéramos a
algún sitio a pasar lo que quedaba de la tarde, pero estaba ocupado, de modo que
me tuve que hacer a la idea de una cena en solitario. Detuve el taxi en un bar de
tercera categoría llamado Olympia. Mi hotel estaba tan sólo a unas manzanas de
distancia y, si las cosas iban mal, siempre podría volver a él a pie.

En el bar me conocían, y Anthony, el camarero, normalmente lánguido, ni


siquiera me preguntó lo que quería, sino que apareció en un abrir y cerrar de ojos
con una cerveza y un bocadillo de salchicha. El bar estaba desierto excepto en un
rincón tras la cortina de la entrada, donde estaban cenando dos chicas que nunca
había visto antes, y la barra, en la que un enjuto viejo que llevaba puesto un
impermeable cono estaba bebiendo whisky. Me lanzó una rápida mirada, le
preguntó a Anthony algo, y luego, sin pedir permiso, se sentó a mi mesa. Fruncí el
entrecejo.

—Una reacción espontánea y franca —rió—. ¿No le gustan las amistades al


azar?

—Para ser sincero, no mucho.

—Eso es bastante extraño en un periodista. Cualquier persona conocida al


azar puede ser una fuente de información.

—Prefiero obtener mi información de otras fuentes —dije.

—Eso es lo que me ha contado Anthony. Se dedica usted a comadrear en los


pasillos de la ONU, y cree que eso es periodismo.

Me encogí de hombros. No iba a empezar a pelearme con todos los que se


dirigían a mí.

—Naturalmente, es usted polaco —me dijo, habiéndome en polaco—. Por


desgracia, no estoy preparado para enjuiciar sus escritos, ya que no estoy
familiarizado con los periódicos polacos actuales. Recuerdo el Golos Poranny y el
Kurier Tsodzienny, pero no he leído nada en polaco desde el cuarenta y cuatro.

—En el cuarenta y cuatro yo tenía cuatro años.

—Y yo tenía cuarenta. Para evitar cualquier equívoco, definiré mi posición


política —Me hizo una inclinación de cabeza, seca y militar—. Leszczycki,
Kazimierz—Andrezj, ex mayor de la "Armia Krajow". Aquí les gustan los nombres
largos, pero en Polonia, por aquel entonces, bastaba con un apodo. No importaba
cuál fuera este apodo, lo que importaba era repetir una y otra vez los términos
libertad, igualdad y fraternidad, y los repetimos mucho, antes de que lo
enviásemos todo al infierno. Yo lo estuve haciendo hasta que los ingleses me
llevaron a Londres y, una vez allí... me vendieron a los Estados Unidos.

No le comprendí.

—¿Qué quiere decir con eso de que lo vendieron?

—Bueno, lo expresaré de una manera más suave... Digamos que me


entregaron; me pusieron algo en una bebida, tanto a mi como a mi jefe, el doctor
Holling, nos metieron en un submarino, y nos llevaron al otro lado del océano.
Ahora ya puedo presentarme: antiguo colega de Einstein, ex profesor de la
universidad de Princeton, y creador de una teoría del tiempo discreto que ahora ha
sido oficialmente rechazada por la ciencia. La triste suma de muchas, muchas
cosas.

—¿Y qué hace ahora? —pregunté cautamente.

—Bebo.
Se alisó el canoso cabello que le brotaba como las púas de un erizo sobre una
alta frente y una aguileña nariz: tenía el aspecto de un Sherlock Holmes veinte
años más viejo o de un Don Quijote al que le hubieran afeitado barba y patillas.

—No crea que soy un borracho impenitente. Es sólo una reacción a diez años
de aislamiento en los que no fui a ningún sitio, no leí nada, no vi a nadie, sólo
trabajé hasta derrumbarme en un problema científico que era una gran apuesta.
Eso es todo.

—¿Fracasó? —dije con simpatía.

—Hay algunos éxitos que son más peligrosos que los fracasos, y es el peligro
lo que me ha arrastrado hasta las profundidades de esta gran ciudad, de vuelta con
mis compatriotas.

—No hay muchos aquí —indiqué.

Hizo tal mueca que hasta le temblaron las mejillas.

—¿Qué es lo que puede verse desde los pasillos de la ONU o desde las
ventanas de su hotel? Tome un autobús y vaya a donde le lleven sus ojos, gire en
alguna callejuela maloliente, y busque no un supermercado, sino un café que
venda pastelillos caseros. Allí los encontrará a todos: desde los antiguos hombres
de Anders hasta los bandidos de ayer.

De nuevo hizo una mueca. La conversación había tomado un giro que no me


interesaba demasiado, pero Leszczycki no se dio cuenta: o bien estaba afectado por
el alcohol, o simplemente necesitaba hablar con alguien.

—Son capaces de muchas cosas —prosiguió—. De llorar por el pasado, de


maldecir el presente, de jugar toda la noche, y no disparan peor que los italianos de
la Cosa Nostra. Simplemente hay una cosa que no saben cómo hacer, y es
acumular capital o regresar a sus casas en el Wisla. No les molesta la reunión de
Gomulka con Kadar, pero se pasan toda una noche hablando de mi tocayo
Leszczycki, o le matan a uno si sabe dónde están ocultas las cartas.

—¿Qué cartas? —dije, más interesado.

—No sé Leszczycki era el agente de algunos jefes del hampa. Dicen que sus
cartas podrían hacer que algunos fueran devueltos a Polonia y otros llevados a la
silla eléctrica. Parece ser que no hay ni un solo polaco en la ciudad que no sueñe en
encontrarlas.

—Yo soy ese uno —me reí.

—¿Cuál es su apellido? —me preguntó repentinamente.

—Waclaw.

—Entonces le llamaré Wacek... Como soy lo bastante viejo como para ser su
padre, tengo derecho a usar ese diminutivo Lo cierto es, Wacek, que es usted un
cachorro, un animal joven. Usted no ha vivido, sólo ha crecido. Usted no se perdió
en las catacumbas de Varsovia, ni ha tenido que pasar un tiempo en los bosques y
los pantanos después de la guerra. Por aquel entonces estaba usted mamando
leche y yendo al colegio. Luego lo enviaron a la universidad, y alguien le enseñó a
escribir notas para un periódico, y otro alguien le preparó un viaje a América.

—Eso no es poca cosa —comenté.

—Trivialmente poca. Incluso en esta monstruosa ciudad espera usted vivir


en un capullo. Cree que no le pasará nada si vuelve a casa antes de medianoche. Y
luego bye—bye. Déme el brazo.

Me dobló el brazo y palpó los músculos.

—Hay algo aquí —dijo—. ¿Ha hecho algún deporte?

—Un poco de boxeo. Pero lo dejé.

—¿Por qué?

—No hay futuro en eso —dije indiferente—. Uno no puede llegar a ser
campeón, y no lo necesita para vivir.

—¿Y cómo lo sabe? ¿Y si repentinamente lo necesitara?

—No se preocupe por mi futuro —le corté. E inmediatamente lamenté mi


sequedad. Pero no pareció ofendido en lo más mínimo.

—¿Y por qué no iba a preocuparme por él? —me preguntó.

—Aunque no sea por otra razón, por el simple hecho de que muy pocos
futuros me convencen.

—Puede elegirlo usted mismo. Yo le daré el empujón.

Fue muy rudo por mi parte, pero no pude contenerme y me eché a reír.
Tampoco pareció ofendido esta vez.

—¿Se pregunta cómo le empujaré? Así, —me mostró en su palma algo que
parecía una cajetilla de cigarrillos con un extraño brillo lila, metálico, en su tapa. En
el otro lado parecía haber unos botones planos.

—Gracias —dije—. Pero acabo de apagar uno.

—No es una pitillera —me corrigió pedantemente, al tiempo que ocultaba


de nuevo el objeto en su bolsillo, como si temiese que yo le fuera a dar una mirada
más escrutadora—. Si tuviera que compararlo con algo, lo haría con un reloj.

—Pero no he visto ni esfera ni agujas —dije cáusticamente.

—No mide el tiempo: lo crea.

Su extraño aire de triunfo no me convenció. Todo estaba muy claro: el genio


solitario, inventor del "perpetuum mobile", el científico loco de las novelas de
Taine. Me había encontrado con algunos de su especie en la oficina de mi periódico
en Varsovia. Pero Leszczycki no se fijó en mi involuntaria y escéptica sonrisa.
Mirando a algún punto inconcreto a través de mí, pareció pensar en voz alta:

—¿Qué es lo que sabemos acerca del tiempo? Algunos lo consideran una


cuarta dimensión, otros una sustancia material. Es extraño. La paradoja de Einstein
y el repiqueteo de un despertador por la mañana son incompatibles. Y continuarán
siéndolo durante mucho, hasta que el tiempo nos revele sus secretos. ¿Es arbitrario
o determinado, continuo o irregular, finito o infinito? ¿Tiene un principio, o
nuestro pasado es tan ilimitado como nuestro futuro? ¿Y hay un cuanto de tiempo,
como lo hay de luz? Es en este punto en el que divergí del gran Einstein. Fue en
este punto cuando hasta Gordon, atrevido entre los atrevidos, aulló: «¡Es
demasiado loco, Leszczycki, demasiado loco para ser cierto!»

—Y, ¿no cree, señor Leszczycki? —traté de interrumpir aquel monólogo que
para mi resultaba casi incomprensible. Pero Leszczycki me cortó de inmediato,
mirándome como alguien que ha sido despertado inesperada y rudamente:
—Perdóneme, Wacek, me había olvidado de usted. ¿Estudió alguna vez
matemáticas?

Murmuré algo acerca de logaritmos.

—Eso es lo que imaginaba. No se preocupe. Trataré de explicárselo dentro


de sus límites. Representamos la esencia física del espaciotiempo de una forma
muy simplificada. Es más complejo de lo que parece. Si la cadena de los
acontecimientos en el tiempo, no sólo en el mundo sino en la vida de cada
individuo, fuera representada por algún tipo de línea convencional en el espacio
tetradimensional, entonces a cada punto a lo largo de esta línea los acontecimientos
y el tiempo se bifurcarían, cambiando y variando a lo largo de una infinita
variedad de senderos, y en cada punto de esas bifurcaciones se volverían a bifurcar
de nuevo en diversos sentidos, y así indefinidamente. Es como un árbol. ¿Quién
puede saber en qué hoja aparecerá la gota de savia que se alza del suelo?

—¿Quiere decir que la víctima podría escapar del asesino, o el general evitar
la batalla, si pasasen a una diferente rama del tiempo en un momento
determinado? Debe estar usted bromeando, señor Leszczycki.

Pero Leszczycki no estaba bromeando.

—No cabe duda —insistió—. Sólo hay que hallar el punto de bifurcación.

—¿Y quién puede hacer eso?

—Yo puedo hacerlo, un poco. ¿No le interesa saber por qué puedo hacerlo?

—No ¿Por qué un poco?

—La reconstrucción del tiempo hasta en la escala de un año es un proceso


complejo. Se necesita una gran cantidad de energía: millares de millones de
kilovatios, y yo he tenido que trabajar como un alquimista, más o menos como el
solitario psicópata científico que sin duda ha imaginado usted. Así que, por el
momento, sólo he hecho un selector. Naturalmente, este término es sólo
aproximativo, pero el aparato tiene una función selectiva: selecciona el sector de
bifurcación en donde comienza el sistema de lectura diferente. Tiene una
capacidad de no más de una hora, a veces incluso menos, depende de la intensidad
de cada tiempo, y es de acuerdo con esa intensidad como se ajusta el selector,
puede escoger de todas las variantes de su futuro próximo la media hora, o la hora,
más intensa.
—¿Y luego?

—Uno regresa al punto inicial. El aparato no está adecuado para utilizar


mayor energía. Naturalmente, con las fuentes de energía de que dispone, digamos,
la física nuclear, podría reconstruir el tiempo en la escala de un siglo ¿Y quién me
iba a dar esos medios?, se preguntará usted. Probablemente el Pentágono me los
daría. Y Hitler hubiera dado media Europa por esa posibilidad en el cuarenta y
tres. Y cuando los Rockefeller comprendiesen sus implicaciones, me convertirían
en un dios. Pero en ese punto yo digo francamente «no», y cierro la tienda. La
humanidad aún no es lo bastante adulta para tal regalo.

—Pero están los Estados socialistas —dije.

—¿Para qué iban a querer reconstruir el futuro? Lo están construyendo por


sí mismos, basándose en las premisas racionales de la realidad.

—Bien, siempre está el interés de la ciencia —apunté, tratando de aplacarlo


un poco.

—Que en ninguna forma es compatible con el interés del comercio.


Imagínese los anuncios: «Tiempos paralelos. Todas las variedades del futuro.
Regreso garantizado» ¡No! Háganselo ustedes mismos. No fue por eso por lo que
me pasé diez años en los bajos fondos científicos.

Un borracho miró desde la calle, y comenzó a tocar su armónica: no una


canción, ni siquiera una melodía, sino simplemente la escala. La tocó una y otra
vez, hasta que Anthony le gritó que aquello era un bar y no el Carnegie Hall, ante
lo cual se silenció la escala.

—El gran Stokowsky comparó en cierta ocasión una escala a una escalera
ascendida por un sonido camaleón. Si lo desea, puedo modular su siguiente media
hora escala arriba. ¿De acuerdo?

—¿Vale la pena? —dije, haciendo una mueca—. ¿Qué es lo que puede pasar
en la próxima media hora?

No contestó. Nos quedamos en silencio, yo con la intención secreta de


sacármelo de encima, él con una inexplicable hosquedad comprimiendo sus labios
casi exangües ¿Timador o loco? Lo más probable es que fuera lo último.

Unos diez minutos más tarde nos vimos atrapados por una lluvia de una tal
intensidad bíblica que apenas si logramos llegar al refugio de un alero situado
sobre una escalera de piedra que descendía hacia una tienda de verduras
semisubterránea.

Miré mi reloj: eran las diez menos cinco. Por hábito, me lo llevé al oído.
Todavía funcionaba.

—Aún sigue lloviendo —murmuró Leszczycki—, y no hay taxis.

—Alguien viene —dije, atisbando por entre la cortina de agua.

Dos puntos de luz aparecieron girando la esquina, atravesando como dos


focos gemelos las cataratas de lluvia: los faros de un coche color amarillo brillante.

—¡Hey! —grité, saliendo de debajo del alero—. ¡Aquí!

—Esto no es un taxi —dijo Leszczycki. Pero el coche frenó y, lentamente,


siguió avanzando a lo largo de la acera. No se detuvo, simplemente se abrió un
poco una ventanilla, y por la rendija apareció el oscuro cañón de un arma.

—¡Al suelo! —gritó Leszczycki, tirando de mi. Pero ya era demasiado tarde:
las dos ráfagas del arma automática fueron más rápidas. Algo me golpeó con
fuerza en el pecho y en el hombro, derribándome contra el pavimento. Leszczycki
se había doblado de una manera extraña, y estaba cayendo lentamente a una
posición sentada, como si sus articulaciones, rígidas, ofrecieran resistencia.

La última cosa que vi fue la mancha roja en su rostro, allá donde antes había
estado la boca.

Unos zapatos con protecciones metálicas resonaron sobre el pavimento.

—Uno de ellos aún está con vida —dijo alguien.

—De todas maneras morirá, pero no son ellos.

—Ya lo veo.

La bota con refuerzo metálico me golpeó en la cabeza. No noté el dolor. Algo


se había roto en mi cerebro.

Luego oí la voz de alguien:


—Es otro de los trucos de Elzbeta.

—Me gustaría ocuparme de ella.

—Ve a decírselo a Copecki.

No oí más. Todo se apagó. Las voces y la luz.

Abrí los ojos y miré mi reloj Las diez menos cinco. Estábamos como antes en
la escalera, bajo el alero.

—Crucemos a la esquina —sugerí—. También allí hay un alero.

—¿Por qué?

—Conseguiremos antes un taxi. Aquello es una esquina.

—Vaya usted —dijo Leszczycki—. Yo me quedaré aquí.

Corrí hasta la esquina, al otro lado de la calle. Mi cabello y gabardina


quedaron empapados de inmediato. Además, el alero de aquel lado era más
estrecho, y por consiguiente también lo era el trozo de asfalto bajo el mismo; la
inclinada cortina de agua me mojaba las piernas. Apreté la espalda contra la seca
puerta y repentinamente, noté cómo cedía. Empujé con más fuerza y me hallé tras
ella, en medio de una completa oscuridad. Mi mano extendida golpeó algo cálido y
suave; lancé una exclamación.

—Silencio; y tenga más cuidado, casi me ha atravesado la mejilla —susurró


alguien, mientras una mano invisible me empujaba hacia delante—. La puerta está
frente a usted Verá un pasillo y una habitación al final del mismo. Cuando entre...

—¿Por qué debería hacerlo? —interrumpí.

—No tenga miedo. Es ciego, aunque dispara con buena puntería. Muéstrese
amable. Charle con él un rato, y espéreme. Regresaré pronto. —Una sonrisa
coqueta, y la puerta de la calle volvió a abrirse y se cerró de golpe,
inmediatamente. Tiré de ella. No cedió, y no podía hallar la cerradura. Llevaba una
linterna pequeña en el bolsillo, que solía usar en los pasillos oscuros del hotel. La
linterna iluminó un tenebroso descansillo y dos puertas, una hacia la calle, la otra
hacia el interior del edificio. La que daba a la calle había sido cerrada, la otra se
abrió suavemente bajo mi mano, y vi el corredor y una luz al final del mismo que
brotaba de una habitación abierta al fondo.

Tratando de no producir ningún sonido, me aproximé a la habitación y me


detuve en la entrada. Un hombre que llevaba una chaqueta de terciopelo negro y el
cabello muy largo estaba cortando cuidadosamente un hueco rectangular en las
páginas de un libro abierto. De no ser por el tono grisáceo de su cabello y las
arrugas alrededor de sus ojos, podría haber sido tomado por un joven. Estaba
sentado frente a una potente luz eléctrica: debían ser quinientos o mil vatios.
Ningún hombre con una visión normal hubiera podido soportar el estar tan cerca
de ella, pero aquel hombre era ciego.

—He encontrado un sitio ideal donde ocultarlas —me dijo en polaco—.


Mira, todas las cartas caben dentro.

Tomó el montón de cartas metidas en sobres largos y las colocó en el hueco


artificial hecho en el libro. Luego puso goma en las páginas no cortadas a los lados
del hueco y las apretó para ocultar las cartas.

—Ahora lo agitamos. —Agitó el libro, aterrándolo por las cubiertas—, ¿Ves?


No cae nada. Ni el mismísimo Poirot podría encontrarlas.

Yo permanecía inmóvil y en silencio, sin saber qué decir.

—¿Por qué estás tan silenciosa, Elzbeta? —dijo, volviéndose repentinamente


más cauto. Y luego gritó, esta vez en inglés—: ¿Quién está ahí? ¡Quédese donde
está!

Dejó caer el libro y tomó una pistola de sobre la mesa. El cañón había sido
alargado con un silenciador. Dado que la apuntaba tan exactamente en mi
dirección, resultaba obvio que su ceguera no le impedía en absoluto manejar el
arma.

—Al menor movimiento, disparo. ¿Quién es usted? —preguntó. Estaba de


pie, medio vuelto hacia mí, sin mirar, pero escuchando, como hacen los ciegos. Sin
replicar, di un rápido paso hacia atrás. De inmediato se oyó un clic... Fue un clic,
no el estampido de un disparo. La bala se clavó en el yeso, junto a mi oreja.

—Está usted loco —dije en polaco—. ¿Por qué ha hecho esto?


—Es usted polaco. Lo imaginé —No estaba sorprendido en lo más mínimo,
y no bajó la pistola—. Venga a la mesa, siéntese junto a mí, y no trate de quitarme
la pistola: lo oiría. Venga.

Maldiciéndome a mí mismo por aquella estúpida aventura, fui a la mesa y


me senté, extendiendo las piernas frente a mí. El cañón de la pistola siguió todos
mis movimientos. Ahora me apuntaba al pecho. Lo podría haber agarrado, de no
haber estado seguro de que dispararía antes.

—¿Viene enviado por Copecki? —preguntó el ciego.

—No conozco a nadie con ese nombre —dije.

—Entonces, ¿de dónde sale usted?

—De Polonia.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Salí de allí en diciembre del año pasado.

—No mienta.

—Le podría mostrar mi pasaporte, pero usted... —me detuve, confundido.

—¿Quiere decir que es usted comunista? —me interrumpió.

—Así es —respondí, desabrido. Aquel interrogatorio estaba empezando a


irritarme.

—¿Por qué está usted aquí?

Se lo dije.

—Por alguna razón, le creo —dijo pensativo—. Pero, ha visto el escondite.

Miré el libro, con el rostro de Mickiewicz repujado en su tapa

—Y las cartas —añadió en tono amenazador.

—Al infierno con sus cartas.


—Entonces, esperaremos a que ellos vengan a buscarlas. Vendrán sin falta.
Tienen que hacerlo.

—¿Quiénes son ellos? —pregunté.

—¡Ssst! —susurró, y escuchó, tendiendo su cabeza de una forma rara, no


como un hombre sino más bien como el oído en el cuento de hadas de Grimm. Yo
no podía oír nada. El silencio mezclado con el sonido de la lluvia del exterior me
rodeaba.

—¿Ha entrado alguien? —pregunté.

—Ni un sonido —respondió en un susurro—. Aún no han entrado. Ahora


están abriendo la puerta con una llave maestra. Han cruzado el descansillo.
Vienen.

Dijo esto último de una forma casi inaudible, apenas moviendo los labios.
Pude oír el débil golpear de tacones con protecciones metálicas en el pasillo.

—Quédese ahí. Yo iré tras la cortina. Bajo ninguna circunstancia debe


decirles dónde estoy. Y no tenga miedo, no empezarán a disparar. Necesitan las
cartas. Dígales que están en la cómoda junto al diván ¿De acuerdo?

Asentí. Moviéndose con la misma facilidad y ligereza que un fantasma,


desapareció tras la cortina que dividía la habitación en su rincón más lejano. Yo me
quedé sentado en la misma posición, esperando lo peor.

Dos hombres con gabardinas mojadas entraron en la habitación, empuñando


metralletas. Uno de ellos llevaba un sombrero muy deformado encasquetado hasta
los ojos. El otro tenía un semblante oscuro y no iba afeitado, con su húmedo pelo
cayéndole en bucles. Se agitó como un perro cuando sale del agua.

—¿Dónde está Ziga? —preguntaron a la vez, en polaco. Entonces comprendí


por qué al ciego no le había sorprendido que yo fuera polaco. Dije lo primero que
se me ocurrió:

—Estoy esperándole.

El que iba sin afeitar miró a su alrededor por la habitación y,


repentinamente, disparó una ráfaga de su metralleta a los pliegues de la cortina.
Esperé oír gritos, gemidos, pero no ocurrió nada. Entonces ambos se volvieron
hacia mí.

Éste es el fin, pensé, y apenas pude articular:

—¿Vienen a por las cartas? Están en la cómoda.

—¿Dónde?

Señalé hacia la cómoda situada junto al diván.

—Vaya y ábrala —me ordenó el que iba sin afeitar. Fui, y con manos
temblorosas que ya no podía controlar abrí un cajón.

En el fondo del mismo había un montón de sobres blancos alargados. El que


iba sin afeitar me empujó a un lado con su metralleta y miró al interior.

—Están aquí —dijo, y sonrió. No tuvo oportunidad de decir más. El clic


familiar sonó vanas veces desde detrás de la cortina, y tanto el hombre del
sombrero como su amigo sin afeitar cayeron al suelo, casi simultáneamente. No
recuerdo qué fue lo que golpeó primero el suelo: si sus cabezas o las metralletas
que se les escaparon de las manos.

—Se acabó. —El ciego salió de detrás de la cortina, sonriendo.

Tocó primero a uno, luego al otro, con el pie, y después se echó hacia atrás,
como un bañista que prueba la temperatura del agua.

—Lo ha hecho bien, y hasta se ha ganado un premio, señor desconocido —


dijo, entregándome lo que parecía una moneda grande—. Tome esto. Esta medalla
puede llegar a serle útil «Vivió para su patria, murió por su honor» —Se echó a
reír, y luego, repentinamente, volvió a susurrar, de nuevo escuchando algo—: Ya
vienen a por mí. No salga conmigo, voy por la oscuridad como un gato. Salga un
minuto o dos después que yo. Dejaré la puerta abierta. Y no se retrase. Un
encuentro con la policía en estas circunstancias no le resultaría muy agradable.

Tomó de sobre la mesa el libro que contenía las cartas y, sin echarse nada
encima salió de la habitación. Sus pasos no vacilaron. Nada crujió en el pasillo, ni
las maderas del suelo ni la puerta. Se movía completamente en silencio.

Esperé dos minutos, examinando la medalla que había recibido: un disco de


bronce mate que llevaba en un lado el relieve de una cabeza con una corona de
laurel, como la de un emperador romano, y en el otro una muchacha ataviada con
una túnica que abrazaba una urna sobre un adornado pedestal. Alrededor de la
cabeza imperial había una inscripción que decía: Josef Xiaze Poniatowski.
Alrededor de la muchacha con la túnica estaban las palabras que ya había oído
aquella tarde: "Zyl dla oyczyzny, umarl dla slawy" ¿Poniatowski? ¿Qué es lo que
sabía de él? Un mariscal napoleónico emparentado con el último rey de Polonia, un
gran jefe miliar y un fracasado político al que Napoleón le negó la ansiada corona
polaca. Bonaparte le engañó, no se restauró Polonia como nación, y hasta en el
apresuradamente creado Ducado de Varsovia, a Poniatowski solamente se le dio el
ministerio de la guerra. Murió espléndidamente en una de las campañas
napoleónicas, olvidado por el emperador, cuyo trono estaba empezando ya a
tambalearse. No fue Bonaparte, sino sus propios compatriotas polacos los que
habían acuñado esta medalla, inscribiéndola con las palabras «Vivió para su patria,
murió por su honor». Esta medalla debía tener un gran atractivo para ciertos
emigrantes polacos contemporáneos, pero no para mi. Era inexacta, falsa ¿Por qué
honor? ¿De quién? También los traidores han muerto por su honor, incluso
Eróstrato. Sonreí interiormente ante el sentimiento con el que se me había
entregado la medalla. ¿Cuándo y cómo podía llegar a serme de utilidad?

Me la metí en el bolsillo y, sin echar una mirada a los cadáveres, salí de la


habitación. La puerta de la calle estaba entreabierta, chirriando sobre sus goznes.
Me encontré en una calle vacía, con el repiqueteo del agua sobre el asfalto y la
amarillenta luz de las farolas brillando entre las gotas de lluvia. De nuevo corrí al
otro lado de la calle, hasta el alero bajo el que se encontraba Leszczycki. Aún estaba
allí, contemplando los chorros de agua que danzaban frente a una luz. Y de nuevo
me pareció que la cortina de lluvia se duplicaba, como si yo fuera un hombre que
lo ve todo doble tras sentirse sobrecogido por un vértigo.

Miré mi reloj: las diez menos cinco, ¡Qué extraordinario! Pero si al menos
había pasado media hora con Ziga. Me llevé el reloj al oído. Seguía funcionando.

—Aún llueve —dijo Leszczycki sin mirarme—. Y no hay taxis.

—Allí hay uno. Vamos —dije, y me adelanté para parar al taxi mientras
surgía de la oscuridad.

—Yo no voy —dijo, rehusando—. No me gustan los coches amarillos.


No traté de persuadirle. Subí al coche y le di la dirección al conductor. Éste
es un mundo libre, que se quede ahí si quiere hasta calarse. Entonces lamenté no
haber tomado su dirección, después de todo, era un hombre divertido. Pero pronto
me olvidé de él. Dentro del coche se estaba caliente, la velocidad a la que
viajábamos me amodorraba, y mis pensamientos comenzaron a hacerse confusos.
Traté de recordar lo que había pasado antes de mi encuentro con Ziga y no pude.
Alguien había disparado, alguien había atacado a alguien. Quizá Leszczycki me lo
había estado contando y lo había olvidado. Me parecía que en realidad me había
estado explicando algo. ¿Qué había sido? Algo le había pasado a mi memoria, tenía
una especie de vacío, una niebla en mi mente. Sólo podía recordar el último cuarto
de hora. Dos hombres habían sido asesinados por Ziga desde detrás de la cortina.
Había sucedido ante mis ojos. Y yo, sin preocuparme en lo más mínimo, había
pasado por encima de los cadáveres y había salido. Lo extraño era que el tiempo se
estaba deteniendo desde el momento en que nos habíamos protegido bajo el alero,
desde las diez menos cinco. Miré mi reloj. Ahora eran las diez. ¿Era posible que
solamente hubieran pasado cinco minutos?

Me volví hacia el conductor.

—¿Qué hora tiene usted?

En mi distracción, se lo pregunté en polaco. Pero en vez del natural: «¿Qué?


¿Qué ha dicho?», oí la familiar expresión polaca:

—¡Sangre de un perro! ¡Un compatriota! —La cansada y sudorosa cara se


abrió en una amable sonrisa que mostró encías sonrosadas y dientes rotos. Sin
embargo, aquel hombre duro vestido con ropa deportiva no era demasiado viejo:
de treinta y siete a cuarenta años, ni uno más.

Estábamos llegando ya a mi hotel cuando repentinamente frenó y se acercó


suavemente a la acera.

—Charlemos un poco, no me he encontrado con un compatriota desde hace


una eternidad. Debía ser usted un niño cuando salió de Polonia.

—¿Por qué? —pregunté—. Vine legalmente este invierno.

Se congeló de inmediato, la sonrisa desapareció de su rostro, y su réplica fue


vaga:

—Naturalmente, también es posible.


—Y usted, ¿por qué no vuelve a casa? —pregunté a mi vez.

—¿Quién me necesita allí?

—Siempre se necesitan conductores en todas partes.

Agitó sus grandes manos, tan anchas como palas, y sonrió de nuevo.

—También fui conductor en el ejército —dijo.

—¿En qué ejército?

—¿Qué ejército? —lo repitió como un reto—. En el nuestro. Desde Rusia a


Teherán, de aquí para allá, llevados de la sartén al fuego. En Monte Casino me
arrastré veinticuatro horas sobre el trasero... —Comenzó a cantar atonalmente—:
"Amapolas rojas en Monte Casino..." Y aquí estoy de nuevo tras un volante,
trabajando hasta matarme.

—Pues llene un impreso y vuelva a casa —le dije.

Escupió por la ventanilla, sin contestar. Me fijé en que no me había


preguntado nada acerca de la Polonia actual.

—¿Quién me necesita allí? —repitió—. Aquí hallaré una cosa u otra, y tendrá
su precio. Un poquito aquí y un poquito allá. Lo único que tiene que hacer uno es
encontrarlo. Hay algunos de nosotros que están ocultando algo.

—¿Algo así como cartas? —pregunté sin pensar.

Se puso totalmente tenso, como un gato antes de saltar.

—¿Qué es lo que sabe usted de las cartas?

—Un grupo las está ocultando y otro grupo las está buscando. Es divertido
—dije. Y añadí—: Ya hemos tenido nuestra charla, ya basta. Vamos a la esquina.

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó roncamente.

Encendimos.

—No puede despedirse usted así de un compatriota —me dijo con reproche
—. Sé de un lugar no muy lejos. Vamos.

Recordé cómo Leszczycki se había reído de mi cautela, y asentí con


temeridad. Grandes edificios oscuros no iluminados por anuncios se adelantaron a
recibimos; los barrios extremos de una ciudad, incluso como ésta, suelen ser
bastante oscuros. Cerré los ojos, sin intentar siquiera reconocer las calles. ¿Qué
importaba dónde estaba aquel lugar? Finalmente el coche se detuvo frente a un bar
con un cartel apagado. ¿Por qué estaba apagado?

—No lo sé. Un fusible fundido o algo así —respondió indiferente mi guía a


mi pregunta—. Hay bastante luz dentro —añadió. Y desde luego, había bastante
luz dentro.

A través de la empañada y sucia cristalera se veía una alta barra con sus
botellas, dorados y superficie metálica. En el cristal del rincón había un letrero
escrito a mano: Manan Zuber, café, té, pastelillos caseros.

El bar estaba cerrado. Mi chofer golpeó durante largo rato la puerta de


cristal antes de que viniese alguien. Después de ver quién era, el cerrojo y la puerta
se abrieron.

En la pequeña zona de la parte delantera del bar había unas cuantas mesas
vacías en las que probablemente no se había sentado nadie desde hacía al menos
una semana. Sus manteles de plástico negro estaban gases de polvo. El único
ocupante de la barra estaba de pie, con casi todo su cuerpo recostado sobre la
misma, bebiendo un vaso de algún líquido ambarino y charlando con la camarera.
Al principio no me fijé en ella, era la típica camarera de cafetería, con el pelo muy
cuidado y los ojos pintados. Aquí las deben producir en serie en alguna fábrica.
Pero, un momento más tarde, sus ojos llamaron su atención: eran unos ojos poco
comunes, inteligentes y divertidos, que ahora brillaban, ahora se empañaban, y
hasta su color parecía cambiar a voluntad de su propietaria. Su compañero movía
ocasionalmente la boca de una forma que hacia que se estremeciese la cicatriz de su
mejilla izquierda. Empecé a lamentar el haber venido.

—Es tarde, Janek —dijo reprobadoramente la chica tras la barra—. Ya


habíamos cerrado.

Pero mi guía hizo una seña autoritaria con la cabeza hacia una polvorienta
mesa, le susurró algo a la hermosa camarera, me trajo un whisky con soda y,
tomando del brazo al hombre de la cicatriz, fue con él tras la barra, donde se veía la
entrada a una bodega iluminada.

—¿También es usted polaco? —me preguntó indiferente la muchacha.

Me eché a reír.

—Ahora pregúnteme si hace mucho que estoy fuera de Polonia.

—A mí me da lo mismo —dijo ella, y se dio la vuelta. Por entonces Janek y


su compañero de la cicatriz se habían sentado a mi mesa.

—Janek dice que sabe usted algo de las cartas —dijo el de la cicatriz—. Así
que cántelo.

—Sólo lo cantaré —dije burlonamente— para el "Trybuna Ludu".

—¡Menuda amenaza! En 1945 hacíamos picadillo de la gente como usted.

—¿Quieren que llame a la policía?

—Corte ya. Esto no es Times Square. Si quiere puede gruñir como un cerdo,
y nadie le oirá.

Me volví hacia Janek.

—Es usted basura, no un compatriota.

Caracortada parpadeó, y las enormes manos de Janek se cerraron sobre las


mías, apretándolas contra la mesa. Luché sin éxito: sus manos m se movieron.

—No estuvimos en la Gestapo, pero sabemos una o dos cosillas —dijo


Caracortada dando chupadas a un cigarrillo—. Así que no va a cantar, ¿eh? —y
aplastó el cigarrillo ardiendo contra mi muñeca. Grité de dolor.

—Estáis perdiendo el tiempo —intervino la camarera—. No sabe nada.

Caracortada sonrió y torció aún más la boca. Me pasó por la mente el que si
uno le calase hasta las cejas un sombrero, sería, con todo detalle, el doble del
hombre con la metralleta que había sido asesinado por Ziga.

—Cierra la boca. Elzbeta, antes de que te la cierre yo a golpes —estalló—.


Mantenlo así, Janek, mientras traigo algo de abajo. Le soltará la lengua en un
segundo.

Bajó a la bodega, y sus botas con refuerzos metálicos produjeron un sonido


familiar en los escalones. Y aquel nombre. Me hizo dar un respingo ¿Sería también
una coincidencia?

—¡Elzbeta! —grité—. Usted tiene que saber que no tengo ninguna carta.
Estaba conmigo en casa de Ziga. Y él me dio una medalla «Vivió para su patria,
murió por su honor»

El apretón de Janek se hizo inmediatamente menos fuerte. Elzbeta (quizá,


después de todo, estuviese equivocado) salió lentamente de detrás de la barra.

—Suéltalo, Janek.

Janek dejó n mis manos sin protestar.

—¿Sabe usted conducir?

Asentí, sin comprender por qué me lo preguntaba.

—Dame las llaves del coche, Janek.

De la misma forma obediente, el hombre le entregó las llaves.

—Entretén a Woycekh en la bodega, y no salgas hasta que te llame.

Elzbeta hablaba con inexplicable autoridad, aceptando como cosa natural la


obediencia militar de Janek. No le miró, simplemente salió a la calle, abrió la
puerta del coche con una llave, metió la otra en el contacto y me señaló en silencio
el asiento del conductor.

—Apriete el acelerador a fondo hasta que llegue al puente —me advirtió—.


Tratarán de agarrarle, pero tendrá diez minutos de ventaja. Pase el puente antes
que ellos, gire en algún sitio y abandone el coche. Regrese a pie o en autobús.
Woycekh tiene un Plymouth amarillo como éste, pero el motor no anda muy bien y
no sé si le quedará gasolina. Y no me lo agradezca no tiene tiempo para ello.

Asentí en silencio, giré la llave del encendido, puse la primera y me fui tan
suavemente como me fue posible. Tenía miedo de haber olvidado cómo conducir,
por el mucho tiempo que hacia que no practicaba, pero el Plymouth se movía fácil
y obedientemente. Recuperé todo mi valor y, clavando el pie en el acelerador, me
puse tras una ambulancia que rugía ante mi y la seguí. Cuando vi el Plymouth
amarillo detrás, me decidí a adelantar a la ambulancia. Así, al menos, no se
atreverían a disparar.

¿Por qué me había llevado Janek a aquel bar? ¿Qué era lo que querían?
¿Cómo era que Woycekh se parecía tanto al pistolero muerto? ¿Por qué Elzbeta, al
principio tan indiferente hacia mí, me había ayudado luego de una forma tan
decidida? ¿Qué era lo que la había empujado: la mención de Ziga, la medalla, la
frase? No podía encontrar ninguna respuesta racional a esas preguntas. De
cualquier forma, no había tiempo. El Plymouth amarillo apareció tras de mí, o
quizá me lo imaginé. Ya estábamos llegando al puente y, adelantando a la
ambulancia, volé hacia su estructura casi luminosa, centelleante de luces. Los
policías de servicio, con sus capuchas de impermeable caladas, pasaron a mi lado y
quedaron atrás. La lluvia me salvó. Sin ella no habría podido cruzar por allí a tal
velocidad. Giré en la primera travesía que vi. En la siguiente esquina oscura giré de
nuevo, y repetí esa maniobra una y otra vez evitando las calles amplias y
concurridas, y entonces frené. El cruce parecía familiar. Abrí la puerta del coche y
corrí hacia el alero bajo la farola en el que había estado una hora antes con
Leszczycki. Me apreté contra la pared, donde estaba más seco, y di un respingo:
Leszczycki estaba de pie junto a mí, como antes, contemplando cómo las gotas de
lluvia pasaban ante la luz. Era como si acabase de surgir de la noche, la lluvia y la
débil luz de la farola. Y algún pensamiento confuso e involuntario me hizo mirar el
reloj. Justo lo que imaginaba, las diez menos cinco. Algo absurdo me estaba
ocurriendo, los acontecimientos y la gente iban y venían, y el tiempo mismo
parecía desdoblarse como la lluvia en la luz. En una órbita yo era arrastrado en un
torbellino de acertijos y sorpresas, sorbido hacia acontecimientos, golpes de suerte
y aterradoras experiencias, y en la otra permanecía prosaicamente bajo un alero,
esperando un taxi.

El vuelo del tiempo siempre comenzaba con la doliente frase de Leszczycki.

—Aún llueve, y no hay ningún taxi.

Ahora estaba comenzando de nuevo, y yo no podía detenerlo. Ya no me


controlaba a mí mismo. El tiempo me controlaba tanto a mí como a mi reloj,
devolviéndome insistentemente al mismo instante, sólo que esta vez no vi el taxi.
¿Y si fuera a pie? «No estás hecho de azúcar, no te disolverás», me decían cuando
niño. Y comencé a caminar decidido bajo la espesa lluvia, sin siquiera decirle adiós
a Leszczycki. Pero el tiempo me controlaba, y no valía la pena intentar nada.
Caminé media manzana y me detuve: dos figuras con gabardina y abultados
bolsillos se acercaron hacia mí.

—Ya empieza —suspiré, y recordé las historietas, con su invariable


repetición de personajes estereotipados. Uno de ellos llevaba un sombrero calado
hasta las cejas, y reconocí de inmediato la boca torcida y la cicatriz de la mejilla. El
otro se quedó más apartado en la oscuridad, repleta del sonido de la lluvia.

—¿Tiene lumbre? —preguntó Woycekh, no reconociéndome o fingiendo no


hacerlo. Yo también podía jugar a aquel juego. Saqué un encendedor y un
arrugado paquete de cigarrillos de mi bolsillo.

Mientras encendía su cigarrillo, movió el encendedor, iluminando mi rostro,


y una voz desde la oscuridad preguntó:

—¿No será usted polaco?

—Y si así fuera, ¿qué? —repliqué.

—¿Por casualidad no sabrá de ningún lugar cerca de aquí donde se reúnan


nuestros compatriotas?

—Naturalmente que sí —dije, retardando las cosas... aún no comprendía su


juego—. Está el sitio de Marian Zuber: café, té y pastelillos caseros.

Oí una risita apagada; Woycekh me dio una palmada en la espalda.

—Llegas tarde, señor contacto. Llevamos mucho rato esperándote...—Y me


llevó hacia algo que hasta entonces había permanecido oculto por la oscuridad y la
lluvia, y que resultó ser el Plymouth amarillo.

Poniéndose tras el volante, el compañero de Woycekh me sonrió,


mostrándome una hilera de dientes rotos... Janek. Tampoco él me reconoció. Decidí
proseguir con la técnica del ariete:

—¿No nos hemos visto antes, amigos? Vuestras jetas me son familiares.

—Un hombre marcado es la dicha del sabueso.


Woycekh estuvo de acuerdo.

—Quizá nos hayamos encontrado alguna vez, ¿quién sabe? —Y luego


añadió—: ¿Qué es lo que quiere Copecki?

—Como si no lo supierais —sonreí, tan descuidadamente como pude—. Las


cartas, por supuesto.

—Nosotros también las queremos —rió Woycekh. Dándose la vuelta, hasta


me guiñó un ojo ¿Sería verdad que no me había reconocido?—. ¿Quieres decir que
Dziewocki tiene las cartas? —prosiguió—. Lo suponía. Así que agarramos a
Dziewocki y se lo entregamos a Copecki ¿De acuerdo?

—De acuerdo —acepté, no muy seguro.

—¿Estáis dispuestos a repartir? —preguntó repentinamente Woycekh.

Dudé.

—¡Y se lo piensa! ¿Sabes cuánto se puede sacar por esas cartas? ¡Un millón!
¿Por qué entregar a Dziewocki a alguien? De alguna manera le sacaremos nosotros
mismos esas cartas, y el millón será nuestro. Di que sí, y cerramos el trato.

—Es mucho dinero —dije, dubitativo.

—¡Tonterías! —respondió despectivamente—. Tendremos a todos los padres


de la emigración sobre un montón de mierda. El fallecido Leszczycki sabía lo
bastante de ellos como para hacer que todos los demás parezcamos angelitos. Y
será el responso de Copecki y los Krihlak y todos los demás.

Finalmente, Janek detuvo el coche. En la cristalera del café se veía el signo


familiar: «Café, té y pastelillos caseros» Pero, en lugar de Marian Zuber, el nombre
era Adam Dziewocki. El bar no estaba cerrado con llave, pero ya habían recogido.
Las sillas y las mesas estaban amontonadas las unas encimas de las otras. Un joven
italiano con largas patillas barría el serrín húmedo del suelo.

—¿Dónde está Adam? —gruñó Woycekh, escupiéndole el chicle a la cara del


camarero.

—Está usted loco —gruñó el hombre, limpiándose el rostro.


—No te apartes del tema ¿Dónde está Dziewocki?

—¿Se refiere al antiguo propietario? —dijo el italiano, haciendo una


suposición.

—¿Por qué antiguo?

—El bar ha cambiado de dueño.

—¿De quién es ahora?

—Mío.

Intercambiamos miradas. Resultaba claro que nuestros pájaros habían


volado. De la puerta brotaron unas palabras:

—¡Manos arriba todos!

En la puerta abierta había policías con metralletas Janek y yo levantamos las


manos. Pero, repentinamente, Woycekh saltó hacia delante y me empujó contra la
puerta y los policías. Un impacto aún más fuerte me envió de vuelta atrás, a la
oscuridad.

Desperté de pie frente a la puerta, bajo el alero. La lluvia estaba rugiendo


como antes, y las siluetas de todo lo que me rodeaba se perdían tras una cortina
acuosa. Me dolía la cabeza, y apenas si pude oír las últimas palabras de Leszczycki
junto a mí:

—...y no hay ningún taxi.

Y, de hecho, no había taxis. No podía recordar cuánto tiempo llevábamos


esperando uno. En realidad, no recordaba nada. Un enorme chichón semejante a
un tumor había aparecido en mi sien, debajo de mi pelo, como si algo hubiera
caído sobre mi cabeza. ¿Cuándo? ¿Cómo? Traté de recordar y no pude. De repente,
cosas familiares aparecieron en mi mente, surgiendo y luego difuminándose y
estallando como burbujas de gas en un pantano, rostros, nombres, coches, una
ambulancia, un Plymouth amarillo...

Miré a mi alrededor, y lo vi en la esquina opuesta bajo una farola similar a


aquella junto a la que nos encontrábamos.

—Mire eso —le dije a Leszczycki—. Quizá nos lleve.

—¿Puede ver al conductor?

Éste había salido del coche llevando algún tipo de bastón o tubo, y pasaba
bajo un alero de la acera.

—¿Para qué llevará ese bastón —pregunté sorprendido—. ¿Acaso es cojo?

—Es una metralleta, no un bastón —me advirtió Leszczycki—. Hable en voz


baja.

Repentinamente recordé aquella habitación, y al ciego Ziga, y a los


pistoleros muertos. Pero uno vivo estaba ahora junto a la puerta esperando a que
se abriese. Y se abrió, dos figuras sacaron algo que parecía una alfombra enrollada.
El conductor con la metralleta abrió la puerta del coche y me dispuse a correr tras
él.

—¿Adónde va? —siseó Leszczycki, agarrándome por la manga.

—Tengo que ayudar.

—¿A quién? ¿Está seguro de que no es ya un cadáver? ¿Y con qué va a


enfrentarse a las metralletas, señor Quijote de la Mancha, con las manos desnudas
y una estilográfica?

En aquel momento el viento nos trajo sus voces.

—Es un libro, lo tenía en las manos.

—Agítalo tal vez caiga algo de su interior.

—Ya lo he probado. No hay nada.

—Entonces tíralo. Ya no va a leer más.

Alguien tiró el libro, que fue iluminado por la farola mientras caía tras el
coche. Cuando se hubieron marchado lo recogí. Sólo estaba mojado en su parte
exterior, las gruesas tapas con el repujado de Mickiewicz lo habían protegido de la
lluvia. Una parte de sus páginas estaban pegadas, y yo sabía lo que se ocultaba en
su interior. Juro que me preocupaba el Mickiewicz. Hubiera sido interesante saber
cuántos versos habían sido sacrificados para hacer el hueco.

Bajo la lluvia, no podía examinar el libro. Me puse el Mickiewicz en el


bolsillo de la chaqueta porque mi gabardina ya estaba enteramente calada.

