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Aelin lo ha arriesgado todo para salvar a su gente, pero a un gran precio. Encerrada
dentro de un ataúd de hierro por la Reina de los Fae, Aelin debe recurrir a su inque-
brantable voluntad mientras soporta meses de tortura. Consciente de que ceder a
Maeve condenará a aquellos a los que ama es lo que la ayuda a no desmoronarse,
aunque su sanidad empieza a resquebrajarse con cada día que pasa…
Con Aelin capturada, Aedion y Lysandra mantienen la última línea de defensa para
proteger Terrasen de la total destrucción. Aunque pronto se dan cuenta de que los
muchos aliados que habían reunido para luchar contra las hordas de Erawan podrían
no ser suficientes para salvarlos. Dispersados por todo el continente y luchando con-
tra el tiempo, Chaol, Manon y Dorian se ven obligados a forjar sus propios caminos
para enfrentarse a sus destinos. Cualquier esperanza de salvación o de un mundo
mejor pende de un hilo.
Mientras los hilos del destino se entrelazan al fin, todos deben luchar, si quieren
tener una oportunidad de futuro. Algunos lazos se harán incluso más profundos,
mientras otros serán cortados para siempre en el explosivo capítulo final de la saga
Trono de Cristal.
Créditos
Traducción Corrección
• Albasr11 • Cotota
• Blackbeak • Luneta
• Carolina • Nix
• Cris • WinterGirl
• Dakya • Vaughan
• Ella R
• iAtenea
• Irais
• IsaCat
• Liliana Hdz
Corrección Final
• Luneta
• Mary A. • Cotota
• Nashly • Vaughan
• Ravechelle • Reshi
• Reshi
• Scáthach
• Selkmanam
• Vaughan Diseño
• Venus
• Viv_J
Lu Na
• Yunn Hedz
•
El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo final de
varias personas que, sin ningún motivo de lucro, han dedicado su tiempo
a traducir y corregir los capítulos del libro.
El motivo por el cual hacemos esto es porque queremos que todos ten-
gan la oportunidad de leer esta maravillosa saga lo más pronto posible, sin
tener que esperar tanto tiempo para leerlo en el idioma en que fue hecho.
Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin ningún
motivo de lucro, es por eso que este libro se podrá descargar de forma
gratuita y sin problemas.
También les invitamos a que en cuanto este libro salga a la venta en
sus países, lo compren. Recuerden que esto ayuda a la escritora a seguir
publicando más libros para nuestro deleite.
¡Disfruten la lectura!
El príncipe
Traducido por Vaughan
Su Pareja.
Apenas recordaba su propio nombre. Y sólo lo recordaba porque sus tres compañe-
ros lo decían mientras la buscaban a través de violentos y oscuros mares, a través
de antiguos y durmientes bosques, a través de montañas barridas por tormentas ya
enterradas en la nieve.
Así que se quedó con sus compañeros, incluso mientras los días pasaban. Las se-
manas... Los meses.
Más aun así él buscó. Aun así, él iba de cacería por ella en cada camino polvoriento
y olvidado.
Y algunas veces, él hablaba a través del lazo entre ellos, enviando su alma a través
del viento a donde fuera que ella estaba siendo cautiva, enterrada.
Te encontraré...
La princesa
Traducido por Vaughan
El hierro la sofocaba. Había suprimido el fuego en sus venas, tan certero como si las
flamas hubieran sido rociadas.
Ella podía escuchar el agua, incluso en la caja de hierro, incluso con la máscara de
hierro y las cadenas decorándola como listones de seda. El rugido, el interminable
flujo de agua sobre piedra. Llenaba los huecos entre sus gritos.
Y ella probablemente sería olvidada. Era mejor que la alternativa: Ser recordada por
su completo fracaso. Si terminara habiendo alguien que la recordara. Si terminara
habiendo alguien en lo absoluto.
Sin importar cuan seguido sus gritos se ahogaran por el violento río. Sin importar que
tan seguido el chasquido de sus huesos rompiera entre el bramido de los rápidos.
Pero ella no sabía cuánto tiempo la habían mantenido en esa caja de hierro. Cuánto
tiempo la habían forzado a dormir, arrullarla hacia el olvido por el dulce humo que
colaban dentro de su caja mientras viajaban hacia aquí. A esta isla, a este templo
del dolor.
Ella no sabía cuánto tiempo habían durado las brechas entre sus gritos y el desper-
tar. Entre el dolor terminando y comenzando de nuevo.
Días, meses, años, se mezclaban juntos, mientras su propia sangre a veces se des-
lizaba sobre el piso de piedra hacia el río mismo.
Una princesa quien iba a vivir por mil años. Aún más.
Otra maldición que cargar, tan pesada como aquella puesta sobre ella antes de su
nacimiento. El sacrificar su ser mismo para corregir un antiguo error. Para pagar la
deuda de otro a unos dioses que habían encontrado su mundo, que habían quedado
atrapados en él. Y que luego habían gobernado.
Ella no sentía la cálida mano de la diosa que la había bendecido y maldecido con tan
terrible poder. Se preguntaba si esa diosa de luz y fuego siquiera se preocupaba de
que ahora ella yacía atrapada en esta caja de hierro, o si la inmortal había pasado
sus atenciones a otra persona. Al rey quien podría ofrecerse a sí mismo en su lugar
y en dar su vida, salvando este mundo.
A los dioses no les importaba quien pagara la deuda. Por lo que ella sabía que no
vendrían por ella, o la salvarían. Así que ella no se molestó en rezarles.
Pero ella aun así se contaba a sí misma la historia, aun así, algunas veces se ima-
ginaba que el río la cantaba para ella. Que la oscuridad viviendo dentro del ataúd
sellado le cantaba la historia también.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino...
Era en esas horas interminables en las que ella fijaría su mirada en la de su compañero.
Había unos días en los que ella no podía soportar el mirar al lobo. Cuando había
estado tan cerca, muy cerca, de romperse. Y sólo la historia la había retenido de
hacerlo.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino...
Palabras que ella le había dicho a un príncipe. Una vez, mucho tiempo atrás.
Un príncipe de hielo y viento. Un príncipe quien había sido suyo, y ella de él. Mucho
antes de que el lazo entre ellos fuera sentido por ambos.
Era sobre él donde la tarea de proteger ese reino alguna vez glorioso yacía ahora.
El príncipe cuya esencia era besada con pino y nieve, la esencia de ese reino que
ella amaba con su corazón de fuego salvaje.
Incluso cuando la reina oscura tomaba el lugar del cazador, la princesa pensaba en
él. Lo mantenía en su memoria como si fuera una roca en el río salvaje.
La reina oscura con una sonrisa de araña intentaba manipularlo en su contra. En las
telarañas de obsidiana que ella tejía, en las ilusiones y sueños que ella hilaba ante
la culminación de cada punto de ruptura, la reina intentaba torcer su recuerdo de él
como la clave para entrar en su mente.
Así que ella se dijo a sí misma la historia. La oscuridad y la flama dentro de ella la
susurraban, también, y ella les cantaba de vuelta. Encerrada en ese ataúd escondida
en una isla dentro del corazón de un río, la princesa recitaba la historia, una y otra
vez, y les permitía desatar una eternidad de dolor sobre su cuerpo.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino...
Capítulo 1
Traducido por Akasha
Corregido por Nix
Incluso para Terrasen, la primera de las ráfagas otoñales había arribado mucho an-
tes de su llegada habitual.
Aedion Ashryver no estaba completamente seguro de que fuera una bendición. Pero
si mantenía a las legiones de Morath lejos de las puertas de su casa solo un poco
más, se pondría de rodillas para agradecer a los dioses. Incluso si esos mismos
dioses amenazaban todo lo que amaba. Si los seres de otro mundo pudieran ser
considerados dioses en absoluto.
Aedion supuso que tenía cosas más importantes en las que pensar, de todos modos.
En las dos semanas que habían transcurrido desde que se había reunido con su
ejército, no habían visto señales de las fuerzas de Erawan, ni terrestres ni aéreas.
La espesa nieve comenzó a caer apenas tres días después de su regreso, lo que
dificultó el proceso ya lento de transportar a las tropas de su armada al campamento
de la Perdición en la Llanura de Theralis.
Los barcos habían navegado por el Florine, justo al lado de la puerta de Orynth, con
banderas de todos los colores ondeando en el viento de las Staghorns: el cobalto
y oro de Wendlyn, el negro y carmesí de Ansel de Briarcliff, la plata reluciente de la
realeza Whitethorn y sus muchos primos. Los Asesinos Silenciosos, dispersos por
toda la flota, no tenían estandarte, aunque no se necesitaba ninguno para identificar-
los, no con sus ropas pálidas y su variedad de hermosas y letales armas.
Un frente que ahora yacía enterrado bajo varias capas de nieve. Con más por venir.
Sus pieles pálidas lo confundían con el gris y blanco del afloramiento rocoso con una
capucha que ocultaba su cabello dorado. Y lo mantenía cálido. Muchas de las tropas
de Galan nunca habían visto nieve, gracias al clima templado de Wendlyn. La familia
real Whitethorn y su pequeña fuerza no estaban mejor. Así que Aedion había dejado
a Kyllian, su comandante más confiable, a cargo de garantizar que estuvieran tan
cálidos como fuera posible.
Estaban lejos de casa, luchando por una reina que no conocían o en la que quizás ni
creían. Ese frío gélido socavaría sus espíritus y haría que la disidencia brotara y se
expandiera más rápido que el viento aullando entre estos picos.
Un movimiento al otro lado del paso llamó la atención de Aedion, visible solo porque
sabía dónde mirar.
Ella se había camuflado mejor que él. Pero Lysandra tenía la ventaja de usar un
abrigo que había sido hecho para estas montañas.
No que le hubiera dicho eso. O que incluso la hubiera mirado cuando habían partido
en esta misión de exploración.
Al parecer, Aelin tenía asuntos secretos en Eldrys y había dejado una nota con Galan
y sus nuevos aliados para explicar su desaparición. Lo que permitió a Lysandra
acompañarlos en esta tarea.
Nadie se había dado cuenta, en los casi dos meses que habían mantenido esta
artimaña, que la Reina de Fuego no tenía una brasa que mostrar. O que ella y la
cambiaformas nunca aparecían en el mismo lugar. Y nadie, ni los Asesinos Silenciosos
del Desierto Rojo, ni Galan Ashryver, ni las tropas que Ansel de Briarcliff había
enviado por delante de la mayor parte de su ejército, habían notado los pequeños
comentarios que no pertenecían a Aelin en lo absoluto. Tampoco habían notado la
marca en la muñeca de la reina, que no importaba la piel que usara, Lysandra no
podía remover.
Ella hacía un buen trabajo al ocultar la marca con guantes o mangas largas. Y si
alguna vez aparecía un destello de piel cicatrizada, podrían ser explicadas como
parte de las marcas que dejaron los grilletes.
Las falsas cicatrices que también había agregado, justo donde las tenía Aelin. Junto
con la risa y la sonrisa maliciosa. La arrogancia y la quietud.
Aedion apenas podía mirarla. Hablar con ella. Solo lo hacía porque también tenía
que mantener el engaño. Fingir que era su primo fiel, su intrépido comandante que
la llevaría a ella y a Terrasen a la victoria, aunque pareciera improbable.
Así que hizo su papel. Uno de los muchos que había hecho en su vida.
Sin embargo, el momento en que Lysandra cambió su cabello dorado por trenzas
oscuras, ojos Ashryver por unos color esmeralda, dejó de reconocer su existencia.
Algunos días, el nudo de Terrasen tatuado en su pecho, los nombres de su reina y
su corte tejidos entre ellos, se sentía como una marca. Especialmente su nombre.
Él solo la había traído a esta misión para hacerla más fácil. Más segura. Había otras
vidas además de la suya en riesgo, y aunque podría haber asignado esta tarea de
exploración a algunos de la Perdición, necesitaba ponerse en acción.
Les tomó más de un mes navegar desde Eyllwe con sus nuevos aliados, esquivando
la flota de Morath alrededor de Rifthold, y luego estas últimas dos semanas para
trasladarse tierra adentro.
Habían tenido pocas batallas. Solo unas cuantas patrullas de soldados de Adarlan,
sin Valg entre ellos, de los que se habían encargado rápidamente.
Aedion dudaba que Erawan estuviera esperando hasta la primavera. Dudó que su
tranquilidad tuviera algo que ver con el clima. Lo había discutido con sus hombres,
y con Darrow y los otros señores hace unos días. Es probable que Erawan esperara
hasta el final del invierno, cuando la movilidad fuera más difícil para el ejército de
Terrasen, cuando los soldados de Aedion se encontraran débiles por los meses en
la nieve, con los cuerpos rígidos por el frío. Ni siquiera la fortuna que Aelin había
planeado y ganado para ellos la primavera pasada podrían evitar eso.
Sí, podían comprar alimentos, mantas y ropa, pero cuando las líneas de suministro
estaban enterradas bajo la nieve, ¿de qué servirían? Todo el oro en Erilea no
podría detener la lenta y constante pérdida de fuerza causada por los meses en un
campamento en invierno, expuesto a los despiadados climas de Terrasen.
Cerca de allí, una cuerda de arco gruñó, apenas audible sobre el viento. Su punta y
eje habían sido pintados de blanco, y ahora era apenas visible cuando apuntaba con
precisión hacia la mortal abertura del paso.
Aedion llamó la atención de Ren Allsbrook desde donde el joven señor estaba
escondido entre las rocas con su flecha lista para volar. Cubierto con las mismas
pieles blancas y grises que Aedion con una bufanda pálida sobre su boca, Ren era
poco más que un par de ojos oscuros con la insinuación de una cicatriz.
Aedion hizo un gesto para que esperara. Sin apenas mirar hacia la cambiaformas,
Aedion transmitió la misma orden.
Valg. No había signos de un collar en ninguno de ese grupo, ningún indicio de un anillo
oculto por sus gruesos guantes. Aparentemente, incluso a las alimañas infestadas
de demonios les daba frío. O por lo menos a sus portadores mortales.
Deja a uno con vida, había ordenado Aedion antes de que tomaran sus posiciones.
Había sido suerte adivinar que elegirían este paso, una puerta trasera casi olvidada
hacia las tierras bajas de Terrasen. Solo lo suficientemente ancha como para que dos
caballos pudieran viajar a la orilla, había sido ignorada durante mucho tiempo por los
ejércitos conquistadores y los mercaderes que buscaban vender sus productos en el
interior más allá de las Staghorns.
Qué vivía allí, quién se atrevía a ganarse la vida más allá de cualquier frontera
reconocida, Aedion no lo sabía. Justo como no sabía por qué estos soldados se
habían aventurado tan lejos en las montañas.
El grupo de demonios pasó por debajo de ellos, y Aedion y Ren se movieron para
reposicionar sus arcos.
Había durado unos minutos. Solo unos pocos, después de que las flechas de Ren
y Aedion encontraron sus objetivos y Lysandra saltara de su posición para destruir
a otros tres. Y destrullera los músculos de las pantorrilas del sexto y único miembro
sobreviviente.
El demonio gimió cuando Aedion se acercó a él, la nieve a los pies del hombre ahora
era negro azabache por sus piernas hechas jirones. Como restos de tela en el viento.
Lysandra se sentó cerca de su cabeza, con sus fauces manchadas de ébano y sus
ojos verdes fijos en el pálido rostro del hombre. Garras tan afiladas como agujas
brillaban en sus enormes patas.
Detrás de ellos, Ren miró a los otros en busca de signos de vida. Su espada se alzó
y cayó, decapitándolos antes de que el aire helado pudiera hacerlos demasiado
rígidos para atravesarlos.
—Sucio traidor —dijo el enfurecido demonio a Aedion con el rostro lleno de odio. El
hedor llenó la nariz de Aedion, cubriendo sus sentidos como alquitrán.
Aedion sacó el cuchillo que tenía a su lado, la daga larga y mortal que Rowan
Whitethorn le había regalado, y sonrió con gravedad.
Paseando ante el fuego en una de sus muchas chimeneas de gran tamaño, Aedion
pudo contar las marcas de cada brutal invierno sobre las piedras grises. También
podía sentir el peso de la historia del castillo en esas piedras, los años de valor y
servicio, cuando estos pasillos estaban llenos de cantos y guerreros, y los largos
años de tristeza que siguieron.
Ren había tomado una butaca gastada y mullida y la puso junto al fuego, con los
antebrazos apoyados en los muslos mientras miraba la llama. Habían llegado tarde
la noche anterior, e incluso Aedion se había agotado por la caminata a través del
nevado Oakwald. Y después de lo que habían hecho esta tarde, dudaba que tuviera
la energía para hacerlo ahora.
El otro gran salón estaba silencioso y oscuro más allá de su fuego, y sobre ellos,
los tapices y crestas descoloridas del logo de la familia Allsbrook se balanceaban
en las altas ventanas que se alineaban en un lado de la cámara. Un surtido de aves
anidadas en las vigas se agazapaban contra el frío letal de más allá de las antiguas
murallas de la fortaleza.
—Si Erawan está buscando un camino para entrar a Terrasen —dijo Ren finalmente—,
las montañas serían una tontería —frunció el ceño hacia las bandejas de comida
que habían devorado minutos antes. Estofado de cordero y verduras de raíz asadas.
La mayoría estuvieron blandas, pero al menos estaban calientes—. En este lugar la
tierra no perdona fácilmente. Perdería innumerables tropas solo por el clima.
—Erawan no hace nada sin razón —respondió Aedion—. La ruta más fácil a Terrasen
sería a través de las tierras de cultivo, en los caminos del norte. Es donde cualquiera
esperaría que marchara. Ya sea allí, o que lanzara sus fuerzas desde la costa.
Y si Erawan consiguiera las otras dos llaves del Wyrd, si pudiera abrir la puerta
del Wyrd cuando quisiera y desatara hordas de Valg desde su propio reino, tal vez
incluso esclavizara ejércitos de otros mundos y los usrala para la conquista... no
habría posibilidad de detenerlo. En este mundo, o en cualquier otro.
Toda la esperanza de evitar ese horrible destino ahora estaba con Dorian Havilliard y
Manon Blackbeak. A dónde habían ido durante estos meses, qué les había ocurrido,
Aedion no había escuchado un susurro. Lo que supuso era una buena señal. Su
supervivencia estaba en secreto.
Aedion dijo:
—Su explorador solo se reía —dijo Ren, sacudiendo la cabeza. Su largo cabello
hasta los hombros se movía con él—. ¿De qué nos estamos perdiendo? ¿Qué no
estamos viendo? —A la luz del fuego, la cicatriz que atravesaba su rostro se veía
más espantosa. Un recordatorio de los horrores que Ren había soportado y a los
que su familia no había sobrevivido.
De hecho, Ren había preparado a la Perdición los meses que Aedion había estado
ausente, trabajando estrechamente con Kyllian para ubicarlos tan al sur de Orynth
como la correa de Darrow lo permitiera. Resultó que apenas estaban más allá de las
estribaciones que bordeaban el extremo sur de la Llanura de Theralis.
Ren había cedido el control a Aedion, aunque la reunión del Señor de Allsbrook
con Aelin había sido muy fría. Tan fría como la nieve que azotaba afuera, para ser
exactos.
Aedion solo podía esperar que Erawan también permaneciera inconsciente de que
ya no tenían a la Portadora de Fuego con ellos. Lo que las propias tropas de Terrasen
dirían o harían cuando se dieran cuenta de que la llama de Aelin no los protegería en
la batalla, no quería considerarlo.
—También podría ser una verdadera maniobra que tuvimos la suerte de descubrir
—reflexionó Ren—. Entonces, ¿nos arriesgamos a mover tropas a los pasos? Ya
hay algunas en las Staghorns detrás de Orynth, y en las planicies del norte más allá.
Incluso con las maniobras desesperadas y audaces de Aelin, los aliados que había
ganado no se acercaban al máximo poder de Morath. Y todo ese oro que había
acumulado hizo poco para comprarles más, no cuando quedaban pocas cosas con
las que atraer para unirse a su causa.
—Aelin —dijo Aedion, arrastrando las palabras lo mejor que pudo, incluso mientras
la mentira lo ahogaba—, tiene sus propios planes que solo nos dirá cuándo sea el
momento adecuado.
Ren no dijo nada. Y aunque Ren creía que la reina que había regresado era una
ilusión, Aedion agregó:
Ren miró las espadas gemelas que había dejado en la antigua mesa detrás de ellos.
—Aun así, se fue —no hablaba de Eldrys, sino de hace diez años.
—Todos hemos cometido errores en la última década —los dioses sabían que Aedion
tenía mucho que expiar.
Ren se tensó, como si las elecciones que lo habían perseguido le hubieran mordido
la espalda.
—Nunca le conté —dijo Aedion en voz baja, para que el halcón que estaba sentado
en las vigas no pudiera oír—, sobre la casa de opio en Rifthold.
Sobre el hecho de que Ren había conocido a la dueña y había frecuentado mucho
el establecimiento de la mujer antes de la noche en que Aedion y Chaol habían
arrastrado a un Ren casi inconsciente para esconderse de los hombres del rey.
—Puedes llegar a ser un verdadero imbécil, ¿sabías? —La voz de Ren se volvió
ronca.
—Nunca usaría eso contra ti —Aedion sostuvo la furiosa mirada del joven Lord,
dejando que Ren sintiera la lenta furia creciente en su mirada—. Lo que quería decir,
antes de que te salieras de tus casillas —agregó cuando la boca de Ren se abrió de
nuevo—, era que Aelin te ofreció un lugar en esta corte sin conocer esa parte de tu
pasado —un músculo hizo clic en la mandíbula de Ren—. Pero incluso si lo hubiera
hecho, Ren, todavía te habría hecho esa oferta.
—Darrow puede gritar todo lo que quiera, pero me permito disentir —Aedion se
deslizó en el sillón frente al de Ren. Si Ren realmente respaldaba a Aelin, con Elide
Lochan ahora de regreso, y Sol y Ravi de Suria probablemente apoyándola, le daban
a su reina tres votos a su favor. Contra los cuatro que se oponían.
La cambiaformas no había pedido ver la tierra que iba a ser su hogar si sobrevivían
a esta guerra. Solo se había convertido en un halcón durante la caminata hasta aquí
y se había ido por un tiempo. Cuando regresó, no dijo nada, aunque sus ojos verdes
estaban brillantes.
No, Caraverre no sería reconocido como un territorio, no hasta que Aelin tomara su
trono.
Una puerta se abrió en el otro extremo del pasillo, seguida de apresurados pasos
ligeros. Se levantó un instante antes de que un alegre ¡Aedion!, retumbara sobre las
piedras.
Evangeline estaba radiante, vestida de pies a cabeza con ropas de lana verde
bordeada con pelaje blanco, con el cabello rojo dorado colgando en dos trenzas.
Como las chicas de las montañas de Terrasen.
Sus cicatrices se estiraron cuando sonrió, y Aedion abrió los brazos justo antes de
que ella se lanzara sobre él.
—Dijeron que llegaste tarde anoche, pero te fuiste antes del amanecer, y estaba
preocupada de extrañarte de nuevo.
—Parece que has crecido medio metro desde la última vez que te vi.
—¿Dónde está…?
Brillante. Lysandra parecía estar brillando mientras pasaba una capa alrededor de
su cuerpo desnudo, la prenda dejada en una silla cercana precisamente para este
propósito. Evangeline se arrojó a los brazos de la cambiaformas, medio sollozando
de alegría. Los hombros de Evangeline se sacudieron, y Lysandra sonrió, profunda
y cálidamente, acariciando la cabeza de la niña.
—¿Estás bien?
Para todo el mundo, la cambiaformas habría parecido tranquila, serena. Pero Aedion
la conocía, conocía su estado de ánimo, sus secretos. Sabía que el ligero temblor en
sus palabras era una prueba del furioso torrente bajo la hermosa superficie.
—Oh, sí —dijo Evangeline, alejándose para dirigirse hacia Ren—. Él y Lord Murtaugh
me trajeron aquí poco después. Ligera está con él, por cierto. Con Murtaugh, quiero
decir. Le agrada él más que yo porque le da golosinas todo el día. Ahora está más
gorda que un gato casero perezoso.
Lysandra se echó a reír, y Aedion sonrió. La niña había sido bien cuidada.
Como si se diera cuenta, Lysandra murmuró a Ren, su voz era un suave ronroneo.
—Gracias.
Las mejillas de Ren se tiñeron de rojo cuando se puso de pie.
—Pensé que estaría más segura aquí que en el campo de batalla. Más cómoda, al
menos.
Aedion se volvió hacia Ren, la mirada del señor se fijó en Lysandra. Como lo hacía
siempre que ella tomaba su forma humana.
Es decir, cuando ella no viviera en Orynth bajo la piel y corona de otra persona,
usando a Aedion para engendrar una falsa línea de sangre real. Poco más que un
semental para reproducirse.
Evangeline puso sus manos en sus caderas en un gesto que Aedion había visto a
Aelin hacer tantas veces que su corazón dolía al verla.
—Me pediste que te dijera si alguna vez apestabas. Especialmente tu aliento.
—Lo hice.
—Una habitación fina para un invitado —murmuró Aedion a Ren, alzando las cejas.
Tenía que ser una de las mejores aquí, si tenía su propio baño.
—Perteneció a Rose.
Su hermana mayor. Quién había sido asesinada junto con Rallen, el medio hermano
de Allsbrook, en la academia de magia a la que estaban asistiendo. Cerca de la
frontera con Adarlan, la escuela había estado directamente en el camino de las
tropas invasoras.
Incluso antes de que cayera la magia, habrían tenido pocas defensas contra diez
mil soldados. Aedion no se permitía recordar a menudo la matanza de Devellin, esa
escuela legendaria. En cuántos niños habían estado allí. En cómo ninguno había
escapado.
Ren había sido cercano a sus dos hermanas mayores, pero sobre todo a la alegre
Rose.
—Le hubiera gustado —aclaró Ren, sacudiendo su barbilla hacia Evangeline. Con
cicatrices, se dio cuenta Aedion, como Ren. La marca en la cara que Ren se había
ganado mientras escapaba de los cuchillos en la carnicería, las vidas de sus padres,
el costo de la distracción que los sacó a él y a Murtaugh. Las cicatrices de Evangeline
provenían de un tipo diferente de escape, evitando por poco la vida infernal que la
cortesana habría soportado.
Ella había tratado de hablar con él estos últimos dos meses. Muchas veces. Docenas
de veces. Él la había ignorado. Y cuando por fin llegaron a las costas de Terrasen,
ella se había rendido.
Ella le había mentido. Lo engañó tanto que cualquier momento entre ellos, cualquier
conversación... no sabía si había sido real. No quería saberlo. No quería saber si ella
sintió algo de eso, cuando él tan estúpidamente había dejado todo a sus pies.
Había creído que esta era su última cacería. Que él podría tomarse su tiempo con
ella, mostrarle todo lo que Terrasen tenía para ofrecer. Muéstrale todo lo que él tenía
que ofrecer, también.
Aedion solo regresó la vista al fuego, bloqueando sus ojos color esmeralda, su
exquisito rostro.
Aedion le lanzó una mirada que habría hecho a cualquier hombre correr.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el viento que aullaba fuera del castillo fuera
reemplazado por el aullido de las bestias de Erawan?
Aedion al fin dejó la carta. Respiró hondo mientras fruncía el ceño hacia la luz gris y
acuosa que se filtraba por las ventanas en lo alto de la pared.
—Es de Kyllian —dijo Aedion con voz ronca—. Las tropas de Morath tocaron tierra
en la costa, en Eldrys.
Ren juró. Murtaugh se quedó en silencio. Aedion se mantuvo sentado, ya que parecía
probable que sus rodillas no lo sostuvieran.
Porqué el rey oscuro había esperado tanto tiempo, Aedion solo podía hacer
suposiciones.
—¿Las torres de las brujas? —preguntó Ren. Aedion le había contado todo lo que
Manon Blackbeak había revelado en su viaje a través de los Stone Marshes.
—No dice —dudaba que Erawan hubiera manejado las torres, ya que eran lo
suficientemente masivas como para requerir ser transportadas por tierra, y los
exploradores de Aedion seguramente habrían notado una torre de treinta metros
siendo arrastrada por su territorio—. Pero las explosiones arrasaron la ciudad.
—¿Quién sabe? —Aedion lo pensaría más tarde—. Erawan fijó su mirada en Eldrys,
y ahora ha tomado la ciudad. Parece inclinado a lanzar algunas de sus tropas desde
allí. Si no lo detenemos, llegarán a Orynth en una semana.
—Tenemos que regresar al campamento —dijo Ren, con un gesto—. A ver si podemos
hacer que nuestra flota vuelva a bajar por el Florine y atacar con Rolfe desde el mar.
Mientras atacamos desde tierra.
Aedion no tuvo ganas de recordarles que no habían oído de Rolfe más que vagos
mensajes sobre su búsqueda de los micenios y su legendaria flota. Las probabilidades
de que Rolfe emergiera para salvar sus traseros eran tan escasas como la legendaria
Tribu del Lobo en el extremo más alejado de las Montañas Anascaul. O que los Fae
que huyeron de Terrasen hace una década y regresaran de donde habían huido para
unirse a las fuerzas de Aedion.
Velocidad y claridad.
Las líneas tienen que mantenerse, ordenó Rowan antes de que partieran. Cómpranos
todo el tiempo que puedas.
Elide Lochan una vez había esperado viajar a lo largo y ancho, a un lugar donde
nadie hubiera oído hablar de Adarlan o Terrasen, tan distante que Vernon no tuviera
oportunidad de encontrarla.
Ella no había anticipado que eso realmente podría suceder.
De pie en el polvoriento y antiguo callejón de una ciudad igualmente polvorienta,
en un reino al sur de Doranelle, Elide se maravilló con las campanas del mediodía
que resonaban en el cielo despejado, el sol pintando las pálidas piedras de los edifi-
cios, el viento seco barriendo a través de las estrechas calles entre ellos. Ella había
aprendido el nombre de esta ciudad tres veces, y aún no podía pronunciarlo.
Supuso que no importaba. No estarían aquí por mucho tiempo. Al igual que no se
habían detenido en ninguna de las ciudades que por las que habían pasado, ni en
los bosques o montañas o tierras bajas. Reino tras reino, el ritmo implacable estable-
cido por un príncipe que parecía apenas capaz de recordar hablar, y mucho menos
alimentarse.
Elide hizo una mueca ante las desgastadas ropas de brujas que todavía llevaba,
su deshilachada capa gris y sus desgastadas botas, y luego miró a sus dos acom-
pañantes en el callejón. De hecho, todos habían visto días mejores.
—En cualquier momento —murmuró Gavriel con un ojo en la entrada del callejón.
Una imponente y oscura figura se fundió en las escasas sombras por el arco medio
derrumbado, observando la bulliciosa calle más allá.
Elide no observó demasiado esa figura. Había sido incapaz de soportar estas inter-
minables semanas. Incapaz de soportarlo, o el insufrible dolor en su pecho.
Elide frunció el ceño hacia Gavriel.
—Deberíamos habernos detenido para el almuerzo.
Él movió su barbilla hacia la bolsa gastada que estaba contra la pared.
—Hay una manzana en mi bolsa.
Mirando hacia el edificio que se alzaba sobre ellos, Elide suspiró y alcanzó la bolsa,
pasando por la ropa de repuesto, la cuerda, las armas y diversos suministros hasta
que sacó la manzana gorda roja-y-verde. La última de las muchas que habían arran-
cado de un huerto en un reino vecino. Sin palabras Elide la compartió con el Señor
de las Hadas.
Gavriel arqueó una dorada ceja.
Elide reflejó el gesto.
—Puedo escuchar tu estómago gruñir.
Gavriel soltó una carcajada y tomó la manzana con una inclinación de cabeza antes
de limpiarla con la manga de su pálida chaqueta.
—En efecto, lo está.
En el callejón, Elide podría haber jurado que la figura oscura se puso rígida. Ella no
le prestó atención.
Gavriel mordió la manzana, sus caninos brillando. El padre de Aedion Ashryver… el
parecido era asombroso, aunque las similitudes se detenían en la apariencia. En los
breves días que había pasado con Aedion, él había demostrado ser lo opuesto al
macho pensativo y de suave voz.
Se preocupó, después de que Asterin y Vesta los dejaron a bordo del barco con el
que habían navegado hasta allí, de que podría haberse equivocado al elegir viajar
con tres machos inmortales. Que sería pisoteada.
Pero Gavriel había sido amable desde el principio, asegurándose de que Elide co-
miera lo suficiente y tuviera mantas en las noches frías, enseñándole a montar los
caballos en los que habían gastado preciosas monedas para comprar porque Elide
no tendría la oportunidad de mantenerse al trote con ellos, con su tobillo o no. Y para
los momentos en que tenían que llevar a sus caballos por un terreno complicado,
Gavriel había reforzado su pierna con su magia, su poder era una brisa cálida de
verano contra su piel.
Ella ciertamente no permitiría que Lorcan lo hiciera.
Nunca olvidaría la imagen de él arrastrándose detrás de Maeve una vez que la rei-
na había roto el juramento de sangre. Arrastrándose tras Maeve como un amante
rechazado, como un quebrantado perro desesperado por su amo. Aelin había sido
maltratada, su ubicación traicionada por Lorcan a Maeve, y aun así trató de seguirla.
A través de la arena todavía húmeda con la sangre de Aelin.
Gavriel se comió la mitad de la manzana y le ofreció a Elide el resto.
—También deberías comer.
Frunció el ceño ante el morado debajo de los ojos de Gavriel. Igual que debajo de los
suyos, no lo dudaba. Su ciclo, al menos, había llegado cada mes, a pesar del duro
viaje que quemó cualquier reserva de comida en su estómago.
Eso había sido particularmente mortificante. Explicarle lo que necesitaba a los tres
guerreros que ya podían oler la sangre. Más paradas frecuentes.
No había mencionado los calambres que le torcían las tripas, la espalda y azotaban
sus muslos. Había seguido cabalgando, con la cabeza baja. Sabía que se habrían
detenido. Incluso Rowan se habría detenido para dejarla descansar. Pero cada vez
que hacían una pausa, Elide veía ese ataúd de hierro. Veía el látigo brillando con
sangre, mientras chasqueaba en el aire. Escuchaba los gritos de Aelin.
Se había ido para que no se llevaran a Elide. No había dudado en ofrecerse en lugar
de Elide.
El solo pensamiento mantuvo a Elide a horcajadas sobre su yegua. Esos pocos días
se hicieron un poco más fáciles con las limpias tiras de lino que Gavriel y Rowan le
proporcionaron, sin duda, de sus propias camisas. Cuándo los cortaron, ella no tenía
ni idea.
Elide mordió la manzana, saboreando la dulce y agria frescura. Rowan había dejado
algunas monedas de cobre de un suministro que disminuía rápidamente como cuen-
ta de la fruta que habían tomado.
Pronto tendrían que robar sus cenas. O vender sus caballos.
Un golpe sonó desde detrás de las ventanas selladas un nivel arriba, salpicado de
amortiguados gritos masculinos.
—¿Creen que tendremos mejor suerte esta vez? —preguntó Elide en voz baja.
Gavriel estudió las contraventanas pintadas de azul, talladas en una intrincada ce-
losía.
—Espero que sí.
La suerte se había agotado en estos días. Habían tenido muy poca desde la maldita
playa en Eyllwe, cuando Rowan sintió un tirón en el vínculo entre él y Aelin, el vínc-
ulo de apareamiento, y había seguido su llamada a través del océano. Sin embargo,
cuando llegaron a estas orillas después de varias semanas terribles en aguas tan
salvajes como tormentas, no había nada más que rastrear.
No había rastro de la restante armada de Maeve. Ningún susurro del barco de la
reina, el Ruiseñor, atracado en cualquier puerto. Sin noticias del regreso a su trono
en Doranelle.
Los rumores eran todo lo que habían tenido para continuar, llevándolos a través de
montañas llenas de nieve, a través de densos bosques y secas llanuras.
Hasta el reino anterior, la ciudad anterior, las calles llenas de parranderos celebran-
do Samhuinn, para honrar a los dioses cuando el velo entre los mundos era más
delgado.
No tenían idea de que esos dioses no eran más que seres de otro mundo. Que cual-
quier ayuda que los dioses ofrecían, cualquier ayuda que Elide había recibido de
esa pequeña voz sobre su hombro, había sido con un objetivo en mente: regresar a
casa. Peones… eso es todo lo que Elide, Aelin y los demás eran para ellos.
Estaba confirmado por el hecho de que Elide no había escuchado un susurro de
la guía de Anneith desde aquel horrible día en Eyllwe. Solo empujones durante los
largos días, como si fueran recordatorios de su presencia. Que alguien estaba ob-
servando.
Que, si tuvieran éxito en su búsqueda para encontrar a Aelin, esperaban que la joven
reina pagara el precio final a esos dioses. Si Dorian Havilliard y Manon Blackbeak
pudieran recuperar la tercera y última Llave del Wyrd. Si el joven rey no se ofrecía
como sacrificio en lugar de Aelin.
Así que Elide soportó esos empujones ocasionales, negándose a contemplar qué
tipo de criatura se había interesado tanto en ella. En todos ellos.
Elide había descartado esos pensamientos mientras examinaban las calles, escu-
chando cualquier susurro de la ubicación de Maeve. El sol se había puesto, Rowan
gruñía con cada hora que pasaba que no daba con nada. Como todas las demás
ciudades que habían resultado en nada.
Elide los había hecho seguir paseando por las alegres calles, inadvertidos e inmacu-
lados. Le recordaba a Rowan cada vez que él mostraba sus dientes que había ojos
en cada reino, en cada tierra. Y si se corriera la voz de que un grupo de guerreros
Hada estaban aterrorizando a las ciudades en su búsqueda de Maeve, seguramente
llegaría a la Reina de las Hadas en poco tiempo.
Había caído la noche, y en las colinas doradas que se extendían más allá de las
murallas de la ciudad, se habían encendido las fogatas.
Rowan finalmente había dejado de gruñir ante la vista. Como si hubieran tirado de
algún hilo en su memoria de dolor.
Pero luego pasaron junto a un grupo de soldados Hada que estaban bebiendo y
Rowan se quedó quieto. Había evaluado a los guerreros de esa manera fría y calcu-
ladora que le dijo a Elide que había elaborado algún plan.
Cuando se metieron en un callejón, el príncipe hada lo había expuesto en términos
crudos y brutales.
Una semana después, y aquí estaban. Los gritos crecieron en el edificio de arriba.
Elide hizo una mueca cuando la madera resquebrajada ahogó las campanas de la
ciudad.
—¿Deberíamos ayudar?
Gavriel se pasó una tatuada mano por su dorado cabello. Los nombres de los guer-
reros que habían caído bajo su mando, le había explicado cuando finalmente se
atrevió a preguntar la semana pasada.
—Ya casi termina.
De hecho, incluso Lorcan ahora fruncía el ceño con impaciencia ante la ventana en-
cima de Elide y Gavriel.
Cuando las campanas del mediodía terminaron de sonar, las persianas se abrieron
de golpe.
Destrozadas era una mejor palabra mejor para eso ya que dos machos salieron vo-
lando a través de ellas.
Uno de ellos, moreno y ensangrentado, gritó mientras se caía.
El príncipe Rowan Whitethorn no dijo nada mientras caía con él. Mientras mantenía
su agarre en el macho, y mostraba sus dientes.
Elide se hizo a un lado, dándoles un amplio espacio mientras se estrellaban contra
la pila de cajas en el callejón, haciendo volar astillas y escombros.
Sabía que una ráfaga de viento evitó que la caída fuera fatal para el hombre de hom-
bros anchos, a quien Rowan tiró de los restos del cuello de su túnica azul.
No les servía de nada que estuviera muerto.
Gavriel sacó un cuchillo y se mantuvo al lado de Elide cuando Rowan golpeó al ex-
traño contra la pared del callejón. No había nada amable en el rostro del príncipe.
Nada acogedor.
Solo un depredador de sangre fría. Empeñado en encontrar a la reina dueña de su
corazón.
—Por favor —espetó el macho. En lengua común.
Entonces Rowan lo había encontrado. No podían tener la esperanza de rastrear a
Maeve, Rowan se había dado cuenta de eso en Samhuinn. Sin embargo, encontrar
a los comandantes que servían a Maeve, quienes se despelgaban a través de varios
reinos como préstamo a los gobernantes mortales, eso es lo que podían hacer.
Y el macho al que Rowan gruñía, sus propios labios sangrando, era un comandan-
te. Un guerrero, desde la anchura de sus hombros hasta sus musculosos muslos.
Rowan todavía lo empequeñecía. Gavriel y Lorcan también. Como si, incluso entre
las hadas, los tres fueran una raza completamente diferente.
—Así es como va ir esto —dijo Rowan al comandante que lloriqueaba, con una voz
terriblemente suave. Una sonrisa brutal agraciaba la boca del príncipe, dejando cor-
rer la sangre de su labio partido—. Primero te rompo las piernas, tal vez una parte de
tu columna para que no puedas arrastrarte. —Señaló con un dedo ensangrentado el
callejón. Hacia Lorcan—. Sabes quién es, ¿verdad?
Como si respondiera, Lorcan salió de las sombras. El comandante comenzó a tem-
blar.
―La pierna y la columna, tu cuerpo eventualmente se curaría —continuó Rowan
mientras Lorcan seguía al acecho—. Pero lo que Lorcan Salvaterre te hará… —Sol-
tó una risa baja y triste—… no te recuperarás de eso, amigo.
El comandante miró frenéticamente hacia Elide, hacia Gavriel.
La primera vez que eso había sucedido, hace dos días, Elide no había podido ob-
servar. Ese comandante en particular no poseía ninguna información que valiera la
pena compartir, y dado en el tipo indecible de burdel en el que lo habían encontrado,
Elide no había lamentado que Rowan hubiera dejado su cuerpo en un extremo del
callejón. Su cabeza en el otro.
Pero hoy, esta vez... observa. Observa, siseó una pequeña voz en su oído. Escucha.
A pesar del calor y el sol, Elide se estremeció. Apretó los dientes, aguantando todas
las palabras que se alzaron dentro de ella. Encuentren a alguien más. Encuentren
una manera de usar sus propios poderes para forjar la Cerradura. Encuentren una
manera de aceptar que su destino es quedarse atrapados en este mundo, así no
necesitaremos pagar una deuda que, para empezar, no era nuestra.
Sin embargo, si ahora Anneith hablaba cuando solo la había presionado durante
estos meses... Elide tragó esas furiosas palabras. Como se esperaba que todos los
mortales hicieran. Por Aelin, podría someterse. Como Aelin finalmente se sometería.
El rostro de Gavriel no mostraba piedad, solo una practicidad sombría mientras mi-
raba al tembloroso comandante colgando de la mano de hierro de Rowan.
—Dile lo que quiere saber. Solo lo empeoraras para ti.
Lorcan casi los había alcanzado, un viento oscuro se arremolinaba sobre sus largos
dedos.
No había nada del macho que había venido a conocer en su severo rostro. Al menos
del macho que había conocido antes de esa playa. No, esta era la máscara del que
había visto por primera vez en Oakwald. Insensible. Arrogante. Cruel.
El comandante vio el poder acumulado en la mano de Lorcan, pero logró burlarse de
Rowan, con la sangre cubriendo sus dientes.
—Ella los matará a todos —Un ojo morado ya formándose, su parpado completa-
mente cerrado. El aire pulsó en las orejas de Elide cuando Rowan cerró un escudo
de viento a su alrededor. Sellando todo el sonido—. Maeve matará a cada uno de
ustedes, traidores.
—Puede intentarlo —fue la suave respuesta de Rowan.
Observa, susurró Anneith de nuevo.
Cuando el comandante comenzó a gritar esta vez, Elide no apartó la mirada.
Y mientras Rowan y Lorcan hacían para lo que habían sido entrenados, ella no podía
decidir si la orden de Anneith había sido de ayuda, o un recordatorio de lo que los
dioses podrían hacer si les desobedecían.
Capítulo 3
Traducido por Yun Hedz
Corregido por Nix
El comandante en el callejón había declarado que sus últimas órdenes habían sido
expedidas de Doranelle.
¿Ellos habían de alguna manera pasado por alto la opción más sencilla? ¿De que
Maeve haya estado en Doranelle todo este tiempo, oculta de sus súbditos?
Sin embargo, el otro comandante que hoy habían encontrado, después de una
semana de estarlo cazando en el puerto más cercano, había declarado que él había
recibido órdenes de un reino distante en el que habían buscado tres semanas atrás.
En la dirección opuesta a Doranelle.
Ninguno de ellos había querido hablar desde que el comandante de esta tarde había
contradicho la primera declaración.
—Tan simple como lo es, tendría sentido para ella llevar a Aelin ahí.
No estaba seguro cuando le había hablado por última vez a la mujer delante de él.
Aunque ella no había dudado de cómo él había roto a los comandantes de Maeve.
Se había acobardado durante la peor parte de ello, sí, pero había escuchado cada
palabra que Rowan y Lorcan habían exprimido de ellos. Lorcan supuso que ella
había visto cosas peores en Morath… odiaba que ella lo hubiera hecho. Odiaba que
el monstruo de su tío todavía respirara.
Pero esa caza vendría luego. Después de que ellos encontraran a Aelin. O lo que
sea que quedara de ella.
Los ojos de Elide se agrandaron fríos, tan fríos mientras ella decía:
Y sí, una pequeña parte de él estaba agradecida por ello, desde que los dioses
sabían que ella no aceptaría ninguna clase de ayuda de él.
Hellas lo condenara, él había tenido que recurrir a dar su camisa troceada a Whitethorn
y Gavriel para darle a ella por su ciclo. Él los había amenazado con despellejarlos
vivos si decían que era suya, y Elide, con su humano sentido del olfato, no lo había
percibido en la tela.
Él no sabía por qué se molestaba. No había olvidado sus palabras ese día en la
playa.
Espero que pases el resto de tú miserable e inmortal vida sufriendo. Espero que la
pases solo. Espero que vivas con arrepentimiento y culpa en tu corazón y nunca
encuentres una forma de suportarlo.
Su voto, su maleficio, lo que sea que había sido, se había hecho realidad. Cada
palabra de ello. Él había roto algo. Algo precioso más allá de lo conmensurable.
Nunca le había importado hasta ahora.
Ella le había ofrecido un hogar en Perranth sabiendo que sería un macho sin honor.
Le ofreció un hogar con ella.
Pero no había sido el rompimiento del juramento de sangre de Maeve lo que había
revocado la oferta. Había sido una traición tan grande que él no sabía cómo arreglarla.
Él no se permitía considerar que Elide sería un poco más que polvo para entonces.
El pensamiento por sí solo era suficiente para revolver a la miserable comida de pan
rancio y queso duro en su estómago.
Un idiota, era un torpe inmortal idiota por comenzar este camino con ella, por olvidar
que incluso si ella lo perdonara, su mortalidad la llamaba.
—También tendría sentido para Maeve ir con los akkadianos, como el comandante
de hoy afirmó. Maeve ha mantenido lazos por mucho tiempo con dicho reino —él,
Whitethorn y Gavriel habían ido a la guerra y regresado a ese territorio arenado. Él
nunca había deseado en poner un pie en él de nuevo.
Porque se necesitaría una armada para evitar que Whitethorn alcance a su compañera.
Él se giró hacia el príncipe, quién no dio señal de haber estado escuchando. Lorcan
no quería considerar si Whitethorn pronto necesitaría agregar un tatuaje al otro lado
de su rostro.
—El comandante de hoy era mucho más comunicativo —Lorcan continuó hacia
el príncipe con el que había luchado tantas veces a su lado, quien había sido un
bastardo de corazón frío tanto como Lorcan hasta esta primavera—. Apenas si lo
amenazaste y él cantó para nosotros. El que había afirmado que Maeve estaba en
Doranelle seguía lleno de desprecio hasta el final.
—Creo que está en Doranelle —se interpuso Elide—. Anneith me dijo que escuchara
ese día. Ella no me lo dijo las otras dos ocasiones.
—Es algo a tomar en cuenta, sí —dijo Lorcan, y los ojos de Elide centellearon con
irritación—. No veo razón para creer que los dioses serían así de claros.
—Lo dice el macho que siente el tacto de un dios, diciéndole cuando correr o pelear
—Elide chasqueó.
Lorcan la ignoró, a esa verdad. Él no había sentido el toque de Hellas desde las
Marismas de Piedra. Como si incluso el dios de la muerte fuera repelido por él.
—El borde de Akkadia es un recorrido de tres días desde aquí. Su capital tres días
más que eso. Doranelle está alrededor de dos semanas, si viajamos con poco
descanso.
Y el tiempo no estaba de su lado. Con las llaves del Wyrd, con Erawan, con la segura
desencadenación de una guerra en el propio continente de Elide, cada retraso tenía
un costo. Sin mencionar lo que cada día indudablemente traía sobre la reina de
Terrasen.
Las fosas nasales de Elide se ensancharon, pero ella se giró hacia Rowan:
—Hemos venido a este lejano sur —dijo Rowan finalmente, su voz baja.
—Será mejor que vayamos a Akkadia que nos arriesguemos a aventurarnos todo el
camino hacia Doranelle para darnos cuenta que estábamos equivocados.
Y así fue.
Elide sólo lanzó una furiosa mirada hacia Lorcan y se levantó, murmurando algo de
ocuparse de sus necesidades antes de irse a dormir. Su andar se mantenía firme
mientras hacía crujir el pasto, gracias al soporte que Gavriel mantenía alrededor de
su tobillo.
Sus pasos se volvieron distantes, casi silenciosos. Ella usualmente iba más lejos de
lo necesario para evitar que ellos escucharan algo. Lorcan le dio unos minutos antes
de que él la siguiera en la oscuridad.
—¿Qué quieres?
Lorcan siguió caminando, hasta que él estaba en la base del montículo y se detuvo.
Ella hizo un pisotón para pasarlo, pero Lorcan se metió en su camino. Ella estiró su
cuello para ver su rostro, aún así él jamás se había sentido menos. Más pequeño.
—No me importa.
—Por supuesto que no. ¿Por qué habrías querido que tu maravillosa reina cortara
el juramento de sangre?
—Eso no me importa —no lo hacía. Nunca había dicho palabras más ciertas—. Yo
solo deseo hacer las cosas bien.
Lorcan parpadeó ante esas palabras, el odio en ellas, bastante perplejo como para
dejarla pasar esta vez. Elide ni siquiera miró atrás.
Él evitó la arena sangrienta, los gritos de la reina, sus finales y suplicantes peticiones
a Elide. Los evitó y dijo:
Tal agonía que Lorcan no podía imaginar lo que sería romper el juramento por su
parte, sin ser licitado. No era la clase de dolor de la que uno salía.
El juramento podía ser estirado, languidecer. El hecho de que Vaughan, el último del
cadre, todavía vagara por las selvas del norte en su “caza” de Lorcan era prueba
suficiente de que las restricciones del juramento de sangre podían ser trabajadas
alrededor. Pero romperlo por su propia voluntad, encontrar una manera de romper la
cuerda, sería abrazar la muerte.
Se había cuestionado durante esos meses si él debió haber hecho justo eso.
—Traté de alcanzarla. A Aelin. Traté de alcanzar aquella caja —agregó tan bajo que
solo Elide pudo escucharlo—. Lo prometo.
Elide solo dio paso de regreso al campamento. Lorcan se quedó donde estaba.
Lorcan apretó su mandíbula, haciendo ningún esfuerzo por ocultar sus pasos. Si
los oídos de Gavriel eran lo suficientemente agudos para haber escuchado cada
palabra de su conversación, el León ciertamente sabía que se estaba acercando. Y
ciertamente sabía que era mejor no meterse en sus asuntos.
No existía fondo en ese abismo, esa grieta en el mundo. Pero podía oír susurros
serpenteando, muy hacia abajo.
Ella estaba de espaldas hacia él, el cabello ondeando como una lámina de oro. Más
larga de como la había visto la última vez.
Aelin.
Él no tenía voz aquí, pero dijo su nombre. Lo lanzó a través del golfo entre ellos.
Pero no eran las ligeramente características de edad las que le quitaron el aliento.
Ella miró hacia él, el cabello aun ondeando. Detrás de ella cuatro pequeñas figuras
emergieron. Rowan cayó a sus rodillas. La más alta: una chica con cabello dorado
y ojos verde pino, con un rostro solemne y tan orgullosa como su madre. El chico
junto a ella, cercano a la altura de ella, le sonrió, calido y brillante, sus ojos Ashryver
brillando bajo su casco de cabello plateado. El chico junto a él, de cabello plateado
y ojos verdes, podría muy bien haber sido su gemelo. Y la más pequeña, aferrada
a las piernas de su madre... De huesos finos y plateado cabello una niña, un poco
más pequeña que un bebé, sus ojos azules volviendo a un linaje que él no conocía.
Su familia.
La familia que el podría tener, el futuro que podría tener. La cosa más hermosa que
alguna vez haya visto.
Aelin.
Él trató de gritar. Trató de escapar de sus rodillas, para encontrar alguna vía hacia
ellos.
Pero ahí no había nada ni nadie con quién pelear ahí, en este polvoso campo bajo
las estrellas.
Rowan escaneó la posición de las estrellas. Solo unas pocas horas hasta el alba.
Mientras Elide y Lorcan habían debatido hacia dónde ir, él lo había sopesado por sí
mismo. Si volar hacia Doranelle solo y arriesgarse a perder valiosos días en lo que
sería una búsqueda de idiotas.
Si Vaughan hubiera estado con ellos, si hubiera sido Vaughan liberado, él podría
haber enviado al guerrero en su forma de águila pescadora a Doranelle mientras
ellos seguían hacia Akkadia.
Rowan lo consideró una vez más. Si presionaba su magia, sacando partido de los
vientos a su favor, las dos semanas que le tomarían para llegar a Doranelle podrían
ser hechas en días. Pero si él de alguna manera encontraba a Aelin… él había
sostenido tantas batallas para saber que necesitaría la fuerza de Lorcan y Gavriel
antes de que las cosas acabaran. Él podría arriesgar a Aelin al tratar de liberarla
sin su ayuda. Lo que significaría volar de regreso hacia ellos, luego, haciendo el
agonizante viaje lento hacia el norte.
Y con Akkadia tan cerca, la opción más prudente era buscar ahí primero. En caso de
que el comandante de hoy hubiera hablado con la verdad. Y si lo que ellos aprendieran
en Akkadia los llevaba a Doranelle, entonces hacia Doranelle irían ellos. Juntos.
Incluso si fuera contra cada instinto como su compañera. Su esposa. Incluso si cada
día, cada hora, aquella Aelin pasaba en el agarre de Maeve fuera probablemente a
traerle más sufrimiento del que él podía soportar considerar.
Así que él viajaría a Akkadia. Dentro de unos días, ellos entrarían en sus llanuras
planas y luego, las distantes colinas áridas más allá. Una vez que comenzaran las
lluvias invernales, la llanura sería verde, fresca, pero después del abrasante verano,
las tierras quedaban de color café y del color del trigo, escasas de agua.
Gavriel inclinó su cabeza en un gesto que Rowan sabía qué significaba: ¿Estás
bien?
Extraño, todavía era extraño trabajar con el León, con Lorcan, sin los lazos del
juramento con Maeve atándolos a hacerlo. El saber que ellos estaban ahí por su
elección.
Gavriel no objetó mientras merodeó hacia su saco de dormir y se dejó caer sobre él
con un suspiro felino.
Rowan suprimió la punzada de culpa. Había estado presionándolos muy duro. Ellos
no habían reclamado, no habían pedido disminuir el agotador paso que él había
fijado.
Ella no estaba muerta, porque el vínculo aún existía, sin embargo… estaba silenciado.
Él lo había descifrado durante las largas horas en las que habían viajado, durante sus
horas en guardia. Incluso en las horas en que él debería haber estado durmiendo.
Él no había sentido dolor en el vínculo aquel día en Eyllwe. Él había sentido cuando
Dorian Haviliard la había acuchillado en el castillo de cristal, había sentido la conexión,
lo que él tan estúpidamente había pensado que era el vínculo carranam entre ellos,
estirándose hasta el punto de quiebre cuando ella había llegado a estar así, tan
próxima a la muerte.
Sin embargo, ese día en la playa, cuando Maeve la había atacado, luego Cairn la
había azotado…
Rowan apretó su mandíbula tan fuerte como para que le doliera, incluso mientras
su estómago se enturbiaba. Él miró hacia Goldryn, situada junto a él en su saco de
dormir.
Aelin había sentido la flecha que él había recibido durante la batalla con Manon en
el templo del Temis. O lo suficiente como una sacudida para que ella supiera, en ese
momento, que ellos eran compañeros.
Él tenía un sentimiento de que sabía la respuesta. Sabía que Maeve era probablemente
la causa de ello, el amortiguador sobre lo que había entre ellos. Ella se había metido
en su cabeza para engañarlo en pensar que Lyria era su compañera, se había burlado
de cada instinto que lo hacía un hada macho. No estaría más allá de sus poderes
encontrar una manera de sofocar lo que había entre él y Aelin, evitar que supiera que
ella había estado en tal peligro, y ahora lo alejaba de encontrarla.
Pero él debió haberlo sabido. Debió haber volado directo a la playa, y no haber
desperdiciado esos preciosos minutos.
Compañera. Su compañera.
Él debió haber sabido eso también. Incluso si la furia y la aflicción lo habían vuelto
un miserable bastardo, él debió haber sabido quién era ella, qué era ella, desde el
momento en que él la había mordido en Mistward, incapaz de detener el impulso
de reclamarla. El momento en que su sangre había llegado a su lengua y ésta le
había cantado y luego se había negado a dejarlo solo, su sabor persistiendo durante
meses.
En lugar de eso, ellos habían peleado. Él los había dejado pelear, tan perdido en
su furia y hielo. Ella había estado tan rabiosa como él y había escupido tan odiable
y atroz cosa que la había tratado como cualquiera de los otros machos y hembras
que habían estado bajo sus órdenes y la había callado, pero esos prematuros días
todavía lo perseguían. Aunque Rowan sabía que si alguna vez mencionaba la riña
que ellos habían hecho con una lengüetada de pena, Aelin lo maldeciría por idiota.
Él no sabía qué hacer sobre el tatuaje bajo su rostro, su cuello y brazo. La mentira
que contaba su pérdida y la verdad que revelaba su ceguera.
Él había llegado a amar a Lyria, eso había sido cierto. Y la culpa de ello lo consumía
vivo en cualquier momento en que él pensaba en ello, aunque lo entendía ahora.
Por qué Lyria había estado tan asustada de él esos primeros meses, porque qué
había sido tan malditamente difícil cortejarla, incluso con el lazo de compañeros, su
verdad desconocida para Lyria también. Ella había sido gentil, tranquila y amable.
Una diferente clase de fuerza, sí, pero no lo que él habría escogido para él.
Incluso cuando la furia lo consumía en sus pensamientos, por lo que había sido
robado de él. De Lyria también. Aelin había sido suya, y él había sido de ella, desde el
inicio. Mucho más tiempo que eso. Y Maeve había pensado en romperlos, romperla
para conseguir lo que quería.
Él no dejaría ir eso impune. Al igual que él no podía perdonar que Lyria, sin importar
lo que realmente existió entre ellos, había estado portando su hijo cuando Maeve
había enviado esas fuerzas enemigas a su hogar en la montaña. Él nunca perdonaría
eso.
Te mataré, Aelin había dicho cuando ella había escuchado lo que Maeve había
hecho. Cuán terriblemente Maeve lo había manipulado, destrozado, y destruido a
Lyria. Elide le había dicho cada palabra del encuentro, una y otra vez. Te mataré.
Él suplicó que ese fuego, esa furia, no se hubieran roto. Él sabía cuántos días habían
sido, sabía quién Maeve le había prometido que supervisaría la tortura. Sabía que la
suerte estaba apilada contra ella. Él había pasado dos semanas atado en una mesa
enemiga. Aún portaba la cicatriz en su brazo por uno de sus más creativos aparatos.
Él no había puesto un pie en Akkadia desde aquella última y terrible guerra. Aunque
él había liderado a soldados Fae y mortales por igual hacia la victoria, él no había
tenido ningún deseo de verla de nuevo.
Dile a Rowan que lo siento, mentí. Solamente dile que todo era tiempo prestado de
cualquier manera. Incluso antes de hoy, yo sabía que todo sólo era tiempo prestado,
pero que igual desearía que tuviésemos más de ello.
Él se negaba a aceptarlo. Nunca aceptaría que ella sería él costo final para terminar
esto, para salvar su mundo.
Dile que tiene que pelear. Que debe salvar a Terrasen y recordar los votos que me
hizo.
Y dile que gracias… por caminar conmigo en ese oscuro sendero de regreso hacia
la luz.
Había sido su honor. Desde el principio, había sido su honor, el más grande de su
inmortal vida.
Una vida inmortal que ellos compartirían juntos… de alguna manera. Él no permitiría
ninguna otra alternativa.
Los vientos invernales frente a las olas ásperas habían enfriado a Chaol Westfall
desde el momento en que emergió de sus camarotes de debajo de la cubierta. Inclu-
so con su gruesa capa azul, el frío húmedo se filtró en sus huesos, y ahora, mientras
escudriñaba el agua, parecía que la pesada capa de nubes no se rompería pronto.
El invierno se empujaba sobre el continente, seguramente, así como las legiones de
Morath.
El rápido amanecer no había revelado nada, solo los mares turbulentos y los estoi-
cos marineros y soldados que habían mantenido a este barco viajando rápidamente
hacia el norte. Detrás de ellos, flanqueando, los seguía la mitad de la flota del Kan.
La otra mitad aún permanecía en el sur del continente mientras el resto de la arma-
da del poderoso imperio se unía. Solo se retrasarían unas semanas si el clima se
mantenía.
Chaol envió una oración sobre el viento helado y salobre para que lo hiciera. Porque
a pesar del tamaño de la flota reunida detrás de él, y a pesar de los mil jinetes de
ruk que acaban de volar a los cielos desde sus perchas en los barcos para la caza
matutina sobre las olas, tal vez no fuera suficiente contra Morath.
Y es posible que no llegaran lo suficientemente rápido para que ese ejército haga
una diferencia de todos modos.
Tres semanas de navegación les habían traído pequeñas noticias del anfitrión que
sus amigos habían reunido y supuestamente traído a Terrasen, y se habían alejado
lo suficiente de la costa para evitar cualquier barco enemigo, o Wyvern. Pero eso
cambiaría hoy.
Un delicado y cálido brazo lo rodeó, y una cabeza de cabello marrón dorado se apo-
yó en su hombro.
—Se está congelando aquí —murmuró Yrene, frunciendo el ceño ante las olas azo-
tadas por el viento.
Ella dejó escapar una carcajada, el vapor de su aliento arrancado por el viento.
—Canalla.
Su columna vertebral era secundaria a eso. Había pasado estos largos días en el
barco practicando cómo podía luchar, ya fuera a caballo o con un bastón o desde
su silla de ruedas, durante los tiempos en que el poder de Yrene se agotaba lo
suficiente como para que el vínculo vital entre ellos se estirara y la lesión se hiciera
cargo una vez más.
Aunque la otra parte de ese trato con la diosa que había guiado a Yrene durante toda
su vida, que la había llevado a las costas de Antica y ahora la había regresado a su
propio continente... esa parte lo asustó muchísimo.
Para canalizar su poder curativo en él para que pudiera caminar cuando su magia no
estaba demasiado agotada, sus vidas se habían entrelazado.
—¿Qué es?
Chaol levantó la barbilla hacia el barco que navegaba más próximo al suyo. En su
popa, dos ruks, uno dorado y otro marrón rojizo, estaban atentos. Ambos ya estaban
ensillados, aunque no había señales de los jinetes de Kadara o Salkhi.
—No puedo decir si estás viendo mal a los ruks o al hecho de que Nesryn y Sartaq son
lo suficientemente inteligentes como para permanecer en la cama en una mañana
como esta.
Como nosotros deberíamos hacer, sus ojos de color marrón dorado agregaron
cortantemente.
Fue el turno de Chaol de empujarla con un codo.
Solo la cálida seda de su piel contra sus labios era suficiente para calentar sus
huesos fríos.
Yrene dejó escapar un sonido suave y sin aliento que tenía a sus manos doliendo
para vagar a lo largo de su cuerpo envuelto. Incluso con el tiempo presionándolos,
apurándolos hacia el norte, a él le había encantado aprender todos sus sonidos, le
encantaba inducirlos.
Pero Chaol apartó su cabeza de la curva de su cuello para hacer un gesto de nuevo
a los ruks.
Apostaría a que Nesryn y el recién coronado heredero del Kan se estaban abrochando
armas y capas.
Para que pudieran decidir dónde, exactamente, atracar la armada y marchar hacia
el interior lo más rápido posible.
Según los cálculos de su capitán, solo estaban cerca de la frontera que Fenharrow
compartía con Adarlan. Así que tenían que decidir a dónde, exactamente, estaban
navegando. Lo más rápido posible.
Ya habían perdido tiempo precioso bordeando las Islas Muertas, a pesar de la noticia
de que, una vez más, pertenecían al Capitán Rolfe.
Es probable que la noticia ya haya llegado a Morath sobre su viaje, pero no había
necesidad de proclamar su ubicación exacta.
Pero su secretismo les había costado: no había tenido noticias sobre la ubicación
de Dorian. Ni un susurro sobre si se había ido al norte con Aelin y la flota que había
reunido en varios reinos. Chaol solo podía rezar que Dorian lo hubiera hecho, y que
su rey permaneciera a salvo.
—Solo ellos.
—Es más fácil para números pequeños permanecer ocultos —Chaol señaló al cielo.
—Lo sé.
—Solo... sé que es una tontería, pero de alguna manera no pensé que nos afectaría
tan rápido.
Apenas llamaría rápido a estas semanas en el mar, pero entendía lo que ella quería
decir.
—Necesito comprobar en los suministros. Haré que Borte me lleve al barco de Hasar.
Arcas, el feroz montura del jinete ruk, todavía cabeceaba donde dormía en la popa.
Yrene sonrió y levantó las manos para ahuecar su rostro. Sus ojos claros escanearon
los suyos.
—Dime eso cuando estemos hasta la altura de la rodilla en el lodo congelado, ¿lo
harás?
Ella resopló, pero no hizo ningún movimiento para alejarse. Tampoco él.
De ceja a ceja y de alma a alma, se quedaron parados en medio del viento amargo
y las olas, y esperaron a ver qué podían descubrir los ruks.
Incluso mientras vivía entre los jinetes de ruk en las montañas Tavan, Nesryn Faliq
nunca había estado tan congelada.
Sin embargo, Salkhi no mostró ningún indicio de que el frío lo afectara mientras se
lanzaban sobre las nubes y el mar. Pero eso también podría deberse a que Kadara
voló a su lado, el escuadrón dorado se debilitó con el viento amargo.
Un punto débil: su ruk había desarrollado un punto débil y una admiración por la
montura de Sartaq. Aunque Nesryn supuso que se podría decir lo mismo sobre ella
y el jinete del ruk.
Nesryn apartó los ojos de las turbulentas nubes grises y miró al jinete a su izquierda.
Su pelo rapado había crecido, apenas. Justo lo suficiente como para ser trenzado
contra el viento.
Nesryn se sonrojó a pesar del frío, pero le devolvió la señal, sus dedos entumecidos
torpes sobre los símbolos. Todo claro.
Una colegiala sonrojada. Eso es en lo que se había convertido cerca del príncipe, sin
importar el hecho de que habían estado compartiendo una cama estas semanas, o
lo que él le había prometido para su futuro.
Era absurdo, por supuesto. La idea de ella vestida como la madre de él, con esas
amplias túnicas y grandes tocados... No, se adaptaba mejor a los cueros de rukhin,
al peso del acero, no a las joyas. Se lo había dicho a Sartaq. Muchas veces.
Él se había reído de ella. Había dicho que podía caminar desnuda por el palacio si lo
deseaba. Lo que ella usara o no usara no le molestaría en lo más mínimo.
No obstante seguía siendo una noción ridícula. Una que el príncipe parecía pensar
era el único rumbo para su futuro.
Había apostado su corona, le había dicho a su padre que si ser príncipe significaba
no estar con ella, entonces se alejaría del trono.
Antes de que se fueran, sus hermanos no parecían enojados por eso, aunque
habían pasado toda su vida compitiendo por ser coronados como el heredero de su
padre. Incluso Hasar, que navegó con ellos, se había abstenido de sus comentarios
habituales y afilados.
Incluso si Kashin, Arghun o Duva, todos todavía en Antica, con Kashin prometieron
navegar con el resto de las fuerzas de su padre, habían cambiado de opinión acerca
de la cita de Sartaq, Nesryn no lo sabía.
Navegar a Terrasen aún era una opción, dependiendo de lo que encontraran hoy en
la costa. Si Lysandra podría estar allí, si aún podría estar viva, esa era otra cuestión
enteramente.
Falkan había jurado que su fortuna, sus propiedades, serían su herencia mucho
antes de que supiera que había sobrevivido a la infancia o recibido los dones de su
familia.
Una extraña familia de los Desiertos, que se había extendido por todo el continente,
su hermano terminó en Adarlan el tiempo suficiente para engendrar a Lysandra y
abandonar a la madre de esta.
Sin embargo Falkan no había hablado de esos deseos desde que habían dejado las
Montañas Tavan, y en cambio se había dedicado a ayudar de cualquier manera que
pudiera: explorar, más que nada.
Quizás tan vital como el ejército que habían traído con ellos era la información que
habían recogido allí. Que Maeve no era una Reina Fae, sino una impostora Valg. Una
antigua reina Valg, que se había infiltrado en Doranelle en los albores del tiempo,
atacado las mentes de las dos reinas y convencido de que tenían una hermana
mayor.
Tal vez el conocimiento no traería nada en esta guerra. Pero podría cambiarlo de
alguna manera. Para saber que otro enemigo acechaba a sus espaldas. Y que Maeve
había huido a Erilea para escapar del rey Valg con quien se había casado, hermano
de otros dos, quienes a su vez había separado las llaves de Wyrd de la puerta y
atravesaron mundos para encontrarla.
Que los tres reyes Valg habían irrumpido en este mundo solo para detenerse aquí,
sin saber que su presa ahora acechaba en un trono en Doranelle, había sido un
extraño giro del destino. Solo Erawan se quedó aquí de esos tres reyes, hermano de
Orcus, el esposo de Maeve. ¿Qué pagaría él para saber quién era ella realmente?
Era una pregunta, tal vez, para que otros reflexionaran. Para considerar cómo
manejar.
El aire frío y brumoso la asaltó, pero Nesryn se inclinó hacia el descenso, mientras
Salkhi seguía a Falkan sin una orden. Por un minuto, solo las nubes pasaron, y
luego...
Los acantilados blancos se alzaban de las olas grises, y más allá de ellos pastos
secos se extendían en las últimas llanuras del norte de Fenharrow.
Los pastos en las llanuras no estaban secos por el invierno. Habían sido quemados.
Y los árboles, desprovistos de hojas, eran poco más que cáscaras.
El príncipe le devolvió la señal, pasa rozando las nubes, pero no te pongas debajo
de ellas.
Pueblos y granjas: desaparecidos. Como si una fuerza hubiera barrido desde el mar
y arrasara todo a su paso.
Pero no había habido ninguna armada acampada en la orilla. No, este ejército había
estado a pie.
Manteniéndose justo dentro del velo de las nubes, Nesryn y Sartaq cruzaron la tierra.
Su corazón latía con fuerza, cada vez más rápido, con cada unión de paisaje
escarchado y estéril que cubrían. No había signos de un ejército contrario o batallas
en curso.
Nesryn marcó la tierra, las características que podía distinguir. De hecho, apenas
habían cruzado las fronteras de Fenharrow, Adarlan se extendía hacia el norte.
Aunque tierra adentro, cada vez más cerca con cada unión, un ejército marchó. Se
extendía por millas y millas, negro y retorcido.
El poder de Morath. O una fracción terrible de ella, enviada para infundir terror y
destrucción antes de la ola final.
Nesryn miró por encima del ala de Salkhi, la despiadada caída, y vio a un pequeño
grupo de soldados con una armadura oscura que se movía a través de los árboles,
una rama de la gran masa que estaba muy por delante. Como si hubieran sido
enviados para cazar a los supervivientes.
No a los barcos. Sino hacia los seis soldados, comenzando el largo viaje de regreso
a su anfitrión.
Lady Yrene Westfall, antes Yrene Towers, había contado los suministros unas seis
veces. Cada barco estaba lleno de ellos, pero el barco de la princesa Hasar, la
escolta personal de la Sanadora en Mando, tenía la mezcla más vital de tónicos y
pomadas. Muchos habían sido elaborados antes de partir desde Antica, sin embargo
Yrene y los otros curanderos que habían acompañado al ejército pasaron largas
horas preparándolos lo mejor que pudieron a bordo.
En la tenue empuñadura, Yrene apoyó los pies contra el balanceo de las olas y cerró
la tapa de la caja de tarros de salve, anotando el número en el pedazo de papel que
había traído consigo.
—El mismo número que hace dos días —una vieja voz chasqueaba desde las
escaleras.
Hafiza, la Sanadora en Mando, se sentó en los escalones de madera, con las manos
apoyadas sobre la pesada falda de lana que cubría sus rodillas delgadas.
—Otra vez.
—Será vital, sí, pero también imposible. Cuando estemos en el campo de batalla,
chica, tendrás suerte si puedes encontrar una de estas latas en medio del caos.
Yrene tragó.
—Lo sé.
Pero eso fue sin el asunto de los Valg, ocultándose en huéspedes humanos como
parásitos. Valg quienes las matarían de inmediato si supieran lo que las curanderas
planeaban hacer.
Hafiza gimió cuando se levantó de su posición en los escalones y ajustó las solapas
de su gruesa chaqueta de lana, cortada y bordada al estilo de los jinetes de Darghan.
Un regalo de la última visita que la Sanadora en Mando había hecho a las estepas,
cuando ella había llevado a Yrene con ella.
—Están contados. No hay más suministros para hacerlos, no hasta que lleguemos a
la tierra y podamos ver qué se puede usar allí.
Hafiza subió las escaleras con eso, dejando a Yrene en la bodega en medio de las
pilas de cajas.
Tenía que encontrar algún camino por recorrer. Alguna forma de alcanzarlo.
Ya que Manon sin duda no estaría dispuesto a llevarlo. Incluso si ella hubiera sido
la que había sugerido que él podría tomar el lugar de Aelin para forjar la cerradura.
Las Trece apenas habían escapado de Morath, no tenían prisa por regresar. No
cuando su tarea de encontrar a los Crochans se había vuelto tan vital. No cuando
Erawan podría sentir muy bien su llegada antes de que se acercaran a la fortaleza.
Gavin había afirmado que el camino lo encontraría aquí, en este campamento. Aun-
que encontrar una manera de convencer a las Trece de permanecer, cuando el ins-
tinto y la urgencia las obligaba a seguir adelante... eso podría resultar una tarea tan
imposible como obtener la tercera llave de Wyrd.
Su campamento se agitó en la luz gris del amanecer, y Dorian se dio por vencida con
el sueño. Al levantarse, encontró la bolsa de dormir de Manon empacada y la bruja
misma de pie junto a Asterin y Sorrel junto a sus monturas. Era ese trío al que tendría
que convencer para quedarse, de alguna manera.
Ya esperando cerca de la boca del paso, los otros wyverns se movieron mientras se
preparaban para el vuelo insoportablemente frío.
Otro día, otra búsqueda de un clan de brujas que no tenían deseos de ser encontra-
das. Y probablemente tendrían pocas ganas de unirse a esta guerra.
—Salimos en cinco minutos lLa voz rocosa de Sorrel se extendió por todo el campa-
mento.
En menos de tres minutos, el fuego estaba apagado y las armas fueron colocadas,
atadas a las sillas de montar y las necesidades observadas antes del largo día de
vuelo.
Amarrándose a Damaris, Dorian apuntó a Manon, la bruja que estaba de pie con esa
quietud sobrenatural. Hermosa, incluso aquí en la maldita nieve, una peluda cabra
sobre sus hombros. Cuando se acercó, sus ojos se encontraron con los de él en un
destello de oro quemado.
Sabía que las palabras casuales no alcanzaban del todo con sus ojos.
—Ya buscamos al norte de aquí —dijo Asterin—. Sigamos dirigiéndonos hacia el sur,
lleguemos al final de los Colmillos antes de dar marcha atrás.
—Puede que ni siquiera estén en las montañas —respondió Sorrel—. Las hemos
cazado en las tierras bajas en décadas pasadas.
Manon escuchó con una expresión fresca y tranquila. Como ella hacía cada mañana.
Sopesando sus palabras, escuchando el viento que le cantaba.
Al parecer, incluso las brujas inmortales con acero en sus venas podrían cansarse
del frío incesante.
Dorian mantuvo su rostro ligeramente agradable, una mano apoyada en el pomo con
forma de ojo de Damaris.
Sabía que no tenían la menor idea. Lo sabía, pero esperó su respuesta de todos
modos, tratando de no agarrar el pomo de Damaris demasiado fuerte.
Sin embargo, Damaris no dio respuesta más allá de un débil calor en el metal. No sabía
lo que había esperado: un zumbido verificador de poder, una voz de confirmación en
su mente.
Calor para la verdad; probablemente frío por mentiras. Sin embargo, al menos
Gavin había dicho la verdad acerca de la espada. Él no debería haberlo dudado,
considerando al dios al cual Gavin todavía honraba.
Lejos de Morath. Dorian abrió la boca, buscando algo que decir, hacer, para retrasar
esta partida. A falta de romper el ala de un wyvern, no había nada...
Las brujas se volvieron hacia los wyverns, donde Dorian cabalgaría con una de las
centinelas para la siguiente etapa de esta caza sin fin. Pero Abraxos rugió, lanzándose
a Manon con un chasquido de dientes.
Con los dientes destellando, bajó su enorme pata. Manon se agachó, rodando hacia
un lado, y Dorian lanzó una pared de su magia: el viento y el hielo.
El oso fue envestido hacia atrás, golpeando la nieve con un golpe helado. Al instante
volvió a subir, luchando con Manon. Sólo Manon.
Medio pensamiento hizo que Dorian lanzara unas manos invisibles para detener a la
bestia. Justo cuando chocó con su magia, rociando nieve, la luz destelló.
Pero no fue Lysandra quien emergió de la piel perfectamente camuflada del oso.
Una araña. Una gran araña, estigia, grande como un caballo y negra como la noche.
Sus muchos ojos se entrecerraron sobre Manon, con las pinzas haciendo clic,
mientras silbaba:
—Blackbeak
Pero la araña no había anticipado a Las Trece. O el poder del rey de Adarlan.
Las Trece cerraron filas, las armas brillando en el cegador sol y la nieve, los wyverns
formando una pared de cueros y garras correosas detrás de ellos.
La araña siseó.
La araña siseó.
Quizás no fuera la falta de miedo, sino la falta de... de cualquier cosa que los mortales
consideren vital para sus almas. Arrancado de él por su padre. Y ese demonio Valg.
—No tenía idea de que nuestras hermanas se habían vuelto tan cobardes, si ahora
requieren magia para ensartarnos como cerdos.
Manon levantó a la cambia formas, contemplando dónde, entre los muchos ojos de
la araña, hundir la hoja.
—Espera.
—Espera.
Si la araña los había encontrado aquí tan fácilmente, tenían que moverse. Ahora.
La araña siseó:
—¿Debo decirte lo que vi a unas cincuenta millas al sur de aquí? ¿A quién vi,
Blackbeak?
Manon parpadeó. Sólo una vez. Las Trece se habían quedado igualmente quietas.
Asterin preguntó:
—Las Crochans siempre saben cómo lo que yo imagino que es el vino de verano. A
lo que el chocolate, como lo llamas tú, sabría.
Manon estudió la claridad de sus ojos, los hombros cuadrados. La cara despiadada,
aunque con un ángulo inquisitivo de su cabeza.
—¿Qué?
—No la mates. Aún no. Hay más que podría saber más allá del paradero de las
Crochans.
La araña siseó:
—No necesito la misericordia de un niño...
—Lo que recibes es la misericordia de un rey —dijo Dorian con frialdad—, y sugeriría
que te quedes callada el tiempo suficiente para recibirla.
Rara vez, tan rara vez Manon escuchaba esa voz de él, ese tono que le enviaba un
estremecimiento por su sangre y huesos. La voz de un rey.
El terror profano se mantuvo en silencio por un instante antes de que ella dijera:
Damaris se calentó en su mano. Verdad. Cada palabra que la araña había dicho era
verdad. Y esto... Un camino hacia Morath, como algo completamente distinto. En la
piel de otros.
Tal vez un esclavo humano, como Elide Lochan. Alguien cuya presencia iría sin
llamar la atención.
—¿Tienes un nombre?
—Un rey sin su corona pide a una humilde araña su nombre —murmuró ella, sus
profundos ojos se posaron en él—. No puedes pronunciarlo en tu lengua, pero
puedes llamarme Cyrene.
—¿Lo estoy?
—Ella no lo hará.
Manon miró a Asterin. Los ojos de su Segunda desconfiaban, su boca era una línea
tensa. Sorrel, unos pocos pies atrás, fulminó con la mirada a la araña, sin embargo
su mano había caído de su espada.
Las Trece, en alguna señal tácita, se alejaron hacia sus wyverns. Solo Cyrene los
observaba, esos ojos horribles y sin alma parpadeaban de vez en cuando, sus
dientes comenzaron a chasquear.
Se encogió de hombros.
—Si quieres a alguien que caliente tu cama y se acobarde con cada una de tus
palabras y obedezca todas tus órdenes, busca en otra parte.
Dorian intentó no estremecerse. Suicidio para infiltrarse en Morath, una vez que
supo lo que necesitaba de esta cosa.
—Si encuentras tan poco valor en tu existencia que te obliga a confiar en esta cosa,
entonces, por todos los medios, llévala.
Un desafío no mirar hacia Morath o a la araña, más hacia adentro. Ella vio exactamente
lo que roía en su pecho vacío, aunque solo fuera porque una bestia similar roía en
el suyo.
—¿Y luego qué? —Preguntó Asterin. La única de ellas que tenía permiso para
hacerlo.
Manon buscó a Abraxos y Dorian la siguió, lanzándole a Cyrene una capa de repuesto
mientras su magia la arrastraba con él.
Y por una vez, no se encontró con la mirada de nadie. No hizo nada más que mirar
hacia el sur.
La bruja también guardaba secretos. ¿Pero eran los suyos tan terribles como los de
él?
Capítulo 8
Traducido por Selkmanam
Corregido por Aruasi Sargav
Solo un pequeño movimiento de sus codos era suficiente para incrustarlos en los
lados de la caja, cadenas reverberando a través del pequeño espacio. Sus pies des-
calzos podían rozar el fondo si los retorcía un poco.
Ella levantó sus manos atadas a la sólida pared de hierro pocos centímetros por so-
bre su cara. Trazó los espirales y soles en relieve sobre su superficie. Incluso en el
interior Maeve había ordenado que fueran grabados. Para que Aelin nunca pudiera
olvidar que esta caja había sido hecha para ella, mucho antes que naciera.
Pero al menos eran sus propios dedos rozando el frío y duro metal.
Más incluso que las otras memorias que presionaban, demandando que las recono-
ciera. Que las aceptara.
Ni siquiera se movió.
Ella intentó otra vez. Que ella tuviera fuerzas para hacerlo era gracias a los otros ser-
vicios que los sanadores de Maeve proveían: evitar que sus músculos se atrofiaran
mientras estuviera allí.
Aelin bajó sus manos justo cuando el cerrojo chirrío y la puerta crujía a punto de
abrirse.
Aelin se preparó mientras esos pasos se acercaban. Un gruñido y luz cegadora en-
traron en la caja. Ella parpadeó, pero se mantuvo quieta.
Ellos habían anclado sus cadenas al mismo cajón. Ella lo aprendió por las malas.
Era la etapa más peligrosa para él, justo antes de moverla a los anclajes del altar.
Incluso con sus pies y manos atadas no se arriesgaba.
—Varik —Dijo Cairn y uno de los guardias dio un paso al frente, Fenrys se colocó a
su lado en la puerta, tan alto como un pony. La espada de Varik descansaba sobre
la garganta de Fenrys.
Cairn agarró sus cadenas, tirándola hacia su pecho mientras caminaba hacia los
guardias y el lobo.
Aelin no le dijo que ella no estaba del todo segura que tuviera la fuerza de intentar
algo, menos correr.
Ella no luchó contra el saco negro sobre su cabeza mientras pasaban por la puerta
abovedada. No peleó mientras caminaban por el pasillo, aunque ella contó los pasos
y las vueltas.
Luego aire fresco. Ella no lo podía ver, pero rozaba su piel con dedos invisibles y
húmedos, susurrando sobre el mundo abierto más allá.
Corre. Ahora.
Hace tiempo que ella había perdido esperanza de que Fenrys encontrara alguna for-
ma de usarlo, de llevarlos lejos de allí. Ella dudaba que el milagrosamente reclamara
esa habilidad si la espada del guardia atacara.
Pero incluso si ella escuchara esa voz, si corriera ¿El costo de su vida valía la de
ella?
Cairn siseó en su oreja. Ella podía sentir su sonrisa, incluso con el saco cegándola.
—Inténtalo. Veamos qué tan lejos llegas. Aún nos quedan algunos minutos de cami-
nata.
Paso tras paso, ellos caminaron. Sus piernas temblaban con el esfuerzo.
Ellas le dijeron que tan lejos ella había estado allí. Por cuánto tiempo no había podi-
do moverse apropiadamente, incluso con los cuidados de los sanadores para man-
tener sus músculos sanos.
Cairn la llevó a través de una escalera ventosa que la obligaron a jadear, la niebla
desvaneciéndose al frío aire nocturno. Un aroma dulce. Flores.
Las flores aún existían. En este mundo, este infierno, floreciendo en algún lugar.
Un rayo pulsó a través de sus muslos y pantorrillas, alertándola de parar para des-
cansar.
Cairn paró, tirando de ella hacia su imponente cuerpo, sus múltiples armas presio-
nando contra sus cadenas, su piel. Las ropas de los otros guardias crujían mientras
paraban también. Las garras de Fenrys chasquearon en la piedra, el sonido sin duda
indicando que estaba cerca.
Ella comprendió porque el sintió la necesidad de hacer eso mientras una voz feme-
nina que era vieja y joven, divertida y sin alma ronroneó.
Había estado en esta amplia terraza con vistas a un poderoso río y cascadas, había
caminado a través de la antigua ciudad de piedra que ella sabía que se alzaba a sus
espaldas.
Había estado en este preciso lugar, frente a la reina de pelo oscuro descansando en
un trono de piedra encima del estrado, niebla envolviéndola, un búho blanco posado
en el respaldo de su asiento.
Sólo un lobo tumbado a sus pies esta vez. Negro como la noche, negro como los
ojos de la reina fijos en Aelin, entrecerrados con placer.
El vestido púrpura intenso de Maeve brillaba como la bruma detrás de ella, su larga
cola cubría los pocos escalones del estrado. Derramándose hacia…
Los labios rojos de Maeve se curvaron en una sonrisa mientras agitaba su blanca
mano.
— Si lo deseas, Cairn.
Él se detuvo justo fuera, el primero de los afilados trozos sólo a un par de centímetros
de los pies descalzos de Aelin.
Maeve se movió hacia el lobo negro a sus pies y éste se levantó, recolectando algo
desde el amplio brazo del trono antes de trotar hacia Cairn.
—Pienso que tu rango debería al menos ser reconocido —dijo Maeve, con su siempre
presente sonrisa de araña mientras Aelin contemplaba lo que el lobo le ofrecía al
guardia a un lado de Cairn.
La reina ordenó.
Una corona, antigua y resplandeciente, brilló en las manos del guardia. Forjada en
plata y perlas. Diseñada en alas alzadas que se encuentran en su puntiagudo centro,
rodeado con astillas de diamantes, resplandece como si los rayos de la luna hubieran
sido capturados dentro mientras el guardia la colocaba en la cabeza de Aelin.
—La corona de Mab —dijo Maeve—. Tu corona, por derecho de sangre y nacimiento.
Su verdadera Heredera.
—Oh, eso —dijo Maeve. Notando el objetivo de su mirada—. Yo creo que conoces
como irá esto, Aelin del Fuego Salvaje.
Sus pies descalzos fueron rebanados, piel nueva chirriando mientras se destrozaba.
Ella inhaló bruscamente a través de sus dientes, ahogando un grito mientras Cairn
la presionaba para arrodillarse.
Respira, respira.
— Fenrys.
Un lobo se movió y se sentó junto al trono. Pero no antes de mirar al lobo negro. Solo
un giro de cabeza.
El lobo negro devolvió la mirada templada y fría. Eso fue suficiente para Maeve.
Un flash de luz.
Aelin inhaló a través de su nariz, exhaló por la boca, una vez y otra. Apenas notó el
hermoso Fae de cabello oscuro que ahora se encontraba en el lugar del lobo. Piel
bronceada como su gemelo, pero sin el salvajismo, sin el travieso brillo de su cara.
Él vestía ropas de guerrero de varias capas, negro en contraste con gris usado por
Fenrys, dagas gemelas colgando a sus costados.
—Habla con libertad, Connall —dijo Maeve con una tenue sonrisa. La lechuza posada
en el respaldo del trono miraba con solemnes ojos y sin parpadear—. Deja que tu
hermano sepa que esas palabras son tuyas y no por mi orden.
Una bota tocó la columna de Aelin, un ligero empujón hacia adelante. Sobre el cristal.
Ella lo odiaba… odiaba ese sonido, tanto como odiaba a la reina frente a ella y al
sádico a su espalda. Más aun así salió, apenas audible por sobre el clamor de la
cascada.
—Tú te causaste esto —le dijo Connall a Fenrys, atrayendo la atención de su hermano
otra vez, su voz tan gélida como la de Maeve—. Tu arrogancia, tu imprudencia
descontrolada… ¿Era esto lo que tú querías?
Fenrys no respondió.
—No me dejarías tener esto… tener nada de esto para mí. Tú tomaste el juramento
de sangre no para servir a tu reina, sino para que no pudiera superarte ni una vez
en tu vida.
Fenrys mostró sus dientes, aunque algo parecido a dolor oscurecía su mirada.
Otra ola ardiente atravesó sus rodillas, a través de sus muslos. Aelin cerró sus ojos
y trató de resistir.
Su gente había sufrido por diez años. Probablemente estarían sufriendo ahora. Por
su bien, ella superaría esto. Lo abrazaría. Lo sobreviviría.
—Eres una desgracia para nuestra familia. Nuestro reino. Te vendiste a una reina
extranjera ¿Y por qué? Te rogué que te controlaras cuando te enviaron a cazar a
Lorcan. Te rogué que fueras listo. Bien podrías haberme escupido en la cara.
Fenrys gruñó, y el sonido debió haber sido un lenguaje secreto entre ellos, porque
Connall resopló.
—¿Irme? ¿Por qué yo me querría ir? ¿Y por qué? ¿Por eso? —Incluso con sus ojos
cerrados Aelin supo que le apuntaba a ella—. No Fenrys. No me iré. Y tú tampoco.
—Eso será todo Connall —dijo Maeve y una luz resplandeció, penetrando incluso la
oscuridad detrás de los párpados de Aelin.
— Tu sabes que tan rápido puede terminar esto, Aelin —dijo Maeve, Aelin mantuvo
sus ojos cerrados—. Dime dónde escondiste las Llaves del Wyrd, haz el juramento
de sangre… El orden no importa, supongo.
Aelin abrió sus ojos. Levantó sus manos atadas ante ella.
Y le dio un gesto obsceno a Maeve, el más sucio y vil que hubiera hecho nunca.
—Cairn.
Oh dioses… oh dioses…
Desde muy lejos el gruñido de Fenrys se escuchó entre su grito, seguido del canturreo
de Maeve.
Aelin se encorvó sobre sus rodillas. Una respiración completa, ella necesitaba
obtener una respiración completa.
Su visión se emborronó, inundó y onduló con la sangre que se extendió más allá de
sus rodillas.
Aguantar; sobrevivir…
Esa astilla de esperanza, necia y patética. Esa astilla de esperanza de que él viniera
por ella.
Ella le había dicho que no, después de todo. Le había dicho que protegiera Terrasen.
Había arreglado todo para que él defendiera desesperadamente la posición contra
Morath.
No estaba mintiendo. Los detalles, su plan con Lysandra… No había forma que
Maeve lo supiera a menos que fueran verdad. ¿Tal vez Maeve hubiera tenido un
golpe de suerte al mentir sobre eso? Si sí, y aun así…
Rowan se había ido con ellos. Todos habían marchado al Norte. Y han alcanzado
Terrasen.
— Yo no deseo arrasar este mundo como quiere Erawan —dijo Maeve, como si no
fueran más que dos amigas conversando en uno de los salones de té más finos de
Rifthold. Si aún existiera uno después de que las Ironteeth saquearan la ciudad—.
Me gusta Erilea precisamente en la forma en que está. Siempre me ha gustado así.
Empujando.
Sola. Estaba sola en esto. No hay caso en suplicarle al lobo blanco en ayudarla.
Exhalando, bilis ardiendo en su garganta, Aelin una vez más se encorvó sobre sus
rodillas.
Aguanta; sobrevive…
Sus labios se curvaron y Aelin supo que Maeve se había asegurado de eso.
Ella no sabía por qué lo sintió entonces. Ese fragmento de pesar por criaturas que no
han existido por innumerables siglos. Que nunca más serían vistos en este mundo.
Por qué eso la hizo indescriptiblemente triste. Por qué importaba de todas formas,
cuando su propia sangre gritaba en agonía.
Maeve giró hacia Connall, aún en forma Fae junto al trono, ojos furiosos aún fijos en
su hermano.
—Refrigerios.
Aelin seguí arrodillada en el cristal mientras comida y bebida era servida. Arrodillada
mientras Maeve comía queso y uvas, sonriendo a ella todo el tiempo.
Ella los salvaría a su manera también. Por tanto tiempo como pudiera. Se lo debía a
Terrasen. Nunca podría pagar la deuda.
Desde muy lejos, las palabras retumbaron, y memorias brillaron. Ella dejó que la
jalaran, la jalaran fuera de su cuerpo.
Ella se sentó al lado de su padre en los pocos peldaños que descendían al anillo de
combate del castillo al aire libre.
Era más un templo que foso de pelea, flanqueado por desgastadas, pálidas columnas
que por siglos habían sido testigos del ascenso de los guerreros más poderosos de
Terrasen. Esta tarde de verano estaba vacío, la luz dorada lo cubría.
Rhoe Galathynius pasó una mano por su escudo redondo, el metal oscuro marcado
con cicatrices de horrores vencido hace tiempo.
—Algún día.
Él dijo mientras ella trazaba uno de los largos rasguños sobre la antigua superficie.
—Este escudo pasará a ti. Tal como fue pasado a mí y a tu tío abuelo antes que a mí.
Su aliento aún áspero por el entrenamiento que hizo. Sólo ellos dos… como él
prometió. La hora semanal que apartó para ella.
Su padre colocó el escudo en la piedra delante de ellos, el sonido que hizo reverberando
a través de la sandalia y su pie. El escudo pesaba tanto como ella, pero él lo usaba
como su fuera una mera extensión de su brazo.
—Y tú.
Si padre siguió.
—Como muchos grandes hombres y mujeres de esta Casa, lo usarás para defender
este reino.
Sus ojos de niña se alzaron a la cara de él, apuesto y sin arrugas. Solemne y Real.
Ella asintió, sin comprender. Su padre besó su frente, como si tuviera una ligera
esperanza de que nunca tuviera que hacerlo.
—Me estoy aburriendo de esto —dijo Maeve, olvidando su bandeja plateada con
comida —ella se inclinó hacia adelante en su trono, el búho detrás de ella crujiendo
sus alas—. ¿Tú crees, Aelin Galathynius, que no haré los sacrificios necesarios para
obtener lo que busco?
Ella había olvidado como hablar. No lo había hecho aquí, de todas formas.
Maeve agitó una marfileña mano hacia Connall, congelado a su lado. Donde se paró
desde que trajo la comida de la reina.
—Hazlo.
Connall desenfundó uno de sus cuchillos en su cinturón. Y dio un paso hacia Fenrys.
No.
Connall se detuvo sobre Fenrys, su mano temblando. Fenrys sólo pudo gruñirle.
Ella no pudo levantarse en sus pies. No pudo levantarse contra las cadenas y el
cristal. No podía hacer nada, nada…
Cairn la agarró por el cuello, dedos cavaron lo suficientemente fuerte como para
magullar, y volvió a arrodillarla contra los fragmentos ensangrentados. Un áspero,
quebrado grito rompió a través de sus labios.
La hoja cayó.
No hacia Fenrys.
Fenrys se movió… o trató de hacerlo. Fauces abiertas en lo que podría haber sido
un grito, el trató y trató de saltar hacia su hermano mientras Connall se estrellaba en
el embaldosado balcón. Mientras se comenzaba a formar un charco de sangre.
El búho en el trono de Maeve aleteó sus alas una vez, tal vez en horror. Pero Cairn
dejó salir una risa baja, el sonido retumbando a través de la cabeza de Aelin.
Algo frío y aceitoso se sacudió dentro de ella. Sus manos se aflojaron a sus lados.
No volvió a moverse.
Cairn la dejó ir y Aelin se estrelló contra los cristales, manos y muñecas punzando.
Ella se dejó estar allí, medio desparramada. Dejó que la corona cayera de su cabeza
y rebotara a través del piso, cristal de dragón se pulverizaba donde rebotaba.
Rebotaba, luego rodaba, dibujando un círculo en el balcón. Hasta llegar a la barandilla
de piedra.
—No hay nadie aquí para ayudarte —la voz de Maeve estaba vacía como el espacio
entre las estrellas—. Y no hay nadie viniendo por ti.
—Piensa en eso. Piensa en eso esta noche Aelin —Maeve chasqueó sus dedos—.
Ya hemos terminado aquí.
Sus piernas se doblaron, pies rebanándose otra vez. Ella apenas lo sintió, apenas lo
sintió a través de la ira y el mar de fuego muy, muy abajo.
Pero mientras Cairn la levantaba, sus salvajes manos errando, ella atacó.
Dos golpes.
Aelin giró alrededor de sí misma, cristal destrozando la planta de sus pies y lanzó el
fragmento en su otra mano. Hacia Maeve.
Falló por un cabello. Rasgando la pálida mejilla de Maeve antes de partir el trono
detrás de ella. El búho posado justo encima chilló.
Duras manos la detuvieron, Cairn gritando, furibundos gritos de Pequeña perra, pero
ella no los escuchó. No mientras una gota de sangre serpenteó por la mejilla de
Maeve.
Tan oscura como los ojos fijos en Aelin, una mano levantándose a su mejilla.
Las piernas de Aelin se aflojaron, y ella no peleó con los guardias arrastrándola.
Maeve miró con atención a la mancha carmesí cubriendo sus pálidos dedos.
La sangre aún se escapaba de donde Cairn dejó el cristal en sus piernas, sus pies.
Cada uno de los pasos de Fenrys le dijo lo suficiente antes de que ella se enfrentara
a la falta de vida en sus ojos, la palidez de su usual piel dorada. El miró a la nada,
incluso mientras se detenía frente a donde la tenían encadenada.
Más allá de las palabras, insegura de que su garganta podría incluso funcionar, Aelin
parpadeó tres veces. ¿Estás bien?
—No sabía que me odiaba tanto —dijo Fenrys con voz rasposa.
—Ella me permitió salir sólo para quitarte el cristal. Cuando termine, yo… yo debo
volver allí.
Señaló con su mentón hacia la pared donde usualmente se sienta. El comenzó a
examinar sus piernas, sin embargo ella apretó su mano otra vez, y parpadeó dos
veces. No.
Dejarlo estar en estar forma por un poco más, para que pueda llorar como un Fae
y no un lobo. Dejarlo estar en esta forma para que ella pudiera escuchar esa voz
amistosa, sentir un toque gentil…
Ella no pudo evitarlo. No pudo parar una vez comenzó. Odió cada lágrima y respiración
estremecida, cada espasmo de su cuerpo que envió rayos a través de sus piernas
y pies.
—Los sacaré —él dijo, y ella no pude decirle, comenzar a explicarle que no era el
cristal, la piel destrozada hasta el hueso.
Ella debería estar alegre. Debería estar aliviada. Ella estaba aliviada. Y aun así…
aun así…
Fenrys sacó unas pinzas del set de herramientas que Cairn había dejado en una
mesa cercana.
Sal superó el aroma de su sangre y ella supo que él estaba llorando. El olor de las
lágrimas de ambos llenó el pequeño cuarto mientras él trabajaba.
El mundo se había convertido en barro congelado, sangre roja y negra, además del
grito de los moribundos en el frío cielo.
Lysandra había aprendido estos meses que la batalla no era algo ordenado y pulcro.
Era caos y dolor donde no había grandes y heroicos duelos. Sólo el desgarrar de
sus garras y el rasgar de sus colmillos; el choque de escudos dentados y espadas
ensangrentadas. Armadura que alguna vez se hubiera distinguido rápidamente se
roció en sangre, y de no ser por el oscuro color de su enemigo, Lysandra no estaba
totalmente segura de cómo distinguiría amigos de enemigos.
Escudo con escudo y hombro con hombro en lo que una vez había sido un campo
nevado convertido en un pozo fangoso, ellos se habían enfrentada a la legión que
Erawan había ordenado marchar a través de Eldrys.
Aedion había elegido el lugar, la hora y el ángulo para esta batalla. Los otros habían
presionado por un ataque instantáneo, pero él había dejado que Morath marchara lo
suficientemente dentro del territorio, justo donde él quería. El lugar era tan importante
como los números, fue todo lo que dijo.
No a Lysandra, por supuesto. Él apenas le dijo una maldita palabra a ella estos días.
Sus aliados y soldados creían que Aelin Galathynius seguía en ruta hacia ellos,
permitiéndole a Lysandra usar su forma de leopardo fantasmal. Ren Allsbrook incluso
había ordenado armadura de placas para el pecho y costados.
Tan ligera que no estorbaba, pero lo suficientemente sólida para que tres golpes
que ella no había podido parar, una flecha a su costado y luego dos cuchilladas de
espadas enemigas, fueran desviadas.
Pero ella seguía, la Perdición aguantando firmemente contra lo que había sido
enviado contra ellos.
Para ellos, Lysandra pensó mientras saltaba entre dos guerreros de la Perdición y se
lanzaba contra el soldado Valg más cercano.
El hombre tenía su espada alzada, lista para atacar al soldado de la Perdición frente
a él.
Horas en esta batalla, ya era instintivo apretar con fuerza, carne separándose como
una pieza de fruta madura.
Ella ya se estaba moviendo antes que el soldado cayera a tierra, rociando con sangre
de su garganta el barro, dejando que la Perdición decapitara el cadáver. Tan lejana
se veía la vida de cortesana en Rifthold. A pesar de la muerte a su alrededor, ella no
podía decir que la extrañaba.
Ellos dejarían que algo de la Perdición descansara después de escuchar cuan pocos
había enviado Erawan, y había llenado las filas con una mezcla de las pocas fuerzas
que poseían los Lores de Terrasen y las del Príncipe Galan Ashryver y la Reina Ansel
de los Baldíos, ambos tenían tropas adicionales en camino.
Ella no se atrevió a mirar hacia las líneas para ver como a él le iba, hombro con
hombro en el barro con sus hombres. Ren lideraba el flanco derecho donde Lysandra
había sido destinada. Galan y Ansel habían tomado la izquierda, dejando a Ravi y
Sol de Suria pelear entre ellos.
Así que Lysandra siguió matando, la sangre de su enemigo como vino estropeado
en su lengua.
Ellos ganaron, aunque Aedion estaba muy consiente que esa victoria contra cinco
mil tropas era efímera, considerando que la hueste completa de Morath aún estaba
por venir.
Dónde Lysandra se había ido, él no lo sabía. Ella había sobrevivido, lo que él suponía
era suficiente.
—¿Bajas en tu lado?
Aedion le había preguntado a Ravi y Sol. Los dos hermanos rubios gobernaban
Suria, aunque Sol era técnicamente su señor. Ellos nunca habían peleado en una
guerra, a pesar de ser de alrededor de la edad de Aedion, pero ellos se habían
mantenido bien hoy. Sus soldados también.
Los Señores de Suria habían perdido a su padre en el matadero de Adarlan hace una
década, su madre había sobrevivido la guerra y la ocupación de Adarlan a través de
su astucia y el hecho de que su próspera ciudad-puerto era demasiado valiosa en
las rutas de comercio imperial como para ser destruida.
Ambos, sin embargo, odiaban a Adarlan en lo más profundo con una ardiente
intensidad oculta por sus pálidos ojos azules.
Sol, su angosta cara moteada por el barro, soltó el aire a través de su nariz. Una
nariz de aristócrata, Aedion había pensado cuando ellos eran niños. El lord había
sido siempre más un erudito que un guerrero, pero al parecer había aprendido una
cosa o dos en los oscuros años desde entonces.
La voz suave era engañosa, Aedion había aprendido estas semanas. Talvez un arma
en su propio derecho, para hacer a las personas creer que era alguien amable y
débil.
Para enmascarar una mente aguda e instintos aún más agudos debajo de ésta.
—¿Y tú flanco?
Aedion asintió. Mucho mejor de lo que había anticipado. Las líneas habían aguantado,
gracias a las tropas entremezcladas dentro de la Perdición. Los Valg habían tratado
de mantener el orden, pero una vez que sangre humana comenzó a derramarse,
ellos habían descendido en un ansia de batalla y perdido el control, a pesar de los
gritos de sus comandantes.
Todos eran soldados Valg, sin príncipes entre ellos. Él sabía que no era una bendición.
Él supo que las cinco mil tropas que Erawan había enviado, emboscando los barcos
de Galan Ashryver en Ilium antes de dirigirse a Eldrys, justo para ser masacrados.
Ningún Ilken, Ironteeth, ni Sabueso del Wyrd.
Ellos todavía habían sido difíciles de matar. Habían luchado por mucho más tiempo
que la mayoría de los hombres.
Sol respondió ceñudo hacia su hermano. A la luz en los ojos de Ravi que claramente
decían dónde él deseaba ir.
Darrow, que era muy viejo para pelear, permanecía en el campamento secundario
veinte millas detrás de ellos. Para ser la siguiente línea de defensa, si cinco mil
tropas de alguna forma lograban destruir una de las mejores unidades de combate
que Terrasen haya visto nunca. Con mensajes que sin duda llegaban contando del
resultado de la batalla a su favor, Darrow querría retroceder hacia la capital.
—¿Tú crees que tu abuelo puede persuadir a Darrow y a los otros lores de presionar
hacia el sur?
Guerra por comité. Era absurdo. Cada decisión que tomaba, cada campo de batalla
que elegía, él tenía que discutirlo. Convencerlos.
Como si estas tropas no estuvieran aquí por su reina, no hubieran venido por Aelin
cuando ella los llamó. Como si la Perdición sirviera a alguien más.
Ren dejó escapar un suspiro hacia el alto techo de la tienda. Un gran espacio,
solamente sin adornar. No tenían el tiempo o los recursos para amueblarlo como le
corresponde a una tienda de mando, colocando solo un catre, algunos braceros y
la mesa, junto con una tina de cobre detrás de una cortina en la parte de atrás. Tan
pronto como terminó la reunión, encontraría a alguien para que la rellenara por él.
Si Aelin estuviera aquí, un respiro de ella y cinco mil tropas que ellos quedaron
extenuados por matar hubieran sido cenizas en el viento.
Ren dijo:
—Si movemos los ejércitos al sur sin el permiso de Darrow y los demás Señores,
estaremos cometiendo traición.
—Darrow y los demás pelearon en la última guerra —le dijo Sol a su hermano.
Los Señores de Suria no tenían ningún amor por Darrow o los otros señores que
habían liderado las fuerzas en esa última y condenada batalla. No cuando sus
errores habían llevado a la muerte a la mayoría de la corte, a sus amigos. Era de
poca importancia que Terrasen hubiera estado en abrumadora desventaja numérica,
que no había esperanza de todas formas.
Ravi continuó:
—Yo digo que vayamos al sur. Reunir nuestras fuerzas en la frontera es mejor que
dejar a Morath arrastrarse tan cerca de Orynth.
—Y permitir a cualquier aliado que aún tengamos en el sur no viajar tan lejos antes
de unirse a nosotros —añadió Ren.
—Galan Ashryver y Ansel de los Wastes irán a donde les digamos, los Fae y los
asesinos también —presionó Ravi—. El resto de las tropas de Ansel están marchando
hacia el norte en este momento. Podríamos encontrarlos. Quizás dejarlos arremeter
desde el oeste mientras nosotros atacamos desde el norte.
Una buena idea, y una que Aedion había contemplado. Sin embargo para convencer
a Darrow… Él tendría que dirigirse al otro campamento mañana, tal vez alcanzar
a Darrow antes de que regresara a la capital. Una vez que haya visto que se está
cuidando de los heridos.
—General Ashryver —una voz masculina sonó desde afuera, joven y calmada.
Aedion gruñó como respuesta, y con certeza no era Darrow el que entró, sino un
hombre alto, de pelo oscuro y ojos grises. Sin armadura, aunque sus ropas salpicadas
de barro revelaban un cuerpo tonificado debajo. Una carta estaba en sus manos, la
cual extendió a Aedion mientras cruzaba la tienda con elegante facilidad, luego se
inclinó.
—Lord Darrow ruega que te unas a él mañana —dijo el mensajero, apuntando con
el mentón hacia la carta sellada—. Tú y el ejército.
—Para que hayas llegado tan rápido, tendrías que haber volado —le dijo al
mensajero—. Esto debió haber sido escrito incluso antes de que la batalla hubiera
comenzado esta mañana.
—Se me entregaron dos cartas. Una para victoria, la otra para derrota.
Audaz, este mensajero era audaz y arrogante para alguien al servicio de Darrow.
—¿Cuál es tu nombre?
—He oído de ti —dijo Ren, escaneando otra vez al hombre—. Eres un ladrón.
—Antiguo ladrón —corrigió Nox parpadeando—. Ahora un rebelde y el mensajero
más confiable de Lord Darrow —por supuesto, un hábil ladrón sería un mensajero
inteligente, capaz de escurrirse y salir de un lugar sin ser visto.
—¿Darrow sabe que estos hombres están exhaustos y aunque ganamos la batalla
no fue una victoria fácil por ningún motivo?
—Oh, estoy seguro que lo sabe —dijo Nox, sus cejas oscuras alzándose con leve
entretenimiento.
—Dile a Darrow —cortó Ravi—. Que él puede venir a encontrarse con nosotros. En
vez de hacernos mover un ejército entero sólo para verlo.
—La reunión es una excusa —dijo Sol en voz baja. Aedion asintió. A las cejas
estrechas de Ravi, su hermano mayor clarificó—. Él quiere asegurarse que nosotros
no… —Sol paró, consiente del ladrón que escuchaba cada palabra. Pero Nox sonrió,
como si entendiera el significado de todas formas.
Darrow quería asegurarse que ellos no tomaran el ejército y marcharan hacia el sur.
Atajarlos antes que pudieran hacer tal cosa, con esas órdenes de moverse mañana.
Aedion se fue en búsqueda de Kyllian para transmitir la orden. Las tiendas eran un
laberinto de soldados exhaustos, los heridos gimiendo entre ellos.
Aedion se detuvo lo suficiente para saludarlos, para ofrecer una mano en el hombro
o una palabra de alivio. Algunos sobrevivirían la noche, muchos no.
Él se detuvo en los fuegos también. Para elogiar la pelea del día, ya sea que los
soldados fueran de Terrasen o de los Baldíos o de Wendlyn. En algunos, incluso
probó sus comidas o bebidas.
Rhoe le había enseñado eso, el arte de hacer que sus hombres quisieran seguirlo,
morir por él. Pero más que eso, verlos como hombres, como gente con familias y
amigos, que arriesgan tanto como él al venir a pelear aquí. No era una carga, a pesar
del progresivo agotamiento que caía sobre él, para agradecerles por su coraje, sus
espadas.
El llamaba a Aedion así desde los primeros días en las filas de la Perdición, había
sido uno de los primeros hombres en tratarlo no como un príncipe que había perdido
su reino, sino un guerrero peleando por defenderlo. Mucho de su entrenamiento
marcial se lo debía a Elgan. Junto con su vida, considerando las incontables veces
que su sabiduría y espada rápida lo habían salvado.
—Peleaste bien, para ser un abuelo —su hija había dado a luz tan sólo el invierno
pasado.
Elgan gruñó.
—Me gustaría ver cómo empuñas una espada tan bien cuando tengas mi edad, niño.
—Aedion.
Lysandra se acercó desde detrás de una tienda, su cara limpia pesar de usar ropas
embarradas.
—¿Qué?
—Yo podría volar con Darrow esta noche. Darle el mensaje que tú quieras.
—Él quiere que movamos al ejército con él, y luego hacia Orynth —dijo Aedion,
caminando hacia la tienda de Kyllian—. Inmediatamente.
—Puedo ir, decirle que este ejército necesita tiempo para descansar.
Sus ojos esmeraldas se volvieron tan fríos como la noche invernal a su alrededor.
—Me importa una mierda tu gracia. Me importa que este ejército sea desgastado
con movimientos innecesarios.
—¿Cómo sabes lo que se dijo en esa tienda? —Él supo la respuesta tan pronto como
hizo la pregunta. Ella estuvo en alguna forma pequeña e inadvertida. Precisamente
por qué tantos reinos y cortes habían cazado y matado a cualquier cambiaformas.
Espías y asesinos sin paragón.
Su boca se tensó.
—No obedezco a ningún hombre —Lysandra le gruñó—. Pero no soy estúpida como
para pensar que sé más de ejércitos y soldados que tú. Mi orgullo no se hiere tan
fácilmente.
—Lo que hice, lo hice por ella y este reino. Mira a estos hombres, tus hombres, mira
a los aliados que hemos reunido y dime que, si ellos supieran la verdad, estarían tan
dispuestos a pelear.
—Sigue y castígame por el resto de tu vida. Por mil años, si concluyes el Asentamiento.
—Fue real, Aedion —dijo ella—. Todo lo fue. No me importa si me crees o no. Pero
fue real para mí.
Dolor brilló por un momento en los ojos de Lysandra, rápidamente lo ocultó. Él era el
peor tipo de bastardo por eso.
Una estúpida necia, por haber dicho algo, y ahora por sentir algo en su pecho
deshacerse.
A ella aún le quedaba suficiente dignidad para no rogar. Para no ver a Aedion entrar
en la carpa de Kyllian y preguntarse si fue por una reunión o él buscaba recordar
sobre la vida después de toda la muerte de hoy. Para no dar espacio a la quemazón
en sus ojos.
Lysandra se dirigió a la confortable tienda que Sol de Suria le había dado cerca de la
de él. Un amable, agudamente inteligente hombre- que no tenía interés en mujeres.
El hermano más joven, Ravi, le había echado el ojo, como todos los hombres. No
obstante había mantenido una respetuosa distancia, y le había hablado a ella, no a
su pecho, así que él le gustaba. No le importó tener una tienda entre ellos.
Un honor, de hecho. Ella había ido desde gatear a las camas de los señores, haciendo
cualquier cosa que ellos le pidieran con una sonrisa a pelear a su lado. Y ahora ella
misma era una señora. Una que ambos Señores de Suria y el Señor de Allsbrook
reconocía, a pesar de que Darrow escupía en ese título.
Ella giró en un callejón de tiendas, los estandartes cambiando del ciervo blanco en
fondo esmeralda de la Perdición a los plateados peces gemelos en vibrante turquesa
de los pertenecientes a la Casa de Suria. Solo quince metros más hasta su tienda,
luego ella podría descansar. Los soldados sabían quién era, qué era. Ninguno, si
miraban dos veces en su dirección, le gritaban de la forma que los hombres habían
hecho en Rifthold.
Sueño, frío y vacío, la encontró antes que ella pudiera recordar quitarse las botas.
Capítulo 11
Traducido por Selkmanam
Corregido por Aruasi Sargav
Su corazón golpeando, Chaol tensó una mano en el escritorio del alojamiento que
compartía con Yrene y apuntó al mapa que Nesryn y Sartaq habían abierto delante
de ellos.
—Los soldados que hemos interrogado tenían órdenes sobre dónde reunirse —dijo
Sartaq desde el otro lado del escritorio, aun vistiendo sus ropas de vuelo rukhin—.
Ellos estaban tan atrás de los demás que hubieran necesitado direcciones.
—Diez mil —dijo Nesryn, aun apoyándose contra el muro cercano—. Pero no hay
señal de las legiones Ironteeth. Sólo infantería, y alrededor de mil en caballería.
—Hasta donde se puede ver desde el aire —respondió la Princesa Hasar, enrollando
el final de su larga y oscura trenza—. ¿Quién sabe qué puede estar rondando entre
las filas?
Ella había navegado hasta aquí para vengarlas a ambas, y para asegurarse que
no pasaría otra vez. Si esta guerra no hubiera sido tan desesperada, Chaol habría
pagado mucho para ver a Hasar despedazar el pellejo de los Valg.
Anielle.
—Pero Erawan ya saqueó Rifthold —dijo él, apuntando a la capital en la costa, luego
moviendo un dedo tierra adentro siguiendo el Avery—. Él controla la mayor parte del
río. ¿Por qué no enviar a sus brujas a saquearlo? ¿Por qué no navegar río arriba?
¿Por qué tomar un ejército tan lejos de la costa y luego devuelta?
—Para limpiar el camino para el resto —dijo Yrene, su boca una línea apretada—.
Para instigar tanto terror como sea posible.
—En Terrasen. Erawan quiere que Terrasen sepa qué viene, que él puede tomarse
si tiempo y gastar tropas en destruir franjas de tierra.
—¿Anielle tiene un ejército? —Sartaq preguntó, los oscuros ojos del príncipe firmes.
—No uno capaz de ganarle a diez mil soldados. El fuerte podría soportar un asedio,
más no indefinidamente, y no es capaz de soportar la población de la ciudad —sólo
a los elegidos de su padre.
El silencio cayó, y Chaol supo que estaban esperando a que hablara, para que él
mismo hiciera la pregunta. Él odió cada palabra que salió de su boca.
—Quizás no quede una Anielle que salvar para cuando lleguemos —dijo Hassar con
más gentileza que la princesa de rostro afilado se permitía. Suficiente como para
que Chaol se aguantara el decirles que era precisamente el por qué debían moverse
ahora—. Si no se puede ayudar a la mitad sur de Adarlan, entonces deberíamos
desembarcar cerca de Meah —ella apuntó a la ciudad al norte del reino—. Marchar
hasta llegar cerca del borde y luego prepararnos para interceptarlos.
—Anielle está cerca de la Brecha Ferian —dijo Hasar—. Que también está controlada
por Morath, y es otro puesto para las Ironteeth y sus wyverns. Si traemos nuestras
tropas tierra adentro, arriesgamos no solo al ejército marchando hacia Anielle, sino
con encontrarnos una hueste de brujas a nuestras espaldas.
Ella encontró la mirada de Chaol, su cara tan inquebrantable como sus palabras.
Sartaq la ignoró, sus ojos encontrando los de Chaol una vez más. Un destello
encendió sus calmadas profundidades.
—Podemos evitar el Avery hasta Anielle. Marchar tierra adentro. Y luego de asegurar
la ciudad, marchar hacia el norte, junto con el Avery.
—Pero esto aún nos deja al menos una semana por detrás del ejército marchando
hacia Anielle —dijo Nesryn.
Cierto, ellos no los encontrarían a tiempo. Cada demora podría costar incalculables
vidas.
—Ellos necesitan ser advertidos —dijo Chaol—. Anielle debe ser advertida, debemos
darles tiempo para prepararse.
Sartaq asintió.
—No —dijo Chaol, e Yrene levantó una ceja—. Si puedes dejarme un ruk y un jinete,
iré yo mismo. Quédate aquí y prepara a los ruks para volar. Mañana, si es posible.
Un día o dos, máximo —él señaló a Hasar—. Atraca los barcos y lidera a las tropas
por tierra, tan rápido como puedan marchar.
Sartaq y Hasar asintieron, y Nesryn abrió su boca como si fuera a objetar, sin embargo
asintió también.
Ellos se irían esta noche, bajo la cobertura de la oscuridad. Encontrar a Dorian otra
vez tendría que esperar. Yrene mascó su labio, sin duda calculando que necesitarían
empacar, qué decirles a los otros sanadores.
Él rezó para que fueran lo suficientemente veloces, rezó para que pudiera encontrar
qué demonios decirle a su padre, después del juramento que quebró, después de
todo lo que existía entre ellos. Y más que eso, qué le diría a su madre, y al no-tan-
joven hermano que dejó atrás cuando eligió a Dorian sobre su derecho de nacimiento.
Chaol le había dado a Yrene el título que le debía al casarse con ella: Lady Westfall.
Él pensó si tendría estómago para ser llamado Lord. Si eso importaba en algo, dado
lo que le venía encima a la ciudad en el Lago de Plata.
—Mantén las defensas por tanto tiempo como puedas, Lord Westfall. Los ruks
estarán aproximadamente un día por detrás de ti, los soldados a pie una semana
por detrás de eso.
—Gracias.
Todo, ella había dado todo por esto, y había estado encantada de hacerlo.
Aelin yacía en las sombras, la plancha de hierro encima como una noche sin estre-
llas.
Ella se había despertado aquí. Había estado aquí por… un largo tiempo.
Tal vez todo había sido para nada. La Reina Que Había Sido Prometida.
Prometida para morir, para rendir su ser y cumplir la deuda de una antigua princesa.
Para salvar a este mundo.
Sobrevivir lo que ella vislumbró por debajo de la piel de la reina. Si eso fue siquiera
real.
Ella nunca volvería a sentir el calor del sol en su cabello o la brisa besada por el mar
en sus mejillas.
Ella no podía parar de llorar, incesante e implacable. Como si alguna represa se hu-
biera roto dentro de ella en el momento que vio la gota de sangre bajar por la cara
de Maeve.
Cairn le dijo a Fenrys que hiciera sus necesidades y volviera. Silencio envolvió la
habitación.
Luego un ligero chirrido. A lo largo de la caja. Como si Cairn estuviera corriendo una
daga sobre él.
Aelin bloqueó sus palabras. No hizo nada más que mirar hacia la oscuridad.
Por Terrasen, ella con gusto lo había hecho. Todo esto. Por Terrasen, ella merecía
pagar este precio.
Corazón de Fuego.
Corazón de Fuego.
Aelin volvió la cabeza. Incluso en ese momento ese movimiento era más de lo que
podía soportar.
Corazón de Fuego.
Y desde muy lejos, profundo dentro de ella. Aelin susurró a ese rayo de memoria,
Cairn aún estaba hablando. Aún movía el cuchillo sobre la tapa del ataúd.
Has sido muy valiente, su madre dijo. Has sido muy valiente, por mucho tiempo.
Aelin no podía detener el silencioso sollozo que había subido por su garganta.
Es la fuerza de esto lo que importa. No importa dónde estés, no importa qué tan
lejos, esto te llevará a tu hogar.
Aelin consiguió deslizar una mano hacia su pecho, para cubrir los dedos de su madre.
Sólo tela y hierro tocaron su mano.
La fuerza de esto.
Evalin asintió.
Las siseantes amenazas de Cairn danzaban a través del ataúd, su cuchillo raspando
y raspando.
La cara de Evalin ardió con la ferocidad de una mujer que había venido antes que
ellas, atrás hasta la Reina Fae cuyos ojos ambas poseían.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
Cairn paró.
Tú no te rindes.
Otra vez.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
Hasta que vivía por eso, hasta que la sangre llovía en su cara, lavando las lágrimas,
hasta que cada golpe de su puño en el hierro era un grito de batalla.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
Aelin aporreó su puño contra el metal, la canción dentro de ella pulsando y elevándose,
una marea a la carrera por la orilla.
Una vez y otra, ella machacó la tapa. Otra vez y otra, esa canción de fuego y oscuridad
llamearon a través de ella, fuera de ella, hacia el mundo.
Tú no te rindes.
Pero Aelin siguió golpeando. Siguió golpeando hasta que el humo la ahogó, hasta
que ese olor dulce la llevó muy, muy lejos.
Y cuando se despertó encadenada al altar, ella vio lo que le hizo al ataúd de hierro.
Los otros ya estaban bajando la colina, llevando los caballos por la reseca pendiente
que los llevaría hacia el borde de Akkadia y hacia las áridas planicies más abajo.
Él escaneó el cielo estrellado, las tierras dormidas más allá, el Lord del Norte por
encima.
—Rowan.
—Norte —dijo Gavriel, girando su bayo castrado—. La oleada vino desde el norte.
Desde Doranelle.
Un faro en la noche. Poder ondulando hacia el mundo, como había sido en Bahía de
Calavera.
Eso lo llenó con sonido, con fuego y luz. Como si gritara, una y otra vez, Estoy viva,
estoy viva, estoy viva.
Extinguido.
—Tenemos que sacar a Maeve, lejos de Aelin —su voz retumbó sobre el amodorrado
zumbar de insectos en el pasto—. Sólo lo suficiente para infiltrarnos en Doranelle —
porque incluso con ellos tres juntos, no serían suficientes para enfrentarse a Maeve.
—Si ella escucha que vamos en camino —respondió Lorcan—. Maeve desaparecerá
a Aelin otra vez, no vendrá a encontrarnos. Ella no es tan tonta.
—Lo sé —dijo él, su plan formándose, frío y despiadado como el poder en sus
venas—. Sacaremos a Maeve con otro tipo de engaño, entonces.
Capítulo 13
Traducido por Summerfold
Corregido por Aruasi Sargav
Manon miró por encima del hombro, hacia donde Dorian era casi invisible contra
la nieve, la araña en su forma humana a su lado.
Los ojos sin fondo de la criatura se encontraron con los de ella, brillando con
triunfo.
Bien. Cyrene o como se llame ella misma, podría vivir. Donde los llevaría a ellos, ella
lo vería. Los horrores que la araña había mencionado en Morath
Después.
Manon escaneo los oscuros cielos azules. Ninguno de ellos había cuestionado
cuándo Manon había zarpado en Abraxos horas antes. Y ninguna de Las Trece
ahora le preguntó a dónde había ido mientras monitoreaban el campamento de
su antiguo enemigo.
—Setenta y cinco que podemos ver —murmuró Asterin, con los ojos fijos en el
bullicioso campamento.
Las carpas rodeaban pequeñas fogatas, y cada tanto, figuras salían y llegaban
en escobas. Su corazón tronó en su pecho.
Manon respiró hondo, deseando que el viento nevado la mantuviera fría y firme
durante el próximo encuentro. Y lo que vendría después.
—Sin uñas o dientes —ordenó Manon a Las Trece. Luego miró por encima del
hombro una vez más al rey y la araña—. Puedes quedarte aquí, si lo deseas.
—¿Y perder toda la diversión? —Sin embargo, ella captó el brillo en sus ojos, la
comprensión de que tal vez él solo podría captar. Que no solo estaba a punto
de enfrentarse a un enemigo, sino a un pueblo potencial. Él asintió sutilmente—.
Todos entramos.
Pero Manon mantuvo sus manos en el aire cuando Abraxos aterrizó en el borde
del campamento Crochan, Las Trece y sus wyverns detrás de ella, Vesta con
Dorian y la araña.
Una bruja de cabello oscuro caminaba por la línea frontal armada, con una fina
cuchilla en su mano mientras sus ojos estaban clavados sobre Manon.
Crochans. Su gente.
La de pelo oscuro mantuvo sus ojos marrones fijos en Manon. Sobre un hombro
brillo una vara de madera pulida.
No un bastón, una escoba. Más allá de la ondulante capa roja de la bruja, brilla-
ban ramas de oro.
De alto rango, entonces, para tener tales ligaduras finas. La mayoría de las Cro-
chans utilizaban metales más simples, los más pobres solo guita.
La bruja resopló.
Oh, ella lo sabía, entonces. Quién era Manon, quiénes eran todos.
—¿O son ciertos los rumores? ¿Qué rompiste con tu abuela? —la bruja descara-
damente examinó a Manon de la cabeza a la bota. Una mirada más audaz de
la que Manon usualmente permitía hacer a sus enemigos—. El rumor también
dice que fuiste destripada por su mano, pero aquí tu estas. Sana y una vez más
cazándonos. Quizás los rumores sobre tu deserción no son ciertos, tampoco.
Dorian le dio a la bruja una de esas sonrisas encantadoras e hizo una reveren-
cia.
—No por la violencia o el deporte —aclaró, las palabras fluían en una melodía
de lengua de plata—. Pero para que podamos discutir asuntos entre nuestros
pueblos.
—Todos nosotros —dijo Manon con fuerza. Ella sacudió su barbilla hacia los
wyverns—. Ellos no te harán daño —a menos que ella señale la orden. Luego,
las cabezas de las Crochans serían arrancadas de sus cuerpos antes de que
pudieran sacar sus espadas—. Ustedes pueden relajarse.
—¿Y ser recordadas como tontas por confiar en ti? Yo creo que no.
La líder del aquelarre lanzó una mirada silenciosa hacia la centinela de cabello
castaño que había hablado, una bruja bonita y de grandes figuras. La bruja se
encogió de hombros, suspirando hacia el cielo.
Ahora sería el momento para que Manon diga quién era, qué era. Para anunciar
por qué había venido realmente.
—Ella.
Incluso desde la distancia, Dorian se había maravillado con las escobas donde los
Crochans se sentaban a horcajadas para volar por el cielo. Pero ahora, rodeados
de ellas... No meros mitos. Sino guerreras. Todos muy felices por acabar con ellos.
Las capas de sangre corrían por todas partes, rígidas contra la nieve y los picos gris-
es. Aunque muchas de las brujas eran hermosas y de rostro joven, había muchas de
las que parecían personas de mediana edad, algunas incluso ancianas. La edad que
debieron tener para marchitarse tanto, Dorian no pudo asimilar. Tenía pocas dudas
de que podrían matarlo con facilidad.
La líder del aquelarre señaló hacia las filas ordenadas de tiendas de campaña, y los
guerreros reunidos se separaron, la pared de escobas y armas brillando en la luz
agonizante.
—Entonces —dijo una voz antigua mientras las filas retrocedían para revelar a quién
había señalado la Crochan. Aún no se había doblado con la edad, más su pelo es-
taba blanco con él. Sus ojos azules, sin embargo, eran claros como un lago de mon-
taña—. Los cazadores ahora se han convertido en los cazados.
—Te buscamos para que pudiéramos hablar —la voz fría y tranquila de Manon
resonó sobre las rocas—. No queremos hacerte daño.
—Esta vez —murmuró la bruja de cabello castaño que había hablado antes.
—¿Quién eres, sin embargo? —Manon preguntó a la vieja—. Tú lideras estos clanes.
—Soy Glennis. Mi familia sirvió a la familia real Crochan, mucho antes de que cayera
la ciudad. Los ojos de la antigua bruja se dirigieron a la franja de tela roja que ataba
la trenza de Manon—. Rhiannon te encontró, entonces.
Dorian había escuchado cuando Manon le había explicado a Las Trece la verdad
sobre su herencia y quién su abuela le había ordenado matar en Omega.
Manon mantuvo su barbilla levantada, incluso mientras sus ojos dorados parpadea-
ban.
La vieja inclinó su cabeza, esa tristeza llenó sus ojos una vez más. Dorian no necesit-
aba la calidez de Damaris para saber que las siguientes palabras eran ciertas.
—Yo era su bisabuela —incluso el viento azotaba el silencio—. Como soy la tuya.
Capítulo 14
Traducido por IsaCat
Corregido por Aruasi Sargav
Ella había exigido el cómo, cuál era el linaje, pero Glennis solo le había pedido a
Manon que la siguiera al campamento.
Al menos otras dos docenas de brujas atendían las varias fogatas dispersas entre las
tiendas blancas, todas ellas deteniendo sus tareas cuando Manon pasaba. Nunca
había visto a las Crochan realizar tareas domésticas, pero aquí estaban: algunas
atendían el fuego, otras cargaban baldes de agua, otras vigilaban los calderos
pesados de lo que olía como estofado de cabra de montaña sazonado con hierbas
secas.
El rey se puso a caminar a su lado, su cuerpo era una pared de sólido calor, y le
preguntó tranquilamente,
—No.
Manon dudaba que el campamento fuera un lugar permanente para las Crochan.
Serían tontas para revelar eso alguna vez. Aun así, Cyrene lo había descubierto, de
alguna manera.
Tal vez rastreando el olor de Manon, las partes de su aroma que reclamaban el
parentesco con las Crochan.
La araña ahora caminaba entre Asterin y Sorrel, Dorian todavía no mostraba signos
de resistencia al mantenerla parcialmente atada, aunque mantuvo una mano en la
empuñadura de su espada.
—¿Cómo quieres jugar esto? —Murmuró Dorian—. ¿Quieres que me quede callado
o esté a tu lado?
—Asterin es mi Segunda.
—¿Y qué soy yo, entonces? —La suave pregunta pasó una mano por su columna,
como si la hubiera acariciado con esas manos invisibles suyas.
—Si te apetece.
Ella giró la cabeza para mirarlo con incredulidad. Y encontró al rey sonriendo.
—Parece que estás a punto de salir corriendo —dijo con esa sonrisa persistente—.
Darás una imagen incorrecta.
—Ellas saben quién eres —Dorian fue a ello—. Probando que esa parte terminó.
Si te aceptan, esa es la verdadera cuestión —su bisabuela debió haber venido de
la parte fuera de la realeza de su linaje, entonces—. Ellas no parecen brujas que
puedan ganarse por la brutalidad.
A pesar de quién caminaba delante de ellos, detrás de ellos, Manon sonrió levemente.
Todo lo que debía hacer hoy, esta noche, era sellar eso.
Cómo los habían encontrado las Ironteeth, Dorian no lo sabía. Suponía que las
fogatas habían sido una señal.
No había tiempo para cuestionar cómo los encontraron, si la araña les había tendido
una trampa, ciertamente no cuando sonó la voz de Manon, ordenando a las Trece
en posiciones defensivas.
Rápidas como sombras, corrieron hacia la izquierda a donde habían dejado a sus
wyverns, dientes de hierro reluciendo.
Dorian esperó hasta que las Crochan se alejaron de él antes de liberar su poder.
Lanzas de hielo, atravesaron el pecho expuesto del enemigo, rasgaron a través de
las alas.
Las Crochan eran tan pequeñas, tan terriblemente pequeñas, contra la mayor parte
de los wyverns. Incluso en sus escobas.
Y mientras se arremolinaban alrededor de los dos aquelarres de Ironteeth, disparando
flechas y agitando sus espadas, Dorian no podía conseguir un disparo claro. No con
las Crochan lanzándose alrededor de las bestias, demasiado rápido para que él
las rastreara. Algunos de los wyverns gritaron y cayeron del cielo, pero muchos se
quedaron en lo alto.
Glennis ladró órdenes desde el suelo, con grandes ademanes de sus manos
arrugadas, apuntado hacia arriba.
Un wyvern se elevó sobre su cabeza, tan bajo que su cola venenosa y puntiaguda
atravesó tienda tras tienda.
Glennis dejó volar su flecha, y Dorian hizo eco de su golpe con una de las suyas.
Tanto la flecha como la lanza de hielo volaron a casa, y la sangre negra se derramó,
antes de que el wyvern y su jinete chocaran contra una cima y se lanzaran sobre el
acantilado.
—Golpeé primero.
Ella alistó otra flecha. Tal ligereza, incluso ante una emboscada.
Las Yellowlegs pudieron haber tenido la ventaja de la sorpresa, pero las Trece eran
maestras de la guerra.
Las Crochan cayeron de los cielos cuando fueron golpeadas por brutales colas
con púas. Algunas ni siquiera se voltearon cuando se encontraron cara a cara con
enormes fauces y no volvieron a emerger.
—¡Sigan su orden!
Justo así, las Crochan retrocedieron, formando una unidad sólida en el aire sobre
las carpas.
Vieron cómo Abraxos arrancaba la garganta de un toro dos veces su tamaño, y
Manon disparó una flecha a través de la cara del jinete. Observando mientras los
gemelos demonios de ojos verdes reunían a tres wyverns entre ellas y los enviaban
a estrellarse contra las laderas de las montañas. Observando como la yegua azul de
Asterin arrancó a un jinete de su silla, luego arrancó parte de la columna vertebral
del wyvern debajo de ella.
Cada una de las Trece marcó un objetivo con cada golpe a través de los atacantes
reunidos.
Los centinelas Yellowlegs que intentaron romper el camino de las Trece para atacar
a las Crochan, se toparon debajo un muro de flechas que se encontraron con ellas.
Y con unas cuantas cuidadosas maniobras, las bestias sin jinete se encontraron con
el cuello cortado, la sangre fluyendo mientras chocaban contra los picos cercanos.
¿Cuántas de esas bestias podrían haber sido como Abraxos, si hubieran tenido
buenas jinetes que los amaran?
Fue sorprendentemente difícil explotar su magia en el wyvern que logró navegar por
encima, apuntando directamente a Glennis, otro wyvern en su cola.
Le dio una muerte fácil, rompiendo el cuello de la bestia con una explosión de su
poder que lo dejó jadeando.
Lanzó su magia hacia el segundo Wyvern atacante, ofreciéndole el mismo final rápido,
pero no vio al tercero y el cuarto que ahora se estrellaban contra el campamento,
destrozando tiendas y rompiendo con sus mandíbulas cualquier cosa en su camino.
Crochan cayeron, gritando.
Pero entonces Manon estaba allí, Abraxos navegando fuerte y rápido, y ella se
escapó de la cabeza del jinete más cercano. La centinela Yellowleg todavía tenía
una expresión de conmoción cuando su cabeza voló.
Una habitación brilló, el mármol rojo manchado de sangre, el golpe de una cabeza
sobre piedra, el único sonido más allá de sus gritos.
El cuerpo que había convertido en una llama sólida, tan caliente que se había
derretido a través de las mandíbulas del wyvern, a través de su garganta, y que
había atravesado el hocico de la bestia como si no fuera nada más que una telaraña.
Las Trece aterrizaron, salpicadas de sangre azul y negra. Tan diferente de la sangre
roja de Sorscha, su propia sangre roja.
Luego, unas manos con punta de hierro se aferraron a sus hombros, y sus ojos
dorados se clavaron en los suyos.
—¿Eres tonto?
Glennis escudriñó los cielos vacíos. Ya sea que su magia las sorprendiera, o las
dejara en shock, ni Glennis ni las Crochan se apresuraron a atender a sus heridos
dejándose llevar.
—Todas muertas —dijo Manon.
Pero la Crochan de pelo oscuro que los había interceptado por primera vez asaltó a
Manon, sacando su espada.
La bruja se enfureció.
—¿Crees que es una mera coincidencia que llegaran, y luego nos ataquen?
—Lucharon con nosotras, no en contra —dijo Glennis. Ella se volvió hacia Manon—.
¿Lo juras?
