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Annotation

Este era un universo de concentración regido por mujeres, habitado por mujeres.De
un lado de las alambradas, las detenidas, vistiendo el infame uniforme de las deportadas,
sometidas a un trabajo agotador, mal nutridas, golpeadas por los Kapos, mujeres también,
atormentadas por las «Blockowas», pisoteadas, sirviendo de «Kaninchen» a los médicos-
SS, perdidas en la miseria y la angustia, pero luchando ásperamente por no ser empujadas
hacia el fondo de la «Lagerstrasse», allí donde se encontraban las cámaras de gas y el
«Krematorium» con sus altas chimeneas eternamente humeantes...Del otro lado de las
alambradas, las hembras del «Herrenvolk», puras arias, las «Führein» y las «Aufseherin»
ostentaban un poder sin límites, dueñas absolutas de la vida y de la muerte. Asexuadas
unas, lesbianas las otras, acomplejadas todas por las teorías nazis, daban libre curso a sus
pasiones ocultas, se hundían en orgías inconcebibles...Una cruda historia, implacable como
la misma realidad; un relato apasionante donde se han cambiado los nombres, un libro de
dolor, de sufrimiento, de crueldad y de angustia de donde el amor no ha podido, sin
embargo, ser desterrado.
Karl von Vereiter

LAS HIENAS DE RAVENSBRUK

Versión:

E. SANCHEZ Y PASCUAL.

Portada:

CHACO

©EDICIONES PETRONIO, S. A., 1974


Depósito Legal: B. 10431-74

I. S. B. N. 84-7250-284-8

Prlnted in Spain Impreso en Esparta


1974 — BALLGAF • Avda. Ferrocarril, 103 • Hospital«*

A mi hijo Richard

PROLOGO

Pocos parientes han conseguido atravesar el tamiz de la época nazi. De una familia
bastante numerosa, mi tío Frank tenía seis hijos varones de los que tres murieron en Rusia,
dos desaparecieron en Francia y otro quedó inútil, ciego y con el rostro quemado por un
lanzallamas, suicidándose en 1947, no quedan más Von Vereiter que una vieja tía, Ursula,
hermana menor de mi tío Frank, citado más arriba, y que murió en 1956, seguido dos
meses más tarde por su esposa, la encantadora tía Frida...
Algunas veces, cuando mi presencia es necesaria para resolver algún asunto con
mis editores, paso, a la vuelta, por Colonia, la ciudad donde vive Ursula von Vereiter,
soltera, una viejecita amable que cada vez que me ve se echa a llorar,, quizá porque me
parezco a los otros Von Vereiter, a los que se han ido para siempre.
Mi tía Ursula vive en un lindo y moderno apartamento, hacia el final del hermoso
bulevard Sachsenring, con sus parterres floridos, no lejos del «Französisches Institut» —el
Instituto francés— situado en el número 77.
Por la tarde, después de oír a mi tía contarme todas las tristezas que ha ido
acumulando a lo largo de su vida —ahora tiene 75 años— suelo atravesar la avenida para
refugiarme en el Volksgarten, un lugar ideal, con preciosos jardines donde hay también un
restaurante y un quiosco donde, a veces, toca alguna buena orquesta...
Pasé por Colonia el año pasado, en septiembre. No hacia frío aún y una luz dorada
daba a las hojas caducas de los árboles tonos de bronce viejo.
Algunos cisnes, en el pequeño lago del Volksgarten, surcaban las tranquilas aguas
como hieráticos signos blancos, interrogaciones de pluma que parecían subrayar las que
flotaban en mi pesada mente, después de la copiosa comida que tía Ursula me había
servido.
Cuando vi al hombre, algo, en mi interior, se alzó, erizado, al tiempo que tina
indecible sensación de angustia se apoderaba de mí. Me ocurre muchas veces, sobre todo
cuando tropiezo con una silueta que me recuerda otra... pero la experiencia de todos estos
años ha educado, en parte, mis mecanismos emocionales, ya que casi siempre me
equivoco, y aquél al que creo identificar no es la misma persona.
Muchos de los que creo reconocer no existen ya, pero hay algo en mí, un deseo muy
fuerte, de «volver a encontrar» a los que, en algún modo, me acompañaron en algún
acontecimiento de mi vida.
De todos modos, cuando él hombre tomó asiento en un banco, justo enfrente del
mío, comprendí que no me había equivocado.
Empezó entonces esa búsqueda, en los arcanos de la memoria, para situar al
hombre en su correspondiente «casilla». Soy un excelente fisonomista y mi memoria es
buena, pero confieso que tardé mucho, casi una hora, en llegar a colocar una «etiqueta»
sobre aquel hombre envejecido...
Porque pensamos siempre que son los otros los que envejecen. Tristes restos de un
narcisismo que no nos deja nunca, o deseo de eternidad que yace en el fondo de nuestro
espíritu.
No importa.
Cuando descubrí la identidad del hombre, la alegría me inundó como una
agradable oleada de calor. Los recuerdos acudieron dócilmente a mi conciencia y le vi,
mucho más joven, fuerte aunque no dichoso, en el campo de exterminio del que yo escapé
por milagro, en la enfermería —Ravier— de aquel maldito centro de destrucción y de
terror nazis.
Dudé algunos minutos.
Luego, me levanté y fui hacia él, que seguía leyendo un periódico.
— «Bitte...»
Levantó la cabeza.
Sus ojos no habían cambiado. Me bastó mirarlos para recordar la luz voluntariosa
que yo había descubierto en ellos aquel día, tan lejano, cuando llegó a la puerta del
barracón donde el Ravier estaba instalado.
— «Bitte?» —inquirió el hombre frunciendo el entrecejo.
— «Herr Kreuzer?» —le pregunté sonriendo.
— «Ja... Ich bin Jakob Kreuzer...»
Se veía que estaba esforzándose en identificarme. No quise hacerle padecer por
más tiempo. Me senté a su lado y empecé a hablar, con un tono conmovido en la voz: —
Una mañana llegó usted a la puerta del Ravier... yo estaba allí, trabajando como
enfermero, aunque era médico... usted se había herido en un brazo... y temía que la herida
se infectare... ya que ése era el camino más recto para acabar en la cámara de gas, antes
de pasar al Krematorium...
Sus ojos se hicieron aún más luminosos.
— Von Vereiter! El doctor Karl von Vereiter!
Nos estrechamos las manos, larga, fuerte, calurosamente.
Estaba sinceramente contento de haberme encontrado, quizá deseaba agradecerme
el pequeño favor que le había hecho y al que yo no daba la menor importancia.
. —Venga a mi casa, «Herr Doktor...»
— Ya no soy doctor, amigo mío. Los americanos me quitaron el título... que ya me
habían quitado antes los nazis...
No pude evitar que me llevase a su casa. Así conocí a su encantadora esposa,
Frida, y a su hijo...
Tuve que contarles mi historia. Pero hice más: a la mañana siguiente —había
cenado con ellos— fui a la librería, compré uno de mis libros, «Yo fui médico del Diablo»,
y se lo envié, con una tarjeta, desde el hotel donde me hospedaba, ya que nunca, cuando
voy a Colonia, me quedo en casa de tía Ursula. Temo siempre despertar demasiados
dolorosos recuerdos en ella...
Vinieron a buscarme, los dos, al hotel. Jakob no me dijo nada, limitándose a
invitarme a una casita que tenían en los alrededores y en la que pasaban los fines de
semana.
No tuve más remedio que aceptar.
Volvieron a buscarme en la tarde del viernes. La casa era deliciosa, situada cerca
del Rhin, en un lugar tranquilo y de gran belleza. Después de comer, Jakob me enseñó el
libro diciéndome que lo había leído de un tirón.
— Lo vi en las librerías —dijo—, pero la verdad es que esta clase de libros me da
miedo... He hecho cuanto he podido por olvidar, aunque no lo he conseguido...
Su mujer, que había llegado al saloncito con unos refrescos, me miró con fijeza.
— Jakob no se atreve, doctor —me dijo—, pero desearíamos contarle algo...
— Les escucharé con mucho gusto.
— ¿No crees que vamos a molestar a Von Vereiter? —la riñó él con una sonrisa—.
¡Ha debido escuchar tantas historias!
Los ojos de Frieda relampaguearon. Jamás había visto yo, un brillo tan intenso en
los ojos de un ser humano.
— «Nein!» —dijo ella, mirándome—. También he leído su libro, «Herr Doktor»...
es apasionante, terrible, real... Al leerlo, me he percatado de todo lo que usted ha
sufrido..., pero, aunque parezca necio por mi parte, lo nuestro es distinto... sobre todo lo
mío...
Suspiró. Luego, cambiando él tono de su voz, que se hizo confidencial: — ¿Ha oído
hablar del campo de Ravensbrück?
— Sí —contesté—. Era un campo especialmente hecho para mujeres... ¿estuvo
usted en él?
— Sí, estuve en él... y en otros —suspiró—. Póngase cómodo, Von Vereiter..., y
tenga la amabilidad de escucharme con atención... Si encuentra usted que lo que voy
contándole no merece la pena, haga un gesto y no hablaré una sola palabra más...
Empezó a hablar.
Poco a poco, sin damos cuenta, la noche metió en la casa sus largas manos negras.
No nos percatamos de nada. Nadie encendió la luz, y Frieda continuó hablando desde las
sombras que no me permitían verla.
Habló durante cuatro horas, con muy pequeñas pausas. Yo la escuché hipnotizado,
viviendo en mi mismo las indecibles experiencias de aquella maravillosa mujer. Cuando,
de vez en cuando, comparaba mi propia desdicha con la de Frieda, sentía vergüenza de
cuanto había escrito en mi libro. ¡Yo había sido el más afortunado de los detenidos y
ninguno de los horrores por mí descritos podían compararse a lo que la mujer de Jakob me
estaba contando!
Cuando terminó, su esposo encendió la luz. Comprobé que Frieda estaba
intensamente pálida.
— ¿Qué le ha parecido? —me preguntó.
— Mañana empezamos —le dije sonriente—. Volverá a contármelo todo, con
detalle... El mundo tiene derecho a saber esas cosas... Sí, amiga mía, voy a escribir su
vida... Y ya tengo un título, aunque usted me lo ha inspirado. Llamaré al libro «Las Hienas
de Ravensbrück».
Que el lector juzgue de lo que sigue.

Palau-del-Vidre, septiembre 1973.

Karl von Vereiter

Primera parte

EL CRIMEN

«Desde los orígenes de la especie, la tierra está consagrada al crimen y seguirá su


vocación hasta que cese la vida; matar para vivir es la ley eterna.»

ANATOLE FRANCE

Capítulo primero

Le rechazó suave pero firmemente, sus pequeñas manos apoyadas sobre el ancho
pecho del hombre. Durante un momento, habiendo conseguido separarse ligeramente,
aunque la mitad inferior de su cuerpo pesaba todavía contra ella, Frieda observó el rostro
viril del hombre, los potentes músculos de su cuello, y sintió una nueva ola de deseo
invadirla.
La pálida claridad que se infiltraba entre las cortinas ahogó ese deseo. Debía
encontrarse en el despacho del coronel Wermucht a las ocho en punto y, a pesar de la
semioscuridad del exterior, debía ser ya bastante tarde.
Le empujó aún, sin brusquedad y como a su pesar. El la miraba también, no sin un
cierto orgullo en su expresión de dueño y señor.
Así es cómo ella le amaba. Fuerte, dominador, porque Frieda le imaginaba en un
próximo futuro, jefe de la familia, teniendo la responsabilidad absoluta de una nueva
unidad humana, la que ambos iban a formar...
En cuanto el hombre salió de la cama, ella lo hizo, a su vez, ligera como una gacela,
y se dirigió con flexibles y armoniosos movimientos hacia el cuarto de baño.
De pie, cerca de la cama desordenada, desnudo como un dios griego, el
Oberinspektor de la Luftwaffe, capitán Fiedrich Schlosser, siguió con una mirada
admirativa la graciosa huida de su amante.
No se cansaba nunca de contemplar aquel cuerpo nervioso de contornos perfectos, y
cada vez, con un sentimiento de sorpresa que él mismo juzgaba infantil, se preguntaba
cómo Frieda Dreist, que acababa de cumplir los veinticinco años, podía conservar una
belleza que muchas jóvenes le envidiaban.
Nada más perfecto que aquel cuerpo de mujer en el que las maduras formas poseían
el encanto de una recientemente perdida virginidad.
Suspiró profundamente y, volviendo bruscamente a la realidad, comenzó a vestirse,
poniéndose sus pantalones de montar, calzándose a continuación sus brillantes y largas
botas.
Le gustaba el uniforme, aunque no fuera el apropiado para su puesto administrativo.
Pero estaba seguro de haber deslumbrado a Frieda con aquel uniforme de desfile que, bien
lo sabía él, le sentaba perfectamente bien.
El color azul casaba a las mil maravillas con sus cabellos de un pelirrojo suave y
con la piel curtida de su cara.
Avanzó hacia la puerta del cuarto de baño, preguntando: —¡Me voy, Frieda!
¿Cuándo nos podemos ver?
La oyó agitarse bajo el fuerte chorro de agua de la ducha. No habiendo obtenido
respuesta, levantó la voz: —¿Nos podemos ver esta tarde?
—¡No! ¡Imposible, querido! El viejo quiere que le entregue la totalidad de los
expedientes esta misma tarde...
—¿Entonces? —insistió él.
—No sé, amor mío. Lo siento mucho pero te llamaré esta noche... ¿dónde estarás?
—En el comedor de oficiales.
—¡De acuerdo! ¡Te beso muy fuerte, mi Fiedrich!
—¡Hasta luego!
Habiendo salido de la ducha, Frieda oyó cerrarse la puerta tras su amante. Durante
unos instantes, delante del gran espejo, sintió todavía, con un estremecimiento
retrospectivo, las caricias que el hombre le había prodigado... Entonces, la joven puso sus
manos todavía temblorosas sobre su cuerpo.
El tiempo de un suspiro, intentó revivir, a su contacto, las sensaciones de irnos
momentos antes. Pero un movimiento de repulsión, nacido del fondo de su sana feminidad,
la apaciguó.
Retrocedió, separando las manos de su cuerpo y, volviéndose bruscamente, se
amparó de la gran toalla y comenzó a frotarse violentamente, con una especie de rabia,
molesta por el torpe gesto que casi había bosquejado.
—¡No! —se dijo a media voz—. Eres demasiado mujer como para necesitar otra
cosa que el placer que él procura...
Comenzó a vestirse. Su frente, donde momentos antes se marcaban algunas arrugas
de disgusto, se alisó nuevamente y una sonrisa apareció en sus bellos labios.
—Será necesario que le hable de ello otra vez —pensó en alta voz—. El
matrimonio, estoy segura, va a calmarte un poco, pequeña mía... Estos encuentros
amorosos, una o dos veces por semana, lo sé perfectamente, no te bastan... ¡Dios mío!
Se puso a pensar, no sin una cierta aprehensión, en el brusco cambio que su
comportamiento había experimentado a lo largo de las últimas semanas.
Poniéndose el sostén, del que habría podido prescindir fácilmente, esbozó un gesto
divertido.
—¡Cuando pienso que ha sido necesario que tengas veinticinco años para que te
decidas a conocer el amor!
De pronto, su rostro se ensombreció ligeramente.
No era culpa suya, lejos de ello. La muerte de su madre y la existencia de Annelisse,
su hermana menor, habían contribuido mucho en cuanto a la conservación de su virginidad
que, frecuentemente, le había sido muy difícil de soportar.
Pero, siendo la única mujer de la casa, y teniendo que ocuparse, sobre todo, de
Annelisse, había estado obligada a consagrarse con todas sus fuerzas, ocupándose al mismo
tiempo de su padre y de su hermano Rudolf.
Se puso su falda azul y su chaqueta de la Luftwaffe. El uniforme femenino del
Ejército le caía a la perfección. Hasta los zapatos negros, de tacón muy bajo, no podían
impedir que se destacara la magnífica línea de sus piernas.
—Rudolf... —murmuró poniéndose la gorra reglamentaria, con la insignia en la
parte delantera, la "gallina", como se la llamaba familiarmente al águila con la swastika
entre las garras.
Ya hacía dos años que su hermano había partido hacia el frente ruso. Dos años
mayor que ella, Rudolf había heredado el carácter apaciguador, la calma bonachona, de
Herr Dreist, su padre.
Incapaz de dejarse arrastrar por la pasión, se limitaba a cumplir con su deber, de la
forma más estricta posible.
Como él, Herr Dreist había trabajado durante treinta años, antes de establecerse por
su cuenta, en un gran almacén de Berlín. Así es como había pasado una gran parte de su
vida de pie detrás de un mostrador, sirviendo millares de kilómetros de tejidos, que habían
servido para vestir millares de mujeres...
Ahora, viejo, cansado, llevando todavía sobre su corazón el peso de la pérdida de su
mujer a la que había adorado, Herr Dreist, que se había vuelto muy miope, vendía telas de
muy mala calidad, contando y recontando los tíquets que recortaba de las cartillas de
alimentación que reinaban en el Gran Reich.
Acabó de vestirse, estremeciéndose sin querer. Aquel mes de mayo se mostraba muy
recalcitrante en ofrece; una muestra de la primavera que todo el mundo deseaba. El cielo
era gris y triste.
Frieda atravesó la calle, volviendo la cabeza hacia el Este.
Una enorme nube negra planeaba sobre Hamburgo. Algunos recuerdos dispersos
hicieron aparición en su espíritu. Durante su larga noche de amor, estaba segura de haber
oído los hipidos ásperos de la Flack, seguidos de la tos bronca de las bombas...
Sí, Hamburgo había sido bombardeado aún otra vez. Sin duda la muerte había
golpeado, ciegamente, matando hombres, mujeres y niños.
Se estremeció.
De pronto, se dio cuenta de que, mientras que había habido gente muriendo o
sufriendo como condenados entre los muros que se desplomaban en medio de las llamas...
ella había hecho el amor con Friedrich.
Durante unos momentos se horrorizó.
Después, de poco en poco, mientras marchaba armoniosamente por las calles de
Altona, se dio cuenta de lo absurdo de sus ideas, y de que era la locura de la guerra la única
culpable de que, dos cosas tan distintas como el placer y el dolor, pudieran codearse a un
tiempo.
La localidad de Altona, unida al gran Hamburgo desde 1937, había escapado, por el
momento, a los grandes bombardeos de los aliados. Sin embargo, algunas boñigas aisladas
habían caído, aquí y allá, en la pequeña aglomeración, pero sin acercar, ni mucho menos, al
in—, fiemo indescriptible que se desencadenaba sobre Hamburgo casi cada noche.
Llegando al edificio donde estaban instalados los servicios de la Luftwaffe, Frieda
respondió con una sonrisa al saludo del centinela, que se enderezó a su paso.
Y mientras subía la amplia escalera de mármol que se encontraba delante de la
entrada principal, sintió la mirada del soldado.
Al contrario de muchas de sus compañeras de servicios del Ejército del Aire, no
sentía ningún placer de ser mirada así por los hombres. Desde muy joven, y por una especie
de sexto sentido, había adivinado cuando una mirada masculina se posaba sobre ella. Y no
tardó en descubrir lo que aquellos ojos decían, los oscuros e inconfesables deseos que
recelaban.
Frieda atravesó el inmenso hall, marchando directamente hacia el fondo. Otros
centinelas, la metralleta apoyada en la sangría del brazo, como se tiene un bebé, la
saludaron.
Empujó la puerta y penetró en el despacho que compartía con María Nahaussen que
se ocupaba exclusivamente del correo del coronel.
María era una chica alta y de un rubio muy claro, casi blanco. Tres años más joven
que Frieda, poseía, sin embargo, una experiencia amorosa completa de la que presumía sin
vergüenza alguna.
A la excepción del coronel, que por otro lado habría sido incapaz, se había acostado
con la totalidad de los oficiales y de los jefes que trabajaban en el gran edificio de la
Heimbacherstrasse.
Muy bella, era mucho más fuerte que su compañera de despacho, con senos
enormes pero todavía firmes y de amplias caderas, que balanceaba con una flagrante
obscenidad.
Al oír abrirse la puerta, María levantó la mirada del teclado de la máquina de
escribir.
—¡Vaya! ¡Eres tú!
—¿Ya ha llegado el coronel? —preguntó Frieda.
—No. Todavía no...
Frieda se dirigió hacia el lado del despacho que le pertenecía, se quitó la gorra y
sacudió la cabeza, haciendo bailar sus largos cabellos dorados.
—¿Quieres fumar? —le preguntó la otra, que había dejado su silla para acercarse a
la de su amiga.
Frieda hizo un gesto afirmativo, cogió un cigarrillo del paquete que le presentó
María y se inclinó para acercar la extremidad del cigarrillo a la llama del mechero que el
otro tenía en su mano derecha.
Durante unos momentos se quedaron en silencio. Una doble columna de humo
azulado subió perezosamente hacia el alto techo.
—¿Has pasado la noche con él? —preguntó bruscamente María al tiempo que se
quitaba del labio inferior una brizna de tabaco.
Molesta, Frieda estuvo a punto de no responderla. Pero sabía que toda defensa era
inútil. Con María, que se divertía explicando 'groseramente sus experiencias amorosas, el
silencio era ofensivo.
—Sí. Le he visto.
María miró a su compañera a través de la humareda de su cigarrillo.
—Puede estar orgulloso, nuestro querido Oberinspektor —rió—. Haber tenido la
suerte de encontrar alguien fiel, puede presumir... ¡y yo sé que lo hace!
—A todos los hombres les gusta presumir...
—Pero él puede hacerlo sin mentir ni exagerar...
Miró a Frieda como si la viera por primera vez.
—¡Siempre serás un misterio inexplicable para mí, querida! ¡Cada vez que pienso
en ti me da vértigo!
Harta de aquella conversación, Frieda dio la vuelta a la mesa y se sentó sobre el
sillón giratorio. Visiblemente quería acabar con los cotilleos de su amiga, pero sabía que
sus deseos fracasarían lamentablemente.
En efecto. Apoyándose sobre la mesa de su amiga, María se inclinó hacia ella.
—Yo —dijo sin darle importancia— he tenido una experiencia interesante ayer por
la noche.
—¿Qué? —preguntó Frieda, que acababa de abrir una de las carpetas que se
amontonaban sobre la mesa.
—¡Nunca podrías imaginarte mi Última aventura!
Frieda no sentía ninguna gana de conocer la nueva proeza de María. Por otro lado,
podría haber adivinado cada palabra, cada gesto con los que su amiga iba a— acompañar el
relato. Pero, con la intención de acabar lo más pronto posible, preguntó con un tono
falsamente interesado: —¿Con quién?
—No. Nunca podrás adivinarlo, pequeña. No es como las otras veces, y perderías
lamentablemente tu tiempo buscando entre los de aquí...
—Pero —respondió Frieda con una sonrisa— no buscaba entre los conocidos...
—¡Sí! —dijo María—. Justamente por eso quería conocer algo nuevo, inédito...
Aplastó la colilla en el cenicero; para hacerlo tuvo que inclinarse aún más y Frieda
tuvo la visión de dos globos enormes, que un sostén contenía apenas.
—Ayer por la noche —dijo María— no sabía qué hacer. Me paseaba un poco al azar
por las calles. La gente parecía interesada por el bombardeo de Hamburgo...
Frieda no pudo evitar un estremecimiento.
—Aburrida, me dije que lo mejor era ir a dar una vuelta del lado de los cuarteas de
Waffen-SS. Justamente Silvia, ya sabes quién, la chica del almacén de vestidos, me había
dicho que nuevos reclutas habían llegado a Altona...
Rió de pronto, nerviosamente.
—De golpe, sin darme cuenta, me encontré en la Bürgerstrasse...
Horrorizada, Frieda levantó la cabeza de los papeles que estaba mirando. Puso sobre
la cara sensual de su amiga una mirada sorprendida.
—No vas a decirme que...
María continuaba sonriendo. Visiblemente se di ver— lía ante la extrañeza de la
otra.
Porque todo el mundo sabía lo que la palabra Bürgenstrasse significaba.
En el fondo, antes de la guerra, nada de extraordinario. Una pequeña calle entre dos
grandes arterias: Erlengrund y Klosterbergtstrasse.
Ocupando la totalidad del callejón, un viejo edificio que se había afectado, desde el
comienzo de la guerra en Rusia, como hospital. Sin embargo, se trataba de un centro
quirúrgico y médico de un género especial. Allí se curaban los grandes mutilados...
Frieda había oído hablar de esos hombres a los que la guerra había transformado en
monstruos de aspecto repugnante.
Generalmente los pobres seres confinados en el lazareto no salían nunca del triste
edificio de Bürgenstrasse.
Pero se trataba de hombres...
Procedentes de Hamburgo, la gran ciudad del placer, prostitutas de la categoría más
ínfima, viejas y repugnantes mujeres que habían sido echadas de las peores casas de vicio,
llegaban a Al tona, una vez por semana, debidamente autorizadas por el Gauletier de la
región de Hamburgo.
Llegaban por la noche y se iban antes del alba. Durante esas horas se quedaban en
las habitaciones del lazareto, que habían sido preparadas para que pudieran recibir allí los
mancos, los ciegos, los "rostros quemados", los amputados de dos piernas...
—Al pronto —confesó María sin dejar de sonreír— tuve miedo. Pero mi curiosidad
era más fuerte que mi prudencia... No osé, sin embargo, atravesar la gran puerta... de todas
formas —rió—, no tenía por qué molestarme. Detrás de los barrotes de la verja adivinaba
los ojos que me miraban y oía los susurros de los que explicaban, a sus compañeros ciegos,
lo que veían...
Frieda sintió helarse su sangre.
—¿Entonces? —preguntó, llevada por una mórbida curiosidad.
—A mi pesar —prosiguió la alta rubia—, apresuré el paso. Pero, cuando pasé
delante de la gran puerta, alguien me llamó...
Sacudió la cabeza y su cabellera batió el aire como el plumaje desordenado de un
ave.
—Me volví... pero no vi nadie. Entonces, cuando me disponía a proseguir mi
camino, el hombre me llamó de nuevo. La voz me venía de abajo, y fue bajando la cabeza
hasta que al fin le vi...
Y delante de la expresión interesada de Frieda, rió al añadir: —¡Exactamente lo que
estás imaginando, pequeña! Un amputado de las dos piernas al que, escúchame bien, le
faltaba el brazo derecho.
—¡Eres horrible!
—¡No digas tonterías! —rió María—. La vida, sabes, se va de prisa, tan de prisa
que hay que aprovecharla con furor. Fíjate en nosotras... todavía potables, ¿no? Pero, ¿por
cuánto tiempo?
El tono de su voz cambió. Sobre su frente tina "H" se dibujó de pronto.
—A veces, delante del espejo —murmuró con una voz extinguida—, siento el
miedo, el verdadero miedo, de ver la amenaza de la fealdad proyectarse sobre mi cuerpo...
estoy algo llena, lo sabes..., y el peso de mis pechos comienza a inclinarlos un poco
demasiado para mi gusto. Algunas arrugas, todavía insignificantes, cierto, marchitan mi piel
anteriormente lisa y bella... ¡No! —exclamó, exprimiendo así su oposición—. Quiero
aprovechar cada minuto, cada segundo... antes de que sea demasiado tarde...
Levantó la cabeza, en un gesto de desafío.
—¡Probar todo! ¡Conocer todo! ¡Sin límites! ¡Sin restricciones!
Y con una sonrisa expresiva:
—¡Por eso me fui con el tipo sin piernas, y con un brazo de menos como
compensación!
Se enderezó aún más. Bajo su camisa, sus enormes pechos se enderezaron como dos
piezas de la DCA.
—¡Fue sensacional, palabra! ¡No le quedaba más que una mano, pero qué mano,
Frieda!
Suspiró y con los ojos semicerrados, la boca ligeramente entreabierta, el aliento
entrecortado: —Me ha confesado que no había estado con ninguna mujer desde hacía
cuatro años. Fue herido en Polonia... ya hace una eternidad de eso... Y lo más horrible es
que ha sido mutilado por uno de nuestros tanques. El pánzer le pasó por encima...
—Y —preguntó Frieda a su pesar—, ¿nunca ha estado con una de esas horribles
mujeres de Hamburgo?
—¡No! Te lo acabo de decir. El, a pesar de su estado, es un hombre sensible,
cultivado. No creas que es un cualquiera... Era Hauptmann y mandaba una unidad de
Panzergrenadieren.
—¡Pobre muchacho!
María rompió a reír desenfrenadamente.
—¡Y qué muchacho, chiquilla! ¡Y eso que tengo mi experiencia! ¡Un hombre! ¡Un
macho como nunca he encontrado entre toda esa banda de imbéciles que han compartido mi
lecho! ¡Me estremezco nada más que al pensarlo! ¡Qué brío! ¡Nunca se cansaba! ¡Todavía
estoy pasmada!
Confusa, Frieda bajó la cabeza.
La llegada del coronel acabó con aquel relato penoso. Wermucht, sonriente, muy
animado como de costumbre, saludó a las dos jóvenes; después, dirigiéndose a Frieda: —
Pase por mi despacho dentro de diez minutos, Fraulein Dreist. Y lléveme la primera serie
de expedientes...

Capítulo II

Por primera vez, Anneliese no miró siquiera la cara del hombre que los enfermeros
acababan de dejar sobre la mesa de operaciones.
Luchaba desesperadamente contra la idea obsesiva que la perseguía desde hacía casi
unas seis semanas.
¿Estaba encinta?
No era por lo tanto algo que la asustara; al contrario, le procuraba una vanidad
infantil pero deliciosa... y tranquilizadora, porque estaba segura de que, cuando Fritz lo
supiera, tomaría una decisión inmediata, y la cogería de la mano para llevarla directamente
al juzgado de paz.
Una gran alegría le inundó.
Sin embargo, en el fondo, no quería “empujarle" poniéndole delante de la evidencia
de su estado. No, no lo haría nunca, y era por eso que no había querido hacerle compartir
sus dudas, esperando que él le hiciera una pregunta precisa, ya que él sabía perfectamente
que, por su último encuentro, no habían hecho nada para evitarlo.
Eso mostraba claramente su deseo de tener un bebé. Frecuentemente, Fritz le había
dicho que le gustaban los niños. ¿Qué cosa más agradable, en un hombre como él, un jefe
nato, que parecía encontrarse a mil leguas de la idea de formar una familia?
—¡ Separadores!
No oyó la voz del cirujano. Ensimismada en sus ideas, pensando ya en lo que Fritz
le diría cuando le dijere que estaba encinta, continuó soñando con los ojos abiertos.
Frunciendo el entrecejo, el doctor Reisses se volvió bruscamente.
—;Fräulein Dreist! ¡Mein Gott! ¡Le he pedido los separadores! ¡Maldito sea! ¡Si
tiene ganas de soñar, lárguese de aquí!
El rostro de la joven enfermera enrojeció fuertemente.
—¡Perdóneme, herr Doktor! —murmuró confundida.
—¡Páseme los separadores!
Obedeció prestamente.
Entregada completamente a su trabajo, olvidó voluntariamente sus íntimos
pensamientos, relegándolos al fondo de su conciencia, allí donde no podrían molestarla.
Miró entonces, por primera vez, el vientre abierto del herido. Cada vez con más
frecuencia, los hombres que se traían del frente ruso ofrecían heridas abdominales.
Cada día el doctor Reisses tenía dos o tres vientres delante de su bisturí, con los
intestinos perforados y, un poco por todos lados, restos metálicos que los gangliones
rodeaban.
Veinte minutos más tarde el cirujano cerró el plano superficial con una sutura
magistral.
Se quitó la máscara de gasa volviéndose hacia la enfermera y, con la frente
desarrugada, una amplia sonrisa sobre sus labios; —¿Está usted enferma, acaso, Anneliese?
—¡Oh, no, herr Doktor! —exclamó, sintiendo el rubor apoderarse de su rostro.
Reisses frunció el ceño.
—No sé —suspiró—, pero la encuentro muy rara desde hace unos días...
Su mano, desnuda ahora que se había quitado los guantes, se posó amigablemente
sobre el hombro de la joven.
—Si tiene problemas, venga a verme, pequeña. ¡Es usted muy joven, lo sé! Además,
su hermana mayor, al traerla aquí, me rogó que me ocupara de usted...
Ella hizo un gesto brusco.
—Usted sabe, herr Doktor, que Frieda exagera... además: ¡no soy tan joven! Voy a
cumplir veinte años dentro de poco...
—¡Oh, pobre viejecita! —rió el doctor.
Quitó la mano del hombro de su enfermera.
—¡En fin! Sabe usted que estaré siempre dispuesto a ayudarla, pequeña. Ahora —
añadió—, creo que es la hora de irse a dormir... ese enfermo... ¿qué número era?
—El decimocuarto.
—¡Caray! ¡Hay para perderse! Catorce tipos que han pasado sobre la mesa de
operaciones. No es de extrañar que no pueda más. ¡Buenas noches, mi pequeña Anneliese!
—¡Buenas noches, herr Doktor!
Esperó a que Riesses hubiera cerrado la puerta tras él. Entonces comenzó a limpiar
el instrumental, vació los cubos con los restos sanguinolentos mezclados al algodón y a las
vendas.
Quince.minutos más tarde, habiéndose puesto su uniforme de paseo, salió del gran
lazareto de la Wehrmacht de Breslau.

Hacia el mediodía Frieda descendió al comedor común, instalado, como las cocinas,
en el sótano del gran edificio de la Luftwaffe.
Pero, en lugar de sentarse en seguida, se dirigió hacia el fondo donde, en una mesa
reservada a los suboficiales, se encontraba el Feldwebel Kreuzer que se ocupaba del correo
de la casa.
Este la vio acercarse y le dirigió una sonrisa.
—¿Nada? —le preguntó ella.
—No, señorita Dresit. De todas formas, si hubiera habido algo para usted, yo mismo
se lo habría subido al despacho.
—Es extraño...
—Tiene usted razón —dijo el Feldwebel—. Generalmente usted recibía dos o tres
cartas por semana. Todas de Breslau, exceptuando las de su hermano que no eran tan
numerosas.
Frieda asintió tristemente.
—Mi hermano Rudolf no me preocupa —dijo esforzándose a sonreír—; sé
perfectamente que no me escribe más que una o dos veces por mes... pero Anneliese...
—No tiene usted por qué torturarse así —dijo el hombre, volviéndole la sonrisa—.
Una enfermera, como usted sabe, por los tiempos que corren, no debe tener mucho tiempo
libre... Después de las batallas que han tenido lugar en Rusia, los hospitales deben
desbordar de heridos.
—Gracias, amigo mío...
—No tema nada. En cuanto tenga algo para usted iré a llevárselo personalmente.
—Gracias...
Sé alejó deslizándose entre las mesas ágilmente.
El hombre la persiguió con la vista y sintió un gusto amargo subirle a la boca.
Kreuzer la imaginó durante unos instantes en los brazos de su amante, el
Oberinspektor Schlósser. La escena le resultó tan intolerable que la rechazó con una mueca.
Naturalmente, ella no podía saber...
Es verdaderamente formidable lo que se aprende en las comisiones de censura. El
Feldwebel había trabajado en ellas durante los meses que siguieron a la derrota alemana
delante de Moscú, en el invierno de 1941.
Antes, el correo no era apenas examinado. Salvo raras excepciones, los miembros
de las fuerzas armadas no hacían más que expresar su euforia y, para los de la retaguardia,
esa era la mejor, la más sana y sincera propagando que el doctor Goebbels hubiera podido
imaginar.
Pero, en cuanto las cosas se avinagraron, la amargura, la desesperación y la
desilusión se infiltraron entre las líneas. Y también el miedo, esa presencia casi siempre
invisible, pero siempre presente allí donde los hombres pelean.
El Feldwebel Kreuzer había leído centenares de cartas, había descubierto la angustia
antes del ataque, los remordimientos que aparecen cuando se cree que el último momento
ha llegado...
Pero había descubierto también la cobardía, la mentira, el engaño y hasta la
crueldad.
En estos momentos, paseando una mirada entre la gente sentada en el comedor,
¡hubiera podido decir tantas cosas!
Aquél, un Oberleutnant que hablaba con María, la alta rubia, se las daba de valiente.
Sin duda alguna que estaba contando sus hazañas durante la batalla de Inglaterra.
Kreuzer rió burlonamente para sus adentros.
¡Mein Gott, que la gente es estúpidamente presumida!
Aquel oficial no había volado más que una vez, en calidad de observador, en un
gran bombardeo "Junker". En seguida se había apresurado a escribir una larga carta a su
madre, que era la querida de un gran jefe del Partido...
El Feldwebel se acordaba exactamente de aquella carta: "... te lo ruego, mamá
querida. ¡No puedo más! ¡Esos vuelos sobre un país enemigo son horribles! Además, el
capitán del avión no me aprecia... ¡y me odia tanto que me hace la vida imposible!
"Díselo a Jurgens, mamá. Cuéntale que ese capitán es el último de los cerdos y que
quiere vengarse de mí. Si me quieres, mamá querida, sácame de este infierno... estaría tan
bien en Hamburgo, cerca de ti..."
Tres semanas más tarde, el teniente era trasladado a la gran casa de la Luftwaffe de
Altona, el edificio que la gente había estúpidamente bautizado bajo el nombre de
"galjinero”.
¡Sí, se aprenden muchas cosas en la censura!
Y también se acordaba de las bonitas cartas del Hauptmann Schosser. Menudo ése.
Su escritura nerviosa, sus frases mordientes...
"Querido doctor: ¡es necesario que actúes! ¡Compréndeme! ¡Estoy harto de esa
mujer! Me está agriando la vida con sus estupideces. Si no la encierras, será a mí al que
tendrás que meter en tu manicomio."
¡Había liquidado limpiamente el asunto, el muy cerdo!
En la última carta del doctor, un poco antes de que Kreuzer dejara la comisión de
censura, se hablaba de Helga que yacía en la celda: "Está muy agitada, mi querido Fiedrich,
pero espero calmarla dentro de poco tiempo. Sólo hay una cosa que me inquieta: su corazón
es débil. Después de los dos abortos que ha sufrido (no tendrías que haberla forzado) no es
la misma... No es de extrañar que, al saber que tú la engañabas con la primera que
encontrabas, después de los sacrificios que había hecho por ti, arriesgando la muerte por
dos veces consecutivas, que haya caído en ese estado mental agresivo...”
—¿Usted no quiere comer? —le preguntó la linda camarera inclinándose para
ofrecerle, al mismo tiempo que sus servicios, una vista generosa sobre los globos sedosos
que parecían quererse escapar del corsé muy escotado.
Kréuzer negó tristemente de un gesto.
—No, bella mía; mi apetito acaba de irse...
Y, después de haber encajado sin pestañear la sutil mirada de la camarera: —¿Estás
libre, por casualidad, después de tu servicio de esta noche?
Ella guiñó maliciosamente un ojo.
—Para ti —zalameó la camarera, inclinándose aún más— estoy libre ahora mismo,
pero si prefieres esta noche...
—Lo prefiero —decidió el Feldwebel poniéndose en pie.
Acarició con una sabia mano la grupa de la joven que emitió una risa, rápidamente
ahogada.
Kreuzer se alejó de un paso rápido.
"Es necesario que me largue de este burdel lo más rápidamente posible —se dijo a
sí mismo—. El aire se vuelve irrespirable. Es preferible irse al frente. ¡Porque si continúo
aquí y ese hijo de ramera de Oberinspektor tremo del arrugado papel. Lo había recibido
aquella mis— propias manos!”
No, no iba a permitir que Schlósser repitiera con la joven secretaria la historia de la
"loca”, que tan bien le había salido con su mujer...
—¿La quieres al menos? —se preguntó entre dientes—. ¡Especie de idiota!
¡Siempre queriendo jugar al don Quijote!
Rebuscó en sus bolsillos; sus dedos agarraron el extremo del arrugado papel. Lo
había recibido aquella misma mañana.
"Su presencia es necesaria cerca de su señora madre. Debe venir lo más pronto
posible. Sigue certificado médico por envío certificado. Abrazos, Helen."
Rió nerviosamente.
¿Tendría la fuerza suficiente como para entrar en ese juego peligroso? Aún no lo
sabía.
Algo muy importante estaba a punto de tramarse en Colonia, su ciudad natal. Helen
era la hija del teniente coronel Brechert, comandante de la Región Militar de aquel rincón
de Prusia.
Su madre había muerto hacía dos años; no habiendo podido sobrevivir a su marido,
asesinado a golpes en plena calle por un grupo de camisas pardas...
Rechinó de dientes.
—Mañana —murmuró, bruscamente decidido— veré al coronel Wermucht.
»No podrá negarme un permiso de, tres días. Atravesó la calle.
Pero aquella noche iba a acostarse con la pequeña camarera. La única forma que
tenía a su alcance para olvidar a la otra mujer, la diosa, como la llamaba para sí mismo.
Frieda Dreist.

Capítulo III

Fritz Lehmann empujó hacia el otro la botella de Schnaps.


—"¡Himmelgott!" —exclamó el Oberleutnant—: ¡No es posible! ¡Debes
equivocarte, Hans!
El Sanitatsebergefreiter Hans Loeffer no dijo nada. Apoderándose de la botella,
llenó tranquilamente su vaso, la dejó sobre la mesa y llevó el vaso á sus labios..
Bebió, a pequeños tragos, parándose para chasquear la lengua y manifestar así el
placer que sentía.
—¿Cómo has podido olerte algo así? —insistió el oficial que se balanceaba sobre su
silla—. ¡Ella no te lo ha dicho, al menos!
Loeffer posó sobre su interlocutor una mirada divertida.
—¡No! Ella no ha dicho nada. Es demasiado discreta como para confiarse a quien
sea. Pero no soy ciego, Fritz. He visto centenares en Munich, no lo olvides. Y tengo la
costumbre. ¡En cuanto una mujer está en estado lo huelo a mil leguas!
Fritz apretó el vaso con fuerza, pero no lo levantó. Las junturas de sus dedos se
volvieron blancas.
—Pero Haas..., no me acuesto con ella nada más que desde hace dos meses...
—¡Lo bastante como para hacerle un niño?
—¡Sí, ya lo sé! Al principio había creído que se debían tomar ciertas medidas...
Suspiró.
—Pero, ¿qué quieres? Esos pequeños detalles me quitan todo el placer. Además, he
sido el primero... |y ya sabes lo difícil que es, en los tiempos qué corren, de encontrar una
virgen!
—¡De acuerdo! Todo eso lo comprendo..., pero no olvides que el doctor Riesse es
un tipo duro... y es cuanto se entere del asunto... ¡puedes considerarte frito!
—¡Oh, no! ¡No pienso atarme a ninguna mujer! ¡Para divertirse, de acuerdo! ¡Pero
para el resto, un cuerno!
—El director médico te obligará a reparar el mal que has hecho. Todo el mundo en
el lazareto sabe la estima que tiene por esa santita.
Él rostro del Oberleutnant se descompuso.
—¡Hay que hacer algo, Hans! ¡Lo que sea!
—Si piensas en convencerla para que se haga abortar, pierdes el tiempo, amigo mío.
No es de ese género. Nada más verla, me he dado cuenta de que debe, en la cama, por la
noche, tocarse el vientre como si estuviera acariciando al niño.
—¡La idiota!
—Es muy molesto, lo sé. Un consejo aún: si no te despabilas lo bastante aprisa, el
vientre de esa chica va a ponerse a hincharse y todo el mundo, Riesses el primero, va a
darse cuenta, sin necesidad de preguntarle nada, de lo que le ocurre...
Levantando su vaso, Fritz lo apuró, dejándolo brutalmente, con un gesto brusco,
sobre la mesa.
—"¡Sakrament!” ¡En qué lío me he metido! Tienes que ayudarme, amigo mío...
Hans no respondió.
Se habían conocido, hacía tiempo, en Munich. Vivían en el mismo barrio y sus
padres pertenecían a esa clase social que fue la primera en ponerse del lado del
Nacionalsocialismo.
Rompedores de huelgas, fanáticos del nacionalismo después de la derrota de 1918,
anticomunistas, Herr Lehmann y Hans Loeffer se habían conocido en las cervecerías donde
se incubaba la gran revuelta contra el Pacto de Versalles.
Borrachos, brutales, primitivos, consagrados a un paro voluntario inmediatamente
después de la desmovilización, encontraron en la N.S.A.P. el sitio ideal, el paraíso que no
habían osado soñar.
Poniéndose la camisa parda, las altas botas; con la insignia de la cruz gamada se
lanzaron contra las tropas de la oposición, los que entusiasmados por el triunfo de la
Revolución rusa querían imitar a los bolcheviques.
Cráneos machacados, cuerpos agujereados a puñaladas... muy pronto la "marea
roja” se retiró de las calles de Munich que se convirtió, de hecho, en la capital del Partido.
Imitando a sus padres, Fritz y Hans entraron en los rangos de los nazis.
No tuvieron que esforzarse mucho bajo la sombra de sus padres, que se habían
convertido en verdaderos jefes.
1939. La gran aventura del Tercer Reich comenzaba. Fue necesario mostrar su
entusiasmo de otra forma que en las peleas en las calles de las ciudades alemanas. La
guerra estaba allí y la Wehrmacht les esperaba.
Hicieron la campaña de Polonia. ¡De sobre para esos dos jóvenes "ultras”! La
proximidad de la muerte enfrió rápidamente su entusiasmo.
Los "papás" fueron consultados. Hans tenía una inclinación por la Medicina, que
había comenzado a estudiar pero que había abandonado por cosas más “masculinas", como
torturar a los prisioneros políticos, violar sus hijas o sus mujeres...
Herr Loeffer le encontró un puesto de enfermero jefe en el gran hospital de Breslau.
En cuanto a Fritz, su padre se apresuró también a encontrarle algo que le pusiera a'
cubierto de los peligros del frente. Solamente, a diferencia del pequeño Hans, Fritz soñaba
con grandezas militares... ¡sin exponerse demasiado!
Eligió el Ejército del Aire, pero como no tenía bastante coraje para volar, encontró
un puesto "sui generis” en la DCA y se convirtió, algunos meses más tarde, en oficial jefe
de una batería de Acht-Acht.
Justamente, con el corazón en un puño, pensaba en su padre.
—¿No crees que papá podría hacer algo?
—¡No cuentes demasiado con ello! —lanzó Hans, cortando así la pequeña
esperanza que acababa de aparecer en el espíritu torturado de su camarada—. Esos asuntos
de piernas se presentan siempre muy mal... ¡Aunque tu padre intervenga, no podrá hacer
gran cosa! Recuerda que el deber de un nacionalsocialista es dar niños al Reich. Un aborto,
si se supiera, podría llevarte directamente al batallón disciplinario... ¡en el frente del Este!
El oficial se estremeció.
—¿Tú ves alguna solución?
Hans se sirvió nuevamente de beber, llevándose el vaso a los labios, pero antes de
beber: —Déjame algunos días. ¡Creo que encontraré algo para ayudarte a Salir de ese
follón!
—¡Me quitas un gran peso, Hans!
Habiendo bebido, el otro dejó el vaso sobre la mesa.
—Por el momento, guarda las apariencias. Sé agradable con la pequeña, y ten
cuidado con tu bocaza..., es necesario que no dude de nada. Háblale de matrimonio,
prométele todo lo que quieras...
—¿Cuándo volveré a verte?
—Dentro de dos o tres días. Por mi lado voy a comenzar mi pequeña ofensiva...
Un brillo de esperanza se iluminó de pronto en los ojos del artillero.
—¿Y si te acostaras con ella? Es estupenda en la cama, ¿sabes? Así podríamos decir
que hace el amor con todo el mundo... y en el caso de que estuviera encinta no podrían
“pegarme” la paternidad...
—¡No digas tonterías!
—¿Por qué? —protestó Fritz—. Creo que lo que acabo de proponer es practicable.
—"¡Nein!" Primero, lo sabes, estúpido, la chica no se acostará con nadie... salvo
contigo, naturalmente. Está loca por ti, me he dado perfectamente cuenta. Tanto, que ya te
considera como algo suyo, y puedes apostar lo que quieras que, cuando hace el amor
contigo, te llama "marido mío". ¿No?
Fritz inclinó la cabeza.
—¡Las conozco! —rió el otro poniéndose en pie—. No te soltará nunca, ¡mi pobre
Fritz! O pasas delante del juez de Paz o hace un escándalo de todos los diablos... y te
encuentras, sin saber cómo, en primera línea o en una región infectada de partisanos.
—¡Ayúdame!
—No te preocupes. Un poco de paciencia. Actúa con ella como te acabo de decir;
yo me ocupo del resto, tonto. No creas que voy a abandonar a mi mejor camarada. ¡La
suerte es que estemos juntos!
—¡Tú lo dices! —suspiró Lehmann con claras muestras de alivio—. ¿Vuelves
directamente a Breslau?
—Sí.
La batería se encontraba a seis kilómetros de la ciudad, y el enfermero jefe había
estado obligado a pedir prestada una motocicleta para venir a visitar a su amigo.
—¿Os veis siempre en el mismo sitio? —preguntó en el umbral de la puerta.
Fritz se levantó.
—Sí. Esa casa de las afueras ha sido un descubrimiento. Nadie nos ha visto ir.
¡Puedes estar seguro!
—Bueno. Un sitio comer ése puede servir, cuando llegue el momento.
—¿Ya tienes alguna idea sobre el asunto?
Una sonrisa misteriosa erró sobre los delgados labios del Sanitátsobergefreiter.
—Sí —confesó sin abandonar su sonrisa—: algo me trota por la cabeza. Duerme
tranquilo, Fritz. En cuanto mis ideas sean más sólidas, te telefonearé.
—¡Gracias, Hans!
—¡Cierra el pico! Y no olvides que, con las mujeres, no hay que entregarse nunca
del todo... Guarda tu semilla para otro rato. ¡Ninguna chica, ni siquiera virgen, merece que
le hagamos el honor de fabricarle un descendiente!
“Mi querida hermana mayor:
"No te enfades conmigo. Merezco que me riñas, pero te juro que este atraso en
escribirte no ha sido voluntario. Lejos de eso. Cada noche me sentaba con la intención de
decirte lo feliz que soy y cómo me gustaría tenerte cerca de mí, en estos momentos
sublimes, los más bellos de mi vida.
"Ya te he hablado de él. Tanto, que debes conocerle casi tan bien como yo misma.
Es simplemente maravilloso, el hombre de mi vida, el padre de mi hijo...
"No, no te asustes, Frieda. ¡Nada malo ha pasado! ¡Al contrario! Sintiendo esta vida
que se mueve en mí, comprendo al fin lo que es ser una verdadera mujer, ya que ninguna
mujer no lo es enteramente si no tiene un pequeño en su seno...
"La regla me falla desde hace dos meses. ¡Qué tonta soy! A veces, por la noche,
pongo mi mano sobre mi vientre e intento sentir cómo se mueve el niño. Sé, sin embargo,
que varios meses tendrán que pasar hasta que esa deliciosa sensación llegue a mí.
"Sin embargo, te lo juro, Frieda, estoy impaciente y me gustaría que "él" ya
estuviera aquí, muy cerca de mí.
"Como te he dicho más arriba, sobre todo no te enfades. Va a casarse conmigo. En
cuanto hayamos fijado la fecha de la ceremonia, te avisaré, con bastante adelanto como
para que puedas venir a compartir nuestra alegría.
"Y... ¿cómo te va por ahí? Me has hablado tan poco de él. Sólo sé que se llama
Friedrich. Exigente como siempre lo has sido, imagino que has sabido escoger bien. Debe
ser guapo, fuerte, rubio... ¡qué sé yo!
"Si puede acompañarte para asistir a mi boda, me harás la mujer más feliz del
mundo. Feliz, lo soy, mi querida hermana mayor.
"Te beso con todas mis fuerzas,

"ANNELIESE.”

La primera salva reventó la tierra a doscientos metros de los tanques.


Con los codos apoyados sobre el reborde metálico de la torreta, la mirada clavada
en la óptica de sus gemelos, el Unteroffízier Rudolf Dreist, Panzerführer del "666-G” [1],
escrutó las líneas enemigas donde ningún movimiento podía justificar esta actividad
inusitada de la artillería pesada soviética.
Pasó las piernas sobre la torreta y se dejó caer pesadamente sobre la tierra.
Toda la tripulación se encontraba en el suelo, sentada cerca del monstruo de acero.
Los miembros de las tripulaciones de los otros dos Panzer que el teniente Zimmerling le
había confiado, antes de alejarse a la cabeza del resto del escuadrón, imitando a los
hombres de Rudolf, habían abandonado el infernal calor del habitáculo metálico para
estirarse sobre la pradera.
Habiéndose reunido con sus hombres, Dreist se sentó en cuclillas, después cogió un
cigarrillo de su paquete completamente arrugado, y lo encendió parsimoniosamente.
Durante unos momentos, persiguió de una mirada atenta el vuelo de las volutas que
se escapaban de su boca. Después, poniendo su mirada sobre los rostros serios de sus
hombres: —No creo que Ivan vaya a desencadenar un ataque. El teniente decía la verdad.
Si el ruso avanza, lo hará más bien por el sector de la 213 División, al norte del sitio donde
nos encontramos.
—¡Dios te oiga! —sonrió Xaver Gilder, el Panzerlahded—. Si se les ocurre atacar
por aquí, no sé lo que haríamos con nuestros tres Panzer-IV.
—El frente se mantiene tranquilo —intervino Karl Rottger, el cañonero—, ¡No seas
pesimista, Xaver!
—Sí —protestó Helmutz Hamacher, el ametrallador frontal—: siempre estás
temiendo alguna cosa. ¡Me pregunto si el que te hayas convertido en padre, te ha
acobardado!
—¡Vete al cuerno! —respondió Gilder—. Que sea padre demuestra al menos que
tengo lo que es necesario. Pero si eso os da tanta envidia, prevenidme. ¡Estoy
completamente dispuesto a pasaros una parte de mi tesoro personal!
—¡No tienes nada más que metértelo donde estoy pensando! —lanzó Peter Drilling,
el ametrallador de la torreta y radio al mismo tiempo—; guarda toda tu famosa virilidad
para enseñársela a los rusos. ¡Puede ser que los tipos de Stalin sabrán apreciarla!
Dreist no decía nada.
Conocía suficientemente a sus hombres como para saber que aquella discusión
colectiva era la válvula que permitía la salida de la angustia acumulada a lo largo de las
últimas jornadas de espera.
Desde hacía seis días que se decía que los rusos iban a comenzar su gran ofensiva
de verano.
Seis días y seis noches durante los que habían vivido en un estado de nerviosismo
indescriptible, los nervios a flor de piel, sin conocer una hora seguida de “verdadero”
sueño, luchando, en cuanto se acostaban, con pesadillas donde se mezclaban los recuerdos
de otros combates, de otras angustias, de otros miedos...
Les era necesario "sacar” esa tensión interna; si no, se habrían vuelto locos. ¡El
mismo, con qué ganas se habría lanzado a la discusión!
Pero el pequeño papel, cuidadosamente doblado, que había guardado en el bolsillo
delantero de su chaqueta de combate, le absorbía enteramente sus pensamientos.
Como si el destino hubiera querido empeorar el estado de su sistema nervioso, la
carta había llegado dos días antes, sembrando la inquietud en su corazón, ya angustiado por
la proximidad del combate.
¡Porquería de guerra!
Le había alejado de los seres que más quería, y no podía, a través de la enorme
distancia que le separaba de ellos, aportarles la ayuda que necesitaban.
Sin embargo, Frieda estaba allí.
Su hermana era capaz de resolver cualquier problema, de abordar con temple
cualquier dificultad. Siempre había sido una mujer juiciosa, sensata y capaz de todo.
Gracias al cielo que Frieda podría, si fuera necesario, acercarse a Breslau.
Lo haría sin duda, a menos que no estuviera ya en camino.
¿Y esa atontada de Anneliese?
Rechinó de dientes.
Como sobre una pantalla, la carta que conocía de memoria se proyectó delante de
sus ojos. Su atención se concentró sobre los pasajes más importantes: “...está encinta de dos
meses, y continúa creyendo que ese hombre va a casarse con ella...”
“Nuestra hermana no sabe en qué lío se ha metido. Pero no voy a permitir que un
cerdo como ése se ría de ella...”
“La conoces lo bastante bien, Rudolf, como para temer, como yo misma, que no
cometa una gran tontería al enterarse de que ese innoble individuo se ha reído de ella...”
Tiró el cigarrillo con un gesto de rabia.
Levantándose, dio.la espalda a sus hombres y se alejó del Panzer. ¡Si al menos todo
aquello hubiera pasado antes o después de la maldita ofensiva!
Pero ni siquiera había soñado en pedir un permiso. Sabía por adelantado que no
conseguiría nada. No se dan permisos en un ejército que se prepara a encajar un formidable
golpe de la parte de su adversario, cuya superioridad no deja de crecer de día en día.
—“¡Sakrement!” —juró a media voz—. Esos puercos camuflados lejos del
matadero no se contentan con ello. ¡Necesitan jorobar a los que arriesgan la piel para
protegerles! ¡Si alguna vez encuentro a ese hijo de puta!
Hizo un esfuerzo hasta que consiguió recordar el nombre que Frieda le había
comunicado en una carta precedente, en la que su hermana le hacía saber que la pequeña
Anneliese se había prometido a un oficial de la Flak.
—Fritz Lohmann —pronunció con un visible disgusto—: ¡ten cuidado, hombrecito!
¡No te diviertas abandonando a Annaliese o vas a encontrarte con una bonita sorpresa, uno
de estos días!
No podía concebir que un hombre, uno de verdad, pudiera aprovecharse de una
joven como Anneliese.
—¡Al fin de cuentas —suspiró amargamente—, no es más que una niña! ¡Aún no
tiene veinte años! “¡Mein Gott! ” ¡Que haya canallas como ése con el mismo uniforme que
el mío, y que digan que luchan por una Alemania nueva!
—"¡Mein Unteroffizier!"
Se volvió, habiendo, de antemano, reconocido la voz ¡ronca de su cañonero.
—¿Qué? —preguntó a Rottger.
—Ivan comienza a moverse —respondió Karl.
—Voy a ver...
Subió nuevamente al tanque. Sentado sobre la torreta, miró con los prismáticos la
inmensa llanura que se extendía ante él.
Una hierba, que la primavera atrasada este año había vuelto raquítica, peinaba de un
verde triste la llanura.
Dreist no tardó en distinguir, en la niebla que flotaba a ras del suelo, algunas siluetas
que se desplazaban rápidamente, tirándose en seguida al suelo, y desapareciendo por ese
hecho, protegidos por la capa de niebla.
—Deben haber asistido a la partida del escuadrón —murmuró dirigiéndose al
cañonero, que había subido sobre la parte delantera y se agarraba al largo cañón del tanque.
—Pero no tienen tanques, ¿no es verdad? —preguntó Karl con una nota de
inquietud en la voz.
—No los veo —le tranquilizó el Panzerführer—. Sin embargo, si es verdad lo que
se cuenta, esos malditos Ruskis poseen cacharros antitanques que los Amigos [2] les han
enviado.
—¡Porquería! —gruñó Rottger—. ¡Y los Panzergrenadieren que también se han ido
con el teniente!
Rudolf agitó tristemente la cabeza.
—No hay duda alguna, Karl. Están preparando un ataque contra nosotros.
—Pero —dijo el cañonero—: ¡vamos a cortarlos en trocitos, a esos sucios Rojos!
—No tan de prisa. Sin el apoyo de la Infantería, y desgraciadamente no lo tenemos,
no podemos arriesgar los blindados en una lucha de la que saldríamos perdedores.
Rottger le miró asombrado. No podía comprender que se pudiera tener miedo,
poseyendo medios tan formidables como los tres Panzer-IV.
Estuvo a punto de responder algo, pero el Panzer— führer le cortó la palabra de un
gesto: —¡Ve a buscarme a los otros dos jefes de tripulación! ¡Que se den prisa!
Ceñudo, Karl se alejó a grandes pasos.

Capítulo IV

—Querida, no sabes cuánto me gustaría poderte acompañar.


Frieda le dirigió una mirada llena de reconocimiento; después recordando que se
había mostrado fría en el combate amoroso que tenía de acabar, se inclinó sobre su amante
y posó sus labios sobre el lóbulo de su oreja.
—Perdóname, Fiedrich mío —le susurró tiernamente—; lo siento sinceramente...
¡pero estaba muy preocupada!
—Me he dado cuenta —rió él amablemente—. Y te comprendo, Frieda. ¡Cuando
me has contado ese sucio asunto yo tampoco tenía ganas!
—Voy a pedir dos semanas de permiso al coronel...
—Te las concederá sin duda, querida. Cuando pienso que vamos a estar separados
durante tanto tiempo... Va a parecerme una eternidad.
Ella apoyó la mano sobre su pecho.
—Hubiera deseado tanto que pudieras acompañarme —suspiró la joven con un
gesto contrito—. No porque tema lo que sea... ¡pero la presencia de un hombre como tú
cerca de mí hubiera centuplicado mis fuerzas!
—Te arreglarás perfectamente sola. ¡Te sé completamente capaz! Por otro lado, esos
tipos son, en el fondo, unos cobardes. ¡Es vergonzoso que haya oficiales alemanes capaces
de esas bajezas!
La voz de Frieda se endureció.
—¡Va a caer sobre un hueso duro, ese canalla! Por lo que mi hermana me ha
contado, el director del Krieglazaret es una persona como se debe, alguien que quiere
mucho a Anneliese. Sin duda alguna me apoyará en todo lo que haga.
Friedich se sentó sobre la cama.
—Y yo también. Espero que me dirás lo que será necesario que haga. Hablaré con
quien sea, pondré en movimiento a todas mis viejas amistades. Aunque no pueda ir a
Breslau contigo, quiero que sepas que no estás sola.
Frieda le rodeó el cuello con sus brazos.
—¡Lo sé, cariño!
Después, bruscamente preocupada:
—¿Y nosotros, Fiedrich mío?
La frente del hombre se arrugó durante un instante, pero fue con entusiasmo que
dijo: —¡En cuanto vuelvas, nos vamos a casar, chiquilla!
Ella abrió enormemente los ojos.
—¿Cómo? ¿Ya has recibido los papeles confirmando tu divorcio?
—Sí, pero no quería decirte nada, al menos por ahora. Te sabía preocupada por tu
hermana menor... y para decirte todo, prefiero que las buenas noticias se den en el momento
en el que se es completamente feliz. Tenía miedo de que tus preocupaciones escondieran
con una sombría nube la luminosidad de nuestra alegría... y me parecía algo cruel decírtelo
en el momento en que estás seriamente preocupada.
Ella se apretó contra él.
—¡Mi pequeño poeta! ¡Qué cosas más bonitas dices! ¡Nada puede oscurecer nuestra
dicha, querido mío! ¡Porque ahora que sé que las dificultades que se oponían han
desaparecido, mis fuerzas, para el combate que debo sostener en Breslau, se han
multiplicado por mil!

Precedidos por el cañonero Rottger, los dos Panzerführer se aproximaron al jefe del
“666-G”, Rudolf, que acababa de encender un cigarrillo.
Esperó que se encontraran ante él para decirles de sopetón: —Iván está preparando
un ataque. Sin duda se han dado cuenta de que no somos más que un punto de apoyo móvil,
y que no contamos más con la ayuda de la Infantería.
—¡Déjales hacer, Dreist! —sonrió Webel, el jefe del "667"—: ¡peor para ellos, si
quieren partirse los dientes contra nuestras máquinas!
Viendo que Webel no le había comprendido, Dreist suspiró: —Escúchame bien,
Raimund, y tú también, Joachim: si los ruskis vienen buscando jaleo, es que traen con ellos
medios capaces de combatir nuestros Panzer, nuevas armas que los americanos les han
dado.
—¿ " Panzerfaust ”? —preguntó Joachim Reichmeyer.
—Algo parecido, pero más potente. Pueden lanzar sus cohetes desde mucho más
lejos que con nuestros cacharros.
El joven Reichmeyer levantó indolentemente los hombros, manifestando así su
desprecio.
Hijo de un jefe de la Kripo [3], nazi fanático, acababa apenas de llegar al frente ruso.
Había pasado dos años, como jefe de grupo, en las juventudes hitlerianas.
—Creo que Webel tiene razón —afirmó con un gesto decidido—. Hasta con sus
cacharros americanos podemos crearles dificultades.
—¿Cómo? —preguntó Rudolf irónicamente.
Turbado durante un instante, el joven Panzerführer dijo en un tono decidido: —
Rociándolos a cañonazos y acabándolos a tiros de ametralladora. Aunque, como tú dices, el
alcance de sus "Panzerfaust” es bastante importante, nuestros cañones llegan más lejos y
podemos hacerles saltar antes de que puedan hacernos daños.
Dreist comenzaba a estar harto.
Desde la llegada del joven Reichmeyer, había oído bastantes tonterías de la boca de
Joachim.
¡Se creía todavía en el Campo de Juventud, el pequeño imbécil!
Menos mal que Webel, que al fin había comprendido, intervino con su voz calma:
—¡Ya entiendo, Rudolf! ¡Perdóname, no me había dado cuenta antes! No podemos
arriesgar nuestros tanques contra un grupo disperso, que puede atacamos por todos lados...
—¡Es justamente eso! —suspiró aliviado Dreist—: como no tenemos
Panzergrenadieren, deberíamos reemplazarles nosotros mismos. Es tonto, lo sé, pero si no
avanzamos hacia Iván, va a caemos encima y, entonces» será el jaleo.
Los ojos de Webel chispearon.

—¡Todavía no estoy convencido! —gruñó—. ¡Somos tanquistas, eso es todo! Y yo,


personalmente, a pesar de mi poca experiencia, puedo enseñaros que se puede contrarrestar
un ataque de infantería enemiga con un solo Panzer.
Rudolf sintió la cólera explotar en él, quiso controlar aquella ola de calor que le
subía del vientre, pero no lo consiguió más que a medias: —¡Te olvidas de que soy yo
quien manda aquí! —gritó al joven—. ¡Apenas acabas de llegar y ya has aprendido tanto
sobre la estrategia con los blindados, que quieres darnos lecciones de táctica!
—¡Únicamente be dicho que somos tanquistas! ¡Y, escucha bien esto, veterano!
¡Que tú mandes o no, ni mis hombres ni yo, vamos a jugar a soldaditos! ¡Te. he dicho que
te iba á enseñar, a ti el sabiondo, cómo se actúa con esa porquería de Rojos, aunque los
Amigos les hayan dado todas las armas del mundo!
Giró bruscamente sobre sus talones y se alejó rápidamente hacia su tanque.
Durante unos momentos, la mano derecha de Dreist acarició la culata de su pistola
reglamentaria; pero su gesto se acabó ahí. Con un suspiro, dijo a Webel: —¡He aquí el
resultado de nuestra política militar! ¡Estos retoños de los Campos de Juventud se creen
todo permitido! Y es lógico que actúen de tal forma; desde que entran en las "Hitlerjungen”
no hacen más que machacarles las orejas con los slogans anti-Wermacht.
Escupió por tierra.
—Desde que nos hemos roto los dientes delante de Moscú, Hitler parece haber
perdido la fe en el ejército. ¡Cómo extrañarse de que un novato nos tome por un puñado de
imbéciles!
—¡Déjale!
—¿Qué.quieres que haga? Vamos a ocuparnos del asunto, tú y yo, con nuestros
hombres. Prepáralos. Armas: dos ametralladoras y todas las granadas que puedan
transportar. Tu grupo avanzará por la derecha; el mío progresará por la izquierda. Orden
general: nada de tonterías ni de heroísmos... atacar sobre todo a los portadores de las armas
antitanque. Huir como de la peste del cuerpo a cuerpo, y replegarse a toda velocidad en
cuanto el peligro haya pasado. ¿Visto?
—¡“Jawolh"!

—Entonces, ¿es verdad?


Ella tuvo bruscamente miedo. La expresión del hombre la hizo sobrecogerse. Había
esperado otra cosa, había previsto una escena emocionante, llena de alegría y de ternura...
Pero Fritz recordó a tiempo los consejos que el Sanitätsobergefreiter le había
prodigado.
El brillo duro de su mirada se apaciguó. Sonrió, después su mano se posó sobre el
firme globo, sobre el pecho de su joven compañera.
—¡Me has dado uno de esos sustos, Liebchen! Me he asustado al percatarme de tu
sufrimiento.
La mano abandonó el seno para ir a posarse sobre el vientre todavía liso.
—Porque, debe hacerte sufrir mucho, ¿no es verdad? ¡Y no quiero que sufras, "mein
Herzblättchen"!
Ella sintió que su miedo la abandonaba. De un gesto espontáneo, le rodeó el cuello
con sus brazos, atrayéndolo hacia ella.
Olvidando todo por un momento y sintiendo contra su pecho los pequeños y firmes
senos de Anneliese, Lohmann estuvo a punto de tomarla otra vez, pero el gusto amargo
persistía en su boca; se enderezó, dulcemente, sin rudeza, esforzándose en no perder su
sonrisa alegre.
—¡Bobo! ¿Cómo puedes decir que sufro por eso?
Miraba su vientre con una mirada donde el orgullo se transparentaba.
—Todo lo que me viene de ti, “ Liebelngelieb ”, no puede hacerme más que placer.
¡Cómo quieres que sufra sabiendo que acabas de hacerme regalo del más maravilloso de los
“Liébeszeichen”! [4].
Y, después de besarle fogosamente:
—Ahora no debes olvidarlo, una parte de ti está en mí ¡y voy a hacerte el padre más
envidiado del Reich!
La acarició aún, luchando desesperadamente contra la angustia que le oprimía el
pecho. Finalmente, se levantó de la cama.
—¡Me siento muy raro, Anneliese!
Se apoderó de su pantalón, que había doblado sobre el sillón, y poniéndoselo, de
espaldas a la cama, afirmó: —¡Se acabó! ¡No podemos esperar más! Voy a telefonear a mis
padres. Quiero que vengan cuanto antes. Haremos mía pequeña fiesta aquí... ¡y después de
habértelos presentado, nos casaremos!
Apoyada sobre un codo, Anneliese le miraba, asombrada, llena de felicidad.
¡Sus padres! Iba a hacerlos venir de Munich. Al fin iba a conocer a Herr Lohmann,
el importante Gauletier, y Frau Lohmann, su mujer...
Habiéndose puesto su camisa, al fin se volvió. Había conseguido “hacerse” un
rostro abierto con, sobre sus labios, una sonrisa de satisfacción.
—Dentro de unos días, en cuanto mis padres estén aquí, te avisaré. Pero —añadió,
hipócritamente—, si tienes algún malestar, telefonéame a la batería. Buscaré en seguida un
médico.
Ella rompió a reír.
—¡Gran tonto! ¡Buscarme un médico cuando tengo docenas a mi disposición!
El peligro le hizo estremecerse.
Anduvo hacia la cama, inclinándose sobre la joven.
—¿No has dicho nada a nadie?, ¿no es verdad?
—¡Oh, no! Es nuestro secreto, mi Friedrich. Nadie sabrá nada hasta que estemos
casados...
Estuvo a punto de confesarle que únicamente su hermana mayor estaba informada.
Pero no le dio tiempo. Con prisa, acabó de vestirse, volviendo todavía a besarla.
—¡No te quedes así, completamente desnuda, cariño! No es el momento de ponerse
mala...
—Voy a irme enseguida.
—Deja la llave donde siempre. ¡Hasta pronto, mi Anneliese!
—¡Adiós, mi querido marido!
Se estremeció, pero le volvía la espalda y ella no pudo apercibirse del brusco
cambio que acababa de operarse en el rostro de su amante.
—¡"Mi marido”! —gruñó, una vez cerrada la puerta tras él—; ¡pequeña ramera!
¡Era eso lo que estabas buscando desde nuestra primera vez! ¡Tu marido! ¡Déjame reír! ¡Si
piensas atraparme, vas a llevarte la mayor sorpresa de tu vida!

—¡Pero es una epidemia! —exclamó el coronel Wermucht—. ¡No sabía que la salud
de los alemanes estaba tan mal!
Kreuzer no dijo nada.
Conocía al coronel desde hacía mucho tiempo y sabía perfectamente que le gustaba
bromear. Wermucht no pertenecía sin embargo al “Gran grupo”, y no se podía contar con él
para aumentar el gran número de oficiales superiores que protestaban ya contra la situación.
Simple capitán en 1933, Adolf Wermucht se apresuró a entrar en los rangos del
nacionalsocialismo, la única forma de salir del cepo en que su incapacidad natural le tenía
clavado.
Mirándole, el Feldwebel se dijo tristemente que había montones como él. Oficiales
que, sin Hitler, habrían visto pasar los años sin ninguna promoción, acabando sus tristes e
inútiles existencias en el fondo de un cuartel cualquiera...
Sin embargo, Kreuzer prefería ese grupo de estúpidos con galones a los “nuevos”.
Estos último^, inteligentes, fanáticos, habrían triunfado en cualquier circunstancia.
Naturalmente, la llegada del nazismo les había ofrecido, al mismo tiempo que el
poder, una concepción del mundo que les permitía todo, con el derecho de vida y de muerte
sobre la gente.
Como los señores feudales.
El coronel se inclinó, sonriente, sobre la gran mesa de su despacho.
—Es usted el segundo, Feldwebel. Esta mañana, nada más al llegar, ya tenia una
petición de permito sobre esta mesa... ¡y también a causa de una enfermedad!
Rió.
—Pero, entre nosotros, no me fío de la supuesta enfermedad de la supuesta hermana
pequeña de Fräulein Dreist...
Jakob se interesó de pronto en lo que Wermucht estaba diciendo.
—¿Sabe usted, Feldwebel? Cuando se tienen veinte años, se es mujer, y además
bonita... ¿qué clase de enfermedad se puede tener?, ¿ve usted lo que quiero decir, no?
Kreuzer afirmó ligeramente con la cabeza; en el fondo las tonterías del coronel le
molestaban. Una vez más se acordó del tiempo en que estaba en la comisión de censura.
Algunas cartas de Wermucht le habían pasado entre las manos. Cartas anodinas,
completamente estúpidas, que sin embargo hacían ver la mentalidad del coronel que decía
así a su madre, de ochenta años de edad: "¡Me hace sufrir como a un condenado! No
puedes imaginarte, mamá querida, todo lo que tengo que pasar cada día. ¡Si te hubiera
escuchado! ¡Pero cuando se es joven —se había casado a los cuarenta años— siempre se
cometen tonterías!”
Todo el mundo conocía a la "coronela". Frau Wermucht debía tener, según se decía,
mucho pelo en el pecho. ¡Pecho que, por otro lado, tenía completamente plano!
—¡Otro pequeño alemán que llega al Reidi! —rió estúpidamente el coronel—. ¡Ah,
esta juventud! ¡Desgraciadamente he nacido demasiado pronto!
—Entonces —preguntó Jakob hipócritamente—, la hermana de Fräulein Dreist debe
estar... eh...
—Sí, querido Feldwebel. ¿Por qué no llamar las cosas por su nombre? La pequeña
Anneliese debe estar encinté...y su hermana, ¿usted la conoce, no es verdad?, hace las
maletas y se apresura a obligar al don Juan de tumo a hacer la reparación acostumbrada.
—Comprendo. Pero, mi caso...
—Ya sé, ya sé, Feldwebel. Su madre. ¡Eso es diferente! Sólo que no estoy
autorizado a gastar completamente todos los permisos que corresponden a mi
departamento...
Su gesto hipócrita se iluminó de pronto de un brillo de sus pequeños ojos.
—¿Va usted a la región de Colonia, no?
—Sí, mi coronel.
—Entonces, si no le molesta mucho... algunas botellas de vino del Rhin... a menos
que esté usted muy cargado para la vuelta.
—Puede usted contar con ello, mi coronel.
—¡Es muy amable de su parte! Sabe usted... mi mujer da recepciones
continuamente... No se da cuenta de los tiempos que atravesamos, restricciones... ¡qué
quiere usted! ¡Las mujeres son así!
—Tendrá usted su vino, mi coronel.
—Muy bien. Muy bien. Vuelva dentro de cinco minutos... le habré hecho establecer
un pase... ¿cuántos días me ha dicho...?
—Cinco me bastarán, mi coro...
—¡No! —le interrumpió el otro—; ¡voy a hacerle establecer un permiso de ocho
días!
—¡Se lo agradezco, mi coronel!
Capítulo V

A la cabeza de su grupo, Rudolf Dreist avanzó en la llanura.