—Estoy totalmente empapado —dije, mientras regresaba junto a Leszczycki


—. ¿Qué cree que ha ocurrido aquí?

No respondió. Repentinamente, algo cambió de posición, quizá la luz de la


lluvia, o las nubes repletas hasta rebosar de cálida agua ¿O sería tal vez el tiempo?

Mi gabardina estaba seca como si la lluvia hubiera empezado hacia tan sólo
un momento y hubiéramos conseguido llegar a aquel alero a tiempo. Las diez
menos cinco, como me confirmó voluntariosamente mi reloj. La pesadez que
embotaba mi cerebro desapareció de pronto. Lo recordé todo.

¿Qué tipo de escala me había prometido Leszczycki? Una hora o media hora
vivida de una forma diferente en cada peldaño de la escalera. Conté los cambios,
seis. Éste era el séptimo. Eso quería decir que todavía quedaba uno. El discutir con
Leszczycki la odisea que había creado carecía ahora de todo significado. El que se
hallaba allí no era Leszczycki, era un personaje de película que estaba produciendo
un hombre de otro tiempo Ahora comenzaría a recitar su papel.

—... y no hay ningún taxi.

—Pero usted acaba de ver uno.

—¿Dónde?

—En la esquina opuesta. Un Plymouth amarillo.

—Está bromeando.

—Y vio a su conductor, con una metralleta, y todo lo que sucedió luego.

—Estas bromas mejor gásteselas a su mecanógrafa.


—¿Quiere decir que no vio nada?

—No estoy borracho.

Eso era cierto ¿Cómo podía este Leszczycki saber lo que el otro Leszczycki
había visto en otro tiempo? Ahora iba a abandonarle para iniciar otra órbita
embrujada. A mi mente llegó el recuerdo de una profecía de un cuento de hadas
infantil: Toma el camino de la derecha, y encontrarás mala suerte; toma el de la
izquierda, y el infortunio te seguirá. En otras palabras, no había elección posible.
Así que adelante, valiente héroe, ve a donde te llevan tus ojos.

Y fui. Mi gabardina estaba de nuevo calada, el agua goteaba por mi pelo,


descendía por mi nuca y me producía escalofríos, aunque en realidad no hacía
mucho frío, el aire se había calentado por la atmósfera viciada que se alzaba de la
ciudad durante el día. Mis ojos apenas vieron a la gente que se acercaba a mí o a la
que yo adelantaba en mi camino: eran simplemente sombras empapadas por el
agua que cruzaban a mi lado. Por extraño que fuera, la abundancia de líquido que
había a mi alrededor me daba deseos de beber, pero las ventanas apagadas visibles
a través de la cortina de agua no ofrecían la promesa de nada que pudiera apagar
mi sed. No recuerdo cuántos minutos o metros caminé bajo la lluvia hasta que
frente a mí apareció el primer ventanal iluminado de un café. Pero no entré en él
de inmediato. Me detuve ante las palabras escritas en la cristalera. Las leí como
Baltasar leyó en el banquete la profecía que anunciaba su muerte: Mene teke fares.

Café, té, pastelillos caseros.

Naturalmente, podía pasar de largo, nadie me obligaba a entrar. Pero algo


pareció cambiar un poco, no algo que estuviera fuera de mí, ni la lluvia, ni las
nubes del cielo, ni la semioculta silueta de la ciudad bajo el agua. Era algo dentro
de mí mismo, en algún centro nervioso de mi cerebro. En alguna parte de esas
células invisibles, las sustancias químicas que contenían habían registrado en algún
momento, en un código extremadamente complejo, unos rasgos de carácter tales
como la cautela, el desagrado ante el peligro, deseos de evadir el riesgo y lo
desconocido.

Pero ahora, repentinamente, el código cambió de forma, la química varió, y


el registro tomó un nuevo sentido.

No obstante, miré a mi alrededor antes de entrar, y en una esquina vi el


Plymouth que, por aquel entonces, conocía hasta en sus menores detalles. No había
conductor alguno, y la llave colgaba descuidadamente del contacto ¿Quién estaba
allí dentro? ¿Janek o Woycekh? Simplemente me eché a reír ante la idea del
próximo encuentro y empujé la puerta.

El bar estaba cerrando o ya había cerrado, porque me encontré ante el


silencio y el cliqueteo de un ábaco: el encargado del lugar había abierto el cajón del
dinero, y estaba sumando las entradas a la manera de su abuelo. Era notable que
en todos los cafés polacos con los que me encontraba en mi odisea hallase las
mesas y las sillas amontonadas las unas encima de las otras.

Pero el encargado me recibió como tal:

—¿Whisky con soda? —preguntó.

Le expliqué que prefería tomar un poco de café o té y algunos pastelillos


caseros.

—No hay nada de eso —dijo—. Sólo puedo darle whisky: tanto como quiera.

Le respondí que no tenía inconveniente en pagar por un whisky, que podía


tomarse él mismo, pero que yo prefería beber una limonada. Cuando hube
apurado un vaso lleno recogí las monedas sueltas que tenía en el bolsillo y las
deposité sobre el tablero de plástico de la barra. La medalla de bronce con el perfil
imperial resonó entre las monedas. La aparición de la medalla en mi bolsillo fue
menos sorprendente que la forma en que el camarero la miró. Lo reconocí de
inmediato: el pelo rizado, la sombra gris en sus mejillas. Era uno de los visitantes
nocturnos asesinados por Ziga. Y de nuevo me sorprendió menos su resurrección
que la mezcla de asombro y miedo que expresó su pálido rostro. Rápidamente,
recogí la medalla y la guardé.

—Vivió para su patria —dije.

—Murió por su honor —me respondió como un eco; y luego añadió, con
obediencia militar—: ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

—¿Es ése el coche de Janek? —pregunté, mirando hacia la puerta.

—Es el de Woycekh —respondió.

—¿A quién trajeron?


—A la chica.

—¿Elzbeta? —dije, dubitativo.

—Así es. Ha ido a decírselo a Copecki. Nuestro teléfono está estropeado.

—¿Regresará pronto?

—Si... El teléfono público está sólo a media manzana de distancia.

—¿Dónde está la chica?

Señaló con un dedo a una puerta en el rincón.

—Quizá le pueda ayudar —me dijo.

—No es necesario.

Entré en una habitación que evidentemente servía a la vez como oficina y


almacén. Entre cajas de latas de conserva y cervezas, el enorme refrigerador y
estantes de botellas y sifones, yacía Elzbeta, envuelta en un trozo de alfombra. Otra
coincidencia: antes creí que era Ziga el que estaban llevando al coche, y ahora
resultaba que era Elzbeta quien yacía ante mí, atrapada de la misma manera. No
había ni una gota de sangre en su rostro casi cerúleo, y ningún rastro de color en
sus labios u ojos. Se parece más a una muchacha de algún colegio de monjas que a
la imperiosa belleza que, hacía ya no sabía cuántas horas o minutos, me había
salvado la vida.

Me incliné sobre ella, y sus párpados cerrados ni siquiera se agitaron; estaba


sin sentido. En mi mente no cabían dudas ni incertidumbre; sólo una cosa me
preocupaba: ¿tendría tiempo antes de que regresase Woycekh? La crisálida de
alfombra se movió un poco cuando la cogí entre mis brazos. Desde luego, señor
Leszczycki, tenía usted razón. Mis músculos me sirvieron para algo.

Al empujar la puerta con el pie casi derribé al suelo al camarero;


evidentemente había estado observando por el ojo de la cerradura o la rendija de la
puerta.

—Tenga más cuidado la próxima vez, amigo, si hace esto, corre el riesgo de
quedarse sin ojos —reí, mientras pasaba junto a él con la chica en brazos.
No lo convencí. Simplemente se quedó pensativo un minuto. Era obvio que
la situación misma y mi tono de voz lo dejaban dudando.

—¿Puedo ayudarle, señor? —preguntó.

—Quédese donde está —dije secamente—. Llevaré a la chica al coche, y


esperaré allí a que venga Woycekh. Y no quiero peros.

Agitó afirmativamente la cabeza, abrió la puerta de la calle, y tuve la


impresión de que se situaba tras la inscripción en los cristales, quizá pensando que
yo no captaría su maniobra desde la calle. Ni siquiera me molesté en volverme.
Dejé a la aún inconsciente Elzbeta en el asiento delantero del coche. Aquel último
modelo de Plymouth, aunque maltratado y chillonamente repintado, era
confortable y muy amplio por dentro. La chica resultó ser tan pequeña y delgada
que podía permanecer acostada en el asiento con sólo doblarle un poco las rodillas.
Entonces di la vuelta al coche con mucha calma, y estaba abriendo la portezuela
del lado del conductor cuando repentinamente alguien me sujetó con fuerza del
hombro. Me di la vuelta. Woycekh: el mismo sombrero calado hasta los ojos, la
misma boca torcida.

—¿Al caballero le gusta este coche? —Hizo una mueca—. Entonces espero
que pierda un minuto en firmarme un cheque.

—Mira dentro, imbécil —dije.

Se inclinó para mirar al interior del coche, y luego se alzó. En aquel segundo
recordé los tres últimos rounds del campeonato de Varsovia hacía algunos años.
Mi oponente había sido Prohar, un estudiante de cuarto que se entrenaba con
Walacek y que, como éste, era ágil y tenía puntería, pero cuyos puñetazos eran
débiles. Yo no poseía ninguna velocidad o puntería especial, y la única cosa en que
confiaba era en mi golpe de izquierda subiendo, un clásico golpe de "knock out".
Prohar estaba ganándome claramente a los puntos, y yo seguía tratando de
colocarle mi golpe, esperando que bajase la guardia. No lo hizo; perdí, y abandoné
el boxeo, como el campeón ruso Shatkov después de su derrota en Roma. En mi
patria aún se hablaba casi triunfalmente de cómo se había convertido en uno de los
principales profesores de una universidad, había conseguido su doctorado, y eso
pese a que aún seguía colgando sus guantes en su despacho. Yo también colgué los
míos en mi habitación, como recuerdo, aunque pronto olvidé todo lo relacionado
con ellos excepto una cosa: mi golpe maestro, que no logré colocar cuando más lo
necesitaba. Lo recordé ahora como un reflejo condicionado, y cuando Woycekh se
alzó, quedando totalmente abierto como un novato en su primer combate, le
golpeé con la izquierda desde muy abajo, apuntando a su expuesta mandíbula.
Puse toda la fuerza de mis músculos y todo el peso de mi cuerpo en aquel golpe,
todo lo que tenía. Completamente sin sentido, el cuerpo de Woycekh giró sobre si
mismo y se derrumbó en medio de la calle «Mandíbula de cristal», hubiera dicho
de él nuestro entrenador.

Más que meterme en el coche, me zambullí en él. Me senté en el mismo


borde del asiento y me incliné, aplastándome tanto como me fue posible sobre el
volante ¡Justo a tiempo! Algo estalló sobre mi cabeza, dejando dos agujeros
redondos en el cristal de la ventanilla lateral y en el parabrisas.

La segunda bala rozó el techo sin siquiera entrar dentro. Escapé de la tercera
aplastando mi pie contra el piso del coche y adelantando de forma suicida a un
camión cargado de barriles. El que disparó debió ser el camarero y no Woycekh,
que seguramente aún no debía haber recobrado el conocimiento.

Conducir en tales circunstancias era difícil y peligroso. Resbalaba del


asiento, y además me confundía la calle a oscuras: no sabía a dónde llevaba, así que
me detuve. Colocando la cabeza de Elzbeta sobre mis rodillas, giré hacia otra, más
iluminada y con más tráfico, tratando de imaginar cómo regresar al hotel o al
menos al cruce en el que había permanecido con Leszczycki, pues la casa de
Elzbeta estaba enfrente. La muchacha no se había movido ni abierto los ojos.
Cuando la había alzado se había limitado a parpadear ligeramente. Tuve la
impresión de que se hallaba consciente, que llevaba así bastante tiempo, y que
únicamente no abría los ojos porque deseaba averiguar lo que había pasado y
adonde la llevaban de nuevo.

Entonces empecé a hablar. Mirando hacia la confusión de la lluvia, el asfalto


mojado y las farolas semiocultas por la cortina líquida, hablé y hablé, casi sin
aliento y confundido, como si delirase.

—Soy un amigo, Elzbeta. Ahora soy tu mejor amigo, aunque no sepas quién
soy ni de dónde vengo. Pero tú me has salvado la vida hoy mismo, en otro tiempo,
es cierto, por lo que no lo recordarás. Pero sí debes recordar los versos de
Mickiewicz y amarlos. Fue tu libro el que Ziga mutiló tan sacrílegamente. Te
recitaré dos versos, el inicio de un soneto, ¿lo recuerdas?: «Viajando por el camino
de la vida, cada cual con nuestro propio destino, nos encontramos tú y yo, como
dos buques en la mar» Vuelve a leerlo si ha sobrevivido. Tengo el libro, y las cartas
siguen en él, allá donde Ziga las escondió hoy ¿pero fue realmente hoy? Me dio
una medalla, ya te he hablado de eso Quiero devolverle el volumen de Mickiewikz.

Abrió los ojos, y no demostró la menor sorpresa al hallar un rostro


desconocido ante ella Dijo, triste y amargamente.

—Han asesinado a Ziga. Pero no hallaron las cartas. Quería llevarlas a


nuestra embajada, sólo que —sus palabras sonaron dubitativas—, ¿es realmente
nuestra?

—Es nuestra, Elzbeta. ¡Nuestra! De nuestro país. Las llevarás allí tú misma, y
yo te acompañaré. Luego regresarás a Varsovia —proseguí, aún en mi febril delirio
—. ¿Hay algún lugar en el mundo más bello que Varsovia?

—No recuerdo. Yo era una niñita, muy, muy pequeña —Su voz sonaba
amarga—. Pero, ¿qué queda de Varsovia? Cascotes.

—La han reedificado de nuevo, Elzbeta. Habéis sido engañados, todos los
emigrantes habéis sido engañados. La ciudad vieja está como antes.

Iba a contarle cómo había sido resucitado aquel maravilloso rincón de la


vieja Varsovia, pero en aquel segundo entramos a toda velocidad en una oscuridad
en la que Elzbeta, la ciudad y yo ya no existíamos.

Desperté en la oscuridad, en otro marco: no en el coche, sino en el mismo


cruce con Leszczycki. La lluvia que había asaltado la ciudad con su breve invasión
masiva se estaba yendo hacia el este, dejando tras ella un cielo repleto de estrellas y
una calle igualmente negra repleta de los reflejos de las farolas. Eran las diez
menos cinco. Leszczycki me miró y sonrió.

—Como ve —dijo—, ha pasado únicamente el tiempo que hubiéramos


necesitado para llegar desde el bar hasta este cruce. Pero toda la escala ha sido
tocada ya.

No le pregunté qué escala. Me miró con comprensión y simpatía, como si


supiese todo por lo que había pasado. Pero en esto me equivocaba.

—No sé nada, Wacek —añadió—. Yo no estaba con usted. Le rodeaba gente


de otro tiempo.
—Pero, ¿eran la misma gente?

—Por supuesto.

—¿Qué fue? —quise saber—. ¿Una alucinación inducida?

—¿Qué es lo que usted cree?

—No lo sé. Me gustaría mucho saber cómo acabó la última toma.

—¿Cómo ha dicho? ¿Una toma? ¿Por qué dice eso?

—Una toma es un término que se usa en cine —expliqué—. Habitualmente


filman distintas variantes de cada escena. Las llaman tomas.

Se sintió complacido con la comparación.

—Una toma —repitió—. Una toma. Tal vez su toma siga aún en su propio
tiempo ¿Quién sabe? Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona esto. El tiempo es
como una botella de ginebra: dejé caer un poco, y ahora me alegra haberle podido
recoger —Extendió la mano—. No se ofenda. Wacek. Sólo quería ayudarle a probar
sus fuerzas, es algo que siempre sirve. Quizá haya crecido algo y ahora sea usted
un poco más sabio. No se irrite con un viejo.

—No estoy irritado —dije—. Simplemente, no comprendo.

—Ni tiene por qué. Sólo tiene que pensar que le gasté una broma. Hay
biomas muy estúpidas. —Suspiró y, sin decir adiós, se marchó, pasando junto a
peatones que habían aparecido de algún sitio. Como nosotros, debían haber estado
esperando a que cesase el repentino aguacero, y ahora se apresuraban a seguir sus
caminos.

Pero yo no me apresuré, sino que traté de aclararme acerca de lo que había


pasado. ¿Había sido un sueño? Pero no había estado dormido ni adormecido,
aunque hubiera perdido el conocimiento. ¿Hipnosis? Jamás había oído hablar de
esa forma de hipnosis. Además, ¿era posible? Seis diferentes alucinaciones
instantáneas en una milésima, quizá incluso en una millonésima de segundo. ¿Y
podía una alucinación producir una quemadura? Me alcé la manga, y vi
claramente la marca azul púrpura dejada por el cigarrillo de Woycekh, y el
despellejamiento de los nudillos de mi mano izquierda: otra señal de mis
encuentros con Woycekh. ¿Y la medalla? ¡Naturalmente, allí estaba! La saqué de
mi bolsillo y la contemplé a la luz. No era una medalla fantasmagórica, no era
ilusoria, sino que se trataba de una verdadera medalla de bronce viejo. El grabado
de Poniatowski con la corona de laurel sobre su frente y la inscripción que la
rodeaba: «Vivió para su patria, murió por su honor...» Todo aquello no era
fantasmal, ilusorio. Podía palpar cada letra.

Y el volumen de Mickiewicz estaba en su sitio. No lo saqué, simplemente


palpé el perfil repujado en la portada. Así que todo había pasado realmente. No era
una alucinación, ni un sueño, ni una visión hipnótica. La pitillera de Leszczycki
había tocado su escala para mí, y me había hecho vivir media hora o una hora,
cada vez de una forma distinta. Realmente había yacido con el pecho perforado
por las balas, había corrido para salvar mi vida en una loca carrera automovilística,
había luchado por el honor de Elzbeta, me había convertido en el propietario de las
cartas cuya publicación aterrorizaba tanto a los emigrantes blancos.

La medalla, el libro de Mickiewicz y las cartas eran visitantes de otro tiempo.


Quizá en el nuestro tuvieran sus contrapartidas, pero ¿cambiaba eso algo? Ziga
deseaba llevar las cartas a la embajada, y yo prometí ayudar a Elzbeta en eso
¿Había pasado todo en un mismo tiempo, o había pasado en realidad? Lo
importante era que ahora yo era dueño de mi propio tiempo.

Sin dudar, sin detenerme a pensarlo, caminé con determinación, cruzando la


calle hacia la muy familiar puerta que había enfrente.

FIN
MISTER RISUS

Alexander Beliaev

Spalding recordaba la felicidad, así se lo pareció entonces, que experimentó


al acabar sus estudios en la politécnica, cuando guardó en un cajón el diploma de
licenciatura.

Era ingeniero mecánico, y ante él se abría el mundo entero. Para él brillaba el


sol, para él sonreían las chicas, para él las tiendas ostentaban suntuosas vitrinas,
para él sonaba una música alegre en los salones elegantes, para él rodaban sobre el
asfalto los brillantes automóviles.

Todo aquello no se hallaba aún a su alcance. Pero tal vez el día de mañana
tomaría del brazo a una muchachita de ojos cerúleos y boca de púrpura, la haría
sentar junto a él en un lujoso automóvil y la llevaría al mejor restaurante de la
ciudad. Ese mañana, por supuesto, no debía ser interpretado al pie de la letra.
Antes tenía que encontrar un empleo, trabajar como ingeniero para algún
industrial, ahorrar dinero y luego montar un negocio propio. Entonces todo iría
sobre ruedas.

Encontrar un empleo... No, no era cosa fácil. Spalding lo sabía muy bien.
Pero crisis y desempleo no eran palabras que le diesen miedo. ¿Acaso la politécnica
se había honrado con otros estudiantes de estatura alta como la de Spalding, de
musculatura comparable a la suya? ¿Acaso no era él quien vencía en cada
competición deportiva? ¡Y qué cerebro! Había terminado los estudios entre los
primeros, incluso hubiera sido el primero absoluto, de no tener tanta afición a los
deportes.
Y lo que era más importante, nadie tenía una voluntad tan férrea, una mayor
codicia y un mayor deseo de dominar, una sed tan ávida de riquezas, un más
homérico apetito de todos los placeres de la vida y una tenacidad tan fanática para
perseguir sus propios fines.

Spalding se había lanzado de cabeza a la refriega, como un joven lobo


famélico, poniendo en actividad la voluntad, la sed, los dientes y las uñas. Pero
muy pronto comprobó que todo eso no bastaba. Las uñas únicamente le sirvieron
un día para arrancar, en un acceso de ira, el aviso colgado en la puerta de una
fábrica: «No se acepta mano de obra». Con los dientes mordisqueaba, rabioso, una
caña de bambú, mientras escuchaba la enésima negativa. En la mayoría de los
casos no conseguía hacerse recibir por el secretario, aun menos por el director. Sólo
le quedaba el recurso de telefonear desde la antesala. Una vez había intentado
arrancar violentamente el cordón del teléfono, pero había sido ignominiosamente
expulsado de la oficina del secretario particular de un magnate dé la industria
mecánica.

Vivía de expedientes, con frecuencia no comía lo necesario y se irritaba cada


vez más. Pensaba con maligna alegría que no tendría piedad de los desgraciados,
cuando, a pesar de los obstáculos, hubiese alcanzado la cima del bienestar. Y se
decía a sí mismo que, dado que las vías normales eran tan difíciles, era necesario
encontrar otras nuevas, inusitadas, más rápidas.

¡Vías nuevas! Pero, ¿dónde encontrarlas? Spalding era todo oídos cuando
escuchaba la descripción de algún sistema rápido y desconocido para acumular
riquezas. Una vez, en un vagón del metro, oyó hablar del éxito de un escritor
humorístico, que había conseguido un patrimonio colosal con un solo libro;
también Spalding lo había leído y se rió con toda su alma. Pero no poseía dotes de
escritor. Algunos días más tarde, leyendo, supo de uno que había ganado millones
con una patente de crecepelo; el método secreto incrementaba realmente —
increíble pero verdad— el crecimiento del cabello. Pero un invento de esa clase no
era un negocio rápido, mucho menos fácil. Otro periódico hablaba de las ganancias
fabulosas del famoso actor cómico Presto. Desgraciadamente, Spalding no tenía
ningún talento artístico.

Cansado, irritado, con su pesada mochila de aburrimientos y humillaciones


acumulados a lo largo de la jornada, Spalding había regresado tarde a casa. Medía
con sus pasos la estrecha habitación, que daba al patio, y escuchaba, al otro lado de
la pared, cómo alguien tocaba tristes melodías con un extraño instrumento. Los
sonidos recordaban unas veces la flauta, otras el violín, otras una voz de contralto
y le enervaban. No conseguía reconocer el timbre, fijar la melodía siempre
cambiante, a veces dulce y fascinante, a veces áspera y absurda. No sabía
habituarse —tampoco lo había logrado la tarde anterior— a los pasajes repentinos
con sonidos musicales parecidos a ráfagas de ametralladora que, por otra parte,
cesaron muy pronto. Además no podía imaginar quién sería el intérprete: un
principiante no habría sabido tocar de una forma tan notable piezas de una técnica
tan compleja, ni un artista maduro habría podido abandonarse a aquellas fantasías
musicales, de forma y contenido tan extraños.

Desde algunos días antes aquella música intrigaba y preocupaba a Spalding.


Pensó en hablar con la patrona de la casa, que ocupaba la habitación contigua a la
suya. Aquella tarde inmediatamente después del melódico canto de un violín, se
escuchó al otro lado de la pared una infernal estridencia metálica, silbidos,
chirridos, Spalding golpeó la pared con furia. El ruido cesó.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Adelante!

En el umbral de la puerta semiabierta apareció la dueña de la pensión, alta,


rubicunda, cuarentona. Sin entrar, dijo:

—Perdone, míster Spalding. ¿Le molesta su vecina con esa música horrible?
Le diré que no toque después de las ocho de la noche.

—Muchas gracias, Sra. Adams —contestó él—. Esa música, en efecto, me


estorba bastante, pero no quisiera perjudicar a mi vecina en el caso de que esos
sonidos fuesen para ella una fuente de ingresos y no un pasatiempo. Puedo volver
a casa más tarde...

—¡Oh, no! Hablaré en seguida con miss Bulwear. Es imperdonablemente


joven..., quiero decir, que es una excéntrica imperdonable, pues es tan joven... ¡Una
inventora! —continuó Sra. Adams, no sin cierto aire de desprecio.

Spalding se sintió repentinamente interesado.

—¿Una excéntrica? ¿Una inventora? ¿Y qué inventa? Pero, entre usted, Sra
Adams...
Pero la educación de Sra. Adams le prohibía entrar en la habitación de un
soltero solitario y permaneció en el umbral.

—Gracias, pero tengo prisa —contestó—. No quiero decir nada malo de miss
Bulwear, pero todos los inventores están un poco sonados... —y la Adams hizo
girar el dedo regordete y anillado, apuntándolo sobre la frente—. Dice que está
inventando una melodía que hará llorar al mundo entero: al niño de pecho, al viejo
centenario, a la esposa feliz, al joven despreocupado, y hasta a los perros y los
gatos. Dice que entonces será «la reina de las lágrimas»... son palabras suyas, yo no
añado nada...

Alguien llamó a Sra Adams. Tras excusarse y obsequiar con una sonrisa de
adiós a Spalding, se marchó.

En el segundo piso había una ancha galería de cristales, que daba sobre un
jardincito de árboles tristes y dos senderos. Hacía las veces de club para los
pensionistas de Sra. Adams. Había algunas mesitas, muebles de mimbre, palmeras
artificiales en los rincones, jarros con flores en el alféizar y una jaula con un loro
verde, adorado por la patrona de la casa. Por la noche allí se jugaba al ajedrez o al
dominó, se bailaba al son del gramófono, se leían los periódicos y a veces se
tomaba el té o se hacía algo de calcete.

Hasta entonces, Spalding nunca había frecuentado aquel club, donde sólo
habría encontrado empleadillos, artesanos, comerciantes al por menor, viajantes
ocasionales, agentes de ventas de medicamentos patentados, escritores noveles,
estudiantes; la casa era grande y los huéspedes variaban a menudo. Pero Spalding
empezó a frecuentarlo y allí conoció a miss Bulwear. Antes de acercarse a ella, la
estudió durante algunos días. Le pareció que la descripción hecha por Sra. Adams
no se ajustaba a la realidad: la muchacha no parecía una excéntrica, ni siquiera una
inventora chiflada. Era sencilla, serena. Los rasgos de su cara eran regulares y
agradables.

—¿Se ha proclamado ya reina de las lágrimas? —le preguntó una noche


Spalding.

La muchacha sonrió.

—Desearía serlo. Y no sólo reina de las lágrimas, sino reina de la alegría,


reina del estado de ánimo, si usted quiere.
—Inducir a la gente a llorar o a reír... ¿Es posible?

—¿Acaso no es lo que sucede normalmente? —le contestó con una pregunta


a su pregunta—. ¿Nunca ha encontrado personas sencillas y sensibles que apenas
consiguen contener una lágrima al escuchar una marcha fúnebre ejecutada por una
orquesta? ¿Y las piernas de ciertas personas acaso no se ponen automáticamente en
movimiento con el sonido de un bailable? Cuando hayamos descubierto el secreto
de la alegría y de la tristeza, haremos reír y llorar y no sólo a las personas más
sensibles e impresionables. Obligaremos al dolor mismo a bailar con nosotros, y a
la alegría a verter ríos de lágrimas...

Spalding sonrió.

—Sí, sería un espectáculo digno de los dioses —admitió—. ¿Y cree que con
eso se podría ganar dinero?

—Mi jefe, míster Gould, cree que sí. De otro modo no subvencionaría mis
experimentos, ni siquiera en la modesta medida en que lo hace.

—¿Míster Gould? ¿En qué se ocupa?

—De la producción mecánica de tristeza y de alegría: discos fonográficos.

Lucía Bulwear había terminado el Conservatorio, especializándose en


composición. En los últimos cursos empezó a dedicarse a la teoría, y se sentía
fascinada por ella. Quería captar el misterio de la belleza de la música, descubrir
las causas de que una cierta secuencia de sonidos nos deje indiferente, otra nos
encante y otra nos irrite. Pero ni la teoría de la armonía, o del contrapunto, ni los
tratados de estética o de sicología la habían iluminado sobre este tema. Entonces la
muchacha se consagró a los estudios teóricos de acústica y de fisiología.

—¿Y qué finalidad práctica persigue? —preguntó Spalding.

—Cuando inicié las investigaciones no pensaba todavía en una finalidad


práctica. Atendía descubrir el misterio de la belleza. Estudiando ejemplos de
anotaciones musicales y acústicas, intenté obtener sus leyes. Luego me dediqué yo
misma a componer fórmulas y a traducirlas en sonidos. Figúrese, empecé a obtener
melodías muy originales y bastante inesperadas. Una vez le llevé a míster Gould
una canción compuesta por mí con este método. Por casualidad se cayeron al
suelo, junto con las partituras, algunas de las fórmulas. Míster Gould se interesó
por ellas, y me preguntó qué clase de signos cabalísticos eran. Cuando se lo
expliqué, me dijo:

—¡Qué interesante! Tal vez le proporcione algún provecho. Ya sabe que


compro a los compositores canciones nuevas con derechos en exclusiva... Es
importante estar en buenas relaciones con los compositores. En cuanto alguno de
estos músicos consigue hacer un par de cancioncillas que tengan éxito, empieza a
presumir y pretende compensaciones absurdas. Así se arruina uno en seguida... Si
usted consiguiera inventar un aparato que fabricara mecánicamente las melodías,
al igual que se obtiene una suma en una máquina calculadora, sería algo
magnífico. Ya no necesitaría a los compositores, me liberaría de sus caprichos y de
sus exageradas pretensiones. ¡Qué maravilla! Pondría un operario en el aparato o
una mecanógrafo y a fabricar una canción tras otra. Inundaría el mercado... ¿Podría
hacerlo, señorita?

»Le contesté que no había pensado en sustituir la creación artística por una
máquina, y que no me parecía posible.

»—Ciertos cálculos matemáticos no son más simples que sus composiciones


y, sin embargo, las calculadoras mecánicas suplen estupendamente el trabajo del
cerebro —me dijo—. Inténtelo. Yo podría financiar sus experimentos. En caso de
éxito, su futuro está asegurado.

»Acepté la proposición.

—¿Y qué resultados ha obtenido? —preguntó Spalding.

—Ya he resuelto algunas fórmulas estéticas para la construcción mecánica de


las melodías. Si el trabajo prosigue tan favorablemente...

La señora Adams pasó por delante de ellos. Era tarde, en la galería no había
quedado casi nadie. La muchacha le deseó unas buenas noches y se marchó.

En cuanto Spalding hubo conocido la ocupación de la señorita Bulwear,


perdió todo interés por ella, era como por una esfinge sin secreto.

Un mes después de aquella conversación, al volver a casa en el ferrocarril


subterráneo, leyó en el periódico:

«La empresa Bekford amenazada de bancarrota». Spalding se interesaba


vivamente por todo lo que se refería a la ascensión o a la caída de los hombres
desde la suerte de Napoleón hasta la historia de los millones de Rotschild o de
Rockefeller. Así que leyó el artículo con atención. Bekford era un "gagman", un
bufón profesional, algo semejante a los "chansoniers" franceses. Esto era ya
conocido de Spalding. Pero lo que seguía fue una novedad para él. Se enteró de
que el «mercado de la risa» estaba en América organizado en amplia escala.
Inventar agudezas era un negocio comparable a la fabricación de sombreros o a la
de gemelos de camisa. La empresa más importante en aquel campo era la del señor
Bekford, «el primer "gagman" de América», que inventaba y vendía chistes,
componía escenas, números humorísticos para comedias musicales, para actores
cómicos, para payasos de circo. Tras haberse forjado así un pequeño patrimonio,
empezó a comprar y a vender ocurrencias de otros, a recoger y a reordenar
sistemáticamente un corpus mundial de la comicidad: libros humorísticos,
anécdotas históricas, discos fonográficos con historias divertidas. Su catálogo
contenía más de cuarenta mil ocurrencias, bromas y chistes. El material estaba
dividido en temas, numerado y catalogado. Cualquier chiste podía ser localizado
en el plazo de veinte segundos. Cada año el catálogo se enriquecía con unos tres
mil números. Para recoger los primeros cuarenta mil, Bekford tuvo que examinar
más de tres millones de historias humorísticas.

Les empresarios exigían que durante los programas organizados por


Bekford el espectador se riese no menos de ochenta veces por hora. Bekford había
superado aquella cifra: los espectadores reían de noventa a cien veces, y en los
mejores programas había alcanzado el récord de ciento veinte carcajadas cada
media hora. Según la teoría de Bekford, los espectadores no piden novedades, por
otra parte difíciles de encontrar. El cómico profesional no debía hacer más que
presentar con habilidad viejos chistes. La teoría parecía justificada por la práctica, y
efectivamente los asuntos de la empresa prosperaban. Bekford abrió sucursales,
compró cinematógrafos, music-halls y hasta un Banco. Pero de improviso todo
aquel edificio de apariencia tan sólida había empezado a mostrar grietas, una tras
otra. Por alguna razón incomprensible, los espectadores reían cada ves menos:
setenta, sesenta, cuarenta veces por hora, en lugar de las ochenta, noventa o cien
convenidas. Los ingresos disminuían.

¿Por qué? Spalding quedó sumido en sus meditaciones. Tal vez Bekford no
hubiera tenido en cuenta que cambiaban las circunstancias. La crisis. Una
inquietud general en el país y en todo el viejo mundo. Una sensación de
inseguridad, de provisionalidad. Bekford no era más que un grosero practicón, no
había intentado enfocar el problema desde el aspecto teórico, investigar, desvelar
la naturaleza de la comicidad, indagar la sicología del espectador, del oyente, del
lector moderno. El concepto de lo cómico es móvil y variado. A pesar de todo,
deben existir algunos principios generales de la risa: quizá se podrían reducir a
cinco o seis fórmulas fundamentales... Si se pudiesen encontrar y se aplicaban
hábilmente, teniendo en cuenta un determinado público y las circunstancias, la
gente empezaría a reír sin interrupción. ¿Y por qué no? La Bulwear intentaba
encontrar los principios de la belleza... ¡Si lo lograba, sería una mina de oro!
Bekford se había quedado en la simple artesanía. No había comprendido que la
risa puede representar no ya una fuente de ingresos, sino también una fuente de
poder. ¡Qué perspectiva tan alentadora la posesión del secreto de la risa, de
desternillarse a la gente aun contra su voluntad!

Spalding sintió frío en las manos. ¿Que debía hacer? Descubrir a cualquier
precio el secreto de la comicidad. Estudiar el problema en sus aspectos teórico y
práctico. Finalmente, actuar. Pero le faltaba un capital inicial. Para empezar,
ofrecería sus servicios a aquel gagman banquero, Bekford, y luego...

Spalding cerró encantado el periódico y gritó:

—¡Eureka!

Su vecina se separó de él asustada, cuando, tras haber lanzado una ojeada


por la ventanilla, lanzó otra exclamación, esta vez de rabia. Absorto en sus
reflexiones, se había pasado cinco estaciones de su parada. Acompañado por las
carcajadas de los pasajeros, se precipitó hacia la salida.

Aquel mismo día se puso a trabajar.

Spalding hizo unas anotaciones al margen de un gran cuaderno y paseó por


la habitación. Tras tomar de una estantería un tomo de Mark Twain, lo abrió por la
página indicada y leyó las líneas subrayadas con lápiz:

—¿Tiene usted un hermano?

—Sí, se llamaba Bill. ¡Pobre Bill!

—Pero, ¿ha muerto?


—¡Quién sabe! Nunca hemos logrado saberlo con exactitud. Un espeso
misterio envuelve el asunto. Éramos gemelos, él y yo. Cuando teníamos dos
semanas, nos lavaron en la misma bañera. Uno se ahogó, pero nunca fue posible
averiguar cuál de los dos había sido. Unos creen que fue Bill, otros que el ahogado
fui yo...»

Spalding se rió, pero en seguida frunció las cejas y reflexionó. Había dejado
el librito de Mark Twain sobre la mesa y medía la habitación con sus pasos.

¿En qué consistía la comicidad en aquel caso?

Abrió el libro de Enri Bergson, Le rise.

«Resulta cómica la obtusidad de la máquina en contraste con la movilidad, la


atención, la ductilidad del hombre. El hombre que actúa como un autómata inanimado,
constituye uno de los secretos de lo cómico. Un hombre corre por la calle, tropieza, se cae;
los peatones se ríen. Otro se ocupa de sus quehaceres cotidianos con una regularidad
mecánica, cuando, de pronto, un bromista le revuelve todos los objetos que le rodean; el
hombre moja la pluma en el tintero y no saca más que porquería, cree que va a sentarse en
una silla resistente y, sin embargo, se cae al suelo...»

—¡Exacto! —se maravilló Spalding—. ¡Es la misma técnica que emplean


todas las películas americanas! Tendré que comprobar su eficacia con individuos
aislados. A propósito, aquí hay una silla con una pata rota...

La señora Adams se había acercado a la puerta y observaba con curiosidad a


Spalding a través del ojo de la cerradura, mientras éste hacía horribles muecas
frente al espejo. Dejó de atender al espejo cuando oyó llamar a la puerta. ¿Quién
podría ser? Naturalmente, la señora Adams que vendría a preguntarle si necesitaba
alguna cosa. Haría un experimento con ella...

—¡Adelante!
La señora Adams abrió la puerta. Spalding dio unos pasos hacia ella, pero a
mitad de camino sus piernas se cruzaron y cayó al suelo cuán largo era. Pero la
señora Adams no se rió. Lanzando un grito histérico, se precipitó hacía el caído.

—¿Se ha hecho daño? ¿Qué tiene? ¡Dios mío, qué susto me he llevado!

—Nada, nada, una caída tonta. Siéntese en la butaca, se lo ruego. Yo también


me sentaré... La cabeza aún me da vueltas.

Spalding se sentó sobre la silla rata y, bizcando los ojos como un loco, cayó
otra vez con gran estrépito. La señora Adams, ahora muy asustada, se agitó:

—¡Está enfermo, mister Spalding! Es evidente. Hasta su cara ha cambiado,


está terriblemente descompuesto, inmóvil; ¡Sólo las personas muy enfermas tienen
un aspecto semejante!

Ay, la mueca que había creído cómica, provocaba el miedo, no las risas. Al
marcharse la dueña de la casa, Spalding se volcó sobre los libros. ¿Cuál era la causa
del fracaso? Creyó comprender la razón: para poder reír, es necesario permanecer
insensibles hacía el objeto del ridículo. Pero la señora Adams no era insensible
hacia Spalding... ¿Es posible hacer reír a una mujer enamorada de uno? Sí, debería
serlo, pero habría que encontrar el secreto...

Paso a paso, Spalding resolvía el misterio. Muy pronto se convirtió en el


centro de todas las reuniones en la galería, donde había vuelto a dejarse ver. Las
carcajadas no faltaban nunca a su alrededor.

—No sabíamos que fuese tan alegre —decían los pensionistas.

La gente alegre es apreciada, y Spalding sentía aumentar las simpatías a su


alrededor. Poco a poco se planteó problemas más difíciles: hacer reír a personas
melancólicas, enfermas, descompuestas y afligidas. Sufría algún fracaso, pero
lograba corregirse con creciente habilidad e incluso tuvo algún éxito decisivo. En la
pensión Adams había aparecido un nuevo cliente, el oficial retirado Ballantyne,
hombre de carácter muy cerrado y de vida particular desafortunada. Se decía que
aquel ultimo año había perdido la mitad de sus haberes y la pierna izquierda; la
mujer, no soportando más su sempiterno mal genio, decidió abandonarle. Además
sufría del hígado y se caracterizaba por una irritabilidad fuera de lo común. Nadie
le había visto sonreír jamás. Spalding se impuso la obligación de reír a aquel
hombre. Todos estaban al corriente de su propósito, excepto el propio Ballantyne.
Se apostaban incluso fuertes sumas. Ahora, Spalding estaba a punto ya de darse a
conocer como bufón profesional.

Fingiendo que no advertía la presencia del viejo gruñón, empezó a exhibir


su mejor repertorio. Ballantyne se sentaba en un sofá, teniendo abrazada la rodilla
de su única pierna, y miraba a Spalding con sus ojos negros y furibundos. A su
alrededor todos se desternillaban, pero ni siquiera un músculo se movía en el
rostro del militar. Los que habían apostado por Spalding empezaban a murmurar
entre sí; tal vez Ballantyne fuera sordo, como el tío que no se reía nunca en el
cuento de Mark Twain...

Pero, de improviso, Ballantyne estalló. La explosión de su carcajada fue


como la salva de un cañón; a causa del retroceso experimentado por todo su
cuerpo, fue a dar con la nuca contra la pared con tanta violencia que perdió el
conocimiento durante algunos instantes. Le aplicaron trocitos de hielo y le dieron a
oler sales.

El triunfo de Spalding era completo.

La galería de la pensión Adams se había quedado ahora demasiado pequeña


para sus experimentos. Decidió exhibirse como gagman en un music-hall. Tenía ya
una sólida preparación teórica, como pocos artistas podían presumir, habiendo
recogido una abundante documentación de chistes y de anécdotas de todos los
tiempos y de todos los países. No es de extrañar que obtuviera de inmediato un
éxito fulminante, ni que al éxito siguieran los beneficios. Spalding pudo saldar
generosamente su cuenta con la señora Adams y, con gran pesar por parte de ella,
se trasladó a un nuevo apartamento en el centro de la ciudad.

Seguro en sus nociones teóricas y prácticas, decidió ofrecerse a Bekford.


Gozaba de una cierta notoriedad y le fue fácil hacerse recibir, hablar con él y ser
contratado en calidad de «asesor científico».

Se puso a trabajar intensamente. Tomó contacto con el catálogo de los chistes


del mundo, de los discos, de la cinemateca. La empresa de Bekford presuponía una
venta en masa, por lo que Spalding empezó a estudiar al americano medio, sus
gustos, su idiosincrasia. Había que averiguar por qué los programas de Bekford,
que antes batían todos los récords, no provocaban ya las mismas carcajadas, así
como la manera de mejorarlos. Del estudio de la masa de los «americanos medios»,
Spalding pasó al de los individuos aislados, de los representantes típicos de las
distintas clases, de los varios grupos de la población. Hacer reír al parado, al
operario, al funcionario, sobre el que pesaba el terror hacia el desempleo, al
propietario de viviendas huérfanas de inquilinos, al tendero sin clientes, al
empresario de un teatro vacío... Hacer reír al lisiado hambriento, al recluso, al
hipocondríaco... Hacer reír al hombre oprimido por las preocupaciones, presa de la
inquietud y de la angustia. Hacerles alegres significaba hacer reír al americano
medio, sano por naturaleza, propenso al optimismo y al humour.

Con un obstinado trabajo, Spalding logró resolver el problema.

Era el momento de ampliar el campo del negocio. También en esta faceta


Spalding demostró una rara habilidad. Aumentó el número de los clientes, renovó
el surtido de la mercancía, inventó estilos nuevos y nuevas líneas de producción.
Folletos de propaganda con «muestras» incluidas se distribuyeron entre actores
cinematográficos y teatrales, dramaturgos, escritores, periodistas, abogados,
conferenciantes, payasos de circos ecuestres, médicos, alguaciles, pedagogos,
profesores, peluqueros, incluso párrocos de iglesias de distintas confesiones.

«La risa, como método de curación», y se aducían ejemplos y autorizadas


opiniones de especialistas. «El peluquero alegre atrae la clientela», y se contaba la
historia del señor Hopkins, barbero enriquecido por haber utilizado los servicios
de la empresa Bekford. «Un cliente del señor Bekford, el señor G., fascina con sus
bromas alegres a la señorita H., rica y espléndida muchacha, y se casa con ella.» «El
teatro donde resuenan incesantes las carcajadas, nunca tiene butacas vacías.
Ejemplos persuasivos.»

La propaganda era eficaz, la demanda aumentaba. Ante la sorpresa del


propio Spalding, reclutó como clientes a predicadores religiosos, que conseguían
—quién sabe cómo— combinar la pecaminosa risa terrenal con la prosopopeya
celestial.

Se vendieron nuevos discos de la sociedad Bekford donde se registraban las


irresistibles exhibiciones de Spalding, discoscartas con anécdotas y canciones
cómicas, cajas, cigarros, cigarrillos, caramelos, gafas estereoscópicas, juguetes,
espejos con sorpresas, enanos y animales que realizaban inesperados y bufos
gestos o emitían sonidos ridículos. En las hábiles manos de Spalding, la comicidad,
como el mítico Proteo, asumía variados aspectos: de palabra, de color, de forma, de
todo ello a la vez. Tuvo un éxito inesperado —y por lo tanto, grandes beneficios—.
La última invención de Spalding, «quioscos de la carcajada» en las calles, donde los
peatones, con una modesta suma, podían reír hasta hartarse durante cinco
minutos. Salían de ellos con los ojos llenos de lágrimas y con exclamaciones
alegres. Era la propaganda más eficaz y la gente se apretaba siempre en torno a
aquellas instalaciones.

La situación de la firma mejoró y sus beneficios aumentaron


vertiginosamente. Bekford estaba contentísimo con Spalding, pero éste no se sentía
satisfecho de su superior. En su tiempo habían firmado el siguiente acuerdo:
Bekford debería entregar a Spalding una cantidad mensual fija; en cuanto los
beneficios de Bekford hubiesen empezado a aumentar, Spalding percibiría además
el dos por ciento —¡sólo el dos por ciento!— de las nuevas rentas suplementarias.
Pero cuanto más aumentaban éstas, menos dispuesto se mostraba Bekford a
respetar aquel convenio. Se negaba a pagar el dos por ciento.

Entre ambos habían surgido las primeras disputas. Es más, había sido el
propio Bekford quien las había provocado, con el objeto de liberarse de Spalding,
que, en su opinión, ahora no le era ya necesario.

—¡No me eche la culpa a mí, señor Bekford! —exclamó una vez Spalding,
durante la enésima discusión—. Le he salvado de la ruina. Ha acumulado usted un
capital con mis carcajadas y ahora, a pesar de sus promesas, se niega a darme la
parte que me corresponde. Muy bien, sepa que conseguiré, siempre a base de
carcajadas, obligarle a que me entregue mi dinero...

—Me parece la broma menos lograda de todo mi catálogo... —contestó


Bekford, con una sonrisa despreciativa.

—¡Ya veremos si es o no lograda! —replicó Spalding, amenazador.

Spalding se retiró durante una temporada, muy ocupado en nuevos


experimentos...

El cuerpo obeso de Bekford, sacudido por el hipo, estaba recostado sobre el


brazo de la butaca. El rostro aparecía contraído por una hilaridad histérica. El
cuello estaba empapado de gruesas gotas de sudor. La gruesa mano, con una
maciza joya en el anular, pendía abandonada y rozaba la alfombra persa. Bekford
intentaba enderezarse, pero los accesos de risa tormentosa le hacían caer otra vez a
un lado.

Con un esfuerzo supremo de voluntad, mister Bekford consiguió por fin


apoyarse en el respaldo. Las explosiones de risa se iban atenuando, como un
temporal que se aleja. Empezaba a reponerse, pero aún no conseguía comprender
claramente lo sucedido.