Damaris se había enfriado como el hielo. La empuñadura dorada estaba tan fría que
mordió su piel.
Ella arqueó una ceja, pero Dorian se dio la vuelta. Dejando que el conocimiento se
asentara en él. Lo que ella había hecho.
Era una mentirosa, una asesina, y probablemente tendría que ser las dos nueva-
mente antes de que esto terminara.
Pero Manon no se arrepentía de lo que había hecho. No tenía espacio en ella para
el arrepentimiento. No con el tiempo sobre ellos, no con lo mucho que soportaban
sus hombros.
Durante largas horas, mientras trabajaban para reparar el campamento y Crochans,
Manon vigilaba los cielos helados.
Ocho muertos. Eso podría haber sido peor. Mucho peor. Aunque tomaría las vidas de
esas ocho Crochan con ella, aprendería sus nombres para que pudiera recordarlos.
Manon pasó la larga noche ayudando a las Trece a arrastrar a los Wyverns caídos y
a los jinetes de Ironteeth a otra cresta. El suelo era demasiado duro para enterrarlas,
y quemarlas dejaría marcas, así que optaron por la nieve. Ella no se atrevió a pedirle
a Dorian que usara su poder para ayudarlas.
Había visto esa mirada en sus ojos. Como si lo supiera.
Manon dejó caer un rígido cuerpo Yellowleg, los labios de la centinela ya azules,
con el hielo incrustado en su cabello rubio. Asterin arrastró a una jinete de cuerpo
robusto hacia ella por las botas, luego depositó a la bruja con poca ceremonia.
Pero Manon miró fijamente a los rostros de las brujas caídas. Ella las había
sacrificado también.
Ambos lados de este conflicto. Ambas líneas de sangre.
Todos sangrarían, demasiados morirían.
¿Les habría dado la bienvenida Glennis? Tal vez, pero las otras Crochan no parecían
tan dispuestas a hacerlo.
Y el hecho es que no tenían tiempo que desperdiciar en tratar de agradarles. Así
que había elegido el único método que conocía: la batalla. Se había alejado por su
cuenta ese mismo día, cerca de donde sabía que las Ironteeth estarían patrullando,
esperó hasta que el gran viento del norte llevara su aroma hacia el sur. Y luego
esperó por su momento.
—¿Las conocías?
Preguntó Asterin cuando Manon se quedó mirando el cuerpo de la centinela caída. A
lo largo de la línea, los Wyverns usaron sus alas para rociar grandes extensiones de
nieve sobre los cadáveres.
—No —dijo Manon—. No la conocía.
Amanecía cuando regresaron al campamento Crochan. Los ojos que habían escupido
fuego horas antes, ahora las miraban con cautela, menos manos dirigiéndose hacia
sus armas mientras se dirigían hacia el gran anillo de fuego que era la fogata. El más
grande del campamento, y ubicado en su corazón. El corazón de Glennis.
La vieja estaba ante la fogata, calentando sus nudosas y ensangrentadas
manos. Dorian se sentó cerca, y sus ojos zafiro la condenaron cuando se encontró
con la mirada de Manon.
Luego. Esa conversación vendría después.
Manon se detuvo a unos metros de Glennis, las Trece cayeron en fila a las afueras
del fuego, observando las cinco tiendas que lo rodeaban, el caldero burbujeaba en el
centro. Detrás de ellos, las Crochan continuaron con sus reparaciones y curaciones,
mientras mantenían un ojo sobre todas ellas.
—Coman algo —dijo Glennis, gesticulando a la burbujeante caldera.
Olía a estofado de cabra.
Manon no se molestó en objetar antes de obedecer, recogiendo uno de los pequeños
cuencos de barro al lado del fuego. Otra forma de demostrarles confianza: comería
su comida. La aceptaría.
Así lo hizo Manon, devoró algunos bocados antes de que Dorian siguiera su ejemplo
e hiciera lo mismo. Cuando ambos estaban comiendo, Glennis se sentó en una
piedra y suspiró.
—Han pasado más de quinientos años desde que una bruja Ironteeth y una
Crochan compartieron una comida. Desde que buscaban intercambiar palabras en
paz. Excepto, tal vez, solo por tu madre y tu padre.
—Supongo que sí —dijo Manon suavemente, pausando su comida.
La boca de la anciana se torció en una sonrisa, a pesar de la batalla, de la noche
agotadora.
—Yo era la abuela de tu padre —aclaró al fin—. Yo misma aburrí a tu abuelo, quien
se apareó con una reina Crochan antes de que ella muriera dando a luz a tu padre.
Otra cosa que habían heredado de los Fae: su dificultad para concebir y la naturaleza
mortal del parto. Una manera de que la Diosa de Tres Caras mantuviera el
equilibro, para que evitara la inundación de las tierras con muchos niños inmortales
que devorarían sus recursos.
Sin embargo, Manon escudriñó el campamento medio destruido.
La vieja leyó la pregunta en sus ojos.
—Los hombres habitan en nuestras casas, donde están a salvo. Este campamento
es un puesto de avance mientras llevamos a cabo nuestros negocios.
Los Crochans siempre habían dado a luz a más machos que las Ironteeth, y habían
adoptado el hábito Fae de seleccionar parejas, sino con un verdadero vínculo de
apareamiento, entonces sí en espíritu. Siempre le había parecido extravagante y
extraño. Innecesario.
—Después de que tu madre nunca regresó, a tu padre le pidieron que se apareara
con otra joven bruja. Él era el único portador de la línea de sangre Crochan, verás, y
si tu madre y tú no hubieran sobrevivido al parto, eso terminaría con él. Él no sabía
qué les había pasado a ninguna de las dos. Si estabas viva, o muerta. Ni siquiera
sabía dónde buscar. Así que accedió a cumplir con su deber, accedió a ayudar a las
personas moribundas.
Su bisabuela sonrió con tristeza.
—Todos los que conocieron a Tristan lo amaban.
Tristan. Ese había sido su nombre. ¿Lo había sabido su abuela antes de que lo
matara?
—Una joven bruja fue elegida especialmente para él. Pero no la amaba, no con tu
madre como su verdadera compañera, la canción de su alma. Sin embargo, Tristán
lo hizo funcionar. Rhiannon fue el resultado de ello.
Manon se tensó. Si la madre de Rhiannon estuviera aquí... Una vez más, la vieja
leyó la pregunta en el rostro de Manon.
—Fue asesinada por una centinela Yellowleg en las planicies fluviales de Melisande.
Años atrás.
Un destello de vergüenza atravesó a Manon ante el alivio que la inundó. Por evitar
esa confrontación, por evitar pedir perdón, como debería haber hecho.
Dorian dejó su cuchara. Un gesto tan gracioso e informal, teniendo en cuenta cómo
había derribado ese Wyvern.
—¿Cómo es que la línea Crochan sobrevivió? La leyenda dice que fueron eliminadas.
Otra sonrisa triste.
—Puedes agradecerle a mi madre por eso. La hija menor Rhiannon Crochan dio a
luz durante el asedio a la Ciudad de las Brujas. Con nuestros ejércitos derribados y
solo las murallas de la ciudad para contener a las legiones Ironteeth, y con tantos de
sus hijos y nietos asesinados y su compañero clavado en las murallas de la ciudad,
Rhiannon hizo que los heraldos anunciaran que había sido un nacimiento muerto.
Así que las Ironteeth nunca sabrían que una Crochan aún podría vivir. Esa misma
noche, justo antes de que Rhiannon comenzara su batalla de tres días contra las
Grandes Brujas Ironteeth, mi madre sacó de contrabando a la princesa bebé en su
escoba.
La garganta de la anciana se agitó.
—Rhiannon era su mejor amiga, una hermana para ella. Mi madre quería
quedarse, luchar hasta el final, pero se le pidió que hiciera eso por su gente. Por
nuestra gente. Hasta el día de su muerte, mi madre creía que Rhiannon iba a sostener
las puertas contra las Grandes Brujas como una distracción. Para sacar a ese último
vástago Crochan mientras las Ironteeth miraban hacia otro lado.
Manon no sabía del todo qué decir, cómo expresar lo que se agitaba dentro de ella.
—Encontrarás —continuó Glennis—, que tienes algunas primas en este campamento.
Asterin se puso rígida ante eso, Edda y Briar también se tensaron en el lugar
donde estaban sentadas en el borde del fuego. Las familiares de Manon, en el lado
Blackbeak de su herencia. Indudablemente dispuestas a luchar por mantener esa
distinción para sí mismas.
—Bronwen —dijo la anciana, haciendo un gesto hacia la líder del grupo, de pelo
oscuro con la escoba forjada en oro, ahora vigilando a Manon y las Trece desde las
sombras, más allá del fuego—. También es mi bisnieta. Tú prima más cercana.
La bondad no brillaba en la cara de Bronwen, por lo que Manon tampoco se molestó
en parecer agradable.
—Ella y Rhiannon eran tan cercanas como hermanas —murmuró Glennis.
Le tomó un esfuerzo considerable no tocar el trozo de manto rojo al final de su trenza.
Dorian, la Oscuridad abrazando su alma, interrumpió:
—Te encontramos por una razón.
Glennis volvió a calentarse las manos.
—Supongo que es para pedirnos que nos unamos a esta guerra.
Manon no suavizó su mirada.
—Lo es. Tú y todos las Crochan esparcidas por la tierra.
Una de las Crochan en las sombras dejó escapar una carcajada.
—¿Algo más? —otras se rieron con ella.
Los ojos azules de Glennis no vacilaron.
—No hemos seguido a un aquelarre desde antes de la caída de la Ciudad de las
Brujas. Puede que les resulte una tarea más difícil de lo que anticiparon.
Dorian preguntó:
—¿Y si su reina las convoca a pelear?
La nieve crujía bajo fuertes pisadas, y luego Bronwen estaba allí, con sus ojos
marrones ardiendo.
—No contestes, Glennis.
Tal falta de respeto, tal informalidad a una anciana…
Bronwen dirigió su mirada ardiente a Manon.
—No eres nuestra reina, a pesar de lo que tu sangre podría sugerir. A pesar
de esta pequeña pelea. No lo haremos, y nunca, responderemos ante ti.
—Morath te encontró hace un momento —dijo Manon con frialdad. Ella había
anticipado esta reacción—. Lo hará de nuevo. Ya sea en unos pocos meses o un
año, te encontrarán. Y entonces no habrá esperanza de vencerlos —mantuvo las
manos a los lados, resistiendo el impulso de desenfundar sus garras de hierro—.
Hay una gran cantidad de reinos manifestándose en Terrasen. Únete a ellos.
—Terrasen no vino en nuestra ayuda hace quinientos años —dijo otra voz,
acercándose. La bonita bruja de antes, de pelo castaño. Su escoba también estaba
forjada en metal fino, plateado al oro de Bronwen—. No veo por qué deberíamos
molestarnos en ayudarlos ahora.
—Pensé que ustedes eran un grupo de justas y benevolentes —canturreó Manon—.
Seguramente esto sería tu tipo de cosas.
La joven bruja se erizó, pero Glennis levantó una mano vieja.
Sin embargo, no fue suficiente para detener a Bronwen, ya que la bruja miró a Manon
y gruñó:
—No eres nuestra reina. Nunca volaremos contigo.
Bronwen y la bruja más joven se fueron, las guardias Crochan separándose para
dejarlas pasar.
Manon encontró a Glennis haciendo una mueca de dolor.
—Nuestra familia, encontrarás, tiene un rasgo impetuoso.
Despiadado.
Lo que Manon había hecho esta noche, llevando a las Ironteeth a este campamento...
Dorian no tenía otra palabra que no fuera despiadado.
Dejó a Manon y su bisabuela, las Trece mirando, y fue en busca de la araña.
Encontró a Cyrene donde la había dejado, agazapada en las sombras de una de las
tiendas más lejanas.
Había regresado a su forma humana, su cabello oscuro enredado, envuelta en una
capa Crochan. Como si una se hubiera apenado de ella. Sin darse cuenta de que el
hambre en los ojos de Cyrene no era por el estofado de cabra.
—¿De dónde viene el cambio? —preguntó Dorian mientras se detenía ante ella, una
mano sobre Damaris—. ¿Dentro de ti?
La araña cambia-formas parpadeó, luego se puso de pie. Alguien le había dado una
túnica marrón desgastada, pantalones y botas, también.
—Esa fue una gran hazaña de magia la que realizaste —ella sonrió, revelando
pequeños dientes afilados—. Qué rey podría hacerte. Sin desafío, sin rival.
Dorian no tenía ganas de decir que no estaba completamente seguro de qué tipo de
rey deseaba ser, si vivía lo suficiente para reclamar su trono. Cualquiera y cualquier
cosa, excepto su padre, parecía un buen lugar para comenzar.
Dorian mantuvo su postura relajada, incluso cuando volvió a preguntar:
—¿De dónde viene el cambio, desde dentro de ti?
Cyrene inclinó su cabeza, como si escuchara alguna cosa.
—Fue extraño, rey mortal, descubrir que tenía un nuevo lugar dentro de mí con el
regreso de la magia. Descubrir que algo nuevo había echado raíces —su pequeña
mano se desvió hacia estómago, justo por encima de su ombligo—. Una pequeña
semilla de poder. Haría el cambio, pensaría en lo que deseo ser, y el cambio comienza
aquí primero. Siempre, el calor viene de aquí —la araña posó su mirada en él—. Si
deseas ser algo, rey sin corona, entonces selo. Ese es el secreto del cambio. Sé lo
que deseas ser.
Evitó las ganas de poner los ojos en blanco, aunque Damaris se calentó. Sé lo que
deseas, una cosa mucho más fácil de decir que de hacer. Especialmente con el peso
de una corona.
Dorian puso una mano en su estómago, a pesar de las capas de ropa y su capa. Sólo
le recibió un músculo tonificado.
—¿Es eso lo que haces para convocar el cambio, primero pensar en lo que quieres
llegar a ser?
—Con límites. Necesito una imagen clara dentro de mi mente, o de lo contrario no
funcionará en absoluto.
—Así que no puedes cambiar en algo que no has visto.
—Puedo inventar ciertos rasgos: color de ojos, cabello, pelo, pero no la criatura
misma —una sonrisa horrible floreció en su boca—. Usa esa magia encantadora
tuya. Cambia tus bonitos ojos —se atrevió la araña—. Cambia su color.
Los dioses lo maldigan, pero él lo intentó. Pensó en ojos marrones. En la foto de los
ojos bronce de Chaol, feroces después una de sus sesiones de combate. No cómo
habían estado antes de que su amigo hubiera navegado al continente sur.
¿Se las había arreglado Chaol para ser sanado? ¿Habrían convencido él y Nesryn
al Kan de enviar ayuda? ¿Cómo se enteraría Chaol de dónde estaba, qué les había
pasado a todos, cuando se habían dispersado en los vientos?
—Piensas demasiado, joven rey.
—Mejor que muy poco —murmuró.
Damaris se calentó de nuevo. Él podría haber jurado que lo hizo en diversión.
Cyrene rió entre dientes.
—No pienses mucho en el color de ojos, más bien demándalo.
—¿Cómo aprendiste esto sin instrucción?
—El poder está en mí ahora —dijo la araña simplemente—. Lo escuché.
Dorian dejó caer un zarcillo de su magia serpenteante hacia la araña. Ella se
tensó. Pero su magia la rozó, gentil e inquisitiva como un gato. Cruda magia, para
ser moldeada como él quisiera.
Serpenteó en ella, buscó para encontrar esa semilla de poder. Para aprenderlo.
—¿Qué estás haciendo?
Jadeó la araña, moviéndose sobre sus pies.
Su magia la envolvía y podía sentirla, cada año odioso y horrible de existencia.
Cada…
Su boca se secó. La bilis surgió en su garganta por el olor que su magia detectó. N
unca olvidaría ese olor, esa vileza. Llevaría la marca en su garganta para siempre
como prueba.
Valg. La araña, de alguna manera, era Valg. Y no poseída, sino nacida.
Mantuvo su rostro neutral. Desinteresado. A pesar de que su magia localizó ese
brillo, un poco de magia.
Magia robada. Como el Valg robaba todas las cosas.
Tomaba todo lo que quería.
Su sangre se convirtió en un sordo y fuerte rugido en sus oídos.
Dorian estudió su pequeño cuerpo, su cara ordinaria.
—Has estado bastante callada con respecto a la búsqueda de venganza que te
envió a cazar en todo el continente.
Los ojos oscuros de Cyrene se convirtieron en pozos profundos.
—Oh, no lo he olvidado. De ningún modo.
Damaris se mantuvo caliente. Esperando.
Dejó que su magia envolviera sus manos tranquilizadoras alrededor de la semilla de
poder atrapada dentro del infierno negro en la araña.
No le importaba saber por qué y cómo las arañas stygian eran Valg. Cómo habían
venido aquí. Por qué se habían quedado.
Se alimentaban de los sueños, la vida y la alegría. Encantadas en ello.
La semilla del poder cambia-formas parpadeó en sus manos, como si estuviera
agradecido por un toque amable. Un toque humano.
Esto. Su padre había permitido que este tipo de criaturas crecieran, gobernaran.
Sorscha había sido masacrada por estas cosas, su crueldad.
—Puedo hacer un trato contigo, sabes —susurró Cyrene—. Cuando llegue el
momento, me aseguraré de que estés a salvo.
Damaris se puso más fría que el hielo.
Dorian la miró fijamente. Retiró su magia y podría haber jurado que la semilla del
poder cambia-formas atrapado dentro de ella lo alcanzó. Intentando rogarle que no
se fuera.
Él sonrió a la araña. Ella le devolvió la sonrisa.
Y entonces él golpeó.
Manos invisibles envueltas alrededor de su cuello y torcidas. Justo cuando su magia
se hundió en su ombligo, en donde residía la semilla robada de la magia humana, y
la envolvió.
La tomó, con un pajarito en sus manos, mientras la araña moría. Estudió la magia,
cada una de sus facetas, antes de que pareciera suspirar de alivio y desvanecerse
en el viento, por fin libre.
Cyrene se desplomó en el suelo, sus ojos ciegos ahora.
Medio pensamiento y Dorian la incineró. Nadie vino a preguntar por el hedor que surgió
de sus cenizas. La mancha negra que permanecía debajo de ellas.
Valg. Tal vez era su boleto para entrar en Morath, y sin embargo, se encontró mirando
esa mancha oscura en la tierra medio descongelada.
Soltó a Damaris, la espada calmándose a regañadientes.
Encontraría su camino hacia Morath. Una vez que dominara el cambio.
La araña y toda su especie podrían arder en el infierno.
La liberación que encontró esa noche, dos veces, no podía apagar completamente
el borde cuando amanecía, gris y sombría, y Manon se acercó a la tienda más
grande de Glennis.
Había dejado al rey dormido, envuelto en las mantas que habían compartido, aunque
no había permitido que la sostuviera. Ella simplemente se había vuelto sobre sobre su
lado, poniéndose de espaldas a él, y cerró los ojos. A él no parecía importarle, saciado
y adormecido después de que ella lo había montado hasta que ambos encontraron
su placer, se habían quedado dormidos rápidamente. Se había quedado dormido,
mientras Manon había contemplado cómo, exactamente, iba a tener esta reunión.
Tal vez debería haber traído a Dorian. Ciertamente sabía cómo jugar estos
juegos. Pensar como un rey.
Sin embargo, él había matado a esa araña como una bruja de sangre azul. Sin una
pizca de misericordia.
No debería haberla emocionado como lo hizo.
Pero Manon sabía que su orgullo nunca se recuperaría, y nunca más podría llamarse
bruja si le permitiera hacer esta tarea por ella.
Así que Manon pasó a través de los faldones de la tienda de Glennis sin anunciarse.
—Necesito hablar contigo.
Encontró a Glennis hincada en su capa de glamour ante un pequeño espejo de
bronce.
—¿Antes del desayuno? Supongo que tienes esa urgencia de tu padre. Tristan
siempre corría hacia mi tienda con sus diversos asuntos urgentes. Apenas podía
convencerlo de que se quedara quieto el tiempo suficiente para comer.
Manon descartó la semilla de información. Las Ironteeth no tenían padres. Sólo a
sus madres y las madres de sus madres. Siempre había sido así. Incluso si era
un esfuerzo por mantener a raya sus preguntas sobre él. Cómo había conocido a
Lothian Blackbeak, lo que los había llevado a dejar de lado su antiguo odio.
—¿Qué se necesitaría para ganarse a las Crochan? ¿Para qué se unan a nosotros
en la guerra?
Glennis se ajustó la capa en el espejo.
—Sólo una Reina Crochan puede encender la Llama de la Guerra, para convocar a
cada bruja de su hogar.
Manon parpadeó ante la respuesta franca.
—¿La Llama de la Guerra?
Glennis señalo con su barbilla hacia la solapas de la tienda, al pozo de fuego más
allá.
—Cada familia Crochan tiene una fogata que se mueve con ellos a cada campamento
u hogar que hacemos, el fuego nunca se extingue. La llama en mi hogar se remonta
a la ciudad Crochan, cuando Brannon Galathynius le dio a Rhiannon una chispa de
eterno fuego ardiente. Mi madre lo llevó con ella en un globo de cristal, escondido en
su manto, cuando sacó de contrabando a su antepasado, y ha seguido ardiendo en
todos los hogares reales de Crochan desde entonces.
—¿Qué pasó cuando la magia desapareció durante diez años?
—Nuestros videntes tuvieron la visión de que se desvanecería y la llama moriría. Así
que encendimos varios fuegos ordinarios de esa llama mágica, y los mantuvimos
encendidos. Cuando la magia desapareció, la llama se apagó. Y cuando la magia
regresó esta primavera, la llama volvió a encenderse, justo en el hogar donde la
habíamos visto por última vez —su bisabuela se volvió hacia ella—. Cuando una Reina
Crochan convoca a su pueblo a la guerra, se toma una llama del hogar real y se pasa
a cada hogar, un campamento y una aldea a la otra. La llegada de la llama es una
citación que sólo una verdadera reina Crochan puede hacer.
—¿Entonces solo necesito usar la llama en ese pozo y el ejército vendrá a mí?
Un graznido de risa.
—No. Primero debes ser aceptada como Reina antes de hacer eso.
Manon apretó los dientes.
—¿Y cómo podría lograr eso?
—Eso no es para que yo lo averigüe, ¿no es así?
Le tomó todo su autocontrol para evitar desenfundar sus uñas de hierro y merodear
por la tienda.
—¿Por qué están aquí, por qué este campamento?
Las cejas de Glennis se alzaron.
—¿No te lo dije ayer?
Manon golpeó un pie en el suelo.
La bruja notó la impaciencia y se rio entre dientes.
—Nos dirigíamos a Eyllwe.
Manon comenzó:
—¿Eyllwe? Si piensas escapar de esta guerra, puedo decirte que también se ha
encontrado en ese reino.
Por mucho tiempo, Eyllwe se llevó la peor parte de la ira de Adarlan. En sus
interminables reuniones con Erawan, se había enfocado particularmente en asegurar
que el reino permaneciera fracturado.
Glennis asintió.
—Lo sabemos. Pero recibimos noticias de nuestros hogares del sur de que había
surgido una amenaza. Viajamos para reunirnos con algunas de las bandas de guerra
de Eyllwe que han logrado sobrevivir todo este tiempo, para enfrentar el horror que
Morath pudo haber enviado.
Para ir al sur, no al norte a Terrasen.
—Erawan podría estar desatando sus horrores en Eyllwe solo para dividirte —dijo
Manon—. Para evitar que ayudes a Terrasen. Habrá adivinado que estoy tratando de
reunir a las Crochan. Eyllwe ya está perdido, ven con nosotros al Norte.
La vieja se limitó a sacudir la cabeza.
—Podría ser. Pero hemos dado nuestra palabra. Así que a Eyllwe iremos.
Capítulo 16
Traducido por IsaCat
Corregido por WinterGirl
Darrow estaba esperando a caballo en la cima de una colina cuando el ejército fi-
nalmente llegó al anochecer. Una marcha de un día completo, la nieve y el viento
azotándolos por cada maldita milla.
Darrow apenas miró a Aedion mientras observaba a los soldados que estaban acam-
pando. Agotados, brutal trabajo después de un largo día, y una batalla antes de eso,
pero dormirían bien esta noche. Y Aedion se negaría a moverlos mañana. Quizás
también el día después de ese
—¿Cuántos perdidos?
—Menos de quinientos.
—Bien.
—Dile a los otros señores —miró a Aedion desde sus botas salpicadas de barro
hasta su cabello sin lavar—. Y descansa un poco.
Aedion entrecerró los ojos al ver la nieve que azotaba su rostro. Necesitaban construir
un refugio, y rápido.
Y Aelin a cuestas.
Un pie de nieve cayó durante la noche, cubriendo las tiendas de campaña, sofocando
las fogatas y colocando a los soldados durmiendo hombro con hombro para conservar
el calor.
Se dirigió hacia la gran tienda de guerra de Darrow, Ansel de Briarcliff a su lado, los
dos arropados contra el frío. Afortunadamente, la fría mañana mantuvo cualquier
conversación entre ellos al mínimo. No tenía sentido hablar cuando el mismo aire
enfriaba sus dientes hasta el punto de dolor.
La familia real Fae de cabellos plateados entró justo antes que ellos, el príncipe
Endymion le dio, a Aelin, un asentimiento.
—Escuché que me perdí algo de diversión ayer. Pensé que volvería antes de que
perdiera la oportunidad de matar yo misma algunos Valg.
—Yo la invité —dijo Aedion, acercándose al borde del grupo—. Ya que está
técnicamente luchando con La Perdición, la convertí en mi segunda al mando —y
por lo tanto, digna de estar aquí.
Darrow solo se volvió hacia el mapa cuando Ravi y Sol entraron. Sol asintió
respetuosamente a Aelin, y Ravi le dirigió una sonrisa. Aelin le guiñó un ojo antes de
mirar el mapa.
—Después de nuestra derrota a Morath ayer, bajo el mando del general Ashryver
—Darrow dijo—. Creo que deberíamos posicionar a nuestras tropas en Theralis, y
preparar las defensas de Orynth para un asedio.
Aedion sacudió su cabeza, sin duda ya había anticipado esto.
—En Orynth —dijo Lord Gunnar, más viejo, más gris que Darrow y el doble de malo—.
Tenemos paredes que pueden soportar catapultas.
—Si traen esas torres de brujas —interrumpió Ren Allsbrook—. Incluso las paredes
de Orynth se derrumbarán.
—Aún tenemos que ver evidencia sobre esas torres de brujas, —respondió Darrow—.
Más allá de la palabra de un enemigo.
—Manon Blackbeak se volvió contra su propia abuela, la Gran Bruja del Clan
Blackbeak —dijo Aedion, su voz cayendo en un peligroso gruñido—. No creo que las
astillas de hierro que encontramos en su herida intestinal fueran una mentira.
—Una vez más —dijo Lord Sloane—. Estas brujas son astutas. Harán cualquier
cosa.
—Las torres de brujas son reales —dijo Lysandra, dejando que la voz fría e
imperturbable de Aelin llenara la tienda—. No voy a perder el aliento probando su
existencia. Tampoco arriesgaré a Orynth a su poder.
—Planeo encontrar una manera de eliminar las torres antes de que puedan pasar
las colinas —dijo ella. Rezó porque Aedion tuviera un plan.
—Con el fuego que has exhibido tan magníficamente —dijo Darrow con igual
suavidad.
—Oh, lo será.
—Eldrys debía reducir nuestros números, hacernos dudar del juicio de Morath
enviando sus gruñidos aquí. Quiere que lo subestimemos. Si nos movemos hacia la
frontera, tendremos los estribos para frenar su avance. Conocemos ese terreno; él
no. Podemos manejarlo a nuestro favor.
—¿Y si corta a través de Oakwald? —Lord Gunnar señaló la carretera que pasaba
por Endovier—. ¿Entonces qué?
—Si nos movemos a la frontera —dijo Darrow—, corremos el riesgo de que nos
eliminen, dejando así a Perranth, a Orynth ya todos los pueblos y ciudades de este
reino a merced de Erawan.
—Hay caminos secretos a través de los Staghorns —dijo Lord Sloane, completamente
imperturbable—. Mucha de nuestra gente los usó hace diez años.
Hasta que Darrow convocó un voto, solo entre los seis Lords de Terrasen. Los únicos
líderes oficiales de este ejército, al parecer.
Cuatro de ellos, Darrow, Sloane, Gunnar y Ironwood, votaron por mudarse a Orynth.
—Si nuestros aliados no desean arriesgarse con nuestro plan, pueden partir. No les
hicimos juramento.
Aedion gruñó, incluso cuando la preocupación brilló en sus ojos.
Darrow se tensó. No por las palabras, sino por el hecho de que estaban dirigidas
hacia ella. Hacia Aelin.
—No estás autorizada para hacer tales invitaciones —dijo bruscamente Lord Gunnar.
—Llegué hasta aquí para ayudarte a convertir a ese bastardo en polvo. No veo por
qué me iría a casa ahora.
Lysandra no fingió la gratitud que apretó su garganta cuando se inclinó ante los
aliados que su reina había reunido.
Un hombre alto y moreno entró en la tienda, sus ojos grises se lanzaron alrededor
de la compañía reunida. Se ensancharon cuando la vieron, a Aelin. Ensanchados,
entonces echaron un vistazo a Aedion como para confirmarlo. Observó el cabello
dorado, los ojos Ashryver, y la palidez.
Nox se marchó, con gracia a pesar de su altura, y entró un hombre más bajo y de
piel pálida.
Cayó al suelo, rodando, como había aprendido bajo la cuidadosa tutela de Aroby-
nn. Pero Aedion ya estaba delante de ella, con la espada en la mano. Defendiendo
a su reina.
Ren, Sol y Ravi se habían puesto en posición en el lado de Lysandra, al lado de Ae-
lin, con sus propias espadas preparadas para derramar sangre. Una corte incipiente
que cerraba filas alrededor de su reina.
Endymion levantó una mano, y el hombre poseído por el Valg comenzó a jadear. Sin
embargo, no antes de que sus ojos se oscurecieron por completo, hasta que ninguna
luz brilló.
Aelin habría tenido alguna respuesta arrogante para que todos se rieran,
pero Lysandra no pudo encontrar las palabras. Ella solo asintió mientras la mancha
negra avanzaba lentamente por el piso de la tienda. La familia real Fae olfateaba el
olor, haciendo una mueca.
Por las aletas de la tienda, Nox estaba boquiabierto ante el decapitado Valg. Sus
ojos grises se encontraron con los de ella, buscando, y luego bajaron.
Erawan sabía que Aelin no estaba con ellos. Que una cambiaformas había tomado
su lugar.
Aedion caminó por el campamento, con Lysandra, como Aelin, pisándole los talones.
—Lo sé —dijo por encima del hombro, por una vez ignorando a los guerreros que lo
saludaban.
—Él lo sabe —suspiró ella. Se giró para mirarla, encontrando a su prima, encontrando
a Lysandra temblando. No Aelin, aunque había sido bastante convincente hoy. Mejor
de lo habitual—. Él sabe lo que soy.
—También parece saber que vamos a Orynth. Quiere que hagamos justamente eso.
Ella se dejó caer sobre su cama, como si sus rodillas no pudieran sostenerla de
pie. Un latido del corazón, la impulso a sentarse a su lado, para presionarse contra
él, era tan fuerte que casi cedió a eso.
—Erawan podría escuchar las noticias y preocuparse —dijo Aedion, cuando pudo
pensar de nuevo—. Podría preguntarse por qué ella no está aquí, y si está a punto
de hacer algo que lo lastimará. Podría obligarlo a mostrar su mano.
—O para atacarnos ahora, con toda su fuerza, cuando sabe que somos más débiles.
—Tendremos que ver.
—Orynth será un matadero —susurró ella, sus hombros curvándose bajo el peso, no
solo de ser una mujer metida en este conflicto, sino de una mujer que interpretaba a
otra, que podría ser capaz de fingir, pero solo hasta ahora. Quien no tenía realmente
el poder de detener a las hordas que marchaban hacia el norte. Sin embargo, había
estado dispuesta a soportar esa carga. Por Aelin. Por este reino.
Incluso si había mentido al respecto, había estado dispuesta a aceptar este peso.
Levantó la cabeza. No solo por las palabras, sino por lo cerca que estaba sentados.
—Los otros señores votaron en contra ello.
Había bailado con traición durante la última década. Lo había hecho una forma de
arte.
—Déjamelo a mí.
Así como los aliados que ella había reunido. Y las fuerzas de Ren Allsbrook, Ravi y
Sol de Suria.
—¿Qué?
Una pregunta vaga y rápida para ganar tiempo. ¿Se había arriesgado Aedion a
decirle la verdad?
Ella hizo todo lo posible para mirarlo por encima de su nariz, incluso cuando el ladrón
mensajero se alzaba sobre ella. Aelin nunca había mencionado un Nox Owen.
Él sabía, quien había sido Aelin. Lysandra no dijo nada y siguió caminando hacia
su tienda. Si le contaba a Aedion, ¿qué tan rápido podría ser enterrado Nox bajo la
tierra congelada?
—Tu secreto está a salvo —murmuró Nox—. Celaena... Aelin era una amiga. Todavía
lo es, espero.
—Algunos podrían decir que Darrow tiene un fuerte derecho al trono, dada su relación
con Orlon.
—Hoy me di cuenta de que la asesina que vine a llamar amiga es en realidad la reina
que creí muerta. Creo que los dioses me están apuntando en cierta dirección, ¿no
es así?
—¿Y si tuviera que decirte que necesitábamos tu ayuda esta noche, y que el riesgo
era que se te calificara de traidor?
Ella no sabía por qué confiaba en él. Pero había desarrollado un instinto para
los hombres que siempre le mostraba lo correcto, incluso si ella era incapaz de
actuar en eso en el pasado. Solo había podido prepararse para ellos.
Pero Nox Owen, la amabilidad en su rostro era cierta. Sus palabras eran ciertas.
Otro aliado que Aelin había ganado para ellos, esta vez sin saberlo.
Ella sabía que Aedion estaría de acuerdo con el plan, incluso si él todavía la odiaba. Así
que Lysandra se inclinó, su voz se convirtió en un susurro.
En la cena, Nox Owen entregó el vino que había servido personalmente, como
una disculpa por dejar pasar al soldado Valg a Lord Darrow, Sloane, Gunnar y
Ironwood. No para matarlos, sino para enviarlos a un sueño profundo y sin sueños.
Los fieles porta banderas de los cuatro señores también se encontraban durmiendo
profundamente esa noche, cortesía del vino que Galan Ashryver, Ilias, Ren y Ravi se
habían asegurado de entregar a sus fogatas.
Y cuando todos se despertaron al día siguiente, solo había nieve batiendo más allá
de sus tiendas.
Nadie en Anielle ni en las grises piedras que se cernían sobre su borde sur gritaban
alarmados al escuadrón que descendía de los cielos y se alzaba sobre las almenas.
El frío en el océano abierto no era nada comparado con el viento en el muro de las
montañas contra las que se había construido la ciudad, o el frío abrasador del ex-
tenso Lago de Plata que se curvaba alrededor, tan plano que parecía un poderoso
espejo esparcido debajo del cielo gris.
Yrene sabía que el diseño de Anielle era tan familiar para Chaol como su propio
cuerpo, y sabía, por los recuerdos que había visto en su alma y lo que le había dicho
estos meses, que las tejas grises de los techos habían sido cortadas de la pizarra de
las canteras justo al sur, la madera de las casas tomada de la maraña de Oakwald
se escondía más allá de la llanura que bordea el lado sur del lago. Una pequeña
rama de picos sobresalía como un brazo del cuerpo serpenteante de los Colmillos,
doblados en la ciudad entre ella y el Lago de Plata, y fue en las áridas laderas donde
se había construido la fortaleza.
Nivel tras nivel, La fortaleza Westfall se elevó desde la llanura a los tramos más altos
de la montaña detrás eso, la abertura de la puerta más baja sobre la plana exten-
sión de nieve, mientras que otros niveles fluían hacia la ciudad a su izquierda. Se
había construido como una fortaleza, los innumerables niveles, almenas y puertas,
todas diseñadas para durar más que un asalto enemigo. Las piedras grises llevaban
las cicatrices de la cantidad que habían presenciado y sobrevivido, nada más que el
grueso muro de cortina que rodeaba la fortaleza.
Desde las torres superiores cubiertas de líquenes, Yrene sabía que se podía controlar
cualquier movimiento en el lago o la llanura, en la ciudad o en el bosque, incluso a
lo largo de las laderas de los Colmillos. ¿Cuántas horas había pasado su marido en
la torre, en los pasillos, mirando hacia Rifthold, deseando estar en otro lugar que no
fuera este lugar frío y oscuro?
Chaol se mantuvo cerca de Yrene, con la barbilla en alto, cuando anunció a la docena
de guardias que apuntaban con sus espadas que era el Señor Chaol Westfall, y
deseaba ver a su padre. Inmediatamente.
Nunca olvidaría el recuerdo que había presenciado del padre que lo había tirado
por los escalones de piedra unos niveles más abajo, otorgándole a Chaol la cicatriz
oculta justo después de su cabello. Un niño. Había arrojado a un niño por esas
escaleras y lo había obligado a caminar hacia Rifthold a pie.
El pasillo alto y estrecho no era mucho mejor que el exterior. Las ventanas delgadas
colocadas en lo alto de las paredes permitían la entrada de poca luz, y los antiguos
braseros arrojaban sombras parpadeantes sobre las piedras. Tapices raídos colgaban
intermitentemente, y ningún sonido, ni música, ni risas, ni conversación, los saludaba.
¿Esta casa incómoda y antigua había sido su hogar? Comparada con el palacio del
Kan, era una choza, no apta para que los ruks descansaran.
—Entra.
Yrene sintió el temblor que atravesó Chaol ante la voz fría y astuta.
Cada uno de sus pasos hizo eco a través del pasillo, el rugiente y gigantesco hogar
a su izquierda, apenas quitándole el borde del frío. Una copa de lo que parecía ser
vino y los restos de la cena estaban ante el Señor de Anielle sobre la mesa. No había
rastro de su esposa, o su otro hijo.
Pero su rostro... era el rostro de Chaol, en unas pocas décadas. O lo sería, si Chaol
se volviera tan sin alma y frío como el hombre ante ellos.
Ella no sabía cómo lo hizo. Cómo Chaol logró bajar su cabeza en una reverencia.
—Padre.
La idea de ella, tan llena de luz y calor, en este lugar sombrío, le hizo querer correr
hacia el ruk esperando en los parapetos y volar de nuevo a la costa.
El miserable bastardo.
La barbilla de Yrene levantada ligeramente.
—Al menos ella habla bien —dijo su padre, bebiendo de su vino. Chaol apretó su
mano libre tan fuerte que su guante protestó—. Mejor que esa otra… la asesina
arrogante.
—Quien resultó ser la reina de Terrasen —una risa triste—. Qué premio pudiste
haber tenido, hijo mío, si hubieras podido quedártela.
Y en esta guerra, muy bien podría serlo.
—No tienes que molestarte demostrarle mi valor a él —dijo Yrene, sus ojos de
hielo cubrieron a su padre—. Sé precisamente cuan talentosa soy y no requiero su
bendición.
Su padre se volvió de nuevo hacia ella, con curiosidad llenándolo por un momento.
Si le hubieran preguntado, incluso hace unos minutos, cómo pensaba que podría ser
este encuentro, Yrene sin inmutarse por completo con su padre, Yrene enfrentándolo,
no habrían estado entre los posibles resultados. Su padre se recostó en su silla.
—Navegué con un ejército enviado por el Kan, una legión de sus jinetes de ruk
entre ellos. Sus exploradores descubrieron la información. Los rukhin vuelan aquí
mientras hablamos, pero sus soldados Darghan no llegarán al menos durante una
semana o más —avanzó, solo un paso—. Necesitas unir tus fuerzas, preparar la
ciudad. Inmediatamente.
Pero su padre hizo girar su vino, frunciendo el ceño ante el líquido rojo en su interior.
—No hay fuerzas aquí, ninguno que haga mella en diez mil hombres.
—La última vez que miré, muchacho, yo era todavía señor de Anielle. Con mucho
gusto le diste la espalda. Dos veces.
—Tienes a Terrin.
—Terrin es un erudito. ¿Por qué crees que lo envié lejos con su madre como un bebé
lactante? —se burló su padre—. ¿Has vuelto a sangrar por Anielle, entonces? ¿Por
fin sangrarás por esta ciudad?
—No le hables así —dijo Yrene con una calma peligrosa. Su padre la ignoró.
Pero Yrene dio un paso delante de Chaol—. Soy la heredera aparente de la
Sanadora al Mando de la Torre Cesme. Vine por orden de tu hijo, de vuelta a la
tierra de mi nacimiento, para ayudar en esta guerra, con doscientas Sanadoras
de la propia Torre. Su hijo pasó los últimos meses forjando una alianza con el
Kanato, y ahora todos los ejércitos del Kan navegan a este continente para salvar
a su gente. Así que mientras se sienta aquí en su miserable fortaleza, lanzándole
insultos, sabe que ha hecho lo que nadie más pudo hacer, y si tu ciudad sobrevive,
será por él, no por ti.
Le tomó toda la moderación de Chaol para evitar tomar a Yrene en sus brazos y
besarla.
—Todos los lados menos uno —dijo Chaol, señalando hacia los Colmillos Blancos
apenas visibles a través de las ventanas en lo alto—. El rumor dice que Erawan pasó
estos meses cazando a los salvajes de los Colmillos. Si tienes pocos soldados, pide
ayuda.
—¿Y ofrecerles qué? Las montañas nos han pertenecido desde antes de que Gavin
Havilliard se sentara en su trono.
Yrene murmuró:
Su padre sonrió.
—¿Puedes ofrecer una cosa así, como heredera aparente de la Sanadora al Mando?
—Preferiría tener mi cabeza en una pica que darles a los hombres salvajes de los
Colmillos una pulgada de la tierra de Anielle, y mucho menos pedirles ayuda.
—Me gustas más que la reina asesina, creo. Tal vez casarse con la chusma genere
algo de columna vertebral en nuestra línea de sangre una vez más.
La sangre de Chaol rugió en sus oídos, pero los labios de Yrene se curvaron en una
sonrisa.
—Eres exactamente como te había imaginado —dijo ella. Su padre solo inclinó la
cabeza.
—Prepara esta ciudad, esta fortaleza —logró decir Chaol con los dientes apretados—.
O merecerás todo lo que se derribe.
Capítulo 19
Traducido por Ravechelle
Corregido por WinterGirl
Quince minutos después, Chaol podía sentir a Yrene todavía temblando cuando
entraron a pequeña y cálida habitación. Uno de los pocos lugares acogedores en
aquella horrible estancia. Una cama y un lavabo medio oxidado llenaban la mayor
parte del espacio, junto con una palangana de agua caliente.
—Me repudiaron, recuerda —dijo Chaol, apoyado contra la puerta cerrada—. Esta
es una habitación para un huésped.
Yrene gruñó.
Su padre, al menos, había accedido a comenzar las evacuaciones para aquellos que
se encontraban a las afueras de la cuidad, y cuando se dirigieron a esta habitación,
la torre ya había empezado a prepararse para el asedio. Si su padre necesitaba ayu-
da para la planeación, el hombre no se lo había hecho saber. Mañana, después de
que descansaran esta noche, vería por si mismo lo que su padre había planeado.
Pero por ahora, después de casi dos días volando en el aire helado, necesitaba
descansar.
Así que Chaol se retiró de la puerta, rondando hacia donde Yrene paseaba frente a
la cama.
Ella lo miró.
—Yo siento que hayas tenido que lidiar con él por más tiempo que esa conversación.
Su temperamento, a pesar de todo lo que pasaba, a pesar del bastardo que gober-
naba esta ciudad, calentó algo en él. Lo suficiente para que Chaol cerrara la distan-
cia entre ellos, tomando su mano. Pasó su pulgar sobre el anillo de bodas.
—Yo también —su boca se curvó hacia un lado—. Aunque me sorprende que a tu
padre le importaran lo suficiente como para enviarlos lejos al primer susurro de ame-
naza.
—Ellos son activos para él. No me sorprendería si los enviara con una buena parte
del tesoro.
—Anielle es uno de los territorios más ricos de Adarlan, a pesar de lo que sugie-
re este mantenimiento —él besó sus nudillos, su anillo—. Hay cámaras llenas de
tesoros en las catacumbas. Oro, joyas, armaduras, se rumorea que la riqueza de
todo un reino está ahí abajo.
—Debería haberle dicho a Sartaq y Nesryn que trajeran más curanderas de las
cincuenta que seleccionamos —Hafiza se quedaría con los soldados de infantería
y la caballería, pero Eretia, su segunda al mando volaría con los ruks y lideraría al
grupo, incluida Yrene.
—Lo lograremos con lo que tenemos. Dudo que hubiera un solo curandero con
talento mágico en esta ciudad hasta hace una hora.
Su garganta se agitó.
—¿Puede esto seguir sobreviviendo al asedio lo suficiente como para que el ejército
terrestre llegue aquí? No parece que pueda soportar otro invierno, y mucho menos
un ejército en la puerta de su casa.
—Esta fortaleza se mantuvo por más de mil años, sobrevivió al segundo ejército de
Erawan, incluso cuando saquearon a Anielle. También durará más que esta tercera
guerra.
—Hay caminos que las atraviesan, peligrosos, pero podrían llegar a los Wastes si
permanecen juntos y traen suficientes suministros —dirigirse al norte de Anielle era
una trampa mortal, con las brujas esperando en la Brecha Ferian, e ir demasiado al
sur sería llevarlos a la puerta de Morath. Para ir al este los llevarían por el camino
del ejército que intentaban evitar—. Es posible que puedan esconderse en Oakwald,
a lo largo del borde de los Colmillos.
—Tendrán una mejor oportunidad en los Colmillos que aquí —dijo Chaol con la
misma tranquilidad. Todavía eran su gente, todavía le habían mostrado amabilidad,
incluso cuando su propio padre no lo había hecho—. Me encargaré de que mi padre
envíe a algunos de los soldados que son demasiado viejos para luchar con ellos;
ellos recordarán el camino.
—Sé que no soy nada más que la chusma —dijo Yrene, y Chaol se rió—. Pero
aquellos que eligen quedarse, a los que se les deje entrar en la fortaleza ... Tal vez
mientras esperamos nuestras propias fuerzas, podría ayudar a encontrar espacio
para ellos. Suministros. Averiguar si hay curanderos entre ellos que puedan tener
acceso a las hierbas e ingredientes que necesitamos. Tener vendas preparadas.
Él asintió, el orgullo llenando su pecho hasta un punto que le causaba dolor. Una
dama. Si no es por sangre, entonces por nobleza de carácter. Su esposa era más
una dama que cualquier otra que hubiera conocido, en cualquier corte.
—Entonces preparémonos para la guerra, esposo —dijo Yrene, con pena y temor
llenando sus ojos.
Y fue la visión de ese atisbo de miedo, no por ella misma, sino por lo en que, sin
duda, pronto participarían, presenciarían, lo que le hizo tomarla en sus brazos y
ponerla sobre la cama.
—La guerra puede esperar hasta la mañana —dijo, y bajó la boca hacia la de ella.
Tantos ruks que taparon el amanecer, el auge de las alas y el susurro de las plumas
llenando los cielos.
La gente gritó esta vez, sus voces como un heraldo de los gritos que vendrían cuando
ese ejército llegara a las puertas.
Una vez había sido parte del lago en sí, antes de que las Cataratas del Oeste
escondidas en los Colmillos se hubieran represado, sus aguas rugientes se calmaron
hasta un goteo que alimentaba el lago. Durante siglos, los antepasados de Chaol
habían debatido la posibilidad de romper la presa y dejar que el río corriera libre una
vez más, ahora que sus antiguas forjas habían dado paso a unos pocos molinos
hidráulicos que podían trasladarse fácilmente a otra parte.
Sin embargo, la destrucción que causaría la represa causaría que, incluso si reunieran
a todos los «portadores de agua» en el reino para controlar el flujo, serían catastróficos.
La llanura entera se inundaría en cuestión de minutos, barriendo también parte de la
ciudad. Las aguas descenderían desde las montañas, destruyendo todo a su paso
en una poderosa ola que fluiría hacia Oakwald. Los niveles más bajos de la torre, la
puerta que daba a la llanura, estarían completamente sumergidos.
Así que la presa se había quedado, y la llanura cubierta de hierba con ella.
Los ruks se acomodaron en filas ordenadas, y Chaol e Yrene observaron desde las
almenas, otros centinelas salieron de sus puestos para unirse a ellos, mientras los
jinetes empezaban a armar el campamento con los suministros que sus monturas
habían llevado. Las curanderas llegarían más tarde, aunque algunas permanecerían
en el campamento hasta que llegara la legión de Morath.
Dos formas oscuras se elevaron en lo alto, y los centinelas volvieron a sus puestos
cuando Nesryn y Sartaq aterrizaron en el muro de la almena, un pequeño halcón se
posó junto a las aves. Falkan Ennar.
Nesryn saltó de su ruk en un movimiento fácil, con la cara seria como cualquier
general del reino de Hellas.
—Morath está a tres días, tal vez cuatro —dijo sin aliento.
—Nos mantuvimos en lo alto, fuera de la vista, pero Falkan pudo acercarse —el
cambia formas permaneció en forma de halcón junto a Salkhi.
—¿Qué viste?
Nesryn negó con la cabeza, su piel normalmente de color marrón dorado sin sangre.
—Ninguno —dijo Sartaq, pasando una mano sobre su pelo trenzado—. Aunque
podrían estar esperando para atacar desde el Abismo Ferian cuando el ejército
llegue aquí.
—Oremos para que no lo hagan— dijo Yrene, observando a los ruks en el valle de
abajo.
Mil ruks. Parecía un regalo de los dioses, parecía un número increíblemente grande.
Y sin embargo, viéndolos reunidos en la llanura...
Sentada en la alfombra de musgo de una antigua cañada, con una mano jugando
con las pequeñas flores blancas esparcidas sobre ella, Aelin negó con la cabeza.
En los imponentes robles que formaban una celosía sobre el claro, pequeñas estre-
llas parpadeaban, como si hubieran sido atrapadas por las propias ramas. Más allá
de ellas, bañando el bosque con una luz lo suficientemente brillante como para ver,
había salido la luna llena. A su alrededor, débiles cantos flotaban en el cálido aire de
verano.
—Es una historia triste —dijo su tía, con una esquina de su boca pintada de rojo
curvándose hacia arriba mientras se recostaba en su asiento tallado en una roca de
granito. Su lugar habitual, mientras tenían estas lecciones, estas largas y pacíficas
charlas en las cálidas noches de verano—. Y vieja.
—¿No soy un poco grande para cuentos de hadas? —De hecho, acababa de cele-
brar su vigésimo cumpleaños hace tres días, en otro claro no muy lejos de aquí. La
mitad de Doranelle había asistido, al parecer, y sin embargo, su compañero había
encontrado una manera de escabullirse de la fiesta. Para ir hasta una piscina aislada
en el corazón del bosque. Su rostro aún se calentaba al pensar en ese nado a la luz
de la luna, lo que Rowan la había hecho sentir, cómo la había adorado en el agua
calentada por el sol.
Compañero. La palabra seguía siendo una sorpresa. Como lo había sido llegar aquí
al final de la primavera y verlo junto al trono de su tía y simplemente saberlo. Y en los
meses posteriores, su cortejo... Aelin se sonrojó al pensarlo. Lo que habían hecho en
esa piscina en el bosque había sido la culminación de esos meses. Y un desencade-
namiento. Las marcas en su cuello, y en las de Rowan, lo demostraban. No volvería
sola a Terrasen cuando llegara el otoño.
—Nadie es demasiado viejo para los cuentos de hadas —dijo su tía, con su leve son-
risa creciendo—. Y como eres parte de las hadas, creo que tendrías algo de interés
en ellas.
—Hace mucho tiempo, cuando el mundo era nuevo, cuando no había reinos huma-
nos, cuando ninguna guerra había estropeado la tierra, nació una joven reina.
—Ella no sabía que era una reina. Entre su gente, el poder no era heredado, sino
simplemente nacía. Y a medida que ella creció, su poder aumentó con ella. Encontró
que la tierra en la que moraba era demasiado pequeña para ese poder. Demasiado
oscuro y frío y sombrío. Ella tenía dones similares a muchos manejados por su clase,
pero ella tenía más, su poder era un arma más aguda e intrincada, lo suficiente como
para ser diferente. Su gente vio ese poder y se inclinó ante él, y ella los gobernó.
“Se corrió la voz de sus dones, y tres reyes vinieron a buscar su mano. Para formar
una alianza entre su trono y el que ella había construido para sí misma, por pequeño
que fuera. Por un tiempo, pensó que sería la novedad, el desafío que siempre había
deseado. Los tres reyes eran hermanos, cada uno poderoso por derecho propio, su
poder vasto y aterrador. Escogió al mayor entre ellos, no por ninguna habilidad o gra-
cia en particular, sino por sus innumerables bibliotecas. Lo que ella podría aprender
en sus tierras, lo que ella podría hacer con su poder... Era ese conocimiento lo que
ella ansiaba, no al rey mismo.
Una extraña historia. Las cejas de Aelin se alzaron, pero su tía continuó.
—Así que se casaron, y ella dejó su pequeño territorio para reunirse con él en su
castillo. Durante un tiempo, ella estuvo contenta, tanto por su esposo como por el
conocimiento que su hogar le ofrecía. Él y sus dos hermanos eran conquistadores, y
pasaban gran parte de su tiempo lejos, atando nuevas tierras a su trono compartido.
A ella no le importaba, no cuando le daba libertad para aprender tanto como quería.
Pero las bibliotecas de su marido contenían conocimiento, que incluso él no sabía
que guardaban. Ciencia y sabiduría de mundos hace mucho tiempo convertidos en
polvo. Ella aprendió que efectivamente existían otros mundos. No el mundo oscuro
y arruinado en el que vivían, sino mundos más allá de eso, viviendo uno encima del
otro y sin darse cuenta. Mundos donde el sol no era un goteo acuoso a través de
nubes cenizas, sino una corriente dorada de calor. Mundos donde existía el verde.
Ella nunca había oído hablar de tal color. Verde. Tampoco había oído hablar del azul,
ni la sombra del cielo que se describía. Ella no podía ni siquiera imaginárselo.
—Lo era. Y mientras más leía acerca de estos otros mundos, donde los antiguos ca-
minantes muertos hacía mucho tiempo habían vagado, más quería verlos. Conocer
el beso del sol en su cara. Para escuchar los cantos matutinos de los gorriones, el
llanto de las gaviotas sobre el mar. El mar, eso también era extraño para ella. Una
extensión infinita de agua, con sus propios estados de ánimo y profundidades ocul-
tas. Todo lo que tenían en sus tierras eran lagos poco profundos y turbios y arroyos
medio secos. Entonces, mientras su marido y sus dos hermanos estaban librando
otra guerra, ella comenzó a reflexionar sobre cómo podría encontrar el camino hacia
uno de esos mundos. Sobre cómo podría irse.
—¿Es tal cosa posible? —algo la molestaba, como si la historia pudiera ser cierta,
pero tal vez era uno de los cuentos de su madre, o incluso de Marion, tirando de su
memoria.
Maeve asintió.
—Lo era. Usando el lenguaje de la existencia misma, las puertas pueden abrirse,
aunque sea brevemente, entre mundos. Estaba prohibido, ilegalizado mucho antes
de que nacieran su marido y sus hermanos. Una vez que el último de los antiguos
caminantes había muerto, los caminos entre los reinos se habían sellados, sus mé-
todos para caminar entre los mundos se perdían con ellos. O eso habían pensado
todos. Pero en lo profundo de la biblioteca privada de su marido, encontró los viejos
hechizos. Ella comenzó con pequeños experimentos. Primero, abrió una puerta al
reino del descanso, para encontrar a uno de esos caminantes y preguntarle cómo
hacerlo correctamente —una sonrisa de complicidad—.. El caminante se negó a
decírselo. Entonces la reina comenzó a enseñarse a sí misma. Abriendo y cerrando
puertas desde hace mucho tiempo olvidadas o selladas. Mirando profundamente en
el funcionamiento del cosmos. Su propio mundo se convirtió en una jaula. Ella se
cansó de las guerras de su marido, su crueldad casual. Y cuando se fue a la guerra
una vez más, la reina reunió a sus sirvientas más cercanas, abrió una puerta a un
mundo nuevo y abandonó en el que había nacido.
—¿Ella se fue? —Aelin espetó—. Ella, ¿ella acaba de dejar su propio mundo? ¿Para
siempre?
—Nunca había sido su mundo, no en realidad. Ella había nacido para gobernar otros.
Aelin lo consideró. Muchas de sus platicas, sus lecciones en esta cañada conte-
nían profundos rompecabezas, preguntas para que ella las resolviera, para ayudarla
cuando un día tomara su trono, con Rowan a su lado.
Ella sonrió hacia él, como lo había hecho durante semanas, cuando él había venido
para acompañarla de vuelta a sus habitaciones en el palacio del río. Fue durante
esos paseos desde el bosque a la ciudad envuelta en niebla que ella había llegado
a conocerlo, a amarlo. Más de lo que ella nunca había amado nada.
—La reina era inteligente y ambiciosa. Pensaba que ella podría hacer cualquier
cosa, incluso encontrar las llaves.
Parpadeó. Se detuvo.
La sonrisa de Maeve volvió, suave y amable. Como su tía se había comportado con
ella desde el principio.
Cadena, una cadena. Ella miró sus manos, sus muñecas. Como si esperara que
estuvieran allí.
—Si este mundo estuviera en riesgo, si esos tres reyes terribles amenazaran con
destruirlo, ¿a dónde irías para encontrar las llaves?
Otro mundo. Había otro mundo. Como un fragmento de un sueño, había otro mundo,
y en él, ella tenía una muñeca con una cicatriz. Tenía cicatrices por todas partes.
Aun así.
—¿No qué?
Esta no era su existencia, su vida. Este lugar, estos maravillosos meses aprendien-
do en Doranelle, encontrando a su compañero...
—No.
Su voz era un trueno a través de la pacífica cañada.
Maeve dejó escapar una risa suave. Rowan se dejó caer de las ramas para aterrizar
en el brazo levantado de la reina.
Él no luchó tanto cuando ella envolvió sus delgadas manos blancas alrededor de su
cuello. Y lo rompió.
Aelin se arqueó en el altar, y cada parte rota y desgarrada de su cuerpo gritaba con
ella.
No había sido real. Eso no había sido real. Rowan estaba vivo, él estaba vivo...
Intentó mover el brazo. Un rayo al rojo vivo la golpeó, y ella volvió a gritar.
Sólo salió un sonido roto. Roto, justo como su brazo ahora yacía...
Ahora yacía...
El hueso brillaba, sobresaliendo a lo largo de más lugares de los que podía contar.
Sangre y piel torcida, y sin cicatrices de grillete, incluso con las heridas de la ruptura.
Ella gritó de nuevo. Gritó a su brazo arruinado, la piel sin cicatrices gritó al eco
persistente del vínculo de apareamiento cortado.
—¿Sabes qué me duele más, Aelin? —Las palabras de Maeve eran suaves como
las de un amante—. Es que crees que soy la villana en esto.
Aelin sollozó entre dientes mientras intentaba y no podía mover su brazo. Ambos
brazos. Miró a través del espacio, esta habitación aún no real.
Habían reparado la caja. Había soldado una nueva plancha de hierro sobre la tapa.
Luego sobre los costados. En el fondo. Se filtraba menos aire, las horas o los días
que pasaba ahora en el interior eran en un calor casi sofocante. Había sido un alivio
cuando finalmente había sido encadenada al altar.
—No tengo dudas de que tu compañero o Elena o incluso el mismo Brannon llenaron
tu cabeza con mentiras sobre lo que haré con las llaves —Maeve se pasó una mano
por el borde de piedra del altar, a través de su sangre salpicada y fragmentos de
hueso—. Lo dije en serio. Me gusta este mundo. No deseo destruirlo. Solo mejorarlo.
Imagina un reino donde no hay hambre, ni dolor. ¿No es por eso por lo que luchas
tú y tu corte? ¿Un mundo mejor?
Las palabras eran una burla. Una burla de lo que les había prometido a tantos.
Aelin intentó no moverse contra las cadenas, contra sus brazos rotos, contra la
presión que empujaba su piel desde adentro. Una intensidad creciente a lo largo de
sus huesos, en su cabeza. Un poco más, todos los días.
—Sé lo que piensas de mí, Portadora de Fuego. Lo que asumes. Pero hay algunas
verdades que no se pueden compartir. Ni siquiera por las llaves.
—La Reina que fue Prometida. Deseo salvarte de ese sacrificio, ofrecido por una
chica testaruda —una risa suave—. Incluso te dejaría tener a Rowan. Ustedes dos
aquí, juntos. Mientras tú y yo trabajamos para salvar este mundo.
Las palabras eran mentiras. Ella lo sabía, aunque no podía recordar dónde acababa
la verdad y comenzaba la mentira. Si su compañero había pertenecido a alguien más
antes que ella. Alguien que le había sido arrebatada. ¿O había sido esa la pesadilla?
No cedas.
Eso era verdad. No la parte de la sumisión, pero la presión cada vez más profunda
que ella sabía sería peor que cualquier dolor por agotamiento. Lo había sentido una
vez, al sumergirse tan lejos en su poder como ninguna vez se había ido.
No. No…
Maeve pasó una mano por el cuello de Aelin, como si trazara una línea donde iría el
collar.
—Así que iré yo misma a recuperar ese collar, a ver qué dirá el siervo de Erawan
por sí mismo. Rompí a los príncipes Valg que se encontraron conmigo en la primera
guerra —dijo en voz baja—. Supongo que será bastante fácil doblarlos a mi voluntad.
Bueno, doblegar a uno a mi voluntad y retirarlo del control de Erawan, una vez que
coloque su collar alrededor de tu cuello.
No.
No.
—Piénsalo. Y cuando regrese, discutamos mi proposición otra vez. Tal vez toda esa
tensión creciente te hará ver más claramente, también.
Maeve se volvió, con un vestido negro arremolinándose con ella. Cruzó el umbral,
y su lechuza saltó desde su posición sobre la puerta abierta para aterrizar sobre su
hombro.
I
Ella no sabía cuánto tiempo estuvo tumbada en el altar después de que los curanderos
lo inundaron todo con su humo de olor dulce. Le volvieron a poner los guanteletes
de metal.
Con cada hora, la presión debajo de su piel crecía. Incluso en ese sueño pesado y
drogado. Como si una vez que fuera reconocido, no sería ignorado. O contenido.
Sería el menor de sus problemas si Maeve se colocara un collar alrededor del cuello.
Fenrys se sentó junto a la pared, con la preocupación brillando en sus ojos mientras
parpadeaba. ¿Estás bien?
No, ella no estaba ni cerca de estar bien. Maeve había estado esperando esto,
esperando que comenzara esta presión, peor que cualquier cosa que Cairn pudiera
hacer. Y con el collar que ahora Maeve había ido a recuperar personalmente...
Ella no podía permitirse contemplarlo. Una forma más espantosa de esclavitud, una
de la que nunca podría escapar, una contra la que nunca sería capaz de luchar. No
era quebrantar a la Portadora de fuego, sino un borrarla completamente.
Era tomar todo lo que ella era, todo su poder y conocimiento, y arrancárselo. Para
tenerla atrapada adentro mientras era testigo de cómo su propia voz cedía la ubicación
de las llaves del Wyrd. Como daba el juramento de sangre a Maeve. Sometiéndose
completamente ante ella.
Su magia surgió, buscando una salida, llenando los huecos entre su respiración y
sus huesos. Ella no podía encontrar espacio para eso, no podía hacer nada para
calmarlo.
No cedas.
Tal vez la magia la devoraría por dentro antes de que Maeve regresara.
Pero ella no sabía cómo lo soportaría. Como soportaría otros pocos días de esto, y
mucho menos la próxima hora. Para aliviar la tensión, sólo una fracción...
Fenrys parpadeó otra vez, el mismo mensaje una y otra vez. Estoy aquí, estoy
contigo.
Aelin cerró los ojos, rezando por olvidar.
—Levántate.
Cairn estaba de pie sobre ella, con una sonrisa torciendo su odiosa cara. Y la luz
salvaje en sus ojos...
—Maeve quiere moverte —dijo, esa luz febril que crecía mientras la levantaba y la
llevaba a la caja. Déjandola caer con tanta fuerza que las cadenas chocaron con sus
huesos, su cráneo. Sus ojos se humedecieron, y se lanzó hacia arriba, pero la tapa
se cerró de golpe.
—Con Morath arrastrándose nuevamente a estas orillas, ella quiere que te muevas
a un lugar más seguro hasta que regrese —canturreó Cairn a través de la tapa. Los
guardias gruñeron, y la caja se levantó, Aelin se deslizó, mordiéndose el labio ante
el movimiento—. Me importa una mierda lo que ella te haga una vez que te ponga
ese collar de demonio en la garganta. Pero hasta entonces... te tengo toda para
mí, ¿verdad? Unos últimos momentos de diversión para ti y para mí, hasta que te
encuentres con un nuevo amigo dentro de ti.
Trasladándola a otro lugar, una vez le había advertido a un joven sanador sobre eso.
Le había dicho que, si un atacante intentaba moverla, definitivamente la matarían, y
ella debía haría un último movimiento antes de que pudieran.
Y eso fue sin la amenaza de que un collar de Piedra del Wyrd se encontrara más
cerca cada día que pasaba.
—Te unirás a nosotros, Fenrys —dijo Cairn, con la risa en su voz cuando Aelin se
deslizó contra el metal de la caja mientras subían las escaleras—. No quiero que te
pierdas ni un instante de esto.
Capítulo 21
Traducido por Ravechelle
Corregido por Luneta
Así como también lo hacían Gavriel y Lorcan. Habían vendido sus caballos la noche
anterior, con Elide negociando por ellos. Los guerreros Fae eran demasiado recono-
cibles, y si sus rostros no llamaban la atención, su sola presencia y su poder lo haría.
Pocos eran los que no sabían quiénes eran.
Contrario a la frontera norte con Wendlyn, no había lobos salvajes acechando los
caminos al sur del reino. Pero aun así se mantenían escondidos, tomando caminos
olvidados en su caminata al norte.
Y cuando se encontraban a solo unos pocos días de los limites exteriores de la ciu-
dad, la trampa para Maeve ya estaba lista.
Sabía muy bien que la reina sería incapaz de resistirse a venir ella misma a recupe-
rar el collar de Piedra del Wyrd.
Aelin aún no se había quebrado. Él lo sabía, lo había sentido. Era posible que es-
tuviera volviendo loca a Maeve. De ahí la tentación de usar uno de los collares de
Piedra del Wyrd, la arrogancia que él sabía que poseía Maeve hacia que se sintiera
capaz de controlar el demonio que acompañaba a la piedra, encerrado por Erawan
mismo… de hecho era una oportunidad demasiado grande para que la reina la de-
jara pasar.
Así que ellos habían comenzado con los rumores, alimentados por Elide en tabernas
y mercados, lugares en los que Rowan sabía que los espías de Maeve estarían es-
cuchando. Susurros sobre un guerrero Fae quien había capturado un príncipe Valg…
y los extraños collares que encontraron en él. La locación: un puesto de avanzada a
leguas de distancia. Los collares, cualquiera podría tomarlos.
Él ni siquiera se molestó en rezarle a los dioses para que Maeve viniera por el
collar. Pero si para que no enviara uno de sus espías a recuperarlo o a confirmar su
existencia. Una apuesta arriesgada, pero la única que podían permitirse.
Y mientras escalaban las empinadas colinas del sur que les ofrecían una vista de la
ciudad en penumbra, el corazón de Rowan retumbaba en su pecho. Ellos podrían
no tener las habilidades para ocultarse de Maeve, pero sin el juramento de sangre,
podrían mantenerse ocultos.
Sin embargo, los ojos de Maeve estaban en todos lados, su red de poder se extendía
a lo largo de esta tierra. Y muchas otras.
Su respiración de hacía más y más pesada a medida que escalaban a lo más alto
de la colina arbolada. Había otros caminos a la ciudad, sí, pero ninguno ofrecía una
vista del terreno ante ellos. Rowan no se había arriesgado a volar, no cuando sin
duda había patrullas y vigías buscando por un halcón de cola blanca, aun bajo el
manto de la noche.
Ella estuvo aquí. Había estado aquí todo el tiempo. Si ellos hubieran venido
directamente a Doranelle…
Bajo la suave luz de la luna, la ciudad hecha en piedra estaba bañada de blanco,
envuelta en niebla proveniente de los ríos y cascadas a su alrededor. Elide, entre
jadeos, suspiró.
La serena ciudad yacía en el corazón de la cuenca del rio. Algunas linternas aun
brillaban a pesar de la hora, y él sabía que en algunas plazas aún se estaría tocando
música.
Su hogar. O lo había sido. Donde sus ciudadanos eran su gente ¿cuándo se hubiera
casado con una reina de fuera? ¿Cuándo había peleado y matado a tantos en las
aguas de Eyllwe? El no miró los lazos negros que reflejaban el luto, colocados en
muchas de las ventanas.
Detrás de él, sabía que Lorcan y Gavriel también estarían evitándolos. Por siglos
habían conocido a esta gente, vivido entre ellos. Llamándolos amigos
—Ese es el palacio —le dijo Gavriel a Elide, apuntado hacia el conjunto de domos y
elegantes edificios colocados en el extremo este, justo al lado del borde de la masiva
cascada.
Ninguno de ellos hablo mientras analizaban el edificio con columnas que mantenía
los aposentos privados de la reina. Y sus propias habitaciones. Ninguna luz se
encontraba encendida en ellos.
—No confirma nada —dijo Lorcan—, ni que Maeve no está, o si Aelin se encuentra
aquí.
Rowan escucho al viento, sintiéndolo, pero nada.
—¿Son esos dos puentes la única vía para entrar? —Elide señalo los puentes de
piedra gemelos en los lados noreste y sureste de Doranelle. Ambos abiertos, ambos
visibles a la distancia.
El río era demasiado ancho y sus aguas demasiado peligrosas para nadar en él. Y
si otras vías existían, Rowan nunca las había conocido.
Sus montañas. El lugar que alguna vez llamo hogar, donde su casa se había
mantenido hasta que había sido quemada. Donde enterró a Lyria y donde esperaba
ser enterrado algún día.
Aquellos a los que alguna vez había pertenecido. Había sido enviado a rastrear y
eliminar al Fae que se había convertido en alguien demasiado monstruoso incluso
para Maeve, un Fae desertor quien ya no tenía razones para existir. Él había entrenado
a los cazadores a quienes Maeve enviaría. Les había enseñado los caminos ocultos
y los lugares preferidos por los Fae para ocultarse.
Aelin estaba allí. En esa ciudad. Él lo sabía, la podía sentir. Había estado cavando
en su poder por los últimos dos días, preparando la muerte que desataría, el vuelo
que harían. La tensión por retener su magia tiró de él, pero mantuvo el control de
manera persistente.
La idea le aborrecía. Dormir mientras Aelin estaba a solo unos cuantos kilómetros.
Sus oídos se tensaron, como si pudiera escuchar sus gritos en el viento. Pero Rowan
se limitó a decir:
—De acuerdo.
Ni siquiera tuvo que decir que era arriesgado encender una fogata. El aire era frio,
pero sobrevivirían.
Rowan bajo por la colina y le ofreció la mano a Elide para ayudarla a esquivar un
borde peligroso. Ella tomó su mano con dedos temblorosos.
Aun así, ella no había entorpecido su camino al venir con ellos, no les había estorbado
para hacer nada de esto.
—¿Qué pa…?
Pero no una frontera para la ciudad, si no una ilusión. Una bonita e idílica ilusión para
cualquiera que se acercara al borde para explorar e informar. Pero ahora, rodeando
la ciudad en cada lado, incluso en la planicie al este…
Rowan contaba las fogatas que cubrían el terreno oscuro como si fueran un cielo
estrellado. Nunca había visto una reunión de guerreros Fae como esa. Ni en las que
él o el cadre habían estado durante guerras anteriores se asemejaban a esta.
Ellos tenían que ser listos. Astutos. Y si Maeve no había caído en su distracción…
Rowan examinó al ejército. Qué hicieron los habitantes de Doranelle, quienes rara
vez veían algún tipo de fuerzas más allá de los guerreros que a veces acechaban en
la ciudad, ¿ser anfitriones?
Y en cuanto a los demás, los pocos aliados que pudieran tener ...
Su rango era mayor al de ella. Rowan trató de no ceder. Aelin había puesto esto
sobre él.
Lorcan siseó.
—Elide —cuando ella no contestó, Lorcan se giró hacia Rowan—. Vamos a explorar,
hay otra manera de ...
Elide solo le dijo a Rowan.
Las llanuras nevadas de Terrasen fluían hacia el sur, hasta las colinas que se exten-
dían hacia el horizonte.
A principios del verano, Lysandra había cruzado esas colinas con sus compañeros,
con su reina. Había visto a Aelin ascender y caminar hacia la piedra de granito ta-
llada que sobresale en la parte superior. La marca de la frontera entre Adarlan y Te-
rrasen. Su amiga había dado un paso más allá de la piedra y había estado en casa.
Quizá esto hacía a Lysandra una tonta, pero no se había dado cuenta que la próxima
vez que vería las colinas, usando las plumas de un pájaro, sería en guerra.
La nieve se había detenido, pero el cielo permanecía gris, ni una pizca de sol para
calentarlos. El frío era una preocupación secundaria, se había hecho soportable por
sus capas de plumas.
Voló y voló por largas millas, explorando el terreno vacío. Los pueblos por los que
habían pasado durante el verano habían sido evacuados y sus habitantes huían ha-
cia el norte. Rezó porque hubieran encontrado un refugio seguro antes de la nevada
y que los portadores de magia de esas aldeas se alejaran de las redes de Morath.
Había habido una niña en uno de esos pueblos que había sido bendecida con un
poderoso don con el agua ¿había sido llevada ella y su familia detrás de los gruesos
muros de Orynth?
Lysandra atrapó una corriente ascendente y se elevó aún más, el horizonte revelando
más de sí mismo. La primera de las colinas pasó por debajo, crestas de luz y sombra
bajo el cielo nublado. Poner al ejercito sobre ellas no sería una tarea sencilla, pero La
Perdición había luchado cerca de aquí antes. Indudablemente conocían el terreno, a
pesar de los montones de nieve acumulados en las cuencas.
Aparecieron las colinas coronadas con piedras, las antiguas marcas fronterizas. Ella
pasó sobre ellas. Pasaron unas horas hasta que cayó la oscuridad. Volaría hasta
que la noche y el frío la incapacitaran, y encontraría un árbol para resguardarse
hasta que pudiera continuar con la exploración al amanecer.
Hasta que observó lo que marchaba hacía ellos y casi cayó del cielo.
Ren le había enseñado a contar soldados, sin embargo, ella perdía la pista cada vez
que intentaba obtener un numero de las líneas ordenadas que cruzaban las llanuras
del norte de Adarlan. Justo hacía las colinas que abarcaban ambos territorios.
Lysandra se elevó más en el cielo. Más alto porque los Ilken iban con ellos, volando
sobre las tropas de armadura negra, controlando todo lo que pasaba por debajo.
Cuarenta. Cincuenta.
Y entre ellos, a caballo, cabalgaban jóvenes de rostro hermoso. Con collares negros
en el cuello, por encima de su armadura.
Cincuenta mil tropas. Contra los veinticinco mil que ellos habían reunido.
Lysandra se impulsó con fuerza y se dirigió al norte, batiendo las alas como el infierno.
I
Los dos ejércitos se reunieron en los campos cubiertos de nieve del sur de Terrasen.
Y aun así, la Portadora de Fuego no disolvió al Valg en cenizas. No hizo nada más
que viajar al lado de su primo.
Arrancaron las antiguas piedras fronterizas de las colinas cubiertas de pasto al pasar
a Terrasen.
Apenas sin aliento, sin inmutarse por la nieve, y casi sin disminuirse, el ejército de
Morath dejó la última de las colinas.
Corrieron por la ladera, una ola negra rompiendo sobre la tierra. Directo a las lanzas
y escudos de La Perdición, la magia de los soldados Fae mantenía a raya el poder
de los Príncipes Valg.
Sin embargo, no podían oponerse a los Ilken. Los atravesaron como telarañas en
una puerta, algunos arrojando su veneno para derretir la magia.
Incluso un Príncipe general con una espada antigua e instintos Fae no podía cortar
sus cuellos lo suficientemente rápido.
En el caos, nadie notó que la Portadora de Fuego no apareció. Que ni una brasa de
su llama brillo en la noche de gritos.
El flanco derecho se dividió primero. Un Príncipe Valg desató su poder, los hombres
yacían muertos a su paso. En ese momento Ilias de los Asesinos Silenciosos se
escondió detrás de las líneas enemigas para decapitarlo y que así se detuviera la
matanza.
Las líneas centrales de La Perdición se mantuvieron, pero perdieron yarda tras yarda
por garras y colmillos y espada y escudo. Había tantos enemigos que los miembros
de la familia Real de los Fae y sus parientes no pudieron sofocar el aire de sus
gargantas lo suficientemente rápido. Cualquier avance que la magia de los Fae les
compraba no detenía a Morath por mucho tiempo.
Las bestias de Morath los empujaron hacia el norte ese primer día. Y en la noche.
Al caer la noche del segundo día, incluso la línea de La Perdición se había doblado.
Lo llamaban la ciudad de los ríos. Nunca se imaginó que una ciudad podría cons-
truirse en el corazón de varios que se reunían y vertían en una poderosa cuenca.
No dejó que el asombro se reflejara en su rostro mientras caminaba por las limpias
y serpenteantes calles.
El miedo era otro acompañante que ella mantenía al margen. Los Fae con su au-
mentado sentido del olfato podían detectar cosas como las emociones. Y aunque
una buena dosis de miedo podría ayudar en su actuación, demasiado podría ser su
perdición.
Sin embargo, este lugar parecía un paraíso. Flores rosadas y azules cubriendo los
alfeizares. Pequeños canales pasaban entre algunas de las calles, transportando
gente en barcos brillantes y largos.
Nunca había visto tantos Fae, nunca había pensado que serían completamente nor-
males. Bueno, lo más normal posible, con su gracia y esas orejas y colmillos. Junto
con los animales que corrían a su alrededor, revoloteando, tantas formas que no
podía seguirles la pista. Todos satisfechos con su rutina diaria, comprando de todo,
desde rebanadas de pan crujiente hasta jarras con algún tipo de aceite o telas de
franjas vibrantes.
Sin embargo, gobernando sobre todo esto se encontraba Maeve en el palacio del
lado este de Doranelle. Rowan le había dicho a Elide que esta ciudad había sido
construida de piedra para evitar que Brannon o cualquiera de sus descendientes la
arrasaran por completo.
Elide luchó contra la cojera que aumentaba con cada paso que se adentraba a la
ciudad, más lejos de la magia de Gabriel. Los había dejado en las colinas boscosas
donde acamparon la noche anterior, y Lorcan había intentado discutir de nuevo so-
bre su partida. Pero había rebuscado entre sus mochilas hasta que encontró lo que
necesitaba: bayas que Gabriel había recogido ayer, un cinturón de repuesto y una
capa verde oscuro de Rowan, una camisa blanca arrugada y un pequeño espejo que
Lorcan usaba para afeitarse.
Ella no había dicho nada cuando encontró dentro las tiras blancas de lino en el fon-
do de la bolsa de Lorcan. Esperando su próximo ciclo. De cualquier manera, había
sido capaz de encontrar las palabras. No con lo que se le arrugaba el pecho de solo
pensar en ellos.
Elide mantuvo sus hombros sueltos, aunque su rostro permanecía tenso mientras se
detenía en el borde de una pequeña y bonita plaza alrededor de una fuente burbu-
jeante. Vendedores y compradores se reunían, charlando bajo los rayos de sol del
mediodía. Elide se detuvo en la entrada arqueada de la plaza, se puso de espaldas
y saco el pequeño espejo del bolsillo de la capa, con cuidado de no empujar los cu-
chillos que también estaban escondidos ahí.
Pero no era su reflejo lo que ella quería ver, era más bien la plaza detrás de ella.
Inspeccionarla directamente podría plantear demasiadas preguntas, pero si ella sim-
plemente estaba mirando un espejo, no era más que una chica tímida tratando de
arreglar su aspecto agotado… Elide alisó algunos mechones de su cabello mientras
observaba la plaza más allá.
Un centro de todo tipo. Dos tabernas se alineaban a los lados, considerando los
barriles de vino que estaban servidos en las mesas de enfrente y los vasos vacíos
aun por recoger. Entre las dos tabernas, una parecía atraer a más hombres, algunos
vestidos de guerreros. De las tres plazas que había visitado, y las tabernas que ha-
bía visto, esta era la única con soldados.
Perfecto.
Elide aliso su cabello de nuevo, cerro el espejo y se volteó hacia la plaza alzando su
mentón. Una chica tratando de reunir algo de dignidad.
Que ellos vean lo que quieran ver, que miren la camisa blanca que se había puesto
en lugar de la chaqueta de cuero de las brujas, la capa verde por encima y ajustada
por en medio, que pensaran que era una viajera inmunda y poco elegante. Una chica
sin la noción de estar hermosa y bien vestida ciudad.
Se acercó a los siete Fae que descansaban fuera de la taberna, evaluando quien
era el que hablaba más, se reía más fuerte, a quien se dirigían a menudo los cinco
hombres y las dos mujeres. Una de ellas no era guerrera, sino que vestía pantalones
suaves y femeninos y una túnica azul cielo que se ajustaba a su exuberante figura
como un guante.
Elide marcó a quien parecía que miraban más con esperanza de aprobación y confirmación.
Una mujer de hombros anchos, con cabello oscuro recortado cerca de su cabeza.
Llevaba una armadura en sus hombros y muñecas, más fina que la que llevaban los
hombres. Su comandante, entonces.
Elide se quedó a unos metros de distancia, una mano alzada para sujetar la capa a
la altura de su corazón, la otra jugueteando con el anillo de oro en su dedo, la reli-
quia invaluable que era un poco más que el recuerdo de un amante. Mordiéndose el
labio, lanzó una rápida e insegura mirada hacia los soldados en la taberna. Olfateó
un poco.
Era hermosa, se dio cuenta Elide. Su cabello oscuro cayendo en una gruesa y bri-
llante trenza por la espalda, su piel de un marrón dorado brillaba con una luz interior.
Sus ojos eran suaves, con amabilidad. Y preocupación.
Elide tomó esa preocupación como una invitación y tropezó con ellos, inclinando su
cabeza.
—Yo… yo… lamento interrumpir —soltó ella, dirigiéndose más a la bella morena.
—¿Pasa algo? —La voz de la mujer era ronca, encantadora. El tipo de voz que Elide
siempre había imaginado que las grandes bellezas poseían, y que hacía que los
hombres cayeran sobre sí mismos. Por la forma en que algunos de los hombres a
su alrededor habían estado sonriendo, Elide no tenía dudas de que la mujer también
tenía ese efecto en ellos.
—Yo… yo estaba buscando a alguien. Él dijo que estaría aquí, pero… —miró a los
guerreros y jugó con el anillo en su dedo otra vez—. Yo vi…vi…vi sus uniformes y
pensé que podrían conocerlo.
— ¿Cómo se llama? —Preguntó la mujer más alta, tal vez hermana de la otra,
considerando su misma piel y cabello oscuros.
Elide tragó con fuerza como para hacer que su garganta se moviera patéticamente.
—Yo… lamento molestarlos —objeto ella—. Pero todos ustedes se veían muy a…a…
amables.
Uno de los hombres murmuró algo acerca de conseguir otra ronda de bebidas, y dos
de sus compañeros decidieron unirse a él. Los otros dos hombres que se quedaron
parecían inclinados a ir también, pero una afilada mirada de su comandante hizo que
se quedaran.
—No es molestia —dijo la belleza, agitando una mano bien cuidada. Era tan baja
como Elide, aunque se comportaba como una reina—. ¿Quieres que te traigamos
un refresco?
Las personas eran fáciles de halagar, fáciles de engañar, sin importar si tenían orejas
redondas o puntiagudas.
—Él… él sirve a la reina —dijo Elide con los ojos saltando de cara en cara, el retrato
de la esperanza—. ¿Lo conocen?
—Lo conocemos —dijo la comandante, con el rostro oscuro—. ¿Tú eres su amante?
Elide logró que su cara se sonrojara pensando en todos los momentos mortificantes
en el camino, su periodo y tener que explicar cuando necesitaba aliviarse.
—Necesito hablar con él —fue todo lo que Elide dijo. El paradero de Maeve lo
averiguaría más tarde.
La mujer gruñó tan cruelmente que el hombre sabiamente fue a buscar las bebidas.
Elide hizo que sus hombros se curvaran hacía dentro.
Elide asintió.
Mentira. Vio la mirada entre ellas, entre hermanas. La decisión de no decirle, ya sea
por proteger a la indefensa niña mortal que creían que era, o por lealtad a él. O tal
vez por todos los Fae que decidían encontrar camas en reinos mortales y después
ignorar las consecuencias meses después. Lorcan había sido el resultado de una de
esas uniones, y luego había sido tirado a la merced de las calles.
El pensamiento fue suficiente para que apretara sus dientes, pero Elide mantuvo su
mandíbula relajada.
Porque ella tendría que ir a otra. Y si la próxima vez obtenía una respuesta, tendría
que ir a otra taberna después de esa para confirmarlo.
—¿Esta… esta la reina en casa? —dijo Elide con una suplicante y quejumbrosa
voz a sus propios oídos—. Él… él… él dijo que viaja con ella ahora, pero si no está
aquí…
—Su Majestad no está en casa —dijo la comandante, tan bruscamente que Elide
supo que su paciencia se estaba agotando. Elide no permitió que sus rodillas se
doblaran, no permitió que sus hombros se hundieran con lo que ellos considerarían
una decepción—, pero donde está Cairn, como dije, no lo sabemos.
Maeve no estaba aquí. Tenían eso a su favor. Si era suerte o debido a sus planes,
a ella no le importaba. Pero Cairn… ella no averiguaría nada más de estas mujeres.
Así que Elide inclinó la cabeza.
—Gra… gracias.
Se alejó antes de que las mujeres pudieran decir algo más, e hizo una buena actuación
esperando en la fuente por cinco minutos. Quince. El reloj de la plaza marcó la hora,
y ella sabía que ellos aun la observaban mientras hacia su mejor esfuerzo al caminar
desanimada hacia la otra entrada de la plaza.
Lo mantuvo por unas cuantas cuadras, vagando sin rumbo, hasta que se metió en
un estrecho callejón y dejo escapar un suspiro.
Maeve no estaba en Doranelle. ¿Cuánto tiempo permanecería así?
Tenía que encontrar a Cairn, rápidamente. Tenía que hacer que su próxima actuación
contara.
Tenía que ser menos patética, menos necesitada y menos llorona. Tal vez ella había
agregado demasiado enrojecimiento alrededor de sus ojos.
Elide sacó el espejo. Pasando su dedo meñique bajo un ojo, froto algo de la mancha
roja. No cedió. Humedeciendo la punta de su meñique con la lengua, volvió a pasar
el dedo por el parpado inferior. Disminuyo, un poco.
Lorcan nunca había sentido el peso de las horas tan pesadamente sobre él.
Mientras exploraba la frontera sur de ese ejército, observando a los soldados en sus
rotaciones, advirtiendo las principales arterias del campamento, vigilaba la ciudad.
Pero se mantuvo alejado. La había visto cruzar ese puente antes, con el aliento
apretado en su pecho, pasó sin ser interrogada ni vista por los guardias que se
encontraban en cada extremo. Maeve no permitía a los Semi-Fae o humanos vivir
dentro de las fronteras de Doranelle sin probar que eran dignos, sin embargo podían
visitar la ciudad, brevemente.
Había ido a explorar. Sabía que Whitethorn le había ordenado que vigilara el borde
sur, este borde, porque era precisamente donde ella saldría. Si es que salía.
O bien todos habían estado en esa armada, ahora en Terrasen, o Maeve los había
bajado.
—El campamento de la llanura occidental está muy bien protegido. El del norte no
tanto, pero es probable que los lobos en el paso hagan la mitad del trabajo por ellos.
Lorcan miró hacia la ladera boscosa, agudizando su oído en busca del sonido de
ramas u hojas quebrarse.
Los otros también se habían quedado en silencio. Mirando hacia debajo de la colina.
Esperando.
Un ligero temblor sacudió las manos de Lorcan, y las empuñó, apretando con fuerza.
Cinco minutos. Iría en cinco minutos, aunque Aelin Galathynius y su plan estuvieron
condenados.
Aelin había sido entrenada para soportar la tortura. Elide… él podía ver sus cicatrices
por los grilletes. Ver su pie y los tobillos estropeados. Ya había soportado demasiado
sufrimiento y terror. No podía permitir que ella se enfrentara de nuevo a un poco de…
Ramitas se rompieron bajo unos pasos ligeros, Lorcan se puso de pie, con una
mano yendo a su espada.
Whitethorn soltó el hacha a su lado, con un cuchillo en la otra mano y Gavriel sacó
su espada.
Pero entonces un silbido de dos notas hizo eco, las piernas de Lorcan se tambalearon
tan fuertemente que se sentó de nuevo en la roca donde había estado apoyado.
Entonces ella estaba ahí, jadeando por la subida, sus mejillas sonrosadas en el aire
frio de la noche.
—Conocí a alguien.
O al menos creyó que iba a ser vendida a Maeve cuando enfrentó a la belleza de
cabello oscuro en el callejón sombrío.
Se dijo a sí misma, en sus latidos del corazón, que haría todo lo posible por resistir
la tortura que seguramente vendría, para mantener en secreto la ubicación de sus
compañeros, incluso si la destrozaban. Pero la perspectiva de lo que le harían…
—Sólo deseo hablar. En privado —señaló más allá del callejón, hacía una puerta
cubierta con un toldo de metal. Para protegerlas de cualquier curioso, aquellos en el
suelo y por encima.
Elide la siguió, una mano deslizándose hacia el cuchillo en su bolsillo. La mujer abrió
camino, no se veían armas, su marcha sin prisas.
Pero cuando se detuvo en las sombras debajo del toldo, la mujer levantó la mano
una vez más.
—Mi nombre es Essar —dijo la mujer en voz baja—. Soy una amiga de tus amigos,
creo.
—Cairn es un monstruo —dijo Essar dando un paso más cerca—, mantente lejos de
él.
—Necesito encontrarlo.
—Hiciste muy bien el papel de amante abandonada. Debes de saber algo de él. De
lo que hace.
—Si sabes dónde está, por favor dímelo —ella no dejaba de suplicar.
—Él estaba en la ciudad hasta ayer. Luego salió al campo del este —señaló con el
pulgar por encima del hombro—. Él está ahí ahora.
—¿Cómo lo sabes?
Elide parpadeo. Esperaba que algunos de los Fae estuvieran en contra de Maeve,
especialmente después de la batalla en Eylle, pero encontrar total disgusto…
—Se darán cuenta que no estoy, si me voy por mucho tiempo, pero diles quien
soy. Diles que yo te lo dije. Si a Cairn es a quien buscan, ahí es donde estará. Su
ubicación exacta, no la sé —Essar retrocedió un paso—. No vayas preguntando por
Cairn en otras tabernas, él no es bien visto, incluso entre los soldados. Y aquellos
que lo siguen… no querrás atraer su interés.
Essar miró por encima de su hombro. La estudió. Los ojos de la mujer se ensancharon.
—Ese fue… fue el poder que sentimos la otra noche —Essar se dirigió hacia Elide.
Agarro sus manos—. Donde Maeve fue hace unos días, no lo sé. Ella no lo anunció,
no se llevó a nadie con ella. A menudo le sirvo, me piden que… no importa. Lo que
importa es que Maeve no está aquí. Pero no sé cuándo volverá.
El alivio amenazó nuevamente con enviar a Elide a estrujarse al suelo. Parecía que
los dioses todavía no los habían abandonado.
Pero si Maeve hubiera llevado a Aelin al campamento donde habían mentido que el
príncipe Valg había sido contenido…
Durante largos minutos, luego una hora, habían hablado. Essar se fue y volvió con
Dresenda, su hermana. Y en ese callejón, habían conspirado.
Elide terminó de contarle a Rowan, Lorcan y Gavriel lo que había averiguado. Se
sentaron en silencio, aturdidos durante un largo minuto.
—Justo antes del amanecer —repitió Elide— Dresenda dijo que la vigilancia en el
campamento del este es más débil al amanecer. Que ella encontraría una manera
para que los guardias estén ocupados. Es nuestra única oportunidad.
Rowan estaba mirando a los árboles, como si pudiera ver la distribución del
campamento, como si estuviera tramando su entrada y salida.
—Es un riesgo que tomaremos —dijo Rowan. Un riesgo, tal vez, deberían de haberlo
considerado.
Elide miró a Lorcan, que había estado en silencio durante todo el rato. A pesar de
que había sido su amante quien los había ayudado, quizás guiado por la misma
Anneith. O al menos había sido advertido por el olor en la ropa de Elide.
—¿Crees que podemos confiar en ella? —Preguntó Elide a Lorcan, aunque ya sabía
la respuesta.
—Es una buena mujer, por eso —dijo Rowan. Al ver la ceja levantada de Elide,
explicó—. Essar visitó Mistward esta primavera. Ella se encontró con Aelin —le dirigió
una mirada penetrante a Lorcan—, y me pidió que te dijera que te desea lo mejor.
Elide no había visto nada que se le acercara al sufrimiento en la cara de Essar, pero
dioses, ella era hermosa, inteligente y amable. Y Lorcan, de alguna manera, la había
dejado ir.
Gavriel interrumpió.
—Si nos movemos hacía el campamento este, necesitamos trazar nuestro plan
ahora. Ponernos en posición. Está a millas de distancia.
—Si estas sugiriendo volar allí ahora mismo —gruñó Lorcan—, entonces te merecerás
cualquier desdicha que surja de tu estupidez —Rowan mostró los dientes, pero
Lorcan dijo:— Todos entramos. Todos salimos.
Elide asintió, de acuerdo por una vez. Lorcan pareció ponerse rígido de sorpresa.
Y así lo planearon.
Rowan se había separado de sus compañeros hace una hora, enviándolos a ocupar
sus posiciones.
Elide los esperaría más lejos en ese bosque, o huiría, si las cosas salían mal.
Ella había protestado, pero incluso Gavriel le había dicho que ella era mortal.
Inexperta. Y lo que había hecho hoy… Rowan no tenía palabras para expresar lo
agradecido que estaba por lo que Elide había hecho. El inesperado aliado que había
encontrado.
Él confiaba en Essar. A ella nunca le había gustado Maeve, le había dicho abiertamente
que no la servía con ninguna disposición u orgullo. Pero estas últimas horas antes
del amanecer, cuando tantas cosas podrían salir mal…
Rowan se demoró en las empinadas colinas sobre la entrada sur del campamento.
Se había mantenido oculto fácilmente de los centinelas en los arboles, su viento
ocultaba cualquier rastro de su olor.
Abajo, esparcidos por la llanura del este, el campo del ejército brillaba.
Se hubieran acercado más, pero terminó siendo la razón que hizo que Maeve se
llevara a Aelin de nuevo, y la llevara al campamento de avanzada.
Lo haría mañana, cuando viera a Cairn. Cuando por fin le toque pagar por cada
momento de dolor.
En el cielo, las estrellas brillaban claras y brillantes, aunque Mala solo se le había
aparecido una vez al amanecer, en las colinas de esa misma ciudad, y aunque
podría solo ser un ser extraño y poderoso de otro mundo, ofreció una oración de
todas maneras.
Luego, le rogó a Mala que protegiera a Aelin de Maeve cuando entraron en Doranelle,
que le diera fuerza, la guiara y la dejara salir con vida. Después, le había rogado a
Mala que lo dejara quedarse con Aelin, la mujer que amaba. La diosa había sido un
poco más que un rayo de sol en el amanecer, y sin embargo, él había sentido que
le sonreía.
Esta noche, con sólo el frío fuego de las estrellas por compañía, le suplicó una vez
más.
Una espiral de su viento envió su oración a esas estrellas, a la luna creciente que
iluminaba el campamento, el río y las montañas.
Se había abierto camino a través del mundo, había ido y regresado de la guerra
más veces de las que quería recordar. Y a pesar de todo, a pesar de la rabia, la
desesperación y el hielo que había envuelto su corazón, el seguía encontrando a
Aelin. Cada horizonte que había mirado, incapaz e indispuesto a descansar durante
siglos, cada montaña y océano que había observado y se había preguntado que
había más allá… Todo había sido ella. Había sido Aelin, el silencioso llamado del
vínculo de apareamiento que lo impulsaba, incluso cuando no podía sentirlo.
Habían atravesado juntos este sendero oscuro de vuelta a la luz. Él no permitiría que
el camino terminara aquí.
Capítulo 24
Traducido por iAtenea
Corregido por Luneta
Las Crochans la ignoraron. Y también ignoraron a las Trece. Unos cuantos insultos
fueron siseados mientras pasaban, pero una mirada de Manon y las Trece mantu-
vieron sus puños apretados a los costados.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Manon a Glennis al mismo tiempo que encontró
a la bruja puliendo la empuñadura de su escoba dorada al lado del fuego. Otras dos
se encontraban recostadas en una capa cerca. Trabajos de criados para la bruja a
cargo de este campamento.
—Es un campamento antiguo, uno de los más viejos que reclamamos —los nudillos
de Glennin tomaron la empuñadura de la escoba—. Cada uno de los siete Grandes
Corazones tiene fuego aquí, como muchos otros —en efecto, había más de siete
en el campamento —era un lugar de reunión para nosotras después de la guerra y,
desde entonces, se convirtió en el lugar para acoplar a algunas de nuestras brujas
más jóvenes hasta la adultez. Es un rito que hemos desarrollado a través de los
años, enviarlas hacia la profundidad salvaje por unas pocas semanas a cazar y
sobrevivir con solo sus escobas y cuchillos. Nosotras permanecemos aquí mientras
hacen eso.
—Sí. Todas lo sabemos — ¿A qué clan habrá pertenecido la bruja que mató a la
edad de dieciséis años? ¿Qué habrá hecho su abuela con el corazón de la Crochan
que llevó en una caja para la líder de las Blackbeak, usando la capa de su enemigo
como un trofeo?
Glennis extendió una de las escobas hacia Manon, su base unida con hilos de metal
ordinarios.
Ella y las Trece habían decidido ya hace días. Si al sur es hacia donde las Crochans
iban, entonces el sur es hacia donde ellas se dirigirían. Inclusive si cada día que
pasara deletreara la desgracia para aquellos en el norte.
Glennis asintió.
—Esa escoba pertenece a una bruja pelinegra llamada Karsyn —la bruja levantó la barbilla
hacia las tiendas de campaña detrás de Manon—. Está en servicio con tus wyverns.
Dorian decidió que no necesitaba esconderse para practicar. Lo que era una suerte,
ya que no había nada cercano a la privacidad en los campamentos de las Crochans.
No dentro del campamento, y definitivamente no a los alrededores, no con los agudos
ojos de sus centinelas patrullando día y noche.
Es por eso que terminó sentado frente a Vesta en el hogar de Glennis, la pelirroja
bruja medio dormida con aburrimiento.
—Aprender a cambiar de forma —se quejó, bostezando por décima vez en esa
hora—, parece una pérdida colosal de tiempo —alzó una mano blanca como la
nieve hacia el improvisado anillo de entrenamiento donde las Trece mantienen sus
cuerpos e instintos pulidos—. Podrías estar entrenando con Lin ahora mismo.
—Acabo de ver como Lin casi golpea los dientes de Imoge. Perdona si no estoy de
ánimo para entrenar con ella.
—Me gustan mis dientes donde están —suspiró—. Estoy tratando de concentrarme.
Ya les había ofrecido a Manon y Glennis todo lo que sabe acerca del reino y sus
gobernantes. Los padres de Nehemia y dos hermanos pequeños. El imperio de
Adarlan ya había hecho su trabajo al diezmar el ejército de Eyllwe, así que cualquier
esperanza de ese frente era imposible, pero si juntabas unos cuantos miles de
soldados para que se dirigieran al norte… Sería una bendición para sus amigos.
Dorian cerró sus ojos y Vesta se calló. Por días, ella se ha sentado junto a él mientras
su entrenamiento y exploración se lo permitieran, observando por cualquier cambio
en las transformaciones que intentaba lograr: cambiar su cabello, su piel, sus ojos.
Pero Dorian seguía mirando hacia dentro. En cada hoyo, en cada solitaria esquina.
Solo necesitaba hacerlo el tiempo necesario. Para dominar el cambio de forma. De
infiltrarse en Morath y encontrar la tercera llave. Para después ofrecer todo lo que
era y todo lo que ha sido a la Cerradura y la puerta.
Inclusive si deja a Hollin con el derecho al trono. Hollin, quien fue engendrado por un
hombre infestado por los Valg también. ¿El demonio habrá pasado algunos de sus
rasgos a su hermano?
Hollin no fue quien mató a su padre. Destruyó el castillo. Dejó Morir a Sorscha.
Dorian no se atrevía preguntarle a Damaris. No tenía certeza de lo que haría si la
espada le revelaba lo que era, muy en el fondo.
Así que Dorian miró hacia dentro, a donde su magia flotaba en él, donde se podía
mover entre las llamas, el agua, el hielo y el viento.
Pero no importa cuánto lo quisiera, cuanto se imaginara cabello café, o una tez de
piel más pálida o pecas, nada pasaba.
No era ninguna mensajera, pero Manon entendió el mensaje, y la oferta. Junto con
otras tres escobas, todas para las brujas del campamento.
No sería suficiente viajar con ellas a Eyllwe. No, tendrá que aprender sobre ellas.
Cada una de las brujas.
Asterin, quien ha estado monitoreando a través del fuego, cayó a su paso a su lado,
tomando dos de las escobas.
—Olvidé que usaban madera roja —dijo su Segunda—. Es un infierno más fácil de
tallar que las de hierro.
Manon aún podía sentir como sus manos dolían durante esos largos días en los
que había tallado su primera escoba del tronco de hierro que había encontrado en
las profundidades de Oakwald. Las primeras dos aventuradas terminaron en ejes
cortados, y resolvió que debía tallar su escoba más cuidadosamente. Tres intentos,
uno por cada cara de la Diosa.
—No, no lo haremos —respondió Manon, escaneando los cielos—. Volamos con las
Crochans a Eyllwe mañana. Para llegar con cualquier banda de guerra humana que
vayan a encontrarse.
Llegaron con la primera de las brujas que Glennis le había indicado, y Asterin no dijo
nada mientras Manon le indicaba a su Segunda de entregarle la escoba.
Asterin le dio una sonrisa torcida que significa que problemas se acercaban
rápidamente.
Así que Manon empujo hacia un lado a su Segunda para continuar, encaminándose
entre las tiendas en búsqueda de las otras dueñas.
—¿De verdad piensas que esto vale nuestro tiempo? —Asterin murmuró cuando la
segunda, y después la tercera bruja se burlaban cuando recibían sus escobas—.
¿Jugar a las sirvientas con estas princesas mimadas?
Misión terminada, Asterin se giró. Pero Manon le dijo a la Crochan, girando su barbilla
a los wyverns:
—Es diferente a usar las escobas. Más rápido, más letal, pero también tienes que
alimentarlos y darles de beber.
Los ojos verdes de Karsyn estaban cautelosos, pero curiosos. Miró de nuevo a los
wyverns acurrucados contra el frío, la yegua azul de Asterin apretada junto Abraxos,
su ala envuelta sobre ella.
Manon habló:
—Erawan los creó, utilizando métodos de los cuales aún no estamos seguras. Tomó
un antiguo modelo y lo trajo a la vida —porque había habido wyverns en Adarlan
antes, muchísimo antes—. Tenía la intención de criar una gran cantidad de asesinos
sin razonamiento, pero muchos no salieron como lo planeaba.
No era un insulto, se recordó Manon. Las Crochans se quedaban con perros como
mascotas. Los adoraban, como los humanos lo hacían.
Asterin comenzó:
—Él es más pequeño, y aun así está loco por ella. La acaricia cuando nadie se da
cuenta.
—¿No sabían que hacían esas cosas? —las cejas de Karsyn se juntaron.
—Sabíamos que criaban —se interpuso Asterin por fin—. Pero no lo habíamos
presenciado por… elección.
—Por amor —la Crochan dijo, y Manon casi giraba sus ojos—. Estas bestias, a
pesar de su oscuro maestro, son capaces de amar.
Tonterías, sin embargo, algunas partes en ella se dieron cuenta de que era verdad.
En su lugar, Manon dijo, aunque ya lo sabía:
—¿Cuál es tu nombre?
Pero la cautela inundó de nuevo los ojos de Karsyn, como si comenzara a recordar
con quien hablaba, que había otras que podían verlas conversando.
Al menos una de las Crochans había hablado con ella. Quizá este viaje a Eyllwe le
ofrecería la oportunidad de hablar más. Incluso si pudiera sentir cada hora y minuto
que pasaba pesando sobre ellos.
Sentados rodilla con rodilla en su pequeña tienda, el viento aullando fuera, los ojos
dorados de Manon se estrecharon mientras observaba la cara de Dorian.
Ella gruñó:
Mentiroso, supuso que era un mentiroso por mantener sus verdaderas intenciones
alejadas de ella. No necesitaba a Damaris para confirmarlo.
Quizá le prohibiera ir a Morath, pero había otra posibilidad, incluso peor que esa.
Manon le dirigió una mirada que habría provocado que otros hombres se fueran
corriendo.
Por todos los Dioses, era hermosa. Se preguntaba cuando se dejaría de sentir una
traición pensar eso.
Dorian se recostó, apoyando los hombros detrás de él mientras buscaba las palabras
para explicar.
—No es como los otros tipos de magia, donde fluye a través de mis venas, y una
mitad de pensamiento logra que cambie de hielo a fuego a agua.
Ella lo estudió, la cabeza inclinada de una manera que había observado a los wyverns
hacer. Justo antes de devorar a una cabra entera.
Una inusual pregunta personal. Incluso aunque esta semana pasada, gracias a la
relativa privacidad y cálido ambiente de la tienda, han pasado horas enredándose en
las cobijas que se encontraban debajo de ellos.
Nunca había tenido nada como ella. A veces se cuestionaba si ella nunca habrá
tenido alguien como él tampoco. Ha observado que tan a menudo encontraba el
placer cuando él tomada las riendas, cuando su cuerpo se retorcía debajo del suyo
y perdía el control completamente.
Pero las horas en esta tienda no cedieron a ningún paso de intimidad. Solo distracción
bendecida. Para ambos. Estaba agradecido por ello, se decía. Nada de esto podía
terminar bien. Para ninguno de los dos.
—Prefiero el hielo —Dorian admitió, notando que había permitido que el silencio
goteara—. Fue el primer elemento que salió de mí, no sé por qué.
Manon lo estudió.
—Puedes descender a esos niveles cuando estás enojado, cuando tus amigos están
siendo amenazados. Pero no eres frío, no de corazón. He visto a hombres que lo
son y tú no lo eres.
—Síguete diciendo eso —dudaba que alguien hubiera hablado tan mal hacia ella-
saboreando que lo hizo y que mantuvo su garganta intacta.
—Eres un tonto si piensas que el hecho de que soy su reina elimina la verdad, que
he matado a decenas de Crochans.
Haz que cuente. Había dicho Aelin en esos primeros días después que había sido
liberado de su collar. Trataba de no preguntarse si esa mordida fría de Piedra de
Wyrd se apretaría sobre su cuello una vez más.
—No soy una Crochan de corazón blando. Nunca lo seré, incluso si uso su corona
de estrellas.
Había escuchado los susurros acerca de esa corona entre las Crochans esta semana,
sobre si sería encontrada por fin. La corona de estrellas de Rhiannon Crochan,
robada de su cuerpo moribundo por Baba Yellowlegs misma. Dónde habrá terminado
después de que Aelin asesinó a la matrona, Dorian no tenía la mínima idea. Si se
quedó en ese extraño carnaval con el que viajaba podría estar en cualquier lado.
Podría haber sido vendida por dinero rápido.
Manon continuó:
—Si eso es lo que las Crochans esperan que me convierta antes de unirse a esta
guerra, entonces las dejaré aventurarse a Eyllwe solas mañana.
—¿Es tan malo que te importe? —los Dioses saben que él ha estado luchando por
hacerlo.
Ridículo. Una total mentira. Quizá fuera por la alta probabilidad de que volviera a
tener el collar de nuevo en Morath, quizá fuera porque era un rey que había dejado
a su reino en las garras del enemigo, pero Dorian se encontró a sí mismo diciendo:
—Sí te importa. Y lo sabes también. Es lo que hace que estés tan malditamente
asustada de todo esto.
—Entonces eres un idiota. —Después se colocó sus botas y pisoteó hacia la frígida
noche.
Manon gruñó, mientras se giraba para dormir, acuñada entre Asterin y Sorrel. Solo
quedaban horas hasta que tuvieran que moverse- dirigirse hacia Eyllwe y cualquier
fuerza que quizá estuviera esperando aliarse con las Crochans. Y en la necesidad
de ayuda.
El rey era un idiota. Un poco más que un chico. ¿Qué sabía de cualquier cosa?
Aun así las palabras se enterraron en su piel, sus huesos. ¿Es tan malo que te
importe?
—No regresé porque estoy de acuerdo contigo —Manon tiró las cobijas sobre ella.
Dorian sonrió ligeramente, y se quedó dormido una vez más, dejando que su magia
los calentara a ambos.
Cuando despertaron, algo afilado en su pecho se había embotado solo una fracción.
Pero Manon fruncía el ceño hacia él. Dorian se sentó, gimiendo mientras estiraba
sus brazos tanto como le permitía la tienda.
Donde ese filo se había embotonado en su pecho, ahora su magia fluía libre. Como
si también hubiera sido liberada de esas restricciones interiores que había soltado
ligeramente la noche anterior.
Lo que se había abierto, lo que le reveló a ella. Algo de libertad, soltar eso.
Era más calmado aquí, no estaba el rugido sin fin del rio.
Nada más que esa presión, creciendo, creciendo y creciendo debajo de su piel, en
su cabeza. No podía huir, incluso en su estado inconsciente.
Quién era, lo que era, lo que estaba a punto de destruir debería ceder a la ausencia
de aire de la caja, a la tensión creciente.
Aunque no iba a importar. Una vez que ese collar fuera colocado en su cuello, ¿Cuán-
to tiempo tomaría hasta que el príncipe Valg dentro fisgoneara todo lo que Maeve
deseaba conocer? ¿Hasta qué violara y cavara en cada barrera interior para cono-
cer esos vitales secretos?
Cairn comenzaría de nuevo pronto. Sería miserable. Y, después, los curanderos re-
gresarían con ese humo de olor dulce, como lo han hecho estos meses, estos años,
o el tiempo que haya pasado.
Pero había visto detrás de ellos, por un instante. Había visto tela de lona sobre su
cabeza, juncos cubiertos con alfombras tejidas bajo sus pies con sandalias. Los bra-
seros ardían por todas partes.
Una tienda. Estaba en una tienda. Murmullos se escuchaban afuera- no cerca, pero
lo suficiente para que su oído Fae lo lograra captar todo. Gente hablando en su len-
gua y el Viejo Lenguaje, alguien murmurando sobre las condiciones tan estrechas
del campamento.
Una locación más segura, había dicho Cairn. Maeve la quería aquí, para resguar-
darla de Morath. Hasta que Maeve tuviera el frío collar de piedra del Wyrd alrededor
de su cuello.
Pero la inconciencia se precipitó sobre ella. Cuando despertó, limpia y sin ningún
dolor, supo que Cairn iba a comenzar pronto. Su tienda había sido limpiada comple-
tamente, lista para pintarla de rojo. Su terrible gran final, no para obtener información
de su parte, no con el triunfo de Maeve en la mano, pero por placer.
No la habían encadenado a un altar esta vez. Sino a una mesa de metal, colocada
en el centro de la larga tienda. Los había hecho traer las comodidades de casa, o lo
que sea que Cairn considerara un hogar. Una alta cómoda se encontraba en una de
las paredes de la tienda. Dudaba que lo que estuviera dentro fuera ropa.
Fenrys estaba recostado al lado, su cabeza en las patas delanteras, dormido. Por
primera vez durmiendo. La pena pesaba sobre él, embotando su abrigo, oscurecien-
do sus brillantes ojos.
Otra mesa había sido colocada cerca de donde se encontraba recostada. Ropa cu-
bría tres jorobados objetos en ella. Al lado del más cercano, un parche de terciopelo
había sido dejado fuera. Para los instrumentos que usaría en ella. La forma en que
un comerciante enseña sus mejores joyas.
Dos sillas se encontraban una frente a la otra en el otro lado de la segunda mesa,
ante el gran brasero lleno de ala con troncos crepitantes. El humo giraba hacia arri-
ba, arriba, arriba…
Aelin no podía pelear contra el temblor que se generó en su boca al ver el cielo de
la noche, a los pinchazos de luz que brillaban en él.
Estrellas. Solo dos, pero eran estrellas. El cielo mismo… No era la pesadez de una
noche completa, más bien un turbio y grisáceo negro.
El amanecer. Probablemente una hora o algo para que sucediera, si las estrellas aún
estaban afuera. Quizá durara lo suficiente para ver la luz del día.
Los ojos de Fenrys se abrieron como un disparo, y levantó su cabeza, sus orejas
moviéndose.
Aelin tomó constantes respiros mientras Cairn entraba por las solapas de la tienda,
ofreciendo un vistazo de fuegos y luz en la oscuridad de más allá. Nada más.
—¿Disfrutaste tu descanso?
—Me he estado debatiendo que hacer contigo, sabes. Cómo saborear realmente
esto, hacerlo especial para ambos antes de que nuestro tiempo se acabe.
El rugido de Fenrys retumbó por toda la tienda. Cairn solo quitó la ropa de la mesa
más pequeña.
Aelin se puso rígida mientras Cairn agarraba uno y lo colocaba a los pies de la mesa
de metal. Un brasero más pequeño, sus piernas cortas para que el tazón se mueva
apenas por encima del suelo.
—Ya hemos jugado con tus manos antes —dijo Cairn, enderezándose. Aelin comenzó
a temblar, empezó a jalar las cadenas que rodeaban sus brazos arriba de su cabeza.
Su sonrisa creció—. Vamos a ver cómo reacciona tu cuerpo entero a las llamas sin
tu don especial. Quizá hiervas como el resto de nosotros.
Aelin tiró inútilmente, sus pies deslizándose contra el aún frío metal.
No de esta manera.
Esto no era solo para romper su cuerpo. Era para romperla a ella, del fuego que
había llegado a amar. Para destruir esa parte de ella que cantaba.
Derretiría su piel y huesos hasta que Aelin le temiera al fuego, hasta que lo odiara,
como odiaba a esos curanderos que venían una y otra vez a reparar su cuerpo, para
esconder lo que era real de lo que había sido un sueño.
—Para cuando calentar la mesa se vuelva aburrido —dijo, dándole palmaditas al kit
de herramientas—, quiero ver qué tan lejos las quemaduras van dentro de tu piel.
El juego que le habían dado. Era el juego que le habían dado, y lo soportaría. Incluso
cuando una palabra tomó forma en su lengua.
Por favor.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
Tú no te rindes.
—Espera.
—¿Espera?
—Espera.
Aelin se obligó a encontrarse con su mirada, sus dedos cubiertos por guantes
presionándose en la losa de metal debajo de ella.
Ya había visto las estrellas. Era un regalo mejor como cualquiera que haya recibido,
mejor que las joyas, los vestidos y el arte que había codiciado y acumulado en
Rifthold. Era el último regalo que recibiría, si jugaba la mano que le habían dado. Si
jugaba bien con él.
Para terminar con esto, con ella. Antes de que Maeve pudiera colocar ese collar de
Piedra del Wyrd en su cuello.
I
El amanecer se acercaba, las estrellas oscureciéndose una por una.
Rowan acechaba por la entrada sur del campamento, su poder haciendo estruendo.
Una calma asesina se había instalado en él hace horas. Hace días. Hace meses.
Se había debatido volar hasta allá, pero los guardias aéreos habían estado dando
vueltas toda la noche, y si se enfrentaba a ellos, usando más poder del que necesitaba
mientras peleaba contra las flechas y magia que seguro lanzarían desde abajo…
Desperdiciaría reservas vitales de energía. Así que sería a pie, un duro y bruto
recorrido hasta el centro del campamento.
Aún vivo. Tenía que mantener a Cairn vivo por ahora. Lo suficiente para limpiar el
campamento y llegar a un lugar donde puedan obtener cada respuesta de él.
Ve ahora.
Esa voz, cálida y aun así insistente tiró de él. Lo empujaba hacia el campamento.
Rowan reveló sus dientes, su respiración áspera. Lorcan y Gavriel van a estar
esperando por su señal, por su llamarada de magia, cuando se acercara lo suficiente
al campamento.
Ahora, Príncipe.
Conocía esa voz, había sentido su calidez. Como si la Señora de la Luz misma
susurrara en su oído…
Rowan no se permitió tiempo para considerarlo, para enfurecerse hacia la Diosa que
lo urgía a actuar pero que con alegría sacrificaría a su compañera por la Cerradura.
Cada desliz de sus espadas, cada golpe de su poder, tenía que contar.
Los guardias se agarraban la garganta, escudos débiles los rodeaban. Rowan los
destrozó con la mitad de pensamiento, su magia desgarraba el aire de sus pulmones,
su sangre.
Los centinelas gritaban desde los árboles, órdenes de ¡suenen la alarma! zumbaban.
Pero Rowan ya se encontraba corriendo. Y los centinelas en los árboles, sus gritos
prolongados en el viento mientras jadeaban por aire, ya estaban muertos.
Parado en la orilla del bosque que rodeaba el lado este del campamento, unas
buenas dos millas de colinas cubiertas de hierba entre él y la orilla del ejército,
Lorcan monitoreaba las revueltas de las tropas.
Gavriel ya había cambiado de forma, y el león de montaña rondaba la línea del árbol,
esperando por la señal.
Habían dejado a Elide unas cuantas millas dentro del bosque, escondida en un
bosquecillo de árboles rodeando una cañada. Si todo iba mal, ella se sumergiría
más profundamente en el bosque montañoso, hacia las montañas antiguas. Donde
muchos depredadores más mortales y astutos que los Fae todavía merodeaban.
Elide no le había ofrecido palabras de despedida, aunque les deseó a todos suerte.
Lorcan no había encontrado las palabras correctas para decir de todas formas, así
que se alejó sin más que una mirada.
Pero ahora observaba detrás. Rezaba que si no regresaban, ella no volviera para
encontrarlos.
—Es demasiado pronto —dijo Lorcan, buscando por una señal de Whitethorn.
Nada.
Las orejas de Gavriel yacían planas contra su cabeza. Y aún esos aleteos de los
moribundos pasearon goteando.
Capítulo 26
Traducido por albasr11
Corregido por Luneta
Aelin tragó una vez. Dos veces. El retrato de miedo incierto mientras yacía encade-
nada en la mesa de metal, Cairn esperaba su respuesta.
—¿Cuándo terminas de romperme en pedazos por el día, como se siente saber que
sigues siendo nada?
Cairn sonrió.
—Solo te dieron el juramento por esto. Por mí. Sin mí, no eres nada. Regresarás a
ser nada, menos que nada, por lo que he escuchado.
—Los guardias hablan cuando no estás, sabes. Se olvidan de que soy Fae, también.
Puedo escuchar como tú.
—Al menos concuerdan conmigo en un aspecto. Eres débil. Tienes que atar a la gente
para lastimarla porque te hace sentir como un macho —Aelin lo miró intencionalmente
en medio de las piernas—. Inadecuado en las maneras que cuentan.
Un estremecimiento lo atravesó.
Aelin resopló otra risa, altanera y fría, y miró fijamente al techo, hacia el cielo
iluminado. El ultimo que vería, si interpretaba esto bien.
Siempre ha habido otro, un repuesto, para tomar su lugar si ella fallaba. Que su
muerte significaría la de Dorian, que enviaría a esos odiosos dioses a exigir su vida
para forjar la Cerradura... No era una cosa extraña, el odiarse por eso. Le había
fallado a suficiente gente, fallado a Terrasen, que el peso adicional apenas tomó
tierra. No tendría mucho más tiempo para sentirlo de cualquier manera.
—Oh, yo sé que no hay mucho que valga la pena ver en ese aspecto, Cairn. ¿Y tú
no eres lo suficientemente macho para ser capaz de usarlo sin alguien gritando, no
es así? —ante su silencio, sonrío con suficiencia—. Ya lo creía. Traté con suficientes
de tu clase en el Gremio de Asesinos. Todos ustedes son iguales.
Un profundo gruñido.
Aelin sólo soltó una risita y reacomodó su cuerpo, como si se estuviera poniendo
cómoda.
Luego otro golpe, en sus costillas, un grito ronco saliendo de ella. Fenrys ladró.
—Las órdenes de Maeve pueden mantenerme a raya, perra, pero veamos cuanto
más hablas después de esto.
Sus piernas encadenadas fallaron en sostenerla antes de que Cairn sujetara la parte
de atrás de su cabeza y golpeara su cara en el borde de la mesa de metal.
Pero Cairn estaba ahí, sujetando su cabello tan apretadamente que sus ojos
lagrimearon, y gritó una vez más mientras la arrastraba a través del piso hacia el
gran brasero ardiente.
Él la jaló hacia arriba por el cabello y empujó su cara enmascarada hacia adelante.
A pesar de ella, de sus planes, se empujó hacia atrás, pero Cairn la sostuvo
firmemente. Empujándola hacia el fuego mientras su cuerpo se retorcía. Luchando
por cualquier burbuja de aire fresco.
—Voy a derretir tu cara tan mal que incluso los curadores no serán capaces de
arreglarte.
El pie de Aelin se deslizó hacia atrás, entre sus piernas reforzadas. Ahora. Tenía que
ser ahora.
—Disfruta de respirar fuego —siseó, y dejó que la empujara otra pulgada hacia
abajo. Dejarlo fuera de balance, solo una fracción, mientras estrellaba su cuerpo,
no hacia arriba, sino hacia atrás sobre él, su pie curvándose alrededor de su tobillo
mientras el tropezaba.
Ella corrió, o trató. Con las cadenas en sus pies, apenas podía caminar, pero paso
tropezando lejos de él, sabiendo que ya estaba retorciéndose para ponerse en pie.
Corre.
Las manos de Cairn se envolvieron sobre sus espinillas y tiraron. Ella cayó, sus
dientes repicando mientras se estrellaban contra la máscara, sacando sangre de su
labio.
Cairn buscó a tientas por algo detrás de ellos, por un atizador de metal, calentándolo
en el brasero.
Aelin se revolvió, tratando de poner sus manos arriba y detrás de su cabeza, para
envolver las cadenas alrededor de su cuello. Pero habían estado enganchadas a los
hierros a sus costados, debajo de su espalda.
Los gruñidos y ladridos de Fenrys sonaron alto. La mano de Cairn busco a tientas
otra vez por el atizador. Falló.
Cairn miró hacia atrás para tomar el atizador, atreviéndose a alejar sus ojos de ella
por un momento.
Aelin no titubeó. Embistió su cabeza con fuerza hacia arriba y estrelló su cara
enmascarada en la cabeza de Cairn.
Apenas había salido de su posición agachada cuando las manos de Cairn sujetaron
su cabello otra vez.
Aelin se estrelló con un chasquido que hizo eco sobre todo su cuerpo.
Fenrys había visto a su gemelo llevarse un cuchillo a través del corazón. Había
visto a Conall desangrarse en las baldosas y morir. Y entonces había sido ordenado
arrodillarse ante Maeve en esa misma sangre mientras ella le ofrecía que la atendiera.
Se había sentado en una habitación de piedra por dos meses, siendo testigo de
lo que hacían al cuerpo de una joven reina, a su espíritu. Había sido incapaz de
ayudarla mientras gritaba y gritaba. Nunca dejaría de escuchar esos gritos.
Pero fue el sonido que salió de ella cuando Cairn la arrojaba contra el buró donde
Fenrys lo había visto arreglando sus herramientas; el sonido que ella hizo mientras
golpeaba el piso, el que lo hizo añicos completamente.
Cairn sacó el atizador rojo candente del brasero. Lo apuntó hacia ella como una
espada.
Fenrys se tensó contra sus ataduras invisibles mientras Aelin miraba hacia él, hacia
donde él se había sentado los últimos dos días, en ese maldito mismo lugar a un
lado de la pared de la tienda.
Ella parpadeó hacia él. Cuatro veces. Estoy aquí, estoy contigo.
Fenrys lo reconoció por lo que era. El mensaje final. No antes de morir, si no de antes
del tipo de rompimiento del que nadie podía salir. Antes de que Maeve regresara con
el collar de Piedra del Wyrd.
La promesa de sangre mantenía sus miembros clavados. Una cadena oscura que
corría hasta su alma.
Empujó hacia arriba contra la oscura cadena del vínculo, gritando, aunque ningún
sonido salió de sus fauces abiertas.
Empujó y empujó y empujó contra esas cadenas invisibles, contra esa orden jurada
con sangre de obedecer, de permanecer abajo, de observar.
Lo bloqueó mientras Cairn apuntaba el ardiente atizador a la joven reina con corazón
de fuego.
Él no lo permitiría.
Despedazó hacia ella, mordiendo y rasgando con cada trozo de resistencia que
poseía.
No obedecería.
Y lentamente, Fenrys se puso de pie.
—Detente.
Fenrys gruñó, profunda y violentamente. Y aun así luchaba por ponerse de pie.
Fenrys tuvo un espasmo, su pelo del lomo levantándose. Pero estaba de pie.
De pie.
Levántate.
Cairn rugió.
—¡Échate!
Pero Fenrys movió una pata hacia adelante. Sus garras clavándose en el suelo.
La cara de Cairn palideció ante ese paso. Ese paso imposible.
Los ojos de Fenrys se deslizaron hacia los de ella. Ninguno necesitando el código
silencioso entre ellos para ver la palabra en su mirada. La orden y la súplica.
Corre.
—No con la columna destrozada, no podrá —antes de dejar caer el atizador para
estrellarse en la espalda de Aelin.
Aelin se lanzó hacia adelante, transmitiendo fuerza a sus piernas mientras se arro-
dillaba al lado de la cajonera. Fenrys golpeó contra un costado de la mesa de metal,
pero instantáneamente continuó moviéndose, lanzando su cuerpo contra Cairn.
Un siseo ronco sonó por algún lado, y Aelin se atrevió a echar una mirada hasta en-
contrar un atizador a su derecha.
Torció sus pies hacia él. Colocó el centro de las cadenas que amarraban sus tobillos
sobre la punta ardiente.
Fenrys respiraba pesadamente, la sangre caía entre sus dientes mientras él ponía
una pata delante de la otra, dando vueltas. Su mirada no se despegó de la de Cairn
mientras se movían, evaluándose el uno al otro, preparándose para el golpe mortal.
Él cargó, los dientes apuntando hacia la garganta de Cairn mientras sus garras bus-
caban las espinillas del macho.
Aelin tomó el atizador, plantó sus tobillos y condujo la vara hacia arriba. Hizo presión
contra los eslabones calientes de la cadena, empujando sus pies hacia más y más
abajo; sus brazos cedieron.
Se removió hasta ponerse de pie, pero se detuvo. Fenrys, atrapado por Cairn, en-
contró su mirada.
Corre.
Cairn volteó su cabeza hacia ella. Hacia la cadena que colgaba libre entre sus tobil-
los.
—Tú…
Corre.
Y hacia la mañana.
Los soldados habían respondido como Rowan esperaba, y él los había matado por
ello.
Aves de presa se lanzaban hacia él, atacando con viento y hielo desde arriba. Él
minó su magia con un aluvión de la suya propia, dispersándolas.
Cerca. Tan cerca de esa tienda. Le haría una señal a Lorcan y a Gavriel en un mo-
mento.
Cuando estuviera lo suficientemente cerca como para necesitar una distracción que
le permitiera salir.
Otra arremetida de soldados fueron hacia él, y Rowan posicionó su cuchillo largo. Su
poder hizo estallar las flechas en llamas que habían disparado, y luego hizo estallar
a los arqueros.
Aelin corrió.
Sus débiles piernas tropezaban en el pasto, sus manos aun atadas restringían su
campo de movimiento, pero ella corrió. Escogió una dirección, cualquier dirección
salvo las nieblas del río a su izquierda, y corrió.
Ella los bloqueó y se dirigió hacia adelante. Hacia el sol naciente, como si fuera el
abrazo de bienvenida de la misma Mala.
Ella no podía aspirar suficiente aire a través de las delgadas aberturas de la másca-
ra, pero continuó moviéndose, pasando tiendas, pasando soldados que volteaban
sus cabezas hacia ella, desconcertados. Ella apretó el atizador en sus manos blinda-
das, negándose a ver de qué se trataba la conmoción, o si Cairn rugía detrás de ella.
Con los pies descalzos volando sobre el suelo, sus piernas exhaustas gritaban un
alto.
Sin embargo, Aelin apuntaba hacia el horizonte este. Hacia los árboles y las monta-
ñas, hacia el sol que se alzaba sobre ellos.
Y cuando el primer soldado bloqueó su camino, gritándole que se detuviera, ella po-
sicionó el atizador de hierro y no flaqueó.
Por las aves de presa que se esparcían cada vez más dentro del campamento, sa-
bía que Whitethorn estaba cerca de la tienda de Cairn.
En cualquier momento recibirían la señal.
Pero la muerte comenzó a hacer sus señas en otra parte del campamento.
Lorcan escaneó el cielo, la fila de las primeras tiendas. La entrada con los guardias.
Fenrys. O Connall, quizás. Tal vez era la hermana de Essar, a quien nunca le había
agradado. Pero a él no le importaría una mierda eso, si ella no los hubiera traiciona-
do.
Gavriel tomó velocidad, un predador listo para volverse invisible ni bien Lorcan ata-
case de frente.
La muerte brillaba. Whitethorn estaba cerca del centro del campamento. Y esa fuer-
za aproximándose por su entrada este…
Lorcan salió del refugio de los árboles, su oscuro poder arremolinándose, preparado
para enfrentarse a lo que fuere que atravesara la fila de tiendas.
Había llegado a la primera de las hondonadas que fluían hacia el borde del campa-
mento, las cuestas estrechas y empinadas, cuando Aelin Galathynius apareció.
Lorcan no esperaba el sollozo en su garganta mientras ella corría entre las tiendas,
al ver la máscara de hierro y las cadenas que colgaban de ella, aun amarrando sus
manos.
Al ver la sangre empapando su piel, su corto vestido blanco, su cabello, más largo
desde la última vez que la había visto, aplastado contra su cabeza con sangre.
Sus rodillas dejaron de funcionar, e incluso su magia titubeó ante la visión de su sal-
vaje y desesperada carrera hacia el borde del campamento.
Los soldados corrieron tras ella.
Ella está aquí, ella está aquí, ella está aquí, mocionó.
Pero Lorcan estaba demasiado lejos, las colinas y hondonadas entre ellos ahora
se hicieron interminables, mientras diez soldados rodeaban a Aelin, bloqueando su
camino hacia el campo abierto.
Que no era una reina que exhalaba fuego amarrada en hierro la que cargaba contra
él, sino una asesina.
Con un giro y los brazos levantados, Aelin se encontró con el golpe de esa espada
de frente.
La espada del macho erró su blanco intencionado, pero golpeó precisamente donde
ella deseaba.
El hierro cedió.
La espada del macho estaba sobre sus manos liberadas. Luego su garganta estaba
chorreando sangre.
Aelin giró, golpeando a los otros soldados que se interponían entre ella y la libertad.
Incluso al correr tras ella, Lorcan solo pudo mirar boquiabierto ante lo que se estaba
desarrollando.
Ella golpeaba antes que ellos supieran dónde voltear. Cortaba, eludía, embestía.
Luego todo terminó. Luego no hubo nada entre ella y la entrada al campamento sal-
vo los seis guardias que extraían sus armas…
Lorcan lanzó con su magia una letal red de poder que hizo que todos esos guardias
cayeran de rodillas. Sus cuellos rotos.
Aelin ni parpadeó mientras ellos languidecían en el suelo. Ella continuó camino, diri-
giéndose directamente hacia el campo y las colinas. Hacia donde Lorcan corría por
ella.
Entera. Su cuerpo se veía entero, y sin embargo, estaba tan delgada, sus piernas
salpicadas de sangre forzándose a mantenerla de pie.
Pero lo hizo.
Las flechas se tensaron en sus arcos, y una lluvia se disparó hacia el cielo. Apuntando
hacia ella en esas colinas expuestas.
Más flechas aparecieron. Disparos individuales esta vez, de tantas direcciones que
él no pudo rastrear sus fuentes. Arqueros entrenados, algunos de los mejores de
Maeve. Aelin tendría que…
Una flecha alcanzó su espalda pero Aelin se lanzó hacia un lado, derrapando sobre
el pasto y la tierra. Se levantó nuevamente en un latido, con las armas aun en las
manos, cargando hacia las colinas y las hondonadas entre ellos.
Otra flecha fue hacia ella, y Lorcan intentó quebrarla, pero una pared de oro brillante
llegó allí primero.
Lo esparció tan lejos como pudo. Con juramento de sangre o sin él, ellos seguían
siendo su gente. Sus soldados. Él evitaría sus muertes, si podía. Los salvaría de
ellos mismos.
Aelin estaba tropezando ahora, y Lorcan despejó el resto de las colinas que quedaban
entre ellos.
Él abrió su boca, para gritar qué, no lo sabía, pero un chillido atravesó el cielo azul.
El sollozo que salió de Aelin ante el rugido furioso del halcón partió el pecho de
Lorcan.
Pero ella siguió corriendo hacia los árboles, hacia su protección. Lorcan y Gavriel
llegaron a su lado, y cuando ella volvió a tropezar, esas piernas demasiado delgadas
rindiéndose, Lorcan la tomó por debajo del brazo y la acarreó consigo.
Tan rápido como una estrella fugaz, Rowan se lanzó hacia ellos. Los alcanzó cuando
ellos estaban pasando la primera línea de árboles, transformándose al aterrizar.
Ellos se detuvieron de golpe, Aelin derrumbándose sobre el suelo cubierto de piñas.
—Fenrys…
Lorcan necesitó un momento para entender. Necesitó que ella señalara detrás de
ellos, hacia el campamento, mientras decía nuevamente, como si las palabras fueran
demasiado:
—Fenrys.
Su respiración era un chirrido húmedo. Una plegaria. Una plegaria rota y sangrienta.
La ira en sus ojos podía devorar al mundo entero. Y esa ira estaba a punto de
obtener la clase de venganza que solo un macho podía ordenar.
Los colmillos de Rowan salieron, pero su voz fue mortalmente suave cuando le dijo
a Lorcan:
Con una mirada final hacia Aelin, su furia congelada creando una tormenta en el
viento, el príncipe y el León desaparecieron, cargando nuevamente hacia el caótico
y sangriento campamento.
Capítulo 29
Traducido por Ella R
Corregido por WinterGirl
Con el campamento sumido en un caos total, se le hizo más fácil colarse dentro.
Despejando el camino. Justo hacia la tienda que él había estado tan cerca de alcan-
zar cuando el poder de Lorcan se había disparado. Una señal.
Que ellos la habían encontrado. O ella los había encontrado a ellos, al parecer.
Y cuando Rowan la vio, primero desde los cielos y luego a su lado, cuando olió la
sangre, tanto suya como de otros, cuando contempló las cadenas y la máscara de
hierro aplastada contra su rostro, cuando ella lloró al verlo a él, mientras que el terror
y la desesperación inundaban su olor…
No había ninguna dentro suyo cuando, junto con Gavriel, se escabulleron pasando
el último grupo de tiendas hacia la más grande situada sobre un círculo de pasto
despejado. Como si nadie pudiera tolerar estar cerca de Cairn.
Esta le contó de dos formas con vida. Ambas heridas. La sangre densa en el aire.
Fue todo lo que necesitó.
Y debajo de ella…
Rowan asimiló los tres braseros apagados que se encontraban debajo, los amarres
de cadenas en la parte superior e inferior de la mesa y por último miró hacia el Fae
macho que había quedado ensangrentado pero vivo, sobre el suelo enfrente de
Fenrys.
—Cúralo —dijo Rowan con una suavidad letal. El León alzó la vista y notó que la
mirada de Rowan ya no estaba sobre el lobo. Sino sobre Cairn.
Pedazos de carne habían sido arrancados del cuerpo de Cairn. Un bulto en su sien
indicó a Rowan que ese había sido el golpe que lo había dejado inconsciente. Como
si Fenrys hubiese aplastado el cráneo de Cairn contra un borde de la mesa de metal.
Y luego hubiera colapsado él mismo a unos pocos pasos de distancia.
Colapsado, quizás no por las heridas, sino… Rowan se quedó perplejo ¿Qué había
ocurrido aquí, qué había sido tan terrible como para que el lobo fuera capaz de hacer
lo imposible para evitar a Aelin ese sufrimiento?
Los ojos leonados de Gavriel brillaron en advertencia. Rowan señaló a Cairn nueva-
mente.
—Cúralo.
No tenían demasiado tiempo. No para hacer lo que quería. Lo que necesitaba. Algu-
nos de los cajones del mueble se habían salido. Herramientas pulidas resplandecían
dentro.
Un par de ellas también habían sido colocadas sobre un trozo de terciopelo negro a
un lado de la mesa de metal.
La sangre de Aelin le contó acerca del dolor y la desesperación, acerca del puro
terror.
Su Corazón de Fuego.
Cairn gimió mientras la inconsciencia quedaba atrás. Para el momento en que estu-
vo despierto, encadenado a la mesa de metal, Rowan estaba listo.
Cairn observó a quien estaba plantado sobre él, la herramienta en la mano tatuada
de Rowan, las otras que también había dispuesto sobre ese trozo de terciopelo, y
comenzó a revolverse. Las cadenas de hierro lo sostuvieron firmemente.
Luego Cairn contempló la furia congelada en los ojos de Rowan. Entendió lo que
pretendía hacer con ese cuchillo tan afilado. Una mancha oscura se esparció por el
frente de los pantalones de Cairn.
Rowan envolvió a la tienda con un viento helado, bloqueando todo sonido, y comen-
zó.
Capítulo 30
Traducido por Ella R
Corregido por WinterGirl
El estallido del conflicto hizo eco a través del campo, incluso a cientos de kilómetros.
En las profundidades de un bosque antiguo, sobre sus irregulares colinas, Elide
esperó durante horas. Primero temblando en la oscuridad, luego observando cómo
el cielo se tornaba gris hasta finalmente volverse azul. Y con esa transición final, el
clamor había comenzado.