Pero, apenas había recorrido un centenar de metros que un gruñido se produjo tras
ellos. Se inmovilizó de golpe; sus mandíbulas se cerraron con un chirrido de rabia.
—¡El pequeño imbécil! —gruñó coléricamente.
—Sueña con una medalla, el jovencito —rió amargamente Karl, el cañonero, que
marchaba sobre los pasos del Panzerfiihrer.
—Menos mal que va a concentrar sobre él toda la atención de los rusos. ¡Tenemos
que despabilamos, Róttger! ¡No quiero que la desgraciada tripulación que manda ese loco
pague la tontería de su jefe!
—¡Te comprendo!
Se volvió, levantando el brazo.
—¡Adelante, muchachos!
Avanzaban con el' cuerpo doblado en dos. La hierba, aunque escasa, había tenido
bastante tiempo para crecer y alcanzaba una altura suficiente para esconderles de la vista de
sus adversarios.
El gruñido del motor del blindado era el único ruido en el silencio súbito que se
había hecho sobre la llanura. A su proximidad, algunos pájaros huyeron de los matorrales
donde se habían escondido. Los saltamontes saltaron bruscamente bajo los pies de los
alemanes.
A un tiempo que progresaba hacia los enemigos, todavía invisibles, Rudolf volvía
frecuentemente la cabeza para mirar el blindado, cuyas cadenas aplastaban la hierba.
Presumido como el último de los idiotas, el Panzerführer, los gemelos ante los ojos,
examinaba el terreno delante de su máquina.
Detrás de Dreist, la voz del cañonero se dejó oír: —¡Seguro que hace que se lo
carguen!
—Lo habrá buscado —respondió Rudolf—. ¡Abramos bien los ojos, Róttger! Ivan
no debe encontrarse demasiado lejos...
Avanzaron aún algunas docenas de metros.
De pronto, se inmovilizó. Saltamontes. Pero éstos venían hacia ellos...
Levantó el brazo izquierdo y, volviéndose apenas, llevó el índice delante de su boca,
pidiendo un silencio absoluto. Karl asintió con la cabeza e imitó al Panzerführer, repitiendo
el mismo gesto hacia los demás miembros de la tripulación.
Se inmovilizaron. La hierba, donde estaban, era aún más alta y más densa. Se habría
dicho un campo de trigo, ya maduro. Ningún viento. Una inmovilidad completa, absoluta,
como —si el universo entero se hubiera parado en una larga espera angustiosa.
Rudolf sintió acercarse el momento de la acción.
Algo, no sabía todavía el qué, iba a producirse, en algunos instantes, algo que
desencadenaría la lucha, el dolor y la muerte.
Cuando se levantaba, poco a poco, para echar un vistazo por encima de la hierba,
oyó claramente el silbido.
¡Ssssss...!
El cohete sobrevoló el campo de hierba como un pájaro volando a ras del suelo,
dejando tras él una larga humareda naranja.
—¡Rápido!-gritó el Panzerführer—. ¡Corramos hacia allá!
Sabía sin embargo que los rusos acababan de disparar sobre el tanque mandado por
Joachim Reichmeyer, pero no tenía tiempo para ver lo que pasaba del lado del blindado.
El punto del que el cohete había salido era perfectamente visible, gracias a la
pequeña nube de humo que flotaba por encima de la hierba.
Abriéndose un camino entre las hierbas, los alemanes se precipitaron hacia los
portadores de antitanques que, indudablemente concentrados en su trabajo, no se percataron
del peligro que caía sobre ellos.
Un segundo cohete, un tercero aún, atravesaron el aire con un siniestro silbido.
Ya, delante de los hombres de Rudolf Dreist, las siluetas de los rusos aparecieron; al
principio, vieron los grandes cascos grises, con la estrella roja de cinco puntas.
El Panzerführer no perdió un solo instante.
—¡Fuego!
Las ametralladoras ladraron. Alaridos de dolor abandonaron las bocas como
mariposas alocadas.
Prosiguiendo su avance, los alemanes lanzaron las primeras granadas. Globos rojos
se abrieron como corolas exóticas, transformándose enseguida en nubes negras como
extraños monstruos que se hincharan de pronto...
Del otro lado de la llanura, otros cohetes salieron. Pero en seguida, la carcajada de
los Schmeissers se dejó oír, seguida del gruñido sordo de las granadas.
—¡Es el grupo de Webel! —gritó Karl con alegría—. Han caído justamente sobre
los otros ruskis...
Gilde, el conductor del “666”, gritó entonces: —¡El tanque! ¡Está ardiendo!
Se volvieron todos, al unísono. Sobre la llanura, las llamas, coronadas de una
humareda negra, bailaban locamente. Grandes chispas tomaban el vuelo como enjambres
de insectos luminosos.
—¡Corramos! —ordenó Rudolf.

El primer cohete golpeó el blando suelo a una veintena de metros del Panzer. Se
hundió en la tierra, explotando después con una fuerza inusitada, abriendo un gran cráter
del que salió un ramo de llamas.
Una ola de intenso calor acarició el rostro del Panzerführer, que estaba aún con
medio cuerpo fuera de la torreta.
Joachim, que había seguido con una mirada alucinada la llegada del cohete y su
formidable explosión subterránea, sintió helársele la sangre.
De golpe, se arrepintió de haberse dejado llevar por su falso coraje. Como le ocurría
cada vez que se encontraba delante de un peligro real, se confesaba su miedo.
Y era como si eso le constituyera un invisible escudo capaz de protegerle contra
todo.
En realidad, desde su reciente llegada al frente, no había tenido todavía la ocasión
de asistir a un verdadero combate entre blindados, y aun menos de asumir la
responsabilidad de una acción militar, ¡tontería que estaba cometiendo ahora!
Sin pensar en nada, proa al miedo que se había apoderado de él, gritó en el
laringòfono, apoyando sobre su cuello una mano que temblaba fuertemente: —¡Hacia atrás!
¡Rápido! ¡Ejecución!
En el interior del tanque, en su habitáculo aislado, el Panerlahrer bloqueó las
cadenas, liberando enseguida una de ellas, de manera a hacer girar la pesada máquina,
sobre la que quedaba bloqueada.
Las cadenas mordieron la tierra arrancando la hierba a grandes dentelladas
mecánicas. Trozos de tierra gris fueron proyectados violentamente; el motor gruñó y los
tubos de escape escupieron una espesa humareda negra.
—¡"Schnell”! ¡"Schnell”!
Alocado, sudando de miedo, el Panzerführer del "668" se estremecía de
impaciencia.
El tanque no había disparado todavía ningún cañonazo. Su tripulación, ganada por
el pánico de su jefe, parecía tomar parte de las maniobras que el conductor estaba haciendo.
La histérica voz de Reichmeyer repercutió en todos los micrófonos.
—¡"Schnell"! ¡"Schnell"!
Un nuevo cohete llegó; golpeó la parte inferior del blindado, de lleno sobre una
rueda motriz. La cabeza del proyectil, durante un momento inmovilizada por el acero, pero
¡girando sobre ella misma a una velocidad increíble, mordió glotonamente el metal con un
fantástico desprendimiento de chispas.
Después, bruscamente, incapaz de penetrar —la puesta a fuego habiendo consumido
el tiempo previsto— explotó, bruscamente, rabiosamente, golpeando con sus brazos
invisibles al Panzer, arrancando con sus rojas garras los eslabones de la cadena,
desarticulándola, esparciendo las ruedas motrices a su alrededor.
La onda cegadora de la explosión lamió el tanque y subió, como una bola de fuego,
hasta la torreta.
Con el aliento entrecortado, sintiendo como sus pulmones se llenaban del fuego que
le rodeaba, quemándole hasta las entrañas, Joachim creyó llegado su último momento.
Su miedo creció. Dilatándose como una burbuja de jabón, introduciéndose en el
cuerpo del joven tanquista, contrayento hasta el último de sus músculos, hasta afectó a los
esfínteres.
Sin tener la mínima vergüenza, Reichmeyer sintió como se mojaba su pantalón. No
prestó mucha atención. Pasando las piernas por encima de la torreta, saltó a tierra, las
piernas dobladas para amortiguar la caída.
Un olor acre se apoderó de su garganta.
Ciego a medias por el humo que todavía planeaba a ras del suelo, se orientó
rápidamente y salió corriendo, los codos pegados al cuerpo, hacia las líneas alemanas.
La terrible explosión le sorprendió algunos minutos más tarde. Un aire caliente le
arañó y tropezó, casi a punto de caerse, pero continuó corriendo, sintiendo una intensa
quemadura en el pecho.
Recorrió así un centenar de metros. Agotado, se paró, con el corazón golpeándole
fuertemente contra las costillas.
Se volvió.
El espectáculo le vació de sus últimas fuerzas. Se dejó caer sobre la tierra,
quedándose sentado, esbozando una expresión estúpida, vacía, los ojos agrandados,
mirando como hipnotizado la masa gris del Panzer transformado en una gigantesca
antorcha.
De pronto, el blindado explotó.
Grandes llamaradas surgieron de su interior, abriéndose, en abanico. Al principio
algunas chispas, después trozos de metal al rojo blanco, saltaban en todas direcciones.
La garganta del tanquista se contrajo, después emitió un ronco sollozo mientras que,
en una reacción de alivio puramente animal, sus esfínteres cedieron nuevamente y Joachim
se orinó en su pantalón.

—Arremángate, pequeña...
Le obedeció, levantando después una mirada tímida y desamparada hacia el
Sanitátsobergrefreiter: —¿Sabe usted, Hans...?
—¿Qué?-preguntó Loeffer mirando a través del cristal el líquido que llenaba la
jeringuilla le sonrió.
—No tiene importancia, Fräulein. ¡Al contrario, si supiera lo que usted está
haciendo por el hijo, de los dos, estaría ciertamente muy orgulloso.
—Todavía no se ha dado cuenta... a pesar de que tengo las venas de los brazos
llenas de agujeros.
—¿Cree usted?
"¡Mierda! ¡Qué tonta es! ¡No tiene nada en la cabeza!”
Menos mal que las buenas disposiciones de la joven habían facilitado enormemente
la puesta a punto del plan que había concebido. Un plan atrevido, peligroso, pero de una
eficacia asegurada por adelantado.
Enrolló el trozo de goma alrededor del brazo.
—Cierra el puño.
Ella obedeció y las venas engordaron visiblemente; ahora sobresalían bajo la piel
blanca del brazo. Algunos puntos negros salpicaban la piel delicada y fina.
Le había puesto once inyecciones de calcio.
—Me pregunto —dijo ella, cerrando los ojos para.no ver cómo le pinchaba—, cómo
ha podido adivinar mi estado... Hoy todavía, cuando me miraba en el espejo, no veía nada...
mi vientre es tan plano como siempre...
El hundió la aguja de un golpe preciso; un poco de sangre subió por la aguja,
tiñendo de rojo el líquido incoloro. Anneliese se estremeció ligeramente.
—Yo también —dijo Hans con una voz hipócrita y mintiendo cínicamente—, he
tenido una hermana como tú. Por otro lado —una nueva mentira— he trabajado durante dos
años seguidos a la Maternidad y en el Kindergerden de Munich... ¡tengo una cierta
experiencia!
—Se ve enseguida —murmuró la enfermera abriendo los ojos—; es usted muy
listo... ¡se ha dado cuenta enseguida de que necesitaba calcio para que mi hijo nazca sano y
fuerte!
—¡Será el más bonito bebé de Breslau! —exclamó con una convicción
perfectamente disimulada.
—¡Oh, seguro.que sí!'-rió Anneliese.
Apoyó despacio sobre el émbolo. El líquido penetró silenciosamente en la vena.
Hans, en el momento de pincharla, había quitado la goma.
Preguntó sin levantar la cabeza:
—¿Sientes el calor en el cuerpo?
—Sí —respondió dulcemente.
—¿Hasta en... el trasero?
—¡Oh, sí! —le respondió, enrojeciendo.
Habiendo cogido un poco de algodón, sacó la aguja y puso el algodón contra el
agujero donde una perla de sangre se formaba.
—Dobla el brazo, Anneliese.
Ella lo hizo.
Fue a limpiar la jeringa en el lavabo. Mientras lo hacía, le preguntó con un tono
untuoso: —¿Es para pronto la boda?
—Para muy pronto. Sólo esperamos la llegada de los padres de mi novio. Ya
deberían estar aquí, pero Frau Lohmann, que sufre terribles cefaleas... ¡la pobre!, ha debido
guardar cama durante algunos días. Debe estar desconsolada. ¡Piense usted! Debe tener
unas enormes ganas de conocer a la futura mujer de su hijo. Yo también, por otro lado,
estoy impaciente por conocerla...
Suspiró, repleta de dicha.
—¡Oh! Es una familia extraordinaria la de mi novio. En cuanto a él... ¡no puede
imaginarse cómo es, herr Loeffer! ¡Si le conociera!
"¡Sakrement! —gruñó Hans para sí—; ¡imposible de concebir una criatura más
tonta que ésta!"
—¿Debo volver mañana? —preguntó Anneliese.
—Sí. Creo que será' la última inyección. Podemos considerar el tratamiento
terminado...
—¡Gracias, Hans!
—¡De nada, pequeña! Ya lo sabes. Siempre a tu disposición.
Ella cerró despacio la puerta.
—¡Idiota! —explotó el enfermero jefe—; viéndote tan bella como eres, no habría
sido de extrañar que me arrepintiera... ¡pero eres demasiado tonta como para despertar la
piedad! ¡Demasiado tonta para continuar viviendo!

Capítulo VI

—¿Cómo? ¿Usted también se va?


Oyendo esa deliciosa voz a sus espaldas, Kreuzer titubeó antes de volverse; durante
un instante, sintió un vacío en su corazón. Al darse cuenta de su emoción, se estremeció,
más asustado que alarmado de la profundidad que sus sentimientos habían alcanzado.
Ella estaba delante de él, en su uniforme de auxiliar femenino de la Luftwaffe. Los
ojos verdes de la joven brillaban. Los miró como un náufrago que ha perdido toda
esperanza y se deja arrastrar por la corriente, hacia el fondo...
—Sí, yo me voy también —dijo—. El coronel me ha dicho que usted había pedido
un permiso... ¿alguien enfermo en su casa?
Frieda esbozó una sonrisa divertida.
—¡Nada grave! Mi hermana espera un bebé...
—Entonces, ¿ha recibido la carta que esperaba con tanta impaciencia, no es cierto?
—Sí, la he recibido.
—¿Es la que le llevé al despacho?
—Sí.
Se percató enseguida del cambio que acababa de operarse en la expresión de la
joven. Se mordió los labios, componiéndose una expresión neutra, temblando dentro de sí
del pensamiento que hubiera adivinado que había abierto la carta, que sabía todo acerca de
la situación embarazosa en que se encontraba la pequeña Anneliese.
Le hubiera gustado decirle que podía contar con él, que sería capaz de hacer lo que
ella quisiera para ayudarla.
Pero la silueta del Oberinspektor se interpuso de pronto entre Frieda y él. Sintió la
mordedura implacable de los celos, pero como hombre realista, se dijo que no tenia ninguna
posibilidad...
—Le deseo un feliz viaje, Fräulein Dreist.
—Gracias. Yo también le deseo un buen viaje... ¿es grave el motivo que le obliga a
irse de Alcona?
Alzó imperceptiblemente los hombros.
—Mi madre..., es vieja, ¿sabe usted? Su corazón falla continuamente... y cada vez
que voy a Colonia, me pregunto si no es la última que veo a mi madre...
Recitó su mentira, acostumbrado a hacerlo. Luchaba desesperadamente contra el
deseo loco de atraerla contra él, apretarla entre sus brazos, decirle lo mucho que el amor
que sentía por ella podía ser diferente del de Schlösser...
Ella le tendió la mano que él apretó tiernamente entre las suyas.
—Mucha suerte, Frieda...
Era la primera vez que osaba llamarla por su nombre; pero ella no se molestó, al
contrario, imitándole, le dirigió la más encantadora de las sonrisas: —¡Gradas, Jakob! Ha
sido muy amable conmigo. Siempre. No le olvidaré fácilmente...
Se separaron.
Cada uno cogió su camino respectivo, allí donde el tren iba a salir. De un lado, para
el Feldwebel Kreuzer, el expreso Altona-Hamburgo-Hannover-Dortmund— Dusselddorf-
Colonia. Para ella, Frieda Dreist, el expreso Altona-Hamburgo-Berlín-Frankfurt-Grümberg
— Glogau-Breslau...
Se fueron, cada uno en su tren, a pocos minutos de intervalo.
Lo que ignoraban es que nunca volverían a ver aquella estación de Altona.

—¿Qué?
Frente a la expresión de ansiedad que se leía en el rostro de su amigo, el
Sanitátsobergereiter, Hans Loeffer, no pudo impedir el esbozar una sonrisa.
—"¡Verflucht!" —juró divertido—; ¡no has cambiado, mi' pobre Fritz! ¡Siempre el
mismo! ¡Delante de un problema, ahí estás, sudando de miedo, acorralado como un animal
que no ve ninguna salida!
—¡Vete al cuerno! —gruñó Lohmann sinceramente enfadado—. Querría verte a ti
en el lío en que me he metido estúpidamente.
Con un encogimiento de hombros, el enfermero jefe se sentó sobre una caja, cogió
un vaso limpio y, apoderándose de la botella, la levantó, clavando sobre la etiqueta una
mirada de franca admiración!
—¡Coñac francés! "¡Scheisse!” ¿De dónde has ido a sacar esta maravilla?
—De unos amigos de la West-Flotte que han pasado a verme. Se encuentran en
Francia, a algunas docenas de kilómetros de París...
—¡Qué suerte!
—Me han ofrecido dos botellas. He descorchado ésta... la otra la guardaba para ti...
Antes de responder, Hans vació el vaso que acababa de servirse. Chasqueó con la
lengua con un gesto de entendido.
—¡Famoso! Hay que reconocerlo. Los franceses se las saben todas, para cosa de
licores... Entonces —preguntó con una sonrisa bailándole en los ojos—, ¿continuamos
haciendo el amor con "Fräulein Schwachkopf" [5]?
—¡Sabes bien que sí!
—¿No has visto nada sobre sus brazos?
—Sí. Además, me habías dicho, ya hace unos días, por teléfono, que la ponías
inyecciones.
—Lo estoy haciendo —rió Loeffer—. La estoy administrando calcio a tu chica. No
quiero que a tu hijo le falte el calcio. ¡Sería una lástima que naciera tan desprovisto de
cerebro como su padre!
—¡No me haces gracia! —protestó el Oberleutnant.
—Mi pobre Fritz —repitió el enfermero—, ¿ya has olvidado al jefe Rojo al que
desafiaste públicamente, sin conocerle?
Fritz desvió la mirada, visiblemente molesto, lanzó de un tono desabrido: —¡No te
molestes en desenterrar viejas historias!
—No lo creo así, amigo mío —dijo Hans sirviéndose nuevamente coñac—: si te
recuerdo esa historia, es simplemente para ver si, de una vez por todas, aprendes
correctamente la lección. ¡No sé cómo te arreglas, pero siempre te metes en jaleos!
—¡Me gustan las mujeres! ¡Eso es todo!
—A mí también —respondió el enfermero— pero no me dejo enredar por ellas.
Posó sobre su amigo una mirada donde brillaba la diversión.
—En Munich, en los viejos tiempos, también te metiste en un buen embrollo. Es lo
que te estaba diciendo hace unos momentos.
"Éramos jóvenes en aquellos tiempos, de acuerdo, pero eras ya el campeón de los
follones. Descubriste aquella mujer y, en seguida, te acostaste con ella y, aún no satisfecho,
te paseaste por la ciudad gritando que te cargarías, ni siquiera sabías quién era, al tipo al
que habías puesto los cuernos."
—¡Ya está bien! ¿No?
—Como en aquellos tiempos se estaba eliminando a los Rojos, y era uno de ellos, te
dijiste que la cosa sería fácil. Seguramente que contabas con que el tipo, al oír que un
miembro de las S.A. le buscaba, desaparecería para esconderse donde pudiera, dejándote
definitivamente su cama y su mujer...
Volviendo la espalda a su amigo, con los puños cerrados, la rabia royéndole por
dentro, el Oberleutnant Lohmaryn revivía aquellos amargos momentos.
Habría querido hacer callar al enfermero, pero contaba demasiado sobre su
habilidad para sacarle de la desagradable situación en que se encontraba...
—Menos mal —prosiguió sádicamente Loeffer— que me olí algo. Buscando en los
archivos que teníamos en la Casa Parda, caí sobre la ficha del marido de la chica que te
había vuelto loco...
“En seguida vi que era un tipo duro, un jefe comunista que las había visto de todos
los colores. Un tipo que no iba a esconderse delante de tus bravatas...
"Sabiendo que ibas a su casa, a hacer honor a su mujer, cada noche, me introduje a
escondidas en la casa, escondiéndome en el patio. Oí llegar al tipejo. Habló con su mujer, y
me di cuenta de que estaban tramando algo contra ti. Llegaste, una hora más tarde... la muy
puerca te recibió con más ternura que de costumbre. Y, cuando te echaste sobre ella como
una fiera, el tipo se acercó, con un cuchillo en la mano, dispuesto a cortarte en rodajas.
Con los ojos brillantes de odio, Fritz giró bruscamente.
—¡Basta! ¡Conozco el resto! ¡No es necesario continuar! Apareciste justo en el
momento preciso y te cargaste al hombre metiéndole una bala en el cráneo. ¡De acuerdo! Te
debo la vida... ¡pero no merece la pena de que me lo recuerdes continuamente!
—¡No te subas a las ramas, Lohmann! Sabes que puedes contar conmigo... pero, te
lo repito por enésima vez: no te fíes de las chicas. Aprovéchate de ellas pero despégate en
seguida.
. Vencido, Fritz se dejó caer sobre la silla.
—De acuerdo, de acuerdo... olvidemos todo eso. Te prometo tener más cuidado de
ahora en adelante... pero, ¡maldita sea!, dime que lo has arreglado. ¡No puedo más! Esa
chica me produce pesadillas. Y tiemblo ante la idea de que cometa la tontería de hablar de
su estado...
—Ya lo ha hecho.
El jefe de la batería de la DCA saltó de su asiento. Los ojos exorbitados posó sobre
su amigo una mirada in crédula.-
—¡Di que no es verdad! ¡Dilo, Hans!
—¡Cálmate, "Scheisse”! Serénate, anda...
Fritz ocupó de nuevo la silla frente a su amigo.
—Para ser exacto —dijo entonces el enfermero— no ha dicho nada...
—¡Ah! —suspiró Fritz con un alivio visible.
—¡No seas cretino! No ha dicho nada aquí, en Breslau, salvo a mí, naturalmente...
pero ha escrito a su hermana, y esa hermana va a llegar dentro de dos o tres días, para ver
de cerca lo que pasa con Anneliese y el hombre que le ha hecho un niño...
—¡Estoy perdido, en ese caso! —dijo Lohmann poniéndose muy pálido.
—¡Espera un poco, pedazo de...! ¡Te vuelves tan histérico como una hembra!
Justamente he venido a verte porque las cosas están que arden. Tenemos que apresuramos,
porque si dejamos que las dos hermanas se vean, no podremos hacer nada. Y tú, pobre
amigo mío, ya puedes ir preparando tu mejor uniforme para casarte...
—¡Bueno! Habla, te lo ruego...
—Ya conoces una gran parte de mi plan. Le he puesto inyecciones, a la pequeña, no
porque tenga necesidad de reforzantes, pero porque quería que tuviera las venas de los
brazos llenas de agujeros...
—Eso lo sé...
—Perfecto. Donde trabajamos, en el lazareto, hay gente que se inyecta drogas. El
control sobre la morfina no es tan estricto como debería ser. Conozco más de uno y,
naturalmente, más de una que se drogan diariamente.
Hizo una pausa, pensativo.
—Hacer creer al que debe saberlo que Anneliese pertenece a la cofradía de
drogados, ¡ese es mi fin! Pero, escúchame bien, viejo zorro: ¡no es bastante! Porque ella
podría demostrar fácilmente que no se droga. Le bastaría con quedar varios días bajo
observación y hasta el último de los matasanos constataría sin duda alguna que no sufre los
efectos de la "falta”, es decir que nunca ha probado la droga...
—¿Entonces?
Antes de responder, Loeffer encendió pausadamente un cigarrillo.
—Hay que impedirle —dijo echando el humo por la boca— que lo haga.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo?
La voz del enfermero se endureció un poco, pero fue con un tono absolutamente
natural con el que decidió:, —Matándola.
Fritz abrió la boca, estuvo a punto de decir algo, pero no emitió ningún sonido. Su
mandíbula inferior cayó pesadamente, su frente se frunció y dos profundas arrugas
enmarcaron su boca.
Hans asistió, sorprendido por ese cambio increíble. En algunos segundos su amigo
envejeció diez años.
—No te lo tomes así —dijo Loeffer con una sonrisa reconfortante—, si tienes
confianza en mí, cálmate... no tienes nada que temer. Desgraciadamente no podemos actuar
como en los viejos tiempos de Munich.
Se pasó la mano sobre el rudo mentón.
—Y eso que he buscado en el pasado de esa puerca. ¡No hay nada que hacer por ese
lado! No tiene familiares judíos... los Dreist son tan arios como tú y yo.
—Pero... —balbuceó Lohmann con una voz extinguida—; tú mismo acabas de
decirlo: ya no estamos en los tiempos de las SA...
—¡Déjame hacer! ¿Quieres? Va me he puesto en contacto con una vieja mujerzuela,
una que se cuida de un burdel donde hago algunas visitas a las chicas. Las examino una vez
por mes... ¡y me las ofrezco gratis! Como ves, Loeffer no se complica la existencia.
—Continúa.
—Esa vieja, se llama Bertha, va a hacerse pasar por tu madre... ¡No, no pongas esa
cara! ¡Para llevar bien nuestro juego, es necesario que el anzuelo sea de buena calidad, y
que esa idiota lo trague!
—Ya veo.
—Vas a decirle que tu madre ha llegado al fin, pero que tu padre no vendrá hasta
dentro de unos días... ¡por problemas políticos, en fin, le cuentas lo que quieras!
—¿Y después?
—Bertha se encontrará en tu casa. Recibirá amablemente a su "nuera”. Beberéis
juntos, para celebrarlo. Yo, en la cocina, pondré algo en el vaso de la joven.«
—¿Un veneno?
—¡Estás loco! Un simple somnífero bastará. Una vez dormida le pondré una
inyección intravenosa de morfina, una dosis letal...
Los ojos de Fritz se iluminaron de espanto.
—Va a morir en mi casa... ¿Estás loco, o qué? Esa casa está alquilada a mi nombre...
—¡Lo sé, idiota! Para ir a tu casa, habré cogido una ambulancia, lo puedo hacer sin
pedir permiso a nadie. Soy "Sanitatsobergefreiter". ¿Lo olvidas, acaso?
—¿Y después?
—La llevo al lazareto. No debe de ser muy pesada. La pongo sobre su cama... y voy
a acostarme. A la hora a que llegaré al Krieglazaret, sólo un centinela adormecido se
encontrará en la puerta. Es un soldado al que no le importa lo que se pueda encontrar dentro
de una ambulancia. Esos tipos ven pasar docenas de vehículos, tanto la noche como el
día..., —¿Y los módicos de guardia?
—¡Roncando como marmotas! El día que he elegido, pasado mañana, soy yo en
principio quien está de guardia. Pero aunque haya ambulancias que lleguen o si un tren
sanitario se presentara, se espabilarían sin mí. ¡Me temen, porque saben quién soy!
—¿Y cuando descubran el cuerpo de la pequeña?
—No ocurrirá nada extraordinario. Se constatará que se inyectaba y que
simplemente, desesperada, o atontada, se ha suicidado o ha forzado la dosis sin darse
cuenta.
Fritz emitió un profundo suspiro.
—¡Tú si que eres un amigo!
—¡Déjame tranquilo! Y no te busques más líos o tendrás que desembrollarte tú solo.
—Te prometo...
Hans rió ruidosamente.
—¡Idiota! Hago todo esto para ayudarte, pero también por otra cosa...
—¿Qué?
—Sí. Ahora puedo decírtelo. Desde que tu Anneliese llegó al hospital, intenté en
seguida que fuera mía. Está tan bien... ¡un ramillete! Pero la muy sucia se me negó...
amablemente, eso sí... diciéndome que podíamos ser amigos... Lo ha olvidado, la santita,
pero yo, ya me conoces, no olvido nunca... ¡ya ves lo que son las cosas!
—¡Está aquí, Rudolf!
Apartándose de los restos ennegrecidos del “668”, Drest se precipitó hacia el sitio
donde se encontraba Peter Drilling, su ametrallador de torreta.
Arrodillado, con el rostro descompuesto, Joachim Reichmeyer levantó hacia el
Unteroffizier una mirada suplicante.
La cólera quemaba las entrañas del Panzerführer. Fusiló con la mirada postrado, le
invectivó: —¡”Schweinehunde!” ¡Puerco! ¡Cobarde! ¡Te has largado justo en el momento
en que las cosas se ponían calientes! ‘‘¿Nein?’' ¡Y has dejado que los otros se tuesten en el
panzer!
—¡No! —intentó defenderse Joachim—. ¡No es verdad, Unteroffizier! He sido
proyectado fuera de la torreta... y he perdido el conocimiento...
—¡Especie de cerdo! ¡De pie! ¡En seguida!
Reichmeyer se levantó penosamente.
Intentó esconder la mancha oscura que se extendía sobre las dos perneras de su
pantalón.
—¡Miradle! —exclamó Dreist que luchaba desesperadamente en dominar su cólera.
Con qué placer habría lanzado el puño contra el rostro exangüe del Panzer— führer.
—¡Miradle! —repitió—; al salir lanzado de la torreta, como intenta hacemos creer,
ha tenido tiempo de mearse en el pantalón. ¡Porquerías como ésta son lo que salen de las
casas de la Hitlerjugend! ¡Los niños preferidos del Reich!
Su mano se posó sobre los galones del Unteroffizier— Anwärter [6] que ostentaba
Joachim, arrancándoselos brutalmente.
—¡No tienes derecho a mandar a ningún hombre! ¡Y te lo advierto! ¡El informe que
voy a escribir de ti no te hará reír! ¡En el fondo, no sé por qué me retengo y no ordeno que
te fusilen aquí mismo!

Capítulo VII

Llovía suavemente. El tren se paró en la estación de Breslau y Frieda bajó de él.


Una larga fila se estaba formando ya. Llevando sus maletas, civiles y militares avanzaban
poco a poco hacia el extremo del andén más próximo a. la salida, allí donde, delante de la
barrera que instalaban a la llegada de cada convoy, los Feldgendarmes examinaban los
documentos de identidad o revisaban las maletas y demás bultos.
Al tiempo que se integraba en la ola humana, Frieda se felicitaba de no haber
especificado a su hermana la fecha exacta de su llegada. En el fondo, pensó con una
sonrisa, habría sido inútil, porque los trenes circulaban cada vez peor, y el suyo, sin motivo
válido, se había parado varias veces en pleno campo.
Pero la joven lo prefería así.
No sólo para dar una sorpresa a Anneliese, lo que en el fondo no dejaba de
divertirla, pero porque Frieda quería, antes de ver a su hermana, comenzar algunas
gestiones para saber quién era el “novio” de Anneliese.
En sus cartas, la pequeña había hablado mucho de Fritz pero nada había dicho en
concreto.
Frieda sabía que Fritz Lohmann era "guapo como un ángel", “inteligente como un
profesor", “valiente como un héroe teutónico"... En fin, conocía a aquel “maravilloso
muchacho" a través de la óptica apasionada de su hermana menor.
“Pero ni siquiera me ha escrito una palabra —pensó dejándose empujar por los que
marchaban detrás—; habría podido, al menos, añadir unas palabras a alguna carta de
Anneliese..."
Cuando se le hace un hijo a una joven que todavía no tiene veinte años, y que se
desea reparar esa falta casándose con ella, es un muchacho honesto —al menos ella
pensaba así—, debe apresurarse a conocer, aunque sea simplemente por carta, a su futura
familia...
No. Evidentemente había algo que no encajaba en aquel extraño puzle. Y Frieda se
disponía a esclarecer los puntos oscuros y, si era necesario, poner los puntos sobre las les, a
aquel don Juan con galones.
De pronto, perdida en la masa amorfa de aquella gente indiferente, se sintió
espantosamente sola. Durante unos momentos sé percató de cuánto le faltaba la presencia
tranquilizadora de Friedich. ¡Con él cerca de ella se habría sentido invencible!
Pero, se decía para tranquilizarse, podía contar con su amante, y estaba segura de
que, si fuera necesario, volaría a su encuentro, apoyándola en cualquier situación
complicada a la que pudiera llegar.
Esas ideas le dieron nuevas fuerzas.
Apresurando el paso y utilizando los codos, sintió una súbita impaciencia y se abrió
camino en el muro humano que le parecía tan pasivo como un rebaño de ovejas.
Se encontró bruscamente delante de los ojos de acero de un suboficial de la
Feldgendarmerie.
La mirada del hombre brillaba casi tan intensamente como la placa en forma de
media luna que llevaba sobre el pecho. Aquella mirada le hizo sentirse poco a gusto, porque
no se trataba de la mirada de un hombre delante de una bella mujer, sino de la mirada de
una fiera al acecho delante de una posible presa.
—¿Sus documentos?
Se los dio, y él ojeó los “ausweis”, después levantó su fría mirada sobre la joven.
—Fräulein Dreist —prenunció el Feldgendarme con una voz neutra e impersonal—,
quiero advertirle que su permiso no le da derecho a salir de la ciudad de Breslau...
¿Cómo podía haberlo adivinado? ¿O se trataba simplemente de la más estúpida
casualidad?
Reunió todo su coraje:
—Tengo que hacer una visita a Neukrich. Es allí donde se encuentra el oficial que
va a casarse con mi hermana. Después de todo, Neukrich no está más que a diez kilómetros
de Breslau...
El hombre negó lenta pero enérgicamente con la cabeza.
—¡Nein, meine Fräulein! ¡Verboten! Si quiere ver a ese oficial dígale por teléfono
que venga a Breslau. Todos los alrededores de la ciudad, absolutamente todos, están
prohibidos sin un "ausweis" especial.
—¡Bueno! —suspiró con un gesto desolado.
Una luz casi humana se encendió en los ojos del miembro de la “Kettenhunden der
Felpolizei" [7]. Dirigió un signo a la joven y la atrajo hacia un lado de la barrera.
—Yo podría fácilmente procurarle ese “ausweis” especial... nos podríamos ver a las
seis, esta tarde...
Frieda se enderezó. Una ola de repugnancia le subió a la garganta. Posó sobre el
Feldgendarme una mirada glacial, desprovista de toda amenidad.
—¡Se lo agradezco! ¡Pero podré arreglármelas sola!
El le devolvió sus documentos con un encogimiento de hombros.
—Me habría gustado mucho acostarme contigo.»
Pero ya no le escuchaba. Habiendo metido los "áusweis” en su bolso, cogió su
pequeña maleta y se fue, con un paso apresurado hacia el portalón sobre el que se
encontraba un gran letrero: "Ausgang".

Con la amplia frente llena de arrugas, el doctor Reisses se enderezó.


—"¡Zu espát!” [8] —lanzó con un suspiro de pesar—. Está muerta desde hace varias
horas. No puedo ser absolutamente afirmativo, pero es bien posible, y digo eso por el “rigor
mortis”, que haya muerto durante el curso de las primeras horas de esta mañana...
Los dos jóvenes doctore^, sus asistentes, no separaban lo ojos del cuerpo de la joven
enfermera cuya desnudez, aún en la muerte, seguían siendo de una belleza espléndida.
Balthasar, el más viejo de los dos asistentes, levantó primero la cabeza: —¿Va a
hacerle la autopsia, doctor? —preguntó con una especie de miedo, como si ya viera aquel
magnífico cuerpo despedazado por el bisturí.
Reisses afirmó gravemente con un gesto de cabeza.
—¡Evidentemente, amigo mío! ¡Solamente una necropsia puede revelamos las
verdaderas causas de una muerte, la cual, francamente, no me esperaba en absoluto!
Hizo un gesto hacia el cadáver.
—Ya me he dado cuenta de la pequeñez de sus pupilas... y también, como pueden
ver hay muchos agujero» en las venas de los brazos, prueba evidente de que se ponía
inyecciones.
—¿Morfina? —preguntó-el joven doctor Wagner.
—De eso no sabemos absolutamente nada —afirmó el jefe del lazareto—.
Únicamente cuando el laboratorio nos dará los resultados de un examen del hígado,
podremos quizás encontrar una causa pausible del fallecimiento.
Y, emitiendo un profundo suspiró:
—¡La desgraciada! Una chica simpática como ella, llena de vida, siempre con la
mirada alegre... encantadora, divertida... en el más espléndido momento de su juventud...
—¿No piensa usted en la posibilidad de un suicidio? —se arriesgó a preguntar el
doctor Balthasar.
—¡Ah, no! ¡En absoluto! —respondió vivamente Reisses—; ¡no la pequeña
Anneliese! ¡Amaba demasiado la vida para quitársela tan estúpidamente!
Posó alternativamente sobre sus subalternos una mirada llena de preocupación.
—Vamos a ponemos a trabajar en seguida. Hay algo en esta muerte que no consigo
explicarme...
Y, dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de la enfermera: —Hagan que la
lleven inmediatamente a la morgue.
Y preparen todo para la necropsia. Me reuniré con ustedes en irnos instantes...

Loeffer paró el pequeño Volkswagen del lazareto delante de los barracones. En la


noche estrellada los largos cañones de los Acht-Acht de la batería de la DCA dirigían hacia
el cielo índices amenazadoras.
Quince metros más lejos, del otro lado de la carretera, se adivinaban más que se
veían, sobre un ribazo, las siluetas de las casas de Neukirch.
El centinela, que conocía al visitante, avanzó con pasó confiado hacia el coche del
que el Sanitatsebergefreiter acababa de descender.
—El Oberleutnant no está aquí —dijo el soldado antes que el enfermero jefe
hubiera podido abrir la boca.
—¿Sabe usted dónde está?
—En la ciudad, supongo. Ha cogido el Opel.
Loeffer asintió. Cogió un cigarrillo, lo encendió calmamente para darse tiempo de
pensar. Pero interiormente maldecía a su amigo.
"Con tal que no se emborrache y comience a hablar como un descosido" —pensó.
Y en voz alta:
—Perfecto. En cuanto vuelva, dígale que he venido a verle. Por suerte tenemos
tranquilidad en el lazareto...
—Aquí también. Estamos tranquilos desde hace unos días. Se diría que los aviones
enemigos están de huelga... —añadió el soldado riendo.
—Es verdad. No nos podemos quejar en la región. No nos molestan tanto como
otras ciudades del Reich [9].
Subió al coche y lo puso en marcha.
—¡Imbécil! ¡Cretino! —silbó entre los dientes apretados—; en vez de quedarte
tranquilo, como te había dicho, estás, sin duda alguna, emborrachándote para calmar el
miedo que tienes.
No dudó ni un segundo del camino que debía coger.
Como Fritz no conocía ningún burdel en la ciudad, se debía haber refugiado en el
que tenía Bertha, la vieja que se había prestado a desempeñar el papel de Frau Lohmann, la
noche en que la pequeña paloma blanca había pasado' a mejor vida.
Loeffer juró a media voz:
—"¡Sakrement!” ¡Tendré que tener cuidado con este estúpido! Después de todo, si
se pone a charlar demasiado, me las puedo cargar, porque, lo quiera o no, soy yo quien le
puso la inyección...
Cogiendo el volante con una mano, encendió nerviosamente un cigarrillo.
—¡Menos mal que la vieja Bertha sabe de qué va la cosa! Aunque ese imbécil se
ponga a decir tonterías, lo encerrará, lo...
Apoyando firme sobre el acelerador se lanzó hacia Wicheimerstrasse, la pequeña
callejuela del barrio apartado donde se encontraba la casa de Frau Bertha.

Un temor indefinido, algo que no podía explicarse, retuvo a Frieda en el centro de la


ciudad, sin que llegara a decidirse a tomar el camino de Krieglazaret.
Hubiera deseado, como había tenido la intención, visitar al célebre Fritz Lohmann
antes de ver a su hermana. Hasta había pensado las frases que le diría, las preguntas que le
haría afín de sondear las verdaderas intenciones del oficial, porque no solamente tenía que
asegurarse de que cumpliría su deber con Anneliese, sino también que la pareja que se
formaría sería duradera, que el futuro marido tomaría las cosas con seriedad y
sinceramente.
Luchando contra una aprensión de la que no podía deshacerse, acabó por sentarse a
la terraza de un bar, en pleno centro de la ciudad.
Una vez más se confesó que echaba mucho a faltar la presencia tranquilizadora de
Fiedrich.
¡Si aquel Fritz de todos los diablos se pareciera al menos a su amante! Su miedo
desaparecería para siempre. Porque tenía tal confianza en el hombre que amaba que no
dudaba, ni por un solo instante, que dejaría de cumplir con su obligación.
¿No le había demostrado, con una maravillosa sinceridad, la fuerza de su amor?
Casado con una loca, había esperado hasta que los médicos se pronunciaran por la
imposibilidad de que Frau Schósser volviera a ser una persona normal.
Sólo entonces, cuando ya no hubo más esperanzas, había mostrado de acuerdo para
que se hiciera una instancia de divorcio.
Indudablemente, Friedich era un hombre, responsable y capaz de responder
noblemente a una palabra empeñada.
Bebió sin probarlo el falso café que le habían servido. Con la mirada perdida, ni
siquiera veía circular a la gente sobre las aceras de la gran plaza donde se encontraba el
Café.
A pesar de su gran sensibilidad por la belleza de los monumentos, por lo pintoresco
de los sitios que visitaba, levantó un muro de indiferencia alrededor de la terraza.
Finalmente se decidió a partir. Habiendo pagado al camarero, un joven que cojeaba,
cosa que sin duda alguna le había permitido quedarse en la retaguardia, recogió su pequeña
maleta y cruzó con un paso seguro la ancha acera de una bella avenida.
Tras haberse informado de dónde se encontraba el Krieglazaret pensó, durante unos
momentos, en tomar un taxi; pero sin que ninguna explicación lógica pudiera convencerla
del hecho de su decisión, continuó su marcha a pie.
Sin embargo, en el fondo de ella misma, allí donde la mentira o la simulación ya no
son posibles, sintió, de pronto, un miedo atroz de encontrarse delante de Anneliese.
Yendo a pie se concedía un poco más de tiempo...
*

Después de haber abandonado la gran carretera estratégica, el escuadrón blindado


buscó bajo el denso follaje de los árboles la sombra y un camuflaje aceptable.
Haver Gilde bloqueó las cadenas y paró el motor. Inmediatamente después salió de
su estrecho habitáculo y se reunió con el resto de la tripulación, que se encontraba ya fuera
del tanque, respirando con visible satisfacción el aire fresco de aquel largo día de verano
que tocaba a su fin.
Después de semanas de inquietudes y de sobresaltos, la ofensiva soviética no había
tenido lugar.
Desde los primeros meses de aquel año de 1943, con la desgarradora pérdida de
Stalingrado que había llevado consigo la pérdida del Sexto Ejército de Von Paulus, el gran
frente del Este apenas se había movido.
En febrero los rusos habían recuperado Rostov; después, en el mes de marzo, los
soviéticos, habían desencadenado una potente ofensiva en la región de Donetz, pero en el
grupo de Ejércitos del centro, a la excepción de algunas tentativas, los hombres de Stalin no
se habían mostrado.
—¡Me gusta este pequeño bosque! —lanzó Helmut Hamacher, el ametrallador
delantero—. Vamos a poder descansar un poquito...
—¡Si nos dejan tranquilos! —dijo Drilling, el ametralladora de la torreta.
—¡Discutidlo tanto como queráis! —rió el Panzerführer—. ¡Yo voy a informarme!
Se alejó del grupo, andando con un paso cansado hacia el tanque del jefe del
escuadrón.
Róttger, el cañonero, se dejó caer blandamente sobre la hierba. Cogió un cigarrillo
de un paquete completamente arrugado, encendiéndolo con la llama de su mechero.
—Sin duda sabéis que Reichmeyer se ha largado, ¿no?
Le miraron, extrañados. Muy pronto Karl se encontró rodeado de un círculo de
rostros ansiosos de noticias.
—¿Dónde te has enterado de eso? —le preguntó Helmut poniéndose de cuclillas
delante del artillero.
—Me lo dijeron ayer —explicó Róttger—. ¿Os acordáis que el jefe me envió a
buscar la comida? ¡No se hablaba de otra cosa en las cocinas!
Drilling se rascó su cabellera roja como una llama.
—¿Se ha ido? —interrogó—, ¿Qué quiere decir eso?
—¡Que se ha pirado! —respondió Karl—. Por lo que se decía en las cocinas, había
sido llamado al PC de la división...
—¡Es absolutamente normal! ¡Después de la cochinería que ha hecho!
—Y sobre todo —añadió Gilde—, con el informe que el Panzerführer ha dirigido al
coronel.
Una expresión de asco se pintó sobre la cara morena de Karl.
—¡Puaf! ¡Qué tontos sois! Se decía por todos lados:— con un padre como el de
Joachim, no os preocupéis por él. ¡No le pasará absolutamente nada!
—¡No lo creo! —protestó vivamente Hamacher—; hasta con un padre con una
fuerte e influyente situación, Reichmeyer debe de ser castigado. ¡Vaya asunto! ¡Si me
enterara que no le ocurre nada por lo que hizo, me asquearía para siempre del Ejército!
Una carcajada aguda surgió de los labios del cañonero.
—¡Vives en otros tiempos, mi pequeño amigo! ¡Todo el mundo está asqueado del
Ejército, y de eso hace mucho tiempo! ¿No es verdad, chicos?
Todos asintieron al momento.
—No es eso —insistió Helmut—. Quería decir que no es normal que ese tipo no
reciba lo que merece. Después de todo, con su cobardía, ha dejado morir a toda su
tripulación.
Drilling gruñó algo.
—Es terrible tener un marica como Panzerführer. Durante estas últimas noches lo he
pensado, casi sin poder dormir. He imaginado a esos pobres tipos que no sabían que su jefe
se había largado y que esperaban ansiosamente las órdenes. ¡Y durante ese tiempo los
malditos cohetes que les caían encima!
—¡Dreist habría debido matarle en el acto! —gruñó Gilde.
El cañonero hizo un significativo movimiento.
—¡No podía hacerlo, tonto! No se puede matar a un suboficial, aunque no sea más
que un aspirante, sin que sea juzgado por un tribunal. Para un simple soldado, las cosas
cambian... un tipo con galones puede agujerearle el pellejo si huye delante del enemigo,
pero cuando hay galones de por medio...
—¡El muy puerco! —dijo Drilling.
—La verdad —explicó el cañonero— es que ha desaparecido. Después del PC de la
división, ¿dónde ha ido? ¡Misterio! ¡Pero, amigos, apuesto lo que sea a que su padre va a
reclamarlo, y que Herr Reichmeyer se despabilará para que su hijito no reciba el mínimo
salpicón!
—¿Qué es su padre? —preguntó Hamacher.
—Kriminalinspektor de la Gestapo.
El ametrallador delantero emitió un silbido prolongado.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Y sin dudas con graduación además, no?
—"Naturlich!” —rió Karl—. Es un “Obersturmbannfuhrer", lo que equivale a un
teniente coronel de los nuestros...
Gilde movió tristemente la cabeza.
—Entonces, amigos míos, me pongo definitivamente de acuerdo con Róttger. ¡No
hay nada que hacer'. ¡Con un papá como ése nuestro querido cerdo no arriesga
absolutamente nada, ni siquiera la más pequeña y tierna advertencia!
—¡Ya veis dónde estamos! —exclamó rabiosamente Drilling—: ¡Eso se llama la
política de los hijos de papá! "Mein Gott!" ¡Si nuestro Panzerführer hubiera cometido una
falta de esa talla hace tiempo que habría caído delante de un pelotón de ejecución!
Helmut le miró, con un gesto divertido:
—¡Habría que haber previsto eso, pequeño Peter! ¡Si hubiéramos podido, habríamos
dicho a nuestras mamás de entendérselas con alguien importante, en vez de acostarse con
un tipo cualquiera!
—¡No digas tonterías!
—¡En absoluto! ¡Eres tú el que no comprendes nada de esta puta vida! Es mucho
mejor ser un hijo de puta con un papá importante, que un hijo de un fulano cualquiera!

Capítulo VIII
Aunque acostumbrado a las salas de operaciones, el joven doctor Wagner
retrocedió, el rostro pálido detrás de la mascarilla de gasa.
Apercibiendo la debilidad de su amigo, Balthasar esbozó un gesto hacia él, pero
Paul rechazó amablemente la ayuda que el otro quería darle y, con un movimiento de las
pestañas, le indicó que su malestar había desaparecido.
Paul Wagner se acercó nuevamente a la mesa de disección.
Inclinado sobre el cuerpo de la joven enfermera, el doctor Hugo Reisses se
encarnizaba, la frente perlada de sudor, el corazón pesado, en un trabajo que se le
representaba terriblemente desagradable.
Como sus asistentes, a pesar de su gran experiencia, había dudado, el escalpelo en la
mano, antes de trazar sobre el liso vientre de la muerta la línea fatal que iba a desencadenar
todo,, hasta transformar el cadáver en varios montones de cosas y una pobre carcasa vacía...
Pero ahora, habiendo abierto ampliamente el abdomen y retirado, con las manos, la
masa intestinal sobre un rincón de la mesa de mármol, algo le había sorprendido y abría los
ojos, mientras que una expresión estupefacta se dibujaba sobre su cara.
—"Himmelgott!" —exclamó apesadumbrado—. ¡Miren esto, señores!
Los dos jóvenes asistentes se inclinaron sobre el pobre despojo.
Wagner, sin poder hacer nada para evitarlo, sintiendo todavía los efectos de su
malestar, cerró fuertemente los ojos.
Robert Balthasar, al contrario, descubrió enseguida lo que había despertado la
atención del Artz-Direktor.
—¡Dios mío! El útero está hinchado, eso quiere decir...
—...¡que la pequeña estaba encinta! —acabó pesadamente Reisses.
—Pero entonces... ¿ésa puede ser una razón buena para un suicidio? —preguntó
Balthasar.
Retirando la vista del cadáver, Hugo dirigió hacia el joven doctor una mirada
sorprendida.
—¿Cómo puede usted afirmar que se trata de un suicidio? Por el momento limítese
a constatar los datos que esta autopsia nos está proporcionando. ¡Espere un momento!
Se inclinó.
Con un movimiento magistral del bisturí, Paul hendió el útero de arriba a abajo. La
matriz se abrió por sí misma, como si fuera un fruto maduro.
Dejando el bisturí sobre el mármol, el doctor introdujo las dos manos en la obertura.
Rebuscó en el interior de la víscera, esbozó algunos tirones, levantándose después.
Dejando el confuso paquete sobre la mesa, empuñó nuevamente el bisturí, hendió la
cobertura blancuzca y, utilizando su mano, izquierda, cogió el minúsculo embrión que
flotaba en el líquido amarillento.
Enseñó el pequeño ser a los doctores.
—Dos meses, al menos.
Y, abandonando el embrión en las manos de Balthasar, que lo puso en un bocal,
movió gravemente la cabeza.
—No sé —dijo con una voz neutra—, pero estoy dispuesto a creer que hay algo
muy sucio en este asunto...
Levantó la mirada hacia Balthasar:
—Usted conocía bien a esta pequeña, Robert, ¿no es verdad?
El joven cirujano se sintió enrojecer. Sin poder evitarlo, posó sobre el cadáver
abierto una mirada emocionada. ¡Sólo él sabía cómo había llegado a aguantar la mutilación
de un cuerpo con el que había muy frecuentemente soñado!
.-Sí —dijo con un tono ronco—; la conocía bien.
—Creo que hasta flirteó un poco con ella, ¿no?
Robert hizo un gesto afirmativo.
—Exacto, doctor Reisses... Ocurrió al principio, cuando ella acababa de llegar al
Kileglazaret. Para decirle todo, no me atrevía, al principio... pero en cuanto vi al
Sanitatsobergefreiter dar vueltas alrededor de Anneliese, me decidí y...
—¿Y?
—Me gustaba mucho, Artz-Direktor. Era del género de jóvenes que satisfacen todas
las exigencias de un hombre que desea ver cumplidas cuando... ¡eh!... ¡cuando quiere
casarse!
Reisses movió la cabeza; una triste sonrisa se dibujó sobre su boca.
—¡Le habría hecho feliz, muchacho! Pero seguramente miraba más alto...
Y después de un corto silencio.
—¿Sabe usted quién frecuentaba... Leeffer?
—¡Oh, no! El enfermero jefe la dejó... si no fue al contrario. Salía bastante, pero no
se confiaba a nadie...
—¡Pequeña locuela! —exclamó Hugo—. Puede ser que ha tenido miedo de su
estado...
—¡No lo creo! —afirmó Balthasar con una seguridad sincera—. Al contrario, Herr
Reisses, debía estar encantada de tener ese niño...
— Sí, yo también lo creo así... Paul.
Wagner levantó la cabeza. Menos mal que la mascarilla de gasa le cubría la extrema
palidez de su rostro.
El también había estado enamorado de la pequeña Anneliese, pero, más tímido que
su colega, no había osado nunca insinuar...
—¿Sí, Doktor?
—Extraiga el hígado, doctor Wagner. Quiero que sea examinado en el laboratorio.
Diga a Verleinder que necesito, no sólo un examen histológico, sino además un examen
químico... ¡llevado al extremo! ¡O me equivoco o la pobre ha muerto a causa de una fuerte
dosis de morfina...inyectada directamente en el torrente sanguíneo!
Robert no dijo nada. Siguió con una mirada atenta los movimientos de su joven
colega. Wagner, con las tijeras en la mano, cortó los grandes vasos hepáticos, cogiendo
seguidamente la gran víscera con sus manos enguantadas y llevándosela fuera de la
morgue.
—Veamos ese estómago —dijo entonces el cirujano jefe.
Habiendo hendido el estómago, encontró en su interior un poco de líquido.
Frunciendo el ceño, mojó un dedo enguantado, después, acercándolo a la nariz, lo olió
durante unos segundos.
—¡Imposible equivocarse! —lanzó con una voz de triunfo—; el olor dulce del
somnífero es inconfundible, hasta mezclado al ácido clorhídrico. ¡La han dormido antes de
ponerle una inyección de morfina!
Sorprendido por la afirmación del cirujano jefe, Robert retrocedió, una expresión de
incredulidad pintada sobre su rostro.
—¿Qué? —preguntó con una voz opaca—. Quiere usted decir que ha sido
asesinada...
—Sí... —respondió lentamente Reisses—. Así lo creo...
Algunos golpes sobre la puerta le hicieron volver la cabeza.
—¿Sí? ¡Entre!
Else Malmen, la enfermera jefe, empujó decididamente la puerta basculante.
—Preguntan por usted, Herr Doktor.
Vio entonces el cadáver de la joven. Aterrorizada, llevó las manos a la boca.
—"Mein Gott!” Es justamente su hermana quien pide permiso para verla... ¡y ella
está muerta!
—¡Tranquilícese, Fräulein! —le lanzó Hugo bruscamente—, y no diga nada a nadie,
al menos por el momento... ¿comprendido?
—"Jawolh", Artz-Direktor!
Reisses se quitó los guantes, tirándolos en un cubo.
—Voy a ver a esa persona. Continúe el trabajo, Robert. Coja jugo del estómago y
llévelo al laboratorio...
Y, mirando a la enfermera:
—Usted, mi querida Else, quédese aquí. Y no se ponga a llorar. Desgraciadamente,
como puede usted ver, no podemos hacer nada más por la pequeña Anneliese.
Se terminó... “Fertig!"

Con un frenazo brusco Hans se paró delante de la casa donde únicamente un


pequeño farolillo brillaba sobre la puerta.
Saltó a tierra, franqueó rápidamente los pocos metros que le separaban de la
entrada, llamando seguidamente al timbre.
La puerta se abrió poco después.
La chica le reconoció enseguida. Abrió francamente la puerta y le obsequió con una
sonrisa amistosa.
—¡Hans! ¡Vaya sorpresa!
Loeffer penetró en la sala, cuyos mínimos detalles conocía de memoria. Lanzó
sobre el cuadro representando el inevitable "Leda y el cisne" una mirada sombría. Después,
mirando a la muchacha duramente: —¿El Oberleutnant Lohmann está aquí?
Ella frunció el ceño, intentando visiblemente acordarse; enseguida, afirmó con la
cabeza al tiempo que sus ojos brillaban bajo toda la pintura que los cubría.
—¡Ahora veo! ¡El joven oficial de la Flake que la dueña conoce! Sí, está aquí,
Hans... borracho como una cuba. ¡Lo que ha bebido, "Himmelgott"!
—¿Con quién está?
—Ha subido con Katharina... ¿no estarás celoso, al menos? —preguntó ella
bromeando.
Entre todas las chicas de Bertha, Katherina era la que prefería Hans.
Se encogió de hombros, molesto.
—¡Déjame en paz! Katherina u otra... ¿en qué habitación están?
—En la “azul”. La "señora" ha querido que estén bien...
Hans pensó durante unos momentos.
Conocía la casa como su propio bolsillo; tan bien como conocía a las chicas, a las
que hada el— examen ginecológico.
Puso una mirada implacable sobre la prostituta.
—¿No habréis tapado los agujeros del armario de la habitación, por casualidad?
Con los ojos enormemente abiertos, le consideró con una mirada de incredulidad
dibujada sobre su cara de muñeca.
—¡No! —soltó sin poder rehacerse de su sorpresa.
—¡Pequeña estúpida! —gruñó él, adivinando lo que pensaba—. Ya me ves
convertido en un “mirón", ¿no? ¡Hay que tener pocos sesos, maldita sea! Sin embargo, te
has acostado conmigo más de una vez...
Ella se quedó completamente desconcertada.
—Perdóname, Hans, querido mío... pero se ven tantas cosas extrañas...
—Llévame a la habitación “verde”. Te quedarás cerca de mí... y no continúes
haciendo preguntas idiotas. ¿Entendido?
—“Ja!” —le dijo precediéndole.

—¡Ponte las botas!


La alta rubia obedeció. Se sentó y se puso las altas botas negras que brillaban como
espejos.
—¡El látigo!
—Todo lo que quieras, querido mío —afirmó la chita apoderándose del látigo.
En pie, en su espléndida desnudez, parecía una amazona, pero, en vez de no haber
guardado más que un seno para poder manejar mejor las armas, ella mostraba dos globos
magníficos cuyas puntas se levantaban desafiadoras, apuntando hacia el bajo techo de la
habitación.
Fritz la consideró con una mirada asombrada. Abandonó el amplio lecho y se puso a
cuatro patas sobre la espesa* moqueta que recubría el suelo.
—¡Móntame, Kathe! ¡Vamos, amazona! ¡Soy tu caballo preferido!
Ella se sentó sobre la espalda del hombre.
—¡Espoléame!
Le obedeció, golpeando los costados del hombre con los tacones de las botas.
—¡El látigo! —gritó entonces—; ¡golpéame! ¡Mira! ¡Me pongo al galope!
Con la mirada alocada el Oberleutnan Lohmann gemía en voz baja; un hilo de saliva
colgaba de su boca entreabierta. Sobre él, la chica le golpeaba con el látigo la piel, sobre la
que se veían ya algunas señales.
—¡Más fuerte! ¡Lo ves, puerca! ¡No es a ti, querida! ¡Hablo de la otra! La que me
quería atrapar... pero... mi amigo Hans...

De una patada, Loeffer, que había contemplado la escena a través de los agujeros
practicados en el muro, abrió brutalmente la puerta comunicando ambas habitaciones.
—"Halt!" —gritó empujando a la rubia, que cayó sobre la alfombra con las piernas
al aire.
Cogió a su camarada, obligándole a levantarse.
—¡Imbécil! ¡Embrutecido! ¡Cretino!
Lohmann miró a su amigo con extrañeza.
—¡Hans! ¡Mi mejor camarada! ¡Una camisa parda como yo! ¡Gracias! ¡Gracias,
hermano! Porque eres tú quien ha hecho...
El puño del Sanitátsobergefreiter se distendió bruscamente. Golpeó al oficial de la
Flak en el mentón, reteniéndole para que no se cayera.
Sentada sobre la moqueta, la gran rubia le miraba con la cólera pintada en sus bellos
ojos azules.
—¡Hans! ¡Me pregunto qué estás haciendo aquí! Si querías que fuera contigo, no
tenías más que prevenirme... Estas no son maneras...
Al tiempo que aguantaba el fláccido cuerpo de Fritz apretado contra sí, Loeffer
volvió la cabeza y fusiló a la chica con la mirada: —"Halt die Fresse!” [10].
Delante de aquella mirada helada, la chica tuvo miedo. Tendió sus manos hacia su
ropa y comenzó a vestirse apresuradamente.
En el umbral de la puerta, sin decir ni una sola palabra, Franciska, la prostituta que
había abierto la puerta al hombre, miraba, visiblemente asustada, la extraña escena que se
desarrollaba delante de sus grandes ojos abiertos.
Hans la llamó con una voz ronca, autoritaria: —¡...ciska!
Reaccionó automáticamente.
—“Ja?”
—¡Ve a buscarme a Bertha! ¡Que se dé prisa!
Giró sobre sus altos talones. Pero, cuando franqueaba la puerta, él añadió: —Que
preparen café muy fuerte para mi amigo. ¿Entendido?
—Sí, Hans.
Loeffer dejó a su compañero sobre el lecho. Mirando entonces a Katherina le
preguntó bruscamente: —¿Qué es lo que decía Fritz?
Ella no dudó un momento. Conociendo el mal carácter del Sanitatsobergefreiter, se
apresuró a responder a sus preguntas, queriendo sobre todo calmar su desconfianza, porque
sabía que era capaz de hacerle una trastada.
—Decía tonterías, hablaba siempre de una chica llamada Anneliese...
—¿Y...? —insistió el hombre.
—Ha repetido varías veces una frase... te digo... ¡una tontería!
—¿Qué decía?
—"Das ist Mord! ” "Das ist Mord!” [11].
Hans no dijo nada. Reflexionaba rápidamente. Pero su cara se ensombreció
súbitamente, las arrugas sobre su frente mostraban claramente su estado de preocupación.
—¿Me llamabas, querido?
Bertha, en su vestido demasiado estrecho para contener su voluminoso cuerpo,
penetró en la habitación. Mostraba una sonrisa estereotipada que casi nunca abandonaba su
boca enormemente pintada.
Loeffer no respondió, pero volviéndose hacia la joven: —¡Vete!
—¡En seguida!
Una vez que Katherina hubo salido, el enfermero avanzó hacia la vieja prostituta.
Levantó la mano, pero la dejó caer ante la mirada alocada de Bertha.
—¡Idiota! —gruñó el hombre—. ¿Cómo has dejado que ese imbécil suba con una
de tus chicas?... ¡Al me* nos te habrás dado cuenta de que estaba completamente borracho!
—He hecho todo lo que he podido, Hans. Pero ha insistido, y entonces le he
designado a Kathe que, como tú sabes, es en la que tengo más confianza.
—"Mist haste!” [12] —exclamó Loeffer—, Después de todo lo que hemos hecho
juntos no podemos tener confianza en nadie.
Hizo un gesto asqueado hacia Fritz.
—¡Este imbécil ha dicho demasiado!
Con el miedo en sus ojos pintados, Bertha suspiró.
—Kathe no dirá nada, puedes estar seguro.
El cambió súbitamente de actitud. Su voz perdió dureza. Y fue con un tono divertido
que añadió: —¡Vale! Pero ten cuidado con ella. Yo voy a llevar a este tonto al hospital.
Mientras que no esté completamente sereno, puede continuar diciendo tonterías...
Posó tina mano amistosa sobre el hombro rollizo de la vieja mujer.
Ella se lo agradeció con una sonrisa humilde.
—Olvida mi mal genio de hace unos momentos, Bertha, pero ese idiota me había
puesto furioso... Voy a continuar ayudándote, como siempre... Por cierto: ¿cuántas chicas
tienes ahora? La pelirroja se ha ido, ¿no?
—Sí —dijo la mujer con un gesto afirmativo—, se ha ido a Berlín. Un “SS” vino a
buscarla. Ya le había entretenido hace tiempo... sólo que le movilizaron. Pero ahora ocupa
un puesto importante en la capital y ha recomenzado su “trabajo" de antes de la guerra.
Parece ser que hace trabajar a seis chicas...
Y como Fritz no decía nada.
—¡Muy amable, el muchacho! Ya no es joven, es verdad, pero es un señor. ¡Es
comandante, “Sturmbannführer”!
—Ya veo. No te preocupes, Bertha, nadie te molestará, como hasta ahora. Duerme
tranquila...
—¡Eres un ángel!
—Voy a bajar para telefonear. Cuando traigan el café, quédate sola con él y hazle
beber una cafetera entera...
—Comprendido.
Fue hacia la puerta, se volvió para decirle: —¿Todavía no me has dicho cuántas
chicas te quedan?
—Cuatro, Hans: Franciska, Katherina, Elfriede y Agües...
—¡Perfecto! Si puedo te procuraré otras. Puesto que me has ayudado cuando lo
necesitaba, es lógico que yo te ayude también...
Bajo la espesa capa de pintura, el rostro de la mujer sonrió.
—¡Eres el mejor de los hombres, Hans! ¡Ah, si tuviera veinte años de menos... no
saldrías de mi cama! ¡Serías mi hombre, mi chulo, mi todo!
Rió y salió al rellano. Llegando a la escalera encontró a Agnes, que traía el café.
Se inclinó hacia ella —de golpe se sentía de un excelente humor— y, apercibiendo
el generoso escote, introdujo atrevidamente una mano, apoderándose de un seno, cuya
punta se enderezó bajo la caricia del hombre, como un muelle.
—¡Ah, traidora! ¡Qué es lo que escondes aquí! ¡Unos pechos magníficos!
—¡Me irritas, Hans! —le respondió ella, melosa—. Espérame abajo... si quieres...
Sonrió desolado.
—¡Lo siento, Agnes! Tengo prisa... pero te lo prometo, te juro que voy a procurarte
los momentos locos que no has conocido. “Leb wohl...” [13].
Ella suspiró.
—"Nicht leb wohl... Auf Wiedersehen!” [14].
—“Jawolh, Liebicht!”
Algunos minutos más tarde telefoneaban a Munichi. La conversación duró largo
rato. Con la boca pegada al micrófono, Hans susurraba más que hablaba. Al otro extremo
del hilo oía perfectamente cómo su interlocutor tomaba nota.
Cuando colgó, echando sobre el vestíbulo vacío una mirada satisfecha, encendió un
cigarrillo.
—¡Ya está! —murmuró—. Dentro de unos días... “Kohldampf!".

Capítulo IX

Después de quitarse la sucia bata y el delantal de caucho que llevaba debajo, el


doctor Hugo Reisses pensó, durante un momento, ponerse la chaqueta y recibir a la
hermana de Anneliese correctamente vestido.
Pero, después de una corta duda, se decidió a ponerse una bata limpia, diciéndose a
sí mismo que el uniforme de un médico da más confianza, no solamente al visitante, sino al
propio doctor.
Antes —de salir de la morgue, situada en el subsuelo del Krieglazaret, dirigió al
doctor Balthasar algunas instrucciones: —Arregle el cuerpo lo mejor que pueda. Usted,
Else —dijo volviéndose hacia la enfermera jefe— vístala con cuidado... y pinte algo su
cara... En cuanto haya preparado el cuerpo, hágamelo saber. Telefonéeme a mi despacho,
porque es allí donde voy a recibir a la señorita Dreist.
Previno a una enfermera de servicio, ordenándole acompañar a la visitante a su
despacho, situado en un ala del edificio, en el primer piso.
Allí se dirigió él mismo con un paso firme, pero su espíritu distaba mucho de estar
tan apaciguado como hubiera deseado.
Al empujar la pesada puerta del despacho, la vio en seguida. Mucho antes de que le
dirigiera la palabra había observado, con su sentido innato de la belleza, el esplendor de la
joven.
Enseguida vio la profunda diferencia existente entre las dos hermanas.
Anneliese, la única que había conocido hasta entonces, aun siendo más joven, no
poseía, lejos de ello, la apacible belleza de su hermana mayor.
Delante de la joven, que se había levantado para recibirle, Paul sintió una emoción
indescriptible, parecida a la que había experimentado delante de las obras esculturales de la
Grecia clásica.
Sin embargo, la frialdad del mármol o de la piedra, los ojos vacíos, la ausencia de
alma no se encontraban en la belleza serena “pero viviente” de Frieda Dreist. Veía en la
joven la armonía clásica animada de un fuego que no salía únicamente de sus fantásticos
ojos verdes, sino además de toda su persona; algo misterioso y profundo que penetraba
hasta lo más hondo del alma.
Profundo conocedor del cuerpo humano, Reisses tuvo que confesarse que sus ojos
nunca habían tenido ante ellos un conjunto de perfecciones como el que ahora se les
ofrecía.
Emocionado se inclinó delante de la visitante: —Se lo ruego, Fräulein, siéntese...
Rodeó la ancha mesa, tomando asiento en el sillón giratorio, carraspeó ligeramente
para darse un poco de firmeza, porque aún continuaba emocionado delante de aquella
criatura única.
—¿Ha hecho un buen viaje?-preguntó para acabar con el silencio inquietante que
planeaba entre ellos.
—Bastante bueno —le respondió con un tono evasivo.
Visiblemente ardía de impaciencia, y el doctor podía adivinar las preguntas que sus
labios aún no habían pronunciado.
—¿Viene usted de Hamburgo, no? —preguntó cortésmente.
—De Altona, exactamente. Es allí donde trabajo como secretaria del coronel
Wermucht.
—¿Al servicio de la Luftwaffe?
—Sí... doctor... excúseme de hablarle tan francamente, pero... “Siehaben Nerven..."
[15]
.
Paul se mordió los labios.
"Además, inteligente —se dijo a sí mismo—, no podrás entretenerla largo tiempo,
mi pobre Reisses. Va a notarse enseguida que las cosas no van bien."
Y, en voz alta, decidiéndose de golpe:
—Ciertamente, tiene usted razón, señorita. Póngase en mi lugar...
No le dejó acabar la frase:
—Ya veo. Tiene una mala noticia que darme. Lo presentía...
Hizo una ligera mueca que no quitaba nada a la belleza serena de su rostro.
—No soy una mujer histérica, doctor, créame... ¿Ha abortado? ¿Ha muerto a
resultas de eso?
Asombrado, Reisses se sentía atravesado por aquella mirada luminosa. Sin duda
alguna podía adivinar lo que pensaba. Por eso debía estar preparada a asimilar la verdad,
por muy negra que fuera...
—Está muerta...
Frieda no se movió. Delante de aquella extraña, increíble serenidad, el cirujano no
se encontraba a gusto. Tanta frialdad le parecía anormal; puede ser, pensó, que todo acabe
en una crisis, a pesar de lo que ha dicho antes...
—¿Puedo verla?
—En unos momentos —le respondió, tragando penosamente saliva—; veo que
puedo hablarle con toda franqueza, aunque esta franqueza sea brutal... ¿de acuerdo?
Ni siquiera pestañeó.
—Diga, doctor...-y, con una voz más suave—: ¡Se lo ruego!
—Acabo de practicarle la autopsia.
—¿De qué ha muerto?
Se encogió ligeramente de hombros.
—No puedo asegurar nada, al menos por el momento... ¿puedo hacerle una
pregunta... delicada?
Ella afirmó con un gesto déla cabeza.
—¿Su hermana se drogaba?
Esta vez acusó el golpe. Sus ojos se redondearon y una sombra pasó sobre su lisa
frente. Sus largas pestañas se agitaron.
—No —afirmó un poco después—. Estoy absolutamente segura, doctor. Anneliese
era... —tropezó al usar el imperfecto, pero lo repitió— era demasiado normal para recurrir a
otras alegrías de las que le procuraba su naturaleza...
—Ya veo. Esa pregunta se la he hecho porque he encontrado morfina en el cuerpo
de la pequeña... ¿Tomaba somníferos?
—No, que sepa yo. Puede ser, al menos lo pienso, que la inquietud de su estado y
sus problemas amorosos le hayan producido insomnio... de acuerdo, en principio, por los
somníferos... ¡pero no y mil veces no por la morfina!
Paul puso sus manos sobre la mesa.
—¿Estaba prometida, no es verdad?
—Sí.
—¿...y se iba a casar?
—Por lo que me decía en sus cartas, sí, se iba a casar.
—¿Conoce usted a su prometido?
—No. No le he visto nunca. Conozco, eso sí, su nombre y su grado: se trata de un
Oberleutnant de la Flak; un jefe de batería del 88, instalada no lejos de la ciudad, en
Neukirch, exactamente.
—Ya.
—Herr Doktor...
Reisses, que había bajado la cabeza sin darse cuenta, la levantó con viveza.
—¿Sí?
—Una dosis de morfina... bastante fuerte...
Su voz titubeante se hizo más firme, con un tono seco, casi rudo: —¿Usted cree que
mi hermana ha sido asesinada, ¿no es verdad, Herr Doktor?
Incapaz de aguantar su mirada, Hugo se levantó del sillón. Durante unos momentos
se puso a andar por la habitación, con las manos en la espalda, como en los momentos en
que su espíritu se debatía contra un diagnóstico difícil o una nueva técnica operatoria...
Finalmente, se paró delante de Frieda, levantó la cabeza y sostuvo, esta vez, la
mirarla penetrante de la joven. '
—Escúcheme bien, Fräulein Dreist. Usted va a que«darse aquí, en el hospital... No,
no proteste, es inútil.
Haré que le den una habitación independiente... Naturalmente, va a ver a su
hermana. Después, descanse, cálmese sobre todo. Todavía no poseo bastantes datos como
para establecer de una manera definitiva las verdaderas causas de la muerte...
Se paró un momento, pasándose la mano por el mentón.
—Mientras no pueda decirle algo definitivo, espere. No es el momento de ensalzar a
su hermana; pero... —y el tono de su voz se hizo insistente— le diré simplemente que
apreciaba mucho a Anneliese. Era una muchacha encantadora, alguien que merecía la
estima que todos nosotros le teníamos.
Se calló un momento, para recuperar el aliento.
—Nuestra enfermera jefe va a acompañarla a su habitación. Descanse... y cuente
conmigo. Si lo que tememos es cierto, le aseguro que los culpables no escaparán a la
Justicia.
Ella se levantó, limitándose a hacer un gesto afirmativo.
Reisses apoyó sobre el botón del timbre. Algunos segundos más tarde llamaron a la
puerta.
—¡Entre!
Y cuando Else Malmen apareció:
—Acompañe a Fräulein Dreist a la habitación número 45, "Schwester". Que nadie
la moleste.
Y volviéndose hacia la joven:
—Si necesita cualquier cosa, llame. Else estará a su servicio: Frieda posó sobre el
cirujano una mirada de agradecimiento.
—“Danke, Herr Doktor!”

