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Este era un universo de concentración regido por mujeres, habitado por mujeres.De
un lado de las alambradas, las detenidas, vistiendo el infame uniforme de las deportadas,
sometidas a un trabajo agotador, mal nutridas, golpeadas por los Kapos, mujeres también,
atormentadas por las «Blockowas», pisoteadas, sirviendo de «Kaninchen» a los médicos-
SS, perdidas en la miseria y la angustia, pero luchando ásperamente por no ser empujadas
hacia el fondo de la «Lagerstrasse», allí donde se encontraban las cámaras de gas y el
«Krematorium» con sus altas chimeneas eternamente humeantes...Del otro lado de las
alambradas, las hembras del «Herrenvolk», puras arias, las «Führein» y las «Aufseherin»
ostentaban un poder sin límites, dueñas absolutas de la vida y de la muerte. Asexuadas
unas, lesbianas las otras, acomplejadas todas por las teorías nazis, daban libre curso a sus
pasiones ocultas, se hundían en orgías inconcebibles...Una cruda historia, implacable como
la misma realidad; un relato apasionante donde se han cambiado los nombres, un libro de
dolor, de sufrimiento, de crueldad y de angustia de donde el amor no ha podido, sin
embargo, ser desterrado.
Karl von Vereiter
Versión:
E. SANCHEZ Y PASCUAL.
Portada:
CHACO
I. S. B. N. 84-7250-284-8
A mi hijo Richard
PROLOGO
Pocos parientes han conseguido atravesar el tamiz de la época nazi. De una familia
bastante numerosa, mi tío Frank tenía seis hijos varones de los que tres murieron en Rusia,
dos desaparecieron en Francia y otro quedó inútil, ciego y con el rostro quemado por un
lanzallamas, suicidándose en 1947, no quedan más Von Vereiter que una vieja tía, Ursula,
hermana menor de mi tío Frank, citado más arriba, y que murió en 1956, seguido dos
meses más tarde por su esposa, la encantadora tía Frida...
Algunas veces, cuando mi presencia es necesaria para resolver algún asunto con
mis editores, paso, a la vuelta, por Colonia, la ciudad donde vive Ursula von Vereiter,
soltera, una viejecita amable que cada vez que me ve se echa a llorar,, quizá porque me
parezco a los otros Von Vereiter, a los que se han ido para siempre.
Mi tía Ursula vive en un lindo y moderno apartamento, hacia el final del hermoso
bulevard Sachsenring, con sus parterres floridos, no lejos del «Französisches Institut» —el
Instituto francés— situado en el número 77.
Por la tarde, después de oír a mi tía contarme todas las tristezas que ha ido
acumulando a lo largo de su vida —ahora tiene 75 años— suelo atravesar la avenida para
refugiarme en el Volksgarten, un lugar ideal, con preciosos jardines donde hay también un
restaurante y un quiosco donde, a veces, toca alguna buena orquesta...
Pasé por Colonia el año pasado, en septiembre. No hacia frío aún y una luz dorada
daba a las hojas caducas de los árboles tonos de bronce viejo.
Algunos cisnes, en el pequeño lago del Volksgarten, surcaban las tranquilas aguas
como hieráticos signos blancos, interrogaciones de pluma que parecían subrayar las que
flotaban en mi pesada mente, después de la copiosa comida que tía Ursula me había
servido.
Cuando vi al hombre, algo, en mi interior, se alzó, erizado, al tiempo que tina
indecible sensación de angustia se apoderaba de mí. Me ocurre muchas veces, sobre todo
cuando tropiezo con una silueta que me recuerda otra... pero la experiencia de todos estos
años ha educado, en parte, mis mecanismos emocionales, ya que casi siempre me
equivoco, y aquél al que creo identificar no es la misma persona.
Muchos de los que creo reconocer no existen ya, pero hay algo en mí, un deseo muy
fuerte, de «volver a encontrar» a los que, en algún modo, me acompañaron en algún
acontecimiento de mi vida.
De todos modos, cuando él hombre tomó asiento en un banco, justo enfrente del
mío, comprendí que no me había equivocado.
Empezó entonces esa búsqueda, en los arcanos de la memoria, para situar al
hombre en su correspondiente «casilla». Soy un excelente fisonomista y mi memoria es
buena, pero confieso que tardé mucho, casi una hora, en llegar a colocar una «etiqueta»
sobre aquel hombre envejecido...
Porque pensamos siempre que son los otros los que envejecen. Tristes restos de un
narcisismo que no nos deja nunca, o deseo de eternidad que yace en el fondo de nuestro
espíritu.
No importa.
Cuando descubrí la identidad del hombre, la alegría me inundó como una
agradable oleada de calor. Los recuerdos acudieron dócilmente a mi conciencia y le vi,
mucho más joven, fuerte aunque no dichoso, en el campo de exterminio del que yo escapé
por milagro, en la enfermería —Ravier— de aquel maldito centro de destrucción y de
terror nazis.
Dudé algunos minutos.
Luego, me levanté y fui hacia él, que seguía leyendo un periódico.
— «Bitte...»
Levantó la cabeza.
Sus ojos no habían cambiado. Me bastó mirarlos para recordar la luz voluntariosa
que yo había descubierto en ellos aquel día, tan lejano, cuando llegó a la puerta del
barracón donde el Ravier estaba instalado.
— «Bitte?» —inquirió el hombre frunciendo el entrecejo.
— «Herr Kreuzer?» —le pregunté sonriendo.
— «Ja... Ich bin Jakob Kreuzer...»
Se veía que estaba esforzándose en identificarme. No quise hacerle padecer por
más tiempo. Me senté a su lado y empecé a hablar, con un tono conmovido en la voz: —
Una mañana llegó usted a la puerta del Ravier... yo estaba allí, trabajando como
enfermero, aunque era médico... usted se había herido en un brazo... y temía que la herida
se infectare... ya que ése era el camino más recto para acabar en la cámara de gas, antes
de pasar al Krematorium...
Sus ojos se hicieron aún más luminosos.
— Von Vereiter! El doctor Karl von Vereiter!
Nos estrechamos las manos, larga, fuerte, calurosamente.
Estaba sinceramente contento de haberme encontrado, quizá deseaba agradecerme
el pequeño favor que le había hecho y al que yo no daba la menor importancia.
. —Venga a mi casa, «Herr Doktor...»
— Ya no soy doctor, amigo mío. Los americanos me quitaron el título... que ya me
habían quitado antes los nazis...
No pude evitar que me llevase a su casa. Así conocí a su encantadora esposa,
Frida, y a su hijo...
Tuve que contarles mi historia. Pero hice más: a la mañana siguiente —había
cenado con ellos— fui a la librería, compré uno de mis libros, «Yo fui médico del Diablo»,
y se lo envié, con una tarjeta, desde el hotel donde me hospedaba, ya que nunca, cuando
voy a Colonia, me quedo en casa de tía Ursula. Temo siempre despertar demasiados
dolorosos recuerdos en ella...
Vinieron a buscarme, los dos, al hotel. Jakob no me dijo nada, limitándose a
invitarme a una casita que tenían en los alrededores y en la que pasaban los fines de
semana.
No tuve más remedio que aceptar.
Volvieron a buscarme en la tarde del viernes. La casa era deliciosa, situada cerca
del Rhin, en un lugar tranquilo y de gran belleza. Después de comer, Jakob me enseñó el
libro diciéndome que lo había leído de un tirón.
— Lo vi en las librerías —dijo—, pero la verdad es que esta clase de libros me da
miedo... He hecho cuanto he podido por olvidar, aunque no lo he conseguido...
Su mujer, que había llegado al saloncito con unos refrescos, me miró con fijeza.
— Jakob no se atreve, doctor —me dijo—, pero desearíamos contarle algo...
— Les escucharé con mucho gusto.
— ¿No crees que vamos a molestar a Von Vereiter? —la riñó él con una sonrisa—.
¡Ha debido escuchar tantas historias!
Los ojos de Frieda relampaguearon. Jamás había visto yo, un brillo tan intenso en
los ojos de un ser humano.
— «Nein!» —dijo ella, mirándome—. También he leído su libro, «Herr Doktor»...
es apasionante, terrible, real... Al leerlo, me he percatado de todo lo que usted ha
sufrido..., pero, aunque parezca necio por mi parte, lo nuestro es distinto... sobre todo lo
mío...
Suspiró. Luego, cambiando él tono de su voz, que se hizo confidencial: — ¿Ha oído
hablar del campo de Ravensbrück?
— Sí —contesté—. Era un campo especialmente hecho para mujeres... ¿estuvo
usted en él?
— Sí, estuve en él... y en otros —suspiró—. Póngase cómodo, Von Vereiter..., y
tenga la amabilidad de escucharme con atención... Si encuentra usted que lo que voy
contándole no merece la pena, haga un gesto y no hablaré una sola palabra más...
Empezó a hablar.
Poco a poco, sin damos cuenta, la noche metió en la casa sus largas manos negras.
No nos percatamos de nada. Nadie encendió la luz, y Frieda continuó hablando desde las
sombras que no me permitían verla.
Habló durante cuatro horas, con muy pequeñas pausas. Yo la escuché hipnotizado,
viviendo en mi mismo las indecibles experiencias de aquella maravillosa mujer. Cuando,
de vez en cuando, comparaba mi propia desdicha con la de Frieda, sentía vergüenza de
cuanto había escrito en mi libro. ¡Yo había sido el más afortunado de los detenidos y
ninguno de los horrores por mí descritos podían compararse a lo que la mujer de Jakob me
estaba contando!
Cuando terminó, su esposo encendió la luz. Comprobé que Frieda estaba
intensamente pálida.
— ¿Qué le ha parecido? —me preguntó.
— Mañana empezamos —le dije sonriente—. Volverá a contármelo todo, con
detalle... El mundo tiene derecho a saber esas cosas... Sí, amiga mía, voy a escribir su
vida... Y ya tengo un título, aunque usted me lo ha inspirado. Llamaré al libro «Las Hienas
de Ravensbrück».
Que el lector juzgue de lo que sigue.
Primera parte
EL CRIMEN
ANATOLE FRANCE
Capítulo primero
Le rechazó suave pero firmemente, sus pequeñas manos apoyadas sobre el ancho
pecho del hombre. Durante un momento, habiendo conseguido separarse ligeramente,
aunque la mitad inferior de su cuerpo pesaba todavía contra ella, Frieda observó el rostro
viril del hombre, los potentes músculos de su cuello, y sintió una nueva ola de deseo
invadirla.
La pálida claridad que se infiltraba entre las cortinas ahogó ese deseo. Debía
encontrarse en el despacho del coronel Wermucht a las ocho en punto y, a pesar de la
semioscuridad del exterior, debía ser ya bastante tarde.
Le empujó aún, sin brusquedad y como a su pesar. El la miraba también, no sin un
cierto orgullo en su expresión de dueño y señor.
Así es cómo ella le amaba. Fuerte, dominador, porque Frieda le imaginaba en un
próximo futuro, jefe de la familia, teniendo la responsabilidad absoluta de una nueva
unidad humana, la que ambos iban a formar...
En cuanto el hombre salió de la cama, ella lo hizo, a su vez, ligera como una gacela,
y se dirigió con flexibles y armoniosos movimientos hacia el cuarto de baño.
De pie, cerca de la cama desordenada, desnudo como un dios griego, el
Oberinspektor de la Luftwaffe, capitán Fiedrich Schlosser, siguió con una mirada
admirativa la graciosa huida de su amante.
No se cansaba nunca de contemplar aquel cuerpo nervioso de contornos perfectos, y
cada vez, con un sentimiento de sorpresa que él mismo juzgaba infantil, se preguntaba
cómo Frieda Dreist, que acababa de cumplir los veinticinco años, podía conservar una
belleza que muchas jóvenes le envidiaban.
Nada más perfecto que aquel cuerpo de mujer en el que las maduras formas poseían
el encanto de una recientemente perdida virginidad.
Suspiró profundamente y, volviendo bruscamente a la realidad, comenzó a vestirse,
poniéndose sus pantalones de montar, calzándose a continuación sus brillantes y largas
botas.
Le gustaba el uniforme, aunque no fuera el apropiado para su puesto administrativo.
Pero estaba seguro de haber deslumbrado a Frieda con aquel uniforme de desfile que, bien
lo sabía él, le sentaba perfectamente bien.
El color azul casaba a las mil maravillas con sus cabellos de un pelirrojo suave y
con la piel curtida de su cara.
Avanzó hacia la puerta del cuarto de baño, preguntando: —¡Me voy, Frieda!
¿Cuándo nos podemos ver?
La oyó agitarse bajo el fuerte chorro de agua de la ducha. No habiendo obtenido
respuesta, levantó la voz: —¿Nos podemos ver esta tarde?
—¡No! ¡Imposible, querido! El viejo quiere que le entregue la totalidad de los
expedientes esta misma tarde...
—¿Entonces? —insistió él.
—No sé, amor mío. Lo siento mucho pero te llamaré esta noche... ¿dónde estarás?
—En el comedor de oficiales.
—¡De acuerdo! ¡Te beso muy fuerte, mi Fiedrich!
—¡Hasta luego!
Habiendo salido de la ducha, Frieda oyó cerrarse la puerta tras su amante. Durante
unos instantes, delante del gran espejo, sintió todavía, con un estremecimiento
retrospectivo, las caricias que el hombre le había prodigado... Entonces, la joven puso sus
manos todavía temblorosas sobre su cuerpo.
El tiempo de un suspiro, intentó revivir, a su contacto, las sensaciones de irnos
momentos antes. Pero un movimiento de repulsión, nacido del fondo de su sana feminidad,
la apaciguó.
Retrocedió, separando las manos de su cuerpo y, volviéndose bruscamente, se
amparó de la gran toalla y comenzó a frotarse violentamente, con una especie de rabia,
molesta por el torpe gesto que casi había bosquejado.
—¡No! —se dijo a media voz—. Eres demasiado mujer como para necesitar otra
cosa que el placer que él procura...
Comenzó a vestirse. Su frente, donde momentos antes se marcaban algunas arrugas
de disgusto, se alisó nuevamente y una sonrisa apareció en sus bellos labios.
—Será necesario que le hable de ello otra vez —pensó en alta voz—. El
matrimonio, estoy segura, va a calmarte un poco, pequeña mía... Estos encuentros
amorosos, una o dos veces por semana, lo sé perfectamente, no te bastan... ¡Dios mío!
Se puso a pensar, no sin una cierta aprehensión, en el brusco cambio que su
comportamiento había experimentado a lo largo de las últimas semanas.
Poniéndose el sostén, del que habría podido prescindir fácilmente, esbozó un gesto
divertido.
—¡Cuando pienso que ha sido necesario que tengas veinticinco años para que te
decidas a conocer el amor!
De pronto, su rostro se ensombreció ligeramente.
No era culpa suya, lejos de ello. La muerte de su madre y la existencia de Annelisse,
su hermana menor, habían contribuido mucho en cuanto a la conservación de su virginidad
que, frecuentemente, le había sido muy difícil de soportar.
Pero, siendo la única mujer de la casa, y teniendo que ocuparse, sobre todo, de
Annelisse, había estado obligada a consagrarse con todas sus fuerzas, ocupándose al mismo
tiempo de su padre y de su hermano Rudolf.
Se puso su falda azul y su chaqueta de la Luftwaffe. El uniforme femenino del
Ejército le caía a la perfección. Hasta los zapatos negros, de tacón muy bajo, no podían
impedir que se destacara la magnífica línea de sus piernas.
—Rudolf... —murmuró poniéndose la gorra reglamentaria, con la insignia en la
parte delantera, la "gallina", como se la llamaba familiarmente al águila con la swastika
entre las garras.
Ya hacía dos años que su hermano había partido hacia el frente ruso. Dos años
mayor que ella, Rudolf había heredado el carácter apaciguador, la calma bonachona, de
Herr Dreist, su padre.
Incapaz de dejarse arrastrar por la pasión, se limitaba a cumplir con su deber, de la
forma más estricta posible.
Como él, Herr Dreist había trabajado durante treinta años, antes de establecerse por
su cuenta, en un gran almacén de Berlín. Así es como había pasado una gran parte de su
vida de pie detrás de un mostrador, sirviendo millares de kilómetros de tejidos, que habían
servido para vestir millares de mujeres...
Ahora, viejo, cansado, llevando todavía sobre su corazón el peso de la pérdida de su
mujer a la que había adorado, Herr Dreist, que se había vuelto muy miope, vendía telas de
muy mala calidad, contando y recontando los tíquets que recortaba de las cartillas de
alimentación que reinaban en el Gran Reich.
Acabó de vestirse, estremeciéndose sin querer. Aquel mes de mayo se mostraba muy
recalcitrante en ofrece; una muestra de la primavera que todo el mundo deseaba. El cielo
era gris y triste.
Frieda atravesó la calle, volviendo la cabeza hacia el Este.
Una enorme nube negra planeaba sobre Hamburgo. Algunos recuerdos dispersos
hicieron aparición en su espíritu. Durante su larga noche de amor, estaba segura de haber
oído los hipidos ásperos de la Flack, seguidos de la tos bronca de las bombas...
Sí, Hamburgo había sido bombardeado aún otra vez. Sin duda la muerte había
golpeado, ciegamente, matando hombres, mujeres y niños.
Se estremeció.
De pronto, se dio cuenta de que, mientras que había habido gente muriendo o
sufriendo como condenados entre los muros que se desplomaban en medio de las llamas...
ella había hecho el amor con Friedrich.
Durante unos momentos se horrorizó.
Después, de poco en poco, mientras marchaba armoniosamente por las calles de
Altona, se dio cuenta de lo absurdo de sus ideas, y de que era la locura de la guerra la única
culpable de que, dos cosas tan distintas como el placer y el dolor, pudieran codearse a un
tiempo.
La localidad de Altona, unida al gran Hamburgo desde 1937, había escapado, por el
momento, a los grandes bombardeos de los aliados. Sin embargo, algunas boñigas aisladas
habían caído, aquí y allá, en la pequeña aglomeración, pero sin acercar, ni mucho menos, al
in—, fiemo indescriptible que se desencadenaba sobre Hamburgo casi cada noche.
Llegando al edificio donde estaban instalados los servicios de la Luftwaffe, Frieda
respondió con una sonrisa al saludo del centinela, que se enderezó a su paso.
Y mientras subía la amplia escalera de mármol que se encontraba delante de la
entrada principal, sintió la mirada del soldado.
Al contrario de muchas de sus compañeras de servicios del Ejército del Aire, no
sentía ningún placer de ser mirada así por los hombres. Desde muy joven, y por una especie
de sexto sentido, había adivinado cuando una mirada masculina se posaba sobre ella. Y no
tardó en descubrir lo que aquellos ojos decían, los oscuros e inconfesables deseos que
recelaban.
Frieda atravesó el inmenso hall, marchando directamente hacia el fondo. Otros
centinelas, la metralleta apoyada en la sangría del brazo, como se tiene un bebé, la
saludaron.
Empujó la puerta y penetró en el despacho que compartía con María Nahaussen que
se ocupaba exclusivamente del correo del coronel.
María era una chica alta y de un rubio muy claro, casi blanco. Tres años más joven
que Frieda, poseía, sin embargo, una experiencia amorosa completa de la que presumía sin
vergüenza alguna.
A la excepción del coronel, que por otro lado habría sido incapaz, se había acostado
con la totalidad de los oficiales y de los jefes que trabajaban en el gran edificio de la
Heimbacherstrasse.
Muy bella, era mucho más fuerte que su compañera de despacho, con senos
enormes pero todavía firmes y de amplias caderas, que balanceaba con una flagrante
obscenidad.
Al oír abrirse la puerta, María levantó la mirada del teclado de la máquina de
escribir.
—¡Vaya! ¡Eres tú!
—¿Ya ha llegado el coronel? —preguntó Frieda.
—No. Todavía no...
Frieda se dirigió hacia el lado del despacho que le pertenecía, se quitó la gorra y
sacudió la cabeza, haciendo bailar sus largos cabellos dorados.
—¿Quieres fumar? —le preguntó la otra, que había dejado su silla para acercarse a
la de su amiga.
Frieda hizo un gesto afirmativo, cogió un cigarrillo del paquete que le presentó
María y se inclinó para acercar la extremidad del cigarrillo a la llama del mechero que el
otro tenía en su mano derecha.
Durante unos momentos se quedaron en silencio. Una doble columna de humo
azulado subió perezosamente hacia el alto techo.
—¿Has pasado la noche con él? —preguntó bruscamente María al tiempo que se
quitaba del labio inferior una brizna de tabaco.
Molesta, Frieda estuvo a punto de no responderla. Pero sabía que toda defensa era
inútil. Con María, que se divertía explicando 'groseramente sus experiencias amorosas, el
silencio era ofensivo.
—Sí. Le he visto.
María miró a su compañera a través de la humareda de su cigarrillo.
—Puede estar orgulloso, nuestro querido Oberinspektor —rió—. Haber tenido la
suerte de encontrar alguien fiel, puede presumir... ¡y yo sé que lo hace!
—A todos los hombres les gusta presumir...
—Pero él puede hacerlo sin mentir ni exagerar...
Miró a Frieda como si la viera por primera vez.
—¡Siempre serás un misterio inexplicable para mí, querida! ¡Cada vez que pienso
en ti me da vértigo!
Harta de aquella conversación, Frieda dio la vuelta a la mesa y se sentó sobre el
sillón giratorio. Visiblemente quería acabar con los cotilleos de su amiga, pero sabía que
sus deseos fracasarían lamentablemente.
En efecto. Apoyándose sobre la mesa de su amiga, María se inclinó hacia ella.
—Yo —dijo sin darle importancia— he tenido una experiencia interesante ayer por
la noche.
—¿Qué? —preguntó Frieda, que acababa de abrir una de las carpetas que se
amontonaban sobre la mesa.
—¡Nunca podrías imaginarte mi Última aventura!
Frieda no sentía ninguna gana de conocer la nueva proeza de María. Por otro lado,
podría haber adivinado cada palabra, cada gesto con los que su amiga iba a— acompañar el
relato. Pero, con la intención de acabar lo más pronto posible, preguntó con un tono
falsamente interesado: —¿Con quién?
—No. Nunca podrás adivinarlo, pequeña. No es como las otras veces, y perderías
lamentablemente tu tiempo buscando entre los de aquí...
—Pero —respondió Frieda con una sonrisa— no buscaba entre los conocidos...
—¡Sí! —dijo María—. Justamente por eso quería conocer algo nuevo, inédito...
Aplastó la colilla en el cenicero; para hacerlo tuvo que inclinarse aún más y Frieda
tuvo la visión de dos globos enormes, que un sostén contenía apenas.
—Ayer por la noche —dijo María— no sabía qué hacer. Me paseaba un poco al azar
por las calles. La gente parecía interesada por el bombardeo de Hamburgo...
Frieda no pudo evitar un estremecimiento.
—Aburrida, me dije que lo mejor era ir a dar una vuelta del lado de los cuarteas de
Waffen-SS. Justamente Silvia, ya sabes quién, la chica del almacén de vestidos, me había
dicho que nuevos reclutas habían llegado a Altona...
Rió de pronto, nerviosamente.
—De golpe, sin darme cuenta, me encontré en la Bürgerstrasse...
Horrorizada, Frieda levantó la cabeza de los papeles que estaba mirando. Puso sobre
la cara sensual de su amiga una mirada sorprendida.
—No vas a decirme que...
María continuaba sonriendo. Visiblemente se di ver— lía ante la extrañeza de la
otra.
Porque todo el mundo sabía lo que la palabra Bürgenstrasse significaba.
En el fondo, antes de la guerra, nada de extraordinario. Una pequeña calle entre dos
grandes arterias: Erlengrund y Klosterbergtstrasse.
Ocupando la totalidad del callejón, un viejo edificio que se había afectado, desde el
comienzo de la guerra en Rusia, como hospital. Sin embargo, se trataba de un centro
quirúrgico y médico de un género especial. Allí se curaban los grandes mutilados...
Frieda había oído hablar de esos hombres a los que la guerra había transformado en
monstruos de aspecto repugnante.
Generalmente los pobres seres confinados en el lazareto no salían nunca del triste
edificio de Bürgenstrasse.
Pero se trataba de hombres...
Procedentes de Hamburgo, la gran ciudad del placer, prostitutas de la categoría más
ínfima, viejas y repugnantes mujeres que habían sido echadas de las peores casas de vicio,
llegaban a Al tona, una vez por semana, debidamente autorizadas por el Gauletier de la
región de Hamburgo.
Llegaban por la noche y se iban antes del alba. Durante esas horas se quedaban en
las habitaciones del lazareto, que habían sido preparadas para que pudieran recibir allí los
mancos, los ciegos, los "rostros quemados", los amputados de dos piernas...
—Al pronto —confesó María sin dejar de sonreír— tuve miedo. Pero mi curiosidad
era más fuerte que mi prudencia... No osé, sin embargo, atravesar la gran puerta... de todas
formas —rió—, no tenía por qué molestarme. Detrás de los barrotes de la verja adivinaba
los ojos que me miraban y oía los susurros de los que explicaban, a sus compañeros ciegos,
lo que veían...
Frieda sintió helarse su sangre.
—¿Entonces? —preguntó, llevada por una mórbida curiosidad.
—A mi pesar —prosiguió la alta rubia—, apresuré el paso. Pero, cuando pasé
delante de la gran puerta, alguien me llamó...
Sacudió la cabeza y su cabellera batió el aire como el plumaje desordenado de un
ave.
—Me volví... pero no vi nadie. Entonces, cuando me disponía a proseguir mi
camino, el hombre me llamó de nuevo. La voz me venía de abajo, y fue bajando la cabeza
hasta que al fin le vi...
Y delante de la expresión interesada de Frieda, rió al añadir: —¡Exactamente lo que
estás imaginando, pequeña! Un amputado de las dos piernas al que, escúchame bien, le
faltaba el brazo derecho.
—¡Eres horrible!
—¡No digas tonterías! —rió María—. La vida, sabes, se va de prisa, tan de prisa
que hay que aprovecharla con furor. Fíjate en nosotras... todavía potables, ¿no? Pero, ¿por
cuánto tiempo?
El tono de su voz cambió. Sobre su frente tina "H" se dibujó de pronto.
—A veces, delante del espejo —murmuró con una voz extinguida—, siento el
miedo, el verdadero miedo, de ver la amenaza de la fealdad proyectarse sobre mi cuerpo...
estoy algo llena, lo sabes..., y el peso de mis pechos comienza a inclinarlos un poco
demasiado para mi gusto. Algunas arrugas, todavía insignificantes, cierto, marchitan mi piel
anteriormente lisa y bella... ¡No! —exclamó, exprimiendo así su oposición—. Quiero
aprovechar cada minuto, cada segundo... antes de que sea demasiado tarde...
Levantó la cabeza, en un gesto de desafío.
—¡Probar todo! ¡Conocer todo! ¡Sin límites! ¡Sin restricciones!
Y con una sonrisa expresiva:
—¡Por eso me fui con el tipo sin piernas, y con un brazo de menos como
compensación!
Se enderezó aún más. Bajo su camisa, sus enormes pechos se enderezaron como dos
piezas de la DCA.
—¡Fue sensacional, palabra! ¡No le quedaba más que una mano, pero qué mano,
Frieda!
Suspiró y con los ojos semicerrados, la boca ligeramente entreabierta, el aliento
entrecortado: —Me ha confesado que no había estado con ninguna mujer desde hacía
cuatro años. Fue herido en Polonia... ya hace una eternidad de eso... Y lo más horrible es
que ha sido mutilado por uno de nuestros tanques. El pánzer le pasó por encima...
—Y —preguntó Frieda a su pesar—, ¿nunca ha estado con una de esas horribles
mujeres de Hamburgo?
—¡No! Te lo acabo de decir. El, a pesar de su estado, es un hombre sensible,
cultivado. No creas que es un cualquiera... Era Hauptmann y mandaba una unidad de
Panzergrenadieren.
—¡Pobre muchacho!
María rompió a reír desenfrenadamente.
—¡Y qué muchacho, chiquilla! ¡Y eso que tengo mi experiencia! ¡Un hombre! ¡Un
macho como nunca he encontrado entre toda esa banda de imbéciles que han compartido mi
lecho! ¡Me estremezco nada más que al pensarlo! ¡Qué brío! ¡Nunca se cansaba! ¡Todavía
estoy pasmada!
Confusa, Frieda bajó la cabeza.
La llegada del coronel acabó con aquel relato penoso. Wermucht, sonriente, muy
animado como de costumbre, saludó a las dos jóvenes; después, dirigiéndose a Frieda: —
Pase por mi despacho dentro de diez minutos, Fraulein Dreist. Y lléveme la primera serie
de expedientes...
Capítulo II
Por primera vez, Anneliese no miró siquiera la cara del hombre que los enfermeros
acababan de dejar sobre la mesa de operaciones.
Luchaba desesperadamente contra la idea obsesiva que la perseguía desde hacía casi
unas seis semanas.
¿Estaba encinta?
No era por lo tanto algo que la asustara; al contrario, le procuraba una vanidad
infantil pero deliciosa... y tranquilizadora, porque estaba segura de que, cuando Fritz lo
supiera, tomaría una decisión inmediata, y la cogería de la mano para llevarla directamente
al juzgado de paz.
Una gran alegría le inundó.
Sin embargo, en el fondo, no quería “empujarle" poniéndole delante de la evidencia
de su estado. No, no lo haría nunca, y era por eso que no había querido hacerle compartir
sus dudas, esperando que él le hiciera una pregunta precisa, ya que él sabía perfectamente
que, por su último encuentro, no habían hecho nada para evitarlo.
Eso mostraba claramente su deseo de tener un bebé. Frecuentemente, Fritz le había
dicho que le gustaban los niños. ¿Qué cosa más agradable, en un hombre como él, un jefe
nato, que parecía encontrarse a mil leguas de la idea de formar una familia?
—¡ Separadores!
No oyó la voz del cirujano. Ensimismada en sus ideas, pensando ya en lo que Fritz
le diría cuando le dijere que estaba encinta, continuó soñando con los ojos abiertos.
Frunciendo el entrecejo, el doctor Reisses se volvió bruscamente.
—;Fräulein Dreist! ¡Mein Gott! ¡Le he pedido los separadores! ¡Maldito sea! ¡Si
tiene ganas de soñar, lárguese de aquí!
El rostro de la joven enfermera enrojeció fuertemente.
—¡Perdóneme, herr Doktor! —murmuró confundida.
—¡Páseme los separadores!
Obedeció prestamente.
Entregada completamente a su trabajo, olvidó voluntariamente sus íntimos
pensamientos, relegándolos al fondo de su conciencia, allí donde no podrían molestarla.
Miró entonces, por primera vez, el vientre abierto del herido. Cada vez con más
frecuencia, los hombres que se traían del frente ruso ofrecían heridas abdominales.
Cada día el doctor Reisses tenía dos o tres vientres delante de su bisturí, con los
intestinos perforados y, un poco por todos lados, restos metálicos que los gangliones
rodeaban.
Veinte minutos más tarde el cirujano cerró el plano superficial con una sutura
magistral.
Se quitó la máscara de gasa volviéndose hacia la enfermera y, con la frente
desarrugada, una amplia sonrisa sobre sus labios; —¿Está usted enferma, acaso, Anneliese?
—¡Oh, no, herr Doktor! —exclamó, sintiendo el rubor apoderarse de su rostro.
Reisses frunció el ceño.
—No sé —suspiró—, pero la encuentro muy rara desde hace unos días...
Su mano, desnuda ahora que se había quitado los guantes, se posó amigablemente
sobre el hombro de la joven.
—Si tiene problemas, venga a verme, pequeña. ¡Es usted muy joven, lo sé! Además,
su hermana mayor, al traerla aquí, me rogó que me ocupara de usted...
Ella hizo un gesto brusco.
—Usted sabe, herr Doktor, que Frieda exagera... además: ¡no soy tan joven! Voy a
cumplir veinte años dentro de poco...
—¡Oh, pobre viejecita! —rió el doctor.
Quitó la mano del hombro de su enfermera.
—¡En fin! Sabe usted que estaré siempre dispuesto a ayudarla, pequeña. Ahora —
añadió—, creo que es la hora de irse a dormir... ese enfermo... ¿qué número era?
—El decimocuarto.
—¡Caray! ¡Hay para perderse! Catorce tipos que han pasado sobre la mesa de
operaciones. No es de extrañar que no pueda más. ¡Buenas noches, mi pequeña Anneliese!
—¡Buenas noches, herr Doktor!
Esperó a que Riesses hubiera cerrado la puerta tras él. Entonces comenzó a limpiar
el instrumental, vació los cubos con los restos sanguinolentos mezclados al algodón y a las
vendas.
Quince.minutos más tarde, habiéndose puesto su uniforme de paseo, salió del gran
lazareto de la Wehrmacht de Breslau.
Hacia el mediodía Frieda descendió al comedor común, instalado, como las cocinas,
en el sótano del gran edificio de la Luftwaffe.
Pero, en lugar de sentarse en seguida, se dirigió hacia el fondo donde, en una mesa
reservada a los suboficiales, se encontraba el Feldwebel Kreuzer que se ocupaba del correo
de la casa.
Este la vio acercarse y le dirigió una sonrisa.
—¿Nada? —le preguntó ella.
—No, señorita Dresit. De todas formas, si hubiera habido algo para usted, yo mismo
se lo habría subido al despacho.
—Es extraño...
—Tiene usted razón —dijo el Feldwebel—. Generalmente usted recibía dos o tres
cartas por semana. Todas de Breslau, exceptuando las de su hermano que no eran tan
numerosas.
Frieda asintió tristemente.
—Mi hermano Rudolf no me preocupa —dijo esforzándose a sonreír—; sé
perfectamente que no me escribe más que una o dos veces por mes... pero Anneliese...
—No tiene usted por qué torturarse así —dijo el hombre, volviéndole la sonrisa—.
Una enfermera, como usted sabe, por los tiempos que corren, no debe tener mucho tiempo
libre... Después de las batallas que han tenido lugar en Rusia, los hospitales deben
desbordar de heridos.
—Gracias, amigo mío...
—No tema nada. En cuanto tenga algo para usted iré a llevárselo personalmente.
—Gracias...
Sé alejó deslizándose entre las mesas ágilmente.
El hombre la persiguió con la vista y sintió un gusto amargo subirle a la boca.
Kreuzer la imaginó durante unos instantes en los brazos de su amante, el
Oberinspektor Schlósser. La escena le resultó tan intolerable que la rechazó con una mueca.
Naturalmente, ella no podía saber...
Es verdaderamente formidable lo que se aprende en las comisiones de censura. El
Feldwebel había trabajado en ellas durante los meses que siguieron a la derrota alemana
delante de Moscú, en el invierno de 1941.
Antes, el correo no era apenas examinado. Salvo raras excepciones, los miembros
de las fuerzas armadas no hacían más que expresar su euforia y, para los de la retaguardia,
esa era la mejor, la más sana y sincera propagando que el doctor Goebbels hubiera podido
imaginar.
Pero, en cuanto las cosas se avinagraron, la amargura, la desesperación y la
desilusión se infiltraron entre las líneas. Y también el miedo, esa presencia casi siempre
invisible, pero siempre presente allí donde los hombres pelean.
El Feldwebel Kreuzer había leído centenares de cartas, había descubierto la angustia
antes del ataque, los remordimientos que aparecen cuando se cree que el último momento
ha llegado...
Pero había descubierto también la cobardía, la mentira, el engaño y hasta la
crueldad.
En estos momentos, paseando una mirada entre la gente sentada en el comedor,
¡hubiera podido decir tantas cosas!
Aquél, un Oberleutnant que hablaba con María, la alta rubia, se las daba de valiente.
Sin duda alguna que estaba contando sus hazañas durante la batalla de Inglaterra.
Kreuzer rió burlonamente para sus adentros.
¡Mein Gott, que la gente es estúpidamente presumida!
Aquel oficial no había volado más que una vez, en calidad de observador, en un
gran bombardeo "Junker". En seguida se había apresurado a escribir una larga carta a su
madre, que era la querida de un gran jefe del Partido...
El Feldwebel se acordaba exactamente de aquella carta: "... te lo ruego, mamá
querida. ¡No puedo más! ¡Esos vuelos sobre un país enemigo son horribles! Además, el
capitán del avión no me aprecia... ¡y me odia tanto que me hace la vida imposible!
"Díselo a Jurgens, mamá. Cuéntale que ese capitán es el último de los cerdos y que
quiere vengarse de mí. Si me quieres, mamá querida, sácame de este infierno... estaría tan
bien en Hamburgo, cerca de ti..."
Tres semanas más tarde, el teniente era trasladado a la gran casa de la Luftwaffe de
Altona, el edificio que la gente había estúpidamente bautizado bajo el nombre de
"galjinero”.
¡Sí, se aprenden muchas cosas en la censura!
Y también se acordaba de las bonitas cartas del Hauptmann Schosser. Menudo ése.
Su escritura nerviosa, sus frases mordientes...
"Querido doctor: ¡es necesario que actúes! ¡Compréndeme! ¡Estoy harto de esa
mujer! Me está agriando la vida con sus estupideces. Si no la encierras, será a mí al que
tendrás que meter en tu manicomio."
¡Había liquidado limpiamente el asunto, el muy cerdo!
En la última carta del doctor, un poco antes de que Kreuzer dejara la comisión de
censura, se hablaba de Helga que yacía en la celda: "Está muy agitada, mi querido Fiedrich,
pero espero calmarla dentro de poco tiempo. Sólo hay una cosa que me inquieta: su corazón
es débil. Después de los dos abortos que ha sufrido (no tendrías que haberla forzado) no es
la misma... No es de extrañar que, al saber que tú la engañabas con la primera que
encontrabas, después de los sacrificios que había hecho por ti, arriesgando la muerte por
dos veces consecutivas, que haya caído en ese estado mental agresivo...”
—¿Usted no quiere comer? —le preguntó la linda camarera inclinándose para
ofrecerle, al mismo tiempo que sus servicios, una vista generosa sobre los globos sedosos
que parecían quererse escapar del corsé muy escotado.
Kréuzer negó tristemente de un gesto.
—No, bella mía; mi apetito acaba de irse...
Y, después de haber encajado sin pestañear la sutil mirada de la camarera: —¿Estás
libre, por casualidad, después de tu servicio de esta noche?
Ella guiñó maliciosamente un ojo.
—Para ti —zalameó la camarera, inclinándose aún más— estoy libre ahora mismo,
pero si prefieres esta noche...
—Lo prefiero —decidió el Feldwebel poniéndose en pie.
Acarició con una sabia mano la grupa de la joven que emitió una risa, rápidamente
ahogada.
Kreuzer se alejó de un paso rápido.
"Es necesario que me largue de este burdel lo más rápidamente posible —se dijo a
sí mismo—. El aire se vuelve irrespirable. Es preferible irse al frente. ¡Porque si continúo
aquí y ese hijo de ramera de Oberinspektor tremo del arrugado papel. Lo había recibido
aquella mis— propias manos!”
No, no iba a permitir que Schlósser repitiera con la joven secretaria la historia de la
"loca”, que tan bien le había salido con su mujer...
—¿La quieres al menos? —se preguntó entre dientes—. ¡Especie de idiota!
¡Siempre queriendo jugar al don Quijote!
Rebuscó en sus bolsillos; sus dedos agarraron el extremo del arrugado papel. Lo
había recibido aquella misma mañana.
"Su presencia es necesaria cerca de su señora madre. Debe venir lo más pronto
posible. Sigue certificado médico por envío certificado. Abrazos, Helen."
Rió nerviosamente.
¿Tendría la fuerza suficiente como para entrar en ese juego peligroso? Aún no lo
sabía.
Algo muy importante estaba a punto de tramarse en Colonia, su ciudad natal. Helen
era la hija del teniente coronel Brechert, comandante de la Región Militar de aquel rincón
de Prusia.
Su madre había muerto hacía dos años; no habiendo podido sobrevivir a su marido,
asesinado a golpes en plena calle por un grupo de camisas pardas...
Rechinó de dientes.
—Mañana —murmuró, bruscamente decidido— veré al coronel Wermucht.
»No podrá negarme un permiso de, tres días. Atravesó la calle.
Pero aquella noche iba a acostarse con la pequeña camarera. La única forma que
tenía a su alcance para olvidar a la otra mujer, la diosa, como la llamaba para sí mismo.
Frieda Dreist.
Capítulo III
"ANNELIESE.”
Capítulo IV
Precedidos por el cañonero Rottger, los dos Panzerführer se aproximaron al jefe del
“666-G”, Rudolf, que acababa de encender un cigarrillo.
Esperó que se encontraran ante él para decirles de sopetón: —Iván está preparando
un ataque. Sin duda se han dado cuenta de que no somos más que un punto de apoyo móvil,
y que no contamos más con la ayuda de la Infantería.
—¡Déjales hacer, Dreist! —sonrió Webel, el jefe del "667"—: ¡peor para ellos, si
quieren partirse los dientes contra nuestras máquinas!
Viendo que Webel no le había comprendido, Dreist suspiró: —Escúchame bien,
Raimund, y tú también, Joachim: si los ruskis vienen buscando jaleo, es que traen con ellos
medios capaces de combatir nuestros Panzer, nuevas armas que los americanos les han
dado.