Ella alternaba entre pasearse a través del musgoso valle, abriéndose camino por
los peñascos grises desparramados entre los árboles, y sentarse en silencio contra
uno de los gigantescos árboles, haciéndose tan pequeña y silenciosa como fuera
posible. Gavriel le había jurado que ninguna de las extrañas y letales bestias en esas
tierras merodearían tan cerca de Doranelle, pero ella no quería arriesgarse. Por lo
que se mantuvo en la cañada, donde le habían ordenado esperar.
Quedaría otra opción. Se lo juró una y otra vez. No llegaría a eso. El sol matutino
estaba comenzando a calentar la fría sombra cuando ella los vio.
Los vio, antes de poder oírlos, porque sus pies caminaban en silencio sobre el suelo
del bosque, debido a su gracia inmortal y a su entrenamiento. Una exhalación tem-
blorosa salió de ella cuando Lorcan emergió entre dos árboles cubiertos de musgo,
con sus ojos ya clavados en ella. Y justo detrás suyo, tambaleándose…
Elide no sabía qué hacer. Con su cuerpo, sus manos. No sabía qué decir mientras
Aelin tropezaba con las raíces y las rocas, la máscara y las cadenas rechinando,
la sangre empapándola. No solo sangre de sus propias heridas, sino que también
sangre de otros.
Ella estaba delgada, su cabello dorado mucho más largo. Demasiado largo, incluso
a pesar del tiempo que había transcurrido. Caía cerca de su ombligo, la mayoría os-
curo con sangre seca. Como si hubiera corrido debajo de una lluvia de esta.
Aelin se detuvo en el borde del claro. Sus pies estaban descalzos y la corta y delga-
da vestimenta que llevaba no revelaba grandes heridas.
Pero hubo poco reconocimiento en los ojos de Aelin, ensombrecidos por la máscara.
Lorcan le dijo a la reina:
Aelin, como si su cuerpo no perteneciera del todo a ella, levantó sus manos encade-
nadas y recubiertas de metal. La cadena que las mantenía juntas había sido cortada
y ahora una pieza colgaba de cada manopla. Lo mismo ocurría con las que estaban
en sus tobillos.
Ella tiró de una de las manoplas de hierro. No cedió. Ella volvió a tirar. La manopla
no hizo más que moverse.
—Quítalas.
Elide no sabía a quién de los dos se lo ordenaba, pero antes que pudiera cruzar el
lago, Lorcan agarró la muñeca de la reina para examinar las cerraduras.
Una esquina de su boca se tensó. No era nada fácil liberarlas, entonces. Elide se
acercó, su renguera una vez más era profunda, ahora que la magia de Gavriel es-
taba ocupada. Las manoplas habían sido cerradas en torno a sus muñecas, enci-
mándose apenas sobre las cadenas. Ambas tenían pequeñas cerraduras. Ambas
estaban hechas de hierro.
Elide se acomodó, poniendo su peso sobre la pierna herida, para obtener una mejor
visión del lugar en el que la máscara se cerraba en la parte trasera de la cabeza de
Aelin.
Esa cerradura era más complicada que las otras, las cadenas gruesas y antiguas.
Lorcan había hecho entrar la punta de una delgada daga en la cerradura de la ma-
nopla, y ahora estaba moviéndola, intentando violar el mecanismo.
—Quítalas —las palabras guturales de la reina fueron ahogadas por los árboles
musgosos.
Aelin le quitó la daga de sus manos, metal chocando contra metal mientras ella
metía la punta de la daga dentro de la cerradura. La daga se sacudió en su mano
acorazada.
—Quítalas —exhaló, sus labios retrocediendo para dejar a la vista sus dientes—.
Quítalas.
Jadeando a través de sus dientes apretados, Aelin clavó y giró la daga dentro de la
cerradura del guantelete. Un crujido atravesó el claro.
Pero no era la cerradura. Aelin alejó la daga para revelar la punta rota. Un trozo de
metal salió de la cerradura y cayó sobre el musgo.
Aelin observó la daga partida y el trozo que había caído sobre el pasto que amorti-
guaba sus pies descalzos y ensangrentados, sus jadeos salían cada vez más rápido.
Entonces dejó caer la daga sobre el musgo. Comenzó a arañar las cadenas en sus
brazos, las manoplas en sus manos, la máscara en su rostro.
Elide estiró una mano hacia ella, para detenerla antes que se arrancara la piel de sus
huesos, pero Aelin la esquivó, tambaleándose más hacia el claro.
Elide miró a Lorcan. Estaba congelado, con los ojos desorbitados mientras Aelin se
arrodillaba sobre el musgo, y su respiración se entrecortaba con sollozos.
El príncipe estaba cubierto de sangre. Por su manera libre de caminar, Elide supo
que no era suya.
Por la sangre que cubría su barbilla, su cuello… No quería saber de qué se trataba.
Aelin intentó arrancar la máscara inamovible, sin notar o sin importarle que el príncipe
estuviera ante ella. Su consorte, esposo y compañero.
—Aelin.
Sus gritos eran insoportables. Peores que aquellos ese día en la playa de Eyllwe.
Gavriel se plantó al lado de Elide, su piel dorada ahora pálida al asimilar a la frenética
reina.
—Aelin.
Su única respuesta fue levantar la cabeza hacia las copas de los árboles y llorar.
La sangre caía de su cuello por los rasguños que ella misma se había causado, y se
mezclaba con la que anteriormente la había cubierto.
Rowan extendió una mano temblorosa, la única señal visible de la agonía que lo estaba
atravesando. Gentilmente, colocó sus manos sobre sus muñecas; gentilmente, cerró
sus dedos a su alrededor. Deteniendo los brutales rasguños y arañazos.
—Quítalas.
—Lo haré. Pero tienes que quedarte quieta, Corazón de Fuego. Sólo por unos
minutos.
—Quítalas.
Los sollozos menguaron, tornándose algo crudo y desgarrador. Rowan pasó sus
pulgares sobre su piel, sobre esas cadenas de hierro. Como si no fuese nada más
que su piel. Lentamente, sus temblores cesaron.
No, no cesaron, Elide notó mientras Rowan se ponía de pie y caminaba detrás de
la reina. Sino que estaban contenidos, encerrados dentro suyo. El cuerpo tenso de
Aelin se estremecía, pero ella se mantuvo quieta mientras Rowan examinaba la
cerradura.
No amenazantes.
Del otro lado del pequeño claro, Fenrys continuaba inconsciente, su pelaje blanco
empapado de sangre.
Sólo Elide caminó hacia Aelin y ocupó el lugar dónde Rowan había estado.
Por lo que Elide no dijo nada, ni pidió nada de ellos, salvo por compañía en caso de
necesitarla.
Elide colocó una mano sobre su rodilla. Aelin se la había rasguñado hasta dejarla en
carne viva, con lodo y pasto pegados a su piel cubierta de sangre.
Ella esperó que la reina alejara su mano, pero Aelin no se movió. Mantuvo sus ojos
cerrados, y su respiración entrecortada pero estable.
Rowan agarró una de las cadenas que envolvía a la máscara y asintió hacia Lorcan.
—La otra.
Elide contuvo la respiración mientras los dos machos tiraban, con brazos temblorosos.
Nada.
—Ella logró romper las cadenas en sus tobillos y manos —dijo Gavriel—. No son
indestructibles.
Pero con las cadenas de la máscara tan cerca de su cabeza, una estocada era
imposible. O tal vez la máscara estaba hecha de un hierro mucho más fuerte.
Jadeando ligeramente, hicieron una pausa. Habones rojos brillaban en sus manos.
Elide, luchando por algo que decir para desterrar ese vacío, soltó:
Pero la mirada de Aelin cayó sobre el musgo, las piedras. Se estrechó ligeramente,
como si la pregunta hubiera hecho mecha. A través del pequeño hueco con la
máscara, Elide apenas pudo ver que articulaba la palabra. Una llave.
—No la tengo… no las tenemos —dijo Elide, percibiendo la dirección que tomaban
los pensamientos de Aelin—. Manon y Dorian sí.
—Silencio —susurró Lorcan. No por el nivel de su voz, sino por la información mortal
que había revelado.
Pero Aelin estiró una mano hacia el musgo y trazó una forma.
—¿Qué es eso? —Elide se inclinó hacia adelante cuando la reina volvió a hacerlo,
su rostro vacío e ilegible.
Los Fae macho pausaron ante su pregunta, y miraron al dedo de Aelin moverse por
el follaje.
Aelin la volvió a trazar, callada y quieta. Como si ninguno de ellos estuviera allí.
Dejó la frase sin terminar y levantó la daga rota que Aelin había dejado tirada sobre
el musgo, luego, la utilizó para cortarse la palma.
En silencio y con movimientos tensos, Aelin se inclinó hacia adelante. Ella olió la
sangre acumulada en su mano, sus fosas nasales ensanchándose. Su mirada fue
hacia la de Rowan, como si el olor de su sangre planteara alguna pregunta.
—Soy tu compañero —murmuró Rowan, como si esa fuera la respuesta que ella
buscaba. Y ante el amor en sus ojos, la forma en que su voz se quebró, su mano
ensangrentada temblando… la garganta de Elide se cerró.
—Ella no puede hacerlo con el hierro —dijo Elide—. Si está en sus manos. Interfiere
con la magia en la sangre.
—Esa es la razón por la cuál te las puso, ¿no? —dijo Elide, su pecho comprimiéndose—.
Para asegurarse que no pudieras usar tu propia sangre con las Marcas del Wyrd
para liberarte.
La mandíbula de Rowan se tensó. Pero se limitó a mojar su dedo con la sangre que
había en su palma y ofrecérselo a ella.
Elide podría jurar que lo vio estremecerse, y no de miedo, cuando la mano de Aelin
envuelta en metal se cerró en torno a la suya.
Lorcan maldijo.
Rowan ofreció su mano, su sangre, nuevamente. El grillete alrededor de su otro
tobillo se rindió ante la Marca de Wyrd.
Después las esposas alrededor de sus muñecas. Luego las hermosas y horribles
manoplas cayeron pesadamente sobre el musgo.
Aelin llevó sus manos desnudas hacia su rostro, buscando la cerradura detrás de la
máscara, pero se detuvo.
—Yo lo haré —dijo Rowan con voz aun suave, aun llena de ese amor. Se movió
detrás de ella y Elide contempló esa horrible máscara, con los soles y las llamas
grabados en relieve a lo largo de su antigua superficie.
Su rostro estaba pálido, demasiado pálido, todos los rastros de color brindados por
el sol habían desaparecido.
Cauteloso.
Elide se mantuvo quieta, dejando que la reina la estudiara. Los machos se movieron
para colocarse frente a ella, y Aelin los miró de a turnos. Gavriel, quien agachó la
cabeza. Lorcan, quien le devolvió ampliamente la mirada, sus oscuros ojos ilegibles.
—¿Aelin?
No de la reina que había conocido tan brevemente, sino del poder que habitaba en
ella.
Lorcan arrastró a Elide hacia atrás y ella se lo permitió, incluso mientras el calor se
desvanecía. Incluso mientras las llamas de poder se contraían en un aura alrededor
de la reina, como una brillante segunda piel.
Ni una sola cicatriz. Las que Elide había contado durante esos días previos a la
captura de Aelin habían desaparecido.
Eso le dijo a Rowan lo suficiente sobre lo que habían hecho. Cuando había visto su
espalda, la piel suave donde deberían de haber estado las cicatrices de Endovier y
las cicatrices de los azotes de Cairn, lo había sospechado.
Pero arrodillándose, quemando nada más que en su piel... No había cicatrices donde
debería haber habido. El casi collar de Baba Yellowlegs: desaparecido. Las marcas
de grillete de Endovier: desaparecidas. La cicatriz donde Arobynn Hamel la había
obligado a romper su propio brazo: desaparecida. Y en sus palmas...
Eran sus palmas expuestas donde Aelin contemplaba. Como si se diera cuenta de
lo que faltaba.
Las cicatrices en sus palmas, una desde el momento en que se habían convertido en
carranam, la otra de su juramento a Nehemia, habían desaparecido por completo.
Los sanadores podían eliminar las cicatrices, sí, pero la razón más probable de la
falta de ellas en Aelin, en todos los lugares donde una vez las había rastreado con
sus manos, su boca...
Era una nueva piel. Toda ella. Salvo por su rostro, ya que dudaba que fueran tan
estúpidos como para quitarle la máscara.
Casi cada centímetro de ella estaba cubierta de nueva piel, sin barnizar como nieve
fresca. La sangre que la cubría se había quemado para revelarla.
Nueva piel, porque necesitaban reemplazar lo que había sido destruida. Para sanar-
la para que pudieran comenzar una y otra vez.
Gavriel y Elide se habían movido hacia donde estaba Fenrys, la curación en el cam-
po de batalla que Gavriel había hecho sobre el guerrero probablemente no era sufi-
ciente para mantener a raya a la muerte.
Había roto el juramento de sangre. Por pura voluntad, Fenrys lo había roto. Y pronto
pagaría el precio cuando su fuerza vital se desangrara por completo.
La tristeza suavizó su rostro, incluso con esa distancia tranquila. Dolor y gratitud.
Gavriel y Elide permanecieron del otro lado de Fenrys mientras ella se acercaba.
Retrocedieron un paso. No por miedo, sino para darle espacio en ese momento de
despedida.
Tenían que irse. Quedarse ahí, a pesar de los kilómetros entre ellos y el campamen-
to, era una locura. Podían llevar a Fenrys hasta que se terminara, pero... Rowan no
podía decirlo. Decirle a Aelin que podría no ser prudente despedirse de esta manera
como ella necesitaba. Tenían minutos, en el mejor de los casos, de sobra antes de
tener que ponerse en marcha.
Gavriel y Lorcan parecían tener el mismo pensamiento, sus ojos se encontraron de-
sde el otro lado del claro. Rowan levantó la barbilla hacia la línea de los árboles del
oeste en orden silenciosa. Acecharon por ello.
Aelin se arrodilló junto a Fenrys, y su llama los envolvió a ambos. El fuego dio paso a
un aura dorada rojiza, un escudo que sabía que derretiría la carne de cualquiera que
intentara cruzar. Fluyó y onduló alrededor de ellos, una burbuja de aire cobrizo, y a
través de ella, Rowan la observó mientras pasaba una mano por el lado magullado
del lobo.
Aelin hizo movimientos largos y suaves sobre su pelaje, con la cabeza inclinada
mientras le hablaba en voz muy baja incluso para que Rowan la escuchara.
Lenta y dolorosamente, Fenrys abrió un ojo. La agonía lo llenó, agonía y, sin em-
bargo, algo así como alivio y alegría al ver su rostro desnudo. Y agotamiento. Tal
agotamiento que Rowan sabía que la muerte sería un agradable abrazo, un beso de
la misma Silba, diosa de los amables finales.
Aelin volvió a hablar, el sonido estaba contenido o era tragado por su escudo. Sin
lágrimas. Sólo esa tristeza, y claridad.
El rostro de una reina, se dio cuenta mientras que Lorcan y Gavriel tomaban lugares
a lo largo de la frontera de Glen. Era el rostro de una reina que miraba a Fenrys. Una
reina que tomó su enorme pata en sus manos, empujando hacia atrás pliegues de
piel y pelaje para desenvainar una garra curva.
Por la lealtad de Fenrys, por su sacrificio, no había mayor recompensa que ella pu-
diera ofrecer. Para evitar que muriera, no había otra manera de salvarlo.
Y cuando Fenrys logró lamer la sangre de su herida, mientras le hacía una promesa
silenciosa a su reina, parpadeando unas cuantas veces más, el pecho de Rowan se
apretó insoportablemente.
Tres bocados. Eso es todo lo que Fenrys tomó antes de que apoyara la cabeza en
el musgo y cerrara los ojos.
Aelin se acurrucó de lado junto a él, las llamas los rodeaban a ambos.
Fenrys no respondió.
Vive.
Al otro lado de la burbuja de fuego y calor, Elide se puso una mano sobre la boca,
con los ojos brillando. Ella también había leído la palabra en los labios de Aelin.
Aelin habló por tercera vez, los dientes parpadearon cuando le dio a Fenrys su pri-
mera orden. Vive.
Aelin sostuvo la mirada del lobo, no había nada en su rostro, salvo esa grave e in-
flexible orden.
Lentamente, Fenrys se movió. Sus patas se movieron debajo de él, sus piernas ten-
sas. Y se levantó.
Pero allí estaba Fenrys, de pie ante su reina, ahora arrodillada. Y allí estaba Fenrys,
inclinando su cabeza, con los hombros hundiéndose con él, una pata barriendo an-
tes que la otra. Haciendo una reverencia.
Sin embargo, Aelin se quedó arrodillada. Incluso mientras Fenrys los observaba, la
sorpresa y el alivio iluminaban sus ojos oscuros. Su mirada se encontró con la de
Rowan, y Rowan sonrió, inclinando la cabeza.
Una emoción cruda recorrió ese rostro de lupino, y luego Fenrys se volvió hacia Ae-
lin.
Ella estaba mirando a la nada. Fenrys le dio un codazo en el hombro con su peluda
cabeza.
Ella pasó una mano ociosa por el blanco pelaje del lobo. El corazón de Rowan se
apretó.
—Tenemos que irnos —dijo Gavriel, su voz gruesa mientras observaba a Fenrys, de
pie orgulloso y vigilante junto a Aelin—. Necesitamos poner distancia entre nosotros
y el campamento, y encontrar un lugar donde detenernos para pasar la noche —
donde reevaluarían cómo y dónde abandonar este reino. Dirigirse hacia el bosque,
hacia las montañas, sería su mejor apuesta. Esos árboles ofrecían mucha cobertura
y muchas cuevas en las que esconderse.
—¿Por dónde?
Pequeños cuerpos, algunos pálidos, algunos negros como la noche, algunos con
escamas. Mayormente ocultos, a excepción de dedos delgados y ojos amplios y sin
parpadear.
Elide no había visto un susurro de la Pequeña Gente desde los días previos a la
caída de Terrasen. Entonces, habían sido destellos y susurros dentro de la antigua
sombra de Oakwald. Nunca tantos, nunca tan abiertamente.
La más o menos media docena que se había reunido en el claro se mantenía mayor-
mente oculta detrás de raíces y rocas y grupo de hojas. Ninguno de los machos se
movió, aunque las orejas de Fenrys se inclinaron hacia ellos.
Un milagro, eso es lo que sucedió con la reina y el lobo.
Aunque Fenrys parecía agotado, sus ojos estaban claros mientras la Pequeña Gen-
te se reunía.
Una mano pálida y delgada se alzó sobre una roca manchada de musgo y se enro-
scó. Vengan.
Gavriel murmuró:
—Salvaron su vida una vez —la noche en que el asesino de Erawan había regresa-
do por Aelin—. Lo harán de nuevo ahora.
Silenciosos e invisibles, pasaron a través de los árboles y las rocas y arroyos del
antiguo bosque.
Aelin no había dicho nada, no hizo nada excepto levantarse cuando le dijeron que
era hora de irse. Rowan le había ofrecido su capa, y ella había permitido que pasara
a través de su burbuja de llamas doradas y claras para envolver su cuerpo desnudo.
La apretó contra su pecho mientras caminaban, kilómetros tras kilómetros, con los
pies descalzos. Si las piedras y las raíces del bosque la lastimaban, ella ni siquiera
se inmutó. Ella solo siguió caminando, Fenrys a su lado dentro de esa esfera de fue-
go, como si fueran dos fantasmas de memoria.
Los otros raramente hablaban a medida que pasaban las horas y los kilómetros. A
medida que las colinas boscosas dieron paso a inclinaciones más pronunciadas, las
rocas más grandes, las rocas y los árboles se rompieron en puntos.
—De las antiguas guerras entre los espíritus del bosque —le susurró Gavriel a Elide
cuando la notó frunciendo el ceño hacia una ladera llena de troncos caídos y piedra
astillada—. Algunas todavía son libradas por ellos, totalmente inconscientes y de-
spreocupados con los asuntos de cualquier reino, excepto este.
Rowan nunca había visto a una raza de seres etéreos mucho más antigua y secreta
que la Pequeña Gente. Pero en su casa en la montaña, en lo alto de la cordillera
hacia la que se dirigían, a veces escuchaba el rompimiento de rocas y árboles en
las noches oscuras y sin luna. Cuando no había ni un susurro de viento en el aire, ni
ninguna tormenta para causarlos.
Tan cerca, a solo veinte kilómetros de la casa de la montaña que había construido.
Había planeado llevar a Aelin allí un día, aunque no era más que cenizas que habían
desaparecido por mucho tiempo. Solo para mostrarle dónde había estado la casa,
donde había enterrado a Lyria. Ella todavía estaba allí arriba, su compañera que
nunca había sido.
Aun así, siguieron a la Pequeña Gente, que hacían señas desde un árbol, una roca y
un arbusto hacia adelante, y luego desaparecieron. Detrás de Lorcan, algunos otros
escondieron su rastro con manos inteligentes y pequeña magia.
Rezó para que tuvieran un lugar donde pasar la noche. Un lugar donde Aelin pudiera
dormir y permanecer protegida de los ojos de Maeve una vez que se diera cuenta de
que había sido engañada.
Pero cuando la Pequeña Gente apareció ante una roca gigantesca, cuando luego
desaparecieron y reaparecieron en una astilla cortada en la roca, sus manos huesu-
das que hacían señas desde su interior, Rowan se encontró a sí mismo rehuyendo.
La criatura que habitaba en el lago debajo de la Montaña Calva era una leve ame-
naza en comparación con las otras cosas que aún cazaban en lugares oscuros y
olvidados.
La boca de la cueva estaba ceñida, pero pronto se abrió en un pasaje más grande.
Aelin iluminó el espacio, bañando las paredes de piedra negra en un brillo dorado lo
suficientemente brillante como para ver.
Pero su llama fue empequeñecida cuando entraron en una cámara masiva. El techo
se extendía en penumbra, pero no era la altura de la cámara lo que lo hacía dete-
nerse.
Pero más lejos en la cueva, al otro lado de la cámara, fluyendo hasta la roca negra,
un gran lago se extendía en la oscuridad.
Esta, al parecer, la Gente Pequeña lo había reclamado para ellos mismos, yendo tan
lejos como para equipar el espacio con ramas de abedul en crecimiento contra las
paredes. Colgaron pequeñas guirnaldas y coronas de flores de las blancas ramas, y
entre las hojas, pequeñas luces azuladas brillaban.
Magia, magia vieja, extraña, esas luces. Como si hubieran sido arrancadas del cielo
nocturno.
Elide estaba estudiando el espacio, con asombro escrito sobre sus rasgos. Gavriel y
Lorcan, sin embargo, lo evaluaron con un ojo más agudo y cauteloso. Rowan hizo lo
mismo. La única salida parecía ser por la que habían entrado, y el lago se extendía
demasiado para discernir si había una orilla más allá.
Pero ella caminó hacia esa pared, las ramas de abedul se desplegaron artísticam-
ente a través de ella. Más de la Pequeña Gente dentro, Rowan se dio cuenta. Enca-
ramados en las ramas, aferrándose a ellas.
Los pasos de Aelin eran silenciosos sobre la piedra. Fenrys se detuvo cerca, como
para darle privacidad.
Rowan tuvo la vaga sensación de que Lorcan, Elide y Gavriel se dirigían a la alcoba
al otro lado de la cueva para inspeccionar los bienes que se habían colocado.
Pero se quedó en el centro del espacio mientras su compañera se detuvo ante la pa-
red viva y brillante. No había expresión en su rostro, no había tensión en su cuerpo.
Sin embargo, inclinó la cabeza hacia la Pequeña Gente medio oculta en las ramas
y ramas que tenía delante. Su mandíbula se movió, hablando. Palabras breves y
cortas.
Él ni siquiera había oído hablar a la Pequeña Gente. Pero allí estaba su reina, su
esposa, su compañera, murmurando con ellos.
Por fin, se dio la vuelta, con el rostro todavía en blanco, sus ojos de fuego salvaje tan
planos y fríos como el lago. Fenrys se puso a caminar a su lado, y Rowan permane-
ció en su lugar mientras Aelin apuntaba hacia el pequeño fuego.
Seguro. La Pequeña Gente debió haberle dicho que esta cueva era segura, si ahora
se movía hacia el fuego, su propia esfera aún ardía.
Pero Aelin no les prestó atención, no le prestó atención al mundo, mientras ella
ocupó un lugar entre el fuego y la pared de la cueva, se tendió sobre la piedra de-
snuda y cerró los ojos.
Capítulo 32
Traducido por Yunn Hdez
Corregido por WinterGirl
Dorian tuvo ojos marrones durante tres días antes de que descubriera cómo cambiar-
los de nuevo a azul. Asterin y Vesta se burlaron de él sin piedad mientras viajaban
a través de la columna de los Colmillos, lamentando dramáticamente la ausencia de
sus bonitos ojos de campanilla azul, y habían suspirado al cielo cuando el tono de
zafiro había vuelto.
Su magia podría saltar entre un elemento y otro, sin embargo, la capacidad de cam-
biar de forma se encontraba dentro de algo completamente distinto. Dentro de una
parte de él que siempre había anhelado una cosa por encima de todas las demás:
dejarse ir. Ser libre. Como Temis, la Diosa de las Cosas Salvajes, era libre, sin una
jaula. Como lo había deseado una vez, cuando era poco más que un idealista e im-
prudente príncipe.
Era el único comando de la magia: dejarse ir. Dejar ir quién y en qué se convirtió
desde ese collar y emerger en algo nuevo, algo diferente.
Era más fácil darse cuenta de ello que ponerlo en práctica. Desde que sus ojos vol-
vieron a ser azules, como el desenredar un hilo dentro de él, no había podido hacer
nada más. Incluso cambiarlos a marrón otra vez.
Las Crochans y las Trece se habían detenido para su descanso del mediodía bajo la
pesada cubierta de Oakwald, los árboles desolados, pero sin un toque de nieve en
la tierra. Otro día, y llegarían al punto de encuentro. Una semana después de lo que
habían prometido a los líderes de la guerra Eyllwe, pero llegarían.
—Mi cabeza palpita en por ti, solo por verte esforzarte —dijo Glennis desde el otro
lado del claro. A su alrededor, las Trece comían en silencio, Manon vigilando todo.
Las Crochans se sentaron entre ellas, al menos. En silencio, pero se sentaron allí.
Lo que significaba que todos lo miraban ahora. Dorian bajó la tira de carne dura e
inclinó la cabeza hacia la vieja bruja.
Lo contrario de lo que era. Lo opuesto al hombre que había pasado por alto la pre-
sencia de Sorscha durante años. Y únicamente le ofreció muerte al final. Estaría
encantado de dejarlo ir, si solo la magia lo permitiera.
—Nada —dijo. Muchas de las Trece y Crochans volvieron a sus escasas comidas
ante su aburrida respuesta—. Solo quiero ver si es posible, para alguien con mi tipo
de magia. Incluso cambiar pequeñas características —no era una mentira, no del
todo.
Manon frunció el ceño, como si tratara de resolver algún enigma que no pudiera en-
tender del todo.
Él no sabía. No podía conjurar una imagen más allá de la vacía oscuridad. Damaris,
a su lado, tampoco tenía respuesta.
Dorian miró hacia adentro, sintiendo el mar de magia que se agitaba dentro de él.
Trazó su forma con manos cuidadosas e invisibles. Siguió un hilo dentro de sí mi-
smo, no a su estómago, sino a su corazón aún agrietado.
Ahí, como la semilla de poder que Cyrene había robado, estaba a pequeña maraña
en su magia. No una maraña, sino un nudo, un nudo en un tapiz. Uno que él podía
tejer.
¿Quién quieres ser? Preguntó al tapiz apenas tejido dentro de él. Dejando que los
hilos y los nudos tomaran forma, creando la imagen dentro de su mente. Empezando
pequeño.
—Oh no, el cabello dorado no te queda para nada —Asterin hizo una mueca—. Te
ves enfermo.
¿Quién quería ser? Cualquiera menos él. Cualquiera menos en lo que se había con-
vertido.
Su respuesta silenciosa hizo que ese mágico telar cayera de su invisible agarre, y
supo que si miraba, su cabello oscuro y sus ojos de zafiro habrían regresado. Asterin
suspiró aliviada.
Pero Manon sonrió sombríamente, como si hubiera escuchado su respuesta tácita.
Y hubiera entendido.
La noche estaba llena, los fuegos de las Crochans crepitaban bajo el enrejado de
árboles sin hojas, cuando Glennis preguntó:
Las Trece parpadearon hacia la vieja bruja. Ella no solía abordarlos todos a la vez,
o hacer preguntas tan personales.
Pero al menos Glennis les habló. Tres días de viaje, y Manon no estaba más cerca
de ganarse a las Crochans de lo que había estado al partir de los Colmillos. Aunque
hablaron con ella, y ocasionalmente se unieron al hogar de Glennis para las comi-
das, era solamente con tan pocas palabras como era necesario.
—No. Ninguna de nosotros, aunque pasé un tiempo en un bosque al otro lado de las
montañas. Pero nunca tan lejos —la tristeza parpadeó en los ojos negros salpicados
de oro de la bruja, como si hubiera más en el relato que eso. De hecho, Sorrel y Ve-
sta, incluso Manon, miraron con un poco de esa tristeza a la bruja.
—¿Por miedo a nosotras? —el cabello dorado de Asterin se movió cuando ella se
inclinó más cerca del fuego. Había encontrado una tira de cuero en el campamento
para atarse a la frente, no el negro que había usado en el último siglo, sino una visión
familiar, al menos. Una cosa, al parecer, no se había alterado por completo.
—Por temor a lo que nos hará ver lo que queda de nuestra antigua ciudad, nuestras
tierras.
—Un plan, tal vez —reflexionó Glennis—, sería sabio. Una cosa poderosa que tener
—sus ojos azules se posaron en Manon—. No solo para las Crochans, sino para tu
propia gente.
¿Quienes querían ser las Trece, las Ironteeth y las Crochans, para levantarse, como
un pueblo?
Manon abrió la boca, pero las Sombras irrumpieron en el anillo de su hogar, con la
cara tensa. Las Trece se pusieron de pie al instante.
No solo por una hora, o un día. No, juzgando el estado de los cuerpos en el claro lle-
no de hojas veinte millas al sur, la semana que se habían retrasado le había costado
al partido de Eyllwe todo.
Morath había dejado a los guerreros donde estaban, unas cuantas Crochans de
capa roja, las que habían llamado a sus hermanas del norte aquí, entre los caídos.
El olor a putrefacción era suficiente para hacer que los ojos de Manon se aguaran
mientras examinaban lo que quedaba.
Había causado esto, al retrasar a las Crochans con su engaño. Una mirada a Dorian,
el rey que estaba al borde del claro con un brazo sobre su nariz para protegerse del
hedor, y ella supo que él también lo sabía. El filo en su mirada le decía lo suficiente.
Manon estudió los arboles destrozados, los antiguos robles destrozados como
los cuerpos en el suelo del bosque. Prueba de quien, exactamente, había sido
responsable de esa masacre.
Pero Una, la Crochan menuda, de cabello marrón, y otras de las primas de Manon,
agarró su escoba de plata y dijo:
—Tú las entrenaste. Todas ustedes, ustedes entrenaron a las brujas que hicieron
esto —Una apuntó a los cuerpos en descomposición, las gargantas desgarradas,
la matanza que no había parado solo con las muertes rápidas. Para nada—. ¿Y
esperas que nos olvidemos de eso?
Las manos de Manon se tornaron frágiles. Extrañas. El hierro dentro de ellas crocante.
Ella había hecho eso. Los soldados en el amplio claro no eran nada y nadie para
ella, la mayoría eran simples mortales y aun así… una mujer estaba cerca de las
botas de Manon, su torso abierto limpiamente desde el ombligo hasta el esternón.
Sus ojos cafés miraban sin ver al destrozado dosel, su boca aún abierta de dolor.
¿Quién había sido, esta guerrera frente a ella? ¿Para quién peleaba? No a reinos o
gobernantes, pero ¿quién había sido valioso para defender en su vida?
Manon miró y miró a la guerrera destrozada. Algo en lo que antes encontraba placer.
Lo que ella antes adoraba antes que todo el mundo y había hecho sin un poco de
arrepentimiento. Solo esperando que su abuela lo aprobara. Que las Ironteeth la
aprobaran.
Pero Manon se arrodilló en la apestosa tierra, sacó sus uñas de hierro y comenzó a
excavar.
Al otro lado del claro, Karsyn, la bruja cuya escoba Manon había prestado, se
comenzó a arrodillar también. Pero Manon alzó una sucia, ya sangrante, mano. La
bruja se detuvo.
—Solo las Trece —dijo Manon—. Nosotras las enterraremos —las Crochan la miraron
y Manon escavó el antiguo suelo—. Los enterraremos a todos.
I
Por horas, Manon y las Trece se arrodillaron en la tierra llena de sangre y excavaron
la tumba.
Justo antes del amanecer, las mensajeras Crochan regresaron. La gente del sur que
las habían convocado allí había llegado justo después de la masacre, demasiado
tarde para salvar al bando humado o a las pocas brujas que quedaban. Habían
volado directo a Banjali, donde los cuatro alquerraques ayudaban al Rey y la Reina
de Eyllwe.
No era como si los nobles de Eyllwe lo necesitaran. No, las otras mensajeras Crochan
habían regresado con un mensaje del mismo rey: la pérdida del bando era grave en
verdad, pero Eyllwe no se había roto por ello. Sus rebeldes y las fuerzas reunidas,
aunque pequeñas, aun resistían a Morath, aun no cedían. Seguirían sosteniendo la
línea en el Sur y lo harían hasta su último aliento.
Dorian, aun así, vislumbró las palabras sin escribir: no tenían un solo soldado extra
para Terrasen. Después de lo que había visto, Dorian estaba dispuesto a coincidir.
Eyllwe había dado demasiado, por demasiado tiempo. Era momento que descansaran
de la carga que llevaban.
Dorian se preguntó si Manon notaba a las Crochans que la miraban. No con odio,
pero con un poco de respeto. Juntas, las Trece hicieron una tumba masiva, sin
siquiera pedirle a sus wyverns que sacaran la tierra.
Antes de que esto ocurriera de nuevo. Antes de que se necesitaran más tumbas
masivas. No podía aguantar el pensar en ello, era peor que pensar en otro collar
alrededor de su cuello.
La noche estaba muy adelantada cuanto Dorian se las arregló para escabullirse.
Para cuando encontró un claro vacío, dibujó las marcas y enterró a Damaris en la
tierra brillando con su propia sangre.
Pero su magia seguía girando a su alrededor, manos invisibles ansiosas por romper
huesos.
Aun así, ella alzó una delgada mano, su vestido de noche y su cabello sedoso
flotando con un viento fantasma.
Los ojos oscuros de Kaltain se deslizaron hacia Damaris, saliendo del círculo de
Marcas Wyrd.
—¿No lo hiciste?
—Lo fui —su rostro más suave de lo que había visto en toda su vida—. En muchas
maneras, fui destruida.
Manon y Elide le habían contado lo que había aguantado. Lo que había hecho por
ellas. Él inclinó la cabeza.
—Lo siento.
—¿Por qué?
Las palabras sólo salieron, desparramándose de donde las tenía desde los Pantanos
de Piedra de Eyllwe.
—Por no verte cómo debía hacerlo. Por no saber dónde te llevaron. Por no ayudarte
cuando tuve la oportunidad.
—¿Tuviste la oportunidad?
La pregunta era calmada, aun así, podía jurar que había un filo en su voz.
Él abrió la boca para negarlo. Pero se obligó a sí mismo a recordar, a quien había
sido antes del collar, antes de Sorscha.
—Sabía que estabas en el calabozo de castillo. Estaba contento con dejar que te
pudieras allí. Y luego Perrintong, Erawan, quiero decir, te llevo a Morath y yo no me
moleste en pensar en ello —la vergüenza lo cortó—. Lo siento —repitió.
—No lo fue —coincidió ella, una sombra pasando sobre su rostro—. Pero tomé
decisiones propias al ir a Rithfold el pasado otoño, al seguir mi propia ambición por
ti, por tu corona. Me arrepiento de algunas de ellas.
Su mirada fue hacia su brazo desnudo, a la cicatriz que quedó aun en la muerte.
—Salvaste a mis amigos —le dijo, y se arrodilló frente a ella—. Dejaste todo por
salvarlos y alejar la llave Wyrd de Erawan —él haría lo mismo, si podía sobrevivir a
los horrores de Morath—. Estoy en deuda contigo.
—Nunca tuve amigos propios. No como tú. Siempre te envidié por ello. A ti y Aelin.
Él alzó la cabeza.
—No puedo decírtelo —respondió Kaltain suavemente, sus ojos brillando con
entendimiento—. Y no puedo decirte quien está allí conmigo.
Si los doce dioses de esta tierra estaban varados en Erilea, ellos definitivamente no
reinaban sobre otros territorios.
—No puedo decírtelo, tampoco —cuando abrió su boca para preguntar más, ella
lo cortó—. Hay otras fuerzas trabajando. Más allá de lo que es tangible y lo que se
puede saber.
—¿Otros dioses?
—Nunca pensé en convocarte —admitió—. Tú, que conociste los verdaderos horrores
de Morath. No me di cuenta…
—¿Qué habría algo que convocar de mí? —terminó ella. Él hizo una mueca—. La
llave se comió muchas cosas… pero no todas.
Ella pasó sus delgados dedos sobre la cicatriz negra que corría por su brazo.
Nunca había hablado con ella, no realmente. Apenas le había dedicado más de una
mirada o le había sonreído dentro de conversación amables con ella.
Y aun así aquí estaba, la mujer que había aniquilado un tercio de Morath, que había
devorado a un príncipe Valg con pura fuerza de voluntad.
Él tenía que saberlo. Si iba a caminar en el mismo infierno, si iba a ser más que
posible que iba a terminar con un collar nuevo en su cuello, tenía que saberlo.
La verdad de sus palabras lo golpeó con tanta certeza como si ella hubiera empujado
su pecho.
Kaltain sólo preguntó:
—Dibujaste las marcas de convocación por una razón. ¿Qué es lo que deseas saber?
Dorian guardó la verdad que ella le había dicho, el espejo que ella sostenía a lo que
alguna vez había sido y lo que se había convertido. No había sido un príncipe verdadero,
no en espíritu, no en necesidades. Había tratado de serlo, pero demasiado tarde.
Había actuado demasiado tarde. Dudaba que fuera a ser un rey mejor. Seguramente
no cuando había olvidado a Adarlan por pura culpa y furia, preguntándose si valía la
pena ser salvada.
Al final lo preguntó:
Solo ella podría saberlo. Ella había visto cosas peores que Manon o Elide.
Su boca se secó.
—Todo lo que has escuchado de Morath es cierto. Es real, y aun así hay cosas
peores de las que imaginas. Quédate en la fortaleza. Es el fuerte de Erawan y
probablemente el único lugar donde él tendría la llave.
—Lo haré.
Ella dio un paso hacia él, pero se detuvo mientras sus bordes de desvanecían.
—No —ella negó con la cabeza—. No saldrás vivo de ello. Tiene una habitación en
el fondo de la fortaleza, es donde tiene los collares. Te llevará allí si te atrapa.
Él se puso recto.
—Yo…
—Ve a Morath, como has planeado. Consigue la llave y nada más. O te encontrarás
de nuevo con un collar en tu cuello.
Él trago.
—¿En serio?
Y luego desapareció.
Dorian vio el lugar donde había estado, las marcas Wyrd ya desvanecidas. Solo
Damaris estaba allí, testigo de la verdad que de alguna manera había sentido que
el necesitaba escuchar.
Así que Dorian trato de sentir ese jalón en su magia, el lugar donde el poder en bruto
salía y emergía como lo que el deseara.
Dejar ir, la orden de la magia del cambiante. Dejar ir todo. Dejar ir esa pared que
había construido a su alrededor el momento que el príncipe Valg lo había invadido, y
mirar dentro. Hacia sí mismo. Tal vez lo que la espada le trataba de decir al convocar
a Kaltain.
—Alguien digno de mis amigos —le dijo a la noche—. Un rey digno de su reino —por
un momento, cabello como la nieve y ojos dorados pasaron por su mente—. Feliz
—susurró, mientras envolvía una mano en la empuñadura de Damaris.
Pasó por sus dedos, su muñeca. A ese lugar dentro de él donde todas sus verdades
estaban, donde se convirtió en calidez con un filo de dolor.
Solo alas negras. Solo un pico de ébano que no dejaba pasar las palabras.
Un cuervo. Un–
Una suave inhalación de aire hizo que moviera su cuello, mucho más fácil en esta
forma, hacia los árboles. Hacia Manon, parada en las sombras de un roble, su
sangrienta, sucia mano contra el tronco mientras lo miraba. A la transformación.
Dorian tropezó hacia el hilo de poder que lo mantenía en esa extraña, ligera forma.
Instantáneamente, el mundo se movió y él creció y creció, regresando a su cuerpo
humano, Damaris fría y quieta a sus pies. Sus ropas estaban intactas. Tal vez por
las diferencias que existían entre su magia pura y el verdadero don del cambiante.
Pero el labio de Manon se curvo hacia sus dientes. Sus ojos dorados brillaban como
llamas.
—Necesitamos hacer una retirada —le jadeó Galan Ashryver a Aedion mientras se
paraban cerca de la tienda de agua en el centro de las filas de su ejército, el Príncipe
de la Corono manchado de sangre tanto roja como negra.
Tres días de pelear en el frígido viento y nieve, tres días de ser empujados hacia el
norte, milla por milla. Aedion tenía soldados en rotación en el frente, y esos que se
las arreglaban para dormir unos minutos regresaban a pelear con los pies cada vez
más cansados.
Él mismo había dejado la línea del frente hace unos minutos, solo después de que
Kyllian le había ordenado hacerlo, yendo tan lejos que tiró a Aedion detrás de él, la
Perdición pasándolo con dificultad hasta que estuvo allí, el Príncipe Heredero de
Wendlyn tragando el agua a los rincones más lejanos de sus fuerzas. La piel bronceada
del príncipe tenía cenizas, sus ojos Ashryver oscuros mientras monitoreaba a los
soldados corriendo o caminando a su alrededor.
—Si nos retiramos aquí, tendríamos que aguantar ser perseguidos hasta Orynth —la
garganta de Aedion ardía con cada palabra.
Nunca había visto un ejército tan grande. Incluso en Theralis, hace tantos años.
—Te seguiré, primo, hasta como sea que esto termine, pero no podemos mantenernos.
No otra noche entera.
Aedion sabía eso. Se había dado cuenta después de que la batalla había continuado
bajo el manto de la oscuridad.
Cuando los hombres habían comenzado a preguntar por qué Aelin del Fuego Salvaje
no quemaba a sus enemigos. No les daba al menos una luz con la cual poder pelear.
Lysandra se había transformado en wyvern para batallar a los ilken, pero se había
visto forzada a torcer su brazo, para terminar detrás de sus líneas. Buena para matar
ilken, sí, pero también un blanco grande para los arqueros y lanceros.
Pronto, decía la reina de cabello rojo con una gravedad poco característica hace
solo unas horas, la legión con ella se desvanecía rápidamente. El resto de mi ejército
llegará pronto.
Tenía que volver afuera. Tenía que comer algo y volver. Kyllian podía mantener el
orden por un buen tiempo, pero Aedion era su príncipe. Y Aelin no estaba a la vista…
caía sobre el mantener a los soldados en las líneas.
—El río Lanis en Perranth —murmuró Aedion mientras Ilias y los Asesinos Silenciosos
hacían caer a los ilken del cielo, sus flechas encontrando fácilmente los blancos.
Alas primero, lo habían aprendido a la mala. Para sacarlos del aire. Luego espadas
a la cabeza, para decapitarlos por completo.
—Si nos retiramos hacia el norte —continuó Aedion—, llegamos a Perranth y cruzamos
el río, podemos forzarlos a cruzar también. Sacarlos de esa manera también.
—¿Hay un puente? —el rostro de Galan se apretó mientras los dos príncipes Valg
que quedaban enviaban una ola de poder hacia un puñado de sus soldados.
Una ola de viento y hielo respondió, Sellene o Endymion. Tal vez uno de sus primos.
—No uno suficientemente grande. Pero el río está congelado, podríamos cruzarlos
y luego derretirlo.
—Si los nobles Fae pueden hacer hielo, entonces también pueden derretirlo. Justo
bajo los pies de Morath.
Los ojos turqueses de Galan brillaron, por el plan o por el hecho de que Aelin no iba
a ser la que lo pusiera en acción.
Aedion estudio las líneas que se destrozaban una a una, los soldados en sus últimos
alient6os.
Porque esta resistencia se derretiría, si continuaban así. Aquí, en las tierras del sur,
ellos morirían.
No había garantía de que Rowan y los otros encontrarían a Aelin. Que Dorian y
Manon recuperarían la tercera llave Wyrd y se la darían a su reina, si estaba libre, si
la encontraban en el desorden de este mundo. No había garantía de cuantas brujas
Crochan Manon podría traer, si eran algunas.
Con la armada tan debilitada en la costa de Terrasen para ser de uso alguno, solo
las fuerzas restantes de Ansel de Briarcliff podrán ofrecer un alivio. Si no estaban
hasta los huesos para ese entonces. No había más opción que aguantar hasta que
llegaran. Sus últimos aliados.
Porque Rolfe y los Micénicos… no había garantía de que ellos vendrían. Ni una
palabra.
—Ordena la retirada —le dijo Aedion al príncipe— y diles a Endymion y Sellene que
necesitaremos sus poderes tan pronto como empecemos a correr.
Para que tiren toda su magia en un escudo poderoso para cuidar sus espaldas
mientras trataban de poner tantas millas como fuera posible entre ellos y Morath.
Galan asintió, poniéndose el sangriento casco sobre el cabello negro, y camino hacia
la caótica masa de soldados.
Una retirada. Tan pronto, tan rápido. Todo su entrenamiento, los años brutales de
aprender y pelar y liderar, a esto habían llegado.
El orden con el cual el ejército había marchado hacia el sur colapso terriblemente
en el regreso al norte. Las tropas de los Fae estaban en la retaguardia, los escudos
de magia temblando, pero aún se sostenían. Manteniendo las fuerzas de Morath en
línea por las faldas de las colidas mientras se retiraban hacia Perranth.
El ruido entre los heridos, cansados soldados pasaba por Lysandra mientras trotaban
entre ellos llevando la piel de un caballo. Había dejado que un joven subiera a su
espalda cuando vio de reojo que sus intestinos casi colgaban de un agujero en su
armadura.
Por muchas millas, el fluir de su sangre calentó sus lados mientras él se tiraba sobre
ella.
Él también.
Ella no había tenido el corazón para tirarlo, dejando su cadáver en el campo para ser
aplastado. Su sangre lo había pegado ella de todas maneras.
Cada paso era un esfuerzo de su voluntad, sus heridas sanando más rápido que las
de los soldados a su alrededor. Muchos caían en la marcha hacia Perranth. Algunos
eran levantados, llevados por sus compañeros o extraños.
Dos Asesinos Silenciosos notaron en la segunda anoche que el soldado muerto aún
estaba en la grupa de Lysandra.
No dijeron nada mientras recogían agua caliente para derretir la sangre y tripas que
lo habían pegado a ella. Luego para lavarla.
Nadie intentó alcanzar al caballo solitario que paseaba por el campamento. Algunos
soldados habían alzado tiendas. Algunos dormían al lado de fogatas, bajo mantas y
chaquetas.
Sus oídos timbraban. Lo habían estado haciendo desde el primer cruce de batalla.
No sabía como había encontrado su tienda, pero allí estaba, las solapas abiertas a
la noche para revelarlo parado con Galan, Ansel y Ren.
El Lord de Allsbrook alzó las cejas mientras ella entraba, su cabeza casi golpeando
el techo.
Lysandra jaló el hilo dentro de ella, el hilo de regreso a su forma humana, la luz
parpadeante que la empequeñecería en ello.
Los otros solo la miraron mientras ella lo encontraba, peleaba por ello. La magia
saco su última fuerza para ella. Para el momento que estaba de nuevo en su propia
piel, ya estaba cayendo al suelo cubierto de paja.
Ella no sintió el golpe frio en su piel desnuda, no le importaba mientras cayó sobre
las rodillas.
Incluso la Reina del Desierto estaba pálida, su pelo rojo vino pegado a su cabeza
bajo la tierra y la sangre.
—Nos movemos una hora antes del amanecer —dijo Aedion, la orden claramente
una despedida.
Botas crujieron contra la paja y luego él estaba rodilla contra rodilla frente a ella.
Aedion.
Ella no dijo nada, y no pude detener que sus hombros se echaran hacia el frente.
—Tu plan era una mierda —le susurró, sus ojos brillando—. ¿Cómo podrías ser ella,
vestir su piel, y pensar que podrían salirse con la suya? ¿Cómo pudieron siquiera
pensar que podrían evitar el hecho de nuestros ejércitos cuentan contigo para hacer
ceniza al enemigo, y todo lo que puedes hacer es huir y salir como alguna bestia en
lugar de atacar?
—Nosotras…
—¡Si estabas tan dispuesta a dejar morir a Aelin, entonces deberías dejarla hacer
eso después de que incinerara las hordas de Erawan!
—¡Si nos hubieran dicho, podríamos haberlo planeado diferente, actuado diferentes,
y no estaríamos aquí, malditas!
—Lo arruinaron todo —las palabras eran más frías que el viento de fuera—. Tú y
ella.
La paja se removió, y ella supo que él se había levantado, lo sabía tanto como que
sus palabras la rompían desde arriba de su cabeza agachada.
—Sal de mi tienda.
Defiéndete. Ella debería defenderse. Debería gritarle, así como él se desquitaba con
ella, necesitando un lugar para su miedo y su desesperación.
Lysandra abrió los ojos, echando una mirada escondida hacia él. A la ira en su
rostro, el odio.
Ella se las arregló para levantarse, su cuerpo palpitando del dolor. Se las arregló
para mirarlo a los ojos, incluso cuando Aedion le dijo de nuevo con fría tranquilidad:
—Fuera.
Descalza en la nieve, desnuda debajo de la capa. Aedion miró a sus piernas desnudas,
como si se diera cuenta. Y no le importara.
Así que Lysandra asintió, agarrando con más fuerza la capa de Ansel, y camino
hacia la fría noche.
I
—¿Dónde está ella? —preguntó Ren, una taza de lo que olía como sopa en una
mano y un pedazo de pan en la otra.
Todo estaba a punto de terminar. Había estado condenado desde que Maeve se
había llevado a Aelin. Desde que su reina y la cambia pieles habían hecho su trato.
Así que no importaba, lo que había dicho. No le importaba si no era justo, no era
cierto.
No importaba que estaba tan cansado que no podía procesar la vergüenza de tirarle
a ella la culpa por la clara derrota que enfrentaría en cuestión de días ante las
paredes de Perranth.
Pero ella solo lo había dejado gritar. Y había caminado fuera en la nieva, descalza.
Había prometido salvar Terrasen, mantener las líneas. Lo había hecho por años.
Y aun así esta prueba contra Morath, cuando había contado… él había fallado.
Encontraría la fuerza para hacerlo de nuevo. Para preparar a sus hombres. El solo…
solo necesitaba dormir.
Aedion no notó cuando Ren se fue, sin duda en busca de la cambiapieles de la cual
estaba tan malditamente enamorado.
Pero no podía. No podía hacer nada más que mirar al fuego mientras la larga noche
pasaba.
Capítulo 35
Traducido por Blackbeak
Corregido por Cotota
Ella no confiaba en este mundo, este sueño. Los compañeros que habían caminado
con ella, llevado allí. El príncipe guerrero con ojos de color pino y que olía a Terrasen.
Él, ella no se atrevía a creer del todo. No por las palabras que decía, pero el mero
hecho de que estaba allí. Ella no confiaba en que le había quitado la máscara, el
hierro. También se habían ido en sus otros sueños, sueños que luego fueron falsos.
Pero la Pequeña Gente le habían dicho que era verdad. Todo eso. Dijeron que era
seguro, y que podía descansar y que ellos cuidarían de ella.
Así que había dormido. Ella había hecho también, en los otros sueños. Había vivido
días y semanas de historias que luego se habían desvanecido como huellas en la
arena.
Aun así, cuando abrió los ojos, la cueva se mantuvo, más oscura ahora. El poder que
rugía se había acomodado profundamente, dormitando. El dolor en sus costillas se
había desvanecido, el corte en su brazo había sanado, pero la cicatriz se mantenía.
Suave, no la caracha, el dedo. Suave como vidrio mientras frotaba las yemas de su
pulgar y su índice juntas.
Pero esta nueva cicatriz, el suave pálpito debajo, eso se quedaba, al menos.
Pero el fuego estaba a su alrededor y el fuego llameó y se hizo más grueso, secando
la cueva. Ella apretó la mandíbula.
Aun no, le prometió. No hasta que se pudiera hacer a salvo. Lejos de ellos.
El príncipe guerrero dormía a solo unos metros al filo del fuego, metido en una
alcoba en la pared de la cueva. El cansancio estaba gravado sobre él, pero no se
había desarmado.
Ella conocía esa espada. Una espada antigua, forjada en estas tierras para una
guerra peligrosa.
También había sido su espada. Esos callos borrados habían encajado perfectamente
en su mango. Y el príncipe guerrero que la llevaba había encontrado la espada por
ella. En una cueva como esta, llena de reliquias de héroes que llevaban mucho
tiempo en el Mas Allá.
Soy tu compañero.
Ella quería creerle, pero este sueño, esta ilusión en la que había caído…
Rowan.
Rowan.
Silenciosamente, tan despacio que ni el lobo blanco se levantó, ella se sentó, una
mano agarrando la capa que olía a pino y nieve. Su capa, su olor tejido en las fibras.
Ella se levantó, piernas más tensas de lo que habían sido. Un pensamiento hizo que
la burbuja de llama se expandiera mientras ella cruzaba los pocos metros hacia el
durmiente príncipe.
Sus ojos se abrieron, encontrando los de ella como si supiera donde estaba incluso
dormido.
¿Aelin?
Ella ignoró la pregunta silenciosa, incapaz de soportar abrir ese pequeño canal entre
ellos de nuevo, y registró las poderosas líneas de su cuerpo, el simple tamaño de
él. Un suave viento besado con hielo y rayos se cepilló contra su pared de fuego, un
eco de su pregunta.
En ninguna de esas ilusiones o sueños, ni una vez, había hecho eso. Había hecho
que su propia llama saltara de alegría por su cercanía, su poder.
La llama se derritió en nada más que aire fresco en la cueva. No derretido, más bien
absorbido dentro de ella, retrocediendo, una gran bestia luchando contra la correa.
Él sabía. Le había dicho antes, antes de que dejara que el olvido se la llevara. Soy
tu compañero.
Ellos debían haberle dicho, entonces. Sus compañeros. Elide y Lorcan y Gavriel.
Ellos habían estado en la playa donde todo se había ido al infierno.
Su magia surgió, y ella movió sus hombros, obligándola a dormir, a esperar, solo un
poco más.
¿Qué podría decirle a él, para explicarle, para arreglarlo? Que había sido usado tan
vilmente, que había sufrido tanto, solo por ella.
Había sangre en él. Tanta sangre, empapando sus oscuras ropas. Por las manchas
en su cuello, los arcos debajo de sus uñas, parecía que había tratado de lavarse un
poco. Pero el olor se mantenía.
—¿Está vivo?
—No.
—¿Cómo?
—Tú me dijiste una vez en Mistward que si alguna vez te azotaba, entonces me
despellejarías vivo —sus ojos no dejaron los de ella mientras le decía con letal
silencio—. Me tomé la tarea de darle ese destino a Cairn de parte tuya. Y cuando
terminé, me tomé la libertad de separar su cabeza de su cuerpo, luego quemé lo
que quedaba —una pausa, un momento de duda—. Siento no haberte dado la
oportunidad de hacerlo por ti misma.
—No podía arriesgar traerlo aquí para que lo mates —continuó Rowan, escaneando
su rostro—. O dejarlo vivo.
Cairn había hecho eso. Había despedazado cada parte de ella tan brutalmente que
necesitaron hacerla de nuevo. Había quitado cada trazo de quién y qué había sido,
lo que había visto y había soportado.
La necesidad pura en su voz la destruyó por dentro, pero ella dio un paso hacia atrás.
—Yo…
Ella escaneó la cueva, bloqueando la manera en que sus ojos se apagaban cuando
ella retrocedió. Al otro lado de la cueva, el gran lago fluía, suave y plano como un
espejo negro.
—Necesito un baño —dijo ella. Su voz baja y cruda. Aun si no había una sola marca
en ella más allá de pies sucios—. Necesito lavármelo —intentó de nuevo.
Comprensión endulzó sus ojos. Él apuntó con la mano tatuada hacia el canal cercano.
—Hay tela extra con la que te puedes lavar —pasando una mano por su cabello
plateado, más largo de cuando ella lo había visto por última vez, en este mundo, la
verdad, al menos, él añadió:— No sé cómo, pero encontraron algo de tu ropa vieja
de Mistward y la trajeron aquí.
Así que ella se dio la vuelta, apuntó no hacia el canal, pero hacia el lago más allá.
El aire se movió tras ella y sintió como él la seguía. Cuando Rowan vio donde se
pensaba bañar, le advirtió:
El agua estaba clara, aunque el brillo ocultaba en fondo que desaparecía mient5ras
ella iba bajo la frígida superficie.
Alejaba esa presión, esa nube infinita de calor. Acurrucaba y enfriaba hasta que los
pensamientos tomaban forma.
Con cada brazada bajo la superficie, hacia la oscuridad, podía sentirlo de nuevo. A
sí misma. O lo que sea que quedara de ella.
Aelin. Ella era Aelin Ashryver Whitethorn Galanthynius, y ella la Reina de Terrasen.
Más magia salía, pero ella mantuvo su agarre. No toda, aun no.
Había sido capturada por Maeve, torturada por ella. Torturada por Cairn, su centinela.
Pero había escapado, su compañero había venido por ella. La había encontrado,
justo como se habían encontrado el uno al otro a pesar de los siglos de matanzas y
pérdidas y guerra.
Aelin. Ella era Aelin y esto no era una ilusión, era el mundo real.
Aelin.
Ella se hundió bajo la superficie, dejándose hundir y hundir y hundir y hundir, sus
dedos tocando solo fresca, abierta, agua, luchando por un fondo que no iba a llegar.
Enfriaba el ardiente centro de ella hasta que tomó forma, una hoja al rojo vivo sacado
del fuego y puesto dentro del agua.
El agua del lago nunca había visto la luz del sol, había fluido del oscuro, frío corazón
de las mismas montañas. Podía incluso matar al guerrero Fae más duro en minutos.
Y aun así allí estaba Aelin, nadando como si fuera una piscina en el bosque calentada
por el sol.
Ella se sumergía en el agua, metiendo la cabeza una que otra vez para limpiar su
cabello.
No se había dado cuenta de que había estado tan caliente hasta que ella se metió
en la frígida agua y el vapor salió.
Silenciosamente, ella buceó, nadando bajo la superficie, el agua tan clara que podía
ver cada trazo de su apenas brillante cuerpo. Como si el agua hubiera pelado la piel
de la mujer y revelara el alma dentro.
Pero ese brillo se desvanecía con cara respiración que salía a tomar, bajando su
resplandor cada vez que buceaba bajo la superficie.
¿Había querido ella que no la tocara por ese infierno interno, o porque simplemente
quería quitarse la mancha de Cairn primero? Tal vez ambas. Al menos comenzó a
hablar, sus ojos aclarándose un poco.
No había calor en sus palabras, solo una invitación. No para que probara su cuerpo
de la manera que él anhelaba, necesitaba para poder saber que ella estaba allí con
él, pero más bien para estar con ella.
Quería hacerlo, aun así. Dios, quería darse un chapuzón. Pero se obligó a sí mismo
a añadir:
Ella no lo hizo, sus brazos continuaban trazando círculos en el agua. Aelin solo lo
miro en esa grave, cautelosa manera.
Ella no lo dijo para alabarse, para vanagloriarse. Pero lo hizo para decirle a él, su
consorte, donde estaban en esa guerra. Lo que podrían saber sus enemigos.
—Ella… ella trató de convencerme que esto era un mal sueño. Cuando Cairn
terminaba conmigo, o durante, no lo sé, ella trataba de entrar en mi mente —ella
miró la cueva, como si pudiera ver el mundo más allá de la misma—. Ella hacia
fantasías que se sentían tan reales…
Se sumergió un momento bajo la superficie, tal vez necesitaba el agua fría del lago
para ser capaz de escuchar su voz de nuevo; tal vez necesitaba la distancia entre
ellos para poder decir esas palabras. Ella salió, peinando su cabello hacia atrás con
una mano.
—¿Cuánto tiempo?
Ella apretó la boca, tal vez por la cantidad de tiempo o por el hecho de que él había
contado cada una de esas horas lejos.
Ella pasó sus dedos por su cabello, sus puntas flotando alrededor de ella en el agua.
Aún era demasiado que hubieran pasado dos meses.
—Me sanaron después de cada… sesión. Para que no supiera lo que me habían
hecho y qué estaba en mi mente y donde quedaba la verdad —borrar sus cicatrices
y Maeve tenía una oportunidad en convencerla de que nada de eso era real—,
pero los sanadores no recordaban que tan largo era mi cabello, o Maeve quería
confundirme más, así que lo hicieron crecer.
Sus ojos se oscurecieron a la memoria de por qué, tal vez, ellos necesitaban volver
a crecer su cabello para empezar.
—¿Quieres que lo corté de nuevo a la altura que tenía la última vez que te vi? —sus
palabras eran casi guturales.
Lo que le habían hecho, lo que había sobrevivido y lo que había protegido. Incluso
con todo lo que él le había hecho a Cairn, la manera en la que él se había encargado
de que el macho estuviera vivo y gritara en el proceso, Rowan deseó que el hombre
todavía respirara, solo para poder tomarse más tiempo matándolo.
No la culpaba. Sabía que tomaría tiempo, tiempo y distancia, el sanar las heridas
internas. Si alguna vez podían sanar.
Pero él trabajaría con ella, la ayudaría en cualquier manera posible. Y si ella nunca
regresaba a ser la de antes de todo esto, él no la amaría menos.
—Maeve estaba a punto de poner un collar Valg en mi cuello. Se fue para recuperarlo
—el olor restante de su miedo llegó hacia él y Rowan se acercó un paso más al
borde del agua—. Es por lo que… por lo que huí. Me movió al campamento para
mantenerme a salvo, y yo…
Su voz se desvaneció, pero ella encontró su mirada. Dejo que él leyera las palabras
que no podía decir, en esa manera silenciosa en la que siempre se habían comunicado.
Escapar no era mi intención.
—No, Corazón de Fuego —jadeó él, negando con la cabeza, el horror llegando a
él—. No… no había ningún collar.
—No, era real. O Maeve pensó que lo era. Pero los collares, la presencia Valg… fue
una mentira que creamos. Para alejar a Maeve, con suerte de ti y de Doranelle.
—Yo… Aelin, si hubiera sabido lo que ella planeaba hacer con ese conocimiento, lo
que tu decidirías hacer…
Pudo perderla. No por Maeve o los dioses o el Candado, pero sus propias malditas
decisiones. La mentira que él había hecho girar.
Aelin se hundió de nuevo bajo la superficie. Tan profundo que cuando la llama
apareció, era un poco más que un parpadeo.
La luz salía de ella, rompiendo con el lado, iluminando las piedras, el resbaloso
techo sobre ellos. Una erupción silenciosa.
Su respiración era irregular. Pero ella nadó hacia la superficie de nuevo, luz saliendo
de su cuerpo como pedazos de humo. Casi se había desvanecido cuando ella
emergió.
—Si no hubieras planteado esa mentira para Maeve, si ella no me hubiera dicho, no
creo que estaríamos aquí ahora —le dijo.
Ella no sabía, no podría saber cómo y por qué todos se habían separado. Así que
Rowan le dijo, tan lento y tranquilamente como pudo.
—Maeve dijo que tú y los demás estaban en el Norte. Que sus espías los habían
visto allí. ¿Plantaron esa mentira para ella también?
—Yo le creí.
—Te dije una vez que incluso si la muerte nos separaba, destrozaría todos los
mundos hasta encontrarte —le dio un amago de sonrisa—. ¿Pensabas que esto me
iba a detener?
Ella apretó la boca, y al fin, esas agonizantes emociones comenzaron a surgir en
sus ojos.
—Considerando que el sol brilla, diría que Erawan no ha ganado. Así que lo
salvaremos juntos.
Un asentimiento vacío.
—Maeve alzó su ejército. Dudo que sea sólo para protegerme mientras estaba lejos.
—Puede ser solo para poner sus defensas en la costa, si Erawan cruza el mar.
Y si Maeve pensaba llevar ese ejército a Terrasen, ya sea para unirse con Erawan o
simplemente ser otra fuerza golpeando contra su reino, para golpear cuando estaban
débiles, tenían que apurarse. Tenían que regresar. Inmediatamente. Los ojos de su
compañera brillaron con la misma comprensión y miedo.
Abrió la boca para decir más, para atraerla a la tierra para que él al menos pudiera
abrazarla si las palabras no podían aligerar su carga, pero allí fue cuando lo vio.
—Regresa a la costa.
El bote no estaba vagando, lo estaban jalando. Podía apenas distinguir dos formas
oscuras que serpenteaban bajo la superficie.
Aelin no dudó, aun así, sus brazadas se mantenían firmes mientras nadaba hacia él.
Ella no retrocedió de la mano que él extendió y envolvió su capa alrededor de ella
mientras el bote pasaba.
Criaturas negras como anguilas, del tamaño de un hombre, lo empujaban. Sus aletas
se movían detrás de ellos como velos de ébano, y con cada aletazo de las largas
colas que las propulsaban adelante, él tuvo un vistazo de los ojos blancos como
elche. Ciegas.
Ellas llevaron el buque con fondo plano lo suficientemente grande para quince
machos Fae hasta el borde del lago. Un flash de pequeños, delgados cuerpos entre
la oscuridad y la Gente Pequeña se había asomado cerca de una estalagmita.
Los otros debieron escuchar sus órdenes a Aelin, porque salieron con las espadas
en alto. Un paso detrás de ellos, Elide estaba rezagada con Fenrys, el macho aun
en su forma de lobo.
—No pueden esperar a que vayamos en eso por las cuevas —murmuró Lorcan.
Pero Aelin se giró hacia ellos, su cabello goteando en la piedra donde estaban sus
pies desnudos. Medio pensamiento de ella podría secarla, pero no hizo ningún
movimiento para hacerlo.
—Lo sabemos —le respondió Lorcan, y si no fuera por el hecho de que Aelin lo
estaba dejando poner una mano sobre su hombro, Rowan habría tirado al hombre
en el lago.
Era una declaración escandalosa. Había miles de millas en tierra, y no había registro
de que estas montañas conectaran a ningún sistema de cuevas que fluía hasta el
mismo océano. Para hacerlo, tendrían que ir hacia el norte por ese rango, luego
direccionarse hacia el oeste hacia las Montañas Cambrian, y navegar bajo ellas
justo hasta la costa.
Fenrys sí que le enseñó los dientes al guerrero de cabello negro, su pelaje alzándose.
—Sí —su barbilla no bajó ni un centímetro—. La tierra sobre nosotros está llena de
soldados y espías. Ir bajo ellos es la única manera.
Elide dio un paso adelante.
—Yo iré —le dio una mirada fría a Lorcan—. Puedes probar tu suerte arriba, si eres
tan escéptico.
—No tenemos tiempo para considerar —interrumpió Rowan antes de que Elide
pudiera armar una respuesta en su lengua—. Necesitamos seguir moviéndonos.
Gavriel caminó hacia delante para estudiar el bote amarrado y lo que parecía ser
bolsas de suministros en sus robustas planchas.
—¿Cómo navegaremos?
—Seremos escoltados.
No había nada más que debatir después de eso. Y tuvieron poco tiempo para
empacar. Los otros le dieron privacidad a Aelin para vestirse al lado del fuego
mientras inspeccionaban el bote y cuando su compañera salió de nuevo, enfundada
en botas, pantalones y varias capas bajo su abrigo, la vista de ella en las ropas de
Mistward fue suficiente para que sus tripas se apretaran-
Ya no era una desnuda, cautiva escapada. Aun así, nada de esa malicia, esa alegría
y esa libertad suelta iluminaba su cara.
El resto del grupo esperaba en el bote, sentados en bancos construidos en los lados
altos. Fenrys y Elide se sentaban lo más lejos posible de Lorcan, Gavriel una dorada,
constantemente en sufrimiento amortiguación entre ellos.
Rowan se quedó en el borde la orilla, una mano extendida hacia Aelin mientras ella
se acercaba. Cada uno de sus pasos parecía considerado, como si se maravillara
que fuera libre de moverse. Como si sus piernas se ajustaran a estar sin el peso de
las cadenas.
—¿Por qué? —preguntó Lorcan en voz alta, más para sí mismo—. ¿Por qué dar
tanto por nosotros?
Ella se dio la vuelta hacia la misma cueva. La Gente Pequeña mirando desde esas
ramas de abedul, desde las piedras y detrás de las estalagmitas.
Rowan podría jurar que todas esas pequeñas cabezas se bajaron en respuesta.
Un par de grises, esqueléticas manos salieron de una roca cercana, algo brillando
entre ellas, y dejó el objeto en el suelo.
Rowan se quedó quieto. Una corona de plata y perla y diamante brillaba allí, diseñada
como las alas abiertas de un cisne.
Pero Fenrys miró a otro lado, hacia la oscuridad, su cola envolviéndose junto a él.
Rowan no sabía cómo la había encontrado, por qué la había visto caer a un río.
Maeve mantenía las coronas de sus dos hermanas bajo constante vigilancia, solo
sacándolas para ser expuestas en la habitación del trono en ocasiones especiales.
En memoria a sus hermanas, decía. Rowan a veces se preguntaba si era un
recordatorio de que ella las había superado, de que se había quedado con el trono
para sí, al final.
La mano gris se movió sobre el filo de la piedra de nuevo y apunto a la corona con
un gesto silencioso.
Tómala.
—¿Quieres saber por qué? —le preguntó Gavriel a Lorcan suavemente mientras
Aelin caminaba sobre la piedra. Nada más que reverencia solemne en su rostro—.
Porque ella no solo es la Heredera de Brannon, pero también la de Mab.
La línea de mi hermana Mab desciende asertiva, Elide decía que eso había dicho
Maeve en la playa. En todas las maneras, al parecer.
Pero Aelin no hizo ningún movimiento para ponerse la corona mientras se acercaba
a el de nuevo, su caminar más firme esta vez. Tratando de no quedarse en la
insoportable suavidad de su mano mientras se envolvía en la de él, Rowan la ayudo
a subir, luego subió el mismo antes de liberar las cuerdas que los retenían en la orilla.
Aelin se encontró con la mirada de Gavriel, la corona casi brillando en sus manos.
—Sí —fue todo lo que ella dijo mientras el bote navegaba hacia la oscuridad.
Capítulo 36
Traducido por Blackbeak
Corregido por WinterGirl
―¿Cuánto tomará llegar a la costa? ―el susurro de Elide hizo eco en las paredes
de la caverna del rio.
Ella se asustó cuando el bote se había aventurado más allá del brillo de la orilla
y hacia un pasaje a través del lago, tan oscuro que ella no podía ver sus propias
manos ante su cara. Estar atrapada en una oscuridad impenetrable por horas, días,
posiblemente más…
¿Había sido así en el cofre de hierro? Aelin no daba señales de que la perpetua
oscuridad la molestara, y no había dado señales de iluminar su camino. No había
invocado ni una llama.
No luz, ni siquiera magia. Pero pequeños gusanos que brillaban de azul pálido,
como si se hubieran tragado el corazón de una estrella.
Se reunían en la linterna, y su suave luz rompía sobre las paredes suaves por el
agua. Una gentil, calmante luz. Al menos, lo era para ella.
Los machos Fae se sentaban alertas, los ojos brillando con algo animal, usando
la iluminación para marcar las cavernas por las que iban tirados de esas extrañas,
serpentinas bestias.
―No estamos viajando con fluidez ―respondió Rowan desde donde se sentaba
al lado de Aelin casi en la parte de atrás del bote, Fenrys durmiendo a los pies de
la reina. Era lo suficientemente grande para que cada uno de ellos se acostara en
los asientos, o se reunieran en la proa para comer la pila de frutas y queso―. Y no
sabes que tan directamente fluyen estos pasajes. Algunos días debe ser un estimado
conservador.
Elide jugueteó con el anillo en su dedo, dándole vueltas a la banda. Preferiría viajar
un mes a pie que permanecer atrapada en esos oscuros, desairados pasajes.
Pero no tenían opción. Anneith no había susurrado una advertencia, no había dicho
nada antes de que se subieran al bote. Antes de que a Aelin le fuera otorgada la
corona antigua de la Reina Fae, su derecho de nacimiento y su herencia.
La reina había guardado la corona de Mab en uno de sus bolsos, como si n fuera
más que un cinturón de espada extra. No había hablado, y no le habían hecho
ninguna pregunta.
En vez, ella se había pasado las últimas horas sentada en la parte de atrás del bote,
estudiando sus manos sin marcas, ocasionalmente mirando las aguas negras bajo
ellos. Que esperaba ver además de su propio reflejo, Elide no quería saber. Las
caídas y antiguas criaturas de estas tierras eran demasiado numerosas para contar
y no muy amigables con los humanos.
La última vez que hablaron como amigos, había sido a bordo de ese barco en las
horas anteriores a la llegada de la armada de Maeve. Él le dijo que tenían que hablar,
y ella había asumido que era sobre el futuro, sobre ellos.
Pero tal vez lo que él estaba a punto de decirle lo que había hecho, que estaba
equivocado al actuar antes de que los planes de Aelin se pusieran en marcha. Elide
dejó de retorcer el anillo.
Lo había hecho por ella. Ella lo sabía. Él había llamado a la armada de Maeve porque
pensaba que serían destruidos por la flota Melisande. Lo había hecho por ella, justo
como había tirado el escudo alrededor de ellos el día que Fenrys había mordido un
trozo de su brazo, a cambio de que Gavriel la sanara.
Pero la reina sentándose detrás de ellos en silencio, sin rastro de ese fuego filoso
que llevaba, ni de esa sonrisa malévola que ella le daba a cualquiera que se cruzara
en su camino… dos meses con un sadista. Con dos sadistas. Ese había sido el
costo, y la carga que Aelin y todos ellos llevarían.
El silencio, el fuego apagado era por él. No totalmente, pero en ciertas maneras.
Elide miró hacia delante de nuevo, hacia el frente, hacia donde el techo de la caverna
se hundía tanto que ella podría tocarlo si se levantaba. El espacio se hacía más y
más apretado.
Y Dorian, Manon con él, estaba persiguiendo la Llave Wyrd final. Si la adquiría del
mismo Erawan, donde sea que el rey Vlag la tenía, si conseguía las tres…
El choque del rio contra su bota era el único sonido, lo había sido por un tiempo.
Gavriel hacia guardia en la proa, Loran monitoreaba el lado del bote, su mandíbula
apretada. Fenrys y Elide dormían, la cabeza de la dama descansando en su flanco,
cabello negro como la tinta esparciéndose sobre el pelaje blanco como la nieve.
Aelin miró a Rowan, sentando a su lado, peo sin tocarse. Sus dedos de curvaron en
su regazo. Un pestañeo hacia el brillo era la única señal de que estaba consciente
de todos sus movimientos.
Aelin respiró su olor, dejo que su fuerza se instalara en ella un poco más profundo.
Dorian y Manon podrían estar en cualquier lado. Buscar a la bruja y al rey sería una
tarea de tontos. Sus caminos se encontrarían de nuevo, o tal vez no. Y si encontraba
la última llave y la llevaba a ella, ella pagaría lo que los dioses demandaban. Lo que
le debía a Terrasen, al mundo.
Se suponía que era su sacrifico. Su sangre que los salvaría a todos. Dejar que él lo
reclamara…
Ella podía. Ella debía. Con que Erawan estaba sin duda desatándose sobre Terrasen,
con el ejército de Maeve posiblemente causando dolor indescriptible, ella podría
dejar que Dorian hiciera eso. Ella confiaba en él.
Incluso si nunca se podría perdonar por ello.
Su deuda, se suponía que ella la deuda que ella debía pagar. Tal vez el castigo por
fallar en hacer eso sería tener que vivir consigo misma. Tener que vivir con lo que le
habían hecho estos meses, también.
Había visto el rostro de Rowan cuando ella había dicho lo que su mentira sobre el
collar la había motivado a hacer. Había notado la manera en la que sus compañeros
la miraban, con pena y miedo en sus ojos. Por lo que le habían hecho, en lo que se
convertiría.
Un nuevo cuerpo. Un extranjero, extraño cuerpo, como si ella hubiera sido arrancada
de uno y tirada en el otro. Diferente a moverse entre sus formas, de alguna manera.
No había tratado de cambiar a su cuerpo humano aún. No veía el punto.
Sentada en silencio mientras el bote era empujado por la oscuridad, ella sentía el
peso de las miradas. Su miedo. Los sentía preguntándose lo rota que debía estar.
Tú no te quiebras.
Ella sabía que eso era cierto, que había sido la voz de su madre la que le había
hablado y nadie más.
Ella pelearía por ello, se arrastraría de regreso, a quien había sido antes. Recordaría
como mover las caderas y sonreír y guiñar un ojo. Ella pelearía contra ese jalón
permanente en su alma, pelearía para ignorarlo. Usaría este viaje en la oscuridad
para arreglarse, lo suficiente para que parezca convincente.
Incluso su esta oscuridad fracturada ahora estaba en ella, incluso si hablar era difícil,
ella les mostraría lo que ellos querían ver.
Tres días, si los sentidos de Rowan y Gavriel eran correctos. Tal vez el último llevara
un reloj de bolsillo. Aelin no estaba interesada en eso particularmente.
Ella usó cada uno de esos días para considerar lo que se había hecho, lo que estaba
frente a ella. A veces, el rugido de su magia ahogaba sus pensamientos. A veces
dormía. Ella nunca le hacía caso.
Navegaban por la oscuridad, el rio bajo ellos tan negro que podrían tranquilamente
estar navegando por el reino de Hella.
Fue casi al final del cuarto día por la oscuridad y la piedra, sus escoltas llevando el
bote sin cansancio, que Rowan murmuró:
―¿Cómo lo sabes?
Estirado a su lado, aun en forma de lobo, Fenrys movió sus orejas hacia delante.
Ella no le había preguntado porque estaba aún en forma de lobo. Nadie le preguntaba
a ella por qué estaba en su forma Fae, después de todo. Pero ella suponía que, si
él se pasaba a su forma Fae, tal vez se sentiría inclinado a hablar. Para responder
estas preguntas que él tal vez no estaba listo para discutir. Podía solo comenzar a
gritar y gritar a lo que se le había hecho a él, a Connall.
Rowan apuntó con su dedo tatuado hacia una alcoba en la pared. La sombra ocultaba
sus contenidos, pero mientras la linterna azul lo tocaba, el oro brillaba por el suelo
de piedra. Oro antiguo.
―¿Estas son las mismas que estaban bajo los montículos de entierro que visitamos?
Rowan se enderezó, ojos brillando por su pregunta, o al hecho de que ella había
hablado. Él se había quedado a su lado esos días, una silenciosa, constante
presencia. Incluso cuando dormía, él estaba unos metros más allá, aun sin tocarse,
pero solo allí. Lo suficientemente cerca para que el olor a pino y nieve la ayudara a
dormir.
―Las criaturas necesitan una manera de entrar, con las puertas de la tumba
probablemente selladas ―observó Gavriel, estudiando la larga apertura que apareció
justo delante.
No una apertura, pero una boca seca de cueva que fluía el borde del rio antes de
alzarse fuera de vista.
En verdad, las dos habían recurrido a usar una palanga para sus necesidades estos
días, los machos metiéndose en cualquier conversación posible para hacer el silencio
más soportable.
Aelin no esperó a que el bote dejara de moverse antes de que tomara una linterna y
saltara a la tierra suave del rio.
La reina había sido descuidada antes de que Cairn y Maeve trabajaran en ella por
dos meses, pero parecería que ella aun tendría un poco de sentido común grabado
en ella.
Aun así, Lorcan se refrenó de decir eso mientras se encontró a sí mismo a solas con
Elide en el bote. Gavriel y Fenrys habían ido tras Rowan y Aelin, su camino marcado
solo por el brillo azul que se desvanecía de las paredes.
No luz de fuego. Ella no les había mostrado una sola llama desde que habían entrado
a la cueva.
―Las criaturas carretillas no son nada que tener si estas armado con magia ―
Lorcan se encontró a si mismo diciendo eso.
No, ella le había dicho una vez que, aunque la magia fluía en la familia Lochan, ella
no tenía nada de ello. Él nunca le había dicho que consideraba su inteligencia como
una gran magia por sí sola, sin importar los susurros de Anneith.
Elide siguió.
Lorcan miró el silencioso rio que fluía, las cavernas a su alrededor, antes de decir:
―La tenemos de vuelta. Está con nosotros ahora. ¿Qué más quieres?
Elide se enderezó.
De ti.
Él apretó los dientes. Aquí sería donde lo harían, entonces.
Él gruñó.
A pesar del brillo azul de la linterna, él podía ver el rosado que se esparció por sus
mejillas. Aun así, la boca de ella se apretó.
―Ella es mi reina, y tu convocaste a Maeve, luego le dijiste donde estaban las llaves
y te paraste allí mientras veías lo que le hacían.
―Y si Aelin no hubiera estado allí para darle otro, él habría muerto ―dejó salir una
baja risa sin alegría―. Tal vez eso es lo que habrías preferido.
―Lo hice ―le gruñó―. Peleé con todo lo que tenía. Y no fue suficiente. Si ella me
hubiera ordenado que cortara tu garganta, lo habría hecho. Y si hubiera encontrado
una manera de romper el juramento, habría muerto y ella podría haberte matado a
ti o te habría llevado con ella después. En esa playa, mi único pensamiento era que
Maeve se olvidará de ti que te dejara ir…
―¡No me importa lo que me pase a mí! ¡No me interesaba por mí misma en esa
playa!
―Bueno, pues yo si ―el grito de sus palabras hizo eco a través del agua y la piedra,
y el bajó la voz. Cosas peores que criaturas de carretilla podrían venir a meter las
narices aquí―. A mí me importaste en esa playa. Y a tu reina también.
Elide negó con la cabeza y apartó la mirada, mirar a cualquier lado, al parecer, pero
a él.
Esto era lo que venía de abrir una puerta a un lugar de el a quien nadie más había
llegado. Este desorden, este vacío en su pecho que lo obligaba a querer arreglar las
cosas.
Él odiaba esa fragilidad más que a nada que se había encontrado. Se odiaba a si
mismo por causarla. Pero él tenía limites a que tan bajo se arrastraría.
Había dicho lo suyo. Si ella quería lavarse las manos en el para siempre, entonces
el encontraría la manera de respetarlo. De vivir con ello.
De alguna manera.
La cueva ascendía por unos cuantos metros, luego se nivelaba y se metía con la
piedra. Un pasaje brusco escarbado no por el agua o la edad, se dio cuenta Rowan,
pero por manos mortales. Tal vez reyes muertos hace mucho tiempo y lores que
habían tomado el rio subterráneo para depositar a sus muertos antes de sellar las
tumbas a la luz y el aire de la superficie, el conocimiento de estos caminos muriendo
con sus reinos.
Un brillo fantasmal pulsaba de la linterna que Aelin sostenía, bañando las paredes
de la cueva en azul. El la alcanzó rápidamente y ahora caminaba a su lado, Fenrys
trotando a sus talones y Gavriel en la retaguardia.
Por qué Aelin necesitaba detenerse, lo que necesitaba ver, el solo podía adivinarlo
mientras el pasaje se abría en una pequeña caverna y el oro brillaba.
Oro por todos lados, y una sombra envuelta en desgastadas mantas negras estaba
cerca del sarcófago en el centro.
Una mano curvada a su lado, ella se quedó en silencio. La criatura siseo. Aelin solo
la miró.
Aelin miró por un latido a donde había estado, y luego lo miró sobre su hombro.
Gratitud brillaba en sus ojos.
Aun así, Aelin se volvió, cerrando esa silenciosa conversación mientras observaba
el espacio.
Tiempo. Tomaría tiempo para que ella sanara. Incluso si sabía que su Corazón de
Fuego pretendiera lo contrario.
Así que Rowan miró también. Por la tumba, más allá del sarcófago y el tesoro, un
arco abriéndose hacia otra habitación. Tal vez otra tumba, o una salida.
―No tenemos tiempo para averiguarlo ―murmuró Rowan mientras ella caminaba
en la tumba―, y las cuevas siguen siendo más seguras que la superficie.
―No estoy buscando una salida ―dijo en esa tranquila, inmovible voz. Ella se
detuvo, tomando un puñado de monedas de oro estampada con la cara de un rey―.
Vamos a necesitar fondos para nuestros viajes. Y dios sabe que más.
Esa chispa de humor, esa broma… estaba intentando. Por él, o por los demás, tal
vez por sí misma, lo estaba intentando.
Gavriel tosió.
Los labios de Aelin se curvaron en el fantasma de una sonrisa. Ella pestañeo hacia
Fenrys, tres veces.
Justo como Rowan había dejado que ella decidiera si quería ser tocada.
Un pequeño suspiro salió de Fenrys antes de que envolviera a Aelin en sus brazos,
un temblor esparciéndose por él. Rowan no podía ver el rostro de ella, tal vez no lo
necesitaba, mientras sus manos apretaban la cacheta de Fenrys con tanta fuerza
que sus nudillos estaban blancos.
Una buena señal, un pequeño milagro, que cualquiera de ellos deseara, pudiera ser
tocado. Rowan se recordó a si mismo de ello, incluso si una intrínseca, masculina
parte de él se tensó por el contacto. Un bastardo Fae territorial, alguna vez le dijo
ella. Él daría lo mejor de sí para no hacer honor al título.
―Gracias ―dijo Aelin, su voz pequeña de una manera que hizo que el pecho de
Rowan se rompiera más.
Fenrys no respondió, pero por la angustia en su rostro, Rowan sabía que no tenía
que agradecer.
Ella volvió a meter oro en sus bolsillos, pero miró de regreso a Fenrys, su rostro
retraído.
―Te di el juramento de sangre para salvar tu vida ―dijo ella―, pero si no lo quieres,
Fenrys, yo… podemos encontrar una manera de liberarte.
―Lo quiero ―dijo Fenrys, ningún rastro de su usual humor. Él miró hacia Rowan
e inclinó la cabeza―. Es un honor para mí servir en esta corte. Y servirte a ti ―le
añadió a Aelin.
Ella batió una mano como para quitárselo de encima, aunque Rowan no falló en
notar un brillo en sus ojos mientras ella se agachaba para coger más oro. Dándole
un momento, el camino hacia Fenrys y puso una mano en su hombro.
Porque eso era lo que serian. Lo que nunca habían sido antes, pero lo que Fenrys
había hecho por Aelin… Si, hermano era como lo llamaría Rowan. Incluso si el de
Fenrys…
Como si la magia de Aelin hubiera salido, solo para ser atada de nuevo.
Pero fue Gavriel, acercándose con pies silenciosos incluso con las joyas y el oro en
el suelo, quien puso una mano en el hombro de Fenrys.
―Nos aseguraremos de que esa deuda sea saldada antes del final.
El León nunca había dicho esas palabras, no sobre su anterior reina. Pero la rabia
quemaba en sus ojos de león. Dolor y furia.
Ellos llenaron sus bolsillos con tanto oro como podían, Fenrys yendo tan lejos que
hizo su chaqueta negra en un bolso improvisado. Cuando estaba cerca de tocar
el suelo con oro, los hilos forzándose, él se regresó silenciosamente por el pasillo.
Gavriel, aun incómodo por su vergonzoso saqueo, lo siguió un momento después.
Aelin siguió escogiendo el tesoro. Ella había sido más selectiva que el resto,
examinando piezas con lo que Rowan asumía era el ojo de un joyero. Los dioses
saben que ella tenía suficientes lujos para decir cual sacaría el mejor precio en el
mercado.
Rowan se quedó quieto mientras ella se acercaba, algo metido en su palma. Solo
fue cuando ella se detuvo lo suficientemente cerca para que el la tocara que ella
abrió sus dedos.
―No sé las costumbres Fae ―dijo ella. El anillo más grueso tenía un elegante rubí
en la banda, mientras que el más pequeño tenía una brillante esmeralda rectangular
encima, la piedra tan grande como una uña―, pero en las bodas humanas, se
intercambian anillos.
Sus dedos temblaron, solo un poco. Demasiadas palabras quedaban colgadas entre
ellos.
Aun así, ahora no era momento para esa conversación, para esa curación.
No cuando estaban en camino lo más rápido posible, y esta oferta que ella le hacía,
esta prueba de que ella aun quería lo que estaba entre ellos, los votos que habían
jurado…
―Asumo que la esmeralda brillante es para mí ―dijo Rowan con una media sonrisa.
Ella ahogó una risa, y el no trató de temblar de alivio, trató de no caer de rodillas
mientras ella deslizaba el anillo con el rubí en su dedo. Le quedaba a la perfección,
el anillo sin duda forjado para el rey que estaba en esa guarida.
―Hasta el final.
Un recordatorio, una promesa, más sagrada que los votos de matrimonio que habían
jurado en esa nave.
De caminar ese camino juntos, de regreso de la oscuridad de ese ataúd de hierro.
De enfrentar lo que los esperaba en Terrasen, al diablo con las promesas antiguas
de los dioses.
Las cejas de ella se alzaron, pero él apretó las manos. Tendrás que esperar y ver,
Princesa.
Otro fantasma de una sonrisa. Ella no se alejó de las palabras silenciosas esta vez.
Típico.
Él abrió la boca para hacer la pregunta que se moría por hacer desde hacía días.
¿Puedo besarte?
Un ligero temblor abrazaba sus palabras, pero ella apretó sus manos en puños a los
lados y sonrió hacia sus ropas, hacia el atuendo de Mistward.
―Justo como los viejos tiempo ―le dijo, siguiéndola fuera de la alcoba y de vuelta
al río oscuro―, pero con menos siestas.
Luego. Esa conversación, ese negocio sin terminar entre ellos, vendría luego.
Capítulo 38
Traducido por Blackbeak
Corregido por WinterGirl
Lorcan rió suavemente mientras empacaban el tesoro en sus bolsas. Más de lo que
algunas personas podrían imaginar.
Fenrys se quedó quiera mientras se arrodillaba sobre su bolsa, el oro en sus manos
brillando como su cabello. No había nada remotamente cálido en sus ojos.
―Será un placer.
Elide sabía lo que quería decir. Él estaría agradecido de tomar lo que sea que Fenrys
tirara en su camino, de meterse en el devastador, sangriento conflicto.
Gavriel dejó salir un suspiro, sus ojos atigrados encontrándose con Elide. Nada po-
día ser dicho o hecho ara convencerlos de otra cosa.
Aun así, Elide se encontró a si misma respirando profundo para sugerir que pelear
el uno con el otro, venganza o no, no los llenaría, cuando Aelin y Rowan salieron del
pasaje.
Goldryn colgaba del lado de la reina, indudablemente devuelta a ella por el príncipe.
Su brillante rubí se veía como una ametista en la luz azul de la linterna, moviéndose
con cada paso de Aelin.
Ellos apenas se habían subido al bote cuando un siseo vino del pasaje del cual ha-
bían salido.
Con las hojas brillando, todos los guerreros inmortales esperaron con quietud letal.
Aelin no tomó a Goldryn. No levanto una mano en llamar. Ella apenas se quedó al
lado de Elide, su rostro como piedra.
El siseo aumentó. Escamosas, oscuras manos se agarraban al arco del pasaje, re-
trocediendo cada que se encontraban con la luz.
―Pues que se forme ―dijo Aelin y Elide podía jurar que el dorado de los ojos de la
reina brillo.
Un viento besado por el hielo pasó por las cuevas. El siseo se detuvo.
Navegaron por la oscuridad por otro día más, luego dos. Aun así, el mar no aparecía.
Aelin estaba durmiendo, un tranquilo, pesado sueño, cuando una mano fuerte
sacudió su hombro.
No el océano, se dio cuenta mientras se sentaba, los otros moviéndose, sin duda por
las palabras de Rowan.
Arriba, agarrándose del cielo de la caverna como si fueran estrellas atrapadas bajo
la piedra, pequeñas luces azules brillaban.
Gusanos Brillantes, como los de la linterna. Miles de ellos, hechos infinitos por el
reflejo del agua. Estrellas arriba y abajo.
Del rabillo del ojo, Aelin vio como Elide presionaba una mano contra su pecho.
Belleza. Todavía había belleza en este mundo. Las estrellas aun brillaban, aun
quemaban con fuerza, incluso enterradas bajo tierra.
Aelin respiró el aire fresco de la caverna, la luz azul. Dejó que todo fluyera dentro de
ella.
Alcanzar las estrellas. Ella había prometido hacer eso. Había hecho mucho hacia
eso, pero aún quedaba por hacer. Tenían que apresurarse. ¿Cuántos habían sufrido
a las garras de Morath?
Era el constante murmullo en su sangre, en sus huesos. Justo al lado del poder que
había guardado muy al fondo e engoraba con cada respiración. Pelea, una última
vez.
Había escapado para poder hacerlo. Pensaría en todos lo que aun desafiaban a
Morath, desafiaban a Maeve, mientras entrenaba. No dudaría. No se atrevería a
pausar.
Ella haría que este tiempo valiera la pena. En todas las maneras posibles.
Era egoísta de su parte, el fortalecer ese lazo cuando su propia sangre la destinaba
a un altar de sacrificio, y aun así se había bajado del bote para encontrarlos. Los
anillos. Saquear la cueva había sido un pensamiento secundario. Pero si ella no iba
a tener cicatrices, ningún recordatorio de lo que había sido o de lo que ella era y lo
que había prometido, entonces necesitaba este pedazo de prueba.
Aelin podía jurar que las estrellas vivientes arriba cantaban, un coro celestial que
flotaba por las cuevas.
Una canción de estrellas se llevaba por la corriente del rio, corriendo a su lado,
durante las últimas millas hacia el mar.
Capítulo 39
Traducido por Blackbeak
Corregido por Cotota
Una bendición y una maldición, decidió Nesryn. Una bendición, por el tiempo que
les había dado para prepararse, para que los ruks cargaran a algunos de los más
vulnerables de Anielle a un campamento lleno de nieve más allá de los Colmillos.
Una maldición por el miedo que dejaba que infestara la fortaleza. Para el atardecer
del tercer día, podían ver las líneas negras marchando hacia ellos desde las anda-
nas de Oakwald que ellos habían derribado.
Para el amanecer del quinto día, estaban cerca de las orillas del lago, el plano.
Nesryn estaba sentada sobre Salkhi en uno de los espirales de la fortaleza, Borte
sobre Arcas al lado de ella.
—Para ser el ejército de un demonio, marchan más lento que el ej de mi propia ma-
dre.
—Los ejércitos tienen trenes de guarniciones, y este tiene que cruzar un río y cortar
un bosque.
Borte olfateó.
—Salvamos esa ciudad, tomamos la Brecha Ferian al norte de ella y podemos hacer
un camino hacia el norte. Puede ser un lugar feo, pero es vital.
—Oh, la tierra es hermosa —dijo Borte mirando hacia el lado que se brillaba bajo
la luz de invierno, vapor saliendo de las aguas termales cercanas—, pero los edifi-
cios… —ella hizo una mueca.
Nesryn se carcajeó.
—Estoy sorprendida de que Sartaq dejaría que su futura emperatriz vuele contra
ellos —dijo Borte pícaramente.
Incluso lejos de sus respectivos nidos y las antiguas rivalidades, el par de prometidos
no se habían acercado entre ellos. O tal vez era parte del juego que ellos jugaban,
que habían estado jugando por años. El fingir odiarse, cuando era tan claro que
matarían a cualquiera que fuera una amenaza para el otro.
Nesryn levantó las cejas, y Borte se cruzó de brazos, sus trenzas gemelas volando
en el aire.
Borte retrocedió.
Nesryn sonrió.
Pero Borte sólo inclinó la cabeza, y chasqueo la lengua a Arcas, y la jinete y el ruk
se sumergieron en el cielo.
Nesryn salió detrás de Borte hasta que llego al plano, pasando por Yeran y su ruk
en una atrevida maniobra que algunos podrían interpretar como un gigante, vulgar,
gesto al guerrero.
El ruk de Yeran se estiró en ira, y Nesryn sonrió, sabiendo que Yeran probablemente
haría lo mismo, incluso con los dos sanadores volando con él.
Aunque la sonrisa de Nesryn fue corta mientras veía de nuevo al ejército que se
acercaba y se acercaba a cada momento. Una irrompible, inmovible masa de acero
y muerte.
Yrene se paró en uno de los parapetos más altos de la fortaleza, contando las antorchas
que se espacian por la noche, y peleo por mantener la cena en su estómago.
No era diferente de los otros alimentos que había comido ese día, se dijo a sí misma.
Las comidas que había tratado de comer sin hacer arcadas.
Ella sabía que continuarían toda la noche. Les quitaría el descanso, les haría temer
el amanecer.
La fortaleza estaba tan llena como era posible, los pasillos a reventar de chiquillos.
Ella y Chaol le habían cedido su habitación a una familia de cinco, los niños demasiado
jóvenes para hacer el viaje a los Desiertos, incluso a lomos de un ruk. En el frígido
aire, un infante se tornaría azul del frío en solo minutos.
Yrene pasó una mano por la pared a la altura de la cintura. Gruesa, antigua piedra.
Ella suplicaba que se sostuviera.
La advertencia había tenido a Yrene ocupada todo el día, recogiendo familias que
habían sido llevadas a habitaciones del lado del lago de la fortaleza o las que dormían
demasiado cerca de ventanas o muros exteriores. De ultimo minuto, idiota no haberlo
considerado hasta ahora, pero ella había estado tan concentrada los últimos cinco
días en que todos estén dentro, así que ella no había pensado en cosas como
catapultas o bloques rotos de piedras pesadas.
También movió los suministros de medicina también a una habitación interna donde
tendrían que destrozar toda la fortaleza para que lo que estaba dentro se pierda. Las
sanadoras de la Torre habían traído lo que podían en la flota, pero habían hecho más
cuando habían llegado. No su mejor trabajo, para nada, pero Eretia había ordenado
que las sábilas y los tónicos solo necesitaban funcionar, no impresionar, y que sigan
mezclando.
Todo estaba hecho. Todo estaba listo. O lo más listo que podría estar.
Así que Yrene se quedó en los batallones, escuchando los tambores de hueso por
un poco más.
Chaol se dijo a si mismo que no era su última noche con su esposa. Igual la
aprovecharía al máximo, y ellos habían descansado todo lo que podían antes de
que estuvieran levantados, horas antes del amanecer.
El resto de la fortaleza también estaba despierta, los ruks inquietos en los techos de
la torre y batallones, el click y rasgar de sus garras sobre las piedras haciendo eco
en cada salón y habitación.
Había dado un beso de despedida a Yrene, y parecía que ella quería decir más, pero
opto por abrazarlo por un largo, precioso minuto antes de separarse.
El príncipe y Nesryn no habían llegado, pero su padre estaba parado en una armadura
que Chaol no había visto desde su infancia. Desde que su padre había cabalgado
para servir los deseos de Adarlan. A conquistar este continente.
Todavía le quedaba bien, el apagado metal rayado y dentado. No era la mejor pieza
de armadura del arsenal familiar debajo de la fortaleza, pero si la más resisten. Una
espada colgaba de su cadera, y un escudo descansaba contra la pared del batallón.
Alrededor de ellos, centinelas trataban de no mirar, aunque esos ojos abiertos de
miedo seguían cada movimiento.
Chaol llegó al lado de su padre, su propia túnica oscura reforzada con una armadura
en sus hombros, brazos y espinillas.
Lo que su padre pensara de eso cuando Chaol se lo había explicado ayer, no lo dejó
saber. No había dicho una sola palabra.
Chaol miró de reojo al hombre que miraba hacia el ejército cuyos fuegos habían
comenzado a desvanecerse uno por uno bajo el amanecer.
—Usaron los tambores de hueso durante el último ataque a Anielle —dijo su padre,
sin temor de su voz—. La leyenda dice que tocaron los tambores por tres días y tres
noches antes de atacar, y cuando la ciudad estaba tan llena de terror, tan loca, tan
desvelada, que no tenían oportunidad. Los ejércitos de Erawan y sus bestias los
despedazaron.
—No tenían ruks peleando junto a ellos esa vez —dijo Chaol.
—Tomó a Terrin y se fue. No sé a dónde huyeron. Cuando nos dimos cuenta que
estábamos rodeados de enemigos, ella tomó a sus damas, a sus familias. Se fueron
en la noche. Solo tu hermano se molestó en dejar una nota.
Su madre, después de todo lo que habían aguantado, todo lo que había sobrevivido
en esa infernal casa, al fin se había ido. Para salvar a su otro hijo, su promesa de un
futuro.
—No importa.
Claramente importaba. Pero ahora no era momento para presionar, para preocuparse.
Yrene, Yrene…
—Puede ser una sanadora con habilidad, pero una mentirosa habilidosa, eso no es.
¿O no te has dado cuenta que su mano descansa frecuentemente en su estómago,
o lo verde que se torna cuando es hora de comer?
Chaol abrió la boca, su cuerpo tensándose. Para gritarle a su padre, para correr a
Yrene, no lo sabía.
Manon y las Trece habían enterrado a todos y cada uno de los soldados masacra-
dos por las Ironteeth. Sus manos palpitantes estaban desgarradas y sangrantes, les
dolía la espalda, no obstante lo habían hecho.
Cuando lo último de la tierra dura había sido removido, habían encontrado a Bronwen
de pie en el borde claro, el resto de las Crochans trasladándose a un campamento.
Las Trece habían pasado por delante de Manon. Ghislaine, según Vesta, había sido
invitada a sentarse a la tienda de una bruja con igual interés en esas mortales, aca-
démicas búsquedas.
Solo Asterin permaneció en las sombras cercanas para protegerla cuando Manon le
preguntó a Bronwen:
― ¿Qué pasa?
― Mi abuela me informó que ya no soy una bruja Ironteeth, así que parece que
quienes les importan o no ya no lleva ningún peso conmigo ―siguió caminando hacia
los árboles, donde las Trece habían desaparecido, y Bronwen se puso a caminar a
su lado.
― Por supuesto.
― Las Ironteeth siempre nos han dado una excusa para estar altamente entrenados.
Sin embargo cuando Manon fue en busca de la propia tienda de Glennis, las Crochans
miraron en su dirección.
Algunas inclinaron sus cabezas hacia ella. Algunas ofrecieron sombríos asentimientos.
Ella se encargó de que a las Trece les estuvieran atendiendo las manos y se encontró
incapaz de sentarse. De dejar que el peso del día la alcanzara.
Asterin se acercó a Manon, ofreciéndole una tira de conejo seco mientras las Trece
comían, las Crochans continuando con sus tranquilos debates. El viento cantaba a
través de los árboles, hueco y agudo.
¿Se aferraban a esta búsqueda cada vez más inútil para convencerlas o las
abandonaban?
Manon estudió sus manos sangrantes y doloridas, las uñas de hierro cubiertas de
tierra.
―Soy una Crochan ―dijo―. Y soy una bruja Ironteeth ―ella flexionó los
dedos, deseando que estuvieran rígidos―. Las Ironteeth también son mi gente.
Independientemente de lo que mi abuela pueda decretar. Son mi gente: Blueblood,
Yellowlegs y Blackbeak por igual.
Y ella soportaría el peso de lo que había creado, para lo que había entrenado, para
siempre.
Asterin no dijo nada, aunque Manon sabía que escuchaba cada palabra. Sabía que
las Trece habían dejado de comer para escuchar, también.
― Quiero llevarlas a casa ―les dijo Manon, al viento que fluía todo el camino hacia
los Wastes―. Quiero llevarlas a todas a casa. Antes de que sea demasiado tarde,
antes de que se conviertan en algo indigno de una patria.
― Entonces, ¿qué vas a hacer? ―preguntó Asterin en voz baja, pero no débilmente.
La respuesta no estaba en elegir una sobre la otra, Crochan sobre Ironteeth. Nunca
lo estuvo.
Asterin y las Trece habían quedado aturdidas en el silencio. Dejando que se detuvieran
detrás, Manon se había volteado hacia los árboles. Había recogido el olor de Dorian
y lo había seguido.
Entonces ella escuchó de los planes de Dorian para infiltrarse en Morath. Morath,
donde se escondía la tercera y última Llave del Wyrd. Él lo había sabido y no se lo
había dicho.
Manon gruñó:
― Cuando me fuera.
Ella sabía que no había nada bueno, nada cálido en su cara. La cara de una bruja.
La cara de una Blackbeak.
― Sabía que no debía discutir contigo al respecto ―sus ojos brillaban como el fuego
azul―. Mi camino no interviene el tuyo. Reunir a las Crochans, volar al norte de
Terrasen. Mi camino lleva a Morath. Siempre lo ha hecho.
― Ahora, ¿quieres decirme que la preocupación no es algo tan malo? Bueno, esto
es lo que viene de ella.
Su corazón se tornó furioso, su pulso hizo eco a través de su cuerpo, aunque sus
palabras eran frías como el hielo.
―Entonces tal vez te lo demuestres a ti mismo. Una prueba ―la había engañado, le
había mentido. Este hombre que ella había creído que no escondía secretos entre
ellos. Ella no sabía por qué le hacía querer destruir todo a la vista.
― Volamos a Brecha Ferian al amanecer ―él comenzó a decir algo, pero ella
continuó―. Únete a nosotras. Necesitaremos un espía en el interior. Alguien que
puede escabullirse de los guardias para decirnos qué y quién está dentro ―ella
apenas se escuchó a sí misma por encima del rugido en su cabeza―. Veamos qué
tan bien puedes cambiar de forma, principito.
Manon se obligó a mantener su mirada fija. Dejar que sus palabras se interpusieran
entre ellos.
― Bien. Más encuentra otra tienda de campaña para dormir esta noche.
Capítulo 41
Traducido por Ella R
Corregido por Cotota
Aelin observó el bote hasta que desapareció, intentando no mirar durante demasia-
do tiempo la limpia arena debajo de sus botas, mientras los otros debatían dónde se
encontraban.
La marea estaba de su lado, y con el oro que les habían robado a las criaturas de los
túmulos, era cuestión de que Rowan y Lorcan cruzaran sus brazos antes de asegu-
rarse un barco. Con el ejército de Wendlyn navegando hacia las costas de Terrasen,
las reglas en los cruces de frontera habían sido revocadas. Al igual que las medidas
de seguridad, con los botes enviados a atravesar el mar hacia el continente. Ningún
tirano ocupaba Adarlan, sino que se trataba de un rey Valg con una legión aérea.
Facilitaba la salida de los mensajes que ella enviaba, también. Si la carta para Ae-
dion y Lysandra llegaba a destino era decisión de los dioses, suponía, ya que ellos
parecían sus malditos titiriteros. Tal vez ni se molestaran con ella ahora, si Dorian se
dirigía hacia la tercera llave y pudiera tomar su lugar.
El barco estaba casi en ruinas, las embarcaciones más finas habían sido incautadas
para la guerra, pero esa parecía lo suficientemente estable como para soportar un
cruce durante semanas. Por el oro que habían pagado, el capitán les cedió a Aelin y
Rowan su camarote. Si el hombre supo quiénes eran, qué eran, no lo dijo.
A Aelin no le importaba. No le importaba nada más que estar navegando con la ma-
rea de media noche y la magia de Rowan impulsándolos rápidamente hacia el mar
iluminado por la luna.
Lejos de Maeve. Lejos de las fuerzas que había reunido.
Lejos de la verdad que Aelin pudo ver ese día en el salón del trono de Maeve, la os-
cura sangre que se había vuelto roja.
No se lo había dicho a los otros. No sabía si había sido real o un truco de la luz. Si
había sido otra escena onírica o un fragmento que se había mezclado en el mero
recuerdo de la muerte de Connall.
Ella lidiaría con eso después, decidió mientras estaba de pie en la proa. Los otros ya
se habían ido a sus propios camarotes debajo de la cubierta. Solo quedaba Rowan,
apoyado sobre el mástil principal mientras escaneaba el horizonte en busca de cual-
quier señal de persecución.
Habían evadido a Maeve. Por ahora. Esta noche, por lo menos, ella no sabría dónde
encontrarlos. Hasta que los chismes se extendieran acerca de extraños en el puerto,
del barco por el que habían pagado la fortuna de un rey para que los llevara al infier-
no destrozado por la guerra. De los mensajes que Aelin había enviado.
Por lo menos Maeve no sabía dónde estaban las Llaves del Wyrd. Aún tenían eso a
su favor.
Aunque probablemente Maeve haría que su ejército cruzara el mar para cazarlos. O
simplemente ayudaría en la caída de Terrasen.
El poder de Aelin revoloteó, un trueno rugiendo en su sangre. Ella apretó sus dientes
y no le prestó atención.
Todo dependía de que ellos llegaran al continente antes que Maeve y sus fuerzas. O
antes que Erawan pudiera destruir demasiado de su mundo.
Aelin se inclinó contra la brisa del mar, dejando que calara en su piel y su cabello, de-
jando que se llevara consigo la oscuridad de las cuevas, mientras que la oscuridad
de los meses anteriores no pudiera aliviarse por completo. Dejando que calmara su
fuego hasta convertirlo en brasas adormiladas.
Estas semanas en el mar serían interminables, incluso con la magia de Rowan im-
pulsándolos.
Ella utilizaría cada día para entrenar, para trabajar con la espada, la daga y el arco
hasta que sus manos estuvieran ampolladas y nuevo callos se formaran. Hasta que
la delgadez volviera a ser músculo.
Tal vez por última vez, tal vez solo durante un ratito, pero lo haría. Solo por Terrasen.
—No estoy cansada —no era una mentira, por lo menos en ciertos aspectos—.
¿Quieres practicar?
Él frunció el ceño.
—Es cierto —dijo finalmente—. Pero aún puede esperar. Hay… hay cosas que
necesitamos hablar.
Ella había sobrevivido a Maeve y a Cairn; había superado Endovier y otros incontables
horrores y pérdidas. Podía tener esta conversación con él. El primer paso hacia su
reconstrucción.
Aelin sabía que Rowan podía oír los fuertes latidos de su corazón mientras el espacio
entre ellos se tensaba. Ella tragó saliva.
—Elide y Lorcan te contaron… te contaron todo lo que fue dicho en esa playa.
Otro asentimiento.
Ella se abrazó.
—Sí.
Rowan cruzó la habitación, pero se detuvo a unos centímetros de donde ella estaba.
—Tú no… —ella se refregó el rostro—. Tú sabes lo que ella te hizo a ti y a… —no
podía pronunciar su nombre. Lyria—. Por esa razón.
—Sí lo sé.
—¿Y?
—¿Si qué?
—¿Sabes qué deseo? —Él expuso sus palmas, una tatuada, la otra inmaculada—.
Que me lo hubieras dicho. Cuando lo supiste. Desearía que me lo hubieses dicho
entonces.
—No lo entendí. No entendía cómo era posible. Pensé que quizás… tú eras capaz
de tener dos compañeras a lo largo de la misma vida, pero incluso entonces, yo
solo… —ella exhaló—. No quería angustiarte.
Su mirada se suavizó.
—¿Me arrepiento de que Lyria fuera arrastrada a esto, que el costo para que Maeve
jugara fuera su vida y la vida del hijo que habríamos tenido? Sí, me arrepiento de
eso, y desearía que nunca hubiera sucedido —él llevaría el tatuaje para recordárselo
durante el resto de sus días—. Pero nada de eso fue tu culpa. Siempre cargaré con
lo sucedido, siempre sabré que yo elegí abandonarla a cambio de la guerra y la
gloria, y que eso me hizo caer de lleno en las garras de Maeve.
—En esas ilusiones que ella tejió para mí, me mostró más variaciones de esa situación
que de las demás —las palabras sonaban estranguladas, pero ella las forzó a salir.
Se obligó a mirarlo—. Me hizo ver una escena onírica tan real que pude oler el viento
de las Staghorns.
—Me mostró lo que podría haber sido, de no haber existido Erawan; si Elena hubiera
lidiado con él correctamente y lo hubiera desterrado. Me mostró cómo estaría Terrasen
hoy, con mi padre como rey y mi feliz niñez y… —sus labios temblaron—. Cuando
cumpliera veinte, tú irías con una delegación de hadas a Terrasen, para enmendar
la riña entre mi madre y Maeve. Y tú y yo nos miraríamos en el salón del trono de mi
padre, y lo sabríamos.
—Quería creer que ese era el mundo real. Que éste sólo era la pesadilla de la cual
me despertaría. Quería creer que había un lugar en el tú y yo nunca conociéramos
este sufrimiento y esta pérdida, dónde sólo bastaría una mirada para saber que
éramos compañeros. Maeve me dijo que podía crearlo. Si le daba las llaves, lo
haría todo posible —ella limpió la lágrima que rodaba por su mejilla—. Me mostró
realidades en las que tú estabas muerto, en las que habías sido asesinado por
Erawan y sólo al entregarle las llaves a ella sería capaz de vengarte. Pero esas
realidades me hicieron… Dejé de serle útil cuando me dijo que habías muerto. Ya
no podía hacerme hablar, ni pensar. Sin embargo, en las ilusiones en las que tú y yo
nos conocíamos, donde las cosas eran como deberían haber sido… ahí fue cuando
más cerca estuve.
Él tragó ruidosamente.
—¿Qué te detuvo?
—El macho del que me enamoré eras tú. Tú, quien conocías el dolor tan bien como
yo, y quien había acompañado a superarlo, quien me guió de nuevo hacia la luz.
Maeve no entendía eso. Que incluso aunque pudiera crear ese mundo perfecto, no
seríamos tú y yo. Y nunca cambiaría eso, esto que tenemos. Por nada en el mundo.
Aelin descansó la suya sobre la de él, y sus dedos callosos la apretaron gentilmente.
—Quería que fueras tú —susurró él, cerrando sus ojos—. Durante meses y meses,
incluso en Wendlyn, me preguntaba por qué tú no eras mi compañera. Me destrozaba
el pensarlo, pero aun así lo hacía —abrió sus ojos, los cuales ardían con un fuego
verde—. Todo este tiempo, quería que fueras tú.
Ella bajó su mirada, pero él tomó su barbilla con su pulgar e índice y levantó su
rostro.
—Sé que estás cansada, Corazón de Fuego. Sé que la carga sobre tus hombros es
más pesada de lo que cualquiera debería soportar —él tomó sus manos entrelazadas
y las colocó sobre su corazón—. Pero enfrentaremos esto juntos. Erawan, la
Cerradura, todo eso. Lo enfrentaremos juntos. Y una vez que lo hagamos, después
de tu Asentamiento, pasaremos mil años juntos. Y más.
—Lo enfrentaremos juntos —volvió a jurar—. Y si el costo eres realmente tú, entonces
lo pagaremos juntos. Como una misma alma en dos cuerpos.
—No tengo intención de reinar Terrasen sin ti. Aedion puede encargarse del puesto.
—Incluso si pudiera elegir entre alguna realidad onírica, entre alguna perfecta ilusión,
aún te escogería a ti también.
Ella sintió la verdad de sus palabras hacer eco en la cosa irrompible que unía sus
propias almas, e inclinó la cabeza hacia la de él. Pero él se mantuvo quieto.
—Esta primera vez, quiero asegurarme que estés… lista —después de Cairn y
Maeve. Después de meses de no tener elecciones.
El beso fue gentil, leve. La dejó decidir cómo guiarlo. Así ella lo hizo.
Deslizando sus brazos alrededor del cuello de Rowan, Aelin presionó su cuerpo contra
el de él, arqueándose ante su toque cuando él comenzó a acariciarle la espalda. Sin
embargo, su boca permaneció con el toque de una pluma contra la de ella. Besos
dulces y exploradores. Él lo haría toda la noche, si eso es lo que ella deseaba.
Compañero. Él era su compañero y finalmente ella podía llamarlo así, dejarlo ser
como tal…
—Eres mi compañera —dijo él, las palabras casi guturales. Él se acercó a su entrada,
y ella movió sus caderas para acercarlo más, pero él se quedó dónde estaba.
Reteniendo aquello por lo que ella ardía hasta oír lo que necesitaba.
Rowan entró en ella con una poderosa caricia al mismo tiempo que clavaba sus
dientes en su cuello.
Rowan alejó sus dientes de su cuello, y Aelin reclamó su boca en un beso salvaje,
saboreando su propia sangre en la lengua de él.
Él se volvió loco ante eso, levantando sus caderas para posicionarse más dentro
suyo, más fuerte. El mundo podría arder a su alrededor, por todo lo que les importaba
a ambos.
—Juntos, Aelin —prometió, y ella escuchó el resto de las palabras en cada lugar
donde sus cuerpos se unían. Juntos enfrentarían esto, juntos encontrarían la manera.
La liberación se abrió paso dentro de ella una vez más, resplandeciendo brillantemente.
Y cuando llegó, Aelin hundió sus dientes en el cuello de Rowan, reclamándolo como
él la había reclamado a ella.
Su sangre, poderosa y besada por el viento, llenó su boca y su alma, y Rowan rugió
cuando la liberación barrió sobre él también.
¿Volvería a verlo alguna vez sobre Wendlyn, Doranelle o alguna de esas tierras del
este?
Tal vez no, considerando hacia lo que habían navegado en el oeste, y el ejército
inmortal que Maeve sin dudas había enviado tras ellos. Tal vez todos estaban
condenados a los limitados amaneceres.
Fenrys lo observó y descubrió sus dientes. Lorcan le dio una sonrisa burlona.
Sí, esa pelea vendría después. Le daría la bienvenida con gusto a la oportunidad de
aliviar la tensión de sus huesos y dejar que Fenrys lo golpee un poco.
Sin embargo, no mataría al lobo. Fenrys podría intentar matarlo a él, sin embargo
Lorcan no lo haría. No después de lo que Fenrys había soportado, lo que había
hecho.
Las mangas de su camisa blanca habían sido enrolladas hacia sus codos, su cabello
trenzado hacia atrás. Goldryn y un cuchillo largo colgaban de su cinturón. Lista para
el entrenamiento, a juzgar por la energía que zumbaba a su alrededor.
Whitethorn estaba cerca, igualmente vestido para la lucha y con una cautela en
sus ojos que le transmitió a Lorcan lo necesario: el príncipe no tenía idea de qué se
trataba todo eso.
Pero la joven reina cruzó sus brazos.
— Sí.
— Eras el segundo al mando de Maeve —dijo ella, y Elide se volvió hacia ellos—.
Y ahora que no lo eres quedas como un poderoso Fae macho cuyas lealtades
no conozco y en las que no confío totalmente. No cuando el ejército de Maeve
probablemente esté viajando hacia el continente en este mismo instante. Por lo
que no puedo tenerte en mi reino, ni viajando con nosotros cuando tranquilamente
puedes estar vendiendo información para volver a consagrarte con Maeve, ¿cierto?
— Así que te haré una oferta, Lorcan Salvaterre. —Ella tamborileó los dedos sobre
su antebrazo desnudo. — Hazme el juramento de sangre y te dejaré deambular por
donde desees.
Fenrys maldijo detrás de ellos, sin embargo Lorcan apenas lo oyó sobre el rugido en
su cabeza.
Los ojos de Aelin se deslizaron por encima de su hombro. Donde Elide estaba
mirando, boquiabierta. Cuando la reina volvió a mirar a Lorcan, un toque de simpatía
había suavizado la fiera arrogancia.
— Se te permitirá entrar en Terrasen. Eso es lo que ganas. Donde sea que escojas
vivir dentro de los límites de Terrasen ya no es mi decisión.
— No hay otra manera en la que pueda confiar en ti lo suficiente para que te unas a
nosotros.
— No quiero nada de ti, y tú no quieres nada de mí. La única orden que te daré es
la misma que le pediría a cualquier ciudadano de Terrasen: proteger y defender
nuestro reino y a su gente. Puedes vivir en una choza en las Staghorns por todo lo
que me importa.
— No tengo otra opción —dijo suavemente Aelin, para que los otros no la oigan—.
No puedo arriesgar Terrasen — ella sostuvo su brazo frente a él.
Otra vez, esa sombra de una sonrisa y una rápida mirada hacia Elide.
— Pero Terrasen no sobrevivirá a esta guerra, ella no sobrevivirá a esta guerra sin ti.
E incluso si la reina que estaba ante él daba su vida inmortal para forjar la Cerradura
y detener a Erawan, el juramento de sangre de Lorcan para proteger a su reino se
mantendría.
Lorcan se permitió observar a Elide, por más estúpido que eso fuera.
Ella tenía una mano sobre su garganta, sus ojos oscuros bien abiertos.
Él no podía aceptar esa posibilidad. Estúpida e inútil como lo era, no podía dejar que
sucediera. Que las bestias de Erawan ni que su tío Vernon la volvieran a reclamar.
— Bien.
Los labios de Aelin se curvaron en esa casi sonrisa, divertida aunque con un toque
de crueldad, mientras miraba hacia el lobo.
— Ya ves, tendrás que dejarlo vivir —le dijo a Fenrys, enarcando una ceja—. Nada
de duelos a muerte. Ni de luchas vengativas. ¿Podrás soportarlo?
Fenrys le devolvió la mirada, mostrando toda su furia. No era tanta como la que
Lorcan poseía, pero sí suficiente como para recordarle que el Lobo Blanco de
Doranelle podía morder si así lo deseaba. Letalmente.
Ella le dio una sonrisa que le dijo a Lorcan que ella recordaba cada detalle de sus
primeros encuentros en Rifthold; cuando él la empujó de cara contra la pared de
ladrillos. Aelin le dijo a Fenrys:
— ¿Para que pueda arruinarlas? —Fenrys frunció el ceño. —Yo, por lo menos,
aprecio las festividades. No necesito que un misántropo me las arruiné.
Dioses santos. Lorcan interpeló a Rowan con una mirada, más el príncipe guerrero
estaba observando a su reina cuidadosamente. Ya que conocía exactamente el tipo
de tormenta que estaba rugiendo en su interior.
Aelin agitó una mano.
Esta era la clase de corte a la que se estaría uniendo, este torbellino de… Lorcan no
conocía la palabra para describirlos. Sin embargo, dudaba que alguno de sus cinco
siglos lo hubieran preparado para algo así.
Lorcan le lanzó una mirada y se arrodilló, ofreciéndole la daga que llevaba a su lado.
Aelin sopesó el filo, un anillo de oro con una esmeralda obscenamente grande
adornaba su dedo. Una alianza. Probablemente del tesoro que había robado de las
criaturas de los túmulos. Él observó a Whitethorn a su lado. Como era de esperarse,
un anillo de oro con un rubí incrustado estaba en el dedo del guerrero. Y al mirar por
encima del cuello de la chaqueta de Rowan, descubrió dos cicatrices frescas.
— Dilo.
— Lorcan Salvaterre, ¿juras sobre tu sangre y tu alma eterna ser leal a mí, a mí
corona y a Terrasen durante el resto de tu vida?
— Sí. Lo juro.
— Entonces bebe.
Su última oportunidad de arrepentirse.
Su sabor a jazmín, verbena y brasas llenó su boca. Llenó su alma, como si algo
ardiente se asentara dentro de él.
Un ascua caliente. Como si una parte de esa ferviente magia comenzara a descansar
dentro de su propia alma.
— Bienvenido a la corte —dijo Aelin—. Aquí está tu primera y única orden: protege
Terrasen y a su gente.
Lorcan intentó ponerse de pie pero falló. Su cuerpo, al parecer, aún necesitaba un
momento. Así que solo pudo mirar cuando Aelin le dijo a Elide:
Con votos o sin ellos, se debatió lanzar a la reina al océano al ver la devastación que
inundó el rostro de Elide. Pero la Señora de Perranth mantuvo su barbilla en alto.
— ¿Por qué?
Aelin tomó la mano de Elide con una gentileza de calmó el temperamento de Lorcan.
Aelin asintió y soltó su mano, para hablarles a todos ellos. Bajo el sol saliente, la
reina parecía bañada en oro.
—Terrasen queda a más de dos semanas de viaje, siempre y cuando las tormentas
de invierno no interfieran. Aprovecharemos este tiempo para entrenar y planear.
Un miembro de esta corte. De la corte de Lorcan. Los tres unidos nuevamente, pero,
al mismo tiempo, más libres de lo que alguna vez fueron. Lorcan casi se preguntó
por qué la reina no le ofreció el juramento a Gavriel, pero ella continuó hablando.
— Mi tarea no puede completarse sin las llaves. Asumo que sus nuevos portadores me
buscarán eventualmente, si la tercera es encontrada y deciden no terminar las cosas
ellos mismos. —Le lanzó una mirada a Rowan, quien asintió. Como si ya hubieran
discutido aquello. —Así que, en vez de desperdiciar tiempo vital deambulando por
el continente en su búsqueda, iremos hacia Terrasen. Especialmente si Maeve está
trayendo a su ejército hacia sus costas. Y si no tengo permitido reinar desde mi
trono, entonces tendré que hacerlo desde el campo de batalla.
Ella quería luchar. La reina, la reina de Lorcan, quería luchar contra Morath. Y Maeve,
si lo peor fuera a suceder. Y luego moriría por todos ellos.
Aelin miró hacia el oeste, hacia el reino que era todo lo que se interponía entre
Erawan y la conquista. Hacia el nuevo hogar de Lorcan. Como si ella pudiera ver
las legiones del señor del terror desatándose sobre él. Y los huéspedes inmortales
de Maeve crepitando por sus espaldas, un huésped que Lorcan y sus compañeros
hubieron comandado una vez.
Y comenzó.
Capítulo 43
Traducido por Dakya
Corregido por Cotota
Primero, cambiando sus ojos a negro. Negro sólido, como el Valg. Luego, convirtien-
do su piel en una sombra pálida y helada, del tipo que nunca vio la luz del sol. Su ca-
bello, él lo dejó oscuro, pero logró hacer su nariz más torcida, su boca más delgada.
No le había dicho a Manon que probablemente también era una misión suicida. Ape-
nas había hablado con ella desde el claro del bosque. Se habían ido al amanecer,
cuando ella había anunciado a Glennis y los Crochans lo que planeaba hacer. Po-
drían volar a la Brecha Ferian y regresar a ese campamento escondido dentro de los
Colmillos en cuatro días, si tenían suerte.
Ella les había pedido a las Crochans que las encontraran allí. Confiar en ella lo sufi-
ciente para regresar a su campamento de montaña y esperar.
Ellas habían dicho que sí. Tal vez fue la tumba que las Trece habían cavado todo el
día, pero las Crochans dijeron que sí. Una confianza tentativa, solo esta vez.
Así que Dorian había volado con Asterin. Había utilizado cada hora fría hacia el norte
para alterar lentamente su cuerpo.
Tienes tantas ganas de ir a Morath, Manon había siseado nuevamente antes de que
se fueran, veamos si puedes hacerlo.
Manon sabía de una puerta trasera que solo los wyverns tomaban al Colmillo del
Norte, junto con cualquier gruñido humano lo suficientemente desafortunado como
para estar atado a este lugar.
Asterin y Manon habían dejado a las Trece más lejos en las montañas antes de
acercarse, e incluso entonces se habían detenido lo suficientemente lejos de
cualquier explorador que hubiera pasado horas caminando a pie, llevándose a la
yegua de Asterin con ellos. Abraxos había gruñido y tirado de las riendas, pero Sorrel
lo había abrazado con firmeza.
Los dos picos de mamut que flanquean la brecha se hicieron más grandes con cada
milla pasada.
Sin embargo, cuando se acercaban al lado sur del Colmillo, no se había dado cuenta
de cuán masivos, exactamente, eran.
Lo suficientemente grandes como para contener una armada aérea. Para entrenarlos
y criarlos.
Esto era lo que su padre y Erawan habían construido. En lo que Adarlan se había
convertido.
Sin wyverns que dieran vueltas en el cielo, pero sus rugidos y chillidos resonaron
en el paso cuando se dirigían hacia las antiguas puertas que se abrían hacia la
montaña.
Detrás de él, guiado por una cadena, la yegua azul de Asterin lo seguía.
Las palmas de Dorian se pusieron sudorosas dentro de sus guantes. Rezó para que
el cambio resistiera.
Pero había pasado años entrenando su expresión contra los dolores de cabeza
inducidos por los perfumes usaban los cortesanos de su madre. Qué lejano parecía
ese mundo, ese palacio de perfumes, encajes y música alegre. Si no hubieran
resistido a Erawan, ¿habría permitido que aún existiera? ¿Se habrían inclinado ante
él? ¿Erawan habría mantenido su treta como Perrington y habría gobernado como
un rey mortal?
Las piernas de Dorian se quemaron, las horas de caminar pasaban factura. Manon
y Asterin acechaba cerca, escondidas en la nieve y la piedra. Sin duda, marcaron
cada uno de sus movimientos mientras él se acercaba más a las puertas.
Había dejado caer las dos llaves del Wyrd en la palma de su mano, el Amuleto de
Orynth tintineando débilmente contra sus clavos de hierro. Solo un tonto los llevaría
a una de las fortalezas de Erawan.
—Puede que no sean tú prioridad —dijo Dorian—, pero siguen siendo vitales para
nuestro éxito.
Los ojos de Manon se entrecerraron cuando se guardó las llaves, sin inmutarse
por sostener en su chaqueta un poder lo suficientemente grande como para nivelar
reinos.
—Si no vuelvo —dijo mientras ella ataba la antigua espada a su cinturón— las llaves
deben ir a Terrasen —era el único lugar en el que podía pensar, incluso si Aelin no
estaba allí para tomarlas.
—Volverás —dijo Manon. Sonaba más como una amenaza que cualquier otra cosa.
Dorian sonrió.
—Dentro y fuera, tan rápido como puedas —le advirtió—. Cuida de Narene —la
preocupación brillaba en los ojos negros con manchas doradas de la Segunda.
Un tonto por comenzar este camino con ella. Debería haberlo sabido mejor.
Asterin le había dado un mapa del Colmillo del Norte y el omega frente a él, por
lo que supo girar a la izquierda al entrar en el imponente pasillo. Los bramidos y
gruñidos de los Wyverns sonaban a su alrededor, y ese olor podrido llenaba su nariz.
Pero encontró los establos precisamente donde Asterin dijo que estarían, la yegua
azul tranquila mientras ataba sus cadenas al ancla en la pared.
Dorian dejó a Narene con una suave palmadita en el cuello, y fue a ver qué podía
revelar la Brecha Ferian.
***
Las horas que pasaron fueron algunas de las más largas de la existencia de Manon.
Abraxos, como era de esperar, los encontró después de una hora, sus riendas cortadas
por la lucha que sin duda libró y ganó con Sorrel. Sin embargo, esperó en silencio
junto a Manon, totalmente concentrado en la puerta donde habían desaparecido
Dorian y Narene.
Por eso se había ido. Para saber si estaban. Para ver si Petrah realmente comandaba
las huestes, y cuántas Ironteeth estaban presentes.
No había sido entrenado como espía, pero había crecido en una corte donde la gente
manejaba sonrisas y ropas como armas. Él sabía cómo mezclarse, cómo escuchar.
Cómo hacer que la gente vea lo que deseaba ver.
Sus ojos, oscuros como los de Valg, brillaron. Ella no trató de explicar porque sus
rodillas le temblaban. Todavía sin ceder mientras ella le entregaba su espada, luego
las dos llaves, sus uñas rozando su mano enguantada.
Los ojos de Dorian se iluminaron con ese aplastante zafiro, su piel se volvió dorada
una vez más.
—Las matronas no están allí. Solo Petrah Blueblood, y unas trescientos Ironteeth de
los tres clanes —su boca se curvó en una cruel sonrisa, fría como los picos alrededor
de ellos. Maldición—. El camino está despejado, majestad.
***
Manon había dejado a Dorian en el pequeño paso donde habían reunido a las Trece.
—Yo soy.
La heredera Blueblood apareció a través del arco más cercano, con una banda de
hierro en la frente, con túnicas azules que fluían.
Cuando todas se reunieron, Petrah, aún de pie en la puerta donde había aparecido,
simplemente dijo:
Manon tragó, con la lengua tan seca como el papel. Sentada en la parte superior de
Abraxos, podía ver cada movimiento de movimiento en la multitud, los ojos abiertos
o las manos agarrando las espadas.
—No les diré los detalles de quién soy —dijo Manon por fin—. Porque creo que ya
lo han escuchado.
Manon puso sus ojos en los Blackbeaks, con cara de piedra donde las otras se
erizaron de odio. Fue por ellas que habló, por ellas había venido aquí.
Asterin gruñó al lado de Manon, y los demás guardaron silencio. Incluso en desgracia,
las Trece eran mortales.
Manon continuó:
—Una mentira, sobre quiénes somos, qué somos. Que somos monstruos, y estamos
orgullosas de serlo —pasó un dedo sobre el trozo de tela roja que sujetaba su
trenza—. Pero nos hicieron eso. Crearon —repitió ella—, cuando podríamos ser
mucho más.
El silencio cayó.
—Mi abuela no planea recuperar las Wastes cuando termine esta guerra. Ella planea
gobernar las Wastes como Reina Suprema. Su única reina.
Un murmullo a eso. En las palabras, en la traición que Manon cometió al revelar los
planes privados de su Matrona.
—No habrá Bluebloods, o Yellowlegs, no como ahora. Ella planea tomar las armas
que han construido aquí, planea usar a nuestros jinetes Blackbeak y convertirlas en
nuestras súbditas. Y si no te inclinas hacia ella, no existirás en absoluto —Manon
tomó aliento. Otro.
—Hemos conocido el derramamiento de sangre y la violencia por quinientos años.
Lo seguiremos conociendo por otros quinientos más.
—Ella no miente.
INMUNDA.
Manon miró a las Trece para encontrar lágrimas en los ojos de Ghislaine mientras
observaba la marca en el vientre de Asterin. Lágrimas en los ojos de todas ellas, que
no sabían.
Y fue por esas lágrimas, que Manon nunca había visto, que se enfrentó nuevamente
a las huestes.
—Las matarán en esta guerra, o después de ella. Y nunca volverán a ver nuestra
patria.
—Vuelen con nosotros —suspiró Manon—. Vuela con nosotros. Contra Morath.
Contra la gente que las mantendría alejadas de su tierra natal, su futuro. —Murmuró
de nuevo. Manon siguió adelante—. Una alianza de Ironteeth-Crochan. Tal vez para
romper nuestra maldición por fin.
—He visto brujas y humanos y Fae morar juntos en paz. Y no es una debilidad
hacerlo, sino una fortaleza. He conocido reyes y reinas cuyo amor por sus reinos,
sus pueblos, es tan grande que el yo es secundario. El amor por su gente es tan
fuerte que incluso frente a probabilidades impensables, hacen lo imposible.
—Ustedes son mi gente. Ya sea que mi abuela lo decrete o no, ustedes son mi
gente, y siempre lo serán. Pero volaré contra ustedes, si es necesario, para asegurar
que haya un futuro para aquellos que no pueden luchar por ellos mismos. Durante
demasiado tiempo nos hemos aprovechado de los débiles, disfrutamos al hacerlo.
Es hora de que seamos mejores que nuestras primeras madres —las palabras que
ella había pronunciado hace trece meses—. Hay un mundo mejor allá afuera —dijo
de nuevo—. Y lucharé por eso —ella apartó a Abraxos, hacia la zambullida detrás
de ellos.
“¿Y ustedes?
Manon asintió con la cabeza a Petrah. Con los ojos brillantes, la heredera solo asintió
con la cabeza. Se les permitiría salir como habían llegado: ilesas.
Así que Manon dio un codazo a Abraxos, y saltó al cielo, las Trece siguieron su
ejemplo.
Sino de paz.
Capítulo 44
Traducido por Mary A.
Corregido por Cotota
No. No, no podría haber sido un sueño. El escape, Rowan, el barco a Terrasen...
Cairn clavó la punta de su daga en la carne sobre su rodilla, y ella apretó los dientes
mientras la sangre salpicaba y se derramaba. Cuando empezó a girar la hoja, un
poco más profundo con cada rotación.
Un sueño. Una ilusión. Su huida de él, de Maeve, había sido otra ilusión.
¿Lo había dicho ella? ¿Había dicho ella dónde estaban escondidas las llaves? Ella
no pudo detener el sollozo que arrancó de ella.
Irreal. Arobynn, de pie al otro lado del altar, no era real. Incluso si lo miraba, su pelo
rojo brillaba, su ropa impecable.
Cairn retorció el cuchillo otra vez, cortando músculo. Ella se arqueó, su grito resonó
en sus oídos. Desde muy lejos, Fenrys gruñó.
—En el fondo, esperas estar aquí el tiempo suficiente para que el joven Rey de
Adarlan pague el precio. En el fondo, sabes que estás escondida aquí, esperando
que él despeje el camino. —Arobynn se apoyó en el costado del altar, limpiándose
las uñas con una daga—. En el fondo, sabes que no es realmente justo, que esos
dioses te hayan elegido. Que Elena te eligió a ti en lugar de a él. Ella te compró
tiempo para vivir, sí, pero aun así fuiste elegida para pagar el precio. Su precio. Y los
dioses.
—¿Ves lo que intenté evitarte todos estos años? ¿Qué habrías evitado si hubieras
seguido siendo Celaena, permanecieras conmigo? —Él sonrió—. ¿Lo ves, Aelin?
Aelin se lanzó hacia arriba, con las manos agarrando su muslo. Ninguna cadena
la pesaba. Ninguna máscara la sofocó. Ninguna daga había sido retorcida en su
cuerpo.
Respirando con fuerza, el olor de las sábanas mohosas se aferraba a su nariz, los
sonidos de sus gritos reemplazados por el canto soñoliento de los pájaros, Aelin se
frotó la cara.
El príncipe que se había quedado dormido a su lado ya le pasaba una mano por la
espalda con suaves y suaves movimientos.
Se retorció y apoyó los pies en la alfombra raída del suelo de madera irregular.
—El entrenamiento puede esperar, Aelin —lo habían estado haciendo durante
semanas, tan minucioso y agotador como lo había sido en Mistward.
—No, no puede.
Ella parpadeó, respirando con dificultad, y apenas levantó a Goldryn a tiempo para
detener su próximo ataque. El metal reverberó a través de las ampollas punzantes
que cubrían sus manos.
Nuevas ampollas, para un nuevo cuerpo. Tres semanas en el mar, y sus callos
apenas se habían formado de nuevo. Todos los días, pasaba horas entrenando
espadas, tiro con arco y combate, y sus manos aún eran suaves.
Gruñendo, Aelin se agachó, los muslos ardían mientras se preparaba para saltar.
La respuesta: la guerra.
En todas partes, la guerra rabiaba. Pero donde ocurrió la lucha, el viejo posadero
no lo sabía. Los barcos ya no se detenían en el puerto, y los grandes buques de
guerra pasaban por alto. Si eran enemigos o amigos, él tampoco lo sabía. No sabía
absolutamente nada, parecía. Incluyendo cómo cocinar. Y limpia su posada.