—Déjeme que le lleve la maleta...


—No, gracias. No es pesada.
Andando una al lado de la otra, cogieron el largo pasillo que atravesaba el edificio
de un lado a otro. Los grandes ventanales daban sobre la parte trasera del hospital, donde se
extendía un agradable parque lleno de árboles.
Mirándola con el rabillo del ojo, la enfermera andaba con ese paso característico de
la gente acostumbrada a recorrer los largos pasillos de los hospitales. Sus zapatos planos no
hacían ningún ruido. En su bata azul, con el pequeño sombrero blanco que la realzaba, su
seco cuerpo de solterona ofrecía un contraste muy fuerte al lado de la belleza
resplandeciente de Frieda.
Else Malmen no había sido nunca bella. Lo sabía. Sin embargo, y hacía tanto
tiempo que se perdía en sus recuerdos, había conocido el amor, a su manera... es decir, de la
forma en que las profesionales de la Medicina lo conocían.
Una cita con un interno... No, no con el guapo muchacho con el que se sueña; con
otro, cualquiera. No se puede ser exigente cuando no se pueden ofrecer maravillas...
Ahora se daba cuenta de lo que la belleza tiene de maravilloso.
Desde que había apercibido a la hermana de Anneliese, al entrar en el despacho del
Artz-Direjktor, se había sentido emocionada, como cuando se descubre una luz inesperada
o el atractivo de un cuadro...
“«Mein Gott!» ¡Qué bella es! A su lado Anneliese hubiera pasado desapercibida..."
Y en voz alta:
—Lo siento inmensamente... la queríamos mucho, ¿sabe usted?
—Gracias. ¿La ha visto?
—Sí.
—¿Ha sufrido?
—¡Oh, no! El cirujano jefe ha dicho que la muerte se ha producido rápidamente. En
realidad, no ha debido sentir nada...
Cuando llegaban al final del pasillo se abrió una puerta lateral.
Un joven apareció. Detrás de él, llevando una camilla, aparecieron a su vez dos
enfermeros.
—¡Else! —exclamó el hombre—; ¡qué suerte! ¡Justamente la estaba buscando!
—El doctor Reisses —comenzó la enfermera, pero el otro le cortó la palabra.
—¡Mi asunto es urgente! —lanzó, echando un vistazo sobre Frieda,. que estaba algo
separada de ellos—. Un amigo mío, el Oberleutnant Lohmann debe pasar unos días aquí.
¡Dígame el número de la habitación y la dejo en paz!
Sintiendo cómo sus piernas no le respondían, Frieda retrocedió todavía más hasta
apoyarse al muro. Por suerte la luz tamizada le permitía quedarse en una zona de penumbra
donde podía esconder su emoción.
Oyó decir a la enfermera:
—Está bien, Hans... no se excite. Coja el montacargas. En el tercer piso, él
reservado a los oficiales, podrá alojar al Oberleutnant, en la habitación número 66.
—¡Es usted un ángel, Else! —le dijo.
Ella se liberó, esperando a que el cortejo se alejara hacia el montacargas.
—Por favor, sígame, Fräulein —le dijo a Frieda, que ya se había recuperado algo
del choque que acababa de experimentar.
Y, andando ya hacia la puerta del final del pasillo: —¡Es difícil de confesar! Pero le
juro que no puedo ni olerle...
—¿Quién es?
—El Sanitatsobergefreiter Loeffer. Ahora que lo pienso, él también le hizo la corte a
su hermana... al principio, cuando llegó al Krieglazaret.
Y suspirando:
—¡Naturalmente, Anneliese le paró los pies!
Un gusto amargo había aparecido en la boca de Fríe* da. Dudó un momento antes
de preguntar: —¿Y... el otro?
—¿Quién?
—El oficial que llevaba en la camilla.
Else Malmen se encogió de hombros.
—¿Qué sé yo! Algún amigo de Hans... sin duda un borracho. Ya tengo la costumbre,
¿sabe? De vez en cuando trae algún amigo con crisis etílica. Pero... —y bajó la voz— hasta
el Artz-Direktor pasa la mano. Hans, sabe usted, es el hijo de un Gauleitier de Munich...
“...el padre de Fritz —había escrito Anneliese— es un personaje importante en
Munich."
Else empujó la puerta, separándose para ceder el paso a Frieda.
—¡He aquí su habitación, Fraulein...!

Capítulo X

—Está aquí...
Mientras se desnudaba, Frieda Dreist se preguntaba si la suerte no la ayudaba
demasiado. La suerte, sí. ¿Por qué no llamarla así?
Desde el momento en que había subido al tren, en Al tona, "sabía” que no volvería a
ver a Anneliese. Esa certeza, cuyo origen era inexplicable, cogió tal fuerza durante el viaje
que no se había extrañado mucho cuando el doctor Reisses le anunció la muerte de su
hermana.
Las cosas debían ocurrir así.
Sin conocerle personalmente, Frieda había adivinado la clase de individuo que era
Fritz Lohmann. Lo que Else Malmen le acababa de decir no hacía más que asegurar la
opinión que "a priori" se había hecho la joven.
Un nazi...
Se miró en el espejo, asustada de golpe del sentido peyorativo que acababa de dar,
por primera vez, a la palabra nazi.
La imagen de su hermano Rudolf se dibujó durante una fracción de segundo en su
espíritu. Le vio, en su uniforme negro de tanquista, luchando en el espacio infinito de la
llanura rusa...
Ella trabajaba también en los Servicios del Ejército del Aire. Y Anneliese, la más
pequeña, había trabajado hasta el último día de su joven vida en un Krieglazaret...
Tres hermanos. Tres alemanes. Cumpliendo su deber, piezas de una máquina
gigante, de un Reich Kolossal... Tres seres que hacían su trabajo, animados de un espíritu
magnífico, llenos de esperanza en la victoria final.
Llegada allí con el simple razonamiento que siempre había hecho, Frieda topó
bruscamente con la fisura. El camino recto, banal, que la vida de los tres hermanos Dreist
recorría, como millones de criaturas, acababa de romperse.
Y esa fractura lo cambiaba todo.
Bruscamente asistía a un espectáculo imprevisto. Hasta entonces el mundo le había
parecido una cosa normal con, ¡por qué no!, algunas pequeñas maldades que gestos
amistosos compensaban a fin de cuentas.
Pero, como sobre una fantástica escena, he aquí que los actores acababan de
quitarse sus bonitos disfraces y aparecían en su verdadera naturaleza, y eso ocurría en todos
sitios y para todos, desde el gran Protagonista hasta el último extra...
Ese brusco cambio de decoración le había ofrecido el espectáculo de una Alemania
que nunca se habría imaginado.
Acababa de darse cuenta de que aparte de los hombres, los soldados alemanes de
siempre, que se batían valientemente en el frente, el resto del sistema no era más que
podredumbre, suciedad, oportunismo, y sobre todo cobardía.
El final lógico de su razonamiento le hizo mucho daño. Sin embargo, en aquella
masa viscosa y podrida que acababa de entrever, había todavía cosas simples y buenas; por
ejemplo, aquel querido doctor Reisses, del que irradiaba una extraordinaria bondad.
Al acostarse entre las limpias sábanas, en aquella pequeña habitación que
ciertamente le gustaba, se dijo que no se encontraba tan sola como lo pensaba; Anneliese
estaba muerta.
Algo antes de que la vieja enfermera la dejara, Frieda le había rogado decir al doctor
Reisses que iría a ver a su hermana un poco más tarde.
Cosa curiosa: su hermana muerta perdía el interés a sus ojos.
, Ya no podía hacer nada más por la pequeña; es decir, lo que había que hacer lo
haría en otro sitio que en la fría sala de la morgue donde reposaba Anneliese.
Como la suerte no le había abandonado, iba a confrontarse con el culpable. Pero
para ello esperaría la noche, y cuando el gran Krieglazaret cayera en el silencio, iría a ver a
aquel hombre...

Llevando consigo los resultados de los últimos análisis, el joven doctor Wagner
empujó la puerta del despacho del cirujano jefe.
El doctor Balthasar se encontraba allí.
Los dos hombres, inclinados sobre algunas notas que Robert había escrito a
máquina, tenían una expresión preocupada y concentrada.
Reisses se apoderó de los papeles que Paul le tendió. Los leyó atentamente mientras
una sombra planeaba sobre su frente llena de arrugas.
Cuando levantó la cabeza, adivinaron fácilmente lo que se preparaba a decirles.
—¡Ya no hay ninguna duda! —les anunció con voz lúgubre—; ¡se trata de un
asesinato!
—¡Dios mío! —suspiró Wagner—. ¡Pobre Anneliese!
—Señores —añadió Hugo—, vamos a ponernos a trabajar. Hay que redactar ahora
mismo un informe que dirigiremos, mañana, a la policía criminal de Breslau. ¡El culpable
debe pagar!
—Creo —intervino Balthasar— que deberíamos, desde ahora, prevenir a la policía.
Aun antes de redactar el informe...
Reisses reflexionó unos instantes.
—No es una mala idea, pero no quiero telefonear al comisario jefe. Y como, por
otro lado, les necesito a ambos, creo que podríamos enviar a alguien con la misión de
prevenir a la policía...
—El Sanitátsogerfreiter podría ocuparse de eso! —propuso Wagner.
—¡De acuerdo! Háganle venir. Le explicaremos de qué se trata. Y, mientras
escribimos el informe a máquina, irá a informar a la K. P. [16].

Frieda no consiguió dormirse. Echada, la mirada perdida en el techo, dejaba errar


sus ideas. A veces, las lágrimas caían despacio sobre sus mejillas.
Cuando se levantó, comprendió que aquellas horas de reposo habían contribuido a
calmar sus nervios, y también a que viera las cosas con una luz más clara, impidiéndole
cometer una tontería.
Habiéndose vestido, se acercó a la ventana y miró las grandes sombras de la noche
extenderse sobre el parque.
Algunas enfermeras empujaban los sillones de ruedas de los heridos en las piernas;
otras, por pequeños grupos, volvían al gran edificio.
—Pronto —murmuró— todos se habrán acostado y podré circular libremente por el
hospital.
Se sentó cerca de la ventana, abrió su bolso y cogió su paquete de cigarrillos.
Encendió uno y aspiró profundamente.
Pensó otra vez —no había hecho más que eso durante todo el tiempo que había
estado acostada— en las palabras que iba a dirigir a Fritz Lohmann.
Su más vivo deseo era el herir a aquel hombre con palabras justas, y sobre todo
hacerle confesar su fechoría.
Era la última cosa que podía hacer por Anneliese.
2. se proponía cumplirla. Además, se quedaría en Breslau, telefonearía a Fiedrich,
rogándole obtener del coronel Wermucht una prolongación del permiso que le habían
acordado.

Un silencio solemne pesaba sobre los interminables corredores del Krieglazaret.


Aquí y allá, una lámpara difundía una luz triste sobre los muros pintados a la cal. La
luna dibujaba sobre las losas rectángulos lechosos, allí donde filtraba a través, de los
ventanales.
Después de una pequeña duda. Fríe da marchó, de un paso decidido, por el gran
pasillo que se ofrecía ante ella. La vieja enfermera Else Malmen había Venido a la
habitación, hacía ya una media hora, para llevarle un tazón de caldo.
Simulando una tranquilidad de espíritu que estaba lejos de poseer, la joven había
charlado largamente con la “Schwester", enterándose así de la situación de los dos sitios
que quería visitar: La morgue y el pabellón de oficiales.
Ahora, después de haber recorrido la mitad del corredor, pudo encontrar fácilmente
la puerta de la escalera de caracol que llevaba a la morgue. Bajó los escalones metálicos,
encontrándose en una sala húmeda en cuyo fondo se adivinaba una puerta a dos batientes.
Una luz triste se filtraba a través de los sucios cristales que recubrían gran parte de
los batientes. Decididamente empujó la puerta, penetrando en la gran sala y cerrando sin
ruido tras ella.
Sentía una fuerte presión en el pecho.
Reuniendo todo su coraje, se obligó a avanzar hacia la única mesa ocupada.
Un sudario recubría el cuerpo.
Cerca de la mesa de mármol, Frieda se paró, el aliento entrecortado, una fuerte
sensación de tristeza en su corazón. Sólo pensar que bajo aquella sábana se encontraba el
cuerpo de su hermana, un cuerpo que había dejado la vida en plena juventud...
Aquella lucha íntima le dio la fuerza suficiente para levantar bruscamente la
sábana... Y Anneliese apareció, los ojos cerrados, vistiendo su uniforme de enfermera, una
gran paz sobre su rostro de cera.
Frieda se quedó algunos instantes inmóvil, su mano derecha sujetando el extremo
del sudario. Después,-bruscamente, se inclinó sobre el cadáver y posó sus labios sobre la
frente helada de su hermana menor.

—¡La puerca! —gruñó Fritz dando un golpe rabioso al tazón que la enfermera
acababa de llevarle.
El caldo se derramó por el suelo, salpicando la pared; el tazón se rompió en mil
pedazos.
—¡La puerca! —repitió obstinadamente el Oberleutnant—. Sin embargo le había
rogado que me trajera algo de alcohol... ¡Es justamente eso lo que necesito! Después de una
borrachera como la que he agarrado en el burdel, algunos pequeños tragos de schnaps me
pondrían rápidamente en forma...
Se sentó en la cama.
—¡La puerca! ¡La vieja puerca!
Se dio cuenta entonces que le habían puesto un pijama y que su uniforme,
cuidadosamente doblado, se encontraba sobre una silla, al otro extremo de la habitación.
—"Scheisse!" —murmuró agarrándose la cabeza con las dos manos—:—; me he
pasado de la raya... ¡lo que he debido tragar...!
Recordaba vagamente la brusca llegada de su amigo Loeffer; después, al cabo de
unos instantes de reflexión, revivió perfectamente los últimos minutos de la escena, le
pareció oír nuevamente los insultos que Hans le había dirigido, y, en una especie de sueño,
vio el enorme puño del enfermero golpearle en el mentón.
Y Se llevó la mano a la cara, tocándose el mentón prudentemente; despertó un dolor
vivo que le obligó a retirar rápidamente sus dedos.
—¡Cerdo! ¡Me ha golpeado cobardemente! ¡En el momento en que era incapaz de
defenderme!
La cólera crecía en su espíritu.
—¿Por quién me toma ese imbécil? ¡Me ha ayudado, de acuerdo, pero yo también le
he sacado de más de un lío! ¡En cuanto venga a verme, le voy a devolver la “caricia"!
¡Sucio puerco! ¡Hijo de puta!

Frieda se paró delante de la puerta de la habitación 66; a su través oyó claramente
los juramentos del hombre. La voz, desagradable, con el acento rudo, le llegaba
distintamente a través de la delgada puerta.
Cerrando los ojos, vio nuevamente el rostro apacible de Anneliese; como en la
proyección ultrarrápida de una película asistió a algunas escenas de años pasados.
Anneliese con largas trenzas; Anneliese con un pecho incipiente; Anneliese
confiándole, roja de vergüenza, que acababa de tener sus primeras reglas...
Su mano apretó convulsivamente el pomo de la puerta.i
Empujó bruscamente la puerta y penetró en la habitación, cerrando el batiente tras
ella.

—¿Qué?
El hombre separó las manos de sus sienes y se apoyó en la cama, la mirada dirigida
sobre la mujer que acababa de aparecer ante él.
Por un momento, luchó contra una especie de aprensión que se apoderó de él por
entero; pero esa desagradable sensación fue de corta duración.
En seguida, como buen conocedor, miró glotonamente él magnífico cuerpo de la
desconocida.
—¡Vaya! ¡Al fin me envían una nueva enfermera'. Esa vieja que ha venido antes...
¿sabe lo que ha osado traerme, guapa? ¡Caldo! ¡Ya ve! ¡Caldo para un tipo como yo!
Se pasó la lengua sobre los labios cortados; su boca seguía todavía pastosa.
—Pero usted, ricura, va a traerme una botella... algo bastante fuerte... y como no soy
malo, ni mucho menos, beberemos juntos, ¿no?
Frieda le miraba interrogativamente, preguntándose cómo Anneliese había podido
enamorarse de un ser como aquél.
"¡NO es un hombre! —pensó mientras él continuaba charlando—. «Mein Gott»!
¿Qué has encontrado en él para ofrecerle lo que le has dado?”
Una ola de calor le subió bruscamente a las mejillas.
—Estás muy bien hecha, ¿sabes? —dijo Lohmann.
—No debe hablarme así... ¡si le oyera su novia!
—¡Mi novia! —hipó—: ¡soy viudo, pequeña! Mi pobrecita novia ha muerto; es
verdad... puedes creerme...
Freída luchaba desesperadamente con las ganas de lanzarse sobre aquel sucio
individuo y clavarle las uñas en los ojos...
—¡No! —se forzó a exclamar—. ¡No es posible! No irá usted a decirme, Herr
Offizier, que la pequeña que está en la morgue es... su novia...
El reaccionó: su rostro tomó un tono ceniciento, sucio, enfermizo.
—¡Cómo! —se atragantó-•, ¿ha estado usted en la morgue...?
—De allí vengo.
Tragó saliva con visible dificultad. Sin embargo, con un gesto de la mano, que le
temblaba, barrió las— imágenes que le obsesionaban, consiguiendo hacer salir de su boca
una especie de carcajada.
—¡Olvida todo eso, bella mía! Tú y yo vamos a divertirnos un poco...
Ella dio un paso hacia él. Mientras hablaba, con la mirada perdida, Frieda había
visto sobre el uniforme dejado sobre la silla el estuche que contenía la pistola
reglamentaria.
Pero no había asociado con la vista del arma ningún deseo de violencia. Por el
momento no quería más que castigarle verbalmente, con palabras que le hirieran, llegar a
que confesara haber puesto aquella maldita inyección de morfina que...
•-Soy la hermana de Anneliese...
Sus facciones se atiesaron. Sus ojos se abrieron enormemente y la mirada que
posaba sobre ella no tenía nada de divertida.
—Tú... —tartamudeó—, tú eres...
—¡Frieda Dreist! ¿Eso te dice algo, innoble cerdo?
Durante unos instantes, alocado, luchó contra el miedo que se agarraba a sus tripas.
Pero se rehizo rápidamente. ¡Una mujer! No tenía más que levantarse de la cama y
abofetearla a gusto... se pondría a lloriquear y después... algunas caricias y se la llevaría a la
cama...
—¿Qué le has hecho a Anneliese?
Rió ruidosamente.
—La puerca de tu hermana quería agarrarme..., por las buenas, ¿sabes?
—¡Le has hecho un hijo, canalla!
—¿Yo? —rió cada vez más dueño de sí mismo—. acostaba con todo el mundo, la
pequeña puta’.
Algo explotó de pronto en la cabeza de Frieda.
Todas sus buenas intenciones se disolvieron ante el chorro de cólera ácido,
mordiente, que se expandió en sus venas.
Retrocedió hasta la silla.
Sus manos, ávidas, nerviosas, se apoderaron de la pistola.
Asustado, Fritz saltó de la cama. En su pijama, demasiado grande para su delgado
cuerpo, tenía un tipo ridículo.
—¡No! ¡Estás loca, palabra!
—¡Puerco!
Tendió el brazo, apoyando sobre el gatillo. Una vez, dos, tres. El arma se estremecía
al extremo de su brazo. Sin embargo, no había cerrado los ojos.

Había "dado” su versión. Tranquilamente se había explicado con el jefe de la Kripo


de Breslau.
—Ya recibirá usted noticias de Munich... el Gauletier... el jefe local del partido...
Confuso, Willi Helde, jefe de la Kripo de Breslau, se apresuró a afirmar con un
gesto de la cabeza.
—No se preocupe, Herr Loeffer. Ya tenemos la costumbre... los enemigos del
Reich... ya sé...
Cuando entraba en el Krieglazaret, los disparos se oyeron nítidamente en el
pabellón de oficiales.
—"Sakrement!” —juró Hans lanzándose hacia el ascensor.
Willi Helde, seguido de seis policías que le acompasaban, corrió tras los pasos del
Sanitatsobergefreiter.

Segunda parte

"EL JUICIO”

“La.justicia es la administración de la fuerza, es la sensación de las injusticias


establecidas."
Anatole France

"Con la misma vara que midas, serte medido."


Evangelio de San Lucas, VI-38

Capítulo XI

—¡Venid a ver a la perra que ha disparado sobre un oficial!


—¿Es una roja?
—¡Roja o azul, está muy bien!
—¿Dónde la han metido?
—En la 9...
—"Scheisse!” En la celda de los peligrosos. ¡Entonces va en serio!
—¡Cómo no! ¡La pobre idiota ha caído mal! Adivinad por qué, chicos...
Le siguieron por el largo pasillo que llevaba a la lúgubre escalera. Una escalera de
cuarenta y seis escalones que muchos detenidos habían bajado para no subir... por su propio
pie.
Lorenz Piones, el que conducía a sus compañeros hacia la detenida Frieda Dreist,
era “Oberschaiführer" [17] de las fuerzas de las SS, a las que se había confiado la vieja y
podrida prisión de la ciudad de Breslau.
El edificio, que tenía la forma de una L, no había recibido ni una sola capa de
pintura desde 1887. Sólo el pabellón destinado a los SS, instalado completamente al
extremo del pequeño brazo de la “L”, habla sido rehecho para recibir a los guardianes.
El resto, dedicado al más completo de los abandonos, ofrecía un aspecto lamentable.
Toda la parte subterránea, allí donde se encontraban las celdas para los prisioneros
peligrosos, para los detenidos momentáneamente o simplemente para las pobres gentes
condenadas a un castigo, flotaba materialmente en el agua que se filtraba de la red de
cloacas cercanas.
A través de las fisuras que el agua había hecho, enormes ratas penetraban en la
prisión, hambrientas, con la piel pelada, cubierta de pústulas, soltando un olor insoportable,
los largos dientes ávidos, atacando, en cuanto podían, a los prisioneros enfermos o a los que
habían sido apaleados a muerte y no tenían fuerzas para defenderse.
Se había dado el caso de que se hubieran encontrado muertos algunos detenidos,
medio devorados, mucho antes de que se les pudiera extraer las informaciones que la
policía esperaba.
Entonces, locos de rabia, los SS disparaban a ráfagas sobre las ratas o —había
pasado más de una vez— pasaban al lanzallamas la totalidad de las celdas, sin molestarse
en sacar a los desgraciados ocupantes.
De todas formas, la administración SS, así como la W.V.HA. [18] no prestaban mucha
atención a las viejas prisiones, símbolos de un sistema prescrito.
Generalmente, los detenidos en las prisiones del Reich no se quedaban más que el
tiempo justo para ser juzgados y condenados. Después abandonaban las lúgubres celdas
para gozar, gracias a la generosidad del gobierno, de los K.L., los campos de concentración,
nuevo descubrimiento del régimen penitenciario, donde se encontraban transformados en
trabajadores del Reich.
Normalmente se debía contar un cierto porcentaje para los que —los menos—
conseguían que se les devolviera la libertad (alrededor de un 2 %) y el grupo más
importante (un 12 %) que morían de un "ataque, de corazón* en las celdas, después de
haber salido de la sala de interrogatorios.

Llegados al pie de la escalera, el SS-Oberscharsführer Piones se volvió hacia los


cuatro hombres que le acompañaban.
—Quiero recordaros que nuestro jefe ha prohibido que se toque a esta mujer. No
quiero complicaciones, ¿entendido?
Afirmaron.
Tranquilizado, Lorenz emitió una especie de carcajada.
—¡No olvidéis tampoco que el precio de esta visita es una botella de schnaps por
barba! Ya me conocéis, chicos. Nunca abuso de mis galones... pero si alguno de vosotros
piensa no ofrecerme la botella, se arrepentirá...
—¡Date prisa, Piones, maldita sea! —gritó Antón, un gigante de rostro bestial— ¡no
nos hagas esperar más! Después de lo que nos has contado de esa chica, queremos ver si no
has exagerado un poco...
Lorenz sonrió irónicamente.
—¡Vais a ver, muchachos! ¡Ya me diréis luego!
Martin, un larguirucho, delgado como un clavo, tragó penosamente saliva antes de
preguntar: —¿Es verdad que está desnuda, Oberscharsfürer?
—“¡Natürlich!" —rió Lorenz—. ¡Desnuda como cuando la parió su madre!
Su voz endureció:
—Pero, os lo repito; si abro la celda, como os he prometido, meteos las manos en
los bolsillos... ¿visto?
—¡Vamos ya, “¡Sakrement!" —dijo Antón con una voz ahogada—, no aguanto más!
Sin abandonar su sonrisa, Piones avanzó hacia. el fondo del pasillo húmedo que una
bombilla iluminaba pobremente. Una vez ante la puerta 9, cogió la llave que llevaba en su
bolsillo, la introdujo en la cerradura al tiempo que empujaba el pesado batiente de la puerta.
Antes de penetrar en la celda, dio la luz.
Todas las celdas estaban provistas de una potente bombilla, en un agujero
practicado en el techo, muy alto, protegido por una alambrera metálica que impedía que los
prisioneros la rompieran.
Cada vez que pasaba la ronda, se podía encender desde fuera. Entonces, la
minúscula celda iluminada fuertemente, podía verse fácilmente a través de la mirilla.
La luz invadió la celda y dibujó sobre el pasillo un rectángulo blanco.
—¡Mirad!
La joven se había levantado del montón de paja. Ni siquiera disponía de una manta.
Por otro lado, además de la paja, no había en la celda, que medía dos metros por un metro y
medio, más que un agujero, practicado en un ángulo y que servía-de W.C.
Frieda, sorprendida, se refugió en un rincón.
Durante un instante, movida seguramente por el instinto, se llevó las manos a los
senos, en un gesto puramente automático; pero recordando su completa desnudez, se
agachó y una de sus manos descendió sobre el triángulo sedoso de su pubis.
Admirativas exclamaciones surgieron de las bocas de los SS.
—"¡Meine Mutter!" —lanzó el gigante—: ¡Es increíble! ¡Nunca he visto una
chavala tan bien hecha!
Con el aliento entrecortado, los ojos desorbitados, un poco de saliva cayéndole
sobre el mentón, Martin empujó a sus compañeros, abriéndose un camino hasta encontrarse
en primera fila, muy cerca de su jefe.
Sus ojos no se separaban del pecho agresivo de la muchacha.
—¡Nos la quieres jugar, Lorenz! ¡Es truco! ¡Lo que lleva son tetas postizas!... ¡si
fueran verdaderas no podrían aguantarse así!
—¡Idiota! ¡No hay nada falso en esa chica! —gruñó el SS-Oberscharsführer.
—¡No, no! ¡No lo creo!
Y volviéndose hacia el cabo jefe:
—¡Escúchame, Lorenz! Todavía me queda una botella de coñac... del bueno. Lo he
traído de París... no había dicho nada a nadie... quería abrir la botella para celebrar la toma
de Moscú... ¡Mira, te la doy!
—¿Sí? —preguntó Piones.
—¡Palabra! Pero... déjame tocar... nada más que probar un poco. Te juro que lo haré
de prisa... pero, por lo que más quieras... ¡Quiero ver si son de verdad!
Lorenz frunció el ceño.
—¡De acuerdo! —lanzó al cabo de un momento. Y, como el otro se lanzaba ya, lo
agarró por una manga—. ¡Espera, Martin! ¡No tan deprisa! Me has prometido tocarla nada
más que un poco... no le metas manó o te parto el cráneo. ¿Comprendido?...
—Sí, sí... —silbó el SS.
Martin avanzó entonces, sobre la punta de los pies. Su mano derecha, al extremo de
su brazo tendido, temblaba fuertemente.
Frieda, viéndole venir hacia ella, se pegó aún más al muro frío y rugoso.
—¡No me toques, cerdo! ¡Me las pagaréis todas! ¡Mi novio es alguien importante!
¡Es Hauptmann y Oberinspektor de la Luftwaffe! ¡Si ponéis vuestras puercas manos sobre
mí, os matará con sus propias manos!
Detrás de Lorenz, Anton, el gorila, soltó un suspiro.
—¡Vaya tío con suerte! ¡Ofrecerse un lote parecido! Yo tendría miedo de romperla...
¡se diría que está hecha de porcelana!... ¿no es verdad?
Mientras tanto, Martin había llegado cerca de la joven. La miró, como atontado, no
creyendo lo que veían sus ojos.
—Nada más que una pequeña caricia, Fräulein...no quiero hacerle daño...
Frieda sentía contra su espalda la rugosidad del muro, y el frío del cemento le
penetraba en el cuerpo.
“ ¡Dios mío! —pensó—. ¿Dónde he ido a caer? ¡Tengo que prevenir a Friedrich lo
más pronto posible!”
Martin había doblado el brazo derecho.
De pronto, lo estiró. La mano, como la cabeza de una serpiente, saltó hacia uno de
los senos de la muchacha; los dedos agarraron la carne como colmillos.
Frieda emitió un grito de dolor que se extendió por el pasillo.
—¡Basta! —gritó el cabo.
Martin retrocedió. Su cara exprimía la incredulidad.
—¡M... maldita sea! ¡Son de verdad! ¡Las he tocado! ¡Podéis creerme, chicos!
¡Verdaderas! ¡Se diría, palabra, que acabo de poner la mano sobre un pedazo de mármol!
¡Son así de duras! ¡"Meine Motter!” ¡Podéis creerme, os lo juro!

—Pero, "meine Liebicht"... ven ¡ya no aguanto más! Esta noche, tengo unas ganas
locas de ti...
Se había sentado sobre la gran cama, empujando las sábanas hacia la parte inferior.
La grasa y la edad —acababa de llegar a los sesenta— le habían dado senos como
los de una vieja solterona. Entre ellos, algunos tufos de pelos blancos mostraban claramente
su sexo.
La grasa se acumulaba también alrededor de su cintura, formando una especie de
vaina repugnante. El gordo vientre, con un ombligo hacia fuera como el de una mujer
encinta, escondía su pubis, no dejando ver más que sus delgadas piernas de rodillas
prominentes.
Pero no era aquel hombre gordo y deformado al que Frau Reichmeyer se obstinaba
en rechazar.
Después de casi treinta años de matrimonio, Klara Reichmeyer, nacida Petorhoff,
también había cambiado mucho. Conservando una delgadez que dejaba sospechar algún
desorden tiroidiano, su pecho de jovencita, del que tan orgullosa había estado, había
desaparecido, y en la presente, no tema pecho en absoluto.
Larga de cuerpo, con caderas inexistentes, piernas esqueléticas y grandes pies, había
que ser Herr Reichmeyer para sentirse atraído hacia aquella criatura neutra, en la que
dominaba el lado varón.
Sin embargo aquel misterio podía explicarse.
Desde la noche de bodas, Otto había tenido la sorpresa de descubrir en su mujer un
cuerpo delgado, joven, tan poco desarrollado que había despertado en él recuerdos muy
agradables. Siendo suboficial y encontrándose en Bélgica, en 1916, había encontrado,
durante el curso de una patrulla destinada a descubrir espías, una casa abandonada, habitada
por una vieja belga, y una pequeña, su meta, de apenas trece años.
Los recuerdos de esa "acción de guerra" habían quedado profundamente anclados
en su espíritu. ¡Se podía comprender fácilmente la alegría que había sentido
"redescubriendo” en Frau Reichmeyer, un cuerpo que le recordaba el frágil cuerpo de la
chiquilla belga que toda la patrulla había violado!
Su puesto de Oberkriminalinspektor, en Berlín, le había, ciertamente, dado la
ocasión de conocer bellas mujeres. Pero, a pesar de esa suerte que su cargo le turbándose
ante la idea de aquella vieja aventura, sin embargo viva y fuerte como en aquel gris día de
1916.
—¡No seas mala, gatita mía!
Se dignó a volverse hacia él.
—¡No hay nada que hacer, Otto! ¡O arreglas la situación de nuestro pequeño o no
me tocarás nunca más!
—Pero... ¿qué quieres que haga todavía? —se quejó el Oberkriminalinspektor—.
Me las he arreglado para que no sea llevado delante.de un consejo militar. ¡Había
abandonado su tanque!
—¡No es verdad! ¡Joachim me ha contado lo que había pasado realmente! Fue ese
bruto de Panzerführer, sabes, ese innoble Rudolf Dreist, que ha redactado un informe tan
falso como su alma.
—Bueno, de acuerdo. Yo también creo a nuestro hijo... ¡pero nada malo le ha
pasado!
—¡Quiero que hagas más!
—¿Qué?
—¡Sí! Nuestro pequeño quiere hacer los cursos para oficiales. Tú conoces al
director de la escuela de Panzers...
—¡Bueno! 'Hablaré con él...
—¡No es bastante!
—¿Cómo? Me parece que exageras, "meine Liebicht”.
—¡Como quieras! —exclamó ella, volviéndole la espalda.
—¡Espera! ¡Habla, anda!
Se volvió hacia él, una sonrisa de triunfo lucía en su boca.
—En cuanto nuestro Joachim sea Leutnant, quiero que hagas que vuelva a su
unidad... ¡y que mande a ese puerco que le ha hecho tanto daño!
Otto suspiró profundamente.
—¡Bueno! Ahora, ven cerca de mí...
Ella se movió blandamente hacia el hombre.
Pero, justo en él momento en que él tendía los brazos hacia la mujer, el teléfono se
puso a llamar.
—¡“Schiesse!" —gruñó, volviéndose para apoderarse del auricular.
Su tono cambió bruscamente. Su voz, dulzona, repitió sin cesar ahogados “Ach so”.
Acabó por un “Jawolh, meine Generalinspektor" seguido de un "¡Heil Hitler!" resonante.
Dejando el teléfono, se volvió hacia su mujer, con el rostro, sonriente.
—¡Alégrese, Frau Reichmeyer! ¡Conociéndola como la conozco, sé que va a estar
muy contenta!
—¿Por qué? —preguntó ella con una mirada que dominaba la desconfianza.
—¡Me voy mañana a Breslau! Se me acaba de confiar un asunto criminal... y
adivina de qué se trata...
—¡Acaba de una vez por todas y no hagas el tonto!
—Una joven, Fräulein Frieda Dreist, ha disparado algunos tiros sobre un oficial de
la Luftwaffe que es el hijo del jefe del Partido, en Munich...
—¿Dreist? —preguntó la mujer con los ojos enormemente abiertos.
—¡Sí, querida! Sin que yo lo pida, se me acaba de informar que esa chica tiene un
hermano en la Wehrmacht, a las órdenes de Guderian... ¡y ese hombre es justamente ese
puerco de Panzerführer Rudolf Dreist!
Aquella noche, una vez, el Oberkriminalinspektor Otto Reichmeyer volvió a ser
durante algunas horas, el gefreiter Reichmeyer, mandando a su patrulla en la sombría
noche, a través de la llanura belga...

Capítulo XII

—"¡Achtung! ¡Stehengestanden! ”
La voz del suboficial SS, situado cerca de la puerta que llevaba directamente a la
entrada sonó como un disparo.
Militares y, civiles, los primeros asistentes al tribunal, los otros curiosos
únicamente, atraídos por el proceso que se había anunciado ampliamente, se levantaron,
tanto los unos como los otros, en un firmes rígido, la mirada clavada en el gran retrato de
Adolf Hitler que tronaba justo detrás de la larga mesa del tribunal.
La puerta se abrió.
En sus uniformes de gran gala, los miembros del tribunal penetraron en la sala.
Primeramente, el presidente dél tribunal y el juez principal; después los tres
miembros de las SS que les asistían. Detrás de ellos, entraron también el acusador general,
el gordo Otto Reichmeyer, y su asistente, el “Generaladvokat" Franz Hebbom.
Mientras que los miembros del tribunal se situaban, todavía en pié, tras la gran mesa
donde iban a presidir, el ministerio público se colocaba detrás de la mesa, a derecha de la de
los jueces.
El timo personaje que entró en la sala fue Gaspar Schiffer SS-Obersturmführer al
que se le habla confiado la defensa de la acusada.
En pie, entre los dos "Sturmann" que la guardaban, Frieda Dreist, seguía con mirada
ausente el teatral desfile. Recordando aún la penosa escena de la que había sido víctima,
todavía creía sentir sobre su seno la mano ávida del carcelero.
Pero, a pesar de ese recuerdo, una gran esperan^ se había insinuado en ella, porque
ahora, de eso estaba segura, las cosas iban a arreglarse definitivamente.
Desde que había sabido que los tiros que había disparado sobre el amante de su
hermana no le habían matado, y que el pequeño canalla de Fritz Lohmann había salido sin
el más mínimo arañazo, una gran paz se había instalado en su corazón.
Frieda estaba disgustaba consigo misma por aquel gesto que podía haberle traído
muy malas consecuencias. Pero, en la habitación del hospital, delante de aquel sucio
individuo que se había permitido burlarse de ella, en el mismo momento en que el cuerpo
de Anneliese yacía aún en la morgue, no había sabido controlarse.
La voz del SS la extrajo del mundo íntimo de sus ideas.
—¡Achtung!” Su señoría, el "Strafritcher" [19] va a hablar.
Günter Wiesemann levantó la cabeza. Era delgado, muy alto y tenía una nariz como
el pico de un pájaro. Su cráneo liso como una bola de billar brillaba bajo la luz de las
lámparas que colgaban del techo.
Paseó una mirada húmeda sobre la asistencia, comenzando a hablar seguidamente:
—En el nombre de nuestro Führer bien amado; en el nombre del pueblo alemán y en el
nombre del Reich, juramos sobre nuestro honor de hacer justicia en el caso por el que nos
hemos reunido aquí.
Levantó el brazo, gritando:
—¡Heil Hitler!
Todos los presentes le imitaron. Todos, hasta Frieda, aunque la joven actuaba casi
inconcientemente.
Cuando los últimos ecos del "Heil Hitler" masivo, desaparecieron, la voz del SS
lanzó estruendosamente: —¡Siéntense!
Hubo un movimiento de relajación; mientras que la gente se sentaba, algunos
rumores, susurros, se oyeron en la sala. El juez impuso nuevamente silencio ayudándose
con su martillo.
—El juicio va a comenzar. Primeramente vamos a conocer las disposiciones de
"l'Inkulpat” [20]. ¡Fräulein! ¡Levántese!
Frieda obedeció.
—¿Su nombre?
—Frieda Dreist, herr...
—¡Llámele Su Señoría! —le sopló su abogado que se había situado cerca de ella.
—Frieda Dreist, Su Señoría.
—¿Dónde y cuándo nació?
—He nacido en Pamkow, muy cerca de Berlín, el 17 de noviembre de 1918, Su
Señoría.
—¿Destino actual?
—Soy secretaria en los Servicios Generales de la Luftwaffe en Altona, y trabajo
directamente a las órdenes del coronel Wermucht, Su Señoría.’
El juez se volvió entonces hacia Reichmeyer.
—Señor “Generalprokurator”, ¿está de acuerdo con lo que la acusada acaba de
decir?
—Perfectamente de acuerdo, Su Señoría.
—Bien. Una vez establecida la identidad de la acusada, no me queda más que
preguntarle, Fräulein Dreist... ¿se considera usted culpable o inocente de los cargos que le
son imputados y que vuestro defensor le ha leído antes de esta sesión?
Frieda no dudó ni un momento.
—¡Me considero inocente, Su Señoría!
—¡Siéntese!
Se estableció un nuevo silencio, muy corto porque Otto Reichmeyer, andando sobre
sus cortas piernas, su vientre resaltando bajo su ropa de ceremonia, dejó su asiento para
venir a situarse delante de la larga mesa del tribunal. Antes de comenzar a hablar, carraspeó
ligeramente; después, fijando una mirada cargada de reproches sobre la joven: —Estamos
aquí, “Herren” del tribunal de “Kriminaljustiz”, para establecer, de una forma inapelable, la
responsabilidad de la aquí presente Fräulein Frieda Dreist, en un caso de agresión, con arma
de fuego, a la persona del Oberleutnant Fritz Lohmann.
"Los hechos muestran la maldad de la acusada, y es a nos, procurador general, de
demostrar a los miembros del tribunal que ninguna circunstancia atenuante no puede
justificar el espíritu agresivo de la acusada, así como sus intenciones de poner fin a la vida
del oficial Herr Lohmann...
Abrió los brazos en un gesto patético y, levantando la cabeza, se dirigió esta vez a la
asistencia.
—¡Lo más execrable de este caso —gritó con una voz aguda—, es que esta mujer
no tenía un motivo válido que pudiera justificar su crimen! ¿Qué digo? ¡No tema ningún
motivo!
Sintiendo como la cólera se apoderaba de ella, Frieda se inclinó hacia su abogado,
sentado delante de ella: —¡Hable de mi hermana! ¡Diga al tribunal que ha sido asesinada!
—¡Cállese! No puedo interrumpir al "Generalprokurator".
Ella se mordió los labios.
—...¡salgamos de nuestro error, "Herrén und Damen”! —decía en esos momentos
Otto—: ¡el motivo, existe siempre! Y les pregunto, simplemente: ¿qué fuerza puede
empujar a atacar a un miembro de nuestro glorioso ejército? ¿Me comprenden, no es
verdad? Veo cómo vuestras miradas se vuelvan hacia la acusada... y leo en vuestros
pensamientos la palabra que restalla con toda la fuerza que le presta vuestro patriotismo...
Tendió hacia Frieda un brazo acusador.
—¡Traición! ¡Esta es la palabra, mujer, que te echamos a la cara!
—¡Traición! —repitió con una voz en la que la vehemencia había sido muy
estudiada—. Apoyando sobre el gatillo del arma homicida, tú, Frieda Dreist, no apuntabas
únicamente a la persona física del Oberleutnant Lohmann... ¡Apuntabas a nuestras fuerzas
armadas, al Reich y hasta al propio Führer!
Un rugido alzó de la masa a la que las palabras agresivas del procurador general
hacían vibrar.
—Pero —continuó Reichmeyer una vez que el silencio se hubo restablecido—, no
crean "Herren und Damen", que nuestra acusación es gratuita. Los enemigos del pueblo
alemán, la banda pluto-judaica a la que nuestros soldados combaten gloriosamente, afirman
que nuestros juicios se basan sobre datos falsos...
Levantó el brazo hacia el cielo que tomaba como testigo: —¡Nunca la Justicia ha
sido más generosamente hecha que en el Tercer Reich! La prueba... Voy a demostrarles, con
todas las pruebas necesarias, que esta mujer se encuentra a la cabeza de una vasta
conspiración, y que ella no ha dudado, para triunfar en su tenebroso plan, en— sacrificar la
vida de la que, desgraciadamente, era la hermana de esta víbora pagada con el oro de los
enemigos de nuestro país.
Frieda estaba como hipnotizada.
Miraba al "Generalprokurator" sin poder creer lo que estaba viendo. Suspiró y bajó
la mirada. La voz de Otto le llegaba lejana, extraña, como si viniera de otro mundo.
—Voy a comenzar —decía e} procurador— por pedir la presencia del testigo
número uno... ¡Herr Ludwing Dreist!
Al oír el nombre de su padre, Frieda estuvo a punto de levantarse de su silla.
Asombrada, vio al viejo andar, con un paso indeciso, hacia la silla cerca de la cual se
encontraba, con el mentón hacia adelante, Otto Reichmeyer.
—Siéntese, Herr Dreist.
Una gran tristeza se leía sobre el rostro arrugado de} viejo. Alrededor de sus miopes
ojos, detrás de las gafas que le hacían ojos de pescado, unas ojeras muy fuertes se
dibujaban.
—Veamos, amigo mío... usted ha venido a Breslau voluntariamente, movido por el
deseo de ayudar a la Justicia del Reich. ¿Es verdad?
—Sí —dijo débilmente Ludwing.
—Hable más alto —sé lo ruego—, Herr Dreist.
—Sí, he venido por mi propia voluntad.
—De acuerdo. ¿Quiere usted explicar las cosas por sí mismo o prefiere que le
pregunte?
—Prefiero que me pregunte.
—Perfecto. Comencemos: mire a la acusada... y díganos si la identifica.
Ludwing levantó la cabeza. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, su mirada,
hasta entonces muerta, pareció animarse. Un gran suspiro surgió de su boca.
—Sí, la reconozco. Es mi hija Frieda.
—¿Tiene usted otros hijos?
—Sí.
—Díganos cuántos, y sus nombres.
—Rudolf, el mayor y Anneliese... —su voz se quebró— i mi pobre pequeña muerta!
—¿Esos tres hijos son de un mismo lecho?
—¡No!
Frieda sintió cómo el grito le subía por la garganta; se levantó horrorizada.
Empujándola, Schiffer, la obligó a sentarse.
—¡Quédese quieta, imbécil!
Ella se llevó las manos a los oídos, como si no quisiera oír ni una sola palabra. La
que su padre había pronunciado cuando el procurador le había preguntado si todos sus hijos
eran del mismo lecho, daba vueltas en la cabeza de la joven como un trompo que se llevara
con él todo su espíritu.
"Nein... nein... nein... nein...” —Entonces —insistió Reichmeyer—, ¿tiene usted un
hijo que no es de su mujer, Frau Dreist?
El viejo Ludwing asintió tristemente.
—Sí, eso es, "mein Herr...".
—¿Quién es ese hijo y con quién lo ha tenido usted?
Los ojos miopes se hicieron globulosos detrás de los cristales espesos de las gafas.
Los asistentes creyeron que el hombre miraba a la acusada, ¿pero es que tenía los ojos
abiertos?
—Esa —dijo despacio—: Frieda... la he tenido con... con... Sarah...
—¿Sarah?
—Sí. Sarah Goldmayer... era nuestra criada...
Frieda se puso a temblar.
¡Sarah!
Se acordaba como si la estuviera viendo. ¡La vieja Sarah!
"«Mein Gott!» —pensó la joven al límite de su asombro—. Sarah debía tener al
menos sesenta años cuando yo nací... me tenía en sus brazos y era vieja, muy vieja, muy
arrugada... ¿Como mi padre...?"
Lo absurdo de tal situación la hizo casi reír. Pero no llegó a emitir más que un
sollozo que se rompió en su garganta contraída.
—¿Su criada era judía?
—Sí.
—Y usted ha tenido una hija con ella. ¿Cómo lo tomó su mujer?
—Me perdonó... Naturalmente, mi mujer despidió a la criada...
"¡Oh, padre! ¿Qué te pasa? ¿Has perdido la razón? ¿No te acuerdas del entierro de
la pobre Sarah? Mamá lloraba porque quería a nuestra doméstica como a una hermana...
¡Padre! ¡Diles la verdad! Si quieres, me desnudaré y les enseñaré la peca que tengo sobre la
cadera derecha, la misma que mamá tenía..."
Ceremonioso, el " Generalprokurator” se inclinó ante Ludwing.
—Se lo agradezco, Herr Dreist. Su testimonio va a contribuir enormemente a
esclarecer la verdad de la causa que estudiamos... Naturalmente, como se ha hecho para la
venida, el Reich pagará su vuelta a Pankow...
—Está a su disposición, querido colega...
—"Danke!" No voy a interrogarle.

—¡Mi coronel, se lo ruego!


El jefe del Panzergruppe levantó la cabeza. Paseó su mirada sobre la carta que el
Unteroffizier Dreist acababa de darle.
—Lo que no pega —suspiró— es la firma... Una amiga que os desea el bien"; huele
a anónimo a mil leguas, muchacho...
—He recibido otras dos, mi coronel. Las tres han llegado al mismo tiempo aunque
hayan sido mandadas en fechas diferentes... pero he elegido ésta porque me ha parecido que
era la más detallada, la más explícita...
—Esa "amiga”, ¿no sospecha quién puede ser?
—En absoluto.
—¡No le quiere tanto como dice! Esta carta es capaz de poner la moral a cero al más
valiente... Después de todo, y es lo que pienso, no se trata más que de una broma de mal
gusto.
—Puede ser, mi coronel. Y es.justamente para saberlo que querría que telefoneara a
Breslau, al tribunal, por ejemplo. A usted, estoy seguro, le dirían en seguida la verdad.
El coronel de tanques miró todavía la carta que había dejado sobre la mesa.
—Bueno, Unteróffizier Dreist. ’Solamente, lo sabe tan bien como yo, las líneas
están ocupadas... se puede comunicar fácilmente con el PC de la Panzerarmee, pero de ahí a
tener línea con la Patria...
—Pruebe al menos, Herr Obers...
—De acuerdo. Vuelva a su unidad, Dreist. En cuanto sepa algo, le haré llamar...
pero, tranquilícese... Esta historia tiene todo el aspecto de ser el invento de un cerebro
trastocado. Su hermana menor muerta, su otra hermana arrestada por haber disparado sobre
un oficial de la Luftwaffe... ¡un cuento para niños pequeños, muchacho!
—Espero que así sea, mi coronel. ¿Quiere usted algo?
—No, puede usted disponer,
—"Zu Befehl! ”

—¡Oh, no, Dios mío! ¡Debo soñar! ¡Todo esto no puede ser verdad!
La primera sesión del proceso había acabado hacia mediodía, y Frieda había sido
llevada a su celda. Ni siquiera tocó la comida que se le había llevado.
Echada sobre la paja de su celda, lloraba silenciosamente, incapaz de comprender lo
que acababa de pasarle.
Sobre el fondo turbio de sus recuerdos más recientes, la vieja figura de su padre
salía como una imagen "in focus” que dejaba el segundo plano con un indefinido turbador.
Miraba aquel querido rostro que había encontrado extraordinariamente envejecido, e
intentó encontrar en los globulosos ojote, detrás de los gruesos cristales, alguna cosa, el
más pequeño índice que pudiera explicarle las terribles palabras que el viejo había
pronunciado.
—¡Me ha renegado! —sollozó Frieda—. ¿Pero, padre mío, por qué has mentido tan
rotundamente? Sabes muy bien que nunca has tocado a la vieja Sarah, y que, hasta si te
hubieras acercado a ella, habría huido para nunca más volver.
De pronto, la duda se puso a germinar en su espíritu.
¿Cómo no había pensado en ello antes?
"Ellos” le habían obligado a hacer una falsa declaración. Le habían amenazado,
golpeado, torturado...
Pero... ¿por qué?
Buscó durante largo tiempo una respuesta lógica a aquélla pregunta.
Indudablemente, debía haber alguna cosa que los jueces, el tribunal y todos aquellos
fantoches querían, cueste lo que cueste, evitar.
¿Fritz?
¿Un simple oficial de la DCA? No, eso no parecía lógico, en absoluto. Pero, fuera lo
que fuera, "ellos" estaban encubriendo a alguien. Y si la persona de la que se trataba, como
era de temer, era lo bastante importante como para que su nombre no se viera salpicado con
la muerte de Anneliese, ella, Frieda, no tenía ninguna posibilidad de escaparse.
La puerta de la celda gimió. Acordándose de la "visita", saltó de su "cama" y se
refugió en el fondo de la celda. Menos mal que le habían permitido guardar la ropa con la
que se había presentado a la corte.
La luz explotó sobre su cabeza.
Sonriente, su abogado, el SS-Obersturmführer Gaspar Schiffer, penetró en la celda.
Dirigió a la joven una mirada amistosa, después se sentó sobre la paja: —
Acérquese, Fräulein.
Ella se sentó tímidamente bastante lejos de él.
—Habiendo examinado su caso —dijo el abogado, con voz neutra—, y, teniendo en
cuenta las conclusiones del Generalprokurator, creo que lo mejor es aconsejarle que se
declare culpable.
—¿Culpable? ¡No lo soy, Herr Schiffer! ¡Ya le he contado con detalle lo que pasó,
desde mi llegada a Breslau! Supe que mi hermana había muerto en circunstancias
extrañas... y, en un momento de cólera, he disparado contra su amante. ¡Es del lado de ese
sinvergüenza que usted debe buscar al culpable!
Volviéndose hacia ella, Gaspar la fusiló con la mirada.
—¡Basta de hacer la idiota! —gruñó—. Acaba usted de ver que las pruebas en
posesión de la acusación son prácticamente inatacables. Declararse inocente no haría más
que empeorar su situación, exasperando al tribunal, que reaccionaría más duramente en el
momento de dictar sentencia...
—¡Pero... mi hermana Anneliese ha sido asesinada! Los resultados de la autopsia
practicada por el doctor Reisses...
Schiffer rió malévolamente.
—¡Hábleme de ese doctor Reisses! Va usted a tener una bella sorpresa, pequeña...
Se levantó.
—Como defensor suyo, le acabo de dar un consejo... de usted depende seguirlo o
no... pero todavía le aseguro algo... y puede creerme... ¡Si usted se atreve a declararse
inocente, no me extrañaría mucho oír al “Generalprokurator" pedir su cabeza!

Tercera parte

"LA SENTENCIA"

“Está armado tres veces aquél cuya querella es justa; y se halla desnudo, aun
cuando se encuentre vestido de acero, aquél cuya conciencia está corrompida por la
injusticia."
William Shakespeare.— "El Rey Enrique VI"

Capítulo XIII

La puerta de la celda se abrió.


Martin, el carcelero que le había pellizcado el seno, le dirigió una sonrisa animosa.
—¡Mi pequeña paloma! ¡Vamos!
Avanzó hacia la puerta, pero no la flanqueó hasta que el Sturmmann no se hubo
alejado lo suficiente como para no rozarla.
El rió sardónicamente:
.-Te haces la monjita muerta, pero si hubieras querido... Tengo amigos en la corte,
sabes...
La voz de Schiffer, que esperaba en el fondo del pasillo, cortó los mordaces
propósitos qué Martin estaba soltando con voz ronca: —Tráeme a la detenida... ¿o va a ser
necesario que vaya a buscarla?
—¿Has oído, muñeca? ¡Date prisa! ¡Tu abogado te espeta!
Frieda subió la escalera detrás de Gaspar. Una vez arriba, la cogió del brazo.
—¿Ha reflexionado?
—Sí.
—Hoy di tribunal va a dictar sentencia.
—¿Por qué be estado tres días en mi celda? He oído decir a los guardianes que la
corte continuaba el juicio...
—Es verdad. Usted misma tendrá Ja ocasión de constatarlo muy pronto. El proceso
se ha extendido considerablemente, se ha ampliado de una forma increíble.
—Pero, en mi caso...
La cara del abogado tomó un tono oscuro, le soltó el brazo.
—¡Si va a continuar a hacer locuras, dígamelo! Llegando a la audiencia, anunciaré a
Su Señoría que abandono su defensa...
—Pero...
—Felizmente, el tribunal no la interrogará más que para preguntarle una sola cosa,
al fin del discurso del Generalprokurator. En ese momento, espero que se habrá dado cuenta
de la única respuesta válida a dar.
Salieron de la prisión, y se separaron. Frieda, escoltada por dos SS, subió a un
vehículo policial. El abogado tomó plaza tras el volante de su pequeño Opel y demarró «i
tromba.

—¡El Generalprokurator tiene la palabra!


Antes de levantarse, Otto Reichmeyer buscó con la mirada, en la primera fila de las
sillas destinadas al público, el rostro delgado de su mujer.
Toda una personalidad, Frau Reichmeyer.
Por la noche, contenta de la marcha del proceso, después de haberle hecho leer en
voz alta las cartas entusiastas que su hijo les enviaba desde la academia de ofíciales, donde
esperaba los galones de Leutnant, se le entregaba con una fuga que él no le conocía.
Entre dos abrazos, le había explicado la participación en el "plan", como le había
dado por llamar al castigo que iba a caer sobre aquella abyecta familia Dreist.
—He escrito —le confió ella, abandonándole su pecho de muchacho— unas bonitas
cartas que he dirigido a ese Panzerführer... ¡el hombre que ha osado calificar á Joachim de
cobarde!
—¡Eres formidable!
—¡Y no es más que el comienzo! —le dijo placenteramente—. Ese Rudolf Dreist,
que el diablo confunda, está pasando muy malos ratos. ¡En cuanto la sentencia sea dictada,
voy a contarle todos los detalles, como he venido haciendo hasta ahora!

—"Herr Strafrichter!” ¡Su Señoría! ¡"Heiren” de este tribunal de "Kriminaljustiz"!


—comenzó Otto—; hemos tenido la ocasión, a lo largo de las tres últimas sesiones, de ver
desfilar ante nosotros los cómplices del grave intento de asesinato que ha sido presentado
ante esta corte de Breslau...
"Han tenido la ocasión de comprender toda la extensión del complot criminal que
hemos desarrollado ante sus ojos. Como he de referirme a lo largó de mi acusación, voy a
proporcionarles un resumen, lo bastante claro para que nada esencial quede en la sombra...
y que la luz que os proporcione, os permita dictar una sentencia justa, partiendo de todos
los elementos indispensables...
"Un simple asunto de agresión. Eso es lo primero que hemos encontrado. Simple en
los hechos, sin aparente complicación, se ofrecía a vuestro entendimiento como algo banal
que podía ser juzgado sin dificultad.
"Una mujer, la acusada, llega a Breslau y, aprovechándose de la noche, penetra en la
habitación de un oficial, que, según afirma, es el novio de su hermana muerta, se apodera
de la pistola del citado oficial y le dispara varios tiros, no hiriéndole por fortuna.
"¿Ha actuado en un momento de crisis? ¿Tenía todo el uso de la razón cuando
cometió el delito?
Levantó los brazos en un gesto patético.
—He aquí las disculpas que se presentaban, y que estábamos dispuestos a admitir
con simpatía, no viendo en el acto de la acusada más que un gesto hecho bajo el dominio de
la pasión...
Sus brazos cayeron pesadamente a lo largo de su cuerpo.
—Pero nuevos elementos se han presentado, que han dado una nueva luz al asuntó.
Pronto, como han visto a lo largo de estos tres días de interrogatorios, nos hemos
encontrado ante un complot minuciosamente preparado, en sus mínimos detalles. Un
complot que, apuntando a la persona de una joven de raza aria, se levantaba, como la
cabeza de una serpiente venenosa, contra todo el Reich. Porque atentaba a la esencia, a la
pureza de nuestro pueblo, revelándonos así los procedimientos incalificables de los
enemigos escondidos en la sombra, infiltrados en nuestras instituciones, aguas falsamente
dormidas, siempre dispuestas a ahogar pérfidamente las victorias más brillantes del
Nacionalsocialismo...
Cogió su pañuelo del bolsillo de su vestido, secándose con el tejido inmaculado la
boca.
—Mientras que escuchaban las declaraciones, las con«festones de los acusados, de
sus cómplices, habéis temblado de horror. ¡Lo sé! Porque he leído en vuestros rostros el
asco que sentíais... y he leído también en vuestros espíritus de alemanes honestos y fieles a
nuestro Führer, la más sincera incredulidad, ¡porque no pensabais que monstruosidades
parejas pudieran existir!
Bajó la cabeza, jugando al hombre abrumado.
—Yo también, por qué negarlo, me he asombrado ante estos hechos increíbles...
Suspiró.
—Pero pasemos al complot. Al principio, nos hemos enterado, con gran extrañeza,
que se intentaba ensuciar lo más puro de nuestra raza: la juventud por la que luchan
nuestros valientes soldados; esta juventud a la que nuestro Führer quiere dar un Reich
potente y milenario...
Una corta pausa, como si el haber nombrado al Führer impusiera un momento de
silencio.
—Esa juventud alemana estaba representada aquí por la persona de Anneliese
Dreist. Aria cien por cien, de una gran belleza, llena de la alegría de vivir. Quería ayudar a
su Führer... y trabajaba con nuestros gloriosos heridos, llevándoles la esperanza y la
seguridad de que sus penas no serían vanas, y que iban a vivir en el momento de la victoria
final...
"No es de extrañar, miembros del tribunal, que esta criatura despertase la envidia de
los enemigos de la Patria, los celos, y la decisión de hacer desaparecer tanta belleza, tanta
bondad, tanta gracia como sólo pueden tener las jóvenes alemanas...
"El doctor Hugo Reisses, en el que hemos descubierto ascendientes judíos, ha sido
el siniestro jefe de esta confabulación antialemana. Ayudado por sus asistentes, Robert
Balthasar ¡el apellido debe decirles algo!, y por Paul Wagner, que no ha querido escuchar
los latidos de su corazón alemán, traicionando a su país y a su Führer, repito: estos tres
hombres, se habían puesto de acuerdo con la hermana judía de la pequeña Anneliese para
llevar a cabo el plan más abyecto que se pueda imaginar...
"Han comenzado, con la autorización de Frieda, a transformar a Anneliese en una
drogada... Inyecciones e inyecciones de morfina destrozaban la resistencia de la joven. ¡Y
ya conocéis el fin que perseguían estos malhechores!
"Aquí, en esta sala, habéis asistido al más vergonzoso de los desfiles... Prostitutas,
con la mujer que las dirige a su cabeza, han confesado recibir en su infame local a la joven
Anneliese, ¡y haberla obligado a entregarse a judíos que visitaban el burdel a escondidas!
Un rugido surgió de la masa de los asistentes.
Otto se pasó la mano por la boca; sus ojos encontraron los de Frau Reichmeyer. La
cara de su mujer brillaba de alegría. Pudo descubrir promesas de amor y eso le dio aún más
fuerzas.
"Kolossal!" —lanzó, tendiendo los brazos hacia los asistentes—. ¡Desde aquí siento
batir vuestro generoso corazón alemán! ¡Ruge de rabia! ¡Y ese rugido hace temblar a los
enemigos del Reich! ¡Lo veréis en cuanto los acusados entren en la sala!
Movió tristemente la cabeza.
—Pero dejadme acabar el relato... Todo iba bien para los conspiradores, para los que
querían ensuciar a la juventud alemana, para los que habían conseguido, tras de esfuerzos
indescriptibles, hacer entrar a una aria en un prostíbulo... ¡para ser entregada a judíos!
"Pero, como sabéis, esas casas que los plutócratas querrían llenar con la juventud
alemana, se encuentran, desde 1933, bajo un severo control dél Estado. Y, naturalmente,
desde 1939, sirven al ejército, como todos nosotros... porque nuestro ejército, como en
otros tiempos heroicos, defiende nuestras fronteras y lleva a cabo una guerra implacable
contra los enemigos de la Nueva Alemania.
Se volvió a su derecha:
—Tenemos aquí un testigo. Se trata del jefe de la policía de Breslau... querido Herr
Helde... ¿quiere usted levantarse?
Willi obedeció. Era el hombre que, llamado por Loeffer, el Sanitatsobergefreiter,
había arrestado a Frieda Dreist.
—Veamos, querido amigo. Me dirijo a usted como jefe de la Kripo local. ¿Quiere
decirme desde hace cuánto tiempo controla usted la casa llamada "de la gorda Bertha"?
—Usted mismo acaba de decirlo, Generalprokurator. Desde 1932, por mi antecesor;
desde 193 por mí mismo.
—Continúe, se lo ruego...
—Desde 1939, cuando nuestra gloriosa campaña de Polonia, esta... casa, como
todas las de su tipo, se han convertido en "Deutschsoldatenhaus”. Algunos establecimientos
han conservado, sin embargo, su carácter civil...
—Pero ése no es el caso de "la gorda Bertha”, ¿no es así?
—¡Evidentemente, no!
—Entonces, dejando entrar a los judíos, se violaban las ordenanzas municipales,
además de arriesgarse a que nuestros soldados contrajeran enfermedades vergonzosas...
—¡Sí, Generalprokurator!
—Se lo agradezco, Herr Helde.
Se volvió hacia los asistentes.
—Peto no es esta grave falta la que ha retenido nuestra atención, aunque sea un
flagrante delito. No, el escándalo ha explotado cuando un oficial, un hombre sin mancha, ha
ido a pasar,.después de haber cumplido su deber de soldado, unos momentos de descanso a
la "Gorda Bertha"..., —Algunas discretas risas se dejaron oír.
—¿Qué es lo que nuestro valiente oficial descubre en esa “Deutschsoldatenhaus
Mientras bebe un vaso, plácidamente, oye gemidos ahogados que provienen del primer
piso...
"Sube, llama cortésmente a la puerta; y, como no le responden y que los gemidos
aumentan, hace todo lo que un buen alemán hace cuando huele algo sucio. ¡Abre la puerta,
justo en el momento en que un sucio judío salta por la ventana!
Sacando su pañuelo, Otto se secó delicadamente las sienes. Sabía perfectamente que
tenía a su auditorio pegado a sus labios. Pero lo que más le interesaba era el rostro
admirativo de Frau Reichmeyer, a la que miró enternecido.
—Durante unos momentos, nuestro oficial duda en perseguir al judío y llevarlo a la
policía. Pero el espectáculo que se ofrece a sus ojos le hace olvidar al judío... Una mujer
alemana, una joven de gran belleza, yace sobre el lecho, completamente desnuda... ¡Es la
pura evidencia de que acaba de ser forzada por el judío! ¡Pero esa pequeña heroína, a pesar
de la droga que le han inyectado, se ha defendido valientemente! Y el criminal, para
conseguir sus abyectos fines, le ha puesto otra inyección... El oficial encuentra al pie de la
cama la jeringa y las ampollas de las que el judío se ha servido para aniquilar la voluntad de
la joven alemana...
Otto paseó una rápida mirada sobre los.congestionados rostros, los ojos inyectados
en sangre. Sabe que está pintando magistralmente una escena espantosa...
—Conservando su sangre fría, nuestro oficial da los primeros auxilios a la
desgraciada chica, avisando después una ambulancia. Desgraciadamente, la pobre criatura
muere antes de que el " Lazaretwagen” llegue a su destino...
Dejó caer el brazo en un gesto de impotencia, como si la vida de la joven mártir
acabara de escapársele de entre las manos. Guardó así unos momentos de silencio.
Un murmullo comienza a extenderse por la sala; se adivina la tormenta que va a
explotar si Reichmeyer no pone un alto. Pero el Generalprokurator conoce su asunto. Y
cuando el descontento llega a un cierto grado: —¡No! ¡Guardad vuestra cólera, "Herren and
Damen”! Dejadme acabar. ¡Después, ni yo ni vosotros deberemos dejar oír la voz de
venganza! No sería, después de todo, más que dar razón a nuestros enemigos. ¡Nuestro
pueblo es el poseedor de la "Kultur”! ¡Dejemos que hagan justicia aquéllos a los que el
Reich ha confiado esa responsabilidad!
Y, después de una corta pausa, habiendo dominado completamente a la asistencia.
—¡No creáis que los malhechores se han detenido una vez descubierto su crimen!
Viéndose descubiertos por la decisión del oficial, se han apresurado a hacer venir a Frieda,
la única persona que podía, sin que sé sospechara de ella, "liquidar” al alemán que había
descubierto el sucio complot.
"¿Motivos? Ni a ella ni a sus cómplices les faltaba la imaginación... Después del
crimen, la mentira... muy bien montada, como vais a ver...
"Frieda llega al Krieglazaret. El doctor Reisses, el principal instigador del complot,
le dice que acaba de practicar la autopsia de Anneliese, y que además de haber descubierto
en el cadáver trazas de morfina... ¡como si no lo supiera!, se ha dado cuenta de que la joven
estaba encinta... y como, según ciertas cartas, tan falsas como todo lo demás, nuestro oficial
era el novio de su hermana...
"He aquí la confabulación completamente montada. Hermana de una pequeña
inocente ultrajada, podía permitirse ese gesto humano comprensible de querer matar al
asesino y al amante de Anneliese... (consiguiendo maravillosamente hacer callar para
siempre al único testigo,de su complot incalificable!

Capítulo XIV
Con los brazos en cruz, más teatral que nunca, el Generalprokurator giró despacio y,
sin descomponer su actitud, se dirigió al tribunal.
—Es a ustedes, miembros de este tribunal de "Kriminaljustiz", a quienes incumbe el
castigar debidamente a los hombres y a las mujeres que han cometido este delito. ¡No
olvidéis, os lo ruego, que el Führer espera de vosotros la firmeza contra los que quieren
atacar al Reich, y el castigo ejemplar que enseñe a nuestros adversarios el limpio espíritu de
nuestra Justicia!
Se retiró a su sitio. Un rumor de admiración le siguió. Antes de sentarse dirigió una
tierna mirada a su mujer.
Un martillazo sobre la mesa impuso un silencio total.
—¡Ujier! —ordenó Günter Wieseman, el juez— ¡haga entrar al resto de los
acusados!
Dos Feldgendarmes abrieron la puerta del fondo.
Frieda vio aparecer, en primer lugar, una vieja mujer, enormemente pintada. Su
falda, muy gorda, dejaba ver piernas, gordas, de enormes muslos.
Cuatro jóvenes la seguían. Vinieron a sentarse en primera fila, sobre Un largo
banco, cara al tribunal.
Inmediatamente después, Frieda tuvo un estremecimiento. El doctor Reissers
entraba, a su ve, en la sala; Inclinado, parecía muy viejo.
Detrás de él, con el rostro descompuesto, muy pálidos, sus asistentes, los dos
jóvenes médicos, le seguían.
Después del largo relato que acababa de oír de labios del Generalprokurator, Frieda
sentía una confusión indescriptible reinar en su espíritu.
Otto había puesto tanta pasión en sus palabras, dándoles un alto tono de sinceridad,
que la joven se debatía en un mar de confusiones.
Sin embargo, sabia que todo lo que se acababa de decir no podía ser verdad.
Pero la confabulación le había sido presentada con tal lujo de detalles, apoyada con
pruebas tan convincentes, que se preguntaba si la pequeña Anneliese no había, en efecto,
sido la víctima de un complot indescriptible.
Sin embargo, se acordaba de las cartas de su hermana como si las tuviera delante de
los ojos. ¡Y sabía también que Anneliese no le había mentido nunca!
La voz del "Strafrichter” la sacó de sus pensamientos.
—¡Este tribunal del-Reich va a dictar sentencia! ¡Escribano! ¡Nombre a los
acusados, uno tras otro! A medida que les llamará, se levantarán y responderán "culpable".
¡Entonces este tribunal dictará sentencia!
El escribano se levantó, con un pliego en la mano.
—Fraulein Bertha Veltzen, propietaria de la "Deustschsoldatenhaus” llamada
"Gorda Bertha”, de profesión prostituta. Acusada de haber recibido en su establecimiento a
personas de raza judía. Ha contribuido a prostituir contra su voluntad a una joven alemana.
Bertha Veltzen, ¿se considera usted culpable o inocente?
—“ Straffäling!" [21] —respondió la mujer.
—"Strafe: Der Gaíden!” [22], Un rumor de aprobación surgió del público.
—Fräulein Franciska Weiser, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling! ”
—"Strafe!" —repitió el juez con voz neutra—: "Zehn Jahren in
Konzentrationslager! [23].
—Fräulein Katherine Bosch, 25 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Elfrieda Schmitd, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Agnes Haas, 27 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
Se hizo un corto silencio.
Frieda, horrorizada, observada a las mujeres que acababan de ser condenadas.
Bertha parecía abrumada, pero mantenía su cabeza levantada en una especie de desafío.
Las otras, la cabeza baja, lloraban silenciosamente.
—¡Hugo Reisses! —gritó entonces el escribano-Doktor Artz-Direktor del
Krieglazaret de Breslau. Ascendencia judía positiva en primer grado. Ha conspira, do
contra el Reich, mantenido propósitos ofensivos contra el Führer y el ejército. Sirviéndose
de drogas robadas en el establecimiento que se le había confiado, ha prostituido contra su
voluntad a la joven alemana Anneliese Dreist, muerta a causa de las inyecciones que el
acusado le hacía, haciéndole creer que se trataba de calcio. ¿Hugo Reisses... se considera
culpable o inocente?...
El viejo doctor levantó la cabeza.
—“Unschuldig!" [24]. ¡Todos vosotros sabéis que soy inocente! ¡Como esas pobres
mujeres que acabáis de juzgar injustamente! ¡El verdadero, el único culpable, todos
vosotros sabéis quién es, es...!
La porra de unos de los Feldgendarmes, que se había precipitado sobre él, se abatió
pesadamente sobre su cabeza. Hugo cayó.
La voz del "Strafritchter” repercutió en los muros de la sala.
"Strafe: Das Richbeil!" [25].
Se estableció un nuevo silencio.
Frieda tuvo que apoyarse sobre el brazo de su silla. Su corazón batía intensamente.
Se esforzaba en comprender, pero su espíritu estaba completamente vacío, desconcertado...
—Robert Balthasar —continuó anunciando la Voz impersonal del escribano:
Doktor. Ascendencia judía en tercer grado. Asistente y cómplice del doctor Reisses. ¿Se
considera usted culpable o inocente?