—¿ " Panzerfaust ”? —preguntó Joachim Reichmeyer.
—Algo parecido, pero más potente. Pueden lanzar sus cohetes desde mucho más
lejos que con nuestros cacharros.
El joven Reichmeyer levantó indolentemente los hombros, manifestando así su
desprecio.
Hijo de un jefe de la Kripo [3], nazi fanático, acababa apenas de llegar al frente ruso.
Había pasado dos años, como jefe de grupo, en las juventudes hitlerianas.
—Creo que Webel tiene razón —afirmó con un gesto decidido—. Hasta con sus
cacharros americanos podemos crearles dificultades.
—¿Cómo? —preguntó Rudolf irónicamente.
Turbado durante un instante, el joven Panzerführer dijo en un tono decidido: —
Rociándolos a cañonazos y acabándolos a tiros de ametralladora. Aunque, como tú dices, el
alcance de sus "Panzerfaust” es bastante importante, nuestros cañones llegan más lejos y
podemos hacerles saltar antes de que puedan hacernos daños.
Dreist comenzaba a estar harto.
Desde la llegada del joven Reichmeyer, había oído bastantes tonterías de la boca de
Joachim.
¡Se creía todavía en el Campo de Juventud, el pequeño imbécil!
Menos mal que Webel, que al fin había comprendido, intervino con su voz calma:
—¡Ya entiendo, Rudolf! ¡Perdóname, no me había dado cuenta antes! No podemos
arriesgar nuestros tanques contra un grupo disperso, que puede atacamos por todos lados...
—¡Es justamente eso! —suspiró aliviado Dreist—: como no tenemos
Panzergrenadieren, deberíamos reemplazarles nosotros mismos. Es tonto, lo sé, pero si no
avanzamos hacia Iván, va a caemos encima y, entonces» será el jaleo.
Los ojos de Webel chispearon.
—¡Pero es una epidemia! —exclamó el coronel Wermucht—. ¡No sabía que la salud
de los alemanes estaba tan mal!
Kreuzer no dijo nada.
Conocía al coronel desde hacía mucho tiempo y sabía perfectamente que le gustaba
bromear. Wermucht no pertenecía sin embargo al “Gran grupo”, y no se podía contar con él
para aumentar el gran número de oficiales superiores que protestaban ya contra la situación.
Simple capitán en 1933, Adolf Wermucht se apresuró a entrar en los rangos del
nacionalsocialismo, la única forma de salir del cepo en que su incapacidad natural le tenía
clavado.
Mirándole, el Feldwebel se dijo tristemente que había montones como él. Oficiales
que, sin Hitler, habrían visto pasar los años sin ninguna promoción, acabando sus tristes e
inútiles existencias en el fondo de un cuartel cualquiera...
Sin embargo, Kreuzer prefería ese grupo de estúpidos con galones a los “nuevos”.
Estos último^, inteligentes, fanáticos, habrían triunfado en cualquier circunstancia.
Naturalmente, la llegada del nazismo les había ofrecido, al mismo tiempo que el
poder, una concepción del mundo que les permitía todo, con el derecho de vida y de muerte
sobre la gente.
Como los señores feudales.
El coronel se inclinó, sonriente, sobre la gran mesa de su despacho.
—Es usted el segundo, Feldwebel. Esta mañana, nada más al llegar, ya tenia una
petición de permito sobre esta mesa... ¡y también a causa de una enfermedad!
Rió.
—Pero, entre nosotros, no me fío de la supuesta enfermedad de la supuesta hermana
pequeña de Fräulein Dreist...
Jakob se interesó de pronto en lo que Wermucht estaba diciendo.
—¿Sabe usted, Feldwebel? Cuando se tienen veinte años, se es mujer, y además
bonita... ¿qué clase de enfermedad se puede tener?, ¿ve usted lo que quiero decir, no?
Kreuzer afirmó ligeramente con la cabeza; en el fondo las tonterías del coronel le
molestaban. Una vez más se acordó del tiempo en que estaba en la comisión de censura.
Algunas cartas de Wermucht le habían pasado entre las manos. Cartas anodinas,
completamente estúpidas, que sin embargo hacían ver la mentalidad del coronel que decía
así a su madre, de ochenta años de edad: "¡Me hace sufrir como a un condenado! No
puedes imaginarte, mamá querida, todo lo que tengo que pasar cada día. ¡Si te hubiera
escuchado! ¡Pero cuando se es joven —se había casado a los cuarenta años— siempre se
cometen tonterías!”
Todo el mundo conocía a la "coronela". Frau Wermucht debía tener, según se decía,
mucho pelo en el pecho. ¡Pecho que, por otro lado, tenía completamente plano!
—¡Otro pequeño alemán que llega al Reidi! —rió estúpidamente el coronel—. ¡Ah,
esta juventud! ¡Desgraciadamente he nacido demasiado pronto!
—Entonces —preguntó Jakob hipócritamente—, la hermana de Fräulein Dreist debe
estar... eh...
—Sí, querido Feldwebel. ¿Por qué no llamar las cosas por su nombre? La pequeña
Anneliese debe estar encinté...y su hermana, ¿usted la conoce, no es verdad?, hace las
maletas y se apresura a obligar al don Juan de tumo a hacer la reparación acostumbrada.
—Comprendo. Pero, mi caso...
—Ya sé, ya sé, Feldwebel. Su madre. ¡Eso es diferente! Sólo que no estoy
autorizado a gastar completamente todos los permisos que corresponden a mi
departamento...
Su gesto hipócrita se iluminó de pronto de un brillo de sus pequeños ojos.
—¿Va usted a la región de Colonia, no?
—Sí, mi coronel.
—Entonces, si no le molesta mucho... algunas botellas de vino del Rhin... a menos
que esté usted muy cargado para la vuelta.
—Puede usted contar con ello, mi coronel.
—¡Es muy amable de su parte! Sabe usted... mi mujer da recepciones
continuamente... No se da cuenta de los tiempos que atravesamos, restricciones... ¡qué
quiere usted! ¡Las mujeres son así!
—Tendrá usted su vino, mi coronel.
—Muy bien. Muy bien. Vuelva dentro de cinco minutos... le habré hecho establecer
un pase... ¿cuántos días me ha dicho...?
—Cinco me bastarán, mi coro...
—¡No! —le interrumpió el otro—; ¡voy a hacerle establecer un permiso de ocho
días!
—¡Se lo agradezco, mi coronel!
Capítulo V
El primer cohete golpeó el blando suelo a una veintena de metros del Panzer. Se
hundió en la tierra, explotando después con una fuerza inusitada, abriendo un gran cráter
del que salió un ramo de llamas.
Una ola de intenso calor acarició el rostro del Panzerführer, que estaba aún con
medio cuerpo fuera de la torreta.
Joachim, que había seguido con una mirada alucinada la llegada del cohete y su
formidable explosión subterránea, sintió helársele la sangre.
De golpe, se arrepintió de haberse dejado llevar por su falso coraje. Como le ocurría
cada vez que se encontraba delante de un peligro real, se confesaba su miedo.
Y era como si eso le constituyera un invisible escudo capaz de protegerle contra
todo.
En realidad, desde su reciente llegada al frente, no había tenido todavía la ocasión
de asistir a un verdadero combate entre blindados, y aun menos de asumir la
responsabilidad de una acción militar, ¡tontería que estaba cometiendo ahora!
Sin pensar en nada, proa al miedo que se había apoderado de él, gritó en el
laringòfono, apoyando sobre su cuello una mano que temblaba fuertemente: —¡Hacia atrás!
¡Rápido! ¡Ejecución!
En el interior del tanque, en su habitáculo aislado, el Panerlahrer bloqueó las
cadenas, liberando enseguida una de ellas, de manera a hacer girar la pesada máquina,
sobre la que quedaba bloqueada.
Las cadenas mordieron la tierra arrancando la hierba a grandes dentelladas
mecánicas. Trozos de tierra gris fueron proyectados violentamente; el motor gruñó y los
tubos de escape escupieron una espesa humareda negra.
—¡"Schnell”! ¡"Schnell”!
Alocado, sudando de miedo, el Panzerführer del "668" se estremecía de
impaciencia.
El tanque no había disparado todavía ningún cañonazo. Su tripulación, ganada por
el pánico de su jefe, parecía tomar parte de las maniobras que el conductor estaba haciendo.
La histérica voz de Reichmeyer repercutió en todos los micrófonos.
—¡"Schnell"! ¡"Schnell"!
Un nuevo cohete llegó; golpeó la parte inferior del blindado, de lleno sobre una
rueda motriz. La cabeza del proyectil, durante un momento inmovilizada por el acero, pero
¡girando sobre ella misma a una velocidad increíble, mordió glotonamente el metal con un
fantástico desprendimiento de chispas.
Después, bruscamente, incapaz de penetrar —la puesta a fuego habiendo consumido
el tiempo previsto— explotó, bruscamente, rabiosamente, golpeando con sus brazos
invisibles al Panzer, arrancando con sus rojas garras los eslabones de la cadena,
desarticulándola, esparciendo las ruedas motrices a su alrededor.
La onda cegadora de la explosión lamió el tanque y subió, como una bola de fuego,
hasta la torreta.
Con el aliento entrecortado, sintiendo como sus pulmones se llenaban del fuego que
le rodeaba, quemándole hasta las entrañas, Joachim creyó llegado su último momento.
Su miedo creció. Dilatándose como una burbuja de jabón, introduciéndose en el
cuerpo del joven tanquista, contrayento hasta el último de sus músculos, hasta afectó a los
esfínteres.
Sin tener la mínima vergüenza, Reichmeyer sintió como se mojaba su pantalón. No
prestó mucha atención. Pasando las piernas por encima de la torreta, saltó a tierra, las
piernas dobladas para amortiguar la caída.
Un olor acre se apoderó de su garganta.
Ciego a medias por el humo que todavía planeaba a ras del suelo, se orientó
rápidamente y salió corriendo, los codos pegados al cuerpo, hacia las líneas alemanas.
La terrible explosión le sorprendió algunos minutos más tarde. Un aire caliente le
arañó y tropezó, casi a punto de caerse, pero continuó corriendo, sintiendo una intensa
quemadura en el pecho.
Recorrió así un centenar de metros. Agotado, se paró, con el corazón golpeándole
fuertemente contra las costillas.
Se volvió.
El espectáculo le vació de sus últimas fuerzas. Se dejó caer sobre la tierra,
quedándose sentado, esbozando una expresión estúpida, vacía, los ojos agrandados,
mirando como hipnotizado la masa gris del Panzer transformado en una gigantesca
antorcha.
De pronto, el blindado explotó.
Grandes llamaradas surgieron de su interior, abriéndose, en abanico. Al principio
algunas chispas, después trozos de metal al rojo blanco, saltaban en todas direcciones.
La garganta del tanquista se contrajo, después emitió un ronco sollozo mientras que,
en una reacción de alivio puramente animal, sus esfínteres cedieron nuevamente y Joachim
se orinó en su pantalón.
—Arremángate, pequeña...
Le obedeció, levantando después una mirada tímida y desamparada hacia el
Sanitátsobergrefreiter: —¿Sabe usted, Hans...?
—¿Qué?-preguntó Loeffer mirando a través del cristal el líquido que llenaba la
jeringuilla le sonrió.
—No tiene importancia, Fräulein. ¡Al contrario, si supiera lo que usted está
haciendo por el hijo, de los dos, estaría ciertamente muy orgulloso.
—Todavía no se ha dado cuenta... a pesar de que tengo las venas de los brazos
llenas de agujeros.
—¿Cree usted?
"¡Mierda! ¡Qué tonta es! ¡No tiene nada en la cabeza!”
Menos mal que las buenas disposiciones de la joven habían facilitado enormemente
la puesta a punto del plan que había concebido. Un plan atrevido, peligroso, pero de una
eficacia asegurada por adelantado.
Enrolló el trozo de goma alrededor del brazo.
—Cierra el puño.
Ella obedeció y las venas engordaron visiblemente; ahora sobresalían bajo la piel
blanca del brazo. Algunos puntos negros salpicaban la piel delicada y fina.
Le había puesto once inyecciones de calcio.
—Me pregunto —dijo ella, cerrando los ojos para.no ver cómo le pinchaba—, cómo
ha podido adivinar mi estado... Hoy todavía, cuando me miraba en el espejo, no veía nada...
mi vientre es tan plano como siempre...
El hundió la aguja de un golpe preciso; un poco de sangre subió por la aguja,
tiñendo de rojo el líquido incoloro. Anneliese se estremeció ligeramente.
—Yo también —dijo Hans con una voz hipócrita y mintiendo cínicamente—, he
tenido una hermana como tú. Por otro lado —una nueva mentira— he trabajado durante dos
años seguidos a la Maternidad y en el Kindergerden de Munich... ¡tengo una cierta
experiencia!
—Se ve enseguida —murmuró la enfermera abriendo los ojos—; es usted muy
listo... ¡se ha dado cuenta enseguida de que necesitaba calcio para que mi hijo nazca sano y
fuerte!
—¡Será el más bonito bebé de Breslau! —exclamó con una convicción
perfectamente disimulada.
—¡Oh, seguro.que sí!'-rió Anneliese.
Apoyó despacio sobre el émbolo. El líquido penetró silenciosamente en la vena.
Hans, en el momento de pincharla, había quitado la goma.
Preguntó sin levantar la cabeza:
—¿Sientes el calor en el cuerpo?
—Sí —respondió dulcemente.
—¿Hasta en... el trasero?
—¡Oh, sí! —le respondió, enrojeciendo.
Habiendo cogido un poco de algodón, sacó la aguja y puso el algodón contra el
agujero donde una perla de sangre se formaba.
—Dobla el brazo, Anneliese.
Ella lo hizo.
Fue a limpiar la jeringa en el lavabo. Mientras lo hacía, le preguntó con un tono
untuoso: —¿Es para pronto la boda?
—Para muy pronto. Sólo esperamos la llegada de los padres de mi novio. Ya
deberían estar aquí, pero Frau Lohmann, que sufre terribles cefaleas... ¡la pobre!, ha debido
guardar cama durante algunos días. Debe estar desconsolada. ¡Piense usted! Debe tener
unas enormes ganas de conocer a la futura mujer de su hijo. Yo también, por otro lado,
estoy impaciente por conocerla...
Suspiró, repleta de dicha.
—¡Oh! Es una familia extraordinaria la de mi novio. En cuanto a él... ¡no puede
imaginarse cómo es, herr Loeffer! ¡Si le conociera!
"¡Sakrement! —gruñó Hans para sí—; ¡imposible de concebir una criatura más
tonta que ésta!"
—¿Debo volver mañana? —preguntó Anneliese.
—Sí. Creo que será' la última inyección. Podemos considerar el tratamiento
terminado...
—¡Gracias, Hans!
—¡De nada, pequeña! Ya lo sabes. Siempre a tu disposición.
Ella cerró despacio la puerta.
—¡Idiota! —explotó el enfermero jefe—; viéndote tan bella como eres, no habría
sido de extrañar que me arrepintiera... ¡pero eres demasiado tonta como para despertar la
piedad! ¡Demasiado tonta para continuar viviendo!
Capítulo VI
—¿Qué?
Frente a la expresión de ansiedad que se leía en el rostro de su amigo, el
Sanitátsobergereiter, Hans Loeffer, no pudo impedir el esbozar una sonrisa.
—"¡Verflucht!" —juró divertido—; ¡no has cambiado, mi' pobre Fritz! ¡Siempre el
mismo! ¡Delante de un problema, ahí estás, sudando de miedo, acorralado como un animal
que no ve ninguna salida!
—¡Vete al cuerno! —gruñó Lohmann sinceramente enfadado—. Querría verte a ti
en el lío en que me he metido estúpidamente.
Con un encogimiento de hombros, el enfermero jefe se sentó sobre una caja, cogió
un vaso limpio y, apoderándose de la botella, la levantó, clavando sobre la etiqueta una
mirada de franca admiración!
—¡Coñac francés! "¡Scheisse!” ¿De dónde has ido a sacar esta maravilla?
—De unos amigos de la West-Flotte que han pasado a verme. Se encuentran en
Francia, a algunas docenas de kilómetros de París...
—¡Qué suerte!
—Me han ofrecido dos botellas. He descorchado ésta... la otra la guardaba para ti...
Antes de responder, Hans vació el vaso que acababa de servirse. Chasqueó con la
lengua con un gesto de entendido.
—¡Famoso! Hay que reconocerlo. Los franceses se las saben todas, para cosa de
licores... Entonces —preguntó con una sonrisa bailándole en los ojos—, ¿continuamos
haciendo el amor con "Fräulein Schwachkopf" [5]?
—¡Sabes bien que sí!
—¿No has visto nada sobre sus brazos?
—Sí. Además, me habías dicho, ya hace unos días, por teléfono, que la ponías
inyecciones.
—Lo estoy haciendo —rió Loeffer—. La estoy administrando calcio a tu chica. No
quiero que a tu hijo le falte el calcio. ¡Sería una lástima que naciera tan desprovisto de
cerebro como su padre!
—¡No me haces gracia! —protestó el Oberleutnant.
—Mi pobre Fritz —repitió el enfermero—, ¿ya has olvidado al jefe Rojo al que
desafiaste públicamente, sin conocerle?
Fritz desvió la mirada, visiblemente molesto, lanzó de un tono desabrido: —¡No te
molestes en desenterrar viejas historias!
—No lo creo así, amigo mío —dijo Hans sirviéndose nuevamente coñac—: si te
recuerdo esa historia, es simplemente para ver si, de una vez por todas, aprendes
correctamente la lección. ¡No sé cómo te arreglas, pero siempre te metes en jaleos!
—¡Me gustan las mujeres! ¡Eso es todo!
—A mí también —respondió el enfermero— pero no me dejo enredar por ellas.
Posó sobre su amigo una mirada donde brillaba la diversión.
—En Munich, en los viejos tiempos, también te metiste en un buen embrollo. Es lo
que te estaba diciendo hace unos momentos.
"Éramos jóvenes en aquellos tiempos, de acuerdo, pero eras ya el campeón de los
follones. Descubriste aquella mujer y, en seguida, te acostaste con ella y, aún no satisfecho,
te paseaste por la ciudad gritando que te cargarías, ni siquiera sabías quién era, al tipo al
que habías puesto los cuernos."
—¡Ya está bien! ¿No?
—Como en aquellos tiempos se estaba eliminando a los Rojos, y era uno de ellos, te
dijiste que la cosa sería fácil. Seguramente que contabas con que el tipo, al oír que un
miembro de las S.A. le buscaba, desaparecería para esconderse donde pudiera, dejándote
definitivamente su cama y su mujer...
Volviendo la espalda a su amigo, con los puños cerrados, la rabia royéndole por
dentro, el Oberleutnant Lohmaryn revivía aquellos amargos momentos.
Habría querido hacer callar al enfermero, pero contaba demasiado sobre su
habilidad para sacarle de la desagradable situación en que se encontraba...
—Menos mal —prosiguió sádicamente Loeffer— que me olí algo. Buscando en los
archivos que teníamos en la Casa Parda, caí sobre la ficha del marido de la chica que te
había vuelto loco...
“En seguida vi que era un tipo duro, un jefe comunista que las había visto de todos
los colores. Un tipo que no iba a esconderse delante de tus bravatas...
"Sabiendo que ibas a su casa, a hacer honor a su mujer, cada noche, me introduje a
escondidas en la casa, escondiéndome en el patio. Oí llegar al tipejo. Habló con su mujer, y
me di cuenta de que estaban tramando algo contra ti. Llegaste, una hora más tarde... la muy
puerca te recibió con más ternura que de costumbre. Y, cuando te echaste sobre ella como
una fiera, el tipo se acercó, con un cuchillo en la mano, dispuesto a cortarte en rodajas.
Con los ojos brillantes de odio, Fritz giró bruscamente.
—¡Basta! ¡Conozco el resto! ¡No es necesario continuar! Apareciste justo en el
momento preciso y te cargaste al hombre metiéndole una bala en el cráneo. ¡De acuerdo! Te
debo la vida... ¡pero no merece la pena de que me lo recuerdes continuamente!
—¡No te subas a las ramas, Lohmann! Sabes que puedes contar conmigo... pero, te
lo repito por enésima vez: no te fíes de las chicas. Aprovéchate de ellas pero despégate en
seguida.
. Vencido, Fritz se dejó caer sobre la silla.
—De acuerdo, de acuerdo... olvidemos todo eso. Te prometo tener más cuidado de
ahora en adelante... pero, ¡maldita sea!, dime que lo has arreglado. ¡No puedo más! Esa
chica me produce pesadillas. Y tiemblo ante la idea de que cometa la tontería de hablar de
su estado...
—Ya lo ha hecho.
El jefe de la batería de la DCA saltó de su asiento. Los ojos exorbitados posó sobre
su amigo una mirada in crédula.-
—¡Di que no es verdad! ¡Dilo, Hans!
—¡Cálmate, "Scheisse”! Serénate, anda...
Fritz ocupó de nuevo la silla frente a su amigo.
—Para ser exacto —dijo entonces el enfermero— no ha dicho nada...
—¡Ah! —suspiró Fritz con un alivio visible.
—¡No seas cretino! No ha dicho nada aquí, en Breslau, salvo a mí, naturalmente...
pero ha escrito a su hermana, y esa hermana va a llegar dentro de dos o tres días, para ver
de cerca lo que pasa con Anneliese y el hombre que le ha hecho un niño...
—¡Estoy perdido, en ese caso! —dijo Lohmann poniéndose muy pálido.
—¡Espera un poco, pedazo de...! ¡Te vuelves tan histérico como una hembra!
Justamente he venido a verte porque las cosas están que arden. Tenemos que apresuramos,
porque si dejamos que las dos hermanas se vean, no podremos hacer nada. Y tú, pobre
amigo mío, ya puedes ir preparando tu mejor uniforme para casarte...
—¡Bueno! Habla, te lo ruego...
—Ya conoces una gran parte de mi plan. Le he puesto inyecciones, a la pequeña, no
porque tenga necesidad de reforzantes, pero porque quería que tuviera las venas de los
brazos llenas de agujeros...
—Eso lo sé...
—Perfecto. Donde trabajamos, en el lazareto, hay gente que se inyecta drogas. El
control sobre la morfina no es tan estricto como debería ser. Conozco más de uno y,
naturalmente, más de una que se drogan diariamente.
Hizo una pausa, pensativo.
—Hacer creer al que debe saberlo que Anneliese pertenece a la cofradía de
drogados, ¡ese es mi fin! Pero, escúchame bien, viejo zorro: ¡no es bastante! Porque ella
podría demostrar fácilmente que no se droga. Le bastaría con quedar varios días bajo
observación y hasta el último de los matasanos constataría sin duda alguna que no sufre los
efectos de la "falta”, es decir que nunca ha probado la droga...
—¿Entonces?
Antes de responder, Loeffer encendió pausadamente un cigarrillo.
—Hay que impedirle —dijo echando el humo por la boca— que lo haga.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo?
La voz del enfermero se endureció un poco, pero fue con un tono absolutamente
natural con el que decidió:, —Matándola.
Fritz abrió la boca, estuvo a punto de decir algo, pero no emitió ningún sonido. Su
mandíbula inferior cayó pesadamente, su frente se frunció y dos profundas arrugas
enmarcaron su boca.
Hans asistió, sorprendido por ese cambio increíble. En algunos segundos su amigo
envejeció diez años.
—No te lo tomes así —dijo Loeffer con una sonrisa reconfortante—, si tienes
confianza en mí, cálmate... no tienes nada que temer. Desgraciadamente no podemos actuar
como en los viejos tiempos de Munich.
Se pasó la mano sobre el rudo mentón.
—Y eso que he buscado en el pasado de esa puerca. ¡No hay nada que hacer por ese
lado! No tiene familiares judíos... los Dreist son tan arios como tú y yo.
—Pero... —balbuceó Lohmann con una voz extinguida—; tú mismo acabas de
decirlo: ya no estamos en los tiempos de las SA...
—¡Déjame hacer! ¿Quieres? Va me he puesto en contacto con una vieja mujerzuela,
una que se cuida de un burdel donde hago algunas visitas a las chicas. Las examino una vez
por mes... ¡y me las ofrezco gratis! Como ves, Loeffer no se complica la existencia.
—Continúa.
—Esa vieja, se llama Bertha, va a hacerse pasar por tu madre... ¡No, no pongas esa
cara! ¡Para llevar bien nuestro juego, es necesario que el anzuelo sea de buena calidad, y
que esa idiota lo trague!
—Ya veo.
—Vas a decirle que tu madre ha llegado al fin, pero que tu padre no vendrá hasta
dentro de unos días... ¡por problemas políticos, en fin, le cuentas lo que quieras!
—¿Y después?
—Bertha se encontrará en tu casa. Recibirá amablemente a su "nuera”. Beberéis
juntos, para celebrarlo. Yo, en la cocina, pondré algo en el vaso de la joven.«
—¿Un veneno?
—¡Estás loco! Un simple somnífero bastará. Una vez dormida le pondré una
inyección intravenosa de morfina, una dosis letal...
Los ojos de Fritz se iluminaron de espanto.
—Va a morir en mi casa... ¿Estás loco, o qué? Esa casa está alquilada a mi nombre...
—¡Lo sé, idiota! Para ir a tu casa, habré cogido una ambulancia, lo puedo hacer sin
pedir permiso a nadie. Soy "Sanitatsobergefreiter". ¿Lo olvidas, acaso?
—¿Y después?
—La llevo al lazareto. No debe de ser muy pesada. La pongo sobre su cama... y voy
a acostarme. A la hora a que llegaré al Krieglazaret, sólo un centinela adormecido se
encontrará en la puerta. Es un soldado al que no le importa lo que se pueda encontrar dentro
de una ambulancia. Esos tipos ven pasar docenas de vehículos, tanto la noche como el
día..., —¿Y los módicos de guardia?
—¡Roncando como marmotas! El día que he elegido, pasado mañana, soy yo en
principio quien está de guardia. Pero aunque haya ambulancias que lleguen o si un tren
sanitario se presentara, se espabilarían sin mí. ¡Me temen, porque saben quién soy!
—¿Y cuando descubran el cuerpo de la pequeña?
—No ocurrirá nada extraordinario. Se constatará que se inyectaba y que
simplemente, desesperada, o atontada, se ha suicidado o ha forzado la dosis sin darse
cuenta.
Fritz emitió un profundo suspiro.
—¡Tú si que eres un amigo!
—¡Déjame tranquilo! Y no te busques más líos o tendrás que desembrollarte tú solo.
—Te prometo...
Hans rió ruidosamente.
—¡Idiota! Hago todo esto para ayudarte, pero también por otra cosa...
—¿Qué?
—Sí. Ahora puedo decírtelo. Desde que tu Anneliese llegó al hospital, intenté en
seguida que fuera mía. Está tan bien... ¡un ramillete! Pero la muy sucia se me negó...
amablemente, eso sí... diciéndome que podíamos ser amigos... Lo ha olvidado, la santita,
pero yo, ya me conoces, no olvido nunca... ¡ya ves lo que son las cosas!
—¡Está aquí, Rudolf!
Apartándose de los restos ennegrecidos del “668”, Drest se precipitó hacia el sitio
donde se encontraba Peter Drilling, su ametrallador de torreta.
Arrodillado, con el rostro descompuesto, Joachim Reichmeyer levantó hacia el
Unteroffizier una mirada suplicante.
La cólera quemaba las entrañas del Panzerführer. Fusiló con la mirada postrado, le
invectivó: —¡”Schweinehunde!” ¡Puerco! ¡Cobarde! ¡Te has largado justo en el momento
en que las cosas se ponían calientes! ‘‘¿Nein?’' ¡Y has dejado que los otros se tuesten en el
panzer!
—¡No! —intentó defenderse Joachim—. ¡No es verdad, Unteroffizier! He sido
proyectado fuera de la torreta... y he perdido el conocimiento...
—¡Especie de cerdo! ¡De pie! ¡En seguida!
Reichmeyer se levantó penosamente.
Intentó esconder la mancha oscura que se extendía sobre las dos perneras de su
pantalón.
—¡Miradle! —exclamó Dreist que luchaba desesperadamente en dominar su cólera.
Con qué placer habría lanzado el puño contra el rostro exangüe del Panzer— führer.
—¡Miradle! —repitió—; al salir lanzado de la torreta, como intenta hacemos creer,
ha tenido tiempo de mearse en el pantalón. ¡Porquerías como ésta son lo que salen de las
casas de la Hitlerjugend! ¡Los niños preferidos del Reich!
Su mano se posó sobre los galones del Unteroffizier— Anwärter [6] que ostentaba
Joachim, arrancándoselos brutalmente.
—¡No tienes derecho a mandar a ningún hombre! ¡Y te lo advierto! ¡El informe que
voy a escribir de ti no te hará reír! ¡En el fondo, no sé por qué me retengo y no ordeno que
te fusilen aquí mismo!
Capítulo VII
Capítulo VIII
Aunque acostumbrado a las salas de operaciones, el joven doctor Wagner
retrocedió, el rostro pálido detrás de la mascarilla de gasa.
Apercibiendo la debilidad de su amigo, Balthasar esbozó un gesto hacia él, pero
Paul rechazó amablemente la ayuda que el otro quería darle y, con un movimiento de las
pestañas, le indicó que su malestar había desaparecido.
Paul Wagner se acercó nuevamente a la mesa de disección.
Inclinado sobre el cuerpo de la joven enfermera, el doctor Hugo Reisses se
encarnizaba, la frente perlada de sudor, el corazón pesado, en un trabajo que se le
representaba terriblemente desagradable.
Como sus asistentes, a pesar de su gran experiencia, había dudado, el escalpelo en la
mano, antes de trazar sobre el liso vientre de la muerta la línea fatal que iba a desencadenar
todo,, hasta transformar el cadáver en varios montones de cosas y una pobre carcasa vacía...
Pero ahora, habiendo abierto ampliamente el abdomen y retirado, con las manos, la
masa intestinal sobre un rincón de la mesa de mármol, algo le había sorprendido y abría los
ojos, mientras que una expresión estupefacta se dibujaba sobre su cara.
—"Himmelgott!" —exclamó apesadumbrado—. ¡Miren esto, señores!
Los dos jóvenes asistentes se inclinaron sobre el pobre despojo.
Wagner, sin poder hacer nada para evitarlo, sintiendo todavía los efectos de su
malestar, cerró fuertemente los ojos.
Robert Balthasar, al contrario, descubrió enseguida lo que había despertado la
atención del Artz-Direktor.
—¡Dios mío! El útero está hinchado, eso quiere decir...
—...¡que la pequeña estaba encinta! —acabó pesadamente Reisses.
—Pero entonces... ¿ésa puede ser una razón buena para un suicidio? —preguntó
Balthasar.
Retirando la vista del cadáver, Hugo dirigió hacia el joven doctor una mirada
sorprendida.
—¿Cómo puede usted afirmar que se trata de un suicidio? Por el momento limítese
a constatar los datos que esta autopsia nos está proporcionando. ¡Espere un momento!
Se inclinó.
Con un movimiento magistral del bisturí, Paul hendió el útero de arriba a abajo. La
matriz se abrió por sí misma, como si fuera un fruto maduro.
Dejando el bisturí sobre el mármol, el doctor introdujo las dos manos en la obertura.
Rebuscó en el interior de la víscera, esbozó algunos tirones, levantándose después.
Dejando el confuso paquete sobre la mesa, empuñó nuevamente el bisturí, hendió la
cobertura blancuzca y, utilizando su mano, izquierda, cogió el minúsculo embrión que
flotaba en el líquido amarillento.
Enseñó el pequeño ser a los doctores.
—Dos meses, al menos.
Y, abandonando el embrión en las manos de Balthasar, que lo puso en un bocal,
movió gravemente la cabeza.
—No sé —dijo con una voz neutra—, pero estoy dispuesto a creer que hay algo
muy sucio en este asunto...
Levantó la mirada hacia Balthasar:
—Usted conocía bien a esta pequeña, Robert, ¿no es verdad?
El joven cirujano se sintió enrojecer. Sin poder evitarlo, posó sobre el cadáver
abierto una mirada emocionada. ¡Sólo él sabía cómo había llegado a aguantar la mutilación
de un cuerpo con el que había muy frecuentemente soñado!
.-Sí —dijo con un tono ronco—; la conocía bien.
—Creo que hasta flirteó un poco con ella, ¿no?
Robert hizo un gesto afirmativo.
—Exacto, doctor Reisses... Ocurrió al principio, cuando ella acababa de llegar al
Kileglazaret. Para decirle todo, no me atrevía, al principio... pero en cuanto vi al
Sanitatsobergefreiter dar vueltas alrededor de Anneliese, me decidí y...
—¿Y?
—Me gustaba mucho, Artz-Direktor. Era del género de jóvenes que satisfacen todas
las exigencias de un hombre que desea ver cumplidas cuando... ¡eh!... ¡cuando quiere
casarse!
Reisses movió la cabeza; una triste sonrisa se dibujó sobre su boca.
—¡Le habría hecho feliz, muchacho! Pero seguramente miraba más alto...
Y después de un corto silencio.
—¿Sabe usted quién frecuentaba... Leeffer?
—¡Oh, no! El enfermero jefe la dejó... si no fue al contrario. Salía bastante, pero no
se confiaba a nadie...
—¡Pequeña locuela! —exclamó Hugo—. Puede ser que ha tenido miedo de su
estado...
—¡No lo creo! —afirmó Balthasar con una seguridad sincera—. Al contrario, Herr
Reisses, debía estar encantada de tener ese niño...
— Sí, yo también lo creo así... Paul.
Wagner levantó la cabeza. Menos mal que la mascarilla de gasa le cubría la extrema
palidez de su rostro.
El también había estado enamorado de la pequeña Anneliese, pero, más tímido que
su colega, no había osado nunca insinuar...
—¿Sí, Doktor?
—Extraiga el hígado, doctor Wagner. Quiero que sea examinado en el laboratorio.
Diga a Verleinder que necesito, no sólo un examen histológico, sino además un examen
químico... ¡llevado al extremo! ¡O me equivoco o la pobre ha muerto a causa de una fuerte
dosis de morfina...inyectada directamente en el torrente sanguíneo!
Robert no dijo nada. Siguió con una mirada atenta los movimientos de su joven
colega. Wagner, con las tijeras en la mano, cortó los grandes vasos hepáticos, cogiendo
seguidamente la gran víscera con sus manos enguantadas y llevándosela fuera de la
morgue.
—Veamos ese estómago —dijo entonces el cirujano jefe.
Habiendo hendido el estómago, encontró en su interior un poco de líquido.
Frunciendo el ceño, mojó un dedo enguantado, después, acercándolo a la nariz, lo olió
durante unos segundos.
—¡Imposible equivocarse! —lanzó con una voz de triunfo—; el olor dulce del
somnífero es inconfundible, hasta mezclado al ácido clorhídrico. ¡La han dormido antes de
ponerle una inyección de morfina!
Sorprendido por la afirmación del cirujano jefe, Robert retrocedió, una expresión de
incredulidad pintada sobre su rostro.
—¿Qué? —preguntó con una voz opaca—. Quiere usted decir que ha sido
asesinada...
—Sí... —respondió lentamente Reisses—. Así lo creo...
Algunos golpes sobre la puerta le hicieron volver la cabeza.
—¿Sí? ¡Entre!
Else Malmen, la enfermera jefe, empujó decididamente la puerta basculante.
—Preguntan por usted, Herr Doktor.
Vio entonces el cadáver de la joven. Aterrorizada, llevó las manos a la boca.
—"Mein Gott!” Es justamente su hermana quien pide permiso para verla... ¡y ella
está muerta!
—¡Tranquilícese, Fräulein! —le lanzó Hugo bruscamente—, y no diga nada a nadie,
al menos por el momento... ¿comprendido?
—"Jawolh", Artz-Direktor!
Reisses se quitó los guantes, tirándolos en un cubo.
—Voy a ver a esa persona. Continúe el trabajo, Robert. Coja jugo del estómago y
llévelo al laboratorio...
Y, mirando a la enfermera:
—Usted, mi querida Else, quédese aquí. Y no se ponga a llorar. Desgraciadamente,
como puede usted ver, no podemos hacer nada más por la pequeña Anneliese.
Se terminó... “Fertig!"
De una patada, Loeffer, que había contemplado la escena a través de los agujeros
practicados en el muro, abrió brutalmente la puerta comunicando ambas habitaciones.
—"Halt!" —gritó empujando a la rubia, que cayó sobre la alfombra con las piernas
al aire.
Cogió a su camarada, obligándole a levantarse.
—¡Imbécil! ¡Embrutecido! ¡Cretino!
Lohmann miró a su amigo con extrañeza.
—¡Hans! ¡Mi mejor camarada! ¡Una camisa parda como yo! ¡Gracias! ¡Gracias,
hermano! Porque eres tú quien ha hecho...
El puño del Sanitátsobergefreiter se distendió bruscamente. Golpeó al oficial de la
Flak en el mentón, reteniéndole para que no se cayera.
Sentada sobre la moqueta, la gran rubia le miraba con la cólera pintada en sus bellos
ojos azules.
—¡Hans! ¡Me pregunto qué estás haciendo aquí! Si querías que fuera contigo, no
tenías más que prevenirme... Estas no son maneras...
Al tiempo que aguantaba el fláccido cuerpo de Fritz apretado contra sí, Loeffer
volvió la cabeza y fusiló a la chica con la mirada: —"Halt die Fresse!” [10].
Delante de aquella mirada helada, la chica tuvo miedo. Tendió sus manos hacia su
ropa y comenzó a vestirse apresuradamente.
En el umbral de la puerta, sin decir ni una sola palabra, Franciska, la prostituta que
había abierto la puerta al hombre, miraba, visiblemente asustada, la extraña escena que se
desarrollaba delante de sus grandes ojos abiertos.
Hans la llamó con una voz ronca, autoritaria: —¡...ciska!
Reaccionó automáticamente.
—“Ja?”
—¡Ve a buscarme a Bertha! ¡Que se dé prisa!
Giró sobre sus altos talones. Pero, cuando franqueaba la puerta, él añadió: —Que
preparen café muy fuerte para mi amigo. ¿Entendido?
—Sí, Hans.
Loeffer dejó a su compañero sobre el lecho. Mirando entonces a Katherina le
preguntó bruscamente: —¿Qué es lo que decía Fritz?
Ella no dudó un momento. Conociendo el mal carácter del Sanitatsobergefreiter, se
apresuró a responder a sus preguntas, queriendo sobre todo calmar su desconfianza, porque
sabía que era capaz de hacerle una trastada.
—Decía tonterías, hablaba siempre de una chica llamada Anneliese...
—¿Y...? —insistió el hombre.
—Ha repetido varías veces una frase... te digo... ¡una tontería!
—¿Qué decía?
—"Das ist Mord! ” "Das ist Mord!” [11].
Hans no dijo nada. Reflexionaba rápidamente. Pero su cara se ensombreció
súbitamente, las arrugas sobre su frente mostraban claramente su estado de preocupación.
—¿Me llamabas, querido?
Bertha, en su vestido demasiado estrecho para contener su voluminoso cuerpo,
penetró en la habitación. Mostraba una sonrisa estereotipada que casi nunca abandonaba su
boca enormemente pintada.
Loeffer no respondió, pero volviéndose hacia la joven: —¡Vete!
—¡En seguida!
Una vez que Katherina hubo salido, el enfermero avanzó hacia la vieja prostituta.
Levantó la mano, pero la dejó caer ante la mirada alocada de Bertha.
—¡Idiota! —gruñó el hombre—. ¿Cómo has dejado que ese imbécil suba con una
de tus chicas?... ¡Al me* nos te habrás dado cuenta de que estaba completamente borracho!
—He hecho todo lo que he podido, Hans. Pero ha insistido, y entonces le he
designado a Kathe que, como tú sabes, es en la que tengo más confianza.
—"Mist haste!” [12] —exclamó Loeffer—, Después de todo lo que hemos hecho
juntos no podemos tener confianza en nadie.
Hizo un gesto asqueado hacia Fritz.
—¡Este imbécil ha dicho demasiado!
Con el miedo en sus ojos pintados, Bertha suspiró.
—Kathe no dirá nada, puedes estar seguro.
El cambió súbitamente de actitud. Su voz perdió dureza. Y fue con un tono divertido
que añadió: —¡Vale! Pero ten cuidado con ella. Yo voy a llevar a este tonto al hospital.
Mientras que no esté completamente sereno, puede continuar diciendo tonterías...
Posó tina mano amistosa sobre el hombro rollizo de la vieja mujer.
Ella se lo agradeció con una sonrisa humilde.
—Olvida mi mal genio de hace unos momentos, Bertha, pero ese idiota me había
puesto furioso... Voy a continuar ayudándote, como siempre... Por cierto: ¿cuántas chicas
tienes ahora? La pelirroja se ha ido, ¿no?
—Sí —dijo la mujer con un gesto afirmativo—, se ha ido a Berlín. Un “SS” vino a
buscarla. Ya le había entretenido hace tiempo... sólo que le movilizaron. Pero ahora ocupa
un puesto importante en la capital y ha recomenzado su “trabajo" de antes de la guerra.