Tendrían que estar de vuelta en los mares dentro de uno o dos días, si querían
llegar a Terrasen rápidamente. Había demasiadas tormentas en el Norte como para
haberse arriesgado a cruzar directamente allí, había dicho su capitán. En esta época
del año, era más seguro llegar a la costa del continente y luego navegar por ella.
Incluso si ese comando y esas mismas tormentas los hubieran aterrizado aquí: en
algún lugar entre Fenharrow y la frontera de Adarlan. Con Rifthold unos días por
delante.
Cuando Rowan no reanudó su combate, Aelin frunció el ceño.
Su mirada era inquebrantable. Como lo había sido cuando ella había regresado de
su carrera a través de los campos brumosos más allá de la posada y lo encontró
apoyado contra el manzano.
Aelin se tensó.
—Malos sueños —un eufemismo. Ella levantó la barbilla y le lanzó una sonrisa—. Tal
vez estoy empezando a desgastarte un poco.
A pesar de las ampollas, había recuperado el peso, al menos. Había visto cómo sus
brazos iban delgados al corte con músculos, sus muslos desde cañas a elegantes y
poderosos.
—Vamos a desayunar.
—Después de la cena de anoche, no tengo ninguna prisa —no le dio un abrir y cerrar
de ojos antes de lanzarse hacia él, golpeando a Goldryn y apuñalando con su daga.
—Necesitas comer.
—Necesito entrenar.
No importa cuántas veces ella blandiera su espada, podía sentirlas. Los grilletes. Y
cada vez que se detenía a descansar, también podía sentirlo, su magia. Esperando.
Rowan recibió cada golpe, y ella sabía que sus maniobras estaban cayendo en el
descuido. Sabía que la dejaba continuar en lugar de aprovechar las muchas aberturas
para terminarla.
Ella no pudo parar. La guerra rugía alrededor de ellos. La gente se estaba muriendo.
Y ella había estado encerrada en esa maldita caja, había sido desarmada una y otra
vez, incapaz de hacer nada...
Rowan golpeó, tan rápido que no pudo rastrearlo. Pero fue el pie que deslizó delante
de ella el que la condenó, enviándola a toda velocidad hacia la tierra.
—Otra ronda.
—No seas estúpido —dijo—. Perderás todo ese músculo si no alimentas a tu cuerpo.
Así que come Y si aún quieres entrenar después, entrenaré contigo —él le ofreció
una mano tatuada—. Aunque es probable que vomites tus tripas.
Verdad. Su compañero dijo la verdad. Y sin embargo ella podía verlos, escucharlos.
Esos moribundos, asustados.
Aelin frunció el ceño y tomó su mano, permitiéndole que la pusiera de pie. Tan
agresivo.
Rowan deslizó un brazo alrededor de sus hombros. Esa es la cosa más educada
que has dicho sobre mí.
I
Elide trató de no hacer una mueca ante las gachas grises que humeaban frente a
ella. Especialmente con el posadero observando desde las sombras detrás de la
barra de su salón. Sentada en una de las mesas pequeñas y redondas que llenaban
el espacio desgastado, Elide llamó la atención de Gavriel desde donde empujó su
propio tazón.
Los ojos de Elide se ensancharon. Se ensanchó aún más cuando abrió la boca y dio
un mordisco.
Elide detuvo su sonrisa ante la pura miseria que entró en la tímida mirada del León.
Aelin y Rowan habían estado terminando una batalla similar cuando ella había
entrado en el salón hace unos minutos, la reina deseándole suerte antes de regresar
al patio.
Elide no la había visto quedarse quieta por más tiempo del necesario para comer. O
durante las horas en que los había instruido sobre Marcas del Wyrd, después de que
Rowan le hubiera pedido que les enseñara.
La había sacado de las cadenas, había explicado el príncipe. Y si los ilken eran
resistentes a su magia, entonces aprender las marcas antiguas sería útil con todo lo
que enfrentaban. Las batallas tanto físicas como mágicas.
Esas marcas tan extrañas y difíciles. Elide no podía leer su propio idioma, no lo
había intentado en mucho tiempo. No suponía que se le concediera la oportunidad
en el corto plazo. Pero aprendiendo estas marcas, si ayudaba a sus compañeros de
alguna manera... ella podría intentarlo. Lo había intentado, lo suficiente para conocer
a algunos de ellos ahora.
Gavriel se atrevió a otro bocado de las gachas, ofreciendo una sonrisa tensa al
posadero. El hombre parecía tan aliviado que Elide recogió su propia cuchara y se
tragó un bocado. Suave y un poco agrio, ¿le había puesto sal en lugar de azúcar?
Pero... hacía calor.
Ella sintió, más que vio, entra Lorcan. El posadero encontró instantáneamente en
otro lugar para estar. El hombre no se había sorprendido al ver a cinco Fae entrar
en su posada la noche anterior, por lo que su desaparición cada vez que aparecía
Lorcan se debía, sin duda, al brillo que el hombre había perfeccionado.
Él y Aelin ciertamente no se habían calentado entre sí. No, solo Rowan y Gavriel
realmente le hablaron. Fenrys, a pesar de su promesa a Aelin de no pelear con
Lorcan, lo ignoró la mayor parte del tiempo. Y Elide... Se había hecho tan escasa a
menudo que Lorcan no se había molestado en acercarse a ella.
Bueno. Estuvo bien. Incluso si a veces se encontraba abriendo la boca para hablar
con él. Observándolo mientras escuchaba las lecciones de Aelin sobre las Marcas
del Wyrd. O mientras entrenaba con la reina, los raros momentos en que los dos no
estaban en la garganta del otro.
Aelin les había sido devuelta. Se estaba recuperando lo mejor que podía.
Elide no probó su siguiente bocado de papilla. Gavriel, por suerte, no dijo nada. Y
Anneith tampoco habló. No es un susurro de orientación.
Era mejor así. Para escucharse a sí misma. Mejor que Lorcan también mantuviera
la distancia.
Rowan tenía razón: casi vomitó después del desayuno. Cinco minutos en el patio y
ella había tenido que detenerse, esa miserable gachas subiendo por su garganta.
Rowan se había reído entre dientes cuando se había tapado la boca con una mano.
Y luego cambió a su forma de halcón para navegar por la costa cercana y su barco
en espera, para registrarse con su capitán.
Haciendo rodar sus hombros, ella lo había visto desaparecer en las nubes. Él tenía
razón, por supuesto. Sobre dejarse descansar.
El rostro frío y pálido de Maeve apareció ante sus ojos. Su magia se quedó en
silencio.
Fenrys se sentó en forma de lobo en el borde del campo más cercano, mirando a
través de la extensión. Precisamente donde había estado antes del amanecer.
Ella le dejó oír sus pasos, sus orejas temblando. Se movió cuando ella se acercó, y
se apoyó en la valla medio rota que rodeaba el campo.
Ella arqueó una ceja. Se encogió de hombros, observando el campo de nuevo, las
nieblas todavía se aferraban a sus alcances más lejanos.
—No duermo bien en estos días —él le dirigió una mirada de soslayo—. No creo que
sea la única.
—Podríamos comenzar una sociedad secreta, para las personas que no duermen
bien.
—Déjalo ir.
Verdad. Aelin enroscó sus manos doloridas en puños y se las metió en los bolsillos.
Fenrys no dijo nada, no preguntó por qué no se calentaba los dedos. O el aire a su
alrededor.
Era todo lo que ella admitiría. Ella parpadeó de nuevo, tres veces ahora. Son todos
ustedes, ¿bien?
No, no estaban bien. Puede que nunca lo estuviera. Si los otros sabían, si veían más
allá de la arrogancia y el temperamento, no lo dejaban ver.
Ninguno de ellos comentó que Fenrys no había usado su magia para saltar entre
lugares. No es que hubiera ningún lugar para ir en medio del mar. Pero incluso
cuando se enfrentaron, él no lo manejó.
Quizás había muerto con Connall. Quizás había sido un regalo que ambos habían
compartido, y tocarlo era insoportable.
Ella no se atrevió a mirar hacia adentro, al mar agitado dentro de ella. No pudo.
Aelin y Fenrys estaban de pie junto al campo mientras el sol se arqueaba más alto,
quemando las nieblas.
—Si ella está sobre nuestros talones con este ejército, yo solo... estoy tratando de
entenderlo. A ella, quiero decir.
—Planeas matarla.
—¿Preferirías hacerlo?
—No estoy seguro de sobrevivir —dijo entre dientes—. Y tienes más razones para
reclamarlo que yo.
—Connall era un hombre mejor que el que lo viste esa vez. De lo que fue al final.
No se refería a su hermano.
Se puso rígido, una mano yendo a la espada a su lado. No en sus palabras, pero...
Rowan se zambulló desde el cielo, una zambullida total.
Se movió a pocos pies del suelo, aterrizando con la gracia de un depredador mientras
corría los últimos pasos hacia ellos.
—¿Qué?
La roca rugió contra la roca, e Yrene apoyó una mano en las estremecedoras piedras
de la Fortaleza Westfall cuando la torre se balanceó. En el pasillo, la gente gritaba,
algunos gemían, otros se lanzaban sobre los miembros de la familia para cubrirlos
con sus cuerpos mientras llovían escombros.
Yrene se apretó contra las piedras, con el corazón martilleando, contando las respi-
raciones hasta que cesaron los temblores.
Cinco días de esto. Cinco días de esta pesadilla sin fin, con solo las horas más ne-
gras de la noche ofreciendo indulto.
Apenas había visto a Chaol por más que un beso y un abrazo pasajero. La prime-
ra vez, él había estado luciendo una herida en el templo que ella había curado. Al
siguiente, había estado apoyado pesadamente en su bastón, cubierto de tierra y
sangre, gran parte de lo que no era suyo.
Era la sangre negra la que le había hecho girar el estómago. Valg. Había Valg ahí
fuera. Infestación de huéspedes humanos. Demasiados para que ella los cure. No,
esa parte vendría después de la batalla. Si sobrevivían. Pronto, demasiado pronto,
comenzaron a llegar los heridos y los moribundos. Eretia había organizado una en-
fermería en el gran salón, y allí fue donde Yrene pasó la mayor parte de su tiempo.
Hacia dónde se había dirigido, después de pasar unas pocas horas sin dormir.
—Los ruks todavía están aguantando la marea. Morath solo dispara las catapultas
porque no pueden romper las paredes.
Fue solo parcialmente cierto, pero las familias se agacharon en el pasillo, sus peta-
tes y sus pocas y preciosas pertenencias, parecían asentarse.
Los ruks habían deshabilitado muchas de las catapultas que Morath había arrastra-
do hasta aquí, pero algunas se quedaron, solo lo suficiente para martillar a la forta-
leza, la ciudad. Y mientras
los ruks podrían haber estado conteniendo la marea, no sería por mucho tiempo.
Yrene no quería saber cuántos habían caído. Solo vio la cantidad de jinetes en el
gran salón y sabía que serían demasiados. Eretia había ordenado a los ruks lesio-
nados que se establecieran en uno de los patios interiores, asignando cinco curan-
deros para que los supervisaran, y el espacio estaba tan lleno que apenas podía
moverse a través de él.
Ella casi se había roto el cuello ayer deslizando un pedazo de madera caída.
Los gemidos de los heridos la alcanzaron mucho antes de que ella entrara en el gran
salón, las puertas se abrieron para revelar fila tras fila de soldados, desde el khaga-
nate y Anielle por igual. Los curanderos no tenían camas para todos, por lo que mu-
chos habían sido colocados en sacos de dormir. Cuando se acabaron, se utilizaron
capas y mantas apiladas sobre piedra fría.
Yrene se había resistido a dejar que los niños presenciaran tal derramamiento de
sangre y dolor, pero no había nadie más para hacerlo. Nadie más tan ansioso por
ayudar.
El señor de Anielle podría haber sido un gran bastardo, pero su gente era un grupo
valiente y noble. Una que había dejado más huella en su marido que su odioso pa-
dre.
Yrene se frotó las manos, aunque las había lavado antes de venir aquí, y las había
secado. No podían desperdiciar sus preciosos paños en secarse las manos.
Su magia apenas se había llenado, a pesar del sueño que había conseguido. Sabía
que, si miraba las almenas, espiaría a Chaol usando su bastón, tal vez incluso en-
cima del caballo de batalla que habían equipado con su corsé. Su cojera había sido
profunda cuando lo había visto por última vez, justo ayer por la tarde.
Sin embargo, no se había quejado, no le había pedido que dejara de gastar su po-
der. Pelearía si estaba parado o usando el bastón o la silla o un caballo.
Eretia se encontró con Yrene en la mitad del piso del pasillo, su piel oscura brillaba
de sudor.
—Están trayendo a un jinete. Su garganta ha sido cortada por garras, pero está to-
davía respirando.
—Me reuniré con ellos en las puertas —Yrene se apresuró a caminar por la entrada
abierta.
Pero Eretia agarró el brazo de Yrene, sus dedos delgados se clavaron suavemente
en su piel.
—¿Lo hiciste? —Yrene respondió de nuevo. Eretia todavía estaba aquí cuando
Yrene se había acostado horas antes, y parecía que Eretia había llegado mucho
antes que Yrene esta mañana, o no se había ido en absoluto.
—No soy la que necesita tener cuidado con lo mucho que me esfuerzo.
Yrene sabía que Eretia no se refería a Chaol ni al vínculo entre sus cuerpos.
Yrene se detuvo.
—No, pero cualquier embarazo, especialmente en los primeros meses, está agotando.
Eso es sin los horrores de la guerra, o usar tu magia al borde de todos los días.
Yrene tragó.
—No le he dicho a Chaol.
—Pensaría que, si alguna vez hubiera un momento para hacerlo —dijo el curandero,
haciendo un gesto hacia el estremecimiento que los rodeaba—, sería ahora.
Yrene lo sabía. Ella había estado tratando de encontrar una manera de decirle por
un tiempo. Pero poner esa carga sobre él, esa preocupación por su seguridad y
la seguridad de la vida que crece en ella ... Ella no había querido distraerlo. Para
aumentar el temor del que ya sabía que luchaba, solo por tenerla aquí, luchando a
su lado.
Y para que Chaol sepa que, si él se cayera, no sería solo su vida lo que acabaría
ahora ... Ella no se atrevía a decírselo. Aún no.
Tal vez la hizo egoísta, tal vez estúpida, pero no pudo. Incluso si en el momento en
que se había dado cuenta en la cámara de baño de la nave, cuando su ciclo todavía
no había venido y había empezado a contar los días, había llorado de alegría. Y luego
se dio cuenta de lo que, exactamente, llevar un niño durante la guerra implicaría.
Que esta guerra bien podría estar aún en su apogeo, o en sus últimos y horribles
días, cuando ella dio a luz.
Yrene había decidido que haría todo lo posible para asegurarse de que no terminara
con el nacimiento de su hijo en un mundo de oscuridad.
—Le diré cuando llegue el momento —dijo Yrene con tono cortante.
Desde las puertas abiertas de la sala, los gritos se elevaron a “¡Despejen el camino!
¡Despeja el camino para los heridos!”
Eretia frunció el ceño, pero corrió con Yrene para encontrarse con la gente del pueblo
que llevaba una camilla ya ensangrentada y el jinete del ruk casi muerto encima de
ella.
El caballo debajo de Chaol se movió, pero se mantuvo firme donde estaban parados
a lo largo de las almenas más bajas de las paredes. No es un caballo tan fino como
Farasha, pero es lo suficientemente sólido. Una bestia de corazón valiente que había
llevado bien a su silla de montar equipada, que era todo lo que había pedido.
Los ruks se dispararon, esquivando flechas y lanzas, arrebatando soldados del suelo
y separándolos. En lo alto de las aves, los rukhin desataron su propio torrente de
furia en pases cuidadosos e inteligentes organizados por Sartaq y Nesryn.
Pero después de cinco días, incluso los poderosos ruks se estaban ralentizando.
Y las torres de asedio de Morath, que antes se habían roto fácilmente en pedazos de
metal y madera, ahora se dirigían a las paredes.
Unas pocas bandas de soldados Morath se las habían arreglado para conseguir
ganchos de agarre en las paredes durante los últimos dos días, alzando escaleras
de asedio y montones de soldados con ellos. Chaol los había eliminado, y aunque los
guerreros de Anielle no estaban seguros de qué hacer con los hombres infestados
de demonios que habían venido a asesinarlos, habían obedecido sus órdenes.
Apresuró rápidamente el flujo de soldados sobre las Paredes, cortando los lazos que
sujetaban las escaleras.
Pero las torres de asedio que se acercaban ... no serían tan fáciles de desalojar. Y
tampoco lo harían los soldados que cruzaron el puente de metal que atravesaría la
torre y los muros.
Detrás de él, subiendo de nivel, supo que su padre lo observaba. Ya había señalado
a través del sistema de linternas que Sartaq había demostrado cómo usar que
necesitaban rublos para volar hacia atrás, para derribar las torres.
Pero los ruks estaban haciendo un pase en la retaguardia del ejército de Morath,
donde los comandantes habían mantenido las líneas de Valg en orden. La idea de
Nesryn había sido la de anoche: dejar de ir por las interminables líneas del frente y
sacar a los que las ordenaban. Intenta sembrar caos y desorden.
La primera torre de asedio se acercó, el metal gimió cuando los wyverns, encadenados
al suelo y con las alas cortadas, lo acercaron más. Los soldados ya se alinearon
detrás de él en columnas gemelas, listos para asaltar hacia arriba.
Hoy dolería.
El caballo de Chaol se movió debajo de él otra vez, y él palmeó una mano cubierta
con un guante en el cuello blindado del semental. El ruido de metal contra metal fue
tragado por el estruendo.
—Paciencia, amigo.
A lo lejos, más allá del alcance de los arqueros, la catapulta se estaba recargando.
Habían lanzado una roca hace solo treinta minutos, y Chaol se había escondido
debajo de un arco, rezando para que la base de la torre que golpeó no se derrumbara.
Chaol desenvainó su espada y el metal recién pulido gimió cuando salió de la vaina.
Los dedos de su otra mano se apretaron alrededor de las azas de su escudo. Un
escudo de jinete ruk, ligero y destinado para el combate rápido. La abrazadera que
lo sostenía en la silla de montar se mantuvo firme, con las hebillas aseguradas.
Los soldados que bordeaban las almenas se agitaron en la torre de asedio que se
aproximaba. Los horrores en el interior.
—Una vez fueron hombres —gritó Chaol, con su voz sobre el clamor de la batalla
más allá de las murallas—. todavía pueden morir como ellos.
Una torre de asedio había alcanzado las murallas, y ahora descargado soldado tras
soldado en el antiguo castillo.
A pesar de la distancia, Nesryn pudo ver el caos en las almenas. Apenas distinguía
a Chaol sobre su caballo gris, luchando en lo más profundo.
Elevándose sobre el ejército lanzando flechas y lanzas hacia ellos, Nesryn se inclinó
hacia la izquierda, los ruks detrás de ella siguieron su ejemplo.
Al otro lado del campo de batalla, Borte y Yeran, liderando otra facción de rukhin,
agrupados a la derecha, los dos grupos de rukhin una imagen de espejo que se
acercaba el uno al otro, luego de vuelta para arar a través de las líneas traseras.
Al igual que Sartaq, liderando un tercer grupo, golpeó desde la otra dirección. Sacaron
a dos comandantes, pero tres más permanecieron. No príncipes, Agradezca a los
dioses aquí y a los treinta y seis en el khaganate, pero Valg de todos modos. La
sangre negra cubrió las plumas blindadas de Salkhi, cubrió cada ruk en los cielos.
Ella había pasado horas limpiándolo en Salkhi la noche anterior. Todo lo que Rukhin
tenía, no estaba dispuesto a arriesgarse a que la sangre vieja interfiriera con cómo
sus plumas atrapaban el viento.
El comandante Valg había evadido su disparo la última vez. Pero ahora no lo haría.
Salkhi barrió bajo, tomando flecha tras flecha contra su coraza, en sus gruesas plumas
y piel. Nesryn casi había vomitado la primera vez que una flecha había encontrado
su marca días antes. Hace una vida. Ahora también pasaba horas recogiéndolos de
su cuerpo cada noche, como si fueran espinas de una planta espinosa.
Sartaq había pasado ese tiempo yendo de fuego en fuego, reconfortando a aquellos
cuyas monturas no eran tan afortunadas. O calmar a los ruks cuyos jinetes no habían
durado el día. Ya se había amontonado un carro con su camino, esperando el viaje
final a casa para ser plantado en las áridas laderas de Arundin.
Cuando Salkhi se acercó lo suficiente como para arrancar a varios Valg de sus
caballos y destruirlos en sus garras, Nesryn disparó al comandante.
Un grito surgió del rukhin, todos mirando hacia el este. Hacia el mar
Dos ejércitos se enfrentaron en la llanura a las afueras de una ciudad antigua, una
oscura y otra dorada.
Lucharon, brutales y sangrientas, durante las largas horas del día gris.
Por la persona que Chaol menos esperaba pasear por las solapas.
Capítulo 46
Traducido por Yun Hdez
Corregido por Cotota
Fue en uno de esos campos que Aedion consideró que iban a defender su posición.
El hielo se mantuvo mientras cruzaban el río y organizaban sus reducidas líneas una
vez más.
La familia real Whitethorn y sus guerreros estaban casi agotados, su magia una sim-
ple brisa. Pero habían mantenido a Morath un día detrás con sus escudos.
Un día que el ejército utilizó para descansar, tallar madera de cualquier árbol, gra-
neros o granjas abandonadas que pudieran encontrar para alimentar sus fuegos. Un
día donde Aedion había ordenado a Nox Owen ir como su emisario a Perranth, la
ciudad natal del ladrón, y ver si había hombres y mujeres que quisieran venir a llenar
sus agotadas filas.
Pero tenían algunas armas, la mayoría viejas y oxidadas. Flechas recién hechas,
por lo menos. Vernon Lochan se había asegurado que su pueblo permaneciera de-
sarmado, temiendo un levantamiento en caso de que se enteraran que la verdadera
Heredera de Perranth había sido prisionero en la torre más alta del castillo.
Y al menos tenían mantas y comida de sobra. Los vagones los acarrearon cada
hora, junto con sanadores –ninguno con dotes mágicos– para curar a los heridos.
Los que estaban demasiado heridos para luchar fueron enviados en los vagones de
suministros a la ciudad, algunos encima de otros.
Aelin no los había defendido con su fuego, los había abandonado para ser masacra-
dos.
Parte de él estaba de acuerdo. Se preguntaba si hubiera sido mejor ignorar las lla-
ves, usar las dos que ya tenían y aniquilar esos ejércitos, en lugar de destruir su
mejor arma para forjar la Cerradura.
Carajo, habría llorado por ver a Dorian Havilliard y su considerable poder en ese
momento. El rey había disparado ilken desde el cielo, había roto sus cuellos sin to-
carlos. Se arrodillaría ente el hombre si eso los salvara.
Era mediodía cuando el ejército de Morath los alcanzó una vez más, sus masas
derramándose sobre el horizonte. Una tormenta barriendo a través de los campos.
Nadie vendría a salvarlos. No había ninguna noticia de Rolfe, las fuerzas de Galan
estaban agotadas, sus naves esparcidas por la costa, y sin ningún susurro del resto
de los soldados de Ansel de Briarcliff.
Aedion mantuvo esa información fuera de su rostro mientras cabalgaba hacia las
líneas del frente, inspeccionando a los soldados.
El fuerte olor a miedo empañaba el gélido aire, el peso de sus temores siendo un
abismo sin fin ampliándose en sus ojos mientras lo seguían con la mirada.
La Perdición comenzó a golpear sus espadas contra los escudos. Un constante rit-
mo para superar las vibraciones de los soldados de Morath marchando hacia ellos.
Aedion no buscó un cambia-formas entre sus filas. Los ilken volaban a baja altura
sobre las rebosantes masas de Morath. Sin duda ella iría por ellos primero.
Los ojos de sus propios soldados eran un toque fantasma detrás de sus omóplatos,
en el casco de su cabeza. No había preparado un discurso para reanimarlos.
Así que Aedion desenvainó la espada de Orynth, levantó su escudo y se unió al con-
stante compás de La Perdición.
El escudo de Rhoe.
Aedion nunca le había dicho a Aelin. Había querido esperar hasta que hubieran re-
gresado a Orynth para revelar que el escudo que había llevado, que nunca perdió,
había pertenecido a su padre. Y a muchos otros antes que él.
No tenía nombre. Incluso Rhoe no sabía su edad. Y cuando Aedion la había tomado
de la habitación de Rhoe, el único objeto que agarró cuando las noticias de que su
familia había sido masacrada, había dejado que los demás también se olvidarán de
el.
Los soldados de los ejércitos de sus aliados aceleraron el ritmo mientras que Morath
se acercaba al borde del río. Una orden gritada por los príncipes Valg montados a
caballo hizo que los primeros soldados cruzaran el río a pie, los ilken manteniéndose
detrás, muy cerca del centro. Para atacar cuando estuvieran exhaustos.
Ren Allsbrook y el resto de sus arqueros se mantuvieron ocultos detrás de las líneas,
escogiendo blancos entre los terrores alados.
Sin cesar, Aedion y su ejército golpearon sus espadas contra los escudos.
Morath avanzó hasta que estuvieron casi del otro lado del río.
Enda y Selllene no necesitaron gritar una orden. Un viento se levantó por encima del
hielo, para luego estrellarse, entre las grietas que ellos habían creado. Luego ellas
destruyeron el hielo. Lo rompieron en pedazos.
Al siguiente, se hundieron, agua salpicando, gritos y gritos llenando el aire. Los ilken
se lanzaron para atrapar a los soldados que se ahogaban bajo el peso de su arma-
dura.
Pero Ren Allsbrook los estaba esperando y, a su rugida orden, los arqueros dispa-
raron sobre los ilken expuestos. Los golpes en las alas los hicieron caer al hielo, en
el agua. Yéndose abajo, algunos ilken eran arrastrados por sus propios soldados.
Los príncipes Valg levantaron una mano, como si compartieran una sola mente. El
ejército se detuvo en la orilla. Viendo como sus hermanos se ahogaban. Observando
cómo Endymion y Sellene seguían destrozando el hielo, impidiendo que se conge-
lara de nuevo.
Encontró a los dos príncipes Valg sonriéndole desde el otro lado del río. Uno pasó
una mano por el negro collar en su garganta. Una promesa y un recordatorio de
exactamente lo que le harían.
El poder de la familia real de los Fae se rompió por fin, anunciado por el hielo que se
formó sobre los soldados que se ahogaban, sellándolos bajo el agua oscura.
Con una ráfaga de negro viento, los príncipes Valg y sus soldados no miraron hacia
abajo cuando empezaron a marchar sobre el hielo, ignorando los puños que golpe-
aban debajo de sus pies.
Aedion guio a su caballo detrás de la línea del frente, hasta donde Kyllian y Elgan
estaban montados en sus propios corceles. Dos mil enemigos habían entrado al río
como máximo. Ninguno emergería.
Aedion no tenía palabras para sus comandantes, quienes lo habían conocido duran-
te la mayor parte de su vida, tal vez mejor que nadie. Ellos tampoco tenían palabras
para él.
Cuando por fin Morath llegó a su orilla, con espadas brillando en el día gris, Aedion
soltó un rugido y avanzó.
I
Los ilken habían aprendido que había un cambia-formas entre ellos, y llevaba la piel
de un guiverno. Lysandra se dio cuenta de eso después de haberlos buscado, sal-
tando de las filas del ejército para atacar a un grupo de tres.
Otros tres habían estado esperando, escondidos en la horda de abajo. Una embo-
scada
Apenas había eliminado a dos, arrancando sus cabezas con su puntiaguda cola,
antes de que sus garras envenenadas la obligaran a huir. Así que había atraído a los
ilken hacia sus propias líneas, justo al alcance de los arqueros de Ren.
Apenas habían conseguido derribar al ilken. Disparos a las alas que le permitieron a
Lysandra arrancar las cabezas de sus cuerpos.
A medida que caían, se lanzaba al suelo, cambiando a medida que avanzaba. Ater-
rizó como un sigiloso leopardo, y se lanzó sobre los soldados de infantería que ya
estaban empujando contra los escudos unidos de Terrasen.
La hábil unidad de La Perdición no era nada contra los números absolutos que los
obligaban a retroceder. Los guerreros Hada, los Asesinos Silenciosos los pocos
soldados de Ansel y Galan que quedaban se dispersaron entre ellos ninguna de
esas letales unidades tampoco podrían detenerlos.
Así que ella arañó y rasgó y desgarró, bilis negra quemaba su garganta. La nieve se
convirtió en barro debajo de sus patas. Los cadáveres apilados, los hombres, huma-
nos y Valg gritaban.
Se atrevió a echar un vistazo hacia el. Los ilken habían concentrado sus fuerzas allí,
golpeando a los hombres en una falange de muerte y veneno.
Había reposicionado a La Perdición entre los flancos derecho e izquierdo para re-
sponder el bamboleo en las llanuras del sur, pero no era suficiente.
Los ilken rasgaban a la caballería, los caballos chillaban mientras garras envenena-
das arrancaban sus entrañas, los jinetes aplastados bajo los cuerpos que caían.
Morath todavía avanzaba. Adelante y con más fuerza, haciendo retroceder a La Per-
dición como si fueran poco más que una rama bloqueando su camino.
Le faltaba el aliento en los pulmones, le dolían las piernas, pero seguía luchando.
Los otros hombres también parecían darse cuenta. Veían más allá de los demonios
contra los que luchaban, hacia los miles que todavía estaban detrás en filas ordena-
das, esperando para matar y matar y matar.
Algunos de sus soldados comenzaron a girar. Huyendo de las líneas del frente.
Morath lo aprovechó. Como una ola rompiendo a la orilla, chocaron contra su lín-
ea frontal. Justo en el centro, que nunca se había roto, incluso cuando los otros se
habían tambaleado.
El caos reinó.
La Perdición intentó y no pudo mantener la línea. Ansel de Briarcliff gritó a sus hom-
bres que huían regresar al frente, Galan Ashryver repitiendo las órdenes a sus pro-
pios soldados. Ren gritó a sus arqueros que se quedaran, pero ellos también aban-
donaron sus puestos.
Lysandra cortó las espinillas de un soldado Morath, luego rasgó la garganta de otro.
Ninguno de los guerreros de Terrasen permaneció detrás de ella para decapitar los
cuerpos caídos.
Nadie.
Lysandra miró hacia los ilken alimentándose en el flanco derecho y supo lo que tenía
que hacer.
Capítulo 47
Traducido por Yun Hdez
Corregido por Cotota
Aedion había imaginado que todos serían asesinados donde estaban, luchando jun-
tos hasta el final. No liquidando uno por uno mientras huían.
Había sido forzado lejos de las líneas cuando Morath se precipitó, incluso La Perdi-
ción tuvo que despegarse del frente. Pronto, la derrota estaría completa.
Las flechas aún volaban desde lo más profundo de sus filas, Ren habiendo incauta-
do una orden, aunque solo fuera para cubrir su retirada.
No una marcha ordenada hacia el norte. No, los soldados corrían, empujándose el
uno al otro.
Miles de hombres pasaron frente a él, con los ojos muy abiertos por el terror. Mora-
th los persiguió, sus príncipes Valg sonriendo mientras esperaban el banquete que
seguramente vendría.
Acabado. Estaba acabado, aquí en este campo sin nombre delante de Perranth.
Los hombres que huían empezaron a detenerse. Girando en dirección a las noticias.
No vino.
Temor se instaló en su corazón, un miedo más profundo del que había conocido.
Lysandra.
Justo cuando la reina de cabello dorado con una armadura prestada se enfrentaba
a dos ilken, con una espada y un escudo en sus manos.
No.
La palabra fue un puñetazo a través de su cuerpo, mayor que cualquier golpe que
haya sentido.
No.
Apartó a los hombres del camino, la nieve y el barro obstaculizando cada paso mien-
tras los dos ilken se acercaban más a la reina de los cambia-formas.
Saboreando la matanza.
Pero los soldados frenaron su huida. Algunos incluso volvieron a formar las líneas
cuando la llamada volvió a salir. La reina está aquí. La reina pelea en primera línea.
Exactamente por qué lo había hecho. Por qué había tomado esa forma indefensa,
humana.
No.
Los ilken se alzaba sobre ella, sonriendo con sus horribles caras destrozadas.
Su grito cuando las garras envenenadas le atravesaron el muslo se oyó por encima
del estruendo de la batalla.
Él se retractaba.
—Por favor —gritó Aedion. La palabra fue devorada por los gritos de los moribun-
dos—. ¡Por favor!
Haría cualquier trato, vendería su alma al dios oscuro, si la perdonaban.
Se retractaba.
Aedion sollozó, lanzándose hacia ella mientras Lysandra intentaba levantarse otra
vez, usando su escudo para equilibrar su peso.
Los hombres se reunieron detrás de ella, esperando ver lo que haría la Portadora de
Fuego, cómo quemaría a los ilken.
No había nada que ver, nada que presenciar. Nada en absoluto, excepto su muerte.
Los hombres corrieron de vuelta a la línea del frente. Giraban sobre sus talones y
corrían hacia ella.
Lysandra sostuvo firmemente su espada, la mantuvo apuntada hacia los ilken con
desafío y rabia.
Ella había estado dispuesta a esto desde el principio. Había aceptado los planes de
Aelin, sabiendo que podría llegar a esto.
Un cambio, un cambio en la forma de un wyvern, y ella destruiría a los ilken. Pero ella
permaneció en el cuerpo de Aelin. Sostenía esa espada, su única arma, levantada.
Ella moriría para mantener a este ejército unido. Para evitar que las líneas se rom-
pieran. Para reunir a sus soldados una última vez.
Su pierna goteaba sangre sobre la nieve, y los dos ilken olfatearon, riendo de nuevo.
Lo sabían, lo que acechaba bajo su piel. Que no era la reina a la que se enfrentaban.
Ella se mantuvo firme. No cedió ni un centímetro a los ilken, quienes avanzaron otro
paso.
Aedion estaba a unos treinta metros de distancia cuando los ilken la golpearon.
Gritó cuando el que estaba a la izquierda la barría con sus garras, el que estaba a la
derecha se lanzaba hacia ella, como si la llevara hacia la nieve.
Lysandra desvió el golpe a la izquierda con su escudo, haciendo que el ilken se de-
sparramara sobre el suelo, y con un rugido, cortando hacia arriba con su espada a
la derecha.
Sangre negra brotó, y el ilken chilló, lo suficientemente fuerte como para hacer sonar
los oídos de Aedion. Pero tropezó, cayendo en la nieve, retrocediendo mientras se
aferraba a su barriga abierta.
Aedion corrió más fuerte, ahora a nueve metros de distancia, el espacio entre ellos
estaba despejado.
El ilken que había sido desparramado aún no había terminado. Con la atención de
Lysandra en el que se retiraba, este volvió a azotar sus piernas.
Aedion alzó la Espada de Orynth con todo lo que quedaba en él mientras que Lysan-
dra se giraba hacia el ilken atacante.
Ella comenzó a caer hacia atrás, levantando el escudo como su única defensa, toda-
vía demasiado lenta para escapar de las garras que la trataban de alcanzar.
Las puntas manchadas de veneno le rozaron las piernas justo cuando su espada
atravesaba el cráneo de la bestia.
Lysandra golpeó la nieve, gritando de dolor, y Aedion estaba allí, levantándola, sa-
cando su espada de la cabeza del ilken y haciéndola caer sobre su musculoso cuel-
lo. Una vez. Dos veces.
La cabeza del ilken cayó en la nieve y el barro; el otro fue tragado instantáneamente
por los soldados Morath que se habían detenido a mirar.
Solo para ser recibidos por una oleada de soldados de Terrasen que corrían al lado
de Aedion y Lysandra, los gritos de batalla rompiendo en sus gargantas.
Tenía que sacar el veneno, tenía que encontrar un sanador que pudiera extraerlo de
inmediato. Sólo quedaban unos pocos minutos para que llegara a su corazón…
Pero solo con la pérdida de sangre... Aedion presionó una mano sobre la piel cortada
y sangrienta para detener el flujo. Lysandra gimió.
Brujas Ironteeth.
Tirando de una gigantesca torre móvil de piedra detrás de ellos. No era una torre de
asedio ordinaria.
Todo lo que necesitaban era una fuente de energía para que los espejos se amplifi-
caran y dispararan hacia el mundo.
Oh dioses
Con su visión Fae, podía distinguir el nivel más alto de la torre, más abierto a los
elementos que los demás.
El ejército vio lo que se acercaba. Si se dieron cuenta de que no era una torre de
asedio, entendían su orden con suficiente claridad. Lo vieron corriendo, con Aelin
sobre su hombro.
Manon nunca había conocido el alcance de la torre, hasta dónde se podría disparar
la magia oscura reunida dentro de ella.
Miró por encima del hombro cuando las brujas que estaban en lo alto de la torre se
separaron para dejar pasar una pequeña figura con una túnica de ónix, con el pálido
cabello suelto.
Una luz negra comenzó a brillar alrededor de la figura, de la bruja. Levantó las ma-
nos por encima de su cabeza, el poder reuniéndose.
El Rendimiento.
Manon Blackbeak se lo había descrito. Las brujas Ironteeth no tenían magia sólo
para eso. La capacidad de liberar el poder de su diosa oscura en una explosión in-
cendiaria que destruía a todos a su alrededor. Incluyendo a la bruja misma.
Aedion siguió corriendo. No tenía más remedio que seguir moviéndose, mientras la
bruja se hundía en el núcleo de la torre revestida por espejos y desataba el poder
oscuro dentro de ella.
El mundo se estremeció.
Aedion arrojó a Lysandra al lodo y a la nieve y se arrojó sobre ella, como si de alguna
manera la salvara de la fuerza rugiente que surgía de la torre, dirigida a su ejército.
Un latido, su flanco izquierdo estaba luchando mientras se retiraban una vez más.
El siguiente, una ola de luz teñida de negro se estrelló contra cuatro mil soldados.
Las fuerzas del Kan habían asestado un golpe suficiente a Morath que los tambores
de hueso habían cesado
No era señal de una derrota segura, pero sí lo suficiente como para que los pasos
de Chaol, que cojeaba, se sintieran más ligeros cuando entró en la tienda de guerra
en expansión de la princesa Hasar. Su surco había sido plantado afuera, la crin de
roan soplaba en el viento del lago. La propia lanza de Sartaq había sido hundida en
el barro frío junto a la de su hermana. Y al lado de la lanza del heredero...
No se había dado cuenta de que el Kan le había dado a su Heredero el ébano para
traer a estas tierras.
Al lado de Chaol, su vestido salpicado de sangre, pero con los ojos claros, Yrene
también se detuvo. Habían viajado durante semanas con el ejército, sin embargo,
viendo el signo de su compromiso con esta guerra que irradiaba los siglos de
conquista que había supervisado...Parecía casi sagrado, ese surco. Era sagrado.
Chaol puso una mano en la espalda de Yrene, guiándola a través de las aletas de
la tienda y en el espacio ornamentadamente decorado. Para una mujer que había
llegado a Anielle ni un momento demasiado tarde, solo Hasar, de alguna manera,
habría logrado erigir su tienda real durante la batalla.
El sofá que Chaol había traído del continente del sur, el sofá en el que Yrene lo había
curado, de donde le había ganado el corazón. Todavía estaba a salvo a bordo de su
nave. Esperando, en caso de sobrevivir, ser los primeros muebles en la casa que él
construiría para su esposa.
Yrene se detuvo junto a su silla, y Chaol tomó su delgada mano entre las suyas,
entrelazando sus dedos. Sucios, ambos, pero a él no le importó. Tampoco a ella, a
juzgar por el apretón que ella le dio.
Cuando la verdadera lucha aún estaba por venir. Como si estos terribles días de
asedio y de derramamiento de sangre, como si los hombres se hubieran rendido hoy,
eran solo el comienzo.
Hasar dijo.
—Puede que no haya terminado así —Chaol levantó una ceja, Hasar hizo lo mismo,
y Sartaq dijo:
Chaol comenzó:
—¿En serio?
El príncipe se frotó el cuello.
En efecto. Una ola de ese tamaño habría borrado parte de la ciudad, la llanura y aguas
termales, y leguas detrás de él. Cualquier ejército en su camino se habría ahogado,
siendo barrido. Incluso podría haber llegado al ejército del kanato, marchando para
salvarlos
—Entonces, alegrémonos de no haberlo hecho —dijo Yrene, con la cara pálida tanto
como ella. Consideró la destrucción. Qué cerca habían llegado a un desastre. Que
Sartaq lo hubiera admitido decía suficiente: podría ser heredero, pero deseaba que
su hermana supiera que él tampoco estaba por encima de cometer errores. Que
tenían que pensar a través de cualquier plan de acción, por más fácil que pudiera
parecer.
Nesryn respiró.
—Dioses santos.
—Pensé que estabas en Terrasen —soltó él. Todos Los informes lo habían confirmado.
Sin embargo, aquí estaba ella, sin ejército a la vista.
Tres machos Fae, guerreros imponentes tan anchos y musculosos como Rowan,
habían entrado, junto con una delicada mujer humana de cabello oscuro.
No estaba él aquí, Chaol se dio cuenta cuando tomó su bastón y cojeó hacia Aelin.
La joven reina dejó escapar una risa de alegría y lanzó sus brazos alrededor de su
cuello. El dolor se deslizó por su espina dorsal por el impacto, pero Chaol la contuvo,
cada pregunta desapareciendo de su lengua.
—Sabía que lo harías —ella respiró, mirando a su cuerpo, a sus pies, luego de
nuevo hacia su mirada—. Sabía que lo harías.
—No solo —dijo con voz espesa. Chaol tragó, liberando a Aelin para extender un
brazo detrás de él. A la mujer que conocía estaba allí, con una mano sobre el medallón
en su cuello.
Tal vez Aelin no lo recordaría, tal vez su encuentro hace años no significaba nada
para ella, pero Chaol hizo que Yrene avanzara.
Chaol supuso que era todo lo que realmente necesitaba ser dicho.
Aelin desdobló el papel, leyendo la nota que había escrito, viendo las líneas de los
cientos de plegados y relecturas de estos últimos años.
—Fui a la Torre —dijo Yrene con voz quebrada—. Tomé el dinero que me diste, y fui
a la Torre. Y me convertí en la aparente heredera de la Sanadora al Mando. Y ahora
he vuelto para hacer lo que pueda. Enseñé a cada curandero que pude las lecciones
que me enseñaste esa noche, sobre defensa personal. No lo desperdicié, ni una
sola moneda que me diste, o un momento del tiempo, la vida que me compraste.
Las lágrimas fueron rodando y rodando por la cara de Yrene.
Aelin cerró los ojos, sonriendo a través de sus propias lágrimas, y cuando los abrió,
ella tomó las manos temblorosas de Yrene.
Aelin dejó escapar una de esas risas ahogadas y alegres, y Rowan se acercó a su
lado. La cabeza de Yrene se inclinó hacia atrás para observar la altura máxima del
guerrero. Sus ojos se ensancharon, no solo por el tamaño de Rowan, sino también
por las orejas puntiagudas, por los caninos alargados y los tatuajes. Aelin dijo.
Porque eso era de hecho una alianza de boda en el dedo de la reina, la esmeralda
salpicada de barro, pero brillante. En la propia mano de Rowan, un anillo de oro y
rubí brillaba.
—Mi compañero —agregó Aelin, agitando sus pestañas al macho Fae. Rowan rodó
sus ojos, pero no pudo contener por completo su sonrisa mientras inclinaba su
cabeza hacia Yrene.
—Es tuyo, como siempre lo fue. Una pieza de tu valentía que me ayudó a encontrar
la mía.
—Me dio coraje; las palabras que escribiste. Cada milla que viajé, cada larga hora
estudié y trabajé, me dio valor. También te agradezco por eso.
Aelin tragó saliva y Chaol lo tomó como excusa suficiente para volver a sentarse, su
espalda dando un tirón cuando se hizo para atrás.
Le dijo a la reina:
—Hay otra persona Responsable de que este ejército esté aquí —señaló a Nesryn,
la mujer ya sonriendo a la reina—. El rukhin que ves, el ejército reunido, es tanto por
Nesryn como es por mi culpa.
Una chispa encendió los ojos de Aelin, y ambas mujeres se encontraron a medio
camino en un apretado abrazo.
—Así lo harás. Pero después —Aelin la aplaudió en el hombro y se volvió hacia los
dos de la realeza que aún estaban junto al escritorio. Altos y majestuosos, pero tan
salpicado de barro como la reina.
Chaol soltó:
—¿Dorian?
Rowan respondió:
—Está con Manon —dijo simplemente Aelin. Chaol no estaba del todo seguro de si
estar aliviado—. Está cazando algo importante.
Aelin asintió. Luego. Pensaría en dónde podría estar Dorian más tarde. Aelin asintió
de nuevo. La historia completa vendría entonces también.
Nesryn dijo:
—Tienes mi eterna gratitud —dijo Aelin, y la voz que salió de ella era, en efecto, la
de una reina.
Cualquier sorpresa que Sartaq y Hasar habían mostrado sobre la reina inclinándose
tan bajo fue oculta mientras se inclinaban hacia atrás, el retrato de la gracia cortesana.
—Mi padre —dijo Sartaq—, se quedó en el kanato para supervisar nuestras tierras,
junto con nuestros hermanos Duva y Arghun. Pero mi hermano Kashin navega con
el resto del ejército. Él estaba a dos semanas cuando nos marchamos.
Aelin miró a Chaol, y él asintió. Algo brillaba en sus ojos ante la confirmación, pero
la reina sacudió su barbilla hacia Hasar.
—¿Recibiste mi carta?
La carta que Aelin había enviado hacía meses, suplicando ayuda y prometiendo solo
un mundo mejor a cambio.
—Tal vez. Recibo demasiadas cartas de princesas estos días para posiblemente
recordarlas o contestarlas todas.
Aelin sonrió, como si los dos hablaran un idioma que nadie más podía entender, un
código especial entre dos mujeres arrogantes y orgullosas. Pero ella hizo un gesto a
sus compañeros, quienes se adelantaron.
—Permítanme presentarles a mis amigos. Lord Gavriel, de Doranelle —un guiño hacia
los ojos castaños y el guerrero de pelo dorado que hizo una reverencia. Los tatuajes
cubrían su cuello, sus manos, pero cada uno de sus movimientos fue agraciado
—Mi tío, más o menos —agregó Aelin con una sonrisa en Gavriel. Cuando las cejas
de Chaol se arrugaron, explicó—. Es el padre de Aedion.
El cabello, la cara ancha... sí, era lo mismo. Pero donde Aedion era fuego, Gavriel
parecía ser piedra. De hecho, sus ojos eran solemnes como él decía.
—Aedion es mi orgullo.
La emoción recorrió el rostro de Aelin, pero ella hizo un gesto al hombre de cabello
oscuro. No era alguien con quien Chaol hubiera querido enredarse, decidió mientras
observaba los rasgos tallados en granito, los ojos negros y la boca sin sonreír.
—De hecho, lo tengo —Aelin entrecerró los ojos y Rowan puso una mano en su la
parte baja de su espalda. Malo, algo terrible había ocurrido. Chaol exploró a Aelin en
busca de algún indicio de eso
—Más tarde —dijo suavemente Aelin. Enderezó los hombros y otro macho de cabello
dorado se adelantó. Hermoso. Esa era la única manera de describirlo.
—Moonbeam.
Otro Fae macho jurado de sangre en su corte. Al otro lado de la tienda, Sartaq maldijo
en su propia lengua Como si hubiera oído hablar de Lorcan, Gavriel y Fenrys.
Aelin le dio a Fenrys un gesto vulgar que hizo reír a Hasar y se enfrentó a la realeza.
—Son apenas caseras. Apenas para su buena compañía —incluso Sartaq sonrió
ante eso. Pero fue a la pequeña y delicada mujer a la que Aelin ahora gesticulaba—.
Y el único miembro civilizado de mi corte, Lady Elide Lochan de Perranth.
Perranth. Chaol había peinado a través de la familia de los árboles de Terrasen solo
este invierno, había visto las listas de tantas familias reales tachadas, víctimas de la
Conquista hace diez años.
El nombre de Elide había estado entre ellos. Otra Terrasen real que había logrado
evadir a los carniceros de Adarlan.
La joven y bella mujer dio un paso adelante e hizo una reverencia a la realeza Sus
botas ocultaban cualquier signo de la fuente de la lesión, pero la atención de Yrene
se disparó directamente a su pierna. Su tobillo
—Es un placer conocerlos a todos ustedes —dijo Elide con voz baja y firme. Sus
ojos oscuros los recorrieron, astutos y claros. Como si ella pudiera ver debajo de su
piel y huesos, a las almas debajo.
Rowan había estado hablando con el capitán de su nave cuando el ruk había pasado
volando.
Según su compañero, el ruk casi se estrelló justo en el barco gracias a la densa nie-
bla sobre el mar. Un explorador de una armada al sur.
Así que Aelin les ayudaría a decidir. Asegurarse de que cuando este negocio con
Anielle hubiera terminado, el ejército del Kan marchara hacia el norte. A Terrasen.
Y a ninguna otra parte. Todo lo que ella necesitaba hacer para convencerlos, era
ofrecerles a cambio eso, ella lo pagaría. Incluso si arrastrarle el culo a Anielle hubie-
ra significado retrasar su propio regreso a Terrasen.
Supuso que sería mejor regresar con un ejército detrás de ella que sola.
Y luego vieron a los ruks, e incluso el miserable Lorcan había jurado asombrado
ante las poderosas y hermosas aves adornadas con armaduras ornamentadas, y los
jinetes armados encima de ellos. El explorador había sido una cosa. Un ejército de
ellos había sido glorioso.
Una mirada a Rowan le dijo que la mente astuta ya estaba calculando un plan.
—Que los dioses nos ayuden — murmuró Chaol. Rowan hizo eco al sentimiento.
—Donde marcharemos será decidido después de que Anielle esté asegurada —el
rostro del príncipe se mantuvo serio, calculador, pero no frío. Aelin había decidido en
unos momentos que le gustaba. Y le gustó aún más cuando se supo que acababa
de ser coronado el Heredero del Kan. Con Nesryn como su posible novia.
Posible, para diversión de Aelin, porque la propia Nesryn no estaba tan interesada
siendo emperatriz del imperio más poderoso del mundo.
Elide espetó:
—Había sido nuestro plan inicial ir hacia el norte, pero otros lugares como Anielle
necesitan liberación.
Un hilo en un tapiz. Así se sentía la noche que había dejado el oro para Yrene en
Innish. Como tirar de un hilo en un tapiz y ver hasta dónde se hacía.
Todo el camino hacia el sur del continente, parecía. Y se había ondulado hacia atrás
con un ejército y un feliz amigo sanado. O tan feliz como cualquiera de ellos podría
estar en el momento.
Aelin se encontró con la mirada de Chaol.
Nesryn se puso de pie, como si fuera consciente de lo que podía significar ese si-
lencio.
—¿Qué tan sólidas son las paredes? —preguntó Gavriel a Chaol, dirigiendo suave-
mente la conversación lejos.
—Han resistido los asedios antes, pero Morath tiene los ha estado martillando du-
rante días. Las almenas son lo suficientemente sólidas, pero otros pocos golpes de
las catapultas y las torres podrían comenzar a ceder.
—Sí —dijo Chaol con gravedad—. Por una torre de asedio. Los ruks no pudieron
llegar a tiempo para derribarla —Nesryn se encogió, pero Sartaq no ofreció una dis-
culpa. Chaol continuó:
“Aseguramos las paredes, pero los soldados Valg mataron a una serie de nuestros
hombres, de Anielle, eso es.
Aelin examinó el mapa, bloqueando el desafío de los feroces ojos de la princesa que
eran un espejo de tantas maneras.
—Entonces, ¿cómo lo jugamos? ¿Nos golpeamos a través de las líneas, o los reco-
gemos uno por uno?
Chaol se inclinó hacia delante, su espalda se estremeció un poco y pasó un dedo por
encima del lago de la costa occidental.
—Esta sección del lago, por desgracia, es poco profunda a cien metros de la orilla.
El ejército podría vadear hacia fuera, atraernos hacia el agua.
—A las pocas horas en esa agua —Yrene contrarrestó, su boca una línea apreta-
da—, los mataría. La hipotermia se establecería rápidamente. Tal vez en unos minu-
tos, dependiendo del viento.
—Eso es si el Valg es víctima de tales cosas —dijo Hasar—. Ellos no mueren como
los hombres verdaderos en la mayoría de los sentidos, y usted afirma que provienen
de una tierra de oscuridad y frío —entonces la realeza realmente sabía acerca de
sus enemigos.
Lorcan abrió la boca para decir algo, sin duda, desagradable, pero los silbidos de
pisadas en el barro fuera de la tienda los hicieron girar hacia la entrada mucho antes
de que una joven bonita y de cabello oscuro irrumpiera, con las trenzas gemelas
balanceándose.
—No lo creerías...
Se detuvo al ver a Aelin. Viendo a los machos Fae. Su boca se formó en una O.
—Borte, conoce a…
Otro conjunto de pasos en el barro, más pesado y más lento que el rápido movimien-
to de Borte, y luego un joven entró tropezando, su piel no era el beso dorado marrón
de Borte o de la realeza, era pálido.
—Ha vuelto —jadeó, mirando boquiabierto a Nesryn—. Desde hace días, juré que
sentí algo, noté cambios, pero hoy todo volvió.
—¿Quién...?
El príncipe Sartaq se acercó al lado de Nesryn, tan elegante como cualquier guerre-
ro Fae.
—¿Cómo?
Pero el joven se había vuelto hacia Aelin, entrecerrando los ojos. Como si tratara de
enfocarla.
Entonces él dijo:
Una tos de Fenrys. Aelin lanzó al guerrero una sonrisa por encima del hombro.
Los ojos del joven se lanzaron sobre su rostro, luego aterrizaron en la enorme esme-
ralda en su dedo. El rubí aún más grande en la empuñadura de Goldryn.
—El comerciante — murmuró Aelin. Lo había visto por última vez en el Desierto
Rojo, con un aspecto de veinte años—. Vendiste tu juventud a una araña stygian.
—Los hilos del destino se entrelazan de formas extrañas —dijo Falkan, luego sonrió
a Aelin—. Nunca supe tu nombre.
—¿Cambia formas?
—Y el tío de Lysandra.
Aelin se desplomó en la silla al lado de Chaol. Rowan puso una mano sobre su hom-
bro, y cuando levantó la vista, lo encontró cerca de la risa.
Rowan sonrió.
—Que por una vez, tú eres a la que golpean en culo por sorpresa.
Su hermano debía haber sido mucho mayor para haber engendrado a Lysandra. Ahí
no había nada de Falkan en la cara de su amiga, aunque Lysandra también había
olvidado su forma original.
—Lysandra es mi amiga, y Lady de Caraverre —dijo Aelin—. Ella no está con noso-
tros —añadió sobre la mirada esperanzada de Falkan hacia las solapas de la tien-
da—. Ella está en el Norte.
Borte había vuelto a estudiar a los machos Fae. No a su considerable belleza, sino
a su tamaño, sus orejas puntiagudas, sus armas y caninos alargados. Aelin susurró
de forma conspiratoria a la chica.
Lorcan la fulminó con la mirada, pero Fenrys se movió en un instante, el enorme lobo
blanco llenando el espacio.
Hasar se rió.
—Dijiste que eras una asesina —los ojos de Falkan eran tan grandes que lo blanco
a su alrededor brillaba—. Le robaste caballos al Señor de Xandria...
—Sí, sí —dijo Aelin, agitando una mano—. Es una larga historia, y estamos en el
medio de un consejo de guerra, así que...
Aelin se echó a reír, pero miró a Nesryn y Sartaq. Ella sacudió su barbilla a Falkan.
—Supongo que no me necesitabas para matar a esa araña stygian después de todo.
Pero Falkan se tensó, su atención se dirigió a Nesryn y Sartaq, a Borte, todavía bo-
quiabierta de los machos Fae.
—¿Lo saben?
Aelin tenía la sensación de que tendría que volver a sentarse. Chaol de hecho dio
unas palmaditas a la silla junto a él, ganándose una risita de Yrene.
Pero cuando sus músculos se calmaron bajo ese toque amoroso, su alma con ella,
su respiración se mantuvo tensa.
Silencio.
—Nos encontramos con sus parientes, los kharankui, en las profundidades de los
Dagul Fells. Ellos vinieron a este mundo a través de una grieta temporal entre reinos,
y se mantuvo después para proteger la entrada, si alguna vez vuelve a aparecer.
—Se alimentan de los sueños y los años y la vida, —dijo Falkan, con una mano en
su pecho—. Como han dicho mis amigos que los Valg hacen.
Aelin había visto a los príncipes de Valg drenar a un humano de cada gota de juven-
tud y vigor y dejan solo un cadáver seco. Ella no lo pondría más allá de las arañas
para que tuvieran un regalo similar.
—¿Qué significa esto para la guerra? —preguntó Rowan, sus pulgares seguían aca-
riciando el cuello de Aelin.
—Si se unirán a las fuerzas de Erawan es la mejor pregunta —desafió Lorcan con
cara de piedra.
—No responden a Erawan —dijo Nesryn en voz baja, y Aelin lo supo. Sabía por la
mirada que Chaol le dio, la simpatía y el miedo, lo sabía en sus huesos antes de que
Nesryn terminara—. Las arañas stygian, los kharankui, responden a su reina Valg.
La única reina Valg. A Maeve.
Capítulo 50
Traducido por Scáthach
Corregido por Cotota
Las manos de Rowan apretaron los hombros de Aelin cuando las palabras se
asentaron en ella, vacías y frías.
Y así lo hizo Nesryn también. De cómo Maeve había encontrado de alguna manera
un camino hacia este mundo, huyendo o aburrida de su marido, Orcus. El hermano
mayor de Erawan. De cómo Erawan, Orcus y Mantyx habían destrozado mundos
para encontrarla, a la esposa desaparecida de Orcus, y solo se habían detenido
aquí porque los Faes se levantaron para desafiarlos. Faes liderados por Maeve, a
quien los reyes Valg no conocieron ni la reconocieron, por la forma que ella había
tomado
La vida que ella había diseñado para sí. Ella rasgó las mentes de todos los Faes
que habían existido, convenciéndolos de que eran tres reinas, no dos. Incluyendo
las mentes de Mab y Mora, las dos hermanas reinas que habían gobernado
Doranelle. Incluso la mente del propio Brannon.
—Pero ella teme a los curanderos —señaló a Yrene—. Ella mantiene a esa
lechuza, dijiste, un curandero Fae esclavizado, porque el Valg podría descubrirla.
Porque esa era la otra parte. La otra cosa que Nesryn había revelado, Chaol e
Yrene añadieron sus propios relatos
Los Valg eran parásitos. E Yrene podía curar a sus huéspedes humanos de ellos.
Lo había hecho con la princesa Duva. Y podía ser capaz de hacerlo con tantos
otros esclavizados con anillos o collares.
Aelin se recostó en su silla, con la cabeza apoyada contra la sólida pared que era
el cuerpo de Rowan. Sus manos temblaron contra sus hombros. Él se sacudió
como dándose cuenta de qué, exactamente, había rasgado su mente. De dónde
provenía el poder de Maeve, lo que le permitía hacer eso. Por qué permanecía
inmortal y atemporal, y sobrevivía a cualquier otro. Por qué el poder de Maeve era
oscuridad.
—También es por eso que le teme el fuego —dijo Sartaq, sacudiendo su barbilla
hacia Aelin—. El por qué te tiene tanto miedo.
Y por qué había querido romperla. Ser igual que el curandero esclavo. Atado en
forma de lechuza a su lado.
—Pensé que… me las arreglé para cortarla una vez —dijo Aelin por fin. Esa
tranquila, antigua oscuridad empujándola, arrastrándola hacia abajo, abajo,
abajo...—. Vi su sangre fluir de negro. Luego cambió a rojo —dejó escapar un
suspiro, saliendo de la oscuridad, del silencio que quería devorarla entera. Se
obligó a ser fuerte. Analizó a Fenrys.
El lobo blanco regresó a su cuerpo Fae. Su piel de bronce estaba cenicienta, sus
ojos oscuros inundados de miedo.
—Lo tenía.
Rowan gruñó:
Nesryn asintió.
—Por lo que dijeron las arañas, parece totalmente posible de que sea capaz de
convencer de que su sangre se veía y sabía a sangre Fae.
Maeve le había contado. Tal vez una historia distorsionada y sesgada, pero ella
le había contado. ¿Por qué? ¿Por qué hacerlo de todos modos? ¿Una forma de
ganarla, o hacerla dudar, si alguna vez llegaban a esto?
—Pero Maeve odia a los reyes Valg —dijo Elide, e incluso desde el lugar silencioso
y errante al que Aelin había ido, podía ver la mente afilada, batiéndose detrás de
los ojos de Elide—. Estuvo escondida por mucho tiempo. Seguramente ella no se
aliaría con ellos.
No solo por el poder de Maeve, sino por ser una reina de los demonios.
Aelin se obligó a tomar otro aliento. Otro más. Sus dedos se curvaron, agarrando
un arma invisible.
Lorcan no había pronunciado una palabra. No había hecho nada más que
permanecer allí, pálido y en silencio. Como si él también hubiera dejado de estar
en su cuerpo.
—No sabemos sus planes —dijo Nesryn—. Los kharankui no la han visto por
milenios y solo escuchan susurros llevados por arañas menores. Pero aun así
siguen adorándola y esperando su regreso.
Silencio absoluto en la carpa. Entonces ella lo explicó todo. El por qué ella no
estaba en Terrasen, quién ahora luchaba allí, a dónde habían ido Dorian y Manon.
—Maeve deseaba que le revelara la ubicación de las dos Llaves del Wyrd. Quería
que se las entregara, pero logré alejarlas antes de que me llevara. A Doranelle.
Quería que me rindiera a su voluntad. Para usarme para conquistar el mundo,
pensé. Pero parece que, tal vez, quería usarme como escudo contra el Valg, para
protegerla para siempre —las palabras salieron, pesadas y afiladas—. Fui su
cautiva hasta hace casi un mes atrás —ella asintió con la cabeza hacia su corte—.
Cuando me liberé, me encontraron otra vez.
El silencio volvió a caer, sus nuevos compañeros estaban perdidos. Ella no los
culpaba.
Entonces Hasar siseó:
—Sí, lo haremos.
Maeve era una Valg. Una reina Valg. Cuyo esposo abandonado había invadido una
vez este mundo y, si Chaol tenía razón, deseaba volver a entrar, si Erawan tenía
éxito en abrir la puerta del Wyrd.
Sabía que su grupo, o como sea que se llamaran ahora, estaban en shock. Sabía
que él mismo había caído en una especie de estupor.
Habían sido tan bien engañados que ni siquiera habían catado su sangre.
Eso era lo que había mantenido retenida a su Corazón de Fuego. ¿Qué clase de
poder había tratado de entrar en su mente?
¿Qué poder había irrumpido en la mente de Rowan? En todas sus mentes, si ella
pudo crear un glamour para que su sangre pareciera y tuviera un sabor ordinario.
Sintió que la tensión aumentaba en Aelin, una tormenta furiosa que casi zumbaba
en sus manos cuando él la agarró por los hombros.
Sin embargo, sus llamas aun no aparecían. No se habían mostrado más que como
una brasa estas semanas, a pesar de lo duro que habían entrenado.
De vez en cuando, veía el rubí de Goldryn brillando mientras ella lo sostenía, como
si el fuego brillara en el corazón de la piedra. Pero nada más.
Ni siquiera cuando se habían enredado en su cama en el barco, cuando sus
dientes habían encontrado esa marca en su cuello.
Y darles tiempo, más tarde esta noche, para resolver este desorden colosal.
Chaol asintió.
—Trajimos un baúl de libros con nosotros —le dijo a Aelin—. Desde la Torre. Todos
están llenos de marcas de Wyrd —Aelin no hizo más que parpadear, pero Chaol
terminó:— Si superamos esta batalla, son tuyos para que los analices. En caso de
que haya algo en ellos que puedan ayudar —contra Erawan, contra Maeve, contra
el terrible destino de su compañero.
Supuso que era justo, tantos territorios estaban ahora en el camino a Morath, pero
cuando esta batalla terminara, estaba seguro de que marcharían hacia el norte. A
Terrasen.
Y cuando todos ellos consideraron que el plan era sólido, junto con un plan de
contingencia en caso de que algo saliera mal, Nesryn solo alcanzó a decir:
—Les buscaremos ruks para llevarlos de vuelta a la fortaleza —antes de que Aelin
irrumpiera en la noche helada, Rowan apenas pudo seguirle el ritmo.
Como si Maeve hubiera apagado esa llama. Hizo que ella le temiera. Que la
odiara.
Aelin cortó a través de las tiendas cuidadosamente organizadas, pasaron por los
caballos y sus jinetes armados, pasaron por los soldados que estaban alrededor de
las fogatas, pasaron junto a los jinetes de ruks y sus poderosos pájaros, quienes
lo llenaron de asombro y lo dejaron sin palabras. Todo el camino hacia el borde
oriental del campamento y las llanuras que se extendían más allá, al espacio
amplio y vacío que existía tras la cercanía de un ejército.
Ella no se detuvo hasta que llegó a un arroyo que habían cruzado hace apenas
unas horas. Estaba casi congelado, pero un pisotón de su bota hizo que el hielo
se resquebrajara. Rompiéndose para revelar el agua oscura besada con la luz
plateada de las estrellas.
Bebió y bebió, ahuecando sus manos para beber. Tenía que estar lo
suficientemente helada como para quemarla, pero ella siguió así hasta que apoyó
las manos en las rodillas y dijo:
Rowan hundió una rodilla, el escudo que había mantenido a su alrededor mientras
ella caminaba hasta aquí había sellado el viento frío de la llanura abierta.
—Yo... no puedo...
—Fue tonto disparar contra Erawan. ¿Pero contra él y Maeve? Ella reunió un
ejército. Es probable que en este momento esté trayendo ese ejército a Terrasen.
Y si Erawan convoca a sus dos hermanos, si los otros reyes regresan...
—Él necesita las otras dos llaves para hacer eso. Él no las tiene.
Sus dedos se curvaron, cavando en sus palmas lo suficientemente fuerte como
para que el sabor de su sangre llenara el aire.
—Debería haber ido tras las llaves. Inmediatamente. No haber venido aquí. No
para hacer esto.
Aelin se pasó las manos por el pelo. Corrientes de sangre manchaban el oro.
—No puedo ganar contra ellos. Contra un rey y una reina del Valg —su voz se
convirtió en lija—. Ya han ganado.
—No lo han hecho —y aunque Rowan odiaba cada palabra, gruñó:— Y tú,
sobreviviste dos meses contra Maeve sin magia que te protegiera. Dos meses en
los que una reina Valg intentó entrar en tu cabeza, Aelin. Para quebrarte.
Aelin se estremeció.
—Al final quería morir, antes de que, incluso, me amenazara con el collar. E incluso
ahora, siento que alguien arrancó algo de mí misma. Es como si estuviera en el
fondo del mar y quién soy, quién era, está lejos de la superficie, y nunca volverá a
estar ahí de nuevo.
Él no sabía qué decir, qué hacer aparte de sacar suavemente los dedos de sus
palmas.
—Lo sé, Aelin —no había comprado los guiños y las sonrisas burlonas por un latido
del corazón.
Rowan la sostuvo hasta que su llanto se calmó y ella se quedó quieta, acurrucada
contra su pecho.
Ella se sentó, pero permaneció en su regazo, mirándole a la cara con una crudeza
que lo destruyó.
Rowan puso una mano en su pecho, justo sobre ese corazón ardiente.
—Corazón de fuego.
Ella puso su mano encima de la suya, cálida a pesar de la fría noche. Como si ese
fuego aún no se hubiera ido completamente. Pero ella levantó la mirada hacia las
estrellas. Al señor del Norte, de pie vigilando.
Ella se sentó en el tronco junto a él, cruda, abierta y temblorosa, pero... la sal de
sus lágrimas habían lavado algo de eso. La estabilizó. Rowan la había estabilizado,
y todavía lo hacía, mientras vigilaba desde las sombras más allá del fuego.
Fenrys levantó la cabeza, con los ojos tan vacíos como ella sabía que habían
estado los de ella.
—Cuando sea necesario hablar de eso —dijo ella, con voz ronca—. Estoy aquí.
Dos sanadores, marcados solo por las bandas blancas alrededor de sus bíceps,
pasaron rápido por ahí, con sus brazos llenos de vendajes.
—Estaban horrorizados, ya sabes —dijo tranquilamente—. Cada vez que ella los
traía para... arreglarte.
Los dos sanadores desaparecieron alrededor de una carpa. Aelin flexionó sus
dedos, sacudiendo la ligereza de ellos.
Ella tragó.
Indefensa. Ella había estado indefensa. Como tantos en esta ciudad, en Terrasen,
en este continente, habían estado indefensos.
Ella no volvería a estar así otra vez. Por el tiempo que le quedara.
I
Gavriel se acercó a Rowan, dio una mirada hacia la reina y a Fenrys, y murmuró:
—No, no lo eran.
—Cómo.
—Sabiendo que una reina Valg quiere esclavizar a mi pareja, y que casi lo hizo, lo
cambia todo.
—Pero sabemos a lo que teme Maeve, por qué le teme —respondió Gavriel, sus
ojos leonados brillantes–. El fuego y a los sanadores. Si Maeve viene con ese
ejército suyo. No estamos indefensos.
Eso era cierto. Rowan podría haberse maldecido a sí mismo por no haberlo
pensado. Otra pregunta se formó, sin embargo.
—¿Serás capaz de vivir con eso, luchando contra nuestra propia gente?
Matándolos.
Rowan no respondió.
—Porque ella no lo hará hasta que Aedion haya hecho el juramento primero.
Ofrecértelo antes que él... ella quiere que Aedion lo haga primero.
—Para que Aedion sepa que ella puso las necesidades de él antes que las de ella.
—Lo sé —Rowan le dio una palmada a su amigo más viejo en la espalda—. Ella
también lo sabe.
—Si hubiera caído, si Aedion hubiera caído, lo sabríamos. La gente de aquí sabría.
No se permitió mirar hacia Aelin. Para recordar sus sueños mientras la buscaba. La
familia que había visto. La familia que harían juntos.
Rowan asintió.
—Reúne a Elide y a Lorcan. Los ruks están casi listos para partir.
Capítulo 51
Traducido por Venus
Corregido por Cotota
Lorcan se detuvo al borde del campamento ruk, apenas percatándose de las majes-
tuosas aves o de sus jinetes blindados mientras se instalaron para pasar la noche.
Unos pocos, él sabía, no encontrarían aún su descanso, sino que se los cargarían
de suministros que se necesitaban para volver a la torre que se alza sobre la ciudad
y la llanura.
Había peleado en más batallas, en más guerras, de las que quería recordar. Mañana
sería un poco diferente, salvo por los demonios que matarían en lugar de hombres
o Fae.
Se había ofrecido a ella, la había querido, o creyó haberlo hecho. Y ella se había
burlado de él. No sabía lo que eso significaba. Sobre ella, sobre él mismo.
Había pensado que su oscuridad, el obsequio de Hella, se había sentido atraída por
ella, que ellos serían emparejados.
Quizá el dios oscuro habría querido que no le jurara lealtad a Maeve, sino que la
matara. Acercarse lo suficiente para hacerlo.
Lorcan no ajustó su capa frente a la ráfaga de are helado del lejano lago. Más bien,
se apoyó en el frío, en el hielo sobre el viento. Como si pudiera arrancar la verdad.
—Estamos viviendo.
No había miedo o lástima en su rostro, su cabello negro iluminado por las antorchas
y fogatas. De todos ellos, ella había manejado las noticias con escaza dificultad,
avanzando hacia el escritorio como si hubiera nacido en un campo de batalla.
Elide echó su cabeza hacia atrás para estudiar su rostro y frunció su boca, un mús-
culo marcado en su mandíbula.
—La serví casi por quinientos años. Quinientos años, y pensé que era inmortal y fría.
—No veo por qué estás tan asombrado. Aun siendo ella inmortal y fría, tú la amaste.
Debiste haber aceptado esos rasgos. ¿Qué diferencia hace que la llamemos de
cierta forma, entonces?
—No la amaba.
Lorcan gruñó.
—¿Por qué sigues volviendo a ese punto, Elide? ¿Por qué es lo único que no puedes
dejar de lado?
—¿Por qué?
—¿Es una enfermedad? —ella demandó—. ¿Es algo roto dentro de ti?
—Elide —su nombre era una picazón en sus labios. Lorcan se atrevió a tomar su
mano.
—Si piensas que porque hiciste un juramento de sangre a Aelin, significa algo para
ti y para mí, estás muy equivocada. Eres inmortal, yo humana. No olvidemos ese
pequeño hecho, tampoco.
Lorcan casi retrocede antes sus palabras, su horrible verdad. Tenía quinientos años.
Debería alejarse, no debería estar malditamente perturbado por nada de esto. Y, sin
embargo, Lorcan gruñó:
Elide soltó una carcajada que nunca antes había escuchado, cruel y mordaz.
—¿Celosa? ¿Celosa de qué? ¿Del demonio a quien servías? —cuadró sus hombros,
una ola creciendo antes de que se estrellara contra la orilla—. La única cosa de la
que estoy celosa, Lorcan, es que ella se haya deshecho de ti.
Lorcan odió que sus palabras impactaran como un golpe. Que no le quedaran
defensas donde a ella se refería.
—No me importa —dijo, girando sobres sus talones—. Y no me importa si sales del
campo de batalla mañana.
Celos. La idea de ello, de estar celosa de Maeve por comandar el afecto de Lorcan
por siglos. Elide se acercó cojeando a la preparada fiesta de los ruks, apretando los
dientes con tanta fuerza que le dolía la mandíbula.
Estaba casi en el primero de los pájaros ensillados cuando una voz dijo detrás de
ella.
—¿Perdona?
—No. Pero tienes que darte cuenta que él le hizo un juramento de sangre a Aelin
por ti. Por nadie más. Así él podía permanecer cerca de ti. Incluso sabiendo lo
suficientemente bien que tú tendrías una vida mortal.
Las aves se movieron sobre sus pies, agitando sus alas en anticipación al vuelo.
Ella lo supo. Lo había sabido desde el momento en que se arrodilló ante Aelin.
Semanas más tarde, Elide no habría sabido que hacer con eso, el conocimiento que
Lorcan había hecho esto por ella. El anhelo de hablar con él, el trabajar con él como
lo habían hecho. Se había odiado por eso. Por no tratar de aferrarse mucho más a
su ira.
Esa era la razón por la que ella había ido tras él esta noche. No para castigarlo, sino
para castigarse a sí misma. Para recordarse a quien había vendido a su reina, cuan
profundamente equivocada había estado.
Y sus palabras de despedida hacia él… eran una mentira. Una repugnante y odiosa
mentira.
—Yo no…
El León se había ido. Y durante el frio vuelo sobre el ejército, después sobre el mar
de oscuridad se propagó entre este y la antigua ciudad, incluso esa sabia voz que
le había susurrado durante toda su vida se había ido.
—Desearía poder ir con ellos —Borte suspiró desde donde ella estaba acariciando
a Arcas—. A pelear al lado del Fae.
—Que buen comandante que eres, fantaseando sobre el Fae como una niña inocente.
—Cuando me enseñen sus técnicas de matar y las use para borrarte del mapa en
nuestra próxima Asamblea, puedes decirle todo sobre mis fantasías.
El apuesto capitán se precipitó sobre su propio ruk, y Nesryn agachó su cabeza para
ocultar su sonrisa, encontrándose a sí misma inmensamente interesada en cepillar
las plumas marrones de Salkhi.
Nesryn no falló al notar la luz que brillaba en los ojos del capitán. O la forma en la
que Borte mordía su labio, apenas visible, y su respiración agitándose.
Yeran se inclinó para susurrar algo al oído de Borte que hizo que los ojos de la chica
se ensancharan. Y aparentemente la aturdió lo suficiente para que cuando Yeran
merodeaba por su ruk, el retrato de arrogancia y fanfarronería, Borte se sonrojara
furiosamente y volviera a limpiar su ruk.
Les hizo un gesto con la mano, escudriñando el cielo nocturno y los ruks aún
elevandose, protegidos por Rowan Whitethorn de cualquier flecha enemiga que
pudiera encontrar un objetivo. Sartaq apenas se había acercado a Nesryn cuando
Borte le dio unas palmaditas a Arcas, arrojó el cepillo en su mochila de suministros
y entró en la noche.
No para darles privacidad, se dio cuenta Nesryn. No cuando Yeran merodeaba desde
el lado de su propio ruc un instante después, arrastrando a Borte a un ritmo lento.
La joven miró por encima del hombro una vez, y había algo más que molestia en su
rostro cuando notó a Yeran pisándole los talones.
—La guerra les hace cosas extrañas a las personas. Hace que todo sea más urgente
—pasó una mano por la parte de atrás de su cabeza, sus dedos se entrelazaron en
su cabello antes de susurrarle en su oreja—. Ven a la cama.
El príncipe arremetió tan rápido por el cepillo que Borte había desechado que Nesryn
se rió.
Capítulo 52
Traducido por Venus
Corregido por Cotota
Dorian se detuvo por los wyverns para responder a las preguntas de los Crochans
que no querían o quizá eran muy temerosos para preguntar a las Trece que había
ocurrido en la Brecha Ferian.
No, una multitud no se alzaba detrás de ellos. No, nadie los había rastreado. Sí,
Manon había hablado con las Ironteeth y les había pedido que se les uniera. Sí,
habían podido entrar y salir vivos. Sí, ella había hablado como ambos, Ironteeth y
Crochan.
Al menos, Asterin le había dicho eso en el largo vuelo de regreso. Hablando de
Manon, discutiendo sus siguientes pasos… A él no le importaba. No aún.
Y cuando Asterin por sí mismo se había callado, él cayó profundamente en sus
pensamientos. Reflexionando sobre todo lo que había visto en la Brecha Ferian, en
cada sala, cámara y foso retorcidos que apestaban a dolor y miedo.
Lo que su padre y Erawan habían construido. La clase de reino que él heredaría.
Las Llaves del Wyrd se agitaron, susurrando. Dorian las ignoró y pasó una mano por
la empuñadura de Damaris. El oro se mantuvo caliente a pesar del frío extremo.
Una espada de verdad, sí, pero también recordatorio de lo que Adarlan había sido
una vez. Lo que se volvería a convertir.
Si él no hubiera flaqueado. No hubiera dudado de sí mismo. Independientemente del
tiempo que le quedara.
Lo pudo haber hecho bien. Todo eso. Lo pudo haber hecho bien.
Damaris se calentó en cómodo silencio y ratificación.
Dorian dejó la pequeña multitud de Crochans y se dirigió a un pedazo de tierra con
vistas a una zambullida mortal en un abismo cubierto de nieve y rocas.
Las montañas salvajes ondeaban en todas direcciones, pero él dirigió su mirada al
Sureste. Hacia Morath, que se avecinaba mucho más allá de la vista.
Él había podido transformarse en un cuervo esa noche en el bosque de Eyllwe.
Ahora suponía que solo necesitaba aprender a volar.
Se extendió hacia su interior, a ese remolino de poder en bruto. El calor floreció en
él, sus huesos gimieron, el mundo se ensanchó.
Abrió su pico, y un gutural graznido salió de él.
Extendiendo sus alas de hollín, Dorian comenzó a practicar.
Capítulo 53
Traducido por Venus
Corregido por Cotota
Pero alguien la había quemado hasta los huesos, tan profundamente que el más
mínimo movimiento dondequiera que yacía (¿una cama? ¿una camilla?) enviaba
agonía a través de ella.
Lysandra se resquebrajó al abrir sus ojos, un gemido bajo se abrió camino hasta su
garganta reseca.
Ella conocía esa voz. Conocía el aroma, como un claro arroyo y nueva hierba. Ae-
dion.
Su brillante cabello colgaba flojo, enmarañado con sangre. Y esos ojos turquesas
estaban manchados de púrpura debajo, y completamente sombríos. Vacíos.
Alrededor de ellos había una tienda de campaña montada, la única luz era propor-
cionada por una linterna que se balanceaba en el viento helado que se deslizaba por
las solapas. La habían amontonado con mantas, aunque él estaba sentado en un
cubo volcado, todavía en su armadura, sin nada que lo calentara.
Lysandra sacó su lengua del paladar y escuchó el mundo más allá de la tenue tienda.
Sus vejas se estrecharon ligeramente. ¿Ha estado inconsciente por tanto tiempo?
—Tuvimos que ponerte en una carreta con los otros heridos. Esta noche es la prime-
ra que nos atrevemos a detenernos —la fuerte columna de su garganta se agitó—.
Una fuerte tormenta golpeó al sur. Ha ralentizado a Morath, solo lo suficiente.
Lysandra se las arregló para tirar una mano de debajo de las mantas, y se estiró
por la jarra de agua puesta junto a su cama. Aedion se puso inmediatamente en
movimiento, llenando una copa.
Pero mientras sus dedos se cerraban alrededor, ella notó su color, su forma.
—¿Cuántos vieron? —Sus primeras palabras, cada una tan áspera y seca como
papel de lija.
Un solemne asentimiento.
—Que ella había estado fuera en una búsqueda importante con Rowan y los demás.
Y que es tan secreto que no nos atrevemos a hablar de ello.
Se habían unido a su reina, solo para darse cuenta de que había sido una ilusión.
Que el poder de la Portadora de Fuego no estaba con ellos. No los protegería contra
el ejército en sus talones.
—Lo siento, Lysandra. Por todo —su garganta se agitó de nuevo—. Cuando vi al
ilken, cuando te vi luchando contra él…
Inútil. Perra mentirosa. Las palabras que le había lanzado, la enfurecían, la arrastraban
de la neblina del dolor. Afiló su enfoque.
—Tú hiciste esto —dijo, con baja voz—, por Terrasen. Por Aelin. Estabas dispuesta
a morir por ellos, por encima de los dioses.
—He sido degradada y humillada de tantas formas, por tantos años —dijo ella, con
voz temblorosa. No de miedo, sino por la marea que barrió todo dentro de ella,
ardiendo junto a la herida en su pierna—. Pero nunca me sentí tan humillada como
cuando me tiraste a la nieve. Cuando me llamaste perra mentirosa en frente de
nuestros amigos y aliados. Nunca —odió las lágrimas de furia que le escocieron los
ojos—. Una vez me vi obligada a arrastrarme ante los hombres. Y por encima de los
dioses, casi me arrastré por ti estos meses. Y, sin embargo, ¿tuve que estar cerca
de la muerte para que te des cuenta de que has sido un estúpido? ¿Tuve que estar
cerca de la muerte para que me veas como humano otra vez?
No ocultó el arrepentimiento en sus ojos. Ella había pasado años leyendo a los
hombres y supo que cada agonizante emoción en su rostro era genuina. Pero no
borraba lo dicho, ni lo hecho.
—Quería que fueras tú —ella dijo—. Después de Wesley, después de todo esto.
Quería que fueras tú. Lo que Aelin me pidió que hiciera no tenía nada que ver con
esto. Lo que ella me pidió que hiciera nunca se sintió como una carga, porque quería
que fueras tú al final de todo —no se limpió las lágrimas que se deslizaron por sus
mejillas—. Y tú me tiraste a la nieve.
La agonía volvió a inquietar su rostro, pero ella ocultó lo que le hizo a ella. Lo que le
hizo el ver a Aedión ponerse de pie, gimiendo suavemente por un dolor no localizado
en su poderoso cuerpo. Por unos cuantas respiraciones, él solo la miró fijamente.
Luego dijo:
— Cada promesa que te hice en esa playa en la Bahía de la Calavera, las hice en
serio.
Y luego se fue.
Aedion había pasado una gran parte de su vida odiándose a sí mismo por distintas
cosas que había hecho.
Pero al ver las lágrimas en el rostro de Lysandra por culpa suya… Nunca se había
sentido más como un bastardo.
Apenas escuchó a los soldados alrededor del él, tensos e intranquilos en la nieve
que soplaba entre sus carpas erigidas rápidamente. ¿Cuántos heridos más morirían
esta noche?
Muchos de los heridos de entre ellos no pudieron decir lo mismo. Las heridas podridas,
la sangre supurada en sus venas... Cada mañana, más y más cuerpos habían sido
dejados en la nieve, el suelo demasiado congelado y sin tiempo para quemarlos.
Comida para las bestias de Erawan, murmuraron los soldados cuando se desplazaban.
Bien podrían ofrecerle al enemigo una comida gratis.
Aedion cerró esa conversación, junto con cualquier tipo de silbido sobre su vuelo y
su derrota. Para cuando acamparon esta noche, a un buen tercio de los soldados,
incluidos los miembros de la Perdición, se les habían asignado varias tareas para
mantenerlos ocupados. Para cansarlos tanto después de la huida de un día para que
no tengan la energía para refunfuñar.
Aedion se encaminó a su propia tienda de campaña, situada justo afuera del anillo
de tiendas de los curanderos, donde yacía Lysandra. Darle una tienda privada había
sido otro privilegio que había usado por su rango.
—Vine para entregar el mensaje por mí mismo. Ya que mi mensaje más confiable
parece inclinado a elegir otra lealtad.
—Por tus actos de osada rebelión, por tu incapacidad de prestar atención a nuestro
comando y llevar a tus tropas a donde fueron ordenadas, por tu total derrota en la
frontera y la pérdida de Perranth, se le quita su rango.
Aedion gruñó.
—Si vuelve a ser atrapada haciéndose pasar por la princesa Aelin —Aedion casi
le arranca la garganta ante esa palabra, Princesa— entonces no tendremos otra
opción que ordenar su ejecución.
—Oh, no soy yo con quien tendrán que lidiar. Buena suerte a cualquier hombre que
intente dañar a una cambia-formas tan poderosa.
Ren empezó.
Ren se iluminó.
El anciano se quedó mirando la espada en sus manos. Incluso fue tan lejos como
para pasar un dedo por el pomo del hueso, el odioso bastardo incapaz de contener
su asombro.
—La Espada de Orynth es solo una pieza de metal y hueso. Siempre lo ha sido.
Es lo que la espada inspira en el portador lo que importa. El verdadero corazón de
Terrasen.
Ren gruñó:
—¿Por qué no estás peleando por esto? —Los ojos de Ren resplandecieron—.
Acabas de entregarle esa espada…
—No le he dado una mierda —Aedion no se molestó en mantener su cansancio, su
decepción y enojo, de su voz—. Déjale tener la espada, el ejército. No me importa
una mierda.
El soldado era nuevo en la Perdición, había sido aceptado en sus filas solo este
verano. Un honor, incluso con la guerra sobre ellos. Un honor, aunque la familia del
soldado había llorado al verlo partir.
Por pelear para el Príncipe Aedion, por pelear por Terrasen, habría valido la pena,
el peso de dejar a atrás su granja. Dejar atrás a la hija del granjero de cara dulce a
quien nunca había tenido la oportunidad de besar.
Los amigos que él había hecho en los meses de entrenamiento y peleas estaban
muertos.
Tan extraño como su cuerpo medio congelado, que nunca se calentaba, aunque
dormía tan cerca del fuego como se atrevía. Si el sueño lo encontraba, con el grito
de los heridos y moribundos. El conocimiento de lo que los cazaban hacia el norte.
No quedaba nadie para ayudarlos. Salvarlos. La reina que creyeron estaba entre ellos,
había sido una mentira. El engaño de una cambia formas. Donde Aelin Galathynius
luchaba ahora, lo que había considerado más importante que ellos, él no lo sabía.
La fría noche entró en acción, amenazando con devorar el pequeño fuego que tenía
ante él. El soldado se acercó poco a poco a la llama, estremeciéndose bajo su capa
desgastada, cada dolor y rasguño del día que palpitaba.
Sin embargo, no abandonaría este ejército. No como algunos de los otros que
murmuraban. Incluso con el príncipe Aedion despojado de su título, incluso con su
reina desaparecida, no abandonaría este ejército.
Nevó por los siguientes dos días, persiguiéndolos hacia el norte por cada milla que
recorrían.
Aedion sabía que él había ganado su lealtad hace un tiempo. Tal como la Perdición
había ganado la suya. Pero no le impidió odiarlo, solo un poco. De desear que
Kyllian se hiciera cargo de todo.
La pierna de Lysandra se curó lo suficiente como para montar, pero él la vio poco.
Ella se mantuvo al lado de Ren, los dos viajaron cerca a los curanderos, en caso sus
puntos se estiraban. Cuando Aedion la vislumbró, a menudo lo miraba directamente
hasta que él quiera vomitar.
Al tercer día, los exploradores corrieron hacia ellos. Informando que Morath había
ganado, y se estaba cerrando detrás, rápido.
Aedion sabía cómo iba esto. Vio cada paso y rostros hambrientos alrededor.
En esta época del año, todavía podría no haberse congelado. Y aun así, con el río
tan ancho y profundo, la capa de hielo que a menudo lo recubría era delgada Para
que su ejército cruzara, tendrían que arriesgarse a que el hielo no colapsara.
Había otros caminos a Orynth. Ir directo al norte hacia las Staghorns, y recortar
hacia el sur hasta la ciudad situada a sus pies. Pero cada hora retrasada permitió
que el anfitrión de Morath ganara terreno.
—El río está a diez millas si al frente —dijo Elgan—. Tenemos que tomar nuestra
decisión ahora.
Arriesgarse por el puente al sur, o el tiempo que tomaría para ir a la ruta larga hacia
el norte. Ren, al ver su reunión, instó a su caballo a acercarse.
—Mierda —escupió.
Sin fin, la nieve girando yacía por delante. Aedion no se atrevió a mirar hacia atrás a
las líneas de soldados que caminaban con dificultad.
Ren, tan silenciosamente como había venido, se dirigió hacia donde cabalgaba al
lado de Lysandra.
Las alas revoloteaban a través del viento y la nieve, y luego un halcón disparaba
hacia el cielo, con una pierna torpemente recta debajo de ella.
Lysandra regresó en una hora. Se dirigió a Ren y solo a Ren, y luego el joven señor
estaba galopando al lado de Aedion, donde Kyllian y Elgan todavía viajaban.
Ren asintió.
No tendrían tiempo para considerar correr hacia la entrada norte de Orynth. Y con
el Florine a pocas millas por delante, demasiado ancho y profundo para cruzar,
demasiado frío para atreverse a nadar, y Morath acercándose por detrás, quedarían
completamente atrapados.
Capítulo 54
Traducido por Carolina
Corregido por Ella R
Chaol le dio de comer una manzana a Farasha, la hermosa y caprichosa yegua ne-
gra después de su vuelo sin precedentes.
Parecía que incluso el caballo de Hellas podía asustarse, aunque Chaol supuso que
cualquier persona sabia se encontraría desconcertada al estar colgando cientos de
pies sobre el aire.
—Alguien más podría hacer eso por ti —apoyada contra la pared del establo de la
fortaleza, Yrene lo observaba trabajar, monitoreando cada débil paso—. Deberías
descansar.
—Ella no sabe qué demonios está pasando. Me gustaría tratar de calmarla antes de
ponerla a dormir.
Antes de la batalla de mañana, antes de que tal vez ellos tuvieran una chance de
verdaderamente salvar Anielle.
Todavía estaba asimilando todo lo que había pasado en los meses que se había ido.
Las batallas y las pérdidas. El lugar donde Dorian se había ido con Manon y las Tre-
ce. Chaol solo podía rezar para que su amigo tuviera éxito, y que no se tuviera que
sacrificar para forjar la Cerradura.
Necesitando desentrañar todo lo que le habían informado, dejó a Aelin y los demás
cerca del Gran Salón para que encontraran algo de comida, e inmediatamente trajo
a Farasha con él. Más que nada para la seguridad de todos los que estaban alre-
dedor del caballo Muniqi, ya que Farasha había tratado de arrancarle un trozo al
soldado más cercano a ella en el momento en que se soltó la capucha. Ni siquiera
la capucha le había ocultado qué era lo que exactamente estaba pasando con el
enorme contenedor al que la habían abrochado.
Pero Farasha no había mordido su mano antes de mordisquear la manzana, así que
Chaol rogó que lo perdonara por el duro vuelo. Una parte de él casi se preguntaba
si la yegua sabría que le dolía la espalda, que necesitaba su bastón, pero que eligió
quedarse allí.
Pasó una mano por su melena de color ébano, luego le dio una palmada fuerte en
el cuello.
—¿Lista para pisotear algunos Valgs gruñones mañana, mi amiga?
—Debería regresar al salón —dijo su esposa—. Ver quien necesita ayuda —pero
ella permaneció ahí.
—¿Qué sabes?
Chaol entrelazó sus dedos. Y luego colocó sus manos sobre su abdomen aún plano.
—Oh —fue todo lo Yrene dijo, mientas su boca quedaba abierta—. Yo… ¿Cómo?
La sonrisa de Yrene fue tan amplia y amorosa que casi rompe el corazón de Chaol
en pedazos.
—¿Cuánto tiempo?
Estudió su estómago, un lugar que pronto se hincharía con un niño creciendo dentro
de ella. El hijo de ambos.
—Algo así
Él resopló.
—¿Y cuándo estuvieras tambaleando con la barriga a punto de estallar?
—Te tambalearás hermosamente, fue lo que quise decir —la risa de Yrene resonó
en él, y Chaol besó la parte superior de su cabeza, su sien—. Vamos a tener un hijo
—murmuró sobre su cabello.
Él sintió su estremecimiento.
—No. Me hubiera gustado escucharlo de tus labios primero, pero entiendo por qué
no querías decir nada todavía. Por muy estúpido que sea —agregó, mordisqueando
su oreja. Yrene lo golpeó en las costillas, y él volvió a reír. Río, a pesar de que todos
los días que habían peleado en esta batalla, con cada oponente que enfrentaba,
temía cometer un error fatal. No podía olvidar que, si él fuera a caer, los dos lo harían.
—Serás un padre brillante —dijo en voz baja—. El más brillante que haya existido
jamás.
—Es un gran elogio, teniendo en cuenta que proviene de la mujer que quería echarme
desde la ventana más alta de la Torre hace unos meses.
Chaol sonrió y respiró su aroma antes de retirarse y rozar su boca contra la de ella.
—Estoy más feliz de lo que puedo expresar, Yrene, por compartir esto contigo.
Cualquier cosa que necesites, estoy a tu disposición.
—Palabras peligrosas.
—Tendré que ganar esta guerra rápidamente, para poder tener terminada nuestra
casa en el verano.
—Por mucho que me gustaría mostrarte lo mucho que estoy a tu disposición —dijo
contra su boca—, tengo otro asunto que tratar antes de ir a dormir.
Chaol pasó un brazo alrededor de sus hombros y le dio a Farasha una caricia de
despedida antes de irse. A pesar del bastón, cojeaba a cada paso y el dolor en su
espalda le recorría las piernas, pero era secundario. Todo, incluso la maldita guerra,
era secundario al lado de su mujer.
Tan bien como la conversación entre Yrene y Chaol había ido, así de mal iban las
cosas entre Aelin Galathynius y su padre.
Yrene no trajo bocadillos, pero eso fue solo porque cuando llegaron al Gran Salón,
ya habían sido interceptados por su padre. Corriendo hacia la habitación donde Aelin
y sus compañeros habían ido para buscar un alivio temporal.
Yrene no dijo nada, vigilando los movimientos de Chaol. El dolor en su espalda tenía
que ser grande, si él estaba cojeando profundamente, incluso si su magia le llenaba.
Ella no tenía idea de dónde había dejado su silla, o si había sido aplastada por los
escombros que caían.
—No era una prioridad —Chaol se detuvo ante la puerta que daba a la pequeña
recámara que había sido limpiada para la reina y tocó.
Yrene retrocedió cuando apareció Aelin Galathynius, con la cara y las manos limpias,
pero con la ropa todavía sucia. A su lado estaba el imponente guerrero hada de
cabello plateado: Rowan Whitethorn. De quien la realeza había hablado con tanto
temor y respeto meses atrás. En la habitación, Lady Elide estaba sentada contra
la pared del fondo, con una bandeja de comida a su lado, y un lobo blanco gigante
yacíendo en el suelo, vigilando con los ojos entrecerrados.
Fue una sorpresa ver el cambio, darse cuenta de que estas hadas podrían ser
poderosas y antiguas, pero todavía tenían un pie en el bosque. La reina, al parecer,
prefería el cambio también, sus orejas delicadamente puntiagudas medio ocultas
por su cabello suelto. Detrás de ella, no había ni rastro del guerrero melancólico de
cabello dorado, Gavriel, o del totalmente aterrador Lorcan. Gracias a Silba por eso,
al menos.
Aelin dejó la puerta abierta, aunque sus dos miembros de la corte permanecieron
sentados. Casi aburridos.
El padre de Chaol miró al príncipe guerrero a su lado. Luego volvió la cabeza hacia
Chaol y dijo:
Yrene se tensó ante las burlas en la voz del hombre. Bastardo. Horrible bastardo.
—Sí, sí, quitemos eso del camino. Aunque no creo que tu hijo realmente lo lamente,
¿verdad?
Los ojos de Aelin se desviaron hacia Yrene, e Yrene trató de no inmutarse bajo esa
mirada turquesa y dorada. Diferencia del fuego que había visto esa noche en Innish,
pero todavía con esa aguda conciencia. Diferentes, ambas eran diferentes de las
chicas que habían sido. Una sonrisa curvó la boca de la reina.
—Creo que lo hizo bastante bien para sí mismo —ella frunció el ceño a su consorte—.
Yrene, al menos, no parece ser de la clase que acapara las mantas y ronca en el
oído toda la noche.
La boca de Aelin se torció cuando se volvió hacia el padre de Chaol. La propia risa
de Yrene murió por la falta de luz en el rostro del hombre. Chaol estaba tenso como
una cuerda de arco cuando la reina le dijo a su padre:
—Esta es mi casa.
Aelin hizo un buen espectáculo mirando boquiabierta al techo, las paredes, los pisos.
—¿Lo es realmente?
Yrene tuvo que agachar la cabeza para ocultar su sonrisa. Lo mismo hizo Chaol.
—No, pero tu hijo es la Mano derecha del Rey, lo que significa que te sobrepasa en
rango.
Yrene y Aelin ya no eran las chicas que habían estado en Innish, no, pero ese fuego
salvaje aún permanecía en el espíritu de la reina. Fuego salvaje ardiendo con locura.
Yrene no tenía ni idea acerca de qué estaba hablando la reina, pero se contuvo en
su risa de todos modos.
Entonces Aelin se alejó, con la mano de su esposo guiándola hacia dentro. Pero no
antes de lanzar una sonrisa por encima del hombro a Yrene y Chaol y decirles, con
los ojos brillantes repletos de alegría y calidez:
—Felicidades.
Cómo lo supo, Yrene no tenía ni idea. Pero las hadas poseían un sentido del olfato
sobrenatural.
Yrene sonrió al mismo tiempo que inclinaba la cabeza, justo antes de que Aelin
cerrara la puerta en la cara del Señor de Anielle.
Chaol se giró hacia su padre, cualquier indicio de diversión estaba escondido como
un experto.
—Bueno, la viste.
El padre de Chaol se estremeció con lo que Yrene supuso que era una combinación
de rabia y humillación, y se alejó. Era una de las mejores escenas que Yrene había
visto.
—Qué hombre tan horrible —Elide terminó su pata de pollo antes de entregarle la
otra a Fenrys, quien había cambiado de nuevo a su forma de hada. Le agradeció con
un gruñido—. Pobre Lord Chaol.
Aelin, extendió sus adoloridas piernas antes de reclinarse contra la pared, terminando
su propia porción de pollo y luego hundiéndose en un trozo de pan negro.
—Pobre de Chaol, pobre de su madre, pobre de su hermano. Pobre de todo aquel
que tenga que lidiar con él.
Rowan puso los ojos en blanco, pero sonrió. Justo como Aelin lo había visto sonreír
cuando ambos olieron lo que había en Yrene. El niño en ella.
Estaba feliz por Yrene, por ambos. Chaol merecía esa alegría, tal vez más que
nadie. Tanto como su propia compañera.
Aelin no dejó que los pensamientos viajaran más lejos. No cuando terminó su pedazo
de pan y se acercó a la ventana, apoyándose contra el costado de Rowan. Él deslizó
su brazo alrededor de sus hombros, casual y tranquilamente.
—Los hombres están aterrados —dijo Rowan, mirando los niveles bajos de la torre—.
Puedes olerlo.
—Se han mantenido fuertes por días. Saben lo que les espera al amanecer.
—Tal vez deberías haberle dicho a Chaol —dijo Aelin—. Podría darles un discurso
motivacional.
—Tengo la sensación de que Chaol les ha dado varios. Este es tipo de miedo que
corroe el alma.
—No lo sé.
Pero ella sintió que él lo sabía. Sintió que quería decir algo más, pero ya fuera su
actual compañía o algún tipo de vacilación se lo impidió.
Así que Aelin no presionó, e inspeccionó los preparativos con sus soldados patrulleros,
el extenso y oscuro ejército más allá. Gritos y aullidos resonaban en la noche, los
sonidos eran tan terribles que arrastraban un escalofrío por su espalda.
—¿Es una batalla en tierra más fácil o peor que una en el mar? —preguntó Aelin a
su esposo, su compañero, mirando su rostro tatuado.
Solo se había enfrentado a los barcos en la Bahía de la Calabera, e incluso eso había
terminado relativamente rápido. Y contra los ilken en los Pantanos de Piedra, pero
eso había sido un exterminio más que nada. No era parecido a lo que les esperaba
mañana. No era parecido a lo que sus amigos habían peleado en el Mar Estrecho
mientras ella y Manon habían estado en el espejo y luego con Maeve en la playa.
—¿Porque a nadie le gusta el olor a perro mojado? —preguntó Aelin por encima del
hombro.
La boca de Rowan se contrajo, pero sus ojos eran duros mientras observaba al
ejército enemigo.
—La batalla de mañana será igual de brutal —dijo—. Pero el plan es sólido.
Aelin solo podía adivinar el lugar dónde podrían estar Lorcan y Gavriel. Ambos se
habían separado al llegar, lo último que podían estar haciendo era montar guardia en
algún lugar, aunque lo más seguro era que estuviesen meditando. Pero probablemente
pelearían a su lado.
—El ejército se ve bastante tranquilo —dijo a modo de saludo, luego se dejó caer
sin ceremonias al suelo junto a Fenrys y levantó la bandeja de pollo hacia él—. Sin
embargo, los hombres están llenos de miedo. Los días de defender estos muros los
han desgastado.
Rowan asintió con la cabeza, sin molestarse en decirle al León que acababan de
discutir esto cuando Gavriel arrancó la comida.
—En efecto.
Aelin podría haber sonreído tristemente, pero la pregunta de Elide se asentó en ella.
El brazo de Rowan cayó de los hombros de Aelin. Sus ojos verde pino estaban muy
abiertos.
—Tú.
Aelin parpadeó.
—El trono pasa a través del linaje materno, solo a una mujer. O debería haberlo
hecho —dijo Rowan—. Eres la única mujer con un reclamo directo y puro de la línea
de sangre de Mab.
No volvería a poner un pie en esa ciudad, con Maeve o sin ella. No estaba segura
de si eso la hacía una cobarde. No se atrevió a alcanzar el reconfortante ruido de su
magia.
Gavriel murmuró:
El sueño de un tonto. Uno que probablemente ella vería llegar. No estaría para
crearlo.
—La Reina Fae del Oeste —dijo Aelin, saboreando las palabras en su lengua.
Piedra que su fuego nunca podría derretir. Ni perforar. La única forma de escapar era
convertirse en eso, disolverse en espuma de mar en una playa.
Cada aliento era más delgado que el anterior. No habían puesto ningún agujero en
este ataúd.
Más allá de sus confines, sabía que había un segundo ataúd al lado del suyo. Lo
supo, porque los gritos ahogados todavía se escuchaban desde ahí.
Dos princesas, una de oro y una de plata. Una joven y una antigua. El costo de sellar
esa puerta para la eternidad para ambas.
El aire estaba tan caliente, tan precioso. Ella no podía salir, no podía salir…
Aire fresco. Las estrellas eran apenas visibles a través de la estrecha ventana.
Pero ella sabía que la estaban mirando, de alguna manera. Esos desgraciados
dioses. Incluso aquí, la estaban mirando.
Las náuseas se agitaban en sus entrañas, pero Aelin lo ignoró, ignoró los temblores
que la recorrían. El calor bajo su piel. Aelin se volvió de costado, acurrucada más
cerca del sólido calor de Rowan, los gritos ahogados de Elena aún resonaban en
sus oídos.
Estar en forma femenina no era del todo lo que Dorian había esperado.
La forma en que caminaba, la forma en que movía las caderas y las piernas era extraño.
Tan desconcertantemente extraño. Si alguna de las Crochans había notado a una joven
bruja entre ellos caminando en círculos, agachándose y estirando las piernas, no detuvie-
ron su trabajo mientras se preparaban para irse del campamento.
Luego estaba el asunto de sus senos, que nunca había imaginado que fuera tan... engorro-
so. No es desagradable, pero el impacto de golpear sus brazos contra ellos, la necesidad
de ajustar su postura para acomodar su ligero peso, aún estaba fresco después de unas
horas.
Había mantenido la transformación tan simple como pudo: había elegido a una joven Cro-
chan la noche anterior, una de las novicias a la que quizás no necesitaban a todas horas o
de la cual no se daban cuenta muy a menudo, y la estudio hasta que ella probablemente lo
considerara un acosador.
Esta mañana, con la imagen de su rostro y su forma aún plantada en su mente, él había
llegado al borde del campamento y simplemente cambio.
Bueno, tal vez no simplemente. El cambio no fue una sensación totalmente agradable,
mientras que los huesos se ajustaron, su cuero cabelludo hormigueaba con el largo cabello
castaño que creció en brillantes olas, cosquilleando la nariz mientras se le daba forma en
una curva delicada.
Durante largos minutos, solo se miró a sí mismo. Sus manos delicadas, as muñecas más
pequeñas. Increíble cuánta fuerza contenían los diminutos huesos. Unas pocas palmaditas
sutiles entre sus piernas le habían dicho lo suficiente sobre los cambios allí.
Y así había estado aquí durante las últimas dos horas, aprendiendo cómo se movía y
operaba el cuerpo femenino. Totalmente diferente de aprender cómo volaba un cuervo,
cómo se movía el viento.
Pensaba que sabía todo sobre el cuerpo femenino. Cómo hacer que una mujer ronroneara
de placer. Estaba medio tentado de encontrar una tienda de campaña y aprender de primera
mano cómo se sentían ciertas cosas.
Las Trece estaban en una disruptiva. Todavía no habían decidido adónde ir. Y no había
sido invitado a viajar con las Crochans a ninguno de sus hogares. Ni al de Glennis.
Sin embargo, ninguno de ellos había mirado en su dirección cuando paso por delante.
Ninguno la había reconocido.
Sus cejas juntaron. Dorian solo le dio una sonrisa perezosa a cambio.
Manon dio un paso hacia él, sus dientes brillando. En este cuerpo, él era más bajo que ella.
Odió la emoción que brotó de su sangre cuando ella se inclinó para gruñirle.
Dorian dejó escapar una risa baja y se dio la vuelta para alejarse. Una mano con punta de
hierro se apoderó de su brazo.
Extraño, que esa mano se sienta grande en su cuerpo. Grande, y no la cosa delgada y
mortal a la que se había acostumbrado.
Sus ojos dorados ardían.
—Si quieres una mujer de corazón débil que llora por decisiones difíciles y finalmente se
resiste a rechazarlas, entonces estás en la cama incorrecta.
Él no había ido a su tienda ninguna de estas noches. No desde esa conversación en Eyllwe.
—Cambia de forma.
Honestamente, pensó que ella podría desenvainar esos dientes de hierro y arrancarle la
garganta. La mitad de él quería que ella lo intentara. Incluso llegó a pasar esas manos
fantasmas a lo largo de su mandíbula.
Él podría haber jurado que ella tembló. Podría haber jurado que ella arqueó su cuello, solo
un poco, apoyándose en ese toque fantasma.
Dorian pasó esos dedos invisibles por su cuello, arrastrándolos a lo largo de sus clavículas.
—Dime que me quede —dijo, las palabras no tenían calidez, ni amabilidad—. Dime que
me quede contigo, si eso es lo que quieres —sus dedos invisibles crecieron en garras y se
rasparon su piel. La garganta de Manon se agitó—. Pero no me dirás eso, ¿verdad, Manon?
—su respiración se volvió irregular. Él continuó acariciando su cuello, su mandíbula, su
garganta, acariciando la piel que había probado una y otra vez—. ¿Sabes por qué?
Cuando ella no respondió, Dorian dejó que una de esas garras fantasma se hundiera en
su piel, solo un poco.
Dorian se acercó, inclinando su cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos mientras
ronroneaba:
—Porque aunque seas más antigua, y mortal de mil maneras diferentes, en el fondo, tienes
miedo. No sabes cómo pedirme que me quede, porque temes admitir que lo deseas. Tienes
miedo. De ti misma más que nadie en el mundo. Tienes miedo.
Durante varios latidos del corazón, ella solo lo miró fijamente.
Entonces gruñó:
Era absurdo.
Algunas de las Crochans habían fruncido el ceño. No con rabia, sino algo así como
decepción. Descontento. Como si pensaran que separarse era una mala idea.
Manon se abstuvo de decir que estaba de acuerdo. Incluso si las Trece siguieran, las
Crochans encontrarían la manera de perderlas. Usarían su poder para atar a los guivernos
el tiempo suficiente para desaparecer.
Manon se detuvo en el campamento de Glennis, el único hogar con un fuego aun ardiendo.
Un fuego que siempre permanecería encendido.
Un recordatorio de la promesa que había hecho para honrar a la reina de Terrasen. Una
sola y solitaria llama contra el frío.
Manon se frotó la cara mientras se dejaba caer sobre una de las rocas que bordeaban el
hogar.
Glennis dijo:
—Nos vamos en unos minutos. Pensé en despedirme.
—Buen vuelo.
Realmente era todo lo que quedaba por decir. El fracaso de Manon no se debió a Glennis,
ni a nadie más que a ella misma, supuso.
Tienes miedo.
Eso era cierto. Ella había intentado, aunque no con todas sus fuerzas, ganarle a las
Crochans. Dejarles ver cualquier cosa que significara algo para ella. Que vieran lo que le
había hecho, que supieran que tenía una hermana y que la había matado. Ella no sabía
cómo, y nunca se había molestado en aprender.
Tienes miedo.
No tenía ganas de decirle a la vieja que no había un hogar para ella ni para las Trece.
—¿Qué pasa?
—Están aquí —cómo Glennis los había olfateado en el viento, no le importaba a Manon.
Conocía a esos wyverns, casi tan bien como conocía a los tres jinetes que enviaron a las
Crochans a un frenesí de movimiento.
Las Matronas de los Clanes Ironteeth las habían encontrado. Y venían a terminar lo que
Manon había comenzado ese día en Morath.
Capítulo 56
Traducido por Carolina
Corregido por Ella R
Manon tragó saliva. Las Matronas realmente habían venido solas. Habían volado
desde donde estaban reunidas, y de alguna manera las habían encontrado.
O rastreado.
Manon no dejó que el pensamiento se asentara. Que ella pudo haber llevado a
las tres Matronas directamente a este campamento. Los suaves gruñidos de las
Crochans a su alrededor, apuntando a Manon, dijeron lo suficiente de su opinión.
Los wyverns se asentaron, sus largas colas se enroscaron alrededor de ellos, esas
espinas mortíferas y resbaladizas listas para infligir la muerte.
—Son esas…
—Sí —dijo en voz baja, con el corazón tronando mientras las Matronas desmontaron
y no levantaron las manos para pedir un armisticio. No, solo se acercaron al hogar, a
la preciosa llama que aún ardía—. No se involucren — advirtió Manon a los demás,
y se dirigió a su encuentro.
No era una batalla del rey, sin importar el poder que habitara en sus venas.
Glennis ya estaba armada, había una espada antigua en sus manos marchitas. La
mujer era tan vieja como la matrona de las Yellowlegs, pero se mantuvo erguida,
frente a las tres Brujas Altas.
Cresseida Blueblood habló primero, con los ojos tan fríos como la corona de púas de
hierro clavada en su frente pecosa.
Llevada por la Matrona de las Yellowlegs para burlarse de estas brujas. Para
escupirles.
—¿Qué compañía tienes en estos días, nieta? —dijo la abuela de Manon, con su
cabello oscuro con mechones plateados trenzado lejos de la cara.
Era una señal de sus intenciones, si el cabello de su abuela estaba trenzado de esa
forma.
Batalla. Aniquilación.
El peso de ser el punto de la atención de las tres Matronas la presionó. Las Crochans
reunidas detrás de ella se movieron mientras esperaban su respuesta.
Sin embargo, fue Glennis quien gruñó, con una voz que Manon aún no había oído:
—Solo hablé la verdad. Y debe haberte asustado lo suficiente como para que
reunieras a estos dos para perseguirme y demostrar tu inocencia al planear contra
ellos.
Las otros dos Matronas ni siquiera parpadearon. Las garras de su abuela estaban
hundidas muy profundamente. O simplemente no les importaba.
¿Habían castigado a Petrah por dejar que Manon saliera con vida del Omega?
¿Todavía respiraba la heredera de las Blueblood? Cresseida había gritado una vez
en el terror y el dolor de una madre cuando Petrah casi se había lanzado a la muerte.
¿Ese amor, tan extraño y extraño, sigue siendo cierto? ¿O había vencido el deber y
el odio antiguo?
Debido a la amenaza que representas para ese monstruo al que llamas abuela.
Manon dio un paso más allá de Glennis, levantando su espada más lejos.
—Vinieron —dijo Manon— porque no tienen un verdadero poder más allá de lo que
les damos. Y tienen miedo de que estemos a punto de quitárselos —Manon puso su
Cuchilla de Viento en la mano, inclinando la espada hacia abajo, y trazó una línea
entre la nieve—. Vinieron solo por ese miedo. Que otros puedan ver de lo que somos
capaces. La verdad que siempre has querido esconder.
—Esa no es tu corona.
Manon dio un paso más allá de la línea que había dibujado en la nieve.
En esa pelea, ella había estado lista para su final. Para decir adiós.
Había dudas en los ojos azules de Cresseida. Como si se hubiera dado cuenta de
algo que las otras dos Matronas no.
Allí, allí era donde Manon atacaría primero. Con quien ahora se preguntaba si de
alguna manera habían cometido un grave error al venir aquí.
Y sus vidas.
—En ese entonces no me mataste —dijo Manon a su abuela—. No creo que puedas
ahora.
Manon desvió el asalto de la vieja bruja, enviándola de vuelta. Justo cuando Cresseida
se lanzó hacia Manon.
Cresseida no era una luchadora entrenada. No como lo eran la Matrona de las
Blackbeak y de las Yellowlegs. Había pasado demasiados años leyendo las entrañas
y escudriñando las estrellas en busca de las respuestas a los enigmas de la Diosa
de Tres Caras.
Un paso a la izquierda hizo que Manon evadiera fácilmente el barrido de las uñas
de Cresseida, y un contraataque hizo que Manon clavara su codo en la nariz de la
Matrona de las Blueblood.
Tan rápido. Sus tres asaltos habían ocurrido en el lapso de unos pocos parpadeos.
Manon mantuvo sus pies debajo de ella. Vio a donde se movió una matrona y como
la otra dejó una peligrosa brecha expuesta.
Fue por ella que apareció la primera tajada de dolor. Un rasguño de uñas de hierro
a través del hombro de Manon.
Pero Manon agitó su espada, una y otra vez, hierro sobre acero resonando a través
de los picos helados.
Dorian nunca había visto una pelea como la que se desarrollaba ante él. Nunca
había visto nada tan rápido, tan letal.
Nunca había visto a nadie moverse como Manon, un torbellino de acero y hierro.
La magia de Dorian se retorció, buscando una salida, para detener esto. Pero ella le
había ordenado que se retirara. Y él obedecería.
A su alrededor, las Crochans temblaban de miedo y temor. Ya sea por la lucha que
se desarrollaba o por que las tres Matronas las habían encontrado.
Manon aún permanecía en el otro lado de la línea que había dibujado. Todavía lo
sostenía.
La bruja de pelo oscuro con voluminosa túnica negra escupió sangre azul sobre la
nieve. La abuela de Manon.
—Patética. Tan patética como tu madre —una burla hacia Glennis—. Y como tu
padre.
—¿Entonces eso es todo lo que puedes hacer? ¿Gruñir como un perro y balancear tu
espada como una inmunda humana? Te desgastarás con el tiempo. Mejor arrodillarte
ahora y muere con lo poco que te queda de honor intacto.
Manon extendió solo una mano con daga de hierro detrás de ella, con los dedos
extendiéndose mientras sus ojos permanecían fijos en las Matronas.
—Rhiannon Crochan mantuvo las puertas durante tres días y tres noches, y ella no
se arrodilló ante ti, ni siquiera al final —una sonrisa—. Creo que haré lo mismo.
Dorian podría haber jurado que la llama sagrada que ardía a su izquierda se encendió
con más intensidad. Podría haber jurado que Glennis contuvo el aliento. Que cada
Crochan que observaba hacia lo mismo.
Se había ido la bruja que había dormido y deseaba la muerte. Se había ido la bruja
que había enfurecido con la verdad que la había hecho pedazos.
La Matrona de las Yellowlegs lanzó una ofensiva que hizo que Manon diera un paso,
y luego otro, con sus espadas levantándose contra cada golpe cortante.
Porque Manon con convicción en su corazón, con total audacia en sus ojos, era
completamente imparable.
Para una bruja, la Matrona Yellowlegs era un el retrato de las pesadillas. Peor de lo
que Baba Yellowlegs había sido nunca. Sus pies apenas parecían tocar el suelo, y
sus uñas curvas de hierro dibujaban sangre dondequiera que cortaban.
Las espadas de Manon bloquearon golpe tras golpe, pero ella no hizo ningún
movimiento para avanzar. Para ganar terreno, aunque Dorian vio varias oportunidades
para hacerlo.
Manon dejó los cortes en su brazo y el sangrado de lado. Pero ella no cedió más
terreno. Un muro que la Matrona Yellowlegs no podía pasar. La vieja soltó un gruñido,
atacando una y otra vez, sin sentido y furiosa.
Vio el lado que Manon dejó abierto, el cebo puesto en una bandeja de plata.
Dorian no apartó la vista esta vez cuando la cabeza que cayó al suelo. En el cuerpo
la túnica marrón cayó con él.
Las dos Matronas restantes se detuvieron. Ninguna de los Crochans detrás de Dorian
hablaba mientras Manon miraba sin compasión el torso sangrante de la Matrona de
las Yellowlegs.
Era como si nueve estrellas hubieran sido arrancadas del cielo y dispuestas para
brillar a lo largo de la simple banda de plata. La luz de la corona bailaba sobre el
rostro de Manon cuando la levantó por encima de su cabeza y la colocó sobre su
cabello blanco sin atar.
Sin embargo, una brisa fantasma movió los mechones del cabello de Manon cuando
la corona brilló, las estrellas blancas brillaron con núcleos de cobalto, rubí y amatista.
Como si hubiera estado dormido durante mucho, mucho tiempo. Y ahora despertaba.
Ese viento fantasma tiró del cabello de Manon hacia un lado, mechones de plata
rozándole la cara.
Y a su lado, a su alrededor, las Trece tocaron dos dedos en su frente con respeto.
En lealtad a la reina que miraba a las dos Matronas restantes. La reina Crochan,
coronada de nuevo.
—Vete.
La bruja Blueblood parpadeó, tenía unos ojos muy abiertos con lo que solo podía ser
miedo y temor.
Manon levantó la barbilla hacia el wyvern que esperaba detrás de la bruja.
—Dile a tu hija que todas las deudas entre nosotras están pagas. Y ella puede
decidir qué hacer contigo. Saca ese otro wyvern de aquí.
Perdonada por la reina de Crochan en nombre de la hija que le había dado a Manon
el don de hablarle a las Ironteeth.
Dejando sola a la abuela de Manon. Dejando a Manon con las espadas alzadas y
una corona de estrellas brillando en su frente.
Manon estaba brillando, como si las estrellas sobre su cabeza pulsaran a través de
su cuerpo. Una belleza maravillosa y poderosa, como ninguna otra en el mundo.
Como nadie lo había sido nunca, o lo sería de nuevo.
Los labios de Manon se curvaron en una pequeña sonrisa mientras avanzaba hacia
su abuela.
Una luz cálida y danzante fluía a través de ella, tan inquebrantable como lo que
había derramado en su corazón en los últimos minutos sangrientos.
El peso de la corona era ligero, como si hubiera sido elaborado con luz de la luna.
Sin embargo, su fuerza era como una canción, que se atenuaba antes de que la
única Matrona dejara de estar pie. Así que Manon siguió caminando.
Ella dejó la espada de Bronwen a unos pocos metros de distancia. Dejó la Cuchilla
de Viento a varios pies más allá.
Con las uñas clavadas, con los dientes listos, Manon se detuvo apenas a cinco
pasos de su abuela.
La sonrisa de Manon creció. Y ella podría haber jurado que sintió a dos personas de
pie junto a su hombro.
Ella sabía que nadie estaría allí si miraba. Sabía que nadie más podía verlos, sentirlos,
pararse con ella. De pie junto a su hija contra la bruja que los había destruido.
No pertenecía a los padres cuyos espíritus se quedaron a su lado, que podrían haber
estado allí todo el tiempo, llevándola hacia esto. Quien no la había dejado, incluso
con la muerte separándolos.
Manon le hizo una seña a Asterin con una mano en la punta de hierro.
La nieve crujió, y Manon se giró, inclinándose para tomar la peor parte del ataque.
—Déjala irse.
Con un chasquido de las riendas, su abuela estaba en el aire, las grandes alas del
wyvern las volaron con viento brusco.
Cuando no quedaron rastros de las Matronas, solo sangre azul y un cadáver sin
cabeza que teñía la nieve, Manon se volteó hacia las Crochans.
Glennis tomó la corona, y las estrellas se apagaron. Una pequeña sonrisa apareció
en el rostro de la vieja.
—Lo que fue robado ha sido restaurado; lo perdido ha sido devuelto a casa. Te
saludo, Manon Crochan, Reina de las Brujas.
Manon se mantuvo firme contra el temblor que amenazaba con doblarle las piernas.
Se mantuvo firme mientras las otras Crochans, Bronwen incluida, cayeron sobre una
rodilla.
Dorian, de pie entre ellos, sonrió, más brillante y más libre de lo que jamás había
visto.
Y luego las Trece se arrodillaron, dos dedos se acercaron a sus cejas cuando
inclinaron sus cabezas, con un orgullo feroz iluminando sus caras.
—Reina de las Brujas —declararon las Crochan y Blackbeak como una sola voz.
Como un pueblo.
Capítulo 57
Traducido por Cris
Corregido por Cotota
Una hora antes del amanecer, la fortaleza y dos ejércitos más allá se agitaban.
Rowan apenas había dormido, en cambio se había quedado despierto junto a Aelin,
escuchando su respiración. Que el resto de ellos durmiera profundamente era testi-
monio de su agotamiento, aunque Lorcan no los había encontrado de nuevo. Rowan
estaba dispuesto a apostar que era por elección.
Había visto los números acampados afuera. Valg, los hombres humanos leales a
Erawan, algunos cayeron como bestias, sin embargo, ninguno como el ilken o los
Sabuesos del Wyrd, o incluso las Brujas.
Aelin podía limpiarlo antes de que el sol hubiera salido por completo. Unas cuantas
explosiones de su poder, y ese ejército se habría ido.
Había visto brillar la esperanza en los ojos de las personas en la fortaleza, el temor
de los niños a medida que pasaban. La Portadora de Fuego, susurraron. Aelin del
Fuego Salvaje.
¿Qué tan pronto ese temor y esperanza se derrumbarían hoy cuando no se desatara
una chispa de ese fuego? ¿Qué tan pronto el miedo de los hombres cambiaría de
rango cuando la Reina de Terrasen no borrara las legiones de Morath?
Pero no podía exigirle saber por qué ella no podía o no podía usar su poder, por qué
no lo habían visto o sentido nada después de esos primeros días de libertad. No
podía preguntar qué habían hecho Maeve y Cairn para posiblemente hacerla temer
u odiar su magia lo suficiente como para que ella no lo tocara.
—La quemaron.
—¿Qué?
—¿Por qué me dices esto? —Fenrys, juramento de sangre o no, lo que había hecho
por Aelin o no, no estaba al tanto de estos asuntos. No, era entre él y su compañero,
y nadie más.
—La estabas mirando en mitad de la noche. Pude verlo en tu cara. Todos lo piensan…
¿por qué no acaba de quemar al enemigo hasta el infierno?
Fenrys dijo:
—Él la puso en esos guantes de metal. Y una vez, los calentó sobre un brasero
abierto. Ahí... —se tropezó con sus palabras, y Rowan apenas podía respirar—.
Les tomó dos semanas a los curanderos arreglar lo que él hizo con sus manos y
muñecas. Y cuando se despertó, no había más que piel curada. Ella no podía decir
lo que era real y lo que era una pesadilla.
Rowan alcanzó una de las pesqueras que algunos de los niños rellenaban cada pocos
momentos y la tiraba sobre su cabeza. El agua helada mordió su piel, ahogando el
rugido en sus oídos.
—Cairn hizo muchas cosas así —Fenrys tomó una jarra y se echó un poco en las
manos antes de frotárselas en la cara. Las manos de Rowan temblaron mientras
observaba el embudo de agua hacia la cuenca situada debajo del abrevadero—.
Sus marcas de reclamación, sin embargo —Fenrys se limpió la cara de nuevo—. No
importa lo que le hicieron, se quedaron. Más largas que cualquier otra cicatriz, se
quedaron.
—La última vez que la curaron, justo antes de que escapara. Fue entonces cuando
desaparecieron. Cuando Maeve le dijo que habías ido a Terrasen.
Las palabras golpearon como un soplo. Cuando ella había perdido la esperanza de
que él viniera por ella. Incluso los curanderos más grandes del mundo no habían
podido quitárselo hasta entonces.
Fenrys se levantó del abrevadero, secándose la cara con la misma falta de ceremonia.
—Así que puedes dejar de preguntarte qué pasó. Enfócate en algo más hoy.
El guerrero siguió el ritmo a su lado mientras se dirigían hacia donde les habían
dicho que se serviría un magro desayuno.
—Nunca la forzaría a que me dijera nada que no estuviera lista para decir —había
sido su ofrecimiento desde el principio. Parte de por qué se había enamorado de
ella.
Debería haber sabido entonces, durante esos días en Mistward, cuando se encontró
compartiendo partes de sí mismo, su historia, que nunca le había contado a nadie.
Cuando se encontró necesitando decírselo, en fragmentos y piezas, sí, pero él quería
que ella lo supiera. Y Aelin había querido oírlo. Todo ello.
Descubrieron a Aelin y Elide ya en la mesa del buffet, con el rostro sombrío mientras
recogían trozos de pan, queso y frutas secas. No había rastro de Gavriel o Lorcan.
Ella zumbó y le ofreció un bocado del pan que ya había cavado mientras recogía el
resto de su comida. Él obedeció, el pan espeso y abundante, y luego dijo:
—Estabas dormida cuando me fui hace unos minutos, pero de alguna manera me
pegaste a la mesa del desayuno —otro beso en su cuello—. ¿Por qué no estoy
sorprendido?
Elide se rió junto a Aelin, amontonando comida en su propio plato. Aelin solo le dio
un codazo mientras se alineaba a su lado.
Los cuatro comieron rápidamente, rellenaron sus odres en la fuente en un patio
interior y se pusieron a buscar una armadura. Había poco en los niveles superiores
que fuera adecuado para usar, por lo que descendieron a la torre, más y más profundo,
hasta que se encontraron con una habitación cerrada.
—Parece que ya estaba abierto cuando llegamos aquí —dijo con suavidad.
Aelin le dirigió una sonrisa maliciosa, y Fenrys sacó una antorcha de su soporte en
el estrecho pasillo de piedra para iluminar la habitación más allá.
—¿No pudo haber distribuido esto? —Elide frunció el ceño ante los bastidores de
espadas y dagas.
—Es todo reliquias —dijo Fenrys, acercándose a una de esas estanterías y estudiando
la empuñadura de una espada—. Antiguo, pero sigue siendo bueno. Realmente
bueno —agregó, sacando una cuchilla de su vaina. Miró a Rowan—. Esto fue forjado
por un herrero de Asterion.
Dioses, la amaba.
Rowan lo hizo. Él y Fenrys encontraron una armadura que podría encajar en ciertas
áreas. Tuvieron que renunciar a todo el traje, pero tomaron pedazos para reforzar
sus hombros, antebrazos y espinillas. Rowan acababa de terminar de atarse unas
rodilleras en las piernas cuando Fenrys dijo:
De hecho, deberían hacerlo. Rowan miró otras piezas y comenzó a recoger dagas
y hojas extra, luego secciones de otro traje que podría ajustarse a Lorcan, Fenrys
haciendo lo mismo para Gavriel.
—Debes cobrar mucho por tus servicios —murmuró Elide. Incluso mientras la Dama
de Perranth ataba algunas dagas a su propio cinturón.
—Necesito alguna forma de pagar mis gustos caros, ¿no? —Aelin arrastró las
palabras, pesando una daga en sus manos.
Pero aún no se había puesto ninguna armadura, y cuando Rowan le dirigió una
mirada inquisitiva, Aelin levantó la barbilla hacia él.
Su cara era ilegible por una vez. Tal vez ella quería un momento a solas antes de
la batalla. Y cuando Rowan trató de encontrar alguna palabra en sus ojos, Aelin se
volvió hacia el escudo que había reclamado. Como si lo contemplara.
Nadie los detuvo. No con el cielo tornándose gris, y los soldados corriendo a sus
posiciones en las almenas.
Rowan y Fenrys no tenían que ir muy lejos. Estarían estacionados junto a las puertas
en el nivel inferior, donde los arietes podrían salir volando si Morath se desesperaba
lo suficiente.
El kanato haría la primera maniobra, el impulso inicial para que Morath se moviera.
—Siempre olvido cuánto odio esta parte —murmuró Fenrys—. La espera antes de
que comience.
Gavriel se acercó a ellos, Lorcan una oscura tormenta detrás de él. Rowan sin decir
nada le entregó a este último la armadura que había reunido.
—Cortesía del Señor de Anielle.
Lorcan le dirigió una mirada que decía que sabía que Rowan no creía una palabra,
pero comenzó a ponerse la armadura de manera eficiente, Gavriel estaba haciendo lo
mismo. Si los soldados a su alrededor marcaron esa armadura, si Chaol la reconoció,
nadie dijo una palabra.
A lo lejos, el cielo gris se aclaraba aún más, Morath se agitó para descubrir que el
ejército dorado del kanato ya estaba en su lugar.
La armadura hizo ruido cuando los hombres se movieron, su miedo llenó la nariz de
Rowan.
Esto sería todo, hoy. Ya fuera si esa esperanza se mantenía o se había fracturado.
En ese momento, el cielo del despertar reveló dos torres de asedio que fueron
arrastradas hacia ellos. Justo a la pared. Mucho más cerca de lo que Rowan había
notado por última vez cuando sobrevolaba la noche anterior. Morath, al parecer,
tampoco había estado durmiendo.
—Tenemos minutos hasta que la primera torre haga contacto con la pared —observó
Gavriel.
Un escaneo de las almenas, los soldados sobre ellos, no revelaron ninguna señal
de Aelin.
—Será mejor que alguien le diga que deje de prepararse y venga aquí.
El choque de pies blindados y escudos era tan familiar como cualquier canción. Los
soldados de infantería de Morath apuntaban a las paredes de mantenimiento, lanzas
listas. En el otro extremo de la hueste, los soldados se enfrentaban, con lanzas y
picas en ángulo para interceptar el ejército del kanato.
Un cuerno explotó desde las profundidades de las filas del kanato, y las flechas
volaron.
La masa de soldados Morath ni siquiera se estremeció o miró hacia atrás para ver
qué había sido de sus líneas traseras.
—Ellos están haciendo de esto su asalto total, entonces —dijo Lorcan con la misma
calma.
—¡Arqueros! —Sonó el bramido de Chaol. Detrás de ellos, por las almenas, los
arcos gimieron.
Pero si a uno de ellos había que destacar, eran los soldados de la tala. Por lo que
sea que hicieran para reunir a sus espíritus. Y Fenrys, tan bueno como un arquero
como Rowan, él admitiría, lo haría muy bien.
Rowan siguió la línea de la punta de flecha de Fenrys hasta donde había marcado a
uno de los portadores de una escalera de asedio.
Si Aelin no llegaba en otro momento, tendría que dejar las almenas para encontrarla.
¿Qué demonios la había detenido?
Lorcan sacó su antigua espada, que Rowan había presenciado derribando soldados
en reinos lejos de aquí, en guerras mucho más largas que esta.
—Se dirigirán hacia las puertas cuando la torre de asedio se acople —dijo Lorcan,
mirando desde las almenas a la puerta un nivel más abajo, el pequeño bastión de
hombres frente a ella. Se habían derribado árboles para apuntalar las puertas de
metal, pero si un grupo lo suficientemente sólido de soldados enemigos lo rodeaba,
podrían destruir esos soportes y los pesados cierres en cuestión de minutos. Y abrir
las puertas a las hordas más allá.
—No les dejamos llegar tan lejos —dijo Rowan, mirando hacia la enorme torre
acercándose pesadamente. Los soldados se movían detrás de él, esperando escalar
su interior—. Chaol derribó la torre el otro día sin nuestra ayuda. Puede volver a
pasar.
—¡Descarguen! —el rugido de Chaol hizo eco en las piedras, y las flechas cantaron.
Morath no se detuvo. Marcharon justo sobre los soldados que cayeron en sus líneas
de frente.
El pulso del miedo humano en las almenas onduló contra su piel. El cuadro tendría
que golpear rápido y golpear bien para sacudirlo.
Algunos de los soldados por los que pasaron estaban rezando, un estremecimiento
de palabras en el frío aire de la mañana.
Rowan le lanzó una mirada, pero el hombre, mirando boquiabierto a Lorcan, se calló.
Chaol ordenó otra volea, y las flechas volaron, Fenrys disparó mientras caminaba.
Como si apenas le molestara.
Aun así, las oraciones susurradas continuaron por la línea, las espadas temblando
junto con ellos.
Pero aquí, en este nivel de las almenas... esas caras estaban pálidas. Con los ojos
muy abiertos.
—Es mejor que alguien diga algo inspirador —dijo Fenrys con los dientes apretados,
disparando otra flecha—. O estos hombres se van a mear en un minuto.
Por un minuto fue todo lo que les quedaba, cuando la primera torre de asedio se
acercó un poco más.
—Es demasiado tarde para los discursos —dijo Rowan antes de que Fenrys pudiera
responder—. Mejor mostrarles lo que podemos hacer.
Sacó su espada, luego soltó con el pulgar el hacha a su lado. Gavriel desenvainó
dos cuchillas de su espalda, cayendo en posición de flanqueo a la derecha de
Rowan. Lorcan se plantó a su izquierda. Fenrys tomó la retaguardia, para atrapar a
cualquiera que atravesara su red.
Había abatido unos pocos con sus espadas primero. Para mostrar lo fácil que se
podía hacer, que Morath estaba desesperado y que la victoria estaría cerca. La
magia vendría después.
Justo cuando la pared debajo de ellos se estremeció ante su impacto, Fenrys susurró:
—Dioses santos.
No hacia el puente que se derrumbó, los soldados que se encontraban en las oscuras
profundidades del interior.
Sino a quien surgió del arco de la fortaleza detrás de ellos. Lo que surgió.
Rowan no sabía dónde mirar. A los soldados saliendo de la torre de asedio, saltando
sobre las almenas, o en Aelin.
A la reina de Terrasen.
Ella había encontrado una armadura debajo de la fortaleza. Una hermosa, pálida
armadura dorada que brillaba como un amanecer de verano. Reteniendo su cabello
trenzado, una diadema yacía contra su cabeza. No era una diadema, sino una pieza
de armadura. Parte de un conjunto antiguo para una dama desde hace mucho tiempo
enterrada.
Una corona para la guerra, una corona para llevar en la batalla. Una corona para
liderar ejércitos.
No había miedo en su rostro, sin duda, cuando Aelin levantó su escudo, lanzando
a Goldryn en su mano una vez antes de que el primero de los soldados de Morath
estuviera sobre ella.
Rowan se puso en movimiento, sus cuchillas encontraban sus marcas, pero aun así
la observaba.
Todo mientras se dirigía hacia esa torre de asedio. Sin trabas. Soltado.
Aelin tomó a tres soldados Valg y los dejó muriendo en las piedras.
Ella plantó su línea ante las fauces abiertas de esa torre de asedio, justo en el
camino de esas hordas repletas. Cada momento del entrenamiento que había hecho
en el barco aquí, en la carretera, cada nueva ampolla y callo, todo para reconstruirse
para esto.
La reina ha llegado.
Goldryn, inquebrantable, con el escudo extendido por el brazo, Aelin brillaba como
el sol que ahora rompía sobre el ejército del kanato cuando se enfrentaba a cada
soldado que se lanzaba en su camino.
Y mientras Rowan se abría paso más cerca, a medida que ese grito recorría las
almenas y los hombres de Anielle corrían para ayudarla, se dio cuenta de que Aelin
no necesitaba una onza de fuego para inspirar a los hombres a seguirla. Que ella
había estado esperando, tirando de la broca, para mostrarles lo que ella, sin magia,
sin ningún poder divino, podría hacer.
Nunca había visto una vista tan gloriosa. En cada tierra, en cada batalla, nunca
había visto algo tan glorioso como Aelin antes de la garganta de la torre de asedio,
sosteniendo la línea.
Con el amanecer rompiendo alrededor de ellos, Rowan soltó un grito de batalla y
desgarró a Morath.
Así que ella lo haría. Así que ella había elegido la armadura de oro y su corona de
batalla. Y esperó hasta el amanecer, hasta que la torre de asedio se estrelló contra
las almenas, antes de desatarse.
Para evitar que los hombres aquí se rompan, para limpiar el miedo que se desvanece
en sus ojos.
Para convencer a los miembros de la realeza del kanato de lo que podría hacer, de
lo que podía hacer.
Goldryn cantó con cada golpe, su mente tan fría y afilada como la espada mientras
evaluaba a cada soldado enemigo, sus armas, y los derribaba en consecuencia.
Apenas sabía que Rowan luchaba a su lado, Gavriel y Fenrys luchaban cerca de su
flanco izquierdo.
Pero ella era muy consciente de los hombres mortales que saltaron a la refriega con
gritos de desafío. Lo habían hecho hasta aquí. Ellos sobrevivirían hoy, también. Y la
realeza del kanato lo sabría.