—"Straffäling!"
—"Strafe: Zwanzig Jahren in Konzentrationslager!” [26].
—Paul Wagner. Doktor. Asistente del doctor Reisses. No conociendo los propósitos
de los culpables. Ha actuado obedeciendo las órdenes del cirujano jefe...
—“Strafmildernd?" —preguntó el juez [27].
—“Ja, Herr Strafrichter! ” —respondió el escribano—: sangre aria pura. Estudios en
la universidad de Berlín. Ha hecho un corto entrenamiento en los Hitlerjugend”... ruso! [28].
El escribano movió la cabeza.
—Su Señoría. Debo comunicarle que la acusada Elsa Malmen, enfermera jefe del
Krieglazaret, que debía estar presente ante este tribunal, ha intentado poner fin a su vida
cortándose las venas de las muñecas. Se encuentra en la enfermería de la prisión, pero su
estado no es grave.
—Bien.
—¿ Quiere dictar sentencia contra Elsa Mahnen, Su Señoría?
—“Todesurteil! Der Galden!" [29].

Todos los detenidos fueron llevados por los Feldgendarmes. Todos, excepto Frieda,
que asistía al triste desfile de condenados, el espíritu todavía confuso por ideas —
contradictorias.
"¡Voy a volverme loca! —pensó estremeciéndose.
La expectación había llegado al máximo.
Después de la dureza de las sentencias dictadas, el público, con una curiosidad
mórbida, esperaba el juicio de la acusada Frieda Dreist, la hermana o hermanastra, según el
Generalprokurator, de la víctima.
Por primera vez, a lo largo del proceso, Gaspar Schiffer, el abogado de Frieda, se
levantó.
—Su Señoría — dijo dirigiéndose al juez—, después de la exposición del
procurador general, no me queda más que pediros un poco de clemencia para la acusada
Frieda Dreist. También querría saber si ha dado curso a su petición, que le he hecho
transmitir debidamente al comienzo del proceso...
—¡El ruego ha sido aceptado, Herr Schiffer! ¡Escribano!
—"Ja, Herr Strafrichter?"
—Lea el texto del telegrama enviado a Altona.
—En seguida, Su Señoría. "Del «Militartgeritcht» de Breslau a Herr Fiedrich
Schlosser, Hauptmann de la Luftwaffe, Oberinspektor. La denominada Frieda Dreist,
actualmente sometida a juicio por este tribunal de Kriminaljustiz afirma ser su novia;
además, que proviene de una familia alemana de raza aria y que no se encuentran en sus
antecedentes directos ni colaterales personas pertenecientes a la raza judía. Además, que
usted está formalmente prometido a la dicha Frieda Dreist, que usted le ha prometido
formalmente el matrimonio y que usted se encuentra en posición de jurar que todo lo que
ella afirma es rigurosamente verdad. Firmado: Gunter Wiesemann, Strafritcher. Heil
Hitler!”
Una luz de esperanza se iluminó en los ojos de Frieda.
¡Al fin! La gran verdad iba a explotar de un momento a otro. Miró al juez, que
preguntaba a Schiffer: —¿Quiere usted que le lean la respuesta?
—Se lo ruego, Su Señoría.
—¡Lea, escribano!
—Muy bien. "Del «Haptmann Oberinspektor» Friedrich Schlösser al
«Militärgericht» de Breslau. Juro sobre mi honor de oficial de la Wehrmacht, sobre mi fe
nacionalsocialista, que conozco someramente a la llamada Frieda Dreist, que la he visto
algunas veces, que nunca he hablado con ella, que nunca le he prometido nada, y que sus
afirmaciones son absolutamente falsas. Además, juro haber oído que su madre era judía,
juro haber sabido que llevaba una vida disoluta, llevando a su casa soldados y oficiales con
el fin de corromperlos. Firmado: Hauptmann Friedrich Schlösser. Heil Hitler!"
Frieda se sintió desfallecer. Cerró los ojos porque la sala giraba alrededor de ella a
una velocidad espantosa.
—Se lo agradezco, Su Señoría...
—¡Acusada Frieda Dreist! ¡Póngase en pie! ¡Este tribunal va a dictar sentencia!
Fue incapaz de levantarse, pero los dos guardianes lo hicieron fácilmente.
—¿Se considera usted culpable o inocente?
Oyó su voz como si fuera la de otra persona: —"Straffäling!"
—¡Frieda Dreist! ¡Este es su "Urteil"! [30].
Y después de un corto silencio:
—“Konzentrationslager... auf Lebenszeit!" [31].

Cuarta parte

EL CAMINO DEL INFIERNO”


Si quieres conocer a un ruin, dale algún poder"
Napoleón

Capítulo XV

—"Schnell!”
Las llaves giraban en las cerraduras; las puertas se abrían con un ruido
ensordecedor.
—"Rauss!" ¡Todo el mundo fuera!
Bruscamente iluminadas, las celdas proyectaban rectángulos amarillos sobre el
corredor en penumbra.
—¡Más rápido, banda de puercas!
—¡Todo el mundo al patio!
Era de noche, pero ya una claridad gris y triste se filtraba entre los barrotes.
—¡Tú, guapa! ¡Sal de tu agujero!
Frieda se levantó. Penosamente. Estaba inclinada, dolorida como si la hubieran
golpeado durante toda aquella interminable noche que acababa de atravesar, como se
atraviesa un árido desierto, sin encontrar la más pequeña sombra de esperanza...
—¡Ya te había avisado! —rió Martin—. Si te hubieras mostrado amable conmigo,
habrías hablado con mis: amigos del tribunal...
Esta vez no se separó de la puerta y, cuando ella pasó a su lado, rozándole, le puso
las manos sobre las nalgas.
—"Sakrement!" {Cuando pienso que una carne tan buena va a secarse en un
Campo! ¡Pequeña idiota! ¿Es que no sabes que estás hecha para procurar placer?
Salió al pasillo.
Otras mujeres, las que había visto en la corte, empujadas sin cuidado por los
carceleros, se dirigían hacía la escalera.
El Oberscharsführer Plonnes, que andaba a la cabeza del grupo, cerca de Katherine,
metió la mano en el corpiño de ésta.
—¡Vaya par de tetas, maldita sea! ¡Muchachos! ¡Mirad lo mejor que ha pasado por
esta prisión! ¡Y ahora que podíamos aprovecharnos, se las llevan!
Kathe ni siquiera reaccionó. Al contrario. Dirigió una mirada prometedora hacia el
SS.
—Si quiere guardarme aquí... ¡sabré hacerle feliz!
—¡Cierra el pico! —gruñó él—. ¡Quieres hacerme la boca agua, puerca!
Subieron por la escalera; las manos, atrevidas, subieron a lo; largo de las piernas,
bajo las faldas...
—¡Perro! —protestó la gorda Bertha y, volviéndose como si le hubiera picado una
víbora, abofeteó a Antón, el gorila—. ¡Sucio puerco! ¡Te atreves a tocarme, a mí, a la que
van a colgar dentro de unos minutos!
Loco de rabia, el “Sturmann" le dio un culatazo en la cara.
—¡Cerda! ¡Quisiera asistir al momento en que pisarán la cuerda alrededor de tu
cuello de foca... desgraciadamente, tendrás que esperar a llegar al Campo!
La vieja prostituta sangraba por la nariz.
—¡No tengo miedo, canalla! Pero un día te colgarán a ti... ¡y estoy segura, cobarde,
dé que te cagarás de de miedo!
Los SS empujaron a las detenidas hacia el patio. En el cielo, las estrellas
comenzaban a palidecer ante el próximo alba.
—¡Oh! —exclamó Franciska, cuyas piernas temblaron—: ¡Mira eso, Mutter![32].
Así llamaban a Bertha.
Limpiándose la sangre con el dorso de ja mano, Bertha miró la plataforma que se
había levantado sobre el suelo cimentado del patio. Una pequeña escalera de madera, con
seis escalones, daba acceso a la plataforma sobre la que se veía una gran cesta de mimbre.
—¡Colocaos aquí! —les gritó el Oberscharsführer—, estaréis muy bien aquí. ¡Son
los mejores sitios! No os quejéis... ¡antes de que os vayáis os vamos a ofrecer un bonito
espectáculo!
Del otro lado del patio, en la fachada negra del pabellón de hombres, una puerta
gimió.
Encuadrada por los SS, armados hasta los dientes, la débil silueta del doctor Reisses
apareció. Detrás de él, su joven asistente, Balthasar, le seguía arrastrando los pies.
—¡Tú! —le gritó Lorenz—. ¡Ven aquí! Ponte cerca de estas señoras. ¡Pero no te
atrevas a tocarlas! ¡Ya no tienes ningún derecho!
Robert obedeció.
Frieda se dio cuenta entonces de que el otro doctor no estaba allí. Sin duda alguna
debía encontrarse ya camino de la unidad disciplinaria, en el frente ruso.
Así se quedaron cerca de una hora. Poco a poco, el día se anunciaba. La claridad
diurna revelaba los rostros pálidos, los ojos fatigados, sin expresión alguna.
Sólo los SS tenían los carrillos colorados, arboraban grandes sonrisas... Fumaban,
charlaban como si se hubieran encontrado en la plaza de un pueblo cualquiera.
De pronto, la puerta, la grande, que daba a la calle, se abrió. Un Mercedes negro
entró en la prisión, seguido de un Volkswagen y de un gran camión.
Las pesadas puertas de hierro se cerraron con un chirrido agudo.
Un Rotenführer se precipitó y abrió la puerta del Mercedes. Vestido con un
impermeable gris-metálico, Otto Reichmeyer descendió del coche seguido de muy cerca
por su asistente en la corte, el Generaladvokat Franz Hebbora.
Un hombre alto, enorme, de hombros potentes, salió del Volkswagen. Llevaba en la
mano un largo estuche negro que le prestaba el tipo de un músico llevando consigo su
instrumento.
Avanzó con grandes pasos, manteniéndose separado de las dos personalidades que
le precedían.
Y, mientras que el Generalprokurator y el Generaladvokdt se dirigían hacia los SS y
los detenidos, el hombre del estuche atravesó directamente el patio, haciendo gemir la
escalera de madera, que subió para situarse en la plataforma.
Empujó entonces la gran cesta y descubrió, detrás de aquélla, un tronco de árbol con
una gran muesca sobre su cara superior.
Después de haber dirigido una mirada vacía sobre los rostros pálidos de las mujeres,
Otto se dirigió directamente hacia los SS que encuadraban al doctor Reisses.
—Lea el acta de ejecución— dijo volviéndose ligeramente hacia su acompañante.
Franz obedeció. Abrió su cartera y sacó un papel que desplegó. Después, tras echar
un vistazo sobre la cara inexpresiva del doctor: —Por decisión del tribunal de
Kriminaljustiz de Breslau, usted, Hugo Reisses, de acuerdo con la sentencia pronunciada
por el ''Militärgericht" que le ha condenado a muerte, subirá al patíbulo y el verdugo le
cortará la cabeza. (Eso en presencia nuestra, como representantes del Reich!
—¡Llévenle! —gruñó Otto a los SS.
Le empujaron. Durante un momento, Frieda, que se— guía la escena con una
mirada hipnotizada, creyó que él doctor iba a caer, pero, aunque había comenzado a andar
con pasos titubeantes, Hugo levantó la cabeza y continuó a andar, adelantando a los SS que
le escoltaban con las armas preparadas.
Subió los escalones con un paso seguro.
Una vez arriba, en la plataforma, se volvió dando la cara a los detenidos situados en
el patio.
—¡Adiós, amigos míos!
Después su mirada se posó sobre los dos hombres uniformados.
—¡Seréis colgados! ¡Una Alemania tan inhumana no puede subsistir! ¡Vivís en la
mentira! {Vosotros y vuestro Führer, ese loco satánico!
—"Henker!" —gritó Otto con él rostro descompuesto—. ¡Haga su trabajo! ¡Schnell¡
El verdugo posó una mano enorme sobre el hombro del condenado, haciéndole girar
sobre si mismo.
Durante un momento los dos hombres se miraron, en silencio: era como si la Vida
dijera adiós a la Muerte. Frieda así lo pensaba, y se estremeció cuando el doctor bajó los
ojos delante de la mirada mineral del verdugo.
—Ponga la cabeza ahí encima, Herr Doktor —le dijo el hombre—; no tenga
miedo... no sentirá nada...
Hugo se dejó caer sobre sus rodillas. Una vez más dirigió una mirada a las mujeres;
sus ojos se retardaron sobre el pálido rostro de Frieda; le sonrió, mirando seguidamente al
joven doctor Balthasar.
Bajó la cabeza, apoyando el mentón sobre la dura madera.
—¡Vamos, amigo mío! —dijo, lo bastante fuerte como para ser oído por todos los
presentes.
El verdugo levantó los brazos. La hoja plateada pareció captar toda la luz 4el alba.
De pronto, el hacha brilló. Fue como si un relámpago, lanzado por la mano enojada de un
dios, cayera del cielo.
El golpe repercutió sordamente.
Frieda había cerrado los ojos. Robert, al contrario, se forzó a mantenerlos abiertos.
Vio la cabeza del cirujano saltar hacia adelante, como si Hugo acabara de imitar el salto de
un sapo.
El cuerpo cayó despacio con sobresaltos que coincidían con los chorros de sangre
que escupían las grandes arterias del cuello.
Otto se puso de espaldas al patíbulo.
—¡Es de esta forma como hubierais debido acabar todos vosotros! —gritó—;
bendecid la bondad de las leyes alemanes, y bendecid también a nuestro Führer
bienamado...
Puso una mirada divertida sobre el rostro de Robert.
—Usted es todavía médico...suba ahí arriba y constate la muerte de su cómplice. Lo
siento, pero hemos olvidado traer a nuestro propio doctor.
Sin una palabra, Balthasar subió la escalera de madera. El verdugo había cogido el
cuerpo de Hugo para ponerlo en la cesta. La cabeza, con los ojos grandemente abiertos,
yacía en un mar de sangre.
Robert se agachó y recogió la cabeza. Teniéndola entre las manos, sin prestar
atención a la sangre que le ensuciaba los dedos, le cerró los párpados, tendiéndola
seguidamente al verdugo.
—"Danke” —le dijo éste—, no se preocupe... ni siquiera se ha dado cuenta de que
moría.
Algunos minutos más tarde, el camión salía de la prisión de Breslau.
Sentada sobre el suelo del vehículo, con las otras detenidas (Robert había subido a
una ambulancia con Bise Malmen, traída de la enfermería) Frieda se preguntaba dónde las
llevaban.
En el fondo, el destino del viaje no le interesaba mucho. Porque conocía el final, o
lo preveía sin la sombra de una duda.
El camino del infierno comenzaba.

En el viejo vehículo que servía de "Lazaretwagen"[33] en la prisión de Breslau, Else,


acostada sobre una camilla que olía mal —nunca la habían lavado— gemía sin fuerzas.
Sentado en cuclillas sobre el suelo del vehículo, el doctor Balthasar estaba cerca de
la vieja enfermera. Una manta sucia y deshilachada la cubría hasta el mentón, pero sus
brazos descansaban sobre su cuerpo con vendas manchadas de sangre alrededor de sus
muñecas.
De tiempo en tiempo, a través de la ventanilla que daba a la cabina, el SS que
acompañaba al chófer lanzaba un vistazo sobre los dos prisioneros.
— ¿Sufre usted mucho? —preguntó Robert en voz 'baja.
— ¡Ah! ¡Los infames cerdos! —susurró la vieja mujer—. ¡Han matado al
pobre Artz-Direktor! ¡El hombre más bueno que nunca he conocido!
— ¿Cómo sabe usted que ha muerto?
— Me han obligado a asistir a la ejecución... Como no podía servirme de mis
brazos, me han sujetado por los sobacos y me han mantenido de pie, cerca de la
ventana...
Un sollozo rompió su débil voz.
— ¿Por qué no me han matado al mismo tiempo que al doctor? ¡He trabajado
a su lado desde hace dieciocho años! Me trajo de su ciudad natal... de Dresden, donde
tenía una hermosa clínica...
Cerró a medias los ojos.
— Vine para hacer una estancia de aprendizaje en esa clínica... ¡y me quedé
junto a él para siempre!
Miró fijamente al joven doctor.
— A veces... me invitaba a cenar con él.,Helga, su mujer, era una criatura
maravillosa... murió en el 38... justo cuando le rogaron que tomara la dirección del
Krieglazaret de Breslau... ¡Ah!, los canallas. Acabar así con una vida consagrada al
bien de los que sufren...
Robert pasó una mano cansada por su frente perlada de sudor.
— No comprendo nada... Else. Es, se lo aseguro, como si estuviera viviendo en
plena pesadilla...
Ella le dirigió una sonrisa repleta de ternura.
— ¡Esa es su Justicia, amigo mío! ¡El demonio se los lleve! No sienten placer
más que cuando hacen mal... Yo?, ya ves —le dijo, tuteándole por primera vez—, soy vieja,
usada..., la muerte no me da miedo... cuando se llega a mi edad, se la espera... cada día,
como se puede esperar una visita que no va a dejar de venir...
Suspiró.
—¡...pero usted! ¡Es increíble! Acusado de querer hacer mal a la pequeña
Anneliese... pero si era nuestra— niña preferida. Y su pobre hermana... y esas desgraciadas
mujeres públicas... ¡Bandidos! Porque debes saber, amigo mío, que antes de acabar en sus
famosas “Deustchsoldatenhaus", esas muchachas han hecho una estancia de preparación en
las "Lebensbom” [34]...
—¿Es posible?
—Sí, Robert. Ninguna de esas chicas era antes una prostituta. Elegidas entre las más
bellas, se ha comenzado por llenarles el cráneo, haciéndoles creer que el futuro de la raza
alemana dependía exclusivamente de ellas.
"Llevadas a esos establecimientos, verdaderos centros de corrupción, donde el amor
ha sido prohibido para dejar sitio a un acoplamiento "científico", deben acostarse con
jóvenes "sementales” escogidos, ellos también, entre los mejores ejemplares de la raza aria.
"Han tenido hijos con esos representantes machos de la raza aria; niños que el Reich
ha tomado a su cargo, importándole un rábano su amor maternal, el deseo que ellas sentían
de guardar a sus pequeños...
"Y cuando han cumplido con su deber, en cuanto han incubado” los futuros
miembros del "Herrenvolk", el pueblo de los señores, son enviadas a consolar a los
soldados en permiso; los heridos en convalescencia... ¡en todos los burdeles militares del
país!
—¡Es increíble!-exclamó Robert.
—¡Increíble, pero cierto!
—Pero... ¿cómo sabe usted todo esto?
—Yo, amigo, soy una vieja solterona. ¿Quién quieres que me mire? Nací fea... pero
mi hermana pequeña es todo lo contrario que yo: bella, con un cuerpo magnífico...
Esbozó una pálida sonrisa.
—¡A veces, uno se pregunta cómo se pueden engendrar hijos tan diferentes! En
fin... mi hermana Friederike hizo una buena boda. Tuvo una hija, Nathalie, aún más bella
que su madre. Su padre, mi cuñado, fue de los primeros que de adhirieron al N.S.A.P.
Vistiendo la camisa parda, hizo lo que se hacía en todas las ciudades alemanas entre 1930 y
1933...golpear a los rojos, a los judíos, a todos los que no levantaban el brazo.
"Una noche, cuando acababa de beber una cerveza con los amigos, volvió a su
casa... solo. Habitábamos un barrio bastante nuevo, pero alejado del centro de la ciudad.
"En aquellos tiempos había aún solares, que una calle hecha con prisas atravesaba...
"De pronto, un grupo de hombres que se escondían en la oscuridad, cayó sobre mi
cuñado. Nunca se supo quiénes fueron sus agresores, pero no se duda de que fueron los
camaradas de los desgraciados que Lothar, así es como se llamaba el marido de mi
hermana, habían golpeado...
"Le dejaron en tan mal estado que murió al día siguiente, sin haber recuperado el
conocimiento.
"Naturalmente la venganza fue terrible, e inmediatamente después del entierro de
Lothar, sus compañeros mataron al menos una media docena de rojos.
"Pero lo que nos interesa, no es Lothar, sino su hija Sophie. A la muerte de su
marido, mi hermana tomó mucho prestigio. Recibía una pensión magnífica, y cuando la
pequeña Sophie se convirtió en una espléndida joven, tuvo el honor de ser dirigida hacia
una "Lebensbom" [35].
Suspiró.
—La pobre pequeña no sabía lo que le esperaba allá.
Y por la noche, cuando un hombre se infiltró en su habitación para cumplir con su
deber de semental naciónalsocialista, Sophie, alocada, se tiró por la ventana, muriendo en el
acto.
—Pero, "Mein Gott!", ¿por qué querer invertir las leyes de la vida? ¿Cómo creen
que van a obtener hijos perfectos como si sé tratara de perros o de gatos? Soy médico... ¡y
sé lo grande que es nuestra ignorancia sobre las leyes de la herencia humana!
Hizo una mueca.
—¿Se puede ser tan estúpido como para creer que la belleza física, la fuerza
muscular, la armonía del cuerpo están asociados con la inteligencia, la bondad y la
grandeza del alma?
Una débil carcajada surgió de la boca de la vieja enfermera.
—¿Y cómo sabes que desean producir seres buenos, pequeño? ¡Qué lejos estás de la
realidad! ¡Para construir ese Reich milenario que el cretino de Adolf preconiza, necesitan
bestias, hermosas bestias con un corazón implacable, que no tiemblen al azotar a los
millones de esclavos que trabajarán para ellos!
—¡Pobre Alemania! ¡Nunca será purificada de esta horrible falta!
Else emitió un gemido.
—¿Le hace daño? —preguntó Balthasar, inclinándose sobre ella.
—Mucho, pequeño. Cuando quise cortarme las venas, fui demasiado lejos... y corté,
al mismo tiempo, los tendones de las muñecas. Mis manos son inútiles... y mis brazos
también...
—Espere a que lleguemos, Fräulein, y le cambiaré el vendaje.

Capítulo XVI
El camión paró. Frieda oyó las roncas voces y las risas. Adivinó que la meta del
viaje había sido alcanzada. El camión empezó a marchar despacio, parándose
definitivamente al cabo de irnos minutos.
—¡Todo el mundo abajo!
Los SS levantaron la lona. Los prisioneros descendieron del camión.
.-Entrad en esos barracones —les ordenó uno de los “Sturmmann”.
Frieda tuvo el tiempo justo de apercibir una torre de madera, muy alta. Alguien la
empujaba, y penetró en un barracón bastante grande donde no había más que una mesa.
Detrás de ella, sentado, un "Understurmführer” —subteniente— levantó una fría mirada
hacia las ' mujeres.
—¡Colocaos delante de mí! —gritó—. ¡Daos prisa, puercas!
Las seis mujeres hicieron lo que se les mandaba.
Durante el camino, desde que salieron de Breslau, Frieda se había mantenido
separada, no porque se considerara diferente de las otras, sino simplemente porque habría
sido incapaz de pronunciar una sola palabra.
De poco en poco, su espíritu se acostumbraba a los acontecimientos inverosímiles
que acababa de vivir, pero se encontraba todavía bajo el imperio de la sorpresa que tardaría
en desaparecer de su alma atravesada por el dolor y, sobre todo, por la indignación.
Las otras mujeres habían guardado silencio también durante el viaje. Pero Frieda
sentía, sin embargo, que no la consideraban de las suyas, al menos por el momento.
El “Scharführer” que las había conducido allí penetró, a su vez, en el barracón,
levantó el brazo, saludó al subteniente y le entregó un grueso sobre.
—Es el resultado del proceso de Breslau, ¿no es así? —preguntó el
Untersturmführer.
—"¡Ja!" Sin duda lo habrá usted leído en los periódicos...
—¡En efecto! —respondió el otro, que ojeaba los papeles que acababa de sacar del
grueso sobre—. Además,, me han telefoneado para prevenirme de vuestra llegada... Hay
dos de esas cerdas a las que se debe colgar, ¿no?
—Sí. Esa, la gorda, es una...
—¿Y la otra? —leyó, encontró el nombre y preguntó—: Else Melmen, enfermera.
¿Dónde está?
—El jefe del cuerpo de guardia la ha enviado “Revier” [36]. Ha llegado en una
ambulancia, con un doctor, un detenido también...
—¡Bueno! ¡Puede irse! El jefe de guardia le firmará este papel...
—"¡Zu befehl, mein Untersturmführer! Heil Hitler!"
—"Heil!”
El Scharführer —sargento de carrera— partió, dejando al subteniente que acabó de
leer los papeles.
—Ya veo —dijo al rato-... hay una judía entre vosotras... Frieda Dreist... ¡un paso
adelante!
La joven obedeció.
—Ponte a un lado. Te vendrán a buscar dentro de un rato.
—Tú vas a ser colgada dentro de unos minutos. ¿No tienes miedo?
Bertha posó sobre el SS una mirada cargada de desprecio. Después, con una
carcajada: —"Das dich der Henker hole!" [37] —le lanzó valientemente.
El SS no se enfadó.
—Eso me gusta —dijo—. ¡Por muy puerca que seas, gran punta, se ve que eres
alemana! Los nuestros mueren con coraje... es justamente por eso que perdemos tiempo con
ellos.
—¡No soy de los tuyos, no te engañes! —gruñó Bertha—. Acabas de llamarme puta.
De acuerdo. Pero entérate de que nunca me he acostado con un tipo que lleve tu uniforme.
¡Hubiera preferido hacer el amor con una serpiente! ¡Hubiera sido mucho menos
desagradable!
"Ach so!" ¡Hay un límite para todo! Acabas de dejarlo atrás... ¡peor para ti! En vez
de ser colgada normalmente... se te levantará despacio, despacio... de ésa forma, puerca, te
arrepentirás de hablarme como acabas de hacerlo.
.-¡No me asustas, idiota! —rió la gorda mujer—; si nos encontráramos los dos
solos, tú y yo, sin armas, te mataría con mis propias manos... porque tú, como todos tus
camaradas, sois una banda de castrados... "Nicht Hoden!" [38].
El SS palideció.
Se apoderó del teléfono que estaba sobre la mesa burlando: —¡Hagan venir al Kapo
Zarowsky! ¡Daos prisa!
Bertha reía. Leyendo el miedo y la cólera sobre el rostro del subteniente dio un paso
hacia la mesa.
Rápido como un relámpago, el Untersturmführer extirpó la pistola de su funda y
apuntó a la detenida.
—"Achtung! ” —silbó entre dientes-*^ No vayas a creer que voy a matarte... te
agujearé las tripas, puerca... ¡y te colgaremos después!
—¡Dispara si te atreves, asqueroso chulo! ¡Mirad este tipo! Si sale de detrás de su
despacho, vais a reír... "In die Hosen machen!" [39].
Durante unos momentos, Frieda creyó que el SS iba a apretar el gatillo. Estaba tan
pálido que se hubiera dicho que la sangre había dejado su rostro, blanco como una sábana.
La joven, al tiempo que admiraba el coraje de la "Gorda Bertha”, estaba
dolorosamente extrañada por el crudo lenguaje que la vieja prostituta utilizaba.
Recordando lo que se había dicho delante del tribunal, se estremeció al pensar que
la pequeña Anneliese hubiera podido ser llevada a una "Hurenhous” [40].
Pero, casi en seguida, su sentido común le dijo que el Generalprokurator no había
soltado más que mentiras y que aquellas' desgraciadas mujeres eran tan inocentes como
ella...
De pronto, la puerta se abrió. Cuatro SS, armados hasta los dientes, entraron, sus
Schmeisser orientaron su hocico negro hacia las detenidas.
Un hombre entró tras los “Sturmmann".
Frieda, que se encontraba separada de las otras mujeres, pegada al muro que hacía
cara a la puerta, no tuvo dificultad en verle.
No pudo impedir un estremecimiento.
El hombre —¿era realmente un hombre?— medía un poco más de un metro
cincuenta, pero la anchura extraordinaria de sus hombros le hacia parecer todavía más bajo.
La cabeza, pequeña, con una frente huidiza parecía inexistente, con los escasos cabellos
naciendo a ras de las hirsutas cejas, daba la impresión de no ser más que un apéndice del
macizo cuello.
Tenía los brazos muy largos, y sus manos, peludas como bestias repugnantes, le
llegaban más abajo de las rodillas.
Avanzó sobre sus cortas piernas, levantó el brazo y rugió: —"Heil Hitler!"
Serenado por. la presencia de los SS, el Untersturm— führer había enfundado el
arma en el estuche que le colgaba del cinturón. El color volvió a instalarse en sus mejillas,
y sus delgados labios esbozaron una sonrisa cruel.
—¡Aquí hay trabajo para ti, Kapo! —dijo mostrándole Bertha con un gesto de su
enguantada mano—. ¡Mucho trabajo, "Teufel!"
Los SS rieron.
El polaco no. Sin duda era incapaz de sonreír. Ni de reír. Como los animales no
pueden, tampoco, hacerlo. La risa es una expresión humana, y sólo los seres humanos
pueden manifestar así algunos de sus sentimientos.
El Kapo se pasó la lengua sobre los gruesos labios.
—¡Es bella, "mein Lagerführer!" —gruñó—. ¿Así es como me gustan las mujeres!
—¡Es justamente lo que pensaba! —rió el jefe del Campo—. ¡Y voy a decirte algo,
Zarowsky! Dirigí ^ burdel en Breslau... ¡una especialista, vaya!
—¿Condenada a cuánto tiempo?
—"Der Galden!" —cortó ásperamente el Lagerführer.
El polaco suspiró.
—¡Lástima! ¿Quiere que la cuelgue en seguida?
—¡Oh, no! ¡No tenemos tanta prisa, Kapo!
Dirigió una mirada divertida a los SS.
—Hace mucho tiempo que no nos divertimos en este Campo, ¿no es verdad,
muchachos?
—“Ja, meine Untersturmführer!" —respondieron al unísono los guardianes.
—¡Métela en una celda, Kapo! Te prevengo que es una tigresa...
El polaco encogió sus potentes hombros.
—...hazme caso —insistió el alemán— es por eso que— te aconsejo dé encerrarla en
una celda... no le des nada... así, esta noche, la encontrarás a punto...
El Kapo miró al Lagerführer, después sus pequeños ojos porcinos se posaron sobre
la mujer.
—¿De verdad? —preguntó como si no creyera lo que acababa de oír—. ¿Es para
mí, “mein...?
—¡Sí, Kapo! Pero esta noche, no antes... y quiero que lo hagas en las duchas... es
necesario bastante espacio para que el público esté cómodo, ¿de acuerdo?
Algo como un relámpago saltó de las pupilas del polaco.
—"Jawolh, mein Untersturmführer! ¡Danke! ¡Danke schön!”

—"Herr Doktor!" "Herr Doktor!" ¡Recién llegados! ¡Hay dos en el "Krañenbau”!


[41]
.
Leo Kalemberg no abrió los ojos; quería disfrutar todavía del suave calor del lecho.
—¡Iré en unos momentos! ¡Déjame en paz, Graffl ¡Espérame allá!
—"Ach so, herró Doktor!”
Horts Graff esbozó una sonrisa. Le gustaba ser tratado así, con rudeza. Se llevó la
mano derecha sobre los labios, ligeramente pintados, y se retiró sobre la punta de los pies.
Llevaba sobre el lado izquierdo de su chaqueta rayada, uniforme de los detenidos, el
triángulo rosa [42]. Desde muy joven, aún no tenía dieciocho años, había sido expulsado de
un Campo de Hitlerjugend, sorprendido en fragante delito de sodomía con uno de sus
camaradas.
El tribunal de " Kriminaljustiz ” le había condenado a cinco años de reclusión en un
campo de concentración, y había venido a purgar su pena a "Grossrosen”, a 60 kilómetros
de Breslau[43].
Su encuentro con el doctor Leo Kalember había satisfecho sus más íntimos deseos.

Finalmente, Leo se decidió a abrir los párpados. Lo hizo lentamente, teniendo


cuidado de no dejar pasar a través de sus pestañas más que un poco de la cruda luz que
penetraba por la ventana de su habitación.
Completamente despierto, tendió el brazo derecho y tocó, bajo las sábanas la huella
caliente que el cuerpo del joven ruso había dejado.
Aunque Wassili se había ido tal como tenía que hacer, mucho antes de que se
levantara el día Kalemberg, como cada mañana, se sentía excitado.
Por unos instantes, mientras se sentaba, sintió que la vergüenza le quemaba las
mejillas. Pero ese sentimiento de culpabilidad no duró mucho. Hipócrita respecto a sí
mismo, Leo obtenía un vivo placer de sus breves arrepentimientos.
Había organizado completamente una especie de comedia íntima que le entretenía
cada mañana, después de haber pasado una noche de amor con uno de los jóvenes
prisioneros rusos que Horst se ocupaba de escogerle.
Saltando fuera de la cama, fue a situarse delante del espejo.
—¡Pertenezco a una raza superior, soy un Herrevolk, un ser inteligente, y como, los
antiguos griegos, gozo de la vida y del amor como mejor me parece! ¡Ellos, los sabios de la
Hélade, acogían en sus lechos, bellos efebos... Nosotros, alemanes del siglo veinte, somos
los griegos de la actualidad!
Siempre decía el mismo discurso, y con ello conseguía borrar completamente todos
los reproches que le asaltaban al levantarse, como al fin de una mala borrachera.
Pasó a la sala de baño. Graff había rellenado la bañera; introdujo el índice, constató
que la temperatura era la que le gustaba. Entró en el agua y suspiró.
Ya había olvidado al joven Wassili e intentaba adivinar cómo sería el próximo
"efebo” que Horts iría a buscarle entre los "Häftling" [44] llegados de la inmensa Rusia.

—"Komm!”
Frieda siguió al SS que había venido a buscarla al barracón del "Lagerführer”.
Antes de ello, el Kapo se había llevado a Bertha. Pero se había resistido con tal
fuerza que uno de los SS la había golpeado con su arma. Entonces, el polaco, sorprendiendo
a todo el mundo, había levantado el cuerpo enorme de la vieja prostituta como si se hubiera
tratado de un fardo de paja. Y había osado decir al SS: —¡Hay que tener cuidado! ¡No
vayas a estropeármela!
Las otras mujeres se fueron un poco más tarde. Frieda había oído decir al SS que
había venido a buscarlas, que iban a ser instaladas, por el momento, en un barracón vecino
al de Ravier.
—No os quedaréis mucho tiempo aquí —les había expiado el Lagerführer—.
“Grossresen” no es un Campo para hembras. ¡Se os llevará a otro sitio!
Siguiendo los pasos del guardián, Frieda miraba con tímida curiosidad los
barracones que se alineaban a un lado del Campo. La alta torre atrajo su atención.
Era de madera. Cuatro troncos de árbol estaban cubiertos por una especie de parasol
bajo el cual colgaba una campana.
Era aquella campaña, como no tardó en comprobar la que regulaba la vida del
Campo, de la mañana a la noche.
La torre se elevaba en medio del "Appelplatz" [45].
El SS atravesó la plaza desierta y tomó un camino vigilado por un grupo armado.
Los centinelas que se encontraban al otro lado de la barrera, levantaron el obstáculo.
—¿Se va a lavar, tu mujercita? —preguntó uno de los SS.
—¡A fondo! —rió el que escoltaba a la detenida.
—¡No está nada mal!
—¡Carne judía! —rió el otro guardián—. ¡No la tocaría ni con pinzas!
Poco después, el SS y su prisionera se pararon delante de un pequeño edificio de
hormigón.
—Esperaremos a que tu amigo, el otro judío, llegue. Debe ducharse también.
Frieda miró el rostro del SS. A pesar de la juventud del “Sturmmann", una máscara
de crueldad envejecía sus rasgos. En sus ojos azules, donde debería verse la alegría de vivir,
un destello frío, implacable se había instalado.
—No soy judía —le dijo bruscamente.
La miró con sus ojos inexpresivos.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué no llevas la estrella amarilla de David? ¡No digas
tonterías! ¡Eres judía porque tus documentos así lo prueban!
Se oyeron unos pasos.
Volviéndose, Frieda apercibió al joven doctor Balthasar acompañado por un SS.
—¿Es todo? —le preguntó el SS que se encontraba con la joven.
—¡Sí! ¡Mucho trabajo para tan poca cosa!
—¿Comenzamos?
El otro emitió una breve carcajada.
—¡Se ve bien que acabas de llegar, Karl! Es preciso que el doctor venga con el
Kapo de "Ravier”. Son ellos los que hacen el trabajo. Es tu primera ducha, ¿no?
—"Ja".
—Es bastante raro, la primera vez. ¡Vaya! Después de todo, tienes razón. Vamos a
avanzar un poco el trabajo. El doctor no se levanta nunca temprano. ¡Sobre todo si acaba de
pasar la noche en los brazos de un joven Ruski!
—¿Qué? —dijo Karl abriendo enormemente los ojos.
—"Scheisse!" ¡Es verdad! ¡No sabes nada, novatito! Pero cierra el pico. Kelemberg
será todo lo marica que tú quieras, es capaz de hacerte la vivisección con su escalpelo si
supiera que hablas así.
—¡No sé nada!
—¡Bah! No tengas miedo. Pronto le verás. En cuanto al Kapo del Lazaret, ése es
una exageración. Con la boca pintada, los ojos aún más...: ¡un mariconazo como hay pocos!
¡Se dice que lleva bragas de seda y hasta sostenes!
—¡Es asqueroso!
—¡Aún no has visto nada, amigo! Pero ni Dachau ni Mathausen me han
impresionado tanto como Ravensbrück. ¡Ese campo, Karl, es el no va más!
—¿En qué se diferencia de los otros?
—En una sola cosa, amigo: Ravensbrück es un Konzentrationslager exclusivamente
destinado a mujeres... ¿te das cuenta? ¡Millares de chavalas! ¿Qué digo? ¡Centenares de
miles! ¡De todos los tipos, de todos los tamaños, de todas las clases! Alemanas, francesas,
belgas, holandesas, judías, gitanas, griegas... ¡qué sé yo! Gritando, trabajando, peleándose,
haciendo el amor, con los hombres, entre ellas, con los perros de las “Aufseherin " [46], con
los cerdos de las granjas... ¡No te lo puedes imaginar, muchacho!, Suspiró, apoyando la
mano en el hombro de su compañero.
—Por suerte, pequeño Karl, no me quedé, como te acabo de decir, nada más que dos
semanas... ¡pero qué dos semanas, "Himmelgott!" ¡Un poco más y acabo por volverme
loco!
Bajó la voz, su rostro se ensombreció.
—Y, por la noche, teníamos miedo, ¿sabes por qué?
—"Nein"...
—Las mujeres...
—¿Las mujeres? —preguntó Karl con un tono incrédulo.
—Sí, las mujeres —contestó el otro—. Cuando llegaba la noche, el deseo se
desencadenaba en ellas como si el diablo les soplara entre las piernas...
—Ya veo...
—¡No, qué vas a ver! ¡Hay que haberlo vivido para comprenderlo! Te lo voy a
decir... prefiero encontrarme delante de un batallón de Ruskis, delante de quien sea... ¡antes
que de encontrarme en la proximidad de aquel infierno!
Movió tristemente la cabeza.
—Nos echaron mucho antes de lo que esperábamos. Habíamos ido a Ravensbrück
con un convoy de doscientas mujeres, belgas y francesas en su mayor parte. Normalmente
tendríamos que habernos ido el mismo día. Pero se tenía que cargar el tren con material
recuperado, ropa sobre todo. Por eso nos quedamos.
—¿En el. Campo?
—¿Estás loco? No, fuera. En una pequeña casa... éramos seis... y por la noche, para
complacemos, la “Aufseherin” que estaba de guardia nos envió seis chicas elegidas entre
las mejores... ¡unas "ugánge” [47], de las buenas!
Karl posó la mano sobre el antebrazo de su compañero y le indicó con un gesto de
la mano los dos prisioneros que les miraban con una expresión de indecible horror sobre el
rostro.
—¡Mírales, Helmuth! ¡Les estás dando miedo!
Pero el otro se enfadó.
—¡Desnudos! ¡Los dos! ¡Schenell! Entrad ahí dentro... ¡abriremos el agua de las
duchas en irnos minutos!
Frieda lanzó al SS una mirada suplicante.
—¿No puedo desnudarme dentro?
—"Nein!" ¡Aquí mismo, sucia judía! ¡Haz lo que se te manda! Deja tu ropa aquí y
no temas, no la tocaremos... ¡ni mi amigo ni yo queremos agarrar una sífilis!
Robert había comenzado a desnudarse. Volvió la espalda a la joven que le imitó.
Frieda se apresuró en desnudarse. Al quitarse las bragas, se las apretó contra el
pubis, lanzó una mirada temerosa hacia los SS, pero ellos ni siquiera la miraban, Fritz
rogaba a su compañero que terminara de contarle lo que había pasado en el Campo.
—"Erzähle den Hergang!” [48].
Viendo la puerta entreabierta, Frieda dejó sus ropas y, doblada en dos, penetró en las
duchas.
El doctor Balthasar la siguió.
—Como te decía —dijo Helmuth lanzando una mirada de aprobación hacia el
montón de ropa que los dos prisioneros habían dejado tras ellos— esas chicas eran
formidables. La mía, vaya lote, los cabellos tan negros como el ala de un cuervo, un pecho
agresivo...
—¿Se trataba de prisioneras?
—"Natürlich!” Eran "Häftkinge" [49]. Había algunas francesas pero la mía,
muchacho, era española...
—¿Española? Por lo que sé, los españoles son nuestros amigos.
—¡No todos, Kar, no todos! Los de Franco, de acuerdo... pero los otros, los rojos,
no pueden olemos. ¡Como todos los otros rojos!
—¿Y esa chica era roja?
—¡Ni roja ni negra! Había acompañado a sus padres que pasaron la frontera
después de la guerra de España. Deseando vivir alguna aventura, había ido hasta París.
Y no sé cómo se había dejado atrapar por la Gestapo. ¡Poco importa eso! ¡Hacía el
amor como una tigresa! ¡Era andaluza! ¡Podría enseñarte mi espalda... aún guardo las
marcas que me hizo con las uñas!
—Una española —suspiró Karl—: me gustaría probar una... ¡debe ser estupendo!
—¡No puedes imaginártelo, pequeño! “Prima!” ¡Se te tiraba encima con las uñas
por delante!

Capítulo XVII

Horts se lavó cuidadosamente las manos y los antebrazos, donde las manchas
blancas del yeso se habían pegado al vello rubio que cubría su piel.
Al mirarse al espejo del lavabo del “Revier", que sólo era utilizado por él, esbozó
una sonrisa.
¡Malditas hembras!
Y aunque aquella no era tan bella como las otras, la» que atraían a los hombres más
bellos —no sabía exactamente por qué—, sentía un extraordinario placer vengándose del
sexo aborrecido.
Salió del barracón y se fue a buscar a Wassili, la última “conquista” del Herre
Doktor. El joven ruso le escuchó atentamente, rompiendo a reír seguidamente con una voz
muy aguda.
—Te traeré todos los que quieras. ¡Toda una caja llena de piojos y de ladillas!

*
—De acuerdo, de acuerdo, pero déjame acabar. Aún no te he contado lo más
interesante. ¡Siempre hay alguien que no tiene nunca bastante! Era el caso de Fritz Olsen,
nuestro Rottenführer...
—¿No le gustaba la chica que le habían traído?
Helmuth frunció el ceño.
—"Wo hast du es her?” —preguntó desconcertado[50]
—¡Lo he adivinado, simplemente!
—¡Vaya! ¡Has acertado de lleno! Al muy idiota le había correspondido una chica
estupenda. Una francesa de cabellos color de miel, ojos azules y una piel blanca y fina
como el terciopelo... pero, por casualidad, había oído una conversación entre la "
Aufseherin” y Otto, otro de nuestros muchachos, en la que habían hablado de una polaca
que acababa de llegar..., una chica extraordinaria, estaba tan bien que hasta había sido la
querida del Gauletier de Dantzig.
Cuando la “Aufseherin" se fue, A. Olsen se le metió en la cabeza la idea de ir a
buscar a la polaca. Preguntó a las chicas y no tardó en saber en qué bloque se encontraba.
—¿Fue a buscarla?
—¡Claro que sí! Era tan testarudo que no quiso hacer caso de todo lo que le dijimos.
Se hizo acompañar por la francesa... la muy puerca tenía uña sonrisa que no prometía nada
bueno. Se fue y nosotros, que estábamos hartos de nuestro Rottenführer, nos ocupamos de
nuestros “asuntos".
Sacó un paquete de cigarrillos, ofreciendo uno al joven SS.
—Un poco más tarde —dijo lanzando una bocanada— cuando nosotros estábamos
acabando de disfrutar el dinero pagado... entendimos unos alaridos que eran para enderezar
los pelos del cogote a cualquiera...
Se estremeció como si reviviera aquellos instantes.
—Nos lanzamos afuera, con las armas en la mano. Desde los miradores los
reflectores barrían los bloques... Corrimos hasta las alambradas... muy cerca de la puerta
por la que Fritz y la francesa debían haber entrado...
Un ruido de pasos le interrumpió. Se hubiera dicho que centenares de pies frotaban
contra la tierra. El ruido venía de detrás del alto muro cerca del que se encontraban los SS.
—Es el grupo que llegó anteayer —explicó Helmuth—: judíos. Van a entrar
también en las duchas, pero lo harán por la puerta “B".
—¿Puedo mirar? —preguntó tímidamente el joven "Sturmmann”.
—¡Naturalmente! Del otro lado es imposible. Pero aquí hay una galería en la que,
en lo alto de una escalera, hay algunos ventanales que te permitirán ver lo que pasa en las
duchas...
—Mira. Alguien viene...
—Sí, es el doctor y ese marica, el Kapo del "Revier”, pero van a ir en primer lugar
al almacén. Tengo tiempo para acabar de contarte mi historia... Del otro lado de las
alambradas algo horrible estaba pasando...
"Tres bloques, lo que quiere decir más de doscientas mujeres, se habían lanzado
sobre el desgraciado Rottenführer. Había algunas, entre aquellas bestias desencadenadas,'
que actuaban por espíritu de venganza... ¡Imagina! ¡Tener en sus manos un SS sobre el que
podían saciar su odio!
“Pero la mayoría, te lo puedo jurar, deseaban al hombre, al macho. ¡No les
importaba un comino que fuera alemán o chino... era un hombre, les bastaba con eso!
“Bueno... esas harpías le besaron, le mordieron, le hirieron... a la luz de los
reflectores vi que una de ellas enseñaba a mis compañeras las... partes de Olsen. ¡No me
creerás, pero se lanzaron sobre ella para apropiarse del macabro trofeo...!
—"Wie schrecklich!” —exclamó Karl con un gesto de asco.
—A la mañana siguiente doscientas detenidas fueron enviadas al crematorio en
represalias... pero del Rottenführer... ¡nada! ¡No se encontró ni siquiera un pedazo! ¡Ya ves
cómo es el paraíso de Ravensbrück!
—Tienes razón —suspiró Karl—. ¡Lo peor de todo son' las mujeres!

En el almacén reservado a los productos farmacéuticos y químicos, el doctor


Kalemberg firmó un papel y el responsable del almacén le entregó seis cartuchos que
contenían el cyclon [51].
—Démonos prisa, Horts —dijo el médico al joven que llevaba el triángulo rosa,
símbolo de los homosexuales—. Quiero echar un vistazo a las duchas antes de que estén
repletas...
—De acuerdo, herr Doktor... Ya he avisado al Rapprtführer". Sin duda lo
encontraremos allá.
Salieron del almacén, tomando el camino que llevaba directamente a las duchas, un
edificio gris que se levantaba justo delante de otro, de muros ennegrecidos, provisto de una
alta chimenea.
El Crematorio.
Al ver acercarse a los dos hombres los SS se pusieron firmes.
—“Heil Hitler. herr Doktor!”
—¿Y los dos prisioneros? —preguntó Leo.
—Ya están ahí dentro —respondió Helmuth—; loS otros —añadió indicando con el
mentón el muro— entrarán en cuanto usted ordene.
—"Ach so! ” Antes voy a echar un vistazo a las duchas. En la última sesión los
extractores no funcionaron de una manera normal... [52]
Miró la ropa, dispuesta en dos montones sobre el suelo.
—Una mujer y un hombre, ¿no?
—"Ja!" Los dos de raza judía, vienen de Breslau...
—Lo sé... |Vamos, Graff!
—"Herr Doktor"... —dijo entonces Helmuth.
—¿Sí?
—¿Nos permitiría ir con usted? Mi camarada acaba de llegar al Campo y no ha
visto nunca...
Kalemberg posó una mirada fría sobre el joven SS.
—No es un espectáculo divertido... ¡en fin, venid? Pero cerrar la puerta antes.
Helmuth empujó la pesada hoja de acero. La puerta no podía abrirse desde el
interior.
Pisando los talones del doctor y del "Kapo”, los dos SS subieron rápidamente la
escalera metálica que llevaba a la galería situada justo encima de la sala de duchas.
El hombre y la mujer, sin duda por pudor —y la idea llevó una sonrisa a los labios
del doctor—, se daban la espalda. Los recordaba perfectamente, por las fotos que había
visto en el periódico, de aquellos dos miembros del complot que había sido juzgado por el
“Militartgericht" de Breslau.
El, un médico que trabajaba en el “Krieglazaret’'; ella, la hermana de la víctima, una
joven llamada Anne» líese...
Pero todo aquello pasó rápidamente por el espíritu de Kalemberg. Lo que estaba
viendo a sus pies era increíble. Hasta él que, siendo “clásico" como los antiguos griegos, e
interesándose sobre todo por la belleza masculina, mucho menos consumible que la
femenina, no pudo contener una exclamación entusiasta delante dé aquel cuerpo espléndido
que recordaba las manos prodigiosas de Fidias...
—"Herrgott!” —silbó entre los dientes—. ¡Qué maravilla! “Prima!) ¡Una belleza
que va a hacer temblar a ese viejo de van Winkel, estoy bien seguro!
Y sin volverse:
—¡Horts!
—“Ja, herr Doktor! ”
¡Di a los SS de liberar en seguida a esa chica! No, ellos. En cuanto la hayáis sacado
de ahí, llévala al Instante al "Revier”... ¡y que nadie ose acercársele! ¡Me respondes con tu
cabeza!
Graff lanzó a su jefe una mirada incrédula.
¡No, no era posible! Un cambio tan rápido... Lanzó una, mirada a través de la
lucarna, posando sobre el cuerpo de la mujer unos ojos asqueados.
—¿Es que no me has oído, "Sakrement"? —aulló el médico.
Graff se levantó de un salto:
—"Jawolh, herr Doktor! ” ¡Sehr schnell! (En seguida.) Leo Vio a través de la
lucarna, la llegada del Kapo, que habló con la joven durante unos momentos. Luego Frieda
salió tras el Kapo, intentando esconder su desnudez.
Algunos minutos más tarde la puerta "B” se abrió. Una masa humana penetró en las
duchas. Hombres, mujeres y niños.
La inquietud se leía en las caras de algunos, pero en general no sentían miedo.
Miraban el local que tenía todo el aspecto de una gran sala de duchas con las regaderas a
una altura normal.
Las mujeres apretaban contra ellas a sus hijos. Había algunos niños que jugaban
entre los adultos. Los jóvenes eran los únicos que se sentían avergonzados de encontrarse
completamente desnudos. Sobre todo las muchachas que doblaban sus cuerpos de manera a
ocultar sus partes íntimas.
Empujada por los que continuaban entrando, la multitud acabó por llenar el local
completamente. Al rato, apretados unos contra otros, comenzaron a tener miedo.
Muchos rostros, en los que se podía leer la angustia, se levantaron para mirar las
duchas, por encima de sus cabezas.

—Estoy aquí, herr Doktor.


—{Menos mal! Coloque usted mismo los cartuchos. Mi asistente ha debido irse. ¡Y
dese prisa, maldita sea! Si el Lagerisnpektor se entera de que tardamos tanto tiempo en cada
operación, las cosas no nos irán muy bien...
El "Rapportführer”, un simple “SS-Anwarter” [53], cogio los cartuchos de manos del
doctor y subió ágilmente la pequeña escalera vertical que conducía al techo del edificio.
Colocó los cartuchos, de los que rompió uno de los extremos con su cuchillo "SS", en los
agujeros de ventilación que tapó cuidadosamente a continuación.
Por debajo de él, con un gesto hastiado, Leo se separó de los ventanales. Al ver a los
dos SS, con el rostro pegado al cristal, se encogió de hombros y salió seguidamente de la
galería.

Con un nudo en la garganta, Karl, el joven "Sturmmann”, percibió las primeras


bocanadas del ácido cianhídrico que salían, como largas serpientes, de los agujeros de las
duchas.
Abajo, aunque el vidrio espeso del ojo de buey ahogaba los sonidos del interior, una
súbita agitación onduló sobre los rostros levantados, como una ola sobre un mar tranquilo.
El alemán vio la expresión de indecible estupor que se pintaba en las caras,
transformarse rápidamente en una mueca de horror.
No ola los gritos, los alaridos, las quejas, pero delante de su mirada horrorizada, los
sonidos que salían de las bocas torcidas parecían llegar a sus oídos; aún más, le penetraban
como si se hubiera encontrado en medio de aquella masa humana que se debatía, habiendo
comprendido al fin qué clase de muerte les estaba des— tinada.
Durante unos instantes, la marejada de cabezas levantadas, las miradas fijas sobre
las nubes de gas, pareció inmovilizarse como en un gran cuadro pintado por un Picasso
alucinado.
Después, todo aquello explotó, en un alarido colectivo. Como tentáculos, cientos de
brazos se levantaron en un gesto de desesperación y de impotencia.
Entonces, animados por la frenética esperanza de vivir, y habiendo comprendido
que el gas, más pesado que el aire, descendía inexorablemente hacia el suelo, se
desencadenó una lucha indescriptible.
Aplastando a los más débiles, los niños y los viejos sobre todo, los jóvenes,
hombres y mujeres, olvidando a sus familiares que caían bajo sus golpes, se subieron sobre
los brazos, los hombros, las cabezas de los que no tenían bastante fuerza como para izarse
hacia las capas de aire aún no envenenadas por el gas.
Se formaban montañas humanas, en movimiento como las crestas de un océano en
cólera, que se derrumbaban algunos momentos más tarde, formándose nuevamente en una
confusión espantosa de brazos, de piernas, de bocas ávidas, como las de los peces, que se
tendían ansiosamente, mientras que los corazones martilleaban las costillas como un pájaro
que quiere escapar de su jaula.
Esa monstruosa mezcla de personas, esa lucha implacable por algunos segundos de
vida, esa ferocidad inhumana desencadenada por el miedo, la angustia y el pánico, duró
largo tiempo.
Después, poco a poco, con sobresaltos dantescos, la monstruosa hidra de mil brazos,
mil cabezas, mil piernas, se calmó... el remolino de la carne sufriente se apaciguó.
Marchito, el árbol de mil ramas se encogió como un vegetal desecado.
Karl se echó hacia atrás, con el rostro deshecho, las piernas sin fuerza.
Giró sobre si mismo, temblando, después se dobló en dos y vomitó con todas sus
fuerzas.
*

Un olor acre, repugnante, se apoderó de Fríe da en cuanto franqueó la puerta del


“Ravier”. El barracón, un poco más grande que los otros, olía a enfermedad.
A los dos lados de una especie de pasillo, se alineaban los camastros, tan cerca unos
de otros que se hubiera dicho una sola cama donde, a veces, empujado por la fiebre o
torciéndose de dolor, los heridos caían unos sobre otros.
Sin abandonar la expresión de asco que se dibujaba en sus labios cada vez que
miraba a la joven, Graff la dejó en el umbral.
—Espera aquí y no te muevas. El doctor llegará en unos momentos.
Ella penetró de un paso vacilante en hache mundo de dolor y de muerte. En seguida
constató el abandono en que se encontraban los enfermos. Algunos rostros, en los que aún
palpitaba la vida, se volvieron ansiosamente hacia ella.
Un silencio horrible reinaba en el "Ravier".
Se había enseñado a sus ocupantes, a base de golpes, a no quejarse nunca.
Esperaban, sin saber que, porque ningún socorro, ningún medicamento les era distribuido.
Frieda, que había avanzado a lo largo del corredor bordeado de lechos, llegó a la
terrible conclusión de que hasta la muerte debía estar asqueada de aquellas presas
infectadas que se le ofrecían.
Cuando llegó al extremo del pasillo se encontró con un muro que no llegaba hasta el
techo. Una puertecita, cerrada, daba, sin duda, a un compartimiento especial.
Se dijo que aquél debía ser el sitio donde residía el Kapo, la criatura repugnante que
la había acompañado hasta el "Krekenbau”.
Pero, de pronto, en el silencio penoso que reinaba en el barracón, un quejido se oyó,
del otro lado del muro, un quejido que se convirtió pronto en un alarido.
Ni un enfermo se movió.
Asustada, Frieda no se atrevió a moverse, sin saber qué hacer. Pero los quejidos le
destrozaban el corazón y finalmente, sin poder más, agarró la empuñadura de la puerta y
empujó el débil batiente.
Frieda reconoció en seguida el rostro arrugado de Else Malmen, la enfermera jefe
del “Krieglazaret" de Breslau, la dulce mujercita que la había recibido tan amablemente
después de su entrevista con el doctor Reisses.
Una expresión de indecible sufrimiento había desfigurado los rasgos de Fräulein
Malmen.
Frieda se acercó a la cama y vio que la enferma tenía los dos brazos enyesados.
Se retorcía sin descanso, doblándose sobre ella misma como una posesa. Sus labios
estaban ensangrentados, y continuaba mordiéndolos con una rabia feroz.
La joven se inclinó sobre la desgraciada.
—/Fräulein Malmen! ¡Soy yo! ¡Frieda Dreist! ¿Qué le pasa? ¿Puedo hacer algo por
usted?
Durante unos momentos la vieja cesó de moverse. Sus ojos se abrieron y posó sobre
Frieda una mirada donde se mezclaban la locura y la esperanza.
De pronto, lanzó un grito:
—“¡Der Laus! ¡Die Filzlaus!" [54].
Frieda se quedó como atontada.
—¿Qué? —preguntó sin salir de su sorpresa.
—El Kapo... ¡ese cerdo! Me ha enyesado los brazos para que no pueda rascarme;
entonces... ha traído una caja llena de esos repugnantes bichos... ¡y los ha esparcido sobre
mi cuerpo!
Frieda sintió como si una mano helada se posara sobre su espalda.

Capítulo XVIII

Con el auricular del teléfono pegado a su rostro, el SS-Standetenfiihrer Klaus von


Winkel, médico jefe de los servicios del “Sanitátslager" del "K.L." de Auschwitz—
Birkenau [55] escuchaba con atención.
—De acuerdo, de acuerdo, mi querido Kalemberg —dijo levantando ligeramente la
cabeza—. Te creo. ¡Si dices que esa chica es verdaderamente extraordinaria, es que lo es!
Una risa breve le llegó del otro extremo del hilo.
—¡Te conozco, Klaus! —dijo la lejana voz de Leo—, Pero esta vez sé que vas a
tener la mejor sorpresa de tu vida. Escúchame... ¡para que te des cuenta de lo seguro que
estoy de sorprendente, estoy dispuesto a no recibir nada a cambio si la mercancía no es tan
extraordinaria como afirmo!
—¡Bueno! Acabo de decirte que te creo. Generalmente, cuando me envías algo, te
limitas a escribirme una nota... Para que me telefonees es necesario, lo presiento, que hayas
descubierto algo realmente hermoso.
—Lo verás muy pronto porque las mujeres se fueron ayer de Grossrosen. Como
sabes, ese campo no puede recibir mujeres... y hablando de mujeres, ¿la tuya bien?
Klaus palideció. Menos mal que su interlocutor no podía verle.
Pero era un von Winkel, y ningún prusiano de su familia podía. permitirse hablar de
sus desgracias familiares, ni siquiera delante de un viejo amigo como Leo Kalemberg.
—¡Frau von Winkel se encuentra maravillosamente bien, querido amigo! —lanzó
con falsa alegría.
—¡Me alegro sinceramente, viejo! ¿Tienes noticias de tu hija?
Esta vez el rostro, todavía sombrío, de Klaus se iluminó. Una amplia sonrisa, en la
que se mezclaban la alegría* y el orgullo, se abrió camino entre sus delgados labios.
—La espero de un momento a otro. Al fin ha tenido tiempo para venir a ver a su
padre.
—¿Sigue en Ravensbrück, no es verdad?
—Sí. Pero lo que aún no sabes es que la han ascendido otra vez. La han nombrado
Führerin de la Section II [56]. Le han concedido, sólo para ella, una hermosa casa... pero, ya
conoces Ursula... ¡gustándole su trabajo tanto, debe pasar gran parte de sus noches en el
despacho!
—¡Es una muchacha extraordinaria!
—Sí, tienes razón, Leo... Acabo de cumplir cincuenta años y, te lo aseguro, dejando
a un lado mi trabajo, que me gusta tanto como le gusta el suyo a Ursula, esta chica es todo
para mí, mi orgullo... y no lamento ya el no haber tenido un hijo, porque Ursula es la
garantía de que el apellido de von Winkel no acabará en las manos del primer idiota que se
presente.
—Es verdad... debo dejarte, Klaus. En cuanto el don— voy llegue ve a buscar tu
tesoro. Aunque no te dijera cómo se llama, adivinarías en seguida de quién se trata. Su
apellido es Dreist, Frieda Dreist...
—¡Espera! ¿No se trata de la chica que ha desempeñado un papel de primera
importancia en ese asunto criminal que ha pasado en juicio en Breslau?
—¡Ella misma!
—¿Ha sido condenada a perpetuidad, no es verdad?* —Exactamente.
—Bueno. He visto su foto en el periódico. Sin duda se trataba de una mala
fotografía... pero, sin embargo, me pareció muy hermosa...
—Cuando la veas en persona ya me dirás qué te parece.
—¡Te lo agradezco por adelantado! ¡Cuídate bien!
—No te preocupes. Hasta la vista, Klaus. "Heil Hitler!"
—"Heil Hitler!"

Los tres últimos vagones del largo convoy, vagones de ganado, estaban repletos de
deportadas. El resto del convoy, treinta y cinco unidades que una vieja locomotora asmática
arrastraba penosamente, estaba formado por dos vagones de pasajeros donde "descansaban"
los miembros de la escolta —una sección de SS— y treinta vagones cargados de vestidos
perfectamente clasificados, todo lo que había quedado de los seis mil detenidos gasificados
durante las dos semanas precedentes.
Parándose continuamente, a veces delante de pequeñas estaciones, pero casi siempre
a campo raso, de forma a dejar pasar los convoyes militares que iban o volvían del frente
ruso, el tren avanzaba lentamente hacia la región de Cracovia donde se había instalado uno
de los más importantes campos: Auschwitz-Birkenau.
Una vez al día, y los SS lo decidían a su gusto, al alba o al atardecer, quitaban los
candados que cerraban las puertas y permitían a las deportadas que bajaran a "hacer sus
necesidades”.
Aunque Frieda tuvo la suerte de encontrarse en el mismo vagón en el que fueron
encerradas las prostitutas de Breslau, había bastante sitio para otras, y veinte mujeres
polacas, entre las cuales había diecisiete afectadas por cólicos, empestaron el vagón con el
olor de sus deyecciones.
Demostrando poseer un carácter fuerte y decidido, la pequeña Franciska, una de las
pupilas de la "Gorda Bertha”, se apresuró a poner un límite a la situación. Levantándose,
hizo frente a las polacas, cuya lengua conocía: —¡Se acabó! Si continuáis así vais a
transformar el vagón en una "toaleta dia pan" [57]. Como no podéis parar de cagar, os iréis a
agachar en un solo rincón del vagón... |venid!
Les indicó un ángulo. Golpeando con el tacón, Fran— ciska no tardó en descubrir
algunas planchas del suelo que cedían. Llamó a Elfriede y a Agnes para que acudieran a
ayudarla.
Algunos minutos más tarde consiguieron practicar un agujero en el suelo del vagón.
—Aquí está el "rincón" para todo el vagón —explicó en polaco—. ¡Y os aseguro>
cerdas, que si una de vosotras se atreve a hacer porquerías en otro lado, será castigada!
Franciska se alejó del grupo de polacas, pero no lo bastante de prisa como para
evitar de ser alcanzada por nna respuesta huraña: —“Brudny Germanski!" [58].
La alemana se encogió de hombros cqn un gesto de desprecio y fue a sentarse cerca
de sus compatriotas.
—Has hecho perfectamente lo que se debía de hacer —le dijo Katherina—; ese mal
olor comenzaba a ponerme enferma...
—Tiemblo al verlas —intervino Frieda— porque creo que debían ser bellas y
fuertes, antes de caer en ese estado lastimoso...
—¡Sí, tienes razón, pequeña! He tenido ocasión de hablar con algunas de estas
desgraciadas..., venían hasta nuestro bloque, en Grossrosen, a pedirnos cosas
insignificantes: un peine, imperdibles..., han conocido miserias más grandes que las
nuestras. ¡En realidad, comparadas con esas polacas, somos hasta el momento unas
privilegiadas!
—¿Han sido juzgadas y condenadas como nosotras, no? —preguntó Elfriede.
—¡Qué dices! Después de la llegada de los soldados a su pueblo, fueron violadas
por la tropa. Cuando la Wehrmacht siguió su camino, los SS, la Feldgendarme— rie y la
Gestapo llegaron a su vez.
"Las más bellas fueron reunidas en una casa que se convirtió en seguida en un
burdel. Las feas, las viejas o simplemente las que no gustaban a los hombres, fueron a
trabajar a las carreteras destruidas por las bombas y por los obuses, o en el ferrocarril.
—¡Es horrible! —suspiró Agnes mirando con terror sus pequeñas manos cuidadas y
manicuradas.
—Después —prosiguió Franciska—, cuando comenzó la guerra con los rusos,
algunos grupos de partisanos polacos aparecieron aquí y allá. Para impedir que los civiles
ayudaran a los guerrilleros, los SS y los Feldgen— darmes vaciaron los pueblos, quemaron
las casas y mataron a los hombres, las mujeres viejas y los niños. En cuanto a esas mujeres,
fueron enviadas a los "Konzen— trationslager”, la mayoría del otro lado del Vístula: Tre—
blinka, Sobidor, Mjdanek, Belzec y Rawa-Rüska. Este grupo, por una causa inexplicable,
han ido a parar, como nosotras, a Grossrosen.
—¿Y dónde vamos ahora? —preguntó la pequeña Agnes, aún muy pálida, con las
manos hundidas, como en un gesto de defensa, en los bolsillos de su abrigo.
—No lo sé —respondió Franciska—. Sin embargo, esas mujeres me han dicho que
vamos a un lugar terrible, un campo llamado “Osviecim" [59].¿Aún peor que Grossrosen?
—preguntó Frieda.Franciska le dirigió una mirada enojada.
—¡Tú, hermosa, no te quejes demasiado! Te has pasado todo el tiempo en el
“Revier” mientras que nosotras estábamos en un barracón infecto, que hemos tenido que
lavar cada día para no acabar pudriéndonos dentro.
Suspiró.
—Eramos trescientas mujeres... de paso, decía el Ka— po, pero salvo nosotras, las
demás ensuciaban el suelo todo el tiempo... y ese criminal de ruso, hablo del Kapo, quería
que el barracón estuviera tan limpio como la habitación del "Lagerführer”...,.
Tendió las manos hacia Frieda.
—¡Mira mis manos! Y las de las otras...-añadió echando una mirada a su alrededor,
pero su boca se torció en un gesto rabioso cuando se fijó en el rostro colorado de Agnes.
—¡Te pones cplorada, ¿no?! ¡Tú tampoco has trabajado! ¡Pero me das lástima
porque has tenido que acostarte con el Kapo...!
—¡Prefiero acostarme con un hombre a tener que estropearme las manos!
—¡No eres más que una "Schneppe”! [60].
Entonces, dándose cuenta de lo que acababa de decir, se puso a reír
estruendosamente.
—¡Estamos locas! No es de extrañar, después de lo que esos puercos nos han hecho
aguantar... sobre todo la pobre Bertha...
—¡Cállate! —gritó Agnes— ¡No hables de eso! ¡Quiero olvidar ese horror!
Pero Franciska no prestó ninguna atención a la súplica de su amiga. Volviéndose
hacia Frieda le dijo: —Una noche, tú estabas aún en el “Lazaret”, vinieron a buscarnos. El
Kapo y cuatro SS. ¡Cuando vimos que tomábamos el camino que lleva a las duchas, y
sabiendo lo que eran, tuvimos un miedo horrible!
—¡Cállate! ¡Cállate! —gritó aún Agnes, llevándose las manos a la cabeza.
Franciska le lanzó una mirada atroz:
—¡Tápate las orejas! Así... ¡y déjanos en paz!
Dio definitivamente la espalda a su compañera, prosiguiendo: —Menos mal que
estaban completamente iluminadas por dentro y vimos que estaban llenas de SS. El
pequeño “Lagerführer”, el tipo al que Bertha le paró los pies, también estaba allí, rodeado
de una banda de lameculos en uniforme de desfile.
"Nos pusieron en un rincón. Habían traído sillas, pero no para nosotras. Los SS
estaban sentados y formaban un círculo alrededor de un sitio que habían hecho en el centro.
Su voz pareció encontrar un obstáculo en su garganta, se hizo más ronca.
—De pronto, dos SS trajeron a Bertha..., estaba desnuda. Los SS se hartaron de reír.
¡Hasta a nosotras, que conocíamos su cuerpo, nos hizo algo el verla así, expuesta a la
mirada y a las groserías de todos aquellos cerdos!
Franciska suspiró.
—Nosotras, como tú también, habíamos oído lo que el "Lagerführer" había dicho a
Bertha. Pero, con toda franqueza, no le creíamos capaz de una porquería como aquélla...
Cuando vimos aparecer al Kapo, ya sabes, el monstruo que nos recibió a la llegada al
campo, entonces nos pusimos a temblar...
Frieda la miró horrorizada.
—¿No vas a decirme que han...?
—¡Sí, Frieda! Completamente desnudo, el Kapo parecía un animal asqueroso..., se
precipitó sobre Bertha. Nosotras esperábamos que podría rechazarle, porque no es la
primera vez que había puesto fuera de combate a los forzudos que querían hacer el tonto en
el burdel...
"¡Pero' se defendió apenas!
—Sin duda le habían dado algo para quitarle las fuerzas —intervino Elfriede.
—¡Seguramente! —respondió Franciska—. ¡Nos quedamos con la boca abierta!
Porque después de acabar su “asunto", el gorila ése comenzó a golpearla con su porra... ¡le
daba golpes terribles! Y le gritaba: "¡Arrástrate, perra, arrástrate!"
Las cuatro mujeres estaban llorando, porque Agnes, a pesar de todo, había separado
las manos de sus oídos y seguía con una mirada alucinada, el relato de Franciska.
—¡Estuvimos a punto de levantamos e intervenir! Pero los SS se lo debieron oler
porque nos amenazaron con sus armas, y eso nos calmó al instante...
—¿Murió?
—No en seguida, Frieda. Espera un momento, aún falta lo mejor: Se arrastraba y el
otro bestia no paraba de atizarla con su porra... Entonces, bruscamente, no sé de dónde
pudo sacar sus fuerzas..., saltó sobre él como una flecha...
"El tipo tropezó y cayó con Bertha sobre él. ¡Ya ves! Bertha pesaba casi ciento
veinte kilos..., le aplastó completamente y le agarró el cuello con las manos...
—¿Los SS no hicieron nada?
—Se lanzaron sobre ella. La golpearon a culatazos y con los cañones de sus
metralletas...
—¡Basta! ¡Basta!-aulló Agnes casi histérica.
Girando sobre sí misma, Franciska, con una rapidez sorprendente, la abofeteó con
todas sus fuerzas.
Escondiendo la cara entre sus manos, Agnes comenzó a sollozar, completamente
calmada.
—¡Esperemos que ahora esta pequeña imbécil me dejará contarte el asunto! —
gruñó Franciska—. ¡Como te decía, los SS se. echaron sobre Bertha como una jauría de
perros $obre su presa!
"Muy (pronto, el cuerpo de Bertha no fue más que una masa sanguinolenta, debía
estar muerta... o casi. ¡Pero continuaba apretando la garganta del Kapo polaco! Fue
necesario una docena de tipos para separarlos..., quiero decir: para separar los dos
cadáveres, porque si ella estaba muerta, el otro puerco había dejado de vivir...
—¿No se vengaron con vosotras? —preguntó Frieda.
—¡No les debieron faltar las ganas! Pero, después del espectáculo, debieron pensar
que había sido bastante para una sesión.
Se calló durante unos instantes.
—A la mañana siguiente nos hicieron salir otra vez del barracón... y asistimos a la
ejecución de la vieja enfermera. ¡La colgaron con los brazos enyesados!
Friéda se mordió los labios, pero no dijo nada.
Cerrando los ojos, como si se sintiera súbitamente fatigada, se volvió a ver,
inclinadá sobre la pobre mujer, matando uno a uno los asquerosos bichos que corrían sobre
su delgado cuerpo, Y Katherina suspiró.
—¡Nunca olvidaremos a Bertha! —dijo con una sincera convicción.
—¡Nos ha dado un hermoso ejemplo! —exclamó El Frieda.
—Si hay que morir —les dijo Franciska—, preferiría hacerlo como ella... ¡llevarme
conmigo, al infierno, a uno de esos puercos!
—Yo —dijo bruscamente Agnes con el rostro devastado por las lágrimas—, yo no
quiero morir... soy joven... y amo enormemente la vida...
Franciska le lanzó una mirada despectiva.
—¡No te preocupes, mosquita muerta! —le dijo ferozmente—. ¡Mientras sigas
teniendo esas caderas y esos hermosos pechos! En una palabra: de qué atraer a un macho,
no morirás...
Chasqueó la lengua.
—Pero mira a las polacas; en cuanto te encuentres como ellas, con la piel sobre los
huesos, las tetas por el suelo y el culo como un higo chumbo, entonces, pequeña, ni siquiera
un "Musulmán” se molestará en mirarte, ¡estarás acabada para siempre!
Los ojos de la pequeña Agnes chispearon.
—¡No! ¡Nunca llegaré a ese extremo! Porque mucho antes, me oyes, mucho antes,
me mataré!
El tren se paró con un ruido metálico. Casi en seguida quitaron los candados de las
puertas y éstas se abrieron.
. Levantando la cabeza, Franciska se puso a reír.
—¡Alégrate, corderito! Si tienes ganas de trabajar, no tienes nada que temer. Mira lo
que han escrito sobre esta puerta!
Todas volvieron la cabeza para mirar al exterior.
Una enorme puerta con dos puestos de centinelas de cada lado, dos SS con sus
metralletas bajo el brazo, se ofrecía a sus miradas.
Al fondo se veían un paseo y unos barracones.
Y sobre la puerta, con grandes letras metálicas: “ARBEI MACHT FREI"

—"El trabajo os procura la libertad!” —exclamó Fránciska—. Pero el trabajo lo


prefiero a mi manera... me gusta mi trabajo, el que siempre he hecho.
Gritaba como una loca. Entonces, antes de que nadie pudiera impedírselo, se
levantó, fue hasta la puerta del vagón y, mirando a los centinelas, levantó sus faldas por
encima de la cintura y aulló: —¡Como el trabajo va a darme la libertad, comencemos
cuanto antes! ¡Al primero de esos señores! ¡Heil Hitler!
El disparo sonó sordamente.
Alcanzada en la cabeza, la joven prostituta giró sobre ella misma, cayendo
seguidamente del vagón. Su cuerpo quedó sobre el andén.