Parece ser que hace trabajar a seis chicas...
Y como Fritz no decía nada.
—¡Muy amable, el muchacho! Ya no es joven, es verdad, pero es un señor. ¡Es
comandante, “Sturmbannführer”!
—Ya veo. No te preocupes, Bertha, nadie te molestará, como hasta ahora. Duerme
tranquila...
—¡Eres un ángel!
—Voy a bajar para telefonear. Cuando traigan el café, quédate sola con él y hazle
beber una cafetera entera...
—Comprendido.
Fue hacia la puerta, se volvió para decirle: —¿Todavía no me has dicho cuántas
chicas te quedan?
—Cuatro, Hans: Franciska, Katherina, Elfriede y Agües...
—¡Perfecto! Si puedo te procuraré otras. Puesto que me has ayudado cuando lo
necesitaba, es lógico que yo te ayude también...
Bajo la espesa capa de pintura, el rostro de la mujer sonrió.
—¡Eres el mejor de los hombres, Hans! ¡Ah, si tuviera veinte años de menos... no
saldrías de mi cama! ¡Serías mi hombre, mi chulo, mi todo!
Rió y salió al rellano. Llegando a la escalera encontró a Agnes, que traía el café.
Se inclinó hacia ella —de golpe se sentía de un excelente humor— y, apercibiendo
el generoso escote, introdujo atrevidamente una mano, apoderándose de un seno, cuya
punta se enderezó bajo la caricia del hombre, como un muelle.
—¡Ah, traidora! ¡Qué es lo que escondes aquí! ¡Unos pechos magníficos!
—¡Me irritas, Hans! —le respondió ella, melosa—. Espérame abajo... si quieres...
Sonrió desolado.
—¡Lo siento, Agnes! Tengo prisa... pero te lo prometo, te juro que voy a procurarte
los momentos locos que no has conocido. “Leb wohl...” [13].
Ella suspiró.
—"Nicht leb wohl... Auf Wiedersehen!” [14].
—“Jawolh, Liebicht!”
Algunos minutos más tarde telefoneaban a Munichi. La conversación duró largo
rato. Con la boca pegada al micrófono, Hans susurraba más que hablaba. Al otro extremo
del hilo oía perfectamente cómo su interlocutor tomaba nota.
Cuando colgó, echando sobre el vestíbulo vacío una mirada satisfecha, encendió un
cigarrillo.
—¡Ya está! —murmuró—. Dentro de unos días... “Kohldampf!".
Capítulo IX
Capítulo X
—Está aquí...
Mientras se desnudaba, Frieda Dreist se preguntaba si la suerte no la ayudaba
demasiado. La suerte, sí. ¿Por qué no llamarla así?
Desde el momento en que había subido al tren, en Al tona, "sabía” que no volvería a
ver a Anneliese. Esa certeza, cuyo origen era inexplicable, cogió tal fuerza durante el viaje
que no se había extrañado mucho cuando el doctor Reisses le anunció la muerte de su
hermana.
Las cosas debían ocurrir así.
Sin conocerle personalmente, Frieda había adivinado la clase de individuo que era
Fritz Lohmann. Lo que Else Malmen le acababa de decir no hacía más que asegurar la
opinión que "a priori" se había hecho la joven.
Un nazi...
Se miró en el espejo, asustada de golpe del sentido peyorativo que acababa de dar,
por primera vez, a la palabra nazi.
La imagen de su hermano Rudolf se dibujó durante una fracción de segundo en su
espíritu. Le vio, en su uniforme negro de tanquista, luchando en el espacio infinito de la
llanura rusa...
Ella trabajaba también en los Servicios del Ejército del Aire. Y Anneliese, la más
pequeña, había trabajado hasta el último día de su joven vida en un Krieglazaret...
Tres hermanos. Tres alemanes. Cumpliendo su deber, piezas de una máquina
gigante, de un Reich Kolossal... Tres seres que hacían su trabajo, animados de un espíritu
magnífico, llenos de esperanza en la victoria final.
Llegada allí con el simple razonamiento que siempre había hecho, Frieda topó
bruscamente con la fisura. El camino recto, banal, que la vida de los tres hermanos Dreist
recorría, como millones de criaturas, acababa de romperse.
Y esa fractura lo cambiaba todo.
Bruscamente asistía a un espectáculo imprevisto. Hasta entonces el mundo le había
parecido una cosa normal con, ¡por qué no!, algunas pequeñas maldades que gestos
amistosos compensaban a fin de cuentas.
Pero, como sobre una fantástica escena, he aquí que los actores acababan de
quitarse sus bonitos disfraces y aparecían en su verdadera naturaleza, y eso ocurría en todos
sitios y para todos, desde el gran Protagonista hasta el último extra...
Ese brusco cambio de decoración le había ofrecido el espectáculo de una Alemania
que nunca se habría imaginado.
Acababa de darse cuenta de que aparte de los hombres, los soldados alemanes de
siempre, que se batían valientemente en el frente, el resto del sistema no era más que
podredumbre, suciedad, oportunismo, y sobre todo cobardía.
El final lógico de su razonamiento le hizo mucho daño. Sin embargo, en aquella
masa viscosa y podrida que acababa de entrever, había todavía cosas simples y buenas; por
ejemplo, aquel querido doctor Reisses, del que irradiaba una extraordinaria bondad.
Al acostarse entre las limpias sábanas, en aquella pequeña habitación que
ciertamente le gustaba, se dijo que no se encontraba tan sola como lo pensaba; Anneliese
estaba muerta.
Algo antes de que la vieja enfermera la dejara, Frieda le había rogado decir al doctor
Reisses que iría a ver a su hermana un poco más tarde.
Cosa curiosa: su hermana muerta perdía el interés a sus ojos.
, Ya no podía hacer nada más por la pequeña; es decir, lo que había que hacer lo
haría en otro sitio que en la fría sala de la morgue donde reposaba Anneliese.
Como la suerte no le había abandonado, iba a confrontarse con el culpable. Pero
para ello esperaría la noche, y cuando el gran Krieglazaret cayera en el silencio, iría a ver a
aquel hombre...
Llevando consigo los resultados de los últimos análisis, el joven doctor Wagner
empujó la puerta del despacho del cirujano jefe.
El doctor Balthasar se encontraba allí.
Los dos hombres, inclinados sobre algunas notas que Robert había escrito a
máquina, tenían una expresión preocupada y concentrada.
Reisses se apoderó de los papeles que Paul le tendió. Los leyó atentamente mientras
una sombra planeaba sobre su frente llena de arrugas.
Cuando levantó la cabeza, adivinaron fácilmente lo que se preparaba a decirles.
—¡Ya no hay ninguna duda! —les anunció con voz lúgubre—; ¡se trata de un
asesinato!
—¡Dios mío! —suspiró Wagner—. ¡Pobre Anneliese!
—Señores —añadió Hugo—, vamos a ponernos a trabajar. Hay que redactar ahora
mismo un informe que dirigiremos, mañana, a la policía criminal de Breslau. ¡El culpable
debe pagar!
—Creo —intervino Balthasar— que deberíamos, desde ahora, prevenir a la policía.
Aun antes de redactar el informe...
Reisses reflexionó unos instantes.
—No es una mala idea, pero no quiero telefonear al comisario jefe. Y como, por
otro lado, les necesito a ambos, creo que podríamos enviar a alguien con la misión de
prevenir a la policía...
—El Sanitátsogerfreiter podría ocuparse de eso! —propuso Wagner.
—¡De acuerdo! Háganle venir. Le explicaremos de qué se trata. Y, mientras
escribimos el informe a máquina, irá a informar a la K. P. [16].
—¡La puerca! —gruñó Fritz dando un golpe rabioso al tazón que la enfermera
acababa de llevarle.
El caldo se derramó por el suelo, salpicando la pared; el tazón se rompió en mil
pedazos.
—¡La puerca! —repitió obstinadamente el Oberleutnant—. Sin embargo le había
rogado que me trajera algo de alcohol... ¡Es justamente eso lo que necesito! Después de una
borrachera como la que he agarrado en el burdel, algunos pequeños tragos de schnaps me
pondrían rápidamente en forma...
Se sentó en la cama.
—¡La puerca! ¡La vieja puerca!
Se dio cuenta entonces que le habían puesto un pijama y que su uniforme,
cuidadosamente doblado, se encontraba sobre una silla, al otro extremo de la habitación.
—"Scheisse!" —murmuró agarrándose la cabeza con las dos manos—:—; me he
pasado de la raya... ¡lo que he debido tragar...!
Recordaba vagamente la brusca llegada de su amigo Loeffer; después, al cabo de
unos instantes de reflexión, revivió perfectamente los últimos minutos de la escena, le
pareció oír nuevamente los insultos que Hans le había dirigido, y, en una especie de sueño,
vio el enorme puño del enfermero golpearle en el mentón.
Y Se llevó la mano a la cara, tocándose el mentón prudentemente; despertó un dolor
vivo que le obligó a retirar rápidamente sus dedos.
—¡Cerdo! ¡Me ha golpeado cobardemente! ¡En el momento en que era incapaz de
defenderme!
La cólera crecía en su espíritu.
—¿Por quién me toma ese imbécil? ¡Me ha ayudado, de acuerdo, pero yo también le
he sacado de más de un lío! ¡En cuanto venga a verme, le voy a devolver la “caricia"!
¡Sucio puerco! ¡Hijo de puta!
—
Frieda se paró delante de la puerta de la habitación 66; a su través oyó claramente
los juramentos del hombre. La voz, desagradable, con el acento rudo, le llegaba
distintamente a través de la delgada puerta.
Cerrando los ojos, vio nuevamente el rostro apacible de Anneliese; como en la
proyección ultrarrápida de una película asistió a algunas escenas de años pasados.
Anneliese con largas trenzas; Anneliese con un pecho incipiente; Anneliese
confiándole, roja de vergüenza, que acababa de tener sus primeras reglas...
Su mano apretó convulsivamente el pomo de la puerta.i
Empujó bruscamente la puerta y penetró en la habitación, cerrando el batiente tras
ella.
—¿Qué?
El hombre separó las manos de sus sienes y se apoyó en la cama, la mirada dirigida
sobre la mujer que acababa de aparecer ante él.
Por un momento, luchó contra una especie de aprensión que se apoderó de él por
entero; pero esa desagradable sensación fue de corta duración.
En seguida, como buen conocedor, miró glotonamente él magnífico cuerpo de la
desconocida.
—¡Vaya! ¡Al fin me envían una nueva enfermera'. Esa vieja que ha venido antes...
¿sabe lo que ha osado traerme, guapa? ¡Caldo! ¡Ya ve! ¡Caldo para un tipo como yo!
Se pasó la lengua sobre los labios cortados; su boca seguía todavía pastosa.
—Pero usted, ricura, va a traerme una botella... algo bastante fuerte... y como no soy
malo, ni mucho menos, beberemos juntos, ¿no?
Frieda le miraba interrogativamente, preguntándose cómo Anneliese había podido
enamorarse de un ser como aquél.
"¡NO es un hombre! —pensó mientras él continuaba charlando—. «Mein Gott»!
¿Qué has encontrado en él para ofrecerle lo que le has dado?”
Una ola de calor le subió bruscamente a las mejillas.
—Estás muy bien hecha, ¿sabes? —dijo Lohmann.
—No debe hablarme así... ¡si le oyera su novia!
—¡Mi novia! —hipó—: ¡soy viudo, pequeña! Mi pobrecita novia ha muerto; es
verdad... puedes creerme...
Freída luchaba desesperadamente con las ganas de lanzarse sobre aquel sucio
individuo y clavarle las uñas en los ojos...
—¡No! —se forzó a exclamar—. ¡No es posible! No irá usted a decirme, Herr
Offizier, que la pequeña que está en la morgue es... su novia...
El reaccionó: su rostro tomó un tono ceniciento, sucio, enfermizo.
—¡Cómo! —se atragantó-•, ¿ha estado usted en la morgue...?
—De allí vengo.
Tragó saliva con visible dificultad. Sin embargo, con un gesto de la mano, que le
temblaba, barrió las— imágenes que le obsesionaban, consiguiendo hacer salir de su boca
una especie de carcajada.
—¡Olvida todo eso, bella mía! Tú y yo vamos a divertirnos un poco...
Ella dio un paso hacia él. Mientras hablaba, con la mirada perdida, Frieda había
visto sobre el uniforme dejado sobre la silla el estuche que contenía la pistola
reglamentaria.
Pero no había asociado con la vista del arma ningún deseo de violencia. Por el
momento no quería más que castigarle verbalmente, con palabras que le hirieran, llegar a
que confesara haber puesto aquella maldita inyección de morfina que...
•-Soy la hermana de Anneliese...
Sus facciones se atiesaron. Sus ojos se abrieron enormemente y la mirada que
posaba sobre ella no tenía nada de divertida.
—Tú... —tartamudeó—, tú eres...
—¡Frieda Dreist! ¿Eso te dice algo, innoble cerdo?
Durante unos instantes, alocado, luchó contra el miedo que se agarraba a sus tripas.
Pero se rehizo rápidamente. ¡Una mujer! No tenía más que levantarse de la cama y
abofetearla a gusto... se pondría a lloriquear y después... algunas caricias y se la llevaría a la
cama...
—¿Qué le has hecho a Anneliese?
Rió ruidosamente.
—La puerca de tu hermana quería agarrarme..., por las buenas, ¿sabes?
—¡Le has hecho un hijo, canalla!
—¿Yo? —rió cada vez más dueño de sí mismo—. acostaba con todo el mundo, la
pequeña puta’.
Algo explotó de pronto en la cabeza de Frieda.
Todas sus buenas intenciones se disolvieron ante el chorro de cólera ácido,
mordiente, que se expandió en sus venas.
Retrocedió hasta la silla.
Sus manos, ávidas, nerviosas, se apoderaron de la pistola.
Asustado, Fritz saltó de la cama. En su pijama, demasiado grande para su delgado
cuerpo, tenía un tipo ridículo.
—¡No! ¡Estás loca, palabra!
—¡Puerco!
Tendió el brazo, apoyando sobre el gatillo. Una vez, dos, tres. El arma se estremecía
al extremo de su brazo. Sin embargo, no había cerrado los ojos.
Segunda parte
"EL JUICIO”
Capítulo XI
—Pero, "meine Liebicht"... ven ¡ya no aguanto más! Esta noche, tengo unas ganas
locas de ti...
Se había sentado sobre la gran cama, empujando las sábanas hacia la parte inferior.
La grasa y la edad —acababa de llegar a los sesenta— le habían dado senos como
los de una vieja solterona. Entre ellos, algunos tufos de pelos blancos mostraban claramente
su sexo.
La grasa se acumulaba también alrededor de su cintura, formando una especie de
vaina repugnante. El gordo vientre, con un ombligo hacia fuera como el de una mujer
encinta, escondía su pubis, no dejando ver más que sus delgadas piernas de rodillas
prominentes.
Pero no era aquel hombre gordo y deformado al que Frau Reichmeyer se obstinaba
en rechazar.
Después de casi treinta años de matrimonio, Klara Reichmeyer, nacida Petorhoff,
también había cambiado mucho. Conservando una delgadez que dejaba sospechar algún
desorden tiroidiano, su pecho de jovencita, del que tan orgullosa había estado, había
desaparecido, y en la presente, no tema pecho en absoluto.
Larga de cuerpo, con caderas inexistentes, piernas esqueléticas y grandes pies, había
que ser Herr Reichmeyer para sentirse atraído hacia aquella criatura neutra, en la que
dominaba el lado varón.
Sin embargo aquel misterio podía explicarse.
Desde la noche de bodas, Otto había tenido la sorpresa de descubrir en su mujer un
cuerpo delgado, joven, tan poco desarrollado que había despertado en él recuerdos muy
agradables. Siendo suboficial y encontrándose en Bélgica, en 1916, había encontrado,
durante el curso de una patrulla destinada a descubrir espías, una casa abandonada, habitada
por una vieja belga, y una pequeña, su meta, de apenas trece años.
Los recuerdos de esa "acción de guerra" habían quedado profundamente anclados
en su espíritu. ¡Se podía comprender fácilmente la alegría que había sentido
"redescubriendo” en Frau Reichmeyer, un cuerpo que le recordaba el frágil cuerpo de la
chiquilla belga que toda la patrulla había violado!
Su puesto de Oberkriminalinspektor, en Berlín, le había, ciertamente, dado la
ocasión de conocer bellas mujeres. Pero, a pesar de esa suerte que su cargo le turbándose
ante la idea de aquella vieja aventura, sin embargo viva y fuerte como en aquel gris día de
1916.
—¡No seas mala, gatita mía!
Se dignó a volverse hacia él.
—¡No hay nada que hacer, Otto! ¡O arreglas la situación de nuestro pequeño o no
me tocarás nunca más!
—Pero... ¿qué quieres que haga todavía? —se quejó el Oberkriminalinspektor—.
Me las he arreglado para que no sea llevado delante.de un consejo militar. ¡Había
abandonado su tanque!
—¡No es verdad! ¡Joachim me ha contado lo que había pasado realmente! Fue ese
bruto de Panzerführer, sabes, ese innoble Rudolf Dreist, que ha redactado un informe tan
falso como su alma.
—Bueno, de acuerdo. Yo también creo a nuestro hijo... ¡pero nada malo le ha
pasado!
—¡Quiero que hagas más!
—¿Qué?
—¡Sí! Nuestro pequeño quiere hacer los cursos para oficiales. Tú conoces al
director de la escuela de Panzers...
—¡Bueno! 'Hablaré con él...
—¡No es bastante!
—¿Cómo? Me parece que exageras, "meine Liebicht”.
—¡Como quieras! —exclamó ella, volviéndole la espalda.
—¡Espera! ¡Habla, anda!
Se volvió hacia él, una sonrisa de triunfo lucía en su boca.
—En cuanto nuestro Joachim sea Leutnant, quiero que hagas que vuelva a su
unidad... ¡y que mande a ese puerco que le ha hecho tanto daño!
Otto suspiró profundamente.
—¡Bueno! Ahora, ven cerca de mí...
Ella se movió blandamente hacia el hombre.
Pero, justo en él momento en que él tendía los brazos hacia la mujer, el teléfono se
puso a llamar.
—¡“Schiesse!" —gruñó, volviéndose para apoderarse del auricular.
Su tono cambió bruscamente. Su voz, dulzona, repitió sin cesar ahogados “Ach so”.
Acabó por un “Jawolh, meine Generalinspektor" seguido de un "¡Heil Hitler!" resonante.
Dejando el teléfono, se volvió hacia su mujer, con el rostro, sonriente.
—¡Alégrese, Frau Reichmeyer! ¡Conociéndola como la conozco, sé que va a estar
muy contenta!
—¿Por qué? —preguntó ella con una mirada que dominaba la desconfianza.
—¡Me voy mañana a Breslau! Se me acaba de confiar un asunto criminal... y
adivina de qué se trata...
—¡Acaba de una vez por todas y no hagas el tonto!
—Una joven, Fräulein Frieda Dreist, ha disparado algunos tiros sobre un oficial de
la Luftwaffe que es el hijo del jefe del Partido, en Munich...
—¿Dreist? —preguntó la mujer con los ojos enormemente abiertos.
—¡Sí, querida! Sin que yo lo pida, se me acaba de informar que esa chica tiene un
hermano en la Wehrmacht, a las órdenes de Guderian... ¡y ese hombre es justamente ese
puerco de Panzerführer Rudolf Dreist!
Aquella noche, una vez, el Oberkriminalinspektor Otto Reichmeyer volvió a ser
durante algunas horas, el gefreiter Reichmeyer, mandando a su patrulla en la sombría
noche, a través de la llanura belga...
Capítulo XII
—"¡Achtung! ¡Stehengestanden! ”
La voz del suboficial SS, situado cerca de la puerta que llevaba directamente a la
entrada sonó como un disparo.
Militares y, civiles, los primeros asistentes al tribunal, los otros curiosos
únicamente, atraídos por el proceso que se había anunciado ampliamente, se levantaron,
tanto los unos como los otros, en un firmes rígido, la mirada clavada en el gran retrato de
Adolf Hitler que tronaba justo detrás de la larga mesa del tribunal.
La puerta se abrió.
En sus uniformes de gran gala, los miembros del tribunal penetraron en la sala.
Primeramente, el presidente dél tribunal y el juez principal; después los tres
miembros de las SS que les asistían. Detrás de ellos, entraron también el acusador general,
el gordo Otto Reichmeyer, y su asistente, el “Generaladvokat" Franz Hebbom.
Mientras que los miembros del tribunal se situaban, todavía en pié, tras la gran mesa
donde iban a presidir, el ministerio público se colocaba detrás de la mesa, a derecha de la de
los jueces.
El timo personaje que entró en la sala fue Gaspar Schiffer SS-Obersturmführer al
que se le habla confiado la defensa de la acusada.
En pie, entre los dos "Sturmann" que la guardaban, Frieda Dreist, seguía con mirada
ausente el teatral desfile. Recordando aún la penosa escena de la que había sido víctima,
todavía creía sentir sobre su seno la mano ávida del carcelero.
Pero, a pesar de ese recuerdo, una gran esperan^ se había insinuado en ella, porque
ahora, de eso estaba segura, las cosas iban a arreglarse definitivamente.
Desde que había sabido que los tiros que había disparado sobre el amante de su
hermana no le habían matado, y que el pequeño canalla de Fritz Lohmann había salido sin
el más mínimo arañazo, una gran paz se había instalado en su corazón.
Frieda estaba disgustaba consigo misma por aquel gesto que podía haberle traído
muy malas consecuencias. Pero, en la habitación del hospital, delante de aquel sucio
individuo que se había permitido burlarse de ella, en el mismo momento en que el cuerpo
de Anneliese yacía aún en la morgue, no había sabido controlarse.
La voz del SS la extrajo del mundo íntimo de sus ideas.
—¡Achtung!” Su señoría, el "Strafritcher" [19] va a hablar.
Günter Wiesemann levantó la cabeza. Era delgado, muy alto y tenía una nariz como
el pico de un pájaro. Su cráneo liso como una bola de billar brillaba bajo la luz de las
lámparas que colgaban del techo.
Paseó una mirada húmeda sobre la asistencia, comenzando a hablar seguidamente:
—En el nombre de nuestro Führer bien amado; en el nombre del pueblo alemán y en el
nombre del Reich, juramos sobre nuestro honor de hacer justicia en el caso por el que nos
hemos reunido aquí.
Levantó el brazo, gritando:
—¡Heil Hitler!
Todos los presentes le imitaron. Todos, hasta Frieda, aunque la joven actuaba casi
inconcientemente.
Cuando los últimos ecos del "Heil Hitler" masivo, desaparecieron, la voz del SS
lanzó estruendosamente: —¡Siéntense!
Hubo un movimiento de relajación; mientras que la gente se sentaba, algunos
rumores, susurros, se oyeron en la sala. El juez impuso nuevamente silencio ayudándose
con su martillo.
—El juicio va a comenzar. Primeramente vamos a conocer las disposiciones de
"l'Inkulpat” [20]. ¡Fräulein! ¡Levántese!
Frieda obedeció.
—¿Su nombre?
—Frieda Dreist, herr...
—¡Llámele Su Señoría! —le sopló su abogado que se había situado cerca de ella.
—Frieda Dreist, Su Señoría.
—¿Dónde y cuándo nació?
—He nacido en Pamkow, muy cerca de Berlín, el 17 de noviembre de 1918, Su
Señoría.
—¿Destino actual?
—Soy secretaria en los Servicios Generales de la Luftwaffe en Altona, y trabajo
directamente a las órdenes del coronel Wermucht, Su Señoría.’
El juez se volvió entonces hacia Reichmeyer.
—Señor “Generalprokurator”, ¿está de acuerdo con lo que la acusada acaba de
decir?
—Perfectamente de acuerdo, Su Señoría.
—Bien. Una vez establecida la identidad de la acusada, no me queda más que
preguntarle, Fräulein Dreist... ¿se considera usted culpable o inocente de los cargos que le
son imputados y que vuestro defensor le ha leído antes de esta sesión?
Frieda no dudó ni un momento.
—¡Me considero inocente, Su Señoría!
—¡Siéntese!
Se estableció un nuevo silencio, muy corto porque Otto Reichmeyer, andando sobre
sus cortas piernas, su vientre resaltando bajo su ropa de ceremonia, dejó su asiento para
venir a situarse delante de la larga mesa del tribunal. Antes de comenzar a hablar, carraspeó
ligeramente; después, fijando una mirada cargada de reproches sobre la joven: —Estamos
aquí, “Herren” del tribunal de “Kriminaljustiz”, para establecer, de una forma inapelable, la
responsabilidad de la aquí presente Fräulein Frieda Dreist, en un caso de agresión, con arma
de fuego, a la persona del Oberleutnant Fritz Lohmann.
"Los hechos muestran la maldad de la acusada, y es a nos, procurador general, de
demostrar a los miembros del tribunal que ninguna circunstancia atenuante no puede
justificar el espíritu agresivo de la acusada, así como sus intenciones de poner fin a la vida
del oficial Herr Lohmann...
Abrió los brazos en un gesto patético y, levantando la cabeza, se dirigió esta vez a la
asistencia.
—¡Lo más execrable de este caso —gritó con una voz aguda—, es que esta mujer
no tenía un motivo válido que pudiera justificar su crimen! ¿Qué digo? ¡No tema ningún
motivo!
Sintiendo como la cólera se apoderaba de ella, Frieda se inclinó hacia su abogado,
sentado delante de ella: —¡Hable de mi hermana! ¡Diga al tribunal que ha sido asesinada!
—¡Cállese! No puedo interrumpir al "Generalprokurator".
Ella se mordió los labios.
—...¡salgamos de nuestro error, "Herrén und Damen”! —decía en esos momentos
Otto—: ¡el motivo, existe siempre! Y les pregunto, simplemente: ¿qué fuerza puede
empujar a atacar a un miembro de nuestro glorioso ejército? ¿Me comprenden, no es
verdad? Veo cómo vuestras miradas se vuelvan hacia la acusada... y leo en vuestros
pensamientos la palabra que restalla con toda la fuerza que le presta vuestro patriotismo...
Tendió hacia Frieda un brazo acusador.
—¡Traición! ¡Esta es la palabra, mujer, que te echamos a la cara!
—¡Traición! —repitió con una voz en la que la vehemencia había sido muy
estudiada—. Apoyando sobre el gatillo del arma homicida, tú, Frieda Dreist, no apuntabas
únicamente a la persona física del Oberleutnant Lohmann... ¡Apuntabas a nuestras fuerzas
armadas, al Reich y hasta al propio Führer!
Un rugido alzó de la masa a la que las palabras agresivas del procurador general
hacían vibrar.
—Pero —continuó Reichmeyer una vez que el silencio se hubo restablecido—, no
crean "Herren und Damen", que nuestra acusación es gratuita. Los enemigos del pueblo
alemán, la banda pluto-judaica a la que nuestros soldados combaten gloriosamente, afirman
que nuestros juicios se basan sobre datos falsos...
Levantó el brazo hacia el cielo que tomaba como testigo: —¡Nunca la Justicia ha
sido más generosamente hecha que en el Tercer Reich! La prueba... Voy a demostrarles, con
todas las pruebas necesarias, que esta mujer se encuentra a la cabeza de una vasta
conspiración, y que ella no ha dudado, para triunfar en su tenebroso plan, en— sacrificar la
vida de la que, desgraciadamente, era la hermana de esta víbora pagada con el oro de los
enemigos de nuestro país.
Frieda estaba como hipnotizada.
Miraba al "Generalprokurator" sin poder creer lo que estaba viendo. Suspiró y bajó
la mirada. La voz de Otto le llegaba lejana, extraña, como si viniera de otro mundo.
—Voy a comenzar —decía e} procurador— por pedir la presencia del testigo
número uno... ¡Herr Ludwing Dreist!
Al oír el nombre de su padre, Frieda estuvo a punto de levantarse de su silla.
Asombrada, vio al viejo andar, con un paso indeciso, hacia la silla cerca de la cual se
encontraba, con el mentón hacia adelante, Otto Reichmeyer.
—Siéntese, Herr Dreist.
Una gran tristeza se leía sobre el rostro arrugado de} viejo. Alrededor de sus miopes
ojos, detrás de las gafas que le hacían ojos de pescado, unas ojeras muy fuertes se
dibujaban.
—Veamos, amigo mío... usted ha venido a Breslau voluntariamente, movido por el
deseo de ayudar a la Justicia del Reich. ¿Es verdad?
—Sí —dijo débilmente Ludwing.
—Hable más alto —sé lo ruego—, Herr Dreist.
—Sí, he venido por mi propia voluntad.
—De acuerdo. ¿Quiere usted explicar las cosas por sí mismo o prefiere que le
pregunte?
—Prefiero que me pregunte.
—Perfecto. Comencemos: mire a la acusada... y díganos si la identifica.
Ludwing levantó la cabeza. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, su mirada,
hasta entonces muerta, pareció animarse. Un gran suspiro surgió de su boca.
—Sí, la reconozco. Es mi hija Frieda.
—¿Tiene usted otros hijos?
—Sí.
—Díganos cuántos, y sus nombres.
—Rudolf, el mayor y Anneliese... —su voz se quebró— i mi pobre pequeña muerta!
—¿Esos tres hijos son de un mismo lecho?
—¡No!
Frieda sintió cómo el grito le subía por la garganta; se levantó horrorizada.
Empujándola, Schiffer, la obligó a sentarse.
—¡Quédese quieta, imbécil!
Ella se llevó las manos a los oídos, como si no quisiera oír ni una sola palabra. La
que su padre había pronunciado cuando el procurador le había preguntado si todos sus hijos
eran del mismo lecho, daba vueltas en la cabeza de la joven como un trompo que se llevara
con él todo su espíritu.
"Nein... nein... nein... nein...” —Entonces —insistió Reichmeyer—, ¿tiene usted un
hijo que no es de su mujer, Frau Dreist?
El viejo Ludwing asintió tristemente.
—Sí, eso es, "mein Herr...".
—¿Quién es ese hijo y con quién lo ha tenido usted?
Los ojos miopes se hicieron globulosos detrás de los cristales espesos de las gafas.
Los asistentes creyeron que el hombre miraba a la acusada, ¿pero es que tenía los ojos
abiertos?
—Esa —dijo despacio—: Frieda... la he tenido con... con... Sarah...
—¿Sarah?
—Sí. Sarah Goldmayer... era nuestra criada...
Frieda se puso a temblar.
¡Sarah!
Se acordaba como si la estuviera viendo. ¡La vieja Sarah!
"«Mein Gott!» —pensó la joven al límite de su asombro—. Sarah debía tener al
menos sesenta años cuando yo nací... me tenía en sus brazos y era vieja, muy vieja, muy
arrugada... ¿Como mi padre...?"
Lo absurdo de tal situación la hizo casi reír. Pero no llegó a emitir más que un
sollozo que se rompió en su garganta contraída.
—¿Su criada era judía?
—Sí.
—Y usted ha tenido una hija con ella. ¿Cómo lo tomó su mujer?
—Me perdonó... Naturalmente, mi mujer despidió a la criada...
"¡Oh, padre! ¿Qué te pasa? ¿Has perdido la razón? ¿No te acuerdas del entierro de
la pobre Sarah? Mamá lloraba porque quería a nuestra doméstica como a una hermana...
¡Padre! ¡Diles la verdad! Si quieres, me desnudaré y les enseñaré la peca que tengo sobre la
cadera derecha, la misma que mamá tenía..."
Ceremonioso, el " Generalprokurator” se inclinó ante Ludwing.
—Se lo agradezco, Herr Dreist. Su testimonio va a contribuir enormemente a
esclarecer la verdad de la causa que estudiamos... Naturalmente, como se ha hecho para la
venida, el Reich pagará su vuelta a Pankow...
—Está a su disposición, querido colega...
—"Danke!" No voy a interrogarle.
—¡Oh, no, Dios mío! ¡Debo soñar! ¡Todo esto no puede ser verdad!
La primera sesión del proceso había acabado hacia mediodía, y Frieda había sido
llevada a su celda. Ni siquiera tocó la comida que se le había llevado.
Echada sobre la paja de su celda, lloraba silenciosamente, incapaz de comprender lo
que acababa de pasarle.
Sobre el fondo turbio de sus recuerdos más recientes, la vieja figura de su padre
salía como una imagen "in focus” que dejaba el segundo plano con un indefinido turbador.
Miraba aquel querido rostro que había encontrado extraordinariamente envejecido, e
intentó encontrar en los globulosos ojote, detrás de los gruesos cristales, alguna cosa, el
más pequeño índice que pudiera explicarle las terribles palabras que el viejo había
pronunciado.
—¡Me ha renegado! —sollozó Frieda—. ¿Pero, padre mío, por qué has mentido tan
rotundamente? Sabes muy bien que nunca has tocado a la vieja Sarah, y que, hasta si te
hubieras acercado a ella, habría huido para nunca más volver.
De pronto, la duda se puso a germinar en su espíritu.
¿Cómo no había pensado en ello antes?
"Ellos” le habían obligado a hacer una falsa declaración. Le habían amenazado,
golpeado, torturado...
Pero... ¿por qué?
Buscó durante largo tiempo una respuesta lógica a aquélla pregunta.
Indudablemente, debía haber alguna cosa que los jueces, el tribunal y todos aquellos
fantoches querían, cueste lo que cueste, evitar.
¿Fritz?
¿Un simple oficial de la DCA? No, eso no parecía lógico, en absoluto. Pero, fuera lo
que fuera, "ellos" estaban encubriendo a alguien. Y si la persona de la que se trataba, como
era de temer, era lo bastante importante como para que su nombre no se viera salpicado con
la muerte de Anneliese, ella, Frieda, no tenía ninguna posibilidad de escaparse.
La puerta de la celda gimió. Acordándose de la "visita", saltó de su "cama" y se
refugió en el fondo de la celda. Menos mal que le habían permitido guardar la ropa con la
que se había presentado a la corte.
La luz explotó sobre su cabeza.
Sonriente, su abogado, el SS-Obersturmführer Gaspar Schiffer, penetró en la celda.
Dirigió a la joven una mirada amistosa, después se sentó sobre la paja: —
Acérquese, Fräulein.
Ella se sentó tímidamente bastante lejos de él.
—Habiendo examinado su caso —dijo el abogado, con voz neutra—, y, teniendo en
cuenta las conclusiones del Generalprokurator, creo que lo mejor es aconsejarle que se
declare culpable.
—¿Culpable? ¡No lo soy, Herr Schiffer! ¡Ya le he contado con detalle lo que pasó,
desde mi llegada a Breslau! Supe que mi hermana había muerto en circunstancias
extrañas... y, en un momento de cólera, he disparado contra su amante. ¡Es del lado de ese
sinvergüenza que usted debe buscar al culpable!
Volviéndose hacia ella, Gaspar la fusiló con la mirada.
—¡Basta de hacer la idiota! —gruñó—. Acaba usted de ver que las pruebas en
posesión de la acusación son prácticamente inatacables. Declararse inocente no haría más
que empeorar su situación, exasperando al tribunal, que reaccionaría más duramente en el
momento de dictar sentencia...
—¡Pero... mi hermana Anneliese ha sido asesinada! Los resultados de la autopsia
practicada por el doctor Reisses...
Schiffer rió malévolamente.
—¡Hábleme de ese doctor Reisses! Va usted a tener una bella sorpresa, pequeña...
Se levantó.
—Como defensor suyo, le acabo de dar un consejo... de usted depende seguirlo o
no... pero todavía le aseguro algo... y puede creerme... ¡Si usted se atreve a declararse
inocente, no me extrañaría mucho oír al “Generalprokurator" pedir su cabeza!
Tercera parte
"LA SENTENCIA"
“Está armado tres veces aquél cuya querella es justa; y se halla desnudo, aun
cuando se encuentre vestido de acero, aquél cuya conciencia está corrompida por la
injusticia."
William Shakespeare.— "El Rey Enrique VI"
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Con los brazos en cruz, más teatral que nunca, el Generalprokurator giró despacio y,
sin descomponer su actitud, se dirigió al tribunal.
—Es a ustedes, miembros de este tribunal de "Kriminaljustiz", a quienes incumbe el
castigar debidamente a los hombres y a las mujeres que han cometido este delito. ¡No
olvidéis, os lo ruego, que el Führer espera de vosotros la firmeza contra los que quieren
atacar al Reich, y el castigo ejemplar que enseñe a nuestros adversarios el limpio espíritu de
nuestra Justicia!
Se retiró a su sitio. Un rumor de admiración le siguió. Antes de sentarse dirigió una
tierna mirada a su mujer.
Un martillazo sobre la mesa impuso un silencio total.
—¡Ujier! —ordenó Günter Wieseman, el juez— ¡haga entrar al resto de los
acusados!
Dos Feldgendarmes abrieron la puerta del fondo.
Frieda vio aparecer, en primer lugar, una vieja mujer, enormemente pintada. Su
falda, muy gorda, dejaba ver piernas, gordas, de enormes muslos.
Cuatro jóvenes la seguían. Vinieron a sentarse en primera fila, sobre Un largo
banco, cara al tribunal.
Inmediatamente después, Frieda tuvo un estremecimiento. El doctor Reissers
entraba, a su ve, en la sala; Inclinado, parecía muy viejo.
Detrás de él, con el rostro descompuesto, muy pálidos, sus asistentes, los dos
jóvenes médicos, le seguían.
Después del largo relato que acababa de oír de labios del Generalprokurator, Frieda
sentía una confusión indescriptible reinar en su espíritu.
Otto había puesto tanta pasión en sus palabras, dándoles un alto tono de sinceridad,
que la joven se debatía en un mar de confusiones.
Sin embargo, sabia que todo lo que se acababa de decir no podía ser verdad.
Pero la confabulación le había sido presentada con tal lujo de detalles, apoyada con
pruebas tan convincentes, que se preguntaba si la pequeña Anneliese no había, en efecto,
sido la víctima de un complot indescriptible.
Sin embargo, se acordaba de las cartas de su hermana como si las tuviera delante de
los ojos. ¡Y sabía también que Anneliese no le había mentido nunca!
La voz del "Strafrichter” la sacó de sus pensamientos.
—¡Este tribunal del-Reich va a dictar sentencia! ¡Escribano! ¡Nombre a los
acusados, uno tras otro! A medida que les llamará, se levantarán y responderán "culpable".
¡Entonces este tribunal dictará sentencia!
El escribano se levantó, con un pliego en la mano.
—Fraulein Bertha Veltzen, propietaria de la "Deustschsoldatenhaus” llamada
"Gorda Bertha”, de profesión prostituta. Acusada de haber recibido en su establecimiento a
personas de raza judía. Ha contribuido a prostituir contra su voluntad a una joven alemana.
Bertha Veltzen, ¿se considera usted culpable o inocente?
—“ Straffäling!" [21] —respondió la mujer.
—"Strafe: Der Gaíden!” [22], Un rumor de aprobación surgió del público.
—Fräulein Franciska Weiser, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling! ”
—"Strafe!" —repitió el juez con voz neutra—: "Zehn Jahren in
Konzentrationslager! [23].
—Fräulein Katherine Bosch, 25 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Elfrieda Schmitd, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Agnes Haas, 27 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
Se hizo un corto silencio.
Frieda, horrorizada, observada a las mujeres que acababan de ser condenadas.
Bertha parecía abrumada, pero mantenía su cabeza levantada en una especie de desafío.
Las otras, la cabeza baja, lloraban silenciosamente.
—¡Hugo Reisses! —gritó entonces el escribano-Doktor Artz-Direktor del
Krieglazaret de Breslau. Ascendencia judía positiva en primer grado. Ha conspira, do
contra el Reich, mantenido propósitos ofensivos contra el Führer y el ejército. Sirviéndose
de drogas robadas en el establecimiento que se le había confiado, ha prostituido contra su
voluntad a la joven alemana Anneliese Dreist, muerta a causa de las inyecciones que el
acusado le hacía, haciéndole creer que se trataba de calcio. ¿Hugo Reisses... se considera
culpable o inocente?...
El viejo doctor levantó la cabeza.
—“Unschuldig!" [24]. ¡Todos vosotros sabéis que soy inocente! ¡Como esas pobres
mujeres que acabáis de juzgar injustamente! ¡El verdadero, el único culpable, todos
vosotros sabéis quién es, es...!
La porra de unos de los Feldgendarmes, que se había precipitado sobre él, se abatió
pesadamente sobre su cabeza. Hugo cayó.
La voz del "Strafritchter” repercutió en los muros de la sala.
"Strafe: Das Richbeil!" [25].
Se estableció un nuevo silencio.
Frieda tuvo que apoyarse sobre el brazo de su silla. Su corazón batía intensamente.
Se esforzaba en comprender, pero su espíritu estaba completamente vacío, desconcertado...
—Robert Balthasar —continuó anunciando la Voz impersonal del escribano:
Doktor. Ascendencia judía en tercer grado. Asistente y cómplice del doctor Reisses. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zwanzig Jahren in Konzentrationslager!” [26].
—Paul Wagner. Doktor. Asistente del doctor Reisses. No conociendo los propósitos
de los culpables. Ha actuado obedeciendo las órdenes del cirujano jefe...