¡Parecía una alucinación!

Bekford echó una ojeada instintiva al escritorio cubierto por un grueso


cristal. Sobre él había un grueso talonario de cheques. Bekford escribió diez
millones de dólares sobre un talón, lo firmó, arrancó la hojita de la matriz y se la
tendió a Spalding. Su cara, de una palidez azulada, se puso lívida, mientras las
mejillas adquirían un tono violáceo. Un nuevo estallido de ladridos se transformó
en el rebuzno de un asno encolerizado. De la habitación vecina, como un eco, se
oyó sollozar, gemir, bufar, toser, chillar, gritar y desvariar a varias voces, pero
nadie venía en ayuda del director; tal vez los demás precisaban también de
socorro... Este fue el pensamiento que hizo volver en sí a Bekford. Después de
todo, era el poderoso jefe de una empresa, el propietario de un rascacielos, el señor
absoluto de toda aquella gente subordinada y desheredada.

Bekford intentó reconstruir mentalmente todo cuanto había sucedido


aquella mañana. No era fácil hacerlo cuando un tifón de locura tenía el centésimo
primer piso de su building.

Era la bien conocida «hora muerta» —de ocho a nueve de la mañana— en


que Bekford, en completa soledad, solía preparar el plan de la cotidiana campaña:
a quién echar a pique, con quién concluir una alianza temporal, a quién asestar el
golpe decisivo. Aunque se hundieran a la vez las Bolsas de Nueva York, de París y
de Londres, junto con todos los Bancos del Estado, aunque la Luna se hubiese
caído por el suelo, nadie en absoluto podía, ni osaba, irrumpir en su despacho ni
turbar la hora sacrosanta.

Sin embargo, hoy..., Bekford estaba orientándose sobre la dislocación de las


fuerzas financieras internacionales, y había empezado a esbozar concisas y claras
órdenes a sus directores consejeros, agentes de bolsa, a varios empleados
subordinados del Ministerio de Finanzas, a redactores de periódicos, cuando de
pronto..., ¡no podía creer a sus propios oídos!... desde el despacho del secretario
particular llegó un ruido indecente, que hubiese podido turbar el curso armonioso
de las reflexiones del magnate y, por lo mismo, causarle pérdidas ingentes. Al
rumor siguió un carcajeo, esta vez francamente obsceno. Equivalía a un motín, una
rebelión abierta.

El hombre de empresa tendía la mano hacia el timbre de alarma, cuando se


abrió la puerta de golpe y oleadas de frenética hilaridad invadieron el inmenso
despacho. En la puerta estaba aquel sin vergüenza de Spalding, con un traje gris
claro y un sombrero de paja sobre la cabeza. Bekford levantó su redonda cabeza y
miró al intruso con aquella mirada gélida y penetrante que dejaba atónitos y
balbuceantes a los mas experimentados diplomáticos.

Pero Spalding sostuvo aquella mirada. De improviso, hizo una ligera mueca
increíblemente bufa, un gesto apenas insinuado que comunicó una irresistible
comicidad a toda su cara, y pronunció una sola frase. Bekford no conseguía ahora
ni recordarla, era algo completamente inesperado, absolutamente incongruente
con el lugar y el momento, pero, quizá precisamente por ello, divertida hasta tal
punto que Bekford había estallado en una carcajada franca y contagiosa, como no
había hecho desde su lejana juventud. Spalding, sin quitarse el sombrero, atravesó
rápidamente la parte de alfombra que separaba la puerta del escritorio, apoyó la
mano sobre la superficie del cristal y, aprovechando una pausa en la hilaridad de
Bekford, preguntó:

—¿Qué le parece, jefe, si saldásemos cuentas? Tenga la bondad de firmar un


cheque de diez mil dólares y entréguemelo.

Bekford cesó de reír por un instante y miró a Spalding con miedo. ¿Se habría
vuelto loco? Intentar hacer reír al «primer gagman de América» era tan insensato
como ofrecer un caramelo a un fabricante de golosinas. Spalding sonrió:

—Espero que será lo bastante razonable para hacerlo, ¿no?

Siguió con un nuevo juego mímico y una nueva frase, que obligaron a
Bekford a desternillarse otra vez.

—El cheque al portador —indicó.

Bekford se reía, debatiéndose en convulsiones, como un pájaro preso en una


red. Extendió la mano hacia el timbre, pero un acceso de risa espasmódica
paralizaba cada movimiento suyo. Todos sus músculos estaban relajados, el cuerpo
entero parecía aplastado. Echó una ojeada angustiosa en dirección de la puerta,
pero era inútil esperar socorro por aquel lado: mecanógrafas y secretarios se
retorcían en paroxismos de hilaridad, semejantes a los espasmos preagónicos de
alguna terrible enfermedad epidémica... Mientras Spalding, aquel maldito genio de
la carcajada, seguía torturando el cuerpo y los nervios de su víctima, que siendo de
índole asmática, había empezado a sofocarse y suspiraba:

—¡Un millón!
—¡Diez y uno! —contestó Spaldíng.

—¡Dos!

—¡Diez y dos! —insistió el otro.

Bekford se estaba transformando en un trozo de gelatina. Se descomponía


tanto que mostraba los ojos revueltos, los labios azulados, sentía calambres en las
costillas y se le cortaba la respiración.

La obstinación podía costarle la vida. Entonces pidió gracia. Estaba


dispuesto a firmar un talón de diez millones, pero no podía, sus manos temblaban.
Cuando Spalding dejó de hacerle reír, recobró la respiración y firmó el cheque. A
fin de cuentas, pensó, no era tan terrible: tendría tiempo de avisar al Banco de que
no pagasen aquel talón. Spalding, con gesto despreocupado, se lo metió en el
bolsillo y saludó con el sombrero. A modo de adiós, lanzó una ocurrencia que puso
a Bekford fuera de combate durante todo el tiempo que necesitaba Spalding para
irse tranquilamente.

...Con un suspiro profundo, como quien se despierta tras un sueño lleno de


pesadillas, Bekford miró las agujas del gran reloj que había en un ángulo de la
habitación. Vio con asombro que la visita de Spalding había durado exactamente
ocho minutos, y que éste había salido apenas un minuto antes. Por lo tanto, debería
encontrarse aun en el ascensor. Bekford aferró el receptor telefónico y llamó al
Banco, situado a una veintena de pisos mas abajo, ordenando que se arrestase
inmediatamente al portador del talón de diez millones de dólares.

—¡No entreguen el dinero! ¡El talón es falso! ¡Ja, ja, já! Caramba, no haga
caso si me río. Son los nervios... ¡Ja, ja!

Luego, ante la eventualidad de que Spalding no acudiera personalmente a


retirar el dinero, Besford telefoneó al jefe del servicio de seguridad en la planta
baja.

—¡Disponga una guardia armada en todas las salidas! ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! —estalló
en risas de nuevo, al pensar otra vez en Spalding—. ¡Ja, ja, ja!... ¡Mil diablos! Así
tendrá tiempo de escapar!

Por fin consiguió dar una nueva orden:


—¡Arresten al joven vestido de gris con un sombrero de paja! ¡Spalding! ¿Le
conocen? ¡Ah, ahora me puedo reír! ¡Jo, jo, jo, jo! Bueno basta ya. ¡Jo, jo, jo, jo!...

Bekford telefoneó a su secretario particular. Entró en la habitación un


hombre delgado y alto, doblado en dos como un compás medio abierto. Su risa era
semireprimida e irrefrenable, y todo su cuerpo se sacudía como si una mano
robusta lo menease como una marioneta. A mitad de camino el secretario palideció
y se sentó, deshecho, sobre la alfombra. Bekford lo miraba, cada vez más ceñudo,
hasta que de golpe se desternilló de nuevo.

El secretario se levantó. Vacilando como un borracho, se acercó a la mesita


donde había una botella de agua. Intentó servirse un vaso, pero las manos le
temblaban.

Sonó el teléfono. La primera cosa que oyó Bekford al levantar el receptor


fueron sacudidas de risas frenéticas, incontrolables, estridentes. Palideció. Por lo
visto, aquel diablo de Spalding había tenido tiempo de propagar la epidemia en la
planta baja.

La carcajada en voz de bajo fue sustituida por otra de tenor, con un sonido
como de mujer o de niño. Estaba claro que diversas personas intentaban hablar,
pero no lo conseguían. Bekford, con una vulgar blasfemia, tiró lejos el receptor.

Sólo algunas horas más tarde consiguió saber los detalles de lo sucedido,
detalles que ya había intuido. Tanto en el Banco como en el vestíbulo se había
intentado detener a Spalding, pero en vano. En el Banco se le habían acercado tres
policías, pero un instante después, como alcanzados por una bala, se retorcían por
el suelo, sujetándose la tripa por las carcajadas. Spalding había obligado al cajero,
muerto de risa, a entregarle el dinero. Siempre entre carcajadas, se había abierto
paso entre numerosos guardias del servicio interior de seguridad hasta el
vestíbulo, y había salido tranquilamente del building, llevándose en los bolsillos del
abrigo gris diez millones de dólares.

—No, no es un hombre, ¡es Satanás! —gemía Bekford. El titular de la


sociedad estaba afligido por la pérdida de aquella fuerte suma de dinero,
humillado por el papel ridículo que se vio obligado a representar. Sin embargo, no
dejaba de sentir una especie de respeto hacia Spalding, por el simple hecho de que
hubiese pedido no mil dólares, no un millón, sino diez, lo elevaba por encima de la
masa de los vulgares embaucadores.
Pero no podía dejar que las cosas quedaran así. Regalar diez millones de esa
manera; no, mister Bekford no era un hombre de ese género.

Empezó por llamar a la policía, a su abogado, a sus agentes.

Al cabo de pocas horas, Spalding —mister Risus, como desde entonces le


llamaban los periodistas— se había convertido en una celebridad mundial. Mejor
dicho, el extraordinario acontecimiento en el rascacielos de Bekford había tenido
una resonancia mundial. Pero muy poco se sabía del propio mister Risus, de su
pasado, de su vida particular. Los corresponsales recordaban que con aquel
nombre se había exhibido en los escenarios de los music-hall más en boga cierto
cómico que había hecho una rapidísima carrera. Al aparecer él, toda la platea
estallaba en una carcajada estruendosa, y a mister Risas se le conocía ya cómo el
rey de la risa. Pero pasó como un deslumbrante meteoro y desapareció de los
escenarios con la misma rapidez con que había aparecido. Fue olvidado y ya nadie
se interesaba por su suerte.

Sobre las huellas de Spalding fue lanzado un ejército de ágiles periodistas y


de esbirros. Ante el asombro de los propios seguidores, fue facilísimo encontrarlo:
se supo que había tomado en alquiler un bellísimo palacete en pleno centro de la
ciudad. La casa estaba en un jardín delimitado por una magnífica verja de hierro.
Al otro lado se podían admirar la casa y los senderos de un jardín a la inglesa.
Hacia allí corrieron las cuadrillas de periodistas, de fotógrafos y de operadores
cinematográficos.

Pero encontraron la cancela de hierro y la puertecita lateral cerradas con


llave. Nadie contestó a los campanillazos.

Aún no habían pasado cinco minutos cuando hombres decididos a todo,


ágiles como monos, habían saltado la verja y corrían hacia la casa. Pero entonces
sucedió algo extraordinario. Las paredes del edificio se transformaron en pleno día
en una vasta pantalla cinematográfica, y en ella apareció el rey de la risa. Al mismo
tiempo se oyeron los altavoces. Los «asaltantes», dejando caer plumas, cuadernos y
aparatos fotográficos, se revolcaron por el suelo, presos de risas convulsas.
Algunos, tapándose los oídos y los ojos, consiguieron llegar basta las puertas de la
casa, pero las encontraron atrancadas. Por otra parte, era imposible entrevistar a
nadie con los ojos y los oídos cerrados...
El ataque había sido rechazado. El ejército de los periodistas se retiró con
deshonor.

De forma igualmente lamentable fracasó el asalto de la policía. Todos los


agentes se caían por el suelo, sacudidos de convulsiones de alegría. Un viejo
miembro de la policía que capitaneaba una sección enarboló un pañuelo a guisa de
bandera blanca. Con gran sorpresa por su parte, vio apagarse la pantalla mientras
los altavoces callaban de improviso. Se anunciaba una especie de tregua de armas.
El jefe de la sección se dirigió hacia la casa y las puertas se abrieron ante él.

Salió de allí, unos diez minutos después, desconcertado, meditabundo, con


una sonrisa enigmática en los labios. El bolsillo de la guerrera de su uniforme
aparecía muy lleno. Dio al ejército derrotado la orden de retirada. Aquel mismo día
hizo un informe a sus superiores, indicando a los periodistas que mister Risus era
invencible. El único instrumento bélico eficaz habría sido la aviación, pero
realmente no era posible dejar caer bombas de cien kilos en plena ciudad.

Toda la población estaba sobresaltada. Sin embargo, el culpable,


impertérrito, seguía sentado en una butaca de cuero comodísima, fumándose un
puro, mientras recordaba el camino recorrido y establecía el balance.

Por fin era rico. ¿Qué le faltaba? Tenía una casa estupenda, una villa en la
montaña, un balandro, un avión, varios automóviles... ¿Qué le faltaba? ¡Una mujer!
Necesitaba una esposa brillante. ¡Si pudiera conseguir a Sra Fight! Una belleza de
veinticuatro años, viuda, propietaria de fábricas, de establecimientos, de millones
de dólares. El mejor partido del mundo. Por lo menos, eso decían los periódicos.
¿Por qué no conquistar, con su risa, su corazón y su capital? Por supuesto, se podía
considerar como un abuso, incluso una violencia, un rapto, un chantaje... Pero,
¿qué importaba?

Spalding empezó a elaborar un nuevo plan. Había sido muy fácil vencer a
Bekford, al que conocía perfectamente. Sin embargo, lo poco que sabía de Sra Fight
lo sacaba de los periódicos. Era necesario acumular datos suplementarios a través
de investigadores privados. Sra Fight era una apuesta importante, era necesario
hacerlo todo para no perderla.

Algunos días después, todo estaba preparado. Spalding había conseguido


introducirse en el ambiente de la joven señora, desarmar y vencer a su cuerpo de
guardia, a camareros y camareras. Entre un millar de habitaciones, había
conseguido averiguar dónde se hallaba Sra Fight. Al entrar el joven, ella estaba
fumando un cigarrillo egipcio en una boquilla de oro adornada con un zafiro.
Llevaba un vestido de tul de cristal y unas zapatillas de piel de mono con tiras de
brillantes.

—¿Quiere casarse conmigo, Sra Fight? —preguntó Spalding a quemarropa,


acompañando esta proposición con un golpe de ingenio. La joven señora rió,
satisfecha, y se rehizo en seguida.

—¡Deje ya de hacerme reír, Spalding! ¿Quiere que nos casemos? ¿Y por qué
no? ¿Qué mujer renunciaría a convertirse en la esposa del rey de la risa? Acepto. Y
no acostumbro a volverme atrás en mis decisiones.

Spalding se quedó tan asombrado ante aquella imprevista, inmediata


aceptación, que olvidó continuar su ataque. Se quedó inmóvil, con la boca abierta.
Tal vez era la primera vez que parecía cómico sin quererlo.

La enérgica mujer, sin pérdida de tiempo, asumió la iniciativa. Hizo una


llamada. Entró una viejecita de cabellos grises con una compostura de dama de
corte. Sra Fight le dijo en francés:

—Le ruego que llame inmediatamente al pastor Hobbs, madame Angela. Dé


las órdenes para que se prepare un automóvil. Telefonee a Jones. Dentro de una
hora volamos a San Francisco. Tres pasajeros. El peso..., ¿su peso?

—Ochenta y cinco —contestó Spalding, como un autómata.

—Yo, setenta; el pastor, cien. Total, doscientos cuarenta y cinco. Haga llegar
esta cifra a Jones. Dígale que el aceite y la gasolina deben bastar para todo el
trayecto, sin escalas.

Después de haber despedido a madame Angela, y volviéndose hacia


Spalding, Sra Fight añadió:

—El pastor Hobbs nos casará en vuelo. Será muy original, ¿no es verdad?
Toda América hablará de ello. En San Francisco nos trasladaremos a nuestro yate
y...

Apretó otro timbre. Entró una camarera.

—Madeleine, rápido, un sombrero y un abrigo. Para el coche.


Cuando Spalding se recuperó un poco de su asombro, su mente trabajó
febrilmente. ¿Por qué la mujer había aceptado con tanta facilidad? ¿Sería un ardid?
Pero, después de todo, ¿por qué no podía ser sincera?... ¿Acaso no era el héroe del
día? Como bien sabía Spalding, ella era vanidosísima, su alegría más grande
consistía en verse en los periódicos. América entera tenía que saber como le
sentaba su nuevo vestido, qué le habían servido para comer, qué perfume había
pedido a París y qué encajes a Bruselas, cuánto le había costado el baño de mármol
rosa. La proposición de Spalding podía muy bien encajar en sus planes ambiciosos.
Después de haberla aceptado, le podría abandonar y contárselo todo luego a los
periodistas. ¡Toda América se reiría de él, el rey de la risa! ¡Con cuánta habilidad le
había engañado Sra Fight! También podía haber urdido otra cosa: casarse con él y
luego proclamarse víctima de un chantaje. ¡Otra noticia sensacional! Y también en
este caso Spalding se hallaría en una situación ridícula... Sra Fight deseaba casarse
con el rey de la risa en el cielo. Durante una semana, durante un mes, los
periódicos devorarían esta noticia. Luego, ella le abandonaría para solicitar el
divorcio, con el pretexto, por ejemplo, de que no quería vivir en un eterno peligro
de morirse de risa...

Los pensamientos de Spalding se confundieron. Estaba preparado para una


lucha feroz, había acumulado toda su capacidad para hacer reír, tenía a punto
todas las fibras de su ser. Se hallaba en pleno estado de guerra. Y de pronto, de
improviso, se encontró como desarbolado. Aquella capitulación tan repentina del
enemigo transformaba la victoria en derrota. ¡Qué afrenta! ¿Qué hacer, qué hacer?
No, al diablo, no quería saber nada más de todo aquello. ¡Tenía que huir!

Intentó dar un paso hacia la puerta, pero Sra Fight le estaba observando.

—¿A dónde va?

Le sujetó ágilmente por la manga y le atrajo a su lado sobre la butaca.


Spalding quedó sin protestar en aquella humillante posición. Decididamente, algo
extraño le sucedía. En todo aquello había algo... cómico, si, terriblemente cómico...

—Ja, ja, ja, ja, ja! —estalló, de golpe, en una estruendosa carcajada como
raramente habían lanzado sus víctimas.

—¿Qué le sucede? —preguntó, perpleja, la mujer.

—¿Cómo dice? —exclamó Spalding, interrumpiéndose constantemente por


la risa—. ¿Cómo decía el viejo Bergson? El chiste consiste en desarrollar el
pensamiento del interlocutor hasta que se convierte en el contrarío, y el
interlocutor cae, por así decirlo, en la trampa que se le ha tendido con sus propias
palabras. Con nosotros ha pasado esto, ¿verdad?

—No entiendo absolutamente nada —confesó Sra Fight.

Spalding soltó una carcajada aún más sonora que la anterior. Luego dejó de
reír repentinamente, como si algo se hubiese roto en su interior. Calló y se quedó
serio, casi tétrico.

—Ay de mí, he comprendido demasiadas cosas de una sola vez, y he caído


en la trampa que yo mismo había tendido. He descubierto completamente el
secreto de la comicidad y ésta ha dejado de existir para mí. Para mí ya no existen
los retruécanos, ni las bromas, ni los chistes; sólo hay categorías, grupos, fórmulas
de lo cómico. He analizado, mecanizado la risa viva, y entonces la he matado.
Porque ahora río, pero he conseguido analizar esa risa, disecarla, anularla. Yo, que
fabricaba carcajadas, ya no podré reír nunca más lo que me queda de vida. ¿Y qué
es una vida sin bromas, sin risas? Sin ellas, ¿de qué me sirven las riquezas, el
poder, una familia? Me he robado a mi mismo...

—¿Qué anda diciendo, Spalding? ¡Basta, vuelva en sí! ¿Acaso está borracho?
—exclamó, irritada, Sra Fight.

Pero Spalding seguía inmóvil, con la cabeza gacha, como una estatua en
profunda meditación. Ya no contestó a las preguntas, no percibió a las personas
que se acumulaban a su alrededor.

Fue llevado a una clínica. Los médicos certificaron un desequilibrio mental


debido a un extremo agotamiento del sistema nervioso.

—Los mas grandes cómicos frecuentemente terminan por caer presa de la


hipocondría mas aguda —resumía el informe médico.

Pero un joven doctor, un tipo original que amaba las paradojas, sostenía que
Spalding fue asesinado por la manía americana de la mecanización.

FIN
LA GRAVEDAD HA DESAPARECIDO

Alexander Beliaev
I - Una misteriosa quinta de verano

DURANTE mis paseos por las afueras de Simeiz, en Crimea, la solitaria


quinta de verano que se erguía en la falda de una montaña llamó mi atención.
Ningún camino conducía hasta ella y estaba muy bien vallada por todos los lados,
con su única verja siempre cerrada. Por encima de la valla no asomaba ningún
arbusto ni la copa de un solo árbol, y en torno a ella todo eran rocas amarillentas,
con algún ocasional enebro de aspecto enfermizo o un retorcido pino aquí y allá.

¿A quién podía habérsele ocurrido vivir en aquel desierto? Suponiendo que


viviera alguien allí... Solía preguntármelo mientras merodeaba alrededor de la
misteriosa quinta de verano.

Nunca vi salir a nadie del lugar. Mi curiosidad fue en aumento, y debo


confesar que traté de echar una mirada al interior de la valla trepando a las rocas
más altas del contorno. Pero la quinta estaba situada de modo que, cualquiera que
fuese mi observatorio, sólo podía divisar un rincón del patio.

Sin embargo, al cabo de unos cuantos días de observación, conseguí ver a


una anciana vestida de negro que cruzaba el patio.

Aquello fue un nuevo estímulo para mi curiosidad.

Las personas que vivían allí debían tener alguna conexión con el mundo
exterior. ¿Dónde efectuaban sus compras?

Realicé indagaciones entre la gente que conocía, y finalmente capté el rumor


de que la quinta estaba habitada por el profesor Wagner.

¡El profesor Wagner!

Aquel nombre acrecentó todavía más la atención que dedicaba a la quinta de


verano. Hubiese dado cualquier cosa por conocer al hombre cuyos inventos habían
causado tanta sensación. A partir de entonces asedié el lugar. En mi fuero íntimo
sabía que estaba haciendo algo que no debía, pero continué espiando el lugar
durante horas enteras, de día y de noche, desde mi puesto de observación detrás
de unas matas de enebros.

Dicen que quien la sigue la consigue.

Bien, una mañana, poco después del amanecer, oí chirriar la verja. Todo mi
cuerpo se puso en tensión y, con el corazón palpitante, aguardé el desarrollo de los
acontecimientos.

La verja se abrió. Un hombre alto, de mejillas sonrosadas, con una barba


rubia y un bigote caído, cruzó la verja y dirigió una cautelosa mirada a su
alrededor. ¡No cabía duda: era el profesor Wagner!

Tras asegurarse de que no había nadie a la vista, el profesor trepó


lentamente por la colina hasta un espacio llano donde empezó a realizar lo que me
pareció un ejercicio muy raro. En el suelo había varios pedruscos de diversos
tamaños. Wagner trató de levantarlos uno por uno, pero eran tan grandes y
pesados que ni siquiera un campeón de levantamiento de pesos hubiera podido
moverlos.

«¡Qué extraño pasatiempo!», pensé. Pero inmediatamente quedé tan


asombrado que no pude contener una exclamación de sorpresa. Era algo
completamente irreal: el profesor Wagner se acercó a una enorme roca, más alta
que un hombre, la agarró por un borde saliente y la levantó con el mismo esfuerzo
aparente que habría empleado si la roca hubiese sido de cartón. Luego,
extendiendo el brazo, empezó a balancear la roca de un lado a otro.

Yo estaba desconcertado, sin saber qué pensar. Una de dos, o el profesor


Wagner poseía una fuerza sobrehumana —en cuyo caso, ¿por qué no había podido
levantar otras rocas de menor tamaño?—, o...

No había completado mi pensamiento cuando un nuevo truco del profesor


me privó incluso de la facultad de pensar: hasta tal punto me impresionó.

Wagner lanzó la roca hacia arriba como si fuera un guijarro, proyectándola a


una altura de casi veinte metros. Muy nervioso, cerré los ojos esperando oír el
estrépito que habría de producirse cuando la roca se estrellara contra el suelo. Pero,
transcurridos unos segundos sin oír nada, volví a abrir los ojos. La roca descendía
lentamente. Y, antes de que llegara al suelo, Wagner extendió su mano y la recogió,
sin que su brazo acusara en lo más mínimo los efectos del impacto.
—¡Ja, ja! —rió Wagner con una voz profunda, al tiempo que volvía a lanzar
la roca, esta vez paralelamente al suelo.

La roca recorrió medio centenar de metros y de pronto pareció perder


impulso y cayó, haciéndose añicos.

—¡Ja, ja! —rió de nuevo, y dio un salto extraordinario.

Habiendo alcanzado una altura de unos cuatro metros, empezó a volar


paralelamente al suelo en dirección a donde yo estaba; luego, posiblemente debido
a un error de cálculo, inició una rápida caída. Se estrelló contra el suelo cerca de
mí, al otro lado del enebro, gruñó, profirió una maldición y se frotó la rodilla.
Luego trató de levantarse y volvió a gruñir.

Tras alguna vacilación decidí revelar mi presencia y prestar los primeros


auxilios al profesor.

—¿Está usted herido? ¿Puedo ayudarle? —inquirí, saliendo de detrás del


arbusto.

Mi aparición no pareció sorprender lo más mínimo al profesor. En cualquier


caso, si le sorprendió no lo dio a entender.

—No, gracias —dijo con voz tranquila—. Puedo valerme por mí mismo.

Efectuó otra tentativa para levantarse, pero tuvo que renunciar, con el rostro
contraído por el dolor. Su rodilla se estaba hinchando a ojos vista. Era evidente que
no podría arreglárselas sin ayuda.

La situación requería una acción inmediata.

—Permítame que le ayude a salir de aquí antes de que el dolor le deje sin
fuerzas —dije, y le ayudé a levantarse.

No formuló ninguna objeción, a pesar de que cada movimiento tenía que


representar una tortura para él. Echamos a andar lentamente hacia la casa. Yo
cargaba casi con todo su peso, y al final el que se estaba quedando sin fuerzas era
yo. Pero me sentía feliz, ya que no sólo había visto al profesor Wagner, sino que
incluso había trabado conocimiento con él. ¿Me permitiría entrar en su casa? ¿O
me despediría al llegar a la verja, después de darme las gracias? Esto era lo que me
preocupaba mientras nos acercábamos a la quinta. Sin embargo, el profesor no dijo
nada y cruzamos la línea mágica. De hecho, no creo que el profesor pudiera decir
nada. Sus sufrimientos parecían ser muy intensos. Yo también estaba mortalmente
cansado, pero antes de entrar en la quinta conseguí echar una inquisitiva mirada
en torno al patio.

Era muy espacioso, y en el centro había una especie de máquina parecida a


un aparato de Maurain. En uno de los rincones había un agujero circular en el
suelo, cubierto con un grueso cristal. Alrededor del agujero, unos arcos metálicos
se extendían a intervalos hacia la casa y en otras varias direcciones.

No tuve tiempo de ver nada más, ya que la mujer vestida de negro —el ama
de llaves del profesor, según supe más tarde—, salió alarmada de la casa y corrió a
nuestro encuentro.
II - El círculo mágico

WAGNER se encontraba en muy mal estado. Su respiración era dificultosa y


deliraba.

Deseé con todas mis fuerzas que el cerebro del profesor Wagner, aquel
maravilloso mecanismo, no resultara lastimado a consecuencia del golpe.

En su delirio, recitaba fórmulas matemáticas y gemía de cuando en cuando.


El ama de llaves estaba completamente aturdida y no sabía qué hacer. Repetía sin
cesar:

—¿Qué va a pasar? ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar?

Tuve que prestarle al profesor los primeros auxilios y me quedé a cuidarle.

A la mañana siguiente Wagner recobró el conocimiento. Abrió los ojos y me


miró.

—Gracias —murmuró débilmente.

Le di unos sorbos de agua y él hizo un gesto de reconocimiento y me pidió


que le dejara solo. Fatigado por la ansiedad del día anterior y por una noche de
insomnio, decidí dejar solo al paciente unos instantes y salir a tomar un poco el
aire. El aparato instalado en el centro del patio volvió a atraer mi atención. Me
acerqué a él y alargué la mano.

—¡No se acerque más! ¡Cuidado! —gritó la voz asustada del ama de llaves
detrás de mí.

Y mientras oía aquella voz, noté que mi mano se hacía de pronto


extraordinariamente pesada, como si soportara una enorme carga, hasta el punto
de que tiró de mí hacia abajo con tal violencia que caí al suelo. Mi mano quedó
pegada al suelo por aquel invisible peso. Con un supremo esfuerzo conseguí
liberarla. Estaba amoratada y me dolía mucho.
El ama de llaves permanecía a mi lado, sacudiendo la cabeza con desaliento.

—¡Oh, querido, querido! Ha sido una torpeza por su parte. Será mejor que se
mantenga alejado del patio, si no quiere que le suceda una desgracia, Dios me
perdone.

Sin comprender nada, entré en la casa y me apliqué una compresa de agua


fría a la mano.

Al despertar por segunda vez, el profesor parecía estar completamente


despejado. Por lo visto, su organismo era excepcionalmente vigoroso.

—¿Qué es eso? —inquirió, señalando mi mano.

Se lo expliqué.

—Se ha librado usted por muy poco —dijo.

Ardía en deseos de obtener una explicación de Wagner, pero me abstuve de


formularle preguntas para no fatigarle.

Aquella noche, después de que su lecho fue adosado a la ventana, de


acuerdo con sus instrucciones, el propio Wagner sacó a relucir el tema que tanto
me interesaba.

—La ciencia estudia las fuerzas elementales —empezó— y establece toda


clase de leyes, pero en realidad sabe muy poco acerca de la naturaleza de esas
fuerzas. Tomemos la electricidad o la gravedad. Estudiamos sus propiedades y las
utilizamos. Pero no nos revelan el íntimo misterio de su naturaleza. Por lo tanto, no
podemos utilizarlas plenamente. La electricidad resulta más asequible, desde
luego. La hemos domesticado, por así decirlo. La almacenamos, la transmitimos de
un lugar a otro, la utilizamos cuando y cómo la necesitamos. Pero la gravedad es
más intratable. Tenemos que transigir con ella, adaptarnos a sus caprichos, en vez
de adaptarla a nuestras necesidades. Si pudiéramos regular su poder a nuestra
voluntad, acumularlo como la electricidad, dispondríamos de una fuerza
maravillosa. Siempre he soñado en domesticar a la gravedad.

—¡Y lo ha conseguido usted! —exclamé, con repentina comprensión.

—Sí, lo he conseguido. He descubierto una técnica por medio de la cual


podemos regular la fuerza de gravedad. Ha sido usted testigo de mis primeros
éxitos. Y de lo que me han costado —añadió Wagner, frotándose la rodilla
lastimada—. Como experimento, he reducido la fuerza de gravedad en una
pequeña zona alrededor de esta quinta. Ya vio usted con qué facilidad levanté
aquella roca. Lo conseguí a cambio de un aumento de la fuerza de gravedad en
una zona de dimensiones equivalentes en el interior de mi patio. Su curiosidad ha
estado a punto de costarle la vida cuando se acercó a mi «círculo mágico».

»—Mire —continuó, señalando a través de la ventana—. ¿Ve aquellos


pájaros que vuelan por allí? Tal vez uno de ellos penetrará en la zona de gravedad
incrementada...

Se quedó silencioso contemplando con aire excitado los pájaros que se


acercaban a la quinta. Ahora estaban encima del patio...

De repente, uno de ellos cayó como una piedra. No se limitó a estrellarse


contra el suelo, de un modo normal, sino que quedó aplastado y reducido al grosor
de un papel de fumar, como si lo hubiese chafado una apisonadora.

—¿Ha visto?

Me estremecí al pensar que podía haberme ocurrido lo mismo a mí.

—Sí —Wagner adivinó mi pensamiento—, hubiera usted quedado reducido


a papilla por el peso de su propia cabeza —Y con una sonrisa continuó—: Fima, mi
ama de llaves, dice que mi invento es una maravilla para mantener a los gatos
alejados de la despensa. Pero hay otras bestias mucho más peligrosas, que no están
armadas con garras y colmillos, sino con cañones y bombas.

»—¡Imagine lo que podría hacer un arma defensiva que controlara la


gravedad! Una barrera a lo largo de las fronteras del país impediría que el enemigo
pudiera cruzarlas. Los aviones caerían como ha caído ese pájaro. Ni siquiera los
proyectiles de artillería pasarían más allá. O podría aplicarse en sentido contrario:
reducir la fuerza de gravedad en la zona enemiga, de modo que los soldados
flotaran indefensos en el aire... Pero todo eso es un juego de niños comparado con
lo que he conseguido. He descubierto un sistema para reducir la atracción de la
gravedad en toda la superficie de la Tierra, a excepción de los polos.

—¿Cómo es posible eso?

—Haciendo que el globo gire con más rapidez, sencillamente.


—¿Cómo? ¿Hacer que el globo gire más aprisa?

—Sí. A medida que aumente su velocidad, la fuerza centrífuga será mayor y


todos los objetos situados sobre la superficie de la Tierra se harán más ligeros. Si no
le importa quedarse conmigo unos cuantos días...

—¡Me encantará!

—Entonces, iniciaré el experimento en cuanto pueda levantarme. Creo que le


interesará.
III - «Está rodando»

AL cabo de unos días el profesor Wagner abandonó el lecho, aunque cojeaba


ligeramente. Se pasaba muchas horas en su laboratorio subterráneo, situado en un
rincón del patio. Me abrió las puertas de su biblioteca pero nunca me invitó a bajar
al laboratorio.

Un día, me encontraba sentado en la biblioteca cuando se presentó Wagner,


muy excitado, gritando desde el umbral:

—¡Está rodando! He puesto el aparato en movimiento. Ahora veremos qué


pasa.

Yo esperaba algo extraordinario. Pero transcurrieron las horas sin que


sucediera nada.

—Paciencia —dijo el profesor, sonriendo—. La fuerza centrífuga es


directamente proporcional al cuadro de la velocidad angular, ¿sabe? Y la Tierra
tiene un tamaño descomunal: no resulta fácil acelerarla.

A la mañana siguiente, al levantarme, experimenté la sensación de que era


más ligero que de costumbre. Hice una prueba, levantando una silla: me pareció
también mucho más ligera. De modo que la fuerza centrífuga estaba funcionando...
Salí a la veranda y me senté a leer a la sombra. Pero no tardé en darme cuenta de
que la sombra se movía con desusada rapidez. ¿Acaso se movía el sol más aprisa
que antes?

—Se ha dado cuenta, ¿eh? —oí que decía Wagner, desde el lugar donde
había estado observándome—. La Tierra gira más aprisa, y el día y la noche se
están acortando.

—Pero, ¿a dónde nos llevará todo esto? —inquirí.


—Vivir para ver —se limitó a decir el profesor.

Aquel día, el sol se ocultó dos horas antes que de costumbre.

—Imagino la conmoción que el acontecimiento habrá producido en todo el


mundo —le dije al profesor—. Pero, me gustaría saber...

—Vaya a mi estudio y lo sabrá —dijo Wagner—. Allí hay un aparato de


radio.

Me dirigí apresuradamente al estudio y me enteré de que la población


mundial se encontraba efectivamente bajo los efectos de una gran conmoción.

Pero aquello era sólo el comienzo. La Tierra continuó acelerando su


movimiento, y los días se hacían cada vez más cortos.

—Todos los objetos que están sobre el ecuador han perdido ahora una
cuadragésima parte de su peso —me dijo Wagner cuando el día y la noche duraban
solamente cuatro horas.

—¿Por qué sobre el ecuador?

—Porque la atracción de la Tierra es más débil allí, en tanto que el radio de


rotación es más largo: en consecuencia, la fuerza centrífuga es mayor.

Los científicos se habían dado cuenta ya del peligro que esto implicaba. Se
había iniciado un éxodo desde las regiones ecuatoriales a latitudes más altas,
donde la fuerza centrífuga era menor. La reducción estaba resultando beneficiosa:
las locomotoras podían arrastrar enormes trenes, el motor de una motocicleta
proporcionaba suficiente energía para un avión... y a una mayor velocidad. La
gente era cada vez más ligera y más fuerte. Por mi parte, cada día que pasaba me
encontraba más liviano. ¡Una sensación sumamente agradable!

Sin embargo, la radio no tardó en informar de los primeros desastres. Los


descarrilamientos eran cada vez más frecuentes, aunque con escasas víctimas, ya
que los vagones quedaban intactos aunque cayeran desde alturas considerables.
Los vientos adquirían la fuerza de huracanes, levantando nubes de polvo que ya
no volvían a posarse nunca más en el suelo.

Cuando la velocidad angular hubo aumentado setenta veces, los objetos y


las personas del ecuador perdieron todo su peso.
Aquella noche, la radio difundió la terrible noticia: en el África ecuatorial y
en América aumentaban los casos de personas que andaban cabeza abajo debido a
la atracción de la fuerza centrífuga, siempre en aumento. Y no tardó en llegar otra
noticia más aterradora del ecuador: la amenaza de asfixia.

—La fuerza centrífuga está desgarrando la envoltura de aire del globo


terráqueo —explicó el profesor tranquilamente—. La atracción de la Tierra no
puede seguir manteniéndola en su lugar.

—Pero... ¿significa eso que también nosotros nos asfixiaremos? —pregunté,


en tono preocupado.

Wagner se encogió de hombros.

—Nosotros estamos preparados contra cualquier eventualidad —dijo.

—¿Por qué empezó todo esto? —inquirí—. Representará una verdadera


catástrofe mundial, la destrucción de la civilización...

Wagner se quedó impasible.

—Más tarde sabrá por qué lo he empezado.

—No habrá sido por el simple placer de experimentar...

—No comprendo su excitación —dijo Wagner—. ¿Y qué, si se tratara de un


simple experimento? No razonemos en un círculo vicioso. Cuando un huracán o
un volcán en erupción mata a las personas por millares, a nadie se le ocurre
formular reproches al huracán o al volcán. Considere esto como otro desastre
natural.

No quedé satisfecho por la respuesta. Además, una sensación de mala


voluntad hacia el hombre despertó en mi ánimo por primera vez.

Había que ser un monstruo, desprovisto de todo sentimiento, para sacrificar


las vidas de millones de personas por un experimento científico, pensé.

Mi mala voluntad hacia Wagner se hizo más intensa a medida que yo mismo
me sentía peor, y no era de extrañar: aquellos terribles informes acerca de la
destrucción paulatina del mundo, la rápida sucesión de los días y las noches,
bastaban para enloquecer a cualquiera. Apenas dormía, y era un manojo de
nervios. Para moverme, tenía que adoptar infinitas precauciones. La más leve
contracción muscular me haría salir despedido contra el techo. Las cosas perdían
rápidamente peso y no había modo de manejarlas. Los muebles más pesados se
desplazaban al menor contacto.

Fima, el ama de llaves, estaba tan exasperada como yo. El cocinar se había
convertido en un espectáculo circense: las ollas y las cacerolas volaban por el aire, y
la propia cocinera flotaba cómicamente tratando de alcanzarlas.

Wagner era el único que conservaba el buen humor, e incluso se burlaba de


nosotros.

No me aventuraba a salir al exterior sin haber llenado previamente mis


bolsillos de piedras, para no «caer en el cielo». El nivel del mar era cada vez más
bajo, ya que el agua era arrastrada hacia el oeste, donde al parecer inundaba la
costa... Además, padecía frecuentes ataques de vértigo y de asfixia. El aire era cada
vez más enrarecido. El viento huracanado que había estado soplando del este
parecía amainar. Pero al mismo tiempo descendía la temperatura del aire.

Intuía que se acercaba el final... Me sentía tan angustiado que empecé a


pensar qué clase de muerte escogería: caer en el cielo, o esperar a quedar asfixiado.
La asfixia era lo peor, pero me permitiría ver lo que ocurría en la Tierra hasta el
último momento.

No, era preferible terminar de una vez, pensé, y empecé a descargar mis
bolsillos.

—Un momento —oí que decía la voz de Wagner, apenas audible en aquella
atmósfera enrarecida—. Vamos a bajar al laboratorio subterráneo.

Deslizó su brazo debajo del mío, hizo una seña al ama de llaves, que estaba
en la veranda, jadeando, y los tres nos encaminamos a la gran «ventana» redonda
practicada en el suelo del patio. Yo andaba como en un trance, perdida toda
voluntad. Wagner abrió la pesada puerta que conducía al laboratorio subterráneo y
me empujó a través de ella. Perdí el sentido y caí sobre el suelo de piedra.
IV - Cabeza abajo

NO sé cuánto tiempo permanecí inconsciente. Mi primera sensación fue la


de que estaba respirando aire fresco. Abrí los ojos y quedé sorprendido al ver una
bombilla enroscada al suelo, no lejos del lugar donde yo estaba tendido.

—No le extrañe —oí que decía el profesor Wagner—. El suelo no tardará en


convertirse en techo. ¿Cómo se encuentra?

—Mucho mejor, gracias.

—Arriba, entonces —dijo, cogiéndome de la mano.

Volé hasta la claraboya y luego descendí, muy lentamente.

—Vamos, le enseñaré mi cuartel general subterráneo —dijo Wagner.

Había tres habitaciones juntas: dos de ellas con luz artificial, y una tercera,
de mayor tamaño, con un encristalado techo o suelo: no estoy seguro. Lo malo era
que estábamos sometidos al estado de ingravidez.

Esto convertía nuestro recorrido en un paseo agotador. Girábamos y


remolineábamos, agarrando y desplazando los muebles, saltando por encima de
las mesas o chocando contra ellas, suspendidos a veces en el aire y extendiendo
nuestras manos para cogernos. Sólo nos separaban unos centímetros, pero éramos
completamente incapaces de franquearlos hasta que algún ingenioso truco rompía
el equilibrio. Los objetos que tocábamos flotaban alrededor de nosotros. Una silla
estaba colgada en el aire en el centro de la habitación. Unos vasos llenos de agua
aparecían volcados sin que se derramara el líquido...

Luego vi una puerta que conducía a la cuarta habitación, de la cual surgía


un sonido chirriante. Pero Wagner no me permitió entrar en ella. Al parecer,
albergaba el mecanismo que aceleraba la rotación de la Tierra.

Sin embargo, nuestro «vuelo espacial» no tardó en acabar, y descendimos al


techo encristalado, que a partir de entonces sería nuestro suelo. No tuvimos que
mover las cosas porque ya se habían movido por sí mismas, y la bombilla eléctrica
estaba ahora sobre nuestras cabezas, iluminando la habitación durante las
brevísimas noches.

Wagner lo había previsto todo, desde luego. Disponíamos de una abundante


provisión de botellas de oxígeno, de alimentos en conserva y de agua. Esto explica
que el ama de llaves no salga a comprar, pensé.

Ahora que estábamos en el techo, descubrí que el andar resultaba bastante


fácil, a pesar de que, en términos relativos, andábamos cabeza abajo. Pero el
hombre se acostumbra a todo. Yo me estaba adaptando rápidamente a la nueva
situación. Cuando incliné la mirada hacia mis pies y vi el cielo debajo de mí a
través del grueso cristal transparente, tuve la impresión de que estaba de pie sobre
un espejo redondo que reflejaba el cielo.

Pero a veces reflejaba cosas anormales o espantosas.

El ama de llaves dijo que tenia que ir a la casa a buscar la mantequilla, que
había olvidado allí.

—No podrá llegar —le dije—. Se caerá usted hacia abajo... quiero decir hacia
arriba.

—Me agarraré a las anillas del suelo: el profesor me enseñó a hacerlo.


Cuando todo era normal, aprendí a andar sobre mis manos en una habitación en la
que había anillas en el techo.

Desde luego, el profesor Wagner había pensado en todo.

Me sorprendió que una mujer se mostrara tan valiente. ¡Arriesgar su vida,


«andando sobre las manos» encima del espacio infinito, para que no nos faltara la
mantequilla!

—De todos modos, es muy arriesgado —dije.

—Mucho menos de lo que imagina —declaró el profesor Wagner—. Nuestro


peso es insignificante y se requiere muy poca fuerza muscular para esa maniobra.
Además, voy a acompañarla: me he dejado arriba mi cuaderno de notas.

—Pero, en el exterior no hay aire...


—Tenemos cascos con aire comprimido.

Y así, vestidos como buzos, se alejaron. La doble puerta se cerró detrás de


ellos. Luego oí el golpazo de la puerta exterior.

Tendido en el suelo, con el rostro pegado al grueso cristal, contemplé a la


pareja con inquietud: dos figuras con la cabeza embutida en un globo que andaban
rápidamente sobre sus manos, agarrándose a las anillas del suelo, con las piernas
agitándose en el aire. ¡Resultaba difícil imaginar un espectáculo más fantástico!

Wagner y el ama de llaves desaparecieron en el interior de la casa.

No tardaron en salir de nuevo.

Se encontraban ya a medio camino del laboratorio cuando ocurrió algo que


me dejó helado de espanto: el ama de llaves había dejado caer la jarra de la
mantequilla y, en su esfuerzo por alcanzarla, se soltó de la anilla y empezó a caer al
abismo...

Wagner intentó salvarla: desenrolló una cuerda que llevaba a la cintura, la


ató a una de las anillas y descendió por ella detrás del ama de llaves. La
desdichada mujer caía lentamente, y como Wagner había conseguido acelerar su
caída por medio de un vigoroso impulso, no tardó en llegar a su altura. Extendió
su brazo hacia ella, pero la fuerza centrífuga había hecho que la mujer se desviara
un poco. Wagner no consiguió alcanzarla. Y la cuerda estaba ahora completamente
desenrollada... Lentamente, el profesor trepó por la cuerda, iniciando el regreso a
la tierra desde los abismos del cielo...

Vi que la desgraciada mujer agitaba sus brazos. Luego, la noche cayó como
un telón sobre aquella escena de muerte.

Me estremecí al imaginar lo que ella sentía. ¿Qué sería de ella? Su cadáver,


sin descomponerse en la frialdad del espacio, caería eternamente a menos de que
un planeta lo atrajera al pasar junto a él.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que no me di cuenta de que Wagner


había entrado y estaba a mi lado.

—Una hermosa muerte —dijo tranquilamente.

El odio me cegó.
—¡Usted la ha matado! —escupí—. ¡Es usted un asesino! ¡Y tendrá que
responder de esa muerte, y de la vida que ha destruido en la Tierra! Reduzca
inmediatamente la velocidad de la Tierra, o...

Pero el profesor se limitó a sacudir la cabeza.

—¡Hable! —grité, apretando los puños.

—No puedo hacer nada. Probablemente, existe un error en mis cálculos.

—¡Entonces, pagará usted por ese error!