Capítulo XIX

Detrás de los Panzers, el pueblo de Potchikov ardía como una gigantesca antorcha.
Del escuadrón no quedaban más que dos tanques. Luchando desesperadamente
contra el tiempo, la tripulación del “667” trabajaba sin descanso en la reparación de una
docena de eslabones y dos ruedas motrices que un antitanque ruso había destrozado.
Dos hombres del "666”, que se había quedado un poco más lejos, de forma a
proteger a sus camaradas ocupados en la reparación, habían venido a ayudar a los
muchachos del panzer averiado.
Raimund Webel, el " Panzerführer” del “667", exclamó a media voz: —¡No hay
nada que hacer! ¡Desde el comienzo de esta maldita ofensiva rusa tenemos la negra!
—¡No exageres, Webel! —le respondió Drilling, el ametrallador de torreta del
"666"—; piensa un poco en la tripulación del "668". ¡Ni siquiera han tenido tiempo para
decir uf! ¡Crass! ¡Un pepinazo de lleno! ¡Se han evaporado, héchos humo, sin darse cuenta!
Introduciendo una barra de hierro entre las ruedas, Karl Róttger, el cañonero del
"666”, el más fuerte de todos los presentes, levantó la pesada cadena que estaban
instalando.
—“¡Herrje!” [61] —gritó, corto de aliento—. ¡Empujad un poco, banda de vagos, o lo
dejo caer! "Hérauf!’’ "Herauf! " [62].
Todo el grupo se puso a la faena, incluso el Panzer— fütirer. Lentamente, la larga
serpiente de acero avanzó hacia lo alto de las ruedas motrices; los gruesos dientes de
aquéllos hicieron finalmente presa en la cadena.
—¡Soltad! —gritó Karl.
El mismo retrocedió, separando la barra de hierro de las entrañas del sistema de
transmisión. Al ajustarse, el acoplamiento mecánico produjo un ruido metálico que hizo
sonreír a los tanquistas.
—¡Ya tenéis vuestro cacharro como nuevo! —suspiró Drilling—. ¡Hasta la próxima
vez!
—¡No digas idioteces! —protestó Raimund—. ¡Y ve a decirle a tu jefe que ya
podemos comenzar a largamos de aquí!
—¡Mi jefe! —se burló Róttger—. ¡No hay quien hable con él! ¡Se ha vuelto más
mudo que una estatua!
—Pero, ¿qué demonios le ha pasado?
Karl alzó sus potentes hombros en un gesto explícito.
—¡No tengo ni puñetera idea! ¡Y la cosa dura desde hace tres semanas! ¡Justo
cuatro días antes de que Iván comenzara a hacérnoslas pasar mal! ¡Se limita a dar las
órdenes y nada más! ¡Casi no toca la comida, fuma como un condenado y, en cuanto
hacemos un alto, salta del tanque y se va, lejos de todos, cargado de negras ideas!
—¿Puede ser que algo malo le haya pasado a su familia? ¿Recibe cartas?
—¡Sí! Antes del ataque de los rusos, recibía dos o tres por semana. ¡No debían
traerle buenas noticias porque, después de haberlas leído, ponía una cara de entierro
insoportable!
Webel suspiró abrumado.
—"Scheisse!" ¡No comprendo en absoluto esta maldita guerra! Se decía, sin
embargo, que íbamos a hacer la paz con los Amigos y con los ingleses... y que, todos
juntos, como buenos camaradas, íbamos a echarnos sobre papaíto Stalin.
Karl escupió por tierra.
—¡Sueños, mi querido Panzerführer! ¡Los "pantalones colorados" [63] nos creen
idiotas!... Como si no supiéramos lo que se pasa por el mundo. ¡Después de haberse
paseado por África, los Amigos y los británicos se ocupan de Sicilia! Dentro de poco
estarán en Roma. ¡Sobre todo si contamos con la bravura de los macarronis!
—¡No me hables de esos hijos de perra! —gruñó Drilling—. Mi hermano Otto
quedó en Stalingrado. ¿Y por culpa de quién? ¡De.esos chulos soldaditos del Duce! ¡En
cuanto los ruskis han levantado la voz, esos macarronis del diablo han salido pitando como
liebres!
Webel movió tristemente la cabeza.
—No deberíamos haberles adoptado nunca como aliados. ¡Y ahora que las cosas
comienzan a ponerse negras, os aseguro que los italianos van a cambiar de camisa!
—¡No me extrañaría nada! —suspiró el cañonero del “666".

Webel movió tristemente la cabeza.


—No deberíamos haberles adoptado nunca como aliados. ¡Y ahora que las cosas
comienzan a ponerse negras, os aseguro que los italianos van a cambiar de camisa!
—¡No me extrañaría nada! —suspiró el cañonero del “666".
—Bueno —cortó Raimund—, nosotros nos vamos a ir..., lo sabéis tan bien como
nosotros: hay que marchar un poco para que las nuevas cadenas se adapten bien. Decidle,
sin embargo, a Dreist que iremos despacio, así podrá alcanzarnos dentro de pocos
minutos...
—¡De acuerdo!
—¡Y gracias por ayudarnos!
—¡Hoy por ti, mañana por mí! —rió Drilling siguiendo los pasos dé Karl, que ya
marchaba rápidamente hacia el otro blindado.
Le alcanzó en seguida.
—¿No crees que las cosas van muy mal para Rudolf?
—¡Evidentemente! —gruñó el artillero—. ¡Y empiezo a estar harto de vivir con un
tipo que no abre la boca más que para dar órdenes!
Encendió un cigarrillo sin dejar de andar.
—Antes —dijo echando una bocanada de humo— daba gusto encontrarse en el
“666". Se estaba como en familia. Ningún secreto entre nosotros, nos contábamos todo.
¡Pero de repente, Herr Dreist ha cerrado el pico y no dice ni pío! Desde entonces ya no
somos la misma tripulación. ¡Siempre estamos preocupados, silenciosos, mirándonos como
estatuas!
Se volvió hacia el ametrallador de torreta.
—¡Pero esto va a acabarse! ¡Y muy pronto! En cuanto me encuentre frente a él le
diré todo lo que se me ocurre... “Das Tüpfelchen auf das i setzen!” [64].
—“Hübsch gesagt!" [65] —respondió Peter.

Entre sus labios, el cigarrillo se había apagado sin que se diera cuenta. Cada vez
fumaba más y'más, encendiéndolos uno tras otro, con un gesto puramente mecánico,
autómata, porque no extraía ningún placer de fumar así.
Cuando los dos miembros de su tripulación se habían ido a ayudar a los del "667”,
había saltado de la torreta y se había puesto a andar, sin meta alguna, no deseando más que
qüedarse solo, solo con sus pensamientos, solo con su dolor y su impotente rabia.
A cada paso el periódico doblado en su bolsillo crujía como para recordarle que
estaba allí. El periódico que había recibido al mismo tiempo que las últimas cartas enviadas
por la misteriosa persona que firmaba "una amiga que le quiere bien".
¡Extraña forma de querer!
Le había escrito, haciéndole, en cada carta, un relato detallado de lo que se había
pasado en el juicio.
¡No'faltaba nada!
Al leer aquellas cartas, Rudolf había vivido cada minuto del proceso, había
presentido la monstruosidad de la tragedia que se había desarrollado en Breslau.
Diez, veinte veces... ya no se acordaba, había ido a ver o había telefoneado al
coronel... ¡no le habían concedido ningún permiso!
Durante un tiempo, había pensado en desertar. Con un poco de suerte, podría haber
llegado a Breslau. Pero el sentido común había acabado imponiéndose. Las patrullas de la
Feldgendarmerie, armadas hasta los dientes, vigilaban estrechamente todas las carreteras.
Sobre todo después de la amenaza de una ofensiva soviética. Después de la gran
derrota delante de Kursk y el fracaso completo de la operación "Ciudadela", Iván no había
soltado presa y el siete de agosto de aquel maldito año de 1943, Stalin, comprendiendo que
el adversario no tenía más fuerzas para responder, se había decidido, a lanzar una ofensiva
general, con el fin de liberar la Rusia Blanca e, inmediatamente después, Polonia.
Pero todo aquello había perdido importancia a los ojos de Dreist.
La angustiosa lectura del periódico que su misteriosa comunicante había añadido a
su última carta había dado al traste con las últimas esperanzas del tanquista.
Anneliese muerta, asesinada. ¡Y Frieda, la dulce y valiente Frieda, que había
acudido a ayudar a su hermana pequeña... condenada a perpetuidad en un
"Konzentrationslager ”!
Una de las cosas que más habían aterrorizado al joven alemán fue sin dudarlo
extraordinaria: ¡la increíble declaración de su padre!
Todavía ahora, Rudolf desesperaba ante la imposibilidad de descubrir el motivo
oculto, porque debía haber uno, eso no podía dudarlo ni por un solo instante.
El que Ludwing Dreist se hubiera acostado con Sarah, la vieja y fiel sirvienta, eso
estaba fuera de toda posibilidad, ¡hubiera reído si las circunstancias no le hubieran hecho
llorar!
—Entonces —silbó entre sus dientes apretados— ¿por qué, padre? ¿Por qué has
afirmado tal enormidad, sabiendo que esa falsa declaración iba a llevar consigo la pérdida
de tu hija?
Levantó hacia el cielo una mirada desamparada.
—"Warum?" (¿Por qué?)

Gilde, el Panzerlahrer, levantó la cabeza; sus manos, hundidas en las entrañas del
motor, estaban terriblemente sucias. Indicó con el mentón la parte delantera del
Panzerkampfwagen.
—Se ha ido por allí. ¿Y el “667”?
—“Das ist erledigt!" [66] —respondió Karl, que preguntó a su vez—: ¿No ha vuelto
desde que nos fuimos?
—“Nein!"
—¡Uno de estos días va a— caer en las patas de una patrulla ruski! "Holinh der
Teufel!” [67]. ¡Pero que no se nos lleve a nosotros también! Se acabó. ¡Le voy a decir todo lo
que pienso!
Dio algunos pasos, pero cambió de opinión: —¡Tú, Xaver! Deja de rascar el motor.
En cuanto vuelva con Dreist nos largamos. Iván no debe de andar lejos... ¡mierda! ¡No sé
cómo nos las arreglamos, que siempre nos encontramos delante de nuestras líneas!
Se alejó a grandes zancadas.
—¡Yo no me metería en su piel! —suspiró Gilde, limpiándose las manos en su
pantalón—; yo, con el humor con que se anda el jefe, lo pensaría dos veces antes de decirle
algo.
—De todas formas —dijo Peter—, debemos intentar algo. ¡Continuar viviendo así
es imposible! Un tanque, ya se sabe, es como una cámara nupcial... —rió—. ¡O se hace el
amor convenientemente o nos matamos unos a otros!
—¡Tienes razón, viejo! —intervino Helmuth Hama— cher, el ametrallador de proa
—. Rudolf, todos lo sabe* mos bien, es “ein guter Kert” [68]. Y estoy convencido de que
Karl lo traerá cambiado. "Herrgott!” Después de todo, estamos juntos desde 1939. ¡Un buen
rato! Nos conocemos como si viniéramos del mismo padre y de la misma madre... y es
necesario que continuemos así. ¡Si no, como ya ha ocurrido en otros panzers, las cosas
acabarán mal!
—¡Os hacéis demasiadas ilusiones! —protestó el conductor del tanque—. Desde
aquí veo la esoena; en cuanto nuestro bravo artillero abra el pico, Rudolf va a cerrárselo
con un "Kerh von deiner eigenen Tür!” [69]. ¡Ya lo veréis!
—No discutamos más —dijo Helmuth con un tono apaciguador—; ¿habéis oído que
nuestro desgraciado y descalabrado escuadrón va a ser rehecho?
—Sí, pero no lo he creído.
—Ya lo verás. El teniente lo ha dicho. Dentro de dos días un nuevo jefe va a
tomarnos a su cargo.
—¡Un novato, sin duda! —rió Drilling—. ¡Recién salido de una escuela de
tanquistas! Con la cabezota llena de teorías... Otro cobarde como nuestro querido Herr
Reichmeyer... ¡aún me pregunto dónde está ese puerco!
—No te preocupes por él —le dijo el Panzerlahrer—, con un papá como el suyo, es
casi seguro que ha obtenido un puesto de los mejores.
—¿Qué era su padre, exactamente? —preguntó Hamacher.
—"Oberkriminalinspektor! ¡Nada más que eso! Un tipo gordo de la Gestapo o
alguna otra cosa de ese estilo...
—Ya puede ser todo lo "Ober" que quiera, ni siquiera ha sido capaz de traer al
mundo un verdadero hombre. ¡Un marica! ¡Eso es lo que es su retoño!
Xaver, el conductor, se rascó pensativamente la cabeza.
—¡Ya se sabe! —afirmó seriamente—; esos tipos de la alta sociedad son todos
impotentes... y se casan siempre con mujeres paliduchas, anémicas, con piernas como
mondadientes, tetas como huevos fritos y las nalgas como las mejillas de un recién nacido.
'Suspiró.
—¡Qué queréis que fabriquen esos puercos! ¡Nada más que abortos, tipos
esmirriados... mal paridos, asquerosos fetos!

—¡Rúdolf!
Dreist se enderezó.
Giró lentamente, como con desgana, haciendo frente a la maciza silueta del artillero
que acababa de pararse a su lado.
—"Was führt Sie her?” [70] —preguntó el Panzerführer fríamente.
“Mal comienzan las cosas, «Sakrement!» —se dijo Karl a sí mismo—. Si comienza
a hablarme de «usted», estamos listos.
Y en voz alta:.
—Hemos arreglado el “67" —dijo con un tono que quería ser seguro—. Deberíamos
irnos también. Iván debe andar por.aquí...
Aunque la lejana palidez de los astros no le permitía distinguir con nitidez el rostro
de su jefe, el artillero adivinó la expresión dura que se reflejaba sobre todo en el brillo
helado de los ojos de Dreist.
Reuniendo todo su coraje, Rottger se decidió a poner las cartas sobre la mesa.
—No es únicamente de los tanques de lo que quería hablarte... ¡Dame una razón,
Rudolf! ¡Esto no puede continuar así! Creo que hemos vivido suficiente tiempo juntos
como para que tú...
—¡Cierra el pico, Karl! —le interrumpió Rudolf—; tú, como los demás, no podéis
comprender. Puedes irte... y toma el mando del "666”. Yo me quedo aquí.
—¿Qué? —exclamó el artillero abriendo desmesuradamente la boca.
—Acabo de decírtelo: me quedo aquí...
—Pero... es... es... “Der Imbegriff der Dumnheit!" "Du ist ein heilles verrückt!" [71].
—Puede ser, pero ya he tomado mi decisión, y es definitiva. ¡Me quedo!
—¿A esperar a Iván?
—"Ja!" Si lo quieres más claro, aquí lo tienes: deserto, me voy con los de enfrente...
Desenfundó su pistola, la cogió por el cañón y tendió «1 arma a Karl: —¡Toma!
¡Puedes matarme si quieres! De todas formas, si no lo haces, tendrás que decir que estoy
muerto.
—Pero... —tartamudeó Rottger sin ni siquiera mirar «1 arma— ¡deliras, mi pobre
Dreist! Si crees que Iván va a recibirte como a un amigo, estás listo... ¡En cuanto levantes
los brazos te llenarán las tripas de plomo! Y tendrás que estar contento de que lo hagan...
¡Ya los conoces, maldita sea! Te harán pasar un mal cuarto de hora antes de liquidarte.
Rudolf hizo un imperceptible movimiento con los hombros.
—Es un riesgo que hay que correr.
—¿Pero por qué dejamos? ¿Por qué desertar? ¡Eres, lo quieras o no, un alemán!
—No, te equivocas; mi buen Karl. Este país en que he nacido, el uniforme que
llevo, no significan, nada para mí. Un hombre, llevando un uniforme cómo éste, se ha
acostado con mi hermana menor, le ha hecho un hijo... y la han matado!
—¡No!
—Sí, Rottger, sí... mi otra hermana, Frieda, corrió en da de su hermana... y la han
condenado para toda la vacL un campo de concentración...
—"Himmelgott!”
—Mi padre, un pobre hombre que ha trabajado durante toda su vida para que nada
nos faltara... ¡ha declarado delante del tribunal que se había acostado con nuestra vieja
criada y que, por lo tanto, Frieda era judía a medias!
Si no hubiese conocido al jefe de la tripulación, si no hubiera sabido que el
Panzerfiihrer era incapaz de mentir y que además su cerebro no había dejado nunca de
funcionar perfectamente, hubiera temido que se hubiese vuelto loco.
Dijo, con una voz que temblaba de indignación: —Pero... ¡es imposible! No han
podido hacer algo así...
Una mueca torció la boca de Rudolf.
—Lo han hecho, amigo mío...
—¡Es indigno!
—Lo que tú quieras. Lo han hecho, sí, en nombre del Führer, en nombre del Reich
milenario... ¡Ese Führer y ese Reich por el que combatimos desde 1939!...
—No comprendo...
—Yo tampoco podía comprenderlo... o no quería, no lo sé. Yo también, Karl, me
resistí a dar pábulo a cosas que mi mente se negaba a aceptar. Pero, desdichadamente, fue
así...
Su mueca se hizo aún más amarga.
—Ahora te das cuenta —dijo después mirando con fijeza a su compañero— que
nada me ata ya a este país... a mi patria que han convertido en un montón de basura...
—Deberías habérnoslo dicho antes, Rudolf.
—¿Para qué? ¿Para quitaros la moral? “Neil!” Mientras estaba al mando del tanque,
he actuado como jefe, como amigo... y un amigo es aquel que no nos amarga la vida con
sus problemas...
Y agregó después de un corto y doloroso silencio que Karl no se atrevió a romper:
—Si no hubieses venido a buscarme, habría desaparecido... sencillamente...
—Guarda tu pistola. Puedes necesitarla...
—No. Es mejor que te la lleves. Así podrás decirles que la has encontrado en mi
cadáver... Prefiero que todos crean que he muerto. Si se enterasen que he desertado, serían
capaces de todo, esos puercos...
—¿Tu familia?
—Sí. Son como lobos, sedientos de venganza... Podrían importunar a mi padre o
hacer aún más daño a mi hermana... incluso podrían molestaros...
—¡Una mierda para ellos! —rugió Karl.
Dreist sonrió.
—¡Viejo amigo! Voy a echarte mucho de menos... y a los otros, a todos. ¡Puñetas!
Es cierto que se vuelve uno algo así como el hermano mayor del equipo... y voy a pensar
mucho en vosotros, sobre todo hasta que esta cochina guerra termine...
—¿No tienes miedo de lo que los rusos pueden hacerte? Son un poco bestias, lo
sabes tan bien como yo...
—Todos somos bestias, amigo... Un soldado es como un saco. Cuando le ponen el
uniforme, le vacían de todo lo que lleva: inteligencia, bondad, sentimientos humanos,
dulzura, amor... Luego vuelven a llenar el saco, poniendo dentro frases de odio, de
desprecio hacia el enemigo, de estúpida superioridad que inclina la balanza de la razón
hacia el lado donde el desdichado combate...
Sus dientes rechinaron:
—¡Eso somos, camarada! Sacos llenos de basura, de estiércol, de mierda...Pero no
son sólo las balas las que agujerean ese saco. El dolor, la miseria, terminan por romperlo y
cuando las mentiras se salen de él, el saco queda vacío... convertido en un trapo sucio, sin
contenido, esperando que alguien lo queme...
Extendió la mano, pero el otro le atrajo hacia él, abrazándole con fuerza.
—Cuídate, Rudolf..., cuídate mucho...
—Y tú también... Buena suerte...
Se separó de su compañero y se fue.

Capítulo XX

Acompañado por su pandilla de cuervos, el Reich— führer de la Gran Alemania,


Himmler, dueño de la vida t de la muerte, visitó el campo de exterminio de Auschwitz poco
antes de que Frieda y sus compañeras llegar sen allí.
Sólo se detuvo un instante en el chalet del Lagerführer del campo. Tampoco visitó
los barracones donde se trabajaba en “altas cuestiones científicas”, sirviéndose como
conejos de Indias a los detenidos.
Ni siquiera visitó el estudio de un cierto artista rumano donde se estaban llevando a
cabo obras que irían a engrosar la formidable colección del Museo de Antropología de
Berlín.
Seguido por sus perros de presa, vestidos de negro como él, Himmler se rebajó a
pisar con sus altas botas relucientes una de las calles del “Lager”, dirigiéndose, rodeado por
la numerosa comitiva, a un cierto bloque, cerca de una pequeña fábrica, con una alta y fina
chimenea de la que brotaba constantemente un hilo de humo gris.
Se ha dicho que Himmler "no se dio nunca cuenta de lo que pasaba en los campos”.
En realidad, los hombres, las mujeres y los niños no fueron para él más que cifras.
Se ha dicho también que era un hombre tímido, un simple granjero que se preocupaba de
sus gallinas con mucho más interés que se preocupó jamás de los deportados.
Cuando penetró en el barracón principal, pudo contemplar una curiosa colección de
objetos: lámparas, respaldos de sillas y sillones, todos ellos fabricados con sumo cuidado.
Fue entonces cuando conoció al “profesor” Kummel.
Otto Kummel era un hombre delgado, muy alto, huesudo y de tez macilenta y
pálida.
Debía tener unos cincuenta años cuando Himmler le conoció.
.Además de su lengua materna, el alemán, Kummel hablaba correctamente el inglés
y el francés, sobre todo este último, ya que había pasado una parte de su vida —
exactamente quince años— en el Canadá.
Hijo de un emigrante alemán, Konrad Kummel, instalado en el norte del Canadá
desde 1917, Otto había ayudado a su padre, antes de sucederle a su muerte, en una empresa
de gran importancia que se dedicaba exclusivamente al mercado de pieles.
Con la minuciosidad y el espíritu de organización que caracteriza a los germanos, la
“Kummel" llegó á convertirse en una de las empresas peleteras más importantes del mundo.
Sus pieles, delicadamente trabajadas, invadieron el planeta y produjeron pingües ganancias
a sus propietarios.
En 1930, bruscamente atraído por aquel hombre que, a su parecer, iba a devolver a
Alemania su pisoteada grandeza, Otto, que ya era el dueño absoluto del negocio, volvió a
Alemania, tras vender la empresa, entregando generosamente sus ganancias al partido nazi.
Vivió largo tiempo cerca de su “Führer", colaborando en cuantas misiones se le
confiaron. Más tarde conoció a Himmler, del que se hizo muy amigo.
Hasta que un día, viajando por Italia, visitó un viejo monasterio en el que se
guardaban unas sillas, del siglo XI [72] cuyo revestimiento se había hecho con la piel de unas
monjas.
Otto acarició con dedos profesionales y emocionados el trabajo de aquellos
artesanos medievales. La labor era bastante buena, pero aquellos hombres carecían
naturalmente de los medios y el conocimiento que el germano poseía, ya que era un
verdadero especialista en la materia.
Cuando, meses más tarde y de regreso a Berlín tuvo la debilidad de contar a
Himmler lo que había visto, éste se mostró inmensamente interesado, y luego de escuchar a
Otto, dijo, como iluminado por una brillante idea: —Mi querido Kummel. Nada agrada más
al Führer que cuantos procedimientos se le presenten en vista de aprovechar lo que hay que
tirar... Quiero que haga usted algunos ensayos... hablaré con Hitler. Espero dar al Führer
una agradable sorpresa.
Ahora, en el campo, Himmler, profundamente emocionado, paseaba sus delicados
dedos por los objetos que su amigo Kummel había conseguido fabricar con piel humana.
Otto, sonriente y satisfecho, seguía al Reichführer explicándole los detalles de cada
obra.
—En los respaldos de las sillas —le decía—, como puede usted comprobar, hemos
guardado los pezones de las judías muertas... imitando así aquellas sillas que vi en Italia...
—Muy interesante.
—Pero vea la fineza del trabajo. Mi equipo de curtidores ha hecho milagros... Esta
pantalla de lámpara, por ejemplo, cuya finura sorprende, ha sido hecha exclusivamente con
piel de niño de corta edad... el más viejo tenía tres años.
—"Kolossal! ”
—Ahora, "mein Reichführer", deseo mostrarle algo... un regalo que quisiera diera
usted personalmente a Herr Goering... es algo especial.
Se acercaron a una mesa donde se veía un espeso cepillo dotado de un largo mango.
—El mango —explicó Kummel con voz emocionada— es de marfil.
—¿Y el cepillo?
Otto sonrió.
—Una obra maestra, Reichführer... Ha costado muchas horas de trabajo... se lo
aseguro.
Con mano tímida, Himmler acarició el sedoso objeto.
—¿Cabellos? —inquirió.
—No, pelos. Pelos del pubis de detenidas vírgenes... muchachas de catorce y quince
años, cuidadosamente seleccionadas... una maravilla de finura, de suavidad... —Los han
teñido, ¿verdad?
Kummel dio un respingo, y con voz ofendida: —¡Oh, no! El color es natural... Por
eso le he dicho que ha costado mucho reunir el material necesario... Puede decir usted al
querido Hermánn que cerca de trescientas jóvenes han pasado por nuestras manos antes de
seleccionar las dos docenas que hemos necesitado para confeccionar esta maravilla...
—Es usted un genio, mi querido Otto...
—Desearía que viese usted otra cosa, mi Reichführer.
Pasaron a la minúscula fábrica. Himmler vio los mol— des llenos de una sustancia
espesa que pasaba luego a hornos mantenidos a una temperatura constante.
Comprendió en seguida lo que allí se fabricaba.
—Jabón, a base de grasa humana. Ya he visto lo mismo en otros campos, pero...
Otto levantó la mano en decidida protesta.
—No es lo mismo... Sí, ya sé que otros campos Han iniciado la fabricación de
jabón... pero le ruego que vea lo que aquí obtenemos... Tome esta pastilla...
Himmler, no sin desagrado, cogió lo que Kummel le entregaba. Le extrañó la
suavidad.
—Puede olerlo sin miedo...
Lo hizo. El perfume que despedía la pastilla era agradable y fresco.
—¿Cómo lo ha conseguido?
Kummel sonrió.
—Nos ha costado mucho, Reichführer. Hemos tenido muchos fracasos, obteniendo
jabón, como de los otros campos, de mala calidad y sin que pudiésemos, en un principio,
quitarle el olor humano...
"Pero hemos descubierto al fin que sólo una parte del cuerpo de la mujer podía
proporcionamos una grasa suave, sin glomérulos y sin demasiado olor, que desaparecía por
completo añadiendo a la mezcla un poco de esencia...
—Ya me doy cuenta.
—Es justamente bajo las caderas de las mujeres, hasta unos treinta años, que se
halla un panículo adiposo de una calidad extraordinaria. Convenientemente tratada esa
grasa proporciona el jabón que usted tiene en la mano.
—¡Fabuloso!
—Me he permitido enviar unas docenas de estas pastillas a algunos centros de
oficiales de la Luftwaffe... y he recibido no sólo una carta de agradecimiento... sino una
petición amable...
—Perfecto. Tengo una lista de amigos que desearían un objeto decorativo de piel...
y pudiera ser que aceptasen algo de este estupendo jabón...
Su voz se hizo imperiosa y con un brillo metálico en los ojos, habló un tanto
doctoralmente, como tanto le gustaba hacerlo: —En el mundo que haremos tras la guerra
—afirmó—, las posibilidades de utilización de nuevas materias primas alcanzarán un
desarrollo imprevisto. No olvidemos» mi querido amigo, que en este siglo, la población aria
debe multiplicarse por lo menos por diez... El resto de los habitantes de este planeta interesa
menos... aunque serán útiles en una primera fase... Pero más tarde, cuando la luz del siglo
XXI ilumine la Tierra, es muy posible que hayamos terminado con la limpieza de todo lo
impuro...
Su voz subió una octava.
—Un mundo ario... próspero y supercivilizado, con máquinas precisas y complejas
que nos evitarán el tener que conservar una humanidad decadente para trabajos penosos...
Un planeta limpio de bazofia, de suciedad y deseres inferiores...
—Una visión magnifica, "mein Reichführer".
—Sí, un panorama encantador... Ni judíos, ni gitanos, ni árabes, ni negros... y dentro
de las razas blancas, ni sajones, ni latinos... sólo arios... La raza de señores dueña de los
destinos del mundo... en ese maravilloso milenio que Adolf Hitler ha prometido a nuestro
pueblo...
Guardó la pastilla de jabón en el bolsillo, estrechó la mano de Otto, y se fue para
soñar con la pureza de un niño en aquel mundo limpio, poblado exclusivamente por arios
de cabellos rubios, ojos azules y cuerpos hermosos...

Capítulo XXI

Las detenidas formaron cola para entrar en el bloque que les estaba destinado.
Cuando le llegó el turno a Frieda, nada más penetrar se sintió invadida por un cúmulo de
sensaciones que afectaron su nariz, sus oídos y sus ojos, llenándola de pánico.
Como furias desencadenadas, las "Zugänge” —las nuevas— se lanzaron, abriéndose
camino a codazos, de forma a alojarse en los "nichos” más altos.
Fueron naturalmente las polacas, que conocían ya las características de los
barracones, las que tomaron al asalto los sitios privilegiados.
Sus gritos ensordecedores, sus juramentos, los alaridos cuando se golpeaban
mutuamente, formaban un escándalo formidable. Además, había el olor...
Un olor que no era el que las deportadas llevaban con ellas, sino la hediondez de los
centenares que las habían precedido.
Una hediondez de masa humana, sucia, purulenta, una mezcla asquerosa de miedo,
de deseo, de angustia y de muerte...
Cuando hubo franqueado el umbral, Frieda abrió desmesuradamente los ojos ante el
espectáculo que se ofrecía ante ella. Un pasillo de una treintena de centímetros de anchura
y, a ambos lados, desde el suelo de tierra hasta el techo... ¡nichos!
Nichos como en un cementerio, con una sola salida que daba al corredor, un
cuadrado de cincuenta centímetros de lado, y una profundidad de un metro ochenta.
Adelantándose a las alemanas, las polacas se habían apoderado de los sitios más
altos, pero lo que espantó a la joven fue constatar que, contra lo que se había imaginado,
cada nicho estaba ocupado por dos, y hasta tres mujeres, que estaban horriblemente
apretadas, aunque su delgadez se lo permitía con más facilidad que a las que acababan de
llegar de Breslau.
—Tenéis suerte —dijo la “Blockowa" [73] sonriendo—, poneros de dos en dos en los
nichos de abajo.
Sin saber exactamente por qué, y después de haberse introducido en el cubículo, a
nivel del suelo, Frieda se encontró como compañera de nicho a la joven Agnes, que
temblaba de miedo a su lado.
—¡Dios mío! —lloriqueaba Agnes—. ¡Si hubiera tenido bastante valor habría
imitado a Franciska! Ella, al.menos, no conocerá estos horrores.
—No digas tonterías —le riñó amablemente Frieda—; Franciska, a pesar de su
“pose" de valiente, no era más que una pequeña cobarde, una chiquilla aterrorizada...
imitarla, eso sería ceder, Agnes... No lo olvides... ¡mientras— hay vida, hay esperanza!
—Pero... ¡se nos trata como a animales!.
—¡Y no hacen más que empezar! —suspiró Frieda, convencida que decía la verdad
—; es por eso, Agnes, que tendrás que endurecerte, olvidar para siempre lo que hemos sido,
luchar por la existencia con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro coraje... Nuestra divisa
debe ser una sola: “Der Kampf ums Dasein!" [74].
—He venido a tu nicho —dijo Agnes con voz tímida— porque he adivinado en ti
una fuerza que me falta... haré lo que quieras... ¡pero no me dejes sola!
—No tengas miedo. Ante cada desgracia, cada sufrimiento, aprieta los dientes y
repite siempre... “Morguen ist auch ein Tag!” [75].
Agnes afirmó con la cabeza; el miedo dejó de brillar en el fondo de sus ojos que, a
pesar de todo, habían guardado una pureza extraordinaria.
—Eres muy buena; gracias, Frieda...
La voz de la "Blockálteste" [76] chasqueó como un látigo desde el otro extremo del
barracón: —¡Todo el mundo fuera! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Alinearos en fila delante del
barracón!
Agnes se echó a temblar.
—Ni siquiera nos han dejado diez minutos de tranquilidad; ya empezaba a
encontrarme mejor...
—¡Vamos! —le dijo Frieda dedicándole una sonrisa tranquilizadora—; y no olvides
lo que te acabo de decir.

Delante del bloque 6, la "Blockowa", vieja mujer rígida en su uniforme de detenida,


pantalón y chaqueta a rayas, se encogía delante de la otra mujer.
La alemana, que llevaba un uniforme de la "Aufseherin" [77], era gruesa y maciza
como un descargador de muelle. Su chaqueta se hinchaba sobre su pecho de matrona; la
falda le llegaba por debajo de las rodillas, disimulando apenas unas piernas fuertes que se
acababan en anchas caderas que se adivinaban adiposas.
Las detenidas se colocaron en una larga fila. La mujer paseó sobre ellas una mirada
completamente desprovista de simpatía.
Bajó la cabeza para dirigirse a la “Blockálteste", a la que dominaba con su alta
estatura.
—¿Todas son “Zügange”? —preguntó la mujer SS con una voz acerba.
—“Ja, Frau Langefeld!" [78], ¡Todas son nuevas!
—¿De dónde vienen?
—Del “K.Z." Grossrosen, Frau Langefeld [79].
—¿Y qué hacen vestidas de esa forma?
La “Blockowa” se puso rígida. Olía a miedo a una legua; su vieja piel temblaba
como una hoja al viento.
—¡Esperaba su llegada, Frau Lagenfeld! ¡Es usted quien debe decidir qué triángulo
van a llevar!
—¡Déme la lista!
La polaca obedeció. Poniendo su porra bajo el sobaco izquierdo, la “Aufseherin”
desplegó el papel que la decana del bloque acababa de darle.
—Noventa y tres polacas, todas ellas capturadas en regiones infectadas de
partisanos... ¡que lleven el triángulo rojo! [80].
—“Jawolh!"
—Cuatro prostitutas alemanas... —levantó la cabeza y preguntó—: ¿son aquéllas?
—Las tres primeras únicamente, Frau "Langefeld”. La cuarta ha insultado al SS del
portalón que la ha matado...
—¡Bien hecho! ¡Una puerca menos! Esas tres llevarán el triángulo verde [81].
Miró durante un largo rato a Frieda. Después, lentamente, empuñando la cachiporra,
la vigilante SS se acercó a la joven.
—¿Tu nombre?
—¡Frieda Dreist!
—¿Por qué estás aquí?
Frieda sintió contraérsele los músculos de su cuerpo. Hizo un esfuerzo y consiguió
articular débilmente: —Agresión a un’ oficial del Ejército del Aire.
—¡Más fuerte, cerda! —rugió la "Ausfscherin".
—¡He disparado sobre un oficial! —repitió la detenida.
La porra se abatió pesadamente sobre el hombro izquierdo de Frieda. Un dolor
agudo se extendió por todo su brazo.
—¡Aquí! —aulló la vigilante SS—. ¡Aquí está escrito que eres la hija de una sucia
judía... llevarás el triángulo amarillo y negro! [82].
La matrona retrocedió, dirigiéndose a la polaca: —¡Coge a cuatro de estas rameras y
ve a buscar los uniformes y las insignias al "Effektenkammer" [83]. ¡Ejecución! ¡Schnell!
La vigilante esperó a que las mujeres se hubieran alejado. Con las piernas abiertas,
sus gruesos talones planos bien plantados en el suelo, golpeó la palma de su mano izquierda
con la cachiporra que tenía en la derecha.
—¡Todas desnudas!-ordenó bruscamente—. ¡Poned vuestras ropas en un montón y
dejarlo delante vuestro!
Las polacas demostraron que estaban acostumbradas y se desnudaron rápidamente;
por otro lado no llevaban más que harapos que ya habían conocido las miserias de una larga
detención en varios campos.
Frieda, que comenzó a desnudarse bastante rápidamente, se extrañó del pudor de sus
compañeras. Acostumbradas, sin embargo, a desnudarse rápidamente, por su profesión,
esbozaban movimientos lentos, enrojeciendo hasta la raíz de los cabellos, lanzando miradas
de miedo a las alambradas, detrás dé las cuales, los hombres, atraídos por un espectáculo
inesperado, comenzaban a concentrarse.
Una vez que se quitó el sostén y las bragas, Frieda puso toda su ropa delante suyo,
después colocó sus manos delante del pubis, maldiciendo en su interior a aquella
implacable mujer y a los procedimientos incalificables de los nazis.
Del otro lado de las alambradas, una exclamación de admiración mostraba el
entusiasmo de los detenidos ante la belleza de la alemana.
Furiosa, la “Aufscherin” se volvió, gritando con todas sus fuerzas: —¡Largaros
inmediatamente, banda de cerdos! ¡Vamos! ¿Dónde está vuestro Kapo?
Los hombres no se hicieron repetir la orden. Se desparramaron rápidamente, pero,
mientras se alejaban^ volvían la cabeza para apreciar todavía un poco aquella maravilla de
mujer...
La SS lanzó sobre Frieda una mirada cargada de odio.
—¡Les gustas a esos cerdos, puerca! Pero dentro de poco maldecirás tu cuerpo
podrido... porque si puedo, antes de enviarte al Crematorio, voy a hacer que pases unas
cuantas noches en los bloques de los "Franzosen" [84].
La “Blockálteste” volvía en aquellos momentos, seguida por las mujeres cargadas
con la ropa.
—¡Distribuye los uniformes! —le ordenó la vigilante.
La distribución fue muy simple. Se colocó tina camisa de tela áspera delante de
cada prisionera, añadiéndose después un pantalón y una chaqueta a rayas.
Cuando se hubieron vestido con el uniforme de deportadas, la "Blockowa", con una
aguja, cosió rápidamente los triángulos sobre el lado izquierdo del pecho. Se distribuyeron
también un par de gruesos zuecos a cada detenida.
Eso cambió completamente el aspecto de las "Zügange”. Las chaquetas eran
demasiado largas y el pantalón les llegaba justo hasta los tobillos, o, al contrario, casi no
podían ponerse la chaqueta.
Este último era el caso de Agnes, cuya chaqueta la apretaba enormemente. Ella, la
más guapa y elegante de la casa de la "Gorda Bertha", lanzó una mirada desamparada a
Frieda.
—¡Debo estar horrible! —le susurró.
Frieda tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Pero sentía sobre ella la mirada fría
de la vigilante. Justamente la "Aufscherin", después de haber emitido una especie de
carcajada, dijo: —¡Ahora vamos a ocuparnos de vuestro pelo! ¡Al cero! ¡Así no necesitaréis
pasar por el “Lauskontrolle” [85].
A su pesar, Agnes se llevó las manos a los cabellos, color de miel, y gritó con
espanto: —¡No! ¡Mis cabellos no! Se lo ruego, señora...
Al oírse llamar señora la vigilante se turbó durante unos momentos. Pero
sobreponiéndose en seguida, explotó en una carcajada.
—¡Asquerosa prostituta! ¡Perra! No necesitas tu pelo aquí, en Auschwitz... o en
cualquier otro campo donde se te lleve... ¡en absoluto!
—Pero, señora... le juro que mi cabeza estará siempre limpia y que peinaré mi
cabellera todos los días...
—¡También peinarás mi coño! —gruñó la “Aufscherin"—. "Blockowa!"
—"Ja!"
—Llama al peluquero... y a esa protestona que le afeiten la cabeza y la entrepierna...

Simple estudiante en Medicina, no había cursado más que los dos primeros años,
Konrad Lutter, hijo de un SS que se había olido a tiempo los proyectos de Roehn,
pasándose rápidamente del lado de Hitler antes de la sangrienta purga del 30 de junio de
1934, beneficiada de la decisión paternal y, al ser llamado a filas, fue enviado, en calidad de
"Artzassistant” a Auschwitz.
Como otros muchos estudiantes de Medicina, su caso no fue, lejos de ello, único.
Lutter se encontró de repente ante la responsabilidad de actuar como "doctor”
Allí, en el campo, podía disponer de "pacientes* cuando quería, y probar sobre los
detenidos no solamente la poca ciencia que poseía, sino también las operaciones más
osadas, porque nadie le juzgaría por haber matado algunas docenas de cobayas humanos.
Poco a poco, gracias a la libertad absoluta de la que gozaba, Konrad comenzó a
creer que era médico, su audacia aumentó y se lanzó alegremente tras las huellas de Von
Klaus, practicando todo tipo de de técnicas quirúrgicas, llegando, desde que las primeras
mujeres habían llegado a Auschwitz, a practicar varias cesáreas, que llevaron consigo
naturalmente la muerte de la mujer y del niño.
El "Ravier” que, al principio no ocupaba más que un solo barracón, se desarrolló
rápidamente, sobre todo después de la llegada al campo de un grupo de investigadores SS,
que se hacían llamar “Herr Professor” y que se ocupaban de experiencias directamente
relacionadas con la Wehrmach y la Kriegsmarine.
¡Lo que menos faltaba era el material humano para las experiencias!

Con un cigarrillo opiado entre los labios, Konrad Lutter, que procuraba imitar en
todo a su jefe, el doctor Von Winkel, franqueó la barrera que separaba las instalaciones
del...“Lazaret” del resto del campo, atravesó el Appelplatz y se dirigió con un paso rápido
hacia el re— cinto del Fraulager.
Aspirando glotonamente el humo de su cigarrillo, Konrad se quejaba para sí mismo
de la excepción qué Klaus había impuesto a su colaboración. La entrada al museo y al
estudio de Topesku le estaba absolutamente prohibida.
—¡Maldita sea! —gruñó entre dientes—. ¿Por qué ¡No voy a comerme los puercos
cuadros de ese idiota rumano!
En realidad, lo que le molestaba más era la prohibición de entrar en el estudio. Sabía
perfectamente que Camil "disponía” de todas las bellas muchachas que posaban para él,
antes de ser enviadas al “ Sonderkomando" que no dejaba más que el esqueleto.
Era verdad que inyectaba a sus mujeres, matándolas en pocos segundos. El fenol
inyectado directamente en el corazón se había revelado un procedimiento ultrarrápido y
terriblemente barato.
Pero, desgraciadamente, en el momento de la ejecución, Von Winkel se encontraba
siempre al lado de Konrad. “Para vigilar, decía el prusiano, que, en los sobresaltos de la
muerte, la mujer no cayera de la mesa de operaciones y se rompiera un hueso", ¡lo que
impediría a Topesku pintar su esqueleto!
—“Scheisse! ” —gruñó Lutter mientras se acercaba dél campo de mujeres—; ni
siquiera se mueven.— Antes de que se den cuenta de lo que les pasa... ya están muertas.
No, Konrad adivinaba en la asistencia de su jefe a la muerte de las mujeres, un
placer morboso, la necesidad de darse cuenta "de visu” de la destrucción instantánea de una
vida, del paso al reino de la muerte de un bello cuerpo, joven, deseable.
—¡El muy sádico! —escupió Konrad lanzando la colilla, que aplastó rabiosamente
con el talón de su bota.
¡Le habría gustado tanto encontrarse solo con las mujeres! Ya que el puerco del
rumano obtenía un placer verdadero, ¿por qué no podía aprovecharlo él también?
Cada vez que tenía ante sus ojos el cuerpo desnudo de la condenada, a la que le
habían administrado un somnífero antes de ponerle la fatal inyección, sentía su sangre
joven golpear violentamente contra sus tímpanos y, la boca seca, tragando penosamente su
saliva, traía, ante la presencia insufrible de su jefe, fingir una indiferencia que estaba lejos
de sentir.

Cuando atravesaba la barrera que daba paso al campo de mujeres, y respondiendo


sin entusiasmo al saludo del centinela SS, oyó algunos gritos qué procedían de detrás del
bloque 6.
—¿Qué pasa? —preguntó al centinela.
—Están cortándoles los cabellos a las nuevas... ¡y ya sabe lo que las mujeres sienten
por su pelo!
—"Sakrement!" —rugió Konrad comenzando a correr.
Si al menos no habían afeitado aún a la joven reclamada por Von Winkel. ¡Sino
sería una catástrofe! Sobre todo para él, a quien Klaus había encargado especialmente de ir
a buscar a la detenida que el doctor Kalemberg había enviado de Grossrosen.
Con los codos pegados al cuerpo, rodeó a toda velocidad el barracón. B1
espectáculo que se ofreció a sus ojos le heló la sangre en las venas.
Arrodilladas, balanceándose como si estuvieran en estado de hipnosis, algunas
mujeres, la cabeza rapada al cero, sollozaban tristemente. Algunas otras, muy pocas porque
la mayoría había pasado ya por manos del peluquero, luchaban, bajo los golpes que la
vigilante SS las administraba con su porra para mantenerlas en su sitio.
—“Halt! ” —aulló el joven Konrad—; ¡Parad, maldita sea!
Y, dirigiéndose a la vigilante que se había quedado con la cachiporra levantada en el
aire: —¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Ya sabes de sobras que ninguna, nueva debe ser molestada antes
de que von Winkel las haya inspeccionado!
Paseó una mirada perdida sobre las mujeres afeitadas.
—¡Si has hecho cortar el pelo a la que nos interesa...! —amenazó.
Sin pestañear siquiera, la matrona miró fijamente al joven "médico". Habría podido
—y no le faltaban las ganas— descalabrarle de un solo golpe. Pero no ignoraba que detrás
de aquel idiota, aquel mocoso, se encontraba el temible dueño y señor del “Lazaret", un
hombre que tenía demasiados amigos poderosos en Berlín. Hasta se decía que se había
sentado en la misma mesa que el Führer...
—Mi orden de recepción no lleva ninguna indicación especial— se defendió la
Aufscherin.
—¿Y tu coño? —preguntó mordazmente Konrad—. ¿También lo han sellado para
que nadie lo mire? Veamos... quiero inmediatamente a la detenida Frieda Dreist...
La mujer SS se mordió los labios,
—¡Frieda! —gruñó con su potente voz.
—Soy yo...
Lutter giró sobre sí mismo como un resorte. Al contemplar la larga cabellera de la
detenida, suspiró aliviado.
—¡Sígueme! —le ordenó bruscamente—, y recoge tus ropas... ¡Von Winkel no
puede ver ese sucio uniforme!
Capítulo XXII

Detrás del volante de su Oppel Admiral gris, Ursula von Winkel sentía vibrar todo
su cuerpo; una sensación de poder la colmaba. Bajando los ojos por un instante, apercibió
por debajo de la línea de su falda perfectamente cortada sus nerviosos muslos y, bajo la piel
broncea* da, el juego perfecto de los músculos.
Sus manos con guantes negros eran pequeñas pero sólidas. La chaqueta moldeaba
un pecho firme, pero no muy fuerte. Sabía que poseía unos senos pequeños, duros como la
piedra. Hasta eso, a veces, la molestaba. Habiendo practicado siempre el deporte, habría
deseado que desaparecieran algunas partes de su cuerpo demasiado "blandas” para su gusto.
Con un suspiro se desembarazó de sus pensamientos. Inclinando ligeramente la
cabeza, lanzó un vistazo a sus hombreras. Una amplia sonrisa entreabrió su boca
perfectamente dibujada, pero, como el resto de su cuerpo, pequeño, medido, precisó...
—"Himmelgott!” —exclamó sin dejar de sonreír—; ¿qué es lo que vas a decir,
papá, cuando veas que he conseguido tener el grado de "capitana" del cuerpo de
"Aufscherin"? No somos demasiado numerosas, ¿sabes? las “Frau-Hauptmann"...
Lanzó una risita nerviosa.
¡Maldita sea! ¡Lo que había sudado, sin darse ni un descanso, para aprobar sus
exámenes!
Se podía ver aún delante del tribunal, en la escuela de las SS en Berlín.
Y no podía olvidar las sonrisas burlonas con las que algunos miembros del tribunal
habían subrayado sus respuestas exactas.
¡Los hombres! ¡Siempre los hombres! ¡Presumidos! ¡Sudando importancia!
Sí, ella les había sorprendido, a los “machos", a lo largo de los ejercicios orales y en
el examen posterior en el que había demostrado una memoria excepcional, una capacidad
de retención extraordinaria.
Pero, en lo que más había destacado había sido en los ejercicios en el patio de la
escuela y en pleno campo, al aire Ubre.
¿Qué creían esos imbéciles?
Al mando de una sección de Sturmann, se había impuesto a los hombres, y cuando
algunos habían intentado esbozar una sonrisa, ¡oh!, sin mucha malicia... ¡les había
enseñado quién era una Von Winkel!
—¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras! ¡En pie! ¡Cuerpo a tierra! ¡En pie! ¡Paso
ligero! ¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras!
Se repetía todas las órdenes que había hecho llover sobre los SS. "Sakrement!"
Sudando por todos los poros del cuerpo, le habían dirigido una mirada suplicante.
¡Pero les había hecho pagar cara su sonrisa!
Finalmente, cuando les había ordenado romper filas, les habla seguido con una
mirada burlona, disfrutando al verles arrastrarse, doblados sobre sí mismos, rotos, hacia los
dormitorios.
En los ejercicios de manejo de armas, con el fusil, la pistola ó la metralleta, había
cosechado también todos los triunfos posibles.
Después, en un firmes impresionante, delante de todo un batallón formado en su
honor, había recibido sus galones de capitán, sintiendo en su corazón un calorcillo
deliciosamente agradable, el alma transida de alegría, la mayor alegría de su vida...

Y ahora estaba prácticamente a la cabeza de todas las fuerzas femeninas que se


ocupaban de la vigilancia del Campo de Ravensbrück. Era verdad que, hasta entonces,
había poseído el mando, aunque un hombre se encontraba a la cabeza de los SS de ese
Campo creado exclusiva* mente para recibir mujeres.
Pero ahora, aunque aún quedaba un batallón de SS alrededor del Campo, ella,
Ursula von Winkel, era el número uno, la "Lagerführerin''.
Disminuyó ligeramente la velocidad porque se acercaba a un pueblo. Algunos
minutos más tarde los faros del Opel hicieron brillar las placas en media luna de una
patrulla de Feldgendarmes. Detrás de las amenazadoras siluetas, un caballo de frisa cortaba
el camino; para poder pasar era necesario seguir un pasillo entre las alambradas que
describía una “Ll” estrecha.
—"Halt!"
Puso los faros en luces de cruce y frenó despacio. Aquella noche de agosto era
caliente y había viajado con la ventanilla abierta.
Uno de los Feldgendarmes, con una linterna en la mano, avanzó del lado izquierdo
del vehículo. Bruscamente enfocó el haz luminoso sobre el rostro de la joven.
—¡Vaya suerte! —gritó lo bastante fuerte como para que sus camaradas le oyeran
—; ¡mirad esto! ¡Una chica de paseo! ¡Justo lo que estábamos buscando, muchachos!
No había visto más que el óvalo de la cara, los ojos, la nariz, la boca y los bucles,
muy cortos, que caían graciosamente sobre la frente.
Se volvió, haciendo frente a los otros que avanzaban visiblemente interesados.
Una ola de cólera inundó el corazón de Ursula.
Aprovechándose de que el Feldgendarme le daba la espalda, abrió la portezuela y
descendió del coche. Su voz, y sabía gritar cuando lo deseaba, chasqueó secamente, como
un latigazo: —¡FIRMES!
El Feldgendarme giró sobre sus talones como si le hubiera picado una avispa. Los
otros se pusieron tiesos. El haz de la linterna del policía militar se paseó rápidamente sobre
el cuerpo de la capitana, parándose unos momentos sobre los galones, descubriendo
enseguida la calavera sobre la gorra, bajo la cual podía descubrirse la frente súbitamente
llena de arrugas.
Se puso en un firmes impecable.
Ursula dio algunos pasos hacia el Feldgendarme, parándose a cincuenta centímetros
de un rostro en el que podía leerse una intensa preocupación.
—¡Su nombre y su grado! —aulló la mujer.
—Obergefreiter Zunker, mi capitán. ¡Al mando de cuatro hombres!
Lo miró de arriba abajo, sin piedad.
—¡Cerdo inmundo! ¡Únicamente piensas en divertirte con mujeres en vez de
cumplir el deber que el Führer impone a todo buen alemán!
—¡Me excuso, mi capitán!
—Ya tendrá usted noticias mías. ¡Diga a sus hombres de formar, las armas en la
mano! ¡Voy a Auschwitz, sabes! Y puede ser que os obtenga allá abajo un buen puesto... ¡en
un bloque de prisioneros!
Subió al coche, embragó y partió como un rayo.
Zunker emitió un suspiro ahogado.
—"Scheisse!" ¡Vaya miedo he pasado!
—No es de extrañar —dijo uno de los Feldgendarmes—; ¡Vaya hembra! ¡Creía que
iba a sacar su pistola para jugar al blanco con nosotros!

¿De dónde le venía exactamente aquel odio, aquel desprecio por el sexo opuesto?
Repetidas veces, cuando pensaba en ello, había intentado' vanamente recordar la
fecha exacta en la que había manifestado, por los hechos, su decisión de oponerse a todo lo
que era masculino, macho...
Sin embargo recordaba dónde había ocurrido. Veía la escena con todos los detalles,
y los mínimos rincones de aquel jardín habían quedado en su memoria, grabados de una
manera imborrable.
¿Qué edad tenía en aquella época?
Imposible de acordarse. No debía tener más de doce años, porque podía verse,
llevando largas trenzas, aquellas odiosas trenzas que había podido suprimir más tarde.
Aquellas trenzas, así como la espantosa falda, y hasta su primer corsé, se asociaban
lamentablemente a la imagen de su madre. La veía, en el inmenso dormitorio de la casa,
como hipnotizada delante del enorme espejo, acariciándose las mejillas o peinando
interminablemente su larga cabellera rubia.
Su madre había querido hacer de ella otra Erika; aún más, ella habría deseado que
su hija creciera rápidamente, que fuera, lo más pronto posible, la mujer espléndida que ella
era...
Y hasta habría llegado a presentarle sus amantes.
Ursula rechinó de dientes.
El que Frau von Winkel engañara a su marido no le sublevaba tanto como el hecho
de que su madre necesitara, para ello, acostarse con hombres. Sólo imaginarla, desnuda, en
los brazos de un amante, le daba ya ganas de vomitar.
¡Y su madre quería que ella se le pareciese!
Una áspera carcajada se escapó de su boca. ¡Ah, no! Ningún hombre había posado
nunca la mano sobre su cuerpo. No necesitaba en absoluto sus pesadas caricias, y, por otro
lado, habría sido incapaz de soportarles su estúpida pretensión de poseer, sus miradas de
señor delante de alguien a quien se desprecia.

Se acordaba del pequeño jardín, muy limpio. Otto, el viejo jardinero que cojeaba
arrastrando siempre la pierna izquierda, un recuerdo del Marne, acababa de irse.
"Wild”, el pastor alemán, regalo de su padre en su décimo aniversario, se divertía
persiguiendo una gran mariposa de alas doradas.
Ahora, al volante de su Oppel Admiral, aún podía imaginar aquella embriagadora
pesadez de la tarde en el jardín, el aire embalsamado por el olor de las flores que llenaban
los macizos.
Sentada en cuclillas, al pie del gran sauce que colgaba sus largas ramas arrugadas
sobre el pequeño estanque, miraba las estampas de un libro que acababa de coger en la
inmensa biblioteca de su padre.
La casa de los Von Winkel se encontraba en la bella región de Allenstein, en un
rincón agradable de la región de los lagos, allí donde residían las familias más importantes
de la vieja aristocracia de los Junkers de la “Ostpreuszen” [86].
El libro, un viejo tratado de Anatomía con numerosos dibujos, cautivaba la
imaginación de la pequeña Ursula. Muy naturalmente, después de haber hojeado las
primeras páginas, había pasado directamente a buscar la parte que trataba de. la anatomía
de los órganos sexuales.
Ya en aquella época, liberada al fin de las trenzas y de los largos y complicados
vestidos que su madre le había impuesto cuando era más pequeña, Ursula se vestía a su
gusto. Y aquel día, se acordaba con nitidez, llevaba un pantalón de montar a caballo, altas
botas y una blusa azul oscura sembrada de puntitos blancos.
De pronto oyó gruñir a "Wild" [87].
Por un momento, levantando la vista de las apasionantes ilustraciones del libro,
miró al perro pensando que el viejo jardinero debía haber olvidado una herramienta y
volvía a buscarla.
Pero, de golpe, la vio.
La perra, un magnífico ejemplar de galgo ruso que pertenecía a sus más próximos
vecinos, los Von Sleishter, avanzaba lentamente, meneando su larga cola sedosa, sus dulces
ojos achinados posados sobre "Wild".
Ursula suspiró y continuó mirando el libro. Delante de los dibujos, su imaginación
de chiquilla, dotada de una notable intuición, intentaba comprender algunos detalles que, a
pesar de todos sus esfuerzos, continuaban siendo oscuros, desesperadamente inexplicables.
De pronto, un débil ladrido rompió el silencio del jardín. Levantó la cabeza de su
libro; sus ojos se agrandaron. "Wild" se encontraba encima de la hermosa perra. Jadeaba,
con su larga lengua bermeja pendiendo fuera de su boca, su trasero animado de un vaivén
rítmico...
De un golpe, comprendió que pasaba algo extraordinario entre los dos animales.
Pero aquella admiración fue de corta duración. Una cólera terrible, inexplicable, se apoderó
de la chiquilla.
Sin ser capaz de explicarse el origen de sus sentimientos, sentía un odio feroz hacia
aquella perra que, a sus ojos, le robaba el amor de "Wild".
Llamó a su perro, intentando así separarle de su compañera.
¡Vano intento! “Wild" no se dignó ni siquiera volver el morro hacia su dueña.. Ella
no existía para él. La perra, ella sí, miró del lado de Ursula, y ésta sintió sobre ella el brillo
burlón de la mirada triunfal del lebrel.
Ursula se quedó como atontada.
Después, bruscamente, "Wild” descendió, pero se volvió de una extraña forma
quedando pegado por el trasero al de la perra.
Algo explotó en el espíritu de Ursula. Acababa de comprender vagamente lo que se
pasaba entre los dos animales. Se acoplaban y la puerca hembra retenía a "Wild" que,
manifiestamente, intentaba separarse del galgo ruso.
Sin saber exactamente por qué Ursula se levantó, corrió hacia el despacho de su
padre, empujó una silla y se subió hasta la panoplia donde se encontraban las armas que
Fritz von Winkel, su bisabuelo, había traído del Japón en uno de sus viajes.
Descolgó fácilmente una corta espada de “samurai”. Sus temblores habían
desaparecido; una fría firmeza la poseía.
Algunos minutos más tarde, habiendo vuelto al jardín, se dirigió con paso seguro
hacia los dos animales, levantó el arma, apuntó cuidadosamente entre las dos colas y dejó
caer su brazo, poniendo en ese gesto toda la fuerza que le permitía su cólera contenida.
Un aullido espantoso desgarró el silencio. La perra salió disparada como una flecha.
“Wild", girando sobre sí mismo como un trompo, miraba estúpidamente el gran charco de
sangre que se formaba bajo él.
Bruscamente cayó sobre su propia sangre, gimió durante unos instantes y murió.

Capítulo XXIII

Su mano temblaba. Enfadado consigo mismo, apretó con fuerza el pincel, pero sin
acercarlo a la tela. Preveía una mala pincelada si avanzaba su mano hacia él cuadro.
"¡Eres el último de los imbéciles! —se reprochó "in petto"—. ¡La conseguirás como
las otras! Pero espera un poco, el viejo puede dejarse caer por aquí de improviso..."
Lanzó una mirada a la mujer.
¡Dios! En toda su vida de artista, nunca había tenido ante sus ojos una maravilla
semejante.
¿Dónde había encontrado aquella mujer, el puerco de Von Winkel?
¿Cómo —se preguntaba a sí mismo— tal belleza había podido llegar hasta
Auschwitz sin ser mil veces violada?
Tragó saliva penosamente.
Esperaría a la noche. Ni un minuto más. Naturalmente, le impediría volver al
Bloque, en el Campo. Se quedaría allí, con él. Después... bueno, atrasaría su trabajo, diría a
Winkel que le faltaba la inspiración...
Lo que fuera con tal de prorrogar la vida de aquella ' extraordinaria criatura y, si lo
conseguía, impedir al imbécil de Lutter que le pusiera la inyección fatal...
—¡Oh, no! —gritó a media voz—; ¡es imposible! ¡Estos alemanes están locos de
atar! ¿Cómo puede destruirse tranquilamente tal perfección?

Después de haberse bañado —había pasado un poco más de tiempo de lo


acostumbrado delante del espejo— Klaus von Winkel se vistió cuidadosamente,
poniéndose, cosa que hacía raramente, su espléndido uniforme de SS— Standartenführer.
Quería que su hija le viera así. Lejos de su residencia, en Prusia oriental, los Von
Winkel habían sido siempre jefes o personajes importantes.
Completamente vestido se dirigió al salón, donde se hizo servir el café sobre la gran
mesa. Un silencioso ordenanza ejecutó sus órdenes. Y mientras el soldado le servía, Klaus
encendió el primer cigarrillo del día.
Cuando se levantó, impaciente, para echar un vistazo a través del ventanal —tenía
muchas ganas de que Ursula llegara—, un ruido de pasos le llegó del piso de arriba, y
levantó lentamente la cabeza, mirando el techo con una mirada cargada de desprecio.
—¡La puerca! —lanzó con un tono rencoroso. Siempre le había engañado, y él lo
sabía.
Pero hasta ahora había tenido el pudor de reunirse con sus amantes fuera de su casa.
—¡Sus amantes! —rió, dirigiéndose hacia la terraza—. ¡Quién sea, mientras que
tenga pantalones! ¡Jefe, oficial, suboficial, soldado o policía... no le importa en absoluto!
Klaus no sentía nada hacia su esposa. Hacía muchos años que Frau von Winkel no
contaba para él.
Al principio, sólo al principio, ¡por qué negarlo!, se había enamorado de aquella alta
y joven muchacha dotada de una belleza fresca que su extrema juventud adornaba aún más.
Le había hecho un hijo, esperando que sería un niño. El parto, es verdad, había sido
muy difícil. Y había sido necesario quitarle todo, castrándola sin piedad...
Naturalmente ya no podía tener más hijos.
Fue a partir de ese momento que le había vuelto francamente la espalda. Y la larga
lista de amantes había comenzado por aquel imbécil de Helmuth von Sleishter...
Una risa sin fuerzas surgió de su contraída boca.
—¡Justamente Helmuth, el propietario de la perra que hubo que operar rápidamente
después de su encuentro con “Wild”, el buen perro pastor alemán que la pequeña Ursula
había matado, loca de rabia de verle acoplarse con el galgo ruso de Von Sleishter!
—¡La pobre pequeña! —suspiró Klaus—. ¿Cómo podía saber que, al separar a los
dos animales acoplados, iba a hacer daño a "Wild"? ¡Hubiera debido cortarle la cabeza a la
perra!
Algunos golpes, que alguien daba en la puerta, le hicieron salir del mundo de
recuerdos donde se había hundido.
—"Herein!” —lanzó sin volverse.
Oyó cómo se abría la puerta, y, después, unos pasos que le eran familiares.
—¿Es usted, amigo mío? —preguntó al tiempo que se volvía lentamente hacia el
recién llegado.
Konrad Lutter le respondió con una sonrisa servil.
—“Guten Morgen, herr Doktor! ” ¿Ha dormí do usted bien?
—¡Como un tronco, muchacho, como un tronco! ¡Venga! Siéntate aquí... ¿quieres
tomar algo?
—No, se lo agradezco... ya he desayunado. ¿Su hija debe llegar hoy, no es verdad?
—En efecto —suspiró Klaus sentándose frente al joven estudiante de Medicina.
Se acomodó en su sillón, dejando el paquete de cigarrillos sobre el velador de
mármol.
—Sí —continuó instantes después—, la espero de un momento a otro. ¿Y el
trabajo?
—Casi acabado. Esta noche o mañana a más tardar, el esqueleto de la rusa estará
preparado. Esta vez, herr Doktor, el Sonderkommando ha hecho un buen trabajo.
—¡Es mejor así!
Los ojos de Von Winkel brillaron.
—Se acerca el momento, mi querido Lutter, en el que llevaremos nuestro tesoro al
museo de Antropología de Berlín. ¿Porque usted vendrá conmigo, no?
—¡Con mucho gusto!
—Voy a esperar a que Topescu acabe el doble retrato de esa formidable mujer que el
bravo, doctor Kalemberg nos ha enviado.
—¿La ha visto usted?
—No, todavía no.
—Es realmente extraordinaria... —frunció el ceño—. Justamente hay algo que me
preocupa respecto a esa deportada... En su ficha: se dice que es hija de padre alemán y de
madre judía...
—Exacto...
—Yo, muchacho, tengo mis dudas al respecto. He consagrado, como usted sabe,
más de la mitad de mi vida a la Antropología. Pues bien... no estoy completamente seguro
de que esa chica sea el producto de una mezcla... no se observa en ella la mínima traza de
las taras que se encuentran implacablemente en los semitas... Todo es puro en esa criatura...
—Sin embargo...
—¡Sí, lo sé! Pero no he encontrado en sus documentos, me refiero al informe
enviado por las autoridades judiciales de Breslau, ningún examen de un experto, ¡como
deberían haberlo hecho!
—Ahora, eso no tiene ninguna importancia...
—¿Qué dice usted? —gritó Klaus—. ¡Al contrario, amigo, eso tiene una
importancia enorme! Si puedo demostrar que esa chica es de pura raza aria, podría enseñar,
al lado de los otros cuadros, la perfección, el "summum" de la belleza, de nuestra belleza,
de la belleza de las mujeres del Reich...
—Pero, si demuestra que es alemana pura..., su condena...
—¡Eso no tiene nada que ver! ¡Ha sido juzgada y condenada, eso es todo! ¡Si usted
disparara sobre mí, sería condenado, a pesar de su nacionalidad!
—Comprendo.
—Bueno. Antes de hacerle el tratamiento previsto, le hará los análisis de costumbre.
¡Quiero demostrar que Frieda Dreist no tiene ni. una sola gota de sangre judía en las venas!

—¿Por qué andas sobre la punta de los pies, querido?


El hombre, con una expresión compungida, dirigió una sonrisa agradecida a Erika
von Kleits. De pie, delante del gran espejo, vestida con un camisón que no ocultaba nada de
su cuerpo todavía bello, Erika cepillaba con un vivo placer sus largos cabellos rubios.
—Debes comprender... —murmuró molesto.
—¡Bobo! —rió ella—. ¡Sabe que estás aquí y también sabe que has pasado la noche
conmigo! Debes comprenderlo, querido... un Von Winkel no tiene derecho a ser celoso, ni
aún menos a escandalizarse... eso queda para las pobres gentes que creen en el amor, la
fidelidad... Para Klaus todo eso no son más que tonterías.
—Eres cruel, Erika...
—No lo bastante —respondió—. En fin, anda normalmente. Si se encuentra abajo, y
debe de estar ardiendo de impaciencia por ver a la cerda de su hija...
—¡Te lo ruego!
—¿Qué sabes tú? El quería un niño... y como le he dado una niña, ha hecho de ella
un chico. Porque, deberías saberlo, nada, ni siquiera la Naturaleza, puede oponerse a la
voluntad sagrada de un Junker, ¡y menos aún si se llama Von Winkel!
—Me parece que exageras...
—Ya lo verás tú mismo, querido... Pero dejemos eso. ¿Vas a quedarte en Auschwitz,
no?
—Así lo creo. En cuanto tu marido lo ordene, comenzaré a controlar los trabajos de
un grupo de médicos del Campo... pero no sé si me permitirá que continúe...
—No dirá nada, puedes estar seguro. ¡Eres nuestro huésped... y mi amante! Cuando
acabes el trabajo, vendrás a verme... ¡salvo que te canses de mí!
—¿Cómo puedes decir eso?
—¡Ya no soy una chiquilla, querido! Además, prefiero que, el día que estés harto de
nuestras relaciones, me lo digas... aunque deseo en el fondo de mi corazón que lo nuestro
dure mucho, mucho tiempo... es difícil encontrar amantes como tú... ¡no tendría que
decírtelo, pero me gusta, antes que nada, la franqueza!
Se dirigió hacia ella, tomándola en sus brazos y buscando ávidamente sus labios.
—¡Eres maravillosa, Erika! —dijo con el aliento entrecortado después del beso
interminable.
—¡No seas tan halagador! Apuesto que allí, de donde vienes, tenías tantas mujeres
como deseabas...
—Te equivocas, Erika. En Altona, en los despachos de los Servicios de la
Luftwaffe, no hay más que marimachos... sin embargo —dijo cambiando bruscamente de
tono— estuve a punto de caer en un pozo muy profundo...
—¿Con una mujer?
Movió tristemente la cabeza antes de decir: —Sí. ¡Por suerte, el mismo día en que
había fijado una cita con ella, supe que era judía a medias!
Ella le miró, espantada.
—"Himmelgott!" ¡Una sucia judía! Si supiera que la has tocado, no te dejaría que
volvieses a ponerme las manos encima...
—No, no tengas miedo. Escapé a tiempo... ¡por suerte!
—¿Cómo se llamaba esa cerda?
—Frieda. Fue arrestada, juzgada, condenada...
—¡Peor para ella! ¡Si la hubiera conocido, le hubiera arrancado los ojos!
—Debe estar muerta...
—Déjame vestir, Friedrich... —le dijo, empujándole tiernamente, y mirándole con
sus ojos semicerrados—: ¡qué guapo estás en tu uniforme de Hauptmann de la Luftwaffe!
El capitán... no, el Oberinspektor Friedrich Schlósser... ¡mi gran amor!