—“Strafmildernd?" —preguntó el juez [27].
—“Ja, Herr Strafrichter! ” —respondió el escribano—: sangre aria pura. Estudios en
la universidad de Berlín. Ha hecho un corto entrenamiento en los Hitlerjugend”... ruso! [28].
El escribano movió la cabeza.
—Su Señoría. Debo comunicarle que la acusada Elsa Malmen, enfermera jefe del
Krieglazaret, que debía estar presente ante este tribunal, ha intentado poner fin a su vida
cortándose las venas de las muñecas. Se encuentra en la enfermería de la prisión, pero su
estado no es grave.
—Bien.
—¿ Quiere dictar sentencia contra Elsa Mahnen, Su Señoría?
—“Todesurteil! Der Galden!" [29].
Todos los detenidos fueron llevados por los Feldgendarmes. Todos, excepto Frieda,
que asistía al triste desfile de condenados, el espíritu todavía confuso por ideas —
contradictorias.
"¡Voy a volverme loca! —pensó estremeciéndose.
La expectación había llegado al máximo.
Después de la dureza de las sentencias dictadas, el público, con una curiosidad
mórbida, esperaba el juicio de la acusada Frieda Dreist, la hermana o hermanastra, según el
Generalprokurator, de la víctima.
Por primera vez, a lo largo del proceso, Gaspar Schiffer, el abogado de Frieda, se
levantó.
—Su Señoría — dijo dirigiéndose al juez—, después de la exposición del
procurador general, no me queda más que pediros un poco de clemencia para la acusada
Frieda Dreist. También querría saber si ha dado curso a su petición, que le he hecho
transmitir debidamente al comienzo del proceso...
—¡El ruego ha sido aceptado, Herr Schiffer! ¡Escribano!
—"Ja, Herr Strafrichter?"
—Lea el texto del telegrama enviado a Altona.
—En seguida, Su Señoría. "Del «Militartgeritcht» de Breslau a Herr Fiedrich
Schlosser, Hauptmann de la Luftwaffe, Oberinspektor. La denominada Frieda Dreist,
actualmente sometida a juicio por este tribunal de Kriminaljustiz afirma ser su novia;
además, que proviene de una familia alemana de raza aria y que no se encuentran en sus
antecedentes directos ni colaterales personas pertenecientes a la raza judía. Además, que
usted está formalmente prometido a la dicha Frieda Dreist, que usted le ha prometido
formalmente el matrimonio y que usted se encuentra en posición de jurar que todo lo que
ella afirma es rigurosamente verdad. Firmado: Gunter Wiesemann, Strafritcher. Heil
Hitler!”
Una luz de esperanza se iluminó en los ojos de Frieda.
¡Al fin! La gran verdad iba a explotar de un momento a otro. Miró al juez, que
preguntaba a Schiffer: —¿Quiere usted que le lean la respuesta?
—Se lo ruego, Su Señoría.
—¡Lea, escribano!
—Muy bien. "Del «Haptmann Oberinspektor» Friedrich Schlösser al
«Militärgericht» de Breslau. Juro sobre mi honor de oficial de la Wehrmacht, sobre mi fe
nacionalsocialista, que conozco someramente a la llamada Frieda Dreist, que la he visto
algunas veces, que nunca he hablado con ella, que nunca le he prometido nada, y que sus
afirmaciones son absolutamente falsas. Además, juro haber oído que su madre era judía,
juro haber sabido que llevaba una vida disoluta, llevando a su casa soldados y oficiales con
el fin de corromperlos. Firmado: Hauptmann Friedrich Schlösser. Heil Hitler!"
Frieda se sintió desfallecer. Cerró los ojos porque la sala giraba alrededor de ella a
una velocidad espantosa.
—Se lo agradezco, Su Señoría...
—¡Acusada Frieda Dreist! ¡Póngase en pie! ¡Este tribunal va a dictar sentencia!
Fue incapaz de levantarse, pero los dos guardianes lo hicieron fácilmente.
—¿Se considera usted culpable o inocente?
Oyó su voz como si fuera la de otra persona: —"Straffäling!"
—¡Frieda Dreist! ¡Este es su "Urteil"! [30].
Y después de un corto silencio:
—“Konzentrationslager... auf Lebenszeit!" [31].
Cuarta parte
“
Si quieres conocer a un ruin, dale algún poder"
Napoleón
Capítulo XV
—"Schnell!”
Las llaves giraban en las cerraduras; las puertas se abrían con un ruido
ensordecedor.
—"Rauss!" ¡Todo el mundo fuera!
Bruscamente iluminadas, las celdas proyectaban rectángulos amarillos sobre el
corredor en penumbra.
—¡Más rápido, banda de puercas!
—¡Todo el mundo al patio!
Era de noche, pero ya una claridad gris y triste se filtraba entre los barrotes.
—¡Tú, guapa! ¡Sal de tu agujero!
Frieda se levantó. Penosamente. Estaba inclinada, dolorida como si la hubieran
golpeado durante toda aquella interminable noche que acababa de atravesar, como se
atraviesa un árido desierto, sin encontrar la más pequeña sombra de esperanza...
—¡Ya te había avisado! —rió Martin—. Si te hubieras mostrado amable conmigo,
habrías hablado con mis: amigos del tribunal...
Esta vez no se separó de la puerta y, cuando ella pasó a su lado, rozándole, le puso
las manos sobre las nalgas.
—"Sakrement!" {Cuando pienso que una carne tan buena va a secarse en un
Campo! ¡Pequeña idiota! ¿Es que no sabes que estás hecha para procurar placer?
Salió al pasillo.
Otras mujeres, las que había visto en la corte, empujadas sin cuidado por los
carceleros, se dirigían hacía la escalera.
El Oberscharsführer Plonnes, que andaba a la cabeza del grupo, cerca de Katherine,
metió la mano en el corpiño de ésta.
—¡Vaya par de tetas, maldita sea! ¡Muchachos! ¡Mirad lo mejor que ha pasado por
esta prisión! ¡Y ahora que podíamos aprovecharnos, se las llevan!
Kathe ni siquiera reaccionó. Al contrario. Dirigió una mirada prometedora hacia el
SS.
—Si quiere guardarme aquí... ¡sabré hacerle feliz!
—¡Cierra el pico! —gruñó él—. ¡Quieres hacerme la boca agua, puerca!
Subieron por la escalera; las manos, atrevidas, subieron a lo; largo de las piernas,
bajo las faldas...
—¡Perro! —protestó la gorda Bertha y, volviéndose como si le hubiera picado una
víbora, abofeteó a Antón, el gorila—. ¡Sucio puerco! ¡Te atreves a tocarme, a mí, a la que
van a colgar dentro de unos minutos!
Loco de rabia, el “Sturmann" le dio un culatazo en la cara.
—¡Cerda! ¡Quisiera asistir al momento en que pisarán la cuerda alrededor de tu
cuello de foca... desgraciadamente, tendrás que esperar a llegar al Campo!
La vieja prostituta sangraba por la nariz.
—¡No tengo miedo, canalla! Pero un día te colgarán a ti... ¡y estoy segura, cobarde,
dé que te cagarás de de miedo!
Los SS empujaron a las detenidas hacia el patio. En el cielo, las estrellas
comenzaban a palidecer ante el próximo alba.
—¡Oh! —exclamó Franciska, cuyas piernas temblaron—: ¡Mira eso, Mutter![32].
Así llamaban a Bertha.
Limpiándose la sangre con el dorso de ja mano, Bertha miró la plataforma que se
había levantado sobre el suelo cimentado del patio. Una pequeña escalera de madera, con
seis escalones, daba acceso a la plataforma sobre la que se veía una gran cesta de mimbre.
—¡Colocaos aquí! —les gritó el Oberscharsführer—, estaréis muy bien aquí. ¡Son
los mejores sitios! No os quejéis... ¡antes de que os vayáis os vamos a ofrecer un bonito
espectáculo!
Del otro lado del patio, en la fachada negra del pabellón de hombres, una puerta
gimió.
Encuadrada por los SS, armados hasta los dientes, la débil silueta del doctor Reisses
apareció. Detrás de él, su joven asistente, Balthasar, le seguía arrastrando los pies.
—¡Tú! —le gritó Lorenz—. ¡Ven aquí! Ponte cerca de estas señoras. ¡Pero no te
atrevas a tocarlas! ¡Ya no tienes ningún derecho!
Robert obedeció.
Frieda se dio cuenta entonces de que el otro doctor no estaba allí. Sin duda alguna
debía encontrarse ya camino de la unidad disciplinaria, en el frente ruso.
Así se quedaron cerca de una hora. Poco a poco, el día se anunciaba. La claridad
diurna revelaba los rostros pálidos, los ojos fatigados, sin expresión alguna.
Sólo los SS tenían los carrillos colorados, arboraban grandes sonrisas... Fumaban,
charlaban como si se hubieran encontrado en la plaza de un pueblo cualquiera.
De pronto, la puerta, la grande, que daba a la calle, se abrió. Un Mercedes negro
entró en la prisión, seguido de un Volkswagen y de un gran camión.
Las pesadas puertas de hierro se cerraron con un chirrido agudo.
Un Rotenführer se precipitó y abrió la puerta del Mercedes. Vestido con un
impermeable gris-metálico, Otto Reichmeyer descendió del coche seguido de muy cerca
por su asistente en la corte, el Generaladvokat Franz Hebbora.
Un hombre alto, enorme, de hombros potentes, salió del Volkswagen. Llevaba en la
mano un largo estuche negro que le prestaba el tipo de un músico llevando consigo su
instrumento.
Avanzó con grandes pasos, manteniéndose separado de las dos personalidades que
le precedían.
Y, mientras que el Generalprokurator y el Generaladvokdt se dirigían hacia los SS y
los detenidos, el hombre del estuche atravesó directamente el patio, haciendo gemir la
escalera de madera, que subió para situarse en la plataforma.
Empujó entonces la gran cesta y descubrió, detrás de aquélla, un tronco de árbol con
una gran muesca sobre su cara superior.
Después de haber dirigido una mirada vacía sobre los rostros pálidos de las mujeres,
Otto se dirigió directamente hacia los SS que encuadraban al doctor Reisses.
—Lea el acta de ejecución— dijo volviéndose ligeramente hacia su acompañante.
Franz obedeció. Abrió su cartera y sacó un papel que desplegó. Después, tras echar
un vistazo sobre la cara inexpresiva del doctor: —Por decisión del tribunal de
Kriminaljustiz de Breslau, usted, Hugo Reisses, de acuerdo con la sentencia pronunciada
por el ''Militärgericht" que le ha condenado a muerte, subirá al patíbulo y el verdugo le
cortará la cabeza. (Eso en presencia nuestra, como representantes del Reich!
—¡Llévenle! —gruñó Otto a los SS.
Le empujaron. Durante un momento, Frieda, que se— guía la escena con una
mirada hipnotizada, creyó que él doctor iba a caer, pero, aunque había comenzado a andar
con pasos titubeantes, Hugo levantó la cabeza y continuó a andar, adelantando a los SS que
le escoltaban con las armas preparadas.
Subió los escalones con un paso seguro.
Una vez arriba, en la plataforma, se volvió dando la cara a los detenidos situados en
el patio.
—¡Adiós, amigos míos!
Después su mirada se posó sobre los dos hombres uniformados.
—¡Seréis colgados! ¡Una Alemania tan inhumana no puede subsistir! ¡Vivís en la
mentira! {Vosotros y vuestro Führer, ese loco satánico!
—"Henker!" —gritó Otto con él rostro descompuesto—. ¡Haga su trabajo! ¡Schnell¡
El verdugo posó una mano enorme sobre el hombro del condenado, haciéndole girar
sobre si mismo.
Durante un momento los dos hombres se miraron, en silencio: era como si la Vida
dijera adiós a la Muerte. Frieda así lo pensaba, y se estremeció cuando el doctor bajó los
ojos delante de la mirada mineral del verdugo.
—Ponga la cabeza ahí encima, Herr Doktor —le dijo el hombre—; no tenga
miedo... no sentirá nada...
Hugo se dejó caer sobre sus rodillas. Una vez más dirigió una mirada a las mujeres;
sus ojos se retardaron sobre el pálido rostro de Frieda; le sonrió, mirando seguidamente al
joven doctor Balthasar.
Bajó la cabeza, apoyando el mentón sobre la dura madera.
—¡Vamos, amigo mío! —dijo, lo bastante fuerte como para ser oído por todos los
presentes.
El verdugo levantó los brazos. La hoja plateada pareció captar toda la luz 4el alba.
De pronto, el hacha brilló. Fue como si un relámpago, lanzado por la mano enojada de un
dios, cayera del cielo.
El golpe repercutió sordamente.
Frieda había cerrado los ojos. Robert, al contrario, se forzó a mantenerlos abiertos.
Vio la cabeza del cirujano saltar hacia adelante, como si Hugo acabara de imitar el salto de
un sapo.
El cuerpo cayó despacio con sobresaltos que coincidían con los chorros de sangre
que escupían las grandes arterias del cuello.
Otto se puso de espaldas al patíbulo.
—¡Es de esta forma como hubierais debido acabar todos vosotros! —gritó—;
bendecid la bondad de las leyes alemanes, y bendecid también a nuestro Führer
bienamado...
Puso una mirada divertida sobre el rostro de Robert.
—Usted es todavía médico...suba ahí arriba y constate la muerte de su cómplice. Lo
siento, pero hemos olvidado traer a nuestro propio doctor.
Sin una palabra, Balthasar subió la escalera de madera. El verdugo había cogido el
cuerpo de Hugo para ponerlo en la cesta. La cabeza, con los ojos grandemente abiertos,
yacía en un mar de sangre.
Robert se agachó y recogió la cabeza. Teniéndola entre las manos, sin prestar
atención a la sangre que le ensuciaba los dedos, le cerró los párpados, tendiéndola
seguidamente al verdugo.
—"Danke” —le dijo éste—, no se preocupe... ni siquiera se ha dado cuenta de que
moría.
Algunos minutos más tarde, el camión salía de la prisión de Breslau.
Sentada sobre el suelo del vehículo, con las otras detenidas (Robert había subido a
una ambulancia con Bise Malmen, traída de la enfermería) Frieda se preguntaba dónde las
llevaban.
En el fondo, el destino del viaje no le interesaba mucho. Porque conocía el final, o
lo preveía sin la sombra de una duda.
El camino del infierno comenzaba.
Capítulo XVI
El camión paró. Frieda oyó las roncas voces y las risas. Adivinó que la meta del
viaje había sido alcanzada. El camión empezó a marchar despacio, parándose
definitivamente al cabo de irnos minutos.
—¡Todo el mundo abajo!
Los SS levantaron la lona. Los prisioneros descendieron del camión.
.-Entrad en esos barracones —les ordenó uno de los “Sturmmann”.
Frieda tuvo el tiempo justo de apercibir una torre de madera, muy alta. Alguien la
empujaba, y penetró en un barracón bastante grande donde no había más que una mesa.
Detrás de ella, sentado, un "Understurmführer” —subteniente— levantó una fría mirada
hacia las ' mujeres.
—¡Colocaos delante de mí! —gritó—. ¡Daos prisa, puercas!
Las seis mujeres hicieron lo que se les mandaba.
Durante el camino, desde que salieron de Breslau, Frieda se había mantenido
separada, no porque se considerara diferente de las otras, sino simplemente porque habría
sido incapaz de pronunciar una sola palabra.
De poco en poco, su espíritu se acostumbraba a los acontecimientos inverosímiles
que acababa de vivir, pero se encontraba todavía bajo el imperio de la sorpresa que tardaría
en desaparecer de su alma atravesada por el dolor y, sobre todo, por la indignación.
Las otras mujeres habían guardado silencio también durante el viaje. Pero Frieda
sentía, sin embargo, que no la consideraban de las suyas, al menos por el momento.
El “Scharführer” que las había conducido allí penetró, a su vez, en el barracón,
levantó el brazo, saludó al subteniente y le entregó un grueso sobre.
—Es el resultado del proceso de Breslau, ¿no es así? —preguntó el
Untersturmführer.
—"¡Ja!" Sin duda lo habrá usted leído en los periódicos...
—¡En efecto! —respondió el otro, que ojeaba los papeles que acababa de sacar del
grueso sobre—. Además,, me han telefoneado para prevenirme de vuestra llegada... Hay
dos de esas cerdas a las que se debe colgar, ¿no?
—Sí. Esa, la gorda, es una...
—¿Y la otra? —leyó, encontró el nombre y preguntó—: Else Melmen, enfermera.
¿Dónde está?
—El jefe del cuerpo de guardia la ha enviado “Revier” [36]. Ha llegado en una
ambulancia, con un doctor, un detenido también...
—¡Bueno! ¡Puede irse! El jefe de guardia le firmará este papel...
—"¡Zu befehl, mein Untersturmführer! Heil Hitler!"
—"Heil!”
El Scharführer —sargento de carrera— partió, dejando al subteniente que acabó de
leer los papeles.
—Ya veo —dijo al rato-... hay una judía entre vosotras... Frieda Dreist... ¡un paso
adelante!
La joven obedeció.
—Ponte a un lado. Te vendrán a buscar dentro de un rato.
—Tú vas a ser colgada dentro de unos minutos. ¿No tienes miedo?
Bertha posó sobre el SS una mirada cargada de desprecio. Después, con una
carcajada: —"Das dich der Henker hole!" [37] —le lanzó valientemente.
El SS no se enfadó.
—Eso me gusta —dijo—. ¡Por muy puerca que seas, gran punta, se ve que eres
alemana! Los nuestros mueren con coraje... es justamente por eso que perdemos tiempo con
ellos.
—¡No soy de los tuyos, no te engañes! —gruñó Bertha—. Acabas de llamarme puta.
De acuerdo. Pero entérate de que nunca me he acostado con un tipo que lleve tu uniforme.
¡Hubiera preferido hacer el amor con una serpiente! ¡Hubiera sido mucho menos
desagradable!
"Ach so!" ¡Hay un límite para todo! Acabas de dejarlo atrás... ¡peor para ti! En vez
de ser colgada normalmente... se te levantará despacio, despacio... de ésa forma, puerca, te
arrepentirás de hablarme como acabas de hacerlo.
.-¡No me asustas, idiota! —rió la gorda mujer—; si nos encontráramos los dos
solos, tú y yo, sin armas, te mataría con mis propias manos... porque tú, como todos tus
camaradas, sois una banda de castrados... "Nicht Hoden!" [38].
El SS palideció.
Se apoderó del teléfono que estaba sobre la mesa burlando: —¡Hagan venir al Kapo
Zarowsky! ¡Daos prisa!
Bertha reía. Leyendo el miedo y la cólera sobre el rostro del subteniente dio un paso
hacia la mesa.
Rápido como un relámpago, el Untersturmführer extirpó la pistola de su funda y
apuntó a la detenida.
—"Achtung! ” —silbó entre dientes-*^ No vayas a creer que voy a matarte... te
agujearé las tripas, puerca... ¡y te colgaremos después!
—¡Dispara si te atreves, asqueroso chulo! ¡Mirad este tipo! Si sale de detrás de su
despacho, vais a reír... "In die Hosen machen!" [39].
Durante unos momentos, Frieda creyó que el SS iba a apretar el gatillo. Estaba tan
pálido que se hubiera dicho que la sangre había dejado su rostro, blanco como una sábana.
La joven, al tiempo que admiraba el coraje de la "Gorda Bertha”, estaba
dolorosamente extrañada por el crudo lenguaje que la vieja prostituta utilizaba.
Recordando lo que se había dicho delante del tribunal, se estremeció al pensar que
la pequeña Anneliese hubiera podido ser llevada a una "Hurenhous” [40].
Pero, casi en seguida, su sentido común le dijo que el Generalprokurator no había
soltado más que mentiras y que aquellas' desgraciadas mujeres eran tan inocentes como
ella...
De pronto, la puerta se abrió. Cuatro SS, armados hasta los dientes, entraron, sus
Schmeisser orientaron su hocico negro hacia las detenidas.
Un hombre entró tras los “Sturmmann".
Frieda, que se encontraba separada de las otras mujeres, pegada al muro que hacía
cara a la puerta, no tuvo dificultad en verle.
No pudo impedir un estremecimiento.
El hombre —¿era realmente un hombre?— medía un poco más de un metro
cincuenta, pero la anchura extraordinaria de sus hombros le hacia parecer todavía más bajo.
La cabeza, pequeña, con una frente huidiza parecía inexistente, con los escasos cabellos
naciendo a ras de las hirsutas cejas, daba la impresión de no ser más que un apéndice del
macizo cuello.
Tenía los brazos muy largos, y sus manos, peludas como bestias repugnantes, le
llegaban más abajo de las rodillas.
Avanzó sobre sus cortas piernas, levantó el brazo y rugió: —"Heil Hitler!"
Serenado por. la presencia de los SS, el Untersturm— führer había enfundado el
arma en el estuche que le colgaba del cinturón. El color volvió a instalarse en sus mejillas,
y sus delgados labios esbozaron una sonrisa cruel.
—¡Aquí hay trabajo para ti, Kapo! —dijo mostrándole Bertha con un gesto de su
enguantada mano—. ¡Mucho trabajo, "Teufel!"
Los SS rieron.
El polaco no. Sin duda era incapaz de sonreír. Ni de reír. Como los animales no
pueden, tampoco, hacerlo. La risa es una expresión humana, y sólo los seres humanos
pueden manifestar así algunos de sus sentimientos.
El Kapo se pasó la lengua sobre los gruesos labios.
—¡Es bella, "mein Lagerführer!" —gruñó—. ¿Así es como me gustan las mujeres!
—¡Es justamente lo que pensaba! —rió el jefe del Campo—. ¡Y voy a decirte algo,
Zarowsky! Dirigí ^ burdel en Breslau... ¡una especialista, vaya!
—¿Condenada a cuánto tiempo?
—"Der Galden!" —cortó ásperamente el Lagerführer.
El polaco suspiró.
—¡Lástima! ¿Quiere que la cuelgue en seguida?
—¡Oh, no! ¡No tenemos tanta prisa, Kapo!
Dirigió una mirada divertida a los SS.
—Hace mucho tiempo que no nos divertimos en este Campo, ¿no es verdad,
muchachos?
—“Ja, meine Untersturmführer!" —respondieron al unísono los guardianes.
—¡Métela en una celda, Kapo! Te prevengo que es una tigresa...
El polaco encogió sus potentes hombros.
—...hazme caso —insistió el alemán— es por eso que— te aconsejo dé encerrarla en
una celda... no le des nada... así, esta noche, la encontrarás a punto...
El Kapo miró al Lagerführer, después sus pequeños ojos porcinos se posaron sobre
la mujer.
—¿De verdad? —preguntó como si no creyera lo que acababa de oír—. ¿Es para
mí, “mein...?
—¡Sí, Kapo! Pero esta noche, no antes... y quiero que lo hagas en las duchas... es
necesario bastante espacio para que el público esté cómodo, ¿de acuerdo?
Algo como un relámpago saltó de las pupilas del polaco.
—"Jawolh, mein Untersturmführer! ¡Danke! ¡Danke schön!”
—"Komm!”
Frieda siguió al SS que había venido a buscarla al barracón del "Lagerführer”.
Antes de ello, el Kapo se había llevado a Bertha. Pero se había resistido con tal
fuerza que uno de los SS la había golpeado con su arma. Entonces, el polaco, sorprendiendo
a todo el mundo, había levantado el cuerpo enorme de la vieja prostituta como si se hubiera
tratado de un fardo de paja. Y había osado decir al SS: —¡Hay que tener cuidado! ¡No
vayas a estropeármela!
Las otras mujeres se fueron un poco más tarde. Frieda había oído decir al SS que
había venido a buscarlas, que iban a ser instaladas, por el momento, en un barracón vecino
al de Ravier.
—No os quedaréis mucho tiempo aquí —les había expiado el Lagerführer—.
“Grossresen” no es un Campo para hembras. ¡Se os llevará a otro sitio!
Siguiendo los pasos del guardián, Frieda miraba con tímida curiosidad los
barracones que se alineaban a un lado del Campo. La alta torre atrajo su atención.
Era de madera. Cuatro troncos de árbol estaban cubiertos por una especie de parasol
bajo el cual colgaba una campana.
Era aquella campaña, como no tardó en comprobar la que regulaba la vida del
Campo, de la mañana a la noche.
La torre se elevaba en medio del "Appelplatz" [45].
El SS atravesó la plaza desierta y tomó un camino vigilado por un grupo armado.
Los centinelas que se encontraban al otro lado de la barrera, levantaron el obstáculo.
—¿Se va a lavar, tu mujercita? —preguntó uno de los SS.
—¡A fondo! —rió el que escoltaba a la detenida.
—¡No está nada mal!
—¡Carne judía! —rió el otro guardián—. ¡No la tocaría ni con pinzas!
Poco después, el SS y su prisionera se pararon delante de un pequeño edificio de
hormigón.
—Esperaremos a que tu amigo, el otro judío, llegue. Debe ducharse también.
Frieda miró el rostro del SS. A pesar de la juventud del “Sturmmann", una máscara
de crueldad envejecía sus rasgos. En sus ojos azules, donde debería verse la alegría de vivir,
un destello frío, implacable se había instalado.
—No soy judía —le dijo bruscamente.
La miró con sus ojos inexpresivos.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué no llevas la estrella amarilla de David? ¡No digas
tonterías! ¡Eres judía porque tus documentos así lo prueban!
Se oyeron unos pasos.
Volviéndose, Frieda apercibió al joven doctor Balthasar acompañado por un SS.
—¿Es todo? —le preguntó el SS que se encontraba con la joven.
—¡Sí! ¡Mucho trabajo para tan poca cosa!
—¿Comenzamos?
El otro emitió una breve carcajada.
—¡Se ve bien que acabas de llegar, Karl! Es preciso que el doctor venga con el
Kapo de "Ravier”. Son ellos los que hacen el trabajo. Es tu primera ducha, ¿no?
—"Ja".
—Es bastante raro, la primera vez. ¡Vaya! Después de todo, tienes razón. Vamos a
avanzar un poco el trabajo. El doctor no se levanta nunca temprano. ¡Sobre todo si acaba de
pasar la noche en los brazos de un joven Ruski!
—¿Qué? —dijo Karl abriendo enormemente los ojos.
—"Scheisse!" ¡Es verdad! ¡No sabes nada, novatito! Pero cierra el pico. Kelemberg
será todo lo marica que tú quieras, es capaz de hacerte la vivisección con su escalpelo si
supiera que hablas así.
—¡No sé nada!
—¡Bah! No tengas miedo. Pronto le verás. En cuanto al Kapo del Lazaret, ése es
una exageración. Con la boca pintada, los ojos aún más...: ¡un mariconazo como hay pocos!
¡Se dice que lleva bragas de seda y hasta sostenes!
—¡Es asqueroso!
—¡Aún no has visto nada, amigo! Pero ni Dachau ni Mathausen me han
impresionado tanto como Ravensbrück. ¡Ese campo, Karl, es el no va más!
—¿En qué se diferencia de los otros?
—En una sola cosa, amigo: Ravensbrück es un Konzentrationslager exclusivamente
destinado a mujeres... ¿te das cuenta? ¡Millares de chavalas! ¿Qué digo? ¡Centenares de
miles! ¡De todos los tipos, de todos los tamaños, de todas las clases! Alemanas, francesas,
belgas, holandesas, judías, gitanas, griegas... ¡qué sé yo! Gritando, trabajando, peleándose,
haciendo el amor, con los hombres, entre ellas, con los perros de las “Aufseherin " [46], con
los cerdos de las granjas... ¡No te lo puedes imaginar, muchacho!, Suspiró, apoyando la
mano en el hombro de su compañero.
—Por suerte, pequeño Karl, no me quedé, como te acabo de decir, nada más que dos
semanas... ¡pero qué dos semanas, "Himmelgott!" ¡Un poco más y acabo por volverme
loco!
Bajó la voz, su rostro se ensombreció.
—Y, por la noche, teníamos miedo, ¿sabes por qué?
—"Nein"...
—Las mujeres...
—¿Las mujeres? —preguntó Karl con un tono incrédulo.
—Sí, las mujeres —contestó el otro—. Cuando llegaba la noche, el deseo se
desencadenaba en ellas como si el diablo les soplara entre las piernas...
—Ya veo...
—¡No, qué vas a ver! ¡Hay que haberlo vivido para comprenderlo! Te lo voy a
decir... prefiero encontrarme delante de un batallón de Ruskis, delante de quien sea... ¡antes
que de encontrarme en la proximidad de aquel infierno!
Movió tristemente la cabeza.
—Nos echaron mucho antes de lo que esperábamos. Habíamos ido a Ravensbrück
con un convoy de doscientas mujeres, belgas y francesas en su mayor parte. Normalmente
tendríamos que habernos ido el mismo día. Pero se tenía que cargar el tren con material
recuperado, ropa sobre todo. Por eso nos quedamos.
—¿En el. Campo?
—¿Estás loco? No, fuera. En una pequeña casa... éramos seis... y por la noche, para
complacemos, la “Aufseherin” que estaba de guardia nos envió seis chicas elegidas entre
las mejores... ¡unas "ugánge” [47], de las buenas!
Karl posó la mano sobre el antebrazo de su compañero y le indicó con un gesto de
la mano los dos prisioneros que les miraban con una expresión de indecible horror sobre el
rostro.
—¡Mírales, Helmuth! ¡Les estás dando miedo!
Pero el otro se enfadó.
—¡Desnudos! ¡Los dos! ¡Schenell! Entrad ahí dentro... ¡abriremos el agua de las
duchas en irnos minutos!
Frieda lanzó al SS una mirada suplicante.
—¿No puedo desnudarme dentro?
—"Nein!" ¡Aquí mismo, sucia judía! ¡Haz lo que se te manda! Deja tu ropa aquí y
no temas, no la tocaremos... ¡ni mi amigo ni yo queremos agarrar una sífilis!
Robert había comenzado a desnudarse. Volvió la espalda a la joven que le imitó.
Frieda se apresuró en desnudarse. Al quitarse las bragas, se las apretó contra el
pubis, lanzó una mirada temerosa hacia los SS, pero ellos ni siquiera la miraban, Fritz
rogaba a su compañero que terminara de contarle lo que había pasado en el Campo.
—"Erzähle den Hergang!” [48].
Viendo la puerta entreabierta, Frieda dejó sus ropas y, doblada en dos, penetró en las
duchas.
El doctor Balthasar la siguió.
—Como te decía —dijo Helmuth lanzando una mirada de aprobación hacia el
montón de ropa que los dos prisioneros habían dejado tras ellos— esas chicas eran
formidables. La mía, vaya lote, los cabellos tan negros como el ala de un cuervo, un pecho
agresivo...
—¿Se trataba de prisioneras?
—"Natürlich!” Eran "Häftkinge" [49]. Había algunas francesas pero la mía,
muchacho, era española...
—¿Española? Por lo que sé, los españoles son nuestros amigos.
—¡No todos, Kar, no todos! Los de Franco, de acuerdo... pero los otros, los rojos,
no pueden olemos. ¡Como todos los otros rojos!
—¿Y esa chica era roja?
—¡Ni roja ni negra! Había acompañado a sus padres que pasaron la frontera
después de la guerra de España. Deseando vivir alguna aventura, había ido hasta París.
Y no sé cómo se había dejado atrapar por la Gestapo. ¡Poco importa eso! ¡Hacía el
amor como una tigresa! ¡Era andaluza! ¡Podría enseñarte mi espalda... aún guardo las
marcas que me hizo con las uñas!
—Una española —suspiró Karl—: me gustaría probar una... ¡debe ser estupendo!
—¡No puedes imaginártelo, pequeño! “Prima!” ¡Se te tiraba encima con las uñas
por delante!
Capítulo XVII
Horts se lavó cuidadosamente las manos y los antebrazos, donde las manchas
blancas del yeso se habían pegado al vello rubio que cubría su piel.
Al mirarse al espejo del lavabo del “Revier", que sólo era utilizado por él, esbozó
una sonrisa.
¡Malditas hembras!
Y aunque aquella no era tan bella como las otras, la» que atraían a los hombres más
bellos —no sabía exactamente por qué—, sentía un extraordinario placer vengándose del
sexo aborrecido.
Salió del barracón y se fue a buscar a Wassili, la última “conquista” del Herre
Doktor. El joven ruso le escuchó atentamente, rompiendo a reír seguidamente con una voz
muy aguda.
—Te traeré todos los que quieras. ¡Toda una caja llena de piojos y de ladillas!
*
—De acuerdo, de acuerdo, pero déjame acabar. Aún no te he contado lo más
interesante. ¡Siempre hay alguien que no tiene nunca bastante! Era el caso de Fritz Olsen,
nuestro Rottenführer...
—¿No le gustaba la chica que le habían traído?
Helmuth frunció el ceño.
—"Wo hast du es her?” —preguntó desconcertado[50]
—¡Lo he adivinado, simplemente!
—¡Vaya! ¡Has acertado de lleno! Al muy idiota le había correspondido una chica
estupenda. Una francesa de cabellos color de miel, ojos azules y una piel blanca y fina
como el terciopelo... pero, por casualidad, había oído una conversación entre la "
Aufseherin” y Otto, otro de nuestros muchachos, en la que habían hablado de una polaca
que acababa de llegar..., una chica extraordinaria, estaba tan bien que hasta había sido la
querida del Gauletier de Dantzig.
Cuando la “Aufseherin" se fue, A. Olsen se le metió en la cabeza la idea de ir a
buscar a la polaca. Preguntó a las chicas y no tardó en saber en qué bloque se encontraba.
—¿Fue a buscarla?
—¡Claro que sí! Era tan testarudo que no quiso hacer caso de todo lo que le dijimos.
Se hizo acompañar por la francesa... la muy puerca tenía uña sonrisa que no prometía nada
bueno. Se fue y nosotros, que estábamos hartos de nuestro Rottenführer, nos ocupamos de
nuestros “asuntos".
Sacó un paquete de cigarrillos, ofreciendo uno al joven SS.
—Un poco más tarde —dijo lanzando una bocanada— cuando nosotros estábamos
acabando de disfrutar el dinero pagado... entendimos unos alaridos que eran para enderezar
los pelos del cogote a cualquiera...
Se estremeció como si reviviera aquellos instantes.
—Nos lanzamos afuera, con las armas en la mano. Desde los miradores los
reflectores barrían los bloques... Corrimos hasta las alambradas... muy cerca de la puerta
por la que Fritz y la francesa debían haber entrado...
Un ruido de pasos le interrumpió. Se hubiera dicho que centenares de pies frotaban
contra la tierra. El ruido venía de detrás del alto muro cerca del que se encontraban los SS.
—Es el grupo que llegó anteayer —explicó Helmuth—: judíos. Van a entrar
también en las duchas, pero lo harán por la puerta “B".
—¿Puedo mirar? —preguntó tímidamente el joven "Sturmmann”.
—¡Naturalmente! Del otro lado es imposible. Pero aquí hay una galería en la que,
en lo alto de una escalera, hay algunos ventanales que te permitirán ver lo que pasa en las
duchas...
—Mira. Alguien viene...
—Sí, es el doctor y ese marica, el Kapo del "Revier”, pero van a ir en primer lugar
al almacén. Tengo tiempo para acabar de contarte mi historia... Del otro lado de las
alambradas algo horrible estaba pasando...
"Tres bloques, lo que quiere decir más de doscientas mujeres, se habían lanzado
sobre el desgraciado Rottenführer. Había algunas, entre aquellas bestias desencadenadas,'
que actuaban por espíritu de venganza... ¡Imagina! ¡Tener en sus manos un SS sobre el que
podían saciar su odio!
“Pero la mayoría, te lo puedo jurar, deseaban al hombre, al macho. ¡No les
importaba un comino que fuera alemán o chino... era un hombre, les bastaba con eso!
“Bueno... esas harpías le besaron, le mordieron, le hirieron... a la luz de los
reflectores vi que una de ellas enseñaba a mis compañeras las... partes de Olsen. ¡No me
creerás, pero se lanzaron sobre ella para apropiarse del macabro trofeo...!
—"Wie schrecklich!” —exclamó Karl con un gesto de asco.
—A la mañana siguiente doscientas detenidas fueron enviadas al crematorio en
represalias... pero del Rottenführer... ¡nada! ¡No se encontró ni siquiera un pedazo! ¡Ya ves
cómo es el paraíso de Ravensbrück!
—Tienes razón —suspiró Karl—. ¡Lo peor de todo son' las mujeres!
Capítulo XVIII
Los tres últimos vagones del largo convoy, vagones de ganado, estaban repletos de
deportadas. El resto del convoy, treinta y cinco unidades que una vieja locomotora asmática
arrastraba penosamente, estaba formado por dos vagones de pasajeros donde "descansaban"
los miembros de la escolta —una sección de SS— y treinta vagones cargados de vestidos
perfectamente clasificados, todo lo que había quedado de los seis mil detenidos gasificados
durante las dos semanas precedentes.
Parándose continuamente, a veces delante de pequeñas estaciones, pero casi siempre
a campo raso, de forma a dejar pasar los convoyes militares que iban o volvían del frente
ruso, el tren avanzaba lentamente hacia la región de Cracovia donde se había instalado uno
de los más importantes campos: Auschwitz-Birkenau.
Una vez al día, y los SS lo decidían a su gusto, al alba o al atardecer, quitaban los
candados que cerraban las puertas y permitían a las deportadas que bajaran a "hacer sus
necesidades”.
Aunque Frieda tuvo la suerte de encontrarse en el mismo vagón en el que fueron
encerradas las prostitutas de Breslau, había bastante sitio para otras, y veinte mujeres
polacas, entre las cuales había diecisiete afectadas por cólicos, empestaron el vagón con el
olor de sus deyecciones.
Demostrando poseer un carácter fuerte y decidido, la pequeña Franciska, una de las
pupilas de la "Gorda Bertha”, se apresuró a poner un límite a la situación. Levantándose,
hizo frente a las polacas, cuya lengua conocía: —¡Se acabó! Si continuáis así vais a
transformar el vagón en una "toaleta dia pan" [57]. Como no podéis parar de cagar, os iréis a
agachar en un solo rincón del vagón... |venid!
Les indicó un ángulo. Golpeando con el tacón, Fran— ciska no tardó en descubrir
algunas planchas del suelo que cedían. Llamó a Elfriede y a Agnes para que acudieran a
ayudarla.
Algunos minutos más tarde consiguieron practicar un agujero en el suelo del vagón.
—Aquí está el "rincón" para todo el vagón —explicó en polaco—. ¡Y os aseguro>
cerdas, que si una de vosotras se atreve a hacer porquerías en otro lado, será castigada!
Franciska se alejó del grupo de polacas, pero no lo bastante de prisa como para
evitar de ser alcanzada por nna respuesta huraña: —“Brudny Germanski!" [58].
La alemana se encogió de hombros cqn un gesto de desprecio y fue a sentarse cerca
de sus compatriotas.
—Has hecho perfectamente lo que se debía de hacer —le dijo Katherina—; ese mal
olor comenzaba a ponerme enferma...
—Tiemblo al verlas —intervino Frieda— porque creo que debían ser bellas y
fuertes, antes de caer en ese estado lastimoso...
—¡Sí, tienes razón, pequeña! He tenido ocasión de hablar con algunas de estas
desgraciadas..., venían hasta nuestro bloque, en Grossrosen, a pedirnos cosas
insignificantes: un peine, imperdibles..., han conocido miserias más grandes que las
nuestras. ¡En realidad, comparadas con esas polacas, somos hasta el momento unas
privilegiadas!
—¿Han sido juzgadas y condenadas como nosotras, no? —preguntó Elfriede.
—¡Qué dices! Después de la llegada de los soldados a su pueblo, fueron violadas
por la tropa. Cuando la Wehrmacht siguió su camino, los SS, la Feldgendarme— rie y la
Gestapo llegaron a su vez.
"Las más bellas fueron reunidas en una casa que se convirtió en seguida en un
burdel. Las feas, las viejas o simplemente las que no gustaban a los hombres, fueron a
trabajar a las carreteras destruidas por las bombas y por los obuses, o en el ferrocarril.
—¡Es horrible! —suspiró Agnes mirando con terror sus pequeñas manos cuidadas y
manicuradas.
—Después —prosiguió Franciska—, cuando comenzó la guerra con los rusos,
algunos grupos de partisanos polacos aparecieron aquí y allá. Para impedir que los civiles
ayudaran a los guerrilleros, los SS y los Feldgen— darmes vaciaron los pueblos, quemaron
las casas y mataron a los hombres, las mujeres viejas y los niños. En cuanto a esas mujeres,
fueron enviadas a los "Konzen— trationslager”, la mayoría del otro lado del Vístula: Tre—
blinka, Sobidor, Mjdanek, Belzec y Rawa-Rüska. Este grupo, por una causa inexplicable,
han ido a parar, como nosotras, a Grossrosen.
—¿Y dónde vamos ahora? —preguntó la pequeña Agnes, aún muy pálida, con las
manos hundidas, como en un gesto de defensa, en los bolsillos de su abrigo.