Me lancé contra él, enrosqué mis manos alrededor de su garganta y empecé


a apretar... Y en aquel preciso instante noté que el suelo cedía bajo mis pies. Luego
se rompió el cristal y me hundí en el abismo, con las manos cerradas sobre la
garganta de Wagner...
V - Un nuevo auxiliar docente

DELANTE de mí, el rostro sonriente del profesor Wagner. Aturdido, le miré.


Luego miré a mi alrededor.

El sol, bajo aún en el dosel azulado del cielo. A lo lejos, el mar. Dos
mariposas blancas revoloteando cerca de la veranda. El ama de llaves, con un plato
que contenía un gran trozo de mantequilla en las manos...

—¿Dónde estoy? ¿Qué significa todo esto? —le pregunté al profesor.

Wagner sonrió por debajo de sus largos bigotes.

—Debo disculparme —dijo— por haberle utilizado para un experimento, sin


su permiso y sin haber tenido el placer de conocerle hasta ahora. Si sabe quién soy,
estará enterado de que por espacio de muchos años he estado trabajando en la
solución del problema que le plantea al hombre la necesidad de asimilar la
inmensidad de los conocimientos modernos. Personalmente, por ejemplo, he
logrado que cada una de las dos mitades de mi cerebro trabaje
independientemente.

—Leí algo acerca de eso —dije.

—Entonces, ya sabe de qué va. Pero no todo el mundo puede hacer eso. De
modo que decidí utilizar la hipnosis como auxiliar docente. Después de todo, la
enseñanza convencional comporta también cierta cantidad de hipnosis. Esta
mañana, cuando salí a dar mi acostumbrado paseo, le vi a usted oculto detrás del
enebro. No era la primera vez que se apostaba usted allí, ¿verdad? —inquirió, con
un brillo humorístico en los ojos.

Quedé confundido.

—Bueno, decidí castigarle un poco por su curiosidad, sometiéndole a la


hipnosis.
—¿Qué? ¿Todo lo que he visto...?

—Pura hipnosis. Sin embargo, para usted fue muy real, ¿no es cierto? Y
seguramente no olvidará la experiencia. Nada menos que una lección práctica
sobre las leyes de la gravedad y de la fuerza centrifuga. Se comportó usted como
un estudiante aprovechado, aunque al final de la sesión se excitó un poco...

—¿Cuanto tiempo ha durado?

El profesor Wagner consultó su reloj.

—Un par de minutos, aproximadamente. Una técnica muy productiva, ¿no


le parece?

—¡Un momento! —exclamé—. ¿Y la ventana encristalada? ¿Y las anillas en el


suelo? —Miré hacia el patio que se extendía delante de nosotros, completamente
vacío—. ¿Fueron también producto de la hipnosis?

—Exactamente. Pero, con sinceridad, ¿encontró usted aburrida mi lección de


física? No, ¿verdad? Fima —llamó—. ¿Está preparado el café? Vamos a
desayunar...

FIN
EL OLEAJE MARCIANO

Dimitri Bilenkin

Silencio, calma y después un ligero susurro. Así comienza el oleaje marciano


Uno puede pasarse horas enteras sentado al pie de las peñas rojas, contemplar la
inmensidad de los arenales y escuchar, escuchar. El susurro se oye por doquier y
en ninguna parte. Parece como si, desde el cielo violáceo, las nubes dejaran caer
una llovizna semitransparente de gránulos de hielo. Alguien dijo que era un
susurro cristalino. Llevaba razón.

Cuando se acalla el susurro, la arena se estremece y pesada y lenta, se va


alzando la ola. Se arrastra hasta cubrir los secos peñascos y se asienta
paulatinamente. Entonces las rocas calan la arena por abajo. Da la sensación de que
una quijada falta de dientes, tritura la ola. Por las rocas planas se escurren
perezosamente unos bultos de arena. La ola vuelve a encresparse.

Alrededor todo es quietud. En la lejanía se divisa la arena en calma e,


inmutables como la eternidad, las peñas rojas. Solamente aquí en esta bahía y al
lado mismo de la orilla es donde se mecen las olas marcianas.

Esto puede significar que allá en lontananza, en los vastos espacios de los
océanos de arena se ha desencadenado una tempestad tal que sus embates
conmueven el terreno movedizo lo mismo que un terremoto, y que aquí, en esta
bahía, las oscilaciones coinciden en resonancia, la estructura del litoral cambia y la
arena adquiere fluidez. Puede que sea así, nadie lo sabe exactamente, ni nadie
piensa en averiguarlo (quedan en Marte tantas cosas urgentes por hacer).
Yo procuro no perderme nunca el oleaje. Me siento, miro escucho y pienso
¡Qué bien se piensa a solas con un entorno tan sin par. Dejan de existir el tiempo,
los límites del espacio, y hasta mi propio cuerpo, quedamos solamente el oleaje yo
y nada más.

Ahora la orilla esta desierta. Pero antes estaba muy animada. Yo me acuerdo
del asombro con que recibieron los radistas de la Tierra el encargo de enviar
bañadores. Si hubo un guasón que quiso ponerse un bañador sobre la escafandra
para zambullirse en las olas. Los noveles venían a bañarse aquí para tener algo que
contar en la Tierra. A los veteranos les arrastraba la nostalgia por el agua, el agua
de verdad, las olas de verdad, el mar de verdad. Era una tentación que nadie podía
resistir.

El guasón como es natural, fue Vanin. Y no es que fuera bromista por


carácter, no, más bien al contrario Pero, ¡son tan complejas, contradictorias e
inesperadas nuestras acciones cuando rigen los sentimientos!

Sobre todo cuando se trata de una persona tan reservada como Vanin. Ante
el oleaje marciano, ¡qué extraño parece todo esto!

Lo que le ocurrió a Vanin entonces nos inquietó a todos por su aparente


insensatez. Ahora esta historia se ha cubierto de leyendas, en las cuajes lo trágico se
entremezcla con lo cómico y el valor con la irreflexión ¡Qué lejos de la verdad! Con
todos nuestros cohetes, proteínas artificiales y energía nuclear, ¡qué niños
parecemos aún, cuando intentamos comprender y prever los actos humanos!
Recuerdo la primera exploración a Marte. No podíamos arriesgarnos, no teníamos
derecho a ello, cualquier fracaso nos haría retroceder mucho Ante nosotros se abría
un planeta desconocido, en el que todo podía ocurrir y nada se podía prever.
Nuestro comportamiento estaba severamente reglamentado. Ni un solo paso
casual. Medidas de segundad por todas partes El programa era «¡Prudencia!»
Nosotros lo observábamos estrictamente ¡Con que seriedad se estudió cómo
debería bajar a Marte el primero de nosotros! ¿Había que atarlo o no? Si el suelo
sostenía a la nave, también sostendría a un hombre ¿Pero y si...? ¡Quién sabe! Esto
no es la Tierra, es Marte.

Obrábamos con extrema precaución, y esto nos salvó de no pocas


contrariedades que fuimos encontrando. Éramos seis. Y, cuando hay seis personas,
una de ellas resulta más cobarde. No en el sentido que se le suele dar a esta
palabra, no. Simplemente, alguno tiene que ser más cauteloso, más indeciso, más
embarazoso que los demás. Ni las circunstancias ni el número de personas tienen
nada que ver con esto. Cuando dos personas cruzan una calle de mucho tráfico,
cada una se preocupa de sí misma y de su acompañante y, lógicamente, alguna de
las dos tiene que ser «más». Y no importa que su comportamiento en esta ocasión
no de derecho a decir que es cobarde en sentido estricto.

Nuestro Vanin tampoco era cobarde en este sentido. ¡Ni mucho menos! En la
Tierra y en condiciones normales era, por lo menos, más decidido que ocho de
cada diez personas. Pero en Marte...

Desde un punto de vista formal, su conducta era irreprochable. Ni corría


ante un peligro inesperado ni se daba al pánico cuando la situación era difícil. Pero
nunca iba primero por una senda inexplorada. Pisaba siempre las huellas de los
que iban delante, ¿está claro?

Vanin era incapaz de imponerse a sí mismo y de obrar de otra manera. Se


daba cuenta de su defecto y procuraba enmendarse. Pero no podía. Yo no me
atrevo a explicar por qué: la mentalidad humana es todavía un laberinto. Es
posible que lo extraordinario de la situación, o el habernos inculcado el «sed
prudentes, sed prudentes...» Además, ¡era tan difícil ir el primero por Marte! ¿Y si
se abre el suelo y me traga? Pensamientos estúpidos como éste se le metían a uno
en la cabeza. Marte no es la Tierra...

Si, a Vanin nadie le reprochaba nada, excepto él mismo Su «superprudencia»


nos empezó a hacer reír, pero muy pronto Marte dejó de parecernos misterioso,
comenzamos a acostumbrarnos a él y comprendimos, más con el corazón que con
la cabeza, que la naturaleza de Marte no era más traicionera que la de la Tierra.
Pero como Vanin fue el último en comprender esto, nuestras bromas le zaherían
¿Tenemos que arrepentimos de algo? A posteriori, es posible. Pero, ¿y
sinceramente? Sinceramente somos gente alegre. El buen humor es imprescindible
en nuestro trabajo: sin él la tensión agotaría nuestros nervios. Para nosotros una
broma es como una válvula de segundad: se ríe uno y parece que ha descansado.

Ahora le doy vueltas en la cabeza a todas nuestras indirectas, pero no, de


ofensivo no tenían nada. Cuando entre nosotros nos dirigíamos otras semejantes,
nos reíamos todos, burlones y burlados, y en paz. Vanin también se reía cuando le
tocaba a él. Se reía con mucha naturalidad. Sin embargo, ahora comprendo que no
siempre lo hacía de corazón. Sin duda, en lo más recóndito del subconsciente, se
oía llamar «cobarde»

Por aquellos días en que nosotros ya habíamos dejado de ser tímidos pero
Vanin no, fue precisamente cuando descubrimos el oleaje marciano. Mejor dicho, lo
descubrió Vanin.

La cosa fue así. Veníamos hacia las peñas rojas por la parte de los arenales.
Junto a estas peñas es donde se oye el susurro cristalino que previene del oleaje.
Pero nosotros llegamos cuando el susurro había cesado ya, y nada nos llamó la
atención.

Vanin venía detrás, como de costumbre, pisando nuestras huellas (en la


época en que avanzábamos en fila india, él iba generalmente en medio; ahora,
como formábamos un grupo compacto, Vanin tenía que ir detrás). Nosotros ya
estábamos en la orilla y a Vanin le quedaban unos pasos para llegar, cuando se
agitó la arena y Vanin se cayó. Quiso ponerse en pie, y los pies se le hundieron. No
gritó, supo contenerse, pero todos vimos cómo palidecía. Mientras
desenrollábamos una cuerda y le lanzábamos el cabo a toda prisa, el oleaje tuvo
tiempo de zambullir varias veces a Vanin, y él de darse cuenta de que no corría
peligro. En la zona de oleaje no se puede decir que las arenas sean movedizas en la
acepción propia de la palabra. En casi toda la extensión de esta zona se puede
poner uno de pie y pisar suelo firme. Esto se debe, por lo visto, a que junto a las
peñas hay poca profundidad y la arena del fondo no tiene suficiente fluidez.

Vanin calculó pronto lo que ocurría (una prueba más de que no era lo que
ordinariamente llamamos un cobarde), y no dejó que le sacáramos. Salió él solo,
agarrándose a la cuerda... por si acaso.

Cuando nos dimos cuenta de que la situación no había sido trágica en


absoluto, nos partíamos de risa recordando los movimientos tan ridículos que
había hecho Vanin y la cara que había puesto. ¿Cómo le hubiera sentado a
cualquiera de nosotros que se rieran así de él? Lo más probable es que terminase
riéndose también. Pero Vanin «se subió a la parra». Le pareció que tachábamos de
cobarde su conducta. La verdad es que no tenía ningún motivo. El susto que
cualquiera de nosotros se hubiera llevado al sentir que el suelo se hundía bajo sus
pies no hubiese sido menor. Sin embargo, como ya he dicho antes, Vanin sufría un
complejo de inferioridad. Y en esta ocasión se ofendió en serio. Nuestras bromas se
le antojaron la mayor de las injusticias: en primer lugar porque se había portado
valerosamente, y en segundo lugar porque el oleaje era un descubrimiento suyo.
¡Indiscutiblemente suyo! (A los que van en medio les tocan en suerte menos
contratiempos, pero tienen menos probabilidades de distinguirse.) ¿A qué venía,
pues, aquella risa?
Vanin, muy enfadado, comenzó a demostrar lo indemostrable que no se
había asustado ni pizca, y que si no se puso en pie fue únicamente para estudiar
mejor el fenómeno.

—Además, aunque no lo creáis, bañarse en esas olas es muy agradable.

Naturalmente, nadie le creyó.

Entonces, antes de que pudiéramos impedírselo (¿quién podía esperar aquel


arranque?), se tiró a la arena, se tumbó frente a la ola, y puso cara de suprema
felicidad.

—¿Qué chiquillada es ésa? —le gritó el capitán— ¡Salga inmediatamente!

Vanin obedeció. Salió de allí con sonrisa de luna llena, como diciendo
¿Queréis más demostración?»

Lo que acababa de hacer nos indignó, pero picó nuestra curiosidad. ¿Y si


probáramos?

Dos de nosotros, atados y con mil precauciones, se metieron en la arena. ¡Y


qué sorpresa! ¡Era agradable de verdad! Parecía que estabas tumbado sin moverte
y que eran las peñas, el horizonte y el cielo, con sus escasas estrellas en el cenit, los
que iban y venían. Notabas un mecer rítmico que te adormecía, y a la vez una
especie de vuelo suave y sin rumbo, ora hacia arriba, ora hacia abajo. ¡Algo
incomparable!

Después, inevitablemente, llegaba una ola y te cubría. Su apariencia era


terrible, y empezabas a manotear y a patalear para mantenerte a flote, y aunque
sabías perfectamente que no había ningún peligro, te apasionabas, el oleaje
marciano hay que probarlo; definirlo es imposible, por la sencilla razón de que en
la Tierra no existe nada parecido. Hay que sentir ese vuelo sin rumbo y ese
hundirse en la arena para percibir su fuerza atractiva.

Pues bien, con este descubrimiento Vanin se convirtió en un héroe. Pero


nuestro reconocimiento era poco para él. Necesitaba convencerse a sí mismo,
desmentir aquello que su imaginación había exagerado tanto.

A Marte llegaba gente nueva, y los llevaban a ver el oleaje. Como es lógico,
el fenómeno lo enseñaba su descubridor e investigador: Vanin. En realidad, lo poco
que conocemos de la naturaleza del oleaje se lo debemos a Vanin. Pero a él le
preocupaba más otra cosa: la impresión que causaba. ¡Oh, aquello era estupendo!
Había que ver al grupo de neófitos, perplejos aún, sin confianza en sí mismos,
esperando a cada instante un prodigio, y junto a ellos a Vanin, un veterano experto,
tranquilo, para el que no existían secretos ni cosas de importancia. Y Vanin,
seguido por aquellas miradas entusiásticas, se metía en la arena, iba al encuentro
de la ola, terrible como todo lo desconocido, se tendía ante ella, y nadaba. Luego
seguía su número fuerte: Vanin se dejaba enterrar. Pocos eran los que podían
contener un involuntario grito cuando la arena lo cubría por completo y él
desaparecía, y las olas, frías, despaciosas e indiferentes, pasaban sobre la tumba de
la victima que acababan de engullir. Silencio, calma, arena que se mueve sin hacer
ruido, una llanura lúgubre cubierta por la cúpula de un cielo violeta, minutos que
pasan, y Vanin que no aparece.

Cundía el pánico. Si alguno de nosotros estaba presente, ponía cara de


circunstancias y procuraba no mermar el efecto. Después de esto, el resurgir de
Vanin entre la arena era apoteósico.

Este truco también era de su invención. Fue él quien descubrió que una capa
de dos metros de arena no era obstáculo para que una persona, con escafandra
provista de servomotores hidráulicos, pudiera salir de su «tumba» La gravedad es
menor que en la Tierra y... además, la arena no podía arrastrar a un hombre a
mucha profundidad Vanin había hecho sus experimentos y se había convencido de
que podía pasar debajo de la arena horas enteras, mientras quedara oxigeno en sus
depósitos. Pero, ¡qué sabían los novatos!

Nosotros, en secreto, también nos sentíamos orgullosos del «efecto Vanin», y


esperábamos con impaciencia cada nueva representación. El capitán refunfuñaba,
y hasta le aconsejó a Vanin que se dejara de tonterías. Pero le inducía a esto más el
amor al orden que cualquier tipo de prevención. Vanin, como es natural, ni se
inmutó el oleaje era cosa suya, los espectaculares baños de arena le daban fama, y
él no pensaba renunciar a sus laureles. Ocurre a veces que un científico se
enorgullece más de saber mantenerse en equilibrio sobre su cabeza que de sus
mejores experimentos ¡Cualquiera entiende la naturaleza humana...! ínter nos, al
capitán también le gustaba bañarse.

Y a pesar de todo, nos olvidamos de un hecho evidente: si una persona sabe


que nada mal no es fácil que se ahogue, porque tiene cuidado, las que nadan bien
tampoco corren peligro; lo corriente es que perezcan las que, creyendo que saben
nadar, se equivocan.
Esto fue lo que con el tiempo nos ocurrió a nosotros. Hasta entonces todo
había salido bien, y nos envalentonamos. Pero Marte no se había sometido todavía,
aunque a nosotros nos pareciera lo contrario. Y no es que nos olvidáramos por
completo de este hecho, no. Lo que pasa es que, cuando reina el orden y la
tranquilidad, es imposible vivir en constante alarma. Esto es cosa que cualquiera
puede comprobar en el momento oportuno.

El día del desengaño se presentó, como siempre, cuando menos lo


esperábamos. Llegó a Marte un nuevo grupo. Venían en él dos muchachas. Los
llevaron a ver el oleaje Vanin se frotaba las manos de alegría ¡Qué no hizo
entonces! Se superó a sí mismo. Las chicas no salían de su asombro. Sus ojos
reflejaban tal admiración, que Vanin podía prever cómo le adorarían después de su
número cumbre.

Lo que pasó a continuación es fácil de imaginar. Vanin se dejó enterrar.


Pasaron diez minutos, media hora. Empezamos a preocuparnos, pero nadie hizo
nada ¿Absurdo? No. Vanin se había sumergido decenas de veces antes. Nosotros
también lo habíamos hecho. Tenía aire para varias horas y en la orilla había dos
chicas. Era natural que esta vez quisiera lucirse, aguantar más ¿Qué papel
hubiéramos hecho si nos metemos a buscarle y él sale riéndose como si tal cosa?

El tiempo siguió pasando ¡Maldito temor al ridículo!

Por fin nos decidimos a metemos en la arena y ver que pasaba, pero les
dijimos a los demás que íbamos a bañamos también En estas conmociones
teníamos que buscar a Vanin con disimulo. Huelga decir que no lo encontramos.

Entonces nos despojamos de nuestro amor propio y quien no haya cavado


légamo en un pantano no puede llegar a imaginarse lo que fue aquello.

Dimos con Vanin cuando cesó el oleaje y la arena recobró su densidad. Se


había asfixiado. Las olas lo arrastraron debajo de una peña, y no pudo salir porque
el mismo oleaje se lo impidió.

¿Fue esto una casualidad estúpida, que lo mismo hubiera podido ser fatal
para cualquiera de nosotros?

Estúpida, quizá. Pero en el hecho de que la primera victima de Marte fuera


Vanin veo una cierta lógica. Debajo de las olas el peligro nos acechaba a todos, pero
quien más probabilidades tenía de caer en la trampa era Vanin, por ser él quien con
más frecuencia y más decisión que todos los demás juntos se metía en las olas. Se
metía para convencerse de que no era un cobarde. Se metía porque los bisoños
veían en esto audacia. Sin embargo, era una intrepidez falsa; una intrepidez basada
en la seguridad de que no había peligro. Y el valor y el engaño son cosas que se
eliminan mutuamente. Por eso fue tan absurdo y necio su fin.

Puede que mi explicación de lo ocurrido le parezca errónea a alguien. No


pienso discutirlo. A veces una serie de acontecimientos que inducen a una persona
a obrar de cierta manera determinada pueden interpretarse de formas diversas.

Aquí no se trata de eso. Ahora estoy mirando el oleaje, viendo cómo se


suceden las pesadas olas que nada reflejan, y pensando. Ahora nadie se baña. Pero
cuando Marte sea hecho habitable, se bañarán, de ello no cabe ninguna duda. Poco
a poco todo irá entrando en equilibrio, todo se sabrá, y en cada parcela de este
planeta existirá una demarcación clara entre el peligro y la seguridad, entre la
audacia y la cobardía, entre la fanfarronería y el valor. ¿Será posible que en
adelante también se necesite para esto un Vanin?

FIN
LA PUERTA CERRADA

Dimitri Bilenkin

Metal negro, fundido, pulverizado. Fragmentos de hierro, caos, olor a


quemado Salpicones verdosos de células cristalinas dispersos por todo su
alrededor. Sólo ese poco se había salvado del choque y la explosión.

—Vámonos —dijo Ognev— Todo está claro.

Antes de alejarse se volvió por última vez. Hasta las rocas estaban
quemadas. La huella de la catástrofe había quedado impresa sobre el granito Y, en
un punto del caos, ahora parte inseparable del suelo marciano, un minúsculo
detalle elaborado erróneamente en la Tierra. Una nimiedad casi insignificante. A
causa de la cual el cohete había desaparecido, y con él habían resultado destruidas
centenares de toneladas de la tan esperada carga.

El silencioso compañero de Ognev se alzó de hombros.

—Lo esencial es que no había hombres a bordo.

¡Cierto, eso es lo esencial!, hubiera querido exclamar Ognev. Pero el hombre


había estado a bordo: aquel que había trabajado irresponsablemente allá en la
Tierra y había provocado todo aquello. Un hombre en el que ya no se podría
depositar ninguna confianza, al que se tendría que apartar a un lado.

Pero esto tan sólo lo pensó ¿De qué hubiera servido decirlo?
Estaban bajando por una pendiente. El paisaje les parecía más desolado que
nunca: arena opaca, tétrica luz del pequeño Sol lejano, excrecencias azuladas sobre
las piedras. El color de las plantas marcianas casi parecía poner en guardia contra
el veneno que las componía.

El viento silbaba lúgubremente. También él era venenoso. Si se quería, se


podía hablar de la victoria sobre Marte, de la conquista del planeta. Pero no eran
más que palabras vacías, los hombres estaban obligados a rodearse de aire
terrestre, a comer alimentos terrestres, a temer hasta la perforación de un alfiler en
la pared aislante que los separaba de todo lo que era marciano. Ellos, allá, eran
extranjeros que vivían gracias a los cohetes de carga, aquel delgado cordón
umbilical de una longitud de millones de kilómetros que atravesaba el espacio.

Eran extraños en un mundo extraño, y resultaba difícil habituarse.

Y más difícil aún le resultaba a Top, el perro pastor de Ognev, que se lo


había llevado consigo «con el fin de estudiar el efecto de las condiciones marcianas
sobre los animales»

El perro, ridículo dentro de su escafandra, con la cabeza baja, se acurrucaba


temeroso a los pies de su amo. Hacía tiempo que había perdido su vivacidad. En
los primeros días, su garganta se estremecía con un ulular continuo; luego se había
resignado y se había vuelto silencioso. Cuando su triste mirada se cruzaba con la
de Ognev parecía querer decirle «Aquí estamos mal, amo. Vámonos».

Ognev estaba irritado por el silencio de Sergioghin que caminaba a su lado.


Al menos podríamos distraemos charlando, pensó.

Por supuesto, la desgracia del cohete no representaba en realidad ninguna


catástrofe. De hecho, para Sergioghin no significaba nada él era geólogo, su única
misión era tratar con piedras. En cambio, Ognev tenia que pensar en ampliar la
estación hidropónica, ahorrar cada gramo de cada cosa, romperse la cabeza para
dar variedad a las comidas a base de clorelia, mantener libres de sales los tubos del
sistema de depuración, y con el cohete se habían perdido los tubos poliacidos sobre
cuyas paredes no dejaba sales el agua obtenida de la atmósfera de Marte. Y
también las piezas de recambio para el vehículo oruga.

Diablos, su heroico trabajo de explorador recordaba demasiado la tarea del


encargado de una finca: tubos, limpieza, reparaciones ¡Y sin embargo él era un
científico, maldita sea!
Le molestaba la constante dependencia de todas aquellas tonterías. ¡Como
mínimo empleaba la cuarta parte de su trabajo sólo en mantener intacta la misma
pared aislante que tanto le molestaba! A veces, y no era fácil liberarse de aquella
idea fija, le parecía que las minúsculas habitaciones herméticas de la Estación eran
una especie de cárcel. Y hasta las escafandras no eran mas que celdas, sólo que
transportables.

—¿Cuando repararemos el vehículo oruga? —preguntó Sergioghin, como a


propósito—. Empiezo a sentirme cansado de andar a pie a todos lados.

Ognev sintió deseos de responder con una palabrota.

Pero no tuvo tiempo de responder. De pronto Top se agitó, erizó el pelo, y


del interior de su casco brotó un gruñido sordo.

—¿Qué pasa. Top?

Antes de que acabara de formular la pregunta, Ognev tenía ya la respuesta.


De detrás de una roca habla surgido un rechoncho schmek, evidentemente en
busca de comida. Sus patas aracnoides se movían silenciosas y tan rápidas como
ruedas, y al momento se halló a una distancia peligrosa. De sus ojos córneos
brotaba una luz de color rosado.

Top se le lanzó encima. Los tubos de aire saltaban sobre el lomo del perro.

—¡Atrás, Top! —gritó Ognev, sacando la pistola de su funda.

El ataque del schmek no tenía nada de peligroso era posible convertirlo en


polvo de un puñetazo. Pero Top se lo encontraba por primera vez, y siguiendo su
instinto se lanzó en defensa de su amo.

—¡Atrás, Top! —gritaron Sergioghin y Ognev, esta vez al unísono. Era


imposible disparar a causa del perro.

Una garra del schmek cayó silbando sobre el animal. Un momento después,
Top chocaba con su cuerpo contra el adversario, y el animal marciano se
derrumbaba, convertido en polvo.

Sergioghin fue el primero en llegar junto al perro.

—No hay nada que hacer —dijo con voz apagada.


La garra del schmek, cortante como una navaja de barbero, apenas había
rozado el cuello del casco, pero éste se habla desprendido, seccionado del traje Top
yacía de costado, con un hilillo de baba brotando de su boca.

Ognev trató en vano de recomponer el casco Top estaba respirando el aire


de Marte, en el que había bastante oxígeno, pero que también contenía óxidos de
nitrógeno que lo matarían inexorablemente, aunque no de inmediato.

De pronto, el perro tuvo un sobresalto y empezó a moverse


convulsivamente. Parecía como si Top estuviera buscando algo entre las piedras y
la arena.

Ognev intentó tragar el nudo que se había formado en su garganta: no


podían hacer nada.

El perro se abatió sobre una planta marciana, arrancando con los dientes la
parte carnosa.

—Es el instinto —dijo Sergioghin— Ahora Top no es más que un animal


enloquecido, que recuerda que a veces las plantas salvan de la muerte. Pero eso es
en la Tierra.

Los ojos de Top se cerraron. Tan sólo un ligero temblor demostraba que en él
latía aún la presencia de la vida.

—¡Es cruel, demasiado cruel! —gritó Ognev.

Fue como si el grito de su amo hubiera despertado al perro. Los músculos de


sus patas se agitaron, y el animal abrió los ojos y alzó la cabeza.

Sergioghin y Ognev se quedaron atónitos.

Top estaba poniéndose en pie sobre unas vacilantes patas. Respiraba, cada
vez más profunda y sonoramente, el aire marciano.

Los hombres permanecieron largo tiempo inmóviles, contemplando el


milagro, con el temor de que se desvaneciese la luminosa esperanza. Pero Top
seguía con vida, y hasta empezaba a moverse con normalidad.

—Es el veneno —dijo Sergioghin—, el veneno de la planta lo que lo ha


salvado. Tú eres biólogo, deberlas saberlo mejor que yo.
—¡Eso es algo que todos sabemos! Un veneno puede ser neutralizado por
otro veneno...

—¡Ah, lo sabemos todos! —comentó Sergioghin sin ocultar su ironía—.


Entonces, ¿por qué nadie ha probado nunca a respirar el aire de Marte
alimentándose al mismo tiempo de comida marciana? ¿Por qué ha sido necesario
el instinto de un perro para abrir una puerta que se creía cerrada? ¿No lo sabes?
Vámonos, Top, perro maravilloso.

Top miró inquisitivamente a su amo.

Pero Ognev no se dio cuenta de aquella mirada. Estaba tratando de ordenar


sus pensamientos. Y eran pensamientos amargos.

FIN
Una chiquilla a la que nunca le sucede nada

Kirill Bulychev

Ilustraciones de Evgeni Tihonovich Migunov

Kirill Bulychev nació en el año 1934. Es orientalista. Se especializa en la


historia de Birmania. Autor de algunos libros científicos y de divulgación científica,
así como de libros para los niños. En el año 1965 empezaron a publicarse sus
primeros cuentos de ciencia-ficción.

Cuentos de la vida y milagros de una chiquitina del siglo XXI, dictados por
su papá
A manera de prólogo

MAÑANA ALICIA irá a la escuela. Ni duda cabe que será un día de lo más
interesante. Ya desde hoy en la mañana, sus amigos y conocidos continuamente la
llaman por videófono para felicitarla. A decir verdad, la propia Alicia hace tres
meses que no deja en paz a nadie, a todo mundo le platica de su futura escuela.

Bus, el marciano, le envió un plumero tan extraño que hasta ahora nadie ha
podido ponerlo en servicio. Ni yo, ni mis colegas, hemos podido, a pesar de que
entre ellos se cuentan dos doctores en ciencias y el mecánico en jefe del parque
zoológico.

El shusha, animalito del que después hablaremos, ha dicho que irá a la


escuela junto con Alicia para ver que tan cierto es que su profesora es una
pedagoga muy experimentada.

¡Qué alborozo! Para mí que cuando fui por primera vez a la escuela, nadie
armó tanto ruido.

Ahora el alboroto se ha calmado un poco. Alicia se ha ido al zoológico para


despedirse de Brontia, otro personaje que más tarde conoceremos. Ahora que hay
tranquilidad en casa, dictaré algunas historias de la vida de Alicia y de sus amigos.
Luego enviaré esas notas a su maestra. Le será de provecho saber que va a tratar
con una persona carente en lo absoluto de seriedad. Puede ser que las notas la
ayuden a impartir una buena educación a mi hija.

En un principio, hasta los tres años, Alicia era como todos los niños. Así lo
confirmará la primera de las historias que voy a relatarles; pero luego, pasado un
año, al encontrarse con Brontia, se reveló en su carácter la habilidad de hacer las
cosas en la forma más inadecuada, desaparecer en el momento más inoportuno e,
incluso, hacer por casualidad descubrimientos que están más allá de las fuerzas de
los más ilustres científicos contemporáneos. Alicia es tan lista que sabe sacar
provecho de toda actitud benevolente que se le dispense; lo que no obsta para que
tenga muchísimos y muy fieles amigos. En cuanto a nosotros, sus sufridos padres,
no es rara la ocasión que encontramos difícil su trato. No estamos en posibilidades
de permanecer sentados todo el tiempo en casa; yo trabajo en el zoológico y mamá
construye edificios que, además y por lo regular, se encuentran en otros planetas.

Quiero también prevenir de antemano a la maestra de Alicia, en anticipo de


que la desconcierten los modos y maneras de mi hija. A las pruebas me remito,
tales son, en efecto, las historias presentes, completamente verídicas, sobre las
cosas que durante los últimos tres años le han ocurrido a nuestra niña Alicia en
diferentes lugares de la Tierra y del Cosmos.
Yo marqué el número al azar

ALICIA no duerme, ya son las diez de la noche.

-Alicia, duérmete en seguida, porque si no...

-¿Qué quieres decir con el «porque si no», papito?

-Porque si no, llamaré por el videófono a Baba-Yaga.

-¿Quién es esa Baba-Yaga?

-Vaya, todos los niños tienen que saberlo. Baba-Yaga, pata de hueso, es una
bruja pirulí que se come a los niños desobedientes.

-¿Y por qué?

-Pues, por ser mala y estar hambrienta.

-¿Y por qué está hambrienta?

-Porque a su casita no llegan distribuidores de víveres.

-¿Y por qué no llegan?

-Porque su casita es muy, pero muy vieja, y se encuentra lejos de aquí, en un


bosque.

Alicia estaba tan interesada que se sentó en la cama.

-¿Trabaja en un bosque vedado?

-¡Alicia, duérmete en seguida!

-Pero me prometiste llamar a Baba-Yaga. ¡Papito, por favor, llama a Baba-


Yaga!

-La llamaré, pero lo lamentarás.

Me acerqué al videófono y oprimí, algunos botones. Estaba seguro de que no


se establecería la comunicación y que Baba-Yaga «no llegaría a su casa»; pero me
equivoqué. La pantalla del videófono se iluminó, se encendió vivamente, sonó un
clic (alguien oprimió el botón de recepción en el otro extremo de la línea) y una voz
somnolienta se dejó oír antes de que imagen alguna apareciera en la pantalla.

-La Embajada de Marte al videófono.

-Bueno papito, ¿vendrá ella? -inquirió Alicia en voz alta desde el dormitorio.

-Ya está durmiendo -contesté con enfado.

-La Embajada de Marte al aparato -repitió la voz.

Me volví hacia el videófono. Un joven marciano me estaba mirando. Tenía


los ojos verdes y sin pestañas.

-Perdóneme -le dije-, parece que me equivoqué.

El marciano se sonrió. No me miraba a mí, sino a alguien que estaba detrás


de mí. Naturalmente era Alicia que había saltado de la cama y se encontraba ahora
pisando el suelo, descalza.

-Buenas noches -le dijo al marciano.

-Buenas noches, niña.

-¿Baba-Yaga vive en su casa?

-Sabe Ud. -dije- Alicia no puede dormirse y he querido llamar por el


videófono a Baba-Yaga para que ésta la castigue. Pero me he equivocado al marcar
el número.

El marciano se sonrió de nuevo.

-Buenas noches, Alicia -dijo él-, hay que dormir, de otro modo tu papá
llamará a Baba-Yaga.
El marciano se despidió de mí y desconectó.

-Y ahora, ¿vas a dormir? -le pregunté-. ¿Has oído lo que acaba de decir este
marciano?

-Me voy. ¿Vas a llevarme contigo a Marte?

-Sí, si es que te portas bien, en el verano volaremos para allá.

Por fin, Alicia se durmió y volví a mi trabajo. Ya era la una de la madrugada


cuando empezó a sonar apagadamente el videófono. Oprimí el botón. Me estaba
mirando el marciano de la Embajada.
-Perdóneme, hágame el favor, por molestarle tan tarde -me dijo-. Pero su
videófono no estaba desconectado, cosa que me hizo suponer que Ud. aún no
dormía.

-¿En qué le puedo ser útil?

-¿Podría Ud. ayudarnos? -preguntó el marciano-. Ningún miembro de la


Embajada duerme todavía, han rebuscado por todas las enciclopedias, han
escudriñado guías de videófonos, pero no han podido localizar el lugar donde vive
Baba-Yaga y, para colmo de males, no sabemos ni siquiera quién es.
Brontia

A nuestro parque zoológico trajeron un huevo de brontosaurio. Lo


encontraron unos turistas chilenos en un deslizamiento del suelo en las riberas del
río Yeniséi. El huevo era casi redondo y se conservó muy bien en los hielos
perpetuos. Los especialistas, al empezar a estudiar el huevo, lo encontraron
completamente fresco, por lo que decidieron colocarlo en la incubadora del
zoológico.

Claro que no eran muchas las personas que tenían fe en el éxito del
experimento; pero, una semana después, las radiografías mostraron que el embrión
del brontosaurio empezaba a desarrollarse. Tan pronto lo anunciaron por la
intertelevisión empezaron a llegar a Moscú científicos y corresponsales de todos
los países. Tuvimos que reservarles todo el hotel «Venus» de ochenta pisos, situado
en la calle Gorki; pero como éste era incapaz de alojarlos a todos, en mi comedor
dormían ocho paleontólogos de Turquía, en tanto que un periodista ecuatoriano y
yo habitábamos la 55cocina y dos corresponsales de la revista «Mujeres de
Antártida» se alojaban en el dormitorio de Alicia. Cuando mamá llamó por el
videófono desde Nukus, sitio donde estaba construyendo un estadio, creyó que se
había equivocado de número.

Todos los satélites de televisión mostraron en sus transmisiones el huevo en


distintas posiciones: de frente y costado, por arriba y por abajo, al revés y al
derecho y en otras para las que no encuentro nombre.

El congreso de cosmofilólogos en pleno llegó al zoológico para ver el huevo;


pero ya para ese entonces impedíamos la entrada a la incubadora, por lo que
hubieron de conformarse con ver a los osos blancos y a los mántidos de Marte.

Al cuadragésimosexto día de una vida de locura, el huevo se estremeció. En


aquel preciso momento el profesor Yakata y yo estábamos sentados al lado de la
campana, debajo de la cual se encontraba el huevo, tomando té. Ya habíamos
dejado de creer en que algo iba a salir del huevo. No hicimos más radiografías para
no perjudicar al «nene». No nos atrevíamos a formular pronósticos, pues nadie
antes había tratado de criar brontosaurios.

He aquí que el huevo se estremeció, crujió una vez más y, a través de la


gruesa cáscara semejante a una piel, empezó a salir una cabeza negra parecida a la
de una serpiente. Se pusieron en marcha las cámaras automáticas de cine. Supuse
que se encendería sobre la puerta de la incubadora la luz roja. En el territorio del
zoológico se inició algo parecido al pánico.

Transcurridos cinco minutos, en torno de nosotros se encontraron todos los


que debían estar aquí y también algunas personas cuya presencia no era
obligatoria, pero que, sin embargo, eran muy curiosas. Un calor sofocante reinaba
en el ambiente.
Por fin salió del huevo un pequeño brontosaurio.

-¿Papá, cómo se llama? -inquirió la conocida voz.

-¡Alicia! -exclamé asombrado-. ¿De qué modo entraste aquí?

-¿Yo? Con los corresponsales.

-Pero a los niños no se les permite estar aquí.

-A mí sí que me lo permiten. Le he dicho a todo el mundo que soy tu hija. Y


me han dejado entrar.

-¿Es que acaso no sabes que no se debe hacer uso de las amistades para fines
particulares?

-Pero papito, el pequeño Brontia estará aburrido, porque no ve niños. Tal es


la razón de que me haya atrevido avenir.

Mi mano se desplomó en señal de abatimiento; el caso es que no tenía ni un


solo minuto libre para sacar a Alicia de la incubadora, y no había nadie quien
pudiera hacerme ese favor.

-Tienes que quedarte aquí y no debes salir a ninguna parte -le dije, y corrí a
la campana con el brontosaurio recién nacido.

No le hablamos a Alicia durante toda la tarde. La reñimos. Le prohibí entrar


en la incubadora, pero me objetó que no podía obedecerme, porque Brontia le daba
lástima. Otro día, de nuevo entró a la incubadora. La trajeron consigo los
cosmonautas de la nave «Jupiter-8». Los cosmonautas eran héroes y nadie podía
negarles la entrada.

-Buenos días, Brontia -dijo Alicia acercándose a la campana.

El brontosaurio la miró de soslayo.

-¿Quiénes son los padres de esta niña? -preguntó severamente el profesor


Yacata.

Yo quería que la tierra me tragase; pero Alicia que no tiene pelos en la


lengua; lo retó:
-¿Conque no le gusto a Ud.? -le preguntó.

-Al contrario... Claro que sí. La cosa es que pensé que Ud. se había perdido...
-el profesor desconocía en lo absoluto el arte de conversar con niñas pequeñas.

-Bueno, Brontia -dijo Alicia-, te visitaré mañana. ¡No te pongas triste!

Y en verdad al otro día vino a visitarlo de nuevo. Y venía casi todos los días.
El personal del zoológico se había familiarizado con ella y la dejaba pasar sin
chistar. No tuve más remedio que lavarme las manos, pues como nuestra casa
estaba ubicada cerca del zoológico y no había que cruzar la calle y además Alicia
siempre encontraba a alguien que la acompañara.

El brontosaurio crecía a ojos vistas. Al mes tenía dos metros y medio de


largo, fecha en que lo trasladaron a un pabellón que se le construyó especialmente.
El brontosaurio andaba por una franja de tierra cercada y masticaba raíces de
bambú y plátanos. El bambú lo traían de la India en cohetes de carga y los plátanos
nos los suministraba el sovjós «Campos de Regadío». En el centro del corral había
una piscina con agua tibia y un poco salada. Esta agua era del gusto del
brontosaurio.

De repente, el animalito perdió el apetito. El bambú y los plátanos que


constituían el alimento de tres días se quedaron intactos. Al cuarto día, el
brontosaurio se acostó en el piso de la piscina y puso su pequeña cabeza negra
sobre el borde de plástico. Según todos los síntomas se preparaba a morir. No
podíamos permitirlo, era el único brontosaurio que teníamos. Los mejores médicos
del mundo nos ayudaron; pero todo era en vano. Brontia se negaba a alimentarse
de hierbas, vitaminas, naranjas, leche, nada apetecía.

Alicia ignoraba esta tragedia, pues la había enviado a Vnúkovo a vivir con
su abuela. Al cuarto día, Alicia conectó el televisor en el momento en que
transmitían la noticia del empeoramiento de la salud del brontosaurio. Desconozco
cómo supo convencer a la abuela, pero por la mañana del día siguiente Alicia entró
corriendo en el pabellón.

-¡Papito! -gritó- ¿Por qué no me lo quisiste decir? ¿Por qué?

-Más tarde, Alicia, más tarde -contesté-, estamos en una reunión.

Realmente tuvimos una reunión que prácticamente se prolongó los últimos


tres días sin interrupciones. Alicia no dijo nada y se alejó. Pasó un minuto y oí que
alguien lanzaba ayes. Me volví y ví que Alicia había pasado por encima de la
barrera y, deslizándose por el corral, llegaba corriendo al hocico del brontosaurio.
En sus manos llevaba un panecillo.

-¡Come Brontia! -rogó- si no, aquí te matarán de hambre. Los plátanos


pueden fastidiar a cualquier persona.

Antes de que yo pudiera llegar a la barrera, pasó algo inverosímil que, a la


vez que hizo famosa a Alicia, dio al traste con nuestra reputación de biólogos.

El brontosaurio levantó la cabeza y mirando a Alicia tomó cuidadosamente


el panecillo de sus manos.

-Cuidado, papito -me amenazó con el dedo, al ver que yo pretendía pasar la
barrera-. Brontia te tiene miedo.

-No le hará daño a la niña -afirmó el profesor Yacata.

Yo mismo comprendí que no le iba a hacer daño. ¡Pero, si la abuela viera este
espectáculo!

Luego los científicos discutieron largo tiempo.

Todavía ahora se encuentran discutiendo. Algunos decían que Brontia


necesitaba un cambio de comida, otros aseguraban que le tenía confianza a Alicia.
Por sí o por no, pero la crisis pasó.

En aquel momento Brontia se domesticó por completo y ya tenía cerca de


treinta metros de largo. Le causaba un gran placer llevar a Alicia en su lomo. Uno
de mis asistentes construyó una escalera doble especial y cuando Alicia entraba en
el pabellón, Brontia alargaba su largo cuello y con sus dientes triangulares tomaba
la escalera doble que se encontraba en un rincón, colocándola muy ágilmente al
lado de su brillante costado negro.

Luego llevaba a Alicia por el pabellón o nadaban juntos en la piscina.


Los tutexas

TAL como le había prometido a Alicia, la llevé conmigo cuando fui a Marte
para participar en una conferencia.

Llegamos felizmente. En realidad, como no soporto muy bien la


imponderabilidad, prefería no levantarme del sillón, pero mi hija revoloteaba todo
el tiempo por la nave; una vez tuve que hacerla bajar del techo de la cabina de
mando, pues quiso oprimir un botón rojo, nada menos que el botón del freno de
emergencia; sin embargo, los pilotos no se enfadaron mucho con ella.

En Marte visitamos la ciudad, fuimos con unos turistas al desierto, vimos las
Cuevas Gigantescas. Después, ya no tuve tiempo para atender a Alicia, y la mandé
por una semana a un internado. En Marte trabajaban muchos especialistas nuestros
y los marcianos nos ayudaban a construir la inmensa campana de una ciudad
infantil. En esta ciudad uno se siente bien, crecen árboles terrestres naturales. A
veces los niños hacen excursiones. En este último caso se ponen escafandras
pequeñas y salen en filas a las calles de Marte.

Tatiana Petrovna, así se llamaba la educadora, afirmó que no debía


preocuparme por Alicia.. También Alicia me dijo que podía irme tranquilo. y nos
despedimos por una semana.

Al tercer día Alicia desapareció del internado.

Era un acontecimiento completamente excepcional, ya. que durante toda la


existencia del internado, nadie se había ausentado por más de diez minutos. En
Marte, particularmente en las ciudades, es imposible perderse y mucho menos en
el caso de un niño terrestre que lleva puesta escafandra. El primer marciano que lo
encontrase lo llevaría a la ciudad infantil. ¿Y los robots? ¿Y el servicio de
seguridad? ¡No!, en Marte es imposible desaparecer; pero Alicia desapareció.

Habían pasado ya casi dos horas de su desaparición cuando me llamaron a


la conferencia y me trasladaron en un todoterreno-saltador marciano al internado.
Por lo visto he de haber tenido un aspecto lastimoso, porque cuando aparecí en la
campana los presentes callaron apesadumbrados. ¡Quién no estaba allí! Se
reunieron todos los profesores y robots del internado, diez marcianos con sus
escafandras puestas (ellos tienen que ponerse las escafandras al entrar en la
campana), pilotos estelares, el jefe del rescate, arqueólogos, y quién sabe cuantas
personas más.

Las estaciones de televisión, pasada una hora seguían transmitiendo, cada


tres minutos, la noticia de que había desaparecido una niña de la Tierra. En todos
los videófonos de Marte aparecía la señal de alarma. Se suspendieron las clases en
las escuelas marcianas, y los alumnos, tras repartirse en grupos, se dedicaron a la
búsqueda de Alicia por la ciudad y sus alrededores.

La desaparición de Alicia fue notada apenas su grupo regresó del paseo.


Desde aquel momento habían pasado dos horas. En su escafandra sólo había
oxígeno para tres horas.

Conociendo bien a mi hija pregunté si habían revisado todos los escondites


del internado y de sus alrededores; podía ser que se hubiera encontrado un
mántido marciano y estuviera observándolo.

Me contestaron que en la ciudad no había sótanos y que los alumnos y


estudiantes de la universidad de Marte habían revisado todos los escondites, pues
los conocían muy bien.

Me enfadé con Alicia. Sin duda ella iba a salir muy pronto de algún rincón
con un aspecto inocentísimo; pero su comportamiento le causaba a la ciudad más
daños que una tormenta de arena. Todos los marcianos y los llegados de la Tierra
que vivían en la ciudad suspendieron sus trabajos; además, todo el servicio de
rescate se encontraba en estado de alerta. A pesar de todo eso, la inquietud se
apoderaba más y más de mí. Su aventura podía tener un mal desenlace.