El enorme Rottenführer —cabo— dio un sonoro taconazo con sus altas botas.
—¡Acaba de llegar, herr Doktor!
Klaus se levantó bruscamente de su silla.
—¿Mi hija?
—"Ja!"
—¡Venga, Luttter! ¡Venga! ¡Al fin está aquí!
Se apresuró, bajando rápidamente los escalones que separaban la terraza del jardín,
andando despreocupadamente sobre las flores, atravesó el sendero y se precipitó hacia el
Oppel Admiral que estaba aparcado delante de la puerta.
—¡Ursula!
Y La joven, que acababa de salir del coche, se volvió. Apercibió a su padre,
corriendo a su encuentro. Se abrazaron durante largo rato, sin decirse nada, demasiado
emocionados para poder articular una sola palabra.
Finalmente, Klaus empujó despacio el musculoso cuerpo de su hija. La miró, con un
brillo de orgullo en sus pupilas.
—"Mein Gott!” "Eine Hauptmann!" Frau Kapitan! No me lo habías dicho, Ursula
—añadió Von Winkel con un suave reproche en la voz.
Ella le lanzó una sonrisa deslumbradora.
—¡Te encuentro muy bien, padre!
Klaus tosió, algo molesto. Hizo un gesto hacia el joven estudiante que se había
quedado algo distanciado.
—Te presento a mi joven asistente, Ursula... el doctor Konrad Lutter.
Konrad, encantado porque era la primera vez que su jefe le acordaba el título de
doctor, apretó la fuerte y nerviosa mano de la joven.
—Encantado de conocerla, "meine Hauptmann".
—Yo también, "doktor”
—Ven adentro, querida —intervino Von Winkel cogiéndola del brazo—. ¿Vienes
por mucho tiempo?
—Una semana... pero debo decirte, padre, que no estoy de permiso...
—¿Qué?
Ella rió, pero esperó a que se encontraran en el salón para decirle: —Pertenezco al
servicio “D” [88], padre.
Klaus se dejó caer sobre un sillón. Ursula y Lutter le imitaron.
Silencioso, el ordenanza surgió por la puerta.
—Tráiganos un poco de cerveza fresca, Otto...
—"Ja, mein Herr!” ¿La señorita también...?
—¡Sí! —dijo rápidamente Ursula—; ¡hace verdaderamente calor!
Y volviéndose hacia su padre:
—Inmediatamente después de haber pasado mis exámenes, fui llamada al despacho
del SS-Brigadenführer Glücks. Es él quien me ha enviado aquí... donde debo coger
seiscientas mujeres para Ravensbrück... “mein Konzentrationslager" —añadió con una
punta de orgullo en su voz.
—¡Tu Campo! —repitió Klaus—. Cuando pienso que eras, no hace mucho tiempo,
nada más que una pequeña niña...
Ella se enderezó. Su voz cambió bruscamente. Sus ojos chispearon.
—El pasado está muerto. Definitivamente, padre. Nuestro Führer lo ha matado. Para
siempre. Nosotros, los alemanes de 1943, no debemos mirar más que hacia el futuro.
—¡Bien dicho!
—El SS-Brigadenführer encuentra que Auschwitz no es un lugar para las mujeres.
Nosotros, en Ravensbrück, estamos organizando un gran número de Kommandos. Ante ese
vasto plan, la mano de obra comienza a sentirse a faltar.
—Comprendo.
—Durante el curso de esta semana, de la que dispongo, elegiré, entre vuestras
detenidas, las quinientas mujeres que debo enviar a mi Campo...
—¿Cómo piensas llevarlas?
—Por tren.
—Ya veo... Te has convertido en alguien, Ursula. Mi viejo corazón está lleno de
alegría...
—¡Gracias! Pero, padre, háblame de tus trabajos...
Con un suspiro de agradecimiento sobre sus delgados labios, Von Winkel levantó
lentamente la cabeza.
—Lo verás, Ursula... estoy haciendo algo formidable. Las generaciones futuras...
¡Ah!, aquí está la cerveza. Sacia tu sed, querida, e iremos a visitar el museo... te haré
conocer un artista maravilloso... alguien que deberla haber nacido en pleno Renacimiento...
—¡Ya sé! Me has hablado de él en una de tus cartas. Se trata del pintor rumano, ¿no
es verdad? ¿Cómo se llama...?
—¡Camil Topescu! ¡Un genio!
Ursula se llevó el vaso a los labios, bebiendo un largo trago de cerveza.
—Iremos a ver a tu Miguel Ángel, padre —dijo con brío.
Unos pasos les hicieron volver la cabeza. Por la puerta del fondo, Erika von Winkel
entró, vestida con un traje que la moldeaba como un guante. Detrás de ella, rígido en su
uniforme de aviador, Schlösser entró en el salón.
—Aquí está tu madre —anunció Klaus con voz neutra.
Ursula ni siquiera se levantó. Dirigió una mirada fría a Erika, que se la devolvió.
Frau von Winkel fue a sentarse al otro lado de la mesa. Mostró al aviador con un
gesto de su fina mano.
—"Haupptmann Oberinspektor Friedrich Schlösser!" —presentó con una mirada de
desafío hacia Ursula, como si le dijera: "¡Mírale bien, pequeña idiota! ¡Es mi amante de
turno!".
—Encantado, Fräulein... —comenzó Friedrich.
Pero Ursula, mirándole fríamente:
—Llámeme capitán Von Winkel, lo prefiero...
—¡Perdón!
Klaus intervino rápidamente.
—Íbamos al museo... y después queríamos pasar por el estudio... —miró al capitán
de la Luftwaffe y dijo con una voz mundana, pensando únicamente herir a su mujer—: si le
gusta la belleza, herr Schlösser, y hablo de la belleza femenina, de la resplandeciente
juventud —añadió con maldad—, venga al museo. Después, en el estudio de Topescu, va
usted a quedar maravillado, apuesto lo que sea, ante la encantadora modelo que el rumano
está pintando...
Sorprendido, Friedrich se oyó aceptar antes de que su buen sentido le advirtiera del
peligro que corría al dejarse llevar por la proposición de Von Winkel.
Pero ya era demasiado tarde para voverse atrás. Queriendo, sin embargo, reducir el
peligro, se volvió, inclinándose obsequiosamente delante de Erika.
—Si Frau von Winkel quiere ser de los nuestros...
Ella le lanzó una mirada fría, altanera.
—No, gracias, capitán Schlosser... perdóneme, pero no me siento atraída por los
desnudos de una indecencia que su utilidad científica no justifica...
Entonces se dirigió a su marido.
—Si no ve usted ningún inconveniente, Klaus —solicitó con la misma frialdad—
cogeré el Mercedes. Tengo ganas de dar una vuelta...
Consintió, encantado de la victoria que acababa de obtener al ridiculizarla delante
de su amante.
—Hágalo, querida...
Giró sobre sus altos tacones y se alejó, haciendo oscilar sus caderas todavía
magníficas. Siguiéndola con la mirada, Friedrich, preocupado, se preguntó si consentiría en
recibirle la próxima noche.

Capítulo XXIV

A pesar de la alta temperatura del agua, Agnes sentía cómo el frío le subía a lo largo
de las piernas adormecidas. Desde las siete de la mañana, se encontraban en el cieno, el
agua a medio muslo, haciéndose pasar las pesadas “tragues" [89] rellenas del barro que otras
mujeres sacaban del fondo de las aguas.
Como el resto de sus compañeras, la joven prostituta había perdido toda esperanza.
Sobre todo, desde que le habían afeitado la cabeza, transformándola en alguien que sólo era
capaz de dar lástima, ¡arrancándole la bella cabellera de la que siempre había estado
orgullosa!
Seguramente se habría abandonado a la desesperación y se habría ocultado en algún
rincón, allí donde no hubiese temido ser vista. Pero un refugio natural para una joven
abrumada no pertenecía al mundo de los “Konzentrationslager”.
Por de pronto, aquí ya no había personas, sino solamente números.
Y ella, la pequeña Agnes, que había prodigado tantas caricias, poniendo todo su
corazón para hacer felices & hombres que le eran completamente desconocidos; ella, que
tenía derecho al respeto de los hombres, aunque ese respeto se tradujera en dinero; en fin,
ella que se sabía admirada, deseada, no era ahora más que el número 34.754, un ser
abyecto, una criatura repugnante, sucia, en harapos, condenada a una lenta usura, a una
muerte indudable.
Pero había aún otras consideraciones en la mente de la joven alemana.
Al principio, sinceramente desesperada, había querido esconderse en su nicho.
Cuando, todavía de noche, la "Blockalteste” las había llamado para formar en la gran plaza,
antes de ir al trabajo, se había encogido en su agujero, esperando escapar así al trabajo
(todavía no sabía de qué se trataba) y más un a la vergüenza de ser vista» la cabeza afeitada,
vistiendo aquel horrible uniforme a rayas, los grandes zuecos que arrastraba al andar.
¡Qué tonta había sido!
La vieja polaca debía estar acostumbrada a escenas similares, a oposiciones mucho
más reacias que la suya. La llamó dos veces, yéndose después con las otras deportadas.
Algunos instantes más tarde, la maciza silueta de la Aufseherin se recortó en el
umbral de la puerta.
—¡Te doy cinco segundos para venir aquí, perra! Comienzo a contar... ¡uno!...
¡dos!...
Temblando, Agnes se arrastró fuera de su nicho, que ahora ocupaba ella sola,
después de la misteriosa partí* da de Frieda, a la que encontraba enormemente a faltar.
Agnes avanzó lentamente por el estrecho corredor.
A medida que se acercaba a la vigilante, le parecía que la silueta de aquélla crecía y
crecía, mientras que la suya empequeñecía a ojos vista.
Temblaba a su pesar, como si su carne actuara independientemente de su voluntad.
Inclinada sobre sí misma se paró delante de la imponente matrona.
—“Bitte..." Estoy enferma...
La Aufseherin ni siquiera pestañeó.
—Extiende tus brazos... tiemblas mucho. Puede ser que tengas fiebre...
—Usted va a... ver... mire... “Danke"...
La vigilante SS esperó a que la joven hubiera tendido el brazo, la posición ideal para
lo que quería hacer.
Con una velocidad sorprendente, la porra describió un arco de círculo y vino a
abatirse sobre el seno izquierdo de Agnes.
La detenida aulló de dolor; llevó sus manos sobre el pecho, pero, de sólo rozar el
seno, el dolor aumentó, progresando por ondas hasta el vientre...

En aquellos momentos, en los pantanos que rodeaban la región de Auschwitz, el


"Wasserkommando" —grupo de trabajo en los pantanos— trabajaba desde las siete, sin una
sola pausa, las espaldas curvadas; porque, después de pasarse, a lo largo de la fila, los
pesados “tragues", era imposible enderezarse sin sentir un fuerte dolor, que se apoderaba de
todo el cuerpo.
Desde un islote de tierra firme, la Aufseherin vigilaba con la mirada implacable las
ciento cincuenta mujeres que trabajaban en el pantano.
De vez en cuando se agachaba, apoderándose de la botella de "schnaps” que dejaba
enfriar en el agua, j bebía un largo trago.
Pero cuando una de las mujeres gritaba "tengo sed”, la mujer SS juraba con rabia,
tratándola con todos los nombres posibles y acabando siempre con la misma frase: —
¿Agua, querida? ¡Te llega hasta el culo! ¡Bebe toda la que quieras!
Habrían bebido de aquella infecta agua cubierta por una espesa capa de verde; aquel
líquido que olía ha podrido y en el que, a lo largo de la jornada, hacían sus necesidades.
Pero lo que más temían era la disentería. Porque, en cuanto un prisionero no podía
tenerse de pie, y se torcía de dolor, cuándo perdía toda su agua y se desecaba hasta no ser
más que la sombra de sí mismo... se convertía en un "Musulmán”.
Y los “musulmanes” eran los candidatos preferidos para tomar el largo camino del
"Krematorium”.

—¡Formidable! —exclamó Friedrich—. ¡Único! ¡Le felicito, Herr Doktor! Tiene


usted razón. ¡Estos cuadros van a revolucionar ese viejo museo de Berlín. ¡Asombroso!
¡Verdaderamente sensacional! Sobre todo ese detalle científico de enseñar, por un lado, la
anatomía de la mujer viva...
—Se lo agradezco, Hauptmann...
Klaus se volvió hacia su hija. Situada en medio de la sala, ésta paseaba una mirada
asqueada sobre los magníficos y terribles cuadros del rumano.
—¿Qué te parece, querida?
—El artista es muy bueno, padre —dijo lentamente—; la prueba: ha sabido
transportar sobre la tela toda la bajeza de eSas mujeres... Se diría que se puede oler el
horrible tufo de su sexo... están contraídas, como si no esperaran más que la llegada del
macho...
Von Winkel esbozó una sonrisa comprensiva.
—Puede ser que hayan reaccionado así al encontrarse delante del pintor. Camil
Topescu, “mein kleine Ursula”, es un hombre guapo... vas a verle dentro de pocos minutos.
La capitana hizo una mueca.
—Yo —dijo entonces Friedrich-> aunque esté de acuerdo con lo que su hija acaba
de decir, veo en estas mujeres una belleza salvaje, primitiva, pero magnífica. Se ve en
seguida que han sido escogidas con mucha atención.
—Eso es verdad, Hauptmann —respondió el doctor—, para mejor mostrar las
diferentes razas, hasta los pueblos, no he ahorrado ningún esfuerzo... Además, el rumano no
habría querido pintar ninguna fealdad, ¡ama la belleza!
Y, después de una corta pausa:
—Vengan a ver al artista... y a su modelo. Espero que todos convendrán que la
joven que Topescu está pintando es, bajo todos los puntos de vista, excepcional...

—Puedes descansar un poco...


—"Danke” —dijo Frieda bajando del estrado; se puso rápidamente la ropa sintiendo
todavía, como una quemadura, la mirada del rumano.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó éste con un tono obsequioso.
—Sí, gracias.
Había tomado, nada más llegar, un abundante desayuno. Pero, aunque tenía mucha
hambre, habla comido lentamente, cosa que no había dejado de extrañar a Camil.
La devoraba con los ojos, poseído aún por el entusiasmo.
Con un gesto bruscamente asqueado, llevó su mirada sobre el bosquejo que había
hecho sobre la tela. Se podían adivinar ya las formas espléndidas de la joven.
—¡Nunca conseguiré llevar tu imagen al lienzo! —so quejó con sincera amargura.
Sin responderle, ella le dirigió una mirada interrogativa.
—¡Porque es imposible! —gritó él con un gesto de desesperación—; en otras
circunstancias podría hacer una obra maestra. Pero ¿cómo quieren que transporte tu cuerpo
sobre ese cuadro... si, después, debo...?
En ese momento, les llegó un ruido de pasos.
—¡Rápido! —le gritó a la joven—; desnúdate y sube sobre el estrado... ¡ya vienen!
Frieda obedeció, adoptando la postura que el pintor había decidido para posar.
La puerta se abrió.
Von Winkel entró el primero, sonriendo al ver a la modelo. Detrás suyo, Ursula,
visiblemente molesta, miró primero al pintor, encogiéndose de hombros y llevando su
mirada hacia el estrado.
Recibió un choque tan fuerte que tuvo que cerrar los puños para controlarse,
clavándose las uñas en las palmas de la mano.
Un calor brutal inundó su vientre; su corazón martilleaba sus tímpanos y sintió su
boca bruscamente seca, la lengua acorchada.
Detrás de Ursula, Schlóser se enderezó como si le atravesara una fuerte corriente
eléctrica. Su rostro se puso lívido, y su corazón, al contrario que el de la capitana, estuvo a
punto de pararse.
COn las piernas temblándole, desviando su mirada, procuró esconderse detrás de
Konrad Lutter, que había entrado el último.
—“Sakrement!” —silbó el joven estudiante—; ¡No creía que estaría tan bien!
En la postura de la pose, Frieda no podía ver a los visitantes. Tenía la cabeza
ligeramente inclinada hacia un rincón del estudio; su brazo izquierdo yacía graciosamente a
lo largo de su cuerpo, reposando sobre la curva perfecta de su cadera; su brazo derecho,
ligeramente doblado, parecía sostenerse así para que la mano, en forma de nido, sujetara el
globo del seno.
Klaus se acercó al cuadro; al no ver más que el bosquejo frunció el ceño.
—Creía que su trabajo estaba más adelantado, maestro.
—Lo siento, Herr Doktor —replicó el rumano—; el trabajo es difícil... para
representar una belleza como ésta necesitaré un poco más de tiempo...
—No sé si podré acordárselo —respondió secamente Klaus—. Deseo ir a Berlín
dentro de unos días... y ya sabe que Konrad debe ocuparse de ella antes de dejarla en las
manos del Sonderkommando para...
Había bajado bastante la voz para decir “Fleiscfcablóser Kommando”, pero Ursula,
que se encontraba cerca de su padre, había comprendido perfectamente.
No dijo nada, pero su rostro se ensombreció ligeramente; su mirada se posó de
nuevo sobre la joven modo* lo, y una vez más se sintió desfallecer.
Justo en ese momento, el rumano dijo a la joven: —¡Puedes descansar un poco!
¡Vístete!
Estaba furioso y deseaba que los otros dejaran de mirar a "su” modelo.
Frieda abandonó su posición. Lanzó una mirada distraída sobre la gente que había
venido a verla. —De pronto, sus ojos encontraron el rostro pálido del hombre que se
encontraba, escondido a medias, detrás de Lutter.
—¡Canalla!
Olvidó toda prudencia. Una cólera loca se apoderó de ella. Sin embargo, no se
movió. En el fondo de su corazón, el miedo, el que había nacido a lo largo del proceso,
paralizó sus impulsos. Pero había confiado demasiado en aquel hombre para no decirle lo
que sentía.
—¡Innoble cerdo! Has escrito al tribunal que no me conocías... y te habías acostado
conmigo tanto como habías querido... Entonces no decías que yo era judía... porque sabías,
especie de cretino, que no lo soy... ¡que soy quizá más alemana que tú!
—¡Miente! —gritó Friedrich, la mirada desorbitada—; ¡miente! ¡Es una sucia judía
y nunca me he acostado con ella!
—¡Sucio mentiroso! ¡Que se desnude! Todos verán que tienes una cicatriz en la
parte izquierda del pecho, bajo el seno... ¡Qué pobre hombre eres, Friedrich Schlosser!...
¡Un pobre cobarde en el fondo! ¡Eso es lo que eres!
—Te voy a... —le amenazó el Oberinspektor llevando la mano al estuche
reglamentario donde llevaba la pis tola.
Pero antes de que hubiera terminado su gesto, Ursula había avanzado hacia él, la
mano derecha de la joven se levantó y le abofeteó con todas sus fuerzas.
—¡Ursula! —gritó Von Winkel.
Pero la capitana esbozó una sonrisa cargada de desprecio.
—No te preocupes, padre... si se mueve, le mato... Mira su cara...
Klaus comprendió que su hija hablaba seriamente, pero, antes que nada, le
interesaba su cuadro, el más bello de todos.
—¡Salga! —le dijo al aviador—. Hablaremos más tarde...
Y en cuanto Friedrich salió:
—Cálmate, Ursula. Volvamos a la casa...
Ella se le enfrentó.
—¡No, padre! Lo siento, pero esa chica no posará más para tu rumano... se viene
conmigo, a Ravensbrück...
—Pero...
—¿Quieres que telefonee a Berlín, padre?
De pronto, Von Winkel, el Junker, se sintió débil. Ante él, bajo la. apariencia de una
joven mujer, se encontraba el hijo que siempre había deseado tener.
Una dulce ternura le invadió.
—Será como quieras...
—"Danke, Pappa!”

Capítulo XXV

—"Haití"
No, no era posible. Se debía haber equivocado, aquella perra de Aufseherin. Medio
borracha como estaba, debía haberse equivocado de hora...
Los movimientos se habían vuelto tan mecánicos como los de un autómata, y, cosa
curiosa, Agnes no sentía ya sus piernas, que tenía en el agua desde hacía casi once horas.
Era como si se las hubieran cortado y se mantuviera, por una especie de prodigio, sobre sus
muslos...
Sin embargo fue necesario desplazarse, y eso le costó un inmenso y penoso
esfuerzo. Los primeros pasos fueron verdaderamente terribles; después, la mecánica de los
músculos adormecidos, de las articulaciones anquilosadas, recuperó su ritmo normal.
Y la larga, la interminable marcha de regreso comenzó.
Las más viejas, las que trabajaban en el Wasserkomando desde hacía varios meses,
¡y eso era un verdadero record!, rompieron bruscamente el silencio, y en la noche, bajo las
estrellas que parecían ojos que miraran con espanto la crueldad de los hombres, las
primeras notas de la “Canción de los Pantanos” subieron hacia el cielo.
“Donde quiera que se mire no se ve más que él pantano y la estepa... [90]
Las mujeres cantaban, y cada palabra llevaba el grito de las deportadas. Como si
hubiera deseado que el mundo entero supiera al fin que los seres humanos son arrastrados
por el barro como bestias, aún peor, como cosas.
La azada al hombro En los pantanos.
Las columnas parten al alba...
Agnes no conoce todavía las palabras. Sus compañeras tampoco. No importa.
Cuando, al final de cada estribillo, la voz de las detenidas sube de tono, ellas también lo
hacen, porque más que las palabras, que sin embargo lo dicen todo, está el grito, el aullido
de la noche, la única forma de protesta que pueden permitirse.
Cada cual piensa en su casa,
Los padres, las mujeres y los niños...
La voz se desgarra, como si se hiriera al llevarse algunas palabras, que no son más
que recuerdos.
Padres, mujeres, maridos, hijos... han perdido todo significado, y al pronunciarlas se
siente un chirrido, como cuando se esfuerza en hablar una lengua extranjera.
Huraña, la Aufseherin intenta romper el ritmo, hacer callar aquel grito que
demuestra que aquellas mujeres tienen todavía un alma, que siguen siendo seres humanos.
Grita por encima de las voces de las deportadas: —"Achtung!” ¡A mis órdenes!
"Links... links... links... Mein Führer ist meine Hoffnung, meine eitle Hoffnung!" [91].
Cerca de la vigilante, "La canción de los Pantanos” muere despacio. La proximidad
de la Aufseherin constituye un peligro, porque además de su porra, la vieja polaca posee
otra: la vigilante lleva una pistola reglamentaria, y las detenidas saben que no dudaría ni un
segundo en emplearla.
Pero más lejos, en la larga fila, allí donde no se nota la presencia de la vigilante, el
canto continúa, y la “Blockälteste" debe distribuir algunos cachiporrazos para que la voz de
las "Häftlinge” no ahogue la de la mujer SS
—"Mein Führer ist mein Kampf...” —rebuzna la Aufseherin [92].
—"Los! Los!”-gruñe la “Blockälteste".
Entonces, al fondo de la fila, mientras que las voces de ambas mujeres, la alemana y
la polaca, se mezclan, una cantando a su Führer, la otra apresurando a las prisioneras,
algunas detenidas comenzaron a gritar: —"Führer... los! Führer... los!” [93].
Loca de rabia, la Aufseherin se lanzó sobre las prisioneras, distribuyendo
cachiporrazos a derecha y a izquierda. Se quería abrir un camino hacia el lugar de donde
provenían las Voces, magníficamente desafiantes.
Finalmente desistió, pero gritó con una voz amenazadora: —¡No hay sopa esta
noche, banda de cerdas! ¡Cantad! ¡Cantad! ¡Tendréis el vientre vacío!

—Parece usted preocupado, mi querido Hauptmann.


Friedrich se sobresaltó, levantó la cabeza de su plato y se esforzó en sonreír a su
anfitrión.
—Pensaba en su magnífico trabajo, Von Winkel. Aún ahora siento una fuerte
impresión que no me ha dejado desde la visita al museo y al estudio de ese magnífico pintor
rumano.
Halagado, Klaus sonrió a su huésped.
—Sí. Sin falsa modestia, cosa de la que tengo horror, creo haber hecho un trabajo
extraordinario. Piense, querido Hauptmann, que el Reichführer en persona va a estar
presente a la inauguración de la sala que... ¡hem!... ¡llevará mi nombre!
Al tiempo que escuchaba al doctor distraídamente, Schlosser lanzó una mirada
rápida hacia Ursula, sentada a la izquierda de su padre que ocupaba, naturalmente, la
cabeza de la mesa.
La capitana parecía absorta en sus pensamientos. Friedrich se preguntó qué otro
motivo, además de disgustarle, había empujado a la joven a quererse llevar a Frieda a
Ravensbrück.
"Qué mala suerte de haber encontrado a esa idiota. ¡Justo cuando iba a ocurrir la
cosa más maravillosa? ¡La desaparición de Frieda!”
Había pensado mucho en su ex-querida, sobre todo desde la visita de aquel hombre
de la Gestapo que conocía todos los detalles de su historia de amor.
—No tiene usted elección «-le había dicho francamente su visitante—. El buen
nombre del Gauletier no puede ser arrastrado por el barro, ni mezclado a una historia sucia.
Si no envía la carta, cuyo texto acabo de darle, se encontrará en una mala situación.
Había comprendido perfectamente.
Nunca permitiría que una mujer pudiera significar un peligro para su carrerá y para
su posición. El cargo que ocupaba en Altona, lejos del frente y de los peligros que aquél
comportaba, constituía un buen enchufe, y no estaba dispuesto a perderlo.
Su fortuito encuentro con Frieda le había perturbado terriblemente, porque aunque
había seguido, día a día, la marcha del proceso, maravillándose ante la formidable
colección de mentiras que el “Generalprokuratos" había organizado, se sintió decepcionado
al saber que Fráulein. Driest no había sido, como el doctor Reisses, la "Gorda Bertha” y la
enfermera Else Malmen, condenada a muerte.
Se daba cuenta de que, mientras Frieda siguiera en vida, el peligro planearía sobre
su cabeza. Por otro lado, no podía olvidar a Rudolf Dreist, el hermano de Frieda, al que
nunca había visto, pero del que conocía el coraje— y la integridad por lo que su querida le
había contado.
No, no podría dormir tranquilo mientras que la sombra de aquella mujer, tan
injustamente castigada, se extendiera sobre el mundo de los vivientes.

Bruscamente, mientras se servía el café, del verdadero, no un ersatz que se servía en


todos los establecimientos del Reich, Ursula preguntó a Friedrich con un tono neutro: —
Entonces, ¿se ha acostado usted con esa joven, Hauptmann?
Schlosser, que continuaba perdido en sus amargas reflexiones, no pudo evitar de
sobresaltarse.
—¿Decía usted...? —preguntó a su vez, intentando enarbolar una expresión de
indeferencia que estaba lejos de sentir.
—Le preguntaba —dijo Ursula, alterando su pregunta ante el gesto culpable de
Friedrich— cuantas veces se ha acostado con esa chica...
Maldiciendo su falta de carácter, el Oberinspektor sintió que su cara enrojecía.
Tragó penosamente saliva, bosquejando una sonrisa y levantando el brazo con un gesto de
protesta amistosa: —Veamos, Fraü... perdón, capitana von Winkel. ¿No va usted a dar
crédito a las palabras de una perra judía?
Fue Klaus quien intervino con una pobre sonrisa: —Yo no afirmaría tan deprisa que
esa joven es de raza judía. Justamente quería hacerle algunos análisis...
—¡No es necesario que le hagas lo que sea, padre! —saltó Ursula—; que' sea judía
o no, eso no tiene que ver nada con la pregunta que acabo de hacerle al Hauptmann.
Y volviéndose hacia éste:
—...¿se ha acostado o no con ella?
—¡Naturalmente que no! Como había dicho al tribunal, la había visto algunas veces,
en nuestros despachos en Altona. Hasta supe que tenía algunos amantes...
Una corta carcajada surgió de los labios de Ursula.
—¡Miente usted mal, capitán Schlosser!
Se levantó bruscamente; detrás suyo, la silla, cayó al suelo. Sabía perfectamente que
si no reaccionaba así, le dominaría. Y sin conocerla demasiado, adivinaba que podía ser
terriblemente peligrosa...
—¿Cómo puede usted decir eso...? —protestó..
Hasta von Winkel acababa de darse cuenta de que su hija, tan capitana como se
quisiera, acababa de sobrepasar el límite que le ponía a él, el huésped, en mala situación
respecto a su invitado.
Y Klaus no podía olvidar que detrás de aquel Hauptmann de la Luftwaffe se
encontraba Himmler, aunque —¡ah, qué complicada podía ser la vida!— el Reichführer
estaba también al lado de Ursula.
—Te lo ruego, hija... —intentó decir.
Pero los ojos de Ursula chispearon.
—¡Miente, padre! ¡Me ha bastado con ver cómo esa mujer le miraba para poseer la
convicción de que ha sido su querida... Entonces, ¿por qué negarlo? ¿Es que haber hecho el
amor con esa chica tiene tanta importancia? ¿O es que nuestro querido capitán Schlosser
esconde algo inconfesable?
—¡Basta! —gruñó Friedrich, alarmado por el camino peligroso que Ursula,
seguramente sin saberlo, iba a seguir—; ¡excúseme, von Winkel, pero debo dejar esta casa!
Asígneme un pabellón... allí viviré... ¡incondicionalmente a sus órdenes!
Se puso en un rígido firmes, levantando el brazo derecho: —¡Heil Hitler! ” —gritó
antes de irse.
Una vez que— el Oberinspektor hubo desaparecido, Klaus dirigió a su hija una
mirada cargada de reproches.
—Creo, Ursula, que has sobrepasado la medida...
—¿Eso es lo que crees, padre? —le respondió crudamente—; te equivocas... ¡ese
tipo es el mayor cerdo que nunca he visto! ¡Un puerco y un cobarde! ¡Además, todos los
hombres se parecen!
Eriká, que había seguido el combate con una mirada complacida, pero sintiendo
todavía la quemadura que la actitud de su amante le había causado, lanzó con una voz de
mártir: —¡Tienes razón, hija! Todos, sin excepción, son unos sinvergüenzas, amables sólo
cuando consiguen lo que quieren... ¡pero incapaces de sentir el más pequeño
agradecimiento hacia la mujer que les ha entregado todo!

Agnes conocía ya a todas aquellas valientes polacas. El horrible trabajo en los


pantanos, a donde iba el *Wasserkommando" todas las mañanas, los golpes de la SS—
Aufseherin, los gritos, y también los golpes de la "Beckowa", todo aquello había estrechado
fuertemente los lazos entre las ex-prostitutas y el resto del Bloque.
Entre todas las polacas, y todas le parecían muy simpáticas, María Cheslowa era, sin
duda, aquélla a la que le unía ahora una sincera y profunda amistad.
María, antigua universitaria, había sido capturada en Varsovia, como dos de sus
amigas, también estudiantes, Sophie Zerwska y Suzanne Miasowska.
Inmediatamente después de la batalla de Varsovia, se habían lanzado a la calle,
sacrificándose para llevar un poco de socorro a los civiles horrorizados por las bombas de
los Stukas. Gente a quienes les habían destruido su casa, que habían perdido sus bienes, o
que contaban con muertos y heridos entre sus familiares.
Ante la indiferencia de los soldados alemanes, se habían multiplicado, trabajando
día y noche, consiguiendo, con otros jóvenes, formar grupos de socorro en la ciudad
descuartizada...
Todo faltaba, víveres, medicamentos. Las conducciones de agua potable habían
reventado y los habitantes de la ciudad se encontraban desprovistos de lo más esencial.
Después de haber reunido un buen número de paisanos en la vieja Sinagoga del
barrio de Praga, María y sus dos amigas dándose cuenta de que sus protegidos morirían
fatalmente si no se les procuraban algunos medicamentos, sobre todo o los más jóvenes a
los que una terrible disentería diezmaba rápidamente, se decidieron a actuar.
Por la noche, dispuestas a sacrificarse, abordaron un “Sanitatsobergefriter”
(enfermero jefe). El trato fue concluido.
El alemán estaba dispuesto a darles medicamentos si la más bella de las polacas,
Sophie Zerowska, una morena magnífica con grandes ojos verdes, se entregaba a él.
La estudiante cedió pero cuando, media hora más tarde, cargadas con los preciosos
paquetes, atravesaban la ciudad, una patrulla de la Feldgendarmepe las interpeló.
El resto es fácil de adivinar.
Arrestadas, se descubrió, al registrarlas, que llevaban medicamentos "robados" en el
"Krieglazaret" reciente* mente instalado en la plaza Litewski.
Y su calvario comenzó.

—Inmediatamente después de un juicio sumario, se nos llevó a una casa de mujeres


para soldados de la Wehrmacht.
Agnes miró tiernamente a su compañera.
—Entonces, mi pequeña María, has conocido todas las infamias posibles... yo
también...
—No es lo mismo, Ágnes. Tú, además de ser alemana, ejercías una profesión, tenías
ciertas garantías... podías, por ejemplo, rechazar a un cliente...
—¡Eso sí! ¡Bertha era maravillosa! ¡Era la única para echar fuera a los indeseables,
los puercos, los viciosos... aunque fueran con galones!
—Comprendo... pero para nosotras, no había elección. Nos habíamos convertido, en
pocas horas, en objetos de carne que se cogen cuando y como se quiere... Fuimos tan
horriblemente pisoteadas, por hombres sin consciencia, por pervertidos del peor género...
que seis semanas más tarde éramos irreconocibles. Habíamos perdido, cada una de
nosotras, veinte kilos... Nos habíamos vuelto incapaces para la más vieja profesión del
mundo... comenzamos a ir de campo en campo...
Con las lágrimas en los ojos, Agnes besó las mejillas a la polaca.
—¡Me avergüenza haber nacido en este país, María! ¡Te lo juro! ¡Después de todo
lo que he visto, me siento tan asqueada que, nada más ver un uniforme, una cruz gamada,
me pongo mala!
Una silueta se acercó al nicho.
—¡Un poco de paciencia, palomas!
Era la voz, un poco ronca, de la más antigua de las prisioneras polacas; la más vieja
también; a excepción, naturalmente, de la "Blockowa".
Lucy Miassowska tenía cuarenta años, pero se le habrían dado sesenta. Seca,
arrugada, no le quedaba nada de su belleza de mujer. Sin embargo, había sido una chica
muy atractiva, una joven llena de alegría, una mujer casada:...
—Un poco de paciencia —repitió deslizándose en el nicho para no atraer la
atención de Rita Wallieska, la "Blockálteste" que, sólo ella, tenía derecho a un
compartimiento aislado, al otro extremo del barracón.
—Un poco de paciencia —repitió aún—; ¡sin ella, estaríais fastidiadas! Os quejáis
de haber sufrido mucho... ¡qué sabéis vosotras! Gracias a Dios, vuestras desgracias os han
concernido sólo a vosotras, los golpes no han llegado más que a vuestros cuerpos... ¡Ah! ¡Si
yo pudiera llorar aún! ¡Pero es inútil, estoy seca por dentro, dura y rugosa como un tronco!
Suspiró:
—Yo era la más feliz de las mujeres. Tenía un marido maravilloso, delicado como
todos los artistas. Era conservador en el museo de Ruthene, en Lwow... vivíamos muy cerca
de la Universidad... porque los edificios de aquélla se encontraban en un gran conjunto, con
el edificio del Instituto de Química y de Geología, e inmediatamente después, el museo...
"En primavera, yo iba con mi hija Helena, al norte de la ciudad, al parque de San
Casimir, y Marcel, era mi marido, venía a buscarnos cuando había acabado su trabajo...
"Teníamos un pequeño Opel azul, y viajábamos bastante. En verano íbamos
bastante lejos, y habíamos llegar do a estar en Alemania...
"Cuando las cosas se pusieron mal, Marcel se presentó voluntario y partió al
frente... —su voz se volvió aún más ronca—: le mataron el 7 de septiembre de 1939...
Un penoso silencio se instaló en el nicho. Un olor fétido flotaba en aquella
atmósfera cerrada. A ratos, algunos pasos precipitados anunciaban la salida de un "cólico "
hacia el "chalet de las necesidades"
Había letrinas para judías y para no judías. Pero entre las unas y las otras no había
más que una diferencia: una trinchera con un espacio para poner los pies, formado por dos
tablones que líquidos infectos hacían terrible«mente deslizantes...
—Los nazis llegaron algunos días más tarde... Eran soldados... reían y se limitaban
a pellizcar en las nalgas a las jóvenes...
Una carcajada agria surgió de su boca, rodeada por una constelación de arrugas.
—Yo no decía nada... mi desgracia me abrumaba, pero como la vida, después de
haberme arrancado a mi marido, me había dejado a mi hija, que entonces tenía trece años,
pensaba que toda mi vida debía dedicarse a ella... yo sería, a la vez, padre y madre para
ella...
Un sollozo rompió su voz.
—¡Qué tonta era! ¡Qué estúpida era! ¡Qué estúpidos éramos todos! Después de los
soldados, cuando el eco de sus canciones murió sobre los caminos por los que se fueron...
lo otros llegaron. Los hombres que llevaban el uniforme de las SS, otros de la Gestapo... y
otros que, como perros, llevaban una cadena alrededor del cuello, y una placa en media
luna sobre el pecho, donde podía leerse: “Feldgendarmerie”.
Cerró los ojos, y los puños, y su corazón que ningún dolor podía ya habitar. Y su
espíritu se cerró también; su espíritu estéril donde sólo el odio podía todavía crecer...
—De día, corrieron la ciudad, interrogando a las gentes, arrestando a los miembros
del Ayuntamiento, a los judíos, registrando todo como perros...
“Después, la noche llegó.
"Entonces salieron de sus cuarteles, después de haber bebido mucho. Estaban como
locos y recorrían las calles como fieras. Llamaban a las puertas, entraban en las casas,
robaban, golpeaban y violaban a las mujeres...
"La pobre ciudad de Lwow se llenó de gritos, de lágrimas, de alaridos y de quejas.
Aterrorizados, los hombres y las mujeres, jóvenes y viejos, escuchaban el ruido de las botas
sobre las calles adoquinadas, el golpe de las culatas sobre las puertas...”
Abrió los ojos.
En la oscuridad.-un poco de claridad de la luna se filtraba sin embargo, a través de
la entreabierta puerta, su rostro era la máscara del dolor, la representación del sufrimiento...
—Vinieron a mi casa...
Su voz era tan débil que parecía un murmullo.
—Avancé hacia ellos y me ofrecí simplemente. Me cogieron, uno tras otro... pero en
mi sufrimiento, en mi vergüenza... mis lágrimas significaban alegría, porque entregándome
a aquellos salvajes salvaba a Helena, a la que había dejado acostada en el piso, cerrando la
puerta con llave...
"De pronto oí que mi hijita gritaba. Luché como una leona, grité, mordí..., mis uñas
arañaron el rostro, buscaron los ojos, del hombre que estaba sobre mí..."
Un silencio.
—Me golpearon y perdí el conocimiento... Más tarde, arrastrándome, subí al piso...
habían abusado de mi hijita hasta matarla...

Quinta parte

"LA GUARIDA DE LAS HIENAS"

«Flechas de odio han sido arrojadas contra mi, mas nunca me alcanzaron, porque
pertenecen a otro mundo con el cual no tengo conexión alguna.»

Alberto Einstein. — “De mis últimos años”.

Capítulo XXVI

—¡No! —gritó el Panzerführer del "667"—; ¿me está gastando una broma o qué?
El agente de enlace del batallón de Panzers esbozó una sonrisa.
—¡Hablo seriamente, "Unteroffizier" Webel! Acaba de llegar y Locker, nuestro
comandante, se ha largado...
—¡Pero, es increíble! ¡Se fue de aquí no siendo más que un suboficial...y usted
afirma que lleva los galones de mayor!
. —¡Misterio! —rió el motociclista—, ahora se ha convertido en jefe de batallón... y
ha comenzado, nada más llegar, a dar órdenes: todos los tanques de los dos escuadrones
deben dirigirse, a toda velocidad, hacia el sector del PC.
—¿Una nueva retirada?
—Eso es lo que me parece. Pero no diga retirada..., se diría que no conoce usted la
música. Se dice simplemente "movimiento estratégico".
Raimund Webel movió pensativamente la cabeza.
—¡Vaya sorpresa! —murmuró aún asombrado—. El suboficial Joachim
Reichmeyer, que nos dejó en condiciones muy especiales... con un difícil informe sobre las
espaldas, y que todos creíamos en una celda de una prisión militar... ¡vuelve a nosotros
como jefe de batallón! ¡Que me los corten si comprendo algo!
—Sobre todo no intente comprender, Webel, y dese prisa porque nuestro nuevo jefe
no es de fácil trato. ¡En fin, usted le conoce mucho mejor que yo!
—Sí, es verdad. Ya se ponía chulo cuando mandaba la tripulación del “668", una
tripulación a la que abandonó cobard...
—¡Chut! Guárdese los recuerdos para usted mismo. ¡Es un consejo de amigo!
—1tiene razón. ¡Menos mal que Dreist no se encuentra entre nosotros!
—Dice usted una gran verdad... para Rudolf es mejor estar muerto.
—¿Ya debe de saberlo, nuestro comandante?
—Naturalmente. Al llegar, se ha interesado en seguida por el estado de las
tripulaciones. ¡En estos momentos debe estar hirviendo de cólera, por no poderse vengar
del hombre que le ridiculizó!
—Bueno. Voy a prevenir por radio a los chicos del *666”. Como siempre, se
encuentran en plena patrulla de exploración. ¡Por los dioses! ¡Cuando Gilde, Hamacher,
Drilling... y sobre todo Rottger, el nuevo Panzerführer, sepan la noticia... se les cortará el
aliento!
—Hay un nuevo con ellos, ¿no?
—Sí. Vunker, es el nuevo artillero, porque Karl ha ocupado el sitio de Rudolf, a la
cabeza de la tripulación.
—Infórmeles de los acontecimientos... yo voy a prevenir a los muchachos del
segundo escuadrón.
—¡Gracias!
El motorista puso su moto en marcha y desapareció, dejando tras sí una nube de
humo negro.
Durante unos momentos, Raimund se quedó inmóvil, con el espíritu bloqueado, un
amargo gusto en la boca.
—“¡Sakrement!" ¡No hemos terminado de ver cochinadas en esta puerca guerra...
Lother!
Una voz le llegó de las entrañas del Panzerkampfwagen-IV.
—"Ja?"
—¡Avisa al "666”. Diles que se dirijan en seguida al PC del batallón. Hoffmann!
El conductor sacó la cabeza por la trampilla delantera.
—¿Sí?
—Calienta el motor. ¡Nos largamos!
—¡ Comprendido!
Todavía intranquilo, Webel encendió un cigarrillo intentando poner algo de orden en
sus ideas.
De pronto, la voz del radio explotó en el silencio que se había establecido
después,de la partida del motorista.
—¡Rápido, Raimund! ¡Están siendo atacados! ¡Hay que ayudarles!
En pocos segundos el enorme panzer se puso en marcha.
Apretando los auriculares contra su rostro, el radio intentaba entender, en medio del
rugido del motor del tanque y de los parásitos de la radio.
Webel, que se había instalado en su puesto de la torreta, le lanzó una mirada
interrogativa.
El radio se quitó los auriculares.
—Han dejado de transmitir —dijo con voz ronca—, ¡las cosas deben irles muy mal!
¡Al menos han tenido tiempo para darme sus coordenadas!
—¿Dónde se encuentran?
—Muy cerca del río. ¿Recuerdas el molino?
—Sí.
—Han situado el tanque al lado. Así podían vigilar los restos del viejo puente, el
único sitio por donde podían llegar los ruskis...
Hizo una mueca de despecho.
—Pero Ivan ha debido atravesar el río un poco más lejos... ¡y se han lanzado sobre
ellos por sorpresa!
El Panzerführer se apoderó rabiosamente del interfono, apretó el laringòfono contra
su cuello:, —¡Más deprisa, maldita sea! ¡Aprieta a fondo! ¡Nuestros camaradas las están
pasando negras!
El Panzer se lanzó hacia adelante con un gran chirrido de toda su estructura
metálica.

Con el pesado pico en las manos, Frieda golpeaba el suelo duro como la piedra. Se
hubiera dicho que, a cada golpe, la recorría una corriente eléctrica, desde las manos hasta la
cintura; una especie de vibración que repercutía en sus articulaciones ya doloridas.
Sin embargo, trabajaba firme, con toda su voluntad. Porque, a pesar de todo, había
vuelto con sus amigas, las chicas de la casa de la "Gran Bertha" y las polacas.
Aquéllas, en contra de lo que temía en un principio, la habían acogido como a una
compañera más. Ninguna la había insultado, nadie había criticado su cabellera, ya que era
la única que la conservaba todavía.
En cuanto a las prostitutas, Agnes había sido, naturalmente, la más expresiva, la que
la había recibido mejor, la que había enarbolado la sonrisa más franca.
¡Desde su llegada a Ravensbrück habían pasado tantas cosas!
Debería haberse extrañado de las precauciones especiales que se tomaban respecto a
ella. Para empezar, había hecho el largo, el interminable viaje, en un vagón de mercancías
donde, ¡oh, placer inmenso!, había podido estirarse sobre el suelo, ya que estaba
completamente sola, mientras que las deportadas estaban apretadas en vagones de ganado,
casi sin poderse sentar, con las puertas cerradas con cadenas...
¡Sí, debería haber desconfiado!
Pero, después de haber comprendido, con un estremecimiento de horror, el destino
que había rozado entre las manos del terrible von Winkel (Ursula se lo había explicado
claramente), había sido incapaz de pensar en las otras, demasiado feliz de no formar parte
de la colección de cuadros destinada al museo de Etnología de Berlín.
Cuanto más pensaba, más difícil se le hacía el justificar aquella crueldad que
ningún, fin, ni siquiera científico explicaba. Después del proceso del que había sido
víctima, su corta estancia en Auschwitz había acabado de darle un serio resumen de lo que
Hitler y el Nacionalsocialismo habían hecho de Alemania.
Jadeante, paró de picar para ceder su sitio a Agnes que manejaba la pala.
En pie, con las gordas piernas separadas, la porra en la mano, la Kapo, una polaca
que ostentaba el triángulo verde de las detenidas de derecho común, paseaba una perversa
mirada sobre las mujeres.
Se llamaba Anne Ylliewska. Se contaba que había sido liberada de-la vieja prisión
de Varsovia para confiarle la vigilancia de un grupo de "Häftlinge".
Se decía además que había estrangulado con sus propias manos a su hijo, que había
tenido la mala suerte de ser jorobado, "porque molestaba a su amante”.
Todos los Kapos se le parecían. Salidas de las prisiones donde purgaban condenas a
vida, habían escapado milagrosamente al verdugo.
Eran de temer, aquellas mujeres, pero se las podía soportar porque no tenían más
arma que la porra.
¡Las SS-Aufseherin eran harina de otro costal!
Vivían en irnos coquetones pabellones del otro lado del andén de llegada, en lo que
se llamaba el “ SS-Lager” y actuaban muy diferentemente a las Kapos.
Era allí, en el campo SS, donde vivía la "Fürherin" von Winkel.
Y había sido allí, en su pabellón, donde Ursula... Frieda tuvo un estremecimiento
retrospectivo. La angustia y el asco se apoderaron bruscamente de ella; bajo su piel, los
músculos se endurecieron. Y, al ver que Agnes retiraba la última paletada de tierra, se puso
a picar furiosamente.

—¡Allí están!
El grito del Panzerfürer explotó en el tanque con la fuerza de una granada. Todos,
sin excepción, pegaron sus rostros al "Kinoglas" de los visores.
Sí, el *666" estaba allí.
Medio volcado, una humareda negra surgía de su parte trasera donde el motor ardía.
La sabida de socorro, sobre el lado derecho, estaba completamente abierta...
En el momento en que el *667" entraba en escena, algunas siluetas color de tierra
cocida se movían muy cerca del monstruo de acero, mortalmente herido.
—¡Barredme a esos malditos! —aulló Raimund a los ametralladores.
Rabiosas ráfagas mordieron el suelo, rebotaron sobre el blindaje del Panzer,
arañaron a los hombres que se dispersaban. Algunos rusos cayeron pesadamente, el cuerpo
acribillado por las balas alemanas; pero la mayoría consiguió escapar y se protegió en los
zarzales espesos de los ribazos.
Webel no perdió ni un segundo.
Levantando la tapa de la torreta, se izó con los brazos salió del tanque. Saltó al
suelo, con la pistola en la mano y echó a correr hacia el blindado, seguido de cerca por su
artillero, porque los ametralladores se quedaron a! acecho detrás de sus respectivas
"Machinengewehr"
Webel llegó a toda velocidad, cerca del Panzer. Sin la mínima duda se lanzó por la
trampilla de socorro, pero retrocedió vivamente.
El joven artillero, el que había tomado el puesto de Róttger, que había pasado a ser
jefe de la tripulación, estaba sentado, los brazos sobre el vientre, el cuerpo ligeramente
doblado hacia adelante; pero su cuerpo acababa en el cuello, porque el pobre muchacho no
tenía cabeza.
Raimund había tenido tiempo para ver el enorme agujero que, en la parte delantera
de la torreta, había hecho el Obús; un proyectil que, después de haber atravesado el
blindaje, como si se hubiera tratado de mantequilla, había explotado dentro.
Webel había visto también, detrás del artillero, el cuerpo destrozado de Peter
Drilling, el radio-ametrallador. Había apercibido su tórax abierto, con los pulmones
desgarrados, una gran arteria oscura surgiendo como un tercer brazo...
Dando la vuelta al blindado, Webel constató la muerte del MG delantero y del
conductor. Una lluvia de proyectiles antitanques debía haber caído sobre el Panzer, porque,
además del gran agujero sobre la torreta, otros proyectiles habían golpeado de lleno la parte
delantera del Panzerkamfwagen-IV.
El ametrallador delantero, Helmuth Hamacher, y el "Panzerlahrer”, Xaver Gilde, no
eran más que dos montones de papilla sanguinolenta.
Con un suspiro, Raimund se volvió hacia Hessell, su artillero, que también, había
lanzado un vistazo en el interior del blindado.
—Karl no está aquí...
Hessell afirmó con la cabeza.
—Sin duda ha caído en las manos de los ruskis. Acuérdate, Webel. Estaban
alrededor del Panzer cuando llegamos.
Fue en ese momento cuando el grito desgarró bruscamente el silencio.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Los dos hombres se precipitaron hacia el sitio de donde les llegaba la voz.
El Panzerführer estaba allí.
Karl Rottger les dirigió una pobre sonrisa. Toda la parte inferior de su cuerpo, a
partir de las caderas, estaba cubierta de sangre.
Raimund se inclinó hacia él!
—"Mein Gott, Karl!"
—¡Sí, amigo mío! Me han sacado de la torreta. Por verdadero milagro, yo acababa
de caer en el momento en que acabamos de recibir uno de los disparos de sus antitanques...
¿Has visto a los otros?
Raimund hizo un gesto afirmativo.
—A mí, la cosa me ha golpeado abajo... Entonces, los ruskis han llegado. ¡Gritaban
de alegría, los* cabrones! Me han cogido por los brazos y me han arrastrado hasta aquí. Un
oficial ha comenzado a hacerme preguntas... ¡le he mandado a la mierda! Justo en ese
momento es cuando he oído vuestras ametralladoras y les he visto largarse corriendo como
conejos...
—Vamos a llevarte con nosotros, en nuestro Panzer.
—¿Crees que merece la pena, Webel? ¡Mírame un poco! ¡Estoy más destrozado que
la carne para hacer albóndigas! Si quieres hacerme un favor, pégame un tiro en la cabeza...
he dejado mi pistola en el tanque.
—¡Estás loco! ¡Ayúdame, Hessell!
—En seguida.
En cuanto intentaron levantarle, el Panzerführer gritó, juró como un condenado.
—¡Puercos! ¡Dejadme aquí! ¡Me estáis destrozando, hijos de puta!
No le hicieron caso. Algunos minutos más tarde, llegaron al "667". Felizmente Karl
se había quedado sin sentido.

Capítulo XXVII

—¿Quieres que coja el pico? —preguntó amablemente Agnes. Frieda levantó la


cabeza y sonrió a su amiga.
—No, gracias. Ya empieza a ser de noche. No creo que tarde mucho en ordenamos
parar. ¡De verdad, pequeña, ya no puedo más!
—Tienes las manos ensangrentadas.
—Sí, lo sé —murmuró sombríamente la joven—; pero, no te equivoques, no es mi
piel la que sangra, es mi corazón...
—No me has explicado...
Frieda se encogió de hombros.
—No merece la pena, Ágnes. Aquí me he dado cuenta de que es mejor guardarse
para sí sus penas. ¿Por qué entristecer a los otros?
—Pero debes haberlo pasado mal —insistió la joven prostituta—. Lo que no
comprendo es por qué te han dejado tus cabellos.
—Los daría todos gustosamente, Agnes, con tal de que me dejara en paz.
—¿Quién? ¿La "Führerin”?
—No hablemos de ello, ¿quieres? —lanzó Frieda molesta.
En aquellos momentos oyeron la voz de la Kapo.
—¡Alto, puercas! ¡Se acabó por hoy! ¡A mis órdenes, poneos en fila de a tres! ¡Daos
prisa o cataréis mi porra!
Se apresuraron, pero no por los gritos de la Kapo; las amenazas, una vez acabado el
trabajo, eran una dulce música para los oídos de las “Häftlinge", porque significaban la
vuelta al campo, la comida y, sobre todo, el descanso, aunque el poco sueño que podían
permitirse debía transcurrir en el nicho estrecho, y estaba cortado, la mayor parte de las
veces, por espantosas pesadillas.
El camino de vuelta no era muy largo, porque esta vez habían trabajado cerca del
lago, más allá de los pantanos y del fortín, sobre el borde del canal.
Tuvieron que rodear el lago, pasando muy cerca del huerto SS, donde otras
detenidas habían trabajado, sin duda alguna, para que los miembros del "Herrenvolk" no
encontraran a faltar las legumbres frescas. Después pasaron cerca de los edificios siniestros
de las cámaras de gas y el alto horno crematorio. Finalmente, después de dejar a un lado las
construcciones del Despacho Político y las alambradas del campo, llegaron a la entrada.
Después de que la Kapo hubiera hablado con los centinelas, franquearon al fin la
doble puerta, andando por la "Lagerstrasse” [94] hasta las cocinas, delante de las cuales ya
había un montón de prisioneras.
Las largas filas de detenidas, con el plato en Ja mano, cargadas de fatiga, debían
esperar durante horas el asqueroso calducho que era el plato del día.
Cuando el grupo de la Kapo Illiewska se paró en el sitio de costumbre, una SS-
Au'fseherin se acercó a la polaca.
Hablaron a media voz. Después, Anne, con una mueca de desprecio, se volvió hacia
las deportadas: —¡Número 88.088! —gruñó.
Frieda se separó de la fila. Temblaba, intentando no pensar en lo que, fatalmente,
iba a pasarle.
—¡88.088! —gritó poniéndose firmes—: ¡Presente!
—¡Ve con la vigilante, puerca! —le gritó la Kapo.
Con la cabeza baja, las espaldas inclinadas, como si un peso invisible se hubiera
abatido sobre ella, Frieda siguió los pasos de la SS-Aufseherin.

*
Haciendo todo lo posible para disimular su repugnancia, el Panzerführer Raimund
Webel se cuadró delante de su jefe de batallón.
Joachim conocía bien a Webel, y le odiaba íntimamente, sabiéndole amigo del
desaparecido Dreist. Sin embargo, Reichmeyer, se esforzó por parecer amable y lanzó una
sonrisa amistosa al jefe de tripulación.
—Siéntese, querido Webel —le dijo con un gesto artificial—, para ser sincero estoy
muy contento de encontrar de nuevo a mis viejos camaradas...
Con una expresión seria en su rostro, Raimund ni siquiera pestañeó.
—He recibido su comunicación por radio —siguió el jefe del batallón al cabo de un
rato—: ¡es verdaderamente una desgracia lo que le ha ocurrido al "666”!
—¡En efecto "herr Major”! —se limitó a decir Webel.
—'Voy a ir a ver al Panzerführer... me han dicho que está malherido... ¿no es
verdad?
—¡Seguramente no saldrá de ésta, mi comandante!
—¡Es triste! Karl Rottger era un buen tanquista, un hombre que conocía lo que
hacía... Le encontraremos a faltar... ¡pero son cosas de la guerra!
—Voy a escribirle un informe, mi comandante. Ahora, si no desea otra cosa de mí,
quisiera volver con mi tripulación...
—¡Vaya! ¡Vaya...!
Webel saludó y se fue.
Una vez fuera, bajo el cielo donde la noche había empezado a dibujar sombras
oscuras, sintió como su cólera explotaba: —¡Puerco! ¡La suerte protege únicamente a los
cobardes! ¡Pero espero que te llegue tu hora!
¡Sin moral, se decía que, aún en las condiciones las más favorables, con soldados
tales como eran los alemanes, aquella guerra nunca se ganaría!

En cuanto la SS-Aufseherin, que la precedía, tomó el camino de los andenes de


desembarco, Frieda sintió como una pesada angustia se apoderaba de ella.
El cansancio acabó por dominarla completamente. Sin embargo, no sabía
exactamente de dónde, pero tenía plena conciencia de las fuerzas escondidas en ella y que,
cuando llegara el momento, la ayudarían a defenderse.
Mientras que, inmediatamente después del paso a nivel, la vigilante tomó el camino
cuidado que llevaba a los edificios del "SS-Lager", la joven prisionera consideraba
fríamente la situación.*
Debía convenir, sin falsa modestia, que, en contra de todas las apariencias, ninguna
“Häftling" habría cambiado el duro trabajo en los Kommandos contra los que, en su caso,
parecía algo de privilegiado.
Pero cambió de opinión casi en seguida, sabiendo que muchas de las detenidas
habrían vendido su alma al diablo, si se les hubiera ofrecido la mitad de lo que le habían
ofrecido a Frieda.
Ante ella, las siluetas de los chalets habitados por las mujeres SS se recortaron en la
noche. Algunos momentos más tarde la vigilante se paró ante el que llevaba el número 5.
—¡Hemos llegado! —dijo llamando a la puerta—; ¡diviértete bien, perra!
La puerta se abrió.
Ursula, no llevando más que su sostén negro, con la cruz gamada sobre el seno
derecho y la calavera, insignia de las SS, sobre el izquierdo; y unas bragas minúsculas,
abrió la puerta para dejar pasar a la prisionera.
—¡Entra!
Frieda obedeció. Detrás suyo, la puerta se cerró sin ruido... El salón en que se
encontraba era pequeño pero muy bien amueblado. Le faltaba, sin embargo, la pequeña
huella de coquetería que sólo una mujer puede aportar a la decoración de un interior.
Todo era muy sobrio, sin que un solo detalle viniera a romper la monotonía
espartana del cuarto.
Ursula le dio la vuelta, examinando a Frieda bajo todos los ángulos. El resultado
llevó sobre su rostro una mueca de asco; —¡Ve al cuarto de baño! ¡Quítate el uniforme y
toma un baño...!
Vio entonces las ampollas sobre las palmas de la joven y su expresión se suavizó
algo.
—¡Mi pobre pequeña! Tendría que haber pensado en procurarte tinos guantes.
¡Ve!... te curaré las manos después.
Frieda esbozó un paso; durante unos momentos, estuvo a punto de dar cara a la
“Führerin" y afrontar las consecuencias...
Pero la idea de encontrarse en la bañera, de quitarse toda la porquería acumulada
sobre su cuerpo durante aquella espantosa semana, su voluntad flaqueó.
Bajó la cabeza y se dirigió hacia la portezuela que daba acceso al cuarto de baño.

El teniente médico, con un fuerte taconazo, adoptó un rígido firmes.


—"Zu befehl, herr Kommandant!”
—Gracias, doctor —dijo Reichmeyer—. ¿Es que el Panzerführer Karl Róttger está
aquí?
—Sí, mi comandante. Está aquí... pero no por mucho tiempo.
—Ya sé que ha sido herido gravemente. Es justamente por eso por lo que he venido
en seguida. En mi batallón quiero que se sepa que su jefe, más que un comandante, es un
amigo, un hermano para sus hombres.
"¡Vaya jeta! —se dijo el doctor para sí—. ¡Cómo si no supiéramos quién eres! ¡Pero
eres tú el que mandas, y a mí no me gustan las complicaciones!"
Y, en voz alta:
—¡Evidentemente, herr Reichmeyer!
—Vamos a ver a ese pobre muchacho...
—Sígame, por favor.
El "Krieglazaret" estaba formado por tres tiendas azules. El doctor se dirigió hacia
la del centro, levantó la cortinilla, que mantuvo en esa posición, para dejar pasar a su
superior.
—Le he puesto aquí, solo —explicó precediendo nuevamente al jefe del batallón—;
como usted comprenderá, mi comandante, la muerte de un camarada no es el mejor
estimulante para los chicos que acaban de ser operados...
—Tiene usted razón.
El doctor se paró delante de una cama de campaña. —Sobre ella, el Panzerführer del
"666" yacía, con toda la parte inferior de su cuerpo envuelta en un complicado vendaje.
Ligeramente levantada sobre el almohadón, su cabeza ofrecía el aspecto de una bola
hirsuta.
No se había afeitado desde hacía días y su barba, del mismo color que su sucia
cabellera, le proporcionaba una especie de aureola rubia, en medio de la cual sólo los ojos,
de un azul profundo, aún parecían vivos.
El doctor se inclinó hacia el moribundo.
—El jefe del batallón ha venido a verle, Rottger. Es nuestro nuevo comandante, el
mayor Reichmeyer...
Pero ya los ojos del tanquista se habían clavado en el rostro de Joachim. Al
principio, pudo leerse la incredulidad sin límites, después, un brillo metálico les animó, al
mismo tiempo que la boca, simple línea rodeada de pelos, se abría en una mueca que quería
sin duda ser una sonrisa.
—"Sakrement! —lanzó la voz clara del herido—, pero si es nuestro querido
Reichmeyer... ¡Ah, no! ¡Es una broma, sin duda! ¡No pueden ser tan imbéciles, maldita sea!
¡Si han hecho de "eso” un comandante, podemos tirar al pobre Adolf a la mierda... porque
yo podría ocupar su sitio!
Pálido, el doctor se volvió hacia el comandante.
—Excúsele, mayor... delira...
—"Nein!” —gruñó Joachim con voz dura—; no delira, doctor. ¡Le comprendo!
¡Toda la tripulación del "666” eran como él! ¡Y se decían buenos soldados! Me arrastraron
por el barro... ¿y sabe por qué, doctor? Porque me odiaban... me envidiaban a mí, suboficial
de carrera, que había estado en la escuela, ¡mientras que ellos seguían tan incapaces como
cuando la guerra comenzó!
Se inclinó sobre Karl, fusilándolo con la mirada.
—¡Vaya suerte que tienes, Rottger! ¡Puedes dar las gracias a los rusos! ¡Por haberte
dejado así y por haber matado a tus compañeros! ¡Porque me había prometido a mí mismo
de hacéroslas pasar negras! ¡Pero el destino os acaba de dar lo que merecíais! ¡Todos
muertos... hasta Sobre el pálido rostro de Karl, la sonrisa había venido al fin,
sobreponiéndose a la mueca que el dolor le había obligado a hacer.
—¡Mariconazo! —rió—: ¡No tienes bastantes cojones como para vengarte de
nosotros! ¡Maldita sea, si esta porquería de guerra no nos hubiera destrozado para siempre,
a mí y a los otros, no habrías tenido una vida fácil, hijo de papá!
Su boca sé torció.
Sufría como un condenado y la expresión de su cara lo hacía ver claramente, pero lo
que más le dolía era la sonrisa que entreabría la boca de Joachim.
—¡Muere, perro! —dijo éste a media voz.
La muerte estaba ya junto al tanquista. Sin embargo, reunió todas las fuerzas que le
quedaban. En ese momento olvidó la promesa que había hecho; sólo el odio le habitaba; el
odio y la impotencia ante aquel fantoche con galones.
—Sí —dijo con voz sorda—: voy a reventar, seguro... — pero, no te preocupes,
puerco. ¡Rudolf nos vengará!...
—¡Rudolf! ¡Deliras, pobre imbécil! ¡Tu Rudolf está muerto, acabado, “kaputt"!
—No... lo... creas...
La voz del tanquista se hacía cada vez más débil; una especie de chapoteo resonó en
su pecho.
.-...está bien vivo, Dreist... con los rusos... y tú lo sabes, idiota... Iván, nadie podrá
pararle... Rudolf vendrá... con los ruskis... y te matará con sus propias manos...
Pálido, Joachim giró, mirando al doctor.
—¿Acaba de escucharle, no? Acaba de confesar que el Panzerfiihrer Rudolf Dreist
ha desertado, pasando al campo enemigo...
—Yo...
—¡Usted le ha oído, maldita sea!
—¡Sí, mi comandante!
Reichmeyer miró nuevamente al moribundo. Se inclinó sobre él y le dijo
malvadamente: —Sabía que Dreist era un traidor... ¿qué dices ahora?
Los labios de Rottger se movieron apenas, pero la palabra surgió nítidamente de su
boca en la que la muerte ponía ya una trágica mueca: —"Scheisse!" [95].

Capítulo XXVIII

Se acordaba tan vivamente de los acontecimientos que habían tenido lugar a su


llegada a Ravensbrück que ahora, con el agua caliente hasta el cuello, en la bañera,
olvidaba todas sus fatigas, temblaba al pensar con temor que "aquello'' iba a repetirse.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró—, dame fuerzas para resistir! ¡Sabes, Señor, que he
tomado la vida que Tú me has dado con la intención de vivirla intensamente, ferozmente...
pero todo mi ser se rebela cada vez que...
Cerró los ojos y revivió los terribles instantes de aquella noche, que quedarían
grabada para siempre en su conciencia.

La puerta del vagón de mercancías se deslizó, abriéndose completamente. Frieda se


había levantado, porque había oído el ruido, algunos minutos antes, el ruido ahogado que
hacían centenares de prisioneras bajando de los vagones de ganado.
Ursula se encontraba sobre el andén.

Frieda avanzó tímidamente hacia el borde del vagón, un extraño presentimiento se


apoderó de ella; sin saber exactamente por qué, se encontraba muy inquieta.
—“Komml” —le ordenó la SS-Führerin.
La joven Dreist obedeció.
El andén estaba vacío. En el día que se acababa, Frieda tuvo una primera impresión
siniestra del campo de Ravensbrück. A su izquierda una alta barrera de alambradas se
recortaba sobre el horizonte como largos tentáculos adornados de garras.
Detrás de los alambres de espino, una inmensidad de barracones que, desde lo alto
del talud en que se encontraba la vía férrea, hacía pensar en esos minúsculos pueblos que se
ven desde lo alto de las montañas, esparcidos sobre la tierra.
Una niebla, ligera pero persistente, flotaba sobre el —conjunto dándole un carácter
misterioso y fantasmal...
—Ven...
Siguió los pasos de Ursula, que se dirigía hacia la derecha del andén. Muy pronto,
ambas mujeres abordaron un paseo a cuyos lados se elevaban unos pabellones, todos
parecidos pero muy bonitos y que se extendían hasta donde llegaba la vista.
Frieda sabría más tarde que aquel sitio, de apariencia tan apacible, era el "SS-
Lager", el campo de las.SS, porque aunque la vigilancia interior del campo, así como la
administración, la justicia y hasta las ejecuciones habían sido puestas en las manos de los
miembros femeninos de las SS, un batallón de SS hombres estaba siempre dispuesto a
intervenir, sobre todo fuera del campo, allí dónde los Kommandos exteriores iban a
trabajar.
Al llegar delante de una puerta que ostentaba el número “5”, Ursula se paró, empujó
la puerta sin entrar.
Volviéndose hacia Frieda, con una sonrisa adornando su boca de delgados labios: —
¡Entra! ¡Estás en tu casa! No tengas miedo, pequeña...
La había hecho entrar, acompañándola hasta el cuarto de baño. Fue ella quien se
ocupó de llenar el baño; luego cuando el ruido de agua llenó la pieza?
—Toma un baño. Y no vuelvas a ponerte esos vestidos. Yo te daré otros.
Una pobre sonrisa se dibujó sobre la boca de Frieda.
—Es usted demasiado amable...
Ursula no respondió nada, limitándose a sonreír. En seguida salió del cuarto de
baño.

Al salir de la bañera, Frieda se sentía como nueva. El agua caliente no sólo había
activado su circulación, sino que además le había proporcionado nuevas energías. Como
estaba desnuda, echó una mirada a su alrededor,, pero no encontró más que el montón de su
ropa sucia, la que había llevado desde Breslau, salvo los días, muy pocos, que había vestido
el uniforme de las "Häftlinge0.
Dudó un momento, decidiéndose en seguida. Abriendo ligeramente la puerta, lanzó
una tímida mirada hacia el cuarto de estar; al verlo vacío tuvo bastante coraje como para
aventurarse a entrar.
Sus pies se hundieron deliciosamente en espesa moqueta. Una lámpara de pie, con
una pantalla de una especie de pergamino como nunca había visto, difundía una luz
tamizada y agradable.
Avanzó por el cuarto, sin ruido, preguntándose dónde podía estar Ursula.
—¡Ven aquí!
Frieda se sobresaltó. Se volvió, viendo entonces la puerta entreabierta que no le
permitía más que una visión restringida de lo que debía ser el dormitorio.
—¡Ven! —insistió Ursula.
Avanzó muy despacio; su corazón latía muy fuerte en su pecho. Su mano derecha,
en un gesto de pudor, fue a posarse sobre el pubis.
Entró en la habitación. En seguida apercibió a Ursula, desnuda, sobre la gran cama
— Frieda se extrañó del cuerpo casi masculino de la “SS-Führerin". De líneas escasas, casi
sin senos, con largas piernas musculosas.
—Ven aquí... acuéstate cerca de mí...
La verdad explotó como un flash en el espíritu de la joven Dreist. Retrocedió,
horrorizada. Acababa de comprender lo que la mujer deseaba de ella.
¡Una lesbiana!
—Ven... —murmuró Ursula con un tono ahogado.
—¡No! —respondió Frieda—. ¡No quiero! ¡No tiene usted ningún derecho!
Ursula se sentó sobre la cama. Sus ojos chispeaban.
—¡Pequeña idiota! ¿Es que no te das cuenta de lo que te estoy ofreciendo? ¡La vida!
¡Nada más que eso! Nada te faltará... no trabajarás, no vivirás en el campo...
Un rápido estremecimiento recorrió su musculoso cuerpo.
—¡Ven! ¡Te deseo!
Frieda salió de la habitación, se precipitó en el cuarto de baño, recogió su ropa,
vistiéndose a toda velocidad. De pronto, tuvo la impresión de una presencia a sus espaldas.
Giró sobre sí misma, espantada, posando sobre Ursula, aún desnuda, una mirada
suplicante.
—¡Eres tina completa idiota! —silbó la “ Führerin"—: Podría obligarte por la
fuerza... pero eso no me gusta... las prefiero dulces, complacientes... volverás... no estás
hecha para trabajar en los Kommandos... pero tienes que probar lo que es... eso te hará
bien... ¡Lárgate! ¡No, espera! Los centinelas te dispararían. Voy a llamar a una de las
guardianas...

El nuevo encuentro entre las dos mujeres fue aún más penoso para Frieda. Pero una
voluntad a toda prueba la animaba. Y, cuando salió del cuarto de baño, se había vuelto a
poner su uniforme de detenida, queriendo mostrar así a la “SS-Führerin", su voluntad firme
de no ceder a sus obscenas exigencias.
Viéndola vestida con el uniforme a rayas, Ursula sintió la cólera explotar en su
cuerpo con una fuerza inaudita. Se apoderó de su fusta y golpeó el rostro de Frieda.
—¡Perra! ¡Sé que quieres morir, pero impediré ’que eso llegue! ¡No! He jurado que
serías mía... y vendrás a suplicarme que haga de ti lo que quiero...
Descolgó el teléfono, aullando:
—¡Aufseherin Schüller! ¡Venga inmediatamente!
Y cuando llegó la vigilante, saludando a su jefa, después de haber levantado el
brazo y gritado el “Heil!" reglamentario: —Llévate a esta puerca... ¿conoces la Kapo
Verlender?
—“Ja, meine Führerin!"
—Dile que la tome a su cargo... quiero que trabaje en el “Abfalkkommando” [96]...
hasta nueva orden, ¿entendido?
—"Jawolh, meine Führerin!’'

—Se acerca la hora —sonrió Lucy Miasowska en la oscuridad del Bloque—;


¿habéis visto los barracones que se acaban de construir delante de la "Siemens” [97]?
—Sí —respondió Katherine— los he visto al pasar, cuando volvíamos del trabajo.
¿Qué es?
—Es un “Effektenkammer” [98]...Mañana, en el trabajo, será necesario que me
despabile para ir hasta el Kommando de hombres...
—¡Estás completamente loca! —exclamó Sophie Zerowska—. ¿Cómo quieres pasar
desapercibida de la Kapo y de la vigilante SS?
—¡Eso es asunto vuestro! Vosotras dos, Sophie y Suzanne, vais a pelear para atraer
la atención de esas dos cerdas. Mientras tanto yo me deslizaré hasta el Kommando de
hombres. Están menos vigilados que nosotros. He visto como su Kapo se va, desde que
comienza el trabajo, para beber o dormir al final del tajo.
—Pero, ¿qué quieres pedir a los hombres? —inquirió Suzanne.
—¡Vodka!
—¿Qué?

—Lo has oído bien, María —dijo la vieja polaca—: necesito dos botellas de vodka.
Agnes esbozó una sonrisa.
—¿Qué vas a celebrar? ¿Tu cumpleaños?
—No. Se las voy a regalar a nuestra Kapo. Tiene una debilidad por el alcohol...
todas lo sabéis. Lo que quiero, tontas, es que nos envíen al “ Lauskommando”[99].
—¡Es asqueroso! ¡No cuentes conmigo! —protestó Eifriede.
Lucy giró como si acabase de picarla una serpiente; cogió a la ex-prostituta por la
manga de su gran chaqueta a listas.
—¡Cierra el pico, pequeña! Tú harás lo que yo diga... ¡y eso vale para todas! Como
estamos seguras de que nunca saldremos de este infierno, vamos a vengarnos de los nazis.
¡Vamos a hacerles pagar, a esos hijos de puta, una buena parte de las miserias que nos
hacen pasar!
—Y... ¿qué piensas hacer? —preguntó Katherine bruscamente interesada.
—Lo sabrás a su tiempo, pequeña. Por el momento, vamos a procuramos esa
maldita vodka... sé que los hombres van a dármela... pero la quiero, ¡aunque tenga que
acostarme con todo el Kommando!
Una decisión irrevocable endurecía los rasgos devastados por el dolor y el
sufrimiento.
No era más que una piel recubriendo apenas un esqueleto, pero la voluntad y el
odio, sobre todo este último, le daban unas fuerzas que la sorprendían a ella misma.
—Cuando os exponga mi plan —dijo a media voz— gritaréis de alegría, ¡estoy
segura! Sin embargo es necesario que ningún sacrificio nos parezca demasiado grande»
Acordaos de todo lo que hemos pasado, y de todo lo que falta. Nuestro fin, no nos hagamos
falsas ilusiones, es el mismo que espera a todos los desgraciados de los convois. Un día,
más tarde o más temprano, nos llevarán a las "duchas”... y, una vez asfixiadas por el
gas,...nuestros restos irán al Krematorium.
Rechinó de dientes.
.-Antes de que eso pase, ¡vamos a dar una lección a esos cerdos que no olvidarán
fácilmente, os lo aseguro!
—Pero —observó Agnes—, me doy cuenta de que no piensas más que en los
hombres. Y ellos, los SS no nos molestan demasiado... ¡apenas les vemos detrás de las
alambradas!
—¡No te preocupes, guapa! —respondió Lucy—. Sólo apunto a los hombres, es
verdad... pero mi fin, nuestro fin —se apresuró a corregir— son las mujeres... las “SS—
Aufseherin” y también la "Führerin"... en una palabra... ¡las hienas! ¡Las hienas de
Ravensbrück!
*

Paula Verlander, la Kapo que dirigía las actividades del "Abfalkkommando", tenía
diecinueve años. Era pequeña, llenita, bastante bien hecha. Sus cabellos pelirrojos y las
pecas que llenaban su cara, le daban un aspecto cándido. Pero, ¡cuidado con el o la que se
dejaba coger en la trampa!
Con el triángulo verde de las detenidas de derecho común, Paula ya había conocido
la prisión de Moabit, la célebre prisión de mujeres, así como una media docena de
establecimientos penitenciarios, a lo largo y ancho del Reich.
Nacida en Berlín en 1925, había sido arrestada, a los doce años de edad, como
prostituta. Un poco más tarde se encontraba en Hamburgo, exhibiéndose sémidesnuda en
una vitrina donde, lánguidamente estirada sobre una montaña de cojines, pasaba su tiempo
a acariciar un gato de Angora.
Sorprendida en fragante delito de prostitución cuando acababa de cumplir quince
años, fue conducida a la prisión de Hamburgo, para ser transferida más tarde a Berlín-
Moabit donde pasó un año entero.
Libelada en 1940, no tardó en reemprender su antigua profesión. Fue entonces
cuando encontró al Oberleutnant Deissmer, que acababa de volver recientemente de
Francia.
Hans Deissmer, treinta y cinco años, oficial de enlace en la séptima División de
Panzers, la que entonces mandaba Erwin Rommel, cayó entre las garras de la joven que le
enseñó, en una sola noche, mucho más de lo que nunca había aprendido al lado de su
esposa, una apacible mujer que se había limitado a darle, en un orden rigurosamente
establecido, un niño y una niña.
En los brazos de Paula, Hans olvidó rápidamente a su familia. Pero Frau Deissmer,
con todo lo tonta que parecía, tomó la decisión de encontrar a su marido perdido y, después
de muchos intentos, se encontró con la pareja que se amaba en una pequeña localidad a la
orilla derecha del Rhin.
Frau Deissmer no se limitó, como habría sido de esperar, a llevarse a su marido al
redil. Debidamente acompañada por un familiar perteneciente a la "Kripo", exigió que
aquella pequeña desvergonzada fuera castigada.
Y fue así como, cuando acababa de cumplir sus dieciséis años, la llamada Paula
Verlender franqueó, una mañana del mes de enero de 1941, las puertas del
"Konzentrationslager" de Ravensbrück.