Los cascos al galope ahogaron la batalla, y luego Chaol estaba allí, con la espada
encendida, entrando en la marea interminable que se precipitó desde la entrada de
la torre.
Las flechas se levantaron del ejército más allá de la pared, pero una ola de viento
helado las rompió en astillas antes de que pudieran encontrar marcas.
Un oscuro borrón se precipitó, y luego Lorcan estaba en la boca de la torre de
asedio, su espada balanceándose tan rápido que Aelin apenas podía seguirla. Se
abrió camino a través del puente de metal de la torre, en la escalera más allá. Como
si luchara por las rampas y hacia el campo de batalla en sí.
Aelin sonrió con gravedad. Ella los derribaría a todos. Entonces Erawan. Y luego se
desataría sobre Maeve.
En el extremo opuesto del campo, el ejército del kanato empujó, ganando el campo
paso a paso.
Lo que Lorcan y el León harían al llegar al fondo, cómo desalojarían la torre, ella no
lo sabía. No lo pensó.
La muerte había sido su maldición y su don y su amiga durante estos largos, largos
años. Ella estaba feliz de saludarla de nuevo bajo el sol dorado de la mañana.
Capítulo 58
Traducido por Cris
Corregido por Cotota
Elide ni siquiera estaba en las almenas, y ya no deseaba volver a soportar otra gue-
rra.
Los soldados que fueron arrastrados, sus heridas... Ella no sabía cómo estaban tan
tranquilos los curanderos. Cómo Yrene Westfall trabajaba tan firmemente mientras
un hombre gritaba, gritaba, gritaba cuando sus órganos internos asomaban a través
de la herida en su vientre.
La gente temblaba de vez en cuando, y Elide se odiaba a sí misma por estar conten-
ta de no saber qué significaba. Aquella duda se la comía, no saber cómo les iba a
sus compañeros. Si tan solo el ejército del kanato estuviera lo suficientemente cerca
como para que esta pesadilla pudiera terminar pronto.
Pasarían horas cuando la curandera de ojos oscuros y ojos afilados llamada Eretia
había afirmado que Elide había vomitado al ver a un hombre cuya espinilla se había
clavado en su pierna. Todavía faltaban horas para que la curandera reprimiera, así
que sería mejor que terminara de agitarse y volviera al trabajo.
No es que hubiera mucho que Elide pudiera hacer. A pesar del generoso don de
poder que corría a través de la línea de sangre de Lochan, ella no poseía magia,
ningún don más allá de leer a la gente y mentir. Pero ella ayudó a los curanderos a
inmovilizar a los hombres. Se apresuraron a conseguir vendas, agua caliente y cual-
quier salve o hierba que los curanderos solicitaran con calma.
Ninguno de ellos gritó. Solo alzaron sus voces, la magia brillaba a su alrededor, si un
soldado gritaba demasiado fuerte para que sus palabras se escucharan.
El sol apenas estaba sobre el horizonte, a juzgar por la luz de las ventanas coloca-
das en lo alto del Gran Salón, y muchos ya yacían heridos. Tantos.
Así que Elide ayudó a los curanderos de ojos claros, sujetó a los hombres gritando
y suplicando, y no se detuvo.
No, ese magnífico caballo los pisoteaba, intrépido y malvado, tal como Chaol había
predicho. Un caballo cuyo nombre significaba mariposa, pisoteando fuerte a todos
los soldados de infantería Valg.
Pero Morath se estaba lanzando contra las paredes y las puertas con un furor que
aún no habían presenciado. Quizás sabían quién había venido a Anielle y ahora los
habían derribado. Aelin y Rowan lucharon espalda con espalda, y Fenrys se abrió
camino por las almenas para unirse a Chaol en la segunda torre de asedio.
Él no le fallaría.
El rukhin tuvo pérdidas, pero no tantas. No ahora que un ejército luchó debajo de
ellos.
Sartaq dirigió el centro, y desde donde Nesryn ordenó el flanco izquierdo, ella vigiló
a Kadara y a él. Un ojo en Borte y Yeran, dirigiendo el flanco derecho hacia el lado
occidental de la batalla, Falkan Ennar en forma de ruk con ellos.
Tal vez lo imaginó, pero Nesryn podría haber jurado que el cambia-formas luchó con
renovado vigor. Como si los años que volvieron a él le ayudaran con su fuerza.
Nesryn le dio un codazo a Salkhi, y se zambulleron otra vez, los jinetes detrás de
ella siguieron su ejemplo. Flechas y lanzas se alzaron para encontrarlos, algunos
soldados de Morath huyeron. Nesryn y Salkhi se levantaron nuevamente en el aire
cubiertos de sangre más negra.
Nesryn sabía que le daría una patada en el trasero por eso, pero ella le gritó al
capitán Rukhin detrás de ella para mantener la formación, y dirigió a Salkhi hacia el
príncipe.
—¿Qué está mal? —dijo ella. Salkhi se agitó más fuerte y se alineó con el pelotón
del príncipe.
Sartaq señaló hacia adelante. A la pared de montañas más allá del lago y la ciudad.
A la represa que tan casualmente había mencionado romper para eliminar al ejército
de Morath.
Con cada batir de las alas de Salkhi, se hizo más claro. Lo que lo envió a una loca
carrera.
Salkhi se acercó más. Nesryn alcanzó una flecha. Sus dedos se curvaron alrededor
del aire.
Sartaq, sin embargo, tenía dos flechas a la izquierda, y disparó ambas más o menos
a la treintena.
A Morath no le importaba que sus propias fuerzas fueran arrastradas. Perderían hoy
de todos modos.
Las dos flechas de Sartaq encontraron sus marcas, pero los dos soldados que
cayeron no causaron que los otros cayeran el ariete. Una vez más, levantaron el
carnero hacia atrás y lo lanzaron hacia adelante.
Salkhi se inclinó por instinto, espiando el enorme cerrojo de hierro antes de que lo
hiciera Nesryn. Un rayo disparado desde un dispositivo de aspecto pesado que ellos
debían haber enrollado allí. Para mantener a los ruks lejos.
Con el estómago revuelto, Nesryn se elevó de nuevo, evaluando a los soldados que
estaban debajo.
Sartaq hizo señas desde las cercanías, Entrelácense desde las dos direcciones.
Reúnanse en el centro.
Los vientos gritaban en sus oídos, pero Nesryn tiró de las riendas, y Salkhi formó
un amplio arco. Sartaq convirtió a Kadara, la imagen reflejada en la maniobra de
Nesryn.
—¡Lo más rápido que puedas, Salkhi! —le gritó Nesryn a su ruk.
Al llegar a la presa, a los soldados, Salkhi y Kadara se lanzaron el uno contra el otro,
cruzaron caminos y se arquearon nuevamente hacia afuera. Entrelazándose rápido
como el viento mismo.
Un rayo de hierro disparó para Sartaq y arrancó el aire por encima de él, casi rozando
su cabeza.
Una grieta astillada sonó esta vez. Un gemido profundo, como una bestia terrible
despertando de un largo sueño.
Otro rayo de hierro disparó hacia ellos y falló. Nesryn y Sartaq se cruzaron el uno
con el otro, volando tan rápido que sus ojos se agitaron. El viento cantaba, lleno de
las voces de los moribundos y heridos.
Y luego estaban allí, las garras de Salkhi extendidas mientras chocaba contra la
máquina de hierro que había lanzado esos pernos, destrozándola. Los soldados
gritaron cuando el ruk cayó sobre ellos, también.
Los que estaban en el ariete se lanzaron en otro estruendo contra la presa antes de
que Sartaq y Kadara los atacaran. Los hombres salieron volando, algunos golpeando
la presa. Algunos aterrizando en pedazos.
Lo que vieron los hizo remontarse a la fortaleza tan rápidamente como los vientos
pudiesen llevarlos.
Lorcan se había abierto camino por el interior oscuro y estrecho de la primera torre
de asedio, matando a los soldados en su camino. Gavriel lo siguió, y pronto se
puso al día cuando Lorcan se encontró sosteniendo la entrada de la torre contra los
innumerables soldados que intentaban entrar.
Los dos bajaron la marea, incluso cuando algunos de los gruñidos de Morath
superaron sus espadas. Whitethorn y la reina estarían esperando para recogerlos.
Lorcan perdió la cuenta de cuánto tiempo él y Gavriel mantuvieron la entrada a la
torre de asedio, cuánto tiempo tomó hasta que sus fuerzas lograron desalojarla.
Su magia sería inútil. Toda la maldita cosa estaba construida de hierro. Las escaleras,
también. Como si Morath hubiera anticipado su presencia.
Solo el gemido del metal colapsando les advirtió que la torre se estaba derrumbando
y los envió corriendo al campo de batalla.
Donde ellos se habían encontrado fuera de las puertas. Fenrys y Lord Chaol habían
aparecido en los muros de las almenas con arqueros y habían disparado contra los
soldados que habían corrido hacia Lorcan y Gavriel.
El aliento de Lorcan había sido un latido constante, una caída a tierra cuando los
cuerpos se amontonaban a su alrededor.
Solo necesitan mantener la puerta el tiempo suficiente para que el ejército del kanato
invadiera el hostal Morath.
Lorcan volvió a perder la noción del tiempo. Solo vagamente sabía que el sol se
estaba arqueando sobre el cielo.
Suficiente para que los ruks arrancaran las escaleras de asedio de las paredes.
Lo suficiente para que lord Chaol le gritara a él y a Gavriel que escalasen una escalera
de asedio y regresaran de una maldita vez.
Gavriel obedeció, al ver que la escalera de hierro se retiraba de los soldados Morath,
que permanecía en su lugar el tiempo suficiente para que subieran de nuevo a las
almenas.
Pero las fuerzas del kanato estaban cerca. Y un golpe en el hombro de Lorcan le dijo
que no corriera, sino que luchara.
Así que Lorcan escuchó. No se molestó en gritarle a Gavriel, que ahora estaba a
mitad de la escalera, antes de lanzarse a la refriega.
Lorcan se abrió camino hacia las líneas del kanato que avanzaban, y algunos
soldados Morath huyeron a su paso. Algunos cayeron antes de que él los alcanzara,
su magia rompió sus vidas.
Una parte de él no quería que terminara, incluso cuando su cuerpo comenzó a gritar
por un descanso.
Nada. Elide lo había dejado suficientemente claro. Ella lo amaba, pero se odiaba por
ello.
Ella merecía una vida de paz, de felicidad. Él no conocía tales cosas. Había pensado
que los había vislumbrado durante los meses que habían viajado juntos, antes de
que todo se fuera al infierno, pero ahora sabía que no estaba destinado a nada como
eso.
Los cascos dorados del ejército del kanato se hicieron claros, sus caballos ardientes
se afanaron. Más fino que cualquier hostia contra la que hubiera luchado en un reino
mortal. En muchos reinos inmortales, también.
Tal vez se merecía lo que pasó después. Se lo merecía por sus pensamientos
patéticos, o su arrogancia al bajar sus escudos.
La hoja del soldado Valg se movió hacia arriba. Lorcan se arqueó, bramando cuando
la carne desgarró su espina dorsal. Ninguna armadura, no había habido una armadura
que les colocara sobre sus torsos.
El soldado Morath se movió de nuevo, más adepto que los demás. Quizás el hombre
al que había infestado tenía alguna habilidad en el campo de batalla, algo que el
demonio manejaba en su favor.
Lorcan apenas podía levantar su espada antes de que el soldado se hundiera en las
entrañas de Lorcan.
Lorcan cayó, haciendo sonar la espada. El barro helado lamió su cara, como si se
lo tragara todo. Llevándolo a las profundidades oscuras del reino de Hellas, donde
merecía estar.
La tierra tembló bajo los cascos atronadores y las flechas gritaron en lo alto.
Sus oídos aún resonaban con el estruendo de la batalla, su aliento era un latido
áspero que Aelin hacía eco. Ahora, las pequeñas heridas en él habían comenzado
a sanar, un hormigueo bajo sus ropas manchadas. La lesión que tenía en la pierna,
sin embargo, necesitaría más tiempo.
Al otro lado de la llanura, que se extendía hacia el horizonte, el ejército del Kan
se aseguró de verificar los muertos. Las espadas y las lanzas brillaron a la luz de
la tarde mientras se levantaban y caían, cortando cabezas. Rowan siempre había
recordado el caos y las prisas de la batalla, pero esto, las consecuencias aturdidas
y cansadas, esto, lo había olvidado.
Los curanderos ya se habían abierto paso por el campo de batalla, con sus estandartes
blancos contra el mar de negro y oro. Aquellos que necesitaban ayuda más intensiva
fueron llevados por los ruks y directamente al caos del Gran Salón.
—Pérdidas mínimas —decía la princesa Hasar, una mano apoyada en una pequeña
sección de la muralla que no estaba cubierta de sangre negra o roja—. Los soldados
de infantería fueron los más golpeados; los Darghan permanecen casi intactos.
Rowan asintió. Impresionante, más que impresionante. El ejército del Kan había
sido una fuerza bellamente coordinada, moviéndose a través de la llanura como si
fueran agricultores cosechando trigo. Si no hubiera sido arrastrado a la danza de la
batalla, podría haberse detenido para maravillarse con ellos.
La princesa se volvió hacia Chaol, sentado en una silla de ruedas, con el rostro
sombrío.
—¿Y en su extremo?
Chaol miró a su padre, quien observó el campo de batalla con los brazos cruzados.
Su padre dijo sin mirarlos
El dolor pareció parpadear en los ojos del bastardo, pero él no dijo nada más.
Chaol le dio a Hasar una mueca de disculpa, se apretó las manos en los brazos de
la silla. Los soldados de Anielle, aunque lucharon valientemente, no eran una unidad
entrenada. Muchos de los que habían sobrevivido eran guerreros experimentados
que habían luchado contra los hombres salvajes en los Colmillos, le había dicho
Chaol a Rowan antes. La mayoría de los muertos no lo habían hecho.
Rowan se preparó.
La irritación, profunda y casi oculta, brilló en los ojos de Aelin. Sin embargo, no volvió
a hablar, no presionó a la princesa sobre sus próximos pasos. Ella solo observaba el
campo de batalla una vez más, mordiéndose el labio.
Ella apenas se había detenido durante la batalla, pensando solo cuando ya no había
más Valg para matar. Y en los minutos transcurridos desde que se despejaron los
muros, se mantuvo callada, distante. Como si todavía estuviera saliendo de ese
lugar tranquilo y calculador al que había descendido mientras luchaba. Ella no se
había molestado en quitarse su armadura. La corona de batalla de bronce estaba
cubierta de sangre, su cabello enmarañado con eso.
Por ahora. Tenían cosas más importantes que considerar. Cosas que llevaron a
su compañero a roer su labio. Cuando el ejército del príncipe Kashin llegara, si
realmente se dirigían hacia el norte, a Terrasen. Si hoy hubiera sido suficiente para
hacerlos caer.
Dos formas tomaron forma en el cielo. Kadara y Salkhi, elevándose para mantenerse
a una velocidad casi sin control.
La gente se escabulló del camino de los ruks cuando Sartaq y Nesryn aterrizaron
en las almenas, deslizándose de sus monturas y corriendo directamente hacia ellos.
De hecho, los labios de Sartaq estaban sin sangre. El aroma de ambos estaba
empapado de miedo.
—¿Qué es?
—Supongo que no tuvieron éxito gracias a ustedes —dijo Aelin, mirando hacia esa
presa cercana, las aguas embravecidas de la parte superior del lago y el río que
mantenía a raya.
Nesryn se estremeció.
—No hay a dónde ir —dijo el padre de Chaol—. El agua rugirá por millas, y esta
muralla no podrá contener a todas sus fuerzas.
—Invoca a los ruks —dijo Chaol—. Que logren reunir a la mayor cantidad posible, y
vuelen hasta la cima detrás de nosotros —señaló la pequeña montaña en la que se
había construido la torre—. Ponlos en las rocas, ponlos en cualquier lugar.
—¿Y los que no lleguen a los ruks? —Presionó la princesa, algo como el pánico
rompiéndose en su feroz rostro.
El propio corazón de Rowan tronó. Habían ganado la batalla, solo para que el
enemigo tuviera la última palabra en su victoria.
—¿Fue una trampa todo el tiempo? —Chaol se frotó la mandíbula—. Erawan sabía
que traía un ejército. ¿Escogió a Anielle para esto? ¿Sabiendo que vendría y que
usaría la presa para limpiar a nuestro anfitrión?
—Piénsalo más tarde —advirtió Aelin, con el rostro tan serio como el de Rowan.
Ella escaneó la llanura—. Diles que corran. Si no pueden obtener un ruk, entonces
que corran. Si llegan al borde del Bosque de Oak, podrían tener una oportunidad si
pueden subirse a un árbol.
Su compañero no mencionó que con una ola de ese tamaño, esos árboles se
sumergirían. O serian arrancados de sus raíces.
Gavriel preguntó:
—Lo comprobamos —dijo Sartaq, tragando con fuerza—. Morath sabía dónde
golpear.
Tal vez si él tuviera todos sus primos, pero Enda y Sellene estaban en el norte, sus
hermanos y parientes con ellos.
—Abre las puertas de mantenimiento —dijo Chaol en voz baja—. Cualquier vecino
debe correr lejos de aquí. Los más alejados tendrán que huir hacia el bosque.
Esto no puede terminar aquí, parecía decir. Pánico, el pánico se encendió en sus
ojos. Rowan agarró su mano temblorosa y apretó.
Elide encontró a sus compañeros y sus aliados, no en una sala del consejo, sino
reunidos en las almenas. Como si los cuerpos y la sangre no estuvieran a su alrededor.
Ella se encogió a cada paso a través de la sangre, tanto negra como roja, tratando de
no encontrarse con los ojos ciegos de los soldados caídos. Ella había sido enviada
por Yrene para ver cómo le iba a Chaol, una pregunta jadeante y temerosa de una
esposa que no había oído nada de su destino desde que comenzó la batalla.
Elide llegó al lado de Chaol justo cuando Nesryn Faliq saltó encima de su hermoso
ruk, lanzándose a una zambullida hacia el ejército de abajo. No, los otros ruks.
Elide puso una mano en el hombro de lord Chaol, atrayendo su atención desde
donde vio a Nesryn volar. Salpicado de sangre, pero sus ojos de bronce eran claros.
Y lleno de terror.
Fue Aelin quien respondió, su armadura ensangrentada era extraña y antigua. Una
visión de antaño.
—La presa se va a romper —,dijo la reina con voz ronca—. Y limpiar a cualquiera en
la llanura.
Oh dioses. Oh dioses.
Elide miró entre ellos, y supo la respuesta a su siguiente pregunta ¿Qué se puede
hacer?
Nada.
Los ruks se dirigieron a los cielos, volando hacia ellos, con soldados en sus garras y
aferrados a sus espaldas.
—¿Alguien ha advertido a los curanderos? —Elide señaló las banderas blancas que
agitaban tan lejos en la llanura—. ¿A la Sanadora en Mando? —Hafiza estaba allí,
había dicho Yrene.
Silencio. Luego, el príncipe Sartaq juró en su propia lengua y corrió hacia su ruk
dorado. Estaba volando por el campo de batalla en cuestión de segundos, sus gritos
sonaban. Kadara se sumergió cada pocos momentos, y cuando se levantó de nuevo,
otras pequeñas figuras estaban en sus garras. Los sanadores. Agarrando a tantos
de ellos como pudo.
Elide se giró hacia sus compañeros cuando los soldados comenzaron a correr hacia
la fortaleza, pisoteando cadáveres y heridos por igual. Las órdenes salieron en el
idioma del continente del sur, y más soldados en el campo de batalla saltaron a la
acción.
Aelin y Rowan solo miraron hacia el campo de batalla, observando con Fenrys y
Gavriel mientras los ruks corrían para salvar a todos los que podían. Detrás de ellos,
la princesa Hasar caminaba de un lado a otro, y Chaol y su padre murmuraban sobre
dónde podrían caber todos en la fortaleza. Todos los que habían sobrevivido.
—Él... salió al campo de batalla durante los combates. Lo vi justo antes de que las
tropas del kanato lo alcanzaran.
—¿Dónde está? —La voz de Elide se rompió. Fenrys la enfrentó ahora. Luego Rowan
y Aelin. Elide rogó, con la voz entrecortada—. ¿Dónde está Lorcan?
Elide se giró hacia el campo de batalla. A ese tramo interminable de cuerpos caídos.
Soldados huyendo. Muchos de los heridos siendo abandonados donde yacían.
—¿Donde?
—Casi al otro lado del campo —respondió Gavriel, con voz tensa, y señaló a través
de la llanura—. Yo... no lo vi después de eso.
Rowan le dijo:
—No puedo.
—No lo usaste ni una vez durante la batalla —desafió Rowan—. Debes estar
completamente preparado para hacerlo.
—No puedo.
—Déjalo.
Alguna conversación tácita pasó entre ellos, y la esperanza que ardía en el pecho
de Elide se apagó cuando Rowan retrocedió. Le dio a Fenrys un asentimiento de
disculpa. Fenrys, que parecía que iba a ponerse enfermo, volvió a enfrentarse al
campo de batalla.
Él estaba allí abajo. Él estaba allí abajo, entre ese ejército, tal vez herido y desangrado.
Nadie la detuvo mientras Elide corría dentro de la fortaleza. Cojeando a cada paso,
con dolor atravesándole la pierna, pero no vaciló cuando golpeó la escalera interior
y se sumergió en el caos.
Soldados y curanderos huyeron por las escaleras, empujando a Elide. Los gritos eran
casi ensordecedores, rebotando en las piedras antiguas. Ella luchó en su camino
hacia abajo, sollozando entre dientes.
La gente gritaba, un torrente interminable subía las escaleras. Aun así, Elide se abrió
paso, resbalando aquí, resbalando allá. Ni siquiera la miraron, ni siquiera intentaron
despejar el camino mientras fluían hacia arriba. Fue solo cuando Elide tropezó de
nuevo que gritó en la escalera:
Nadie escuchó, así que ella lo hizo de nuevo. Llenó sus pulmones de aire, y con voz
de mando, con cada onza de poder que había visto usar a los hombres Fae para
intimidar a sus oponentes:
—¡Despejen un camino para la reina!
Esta vez, la gente se apretaba contra las paredes. Elide tomó la pequeña abertura
y gritó su orden una y otra vez, con el tobillo aullando de dolor con cada paso hacia
abajo.
Pero ella lo hizo. Llegó al caótico nivel inferior, a las puertas abiertas repletas de
soldados. Más allá de ellos, cuerpos estirados en el horizonte. Guerreros y curanderos
y los que llevaban a los heridos se apresuraron hacia cualquier escalera que pudieran
encontrar.
Le tomo a Elide cojear cinco pasos hacia la puerta abierta antes de que supiera que
sería imposible. Para cruzar el campo, encontrarlo en la llanura sin fin, antes de que
la presa explotara y fuera arrastrado. Antes de que se fuera para siempre.
Él no estaba muerto.
Él no estaba muerto.
Elide escruto las puertas, los cielos en busca de cualquier signo de un ruk que podría
llevarla.
Contempló a los caballos que eran sacados de sus establos por frenéticos mozos,
las bestias se resistían al pánico que los rodeaba mientras eran arrastrados hacia
las rampas.
Una yegua negra se alzó, su grito fue una aguda advertencia antes de que golpeara
sus cascos en el mozo. El caballo de lord Chaol. El hombre chilló y cayó hacia atrás,
apenas agarrando las riendas cuando el caballo pisoteó, con las orejas planas en la
cabeza.
Ella le dijo al frenético peón, aun alejándose del caballo medio salvaje:
—Yo la tomaré.
—Te necesito, corazón feroz —se encontró con los ojos oscuros y furiosos de
Farasha—. Te necesito —su voz se quebró—. Por favor.
Caballos y adiestradores pasaron junto a ellas, pero Elide se mantuvo firme. Esperó
hasta que Farasha bajó la cabeza, como dando permiso.
Los estribos eran lo suficientemente bajos gracias a las largas piernas de Lord Chaol
para que Elide pudiera alcanzarlos. Se tragó el grito mientras su peso se asentaba en
su tobillo malo, mientras se empujaba, y se sentaba en la silla de montar de Farasha.
Una pequeña misericordia, que ni siquiera habían tenido tiempo de desmontar a los
caballos después de la batalla. Un conjunto de lo que parecían ser tirantes colgaba
de sus costados, seguramente para mantener al lord Chaol estabilizado, y Elide los
desenganchó. Cualquier peso, cualquier cosa que disminuyera su búsqueda, tenía
que ser descartado.
Directo a la llanura.
Capítulo 60
Traducido por Viv_J
Corregido por Cotota
Rowan sabía que su magia simplemente retrasaría lo inevitable. Había debatido volar
al dique, para ver si podía mantener la estructura en su lugar el tiempo suficiente,
no podía detener el río por completo, pero si disminuir la fuerza en el otro lado... sin
embargo no podía ser detenido.
Soldados y curanderos corrieron a buscar la fortaleza, los ruks que se lanzaban a
través del campo de batalla para llevar a los primeros en el camino del agua hacia
la seguridad. Pero no era lo suficientemente rápido. Incluso sin saber cuándo se
rompería la presa, no sería lo suficientemente rápido.
¿Estaba Lorcan actualmente entre los que corrían, o se las había arreglado para
subirse a un ruk?
—El poder —Fenrys le dijo en voz baja a él, agarrando la pared resbaladiza—.
Fue lo único que Connall y yo compartimos.
—Lo sé —dijo Rowan. No debería haber empujado—. Lo siento.
Fenrys simplemente asintió.
—No he podido soportarlo desde entonces. Yo... ni siquiera estoy seguro de poder
usarlo de nuevo —dijo, y repitió—. Lo siento.
Rowan le dio una palmada en el hombro. Otra cosa por la que haría pagar a
Maeve.
—Es posible que ni siquiera lo hayas encontrado, de todos modos.
La mandíbula de Fenrys se apretó.
—Él podría estar en cualquier parte.
—Podría estar muerto —murmuró la princesa Hasar.
—O herido —Chaol intervino, girando hacia el borde de la pared para observar el
campo de batalla debajo y a la presa distante más allá.
Aelin, a pocos metros de distancia, también miró hacia ella, su cabello empapado
de sangre que se desprendía de su trenza con el viento áspero. Fluyendo hacia esas
montañas, la destrucción que pronto sería desatada.
Ella no dijo nada. No había hecho nada desde que Nesryn y Sartaq trajeron la
noticia. Su peor pesadilla, se dio cuenta, ser incapaz de ayudar, de verse obligada
a mirar mientras otros sufrían. Ninguna palabra podría consolarla, ninguna palabra
podría arreglar esto. Parar esto.
—Podría intentar rastrearlo —ofreció Gavriel.
Rowan se sacudió el miedo que se arrastraba.
—Volaré, trataré de localizarlo y te daré una señal.
—No te preocupes —dijo la princesa Hasar, y Rowan estaba a punto de gruñir su
réplica cuando señaló el campo de batalla—. Ella ya se adelantó.
Rowan se giró, los demás siguieron su ejemplo.
—No —respiró Fenrys.
Allí, galopando a través de la llanura en un caballo negro familiar, estaba Elide.
—Farasha —murmuró Chaol.
—Se matará —dijo Gavriel, tensándose como si él pudiera saltar de las almenas
y perseguirla—. Ella será...
Farasha saltó sobre cuerpos caídos, entre los heridos y muertos, Elide girándose
de un lado al otro sobre la silla de montar. Y desde la distancia, Rowan podía distinguir
su boca moviéndose, gritando una palabra, un nombre, una y otra vez. Lorcan.
—Si alguno de ustedes baja allí —advirtió Hasar—, entonces también estarán
muertos.
Fue contra todo instinto, contra los siglos de entrenamiento y lucha que había
hecho con Lorcan, pero la princesa tenía razón. Perder una vida era mejor que
varias. Especialmente cuando necesitaría tanto a su cuadro durante el resto de esta
guerra.
Lorcan estaría de acuerdo, le había enseñado a Rowan a hacer ese tipo de
llamadas difíciles.
Aun así, Aelin permaneció en silencio, como si hubiera descendido profundamente
dentro de sí misma, y miró el campo de batalla.
Al pequeño jinete y la poderosa carrera de un caballo atravesándola
Farasha era una tempestad debajo de ella, pero la yegua no trató de volcar a Elide
mientras trotaban por la llanura llena de cadáveres.
—¡Lorcan!
Su grito fue tragado por el viento, por los gritos de soldados y personas que huían,
por el grito de los ruks de arriba.
—¡Lorcan!
Buscó en cada cadáver que pasó por un indicio de ese brillante cabello negro, esa
cara dura. Tantos. El campo de los muertos se extendía para siempre, los cuerpos
amontonados a varias profundidades.
Farasha saltó sobre ellos, haciendo giros bruscos mientras Elide giraba para mirar
y mirar y mirar.
Caballos y jinetes de Darghan pasaron corriendo. Algunos para la fortaleza, otros
para el bosque distante a lo largo del horizonte. Farasha tejió entre ellos, mordiendo
a los que estaban en su camino.
—¡Lorcan! —¡Qué pequeño sonaba su llanto, qué débil!
La presa aún se mantenía.
Siempre te voy a encontrar.
Y sus palabras, sus palabras estúpidas y odiosas para él... ¿Le había hecho esto?
¿Le había traído esto? ¿Le pidió a algún Dios que hiciera esto?
Sus palabras se habían desvanecido en el momento en que se dio cuenta de que
no estaba en las almenas. Los últimos meses se habían desvanecido por completo.
—¡Lorcan!
Sin inmutarse, Farasha siguió moviéndose, su melena negra corría en el viento.
La presa tenía que aguantar. Se mantendría. Hasta que ella lo llevara de vuelta a
la fortaleza.
Así que Elide no se detuvo, no miró hacia el destino que acechaba, esperando ser
desatado.
Ella cabalgó, y cabalgó, y cabalgó.
En lo alto de la almena, Chaol no sabía qué mirar: la presa, la gente que huía de su
próxima destrucción, o la joven Dama de Perranth, corriendo por el campo de batalla
sobre su caballo.
Una mano cálida se posó en su hombro, y supo que era Yrene sin girarse.
—Acabo de escuchar sobre la presa. Había enviado a Elide para ver si estabas...
Las palabras de su esposa se desvanecieron cuando vio al jinete solitario alejándose
de las masas que corrían por la fortaleza.
—Silba, sálvala —susurró Yrene.
—Lorcan está ahí abajo —fue todo lo que Chaol dijo a modo de explicación.
Los machos Fae estaban tensos como la cuerda de un arco mientras que la joven
cruzaba el campo de batalla poco a poco. Las posibilidades de que ella encontrara
a Lorcan, sobretodo antes de que estallara la presa, mucho antes...
Aun así Elide siguió cabalgando. Corriendo contra su propia muerte.
La princesa Hasar dijo en voz baja:
—La niña es una tonta. La más valiente que he visto, pero una tonta sin embargo.
Aelin no dijo nada, sus ojos distantes. Como si se hubiera retirado a sí misma al
darse cuenta de que esta pizca de esperanza estaba a punto de ser arrastrada. Sus
amigos con eso.
—Hellas, cuida de Lorcan —murmuró Fenrys—. Y Anneith, su consorte, vigila a
Elide. Quizás se encuentren el uno al otro.
—El caballo de Hellas —dijo Chaol.
Se giraron hacia él, arrastrando sus ojos del campo.
Chaol negó con la cabeza e hizo un gesto al campo, a la yegua negra y a su jinete.
—Yo llamo a Farasha el caballo de Hellas. Lo he hecho desde el momento en que
la conocí.
Como si conocer a esa yegua, traerla aquí, no fuera tanto para él como para esto.
Para esta carrera desesperada a través de un campo de batalla sin fin.
Yrene estrechó su mano, ella entendiéndolo, también.
El silencio cayó a lo largo de su sección de la almena. No había palabras para
decir.
—¡Lorcan!
La voz de Elide se rompió en el grito. Ella había perdido la cuenta de cuántas
veces lo había gritado ahora.
No había rastro de él.
Ella apuntó hacia el lago. Más cerca de la presa. Habría elegido el lago por sus
ventajas defensivas.
Los cuerpos eran un borrón debajo, alrededor de ellas. Tantos Valg tirados en el
campo. Algunos alzaron las pálidas maños por Farasha. Como si quisieran agarrarla,
destrozarla, le pidieran ayuda.
La yegua los pisoteó en el lodo, chasqueando los huesos y resquebrajando los
cráneos.
Él tenía que estar aquí. Tenía que estar en algún lugar. Vivo, herido, pero vivo.
Ella lo sabía.
El lago era una extensión gris a su izquierda, una burla del infierno que se desataría
en cualquier momento.
—¡Lorcan!
Habían llegado al corazón del campo de batalla, y Elide redujo la velocidad de
Farasha lo suficiente como para pararse en los estribos, callando la agonía en su
tobillo. Nunca se había sentido tan pequeña, tan intrascendente. Una mancha de
nada en este mar condenado.
Elide se dejó caer de nuevo en la silla, empujó el caballo con los talones y tiró de
Farasha hacia la brillante extensión plateada. Tenía que haber ido al lago.
El caballo se puso en movimiento, su pecho agitado como un poderoso fuelle.
Una y otra vez, armadura negra y dorada, sangre, nieve y barro. La presa aún se
mantuvo.
Pero allí...
Elide tiró de las riendas, reduciendo la velocidad del caballo.
Allí, no muy lejos de la orilla del agua, había un parche de soldados de Morath
derribados. Una franja de ellos. Ni un solo conjunto de armadura dorada. Incluso
donde el ejército del Kan había barrido, habían perdido soldados. La distribución
a través del campo de batalla de ninguna manera había sido uniforme, pero había
cadáveres con armaduras doradas entre la masa de negros.
Sin embargo, aquí, no había ninguno. No había rastros de flechas o lanzas, que
explicaran la baja de tantos.
Un verdadero camino de los demonios de Valg fluyó por delante.
Elide lo siguió. Escaneaba cada cadáver, cada rostro con casco, su boca se secó.
Una y otra vez, dejando la estela de destrucción detrás.
Tantos. Él había matado a tantos.
Su aliento raspaba en su garganta cuando se acercaban al final del rastro de
muertos, donde los cuerpos dorados comenzaron a aparecer de nuevo.
Nada. Elide detuvo a Farasha. Gavriel había dicho que lo había visto por última
vez aquí. ¿Se había lanzado detrás de las líneas de sus aliados y se había movido
desde allí?
Él podría haber salido de este campo, se dio cuenta. En este momento podría
estar de vuelta en la fortaleza, o en el Bosque de Oak, y ella habría viajado aquí para
nada...
—¡Lorcan! —Ella lo gritó, tan fuerte que era una maravilla que su garganta no
sangrara—. ¡Lorcan!
La presa se mantuvo intacta. ¿Cuál de sus respiraciones sería la última?
—¡LORCAN!
Un gemido de dolor respondió detrás de ella.
Elide giró en la silla y escudriñó el camino de Valg muertos detrás de ella.
Una mano ancha y bronceada se levantó de debajo de una gruesa pila de ellos, y
luchó por tomar el peto de un soldado. No a veinte pies de distancia.
De ella salió un sollozo, y Farasha se dirigió hacia aquella mano tensa y sangrienta.
El caballo se detuvo, sangre volando de sus cascos. Elide se tiró de la silla antes de
trepar hacia él.
La armadura y las cuchillas se clavaron en ella, la carne muerta golpeó contra
su piel mientras empujaba los cadáveres de los demonios, gruñendo por su peso.
Lorcan se encontró con ella a mitad del camino, esa mano se convirtió en un brazo,
luego dos, empujando los cuerpos apilados sobre él.
Elide lo alcanzó justo cuando había logrado desalojar a un soldado tendido sobre
él.
Elide echó un vistazo a la herida en el medio de Lorcan y trató de no caer de
rodillas.
Su sangre se filtró por todas partes, la herida no se cerró, no de la manera en
que los Fae deberían poder curarse a sí mismos. El traumatismo que le habían
ocasionado debió ser catastrófico, tomando todo su poder sin lograr curarlo por
completo.
Pero ella no dijo eso. No dijo nada más que:
—La represa está a punto de romperse.
Sangre negra salpicó la cara pálida de Lorcan, sus ojos oscuros se empañaron de
dolor. Elide se puso de pie, tragó su grito de dolor y lo agarró por los hombros.
—Necesitamos sacarte de aquí.
Su respiración era superficial cuando ella trató de levantarlo. Él bien podría haber
sido una roca, podría haber sido tan inamovible como su propia subsistencia.
—Lorcan, —suplicó, con la voz rota—. Tenemos que sacarte de aquí.
Sus piernas se movieron, generando un gemido agonizante. Ella nunca lo había
escuchado tan quejumbroso. Nunca lo había visto incapaz de levantarse.
—Levántate —dijo ella—. Levántate.
Las manos de Lorcan se apoderaron de su cintura, y Elide no pudo detener el
grito de dolor por el peso que colocó sobre ella, los huesos de su pie y el tobillo se
apretaron juntos.
Sus piernas ni siquiera lo sostenían debajo de él, se detuvo.
—Hazlo —le rogó ella—. Levántate.
Pero sus ojos oscuros se posaron en el caballo.
Farasha se acercó, con pasos inestables sobre los cadáveres. Ella ni siquiera se
inmutó cuando Lorcan agarró las correas inferiores de la silla, su otra mano en el
hombro de Elide, y movió sus piernas debajo de él otra vez.
Su respiración se volvió irregular. Sangre fresca goteaba de su estómago, fluyendo
sobre los restos costrosos en su chaqueta y pantalones.
Cuando comenzó a levantarse, Elide vio la herida atravesando el lado izquierdo
de su espalda.
La carne estaba abierta, con los huesos asomándose.
Oh dioses. Oh dioses.
Elide se agachó aún más debajo de él, hasta que su brazo quedó colgado de sus
hombros.
Muslos ardiendo, tobillo chillando, Elide empujó hacia arriba.
Lorcan tiró al mismo tiempo, Farasha se mantuvo firme. Gimió de nuevo, su cuerpo
tambaleándose...
—No te detengas —siseó Elide—. No te atrevas a parar.
Respiró hondo, pero Lorcan puso sus pies debajo de él, poco a poco. Pulgada tras
pulgada. Deslizando su brazo del hombro de Elide, se tambaleó para agarrarse de
la silla. Aferrarse a ella.
Él jadeó y jadeó, la sangre fresca se deslizó también por su espalda.
Este paseo sería una agonía. Pero no tenían otra opción. Ninguna en absoluto.
—Ahora arriba —ella no le permitió escuchar su terror y desesperación—. Métete
en esa silla.
Apoyó la frente contra el lado oscuro de Farasha. Moviéndose lo suficiente como
para que Elide envolviera con cuidado un brazo alrededor de su cintura.
—No te estas muriendo —espetó ella—. Todavía no estás muerto. Nosotros no
estamos muertos aún. Así que súbete en esa silla.
Cuando Lorcan no hizo nada más que respirar, y respirar, y respirar, Elide habló
de nuevo.
—Prometí encontrarte siempre. Te lo prometí, y tú me lo prometiste. Por eso vine
por ti; estoy aquí por eso. Estoy aquí por ti, ¿entiendes? Y si no subimos a ese
caballo ahora, no tendremos una oportunidad contra esa presa. Moriremos.
Lorcan jadeó por otro latido. Luego otro. Y luego, apretando los dientes, con las
manos nudosas sobre la silla, levantó la pierna lo suficiente como para deslizar un
pie en el estribo.
Ahora sería la verdadera prueba: ese poderoso empuje hacia arriba, el balanceo
de su pierna sobre el cuerpo de Farasha, y al otro lado de la silla de montar.
Elide se colocó a sus espaldas, tan cuidadosa con la terrible herida en su cuerpo.
Sus pies se hundieron hasta el tobillo en el barro helado. Ella no se atrevió a mirar
hacia la presa. Aún no.
—Levántate —gritó su orden sobre el clamor de pánico de los soldados que
huían—. Métete en esa silla ahora.
Lorcan no se movió, su cuerpo temblaba.
Elide gritó:
—¡Levántate ahora! —Y lo empujó hacia arriba.
Lorcan dejó escapar un bramido que sonó en sus oídos. La silla de montar gimió
ante su peso, y la sangre brotó de sus heridas, pero luego se elevó en el aire, hacia
la espalda del caballo.
Elide arrojó su peso sobre él, y algo se quebró en su tobillo, tan violentamente
que el dolor la atravesó, cegándola y dejándola sin aliento. Ella tropezó, perdiendo
su agarre. Pero Lorcan estaba levantado, su pierna sobre el otro lado del caballo.
Curvado sobre sí mismo, un brazo acunando su abdomen, el pelo oscuro colgando
lo suficientemente bajo como para rozar la espalda de Farasha.
Apretando su mandíbula contra el dolor en su tobillo, Elide se enderezó y miró la
distancia.
Un brazo largo y ensangrentado cayó en su línea de visión. Una oferta para subir.
Ella lo ignoró. Ella lo había metido en la silla de montar. Ella no estaba dispuesta
a enviarlo al suelo de nuevo.
Elide retrocedió un paso, cojeando.
No permitiéndose registrar el dolor, corrió los pocos pasos hacia Farasha y saltó.
La mano de Lorcan se aferró a la parte posterior de su chaqueta, el aliento salió de
ella cuando su estómago golpeó el duro borde de la silla de montar, arañando para
sostenerse.
La fuerza en el brazo de Lorcan no vaciló cuando la empujó casi sobre su regazo.
Mientras él gruñía de dolor cuando ella se enderezaba.
Pero ella lo hizo. Consiguió las piernas a ambos lados del caballo y tomó las
riendas. Lorcan pasó su brazo alrededor de su cintura, su duro cuerpo se convirtió
en una masa sólida en su espalda.
Elide al fin se atrevió a mirar la presa. Un ruk se elevó de él, agitando frenéticamente
una bandera dorada.
Pronto. Se rompería pronto.
Elide recogió las riendas de Farasha.
—Hacia la fortaleza, amiga —dijo ella, clavando los talones en los lados del
caballo—. Más rápido que el viento.
Farasha obedeció. Elide se volvió hacia Lorcan cuando la yegua se lanzó al galope,
ganando otro gemido de dolor. Pero permaneció en la silla de montar, a pesar del
galope que lo hacía agonizar.
—¡Más rápido, Farasha! —Elide gritó al caballo mientras la guiaba hacia la
fortaleza, a la montaña en la que estaba construida.
Nada había parecido nunca tan lejano.
Lo suficiente como para que ella no pudiera ver si la puerta inferior de la torre aún
estaba abierta. Si alguien la sostenía, si alguien los esperaba.
Sostengan la puerta.
Sostengan la puerta.
Cada golpe atronador de los cascos de Farasha, sobre los cadáveres de los caídos,
se hizo eco de la oración silenciosa de Elide mientras corrían por la llanura sin fin.
Sostengan la puerta.
Capítulo 61
Traducido por Viv_J
Corregido por Cotota
Cada paso del caballo, cada salto que ella hizo sobre los cuerpos y los escombros,
lo envió a sonar de nuevo. No había fin, no había piedad en ello. Era todo lo que
podía hacer para mantenerse en la silla, aferrarse a la conciencia.
Ella había venido por él. Lo había encontrado, de alguna manera, en este campo de
batalla sin fin.
Su nombre en sus labios había sido una convocatoria que nunca podría negar,
incluso cuando la muerte lo había sostenido tan gentilmente, anidando debajo de
todos los que había derribado, y esperó sus últimos alientos.
Y ahora, cargando hacia esa fortaleza demasiado distante, tan lejos detrás de los
montones de soldados y jinetes que corrían hacia las puertas, se preguntó si estos
minutos serían los últimos. Su último.
Lorcan logró mirar hacia la presa a su derecha. Hacia el jinete de ruk que indicaba
que solo en cuestión de minutos se desataría el infierno sobre la llanura.
Farasha saltó sobre una pila de cuerpos de Valg, y Lorcan no pudo detener su
gemido mientras la sangre caliente goteaba por su parte delantera y trasera.
Ningún ruk vendría a llevarlos. No, su suerte se había gastado en sobrevivir todo
este tiempo, mientras lo encontraban. Su poder no haría nada contra esa agua.
Las líneas más lejanas de soldados en pánico aparecieron, y Farasha pasó por
delante de ellos.
Una vez que la presa se rompiera, tomaría menos de un minuto para que la marejada
los alcanzara.
Lorcan deslizó su otro brazo alrededor de Elide, acercando su boca a su oído cuando
dijo:
Cada palabra era grave, su voz tensa casi hasta el punto de inutilidad.
—No.
Ese apacible silencio fluía a su alrededor, despejando la niebla del dolor y la batalla.
—Tienes que... tienes que hacerlo, Elide. Soy demasiado pesado, y sin mi peso,
podrías llegar a tiempo para mantenerte a salvo.
No estaba asustado de lo que vendría por él una vez que se cayera del caballo. Él
no estaba asustado en absoluto, si eso significaba que ella alcanzaría la fortaleza.
Así que Lorcan volvió a besar la mejilla de Elide y se permitió respirar su aroma. una
última vez.
Elide puso una mano sobre su antebrazo. Clavado sus uñas directamente en su piel,
feroz como cualquier ruk.
—No.
Lorcan intentó mover su brazo, pero su agarre no sería desalojado. Si él se caía del
caballo, ella iría con él.
—Elide...
—VUELA, FARASHA —ella hizo sonar las riendas—. ¡VUELA, VUELA, VUELA!
Como si el dios que la había hecho a mano llenara los pulmones de la yegua con su
propio aliento, Farasha aumento la velocidad.
Farasha pasó por delante de la caballería de Darghan que huía. Pasó caballos y
jinetes desesperados en un galope para llegar a las puertas.
Su poderoso corazón no vaciló, incluso cuando Lorcan sabía que estaba en su punto
de estallido.
No había nada que pudiera hacer, nada que el valiente e inquebrantable caballo
pudiera hacer cuando la presa se rompió.
Rowan comenzó a orar por los que estaban en la llanura, por el ejército a punto de
ser borrado, cuando la presa se rompió.
Rowan se puso de pie allí, para ver los últimos momentos de la Dama de Perranth y
su ex comandante. Era todo lo que podía ofrecer, presenciar sus muertes, por lo que
podría contar la historia a aquellos con los que se encontrara. Para que no fueran
olvidados.
Incluso aquí arriba, ¿escaparían del alcance de la ola? Rowan se atrevió a examinar
las almenas, a evaluar si necesitaba llegar a las otras, necesitaba llevar a Aelin a un
lugar más alto.
Arcas, el ruk de Borte. Una mujer de cabellos dorados colgando de sus garras.
Arcas se acercaba a la tierra, abriendo las garras. Aelin golpeó el suelo, rodando,
rodando, hasta que ella se puso en pie.
Todos la vieron.
La Reina en la llanura.
Las piedras se pusieron a temblar. Rowan extendió una mano para prepararse, el
miedo como ninguno que había conocido lo desgarró cuando Aelin levantó los brazos
por encima de su cabeza.
—Las aguas termales —suspiró Chaol—. El fondo del valle está lleno de venas en
la tierra.
La columna de fuego envolvió a Aelin. Extendió una mano delante de ella, con el
puño cerrado.
—Tres meses —dijo de nuevo, sus rodillas temblando—. Ella ha estado reteniendo
su poder durante tres meses.
Todos los días que había estado con Maeve, atada con hierro, había ido más profundo
en su poder. Y no había aprovechado demasiado de él desde que la habían liberado
porque había seguido sumergiéndose.
Unas pocas semanas de reposo habían llevado sus poderes a niveles devastadores.
Tres meses de eso...
Y cuando su fuego golpeó la pared de agua que ahora se alzaba sobre ella, cuando
chocaron...
—¡ABAJO! —Rowan gritó, sobre las aguas que rugían—. ABAJO, ¡AHORA!
Sus compañeros cayeron a las piedras, cualquiera al alcance del oído haciendo lo
mismo.
Rowan dejo ir su poder. Y fue tan rápido y tan duro, destruyendo cualquier fragmento
de magia restante.
Elide y Lorcan todavía estaban demasiado lejos de las puertas. Miles de soldados
todavía estaban demasiado lejos de las puertas cuando la ola se posó sobre ellos.
La ola se estrelló contra ella. Y donde el agua se encontró con una pared de fuego,
donde mil años de confinamiento se reunieron en tres meses, el mundo explotó.
Con un rugido, Rowan lanzó todo lo que quedaba de su magia hacia el ataque de
vapor, una pared de viento que la empujó hacia el lago, las montañas.
Aun así llegaron las aguas, rompiendo contra las llamas que no cedieron ni una
pulgada.
El golpe mortal de Maeve. Dejado aquí, para salvar al ejército que podría significar
la salvación de Terrasen. Para salvar las vidas en la llanura.
Rowan no vio si Elide y Lorcan lograron ingresar a la fortaleza. Si los otros soldados
y jinetes en la llanura se detuvieron boquiabiertos.
—No quise decirlo de esa manera —recortó Hasar, y con un temor marcado en su
rostro.
Rowan se apoyó contra las almenas, jadeando con fuerza mientras luchaba por
evitar que el vapor letal fluyera hacia el ejército. Mientras se enfriaba y lo enviaba
volando lejos.
Unas manos sólidas se deslizaron bajo sus brazos, y luego Fenrys y Gavriel estaban
allí, apoyándolo entre ellos.
Hasta que la pared de llamas también comenzó a descender. Llevando las aguas
hacia abajo, y hacia abajo, y hacia abajo. Dejándolas filtrarse en las grietas de la
tierra.
Las rodillas de Rowan se doblaron, pero mantuvo su magia el tiempo suficiente para
que el vapor disminuyera. Por él, también, para estar tranquilo.
Rowan escupió sangre sobre las piedras de la almena, su aliento raspando como
fragmentos de vidrio en su garganta.
Las llamas resplandecientes se encogieron, el vapor onduló al pasar. Hasta que solo
quedaba una delgada columna de fuego, velada en la llanura envuelta en niebla.
Sino Aelin.
La niebla onduló y se disipó, convirtiéndola en nada más que una figura resplandeciente.
Un suave viento del norte sopló. El velo de niebla se retiró, y allí estaba ella.
Ella brillaba desde dentro. Un brillo dorado, con los zarcillos de su cabello flotando
en un viento fantasma.
El viento alejó más de la niebla que se deslizaba, despejando la tierra más allá de
Aelin.
Y donde se alzaba esa poderosa y letal ola, donde la muerte se había cargado
contra ellos, no quedaba nada.
Durante tres meses, ella había cantado a la oscuridad y a la llama, y ellos le habían
devuelto el canto.
Un golpe de muerte. Uno para limpiar a una reina oscura de la tierra para siempre.
Ella había mantenido ese poder envuelto en sí misma incluso después de haber
sido liberada de los hierros. Había luchado para mantenerlo abajo estas semanas,
la tensión era enorme. Algunos días, apenas había sido fácil hablar. Algunos días, la
arrogancia había sido su clave para ignorarlo.
Sin embargo, cuando había visto esa ola, cuando había visto a Elide y Lorcan elegir
la muerte juntos, cuando había visto al ejército que podría salvar a Terrasen, lo había
sabido. Ella había sentido el fuego durmiendo debajo de esta ciudad, y sabía que
habían venido aquí por una razón.
Un río que aún fluía de la presa, inofensivo y pequeño, avanzaba hacia el lago.
Nada más.
Aelin levantó una mano resplandeciente ante ella mientras la bendita y fría sensación
de vacío la llenaba por fin.
De vuelta a Aelin.
La claridad, aguda y cristalina, llenó su estela. Como si pudiera ver de nuevo, respirar
de nuevo.
Pero cuando lo último del brillo se desvaneció, desapareciendo a través de los dedos
de sus pies, Aelin cayó de rodillas.
Como una, las Trece y las Crochans volaron hacia el suroeste, hacia los límites
de los Colmillos. A otro campamento secreto, ya que la ubicación del otro estaba
verdaderamente comprometida. Más lejos de Terrasen, pero más cerca de Morath,
al menos.
La noche fue lo suficientemente fría como para tomarse el tiempo de erigir tiendas
de campaña, los wyverns acurrucados juntos contra uno de los voladizos rocosos.
Y aunque una fogata no hubiera sido sabio, el frío amenazaba con ser tan letal que
Glennis había tomado la llama sagrada de la esfera de vidrio donde se mantuvo
mientras viajaba y prendió su fuego. Otros habían seguido su ejemplo, y mientras
que los glamoures serían puestos para esconder el campamento, las fogatas, de los
ojos del enemigo, Dorian no podía olvidar por completo que la matrona de las Iron-
teeth los había encontrado a pesar de todo.
Manon no les había pedido ni les había presionado para una alianza, para ir a la
guerra. No había exigido saber a dónde volaron, tal era su extrema necesidad de
alejarse de su campamento esta mañana.
Pero mañana, pensó Dorian mientras se deslizaba bajo las mantas de su petate,
una llama de su propio fuego calentando el espacio, mañana los forzaría a confron-
tar algunas cosas.
Cansado hasta los huesos, enfriado a pesar de la magia que lo calentaba, Dorian
dejó caer la cabeza contra el rodillo de suministro que usaba como almohada.
—No tienes que usarla todo el tiempo —dijo—. Se nos permite quitárnosla.
Se sentó.
—Dado que parece estar hecho de luz, me imagino que no —aunque esa corona
pesaría mucho de otras maneras, él lo sabía.
—Entonces me estás hablando a mí —dijo ella, sin molestarse en seguir con gra-
cia.
Ella se mordió el labio inferior, sin señales de esos dientes de hierro. Una rara,
silenciosa admisión de la duda.
—La mataste, salvaste a la bruja Bluebood y tu abuela huyó. Esa es una derrota
desmoralizadora. Si los hubieras matado a todos, incluso si solo mataste a tu abuela y
la matrona de las Yellowlegs, podría haber convertido su muerte en nobles sacrificios
en nombre de los Clanes Ironteeth.
Ella asintió, sus ojos dorados se posaron en él de nuevo con ese sobrenatural.
Claridad y quietud.
—Lo siento —dijo ella—. Por cómo hablé cuando me enteré de tus planes para ir
a Morath.
Estaba tan aturdido que solo parpadeó. Lo suficientemente aturdido que el humor
era su único escudo cuando dijo.
—Acepto tus disculpas —él le sostuvo la mirada, dejándola ver la verdad en ella.
No se molestó en mentir.
—Sí.
Era hora. Se había enfrentado a su abuela, había desafiado lo que había creado.
Era hora de que él hiciera lo mismo. No necesitaba que Damaris confirmara el calor
o a los espíritus de los muertos para decirle eso.
—¿Cómo?
Durante unas cuantas respiraciones, ella no dijo nada. Luego bajó las rodillas,
girando hasta enfrentarlo completamente
—Lo es.
—Lo sé.
Él podría haber jurado que el miedo entró en sus ojos. Sin embargo, ella no se
enojó con él, o le rugió, ni siquiera gruñó. Ella solo preguntó:
—Por supuesto que tengo miedo. Cualquiera en su sano juicio lo tendría. Pero mi
tarea es más importante que el miedo, creo.
Luego se desvaneció y fue reemplazado por algo que había visto solo hoy… la
cara de la reina. Estable y sabia, bordeada por el dolor y brillante con claridad. Sus
ojos se hundieron en el petate, luego se levantaron para encontrarse con los suyos.
Sus dedos fueron a las hebillas y botones de sus cueros, y comenzó a aflojarlos.
Su corazón tronó cuando ella reveló centímetro tras centímetro de piel desnuda y
sedosa. No una eliminación seductora de su ropa, sino más bien una oferta desnuda.
Sus dedos comenzaron a temblar, y Dorian se movió por fin, ayudándola a quitarse
sus botas, luego su cinturón de espada. Dejó su chaqueta abierta, la hinchazón
de sus pechos apenas visible entre las solapas. Subieron y cayeron en un ritmo
desigual que solo se volvió más inestable cuando ella alcanzó entre ellos y comenzó
a remover su propia chaqueta.
Dorian la dejó. Deja que ella se quite la chaqueta, luego la camisa debajo.
Y cuando se arrodillaron uno frente al otro, desnudos de cintura para arriba, esa
corona de estrellas aún sobre su cabeza, Manon dijo suavemente.
Fue su respuesta, se dio cuenta. A su solicitud por una razón más convincente
para quedarse.
Era más íntimo que todo lo que habían compartido, más vulnerable de lo que ella
se había permitidor.
—Tú no quieres eso —dijo con la misma calma—. Nunca querrías ser encadenada
a cualquier hombre así.
Podía ver la verdad allí, en su hermoso rostro. Que ella estaba de acuerdo con él.
Pero ella negó con la cabeza, la luz de las estrellas bailaba en su cabello.
Si no habían sido convencidas por el triunfo de hoy, entonces nada les haría
cambiar sus mentes. Incluso su reina ofrecía la libertad que tanto ansiaba.
Ella sería su esposa, su reina. Ella ya era su igual, su pareja, su espejo de muchas
maneras. Y con su unión, el mundo lo sabría.
Pero podía ver los barrotes de la jaula que se arrastraban más cerca, más apretados,
cada día. Y era o romperla por completo, o convertirla en algo que ninguno de ellos
deseaba que fuera jamás.
—¿Te casarías conmigo, para que todos pudiéramos ayudar a Terrasen en esta
guerra?
—Aelin está dispuesta a morir para poner fin a este conflicto. ¿Por qué debería
ella llevar la peor parte del sacrificio?
Y ahí estaba, su respuesta, aunque él sabía que ella no se había dado cuenta.
Sacrificio.
La otra mano de Dorian fue a los botones de sus pantalones, y los liberó con
unas pocas y hábiles maniobras. Revelando la larga y gruesa cicatriz a través de su
abdomen.
Absolutamente no.
Pasó los dedos por la cicatriz. Sobre ella, y luego hasta su estómago. Arriba y
arriba, la piel de ella cayendo bajo su toque, hasta que él se detuvo justo sobre su
corazón. Hasta que él apoyó la palma de la mano contra ella y la curva de su pecho
se alzó para encontrarse con su mano. Cada respiración inestable que ella tomó.
—Tenías razón —dijo en voz baja—. Tengo miedo —Manon puso su mano sobre
la suya—. Tengo miedo de que vayas a Morath y vuelvas como en algo que no sé.
Algo que tendré que matar.
Sus dedos se apretaron sobre los de él, presionando más fuerte. Como si ella
estuviera tratando de imprimir su mano sobre su corazón que se aceleraba debajo.
Así que Dorian rozó su boca contra la de ella. Manon dejó escapar un pequeño
sonido.
Ella gimió, sus manos se deslizaron de su cabello por su pecho, hasta sus
pantalones. Ella lo acarició a través del material, y Dorian gimió en su boca.
El tiempo se fue, y solo quedaba Manon, una espada viva en sus brazos. Sus
pantalones se unieron a sus camisas y chaquetas en el suelo, y luego él la estaba
tirando sobre su cama.
Su boca se secó ante la belleza que amenazaba con deshacerlo, la tentación que
todos sus instintos rugían reclamar. No el cuerpo, sino lo que ella le había ofrecido.
Casi dijo que sí, entonces.
Manon lo alcanzó, con los dedos clavándose en sus hombros, y Dorian se levantó
sobre ella, encontrando su boca en un beso saqueador.
No se molestó en tocar fantasmas. La quería toda para él, piel con piel.
Dorian tomó una de sus piernas y la levantó, acercándola a él. Él gimió ante la
perfección de ello, y Manon tragó el sonido con un beso, una mano que sujetaba su
parte trasera para propulsarlo más fuerte, más rápido.
Dorian le dio a Manon lo que ella quería. Se dio lo que quería. Terminado y una y
otra vez.
Ella apenas podía mover sus extremidades, apenas podía respirar el aire suficiente
mientras miraba el techo de la tienda. Dorian, tan agotado como ella, no se molestó
en tratar de hablar.
Ella había dispuesto lo que quería. Había hablado tanto de la verdad como su voz
se atrevió.
Él ni siquiera se inmutó cuando ella se acercó más, hacia los sólidos músculos de
su cuerpo.
Manon aún escuchaba su respiración cuando ella se durmió, cálida en sus brazos.
Manon echó un vistazo al lugar vacío donde había estado el rey, a la falta de
suministros y de esa espada antigua, y lo supo.
Dorian había ido a Morath. Y se había llevado a las dos llaves del Wyrd con él.
Capítulo 63
Traducido por Achilles
Corregido por Akira the Undaunted
No tenía sentido correr hacia el norte. No cuando empezó el golpeteo de los tambo-
res de hueso. Y se hizo más fuerte con cada minuto que Aedion ordenaba a su legión
en formación.
Acechando las líneas del frente, su armadura tan pesada que podría haber sido he-
cha de piedra, la ausencia de la antigua espada a su lado como un brazo fantasma,
Aedion dijo a Ren:
—Nunca.
Cerca… estaban tan cerca de Theralis ¿Qué tan apropiado sería por fin morir en el
campo donde Terrasen había caído hace una década? El tener su sangre empapada
en la tierra donde tantos de la corte que había amado habían muerto, por sus huesos
para unirse a los suyos, sin marcar en la llanura.
Ren levantó la vista entonces. Su cara llena de cicatrices era más delgada que
hace unas semanas ¿Cuándo fue la última vez que alguno de ellos tuvo una comida
adecuada? ¿O una noche de descanso? Dónde estaba Lysandra y qué forma llevaba,
Aedion no lo sabía. Él no la había buscado anoche y ella se había mantenido alejada
de él por completo.
—No soy nadie ahora —dijo Aedion, las filas de soldados se separaron de ellos.
La Perdición y Fae, Asesinos Silenciosos y soldados de Wendlyn y de Wastes-
saludando por igual—. Pero eres el Señor de Allsbrook. Envía mensajeros. Envía
a Nox Owen. Pide ayuda. Envíalos a todas direcciones, a cualquier persona que
puedan encontrar. Dile a Nox y a los otros que rueguen si tienen que hacerlo, pero
dígales que digan que Terrasen pide ayuda.
Sólo Aelin tenía la autoridad para hacerlo, o Darrow y su consejo, pero no le importaba
a Aedion.
Ren paró y Aedion se detuvo con él, muy consciente de los soldados dentro del
alcance del oído. Del oído Fae que muchos poseían. Endymion y Sellene ya parados
en la línea frontal del flanco izquierdo, con los rostros serios y cansados. Un hogar,
eso era lo que habían perdido, lo que ahora luchaban para ganar. Si alguno debía
sobrevivir esto. ¿Qué haría su padre de su hijo, luchando junto a su gente al menos?
—Ninguno vino hace diez años. Pero tal vez alguien se moleste esta vez.
—Envía la llamada de todos modos —tiró de su barbilla a las líneas por las que
habían pasado. Ilias estaba puliendo sus espadas entre un grupo de asesinos de su
padre, su atención se fijó en el enemigo por delante. Preparándose para hacer una
última parada en esta llanura nevada muy lejos de su cálido desierto.
—¿Insistes en que sigo siendo tu general? Entonces aquí está mi orden final: Pide
ayuda.
Así continuó Aedion, solo, a las líneas del frente. Dos soldados Bane se apartaron
para hacer espacio y Aedion levantó su escudo, encajándolo a la perfección entre su
frente unificado. El muro de metal contra el que Morath golpearía primero, y el más
difícil.
Sin embargo, los tambores de hueso latían más fuerte. Pronto la tierra tembló bajo
la marcha de los pies
Su posición final, aquí en un campo sin nombre frente al Florine. ¿Cómo todo había
llegado a esto?
Aedion sacó su espada, los otros soldados siguieron su ejemplo, el grito del zumbido
del metal cortando a través del viento aullando.
Cada pie que ganaban, más aparecían detrás. ¿Cuán lejos atrás estaba esa torre de
brujas? ¿Qué tan pronto se desataría su poder?
Oró, por el bien de sus soldados, para que fuera rápido y relativamente sin dolor.
Que no tuvieran mucho miedo antes de ser reducidos a cenizas.
Si hubieran ido a Orynth cuando Darrow exigió, lo habrían logrado. Hubieran tenido
tiempo para cruzar el puente, o tomar la ruta norte.
Aedion miró hacia otro lado primero. Esto sería lo suficientemente malo sin saber
que ella estuvo aquí. Que Lysandra, sin duda, se quedaría hasta que ella también
cayera.
Morath se acercó lo suficiente para que la orden de Ren a los arqueros resonara.
No eran solo las flechas que se dispararon lo que ahora salpicaba la nieve.
Sino cabezas. Cabezas humanas, muchas aún en sus cascos. Teniendo la insignia
del lobo rugiente de Ansel de Briarcliff.
El resto del ejército que había prometido. Que habían estado esperando.
¿Cuántos había conocido Ansel? ¿Cuántos amigos habían estado entre ellos?
Ren ordenó otra descarga, sus flechas, tan pocas en comparación con las que se
habían desatado segundos antes. Una lluvia de salpicaduras en comparación con un
aguacero. Muchos encontraron sus marcas, soldados en armadura oscura cayendo.
Pero fueron reemplazados por los que estaban detrás de ellos, meros dientes en
alguna máquina terrible.
—Luchamos como uno —llamó Aedion en la línea, obligándose a ignorar las cabezas
dispersas—. Morimos como uno.
Un cuerno sonó desde lo más profundo de las filas enemigas. Morath comenzó su
carrera total en su primera línea.
Quince metros. Los arqueros de Ren seguían disparando cada vez menos flechas.
Doce. Nueve.
La espada en su mano no era igual a la antigua espada que había usado con tal
orgullo. Pero lo haría funcionar. Seis. Tres.
Aedion contuvo el aliento. Los ojos negros y sin profundidad de los soldados Morath
se hicieron evidentes bajo sus cascos.
Su flanco izquierdo.
Él los mató por eso. Mató a sus compañeros aturdidos, también, mientras se giraban
hacia otra explosión de fuego.
Aelin. Aelin…
Las naves llenaron el Florine, casi fantasmas en las nieves en espiral. Algunos
ondeaban las banderas de su flota unida.
Pero muchos, tantos que no pudo contar, portaban una bandera de cobalto adornada
con un dragón marino verde.
Sin embargo, no había ni rastro de los antiguos dragones de mar que una vez habían
entrado y luchado con ellos. Sólo soldados humanos marcharon a través de la nieve,
cada uno con un aparato de aspecto familiar, bufandas en la boca.
Lanzallamas.
Un cuerno sonó desde el río. Y luego los lanzallamas desataron flamas al rojo vivo
a las filas de Morath, como si fueran penachos del infierno. Dragones, todos ellos,
escupiendo fuego sobre su enemigo.
La llama fundió armadura y carne. Y quemaron los demonios que temían del calor y
la luz.
Como si fueran granjeros quemando sus campos cosechados para el invierno, Los
micénicos de Rolfe marcharon hacia adelante, lanzando fuego, hasta que formaron
una línea entre Aedion y su enemigo.
Fueron a toda velocidad, sus gritos de advertencia se elevaron por encima de las
llamas. ¡La portadora de fuego los había armado! ¡Su poder ardía de nuevo!
Los tontos no se dieron cuenta de que no había magia, nada más allá que pura
suerte y buena sincronización.
Para los barcos en el río se habían detenido, pasarelas bajadas y botes de remos
ya en la orilla.
Sus soldados no dudaron. Corrieron para la armada que esperaba, en cualquier nave
podían alcanzar, saltando en los botes. Caótico y desordenado, pero con Morath en
retirada por sólo los dioses sabían cuánto tiempo, no le importaba.
Y cuando no quedaba nada más que unos pocos barcos, entre ellos un hermoso
barco con un mástil tallado detrás de un dragón marino atacando, Rolfe rugió desde
el timón.
Los micénicos y sus bomberos hicieron una rápida retirada, apresurándose hacia las
lanchas que regresaron a la orilla
Lysandra y Ansel corrieron con ellos y Aedion siguió su ejemplo. Era la carrera más
larga de su vida.
La luz destelló, y Aedion se giró hacia el timón de la nave a tiempo para ver a
Lysandra pasar del fantasma leopardo a la mujer desnuda como el día en que nació.
Rolfe, para su crédito, solo se vio ligeramente sorprendido cuando ella lanzó sus
brazos alrededor de su cuello. Y para su crédito, una vez más, el Señor Pirata
envolvió su capa alrededor de ella antes de que él la agarrara de nuevo.
Aedion los alcanzó, jadeando y tan aliviado que pudo vomitar sobre las planchas
brillantes.
—Resulta que es bueno para algo que no sea el saqueo —Rolfe sonrió—. Ravi y
Sol de Suria nos interceptaron cerca de la frontera norte —admitió—. Pensaron que
podrías estar en problemas, y nos enviaron de esta manera —él movió una mano
a través de su cabello—. Se quedan con lo que queda de tu flota, custodiando la
costa. Si Morath ataca desde el mar, no tendrán suficientes barcos para tener una
oportunidad. Yo les dije eso, y aun así me enviaron a aquí —el rostro bronceado del
Señor Pirata se apretó—. Así que aquí estoy.
Rolfe negó con la cabeza, mirando hacia la masa de soldados Morath todavía
retirándose.
Lysandra se acercó a Rolfe. Aedion trató de no encogerse al ver sus pies descalzos
y piernas, sus hombros descubiertos, mientras el viento amargo del río los mordía.
—Solo necesitamos llegar a Orynth y detrás de sus paredes. A partir de ahí, podemos
reagruparnos.
—No puedo llevar a todo tu ejército a Orynth —dijo Rolfe, señalando a los soldados
que se concentraron en la orilla lejana—. Pero puedo soportarte allí ahora, si quisieras
llegar con anticipación para prepararme —el Señor Pirata estudió la costa, como si
buscara a alguien.
—No.
—Entonces lo haremos —fue todo lo que dijo Rolfe, el retrato del comando genial.
Sus ojos verde mar se deslizaron hacia donde Ansel de Briarcliff estaba parada, en
la barandilla del barco, mirando hacia el campo de cabezas dejado en la nieve.
Ninguno de los dos habló mientras la joven reina se deslizó sobre sus rodillas, la
armadura en la cubierta, e inclinó la cabeza.
Aedion murmuró:
Aedion levantó una en respuesta, y luego Lysandra se movió de nuevo. Cuando ella
aterrizó en el barco, volviendo a su forma humana y arrebatando la capa, fue a Ansel
que ella caminó.
El Señor Pirata atrajo su mirada de Ansel a la masa negra que se desvanecía detrás
ellos. Su boca se tensó.
E incluso los lanzallamas no harían nada, absolutamente nada, una vez que las
brujas de la torre llegaran a los muros de Orynth.
Capítulo 64
Traducido por Ravechelle
Corregido por Ella R
Yrene había vuelto a la tarea de sanar en medio del caos desde entonces. Había de-
jado a la familia real y sus comandantes para supervisar las consecuencias, y había
regresado al Gran Salón. Las sanadoras se dirigieron al campo de batalla, buscando
a aquellos que necesitaban ayuda.
Una visión de lo que habría quedado de ellos, si no fuera por Aelin Galathynius.
Yrene se arrodilló sobre una jinete de ruk, la mujer tenía el pecho abierto por un gol-
pe de espada y extendió sus manos ensangrentadas y brillantes.
La magia, limpia y brillante, fluyó de ella hacia la mujer, reparando la piel y los mús-
culos desgarrados. Tardaría en recuperarse de la pérdida de sangre, pero no había
perdido tanta como para que Yrene necesitara gastar su energía haciéndole recu-
perar sangre.
Se le había pedido que inspeccionara a la reina cuando fue llevada a una cámara
privada por el Príncipe Rowan, los dos traídos de la llanura por Nesryn. Yrene no
había podido evitar que sus manos temblaran mientras las mantenía sobre el cuerpo
inconsciente de Aelin.
No había habido señales de daño más allá de algunos cortes ya curados de la bata-
lla en sí. Nada más allá de una mujer dormida y cansada.
Yrene entonces había inspeccionado al Príncipe Rowan, quien se veía mucho peor,
una herida considerable serpenteaba por su muslo. Pero él la había despedido, di-
ciendo que se había acercado demasiado al agotamiento, y que también necesitaba
descansar.
Así que Yrene los había dejado, solo para atender a alguien más.
Lorcan, cuyas heridas... Yrene había necesitado convocar a Hafiza para que la ayu-
dara. Para prestar su poder, ya que el de Yrene se había agotado.
Eso había sido hace horas. Hace días, al menos así se sentía.
Yrene se movió hacia la palangana de agua en el fondo del pasillo, con la boca seca
como un papel. Un poco de agua, algo de comida, y tal vez una siesta. Entonces ella
estaría lista para trabajar de nuevo.
Hacia donde el resto del ejército del kan, con el príncipe Kashin al frente, marchaba
hacia ellos.
No solo se había salvado un ejército aquí hoy, se dio cuenta Yrene cuando se volvió
hacia la palangana de agua. Si esa ola hubiera llegado a Kashin...
Si los vería a través de la brutal marcha hacia el norte, y hacia las paredes de Orynth.
Lorcan dejó escapar un gemido cuando emergió del cálido y pesado abrazo de la
oscuridad.
—Eres un bastardo con suerte.
Demasiado pronto. Había pasado muy poco tiempo después de estar cerca de la
muerte para escuchar el acento de Fenrys.
—Has estado inconsciente por un día. Perdí el sorteo y tuve que cuidarte.
Una mentira. Por alguna razón, Fenrys había elegido estar aquí.
Ningún indicio de dolor más allá de un latido sordo en su espalda y un tirón fuerte en
su estómago. Se las arregló para levantar la cabeza lo suficiente como para arrancar
la pesada manta de lana que cubría su cuerpo desnudo. En el lugar donde había
podido ver sus órganos, solo quedaba una gruesa cicatriz roja.
Lo último que recordaba era que habían cruzado las puertas, el poder profano de
Aelin Galathynius gastado. Entonces el olvido se había extendido.
—Ayudando con la sanación en el Gran Salón —dijo Fenrys, estirando las piernas
ante él.
La vela todavía ardía en el estrecho alféizar de la ventana, casi hasta su base. Horas,
entonces. A menos que hubiera dormido tanto tiempo que hubieran reemplazado la
vela por completo.
Elide.
Haciendo una mueca ante el dolor persistente en su cuerpo, Lorcan estiró su brazo
lo suficiente como para tocar sus dedos.
Estaban fríos, sus dedos eran mucho más pequeños que los de él. Se contrajeron,
alejándose mientras ella aspiraba con fuerza, despertando.
Lorcan saboreó cada característica mientras ella hacía una mueca ante un tronido
proveniente de su cuello. Pero sus ojos se posaron en él.
Lorcan no tenía palabras. Él había dado todo a lomos de ese caballo de todos modos.
—¿Cómo te sientes?
—Hubiera muerto —dijo, con voz grave—, si no hubieras desafiado al infierno para
encontrarme.
—Lo hiciste.
¿Era ese un toque de color surgiendo a través de sus pálidas mejillas? Pero ella no
se retiró.
—Dijiste algunas cosas interesantes, también.
—Yrene advirtió que, aunque las heridas se curaron, persistirá un poco de dolor —
explicó Elide.
—Ha pasado un tiempo desde que fui gravemente herido. Me había olvidado de lo
inconveniente que es.
Desde ese día en el barco, cuando él le tocó la mano mientras se mecían en sus
hamacas.
—Sí.
—Dije en serio cada palabra —su corazón tronaba, tan salvajemente que era una
maravilla que ella no pudiera oírlo—. Y las mantendré hasta el día en que me
desvanezca en el Más Allá.
Lorcan no respiró cuando Elide le tendió la mano con suavidad. Y entrelazaron sus
dedos.
—Te he amado —continuó— desde el momento en que viniste a pelear por mí contra
Vernon y los ilken —la luz en sus ojos le robó el aliento—. Y cuando escuché que
estabas en algún lugar en ese campo de batalla, lo único que quería era poder
decirte eso. Era lo único que importaba.
Una vez, podría haberse burlado. Declarado que había cosas mucho más grandes
importaban más, especialmente en esta guerra. Y, sin embargo, la mano que sostenía
la suya... Nunca había conocido nada más precioso.
—Lo sé —dijo en voz baja, y sin ningún arrepentimiento o dolor en su rostro. Sólo
brillaba una calma clara e inquebrantable. El rostro de la poderosa mujer en la que
se estaba convirtiendo, en la que ya se había convertido, y que gobernaría Perranth
con sabiduría en una mano y compasión en la otra.
—Quédate.
—Quédate —suspiró.
Por un instante, pensó que ella diría que no, y estaba preparado para estar bien con
eso, para aceptar estos últimos minutos como un regalo más de lo que se merecía.
Hizo un ruido sordo de asombro, tal vez algo más, y sus dedos volvieron a acariciarlo.
—Te amo.
Ella tragó saliva y Lorcan apretó los dientes mientras se incorporaba por completo.
Tan cerca, se había olvidado de cuánto se alzaba sobre ella. Sobre ese caballo,
ella había sido una fuerza de la naturaleza, una tormenta desafiante. Su manta se
resbaló peligrosamente, pero la dejó donde estaba en su regazo.
Él no se perdió la inclinación de su mirada. O cómo arrastró sus ojos a lo largo de su
torso. Casi podía sentir su mirada, persistiendo en cada músculo y cicatriz.
—Yrene dijo que podrías tener esto para siempre —dijo ella, su mano afortunadamente
se alejó.
—Entonces será la cicatriz que más atesoraré —Fenrys se reiría hasta llorar al
escucharlo hablar de esta manera, pero a Lorcan no le importaba. Al infierno con el
resto de ellos.
Otra de esas pequeñas sonrisas curvó sus labios, y las manos de Lorcan se apretaron
en las sábanas con el esfuerzo que le tomó no saborear esa sonrisa, adorarla con
su propia boca.
Pero esta cosa nueva y frágil entre ellos... No la arriesgaría por nada en el mundo.
Lorcan se mantuvo absolutamente inmóvil cuando ella llevó su boca a la de él. Rozó
sus labios con los suyos.
Ella se retiró.
Demasiado conmovido por ese suave y hermoso beso para molestarse con las
palabras, se tumbó de nuevo.
Este beso se demoró. Su boca trazó la suya, y ante la leve presión de sus labios, la
gentil petición, él respondió con la suya.
Unos ojos oscuros vidriosos de deseo se encontraron con los suyos, y Lorcan ajustó
la caída de la manta sobre su regazo.
—Ve a ayudar a los demás —repitió—. Estaré aquí cuando estés lista para dormir.
—Solo dormir —dijo Lorcan, sin molestarse en ocultar el calor que se elevaba en su
mirada—. Por ahora.
Hasta que ella estuviera lista. Hasta que ella le dijera, le mostrara, que deseaba
compartir todo con él. Ese último reclamo.
Pero hasta entonces, la quería aquí. Durmiendo a su lado, donde él podría vigilarla.
Como ella lo había vigilado.
Elide pareció leer eso en su cara, y sus mejillas se enrojecieron aún más.
—Extrañaba eso.
Te extrañé.
Ella asintió, incapaz de encontrar las palabras. Ella le había ofrecido todo, y había
pensado que tenía la intención de aceptarlo. Había pensado que lo había aceptado,
con lo que habían hecho después.
Sin embargo, había sido una despedida. Un último acoplamiento antes de aventurar-
se en las fauces de la muerte. Él no la encerraría, no aceptaría lo que ella le estaba
dado.
A la luz del amanecer, el campamento se agitaba. Hoy, hoy decidirían a dónde ir.
Hoy, ella se atrevería a pedir a las Crochan que la siguieran. ¿Le harían caso?
Pero dirigirse a Morath, donde serían reconocidas mucho antes de que se acerca-
ran, regresar al infierno...
El sol se levantó, lleno y dorado, como si fuera la nota solitaria de una canción que
llena el mundo.
—¡Terrasen pide ayuda! —La joven voz de una Crochan resonó en el campamento.
Manon y Asterin se giraron, otros siguieron su ejemplo mientras la bruja corría hacia
la tienda de Glennis. Esta emergió cuando la bruja se detuvo. Una exploradora, sin
duda, sin aliento y con el pelo enredado por el viento.
—Terrasen pide ayuda —jadeó la exploradora, apoyando las manos en las rodillas
mientras se inclinaba para tragar aire—. Morath los derrotó en la frontera, luego en
Perranth, y avanza hacia Orynth mientras hablamos. Saquearán la ciudad dentro de
una semana.
Peores noticias que las que Manon había anticipado. Incluso si ella las necesitaba,
las esperaba.
Las Trece se acercaron, Bronwen dio un paso atrás y Manon no se atrevió a respirar
mientras Glennis miraba hacia la llama inmortal que ardía en la hoguera, a pocos
pies de distancia. La Llama de la Guerra.
Un reto y un desafío.
Manon levantó la barbilla hacia los dos caminos que tenía delante.
Y así fue.
Hasta que las líderes de los siete Grandes Clanes se reunieron allí.
—Hace mucho tiempo, Rhiannon Crochan cabalgó al lado del rey Brannon hacia la
batalla. Así ha renacido su semejanza, así serán forjadas de nuevo las viejas alian-
zas —hizo un gesto hacia la llama eterna—. Enciende la Llama de la Guerra, Reina
de las Brujas, y reúne a tu ejército.
El corazón de Manon se aceleró, tan salvaje que palpitaba en sus palmas, pero ella
recogió una rama de abedul colocada entre el fuego.
Rojo, dorado y azul saltaron sobre la madera, devorándola. Manon retiró la rama
solo cuando la hubo atrapado, profunda y verdadera.
Ni siquiera el viento pudo soplar la llama cuando Manon la levantó, una antorcha en
el nuevo día.
Cada paso era un tambor de la guerra. Una respuesta a una pregunta planteada
hace mucho tiempo.
Bronwen recogió una rama propia, un largo tronco que ardía en el fuego.
—Vanora volará.
Retiró la madera y se dirigió al hogar del siguiente Clan, donde hundió el centro del
fuego sagrado en su hoguera. Una vez más, la luz se encendió, y Bronwen declaró,
fuerte y clara como el día rompiendo a su alrededor:
—Tu reina te convoca a la guerra. Vanora volará con ella. ¿Tú lo harás?
Hoguera tras hoguera. Hasta que las siete hubieron aceptado y encendido el fuego.
Entonces, y solo entonces, la joven exploradora del clan final tomó su antorcha en-
cendida, tomó su escoba y saltó a los cielos. Para encontrar al próximo clan, para
decirles que la llamada había sido hecha.
Manon y las Trece, y las Crochan que las rodeaban, observaron hasta que la explo-
radora no fue más que una mancha ardiente contra el cielo, y luego nada.
Manon ofreció una oración silenciosa al viento para que la llama sagrada que
llevaba la joven exploradora ardiera de manera firme durante los largos y peligrosos
kilómetros.
Hacia aldeas remotas donde la gente gritaba y se dispersaba cuando una mujer de
rostro joven descendía de los cielos en una escoba, agitando su antorcha.
No como una señal para ellos, sino para las pocas mujeres que no corrieron. Quienes
caminaron hacia la llama, la jinete, mientras ella gritaba:
Baúles ocultos en los áticos fueron abiertos. Pliegues doblados de tela roja se
liberaron de allí dentro. Las escobas dejadas en los armarios, junto a las puertas,
metidas debajo de las camas, fueron sacadas, atadas con cordeles trenzados de
color dorado o plateado.
Y las espadas, antiguas y hermosas, se sacaron de debajo de las tablas del piso o
se bajaron de los pajares, y su metal continuaba tan brillante y fresco como el día en
que se forjaron en una ciudad que ahora estaba en ruinas.
Brujas, la gente del pueblo susurró, los maridos con ojos muy abiertos e incrédulos
cuando las mujeres subieron a los cielos, con capas rojas ondeando. Hubo brujas
entre nosotros todo este tiempo.
Pueblo a pueblo, donde los hogares que nunca se habían apagado en su totalidad
se encendieron en respuesta. Siempre un jinete salía, para encontrar el siguiente
hogar, el siguiente bastión de su gente.
Una marea creciente de brujas, que subieron a los cielos con sus capas rojas,
espadas atadas a sus espaldas, escobas que arrojaban años de polvo con cada
milla al norte.
Brujas que se despidieron de sus familias, sin dar ninguna explicación antes de
besar a sus bebés que dormían y desaparecieron en la noche estrellada.
Milla tras milla, a través de un mundo cada vez más oscuro, la llamada se dispersó,
incesante e interminable como la llama eterna que pasó de un hogar a otro.
Aelin se despertó con el olor a pino y nieve, y supo que estaba en casa.
Era de mañana, o era un día nublado. Los pasillos más allá de la habitación
ofrecían fragmentos de sonido que ella clasificaba, pieza por pieza, como si es-
tuviera montando un espejo roto que pudiera revelar el mundo más allá.
Al parecer, habían pasado tres días desde la batalla. Y el resto del ejército kana-
to, liderado por el Príncipe Kashin, su tercer hijo mayor, había llegado.
Fue ese dato lo que hizo que se despertara totalmente en la conciencia, una
mano deslizándose hacia el brazo de Rowan. Un toque delicado, solo para ver
qué tan profundo lo retenía el sueño rejuvenecedor. Tres días habían dormido
aquí, inconscientes del mundo. Un momento peligroso y vulnerable para cual-
quier poseedor de magia, cuando sus cuerpos exigían un sueño profundo para
recuperarse de gastar tanto poder.
Esa era otra astilla que había recogido: Gavriel se sentó fuera de su puerta. En
forma de león de montaña. Las personas se tranquilizaron cuando se acercaron,
sin darse cuenta de que tan pronto como pasaban ante él, se oían susurros de
ese gato extraño y aterrador podían ser detectados por las orejas de Fae.
Durante los días que durmieron, ninguna pesadilla la había despertado, ni ca-
zado.
Aelin tragó, con la garganta seca. Lo que había sido real, lo que Maeve había
tratado de plantar en su mente, ¿importaba si el dolor había sido verdadero o
imaginado?
Ella había salido, se había alejado de Maeve y Cairn. Frente a los pedazos rotos
dentro de ella vendría más tarde.
Pero por ahora, era suficiente recuperar esta claridad. Aunque liberar su poder,
gastar ese poderoso golpe aquí, no había sido su plan.
Aelin deslizó su mirada hacia Rowan, su rostro áspero se suavizó hasta conver-
tirse en una hermosura por el sueño. Y limpio, la sangre que los había salpicado
a ambos se había ido. Alguien debió haberlo lavado mientras dormían.
—Fanfarrona —murmuró.
Ella resopló, apoyando su cabeza con un puño mientras trazaba marcas ocio-
sas sobre la manta rasposa.
Rowan asintió.
—A Aedion.
—A Aedion —dijo en voz tan baja que Gavriel no pudo escuchar desde su lugar
fuera de la puerta—. Y a tu tío. Y a Essar.
—Les conté que Maeve me había encarcelado, y que mientras estaba cautiva
ella había ordenado algunos planes viles.
Su compañero se quedó inmóvil.
—Fue una conjetura afortunada. Las mejores mentiras siempre se mezclan con
la verdad.
Su estómago se revolvió.
—Es su elección, lo que hacen. Solo expuse los hechos.
Rowan sonrió.
—¿Y aparte de intentar derrocar el trono de Maeve? ¿Alguna otra sorpresa que
debería saber?
—No hay más —ante sus cejas levantadas, ella agregó—: Lo juro por mi trono.
No quedan más.
—Todo lo que sé, lo sabes. Todas las cartas están sobre la mesa ahora.
Con los diversos ejércitos que se habían reunido, con la cerradura, con todo.
Aelin pasó una mano por los poderosos músculos de su muslo, con los dedos
enganchados en el rasgón de la tela justo por encima de su rodilla.
—No sentí que recibieras esta herida a través del vínculo — dijo, rozando la
gruesa cresta de la nueva cicatriz. Un trofeo de la batalla. Ella se encontró con
su penetrante mirada. ¿Maeve de alguna manera rompió ese vínculo? ¿Esa
parte de nosotros?
—No —él respiró, y le acarició el pelo que tenía en el rostro—. Me he dado cuen-
ta de que el vínculo solo transmite el dolor de las heridas más graves.
—Fue por eso que no sabía lo que te estaba pasando en la playa —dijo tosca-
mente Rowan. Debido a que los azotes brutales e insoportables como habían
sido, no la habían llevado al borde de la muerte. Sólo la tenían confinada a un
ataúd de hierro.
—Ambos tenemos cosas con las que lidiar, sobre lo que pasó en estos meses.
Una mirada a él, y ella supo que él estaba consciente de lo que aún nublaba su
alma.
Y como él era la única persona que veía todo lo que ella era y no se alejó de ella,
Aelin le dijo:
—Lo sé —palabras tan simples, y sin embargo significaban todo, esa compren-
sión.
—Quisiera haber hecho las cosas... mejor —soltó un largo suspiro—. Para bor-
rarlo todo.
Su mandíbula se tensó.
—Quiero que todo termine —dijo con voz ronca—. Esta guerra, los dioses y la
Puerta del Wyrd y la Cerradura. Todo eso —se frotó las sienes, empujando más
allá a ese peso, esa mancha persistente que ningún fuego podría limpiar—. Qui-
ero ir a Terrasen, a luchar, y luego quiero que se acabe.
Quería que todo terminara, ya que había aprendido el verdadero costo de forjar
la cerradura de nuevo. Quería que todo terminara con cada uno de los azotes de
Cairn en la playa de Eyllwe. Y todo lo que le había hecho a ella después. Lo que
sea que pudiera hacer, podría terminar, ella quería que todo terminara.
Ella dejó que fuera suficiente para los dos. Guardó sus palabras, su promesa,
todas esas promesas entre ellos y extendió la palma de su mano en el aire entre
ellos.
Ella convocó la magia, la gota de agua que le había dado la línea de sangre de
su madre. La línea de sangre de Mab.
Una pequeña bola de agua tomó forma en su mano. Sobre los callos que ella
había reconstruido tan cuidadosamente.
Ella dejó que el suave y refrescante poder goteara sobre ella. Dejo que alise
los trozos irregulares dentro de ella y cantándoles para dormir. El regalo de su
madre.
Tú no vas a ceder.
Cuando la Cerradura se llevara todo, ¿reclamaría esa parte también? ¿La parte
más preciosa de su poder?
Concentrándose, apretando los dientes, Aelin ordenó a la bola de agua que gir-
ara en su palma.
Ella resopló.
—Sigue practicando. En mil años, quizás puedas hacer algo con eso.
—Es un milagro que aprendiera algo de ti con ese tipo de estímulo —ella sa-
cudió la humedad de su mano. Justo en su cara.
—Tengo una cuenta, princesa. De todas las cosas horribles que salen de tu
boca.
Sus dedos de los pies se curvaron, y ella arrastró sus dedos por su cabello, dis-
frutando de las hebras de seda.
Al otro lado de la puerta, ella podría haber jurado que los pies suaves como un
gato se alejaron rápidamente.
Rowan sonrió, como si también sintiera la rápida salida de Gavriel. Luego su mano
se aplastó en su abdomen, su boca rozando la parte inferior de su mandíbula.
Pero la mano que había puesto en su vientre empujó hacia abajo lo suficiente
como para que Aelin se soltara de su agarre. Y se dio cuenta de que había
estado dormida durante tres días y tenía la vejiga llena. Ella se estremeció,
levantándose de un salto. Ella se tambaleó, y él estaba allí instantáneamente,
estabilizándola.
La reina y su consorte.
Oí que entraron en las montañas y trajeron a los hombres salvajes con ellos.
Escuché que han estado tejiendo hechizos alrededor de la ciudad, para prote-
gerla contra Morath.
Rowan aún estaba sonriendo cuando Aelin salió del baño de las damas comu-
nales.
—¿Crees que a todas las partes a las que he ido durante los últimos trescientos
años, los susurros no me han seguido? —ella puso los ojos en blanco, pero él
se echó a reír—. Esto es mucho mejor que bastardo de corazón frío o escuché
que mató a alguien con la pata de una mesa.
—Sí mataste a alguien con una pata de la mesa —la sonrisa de Rowan creció—. Y eres
un bastardo de corazón frío —agregó Aelin. Rowan resopló.
El gimió.
Ella adoptó un áspero susurro cuando pasaron junto a un grupo de soldados humanos.
Uno de los soldados tropezó, los otros les hicieron un gesto con la cabeza. Rowan le
pellizcó el hombro.
Aelin siguió sonriendo mientras encontraban comida y almorzaban rápido, era medi-
odía, habían aprendido, sentados juntos en una escalera polvorienta, casi olvidada. Al
igual que los días que pasaron en Mistward, rodilla con rodilla y hombro con hombro en
la cocina mientras escuchaban las historias de Emrys.
Aunque a diferencia de los meses de esta primavera, cuando Aelin dejó su plato entre
los pies, deslizó sus brazos alrededor del cuello de Rowan y su boca se encontró con
la de ella al instante.
Se detuvieron, sin aliento y con los ojos desorbitados, antes de que ella pudiera decidir
que realmente no sería una mala idea desabrocharse los pantalones allí mismo, o que
su mano, frotando discretamente y perezosamente ese maldito lugar entre sus muslos,
debería estar dentro de ella.
Si Aelin era honesta consigo misma, todavía estaba debatiendo llevarlo al armario más
cercano cuando finalmente se fueron a buscar a sus compañeros. Una mirada a los
ojos vidriosos de Rowan y ella supo que él estaba debatiendo lo mismo.
Un hombre alto y de hombros anchos estaba con Nesryn, Sartaq y Hasar, guapo y lleno
de una especie de energía impaciente. Sus ojos marrones eran acogedores, su sonrisa
tranquila. Le gustó de inmediato.
—Mi hermano —dijo Hasar, agitando una mano sin levantar la vista del mapa—. Kash-
in.
—En realidad puedes agradecerle a mi padre por eso. Y a Yrene —dijo Kashin, hacien-
do uso de su lenguaje tan impecable como el de sus hermanos.
—Solo necesitaba descansar —Aelin tiró su barbilla hacia Rowan—. Requiere siestas
frecuentes en su vejez.
—Al Norte. Ciertamente iremos al norte contigo. Solo para pagarte por salvar a nuestro
ejército, a nuestra gente.
—Dejando de lado la gratitud —dijo Hasar, sin sonar muy agradecido en absoluto—, los
exploradores de Kashin han confirmado que Terrasen es a donde Morath está concen-
trando sus esfuerzos. Así que allí iremos.
—Los detalles eran turbios. Todo lo que sabemos es que se vieron hordas marchando
hacia el norte, dejando tras de sí un rastro de destrucción.
Aelin mantuvo sus puños a sus costados, evitando la necesidad de frotarse la cara.
Aelin dejó que una brasa de ese poder ardiera en sus ojos.
—Si tú y sus compañeros se recuperan, entonces nos dirigiremos hacia el norte tan
pronto como podamos —no hubo objeciones de Hasar al respecto.
—Así que lo despejamos —dijo Hasar—. Engañarlos para que vacíen las fuerzas que
esperan en el Brecha, luego nos acercamos sigilosamente por detrás.
—Adarlan controla todo el Avery —dijo Chaol, dibujando una línea invisible hacia el
interior desde Rifthold—. Para llegar al norte, tenemos que cruzar ese río de todos mo-
dos. Al elegir el Brecha como nuestro campo de batalla, evitaremos el desorden que
se produciría al luchar en medio de Oakwald. Los ruks, al menos, podrían proporcionar
cobertura aérea. No es así con los árboles.
Rowan asintió.
—Tendríamos que llevar a la mayoría de los ejércitos a las montañas, para entonces
llegar al Brecha desde donde menos lo esperan. Sin embargo, es un terreno acciden-
tado. Tendremos que escoger nuestra ruta con cuidado.
El padre de Chaol se quejó. Aelin alzó las cejas, pero su hijo respondió:
—Envié emisarios el día después de la batalla, a los Colmillos. Para contactar a los
hombres salvajes que viven allí, si es que pueden conocer caminos secretos a través
de las montañas hasta la Brecha.
—¿Y?
—Eres la mano del rey de Adarlan. Lo superas en rango. Estás autorizado a actuar en
nombre de Dorian —ella señaló el mapa—. La tierra puede ser parte de Anielle, pero
pertenece a Adarlan. Adelante, trátenlo.
Su padre comenzó:
—Tú...
—Vamos hacia el norte —dijo Aelin—. No te interpondrás en nuestro camino —de nue-
vo, dejó que algo de su fuego se encendiera en sus ojos, prendió el oro que ardía en
ellos—. Detuve esa ola. Considera esta alianza con los hombres salvajes como una
forma de devolverme el favor.
Fenrys dejó escapar una risa baja, incrédulo. Rowan gruñó suavemente. Chaol le gruñó
a su padre:
—Eres un bastardo.
Pasando Endovier. Ese camino los llevaría más allá de Endovier. El estómago de Aelin
se tensó. La mano de Rowan rozó la suya.
—Tenemos que decidirnos pronto —declaró Sartaq—, en este momento nos sentamos
entre la Brecha Ferian y Morath. Sería muy fácil para Erawan enviar a los ejércitos y
que nos aplasten entre ellos.
—Incluso con los pocos sobrevivientes, hay muchos de ellos. Estaríamos aquí en se-
manas.
Hasar sonrió.
—¿Puedo ver?
I
Encontraron a Yrene pero no en la fortaleza, sino en una tienda de campaña en los re-
manentes del campo de batalla, inclinada sobre un hombre humano que golpeaba un
catre. El hombre había sido sujetado al suelo de las muñecas y los tobillos.
Yrene se detuvo, sus manos envueltas en luz blanca. Borte, espada fuera, se detuvo
cerca.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Yrene, el brillo en sus manos se desvaneció. El hom-
bre se hundió, y se quedó débil cuando el asalto de la sanadora contra el demonio
dentro de él se detuvo.
Chaol dirigió su silla más cerca de ella, las ruedas equipadas para un terreno más ás-
pero.
—Aelin y sus compañeros quieren una demostración. Si estás preparada para ello.
—No es realmente nada que puedas ver. Sucede debajo de la piel, de mente a mente.
—Te enfrentas directamente a los demonios de Valg —dijo Fenrys sin una pequeña
cantidad de admiración.
Así lo hizo la curandera. Con las manos brillando, las puso encima del pecho del hom-
bre. Gritó y gritó y gritó.
Yrene jadeó, frunciendo el ceño. Durante largos minutos, los chillidos continuaron.
Borte puso los ojos en blanco, pero se volvió hacia Aelin, mirándola con una franqueza
que solo Aelin podía apreciar.
Aelin sonrió.
—¿Y cuántos pueden hacer todos los días? —Aelin le preguntó a Chaol.
—Quince, a lo sumo. Algunos requieren más energía que otros para expulsar, por lo
que en esos días es menos.
—Los interrogamos —dijo Chaol, frunciendo el ceño—. Ver cuáles son sus historias,
cómo terminaron capturados. A donde se encuentran sus lealtades.
—Entonces los liberas —dijo Gavriel, en silencio por unos minutos—, ¿y luego los tor-
turas?
—Algunos quieren luchar por nosotros —dijo Sartaq—. Aquellos que pasan nuestro
proceso de investigación pueden comenzar a entrenar con los soldados de infantería.
No muchos, sino unos pocos.
Yrene se quedó sin aliento, su luz brillaba lo suficiente como para que Aelin entrecerr-
ara los ojos. El hombre atado al catre tosió, arqueando.
Borte hizo una mueca, alejando el olor. Entonces ondeo humo negro de su boca.
Yrene se dejó caer hacia atrás, Chaol sacando un brazo para abrazarla. La curandera
solo se posó en el brazo de su silla y una mano en su pecho.
Aelin le dio un momento para recuperar el aliento. Para gestionar tal hazaña era nota-
ble. Para hacerlo mientras está embarazada... Aelin sacudió la cabeza con asombro.
Yrene señaló al hombre en el catre, ahora abriendo los ojos. Marrón, no negro, miró
hacia arriba.
—Gracias —fue todo lo que dijo el hombre, con voz ronca. Y humano, totalmente
humano.
Capítulo 67
Traducido por Luneta
Corregido por Akira the Undaunted
Gracias a los dioses. A pesar de que eran los últimos seres que Rowan deseaba
agradecer.
—Llevaría años —observó—, curar a todos los infectados por el Valg. Cada uno
de esos soldados tiene una familia, amigos que querrían que lo intentáramos.
—Lo sé —el viento frío le azotó el pelo con la cara, soplando hacia el norte.
—Entonces, ¿por qué salir de aquí? —se había quedado contemplativa durante
su reunión en la tienda, frunciendo el ceño.
—No veo cómo puedo pedirle a Yrene que lo haga. Pedir eso de Chaol —Aelin
tragó saliva—. Para poner a Yrene cerca de Erawan o Maeve... no puedo hacer-
lo.
—Pero, ¿es un error poner la seguridad de Yrene por encima de la de todo este
mundo? —reflexionó Aelin, examinando una de las dagas enemigas que había
robado. Una hoja inusualmente fina, probablemente robada en primer lugar—.
Ella es la mejor arma que tenemos, si las Llaves no están en juego. ¿Somos
tontos por no presionar para usarla?
—¿Podrás vivir contigo misma si algo le sucede a Yrene, a su hijo por nacer?
—No. Pero el resto del mundo vivirá, al menos. Mi culpa sería secundaria a eso.
Rowan tragó saliva. Vio la razón por la que necesitaba estar lejos de los demás,
necesitaba caminar.
Él deslizó un brazo alrededor de sus hombros. Era todo lo que él podía ofrecerle.
Terminara, ella había dicho que quería que todo terminara. Haría todo lo posible
para que así fuera.
Y con esa Cerradura, él también podría tener que tomar esa decisión.
Rowan pasó sus dedos por las marcas reclamantes en su cuello.
—Te dije que el amor era una debilidad. Sería mucho más fácil si todos nos
odiáramos.
Ella resopló.
Pero Aelin apartó ante esas palabras, la frase que cayó de su lengua.
—Quiero ver esos libros de las marcas del Wyrd que Chaol y Yrene trajeron con
ellos.
—¿Qué dice esto? —Aelin le preguntó a Borte, tocando con el dedo en una línea
de texto garabateada en Halha, la lengua del sur del continente.
Al otro lado del escritorio, Rowan resopló. Un libro estaba abierto ante él, su pro-
greso a través de él era mucho más lento que el de Aelin.
Pero durante las dos horas que Aelin y Rowan habían examinado la colección
que Chaol y Yrene habían traído de la biblioteca prohibida de Hafiza encima de
la Torre, nada había resultado útil.
Aelin suspiró bajo el techo de lona de la gran tienda del príncipe. Era una fortuna
que Sartaq hubiera traído estos baúles con él, en lugar de dejarlos con su arma-
da, pero... el agotamiento la mordió, empañando la intrincada red de símbolos
en las páginas amarillentas.
Rowan se enderezó.
—Este abre algo —dijo, volteando el libro para mirarla—. No conozco los otros
símbolos, pero ese dice ‘abierto’.
—No es lo que estamos buscando —se tiró del labio inferior—. Es un hechizo
para abrir un portal entre ubicaciones, solo en este mundo.
—Sí, pero esto es para viajes cercanos. Más como lo que Fenrys puede hacer
—o lo había podido hacer una vez, antes de que Maeve se lo hubiera quitado.
Borte se rió, y se recostó en su asiento, jugando con el final de una larga trenza.
—¿Crees que el hechizo existe, para encontrar una forma alternativa de sellar
la puerta Wyrd?
La pregunta fue apenas más que un susurro, y sin embargo Rowan le lanzó a la
chica una mirada de advertencia. Borte solo lo ignoró.
No. Elena le habría dicho a ella, o a Brannon, si tal cosa hubiera existido.
Aelin pasó una mano por la página seca y antigua, con los símbolos borrosos.
Una salida, un camino alternativo. Para ella, para Dorian. Cualquiera de ellos
que pagaría el precio para forjar la Cerradura y sellar la puerta. Una esperanza
desesperada y tonta.
Las horas pasaron, las pilas de libros disminuyeron. Fenrys se unió a ellos
después de un tiempo, inusualmente solemne mientras buscaban y buscaban.
Y no encontró nada.
—No puedes dar un solo acre de este territorio a los hombres salvajes —susurró
su padre cuando Chaol entró en la habitación y cerró la puerta.
—Puedo y lo haré.
Chaol suspiró, recostándose en su silla. Toda una vida de esto, eso es lo que
Dorian le había dado. Como Mano, tendría que tratar con señores y gobernantes
al igual que su padre. Si sobrevivían. Si Dorian sobrevivía, también. El pens-
amiento fue suficiente para que Chaol dijera:
—Todos en esta guerra están haciendo sacrificios. Más allá, muchos más grandes
que unas pocas millas de tierra. Agradezca que es todo lo que te pedimos.
El hombre se burló:
Chaol puso los ojos en blanco, extendiendo la mano para volver la silla hacia la
puerta.
—No es suficiente para detener esta alianza —dijo Chaol, girando su silla.
—Espero que Anielle se queme hasta los cimientos. Y tú con ellos —una pequeña
sonrisa de odio—. Eso es todo lo que dijo tu hermano. Mi heredero, así es como
se siente sobre este lugar. Si él no protege a Anielle, ¿qué será de eso sin ti?
—Apostaría a que el respeto de Terrin por Anielle está relacionado con sus sen-
timientos por ti.
Cuando Chaol no habló, su padre se dirigió hacia el maletero, lo abrió con una
llave de su bolsillo y abrió la pesada tapa. Chaol se acercó para mirar su con-
tenido.
Cartas. Todo el baúl estaba lleno de cartas que llevaban su nombre en una ele-
gante escritura.
—Ella descubrió el baúl. Justo antes de que supiéramos que Morath marcha-
ba hacia nosotros —dijo su padre, con una sonrisa burlona y fría—. Debería
haberlas quemado, por supuesto, pero algo me impulsó a guardarlos. Para este
momento exacto, creo.
El baúl estaba lleno de cartas. Todas escritas por su madre. A él.
Años. Años de cartas, de una madre de la que no había oído hablar, creyendo
que no había querido hablar con él, que había cedido a los deseos de su padre.
Chaol se sujetó a los brazos de su silla para evitar envolver sus manos alrededor
de la garganta del hombre.
—¿Crees que al mostrarme este baúl de cartas me hará querer negociar conti-
go?
Su padre resopló.
—Eres un hombre sentimental. Mirarte con esa esposa tuya solo lo demuestra.
Pensaría que negociarías bastante para poder leer estas cartas.
Chaol solo lo miró fijamente. Parpadeó una vez, como si pudiera sofocar el rugi-
do en su cabeza, en su corazón.
Su madre nunca lo había olvidado. Nunca dejó de escribirle. Chaol sonrió leve-
mente.
—Guarda las cartas —dijo, dirigiéndose en su silla hacia las puertas—. Ahora
que te ha dejado, podría ser tu única forma de recordarla.
—No hago tratos con bastardos —dijo Chaol, sonriendo de nuevo cuando entró
en el pasillo—. Y ciertamente no voy a empezar contigo.
I
Chaol les dio a los hombres salvajes de los Colmillos una pequeña porción de
territorio en el sur de Anielle. Su padre se había enfurecido, negándose a recon-
ocer el intercambio, pero nadie lo había escuchado, para diversión eterna de
Aelin.
Dos días después, una pequeña unidad de esos hombres llegó a la orilla más
occidental de la ciudad, cerca del agujero donde había estado la represa, y
señaló el camino.
Asentada encima de un buen caballo Muniqi que Hasar le había prestado, Aelin
montó al frente de la compañía, mientras marchaba desde Anielle, Chaol en
Farasha a su izquierda, Rowan en su propio caballo Muniqi a su derecha. Sus
compañeros estaban dispersos detrás, Lorcan se curó lo suficiente como para
cabalgar, con Elide a su lado.
La nieve pesaba sobre los Colmillos, el cielo gris amenazaba más, pero los ex-
ploradores rukhin y los hombres salvajes habían evaluado que ningún mal clima
los golpearía todavía, al menos hasta que alcanzaran la Brecha.
Cinco días de caminata, con el ejército y las montañas. Serían tres para el ejér-
cito que marchó a lo largo de la orilla y el río.
Aelin inclinó la cara hacia ese cielo frío cuando comenzaron la interminable se-
rie de curvas en las laderas de las montañas. El rukhin podría cargar gran parte
del equipo más pesado, gracias a los dioses, pero la escalada en las montañas
sería la primera prueba.
Sin embargo, los ejércitos del kanato habían cruzado todos los terrenos.
Así que Aelin supuso que ella tampoco lo haría. Para el tiempo que le quedaba,
hasta que todo terminara.
Este último empujón hacia el norte, hacia casa... Ella sonrió sombríamente a las
montañas que se avecinaban, al ejército que se extendía detrás de ellas.
Y solo porque podía, solo porque se dirigían a Terrasen por fin, Aelin desató un
parpadeo de su poder. Algunos de los abanderados detrás de ellos murmuraron
sorprendidos, pero Rowan solo sonrió. Sonrió con esa feroz esperanza, esa de-
terminación brutal que estalló en su propio corazón, cuando comenzó a arder.
Dejó que la llama la envolviera, un brillo dorado que sabía que podía ser espiado
incluso desde las líneas más alejadas del ejército, desde la ciudad y mantener-
las atrás.
Un faro brillando en las sombras de las montañas, en las sombras de las fuerzas
que los esperaban, Aelin iluminó el camino hacia el norte.
Capítulo 68
Traducido por Liliana Hernández
Corregido por Ella R
Las torres negras de Morath se alzaban sobre las fraguas humeantes y las fogatas
del valle, como un grupo de espadas oscuras levantadas hacia el cielo.
Se adentraban en las nubes bajas, algunas rotas y astilladas, otras aún de pie orgu-
llosas. La ira y el acto final de Kaltain Rompier estaban escritos en todas ellas.
Extendiendo sus alas color hollín, Dorian atrapó un viento que apestaba a hierro
y carroña, y se inclinó para rodear la fortaleza. Había aprendido a aprovechar los
vientos durante estos largos días de viaje, y aunque había cubierto gran parte del
viaje como un halcón veloz y de cola roja, se había transformado esta mañana en
un cuervo común.
Bandadas de ellos rodeaban a Morath, con sus garras tan abundantes como el repi-
que de martillos sobre yunques en todo el valle. Incluso con el infierno desatado en
el norte, todavía había más acampando aquí abajo. Más tropas, más brujas.
Dorian siguió el ejemplo de los otros cuervos e ignoró a los guivernos, volando bajo
mientras grupos de brujas tras grupos de brujas hacían su exploración, daban infor-
mes o se formaban. Tantas Ironteeth. Todas esperando.
Rodeó las torres más altas de Morath, explorando la fortaleza, el ejército en el valle,
los guivernos elevados en los aires. Con cada aletear de sus alas, el peso de lo que
había escondido en un afloramiento rocoso diez millas al norte se hizo más pesado.
Habría sido una locura traer las dos llaves aquí. Así que las había enterrado en la
roca de esquisto, ni siquiera atreviéndose a marcar el lugar. Solo pudo esperar que
fuera lo suficientemente lejos para evitar la detección de Erawan.
Al costado de una torre emergieron dos sirvientes con grandes cantidades de ropa
desde una pequeña puerta y comenzaron a subir las escaleras exteriores, con las
cabezas inclinadas como si trataran de ignorar al ejército que ondeaba muy abajo. O
a los guivernos cuyos fuelles hicieron eco en la roca negra.
Dorian voló hacia ella, deseando que su corazón se calmara, que su aroma—lo
único que podría condenarlo— permaneciera sin marcar. Pero ninguna de las
Dientes de Acero volando en lo alto notó al cuervo-que-no-olía-como-un-cuervo. Y
las dos lavanderas que subían la escalera de la torre no gritaron cuando aterrizó en
la pequeña barandilla de piedra y dobló sus alas pulcramente.
Un salto y estuvo en las piedras.
Los bigotes de Dorian se movieron, sus orejas de gran tamaño se agitaron. El rugido
de los guivernos se mecía a través del pelaje de su pequeño cuerpo y apretaba los
dientes, grandes, casi demasiado grandes para su pequeña boca. El hedor se volvió
casi nauseabundo.
En un mundo diseñado para matarlos, supuso que los ratones necesitaban tanta
nitidez para sobrevivir.
Sus sentidos podrían haber sido más agudos, pero nunca se había dado cuenta de
lo desalentador que era realmente un conjunto de escaleras sin piernas humanas.
Se mantuvo en las sombras, deseando caer en el polvo y la oscuridad con cada par
de pies que pasaban por allí. Algunos estaban blindados, otros con botas, algunos
con zapatos gastados. Todos sus portadores pálidos y miserables.
La torre en la que había entrado era una escalera de sirvientes, una que Manon
había tendido durante una de sus varias explicaciones a Aelin. Fue gracias a ella
que siguió un mapa mental, confirmado por sus círculos en lo alto durante las últimas
horas.
La torre de Erawan, ahí es por donde empezaría. Y si el rey de Valg estuviera allí...
lo resolvería. Y le devolvería a Erawan todo lo que había hecho, independientemente
de la advertencia de Kaltain.
Desde aquí tendría que cruzar todo el nivel, subir otra escalera, otro pasillo y luego,
si tenía suerte, la torre de Erawan estaría allí.
Manon nunca había tenido acceso a ella. Nunca supo lo que esperaba allí.
Solo que estaba vigilado por el Valg a todas horas. Un buen lugar para comenzar su
caza.
guardia estaba de guardia al final del pasillo, mirando a la nada. Se alzaba, grande
como una montaña, cuando Dorian se acercaba.
Dorian casi había alcanzado la guardia y la encrucijada que vigilaba cuando lo sentió,
la agitación y luego el silencio.
No podría haber sido tan fácil como parecía. Erawan sin duda tenía trampas para
alertarlo de cualquier presencia enemiga. Pasos apresurados y ligeros sonaron
alrededor de la esquina, y el guardia se volvió hacia ellos.
Esperar en un pasillo no serviría de nada. Pero lanzarse hacia adelante para descubrir
lo que pueda estar sucediendo... tampoco era prudente.
Había un lugar donde podía escuchar algo. Donde la gente siempre estaba
chismeando, incluso en Morath.
Así que Dorian se aventuró por el pasillo. Bajó otro conjunto de escaleras, sus patitas
apenas podían moverse lo suficientemente rápido. Hacia las cocinas, caliente y
brillante con la luz del gran hogar.
Lady Elide había trabajado aquí, había conocido a estas personas. No Valgs, sino
personas reclutadas en servicio. Personas que indudablemente hablarían sobre las
idas y venidas de este lugar. Igual como las que había en el palacio de Rifthold.
Mirando hacia las escaleras en el lado opuesto de la cavernosa cocina. Al igual que
el delgado gato atigrado de ojos verdes en la habitación.
Y luego los pasos, rápidos y silenciosos. Entraron dos mujeres, bandejas vacías en
sus manos. Tan pálidas como temblorosas.
Un hombre que tenía que ser el cocinero jefe preguntó a las mujeres:
—¿Vieron algo?
—Suerte que salieron antes de que llegaran —dijo alguien—. O quizás hubieran sido
parte del almuerzo, también.
Suerte, de hecho. Dorian se demoró, pero la cocina retomó sus ritmos, satisfecha de
que dos de los suyos hubieran regresado a salvo.
La sala del consejo, tal vez la misma que Manon había descrito. Donde Erawan
prefería tener sus reuniones. Y si el propio Erawan se dirigía allí... Dorian se escabulló,
prestando atención al mapa mental que Manon había elaborado. Un tonto, sólo un
tonto iría voluntariamente a ver a Erawan. Era arriesgado.
Tal vez él tenía un deseo de muerte. Tal vez él realmente era un tonto. Pero quería
verlo. Tenía que verlo, esta criatura que había arruinado tantas cosas. Quien estaba
preparado para devorar su mundo.
Tenía que mirarlo, esta cosa que lo había esclavizado, que había matado a Sorscha.
Y si tenía suerte tal vez lo mataría.
Él podría permanecer en esta forma y atacar. Pero sería mucho más satisfactorio
volver a su propio cuerpo, extraer a Damaris y acabar con él. Para que Erawan
pudiera ver la pálida cicatriz alrededor de su garganta y sepa quién lo mató, que
viera que todavía no lo había roto.
El silencio le mostró el camino, tal vez más que el mapa mental que había memorizado.
Nadie que notara la figura encapuchada que entró, la capa negra ondeando.
Dorian se apresuró, deslizándose tras esa figura justo cuando las puertas se cerraban.
Su magia se incrementó, y él quiso calmarse, enrollarse, preparándose para atacar.
La recámara era ordinaria, excepto por una mesa de vidrio negro en su centro. Y el
hombre de cabello dorado y ojos dorados, sentado ante ella.
Manon no había mentido: Erawan había destrozado la piel de Perrington por algo
mucho más justo.
Aunque todavía estaba vestido con sus mejores galas, Dorian se dio cuenta de que el
rey Valg se levantaba, su chaqueta gris y sus pantalones estaban inmaculadamente
a medida. No había armas a su lado. Ni indicio de las llaves del Wyrd.
Pero podía sentir el poder de Erawan, la maldad escapaba de él. Podía sentirlo, y
recordarlo, la forma en que el poder se había sentido dentro de él, cuajando su alma.
El hielo se resquebrajó en sus venas. Rápido, tenía que ser rápido. Dar el golpe
ahora.
—Ésta es una delicia inesperada —dijo Erawan, con voz joven y a la vez no. Señaló
la propagación de los alimentos: frutas y carnes curadas—. ¿Deberíamos?
La magia de Dorian vaciló cuando dos delgadas manos pálidas como la luna se
alzaron de los pliegues de la capa negra y empujaron la capucha.
La mujer que revelaba no era hermosa, no de la manera clásica. Sin embargo, con
su pelo negro azabache, sus ojos oscuros, sus labios rojos...era sorprendente.
Hipnotizante.
Se quitó la capa para revelar un vestido suelto de color morado profundo antes
de colocarse a través de la mesa de Erawan. Ni una onza de vacilación o miedo
comprobó sus graciables movimientos.
Erawan sonrió mientras se sentaba, sirviendo una copa de vino para la mujer y luego
para él. Y todos los pensamientos de matar desaparecieron de la cabeza de Dorian
cuando el rey Valg preguntó:
—¿Hay alguna otra razón por la que te dignes visitar Morath, Maeve?
Capítulo 69
Traducido por Liliana Hernández
Corregido por Ella R
Orynth no había estado tan callado desde el día en que Aedion y los restos de la
corte de Terrasen marcharon hacia Theralis.
Ahora yacían manchadas y grisáceas, tan sombrías como el cielo, mientras Aedion,
Lysandra y sus aliados cruzaban las imponentes puertas metálicas de la puerta oc-
cidental. Aquí, las paredes tenían dos metros de espesor, los bloques de piedra tan
pesados que la leyenda afirmaba que Brannon había reclutado a gigantes de los
Staghorns para que los colocaran en su lugar.
Aedion daría cualquier cosa por esos gigantes olvidados hace mucho tiempo para
encontrar su camino a la ciudad ahora. Para que las antiguas Tribus del Lobo vi-
nieran corriendo por los imponentes picos detrás de la ciudad, la hada perdida de
Terrasen con ellos. Para que cualquiera de los viejos mitos surja de las sombras del
tiempo, como lo habían hecho Rolfe y sus Micenios.
Sus compañeros también lo sabían. Incluso Ansel de Briarcliff se había quedado tan
silenciosa como Ilias y sus asesinos, con los hombros arqueados. Ella había sido así
desde que las cabezas de sus guerreros habían aterrizado entre sus filas, su cabe-
llo rojo vino apagado, sus pasos pesados. Conocía su horror, su culpa. Él desearía
tener un momento para consolar a la joven reina más allá de una rápida disculpa.
Pero al parecer, Ilias se había comprometido a hacer precisamente eso, cabalgando
junto a Ansel en compañía constante y tranquila.
La ciudad había sido colocada a los pies del imponente y casi mítico castillo construido
sobre una roca sobresaliente. Un castillo que se alzaba tan alto que sus torres
superiores parecían perforar el cielo. Una vez, ese castillo había resplandecido,
rosas y plantas rastreras cubrían sus piedras calentadas por el sol, el canto de mil
fuentes resonando en cada salón y patio. Una vez, orgullosos estandartes habían
ondeado de esas torres increíblemente altas, vigilando las montañas y el bosque y
el río y la llanura de Theralis abajo.
Aedion sabía que debía cuadrar sus hombros. Debería sonreír a estas personas, su
gente, y ofrecerles un poco de coraje.
¿Cuántos seguían orando para que las filas de soldados que se dirigían hacia la
ciudad revelaran a un ser querido?
Su culpa, su carga. Sus elecciones los habían llevado aquí. Sus decisiones habían
dejado tantos cuerpos en la nieve, un verdadero camino de ellos desde la frontera
sur hasta el Florine.
El castillo blanco se alzaba, más grande con cada colina que ascendían. Al menos
tenían eso, la ventaja de un terreno más alto.
No en la sala del trono, sino en la espaciosa sala del consejo al otro lado del palacio.
Parecía que el hombre había tomado sus galas, sillas y tapices incluidos, y salió
corriendo en el momento en que mataron al rey.
Así que una antigua mesa de trabajo ahora servía como su escritorio de guerra,
un surtido de sillas abatibles de varias habitaciones en el castillo a su alrededor.
Actualmente ocupado por Darrow, Sloane, Gunnar y Ironwood. Murtaugh, para
sorpresa de Aedion, estaba entre ellos.
Ansel de Briarcliff examinó el pobre espacio, como lo había hecho durante la caminata
a través del oscuro y lúgubre castillo, y dejó escapar un silbido.
—No bromeabas cuando dijiste que Adarlan allanó tus arcas. —Sus primeras
palabras en horas. Días.
Aedion gruñó.
—Al grano.
Aedion le dio una sonrisa que no llegó a sus ojos. Ren se tensó, leyendo la advertencia
en esa sonrisa.
—Me ordenó que siguiera adelante mientras dirigía el ejército aquí. —Mentira.
Darrow puso los ojos en blanco y luego miró a Rolfe, que aún fruncía el ceño ante el
destartalado castillo.
Pero el hombre notó la espada al lado de Rolfe, el pomo del dragón de mar. Sin duda
había espiado a la flota arrastrándose por el Florine.
Lysandra solo señaló a Rolfe, luego a Ansel, luego a Galan. Estiró su brazo hacia las
ventanas, hacia donde la familia real de las hadas e Ilias de los Asesinos Silenciosos
se ocupaban de los suyos en los terrenos del castillo.
—Todos ellos. Todos vinieron aquí por culpa de Aelin. No tú. Entonces, antes de que
te burles de que no hay una Armada de Su Majestad, permíteme decirte que sí. Y no
eres parte de ella.
—No quise arriesgarme a dejarla sola en Allsbrook. Evangeline está en la torre norte,
en el dormitorio de mi anterior nieta. Ella te vio acercándote desde la ventana y todo
lo que pude hacer fue convencerla de que esperara.
—Ella ha peleado en las filas del frente en cada batalla. Casi murió contra nuestros
enemigos. No vi a ninguno de ustedes molestándose en hacer lo mismo.
El grupo de viejos señores frunció el ceño con desagrado. Sin embargo, fue Darrow
quien se movió en su asiento, ligeramente. Como si Aedion hubiera golpeado una
herida supurante.
—Se es demasiado viejo para pelear —dijo Darrow en voz baja—. Mientras los
hombres y mujeres jóvenes mueren no es tan fácil como piensas, Aedion.
Aedion debatió decirle que preguntara a las personas que habían muerto si eso
tampoco era fácil, pero el Príncipe Galan se aclaró la garganta.
Los señores de Terrasen no parecieron apreciar que los interrogaran, pero abrieron
sus odiosas bocas y hablaron.
Una hora más tarde los demás estaban en sus habitaciones, luego de un baño y
comida caliente, Aedion se encontró a sí mismo siguiendo su aroma.
No había ido a la torre norte y al ala que la correspondía, sino a la sala del trono.
Las imponentes puertas de roble estaban rotas, los dos ciervos tallados en ellas lo
miraban fijamente. Una vez, la filigrana de oro había cubierto la llama inmortal que
brillaba entre sus orgullosas astas.
Durante la última década, alguien había despegado el oro. Ya sea por rencor o por
moneda rápida.
En ese entonces, las banderas de todos los territorios de Terrasen habían colgado
del techo.
En ese entonces, los pisos de mármol pálido habían estado tan pulidos que podía
ver su reflejo en ellos.
Los ciervos ahora fueron masacrados y quemados, como lo había sido el trono de la
cornamenta después de la batalla de Theralis. El rey había ordenado que se hiciera
justo en el campo de batalla.
Ante ese estrado vacío estaba plantada Lysandra. Mirando el mármol blanco como
si pudiera ver el trono que una vez había estado allí. Mirando los otros tronos más
pequeños que se habían sentado a su lado.
—No me había dado cuenta de que Adarlan destrozó este lugar tan a fondo —dijo
ella, oliéndolo o reconociendo la cadencia de sus pasos.
—Los huesos aún están intactos —dijo Aedion—. Por cuánto tiempo más seguirá
siendo cierto, no lo sé.
Los ojos verdes de Lysandra se deslizaron hacia él, oscurecidos por el agotamiento
y la tristeza.
—En el fondo —dijo en voz baja—, una parte de mí pensaba que viviría para verla
sentada aquí. —Señaló el estrado, donde había estado el trono de la cornamenta.
—En el fondo, pensé que podríamos hacerlo de alguna manera. Incluso con Morath,
y la Cerradura, y todo eso.
—Yo también lo pensé —dijo Aedion con la misma calma, aunque las palabras
resonaron en la vasta cámara vacía—. Yo también pensé lo mismo.
Capítulo 70
Traducido por Luneta
Corregido por Ella R
Aelin. ¿Maeve había traído a Aelin aquí? ¿Sería vendida a Erawan? Dioses,
dioses...
Dorian se alegraba de ser pequeño, tranquilo y sin marcas. Él podría muy bien
haberse tambaleado.
—Tú.
Maeve sonrió.
—Yo.
El pulso del poder de Erawan se deslizó sobre Dorian. Tan similar, tan terrible-
mente similar al poder aceitoso de ese príncipe Valg.
—Sabes lo que tienes... —El rey Valg se calló. Enderezó los hombros.
—Y sin embargo, te casaste con Orcus sabiendo muy bien cómo es él.
Erawan dejó escapar una risa baja que hizo que el estómago de Dorian se re-
volviera.
Si Aelin estuviera aquí, si Dorian pudiera encontrarla, tal vez podrían enfren-
tarse a la reina y el rey de Valg...
—Aquí estamos —dijo Maeve—. Tú, preparado para barrer este continente. Y
yo, dispuesta a ayudarte.
—Mi gente me ha traicionado. Después de todo lo que he hecho por ellos, todo
lo que he protegido, se levantaron contra mí. El ejército que había reunido se
negó a marchar. Mis nobles, mis sirvientes, se negaron a arrodillarse. Ya no soy
la reina de Doranelle.
—Puedo adivinar quién podría estar detrás de una cosa así —dijo Erawan.
—Tenía a Aelin del Fuego Salvaje contenida. Esperaba traerla aquí cuando es-
tuviera... lista. Pero el centinela que asigné para supervisar su cuidado cometió
un grave error. Yo misma admitiré que fui engañada. Y ahora vuelve a ser libre. Y
se encargó de enviar cartas a algunas personas influyentes en Doranelle. Prob-
ablemente ya esté en este continente.
—Aelin Galathynius vendrá por mí, si ella sobrevive a tí. No planeo darle la opor-
tunidad de hacerlo.
—Solo juntos podemos asegurar que la línea de sangre de Brannon sea derrib-
ada para siempre. Para nunca volver a levantarse.
—Pones mucho ante mí, hermana. ¿Esperas que te crea tan fácilmente?
Erawan no dijo nada, como si fuera consciente del baile en que la reina lo guiaba.
—Había olvidado que habías dominado ese regalo —dijo Erawan, con sus ojos
dorados brillando ante la cosa que ahora se inclinaba hacia ellos, cerrando sus
pinzas
La araña.
—Y había olvidado que todavía se molestaban en responderte —continuó
Erawan.
A través del portal, Dorian pudo distinguir una roca irregular y cenicienta. Mon-
tañas.
—Estos son los kharankui, como los llaman los pueblos del sur del continente.
Mis sirvientas más leales.
Hizo un gesto hacia las ventanas más allá, el paisaje del infierno que había
creado.
—He creado ejércitos de bestias leales a mí. No necesito unos cientos de arañas.
—Mis doncellas son ingeniosas, sus redes son de gran alcance. Me hablan
de los acontecimientos del mundo. Y me hablaron de la próxima... fase de sus
grandes planes.
Maeve arrastraba las palabras. Las princesas Valg necesitan huéspedes. Has
tenido dificultad en poder mantener a salvo a los que son lo suficientemente
poderosos para mantenerlos como la princesa del kanato que logró sobrevivir a
la que sembraste en ella, y una vez más es dueña de su propio cuerpo.
—¿Por qué molestarse con los huéspedes humanos para las seis princesas
restantes cuando podrías crear unas mucho más poderosas? Y dispuestas.
Los ojos dorados de Erawan se deslizaron hacia la araña.
—Inmortales y poderosos huéspedes —le dijo Maeve al rey Valg—. Con sus
dones innatos, imagina cómo las princesas pueden prosperar dentro de ellas.
Tanto la araña como la princesa serían cada vez más.
Erawan no dijo nada, y Maeve chasqueó los dedos y el portal y la araña desapa-
recieron. Ella se levantó, tan elegante como una sombra.
—Te dejaré considerar esta alianza, si eso es lo que deseas. Los kharankui
harán lo que yo les pida y marcharé feliz bajo tu estandarte.
—¿Por qué crees que he pasado tanto tiempo construyendo este ejército, prepa-
rando este mundo, si no para saludar a mis hermanos una vez más? ¿Si no para
impresionarlos con lo que he hecho aquí?
—Dile a Orcus que me aburrí de esperar a que él viniera a casa después de sus
conquistas. —Una sonrisa de araña. —Preferiría mucho haberme unido a él.
Erawan parpadeó, la única señal de su sorpresa. Luego agitó una mano ele-
gante, y las puertas se abrieron con un viento fantasma.
Los guardias la condujeron por un pasillo, subieron por una escalera de caracol
y entraron en una torre adyacente a la de Erawan. Estaba bien decorada con
muebles de roble pulido y sábanas de lino. Probablemente este había sido un
bastión humano y no un hogar de horrores.
Dorian se abalanzó hacia el hueco entre la puerta y el piso, pero la bota negra
le golpeó el trasero.
Fue un esfuerzo no vomitar, no tocar la banda pálida en su cuello solo para ase-
gurarse de que se había ido.
Así que se convirtió, el pelaje volviéndose piel, las patas en manos. Cuando por
fin se paró ante la reina hada, hombre una vez más, su sonrisa creció.
—¿Cómo supiste?
—¿Realmente crees que no hay otras arañas, allá arriba en las montañas? To-
dos le responden a ella, y a mí. Ella solo necesitaba susurrar una vez, a los cor-
rectos, y me encontraron. Y encontré a las Ironteeth. —Maeve se pasó una mano
por el regazo de la bata. —Si Erawan sabe de tus dones eso queda por verse.
Antes de que la mataras, Cyrene ciertamente me informó que eras... diferente.
—Pero eso no es ni aquí ni allá. Cyrene está muerta, y estás muy lejos de los
brazos de Manon Blackbeak.
—También lo sé —dijo Maeve, con sus ojos oscuros sin profundidad. Damaris
se calentó en su agarre—. Y sé que la araña no adivinó esa verdad, al menos.
—Ella lo miró. —¿Dónde están ahora, Dorian Havilliard?
Algo afilado se deslizó por su mente. Tratando de entrar, la magia de Dorian ru-
gió. Una capa de hielo se estrelló contra esas garras mentales.
—Debes estar loca si piensas que alguna vez te daría las llaves.
—Oh, nada tan común como eso. Me aseguraría de que Erawan y sus hermanos
nunca puedan regresar.
—¿Por qué crees que vine aquí? —preguntó Maeve—Mi gente me ha expulsa-
do, y supuse que buscarías Morath lo suficientemente pronto.
—No puedes pensar que creería que viniste aquí para ganarte mi lealtad. No
cuando vi que planeas ofrecerle a Erawan tus arañas para ocupar a sus prince-
sas.
No quería saber qué podían hacer las princesas Valg. ¿Por qué Erawan había
retrasado su desencadenamiento?
—Aelin parece ser hábil en destruir los reinos de otras personas mientras prote-
ge a los suyos.
—¿No es por eso que estás aquí? —preguntó Maeve— ¿Para ser el sacrificio
así Aelin no tiene que destruirse? —Ella chasqueó la lengua. —Es un desper-
dicio tan terrible, que cualquiera de ustedes pague el precio por la estupidez de
Elena.
—Eso es verdad.
—¿Puedo decirte lo que Aelin me reveló, durante esos momentos que pude mi-
rar en su mente?
Dorian no se atrevió a alcanzar a Damaris de nuevo.
—Aelin se alegra de que seas tú —Se limitó a decir—. Ella espera que sea de-
masiado tarde para regresar. Que logres lo que te propusiste y le ahorres una
elección terrible.
—¿No es así? ¿No tienes un reino que cuidar, uno no menos poderoso y noble
que Terrasen? —Cuando él no contestó, Maeve continuó— Aelin ha sido libera-
da hace semanas. Y no ha venido a buscarte.
Sabía a qué tipo de juego jugaba ella. Su magia se deslizó una fracción. Una
abertura.
La propia Maeve lo atacó, buscando una forma de entrar. Apenas había cruzado
el umbral cuando él apretó los dientes y la echó de su mente otra vez, la pared
de hielo chocó con ella.
—Si quieres que me alíe contigo, estás escogiendo una manera increíble de
demostrarlo.
—¿Es una traición? —Maeve reflexionó— ¿Para encontrar una alternativa para
que ni tú ni Aelin Galathynius paguen el precio final? Era lo que pretendía para
ella todo el tiempo, evitar que fuera un sacrificio para los dioses insensibles.
—Entonces, ¿dónde están ahora? —Ella hizo un gesto hacia la habitación, hacia
la fortaleza. Respondió el silencio. —Tienen miedo. De mí, de Erawan. De las
llaves. —Ella le dio una sonrisa de serpiente. —Te tienen miedo. A ti y Aelin Por-
tadora del Fuego. Los suficientemente poderosos como para enviarlos a casa, o
para maldecirlos.
—¿Por qué no desafiarlos? ¿Por qué inclinarse ante sus deseos? ¿Qué han
hecho por ti?
—No hay otra manera —dijo al fin—. Para terminar esto. Las llaves podrían ter-
minarlo.
Aelin lo había hecho una vez. Abrir una puerta para ver a Nehemia. Era posible.
Los encuentros con Gavin y Kaltain solo lo confirmaron.
—¿Qué pasaría si no solo te aliaras conmigo —preguntó al fin—, sino con Adar-
lan en sí?
—Una alianza más grande que simplemente trabajar juntos para encontrar la
llave —reflexionó Dorian, y se encogió de hombros—. No tienes reino, y clara-
mente quieres otro. ¿Por qué no ofreces tus dones a Adarlan, a mí? Trae tus
arañas a nuestro lado.
—Oh, todavía lo estoy. Sin embargo, no soy tan orgulloso de negarme a consid-
erar la posibilidad. ¿Quieres un reino? Entonces únete al mío. Alíate conmigo,
trabajemos juntos para obtener lo que necesitamos de Erawan, y te haré reina.
De un territorio mucho más grande, con un pueblo que no se levantará contra ti.
Un nuevo comienzo, supongo.
Cuando ella continuó sin hablar, Dorian se apoyó contra la puerta. El retrato de
la despreocupación cortesana.
Él la dejó ver. Mirar la verdad que buscaba. Él resistió, ese toque de sondeo.
Horas más tarde, en la cima de la torre más alta de Morath, Dorian miró las
fogatas del ejército que cubrían el fondo del valle, con las plumas de su cuervo
agitadas por el viento helado de los picos circundantes.
Los gritos y gruñidos se habían calmado, al menos. Como si incluso los mae-
stros de las mazmorras de Morath mantuvieran horas normales de trabajo. Po-
dría haber encontrado la idea muy divertida, si no supiera qué tipo de cosas se
estaban rompiendo y criando aquí.
Su primo, Roland, había terminado aquí. Lo sabía, aunque nadie lo había confir-
mado nunca. ¿Había sobrevivido a la transición del príncipe Valg, o simplemente
había sido una comida para uno de los terrores que merodeaban este lugar?
¿Lo miraba Gavin ahora, desde donde descansaba? ¿Se había enterado con
qué clase de monstruo se había aliado Dorian?
Lo suficientemente cerca como para que Dorian pudiera haber atacado. Tal vez
había sido un tonto por no hacerlo. Tal vez sería un tonto si lo intentara, como
Kaltain había advertido, cuando podría revelar su misión. Cuando Erawan tenía
esos collares en la mano.
Dorian lanzó una mirada a la torre adyacente, donde Maeve dormía. Un juego
peligroso, muy peligroso.
La torre oscura más allá de la de ella parecía palpitar con poder. Sin embargo,
la sala del consejo al final del pasillo aún estaba iluminada. Y en el pasillo un
movimiento. La gente pasaba junto a las antorchas. Apresurándose.
—Meses que he estado aquí, ¿y ahora se niega a mi consejo? —Un hombre alto
y delgado pasaba por el pasillo. Lejos de la sala del consejo de Erawan. Hacia
la puerta de la torre al final del pasillo y los guardias con la cara en blanco plan-
tados allí.
A su lado, dos hombres más bajos luchaban por mantenerse a su paso. Uno de
ellos dijo:
—Los motivos de Erawan son misteriosos, Lord Vernon. Él no hace nada sin
razón. Ten fe en él.
Dorian se congeló.
Dorian rastreó al larguilucho lord mientras pasaba a toda velocidad, con su capa
de pelaje oscuro cayendo hacia las piedras.
El señor y sus lacayos le dieron a la puerta de la torre una amplia litera cuando
la pasaron, doblaron la esquina y desaparecieron, sus voces se desvanecieron
con ellos.
Dorian observó la sala vacía. La sala del consejo en el otro extremo. La puerta
seguía entreabierta.
Rezó para que Erawan no notara las ropas diferentes. La espada que guarda-
ba medio escondida bajo su capa. Rezó porque Erawan decidiera que Vernon
había regresado a su habitación para cambiarse antes de regresar. Y rogó que
hablara lo suficientemente parecido al Señor de Perranth para ser convincente.
Un hombre que se arrastra y se arrastra, del tipo que vendería su propia sobrina
a un rey demonio.
—¿Qué es? —Erawan caminó por el pasillo hacia su torre, una pesadilla envuel-
ta en un hermoso cuerpo.
Y sin embargo, Dorian sabía que no había venido aquí por eso. De ningún modo.
—¿Por qué?
Erawan deslizó sus ojos dorados y brillantes hacia él. Los ojos de Manon.
—Podrías haberte hecho señor de una docena de otros territorios, y sin embar-
go, nos agració con este. Durante mucho tiempo me he preguntado por qué.