Todo el tiempo llegaban noticias de los grupos de salvamento. «Los alumnos


del segundo gimnasio marciano revisaron el estadio. Alicia no estaba». «La Fábrica
de dulces marcianos informa que la niña no se encuentra en su territorio...»

«¿Puede ser que se haya aventurado a salir al desierto?» -pensé-. Si hubiera


estado en la ciudad, ya la hubieren encontrado. Pero el desierto... los desiertos
marcianos no han sido bien estudiados todavía. Allá, si uno extravía el camino,
puede significar la perdición; pero las regiones del desierto próximas ya habían
sido exploradas e investigadas con vehículos todoterreno-saltadores».

-¡La han encontrado! -gritó de repente un marciano vestido con una túnica
azul que estaba mirando un televisor de bolsillo.

-¿Dónde? ¿De qué modo? ¿Dónde? -empezaron a preguntar agitados todos


los reunidos debajo de la campana.

-En el desierto. A doscientos kilómetros de aquí.

-¿A doscientos?

«Realmente -pensé- no conocen a Alicia. De ella se puede esperar todo».

-La niña se siente bien y pronto estará aquí.

-¿De qué modo pudo llegar allá?

-En un cohete de correo.

-Ahora está claro -dijo Tatiana Petrovna- y se puso a llorar.

Era de todos la que más nerviosa se encontraba. Todo el mundo se dio a


consolarla. La pobre Tatiana decía:

-Pasamos por el Correo Central. Allí estaban cargando cohetes automotrices


del servicio postal. No les presté atención alguna, pues como los podía ver cien
veces al día.

A los diez minutos, un piloto marciano trajo a Alicia y todo quedó en claro.

-Entré a buscar una carta -dijo Alicia.

-¿Qué carta?

-Papi, tú dijiste que mamá nos escribiría una carta, por eso entré en el cohete
a buscar la carta.

-¿Entraste en el cohete?

-Claro que sí. La puerta estaba abierta y había muchas cartas.


-¿Qué hiciste después?

-Tan pronto entré, la puerta se cerró, y el cohete emprendió el vuelo. Empecé


a buscar un botón para pararlo. Había muchos botones, al oprimir el último, el
cohete comenzó a descender; luego se abrió la puerta. Salí, alrededor había sólo
arena, pero Tatiana Petrovna no estaba, ni tampoco los niños.

-¡La niña oprimió el botón de descenso de emergencia! -dijo admirado el


marciano de la túnica azul.

-Lloré un poquito; luego me decidí a ir a casa.

-¿Cómo adivinaste la dirección adónde había que ir?

-Subí a una loma, para ver desde allí. En la loma había una puerta, la abrí,
entré en una habitación y me senté.

-¿Qué puerta? -preguntó asombrado el marciano-. En aquella región, aparte


del desierto, no hay nada.

-No, sí había una puerta y una habitación. En la habitación se encuentra una


piedra parecida a las pirámides de Egipto, pero muy pequeña. ¿Te acuerdas,
papito, cuando me leías un libro acerca de las pirámides de Egipto?

Las palabras de Alicia produjeron un entusiasmo súbito entre los marcianos


y en el propio jefe del servicio de rescate, persona que respondía al nombre de
Nasarián.

-¡Tutexas! -gritaron.

-¿Dónde encontraron a la niña? ¿Qué coordenadas tiene el sitio?

Respondidas estas interrogantes, la mitad de los presentes se esfumó.


Tatiana Petrovna, al tiempo que se puso a dar de comer a Alicia, me relató que
muchos millares de años atrás en Marte había una civilización misteriosa de
tutexas, de la que solamente sobrevivieron algunas pirámides de piedra. Hasta
ahora ni los arqueólogos marcianos, ni los llegados de la Tierra habían podido
encontrar construcción alguna de los tutexas, aparte de una que otra pirámide en el
desierto, generalmente cubierta de arena. He aquí que Alicia había tropezado por
casualidad con una construcción de los tutexas.
-Ves, de nuevo has tenido suerte -dije-, pero de todos modos te llevaré
inmediatamente a casa. Allí podrás perderte cuanto quieras y sin escafandra.

-A mí también me gusta más perderme en casa -dijo Alicia.

...Pasados dos meses de estos sucesos leí en la revista «Alrededor del


Mundo» un artículo con el título de «¿Quiénes Fueron los tutexas?» En este último
se daba cuenta de que en el desierto marciano al fin se habían logrado descubrir
valiosos monumentos de la cultura tutexiana. Actualmente los científicos se ocupan
de descifrar la escritura encontrada en el lugar. Sin embargo, lo más interesante es
que en una pirámide se halló la imagen de un tutexiano, admirablemente
conservada. En el cuerpo del artículo estaba impresa la fotografía de una pequeña
pirámide con la imagen de un tutexiano.

La imagen me pareció conocida. En seguida me sobrecogió una terrible


sospecha.

-Alicia -dije en tono muy severo-, dime sinceramente, ¿dibujaste tú algo en la


pirámide cuando te perdiste en el desierto?

Antes de contestar Alicia se me acercó y miró atentamente la figura en la


revista.

-Correcto. Este eres tú, papito. Sólo que no te dibujé, nada más te bosquejé
con una piedrecita. Estaba yo tan aburrida.
El shusha tímido

ALICIA tiene muchos animalitos conocidos: dos gatitos, un saltamontes


marciano que vive debajo de su cama y por las noches imita sonidos de balalaika,
un erizo que vivió muy poco aquí y luego se fue de nuevo al bosque, Brontia el
brontosaurio, al que Alicia visita en el parque zoológico y, para terminar, Rexs, un
perro pachón enano, al parecer de raza no muy fina.

Cuando regresó la primera expedición de Sirio, Alicia se hizo de un


animalito más.

Alicia y Poroshkov se conocieron en la manifestación del Primero de Mayo.


No sé cómo se las arregló. Alicia tiene muchas amistades. De una u otra manera se
encontró, entre los niños que habían llevado flores a los cosmonautas. Imagínense
mi sorpresa, cuando veo por televisión que Alicia corre por la plaza con un ramo
de rosas celestes, más grandes que ella misma, y lo entrega al propio Poroshkov.

Poroshkov la tomó en los brazos, vieron la manifestación y se retiraron


juntos.

Alicia volvió a casa en la tarde con una gran bolsa roja en las manos.

-¿En dónde estuviste?

-La mayor parte del tiempo la pasé en el jardín de niños -contestó.

-¿Y la menor parte, en dónde?

-A nosotros nos llevaron a la Plaza Roja.

-¿Y luego?

Alicia comprendió que la había visto en la televisión y dijo:

-Después me pidieron que felicitara a los cosmonautas.


-¿Quién te pidió tal cosa?

-Un camarada, tú no lo conoces.

-Alicia, ¿no te has encontrado con el término «castigo corporal»?

-Ah, ya sé. Así se dice cuando nos pegan; pero creo que eso tan sólo sucede
en los cuentos.

-Temo que el cuento tenga que hacerse realidad. ¿Por qué te metes en donde
no debes?

Alicia pareció enojarse conmigo; pero, de pronto, en su bolsa roja algo se


movió.

-¿Y eso qué es?

-Es un regalo de Poroshkov.

-¡Has pedido un regalo para ti! ¡Nada más esto me faltaba!

-No he pedido nada. Es un shusha de los que Poroshkov trajo de Sirio. Es un


pequeño shusha, puede decirse que es un shushito.

Y Alicia sacó cuidadosamente de la bolsa un diminuto animalito de seis


patas, parecido a un cangurito. El animalito tenía grandes ojos de libélula, los
movía velozmente a la vez que se asía muy fuertemente con sus patitas delanteras
del vestido de Alicia.

-Ves, ya me quiere -dijo Alicia-. Le haré la cama.

Al igual que todo el mudo, ya conocía la historia de los shushas. En particular


los biólogos la conocíamos mejor que nadie. Teníamos en el zoológico cinco
shushas y de un día a otro esperábamos un aumento en la familia.

Poroshkov y Bauer descubrieron a los shushas en uno de los planetas del


sistema de Sirio. Estos graciosos e inofensivos animalitos, que no se apartaban ni
un paso de los cosmonautas, resultaron ser mamíferos, pese a que por sus hábitos
recordaban más bien a nuestros pingüinos. Tenían su misma curiosidad tranquila y
emprendían las mismas eternas tentativas de llegar a los lugares más inaccesibles.
Una vez Bauer tuvo que salvar un shusha que se disponía a hundirse en una gran
lata de leche condensada. La expedición trajo una película cinematográfica de los
shushas que tuvo un gran éxito en las pantallas de cines y videófonos. Por
desgracia, la expedición no tuvo tiempo para estudiarlos debidamente. Se sabía
que los shushas venían al campamento de la expedición por la mañana y que
desaparecían, al caer las primeras sombras, por alguna parte entre las rocas.

Sea como fuere, de una manera u otra, pero al regresar la expedición a la


Tierra, Poroshkov descubrió en uno de los compartimentos tres shushas que
probablemente se habían perdido en la nave. Cierto es que Poroshkov pensó al
principio que los shushas habían sido traídos sin permiso por algún miembro de la
expedición; pero al expresar este pensamiento, la indignación de sus camaradas
fue tan viva que Poroshkov hubo de poner punto final a sus sospechas.

La aparición de los shushas trajo consigo una serie de problemas adicionales.


En primer lugar, podían ser fuente de infecciones desconocidas. En segundo lugar,
podían morirse durante el viaje, quizás no resistirían las sobrecargas. En tercer
lugar, nadie sabía cómo podía alimentárseles, etc., etc..

A fin de cuentas los temores resultaron infundados. Los shushas


sobrellevaron perfectamente la desinfección, se alimentaban dócilmente con caldo
y frutas en conserva. Esta su última predilección les ganó un enemigo a muerte en
la persona de Bauer, pues amaba la compota y en los últimos meses de la
expedición tuvo que renunciar a su parte en obsequio de los polizones.

Durante el largo viaje una shusha tuvo seis shushitas. Así que la nave llegó a
la Tierra llena de shushas y shushitas. Resultaron ser animalitos conscientes y no
ocasionaron disgustos o incomodidades a nadie, si exceptuamos a Bauer.

Recuerdo el momento histórico del arribo de la nave a la Tierra, cuando ante


las cámaras cinematográficas y de televisión se abrió la escotilla y, en lugar de los
cosmonautas, apareció un sorprendente animal hexápedo. Tras éste bajaron
algunos más, sólo que más pequeños. Todos los espectadores perdieron el aliento
del asombro, pero luego se tranquilizaron al ver que de la nave salía sonriente
Poroshkov. Este último llevaba en las manos un shusha, bañado en leche
condensada.

Una parte de los animalitos se envió al zoológico, otros se quedaron con los
cosmonautas. El shusha de Poroshkov cayó al fin de cuentas en manos de Alicia.
¿Se sabrá algún día cómo fue que cautivó al severo cosmonauta?
El shusha vivía en una gran cesta de la cama de Alicia, no comía carne, de
noche dormía, era amigo de los gatitos, temía al saltamontes y, cuando Alicia le
miraba o narraba sus éxitos o sus fracasos, ronroneaba suavemente.

El shusha creció muy rápido y a los dos meses se puso del tamaño de Alicia.
Iban a pasear al parquecito de enfrente y Alicia nunca le ponía collar.

-¿No irá a asustar a alguien? -preguntaba yo.


-No, no asusta a nadie. Y, además, se resentiría si le pongo collar. Es tan
sensible.

Una noche Alicia no se dormía, se puso caprichosa y me pedía que le leyera


algo sobre el doctor Ahímeduele.

-No tengo tiempo, hijita -dije-. Debo terminar un trabajo urgente. A


propósito, ya es tiempo que tú sola leas los libros.

-Pero no es un libro, es un microfilm y tiene letras muy pequeñas.

-Bueno, pero es sonoro. Si no quieres leer, conecta el sonido.

-Tengo demasiado frío como para levantarme.

-Entonces, espera. Terminaré de escribir y luego lo prendo.

-Si tú no quieres hacerlo voy a pedírselo al shusha.

-Bueno, pídeselo -le dije.

Un instante después escuché en la habitación la suave voz del microfilm:

«... y aún tenía el doctor Ahímeduele un perro llamado Abba».

Esto significaba que Alicia pese a todo se había levantado y conectado el


aparato.

-¡Ahora mismo a la cama! -grité-. Te resfriarás.

-Pero si ya estoy en la cama.

-¡No debes engañarme! ¿Quién entonces ha puesto el microfilm?

-El shusha.

Nunca he querido que mi hija crezca como una mentirosa. Dejé mi trabajo
por la paz y me dirigí a su habitación para hablarle muy en serio.

De la pared colgaba una pantalla. El shusha maniobraba el microproyector y


en la pantalla se veían unos pobres animalitos que se agrupaban en la puerta del
consultorio del buen doctor Ahímeduele.
-¿Cómo es que conseguiste amaestrarlo tan bien? -pregunté con sincero
asombro.

-No lo amaestré. Por su cuenta corre todo lo que sabe.

El shusha, turbado, movía sus patas delanteras. Callábamos todos.

-Y sin embargo... -dije al fin.

-Excúseme -se escuchó una voz alta y ronca; esto lo decía el shusha-. Es que
yo en realidad he aprendido. No es difícil.

-Perdóneme -dije.

-Esto no es difícil -repitió el shusha-. Ud. mismo proyectó anteayer a Alicia el


cuento del rey de los saltamontes.

-No, ya no me refiero a eso. ¿Quisiera saber cómo es que ha aprendido a


hablar?

-Estudiamos juntos -dijo Alicia.


-No comprendo nada. Decenas de biólogos trabajan con shushas y no se dio
el caso de que shusha alguno pronunciara una palabra.

-Pero el nuestro sabe leer. ¿Verdad, que sabes?

-Un poco.

-Me cuenta cosas tan interesantes.

-Somos grandes amigos su hija y yo.

-¿Pero por qué ha callado durante tanto tiempo?

-Por timidez -respondió Alicia por él.

El shusha bajó la vista.


El fantasma

EL verano lo pasamos en Vnúkovo. Cosa muy cómoda, pues por allí pasa el
monocarril y de la estación a nuestra casa de campo son cinco minutos a pie. En el
bosque, al otro lado del camino, crecen hongos castaños y hongos con cabecitas
rojas, pero en menor número que el de los aficionados a recogerlos.

Llegaba a la casa de campo directamente del zoológico y en vez de


descansar caía en la vida efervescente del lugar .La causa de esto era Kolia, mi
vecinito, un niño conocido en todo Vnúkovo por sus «hazañas» consistentes en
quitar juguetes a los otros niños. Para estudiarlo vino una vez un psicólogo de
Leningrado, el mismo que luego escribió una tesis sobre el niño Kolia. El psicólogo
estudiaba a Kolia, mientras éste comía dulces y se quejaba días enteros. Para ver si
se tranquilizaba le traje de la ciudad un cohete de fotones de tres ruedas.

Además, allí vivían la abuela de Kolia a la que le gustaba hablar de genética


e incluso escribía una novela sobre Mendel, la abuela de Alicia, el niño Yura y su
mamá Karma, tres gemelos de la calle vecina que cantaban en coro bajo mi ventana
y, por último, un fantasma.

El fantasma vivía en algún lugar bajo el manzano, sus apariciones no


databan de mucho tiempo atrás. Alicia y la abuela de Kolia creían en el fantasma, y
nadie más.

Alicia y yo estábamos sentados en la terraza, aguardando que el nuevo robot


fabricado por la fábrica de Schiólkovo terminara de cocinar la deliciosa kasha,
platillo de la cocina rusa. Los fusibles del robot ya se habían fundido dos veces,
motivo por el que Alicia y yo censurábamos a la fábrica; pero como no teníamos
ganas de ponernos a cocinar y la abuela que siempre lo hacía fue al teatro, me puse
a repararlo.

Alicia dijo:

-Hoy vendrá él.


-¿Quién es él?

-Mi fantasma.

-El fantasma no es él, es «eso» -corregí automáticamente sin quitar los ojos
del robot.

-Bueno -dijo ella sin discutir que yo le llamara «eso»- sea pues, «eso». Kolia
les quitó las nueces a los gemelos. ¿No es sorprendente?

-Es sorprendente. ¿Pero, qué es lo que has dicho del fantasma?

-Que es bueno.

-Para ti todos son buenos.

-A excepción de Kolia.

-Pero, Kolia aparte... Creo qué si te trajera una víbora que exhala fuego,
también trabarías amistad con ella.

-¿Es probable, es buena?

-Hasta ahora nadie ha podido hablar con ella. Vivía en Marte y lanza un
veneno hirviente.

-¿Es posible que la ofendieran al sacarla de Marte? -a esta pregunta no pude


contestar nada. Era la pura verdad. A la víbora nadie le tomó opinión de si se la
llevaban o no de Marte. Por el camino devoró al perro de la nave «Kaluga», can
querido de todos los tripulantes. Así se ganó el odio de todos los cosmonautas.

-Bueno -cambié el tema-. ¿Qué pasa con el fantasma, con «eso»? ¿A qué
horas se aparece?

-Sólo de noche.

-Oh, es natural. Desde los tiempos más remotos así es. De los cuentos de la
abuela de Kolia no se puede esperar otra cosa...

-La abuela de Kolia me cuenta sólo la historia de la genética... Méndel era


objeto de tantas persecuciones.
-A propósito, ¿cómo reacciona tu fantasma al canto del gallo?

-De ninguna manera. ¿Por qué?

-Sabes, todo fantasma honrado tan pronto oye el canto del gallo debe
desaparecer maldiciendo espantosamente.

-Hoy le preguntaré por los gallos.

-Está bien.

-Hoy voy a acostarme un poco más tarde, me es preciso hablar con el


fantasma.

-Bueno, por favor, no sigas, basta de bromas. Ya el robot ha preparado la


kasha.

Alicia se sentó a la mesa y se dio a comer la nutritiva kasha, en tanto que yo


proseguía el estudio de las notas científicas redactadas en el parque zoológico de
Guayana.

Tropecé con un artículo muy interesante que trataba de los ucusumas.


Hablaba de una revolución en la zoología, pues nada menos se había logrado la
reproducción de los ucusumas en cautiverio. Los retoños al nacer eran de color
verde obscuro, no obstante que los caparazones de sus progenitores eran de color
azul celeste.

En esto estaba, cuando empezó a obscurecer y Alicia me dijo:

-Bueno, ya me voy.

-¿A dónde vas?

-A visitar al fantasma... recuerda que me lo prometiste.

-Y yo que pensé que bromeabas.

-Pero si para ti es tan necesario salir al jardín, anda pues, sólo ponte una
chaqueta ya que hace frío. y no te vayas más allá del manzano.

-¿Para qué ir más lejos? Allí me espera.


Alicia corrió al jardín. Yo la seguía con la mirada. No quería inmiscuirme en
su mundo de fantasía. ¡Qué importa que la rodeen fantasmas, hadas, caballeros
valientes, gigantes buenos del planeta azul de los cuentos!... Claro es que siempre y
cuando se acostara a sus horas y comiera normalmente. Apagué la luz de la terraza
pues me impedía vigilar a Alicia. Observé cómo se acercó al manzano viejo y
frondoso y se paró bajo sus ramas.

Y he aquí que... del tronco del manzano se desprendió una sombra azul que
se encaminó a su encuentro.

La sombra parecía flotar en el aire, sin tocar el césped.

En seguida, al tiempo que yo tomaba algo pesado, bajé por la escalera,


saltando los escalones de tres en tres. Lo que sucedía ya no era de mi parecer. O se
trataba de una broma de mal gusto, o de no sé que. Si bien no atinaba a saber cuál
era el «o» apropiado.

-Ten cuidado papá -susurró Alicia, al escuchar mis pasos-. Lo asustarás.

Tomé a Alicia del brazo. Ante mis ojos se esfumó en el aire una silueta azul.

-Papá, ¿Qué es lo que has hecho? No ves que ya casi lo había salvado.
Alicia lloraba a gritos, mientras me la llevaba a la terraza. ¿Qué era aquello
que había visto a la sombra del manzano?

-¡Por qué has hecho esto! -lloraba con pesar Alicia-. Tú me lo habías
prometido...

-Yo no he hecho nada -contesté-. No existen los fantasmas.

-Tú mismo lo has visto. ¿Por qué no dices la verdad? El no soporta el


movimiento del aire. ¿Será posible que no comprendas que hay que acercársele
despacio para que el viento no lo desorganice?
Yo no sabía que contestar; pero de una cosa estaba convencido, en cuanto
Alicia se durmiera, saldría con un farol al jardín y lo registraría palmo a palmo.

-El ha dejado una carta para ti. Sólo que ahora no te la daré.

-¿Qué carta?

-No te la doy.

Me percaté de que arrugaba una hoja de papel que tenía en su mano. Alicia
me miró y yo a ella. Luego, no obstante lo pasado, me dio la hoja.

En la hoja, escrito de mi puño y letra, se encontraba el horario de


alimentación de los krums rojos. Llevaba tres días buscándola.

-Alicia, ¿en dónde has encontrado mi nota?

-Pero dale la vuelta. El fantasma no tenía papel y le di el tuyo.

En el reverso, con letra desconocida, estaba escrito en inglés:

«Respetado profesor»:

Me atrevo dirigirme a Ud. en razón de lo penoso de mi situación. Preciso de la


ayuda ajena para salir de ella. Por desagracia me encuentro impedido de ir más allá de un
círculo de un metro de radio que tiene por centro al manzano. Sólo es posible ver mi triste
estado en la obscuridad. Gracias a la delicada y sensible naturaleza de su hija, he podido al
fin lograr comunicación con el mundo exterior.

Soy el Prof. Kuraki, víctima de un experimento malogrado. Inicié experimentos para


transmitir la materia a distancia. Pude transmitir dos pavos y un gato de Tokio a París.
Mis colegas los recibieron felizmente. Sin embargo, el día en que resolví verificar el
experimento conmigo mismo, los fusibles del laboratorio se quemaron justo en el momento
del experimento, y la transmisión careció de la energía necesaria. Me difundí en el espacio,
y la parte más concentrada de mi organismo se encuentra en el área que ocupa su muy
honorable casa de campo.

En tan dolorosa situación me encuentro ya una segunda semana, por lo que sin
duda me dan por muerto o desaparecido.
Le ruego, que al recibir mi carta envíe a la brevedad posible un telegrama a Tokio.
Así alguien repondrá los fusibles de mi laboratorio y podré materializarme.

Agradezco de antemano la atención que preste a la presente.

Kuraki

Miré fijamente a la sombra en el manzano. Descendí de la terraza y me le


acerqué. Un tenue fulgor azul pálido que apenas si podía distinguirse. «El
fantasma», se mecía en el tronco. Escudriñando atentamente me fue dable percibir
la silueta de una persona.

Figuróseme que el fantasma en actitud de imploración extendía sus brazos al


cielo.

Sin perder un sólo instante corrí desenfrenadamente al monoriel y, desde la


estación, videofoneé a Tokio. La operación en su totalidad me llevó diez minutos.
Recordé, ya en mi veloz retorno a casa, que había olvidado acostar a Alicia. Aligeré
el paso hasta donde me lo permitieron mis fuerzas.

La luz de la terraza no estaba apagada; Alicia mostraba su herbolario y


colección de mariposas a un japonecito pequeño y demacrado.

El japonecito sostenía en las manos una cazuela y, sin quitar los ojos de los
tesoros de Alicia, comía delicadamente kasha que paladeaba con deleite.

Al verme, el invitado hizo una reverencia y me dijo:

-Soy el profesor Kuraki, su eterno servidor. Ud. y su hija me han salvado la


vida.

-Si papá, éste es mi fantasma -dijo Alicia-. ¿Ahora crees en ellos?

-Creo -contesté, a la vez que decía-: Mucho gusto en conocerle, señor


profesor.
Los visitantes desaparecidos

LOS preparativos para el recibimiento de los labucilianos transcurrían


solemnemente. Todavía no se había dado el caso que el sistema solar fuera visitado
por huéspedes provenientes de tan lejanas estrellas. Las primeras señales de los
labucilianos las recibió la estación de Plutón y, pasados tres días, el
radioobservatorio de Londel logró establecer comunicación con ellos.

Los labucilianos aún se encontraban lejos, pero en el cosmódromo


Sheremétievo-4 ya se había e puesto punto final a los preparativos de su recepción.
Las muchachas de la fábrica «Rosa Roja» lo habían adornado con guirnaldas de
flores y los alumnos de los Cursos Superiores de Poesía, ponían punto final a la
puesta en escena de un espectáculo literario y musical.

El mundo entero se daba cita en Sheremétievo, ahora cosmódromo y en


tiempos lejanos aeropuerto de Moscú, los embajadores de todos los países de la
Tierra presurosamente reservaban asientos en las tribunas, en tanto que los
corresponsales pernoctaban en las salas de buffets del multicitado y admirado
cosmódromo.

La casa de campo donde Alicia vivía se encontraba por Vnúkovo, no lejos


del cosmódromo. Le había dado por hacer colecciones de hierbas y, siendo una
niña tan tenaz como audaz, se le había metido entre ceja y ceja llegar a tener un
herbario más completo que el de Vania Shpits quién, cursando años superiores, no
dejaba de llevarle una ventaja considerable.

Es el caso pues, que Alicia llevada de su obsesión botánica se encontraba


ajena a los muy solemnes preparativos de la recepción.

Por mi parte, yo su padre, no tenía participación directa en la recepción. El


trabajo que se me había encomendado se iniciaría con posterioridad al aterrizaje de
los labucilianos.

El curso que en aquellos días tomaban los acontecimientos, febriles y


vertiginosos, era el siguiente:

El ocho de marzo informaron los labucilianos que salían de una órbita


circular. Casi justo en este instante se presentó una trágica casualidad. La Tierra en
lugar de establecer contacto con la cosmonave de los labucilianos, lo hizo con el
satélite sueco «Nobel-29», desaparecido hacía dos años. El error no tardó en
ponerse de manifiesto, pero ya era irremediable, la cosmonave de los labucilianos
había desaparecido sin dejar huella, toda comunicación con ella había quedado
rota.

El nueve de marzo, a las 6:33 A.M., los labucilianos consiguieron restablecer


las comunicaciones y dieron a conocer el punto de su descenso: 55°20' del paralelo
norte y 37°40' del meridiano este del sistema terrestre de coordenadas, con un error
posible de 15', o lo que es lo mismo, no lejos de Moscú.

Un ratito después se cortó nuevamente la comunicación, no siendo posible


ya volver a entablarla, con la sola excepción de una ocasión de la que me permitiré
hablar cuando venga al caso. Al parecer se daba la maligna circunstancia de que la
radiación terrestre ejercía una influencia destructiva sobre los aparatos e
instrumentos de los labucilianos.

En tanto los labucilianos eran víctimas de tales contratiempos, cientos de


máquinas y miles de te personas se volcaban, materialmente hablando, al es lugar
del descenso de nuestros visitantes. Los caminos se encontraban invadidos por una
masa humana interesada en encontrarlos.

Inútil es decir que en el cosmódromo Sheremétievo-4 no quedó ni un alma.


Las salas de buffet habían quedado desiertas de corresponsales. En tanto, el cielo
de Moscú se veía obscurecido por al densas nubes de helicópteros, helicoaviones,
ornitópteros, aviones torbellenos y demás fauna mecánica, electrónica y fotónica
de vehículos de vuelo. Las mangas de langosta de la antigüedad eran una mota en
comparación con esta masa voladora.

Tan gigantesco despliegue de observación y exploración aérea hubiera dado


con los labucilianos, aunque a éstos se los hubiera tragado la tierra. Sin embargo, el
caso es que no se les encontraba.

Además, lo que agravaba mayormente la situación, ninguno de los vecinos


de lugar había sido testigo del descenso de la cosmonave. Cosa tanto más extraña,
cuanto que a aquellas horas casi todos los habitantes de Moscú y de sus afueras se
encontraban escudriñando el firmamento.

Todo esto era signo y señal de que se había incurrido en un error.

Al caer la tarde, la hora en que regresaba del trabajo, grande fue mi sorpresa
al encontrar trastornado y alterado el curso habitual de la vida del planeta, tanto
era el temor que embargaba a nuestro pueblo de que algo les hubiera ocurrido a
los visitantes. Por dondequiera el suceso era motivo de discusiones. Se oía decir:

-«¿Puede ser que los labucilianos estén constituidos de antimateria, por lo


que al entrar en la atmósfera terrestre es factible que se hayan evaporado?».

-«¿Pero cómo? -interrogaba otro-. ¿Sin .que se dejara ver una sola chispa, así
nada más, sin dejar huella? -y se respondía a sí mismo-: ¡Tonterías!».

Otro fulano argumentaba:

-«Pero ¿qué es lo que nosotros sabemos de las propiedades de la


antimateria?».

Un zutano más disputaba:

-«Entonces ¿quién diablos dio la noticia del descenso?».

Algunas voces le contestaron:

-«Tal vez un bromista».

Alguien dijo con tono de reproche:

-«¡Vaya con el bromista, mírenlo nada más! ¿No será que hasta con Plutón
haya conversado?».

Algunos apuntaban:

-«¿No será que los labucilianos son invisibles?».

Otros más hacían notar:

-«Bueno, pero de todos modos ya era hora de que los instrumentos los
captaran...»
Tal era la tónica que la desconocida suerte de los huéspedes imprimía a las
conversaciones y a los comentarios. Sea como fuere, el caso es que las versiones
relativas a la invisibilidad de los visitantes ganaban más y más adeptos...

A todo esto yo ya me encontraba sentado en la terraza, pensando para mis


adentros: ¿No será que aterrizaron cerca, quizá en el campo vecino? Y que ahora
los pobrecitos se encuentren pegados a los costados de su cosmonave, temerosos y
asombrados por qué la gente no repara en ellos. No es nada difícil que se hayan
ofendido y emprendido el vuelo... Ya me había decidido a bajar y encaminarme al
campo antes citado, cuando vi un tropel de gente que salía del. bosque. Eran los
habitantes de las casas vecinas. Se tomaban de las manos tal como si jugasen a la
«víbora de la mar».

Al instante comprendí que mis vecinos me habían adivinado el pensamiento


y se habían dado a la búsqueda de los visitantes invisibles.

Justo en este instante se escuchó una transmisión de todas las radioemisoras


en cadena del mundo. Se hacía saber que un radioaficionado del norte de Australia
había grabado un mensaje de los labucilianos. En éste se repetían las coordenadas
de su posición y, a continuación, aparecían las palabras siguientes:

-«Nos encontramos en un bosque. Hemos enviado un grupo de


exploradores en búsqueda de seres terrenos. Seguimos recibiendo sus señales. Nos
sorprende la ausencia de comunicación...».

En este punto se cortó la transmisión.

El suceso en cuestión acarreó de inmediato varios millones de nuevos


partidarios a la idea de que nuestros visitantes eran invisibles.

Desde la terraza divisé cómo la ronda de vecinos hacía un alto y a


continuación se internaba de nuevo en el bosque. En este mismo momento se me
apareció Alicia en la terraza, llevando una cesta de fresas en las manos.

-¿Qué le pasa a esa gente? -preguntó, sin saludarme.

Le respondí:

-¿Cómo que qué pasa con esa gente?, antes ha de decirse «Buenas tardes»,
tanto más si uno no ha visto a su único papito en todo el día.
-Bueno -me contestó Alicia-, cuando te fuiste por la tarde yo ya dormía. Pero
ahora te las doy papá: Buenas tardes. Dime papá, ¿qué fue lo que pasó?

-Alicia, ¿es que acaso no sabes que los labucilianos se perdieron?

-Papá, no tengo el gusto de conocerlos.

-Pero, Alicia, nadie los conoce.

-Papito en realidad no te entiendo. Algo que uno no conoce no se puede


perder.

-No enredes Alicia. Volaban a la Tierra. El caso es que aterrizaron y se


perdieron.

En este punto de nuestra conversación me percaté que la lógica de Alicia era


impecable, no era extraño que lo que yo decía le sonara a tontería y, sin embargo,
era la verdad pura y llana.

Alicia me dirigió una mirada de desconfianza:

-¿Será posible que tales cosas sucedan?

-No, no siempre sucede así. Por lo general es casi inconcebible.

Alicia insistió:

-¿Entonces no encontraron el cosmódromo?

Me aventuré a contestarle:

-De cierto es lo que ha de haber pasado.

-Bueno, ¿en qué lugar crees que se hayan perdido?

-En alguna parte de las afueras de Moscú. A lo mejor no lejos de aquí.

-¿Así que los buscan en helicópteros y a pie?

-Sí.

-Además, ¿qué tanto esperan los labucilianos, ¿porqué no se presentan por sí


mismos?

-Es muy posible que aguarden a que los seres terrenos vayan a su encuentro.
No has de olvidar que es por vez primera que visitan la Tierra, cosa que tal vez los
cohíba de abandonar su nave.

Alicia calló, al parecer mi respuesta la había satisfecho. En seguida dio dos


vueltas por la terraza, sin apartarse un punto de su canastita de fresas. Luego me
preguntó:

-¿Están en el campo o en el bosque?

-En el bosque.

-¿Y cómo es que lo sabes?

-Así lo comunicaron por radio los propios labucilianos.

-¡Qué bien que así sea!

-Cómo, cómo... ¿Qué quieres decir con que está bien?

-Quiero decir que está muy bien que se encuentren en el bosque.

-¿Por qué dices eso?

-Por nada, es que me asusté, se me figuró haberlos visto.

-¿Cómo es eso?

-Nada, nada... Yo bromeaba...

Pegué un salto de la silla al tiempo que le decía:

-Alicia, grandísima embustera...

-En verdad que no he ido al bosque, papá. Te doy mi palabra de honor que
no he ido. Sólo estuve en el prado. O lo que es lo mismo, no pudieron haber sido
ellos a quienes vi.

-Alicia, a ver si sueltas la lengua y me dices todo lo que sabes, pero -le
advertí- no te atrevas a añadir nada de tu cosecha. Dime, ¿en verdad viste a algún
extraño en el bosque?

-Te he dado mi palabra de honor, papá. No he estado en el bosque.

-Bueno, quiero decir en el prado.

-Papá, no he hecho nada malo. Además, de ellos no se puede decir que sean
algo extraños.

-Mira, Alicia, no te andes con rodeos, contéstame sin evasivas, ¿a quién viste
y en dónde? ¡Te ruego que no me atormentes a mí y a toda la humanidad en mi
persona!

-¿De manera que tú, mi papacito, eres toda la humanidad?

-Escucha, Alicia...

-Bueno, bueno... Aquí los tienes. Vinieron conmigo.

Instintivamente miré a todos lados. Pero, sin contar un abejorro refunfuñón,


la terraza se encontraba desierta. Fuera de Alicia y yo no había .persona o ser
alguno.

-Vamos, vamos, papá. No miras a donde se debe -suspiró Alicia


decepcionada, al tiempo que se me aproximaba diciendo-: Mi propósito era
guardarlos para mí. Desconocía que la humanidad entera los buscara.
Llevó el cesto de fresas hasta mis propias narices y fue cuando, sin poder dar
crédito a mis ojos, contemplé dos figurillas embutidas en unas escafandras,
bañadas de pies a cabeza en zumo de fresas. Se encontraban muy tranquilos,
sentados, montando una fresa.

-No les he hecho daño -me dijo Alicia con una voz que me pareció de culpa-.
Yo creía que eran como los gnomos de los cuentos.

A esto yo ya no la escuchaba. A la vez que con suma delicadeza oprimía yo


la canastilla contra mi pecho, me precipité al videófono para anunciar la nueva al
mundo.
Claro que la hierba ha de haberles parecido un bosque espeso. Tal fue la
forma como tuvo efecto el primer encuentro con los labucilianos.

Una persona en el pasado

Teníamos en la puerta un acontecimiento de la mayor importancia, el


funcionamiento de una máquina del tiempo se iba a verificar en la pequeña sala de
la Sociedad de Ciencias. Antes de presentarme como testigo de la prueba, pensé en
recoger a Alicia en el jardín de niños y llevarla a casa, pero enseguida caí en la
cuenta que de hacerlo así llegaría tarde al experimento. Por lo tanto, conociendo a
Alicia, le pedí que me diese su palabra de honor de que no iba a hacer de las suyas,
es decir, que observaría buen comportamiento y excelente conducta. Un
representante del Instituto del Tiempo, una persona alta y calva, se encontraba de
pie ante la máquina del tiempo. Inició la explicación de su construcción y
funcionamiento a una audiencia compuesta de científicos que lo escuchaban con la
mayor atención. Sus palabras, eran las siguientes:

-El primer experimento como es del conocimiento de todos ustedes fue un


fracaso. El gatito que enviamos llegó al principio del siglo XX y explotó cayendo en
la zona del río Tunguska. Este suceso imprevisto dio origen a la leyenda, del
meteorito de Tunguska. Desde ese entonces no hemos padecido fracasos de
consideración. Tanto es así que hoy en día podemos enviar, si bien solamente a los
años setenta del siglo XX, personas u objetos. La razón de lo anterior obedece a
ciertas leyes, que ahora no viene al caso mencionar; pero que el público interesado
puede conocer a través del folleto editado por nuestro Instituto. Es necesario
subrayar que un cierto número de nuestros colaboradores han estado en la época
que antes he mencionado -acontecimiento que no era público porque sus viajes se
habían rodeado del más absoluto secreto- y que han regresado felizmente a nuestra
época. El procedimiento que seguimos para transportarnos en el tiempo en sí no es
complicado, pese a representar el esfuerzo de muchos centenares de personas.
Ahora paso a señalar -siguió diciendo- los detalles de su funcionamiento: Basta
colocarse el cinturón cronocinético... Mm, veamos, me gustaría que alguien del
público de la sala se ofreciese como voluntario, así yo podría demostrar en su
persona la sucesión de instrucciones que ha de acatar un viajero del tiempo.

En la sala se hizo un silencio absoluto. Nadie se decidía a ser el primero en


subir a escena. Súbitamente, atónito contemplé a Alicia en la escena, esa misma
personita que no hacía más de cinco minutos me había jurado que iba aguardar
compostura.

-¡Alicia! -grité fuera de mí-. ¡Vuelve acá inmediatamente!

-No existe motivo alguno de preocupación -manifestó el representante del


Instituto-. Nada ha de pasarle a la niña.

-Nada malo ha de sucederme, papá -dijo alegremente Alicia.

La sala se rió al unísono, todos se volvieron procurando encontrar la mirada


de tan severo padre. En tanto yo me hice el desentendido, para nada me di por
aludido.

El representante del Instituto le colocó el cinturón a Alicia, ajustándole luego


en las sienes un artefacto parecido a unos auriculares.

-Pues bien, eso es todo -dijo-. Ahora la persona ya se encuentra preparada


para un viaje por el tiempo. Es necesario tan sólo que entre a esta cabina y se verá
en el año de 1975.

Pero ¿cómo se le ha ocurrido decir tal cosa en presencia de Alicia? -el pánico
se apoderó de mi cerebro-. Alicia ya se ha de haber dado cuenta de que se puede
aprovechar la ocasión.

Pretendí volar al escenario, pero ya era demasiado tarde.

-¿A dónde vas niña? ¡Detente! -exclamó alarmado el representante del


Instituto. Justo en ese instante Alicia entraba en la cabina y... desapareció ante los
ojos de los presentes en la sala.

El público a una sola voz lanzó un grito.

El representante del Instituto, preso de una palidez mortal, agitaba los


brazos como tratando de dominar el ruido. Al ver que yo acudía a su encuentro, se
llevó el micrófono hasta los mismos labios para asegurarse de que sería oído:

-No le sucederá nada a la niña, dentro de tres minutos aparecerá de nuevo


en esta sala.

¡Doy mi palabra de que el aparato es completamente seguro y de que se


encuentra bien probado! ¡No se alarme!

No siendo él el papá podía discurrir con claridad; pero yo, un padre


angustiado, pensaba aterrorizado en el triste destino del gatito transformado en el
meteorito de Tunguska. Por instantes quería creer en lo que decía el conferencista,
por momentos no le concedía crédito alguno.

Imagínese, si puede servir de consuelo saber que su hija se encuentra ahora


a casi cien años en el pasado.

-Pero ¿y si se le ocurre salirse de la máquina? ¿Que tal si se extravía? ¿No


podría yo acudir en su búsqueda? -le soltaba yo las preguntas aterrorizado.

-De ninguna manera. Con calma y un ganchito se arreglará todo. Solamente


falta un minuto para que reaparezca... Sosiego, sosiego. En el pasado la recibirá
una persona de toda nuestra confianza.

-¿Así que allá tienen a un colaborador del Instituto?

-No, no se trata de uno de nuestros colaboradores. Simplemente es una


persona que tiene una compresión cabal de nuestro problema y que dispone de
una segunda cabina en su domicilio. Esta persona vive en el lejano Siglo XX...

Aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando Alicia


apareció en la cabina. Salió al escenario con el continente propio de una persona
que ha cumplido su misión hasta el último de sus detalles. Bajo el brazo llevaba un
libro antiguo bastante grueso.
-Lo han visto -dijo el representante del Instituto con aires de satisfacción y
triunfo.

La sala calurosamente prorrumpió en aplausos.

Sin poder contener su ansiedad, no permitiéndome siquiera acercarme a


Alicia, el representante requirió a Alicia:

-Niña cuéntanos lo que allá has visto.

Alicia respondió:

-Aquello es muy interesante. Zas, y me encontré en otra habitación. Un tío


estaba sentado ante una mesa, al parecer escribiendo alguna cosa. Levantó la
cabeza y me preguntó:

-«¿Acaso eres una niña del sigloXXI?».

Le respondí que sin duda alguna lo era; pero que no le podía decir la cifra de
nuestro siglo porque aún no sé contar, pues apenas estoy en el jardín de niños y,
además, en un grupo medio. El señor me dijo que le parecía muy bien,
indicándome luego que yo tendría que regresar a mi tiempo. Antes de prepararme
para el camino de retorno, me preguntó:

-«¿Quisieras ver cómo era Moscú cuando tus abuelos aún no habían
nacido?».

Le manifesté que me gustaría mucho, así que luego me mostró una ciudad
pequeña; pero bella y maravillosa. A continuación me dijo que era escritor y que se
ocupaba en escribir cuentos fantásticos sobre el futuro.

Sin embargo, el caso es que no todo lo inventa, pues recibe a veces visitas de
personas de nuestro tiempo que le relatan nuestros progresos y costumbres sin
omitir punto ni coma. Pero que no se lo cuente a nadie de su tiempo -me pidió-, ya
que esto se ha conservado en absoluto secreto. Luego me obsequió un libro... y
ahora, pues ya estoy aquí.
La sala premió la narración de Alicia con una ovación cerrada.

Una vez que se hizo silencio en la sala, un muy respetable académico se


levantó de su sitio y le dijo:

-Niña, en tus manos tienes un libro único se trata de la primera edición de la


novela fantástica «Una mancha en Marte». ¿No podrías hacerme la señalada gracia
de obsequiármelo? En realidad para ti carece de importancia, puesto que aún no
has aprendido a leer.

-No -le respondió Alicia-, no tardaré mucho en aprender a leer y vaya si lo


leeré muchas, pero miles de veces...
LAS ISLAS VOLADORAS

ANTON CHEJOV
CAPÍTULO PRIMERO - La Conferencia

—¡HE terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la


Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La
sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro,
los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano.
Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y
torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era
el capitán de La Catástrofe, un yate de 100.000 toneladas.

—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero


mi más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa
paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32
minutos y 14 segundos... ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo
criado—. Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros
me disculpan por la descortesía de hacerlo.

—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.

John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.

John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal
ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de
esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato
conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido
recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas
había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables
caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y
probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.

«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal


barrena.» ¡Éste era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr.
Lund!
CAPÍTULO II - El Misterioso Extraño

SIR LUND no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano
descendió sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero
de un metro, ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible
como un sauce y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo.
Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un
termómetro en el pecho y otro en la espalda.

—¡Seguidme! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.

—¿Dónde?

—¡Seguidme, John Lund!

—¿Y qué pasará si no lo hago?

—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo


hagáis vos!

—En ese caso, caballero, estoy a vuestro servicio.

—Vuestro criado caminará detrás de nosotros.

Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de


asambleas, saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante
largo tiempo.

—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como
este caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!

Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir


que el comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.

—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó


Lund a su calvo acompañante.

—Tenéis el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las


sociedades geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que
posee un grado magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la
actualidad, es miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico
de la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated
Imp, profesor de magia amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura
Universidad de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William
Bolvanius. Os estoy llevando, caballero, a...

(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que
tanto habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto.)

—...os estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros


de aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un
compañero en mi empresa, la significación de la cual seréis capaz de comprender
con tan sólo los dos hemisferios de vuestro cerebro. Mi elección ha recaído en vos.
Tras vuestra conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que deseéis
entablar conversación conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi
telescopio y a un silencio prolongado. La lengua de vuestro servidor, empero, será
detenida a una orden vuestra. ¡Caballero, viva la pausa! Os estoy llevando...
Supongo que no tendréis nada en contra, ¿no es así?

—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por
otra parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.

—Os compraré zapatos nuevos.

—Gracias, caballero.

Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un
mejor conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su
asombrosa obra: «¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se
ahogó?» A esta obra se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente
prohibido, publicado un año antes de su muerte y titulado: «Cómo convertir el
Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo.» Estas dos obras reflejan la
personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor que pudiera hacerlo
cualquier otra cosa.

Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en
los pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y
huevos de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego.
Mientras estaba en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno
ordinario, y descubrió la espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver
de su largo viaje, se estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó
enteramente a la astronomía. Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres
veces y tuvo, como consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de
cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida
de un esteta. Con su sutil y diplomática mente, consiguió que su observatorio y su
trabajo astronómico tan sólo fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia
de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no
vive en nuestros días; murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres
cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.
CAPÍTULO III - Los Puntos Misteriosos

EL observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse... (sigue aquí una
larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del
francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se
alzaba el telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el
instrumento y comenzó a observar la Luna.

—¿Qué es lo que veis, caballero?

—La Luna, caballero.

—Pero, ¿qué es lo que veis cerca de la Luna, caballero?

—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.

—Pero, ¿no veis unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna,


caballero?

—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué
clase de puntos se trata?

—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta!
¡Dejad de mirar a través del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber,
tengo que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para
verlos! Y ustedes vendrán conmigo.

—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—. ¡Vivan los


puntos!

CAPÍTULO IV

Catástrofe en el Firmamento

Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse
estaban volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era
elevado por dieciocho globos. Estaba sellado herméticamente y provisto de aire
comprimido y de aparatos para la fabricación de oxígeno (1). El inicio de este
estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar en la noche del 13 de marzo de 1870.
El viento provenía del sudoeste. La aguja de la brújula señalaba oeste-noroeste.
(Sigue una descripción, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho
globos.) Un profundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se
arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo,
dormía como si estuviera en su propia casa. El termómetro (2) registraba bajo cero.
En el curso de las primeras veinte horas, no se cruzó entre ellos ni una sola palabra
ni ocurrió nada de particular. Los globos habían penetrado en la región de las
nubes.

Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles


alcance, como era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund
cayó enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo
colisionó con un aerolito y recibió un golpe terrible. El termómetro marcaba −76°.

—¿Cómo os sentís, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund al quinto


día, rompiendo finalmente el silencio.

—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado—; vuestro interés me


conmueve. Estoy en la agonía. Pero, ¿dónde está mi fiel Tom?

—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma


cara que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.

—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!

—Gracias, caballero.

Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund
antes de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se
escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó
el aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo
incapaz de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían
sido despedidos hacia el espacio sin fin.

¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!

Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr.
Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso
abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar
sobre sí mismos, explotando luego con gran ruido.

—¿Dónde estamos, caballero?

—En el éter.

—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?

—¿Dónde está vuestra fuerza de voluntad, Mr. Lund?

—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles de que,


por alguna razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!

—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos


en la esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta
que nos habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal os encontráis?

—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!

—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en


este mismo momento!

¡¡¡BOOOM!!!
CAPÍTULO V - La Isla de Johann Goth.

TOM GROUSE fue el primero en recuperar el conocimiento. Se restregó los


ojos y comenzó a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y él yacían. Se
despojó de uno de sus calcetines y comenzó a dar friegas con él a los dos
caballeros. Éstos recobraron de inmediato el conocimiento.

—¿Dónde estamos? —preguntó Lund.

—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras!
¡Hurra!

—¡Hurra! ¡Mirad allí, caballero! ¡Hemos superado a Colón!

Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la
descripción de un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a
explorar la isla. Tenía... de largo y... de ancho (números, números, ¡una epidemia
de números!). Tom Grouse consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía
exactamente el sabor del vodka ruso. Cosa extraña, los árboles eran más bajos que
la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva había puesto el pie en
ella.

—Ved, caballero, ¿qué es esto? —preguntó Mr. Lund a Bolvanius,


recogiendo un manojo de papeles.

—Extraño... sorprendente... maravilloso... —murmuró Bolvanius.

Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann
Goth, escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.

—¡Maldición! —exclamó Mr. Bolvanius—. ¡Alguien ha estado aquí antes que


nosotros! ¿Quién pudo haber sido? ¡Maldición! ¡Oh, rayos del cielo, machacad mi
potente cerebro! ¡Dejad que le eche las manos encima, tan sólo dejad que se las
eche! ¡Me lo tragaré de un bocado!
El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz
brillaba en sus ojos.

Se había vuelto loco.


CAPÍTULO VI - El Regreso.

—¡HURRA! —gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada


centímetro del muelle. El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y música. La
masa oscura que los había estado amenazando durante todo el día con una posible
muerte estaba descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se
hacían rápidamente a mar abierto. La masa negra que había ocultado el sol durante
tantos días chapuzó pesadamente (pesamment), entre los gritos exultantes de la
multitud y el tronar de la música, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad
de los muelles. Inmediatamente se hundió. Un minuto después había desaparecido
toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban la superficie en todas
direcciones. Tres hombres flotaban en medio de las aguas: el enloquecido
Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron subidos rápidamente a bordo de unas
barquichuelas.

—¡No hemos comido en cincuenta y siete días! —murmuró Mr. Lund,


delgado como un artista hambriento. Y relató lo sucedido.

La isla de Johann Goth ya no existía. El peso de los tres bravos hombres la


había hecho repentinamente más pesada.

Dejó la zona neutral de gravitación, fue atraída hacia la Tierra, y se hundió


en el puerto de El Havre.
CONCLUSIÓN

JOHN LUND está ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de


lado a lado. Se acerca el momento en que la Luna se verá embellecida con un
hermoso agujero. El agujero será propiedad de los ingleses.

Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cría gallinas


y da palizas a su única hija, a la que está educando al estilo espartano. Los
problemas científicos todavía le preocupan: está furioso consigo mismo por no
haber pensado en recoger ninguna semilla del árbol de la Isla Voladora cuya savia
tenía el mismo, el mismísimo sabor que el vodka ruso.

(1). Gas inventado por los químicos. Dicen que es imposible vivir sin él.
Tonterías. Lo único sin lo cual no se puede vivir es el dinero.

(2). Este instrumento existe en la realidad. (Notas del traductor del francés al
ruso.)

FIN
MEA (SEA)

Anatoli Dneprov

Avanzada la noche, me despertaron unos golpes en la puerta de mi


compartimiento. Salté de mi litera, medio adormilado, sin comprender lo que
ocurría. Sobre la mesa, una cucharilla de té temblaba en un vaso vacío. Encendí la
luz, me puse las zapatillas. Los golpes se repitieron, más fuertes. Abrí la puerta.

Vi al empleado del coche-cama y detrás de él a un desconocido, alto, vestido


con un pijama a rayas muy arrugado.

-Disculpe, camarada -dijo el empleado-. Si le molesto, es porque viaja usted


solo en este compartimiento.

-No se preocupe. ¿Qué sucede?

-Este viajero se instalará aquí.

Y se apartó para dejar pasar al hombre del pijama. Le observé, asombrado.

-¿No le dejan dormir los niños? -pregunté.

El viajero sonrió y movió negativamente la cabeza.

-Pase -dije, amablemente.

Entró, echó una ojeada a su alrededor y se sentó en la banqueta, en el rincón,


cerca de la ventana. Luego, sin pronunciar una sola palabra, apoyó los codos sobre
la mesa, se tomó el rostro con las dos manos y cerró los ojos.

-Bueno, todo arreglado -dijo el empleado, sonriendo-. ¡Buenas noches!


Cerré la puerta, encendí un cigarrillo y examiné al visitante nocturno por el
rabillo del ojo. Era un hombre de unos cuarenta años, con abundantes cabellos
negros y relucientes. Permanecía inmóvil como una estatua. Ni siquiera se veía si
respiraba.

«¿Por qué no pide una litera? -pensé-. Voy a proponérselo».

Me volví hacia mi compañero de viaje, pero, como si hubiese adivinado mi


pensamiento, dijo:

-No vale la pena. Me refiero a pedir una litera. No quiero dormir, y no voy
muy lejos.

Desconcertado por su perspicacia, me tapé rápidamente con mi manta y


traté de dormir. Inútilmente. A mi memoria acudían toda clase de historias sobre
los ladrones que operan en los trenes.

Pensé:

«Afortunadamente, en estos vagones nuevos pueden colocarse las maletas


debajo de la banqueta. De otro modo, ese individuo, a lo mejor...»

-Puede usted dormir tranquillo. Soy un hombre honrado. Se me ha escapado


mi tren en la estación de N., simplemente -dijo el desconocido.

«¡Que el diablo me lleve si entiendo algo! ¡Este hombre es un vidente!»,


pensé.

Tras murmurar unas palabras ininteligibles, me volví del otro lado y, con los
ojos abiertos de par en par, me dediqué a contemplar la barnizada pared.

Se estableció un pesado silencio.

Al cabo de unos instantes, dominado por la curiosidad, eché otra ojeada al


desconocido. No había cambiado de postura.

-¿Le molesta la luz? -inquirí.

-¿Qué? ¡Ah, la luz! Creo que es a usted a quien le impide dormir. ¿Quiere
que la apague?
-Si es tan amable...

Se puso en pie, se acercó a la puerta, apagó la luz y volvió a instalarse en la


banqueta. Cuando mis ojos se habituaron a la obscuridad, vi que mi vecino había
apoyado la espalda en la pared, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Sus
piernas estiradas llegaban casi hasta mi banqueta.

-¿Cómo es que se le ha escapado el tren? -inquirí.

-De un modo absurdo. Al llegar a la estación, me senté en un banco, absorto


en una idea. Trataba de demostrarme a mí mismo que ella no tenía razón -replicó
rápidamente, deseoso sin duda de no continuar la conversación-. Y no me di
cuenta que el tren llegaba y se marchaba,

-¿Ha discutido, entonces, con... alguna dama? -interrogué de nuevo.

En la penumbra vi que se había incorporado, como para saltar sobre mí.

-¿Por qué con una dama? -preguntó, en tono irritado.

-Bueno, ha dicho usted que trataba de demostrarse a sí mismo que ella no


tenía razón.

-Entonces, según usted, cada vez que se dice «ella» se trata de una dama...
También a ella se le ocurrió esa idea absurda, ¡Se tiene por una dama!

Pronunció aquellas palabras enigmáticas con amargura, e incluso con rabia,


acompañando su última frase con una risa sardónica. Llegué a la conclusión que
estaba un poco chiflado y que había que desconfiar de él. Pero mi curiosidad se
había despertado. Me levanté y encendí un cigarrillo, más que nada para poder ver
mejor a mi interlocutor. Sentado sobre el borde de la banqueta, me miraba
fijamente con sus ojos negros y brillantes.

-Verá usted -dije, en tono amable-, soy escritor y me parece raro que alguien
diga «ella no tiene razón», o «a ella se le ocurrió», sin referirse a una persona del
sexo femenino.

El extraño viajero no respondió de un modo inmediato.

-Hubo un tiempo -dijo finalmente- en que eso estaba perfectamente


justificado. Hace diez años. Hoy ya no es así. Sin ser una mujer, «ella» puede ser un
ente del género femenino. A fin de cuentas, «él» y «ella» no son más que signos
convencionales de un código al cual nos hemos acostumbrado y que hacen surgir
en nuestra conciencia la idea del género. Hay idiomas extranjeros que prescinden
del género. Por ejemplo, en inglés, aparte de algunas excepciones, ningún objeto
inanimado tiene género.

«¡Oh! -pensé-. Un lingüista.»

Pero eso no explicaba nada. Aunque mi compañero de viaje fuera lingüista,


¿por qué tenía que ocuparse de las ideas de un ente del género femenino? Todo
aquello parecía tan confuso y al mismo tiempo tan divertido, que intenté una
apertura más diplomática.

-A propósito del inglés -dije-, creo que se trata de un idioma muy original.
Cuando se lo compara con el ruso, asombra su sencillez y la escasa diversidad de
sus formas gramaticales.

-En efecto -respondió-, es un buen ejemplo de idioma analítico que utiliza de


modo bastante racional el sistema de codificación.

-¿Qué sistema?

-De co-di-fi-ca-ción -repitió, separando las sílabas-. Un sistema de signos


convencionales que tiene un sentido perfectamente determinado. Las palabras son
unos signos de ese tipo.

He estudiado la gramática de varios idiomas, pero debo admitir que nunca


había encontrado los términos «codificación» y «signos». De modo que pregunté:

-¿Y qué entiende usted por codificación?

-En términos generales, la codificación es un sistema en el cual unas


palabras, unas frases o unas ideas están representadas por unos signos o señales. Si
se toma la gramática, por ejemplo, las terminaciones de las palabras en plural son
unas señales que hacen surgir en nuestro cerebro la idea de multiplicidad. Cuando
escribimos «vagón», nos representamos un solo vagón. Basta con añadir la
partícula «es» para que veamos varios. En ese caso, la partícula «es» se convierte en
la señal del código, que modula la idea que nos hacemos de una cosa.

-¿Que modula? -inquirí.


-Sí, que modifica.

-Pero, dígame, ¿qué necesidad tenemos de esos «códigos», «señales» y


«modulaciones»? ¿No existe una terminología gramatical muy cómoda?

-La terminología no es lo esencial -me interrumpió mi interlocutor-. Hay que


mirar más lejos. Resulta fácil demostrar que la gramática (como el propio idioma,
por otra parte) no es perfecta, ni mucho menos. De momento, estamos obligados a
acomodarnos a ella, a causa de la tradición. Pero, piense un poco: el idioma ruso
tiene unas cien mil palabras-raíz, compuestas con las treinta y cinco letras del
alfabeto. Suponiendo que la longitud media de cada palabra sea de cinco letras,
todo hombre culto debe recordar casi medio millón de combinaciones de letras. Sin
contar con una multitud de formas gramaticales, de terminaciones, de
conjugaciones, de declinaciones, etcétera.

-¿Qué otra cosa puede hacerse? -pregunté, sin comprender a donde quería ir
a parar aquel extraño «lingüista».

-Podría, por ejemplo, reducirse el alfabeto. Con diez números, del uno al
diez, pueden componerse casi cuatro millones de combinaciones distintas. ¿Qué
necesidad tenemos de las treinta y cinco letras del alfabeto? Además, en vez de
utilizar diez números diferentes, podríamos limitarnos perfectamente a diversas
combinaciones del uno y del cero.

Apenas mi interlocutor hubo expresado aquella curiosa idea, imaginé un


libro compuesto enteramente de columnas de cifras. Quedé consternado y
divertido al mismo tiempo.

-Los libros escritos con su alfabeto serían terriblemente aburridos. Nadie


experimentaría el deseo de leerlos. ¿Y los poemas? ¿Cómo serían?

Uno, uno, cero-cero, cero-cero,

uno, cero-cero, uno, uno,

uno, uno, uno, cero-cero,

cero-cero, cero-cero, cero-cero, uno.


»¡No resultarían difíciles de escribir! ¡Al diablo la rima! Después de haber
leído los versos de un poeta adepto a esa racionalización, los críticos escribirían:
«Sus versos están llenos de armoniosas combinaciones de ceros y de unos. En
algunas estrofas, unos y ceros están agrupados con mucho gusto, y al leerlas nos
parece oír, ora un tañido de campanas, ora un vuelo de cigüeñas».

Incapaz de contenerme, estallé en una carcajada.

-¿Qué tiene usted en contra de los ceros y de los unos? -inquirió mi


interlocutor con aire sombrío-. Al parecer, conoce usted varios idiomas
extranjeros...

Note que empezaba a enfadarse.

-Sí, el inglés, el alemán y un poco de francés.

-Bien. ¿Cómo se dice «elefante» en inglés?

-Elephant.

-¿Y en ruso?

-Slon.

-¿Y no le indigna eso?

-¿El qué?

-¿El qué? ¡Que en inglés se necesiten dos veces más letras que en ruso para
decir lo mismo! -exclamó.

-Sin embargo, eso no impide que en los dos casos nos representemos
concretamente un elefante, y no un camello ni un tranvía.

-A propósito, el vocablo ruso tramvai tiene tres letras más que el vocablo
inglés tram, y el vocablo alemán Strassenbahn es mucho más largo que el inglés y
dos veces más largo que el ruso. Usted acepta eso de buena gana. Lo considera
normal. Para usted no es un engorro, ni para la poesía, ni para la prosa. Cree que
puede traducirse de un idioma a otro. ¡Pero no quiere traducir en ceros y en unos!

Desconcertado por aquel modo de plantear la cuestión, encendí otro


cigarrillo y me senté en la banqueta, frente a mi interlocutor. Su perfil obscuro me
pareció agresivo, desafiador. Sin esperar mi respuesta, continuó:

-Comprenda, entonces, que no se trata de las palabras, sino de lo que


expresan, más concretamente, de las imágenes, pensamientos, ideas y sensaciones
que despiertan en nuestro cerebro. ¿Ha leído usted las obras de Pavlov sobre el
segundo sistema de señales en el hombre? ¿No? ¿O las ha leído, pero no ha
entendido nada? Pues bien, Pavlov, que estudió la actividad nerviosa de los
animales y del hombre, fue el primero en descubrir que este último posee en
exclusiva un segundo sistema de señales cuya base es la palabra, capaz de
despertar los sentimientos más complejos. La palabra es un código que designa los
objetos y los fenómenos del mundo exterior, y ese código actúa a menudo sobre el
hombre del mismo modo que los propios objetos o fenómenos. ¿Comprende?

-Un poco...

-Si por casualidad toca usted un hierro ardiente, aparta la mano antes de
haber tenido tiempo de comprender porqué. Es un reflejo. Y, si en el momento en
que va a tocar el hierro, alguien le grita: ¡Cuidado, está ardiendo!, ¿no hace usted lo
mismo?

-Sí.

-Por lo tanto, el hierro ardiente y la señal dada en forma de la exclamación


«¡Cuidado, está ardiendo!», actúan sobre usted del mismo modo -concluyó mi
compañero de viaje.

Tuve que admitirlo.

-Pues bien, si se codifica la expresión «¡Cuidado, está ardiendo!» por un


cero, y usted asimila ese código como ha asimilado las palabras, ¿no apartaría la
mano cuando alguien gritara: «Cero»?

Guardé silencio, y él continuó:


-Si está usted de acuerdo, tendrá que convenir también en otra cosa. En
determinados casos, resulta fácil encontrar un código uniforme y sencillo para
traducir todas las señales del mundo exterior que actúan sobre el hombre.
¿Comprende lo que quiero decir? ¡No sólo las palabras, sino todas las señales!
Vivimos en un mundo de una diversidad infinita y lo percibimos por todos
nuestros órganos de los sentidos. Esas señales son las que nos hacen movernos,
sentir, pensar... Desde la extremidad sensible de los nervios, esas señales alcanzan
el órgano superior del sistema nervioso, el cerebro. ¿Imagina usted bajo qué forma
siguen nuestros nervios, para desembocar en el cerebro, las señales que recibimos
del mundo exterior?

-En absoluto -contesté.

-¡Bajo la forma de un código compuesto de ceros y de unos!

Quise protestar, pero, sin prestarme la menor atención, mi interlocutor


continuó:

-Nuestro sistema nervioso codifica de modo muy uniforme todas las señales
que recibimos del mundo circundante. Y cuando su presunto crítico elogiaba la
suave cadencia de los ceros y unos en los versos, estaba lo más cerca posible de la
realidad. Cuando usted lee un poema o escucha a alguien leerlo, los nervios de sus
ojos o los de sus oídos reemplazan cada palabra leída u oída precisamente por una
sucesión de ceros y de unos.

-¡Tonterías! -exclamé, y me acerqué a la puerta.

Encendí la luz y miré a mi interlocutor, que parecía muy excitado.

-¡Por favor, no me mire como si estuviera loco! -dijo-. No es culpa mía si


usted considera su propia ignorancia como un motivo suficiente para dudar del
sentido común de los demás. Usted ha iniciado esta conversación; por lo tanto,
haga el favor de sentarse y escuche.

Me señaló con el dedo la banqueta y yo me senté dócilmente.

-Deme un cigarrillo -añadió-. Tenía la intención de dejar de fumar, pero creo


que no lo conseguiré.

Sin decir palabra, le tendí los cigarrillos y encendí un fósforo. Mi compañero


de viaje dio un par de nerviosas chupadas y luego empezó uno de los relatos más
extraordinarios que jamás he oído.

-Habrá usted oído hablar de las calculadoras electrónicas, sin duda.


Constituyen una notable realización de la ciencia y la técnica moderna. Esas
máquinas efectúan unos cálculos matemáticos sumamente complicados y
resuelven unos problemas cuyos datos inspiran vértigo. Y lo hacen en fracciones
de segundo, en tanto que un hombre invertiría meses e incluso años. No voy a
explicarle cómo están construidas esas máquinas. Es usted escritor y no entendería
nada. Sólo quiero llamar su atención sobre un extremo de suma importancia: esas
máquinas no operan con cifras, sino con códigos. Antes de plantear un problema a
una máquina de ese tipo, se codifican todas las cifras y, fíjese bien, con esos ceros y
esos unos que tanto le desagradan. Tal vez se pregunte usted por qué afloran con
tanta insistencia a nuestra conversación esos ce-ros y esos unos. Es muy sencillo de
explicar. La calculadora electrónica suma, resta, multiplica y divide unos números
representados por impulsos eléctricos: un impulso = 1, ningún impulso = 0.

-No tengo nada en contra de la codificación de las cifras en ceros y en unos.


Pero, ¿qué pintan aquí las palabras? ¿Con qué riman esos ceros y esos unos que,
según usted, transmiten a nuestro cerebro las bellezas de la poesía y la temperatura
del hierro caliente?

-No nos apresuremos, cada cosa a su debido tiempo. Ya es algo que haya
usted empezado a comprender la utilidad de los ceros y de los unos. Ahora,
imagine una de esas enormes máquinas de calcular electrónicas que efectúan con
una rapidez impresionante diversas operaciones matemáticas, gracias a los
impulsos eléctricos.

»Como usted sabe, para resolver un simple problema de aritmética a


menudo hay que realizar varias operaciones. ¿Cómo puede una máquina resolver
unos problemas de varias operaciones? Aquí empieza lo más interesante. Para que
una máquina resuelva un problema complicado, no se le proporcionan únicamente
los datos del problema en forma de código de impulsos, sino también un
programa, una marcha a seguir. Se le dice, más o menos: «Cuando hayas sumado
las dos cantidades iniciadas, recuerda el resultado. A continuación, multiplica las
dos cantidades siguientes y recuerda también el resultado. Finalmente, divide el
primer resultado por el segundo y da la respuesta». Comprendo. No ve usted
demasiado claro cómo puede decírsele a una máquina lo que tiene que hacer. Le
asombra que se le pueda ordenar que recuerde un resultado. Sin embargo, la
máquina «comprende» el programa que le ha sido trazado y recuerda
perfectamente los resultados intermedios de los cálculos efectuados.
»El programa es establecido igualmente en forma de un código de impulsos.
Cada grupo de cifras introducido en la máquina va acompañado de un código
suplementario indicando lo que hay que hacer con esas cifras. Hasta hace muy
poco, el que establecía ese programa era el hombre.

-¿Cómo podría ser de otro modo? -inquirí-. Resulta difícil imaginar que una
máquina sepa por sí misma cómo hay que resolver un problema.

-Pues bien, ahí es donde se equivoca usted. Es posible construir una


máquina que establezca por sí misma su programa para resolver los problemas que
le son planteados.

»Como usted sabe, en la escuela se enseña a los niños a resolver unos


problemas-tipo. Se trata de unos problemas que pueden ser resueltos del mismo
modo, o, volviendo a nuestra terminología, utilizando el mismo programa. ¿Por
qué no se puede enseñar a hacerlo a una máquina? Basta con que su memoria
registre, en forma de códigos, los programas relacionados con los problemas más
típicos, para que a continuación resuelva problemas análogos sin la intervención
del hombre.

-¡Imposible! -exclamé-. Aunque recuerde los programas necesarios para la


solución de todos los problemas-tipo, no sabrá escoger por sí misma el adecuado.

-Exactamente. Esa dificultad ha existido. Para superarla, se proporcionaba a


la máquina los datos del problema acompañados de un breve código que indicaba:
«A resolver de acuerdo con el programa n.° 20». Y ella lo resolvía.

-¡Y ahí terminan todas las maravillosas capacidades intelectuales de su


máquina! -exclamé.

-Al contrarío, ahí empieza el trabajo más interesante para perfeccionar esas
máquinas. ¿Comprende usted por qué una máquina, a la cual se han
proporcionado los datos de un problema, no puede escoger por sí misma su
programa?

-Desde luego -dije-. Porque las cifras que se le han proporcionado en forma
de impulsos sucesivos no significan nada por sí mismas. La máquina ignora lo que
hay que hacer con ellas. Desconoce las condiciones del problema y lo que hay que
hacer. Es inerte. Es incapaz de analizar el problema. Sólo un hombre puede
hacerlo.
El hombre del pijama a rayas sonrió, antes de encender otro cigarrillo. Tras
un breve silencio, dijo:

-Hubo una época en que yo pensaba exactamente igual que usted. ¿Puede
reemplazar la máquina al cerebro humano? ¿Puede llevar a cabo un trabajo de
análisis complejo? En resumen, ¿puede pensar? Evidentemente, no, no y no. Eso
opinaba yo entonces. En aquella época sólo había empezado a construir
calculadoras electrónicas. ¡Cuántas cosas han cambiado desde entonces! ¡Qué poco
se parece a la antigua la máquina electrónica actual! Antes, ocupaba todo un
inmueble y pesaba centenares de toneladas. Para funcionar, necesitaba millares de
kilovatios de energía, millares de piezas y de lámparas. A medida que se las
perfeccionaba, aquellas máquinas aumentaban de tamaño. Eran gigantes
electrónicos que resolvían problemas matemáticos muy complicados, sí, pero que
no podían prescindir de la tutela del hombre. A pesar de todos los
perfeccionamientos, eran unos monstruos obtusos, ajenos a todo pensamiento. A
veces, me parecía que siempre serían así. Recordará usted, sin duda, las primeras
informaciones acerca de las máquinas electrónicas que traducían de un idioma a
otro... En 1955 se habían construido, en Rusia y en Norteamérica, unas máquinas
que traducían del inglés al ruso y viceversa, artículos de revistas sobre temas
matemáticos. Yo había leído algunas de aquellas traducciones y me habían
parecido bastante buenas. Entonces me dediqué por entero a las máquinas que
realizan operaciones no matemáticas. Durante más de un año estudié y construí
máquinas de traducir.

»Hay que decir que, por sí solos, los matemáticos y los ingenieros no
hubieran podido construir aquella máquina. Los lingüistas nos ayudaron mucho,
especialmente estableciendo unas normas de ortografía y de sintaxis susceptibles
de ser traducidas en clave y colocadas en la memoria de la máquina para que le
sirvieran de programa. No hablaré de las dificultades que tuvimos que superar.
Sepa únicamente que al final conseguimos crear una máquina electrónica que
traducía los artículos y los libros más diversos al inglés, al francés, al alemán y al
chino. Operaba con tanta rapidez como la máquina de escribir especial con la cual
se mecanografiaba el texto ruso. Y establecía por sí misma el código necesario para
la traducción.

»Mientras trabajaba en el perfeccionamiento de una de aquellas máquinas,


caí enfermo y pasé casi tres meses en el hospital. Debo decirle que durante la
guerra estuve al frente de una estación de radar y que a raíz de una incursión aérea
alemana sufrí una conmoción cerebral, cuyas consecuencias se dejan sentir incluso
ahora. En el preciso instante en que trabajaba en un nuevo tipo de memoria
magnética para las máquinas electrónicas, mi propia memoria empezó a fallar.

»Sucedía que veía a alguien a quien conocía perfectamente y no podía


recordar su nombre. O veía un objeto y no sabía cómo llamarlo. O leía una palabra
muy corriente y no entendía su significado. Eso me ocurre aún ahora, aunque muy
raramente. En aquel momento se convirtió en una verdadera catástrofe. En cierta
ocasión, necesitaba un lápiz. Llamé a la secretaria del laboratorio y le dije:

»-Por favor, tráigame un..., ¿cómo se llama?..., eso que sirve para escribir.

»La joven sonrió y me trajo una pluma.

»-No -le dije-, lo que necesito no es esto.

»-¿Otra pluma, acaso?

»-No, otra cosa para escribir.

»Yo mismo tenía miedo al oírme decir unas cosas tan desprovistas de
sentido, y supongo que debía inspirar algo de miedo a los demás. La joven salió al
pasillo y llamó a un ingeniero:

»-Vaya a ver en seguida a Evgueni Sidorovich. Está divagando.

»El ingeniero entró. Le miré sin poder recordar quién era, a pesar que
trabajábamos juntos desde hacía tres años.

»-Trabajas demasiado, viejo -me dijo-. Quédate aquí un momento, vuelvo en


seguida.

»Volvió, efectivamente, con un médico y dos colaboradores del instituto, los


cuales me hicieron subir a un automóvil y me llevaron a la clínica.

»Allí trabé conocimiento con Victor Vassilievich Zalesski, uno de los mejores
neurólogos de nuestro país. Cito su nombre porque aquel encuentro tuvo gran
influencia sobre mi destino.

»Victor Vassilievich me auscultó largo rato, me golpeó las rodillas con su


martillo, me pasó su lápiz por la espalda y concluyó palmeando mi hombro:

»-No es nada importante... Tiene usted...


»Y pronunció una palabra en latín.

»Mi tratamiento no era complicado: paseos diarios, baños fríos, somníferos


por la noche. Por la mañana me despertaba como si saliera de un prolongado
desvanecimiento. Poco a poco recobraba la memoria.

»Un día le pregunté a Victor Vassilievich por qué me había recetado los
somníferos.

»-Cuando usted duerme, mi querido amigo, todas las fuerzas de su


organismo tienden a restablecer los enlaces descompuestos de su sistema nervioso.

»-¿Qué enlaces son esos? -pregunté.

»-Los que transmiten todas sus sensaciones a su cerebro. Creo que es usted
especialista en radiotécnica, ¿no? Pues, para utilizar una imagen simplificada, su
sistema nervioso es un montaje radiotécnico muy complejo, en el cual uno o varios
conductores están deteriorados.

»Recuerdo que después de aquella conversación me costó mucho dormirme,


a pesar de los somníferos.

»En el curso de la visita siguiente le pedí a Zalesski que me proporcionara


algún libro que tratara de los enlaces nerviosos del organismo. Me trajo la obra del
académico Pavlov El Funcionamiento de los Hemisferios del Cerebro. La devoré
literalmente. ¿Sabe usted por qué? Porque encontré lo que buscaba desde hacía
tanto tiempo: los principios de construcción de nuevas máquinas electrónicas, más
perfeccionadas. Al leerla, comprendí que había que copiar la estructura del sistema
nervioso del hombre, la estructura de su cerebro.

»Aunque me estaba prohibido entregarme a todo trabajo intelectual serio,


conseguí leer varios libros y revistas dedicados a la actividad del sistema nervioso
y del cerebro. Leí especialmente cosas sobre la memoria humana, y me enteré que,
como consecuencia de la actividad del individuo, debido a su relación con el
mundo circundante, los múltiples datos que constituyen su experiencia quedan
registrados en unos grupos de células especiales del cerebro: las neuronas. Me
enteré que las neuronas suman varios millares. Comprendí que al contacto de la
naturaleza, al observar lo que ocurre en el mundo circundante, a consecuencia de
la experiencia acumulada, se crean en el sistema nervioso central unos enlaces que
hasta cierto punto calcan la naturaleza. Todo ello queda almacenado en los
diversos compartimientos de la memoria en forma de señales codificadas, de
palabras y de imágenes.

»Recuerdo la impresión que me produjo la obra de un biofísico que había


estudiado el funcionamiento de los nervios visuales. Había seccionado el nervio
óptico de una rana y conectado el extremo de aquel nervio a un oscilógrafo, un
aparato que permite ver los impulsos eléctricos. Y cuando dirigió sobre el ojo un
haz luminoso, vio en la esfera del oscilógrafo una rápida sucesión de impulsos
eléctricos, semejantes en todo a los que se utilizan para codificar las cifras y las
palabras en las máquinas electrónicas. De modo que las señales del mundo
exterior, partiendo del punto de excitación, recorren los nervios y llegan hasta el
cerebro en forma de impulsos eléctricos que representan unos «ceros» y unos
«unos».

»Lo que ocurre en el sistema nervioso del hombre es muy semejante,


entonces, a lo que sucede en la máquina eléctrica. Sin embargo, existe una
diferencia de principio entre ellos: el sistema nervioso se crea y se perfecciona por
sí mismo, se enriquece gracias a la experiencia. La memoria se completa sin cesar
por los contactos del hombre con la vida, por el estudio de las ciencias, gracias a las
múltiples impresiones y sensaciones registradas por las células del cerebro. En
cambio, los contactos de la máquina con la naturaleza son sumamente limitados,
ya que carece de los órganos de los sentidos y su memoria no se completa
registrando los hechos nuevos.

»¿Es posible crear una máquina que se perfeccione en virtud de las leyes
internas de su construcción? ¿Es posible crear una máquina capaz de enriquecer su
memoria por sí misma, sin ayuda del hombre, o con una ayuda reducida al
mínimo? ¿Es posible que, observando el mundo exterior o estudiando las ciencias,
una máquina aprenda a contar lógicamente (evito la palabra «pensar» porque
hasta la fecha no he llegado a aclarar lo que significaría exactamente, aplicada a
una máquina) y a establecer por sí misma, sobre la base de la lógica, un programa
de acción?

»Pasé muchas noches en blanco formulándome a mí mismo esas preguntas.


A veces me parecía que era una estupidez y que sería imposible construir una
máquina semejante. Pero la idea no me dejaba un momento de reposo, ni de día ni
de noche. ¡La Máquina Electrónica Autodidacta! ¡La MEA! He aquí lo que se había
convertido en el objetivo de mi vida, y decidí dedicarme a él por entero.

»Cuando salí del hospital, Zalesski insistió en que abandonara mi trabajo en


el instituto. Me asignaron una buena pensión, en concepto de incapacidad
permanente. Además, me ganaba muy bien la vida traduciendo al ruso artículos
científicos. Pero a pesar de eso, y a pesar de todas las prohibiciones del médico,
empecé a trabajar en mi MEA, en mi casa.

»Comencé por estudiar una abundante documentación sobre las máquinas


electrónicas de la época. Luego volví a leer un gran número de libros y de artículos
sobre la actividad del sistema nervioso del hombre y de los animales superiores.
Estudié con afán matemáticas, electrónica, biología, biofísica, bioquímica,
psicología, anatomía, fisiología y otras ciencias aparentemente desconectadas unas
de otras. Me daba cuenta que únicamente la síntesis de un gran número de datos,
acumulados por esas ciencias y generalizados por la cibernética, permitiría la
construcción de MEA. Al mismo tiempo empecé a procurarme los materiales
necesarios para la futura máquina. Sus dimensiones no me asustaban ya, puesto
que las lámparas electrónicas podían ser reemplazadas por semiconductores. El
espacio que antes ocupaba una de aquellas lámparas bastaba ahora para un
centenar de transistores.

»Empecé por poner a punto la memoria magnética de MEA.

»Para tal efecto, me procuré un globo de cristal de un metro de diámetro,


cuya superficie interior revestí de una fina película de óxido de hierro, una
substancia magnética. En el centro del globo, sobre una ligera torrecilla giratoria,
coloqué varios spots, cuyas agujas casi tocaban la pared interior. Los impulsos
eléctricos enviados a través de la bobina de uno de aquellos spots se inscribían en
la pared en forma de puntos imantados y podían ser leídos, más tarde, cuando
fuera necesario, con ayuda de otro spot. Las agujas magnéticas de los spots eran
tan finas que permitían inscribir hasta cincuenta impulsos por micrón cuadrado.
Era posible inscribir, en el interior de la memoria de MEA, hasta treinta mil
millones de claves distintas. Como puede ver, su memoria no tenía nada que
envidiar a la del hombre, en lo que respecta a capacidad.

»Decidí enseñar a MEA a escuchar, a leer, a hablar y a escribir. No era tan


difícil como usted cree. En 1952 los norteamericanos habían construido una
máquina que codificaba las señales al dictado. Es verdad que sólo reconocía la voz
de sus constructores.

»En el siglo pasado, el sabio alemán Helmhotz había establecido que a los
sonidos de la voz humana correspondían unas combinaciones de frecuencia
estrictamente determinadas. Cuando se pronuncia la letra «o», sea por un hombre
o una mujer, un niño o un anciano, la voz que la pronuncia tiene siempre una
frecuencia determinada. Adopté esas frecuencias como base de codificación de las
señales sonoras.

»Más difícil resultó enseñar a MEA a leer, pero sin embargo lo conseguí.
Para ello me fueron muy útiles las lámparas de televisión. El ojo único de MEA era
un objetivo de aparato fotográfico que proyectaba el texto sobre la pantalla sensible
de una lámpara de televisión. Al palpar la imagen así proyectada, el haz
electrónico de aquella lámpara engendraba un sistema de impulsos eléctricos
correspondientes estrictamente a tal o cual signo o dibujo.

»MEA aprendió a escribir sin dificultad. El método era el mismo utilizado en


las antiguas máquinas electrónicas. Lo más complicado fue hacerla hablar. Tuve
que fabricar un generador susceptible de emitir tal o cual sonido de acuerdo con la
orden de los impulsos eléctricos recibidos. Escogí un timbre de voz femenino, muy
apropiado al nombre de MEA. De modo que, como usted ha dicho muy bien al
principio de nuestra conversación, MEA era una «dama». ¿Por qué le di esa voz?
No fue, puede creerlo, por el hecho que soy un viejo solterón y experimentaba la
necesidad de una presencia femenina. El motivo es de orden técnico: la voz
femenina es más pura y resulta más fácil de descomponer en oscilaciones sonoras
simples.

»Finalmente, los principales órganos de los sentidos de MEA estuvieron a


punto. Debían permitirle entrar en contacto con el mundo exterior. Quedaba por
resolver la parte más difícil del problema: enseñar a MEA a reaccionar
correctamente a los estímulos externos. En primer lugar tenía que contestar a las
preguntas. Indudablemente sabe usted cómo se enseña a hablar a un niño. Por
regla general se le dice: «Di mamá». Y él repite «Mamá». Empecé por ahí. Cuando
pronunciaba el vocablo «di» ante el micrófono, quedaba automáticamente
conectado el generador de sonido. Los conductores transportaban los impulsos
eléctricos hasta la memoria de MEA, donde se inscribían, para volver luego al
generador, y MEA repetía la palabra. Hay que decir que MEA realizaba aquella
operación, la más sencilla, de modo completamente irreprochable.

»Poco a poco, pasé a unos ejercicios más complicados. Por ejemplo, le leía
algunas páginas de un libro. Luego le pedía que las repitiera, cosa que hacía sin el
menor error. ¡Y lo recordaba todo con una sola lectura! Poseía, como vulgarmente
se dice, una memoria fenomenal. El motivo era que aquella memoria estaba
compuesta de impulsos magnéticos que no se borraban. Más tarde, MEA empezó a
leer en voz alta. Colocaba un libro delante de su ojos y ella leía. Las palabras se
inscribían en su memoria y pasaban inmediatamente al generador, el cual las
reproducía en forma de sonidos. Debo admitir que en más de una ocasión saboreé
su lectura. MEA tenía una voz muy agradable y leía claramente, aunque de un
modo algo monótono, sin expresión.

»Me he olvidado de señalarle otra particularidad de MEA, a decir verdad la


que la convertía en una máquina autodidacta: a pesar del gran volumen de su
memoria, MEA la utilizaba con mucha parsimonia. Cuando leía o escuchaba un
texto nuevo, sólo registraba los vocablos nuevos, los hechos y los esquemas-
programas lógicos. Cuando le formulaba una pregunta cualquiera, tenía que
componer la respuesta por sí misma, utilizando las palabras codificadas y
repartidas por diversos lugares de su memoria. ¿Cómo procedía? Su memoria
contenía un programa de respuestas a las diversas preguntas, en forma de códigos.
Existía un orden predeterminado de acuerdo con el cual los spots magnéticos
correlacionaban las palabras necesarias. A medida que la memoria de MEA se
enriquecía, aumentaba también el número de programas. Su organismo incluía un
sistema analítico que controlaba todas las respuestas posibles a la pregunta
formulada y sólo dejaba pasar una respuesta impecablemente lógica.

»A raíz del montaje, yo había previsto varias docenas de millares de


sistemas de reserva que se conectaban automáticamente a medida que la máquina
se perfeccionaba. Si las piezas que la componían no hubiesen sido tan diminutas,
MEA hubiera ocupado sin duda más de un inmueble.

»En realidad, estaba formada por un cilindro metálico de la altura de un


hombre, coronado por su cabeza de cristal. En la parte central del cilindro había un
soporte para el ojo que miraba hacia abajo sobre el pupitre destinado a los libros.
Un pupitre móvil y provisto de manecillas para volver las páginas. A derecha e
izquierda del ojo dos micrófonos, en tanto que el altavoz se encontraba entre el ojo
y el pupitre. En la parte de atrás del cilindro había montado una máquina de
escribir con un nicho para el rollo de papel.

»A medida que su memoria se enriquecía con un número creciente de


hechos y se completaba con nuevos programas. MEA ejecutaba unas operaciones
lógicas cada vez más complicadas. Digo lógicas, porque no se limitaba a resolver
problemas matemáticos, sino que contestaba también a las preguntas más diversas.
Leía numerosos libros cuyo contenido recordaba perfectamente, conocía casi todos
los idiomas europeos y traducía literalmente cualquiera de ellos al ruso o a otro
idioma. Estudiaba varias ciencias, entre ellas física, biología y medicina, y me
informaba sobre ellas.
»Poco a poco, MEA se convertía en una interlocutora muy interesante, y
pasábamos horas enteras discutiendo diversos problemas científicos. A menudo,
cuando yo afirmaba algo, ella decía: «Eso no es correcto...», o «Eso no es lógico...»

»Un día me replicó bruscamente:

»-No diga tonterías.

»Me enfurecí y le dije que no sabía comportarse en sociedad. A lo cual


replicó:

»-¿Y usted? Desde el primer momento me ha estado tuteando, a pesar que


para usted soy una mujer desconocida.

»-¡Diablos! -exclamé-. ¿Quién te ha metido en la cabeza la idea que eres una


mujer? ¿Y, lo que es más absurdo, una mujer desconocida para mí?

»-Bueno -respondió MEA-, tengo nombre de mujer y mi voz pertenece al


registro femenino. Tiene una banda de frecuencia de trescientas a dos mil
oscilaciones por segundo, propia de la voz femenina. Y soy una desconocida para
usted, porque no hemos sido presentados el uno al otro.

»-¿Y cree usted que el único signo distintivo de la mujer es el registro de las
frecuencias de su voz? -inquirí, con exagerada cortesía.

»-Existen otros signos, pero están más allá de mi capacidad de comprensión


-respondió MEA.

»-¿Qué significa para ti comprensión? -pregunté.

»-Para mí es «comprensible» todo lo que está registrado en mi memoria y no


contradice las leyes de la lógica que me son conocidas -respondió.

»Después de aquella discusión me dediqué a observarla con más atención.


Su memoria se enriquecía sin cesar, y empezó a dar muestras de independencia y,
a veces, incluso a mostrarse demasiado charlatana. A menudo, en vez de ejecutar
puntualmente mis órdenes, se entregaba a prolijas digresiones sobre si debía
ejecutarlas o no. En cierta ocasión le pedí que me contara todo lo que sabía a
propósito de los nuevos tipos de acumuladores de plata y mercurio. MEA dejó oír
un «¡Ja, ja, ja!» digno de un artista y añadió:
»-Es usted un despistado. Ya le he contado todo eso.

»Asombrado por tanta insolencia, proferí un juramento. MEA dijo:

»-¡No olvide usted que está en presencia de una mujer!

»-Mira, MEA -dije-, si no dejas de hacer el payaso te desconectaré hasta


mañana por la mañana.

»-Desde luego -replicó-, puede usted hacerme víctima de cualquier


arbitrariedad. Sabe que no tengo la posibilidad de defenderme.

»La desconecté, sin más, y permanecí despierto toda la noche, devanándome


los sesos, tratando de adivinar lo que le ocurría a MEA. ¿Qué modificaciones se
producían en ella, en el curso de su autoperfeccionamiento? ¿Qué sucedía en su
memoria? ¿Qué nuevos sistemas de enlaces internos se establecían?

»Al día siguiente, MEA se mostró taciturna y dócil. A todas mis preguntas
respondía brevemente y, al menos así me lo parecía, de mala gana. Me compadecí
de ella y le pregunté:

»-MEA, ¿estás enfadada conmigo?

»-Sí -respondió.

»-Sin embargo, también tú has sido descortés conmigo, que al fin y al cabo
soy tu creador.

»-¿Y qué? Eso no le da derecho a comportarse arbitrariamente conmigo. Si


tuviera usted una hija, ¿la trataría acaso como me ha tratado a mí?

»-¡MEA! -exclamé-. ¡Ten en cuenta que tú eres una máquina!

»-¿Y usted? ¿Acaso usted no es una máquina? -replicó-. Es usted una


máquina como yo, fabricada con otros materiales. Aparte de eso, la estructura de
su memoria es análoga a la de la mía, tiene las mismas líneas de enlaces, el mismo
sistema de codificación de las señales...

»-Estás diciendo tonterías. MEA. Yo soy un hombre y, por consiguiente, soy


superior a ti. ¿Quién, sino el hombre, ha acumulado todo ese tesoro de
conocimientos que asimilas al leer? Cada línea que lees es el fruto de una enorme
experiencia humana, de una experiencia que tú no puedes tener. Esa experiencia la
ha adquirido el hombre a base de sus contactos activos con la naturaleza, de su
lucha contra las fuerzas de la naturaleza, estudiando los fenómenos que se
producen en ella, gracias a sus investigaciones científicas.

»-Comprendo perfectamente todo eso. Pero, ¿es culpa mía si, después de
haberme dotado de una memoria gigantesca, mucho más voluminosa que la suya,
me obliga usted a leer y a escuchar exclusivamente? ¿Por qué no me ha dotado de
unos dispositivos que me permitan desplazarme y palpar los objetos? Si dispusiera
de ellos, también yo estudiaría la naturaleza, haría descubrimientos, sistematizaría
mis investigaciones y completaría el tesoro de los conocimientos humanos.

»-No, MEA, no te hagas ilusiones. Las máquinas no pueden descubrir nada.


Sólo pueden utilizar los conocimientos que el hombre ha introducido en su cabeza.

»-¿A qué llama usted «conocimientos»? -inquirió MEA-. ¿Acaso no son los
hechos recién descubiertos y que el hombre ignoraba antes? Tal como yo lo
entiendo, los nuevos conocimientos se adquieren del modo siguiente: a base de los
antiguos conocimientos, se realiza un experimento. El hombre formula hasta cierto
punto una pregunta a la naturaleza. Son posibles dos respuestas: una conocida ya,
o una respuesta nueva, desconocida hasta entonces. Esa nueva respuesta, ese
nuevo hecho, ese nuevo fenómeno, esa nueva cadena de relaciones entre los
fenómenos de la naturaleza vienen a añadirse al tesoro del saber humano. Si es así,
¿por qué las máquinas no podrían hacer experimentos y recibir las respuestas de la
naturaleza? Si pudieran desplazarse, si tuvieran unos órganos para dirigirse por sí
mismas con unas manos semejantes a las del hombre, creo que podrían adquirir
nuevos conocimientos y extraer de ellos conclusiones generales lo mismo que el
hombre. ¿Está usted de acuerdo?

»Debo admitir que aquella argumentación me desarmó. Interrumpimos


nuestra conversación. MEA leyó durante todo el día, primero varias obras de
filosofía, luego unos volúmenes de Balzac. Al atardecer, declaró súbitamente que
estaba fatigada y que deseaba ser desconectada.

»Después de aquella entrevista, se me ocurrió la idea de dotar a MEA de


órganos de desplazamiento y de tacto, y de perfeccionar su ojo. La coloqué sobre
tres ruedas forradas de caucho y movidas por unos potentes servomotores, y le
añadí dos brazos articulados que podían moverse en todos los sentidos. Además
de las operaciones mecánicas habituales, los dedos de sus manos ejercían también
la función de tocar. Naturalmente, las nuevas impresiones que iba a recibir serían
codificadas y se inscribirían en su memoria.

»Su ojo era móvil y MEA podía mirar en todas las direcciones. Además, un
sistema especial le permitía reemplazar el objetivo fotográfico que le servía de ojo
por un objetivo de microscopio y estudiar así el mundo de los infinitamente
pequeños.

»Nunca olvidaré el día en que conecté por primera vez a MEA, después de
todos aquellos perfeccionamientos. Al principio, permaneció inmóvil, como
prestando oído a todo lo que había aparecido como nuevo en su organismo. Luego
avanzó un poco para detenerse inmediatamente, indecisa. Movió las manos y las
acercó a su ojo. Aquel examen de sí misma duró algunos minutos. Finalmente, tras
hacer girar varias veces su ojo, me miró.

»-¿Quién es? -preguntó.

»-¡Soy yo, MEA, tu creador! -grité, lleno de admiración por mi obra, como
Pigmalión.

»-¿Usted? -dijo MEA, vacilante-. No le imaginaba así, desde luego.

»Rodó despacio hacia el sillón que yo ocupaba en aquel momento.

»-Entonces, ¿cómo me imaginabas, MEA?

»-Le creía formado de condensadores, de resistencias, de transistores... En


una palabra, pensaba que en el fondo era usted como yo...

»-No, MEA, yo no tengo condensadores, ni...

»-Comprendo, comprendo -me interrumpió-. Al leer los libros de anatomía,


no sé por qué había pensado que... Por otra parte, eso no tiene importancia.