Que una persona joven fuera promovida Kapo, cuando no hacía ni siquiera tres
meses que había llegado al campo, eso es algo que hubiera sorprendido a un observador
exterior.
Pero Paula poseía la fuerza de una "Häftlinge” nata. Pocos días le bastaron para
comprender las fuerzas que regían la vida en el campo dé mujeres de Ravensbrück.
Y, sobre todo, comprendía, con una especie de premonición nata, las reglas que
complacían a los SS, hombres o mujeres, siempre en búsqueda de una "diversión” que
alegrase las pesadas jornadas de un monótono servicio de vigilancia.
Fue entonces, cuando formaba parte de uno de los más terribles grupos, el
Sonderkommando que sacaba los cadáveres de las cámaras de gas para llevarlos hasta los
hornos crematorios, cuando concibió un plan diabólico, perfectamente aceptable para los
elementos SS.
Habiendo reflexionado profundamente, pidió el permiso de hablar con la
"Lagerführer”, Ursula von Winkel no ocupaba en aquel entonces ese puesto porque pasaba
sus exámenes en Berlín.
Fritz Krammer aceptó en recibirla. A pesar de sus cabellos cortados al cero, era la
única en el tétrico Sonderkommando que no había adelgazado, y conservaba sus opulentas
formas, así como su carácter alegre.
—¿Qué es lo que quieres? —le había preguntado la "Lagerführer”.
—He oído decir, Herr Krammer, que los hombres del Kommando que trabajan a
algunos kilómetros del campo no producen, ni mucho menos, lo que se espera de ellos.
—¿Cómo lo has sabido? —dijo Fritz con una expresión desconfiada.
—Todo el mundo habla de ello, Herr Krammer. Y creo haber encontrado el medio
para hacerles trabajar más. Al mismo tiempo, se utilizarían algunas "mercancías” que,
actualmente, no sirven para nada.
Fritz, como todos los alumnos del Reichführer Himmler, tenía la obsesión de la
utilidad. Se intentaba no tirar nada. Ropa, cabellos, calzado, todo era guardado, clasificado,
ordenado...
—Habla.
—Cuando los cadáveres de las mujeres gaseadas salen de las duchas... ¿qué se hace
con ellos?
—¡Debes saberlo, porque perteneces al Sonderkommando! ¡Se las lleva al
Krematorium!
—Eso es. Se las hecha en los hornos. ¡Pero todavía pueden ser de utilidad, "mein
Lagerführer! ".
—¿Los cadáveres útiles? ¡Estás loca!
—No, Herr Krammer. Los hombres del Kommando son rusos, sucios rojos que no
han visto una desde que fueron hechos prisioneros. Creo que si les escogiéramos lo cuerpos
más bellos, estarían contentos... y su trabajo mejoraría, ¿no piensa usted como yo, “mein
Lagerführer"?
Había quedado asombrado, Fritz Krammer.
En seguida se había adoptado el "sistema Ver tender”.
Y contra todo lo que se hubiera podido esperar, sobre todo para los que no conocían
los horrores de los Campos nazis, un gran porcentaje de rusos aceptó el trato... e hicieron el
amor con amantes apacibles, tan complacientes que nunca tuvieron queja de ellas.
¿Qué más natural que el “Lagerführer", en prueba de reconocimiento, nombrara a
Paula Verlender Kapo, y que le diera el mando del "Abfalkkommando” porque parecía
complacerse en la porquería?

—¡Las seis primeras! —aulló Paula—; ¡un paso adelante!


Frieda se encontraba entre las que avanzaron. Una veintena de mujeres se quedaron
inmóviles.
Frieda no conocía a ninguna. ¿Rusas? ¿Alemanas? ¿Francesas? En los uniformes de
deportadas, delgadas, descamadas, no tenían ya ningún origen. Ravensbrück había borrado
su pasado y no eran más que números, muertos con prórroga, a medio camino de la
“Lagerstrasse" que llevaba a las cámaras de gas, al Crematorio, a la nada...
—¡Coged los cubos!
Después, volviéndose hacia las que se habían quedado en las filas: —Las dos
primeras tendrán las carretillas. El resto, las palas. ¡A mis órdenes! ¡Adelante!
Y golpeó con el pie derecho al mismo tiempo que cantaba la monotonía medida:
—"¡Links!... ¡Links!... ¡Links!”
Las letrinas estaban situadas al otro extremo del Campo, del lado, opuesto al
Crematorio. Andando en fila, las veintiséis mujeres golpearon con el pie izquierdo la tierra
batida de la "Lagerstrasse”.
" ¡Links!... ¡Links!... ¡Links!..."
Con el cubo en la mano derecha como sus compañeras, Frieda andaba como una
autómata, y su pie izquierdo, en el zueco cuyo borde le cortaba el talón del pie, golpeaba
con el ritmo que parecía medir también los latidos de su corazón.
"¡Links!... ¡Links!... ¡Links!...”
Pero su espíritu decía:
"¡Aguanta! ¡Aguanta! ¡Aguanta!
Sí, había que aguantar. Aguantar costara lo que costara. Aguantar sobre todo a
aquella mujer que quería hacer de ella una lesbiana, a transformarla, como se lo había
dicho, en "su cosa”... en su esclava.
Aguantar también la fatiga, la desesperación, el dolor. Pero, por encima de todo,
resistir los recuerdos, no dejarles franquear el umbral de la conciencia, rechazarlos, mil
veces si era necesario, a un rincón, el más alejado del espíritu, donde no podían molestar...
Porque era el pasado el peor enemigo de una deportada.
¿El futuro? No oculta ningún misterio para ella. Sabe que el fin se encuentra al final
de la "Lagerstrasse", allí donde, de día y de noche, la alta chimenea del crematorio deja
escapar una larga columna de humo.
Pero el pasado significa "verse” tal como se era; es llenar de carne sana y joven los
huecos de un cuerpo convertido en un esqueleto, es acordarse de las caricias, de los besos
en un mundo de sonrisas y promesas...
Era por eso que había que aguantar. Día y noche, sin desistir, plantando con fuerza
ese pie izquierdo sobre el camino que conducía fatalmente a la Muerte.
"¡Links!... ¡Links!... ¡Links!..."

Capítulo XXIX

Las mujeres empujaban los carretones cargados de los objetos y ropas que habían
pertenecido a los que ya no eran más...
Chaquetas, pantalones, camisas, por millares; faldas, combinaciones, sostenes por
docenas de millares. ¡Eso era todo lo que quedaba de los hombres, y sobre todo de las
mujeres, que un día habían llegado al andén de desembarco de Ravensbrück!
Utilizando cajas de madera se había improvisado una especie de largo mostrador
donde se vaciaba el contenido de los carretones. Entonces, las mujeres que se encontraban
detrás de las cajas cogían pieza a pieza, buscando con manos hábiles las bestezuelas
escondidas entre las costuras, o los huevos, que echaban, tanto los unos como los otros, en
latas llenas de gasolina.
Para impedir que las "Häftlinge" robaran cualquier cosa, la SS-Aufseherin que
mandaba a las doscientas mujeres y a las seis Kapo del “Lauskommahdo" les había
ordenado, antes de penetrar en los barracones del "Effecktenkammer”, desnudarse
completamente., El otoño de aquel año de 1944 se acercaba, y ya el frío se había anunciado
por un viento glacial del Este.
Las mujeres temblaban, pero el ritmo del trabajo y los golpes que frecuentemente
caían sobre ellas les hicieron olvidar la humedad que reinaba en aquellos lugares.
Sin cesar de buscar los piojos en los montones de vestidos que tenía ante sí, Agnes
se inclinó nuevamente, de forma a hacerse entender por Lucy Miasowska que trabajaba a su
derecha.
—¡No sé cómo lo has conseguido!
La vieja polaca esbozó una sonrisa. Estaba tan delgada que su cuerpo había perdido
toda feminidad. Dos largas vejigas marcadas con gruesas venas azules ocupaban el lugar de
un pecho inexistente.
Como al hablarle, los ojos de Agnes apoyaron sus palabras con una mirada triste
hacia el desnudo cuerpo de la mujer, ésta aplastó rabiosamente un parásito antes de lanzarlo
en una lata.
—A veces —dijo con una voz agriada— me pregunto si vosotras, que deberíais
conocer la vida mejor que yo, habéis vivido en un convento en lugar de en un burdel...
—¿Por qué dices eso?
—Porque no es siempre un cuerpo bien formado y joven el que hace la felicidad de
un hombre. Sí, he tenido las dos botellas de vodka, gracias a las cuales nos encontramos
aquí... pero...
Estuvo a punto de continuar, pero cambió de parecer. Las arrugas aparecieron en su
frente. Una corta carcajada, que era más bien un sollozo, surgió de su desdentada boca.
—¡Trabaja, pequeña! ¡Aquí llega la Kapo!

En cuanto las dos polacas comenzaron a pelearse, de una forma tan espontánea que
no daba lugar a que la Kapo pudiera pensar que se trataba de una comedia, Lucy salió del
agua y se arrastró hasta desaparecer detrás de los zarzales.
A su espalda oía los gritos de sus dos compañeras y los juramentos de la Kapo. Muy
pronto el primer grito —de dolor se dejó oír por encima de los otros...
—¡Bravo, pequeñas! —murmuró la vieja polaca.
Sabía a lo que las otras dos se exponían. Sin sopa, y seguramente una sesión, a la
vuelta, de "Fünf und Zwanzig" [100].
Pero no había titubeado en jugar su papel en la primera parte del plan. Y eso sin
saber aún cuál era la idea que se escondía en la cabeza de Lucy Miasowska.
La polaca suspiró mientras se deslizaba penosamente entre los zarzales.
—No serán decepcionadas, mis compañeras —silbó entre dientes. Desde que había
perdido su último diente, su boca se parecía a una estrella de pequeñas arrugas que no podía
adoptar otra forma que la del culo de una gallina.
Se levantó un poco. Sesenta metros más lejos el grupo de hombres trabajaba
pesadamente en el trazado de una nueva carretera. La aguda mirada de Miasowska recorrió
los parajes sin apercibir la siniestra figura del Kapo, con su temible porra en la mano, ni las
de los SS, con su uniforme negro como la Muerte.
Tranquilizada, avanzó más rápidamente. Detrás suyo los gritos habían terminado
por desaparecer. Sin lugar a dudas la falsa pelea había acabado bajo los golpes de la Kapo.
Lo importante era que su desaparición hubiera pasado desapercibida.
—¡Eh, tú!
El hombre se enderezó bruscamente.
—¡No te muevas, imbécil! —le gritó con una voz colérica—. Sigue trabajando
como si no pasara nada... ¿El Kapo está por aquí?
El hombre, que había vuelto a darle al pico, pero con mucho menos entusiasmo que
antes, lanzó con una voz apagada, sin por ello separar los ojos de la tierra que gemía bajo
los golpes: —¡No! No está aquí. Se ha ido con los SS... ¿dónde estás?
El hombre se expresaba en un polaco muy suave, arrastrando algunas palabras.
Adivinó casi en seguida que se trataba de un ruso.
—Escúchame bien —dijo separando cuidadosamente las palabras—: necesito dos
botellas de vodka.
—¿Cómo vas a pagarlas?
El tono de la voz del hombre había cambiado. Lucy comprendió en seguida en qué
especie de "moneda" pensaba el ruso. No se había equivocado en sus cálculos.
Durante un instante dudó en mostrarse. Sabía perfectamente que, a pesar de su
delgado cuerpo, sus flojos senos, su rostro devorado por las arrugas y su boca desdentada,
el ruso no dudaría ni un solo momento. Aquellos tipos hacían el amor con cualquiera, y
nunca eran demasiado exigentes.
Se contaba que algunos rusos habían gozado de los cadáveres de mujeres muertas,
antes de que fueran lanzadas al crematorio.
Pero Lucy quería seguir su plan.
—Sabes muy bien cómo voy a pagarte, pero eso depende de cuántos seréis.
—Seis —respondió el hombre cuya voz temblaba—; ¿te conviene?
—¡De acuerdo! ¿Quieres ser el primero?
—"Da!"
—Bueno. Ven para acá, pero con las dos botellas.
—Espera un momento, es Igor quien las tiene escondidas...
Dejó el pico y se alejó hacia los otros. Desde su escondite, Lucy vio cómo se
reunían. Hablaron durante largo rato. Finalmente el tipo con el que había hablado antes se
dirigió hacia los matorrales, con una botella en cada mano.

—"Meine Kapo!”
La voz de la pequeña Agnes la sobresaltó. Levantó la mirada y vio acercarse la
Kapo.
—¿Qué quieres? —preguntó la matrona mirando maliciosamente a la joven.
—La lata está llena,“meine Kapo” —dijo Agnes.
—Vacíala en ese cubo y coge gasolina. ¡Schnell! ¡Os estoy viendo, banda de
cerdas!... ¡si trabajáis despacio, cataréis mi porra!
Lucy se agachó sobre el pesado abrigo y examinó sus costuras. Era un abrigo caro,
que había pertenecido, sin duda, a una mujer importante.
Acarició el suave tejido, pero ante la inoportuna ola de recuerdos que comenzaba a
llegar a su espíritu, se endureció y volvió a dedicarse a la minuciosa búsqueda de las
malditas bestezuelas.
En el fondo de uno de los bolsillos encontró una foto. Después de haber
comprobado que la Kapo se encontraba lo bastante lejos, al otro extremo del "mostrador",
lanzó una ojeada a la foto.
Representaba una pareja bastante joven muy cerca de un coche de buena marca. El
llevaba un vestido deportivo. La mujer, a la que debía haber pertenecido el abrigo, lo
llevaba acompañándolo con un muy bonito sombrero. Era muy bella, con grandes ojos de
mirada aterciopelada.
Volviendo la foto, Lucy pudo leer al dorso: —“Querida mamá: ya estamos en
Biesbaden. Issac está muy orgulloso de su coche. Es muy amable y te aseguro que todo, en
este viaje de bodas, es maravilloso. Tu hija, Sarah."

¡Qué curiosa podía ser la vida! ¡Y de qué forma la criatura humana puede tener
reacciones imprevisibles, hasta cuando sigue un plan trazado por adelantado, y que ya no
puede asombrarse de nada!
¡Cómico... o trágico, también!
Ella, cien veces violada, habiendo sufrido todas las— miserias, no siendo ya mujer
en el sentido estricto de la palabra, había tenido que luchar, en los matorrales», contra un
asco incomprensible, absurdo, ¡y poco había faltado para que reaccionara como una virgen!
Por la primera vez desde largo tiempo, y mientras que los rusos la tomaban
salvajemente, se había sorprendido a sí.misma pensando en su marido. ¡Dios de los cielos!
¡Justo en aquel momento! ¡Como si se estuviera burlando del querido muerto!
Empujó el bonito abrigo, cogiendo una falda y comenzando a buscar los piojos.
Sí, había sido horrible. ¡Y ella que presumía que aquella nueva prueba pasaría como
si nada! Había llorado, con la cabeza vuelta a un lado, y había conseguido al menos el que
los rusos no pusieran sus bocas hambrientas sobre su pobre boca desdentada. Aquella ola
inesperada de pudor le había causado también mucho dolor. Con la espalda sobre la dura
tierra que desgarraba su piel, había aguantado en silencio el peso de los cinco primeros
hombres.
Pero, cuando el quinto se iba hacia el tajo y el sexto llegaba, le oyó hablar en
alemán, y se extrañó tanto, horrorizándose al mismo tiempo, que se levantó de un salto, con
el corazón latiéndole fuertemente, subiéndose rápidamente su pantalón a rayas.
Pero el hombre llevaba el mismo uniforme que ella.
—¡Me has asustado! —dijo Lucy temblando aún—; ¿por qué me has hablado en
alemán?
—Soy alemán.
Sí, no se podía dudar. Su polaco era muy malo; además aquella cabeza, aquella
frente, aquellos ojos azules... '
—¡Qué importa eso! —dijo abrumadamente—. Polaco o alemán... ¡me da lo
mismo!... Pero, ¡date prisa, tú! Tengo que volver en seguida a mi Kommando...
—No, no voy a tocarte... me he peleado con esos cerdos. Tendrían que haberte dado
las botellas sin exigirte nada a cambio...
Se quedó como atontada.
Palabras amables, ¡no las había oído desde hacía siglos! Además, la comprensión
había sido eliminada del universo de los Campos de concentración.
Entonces, ¿qué quería aquel tipo? ¿A lo mejor un placer diferente? ¿Quería
seguramente imponerle una bajeza más abyecta?
—¿Puedo pedirle algo? —le preguntó el alemán con humildad.
—¡Habla! ¡Pero date prisa!
—Estoy buscando a alguien... a una mujer. Sé que es muy difícil... son muy
numerosas... Se trata de una joven alemana...
—Hay algunas alemanas en mi Kommando. ¿Es tú mujer quién buscas?
—No. La he conocido... hace mucho tiempo, en Altona, muy cerca de Hamburgo.
Se llamaba Frieda. Frieda Dreist...
—¡La conozco! Fue condenada en Breslau, ¿no es así?
El rostro del hombre se iluminó.
—Sí, es ella, no hay duda alguna. ¿Todavía sigue viva?
—Sí. Ha estado con nosotras. Al principio en Grossroren, después en Auschwitz... y
ahora aquí en Ravensbrück, algunas veces ha dormido en nuestro bloque.
—¿Dónde está ahora?
—La "Führein” se había encaprichado de ella. Creo, aunque tu Frieda nunca ha
dicho nada, que la "Lagerführerin” ha intentado acostarse con ella... las cosas no han
debido pasar con la SS lo deseaba, porque tu amiga ha sido enviada al "Abfalkkommando”.
El hombre dudó unos momentos, después introdujo la mano en su bolsillo y sacó un
paquetito.
—¿Podrías darle esto?
—La polaca lo cogió. Acercó el paquete a su nariz, oliéndolo con un visible placer.
—Es un pedazo de jabón —dijo el hombre con embarazo—. Lo llevo conmigo
desde hace una eternidad. ¿Se lo darás, eh?
—Sí. Haré todo lo posible para verla esta noche... pero debo decirle quién le envía
esto...
—Ya he escrito algunas palabras en el papel. Me llamo Jakob Kreutzer... era
Feldwebel en los despachos en que ella trabajaba.
—¡Bueno! Cuenta conmigo... justamente, necesita oler bien. Este pedazo de jabón
le causará placer... ¡a ella que pasa la vida en plena mierda!

Dos meses, tres, cuatro... ¿qué sabía? El tiempo no tenía ya ninguna importancia. Y
la vida, si se la podía llamar así, se había vuelto algo muy pequeño, elemental,
reduciéndose a un automatismo que había acabado por no requerir en absoluto la voluntad
de actuar.
Hasta la maldad innata que aquella joven cruel, de Paula, la Kapo, formaba parte de
la existencia, y sin los golpes que recibía, por un quítame de ahí esas pajas, Frieda hubiera
encontrado algo a faltar.
Su cuerpo vivía en la fatiga, en el dolor y en el hambre. Se había acostumbrado tan
completamente que, fuera de aquella concreta dimensión, habría sin duda abandonado la
lucha y se habría refugiado en la inconsciencia y, más tarde, en la muerte.
Por la mañana, todavía en la oscuridad, corrían hacia la "Appelplatz”. Ordenadas,
gritaban sus números.
Después formaban fila, con la tartera en la mano. Se les daba un pedazo de pan
negro y se llenaba su tartera con un líquido negruzco, amargo, pero lo bastante caliente
como para darle la ilusión de obtener algunas energías, que necesitarían gastar antes de
mediodía.
—(Las seis primeras! ¡Coged los cubos!
Frieda formaba siempre parte de aquella media docena de detenidas. Sabía
perfectamente que, al meterla en aquel grupo, el más temible del Kommando, la Kapo no
liaría más que obedecer las órdenes de la “Führerin".
Cuando llegaban a las letrinas, el “grupo de los cubos" debía introducirse,
hundiéndose en el charco nauseabundo hasta la cintura. Llenaban los cubos que otras
deportadas alzaban por medio de una cuerda y un gancho. La masa pastosa y maloliente,
una vez en lo alto, era volcada en carretillas que otras mujeres llevaban, a lo largo de un
interminable camino, hasta un lago donde las volcaban.

Ya no se lavaba. ¿Para qué hacerlo? Al principio, profundamente asqueada, había


luchado desesperadamente contra aquella porquería que se pegaba a su piel, que pudría su
pobre uniforme de detenida.
Pero, poco a poco, a medida que la indiferencia cada Vez más pasiva se convertía en
la ley misma de la vida, se abandonó cada vez más, imitando a sus compañeras que, como
ella, formaban parte del “grupo de los cubos” en aquel maldito “Abfalkkommando”.
Mucho más tardé, cuando su cuerpo se cubrió de pústulas purulentas, cuando su
propia piel desapareció bajo una especie de corteza malodorante, y que sus manos se
parecieron a garras negras; cuando apareció la delgadez y que su fuerte cuerpo lo resintió, y
su olfato se modificó también —ya no olía nada—, se sintió contenta, paradójicamente, de
aquella decadencia que, al menos, la ponía fuera del alcance de Ursula.
En el fondo de su corazón, se había dado cuenta de que, más que la miseria
presente, que el dolor, el asco y hasta las ganas de acabar de una vez para siempre, lo que
más temía era a la “Führerin”, con su desnudez de muchacho, la fusta en la mano, echada
sobre la cama, con la dura mirada clavada en ella.
—"Komm!"
¡No! Se sabía liberada para siempre de aquella escena espantosa. Al menos, así lo
pensaba...

Una mano se apoyó sobre su hombro; una cabeza apareció en el minúsculo marco
del nicho.
—¡Frieda!
La joven se estremeció. Su miedo, que creía completamente olvidado allí donde se
deja todo lo que se quiere volver a ver, surgió —en su conciencia como una luz cegadora.
—¿Sí? —preguntó débilmente.
—Tienes una visita... Una mujer del "Lauskommando”. Una polaca. Dice llamarse
Suzy...
Los latidos alocados del corazón de Frieda se calmaron. Afirmó con la cabeza.
—Ahora voy...
—¡No te muevas, idiota! —le dijo la otra detenida—. La Kapo podría venir... y si ve
a alguien merodear por los nichos... voy a traértela... pero no entreteneros mucho.
—"Danke!”
Miasowska se introdujo en el nicho. Llevaba un trapo que apretaba contra su nariz.
Ello hacía que su voz sonara con acento nasal: —¡Qué hediondez, mierda! ¡No sé cómo
puedes resistirlo!
—Nosotras —respondió suavemente Frieda— estamos acostumbradas. ¡Ya no
podemos oler nada!
—¡Vaya suerte! Desde que me he acercado a vuestro Bloque, no tengo más que
unas ganas locas de vomitar... ¡Bueno, olvidémoslo! Un hombre me ha dado esto para ti...
Le tendió el pequeño paquete, y ante la extrañeza de Ja joven alemana: —¡Es jabón!
¡Jabón para lavarse! Huélelo... "Scheisse!" ¡Había olvidado que me acabas de decir que no
— puedes oler nada!
—¿Un hombre? ¿Y te ha dado este jabón para mí? —Sí. Además, ha escrito algo
sobre el papel... abre el paquete y léelo...
Frieda desplegó el papel. El jabón cayó sobre sus muslos. La polaca lo cogió,
reemplazando el trapo que tenía delante de la nariz por el pedazo de jabón.
—¿Me permites, no? Al menos, podré aguantar mucho mejor que con ese sucio
pañuelo...

"Meine Kleine Frieda:


"Me he enterado de tu desgracia cuando estaba en Colonia. No puedes imaginarte el
efecto que me ha hecho. Yo también he sido sorprendido en una reunión en las afueras de la
ciudad. Los otros, mis amigos, había dos coroneles y un general entre ellos, se han
suicidado cuando la Gestapo ha llamado a sus puertas.
"Yo no he tenido el coraje de hacerlo... Ahora sé por qué. En realidad, siempre lo he
sabido. Puede parecerte idiota, pero es solamente ahora cuando encuentro el valor para
decirte que te he querido siempre. Estas palabras, tendría que habértelas dicho en Altona...
pero nunca me atreví.
"Es muy probable que no nos volvamos a ver nunca. Sin embargo, quería que
supieras que deseaba hacer de ti la mujer más feliz del mundo. Si estas palabras, que ahora
me parecen estúpidas, pueden reconfortarte algo, eso me llenaría de alegría...
"Puede ser que el destino, que tanto nos ha golpeado, nos permitirá vernos, aunque
no fuera más que un instante, antes del final. Pero si ese deseo no se realiza y tú o yo, ¡poco
importa!, llegamos al final del camino, quiero que sepas, «mein Herzblättchen» [101], que mi
último pensamiento ha sido para ti.
Siempre tuyo,
Jakob."

Levantó la cabeza del trozo de papel arrugado, donde algunas manchas húmedas
indicaban los lugares donde sus lágrimas habían caído.
"¡Oh, no! ¡Ahora no, Señor! ¡El amor, no! Es demasiado cruel el ofrecérmelo
cuando he dejado de ser una mujer, un ser humano... cuando no soy más que un montón de
porquería...”
—Coge tu jabón —le dijo la polaca, sinceramente emocionada ante las lágrimas de
la detenida—; yo debo irme, pequeña...
Frieda rechazó con dulzura la mano que le tendía el jabón.
—Guárdalo para ti.,, yo, no sabría qué hacer con él... la carta me basta... gracias por
haber venido... “Danke... danke shón.”

Capítulo XXX

Magníficamente desnuda, Ursula, con el nervioso cuerpo arqueado, se levantó de la


cama, con un destello de rabia en sus ojos.
—“Heraus!" ¡Vete en seguida! ¡Lárgate!
Y como la joven, desnuda como ella pero más rolliza, no se movía de la cama
Ursula se apoderó de su fusta y castigó cruelmente los hombros, los hinchados pechos de su
compañera, sus nalgas, hasta que la hizo levantarse, aullando de dolor.
La muchacha fue a refugiarse al otro lado de la habitación, encogiéndose al
máximo; las lágrimas surcaban sus ojos y un brillo miedoso había aparecido en el fondo de
sus ojos.
Balbuceó en un alemán con fuerte acento eslavo: —"Ich kann mir nicht helfen,
aber..." [102].
Porque había hecho todo lo imposible para complacer a aquella criatura cruel que se
encontraba frente a ella, las piernas separadas, el vientre plano, los pequeños senos como
los de un muchacho, la fusta en la mano.
—¡Vístete y desaparece!
—Pero —insistió la otra sin parar de temblar —he sido amable... he hecho todo lo
que me ha mandado...
—"Sakrement!" —gritó la " Führerin" levantando la mano armada con la fusta—:
ho te largas o te mato!
Pegándose lo más posible a las paredes, sin dejar de mirarla, la joven rusa se deslizó
hasta la puerta, atravesó el salón a toda velocidad y se precipitó hacia el cuarto de baño
donde recuperó sus vestidos de "Häftling".
Justo cuando acababa de llegar a la zona de guerra, allí donde los alemanes se
replegaban sin cesar, había sido capturada por la Feldgendarmerie justo en el momento en
que buscaba un rincón dónde esconderse para esperar la llegada de sus compatriotas.
Algunas horas en Ravensbrück le habían bastado para aprender lo que sería su vida
antes • de franquear la puerta de las “duchas". Una de las SS-Aufseherin se fijó en ella,
evitando que pasara al barracón donde se afeitaba a las “Zuzängs”. Conducida a la "SS-
Lager", fue presentada a Ursula...
*

—Sin embargo, ha sido amable, complaciente...


Ursula von Winkel escupió, después de haber pronunciado aquellas— palabras ante
el gran espejo del dormitorio, arrepintiéndose de ellas.
—“Nein!"
¡Eso es justamente lo que no deseaba! ¡Todas parecidas! ¡Todas! En cuanto llegaba
un nuevo convoy, las SS-Aufseherins le escogían las detenidas más bellas, más dóciles...
Pero, cada vez que las recibía en su casa, echándoseles encima como un animal
hambriento, salía de sus brazos con el sentimiento de haber hecho trampas, ¡y sabía que era
cierto!
—¡Puerca perra! —gruñó, mirándose fijamente en el espejo—; ¡eres tú a quien
deseo... nada más que a ti! ¡tu rebelión me excita! Y, ¿por qué no confesarlo? —gritó a su
propia imagen con una especie de desafío—; ¡te deseo! ¡Sueño contigo! ¡Veo tu cuerpo allí
donde miro!
Se quedó así, inmóvil en la posición que había adoptado, los hombros bruscamente
caídos, en un completó abandono.
De pronto, su apagada mirada se iluminó. La sombra de una sonrisa se dibujó sobre
su boca, hasta entonces contraída.
Giró sobre los altos tacones de las botas, que no se quitaba cuando quería divertirse,
se apoderó del teléfono y aulló: —¡Hagan venir a la SS-Aufseherin Nielen! ¡Quiero verja
inmediatamente!
—¡Jawolh. meine Führerin! Justamente íbamos a llamarle...
—¿Por qué?
La voz de la telefonista prosiguió:
—La SS-Aufseherin Günter deseaba verla urgentemente, "meine...”
—"Ach so!" ¡Que vengan las dos!
—"Zu befehl, Heil Hitler!"
—Heil! —lanzó Ursula, colgando el aparato.
Oyó cómo la joven rusa salía del cuarto de baño. Sin moverse, Ursula apretó el
botón del timbre situado al exterior. La vigilante abrió la puerta y se llevó a la prisionera.
La llevaban con sus compañeras del Bloque, después pasaría a formar parte de un
Kommando. Y, cuando ya no pudiera más, se le haría tomar el camino de la» cámaras de
gas.
Ursula ni siquiera tuvo un pensamiento para su compañera de la noche.
Nerviosamente esperó, andando por el salón, a que sus dos subordinadas llegaran.
Cuando estuvieron allí, preguntó a la más pequeña: —¿Usted conoce a Frieda
Dreist, no es verdad, Heva? La SS-Aufseherin Heva Nielen afirmó gravemente con un
gesto de cabeza.
—¡Hágala examinar por el doctor! Está encinta...
—¿Qué?
—¡Le digo que está encinta! —gritó Ursula—; ¡póngala en su Bloque! Dentro de
una semana, no lo olvide, debe estar recuperada completamente. Quiero una mujer, no un
esqueleto... ¿Comprendido?
Heva Nielen saludó de un taconazo.
—"Jawohl, meine Fübrerin!"
—Puede retirarse.
Habiéndose quedado sola con la otra SS-Aufseherin, Ursula no perdió el tiempo: —
¿Qué hay de nuevo, Isabella?
—Se nos ha informado de algo muy grave...
—¿Una chivata?
—Sí. Trabajaba en el “ Wasserkommando”. Afirma que una de las detenidas una
mujer llamada "La vieja polaca", ha conseguido comunicar con los hombres del
Kommando exterior que se ocupa de la nueva carretera.
—¿Y bien?
—Se ha acostado con varios de ellos.
—¿Se conoce a los culpables?
—No.
—¿Dónde está esa puerca?
—Ha pasado al "Lauskommando*.
—Sin embargo —rugió Úrsula—, conocen el peligro en que incurren al acercarse a
los hombres...
Reflexionó durante irnos instantes.
—Creo que nos podremos divertir un poco, mi querida Günter. Usted cuida muy
bien a sus perros, eso lo sé... pero no es únicamente la carne fresca lo que necesitan comer...
¿No cree usted que uno de ellos podría...?
Isabella adivinó en seguida de qué se trataba. En su grupo, más de una mujer le
había pedido, harta de los SS machos, uno de los Oberman que ella guardaba...
—¡Seguro, "meine Lagerführerin"! Ya sabe que a los perros les encanta la...
—¡Conozco a los perros! —replicó Ursula con la imagen de su querido “Wild” en
su espíritu—. ¡Arreste a esa mujer y tráigala, mañana por la mañana, al almacén de
selección. ¡Cómo nos ha demostrado que puede comportarse como una perra en celo,
vamos a procurarle un buen perro para que se divierta con él!
—“Ach so!”
—Todavía una cosa. Quiero que todas las compañeras de esa puerca vengan a la
“fiesta”. ¡Así sabrán lo que cuesta no cumplir las órdenes!

—Sube ahí...
Extrañada, Frieda dirigió al doctor una mirada extraviada. La habían traído al
“Ravier”, sin decirle nada, sin que se encontrara enferma. Antes de ser recibida por el
doctor Freisser, tuvo que entrar en las duchas del "Lazare:”, lavarse a fondo, utilizando un
gran trozo de jabón que la Kapo le había dado» sin advertirle, no obstante, que había sido
fabricado con grasa humana [103].
Ahora, completamente desnuda, ya tenía la costumbre, el doctor le indicaba el sillón
ginecológico.
—¡Sube! —insistió.
En cuanto se hubo instalado, los pies en los pedales, las piernas separadas, le había
preguntado, al tiempo que cogía un aparato en forma de un largo morro metálico: —Tus
últimas reglas, ¿cuándo las has tenido?
—...dos meses y medio, creo... [104].
—¡Bueno, vamos a ver!
Sintió penetrar el largo pico brillante que le produjo una sensación extremadamente
desagradable. Con un gesto puramente automático quiso cerrar las piernas, pero sus
tobillos, atados con correas, le impedían todo movimiento de defensa.
El doctor se quedó largo rato examinándola, hurgándola dentro con su frío aparato
que chocaba dolorosamente con sus carnes más íntimas.
Finalmente, el “Artzlager” se levantó y ella sintió, con un suspiro de alivio, que el
instrumento salía de sus entrañas doloridas.
—No hay duda —dijo el médico—: estás encinta de tres meses...
Estuvo a punto de saltar del sillón; sin embargo, no consiguió más que enderezarse,
apoyándose sobre las manos.
—¡Se equivoca usted, doctor! —gritó aterrorizada.
—¡No me equivoco jamás!
La enfermera vino a desatarla y pudo bajar de aquel aparato de tortura.
—Pero —insistió Frieda-... no he tenido relaciones con un hombre desde... desde —
le parecía tan gracioso que casi rompió a reír-...¡desde hace un año y medio!
—¿Seguro? —rió el doctor—. Entonces debes haber sido preñada a distancia...
¡lárgate, puerca!
Y, dirigiéndose a la enfermera:
—Llévala al barracón de las “Vacas gordas". La "SS— Aufseherin Nielen la tomará
a su cargo...

“¡¡¡DAVAI!!!"
Era como un torrente que nadie podía encauzar. Ya, por la mañana, enseñando la
minuciosidad de sus acciones, la artillería de todos los calibres y los lanzacohetes abrían
fuego, dibujando en el espacio un complicado laberinto de trayectorias.
Al mismo tiempo la aviación, cada vez más numerosa, cada vez más poderosa,
hendía el cielo que se llenaba de estrellas rojas.
Después los blindados se ponían en marcha.
Y en uno de aquellos tanques, que se abrían el camino a la fuerza hacia las fronteras
del Reich, ya muy cercanas, en la torreta de un T-34, en el puesto de artillero, se encontraba
Rudolf Dreist.
Muchas cosas habían pasado para él. Al principio había conocido la miseria de los
Campos de prisioneros, había resistido interrogatorios interminables, acompañados de
golpes, de insultos...
Hasta el día en que alguien le había reconocido. Un miembro de las fuerzas que,
desde 1931, luchaban en la sombra contra el Nacionalsocialismo. Ese hombre, que había
conseguido escapar de las garras de la Gestapo, refugiándose en el único sitio que había
podido ofrecerle un poco de seguridad, la Wehrmacht, había hecho prisionero en
Stalingrado, con más de 100.000 alemanes, todos los que formaban parte del séptimo
Ejército mandado por Von Paulus.
Su antiguo camarada de la resistencia alemana se había ofrecido como garantía por
su libertad. Había explicado las luchas en la clandestinidad, las reuniones en aquella casita
de las afueras de Colonia...
De la noche al día, Rudolf se había encontrado rodeado de amigos. Entonces pudo
explicar los motivos que le habían empujado a desertar y tuvo el coraje de decir que no
había dejado la Wehrmacht porque era comunista.
Pero hizo prueba de tal odio hacia Hitler y su sistema que los rusos no dudaron más.
Se le dio un fusil y fue integrado en una División de la Guardia.
Luchó como un león, fue herido una vez en Smolenks, después, menos gravemente,
muy cerca de la frontera de Prusia oriental. Volviendo a su Unidad, en pleno combate, ya
sobre territorio alemán, no sólo salvó la vida a los miembros de un T-34, sino que, además,
como su artillero estaba herido, le reemplazó y, demostrando un profundo conocimiento de
los blindados, destruyó cuatro Panzers nazis en un solo día.
El jefe del batallón de blindados le hizo llamar. Fue así como Rudolf Dreist, el
alemán traicionado por los suyos —y fueron millares los que se encontraron en su caso—,
avanzó hacia el corazón del Reich, a bordo de un tanque ruso, rodeado de soldados que
gritaban resonantes "hurra".
No quedaba en su seco cuerpo, en su espíritu, detrás del brillo muerto de sus ojos,
más que una fuerza, la que le daba el odio.

Capítulo XXXI

Sophie Zerowska la había oído hablar. En un rincón del Bloque, en su nicho, la


joven polaca, la chivata, había contado todo sobre su traición bajo el efecto de la botella de
vodka que había recibido como premio a su fechoría.
Espantada, Sophie se había precipitado al otro extremo, al rincón preferido de sus
amigas, allí, al fondo, lejos del compartimiento donde se alojaba la Kapo.
Le escucharon en silencio, asombradas. Todas menos Lucy que parecía muy
ocupada-en la limpieza de sus sucias uñas.
—Entonces —dijo cuando Zerowska acabó su relato—, esa cerda me ha denunciado
a las SS. Y vendrán a buscarme mañana...
Se rascó pensativamente el mentón.
—Más tarde o más temprano —dijo con un tono fatalista— esto tenía que ocurrir.
Ya hace demasiado tiempo que vagabundeo por los Campos y, normalmente, ya debería
estar muerta desde hace tiempo...
—¡Pero no te van a matar! —protestó Agnes.
—Van a castigarme —dijo la polaca—; pero, mi pequeña amiga, ¿has visto un
castigo de las SS que no se acabe con la muerte? Sin duda, me matarán por haber hecho el
amor con los rusos. Aunque lo hubiera hecho para procurarme placer, ellos no debían tener
derecho... pero, ¿qué digo? ¡Son ellas, esas perras uniformadas, esas sádicas, esas viciosas
que no tienen bastante con acostarse con los SS, sino que se acuestan entre ellas, con las
prisioneras y hasta con los perros, las que quieren castigar a una pobre mujer!
Hizo un gesto con la cabeza, como si acabara de tomar una profunda decisión.
—¡Qué importa! Tú María, si algo me pasara, te encargarás del mando de este
pequeño grupo. Ha llegado el momento de explicaros mi plan...
Se volvió hacia las ex-prostitutas.
—Espero que vosotras, las alemanas, estéis a la altura, porque sin vosotras no se
podría hacer nada.
—¡Cuenta conmigo! —gritó Agnes con vehemencia.
—¡Y conmigo! —dijo Katherine.
—Yo también —añadió Elfriede—: ¡Estoy dispuesta a todo!
La ‘desdentada boca de la vieja polaca se arrugó aún más cuando intentó sonreír.
—Gracias, pequeñas. Escuchadme, quiero que comprendáis exactamente en qué
consiste mi plan...

Detrás del Bloque donde se había instalado el "Revier", un barracón bastante grande
tenía, por encima de su puerta, un letrero que desentonaba fuertemente con los siniestros
lugares que le rodeaban, "Maternidad" decía en grandes letras.
Cosa curiosa, de todos los bloques del Campo de Ravensbrück, el "Revier” y la
"Maternidad” eran, sin discusión, los más limpios, los que poseían las ventanas más anchas;
allí las detenidas abandonaban sus uniformes rayados para ponerse unos largos camisones
grises y espesos que, sin embargo, les daban una figura humana.
Otros dos barracones, no tan grandes como la “Maternidad" pero casi tan limpios y
aireados, formaban, con el principal, una especie de islote, un mundo aparte, la única parte
del Campo que las autoridades SS habían mostrado, únicamente dos veces a las comisiones
extranjeras de la Cruz Roja Internacional, que habían venido para verificar "in situ” las
condiciones del régimen penitenciario alemán.
Sin saber todavía qué pensar, Frieda se encontraba bruscamente en aquel ambiente
limpio, durmiendo sobre una cama, con sábanas, recibiendo una alimentación aceptable...
En la "Maternidad” no había ninguna Kapo.
Dos enfermeras SS prodigaban sus cuidados a las mujeres encintas. Una vez al día,
enarbolando una sonrisa estereotipada, la "cheftaine” del servicio, la SS— Aufseherin Hera
Nielen, venía a inspeccionar el barracón así como los servicios anexos: el lavadero y el
barracón de costura y plancha.
Convencidos de su teoría de "utilidad ante todo”, los SS no podían evitar emplear
aquellas mujeres a las que daban un trato de favor.
Lavaban, cosían o planchaban la ropa de los SS, hombres o mujeres. El doctor
Freisser las había asegurado que el trabajo era un medio excelente para un buen embarazo.
Las mujeres de la "Maternidad" trabajaban de la mañana a la noche, con las piernas
hinchadas, la sangre envenenada por la albúmina, circulando cada vez más difícilmente por
los miembros repletos de varices.
Pero aguantaban firmemente. Felices de no vivir en los infectos bloques, bendecían
al cielo por' evitarles el trabajo de los Kommandos, y hacían alegremente lo que las
autoridades del campo les habían impuesto.
Aparte de las mujeres, las “Zugänge" (las nuevas) que llegaban al campo ya
encintas, el misterio de los embarazos en "Konzentrationslager" de Ravensbrück sigue y
seguirá siendo un asunto inexplicable.
Alejadas de los hombres, a los que no apercibían más que a lo lejos cuando
trabajaban en los Kommandos exteriores, y vigiladas estrechamente por las Kapos y las SS-
Aufsherin, difícilmente podían acercárseles.
Sin embargo, en el momento en que Frieda llegó a la "Maternidad", doscientas diez
mujeres se encontraban allí, todas esperando un bebé... todas menos Vera Alexandrovna,
una rusa 'de una treintena de años, muy bella todavía, a pesar de su delgadez y de sus
cabellos cortados muy cortos, que paseaba un vientre enorme y que esperaba, desde hacía
dieciséis meses, el nacimiento de un hijo que no llevaba en sus entrañas.
El "Artzlager” Freisser habría podido operarla desde hacía tiempo. Sabía
perfectamente qué lo que escondía el enorme vientre de Vera Alexandrovna no era un feto,
sino un gigantesco tumor que crecía sin parar.
Ella, como ciertas mujeres, poseyendo un carácter histérico, sufría de lo que se
llama "un embarazo fantasma”. Y cuando llegaba la noche, gritaba a las otras mujeres,
invitándolas a poner las manos sobre su vientre:.
—¡Tocad! ¡Tocad! Veis cómo salta un pequeño...
Cuando un pequeño venía al mundo, madre e hijo pasaban al "Revier". Y los dos
desaparecían misteriosamente.
Se había contado a las mujeres de la "Maternidad" que el Reich y su Führer
generoso ofrecían la libertad a las madres.
"Queremos que todos los niños, hayan nacido en las ciudades alemanas o en las
ciudades del gobierno general (Polonia) o en los campos, se integren a la gran juventud del
nuevo mundo que nosotros, los nacionalsocialistas, estamos construyendo. En cuanto el
parto se realice, madre e hijo saldrán del "Lager” para ir a un establecimiento especial
donde les serán dadas todas las atenciones necesarias..."
La costumbre de las palabras untuosas no podía faltar en la política del nazismo.
Envíe sus soldados a la muerte o al cerco de Stalingrado, o empuje a cachiporrazos a los
desgraciados hacia las cámaras de gas, el Reich no puede prescindir de los discursos, de las
frases en las que intenta justificar el más pequeño de sus actos.
La realidad, naturalmente, era otra.
Recibiendo instrucciones del tristemente famoso doctor Joseph Mengele, médico
jefe de los servicios médicos de Auschwitz, Freisser estudiaba también el comportamiento
y las consecuencias de ciertas drogas sobre el embarazo, así como el problema de los
gemelos que apasionaba al "asesino científico de Auschwitz".
Así era como Fresser utilizaba, en sus experiencias, los recién nacidos de
Ravensbrück. En cuanto a las desgraciadas madres, una inyección de fenol en el corazón y,
por la noche, un viaje al crematorio.

—¡No, no puedo creerte!


El ruso, un coloso que medía casi dos metros, fuerte como un oso y, cosa extraña, el
único del Kommando que no estaba delgado, dirigió a Jakob una mirada divertida.
—¡Puedes creerme, “tovaritch”! Han puesto una bomba en el PC de Hitler. ¡Ha sido
herido, pero ha conseguido escapar vivo!
—Nadie intentaría atentar contra ese loco...
—¡Estás equivocado!
Ivan Sergueivitch ser inclinó sobre el alemán para murmurarle al oído: —¡Me lo ha
dicho ella, tonto! Ya sabes quién... la Günte. Además, no es un misterio para nadie. Entre
los SS no se oye hablar de otra cosa. Debes haberte dado cuenta de que la vigilancia es más
estricta últimamente.
—Sí, es verdad...
—Esa perra en celo que viene a buscarme dos veces por semana, ha acabado por
contármelo todo. Hitler se encontraba con todos sus comparsas. Entonces un coronel, ya he
olvidado su nombre, dejó una bomba bajo la mesa y se largó...
Jakob no pudo evitar el estremecerse.
—¡Al fin han osado! —murmuró para sí mismo—. Desde hace años, los alemanes
que han vivido bajo el yugo del nacionalsocialismo, han conspirado contra la vida de Hitler.
Pero siempre, cada vez que se creía triunfar, algo misterioso parecía prevenirle... Y ahora
que unos hombres valerosos han decidido poner fin a este estado de cosas, ¡ha conseguido
escapar otra vez!
—Eso no importa nada —le dijo Ivan—; que Hitler muera o no, ya no es tan
importante como crees. Esa cerda de Isabella tiene, en su habitación, un plano del frente...
Se divierte colocando banderitas encima... ¿entiendes?
—Sí.
—Mientras que dormía como una vaca después de la sesión que he tenido que
atizarme... nunca tiene bastante, esa perra en celo, me levanté sin hacer ruido y. fui a mirar
el plano...
—¿Aún están lejos los rusos?
—¡Qué dices! Toda Rusia Blanca está en nuestras manos. Ucrania ha sido liberada
también... y, escucha bien lo que voy a decirte, ¡los tanques de mi país han penetrado ya en
Prusia oriental!
—"Himmelgott! ”
—Los blindados se encuentran también al nordeste de Checoslovaquia y, más al sur,
ya han entrado en territorio rumano. ¡Es el final, amigo!
Un agradable calor invadió el delgado cuerpo de Jakob.
Pero veía también, con la imaginación, el mapa de Alemania, y esta constatación
interior borró su sonrisa.
—Están muy lejos, Ivan... Para llegar hasta aquí tienen que atravesar toda Prusia
oriental, sobrepasar Danzig, atravesar la Pomerania... ¡Puede ser que los soviéticos lleguen
a Berlín antes de penetrar en el Mecklenbourg!
—¡No eres muy optimista, "tovaritch”! —se quejó el ruso—; a la velocidad que
llevan las cosas, hoy estamos a 20 de agosto de 1944, los nuestros no tardarán mucho en
poner kaputt al Reich. ¡A lo más tardar, creo que estaremos en libertad al final del año!
—¡Si pudiera ser cierto! —suspiró Kreutzer-* pero hay que tener cuidado, Ivan,
amigo mío... Cuando las tropas rusas se acerquen a la región, las hienas de Ravensbrück
devorarán todo antes de irse. Ni una sola mujer quedará en vida...
El ruso suspiró.
—A mí, personalmente, no me importa lo que les pueda ocurrir a las mujeres... no,
no pongas esa cara de# enterrador, ¡ya te comprendo!
Apoyó $u gran mano sobre el hombro del alemán.
—Pero, con toda franqueza, no comprendo cómo has podido enamorarte... en estas
circunstancias, y de una chica cuya vida no vale ni un rublo...
—Sabes que la amo desde hace tiempo...
—Sí, lo sé. Lo sé todo, Jakob... Desde que estamos juntos, me has contado siempre
todo... Pero, para pablarte francamente, y ante los tiempos que se ven venir, sería mejor que
te sintieras libre, como yo...
Sus ojos grises empequeñecieron y su mirada tomó un brillo metálico.
—Yo también, lo sabes, tenía una mujer... una espléndida chica del Don, una cosaca
que me había hecho el hombre más feliz de todos los hombres del Cáucaso. ¡Xénia
Iffinanovna!
Apretó sus enormes puños.
—Cuando partí para combatir a los fascistas sobre el frente de Moscú, en 1941,
¿cómo podía saber que los alemanes llegarían hasta las lejanas tierras del Don?
Sacó un paquete de cigarrillos, de los que le ofrecía su querida, dándole uno a Jakob
y encendiéndoselo, acercando después la llama del mechero al que había introducido entre
sus labios.
—Mi pueblo, muy bonito —siguió con una voz profunda—, se encuentra sobre los
bordes del Tchir. Obliskáia se llamaba...
Ivan arrugó los párpados como si el sol cosaco acabara de cegarle. Por un momento
volvió a ver los inmensos campos de maíz, de dorado trigo que ondulaba al aire, los
bosques donde resonaban los trinos de los pájaros...
—Volví allí en enero de 1942. Había recibido un machetazo en un cuerpo a cuerpo
con los alemanes, cerca de Tula... Me dieron dos semanas de permiso...
"Xénia esperaba un bebé... Antes de partir, por la noche, acostado cerca de mi
mujer, puse mi mano derecha sobre su vientre y prometí a mi hijo no cesar de luchar hasta
volverle a dar.una patria en la que sería libre y feliz.
Su voz se rompió.
—Fue mucho más tarde, algunas semanas antes de caer prisionero, que un chiquillo,
un joven que había conseguido escapar después de la llegada de los hitlerianos, me contó lo
que había pasado en el pueblo.
"Se había quedado escondido casi un mes en los alrededores de Obliskaia. Al
principio todo se pasó correctamente. Las tropas enemigas pasaron en tromba y
prosiguieron su marcha hacia Stalingrado. Ivgéni, ese muchacho del que te estoy hablando,
volvió, por la noche, al pueblo. Antes de irse definitivamente quería abrazar a sus padres, a
sus amigos...
"Pero no pudo entrar en el pueblo.
"Los SS y los Feldgendarmes acusando a la gente de haber ayudado a un grupo de
partisanos, empujaron a todo el mundo hasta la plaza, delante del edificio del Konsomol... y
los fusilaron a todos: hombres, mujeres, viejos, jóvenes, niños... Cosa curiosa, Ivgéni me
contó que los nazis no tocaron ni a una sola mujer. Las acribillaron a balazos. Durante dos
días y dos noches los montones de cadáveres quedaron en la plaza. Más tarde, algunos
prisioneros de guerra vinieron para cavar una gran fosa donde metieron, al buen tuntún,
todos los cuerpos...

Golpeando con su fusta lo alto de sus deslumbrantes botas, Ursula von Winkel
atravesó el camino y se dirigió con un paso decidido hacia la perrera.
Los ladridos alegraban el silencio matinal. Aquí, en el "SS-Lager”, la proximidad
del otoño poseía una dulzura que no se encontraba del otro lado de las alambradas.
Las hojas doradas de los árboles ponían una nota brillante en el conjunto de los
muros blancos de las casitas de las SS.
Ursula empujó la pequeña barrera y se encontró ante las jaulas metálicas donde los
enormes "Dobermann” pasaban el día, echados, esperando la noche. Entonces, atados con
correas por las “Aufseherinas", recorrían los alrededores del "Konzentrationslager", el
morro pegado al suelo, doblando las patas, con los colmillos al aire en cuanto olían algo.
Al oír ruido de pasos sobre el paseo cimentado, Isa— bella Günter se volvió. Al ver
a la "Lagerführerin” levantó el brazo: —"Heil Hitler! Guten morgen!”
—“Heil!” —respondió Ursula acercándosele.
Examinó los magníficos animales que Günter estaba alimentando. Grandes pedazos
de carne cruda, que habrían colmado los sueños de las deportadas, yacían en el suelo de las
jaulas.
Con la fusta, Ursula indicó un perro completamente negro.
—¿Es ése, Isabella? —preguntó con una sonrisa.
—"Ja, meine Führerin!" Es Tristán...
—Espero que esa puerca polaca se acordará para siempre de su amante —rió Ursula
—. ¡Nos han ofrecido un bello espectáculo... pero esa mujer no ha sabido apreciar el ímpetu
del macho!
—Ha tenido lo suyo. —dijo Günter—; en el "Revier” me han dicho que no iba a
durar mucho...
—¿Has visto a Heva esta mañana? —preguntó Ursula al rato.
—"Nein." Aún debe estar, en su chalet. Ayer por la noche... —se calló,
enrojeciendo.
Frunciendo el ceño, Ursula le dirigió una mirada cargada de desprecio.
—¿Y?-preguntó asqueada.
Isabella afirmó con la cabeza.
—¡Nunca llegaré a comprenderos! —exclamó la "Führerin":—. ¡Si al menos
pudiera saber lo que buscáis en los hombres! "Mein Gott!" ¡Bellas como sois y tenéis—
que rebajaros delante de un macho...! ¡Como perras en celo!
Con los párpados casi cerrados, un aspecto remilgado muy bien' conseguido, Günter
murmuró: —He seguido sus instrucciones... y no he vuelto a ir con los SS...
No se atrevía a decirle que hacía venir, al menos dos —veces por semana, a su
hermoso cosaco.
—¡Bien hecho, Isabella! En cuanto tenga tiempo te buscaré una amiga... ¡entonces
me dirás lo que es bueno! ¡Es tan limpio como una mujer! ¡Tan suave!
Cerró a medias los ojos, dejando escapar un pesado suspiro entre sus temblorosos
labios.
Durante un momento, el recuerdo de Frieda vino a golpearle dolorosamente. Se
acordó entonces del motivo que le había impulsado a abandonar el lecho tan temprano.
—Voy a ver a Heva. “Auf Wiedersehen."
—“Heil!” —aulló Isabella.
Pero en cuanto la “Führerin” empujó la barrera y se hubo alejado, la SS-Aufseherin
escupió por tierra: —¡Sucia tortillera! ¡Mientras tenga un hombre cerca de mí, no comeré
de ese pan! “Himmelgott!" ¡Seré feliz el día en que, en lugar de decirte “auf Wiedersehen”,
te diré “Nimmerwiedersehen ”! [105].
Se volvió hacia la jaula donde Tristón, después de haber paseado su larga lengua
sobre la carne que la mujer le había traído, levantó unos ojos turbios bacía la alemana.
—Tú también, mi fiel Tristán, piensas como yo, ¿no es así? Hombre con mujer,
hasta si se trata de ese viejo esqueleto de polaca...
Observó la carne que el "Dobermann" había desdeñado.
—¿No tienes apetito, Tristán? ¡Ya sé lo que quieres, pequeño mío! Espera algunos
días, dos o tres. Él doctor Freisser debe acabar algunas experiencias... ¡y tendrás la tierna
carne que tanto te gusta!

Capítulo XXXII

Delante de una gran mesa, en uno de los barracones cercanos a la “Maternidad”, un


grupo de mujeres encinta planchaba las camisas, los pantalones de montar, las chaquetas de
las SS.
Frieda Dreist se encontraba entre ellas.
El frío había llegado de golpe, pero allí, el vapor de las planchas y el enorme fuego
donde se las dejaba para calentarlas daba un ambiente tibio a la sala.
Las detenidas no paraban de charlar. Por encima de los silbidos de las planchas que,
en contacto con la ropa húmeda, desprendían nubes de vapor, se llamaban, se gritaban, se
reían de las ausentes, hablaban de todo en un lenguaje crudo, a veces obsceno.
—¡Yo te lo digo! —gritaba una alta pelirroja apoyándose con todas sus fuerzas
sobre la plancha—. ¡En la última visita que hemos pasado en el “Ravier”, el doctor le ha
dicho que iba a tener gemelos! ¡Además, casi a partir de entonces, le dan chocolate dos
veces por día!
—¡Vaya suerte! —suspiró una rusa—. ¡Chocolate! ¡Ni siquiera me acuerdo del
gusto que tiene!
Una belga, que llevaba sobre su camisón la estrella amarilla de David, lanzó riendo:
—¡No tenías más que decir a tu querido de hacerlo otra vez! ¡Así te habría hecho dos
pequeños, en lugar de uno!
—¡No era mi querido! —respondió vivamente la rusa—. ¡Igor era mi marido!
—¡Y qué más! —rió la judía—. ¡No querrás que traguemos esa broma! ¡Tu marido!
—¡Sí! —dijo la rusa palideciendo—. Eramos...
Pero se calló.
Por un momento vio otra vez el pequeño pueblo del que se había ido con Igor para
ir a luchar con él, en la resistencia.
Un corto silencio se estableció; muy corto, porque otra prisionera lo rompió con un
tono misterioso: —¿Sabéis, supongo, lo que “ellas” le han hecho a una de las polacas que
trabajaba en el "Effektenkammer", exactamente en el "Lauskommando”?
Diez rostros se volvieron.
—¡No!
—¡No sabemos nada!
—¡Cuenta!
—Es una que fue a pasar unos buenos momentos con los hombres de los
Kommandos exteriores...
—¡Vaya suerte! —exclamó una.
—¡Lo que daría yo por ir también! —suspiró otra—. ¡No sé si os pasa como a mí,
pero desde que estoy preñada, tengo muchas más ganas que antes!
—¿Vais a dejarme continuar?
—¡Sí, sí, continúa!
—¡Callaos de una vez!
—Entonces "ellas" (así llamaban a los auxiliares femeninos de las SS) lo supieron.
Seguramente por una chivata...
—Yo —intervino otra— a las chivatas las...
—¡Tú, nada! ¡Cierra el pico, maldita sea...!
—Para castigarla —continuó la mujer— la llevaron a un bloque vacío con todas las
chicas de su Kommando, y allí, ante ellas, ¡la obligaron a hacer el amor con un perro, uno
de sus sucios perrazos!
—¡Virgen santa! —gritó horrorizada una joven—; ¡qué horror! ¡Acostarse con un
animal!
Su vecina, una mujer gigantesca de enormes mamas y gran vientre, rompió a reír.
—¡Para animales, mi Wassili! ¡Ciento diez "kilos que tenía que aguantar sobre mí!
Menos mal que soy fuerte... De todas formas, era un machote, mi Wassili... ¡qué diferencia
con el tipo que me ha dejado preñada!
Suspiró.
—Pero, ¿qué queréis? ¡No somos de madera!
A pesar del tiempo que ya había pasado allí, Frieda continuaba a extrañarse del
lenguaje y las ideas de aquellas mujeres. Comprendía, sin embargo, que, después de todo lo
que habían sufrido, no podían comportarse como seres humanos y que, la miseria, la
desesperación y los sufrimientos les habían convertido en menos que bestias.
—¡Bueno! —intervino otra, volviéndose a la que había contado lo de la polaca-
¿ está muerta, ¿no?
—No. Se defendió... Al principio, tres SS y dos Kapos la sujetaban... pero después,
cuando creyeron que él Dodermann podría arreglárselas solo, la soltaron. Entonces se
volvió y golpeó al perro...
—¡Desgraciada!
—¡Estaba loca!
—El perro la ha mordido ferozmente. Está en el "Revier"...
—Creía que iban a enviarla al “ Krematorium"
—Seguro que deben pensar en repetir la "experiencia” con esta mujer. Es por eso
que la han llevado al "Lazare!”, en, lugar de acabar con ella...
—¿Es polaca?
—Sí. Espera, me han dicho su nombre... veamos, sí, ¡eso es! Se llama Lucy
Miasowska.
Al oír aquel nombre, Frieda casi quemó la camisa que estaba planchando.
¡Lucy!
La vieja polaca que estaba en el mismo grupo que las prostitutas. Y, después de lo
que acababa de oír, ellas trabajaban en el "Lauskommando”...
Se prometió ir al "Revier”. Sí, iría a la mañana siguiente, porque las mujeres de la
“Maternidad" podían hacerse visitar una vez por semana... y ella no había vuelto a ir a que
la visitase el "Artzlager” desde que le había dicho que estaba encinta.
Aquella idea, que generalmente le hacía reír, sabiendo que era absolutamente falso,
despertó ahora en ella una sensación completamente nueva.
Sin que su voluntad lo quisiera, su espíritu asoció aquella sensación con la lejana
imagen de un hombre del que acababa de descubrir unos sentimientos que nunca habría
sospechado. Ahora que lo pensaba, mientras los recuerdos desfilaban lentamente por su
conciencia, encontraba numerosos detalles que no había visto cuando él se le acercaba.
Las miradas de Jakob, su amabilidad; su voz siempre suave, casi acariciadora
cuando le hablaba...
Un sollozo, que murió en su garganta, le atrajo la mirada de una vecina.
"«Mein Gott!» ¡Qué curiosa puede ser la vida! Creía poseer la mayor felicidad del
mundo, me había entregado al hombre en el que tenía una ciega confianza... y otro, en
silencio, en la sombra, sufría al amarme, sinceramente, sin que yo le prestara la más
mínima atención..."
Por primera vez desde largo tiempo, su corazón latía de alegría; se emocionó tanto
que casi le cedieron las piernas.
Pero no tuvo fuerza, como lo había hecho antes al recibir su corta misiva, de
rechazar violentamente la extraña felicidad que le ofrecía la vida, con una posibilidad
pequeñísima de llegar a ser de nuevo un ser humano.
No, esta vez la aceptó y, mientras su corazón latía en su pecho como un pájaro
enjaulado bate las alas, con los ojos semicerrados, sus labios formaron las palabras que se
había jurado no volver nunca más a pronunciar: —Jakob... amor mío...

—¿Toma usted algo, "meine Führerin"?


—Sí. Beberé alguna cosa...
—¿Un poco de café?
—¡De acuerdo!
Ursula se sento en un sillón del salón. Al fondo podía verse un gran retrato de Hitler.
Vestida únicamente con un sostén y unas bragas reducidos a su mínima expresión, Heva
Nielen desapareció en la pequeña cocina. Volvió minutos más tarde con una bandeja en la
que se veía una taza humeante.
—Yo lo acabo de-tomar —explicó a su jefe, a un tiempo que la servía; se sentó en el
otro sillón, cruzando sus magníficas piernas sobre las que se desvió la mirada de la
"Führerin".
Dejando la taza sobre la bandeja, después de haber probado el café, fuerte y bastante
azucarado como le gustaba, Ursula rompió el silencio: —He venido para saber cómo va esa
chica... Frieda Dreist...
—Se recupera rápidamente —explicó He va—. ¡Ha mejorado y no se parece en
nada a la sombra que era cuando llegó a la "Matemitát".
—¿Tiene amigas?... quiero decir... bastante íntimas...
—¡No! Se mantiene alejada de las otras mujeres. Hasta en el trabajo, la he puesto en
la sección de plancha para que tenga menos frío, casi no habla con sus compañeras...
—¡Lástima! —suspiró Ursula—. ¡Había pensado, casi de que tuviera amigas
íntimas, emplearlas para destrozar su maldito orgullo!
Los aterciopelados ojos de Heva se posaron sobre el rostro inexpresivo de Ursula.
—¡Siempre hay medios para doblegar a esas perras, "meine Führerin”!
—"Nein!" No quiero estropearla...
—No me refería a eso. Si no tiene amigas en el campo, tendrá seguramente familia
en algún sitio.
Los ojos de Ursula chispearon.
—¡Una magnífica idea, querida!
Se levantó acercándose a la mesita donde reposaba el teléfono y apoderándose de
éste: —¡Páseme la “K.A."! ¡Rápido! [106].
—"Sehr Schnell!" —respondió la voz neutra de la telefonista.
Con el auricular pegado al rostro, Ursula se volvió hacia la SS-Aufseherin: —
¡Pásame un cigarrillo, Heva...!
La otra la obedeció, encendiéndole el cigarrillo.
—¿Sí? —dijo Ursula y, respondiendo a su interlocutor—: ¡soy yo, Ursula von
Winkel! ¡Muy bien, Obersturmführer”! Se trata de lo siguiente: necesito, lo más pronto
posible, una información concerniendo a una de las detenidas... Frieda Dreist... Sí, eso es...
aquí espero su respuesta... "Danke!”
Colgó el teléfono, volvió hacia su asiento tomando un trago de café.
—Si aún le quedan familiares —murmuró, como si se hablara a sí misma—, al fin
podré romper su resistencia.
La pequeña Nielen no dijo nada. No llegaba a comprender cómo la "Führerin" podía
revolcarse en un vicio tan inmundo. Recordando al "Oberscharführer" que recibía
frecuentemente en su pabellón, un estremecimiento retrospectivo le corrió a lo largo de la
espalda.

—Lucy...
La mujer que yacía, con la cara vuelta hacia la pared, giró sobre el lecho del
"Revier”.
Al reconocer a su visitante, su desdentada boca se dobló en una sonrisa amistosa.
—¡Vaya! ¡Frieda! Lo creas o no, pequeña, estaba pensando en ti...
Miasowka pestañeó imperceptiblemente.
—¡No han conseguido hacerme reventar, las muy puercas! ¡Sin embargo, ese perro
me ha dejado muy mal!
Como tengo tan poca carne, me ha roto varios huesos... Pero no hablemos más de
mí. ¿Es que María Cheslovva ha ido a verte?
—No ¿Debía venir a visitarme?
—¡Sí! Lo hará, sin duda, muy pronto. ¡Qué importa! Ya que estás aquí, voy a decirte
de qué se trata... ¿Estás en la “Maternidad” según lo que me han dicho, no?
—Sí.
—Formidable... —bajó la voz que se convirtió en un murmullo—; necesitamos tres
uniformes de "SS-Aufseherin”. ¿Podrás procurárnoslos?
Frieda se quedó indecisa. Sin embargo, había una enorme cantidad de ropa en el
barracón donde trabajaban las mujeres embarazadas. A las mujeres SS no les faltaba con
qué vestirse y, a veces, tenían tanto que olvidaban durante semanas enteras reclamar sus
uniformes al taller de plancha.
—Creo que es posible —dijo Frieda sin comprometerse demasiado.
—¡Los necesitamos! —insistió la vieja polaca—. ¡De cualquier talla!... Las tres
pequeñas los arreglarán a su medida... ¡Tienes que ayudamos, Frieda!
Se sentó con gran dificultad. La habitación estaba yacía, porque se había aislado
completamente a la polaca.
—Escúchame —susurró—, ya no merece la pena guardar el secreto. Y, como tienes
que ayudarnos, creo que es correcto que sepas de qué se trata...
Hablaba rápidamente, sin separar los ojos de la puerta de la habitación.
—Tres de nuestras amigas, las tres alemanas: Agnes, Katherine y Elfriede... van a
irse...
—¡Dios mío!
—No temas. Todo saldrá bien. Hace ya mucho tiempo que pienso en ello... Y si he
elegido a las tres pequeñas es, porque siendo alemanas, podrán más fácilmente hacerse
pasar por SS-Aufseherin. ¿Te das cuenta?
—¡Es una idea muy buena! —exclamó Frieda, dejándose ganar por el entusiasmo
de la polaca.
—Debes preguntarte, al menos —siguió Lucy—, de qué sirve el hacer salir a tres de
nuestras compañeras. ¡Es fácil! Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros de la frontera
con... lo que era mi país...
"Un poco antes de la llegada de los alemanes, mi marido ya estaba muerto, algunos
jóvenes de la ciudad, entre los que se encontraba un amigo de mi marido, se fueron de
Lwow para ir a Posen..., querían organizarse en aquella región para organizar la resistencia
y continuar la lucha contra el invasor fascista...
Sonrió tristemente.'
—También he estado en la prisión de Posen. En cuanto supieron que yo me
encontraba allí, me hicieron llegar una nota y algunos víveres... Creo que ahora deben ser
más fuertes..., y como sé que su PC clandestino se encuentra muy cerca de Warte, en un
pequeño pueblecito de las montañas, llamado Obomik, voy a enviar a nuestras tres
camaradas allá. ¿Empiezas a entender?
—Un poco.
—Los rusos se encuentran en Prusia oriental. Una gran parte de Polonia está en sus
manos. Los amigos de mi marido deben ser numerosos y muy fuertes ahora. Puede ser que
colaboren con los soviéticos... Nuestras amigas van a buscarles y encontrarlos. Les dirán
cómo vivimos aquí, y, no lo dudo lo más mínimo, vendrán a liberamos, ¡aunque tengan que
adelantar a los tanques rusos!
—Será necesario, para llegar hasta aquí, que atraviesen más de cien kilómetros de
territorio alemán —observó Frieda que sintió desfallecer su entusiasmo.
—¡Aunque tengan que recorrer el doble, vendrán! —exclamó Lucy con vehemencia
—. ¡Cuando sepan en qué condiciones vivimos aquí, oprimidas por esas malditas hienas, no
dudarán ni un solo momento!
Su mano, como una garra, la derecha, porque el brazo izquierdo había sido
destrozado por los colmillos del Dobermann, apretó el antebrazo de la joven.
—¡Y podremos vengarnos, pequeña! ¡Piénsalo! No pido más que una cosa: quedar
en vida hasta el momento en que podré arrancar los ojos de esas hienes... después, ¡no me
importará reventar!

Capítulo XXXIII

—¡Ya están preparadas, "Herr Doktor”!


Freisser asintió. Había pasado toda la tarde en la sala de disección con los gemelos
que habían nacido por mañana. La mujer, la madre, no siéndole de más utilidad, había
sufrido una inyección de fenol en el corazón y su cadáver había sido expedido al
crematorio.
Había estudiado los órganos de los dos pequeños. Una detenida, una de "derecho
común” originaria de Viena, le servía de dibujante y había llenado un montón de hojas con
los esquemas de las vísceras de los recién nacidos, después de haberlos matado sirviéndose
del mismo procedimiento que había utilizado para la madre.
Pero ahora se trataba de proseguir sus "experiencias". Después de su última estancia
en un "Krieglazaret” de Hannover —donde había pasado un año entero—, se había
espantado por la enorme cantidad de soldados de la Wehrmacht que caían, no ante las balas
enemigas, sino en los brazos de las prostitutas, de las amantes de una noche, de las
amiguitas, o, simplemente, de las mujeres de los territorios conquistados de las que habían
gozado por las buenas o por las malas.
La gravedad de esa plaga inquietaba a las autoridades militares alemanas. Se
pensaba adoptar medidas draconianas, pero el mal continuaba y el número de “enfermos' no
cesaba de aumentar.
Freisser concibió entonces el proyecto de encontrar una panacea capaz, no sólo de
atacar a la terrible diosa de las afecciones venéreas, la sífilis, sino a todos los tipos de
blenorragia que diezmaban el ejército alemán.
Pero para eso necesitaba estudiar a fondo el proceso, desde la infección hasta sus
últimas consecuencias, y eso en los hombres y en las mujeres, sobre todo sobre aquéllas,
porque ellas eran el “origen" de todas aquellas enfermedades.
Enviado a Ravensbrück, encontró allí lo que había.soñado desde siempre: ¡cobayas!
¡Mujeres sobre las que podía librarse, sin temor, a todas las experiencias imaginables!
Hizo un enorme consumo de “Kaninchen" [107].
Comenzó por matar unas cuantas y, sobre la mesa de disección, acabó por conocer
en todos sus detalles el aparato génito-urinario femenino.
Después pasó a las experiencias propiamente dichas Para ello necesitaba, además de
las "Kaninchen", los elementos que le proporcionaran las enfermedades que quería estudiar.
Desgraciadamente para él, y a pesar de las terribles condiciones higiénicas que reinaban en
los Bloques y los Kommandos de Ravensbrück, era mucho más fácil encontrar los bacilos
de la tuberculosis que los de las enfermedades venéreas. Las relaciones sexuales eran
extremadamente difíciles, y las enfermedades que les eran propias eran, por lo tanto,
difíciles de encontrar.
Pero allí estaban los " Sonderkommandos”.
De todos los "empleos" en un "Konzentrationslager", el que estaba más cerca de las
cámaras de gas y de los crematorios era, ciertamente, el más repugnante y el más
inhumano.
Generalmente se enviaba únicamente a los rusos a los “Sonderkommandos”. Puede
ser porque los SS, plenamente convencidos de la inferioridad racial de los detenidos de esta
nacionalidad, les creyeran capaces de cualquier acto repugnante, insensibles como animales
salvajes.
Al principio, los nazis se equivocaban, como casi en todo; pero, después de algunas
semanas en un “Sonderkommando”, empujando a los prisioneros hacia las "duchas”, o
sacando los cadáveres, arrastrándolos sobre el cemento sucio de deyecciones, sirviéndose
para eso de un simple gancho de carnicero, los hombres obligados 'a hacer ese trabajo se
convertían en bestias. Obligatoriamente, porque si hubieran continuado poseyendo una
pizca de humanidad en sus cerebros, una sola gota de piedad en sus corazones, se habrían
vuelto irremisiblemente locos.
Se guardaba una especie de favoritismo hacia los miembros de esas sórdidas
unidades. Su comida estaba sensiblemente por encima del nivel medio. Además, en cuanto
las víctimas sé desnudaban, haciendo don al Reich de sus últimos bienes (los dientes de oro
y los dientes metálicos les eran arrancados después de la muerte), pertenecían
absolutamente a los hombres que debían conducirles a las muerte.
Al empujar hacia las "duchas" a los hombres y a las mujeres viejas, el
"Sonderkommando ” se reservaba las jóvenes y hermosas, de las que tenían tiempo de
abusar, con el consentimiento de los SS que gozaban del espectáculo, antes de empujarlas, a
su vez, hacia las cámaras? de la muerte.
Era normal que de aquellos acoplamientos desordenados y salvajes naciera una
abundancia de enfermedad des venéreas, porque entre las recién llegadas había mujeres de
todos los tipos, y numerosas oran aquellas que antes de ser enviadas a los campos de
exterminio, habían debido probar las infamias de una prostitución que se les había impuesto
por la fuerza.
Para Freisser, el “Sonderkommando" del campo era una fuente inagotable de
microbios. Allí enviaba a sus "Kaninchen”, con los rusos del Kommando, recogiéndolas
después, al cabo de dos o tres semanas, tan infectadas que saltaba de alegría ante las
muestras que ponía sobre la platina de su microscopio.
Así era cómo los médicos SS querían dar al Reich un brillo científico de acuerdo
con el desprecio de las razas inferiores, que les había enseñado el Führer del "Herrenvolk”.