—No lo sé —respondió Franciska—. Sin embargo, esas mujeres me han dicho que
vamos a un lugar terrible, un campo llamado “Osviecim" [59].¿Aún peor que Grossrosen?
—preguntó Frieda.Franciska le dirigió una mirada enojada.
—¡Tú, hermosa, no te quejes demasiado! Te has pasado todo el tiempo en el
“Revier” mientras que nosotras estábamos en un barracón infecto, que hemos tenido que
lavar cada día para no acabar pudriéndonos dentro.
Suspiró.
—Eramos trescientas mujeres... de paso, decía el Ka— po, pero salvo nosotras, las
demás ensuciaban el suelo todo el tiempo... y ese criminal de ruso, hablo del Kapo, quería
que el barracón estuviera tan limpio como la habitación del "Lagerführer”...,.
Tendió las manos hacia Frieda.
—¡Mira mis manos! Y las de las otras...-añadió echando una mirada a su alrededor,
pero su boca se torció en un gesto rabioso cuando se fijó en el rostro colorado de Agnes.
—¡Te pones cplorada, ¿no?! ¡Tú tampoco has trabajado! ¡Pero me das lástima
porque has tenido que acostarte con el Kapo...!
—¡Prefiero acostarme con un hombre a tener que estropearme las manos!
—¡No eres más que una "Schneppe”! [60].
Entonces, dándose cuenta de lo que acababa de decir, se puso a reír
estruendosamente.
—¡Estamos locas! No es de extrañar, después de lo que esos puercos nos han hecho
aguantar... sobre todo la pobre Bertha...
—¡Cállate! —gritó Agnes— ¡No hables de eso! ¡Quiero olvidar ese horror!
Pero Franciska no prestó ninguna atención a la súplica de su amiga. Volviéndose
hacia Frieda le dijo: —Una noche, tú estabas aún en el “Lazaret”, vinieron a buscarnos. El
Kapo y cuatro SS. ¡Cuando vimos que tomábamos el camino que lleva a las duchas, y
sabiendo lo que eran, tuvimos un miedo horrible!
—¡Cállate! ¡Cállate! —gritó aún Agnes, llevándose las manos a la cabeza.
Franciska le lanzó una mirada atroz:
—¡Tápate las orejas! Así... ¡y déjanos en paz!
Dio definitivamente la espalda a su compañera, prosiguiendo: —Menos mal que
estaban completamente iluminadas por dentro y vimos que estaban llenas de SS. El
pequeño “Lagerführer”, el tipo al que Bertha le paró los pies, también estaba allí, rodeado
de una banda de lameculos en uniforme de desfile.
"Nos pusieron en un rincón. Habían traído sillas, pero no para nosotras. Los SS
estaban sentados y formaban un círculo alrededor de un sitio que habían hecho en el centro.
Su voz pareció encontrar un obstáculo en su garganta, se hizo más ronca.
—De pronto, dos SS trajeron a Bertha..., estaba desnuda. Los SS se hartaron de reír.
¡Hasta a nosotras, que conocíamos su cuerpo, nos hizo algo el verla así, expuesta a la
mirada y a las groserías de todos aquellos cerdos!
Franciska suspiró.
—Nosotras, como tú también, habíamos oído lo que el "Lagerführer" había dicho a
Bertha. Pero, con toda franqueza, no le creíamos capaz de una porquería como aquélla...
Cuando vimos aparecer al Kapo, ya sabes, el monstruo que nos recibió a la llegada al
campo, entonces nos pusimos a temblar...
Frieda la miró horrorizada.
—¿No vas a decirme que han...?
—¡Sí, Frieda! Completamente desnudo, el Kapo parecía un animal asqueroso..., se
precipitó sobre Bertha. Nosotras esperábamos que podría rechazarle, porque no es la
primera vez que había puesto fuera de combate a los forzudos que querían hacer el tonto en
el burdel...
"¡Pero' se defendió apenas!
—Sin duda le habían dado algo para quitarle las fuerzas —intervino Elfriede.
—¡Seguramente! —respondió Franciska—. ¡Nos quedamos con la boca abierta!
Porque después de acabar su “asunto", el gorila ése comenzó a golpearla con su porra... ¡le
daba golpes terribles! Y le gritaba: "¡Arrástrate, perra, arrástrate!"
Las cuatro mujeres estaban llorando, porque Agnes, a pesar de todo, había separado
las manos de sus oídos y seguía con una mirada alucinada, el relato de Franciska.
—¡Estuvimos a punto de levantamos e intervenir! Pero los SS se lo debieron oler
porque nos amenazaron con sus armas, y eso nos calmó al instante...
—¿Murió?
—No en seguida, Frieda. Espera un momento, aún falta lo mejor: Se arrastraba y el
otro bestia no paraba de atizarla con su porra... Entonces, bruscamente, no sé de dónde
pudo sacar sus fuerzas..., saltó sobre él como una flecha...
"El tipo tropezó y cayó con Bertha sobre él. ¡Ya ves! Bertha pesaba casi ciento
veinte kilos..., le aplastó completamente y le agarró el cuello con las manos...
—¿Los SS no hicieron nada?
—Se lanzaron sobre ella. La golpearon a culatazos y con los cañones de sus
metralletas...
—¡Basta! ¡Basta!-aulló Agnes casi histérica.
Girando sobre sí misma, Franciska, con una rapidez sorprendente, la abofeteó con
todas sus fuerzas.
Escondiendo la cara entre sus manos, Agnes comenzó a sollozar, completamente
calmada.
—¡Esperemos que ahora esta pequeña imbécil me dejará contarte el asunto! —
gruñó Franciska—. ¡Como te decía, los SS se. echaron sobre Bertha como una jauría de
perros $obre su presa!
"Muy (pronto, el cuerpo de Bertha no fue más que una masa sanguinolenta, debía
estar muerta... o casi. ¡Pero continuaba apretando la garganta del Kapo polaco! Fue
necesario una docena de tipos para separarlos..., quiero decir: para separar los dos
cadáveres, porque si ella estaba muerta, el otro puerco había dejado de vivir...
—¿No se vengaron con vosotras? —preguntó Frieda.
—¡No les debieron faltar las ganas! Pero, después del espectáculo, debieron pensar
que había sido bastante para una sesión.
Se calló durante unos instantes.
—A la mañana siguiente nos hicieron salir otra vez del barracón... y asistimos a la
ejecución de la vieja enfermera. ¡La colgaron con los brazos enyesados!
Friéda se mordió los labios, pero no dijo nada.
Cerrando los ojos, como si se sintiera súbitamente fatigada, se volvió a ver,
inclinadá sobre la pobre mujer, matando uno a uno los asquerosos bichos que corrían sobre
su delgado cuerpo, Y Katherina suspiró.
—¡Nunca olvidaremos a Bertha! —dijo con una sincera convicción.
—¡Nos ha dado un hermoso ejemplo! —exclamó El Frieda.
—Si hay que morir —les dijo Franciska—, preferiría hacerlo como ella... ¡llevarme
conmigo, al infierno, a uno de esos puercos!
—Yo —dijo bruscamente Agnes con el rostro devastado por las lágrimas—, yo no
quiero morir... soy joven... y amo enormemente la vida...
Franciska le lanzó una mirada despectiva.
—¡No te preocupes, mosquita muerta! —le dijo ferozmente—. ¡Mientras sigas
teniendo esas caderas y esos hermosos pechos! En una palabra: de qué atraer a un macho,
no morirás...
Chasqueó la lengua.
—Pero mira a las polacas; en cuanto te encuentres como ellas, con la piel sobre los
huesos, las tetas por el suelo y el culo como un higo chumbo, entonces, pequeña, ni siquiera
un "Musulmán” se molestará en mirarte, ¡estarás acabada para siempre!
Los ojos de la pequeña Agnes chispearon.
—¡No! ¡Nunca llegaré a ese extremo! Porque mucho antes, me oyes, mucho antes,
me mataré!
El tren se paró con un ruido metálico. Casi en seguida quitaron los candados de las
puertas y éstas se abrieron.
. Levantando la cabeza, Franciska se puso a reír.
—¡Alégrate, corderito! Si tienes ganas de trabajar, no tienes nada que temer. Mira lo
que han escrito sobre esta puerta!
Todas volvieron la cabeza para mirar al exterior.
Una enorme puerta con dos puestos de centinelas de cada lado, dos SS con sus
metralletas bajo el brazo, se ofrecía a sus miradas.
Al fondo se veían un paseo y unos barracones.
Y sobre la puerta, con grandes letras metálicas: “ARBEI MACHT FREI"
Capítulo XIX
Detrás de los Panzers, el pueblo de Potchikov ardía como una gigantesca antorcha.
Del escuadrón no quedaban más que dos tanques. Luchando desesperadamente
contra el tiempo, la tripulación del “667” trabajaba sin descanso en la reparación de una
docena de eslabones y dos ruedas motrices que un antitanque ruso había destrozado.
Dos hombres del "666”, que se había quedado un poco más lejos, de forma a
proteger a sus camaradas ocupados en la reparación, habían venido a ayudar a los
muchachos del panzer averiado.
Raimund Webel, el " Panzerführer” del “667", exclamó a media voz: —¡No hay
nada que hacer! ¡Desde el comienzo de esta maldita ofensiva rusa tenemos la negra!
—¡No exageres, Webel! —le respondió Drilling, el ametrallador de torreta del
"666"—; piensa un poco en la tripulación del "668". ¡Ni siquiera han tenido tiempo para
decir uf! ¡Crass! ¡Un pepinazo de lleno! ¡Se han evaporado, héchos humo, sin darse cuenta!
Introduciendo una barra de hierro entre las ruedas, Karl Róttger, el cañonero del
"666”, el más fuerte de todos los presentes, levantó la pesada cadena que estaban
instalando.
—“¡Herrje!” [61] —gritó, corto de aliento—. ¡Empujad un poco, banda de vagos, o lo
dejo caer! "Hérauf!’’ "Herauf! " [62].
Todo el grupo se puso a la faena, incluso el Panzer— fütirer. Lentamente, la larga
serpiente de acero avanzó hacia lo alto de las ruedas motrices; los gruesos dientes de
aquéllos hicieron finalmente presa en la cadena.
—¡Soltad! —gritó Karl.
El mismo retrocedió, separando la barra de hierro de las entrañas del sistema de
transmisión. Al ajustarse, el acoplamiento mecánico produjo un ruido metálico que hizo
sonreír a los tanquistas.
—¡Ya tenéis vuestro cacharro como nuevo! —suspiró Drilling—. ¡Hasta la próxima
vez!
—¡No digas idioteces! —protestó Raimund—. ¡Y ve a decirle a tu jefe que ya
podemos comenzar a largamos de aquí!
—¡Mi jefe! —se burló Róttger—. ¡No hay quien hable con él! ¡Se ha vuelto más
mudo que una estatua!
—Pero, ¿qué demonios le ha pasado?
Karl alzó sus potentes hombros en un gesto explícito.
—¡No tengo ni puñetera idea! ¡Y la cosa dura desde hace tres semanas! ¡Justo
cuatro días antes de que Iván comenzara a hacérnoslas pasar mal! ¡Se limita a dar las
órdenes y nada más! ¡Casi no toca la comida, fuma como un condenado y, en cuanto
hacemos un alto, salta del tanque y se va, lejos de todos, cargado de negras ideas!
—¿Puede ser que algo malo le haya pasado a su familia? ¿Recibe cartas?
—¡Sí! Antes del ataque de los rusos, recibía dos o tres por semana. ¡No debían
traerle buenas noticias porque, después de haberlas leído, ponía una cara de entierro
insoportable!
Webel suspiró abrumado.
—"Scheisse!" ¡No comprendo en absoluto esta maldita guerra! Se decía, sin
embargo, que íbamos a hacer la paz con los Amigos y con los ingleses... y que, todos
juntos, como buenos camaradas, íbamos a echarnos sobre papaíto Stalin.
Karl escupió por tierra.
—¡Sueños, mi querido Panzerführer! ¡Los "pantalones colorados" [63] nos creen
idiotas!... Como si no supiéramos lo que se pasa por el mundo. ¡Después de haberse
paseado por África, los Amigos y los británicos se ocupan de Sicilia! Dentro de poco
estarán en Roma. ¡Sobre todo si contamos con la bravura de los macarronis!
—¡No me hables de esos hijos de perra! —gruñó Drilling—. Mi hermano Otto
quedó en Stalingrado. ¿Y por culpa de quién? ¡De.esos chulos soldaditos del Duce! ¡En
cuanto los ruskis han levantado la voz, esos macarronis del diablo han salido pitando como
liebres!
Webel movió tristemente la cabeza.
—No deberíamos haberles adoptado nunca como aliados. ¡Y ahora que las cosas
comienzan a ponerse negras, os aseguro que los italianos van a cambiar de camisa!
—¡No me extrañaría nada! —suspiró el cañonero del “666".
Entre sus labios, el cigarrillo se había apagado sin que se diera cuenta. Cada vez
fumaba más y'más, encendiéndolos uno tras otro, con un gesto puramente mecánico,
autómata, porque no extraía ningún placer de fumar así.
Cuando los dos miembros de su tripulación se habían ido a ayudar a los del "667”,
había saltado de la torreta y se había puesto a andar, sin meta alguna, no deseando más que
qüedarse solo, solo con sus pensamientos, solo con su dolor y su impotente rabia.
A cada paso el periódico doblado en su bolsillo crujía como para recordarle que
estaba allí. El periódico que había recibido al mismo tiempo que las últimas cartas enviadas
por la misteriosa persona que firmaba "una amiga que le quiere bien".
¡Extraña forma de querer!
Le había escrito, haciéndole, en cada carta, un relato detallado de lo que se había
pasado en el juicio.
¡No'faltaba nada!
Al leer aquellas cartas, Rudolf había vivido cada minuto del proceso, había
presentido la monstruosidad de la tragedia que se había desarrollado en Breslau.
Diez, veinte veces... ya no se acordaba, había ido a ver o había telefoneado al
coronel... ¡no le habían concedido ningún permiso!
Durante un tiempo, había pensado en desertar. Con un poco de suerte, podría haber
llegado a Breslau. Pero el sentido común había acabado imponiéndose. Las patrullas de la
Feldgendarmerie, armadas hasta los dientes, vigilaban estrechamente todas las carreteras.
Sobre todo después de la amenaza de una ofensiva soviética. Después de la gran
derrota delante de Kursk y el fracaso completo de la operación "Ciudadela", Iván no había
soltado presa y el siete de agosto de aquel maldito año de 1943, Stalin, comprendiendo que
el adversario no tenía más fuerzas para responder, se había decidido, a lanzar una ofensiva
general, con el fin de liberar la Rusia Blanca e, inmediatamente después, Polonia.
Pero todo aquello había perdido importancia a los ojos de Dreist.
La angustiosa lectura del periódico que su misteriosa comunicante había añadido a
su última carta había dado al traste con las últimas esperanzas del tanquista.
Anneliese muerta, asesinada. ¡Y Frieda, la dulce y valiente Frieda, que había
acudido a ayudar a su hermana pequeña... condenada a perpetuidad en un
"Konzentrationslager ”!
Una de las cosas que más habían aterrorizado al joven alemán fue sin dudarlo
extraordinaria: ¡la increíble declaración de su padre!
Todavía ahora, Rudolf desesperaba ante la imposibilidad de descubrir el motivo
oculto, porque debía haber uno, eso no podía dudarlo ni por un solo instante.
El que Ludwing Dreist se hubiera acostado con Sarah, la vieja y fiel sirvienta, eso
estaba fuera de toda posibilidad, ¡hubiera reído si las circunstancias no le hubieran hecho
llorar!
—Entonces —silbó entre sus dientes apretados— ¿por qué, padre? ¿Por qué has
afirmado tal enormidad, sabiendo que esa falsa declaración iba a llevar consigo la pérdida
de tu hija?
Levantó hacia el cielo una mirada desamparada.
—"Warum?" (¿Por qué?)
Gilde, el Panzerlahrer, levantó la cabeza; sus manos, hundidas en las entrañas del
motor, estaban terriblemente sucias. Indicó con el mentón la parte delantera del
Panzerkampfwagen.
—Se ha ido por allí. ¿Y el “667”?
—“Das ist erledigt!" [66] —respondió Karl, que preguntó a su vez—: ¿No ha vuelto
desde que nos fuimos?
—“Nein!"
—¡Uno de estos días va a— caer en las patas de una patrulla ruski! "Holinh der
Teufel!” [67]. ¡Pero que no se nos lleve a nosotros también! Se acabó. ¡Le voy a decir todo lo
que pienso!
Dio algunos pasos, pero cambió de opinión: —¡Tú, Xaver! Deja de rascar el motor.
En cuanto vuelva con Dreist nos largamos. Iván no debe de andar lejos... ¡mierda! ¡No sé
cómo nos las arreglamos, que siempre nos encontramos delante de nuestras líneas!
Se alejó a grandes zancadas.
—¡Yo no me metería en su piel! —suspiró Gilde, limpiándose las manos en su
pantalón—; yo, con el humor con que se anda el jefe, lo pensaría dos veces antes de decirle
algo.
—De todas formas —dijo Peter—, debemos intentar algo. ¡Continuar viviendo así
es imposible! Un tanque, ya se sabe, es como una cámara nupcial... —rió—. ¡O se hace el
amor convenientemente o nos matamos unos a otros!
—¡Tienes razón, viejo! —intervino Helmuth Hama— cher, el ametrallador de proa
—. Rudolf, todos lo sabe* mos bien, es “ein guter Kert” [68]. Y estoy convencido de que
Karl lo traerá cambiado. "Herrgott!” Después de todo, estamos juntos desde 1939. ¡Un buen
rato! Nos conocemos como si viniéramos del mismo padre y de la misma madre... y es
necesario que continuemos así. ¡Si no, como ya ha ocurrido en otros panzers, las cosas
acabarán mal!
—¡Os hacéis demasiadas ilusiones! —protestó el conductor del tanque—. Desde
aquí veo la esoena; en cuanto nuestro bravo artillero abra el pico, Rudolf va a cerrárselo
con un "Kerh von deiner eigenen Tür!” [69]. ¡Ya lo veréis!
—No discutamos más —dijo Helmuth con un tono apaciguador—; ¿habéis oído que
nuestro desgraciado y descalabrado escuadrón va a ser rehecho?
—Sí, pero no lo he creído.
—Ya lo verás. El teniente lo ha dicho. Dentro de dos días un nuevo jefe va a
tomarnos a su cargo.
—¡Un novato, sin duda! —rió Drilling—. ¡Recién salido de una escuela de
tanquistas! Con la cabezota llena de teorías... Otro cobarde como nuestro querido Herr
Reichmeyer... ¡aún me pregunto dónde está ese puerco!
—No te preocupes por él —le dijo el Panzerlahrer—, con un papá como el suyo, es
casi seguro que ha obtenido un puesto de los mejores.
—¿Qué era su padre, exactamente? —preguntó Hamacher.
—"Oberkriminalinspektor! ¡Nada más que eso! Un tipo gordo de la Gestapo o
alguna otra cosa de ese estilo...
—Ya puede ser todo lo "Ober" que quiera, ni siquiera ha sido capaz de traer al
mundo un verdadero hombre. ¡Un marica! ¡Eso es lo que es su retoño!
Xaver, el conductor, se rascó pensativamente la cabeza.
—¡Ya se sabe! —afirmó seriamente—; esos tipos de la alta sociedad son todos
impotentes... y se casan siempre con mujeres paliduchas, anémicas, con piernas como
mondadientes, tetas como huevos fritos y las nalgas como las mejillas de un recién nacido.
'Suspiró.
—¡Qué queréis que fabriquen esos puercos! ¡Nada más que abortos, tipos
esmirriados... mal paridos, asquerosos fetos!
—¡Rúdolf!
Dreist se enderezó.
Giró lentamente, como con desgana, haciendo frente a la maciza silueta del artillero
que acababa de pararse a su lado.
—"Was führt Sie her?” [70] —preguntó el Panzerführer fríamente.
“Mal comienzan las cosas, «Sakrement!» —se dijo Karl a sí mismo—. Si comienza
a hablarme de «usted», estamos listos.
Y en voz alta:.
—Hemos arreglado el “67" —dijo con un tono que quería ser seguro—. Deberíamos
irnos también. Iván debe andar por.aquí...
Aunque la lejana palidez de los astros no le permitía distinguir con nitidez el rostro
de su jefe, el artillero adivinó la expresión dura que se reflejaba sobre todo en el brillo
helado de los ojos de Dreist.
Reuniendo todo su coraje, Rottger se decidió a poner las cartas sobre la mesa.
—No es únicamente de los tanques de lo que quería hablarte... ¡Dame una razón,
Rudolf! ¡Esto no puede continuar así! Creo que hemos vivido suficiente tiempo juntos
como para que tú...
—¡Cierra el pico, Karl! —le interrumpió Rudolf—; tú, como los demás, no podéis
comprender. Puedes irte... y toma el mando del "666”. Yo me quedo aquí.
—¿Qué? —exclamó el artillero abriendo desmesuradamente la boca.
—Acabo de decírtelo: me quedo aquí...
—Pero... es... es... “Der Imbegriff der Dumnheit!" "Du ist ein heilles verrückt!" [71].
—Puede ser, pero ya he tomado mi decisión, y es definitiva. ¡Me quedo!
—¿A esperar a Iván?
—"Ja!" Si lo quieres más claro, aquí lo tienes: deserto, me voy con los de enfrente...
Desenfundó su pistola, la cogió por el cañón y tendió «1 arma a Karl: —¡Toma!
¡Puedes matarme si quieres! De todas formas, si no lo haces, tendrás que decir que estoy
muerto.
—Pero... —tartamudeó Rottger sin ni siquiera mirar «1 arma— ¡deliras, mi pobre
Dreist! Si crees que Iván va a recibirte como a un amigo, estás listo... ¡En cuanto levantes
los brazos te llenarán las tripas de plomo! Y tendrás que estar contento de que lo hagan...
¡Ya los conoces, maldita sea! Te harán pasar un mal cuarto de hora antes de liquidarte.
Rudolf hizo un imperceptible movimiento con los hombros.
—Es un riesgo que hay que correr.
—¿Pero por qué dejamos? ¿Por qué desertar? ¡Eres, lo quieras o no, un alemán!
—No, te equivocas; mi buen Karl. Este país en que he nacido, el uniforme que
llevo, no significan, nada para mí. Un hombre, llevando un uniforme cómo éste, se ha
acostado con mi hermana menor, le ha hecho un hijo... y la han matado!
—¡No!
—Sí, Rottger, sí... mi otra hermana, Frieda, corrió en da de su hermana... y la han
condenado para toda la vacL un campo de concentración...
—"Himmelgott!”
—Mi padre, un pobre hombre que ha trabajado durante toda su vida para que nada
nos faltara... ¡ha declarado delante del tribunal que se había acostado con nuestra vieja
criada y que, por lo tanto, Frieda era judía a medias!
Si no hubiese conocido al jefe de la tripulación, si no hubiera sabido que el
Panzerfiihrer era incapaz de mentir y que además su cerebro no había dejado nunca de
funcionar perfectamente, hubiera temido que se hubiese vuelto loco.
Dijo, con una voz que temblaba de indignación: —Pero... ¡es imposible! No han
podido hacer algo así...
Una mueca torció la boca de Rudolf.
—Lo han hecho, amigo mío...
—¡Es indigno!
—Lo que tú quieras. Lo han hecho, sí, en nombre del Führer, en nombre del Reich
milenario... ¡Ese Führer y ese Reich por el que combatimos desde 1939!...
—No comprendo...
—Yo tampoco podía comprenderlo... o no quería, no lo sé. Yo también, Karl, me
resistí a dar pábulo a cosas que mi mente se negaba a aceptar. Pero, desdichadamente, fue
así...
Su mueca se hizo aún más amarga.
—Ahora te das cuenta —dijo después mirando con fijeza a su compañero— que
nada me ata ya a este país... a mi patria que han convertido en un montón de basura...
—Deberías habérnoslo dicho antes, Rudolf.
—¿Para qué? ¿Para quitaros la moral? “Neil!” Mientras estaba al mando del tanque,
he actuado como jefe, como amigo... y un amigo es aquel que no nos amarga la vida con
sus problemas...
Y agregó después de un corto y doloroso silencio que Karl no se atrevió a romper:
—Si no hubieses venido a buscarme, habría desaparecido... sencillamente...
—Guarda tu pistola. Puedes necesitarla...
—No. Es mejor que te la lleves. Así podrás decirles que la has encontrado en mi
cadáver... Prefiero que todos crean que he muerto. Si se enterasen que he desertado, serían
capaces de todo, esos puercos...
—¿Tu familia?
—Sí. Son como lobos, sedientos de venganza... Podrían importunar a mi padre o
hacer aún más daño a mi hermana... incluso podrían molestaros...
—¡Una mierda para ellos! —rugió Karl.
Dreist sonrió.
—¡Viejo amigo! Voy a echarte mucho de menos... y a los otros, a todos. ¡Puñetas!
Es cierto que se vuelve uno algo así como el hermano mayor del equipo... y voy a pensar
mucho en vosotros, sobre todo hasta que esta cochina guerra termine...
—¿No tienes miedo de lo que los rusos pueden hacerte? Son un poco bestias, lo
sabes tan bien como yo...
—Todos somos bestias, amigo... Un soldado es como un saco. Cuando le ponen el
uniforme, le vacían de todo lo que lleva: inteligencia, bondad, sentimientos humanos,
dulzura, amor... Luego vuelven a llenar el saco, poniendo dentro frases de odio, de
desprecio hacia el enemigo, de estúpida superioridad que inclina la balanza de la razón
hacia el lado donde el desdichado combate...
Sus dientes rechinaron:
—¡Eso somos, camarada! Sacos llenos de basura, de estiércol, de mierda...Pero no
son sólo las balas las que agujerean ese saco. El dolor, la miseria, terminan por romperlo y
cuando las mentiras se salen de él, el saco queda vacío... convertido en un trapo sucio, sin
contenido, esperando que alguien lo queme...
Extendió la mano, pero el otro le atrajo hacia él, abrazándole con fuerza.
—Cuídate, Rudolf..., cuídate mucho...
—Y tú también... Buena suerte...
Se separó de su compañero y se fue.
Capítulo XX
Capítulo XXI
Las detenidas formaron cola para entrar en el bloque que les estaba destinado.
Cuando le llegó el turno a Frieda, nada más penetrar se sintió invadida por un cúmulo de
sensaciones que afectaron su nariz, sus oídos y sus ojos, llenándola de pánico.
Como furias desencadenadas, las "Zugänge” —las nuevas— se lanzaron, abriéndose
camino a codazos, de forma a alojarse en los "nichos” más altos.
Fueron naturalmente las polacas, que conocían ya las características de los
barracones, las que tomaron al asalto los sitios privilegiados.
Sus gritos ensordecedores, sus juramentos, los alaridos cuando se golpeaban
mutuamente, formaban un escándalo formidable. Además, había el olor...
Un olor que no era el que las deportadas llevaban con ellas, sino la hediondez de los
centenares que las habían precedido.
Una hediondez de masa humana, sucia, purulenta, una mezcla asquerosa de miedo,
de deseo, de angustia y de muerte...
Cuando hubo franqueado el umbral, Frieda abrió desmesuradamente los ojos ante el
espectáculo que se ofrecía ante ella. Un pasillo de una treintena de centímetros de anchura
y, a ambos lados, desde el suelo de tierra hasta el techo... ¡nichos!
Nichos como en un cementerio, con una sola salida que daba al corredor, un
cuadrado de cincuenta centímetros de lado, y una profundidad de un metro ochenta.
Adelantándose a las alemanas, las polacas se habían apoderado de los sitios más
altos, pero lo que espantó a la joven fue constatar que, contra lo que se había imaginado,
cada nicho estaba ocupado por dos, y hasta tres mujeres, que estaban horriblemente
apretadas, aunque su delgadez se lo permitía con más facilidad que a las que acababan de
llegar de Breslau.
—Tenéis suerte —dijo la “Blockowa" [73] sonriendo—, poneros de dos en dos en los
nichos de abajo.
Sin saber exactamente por qué, y después de haberse introducido en el cubículo, a
nivel del suelo, Frieda se encontró como compañera de nicho a la joven Agnes, que
temblaba de miedo a su lado.
—¡Dios mío! —lloriqueaba Agnes—. ¡Si hubiera tenido bastante valor habría
imitado a Franciska! Ella, al.menos, no conocerá estos horrores.
—No digas tonterías —le riñó amablemente Frieda—; Franciska, a pesar de su
“pose" de valiente, no era más que una pequeña cobarde, una chiquilla aterrorizada...
imitarla, eso sería ceder, Agnes... No lo olvides... ¡mientras— hay vida, hay esperanza!
—Pero... ¡se nos trata como a animales!.
—¡Y no hacen más que empezar! —suspiró Frieda, convencida que decía la verdad
—; es por eso, Agnes, que tendrás que endurecerte, olvidar para siempre lo que hemos sido,
luchar por la existencia con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro coraje... Nuestra divisa
debe ser una sola: “Der Kampf ums Dasein!" [74].
—He venido a tu nicho —dijo Agnes con voz tímida— porque he adivinado en ti
una fuerza que me falta... haré lo que quieras... ¡pero no me dejes sola!
—No tengas miedo. Ante cada desgracia, cada sufrimiento, aprieta los dientes y
repite siempre... “Morguen ist auch ein Tag!” [75].
Agnes afirmó con la cabeza; el miedo dejó de brillar en el fondo de sus ojos que, a
pesar de todo, habían guardado una pureza extraordinaria.
—Eres muy buena; gracias, Frieda...
La voz de la "Blockálteste" [76] chasqueó como un látigo desde el otro extremo del
barracón: —¡Todo el mundo fuera! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Alinearos en fila delante del
barracón!
Agnes se echó a temblar.
—Ni siquiera nos han dejado diez minutos de tranquilidad; ya empezaba a
encontrarme mejor...
—¡Vamos! —le dijo Frieda dedicándole una sonrisa tranquilizadora—; y no olvides
lo que te acabo de decir.
Simple estudiante en Medicina, no había cursado más que los dos primeros años,
Konrad Lutter, hijo de un SS que se había olido a tiempo los proyectos de Roehn,
pasándose rápidamente del lado de Hitler antes de la sangrienta purga del 30 de junio de
1934, beneficiada de la decisión paternal y, al ser llamado a filas, fue enviado, en calidad de
"Artzassistant” a Auschwitz.
Como otros muchos estudiantes de Medicina, su caso no fue, lejos de ello, único.
Lutter se encontró de repente ante la responsabilidad de actuar como "doctor”
Allí, en el campo, podía disponer de "pacientes* cuando quería, y probar sobre los
detenidos no solamente la poca ciencia que poseía, sino también las operaciones más
osadas, porque nadie le juzgaría por haber matado algunas docenas de cobayas humanos.
Poco a poco, gracias a la libertad absoluta de la que gozaba, Konrad comenzó a
creer que era médico, su audacia aumentó y se lanzó alegremente tras las huellas de Von
Klaus, practicando todo tipo de de técnicas quirúrgicas, llegando, desde que las primeras
mujeres habían llegado a Auschwitz, a practicar varias cesáreas, que llevaron consigo
naturalmente la muerte de la mujer y del niño.
El "Ravier” que, al principio no ocupaba más que un solo barracón, se desarrolló
rápidamente, sobre todo después de la llegada al campo de un grupo de investigadores SS,
que se hacían llamar “Herr Professor” y que se ocupaban de experiencias directamente
relacionadas con la Wehrmach y la Kriegsmarine.
¡Lo que menos faltaba era el material humano para las experiencias!
Con un cigarrillo opiado entre los labios, Konrad Lutter, que procuraba imitar en
todo a su jefe, el doctor Von Winkel, franqueó la barrera que separaba las instalaciones
del...“Lazaret” del resto del campo, atravesó el Appelplatz y se dirigió con un paso rápido
hacia el re— cinto del Fraulager.
Aspirando glotonamente el humo de su cigarrillo, Konrad se quejaba para sí mismo
de la excepción qué Klaus había impuesto a su colaboración. La entrada al museo y al
estudio de Topesku le estaba absolutamente prohibida.
—¡Maldita sea! —gruñó entre dientes—. ¿Por qué ¡No voy a comerme los puercos
cuadros de ese idiota rumano!
En realidad, lo que le molestaba más era la prohibición de entrar en el estudio. Sabía
perfectamente que Camil "disponía” de todas las bellas muchachas que posaban para él,
antes de ser enviadas al “ Sonderkomando" que no dejaba más que el esqueleto.
Era verdad que inyectaba a sus mujeres, matándolas en pocos segundos. El fenol
inyectado directamente en el corazón se había revelado un procedimiento ultrarrápido y
terriblemente barato.
Pero, desgraciadamente, en el momento de la ejecución, Von Winkel se encontraba
siempre al lado de Konrad. “Para vigilar, decía el prusiano, que, en los sobresaltos de la
muerte, la mujer no cayera de la mesa de operaciones y se rompiera un hueso", ¡lo que
impediría a Topesku pintar su esqueleto!
—“Scheisse! ” —gruñó Lutter mientras se acercaba dél campo de mujeres—; ni
siquiera se mueven.— Antes de que se den cuenta de lo que les pasa... ya están muertas.
No, Konrad adivinaba en la asistencia de su jefe a la muerte de las mujeres, un
placer morboso, la necesidad de darse cuenta "de visu” de la destrucción instantánea de una
vida, del paso al reino de la muerte de un bello cuerpo, joven, deseable.
—¡El muy sádico! —escupió Konrad lanzando la colilla, que aplastó rabiosamente
con el talón de su bota.
¡Le habría gustado tanto encontrarse solo con las mujeres! Ya que el puerco del
rumano obtenía un placer verdadero, ¿por qué no podía aprovecharlo él también?
Cada vez que tenía ante sus ojos el cuerpo desnudo de la condenada, a la que le
habían administrado un somnífero antes de ponerle la fatal inyección, sentía su sangre
joven golpear violentamente contra sus tímpanos y, la boca seca, tragando penosamente su
saliva, traía, ante la presencia insufrible de su jefe, fingir una indiferencia que estaba lejos
de sentir.
Detrás del volante de su Oppel Admiral gris, Ursula von Winkel sentía vibrar todo
su cuerpo; una sensación de poder la colmaba. Bajando los ojos por un instante, apercibió
por debajo de la línea de su falda perfectamente cortada sus nerviosos muslos y, bajo la piel
broncea* da, el juego perfecto de los músculos.
Sus manos con guantes negros eran pequeñas pero sólidas. La chaqueta moldeaba
un pecho firme, pero no muy fuerte. Sabía que poseía unos senos pequeños, duros como la
piedra. Hasta eso, a veces, la molestaba. Habiendo practicado siempre el deporte, habría
deseado que desaparecieran algunas partes de su cuerpo demasiado "blandas” para su gusto.
Con un suspiro se desembarazó de sus pensamientos. Inclinando ligeramente la
cabeza, lanzó un vistazo a sus hombreras. Una amplia sonrisa entreabrió su boca
perfectamente dibujada, pero, como el resto de su cuerpo, pequeño, medido, precisó...
—"Himmelgott!” —exclamó sin dejar de sonreír—; ¿qué es lo que vas a decir,
papá, cuando veas que he conseguido tener el grado de "capitana" del cuerpo de
"Aufscherin"? No somos demasiado numerosas, ¿sabes? las “Frau-Hauptmann"...
Lanzó una risita nerviosa.
¡Maldita sea! ¡Lo que había sudado, sin darse ni un descanso, para aprobar sus
exámenes!
Se podía ver aún delante del tribunal, en la escuela de las SS en Berlín.
Y no podía olvidar las sonrisas burlonas con las que algunos miembros del tribunal
habían subrayado sus respuestas exactas.
¡Los hombres! ¡Siempre los hombres! ¡Presumidos! ¡Sudando importancia!
Sí, ella les había sorprendido, a los “machos", a lo largo de los ejercicios orales y en
el examen posterior en el que había demostrado una memoria excepcional, una capacidad
de retención extraordinaria.
Pero, en lo que más había destacado había sido en los ejercicios en el patio de la
escuela y en pleno campo, al aire Ubre.
¿Qué creían esos imbéciles?
Al mando de una sección de Sturmann, se había impuesto a los hombres, y cuando
algunos habían intentado esbozar una sonrisa, ¡oh!, sin mucha malicia... ¡les había
enseñado quién era una Von Winkel!
—¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras! ¡En pie! ¡Cuerpo a tierra! ¡En pie! ¡Paso
ligero! ¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras!
Se repetía todas las órdenes que había hecho llover sobre los SS. "Sakrement!"
Sudando por todos los poros del cuerpo, le habían dirigido una mirada suplicante.
¡Pero les había hecho pagar cara su sonrisa!
Finalmente, cuando les había ordenado romper filas, les habla seguido con una
mirada burlona, disfrutando al verles arrastrarse, doblados sobre sí mismos, rotos, hacia los
dormitorios.
En los ejercicios de manejo de armas, con el fusil, la pistola ó la metralleta, había
cosechado también todos los triunfos posibles.
Después, en un firmes impresionante, delante de todo un batallón formado en su
honor, había recibido sus galones de capitán, sintiendo en su corazón un calorcillo
deliciosamente agradable, el alma transida de alegría, la mayor alegría de su vida...
¿De dónde le venía exactamente aquel odio, aquel desprecio por el sexo opuesto?
Repetidas veces, cuando pensaba en ello, había intentado' vanamente recordar la
fecha exacta en la que había manifestado, por los hechos, su decisión de oponerse a todo lo
que era masculino, macho...
Sin embargo recordaba dónde había ocurrido. Veía la escena con todos los detalles,
y los mínimos rincones de aquel jardín habían quedado en su memoria, grabados de una
manera imborrable.
¿Qué edad tenía en aquella época?
Imposible de acordarse. No debía tener más de doce años, porque podía verse,
llevando largas trenzas, aquellas odiosas trenzas que había podido suprimir más tarde.
Aquellas trenzas, así como la espantosa falda, y hasta su primer corsé, se asociaban
lamentablemente a la imagen de su madre. La veía, en el inmenso dormitorio de la casa,
como hipnotizada delante del enorme espejo, acariciándose las mejillas o peinando
interminablemente su larga cabellera rubia.
Su madre había querido hacer de ella otra Erika; aún más, ella habría deseado que
su hija creciera rápidamente, que fuera, lo más pronto posible, la mujer espléndida que ella
era...
Y hasta habría llegado a presentarle sus amantes.
Ursula rechinó de dientes.
El que Frau von Winkel engañara a su marido no le sublevaba tanto como el hecho
de que su madre necesitara, para ello, acostarse con hombres. Sólo imaginarla, desnuda, en
los brazos de un amante, le daba ya ganas de vomitar.
¡Y su madre quería que ella se le pareciese!
Una áspera carcajada se escapó de su boca. ¡Ah, no! Ningún hombre había posado
nunca la mano sobre su cuerpo. No necesitaba en absoluto sus pesadas caricias, y, por otro
lado, habría sido incapaz de soportarles su estúpida pretensión de poseer, sus miradas de
señor delante de alguien a quien se desprecia.
Se acordaba del pequeño jardín, muy limpio. Otto, el viejo jardinero que cojeaba
arrastrando siempre la pierna izquierda, un recuerdo del Marne, acababa de irse.
"Wild”, el pastor alemán, regalo de su padre en su décimo aniversario, se divertía
persiguiendo una gran mariposa de alas doradas.
Ahora, al volante de su Oppel Admiral, aún podía imaginar aquella embriagadora
pesadez de la tarde en el jardín, el aire embalsamado por el olor de las flores que llenaban
los macizos.
Sentada en cuclillas, al pie del gran sauce que colgaba sus largas ramas arrugadas
sobre el pequeño estanque, miraba las estampas de un libro que acababa de coger en la
inmensa biblioteca de su padre.
La casa de los Von Winkel se encontraba en la bella región de Allenstein, en un
rincón agradable de la región de los lagos, allí donde residían las familias más importantes
de la vieja aristocracia de los Junkers de la “Ostpreuszen” [86].
El libro, un viejo tratado de Anatomía con numerosos dibujos, cautivaba la
imaginación de la pequeña Ursula. Muy naturalmente, después de haber hojeado las
primeras páginas, había pasado directamente a buscar la parte que trataba de. la anatomía
de los órganos sexuales.
Ya en aquella época, liberada al fin de las trenzas y de los largos y complicados
vestidos que su madre le había impuesto cuando era más pequeña, Ursula se vestía a su
gusto. Y aquel día, se acordaba con nitidez, llevaba un pantalón de montar a caballo, altas
botas y una blusa azul oscura sembrada de puntitos blancos.
De pronto oyó gruñir a "Wild" [87].
Por un momento, levantando la vista de las apasionantes ilustraciones del libro,
miró al perro pensando que el viejo jardinero debía haber olvidado una herramienta y
volvía a buscarla.
Pero, de golpe, la vio.
La perra, un magnífico ejemplar de galgo ruso que pertenecía a sus más próximos
vecinos, los Von Sleishter, avanzaba lentamente, meneando su larga cola sedosa, sus dulces
ojos achinados posados sobre "Wild".