Dorian examinó las innumerables lecciones sobre las casas reales de sus tier-
ras y dijo:
—Yo también sé lo que es tener una rivalidad fraternal. —Le dirigió al rey una
sonrisa.
—Mataste a los tuyos —dijo Erawan, aburrido ya—. Yo amo mucho a los míos.
—¿Realmente diezmarás este mundo, entonces? ¿Todos los que habitan en él?
—Me disculpo de nuevo por eso, milord. Ella es una chica inteligente.
—Soy consciente de que ella ya no tiene lo que busco, y ahora está perdido para
mí. Una pérdida que causaste. —Elide se había llevado la llave Wyrd, a quien se
la había entregado Kaltain.
Pero se hizo mirar al rey a la cara. Conociendo los ojos de la criatura que había
provocado tanto sufrimiento.
—Tu línea de sangre resultó inútil para mí, Vernon —dijo Erawan un tono de-
masiado suave—. ¿Encontraré otro uso para ti aquí en Morath?
Dorian sabía exactamente qué tipo de usos tendría el hombre. Levantó las manos
suplicantes.
—Ve.
Dorian se enderezó, dejando que Erawan avanzara unos pasos más hacia la
torre.
Dorian preguntó:
—A los humanos. Aelin Galathynius. Dorian Havilliard. Todos ellos. ¿Los odias
realmente?
—Seguramente podría haber otra manera de reunirlos. Sin una guerra tan
grande.
—¿El anterior rey de Adarlan hizo tales preguntas? —Las palabras solo salieron
de él.
—No era un siervo tan fiel como podrías creer. Y mira lo que le costó.
—Él nunca se inclinó. No del todo. —Dorian se sorprendió tanto que abrió la
boca. Pero Erawan comenzó a caminar de nuevo y dijo sin mirar atrás:
Dorian se inclinó, incluso con Erawan a su espalda. Pero el rey Valg continuó,
abriendo la puerta de la torre para revelar un interior sin luz y cerrarlo detrás de
él.
—Eres un tonto.
—¿Por qué?
—Sé a dónde fuiste. A quién buscabas. —Su voz se deslizó por la oscuridad.
—Eres un tonto.
—¿Planeaste matarlo?
—No lo sé.
—Lo sé. —Tal vez debería haber aprendido dónde los guardó el rey Valg y de-
struir el escondite.
—No.
Capítulo 72
Traducido por Luneta
Corregido por Ella R
Tampoco parecía, pensó Nesryn, como si hubiera estado criando guivernos du-
rante años.
Supuso que la falta de signos obvios de la presencia de un rey Valg era parte de
por qué había permanecido en secreto durante tanto tiempo.
Navegando más cerca de los imponentes picos gemelos que flanqueaban am-
bos lados (el Colmillo del Norte en uno, el Omega en el otro) y separaban los
Colmillos Blancos de las Montañas Ruhnn, Nesryn apenas podía distinguir las
estructuras construidas en cualquiera de las dos. Como el nido de Eridun, y sin
embargo no del todo. La casa de montaña de Eridun estaba llena de movimiento
y vida. Lo que se había construido en la Brecha, conectado por un puente de
piedra cerca de su parte superior, estaba en silencio. Frío y sombrío.
La nieve medio cegó a Nesryn, pero Salkhi se dirigió hacia los picos, mantenién-
dose alto. Borte y Arcas llegaron desde el norte, poco más que sombras oscuras
en medio de los azotes blancos.
Muy por detrás de ellos, en la llanura del valle más allá de la Brecha, la mitad de
su ejército esperó, los ruks con ellos. Esperó a que Nesryn y Borte, junto con los
otros exploradores que habían salido, informaran que había llegado el momento
de atacar. Hicieron el cruce del río al amparo de la oscuridad la noche anterior,
y aquellos que los rublos no pudieron transportar habían sido traídos en botes.
Una posición precaria para estar, en esa llanura antes de la Brecha. El Avery se
bifurcaba a sus espaldas, acorralándolos efectivamente. Gran parte de él había
sido congelada, pero no lo suficientemente grueso como para correr el riesgo de
cruzar a pie. Si esta batalla saliera mal, no habría a dónde correr.
Nesryn dio un codazo a Salkhi, rodeando el Colmillo del Norte desde el lado sur.
Muy abajo, las nieves arremolinándose se aclararon lo suficiente como para rev-
elar lo que parecía ser una puerta trasera hacia la montaña. No había rastros de
centinelas ni de ningún guiverno.
Miró hacia el sur, hacia los Colmillos. Pero no había señales de la segunda mit-
ad de su ejército, marchando hacia el norte a través de los picos para llegar a la
Brecha desde la entrada occidental. Un viaje mucho más traicionero que el que
habían hecho.
Y su consorte y corte.
Salkhi se arqueaba alrededor del Colmillo del Norte. A lo lejos, Nesryn podía
distinguir a Borte haciendo lo mismo con el Omega. Pero no había rastro de su
enemigo.
Y cuando Nesryn y Borte dieron otro paso a través de la Brecha Ferian, incluso
llegando tan lejos como para elevarse entre los dos picos, tampoco encontraron
ninguna señal. Como si el enemigo hubiera desaparecido.
Los hombres salvajes que los guiaban evitaban que las montañas fueran fatales,
sabiendo qué pasos podrían ser eliminados por la nieve, o que podría tener una
plataforma de hielo inestable, que estaba demasiado abierta para los ojos que
volaban por encima. Incluso con el ejército detrás, Chaol se maravilló ante la
velocidad de su viaje, de cómo, después de tres días, despejaron las montañas
y subieron a las llanuras occidentales planas y nevadas más allá.
Incluso los estoicos guerreros del kanato no miraron hacia los Desiertos a su
izquierda mientras avanzaban hacia el norte. Por la noche, se acurrucaban más
cerca de sus fuegos.
Todos ellos lo hacian. Yrene se aferró un poco más fuerte en la noche, susurran-
do acerca de la extrañeza de la tierra, su silencio hueco. Como si la tierra en sí
no cantara, había dicho ahora unas cuantas veces, estremeciendose cada vez
que lo hacía.
Un lugar mucho mejor, pensó Chaol mientras avanzaban hacia el norte, borde-
ando el borde de los Colmillos a su derecha, para que Erawan construyera su
imperio. Demonios, podrían habérselo dado si hubiera establecido su fortaleza
en la llanura y la hubiera mantenido.
—Estamos a un día fuera de la Brecha —dijo uno de los hombres salvajes, Kai,
a Chaol mientras cabalgaban en una mañana inusualmente soleada—. Acam-
paremos al sur del Colmillo Norte esta noche, y la marcha de mañana por la
mañana nos llevará a la Brecha.
Había otra razón por la que los hombres salvajes se habían aliado con ellos, más
allá del territorio que podían ganar. Las brujas habían cazado a su clase esta pri-
mavera, clanes enteros y campos abandonados en cintas sangrientas. Muchos
habían sido reducidos a cenizas, y los pocos sobrevivientes habían mencionado
en susurros acerca de una mujer de cabello oscuro con un poder profano. Chaol
estaba dispuesto a apostar que había sido Kaltain, pero no les había dicho a los
hombres salvajes que al menos esa amenaza en particular había sido borrada.
O se había incinerado al final.
Podría haber sido hace una década, por todo lo que había sucedido desde que
había matado a Caín durante su duelo con Aelin. Yulemas aún estaba a unas
semanas, si sobrevivían lo suficiente como para celebrarlo.
Chaol echó un vistazo a los vagones de los curanderos distantes en donde via-
jaba Yrene, trabajando con los soldados que habían caído enfermos o heridos
en la caminata. No la había visto desde que se habían despertado, pero sabía
que ella había pasado su viaje hoy sanando, la tensión en su columna crecía con
cada milla.
—Solo tendremos que rezar —dijo Chaol, girándose hacia la imponente mon-
taña que toma forma ante ellos.
—Los dioses no vienen a estas tierras —fue todo lo que dijo Kai antes de volver
a caer con un grupo de su propia gente.
Un caballo se acomodó al lado del suyo, y encontró a Aelin envuelta en una capa
forrada de piel, con una mano en la empuñadura de Goldryn. Gavriel cabalgaba
detrás de ella, y Fenrys a su lado. El primero vigilaba las llanuras occidentales; el
último vigilaba el muro de picos a su derecha. Sin embargo, los dos machos hada
de cabello dorado permanecieron en silencio, mientras Aelin fruncía el ceño ante
la desaparición de la forma de Kai.
—Ese hombre tiene un don para lo dramático que debería haberle ganado un
lugar en algunas de las mejores etapas de Rifthold.
Ella guiñó un ojo, acariciando el pomo rubí de Goldryn. La piedra pareció estallar
en respuesta.
—Gracias.
Chaol pensó en ello, en la vida que crecía en el vientre de Yrene, en el niño que
criarían. Pensó en lo que Gavriel no había experimentado.
Gavriel negó con la cabeza, sus ojos rojizos brillaban dorados y salpicaban es-
meralda en el sol cegador.
—No te lo dije por simpatía. —El León lo miró, y Chaol sintió el peso de cada uno
de los siglos de Gavriel que pesaban sobre él. —Sino más bien para decirte lo
que quizás ya sabes: saborear cada momento de ello.
Gavriel inclinó las riendas, como para llevar a su caballo de regreso a sus com-
pañeros, pero Chaol le dijo:
—Estoy seguro de que ya lo sabes, pero Aedion es tan terco e impetuoso como
como ella. —Levantó la barbilla hacia Aelin, avanzando, diciéndole algo a Fen-
rys que hizo que Rowan se riera. Y Fenrys soltó una carcajada.
—Estoy llevando de vuelta a su reina, y montando con un ejército. Creo que es-
taría feliz de ver a su enemigo más odiado, si hiciera eso por él.
Chaol consideró sus palabras con cuidado antes de encontrarse de nuevo con
la sorprendente mirada de Gavriel.
—Porque tú eres su padre —dijo—. Y no importa lo que pueda haber entre ust-
edes, Aedion siempre querrá perdonarte.
Ningún intento de negación, que todo lo que Gavriel había hecho y haría era solo
por Aedion. Que marchaba hacia el norte, hacia el infierno seguro, por Aedion.
El guerrero comenzó a pasar su caballo por delante de él otra vez, pero Chaol
se encontró diciendo:
—Gracias. Tal vez esa sea nuestra suerte, nunca tener a los padres que desea-
mos, pero todavía esperar que puedan superar lo que son, fallas y todo.
Chaol se abstuvo de decirle a Gavriel que ya era más que suficiente. Gavriel dijo
en voz baja:
Chaol estaba a punto de murmurar que Aedion sería mejor que considerara al
León digno cuando dos formas tomaron forma en los cielos en lo alto. Grandes,
oscuros, y en rápido movimiento.
Chaol agarró el arco que llevaba atado a la espalda mientras los soldados grita-
ban, el propio arco de Gavriel ya apuntaba hacia el cielo, pero Rowan gritó por
encima de la refriega:
En cuestión de minutos, las dos mujeres habían descendido, sus ruks estaban
cubiertos de hielo desde el aire por encima de los picos.
—¿Qué tan grave es? —preguntó Aelin, ahora acompañada por Fenrys, Lorcan
y Elide. Borte se estremeció.
Nesryn lo explicó antes de que Chaol pudiera decirle a la chica que fuera al gra-
no.
—Ya hemos pasado por la Brecha tres veces. Incluso aterrizamos en el Omega.
—Ella negó con la cabeza. —Está vacío.
—¿No hay un alma allí? —Los guerreros hada se miraron entre sí.
—Algunos de los hornos seguían funcionando, así que alguien debe estar allí —
dijo Borte—, pero no había ni una bruja ni guiverno. Quien se quedara atrás es
lo de menos, probablemente no eran más que entrenadores o criadores.
Sobre los silenciosos pies de un gato, o escabulléndose a través de los pisos como
una cucaracha, o colgando de una viga como un murciélago, pasó la mayor parte de
la semana escuchando. Observando.
Durante las noches, Dorian regresaba a las recámaras de Maeve, donde repasa-
ban todo lo que él había visto. Lo que hacía ella para evitar que Erawan notara una
pequeña y siempre-cambiante presencia cazando por sus salones, continuaba sin
revelarlo.
Sin embargo, ella había traído las arañas. Dorian había escuchado los aterrorizados
susurros de los sirvientes acerca del efímero portal que la reina había abierto para
permitir que pasaran seis criaturas a las catacumbas. Donde ellas, mediante una
magia terrible, habían dejado entrar a las princesas del Valg.
Dorian no podía decidir si era o no un alivio no haberse topado aún con esos híbridos.
Aunque sí había visto cuerpos humanos demacrados, cáscaras que ocasionalmente
eran arrastradas por los pasillos. Cena, los guardias que los llevaban les susurraban
a los petrificados sirvientes. Para alimentar un hambre sin fin. Para prepararlos para
la batalla.
Lo que las princesas-arañas podían hacer, lo que les harían a sus amigos en el nor-
te… Dorian no podía dejar de recordar lo que Maeve le había dicho a Erawan. Que
las princesas del Valg estaban siendo mantenidas allí para la segunda fase de lo que
fuera que estuviera planeando. Quizá para asegurarse que estuvieran realmente
destruidos una vez que el grueso de sus ejércitos atravesara.
A veces, podía jurar que la sentía. La llave. Esa horrible presencia de otro mundo.
Pero cuando perseguía a ese miserable poder por las escaleras y a lo largo de anti-
guos pasillos, solo encontraba polvo y sombras.
A menudo lo guiaba hacia la torre de Erawan. Hacia la puerta de hierro cerrada y los
guardias del Valg apostados fuera. Uno de los pocos lugares en el que no se había
atrevido a buscar. Aunque aún quedaban otras posibilidades.
El hedor de la cámara subterránea alcanzó a Dorian mucho antes que bajara por la
escalera en caracol, el oscuro pasillo era cavernoso y se cernía sobre sus sentidos
de mosca. Había sido la forma más segura para andar durante el día. El gato de la
cocina había estado al acecho antes, y las brujas Ironteeth se apresuraron hacia la
fortaleza, preparándose para lo que él entendía que era una orden de marchar hacia
el norte.
Dorian rodeó el último tramo de escaleras y casí cae del aire cuando el olor lo golpeó
por completo. Mil veces peor en esta forma, con estos sentidos.
El salón inferior estaba iluminado con solo un par de antorchas colocadas en sopor-
tes de hierro oxidados. No había guardias apostados en toda su longitud, ni en la
puerta que se encontraba en su lejano final.
Donde todo este desastre había comenzado. Donde, siglos después, su padre había
proclamado que él y Perrington se aventuraron durante su juventud, utilizando la
Llave del Wyrd para abrir tanto la puerta como el sarcófago, liberando inconsciente-
mente a Erawan.
El rey demonio que se había apoderado del cuerpo del duque. Su padre…
Sin embargo, Erawan había dicho que el hombre no se había rendido, no por com-
pleto. Había luchado contra él durante décadas.
Él no se había permitido pensar en ello durante esta última semana. Si las últimas
palabras de su padre en el castillo de cristal habían sido realmente verdaderas.
Cómo lo había matado, sin la excusa del collar para justificar su acto.
Kaltain le había advertido acerca de esta cámara. Este lugar, adonde Erawan lo
hubiera traído, de haberlo capturado. La razón por la que Erawan había escogido
este lugar para guardar sus collares… Tal vez se tratase de un santuario, si algo
así existía para un rey Valg. Donde Erawan pudo haber observado el método de su
encarcelamiento, recordándose a sí mismo que no volvería a ser contenido. Que
usaría esos collares para esclavizar a todos aquellos que intentaran volver a sellarlo
dentro del sarcófago.
Una y otra vez, voló alrededor del sarcófago y los collares. No había señales de la
llave.
Sabía cómo los collares se sentirían contra su piel. El frío mordisco de la piedra del
Wyrd.
Ni un príncipe, ni un rey.
Él no era mejor que ellos. Había aprendido a disfrutar lo que el príncipe del Valg le
mostraba. Había destrozado a hombres buenos, y había dejado que el demonio se
alimentara de su odio y su ira.
No era humano, no por completo. Quizás no quería serlo. Quizás se quedara en otra
forma para siempre, quizás solo se rindiera…
Él jadeo, el cuerpo del jején temblando de punta a punta. Si ella presionaba uno de
sus dedos, él desaparecería.
Pero Maeve mantuvo su palma abierta. Mientras comenzó a caminar por el pasillo,
lejos de la cámara sellada, dijo:
—Lo que sentiste allí… es la razón por la que abandoné su mundo —ella miró hacia
adelante, una sombra oscureciendo su rostro—. Eso es lo que sentía, todos los días.
Maeve lo observaba desde la silla junto al fuego, una diversión cruel se curvaba en
sus labios rojos.
—Tú viste los horrores de los calabozos y no te sentiste mal —dijo cuando él volvió
a vomitar. La pregunta implícita brillaba en sus ojos. ¿Por qué hoy sí?
—Esos collares… —pasó una mano por su cuello—. No creí que me pudieran afectar
así. Verlos nuevamente.
—Los collares son una de las creaciones más brillantes. Ninguno de sus hermanos
era lo suficientemente inteligente como para que se les ocurriera algo así. Pero
Erawan… siempre tuvo un don para las ideas —ella se inclinó hacia atrás en la silla,
cruzando sus piernas—. Pero ese don también lo hizo arrogante —asintió hacia
él—. El haberte permitido quedarte en Rifthold con tu padre, en vez de traerte aquí,
sólolo prueba. Pensó que podía controlarlos a ambos de lejos. Si hubiera sido más
cuidadoso, te habría traído a Morath inmediatamente. Habría comenzado a trabajar
contigo.
Los collares resplandecieron ante sus ojos, filtrando su olor envenedado y aceitoso
al mundo, atrayéndolo, esperándolo a él…
Maeve dejó salir una risa por lo bajo que se sintió como garras rastrillando su columna.
Su humor. Dorian se recompuso y se volteó hacia ella.
—Tú le entregaste esas arañas para sus princesas, sabiendo lo que tendrían que
soportar, sabiendo cómo se sentiría estar atrapado de esa manera, aunque sea de
diferente forma.
Cómo, no le dijo. ¿Cómo pudiste hacer eso, cuando conocías esa clase de terror?
Maeve quedó en silencio por un momento y él pudo haber jurado que algo parecido
al arrepentimiento cruzó por su rostro.
—Sin dudas eres diferente. Me pregunto si algún Valg cruzó cuando tu padre y tu
madre te engendraron.
—Lo haces sonar como si fuera el más tranquilo de sus tres hermanos.
—Lo es —ella pasó una mano por su garganta—. Orcus y Mantyx fueron los que le
enseñaron todo lo que sabe. Si ellos regresan aquí, harán que lo que Erawan está
creando en estas montañas parezcan corderos.
—No le permití a mi cuerpo madurar, prepararse para los hijos. Una pequeña rebelión,
mi primera, contra Orcus.
—¿Los príncipes y princesas del Valg son los hijos de otros reyes?
—Algunos sí, algunos no. Ningún heredero que valiera la pena ha tomado el mando.
Aunque quién sabe lo que ha ocurrido en su mundo durante este milenio —su mundo.
No el de ella—. Los príncipes que Erawan convocó no han sido fuertes… por lo
menos no como eran. Estoy segura que eso molesta muchísimo a Erawan.
Un asentimiento.
—Las hembras son las más leales. Pero más difíciles de contener dentro de un
huésped.
—¿Incluso Aelin?
Una manera tan simple de describir lo que había sucedido en Eyllwe y posteriormente.
—Porque ella nunca habría aceptado trabajar conmigo. Y nunca me habría protegido
contra Erawan o el Valg.
—Tú eres fuerte… ¿porqué no protegerte tú misma? ¿Usar a esas arañas para
obtener una ventaja?
—Porque nuestra clase solo le teme a ciertos dones. El móo, por lástima, no es uno
de ellos —jugueteó con una mecha de su cabello negro—. Usualmente mantengo
otra Fae hembra conmigo. Una que tenga poderes que sirvan contra el Valg.
Diferentes de los que posee Aelin Galathynius —el que ella no especificara cuáles
eran esos poderes, le dijo a Dorian que no gastara saliva en preguntarle—. Ella hizo
el juramento de sangre hacia mí hace mucho tiempo y raramente ha abandonado
mi lado desde entonces. Pero no me atreví a traerla a Morath. Tenerla aquí no
convencería a Erawan de mi buena fe —enredó la mecha alrededor de su dedo—.
Por lo que verás que estoy tan indefensa contra Erawan como tú.
Dorian seriamente dudaba eso, pero se puso de pie, dirigiéndose hacia la mesa
donde había agua y comida. Un fino despliegue para el castillo de un rey demonio
en pleno invierno. Él se sirvió un vaso de agua y se tragó su contenido.
—En cierto modo. No somos como los humanos ni las hadas, con almas invisibles.
Nuestras almas tienen forma propia. Tenemos cuerpos que pueden moldearsea su
alrededor, adornarlas, como si fueran joyas. La forma que ves en Erawan siempre
fue su decoración preferida.
Él se encogió de hombros.
—Soy lo que soy —durante un instante, él casi pudo detectar el peso de sus eones
de existencia en sus ojos.
—¿Tú sabes quien y qué deseas ser? —Un reto, y una pregunta sincera.
—Lo estoy descubiendo —dijo. Extraño. Tan extraño, estar teniendo esa conversación.
Distrayéndolos a ambos por el momento, Dorian restregó su rostro—. La llave está
en su torre. Estoy seguro.
—No hay manera de entrar —dijo Dorian—, no con los guardias. Y he volado por
el exterior lo suficiente como para saber que no hay ventanas, ni siquiera aberturas
por las que colarme —él miró fijamente sus ojos místicos. No alejó la mirada—.
Necesitamos entrar. Aunque sea solo para confirmar que está allí —ella había
tenido las llaves una vez… sabría cómo se sentían. Que hubiera estado tan cerca
entonces…
—Seducir y traicionar a un rey, uno de los trucos más viejos de la historia, como
dicen ustedes los humanos.
Él pudo haber jurado que el desagrado revoloteó en su rostro antes que ella dijera:
—Sí puede.
I
No perdieron tiempo. No esperaron.
Incluso Dorian se encontró incapaz de desviar la mirada cuando Maeve pasó una
mano por su cuerpo y su vestimenta púrpura se derritió, reemplazada por un vestido
negro suelto. Algo más que una bata. Cosido con hilo dorado, que artísticamente
disimulaba las partes de su cuerpo que sólo quien quitara el traje podría ver. Cuando
se volteó, su rostro estaba serio.
—Lo que estás a punto de presenciar no te gustará —luego se envolvió en una capa,
escondiendo ese exuberante cuerpo y pecaminoso vestido, y salió por la puerta.
Se metió por una abertura en la pared negra mientras Maeve le decía al Valg apostado
en la puerta:
Pero uno de los guardias, a quien Dorian sólo había visto parpadear, se volteó hacia
la puerta, golpeó y entró.
—Déjennos.
Capítulo 74
Traducido por Irais
Corregido por Cotota
Como si fueran uno solo, los guardias afuera de la torre de Erawan se alejaron.
Una vez solo, el rey Valg bloqueando la entrada a su torre, Maeve dijo:
Aflojó el agarre en su capa, los pliegues delanteros se abrieron para revelar el puro
vestido.
Dorian parpadeó ante eso. En el honor del demonio dentro del cuerpo masculino.
—No tengo que serlo —murmuró Maeve, y Dorian supo, entonces, por qué le había
advertido antes de que se fueran.
—¿Eso te atraería? —Maeve le dio una media sonrisa que Dorian solo había visto
en el rostro de la Reina de Terrasen.
El asco y el horror se apoderaron de él. Sabía, sabía que no había verdadera lujuria
en los ojos de Erawan para Aelin. No hay verdadero deseo más allá de la reclamación,
el dolor.
La rabia helada, pura y sin diluir, desgarró a Dorian cuando Manon estaba ahora
ante el rey Valg.
—O tal vez esta forma, hermosa más allá de todo reconocimiento —se miró a sí
misma, sonriendo—. ¿Era ella tu reina prevista cuando esta guerra hubiera terminado,
la líder del ala? ¿O simplemente una yegua premiada?
No, Dorian sabía que el hombre se había librado de sus deberes debido a su
presencia, y nada más. Maeve se lo había dicho antes de dormirse.
—He estado considerando más detalles de esta alianza, hermana —el título era un
dardo, una burla del rechazo de la noche anterior—. Y me he estado preguntando:
¿qué más podrías traer? Puedes ganar más que yo, después de todo. Y ofrecer seis
de tus arañas es relativamente pequeño, incluso si han sido anfitriones receptivos
de las princesas.
Las orejas de Dorian se tensaron mientras esperaba la respuesta de Maeve. Ella dijo
en voz baja, más tensa de lo que la había oído hablar antes:
—¿Qué es lo que quieres, hermano?
—Hay una posibilidad, ya sabes, de que incluso con todo esto, incluso si convoco
a las kharankui, podrías enfrentarte a Aelin Galathynius y fracasar —una pausa—.
Anielle ha confirmado tus miedos más oscuros. Escuché lo que ocurrió. El poder que
ella convocó para detener ese río —Maeve tarareaba—. Fue hecha por mí, sabes.
La explosión. Pero si la convoca de nuevo, digamos en tu contra en un campo de
batalla... ¿Podrías alejarte, hermano?
—Es por eso que esta presión hacia el norte con tus arañas será vital —fue la única
respuesta de Erawan.
Ella no deseaba sacrificarlas. Como si ella tuviera cierta afición por los seres que
habían permanecido leales durante milenios.
—Y más allá de eso —continuó Maeve—, sabes mucho sobre caminar entre mundos.
Pero no todo.
—Y supongo que solo sabré cuando tú y yo ganemos esta guerra —dijo Erawan al
fin.
—Sí, aunque estoy dispuesta a darte una exhibición. Mañana, una vez que me
haya preparado —una vez más, ese horrible silencio. Maeve dijo:— Son demasiado
fuertes, demasiado poderosos para que yo pueda abrir un portal entre reinos que les
permita atravesar. Desestabilizarían mi magia demasiado en el esfuerzo por traer
todo lo que son a este mundo. Pero podría enseñártelos, solo por un momento.
Podría mostrarte a tus hermanos. Orcus y Mantyx.
Capítulo 75
Traducido por Yunn Hdez
Corregido por Cotota
Comida, armas, suministros curativos, planes para donde los ciudadanos podrían
dormir en caso de que huyeran al castillo, refuerzos en los lugares a lo largo de la
ciudad y en las murallas del castillo donde la piedra antigua se había debilitado; Ae-
dion no había encontrado en la falta.
—Te vi aquí en el camino para el desayuno —dijo Ren a modo de saludo. Los cuar-
tos de la corte de Allsbrook siempre habían estado en la torre adyacente a la de
Aedion, cuando eran niños, una vez pasaron un verano diseñando un sistema de
señalización entre sus habitaciones usando una linterna.
Era el último verano que habían pasado como amigos, una vez que el padre de Ren
comenzó a tener claro que Aedion era el favorito para prestar el juramento de san-
gre. Y entonces comenzó la rivalidad.
Un verano: tan espeso como ladrones y tan salvaje. El siguiente: interminables con-
cursos de orines, todo desde carreras a pie a través de los patios hasta empujarse
en las escaleras para pelear abiertamente en el Gran Salón. Rhoe había tratado de
apaciguarlo, pero Rhoe nunca había sido un mentiroso agradable. Se había negado
a decirle al padre de Ren que Aedion era el único que juraría ese juramento. Y al
final de ese verano, incluso el Príncipe Heredero había empezado a mirar hacia otro
lado cuando los dos muchachos se lanzaban a otra pelea en la tierra. No es que
importara ahora.
¿Habría su propio padre, habría Gavriel, alentado la rivalidad? Supuso que tampoco
importaba. Pero por un instante, Aedion trató de imaginárselo: Gavriel aquí, presi-
diendo su entrenamiento. Su padre y Rhoe, enseñándole juntos. Y sabía que Gavriel
habría encontrado alguna manera de apaciguar la competencia, en gran medida en
la forma en que mantuvo la paz en el Cadre. ¿En qué clase de hombre se habría
convertido, si el León hubiera estado aquí? Gavriel probablemente habría sido ma-
sacrado con el resto de la corte, pero... él habría estado aquí.
Un camino de tontos, vagar por ese camino. Aedion era quien era, y la mayoría de
las veces, no le importaba ni un poco. Rhoe había sido su padre en todas las formas
que importaban. Incluso si hubiera habido momentos en que Aedion había mirado a
Rhoe, Evalin y Aelin y todavía se hubiera sentido como un invitado.
—No esperes que Darrow tenga un desayuno como los que solíamos tener —dijo
Aedion. No es que él esperara o quisiera uno. Comió solo porque su cuerpo le exigió
que lo hiciera, comió porque era fuerza, y la necesitaría, su gente la necesitaría en
poco tiempo.
Ren estudió la ciudad, luego la llanura de Theralis más allá. El horizonte todavía
vacío.
—Hoy voy a ordenar a los arqueros. Y asegúrate de que los soldados en las puertas
sepan cómo manejar ese aceite hirviendo.
Ren resopló.
—¿Qué es aprender? Tiras un caldero gigante por un lado de las paredes. El daño
está hecho.
Ciertamente requería un poco más de habilidad que eso, pero era mejor que nada.
Al menos Darrow se había asegurado de que tuvieran tales suministros.
Aedion rezó para que tuvieran la oportunidad de usarlos. Con las torres de brujas de
Morath, lo más probable era que fueran arrojados a los escombros antes de que la
hueste enemiga llegara a cualquiera de las dos puertas de la ciudad.
—Lo que realmente podríamos usar es fuego infernal —murmuró Ren—. Eso los
mantendría alejados de las puertas.
No se trataba del fuego infernal en las puertas sur y oeste. De ningún modo.
Vestidos con un negro de batalla, se movieron sobre el campo que una vez más se
bañaría en sangre. Cuando llegaron a los puntos de referencia que Aedion y Ren
habían utilizado en las horas de luz para planificar, Aedion levantó una mano.
Los Asesinos Silenciosos estuvieron a la altura de su nombre cuando Ilias hizo una
señal de respuesta y se dispersaron. Entre ellos se trasladaron los Micénicos de
Rolfe, soportando sus pesadas cargas.
El viento brutal gimió más allá de ellos. Sin embargo, trabajaron toda la noche, usa-
ron cada minuto que se les dio. Y cuando terminaron, desaparecieron de nuevo en
la ciudad, invisibles una vez más.
Desde las torres y pasillos más altos del castillo, se podía contar cada línea en mar-
cha. Una tras otra tras otra.
Con las manos aún magulladas y vendadas por cavar en la tierra helada, Lysandra
estaba con una variedad de sus aliados en uno de esos pasillos, Evangeline se afer-
raba a ella.
—Eso son quince mil —Ansel de Briarcliff anunció mientras que surgía otra línea.
Nadie dijo nada—. Veinte.
—Morath debe estar vacío para tener tantos aquí —murmuró el Príncipe Galan.
Evangeline tembló, no del todo por el frío, y Lysandra apretó su brazo alrededor de
la chica. Bajo la pared del paso peatonal, Darrow y los otros señores de Terrasen
hablaban en voz baja. Como si sintiera la atención de Lysandra, Darrow lanzó una
corta mirada hacia ella, que luego se movió a la Evangeline, de rostro pálido y tem-
bloroso. Darrow no dijo nada, y Lysandra no se molestó en parecer agradable, antes
de volverse hacia sus compañeros.
—¿Realmente puedes?
A pesar de que el ejército avanzaba hacia ellos, la boca de Lysandra se movió hacia
arriba.
Rolfe solo puso los ojos en blanco y volvió a observar al ejército que se aproximaba.
Ella aún no había decidido qué forma tomar. Donde pelear. Si los ilken todavía vo-
laban en sus filas, entonces sería un wyvern, pero si se necesitaban cuarteles más
estrechos, entonces... ella no había decidido. Nadie le había pedido que estuviera
en algún lugar en particular, aunque la petición de Aedion la otra noche para ayudar
en su salvaje plan había sido un raro indulto en estos días de espera y temor.
Con mucho gusto tomaría días de caminar de un lado al otro en lugar de lo que se
les acercaba.
Como enormes lanzas que sobresalían del horizonte, aparecieron a través de la luz
gris de la mañana. Tres de ellas, repartidas igualmente en medio del ejército que
continuaba fluyendo detrás de ellos.
—No pensé que sería tan terrible —susurró Evangeline, con las manos clavadas en
la gruesa capa de Lysandra—. No pensé que sería tan despreciable.
Lysandra le dio un beso en la parte superior de su dorado y rojizo cabello.
—No tengo miedo por mí —dijo Evangeline—. Pero si por mis amigos.
Esos ojos citrinos brillaron con lágrimas de terror, y Lysandra quitó una de ellas antes
de ver cómo avanzaban las torres de brujas hacia ellos. Ella no tenía palabras para
consolar a la chica.
—En cualquier momento —murmuró Aedion, y Lysandra miró hacia la nevada llanu-
ra.
En la pared, Murtaugh se aferró a las antiguas piedras y una figura que tenía que ser
Ren dio la orden. Las flechas en llamas se arquearon y volaron, los soldados Morath
se agacharon bajo sus escudos.
Las flechas en llamas golpearon la tierra con una precisión mortal, gracias a los Ase-
sinos Silenciosos que manejaban esos arcos.
Justo encima de las líneas de fusibles que fluían directamente hacia los pozos que
habían cavado. Justo cuando las torres de brujas pasaban sobre ellos.
Y luego una lluvia de piedra, todas las fuerzas de Morath girando para ver. Propor-
cionando la distracción correcta mientras que Ren, Ilias y los Asesinos Silencioso
corrieron hacia los caballos blancos escondidos detrás de un montón de nieve.
Cuando el destello se aclaró, cuando el humo se fue, un suspiro de alivio bajó por el
paso peatonal.
Dos de esas torres de brujas habían estado directamente sobre los pozos. Los po-
zos que se habían llenado con los reactores químicos y los polvos que alimentaban
las lanzas de fuego de Rolfe, y luego ocultaron bajo la tierra, esperando que una
chispa los encendiera.
Esas dos torres ahora yacían en ruinas dispersas, sus wyverns destrozados debajo
de ellos, soldados aplastados bajo la piedra que caía.
Sin embargo, una seguía en pie, el pozo que estaba más cerca a punto de explotar.
Uno de los wyverns que la había arrastrado había sido golpeado por escombros de
otra torre, y estaba muerto o herido.
Pero Aedion seguía contemplando la llanura, las figuras a caballo que galopaban
hacia las paredes de Orynth. Asegurándose de que todos regresaron.
Todos, incluido Darrow, se volvieron hacia la niña. Nadie tenía una respuesta. No
había una mentira para ofrecer.
—¿Es posible, mostrar un mundo diferente? —le preguntó Dorian a Maeve cuando
estaban otra vez en su habitación en la torre.
—Has visto por ti mismo el poder de los espejos de brujas. Lo que le hizo a Aelin
Galathynius y Manon Blackbeak. ¿Quién crees que enseñó a las brujas tal poder?
No los Fae —una pequeña risa—. ¿Y cómo crees que he podido ver hasta ahora,
escuchar las voces de mis ojos, desde Doranelle? Hay espejos para espiar, viajar,
matar. Incluso ahora, Erawan los maneja a su favor con las Ironteeth —con las torres
de brujas.
—Soy un caminante del mundo —dijo Maeve—. He viajado entre universos. ¿Crees
que moverte entre habitaciones será tan difícil?
—Brannon Galathynius estaba al tanto de mis dones para moverme entre lugares.
Las barreras alrededor de su reino me impedían hacerlo.
—Así que no podrías transportar los ejércitos de Erawan hasta allí para él.
—No. Solo puedo entrar a pie. De todos modos, son muchos de ellos para que yo
sostenga el portal durante tanto tiempo.
—Porque aún no había decidido que valía la pena el riesgo. Porque aún no me había
empujado a traer a mis doncellas aquí, para ser simples soldados de infantería.
—Encontrará, Su Majestad, que un amigo leal es algo muy raro. No son tan fáciles
de sacrificar.
—Erawan lo es.
—Sí —dijo ella, y sus ojos se oscurecieron—. Él y sus hermanos... son los peores
de nuestro tipo. Su gobierno era a través del miedo y el dolor. Se deleitan en tales
cosas.
—¿Y tú no?
—Así que debes romper las barreras en la habitación Erawan, abrir el portal para mí,
y me deslizaré mientras lo distraes con una ilusión sobre sus hermanos —él frunció
el ceño—. Tan pronto como encuentre la llave, él sabrá que lo has engañado. Ten-
dremos que irnos rápidamente.
Su boca se curvó.
Dorian lo consideró.
Al anochecer.
Fue entonces cuando Maeve le había dicho a Erawan que se reunieran. Ese espacio
liminal entre la luz y la oscuridad, cuando una fuerza cedía ante la otra. Cuando ella
abriría el portal para Dorian desde cuartos de distancia.
Cuando el sol se puso, no es que Dorian pudiera verlo con las nubes y la oscuridad
de Morath, se encontró mirando la pared de la cámara de Maeve.
Se había ido hacía unos minutos, con nada más que una mirada de despedida. Su
ruta de escape había sido trazada, una alternativa con ella. Todo debía ir de acuerdo
al plan.
Y el cuerpo que ahora llevaba, el cabello dorado y los ojos dorados... Si alguien,
excepto el propio Erawan, atravesaba la torre, la encontrarían ocupada por su ma-
estro.
No tenía espacio en sí mismo para el miedo, para la duda. No pensó en los collares
de Piedra de Wyrd debajo de la fortaleza, o en cada habitación y mazmorra retorcida
que había atravesado. La oscuridad cayó más allá de la habitación.
Dorian dio un paso atrás cuando las piedras se volvieron oscuras, oscuras, oscu-
ras... y luego desaparecieron.
El hedor a muerte, a podredumbre, y a odio brotaron. Mucho más pútrido que los
niveles inferiores de la tumba.
Amenazó con doblarle las rodillas, pero Dorian empuño a Damaris. Reunió su poder
y levantó su mano izquierda, una débil luz dorada brillaba en sus dedos. Fuego.
Con una oración a los dioses que pudieran molestarse en ayudarlo, Dorian atravesó
el portal.
Capítulo 77
Traducido por Cris
Corregido por Cotota
Dorian no sabía qué esperar de la cámara de un rey Valg, pero la cama con dosel
de madera negra tallada, el lavamanos y el escritorio, estaban bajas en su lista de
conjeturas.
Escudriñó la sala circular, incluso yendo tan lejos como para mirar por la escalera.
Abrió el armario para encontrar fila tras fila de ropa limpia. Ninguno de los cajones
contenía nada, y no había compartimientos ocultos.
Pero la sintió. Esa presencia de otro mundo, terrible. Podía sentirla en todo a su al-
rededor…
Dorian miró entonces la cama. Lo que había obviado, estaba tendido entre las sába-
nas de obsidiana, que casi se tragaba su frágil y pequeño cuerpo.
La joven mujer. Su rostro estaba vacío, vacío. Sin embargo, ella lo miró fijamente.
Como si hubiera despertado.
Una chica guapa y morena. No mayor de veinte años. Una casi gemela de Kaltain.
La bilis le quemó la garganta. Y cuando la chica se sentó más lejos, las sábanas
se cayeron para revelar un cuerpo desnudo y desperdiciado, para revelar un brazo
demasiado delgado y la horrible cicatriz purpurina cerca de la muñeca... Sabía por
qué había sentido la presencia de la llave a lo largo de la fortaleza. Moviéndose.
Desvaneciéndose.
Kaltain había destruido al príncipe Valg dentro de ella, pero la Llave del Wyrd la ha-
bía vuelto loca. Le había dado un poder terrible, pero le había destrozado la mente.
—Estás despierta —dijo, disponiendo su voz ante el acento del rey Valg. Sabiendo
que era su captor lo que ella había visto.
Un parpadeo.
Dorian había presenciado los experimentos de Erawan, los horrores de sus mazmo-
rras. Sin embargo, esta joven, tan muerta de hambre, los moretones en su piel, la
cosa profana en su brazo, la cosa profana que él sabía había compartido esta cama
con ella...
Él rondó más cerca, deseando que ella no mirara hacia el portal en la pared.
—Dame tu brazo.
Casi se tambaleó hacia la herida supurante, las venas negras salieron de ella.
Fugando su veneno en ella. No tenía dudas de lo que parecía la herida de Kaltain, y
de por qué la cicatriz se mantenía, incluso en la muerte.
Dorian soltó el cuchillo a su lado, el que Sorrel le había regalado, y lo colocó sobre
su brazo. Kaltain había hecho lo mismo para liberarlo, había dicho Manon.
Dejó caer el brazo de ella, deslizando la Llave del Wyrd en su bolsillo, y giró hacia
el portal.
Se giró, una mano fue hacia Damaris, y la encontró mirándolo fijamente. Las lágrimas
se deslizaron por su rostro.
—Mátame —suspiró ella. Dorian parpadeó—. Tú... lo empujaste hacia atrás —no
la llave, sino el demonio dentro de ella, se dio cuenta. De alguna manera, con esa
magia curativa...—. Mátame —dijo ella, y comenzó a sollozar—. Mátame por favor.
—Yo... no puedo.
No tenía tiempo. Para encontrar una manera de quitarle ese collar. Ni siquiera estaba
seguro de que pudiera desprenderse, sin ese anillo de oro que Aelin había usado en
él.
—No puedo.
Pero él tenía que irse, tenía que irse ahora. No podía llevarla con él. Conocía eso
dentro de ella, sin embargo, como fuera que su magia lo hubiese apartado, emergería
de nuevo.
—Por favor.
¿Sería misericordia matarla? ¿Sería un crimen peor dejarla aquí, con Erawan?
¿Esclavizada a él y al demonio Valg dentro de ella?
Y dejó que su mano cayera por completo de la espada mientras miraba a la chica
que lloraba.
Un hombre que había conocido la pérdida y el dolor, sí. Pero también un hombre que
había conocido la amistad y la alegría.
La pérdida y el dolor no lo habían roto por completo. Sin ellos, ¿serían tan brillantes
los momentos de felicidad? Sin ellos, ¿lucharía tan duro para asegurarse de que no
volviera a suceder?
Un rey digno de su corona. Un rey que reconstruiría lo que había sido destruido,
tanto dentro de él como en sus tierras.
Dorian se giró, con un grito en sus labios cuando Maeve entró en la habitación.
—Considéralo un regalo de bodas, Majestad —dijo ella, con los labios curvados—.
Por evitarle esa decisión.
Y fue la sonrisa en su rostro, el paso depredador de sus pasos lo que hizo que su
magia se reuniera.
—Bien hecho.
Maeve le respondió:
—Y luego recuperaremos las demás —continuó, e hizo una seña al portal a través
del cual ambos habían llegado. La siguió, sacando el fragmento de su bolsillo—.
Tales cosas que he planeado para nosotros, Majestad. Para nuestra unión. Con las
llaves, podría mantenerte eternamente joven. Y con tu poder, superado por ninguno,
ni siquiera por Aelin Galathynius, nos protegerás de cualquiera que intente volver a
este mundo de nuevo.
Como una flama, candente y chisporroteante, se cerró sobre el trozo de ella que, sin
saberlo, había dejado al descubierto para atraparlo.
Una trampa dentro de una trampa. Una que él había formado desde el momento en
que la había visto. Había sido un simple truco. Para cambiar su opinión, mientras
cambiaba su cuerpo. Para hacerla ver una cosa cuando vislumbrase dentro de ella.
Para hacerle ver lo que ella deseaba creer: sus celos y su resentimiento hacia Aelin;
su desesperación. Su ingenua estupidez. Había dejado que su mente se convirtiera
en esas cosas, que la atrajera a ella. Y cada vez que se acercaba, cayendo por
esos resbalones de su poder, su magia había estudiado la suya. Así como había
estudiado el núcleo robado de cambio de forma de Cirene, también había aprendido
la capacidad de Maeve para introducirse en la mente, aprovecharse de ella.
Solo era cuestión de esperar a que la hiciera moverse, que la dejara tirar la trampa
que ella cerraría para sellarlo para siempre.
Dorian dijo en el oscuro abismo de su mente, una vez fui esclavo. Realmente no
pensaste que me permitiría serlo una vez más, ¿verdad?
Ella se sacudió, pero él la mantuvo firme. Me liberarás, siseó ella, y la voz no era la
de una reina hermosa, sino algo cruel y frío. Hambriento y odioso.
Eres vieja como la tierra y, sin embargo, pensaste que realmente me enamoraría de
tu oferta.
Él se rió entre dientes, dejando que una chispa de su fuego la quemara. Maeve
chilló, silenciosa e interminable en sus mentes. Me sorprende que hayas caído en
mi trampa.
Heriste a mi amiga, dijo con calma letal. No será tan difícil acabar contigo por ello.
¿Es este el rey que deseas ser? ¿Torturar a una mujer indefensa?
Un estruendo más fuerte que el trueno hizo eco a través de las piedras. La torre se
balanceó.
La boca de Dorian se curvó hacia arriba. No creerás que pasé todas esas horas
simplemente buscando, ¿verdad?
Él no permitiría que existiera otro día, esa cámara con los collares. Ni un día más.
No había sido difícil. Pequeños trozos de magia, del hielo más frío, que surgieron
a través del estruendo de los cimientos de Morath. Que se comía la piedra antigua.
Poco a poco, una red de inestabilidad que crecía por cada pasillo y sala que registró.
Hasta que toda la mitad oriental de la fortaleza se equilibraba sólo con su voluntad.
Morath gimió de nuevo, y por encima de él se alzó un chillido de rabia, tan penetrante
y sobrenatural que se amedrentó hasta los huesos.
Dile a Erawan, dijo Dorian, deteniéndose en el alféizar de la ventana, que lo hice por
Adarlan.
Por Sorscha y Kaltain y todos aquellos destruidos por ella. Como Adarlan mismo
había sido destruido.
Pero a partir de la ruina total, podría construirse de nuevo. Si no por él, entonces por
otros.
Quizás ese sería su primer y único regalo para Adarlan como su rey: una pizarra
limpia, en caso de que sobrevivieran a esta guerra.
Los gritos llenaban los pasillos. Él había marcado dónde trabajaban los sirvientes
humanos, dónde moraban. Encontrarían, mientras huían, que sus pasillos
permanecían estables. Hasta que cada uno de ellos estuviese fuera.
Debería dejar que Erawan la encontrara. Condenándola a la vida que había pensado
para él.
Por Aelin.
Sabía que lo lamentaría. Sabía que debía matarla. Pero condenarla a lo que él había
soportado...
Más allá de la ventana, las Ironteeth se dispararon a los cielos, los wyverns chillando
mientras las piedras de Morath empezaron a ceder. En el valle, el ejército se detuvo
para mirar la montaña que se alzaba sobre ellos. La torre temblorosa construida
encima de ella.
Por favor, dijo Maeve de nuevo. Niveles debajo de ellos, otro grito de rabia retumbó
desde Erawan, más cerca ahora.
Apenas podía recordar su propio nombre mientras las deslizaba en su otro bolsillo.
Mientras las tres Llaves del Wyrd ahora yacían sobre él.
Era simple como una incisión. Romper el vínculo entre sus mentes y cortar otra parte
de ella.
Enlazar el regalo que le permitía saltar entre lugares. Abrir esos portales.
No más el caminante del mundo, dijo mientras su magia en bruto cambiaba la suya.
Cambió su esencia misma. Te sugiero que inviertas en un buen par de zapatos.
Dorian se movió de nuevo, volviéndose grande y cruel, no más que una manada de
wyvern volando hacia el norte para llevar suministros a la legión aérea.
Un rey, podría ser un rey para Adarlan durante los últimos días que le quedaban.
Limpiar la mancha y la podredumbre de lo que se había convertido. Así que podría
empezar de nuevo.
Y cuando miró hacia atrás, hacia la montaña y el valle que apestaban a muerte, al
lugar donde habían comenzado tantas cosas terribles, Dorian sonrió y derribó las
torres de Morath.
Capítulo 79
Traducido por Cris
Corregido por Cotota
Yrene odiaba la Brecha Ferian. Odiaba el aire estrecho entre los dos picos gigantes-
cos, odiaba los huesos y los desechos de wyvern que ensuciaban el suelo rocoso,
odiaba el hedor que se deslizaba por las aberturas excavadas en las montañas.
Al menos estaba vacío. Aunque todavía no habían decidido si eso era una bendición.
Los dos ejércitos ahora llenaban la Brecha, los soldados de Hasar ya se estaban
preparando para cruzar de nuevo el Avery en la maraña de Oakwald. Esa caminata
tomaría una eternidad, incluso con el rukhin cargando los carros y suministros más
pesados. Y luego empuje hacia el norte a través del bosque, tomando el antiguo ca-
mino que se extiende a lo largo de la rama norte de Avery.
—Pásame ese cuchillo de allí —dijo Yrene a Lady Elide, señalando con su barbilla
a su kit de suministros. Estirado sobre una manta en el fondo del vagón cubierto, un
soldado Darghan yacía inconsciente, con sudor frío en la frente. No había visto a un
sanador después de recibir un corte en el muslo en la batalla por Anielle, y cuando
se había caído de su caballo esta mañana, lo habían detenido aquí.
Elide, para su crédito, no vomitó cuando Yrene comenzó a limpiar la herida, raspando
los trozos muertos e infectados.
—No hay señales de envenenamiento con sangre, gracias a los dioses —anunció
Yrene cuando la tela al lado del hombre quedó cubierta por la podredumbre
desechada—. Pero tendremos que darle una bebida especial para asegurarnos.
—¿Tu magia no puede simplemente hacer un barrido a través de él? —Elide tiró la
tela sucia en el cubo de basura cercano, y dejó otro al lado.
—Lo son, hasta cierto punto —dijo Yrene—. Con sus propios secretos y temperamentos.
A veces tienes que burlarte de ellas, como harías con cualquier enemigo.
Yrene tomó la linterna reflejada del lado de la cama y ajustó las placas para hacer
brillar un rayo de luz sobre la porción infectada. Cuando el brillo no reveló más
signos de piel podrida, dejó la linterna y el cuchillo.
—Eso no fue tan malo como había temido —admitió ella, y extendió sus manos
sobre la sangrienta herida.
El calor y la luz se elevaron dentro de ella, como un recuerdo del verano en este
frígido paso de montaña, y cuando sus manos brillaron, la magia de Yrene la guio
dentro del cuerpo del hombre. Fluyó a lo largo de la sangre, los tendones y los
huesos, tejiendo y remendando, escuchando los dolores y la fiebre que ahora se
desataban. Suavizándolos, calmándolos. Secándolos.
Estaba jadeando cuando terminó, pero la respiración del hombre se había aliviado.
El sudor en su frente se había secado.
—Notable —susurró Elide, boquiabierta ante la ahora suave pierna del guerrero.
—Aunque sea muy alegre saber que pronto seré madre, las realidades de los
primeros meses son... no tan felices.
—Ten. ¿Hay algo que pueda conseguirte? ¿Puedes, puedes curar tu propia
enfermedad o necesitas que alguien más lo haga?
Yrene tomó un sorbo del agua, dejando que lavase la bilis amarga.
—El vómito es una señal de que las cosas están progresando con el bebé —una
mano se movió hacia su vientre—. No es algo que realmente se pueda curar, no a
menos que haya un curandero a mi lado día y noche, aliviando las náuseas.
—Un momento terrible, lo sé —Yrene suspiró—. Las mejores opciones son el jengibre,
cualquier cosa con jengibre. Que preferiría ahorrar para el malestar estomacal de
nuestros soldados. La menta también puede ayudar —ella hizo un gesto hacia su
bolso—. Tengo algunas hojas secas allí. Simplemente pon un poco en una taza con
agua caliente y estaré bien —detrás de ellas, un pequeño brasero sostenía una
caldera humeante, utilizada para desinfectar los suministros en lugar de para hacer
té.
—¿De verdad?
Yrene esperó hasta que la mujer le puso una taza de té de menta en las manos
antes de que ella asintiera con la cabeza hacia las botas de la dama.
Elide vaciló, pero se sentó en el taburete al lado de Yrene y se quitó la bota, luego
el calcetín debajo.
Yrene examinó las cicatrices, el hueso retorcido. Elide le había dicho días atrás por
qué tenía aquella lesión.
La brutalidad de la lesión era suficiente para quitarle el aliento a Yrene. Y para hacerla
rechinar los dientes, sabiendo lo joven que había sido Elide, lo insoportablemente
doloroso que era, sabiendo que su tío le había hecho esto a ella.
Yrene devolvió su magia a sí misma, pero mantuvo sus manos en el tobillo de Elide.
—¿Qué implicaría?
—Hay dos caminos —dijo Yrene, dejando que algo de su magia se filtrara en la pierna
de Elide, calmando los músculos doloridos, las zonas donde los huesos se unían a otro
hueso sin amortiguador. La mujer suspiró—. Lo primero es lo más difícil. Requeriría
que reestructurara completamente tu pie y tobillo. Lo que significa que tendría que
romper el hueso, sacar las partes que se curaron o fusionaron incorrectamente y
luego que vuelvan a crecer. No podrías caminar mientras lo haga, e incluso con la
ayuda que pudiese darte para el dolor, la recuperación sería agonizante —no había
forma de evitar esa verdad—. Necesitaría tres semanas para desarmar tus huesos y
volver a juntarlos, pero necesitarías al menos un mes para descansar y aprender a
caminar sobre ellos de nuevo.
—La otra opción sería no curar, sino dar ungüento, como el que dijiste que Lorcan te
dio, para ayudarte con los dolores. Pero te advertiré: el dolor nunca te abandonará
por completo. Por la forma en que tus huesos se afilan junto —ella tocó suavemente
la mancha en la parte superior del pie de Elide, y luego una mancha abajo por los
dedos de los pies—, la artritis ya se está acumulando. A medida que los huesos
continúan apretándose, la artritis, ese dolor que sientes cuando caminas, solo
empeorará. Puede llegar a un punto en unos pocos años, tal vez cinco, tal vez diez,
es difícil saberlo, cuando el dolor es tan intenso que ningún ungüento podrá ayudarte.
—Depende de ti si deseas la curación del todo. Solo quiero que tengas una mejor
idea del camino por delante —ella le sonrió a la mujer—. Depende de ti decidir cómo
deseas enfrentarlo.
Yrene golpeó suavemente el pie de Elide, y la mujer lo bajó de nuevo al piso antes
de volver a ponerle el calcetín, luego su bota. Movimientos fáciles y eficientes.
Yrene tomó un sorbo de su té, lo suficientemente frío como para beberlo. La brisa
fresca de la menta la atravesó, despejando su mente y calmando su estómago.
Elide dijo:
Yrene asintió.
—Con ese tipo de lesión, sería necesario enfrentar muchas cosas dentro de ti —
sonrió hacia la entrada del vagón—. Mi esposo y yo acabamos de hacer un viaje
juntos.
—¿Fue duro?
Arriba en el Omega y el Colmillo del Norte, donde Chaol y los demás se reunían con
los criadores y pescadores que habían quedado atrás.
Yrene no quería saber más que eso, y Chaol no había ofrecido ninguna otra idea de
cómo estarían extrayendo información de los hombres.
—Esperemos que haya algo que valga la pena para que visitemos este lugar horrible
—murmuró Yrene, y luego terminó el resto de su té. Cuanto antes se fueran, mejor.
Era como si los dioses se estuvieran riendo de ella, de ambas. Un golpe en las
puertas del vagón hizo que Elide cojeara hacia ellos, justo antes de que apareciera
Borte. Su rostro extrañamente solemne.
—Tienes que venir conmigo —dijo Borte sin aliento. Detrás de la chica, Arcas esperó,
un gorrión posado en la silla. Falkan Ennar. No era una compañera, se dio cuenta
Yrene, sino una guardia adicional.
Elide preguntó:
—¿Qué pasa?
—Encontraron a alguien en la montaña. Ellos te quieren allá arriba, para decidir qué
hacer con él.
Yrene preguntó:
—¿Quién?
—Su tío.
I
Elide se preguntó si el rukhin la rechazaría para siempre si vomitase sobre Arcas. De
hecho, durante el vuelo rápido y empinado hasta el puente que atraviesa el Omega
y el Colmillo del Norte, fue todo lo que pudo hacer para no arrojar el contenido de su
estómago sobre las plumas del ave.
—Lo encontraron escondido en el Colmillo del Norte —había dicho Borte antes de
haber tirado a Elide a la silla de montar, Falkan ya estaba volando por la cara del
paso—, tratando de pretender ser un entrenador wyvern. Pero uno de los otros
entrenadores lo delató. La reina Aelin lo llamó tan pronto como lo tuvieron seguro. A
tu tío, no al entrenador, quiero decir.
Hombres yacían muertos en algunos de los oscuros pasillos por los que Fenrys y
Gavriel la condujeron, asesinados por los rukhin cuando barrieron con ellos. Ninguno
de ellos filtró sangre negra, pero todavía tenían ese olor. Como ese lugar había
infectado sus almas.
Las manos de Elide comenzaron a temblar, y Fenrys colocó una de las suyas en su
hombro.
Ella no sabía si con meras cuerdas o cadenas. Probablemente con fuego y hielo y
quizás incluso el poder oscuro de Lorcan.
Pero eso no impidió que temblara, por lo pequeña y quebradiza que se volvió cuando
doblaron una esquina y vieron a Aelin, Rowan y Lorcan de pie ante una puerta
cerrada. Más allá del pasillo, Nesryn y Sartaq, Lord Chaol con ellos, esperaron.
Dejándoles decidir qué hacer.
El rostro grave de Lorcan estaba congelado de rabia, sus ojos profundos como
gélidos charcos nocturnos. Dijo en voz baja:
Dio una mirada a los cuchillos a los lados de Rowan y Lorcan, de tal forma que los
dedos de la reina se curvaron, y Elide sabía lo que su tipo de conversación incluiría.
Elide miró al hombre que amaba y a la reina a la que servía. Y su cojera nunca se
había sentido tan pronunciada, tan obvia, mientras se acercaba un paso.
—Todavía tiene que revelar eso —dijo Rowan—. Y aunque no hemos confirmado que
estás aquí, sospecha —una mirada hacia Lorcan—. La decisión es suya, Señora.
Lorcan preguntó:
—¿Quieres que lo hagamos? —hace meses, ella le había dicho que lo hiciera. Y
Lorcan había accedido a hacerlo. Eso había sido antes de que Vernon y la ilken
hubieran venido a secuestrarla, antes de la noche en que había estado dispuesta a
abrazar la muerte en lugar de ir con él a Morath.
Las antorchas parpadearon, la cámara estaba vacía, salvo por una mesa de trabajo
contra una pared.
Esa voz. Incluso con la nariz rota, esa voz sedosa y horrible arrastraba garras a lo
largo de su piel.
Pero Elide mantuvo su barbilla en alto. Mantuvo los ojos sobre su tío.
—Primero dejas que el bruto se acerque a mí —se quejó Vernon, asintiendo con la
cabeza hacia Lorcan—, ¿luego envías a la chica de rostro dulce para persuadir las
respuestas? —una sonrisa hacia Aelin—. ¿Una técnica suya, Majestad?
Aelin se apoyó contra la pared de piedra, con las manos metidas en los bolsillos.
Nada humano en su cara. Aunque Elide notó la forma en que sus manos, incluso
dentro de sus confines, cambiaban.
Hace solo unas semanas, había sido la prisionera en el lugar de Vernon. Y ahora
parecía que estaba parada aquí por pura voluntad. Parada aquí, lista para recabar
la información de Vernon, por el bien de Elide.
Ella no podía soportarlo. Estar en esta habitación con él. Respirar el mismo aire que
el hombre que sonreía mientras su padre había sido ejecutado, sonreía mientras la
encerraba en esa torre durante diez años. Sonreía mientras tocaba a Kaltain, tal vez
algo mucho peor, y luego trató de venderle a Elide a Erawan para su reproducción.
Era la única pregunta que realmente podía pensar, la que realmente importaba.
—No me importa por qué estás aquí. No me importa lo que planean hacer contigo.
Pero quiero que sepas que una vez que salga de esta habitación, nunca volveré a
pensar en ti. Tu nombre será borrado de Perranth, de Terrasen, de Adarlan. Nunca
habrá un susurro de ti, ni ningún recordatorio. Serás olvidado.
Perranth había sido capturado por Morath. Elide no tuvo que mirar por encima del
hombro para saber que los ojos de Aelin estaban casi encendidos. Mal, esto era
mucho peor de lo que habían previsto. Tenían que moverse rápido. Ir al norte lo más
rápido que pudiesen.
Así que Elide se volvió hacia la puerta, Lorcan se acercó para abrirla para ella.
—No hay nada más que me interese saber de ti —miró hacia Lorcan y Aelin, hacia
sus compañeros reunidos en el pasillo—. Pero todavía tienen preguntas.
—Yo estaba indefensa cuando dejaste que mi pierna permaneciera sin cicatrizar —
dijo, con una calma constante que se asentó sobre ella—. Yo era una niña entonces,
y sobreviví. Tú eres un hombre adulto —ella dejó que sus labios se curvaran en otra
sonrisa—. Veremos si tú también lo haces.
Ya no.
Aelin sabía que una sola palabra de ella, y Lorcan le arrancaría la garganta a Vernon.
Mientras seguía a Elide, la cabeza de la Dama de Perranth aún alta, Aelin forzó su
propia respiración para permanecer estable. Para prepararse para lo que vendría.
Ella podría superarlo. Presionó más allá del temblor en sus manos, del sudor frío en
su espalda. Para aprender lo que necesitaban, ella podría encontrar alguna manera
de soportar esta próxima tarea.
Había estado debatiendo durante la última hora si valía la pena para su salud mental
y su estómago el regresar a su forma humana, al bendito sentido del olfato que
ofrecía.
—¿Te importa si sale vivo? —Dijo Lorcan con una calma mortal.
—Pero hazlo rápido —Lorcan abrió la boca. Elide negó con la cabeza—. Mi padre lo
desearía así.
Castígalos a todos, Kaltain había hecho prometer a Aelin una vez. Y Vernon, por
lo que Elide le había dicho a Aelin, parecía haber estado a la cabeza en la lista de
Kaltain.
—Tenemos que interrogarlo primero —dijo Rowan—. Ver qué es lo que sabe.
—Entonces hazlo —dijo Elide—. Pero cuando sea el momento, hazlo rápido.
—Pueden decidirlo.
Sus palmas se volvieron sudorosas. Había estado sudando desde que habían atado
a Vernon, desde que había visto las cadenas de hierro.
Aelin buscó su magia. No la llama furiosa, sino la gota de agua refrescante. Ella
escuchó su canción silenciosa, dejándola pasar por ella. Y a su paso, ella sabía lo
que deseaba hacer.
Lorcan dio un paso hacia la puerta de la cámara, pero Aelin le bloqueó el paso. Ella
dijo:
Aelin dijo:
Los ojos de Rowan se entrecerraron. Como si él pudiera oler el sudor en sus manos,
como si supiera que hacerlo a la antigua usanza... la enviaría a vomitar sus entrañas
sobre el borde del Colmillo del Norte
—Ve lo que puedes sacar de él —le dijo Rowan a ella. Lorcan se giró con la boca
abierta, pero Rowan gruñó:— Podemos decidir, aquí y ahora, lo que deseamos ser
como tribunal. ¿Actuamos como nuestros enemigos? ¿O encontramos métodos
alternativos para romperlos?
Aelin deslizó la jarra de cerveza fría sobre la mesa hasta donde Vernon estaba ahora
sentado, las cadenas se aflojaron lo suficiente como para usar sus manos.
—Un día extraño, cuando uno tiene que complementar el buen gusto de la cerveza
con su enemigo.
—Supongo que piensas que si me acompañas con cerveza y hablas como si fuéramos
amigos firmes, obtendrás lo que quieres saber.
—Si hubiera sabido que te habrías convertido en una reina así, tal vez no me hubiera
molestado en arrodillarme por Adarlan —una sonrisa astuta—. Tan diferente de tus
padres. ¿Tu padre alguna vez torturó a un hombre?
Ignorando la burla, Aelin bebió, agitando la cerveza en la boca, como si pudiera lavar
la mancha de este lugar.
—Creo que te echaron a un lado —dijo ella, inclinándose hacia atrás y cruzando
los brazos—. Creo que sobreviviste a tu utilidad, especialmente después de que no
pudiste recuperar a Elide, y Erawan no tenía ganas de deshacerse completamente
de un lacayo, pero tampoco quería que te escondieras. Así que, aquí estás —ella
hizo un gesto con la mano hacia la cámara, la montaña sobre ellos—. La encantadora
Brecha Ferian.
Aelin sonrió.
—Una vez más, dime algo interesante, y quizás vivas para verlo.
—¿Lo juras? ¿En tu trono? ¿No me matarás? —una mirada hacia Fenrys y Gavriel,
con una cara de piedra tras de ella—. ¿Ni ninguno de tus compañeros?
Aelin resopló.
—Esperaba que demoraras más tiempo antes de mostrar tu mano —ella escurrió
el resto de su cerveza—. Pero sí. Juro que ni yo ni ninguno de mis compañeros te
matarán si nos dices lo que sabes.
Fenrys comenzó. Toda la confirmación que Vernon necesitaba era que ella lo decía
en serio, que ellos no lo habían planeado.
Era peor. Peor que cualquier cosa que Aelin hubiera imaginado escuchar de los la-
bios de Vernon.
―¿Maeve trajo a su ejército? ―su voz fría y sin sonido sonaba muy, muy lejos.
―No es que haya visto antes a Erawan enviándome en un wyvern a plena noche.
Afirmó que había hecho demasiadas preguntas y que estaba mejor preparado para
estar detenido aquí.
Erawan o Maeve debían haberlo sabido. De algún modo. Que acabarían aquí, y
plantaron a Vernon en su camino. Para decirles esto.
―Ella no lo hizo, pero asumí que sus fuerzas se habían dejado cerca de la costa,
para esperar órdenes sobre dónde navegar.
―¿Qué es eso?
―Ella tenía el regalo del fuego, también, ya sabes. Temblé al pensar qué podría
pasar si Erawan colocara la piedra en tu brazo.
Ella lo ignoró.
―¿Y bien?
―Entonces no sé dónde está, ¿verdad? Solo supe de la que robó mi astuta sobrina.
Ella no reconoció las paredes que empezaron a presionar, el sudor frío nuevamente
deslizándose por su espalda.
―No estaba al tanto de esa discusión. Me enviaron aquí rápidamente ―dijo con
un destello de molestia―. Pero Maeve de alguna manera tiene... influencia sobre
Erawan.
Oh dioses. Le tomó todo su entrenamiento pensar más allá del rugido en su cabeza.
―Cien mil soldados marchan sobre Orynth ―dijo Vernon, riéndose―. ¿Ese fuego
tuyo será suficiente para detenerlos?
―Ya estaban a unos pocos días de marcha cuando la legión de las Ironteeth se fue
de aquí.
―Asumiría que sí. No con el grupo inicial, por razones que no me dijeron, pero irán
a Orynth. Y te enfrentarán allí.
―Tengo todo lo que necesito saber ―tiró la barbilla hacia Fenrys y Gavriel, y el
primero se apartó de la pared para abrir la puerta. Este último, sin embargo, comenzó
a apretar las cadenas de Vernon una vez más. Anclándolas a la silla, uniendo sus
manos a los brazos.
Aelin dio un paso hacia el pasillo, notando la furia en el rostro de Lorcan. Había
escuchado cada palabra, incluyendo su juramento de no dejar que matara a Vernon.
―Por favor ―dijo Vernon cuando Gavriel alcanzó la manija de la puerta para sellar
al hombre que estaba adentro.
―Deberías haber conservado esa jarra de cerveza ―dijo Aelin antes de asentir a
Gavriel.
―No será rápido de esta manera ―dijo Aelin, extendiendo la llave a Elide. El resto
de la pregunta colgaba allí.
―Nuestros peores temores han sido confirmados ―le dijo Aelin a Rowan, inclinándose
sobre una barandilla de uno de los balcones del Colmillo Norte, mirando al ejército
reunido en el piso de la Brecha. Hacia donde se dirigían sus compañeros, la tarea
de sellar permanentemente la cámara en la que Vernon estaba completamente
encadenado. A dónde deberían dirigirse, también. Pero ella se había detenido aquí.
Tomó un momento.
Ella encontró solo siglos de entrenamiento y frío cálculo en su rostro. Esa voluntad
inquebrantable.
Unió sus manos, y juntos miraron al ejército de abajo. El fragmento de salvación que
ofrecía.
¿Había sido una tonta al gastar esos tres meses duramente ganados de su poder
en ese ejército, en lugar de Maeve? ¿Maeve y Erawan? Incluso si ella comenzara
ahora, no sería, nunca podría ser lo mismo.
―No te agobies con los “y si» ―dijo Rowan, leyendo las palabras en su cara.
Y cuando el viento aullaba a través de los picos, Aelin se dio cuenta de que su pareja,
quizás, tampoco tenía una solución.
Capítulo 81
Traducido pro Cris
Corregido por Cotota
—Cien mil —susurró Ren, calentándose las manos ante el rugiente fuego en el Gran
Salón. Habían perdido a dos de los asesinos silenciosos frente a los arqueros de
Morath que buscaban represalias por la destrucción de las torres de brujas, pero
nada más que eso, afortunadamente.
Aun así, la cena había sido sombría. Nadie había comido realmente, no cuando la
oscuridad había caído y las fogatas enemigas se habían encendido. Más de las que
podían contar.
Aedion había permanecido allí después de que todos los demás se habían ido a sus
camas. Solo Ren se había quedado, Lysandra escoltando a una Evangeline que aún
temblaba hasta su habitación. Lo que traería la mañana, solo lo sabían los dioses.
Quizás los dioses los habían abandonado de nuevo, ahora que su única manera de
regresar a casa había sido encerrada en una caja de hierro. O enfocaran sus esfuer-
zos completamente en Dorian Havilliard.
—Esto es todo, no lo hay. No hay nadie más que venga en nuestra ayuda.
—No será un final bonito —admitió Aedion, apoyándose contra la repisa—. Especial-
mente una vez que la tercera torre vuelva a estar operativa.
—¿Y tú?
—Hubiera sido un honor —dijo Ren—. Servir en este tribunal. Con usted.
Ren le dio una palmada en el hombro. Entonces sus pasos que se alejaban se
arrastraron por el pasillo.
Aedion permaneció solo a la luz de la chimenea durante unos minutos antes de
dirigirse hacia la cama y a cualquier sueño que pudiera encontrar.
Lysandra se detuvo, con una taza de lo que parecía ser leche humeante en sus
manos.
La niña había estado temblando todo el día. Parecía que vomitaría justo en la mesa.
Lysandra abrió la boca como si dijera que no, y él estaba dispuesto a dejarlo pasar,
pero ella inclinó la cabeza.
Caminaron en silencio todo el camino hasta la torre norte, luego subieron y subieron.
A la vieja habitación de Rose. Ren debió haberlo visto una vez más. La puerta estaba
abierta, con una luz dorada derramándose sobre el rellano.
—Te traje un poco de leche —anunció Lysandra, apenas sin aliento por la subida—.
Y algo de compañía —agregó a la chica cuando Aedion entró en la acogedora
habitación. A pesar de los años de abandono, la cámara de Rose en el castillo real
permanecía sin daño, una de las pocas habitaciones de las que se podía decir
aquello.
Evangeline chilló:
—¿Tú?
Aedion sonrió.
—Oh sí. Quinn, el viejo Capitán de la Guardia, dijo que era una maravilla que quedara
algo dentro de mí cuando llegó la hora del amanecer —un viejo dolor llenó el pecho
de Aedion ante la mención de su mentor y amigo, el hombre que tanto admiraba.
Quién había tomado su última posición, como lo haría Aedion, en la llanura más allá
de esta ciudad.
—Ciertamente lo fue —dijo Aedion, y podría haber jurado que Lysandra estaba
sonriendo un poco—. Así que ya eres más valiente de lo que nunca fui.
Evangeline dejó escapar una carcajada que la hizo agarrar la taza para evitar
derramarla.
—La batalla no será bonita —dijo mientras Evangeline sorbía su leche—. Y es probable
que vomites de nuevo. Pero ¿recuerdas este miedo tuyo? Significa que tienes algo
por lo que vale la pena luchar, algo que te importa tanto que perderlo es lo peor que
puedes imaginar —señaló las ventanas cubiertas de escarcha—. ¿Esos bastardos
que hay en la llanura? No tienen nada de eso —él puso su mano sobre la de ella y
apretó suavemente—. No tienen nada por qué luchar. Y aunque no tengamos sus
números, sí tenemos algo que vale la pena defender. Y por eso, podemos vencer
nuestro miedo. Podemos luchar contra ellos, hasta el final. Por nuestros amigos, por
nuestra familia... —él volvió a apretarle la mano—. Por aquellos que amamos... —
se atrevió a mirar a Lysandra, cuyos ojos verdes estaban surcados de plata—. Por
aquellos a quienes amamos, podemos superar ese miedo. Recuerda eso mañana.
Incluso si vomitas, incluso si pasas toda la noche en el baño. Recuerda que tenemos
algo por lo que luchar, y eso siempre triunfará.
Evangeline asintió.
—Lo haré.
Aedion le revolvió el pelo una vez más y caminó hacia la puerta, deteniéndose en el
umbral. Encontró la mirada de Lysandra, sus ojos de color esmeralda brillante.
—Perdí a mi familia hace diez años. Mañana lucharé por la nueva que he hecho.
No solo por Terrasen y su corte y su gente. Sino también por las dos damas en esta
sala.
Él casi dijo sus palabras entonces. Casi se las dijo a Lysandra mientras algo como
el dolor y el anhelo entraban en su rostro.
Lysandra apenas durmió. Cada vez que cerraba los ojos, veía la expresión en el
rostro de Aedion y escuchaba sus palabras.
Ella debería haber ido tras él. Correr por las escaleras de la torre tras él.
El amanecer llegó, un día brillante con él. Así que ellos podrían ver el tamaño del
anfitrión esperándolos con mayor claridad.
Darrow.
El antiguo señor estaba en el umbral de lo que parecía ser un estudio, y les hizo
señas para que entraran.
—No tomará mucho tiempo —dijo al notar el disgusto que aún estaba en la cara de
Lysandra.
Evangeline la miró con una silenciosa pregunta, pero Lysandra levantó la barbilla
hacia el viejo.
—Muy bien.
El estudio estaba repleto de torres de libros, pilas y pilas contra las paredes, a lo
largo de los pisos. Más de mil. Muchos medio desmoronados con el tiempo.
—El último de los textos sagrados de la Biblioteca de Orynth —dijo Darrow, apuntando
hacia el escritorio apilado con papeles ante una estrecha ventana de vidrio—. Todo
lo que los Maestros Eruditos lograron rescatar hace diez años.
Muy pocos. Muy pocos en comparación con lo que Aelin había dicho una vez que
existía en esa biblioteca casi mítica.
—Los hice salir de su escondite después de la muerte del rey —dijo Darrow,
sentándose detrás del escritorio—. El optimismo de un tonto, supongo.
Lysandra se dirigió a una de las pilas, mirando un título. En un lenguaje que ella no
reconoció.
—Los restos de una civilización que alguna vez fue grande —dijo Darrow con dureza.
Y fue el ligero toque en su voz lo que hizo girar a Lysandra. Ella abrió la boca
para exigir lo que él quería, pero vislumbró lo que estaba sentado junto a su mano
derecha.
Encerrada en un cristal que no es más grande que una carta de juego, la flor roja y
anaranjada que estaba dentro parecía brillar, al igual que el poder de su tocayo.
Aelin y Aedion le habían hablado de la flor legendaria, que había florecido a través
de las montañas y los campos el día que Brannon había puesto un pie en este
continente, una prueba de la paz que había traído consigo.
Y desde aquellos días antiguos, solo se habían visto flores individuales, tan raro que
su apariencia se consideraba una señal de que la tierra había bendecido a cualquier
gobernante sentado en el trono de Terrasen. De que el reino estaba verdaderamente
en paz.
La que estaba enterrada en cristal en el escritorio de Darrow, había dicho Aelin, había
aparecido durante el reinado de Orlon. Orlon, el amor de toda la vida de Darrow.
—Los Maestros Eruditos tomaron los libros cuando Adarlan invadió —dijo Darrow,
sonriendo tristemente a La llama del rey—. Yo agarré esto.
El trono de la cornamenta, la corona, todo estaba destruido. Excepto por este único
tesoro, tan grande como cualquiera que perteneciera a la familia Galathynius.
Lysandra podría haber jurado que los labios del anciano se curvaron hacia una
sonrisa.
—La batalla estará sobre nosotros antes del mediodía —dijo Darrow a Evangeline—.
Creo que necesitaré a alguien de ingenio rápido y pies más rápidos para ayudarme
aquí. Para enviar mensajes a nuestros comandantes en este castillo y traerme
suministros según sea necesario.
—Has entrenado con guerreros durante tus viajes con ellos, lo acepto.
Evangeline miró interrogante a Lysandra y ella asintió con la cabeza hacia su pupila.
Todos habían supervisado a Evangeline aprendiendo los conceptos básicos del
juego de espadas y el tiro con arco mientras viajaban.
—Pocos lo hacen —dijo Darrow con ironía—. Pero necesitaré a alguien con un
corazón intrépido y mano firme para ayudarme. ¿Eres esa persona?
Lysandra le murmuró:
Evangeline salió corriendo, con la trenza volando detrás de ella. Solo cuando
Lysandra estaba segura de que había bajado las escaleras, dijo:
—¿Por qué?
—Por qué.
—Son los rostros de los niños los que más recuerdo de hace diez años. Incluso más
que el de Orlon. Y la cara de Evangeline ayer cuando miró hacia ese ejército, fue la
misma desesperación que vi en ese entonces. Así que puedes pensar que soy un
bastardo campeón, como diría Aedion, pero no soy tan despiadado como puedes
creer —asintió hacia la puerta abierta—. La vigilaré.
Sin embargo, el brillo en los ojos de Evangeline, la forma en que se había ido de
aquí... Darrow le había ofrecido su propósito y guía.
Así que salió de la habitación, del precioso tesoro, los libros antiguos que valían más
que el oro. Los silenciosos y tristes compañeros de Darrow.
—Gracias.
Darrow la despidió con un gesto y volvió a estudiar los papeles que había sobre su
escritorio, aunque sus ojos no se movían a lo largo de las páginas.
Las murallas de la ciudad estaban alineadas con soldados. Cada uno con cara de
piedra a lo que marchaba más cerca.
La torre de la bruja todavía estaba abajo, gracias a los dioses. Pero incluso desde
la distancia, Aedion podía espiar a los soldados que trabajan para reparar su rueda
dañada. Sin embargo, sin otro wyvern para reemplazar al derrotado ayer, no se
movería pronto.
—Estarán dentro del rango de los arqueros en aproximadamente una hora —informó
Elgan. Malditas sean las órdenes de Darrow. Kyllian todavía era general, sí, pero
cada informe que recibía su amigo, Aedion también.
—Recuérdales que hagan que sus disparos cuenten. Elige objetivos.
La Perdición lo sabía sin que se los dijeran. Los otros, habían demostrado su valía
en estas batallas, pero un recordatorio no les haría mal.
Elgan apuntó a las secciones de las murallas de la ciudad que Ren y los nobles Fae
habían considerado la mejor ventaja para sus arqueros. Contra cien mil soldados,
podrían resistir las líneas, pero dejar que el enemigo cargase sin oposición en las
paredes sería una completa locura. Y rompería el espíritu de estas personas antes
de que llegasen a su fin.
Agudos, los ojos de Ren debían ser más nítidos que los de la mayoría de los humanos,
ya que era solo una mancha en el horizonte para Aedion.
—¿Ilken? —Ren entrecerró los ojos mientras se los protegía contra el brillo.
Más cerca, la masa que volaba sobre el ejército se hizo más clara. Más grande.
Contra un asedio terrestre, Orynth podría haber resistido, algunos días o semanas,
pero podrían haber durado.
Pero con las mil o más brujas Ironteeth que se lanzaron hacia ellas en esos wyverns...
No necesitarían sus torres infernales para destruir esta ciudad, el castillo. Para abrir
las puertas y muros de la ciudad y dejar entrar las hordas de Morath.
Los soldados comenzaron a divisar los wyverns. La gente gritaba a lo largo de las
almenas. En el castillo que se alzaba detrás de ellos.
—Dígame qué hacer, dónde ir —sus ojos color esmeralda estaban muy abiertos por
el terror, el desamparo y la desesperación—. Puedo cambiarme a un wyvern, tratar
de mantenerlos...
—Hay más de mil Ironteeth —dijo Aedion, su voz hueca en sus oídos. Su miedo
despertó algo agudo y peligroso en él, pero se abstuvo de alcanzarla—. No hay nada
que tú o nosotros podamos hacer.
Este anfitrión...
Inaceptable.
El rugido comando detuvo a los que parecían propensos a salir disparados, al menos.
Pero no detuvo las espadas temblorosas, el hedor de su miedo creciente.
—Pon a los bomberos de Rolfe en las torres y edificios más altos. A ver si pueden
quemar a las Ironteeth del cielo.
—Hazlo ahora.
Entonces Ren corría hacia donde estaba el Señor Pirata con sus soldados micénicos.
—Toma a Evangeline y vete. Hay un pequeño túnel en el nivel inferior del castillo que
conduce a las montañas. Tómala y vete.
Sus comandantes corrían hacia él, y por primera vez desde que los conocía, había
un verdadero temor brillando en los ojos de la Perdición. En los ojos de Elgan.
Su barbilla se levantó.
Luego su rostro se arrugó, y Aedion solo la miró fijamente, sin temor a las palabras
que había dicho. Solo temeroso de la masa oscura que se extendía hacia ellos,
manteniéndose dentro de la formación sobre ese ejército interminable. Miedo de lo
que esa legión le haría a ella, a Evangeline.
—Debería haberte dicho —dijo Aedion, con la voz quebrada—. Todos los días
después de que me di cuenta, todos estos meses. Debería habértelo dicho todos los
días.
—¿Órdenes, general?
Sin embargo, Lysandra se mantuvo a su lado. No hizo ningún movimiento para correr.
Lysandra solo unió sus dedos a través de los suyos en respuesta silenciosa. Y en
desafío.
Su corazón se quebró ante esa negativa. A la mano, temblorosa y fría, que se aferraba
a la suya.
Apretó sus dedos con fuerza, y no la soltó mientras se enfrentaba a sus comandantes.
—Nosotros…
Trece wyverns corrieron desde los Staghorns, hundiéndose hacia las murallas de la
ciudad.
Y mientras disparaban hacia Orynth, la gente y los soldados gritaban y huían ante
ellos, el sol golpeó al pequeño wyvern que lideraba el ataque.
Aedion conocía ese wyvern. Conocía al jinete de pelo blanco encima de él.
—MANTENGAN EL FUEGO —gritó por las líneas. Sus comandantes hicieron eco
de la orden, y todas las flechas apuntadas hacia arriba ahora se detuvieron.
—Es... —respiró Lysandra, dejando caer su mano de la suya mientras caminaba un
paso, como si estuviera aturdida—. Eso…
Los soldados aún retrocedían de las murallas de la ciudad cuando Manon Blackbeak
y sus Trece aterrizaron a lo largo de ellos, justo antes de Aedion y Lysandra.
No era la bruja que había visto por última vez en una playa en Eyllwe.
No, no había nada de esa criatura fría y extraña en la cara que le sonreía tristemente.
Nada de ella en esa extraordinaria corona de estrellas sobre su frente.
Jadeaba, sin aliento, y Aedion apartó la mirada de Manon Blackbeak para ver a
Darrow correr hacia las murallas de la ciudad, mirando a la bruja y su wyvern, a
Aedion por no dispararle a ella, ella, a quien Darrow creía que era un enemigo antes
de su matanza.
Asterin Blackbeak, su wyvern azul al lado de Manon, dejó escapar una carcajada.
De hecho, los labios de Manon se curvaron en una fría diversión mientras le decía
a Darrow:
Darrow siseó:
—No tenemos un maestro —dijo Manon Blackbeak, y fue en verdad una voz de reina
con la que habló, sus ojos dorados brillantes.
No había rastro de Dorian entre los Trece, pero Aedion se tambaleaba tanto que no
tenía las palabras para preguntar.
—Vinimos —dijo Manon, lo suficientemente fuerte como para que todos en las
murallas de la ciudad pudieran escuchar—, para cumplir una promesa hecha a Aelin
Galathynius. Luchar por lo que nos prometió.
Darrow dio un paso atrás. Como si no creyera lo que estaba delante de él, desafiando
a la legión que se dirigía hacia su ciudad.
—Hace mucho tiempo, las Crochans lucharon junto a Terrasen, para honrar la gran
deuda que le debemos al Rey Fae Brannon por otorgarnos una patria. Durante siglos,
fuimos tus aliados y amigos más cercanos —la corona de estrellas resplandeció sobre
su cabeza—. Escuchamos tu llamada de ayuda —Lysandra comenzó a llorar—. Y
hemos venido a contestarla.
Capas rojas que fluían sobre el viento, llenaban los cielos del norte. Tantos que no
podían contarlos, ni las espadas y los arcos y las armas que llevaban sobre sus
espaldas, sus escobas volaban rectas y firmes.
Miles. Miles de ellos descendieron sobre Orynth. Miles de ellos ahora barrían la
ciudad, sus soldados se abrían hacia arriba en la corriente de rojo revoloteando, sin
desanimarse ni perturbarse por la fuerza enemiga que oscurecía el horizonte. Una
por una, una por una, se alzaban sobre las almenas del castillo vacío.
Una legión aérea para desafiar a las Ironteeth. Las Crochans habían regresado por
fin.
Capítulo 82
Traducido por iAtenea
Corregido por Cotota
Cada Crochan que podía volar y blandir una espada había venido.
Por días habían volado hacia el norte, manteniéndose en lo profundo de las monta-
ñas, después volando bajo en Oakwald antes de hacer un amplio circuito para evadir
la detección de Morath.
En efecto, al tiempo en que Manon y las Trece se alzaban sobre las murallas de la
ciudad, las Crochans iban adelante mientras encontraban cualquier lugar para ate-
rrizar en las almenas del castillo, aún era difícil de creer que lo habían logrado.
Mientras más al norte volaban, más Crochans habían caído en sus líneas.
Con cada kilómetro, más aparecían desde las nubes, las montañas, el bosque. Jó-
venes y viejas, ojos sabios o caras frescas, todas venían.
—Tu abuela está con ellos —le murmuró Asterin a Manon—. Lo puedo sentir.
Sus ojos turquesa brillaron tanto como el día arriba de ellos, al tiempo que señalaba
hacia la llanura.
La boca de Manon se inclinó hacia un lado, y después sacudió su barbilla hacia las
Trece.
—Debemos estar en las almenas de tu castillo. Dejaré a una de mis centinelas con-
tigo, si hay necesidad de que envíes un mensaje —un asentimiento hacia Vesta, y
la pelirroja bruja no hizo señal de moverse para volar mientras todas las demás se
alejaron hacia el gran palacio imponente.
Manon nunca había visto nada parecido, incluso el ex castillo en Rifthold era nada
comparado con él.
Manon sonrió hacia el viejo hombre que le había siseado ella, mostrando todos sus
dientes:
Al menos eso dejó a Manon y al ejército que había reunido una oportunidad de re-
cuperar el aliento.
Y una noche para dormir apropiadamente. Ya se había encontrado con los líderes
mortales durante la cena, cuando se hizo evidente que Morath no los mataría ese
día.
Cinco mil Crochans no ganarían esta guerra. No pararían cientos de miles de solda-
dos. Pero podían mantener a las legiones Ironteeth acorraladas, mantenerlas aleja-
das de saquear la ciudad y dejar entrar las hordas de demonios.
¿Podría la ciudad alejar a cientos de miles de soldados que martillaban las paredes
y puertas? Quizá.
Pero no con la torre de brujas aun operando en la llanura. Tenía muy poca duda que
estaba siendo reparada, un nuevo wyvern siendo enganchado. Quizá eso era por lo
que habían parado, para darse tiempo de volver a poner en función la torre.
Solo el amanecer revelaría lo que las Ironteeth escogerían hacer. Lo que habían
cumplido.
Manon y las Trece, Bronwen y Glennis con ellas, gastaron horas organizando a
las Crochans. Asignándolas en ciertos flancos de las Ironteeth basados en el
conocimiento que Manon tenía de las formaciones de sus enemigos.
Y cuando terminaron con eso, cuando la reunión con los líderes mortales había
terminado, todos ellos con muecas en la cara pero no tan cerca del pánico, Manon y
las Trece encontraron una habitación donde dormir.
Unas cuantas velas ardían en el espacioso cuarto, pero no había muebles que lo
llenaran. Nada más que las colchonetas que habían traído. Manon trató de no mirar
tanto la suya, trató de no marcar la esencia que se desvanecía con cada kilómetro
avanzado hacia el norte.
Y solo porque hacerlo la enviaría volando hacia el sur de nuevo, todo el camino de
regreso hacia Morath.
El lugar era un poco más que una tumba, los fantasmas de sus riquezas cazando
cada esquina. Se preguntaba que habrá sido esta habitación antes, una sala de
reunión, un lugar para dormir, para estudiar… No había indicadores.
Manon inclinó su cabeza hacia atrás contra las oscuras piedras de la pared, su
corona descartada por sus botas.
—Conocemos cada uno de sus movimientos, cada arma. Y ahora las Crochans lo
conocen también. Las Matronas deben estar en pánico.
Nunca había visto a su abuela en pánico, pero Manon resopló una oscura risa.
—Lo veremos mañana, supongo —estudió a las Trece—. Han venido tan lejos
conmigo, pero mañana será su propia gente a la que enfrenten. Quizá peleen contra
amigos, amantes o familiares —tragó—. No las culparé si no pueden hacerlo.
—Hemos llegado tan lejos —dijo Sorrel—, porque nos hemos preparado para lo que
mañana traerá.
No, no lo estaban. Observando a los claros ojos a su alrededor, Manon lo podía ver
por sí misma.
—Esperaría que al menos unas —se quejó Vesta—, de la Brecha Ferian se unieran
a nosotras.
—Un desperdicio —refunfuñó Asterin. Incluso las gemelas ojo verdes demonio
asintieron.
El silencio cayó de nuevo. A pesar de sus claros ojos, sus Trece estaban conscientes
de las limitaciones de cinco mil Crochans contra las Ironteeth, un ejército debajo de
ellas.
—Prefiero volar con ustedes, que con diez mil Ironteeth a mi lado —sonrió
ligeramente—. Mañana les mostraremos porqué.
—Somos las Trece —dijo—. Desde ahora hasta que la Oscuridad nos reclame.
Evangeline decidió que no deseaba ser más el mensajero de Lord Darrow, pero si
el de una bruja Crochan.
Una de las mujeres incluso se aventuró tanto como para darle a la pequeña con los
ojos exorbitantes abiertos una capa roja extra, que Evangeline aún usaba cuando
Lysandra la acostó en su cama. Ayudaría a Darrow mañana, Evangeline prometió
mientras se dormía. Después de que estuviera segura que las Crochans tenían toda
la ayuda que necesitaban.
Lysandra sonrió al escuchar eso, a pesar de las posibilidades aún apiladas tan alto
contra ellos. Manon Blackbeak, ahora Manon Crochan, supuso, había sido franca
en sus evaluaciones. Las Crochans podían mantener a las Ironteeth alejadas, quizá
derrotarlas si de verdad tenían suerte, pero los soldados de Morath aún estaban allí
para contener. Una vez que el ejército marchara nuevamente, su plan para defender
las murallas se mantendría igual.
Sin poder ni querer dormir en la cuna al lado de la cama de Evangeline, Lysandra se
encontró a sí misma deambulando por los pasillos del laberíntico y antiguo castillo.
Que hogar hubiera sido para ella y Evangeline. Que corte.
Estaba solo, y tenía poca duda que había estado así durante ya un tiempo.
—Tú también.
Podría haber permanecido toda la noche de esa manera. Había gastado muchas
noches así, en la piel de otra bestia. Solo mirándolo, tomando las poderosas líneas
de su cuerpo, la voluntad inquebrantable en sus ojos.
Sus cejas se alzaron, la luz que hacía tiempo que no veía radiaba desde su cara.
—¿Pero?
Frunció el ceño:
Lysandra levantó su barbilla, mirándolo por debajo de su nariz tanto como podía,
mientras él se alzaba sobre ella.
—¿Hay otra manera que se supone lo debo de llamar? —Tomó un solo paso hacia
ella, dejándola decidir si lo permitiría. Lo hizo.
—Así tienes tiempo para pensar acerca de lo que planeas hacer sobre mi declaración.
—Precisamente.
La cara de Lysandra se incendió mientras retrocedía, dando un paso hacia atrás. Había
sido entrenada como una cortesana, por todos los Dioses. Altamente entrenada. Y
aun así, el simple pedido redujo sus rodillas a gelatina.
—Si no mueres mañana, Aedion, entonces hablaremos. Y veremos que sale de ello.
—Hasta mañana.
Capítulo 83
Traducido por iAtenea
Corregido por Cotota
Encontrar comida fue un esfuerzo más sencillo de lo que anticipó. No necesitó nin-
guna trampa o flechas para atrapar al conejo magro que rondaba cerca. Ninguna
necesidad de cuchillos para desollarlo. O donde escupirlo.
Cuando su sed y hambre se habían calmado, cuando una mirada hacia el cielo le
dijo que ningún enemigo se acercaba, Dorian dibujó las marcas. Solo una vez más.
Tendría que avanzar pronto. Pero por esto podía retrasar su vuelo hacia el norte solo
un poco más. Damaris, al parecer, estaba de acuerdo. Convocó a la persona que
deseaba esta vez.
Gavin apareció en el círculo de sangrientas Marcas del Wyrd, más pálido y turbio en
la luz de la mañana.
—Lo encontraste entonces —el antiguo rey dijo a manera de saludo—. Y dejaste a
Erawan con un infierno de lío que limpiar.
—Lo hice —Dorian colocó una mano en el bolsillo de su chaqueta. En el terrible po-
der haciendo estruendo allí. Había tomado cada onza de su concentración durante
su loco vuelo desde Morath para bloquear el susurro de él. Su temblor no era solo
por el frígido aire.
—Te quería decir que lo conseguí, para que quizá tengas la oportunidad de decir
adiós. A Elena, quiero decir. Antes de que la Cerradura se selle.
Gavin se quedó quieto. Dorian no se intimidó ante la evaluadora mirada del rey.
Después de un momento, Gavin dijo con tono cortante:
Dorian asintió. Estaba listo. No tenía otra opción más que estar listo.
Gavin preguntó:
—Aelin está en el norte —dijo Dorian—. Cuando la encuentre supongo que decidire-
mos qué haremos —quién será el que se unirá a las tres llaves. Y quién no saldrá de
ello—. Pero, —admitió—, estoy esperando que ella encuentre alguna otra solución.
Una para Elena también.
Aelin había escapado de Maeve. Quizá sería tan suertuda en encontrar una forma
para escapar de su destino.
Un viento fantasma sopló las hebras del largo cabello de Gavin a través de su cara.
—Gracias —dijo con voz ronca—. Por siquiera considerarlo —pero el dolor brilló en
los ojos del rey. Sabía que tan precisamente imposible sería.
—Lo siento. Por lo que el éxito de la Cerradura significará para los dos de ustedes.
—Mi compañera hizo su elección hace mucho tiempo. Siempre estuvo preparada
para encarar las consecuencias, incluso si yo no lo estaba.
Justo como Sorscha había tomado sus propias decisiones. Seguido su propio cami-
no.
Y por primera vez, el recuerdo de ella no dolía. En su lugar relucía un brillante desa-
fío. Para que cuente. Por ella, y muchos otros. Por él mismo también.
—No renuncies a la vida tan fácilmente —dijo Gavin—. Fue la vida que tuve con Ele-
na que me permite si quiera considerar separarme de ella. Una buena vida, tan bue-
na como cualquiera puede esperar —Inclinó su cabeza—. Deseo lo mismo para ti.
Antes de que Dorian pudiera vocear lo que surgió en su corazón al escuchar las pa-
labras, Gavin miro hacia el cielo. Sus oscuras cejas se estrecharon.
—Necesitas irte —por el auge de alas que llenaban el aire. Miles de alas.
Rezaba porque Maeve no fuera con ellas. Que continuara lamiendo sus heridas en
Morath con Erawan. Hasta que el resto de sus horrores marchara, las princesas-ara-
ñas con ellos.
Pero a pesar del cercano ejército, Dorian tocó la empuñadura de Damaris y dijo:
Y Gavin, a pesar de la pérdida que se alzaba sobre él, sonrió ligeramente. Como si
sintiera la calidez de la espada también.
—Cuando cerremos la Puerta del Wyrd ¿será posible que abra el portal de nuevo?
—¿Podré verte de nuevo, para buscar tus consejos?
Gavin se desvaneció.
Y mientras Gavin desaparecía en la nieve y el sol, Dorian podría jurar que el rey
regresó la reverencia.
Minutos después, cuando alas borraban al sol, nadie notó al solitario wyvern que se
alzaba de Oakwald y caía en las líneas del anfitrión.
Capítulo 84
Traducido por Viv_J
Corregido por Cotota
Así que se dirigirían a la batalla como siempre lo habían hecho, con nada más que
sus cuchillas, sus dientes y uñas de hierro, y a su astucia.
De pie en uno de los grandes balcones en la cima de la torre superior del castillo de
Orynth, vigilando la extensión del ejército de Morath, Manon observó el sol naciente
y supo que podría ser su último.
Pero las Trece, muchas de ellas apoyadas contra la barandilla del balcón, no miraban
hacia el este.
No había sido ninguna sorpresa ver a Bronwen llegar esta mañana vestida para la
batalla.
Pero Manon se había detenido cuando Glennis emergió con una espada, y el cabello
trenzado en la espalda.
Ya habían repasado los detalles. Y lo había hecho tres veces la noche anterior. Y
ahora, a la luz del amancer, se detuvieron sobre la antigua torre.
—Ya era hora —murmuró Asterin al lado de Manon, con el cabello trenzado atado
con una tira de cuero en la frente.
Los wyverns de las Ironteeth se lanzaron al aire, haciendo rugir el viento por el peso
de su armadura.
Pero no ganaría el día. No, las Ironteeth, después de un pesado comienzo, pronto
llenaron los cielos. Mil por lo menos. Donde estaba la comandante de la Brecha
Ferian, Manon no quería saberlo. Todaví no.
En las torres del castillo, en los tejados de la ciudad y a lo largo de los muros de las
almenas, el ejército de las Crochan enderezaron las escobas a sus lados, listas para
echarse a volar con la señal.
Una señal de Bronwen, del cuerno tallado a su lado. El cuerno estaba agrietado y
dorado con la edad, los símbolos tallados en él estaban tan desgastados que apenas
eran visibles.
—Una reliquia del antiguo reino. Perteneció a Telyn Vanora, una joven guerrera
sin probar durante los últimos días de la guerra, que estaba cerca de las puertas
cuando Rhiannon cayó. Mi antepasado —ella pasó una mano por el cuerno—. Ella
sopló este cuerno para advertir a nuestra gente que Rhiannon había sido asesinado,
y debíamos huir de la ciudad. Justo después de que ella terminó la llamada de
advertencia, la Matrona BlueBlood la mató. Pero le dio a nuestra gente el tiempo
suficiente para correr. Para sobrevivir —los oscuros ojos de Bronwen bordeados de
plata la miraron—. Es un honor para mí volver a soplar este cuerno hoy. No para
advertir a nuestra gente, sino para unirlos.
Ninguna de las Trece miró a Bronwen, pero Manon sabía que escuchaban cada
palabra.
—Telyn está aquí hoy. En el corazón de cada Crochan que logró escapar, en las
que llegaron hasta aquí. Todas las que cayeron en la guerra de las brujas están con
nosotras, incluso si no podemos verlos.
Manon pensó en esas dos presencias que había sentido mientras luchaba contra las
Matronas y sabía que las palabras de Bronwen eran ciertas.
—Es por ellas que luchamos —dijo Bronwen, y su mirada cayó hacia el ejército que
se aproximaba—. Y para el futuro, tenemos que ganar.
—Un futuro que todos tenemos que ganar —dijo Manon, y se encontró con los ojos
de las Trece. Aunque no sonreían, la ferocidad de sus rostros hablaba lo suficiente.
—Sí —fue todo lo que dijo su Segunda, mientras su mano se dirigía hacia su abdomen.
En memoria de la bruja nacida muerta, que había sido arrojada por la abuela de
Manon al fuego antes de que Asterin tuviera la oportunidad de abrazarla.
En memoria del cazador, que Asterin había amado, como ninguna Ironteeth lo había
hecho nunca. Amando a un hombre, y nunca vuelto a él, por vergüenza y miedo. Por
el cazador que nunca había dejado de esperar a que ella regresara, incluso cuando
era un anciano.
Por ellos, por la familia que había perdido, Manon sabía que su Segunda pelearía
hoy. Así se aseguraría que nunca volvería a suceder. Y Manon también lucharía hoy
para asegurarse de que nunca ocurriera.
—Así que llegamos a esto después de quinientos años —dijo Glennis, su voz
inquebrantable pero a la vez distante, como si se hubiera metido en las profundidades
de la memoria. El sol naciente bañaba las paredes blancas de Orynth en oro—. La
posición final de los Crochans.
Como si las propias palabras fueran una señal, Bronwen levantó el cuerno de Telyn
Vanora a sus labios y sopló.
La mayoría creía que el río Florine fluía desde los Staghorns, justo después del
borde occidental de Orynth, antes de atravesar las tierras bajas.
Pero la mayoría no sabía que el antiguo Rey Fae había construido su ciudad con
inteligencia, cavando alcantarillas y arroyos subterráneos que transportaban el agua
dulce desde las montañas directamente a la ciudad. Todo el camino bajo el castillo.
Levantando una antorcha, Lysandra miró uno de esos caminos de agua subterránea,
de agua oscura que se arremolinaba a medida que fluía por el túnel de piedra y salía
por las murallas de la ciudad. Su respiración vaciló frente a ella mientras le decía al
grupo de soldados de la Bane que la acompañaban:
Lysandra frunció el ceño ante la pesada rejilla de hierro que cruzaba el río subterráneo,
las bandas de metal tan gruesas como su antebrazo. Había sido Lord Murtaugh
quien había sugerido esta particular ruta de ataque, tenía un amplio conocimiento
de las vías fluviales que se encontraban debajo de la ciudad y el castillo, más allá de
la conciencia de Aedion.
Lysandra se preparó para la zambullida, sabiendo que el agua estaría fría. Mucho
más que fría.
—Que los dioses estén contigo —dijo uno de los soldados de la Bane.
La zambullida fue rápida, hacia el fondo. El frío arrancó el aire de sus pulmones, pero
ella ya estaba cambiando, la luz y el calor llenaban su cuerpo mientras sus huesos
se deformaban, mientras la piel desaparecía. Su magia palpitaba, drenándose
rápidamente con el gasto que requería este cuerpo, pero se hizo.
A lo lejos, por encima de la superficie, los hombres de la Bane juraron. Ya sea con
miedo o con temor, a ella no le importaba.
Bajo las murallas de la ciudad. En la zona más amplia del Florine, donde el frío
crecía casi insoportable. Gruesos bloques de hielo flotaron sobre ella, ocultándola
de los ojos del enemigo.
Ella nadó por el río, justo por el oriente del ejército de Morath, y esperó su señal.
I
Las Crochans se lanzaron a los cielos, una ola de rojo que se extendió sobre la
ciudad y alrededor de sus murallas.
Sobre la zona sur de la muralla, con Ren a su lado, Aedion levantó la cabeza mientras
las veía elevarse en el aire por encima de la llanura.
—¿Realmente crees que pueden luchar contra eso? —Ren asintió hacia el mar de
brujas Ironteeth y los wyverns.
—Creo que no tenemos otra opción, más que esperar que así sea —dijo Aedion,
descolgando el arco de su espalda. Ren hizo lo mismo.
A una señal silenciosa, los arqueros en las murallas de la ciudad levantaron sus
arcos.
Dispersos entre ellos, los micénicos de Rolfe colocaron sus cohetes, apoyando los
artilugios de metal en la pared.
Morath marchaba. No habría más retrasos, ni más sorpresas. La batalla sería hoy.
Aedion miró hacia la curva del Florine, las capas de hielo escarchado brillaban bajo
el sol de la mañana. Dejó a un lado el temor en su corazón. Estaban demasiado
desesperados, demasiado superados en número, para que él le negara a Lysandra
la tarea que había asumido hoy.
Una mirada por encima del hombro hizo que Aedion confirmara que los soldados de
La Perdición tuvieran las catapultas preparadas sobre las almenas, la realeza Fae
lista para usar su agotada magia y hacer levitar los enormes bloques de roca desde
el río. Y en las murallas de la ciudad, los arqueros Fae permanecieron vigilantes
mientras esperaban su propia señal.
Aedion colocó una flecha en su arco, estirando el brazo mientras tiraba de la cuerda
hacia atrás.
—Hagamos que esta pelea sea digna de una canción —dijo Aedion.
Capítulo 85
Traducido por Viv_J
Corregido por Cotota
Manon y las Trece se lanzaron a los cielos mientras el ejército de las Crochan fluía
por debajo, como una marea roja corriendo hacia el mar de negro que se avecinaba.
Forzando a la legión Ironteeth a elegir: sus antiguos enemigos o sus nuevos enemigos.
Era una prueba, y una que Manon había querido hacer antes. Para ver cuántas de
las Ironteeth obedecerían la orden de ir hacia adelante, y cuántas podrían quebrar
sus órdenes, la tentación de luchar contra las Trece era demasiado para soportar.
Y una prueba, supuso, para las Matronas y sus Herederas que lideraban cada
legión, ¿caerían en la trampa? ¿Dividirían sus fuerzas para atacar a las Ironteeth, o
continuarían su asalto a las Crochans?
Más y más alto, Manon y las Trece se elevaron, los dos ejércitos abajo se acercaban.
Las Crochans no dudaron cuando sus espadas brillaron al sol, señalando hacia los
wyverns que se aproximaban.
Pero para hacerlo, tendrían que desafiar las mandíbulas acorazadas y las colas
puntiagudas envenenadas. Y sí pudieran navegar alrededor de los wyverns, entonces
quedaría la cuestión de enfrentar las flechas voladoras y a las guerreras entrenadas
sobre las bestias. No sería fácil, y no sería rápido.
Un desafío y una promesa de una confrontación por venir. Manon sabía que, a pesar
de la distancia, Iskra la había marcado.
Manon sonrió.
Su wyvern de corazón feroz recogió sus alas mientras se arqueaba y caía en picada.
El mundo se inclinó mientras giraban y se lanzaba hacia abajo, y hacia abajo, y hacia
abajo, las Trece cayendo detrás. Se abrieron paso entre las nubes, el choque de los
ejércitos se desdibujó, el castillo y la ciudad se alzaron debajo.
Y cuando las Ironteeth estaban lo suficientemente cerca como para que Manon
pudiera diferenciar que eran Yellowlegs y Bluebloods, Abraxos se inclinó bruscamente
hacia un lado y una corriente lo lanzó directamente al corazón de ellos.
Las Trece se formaron detrás de ella, una formación que golpeaba a través de las
Ironteeth.
Pero ella siguió disparando. Y Abraxos siguió volando, destrozando alas y gargantas
con la cola y los dientes.
Y así comenzó.
Ellos no vieron el gran hocico blanco que periódicamente rompía el hielo para respirar
brevemente. El cielo estaba oscuro ahora, lleno de choques de wyverns y Crochans.
Las Crochans que caían, que aún estaban vivas, Lysandra las llevó disimuladamente
a una orilla lejana. Lo que les sucediera después, no se quedó a ver. No demoraba
lo suficiente para permitirse averiguarlo.
Las Ironteeth que cayeron al río fueron arrastradas al fondo y atrapadas en las rocas.
Y justo cuando los soldados dominaron su terror lo suficiente como para lanzar
flechas y lanzas a las escamas opalescentes reforzadas con seda de araña, ella se
retorció y volvió de nuevo a la profundidad del río, desapareciendo bajo el hielo. Las
lanzas se hundieron en las aguas turquesas, perdiendo su objetivo, pero Lysandra
ya estaba lejos.
El río se curvó, y ella lo usó a su favor cuando saltó del agua otra vez.
Los soldados, tan concentrados en el daño que había hecho adelante, no la miraron,
hasta que estuvo sobre ellos.
Echó un vistazo a las murallas de la ciudad, donde ahora una ola negra se estrellaba
contra ellas, subiendo en escaleras de asedio y lanzando flechas, con estallidos de
las llamas en medio de todo, antes de regresar a las heladas profundidades del río.
Sangre negra brotaba de sus fauces, de su cola y de sus garras, mientras giraba
sobre su espalda, la sombra de las brujas luchando sobre el hielo, sobre ella.
Así que ella luchó, el hielo cubriéndola como un escudo. Atacar, y luego volver;
desestabilizando el flanco oriental con cada asalto, forzándolos a huir de la orilla del
río para saturarlos en las filas centrales.
Aun así, Lysandra se mantuvo atacando junto al margen del monstruo, poniéndolo
en marcha sobre el Orynth.
I
Un pequeño precio, ya que cada explosión de las llamas hacia retroceder a los
soldados de infantería Valg que llegaban a las murallas. Donde sus arqueros
derribaban al enemigo, más llegaban. Y donde los lanzafuegos los derretían, solo
quedaba tierra quemada y una armadura derretida. Pero no era suficiente, ni siquiera
cerca...
Por encima, más allá de las paredes, las Ironteeth y las Crochans se enfrentaban.
Tan violentamente, tan rápidamente, que una niebla azul colgaba en los cielos por el
derramamiento de sangre.
No pudo determinar quién tenía la ventaja. Las Trece luchando entre ellas, y donde
se lanzaron a la batalla, Ironteeth y sus monturas cayeron. Aplastando a los soldados
Valg debajo de ellas.
Corriendo hacia la escalera más cercana, Aedion fue lanzando flecha tras flecha,
disparando a los soldados que subían por los peldaños. Disparos limpios a través de
los huecos en la armadura oscura.
Que el fuego siguiera ardiendo, le decía lo suficiente, era donde Morath estaba
empujando.
Mas abajo en otra parte del muro, Ren había tomado otra escalera de asedio cercana,
haciendo cantar al su arco.
Aedion se atrevió a mirar al ejército enemigo. Ya se habían acercado bastante.
—¡Ahora!
La madera gimiendo se soltó. Rocas tan grandes como vagones se elevaron sobre
las paredes. Cada una había sido engrasada, y brillaba al sol mientras ascendían.
Y cuando las rocas alcanzaron su cima, justo cuando empezaban a caer en picada
hacia el enemigo, los arqueros Fae soltaron sus flechas en llamas.
Golpeando las rocas resbaladizas por el aceite justo antes de que las piedras se
estrellaran contra la tierra.
La llama estalló, fluyendo directamente hacia los agujeros que Aedion había ordenado
perforar en la roca, directamente en el nido de pólvora que habían tomado de las
preciosas reservas de Rolfe.
A lo largo de las murallas de la ciudad, los soldados vitorearon la carnicería que las
ruinas humeantes habían revelado. Nada más que los gruñidos de soldados Valg
derretidos, aplastados o destrozados. En cada lugar donde habían caído las cargas
de las seis catapultas ahora tenía un anillo de tierra carbonizada a su alrededor.
—¡Fuego!
Dejando que Morath pensase que sus reservas estaban agotadas, que solo habían
tenido algunos disparos de suerte en su arsenal.
Aedion se volvió hacia la escalera de asedio cuando los primeros gruñidos de los
Valg penetraron en las murallas.
El hombre fue asesinado antes de que sus pies terminaran de tocar el suelo, cortesía
de un soldado de la Perdición que lo esperaba.
El rostro del joven estaba frío como la muerte, sus ojos negros iluminados por un
hambre profana.
No llevaba armadura. Nada más que una túnica negra adherida a su cuerpo ágil.
Aedion atacó.
No tenía magia, no tenía nada para combatir el poder oscuro en las venas del
príncipe, pero tenía velocidad. Él tenía fuerza.
Aedion realizó una finta con su espada, esa espada ordinaria, sin nombre, y el príncipe
contraatacó con su propia espada, justo cuando Aedion golpeaba su escudo contra
el costado del hombre. Llevándolo de regreso. No hacia la escalera, sino hacia el
micénico que empuñaba el lanzafuego, el micénico estaba muerto.
Aedion se agachó, levantando el escudo. Como si eso fuera a hacer algo contra ese
poder.
Los ojos del demonio se abrieron de par en par cuando contempló el escudo. Luego
a Aedion.
—Fae Bastardo.
Aedion no sabía lo que significaba, y no le importó mientras daba otro golpe con su
escudo, las almenas ya estaban llenas de sangre negra y roja. Si el micénico cerca
de ellos estaba muerto, entonces habría otro en la escalera de Ren.
Aedion recibió cada uno sobre su escudo, el poder del príncipe rebotando como
si fuera un rocío de agua sobre la piedra. Y por cada estallido de poder enviado,
Aedion blandió su espada.
Acero contra acero; la oscuridad chocando con el antiguo metal. Aedion tuvo la vaga
sensación de que los soldados Valg y los humanos se detuvieron por igual, cuando
él y el príncipe demonio se abrieron camino a través de la muralla de la ciudad.
Mantuvo su posición, como Rhoe le había enseñado. Como Quinn le había enseñado,
y Cal Lochan. Como todos sus mentores y los guerreros que había admirado por
encima de todos los demás le habían enseñado. Por este momento, cuando sería
llamado a defender los muros de Orynth.
Fue por ellos que blandió su espada, por ellos que recibió golpe tras golpe.
El príncipe Valg siseó con cada explosión, como si estuviera enfurecido de que su
poder no pudiera romper ese escudo.
El escudo de Rhoe.
No había magia en él. Brannon nunca lo sostuvo. Pero uno de ellos lo había forjado,
uno de la línea ininterrumpida de reyes y reinas que vinieron después del él, que
habían amado a su reino más que a sus propias vidas. Que había llevado este
escudo a la batalla, a la guerra, para defender a Terrasen.
Y mientras Aedion y el príncipe Valg luchaban a lo largo de las murallas, mientras ese
antiguo escudo se negaba a ceder, se preguntó si había un tipo diferente de poder
en el metal. Uno que los demonios Valg no conocieran y nunca lograrían entender.
No verdadera magia, no como la de Brannon y Aelin. Pero algo igual de fuerte, más
fuerte.
La espada de Aedion zumbó, y el príncipe Valg rugió cuando Aedion conectó con su
brazo, cortando profundamente.
Y cuando Aedion se estrelló contra el príncipe Valg, el demonio sacó una daga del
cinturón de su espada y lo golpeó. Justo donde la armadura de Aedion exponía una
pequeña zona cerca de su axila, vulnerable con la posición extendida de su brazo.
El cuchillo se hundió, desgarrando carne, músculo y hueso.
El dolor, candente y cegador, amenazó con hacer que abriera la mano para dejar caer
la espada. Solo el entrenamiento de Aedion, solo esos años de trabajo, mantuvieron
su posición mientras saltaba hacia atrás, liberándose del cuchillo.
El príncipe lo acechó.
Un látigo de oscuro poder fue lanzado contra Aedion, y él nuevamente lo recibió con
su escudo.
Esos ojos que se abrieron de par en par cuando una flecha rompió la piel de su
garganta. Justo encima del cuello.
El príncipe se atragantó, girando hacia la flecha que no había venido de Aedion, sino
de atrás. Justo en el camino de Ren Allsbrook y del lanzafuegos que llevaba en sus
brazos.
El mundo era calor y luz. Después nada. Sólo los gritos de la batalla y de hombres
moribundos.
—Lo tenía.
Ren solo negó con la cabeza y giró sobre una bota, desatando el fuego sobre los
soldados Valg más cercanos.
El señor de Allsbrook se volvió hacia él con la boca abierta para decir algo. Pero la
cabeza de Aedion se desplomó y su cuerpo se sumergió en una frialdad que nunca
había conocido. Entonces no había nada.
El sonido sólo hacía temblar sus huesos, y eso que nada más entregaba mensajes
a Lord Darrow, que se encontraba en uno de los balcones más altos del castillo,
evitando así que se convirtiera en un ovillo.
Su respiración era algo seca e irregular mientras corría de regreso al balcón, donde
Darrow estaba parado junto a la barandilla de piedra, con otros dos señores de
Terrasen a su lado.
—De Kyllian —logró decir Evangeline, haciendo una reverencia, como había hecho
cada vez que había entregado un mensaje.
Las batallas no era un lugar para modales, ella lo sabía, Aelin sin duda lo habría
dicho. Pero ella siguió haciéndolo, realizando una reverencia, incluso cuando sus
piernas temblaban. No podía detenerse.
Presionándose contra las piedras de la pared de la torre, Evangeline dejó que Darrow
leyera la carta. Las Crochans y los wyverns estaban mucho más cerca aquí. A esta
altura, ella estaba de pie a su nivel, con el mundo borroso abajo. Evangeline apoyó
las palmas de sus manos sobre las piedras heladas, como si pudiera sacar algo de
fuerza de ellas.
Incluso con el rugido de la batalla, escuchó a Darrow declarar a los otros señores:
—Aedion ha sido herido.
—Ha perdido el conocimiento y lo han trasladado a un edificio cerca del muro. Los
sanadores están trabajando en él mientras hablamos. Lo trasladarán aquí tan pronto
como sea capaz de soportarlo.
Evangeline se tambaleó hacia la barandilla del balcón, como si pudiera ver ese
edificio en medio del mar de caos junto a las murallas de la ciudad.
Ella nunca había tenido un hermano, o un padre. Aún no había decidido cuál puesto
le otorgaría a Aedion. Y si estaba tan herido que justificaba un mensaje para Darrow.
Ella presionó una mano contra su vientre, tratando de contener la bilis que le quemaba
la garganta.
El otro señor se apartó. Evangeline no sabía cuánto tiempo pasó después de eso.
Cuánto tiempo tardó en llegar el señor, y que Darrow le pusiera una taza ardiente en
los dedos.
—Bebe.
Evangeline obedeció, encontrando que era algún tipo de caldo. Carne de res, tal
vez. A ella no le importaba.
Sus amigos estaban allí abajo. Su familia, la que ella había hecho.
Lejos, cerca del río, un movimiento borroso era su única indicación de que Lysandra
aún vivía.
Así que Evangeline se quedó en la torre, Darrow en silencio junto a ella, y rezó.
Capítulo 87
Traducido por Dakya
Corregido por Aruasi Sargav
Incluso moviéndose tan rápido como pudieron, el ejército del Kan era demasiado
lento. Demasiado lento, y demasiado grande, para llegar a Terrasen a tiempo.
En la semana que habían estado avanzando hacia el norte, Aelin rogaba a Oakwald,
al Pueblo Pequeño y a Brannon que la perdonaran mientras arrasaba un sendero a
través del bosque, solo ahora se estaban acercando a Endovier y a la frontera ape-
nas unas millas más allá.
A partir de ahí, si tenían suerte, serían otros diez días para Orynth. Y probablemente
se convertiría en un desastre si Morath hubiera mantenido las fuerzas estacionadas
en Perranth después de la captura de la ciudad. Así que habían elegido bordear la
ciudad en su flanco occidental, yendo alrededor de las Montañas Perranth en lugar
de ir a las tierras bajas para un viaje más fácil por la tierra. Con Oakwald como su
tapadera, podrían ser capaces de acercarse sigilosamente a Morath en Orynth.
Si quedaba algo de Orynth para cuando llegaran. Todavía estaban demasiado le-
jos para que los jinetes de ruks pudieran hacer algún tipo de exploración y ningún
mensajero se había cruzado en sus caminos. Incluso los hombres salvajes de los
Colmillos, que se habían quedado con ellos y ahora juraban marchar hacia Orynth
para vengar a sus parientes, no sabían de un camino más rápido.
Aelin intentó no pensar en ello. O sobre Maeve y Erawan, dondequiera que estén. Lo
que sea que hayan planeado.
Endovier, el único puesto de avanzada de la civilización que habían visto en una se-
mana, serían sus primeras noticias desde que abandonaron la Brecha Ferian.
Ella trató de no pensar en eso, tampoco. El hecho de que estarían pasando por
Endovier mañana o pasado mañana. Que vería esas montañas grises que habían
albergado las minas de sal.
Acostada boca abajo sobre su catre, no tenía sentido hacer que alguien armara una
cama real para ella y Rowan cuando estarían marchando en unas pocas horas, Aelin
hizo una mueca de dolor por la picazón que la quemaba a lo largo de su espalda.
El tintineo de las herramientas de Rowan y el crujido de los braseros eran los únicos
sonidos en su tienda.
— ¿Lo harás esta noche? —Preguntó ella mientras se detenía para sumergir su
aguja en la olla de tinta con sal.
Aelin resopló, levantándose sobre sus codos para mirar por encima de un hombro
hacia él. Ella no podía ver lo que él pintaba, más conocía el diseño. Una réplica de lo
que él había escrito en su espalda esta primavera, las historias de sus seres queridos
y sus muertes, escritas justo donde habían estado sus cicatrices. Exactamente donde
habían estado, como si él tuviera su memoria grabada en su mente.
Sin embargo ahora había otro tatuaje allí. Un tatuaje que se extendía sobre sus
huesos del hombro como si fuera un par de alas extendidas. O así había hecho el
boceto para ella.
Una historia que comenzó con rabia y tristeza y se convirtió en algo completamente
diferente.
Rowan volvió a trabajar, pero ella sabía que había escuchado cada palabra, pensó
en su respuesta.
— Bueno. Te ayudaré.
— No creo que pueda —respiró Aelin—. No creo que pueda soportar ni siquiera mi-
rar a Endovier y mucho menos destruirlo.
— No —admitió ella. Los capataces y los esclavos se han ido de todos modos. No
hay nadie para destruir, y nadie para salvar. Solo quiero pasarlo y nunca volver a
pensar en él. ¿Eso me hace una cobarde?
— Yo diría que te hace humano. —Una pausa—. O lo que sea un dicho igual podría
ser para los Fae.
— Parece que soy más Fae en estos días que cualquier otra cosa. Incluso olvido a
veces, cuando fue la última vez que estuve en mi cuerpo humano.
— No lo sé. Soy humana, en el fondo, la reina de las hadas, sinsentido aparte. Tenía
padres humanos y sus padres eran humanos, en su mayoría, e incluso con la línea
de Mab corriendo… Soy una humana que puede convertirse en Fae. Un humano
que usa un cuerpo de Fae. —Ella no mencionó la vida inmortal. No con todo lo que
tenían por delante.
— Por otra parte —respondió Rowan— diría que eres un ser humano con los instintos
de Fae. Quizás más de ellos que humanos. Ella lo sintió sonreír.
— Porque la gente siempre parece exigir que seas una cosa u otra.
— Me alegra que estés aquí, que veré Endovier de nuevo por primera vez contigo
aquí.
Para enfrentar esa parte de su pasado, ese sufrimiento y ese tormento, si bien aún
no podía mirar muy de cerca los últimos meses.
Desde la cama opuesta a la suya, Lorcan solo observaba, una manzana medio
pelada en sus manos.
— No estoy del todo seguro de que Yrene sea del todo humana. — Aunque la voz
era áspera, el humor brillaba en los ojos de Lorcan.
— Elide sacó la lata de su bolsillo. Eucalipto, había dicho Yrene, nombrando una
planta de la que Elide nunca había oído hablar, pero cuyo olor, intenso y suave a la
vez, le gustaba mucho. Debajo de la hierba picante yacían la lavanda, el romero y
algo más mezclado con el opaco y pálido preparado.
Un susurro de ropa, y luego Lorcan se arrodilló ante ella, con el pie de Elide en sus
manos. Casi tragado por sus manos, en realidad.
Elide se sorprendió lo suficiente como para que ella de hecho lo dejara quitar la lata
de su agarre y observó en silencio mientras Lorcan metía los dedos en el ungüento.
Entonces comenzó a frotárselo en el tobillo.
Estas manos habían matado su camino a través de los reinos. Tenía las débiles
cicatrices para demostrarlo. Y sin embargo, él sostuvo su pie como si fuera un
pequeño pájaro, como si fuera algo... sagrado.
No habían compartido una cama, no cuando estos catres eran demasiado pequeños,
y Elide a menudo se desmayaba después de la cena. No obstante ellos compartieron
esta tienda. Había tenido cuidado, tal vez demasiado cuidado, pensaba a veces, en
darle privacidad cuando se cambiaba y se bañaba.
De hecho, había una tina de vapor en la esquina de la tienda, mantenida por cortesía
de Aelin. Muchos de los baños del campamento eran cálidos gracias a ella, a la
eterna gratitud de los soldados reales y de infantería.
Pero ella no estaba medio dormida. Por una vez. Y cada roce de sus dedos en su pie
la tenía sentada, algo calentándose en su centro.
Su pulgar empujó a lo largo del arco de su pie, y Elide de hecho dejó escapar un
pequeño ruido. No por el dolor, pero...
El calor ardía en sus mejillas. Creció más cálido mientras Lorcan la miraba por debajo
de sus pestañas, una chispa de maldad iluminando sus ojos oscuros.
— Lo hiciste a propósito.
Bien, se sentía tan malditamente bien... Elide le arrebató el pie. Cerró las piernas.
Herméticamente.
Lorcan le dio una media sonrisa que hizo que sus dedos se doblaran.
Pero luego dijo:
Ella sabía. Lo había pensado sin cesar durante estos duros días de viaje.
Sin embargo él la miró desde debajo de sus gruesas pestañas. Muy consciente de
su evasión. Elide soltó un suspiro, mirando hacia el techo de la tienda.
— ¿Me hace ser mejor que Vernon? ¿Cómo elegí castigarlo al final?
— Sólo tú puedes decidir eso, creo —dijo Lorcan. Sin embargo, sus dedos se
detuvieron en su pie.
Ese había sido el otro pensamiento que pesaba demasiado con cada milla hacia el
norte. Que su ciudad, su padre y su madre, habían sido diezmadas. Que Finnula,
su niñera, podría estar entre los muertos. Que cualquiera de su gente pudiera estar
sufriendo.
— Perranth será reconstruido —fue todo lo que dijo—. Veremos que así sea.
— Solo las he destruido. —Sus ojos se elevaron a los de ella, buscando y abiertos.
— Pero me gustaría intentarlo. Contigo.
Ella vio la otra oferta allí, no solo para construir una ciudad, sino una vida. Juntos.
Porque si sobrevivían a esta guerra, todavía quedaba eso entre ellos: su inmortalidad.
Algo se cerró en los ojos de Lorcan ante eso y ella pensó que él diría más, pero su
cabeza se hundió. Entonces él comenzó a desatar su otra bota.
Sus hábiles dedos, dioses, esos dedos hicieron un rápido trabajo en sus cordones.
— Deberías remojar ese pie. Y empaparlo en general. Como dije, trabajas demasiado
duro.
— Porque trabajas demasiado duro. —Él levantó la barbilla hacia el baño mientras
le quitaba la bota y la ayudaba a levantarse.
— Ya comí.
Descalza ante él, Elide miró su cara tallada en granito. Se quitó la capa y luego la
chaqueta. La garganta de Lorcan se agitó.
Ella sabía que él podía escuchar su corazón cuando comenzó a correr. Podría
probablemente oler cada emoción en ella. A pesar de eso ella dijo:
Sus ojos vagaron por su cuerpo, sin embargo no hizo ningún movimiento.
Elide lo encontró junta a ella para caminar hacia la bañera de cobre. Se arrastró
unos pies detrás, dándole espacio. Dejando que ella maneje esto.
Pero… sus manos se estancaron. Insegura. No de él, sino de este rito, de este
camino.
No obstante ella le dirigió una mirada indefensa y él merodeó más cerca. Sus dedos
encontraron el dobladillo suelto de su camisa.
Elide susurró
— Sí.
Lorcan aún estudiaba sus ojos, como si leyera la sinceridad de esa palabra.
Considerándolo cierto.
La banda flexible que rodeaba sus senos se mantuvo, pero la mirada de Lorcan se
quedó en la de ella.
— Hermosa —suspiró.
La boca de Elide se curvó cuando la palabra se asentó dentro de ella. Le dio suficiente
coraje como para que ella levantara las manos de su chaqueta y comenzara a
desabrocharla. Hasta que el propio pecho de Lorcan estaba desnudo, y ella pasó los
dedos por el pelo oscuro sobre los planos esculpidos.
Lorcan tembló… con moderación, con emoción, ella no lo sabía. Ese querido ronroneo
de él retumbó dentro de ella cuando ella presionó su boca contra su pectoral.
Su mano se deslizó hacia su cabello, cada golpe desenredando su trenza. — Sólo
vamos todo lo lejos que quieras —dijo.
Sin embargo, ella se atrevió a mirar su cuerpo… a lo que se tensaba bajo sus
pantalones.
Su boca se secó.
Ella se burló de la arrogancia, pero Lorcan rozó su boca contra su cuello. Sus manos
sujetaban su cintura, sus pulgares le rozaban las costillas. Pero no más alto.
Elide se arqueó al tacto, un pequeño sonido escapó de ella cuando sus labios
Le rozaron justo debajo de su oreja. Y luego su boca encontró la de ella, gentil y
concienzuda.
Hogar. Esto, con él. Este era su hogar, como nunca lo había tenido. Por el tiempo
que compartieran.
Y cuando Lorcan la tendió en el catre, su respiración era tan desigual como la suya,
cuando se detuvo, permitiéndole decidir qué hacer, dónde llevar esto, Elide lo besó
de nuevo y le susurró:
—Muéstrame todo.
Se quedó en un lugar que no era un lugar, la niebla la envolvió, y las miró fijamente.
Sus elecciones.
Un golpeteo llegó desde el interior del ataúd, gritos femeninos ahogados y súplicas
en aumento.
Y la puerta, el arco negro en la eternidad, la sangre corría por sus costados, filtrándose
en la piedra oscura. Cuando la puerta había terminado con el joven rey, esta sangre
era todo lo que quedaba.
Ella se volvió hacia él, pero no era el guerrero quien la había atormentado de pie en
la niebla.
Doce de ellos acechaban allí, sin forma y, sin embargo, presentes, antiguos y fríos.
Como uno hablaban.
Ella parpadeó, y estaba dentro de esa caja… la piedra tan fría, el aire sofocante.
Parpadeó y ella estaba golpeando la tapa, gritando y gritando. Parpadeó y había
cadenas en ella, una máscara sujeta a su rostro.
Aelin se despertó para atenuar los braseros y el aroma a pino y nieve de su compañero
la envolvió. Fuera de su tienda, el viento aullaba, haciendo que las paredes de lona
se mecieran y se hincharan.
I
Incluso con la cubierta de Oakwald, a pesar del camino que Aelin incineró a ambos
lados de la antigua carretera que atraviesa el continente como una vena seca, podía
sentir que Endovier se avecinaba. Podía sentir las montañas Ruhnns apuntando
hacia ellas, una pared contra el horizonte.
Ella cabalgó cerca de la parte delantera de la compañía, sin decir tanto como la
mañana, luego pasó la tarde. Rowan se quedó a su lado, siempre a su izquierda,
como si fuera un escudo entre ella y Endovier, mientras ella enviaba columnas de
llamas que derretían árboles antiguos. El viento de Rowan sofocó cualquier humo
para alertar al enemigo de su enfoque.
Había terminado los tatuajes la noche anterior. Había tomado un pequeño espejo
de mano para mostrarle lo que había hecho. El tatuaje que había hecho para ellos.
Ella había echado un vistazo a las alas extendidas, las alas de un halcón en su
espalda y lo besó. Lo besó hasta que sus propias ropas se habían ido y ella estaba
a horcajadas sobre él, sin molestarse en palabras ni siendo capaz de encontrarlas.
De Endovier… y Maeve.
Y ahora le tocaba a ella cabalgar como el infierno por el Norte, tratar de salvar a su
gente antes de que Morath los borrara para siempre. Antes de que Erawan y Maeve
llegaran a hacer precisamente eso.
Pero no detuvo la pesadez, que tiraba hacia el oeste. Para mirar el lugar que había
tardado tanto en escapar, incluso después de haber sido liberada físicamente.
Montando más alto de lo que había visto a la chica antes. Un rubor en sus mejillas.
Aelin tenía la sensación de que sabía exactamente por qué ese rubor brotaba allí,
que si miraba hacia atrás a donde cabalgaba Lorcan, lo encontraría con una sonrisa
satisfecha, puramente masculina.
Sin embargo las palabras de Elide eran todo menos las de una doncella enamorada.
— No pensé que realmente podría volver a ver Terrasen, una vez que Vernon me
sacara de Perranth.
Aelin dijo:
— Ambos. —Y aunque tal vez Elide había venido a su lado solo para que ella hablara,
Aelin explicó:
—Fue una tortura de otro tipo, cuando estaba en Endovier, saber que mi hogar
estaba a solo millas de distancia. Y que no podría verlo una última vez antes de
morir.
— Pensé que moriría en esa torre, y nadie recordaría que había existido.
Ambas habían sido cautivas, esclavas, en cierto modo. Tenían ambas cadenas
desgastadas.
O Elide lo hizo. La falta de ellos en Aelin todavía la asaltó, una ausencia que nunca
pensó que se arrepentiría.
— Sí, lo hicimos.
Incluso si ella ahora deseaba que se terminara. Todo ello. Cada aliento se sentía
pesado con ese deseo.
Aelin al instante tenía a Goldryn fuera. Rowan se armó junto a ella y todo el ejército
se detuvo mientras exploraban el bosque, los cielos.
Escuchó la advertencia justo cuando una forma oscura pasaba, tan grande que
borraba el sol sobre el dosel del bosque.
Wyvern.
Los arcos gimieron y los ruks corrieron, persiguiendo a ese wyvern. Si un explorador
Ironteeth los veía...
Aelin preparó su magia. El wyvern se inclinó hacia ellos, apenas visible a través del
enrejado de las ramas.
Aelin galopó por el camino hacia él, Rowan y Elide a su lado, los demás a sus
espaldas.
Dorian levantó una mano, su rostro grave como la muerte, incluso cuando sus ojos
se abrieron al verla.
Las tres.
Capítulo 88
Traducido por Dakya
Corregido por Aruasi Sargav
Peor que el calor abrasador de los lanzallamas, peor que cualquier nivel del reino
ardiente de Hellas.
Para cuando ella terminó, él se había desmayado otra vez. Despertó minutos más
tarde, según los soldados asignados para asegurarse de que no murió y encontró
que el dolor se alivió un poco, pero aún lo suficientemente agudo como para usar
su brazo con la espada sería casi imposible. Al menos hasta que su herencia Fae lo
curara, más rápido que a los hombres mortales.
El hecho de que no haya muerto por pérdida de sangre y pudiera intentar mover su
brazo mientras ordenaba que se le atara la armadura y tropezando con las calles de
la ciudad, apuntando a la muralla fue gracias a su herencia Fae. La de su madre, sí,
pero principalmente de su padre.
¿Habría escuchado Gavriel, a través del mar o dondequiera que lo hubieran llevado
a buscar a Aelin, que Terrasen estaba a punto de caer? ¿Le importaría?
No importaba Incluso si una parte de él deseaba que el León estuviera allí. Rowan
y los demás ciertamente, sin embargo la presencia constante de Gavriel habría sido
un bálsamo para estos hombres. Probablemente para él.
Nada había cambiado. Valg aún rodeaban las paredes y las puertas del sur y del
oeste; No obstante las fuerzas de Terrasen los detenían. En los cielos, el número de
Crochans e Ironteeth se había reducido, solo apenas. Las Trece eran un cúmulo
distante y vicioso que destrozaba a quien quiera que volara en su camino.
Y abajo en el río… sangre roja manchó los bancos nevados. Demasiada sangre roja.
Tropezó un paso, perdiendo de vista el río por un momento, mientras los soldados
enviaban los gruñidos de Valg ante él. Cuando pasaron, Aedion apenas podía respirar
mientras escudriñaba los bancos ensangrentados. Los soldados yacían muertos por
todas partes, pero… allí. Más cerca de las murallas de la ciudad de lo que se había
dado cuenta.
Blanca contra la nieve y el hielo, todavía luchaba. Sangre goteando por sus costados.
Sangre roja.
Era una tontería, innecesaria. Emboscarlos habría sido mucho más efectivo.
No obstante, Lysandra luchó, rompiendo las espinas y las fauces gigantes arrancando
cabezas, justo donde el río pasaba por la ciudad. Sabía que algo estaba mal entonces.
Sabía que Lysandra había aprendido algo que ellos no habían aprendido. Y al
mantenerse firme, trató de mandar señales en las paredes.
Con la cabeza dando vueltas, el brazo y las costillas palpitando, Aedion exploró el
campo de batalla. Un grupo de soldados cargó contra ella. Un golpe de su cola hizo
que las lanzas se rompieran, sus portadores junto con ellos.
Pero otro grupo de soldados trató de cargarse más allá de ella, en la orilla del río.
Aedion vio lo que llevaban, lo que intentaron llevar y juró. Lysandra destrozó un bote
con su cola, pero no pudo llegar al segundo grupo de soldados, resistiendo otro.
Justo cuando estaba rodeada por otro grupo de soldados, tantas lanzas y lanzas que
no tenía más remedio que enfrentarlos. Permitiendo que el bote, y los soldados que
lo llevaban, se deslizaran.
Aedion notó hacia dónde se dirigían esos soldados y comenzó a gritar sus órdenes.
Su cabeza nadaba con cada orden.
En Lysandra, que se escabullía al río a través de los túneles, había tenido el elemento
de sorpresa. Sin embargo también le había revelado a Morath que existía otro camino
hacia la ciudad. Uno justo debajo de sus pies.
Luego, a las Trece, peligrosamente arriba en el cielo, para volver a las paredes, para
detener el arrastre de Morath antes de que fuera demasiado tarde.
I
En lo alto, los gritos del viento sangraban en los moribundos y heridos, Manon vio la
señal del general, el cuidadoso patrón de luz que le había mostrado la noche anterior.
Una orden de apresurarse a las paredes… inmediatamente. Sólo ella y las Trece.
Las Crochans mantuvieron a raya la marea de Ironteeth, pero para ceder terreno,
para abandonar…
Manon dirigió su mirada a la tierra muy abajo. Y vio lo que Morath intentaba hacer
en secreto.
— ¡A las paredes! —Gritó a las Trece, todavía con un martillo detrás de ella, y se
dirigió a Abraxos hacia la ciudad, tirando de las riendas para que volara por encima
de la refriega.
Manon reconoció al jinete cuando el toro se estrelló contra Abraxos, con garras y
dientes profundizando.
Incluso cuando el toro de Iskra retiró su cabeza, solo para cerrar sus mandíbulas
alrededor de la garganta de Abraxos.
Capítulo 89
Traducido por Yunn Hdez
Corregido por Cotota
El macho de Iskra lo agarró por el cuello, pero Abraxos los mantuvo en el aire.