Coincidiendo con el castigo impuesto a Lucy Miasowska, la chivata del bloque


había desaparecido. Todo el mundo sabía, sin embargo, que aquella chica, que había
vendido a una camarada deportada, trabajaba ahora en un Kommando exterior, bastante
lejos de Ravensbrück para ponerla al abrigo de una posible venganza.
Aquella noche, la "Blockál teste”, una vieja alemana.
Rita Werlasser, que llevaba el triángulo rojo de las detenidas políticas (su' marido
había sido colgado por las camisas pardas en 1937, y ella condenada de por vida como
cómplice); aquella noche, antes de acostarse sobre el jergón que le servía de lecho, hizo una
pequeña ronda por el bloque, más para ver si había enfermos que se presentarían en la
"Appelplatz” que por otra cosa.
Para una "Blockowa" el problema de las " faltantes" era una pesadilla.
Generalmente, y si la “ SS-Aufseherin" estaba de buen humor, se podía, cuando se tenía
fiebre, quedarse una jornada en el bloque.
Pero al día siguiente, si el estado de la detenida no había mejorado, debía tomar el
camino del “Revier”.
Y todos, no solamente en Ravensbrück sino en la totalidad de campos, sabía lo que
el "Ravier” significaba.
Una vez franqueada la entrada del “Lazaret", se caía en las manos de los médicos-
SS y, en el casó de Ravensbrück, se convertía uno en un candidato a las experiencias; es
decir: se era transformado en "Kaninchen” con todo lo que aquello implicaba.
Rita tomó el pasillo arrastrando el paso. Aunque apenas había alcanzado la
cuarentena, parecía mucho más vieja, y se le habrían fácilmente dado sesenta años.
A lo largo de aquellos siete años de cautividad había sido profundamente marcada.
Después de una mala pulmonía que había estado a punto de acabar con ella, había guardado
como recuerdo una afección asmática que convertía cada movimiento respiratorio en una
verdadera tortura.
Delante de cada fila vertical de nichos empezaba por ponerse de puntillas para echar
un vistazo a las de arriba, agachándose después para inspeccionar los nichos más bajos.
Roncas toses se oían por todas partes. El invierno de aquel año de 1944, en aquel
mes de diciembre en que el sol no se había mostrado nunca, minaba la precaria salud de las
deportadas.
Rita también sentía los efectos de la humedad y «su respiración era penosa y
agitada.
Acababa de mirar el nicho de las polacas y se agachaba para mirar en el de las
alemanas cuando, bruscamente, llevó su mano sobre su seno izquierdo, teniendo que cerrar
los ojos para evitar caerse.
¡No! ¡No era posible!
Se dijo que aquellas tres locas debían encontrarse en otro nicho, charlando como
cotorras. Pero la hora queda había pasado ya y ellas sabían a lo que se exponían si andaban
fuera de sus "jaulas”.
Recobrando su sangre fría y sintiendo la cólera explotar en ella, la "Blockowa" gritó
con rabia: —¡Volved aquí, pandilla de idiotas! ¿O queréis que la vigilante os sorprenda?
Nadie respondió:
Entonces recorrió el bloque, jurando a media voz. Como su primera inspección no
dio ningún resultado positivo, sé plantó en el otro extremo del barracón y aulló: —¡Todo el
mundo al pasillo! "Schnell!"
Las protestas se hicieron oír por todas partes. Una mujer tosió roncamente, otra
eructó ruidosamente. Pero todas salieron de sus nichos porque, si no obedecían, la
"Blockalteste” haría venir a una “SS-Aufseherin ”, acompañada de algunas Kapos.
Colocándose a los dos lados del pasillo, fueron inspeccionadas por Rita que
constató en seguida la ausencia de las tres prostitutas.
Muy pálida, la alemana se sintió desfallecer. Para una “Blockowa" la huida de una
detenida significaba simplemente la muerte. Y ella, tras aquellos años pasados en los
campos, habiendo soportado todo sin flaquear, cada vez tenia más esperanzas de
sobrevivir...
—¡Rápido! —rugió—. ¡Hablad, perras! ¡Decidme dónde se han escondido esas
“Schneppen"!
Un corto silencio se estableció, seguido inmediatamente de las primeras protestas:
—¡No sabemos nada!
—¡Déjanos en paz que podamos descansar un poco'.
—¡Eres tú quien debe vigilar!
—¡No haces más que eso!
—¡No trabajas! ¡Cumple al menos con tu obligación!
Se desencadenaron. No les importaba nada lo que pudiera caer sobre la cabeza de la
'Blockowa". Querían volver a sus nichos, descansar algo, porque una larga jornada de
trabajo les esperaba en el “ Lauskommando”.
Rita bajó la cabeza, vencida. Emitió un profundo' suspiro.
—¡Volved a vuestros nichos!
No se lo hicieron repetir.
Lentamente, con un paso de autómata, Rita se dirigió hacia su rincón. Se sabía
irremisiblemente perdida, pero no se sentía con fuerzas para verse empujar hacia las
"duchas*.
Un gran cansancio se apoderó de ella.
Echándose sobre su jergón, sacó de debajo el viejo cuchillo que allí guardaba.
Entonces, sencillamente, se cortó las venas de las muñecas.
Murió en silencio, la mirada perdida, dejándose caer en la nada sin un solo grito, sin
una protesta...

La “SS-Aufseherin" estaba rígida, con los labios apretados, los ojos semicerrados.
Acababa de hacer su informe y se esperaba lo peor.
Ante ella, Ursula von Winkel, con los puños cerrados, sentía como sus músculos se
anudaban bajo su piel, “Justamente hoy —se quejaba «in petto»—. ¡Justamente en este día
que debía ser el más alegre de mi vida!"
Porque había ordenado que, en cuanto llegara la noche, Frieda, completamente
recuperada, fuera llevada a su casa. Estaba completamente convencida de haber encontrado
al fin el medio de romper la resistencia obstinada de la hermosa mujer...
Dejó a un lado los tiernos pensamientos que la invadían, posando sobre la mujer SS
una mirada desprovista de toda piedad.
—Pero.,. "Sakrement!" ¿Cómo ha podido perder esas tres detenidas...?
—Yo...
—“Stoffel!" [108]. ¡Se encuentra en muy mala situación!
Y después de una breve pausa:
—¿Al menos ha comenzado la búsqueda?
—"Ja, meine Lagerführerin!” He inspeccionado minuciosamente todo. Si la
"Blockalteste" me hubiera prevenido antes..., ¡pero esa cerda ha tenido miedo y se ha
suicidado!
—¡Ya me lo ha dicho!-gruñó Ursula—. ¡No me importa su "Blockowa”!
"Scheisse!" ¡Voy a estar obligada a llamar a los SS! ¡Lo que nunca he hecho! Pero esas tres
cerdas deben ser detenidas lo antes posible... también voy a llamar a la Feldgendarmerie
para que corten todas las carreteras...
Fusiló con la mirada a la “ SS-Aufseherin".
—¡En cuanto a usted, considérese bajo arresto! ¡Ya hablaremos más tarde!
La otra dio un ruidoso taconazo.
—"Zu befehl, meine Führerin! Heil Hitler!”
Y se fue.
Ursula se quedó inmóvil largos minutos. Reflexionaba amargamente, porque sabia
que, en cuanto descolgara el teléfono para llamar a " Standartenführer”, éste se reiría en sus
narices diciéndole con su voz de macho orgulloso de serlo: "No se preocupa, pequeña..."
—" ¡Pequeña!" —silbó entre dientes.
Decidiéndose repentinamente, alargó la mano para descolgar; pero, justo en ese
momento, sonó el teléfono.
Descolgó.
—"Ja?"
—"Guten morgen, meine klaine Dame!"
Al oír la voz del jefe del batallón se enderezó, mientras que un sabor amargo la
llegaba a la boca.
—"Guten morgen, mein «Standartenführer!»" Justamente iba a llamarle hace un
momento...
—¡Bonita coincidencia! —rió el otro—. ¡La felicito, porque no pensaba que ya
estaría informada! ¡El arresto acaba de ser hecho!
Ursula sintió un calorcillo agradable extenderse por su cuerpo. A pesar de la
repugnancia que sentía al saber que eran los SS machos los que habían detenido a las
fugitivas, no podía dejar de alegrarse, porque si la noticia de la huida llegaba a Berlín...
—¡Se lo agradezco sinceramente, “mein Standartenführer"!
—Llámeme Karl, Ursula...
—De acuerdo, Karl. Va a devolverme a esas tres cerdas, ¿no?
—¿Tres? No me diga que el vicio se ha extendido tanto en su campo, Ursula. Lo
siento, pero no puedo entregarle más que una mujer... ¡y el hombre que se acostaba con
ella!
Algo helado descendió a lo largo de la espalda de Ursula. Articuló penosamente: —
Creo que... esa mujer estaba acompañada de otras dos detenidas... han sido declaradas no
presentes esta mañana...
—¡Mil diablos! —exclamó el SS—. ¡Es el colmo! ¡Yo, “pequeña", no le hablaba de
las "Häftlinge"! La mujer que ha sido detenida es una de sus "SS-Aufseherin", amiguita...
—¿Su nombre? —casi aulló Ursula.
—Isabella Günter.
—¡No!
—¿Por qué no, mi pequeña Ursula? Ayer por la noche, uno de mis centinelas vio
una sombra que se deslizaba en el campo. Otra sombra la esperaba. El "Sturmmann" llamó
al jefe de la guardia, y éste, con dos de sus hombres, siguió las siluetas sospechosas. Al
verlos entrar en una de vuestras residencias, esperaron un poco, forzando la puerta a
continuación y encontraron a su Isa— bella en los brazos de un prisionero ruso... ¡un
hermoso ejemplar de hombre, puede estar segura!
Ursula tragó penosamente una saliva ácida.
—¡Le ruego que me los haga traer lo más pronto posible! Van a recibir el castigo
que merecen...
—¡No se excite demasiado, mi pequeña! La mujer le será entregada
inmediatamente... en cuanto al hombre., perteneciendo a los Kommandos exteriores que no
dependen más que de nosotros..., le vamos a enviar al "Sonderkommando". Las mujeres del
doctor Reisser también tienen derecho a divertirse un poco, acabo de hablar con el
"Artzlager” y está perfectamente de acuerdo conmigo. Como le acabo de decir, ese ruso es
un hermoso muchacho que hará las delicias de las "Kanichen”
Ursula no dijo nada.
—Ahora —reemprendió la voz del hombre— si algunas detenidas se han escapado,
lo siento, mi pequeña, pero no puedo hacer nada... Hace exactamente diez minutos, he
recibido un mensaje. Mi batallón tiene que irse... Salimos hacia el frente, porque, a lo que
parece, ¡los cerdos de la Wehrmacht ya no son capaces de detener a los rusos!
Dejó escapar una carcajada.
—No tema nada, "meine kleine Ursula”. Impediremos a los rusos que lleguen a
Ravensbrück. Nunca me perdonaría que esos salvajes la violaran... aunque parece que
algunas de nuestras mujeres los encuentran muy agradables. "Auf wiedersehen, meine
kleine Ursula! Heil Hitler! ”
—"Sieg!” —respondió ella antes de colgar bruscamente el teléfono.

Capítulo XXXIV

Con un paso de vencida, Ursula volvió a su pabellón. Estaba tan derrengada que se
dejó caer en el sillón, abriendo la mano derecha. La fusta cayó sobre la moqueta, sin ruido.
No podía más.
Hacía ya un mes que el batallón SS se había ido. Un mes de trabajo embrutecedor,
implacable, porque las órdenes no habían faltado, cambiando completamente la antigua
rutina del campo.
"La evacuación del «Konzentrationslager» de Ravensbrück está prevista. Debe
usted estar preparada para que trescientas deportadas, en perfecto estado de salud, puedan
embarcar en cualquier momento en el tren que le será enviado. Además, se cuidará de que
ninguna cosa de valor se quede en el "Lager”. Más 'abajo le indicamos el número de
vagones con el que podrá contar. Las instalaciones especiales deben ser destruidas mucho
antes de la partida. En cuanto ya no le sean útiles, procederá a su total destrucción. Además,
los últimos productos del «Krematorium» deberán ser enterrados en fosas lo más profundas
posible; si tuviera que hacerse, esos restos serán tirados al lago..."
Ursula suspiró profundamente.
¡Trescientas detenidas sobre un total de 75.000 que habían quedado después de las
últimas llegadas, justo una semana antes de la partida del batallón SS!
Durante todo el tiempo había sido necesario realizar un enorme trabajo. Día y
noche, las cámaras de gas habían funcionado sin respiro. De las chimeneas del crematorio
no había cesado de subir hacia el cielo la densa humareda, donde aún flotaban los olores de
la carne quemada, de la grasa fundida por el fuego.
Una nube maloliente flotaba, no solamente sobre el campo, sino también sobre el
SS-Lager. Se respiraba mal y se olía peor. Llamados con prisas todos los Kommandos
exteriores, habían vuelto al campo y sus miembros habían desaparecido en pocas semanas...
Grandes camiones volquetes, sobrecargados de cenizas y de huesos, habían vaciado
su carga macabra en las aguas del lago, porque Ursula se había dado cuenta en seguida de
que las fosas pronto estarían repletas, y que hubiera necesitado meses, años casi, para
enterrar las toneladas y toneladas de osamentas...
Las cámaras de gas se habían declarado insuficientes para el trabajo que se exigía de
su limitada capacidad. Aun llenándolas diez veces por día, no se podía malar más que a
5.000 detenidas en una jornada... y los hornos tardaban tres días y tres noches en devorar
aquellos cinco mil cadáveres...
Ursula estuvo a punto de volverse loca.
Cada noche, cuando volvía a su chalet, con el cuerpo deshecho, ronca de tanto
gritar, releía las órdenes de Berlín y se preguntaba si sería capaz de cumplirlas.
A veces, su fe flaqueaba. Pero le bastaba mirar, en la parte inferior del pliego de
órdenes, la firma del Reichführer, para tomar nuevos ánimos y lanzar con una potente voz:
—¡Así lo haré, “mein Reichführer”!

*
Para llegar a deshacerse de la masa humana que la molestaba, Ursula von Winkel
tuvo que recurrir al célebre pasillo de la muerte, y para contribuir al lento trabajo de las
cámaras de gas, armó sus “SS-Aufseherin” y les ordenó fusilar como mínimo quinientas
deportadas por día.
Pero aquello no cambió gran cosa el lento proceso. Los cadáveres se acumulaban
por todas partes, montañas de miembros de los que, aquí y allá, las cabezas con extrañas
miradas surgían. Los cuerpos lo invadían todo y las bocas hambrientas de los hornos no
podían devorar la ingente masa de carne.
Además de los problemas que implacablemente le caían encima, malas noticias le
llegaban de todos lados. Por de pronto,— y sobre todo, la entrada de las tropas soviéticas en
el Reich.
Se había quedado como atontada. Pero su fe nacionalsocialista era demasiado sólida
para que aquellos molestos acontecimientos pudieran hacerla flaquear. Confiaba
ciegamente en él.genio del Führer y contaba con que, llegado el momento, Hitler
desencadenaría, en una nueva y terrible Apocalipsis, sus maravillosas armas secretas que
darían al pueblo alemán una victoria incontestable.
Supo que el campo de Auschwitz, después de una evacuación masiva, acababa de
ser liberado por los rusos, y, según las noticias llegadas de Berlín, Von Winkel, no habiendo
querido abandonar su maravillosa colección de cuadros, que no había tenido la ocasión de
llevar a Berlín, se había quedado en el "Lager*...
Menos mal que casi no había tenido tiempo para pensar en su padre. Toda la febril
actividad de su cerebro se concentraba exclusivamente en el cumplimiento de las órdenes
que había recibido.
Y había gritado, de la mañana a la noche, apresurando a las Kapos, a las “ SS-
Aufseherin": —¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!
Y a los miembros de los “ Sonderkommandos": —¡Quemad! ¡Quemad! ¡Quemad!
Y a todos les gritaba sin descanso:
—“Nur immer zu!” ¡Seguid! ¡Seguid! ¡Seguid!

No se había olvidado de Frieda.


El torbellino de los acontecimientos, el torrente de misiones que habían caído sobre
ella la habían obligado, sin embargo, a retrasar el momento de su encuentro con la joven.
Aquella noche, al fin, se decidió. Habiendo llegado un poco antes a su chalet, tomó
un baño y, haciendo retroceder los pensamientos que la unían a su trabajo, se puso a pensar
en Frieda, diciéndose que tenía derecho, antes de que el campo fuera evacuado, de poder en
fin llegar a satisfacerse.
Desnuda en el caliente salón, cogió los falsos documentos que había encabado hacer
a la "Kommandarvturarets”. Allí tenía con qué romper la resistencia de la joven.
Sintiendo un agradable calor invadirla, descolgó el teléfono.

*
Cuando Frieda supo que una "SS-Aufseherin”, la de los "perros", como se la
llamaba, había sido colgada en el "SS-Lager", acusada de haberse acostado con un
prisionero ruso, creyó que nuevas leyes iban a ser impuestas a las vigilantes alemanas de
Ravensbrück.
Además, el tiempo pasaba y, como la "Führerin” parecía no acordarse de su
existencia, la joven, tranquilizada, se consagró a ayudar, en lo posible, a las mujeres
embarazadas de la "Matemitát".
Comenzó a horrorizarse seriamente cuando se desencadenó la locura asesina de las
SS.
Pero, en la grande, en la indescriptible desgracia que había caído sobre el campo, se
sintió un poco feliz al constatar que, por el momento, sus antiguas amigas, las polacas del
bloque 13, seguían con vida. Iba también cada día al "Revier” donde aún se encontraba
Lucy.
La vieja polaca estaba loca de alegría.
Una formidable impaciencia la consumía. Más delgada que nunca, sabiendo que su
estancia en el " Lazaret" era casi milagrosa, esperaba ansiosamente la llegada de Frieda,
apoyando su mano válida sobre el hombro de la joven alemana.
—Ya hace tres meses que se escaparon, Frieda! Nuestros camaradas no tardarán en
llegar...
Frieda no decía nada. Hacía ya mucho tiempo que había perdido toda la esperanza
en la “misión” confiada a las tres prostitutas. Cada vez que pensaba en ello, se decía que las
tres pobres mujeres debían haber caído en las garras de los Feldgendarmes...
—¡Tienen miedo, las hienas! —repetía la Miasowska—. ¡Es por eso que se han
desencadenado! ¡Matan! ¡Queman! Tiran las cenizas y los huesos de los muertos en el
lago... Su Reichführer, ese asesino de Himmler, no quiere que el mundo conozca los
horrores de los campos nazis:...
—¡Nos matarán a todas!
—¡No, mi pequeña Dreist! ¡Algo me dice que vamos a reír... aunque muramos
después! ¡Oh, virgen de Czestochova! ¡Espera un poco, te lo ruego! Permítenos aplastar la
cabeza de las hienas... después, si ese es tu deseo... ¡haznos morir!

Sobre todo por su coraje y también porque era el único que se expresaba en alemán,
su lengua materna, Jakob Kreutzer, el antiguo Feldwebel, se había convertido en el jefe de
aquel grupo de hombres que, como muchos otros Kommandos, se habían encontrado solos
porque los SS, desde que los cañones rusos tronaban más y más cerca, habían desaparecido.
Jakob encontraba a faltar a su amigo ruso.
Ivan Sergueívitch había desaparecido, como absorbido por la nada, una noche en
que, escapándose del pelotón SS que vigilaba al Kommando, había ido a reunirse con.su
querida nazi, en Ravensbrück.
En los primeros diez minutos de libertad ningún detenido, ni siquiera Jakob, supo
qué hacer. La costumbre de ser mandados a culatazos, había acabado por borrar de sus
espíritus de autómatas toda idea de voluntad.
Se habían vuelto hacia el alemán, al que conocían ya y en el que tenían confianza.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó uno de los rusos.
Jakob reflexionó unos instantes. Su deseo, su más vivo deseo, lo conocía bien. Si se
hubiera encontrado solo, se habría dirigido hacia el campo de las mujeres...
Pero aquellos hombres esperaban otra cosa de él. Ya en la línea del horizonte se
veían formarse los relámpagos sin discontinuidad marcando el lugar de partida de las bocas
de fuego rusas. El ejército ruso estaba cerca; treinta, cuarenta kilómetros a lo sumo
separaban a los prisioneros de sus hermanos de armas.
—¡De acuerdo! —exclamó Kreutzer como si se mandara a sí mismo—: Vamos a
avanzar hacia el Este. Si tenemos cuidado, encontraremos a los rusos dentro de dos o tres
días... Creo que...
No tuvo tiempo de acabar su frase.
Unos hombres armados, que no llevaban ningún uniforme, les rodearon. Las culatas
de las armas resonaron; roncas voces gruñeron las órdenes.
—¡Polacos! —gritó un joven ruso—. ¡Tovaritch! ¡Somos prisioneros! Queríamos ir
al encuentro de los soldados soviéticos...
Las armas bajaron sus mortales hocicos, los brazos se abrieron. Y entonces Jakob
supo de labios del jefe de los partisanos polacos que Alemania había perdido
definitivamente la guerra.
—¡Nada puede parar el empuje de nuestros camaradas rusos! —gritó el polaco.
—¿Y al Oeste? —preguntó Jakob.
—Lo mismo. Ingleses, americanos y franceses avanzan sin encontrar ninguna
resistencia. ¡El sueño de Hitler llega a su fin!
Jakob suspiró.
—Voy a pedirte algo, camarada —dijo con un tono emocionado que su voz no podía
disimular.
—Te escucho.
—¿Sabes algo de lo que ha pasado en los otros “Konzentrationslager"?
—No. No sé nada a ese respecto.
—Comprendo.
—Sin embargo, he oído decir que los rusos habían liberado a los desgraciados de
Treblinka, cerca de Varsovia... en fin, ¡han liberado a los pocos que quedaban!
—Te lo agradezco.
—Por el momento, no pienses más en ello. Sois libres, definitivamente libres.
Olvida todo lo que has pasado...
—No sé si podré...

Cuando fue convocada por Ursula, Frieda, al límite de su fatiga, ni siquiera se


preguntó por el motivo de la llamada.
Cansada, siguió a la mujer armada que la conducía a la residencia de la poderosa
“Hiena”.
Ursula le dirigió una sonrisa de víbora.
—No tengas miedo, pequeña, y no pienses nada. Tengo noticias para ti... y aunque
tu presencia me haga sentir un gran placer, escúchame, pues no te he llamado para lo que
piensas...
Un suspiro de alivio escapó de los entreabiertos labios de Frieda.
—Si es así...
Ursula la miraba. A pesar de todo lo que aquella mujer había pasado, casi se había
convertido en la hembra espléndida que había conocido en el estudio del rumano. Su piel
había vuelto a tener su antiguo color y el brillo de sus maravillosos ojos verdes era más
profundo que nunca...
—Tengo noticias para ti... quiero enseñarte Unos documentos que acabo de recibir.
Voy a mostrarte que no te guardo rencor, al contrario.
Fue hasta su despacho, cogiendo dos papeles que tendió a la detenida.
—No son buenas noticias, lo siento... pero si puedo hacer algo por ti...
Con el corazón latiéndole locamente, Frieda recorrió rápidamente el contenido de
las dos notas. Se sintió débil bruscamente, como si acabaran de cortarle ambas piernas.
Ursula tuvo que empujarla despacio hacia el sillón donde cayó pesadamente.
—"Mein Gott!"
—Es triste —dijo Ursula que había, personalmente, redactado los dos comunicados.
Uno decía que el padre de Frieda estaba moribundo y que reclamaba la presencia de su hija.
El otro indicaba que el “Unteroffizier” Rudolf Dreist, habiendo sido sorprendido en pleno
delito de deserción, iba, a ser fusilado dentro de una semana.
—“Mein Gott!" —repitió Frieda con un aspecto estólido.
Ursula se inclinó sobre la joven. Separó, con la extremidad de los dedos, un mechón
que había caído sobre la frente de Frieda.
—Puedo interceder por tu hermano. Será enviado en prisión, pero no se le
fusilará..., en cuanto a tu padre, si quieres, podrás partir mañana mismo... con un “auswais”
que te permitirá reunir te con él rápidamente.
Despacio, muy despacio, Frieda levantó la cabeza. No era cándida. La gran, la
sucia, la implacable realidad se ofrecía a ella como el resultado lógico, inevitable de un
destino del que, inútilmente, había querido escapar.
Le bastó con mirar los ojos helados de Ursula para comprender que no le dejaba
más que una salida, y que, esta vez, no sería la "Führerin" la que daría el primer paso...
Ahogó el último impulso de rebelión que se anunciaba en su corazón. Ante la
desgracia que se había abatido sobre su padre y sobre su hermano, sus deseos, su voluntad
ya no contaban. Hasta aquel joven amor que guardaba en su corazón y que había sido,
durante los últimos meses, su única razón de vivir...
Hasta la invencible sensación de asco que siempre había sentido delante de Ursula
desapareció. Todo desapareció. Todo se borró ante el deber que iba a imponerse.
Se levantó; después, sin una palabra, se dirigió hacia el cuarto de baño.
Ursula tuvo que apretar los dientes para poder controlar la ola de calor que le subía
del vientre. Con sus fríos ojos de hiena, luminosos por el triunfo, siguió la figura de la
joven. Y sintió ese placer que deben sentir las hienes cuando el león, al final, abandona la
carroña...

A cada paso que daba, Jakob debía bajar la vista para mirar el fusil que uno de los
partisanos polacos le había amablemente dado.
Sí, tenía que comprobar a cada momento que el peso era el de un arma. Porque le
parecía imposible, después de años de esclavitud, el poder sentir aquella sensación
deliberación.
Para un hombre, habiendo vivido en los “Kónzentrationslager", la libertad no podía
ser llamada así si no se poseía el poder de destrucción que un arma lleva consigo.
No se trataba del “Piensas, luego existes”, sino da “Puedes matar, luego eres libre”.
¡Después de haber sido blanco, era maravilloso convertirse en cazador!
Kreutzer había tomado el camino del campo, sirviendo de guía a los partisanos y a
los otros prisioneros rusos. Frecuentemente, Wassili, que andaba a su lado, debía rogarle
que no fuera tan aprisa...
Finalmente, sobre el fondo de la llanura, de la parte más triste, más desoladora de
aquel Mecklenbourg, destacando sobre el cielo estrellado, las altas chimeneas humeantes
del "Krematorium" se levantaron como surgidas del infierno; después, a medida que se
acercaban, pudieron distinguir las alambradas como una tela de araña en la oscuridad.
'-¡Espera un momento!
Jakob se inmovilizó. Utilizando sus gemelos de visión nocturna, el polaco escrutó
atentamente el "Lager".
—No veo más que un centinela, al lado de la puerta... ¿Cómo es posible? Creía que
las fuerzas de vigilancia eran más numerosas.
—Y lo eran —explicó el alemán—, pero el batallón de SS ha partido al frente, hace
mucho tiempo. En este campo no quedan más que las fuerzas femeninas de los SS... y los
Kapos.
—¿Sabe cuántos pueden ser?
—No lo sé exactamente —respondió prudentemente Kreutzer—, pero las " SS-
Aufseherin” no deben ser muy numerosas... una treintena a lo más. En cuanto a las Kapos,
son, al menos, cien...
—¿Armadas?
—Las Kapos, no. No tienen más que su cachiporra.
El polaco reflexionó durante unos momentos.
—¡Bueno! Vamos a concentrar toda nuestra fuerza contra el campo de las SS.
Vosotros, con algunos hombres, penetraréis en el “Lager”. Hablaréis con las mujeres y os
ocupáis de neutralizar a las Kapos. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
—También os encargaréis del centinela. ¿De acuerdo?
—¡Muy bien!

Salió del agua como una diosa. Mirándose en el gran espejo, se sorprendió al
constatar que su cuerpo parecía no haber guardado las trazas de la espantosa existencia. que
había tenido.
Era sobre todo en su cara, y aún más en sus ojos, donde brillaba una luz triste,
donde se podía adivinar la tragedia y la desesperación que la deportación habían filtrado en
su espíritu.
Prosiguiendo la contemplación, no narcisista, de aquel cuerpo, no tuvo ni un solo
pensamiento para lo que fatalmente iba a pasar. Al contrario, todo su impulso se dirigió en
pensamiento hacia aquel hombre que, llegado demasiado tarde en su vida, era la única cosa
que merecía la pena...
Se secó lentamente. Después, como una autómata, salió del cuarto.
Incapaz de controlar su impaciencia, como si la previniese una extraña premonición,
la vieja polaca, no pudiendo más, salió de su cama.
A través de la ventana enrejada del "Revier”, el reflejo rojo de las llamas que se
escapaban por las altas chimeneas del "Krematorium" daba a las cosas tonos sangrientos.
Acercándose a la ventana, vio a las Kapos que, con la porra en la mano, se paseaban
por parejas por los corredores. Se dijo que eran sólo ellas quienes vigilaban el campo,
puesto que las mujeres SS, después de las jornadas de trabajo agotador, debían caer en la
cama y dormirse en seguida.
Aquellos pensamientos la llevaron a una conclusión lógica: había llegado el
momento de salvar su vieja piel. Al ritmo en que iban las ejecuciones, no tardarían mucho
en matar a todas las detenidas del campo.
Docenas de bloques estaban vacíos ya, los Kommandos habían dejado de trabajar, a
excepción, naturalmente, del "Sonderkommando" de los rusos que hacía funcionar el "
Krematorium".
Se puso rígida. Al verse tan cerca de la libertad, sintió una rara sensación de
borrachera.
Pero, mujer práctica, se percató que no podía dejar el "Revier” sin poseer algo con
qué defenderse. Sin armas se sentía desnuda...
Salió de la sala, despacio, silenciosa, andando sobre las puntas de los pies. Una vez
en el pasillo, vio que las puertas, allí al fondo, las que siempre estaban cerradas, estaban
entreabiertas.
Del otro lado de las dos puertas —y tuvo un estremecimiento retrospectivo al
pensarlo— se encontraban las salas de observación y los laboratorios del doctor Freisser.
Recorrió el pasillo, los músculos en tensión, con todos los sentidos al acecho.
Finalmente, cuando llegó a la puerta, arriesgó un vistazo al otro lado.
Nada.
Tranquilizada, empujó el batiente de la puerta de la izquierda. Vio entonces una
larga mesa con algunos aparatos encima. El microscopio, bajo su funda, se encontraba
cerca de la ventana. Enfrenté, en los armarios metálicos, se veían instrumentos de todos los
tipos.
Se acercó a los armarios; constató que estaban cerrados con llave. Detrás del cristal
veía toda clase de bisturís, de pinzas y de instrumentos de formas extrañas que no conocía.
Su mirada se detuvo sobre las brillantes hojas de acero. Miró entonces a la mesa,
descubriendo un pequeño martillo, de los que se emplean para estudiar los reflejos, lo cogió
y golpeó bruscamente el cristal.
Le pareció que el ruido de los cristales rotos se había oído en los confines del
campo. Con el oído atento, esperó algunos segundos; después su mano se posó sobre el
cuchillo más grande. El contacto con el frío metal le procuró una deliciosa sensación de
poder; Cuando iba a irse, pensó en sus compañeras y cogió otros cuchillos. Con una toalla
que encontró cerca del microscopio hizo un paquete, pero guardó en su mano válida el
cuchillo que había escogido.
Por un momento pensó volver a tomar el camino que había seguido para llegar allí.
Pero una puerta, que debía comunicar con la sala vecina, atrajo su atención.
Empuñando el cuchillo, empujó el batiente.
La sala era mucho más grande que el laboratorio del "Artzlager".
Había tres mesas de mármol... y sobre cada una, abiertas como bestias en un
matadero, la vieja. polaca vio tres mujeres...
Las vísceras yacían en los cubos; inmundas manchas rodeaban los cadáveres.
Una de las mujeres debía haber sido abandonada en plena autopsia, porque sus
intestinos se habían deslizado y colgaban desde su vientre hasta el cimentado suelo.
Lucy tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que las náuseas le subieran a la
garganta. Iba a retroceder cuando percibió, por tierra, en un recipiente, la cabeza, de un
recién nacido, así como sus pequeños brazos y sus piernas minúsculas.
Había un papel sobre los restos. Con un paso de sonámbula, Miasowska dio algunos
pasos hacia delante, luchando contra el asco, después se inclinó para leer lo que estaba
escrito sobre el papel: “Mi querida Fräulein Günte: Le dejo esto para sus perros. Freís ser.”
Con un sollozo, la vieja polaca salió corriendo.

Capítulo XXXV

Una vez fuera, el aire de la noche le azotó el rostro. Sus temores se disolvieron ante
el espacio abierto del silencioso campo.
Sintió cómo le volvían las fuerzas. Y su odio, esa energía que le había permitido
resistir lo peor, se deslizó en su sangre como chorro de lava ardiente que hizo vibrar su
viejo corazón con una nueva energía.
Se mantuvo cerca de los muros de los bloques, escapando así a los Kapos que no
podían verla. Cuando las mujeres vigilantes le volvían la espalda, saltaba, refugiándose en
la sombra de un nuevo barracón hasta que se le volvía a presentar la ocasión de progresar
nuevamente.
Por las puertas abiertas de los bloques abandonados se escapaba un olor
nauseabundo. Lanzando un vistazo a su interior, Lucy vio todo el suelo cubierto por las
deyecciones humanas. Sabiendo que iban a las "duchas", hacia la muerte, las desgraciadas
ocupantes no habían podido controlar sus esfínteres...
Lucy encontró fácilmente su viejo bloque, el 13. Al acercarse, tuvo miedo de que no
hubiera nadie; pero al franquear la puerta, vio que los nichos estaban ocupados, no todos,
pero casi todos.
—¡María, Sophie, Suzanne! —llamó quedamente cuando llegó ante el nicho de sus
compañeras.
Salieron arrastrándose. En la oscuridad se oían los ronquidos de algunas mujeres,
pero además se podían oír los suspiros, las quejas y hasta los gritos de las que vivían, hasta
por la noche, en una espantosa pesadilla.
—¡Venid! —susurró la vieja polaca—; vamos a irnos antes de que vengan a
buscarnos... no quedan en el campo más que unos centenares...
María Cheslowa asintió tristemente:
—Lo sabemos, Lucy... los cadáveres están en todas partes... ya no se molestan en
desnudarlos y los meten en los hornos completamente vestidos.
—Vamos a intentar escapar por el lado este del campo. Las SS duermen y no hay
más que las Kapos que se pasean ahí fuera. Coged esto... por si tenemos un mal encuentro.
Distribuyó las armas, saliendo la primera. Rozando los muros, avanzaron sin
dificultades hacia la parte este del campo.
En los paseos, muy cerca del "corredor de la muerte" [109], los cadáveres yacían en
montones, esperando que los llevaran con carretillas al crematorio donde el
"Sonderkommando" trabajaba sin descanso.
—¡Tenemos una suerte formidable! —gritó Lucy cuando llegaron a las alambradas.
Las mostró a las otras con un gesto.
—No tengáis miedo. Ya no están electrificadas. La corriente no llega a
Ravensbrück.
Atravesaron las alambras, comenzando a correr una vez del otro lado, felices de su
nueva libertad.
Pero de pronto, un reflector las cegó. Con los cuchillos en las manos, se pararon,
temblando de miedo y de rabia...

Como si el pasado hubiera vuelto, complaciéndose en copiar exactamente una


escena que se había quedado grabada en el espíritu de la joven alemana, se encontró
bruscamente, con una extraña sensación de "ya vivido”, en el dormitorio de la
"Lagerführerin”.
Se hubiera dicho que, desde la última vez, nada había cambiado. Como si los
objetos se hubieran inmovilizado, parecidos a esas viejas fotos que el tiempo vuelve de
color amarillo...
No llevando más que sus botas, Ursula yacía sobre la cama. La única diferencia se
encontraba en su rostro, donde una expresión de triunfo absoluto reemplazaba a aquella,
enfadada y contrariada, de tiempo atrás.
—"Komm..."
La voz también había cambiado un poco. Era extrañamente dulce, pero Frieda no se
engañó: era la voz silbante de la serpiente que, al fin, ha conseguido inmovilizar a su
víctima y se prepara a engullirla.
—Ven...
Una vez más, el asco y la vergüenza inmovilizaron a Frieda. Sólo la idea de
acercarse a aquella mujer casi la paralizaba. Pero en los ojos de Ursula leyó una decisión
inquebrantable.
Con un suspiro, pensando en su padre y en su hermano, avanzó hacia el gran lecho.

Apretaba con tal fuerza el fusil que las juntas de sus nudillos se volvieron blancas. A
una treintena de metros del centinela se inmovilizó, y los otros, los partisanos que le
seguían, le imitaron a su vez.
Jakob maldijo en voz baja el reflejo rojizo que les llegaba del "Krematorium".
Periódicamente una viva claridad iluminaba el Campo, con intensidad parecida a un flash.
Debía atravesar un espacio al descubierto de una docena de metros, antes de poder
caer sobre el centinela. Gracias a los gemelos de visión nocturna que Wassili le había
prestado, había identificado al centinela y había comprobado que se trataba de una “SS-
Aufseherin".
Para alguien no advertido, la mujer que se tenía cerca de la puerta no hubiera
representado una seria amenaza. Pero Kreutzer conocía a las hienas y sabía que eran duras,
implacables y que sabían servirse de sus armas, tan bien o mejor que un hombre.
El polaco, que había avanzado hasta situarse a la altura de Jakob, se inclinó para
decirle al oído: —Va a ser imposible caerle encima sin que se aperciba de nuestra llegada...
ese maldito resplandor rojo es peor que un reflector... Creo que lo mejor es matarla de un
tiro.
—¡Pero el disparo llamaría la atención!
—¡Bueno! Antes de que ésas puercas reaccionen, ya estaremos en el "SS-Lager”.
Me molesta tener que modificar así nuestros planes, pero no veo otra forma.
Kreutzer asintió tristemente.
—Tienes razón...
Puso su fusil en posición, apuntó cuidadosamente a la cabeza de la “SS-Aufseherin”
y apoyó sobre el gatillo.
El disparo sonó como la explosión de un obús. Girando sobre sí misma, la centinela
se abatió pesadamente.
—¡Adelante! —gritó el jefe de los partisanos.

Detrás del haz cegador del reflector, se recortaron las masivas siluetas. Un ruido
metálico anunció que las armas eran montadas; después,.los pasos se dejaron oír.
Temblando de rabia e impotencia, Lucy esperaba ver aparecer los rostros de las SS,
sus sonrisas mordaces, el brillo frío y cruel de sus ojos.
—"Halt!” "Wer da?” —gritó con potente voz.
Las últimas ilusiones de Lucy se desvanecieron. Se sintió enormemente cansada,
diciéndose que había estado completamente ciega al creer que podía escapar al maldito
destino de deportada.
Respondió débilmente, con una voz rota:
—"Wir sind... Haftlinge...”
La gran silueta avanzó. Entonces, la luz cayó sobre el hombre. Un hombre alto,
sólidamente plantado. Sobre su casco de cuero, brillaba una estrella de cinco puntas.
—¡Rusos! —gritó Lucy al límite de su alegría.
Y olvidando toda prudencia avanzó hacia el soviético, le pasó los brazos alrededor
del cuello, abrazándole y besándole en las mejillas, en la boca.
Otras siluetas surgieron de la noche. Y María Cheslowa, Sophie Zeroswka y
Suzanne Piotroswka imitaron a Lucy y se lanzaron, locas de alegría, sobre sus libertadores.
Empujando con suavidad a la vieja polaca que reía y lloraba al mismo tiempo, el
hombre le acarició la mejilla.
—¡Cálmate, mujer! Todo se ha acabado... pero, ¿qué hacíais aquí?
Ella le miró a través de sus lágrimas. Hacía tanto tiempo que no podía llorar que, a
presente, al hacerlo, se sentía extraña, floja como la gelatina.
—Acabamos de huir —explicó con la voz rota por la emoción—; están matando a
todo el mundo... hay un montón de cadáveres por todas partes... los hornos crematorios no
bastan para...
El hombre miró el reflejo rojizo que se elevaba hacia el cielo.
—“Himmelgott!"
Se quedó como atontada.
—Pero... hablas alemán... y lo que acabas de decir...
—Soy alemán.
—¡Un buen alemán! ¡Gracias a Dios! Daos prisa si queréis salvar a las desgraciadas
que se han quedado en ese infierno...
—¿Están vigiladas por los SS, no es así?
—Sí, pero por mujeres... mil veces peores que los "Sturmmann". Están allí en el
"SS-Lager"... esas inmundas perras... sí, mil veces más crueles que los —hombres ¡esas
hienas!
El hombre se volvió hacia un suboficial al que habló en ruso explicándole
rápidamente lo que la vieja polaca acababa de comunicarle.
El suboficial soviético asintió.
—"Xaraso, tovaritch Dreist...”
Y volviéndose hacia los hombres que estaban cerca de los tanques: —“Davai!” —
ordenó.

Capítulo XXXVI

—Acércate más...
Frieda obedeció a regañadientes. Sólo el contemplar los ojos de la SS despertaba en
ella tina repulsión difícil de controlar. Bajo su seno izquierdo su corazón latía locamente;
un gusto amargo se había instalado sobre su lengua que se había resecado...
—No tengas miedo, "meine kleine Taube... [110]... — voy a hacer de ti la mujer más
dichosa del mundo...
Cuando Ursula tendió los brazos hacia el magnífico cuerpo acostado a su lado, el
disparo sonó, bruscamente, haciendo vibrar los cristales de las ventanas.
La SS saltó como un muelle.
—¡Espérame aquí!
Se vistió en un cerrar de ojos, apoderándose de la Schmeisser que había dejado
suspendida sobre el respaldo de una silla.
Salió de la habitación como un relámpago.
Con los ojos cerrados, el pecho estremecido, Frieda no creía lo que pasaba. Se
quedó así, inmóvil, demasiado emocionada para poder reaccionar.
Se oyeron otros disparos, muy pronto seguidos de cortas y rabiosas ráfagas.
Entonces, dándose cuenta de que su mejor deseo se estaba realizando, que el
milagro que había esperado vanamente iba a realizarse, saltó de la cama, precipitándose
hacia el cuarto de baño y poniéndose su pobre uniforme de deportada.
Algunos momentos más tarde salió por la puerta que Ursula había olvidado cerrar.
Un estruendo formidable venía del Campo.
Después de una breve duda, se separó del chalet de la "Lagerführerin" y, rozando
los muros de los otros chalets, corrió hacia las alambradas de Ravensbrück.

*
—¡Disparad, disparad sobre esos “Dresckschwein”! Ursula había concentrado a sus
mujeres muy cerca del andén, allí donde el terraplén podía servirles de parapeto.
Por el momento, por lo que había observado enfrente, no se trataba más que de un
pequeño número de enemigos que, después de haber matado a la centinela, parecían
disponerse a franquear la entrada principal del Campo.
¡Los imbéciles!
Desde la posición que había conseguido ocupar dominaba el espacio abierto que el
adversario debía atravesar para llegar a la entrada del "Lager”.
Además, si pretendían atacar a las mujeres SS, estarían igualmente desamparados,
porque tendrían que dejar los matorrales y avanzar hacia la plaza dé la estación, donde sólo
se extendían las vías, sin ninguna otra cosa que pudiera servirles de refugio.
—¡Son nuestros, esos “Schweinehunden”! —gritó—; ¡daos prisa, "Sakrement"! ¡Id
a buscar la ametralladora! Vamos a emplazarla aquí mismo...
Tres "SS-Aufseherin” corrieron a buscar el arma.
Las otras, siguiendo las instrucciones de su “Führerin”, no disparaban más que
cuando los enemigos se aventuraban fuera de los matorrales. Dos o tres cadáveres yacían
sobre el terreno descubierto que se extendía ante la entrada del “Konzentrationslager”.
Ursula tenía un brillo de triunfo en los ojos.
Al fin podía demostrar sus capacidades para el combate.
—¡El Führer cuenta con nosotras! —aulló dirigiéndose a las mujeres-soldados—;
¡es como si estuviera mirándonos! ¡Enseñad a esos, sucios rojos de qué están hechas las
mujeres alemanas!

—¡No hay nada que hacer! —maldijo Wassili, el jefe de los partisanos polacos—.
¡Esas cerdas nos impiden progresar! ¡Y ya hemos perdido tres hombres!
Jakob se mordió los labios.
Sus miradas no se dirigían del lado del "SS-Lager' y la estación, sino hacia la
entrada del Campo, hacia las alambradas detrás de las cuales imaginaba a Frieda... si es que
aún estaba viva...
Se volvió hacia Wassili.
—Si tres hombres pueden cubrirme con su fuego, quizá yo podría...
El polaco negó firmemente con un gesto de la cabeza.
—¡Eso sería una locura, camarada! ¡Si pudiéramos dar la vuelta a esa maldita
estación! ¡Pero, mírala! ¡El terreno es tan plano como la palma de mi mano! ¡Nos harían
caer como bobos, esas cerdas!
Kreitzer no dijo nada.
Estaba decidido, costara lo que costara, a llegar hasta el Campo. Los peligros que
debía afrontar no le asustaban. Pero la muerte, sí. Ahora que su esperanza se había
rubificado, y que Frieda podía encontrarse a algunos centenares de metros de él, morir le
parecía la mayor tontería, una estupidez que no podía permitirse.
Sin embargo, su impaciencia acabó por imponerse.
—¡Préstame tres hombres, Wassili! Iré delante de ellos... Con algunas granadas,
creo poder llegar hasta la estación.
Con los ojos semicerrados, el polaco miró fijamente a Jakob.
—De acuerdo. Vamos a intentarlo, aunque temo que no salga bien... Espera, voy a
llamarlos...
No acabó su frase.
Bruscamente, un gruñido sordo se levantó del lado del Campo, muy pronto seguido
de Otros ruidos entre los que dominaba el de los cables demasiado tensos y a punto de
romperse.
En seguida, largos dedos de luz perforaron las tinieblas. Pero hubiera bastado con el
resplandor rojizo del cielo, que reflejaba las llamas del Krematorium, para ver la increíble
escena.
A todo lo largo de las alambras, los tanques arremetían contra éstas, arrancando los
postes, mientras que los alambres de púas, tensados al máximo, se rompían bruscamente
enrollándose en el aire con un silbido agudo.
—¡Los rusos! —gritó Wassili al límite de su alegría— ¡Qué suerte! ¡No esperaba
que llegaran tan pronto!
—¡Mira! —le dijo Jakob—. ¡Están completamente, locas!
El polaco miró hacia la estación.
Evidentemente, las mujeres SS también habían visto los blindados, porque su
ametralladora disparaba ahora sobre los tanques soviéticos con una rabia impotente.
Para que el cañón no sufriera al golpear los postes de las alambradas, los tanquistas
soviéticos habían hecho girar las torretas de forma a situar el cañón en la parte de atrás.
De pronto, el que iba delante se separó un poco de las alambradas.
Lentamente, su torreta giró, apuntando con su largo cañón, como un dedo acusador,
hacia la pequeña estación del “ Konzentrationslager ".
Un chorro de fuego surgió.
Casi inmediatamente, un torbellino de llamas se esparció sobre la estación. El
gruñido de la explosión hizo vibrar el suelo.
Otros tres tanques le imitaron. En pocos minutos docenas de proyectiles se
abatieron sobre las posiciones ocupadas por las "SS-Aufseherin".
Después el silencio se reinstaló en el campo de batalla. Muy corto, porque un grito
enorme que surgía de miles de gargantas, que al fin podían gritar su alegría, se extendió
como el rugido de una tormenta.
Aquel grito no era sólo la manifestación alegre de las deportadas, de las
supervivientes del infierno de Ravensbrück; era el grito de Europa entera, el grito de los
hombres, de las mujeres y de los niños que habían conocido a los nazis.
Y, desde la frontera española hasta Narvik; desde el Atlántico hasta el Volga, aquel
grito de libertad al fin recuperado se elevó hacia el cielo como la más grandiosa acción de
gracias...

EPILOGO

Después de la partida de su marido, Jakob trabajaba en los telégrafos recientemente


reorganizados, Frieda puso algo de orden en la casa, ocupándose después del pequeño
Rudolf, de dos años de edad.
Un mes después de su llegada a Colonia, se habían casado en Berlín porque querían
que Rudolf, entonces en un cuartel de la capital alemana, fuera el padrino, habían
conseguido un pequeño departamento del lado de la Central Bahnof, un sitio ideal porque
los despachos donde Jakob trabajaba, en la "Neue Post", detrás del viejo Gymnasium, se
encontraban a cinco minutos de la casa.
Colonia, una de las ciudades que más habían sufrido, se reponía despacio de sus
heridas. La vida, cierto, no era muy agradable, aunque las cosas no fueran lo que habían
sido después de la liberación.
Pero Frieda era demasiado feliz para quejarse. Y habría conseguido olvidar
completamente el pasado si Rudolf, su hermano, convertido en agregado militar de un
organismo que investigaba los crímenes de los nazis, no estuviera presente a su espíritu, no
solamente por las visitas que les hacía, sino por sus cartas que hacían estremecerse a la
joven.
Implacable como la justicia para a que trabajaba, Rudolf Dreist, en cuanto fue
desmovilizado, se consagró a la búsqueda y a la captura de todos los hombres, o mujeres,
que habían mandado, torturado o matado en los “Konzentrationslager” del Tercer Reich.
Así era como las cartas llegaban al pequeño apartamiento de Maximinen strasse.
“Acabo de llegar a Praga. Entre todos los detenidos que se van a juzgar en esta
ciudad, tres os interesan. Klaus von Winkel, capturado en Auschwitz por los rusos, el doctor
Alber Freisser, «Artzlager» de Ravensbrück y, sorprenderos, el «Oberkriminalinspektor»
Reichmeyer..."
Algunos días más tarde, recibían el recorte del periódico local donde se decía que
los acusados habían sido condenados a muerte y colgados.
Así, con una decisión infatigable, Rudolf Dreist dio caza a los hombres que, de
cerca o de lejos, le habían herido, a él o a los suyos. Joachim Reichmeyer, el comandante de
Panzers, hijo del hombre colgado en Praga, había muerto en una ofensiva soviética sobre
Berlín.
Frieda, que habría querido olvidar todo, sufría mucho de aquel implacable odio que
consumía el corazón de su hermano. Los había encontrado a todos... exceptuando al
Oberleutnant Fritz Lohmann, el “Sanitatsobergefreitter” Hans Loeffer, los dos culpables de
la muerte de Anneliese... y sobre todo Friedrich Schlosser, el hombre en quien ella había
confiado y que la había renegado como un Judas.

Frieda acabó de ocuparse del pequeño Rudolf. Debía hacer unas compras en la
ciudad, pero nunca iba con su hijo. Los trabajos de demolición y de limpieza de escombros
hacían difícil, casi peligroso, el circular con un niño en los brazos.
—¡Greta!
Una joven apareció en el umbral. Acaba de lavarse los cabellos y llevaba, alrededor
de la cabeza, una toalla que le daba el aspecto de una brasileña.
—Otra vez voy a confiarle al pequeño...
—¡Naturalmente! Mi padre no viene a comer hoy, así que la cocina no me ocupará
mucho tiempo...
—'Puede comer con nosotros.
—¡Oh, no! Es usted muy buena, pero...
Una voz llegó hasta ellas.
—¡Frau Kreutzer! —era la voz del cartero—: ¡Tengo unas cartas para usted!
Bajó, cogió las cartas, dando las gracias al cartero, y volvió á subir preparada, y si
usted quiere tomar algo...
—Gracias.
Algunos minutos más tarde, con su bolso en bandolera, Frieda salió de la casa.
Esperó a haber atravesado la ancha Comedienstrasse para pararse un momento. Sacó las
cartas de su bolso y vio, sobre una de ellas, la firme escritura de su hermano.
Abrió el sobre, no sin una cierta aprehensión: "Mi querida Frieda:
"Nada más que unas líneas; primeramente para anunciarte que iré a veros en el
curso del próximo mes. He encontrado un bonito juguete para el pequeño Rudolfo "Como
ves, estoy en Bucarest. Ya hace tres semanas • que trabajo aquí con el tribunal rumano.
¡Vaya sorpresa que he tenido al llegar! Porque venía de Belgrado donde (no he tenido
tiempo de escribírtelo) se ha encontrado un viejo "amigo” tuyo: Fritz Lohmann, el hombre
que le hizo el niño a nuestra Anneliese. Convertido en teniente coronel de los SS, esos nazis
subían de grado como flechas, fue enviado a combatir a los partisanos de Tito. Su unidad
fue destruida, pero consiguió esconderse en casa de una joven yugoslava que cometió el
mismo error que nuestra hermanita: ¡creer en ese bandido! Bueno, no hablemos más. Ha
pagado su deuda y ha sido colgado con otros once de su banda de SS...
”La gran sorpresa de la que te hablaba más arriba es, por de pronto, que Hans
Loeffer, el enfermero que le puso las inyecciones a Anneliese había, cuando los soviéticos
entraron en Breslau, donde aún se encontraba, matando un oficial ruso. En Bucarest he
tenido el «honor» de conocer a Camil Topescu... y, ríete Frieda, se había convertido en el
artista de la nueva República socialista. Pintaba a los soldados del pueblo... Él proceso ha
sido bastante lento, pero al final lo hemos ganado y Topescu ha sido colgado en la prisión
de Bucarets.
"Casi está todo acabado, Frieda... Nos falta, lo sé, el más cerdo de todos... porque
recibió de ti todo lo que una mujer puede dar a un hombre. No te preocupes, le encontraré,
¡aunque tarde años en hacerlo! "Abraza muy fuerte al pequeño Rudolf y di a tu marido que
le llevo una buena ración de tabaco, del que le gusta.
Tu hermano,
Rudolf"

Con un suspiro, Frieda colocó la carta en su bolso. Una gran tristeza se había
apoderado de ella. Habría dado cualquier cosa porque el pasado fuera enterrado para
siempre... desaparecido para siempre.
Las otras dos cartas pusieron un poco de alegría en su corazón herido. La primera
venía de Polonia. Sus antiguas amigas de Ravensbrück, María, Sophie y Suzanne le
escribían frecuentemente, sobre todo después que Lucy, la vieja polaca, había empeorado.
Esta vez la escritura cerrada de María Cheslowa temblaba un poco hacia el final de la carta.
“...ha muerto ayer. Felizmente, se ha extinguido con pocos sufrimientos. Se le
acababa de conceder una medalla. Todos los viejos camaradas, los partisanos, estaban
presentes. Wasili, como todos los otros, te manda recuerdos..."
La tercera carta venía de Berlín.
“Frieda, querida: perdóname de haber dejado pasar casi tres meses desde la última.
carta. Para decirte todo... las tres teníamos un poco de vergüenza... pero finalmente nos
hemos decidido a decirte que hemos vuelto a nuestra antigua profesión. ¿Qué vas a hacerle?
Hemos probado todo, pero los hombres, querida, sean jefes de despacho, alemanes, rusos,
franceses, ingleses o americanos... no buscan más que una cosa. De todas formas, hemos
tenido mucha suerte. Sé que puede parecerte horrible si te digo que nuestra nueva patrona
se parece mucho a Bertha; como ella, lo sabes bien, ¡nunca habrá otra! Pero Frau Erika, la
nueva, es magnifica. Estamos en una bonita casa, en pleno sector americano. Después de
haber vagabundeado por todo Berlín, nos hemos inclinado por el dólar. Pronto recibirás un
oso de juguete que hemos comprado para tu pequeño. Te voy a dejar..."

Prosiguió su camino, con una pequeña sonrisa en sus labios.


No cabía duda alguna, la vida seguía su curso.
Muy pronto, lo sabía, aquellas cartas todavía calientes de amistad fundada en la
desgracia, se harían cada vez más raras. La vida «cotidiana acabaría por empujar al olvido
las cosas que habían parecido inolvidables.
Ella misma había olvidado casi los antiguos sufrimientos. Nuevos deberes la
solicitaban y se entregaba con la fuerza que las gentes ponían en rehacer sus vidas.
¡Paz a los muertos! Sí, paz y también olvido, porque las peores heridas acaban por
cicatrizar.
Cuando se disponía a atravesar la ancha Hochstrasse, antes se llamaba con un
nombre nazi pronto olvidado, oyó, detrás suyo, en la esquina, una voz que le penetró hasta
lo más profundo del alma.
Presa de pánico, estuvo a punto de caer bajo las ruedas de un jeep que pasaba en
tromba. Por un momento, sintió un vacío sobre el estómago y tuvo que apoyarse contra el
muro de una casa.
Entonces y sólo entonces volvió un poco la cabeza... y le vio.
No era un espectáculo sorprendente ver a un mutilado de guerra tender la mano a
los transeúntes. Se decía que iban a ser concentrados en casas especiales y cuidados por la
asistencia pública.
Su manga izquierda colgaba vacía a lo largo de su cuerpo. Pero el brazo que le
faltaba no era su mayor desgracia. Sobre su cara, donde se había fijado una expresión de
tristeza infinita, los ojos vacíos ponían una nota trágica.
Llevó la mano a su boca como para ahogar el grito de angustia que le subía a la
garganta. Su corazón batía locamente. Sus piernas le temblaban.
— “Himmelgott!"
Nada había cambiado sobre su cara, a la excepción de sus ojos que habían
desaparecido. Sin embargo, su cuerpo había envejecido. Apoyado en la esquina, tenía las
espaldas curvadas, el pecho débil, un aspecto terriblemente desgraciado...
“Friedrich; ¡Me pregunto por qué has sido tan cobarde! Pero, en el fondo, como
todos nosotros, tenías miedo..., ¡y yo te perdono!”
No, no diría nada a Rudolf. Estaba harta de venganza, de odio... Su hijo le dictaba la
conducta limpia a seguir, y ella deseaba para él un mundo nuevo, regido por el amor.
—¡Tengan piedad de un ciego de la guerra!
Hurgó en su bolso, dudó, cogió un billete. Dando irnos pasos, se aproximó a él, dejó
el billete sobre la mano de Friedrich y dio media vuelta.
Schlossen, sorprendido, cerró la mano sobre el billete. Levantó la cabeza y su oído
apercibió los pasos de la mujer que se alejaba.
—"Danke, meine Frau... Danke shon!

FIN

ANEXOS

Algunos datos sobre los "Konzentrationslager” citados en esta obra.

CAMPO DE GROSS-ROSEN

Dejando el Campo de Sachsenbausen durante el mes de agosto de 1940, 98 polacos,


con el triángulo rojo de los detenidos políticos, fueron enviados en un Kommando que
acababa de crearse en los confines de Polonia, a 60 kilómetros de la ciudad de Breslau
(Wroclaw).
El signo característico de Gross-Rosen era la torre de la que colgaba}a campana que
regía la vida en el " Konzentrationslager ”.
Esta torre, todavía existente, era para los prisioneros el signo de la vida y de la
muerte, porque era con campanadas con las que se anunciaban las ejecuciones, casi siempre
a la horca.
Dé los 200.000 deportados que se encontraban en Gross-Rosen, se calcula que
40.000 murieron por un trabajo inhumano o simplemente ejecutados.
La capacidad del primer homo crematorio fue muy pronto insuficiente. En 1943 la
firma “Topfx und Söhne” envió al Campo hornos con cuatro cámaras de gran rendimiento.
El fin de Gross-Rosen fue trágico. Cuando la evacuación, en febrero de 1945,
millares de detenidos tomaron el camino de los otros Campos bajo temperaturas de 20 y 25
grados bajo cero. Más de la mitad se quedaron en el camino.

CAMPO DE AUSCHWITZ-BIRKENAU

Por una orden de Himmler, el 27 de abril de 1940, se procedió a la creación de un


"Konzentrationslager” en terreno polaco, en la localidad de Osviecim (Auschwitz) entre
Catowice y Cracovia.
El 14 de junio de 1940, un primer convoy, compuesto por 728 detenidos de
nacionalidad polaca formó el primer núcleo de lo que se convertiría, algunos años más
tarde, en uno de los más horribles Campos de exterminio del Tercer Reich.
De los dos —Auschwitz y Birkenau— éste fue sin duda el más importante, aunque
el nombre del primero haya pasado a la historia de los horrores humanos.
Entre 1940 y 1945, 405.000 detenidos fueron matriculós en Auschwitz, pero fueron
los tres milloneé de judíos, gaseados en ese infierno, los que le dieron su importancia
histórica.
Cuatro enormes hornos crematorios fueron instalados en Auschwitz II (Birkenau).
La llegada de los convoyes se intensificó hasta tal punto que un tercer Campo, Auschwitz
III (Buna-Monowitz) tuvo que ser creado.
Cuando en enero de 1945, los SS reunieron la totalidad de detenidos de los tres
Campos, así como los Kommandos exteriores, no quedaban más que 67.000. Conducidos
por caminos imposibles bajo un frío glacial, una gran parte pereció en el camino, y fueron
rematados con un tiro en la nuca.
A su llegada, el 27 de enero de 1945, las fuerzas soviéticas no encontraron, en total,
más que 5.000 deportados. La gran máquina de Auschwitz había tragado cerca de
5.000.000 de seres humanos.

CAMPO DE RAVENSBRÜCK

Fue a comienzos de 1939 cuando 500 detenidos políticos, venidos de


Sachsenhausen, comenzaron los trabajos de construcción de un nuevo
“Konzentrationslager", cerca del lago Furstenberg, en pleno Mecklenbourg.
Situado en terrenos pantanosos, lo áspero del paisaje, la soledad y el frío en invierno
hicieron conocer Ravensbrück por el sobrenombre elocuente de "la pequeña Siberia de
Mecklenbourg".
Destinado a convertirse en un Campo de mujeres, recibió el primer contingente de
deportadas el 19 de mayo de 1939. Ese primer convoy estaba formado por 867 mujeres que
procedían del Campo de Lichtenbourg.
A lo largo de la guerra, un total de 150.000 detenidas pasaron por el Campo.
Entre 1943 y 1945, 863 niños nacieron en Ravensbrück. Generalmente los médicos-
SS hacían abortar a las mujeres encinta, pero se sirvieron también, para sus experiencias
pseudocientíficas, de los recién nacidos.
Además del trabajo en el Campo, y de los Kommandos exteriores, en condiciones
terribles, las detenidas de Ravensbrück servían de cobayas a los médicos-SS. Fue en ese
lugar espantoso donde nació la palabra "Kaninción final, 92.000 mujeres fueron fusiladas
en el terrinejillos de India" en los laboratorios del "Ravier”.
Frente a la incapacidad de los crematorios, y debiendo cumplir las órdenes de
Himmler, siempre apresurado por llegar a la llamada tristemente "solución final, 92.000
mujeres fueron fusiladas en el terrible "corredor de la muerte".
El campo de Ravensbrück fue liberado por las tropas soviéticas el día 30 de Abril de
1945.
¡Paz a sus muertos!

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03/02/2013

notes

Notas a pie de página

[1] «G». por Guderian.


[2] Amigos: Americanos.
[3] Policía criminal.
[4] Delicadeza amorosa.
[5] Señorita idiota.
[6] Aspirante.
[7] La jauría de mastines de la Policía Militar.
[8] ¡Demasiado tarde!
[9] La ciudad de Breslau fue extrañamente perdonada, y no siguió la suerte de otras
ciudades alemanas hasta poco antes del fin de la guerra.
[10] ¡Cierra el pico!
[11] ¡Es un asesinato!
[12] ¡Menos cuento!
[13] Adiós...
[14] No, adiós no... ¡hasta luego!
[15] Está usted nervioso.
[16] Kripo. Kriminal Polizei.
[17] Sargento mayor.
[18] Wirtschafts Verwaltungshauptamt de las SS (Oficio prin¬cipal de la
Administración y de la Economía de las SS). A partir del edicto del 30 de abril de 1942, los
campos dependían, desde entonces, del W.V.H.A., dirigido por el SS Obergrouppenfiihrer
Oswald Pohl. Antes, la administración de los Kozentrationslager (campos de concentración)
dependía exclusivamente del R.S.H.A. Este Organismo, el «Reichsicherheitshauptamt
(Servicios — centrales de la Seguridad del Reich) que comprendía la Gestapo, el S.D. y la
inspección central de los campos, etc., fue mandado por Heydrich. Después de su muerte,
todo pasó a manos del Kaltenbrunner.
[19] Juez superior.
[20] Acosado.
[21] ¡Culpable!
[22] Condenada a ser colgada.
[23] ¡Condenada a diez años en un campo de concentración!
[24] ¡Inocente!
[25] Condenado a ser decapitado por el hacha del verdugo [26] Condenado a veinte
años en un Campo de concentración..
[27] ¿Atenuantes?
[28] Compañía disciplinaria en el frente ruso.
[29] ¡Pena de muerte! ¡Condenada a ser ahorcada!
[30] Sentencia.
[31] Condenada a un Campo de concentración de por vida..
[32] Madre.
[33] Ambulancia.
[34] Rigurosamente auténtico.
[35] Se puede traducir esta palabra por «fuente o manantial de amor». Eran centros
especiales para «producir» niños arios.
[36] Enfermería
[37] ¡Vete al diablo!
[38] Sin testículos.
[39] ¡Se va a cagar en los pantalones!
[40] Burdel.
[41] Enfermería; sinónimo de Revier, Lazaret o Sanitatlager.
[42] Signo visible que ostentaban los homosexuales.
[43] Para toda información, concerniendo a los Campos, ver los anexos al fin de la
obra.
[44] Detenidos.
[45] Lugar de reunión. La torre de Grossrosen continúa aún en su sitio, así como el
homo crematorio y el «muro de la muerte». Ver anexos.
[46] Vigilantes femeninas de las «SS».
[47] Las nuevas, las que acaban de llegar.
[48] ¡Cuéntame cómo pasó!
[49] Deportadas.
[50] ¿Cómo lo sabes?
[51] Entre otros, la «Deussche Gesellschaft für Schädlingsbe¬kämpfung»
(Asociación alemana de lucha contra los animales dañinos), perteneciente al consorcio I. G.
Fabemindustrie, fa¬bricaba el cyclon-B que libraba a los Campos, particularmente al de
Auscliwitz. Se han encontrado restos de ácido cianhídrico, a la liberación, en los cabellos
de las mujeres gasificadas, así como sobre los objetos metálicos.
Del tamaño de una habichuela, con el aspecto de pequeñas motas de tierra, el
cyclon-B, a una temperatura elevada y bajo la acción de la humedad libera una fuerte
cantidad de ácido cianhídrico. Esta sustancia destruye la acción de los fermentos gracias a
los cuales los glóbulos rojos pueden renovar el oxí¬geno, evitando así la muerte por asfixia
de los tejidos. La pará¬lisis del sistema respiratorio precede a la angustia, los vértigos y los
vómitos. Si la concentración de ácido no sobrepasa 0,12 mg por litro de aire, la muerte no
se produce bastante rápidamente y es precedida de horribles sufrimientos y de una larga
agonía.
¡Naturalmente, los SS no perdían su precioso tiempo calcu¬lando la cantidad de
cyclon que convenía a cada caso!
[52] Se empleaba, para eliminar el gas una vez acabada una ejecución masiva, un
sistema de aireación llamado «.Exhausto».
[53] Aspirante a las «SS».
[54] ¡Piojos! ¡Ladillas!
[55] Para todo detalle concerniendo a los Campos de con¬centración y de
exterminio citados en esta obra, consultar, para más detalles, los anexos situados al final.
[56] La Sección II o «Politische Abteüung» se ocupaba —¡y de qué manera!— de
los casos de tentativa de evasión.
[57] Lavabos de señora.
[58] Sucias alemanas!
[59] Nombre polaco de la localidad donde el K. L. fue insta¬lado. Los alemanes le
dieron el nombre definitivo de Auschwitz.
[60] ¡Puta!
[61] ¡Jesús!
[62] ¡Levantad! ¡Levantad!
[63] Los generales.
[64] Poner los puntos sobre las «i».
[65] ¡Bien dicho!
[66] ¡Ya está arreglado!
[67] ¡Que se lo lleve el diablo!
[68] ¡Un tipo amable!
[69] ¡No es asunto tuyo!
[70] ¿Qué viento le trae?
[71] ¡El colmo de la tontería! ¡Estás completamente loco!
[72] Rigurosamente auténtico.
[73] Mujer jefa de barracón.
[74] ¡La lucha por la vida!
[75] ¡Mañana será otro día!
[76] La veterana del barracón.
[77] Vigilante femenino «SS».
[78] Policía femenina del Campo.
[79] Se decía indiferentemente «LZ» o «KL», las dos abre¬viaturas queriendo decir
«Konzentrationslager* (Campo de con¬centración).
[80] El color rojo era el de los detenidos políticos.
[81] El triángulo verde era llevado por los condenados de derecho común.
[82] Color de los cónyuges judíos o descendientes de alemán judía.
[83] Almacén de vestidos.
[84] Bloque «F», donde se concentraban los detenidos su¬frientes de enfermedades
venéreas. En realidad, la palabra «Franzosen» es peyorativa, porque para designar esa
enfermedad la lengua alemana dice: «Geschlechtskrankheit» o más corriente¬mente
«Fraunkrankheit».
[85] Control de piojos.
[86] Prusia oriental.
[87] Salvaje, feroz.
[88] El tristemente célebre «Amstgruppe D» (Servicio D) si¬tuado bajo la dirección
del temible SS-Brigadenführer Glücks, poseía todo el poder sobre el conjunto de los
Campos de con¬centración. La ejecución masiva de los detenidos emanaba de ese servicio,
como las técnicas que hicieron posible tales geno¬cidios. Eichmann, miembro del servicio
«D», es uno de los más vivos ejemplos. Lo confirmó antes de ser juzgado y colgado por los
israelitas.
[89] La palabra «trague» que nos ha llegado a través de los relatos escritos de los
sobrevivientes de los Campos es sin duda una deformación de la palabra alemana «Trage»
que de¬signa un recipiente para llevar pesos sobre la espalda, como otras muchas que
tienen un significado parecido, del verbo ale¬mán «tragen»: llevar.
[90] «Los soldados del pantano». W. Langhoff. Ediciones Ploa et Nourri. París.
1935.
[91] Mi Führer es mi esperanza, mi ilusión...
[92] Mi Führer es mi lucha...
[93] Juego de palabras, sirviéndose de «Führer», gritado por la Aufseherin, y de
«los», repetido por la «Blockälteste»; las dos palabras juntas dan el adjetivo alemán
«Führerlos»: acéfalo, desprovisto de cabeza.
[94] Calle principal del Campo.
[95] ¡Mierda!
[96] Kommando de limpieza en el almacén; las detenidas de¬bían quitar los
parásitos de las ropas.
[97] La fábrica Siemmens poseía un taller en él Campo de Ravensbrück.
[98] Almacén de vestidos, donde se guardaban los efectos personales de los
detenidos enviados a las cámaras de gas, des¬pués al Crematorio.
[99] Kommando de basuras y letrinas.
[100] Veinticinco golpes de vergajo en los riñones. General¬mente, dado el estado
de salud de las detenidas, muchas de ellas morían después de la «sesión».
[101] Mi ternura.
[102] Le pido perdón, pero...
[103] Auténtico.
[104] Sometidas a una alimentación insuficiente, teniendo ade¬más que realizar un
trabajo inhumano, viviendo en condiciones higiénicas infrahumanas, un terrible porcentaje
de las mujeres deportadas en los «Konzentrationslagers» presentó períodos pro¬longados
de amenorrea.
[105] ¡Hasta nunca!
[106] «Kommandanturarrest»: Depósito y archivos de la Kommandatur del Campo.
[107] Esta palabra alemana que significa conejo doméstico, se toma aquí en el
sentido de cobaya, y designaba en los Campos, sobre todo el de Ravensbrück, a las
detenidas destinadas a las experiencias medicales.
[108] ¡Imbécil!
[109] Pasillo de cemento en el que eran fusiladas, desde arriba, las detenidas.
13.000 mujeres murieron de esta forma en Ravensbrück.
[110] Mi pequeña paloma.., Table of Contents
Karl von Vereiter
LAS HIENAS DE RAVENSBRUK
PROLOGO
Primera parte
Capítulo primeroCapítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo
VIICapítulo VIIICapítulo IXCapítulo X Segunda parte
Capítulo XICapítulo XII Tercera parte
Capítulo XIIICapítulo XIV Cuarta parte
Capítulo XVCapítulo XVICapítulo XVIICapítulo XVIIICapítulo XIXCapítulo
XXCapítulo XXICapítulo XXIICapítulo XXIIICapítulo XXIVCapítulo XXV Quinta
parte
Capítulo XXVICapítulo XXVIICapítulo XXVIIICapítulo XXIXCapítulo XXXCapítulo
XXXICapítulo XXXIICapítulo XXXIIICapítulo XXXIVCapítulo XXXVCapítulo XXXVI
EPILOGO
Notas a pie de página

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