Ursula suspiró y continuó mirando el libro. Delante de los dibujos, su imaginación
de chiquilla, dotada de una notable intuición, intentaba comprender algunos detalles que, a
pesar de todos sus esfuerzos, continuaban siendo oscuros, desesperadamente inexplicables.
De pronto, un débil ladrido rompió el silencio del jardín. Levantó la cabeza de su
libro; sus ojos se agrandaron. "Wild" se encontraba encima de la hermosa perra. Jadeaba,
con su larga lengua bermeja pendiendo fuera de su boca, su trasero animado de un vaivén
rítmico...
De un golpe, comprendió que pasaba algo extraordinario entre los dos animales.
Pero aquella admiración fue de corta duración. Una cólera terrible, inexplicable, se apoderó
de la chiquilla.
Sin ser capaz de explicarse el origen de sus sentimientos, sentía un odio feroz hacia
aquella perra que, a sus ojos, le robaba el amor de "Wild".
Llamó a su perro, intentando así separarle de su compañera.
¡Vano intento! “Wild" no se dignó ni siquiera volver el morro hacia su dueña.. Ella
no existía para él. La perra, ella sí, miró del lado de Ursula, y ésta sintió sobre ella el brillo
burlón de la mirada triunfal del lebrel.
Ursula se quedó como atontada.
Después, bruscamente, "Wild” descendió, pero se volvió de una extraña forma
quedando pegado por el trasero al de la perra.
Algo explotó en el espíritu de Ursula. Acababa de comprender vagamente lo que se
pasaba entre los dos animales. Se acoplaban y la puerca hembra retenía a "Wild" que,
manifiestamente, intentaba separarse del galgo ruso.
Sin saber exactamente por qué Ursula se levantó, corrió hacia el despacho de su
padre, empujó una silla y se subió hasta la panoplia donde se encontraban las armas que
Fritz von Winkel, su bisabuelo, había traído del Japón en uno de sus viajes.
Descolgó fácilmente una corta espada de “samurai”. Sus temblores habían
desaparecido; una fría firmeza la poseía.
Algunos minutos más tarde, habiendo vuelto al jardín, se dirigió con paso seguro
hacia los dos animales, levantó el arma, apuntó cuidadosamente entre las dos colas y dejó
caer su brazo, poniendo en ese gesto toda la fuerza que le permitía su cólera contenida.
Un aullido espantoso desgarró el silencio. La perra salió disparada como una flecha.
“Wild", girando sobre sí mismo como un trompo, miraba estúpidamente el gran charco de
sangre que se formaba bajo él.
Bruscamente cayó sobre su propia sangre, gimió durante unos instantes y murió.
Capítulo XXIII
Su mano temblaba. Enfadado consigo mismo, apretó con fuerza el pincel, pero sin
acercarlo a la tela. Preveía una mala pincelada si avanzaba su mano hacia él cuadro.
"¡Eres el último de los imbéciles! —se reprochó "in petto"—. ¡La conseguirás como
las otras! Pero espera un poco, el viejo puede dejarse caer por aquí de improviso..."
Lanzó una mirada a la mujer.
¡Dios! En toda su vida de artista, nunca había tenido ante sus ojos una maravilla
semejante.
¿Dónde había encontrado aquella mujer, el puerco de Von Winkel?
¿Cómo —se preguntaba a sí mismo— tal belleza había podido llegar hasta
Auschwitz sin ser mil veces violada?
Tragó saliva penosamente.
Esperaría a la noche. Ni un minuto más. Naturalmente, le impediría volver al
Bloque, en el Campo. Se quedaría allí, con él. Después... bueno, atrasaría su trabajo, diría a
Winkel que le faltaba la inspiración...
Lo que fuera con tal de prorrogar la vida de aquella ' extraordinaria criatura y, si lo
conseguía, impedir al imbécil de Lutter que le pusiera la inyección fatal...
—¡Oh, no! —gritó a media voz—; ¡es imposible! ¡Estos alemanes están locos de
atar! ¿Cómo puede destruirse tranquilamente tal perfección?
El enorme Rottenführer —cabo— dio un sonoro taconazo con sus altas botas.
—¡Acaba de llegar, herr Doktor!
Klaus se levantó bruscamente de su silla.
—¿Mi hija?
—"Ja!"
—¡Venga, Luttter! ¡Venga! ¡Al fin está aquí!
Se apresuró, bajando rápidamente los escalones que separaban la terraza del jardín,
andando despreocupadamente sobre las flores, atravesó el sendero y se precipitó hacia el
Oppel Admiral que estaba aparcado delante de la puerta.
—¡Ursula!
Y La joven, que acababa de salir del coche, se volvió. Apercibió a su padre,
corriendo a su encuentro. Se abrazaron durante largo rato, sin decirse nada, demasiado
emocionados para poder articular una sola palabra.
Finalmente, Klaus empujó despacio el musculoso cuerpo de su hija. La miró, con un
brillo de orgullo en sus pupilas.
—"Mein Gott!” "Eine Hauptmann!" Frau Kapitan! No me lo habías dicho, Ursula
—añadió Von Winkel con un suave reproche en la voz.
Ella le lanzó una sonrisa deslumbradora.
—¡Te encuentro muy bien, padre!
Klaus tosió, algo molesto. Hizo un gesto hacia el joven estudiante que se había
quedado algo distanciado.
—Te presento a mi joven asistente, Ursula... el doctor Konrad Lutter.
Konrad, encantado porque era la primera vez que su jefe le acordaba el título de
doctor, apretó la fuerte y nerviosa mano de la joven.
—Encantado de conocerla, "meine Hauptmann".
—Yo también, "doktor”
—Ven adentro, querida —intervino Von Winkel cogiéndola del brazo—. ¿Vienes
por mucho tiempo?
—Una semana... pero debo decirte, padre, que no estoy de permiso...
—¿Qué?
Ella rió, pero esperó a que se encontraran en el salón para decirle: —Pertenezco al
servicio “D” [88], padre.
Klaus se dejó caer sobre un sillón. Ursula y Lutter le imitaron.
Silencioso, el ordenanza surgió por la puerta.
—Tráiganos un poco de cerveza fresca, Otto...
—"Ja, mein Herr!” ¿La señorita también...?
—¡Sí! —dijo rápidamente Ursula—; ¡hace verdaderamente calor!
Y volviéndose hacia su padre:
—Inmediatamente después de haber pasado mis exámenes, fui llamada al despacho
del SS-Brigadenführer Glücks. Es él quien me ha enviado aquí... donde debo coger
seiscientas mujeres para Ravensbrück... “mein Konzentrationslager" —añadió con una
punta de orgullo en su voz.
—¡Tu Campo! —repitió Klaus—. Cuando pienso que eras, no hace mucho tiempo,
nada más que una pequeña niña...
Ella se enderezó. Su voz cambió bruscamente. Sus ojos chispearon.
—El pasado está muerto. Definitivamente, padre. Nuestro Führer lo ha matado. Para
siempre. Nosotros, los alemanes de 1943, no debemos mirar más que hacia el futuro.
—¡Bien dicho!
—El SS-Brigadenführer encuentra que Auschwitz no es un lugar para las mujeres.
Nosotros, en Ravensbrück, estamos organizando un gran número de Kommandos. Ante ese
vasto plan, la mano de obra comienza a sentirse a faltar.
—Comprendo.
—Durante el curso de esta semana, de la que dispongo, elegiré, entre vuestras
detenidas, las quinientas mujeres que debo enviar a mi Campo...
—¿Cómo piensas llevarlas?
—Por tren.
—Ya veo... Te has convertido en alguien, Ursula. Mi viejo corazón está lleno de
alegría...
—¡Gracias! Pero, padre, háblame de tus trabajos...
Con un suspiro de agradecimiento sobre sus delgados labios, Von Winkel levantó
lentamente la cabeza.
—Lo verás, Ursula... estoy haciendo algo formidable. Las generaciones futuras...
¡Ah!, aquí está la cerveza. Sacia tu sed, querida, e iremos a visitar el museo... te haré
conocer un artista maravilloso... alguien que deberla haber nacido en pleno Renacimiento...
—¡Ya sé! Me has hablado de él en una de tus cartas. Se trata del pintor rumano, ¿no
es verdad? ¿Cómo se llama...?
—¡Camil Topescu! ¡Un genio!
Ursula se llevó el vaso a los labios, bebiendo un largo trago de cerveza.
—Iremos a ver a tu Miguel Ángel, padre —dijo con brío.
Unos pasos les hicieron volver la cabeza. Por la puerta del fondo, Erika von Winkel
entró, vestida con un traje que la moldeaba como un guante. Detrás de ella, rígido en su
uniforme de aviador, Schlösser entró en el salón.
—Aquí está tu madre —anunció Klaus con voz neutra.
Ursula ni siquiera se levantó. Dirigió una mirada fría a Erika, que se la devolvió.
Frau von Winkel fue a sentarse al otro lado de la mesa. Mostró al aviador con un
gesto de su fina mano.
—"Haupptmann Oberinspektor Friedrich Schlösser!" —presentó con una mirada de
desafío hacia Ursula, como si le dijera: "¡Mírale bien, pequeña idiota! ¡Es mi amante de
turno!".
—Encantado, Fräulein... —comenzó Friedrich.
Pero Ursula, mirándole fríamente:
—Llámeme capitán Von Winkel, lo prefiero...
—¡Perdón!
Klaus intervino rápidamente.
—Íbamos al museo... y después queríamos pasar por el estudio... —miró al capitán
de la Luftwaffe y dijo con una voz mundana, pensando únicamente herir a su mujer—: si le
gusta la belleza, herr Schlösser, y hablo de la belleza femenina, de la resplandeciente
juventud —añadió con maldad—, venga al museo. Después, en el estudio de Topescu, va
usted a quedar maravillado, apuesto lo que sea, ante la encantadora modelo que el rumano
está pintando...
Sorprendido, Friedrich se oyó aceptar antes de que su buen sentido le advirtiera del
peligro que corría al dejarse llevar por la proposición de Von Winkel.
Pero ya era demasiado tarde para voverse atrás. Queriendo, sin embargo, reducir el
peligro, se volvió, inclinándose obsequiosamente delante de Erika.
—Si Frau von Winkel quiere ser de los nuestros...
Ella le lanzó una mirada fría, altanera.
—No, gracias, capitán Schlosser... perdóneme, pero no me siento atraída por los
desnudos de una indecencia que su utilidad científica no justifica...
Entonces se dirigió a su marido.
—Si no ve usted ningún inconveniente, Klaus —solicitó con la misma frialdad—
cogeré el Mercedes. Tengo ganas de dar una vuelta...
Consintió, encantado de la victoria que acababa de obtener al ridiculizarla delante
de su amante.
—Hágalo, querida...
Giró sobre sus altos tacones y se alejó, haciendo oscilar sus caderas todavía
magníficas. Siguiéndola con la mirada, Friedrich, preocupado, se preguntó si consentiría en
recibirle la próxima noche.
Capítulo XXIV
A pesar de la alta temperatura del agua, Agnes sentía cómo el frío le subía a lo largo
de las piernas adormecidas. Desde las siete de la mañana, se encontraban en el cieno, el
agua a medio muslo, haciéndose pasar las pesadas “tragues" [89] rellenas del barro que otras
mujeres sacaban del fondo de las aguas.
Como el resto de sus compañeras, la joven prostituta había perdido toda esperanza.
Sobre todo, desde que le habían afeitado la cabeza, transformándola en alguien que sólo era
capaz de dar lástima, ¡arrancándole la bella cabellera de la que siempre había estado
orgullosa!
Seguramente se habría abandonado a la desesperación y se habría ocultado en algún
rincón, allí donde no hubiese temido ser vista. Pero un refugio natural para una joven
abrumada no pertenecía al mundo de los “Konzentrationslager”.
Por de pronto, aquí ya no había personas, sino solamente números.
Y ella, la pequeña Agnes, que había prodigado tantas caricias, poniendo todo su
corazón para hacer felices & hombres que le eran completamente desconocidos; ella, que
tenía derecho al respeto de los hombres, aunque ese respeto se tradujera en dinero; en fin,
ella que se sabía admirada, deseada, no era ahora más que el número 34.754, un ser
abyecto, una criatura repugnante, sucia, en harapos, condenada a una lenta usura, a una
muerte indudable.
Pero había aún otras consideraciones en la mente de la joven alemana.
Al principio, sinceramente desesperada, había querido esconderse en su nicho.
Cuando, todavía de noche, la "Blockalteste” las había llamado para formar en la gran plaza,
antes de ir al trabajo, se había encogido en su agujero, esperando escapar así al trabajo
(todavía no sabía de qué se trataba) y más un a la vergüenza de ser vista» la cabeza afeitada,
vistiendo aquel horrible uniforme a rayas, los grandes zuecos que arrastraba al andar.
¡Qué tonta había sido!
La vieja polaca debía estar acostumbrada a escenas similares, a oposiciones mucho
más reacias que la suya. La llamó dos veces, yéndose después con las otras deportadas.
Algunos instantes más tarde, la maciza silueta de la Aufseherin se recortó en el
umbral de la puerta.
—¡Te doy cinco segundos para venir aquí, perra! Comienzo a contar... ¡uno!...
¡dos!...
Temblando, Agnes se arrastró fuera de su nicho, que ahora ocupaba ella sola,
después de la misteriosa partí* da de Frieda, a la que encontraba enormemente a faltar.
Agnes avanzó lentamente por el estrecho corredor.
A medida que se acercaba a la vigilante, le parecía que la silueta de aquélla crecía y
crecía, mientras que la suya empequeñecía a ojos vista.
Temblaba a su pesar, como si su carne actuara independientemente de su voluntad.
Inclinada sobre sí misma se paró delante de la imponente matrona.
—“Bitte..." Estoy enferma...
La Aufseherin ni siquiera pestañeó.
—Extiende tus brazos... tiemblas mucho. Puede ser que tengas fiebre...
—Usted va a... ver... mire... “Danke"...
La vigilante SS esperó a que la joven hubiera tendido el brazo, la posición ideal para
lo que quería hacer.
Con una velocidad sorprendente, la porra describió un arco de círculo y vino a
abatirse sobre el seno izquierdo de Agnes.
La detenida aulló de dolor; llevó sus manos sobre el pecho, pero, de sólo rozar el
seno, el dolor aumentó, progresando por ondas hasta el vientre...
Capítulo XXV
—"Haití"
No, no era posible. Se debía haber equivocado, aquella perra de Aufseherin. Medio
borracha como estaba, debía haberse equivocado de hora...
Los movimientos se habían vuelto tan mecánicos como los de un autómata, y, cosa
curiosa, Agnes no sentía ya sus piernas, que tenía en el agua desde hacía casi once horas.
Era como si se las hubieran cortado y se mantuviera, por una especie de prodigio, sobre sus
muslos...
Sin embargo fue necesario desplazarse, y eso le costó un inmenso y penoso
esfuerzo. Los primeros pasos fueron verdaderamente terribles; después, la mecánica de los
músculos adormecidos, de las articulaciones anquilosadas, recuperó su ritmo normal.
Y la larga, la interminable marcha de regreso comenzó.
Las más viejas, las que trabajaban en el Wasserkomando desde hacía varios meses,
¡y eso era un verdadero record!, rompieron bruscamente el silencio, y en la noche, bajo las
estrellas que parecían ojos que miraran con espanto la crueldad de los hombres, las
primeras notas de la “Canción de los Pantanos” subieron hacia el cielo.
“Donde quiera que se mire no se ve más que él pantano y la estepa... [90]
Las mujeres cantaban, y cada palabra llevaba el grito de las deportadas. Como si
hubiera deseado que el mundo entero supiera al fin que los seres humanos son arrastrados
por el barro como bestias, aún peor, como cosas.
La azada al hombro En los pantanos.
Las columnas parten al alba...
Agnes no conoce todavía las palabras. Sus compañeras tampoco. No importa.
Cuando, al final de cada estribillo, la voz de las detenidas sube de tono, ellas también lo
hacen, porque más que las palabras, que sin embargo lo dicen todo, está el grito, el aullido
de la noche, la única forma de protesta que pueden permitirse.
Cada cual piensa en su casa,
Los padres, las mujeres y los niños...
La voz se desgarra, como si se hiriera al llevarse algunas palabras, que no son más
que recuerdos.
Padres, mujeres, maridos, hijos... han perdido todo significado, y al pronunciarlas se
siente un chirrido, como cuando se esfuerza en hablar una lengua extranjera.
Huraña, la Aufseherin intenta romper el ritmo, hacer callar aquel grito que
demuestra que aquellas mujeres tienen todavía un alma, que siguen siendo seres humanos.
Grita por encima de las voces de las deportadas: —"Achtung!” ¡A mis órdenes!
"Links... links... links... Mein Führer ist meine Hoffnung, meine eitle Hoffnung!" [91].
Cerca de la vigilante, "La canción de los Pantanos” muere despacio. La proximidad
de la Aufseherin constituye un peligro, porque además de su porra, la vieja polaca posee
otra: la vigilante lleva una pistola reglamentaria, y las detenidas saben que no dudaría ni un
segundo en emplearla.
Pero más lejos, en la larga fila, allí donde no se nota la presencia de la vigilante, el
canto continúa, y la “Blockälteste" debe distribuir algunos cachiporrazos para que la voz de
las "Häftlinge” no ahogue la de la mujer SS
—"Mein Führer ist mein Kampf...” —rebuzna la Aufseherin [92].
—"Los! Los!”-gruñe la “Blockälteste".
Entonces, al fondo de la fila, mientras que las voces de ambas mujeres, la alemana y
la polaca, se mezclan, una cantando a su Führer, la otra apresurando a las prisioneras,
algunas detenidas comenzaron a gritar: —"Führer... los! Führer... los!” [93].
Loca de rabia, la Aufseherin se lanzó sobre las prisioneras, distribuyendo
cachiporrazos a derecha y a izquierda. Se quería abrir un camino hacia el lugar de donde
provenían las Voces, magníficamente desafiantes.
Finalmente desistió, pero gritó con una voz amenazadora: —¡No hay sopa esta
noche, banda de cerdas! ¡Cantad! ¡Cantad! ¡Tendréis el vientre vacío!
Quinta parte
«Flechas de odio han sido arrojadas contra mi, mas nunca me alcanzaron, porque
pertenecen a otro mundo con el cual no tengo conexión alguna.»
Capítulo XXVI
—¡No! —gritó el Panzerführer del "667"—; ¿me está gastando una broma o qué?
El agente de enlace del batallón de Panzers esbozó una sonrisa.
—¡Hablo seriamente, "Unteroffizier" Webel! Acaba de llegar y Locker, nuestro
comandante, se ha largado...
—¡Pero, es increíble! ¡Se fue de aquí no siendo más que un suboficial...y usted
afirma que lleva los galones de mayor!
. —¡Misterio! —rió el motociclista—, ahora se ha convertido en jefe de batallón... y
ha comenzado, nada más llegar, a dar órdenes: todos los tanques de los dos escuadrones
deben dirigirse, a toda velocidad, hacia el sector del PC.
—¿Una nueva retirada?
—Eso es lo que me parece. Pero no diga retirada..., se diría que no conoce usted la
música. Se dice simplemente "movimiento estratégico".
Raimund Webel movió pensativamente la cabeza.
—¡Vaya sorpresa! —murmuró aún asombrado—. El suboficial Joachim
Reichmeyer, que nos dejó en condiciones muy especiales... con un difícil informe sobre las
espaldas, y que todos creíamos en una celda de una prisión militar... ¡vuelve a nosotros
como jefe de batallón! ¡Que me los corten si comprendo algo!
—Sobre todo no intente comprender, Webel, y dese prisa porque nuestro nuevo jefe
no es de fácil trato. ¡En fin, usted le conoce mucho mejor que yo!
—Sí, es verdad. Ya se ponía chulo cuando mandaba la tripulación del “668", una
tripulación a la que abandonó cobard...
—¡Chut! Guárdese los recuerdos para usted mismo. ¡Es un consejo de amigo!
—1tiene razón. ¡Menos mal que Dreist no se encuentra entre nosotros!
—Dice usted una gran verdad... para Rudolf es mejor estar muerto.
—¿Ya debe de saberlo, nuestro comandante?
—Naturalmente. Al llegar, se ha interesado en seguida por el estado de las
tripulaciones. ¡En estos momentos debe estar hirviendo de cólera, por no poderse vengar
del hombre que le ridiculizó!
—Bueno. Voy a prevenir por radio a los chicos del *666”. Como siempre, se
encuentran en plena patrulla de exploración. ¡Por los dioses! ¡Cuando Gilde, Hamacher,
Drilling... y sobre todo Rottger, el nuevo Panzerführer, sepan la noticia... se les cortará el
aliento!
—Hay un nuevo con ellos, ¿no?
—Sí. Vunker, es el nuevo artillero, porque Karl ha ocupado el sitio de Rudolf, a la
cabeza de la tripulación.
—Infórmeles de los acontecimientos... yo voy a prevenir a los muchachos del
segundo escuadrón.
—¡Gracias!
El motorista puso su moto en marcha y desapareció, dejando tras sí una nube de
humo negro.
Durante unos momentos, Raimund se quedó inmóvil, con el espíritu bloqueado, un
amargo gusto en la boca.
—“¡Sakrement!" ¡No hemos terminado de ver cochinadas en esta puerca guerra...
Lother!
Una voz le llegó de las entrañas del Panzerkampfwagen-IV.
—"Ja?"
—¡Avisa al "666”. Diles que se dirijan en seguida al PC del batallón. Hoffmann!
El conductor sacó la cabeza por la trampilla delantera.
—¿Sí?
—Calienta el motor. ¡Nos largamos!
—¡ Comprendido!
Todavía intranquilo, Webel encendió un cigarrillo intentando poner algo de orden en
sus ideas.
De pronto, la voz del radio explotó en el silencio que se había establecido
después,de la partida del motorista.
—¡Rápido, Raimund! ¡Están siendo atacados! ¡Hay que ayudarles!
En pocos segundos el enorme panzer se puso en marcha.
Apretando los auriculares contra su rostro, el radio intentaba entender, en medio del
rugido del motor del tanque y de los parásitos de la radio.
Webel, que se había instalado en su puesto de la torreta, le lanzó una mirada
interrogativa.
El radio se quitó los auriculares.
—Han dejado de transmitir —dijo con voz ronca—, ¡las cosas deben irles muy mal!
¡Al menos han tenido tiempo para darme sus coordenadas!
—¿Dónde se encuentran?
—Muy cerca del río. ¿Recuerdas el molino?
—Sí.
—Han situado el tanque al lado. Así podían vigilar los restos del viejo puente, el
único sitio por donde podían llegar los ruskis...
Hizo una mueca de despecho.
—Pero Ivan ha debido atravesar el río un poco más lejos... ¡y se han lanzado sobre
ellos por sorpresa!
El Panzerführer se apoderó rabiosamente del interfono, apretó el laringòfono contra
su cuello:, —¡Más deprisa, maldita sea! ¡Aprieta a fondo! ¡Nuestros camaradas las están
pasando negras!
El Panzer se lanzó hacia adelante con un gran chirrido de toda su estructura
metálica.
Con el pesado pico en las manos, Frieda golpeaba el suelo duro como la piedra. Se
hubiera dicho que, a cada golpe, la recorría una corriente eléctrica, desde las manos hasta la
cintura; una especie de vibración que repercutía en sus articulaciones ya doloridas.
Sin embargo, trabajaba firme, con toda su voluntad. Porque, a pesar de todo, había
vuelto con sus amigas, las chicas de la casa de la "Gran Bertha" y las polacas.
Aquéllas, en contra de lo que temía en un principio, la habían acogido como a una
compañera más. Ninguna la había insultado, nadie había criticado su cabellera, ya que era
la única que la conservaba todavía.
En cuanto a las prostitutas, Agnes había sido, naturalmente, la más expresiva, la que
la había recibido mejor, la que había enarbolado la sonrisa más franca.
¡Desde su llegada a Ravensbrück habían pasado tantas cosas!
Debería haberse extrañado de las precauciones especiales que se tomaban respecto a
ella. Para empezar, había hecho el largo, el interminable viaje, en un vagón de mercancías
donde, ¡oh, placer inmenso!, había podido estirarse sobre el suelo, ya que estaba
completamente sola, mientras que las deportadas estaban apretadas en vagones de ganado,
casi sin poderse sentar, con las puertas cerradas con cadenas...
¡Sí, debería haber desconfiado!
Pero, después de haber comprendido, con un estremecimiento de horror, el destino
que había rozado entre las manos del terrible von Winkel (Ursula se lo había explicado
claramente), había sido incapaz de pensar en las otras, demasiado feliz de no formar parte
de la colección de cuadros destinada al museo de Etnología de Berlín.
Cuanto más pensaba, más difícil se le hacía el justificar aquella crueldad que
ningún, fin, ni siquiera científico explicaba. Después del proceso del que había sido
víctima, su corta estancia en Auschwitz había acabado de darle un serio resumen de lo que
Hitler y el Nacionalsocialismo habían hecho de Alemania.
Jadeante, paró de picar para ceder su sitio a Agnes que manejaba la pala.
En pie, con las gordas piernas separadas, la porra en la mano, la Kapo, una polaca
que ostentaba el triángulo verde de las detenidas de derecho común, paseaba una perversa
mirada sobre las mujeres.
Se llamaba Anne Ylliewska. Se contaba que había sido liberada de-la vieja prisión
de Varsovia para confiarle la vigilancia de un grupo de "Häftlinge".
Se decía además que había estrangulado con sus propias manos a su hijo, que había
tenido la mala suerte de ser jorobado, "porque molestaba a su amante”.
Todos los Kapos se le parecían. Salidas de las prisiones donde purgaban condenas a
vida, habían escapado milagrosamente al verdugo.
Eran de temer, aquellas mujeres, pero se las podía soportar porque no tenían más
arma que la porra.
¡Las SS-Aufseherin eran harina de otro costal!
Vivían en irnos coquetones pabellones del otro lado del andén de llegada, en lo que
se llamaba el “ SS-Lager” y actuaban muy diferentemente a las Kapos.
Era allí, en el campo SS, donde vivía la "Fürherin" von Winkel.
Y había sido allí, en su pabellón, donde Ursula... Frieda tuvo un estremecimiento
retrospectivo. La angustia y el asco se apoderaron bruscamente de ella; bajo su piel, los
músculos se endurecieron. Y, al ver que Agnes retiraba la última paletada de tierra, se puso
a picar furiosamente.
—¡Allí están!
El grito del Panzerfürer explotó en el tanque con la fuerza de una granada. Todos,
sin excepción, pegaron sus rostros al "Kinoglas" de los visores.
Sí, el *666" estaba allí.
Medio volcado, una humareda negra surgía de su parte trasera donde el motor ardía.
La sabida de socorro, sobre el lado derecho, estaba completamente abierta...
En el momento en que el *667" entraba en escena, algunas siluetas color de tierra
cocida se movían muy cerca del monstruo de acero, mortalmente herido.
—¡Barredme a esos malditos! —aulló Raimund a los ametralladores.
Rabiosas ráfagas mordieron el suelo, rebotaron sobre el blindaje del Panzer,
arañaron a los hombres que se dispersaban. Algunos rusos cayeron pesadamente, el cuerpo
acribillado por las balas alemanas; pero la mayoría consiguió escapar y se protegió en los
zarzales espesos de los ribazos.
Webel no perdió ni un segundo.
Levantando la tapa de la torreta, se izó con los brazos salió del tanque. Saltó al
suelo, con la pistola en la mano y echó a correr hacia el blindado, seguido de cerca por su
artillero, porque los ametralladores se quedaron a! acecho detrás de sus respectivas
"Machinengewehr"
Webel llegó a toda velocidad, cerca del Panzer. Sin la mínima duda se lanzó por la
trampilla de socorro, pero retrocedió vivamente.
El joven artillero, el que había tomado el puesto de Róttger, que había pasado a ser
jefe de la tripulación, estaba sentado, los brazos sobre el vientre, el cuerpo ligeramente
doblado hacia adelante; pero su cuerpo acababa en el cuello, porque el pobre muchacho no
tenía cabeza.
Raimund había tenido tiempo para ver el enorme agujero que, en la parte delantera
de la torreta, había hecho el Obús; un proyectil que, después de haber atravesado el
blindaje, como si se hubiera tratado de mantequilla, había explotado dentro.
Webel había visto también, detrás del artillero, el cuerpo destrozado de Peter
Drilling, el radio-ametrallador. Había apercibido su tórax abierto, con los pulmones
desgarrados, una gran arteria oscura surgiendo como un tercer brazo...
Dando la vuelta al blindado, Webel constató la muerte del MG delantero y del
conductor. Una lluvia de proyectiles antitanques debía haber caído sobre el Panzer, porque,
además del gran agujero sobre la torreta, otros proyectiles habían golpeado de lleno la parte
delantera del Panzerkamfwagen-IV.
El ametrallador delantero, Helmuth Hamacher, y el "Panzerlahrer”, Xaver Gilde, no
eran más que dos montones de papilla sanguinolenta.
Con un suspiro, Raimund se volvió hacia Hessell, su artillero, que también, había
lanzado un vistazo en el interior del blindado.
—Karl no está aquí...
Hessell afirmó con la cabeza.
—Sin duda ha caído en las manos de los ruskis. Acuérdate, Webel. Estaban
alrededor del Panzer cuando llegamos.
Fue en ese momento cuando el grito desgarró bruscamente el silencio.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Los dos hombres se precipitaron hacia el sitio de donde les llegaba la voz.
El Panzerführer estaba allí.
Karl Rottger les dirigió una pobre sonrisa. Toda la parte inferior de su cuerpo, a
partir de las caderas, estaba cubierta de sangre.
Raimund se inclinó hacia él!
—"Mein Gott, Karl!"
—¡Sí, amigo mío! Me han sacado de la torreta. Por verdadero milagro, yo acababa
de caer en el momento en que acabamos de recibir uno de los disparos de sus antitanques...
¿Has visto a los otros?
Raimund hizo un gesto afirmativo.
—A mí, la cosa me ha golpeado abajo... Entonces, los ruskis han llegado. ¡Gritaban
de alegría, los* cabrones! Me han cogido por los brazos y me han arrastrado hasta aquí. Un
oficial ha comenzado a hacerme preguntas... ¡le he mandado a la mierda! Justo en ese
momento es cuando he oído vuestras ametralladoras y les he visto largarse corriendo como
conejos...
—Vamos a llevarte con nosotros, en nuestro Panzer.
—¿Crees que merece la pena, Webel? ¡Mírame un poco! ¡Estoy más destrozado que
la carne para hacer albóndigas! Si quieres hacerme un favor, pégame un tiro en la cabeza...
he dejado mi pistola en el tanque.
—¡Estás loco! ¡Ayúdame, Hessell!
—En seguida.
En cuanto intentaron levantarle, el Panzerführer gritó, juró como un condenado.
—¡Puercos! ¡Dejadme aquí! ¡Me estáis destrozando, hijos de puta!
No le hicieron caso. Algunos minutos más tarde, llegaron al "667". Felizmente Karl
se había quedado sin sentido.
Capítulo XXVII
*
Haciendo todo lo posible para disimular su repugnancia, el Panzerführer Raimund
Webel se cuadró delante de su jefe de batallón.
Joachim conocía bien a Webel, y le odiaba íntimamente, sabiéndole amigo del
desaparecido Dreist. Sin embargo, Reichmeyer, se esforzó por parecer amable y lanzó una
sonrisa amistosa al jefe de tripulación.
—Siéntese, querido Webel —le dijo con un gesto artificial—, para ser sincero estoy
muy contento de encontrar de nuevo a mis viejos camaradas...
Con una expresión seria en su rostro, Raimund ni siquiera pestañeó.
—He recibido su comunicación por radio —siguió el jefe del batallón al cabo de un
rato—: ¡es verdaderamente una desgracia lo que le ha ocurrido al "666”!
—¡En efecto "herr Major”! —se limitó a decir Webel.
—'Voy a ir a ver al Panzerführer... me han dicho que está malherido... ¿no es
verdad?
—¡Seguramente no saldrá de ésta, mi comandante!
—¡Es triste! Karl Rottger era un buen tanquista, un hombre que conocía lo que
hacía... Le encontraremos a faltar... ¡pero son cosas de la guerra!
—Voy a escribirle un informe, mi comandante. Ahora, si no desea otra cosa de mí,
quisiera volver con mi tripulación...
—¡Vaya! ¡Vaya...!
Webel saludó y se fue.
Una vez fuera, bajo el cielo donde la noche había empezado a dibujar sombras
oscuras, sintió como su cólera explotaba: —¡Puerco! ¡La suerte protege únicamente a los
cobardes! ¡Pero espero que te llegue tu hora!
¡Sin moral, se decía que, aún en las condiciones las más favorables, con soldados
tales como eran los alemanes, aquella guerra nunca se ganaría!
Capítulo XXVIII
Al salir de la bañera, Frieda se sentía como nueva. El agua caliente no sólo había
activado su circulación, sino que además le había proporcionado nuevas energías. Como
estaba desnuda, echó una mirada a su alrededor,, pero no encontró más que el montón de su
ropa sucia, la que había llevado desde Breslau, salvo los días, muy pocos, que había vestido
el uniforme de las "Häftlinge0.
Dudó un momento, decidiéndose en seguida. Abriendo ligeramente la puerta, lanzó
una tímida mirada hacia el cuarto de estar; al verlo vacío tuvo bastante coraje como para
aventurarse a entrar.
Sus pies se hundieron deliciosamente en espesa moqueta. Una lámpara de pie, con
una pantalla de una especie de pergamino como nunca había visto, difundía una luz
tamizada y agradable.
Avanzó por el cuarto, sin ruido, preguntándose dónde podía estar Ursula.
—¡Ven aquí!
Frieda se sobresaltó. Se volvió, viendo entonces la puerta entreabierta que no le
permitía más que una visión restringida de lo que debía ser el dormitorio.
—¡Ven! —insistió Ursula.
Avanzó muy despacio; su corazón latía muy fuerte en su pecho. Su mano derecha,
en un gesto de pudor, fue a posarse sobre el pubis.
Entró en la habitación. En seguida apercibió a Ursula, desnuda, sobre la gran cama
— Frieda se extrañó del cuerpo casi masculino de la “SS-Führerin". De líneas escasas, casi
sin senos, con largas piernas musculosas.
—Ven aquí... acuéstate cerca de mí...
La verdad explotó como un flash en el espíritu de la joven Dreist. Retrocedió,
horrorizada. Acababa de comprender lo que la mujer deseaba de ella.
¡Una lesbiana!
—Ven... —murmuró Ursula con un tono ahogado.
—¡No! —respondió Frieda—. ¡No quiero! ¡No tiene usted ningún derecho!
Ursula se sentó sobre la cama. Sus ojos chispeaban.
—¡Pequeña idiota! ¿Es que no te das cuenta de lo que te estoy ofreciendo? ¡La vida!
¡Nada más que eso! Nada te faltará... no trabajarás, no vivirás en el campo...
Un rápido estremecimiento recorrió su musculoso cuerpo.
—¡Ven! ¡Te deseo!
Frieda salió de la habitación, se precipitó en el cuarto de baño, recogió su ropa,
vistiéndose a toda velocidad. De pronto, tuvo la impresión de una presencia a sus espaldas.
Giró sobre sí misma, espantada, posando sobre Ursula, aún desnuda, una mirada
suplicante.
—¡Eres tina completa idiota! —silbó la “ Führerin"—: Podría obligarte por la
fuerza... pero eso no me gusta... las prefiero dulces, complacientes... volverás... no estás
hecha para trabajar en los Kommandos... pero tienes que probar lo que es... eso te hará
bien... ¡Lárgate! ¡No, espera! Los centinelas te dispararían. Voy a llamar a una de las
guardianas...
El nuevo encuentro entre las dos mujeres fue aún más penoso para Frieda. Pero una
voluntad a toda prueba la animaba. Y, cuando salió del cuarto de baño, se había vuelto a
poner su uniforme de detenida, queriendo mostrar así a la “SS-Führerin", su voluntad firme
de no ceder a sus obscenas exigencias.
Viéndola vestida con el uniforme a rayas, Ursula sintió la cólera explotar en su
cuerpo con una fuerza inaudita. Se apoderó de su fusta y golpeó el rostro de Frieda.
—¡Perra! ¡Sé que quieres morir, pero impediré ’que eso llegue! ¡No! He jurado que
serías mía... y vendrás a suplicarme que haga de ti lo que quiero...
Descolgó el teléfono, aullando:
—¡Aufseherin Schüller! ¡Venga inmediatamente!
Y cuando llegó la vigilante, saludando a su jefa, después de haber levantado el
brazo y gritado el “Heil!" reglamentario: —Llévate a esta puerca... ¿conoces la Kapo
Verlender?
—“Ja, meine Führerin!"
—Dile que la tome a su cargo... quiero que trabaje en el “Abfalkkommando” [96]...
hasta nueva orden, ¿entendido?
—"Jawolh, meine Führerin!’'
—Lo has oído bien, María —dijo la vieja polaca—: necesito dos botellas de vodka.
Agnes esbozó una sonrisa.
—¿Qué vas a celebrar? ¿Tu cumpleaños?
—No. Se las voy a regalar a nuestra Kapo. Tiene una debilidad por el alcohol...
todas lo sabéis. Lo que quiero, tontas, es que nos envíen al “ Lauskommando”[99].
—¡Es asqueroso! ¡No cuentes conmigo! —protestó Eifriede.
Lucy giró como si acabase de picarla una serpiente; cogió a la ex-prostituta por la
manga de su gran chaqueta a listas.
—¡Cierra el pico, pequeña! Tú harás lo que yo diga... ¡y eso vale para todas! Como
estamos seguras de que nunca saldremos de este infierno, vamos a vengarnos de los nazis.
¡Vamos a hacerles pagar, a esos hijos de puta, una buena parte de las miserias que nos
hacen pasar!
—Y... ¿qué piensas hacer? —preguntó Katherine bruscamente interesada.
—Lo sabrás a su tiempo, pequeña. Por el momento, vamos a procuramos esa
maldita vodka... sé que los hombres van a dármela... pero la quiero, ¡aunque tenga que
acostarme con todo el Kommando!
Una decisión irrevocable endurecía los rasgos devastados por el dolor y el
sufrimiento.
No era más que una piel recubriendo apenas un esqueleto, pero la voluntad y el
odio, sobre todo este último, le daban unas fuerzas que la sorprendían a ella misma.
—Cuando os exponga mi plan —dijo a media voz— gritaréis de alegría, ¡estoy
segura! Sin embargo es necesario que ningún sacrificio nos parezca demasiado grande»
Acordaos de todo lo que hemos pasado, y de todo lo que falta. Nuestro fin, no nos hagamos
falsas ilusiones, es el mismo que espera a todos los desgraciados de los convois. Un día,
más tarde o más temprano, nos llevarán a las "duchas”... y, una vez asfixiadas por el
gas,...nuestros restos irán al Krematorium.
Rechinó de dientes.
.-Antes de que eso pase, ¡vamos a dar una lección a esos cerdos que no olvidarán
fácilmente, os lo aseguro!
—Pero —observó Agnes—, me doy cuenta de que no piensas más que en los
hombres. Y ellos, los SS no nos molestan demasiado... ¡apenas les vemos detrás de las
alambradas!
—¡No te preocupes, guapa! —respondió Lucy—. Sólo apunto a los hombres, es
verdad... pero mi fin, nuestro fin —se apresuró a corregir— son las mujeres... las “SS—
Aufseherin” y también la "Führerin"... en una palabra... ¡las hienas! ¡Las hienas de
Ravensbrück!
*
Paula Verlander, la Kapo que dirigía las actividades del "Abfalkkommando", tenía
diecinueve años. Era pequeña, llenita, bastante bien hecha. Sus cabellos pelirrojos y las
pecas que llenaban su cara, le daban un aspecto cándido. Pero, ¡cuidado con el o la que se
dejaba coger en la trampa!
Con el triángulo verde de las detenidas de derecho común, Paula ya había conocido
la prisión de Moabit, la célebre prisión de mujeres, así como una media docena de
establecimientos penitenciarios, a lo largo y ancho del Reich.
Nacida en Berlín en 1925, había sido arrestada, a los doce años de edad, como
prostituta. Un poco más tarde se encontraba en Hamburgo, exhibiéndose sémidesnuda en
una vitrina donde, lánguidamente estirada sobre una montaña de cojines, pasaba su tiempo
a acariciar un gato de Angora.
Sorprendida en fragante delito de prostitución cuando acababa de cumplir quince
años, fue conducida a la prisión de Hamburgo, para ser transferida más tarde a Berlín-
Moabit donde pasó un año entero.
Libelada en 1940, no tardó en reemprender su antigua profesión. Fue entonces
cuando encontró al Oberleutnant Deissmer, que acababa de volver recientemente de
Francia.
Hans Deissmer, treinta y cinco años, oficial de enlace en la séptima División de
Panzers, la que entonces mandaba Erwin Rommel, cayó entre las garras de la joven que le
enseñó, en una sola noche, mucho más de lo que nunca había aprendido al lado de su
esposa, una apacible mujer que se había limitado a darle, en un orden rigurosamente
establecido, un niño y una niña.