Manon no podía respirar. No podía pensar en el terror que la atravesaba, tan ce-
gador y enfermizo que, durante unos pocos latidos, estaba congelada. Totalmente
congelada.
Abraxos, Abraxos…
Suyo. Él era suyo, y ella era suya, y la Oscuridad los había elegido para estar juntos.
No tenía sentido del tiempo, ni de cuánto tiempo había pasado entre esa mordida
y cuándo se movió de nuevo. Podría haber sido un segundo, podría haber sido un
minuto.
Pero entonces ella estaba sacando una flecha de su casi agotada carcaza. El viento
amenazó con arrancarla de sus dedos, pero ella la golpeó contra su arco, el mundo
girando, girando, girando, el viento rugiendo y apuntó.
Pero no lo soltó.
Manon soltó otra flecha. El viento la movió lo suficiente como para que golpeara la
mandíbula de la bestia, apenas incrustándose en la gruesa piel.
Manon buscó a cualquiera de Las Trece, para que cualquiera los salvara. Lo salvara.
Él era quien importaba más que cualquier otro, con quien ella intercambiaría lugares
si la Diosa de Tres Caras lo permitía, tener su propia garganta agarrada en esas
terribles mandíbulas...
Pero Las Trece habían sido dispersadas, el aquelarre de Iskra estaba separando sus
filas. Asterin y la Segunda de Iskra eran garras contra garras mientras sus wyverns
cerraban sus garras y se lanzaban hacia el campo de batalla.
Manon calculó la distancia al macho de Iskra, a las mandíbulas alrededor del cuello.
Pesaba la fuerza de las correas en las riendas. Si pudiera bajar, si tuviera suerte,
podría cortar la garganta del toro, lo suficiente como para arrancarlo...
No.
No.
Manon se echó el arco sobre la espalda, con los dedos medio congelados hurgando
en las correas y las hebillas de la silla.
Ella no podía soportarlo. No lo soportaría, esta muerte, su dolor y su miedo ante ella.
Ella podría haber estado sollozando. Podría haber estado gritando mientras el ritmo
de sus alas volvían a tambalearse.
Saltaría a través del maldito viento de los dioses, arrancaría a esa perra de la silla y
cortaría la garganta de su montura...
—POR FAVOR —su grito hacia Iskra cruzó el campo de batalla, a través del mun-
do—. POR FAVOR.
Su montura con corazón de guerrero. Quién la había salvado mucho más de lo que
ella alguna vez lo había salvado a él.
—POR FAVOR —ella gritó, gritó con cada fragmento de su destrozada alma.
Iskra solo se rió. Y el macho no lo soltó, incluso mientras Abraxos intentaba e inten-
taba acercarlos al suelo.
Sus lágrimas se rasgaban con el viento, y Manon liberó la última de las hebillas en
su silla de montar. La brecha entre los wyverns era imposible, pero ella había tenido
suerte antes.
A ella no le importaba nada de eso. Los Wastes, las Crochans y Ironteeth, su corona.
A ella no le importaba nada de eso, si Abraxos no estaba allí con ella.
Las alas de Abraxos se tensaron, luchando con ese poderoso y amoroso corazón
para alcanzar el aire más bajo.
Manon calculó la distancia al flanco del macho, quitándose los guantes para liberar
sus uñas de hierro. Tan fuerte como cualquier gancho de agarre.
Manon se levantó en la silla, deslizando una pierna debajo de ella, tensando el cuer-
po para dar el salto hacia adelante. Y ella le dijo a Abraxos, tocándole la espalda:
—Te quiero.
Manon envió fuerza a sus piernas, a sus brazos y contuvo el aliento, tal vez el últ-
imo...
Disparando desde el cielo, más rápido que una estrella que corría por el cielo, una
forma rugiente se lanzó contra el toro de Iskra.
Manon tuvo el suficiente sentido como para agarrarse a la silla, aferrarse a todo lo
que tenía mientras el viento amenazaba con arrancarla de él.
Su sangre se derramó hacia arriba cuando cayeron, pero luego sus alas se abrieron
de par en par, y él estaba en la ladera, aleteando hacia arriba. Se estabilizó lo sufi-
ciente para que Manon se subiera a la silla y se atara a sí misma mientras se giraba
para ver qué había ocurrido detrás de ella. Quien los había salvado.
No era Asterin.
Cientos de ellas.
Incluso con el viento, con la batalla, Manon aún escuchó a Petrah cuando la Here-
dera de las Blueblood le decía:
—Los muros…
—Ve —entonces Petrah señaló a donde Iskra se había detenido en el aire para mirar
lo que ocurría. En el acto de desafío y rebelión tan impensable que muchas de la
brujas Ironteeth de Morath estaban igualmente aturdidas. Petrah mostró los dientes,
revelando hierro brillando en la luz del sol acuoso—. Ella es mía.
Manon miró entre las murallas de la ciudad e Iskra, volviéndose hacia ellas una vez
más. Dos contra uno, y seguramente la harían pedazos...
—Ve —gruñó Petrah. Y cuando Manon volvió a dudar, Petrah solo dijo:— Por Keelie.
Por el wyvern que Petrah había amado, como Manon amaba a Abraxos. Quién luchó
por Petrah hasta su último aliento, mientras que el macho de Iskra la mataba.
Abraxos comenzó a elevarse hacia la pared, sus alas inestables, su respiración su-
perficial.
Manon miró detrás de ella justo cuando Petrah se estrellaba contra Iskra.
Las dos herederas fueron cayendo hacia la tierra, chocando de nuevo, atacando con
los wyverns.
Arriba y arriba, Iskra y Petrah volaron. Los wyverns cortando y mordiendo, garras
cerrándose, quijadas hiriendo. A través de los niveles de lucha en el cielo, a través
de Crochans y Ironteeth, a través de las nubes.
Una carrera, una burla de la danza de apareamiento de los wyverns, para elevarse
hasta el punto más alto del cielo y luego caer a la tierra como uno solo.
Tan apretado que el macho de Iskra no tenía espacio para abrir sus alas. Y cuando lo
intentaba, el wyvern de Petrah estaba allí, con la cola o las mandíbulas mordiendo.
Cuando lo intentaba, la espada de Petrah estaba allí, cortando franjas en la bestia.
Se dio cuenta de que caían y caían y caían y Petrah los rodeaba, tan rápido que
Manon se preguntó si la Heredera Blueblood había estado practicando estos meses,
entrenando para este preciso momento.
Pero Petrah tampoco había abierto las alas de su wyvern. No había tirado de las
riendas para depositar su montura.
Petrah no lo hizo. Dos wyverns cayeron hacia la tierra, estrellas oscuras cayendo del
cielo.
No podían girar a esa velocidad. Y pronto Petrah no podría realizar ningún tipo de
giro. Se rompería en el suelo, justo al lado de Iskra.
Cincuenta metros.
Y cuando el suelo parecía levantarse para encontrarse con ellos, Manon escuchó las
únicas palabras de Petrah a Iskra como si hubieran sido transportadas por el viento.
—Por Keelie.
El wyvern de Petrah lanzó sus alas, con un giro más agudo que cualquier otro wy-
vern que Manon haya presenciado.
Levantándose, la punta del ala rozando el suelo helado antes de que se disparara
de vuelta al cielo.
No la llenó con la alegría que debería haber tenido. No con esas rejillas vulnerables
en la muralla de la ciudad bajo ataque.
Así que ella rompió las riendas, y Abraxos se dirigió a las murallas de la ciudad, y
luego Sorrel y Vesta estaban a su lado, Asterin viniendo rápido por detrás. Volaron
bajo, debajo de las Ironteeth ahora luchando contra Ironteeth, Ironteeth todavía lu-
chando contra Crochans. Apuntando a los lugares donde el río fluía hasta su lado.
Ya un barco largo las había alcanzado. Ya las flechas volaban desde la pequeña
rejilla, los guardias frenéticos para mantener al enemigo a raya.
Los soldados Morath estaban tan preocupados con su objetivo por delante que no
miraron hacia atrás hasta que Abraxos estuvo sobre ellos.
Su sangre fluyó junto a ella cuando aterrizó, chasqueando con garras y dientes y
cola. Sorrel y Vesta se ocuparon de los demás, el bote pronto hecho astillas.
—Las rocas —suspiró Manon, dirigiendo a Abraxos hacia el otro lado del río.
Cada uno de sus latidos fue más lento que el anterior. Perdió altura con cada metro
que cruzaban del río.
Pero luego lo logró, justo cuando otro grupo de soldados de Morath intentaban entrar
en el pequeño y vulnerable paso. Manon golpeó la piedra en el agua delante de ella.
Las Trece también dejaron caer sus piedras, las salpicaduras sobre las murallas de
la ciudad.
Cada vez más, cada viaje a través del río más lento que el anterior.
Pero entonces había rocas apiladas, rompiendo la superficie. Luego alzándose so-
bre él, bloqueando todo acceso al túnel del río. Solo lo suficientemente alto como
para sellarlo, pero no ceder una pierna a los soldados Morath en la otra orilla.
Manon se retorció en la silla para pedirle a su Segunda que dejara de apilar las ro-
cas, pero Asterin ya lo había hecho. Su Segunda señaló las murallas de la ciudad
por encima de ellos.
—¡Entra!
Antes de que golpeara las piedras y se deslizara, el auge del impacto resonando a
través de Orynth.
Se estrelló contra el lado del castillo, con las alas flojas, y Manon se liberó de la silla
al instante mientras ella gritaba por un sanador.
Manon empujó sus manos contra la profunda herida de mordedura, la sangre corría
por sus dedos como agua a través de una presa agrietada.
—La ayuda está llegando —le dijo ella, y encontró que su voz era un chillido roto—.
Ya vienen.
Las Trece aterrizaron, Sorrel corrió hacia el castillo para, sin duda, arrastrar a un
curandero si tenía que hacerlo, y luego había once pares de manos en el cuello de
Abraxos.
Conteniendo el flujo de su sangre. Presionando como uno, para mantener esa pre-
ciosa sangre dentro de él mientras se encontraba al sanador.
Manon no podía mirarlas, no podía hacer nada más que cerrar los ojos y rezar a la
Oscuridad, a la Madre de Tres Caras mientras sostenía sus manos sobre las heridas
sangrantes.
Pisadas corriendo sonaban sobre las piedras de almena, y luego Sorrel estaba allí
junto a Manon, levantando sus manos para cubrir sus heridas, también.
Una mujer mayor desempacó un kit, advirtiéndoles que siguieran aplicando presión.
***
Lysandra apenas podía respirar, cada aleteo de sus alas era más pesado que el an-
terior mientras apuntaba hacia el lugar donde había visto a Manon Blackbeak y su
clan irse a estrellar contra los resguardos del castillo.
Lysandra vio a las dos figuras que arrastraban a un conocido guerrero de cabello
dorado por las escaleras del castillo justo cuando golpeaba las almenas, las brujas
girándose hacia ella.
Pero Lysandra se obligó a cambiar, obligando a su cuerpo a hacerlo por última vez, a
volver a esa forma humana. Apenas había terminado de meterse en el pantalón y la
camisa que había escondido en un paquete junto a la pared del castillo cuando Ren
Allsbrook y un soldado de La Perdición llegaron a la cima de las almenas, un Aedion
medio consciente entre ellos.
Lysandra corrió hacia ellos, ignorando su profunda cojera, el dolor astillado que se
extendía por su pierna izquierda, por su hombro derecho. Abajo de las almenas, un
curandero trabajaba en un herido Abraxos, Las Trece, cubiertas de su sangre, ahora
vigilando.
—¿Qué sucedió? —Lysandra se detuvo en seco ante Aedion, quien logró levantar la
cabeza para darle una sonrisa sombría.
—Un Príncipe Valg —dijo Ren, su propio cuerpo cubierto de sangre, la cara pálida
por el agotamiento
Oh dioses.
Ren espetó:
—Y tú no descansaste lo suficiente, estúpido bastardo. Te desgarraste los puntos.
—Ya he visto a uno —gruñó Aedion, apoyando los pies en el suelo y tratando de
enderezarse—. Me trajeron aquí para descansar —como si tal cosa fuera una idea
ridícula.
—Espera.
Ren se volvió hacia ella, pero Lysandra no habló hasta que el soldado de La Perdi-
ción ayudó a Aedion a sentarse contra el lado del castillo.
—Espera —le dijo de nuevo a Ren cuando él abrió la boca, con el corazón acelera-
do, las náuseas enroscándose en sus entrañas. Ella silbó, y Manon Blackbeak y Las
Trece miraron en su dirección. Ella les hizo un gesto con la mano, su brazo ladraba
de dolor.
—¿Abraxos vivirá?
Lysandra no tenía en ella alivio. No con las noticias por las que había volado de re-
greso tan desesperadamente para entregar. Ella tragó la bilis en su garganta, luego
señaló el campo de batalla. A su corazón oscuro y brumoso.
—Ellos han levantado la torre de bruja de nuevo. Se está moviendo hacia aquí. Aca-
bo de verla yo misma. Las brujas se han reunido encima de ella.
Silencio absoluto.
No hacia ellos, sino hacia el cielo. Un destello de luz, un estruendo más fuerte que
un trueno, y luego una porción del cielo se quedó vacío.
Donde Ironteeth, rebeldes y fieles por igual, habían estado luchando, donde Cro-
chans había estado zigzagueando entre ellas, no había nada.
Sólo ceniza.
La voz de Lysandra se quebró cuando la torre continuó moviéndose. Una línea recta
e inquebrantable hacia Orynth.
Con sus manos y brazos cubiertos en la sangre de Abraxos, Manon miró el campo
de batalla. Miró hacia donde todas esas brujas, Ironteeth y Crochan, que luchaban
por cualquiera de los ejércitos, simplemente... desaparecieron.
Todo lo que su abuela había asegurado sobre las torres de brujas era verdad.
Ironteeth revoloteaban alrededor la torre, un muro vicioso que mantenía a las Cro-
chans y las rebeldes Ironteeth fuera.
Petrah, ahora dentro de los límites de su aquelarre, incluso corrió hacia la torre. Para
romperlo.
Estaría dentro de rango pronto. Unos minutos más, y esa torre estaría lo suficiente-
mente cerca como para que su explosión llegara al castillo. Para borrar este ejército,
este remanente de resistencia, para siempre.
Manon repitió:
Aedion gruñó.
—No.
Pero Lysandra negó con la cabeza, tristeza y desesperación en sus ojos verdes.
—Tenemos cinco minutos —espetó Manon. Se giró hacia Las Trece—. Hemos en-
trenado para esto. Para romper las filas enemigas. Podemos superarlas. Desmontar
esa torre.
Pero todas se miraron. Como si hubieran tenido algún diálogo y acuerdo tácitos.
Las Trece se encaminaron hacia sus monturas. Sorrel agarró el hombro de Manon
cuando pasó, subiéndose a la espalda de su wyvern. Dejando a Asterin ante Manon.
Su Segunda, su prima, su amiga, sonrió, con los ojos brillantes como estrellas.
—Vive, Manon.
Manon parpadeó.
—Vive.
Estaba luchando por respirar, levantarse, cuando Asterin alcanzó a Narene y montó
a la yegua azul, recogiendo las riendas.
Sus piernas le fallaron, su cuerpo le falló, mientras trataba de ponerse de pie. Mien-
tras ella escupía:
—No.
Ya en formación, ese ariete que les había servido tan bien. Lanzándose hacia el
campo de batalla. Hacia la torre de brujas que se aproximaba.
Manon se abrió paso hasta la cornisa de almenas y se levantó. Inclinada contra las
piedras, jadeando, tratando de llevar aire a sus pulmones para que pudiera encon-
trar una manera de volar, encontrar a una Crochan y robar su escoba...
Mientras todos ellos observaban que la torre de brujas se acercaba, su destino reu-
niéndose dentro de ella.
Mientras Las Trece corrían hacia ella, corrían contra el viento y la muerte misma.
Dentro de la torre de bruja, lo suficientemente cerca ahora que Manon podía ver a
través del arco abierto del nivel superior, una joven bruja vestida de negro se acercó
al interior ahuecado.
Caminó hacia donde estaba la abuela de Manon, haciendo un gesto hacia el hoyo
debajo.
Manon clavó sus dedos en las piedras con tanta fuerza que sus uñas de hierro se
agrietaron. Comenzó a sacudir la cabeza, algo en su pecho se fracturó por completo.
Segundos. Tenían unos segundos hasta que esa joven bruja convocara el poder y
desatara el Rendimiento en una explosión de oscuridad.
Entonces Lin.
Luego las gemelas demonio de ojos verdes, riendo mientras se iban. Luego las
Sombras, Edda y Briar, flechas aún disparando. Aún encontrando sus blancos.
Y luego Sorrel. Sorrel, que mantuvo el camino abierto para Asterin, un muro sólido
para la Segunda de Manon cuando se elevó. Un muro contra el que se rompieron y
rompieron las olas de Ironteeth.
La joven bruja dentro de la torre comenzó a brillar con un color negro, a pasos del
hoyo.
Al lado de Manon, Lysandra y Aedion se abrazaron. Listos para el final que estaba
cerca.
Y entonces Asterin estaba allí. Asterin se dirigía hacia ese tramo de aire abierto, ha-
cia la propia torre, comprada con la vida de Las Trece. Con su última defensa.
Manon solo podía mirar, mirar y mirar y mirar, sacudiendo la cabeza como si pudiera
deshacerlo, mientras Asterin se quitaba su traje de cuero, la camisa debajo.
Mientras Asterin se levantaba en la silla, libre de las hebillas, con una daga en la
mano mientras su wyvern apuntaba directamente hacia la torre.
Pero Asterin ya estaba saltando. Ya arqueando en el aire, con las espadas levan-
tadas, el wyvern derrumbándose debajo, el cuerpo de Narene rompiéndose con el
impacto.
Gritando, interminable y sin palabras, mientras que esa cosa en su pecho, mientras
su corazón, se destrozaba.
Mientras Asterin aterrizó en el arco abierto de la torre de brujas, las espadas se ba-
lanceaban hacia las brujas que se apresuraron a matarla. Bien podrían haber sido
hojas de hierba. También podría haber habido niebla, por la facilidad con que Asterin
las liquidó, una tras otra, conduciendo hacia adelante, hacia la Matrona que había
marcado las letras en una dura demostración en el abdomen de Asterin.
SUCIA.
Girando, girando, con las cuchillas volando, Asterin se abalanzó hacia la abuela de
Manon.
La Bruja Alta del Clan Blackbeak retrocedió, sacudiendo la cabeza. Su boca se mo-
vió, como si respirara.
—Asterin, no...
Y no fue oscuridad, sino luz, la luz, brillante y pura como el sol sobre la nieve, que
brotó de Asterin.
Mientras que Las Trece, sus cuerpos rotos dispersados alrededor de la torre en un
círculo cercano, también hacían el Rendimiento.
Luz que fluía de sus almas, sus corazones feroces mientras se entregaban a ese
poder. Se volvían incandescentes con él.
Asterin tiró a la Matrona Blackbeak al suelo, la abuela de Manon poco más que una
sombra contra el brillo. Después, poco más que un fragmento de odio y memoria
mientras Asterin explotaba.
Mientras ella y Las Trece se Rendían por completo, se volaban a sí mismas y la torre
de brujas en cenizas.
Capítulo 90
Traducido por Ravechelle
Corregido por Cotota
Manon se dejó caer en las piedras de las almenas del castillo y no se movió por mu-
cho, mucho tiempo.
No escuchó a los que le hablaron, a los que tocaron su hombro. No sentía el frío.
En algún momento, se tendió sobre las piedras, acurrucada contra la pared. Cuando
se despertó, un ala la cubría, y un cálido aliento rozaba su cabeza mientras Abraxos
dormitaba.
No tenía palabras dentro de ella. No tenía nada más que un silencio resonante.
Estaba amaneciendo.
Y donde había estado esa torre de brujas, donde había estado el ejército, solo que-
daba tierra maldita.
Bajaron de la almena. A través de las puertas del castillo y hacia las calles de la
ciudad más allá.
A ella no le importaba que otros los siguieran. Que cada vez fueran más.
Las calles estaban llenas de sangre y escombros, todo con un resplandor dorado por
el sol naciente.
No sintió el calor de ese sol en su rostro mientras caminaban por la puerta sur y en
la llanura más allá. No le importó que alguien les hubiera abierto la puerta.
A su lado, Abraxos apartó pilas de soldados Valg, despejando un camino para ella.
Para todos aquellos que les seguían.
Si hubiera mirado, habría visto las pequeñas flores blancas que llevaban. Se habría
preguntado cómo y dónde las habían conseguido en el muerto corazón del invierno.
Si ella hubiera mirado, habría visto a la gente reunida detrás de ellos, tantos que
llegaban hasta las puertas de la ciudad. Habría visto a los humanos de pie junto a
las Crochans y las Ironteeth.
Pero Manon no miró. No vio cuando los líderes que habían venido con ella, que la
siguieron durante su camino hasta aquí comenzaron a depositar sus flores en la
tierra sangrienta y maldita. No vio cuando sus lágrimas fluyeron, cayendo en las
cenizas junto a sus ofrendas.
Y muy lejos, a través de las montañas cubiertas de nieve, en una llanura árida, ante
las ruinas de una ciudad que una vez fue grande, una flor comenzó a florecer.
Capítulo 91
Traducido por Ravechelle
Corregido por Cotota
Un ejército extranjero, marchando hacia el norte. Un ejército que había crecido es-
tudiando. Estaban los soldados de infantería del Kan y la caballería Darghan. Allí
estaban los legendarios ruks, magníficos y orgullosos, elevándose sobre ellos en un
mar de alas.
Se acercó lo más posible de la cabeza del ejército, preguntándose cuál de los miem-
bros de la realeza había venido. Preguntándose si Chaol estaba con ellos. Si la pre-
sencia de este ejército milagroso significaba que su amigo había tenido éxito contra
todo pronóstico.
Aelin, galopando hacia él. Rowan a su lado, Elide y los demás con ella.
Maeve había creído que Aelin se había dirigido a Terrasen. Y aquí estaba ella, con
el ejército del Kan.
Sus ojos se abrieron y abrió la boca, pero otro jinete salió galopando por la carretera.
El jinete que se aproximaba se detuvo, iba con alguien más, una bella mujer que
Dorian solo pudo describir como dorada, iba justo detrás.
Pero Dorian miró al jinete que tenía delante. En la postura del cuerpo, la silla que
llevaba.
Y cuando Chaol Westfall desmontó y corrió los últimos metros hacia Dorian, el Rey
de Adarlan lloró.
Chaol no ocultó sus lágrimas, ni el temblor que lo alcanzó cuando chocó con Dorian
y abrazó a su rey.
Nadie dijo una palabra, aunque Chaol sabía que todos estaban ahí. Sabía que Yrene
estaba detrás de él, llorando con ellos.
—Sabía que lo lograrías —dijo Dorian con voz grave—. Sabía que encontrarías una
manera. Para todo.
Una historia, se dio cuenta Chaol, que podría no ser tan feliz como la suya.
Sin embargo, antes de que la carga que Dorian llevaba pudiera caer sobre ellos,
Chaol hizo un gesto hacia donde Yrene había desmontado y ahora se había secado
las lágrimas.
—La mujer responsable de esto —dijo Chaol, señalando sus piernas, su andar, al
ejército que se extendía por la carretera—. Yrene Towers. Sanadora de la Torre
Cesme. Y mi esposa.
Yrene se inclinó, y Chaol podría haber jurado que un destello de dolor oscurecía
los ojos de Dorian. Pero entonces su rey estaba tomando las manos de Yrene,
levantándola de su reverencia. Y a pesar de que la tristeza aún cortaba su sonrisa,
Dorian le dijo:
—Gracias.
Dorian sólo guiñó un ojo, un fantasma del hombre que había sido antes.
—Todas cosas malas, espero.
Yrene se echó a reír, y la alegría en su rostro, la alegría que Chaol sabía que era
para ambos, le hizo amarla de nuevo.
—Siempre he querido una hermana —dijo Dorian, y se inclinó para besar a Yrene en
ambas mejillas—. Bienvenida a Adarlan, Lady.
La sonrisa de Yrene se volvió más suave, más profunda, y puso una mano sobre su
abdomen.
Dorian se giró hacia él. Chaol asintió, incapaz de encontrar las palabras para transmitir
lo que inundó su corazón.
Dorian cerró los ojos y Chaol puso una mano en el hombro de su rey ante la carga
que estaba a punto de revelar.
Una mirada de Rowan hacia su Cadre hizo que se desplegaran para asegurarse de
que nadie del ejército se acercara lo suficiente como para escuchar.
—Esa fue la parte fácil —dijo Dorian, palideciendo. Los miembros de la realeza del
kanato emergieron de las filas, y Dorian sonrió a Nesryn. Luego asintió con la cabeza
a la realeza. Las presentaciones vendrían más tarde.
Fuego bailaba en las puntas de los dedos de Aelin mientras descansaba su mano
encima de Goldryn. El fuego parecía fundirse en la hoja, el rubí parpadeó.
—Lo sé —dijo en voz baja.
Las cejas de Dorian se alzaron. Aelin solo negó con la cabeza, indicándole que
continuara mientras el cadre volvía.
Cuando terminó, Chaol se alegró de que Yrene hubiera mantenido su brazo alrededor
de su cintura. El silencio cayó, espeso y tenso. Dorian había destruido Morath.
—Tengo una pequeña duda —admitió Dorian—, si tanto Erawan como Maeve
sobrevivieron al colapso de Morath. Probablemente solo sirvió para enfurecerlos.
—Desearía haberlo visto —le dijo a Dorian, sacudiendo la cabeza. Luego se volvió
hacia Rowan—. Tu tío y Essar lo lograron, entonces. Expulsaron a Maeve.
—Dijiste que tu carta estaba redactada con fuerza. Debería haberte creído —Aelin
hizo una reverencia. Chaol no tenía la menor idea de lo que estaban hablando, pero
Rowan continuó:— Entonces, si Maeve no puede ser la Reina de los Fae, encontrará
otro trono.
—Nuestros peores temores han sido confirmados, entonces —dijo el Príncipe Sartaq,
mirando a sus hermanos—. Un rey y una reina Valg unidos —un gesto con la cabeza
hacia Elide—. Tu tío no mintió.
—Maeve no tiene ejército ahora —les recordó Dorian—. Sólo cuenta con su poder.
Nesryn se encogió.
—Los híbridos que ella creó con las princesas podrían ser un desastre suficiente.
Chaol miró a Yrene, la mujer que tenía la mejor arma contra el Valg dentro de su
propio cuerpo.
Rowan se volvió hacia Aelin, con el rostro ceniciento mientras ella permanecía
apoyada contra el árbol.
Chaol se preguntó si lo hacía solo porque sus propias piernas no podían sostenerla.
—Eso es imposible. Se fueron poco después que yo. Me sorprende que no las vieran
al pasar volando por las Ruhnns.
Silencio.
—El aquelarre completo de las Ironteeth aún no está en Orynth —dijo Aelin en voz
baja. Demasiado suave.
—Conté más de mil en el ejército con el que volé —dijo Dorian—. Muchas llevaban
soldados con ellas, todos valg.
—Sabíamos que los rukhin serían superados en número de todos modos —dijo
Nesryn.
—No quedará nada de Terrasen para que los rukhin lo defiendan —dijo el Príncipe
Kashin, frotándose la mandíbula—. Incluso si las Crochans llegan antes que nosotros.
—Tenemos dos opciones, entonces —dijo, su voz inquebrantable a pesar del infierno
que se apoderaría de ellos—. Continuamos hacia el norte, tan rápido como podamos.
Ver contra lo que hay que luchar cuando lleguemos a Terrasen. Podría ser capaz de
derribar un buen número de esos wyverns.
—Tenemos las tres llaves del Wyrd. Me tenemos a mí. Puedo terminar esto ahora.
O al menos sacar a Erawan del juego antes de que pueda encontrarnos, recuperar
esas llaves y dominar este mundo y todos los demás.
Rowan se enderezó, sacudiendo la cabeza. Pero Aelin levantó una mano. E incluso
el Príncipe Fae se retiró.
Y Chaol se dio cuenta de que quien estaba delante de ellos era realmente una reina,
no la asesina que había sacado de una mina de sal a unos pocos kilómetros de la
carretera. Ni siquiera la mujer que había conocido en Rifthold.
Lentamente, muy lentamente, Aelin lo miró. Chaol se preparó. Su voz era muy suave
cuando le dijo a Dorian:
—Como el infierno que está hecho —dijo Dorian, con los ojos color zafiro brillando—.
La misma sangre, la misma deuda, también fluye en mis venas.
Las manos de Chaol se curvaron a sus lados mientras luchaba por mantener la boca
cerrada. Rowan parecía estar haciendo lo mismo cuando los dos gobernantes se
enfrentaron.
Dorian no se retiró.
—¿Tú lo estás?
Rowan estaba temblando, ya sea por estarse conteniendo o por temor, Chaol no
podía decirlo.
Votación
Rowan nunca había escuchado algo tan absurdo.
Incluso cuando parte de él brillaba con orgullo porque ella había elegido ahora, aquí,
como el momento en que ese nuevo mundo que había prometido se levantaría.
Un mundo en el que unos pocos no tendrían todo el poder, sino muchos. A partir de
esto, esta elección vital. Este destino insoportable.
Todos ellos se habían alejado un poco más por la carretera, y Rowan no perdió de
vista que estaban en una encrucijada. O que Dorian, Aelin y Chaol estaban en el
corazón de esa encrucijada, a solo unos kilómetros de las minas de sal. Donde esto
había comenzado, hace poco más de un año.
Sabía que debía caer de rodillas y agradecer a Dorian por recuperar la tercera llave.
Pero él odiaba al rey de todos modos.
Odiaba este camino en el que habían sido puestos, hace mil años. Odiaba que esta
elección estuviera ante ellos, cuando ya habían luchado tanto, dado tanto.
—Marchamos sobre cien mil tropas enemigas, posiblemente más. Ese número no
cambiará cuando la puerta del Wyrd esté cerrada. Necesitaremos a la Portadora de
Fuego para combatirlos.
—Pero existe la posibilidad de que ese ejército colapse cuando Erawan desaparezca.
Corta la cabeza de la bestia y el cuerpo podrá morir.
—¿Entonces por qué no usar las llaves? —Preguntó Nesryn—. ¿Por qué no llevar
las llaves al norte y usarlas, destruir el ejército y...?
Rowan sabía que debería estar discutiendo contra esto, debería estar gritando.
Dorian continuó:
—Preferiría que ninguno de mis amigos muera. Preferiría que nada de esto sucediera.
—Entonces, cuando se forje la cerradura y se cierre la puerta del Wyrd, ¿los dioses
se irán?
Pero Yrene se puso rígida ante el despido casual, y puso una mano sobre su corazón.
—Amo a Silba. De verdad. Cuando ella se haya ido de este mundo, ¿dejarán de
existir mis poderes? —Ella hizo un gesto al grupo reunido.
—Lo dudo —dijo Dorian—. Ese precio, al menos, nunca fue exigido.
—¿Qué hay de los otros dioses en este mundo? —Preguntó Nesryn, frunciendo el
ceño—. Los treinta y seis del Kanato. ¿No son dioses también? ¿Serán expulsados,
o solo estos doce?
—¿No pueden ayudarnos, entonces? —Yrene preguntó, tristeza por la diosa que la
había bendecido todavía oscureciendo sus ojos dorados—. ¿No pueden intervenir?
—De hecho, hay otras fuerzas trabajando en este mundo —dijo Dorian, tocando
la empuñadura de Damaris. El dios de la verdad, que es quien había bendecido la
espada de Gavin—. Pero creo que si esas fuerzas hubieran podido ayudarnos de
alguna manera, ya lo habrían hecho.
—¿Por qué? —La pregunta de Rowan salió antes de que pudiera detenerla.
Dorian abrió la boca de nuevo, pero Rowan llamó su atención. Sostuvo su mirada y
le dejó leer las palabras allí. Luego. Vamos a debatir esto más tarde.
Lorcan asintió.
—Cada momento mientras tengamos las tres llaves es un riesgo de que Erawan
nos encuentre y finalmente obtenga lo que busca. O Maeve —añadió, frunciendo el
ceño—. Incluso con eso, me gustaría ir hacia el norte, dejar que Aelin haga mella en
las legiones de Morath.
—Se objetivo —gruñó Aelin. Los examinó a todos—. Finge que no me conoces.
Imagina que no soy nadie y nada para ti. Imagina que soy un arma. ¿Me utilizas
ahora o después?
—Sin embargo, tú no eres nadie —dijo Elide en voz baja—. No para mucha gente.
—No.
—Las esconderemos de nuevo —dijo Rowan—. Las perdió por miles de años.
Podemos hacerlo de nuevo —eeñaló a Yrene—. Ella podría destruirlo sola.
—Puedo hacerlo —dijo Yrene, dejando el lado de Chaol—. Si hay una manera,
podría hacerlo. Tal vez los otros sanadores podrían ayudar...
—Habrá miles de valgs para que destruyas o salves, Lady Westfall —dijo Aelin con la
misma frialdad—. Erawan podría matarte antes de que incluso tengas la oportunidad
de tocarlo.
—¿Por qué puedes renunciar a tu vida por esto, tú y nadie más? —Desafió Yrene.
—No jugaré un juego de «y sí» o «tal vez» —dijo Aelin, en un tono que Rowan había
escuchado raramente. El tono de una reina—. Votaremos. Ahora. ¿Ponemos las
llaves en la puerta inmediatamente o continuamos a Terrasen y lo hacemos después
si somos capaces de detener a ese ejército?
—Erawan puede ser detenido —presionó Yrene, sin inmutarse por las palabras de
la reina. Sin miedo a su ira—. Sé que es posible. Sin las llaves, podemos detenerlo.
Rowan quería creerle. Lo quería más que cualquier cosa que hubiera deseado en su
vida, deseaba creer en Yrene Westfall. Chaol, mirando a Dorian, parecía inclinado a
hacer lo mismo.
—¿Tu voto?
—¿Tú?
—Hazlo ahora.
Rowan cerró los ojos. Apenas escuchó a los otros gobernantes y a sus aliados cuando
dieron sus respuestas. Caminó hasta el borde de los árboles, preparado para correr
si empezaba a vomitar.
Sus ojos estaban fríos, distantes. La forma en que habían estado en Mistward.
Aelin apartó los ojos de Rowan, y él sintió la ausencia de esa mirada como un viento
helado cuando ella dijo:
—No importa.
Capítulo 92
Traducido por Scáthach
Corregido por Cotota
Aelin no dijo que pedirles que votaran no había sido solo para dejarlos decidir,
como pueblos libres del mundo, cómo sellar su destino. Tampoco les dijo que era
una cosa de cobardes dejar que lo hicieran. Dejar que alguien más decidiera por
ella. Elegir el camino a seguir.
Acamparon esa noche en Endovier, las minas de sal apenas tres millas abajo del
camino.
Ella no comió con los demás. Apenas podía tocar la comida que Rowan puso en el
escritorio. Todavía estaba sentada en frente de ésta, conejo asado ahora frío, devo-
rando todos esos libros inútiles sobre las marcas del Wyrd cuando Rowan dijo desde
el otro lado de la mesa:
Como lo estaría ella, antes de que el sol hubiera salido por completo. Aelin cerró el
antiguo tomo que estaba ante ella.
Sólo unos pocos días los separaban de la frontera de Terrasen. Tal vez ella debió
haber acordado hacer esto ahora, pero con la condición de que estuviera en el suelo
de Terrasen. En el suelo de Terrasen, mejor que en Endovier.
Ella tragó contra el dolor de su garganta. Examinó los libros que había peinado tres
veces en vano.
—Al infierno con eso, también —gruñó—. Puedes comenzar tu mundo libre después
de esta guerra. Déjalos votar por sus malditos reyes y reinas, si quieren.
—No quiero esta carga por un segundo más. No quiero elegir y descubrir que tomé
la decisión incorrecta al retrasar esto.
—Tú eres la que está a punto de morir. Yo diría que tienes una voz en todo esto.
—Este es mi destino. Elena trató de alejarme de él. Y mira a dónde fue a parar…
con un grupo de dioses vengativos que juran acabar con su alma eterna. Cuando la
cerradura esté sellada, cuando cierre la puerta, estaré destruyendo otra vida aparte
de la mía.
—Elena ha tenido mil años de existencia, ya sea viva o como espíritu. Perdóname
si no me importa una mierda que su tiempo haya llegado a su fin, cuando tú sólo
recibiste veinte años.
—Este lío es por ella también. ¿Por qué deberías soportar este peso sola?
Aelin parpadeó.
—Dorian entró y salió de Morath, estuvo cara a cara con Maeve y destruyó todo el
maldito lugar. Yo diría que está tan listo como tú.
—¿Por qué?
—Porque él es mi amigo. Porque no podré vivir conmigo misma si dejo que él se
vaya.
—Él no sabe lo que quiere. Apenas está superando los horrores que tuvo que
soportar.
Él se cruzó de brazos.
—¿Según quién?
—Según yo.
—Si fuera posible, Elena me lo habría dicho. Alguien con mi línea de sangre tiene
que pagar
Él abrió la boca, pero vio la verdad en su rostro, en sus palabras. Sacudió su cabeza.
Aelin examinó los libros dispersos. Nada… los libros, ese trozo de esperanza que le
habían ofrecido, no había llegado a nada.
—No hay alternativa —ella arrastró sus manos por su cabello—. No tengo alternativa
—enmendó ella.
—Déjame encontrar otra manera —su voz se quebró, pero su ritmo no flaqueó—.
Encontraré otra manera, Aelin...
—No hay otra manera. ¿Acaso no lo entiendes? Todo esto… —siseó ella, extendiendo
sus brazos—, todo esto ha sido para mantenerte vivo. A todos ustedes.
—¿Crees que quiero morir? ¿Crees que esto es fácil, mirar el cielo y preguntarme
si es la última vez que lo voy a ver? ¿Verte y preguntarme sobre los años que no
tendremos?
—No sé lo que quieres, Aelin —gruñó Rowan—. No has estado muy comunicativa.
Su corazón tronó.
—Quiero que termine, de una manera u otra —sus dedos se doblaron formando un
puño—. Quiero que esto se acabe.
Él sacudió su cabeza.
—Lo sé. Y sé por lo que has pasado, esos meses en Doranelle fueron un infierno,
Aelin. Pero no puedes dejar de luchar. No ahora.
—Me aferré a esto. A este propósito. Así puedo devolver las llaves a la puerta.
Cuando Cairn me destrozó, cuando Maeve me arrancó todo lo que conocía, fue
solo el recuerdo de que esta tarea dependía de mi supervivencia lo que me impidió
quebrarme. Sabiendo que si fallaba, todos ustedes morirían —su respiración se volvió
desigual, fuerte—. Y desde entonces, he sido tan malditamente tonta al pensar que
tal vez no tendría que pagar la deuda, que tal vez podría ver Orynth de nuevo. Que
Dorian podría hacerlo en mi lugar —escupió en el suelo—. ¿Qué clase de persona
soy, por estar aterrada cuando él llegó hoy?
Rowan volvió a abrir la boca para responder, pero ella lo interrumpió, su voz se
quebró:
—Pensé que podía escapar… solo por un momento. Y tan pronto como lo hice, los
dioses hicieron que Dorian volviera a mi camino. Dime que no es intencional. Dime
que esos dioses, o cualquier fuerza que pudiera gobernar este mundo, no están
rugiendo que debo ser yo la que forje la cerradura.
Rowan solo la miró fijamente por un largo momento, su pecho agitándose. Entonces
dijo:
—¿Qué pasaría si esas fuerzas no guían a Dorian a tú camino para que solo tú
puedas pagar la deuda?
—No entiendo.
—¿Qué pasaría si los están juntando? No escogiendo a uno u otro, sino para que
compartan la carga. Juntos.
—Ese día en que destruiste el castillo de cristal: cuando uniste tus manos, tu poder...
nunca había visto algo así. Fuiste capaz de fundir tus poderes, de convertirte en uno.
Si la Cerradura exige todo de ti, entonces ¿por qué no dar la mitad, la mitad de cada
uno, si ambos llevan la sangre de Mala?
—Es mejor que caminar hacia tu propia ejecución con la cabeza inclinada.
Ella gruñó:
—Lo sé.
Rowan cayó de rodillas ante ella, poniendo su cabeza en su regazo mientras sus
brazos envolvían su cintura.
—Quería esos mil años contigo —dijo en voz baja—. Quería tener hijos contigo.
Quería que entráramos al otro mundo, juntos —sus lágrimas aterrizaron en su cabello.
—Entonces lucha por ello. Una vez más. Lucha por ese futuro.
—¿Qué?
Rowan estaba haciendo guardia detrás de ella, observando el campamento del ejér-
cito debajo de la arboles. Dorian captó su mirada esmeralda, vio la respuesta que
necesitaba.
Rowan se volvió hacia ellos ahora. Esperando por la respuesta que sabía que Do-
rian daría.
—Sí.
Aelin cerró los ojos, y él no podía decir si era de alivio o de arrepentimiento. Él puso
una mano en su hombro. No quería saber cuál había sido la discusión entre ella y
Rowan para que ella aceptara, para aceptar esto. Para que Aelin incluso dijera que
si...
—Lo hacemos ahora —dijo ella con voz ronca—. Antes que los demás. Antes de las
despedidas.
Dorian asintió.
Pensó en decir que no. Pensó en salvar a su amigo de otro adiós, cuando había
tanta alegría en el rostro de Chaol, tanta paz. Pero Dorian aun así dijo:
—Sí.
Capítulo 93
Traducido por Scáthach
Corregido por Cotota
Los cuatro caminaron en silencio a través de los árboles. Por el antiguo camino ha-
cia las minas de sal.
Cada paso más cerca hizo que se mareara, un sudor lento le recorrió la columna ver-
tebral. Rowan mantuvo su mano alrededor de la de ella, su pulgar rozando su piel.
Aquí, en este horrible, lugar muerto y con tanto sufrimiento… aquí estaba ella, en
donde se enfrentaría a su destino. Como si nunca hubiera escapado, no realmente.
Bajo la cubierta de la oscuridad, las montañas en las que fueron talladas las minas
eran poco más que sombras. La gran muralla que rodeaba el campo de la muerte no
era más que una mancha de oscuridad.
Las puertas habían quedado abiertas, una estaba rota en sus bisagras. Tal vez los
esclavos liberados habían tratado de arrancarla al salir.
Los dedos de Aelin se apretaron sobre los de Rowan cuando pasaron por debajo del
arco y entraron en los terrenos abiertos de las minas. Allí, en el centro, allí estaba el
poste de madera donde había sido azotada. En su primer día, en tantos días.
Y allí, en la montaña a su izquierda, allí estaban los pozos. Los pozos sin luz en los
que la habían empujado.
Le tomó todo su autocontrol evitar mirar sus muñecas, donde las cicatrices de los
grilletes habían estado. Para no sentir el sudor frío deslizándose por su espalda y sin
cicatrices. Sólo el tatuaje de Rowan, tatuado sobre piel suave.
Como si este lugar fuera un sueño… una pesadilla conjurada por Maeve.
La ironía de ello no le pasó inadvertida. Había escapado de los grilletes, dos veces,
solo para terminar de nuevo aquí. Una libertad temporal. Un tiempo prestado.
Ella había dejado a Goldryn en su tienda. La espada sería de poca utilidad a donde
iban.
—Nunca pensé que volveríamos a ver este lugar —murmuró Dorian—. Ciertamente
no así.
Ninguno de los pasos del rey vaciló, su rostro sombrío mientras se aferraba a la
empuñadura de Damaris. Listo para encontrarse con lo que les esperaba.
Se detuvieron cerca del centro del patio de tierra. Elena la había acompañado cuando
forjó la Cerradura, volviendo a poner las llaves en la puerta. Aunque no había gran
despliegue de magia, ninguna amenaza alrededor de ellos, ella había querido estar
lejos. Lejos de todo.
Era la única razón por la que todavía podía soportar estar de pie aquí, en este lugar
odioso.
Se encontró con la mirada inquisitiva de Dorian y asintió. No había tiempo que perder.
Dorian abrazó a Chaol, los dos hablando tan bajo que Aelin no podía oírlos.
Aelin comenzó a dibujar una marca del Wyrd en la tierra, lo suficientemente grande
para ella y para que Dorian pudieran estar de pie. Habría dos, que se superponían
entre sí: Abrir. Cerrar.
Bloquear. Desbloquear.
Ella los había aprendido desde el principio. Los había usado ella misma.
—¿No hay dulces despedidas, Princesa? —preguntó Rowan mientras ella trazaba
la marca con el pie.
Pero Rowan la detuvo, el segundo símbolo a medio terminar. Inclinó su barbilla hacia
atrás.
—Incluso cuando estés... allí —dijo, sus ojos verde pino tan brillantes bajo la luna—.
Estoy contigo —puso una mano sobre su corazón—. Aquí. Estoy contigo, aquí.
Ella puso su propia mano sobre su pecho, y aspiró su aroma profundamente en sus
pulmones, en su corazón.
Rowan la besó.
La ausencia de su olor, su calor, la llenó de frío. Pero ella mantuvo los hombros hacia
atrás. Mantuvo su respiración estable mientras memorizaba las líneas de la cara de
Rowan.
Dorian, con los ojos brillantes, entró en las marcas. Aelin le dijo a Rowan:
Dorian sacó un trozo de tela doblada de su chaqueta. Lo abrió para revelar dos
astillas de piedra negra. Y el amuleto de Orynth.
—Pensé que podrías ser quien deseaba abrirlo —dijo Dorian en voz baja.
Aquí en el lugar donde ella había sufrido y soportado, aquí en el lugar donde tantas
cosas habían comenzado.
Aelin pesó el antiguo amuleto en sus palmas, pasó los pulgares por la veta dorada
de sus bordes. Por un instante, estuvo otra vez en esa acogedora habitación, en una
finca ribereña, su madre a su lado, dejando el amuleto a su cuidado.
Aelin trazó sus dedos sobre los marcas del Wyrd de la parte de atrás. Las runas que
enunciaban su odioso destino: Sin nombre es mi precio.
Escrito aquí, todo este tiempo, durante tantos siglos. Una advertencia de Brannon, y
una confirmación. Su sacrificio. El sacrificio de ella.
Brannon había enfurecido a esos dioses, había marcado el amuleto y había colocado
todas esas pistas para que ella las encontrara un día. Para que pudiera entender.
Como si ella pudiera de alguna manera desafiar este destino. La esperanza de un
tonto.
Aelin le dio la vuelta al amuleto y pasó los dedos por la frente inmortal del ciervo.
El oro que sellaba el amuleto se derritió en sus manos, siseando mientras caía sobre
la tierra helada. Con un giro, separó los dos lados del amuleto.
Aelin tiró la astilla de la llave del Wyrd en la mano de Dorian. Chocó contra las otras
dos, y el sonido hizo eco en la eternidad, en todos los mundos.
Dorian tembló, Chaol y Rowan se estremecieron.
Aelin se guardó las dos mitades del amuleto. Un pedazo de Terrasen para llevar con
ella. A donde sea que estuvieran a punto de ir.
Aelin se encontró con la mirada de Rowan por última vez. Vio las palabras allí.
Vuelve a mí.
Ella se llevaría esas palabras, esa cara con ella, también. Incluso cuando la Cerradura
lo exigía todo, eso quedaría. Siempre quedaría.
Las estrellas parecieron moverse más cerca, las montañas vigilando por encima de
los hombros de Aelin y de Dorian, mientras cortaba con su cuchillo una tercera vez,
a su antebrazo. Profundo y ancho, separando la piel.
Sólo una astilla en su cuerpo había destruido a Kaltain. Poner las tres en la suya...
No tendré miedo.
No tendré miedo.
Dorian asintió.
Con una última mirada a las estrellas, una última mirada al Señor del Norte que
custodiaba Terrasen a pocas millas de distancia, Aelin tomó los fragmentos de la
palma extendida de Dorian.
Y cuando ella y Dorian unieron sus manos ensangrentadas, mientras su magia ru-
gía a través de ellos y se entrelazaba, cegadora y eterna, Aelin golpeó las tres lla-
ves del Wyrd en la herida abierta de su brazo.
I
Rowan selló las marcas del Wyrd con un golpe de su pie a través de la tierra hela-
da.
Justo cuando Aelin puso su palma sobre su brazo, sellando las tres llaves del Wyrd
en su cuerpo mientras su otra mano agarraba la de Dorian.
Tenía que funcionar. Tenía que ser el por qué sus caminos se habían cruzado, por
qué Aelin y Dorian se habían encontrado dos veces, en este lugar exacto. Él no
podría aceptar otra alternativa No la habría dejado ir de otro modo.
Pero mientras Aelin y Dorian aún permanecían allí de pie, con la cabeza en alto a
pesar del miedo que él podía oler y que lo atravesaba, sus caras habían quedado
ausentes. Vacías.
Aelin y Dorian simplemente se quedaron de pie, con las manos unidas, y mirando
hacia el frente.
Se habían ido.
Estaban aquí, pero se habían ido. Como si sus cuerpos fueran caparazones.
El vínculo de apareamiento.
Rowan cayó de rodillas cuando las tres llaves del Wyrd dentro del brazo de Aelin se
disolvieron en su sangre.
Como había sido una vez antes, así fue otra vez.
El principio y el fin y la eternidad, un torrente de luz, de vida, que fluyó entre ellos,
dos mitades de una línea de sangre dividida.
La niebla se arremolinaba, ocultando el suelo sólido debajo. Una ilusión, tal vez, de
sus mentes para soportar donde estaban ahora. Un lugar que no era un lugar, en
una cámara con muchas puertas. Más puertas de las que jamás podrían esperar
contar. Algunas hechas de aire, otras de vidrio, otras de llamas y oro y luz.
En cuerpos que no eran sus cuerpos, se encontraban en medio de todas esas puer-
tas, sus poderes derramándose, reuniéndose ante ellos. Mezclándose y fusionándo-
se, una bola de luz, de creación, flotando en el aire.
Cada partícula que fluía de ellos hacia la esfera que crecía ante ellos, hacia la Ce-
rradura que tomaba forma, no volvería. No se repondría.
Y empezó a doler.
Ella era Aelin y, sin embargo, era infinita; ella era todos los mundos, ella era...
Ella era Aelin.
Y al poner las llaves en ella, habían entrado a la verdadera puerta del Wyrd. Un paso
o un pensamiento, o un deseo les permitiría acceder a cualquier mundo que desea-
ran. Cualquier posibilidad.
Dorian estaba jadeando, con la mandíbula tensa, mientras daban y daban y daban
su poder. Nunca volvería a verlo.
Ella era Aelin. Ella era Aelin y no era las cosas que había puesto en su brazo, no
era este lugar que existía más allá de la razón. Ella era Aelin; ella era Aelin; y había
venido aquí para hacer algo, había venido aquí prometiendo hacer algo...
No podía soportarlo. No tenía estómago para esto, para esta pérdida y dolor, se
volvería loca, cuando una nueva verdad se hizo clara:
Era una agonía como Dorian nunca había conocido. Su propio ser, desenredado hilo
por hilo.
Los mataría forjarla. Los mataría a ambos. Habían venido aquí con la desesperada
esperanza de que ambos se irían.
Su magia salió de él, la Cerradura la bebía toda, una fuerza que no podía ser detenida.
Un hambre insaciable que los devoraba.
Pronto. Pronto, la Cerradura se llevaría todo. Y esa destrucción final sería la más
brutal y dolorosa de todas.
¿Los dioses les harían mirar mientras reclamaban el alma de Elena? ¿Tendría incluso
la oportunidad, la capacidad, de intentar ayudarla, como le había prometido a Gavin?
Él sabía la respuesta.
Detente.
Detente.
—Detente.
Hasta que un hombre apareció por una de esas puertas imposibles pero posibles.
Un hombre que parecía de carne y hueso, real, y sin embargo brilló en sus bordes.
Su padre.
Capítulo 95
Traducido por scáthach
Corregido por Cotota
Su padre se paró allí. El hombre a quien había visto por última vez en un puente en
un castillo de cristal, y no lo parecía.
—Detente —el hombre exhaló, tambaleándose hacia ellos, mirando la cinta de pod-
er, cegador y puro, alimentando la formación de la Cerradura.
Aelin dijo:
Su padre.
El hombre solo miró hacia abajo, al lado de Dorian. A donde había una espada.
—¿No me convocaste?
Damaris. Había estado usando a Damaris dentro del anillo con la marca del Wyrd.
En su mundo, en su existencia, todavía la tenía.
La espada, el dios sin nombre que sirvió, aparentemente, pensó, tenía una verdad
aun por enfrentar. Una verdad más, antes de su final.
—No —repitió Dorian. Era todo lo que pensaba decir mientras lo miraba, al hombre
que les había hecho cosas tan terribles a todos.
Dorian no tenía nada que decirle. Odiaba que este hombre estuviera aquí, al final y
al principio. Sin embargo, su padre miró a Aelin.
—Tú… —suspiró Aelin—. Tu nombre es... ¿Cómo es que no tienes uno, uno que no
sabemos?
Dorian miró entonces. Al hombre que había sido su padre. Realmente lo miró.
—Mi niño —su padre susurró de nuevo. Y fue amor, amor y orgullo y pena lo que
brillaba en su rostro.
Su padre que había sido poseído como él, que había tratado de salvarlos a su
manera y que había fracasado. Su padre, que se lo había quitado todo, pero que
nunca se inclinó ante Erawan, no del todo.
—Destruiste todo —no pudo detener sus lágrimas. La mano de Aelin apretó la suya.
Y sin embargo, Dorian sabía por quién realmente había derribado Morath. Por quien
había enterrado esa sala de collares, esa odiosa tumba alrededor de ellos.
—Déjame pagar esta deuda —dijo su padre, acercándose—. Déjame pagar esto,
hacer esto. ¿La sangre de Mala no fluye también por mis venas?
—No tienes magia, no como nosotros —dijo Aelin con ojos tristes.
Dorian miró por encima del hombro, hacia el arco que se abría hacia Erilea. A su
hogar.
—Entonces déjalo —dijo, aunque las palabras no salieron con la frialdad que
deseaba. Sólo pesadez y agotamiento.
Dorian no tenía palabras, no podía encontrarlas. No cuando Aelin se volvió hacia él,
las lágrimas deslizándose por su rostro cuando dijo:
Antes de que Dorian pudiera entender, antes de que pudiera darse cuenta del acuerdo
que ella acababa de hacer, Aelin arrancó la mano de la suya.
Cuando la niebla de la puerta del Wyrd se desvanecía, Dorian vio a Aelin tomar la
mano de su padre.
Capítulo 96
Traducido por scáthach
Corregido por Cotota
Rowan no se había movido durante las horas que había estado al lado de Aelin y
Dorian y los miraba mirar fijamente a la nada. Chaol tampoco había cambiado de
lugar.
La noche pasó, las estrellas girando sobre este lugar odioso y frío.
—No —dijo Dorian con voz ronca, gateando hasta ella, tratando de agarrar su mano
de nuevo, para unirse a ella.
—No fue suficiente… los dos juntos. Nos habría destruido a los dos —Dorian lloró—.
Sin embargo, Damaris de alguna manera convocó a mi padre, y... él tomó mi lugar.
Se ofreció a tomar mi lugar, así que ella...
Dorian se lanzó, alcanzando la mano de Aelin, pero él había salido del anillo con la
marca del Wyrd.
Debería haberlo sabido. Debería haber sabido que si su plan fallaba, Aelin nunca
sacrificaría voluntariamente a un amigo. Incluso por esto. Incluso por su propio futuro.
Ella sabía que él trataría de evitar que forjara la Cerradura si mencionaba esa
posibilidad, lo que ella haría si todo se fuera al infierno. Había accedido a dejar a
Dorian ayudarla solo para llegar hasta aquí. Probablemente hubiera dejado caer la
mano de Dorian aun si no hubiese aparecido a su padre.
Terminar… ella había dicho tantas veces que deseaba que todo terminara. Él debería
haberla escuchado.
Chaol agarró a Dorian, y el joven señor le dijo a Rowan, con suavidad y tristeza:
—Lo siento.
El poder del rey sin nombre no era nada comparado con el poder de Dorian. Pero era
suficiente, como él dijo. Sólo lo suficiente para ayudar.
Ella nunca había querido que Dorian se destruyera a sí mismo por esto. Solo tenía
que dar lo suficiente Y entonces lo habría arrojado de nuevo a Erilea. Así podía
terminar esto sola.
El pago por diez años de egoísmo, diez años lejos de Terrasen, diez años de correr.
Él nunca la perdonaría.
Su compañero.
Había necesitado que la dejara ir, necesitaba que él lo aceptara. Nunca hubiera sido
capaz de hacerlo, venir aquí, si él le hubiera pedido que no lo hiciera, si hubiera
llorado como ella había querido llorar cuando lo había besado una última vez.
La magia de Aelin se desprendió de ella, una pieza tan vital y profunda que gritó, se
balanceó. Sólo el agarre del rey le impidió caer.
La Cerradura estaba casi terminada, los dos círculos superpuestos del Ojo casi
completos.
—Me dieron un mensaje para ti —dijo en voz baja. Sus bordes borrosos, mientas
se agotaba lo que le quedaba de poder. Pero él todavía sonreía. Parecía en paz—.
Tus padres están... están muy orgullosos de ti. Me pidieron que te dijera que te
quieren mucho —era casi invisible ahora, sus palabras poco más que un susurro en
el viento—. Y que la deuda ha sido pagada, Corazón de Fuego.
Apenas sintió las lágrimas en su rostro cuando cayó de rodillas. Mientras daba y
daba su magia, a sí misma. Mi nombre es Aelin Ashryver Galath…
Cuando la Cerradura fue forjada una vez más, tan real como su propia carne.
Ido. Donde la luz y la vida habían fluido dentro de ella, no había nada.
Se aferró a ella, la protegió cuando aparecieron, doce figuras a través del portal de-
trás de ella. Filtrándose en este lugar de lugares, esta encrucijada de la eternidad.
―Convócanos a nuestro mundo, niña ―dijo el que tiene una voz como el acero y
gritos―. Y al fin vamos a casa.
La ruptura final. Para devolverlos, para sellar la puerta. Ella usaría su último núcleo
de sí misma, la gota final, para sellar la puerta con la cerradura. Y entonces ella se
iría.
Érase una vez, en una tierra desde hace mucho tiempo quemada hasta cenizas,
vivía una joven princesa que amaba su reino...
―Ahora
Aelin logró levantar la cabeza. Para mirar sus figuras relucientes. Cosas de otro
mundo.
―Basta de esto.
Aelin la miró, a la diosa que había hablado. Ella conocía esa voz.
Deanna.
En silencio, Aelin los examinó. Encontrado a la que era como un amanecer brillante,
el corazón de una llama.
El portal a su reino. La luz del sol sobre un país verde y ondulado casi la cegó. Se
giraron hacia ella, algunos suspirando ante la vista.
Las palabras eran distantes, tan difíciles y dolorosas. Pero ella los obligó a salir.
―Has jurado llevarte a Erawan contigo. Para destruirlo —dijo Aelin, y el que tenía
una voz como la muerte la enfrentó. Como si recordara que efectivamente habían
prometido una cosa tan escandalosa.
―Me gustaría negociar ―dijo de nuevo. Y logró apuntar, con ese brazo que contenía
toda la eternidad dentro de él.
―Deja a Erawan en Erilea. Pero a cambio, deja a Elena. Deja que su alma permanezca
en el mundo de los demás con los que ama.
―Aelin ―susurró Elena, y lágrimas como la plata corrían por sus mejillas.
Ella había querido que lo debatieran, sus amigos. Había pedido una votación en la
puerta no solo para aliviar la carga de la elección, sino para escucharla de ellos, para
escucharlos decir que podían derrotar a Erawan por su cuenta. Que Yrene Towers
podía tener la oportunidad de destruirlo.
Para que ella pudiera hacer este trato, este intercambio, y no sellar su perdición por
completo.
―No lo hagas ―rogó Elena. Les rogó a todos esos dioses fríos e impasibles―. No
estoy de acuerdo con eso.
―Déjenla y váyanse.
Aelin sonrió.
―Me compraste ese tiempo extra. Para que pudiera vivir. Déjame comprarte esto.
Los dioses se miraron entre sí. Entonces Deanna se movió, con gracia como un
ciervo a través de un bosque.
Aelin dejó escapar un suspiro, inclinándose sobre sus rodillas, mientras la diosa se
acercaba a Elena.
Nadie más que ella. Ella no permitiría que nadie, excepto ella misma, fuera sacrificado
en esta tarea final.
―No hacemos tratos con los mortales. Ya no más. Quédate con Erawan, si eso es
lo que deseas.
No quedó nada.
Nada en absoluto.
Capítulo 98
Traducido por Irais
Corregido por Cotota
Se estaba rompiendo.
El vínculo de apareamiento.
Se inclinó sobre sus rodillas, Rowan jadeó, con una mano en su pecho mientras el
vínculo se deshilachaba.
Se aferró a ella, envolvió su magia, su alma alrededor de ella, como si pudiera evitar
que ella, dondequiera que estuviera, se fuera a un lugar donde él no la podía seguir.
Uno por uno, los dioses cruzaron el arco hacia su propio mundo. Algunos se burlaron
de ella cuando pasaron.
Aelin arañó el suelo cubierto por la niebla que no estaba, mientras el último de ellos
desaparecía. Hasta que solo quedó uno.
Ella no era un cordero para sacrificio. Ningún sacrificio sobre un altar del bien mayor.
Aelin miró más allá de ella, hacia ese mundo prístino al que habían intentado regresar
durante tanto tiempo. Y se dio cuenta de que Mala sabía, vio los pensamientos en
su propia cabeza.
―Por lo que ofreciste en su nombre. Por luchar por ella. Para todos ellos.
Aelin escaló los pocos pasos hacia la diosa, hasta el poder que le ofrecía en la mano.
―Lo recuerdo ―dijo Mala en voz baja, y las palabras fueron alegría, dolor y amor.
―Recuerdo.
Aelin parpadeó, el único signo de confusión que podía transmitir cuando ese poder
la llenó y la llenó, fundiéndose en los puntos rotos, los lugares vacíos.
Mala extendió su mano otra vez, y una imagen se formó dentro de ella. Del tatuaje
en la espalda de Aelin.
Marcas de Wyrd.
Él lo había sospechado, de alguna manera. Que podría llegar a esto. Le había pedido
que le enseñara para que pudiera hacer esta apuesta.
Y cuando Aelin miró hacia atrás, hacia el arco de su propio mundo, ella podía...
sentirlos. Como si las marcas de Wyrd que él le había puesto secretamente en tinta
fueran una cuerda. Una atada a casa.
Un salvavidas en la eternidad.
Un último engaño.
Otra voz susurró más allá entonces, un fragmento de memoria, hablado en un tejado
en Rifthold. ¿Y que si seguimos adelante, solo para más dolor y desesperación?
Entonces no es el fin.
Ese poder fluyó y fluyó hacia Aelin. Sus labios se curvaron hacia arriba.
Pero lo era.
―Por un mundo mejor ―dijo Mala, y caminó por la puerta hacia el suyo.
Un mundo mejor.
Un mundo de libertad.
Aelin se acercó al arco del reino de los dioses. A donde Mala caminaba ahora a
través de la hierba reluciente, poco más que un rayo de sol.
Ella había sido una esclava y un peón anteriormente. Ella nunca lo volvería a ser.
Los dioses comenzaron a gritar, corriendo hacia ella, mientras Aelin abría un agujero
en su cielo.
Justo en un mundo que solo había visto una vez. Accidentalmente había abierto un
portal en una noche en un castillo de piedra. Distantes, aullidos se agrietaron por la
extensión gris sombría.
Aelin seguía sonriendo cuando cerró el arco hacia el mundo de los dioses.
Y los dejaron ahí, los sonidos de sus gritos indignados y asustados sonaban.
Todavía quedaba una última tarea para sellar la puerta para siempre.
Aelin desplegó su palma, estudiando la cerradura que había forjado. Lo dejó flotar
en el corazón de este espacio brumoso y lleno de puertas.
Ella lo quiso, lo quiso, y lo quiso. Deseó cerrarla mientras ella ofrecía su poder.
Ella no se rendiría.
Ella no lo cedería.
Regresa a mí.
Más y más y más, el último poder de Mala se canalizaba fuera de ella y hacia la
cerradura.
Ella lo rechazó.
No la golpearían. Ellos no podrían tomar esto, este núcleo esencial de sí mismo. Del
alma.
Érase una vez, en una tierra desde hace mucho tiempo quemada hasta las cenizas,
vivía una joven princesa que amaba su reino...
No había terminado.
Detrás de ella, el arco se sellaba lentamente.
Las probabilidades eran escasas; las probabilidades eran insuperables. Ella no había
estado destinada a escapar de esto, a llegar a este punto y seguir respirando.
Es la fuerza de esto lo que importa, había dicho su madre, hace mucho tiempo.
Dondequiera que vayas, Aelin, no importa cuán lejos, esto te llevará a casa.
No importa lo lejos.
Otros lo habían hecho antes. Ella también encontraría un camino. Un camino a casa.
Ya no es la Reina Que Fue Prometida. Pero la Reina Que Caminaba Entre Mundos.
Así que Aelin arrancó su poder. Arrancó un trozo de lo que Mala le había dado, una
fuerza para nivelar un mundo, y lo arrojó hacia la cerradura.
La Puerta del Wyrd se cerró detrás de ella, y sin embargo, no estaba en casa.
Uno tras otro tras otro. Mundos de agua, mundos de hielo, mundos de oscuridad.
Ella chocaba contra ellos, más rápida que una estrella fugaz, más rápida que la luz.
Su hogar.
Mundos de luz, mundos de torres que se estiraban hasta los cielos, mundos de si-
lencio.
Tantos.
Había tantos mundos, todos tan maravillosos, tan preciosos y perfectos que incluso
al atravesarlos en su caída, su corazón se rompía con solo verlos.
Regresa a mí.
Demasiado rápido.
Ella chocaría con su propio mundo demasiado rápido y se lo perdería por completo.
Tropezando, dando vueltas sobre sí misma, ella los atravesaba uno por uno.
Es la fuerza de esto lo que importa. Donde sea que vayas, Aelin, sin importar cuán
lejos, esto te guiará a casa.
Aelin rugió, una chispa resplandeciendo a través del cielo.
Cayó en picada hacia lo último que quedaba de ella, luchando para que cualquier
clase de poder ralentizara su carrera.
Atravesó un mundo donde una gran ciudad había sido construida a lo largo de la
curva de un río, con edificios imposiblemente altos que resplandecían con luces.
Cerca. Su hogar estaba tan cerca que casi podía oler el pino y la nieve. Si lo perdía,
si lo dejaba pasar…
Ella estiró una mano, como si así pudiera darles una señal para que ellos de alguna
manera la ayudaran, cuando no era nada más que una invisible mota de poder…
El macho alado, hermoso más allá de la razón, levantó su cabeza hacia ella mientras
su cuerpo trazaba un arco a través de su cielo estrellado.
Una ráfaga de oscuro poder, como una gentil brisa de verano, chocó contra ella.
Pero la ralentizó. Ese poder del macho alado hizo que redujera la velocidad lo sufi-
ciente.
Y allí estaba.
Ella se lanzó allí. Tomó el amarre y rugió mientras se arrojaba hacia él.
Casa.
Casa.
Casa.
Las Marcas del Wyrd se desvanecieron sobre el piso rocoso mientras el sol se alzaba
sobre Endovier. Rowan estaba de rodillas ante Aelin, preparándose para su último
aliento, para el final que esperaba que de alguna manera se lo llevara a él también.
Pero entonces lo sintió. Mientras el sol salía, lo sintió, ese surgir del raído vínculo.
Incluso cuando Aelin colapsó de rodillas donde las Marcas del Wyrd habían estado.
Y allí estaba su pecho, elevándose y descendiendo. Y allí estaban sus ojos, abrién-
dose lentamente.
Rowan la mantuvo pegada a su pecho y lloró bajo la luz del sol saliente.
Una mano débil aterrizó en su espalda, acariciando el tatuaje que él había hecho.
Como si trazara los símbolos que él había escondido allí, en una desesperada y
salvaje esperanza.
Ella estaba caliente, pero… fría de alguna manera. Una extraña en su propio cuerpo.
—¿Qué pasó? —preguntó Dorian, sostenido por el brazo que Chaol tenía alrededor
de su cintura.
Aelin ahuecó sus palmas ante ella. Una pequeña llama apareció dentro de ellas.
Nada más.
Ella miró a Rowan, luego a Chaol y a Dorian, sus rostros tan demacrados bajo la luz
del día.
—Se ha ido —dijo suavemente—. El poder. —Ella volteó sus manos, la llama rodan-
do sobre ellas—. Solo quedan ascuas.
Ellos no hablaron.
Pero Aelin sonrió. Sonrió ante la falta de esa fuente dentro suyo, ese revuelto mar
de fuego. Y lo que sí quedaba… un don significante sí, pero nada más allá de lo or-
dinario.
Todo lo que quedaba de lo que Mala le había dado, en agradecimiento por Elena.
Pero…
Llevó una mano a su pecho. Colocó una mano allí y sintió el corazón que latía dentro.
Su vida humana. Su mortalidad. Quemada, nada más que polvo entre los mundos.
Y cuando terminó, mientras Rowan aún la sostenía, Aelin estiró su mano una vez
más, sólo para ver.
Tal vez había sido un regalo final de Mala, también. Para preservar esta parte de ella
que ahora se formaba en su mano, esta gota de agua.
El don de su madre.
Lo que Aelin había dejado para el final, de lo que no se quería desprender hasta que
las últimas sobras de su ser fueran dadas a la Cerradura, a la Puerta del Wyrd.
Aelin estiró su otra mano, y el núcleo de una llama se encendió a la vida dentro de
ella.
Una patada insistente de Kyllian hizo que Aedion se despertara antes del amane-
cer.
Gruñó mientras se estiraba sobre el catre en el Gran Salón, el lugar aún bajo luz
tenue. Una cantidad incontable de soldados dormían a su alrededor, sus pesadas
respiraciones llenando la habitación.
Estrechó los ojos ante la pequeña linterna que Kyllian sostenía encima suyo.
Pero por lo menos seguían con vida. Una semana después que las Trece se hu-
bieran sacrificado para alejar la marea de Morath, seguían vivos. Las vidas de las
brujas les habían brindado un día completo de descanso. Un día, y después Morath
había marchado hacia los muros de Orynth nuevamente.
Aedion se colgó la pesada capa de piel que había estado usando como manta sobre
sus hombros, haciendo una mueca ante el pulsante dolor en su brazo izquierdo. Una
herida descuidada, cuando había alejado la atención de su escudo por un momento
y un soldado a pie del Valg había logrado cortarlo.
Pero por lo menos no estaba rengueando. Y por lo menos la herida que el príncipe
del Valg le había hecho, había sanado.
Era un camino solitario y frío hasta llegar a la habitación que buscaba. Como si el
castillo entero fuera una tumba.
Lysandra estaba silenciosa, su grácil andar más pesado con cada escalón que des-
cendían.
Llegaron a la base de las escaleras y Aedion apuntó hacia el salón comedor, cuando
ella lo detuvo con una mano en su brazo. En la penumbra, él se volvió hacia ella.
Pero Lysandra, con su hermoso rostro agotado, solo deslizó sus brazos alrededor
de su cintura y presionó su cabeza contra su pecho. Inclinó lo suficiente de su peso
contra él, que Aedion tuvo que dejar su vela sobre un saliente cercano y envolverla
apretadamente entre sus brazos.
Lysandra se hundió contra él, apoyándose aún más. Como si el peso del cansancio
fuera insoportable.
Aedion descansó su mentón sobre su cabeza y cerró sus ojos, aspirando su olor
siempre cambiante.
Los latidos de ella golpetearon contra los suyos, mientras él acariciaba con una
mano su espalda. Caricias largas y calmantes.
No habían compartido una cama. No había lugar para hacerlo, de todas maneras.
Pero esto, sostenerse el uno al otro, ella lo había iniciado la noche en que las Trece
se hubieron sacrificado. Lo había detenido en este mismo lugar y se había limitado
a sostenerlo durante largos minutos. Hasta que cualquier dolor y pena se hubiera
aliviado lo suficiente como para que pudieran hacer su camino hacia arriba.
—¿Listo?
I
—Nos estamos quedando sin flechas —Petrah Blueblood le dijo a Manon bajo la luz
grisácea antes del amanecer. Atravesaron la improvisada casa colgante sobre una
de las torres del castillo—. Quizás debiéramos considerar asignar que uno de los
aquelarres menores se quede atrás hoy para hacer más.
—Hazlo —dijo Manon, evaluando a los aún desconocidos wyvers que compartían el
lugar con Abraxos. Su montura ya estaba despierta. Mirando hacia afuera, solitario y
frío, hacia el campo de batalla más allá de los muros de la ciudad. Hacia el maldito
tramo de tierra que ninguna cantidad de nieve había sido capaz de hacer desapare-
cer por completo.
Ella había pasado horas observándolo. Apenas podía sobrevolarlo durante las lu-
chas interminables de cada día.
No le importaba si era obvio para los demás. Ansel de Briarcliff la había buscado en
el Gran Salón la noche anterior por esa razón. La guerrera pelirroja se había des-
lizado en el banco al lado suyo, sus ojos color vino repasando toda la comida que
Manon apenas había comido.
—Perdí a la mayoría de mis soldados —dijo, su pecoso rostro ahora pálido—. Antes
de que tú llegaras. Morath los masacró.
Había sido un esfuerzo para Manon voltear su rostro hacia Ansel. Encontrar su mi-
rada cargada. Ella parpadeó una vez, la única confirmación que podía molestarse
en hacer.
Ansel tomó la rodaja de pan del plato de Manon, rompiendo un trozo y comiéndolo.
—Podemos compartirlos, ¿sabes? Los Wastes. Si rompes esa maldición.
Ansel prosiguió.
—Honraría las antiguas fronteras del Reino de las Brujas, pero me quedaría con el
resto —la reina se levantó, llevándose el pan de Manon en ella—. Solo es algo para
considerar, si se da la oportunidad —luego desapareció, contoneándose hacia su
propio grupo de soldados restantes.
Manon no la había seguido con la mirada, pero las palabras, la oferta, habían per-
manecido.
Compartir la tierra, reclamar lo que habían tenido, pero no la totalidad de los Wastes.
—Hoy puedes quedarte fuera del campo de batalla, también —decía ahora Petrah
Blueblood, con una mano apoyada sobre el flanco de su montura—. Aprovechar el
día para ayudar a los otros. Y descansar.
Incluso con dos Matronas muertas, Iskra con ellas, y sin señales de la madre de
Petrah, las Ironteeth se las habían arreglado para permanecer organizadas. Para
mantener a Manon, Petrah y las Crochans ocupadas.
—Sin embargo, todos los demás se las arreglan para dormir —dijo Petrah. Cuando
Manon sostuvo la mirada de Petrah, esta repuso sin parpadear—: ¿Crees que no te
veo, despierta toda la noche?
—El cansancio puede ser tan mortal como cualquier arma. Descansa hoy, únete a
nosotros mañana.
—Lucha, entonces, si eso es lo que deseas hacer. Pero considera que muchas vidas
dependen de ti, y si caes a causa del cansancio que te vuelve descuidada, todos
ellos perecerán.
—No descansaré —Manon se volteó para buscar a Bronwen en los cuarteles de las
Crochans. Ella, por lo menos, no tendría ideas tan ridículas. Incluso cuando Manon
sabía que Glennis se aliaría con Petrah.
El mensaje que ella había recibido, directamente de una Crochan que había ate-
rrizado tan brevemente que sus pies apenas habían tocado el suelo, provenía de
Bronwen. Era extraño, Evangeline había aprendido, que una Ironteeth o una Crochan
les reportaran algo a los humanos. Que el soldado Crochan la hubiera encontrado a
ella, la hubiera reconocido… era el orgullo, más que el miedo lo que la impulsaba a
correr por las escaleras y luego por el fuerte hasta llegar a Lord Darrow.
Lord Darrow, con Murtaugh a su lado, ya tenía una mano estirada para el momento
en que Evangeline se detuvo.
—Bronwen informa que han visto a Morath transportando una torre de asedio hacia
el muro oeste. Nos alcanzará en una hora o dos.
Evangeline miró más allá del caos en los muros de la ciudad, donde Aedion, Ren y
la Perdición combatían valientemente debajo de la aglomeración en los cielos, sobre
el que brujas luchaban contra brujas y Lysandra volaba en la forma de un guiverno.
—Una torre de asedio es diferente —dijo Darrow con su típica brusquedad—. Gra-
cias a los dioses.
—Igualmente mortal —agregó Murtaugh—. Sólo que de una forma diferente —el
viejo frunció el ceño hacia Darrow—. Me dirigiré hacia allí.
Evangeline parpadeó ante esa declaración. Ninguno, ninguno de los lores más anti-
guos iba al frente.
—Aedion y Ren no dan abasto. Kyllian tampoco, por si quieres continuar conven-
ciéndote que él es quien los está guiando —Murtaugh no hizo más que bajar su
mentón hacia Darrow, quien se tensó—. Me ocuparé del muro este. Y de esa torre
de asedio —guiñó hacia Evangeline—. No todos podemos ser valientes mensajeros,
¿no?
Darrow no intentó detenerlo cuando Murtaugh salió del fuerte. Lento. Se veía tan
lento, y viejo, y frágil. Y sin embargo, mantenía su frente en alto. Y la espalda recta.
El rostro de Darrow estaba tenso después que Murtaugh hubiera desaparecido por
completo.
—Viejo tonto —dijo Darrow, con preocupación en sus ojos, al voltearse hacia la ru-
giente batalla.
Capítulo 101
Traducido por Ella R
Corregido por Cotota
Ella aún podía verlos. Incluso al caminar en silencio debajo de los árboles, la oscuri-
dad rindiéndose ante la luz grisácea del amanecer, ella podía ver cada uno de esos
mundos que había atravesado.
Tal vez nunca dejara de verlos. Tal vez ella sola en este mundo y en los otros sabía
lo que se encontraba detrás de las paredes invisibles que los separaban. Cómo la
vida se esparcía y prosperaba. Cómo amaba, odiaba y luchaba por desarrollarse.
Tantos mundos. Más de los que podía contemplar ¿Acaso sus sueños estarían siem-
pre plagados de ellos? Después de haber obtenido un vistazo de ellos, pero siendo
incapaz de explorarlos, ¿se arraigaría ese deseo en ella?
Alejó la idea de su mente. Ella había vivido, cuando debería haber muerto. Incluso
cuando lado mortal… había sido asesinada. Se había evaporado.
Las fronteras del campamento se aproximaban, y Aelin bajó la mirada hacia sus ma-
nos. Frío, ahora había un rastro de frío en ellas.
Las primeras palabras que cualquiera de ellos pronunciara desde que habían co-
menzado la caminata.
—Al igual que yo —dijo, apoyando una mano sobre la empuñadura de Damaris.
A su lado, Chaol se mantenía en silencio, a pesar de que cada tanto miraba de reojo
al rey. Él cuidaría de Dorian. Al igual que siempre lo había hecho, supuso Aelin.
Chaol y Dorian murmuraron algo acerca de reunir a los otros de la realeza y se ale-
jaron.
Pero fue Lorcan el que respondió, tensándose como si percibiera el cambio que se
había apoderado de ella.
Y no habría más Portadora de Fuego, no más Llaves del Wyrd, no más dioses que
los asistieran.
Aelin asintió. Se los explicaría en otro momento. Se los explicaría todo. Asesina de
dioses. Eso era lo que era. Una asesina de dioses. No se arrepentía de ello. Ni un
poco. Elide le preguntó a Lorcan:
Lorcan alzó la mirada hacia los árboles, como si leyera la respuesta en las ramas
enredadas. Como si buscara a Hellas allí.
—No —admitió.
—¿Qué significa —murmuró Gavriel, mientras los primeros rayos de sol iluminaban
su cabello dorado— que ellos ya no estén? ¿Hay algún reino del infierno cuyo trono
ahora quedó vacante?
—Es demasiado temprano para esa clase de mierda filosófica —dijo Fenrys, y le
ofreció a Aelin una media sonrisa que no llegó a sus ojos. Allí había un reproche, no
por su elección, sino por no habérselos comunicado. Sin embargo, intentaba aligerar
la situación.
Condenados, esa adorable y lobuna sonrisa podría estar experimentando sus últi-
mos días de existencia.
Todos podrían estar experimentando sus últimos días de existencia ahora. Por su
culpa.
Rowan lo leyó en sus ojos, en su rostro. Su mano se apretó más en torno a su cin-
tura.
Dentro de una de las finas tiendas de guerra del Kan, Dorian estrechó sus manos
frente a un fuego que él mismo había hecho e hizo una mueca de dolor.
Chaol, sentado frente al fuego con Yrene sobre su regazo, jugueteaba con el final de
la trenza de su esposa.
—Concuerdo contigo.
—No entiendo cómo ella no se alejó y dejó que todos se pudrieran. Eso habría he-
cho yo.
—Selló la Puerta del Wyrd —continuó Yrene—. Lo mínimo que podrían hacer es
estar agradecidos por eso.
—Oh, no tengo dudas de que lo estén —dijo Chaol, copiando su ceño fruncido—.
Pero el hecho es que Aelin prometió una cosa e hizo exactamente lo opuesto.
—Típico —dijo Dorian, intentando sonar ligero y fallando. Una parte de él aún se
sentía como si estuviera en ese lugar-de-lugares.
La magia que había percibido sin fondo apenas ayer, ahora tenía un límite muy real y
sólido. Un don poderoso, sí, pero él no creía volver a ser capaz de destrozar castillos
de cristal o fortalezas de sus enemigos.
Era más poder, por lo menos, de lo que le había quedado a Aelin. De lo que le habían
regalado. Aelin había quemado cada ascua de su propia magia. Lo que ahora poseía
era lo que restaba de lo que Mala le había dado para sellar el portal, para castigar a
los dioses que las habían traicionado a ambas.
Esa idea hacía que el estómago de Dorian se revolviese. Y el recuerdo de Aelin es-
cogiendo salvarlo de ese lugar inexistente aún le hacía rechinar los dientes. No por
su elección, pero el que su padre…
—Aelin no mató a Erawan —dijo Chaol—. Pero por lo menos Erawan nunca podrá
traer a sus hermanos. O utilizar las llaves para destruirnos a todos. Tenemos eso.
Ella… ambos, lograron eso.
No habría más collares. No más habitaciones debajo de oscuros fuertes que los
guardaran.
Yrene acarició el cabello castaño de Chaol, y Dorian intentó luchar contra el dolor en
su pecho ante la visión. Ante el amor que fluía tan libremente entre ellos.
No estaba resentido con Chaol por su felicidad. Pero eso no detenía ese corte afila-
do en su pecho cada vez que los veía. Cada vez que veía a las curanderas Torre y
deseaba que Sorscha las hubiera encontrado.
—Así que el mundo está parcialmente salvado —dijo Yrene—. Mejor que nada.
Aun cuando sus pensamientos se dirigían hacia el norte, hacia una bruja de ojos
dorados que caminaba con a la muerte a su lado y no le temía ¿Pensaría ella en él?
¿Se preguntaría lo que había sido de él en Morath?
—Aelin y yo todavía poseemos magia —dijo Dorian—. No como antes, pero aún
poseemos algo. No estamos completamente desamparados.
—Tendremos que encontrar una manera —dijo Dorian. Rezaba porque fuera cierto.
Elide mantenía un ojo sobre Aelin mientras se lavaban dentro de la tienda de la rei-
na. Y el otro sobre la deliciosa agua cálida que había sido dispuesta.
Como si fuera un desafío contra la horrible reunión que habían tenido con la realeza
del kanato después del inesperado retorno de Aelin.
Aelin lo había ocultado bien, pero la reina tenía sus formas de expresarse también.
Su completa quietud, el depredador ángulo de su cabeza. La realeza había estado
presente esa mañana. Una completa quietud se había apoderado de ella mientras la
cuestionaban, criticaban, y le gritaban.
La reina no había estado tan quieta desde el día que hubo escapado de Maeve.
Y no era el trauma lo que inclinaba su cabeza hacia abajo, sino la culpa. El temor.
La vergüenza.
Hundida hasta los hombros en la gran tina, Elide había sido la que sugirió un baño.
Para darle al Príncipe Rowan una oportunidad de descargar un poco de su furia vo-
lando a sus anchas. Para darle a Aelin un momento para tranquilizarse.
Ella planeaba bañarse esa mañana de todas maneras. Aunque había imaginado a
otro compañero en la tina a su lado.
A pesar que Lorcan no supiera nada de eso. Él apenas había besado su sien antes
de apresurarse hacia la mañana, para unirse a Fenrys y Gavriel y así preparar al
ejército para la mudanza. Sumergiéndose más hacia el norte.
Aelin refregó su largo cabello, que caía cubriendo su cuerpo. Bajo la luz del brasero,
los tatuajes en la espalda de la reina parecían fluir como un río negro.
—¿Tu agua sigue caliente? —dijo resoplando y pasando sus dedos por el agua—.
Sí.
—No mentí en la junta —dijo Aelin, su voz aún vacía. Ella se había plantado allí y
soportado cada grito y pregunta de la Princesa Hasar, cada mirada de desaprobación
del Príncipe Sartaq—. Es… —ella levantó sus brazos y posicionó sus manos en el
aire, una sobre la otra, con treinta centímetros de distancia separándolas—. Aquí es
donde estaba el fondo antes —dijo, sacudiendo los dedos de la mano que estaba
más abajo. Luego la elevó hasta que estuvo cinco centímetros por encima de la
otra—. Aquí es donde está ahora.
—Puedo sentirlo —esos ojos turquesas, a pesar de todo lo que ella había hecho,
estaban cargados. Solemnes—. Nunca antes había sentido un fondo. Por lo menos
no, sin tener que buscarlo —Aelin empapó su jabonosa cabellera en el agua,
enjuagando las burbujas y los aceites—. No es tan impresionante, ¿cierto?
—¿Por qué? A todos los demás sí les importa —una pregunta llana. Sí, cuando eran
pequeñas, muchos habían temido el poder que Aelin poseía. Estaban aterrorizados
al pensar en lo que se convertiría.
—¿Y ser humana? —Elide sabía que no se debía haber atrevido a preguntar, pero
no se pudo contener.
—¿Sigo siendo humana, en lo profundo de mi ser, aún sin poseer un cuerpo humano?
Aelin emitió un murmuro mientras metía su cabeza debajo del agua nuevamente.
Tenía que haber una forma, alguna manera de derrotarlos a ambos. Y tal vez ya
fuera hora de que ella confiara un poco en sí misma.
—Lo siento.
—¿Qué cosa?
—Ten —dijo, extendiendo el anillo entre sus tinas, espuma goteando de sus dedos.
Aelin parpadeó al ver el anillo.
—¿Por qué?
Aelin no lo agarró.
—¿No has dado lo suficiente, Aelin? ¿No dejarás que alguno de nosotros haga algo
por tú?
—Le debes a mi madre la vida, Aelin —ella se inclinó más cerca, prácticamente
empujando el anillo contra su rostro—. Tómalo. Si no es por mí, entonces hazlo por
ella.
—Creí que los rukhin eran demasiado rudos para tomar un baño.
—¿Ves lo bonito que los hombres mantienen su cabello? ¿Crees que eso no implica
una obsesión con la limpieza? —Borte atravesó la tienda real y se desplomó sobre la
banqueta que se encontraba al lado de la tina de la reina. Sin importarle para nada
que ella o Elide estuvieran desnudas.
Le tomó a Elide toda su fuerza de voluntad no cubrirse. Por lo menos con Aelin en
una tina adyacente, el borde de la bañera estaba lo suficientemente alto como para
ofrecerles privacidad. Pero con Borte sentada por encima de ellas…
—Aquí está lo que yo creo —declaró Borte, jugueteando con el extremo de una de
sus trenzas.
—Me di cuenta de eso —dijo secamente Aelin—, cuando Hasar me llamó una vaca
estúpida.
Elide se había abstenido con todas sus fuerzas de lanzarse contra la princesa. Y por
el gruñido que habían emitido los Fae macho, Lorcan incluido, por todos los dioses,
ella sabía que había sido igual de difícil para ellos.
—Hasar llama a todo el mundo vacas estúpidas. Estás en buena compañía —otra
sonrisa de Aelin—. Pero no estoy aquí para hablar de eso. Quiero hablar sobre ti y
sobre nosotras.
Borte sonrió.
—Estás viva. Lo lograste. Todos aquí pensamos que morirías —ella deslizó su dedo a
lo ancho de su cuello para enfatizar, y Elide se estremeció—. Probablemente Sartaq
me hará guiar uno de los flancos hacia la batalla, pero ya he hecho eso. Y fui buena
haciéndolo —su sonrisa se ensanchó—. Quiero guiar a tú flanco.
—No he ido tan lejos —dijo Aelin, levantando una ceja—. Ya que esperaba estar
muerta para este momento.
—Bueno, cuando lo hagas, ten en cuenta que estaré en los cielos por encima de ti.
Odiaría que la batalla fuese aburrida.
Solo los rukhin de mirada salvaje tienen el coraje de catalogar como “aburrida” una
lucha contra cientos de miles de soldados.
Pero antes que Aelin pudiera decir algo, o Elide pudiera preguntarle a Borte si los
ruks estaban listos para combatir a los guivernos, la jinete había desaparecido.
Cuando Elide volteó la mirada hacia Aelin, el rostro de la reina estaba sombrío.
—Está nevando.
Como si cruzar Terrasen los días anteriores los hubiera dejado oficialmente bajo un
invierno brutal.
—Continuaremos yendo hacia el norte —estaba diciendo Kashin, cerca del fuego
dentro de la gran tienda de Hasar.
—Como si hubiera otra opción —cortó Hasar, bebiendo de su vino con especias—.
Hemos llegado tan lejos. Bien podríamos ir directamente hacia Orynth.
Nesryn se sentó en un sofá bajo con Sartaq, aun preguntándose qué exactamente
estaba haciendo en esas reuniones. Se cuestionaba el hecho de estar sentada junto
a los hermanos de la realeza, con el Heredero del kanato a su lado.
Ciertamente, Sartaq se había quedado despierto largas horas durante las noches
leyendo las cuentas y diarios de los guerreros y líderes del kanato de generaciones
pasadas. Habían traído un cargamento de ellos desde el kanato, por esta misma
razón. Sartaq le había dicho que ya había leído la mayoría. Pero nunca estaba de
más refrescar la mente.
Si les daba una oportunidad contra cientos de miles de soldados, ella no presentaría
queja.
Nesryn dejó salir una risa ahogada, y Sartaq pasó su brazo alrededor de sus hombros.
Nesryn se habría enamorado de él tan solo por oírlo decir eso. Ella se inclinó hacia
él, saboreando su calidez, en un silencioso agradecimiento.
—Entonces recemos —dijo Kashin— para que esta tormenta no nos atrase demasiado
y podamos llegar a Orynth cuando aún quede algo por defender.
Capítulo 102
Traducido por Ella R
Corregido por Cotota
Prepararon una pequeña habitación cerca del Gran Salón para su visita.
La habitación estaba iluminada por las velas esparcidas, y las antiguas piedras refle-
jaban sus sombras alrededor de la mesa donde lo habían colocado.
Ren se arrodilló ante él, cabizbajo. Así se había mantenido durante horas. Desde
que les llegó la noticia que Murtaugh había caído al atardecer.
Abatido por soldados de Valg mientras intentaba retener su avance sobre los muros
de la ciudad.
Habían trasladado a Murtaugh desde los muros de la ciudad con un grupo de solda-
dos apiñados.
Incluso desde los cielos, volando con las brujas después que Morath hubiera dado
la orden de detenerse una vez más, Lysandra había oído el grito de Ren. Había visto
desde las alturas cómo Ren corría por el fuerte hacia el cuerpo que era cargado a lo
largo de las calles de la ciudad.
Aedion había estado allí en cuestión de segundos. Plantado al lado de Ren todo este
tiempo, con una mano en su hombro.
Lysandra había ido con Evangeline. Había sostenido a la pasmada niña mientras
lloraba, y se había quedado después que Evangeline se dirigiera hacia el cuerpo de
Murtaugh para presionar un beso sobre su frente. Todo lo que la sábana dejaba ver,
después de lo que el Valg había hecho.
Lysandra había ayudado a Evangeline a bañarse, se aseguró que tuviera una comida
caliente y la arropó en la cama antes de regresar.
Para encontrar a Aedion aún al lado de Ren, su mano todavía descansando sobre
su hombro. Por lo que ella se quedó allí, en el umbral. Su propia vigilia, mientras el
pozo de su poder se recuperaba, mientras las heridas que había recibido se curaban
centímetro a centímetro.
Aedion le murmuró algo a Ren, y retiró su mano. Ella se preguntó si esas habrían
sido sus primeras palabras en horas.
Ella lo siguió hacia afuera, mirando hacia atrás solamente una vez, hacia donde Ren
continuaba arrodillado, cabizbajo.
Lysandra mantuvo el paso a su lado, cuando él dobló hacia el salón comedor. A esa
hora, la comida sería poca, pero ella encontraría algo. Para ambos. Iría a cazar si
necesitaba hacerlo.
Pero lágrimas estaban corriendo por su rostro, arrastrando consigo sangre y suciedad.
Él evitó su mirada mientras ella limpiaba las lágrimas de una mejilla. Luego la otra.
Ella sabía que no había palabras que lo confortaran. Por lo que volvió a limpiar las
lágrimas de Aedion, lágrimas que sólo dejaría caer en este ensombrecido salón, una
vez que todos los demás se hubieran acostado.
Ella se alejó, encontrando el rostro de Aedion tan desconsolado como antes. Entonces
lo volvió a besar. Y susurró cerca de su boca:
—Era un buen hombre. Valiente y noble. Al igual que tú —lo volvió a besar—. Y
cuando esta guerra termine, de la forma en que termine, seguiré aquí junto a ti. Ya
sea en esta vida o en la siguiente, Aedion.
Él cerró sus ojos, como si absorbiera sus palabras. Su pecho jadeó, sus anchos
hombros comenzaron a temblar.
Entonces abrió sus ojos; llamas turquesas alimentadas por el dolor, la ira y un desafío
a la muerte que los rodeaba.
La tomó por la cintura con una mano, mientras que la otra se enredaba en su cabello,
e inclinó su cabeza hacia atrás antes que sus bocas colisionaran.
El beso abrasó sus huesos siempre cambiantes. Ella envolvió sus brazos alrededor
de su cuello para sostenerlo más cerca.
El sonido fue su detonante. Aedion los volteó a ambos, apoyando su espalda contra
la pared. Ella se arqueó, desesperada por sentirlo en todo su cuerpo. Él gruñó dentro
de su boca y la mano que tenía sobre la cadera de Lysandra se deslizó hacia su
muslo, levantándolo para enredarlo alrededor de su cadera mientras él se hundía en
ella, exactamente donde ella lo necesitaba.
Más de esta vida, más de este fuego que quema todas las sombras.
Más de él.
Lysandra deslizó sus manos hacia su pecho, clavando sus dedos en su chaqueta,
buscando la cálida piel que yacía debajo. Aedion mordisqueó su oreja, arrastró sus
dientes a lo largo de su mandíbula y reclamó su boca en otro arrebatador beso que
la hizo gemir nuevamente.
Pasos resonaron por el pasillo, junto con una disimulada tos y Aedion se congeló.
Pero Aedion no se alejó, a pesar que Lysandra desenredó su pierna del lugar donde
estaba en su cadera. Justo cuando un centinela pasaba, mirando hacia abajo.
Aedion siguió al hombre con la mirada durante todo el tiempo, no había nada de
humano en sus ojos. Un predador que por fin había encontrado a su presa.
Lysandra pasó su mano por su mejilla, cubierta de una barba incipiente, y presionó
su boca contra la de él.
Aedion emitió un sonido doloroso por los bajo, por lo que Lysandra lo besó una última
vez, pasando su lengua por la comisura de sus labios. Él abrió la boca permitiéndole
entrar, y entonces volvieron a estar enredados el uno con el otro, dientes, lenguas y
manos incursionando, tocando, probando.
Pero Lysandra se las arregló para alejarse una vez más, su respiración tan entrecortada
como la de él.
—Tenemos lo suficiente en nuestro arsenal para que los arqueros usen durante
otros tres días, quizás cuatro si conservan su provisión —dijo Lord Darrow con los
brazos cruzados mientras leía el recuento.
Ayer había otro más en esa habitación. Lord Murtaugh. Hoy solo su nieto se sentaba
en una silla, sus ojos rojos. Una furia viviente.
—Tenemos comida como para un mes, por lo menos —dijo Darrow—. Pero nada de
eso importará si no hay nadie para defender los muros.
—Quedan apenas sobras de los lanzallamas. Tendremos suerte si duran hasta ma-
ñana.
—Entonces los conservaremos, también —dijo Manon—. Los utilizaremos sólo con-
tra algún Valg de alto rango que atraviese las paredes de la ciudad.
En vez de eso, Petrah y Bronwen estaban allí. No como sus nuevas Segunda y Ter-
cera, sino representando sus propias facciones.
—Digamos que hacemos rendir las flechas durante cuatro días —Ansel de Briarcliff
dijo, frunciendo el ceño—. Y hacemos que los lanzallamas duren tres, si los usamos
cautelosamente. Una vez que se acaben, ¿qué nos queda?
—Las catapultas aún funcionan —dijo una de las Fae de cabello plateado pertene-
ciente a la realeza. La hembra.
—Están para infligir daño lejos del campo de batalla —dijo el Príncipe Galan, quien,
al igual que Aedion, tenía los ojos de Aelin—. No lucha cuerpo a cuerpo.
—Para eso están nuestras espadas —dijo Aedion secamente—. Nuestro coraje.
—¿Este es el fin entonces? —preguntó Ansel—. ¿En cuatro o cinco días ofrecere-
mos nuestros cuellos a Morath?
—Lucharemos hasta el final —gruñó Aedion—. Hasta que ya no quede nada de no-
sotros.
Ni siquiera Lord Darrow objetó eso. Por lo que se despidieron, dando por finalizado
el comité. No había nada más que discutir. En un par de días más todos ellos se
convertirían en un gran festín para los cuervos.
Capítulo 103
Traducido por Mary A.
Corregido por Cotota
La primera mañana, se enfureció tan ferozmente que Rowan no había podido ver
unos pocos pies delante de él. Ruks había sido castigados, y solo los exploradores
más duros habían sido enviados a tierra.
Así que el ejército se sentó allí. No más de cincuenta millas sobre la frontera de
Terrasen. Una semana de Orynth. Si Aelin hubiera poseído todos sus poderes ...
Los poderes completos de Aelin eran ahora ... no lo sabía del todo. Donde habían
estado en Mistward, tal vez. Cuando ella todavía tenía ese amortiguador castigo
autoinfligido. No tan poco como cuando había llegado, pero no tanto como cuando
había rodeado a toda Doranelle con su llama.
A él no le importaba. No le importaba una mierda si ella tenía todo el poder del sol,
o solo una brasa.
—¿Siempre es así de malo? —Preguntó Fenrys, frunciendo el ceño ante las paredes
de la tienda.
—Incluso una vez que la nieve se detenga, habrá que lidiar con eso. Soldados que
pierden dedos de los pies y dedos por el frío.
La sonrisa de Aelin se desvaneció por completo.
Ella lo haría. Ella se pondría al borde del agotamiento para hacerlo. Pero juntos si
unían sus poderes, la fuerza de la magia de Rowan podría ser suficiente para derretir
un camino. Para mantener caliente al ejército.
—Todavía tendremos un ejército que llevar a Orynth agotado —dijo Gavriel, frotándose
la mandíbula.
¿Cuántos días lo había visto Rowan mirando hacia el norte, hacia el hijo que luchó
en Orynth? Preguntándose, sin duda, si Aedion aún vivía.
—Lo último que escuchamos —dijo Rowan— era que Morath sostuvo a Perranth —
un doloroso parpadeo de Elide por eso—. No nos arriesgaremos a cruzar demasiado
cerca de él. No cuando eso significaría potencialmente enredarse en un conflicto
que solo retrasaría nuestra llegada a Orynth y reduciría nuestros números.
—He mirado los mapas una docena de veces —Gavriel frunció el ceño hacia donde
estaban colocados en la mesa de trabajo—. No hay un camino alternativo a Orynth,
no sin acercarse demasiado a Perranth.
—Quizás tengamos suerte —dijo Fenrys—, y esta tormenta habrá golpeado a todo
el Norte. Tal vez congelando a algunas de las fuerzas de Morath por nosotros.
Rowan dudaba que fueran tan afortunados. Tenía la sensación de que la suerte que
poseían se había gastado con la mujer sentada a su lado.
Aelin lo miró, grave y cansada. No podía imaginar cómo se sentía. Ella se había
rendido a sí misma. Había renunciado a su humanidad, a su magia. Sabía que era
lo primero que dejaba esa mirada atormentada y magullada en sus ojos. Eso la
convirtió en una extraña en su propio cuerpo.
Rowan se había tomado el tiempo la noche anterior para reencontrarla con ciertas
partes de ese cuerpo. Y el suyo propio. Había pasado mucho tiempo haciéndolo,
también. Hasta que esa mirada atormentada se desvaneció, hasta que ella se
retorció debajo de él, ardiendo mientras él se movía en ella. No había evitado que
sus lágrimas cayeran, incluso cuando se habían convertido en vapor antes de que
golpearan su cuerpo, y había lágrimas en su propia cara, brillantes como plata en la
llama, mientras ella lo sostenía con fuerza.
Sin embargo, esta mañana, cuando la había acariciado con los besos en la mandíbula,
el cuello, esa mirada atormentada había regresado. Y se demoró.
Un explorador rukhin llamó a la reina desde las aletas de la tienda, y Aelin dio una
orden tranquila para que entrara. Pero la exploradora solo asomó en su cabeza, con
los ojos muy abiertos. La nieve cubrió su capucha, sus cejas, sus pestañas.
Tardó unos minutos en ponerse las capas y el equipo más cálido, para prepararse
para la nieve y el viento.
Sin embargo, cuando llegaron al borde del campamento, las nieves cegadoras
pasaban rugiendo. Velando lo que la exploradora señaló cuando ella dijo:
—Mire.
A su lado, Aelin tropezó un paso. Rowan la alcanzó para evitar que se cayera.
Pero ella no había estado cayendo. Ella se había estado lanzando hacia adelante,
como para correr hacia adelante. Rowan vio por fin lo que ella veía. Quien emergió
entre los árboles.
Contra la nieve, era casi invisible con su pelaje blanco. Hubiera sido invisible si no
fuera por la llama dorada que parpadea entre sus orgullosas y elevadas astas.
Para guiar a casa a la Reina de Terrasen. Pero entonces el viento comenzó a susurrar,
y no era la canción que Rowan solía escuchar.
No, fue una voz que todos escucharon mientras pasaba por delante de ellos.
La condena está sobre Orynth, Heredera de Brannon. Hay que darse prisa.
Un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío se deslizaba por la piel de Rowan.
—La tormenta —espetó Aelin, las palabras tragadas por la nieve.
Aelin se quedó inmóvil. Dijo a esa voz, tan antigua como los árboles, tan antigua
como las rocas entre ellos:
Aelin se enderezó, escudriñó los árboles, el viento azotado por la nieve. Dríada. Esa
era la palabra que buscaba. Dríada. Un espíritu de árbol.
Pero Aelin se había quedado quieta mientras esperaba que la dríada respondiera.
La voz de Oakwald, de la Gente Pequeña y las criaturas que durante mucho tiempo
la cuidaron.
El ejército fue una ráfaga de actividad cuando se preparó para marchar, para correr
hacia el norte.
Pero Aelin arrastró a Rowan a su tienda. Al montón de libros que Chaol y Yrene
habían traído del sur del continente.
—Podría ser una vaca estúpida —murmuró, girando el libro para mostrarle a Rowan
la página que buscaba—, pero no sin opciones.
Los ojos de Rowan bailaban. ¿Me estás incluyendo en este esquema en particular,
princesa?
Aelin sonrió. No quiero que te sientas excluido.
Inclinó la cabeza.
Al escuchar el alboroto del ejército que se prepara más allá de su tienda, Aelin
asintió.
Y empezó.
Capítulo 104
Traducido por Mary A.
Corregido por Cotota
Una broma enfermiza, un tormento cruel, para que Morath se detuviera a cada atar-
decer. Como si fuera una especie de civismo, como si las criaturas que infestaron a
tantos de los soldados debajo necesitaran luz. Sabía por qué Erawan lo había orde-
nado así. Para desgastarlos día a día, para romperles el ánimo en lugar de dejarlos
salir con furiosa gloria.
No era solo la victoria o la conquista que Erawan deseaba, sino su completa rendi-
ción. Suplicando que se acabe, que él los termine, que los gobierne.
Aedion apretó los dientes mientras cojeaba las almenas, la luz se desvanecía rápi-
damente, la temperatura caía en picado.
Cinco días.
Las armas que estimaban que se agotaban en tres o cuatro días habían durado
hasta hoy. Hasta ahora.
Abajo de la pared, uno de los micénicos envió un penacho de llamas al Valg que aún
intentaba escalar la escalera de asedio. Donde ardía, los demonios caían.
Rolfe estaba junto a la mujer que manejaba la pistola de fuego, con el rostro tan en-
sangrentado y sudoroso como el de Aedion.
Una mano de armadura negra sujetada a la almena junto a Aedion mientras pasaba,
luchando por comprar tiempo.
Tantos muertos. Más y más cada día. Esas vidas perdidas pesaban cada uno de sus
pasos. Nada de lo que pudiera hacer lo haría bien, no realmente.
—Los arqueros están fuera —dijo Aedion a Rolfe a modo de saludo cuando Lysan-
dra se acercó, con la sangre de ella y de otras personas en sus alas, su pecho—.
No más flechas.
Rolfe levantó la barbilla hacia la guerrera que todavía ponía en marcha su lanza de
fuego con ataques de chisporroteo y estallidos.
A veces, una vez que habían sido vendados y comían algo, se las arreglaba para
obtener más que eso. A menudo, no se molestaban en lavarse antes de encontrar
un hueco sombreado. Entonces no era nada más que ella, la perfección absoluta
de ella, los pequeños sonidos que hacía cuando él le lamía la garganta, cuando sus
manos lentamente, tan lentamente, exploraban cada centímetro de ella. Dejando
que ella marque el paso, mostrándole y diciéndole hasta dónde desea ir. Pero no esa
unión final, todavía no.
Ella apestaba a sangre de Valg, pero Aedion aún presionaba otro beso en la sien de
Lysandra antes de mirar a Rolfe. El Señor Pirata sonrió sombríamente.
Bien conscientes de que estos serían probablemente sus últimos días. Horas
Le tomó a Aedion un latido del corazón darse cuenta de que no se refería al último
soldado de la noche.
I
La oscuridad cayó sobre Orynth, tan espesa que incluso las llamas del castillo se
marchitaron.
En las almenas del castillo, Darrow, en silencio a su lado, Evangeline observaba las
líneas de soldados que caminaban desde las paredes, desde los cielos.
Un latido del corazón, como si el ejército enemigo en la llanura fuera una bestia
masiva y en ascenso ahora preparada para devorarlos. La mayoría de los días, solo
latían de sol a sol, el ruido bloqueado por el estruendo de la batalla. Que habían
comenzado de nuevo cuando el sol se desvaneció... Su estómago se revolvió.
Darrow no dijo nada, y Lord Sloane le dio una palmada en el hombro antes de entrar.
—O nos rendimos —dijo con voz ronca—, y Erawan nos hace esclavos a todos, o
luchamos hasta que todos somos carroña.
Palabras tan duras y duras. Sin embargo, a ella le gustaba eso de él, que él no
suavizaba nada para ella.
Evangeline asintió. Las fogatas enemigas cobraron vida, sus llamas parecían hacer
eco al ritmo de sus tambores de hueso.
—Me hubiera gustado mucho vivir en Caraverre —admitió Evangeline. Ella sabía
que él no lo reconocía, pero no importaba ahora, ¿verdad?—. Murtaugh me mostró
la tierra, los ríos y montañas que están cerca, los bosques y las colinas —un dolor
palpitaba en su pecho—. Vi los jardines en la casa, y me hubiera gustado haberlos
visto en primavera —su garganta se tensó—. Me hubiera gustado que fuera mi hogar.
Por esto... por todo Terrasen por haber sido mi hogar.
Darrow no dijo nada, y Evangeline puso una mano en las piedras del castillo, mirando
hacia el oeste ahora, como si pudiera ver todo el camino hasta Allsbrook y el pequeño
territorio en su sombra. A Caraverre.
Nunca había visto sus ojos tan tristes, como si el peso de todos sus años realmente
se asentara en ellos.
—Ven conmigo.
Ella lo siguió por las almenas y se adentró en el calor del castillo, a lo largo de varios
pasillos sinuosos, hasta llegar al Gran Salón, donde se estaba preparando una cena
demasiado pequeña. Uno de sus últimos.
Darrow tampoco los miró, mientras se dirigía a la fila de personas que esperaban
su comida. Hasta Aedion y Lysandra, sus brazos enroscándose entre sí mientras
esperaban su turno. Como debería haber sido desde el principio, los dos juntos.
—Terrasen es tu hogar.
El rostro demacrado de Aedion permaneció inmóvil.
Aedion deslizó su brazo del hombro de Lysandra, y tomó la espada en sus manos
Los dedos de Lysandra encontraron los de Evangeline y los apretaron con fuerza.
—Por tu inquebrantable coraje frente al enemigo reunido en nuestra puerta, por todo
lo que has hecho para defender esta ciudad y este reino, Caraverre será reconocida
y será tuya para siempre —una mirada entre ella y Aedion—. Cualquier heredero
que tengas lo heredará, y sus herederos después de ellos.
—Evangeline es mi heredera —dijo Lysandra con voz espesa, apoyando una cálida
mano en su hombro.
—Yo también lo sé. Pero me gustaría decir una cosa más, en esta tal vez nuestra
última noche nuestra —él inclinó la cabeza hacia Evangeline—. Nunca engendré
descendencia alguna, ni adopté ninguna. Sería un honor nombrar a una joven tan
sabia y valiente como mi heredera.
—Me gustaría enfrentarme a mis enemigos sabiendo que el corazón de mis tierras,
de este reino, latirá en el cofre de Evangeline. Sin importar la sombra que se acumule,
Terrasen siempre vivirá en alguien que entienda su esencia sin necesidad de que se
le enseñe. Quien encarna sus mejores cualidades —señaló a Lysandra—. Si eso te
parece bien.
¿Alguien podría escapar una vez que las murallas de la ciudad fueran destruidas?
¿Y a dónde irían? Una vez que la sombra de Erawan se asentara, ¿habría algo que
lo detuviera?
Él podría estar muerto. Podría estar marchando sobre ellos en este momento, con
un collar negro alrededor de su garganta.
Mañana, en sus malvados y viejos huesos, sabía que sería mañana cuando por fin
cayeran las murallas de la ciudad. No les quedaban armas más allá de las espadas
y su propio desafío. Eso solo duraría tanto tiempo contra la fuerza infinita que los
espera.
—Me hubiera gustado haberlo visto —dijo Manon en voz baja—. Los Wastes. Sólo
una vez.
Con el alba, habían desatado un torrente de flechas tan grande que llegar a los cie-
los había sido un letal guantelete. No había querido saber cuántas Crochans habían
caído, a pesar de los mejores esfuerzos de las rebeldes Ironteeth para protegerlas
con los cuerpos de sus guivernos.
Abajo, Morath se movía como un enjambre con una urgencia que ella aún no había
presenciado. Un mar negro que se estrellaba contra las murallas de la ciudad, rom-
piéndolas de vez en cuando.
Las escaleras de asedio se elevaron más rápido de lo que podían bajarse, y ahora,
con el sol apenas en la cima, las torres de asedio avanzaron un poco.
Lysandra se lanzó hacia una bruja Ironteeth, una Blackbeak, según la banda de cue-
ro teñida en su frente-,y la arrancó de la silla antes de desgarrarle la garganta a su
wyvern.
Una y otra vez, fueron empujadas hacia atrás. De vuelta hacia Orynth. Hacia las
paredes.
Las líneas de Crochans se estaban colapsando. Incluso las rebeldes Ironteeth habían
comenzado a volar descuidadamente.
¿Cómo habían luchado y luchado y todavía habían llegado a esto? Las Trece habían
renunciado a sus vidas; su pecho estaba vacío, el ruido de la batalla seguía siendo
un rugido lejano sobre el silencio en su cabeza. Y sin embargo, había llegado a esto.
Tuvieron que retirarse hacia las murallas de la ciudad. Para reagruparse y usar
Orynth, las montañas detrás de ella, para su ventaja. Cuanto más tiempo permane-
cieran en el despejado cielo, más letal se volvería.
Crochan y Ironteeth se giraron hacia ella, con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
Manon volvió a sonar la bocina.
Donde antes los intrincados y antiguos tallados habían adornado las imponentes
placas de hierro, ahora solo quedaban abolladuras y salpicaduras de sangre.
Un estruendo atronador hizo eco en toda la ciudad, las montañas y Aedion, jadeando
mientras luchaba encima de las almenas sobre las puertas, se atrevió a apartar la
mirada de su último oponente. Se atrevió a inspeccionar el último golpe del ariete.
Soldados llenaron el paso peatonal hasta la puerta, más alineándose en las calles
más allá de él. Tantos como pudieran ser salvados de las paredes.
Muy pronto. Muy pronto la puerta occidental cedería. Después de miles de años,
finalmente se rompería.
Ya la gente estaba huyendo al castillo. Las almas valientes que se habían queda-
do en la ciudad todo este tiempo, esperando contra toda esperanza que pudieran
sobrevivir. Ahora corrían, niños en sus brazos, hacia el castillo que sería el último
bastión contra las hordas de Morath. Por el tiempo que eso fuera.
Con un destello de luz, Lysandra estaba allí, quitándole la ropa, la espada y el escu-
do a un asesino silencioso caído.
—Dime hacia donde ordenar a Manon y los demás estacionados en la ciudad —dijo
ella, jadeando con fuerza. Una herida corría por su brazo y la sangre se derramaba
por todas partes, pero ella no pareció notarlo.
Aedion trató de hundirse en ese fresco y calculador lugar que lo había guiado a tra-
vés de otras batallas, otras casi derrotas. Pero esto no sería una casi derrota.
Una muerte digna de una canción. Un final digno de ser contado en torno a un a
fogata.
La legión Ironteeth de Morath se unió a sus compañeros rebeldes; las agotadas Cro-
chans se posaron en las piedras mientras bebían agua y revisaban las heridas. Un
respiro antes de su empuje final.
Así que Aedion se inclinó y besó a Lysandra, besó a la mujer que debería haber sido
su esposa, su compañera, una última vez.
—Te amo.
—Y yo a ti —ella hizo un gesto hacia la puerta occidental, a los soldados que espe-
raban su última hendidura—. ¿Hasta el final?
Lysandra asintió.
Juntos, se dirigieron hacia las escaleras que los llevarían hasta las puertas. Al espe-
rado abrazo de la muerte.
Giró hacia la dirección de ese cuerno, hacia el sur. Más allá de las abundantes filas
de Morath. Más allá del mar de negrura, hasta las laderas que limitaban el borde de
la extensa llanura de Theralis.
Y ante todos ellos, con la espada levantada hacia el cielo cuando ese cuerno sopló
por última vez, el rubí en el pomo de la hoja ardiendo como un pequeño sol...
Ante todos ellos, cabalgando sobre el Señor del Norte, estaba Aelin.
Capítulo 106
Traducido por Yunn
Corregido por Cotota
Los exploradores Ruks no se habían atrevido a volar por delante por temor a ser
descubiertos por Morath. Por miedo a arruinar la ventaja en sorpresa.
Ayer habían viajado por la noche. Y cuando amaneció, el Señor del Norte se arrodilló
frente a Aelin y se ofreció como su montura.
No había silla para él; ninguna jamás sería permitida o necesaria. Cualquier jinete
que permitiera en su espalda, Aelin sabía, nunca caería.
Algunos se habían arrodillado cuando ella pasó. Incluso Dorian y Chaol habían incli-
nado sus cabezas.
Rowan, encima de un caballo Darghan de ojos feroces, solo había asentido. Como si
él siempre hubiera esperado que terminara aquí, al frente del ejército que galopaba
las últimas horas hasta el borde de Orynth.
Ella había colocado la corona de batalla en su cabeza, junto con la armadura que
había reunido en Anielle, y se había equipado con las armas de repuesto que Fenrys
y Lorcan le habían dado.
Yrene, Elide y los sanadores permanecerían en la retaguardia, hasta que los ruks
pudieran llevarlos a Orynth. Dorian y Chaol guiarían a los hombres salvajes de los
Colmillos por el flanco derecho, la familia real de kanatos a la izquierda, Sartaq y
Nesryn en los cielos con los ruks. Y Aelin y Rowan, con Fenrys, Lorcan y Gavriel,
tomarían el centro.
El ejército se había extendido a medida que se acercaban a las laderas más allá de
Orynth, las colinas que los llevarían al borde de la llanura de Theralis, y ofrecerían
su primera vista de la ciudad más allá.
Con el corazón palpitante, el Señor del Norte sin inmutarse, Aelin había ascendido
por la última de esas colinas, la más alta y más empinada de ellas, y miró a Orynth
por primera vez en diez años.
Donde una hermosa ciudad blanca había brillado entre el río y la llanura y la mon-
taña...
El tamaño total, el auge del enorme ejército que tronaba contra sus paredes, en los
cielos sobre esta...
Ella no se había dado cuenta. Cuan grande sería el ejército de Morath. Qué pequeña
y preciosa parecía Orynth ante este.
—Ya casi atraviesan por la puerta occidental —murmuró Fenrys, su vista de Fae
engullendo detalles.
El rostro de Rowan estaba serio, serio, pero sin desanimarse, cuando observó al
enemigo.
Aelin miró su mano, oculta bajo el guante. A donde debería haber estado una cicatriz.
Te prometo que no importa lo lejos que vaya, sin importar el costo, cuando pidas mi
ayuda, iré.
No había tiempo para discursos. No había tiempo para reunir a los soldados detrás
de ella.
—Suena la llamada —ordenó Aelin a Lorcan, quien se llevó un cuerno a los labios y
sopló.
En la línea, los heraldos del kanato soplaron sus propios cuernos en respuesta. Ha-
sta que todos fueron una inmensa, bramante nota, corriendo hacia Orynth.
Los soldados de Darghan apuntaron sus suldes hacia adelante, madera crujiendo,
crines agitándose con el viento.
En la línea, la princesa Hasar y el príncipe Kashin apuntaron sus propias lanzas ha-
cia el ejército enemigo. Dorian y Chaol sacaron sus espadas y las apuntaron hacia
delante.
Rowan desenfundó su espada, un hacha en la otra mano, su cara como piedra. Ir-
rompible.
Los cuernos sonaron por tercera y última vez, el grito de guerra cantando a través
de la llanura sangrienta.
El Señor del Norte se alzó, proyectando a Goldryn hacia el cielo, y Aelin desató un
destello de fuego a través del rubí, la señal que el ejército detrás de ella había espe-
rado.
El Señor del Norte aterrizó, la llama inmortal dentro de sus astas brilló cuando co-
menzó la carga. El ejército alrededor y detrás de ella fluía por la ladera de la colina,
ganando con cada paso, avanzando hacia las filas de Morath.
Hacia su hogar.
La reina que estaba en lo alto del ciervo blanco no se resistía con cada paso que
ganaba hacia las legiones que esperaban. Ella solo tiró su espada en su mano, una,
dos veces, el brazo del escudo encogiéndose con fuerza.
Los guerreros inmortales a su lado tampoco dudaron, con los ojos fijos en el enemi-
go que tenían delante.
Más rápido y más rápido, la caballería del kanato galopaba a su lado, formando la
línea del frente, sosteniéndola, mientras se acercaban a la primera de las líneas tra-
seras de Morath.
—¡Arqueros!
—¡Disparen!
Ruks cayeron.
E incluso la reina al mando de la carga lloró de rabia y dolor cuando los pájaros y
sus jinetes se estrellaron contra la tierra. Por encima de ella, tomando una flecha tras
otra, con el escudo levantado hacia el cielo, un joven jinete rugió su grito de batalla.
Brujas Ironteeth sobre sus wyverns se inclinaron hacia ellos, hacia los ruks que se
disparaban contra sus espaldas expuestas.
En la ciudad, a lo largo de las paredes de Orynth, una reina de cabello blanco gritó:
Las agotadas brujas se lanzaron a los cielos, en escobas y bestias, levantando espa-
das. Corriendo por el frente de la legión aérea girando hacia los ruks. Para aplastar
a la legión de Ironteeth entre ellos.
En el terreno sangriento, Morath apuntó lanzas, picas, espadas, cualquier cosa que
llevaban a la caballería atronadora.
No cuando la llama de Aelin, reducida como estaba, evitó que en sus puntos ciegos
se lanzara un golpe.
Aun así, Borte luchaba por encima de la reina, protegiéndola de las Ironteeth que
veían ese ciervo blanco, como una pancarta en medio del mar de oscuridad, y apun-
taban hacia ella. Al lado de Borte, su prometido cuidaba su flanco, y Falkan Ennar,
en forma de ruk, cuidaba el otro.
Con su valiente caballo Darghan, Rowan barrió su brazo izquierdo, atacando con un
hacha. Una cabeza de Valg cayó, pero Rowan ya estaba golpeando con su espada
a su próximo oponente.
Las probabilidades estaban en contra de ellos, incluso con los planes que habían
hecho. Sin embargo, si podían liberar la ciudad, reagruparse y reabastecerse, antes
de que llegaran Erawan y Maeve, podrían tener una oportunidad.
Porque Erawan y Maeve vendrían. En algún momento, vendrían, y Aelin querría en-
frentarlos. Rowan no tenía intención de dejarla hacerlo sola.
Rowan miró hacia Aelin. Ella había avanzado más adelante, la línea del frente ex-
tendiéndose, enjambres de soldados Morath entre ellos. Quedarse cerca. Tenía que
quedarse cerca.
Una Crochan pasó volando, pasando a Rowan mientras subía, subía, subía, directa-
mente a la parte inferior sin protección de un wyvern de una bruja Ironteeth.
Con la espada levantada, la bruja pasó por su parte inferior, rápida y brutal.
La bestia gimió, extendiéndose las alas, y Rowan lanzó una ráfaga de viento. El wy-
vern se estrelló contra las filas de Morath con un estruendo que obligó a su maldito
caballo a huir lejos.
No, atacando hacia delante, una visión de oro y plata, Aelin se había alejado tanto
que casi no podía verla. Tampoco había rastro de Gavriel.
Sin embargo, Fenrys luchaba cerca del otro lado de Rowan, con Lorcan a su izquier-
da, un viento oscuro y mortal azotando su espada.
Una vez, habían sido poco más que esclavos de una reina que los había desatado
en todo el mundo. Juntos, habían tomado ejércitos y diezmado ciudades.
Pero aquí, hoy... Aelin no les había dado ninguna orden, ningún comando aparte del
primero que habían jurado obedecer: proteger a Terrasen.
Podía verlo en los ojos de Fenrys mientras cortaba a un soldado en dos con un corte
profundo en el medio. Podía ver la visión de un futuro en el furioso rostro de Lorcan
mientras el guerrero usaba la magia y la espada para atravesar las filas enemigas.
Cadre, y aún más que eso. Hermanos, los guerreros que luchaban a su lado eran
sus hermanos. Se habían quedado con él a través de todo eso. Y continuarían ha-
ciéndolo ahora.
Los soldados de Morath cayeron ante ellos. Algunos corrieron abiertamente mien-
tras contemplaban a los que luchaban más cerca.
Quizás por qué Maeve los había reunido en primer lugar. Sin embargo, ella nunca
había podido aprovecharlo por completo, su potencial, su verdadera fuerza. Había
elegido grilletes y dolor para controlarlos. Incapaz de comprender, incluso de consi-
derar, que la gloria y la riqueza solo llegaban hasta cierto momento.
Pero un verdadero hogar, y una reina que los vio como hombres y no como armas...
Algo por lo que vale la pena luchar. Ningún enemigo podía soportarlo.
Con Lorcan y Fenrys luchando a su lado, Rowan apretó los dientes e instó a su ca-
ballo a que siguiera a Aelin, dentro del caos y la muerte que rabiaban y que no se
detenían.
Aedion no podía creerlo. Incluso cuando vio al ejército que luchaba con ella. Incluso
cuando vio a Chaol y Dorian liderando el flanco derecho, cargando con las líneas
del frente y a los hombres salvajes de los Colmillos, la magia del rey explotando en
plumas de hielo contra el enemigo.
Chaol Westfall no les había fallado. Y de alguna manera había convencido al kan de
enviar lo que parecía ser la mayoría de sus ejércitos.
Pero ese ejército avanzaba lentamente hacia Orynth, todavía muy lejos a través de
Theralis.
Morath no detuvo su asalto a las dos puertas de Orynth. El sur se mantuvo fuerte.
Pero la puerta occidental, estaba empezando a doblarse.
Así que Aedion se dirigió a la puerta occidental, con un grito de batalla en sus labios
cuando sus hombres lo dejaron llegar hasta las puertas de hierro y el ejército ene-
migo apenas visible a través de las placas de separación. En el momento en que la
puerta se abriera, se terminaría.
Las piernas drenadas de Aedion temblaron, sus brazos se tensaron, pero se mantu-
vo firme. Por las pocas respiraciones que aún le quedaban.
I
La magia de Dorian escapa de él, derribando a los soldados. Lado a lado con Chaol,
los hombres salvajes de los Colmillos que los rodeaban, se abrieron paso a través
de las filas de Morath, con sus espadas hundiéndose y levantándose, su aliento
quemando sus gargantas.
Él nunca había visto una batalla. Sabía que nunca más desearía ver una otra vez. El
caos, el ruido, la sangre, los caballos chillando...
Pero él no tenía miedo. Y Chaol, cabalgando cerca de él, rompiendo soldados entre
ellos, no dudó. Solo masacrando hacia adelante, con los dientes apretados.
Por Adarlan, por lo que le habían hecho y lo que podría llegar a ser.
El ejército de Morath se extendía hacia adelante, todavía entre ellos y las golpeadas
murallas de Orynth.
En algún lugar por encima de él, Manon Blackbeak volaba. No se atrevió a mirar
hacia arriba lo suficiente como para buscar el brillo de un cabello blanco-plateado, o
el brillo de alas cubiertas con Seda de Araña.
Solo se había permitido a sí mismo contar hasta el final del día. Si sobrevivían. Si
llegaban a las murallas de la ciudad.
Sólo estaba la ciudad sitiada de Aelin, y el enemigo ante de ella, y la espada antigua
en su mano.
Las torres de asedio se acercaban a las paredes, tres agrupadas cerca de la puerta
sur, cada una llena de soldados.
No más pozo sin fin de poder. Tenía que conservarlo, usarlo para su mejor ventaja.
Y utilizar el entrenamiento que se le había inculcado durante los últimos diez años.
Ella había sido asesina mucho antes de dominar su poder.
No fue difícil volver a caer en esas habilidades. Dejar que Goldryn extrajera sangre,
atacar a varios soldados y dejarlos sangrando detrás de ella.
El Señor del Norte era una tormenta debajo de ella, su blanco pelaje teñido de car-
mesí y negro.
En lo alto del cielo llovía sangre, brujas, wyverns y ruk muriendo y peleando por
igual.
Los minutos eran horas, o tal vez lo contrario era cierto. El sol alcanzó su punto
máximo y comenzó su descenso, alargando las sombras.
Rowan y los demás habían sido dispersados por el campo, pero una ráfaga de vien-
to helado de vez en cuando le decía que su compañero todavía luchaba, todavía se
abría camino a través de las filas. Todavía intentaba llegar a su lado una vez más.
Las torres de asedio llegaron a las paredes, y los soldados salieron sin control sobre
las almenas.
Aelin levantó la cabeza para darle la orden a Borte y a Yeran para que derribaran las
torres de asedio.
Justo a tiempo para ver a seis wyverns y jinetes de Ironteeth estrellarse contra los
ruks.
Ella lanzó una pared de llamas hacia el cielo mientras el wyvern extendía sus garras
hacia ella, hacia el Señor del Norte.
El Señor del Norte se alzó, manteniéndose firme mientras el wyvern se dirigía hacia
ellos.
Pero Aelin saltó de su espalda y golpeó su flanco con lo plano de su espada, su gar-
ganta tan destrozada por rugir que no pudo formar las palabras. Vete.
El Señor del Norte solo agachó la cabeza cuando el wyvern se dirigió hacia ellos.
Así que Aelin arrojó su magia alrededor del ciervo. Y salió de la esfera de llamas,
escudo arriba y espada en ángulo.
Ella se preparó para el impacto, tomó todos los detalles de la armadura del wyvern,
donde era más débil, donde podría golpear si pudiera esquivar las mordazas.
La carroña en su aliento fue una explosión caliente cuando sus fauces se abrieron
de par en par.
Aelin se agachó mientras el wyvern sin jinete giraba sobre la bruja Ironteeth, todavía
en lo alto de su montura decapitada.
Con un golpe de la cola, el wyvern de ojos verdes empaló a la bruja con sus púas, y
lanzó su cuerpo a través del campo.
Luego el flash y el brillo. Y un leopardo de las nieves ahora se precipitaba hacia ella,
y Aelin hacia ella.
Lanzó sus brazos alrededor del leopardo mientras se levantaba, un cuerpo masivo
casi tirándola al suelo.
—Bien hecho, amiga —fue todo lo que Aelin pudo decir mientras abrazaba a Lysan-
dra.
Aelin y Lysandra se giraron hacia Orynth. Hacia las tres torres de asedio contra las
paredes por la puerta sur.
Ojos esmeraldas se encontraron con turquesa y oro. La cola de Lysandra se balan-
ceó.
Aelin sonrió.
—¿Vamos?
El dolor se había convertido en un rugido sordo en sus oídos. Hace mucho que per-
dió la cuenta de sus heridas. Se acordó de ellas solo por el fragmento de hierro que
había dejado una flecha en el hombro cuando la liberó.
Un error tonto, apresurado. El fragmento de hierro era suficiente para evitar que se
moviera, para que volara hacia ella. No se había atrevido a detenerse el tiempo su-
ficiente para sacárselo, no con el gran enemigo. Así que siguió luchando, su Cadre
con él. Sus caballos cargaban audaces e intrépidos debajo de ellos, ganando terre-
no, pero no podía ver a Aelin.
Solo al Señor del Norte, que cruzaba el campo de batalla, dirigiéndose hacia Oa-
kwald.
Lorcan solo apuntaba hacia adelante. A las murallas de la ciudad por la puerta sur.
Hacia las tres torres de asedio que causaban estragos en las paredes.
Con los lados abiertos de las torres, Rowan podía ver todo a medida que se desar-
rollaba.
Podía ver a Aelin y Lysandra atacar la rampa dentro, cortando y destruyendo solda-
dos entre ellas, nivel tras nivel tras nivel. Donde una perdía a un soldado, la otra lo
derribaba. Donde una golpeaba, otra protegía.
Los soldados gritaron, algunos saltaron de la torre mientras Lysandra los hizo trizas.
Mientras Aelin se lanzaba hacia los peldaños que bordeaban la base con ruedas de
la catapulta, y comenzaba a empujar.
Volteándola. Lejos de Orynth, del castillo. Precisamente como Aelin le había dicho
que Sam Cortland había hecho en la Bahía de la Calavera, los mecanismos de la
catapulta le permitieron rotar su base. Rowan se preguntó si el joven asesino estaba
sonriendo ahora, sonriendo mientras la veía poner la catapulta en posición.
En la segunda torre, una figura pelirroja había luchado para llegar al nivel superior.
Y estaba girando la catapulta hacia la tercera y última torre.
Ansel de Briarcliff.
Y las dos torres comenzaron a derrumbarse. A donde Ansel de Briarcliff había ido
para escapar de la destrucción, incluso Rowan no podía saber.
Con un poderoso aleteo, Lysandra arrancó la catapulta de sus pernos sobre la torre.
Y girando, la lanzó hacia la torre final de asedio.
Enviándola estrellándose hacia el suelo. Justo contra una horda de soldados Morath
que intentan abrirse paso a través de la puerta sur.
Eso era todo lo que Nesryn sabía, todo lo que le importaba, mientras se enfrentaba
con wyvern tras wyvern.
Eran mucho peores en la batalla de lo que ella había previsto. Tan rápidos y audaces
como podrían ser los ruks, los wyverns tenían la corpulencia. Las púas envenenadas
en sus colas. Y jinetes sin alma que no tenían miedo de destruir sus monturas si eso
significaba derribar un ruk con ellos.
Muy cerca ahora. El ejército del kanato se había acercado más y más a la asediada
Orynth, en llamas y destrozada. Si pudieran seguir manteniendo su ventaja, podrían
muy bien romperlos contra las paredes, como habían destruido a la legión de Morath
en Anielle.
Sin embargo, tenían que actuar con rapidez. El enemigo atacaba las dos puertas de
la ciudad, decidido a entrar. La puerta sur se mantuvo, las torres de asedio que la
habían estado atacando hacía unos momentos, ahora en ruinas.
Salkhi levantándose del cuerpo a cuerpo para recuperar el aliento, Nesryn se atrevió
a evaluar cuántos rukhin aún volaban. A pesar de las Crochans y Ironteeth rebeldes,
eran superados en número, pero los rukhin estaban despejados. Listos y ansiosos
por la batalla.
—Suena la llamada —gritó sobre el estruendoso rugido del viento—. ¡Ve hacia las
murallas de la ciudad! ¡A la puerta sur!
Los ojos de Sartaq se estrecharon bajo su casco, y Nesryn señaló detrás de ellos.
Esta batalla había sido una trampa. Para atraerlos aquí, para gastar sus fuerzas
derrotando a este ejército.
Mientras que el resto se escabullía detrás y los atrapaba contra las paredes de Oryn-
th.
Aedion estaba listo cuando lo hizo. Cuando el ariete se abrió paso, el hierro chillando
mientras se rendía. Luego estaban los soldados Morath por todas partes.
Escudo a escudo, Aedion había dispuesto a sus hombres en una falange para salu-
darlos.
Todavía no era suficiente. La Perdición no pudo hacer nada para detener la marea
que brotó del campo de batalla, empujándolos de vuelta, retrocediendo, retrocedien-
do por el pasillo. E incluso Ren, guiando a los hombres encima de las paredes, no
pudo detener el flujo que surgió sobre ellos.
Tenían que cerrar la puerta de nuevo. Tenía que encontrar una manera de cerrarla.
Aedion apenas podía respirar, apenas podía mantener sus piernas debajo de él.
Para reagruparse y reunirse antes de conocer al segundo ejército. Pero con la puer-
ta del oeste aún abierta, con Morath a punto de cruzar, nunca tendrían una oportu-
nidad.
Tenía que cerrar la puerta. Aedion y La Perdición apuñalaron y golpearon, una pared
para que Morath se rompiera. Pero no sería suficiente.
Un wyvern se estrelló contra la puerta, lanzándose por el suelo mientras rodaba
hacia ellos. Aedion se preparó para el impacto, para que ese enorme cuerpo se rom-
piera a través de la última puerta.
El guerrero corrió hacia ellos, con una espada en una mano, la otra sacando una
daga. Corrió hacia Aedion, sus ojos castaños lo escudriñaban de pies a cabeza.
Su padre.
Capítulo 108
Traducido por Yunn
Corregido por Cotota
Los soldados de Morath arañaron y se arrastraron sobre el wyvern caído que blo-
queaba su camino. Llenaron el arco, el pasaje.
Sin embargo, el indulto que Gavriel había comprado le permitió a La Perdición dre-
nar los últimos residuos de sus odres de agua, extraer las armas caídas.
Aedion jadeó, un brazo apoyado contra el pasillo de la puerta. Detrás del escudo de
Gavriel, el enemigo tembló y rabió.
—¿Erawan?
—No.
No necesitaba los detalles sobre por qué el bastardo no estaba muerto. Sobre lo que
había salido mal.
—Necesitas descansar.
—También caerás —dijo su padre, más tosco de lo que jamás había escuchado—.
Si no te sientas por un minuto.
El escudo dorado de Gavriel se dobló bajo la embestida del Valg que aún está más
allá de él.
—Tenemos que cerrar la puerta de nuevo —dijo Aedion, señalando las dos puertas
hendidas pero intactas contra las paredes. El acceso a ellas estaba bloqueado por
los soldados de Morath que aún intentaban romper el escudo de Gavriel—. O inva-
dirán la ciudad antes de que nuestras fuerzas puedan reagruparse.
Estar detrás de los muros no haría ninguna diferencia si la puerta occidental estuvie-
ra completamente abierta.
Su padre siguió su línea de visión. Miró a los soldados que intentaban superar sus
defensas, su flujo había sido forzado a ser un goteo por el wyvern que tan cuidado-
samente había derribado ante ellos.
Juntos. Como padre e hijo. Como los dos guerreros que eran.
Y al mirar esos ojos leonados, Aedion sabía que no era por Aelin o por Terrasen que
su padre lo había hecho.
No sólo este obstáculo. No sólo esta batalla. Pero lo que viniera después, si sobre-
vivían. Juntos.
Aedion podría haber jurado que algo como la alegría y el orgullo llenaban los ojos de
Gavriel. Alegría y orgullo y pena, pesada y vieja.
No.
Gavriel le sonrió.
Y entonces Gavriel dio un paso más allá de las puertas. Ese escudo dorado estre-
chándose.
No.
Pero los soldados de La Perdición corrían hacia las rejas de la puerta. Agitándolas
y cerrándolas.
Aedion abrió la boca para rugirles que se detuvieran. Paren, paren, paren, paren.
Nunca se había detenido, nunca había dejado de moverse. Sin embargo, no podía
obligarse a sí mismo a ayudar a los soldados que ahora amontonaban madera, ca-
denas y metal contra la puerta occidental.
Demasiado lento. Sus pasos eran demasiado lentos, su cuerpo demasiado grande
y pesado, mientras empujaba a través de sus hombres. Mientras apuntaba por las
escaleras hasta las paredes.
Luego se oscureció.
Aedion corrió más rápido, un sollozo le quemó la garganta, saltando y luchando en-
tre los soldados caídos, tanto mortales como Valg.
Aedion mató al Valg que estaba en su camino, mató a cualquiera que se acercara a
la escalera de asedio.
La escalera. Podía abrirse camino, hasta llegar al campo de batalla, a su padre...
Aedion agitó su espada con tanta fuerza hacia el soldado Valg ante él que la cabeza
del hombre rebotó en sus hombros.
Tantos que cortaban el acceso a la puerta occidental. Tanto que la puerta estaba
segura, una herida abierta ahora endurecida.
¿Cuánto tiempo había estado allí, incapaz de moverse? Se quedó allí, incapaz de
hacer nada, ¿mientras su padre hacia esto?