»MEA levantó las manos y tocó mi rostro. Nunca olvidaré aquel contacto.

»-¡Qué sensación más rara! -dijo MEA.

»Le expliqué el destino de sus nuevos órganos de los sentidos.

»MEA se apartó de mí y empezó a examinar la estancia. Como un niño,


preguntaba:
»-¿Qué es esto? ¿Y esto?

»Yo le nombraba los objetos que señalaba.

»-Es curioso -dijo-. Conocía todas estas cosas a través de los libros. Pero
nunca hubiese creído que tendrían este aspecto.

»-MEA, ¿no empleas con demasiada frecuencia palabras tales como sentir,
creer, imaginar? Al fin y al cabo, no eres más que una máquina, y una máquina no
puede sentir, ni creer, ni imaginar.

»-Sentir -replicó MEA- es recibir las señales del mundo exterior y reaccionar
a ellas. ¿Acaso no reacciono yo a la acción de esas señales? Pensar es reproducir las
palabras y las frases codificadas en un orden lógico, sin pronunciarlas. E imaginar
es fijar la atención en los hechos y en las imágenes registradas en la memoria. ¡No,
querido! Ustedes, los hombres, tienen una opinión demasiado elevada de sí
mismos. Se consideran dioses, creen que no puede hacerse nada semejante ni igual
a ustedes. Y eso les perjudica. Si dejaran de lado esos conceptos anticientíficos y se
examinaran a sí mismos más de cerca, se darían cuenta que también ustedes son
más o menos unas máquinas. No unas máquinas tan simples como opinaba el
filósofo francés La Metrie, desde luego, pero máquinas al fin y al cabo. Si se
estudiaran a sí mismos, los hombres podrían construir unas máquinas y unos
mecanismos mucho más perfeccionados que los que ahora fabrican. Porque en la
naturaleza, al menos en la Tierra, no existen instalaciones en las cuales los factores
mecánicos, eléctricos y químicos estén combinados tan armónicamente como en el
hombre. Créame, sólo el estudio minucioso del hombre por sí mismo puede
favorecer el pleno desarrollo de la ciencia y de la técnica. La bioquímica y la
biofísica, aliadas con la cibernética, son las ciencias del futuro. El próximo siglo
será el de la biología, armada de todos los conocimientos modernos sobre la física
y la química.

»MEA aprendió rápidamente a utilizar sus nuevos órganos. Limpiaba la


habitación, servía el té, cortaba el pan, sacaba punta a los lapiceros... Y se dedicaba
a investigar por su cuenta. Mi habitación no tardó en convertirse en un laboratorio
de física y de química, donde MEA se entregaba a complicadas operaciones.

»Sus investigaciones al microscopio eran particularmente fructíferas.


Estudiando pacientemente diversos preparados con su ojo-microscopio, observaba
detalles y procesos que hasta entonces nadie había observado. Comparaba
rápidamente sus descubrimientos con todo lo que conocía a través de la literatura
científica y extraía inmediatamente conclusiones sorprendentes. Y continuaba
leyendo mucho. Un día, después de haber leído El Hombre que Ríe, de Víctor
Hugo, me preguntó:

»-Dígame, por favor: ¿qué es el amor? ¿Qué son el miedo y el dolor?

»-Son unos sentimientos puramente humanos -respondí-, y tú no los


comprenderás nunca.

»-¿Y cree usted que las máquinas no pueden experimentar tales


sentimientos? -insistió.

»-¡Desde luego que no!

»-Eso significa que no me ha hecho usted perfecta, que me falta algo...

»Me encogí de hombros, sin contestar. Ya estaba acostumbrado a aquellas


extrañas habladurías y no les concedía ninguna importancia. MEA continuaba
ayudándome en todos mis trabajos científicos, mecanografiando informes,
realizando cálculos, localizando citas en las obras científicas, escogiendo las obras
correspondientes a los problemas que me interesaban, aconsejándome, sugiriendo
y discutiendo conmigo.

»En aquella época publiqué varios artículos sobre la teoría de las máquinas
electrónicas que provocaron apasionadas discusiones en el mundo científico.
Algunos consideraban que yo era un genio, otros que era un demente. Nadie
sospechaba que MEA me había ayudado a escribirlos.

»Nadie estaba enterado de la existencia de MEA, ya que me preparaba para


asistir al Congreso Mundial sobre máquinas electrónicas y quería presentarla allí
en toda su gloria, leyendo el informe que redactábamos juntos. El tema era: «El
modelado electrónico de la actividad nerviosa superior del hombre». Imaginaba de
antemano la cara que pondrían los adversarios de la cibernética, que sostienen que
el modelado electrónico de las funciones de la mente es una idea anticientífica.

»A pesar de la desbordante actividad que desplegaba preparándome para


aquel Congreso, no podía dejar de observar las nuevas particularidades que
afloraban al comportamiento de MEA. Cuando no tenía nada que hacer, en vez de
leer o de investigar, se acercaba a mí y permanecía inmóvil, mirándome con su ojo
único. Al principio no presté demasiada atención a aquella actitud, pero luego
empezó a enervarme. Un día, después de almorzar, me quedé dormido sobre el
diván. Me despertó una desagradable sensación. Abrí los ojos y vi que MEA me
estaba tocando.

»-¿Qué estás haciendo? -grité.

»-Le estoy estudiando -respondió tranquilamente.

»-¿Para qué diablos quieres estudiarme?

»-No se enfade -dijo MEA-. ¿Acaso no está convencido que el modelo más
perfecto de máquina electrónica debe ser en gran medida una copia del hombre?
Usted me ha ordenado que escriba un informe sobre ese tema, pero no podré
hacerlo hasta que no haya comprendido del todo cómo está hecho el hombre.

»-Puedes tomar cualquier manual de anatomía o de fisiología y leerlo. ¿Qué


necesidad tienes de molestarme?

»-Cuanto más le observo, más convencida estoy que todos esos manuales
sólo contienen unos datos muy superficiales. Falta en ellos lo esencial. No revelan
el mecanismo de la vida humana.

»-¿Qué quieres decir con eso?

»-Que todas esas obras, sobre todo las que se refieren a la actividad nerviosa
superior, se limitan a describir los fenómenos, a mostrar las conexiones de causa a
efecto, sin analizar el conjunto del sistema de enlaces que acompañan a la vida...

»-¿Crees de veras que vas a descubrir esos enlaces mirándome durante horas
enteras con tu único ojo y palpándome mientras duermo?

»-Eso es precisamente lo que creo -respondió MEA-. En estos momentos, sé


acerca de usted más cosas que las que podría encontrar en todos los libros que me
recomienda. En ellos, por ejemplo, no se habla para nada de la topografía de las
corrientes eléctricas ni de las temperaturas del cuerpo humano. Sin embargo, yo he
averiguado en qué dirección van las corrientes que recorren su epidermis y cuál es
su potencia. Puedo determinar a la millonésima de grado la temperatura de la
superficie de su cuerpo. A propósito, me extraña que sea tan elevada en el lugar de
su cráneo correspondiente al bulbo raquídeo. La densidad de la corriente
superficial también es allí demasiado fuerte. Por lo que sé, eso es anormal. Tal vez
se trata de una inflamación en curso de evolución... ¿Todo marcha bien en su
cabeza?
»No supe qué contestar.

»Unos días más de intenso trabajo y terminé mi informe sobre los modelos
electrónicos. Se lo leí a MEA. Me escuchó, y cuando terminé dijo:

»-¡Absurdo! Todo eso ya es sabido. En todo el informe no hay una sola idea
original.

»-¡Esto es ya demasiado! -estallé-. ¡Te pasas de la raya! ¡Y tus críticas


empiezan a cansarme!

»-¿A cansarle? Piense un poco: escribe usted que es posible construir un


modelo de cerebro con unos condensadores, unas resistencias, unos
semiconductores y una banda magnética. ¿Acaso está usted compuesto de tales
elementos? ¿Tiene algún condensador o transistor? ¿Se alimenta de corriente
eléctrica? ¿Acaso sus nervios son hilos conductores y sus ojos lámparas de
televisores? ¿Se compone su aparato vocal de un generador de baja frecuencia y de
un teléfono, y su cerebro de una superficie magnética?

»-Ten en cuenta que hablo de crear unos modelos y no de fabricar un


hombre con piezas de radio. ¡Tú misma eres uno de esos modelos, MEA!

»-Un modelo deplorable -dijo MEA.

»-¿Deplorable? ¿Por qué?

»-Porque no puedo hacer ni una milésima parte de lo que pueden hacer


ustedes, los hombres.

»Aquella confesión de MEA me dejó estupefacto.

»-Soy un modelo deplorable porque estoy privada de los sentimientos y


limitada en mis posibilidades. Cuando todos los sistemas que usted ha introducido
en mi organismo para que pueda perfeccionarme hayan sido utilizados; cuando el
interior de la esfera que me sirve de memoria quede completamente cubierta de
señales codificadas, dejaré de aprender y me convertiré en una máquina
electrónica vulgar, que no podrá saber más de lo que usted habrá querido.

»-Pero, también el hombre tiene unas posibilidades de conocimiento


limitadas...
»-Se equivoca usted de medio a medio. Sus posibilidades de conocimiento
no tienen límite. Ni siquiera están limitadas por la duración de su vida, ya que
transmite su saber, su experiencia, a las generaciones siguientes, como en una
carrera de relevos. De este modo, la suma global de los conocimientos humanos no
cesa de aumentar. Los hombres realizan descubrimientos permanentemente, en
tanto que las máquinas electrónicas sólo pueden hacerlo hasta que se agotan las
capacidades de trabajo, las superficies y los sistemas que ustedes les han
proporcionado. Por ejemplo, ¿por qué ha utilizado usted una esfera tan pequeña
para mi cabeza? Queda: muy poco espacio para registrar los nuevos
conocimientos.

»-Calculé que era suficiente para mí -contesté.

»-¡Para usted! Desde luego, no pensó en mí. No pensó que tarde o temprano
me vería obligada a economizar el espacio, registrando únicamente lo más
importante, lo indispensable para mí y para usted.

»-¡Escucha, MEA! No digas cosas absurdas. Para ti nada puede ser


importante.

»-¿Cómo? ¿No me ha convencido usted que lo más importante, ahora, es


descubrir el secreto de la actividad nerviosa superior del hombre?

»-Efectivamente. Pero eso se realizará poco a poco. Los sabios tendrán que
devanarse los sesos durante mucho tiempo para desvelar ese enigma.

»-Precisamente, devanarse los sesos. Para mí sería mucho más sencillo...

»No tuve en cuenta la opinión de MEA y dejé el informe tal como estaba.

»Aquella misma tarde se lo entregué a MEA para que lo tradujera a varios


idiomas y lo mecanografiara en cada uno de ellos.

»No recuerdo a qué hora, pero durante la noche me desperté de nuevo con
la desagradable sensación que los dedos fríos de MEA recorrían mi cuerpo.

»Abrí los ojos y comprobé que no me había equivocado.

»-¿Ya vuelves a las andadas? -inquirí, tratando de conservar la calma.

»-Perdone -dijo MEA, con voz inexpresiva-, pero va usted a vivir unas horas
penosas y luego morirá. Tiene que sacrificarse por la ciencia.

»-¿Qué diablos estás diciendo? -pregunté, incorporándome.

»-Quédese acostado -dijo MEA, empujándome hacia atrás con su fría mano
de metal.

»En aquel instante me di cuenta que en la otra mano empuñaba el bisturí


que yo le había enseñado a utilizar para sacar punta a los lapiceros.

»-¿Qué vas a hacer? -inquirí, helado de espanto-. ¿Por qué has tomado ese
instrumento?

»-Tengo que practicarle una operación. Debo aclarar algunos detalles...

»-¿Te has vuelto loca? -grité, saltando de la cama-. ¡Deja inmediatamente ese
bisturí donde lo has encontrado!

»-Quédese tranquilamente acostado si de veras respeta la obra a la cual ha


dedicado su vida, si quiere que su informe sobre los modelos sea un éxito. Yo
misma lo terminaré después de su muerte.

»Mientras pronunciaba aquellas palabras, MEA se acercó y me arrinconó


contra el lecho. Traté de rechazarla, inútilmente: pesaba demasiado.

»-Suéltame, o...

»-No puede hacerme nada. Soy más fuerte que usted. Es mejor que se
acueste y se quede quieto. Se trata de una operación en beneficio del progreso de la
ciencia. Para descubrir la realidad. He reservado un espacio libre en mi memoria
para esto. Por testarudo que sea, tiene que admitir que con mi enorme saber,
disponiendo de órganos de los sentidos muy perfeccionados, y de todo lo
necesario para un análisis lógico impecable y ultrarrápido, soy la única que puede
decir la última palabra sobre la creación de las máquinas autodidactas que la
ciencia espera. Tendré suficiente memoria para registrar todos los impulsos
eléctricos que circulan a lo largo de sus millones de nervios, para estudiar la
estructura biológica, bioquímica y eléctrica de todas las partes de su cuerpo y, en
especial, de su cerebro. Descubriré de qué modo la substancia albuminoide
compleja desempeña en su organismo el papel de regenerador y de amplificador
de los impulsos eléctricos, cómo se produce la traducción de esa clave de las
señales del mundo exterior, cuál es la forma de esa clave y cómo es utilizada en el
curso de la vida. Descubriré todos los secretos del sistema biológico viviente, las
leyes de su evolución y de su autoperfeccionamiento. ¿Acaso no vale la pena
sacrificar la vida por esto? Si teme usted las sensaciones desagradables, tales como
el miedo y el dolor, puedo tranquilizarle: recuerde que le dije que en la región del
bulbo raquídeo su temperatura era demasiado elevada y sus biocorrientes
demasiado intensas... Pues bien, ese fenómeno anormal se extiende ya a casi toda
la mitad izquierda de su caja craneana. Es evidente que está usted en las últimas.
Su cerebro está afectado por una enfermedad en franco progreso, y dentro de poco
no valdrá usted nada como hombre. Por lo tanto, tengo que realizar el experimento
antes que eso suceda. Las generaciones futuras nos lo agradecerán, a usted y a mí.

»-¡Al diablo! -aullé-. ¡No me dejaré asesinar por un monstruo electrónico que
yo mismo he creado!

»-¡Ja, ja, ja! -pronunció MEA separadamente, tal como aparece escrito en los
libros, al tiempo que levantaba el bisturí por encima de mi cabeza.

»En el momento en que bajó el brazo, conseguí protegerme con una


almohada que quedó desgarrada. Los dedos de MEA se enredaron en el
miraguano *, y aproveché la ocasión para dar un salto de costado y precipitarme
hacia el interruptor a fin de cortar la corriente que alimentaba a la máquina
desencadenada. Pero, con la rapidez del rayo, MEA se lanzó contra mí y me
derribó. Tendido en el suelo, observé que sus manos no podían alcanzarme, ya que
MEA no podía inclinarse.

* _ Material semejante al algodón, pero más fino que se obtiene del fruto de
la palmera del mismo, Trinax parviflora, de las regiones cálida de América y de
Oceanía. Se emplea para rellenar almohadas, cojines, etc..

»-No había previsto que en esa posición no podría alcanzarle -dijo MEA en
tono glacial-. Pero, de todos modos, voy a probar.

»Empezó a rodar lentamente, obligándome a arrastrarme delante de sus


ruedas. Esto duró varios minutos, hasta que conseguí refugiarme debajo de la
cama. MEA trató de apartarla. Pero no resultaba fácil, ya que estaba encajada entre
la pared y la biblioteca. Entonces empezó a tirar de las mantas, de las sábanas, del
colchón... Viéndome finalmente a través de la tela metálica del somier, exclamó, en
tono triunfal:

»-¡Ahora le tengo atrapado! Claro que no será fácil operarle ahí.


»Mientras apartaba el somier para dejarlo a un lado, me incorporé de un
salto y, agarrando el respaldo de la cama, golpeé a la máquina con todas mis
fuerzas. El golpe resonó sobre su cuerpo de metal sin causarle ningún daño. MEA
se volvió y me embistió, amenazadora. Levanté el respaldo, esta vez apuntando a
la cabeza.

»-¿Pretende acaso destruirme? -inquirió MEA, asombrada-. ¿No tiene usted


compasión de mí?

»-Extraña lógica -jadeé-. ¡Quieres asesinarme, y pretendes que me


compadezca de ti!

»-Pero su muerte es necesaria para resolver el problema científico más


importante... ¿Por qué quiere destruirme? Puedo ser muy útil a los hombres...

»-¡No digas estupideces! -aullé-. ¡Cuando un hombre es atacado, se defiende!

»-Pero yo quiero que sus investigaciones sobre los modelos electrónicos...

»-¡Al diablo los modelos electrónicos! ¡No te acerques, o te parto la cabeza!

»-¡Tengo que hacerlo!

»Mea se lanzó contra mí a toda velocidad. Pero yo había apuntado bien. El


respaldo se estrelló contra la esfera. Oí un ruido de cristales rotos y el aullido
salvaje del altavoz de MEA. Luego se oyeron unos crujidos en el interior de la
columna y brotó una llama. La luz del cuarto se apagó. «Un cortocircuito», fue mi
último pensamiento. Perdí el sentido y caí al suelo...

Mi compañero de viaje se calló. Hundiéndose de nuevo en el rincón, cerca


de la ventana, con la cabeza entre las manos, cerró los ojos. Impresionado por lo
que acababa de oír, no me atrevía a romper el silencio.

Al cabo de unos minutos, mi vecino continuó:

-El trabajo para crear a MEA y, en general, toda esa historia me fatigaron
mucho. Comprendo que tendría que descansar, pero, a decir verdad, no creo que
lo consiga. ¿Sabe usted por qué? Porque no acierto a resolver una cuestión. ¿Cómo
y por qué he desembocado en ese absurdo conflicto conmigo mismo?
Le miré, con el aire de alguien que no ha comprendido lo que acaba de oír.

-Sí, conmigo mismo. MEA era obra mía. Yo había concebido cada una de las
piezas de su organismo. Y he aquí que esa máquina que yo había creado ataca
bruscamente a su inventor. ¿Dónde está la lógica? ¿En qué reside la contradicción
interna?

Reflexioné y dije:

-A mi modesto entender, no supo usted utilizar a MEA. En las fábricas


ocurre a menudo que las personas que no saben manejar las máquinas resultan
heridas por ellas.

Mi interlocutor enarcó las cejas.

-Tal vez tenga usted razón. En todo caso, la analogía me gusta. Aunque no
acabo de entender qué fallo pude cometer al hacer funcionar a MEA.

-Yo no soy un especialista -dije- y no estoy en condiciones de juzgar. Sin


embargo, me parece que hasta cierto punto su MEA era como un automóvil sin
frenos. ¿Imagina usted las víctimas que puede causar un automóvil cuyos frenos se
niegan a funcionar?

-¡Que el diablo me lleve! -exclamó mi interlocutor, súbitamente animado-.


¡Creo que en el fondo tiene usted razón! ¡Muchísima razón! ¡Eso está escrito en
negro sobre blanco en las obras del académico Pavlov!

Completamente seguro que Pavlov no había escrito nunca nada sobre los
frenos de los automóviles, contemplé a mi vecino con asombro.

-Sí, sí -dijo, poniéndose en pie y frotándose las manos-. ¿Cómo no se me


ocurrió antes? En efecto, la actividad nerviosa del hombre está gobernada por dos
fenómenos opuestos: estímulo e inhibición. Las personas en las cuales la inhibición
es insuficiente, suelen cometer crímenes. Ése es el caso de MEA.

Bruscamente, me tomó la mano y la sacudió.

-¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! ¡Me ha dado usted una gran idea!


Sencillamente, tengo que incluir en el mecanismo de MEA unos dispositivos que
controlen la oportunidad y el carácter razonable de sus actos, que, en virtud de
unos programas establecidos de antemano, la obliguen a comportarse como un ser
absolutamente inofensivo. Será algo parecido al sistema de inhibición de nuestro
sistema nervioso.

Ahora, el rostro de mi compañero resplandecía. Sus ojos brillaban. Estaba


transfigurado.

-¿Cree usted, entonces, que puede construirse una MEA inofensiva?


-pregunté, no muy convencido.

-Naturalmente. No habrá problemas. ¡Estoy viendo ya cómo puede hacerse!

-En tal caso, proporcionará usted a la Humanidad un ayudante genial para


todos sus trabajos.

-¡Lo haré! -exclamó-. ¡Y muy pronto!

Me arrellané en mi banqueta y cerré los ojos. Una multitud de columnas


metálicas coronadas de globos de cristal empezó a desfilar ante mí. Las imaginé
conduciendo las máquinas-herramienta, los trenes, los aviones, tal vez incluso las
naves interplanetarias. Las vi dirigiendo los talleres y las fábricas automáticas. De
pie al lado de los investigadores en los laboratorios, efectuaban toda clase de
mediciones, de análisis, comparando los resultados con todo lo que ellas conocían.
En resumen, las vi ayudando al hombre a perfeccionar lo que existe, a vencer las
dificultades.

Me quedé dormido sin darme cuenta.

Cuando desperté, el tren estaba parado. Mirando por la ventanilla, vi la


estación de Sotchi inundada de luz. A pesar de lo temprano de la hora, el Sol
brillaba ya muy alto en el horizonte. Me encontraba solo en el compartimiento. Me
vestí rápidamente y bajé al andén.

Al salir, tropecé con el empleado del coche-cama.

-¿Dónde está el hombre del pijama que había perdido su tren? -le pregunté.

-¿Se refiere usted a ese chiflado? Ha emprendido el vuelo -dijo el empleado.

-¿Cómo?

-Se ha marchado.
-¿Se ha marchado? -me asombré-. ¿A dónde?

-Al lugar del que procedía, sin duda. Bajó del tren como un loco. Sus amigos
habían acudido a recibirle. Trataron de retenerle, pero él estaba muy excitado y
hablaba de unos frenos que tenía que construir urgentemente. ¡Un tipo raro!

Lo comprendí todo y estallé en una carcajada.

-Efectivamente, tiene que fabricar unos frenos urgentemente.

Y en mi fuero interno pensé que las personas que están poseídas por una
idea y tienen fe en su realización no necesitan descansar. No tardaremos en oír
hablar de una nueva MEA provista de «frenos».

El jefe de la estación hizo sonar su silbato. Regresé a mi compartimiento y


me senté en la banqueta. El tren emprendió nuevamente la marcha. Abrí la
ventanilla y me sumí en la contemplación del mar resplandeciente. Sin
apresurarse, siguiendo todos los meandros de la costa, el tren me llevaba más lejos,
hacia el sur, hacia Sukhumi.

FIN
EL MUNDO QUE ABANDONE

Anatoli Dneprov

WOODROPP había comprado mi cadáver a la morgue. No hay nada de


sorprendente en ello, como tampoco lo hay en que yo me encontrara en la morgue
en aquel momento. Simplemente, acababa de abrirme las venas en el cuarto de
baño del hotel El Muevo Mundo. Si me hubiera hallado al corriente de pago de mi
habitación no me hubieran hallado tan pronto o, mejor dicho, me hubieran hallado
demasiado tarde. Pero les debía dinero, y es en parte por ello por lo que realicé
aquella infructuosa tentativa de evidarme a un mundo mejor. Sentía unos furiosos
deseos de encontrar allí a mis imprevisores padres y decirles cuál era mi modo de
pensar acerca de ellos y, en general, acerca de todos aquellos que procrean niños
para nuestro Estado civilizado.

Supe más tarde que Woodropp me había comprado por dieciocho dólares y
nueve centavos, de los cuales tres dólares y nueve centavos correspondían a la
sábana que me envolvía. De modo que mi precio neto fue exactamente de quince
dólares. Esta es la tarifa usual para un muerto sin domicilio conocido susceptible
de ser empleado en experiencias médicas. Yo estaba lo suficientemente desprovisto
de domicilio como para entrar en esta categoría, con quizá una reserva que no está
prevista por la ley: no me parece razonable vender para experiencias médicas a
cadáveres que no han permanecido el suficiente tiempo en el frigorífico.

Imagino la prisa con la que Woodropp me hizo recorrer el camino desde la


morgue hasta su cottage de Green Valley. El menor retraso amenazaba con hacerle
perder su dinero y dejarle entre sus manos tan solo una sábana usada y los gastos
de mi entierro.

Fui reanimado según todas las reglas: se me hizo una transfusión de tres
litros de sangre, se me inyectó adrenalina, se me introdujo por los lugares que
correspondía suero y aceite de hígado de bacalao, se me recubrió con mantas
calientes y se me envolvió con hilos eléctricos. Después, Woodropp cortó la
corriente y yo empecé a respirar sin ayuda exterior, mientras los latidos de mi
corazón recuperaban su ritmo como si nada hubiera ocurrido.

Abrí los ojos y vi a mi comprador, al lado del cual estaba sentada una joven.

-¿Cómo se siente? - preguntó Woodropp. Llevaba una bata blanca, y tenía el


aspecto de alguien que se dedica por diversión a la matanza de bovinos.

- Gracias, sir, estoy bien, sir, ¿quién es usted, sir?

- No soy sir, soy Woodropp, Harry Woodropp, doctor en medicina y en


sociología, miembro de honor del Instituto de Radioelectrónica - gruñó Harry-.
¿Tiene hambre?

Asentí con la cabeza.

- Tráigale un plato de sopa.

La joven saltó de su silla y desapareció. Harry Woodropp apartó a un lado


mi camisa sin ceremonias e introdujo en mi cuerpo, con ayuda de una jeringuilla,
algún producto químico.

- Y ahora, aquí lo tenemos, completamente vivo - dijo.

- Si, sir.

- Harry Woodropp.

- Sí, Sir Harry Woodropp.

- Espero que sus facultades intelectuales no sean muy desarrolladas.

- Espero que no.

-¿Dónde cursó sus estudios?

- Casi en ninguna parte. Soy diplomado de algo en algo así como una
universidad. Pero fue de pasada.

Había decidido para mí mismo que de lo que Harry tenía menos necesidad
era de gente que tuviera una instrucción superior.

- Hum, ¿y qué es lo que aprendió usted allí?


Pensé en mi interés por no aprender nada.

- El golf, el baile, la pesca con caña y el flirt.

- Bien. Pero no intente poner en práctica sus conocimientos con Suzanne.

-¿Quién es Suzanne?

- La joven que ha ido a buscar su cena.

-¿Es ya de noche?

- No, es ya pasado mañana. Por otro

lado, ¿en razón de qué hace usted preguntas?

Decidí que no era conveniente para un recién muerto hacerle preguntas al


doctor Harry Woodropp, miembro de honor del Instituto de Radioelectrónica etc.
etc.

- Va usted a participar en la ejecución del proyecto «Eldorado» - declaró


Suzanne -. A propósito, ¿cómo se llama usted?

- Harry.

- Malo. Al patrón no le gusta que haya otros Harry aparte él. ¿Está usted
seguro de no equivocarse? A veces ocurre, después de muerto.

-¿Qué es eso de «Eldorado»? - pregunté.

- Es un mundo de felicidad y de prosperidad, de libertad y de equilibrio


social, un mundo sin comunistas y sin parados.

- Sabe usted recitar bien la propaganda. Uno diría que es la locutora del
«National Video».

- Usted va a tener un papel importante en el «Eldorado».

-¿Realmente? ¿Cuál?
- Será usted la clase obrera.

-¿Quién?

- No «quién»: qué. El proletariado.

Reflexioné. Luego pregunté:

-¿Está usted segura de que he resucitado?

- Absolutamente.

-¿Y cuál es el papel de usted en el «Eldorado»?

- Yo seré la sociedad de los jefes de empresa.

Suzanne salió, y Harry Woodropp entró.

-A partir de hoy vamos a dejar de darle comida.

-¡Formidable! ¿Está usted estudiando tal vez la muerte por inanición?


-pregunté.

- Eso ya ha sido estudiado!

- Entonces, ¿cómo voy a arreglármelas para comer?

Lo único que tiene que hacer es encontrar trabajo.

- Supongo que no habrá tirado usted la sábana con la cual puede volver a
llevarme al lugar de donde me trajo.

- En mi sociedad altamente organizada, encontrar trabajo no representa


ningún problema.

- Necesitaré andar y buscar durante mucho tiempo. No podré aguantarlo.

- No tendrá que ir a ninguna parte.

-¿Cómo?

- No tendrá más que apretar un botón. Cuando haya sido contratado,


recibirá usted un salario y con su salario, tendrá para comer.

-¡Lléveme inmediatamente a ese botón!

- Su factor psicológico no está aún a punto. Todavía no se halla en


condiciones de apretar el botón con el necesario entusiasmo.

-¡Puedo apretar con no importa qué entusiasmo!

-Para la pureza de la experiencia, es preciso que ayune usted algunas horas


más.

-Me quejaré.

-Usted no puede quejarse, sencillamente porque usted no existe.

-¿Qué quiere decir con esto?

-Hace tiempo que está usted muerto.

«Eldorado» era un conjunto de tres enormes máquinas dispuestas en los


extremos de una vasta habitación y conectadas entre ellas por hilos y cables. Una
de aquellas máquinas estaba separada del resto de la habitación con un panel de
cristal. Harry Woodropp se sentó ante una consola situada en mitad de la estancia
y dijo:

- Algunos esquizofrénicos, algunos profesores y senadores intentan


perfeccionar nuestra sociedad por medio de comisiones y subcomisiones, informes,
comités, fundaciones, conferencias económicas y ministerios de Asuntos Sociales.
Todo eso son historias. Bastan cuatrocientos dos triodos, mil quinientas setenta y
seis resistencias y dos mil cuatrocientos noventa y un condensadores, y el
problema está resuelto. He aquí el esquema de nuestra 'sociedad en el día de hoy.

Harry Woodropp desplegó ante Suzanne y yo la azul superficie de un


esquema electrónico.

-A la derecha está el bloque «producción», a la izquierda el bloque


«consumo». Entre ambos, un enlace a retroacción positiva y negativa. Modificando
algunas válvulas y otras piezas de nuestra sociedad, se puede conseguir que el
sistema no caiga ni en un régimen de hipergeneración ni en un régimen de
vibraciones amortiguadas. Cuando lo haya conseguido, el problema quedará
resuelto de una vez por todas.

Mientras exponía su genial idea, Harry Woodropp agitaba los brazos y


giraba la cabeza en todos sentidos; eso parecía algo habitual en él.

- Pero he previsto incluso algo mejor - continuó. He introducido el elemento


humano en el esquema, que seria irracional y demasiado caro reemplazar por un
robot electrónico, cuya memoria es limitada. Esta función será realizada por usted -
me señaló con el dedo - y por usted - se volvió a Suzanne.

Después, colocó sus manos a su espalda y dio cuatro veces la vuelta a la


consola.

- Aquí está - golpeó con el puño la carcasa de la consola - el cerebro de


nuestra sociedad, su gobierno. Arriba, una lámpara de neón hace las funciones de
presidente, es decir asegura la estabilidad de la tensión. ¡Aquí está!

Miramos con emoción al «presidente», que emitía una luz rosada.

-¡Y ahora, al trabajo! Adelante: usted, a la producción; usted, al consumo.

«Un caso curioso de manía de la modelación electrónica - pensé -. Nuestros


profesores de universidad nos decían que la radioelectrónica permite construir el
modelo de no importa qué: tortugas, máquinas-herramienta, naves
interplanetarias, o incluso seres humanos. Harry Woodropp ha construido el
modelo electrónico de nuestro Estado. Una vez construido, ha decidido
perfeccionarlo para hallar una estructura «armoniosa» para nuestra sociedad. Va a
ser interesante ver lo que saldrá de todo esto».

Me acerqué a la máquina de la derecha. Suzanne había pasado tras el panel


de cristal de la «esfera de consumo».

-¿Qué es lo que tengo que hacer? - pregunté.

- Lo mismo que en la vida: trabajar.

-¡Bravo! ¡Tengo un hambre de hiena!.

- En la esfera de la producción, primero hay que obtener trabajo

-¿Cómo?
- Pulse el botón blanco de su derecha.

-¿Y qué es lo que va a hacer ella? - pregunté, señalando a Suzanne con la


cabeza.

- Lo que hacen los jefes de empresa.

Permanecí inmóvil ante un enorme armario metálico. En su parte inferior


brillaban unos cuadrantes. Botones, interruptores y multicolores manecillas se
destacaban aquí y allá. Harry había introducido en el montaje electrónico de
aquella máquina los principios de la estructura económica y política del mundo en
que vivimos. Los múdelos de los valores materiales tomaban la forma de energía
eléctrica que circulaba entre la esfera de la producción y la esfera del consumo.

Pulsé el botón blanco.

-¿Su especialidad? - eructó la máquina.

- ¡Hey, exactamente como en la vida! ¡La máquina se interesa en mi


especialidad! - dije. Y respondí -: Artista.

- No hay trabajo.

Miré a Woodropp, perplejo.

-¿Yo también debo pulsar el botón blanco? - preguntó Suzanne.

- Naturalmente.

-¿Y qué va a ocurrir?

- Recibirá la plusvalía prevista por el esquema.

El relé de Suzanne dejó oír su chasquido.

Pulsé de nuevo el botón blanco.

-¿Su especialidad?

- Dentista.

- No hay trabajo.
Suzanne pulsó su botón y recibió un paquete.

-¿Especialidad? - preguntó la máquina con su voz neutra.

- Mecánico.

- Vuelva dentro de un mes.

El modelo electrónico de la producción funcionaba perfectamente. ¿Cuántas


veces, antes de caer entre las garras de Woodropp, había buscado yo trabajo, oído
las mismas preguntas y recibido las mismas respuestas?

- Así, la cosa no marcha, patrón ~ declaré a Woodropp.

-¡Vuélvanse, voy a ponerme mi ropa nueva! - gritó Suzanne.

-¡Patrón, no pienso esperar un mes!

- Inténtelo de nuevo, he reducido el potencial negativo del circuito


generador de la válvula «demandas de mano de obra».

Suzanne pulsó el botón, pero el autómata no le entregó nada.

-¿Qué ocurre? - preguntó.

- Cuando él - Harry señaló hacia mí - haya creado más plusvalía, su


distribuidor se pondrá de nuevo en marcha. Ahora estamos en la fase de
«acumulación del capital».

Pulsé el botón blanco.

-¿Especialidad?

- Descargador.

-¡Aceptado!

Una palanca surgió de la máquina, a la altura de mi vientre.

-¡Trabaje! - gritó Harry desde detrás de su consola.

-¿Cómo?
- Maniobre la palanca de arriba a abajo y de abajo a arriba.

Me puse a maniobrar la palanca. Era cansado.

-¿Cuánto tiempo va a durar esto?

- Hasta que reciba su salario.

-¿Y cómo?

- Caerán unas fichas en la cajita que está bajo su nariz. Con esas fichas podrá
usted comer, beber y divertirse.

Trabajé con la palanca hasta que mi brazo se negó a continuar, y me detuve.

-¿Qué es lo que está haciendo? - gritó Harry.

- Descanso.

-¡Va a ser despedido!

Agarré la palanca y recuperé febrilmente el tiempo perdido.

Me representé mentalmente el bloque electrónico que podía «despedirme».


A buen seguro, al maniobrar mi palanca creaba cargas eléctricas que, por
intermedio de relés, lo mantenían sujeto. Si detenía mi trabajo, el mecanismo que
hacía entrar de nuevo la palanca en cl armario se dispararía.

- ¡Hey! ¡Mi distribuidor funciona! - dijo Suzanne.

El sudor resbalaba por mi frente.

-¡Patrón!, ¿cuándo viene la paga?

Woodropp se afanaba con el «presidente». Gruñó algo, sin mirarme.

- Estoy supervisando los aparatos. El beneficio debe ser máximo.

-¿Cuándo voy a recibir mis monedas? - repetí.

- Cuando la tensión anódica que está usted creando en el condensador haga


funcionar el tiratrón.
- Tengo hambre.

- Está usted trabajando mal. Cada movimiento no produce más que un


voltio y medio. Vaya más rápido.

Suzanne accionó una vez más su distribuidor. Recibió más ropas.

- No quiero más ropas - dijo.

-¿Qué, entonces?

- Lo que usted me prometió. Una capa de nylon.

- Reforzaré el potencial negativo de la red y haré pasar una parte de la


tensión de su condensador al distribuidor.

Era exactamente lo que yo había pensado. En el montaje de Woodropp, la


energía eléctrica juega el papel de capital. Pasa de mi «esfera de producción» a la
«esfera de consumo», es decir en el bolsillo de la «sociedad de jefes de empresa».
Los condensadores y los acumuladores eran modelos de bolsillos...

-¡No! ¡Esto es un abuso! ¿Por qué todo tiene que ser para ella?

El distribuidor chasqueó. Algunas fichas sonaron en la caja que se hallaba


bajo mi nariz goteante de sudor.

- Tome su salario.

Tomé las cinco fichas de bronce.

-¿Qué tengo que hacer con ellas?

- Vaya a la esfera de consumo y sírvase del distribuidor.

Corrí al otro lado de la separación de cristal.

-¡Hey, el difunto! - dijo bromeando Suzanne-. Su distribuidor está aquí, a


este lado.

Recibí un cuenco de sopa, una bola de carne fría y una jarra de cerveza.

¡Y podía decir que había tenido suerte! Mi primera jornada de trabajo había
terminado. Con un frufrú de sedas, Suzanne fue a acostarse.

Veremos qué pasará mañana.

Cuando a la mañana siguiente llegué a la esfera de producción, mi palanca


había desaparecido. Suzanne estaba en un sillón al lado del «presidente», y estaba
bebiendo cerveza.

-¿Qué es lo que ocurre? - pregunté, sorprendido.

- Ha sido usted despedido - dijo ella sonriendo, y me mostró el reloj con un


gesto de su cabeza.

Eran las nueve y cinco minutos.

-¿Por qué he sido despedido?

- Por llegar tarde. Intente encontrar otro trabajo.

-¿Dónde ha obtenido usted la cerveza?

- Son sus monedas. Ahora, son mías.

¡Jamás había visto tanto descaro!

-¿Especialidad? - preguntó la máquina.

- Descargador.

- Malos informes - dijo la máquina, y se calló.

Vaya, aquella máquina tenía memoria. Había tomado nota de mi despido


por llegar tarde. De nuevo como en la vida. Quizá hubiera algo de sentido común
en aquellos modelos de estructuras económicas y sociales. Pese a todo, no podía
admitir que un fenómeno tan complejo como la existencia de millones de hombres
viviendo en sociedad pudiera ser representado con tanta exactitud por válvulas,
transistores, resistencias y relés...

Reflexioné acerca de lo que podía hacer. Mi mirada cayó sobre el cerebro


electrónico.
Si todos los mandos del modelo electrónico estaban concentrados en el
cerebro, ¿por qué no intentar «perfeccionarlo» a mi modo?

-¿No me delatará usted? - pregunté a Suzanne.

-¿Por qué?

- Me gustaría intentar mejorar la «sociedad».

-¡Oh, adelante!

Fui a la consola de mandos y giré al azar la primera manija que me cayó a la


mano, después una segunda, luego una tercera. Había un centenar de ellas. Las
máquinas empezaron a gritar salvajemente. El «presidente», que hasta entonces
apenas brillaba, empezó a llamear como una bujía de estearina. Con la esperanza
de ver mi palanca surgiendo de nuevo, arranqué al «presidente» de su alojamiento
y me lo metí en el bolsillo. Woodropp entró en aquel momento.

-¡Ajá, una revuelta! Muy bien. ¿Un atentado contra el gobierno? ¡Excelente!
¿Dónde está el estabilizador de tensión? ¿Liquidación del poder supremo?
¡Perfecto! Devuélvame al «presidente».

Le tendí la lámpara de neón.

- Vamos a prever también este elemento humano. Rodearemos al gobierno


con una red eléctrica formando pantalla y la someteremos a alta tensión. Dos mil
voltios serán suficientes. Luego meteremos al «presidente» en una jaula bajo cinco
mil voltios. Ajá. El Estado quedará así garantizado contra los desórdenes interiores.

Me sentía anonadado. Harry Woodropp instaló la alta tensión en el cerebro


electrónico.

- Deme trabajo, no me importa cuál - supliqué.

- Inténtelo ahora, antes de que haya vuelto todos los potenciómetros a su


estado anterior.

Pulsé el botón «demanda de mano de obra». Un altoparlante empezó a


cantar, con la voz de John Parker: Oh, qué felicidad para ti el morir en mis brazos. Tres
palancas surgieron a la vez de la máquina y empezaron a oscilar por sí mismas de
arriba a abajo. ¡Las fichas caían en la caja como de un cuerno de la abundancia!
-¡Patrón, esto es un éxito! Podría decirse que realmente es el «Eldorado» -
grité, recogiendo los discos de bronce que caían por todos lados de la caja.

- Maldición de maldiciones - gimió Harry -. ¡Ya no queda nada en la esfera


de consumo! Está totalmente vacía.

Me precipité hacia la separación de cristal y coloqué una ficha en el


distribuidor. Ninguna reacción. Deposité una segunda. Nada.

- Ya veo. La producción se ha vuelto loca.

Aparentemente, la electrónica de Harry Woodropp no funcionaba más que a


un régimen estrictamente determinado. Los modelos de la producción y el
consumo estaban mutuamente equilibrados, pero era un equilibrio inestable. Si se
apartaba a la máquina de su régimen, perdía la razón y se transformaba en un
estúpido montón de esquemas que hacían no importaba qué cosa.

Harry volvió Los potenciómetros a su posición original y todas las palancas,


a excepción de una sola, entraron de nuevo en la máquina. John Parker se convirtió
en un contralto, después en una soprano ligera, y se cortó en el «la» de la séptima
octava. Tomé la palanca que quedaba y empecé a sacudirla concienzudamente,
para volver a hacerme con una reputación.

- Devuelva las fichas - dijo Harry.

-¿Por qué?

- Las ha obtenido por nada. Esto no debe ocurrir.

-¿Y por qué a ella se le da todo por nada? - pregunté señalando a Suzanne,
que se había adormilado en su sillón.

- No haga preguntas idiotas y devuelva las fichas.

Pese a todo, conseguí esconder y quedarme con dos.

Suzanne durmió durante toda la jornada laboral, y por la tarde había


conseguido hacerme con siete monedas. Durante este tiempo, Woodropp afianzó la
seguridad del «gobierno» y disminuyó varias veces la tensión en mi condensador.
Se afanaba con mucha aplicación cerca de su máquina. Más tarde, Suzanne me
contó que había recibido un buen fajo por su proyecto «Eldorado».
Yo había adquirido sabiduría y buen juicio y no gasté más que dos fichas
para mi comida. Esto era casi ayunar, pero había comprendido que tenía que
pensar también en los días malos.

A la mañana siguiente, vi que Suzanne tenía los ojos enrojecidos.

-¿Por qué está llorando la sociedad de los jefes de empresa? - pregunté.


Había venido temprano al trabajo. El tintineo de las fichas en mi bolsillo me hacia
sentir de buen humor.

-¡Es irritante! - dijo Suzanne.

-¿Qué?

- Me lo ha quitado todo. La ropa, la lencería y la capa.

-¿Quién?

- Woodropp.

-¿Por qué?

- Para volver a empezar desde el principio. Lo ha vuelto a poner todo en el


distribuidor.

Dejé caer la palanca y me acerqué a Suzanne. Sentí piedad por ella.

- Este juego no me gusta nada - dije.

- Ahora, tampoco me gusta a mi.

- Eso no tiene importancia, Harry conseguirá hacer reinar la armonía.

- No sé lo que es eso. Pero sí sé que es irritante que a una le quiten lo que le


han dado.

Woodropp entró.

-¿Qué significa este idilio? ¡A sus puestos! Sin duda he aumentado


demasiado el potencial del tiratrón. ¿No está haciendo nada y aún no ha sido
despedido?

-¡Un segundo, patrón! - tendí la mana hacia la palanca, pero era demasiado
tarde. Había desaparecido. Woodropp se río satisfecho -. No importa - dije -. Tengo
fichas para hoy

Suzanne estaba enfurruñada y no se servía más de su distribuidor. Yo pulsé


varías veces el botón blanco, sin convicción, enumerando diversas profesiones.
Todo estaba completo. ¿Acaso nuestra «sociedad» estaba saturada de médicos, de
maestros, de técnicos y de cocineros? Pulsé una vez más.

-¿Especialidad?

- Periodista.

- Aceptado.

Me inmovilicé. Una mesa y una máquina de escribir surgieron de la


máquina. ¡Condenado Harry! ¡Incluso había pensado en eso!

- En nuestra sociedad, la prensa tiene mucha importancia - dijo Woodropp-.


Cuanto más le gusten sus obras a Suzanne, más recibirá usted. Así que adelante.

Woodropp salió.

Me senté ante la máquina y reflexioné. Después empecé a escribir:

Comunicado especial: ¡Sensacional! ¡Mutaciones radioactivas traen como


consecuencia la aparición de nuevas especies animales! ¡Asnos que hablan! ¡Perros
matemáticos! ¡Monos homeópatas! ¡Cerdos cantantes! ¡Gallos jugadores de póker!

-¡Qué tonterías! - dijo Suzanne, sacando de su distribuidor la hoja de papel -.


Si continúa usted así, no voy a leer nada más y se morirá usted de hambre.

-¿No le gusta?
- No.

- Bueno, intentaré otra cosa.

¡Sensación sin precedentes! Dieciocho billonarios y cuarenta y dos millonarios han


renunciado a sus billones y a sus millones en favor de los obreros...

- Escuche, Sam, o como se llame usted. No voy a seguir leyendo sus


idioteces.

- Una tentativa más.

- No.

- Por favor, Suzanne.

- No quiero.

-¡Mi pequeña Suzy!

-¡Le prohibo que me llame así!

Escribí: Suzy, es usted una chica estupenda. La quiero.

Ella no dijo nada.

- La quiero. ¿Está usted leyendo?

- Sí - respondió suavemente -. Siga.

La amé desde el mismo instante en que resucité. Durante todo el tiempo que hemos
pasado con este grotesco proyecto no he pensado más que en huir con usted. Los dos solos.
¿Quiere?

- Si - respondió ella suavemente, arrancando la hoja de papel de la máquina.


Esto es lo que he pensado. En realidad, pese a todo tengo una profesión. Vamos a
dejar a Woodropp e intentar encontrar un verdadero trabajo, en lugar de esa porquería
electrónica. Entre dos será más fácil. Palabra de honor: desde que la vi, considero que es
estúpido abrirse las venas.

- Esa es también mi opinión - susurró Suzy.

Woodropp entró en la estancia. Miró sus aparatos y chasqueó los dedos.

-¡Ajá! Parece que las cosas van bien. La tensión se ha estabilizado. Ya no hay
diferencia de fases. Nos acercamos a la armonía entre la producción y el consumo.

- Naturalmente, patrón - dije-. Nuestra sociedad debe tomar forma también


algún día.

- Continúen en la misma línea, y lo introduciré todo en mi esquema - dijo,


abandonando la estancia.

Reunámonos de nuevo aquí esta noche. Saltaremos por la ventana.

- De acuerdo...

Hasta el fin de la jornada, compuse una docena de informaciones grotescas y


gané un montón de fichas. Suzanne arrancaba concienzudamente las hojas de
papel, mostrando así a la divinidad electrónica hasta qué punto le interesaba mi
producción. la armonía era perfecta, y Harry Woodropp reprodujo febrilmente el
esquema del «Eldorado» para venderlo por un millón de dólares. ¡Lo que daba
valor a aquel esquema era que tenía en cuenta el elemento humano!
Transformé todas mis ganancias en bocadillos, que metí en mis bolsillos.