En los brazos de Paula, Hans olvidó rápidamente a su familia. Pero Frau Deissmer,
con todo lo tonta que parecía, tomó la decisión de encontrar a su marido perdido y, después
de muchos intentos, se encontró con la pareja que se amaba en una pequeña localidad a la
orilla derecha del Rhin.
Frau Deissmer no se limitó, como habría sido de esperar, a llevarse a su marido al
redil. Debidamente acompañada por un familiar perteneciente a la "Kripo", exigió que
aquella pequeña desvergonzada fuera castigada.
Y fue así como, cuando acababa de cumplir sus dieciséis años, la llamada Paula
Verlender franqueó, una mañana del mes de enero de 1941, las puertas del
"Konzentrationslager" de Ravensbrück.
Que una persona joven fuera promovida Kapo, cuando no hacía ni siquiera tres
meses que había llegado al campo, eso es algo que hubiera sorprendido a un observador
exterior.
Pero Paula poseía la fuerza de una "Häftlinge” nata. Pocos días le bastaron para
comprender las fuerzas que regían la vida en el campo dé mujeres de Ravensbrück.
Y, sobre todo, comprendía, con una especie de premonición nata, las reglas que
complacían a los SS, hombres o mujeres, siempre en búsqueda de una "diversión” que
alegrase las pesadas jornadas de un monótono servicio de vigilancia.
Fue entonces, cuando formaba parte de uno de los más terribles grupos, el
Sonderkommando que sacaba los cadáveres de las cámaras de gas para llevarlos hasta los
hornos crematorios, cuando concibió un plan diabólico, perfectamente aceptable para los
elementos SS.
Habiendo reflexionado profundamente, pidió el permiso de hablar con la
"Lagerführer”, Ursula von Winkel no ocupaba en aquel entonces ese puesto porque pasaba
sus exámenes en Berlín.
Fritz Krammer aceptó en recibirla. A pesar de sus cabellos cortados al cero, era la
única en el tétrico Sonderkommando que no había adelgazado, y conservaba sus opulentas
formas, así como su carácter alegre.
—¿Qué es lo que quieres? —le había preguntado la "Lagerführer”.
—He oído decir, Herr Krammer, que los hombres del Kommando que trabajan a
algunos kilómetros del campo no producen, ni mucho menos, lo que se espera de ellos.
—¿Cómo lo has sabido? —dijo Fritz con una expresión desconfiada.
—Todo el mundo habla de ello, Herr Krammer. Y creo haber encontrado el medio
para hacerles trabajar más. Al mismo tiempo, se utilizarían algunas "mercancías” que,
actualmente, no sirven para nada.
Fritz, como todos los alumnos del Reichführer Himmler, tenía la obsesión de la
utilidad. Se intentaba no tirar nada. Ropa, cabellos, calzado, todo era guardado, clasificado,
ordenado...
—Habla.
—Cuando los cadáveres de las mujeres gaseadas salen de las duchas... ¿qué se hace
con ellos?
—¡Debes saberlo, porque perteneces al Sonderkommando! ¡Se las lleva al
Krematorium!
—Eso es. Se las hecha en los hornos. ¡Pero todavía pueden ser de utilidad, "mein
Lagerführer! ".
—¿Los cadáveres útiles? ¡Estás loca!
—No, Herr Krammer. Los hombres del Kommando son rusos, sucios rojos que no
han visto una desde que fueron hechos prisioneros. Creo que si les escogiéramos lo cuerpos
más bellos, estarían contentos... y su trabajo mejoraría, ¿no piensa usted como yo, “mein
Lagerführer"?
Había quedado asombrado, Fritz Krammer.
En seguida se había adoptado el "sistema Ver tender”.
Y contra todo lo que se hubiera podido esperar, sobre todo para los que no conocían
los horrores de los Campos nazis, un gran porcentaje de rusos aceptó el trato... e hicieron el
amor con amantes apacibles, tan complacientes que nunca tuvieron queja de ellas.
¿Qué más natural que el “Lagerführer", en prueba de reconocimiento, nombrara a
Paula Verlender Kapo, y que le diera el mando del "Abfalkkommando” porque parecía
complacerse en la porquería?
Capítulo XXIX
Las mujeres empujaban los carretones cargados de los objetos y ropas que habían
pertenecido a los que ya no eran más...
Chaquetas, pantalones, camisas, por millares; faldas, combinaciones, sostenes por
docenas de millares. ¡Eso era todo lo que quedaba de los hombres, y sobre todo de las
mujeres, que un día habían llegado al andén de desembarco de Ravensbrück!
Utilizando cajas de madera se había improvisado una especie de largo mostrador
donde se vaciaba el contenido de los carretones. Entonces, las mujeres que se encontraban
detrás de las cajas cogían pieza a pieza, buscando con manos hábiles las bestezuelas
escondidas entre las costuras, o los huevos, que echaban, tanto los unos como los otros, en
latas llenas de gasolina.
Para impedir que las "Häftlinge" robaran cualquier cosa, la SS-Aufseherin que
mandaba a las doscientas mujeres y a las seis Kapo del “Lauskommahdo" les había
ordenado, antes de penetrar en los barracones del "Effecktenkammer”, desnudarse
completamente., El otoño de aquel año de 1944 se acercaba, y ya el frío se había anunciado
por un viento glacial del Este.
Las mujeres temblaban, pero el ritmo del trabajo y los golpes que frecuentemente
caían sobre ellas les hicieron olvidar la humedad que reinaba en aquellos lugares.
Sin cesar de buscar los piojos en los montones de vestidos que tenía ante sí, Agnes
se inclinó nuevamente, de forma a hacerse entender por Lucy Miasowska que trabajaba a su
derecha.
—¡No sé cómo lo has conseguido!
La vieja polaca esbozó una sonrisa. Estaba tan delgada que su cuerpo había perdido
toda feminidad. Dos largas vejigas marcadas con gruesas venas azules ocupaban el lugar de
un pecho inexistente.
Como al hablarle, los ojos de Agnes apoyaron sus palabras con una mirada triste
hacia el desnudo cuerpo de la mujer, ésta aplastó rabiosamente un parásito antes de lanzarlo
en una lata.
—A veces —dijo con una voz agriada— me pregunto si vosotras, que deberíais
conocer la vida mejor que yo, habéis vivido en un convento en lugar de en un burdel...
—¿Por qué dices eso?
—Porque no es siempre un cuerpo bien formado y joven el que hace la felicidad de
un hombre. Sí, he tenido las dos botellas de vodka, gracias a las cuales nos encontramos
aquí... pero...
Estuvo a punto de continuar, pero cambió de parecer. Las arrugas aparecieron en su
frente. Una corta carcajada, que era más bien un sollozo, surgió de su desdentada boca.
—¡Trabaja, pequeña! ¡Aquí llega la Kapo!
En cuanto las dos polacas comenzaron a pelearse, de una forma tan espontánea que
no daba lugar a que la Kapo pudiera pensar que se trataba de una comedia, Lucy salió del
agua y se arrastró hasta desaparecer detrás de los zarzales.
A su espalda oía los gritos de sus dos compañeras y los juramentos de la Kapo. Muy
pronto el primer grito —de dolor se dejó oír por encima de los otros...
—¡Bravo, pequeñas! —murmuró la vieja polaca.
Sabía a lo que las otras dos se exponían. Sin sopa, y seguramente una sesión, a la
vuelta, de "Fünf und Zwanzig" [100].
Pero no había titubeado en jugar su papel en la primera parte del plan. Y eso sin
saber aún cuál era la idea que se escondía en la cabeza de Lucy Miasowska.
La polaca suspiró mientras se deslizaba penosamente entre los zarzales.
—No serán decepcionadas, mis compañeras —silbó entre dientes. Desde que había
perdido su último diente, su boca se parecía a una estrella de pequeñas arrugas que no podía
adoptar otra forma que la del culo de una gallina.
Se levantó un poco. Sesenta metros más lejos el grupo de hombres trabajaba
pesadamente en el trazado de una nueva carretera. La aguda mirada de Miasowska recorrió
los parajes sin apercibir la siniestra figura del Kapo, con su temible porra en la mano, ni las
de los SS, con su uniforme negro como la Muerte.
Tranquilizada, avanzó más rápidamente. Detrás suyo los gritos habían terminado
por desaparecer. Sin lugar a dudas la falsa pelea había acabado bajo los golpes de la Kapo.
Lo importante era que su desaparición hubiera pasado desapercibida.
—¡Eh, tú!
El hombre se enderezó bruscamente.
—¡No te muevas, imbécil! —le gritó con una voz colérica—. Sigue trabajando
como si no pasara nada... ¿El Kapo está por aquí?
El hombre, que había vuelto a darle al pico, pero con mucho menos entusiasmo que
antes, lanzó con una voz apagada, sin por ello separar los ojos de la tierra que gemía bajo
los golpes: —¡No! No está aquí. Se ha ido con los SS... ¿dónde estás?
El hombre se expresaba en un polaco muy suave, arrastrando algunas palabras.
Adivinó casi en seguida que se trataba de un ruso.
—Escúchame bien —dijo separando cuidadosamente las palabras—: necesito dos
botellas de vodka.
—¿Cómo vas a pagarlas?
El tono de la voz del hombre había cambiado. Lucy comprendió en seguida en qué
especie de "moneda" pensaba el ruso. No se había equivocado en sus cálculos.
Durante un instante dudó en mostrarse. Sabía perfectamente que, a pesar de su
delgado cuerpo, sus flojos senos, su rostro devorado por las arrugas y su boca desdentada,
el ruso no dudaría ni un solo momento. Aquellos tipos hacían el amor con cualquiera, y
nunca eran demasiado exigentes.
Se contaba que algunos rusos habían gozado de los cadáveres de mujeres muertas,
antes de que fueran lanzadas al crematorio.
Pero Lucy quería seguir su plan.
—Sabes muy bien cómo voy a pagarte, pero eso depende de cuántos seréis.
—Seis —respondió el hombre cuya voz temblaba—; ¿te conviene?
—¡De acuerdo! ¿Quieres ser el primero?
—"Da!"
—Bueno. Ven para acá, pero con las dos botellas.
—Espera un momento, es Igor quien las tiene escondidas...
Dejó el pico y se alejó hacia los otros. Desde su escondite, Lucy vio cómo se
reunían. Hablaron durante largo rato. Finalmente el tipo con el que había hablado antes se
dirigió hacia los matorrales, con una botella en cada mano.
—"Meine Kapo!”
La voz de la pequeña Agnes la sobresaltó. Levantó la mirada y vio acercarse la
Kapo.
—¿Qué quieres? —preguntó la matrona mirando maliciosamente a la joven.
—La lata está llena,“meine Kapo” —dijo Agnes.
—Vacíala en ese cubo y coge gasolina. ¡Schnell! ¡Os estoy viendo, banda de
cerdas!... ¡si trabajáis despacio, cataréis mi porra!
Lucy se agachó sobre el pesado abrigo y examinó sus costuras. Era un abrigo caro,
que había pertenecido, sin duda, a una mujer importante.
Acarició el suave tejido, pero ante la inoportuna ola de recuerdos que comenzaba a
llegar a su espíritu, se endureció y volvió a dedicarse a la minuciosa búsqueda de las
malditas bestezuelas.
En el fondo de uno de los bolsillos encontró una foto. Después de haber
comprobado que la Kapo se encontraba lo bastante lejos, al otro extremo del "mostrador",
lanzó una ojeada a la foto.
Representaba una pareja bastante joven muy cerca de un coche de buena marca. El
llevaba un vestido deportivo. La mujer, a la que debía haber pertenecido el abrigo, lo
llevaba acompañándolo con un muy bonito sombrero. Era muy bella, con grandes ojos de
mirada aterciopelada.
Volviendo la foto, Lucy pudo leer al dorso: —“Querida mamá: ya estamos en
Biesbaden. Issac está muy orgulloso de su coche. Es muy amable y te aseguro que todo, en
este viaje de bodas, es maravilloso. Tu hija, Sarah."
¡Qué curiosa podía ser la vida! ¡Y de qué forma la criatura humana puede tener
reacciones imprevisibles, hasta cuando sigue un plan trazado por adelantado, y que ya no
puede asombrarse de nada!
¡Cómico... o trágico, también!
Ella, cien veces violada, habiendo sufrido todas las— miserias, no siendo ya mujer
en el sentido estricto de la palabra, había tenido que luchar, en los matorrales», contra un
asco incomprensible, absurdo, ¡y poco había faltado para que reaccionara como una virgen!
Por la primera vez desde largo tiempo, y mientras que los rusos la tomaban
salvajemente, se había sorprendido a sí.misma pensando en su marido. ¡Dios de los cielos!
¡Justo en aquel momento! ¡Como si se estuviera burlando del querido muerto!
Empujó el bonito abrigo, cogiendo una falda y comenzando a buscar los piojos.
Sí, había sido horrible. ¡Y ella que presumía que aquella nueva prueba pasaría como
si nada! Había llorado, con la cabeza vuelta a un lado, y había conseguido al menos el que
los rusos no pusieran sus bocas hambrientas sobre su pobre boca desdentada. Aquella ola
inesperada de pudor le había causado también mucho dolor. Con la espalda sobre la dura
tierra que desgarraba su piel, había aguantado en silencio el peso de los cinco primeros
hombres.
Pero, cuando el quinto se iba hacia el tajo y el sexto llegaba, le oyó hablar en
alemán, y se extrañó tanto, horrorizándose al mismo tiempo, que se levantó de un salto, con
el corazón latiéndole fuertemente, subiéndose rápidamente su pantalón a rayas.
Pero el hombre llevaba el mismo uniforme que ella.
—¡Me has asustado! —dijo Lucy temblando aún—; ¿por qué me has hablado en
alemán?
—Soy alemán.
Sí, no se podía dudar. Su polaco era muy malo; además aquella cabeza, aquella
frente, aquellos ojos azules... '
—¡Qué importa eso! —dijo abrumadamente—. Polaco o alemán... ¡me da lo
mismo!... Pero, ¡date prisa, tú! Tengo que volver en seguida a mi Kommando...
—No, no voy a tocarte... me he peleado con esos cerdos. Tendrían que haberte dado
las botellas sin exigirte nada a cambio...
Se quedó como atontada.
Palabras amables, ¡no las había oído desde hacía siglos! Además, la comprensión
había sido eliminada del universo de los Campos de concentración.
Entonces, ¿qué quería aquel tipo? ¿A lo mejor un placer diferente? ¿Quería
seguramente imponerle una bajeza más abyecta?
—¿Puedo pedirle algo? —le preguntó el alemán con humildad.
—¡Habla! ¡Pero date prisa!
—Estoy buscando a alguien... a una mujer. Sé que es muy difícil... son muy
numerosas... Se trata de una joven alemana...
—Hay algunas alemanas en mi Kommando. ¿Es tú mujer quién buscas?
—No. La he conocido... hace mucho tiempo, en Altona, muy cerca de Hamburgo.
Se llamaba Frieda. Frieda Dreist...
—¡La conozco! Fue condenada en Breslau, ¿no es así?
El rostro del hombre se iluminó.
—Sí, es ella, no hay duda alguna. ¿Todavía sigue viva?
—Sí. Ha estado con nosotras. Al principio en Grossroren, después en Auschwitz... y
ahora aquí en Ravensbrück, algunas veces ha dormido en nuestro bloque.
—¿Dónde está ahora?
—La "Führein” se había encaprichado de ella. Creo, aunque tu Frieda nunca ha
dicho nada, que la "Lagerführerin” ha intentado acostarse con ella... las cosas no han
debido pasar con la SS lo deseaba, porque tu amiga ha sido enviada al "Abfalkkommando”.
El hombre dudó unos momentos, después introdujo la mano en su bolsillo y sacó un
paquetito.
—¿Podrías darle esto?
—La polaca lo cogió. Acercó el paquete a su nariz, oliéndolo con un visible placer.
—Es un pedazo de jabón —dijo el hombre con embarazo—. Lo llevo conmigo
desde hace una eternidad. ¿Se lo darás, eh?
—Sí. Haré todo lo posible para verla esta noche... pero debo decirle quién le envía
esto...
—Ya he escrito algunas palabras en el papel. Me llamo Jakob Kreutzer... era
Feldwebel en los despachos en que ella trabajaba.
—¡Bueno! Cuenta conmigo... justamente, necesita oler bien. Este pedazo de jabón
le causará placer... ¡a ella que pasa la vida en plena mierda!
Dos meses, tres, cuatro... ¿qué sabía? El tiempo no tenía ya ninguna importancia. Y
la vida, si se la podía llamar así, se había vuelto algo muy pequeño, elemental,
reduciéndose a un automatismo que había acabado por no requerir en absoluto la voluntad
de actuar.
Hasta la maldad innata que aquella joven cruel, de Paula, la Kapo, formaba parte de
la existencia, y sin los golpes que recibía, por un quítame de ahí esas pajas, Frieda hubiera
encontrado algo a faltar.
Su cuerpo vivía en la fatiga, en el dolor y en el hambre. Se había acostumbrado tan
completamente que, fuera de aquella concreta dimensión, habría sin duda abandonado la
lucha y se habría refugiado en la inconsciencia y, más tarde, en la muerte.
Por la mañana, todavía en la oscuridad, corrían hacia la "Appelplatz”. Ordenadas,
gritaban sus números.
Después formaban fila, con la tartera en la mano. Se les daba un pedazo de pan
negro y se llenaba su tartera con un líquido negruzco, amargo, pero lo bastante caliente
como para darle la ilusión de obtener algunas energías, que necesitarían gastar antes de
mediodía.
—(Las seis primeras! ¡Coged los cubos!
Frieda formaba siempre parte de aquella media docena de detenidas. Sabía
perfectamente que, al meterla en aquel grupo, el más temible del Kommando, la Kapo no
liaría más que obedecer las órdenes de la “Führerin".
Cuando llegaban a las letrinas, el “grupo de los cubos" debía introducirse,
hundiéndose en el charco nauseabundo hasta la cintura. Llenaban los cubos que otras
deportadas alzaban por medio de una cuerda y un gancho. La masa pastosa y maloliente,
una vez en lo alto, era volcada en carretillas que otras mujeres llevaban, a lo largo de un
interminable camino, hasta un lago donde las volcaban.
Una mano se apoyó sobre su hombro; una cabeza apareció en el minúsculo marco
del nicho.
—¡Frieda!
La joven se estremeció. Su miedo, que creía completamente olvidado allí donde se
deja todo lo que se quiere volver a ver, surgió —en su conciencia como una luz cegadora.
—¿Sí? —preguntó débilmente.
—Tienes una visita... Una mujer del "Lauskommando”. Una polaca. Dice llamarse
Suzy...
Los latidos alocados del corazón de Frieda se calmaron. Afirmó con la cabeza.
—Ahora voy...
—¡No te muevas, idiota! —le dijo la otra detenida—. La Kapo podría venir... y si ve
a alguien merodear por los nichos... voy a traértela... pero no entreteneros mucho.
—"Danke!”
Miasowska se introdujo en el nicho. Llevaba un trapo que apretaba contra su nariz.
Ello hacía que su voz sonara con acento nasal: —¡Qué hediondez, mierda! ¡No sé cómo
puedes resistirlo!
—Nosotras —respondió suavemente Frieda— estamos acostumbradas. ¡Ya no
podemos oler nada!
—¡Vaya suerte! Desde que me he acercado a vuestro Bloque, no tengo más que
unas ganas locas de vomitar... ¡Bueno, olvidémoslo! Un hombre me ha dado esto para ti...
Le tendió el pequeño paquete, y ante la extrañeza de Ja joven alemana: —¡Es jabón!
¡Jabón para lavarse! Huélelo... "Scheisse!" ¡Había olvidado que me acabas de decir que no
— puedes oler nada!
—¿Un hombre? ¿Y te ha dado este jabón para mí? —Sí. Además, ha escrito algo
sobre el papel... abre el paquete y léelo...
Frieda desplegó el papel. El jabón cayó sobre sus muslos. La polaca lo cogió,
reemplazando el trapo que tenía delante de la nariz por el pedazo de jabón.
—¿Me permites, no? Al menos, podré aguantar mucho mejor que con ese sucio
pañuelo...
Levantó la cabeza del trozo de papel arrugado, donde algunas manchas húmedas
indicaban los lugares donde sus lágrimas habían caído.
"¡Oh, no! ¡Ahora no, Señor! ¡El amor, no! Es demasiado cruel el ofrecérmelo
cuando he dejado de ser una mujer, un ser humano... cuando no soy más que un montón de
porquería...”
—Coge tu jabón —le dijo la polaca, sinceramente emocionada ante las lágrimas de
la detenida—; yo debo irme, pequeña...
Frieda rechazó con dulzura la mano que le tendía el jabón.
—Guárdalo para ti.,, yo, no sabría qué hacer con él... la carta me basta... gracias por
haber venido... “Danke... danke shón.”
Capítulo XXX
—Sube ahí...
Extrañada, Frieda dirigió al doctor una mirada extraviada. La habían traído al
“Ravier”, sin decirle nada, sin que se encontrara enferma. Antes de ser recibida por el
doctor Freisser, tuvo que entrar en las duchas del "Lazare:”, lavarse a fondo, utilizando un
gran trozo de jabón que la Kapo le había dado» sin advertirle, no obstante, que había sido
fabricado con grasa humana [103].
Ahora, completamente desnuda, ya tenía la costumbre, el doctor le indicaba el sillón
ginecológico.
—¡Sube! —insistió.
En cuanto se hubo instalado, los pies en los pedales, las piernas separadas, le había
preguntado, al tiempo que cogía un aparato en forma de un largo morro metálico: —Tus
últimas reglas, ¿cuándo las has tenido?
—...dos meses y medio, creo... [104].
—¡Bueno, vamos a ver!
Sintió penetrar el largo pico brillante que le produjo una sensación extremadamente
desagradable. Con un gesto puramente automático quiso cerrar las piernas, pero sus
tobillos, atados con correas, le impedían todo movimiento de defensa.
El doctor se quedó largo rato examinándola, hurgándola dentro con su frío aparato
que chocaba dolorosamente con sus carnes más íntimas.
Finalmente, el “Artzlager” se levantó y ella sintió, con un suspiro de alivio, que el
instrumento salía de sus entrañas doloridas.
—No hay duda —dijo el médico—: estás encinta de tres meses...
Estuvo a punto de saltar del sillón; sin embargo, no consiguió más que enderezarse,
apoyándose sobre las manos.
—¡Se equivoca usted, doctor! —gritó aterrorizada.
—¡No me equivoco jamás!
La enfermera vino a desatarla y pudo bajar de aquel aparato de tortura.
—Pero —insistió Frieda-... no he tenido relaciones con un hombre desde... desde —
le parecía tan gracioso que casi rompió a reír-...¡desde hace un año y medio!
—¿Seguro? —rió el doctor—. Entonces debes haber sido preñada a distancia...
¡lárgate, puerca!
Y, dirigiéndose a la enfermera:
—Llévala al barracón de las “Vacas gordas". La "SS— Aufseherin Nielen la tomará
a su cargo...
“¡¡¡DAVAI!!!"
Era como un torrente que nadie podía encauzar. Ya, por la mañana, enseñando la
minuciosidad de sus acciones, la artillería de todos los calibres y los lanzacohetes abrían
fuego, dibujando en el espacio un complicado laberinto de trayectorias.
Al mismo tiempo la aviación, cada vez más numerosa, cada vez más poderosa,
hendía el cielo que se llenaba de estrellas rojas.
Después los blindados se ponían en marcha.
Y en uno de aquellos tanques, que se abrían el camino a la fuerza hacia las fronteras
del Reich, ya muy cercanas, en la torreta de un T-34, en el puesto de artillero, se encontraba
Rudolf Dreist.
Muchas cosas habían pasado para él. Al principio había conocido la miseria de los
Campos de prisioneros, había resistido interrogatorios interminables, acompañados de
golpes, de insultos...
Hasta el día en que alguien le había reconocido. Un miembro de las fuerzas que,
desde 1931, luchaban en la sombra contra el Nacionalsocialismo. Ese hombre, que había
conseguido escapar de las garras de la Gestapo, refugiándose en el único sitio que había
podido ofrecerle un poco de seguridad, la Wehrmacht, había hecho prisionero en
Stalingrado, con más de 100.000 alemanes, todos los que formaban parte del séptimo
Ejército mandado por Von Paulus.
Su antiguo camarada de la resistencia alemana se había ofrecido como garantía por
su libertad. Había explicado las luchas en la clandestinidad, las reuniones en aquella casita
de las afueras de Colonia...
De la noche al día, Rudolf se había encontrado rodeado de amigos. Entonces pudo
explicar los motivos que le habían empujado a desertar y tuvo el coraje de decir que no
había dejado la Wehrmacht porque era comunista.
Pero hizo prueba de tal odio hacia Hitler y su sistema que los rusos no dudaron más.
Se le dio un fusil y fue integrado en una División de la Guardia.
Luchó como un león, fue herido una vez en Smolenks, después, menos gravemente,
muy cerca de la frontera de Prusia oriental. Volviendo a su Unidad, en pleno combate, ya
sobre territorio alemán, no sólo salvó la vida a los miembros de un T-34, sino que, además,
como su artillero estaba herido, le reemplazó y, demostrando un profundo conocimiento de
los blindados, destruyó cuatro Panzers nazis en un solo día.
El jefe del batallón de blindados le hizo llamar. Fue así como Rudolf Dreist, el
alemán traicionado por los suyos —y fueron millares los que se encontraron en su caso—,
avanzó hacia el corazón del Reich, a bordo de un tanque ruso, rodeado de soldados que
gritaban resonantes "hurra".
No quedaba en su seco cuerpo, en su espíritu, detrás del brillo muerto de sus ojos,
más que una fuerza, la que le daba el odio.
Capítulo XXXI
Detrás del Bloque donde se había instalado el "Revier", un barracón bastante grande
tenía, por encima de su puerta, un letrero que desentonaba fuertemente con los siniestros
lugares que le rodeaban, "Maternidad" decía en grandes letras.
Cosa curiosa, de todos los bloques del Campo de Ravensbrück, el "Revier” y la
"Maternidad” eran, sin discusión, los más limpios, los que poseían las ventanas más anchas;
allí las detenidas abandonaban sus uniformes rayados para ponerse unos largos camisones
grises y espesos que, sin embargo, les daban una figura humana.
Otros dos barracones, no tan grandes como la “Maternidad" pero casi tan limpios y
aireados, formaban, con el principal, una especie de islote, un mundo aparte, la única parte
del Campo que las autoridades SS habían mostrado, únicamente dos veces a las comisiones
extranjeras de la Cruz Roja Internacional, que habían venido para verificar "in situ” las
condiciones del régimen penitenciario alemán.
Sin saber todavía qué pensar, Frieda se encontraba bruscamente en aquel ambiente
limpio, durmiendo sobre una cama, con sábanas, recibiendo una alimentación aceptable...
En la "Maternidad” no había ninguna Kapo.
Dos enfermeras SS prodigaban sus cuidados a las mujeres encintas. Una vez al día,
enarbolando una sonrisa estereotipada, la "cheftaine” del servicio, la SS— Aufseherin Hera
Nielen, venía a inspeccionar el barracón así como los servicios anexos: el lavadero y el
barracón de costura y plancha.
Convencidos de su teoría de "utilidad ante todo”, los SS no podían evitar emplear
aquellas mujeres a las que daban un trato de favor.
Lavaban, cosían o planchaban la ropa de los SS, hombres o mujeres. El doctor
Freisser las había asegurado que el trabajo era un medio excelente para un buen embarazo.
Las mujeres de la "Maternidad" trabajaban de la mañana a la noche, con las piernas
hinchadas, la sangre envenenada por la albúmina, circulando cada vez más difícilmente por
los miembros repletos de varices.
Pero aguantaban firmemente. Felices de no vivir en los infectos bloques, bendecían
al cielo por' evitarles el trabajo de los Kommandos, y hacían alegremente lo que las
autoridades del campo les habían impuesto.
Aparte de las mujeres, las “Zugänge" (las nuevas) que llegaban al campo ya
encintas, el misterio de los embarazos en "Konzentrationslager" de Ravensbrück sigue y
seguirá siendo un asunto inexplicable.
Alejadas de los hombres, a los que no apercibían más que a lo lejos cuando
trabajaban en los Kommandos exteriores, y vigiladas estrechamente por las Kapos y las SS-
Aufsherin, difícilmente podían acercárseles.
Sin embargo, en el momento en que Frieda llegó a la "Maternidad", doscientas diez
mujeres se encontraban allí, todas esperando un bebé... todas menos Vera Alexandrovna,
una rusa 'de una treintena de años, muy bella todavía, a pesar de su delgadez y de sus
cabellos cortados muy cortos, que paseaba un vientre enorme y que esperaba, desde hacía
dieciséis meses, el nacimiento de un hijo que no llevaba en sus entrañas.
El "Artzlager” Freisser habría podido operarla desde hacía tiempo. Sabía
perfectamente qué lo que escondía el enorme vientre de Vera Alexandrovna no era un feto,
sino un gigantesco tumor que crecía sin parar.
Ella, como ciertas mujeres, poseyendo un carácter histérico, sufría de lo que se
llama "un embarazo fantasma”. Y cuando llegaba la noche, gritaba a las otras mujeres,
invitándolas a poner las manos sobre su vientre:.
—¡Tocad! ¡Tocad! Veis cómo salta un pequeño...
Cuando un pequeño venía al mundo, madre e hijo pasaban al "Revier". Y los dos
desaparecían misteriosamente.
Se había contado a las mujeres de la "Maternidad" que el Reich y su Führer
generoso ofrecían la libertad a las madres.
"Queremos que todos los niños, hayan nacido en las ciudades alemanas o en las
ciudades del gobierno general (Polonia) o en los campos, se integren a la gran juventud del
nuevo mundo que nosotros, los nacionalsocialistas, estamos construyendo. En cuanto el
parto se realice, madre e hijo saldrán del "Lager” para ir a un establecimiento especial
donde les serán dadas todas las atenciones necesarias..."
La costumbre de las palabras untuosas no podía faltar en la política del nazismo.
Envíe sus soldados a la muerte o al cerco de Stalingrado, o empuje a cachiporrazos a los
desgraciados hacia las cámaras de gas, el Reich no puede prescindir de los discursos, de las
frases en las que intenta justificar el más pequeño de sus actos.
La realidad, naturalmente, era otra.
Recibiendo instrucciones del tristemente famoso doctor Joseph Mengele, médico
jefe de los servicios médicos de Auschwitz, Freisser estudiaba también el comportamiento
y las consecuencias de ciertas drogas sobre el embarazo, así como el problema de los
gemelos que apasionaba al "asesino científico de Auschwitz".
Así era como Fresser utilizaba, en sus experiencias, los recién nacidos de
Ravensbrück. En cuanto a las desgraciadas madres, una inyección de fenol en el corazón y,
por la noche, un viaje al crematorio.
Golpeando con su fusta lo alto de sus deslumbrantes botas, Ursula von Winkel
atravesó el camino y se dirigió con un paso decidido hacia la perrera.
Los ladridos alegraban el silencio matinal. Aquí, en el "SS-Lager”, la proximidad
del otoño poseía una dulzura que no se encontraba del otro lado de las alambradas.
Las hojas doradas de los árboles ponían una nota brillante en el conjunto de los
muros blancos de las casitas de las SS.
Ursula empujó la pequeña barrera y se encontró ante las jaulas metálicas donde los
enormes "Dobermann” pasaban el día, echados, esperando la noche. Entonces, atados con
correas por las “Aufseherinas", recorrían los alrededores del "Konzentrationslager", el
morro pegado al suelo, doblando las patas, con los colmillos al aire en cuanto olían algo.
Al oír ruido de pasos sobre el paseo cimentado, Isa— bella Günter se volvió. Al ver
a la "Lagerführerin” levantó el brazo: —"Heil Hitler! Guten morgen!”
—“Heil!” —respondió Ursula acercándosele.
Examinó los magníficos animales que Günter estaba alimentando. Grandes pedazos
de carne cruda, que habrían colmado los sueños de las deportadas, yacían en el suelo de las
jaulas.
Con la fusta, Ursula indicó un perro completamente negro.
—¿Es ése, Isabella? —preguntó con una sonrisa.
—"Ja, meine Führerin!" Es Tristán...
—Espero que esa puerca polaca se acordará para siempre de su amante —rió Ursula
—. ¡Nos han ofrecido un bello espectáculo... pero esa mujer no ha sabido apreciar el ímpetu
del macho!
—Ha tenido lo suyo. —dijo Günter—; en el "Revier” me han dicho que no iba a
durar mucho...
—¿Has visto a Heva esta mañana? —preguntó Ursula al rato.
—"Nein." Aún debe estar, en su chalet. Ayer por la noche... —se calló,
enrojeciendo.
Frunciendo el ceño, Ursula le dirigió una mirada cargada de desprecio.
—¿Y?-preguntó asqueada.
Isabella afirmó con la cabeza.
—¡Nunca llegaré a comprenderos! —exclamó la "Führerin":—. ¡Si al menos
pudiera saber lo que buscáis en los hombres! "Mein Gott!" ¡Bellas como sois y tenéis—
que rebajaros delante de un macho...! ¡Como perras en celo!
Con los párpados casi cerrados, un aspecto remilgado muy bien' conseguido, Günter
murmuró: —He seguido sus instrucciones... y no he vuelto a ir con los SS...
No se atrevía a decirle que hacía venir, al menos dos —veces por semana, a su
hermoso cosaco.
—¡Bien hecho, Isabella! En cuanto tenga tiempo te buscaré una amiga... ¡entonces
me dirás lo que es bueno! ¡Es tan limpio como una mujer! ¡Tan suave!
Cerró a medias los ojos, dejando escapar un pesado suspiro entre sus temblorosos
labios.
Durante un momento, el recuerdo de Frieda vino a golpearle dolorosamente. Se
acordó entonces del motivo que le había impulsado a abandonar el lecho tan temprano.
—Voy a ver a Heva. “Auf Wiedersehen."
—“Heil!” —aulló Isabella.
Pero en cuanto la “Führerin” empujó la barrera y se hubo alejado, la SS-Aufseherin
escupió por tierra: —¡Sucia tortillera! ¡Mientras tenga un hombre cerca de mí, no comeré
de ese pan! “Himmelgott!" ¡Seré feliz el día en que, en lugar de decirte “auf Wiedersehen”,
te diré “Nimmerwiedersehen ”! [105].
Se volvió hacia la jaula donde Tristón, después de haber paseado su larga lengua
sobre la carne que la mujer le había traído, levantó unos ojos turbios bacía la alemana.
—Tú también, mi fiel Tristán, piensas como yo, ¿no es así? Hombre con mujer,
hasta si se trata de ese viejo esqueleto de polaca...
Observó la carne que el "Dobermann" había desdeñado.
—¿No tienes apetito, Tristán? ¡Ya sé lo que quieres, pequeño mío! Espera algunos
días, dos o tres. Él doctor Freisser debe acabar algunas experiencias... ¡y tendrás la tierna
carne que tanto te gusta!
Capítulo XXXII
—Lucy...
La mujer que yacía, con la cara vuelta hacia la pared, giró sobre el lecho del
"Revier”.
Al reconocer a su visitante, su desdentada boca se dobló en una sonrisa amistosa.
—¡Vaya! ¡Frieda! Lo creas o no, pequeña, estaba pensando en ti...
Miasowka pestañeó imperceptiblemente.
—¡No han conseguido hacerme reventar, las muy puercas! ¡Sin embargo, ese perro
me ha dejado muy mal!
Como tengo tan poca carne, me ha roto varios huesos... Pero no hablemos más de
mí. ¿Es que María Cheslovva ha ido a verte?
—No ¿Debía venir a visitarme?
—¡Sí! Lo hará, sin duda, muy pronto. ¡Qué importa! Ya que estás aquí, voy a decirte
de qué se trata... ¿Estás en la “Maternidad” según lo que me han dicho, no?
—Sí.
—Formidable... —bajó la voz que se convirtió en un murmullo—; necesitamos tres
uniformes de "SS-Aufseherin”. ¿Podrás procurárnoslos?
Frieda se quedó indecisa. Sin embargo, había una enorme cantidad de ropa en el
barracón donde trabajaban las mujeres embarazadas. A las mujeres SS no les faltaba con
qué vestirse y, a veces, tenían tanto que olvidaban durante semanas enteras reclamar sus
uniformes al taller de plancha.
—Creo que es posible —dijo Frieda sin comprometerse demasiado.
—¡Los necesitamos! —insistió la vieja polaca—. ¡De cualquier talla!... Las tres
pequeñas los arreglarán a su medida... ¡Tienes que ayudamos, Frieda!
Se sentó con gran dificultad. La habitación estaba yacía, porque se había aislado
completamente a la polaca.
—Escúchame —susurró—, ya no merece la pena guardar el secreto. Y, como tienes
que ayudarnos, creo que es correcto que sepas de qué se trata...
Hablaba rápidamente, sin separar los ojos de la puerta de la habitación.
—Tres de nuestras amigas, las tres alemanas: Agnes, Katherine y Elfriede... van a
irse...
—¡Dios mío!
—No temas. Todo saldrá bien. Hace ya mucho tiempo que pienso en ello... Y si he
elegido a las tres pequeñas es, porque siendo alemanas, podrán más fácilmente hacerse
pasar por SS-Aufseherin. ¿Te das cuenta?
—¡Es una idea muy buena! —exclamó Frieda, dejándose ganar por el entusiasmo
de la polaca.
—Debes preguntarte, al menos —siguió Lucy—, de qué sirve el hacer salir a tres de
nuestras compañeras. ¡Es fácil! Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros de la frontera
con... lo que era mi país...
"Un poco antes de la llegada de los alemanes, mi marido ya estaba muerto, algunos
jóvenes de la ciudad, entre los que se encontraba un amigo de mi marido, se fueron de
Lwow para ir a Posen..., querían organizarse en aquella región para organizar la resistencia
y continuar la lucha contra el invasor fascista...
Sonrió tristemente.'
—También he estado en la prisión de Posen. En cuanto supieron que yo me
encontraba allí, me hicieron llegar una nota y algunos víveres... Creo que ahora deben ser
más fuertes..., y como sé que su PC clandestino se encuentra muy cerca de Warte, en un
pequeño pueblecito de las montañas, llamado Obomik, voy a enviar a nuestras tres
camaradas allá. ¿Empiezas a entender?
—Un poco.
—Los rusos se encuentran en Prusia oriental. Una gran parte de Polonia está en sus
manos. Los amigos de mi marido deben ser numerosos y muy fuertes ahora. Puede ser que
colaboren con los soviéticos... Nuestras amigas van a buscarles y encontrarlos. Les dirán
cómo vivimos aquí, y, no lo dudo lo más mínimo, vendrán a liberamos, ¡aunque tengan que
adelantar a los tanques rusos!
—Será necesario, para llegar hasta aquí, que atraviesen más de cien kilómetros de
territorio alemán —observó Frieda que sintió desfallecer su entusiasmo.
—¡Aunque tengan que recorrer el doble, vendrán! —exclamó Lucy con vehemencia
—. ¡Cuando sepan en qué condiciones vivimos aquí, oprimidas por esas malditas hienas, no
dudarán ni un solo momento!
Su mano, como una garra, la derecha, porque el brazo izquierdo había sido
destrozado por los colmillos del Dobermann, apretó el antebrazo de la joven.
—¡Y podremos vengarnos, pequeña! ¡Piénsalo! No pido más que una cosa: quedar
en vida hasta el momento en que podré arrancar los ojos de esas hienes... después, ¡no me
importará reventar!
Capítulo XXXIII
La “SS-Aufseherin" estaba rígida, con los labios apretados, los ojos semicerrados.
Acababa de hacer su informe y se esperaba lo peor.
Ante ella, Ursula von Winkel, con los puños cerrados, sentía como sus músculos se
anudaban bajo su piel, “Justamente hoy —se quejaba «in petto»—. ¡Justamente en este día
que debía ser el más alegre de mi vida!"
Porque había ordenado que, en cuanto llegara la noche, Frieda, completamente
recuperada, fuera llevada a su casa. Estaba completamente convencida de haber encontrado
al fin el medio de romper la resistencia obstinada de la hermosa mujer...
Dejó a un lado los tiernos pensamientos que la invadían, posando sobre la mujer SS
una mirada desprovista de toda piedad.
—Pero.,. "Sakrement!" ¿Cómo ha podido perder esas tres detenidas...?
—Yo...
—“Stoffel!" [108]. ¡Se encuentra en muy mala situación!
Y después de una breve pausa:
—¿Al menos ha comenzado la búsqueda?
—"Ja, meine Lagerführerin!” He inspeccionado minuciosamente todo. Si la
"Blockalteste" me hubiera prevenido antes..., ¡pero esa cerda ha tenido miedo y se ha
suicidado!
—¡Ya me lo ha dicho!-gruñó Ursula—. ¡No me importa su "Blockowa”!
"Scheisse!" ¡Voy a estar obligada a llamar a los SS! ¡Lo que nunca he hecho! Pero esas tres
cerdas deben ser detenidas lo antes posible... también voy a llamar a la Feldgendarmerie
para que corten todas las carreteras...
Fusiló con la mirada a la “ SS-Aufseherin".
—¡En cuanto a usted, considérese bajo arresto! ¡Ya hablaremos más tarde!
La otra dio un ruidoso taconazo.
—"Zu befehl, meine Führerin! Heil Hitler!”
Y se fue.
Ursula se quedó inmóvil largos minutos. Reflexionaba amargamente, porque sabia
que, en cuanto descolgara el teléfono para llamar a " Standartenführer”, éste se reiría en sus
narices diciéndole con su voz de macho orgulloso de serlo: "No se preocupa, pequeña..."
—" ¡Pequeña!" —silbó entre dientes.
Decidiéndose repentinamente, alargó la mano para descolgar; pero, justo en ese
momento, sonó el teléfono.
Descolgó.
—"Ja?"
—"Guten morgen, meine klaine Dame!"
Al oír la voz del jefe del batallón se enderezó, mientras que un sabor amargo la
llegaba a la boca.
—"Guten morgen, mein «Standartenführer!»" Justamente iba a llamarle hace un
momento...
—¡Bonita coincidencia! —rió el otro—. ¡La felicito, porque no pensaba que ya
estaría informada! ¡El arresto acaba de ser hecho!
Ursula sintió un calorcillo agradable extenderse por su cuerpo. A pesar de la
repugnancia que sentía al saber que eran los SS machos los que habían detenido a las
fugitivas, no podía dejar de alegrarse, porque si la noticia de la huida llegaba a Berlín...
—¡Se lo agradezco sinceramente, “mein Standartenführer"!
—Llámeme Karl, Ursula...
—De acuerdo, Karl. Va a devolverme a esas tres cerdas, ¿no?
—¿Tres? No me diga que el vicio se ha extendido tanto en su campo, Ursula. Lo
siento, pero no puedo entregarle más que una mujer... ¡y el hombre que se acostaba con
ella!
Algo helado descendió a lo largo de la espalda de Ursula. Articuló penosamente: —
Creo que... esa mujer estaba acompañada de otras dos detenidas... han sido declaradas no
presentes esta mañana...
—¡Mil diablos! —exclamó el SS—. ¡Es el colmo! ¡Yo, “pequeña", no le hablaba de
las "Häftlinge"! La mujer que ha sido detenida es una de sus "SS-Aufseherin", amiguita...
—¿Su nombre? —casi aulló Ursula.
—Isabella Günter.
—¡No!
—¿Por qué no, mi pequeña Ursula? Ayer por la noche, uno de mis centinelas vio
una sombra que se deslizaba en el campo. Otra sombra la esperaba. El "Sturmmann" llamó
al jefe de la guardia, y éste, con dos de sus hombres, siguió las siluetas sospechosas. Al
verlos entrar en una de vuestras residencias, esperaron un poco, forzando la puerta a
continuación y encontraron a su Isa— bella en los brazos de un prisionero ruso... ¡un
hermoso ejemplar de hombre, puede estar segura!
Ursula tragó penosamente una saliva ácida.
—¡Le ruego que me los haga traer lo más pronto posible! Van a recibir el castigo
que merecen...
—¡No se excite demasiado, mi pequeña! La mujer le será entregada
inmediatamente... en cuanto al hombre., perteneciendo a los Kommandos exteriores que no
dependen más que de nosotros..., le vamos a enviar al "Sonderkommando". Las mujeres del
doctor Reisser también tienen derecho a divertirse un poco, acabo de hablar con el
"Artzlager” y está perfectamente de acuerdo conmigo. Como le acabo de decir, ese ruso es
un hermoso muchacho que hará las delicias de las "Kanichen”
Ursula no dijo nada.
—Ahora —reemprendió la voz del hombre— si algunas detenidas se han escapado,
lo siento, mi pequeña, pero no puedo hacer nada... Hace exactamente diez minutos, he
recibido un mensaje. Mi batallón tiene que irse... Salimos hacia el frente, porque, a lo que
parece, ¡los cerdos de la Wehrmacht ya no son capaces de detener a los rusos!
Dejó escapar una carcajada.
—No tema nada, "meine kleine Ursula”. Impediremos a los rusos que lleguen a
Ravensbrück. Nunca me perdonaría que esos salvajes la violaran... aunque parece que
algunas de nuestras mujeres los encuentran muy agradables. "Auf wiedersehen, meine
kleine Ursula! Heil Hitler! ”
—"Sieg!” —respondió ella antes de colgar bruscamente el teléfono.
Capítulo XXXIV
Con un paso de vencida, Ursula volvió a su pabellón. Estaba tan derrengada que se
dejó caer en el sillón, abriendo la mano derecha. La fusta cayó sobre la moqueta, sin ruido.
No podía más.
Hacía ya un mes que el batallón SS se había ido. Un mes de trabajo embrutecedor,
implacable, porque las órdenes no habían faltado, cambiando completamente la antigua
rutina del campo.
"La evacuación del «Konzentrationslager» de Ravensbrück está prevista. Debe
usted estar preparada para que trescientas deportadas, en perfecto estado de salud, puedan
embarcar en cualquier momento en el tren que le será enviado. Además, se cuidará de que
ninguna cosa de valor se quede en el "Lager”. Más 'abajo le indicamos el número de
vagones con el que podrá contar. Las instalaciones especiales deben ser destruidas mucho
antes de la partida. En cuanto ya no le sean útiles, procederá a su total destrucción. Además,
los últimos productos del «Krematorium» deberán ser enterrados en fosas lo más profundas
posible; si tuviera que hacerse, esos restos serán tirados al lago..."
Ursula suspiró profundamente.
¡Trescientas detenidas sobre un total de 75.000 que habían quedado después de las
últimas llegadas, justo una semana antes de la partida del batallón SS!
Durante todo el tiempo había sido necesario realizar un enorme trabajo. Día y
noche, las cámaras de gas habían funcionado sin respiro. De las chimeneas del crematorio
no había cesado de subir hacia el cielo la densa humareda, donde aún flotaban los olores de
la carne quemada, de la grasa fundida por el fuego.
Una nube maloliente flotaba, no solamente sobre el campo, sino también sobre el
SS-Lager. Se respiraba mal y se olía peor. Llamados con prisas todos los Kommandos
exteriores, habían vuelto al campo y sus miembros habían desaparecido en pocas semanas...
Grandes camiones volquetes, sobrecargados de cenizas y de huesos, habían vaciado
su carga macabra en las aguas del lago, porque Ursula se había dado cuenta en seguida de
que las fosas pronto estarían repletas, y que hubiera necesitado meses, años casi, para
enterrar las toneladas y toneladas de osamentas...
Las cámaras de gas se habían declarado insuficientes para el trabajo que se exigía de
su limitada capacidad. Aun llenándolas diez veces por día, no se podía malar más que a
5.000 detenidas en una jornada... y los hornos tardaban tres días y tres noches en devorar
aquellos cinco mil cadáveres...
Ursula estuvo a punto de volverse loca.
Cada noche, cuando volvía a su chalet, con el cuerpo deshecho, ronca de tanto
gritar, releía las órdenes de Berlín y se preguntaba si sería capaz de cumplirlas.
A veces, su fe flaqueaba. Pero le bastaba mirar, en la parte inferior del pliego de
órdenes, la firma del Reichführer, para tomar nuevos ánimos y lanzar con una potente voz:
—¡Así lo haré, “mein Reichführer”!
*
Para llegar a deshacerse de la masa humana que la molestaba, Ursula von Winkel
tuvo que recurrir al célebre pasillo de la muerte, y para contribuir al lento trabajo de las
cámaras de gas, armó sus “SS-Aufseherin” y les ordenó fusilar como mínimo quinientas
deportadas por día.
Pero aquello no cambió gran cosa el lento proceso. Los cadáveres se acumulaban
por todas partes, montañas de miembros de los que, aquí y allá, las cabezas con extrañas
miradas surgían. Los cuerpos lo invadían todo y las bocas hambrientas de los hornos no
podían devorar la ingente masa de carne.
Además de los problemas que implacablemente le caían encima, malas noticias le
llegaban de todos lados. Por de pronto,— y sobre todo, la entrada de las tropas soviéticas en
el Reich.
Se había quedado como atontada. Pero su fe nacionalsocialista era demasiado sólida
para que aquellos molestos acontecimientos pudieran hacerla flaquear. Confiaba
ciegamente en él.genio del Führer y contaba con que, llegado el momento, Hitler
desencadenaría, en una nueva y terrible Apocalipsis, sus maravillosas armas secretas que
darían al pueblo alemán una victoria incontestable.
Supo que el campo de Auschwitz, después de una evacuación masiva, acababa de
ser liberado por los rusos, y, según las noticias llegadas de Berlín, Von Winkel, no habiendo
querido abandonar su maravillosa colección de cuadros, que no había tenido la ocasión de
llevar a Berlín, se había quedado en el "Lager*...
Menos mal que casi no había tenido tiempo para pensar en su padre. Toda la febril
actividad de su cerebro se concentraba exclusivamente en el cumplimiento de las órdenes
que había recibido.
Y había gritado, de la mañana a la noche, apresurando a las Kapos, a las “ SS-
Aufseherin": —¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!
Y a los miembros de los “ Sonderkommandos": —¡Quemad! ¡Quemad! ¡Quemad!
Y a todos les gritaba sin descanso:
—“Nur immer zu!” ¡Seguid! ¡Seguid! ¡Seguid!
*
Cuando Frieda supo que una "SS-Aufseherin”, la de los "perros", como se la
llamaba, había sido colgada en el "SS-Lager", acusada de haberse acostado con un
prisionero ruso, creyó que nuevas leyes iban a ser impuestas a las vigilantes alemanas de
Ravensbrück.
Además, el tiempo pasaba y, como la "Führerin” parecía no acordarse de su
existencia, la joven, tranquilizada, se consagró a ayudar, en lo posible, a las mujeres
embarazadas de la "Matemitát".
Comenzó a horrorizarse seriamente cuando se desencadenó la locura asesina de las
SS.
Pero, en la grande, en la indescriptible desgracia que había caído sobre el campo, se
sintió un poco feliz al constatar que, por el momento, sus antiguas amigas, las polacas del
bloque 13, seguían con vida. Iba también cada día al "Revier” donde aún se encontraba
Lucy.
La vieja polaca estaba loca de alegría.
Una formidable impaciencia la consumía. Más delgada que nunca, sabiendo que su
estancia en el " Lazaret" era casi milagrosa, esperaba ansiosamente la llegada de Frieda,
apoyando su mano válida sobre el hombro de la joven alemana.
—Ya hace tres meses que se escaparon, Frieda! Nuestros camaradas no tardarán en
llegar...
Frieda no decía nada. Hacía ya mucho tiempo que había perdido toda la esperanza
en la “misión” confiada a las tres prostitutas. Cada vez que pensaba en ello, se decía que las
tres pobres mujeres debían haber caído en las garras de los Feldgendarmes...
—¡Tienen miedo, las hienas! —repetía la Miasowska—. ¡Es por eso que se han
desencadenado! ¡Matan! ¡Queman! Tiran las cenizas y los huesos de los muertos en el
lago... Su Reichführer, ese asesino de Himmler, no quiere que el mundo conozca los
horrores de los campos nazis:...
—¡Nos matarán a todas!
—¡No, mi pequeña Dreist! ¡Algo me dice que vamos a reír... aunque muramos
después! ¡Oh, virgen de Czestochova! ¡Espera un poco, te lo ruego! Permítenos aplastar la
cabeza de las hienas... después, si ese es tu deseo... ¡haznos morir!
Sobre todo por su coraje y también porque era el único que se expresaba en alemán,
su lengua materna, Jakob Kreutzer, el antiguo Feldwebel, se había convertido en el jefe de
aquel grupo de hombres que, como muchos otros Kommandos, se habían encontrado solos
porque los SS, desde que los cañones rusos tronaban más y más cerca, habían desaparecido.
Jakob encontraba a faltar a su amigo ruso.
Ivan Sergueívitch había desaparecido, como absorbido por la nada, una noche en
que, escapándose del pelotón SS que vigilaba al Kommando, había ido a reunirse con.su
querida nazi, en Ravensbrück.
En los primeros diez minutos de libertad ningún detenido, ni siquiera Jakob, supo
qué hacer. La costumbre de ser mandados a culatazos, había acabado por borrar de sus
espíritus de autómatas toda idea de voluntad.
Se habían vuelto hacia el alemán, al que conocían ya y en el que tenían confianza.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó uno de los rusos.
Jakob reflexionó unos instantes. Su deseo, su más vivo deseo, lo conocía bien. Si se
hubiera encontrado solo, se habría dirigido hacia el campo de las mujeres...
Pero aquellos hombres esperaban otra cosa de él. Ya en la línea del horizonte se
veían formarse los relámpagos sin discontinuidad marcando el lugar de partida de las bocas
de fuego rusas. El ejército ruso estaba cerca; treinta, cuarenta kilómetros a lo sumo
separaban a los prisioneros de sus hermanos de armas.
—¡De acuerdo! —exclamó Kreutzer como si se mandara a sí mismo—: Vamos a
avanzar hacia el Este. Si tenemos cuidado, encontraremos a los rusos dentro de dos o tres
días... Creo que...
No tuvo tiempo de acabar su frase.
Unos hombres armados, que no llevaban ningún uniforme, les rodearon. Las culatas
de las armas resonaron; roncas voces gruñeron las órdenes.
—¡Polacos! —gritó un joven ruso—. ¡Tovaritch! ¡Somos prisioneros! Queríamos ir
al encuentro de los soldados soviéticos...
Las armas bajaron sus mortales hocicos, los brazos se abrieron. Y entonces Jakob
supo de labios del jefe de los partisanos polacos que Alemania había perdido
definitivamente la guerra.
—¡Nada puede parar el empuje de nuestros camaradas rusos! —gritó el polaco.
—¿Y al Oeste? —preguntó Jakob.
—Lo mismo. Ingleses, americanos y franceses avanzan sin encontrar ninguna
resistencia. ¡El sueño de Hitler llega a su fin!
Jakob suspiró.
—Voy a pedirte algo, camarada —dijo con un tono emocionado que su voz no podía
disimular.
—Te escucho.
—¿Sabes algo de lo que ha pasado en los otros “Konzentrationslager"?
—No. No sé nada a ese respecto.
—Comprendo.
—Sin embargo, he oído decir que los rusos habían liberado a los desgraciados de
Treblinka, cerca de Varsovia... en fin, ¡han liberado a los pocos que quedaban!
—Te lo agradezco.
—Por el momento, no pienses más en ello. Sois libres, definitivamente libres.
Olvida todo lo que has pasado...
—No sé si podré...
A cada paso que daba, Jakob debía bajar la vista para mirar el fusil que uno de los
partisanos polacos le había amablemente dado.
Sí, tenía que comprobar a cada momento que el peso era el de un arma. Porque le
parecía imposible, después de años de esclavitud, el poder sentir aquella sensación
deliberación.
Para un hombre, habiendo vivido en los “Kónzentrationslager", la libertad no podía
ser llamada así si no se poseía el poder de destrucción que un arma lleva consigo.
No se trataba del “Piensas, luego existes”, sino da “Puedes matar, luego eres libre”.
¡Después de haber sido blanco, era maravilloso convertirse en cazador!
Kreutzer había tomado el camino del campo, sirviendo de guía a los partisanos y a
los otros prisioneros rusos. Frecuentemente, Wassili, que andaba a su lado, debía rogarle
que no fuera tan aprisa...
Finalmente, sobre el fondo de la llanura, de la parte más triste, más desoladora de
aquel Mecklenbourg, destacando sobre el cielo estrellado, las altas chimeneas humeantes
del "Krematorium" se levantaron como surgidas del infierno; después, a medida que se
acercaban, pudieron distinguir las alambradas como una tela de araña en la oscuridad.
'-¡Espera un momento!
Jakob se inmovilizó. Utilizando sus gemelos de visión nocturna, el polaco escrutó
atentamente el "Lager".
—No veo más que un centinela, al lado de la puerta... ¿Cómo es posible? Creía que
las fuerzas de vigilancia eran más numerosas.
—Y lo eran —explicó el alemán—, pero el batallón de SS ha partido al frente, hace
mucho tiempo. En este campo no quedan más que las fuerzas femeninas de los SS... y los
Kapos.
—¿Sabe cuántos pueden ser?
—No lo sé exactamente —respondió prudentemente Kreutzer—, pero las " SS-
Aufseherin” no deben ser muy numerosas... una treintena a lo más. En cuanto a las Kapos,
son, al menos, cien...
—¿Armadas?
—Las Kapos, no. No tienen más que su cachiporra.
El polaco reflexionó durante unos momentos.
—¡Bueno! Vamos a concentrar toda nuestra fuerza contra el campo de las SS.
Vosotros, con algunos hombres, penetraréis en el “Lager”. Hablaréis con las mujeres y os
ocupáis de neutralizar a las Kapos. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
—También os encargaréis del centinela. ¿De acuerdo?
—¡Muy bien!
Salió del agua como una diosa. Mirándose en el gran espejo, se sorprendió al
constatar que su cuerpo parecía no haber guardado las trazas de la espantosa existencia. que
había tenido.
Era sobre todo en su cara, y aún más en sus ojos, donde brillaba una luz triste,
donde se podía adivinar la tragedia y la desesperación que la deportación habían filtrado en
su espíritu.
Prosiguiendo la contemplación, no narcisista, de aquel cuerpo, no tuvo ni un solo
pensamiento para lo que fatalmente iba a pasar. Al contrario, todo su impulso se dirigió en
pensamiento hacia aquel hombre que, llegado demasiado tarde en su vida, era la única cosa
que merecía la pena...
Se secó lentamente. Después, como una autómata, salió del cuarto.
Incapaz de controlar su impaciencia, como si la previniese una extraña premonición,
la vieja polaca, no pudiendo más, salió de su cama.
A través de la ventana enrejada del "Revier”, el reflejo rojo de las llamas que se
escapaban por las altas chimeneas del "Krematorium" daba a las cosas tonos sangrientos.
Acercándose a la ventana, vio a las Kapos que, con la porra en la mano, se paseaban
por parejas por los corredores. Se dijo que eran sólo ellas quienes vigilaban el campo,
puesto que las mujeres SS, después de las jornadas de trabajo agotador, debían caer en la
cama y dormirse en seguida.
Aquellos pensamientos la llevaron a una conclusión lógica: había llegado el
momento de salvar su vieja piel. Al ritmo en que iban las ejecuciones, no tardarían mucho
en matar a todas las detenidas del campo.
Docenas de bloques estaban vacíos ya, los Kommandos habían dejado de trabajar, a
excepción, naturalmente, del "Sonderkommando" de los rusos que hacía funcionar el "
Krematorium".
Se puso rígida. Al verse tan cerca de la libertad, sintió una rara sensación de
borrachera.
Pero, mujer práctica, se percató que no podía dejar el "Revier” sin poseer algo con
qué defenderse. Sin armas se sentía desnuda...
Salió de la sala, despacio, silenciosa, andando sobre las puntas de los pies. Una vez
en el pasillo, vio que las puertas, allí al fondo, las que siempre estaban cerradas, estaban
entreabiertas.
Del otro lado de las dos puertas —y tuvo un estremecimiento retrospectivo al
pensarlo— se encontraban las salas de observación y los laboratorios del doctor Freisser.
Recorrió el pasillo, los músculos en tensión, con todos los sentidos al acecho.
Finalmente, cuando llegó a la puerta, arriesgó un vistazo al otro lado.
Nada.
Tranquilizada, empujó el batiente de la puerta de la izquierda. Vio entonces una
larga mesa con algunos aparatos encima. El microscopio, bajo su funda, se encontraba
cerca de la ventana. Enfrenté, en los armarios metálicos, se veían instrumentos de todos los
tipos.
Se acercó a los armarios; constató que estaban cerrados con llave. Detrás del cristal
veía toda clase de bisturís, de pinzas y de instrumentos de formas extrañas que no conocía.
Su mirada se detuvo sobre las brillantes hojas de acero. Miró entonces a la mesa,
descubriendo un pequeño martillo, de los que se emplean para estudiar los reflejos, lo cogió
y golpeó bruscamente el cristal.
Le pareció que el ruido de los cristales rotos se había oído en los confines del
campo. Con el oído atento, esperó algunos segundos; después su mano se posó sobre el
cuchillo más grande. El contacto con el frío metal le procuró una deliciosa sensación de
poder; Cuando iba a irse, pensó en sus compañeras y cogió otros cuchillos. Con una toalla
que encontró cerca del microscopio hizo un paquete, pero guardó en su mano válida el
cuchillo que había escogido.
Por un momento pensó volver a tomar el camino que había seguido para llegar allí.
Pero una puerta, que debía comunicar con la sala vecina, atrajo su atención.
Empuñando el cuchillo, empujó el batiente.
La sala era mucho más grande que el laboratorio del "Artzlager".
Había tres mesas de mármol... y sobre cada una, abiertas como bestias en un
matadero, la vieja. polaca vio tres mujeres...
Las vísceras yacían en los cubos; inmundas manchas rodeaban los cadáveres.
Una de las mujeres debía haber sido abandonada en plena autopsia, porque sus
intestinos se habían deslizado y colgaban desde su vientre hasta el cimentado suelo.
Lucy tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que las náuseas le subieran a la
garganta. Iba a retroceder cuando percibió, por tierra, en un recipiente, la cabeza, de un
recién nacido, así como sus pequeños brazos y sus piernas minúsculas.
Había un papel sobre los restos. Con un paso de sonámbula, Miasowska dio algunos
pasos hacia delante, luchando contra el asco, después se inclinó para leer lo que estaba
escrito sobre el papel: “Mi querida Fräulein Günte: Le dejo esto para sus perros. Freís ser.”
Con un sollozo, la vieja polaca salió corriendo.
Capítulo XXXV
Una vez fuera, el aire de la noche le azotó el rostro. Sus temores se disolvieron ante
el espacio abierto del silencioso campo.
Sintió cómo le volvían las fuerzas. Y su odio, esa energía que le había permitido
resistir lo peor, se deslizó en su sangre como chorro de lava ardiente que hizo vibrar su
viejo corazón con una nueva energía.
Se mantuvo cerca de los muros de los bloques, escapando así a los Kapos que no
podían verla. Cuando las mujeres vigilantes le volvían la espalda, saltaba, refugiándose en
la sombra de un nuevo barracón hasta que se le volvía a presentar la ocasión de progresar
nuevamente.
Por las puertas abiertas de los bloques abandonados se escapaba un olor
nauseabundo. Lanzando un vistazo a su interior, Lucy vio todo el suelo cubierto por las
deyecciones humanas. Sabiendo que iban a las "duchas", hacia la muerte, las desgraciadas
ocupantes no habían podido controlar sus esfínteres...
Lucy encontró fácilmente su viejo bloque, el 13. Al acercarse, tuvo miedo de que no
hubiera nadie; pero al franquear la puerta, vio que los nichos estaban ocupados, no todos,
pero casi todos.
—¡María, Sophie, Suzanne! —llamó quedamente cuando llegó ante el nicho de sus
compañeras.
Salieron arrastrándose. En la oscuridad se oían los ronquidos de algunas mujeres,
pero además se podían oír los suspiros, las quejas y hasta los gritos de las que vivían, hasta
por la noche, en una espantosa pesadilla.
—¡Venid! —susurró la vieja polaca—; vamos a irnos antes de que vengan a
buscarnos... no quedan en el campo más que unos centenares...
María Cheslowa asintió tristemente:
—Lo sabemos, Lucy... los cadáveres están en todas partes... ya no se molestan en
desnudarlos y los meten en los hornos completamente vestidos.
—Vamos a intentar escapar por el lado este del campo. Las SS duermen y no hay
más que las Kapos que se pasean ahí fuera. Coged esto... por si tenemos un mal encuentro.
Distribuyó las armas, saliendo la primera. Rozando los muros, avanzaron sin
dificultades hacia la parte este del campo.
En los paseos, muy cerca del "corredor de la muerte" [109], los cadáveres yacían en
montones, esperando que los llevaran con carretillas al crematorio donde el
"Sonderkommando" trabajaba sin descanso.
—¡Tenemos una suerte formidable! —gritó Lucy cuando llegaron a las alambradas.
Las mostró a las otras con un gesto.
—No tengáis miedo. Ya no están electrificadas. La corriente no llega a
Ravensbrück.
Atravesaron las alambras, comenzando a correr una vez del otro lado, felices de su
nueva libertad.
Pero de pronto, un reflector las cegó. Con los cuchillos en las manos, se pararon,
temblando de miedo y de rabia...
Apretaba con tal fuerza el fusil que las juntas de sus nudillos se volvieron blancas. A
una treintena de metros del centinela se inmovilizó, y los otros, los partisanos que le
seguían, le imitaron a su vez.
Jakob maldijo en voz baja el reflejo rojizo que les llegaba del "Krematorium".
Periódicamente una viva claridad iluminaba el Campo, con intensidad parecida a un flash.
Debía atravesar un espacio al descubierto de una docena de metros, antes de poder
caer sobre el centinela. Gracias a los gemelos de visión nocturna que Wassili le había
prestado, había identificado al centinela y había comprobado que se trataba de una “SS-
Aufseherin".
Para alguien no advertido, la mujer que se tenía cerca de la puerta no hubiera
representado una seria amenaza. Pero Kreutzer conocía a las hienas y sabía que eran duras,
implacables y que sabían servirse de sus armas, tan bien o mejor que un hombre.
El polaco, que había avanzado hasta situarse a la altura de Jakob, se inclinó para
decirle al oído: —Va a ser imposible caerle encima sin que se aperciba de nuestra llegada...
ese maldito resplandor rojo es peor que un reflector... Creo que lo mejor es matarla de un
tiro.
—¡Pero el disparo llamaría la atención!
—¡Bueno! Antes de que ésas puercas reaccionen, ya estaremos en el "SS-Lager”.
Me molesta tener que modificar así nuestros planes, pero no veo otra forma.
Kreutzer asintió tristemente.
—Tienes razón...
Puso su fusil en posición, apuntó cuidadosamente a la cabeza de la “SS-Aufseherin”
y apoyó sobre el gatillo.
El disparo sonó como la explosión de un obús. Girando sobre sí misma, la centinela
se abatió pesadamente.
—¡Adelante! —gritó el jefe de los partisanos.
Detrás del haz cegador del reflector, se recortaron las masivas siluetas. Un ruido
metálico anunció que las armas eran montadas; después,.los pasos se dejaron oír.
Temblando de rabia e impotencia, Lucy esperaba ver aparecer los rostros de las SS,
sus sonrisas mordaces, el brillo frío y cruel de sus ojos.
—"Halt!” "Wer da?” —gritó con potente voz.
Las últimas ilusiones de Lucy se desvanecieron. Se sintió enormemente cansada,
diciéndose que había estado completamente ciega al creer que podía escapar al maldito
destino de deportada.
Respondió débilmente, con una voz rota:
—"Wir sind... Haftlinge...”
La gran silueta avanzó. Entonces, la luz cayó sobre el hombre. Un hombre alto,
sólidamente plantado. Sobre su casco de cuero, brillaba una estrella de cinco puntas.
—¡Rusos! —gritó Lucy al límite de su alegría.
Y olvidando toda prudencia avanzó hacia el soviético, le pasó los brazos alrededor
del cuello, abrazándole y besándole en las mejillas, en la boca.
Otras siluetas surgieron de la noche. Y María Cheslowa, Sophie Zeroswka y
Suzanne Piotroswka imitaron a Lucy y se lanzaron, locas de alegría, sobre sus libertadores.
Empujando con suavidad a la vieja polaca que reía y lloraba al mismo tiempo, el
hombre le acarició la mejilla.
—¡Cálmate, mujer! Todo se ha acabado... pero, ¿qué hacíais aquí?
Ella le miró a través de sus lágrimas. Hacía tanto tiempo que no podía llorar que, a
presente, al hacerlo, se sentía extraña, floja como la gelatina.
—Acabamos de huir —explicó con la voz rota por la emoción—; están matando a
todo el mundo... hay un montón de cadáveres por todas partes... los hornos crematorios no
bastan para...
El hombre miró el reflejo rojizo que se elevaba hacia el cielo.
—“Himmelgott!"
Se quedó como atontada.
—Pero... hablas alemán... y lo que acabas de decir...
—Soy alemán.
—¡Un buen alemán! ¡Gracias a Dios! Daos prisa si queréis salvar a las desgraciadas
que se han quedado en ese infierno...
—¿Están vigiladas por los SS, no es así?
—Sí, pero por mujeres... mil veces peores que los "Sturmmann". Están allí en el
"SS-Lager"... esas inmundas perras... sí, mil veces más crueles que los —hombres ¡esas
hienas!
El hombre se volvió hacia un suboficial al que habló en ruso explicándole
rápidamente lo que la vieja polaca acababa de comunicarle.
El suboficial soviético asintió.
—"Xaraso, tovaritch Dreist...”
Y volviéndose hacia los hombres que estaban cerca de los tanques: —“Davai!” —
ordenó.
Capítulo XXXVI
—Acércate más...
Frieda obedeció a regañadientes. Sólo el contemplar los ojos de la SS despertaba en
ella tina repulsión difícil de controlar. Bajo su seno izquierdo su corazón latía locamente;
un gusto amargo se había instalado sobre su lengua que se había resecado...
—No tengas miedo, "meine kleine Taube... [110]... — voy a hacer de ti la mujer más
dichosa del mundo...
Cuando Ursula tendió los brazos hacia el magnífico cuerpo acostado a su lado, el
disparo sonó, bruscamente, haciendo vibrar los cristales de las ventanas.
La SS saltó como un muelle.
—¡Espérame aquí!
Se vistió en un cerrar de ojos, apoderándose de la Schmeisser que había dejado
suspendida sobre el respaldo de una silla.
Salió de la habitación como un relámpago.
Con los ojos cerrados, el pecho estremecido, Frieda no creía lo que pasaba. Se
quedó así, inmóvil, demasiado emocionada para poder reaccionar.
Se oyeron otros disparos, muy pronto seguidos de cortas y rabiosas ráfagas.
Entonces, dándose cuenta de que su mejor deseo se estaba realizando, que el
milagro que había esperado vanamente iba a realizarse, saltó de la cama, precipitándose
hacia el cuarto de baño y poniéndose su pobre uniforme de deportada.
Algunos momentos más tarde salió por la puerta que Ursula había olvidado cerrar.
Un estruendo formidable venía del Campo.
Después de una breve duda, se separó del chalet de la "Lagerführerin" y, rozando
los muros de los otros chalets, corrió hacia las alambradas de Ravensbrück.
*
—¡Disparad, disparad sobre esos “Dresckschwein”! Ursula había concentrado a sus
mujeres muy cerca del andén, allí donde el terraplén podía servirles de parapeto.
Por el momento, por lo que había observado enfrente, no se trataba más que de un
pequeño número de enemigos que, después de haber matado a la centinela, parecían
disponerse a franquear la entrada principal del Campo.
¡Los imbéciles!
Desde la posición que había conseguido ocupar dominaba el espacio abierto que el
adversario debía atravesar para llegar a la entrada del "Lager”.
Además, si pretendían atacar a las mujeres SS, estarían igualmente desamparados,
porque tendrían que dejar los matorrales y avanzar hacia la plaza dé la estación, donde sólo
se extendían las vías, sin ninguna otra cosa que pudiera servirles de refugio.
—¡Son nuestros, esos “Schweinehunden”! —gritó—; ¡daos prisa, "Sakrement"! ¡Id
a buscar la ametralladora! Vamos a emplazarla aquí mismo...
Tres "SS-Aufseherin” corrieron a buscar el arma.
Las otras, siguiendo las instrucciones de su “Führerin”, no disparaban más que
cuando los enemigos se aventuraban fuera de los matorrales. Dos o tres cadáveres yacían
sobre el terreno descubierto que se extendía ante la entrada del “Konzentrationslager”.
Ursula tenía un brillo de triunfo en los ojos.
Al fin podía demostrar sus capacidades para el combate.
—¡El Führer cuenta con nosotras! —aulló dirigiéndose a las mujeres-soldados—;
¡es como si estuviera mirándonos! ¡Enseñad a esos, sucios rojos de qué están hechas las
mujeres alemanas!
—¡No hay nada que hacer! —maldijo Wassili, el jefe de los partisanos polacos—.
¡Esas cerdas nos impiden progresar! ¡Y ya hemos perdido tres hombres!
Jakob se mordió los labios.
Sus miradas no se dirigían del lado del "SS-Lager' y la estación, sino hacia la
entrada del Campo, hacia las alambradas detrás de las cuales imaginaba a Frieda... si es que
aún estaba viva...
Se volvió hacia Wassili.
—Si tres hombres pueden cubrirme con su fuego, quizá yo podría...
El polaco negó firmemente con un gesto de la cabeza.
—¡Eso sería una locura, camarada! ¡Si pudiéramos dar la vuelta a esa maldita
estación! ¡Pero, mírala! ¡El terreno es tan plano como la palma de mi mano! ¡Nos harían
caer como bobos, esas cerdas!
Kreitzer no dijo nada.
Estaba decidido, costara lo que costara, a llegar hasta el Campo. Los peligros que
debía afrontar no le asustaban. Pero la muerte, sí. Ahora que su esperanza se había
rubificado, y que Frieda podía encontrarse a algunos centenares de metros de él, morir le
parecía la mayor tontería, una estupidez que no podía permitirse.
Sin embargo, su impaciencia acabó por imponerse.
—¡Préstame tres hombres, Wassili! Iré delante de ellos... Con algunas granadas,
creo poder llegar hasta la estación.
Con los ojos semicerrados, el polaco miró fijamente a Jakob.
—De acuerdo. Vamos a intentarlo, aunque temo que no salga bien... Espera, voy a
llamarlos...
No acabó su frase.
Bruscamente, un gruñido sordo se levantó del lado del Campo, muy pronto seguido
de Otros ruidos entre los que dominaba el de los cables demasiado tensos y a punto de
romperse.
En seguida, largos dedos de luz perforaron las tinieblas. Pero hubiera bastado con el
resplandor rojizo del cielo, que reflejaba las llamas del Krematorium, para ver la increíble
escena.
A todo lo largo de las alambras, los tanques arremetían contra éstas, arrancando los
postes, mientras que los alambres de púas, tensados al máximo, se rompían bruscamente
enrollándose en el aire con un silbido agudo.
—¡Los rusos! —gritó Wassili al límite de su alegría— ¡Qué suerte! ¡No esperaba
que llegaran tan pronto!
—¡Mira! —le dijo Jakob—. ¡Están completamente, locas!
El polaco miró hacia la estación.
Evidentemente, las mujeres SS también habían visto los blindados, porque su
ametralladora disparaba ahora sobre los tanques soviéticos con una rabia impotente.
Para que el cañón no sufriera al golpear los postes de las alambradas, los tanquistas
soviéticos habían hecho girar las torretas de forma a situar el cañón en la parte de atrás.
De pronto, el que iba delante se separó un poco de las alambradas.
Lentamente, su torreta giró, apuntando con su largo cañón, como un dedo acusador,
hacia la pequeña estación del “ Konzentrationslager ".
Un chorro de fuego surgió.
Casi inmediatamente, un torbellino de llamas se esparció sobre la estación. El
gruñido de la explosión hizo vibrar el suelo.
Otros tres tanques le imitaron. En pocos minutos docenas de proyectiles se
abatieron sobre las posiciones ocupadas por las "SS-Aufseherin".
Después el silencio se reinstaló en el campo de batalla. Muy corto, porque un grito
enorme que surgía de miles de gargantas, que al fin podían gritar su alegría, se extendió
como el rugido de una tormenta.
Aquel grito no era sólo la manifestación alegre de las deportadas, de las
supervivientes del infierno de Ravensbrück; era el grito de Europa entera, el grito de los
hombres, de las mujeres y de los niños que habían conocido a los nazis.
Y, desde la frontera española hasta Narvik; desde el Atlántico hasta el Volga, aquel
grito de libertad al fin recuperado se elevó hacia el cielo como la más grandiosa acción de
gracias...
EPILOGO
Frieda acabó de ocuparse del pequeño Rudolf. Debía hacer unas compras en la
ciudad, pero nunca iba con su hijo. Los trabajos de demolición y de limpieza de escombros
hacían difícil, casi peligroso, el circular con un niño en los brazos.
—¡Greta!
Una joven apareció en el umbral. Acaba de lavarse los cabellos y llevaba, alrededor
de la cabeza, una toalla que le daba el aspecto de una brasileña.
—Otra vez voy a confiarle al pequeño...
—¡Naturalmente! Mi padre no viene a comer hoy, así que la cocina no me ocupará
mucho tiempo...
—'Puede comer con nosotros.
—¡Oh, no! Es usted muy buena, pero...
Una voz llegó hasta ellas.
—¡Frau Kreutzer! —era la voz del cartero—: ¡Tengo unas cartas para usted!
Bajó, cogió las cartas, dando las gracias al cartero, y volvió á subir preparada, y si
usted quiere tomar algo...
—Gracias.
Algunos minutos más tarde, con su bolso en bandolera, Frieda salió de la casa.
Esperó a haber atravesado la ancha Comedienstrasse para pararse un momento. Sacó las
cartas de su bolso y vio, sobre una de ellas, la firme escritura de su hermano.
Abrió el sobre, no sin una cierta aprehensión: "Mi querida Frieda:
"Nada más que unas líneas; primeramente para anunciarte que iré a veros en el
curso del próximo mes. He encontrado un bonito juguete para el pequeño Rudolfo "Como
ves, estoy en Bucarest. Ya hace tres semanas • que trabajo aquí con el tribunal rumano.
¡Vaya sorpresa que he tenido al llegar! Porque venía de Belgrado donde (no he tenido
tiempo de escribírtelo) se ha encontrado un viejo "amigo” tuyo: Fritz Lohmann, el hombre
que le hizo el niño a nuestra Anneliese. Convertido en teniente coronel de los SS, esos nazis
subían de grado como flechas, fue enviado a combatir a los partisanos de Tito. Su unidad
fue destruida, pero consiguió esconderse en casa de una joven yugoslava que cometió el
mismo error que nuestra hermanita: ¡creer en ese bandido! Bueno, no hablemos más. Ha
pagado su deuda y ha sido colgado con otros once de su banda de SS...
”La gran sorpresa de la que te hablaba más arriba es, por de pronto, que Hans
Loeffer, el enfermero que le puso las inyecciones a Anneliese había, cuando los soviéticos
entraron en Breslau, donde aún se encontraba, matando un oficial ruso. En Bucarest he
tenido el «honor» de conocer a Camil Topescu... y, ríete Frieda, se había convertido en el
artista de la nueva República socialista. Pintaba a los soldados del pueblo... Él proceso ha
sido bastante lento, pero al final lo hemos ganado y Topescu ha sido colgado en la prisión
de Bucarets.
"Casi está todo acabado, Frieda... Nos falta, lo sé, el más cerdo de todos... porque
recibió de ti todo lo que una mujer puede dar a un hombre. No te preocupes, le encontraré,
¡aunque tarde años en hacerlo! "Abraza muy fuerte al pequeño Rudolf y di a tu marido que
le llevo una buena ración de tabaco, del que le gusta.
Tu hermano,
Rudolf"
Con un suspiro, Frieda colocó la carta en su bolso. Una gran tristeza se había
apoderado de ella. Habría dado cualquier cosa porque el pasado fuera enterrado para
siempre... desaparecido para siempre.
Las otras dos cartas pusieron un poco de alegría en su corazón herido. La primera
venía de Polonia. Sus antiguas amigas de Ravensbrück, María, Sophie y Suzanne le
escribían frecuentemente, sobre todo después que Lucy, la vieja polaca, había empeorado.
Esta vez la escritura cerrada de María Cheslowa temblaba un poco hacia el final de la carta.
“...ha muerto ayer. Felizmente, se ha extinguido con pocos sufrimientos. Se le
acababa de conceder una medalla. Todos los viejos camaradas, los partisanos, estaban
presentes. Wasili, como todos los otros, te manda recuerdos..."
La tercera carta venía de Berlín.
“Frieda, querida: perdóname de haber dejado pasar casi tres meses desde la última.
carta. Para decirte todo... las tres teníamos un poco de vergüenza... pero finalmente nos
hemos decidido a decirte que hemos vuelto a nuestra antigua profesión. ¿Qué vas a hacerle?
Hemos probado todo, pero los hombres, querida, sean jefes de despacho, alemanes, rusos,
franceses, ingleses o americanos... no buscan más que una cosa. De todas formas, hemos
tenido mucha suerte. Sé que puede parecerte horrible si te digo que nuestra nueva patrona
se parece mucho a Bertha; como ella, lo sabes bien, ¡nunca habrá otra! Pero Frau Erika, la
nueva, es magnifica. Estamos en una bonita casa, en pleno sector americano. Después de
haber vagabundeado por todo Berlín, nos hemos inclinado por el dólar. Pronto recibirás un
oso de juguete que hemos comprado para tu pequeño. Te voy a dejar..."
FIN
ANEXOS
CAMPO DE GROSS-ROSEN
CAMPO DE AUSCHWITZ-BIRKENAU
CAMPO DE RAVENSBRÜCK
bookdesigner@the-ebook.org
03/02/2013
notes