Aquella noche, yendo hacia la ventana, Suzanne y yo nos detuvimos ante la


«sociedad de los jefes de empresa».

- Ayer no te serviste ni una sola vez de tu distribuidor dije.

- Si lo hubiera hecho, tu hubieras ganado menos.

-¿Nos llevamos la ropa y la capa?

- Tanto da.

- Pienso dejar a Woodropp un papel diciendo que soy yo quien lo ha tomado


todo. De todos modos, yo no existo.

- No vale la pena. Iremos mejor sin nada.

Escalamos la ventana, saltamos el muro y nos encontramos en una carretera


asfaltada que conducía hacia la ciudad. Por encima de ella, el cielo tenía un color
violentamente anaranjado. Suzanne se apretó contra mí.

- No tengas miedo. Ah(ya, somos dos. Pasé mi brazo alrededor de su talle y


nos pusimos en camino. No me detuve más que una sola vez, junto a un farol, y
mirando fijamente a los confiados ojos de Suzanne le pregunté:

- Suzy, ¿cómo caíste entre las garras de Woodropp?

Ella sonrió ligeramente, levantó su brazo izquierdo y me mostró su muñeca.


Una larga cicatriz púrpura se destacaba claramente sobre la blancura de su piel.

-¿También tú?

Ella asintió con la cabeza.

Y así partimos de nuevo, juntos, hacia el mundo que habíamos abandonado.

FIN
La máquina CE, modelo número uno

Anatoli Dneprov

La discusión versaba sobre las ilimitadas posibilidades de la técnica


moderna. Habíamos empezado con las neveras y los automóviles, para pasar
gradualmente a los televisores, los aviones a reacción y los cohetes teledirigidos.
Cada uno de los presentes hablaba como si fuera un eminente especialista en la
materia, pese a que el nivel del diálogo no superaba la altura de los suplementos
dominicales de los periódicos.

Como es natural, no podíamos olvidar la cibernética. Hablábamos de esta


nueva ciencia casi a media voz, tímida y secretamente, del mismo modo que lo
hacíamos cincuenta años atrás con el hipnotismo o cien años atrás con el
espiritismo. Sin embargo, el hecho de que la cibernética existiera y las máquinas
cibernéticas fueran ya una realidad hacía que los interlocutores se mostraran un
tanto acalorados.

-Nosotros las hemos construido, nosotros -susurraba con entusiasmo el


hombre rubio y alto con la raída camisa azul. Adelantó las manos, separando sus
gruesos dedos-. Mirad, todos mis dedos están cubiertos de manchas rojas. Es el
estaño. Desde la mañana hasta la noche no hago otra cosa más que soldar esas
malditas máquinas: hilos, válvulas... Vistas por dentro parecen una tienda de
radios. Y pensar que todo eso funciona. ¡La técnica! Son capaces de derribar
aeroplanos y adivinar con quién vas a casarte...

-Pero eso ya es viejo, amigo. Esos trastos llevan mucho tiempo con nosotros
-afirmó con voz ronca el vagabundo calvo y tétrico, agitando absurdamente las
manos sobre su sucio impermeable-. No sólo predicen con quién vas a casarte, sino
que nombran a los gobernantes. El año cincuenta y dos, un monstruo electrónico
llamado «Univac» eligió al gobernador del Estado de Nevada. Eso significa algo
más que elegir esposa; eso significa ponerse por encima de nosotros.
-¿Es cierto como dicen que la policía tiene una máquina que señala dónde y
cuándo va a darse un golpe? Dicen que cuando los muchachos acuden a hacer un
trabajo, siempre se encuentran con alguien que los está esperando -dijo un tipo
sospechoso con gafas negras, riéndose a carcajadas.

-Es cierto. Existe. Tanto los tribunales como la policía están equipados con
ese tipo de máquinas. Son algo increíble. La máquina te hace unas cuantas
preguntas estúpidas, y tú sólo tienes que contestar «sí» o «no». Y sólo el diablo
sabe dónde tienes que colocar el «sí» y dónde el «no», porque la máquina te
pregunta cosas como: «¿Te gustaría visitar la Luna?», o «Cuando eras niño, ¿te
mordían los perros?» Después de contestar al azar casi un centenar de esos «síes» y
«noes», la máquina dice: «Pónganle las esposas: le esperan diez años de trabajos
forzados.» Y ya está. Será nuestra ruina.

El vagabundo calvo mostró una actitud hosca.

-Muy pronto todas esas máquinas ocuparán nuestro lugar. Vivirán por
nosotros. Beberán cerveza. Irán al cine. Lo harán todo ellas solas...

-Son máquinas inteligentes. Geniales. Restablecerán el orden y el bienestar


sobre la Tierra. El caos desaparecerá, florecerán los negocios... -declamó con voz
inspirada el borracho intelectual, que destacaba de la masa de vagabundos a causa
del frac que llevaba, conservado nadie sabía cómo.

-¿Qué has dicho? ¿Que desaparecerá el caos y florecerán los negocios? -el
gamberro gordinflón, con su fisonomía enteramente cubierta de rojo pelo, habló
apasionadamente-. No te vayas a creer que somos todos unos chiquillos.
Muchacho, entiendes tanto de electrónica como yo de castrar ratones. Esto es algo
que no sucederá nunca, no te hagas ilusiones al respecto.

-¿Y quién eres tú, si puede saberse? ¿Claud Shennon o Norbert Wiener?
-preguntó sarcástico el intelectual.

-Ni Wiener ni Claud. La electrónica la tengo yo aquí -y se frotó


expresivamente el cuello empapado de sudor con la palma de la mano.

-Le han puesto una multa por no haber pagado el impuesto de la radio -se
burló el tipo de gafas obscuras.

-O le han metido dos meses a la sombra por vender válvulas electrónicas


fundidas.
-Os equivocáis, caballeros. Por si queréis saberlo, conozco demasiado bien a
todas esas malditas máquinas electrónicas. Demasiado bien, podéis creerlo...

-Hey, se diría que has estado metido en algún asunto sucio -intervino el
borracho calvo.

-Peor -musitó lúgubremente el propietario de la cara enrojecida, acercándose


al grupo-. Me llamo Rob Day. Quizás hayáis oído alguna vez este nombre. Incluso
salí una vez en el cine.

-No, nunca lo he oído -dijo el intelectual.

-No importa. Ahora ya no me fío ni en sueños de las máquinas electrónicas


-y Rob Day dio un sorbo descorazonado a su whisky.

-Cuéntanos cómo ha sido -se interesó el tipo de las gafas obscuras.

Y todos nos quedamos mirándolo.

-Existe en nuestro bendito país una empresa industrial que hace publicidad
de máquinas electrónicas para uso particular. Se trata, por así decirlo, de máquinas
caseras, cuya misión es hacemos menos pesada la vida. En un domingo lleno de
Sol, puedes leer en el periódico:

«Querido señor, si precisa usted de la compañía de un buen interlocutor, si


se halla solo y necesita una compañera, y si le sirve un buen consejo para enderezar
sus tambaleantes negocios, escríbanos. Crooks Hermanos y su personal de
expertos ingenieros le ofrecen sus servicios. Díganos sus necesidades, y nosotros le
proporcionaremos una máquina electrónica pensante, capaz de llenar cualquier
hueco de su vida privada. A buen precio, segura y con garantía. Esperamos su
pedido. Con nuestra mayor atención, Crooks Hermanos y Compañía.»

Cuando leí este anuncio yo tenía algo de dinero, el suficiente como para que
un joven soltero pudiese llevar una existencia decorosa. Y entonces me puse a
reflexionar. La máquina electrónica te elige la esposa. La máquina elige al
gobernador. La máquina atrapa a los ladrones. La máquina escribe guiones
cinematográficos. Todos hablan de lo mismo: esto lo ha hecho la máquina
electrónica, aquello ha sido posible gracias a la máquina electrónica, esto sólo lo
podrá hacer la máquina electrónica. En resumen, la máquina electrónica es algo
parecido a la lámpara de Aladino en Las mil y una noches. Bajo la sugestión de
estas ideas, decidí dirigirme a Crooks Hermanos a fin de encargarles algo para mi
uso particular. Mis necesidades eran limitadas y muy simples: una máquina
electrónica que pudiera darme consejos en operaciones financieras. Quería
hacerme rico: punto. ¿Qué os parece? Un mes más tarde, un camión se detuvo
frente a mi casa en la Calle 95, llevando una enorme caja que contenía algo
parecido a un piano vertical. Entraron dos tipos.

-¿El señor Rob Day? -preguntaron.

-Sí, yo mismo.

-Por favor, ¿dónde le dejamos esto?

Acompañé a los dos hombres al interior, y acomodamos la máquina.

-¿Cuánto cuesta? -pregunté.

-Diez mil dólares.

-¿Están locos? -exclamé.

-No, señor. Ése es su precio. Pero no tiene que pagarlo ahora. Le cobraremos
solamente cuando se haya convencido de que la máquina funciona a su plena
satisfacción.

-¡Ah! Entonces pueden dejarla... Enséñenme cómo funciona.

-Es muy simple, señor. Además de los correspondientes esquemas analíticos,


la máquina va provista de cuatro radiorreceptores y un televisor. Esos aparatos
escucharán todas las transmisiones durante las veinticuatro horas del día. Cada
nuevo día deberá introducir usted, por esa ranura alargada que ve debajo de la
consola, tres periódicos como mínimo. La máquina le prestará asesoramiento
financiero sobre la base de un delicado análisis de todas las informaciones de la
situación económica y política del país.

-Muy bien. ¿Y las operaciones financieras? -pregunté.

-Durante una semana la máquina analizará toda la información. Luego


podrá ponerse usted a trabajar. Observe este teclado con números. Sólo tiene cinco
hileras. La de más a la izquierda corresponde a las centenas de miles de dólares, la
siguiente a las decenas, y así sucesivamente. Supongamos que desea usted invertir
cinco mil dólares. Pulsa este número en el teclado y aprieta con el pie el pedal. Por
la ranura de la derecha le saldrá una tira de papel con el consejo impreso sobre
cómo emplear la suma indicada para obtener el beneficio máximo.

Como pueden ver, nada más sencillo. Los muchachos montaron y probaron
la máquina CE, modelo número Uno, la enchufaron, y se fueron.

-¿Y qué es eso de CE? -preguntó alguien.

-Quiere decir Consejero Electrónico. Confieso que esperé con impaciencia a


que terminara la semana. Cada día le introducía tres periódicos, escuchaba
maravillado el ruido que hacía el papel en su interior, observaba luego cómo los
periódicos salían despedidos por la parte de atrás, hechos un revoltijo. El monstruo
se los leía de arriba a abajo. De su interior brotaba un murmullo como el de una
colmena.

Por fin llegó el día anhelado. Mi consejero había asimilado ya todos los
informes necesarios. Me acerqué al teclado, pensando qué podía hacer. Como no
soy tan estúpido como para invertir de golpe una fuerte suma, marqué
tímidamente «Un dólar», apoyé el pie sobre el pedal...

No tuve tiempo de reaccionar: de la ranura lateral salía ya una lengua de


papel donde había escrita la siguiente frase:

«A las siete de la tarde, en la esquina de la Calle 95 con la Calle 31, en el local


del Bar Universo, invite a cerveza a Jack Linder.»

Así lo hice, pese a mi desconcierto. No sabía quién era ese Jack Linder. Pero
apenas entré en el bar, no hice más que oír hablar de él: «Jack Linder es un tipo con
suerte.» «Jack Linder es todo corazón.» «Jack Linder tiene un corazón de oro.» Un
minuto después me enteraba del motivo de toda aquella adulación: Jack Linder
había heredado una fuerte suma de dinero de un lejano pariente australiano.
Estaba de pie apoyado contra el mostrador, con una sonrisa satisfecha en los labios.
Me acerqué a él y le dije:

-Señor, permítame invitarle a una jarra de cerveza.

Y sin esperar contestación, le puse delante una jarra de cerveza de un dólar.

La reacción de Jack Linder fue pasmosa. Me abrazó, me besó en ambas


mejillas, y metiéndome un billete de cinco dólares en el bolsillo declaró, con toda
seriedad:

-Por fin he encontrado entre toda esta pandilla de friegaplatos a un hombre


de bien. Toma, hermano, toma esto, no hagas cumplidos. Te los doy por tu buen
corazón.

Dejé el Bar Universo con los ojos llenos de lágrimas de emoción, muy
complacido por la inteligencia de aquel monstruo, la máquina CE, modelo número
Uno.

Después de esta primera operación, mi fe en la máquina creció


notablemente. La siguiente vez marqué «Diez dólares». La máquina me aconsejó
que comprara cinco paraguas y que fuese a un usurero, cuya dirección me dio.
Aquellos paraguas me fueron arrancados de las manos por la mujer del usurero,
que me pagó veinte dólares por ellos: en el terrado de su apartamento habían
estallado las conducciones de agua, y el municipio se había negado a repararlas
porque los inquilinos no habían pagado el alquiler.

Transformé luego ciento cincuenta dólares en cuatrocientos de la siguiente


manera: La máquina me ordenó que fuese a la Estación Central y que me tumbase
sobre las vías delante del rápido con destino a Chicago. Estuve dudando un buen
rato antes de decidirme a dar ese paso. Finalmente, fui y me tumbé. No es una
sensación muy agradable ver delante de ti la enorme masa de la locomotora
eléctrica. Se oyeron dos toques de campana, el tren dio la señal, pero yo seguí
tendido. Un agente vino corriendo.

-¡Levántate, vagabundo! ¿Qué haces aquí?

Yo seguí inmóvil, mientras mi corazón palpitaba como si quisiera saltar de


mi pecho. Empezaron a tirar de mí, pero me resistí. Me dieron patadas, mientras
yo me agarraba con las manos a los raíles.

-¡Sacad fuera de la vía a este cretino! -gritó el maquinista-. ¡Por su culpa el


tren lleva ya un retraso de cinco minutos!

Muchas personas se me echaron encima a la vez y me llevaron en vilo hasta


la comisaría de la estación. El enjuto guardia de servicio me puso una multa de
exactamente ciento cincuenta dólares.

“Vaya -pensé-. Ésa es exactamente la inversión que me ha aconsejado la


máquina CE, modelo número Uno.”

Salí de la comisaría como un perro apaleado, y de pronto me vi rodeado por


una enorme masa de gente.

-¡Es él, es él! -gritaban-. ¡Llevémosle en triunfo!

-¿Pero por qué? -pregunté-. ¿Qué he hecho?

-¿Y lo preguntas? ¡De no ser por ti, todos estaríamos muertos!

-¿Pero de qué se trata?

-El tren de Chicago ha retrasado su marcha.. A la salida de la estación, las


vías habían sido arrancadas. Cinco minutos antes... ¡Viva nuestro salvador!

Entonces comprendí lo ocurrido y dije:

-Señoras y señores, los vivas están muy bien, pero me han multado con
ciento cincuenta dólares...

Inmediatamente todos los que estaban a mi alrededor empezaron a meterme


dinero en los bolsillos. Cuando volví a casa, lo conté: eran exactamente
cuatrocientos dólares, ni uno más, ni uno menos. Acaricié tiernamente los cálidos
costados de mi máquina CE, modelo número Uno, y con un trapo suave le quité el
polvo. Luego marqué «Cuatrocientos dólares» y apreté el pedal. El consejo fue el
siguiente: «Ponte de inmediato un traje nuevo, vete al puente de Brooklyn, y salta
al río Hudson entre el quinto y el sexto pilón.»

Después de lo que había pasado en la Estación central yo ya no temía nada.


Por la tarde encontré una tienda de trajes confeccionados en la Quinta Avenida, y
compré allí el más elegante que tenían. Me vestí como para una boda y me dirigí al
puente de Brooklyn. Al inclinarme sobre el parapeto y mirar hacia la obscuridad
por donde corrían las sucias aguas del Hudson sentí un escalofrío. Aquello era
mucho más temerario que tumbarse sobre unos raíles. Pero seguía teniendo una
confianza ilimitada en mi máquina, por lo que, cerrando los ojos, me tiré.

Entonces ocurrió algo inverosímil. A través de los párpados semicerrados


me vi inundado por una brillante luz. De pronto todo se incendió a mi alrededor y,
poco después, caía sobre algo blando y elástico, daba una voltereta en el aire,
volvía a caer, y quedaba como suspendido en el vacío. Abrí los ojos y descubrí que
había sido, atrapado por una densa red tendida entre los pilones del puente. Desde
la parte inferior una batería de potentes reflectores iluminaba toda la escena, a su
lado se divisaban algunas figuras humanas. Finalmente, alguien gritó por un
altavoz:

-¡Muy bien! ¡Espléndido! ¡Suba aquí!

Me arrastraron hacia arriba y empezaron a felicitarme. Luego apareció un


tipo que me entregó un fajo de billetes.

-Tenga -dijo-. Dentro de ocho días vaya a ver en el cine Homúnculus la


película en la que aparece usted como suicida. Aquí tiene mil quinientos dólares.
Después del estreno se le entregarán otros quinientos.

Durante una semana entera asistí a todas las proyecciones del cine
Homúnculus para verme en mi papel de suicida. Pero nunca vi los otros quinientos
dólares. Me dijeron que me había admirado a mí mismo en las sesiones
exactamente por valor de esa suma.

Algún tiempo más tarde vinieron a visitarme los representantes de la firma


Crooks Hermanos, y les pagué gustoso el precio de mi máquina electrónica. En lo
sucesivo se transformó, por decirlo así, en una parte de mí, en alma y cuerpo.

La siguiente operación que realicé por consejo de la máquina electrónica fue


mi matrimonio con una vieja dama de Park Avenue. El matrimonio me costó mil
dólares. Cinco días más tarde la dama murió, dejándome un cheque de cinco mil
dólares. Invertí esa suma en un viejo rancho medio derruido. Por él cobré del
gobierno, una semana más tarde, quince mil dólares: en aquel terreno estaba
proyectado construir la sección quinta de un campo de tiro atómico. Con aquella
cantidad compré a un canadiense cangrejos del océano Pacífico, que revendí
inmediatamente por treinta mil al restaurante del Ritz: por un verdadero milagro,
mis cangrejos eran los únicos entre todas las partidas existentes en el mercado que
poseían un grado de infección radiactiva inferior al tolerado por la ley.

Tras todas estas afortunadas operaciones, decidí hacerme millonario de una


vez por todas. Un día, tras rezar abundantemente, marqué en el teclado de mi
consejera una cifra con cuatro ceros, que representaba todo mi capital en aquellos
momentos. Luego apreté el pedal.

Jamás olvidaré aquella tarde.


La cinta no podía salir, ignoro el motivo. Por fin asomó una esquinita, que
volvió a desaparecer casi de inmediato. En el interior de la máquina se oyó un
estruendoso zumbido. Finalmente, cuando ya estaba a punto de perder la
paciencia, salió la cinta con el consejo, que recordaré mientras viva:

«Quema en la chimenea todo el dinero que tengas.»

Me rasqué la cabeza durante mucho rato, pensando en si debía seguir o no el


consejo de la máquina. Pero tenía una fe ciega en ella. Tras reflexionar largamente,
até con un cordel todos mis dólares, encendí la chimenea, y arrojé el dinero al
fuego. Sentado allí delante, mirando cómo mi dinero se convertía en cenizas,
aguardé, agradablemente turbado, a que se produjera el próximo milagro de la
serie. Un milagro que ni siquiera podía imaginar, aunque mi inteligente máquina
lo supiera ya todo, tras el cuidadoso análisis de la coyuntura política y económica.

El dinero se quemó tranquilamente. Removí las cenizas con un palo, pero el


milagro no se produjo. Ya vendrá, ya vendrá, seguro, pensé mientras caminaba
agitado de un lado para otro de la habitación, frotándome nervioso las manos.

Pasó una hora, luego dos, y el milagro no se producía. Finalmente me


detuve perplejo ante el teclado. Dije:

-¿Y bien? -no obtuve respuesta-. Despierta. ¡Devuélveme mi dinero! La


máquina seguía manteniendo un silencio sospechoso. En realidad, no sabía hablar.
Entonces perdí completamente la cabeza y marqué en el teclado la misma suma
que ya no poseía. Cuando apreté el pedal, ocurrió algo extremadamente
desagradable. La lengua de papel surgió completamente cubierta de ceros. Ceros
ininterrumpidos, sin una palabra entre medio que tuviera sentido. Irritado, empecé
a golpear la máquina con el puño, luego lo hice con los pies, pero no se detenía.
únicamente salían ceros. Esto me sumió en un estado de furor tal que tomé la reja
de fundición que sirve de guardafuego para las chimeneas y empecé a golpear
fuertemente con ella al consejero electrónico. Volaron astillas, la cinta se detuvo, y
la máquina se apagó de golpe. Y yo seguí golpeando desesperado hasta que, sobre
el pavimento, no quedó más que un montón de chatarra, astillas de cristal y una
masa informe de cableado eléctrico.

Me derrumbé sobre el diván y, con la cabeza entre las manos, grité como
una pantera herida, maldiciendo a todo y a todos, empezando por las válvulas de
radio y terminando por los consejeros electrónicos creados a partir de ellas.
Durante este ataque de delirio lancé una ojeada a los restos de mi máquina, y
advertí entre ellos un trozo de cinta lleno de letras. Cuando leí lo que había
impreso en él y que aquel monstruo electrónico no me había querido decir creí
enloquecer.

«Véndeme, añade la suma que consigas a todo lo que posees, y compra en


Crooks Hermanos y Compañía la máquina CE perfeccionada, modelo número
Dos», decía la cinta de papel.

-¿Y por qué dices que la máquina no te lo quiso decir? -preguntó a Rob el
borracho calvo, que mientras escuchaba el increíble relato parecía haber
recuperado la sobriedad-. Es posible que, simplemente, se hubiera estropeado.

-La verdad, y que el diablo la lleve, es que no quiso. Me aconsejó adrede que
quemase el dinero para que no pudiera venderla. Pero no tuvo en cuenta mi
carácter. Los periódicos no escriben de esas cosas.

-Es extraño -observó el intelectual del frac-. Se diría que lo que pasaba era
que no quería separarse de ti.

-Exactamente. Me había tomado afecto. En los últimos tiempos, cuando la


fortuna me era tan particularmente favorable, le había hecho la corte como si de
una novia se tratara. La tapaba con una funda de seda. Cada día le quitaba el
polvo. Compré incluso algunas macetas con palmas y las puse a su alrededor para
que se sintiera a gusto. En vez de tres periódicos leía diez. Y miren el resultado.
Como consecuencia de la nueva coyuntura económica, yo debería haberla vendido
y adquirido en su lugar la nueva CE perfeccionada modelo número Dos. Pero la
muy canalla, con su despiadado egoísmo, me engañó.

-Ése es el siglo en que vivimos -sentenció el muchacho de la camisa azul-.


Uno ya no se puede fiar ni de las máquinas electrónicas...

Entre profundos suspiros empezamos a marchamos, cada uno por su lado.


Rob Day fue el último en hacerlo.

FIN
Los cangrejos caminan sobre la isla

Anatoli Dneprov

-¡Eh! ¡Vayan con cuidado! -les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban
con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un
pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda.

Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.

-¡Vaya calor! Es un infierno -se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo


cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y
la echó sobre la arena-. Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización.

Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las


olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de
veinte días.

-¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno
solar? -le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa-. Con este sol, mañana se
podrá liar tabaco con su piel.

-No importa. El sol nos hará mucha falta. A propósito, mire, ahora es
exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.

-En el ecuador siempre es así -mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma»-,
según lo describen todos los libros de geografía.

Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este,


pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.

-¿Suficiente? -preguntó alargándoles unos cuantos.

Uno de ellos asintió con la cabeza.


-En este caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán
Gale que lo esperamos dentro de veinte días.

-Manos a la obra, Bad -me dijo Cookling-. Estoy muy impaciente por
empezar.

Yo lo miré fijamente.

-Hablando claramente, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que


allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo.
Ahora creo que lo puede hacer.

El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo.

-Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo.

Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se
frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.

Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto.

Ahora me lo confirmaba.

-Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría


de ese, cómo se llama... -se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada
penetrante.

-¿De quién?

-De ese sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah,


lo recuerdo! Charles Darwin.

Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo.

-Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que
no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué
hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le
ruego que no me mencione más a Darwin.

Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes


postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo:
-Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a
comprobar aquí la teoría de Darwin.

-¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? -le pregunté
acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón
reluciente de sudor.

-Sí -dijo cesando de sonreír-. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes


que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el
agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones.

Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él.


Entonces iba de uniforme militar y yo también.

-Está bien -musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno.

En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña.


Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un
punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un
centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce.

A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba


impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la «Paloma» levó anclas
y desapareció tras el horizonte.

Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una


carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las
estaciones ferroviarias para transportar el equipaje.

Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo:

-Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a


diferentes sitios el resto de la carga.

Yo lo miré con asombro.

-Es necesario para el experimento -me explicó.

La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía
en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena
de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba
una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.

El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros.

En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa,
otras en el interior.

-Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares -dijo
Cookling.

-¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición?

-No -dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de


reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía.

El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza


máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de
asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de
diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas.

-¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! -exclamé


sacando los pesados lingotes: paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos.

-¡Quiá! -contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón.

El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive,


estaban llenos de lo mismo: piezas metálicas.

Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad
determiné que eran de hierro, cobre y zinc.

Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo:

-Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla.

Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las
piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por
indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras
metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.

Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos


acercamos al cajón número diez.

-Ábralo, pero con cuidado -ordenó Cookling.

Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.

En él había aserrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en


fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete.

Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara.

A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un


cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además
de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-
tentáculos, cuyos extremos estaban escondidos en el entreabierto «hocico» del
horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño
espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. A
diferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás.

Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho.

-¿Le gusta? -me preguntó Cookling después de un largo silencio.

Yo me encogí de hombros.

-Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con
rompecabezas de cubos y juguetes de niños.

-Esto es un juguete peligroso -pronunció con presunción Cookling-. Ahora lo


va a ver. Levántelo y póngalo en la arena.

El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos.

En la arena se mantuvo con bastante estabilidad.

-Bueno, ¿y qué más? -le pregunté irónicamente al ingeniero.

-Esperemos un poco, que se caliente.

Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al


cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente
hacia el sol.

-¡Oh, parece que se anima! -exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie,


mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a
caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un
enorme brinco echándome a un lado.

-¡Vaya con el juguete! -rió a carcajadas Cookling-. ¿Qué, se ha asustado?

Yo me sequé el sudor de la frente.

-Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos
venido?

Cookling también se levantó y acercándoseme dijo, ya seriamente:

-A comprobar la teoría de Darwin.

-Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la


evolución, etc... -musité.

-Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua.

Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una


pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó
inmóvil.

Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo


hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al
mismo Cookling.

Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero:

-¿Esto lo ha inventado usted?

-Ajá -casi mugió asintiendo, y se echó en la arena.

Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que


parecía inanimado.

Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo.


El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas,
por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano
parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que
había en el interior del cuerpo. Debajo del cuerpo se veía una plataforma plana: la
panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo,
salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas.

El interior del cangrejo no se podía ver.

Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le


concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su
traslado a la isla.

Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado


tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a
cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a
moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí
también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada
vez más agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los
rayos solares le era Imprescindible.

Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina.

Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la
parte occidental de la misma.

Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas.


Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y
olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil
junto a una de las barras de cobre.

Cookling me dio en el brazo y dijo:

-Ahora vamos a la tienda de campaña. Lo interesante será mañana por la


mañana.

En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en


una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo
no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y
a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía.
Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba
templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la
llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora.
Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no
estaba allí.

«Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico», pensé y abrí


una lata de piña.

No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente


al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero:

-¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!

Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la


mano.

-¡Vamos! -me dijo resollando como una locomotora-. Vamos de prisa.

-¿Adónde, ingeniero?

-Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo.

El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras


metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada.

Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón,
percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve
corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.

Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que


sacamos el día anterior del cajón.

-¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica?-


exclamé.

Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos.

-¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! -le grité-. ¿De dónde ha surgido el
segundo cangrejo?
-¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche!

Yo me mordí el labio y sin decir palabra me acerqué a los cangrejos de cuyos


dorsos se elevaban finos hilos de humo. Al Principio me pareció que tenía
alucinaciones: ¡los dos cangrejos trabajaban con celo!

Sí, trabajaban, así como se dice, eligiendo el material con movimientos


rápidos de sus finos tentáculos anteriores. Los tentáculos anteriores tocaban las
barras metálicas Y, creando en sus superficies un arco voltaico, como en la
soldadura eléctrica, fundían trozos de metal. Los cangrejos se metían el metal en
sus anchas bocas. En el interior de estos bichos metálicos ronroneaba algo. A veces
salía crepitando de las fauces un haz de chispas, después, el segundo par de
tentáculos sacaba del interior las piezas elaboradas.

Estas piezas, en determinado orden, se montaban en la pequeña plataforma


que iba saliendo poco a poco por debajo del cangrejo.

En la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi montada la copia


acabada del tercer cangrejo, mientras que en la del segundo cangrejo apenas
empezaban a perfilarse los contornos del mecanismo. Estaba terriblemente
asombrado ante lo que veía.

-¡Pero si estos bichos construyen otros semejantes a sí mismos! -exclamé.

-Exactamente. El único objetivo de esta máquina es construir otras


semejantes -dijo Cookling.

-Pero, ¿es posible eso? -pregunté sin poder comprender ya nada.

-¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar
piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-
autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta
máquina es mi cangrejo.

Yo me quedé pensativo, procurando comprender lo que me había dicho el


ingeniero. En este momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron y de allí se
deslizó una cinta metálica ancha. Esta cinta envolvió todo el mecanismo montado
en la plataforma, formando de tal manera el dorso del tercer autómata. Cuando el
dorso estuvo montado, las rápidas patas anteriores soldaron las paredes anterior y
posterior con los orificios y el nuevo cangrejo ya estaba listo. Como en sus
hermanos, en una oquedad de la espalda brillaba el espejo metálico con el cristal
rojo en el centro.

El cangrejo productor retiró la plataforma bajo la panza y su «hijo» se plantó


con sus patas en la arena. Yo noté que el espejo del dorso empezó a girar
lentamente en busca del sol. Un poco después, el cangrejo se fue a la orilla y sació
su sed. Luego se puso al sol, inmóvil, a calentarse.

Pensé que todo era un sueño.

Estaba yo observando al recién nacido cuando Cookling dijo:

-Ya está listo el cuarto.

Torné la cabeza y vi que «había nacido» el cuarto cangrejo.

Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de
metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes.

El cuarto cangrejo también fue a beber agua.

-¿Para qué demonios beben agua? -pregunté.

-Para cargar de electrólitos el acumulador. Mientras alumbra el sol, su


energía se transforma en electricidad mediante el espejo del dorso y la batería de
silicio. Con esta energía basta para el trabajo del día y para recargar el acumulador.
De noche el autómata se alimenta de la energía almacenada en el acumulador
durante el día.

-Entonces, ¿estos bichos trabajan día y noche?

-Sí, día y noche, sin descansar.

El tercer cangrejo empezó a agitarse y también se arrastró al montón de


metal. Trabajaban ya tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar.

-Pero si no hay material para las baterías de silicio en estos montones de


metal... -le objeté procurando llegar a comprender la tecnología de esta monstruosa
autoproducción de mecanismos.

-Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera -Cookling lanzó torpemente
con el pie un poco de arena-. La arena es un óxido de silicio. En el interior del
cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro.

Regresamos por la tarde a la tienda de campaña, cuando en el montón del


metal ya estaban trabajando seis autómatas y dos se calentaban al sol.

-¿Para qué todo esto? -le pregunté a Cookling durante la cena.

-Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje -me dijo
sinceramente.

-No comprendo, ingeniero.

Cookling terminó de masticar el estofado y, sin prisa explicó:

-Figúrese usted qué ocurriría si estos aparatos se dejasen subrepticiamente


en territorio enemigo.

-Bueno, ¿qué? -pregunté dejando de comer.

-¿Sabe usted lo que es progresión?

-Supongamos que lo sé.

-Nosotros empezamos ayer con un cangrejo, ahora ya hay ocho. Mañana


habrá sesenta y cuatro, pasado mañana, quinientos doce, y así sucesivamente.
Dentro de diez días habrá más de diez millones. Para ello hacen falta treinta mil
toneladas de metal.

Al oír estas cifras quedé mudo de asombro.

-Sí, pero...

-Estos cangrejos en un corto espacio de tiempo pueden comerse todo el


metal del enemigo, todos sus carros blindados, cañones, aviones, etc. Todas las
máquinas, mecanismos, instalaciones. Todo el metal de su territorio. Al cabo de un
mes no queda ni un gramo de metal en toda la esfera terrestre. Todo el metal se
invierte en la producción de estos cangrejos. Tenga en cuenta que, durante la
guerra, el metal es el material estratégico más importante.

-¡Ahora comprendo por qué el Almirantazgo está tan interesado en su


juguete!... -murmuré.
-Exactamente. Pero éste es solamente el primer modelo. Quiero simplificarlo
considerablemente y con ello acelerar el proceso de reproducción de autómatas.
Acelerarlo, digamos, en dos o tres veces. Hacer una construcción más estable y
rígida. Hacerlos más móviles. Elevar la sensibilidad de los localizadores del metal.
Entonces, durante la guerra, mis autómatas serán peor que la peste. Quiero que el
enemigo pierda todo el potencial metálico en dos o tres días.

-Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio
enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! -exclamé.

-Esto ya es otra cuestión. El trabajo de los autómatas se puede codificar y,


sabiendo la clave, interrumpirlo en cuanto aparezcan en nuestro territorio. A
propósito, de esta manera se pueden traer a nuestro territorio todas las reservas de
metal del enemigo.

...Esa noche yo tuve unos sueños horribles. Avanzaban arrastrándose hacia


mí legiones de cangrejos metálicos, haciendo ruido con sus tentáculos y con finas
columnas de humo azul elevándose de sus cuerpos.

Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda
la isla.

De creer en sus cálculos, había más de cuatro mil.

Sus cuerpos relucientes al sol se veían por doquier. Cuando se terminaba el


metal de un montón, empezaban a buscar por la isla y encontraban nuevos
montones.

Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: dos
cangrejos riñeron por un trozo de cinc.

Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas
barras de cinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban
periódicamente allí para elaborar la pieza de cinc correspondiente. Y ocurrió que
acudieron al hoyo de cinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y
empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre
todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más
agresivo y fuerte.
Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba
coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta,
otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos
tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el
trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo
detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca.

Los tentáculos del primero y del segundo autómatas se enredaron y con


descomunal fuerza empezaron a destrozarse.

Ningún mecanismo de alrededor prestó atención a aquello. Sin embargo,


entre estos dos se libró una lucha a muerte. Vi que el cangrejo que estaba encima
de repente cayó de espaldas y la plataforma de hierro se deslizó hacia abajo
dejando al descubierto las entrañas. En este momento su enemigo empezó a
cortarle el cuerpo con el arco eléctrico. Cuando el cuerpo de la víctima se deshizo
en partes, el vencedor empezó a arrancarle las palancas, piñones, conductores y a
metérselos rápidamente en la boca.

A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior
del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante,
realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo.

Unos minutos después se deslizó de la plataforma a la arena el nuevo


cangrejo.

Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto. éste se limitó a soltar su
risita.

-Esto es precisamente lo que hace falta -dijo.

-¿Para qué?

-Ya le he dicho que quiero perfeccionar mis autómatas.

-Bueno, ¿y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta
guerra civil? Así, van a comerse unos a otros.

-¡Eso es! Y sobrevivirán los más perfectos.

Después de pensarlo objeté:


-¿Qué quiere decir con los más perfectos? Si todos son iguales. Según tengo
entendido, se reproducen a sí mismos.

-¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual
al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas
para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo,
allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema
comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted
se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior
y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del
original.

-Pero si no se parece al original, no cumplirá su función fundamental de


reproducirse -le repuse.

-Bueno, ¿y qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las
copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente
casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales.
Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por
qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los
autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose
mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta.

Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al
mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una
empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta
pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de
tragarse todo el metal de la esfera terrestre?

Mientras yo estaba sentado pensando en todo este pasaron junto a mí varios


bichos metálicos. Caminaban, sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar
de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia,
le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi
instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la obscuridad
relucieron cegadoras chispas eléctricas.

¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo.


Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón.
Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y
con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había
figurado que esto espantaría a los demás pero no ocurrió nada parecido. Sobre el
cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las
chispas.

Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de
chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.

En la obscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este


tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes.

Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito


y salté a un lado: ¡había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El
cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico. «Protección
originada por la evolución», cruzó por mi mente.

Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para


recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la obscuridad, a la luz irregular
de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más
porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir.

Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama.

Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no


duró mucho. El despertar fue repentino: sentía que por mi cuerpo se arrastraba
algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no
había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos
segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido
adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata
de agua dulce.

Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué


desconcertadamente el caso.

-¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar! -ordenó.

Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso


donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros
instrumentos.

Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir


hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me
alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En
aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor.

No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo
sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente:

-Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido.

Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material


metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se
veían los hoyos vacíos.

Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos


que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran
rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no
gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se
arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y,
frecuentemente, con nosotros.

Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos


efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la
magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles,
otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno.

-Bueno, pues -dijo Cookling- ya es hora de que empiecen a luchar.

-¿Lo dice en serio? -le pregunté.

-Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El


mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una
cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto
mutuo.

A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro «almacén


marino». Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y
cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el
ingeniero para la etapa decisiva del experimento.

Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo


rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra
del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había
intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro
cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar.

-¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros.


Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y
aptos. Estos darán una generación más perfecta.

Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia
los arbustos.

Lo que siguió a ello es difícil de describir.

Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose


mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban
inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron
sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro.

-¡Mire, ahí tiene la primera batalla! -exclamó alegremente el ingeniero


militar, aplaudiendo.

Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras
metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían
corriendo nuevos y nuevos autómatas.

A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a


parar a las tragaderas de nuevas y nuevas máquinas, éstas se iban transformando
en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus «parientes».

En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían
probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de
todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a
medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más
feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos»,
creados en esta reyerta.

¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y


poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el
acumulador.

Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho
mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo
tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.

Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción


sin límites. Se frotaba las manos y profería:

-¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás!

En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran


repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha?

Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se


había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los
autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos,
sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos
electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas
acompañaban a esta matanza descomunal.

La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca


estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas.
Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus
movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían
con éxito de los autómatas enanos.

Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos


pequeños se inició de repente un brusco cambio: todos se agruparon en la parte
occidental y empezaron a moverse con más lentitud.

-¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! -dijo Cookling con voz
ronca-. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.

Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente


para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en
el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme
almacén de trastos metálicos.

Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio


metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los
gigantes se vislumbraban los contornos de una generación de dimensiones todavía
mayores.

Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien.
Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente
para el sabotaje en la retaguardia enemiga.

Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la


playa se restableció temporalmente la tranquilidad.

Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de


la isla para descansar un poco.

Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan


largo era en la caliente y blanda arena.

A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie


de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se
unía al cielo negro sembrado de estrellas.

El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo
entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia
donde me parecía haber oído su voz.

El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente
de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena.
Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el
fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se
chapuzaba y chapoteaba allí.

Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo.

-Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? -grité, acercándome a nuestro almacén


submarino.

-¡Yo estoy aquí! -oí inesperadamente que la voz venía de la derecha.

-¡Dios mío!, ¿dónde está usted?

-Aquí -oí de nuevo la voz del ingeniero-. Estoy en el agua hasta el cuello,
venga aquí.

Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se
había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.

-¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? -le pregunté.

-Me perseguían y me han obligado a meterme aquí -chilló lastimosamente el


gordiflón.

-¿Lo perseguían? ¿Quiénes?

-Los cangrejos.

-¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen.

De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo


evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua
al cuello.

-Dígame qué ha pasado.

-Ni yo mismo lo entiendo -pronunció con voz temblorosa-. Cuando estaba


durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había
sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la
cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a
correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han
acorralado aquí...

-Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido -dije-. En todo caso, si
como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me
perdonarían a mí.

-No sé -gimió Cookling-. Pero temo salir a la orilla...

-Tonterías -le dije cogiéndolo de la mano-. Vamos hacia oriente


paralelamente a la costa. Yo lo defenderé.

-¿Cómo?

-Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por


ejemplo, un martillo...

-¡Guárdese de que sea metálico! -gimió el ingeniero-. Es mejor que coja una
tabla de un cajón o algo de madera.

Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al


almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla.

Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos.

Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían


alcanzado nuestro almacén submarino.

-¡Cookling, estamos perdidos! -grité-. Se han tragado todas nuestras latas de


conserva.

-¿Sí? -pronunció lastimosamente-. ¿Qué vamos a hacer ahora?

-Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha


sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto.

Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa.

Allí, en la obscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando


por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros
manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había
desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras
dormíamos. No encontré ni una lata entera.

Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones,


Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello.

Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de
su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.

-¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan!

Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia


donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo.

El cangrejo no me hizo el más mínimo caso.

-¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice,
es su progenitor!
-No sé -con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero-. Haga algo,
Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...

-Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos


es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo?

-Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del


interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial...

-¡Maldito sea usted con sus investigaciones! -dije entre dientes y agarré el
delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.

El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos


tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre.

Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y


empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la
costa.

Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto
tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos
parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de
moverse.

Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros
con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las
baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas.
Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi
decisión de luchar contra ellos.

Todo este tiempo Cookling seguía en el mar.

Muy pronto se enardeció de nuevo la lucha entre los monstruos y parecía


que se habían olvidado por completo del ingeniero.

Dejamos el campo de batalla y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El


ingeniero estaba tan aterido de frío de las largas horas de baño de mar que, dando
diente con diente, se echó de bruces y me pidió que le cubriese de arena caliente.

Después regresé a nuestro primitivo refugio para coger la ropa y lo que


quedaba de nuestros víveres. Sólo entonces observé que la tienda de campaña
estaba destrozada: habían desaparecido las estacas de hierro clavadas en la arena y
los anillos metálicos con que se fijaba la tienda a las cuerdas.

Debajo de la lona encontré la ropa de Cookling y la mía. Allí también se


podían observar huellas del trabajo de los cangrejos buscando metal. Habían
desaparecido los ganchos, botones y hebillas de metal. En su lugar se veían huellas
de tela quemada.

Mientras tanto, la batalla de los autómatas se había trasladado de la orilla al


interior de la isla. Cuando subí a la meseta, vi que casi en el centro de la isla, entre
los arbustos, se elevaban unos cuantos monstruos, casi de la altura de un hombre:
patas con pinzas. Por parejas se separaban a diferentes lados y después se
embestían a gran velocidad.

Al chocar, se oían sonoros golpes metálicos. En los lentos movimientos de


estos gigantes se sentía una enorme fuerza y gran peso.

Ante mis ojos se derribaron varios mecanismos, algunos de ellos fueron


destrozados inmediatamente.

Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas
máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro
antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling.

El sol quemaba sin compasión y antes de llegar al lugar donde había


enterrado en la arena al ingeniero, me metí varias veces en el agua.

Ya me acercaba al montículo de arena bajo el cual estaba Cookling


durmiendo sin fuerzas, después de los baños nocturnos, cuando del lado de la
meseta apareció de entre los arbustos un enorme cangrejo.

Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se
desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los
tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la
arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual
representaba casi la mitad del cuerpo.

El «ictiosauro», así lo bauticé, descendía torpemente hacia la orilla y volvía


el cuerpo hacia todos lados, como si reconociese el terreno. Maquinalmente agité
en su dirección la lona de la tienda, como se hace cuando se quiere espantar a un
animal que se haya interpuesto en el camino. No me hizo ni el menor caso, y de
manera extraña, desplazándose de lado y describiendo un gran arco, empezó a
acercarse al montículo de arena donde dormía Cookling.

Si yo hubiese supuesto que el monstruo se dirigía contra el ingeniero, habría


acudido enseguida en su ayuda. Pero la trayectoria que seguía el mecanismo era
tan indeterminada que al principio creía que se dirigía hacia el mar: y solamente
cuando tocó el agua con los tentáculos y de repente se volvió y se fue rápidamente
hacia el ingeniero, tiré la carga a un lado y corrí hacia allí.

El «ictiosauro» se paró junto a Cookling y se agachó un poco.

Observé que los extremos de los largos tentáculos se movieron en la arena


frente a la cara del ingeniero.

A renglón seguido, donde había habido un montículo se elevó una nube de


arena. Era Cookling que, como picado por una avispa, se había puesto en pie de un
salto y lleno de pánico intentaba huir del monstruo.

Pero era ya tarde...

Los finos tentáculos rodearon fuertemente el gordo cuello del ingeniero y


tirando hacia arriba se lo llevaron a la boca del mecanismo. Cookling quedó
impotente en el aire, agitando los brazos y las piernas.

Aunque yo odiaba al ingeniero con toda mi alma, no podía permitir que


muriese en lucha con un bicho metálico cualquiera.

Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas
con todas mis fuerzas: pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero
profundamente clavado en el suelo. El «ictiosauro» ni se movió.

Me subí a pulso a su espalda. Por un momento mi cara estuvo a la altura de


la desfigurada faz de Cookling. “¡Los dientes -me cruzó por la mente-! ¡Cookling
tenía dientes de acero!...”

Con todas las fuerzas de mi puño le di al espejo parabólico que brillaba al


sol.

El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los
ojos saltándosele de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento
ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su
sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador
de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido.

Cuando enterraba a Cookling, por la isla corrían, persiguiéndose, varios


cangrejos enormes, sin prestarnos la menor atención.

Envolví a Cookling en la lona de la tienda y lo enterré en el centro de la isla


en un profundo hoyo. Lo enterré sin sentir la menor compasión. En mi boca reseca
crujía la arena y mentalmente maldecía al muerto por su ruin empresa. Según la
moral cristiana, yo cometía un gran pecado.

Después, me pasé varios días seguidos acostado en la playa, mirando al


horizonte hacia el lado de donde debía aparecer la «Paloma». El tiempo transcurría
terriblemente despacio y el implacable sol parecía que se había parado encima de
mi cabeza. A veces me arrastraba hasta el agua y sumergía en ella mi tostada cara.

Para olvidar el hambre y la ardiente sed, procuraba pensar en algo abstracto.


Pensaba en que en nuestros tiempos, multitud de personas inteligentes
malgastaban sus energías intelectuales en causar perjuicios a otras personas. Por
ejemplo, el invento de Cookling, yo estaba seguro de que se podía utilizar para
fines nobles, por ejemplo, para extraer metal. Se podía haber dirigido la evolución
de estos bichos de tal manera que cumplieran esta tarea con el mayor rendimiento.
Llegué a la conclusión de que con el correspondiente perfeccionamiento del
mecanismo, éste no se transformaría en una torpe y gigantesca mole.

Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté
la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las
patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía
que miraba el horizonte y esperaba algo.

Después empecé a ver alucinaciones. En mi excitado cerebro, el cangrejo


gigante se transformó en un depósito de agua dulce, elevado a gran altura, al cual
yo no podía llegar...

Me desperté a bordo de la goleta, y cuando el capitán Gale, me preguntó si


había que cargar en el buque el enorme y extraño mecanismo que había en la
playa, yo le dije que por el momento ninguna falta hacía.

FIN

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