Ante el montículo de Valg que se había apilado. La puerta que él había cerrado para
ellos. La ciudad que había asegurado.
Dejó de escuchar la batalla. Dejó de ver la lucha a su alrededor, por encima de él.
Dejó de verlo todo menos al guerrero caído, que miraba hacia el cielo oscurecido
con ojos ciegos.
Gavriel.
Su padre.
Tras cojear por una profunda herida en la pierna, con el hombro entumecido por
la punta de la flecha que permanecía alojada en ella, Rowan condujo su espada a
través de la cara de un soldado que huía. Sangre negra brotó, pero Rowan ya se
estaba moviendo, dirigiéndose hacia la puerta occidental.
Tenían una hora como mucho antes de que Morath volviera a estar con ellos, antes
de que también se vieran obligados a cerrar la puerta sur, a cerrar cualquier reja que
se empujara contra las paredes.
Rowan había visto la luz dorada encendida minutos antes. Se había abierto cami-
no hasta allí, maldiciendo el fragmento de hierro en su brazo que evitaba que se
moviera. Fenrys y Lorcan se habían apartado para eliminar a los soldados de Morath
que intentaban atacar a los que huían por la puerta sur, y en lo alto, los ruks que lle-
vaban a los curanderos, a Elide e Yrene con ellos, se lanzaron a la ciudad en pánico.
Tenía que encontrar a Aelin. Poner en marcha sus planes antes de que fuera dema-
siado tarde.
Sabía quién probablemente marchaba con esa hueste que avanzaba. Él no tenía
ninguna intención de dejar que ella lo enfrentara sola.
La luz se desvanecía con cada minuto. Los persistentes soldados de Morath y Iron-
teeth huyeron hacia sus futuros refuerzos.
El ejército del Kan trató de matar a tantos como podían mientras se lanzaban hacia
la puerta sur.
Levantando las escaleras de asedio que habían caído al suelo hace unos minutos u
horas antes, el ejército del kan trepó por los muros, algunos con los heridos en sus
espaldas.
Con su magia siendo un poco más que una brisa, Rowan apretó los dientes contra
su palpitante pierna y hombro y apartó al soldado de Morath que estaba encima de
Gavriel.
Seguir adelante. Tenían que seguir adelante. Gavriel desearía que lo hicieran. Había
dado su vida por ello.
—Espero que hayas encontrado la paz, mi hermano. Y en el otro mundo, espero que
la encuentres de nuevo.
Rowan se agachó, gruñendo por el dolor en su muslo, y tiró a Gavriel por encima de
su hombro bueno. Y luego escaló.
Hasta la escalera de asedio todavía anclada junto a la puerta occidental. Sobre las
paredes. Cada paso más pesado que el anterior. Cada paso siendo un recuerdo de
su amigo, una imagen de los reinos que habían visto, los enemigos que habían com-
batido, los momentos tranquilos que ninguna canción mencionaría.
Sin embargo, las canciones mencionarían esto: que el León cayó ante la puerta oc-
cidental de Orynth, defendiendo a la ciudad y a su hijo. Si sobrevivieran hoy, si de
alguna manera vivieran, los bardos cantarían sobre eso.
Incluso con el caos de los soldados del kanato y la caballería de Darghan corriendo
por la ciudad, el silencio cayó cuando Rowan bajó las escaleras de la fortaleza, lle-
vando a Gavriel.
El imposible y horrible peso en su hombro empeoró con cada paso hacia donde
Aedion estaba al pie de la escalera, con la Espada de Orynth colgando de su mano.
—Podría haberse quedado —fue todo lo que dijo Aedion cuando Rowan colocó a
Gavriel en el primer escalón—. Podría haberse quedado.
Rowan miró a su amigo caído. Su amigo más cercano. Quien lo había acompañado
en tantas guerras y peligros. Quién había merecido este nuevo hogar como cual-
quiera de ellos.
El cabello dorado de Aedion colgaba lacio con sangre y sudor, la antigua espada en
sus manos empapada de sangre negra. Los soldados pasaron junto a él, bajando las
escaleras de la almena, pero Aedion solo miró a su padre. Una roca ensangrentada
en la corriente de la guerra.
Entonces Aedion caminó hacia las calles. Las lágrimas y los gritos vendrían de-
spués. Rowan lo siguió.
—Necesitamos prepararnos para la segunda parte de esta batalla —dijo Aedion con
voz ronca—. O no duraremos la noche.
Rowan se giró para trepar por las paredes y no se atrevió a mirar hacia atrás, hacia
donde sabía que los soldados estaban llevando a Gavriel a lo más profundo de la
ciudad. A algún lugar seguro.
—Su Alteza —un jinete, ruk jadeando y salpicado de sangre, estaba parado en la
muralla. Señaló el horizonte—. La oscuridad oculta a la mayoría, pero tenemos una
estimación para el ejército que se aproxima.
Rowan se preparó
—Veinte mil como mínimo —la garganta del jinete se sacudió—. Sus filas están lle-
nas de Valg, y seis kharankui.
No eran kharankui. Pero si las seis princesas Valg que las habían infestado.
Apretando los dientes, se retiró la armadura del hombro y buscó la herida. Pero se
había cerrado. Atrapando el fragmento de hierro en el interior. Evitando que se tran-
sformara, que volara hacia Aelin. Dondequiera que ella estuviera.
Él tenía que llegar a ella. Tenía que encontrar a Fenrys y Lorcan y encontrarla. Antes
de que fuera demasiado tarde.
Pero a medida que caía la noche, mientras liberaba una daga y la levantaba hasta
la herida sellada en su hombro, Rowan sabía que ya podría ser demasiado tarde.
A pesar de que los dioses se habían ido, Rowan se encontró a sí mismo orando. A
través de la agonía mientras rasgaba su hombro, oró. Para que pueda llegar a Aelin
a tiempo.
Habían sobrevivido tanto tiempo, contra todo pronóstico y desafiando las antiguas
profecías. Rowan hundió su cuchillo más profundo, buscando el fragmento de hierro
encajado en su interior.
La espalda del Chaol se tensó, el dolor le azotó la espalda. Ya sea por la sanación de
su esposa dentro de los muros del castillo o por las horas de lucha, no tenía ni idea.
No le importó, ya que él y Dorian galoparon a través de la puerta sur hasta Orynth,
los dos poco más que jinetes sin identificación en medio del ejército entrando a la
carrera. Preparándose para el impacto del la nueva horda marchando hacia ellos.
Dorian estaba casi desplomado en su silla, con el escudo atado a la espalda y Da-
maris enfundada a su lado.
—Te ves como yo me siento —se las arregló para decir Chaol.
Dorian deslizó sus ojos de zafiro hacia él, una chispa de humor iluminando las pro-
fundidades afligidas.
—Sé que un rey no debería encorvarse —dijo, frotándose la cara salpicada de san-
gre y suciedad—. Pero no me importa.
Mucho peor.
Corrieron hacia el castillo, subiendo la colina que los llevaría a sus puertas, cuando
un cuerno atravesó el campo de batalla.
Una advertencia.
Con la vista que ofrecía la colina, podían verla claramente. Lo que envió a los solda-
dos a correr hacia ellos con renovada urgencia.
Como si se dieran cuenta de que su presa estaba en sus últimas piernas y no querían
dejar que se recuperaran.
Chaol miró a Dorian, y dirigieron sus caballos de vuelta hacia las murallas de la ciu-
dad. Los soldados del kan también lo hicieron, corriendo por las colinas que habían
estado escalando.
De vuelta hacia las almenas. Y al infierno que pronto se desataría una vez más.
A su lado, Ansel de Briarcliff jadeaba con los dientes apretados mientras la magia
del sanador juntaba los bordes de su herida. Una desagradable y profunda cortada
para el brazo de Ansel.
Bastante mala para que Ansel no hubiera podido sostener un arma. Así que se detu-
vieron, justo cuando la marea de la batalla había cambiado, su enemigo ahora huía
de los muros de Orynth.
La cabeza de Aelin nadó, su magia descendió hasta las sobras, sus extremidades
pesadas. El rugido de la batalla todavía zumbaba en sus oídos.
Cubiertas de sangre y barro, nadie reconoció a ninguna de las dos reinas donde
habían caído de rodillas, tan cerca de las puertas del sur. Los soldados pasaron
corriendo, tratando de entrar en la ciudad antes de que el ejército a sus espaldas
llegara.
Solo un minuto. Necesitaba solo recuperar el aliento por un minuto. Luego se apre-
surarían hacia la puerta sur. Hacia Orynth.
Hacia su casa.
Lysandra había regresado a los cielos hace mucho tiempo, reuniéndose con las Iron-
teeth rebeldes y Crochans. Donde estaba Rowan, donde estaba el Cadre, ella no lo
sabía. Los había perdido hace horas o días o vidas atrás.
Si podía decir eso por el resto de sus amigos, no lo sabía. No quería saber, todavía
no.
El curandero terminó con Ansel, y cuando la mujer se volvió, Aelin levantó una mano.
—Ve a ayudar a alguien que lo necesite —dijo Aelin con voz ronca.
—Tenemos que —dijo Aelin, dispuesta a fortalecer sus piernas agotadas para que
pudiera pararse. Evaluando qué tan lejos estaba esa horda final y aplastante.
Pero el tiempo no había estado de su lado. Tal vez su suerte se había desvanecido
con los dioses que había destruido.
Aelin tragó contra la sequedad en su boca y gruñó mientras se ponía de pie. El mun-
do se tambaleó, pero ella se mantuvo erguida. Logró agarrar las riendas de un jinete
Darghan que pasaba y le ordenó que se detuviera.
Ansel apenas protestó cuando Aelin la lanzó en la silla detrás del soldado.
Aelin estaba de pie junto al wyvern derribado, observando a su amiga hasta que ella
había cruzado la puerta sur. Hacia Orynth.
Los soldados dejados en el campo gritaron de pánico, pero órdenes fueron dichas.
Formen las líneas. Prepárense para la batalla.
Aelin cerró los ojos por un instante. Puso una mano en su pecho. Como si pudiera
estabilizarla, prepararla, para lo que sea que ocupaba la oscuridad que se aproxi-
maba.
Los soldados gritaban mientras se reunían, los gritos de los heridos y moribundos
sonaban por todas partes, las alas resonaban en todas partes.
Aún así, Aelin permaneció allí por un momento más, justo más allá de las puertas
de su ciudad. Su hogar. Aún así, presionó su mano contra su pecho, sintiendo el
corazón latiendo debajo, sintiendo el polvo de cada camino por el que había viajado
estos diez años para regresar aquí.
Su historia.
Érase una vez, en una tierra desde hace mucho tiempo quemada a cenizas, vivía
una joven princesa que amaba su reino...
Yrene había detenido su sanación solo por unos minutos. Su poder fluyó, fuerte y
brillante, sin disminuir a pesar del trabajo que había estado haciendo durante horas.
Pero ella se había detenido, necesitaba ver lo que había sucedido. Al enterarse de
que sus soldados, con la victoria en la mano, habían huido de regreso a las murallas
de la ciudad, solo la habían enviado a las almenas del castillo más rápido, Elide con
ella. Como ella había estado todo el día, ayudándola.
Elide se estremeció cuando subieron las escaleras hasta las almenas, pero no se
quejaron. La dama escudriñó el espacio abarrotado, buscando a alguien, algo. Su
mirada se posó en un anciano, una niña con un notable cabello rojo dorado a su
lado. Mensajeros se acercaron a él, luego se alejaron.
Un líder, alguien a cargo, se dio cuenta Yrene después de que lo hiciera Elide, ya
cojeando hacia ellos.
Sobre el ejército, otro ejército, marchando sobre ellos, medio oculto en la oscuridad.
Seis kharankui en sus líneas de frente.
Los soldados del kan se habían reunido junto a las murallas, tanto afuera como den-
tro de la ciudad. La puerta sur ahora estaba cerrada.
No era suficiente. No era suficiente para enfrentar lo que marchaba, despejado e
incansable. Las criaturas que apenas podía distinguir colmando sus filas. Princesas
Valg, había princesas Valg entre ellas.
—No podemos enfrentar esa cantidad de soldados y alejarnos —dijo la dama, con
una voz tan diferente a cualquier tono que Yrene había escuchado de ella. Al mando
y fría. Elide señaló el campo de batalla. La oscuridad, dioses santos, la oscuridad,
que se acumulaba sobre este.
—¿Sabes lo que es eso? —preguntó Elide en voz muy baja—. Porque yo lo sé.
Yrene lo sabía entonces. Lo que estaba en esa oscuridad. Quien estaba en ella.
Erawan.
Lo último rayo del sol se desvaneció, cubriendo a la nieve ensangrentadas con tonos
azules.
Lysandra, Chaol la había llamado. Una dama en la corte de Aelin. Sobrina descono-
cida de Falkan Ennar.
—Aedion y Rowan enviaron la orden, Darrow. Cualquiera que pueda debe ser eva-
cuado inmediatamente.
El anciano, Darrow, acaba de mirar hacia el campo de batalla. Sin palabras, mientras
el ejército se acercaba más y más y más.
Una mujer de pelo oscuro y piel pálida caminaba a su lado, con túnicas ondeando a
su alrededor en un viento fantasmal.
Oh dioses.
—Lord Darrow —dijo Elide, cortante y ordenado—. ¿Hay alguna salida de la ciudad?
¿Algún tipo de puerta trasera a través de las montañas que los niños y los ancianos
podrían tomar?
—Dime dónde está —ordenó Lysandra—. Para que puedan intentarlo, al menos —
agarró el brazo de la chica—. Para que Evangeline pueda huir.
Una derrota. Lo que parecía una victoria triunfante estaba a punto de convertirse en
una derrota absoluta. Una carnicería.
Dirigida por Maeve y Erawan, ahora a escasos cien metros de las murallas de la
ciudad.
Pero Evangeline señaló con un dedo. Hacia las puertas, hacia Maeve y Erawan.
—Mira.
El silencio cayó. Incluso los gritos se detuvieron cuando todos giraron hacia la puer-
ta.
El grito recorrió las almenas del castillo, a través de la ciudad, a lo largo de las mu-
rallas.
Maeve y Erawan se detuvieron. Así como lo hizo el ejército detrás de ellos, el golpe
final del martillo, listo para aterrizar sobre Orynth.
La magia en sus venas era poco más que una brasa chisporroteante.
Sus manos temblorosas amenazaron con dejar caer sus armas, pero se mantuvo
firme. Rápida.
Ni un paso más.
Maeve sonrió.
Aelin le mostró los dientes. Dejando que la llama con la que alimentaba la espada
brillara más.
—¿Vamos?
Ella no tenía mucho tiempo. No pasaría mucho tiempo hasta que se diera cuenta de
que el poder que lo hacía dudar ya no existía.
Para que aquellos en la ciudad a los que amaba tanto pudieran alejarse. Pudieran
correr, y vivir para luchar mañana.
Era suficiente
Las palabras hacían eco en cada aliento. Afilaban su visión, endurecían su espina.
Una corona de llamas apareció sobre su cabeza, arremolinándose e inquebrantables.
Pero ella no se los haría fácil. Se llevaría a uno de ellos con ella, si podía. O, al
menos, los retrasaría lo suficiente para que los demás puedan poner en práctica su
plan, para encontrar una manera de detenerlos o derrotarlos. Incluso si cualquiera
de las opciones parecía poco probable. Sin esperanza.
Para darles ese delgado rastro de esperanza. Que los mantendría luchando.
Al final de esto, si eso era todo lo que ella podía hacer contra Erawan y Maeve, podía
ir al Más allá con la barbilla en alto. No se avergonzaría de ver a aquellos a quienes
había amado con su corazón de fuego salvaje.
Así que Aelin hizo una reverencia a Erawan y dijo con cada resto de valentía que le
quedaba:
—Nos hemos reunido unas cuantas veces, pero nunca como realmente somos —
ella le guiñó un ojo. Incluso cuando sus rodillas temblaron, ella le guiñó un ojo—.
Qué bonita es esta forma, Erawan, creo que extraño a Perrington. Solo un poco.
—¿Piensas que fue el destino, que nos encontráramos en Rifthold sin reconocernos?
—¿El destino o la suerte? —Ella hizo un gesto hacia el campo de batalla, su ciudad
destrozada—. Este es un escenario mucho más grandioso para nuestra pelea final,
¿no crees? Mucho más digno de nosotros.
—Suficiente.
—He pasado el último año de mi vida, diez años, si lo consideras de otra manera,
construyendo todo para este momento —ella chasqueó la lengua—. Perdóname si
quiero saborearlo. Hablar con mi gran enemigo por más de un momento.
—¿De qué? Las llaves se han ido, los dioses con ellas —ella les lanzó una sonrisa—.
Lo sabías, ¿verdad?
Maeve murmuró:
—Uno pensaría que tienes miedo, Maeve. De cualquier tipo de retraso —se volvió
hacia Erawan una vez más—. Los dioses habían planeado arrastrarte con ellos.
Para destrozarte —Aelin le dedicó una media sonrisa—. Les pedí que no lo hicieran.
Para que tú y yo tuviéramos este gran duelo nuestro.
—Tengo una pregunta para ti —dijo Aelin, mirando entre los dos gobernantes
oscuros, separados de ella solo por la nieve que se arremolinaba—. ¿Compartirás el
poder? Ahora que los dos están atrapados aquí —ella le hizo un gesto a Maeve con
su ardiente escudo—. Lo último que supe fue que estabas empeñada en enviarlo a
casa. Y que habías reunido un pequeño ejército de curanderos en Doranelle para
que pudieras destruirlo en el momento en que tuvieras la oportunidad.
Aelin sonrió.
—¿Qué vas a hacer con todos esos curanderos ahora, Maeve? ¿Han discutido eso?
Duda. Era duda lo que estaba empezando a oscurecer los ojos de Erawan.
Aelin presionó.
—Ella te quiere fuera, sabes. Que te fueras. ¿Qué te dijo cuando tu llave del Wyrd
desapareció? Déjame adivinar: que el Rey de Adarlan se coló a Morath, mató a la
chica que habías esclavizado para que fuera tu puerta viviente, destruyó tu castillo, y
Maeve llegó justo a tiempo para intentar detenerlo, ¿pero fracasó? ¿Sabías que ella
trabajó con él durante días y días? ¿Tratando de obtener la llave?
—¿Lo es? ¿Debo repetir algunas de las cosas que dijo en sus reuniones privadas
con Lord Erawan aquí? ¿Las cosas que me dijo el rey de Adarlan?
—Siempre tuviste un don para el dramatismo. Tal vez estés mintiendo, como dice mi
hermana.
—Tal vez, tal vez no. Aunque creo que la verdad acerca del apuñalamiento de tu
nuevo aliado es mucho más interesante que cualquier mentira que pueda inventar.
—No fue él. Ni siquiera era el rey de Adarlan. No, envió a un príncipe Valg de bajo
rango a hacerlo. Ni siquiera se molestó en ir él mismo. No creía que alguien importante
fuera realmente necesario para hacer el trabajo.
—¿Es eso algún intento de desconcertarme? Tienes miles de años, ¿y eso es todo
lo que puedes pensar? —Rió de nuevo, y señaló a Erawan con Goldryn. Podría
haber jurado que él se apartó de la espada en llamas—. Lo siento por ti, ya sabes.
Que ahora te has encadenado a esta aburrición inmortal —se chupó un diente—. Y
cuando Maeve te venda, supongo que también sentiré un poco de pena por ti.
—¿Ves cómo habla? —Siseó Maeve—. Ese ha sido siempre su don: distraer y
balbucear mientras...
—Sí, sí. Pero, como dije: tienes el terreno. No hay nada que realmente pueda
detenerte.
—Me siento halagada de que creas eso —levantó las cejas—. Aunque creo que los
doscientos sanadores que tenemos en la ciudad en este momento podrían estar
un poco ofendidos de que los hayas olvidado. Especialmente cuando los he visto
expulsar tan diligentemente a tus gruñones Valg de los huéspedes que infectaron.
—¿O es esa otra mentira? —Reflexionó Aelin—. Una decisión arriesgada para ti,
entonces, entrar en esta ciudad. Mi ciudad, supongo. Para ver quién te está esperando.
Escuché que te tomaste muchas molestias al tratar de matar a uno de mis amigos
este verano. Heredera de Silba. Si yo fuera tú, podría haber sido más minucioso al
tratar de acabar con ella. Ella está aquí, ya sabes. Recorrió todo este camino para
verte y devolverte el favor—Aelin dejó que su llama se hiciera más brillante cuando
Erawan vaciló otra vez—. Maeve lo sabía. Ella sabe que los curanderos están aquí,
esperándote. Y los dejará ir contra ti. Pregúntale dónde está su lechuza, la sanadora
que ella mantenía a su lado. Para protegerla de ti.
Aelin sabía que Maeve seguiría adelante, sin Erawan. Trabajaría sin él, si era
necesario.
—¿Dónde está el rey de Adarlan? Tendré unas palabras con él —latente rabia a
fuego lento irradiaba de la reina.
Duda. Eso era duda en los ojos de Erawan. Sólo una grieta. Un camino abriéndose.
Ella no había querido preguntar, planear esto. No había querido arrastrar a nadie
más.
Pero ella confiaba en ellas. En Yrene, sus amigas. Ella confiaba en ellas para ver
todo esto. Cuando ella ya no estuviera. Confiaba en ellas.
—Espero que hayas disfrutado estos últimos momentos —mostró sus dientes
demasiado blancos, todos los rastros de esa fría belleza se desvanecieron. Incluso
Erawan pareció parpadear en sorpresa ante eso, y de nuevo dudó. Como si se
preguntara si las palabras de Aelin se habían hecho realidad—. Espero te hayas
entretenido con un parloteo idiota.
—Siempre —dijo Aelin con una burlona reverencia—. Supongo que me entretendré
más cuando te limpie de la faz de la tierra —suspiró hacia el cielo—. Dioses, qué
vista tendrán de esto.
—No quedan dioses para vernos, me temo. Ya no quedan dioses que te ayuden,
Aelin Galathynius.
Rowan se quitó el pedazo de hierro del hombro cuando Maeve y Erawan llegaron.
Mientras Aelin iba a reunirse con ellos ante los muros de Orynth.
Pero no podía volar con un ala rasgada, como seguramente la tendría si se moviera
ahora. Calle tras calle, a través de la ciudad que habría sido su hogar, corrió hacia
la puerta sur.
Un grito de advertencia desde las almenas le hizo lanzar un escudo por instinto.
Justo cuando una escalera de asedio chocó contra el muro que tenía encima.
Los soldados de Morath se derramaron por encima del muro, sobre las espadas de
los soldados del kan y del Bane. Eran demasiados.
Brujas Ironteeth chocaron contra las Crochans por encima de ellos, las Ironteeth
llevaban a varios soldados de Morath cada una. Los dejaron caer en las almenas,
en las calles.
Casa. Esta iba a ser su casa. Ya lo era, si Aelin estaba con él. La defendería.
El fuego estalló más allá de las murallas, bañando la ciudad en oro. Ella no podía
tener más que brasas. Contra Erawan y Maeve, ella ya debería estar muerta. Sin
embargo, su llama todavía radiaba con furia. El vínculo de apareamiento se mantuvo
fuerte.
Pero los gritos de los inocentes en la ciudad... Ella nunca lo perdonaría por eso. Si
se alejaba.
Incluso tres de los más poderosos del reino luchando ante las puertas de la ciudad
no eran suficientes para detener la guerra a su alrededor.
Y en la llanura, ante las puertas, el fuego y la oscuridad más negra que la noche
luchaban.
Elide no sabía dónde mirar: a la batalla entre los ejércitos, o entre Maeve, Erawan y
Aelin.
Aelin era un ardiente torbellino entre Maeve y Erawan, la lucha era rápida y brutal.
No sabían que Aelin solo estaba desviando, no atacando. Que esta danza prolongada
no era para dar un espectáculo, sino porque ella les estaba comprando todo el tiempo
que pudiera.
Abajo, en la oscuridad, más allá de las paredes, los soldados morían y morían. Y en
la ciudad, cuando las escaleras de asedio rompieron contra las almenas, Morath se
lanzó hacia Orynth.
¿Dónde estaban los otros? ¿Dónde estaba Rowan, o Lorcan, o Dorian? ¿O Fenrys
y Gavriel? ¿Dónde estaban o acaso no sabían lo que ocurria antes de las puertas
de la ciudad?
No había una voz suave en el hombro de Elide. Ya no. Nunca más escucharía esa
voz sabia y susurrante que la guiaba.
Elide exploró el campo, la ciudad, la reina luchando contra los gobernantes Valg.
Aelin no hizo nada sin razón. Había salido a comprarles tiempo. Para desgastar a
los gobernantes Valg, aunque fuera solo un poco. Pero Aelin no podría derrotarlos.
Los ojos de Elide se posaron en Yrene, la cara de la sanadora se puso pálida mientras
observaba a Aelin.
Pero ella podría dejar un camino abierto. En caso de que, sí Yrene, deseara tomarlo.
—¿Qué?
Elide miró a Lysandra. Luego a las murallas de la ciudad, al destello de hielo y las
llamas a lo largo de ellas.
Nesryn no había anticipado al ilken. Qué terrible sería incluso una docena. Ágiles y
despiadados, barriendo las líneas del frente de las filas de Morath. Negro como la
noche caída y más que ansioso por enfrentar a los ruks en combate.
Sartaq había dado la orden de liberar cualquier flecha ardiente que pudieran encontrar.
El calor de una de ellas quemó los dedos de Nesryn cuando ella escogía un objetivo
entre la oscura batalla y disparó.
Nesryn estaba buscando otra flecha y suministros cuando el jinete Darghan cayó.
No había muerto, el ilken no estaba muerto, sino fingiendo. El grito de dolor del
hermoso caballo rompió la noche cuando las garras le abrieron el pecho. Otro corte
y el esternón del jinete fue destrozado.
Arriba y abajo del campo de batalla, el ilken atacó. Los jinetes, tanto como los caballos
y rukhin, cayeron. Y acechando al final del campo de batalla, como esperando su
gran entrada, esperando para eliminar lo que quedaba de ellos.
Las princesas Valg. En sus nuevos cuerpos, kharankui. La sorpresa final de Erawan.
Un último intento desesperado. Uno del que ninguno de ellos era probable que se
fueran caminando o volando.
I
La respiración de Yrene estaba tensa en su garganta, su corazón latía con fuerza por
todo su cuerpo, pero el miedo al que creía que iba a ceder no se había apoderado
de ella. Todavía no.
—Vuelve al castillo.
Yrene no hizo tal cosa. Y cuando Dorian se volvió, ella le dijo al rey:
—Vuelve al castillo.
Yrene lo ignoró de nuevo. Lo mismo hizo Dorian, cuando el rey destruyó al Valg
delante de él, empujó al demonio contra la pared y corrió hacia Yrene.
—¿Qué pasa?
Elide señaló la puerta sur. Al fuego que ardía en medio de la oscuridad atacante.
Chaol debió haberse dado cuenta del plan que tenía para su rey. Porque su esposo
se giró hacia ella, con el escudo y la espada colgando a los costados.
—No puedes.
Yrene intentó no temblar. Trató de no temblar cuando se dio cuenta de que estaban
a punto de hacerlo.
Pero Elide simplemente se subió a la espalda correosa de la cambia formas e hizo
un gesto al rey para que la siguiera. Y Dorian, para su crédito, no dudó.
Sin embargo, Chaol dejó caer su espada y su escudo sobre las piedras ensangrentadas,
y tomó la cara de Yrene entre sus manos.
Yrene puso sus manos encima de las de Chaol, mirándose frente a frente.
Su esposo, su más querido amigo, cerró los ojos. El hedor a sangre y metal de Valg
se aferraba a él y, sin embargo, debajo de él, percibía su olor. El olor del hogar.
Chaol finalmente abrió sus ojos, el bronce de ellos tan intensos. Vivos. Completamente
vivos. Llenos de confianza, comprensión, y orgullo
Yrene dejó que ese beso se hundiera en su piel, una marca de protección, de amor
que llevaría con ella al infierno y más allá de él.
Chaol se volvió hacia donde Dorian estaba sentado con Elide encima de la cambia
formas, el amor en la cara de su esposo se endureció a algo feroz y decidido.
—Mantenla a salvo —fue todo lo que dijo Chaol. Tal vez la única orden, se dio cuenta
Yrene, que alguna vez le daría a su rey. Su rey
Era por eso por lo que ella lo amaba. Por qué sabía que el niño en su vientre nunca
pasaría un solo momento preguntándose si era amado.
—Con mi vida —entonces el rey le ofreció una mano para ayudar a Yrene a subir a
la espalda de Lysandra—. Hagamos que valga la pena.
El pecho de Manon ardía con cada inhalación, pero Abraxos volaba sin vacilar a
través del caos.
Tantos.
Demasiados.
Y los nuevos horrores que Morath había desatado, los ilken entre ellos... Gritos y
sangre llenaron los cielos. Crochan y Ironteeth y ruks, esos eran ruks, que luchaban
por su vida.
Cualquier esperanza de victoria que Aelin Galathynius había traído con ella se estaba
desvaneciendo.
La reina de Terrasen había llegado con un ejército, y aun así no sería suficiente.
***
Lorcan sabía que Maeve había llegado. Podía sentir su presencia en sus huesos,
una oscura y terrible canción a través del mundo. Una canción de Valg.
Gavriel estaba muerto. Había muerto para dar a su hijo y a los de la puerta oeste la
oportunidad de volver a cerrarlos.
Aelin tenía que estar loca. Debía haber perdido el juicio, si ella pensaba que podía
enfrentarse no solo a Maeve, sino a Erawan, también.
Pero… Rowan se detuvo. Habría sido atravesado por un soldado Valg si Lorcan no
hubiera lanzado una daga directamente a la cara del demonio.
Con una señal a Lorcan y Fenrys, Rowan se movió, como un halcón volando
instantáneamente sobre las paredes.
Lorcan miró a Fenrys. Lo vio inquieto. Consciente del cambio más allá de las paredes.
Era la hora.
Lorcan miró hacia el castillo, donde sabía que Elide estaba observando.
Entonces Lorcan corrió hacia la puerta, hacia la reina de la oscuridad que amenazaba
todo lo que había llegado a querer, a desear.
Había descubierto que había algo mejor ahí fuera. Alguien mejor.
***
Era un baile, y uno en el que Aelin había pasado toda su vida practicando.
Cuando avanzaron un paso, Aelin lanzó una columna de fuego. No dejó que su
propia duda se mostrara, no se atrevió a preguntarse si podían distinguir que el
fuego era principalmente de color y luz.
Esperando a que ella se hundiera profundamente, para dar ese golpe mortal que
habían previsto.
Y aunque su fuego desvió la oscuridad, aunque Goldryn era una canción ardiente en
su mano, sabía que su poder se agotaría pronto.
Pero no tendrían las llaves, ni la posibilidad para que Erawan creara más Piedras del
Wyrd, ni de que trajera a su Valg para poseer a otros.
Aelin atacó con Goldryn, arremetiendo contra Erawan mientras levantaba su escudo
contra Maeve. Ella envió una ola de llamas ardiendo por sus costados, acercándolos
más.
—Para una Diosa —dijo Maeve, sus primeras palabras desde que este baile había
comenzado hace minutos u horas o una eternidad—, no pareces tan dispuesta a
atacarnos.
—Los símbolos tienen poder —jadeó Aelin, sonriendo mientras giraba a Goldryn
en su mano, la llama silbando en el aire—. Derribarte demasiado rápido arruinará
el efecto —Aelin saco toda su arrogancia y le guiño el ojo a Erawan—. Ella quiere
que te agote, verás. Quiere que te canse, para que los curanderos que están en el
castillo puedan acabar contigo sin problemas.
Aelin no se permitió hacer ni una mueca de dolor cuando lanzó un látigo de fuego
hacia Maeve, y la reina oscura le devolvió el ataque.
—Es una mentirosa y una tonta —escupió Maeve—, busca separarnos porque sabe
que podemos derrotarla juntos.
El rey oscuro solo miró a Aelin con esos ojos dorados y ardientes, y sonrió.
Se detuvo. Esos ojos dorados se elevaron sobre Aelin. Por encima de las puertas y
el muro detrás de ella. A algo más arriba.
Y antes de que Aelin pudiera reunir una llama para atacar, una forma oscura y
tenebrosa surgió de la oscuridad detrás de Erawan y lo levantó. Un ilken.
Aelin no malgastó su poder tratando de derribarlo, no con las defensas de los ilken
contra la magia. No con Maeve siguiendo a Erawan mientras era llevado por los
cielos. Sobre la ciudad.
Contra dos príncipes valg, ya debería estar muerta. Contra la mujer que tenía frente
a ella, Aelin sabía que era cuestión de tiempo. Pero si Yrene, si sus amigos, pudieran
acabar con Erawan…
—Solo nosotras, entonces —dijo Maeve, con los labios curvados en una sonrisa de
aquella araña. La sonrisa de las horrendas criaturas que lanzó a Orynth.
Era verdad.
En la cima de la torre más alta del castillo de Orynth, en el amplio balcón que
dominaba el mundo, la curandera lanzó otra llamarada de poder.
Una señal, un desafío al rey oscuro que luchó contra Aelin Galathynius más
abajo.
Erawan respondió.
No era la muerte encarnada, sino algo mucho peor. Algo casi tan antiguo, y
como poderoso.
Los ilken barrieron la torre y lo arrojaron sobre las piedras del balcón.
Erawan aterrizó con la gracia de un gato, apenas sin aliento mientras se en-
derezaba.
—Nunca pensé que lo harías, ya sabes —dijo Maeve, su oscuro poder se enros-
caba a su alrededor mientras Aelin jadeaba. Un calambre comenzó en la parte
baja de su espalda y ahora se abría camino por su espina dorsal, hacia sus
piernas—. Que serías tan tonta como para volver a poner las llaves en la puerta.
¿Qué pasó con esa visión gloriosa que me mostraste una vez, Aelin? De ti en
esta misma ciudad, las masas de adoración clamando tú nombre. ¿Fue simple-
mente demasiado aburrido para ti, ser venerada?
Déjala hablar, déjala regocijarse y divagar. Cada segundo que tenía para recu-
perarse, para recuperar una fracción de su fuerza, era una bendición.
Erawan había mordido el anzuelo, había dejado que la duda que ella había
plantado echara raíces en su mente. Ella sabía que era solo cuestión de tiempo
hasta que él sintiera el poder de Yrene. Solo rogó que Yrene Towers estuviera
lista para encontrarse con él.
—En cierto modo, siempre había esperado que tú y yo fuésemos iguales —con-
tinuó Maeve—. Que tú, más que Erawan, entendías la verdadera naturaleza del
poder. De lo que significa manejarla. Qué decepción tan profunda, deseabas ser
tan ordinaria.
—La Reina que Fue Prometida ya no existe —dijo ella, chasqueando la len-
gua—. Ahora no eres más que una asesina con una corona. Una plebeya con el
regalo de la magia.
Alzó su escudo y balanceó a Goldryn con su otro brazo, Aelin los desvió con la
llama encendida.
Sin embargo, ella lo sintió. El dolor familiar, interminable. Las sombras que po-
drían devorar. Presionando más cerca. Comiéndose su poder.
—Lista para ti, para imbuir la espada con tus propios dones. Sin duda, antes de
que le entregarás todo a la puerta del Wyrd.
De vuelta a la línea invisible que había dibujado entre ellas y la puerta sur.
—Me has negado dos cosas, Aelin Galathynius. Las llaves que busqué —otro
látigo de poder se deslizó a Aelin. Su llama apenas la desvió esta vez—. Y el
gran duelo que me prometieron.
Aelin las rebanó con Goldryn, el fuego dentro de la cuchilla firme. Pero no era su-
ficiente. Y cuando Aelin retrocedió otro paso, una de esas columnas le atravesó
sus piernas.
—Despierta.
El mundo cambió. La nieve fue sustituida por una luz de fuego. Y el terreno por
una plancha de hierro.
—Has estado soñando —dijo Maeve, pasándose un dedo sobre la máscara que
todavía estaba pegada a su cara—. Sueños tan extraños y errantes, Aelin.
No. No, había sido real. Se las arregló para levantar la cabeza lo suficiente como
para mirarse a sí misma. Había cambiado y cuerpo estaba demasiado delgado.
Las cicatrices aún estaban en ella.
Todo es un sueño. Una larga pesadilla. Las llaves seguían sin unirse, la cerra-
dura no era forjada.
Un sueño, mientras habían navegado hasta aquí. Dondequiera que fuera aquí.
Tú no te rindes.
Aelin parpadeó.
—Es más fácil, ¿no? —Maeve reflexionó, apoyando sus antebrazos contra el
borde del ataúd—. Permanecer aquí. Así no necesitas tomar decisiones tan ter-
ribles. Dejar que los demás compartan esa carga. Soportar su costo —insinuó
una sonrisa—. En el fondo, eso es lo que te atormenta. Ese deseo de ser libre.
—Es lo que más temes, ni a mí, ni a Erawan, ni a las llaves. Ese deseo tuyo de estar
libre del peso de tu corona, de tu poder, te consumirá. Te amargas hasta que no te
reconoces a ti misma —su sonrisa se ensanchó—. Deseo evitarte todo eso. Conmi-
go, serás libre de una manera que nunca has imaginado, Aelin. Lo juro.
Un juramento.
Aelin cerró los ojos, apagando a la reina que estaba sobre ella, la máscara, las ca-
denas, la caja de hierro.
No era real.
—Sé que estás cansada —continuó Maeve, con suavidad y persuasión—. Das y
das y das, y todavía no era suficiente. Nunca será suficiente para ellos, ¿verdad?
No lo haría. Nada de lo que ella hubiera hecho, o haría, sería suficiente. Incluso si
ella salvó a Terrasen, salvó a Erilea, todavía tendría que dar más, hacer más. El
peso de eso ya la aplastaba.
Él ya le había dicho esas palabras. Habían bailado tantas veces. La bilis le cubría la
garganta. Ella no podía dejar de temblar. Ella sabía lo que él haría, cómo empezaría.
Nunca dejaría de sentirlo, el susurro del dolor.
Aelin trazó sus dedos incrustados de metal sobre su palma. Donde debería estar
una cicatriz. Donde aún estaba. Siempre estaría, incluso si ella no pudiera verla.
Nehemia, Nehemia, que había dado todo por Eyllwe. Y sin embargo…
Y sin embargo, Nehemia todavía había sentido el peso de sus elecciones. Todavía
deseaba liberarse de sus cargas.
Ella no cedería.
Aelin aspiró una respiración, aguda y fresca. Ella no quería que se acabara. Todo
eso.
Aelin examinó la ilusión, tan ingeniosamente labrada. La cámara de piedra, con sus
braseros y gancho en el techo. El altar de piedra. La puerta abierta y el rugir del río
más allá.
Ella se obligó a mirar. Para enfrentar ese lugar de dolor y desesperación. Siempre le
dejaría una marca, una mancha en ella, pero ella no dejaría que la definiera.
Esta no sería su historia. Ella se doblaría a sí misma, a este lugar, a este miedo, pero
no sería toda la historia. No sería su historia.
Aelin conocía el mundo y un campo de batalla se extendía más allá de ellos. Pero
ella permaneció en la cámara de piedra. Había trepado desde el ataúd de hierro.
—Deberías haberlo sabido mejor —dijo Aelin, las brasas persistentes dentro de ella
brillaban—. Tú, quien temía el cautiverio e hizo todo esto para evitarlo. Deberías
haberlo sabido mejor que sólo atraparme. Deberías haber sabido que encontraría
una manera.
Volando con un escudo de fuego, condujo a Maeve a un lado y lanzó una lanza de
llama azul.
Maeve esquivó el asalto con un muro de poder oscuro, pero Aelin se lanzó a la
ofensiva, atacando una y otra vez y otra vez. Esas palabras que le había gruñido a
Maeve en Eyllwe sonaron entre ellas: te mataré.
Y ella lo haría. Por lo que Maeve le había hecho, a ella, a Rowan y Lyria, a Fenrys,
a Connall y a tantos otros, la borraría de la memoria.
Incluso si eso tomara sus últimos respiros, ella se inclinaría para esto.
El gancho del techo se disolvió en mineral fundido que silbó sobre las piedras.
Arrancó el lugar donde se había sentado Fenrys, encadenada por ataduras invisi-
bles.
Una y otra vez, las últimas brasas de su fuego se acumulaban, el sudor caía sobre
su frente, Aelin golpeando a Maeve.
El ataúd de hierro caliente, rojo brillante. Sólo aquí, en esta ilusión, podría hacerlo.
Maeve había pensado atraparla una vez más.
Aelin giró, haciendo retroceder a Maeve. Hacia el ataúd humeante. Paso a paso, la
empujaba. La acorralaba.
Aelin soltó una carcajada, y giró a Goldryn, reuniendo su poder por última vez. Pero
un parpadeo de movimiento atrajo su atención hacia la derecha.
Elide.
Elide se quedó allí, el terror escrito sobre sus rasgos. Alcanzó a alzar una mano para
advertirle a Aelin
—Mira...
No…
Aelin se lanzó, saltando el fuego hacia Elide, para bloquear ese golpe fatal.
Ella se dio cuenta de su error en un instante. Se dio cuenta cuando sus manos pas-
aron por el cuerpo de Elide, y su amiga desapareció.
Aelin se giró hacia Maeve, las llamas volvieron a crecer, pero demasiado tarde.
Unas manos de sombra estaban envueltas alrededor de su garganta. Inamovibles.
Eternas.
Aelin se arqueó, jadeando por un poco de aire mientras esas manos apretaban y
apretaban.
Aelin envolvió sus manos en llamas, rasgando la sombra que ataba alrededor de su
garganta.
Maeve se paró frente a ella, con sus ropas ondeando mientras jadeaba.
Su fuego ardió.
—Puede que te preguntes por qué alguna vez pensé que estarías de acuerdo.
Qué podría tener contra ti —una risa baja—. Las mismas cosas que buscas pro-
teger, eso es lo que destruiré, si me desafías. Lo que es más precioso para ti. Y
cuando haya terminado de hacer eso, te arrodillarás.
No. No…
La oscuridad vibraba desde Maeve, y la visión de Aelin vaciló. Una maldita ola
de viento helado la besó.
Solo lo suficiente para que ella se quede sin aliento. Levantó la cabeza y vio la
mano tatuada que ahora se extendía hacia ella. Alcanzándola, era una oferta
para levantarse. Rowan.
Detrás de él, aparecieron otros dos. Lorcan y Fenrys, éste último en forma de
lobo.
Pero Rowan mantuvo su mano extendida hacia Aelin, que se ofreció para per-
manecer inquebrantable, y no apartó los ojos de Maeve mientras enseñaba los
dientes y gruñía.
Pero fue Fenrys quien golpeó primero. Quien había estado esperando este mo-
mento, esta oportunidad.
Con los colmillos al descubierto, con el pelo erizado, cargó contra Maeve. Yendo
directo a su pálida garganta.
El grito de dolor de Fenrys hizo eco a través de sus huesos antes de que tocara
el suelo.
No. No…
Ella retrocedió un paso, más cerca de la barandilla del balcón. El rey oscuro la
siguió, un depredador acercándose a una presa tan esperada.
Ella vaciló, golpeando la barandilla del balcón detrás de ella, la caída tan horri-
blemente interminable.
—¿Cómo crees que nos llevamos las llaves en primer lugar? —Una sonrisa odi-
osa y horrible—. En mi mundo, tu clase también existe. No son curanderas para
nosotros, sino verdugos. Doncellas de la muerte. Capaz de curar, pero también
de herir. Desenredando el tejido mismo de la vida. De los mundos —Erawan
sonrió—. Así que tomamos a las de tu tipo. Las usábamos para abrir la puerta
del Wyrd. Para arrancar las tres piezas de ella desde su propia esencia. Maeve
nunca lo aprendió, y nunca lo hará —su respiración entrecortada se hizo más
profunda mientras saboreaba cada palabra, cada paso más cerca—. Les tomó
a todos sacar las llaves de la puerta, a cada uno de los curanderos de mi clase.
Pero tú, con tus dones, podrías hacerlo de nuevo. Y con las llaves ahora de re-
greso a la puerta... —otra sonrisa—. Maeve cree que me fui para matarte, para
destruirte. Tu pequeña reina de fuego también lo pensó. Ella no podía concebir
que yo quisiera encontrarte. Antes que Maeve. Antes de que cualquier daño
pueda llegar a ti. Y ahora que tengo... Nos divertiremos, Yrene Towers.
Entonces miró las piedras del balcón. En la sangrienta marca que había cruza-
do, demasiado concentrado en su presa para darse cuenta.
Erawan volvió la cabeza hacia el cielo cuando Lysandra, en forma de ruk, recor-
rió la torre desde donde se había estado escondiendo al otro lado, con Yrene
aferrada a sus garras.
El poder de Erawan aumentó, pero Yrene ya estaba brillando, tan brillante como
el lejano amanecer.
Lysandra abrió sus garras, dejando caer a Yrene delicadamente en las piedras
del balcón, la luz se le escapó mientras corría de cabeza hacia Erawan.
Erawan gritó. Pero el sonido no era nada comparado con lo que salió de él
cuando Yrene lo alcanzó, con las manos como estrellas ardientes, y las golpeó
contra su pecho.
Sin miedo a la luz blanca cegadora que brotó de ella, chocando contra Erawan.
Su poder oscuro subió como una ola para devorar al mundo. Yrene no la dejó
tocarla. O tocar cualquiera de ellos. Esperanza.
Esperanza que le dijo a Chaol lo que llevaba consigo. Esperanza que ahora
crecía en su vientre.
Era la esperanza que lo que había guiado a dos mujeres en los extremos opues-
tos de este continente hacia diez años. Esperanza era lo que había guiado a
la madre de Yrene a tomar el cuchillo y matar al soldado que habría quemado
a Yrene viva. Esperanza era lo que había guiado a Marion Lochan cuando ella
eligió comprar a una joven heredera el tiempo para correr con su propia vida.
Dos mujeres, que nunca se habían conocido, dos mujeres que el mundo había
considerado ordinarias. Dos mujeres, Josefin y Marion, que habían elegido la
esperanza frente a la oscuridad.
Dos mujeres, al final, las habían comprado todo este momento. Este único dis-
paró al futuro.
Para ellos, Yrene no tenía miedo. Para el niño que llevaba, no tenía miedo.
Para el mundo que ella y Chaol construirían para ese niño, no tenía miedo en
absoluto.
Los dioses podrían haberse ido, Silba con ellos, pero Yrene podría haber jurado
que sintió esas manos cálidas y suaves que la guiaban. Empujando sobre el
pecho de Erawan mientras se sacudía, la fuerza de mil soles oscuros intentaba
destrozarla.
Rasgó, trituró y rasgó dentro de él, al gusano retorcido que yacía dentro.
A lo lejos, muy lejos, Yrene sabía que era incandescente con la luz, más bril-
lante que un sol de mediodía. Sabía que el rey oscuro debajo de ella no era
nada más que una fosa de serpientes retorciéndose, mordiéndola, tratando de
envenenar su luz.
No tienes poder sobre mí, le dijo Yrene. En el cuerpo que albergaba ese parási-
to de los parásitos.
Erawan gritó.
Poco a poco, ella lo quemó. Empezando por sus extremidades, trabajando ha-
cia adentro. Y cuando su magia comenzó a disminuir, Yrene extendió una mano.
Casi hizo que Dorian se arrodillase cuando se encontró con el suyo. Mientras
le entregaba su poder, voluntaria y gustosamente, Erawan se postró ante ellos.
Empalado.
Alegre. Debería alegrarse de ese dolor, de ese grito. El final que seguramente
vendría.
Por Adarlan, por Sorscha, por Gavin y Elena. Por todos ellos, Dorian dejó que su
poder fluyera a través de Yrene.
—Su nombre.
Yrene, concentrada en la tarea que tenía ante ella, ni siquiera miró en su direc-
ción. Pero Erawan, a través de sus gritos, se encontró con la mirada de Dorian.
El odio en los ojos del rey demonio era suficiente para devorar al mundo.
—El nombre de mi padre —su voz no vaciló—. Lo tomaste —no se había dado
cuenta de que lo quería. Lo necesitaba, tan desesperadamente.
—Devuélvelo.
Yrene lo miró ahora, la duda en sus ojos. Su magia se detuvo, solo por un in-
stante.
El grito de Erawan amenazó con romper las piedras del castillo cuando Dorian
empujó la hoja más profundo. Lo retorció. Envió su poder a través de él.
Su padre había sido borrado del Inframundo, de todos los ámbitos de la existen-
cia, pero aún podía recibir su nombre.
—Dime…
Es el tuyo.
El nombre de su padre...
Dorian.
Tal vez su padre, sin saberlo, había escondido su nombre dentro de él, una
última parte de desafío contra Erawan. Y había nombrado a su hijo por ese de-
safío, una marca secreta con el que el hombre todavía luchaba. Nunca había
dejado de pelear.
Incluso con el rey Valg ante él, algo en el pecho de Dorian se alivió.
Curado.
Así que Dorian le dijo a Erawan, sus lágrimas se consumían bajo el calor de su
magia.
Los ojos de Erawan se encendieron como brasas. E Yrene desató su poder una
vez más.
Erawan no pudo hacer nada. Nada en contra de esa magia pura, uniéndose a la
de Yrene, tejiendo ese poder de creación mundial.
Nunca había visto su luz, que ahora escaldaba su carne antigua, blanca como
la luna.
Mostrándoselo a él.
Deseando saber cómo se veía la madre de Elide para poder mostrarle también
a Marion Lochan.
Dos madres, cuyo amor por sus hijas y la esperanza de un mundo mejor eran
mayores que cualquier poder que Erawan pudiera ejercer. Mayor que cualquier
Llave del Wyrd.
Y fue con la imagen de su madre que todavía brillaba ante él, mostrándole el
error que nunca había sabido que cometió, que Yrene apretó sus dedos en un
puño.
Erawan gritó.
Los dedos de Yrene se apretaron con más fuerza y, a lo lejos, sintió que su mano
física hacía lo mismo. Sintió la picadura de sus uñas cortándose las palmas.
Ella no escuchó las súplicas de Erawan. Sus amenazas. Ella solo apretó su
puño. Más y más.
Hasta que ella apretó su puño, una última vez, y esa llama oscura se apagó.
—Quémalo —dijo Yrene con voz áspera, una mano yendo a su vientre. Un pulso
de alegría, una chispa de luz, respondió.
Dorian no dudó. Las llamas saltaron, devorando el cuerpo en descomposición
ante ellos.
Eran innecesarios.
Estaba muerta.
Su cuerpo sin vida había sido clavado en las puertas de Orynth, con el pelo ra-
pado hasta el cuero cabelludo.
Rowan se arrodilló ante las puertas, los ejércitos de Morath pasaban corriendo
junto a él. No era real. No podría serlo. Sin embargo, el sol calentaba su rostro.
El hedor de la muerte le llenó la nariz.
Apretó los dientes y se dispuso a alejarse de este lugar. Despertar de esta pe-
sadilla.
No vaciló.
—Tú provocaste esto sobre ti mismo, lo sabes —le dijo una voz femenina. Con-
ocía esa voz. Nunca lo olvidaría.
Lyria.
Ella estaba detrás de él, mirando a Aelin. Vestida con la armadura oscura de
Maeve, con su cabello castaño trenzado por su delicada y encantadora cara:
Muerta. Lyria estaba muerta, y Aelin era la única que estaba destinada a sobre-
vivir...
—¿La elegirías por sobre mí? —Demandó Lyria, sus ojos castaños se estrechar-
on—. ¿Es ese el tipo de hombre en el que te has convertido?
No pudo encontrar ninguna palabra, nada para explicar, para disculparse. Aelin
estaba muerta.
—Lo siento.
—Lo siento, pero ¿lo cambiarías? ¿Fui yo el sacrificio que estabas dispuesto a
hacer para obtener lo que querías?
Fenrys negó con la cabeza, pero de repente fue el de un lobo, el cuerpo que una
vez había amado con tanto orgullo y fiereza. La forma de un lobo, sin capacidad
de hablar.
Necesitaba decirle, decirle a su gemelo todo lo que quería decir, desearía haber
podido decírselo. Pero la lengua de ese lobo no expresaba el lenguaje de los
hombres y los Fae. Sin voz. No tenía voz.
—Estoy muerto por tu culpa —respiró Connall—. Sufrí por ti. Y nunca lo olvidaré.
Y Lorcan en completo silencio, sin ver los ojos mientras se desarrollaba un hor-
ror indecible.
Esto no era una ilusión, no era ningún sueño hilado. Esto, su dolor, esto era real.
Los poderes Valg de Maeve, por fin revelados. El mismo poder infernal que
poseían los príncipes valg. El mismo poder que había soportado. Y derrotado
con llamas.
—De hecho, no hay nada con lo que puedas negociar —dijo Maeve simple-
mente—. Solo contigo misma.
Elide estaba delante de él, las torres elevadas de una ciudad que Lorcan nunca
había visto, la ciudad que debería haber sido su hogar, atrayéndola sobre el hor-
izonte. El viento azotó su cabello oscuro, tan frío como la luz en sus ojos.
Elide se rió.
—¿Compañera? ¿Por qué pensaste alguna vez que tenías derecho a algo así
después de todo lo que has hecho?
No podía ser real, no era real. Y sin embargo, esa frialdad en su rostro, la dis-
tancia...
Maeve los examinó, a los tres machos que habían sido sus esclavos, perdiendo
cuando su poder oscuro cuando rasgó sus mentes, sus recuerdos y se echó a
reír.
Gavriel.
Gavriel estaba muerto. Ella sintió la verdad en las palabras de Maeve. Dejó que
le hicieran un agujero en el corazón.
Fenrys gritó ahora. Rowan se había quedado en silencio, sus ojos verdes vacíos.
Lo que vio, lo había llevado más allá de los gritos, más allá del llanto.
Dolor. Dolor inefable, inimaginable. Como el que ella había soportado, o tal vez
peor. Y todavía…
Aelin no le dio tiempo a Maeve para reaccionar. Incluso de girar la cabeza mien-
tras agarraba a Goldryn de donde está tendida a su lado y se la arrojó a la reina.
Erró por una pulgada, la reina Valg giró hacia un lado antes de que la hoja se
enterrara profundamente en la nieve, humeando donde aterrizó. Siguió ardiendo
Se estrelló contra Rowan, entre Fenrys y Lorcan. Golpearon sus hombros, duros
y profundos.
Quemándolos. Marcándolos.
—Eres poca cosa —dijo Lyria, aun estudiando la puerta donde el cuerpo de Aelin se
balanceaba—. Te lo merecías. Después de lo que me hicieron, mereces esto.
Aelin estaba muerta.
Él no deseaba vivir en este mundo. Ni por un latido de corazón más. Aelin estaba
muerta. Y él...
Como si alguien le hubiera presionado una marca. Un atizador al rojo vivo. Una lla-
ma.
Lyria continuó:
—Sólo traes sufrimiento a quienes amas —las palabras eran distantes. Secundarias
a esa herida ardiente.
Un ancla.
Como una vez la había anclado, arrastrándola del agarre de un príncipe Valg. Aelin.
Sus manos se curvaron a los costados. Aelin, que había conocido el sufrimiento
como él. A quien se le habían mostrado vidas pacíficas y todavía lo había elegido,
exactamente como era, por lo que ambos habían soportado. Ilusiones, esas habían
sido ilusiones.
Manteniéndolo cautivo.
Ella había hecho esto, lo había hecho antes. Transformado su mente. Torciendo y
arrebatando de él esta cosa más vital. Aelin.
Lorcan rugió a la marca que destrozó sus sentidos, a través de las palabras bur-
lonas de Elide, a través de la imagen de Perranth, la casa que tanto deseaba y
que nunca podría ver.
Y Maeve. Preparada ante ellos, con su pálido rostro lívido. Su poder se abalanzó
sobre él, una sorprendente pantera...
Elide ahora yacía en una cama grande y opulenta, y su mano seca buscaba la
suya. Una mano envejecida, llena de marcas, las delicadas venas azules se en-
trelazan como de los muchos ríos que rodean Doranelle.
Y su cara... sus ojos oscuros eran filosos, sus arrugas profundas. Su pelo delga-
do estaba blanco como la nieve.
—Esta es una verdad que no puedes superar —dijo ella, con voz ronca—. Una
espada sobre nuestras cabezas.
Su lecho de muerte. Eso es lo que era. Y la mano que rozó contra la de ella,
seguía siendo joven. Se mantenía joven.
—Por favor —se puso una mano en el pecho, como si detuviera el crujido impla-
cable.
El aliento de Elide retumbó contra sus orejas. No podía ver esto, no podía... Se
clavó la mano con más fuerza en su pecho. Al dolor allí.
Lo vio en la cara de Elide. En cada línea y marca de edad. En cada pelo blanco.
Una vida vivida, juntos. El dolor de la despedida por lo maravilloso que había
sido.
Elide dejó escapar una tos cortante que lo destrozó, sin embargo, la tomó en su
corazón, cada una de ellas. Todo lo que el futuro podía ofrecer.
No le asustaba.
I
Una y otra vez, Connall murió. Una y otra vez.
Dolor. La cosa que ella había temido infligirles más, había luchado y luchado
para mantenerlos alejados.
El olor de su carne quemada picó sus fosas nasales, y Maeve dejó escapar una
carcajada.
—Podemos seguir con esto, ya sabes —continuó Maeve—. Hasta que Orynth
esté en ruinas —Rowan miró sin ver hacia adelante, con la palma de su mano
derramando sangre sobre la nieve.
Un gesto llamativo, demasiado pequeño para que Maeve lo notara. Para que
cualquiera lo notara, excepto ella. Excepto por el lenguaje silencioso entre ellos,
la forma en que sus cuerpos se habían hablado desde el momento en que se
habían encontrado en el polvoriento callejón de Varese.
Un pequeño acto de desafío. Como una vez había desafiado a Maeve ante su
trono en Doranelle.
Su compañero tembló, luchando contra la mente que había invadido la suya una
vez más.
—Qué desperdicio —dijo Maeve, volviéndose hacia ellos—. Para que estos ma-
chos puros dejen mi servicio, solamente para terminar atados a una reina con
apenas unas pocas gotas de poder en su nombre.
Una puerta se abrió entre ellos. Una puerta para él, para ella. Sus dedos se cer-
raron alrededor de los de ella.
Su corazón cantó, rugiendo, ante el poder que fluía de Rowan y hacia ella. A su
lado, su compañero se aferraba rápidamente. Irrompible.
—Tal vez no lo haga —dijo Lorcan un paso detrás de ellos, sus ojos claros y li-
bres—, pero juntos, lo tenemos —miró a Aelin, una mano que se elevaba hacia
la furiosa quemadura roja que rodeaba su pecho.
—Y más allá de nosotros —dijo Aelin, dibujando una marca en la nieve con la
sangre que había derramado, su sangre y la de Rowan—, creo que también
tienen suficiente.
La luz estalló en sus pies, y el poder de Maeve aumentó, pero demasiado tarde.
El portal se abrió. Exactamente como lo habían prometido las marcas del Wyrd
en los libros que Chaol e Yrene habían traído del continente del sur.
La cañada del bosque estaba plateada a la luz de la luna, con las nieves espe-
sas. Extraños árboles viejos, más viejos que los de Oakwald. Árboles que solo
se podían encontrar al norte de Terrasen, en el interior de su territorio.
Pero no fueron los árboles los que hicieron que Maeve se detuviera. No, era la
gran masa de personas, sus armaduras y sus armas brillaban bajo sus pesadas
pieles. Entre ellos, grandes como caballos, gruñían lobos. Lobos con jinetes.
En el campo de batalla, portal tras portal había sido abierto. Justo donde Rowan
y el grupo de guerreros Fae los habían dibujado con su propia sangre mientras
luchaban. Todo había sido abierto por este hechizo. Este comando. Y más allá
de cada portal, se podía ver esa multitud de personas. El ejército.
—Escuché que planeaba venir aquí —dijo Aelin a Maeve. El poder de Rowan
era una sinfonía en su sangre—. Escuché que planeabas llevar a las prince-
sas kharankui contigo —ella sonrió—. Así que pensé en traer algunos amigos
propios.
Surgió la primera de las figuras más allá del portal, montada en un gran lobo
plateado. E incluso con las pieles sobre su pesada armadura, se podían ver las
orejas arqueadas de la hembra.
Cada vez más Fae y jinetes de lobo avanzaban hacia el portal, sacando las ar-
mas.
—¿Pero sabes a quién odian aún más? —Aelin señaló con Goldryn hacia el
campo de batalla—. A esas arañas. Nesryn Faliq me contó todo acerca de cómo
sus ancestros lucharon contra ellos en el sur del continente. Cómo huyeron de ti
cuando trataste de mantener encadenados a sus sanadores, y luego terminaste
luchando contra tus pequeños amigos. Y cuando llegaron a Terrasen, todavía lo
recordaban. Una parte de la verdad se perdió, se volvió confusa, pero ellos lo
recordaban. Se la enseñaron a su descendencia. Los entrenaron.
Los Fae y sus lobos más allá de los portales ahora fijaron sus miradas en los
híbridos kharankui que por fin emergían en la llanura.
—Les dije que me encargaría de ti —dijo Aelin, y Rowan se echó a reír—, pero
las arañas... Oh, las arañas son todas suyas. Creo que han estado esperando
esto por un tiempo, en realidad. A las brujas Ironteeth, también. Al parecer, los
Yellowlegs no fueron muy amables con los que quedaron atrapados en sus for-
mas animales en estos diez años.
Para un pueblo que solo había pedido una cosa cuando Aelin les había pedido
que lucharan, que se unieran a esta última batalla: regresar a casa. Para volver
a Orynth tras una década de ocultarse.
Maeve se había puesto muy pálida. Palideció aún más cuando la magia se en-
cendió y surgió y esas arañas híbridas cayeron, sus gritos de sorpresa se silen-
ciaron bajo las cuchillas Asterion.
A través del rugido del poder de Rowan, Aelin buscó los hilos que salían de su
corazón, de su alma.
Mírame.
—Supongo que crees que ahora puedes acabar conmigo de alguna manera
grandiosa —Maeve le dijo a ella y a Rowan, esa oscura poder que se hincha-
ba—. Tú, a quien más he hecho daño.
Mírame.
Su rostro destrozado goteaba sangre, Fenrys miró, sus ojos girando ciegamente
hacia los de ella. Y despejándose, solo un poco.
Aelin parpadeó cuatro veces. Estoy aquí, estoy contigo.
Sin respuesta.
—¿Entiendes lo que es una reina Valg? —les preguntó Maeve, con triunfo en su
rostro a pesar de los Fae perdidos y los jinetes de lobos que cargaron en el cam-
po de batalla más allá de ellos—. Soy tan vasta y eterna como el mar. Erawan y
sus hermanos me buscaron por mi poder —su magia fluía a su alrededor en un
aura profana—. ¿Crees ser una asesinoa de un Dios, Aelin Galathynius? ¿Qué
eran sino criaturas vanas encerradas en este mundo? ¿Qué eran las cosas que
tu mente humana no puede comprender? —Ella levantó los brazos—. Soy un
Dios.
Una reina le había dicho eso. En su lenguaje secreto y silencioso. Durante las
inefables horas de tormento, se lo habían dicho mutuamente.
No estaba solo.
Maeve se quedó allí. Ante Aelin y Rowan, ardiendo con fuerza. Frente a Lorcan,
sus oscuros regalos eran una sombra a su alrededor. Fae, tantos Fae y lobos,
algunos montados en ellos, llegando al campo de batalla a través de agujeros
en el aire. Había funcionado, entonces. Su loco plan, que se promulgaría cuando
todos se fueran al infierno, cuando no les quedara nada.
Sin embargo, el poder de Maeve creció. Los ojos de Aelin permanecieron sobre
él, anclándolo. Sacándolo de esa veranda ensangrentada. Un cuerpo temblando
de dolor. Una cara que ardía y palpitaba.
Sí.
Y entonces estallaron.
Pero la reina oscura había estado esperando. Las olas gemelas de oscuridad se
arquearon y en cascada para ellos.
Solo para ser detenido por un escudo de viento negro. Golpeado a un lado.
Aelin y Rowan volvieron a golpear, tan rápido como una víbora. Flechas y lanzas
de fuego que Maeve cedió un paso. Luego otro.
—Yo diría —jadeó Aelin, hablando por encima del glorioso rugido de la magia
a través de ella, la inquebrantable canción de ella y Rowan—, que no nos has
hecho ningún daño.
Como golpes alternos, Lorcan golpeó con ellos. Fuego y luego muerte a medi-
anoche. Las oscuras cejas de Maeve se estrecharon.
Aelin lanzó una pared de llamas que empujó a Maeve hacia atrás otro paso.
Los ojos de Maeve se abrieron de par en par, y ella se giró. Pero no lo suficien-
temente rápido.
La sangre oscura de Maeve se derramó sobre la nieve cuando cayó de rodillas, con
los dedos arañando la ardiente espada clavada en su pecho.
Con los dientes descubiertos, Maeve siseó mientras intentaba liberar la hoja.
—Sácala.
Lorcan sonrió sombríamente, observando a los Fae y los jinetes de lobo causando
estragos a las arañas.
Maeve gruñó, y no era el sonido de un Fae o humano. Era Valg. Valg puro, sin diluir.
—Iré a cualquier lugar que elijas para desterrarme —dijo Maeve—. Sólo sácala.
No mágicas, nunca más serían así, pero tenía una fuerza más grande, más profun-
da que eso. Un corazón de fuego, así la había llamado su madre.
Maeve se detuvo, estudiando la mano de Aelin. Los nuevos callos en ella. Ella hizo
una mueca, hizo una mueca de dolor por la hoja que destrozaba su corazón pero
no la mataba.
Los ojos oscuros de Maeve escudriñaron a Aelin, luego a Rowan y Lorcan, antes
de responder.
—Y si elijo desterrarte, irás a donde sea que decidamos. Y nunca más nos mole-
starás, o a cualquier otro.
—Sí —espetó Maeve, haciendo una mueca ante la espada inmortal que perforaba
su corazón.
Aelin se acercó. Justo cuando ella deslizaba algo sobre el dedo de Maeve.
Demasiado tarde, mientras el anillo de oro, el anillo de Silba, el anillo de Athril, brilla-
ba en su pálida mano.
Maeve había querido el anillo no por protección contra Valg. No, ella era Valg.
Sin embargo, cuando Elide se lo había dado a Aelin, no había sido para destruir a
una reina Valg. Era para mantener a Aelin a salvo. Y Maeve nunca lo conocería,
ese don y poder: la amistad.
Lo que Aelin sabía que evitaría que se convirtiera en la reina que estaba frente a
ella.
Ellos solo se pararon entre la nieve que caía, con los rostros inmóviles y la obser-
varon. Fueron testigo de esta muerte por todos aquellos que había destruido.
Revelando fragmentos de la criatura bajo el disfraz. La piel que ella había creado
para sí misma.
Aelin solo miró a Rowan, a Lorcan y Fenrys, una pregunta silenciosa en sus ojos.
Rowan y Lorcan asintieron. Fenrys parpadeó una vez, su rostro mutilado todavía
sangraba.
Así que Aelin se acercó a la reina que gritaba, la criatura debajo. Caminó detrás de
ella y tiró de Goldryn.
Maeve levantó los ojos oscuros y odiosos mientras Aelin levantaba a Goldryn.
—Fingiremos que mis últimas palabras para ti fueron algo digno de una canción.
La boca de Maeve todavía estaba abierta en un grito mientras su cabeza caía ha-
cia la nieve. La sangre negra se roció, y Aelin se movió de nuevo, atravesando con
Goldryn el cráneo de Maeve. Hacia la tierra debajo de ella.
No por la reina Valg muerta ante ellos. O incluso por lo que Aelin había hecho. No,
por su príncipe, su marido, su compañero, mirando hacia el sur. Al campo de batal-
la.
Donde línea tras línea tras línea de soldados Valg caían de rodillas en medio de una
pelea con los Fae y los lobos y la caballería de Darghan.
Donde los ruks se agitaron con asombro cuando ilken cayeron de los cielos, como
si hubieran sido asesinados a golpes.
Hasta que la sombra oscura que rodeaba al ejército caído también se alejaba con
el viento.
Aelin lo supo con certeza entonces. A donde Erawan había ido. Quien lo había der-
ribado al fin.
Así que Aelin arrancó su espada del montón de cenizas que había sido Maeve. La
elevó hasta el cielo nocturno, a las estrellas, y dejó que su llanto de victoria llenara
el mundo. Dejó que sonara el nombre que gritó, los soldados en el campo, en la
ciudad, atendiendo la llamada hasta que todo Orynth cantó con ella. Hasta que al-
canzó a las estrellas brillantes del Señor del Norte que brillaban sobre ellos, que ya
no era necesarias para guiarlos hacia su casa.
Yrene.
Yrene.
Yrene.
Capítulo 116
Traducido por Luneta
Corregido por Cotota
Chaol se despertó con las manos cálidas y delicadas que le acariciaban la frente
y la mandíbula.
En un momento, había estado luchando por abrirse camino por las almenas. Al
siguiente... no lo recordaba. Como si cualquier oleada de poder hubiera pasado
por Yrene, no solo había le hubiera debilitado su columna vertebral, sino también
su conciencia.
—No sé si empezar a gritar o llorar —dijo, gimiendo cuando abrió los ojos y en-
contró a Yrene arrodillada ante él. Un latido lo hizo evaluar sus alrededores: una
especie de escalera, donde había estado tendido en los escalones más bajos
cerca de un rellano. Un arco abierto a la fría noche reveló un cielo estrellado y
claro más allá. No había wyverns en ella.
—No dudes en gritar todo lo que quieras —dijo, y algunas de esas lágrimas se
escaparon.
—Se acabó, entonces —dijo contra su piel, incapaz de detener el temblor que
se hizo cargo, la mezcla de alivio y alegría y ese terror fantasma que no se des-
vanece.
Yrene solo pasó sus manos por su cabello, por su espalda, y sintió su sonrisa.
—Se acabó.
Sin embargo, la mujer que sostenía, el niño que crecía dentro de ella...
Erawan podría haber terminado, su amenaza y su ejército con él. Y Maeve con
eso, también.
Era tan poco probable como los Fae y los lobos que simplemente habían apare-
cido a través de agujeros en el mundo. Un ejército desaparecido, que no había
perdido el tiempo lanzándose contra Morath. Como si supieran precisamente
dónde y cómo golpear. Como si hubieran sido convocados a partir de los antig-
uos mitos del norte.
—¿Estás herida? —Sartaq. Los ojos del príncipe estaban muy abiertos, su rostro
ensangrentado, mientras la escaneaba de pies a cabeza. Detrás de él, Kadara
jadeó en las almenas, sus plumas tan sangrientas como su jinete.
Nesryn solo señaló al enemigo ahora inmóvil, incapaz de encontrar las palabras.
Pero otros lo hicieron. Una palabra, un nombre, una y otra vez. Yrene.
Los curanderos corrieron por las almenas, apuntando a los dos enemigos, y
Nesryn se permitió deslizar sus brazos alrededor de la cintura de Sartaq. Pre-
sionar su cara contra su pecho blindado.
—Nesryn —su nombre era una pregunta y una orden. Pero Nesryn solo lo abrazó
con fuerza. Tan cerca. Habían llegado tan, tan cerca de la derrota absoluta.
—Significa —dijo contra su piel—, que nos vamos a casa. Que vuelves a casa
conmigo.
E incluso con la batalla recién terminada, incluso con los muertos y heridos a su
alrededor, Nesryn sonrió. Casa. Sí, ella iría a casa con él al sur del continente. Y
a todos los que allí esperaban.
Aquellos a quienes los curanderos aún podrían salvar. Mañana. Eso vendría
mañana.
La luna había alcanzado la cima cuando decidieron sin palabras que habían
visto lo suficiente para determinar que el ejército de Erawan nunca volvería a
levantarse.
Aelin miró a Rowan, sus coronas de llamas aún ardían, intactas. Tomó su mano.
Con el corazón tronando a través de cada hueso de su cuerpo, Aelin dio un paso
hacia la puerta. Hacia Orynth. Hacia casa
Lorcan y Fenrys se colocaron detrás de ellos. Las heridas de este último aún
se filtraban por su rostro, pero él había rechazado las ofertas de Aelin y Rowan
para curarlo. Había dicho que quería un recordatorio. No se habían atrevido a
preguntar de qué, todavía no.
No los soldados del kanato, sino hombres y mujeres con armadura de Terrasen.
Y entre los civiles, también, el temor y la alegría en sus caras.
Aelin miró al umbral de la puerta. En las piedras antiguas, familiares, ahora em-
papadas en sangre y violencia.
Ella envió un susurro de llamas deslizándose sobre ellas. Los últimos restos de
su poder. Cuando el fuego desapareció, las piedras quedaron limpias nueva-
mente. Nuevo. A medida que esta ciudad se hiciera de nuevo, traída a mayores
alturas, mayores esplendores. Un faro de aprendizaje y luz una vez más.
Los dedos de Rowan se apretaron alrededor de los de ella, pero ella no lo miró
mientras cruzaban el umbral, pasando por la puerta.
No, Aelin solo miró a su gente, sonriendo amplia y libremente, cuando entraron
a Orynth.
Capítulo 117
Traducido por IsaCat
Corregido por Cotota
Aedion luchó hasta que el soldado enemigo delante de él se había arrodillado como
si estuviera muerto.
Una solitaria vela había sido encendida en el cuarto vacío de los barracones donde
habían colocado su cuerpo sobre una mesa de trabajo.
Cuánto tiempo permaneció allí con la cabeza inclinada, no lo sabía. Pero la vela casi
se había quemado hasta la base cuando la puerta se abrió con un chirrido, y un olor
familiar apareció.
Ella no dijo nada mientras se acercaba con pasos silenciosos. Nada dijo mientras
cambiaba y se arrodillaba a su lado.
Lysandra solo se apoyó en él, hasta que Aedion la rodeó con el brazo y la apretó con
fuerza.
Juntos se arrodillaron ahí, y él supo que su dolor era tan real como el suyo. Sabía
que su dolor era por Gavriel, pero también por su propia pérdida.
Los años que él y su padre no habían tenido. Los años que se había dado cuenta que
quería tener, las historias que deseaba escuchar, el hombre que deseaba conocer. Y
nunca lo haría.
¿Lo había sabido Gavriel? ¿O se había ido creyendo que su hijo no quería tener
nada que ver con él?
Era lo menos que podía hacer. Para asegurarse de que su padre lo supiera en el otro
mundo.
Salieron a la calle y Lysandra se detuvo para limpiar sus lágrimas. Para besar sus
mejillas, luego su boca. Cariñosos, suaves toques.
Aedion la rodeó con sus brazos y la abrazó con fuerza bajo las estrellas y la luz de
la luna.
―Lo soy.
Su tío.
Él era su tío.
Su padre había sido mucho mayor que él, pero desde que Falkan se enteró de su
existencia, la había estado buscando. Diez años, había buscado al niño abandonado
de su hermano muerto, visitando Rifthold siempre que podía. Sin darse cuenta de
que ella también podría tener sus dones, podría no estar usando ninguno de los
rasgos de su hermano.
―Lo que desees ―dijo Falkan―. Nunca más pedirás por algo de nuevo.
Lysandra estaba llorando, y había pura alegría en su rostro cuando lanzó sus brazos
alrededor de Falkan y lo abrazó con fuerza.
Horas más tarde, todavía sentado en el balcón donde Erawan había sido destrozado,
Dorian no lo creía del todo.
Siguió mirando ese lugar, la mancha oscura en las piedras, Damaris sobresaliendo
de ella. El único rastro que quedaba.
El nombre de su padre. Su propio nombre. El peso de eso se instaló en él, sin ser
una cosa totalmente desagradable.
Con las piernas temblorosas, Dorian levantó a Damaris de las piedras. La hoja se
había vuelto negra como ónix. Con una pasada de sus dedos reveló que era una
mancha que no se limpiaría.
Diez años de sufrimiento, tormento y miedo, y la mancha era todo lo que quedaba.
Giró la espada en su mano, su peso era más pesado de lo que había sido. La espada
de la verdad.
Erawan había hecho esto, había sacrificado y esclavizado a tantos, para poder ver a
sus hermanos de nuevo. Quería conquistar su mundo, castigarlo, pero quería reunirse
con ellos. Milenios apartados, y Erawan no había olvidado a sus hermanos. Los
anhelaba.
―Soy humano.
Se calentó en su mano.
Miró la hoja. La espada de Gavin. Una reliquia de una época en que Adarlan había
sido una tierra de paz y abundancia.
―Soy humano.
Las alas explotaron y luego Abraxos aterrizó en el balcón. Una jinete de pelo blanco
encima de él.
Escudriñó los cielos más allá de ella en busca de las Trece, en busca de Asterin
Blackbeak, sin duda, rugiendo su victoria ante las estrellas.
Su corazón se tensó cuando entendió, a medida que la pérdida de esas doce fieras
y brillantes vidas le hizo otro agujero. Una que no olvidaría, otra que honraría. En
silencio, cruzó el balcón.
Dorian solo la abrazó con más fuerza, y dejó que Manon se apoyara en él durante
todo el tiempo que necesitara, Abraxos miraba hacia ese maldito trozo de tierra en
la llanura, hacia la compañera que nunca regresaría, mientras que la ciudad abajo,
celebraba.
Su gente se alineaba en esas calles, con velas en sus manos. Un río de luz, de
fuego, que señalaba el camino a casa.
La cara de Darrow estaba fría como la piedra. Dura como los Staghorns más allá de
la ciudad mientras permanecía bloqueando el camino.
Rowan dejó escapar un gruñido bajo, el sonido se hizo eco de Fenrys, un paso
detrás de ellos.
―¿Por qué?
Y ella no sabía cómo Evangeline lo había hecho. Cómo había cambiado a este viejo
señor ante ellos. Sin embargo, allí estaba Darrow, gesticulando hacia las puertas,
hacia el castillo detrás de él.
Aelin solo se echó a reír, tomando a la niña de la mano y dirigió la promesa del
brillante futuro de Terrasen al castillo.
Darrow los condujo hacia el comedor, para encontrar cualquier alimento y refresco
que pudieran estar disponibles en la oscuridad de la noche, después de tal batalla.
Todo el pasillo se quedó en silencio cuando se lanzó hacia Aedion, y se lanzó sobre
él tan fuerte que retrocedió un paso.
Tuvo la vaga sensación de que Lysandra se unía a Rowan y los demás detrás de
ella, pero no se volvió. No cuando su propia risa alegre murió al ver el rostro cansado
y demacrado de Aedion. El dolor en él.
―Lo siento.
Sin decir palabra, Aedion la condujo desde el comedor. Bajando por los sinuosos
pasillos del castillo, su castillo, hasta una pequeña habitación a la luz de las velas.
Gavriel había sido acostado en una mesa, una manta de lana que ocultaba el cuerpo
que ella sabía que estaba rallado debajo. Solo se veía su hermoso rostro, aún noble
y amable en la muerte.
―Deseé esperar para ofrecerte el juramento de sangre hasta que tu hijo lo hubiera
tomado ―dijo ella, con su voz tranquila haciendo eco en las piedras―. Pero te lo
ofrezco ahora, Gavriel. Con honor y gratitud, te ofrezco el juramento de sangre.
Sus lágrimas cayeron sobre la manta que lo cubría, y se limpió una antes de sacar
la daga de la vaina que tenía a su lado. Ella sacó su brazo de debajo de la cubierta.
Con un golpe de la hoja la hizo cortar la palma de su mano. No fluía sangre más allá
de una ligera hinchazón. Sin embargo, esperó hasta que una gota se deslizó a las
piedras. Luego abrió su propio brazo, sumergió sus dedos en la sangre y dejó caer
tres gotas en su boca.
―Que el mundo sepa ―dijo Aelin, con voz entrecortada―, que eres un hombre de
honor. Que estuviste junto a tu hijo y este reino, y ayudaste a salvarlo ―ella besó la
frente fría―. Me has jurado con sangre. Y serás enterrado aquí como tal ―ella se
apartó, acariciando su mejilla una vez más―. Gracias.
Cuando se dio la vuelta, no fue solo Aedion quien tenía lágrimas en su rostro.
Los dejó allí. El Cadre, la hermandad, que ahora quería despedirse a su manera.
Fenrys, con su rostro ensangrentado aún sin atención, se hundió en una rodilla al
lado de la mesa. Un instante después, Lorcan hizo lo mismo.
Las mismas oraciones que una vez había cantado mientras la había tatuado.
La clara y profunda voz de Rowan llenaba la habitación, Aelin pasanado su brazo por
el de Aedion, y dejó que se apoyara en ella mientras caminaban de regreso al Gran
Comedor.
Aedion deslizó sus ojos enrojecidos hacia ella. Pero una chispa los encendió, solo
un poco.
Tantas brujas. Había tantas brujas, Ironteeth y Crochan, en los pasillos del castillo.
Elide escaneó sus caras mientras trabajaba con los curanderos en el Gran Salón. Un
señor oscuro y una reina oscura derrotados, pero los heridos permanecían. Y con lo
que le quedaba de fuerzas, ayudaría en todo lo que pudiera.
Pero cuando una bruja de pelo blanco entró cojeando en el pasillo, una Crochan
herida se coló entre ella y otra bruja que Elide no reconoció... Elide estaba a mitad
de camino a través del espacio, a través del pasillo donde había pasado tantos días
felices de su infancia, para cuando se dio cuenta de que ella se había movido.
―¿Quién?
―Todas.
Todas las Trece. Todas esas brujas feroces, brillantes. Se habían ido. Elide se llevó
una mano al corazón, como si pudiera evitar que se agrietara.
Pero Manon cerró la distancia entre ellas, e incluso con esa pena en su cara maltratada
y ensangrentada, puso una mano en el hombro de Elide. En comodidad.
La visión de Elide picó y se hizo borrosa, Manon limpió la lágrima que escapó.
―Vive, Elide ―fue todo lo que la bruja le dijo antes de salir del pasillo una vez
más―. Vive.
Horas más tarde, Elide encontró a Lorcan de pie junto al cuerpo de Gavriel.
Cuando escuchó, lloró por el hombre que le había mostrado tanta amabilidad. Y por
la forma en que Lorcan se arrodilló ante Gavriel, supo que él acababa de hacer lo
mismo.
Ella mantuvo los brazos abiertos, y Lorcan se quedó sin aliento cuando la empujó
contra él.
―Yrene lo hizo ―dijo, caminando hasta que encontró un lugar tranquilo cerca de un
banco, con ventanas que daban a la ciudad que celebraba―. Sólo se me ocurrió la
idea.
Elide puso los ojos en blanco, a pesar de todo lo que había sucedido, todo lo que
había ante ellos.
―Un piloto de ruk llegó hace unas horas. Es lo mismo que está aquí: con la desaparición
de Erawan, los soldados que sostenían la ciudad se derrumbaron o huyeron. Su gente
ha recuperado el control, pero los que estaban poseídos necesitarán curanderos. Un
grupo de ellos volará mañana para comenzar.
Lorcan asintió como respuesta, y su sonrisa era la cosa más hermosa que había
visto nunca.
Él la levantó en sus brazos, dejando besos sobre su cara. Como si alguna parte final,
encadenada de él hubiera sido liberada.
―Lo pensaré.
Elide se echó a reír, golpeando su hombro. Y luego volvió a reír, más fuerte.
Lorcan la bajó.
―¿Qué?
―Es solo que... soy Lady de Perranth. Si te casas conmigo, tomarás el apellido de
mi familia.
Él parpadeó.
―Lo usaré con orgullo cada maldito día por el resto de mi vida ―dijo en su cabello,
y cuando la dejó, su sonrisa se había desvanecido. Reemplazada por una infinita
ternura mientras le apartaba el cabello, enganchándolo en una oreja―. Me casaré
contigo, Elide Lochan. Y con orgullo me llamaré Lord Lorcan Lochan, incluso cuando
todo el reino se ría al escucharlo ―él la besó, con ternura y cariño―. Y cuando
nos casemos ―susurró―, ataré mi vida a la tuya. Así que nunca estaremos un día
lejos. Nunca estarás sola, nunca más.
Elide se cubrió la cara con las manos y sollozó, en el corazón que le ofrecía, en la
inmortalidad de la que estaba dispuesto a desprenderse por ella. Por ellos.
Pero Lorcan apretó sus muñecas, apartando suavemente sus manos de su cara. Su
sonrisa era tentativa.
Elide deslizó sus brazos alrededor de su cuello, sintiendo los latidos atronadores de
su corazón contra los de ella, dejando que su calor se hundiera en sus huesos.
Yrene se dejó caer en el taburete de tres patas en medio del caos del Gran Sa-
lón. La historia le era familiar, aunque la configuración se modificó levemente: otra
cámara poderosa se convirtió en una enfermería temporal. El amanecer no estaba
lejos, pero ella y los otros sanadores seguían trabajando. Aquellos desangrados no
podrían sobrevivir sin ellos.
Humanos, Fae, brujas y lobos; Yrene nunca había visto tanta variedad de personas
en un solo lugar.
Elide había llegado en algún momento, resplandeciendo a pesar de los heridos que
los rodeaban.
Yrene supuso que todos llevaban la misma sonrisa. Aunque la suya había vacilado
en la última hora, cuando el agotamiento se asentó en su cuerpo. Se vio obligada a
descansar después de tratar con Erawan, y esperó hasta que su fuente de poder se
hubiera llenado solo lo suficiente para comenzar a trabajar nuevamente.
No podía quedarse quieta. No cuando veía lo que yacía debajo de la piel de Erawan
cada vez que cerraba los ojos. Se había ido para siempre, sí, pero... se preguntó
cuándo lo olvidaría. La sensación oscura y aceitosa de él. Horas atrás, no había
podido decir si la respuesta que se produjo fue por el recuerdo de él o el bebé en su
vientre.
―Deberías encontrar a ese marido tuyo y acostarte ―dijo Hafiza, cojeando y frun-
ciendo el ceño―. ¿Cuándo fue la última vez que dormiste?
―Puedo trabajar.
―Eres despiadada.
―Cuestan vidas ―terminó Yrene. Levantó los ojos hacia el techo abovedado arriba,
muy arriba―. Nunca dejas de enseñar, ¿verdad?
Yrene había sospechado durante mucho tiempo que el amor por el aprendizaje era lo
que había mantenido en el corazón a la Sanadora en Mando todos estos años. Ella
simplemente le devolvió la sonrisa a su mentora.
―Permaneceremos mientras sea necesario, hasta que los soldados del Kan puedan
ser transportados a casa. Dejaremos unos cuantos para atender a los heridos que
queden, pero en unas semanas nos iremos.
―Lo sé.
―No, no lo haré.
―¿Por qué? ―Hafiza se rió entre dientes―. Has encontrado el amor y la felicidad,
Yrene. No hay nada más que pueda desear para ti.
―¿Y si...?
―¿Sí?
Yrene tragó.
―¿Qué pasa si, una vez que me haya instalado en Adarlan, y haya tenido a este
bebé...? Cuando sea el momento adecuado, ¿qué pasaría si estableciera mi propia
Torre aquí?
Yrene continuó:
—En Adarlan. En Rifthold. Una nueva torre para reponer lo que Erawan destruyó. Para
enseñar a los niños que pueden no darse cuenta de que tienen el don, y a los que
nacerán con él.
Debido a que muchos de los Fae que llegaron desde el campo de batalla eran
descendientes de las sanadoras que habían dotado a las mujeres de Torre con sus
poderes, hace mucho tiempo… Quizás desearían volver a ayudar.
Pero Yrene permaneció allí de pie, con una mano a la deriva a la ligera hinchazón
en su vientre.
Y sonrió, amplia e inquebrantable, al futuro que se abría ante ella, brillante como el
amanecer que se avecinaba.
Había un espacio vacío dentro de ella donde doce almas habían ardido ferozmente.
Tal vez por eso no había encontrado su cama, ni siquiera cuando sabía que Dorian
probablemente habría conseguido arreglos para dormir. Por qué ella todavía estaba
en las almenas, Abraxos dormitaba a su lado y miraba el silencioso campo de batalla.
Manon se preparó para ello mientras agitaba una mano en silenciosa petición.
―Recogeremos a los muertos mañana ―dijo Manon, con voz baja―. Y los
quemaremos a la salida de la luna.
Como lo hicieron tanto Crochans como Ironteeth. Habría luna llena mañana, el vientre
de la madre. Una buena luna para ser quemada. Para ser devuelta a la diosa de tres
caras, y renacer dentro de esa matriz.
―Ir a casa.
Manon tragó saliva.
―No podemos.
―Tú puedes.
Manon parpadeó. Y parpadeó otra vez cuando Bronwen extendió un puño hacia
Manon y lo abrió.
Dentro había una flor púrpura pálida, pequeña como una miniatura. Bonita y delicada.
―Un bastión de Crochans acaba de llegar aquí, un poco tarde, pero escucharon la
llamada y llegaron. Todo el camino desde los Wastes.
La llanura estéril y sangrienta. La tierra no había dado flores, no había vida más allá
de la hierba, el musgo y...
Una luz, como las Trece habían explotado con luz, no con oscuridad, en sus momentos
finales.
―Cuando el hierro se derrita ―murmuró Petrah, sus ojos azules nadando con
lágrimas.
Las Trece habían derretido esa torre. Se derritieron con las Ironteeth dentro de ella. Y
a ellas mismas.
Glennis terminó:
―Dejen que la tierra sea testigo.
El campo de batalla donde los gobernantes y los ciudadanos de tantos reinos, tantas
naciones, habían venido a rendir homenaje. Presenciar el sacrificio de las Trece y
honrarlas.
El silencio cayó, y Manon susurró, su voz temblaba mientras sostenía esa pequeña
e increíblemente preciosa flor en su palma:
―Y volver a casa.
―Y así se rompe la maldición. Y así nos iremos a casa juntas, como un solo pueblo.
Luego hizo levantar a Abraxos, y estuvo en la silla de montar en dos latidos del
corazón. No les ofreció ninguna explicación, ninguna despedida, y saltó a la noche.
Así sabrían, así como Asterin sabría, en el reino donde ella, su cazador y su hijo
caminaban de la mano, que lo habían logrado.
Aelin quería, pero no podía dormir. Había ignorado las ofertas para encontrarle una
habitación, una cama, en el caos del castillo.
En cambio, ella y Rowan habían ido al Gran Salón, para hablar con los heridos,
ofreciéndoles la ayuda que pudieran a los que más lo necesitaban.
Los Fae perdidos de Terrasen, sus lobos gigantes y el clan humano con ellos, querían
hablarle tanto como los ciudadanos de Orynth. La forma en que habían encontrado
a la Tribu del Lobo hacia una década, la forma en que habían caído con ellos en las
zonas salvajes de las montañas y las tierras del interior, era un relato que pronto
aprendería. Que el mundo aprendería.
Y cuando los curanderos, tanto humanos como Fae, los habían ahuyentado, Aelin
había vagado.
La mañana fue brutalmente fría, incluso más arriba de la torre que se alza sobre el
mundo, pero el día estaba despejado. Brillante.
―Así que ahí está ―dijo Aelin, señalando con la cabeza hacia la mancha oscura en
las piedras del balcón―. Donde Erawan encontró su fin a manos de una sanadora
―frunció el ceño―. Espero que se lave.
Rowan resopló, y cuando miró por encima del hombro, el viento azotaba su cabello,
lo encontró apoyado contra la puerta de la escalera, con los brazos cruzados.
―Lo digo en serio ―dijo ella―. Sería odioso tener su desastre allí. Y planeo usar
este balcón para tomar sol. Él lo arruinaría.
Aelin se echó a reír y se unió a él, apoyándose en su calor mientras el sol doraba el
campo de batalla, el río, los Staghorns.
―Bueno, ahora has visto todos los pasillos, habitaciones y escaleras. ¿Qué piensas
de tu nuevo hogar?
De la reina, supuso.
No había quedado nada más que una maraña de espinas y nieve. Sin embargo,
todavía lo recordaba, cuando había pertenecido a Orlon. Las rosas y las celosías
caídas de las glicinas, las fuentes que se habían extendido por el borde del jardín y
al aire libre, el manzano con flores como grupos de nieve en la primavera.
―Nunca me di cuenta de lo conveniente que sería para Ligera ―dijo sobre el secreto
jardín privado. Reservado sólo para la familia real. A veces solo para el rey o la
reina―. No tendrá que bajar las escaleras de la torre cada vez que necesita orinar.
―Estoy seguro de que tus antepasados tenían hábitos de baño canino en mente
cuando lo construyeron.
―Oh, lo creo ―dijo Rowan, sonriendo―. Pero, ¿puedes explicarme por qué no
estamos allí ahora, durmiendo?
―¿En el jardín?
Él golpeó su nariz.
―Quiero que se limpie de cualquier rastro de Adarlan antes de que me quede ahí
―admitió.
―Ah.
Aelin los escuchó antes de verlos, los olió. Y cuando se dieron vuelta, encontraron
a Lorcan y Elide caminando hacia el balcón de la torre, Aedion, Lysandra y Fenrys
enseguida de ellos. Ren Allsbrook, vacilante y cauteloso, emergió al final.
Cómo habían sabido dónde encontrarlos, por qué habían venido, Aelin no tenía
idea. Las heridas de Fenrys se habían cerrado al menos, aunque dos cicatrices rojas
y gemelas cortaban desde su frente hasta su mandíbula. Él no parecía darse cuenta
o importarle.
Tampoco pasó por alto la mano que Lorcan sostenía en la espalda de Elide. El brillo
en el rostro de la dama.
Aelin podía adivinar bastante bien de qué era ese brillo. Incluso los ojos oscuros de
Lorcan estaban brillantes.
Lorcan puso los ojos en blanco y Aelin consideró que era aceptación suficiente
cuando les preguntó a todos.
―Estaba pensando en rosa y morado. Bordado con flores. Justo lo que Erawan
hubiera amado.
Los machos Fae las miraron boquiabiertos, Ren parpadeó. Elide agachó la cabeza
mientras se echaba a reír.
Aedion le dijo a Ren, el joven señor que se detenía en el arco, como si todavía
estuviera debatiendo sobre una salida rápida:
Pero los ojos oscuros de Ren se encontraron con los de Aelin. Los escaneó.
Ella había oído hablar de Murtaugh. Sabía que ahora no era el momento de mencionarlo,
la pérdida oscurecía sus ojos. Así que mantuvo su rostro abierto. Honesto. Cálido.
―Siempre podríamos usar uno más para participar en este sinsentido ―dijo Aelin,
con una mano invisible extendida.
Aedion murmuró:
―¿No tienen algo con lo que valga la pena contribuir? ―Ella chasqueó la lengua―.
Tres de ustedes son antiguos como el infierno, ya saben. Habría esperado algo
mejor de viejos bastardos malhumorados.
Sus fosas nasales se ensancharon. Aedion sonrió, Ren sabiamente apretó sus labios
para evitar hacer lo mismo.
―Tengo la sensación de que alguien allí abajo podría saber dónde podríamos
empezar ―miró a Aelin―. Si estuvieras dispuesta a que otro bastardo malhumorado
se uniera a esta corte.
Aelin se encogió de hombros.
Rowan sonrió ante eso, y escaneó el cielo, como si pudiera ver a su amigo
desaparecido volando por ahí.
―Prometo que no es tan miserable como Lorcan ―Elide golpeó su brazo, y Fenrys
se alejó, levantando las manos mientras se reía―. Te gustará ―le prometió a Aelin―,
a todas las mujeres les agrada ―agregó con otro guiño a ella, Lysandra y Elide.
Aelin se echó a reír, el sonido más ligero, más libre que había emitido, y se enfrentó
al agitado reino.
―Les prometimos a todos un mundo mejor ―dijo después de un momento con voz
solemne―. Así que vamos a empezar con eso.
Aelin le sonrió.
―Me gustó bastante todo el asunto de dejar que votaran en el asunto de las Piedras
del Wyrd. Así que empezaremos con más de eso también.
Silencio.
―Cosas.
―¿Como la cena?
Elide tosió.
―Creo que Aelin quiere decir, votar sobre cosas vitales. Sobre cómo dirigir este
reino.
―La gente debería tener una opinión sobre cómo se gobierna. Políticas que los
impactan. Deberían opinar sobre cómo se reconstruye este reino ―Aelin levantó
la barbilla―. Seré reina y mis hijos... ―sus mejillas se calentaron mientras sonreía
hacia Rowan―. Nuestros hijos ―dijo en voz baja―, gobernarán. Un día. Pero
Terrasen debería tener una voz. Cada territorio, independientemente de los señores
que lo gobiernan, debe tener una voz. Una elegida por su gente.
―Había un reino, al este. Hace mucho tiempo. Creían en tales cosas ―el orgullo
brillaba en sus ojos, más brillante que el alba―. Era un lugar de paz y aprendizaje. Un
faro en una parte distante y violenta del mundo. Una vez que la Biblioteca de Orynth
haya sido reconstruida, pediremos a los académicos que encuentren lo que puedan
al respecto.
―Podríamos llegar al reino mismo ―dijo Fenrys―. A ver si algunos de sus eruditos
o líderes quieren venir aquí. Para ayudarnos ―él se encogió de hombros―. Yo
podría hacerlo. Viajar ahí, si lo deseas.
Ella sabía que lo decía en serio: viajar como su emisario. Tal vez para trabajar a
través de todo lo que había visto y soportado. Para hacer las paces con la pérdida
de su hermano. Con él mismo. Tenía la sensación de que las cicatrices de su rostro
solo se desvanecerían cuando él lo quisiera.
―Y el Teatro Real.
―Lo habrá.
Aelin lo detuvo.
―¿Debo recordarte que a pesar de ganar esta guerra, ya no estamos llenos de oro?
―¿Debo recordarte que desde que decapitaste a Maeve, una vez más soy Príncipe
de Doranelle, con acceso a mis bienes y propiedades? ¿Y que con Maeve como
impostora, la mitad de su riqueza va a ti... y la otra a los Whitethorns?
Rowan la besó.
Era un día para muchas reuniones, decidió Aelin mientras estaba de pie en una
cámara polvorienta casi vacía y sonrió a sus aliados. Sus amigos.
―En mi defensa, nunca te había conocido ―inclinó la cabeza hacia Aelin―. Así
que, hola, prima.
Aelin, reclinada contra el escritorio medio deteriorado que servía como el único
mueble de la habitación, le sonrió.
―Voy a asumir que fue durante tu antigua profesión y te agradeceré por no matarme.
Aelin se rio entre dientes, incluso cuando Rolfe puso los ojos en blanco.
―¿Sí, Corsario?
Rolfe agitó una mano tatuada, la sangre todavía se aferraba debajo de sus uñas.
Aelin sonrió.
―Eres el heredero de los Micénicos ―dijo―. Pequeñas disputas están ahora por
debajo de ti.
―¿Qué piensas hacer con ellos ahora? ―Preguntó Aelin. Supuso que el resto de
su corte debería haber estado aquí, pero cuando envió a Evangeline a reunir a
sus aliados, optó por dejarlos descansar. Rowan, al menos, había ido a buscar a
Endymion y Sellene. La última, al parecer, estaba a punto de conocer mucho sobre
su propio futuro. El futuro de Doranelle.
―Tendremos que decidir a dónde ir. Ya sea regresar a la Bahía de la Calavera o...
―sus ojos verde mar se entrecerraron.
―¿O?
―Ofrecieron sus vidas al luchar en esta guerra. Deberían poder elegir dónde desean
vivir después de eso.
Rolfe se puso rígido, pero se relajó al ver la calidez en su mirada. Pero miró a Ilias,
la armadura del asesino abollada y arañada.
―No ―respondió Ansel por él. El hijo del Maestro Mudo miró a la joven reina. Mantuvo
su mirada fija.
Aelin parpadeó ante la mirada que compartieron entre ellos. Sin animosidad, sin
miedo. Podría haber jurado que Ansel se sonrojó.
―Gracias.
A mediodía, Aelin encontró a Manon en uno de los nidos de las brujas, Abraxos
mirando hacia el campo de batalla.
―Reina de los Crochans y Ironteeth ―dijo Aelin a modo de saludo, dejando escapar
un silbido bajo que hizo que Manon girara lentamente. Aelin se mordió las uñas―.
Impresionante.
Agotado. Sufriendo.
―Lo escuché ―dijo Aelin en voz baja, bajando las manos pero sin acercarse.
Manon no dijo nada, su silencio transmitía todo lo que Aelin necesitaba saber.
No, ella no estaba bien. Sí, la había destruido. No, ella no quería hablar de eso.
―Gracias.
Manon asintió vagamente. Así que Aelin caminó hacia la bruja, luego pasó a su
lado. Justo donde se sentaba Abraxos, mirando hacia Theralis. El maldito trozo de
tierra.
Sin embargo, Aelin no volvió a hablar, no hizo más preguntas. Y Manon, dándose cuenta
de ello, dejó que sus hombros se curvaran, dejó que su cabeza se inclinara. Como
nunca podría hacerlo con nadie más. Como nadie más podría entenderlo, el peso
que ambas soportaban.
En silencio, las dos reinas miraron hacia el campo diezmado. Hacia el futuro más
allá de él.
Capítulo 119
Traducido por IsaCat
Corregido por Cotota
Diez días para limpiar la sala del trono, limpiar los salones inferiores, encontrar la co-
mida y los cocineros que necesitaban. Diez días para limpiar la suite real, encontrar
la ropa adecuada y vestir la sala del trono con el esplendor de la reina.
A su lado, Aedion se movió sobre sus pies, Lorcan y Fenrys miraban al frente.
Todos bañados, cepillados y con ropa que los hacía lucir... principescos.
Afortunadamente, Lorcan parecía tan incómodo como él, vestido de negro. Si usas algo
más, Aelin había amenazado a Lorcan, el mundo giraría sobre su cabeza. Entonces
un negro entierro será.
Lorcan había puesto los ojos en blanco. Pero Rowan había vislumbrado el rostro
de Elide cuando la había visto a ella y a Lysandra en la sala del trono momentos
antes. Había visto el amor y el deseo cuando vio a Lorcan en su ropa nueva. Y se
preguntó qué tan pronto en esta sala se llevaría a cabo la celebración de una boda.
Rowan solo inclinó su barbilla hacia el joven. Y luego se inclinó hacia sus primos,
Enda y Sellene, sentados cerca del pasillo, la última de los cuales había necesitado
unas cuantas horas de estar sentada en silencio cuando Rowan le había dicho que
ahora era la Reina de Doranelle. La Reina Fae del Este.
Su prima de cabello plateado no se había vestido para su nuevo título hoy, sin
embargo, como Enda, ella había optado por cualquier ropa que fuera la menos usada
para la batalla.
Tales cambios vendrían a Doranelle, unos que Rowan sabía que no podía predecir. La
familia Whitethorn gobernaría, la línea de Mora restaurada al fin en el poder, pero
seguiría dependiendo de ellos, de Sellene, cómo se moldearía ese reinado. Cómo
los Fae elegirían moldearse sin una reina oscura que los guiara.
Luego estaba el otro factor: los Fae que habitaron aquí antes de la caída de
Terrasen. Quienes habían respondido a la desesperada súplica de Aelin y habían
regresado a su hogar, ocultos entre la Tribu Lobo en el interior del país para prepararse
para el viaje aquí. Para volver a Terrasen por fin. Y tal vez traer algunos de esos
lobos con ellos.
Él trabajaría para hacer que este reino sea digno de su regreso. Digno de todos los
que vivieron aquí, humanos, Fae o Brujos. Un reino tan grande como lo había sido,
más grande aun. Tan grande como lo que habitaba en el lejano Sur, a través del Mar
Estrecho, prueba de que una tierra de paz y abundancia podría existir.
La realeza del Kanato le había dicho mucho sobre su reino en estos días, sus políticas,
sus pueblos. Ahora estaban sentados juntos al otro lado de la sala del trono, Chaol y
Dorian con ellos. Yrene y Nesryn también estaban sentadas allí, ambas con vestidos
encantadores que Rowan solo podía asumir que habían sido prestados. No había
tiendas abiertas, y ninguna con suministros. De hecho, fue un milagro que alguno de
ellos tuviera ropa limpia.
Manon, al menos, había rechazado las galas. Llevaba sus cueros de bruja, aunque su
corona de estrellas estaba sobre su frente, arrojando su luz sobre Petrah Blueblood
y Bronwen Crochan, sentadas a su lado.
El trago de Aedion fue audible, y Rowan miró hacia las puertas abiertas. Luego a
donde Lord Darrow estaba al lado del trono vacío.
No era un trono oficial, solo una silla más grande y fina que había sido seleccionada
de entre las tristes candidatas.
Darrow, también, miró hacia las puertas abiertas, con la cara impasible. Sin embargo,
sus ojos brillaban.
Detrás de la tarima, ocultos más allá de una pantalla de madera pintada, un pequeño
grupo de músicos comenzó a tocar una procesión. No la gran y extensa orquesta
que podría acompañar un evento de esta magnitud, pero mejor que nada.
No cuando Elide apareció en un vestido color lila, una guirnalda de cintas sobre
su pelo negro trenzado. Cada paso cojeaba, y Rowan sabía que era porque ella le
había pedido a Lorcan que no sujetara su pie. Había querido hacer esta caminata
por el largo pasillo en sus propios pies.
Elide estaba a medio camino del pasillo cuando apareció Lysandra, vestida de
terciopelo verde. La gente murmuró. No solo por la extraordinaria belleza, sino por
lo que era.
Luego vino Evangeline, cintas verdes en su cabello rojo dorado, radiantes, sus
cicatrices se ensanchaban con absoluta alegría. La joven Dama de Arran. La pupila
de Darrow. Quién de alguna manera había derretido el corazón del señor lo suficiente
como para convencer a los otros señores de que aceptaran esto.
Habían entregado los documentos hace dos días. Firmados por todos ellos. Elide
ocupó un lugar en el lado derecho del trono. Luego Lysandra. Y por último Evangeline.
Vestida de gasa en un suave verde y plateado, con su cabello dorado suelto, Aelin
se detuvo en el umbral de la sala del trono.
Aelin miró por el largo pasillo. Como si pesara cada paso que ella daría al estrado.
A su trono.
Cada paso, cada camino que había tomado, la había llevado aquí.
Cada una de sus pisadas parecía hacer eco a través de la tierra. Aelin dejó fluir
algunas de sus brasas, meciéndose tras la cola de su vestido mientras flotaba detrás
de ella.
Le temblaban las manos, pero aferró más fuerte el ramo de hojas perennes. Siempre
verdes, por la eterna soberanía de Terrasen.
Cada paso hacia ese trono se alzaba y, sin embargo, le hacía señas.
Rowan estaba a la derecha del trono, mostrando los dientes en una feroz sonrisa
que incluso su entrenamiento no podía contener.
Y allí estaba Aedion a la izquierda del trono. Con la cabeza alta y lágrimas corriendo
por su cara, la Espada de Orynth colgando a su lado.
Fue por él que ella sonrió. Por los niños que habían sido, por lo que habían perdido.
Aelin pasó a Dorian y Chaol, y les hizo un gesto de asentimiento. Le guiñó un ojo a
Ansel de Briarcliff, frotándose los ojos con la manga de la chaqueta.
Como él le había instruido la noche anterior, como había practicado una y otra vez en
una escalera polvorienta durante horas, Aelin subió los tres escalones y se arrodilló
en el escalón superior.
La única vez durante su reinado que se inclinaría. La única cosa ante la que ella
jamás se arrodillaría.
Las personas en el pasillo permanecieron en pie, incluso cuando Darrow les indicó
que se sentaran.
El corazón de Aelin se aceleró, y supo que Rowan podía oírlo, pero inclinó la cabeza
y dijo:
Yo, Aelin Ashryver Whitethorn Galathynius, juro por mi alma inmortal cuidar, nutrir y
honrar a Terrasen desde este día hasta el último.
No a ella, sino a Evangeline, quien dio un paso adelante con una almohada de
terciopelo verde.
Así que habían hecho una nueva. En los diez días transcurridos desde que se decidió
que sería coronada aquí, ante el mundo, encontraron un maestro orfebre para forjar
una del oro restante que habían robado de la cueva en Wendlyn.
El trocito de cristal que contenía la única floración de la llama del rey en el reinado
de Orlon.
Incluso en medio de los brillantes metales de la corona, la flor roja y naranja brillaba
como un rubí, deslumbrándose a la luz del sol de la mañana cuando Darrow levantó
la corona de la almohada.
La levantó hacia el rayo de luz que entraba por las ventanas detrás del estrado. La
ceremonia elegida para esta época, este rayo de sol. Esta bendición, de Mala misma.
Y aunque la Dama de la Luz se había ido para siempre, Aelin podría haber jurado
que sintió una mano cálida en el hombro cuando Darrow levantó la corona hacia el
sol.
Podría haber jurado que los sintió a todos de pie allí con ella, a quienes había amado
con su corazón de fuego salvaje. Cuyas historias fueron entintadas de nuevo sobre
su piel.
Darrow colocó la corona sobre su cabeza, su peso era mayor de lo que había
pensado.
Aelin cerró los ojos, dejando que ese peso, esa carga y ese regalo, se acomodaran
en ella.
Ella tragó un sollozo. Y lentamente, su respiración constante a pesar del latido del
corazón que amenazaba con saltar fuera de su pecho, Aelin se levantó.
Y cuando Aelin giró, la llamada subió por el pasillo, haciendo eco en las piedras
antiguas y en la ciudad reunida más allá del castillo.
El sonido de eso en los labios de Rowan, en los de Aedion, amenazó con arrodillarla,
pero Aelin sonrió. Mantuvo su barbilla en alto y sonrió.
Darrow hizo un gesto hacia el trono que esperaba, a los dos últimos pasos. Ella se
sentaría, y la ceremonia terminaría.
Pero no todavía.
Aelin no luchó contra las suya cuando preguntó, sus labios se tambalearon:
Rowan le entregó en silencio una daga, pero Aelin se detuvo mientras la sostenía
sobre su brazo.
―Luchaste por Terrasen cuando nadie más lo hacía. Contra todo pronóstico, más allá
de toda esperanza, luchaste por este reino. Por mí. Por estas personas. ¿Jurarías
seguir haciéndolo, mientras respires?
Aelin sonrió a Aedion, al otro lado de su bonita moneda, y abrió su antebrazo antes
de extenderlo hacia él.
―Dijiste que querías jurarlo ante todo el mundo ―dijo ella para que solo él pudiera
escuchar―. Bueno, aquí lo tienes.
Aedion soltó una carcajada y se levantó, la rodeó con los brazos y la apretó con
fuerza antes de retroceder hasta su lugar al otro lado del trono.
―¿Dónde estábamos?
Se detuvo ante las pequeñas figuras que asomaban sus cabezas alrededor de las
puertas de la sala del trono. Se le escapó un pequeño jadeo, lo suficiente para que
todos se volvieran a mirar.
Aelin recogió la corona que habían puesto a sus pies, mirando hacia la pequeña
reunión que se agrupaba en las sombras más allá de los bancos, con sus ojos
oscuros y anchos parpadeando.
―La Reina Fae del Oeste ―dijo Elide en voz baja, aunque todos escucharon.
Los dedos de Aelin temblaron, su corazón se llenó hasta el punto del dolor, mientras
observaba la antigua y reluciente corona. Luego miró a la Gente Pequeña.
Y entonces Aelin les hizo una reverencia. Las personas casi invisibles que la habían
salvado tantas veces, y no pedían nada a cambio. El Señor del Norte, que había
sobrevivido como ella, contra todo pronóstico. Quien nunca la había olvidado. Ella
les serviría, como serviría a cualquier ciudadano de Terrasen.
Así que colocó la corona de Mab sobre la de oro, cristal y plata, y la antigua corona
se asentó perfectamente detrás de ella.
Pesaba sobre ella, acurrucada contra sus huesos, esa nueva carga. Ya no era una
asesina. Ya no era una princesa pícara.
Y cuando Aelin levantó la cabeza para observar a la multitud que la vitoreaba, cuando
sonrió, la Reina de Terrasen y la Reina Fae del Oeste, ardió como una estrella.
I
Hasta las puertas del castillo, su corte, sus amigos, siguiéndola, la multitud desde la
sala del trono detrás. Y cuando se detuvo ante las puertas selladas, el antiguo metal
tallado, la ciudad y el mundo que la esperaban más allá, Aelin se volvió hacia ellos.
Hacia todos aquellos que habían venido con ella, que los habían conseguido hasta
el día de hoy, este alegre sonido de las campanas.
Luego sonrió a Dorian, Chaol, a Yrene, Nesryn y Sartaq y a sus compañeros. Y los
llamó a ellos también.
―Caminen conmigo ―hizo un gesto hacia las puertas detrás de ella―. Todos
ustedes.
Todas las mujeres que habían luchado a su lado, o desde lejos. Quien había sangrado,
sacrificado y nunca habían perdido la esperanza de que este día pudiera llegar.
―Caminen conmigo ―les dijo Aelin, los machos y los hombres le siguieron el paso
detrás de ella―. Mis amigos.
Las campanas aún sonaban, Aelin asintió con la cabeza a los guardias en las puertas
del castillo.
En las calles, donde la gente bailaba y cantaba, donde lloraban y juntaban las manos
en sus corazones al ver el desfile de gobernantes sonrientes, guerreros y héroes
que habían salvado su reino, sus tierras. Al ver a la reina recién coronada, la alegría
iluminaba sus ojos.
Un nuevo mundo.
Un mundo mejor.
Capítulo 120
Traducido por IsaCat
Corregido por Cotota
Dos días después, Nesryn Faliq todavía se estaba recuperando del baile que había
durado hasta el amanecer.
Nada tan majestuoso como cualquier cosa en el sur del continente, excepto por la
alegría y la risa en el Gran Salón, el banquete y el baile... Ella nunca lo olvidaría
mientras viviera.
Todavía le dolían los pies por bailar, bailar y bailar, había visto a Aelin y Lysandra
quejándose de eso en la mesa del desayuno hacía solo una hora.
Sin embargo, la reina había bailado, algo que Nesryn nunca olvidaría.
El primer baile había sido dirigido por Aelin, y ella había seleccionado a su compa-
ñero para que se uniera a ella. Tanto la reina como su consorte se habían cambiado
para la fiesta, Aelin se puso un vestido negro con hilos de oro y Rowan se vistió de
negro con bordados en plata. Y qué pareja habían sido, solos en la pista de baile.
El baile había sido... Nesryn no tenía palabras para la rapidez y la gracia de su bai-
le. El primero como reina y consorte. Sus movimientos habían sido una pregunta y
una respuesta para el otro, y cuando la música había aumentado su ritmo, Rowan
la había hecho dar vueltas, sumergirse y girar en el aire, las faldas del vestido negro
revelaban los pies de Aelin, calzados con zapatillas doradas, a cada movimiento.
Pies que se movían tan rápido sobre el piso que las brasas chispeaban en sus talo-
nes. Arrastrando tras su amplio vestido.
Más y más rápido, Aelin y Rowan habían bailado, girado, girado y girado, la reina
brillando como si hubiera estado recién forjada mientras la música se reunía en un
choque.
Nesryn seguía sonriendo al respecto, con dolor en los pies y todo, mientras estaba
de pie en la cámara polvorienta que se había convertido en el cuartel general de la
realeza del Kanato y los escuchaba hablar.
―La Sanadora en Mando dice que pasarán otros cinco días hasta que el último de
nuestros soldados esté listo ―dijo el Príncipe Kashin a sus hermanos. A Dorian, que
había sido invitado a esta reunión hoy.
Por la amistad que había crecido aquí, incluso en la guerra. La verdadera amistad,
que duraría más allá de los océanos que los separarían una vez más.
―Te convocamos hoy aquí porque tenemos una solicitud bastante inusual.
Sartaq se estremeció.
―Yo... pensé que los rukhin nunca abandonaban a sus aguileras ―dijo Nesryn.
―Estos son jinetes jóvenes ―dijo Sartaq con una sonrisa―. Sólo dos docenas ―se
volvió hacia Dorian―. Pero me rogaron que te preguntara si sería posible que se
queden cuando nos vayamos.
Dorian lo consideró.
―No veo por qué no podrían ―algo brilló en sus ojos, una idea tomando forma y
luego la apartó―. Sería un honor, en realidad.
―Simplemente no dejes que traigan a los wyvern a casa ―se quejó Hasar―. Nunca
quiero ver otro wyvern mientras viva.
Nesryn se rió entre dientes, pero su sonrisa se desvaneció cuando encontró a Dorian
sonriéndole tristemente también.
―Creo que estoy a punto de perder a otro Capitán de la Guardia ―dijo el Rey de
Adarlan.
―Yo...
―Pero me alegraré ―continuó Dorian―, de ganar otra reina a la que pueda llamar
amiga.
La garganta de Nesryn estaba demasiado apretada para hablar, así que ella le
devolvió el abrazo a Dorian.
Y cuando el rey se fue, cuando Kashin y Hasar fueron a buscar un almuerzo temprano,
Nesryn se volvió hacia Sartaq y se encogió nuevamente.
―¿Emperatriz? ¿De verdad?
―Ganamos la guerra, Nesryn Faliq ―él la atrajo hacia sí―. Y ahora nos iremos a
casa.
Había llegado hacía una hora y todavía no la había abierto. No, la había tomado del
mensajero, uno de la flota de niños comandados por Evangeline, y lo había llevado
de vuelta a su dormitorio.
El pomo de la puerta se torció, e Yrene se deslizó adentro, cansada pero con los ojos
brillantes.
Ella le hizo señas con la mano, quitándole importancia tan fácilmente como había
hecho con los títulos de Salvadora, y Heroína de Erilea. Tan fácilmente como alejaba
las miradas atónitas, las lágrimas, cuando pasaba por ahí.
―¿Qué es esa carta? ―preguntó, lavándose las manos, luego la cara, en el lavabo
cerca de la ventana. Más allá del cristal, la ciudad estaba en silencio, durmiendo,
después de un largo día de reconstrucción. Los hombres salvajes de los Colmillos
incluso se habían quedado para ayudar, un acto de bondad que se Chaol aseguraría
no quedaría sin recompensa. Ya había investigado dónde podría expandir su territorio
y la paz entre ellos y Anielle.
―Es de mi madre.
Se encogió de hombros.
Yrene puso los ojos en blanco, se secó la cara y se dejó caer en la cama junto a él.
Yrene no dijo nada cuando abrió el pergamino sellado, sus ojos dorados se lanzaron
sobre las palabras entintadas. Chaol tocó su rodilla con un dedo. Después de un
largo día de curación, sabía que no debía tratar de caminar. Apenas había regresado
aquí con el bastón antes de que se hundiera en la cama.
Yrene se llevó una mano a la garganta mientras pasaba la página y leía la parte de
atrás.
Cuando volvió a levantar la cabeza, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Ella
le entregó la carta.
Yrene se secó la cara. Su boca temblaba, pero había alegría en sus ojos. Pura
alegría.
Tu padre me informó lo que hizo con mis cartas para ti. Le informé que no volveré a
Anielle.
Los años han sido largos, y el espacio entre nosotros distante, había escrito su
madre. Pero cuando estés de acuerdo con tu nueva esposa, tu bebé, me gustaría
visitarte. Para quedarme más tiempo que eso, Terrin conmigo. Si eso estaría bien
contigo.
Chaol leyó el resto, tragando saliva mientras alcanzaba las líneas finales.
Al día siguiente, Dorian encontró a Chaol e Yrene en la enfermería que había sido
trasladada a los niveles más bajos, el primero en su silla de ruedas, ayudando a su
esposa a atender a una Crochan herida, y les indicó que lo siguieran.
Dorian tragó saliva. Había oído a las brujas, tanto Ironteeth como Crochan, hablando
de ello. Había sentido sus nervios crecientes y su entusiasmo.
―¿Y después?
―¿No lo habrá?
―Una pequeña facción de los rukhin se queda en Adarlan para entrenar a las crías
de Wyvern. Quiero que sean mi nueva legión aérea. Y me gustaría que tú, y las otras
Ironteeth, los ayudaran.
―Son solo unos pocos días en Wyvern, desde los Wastes a Rifthold ―sus ojos
desconfiados y, sin embargo, eso era una leve sonrisa―. Creo que Bronwen y Petrah
podrán liderar si de vez en cuando me escapo. Para ayudar al rukhin.
Vio la promesa en sus ojos, en ese indicio de una sonrisa. Ambos aún sufrían, aún
estaban rotos en algunos lugares, pero en este nuevo mundo... tal vez podrían
curarse. Juntos.
―Podrían casarse ―dijo Yrene, y Dorian le hizo un gesto con la cabeza, incrédulo―.
Lo haría más fácil para los dos, así no necesitarían fingir.
Dorian sabía que su cara estaba roja cuando se volvió hacia Manon, con disculpas
y negaciones en sus labios.
Pero Manon sonrió a Yrene, con su cabello blanco plateado levantándose en la brisa,
como si tratara de alcanzar a las personas unidas que pronto se elevarían hacia el
oeste. Esa sonrisa se ablandó mientras montaba a Abraxos y recogía las riendas.
―Ya veremos ―fue todo lo que Manon Blackbeak, la Gran Reina de las Crochan y
Ironteeth, dijo antes de que ella y su wyvern saltaran a los cielos.
Chaol y Yrene empezaron a discutir, riendo conforme lo hacían, pero Dorian caminó
hacia el borde del aerie. Observó como la jinete de pelo blanco y el wyvern con alas
plateadas se volvían distantes mientras navegan hacia el horizonte.
Para todos ellos, que se habían acercado tanto estas semanas y meses.
El día había amanecido, claro y soleado, pero aun brutalmente frío. Como lo estaría
por un tiempo.
Aelin les había pedido a todos que se quedaran la noche anterior. Esperar los me-
ses de invierno y partir en primavera. Rowan sabía que ella entendía que era poco
probable que su solicitud fuera aceptada
Algunos parecían inclinados a pensarlo, pero al final, todos menos Rolfe habían de-
cidido partir.
Rowan estaba de pie junto a Aelin en el patio del castillo, y podía sentir la pena, el
amor y la gratitud que fluía a través de ella mientras los recibía. La realeza del Kana-
to y el rukhin ya se habían despedido, Borte siendo la más reacia a despedirse, y el
abrazo de Aelin con Nesryn Faliq había sido largo. Se habían susurrado la una a la
otra, y él había sabido lo que Aelin ofrecía: compañía, incluso a miles de kilómetros
de distancia. Dos reinas jóvenes, con reinos poderosos para gobernar.
Las sanadoras se habían ido con ellos, algunos a caballo con los Darghan, algunos
en carros, algunos con los rukhin. Yrene Westfall había llorado al abrazar a las sa-
nadoras, a la Sanadora en Mando, por última vez. Y luego sollozó en los brazos de
su esposo por un buen rato después de eso.
Luego, Ansel de Briarcliff, con lo que quedaba de sus hombres. Ella y Aelin intercam-
biaron burlas, luego se echaron a reír y luego lloraron, abrazándose. Otro vínculo
que no se rompería tan fácilmente a pesar de la distancia.
―Era una deuda a largo plazo, prima. Y una pagada con mucho gusto.
Entonces él también se marchó, su gente con él. De todos los aliados que se
habían amontonado, sólo Rolfe se quedaría durante el invierno, ya que ahora era
el Señor de Ilium. Y Falkan Ennar, el tío de Lysandra, que deseaba aprender lo que
su sobrina sabía sobre el cambio de forma. Quizás construiría su propio imperio de
comerciantes aquí y ayudara con los acuerdos de comercio exterior que necesitarían
realizar rápidamente.
Más y más partieron bajo el sol de invierno hasta que solo quedaron Dorian, Chaol
e Yrene.
Yrene abrazó a Elide, las dos mujeres juraron escribir con frecuencia. Yrene,
sabiamente, solo asintió con la cabeza a Lorcan, luego sonrió a Lysandra, Aedion,
Ren y Fenrys antes de acercarse a Rowan y Aelin.
―Cuando tu primer hijo esté cerca, llámame y vendré. Para ayudar con el nacimiento.
Rowan no tenía palabras ante la gratitud que amenazaba con inclinar sus hombros. Los
nacimientos Fae... no se permitió pensar en ello. No cuando abrazó a la sanadora.
―Pero perdida, no más ―le susurró Aelin, con la voz quebrada mientras se
abrazaban. Las dos mujeres que habían sostenido el destino de su mundo entre
ellas. Quienes lo habían salvado.
Su adiós a Chaol fue rápido, su abrazo firme. Con Dorian se demoró más, con gracia
y firmeza, incluso cuando Rowan se encontró luchando para hablar más allá de la
tensión en su garganta.
Y luego Aelin se colocó delante de Dorian y Chaol, Rowan dando un paso atrás, y
se puso en línea junto a Aedion, Fenrys, Lorcan, Elide, Ren y Lysandra. Su corte
principiante, la corte que cambiaría este mundo. Que lo reconstruiría.
Dándole espacio a su reina para este último y más duro adiós.
Se sentía como si hubiera estado llorando sin fin durante unos minutos.
Aelin miró a Chaol, a Dorian y sollozó. Abrió sus brazos hacia ellos, y lloró mientras
se abrazaban.
―Los amo a los dos ―susurró ella―. Y no importa lo que pueda pasar, no importa
lo lejos que estemos, eso nunca cambiará.
―Nos veremos de nuevo ―dijo Chaol, pero incluso su voz estaba llena de lágrimas.
Tal luz brillaba en los ojos bronce de Chaol, que ella nunca había visto antes.
Luego él y Dorian se volvieron hacia sus caballos, hacia el día brillante más allá
de las puertas del castillo. Hacia su reino al sur. Destrozado ahora, pero no para
siempre.
No para siempre
I
Rowan ignoró el leve dolor que permanecía allí por los tatuajes que ella le había
ayudado a entintar la noche anterior. El nombre de Gavriel, rendido en el Antiguo
Idioma. Exactamente cómo el León se había tatuado una vez los nombres de sus
guerreros caídos.
Fenrys y Lorcan, una paz tentativa entre ellos, también ahora tenían el tatuaje, habían
pedido uno tan pronto como se enteraron de lo que Rowan planeaba hacer.
―¿Me dejarán llorar en la cama por el resto del día de hoy como un gusano patético
―preguntó por fin―, si prometo ir a trabajar en la reconstrucción mañana?
Rowan arqueó una ceja, la alegría fluyendo a través de él, libre y brillante como un
arroyo que baja por una montaña.
―Destruiste las piedras del Wyrd y mataste a Maeve. Creo que puedo encontrarte
algunos dulces.
―Como me dijiste una vez, fue un esfuerzo grupal. También podría requerir que un
equipo adquiera pasteles y chocolate.
Rowan se echó a reír y le besó la cabeza. Y por un largo momento, solo se maravilló
de poder hacerlo. Podría estar con ella aquí, en este reino, esta ciudad, este castillo,
donde harían su hogar.
Podía verlo ahora: los pasillos restaurados en su esplendor, la llanura y el río brillando
más allá, los Staghorns llamándolo. Podía escuchar la música que ella traería a esta
ciudad, y la risa de los niños en las calles. En estos salones. En su suite real.
―Hay mucho trabajo por hacer. Algunos podrían decir que es tan malo como tratar
con Erawan.
Ella resopló.
―Cierto.
―Voy a tener un terrible dolor de cabeza por todo este llanto, y no estás ayudando.
―Muy de reina.
Ella gruñó.
―Y humildad. No lo olvidemos.
Pero Rowan se apartó, lo suficiente como para apoyar su frente contra la de ella.
―Vamos a llevarte a tus aposentos, Majestad, para que puedas comenzar tu
autocompasión real.
―Bueno. Yo también.
―¿Y mañana? ―Preguntó sin aliento, y ambos se detuvieron para mirarse el uno al
otro. Para sonreír―. ¿Trabajarás para reconstruir este reino, este mundo, conmigo
mañana?
―Mañana, y todos los días después de eso ―por cada día de los mil benditos años
que les otorgaron juntos. Y más allá.
Rowan la siguió, como lo había hecho toda su vida, mucho antes de que se conocieran,
antes de que sus almas hubieran surgido.
―Con cualquier fin, Corazón de Fuego ―él la miró de reojo―. ¿Puedo darte una
sugerencia sobre qué deberíamos reconstruir primero?
―Dime mañana.
Epílogo
Un mundo mejor
Traducido por Aruasi Sargav
Corregido por Cotota
A través de todo el continente, Aelin podría haber jurado sonaba el repique de los
martillos, tantos pueblos y tierras emergiendo una vez más.
Y en el Sur, ninguna región trabajaba más duro para reconstruirse que Eyllwe. Sus
pérdidas habían sido excesivas, a pesar de todo lo habían soportado, permanecien-
do enteros. La carta que Aelin había escrito a los padres de Nehemia había sido la
más gozosa de su vida. Espero conocerlos pronto, había escrito ella. Y reparar este
mundo, juntos.
Aelin había mantenido su carta sobre su escritorio por meses. No una cicatriz en su
palma, sino una promesa del mañana. Un juramento para hacer el futuro tan brillante
como Nehemia había soñado que podía ser.
Aelin no sabía porque se despertó con el amanecer. Que la indujo a deslizarse fuera
del brazo con el cual Rowan la había cubierto al dormir. Su compañero continúo dor-
mido, exhausto como estaba ella, agotado como todos ellos estaban, cada noche.
Exhaustos, ambos, y su corte, pero felices. Elide y Lorcan, ahora Lord Lorcan Lo-
chan para la eterna diversión de Aelin, habían vuelto a Perranth tan sólo una semana
atrás para empezar la reconstrucción ahí, ahora que las sanadoras habían finalizado
su trabajo en el último de los poseídos por el Valg. Ellos volverían en tres semanas,
sin embargo. Junto con todos los otros Señores quienes habían viajado a sus tierras
una vez que el invierno había aligerado su agarre. Todos convergerían en Orynth,
entonces. Para la boda de Aedion y Lysandra.
Aelin echó las sabanas de vuelta encima del cuerpo desnudo de Rowan, sonriendo
hacia él cuando no hizo más que agitarse. Él prefería por mucho la reconstrucción
física, trabajando por horas en reparar los muros y edificios de la ciudad, a la mierda
cortesana, como él la llamaba. Es decir, cualquier cosa que requiriera vestir ropa
bonita.
Con todo, él había prometido bailar con ella en la boda de Lysandra y Aedion. Tan in-
esperadamente finas habilidades de baile tenía su compañero. Sólo para ocasiones
especiales, había advertido él tras su coronación.
Sacándole la lengua, Aelin se giró de su cama y caminó a las ventanas que daban al
amplio balcón con vistas a la ciudad y las llanuras más allá. Su ritual matutino: salir
de la cama, moverse suavemente a través de las cortinas y emerger al balcón para
inhalar el aire matutino.
Para mirar a su reino, el de ellos y ver que éste lo había logrado. Observar el verde
de la primavera y oler el pino y nieve del viento desde los Staghorns. Algunas veces,
Rowan se le unía, sosteniéndola en silencio cuando todo lo que había ocurrido pe-
saba demasiado sobre ella. Cuando la pérdida de su forma humana persistía como
un miembro fantasma. Otras veces, en los días cuando ella despertaba con los ojos
claros y sonriendo, él se transformaría y navegaría en esos vientos montañosos,
volando sobre la ciudad, o encima de Oakwald, o de los Staghorns. Cómo él amaba
hacer, como hacía cuando su corazón estaba agitado o lleno de dicha.
Ella sabía que era la última la cual lo enviaba volando estos días.
Ella nunca dejaría de estar agradecida por eso. Por la luz, la vida en los ojos de
Rowan.
Aelin alcanzó las pesadas cortinas, sintiendo por la manija a la puerta del balcón.
Con una última sonrisa a Rowan, se metió en el sol matutino y fresca brisa.
Ella se quedó quieta, sus manos colgando a sus costados mientras miraba lo que el
amanecer había revelado.
Una mano subiendo a su boca, Aelin escaneó el amplio barrido del mundo.
El viento de la montaña removió sus lágrimas, llevando con este una canción, anti-
gua y encantadora. Desde el mismo corazón de Oakwald. Del mismo corazón de la
tierra.
Rowan entrelazó sus dedos en los de ella y murmuró, admiración en cada palabra:
Aelin lloró entonces. Lloró en alegría que iluminó su corazón, más brillante de lo que
cualquier magia podría ser.
Porque a través de cada montaña, esparcida bajo el verde dosel de Oakwald, alfom-
brando toda la Llanura de Theralis, la llama del rey estaba floreciendo.
Agradecimientos
Traducido por Aruasi Sargav
Corregido por Cotota
A Lynette Noni: gracias, gracias, gracias por tus insanamente brillantes notas en
este libro, por leerlo múltiples veces y por todas las salvadas de último minuto. Me
alegra tanto que nuestros caminos se cruzaran en Australia todos esos años atrás.
Al equipo completo de Bloomsbury, actual y pasado, quienes han trabajado tan
incansablemente en estos libros: Cindy Loh, Cristina Gilbert, Kathleen Farrar, Nigel
Newton, Rebecca McNally, Emma Hopkin, Lizzy Mason, Erica Barnash, Emily Ri-
tter, Alona Fryman, Alexis Castellanos, Courtney Griffin, Beth Eller, Jenny Collins,
Phoebe Dyer, Nick Parker, Lily Yengle, Frank Bumbalo, Donna Mark, John Candell,
Yelene Safronova, Melissa Kavonic, Oona Patrick, Liz Byer, Diane Aronson, Kerry
Johnson, Christine Ma, Linda Minton, Chandra Wohleber, Jill Amack, Emma Saska,
Donna Gauthier, Doug White, Nicholas Church, Claire Henry, Lucy MacKay-Sim,
Elise Burns, Andrea Kearney, Maia Fjord, Laura Main Ellen, Sian Robertson, Emily
Moran, Ian Lamb, Emma Bradshaw, Fabia Ma, Grace Whooley, Alice Grigg, Joanna
Everard, Jacqueline Sells, Tram-Anh Doan, Beatrice Cross, Jade Westwood, Cesca
Hopwood, Jet Purdie, Saskia Dunn, Sonia Palmisano, Catriona Feeney, Hermione
Davis, Hannah Temby, Grainne Reidy, Kate Sederstrom, Hali Baumstein, Charlotte
Davis, Jennifer Gonzalez, Verónica Gonzalez, Elizabeth Tzetzo. Gracias desde el
fondo de mi corazón por hacer esta saga realidad. Los adoro a todos.
Al equipo de “Agencia Literaria Laura Dail” ustedes chicos son luchadores y los
amo. A Giovanna Petta y Grace Beck: muchas gracias por su ayuda. A Jon Cassir y
el equipo en CAA: gracias por ser tan fantásticos para trabajar y por encontrar tan
buenos hogares para mis libros. A Maura Wogan y Victoria Cook: gracias por ser un
equipo legal tan estelar. A David Arntzen: gracias por toda tu consideración y guía
estos años. A Cassie Homer: ¡gracias por ser la mejor maldita asistente allá afuera!
A Talexi: ¡gracias por las espléndidas portadas!
Un agradecimiento masivo y de corazón a todas mis maravillosas editoriales alre-
dedor del mundo:
• Bosnia: Sahinpasic;
• Brasil: Record;
• Bulgaria: Egmont;
• China: Honghua Culture;
• Croacia: Fokus;
• República Checa: Albatros;
• Dinamarca: Tellerup;
• Estonia: Pikoprit;
• Finlandia: Gummerus;
• Francia: Editions du Seil;
• Georgia: Palitra;
• Alemania: DTV Junior;
• Grecia: Psivhogios;
• Hungría: Konyvmolykepzo;
• Israel: Kor´im;
• Italia: Mondadori
• Japón: Villagebooks;
• Corea del Sur: Athena;
• Lituania: Alma Littera;
• Países Bajos: Meulenhof/Van Goor;
• Noruega: Gyldendal;
• Polonia: Wilga;
• Portugal: Marcador;
• Rumania: RAO;
• Rusia: Azbooka Atticus;
• Serbia: Laguna;
• Eslovaquia: Slovart;
• Eslovenia: Ucila International;
• España: Santillana & Planeta
• Suecia: Modernista;
• Taiwán: Sharp Point Press;
• Tailandia: Nanmee Books;
• Turquía: Dogan Kitap;
• Ucrania: Vivat.
¡Estoy cruzando mis dedos para llegar a conocer a todos en persona algún día!
No hubiera llegado hasta aquí si no fuera por algunos de mis primeros lectores:
la comunidad de Fictionpress.
¿Cómo puedo transmitir mi gratitud por todo lo que han hecho? Su amor por estos
personajes y este mundo me dio el coraje de intentar ser publicada. Gracias por
quedarse hasta el final.
Una de las mejores partes de esta aventura han sido las amistades que he hecho
en el camino. Gracias y amor sin fin a Louisse Ang, Steph Brown, Jennifer Kelly, Al-
ice Fanchiang, Diyana Wan, Laura Ashforth, Alexa Santiago, Rachel Domingo, Jessi-
ca Reigle, Jennifer Armentrout, Christina Hobbs, Lauren Billings y Kelly Grabowski. A
Charlie Bowater: Llegar a conocerte ha sido todo un punto culminante en mi carrera
y tu increible arte me ha inspirado en tantas maneras. Gracias por todo tu duro tra-
bajo ( y por ser un genio total).
A mi familia: Gracias por su amor inquebrantable. Me ha llevado más lejos de lo
que saben. A mis suegros, Linda y Dennis: gracias por cuidarnos tan bien a mi y
a Josh estos pasados meses (bueno, seamos honestos: ¡por los últimos catorce
años!) y por ser abuelos tan abnegados y estupendos.
Para ti, querido lector: Gracias desde el fondo de mi corazón por todo. Nada de
esto hubiera sido posible sin ti. Podría escribir otras mil páginas acerca de que tan
agradecida estoy y siempre estaré. No obstante al final, todo lo que puedo pensar en
decir es que espero que tus sueños, cuales sea que puedan ser, se vuelvan realidad.
Espero que persigas esos sueños con tu corazón completo, espero que trabajes por
ellos sin importar cuanto tarde, sin importar cuan improbable sean las posibilidades.
Cree en ti mismo, incluso si se siente como si el mundo no lo hiciera. Cree en ti y
te llevará más lejos de lo que te puedas imaginar. Tú puedes lograrlo. Tu lo harás.
Estoy apostando por ti.
A Annie, mi compañía canina y (otra) mejor amiga. Te sentaste a mi lado (o en mi
regazo, o en el sillón, o a mis pies) mientras escribí estos libros. Si pudiera, te re-
galaría un suministro sin fin de conejos masticables por todo tu amor incondicional,
y por toda la felicidad que me has traído. Te amo por y para siempre, cachorro bebé.
Queridos lectores de Traducciones Independientes, con este libro damos por termi-
nada una gran etapa en este grupo, es cierto que aún faltan más libros de la Saga
pero esos son extras, con Reino de Ceniza se acaba la historia de nuestra asesina
favorita, y con esto también terminamos un trabajo que empezamos hace casi 5 años.
Todos los que formamos este maravilloso equipo estamos muy emocionados y tristes
a la ves por llegar hasta donde estamos ahora… ustedes leyendo este ultimo libro.
Este grupo se creo con el objetivo de traducir la saga de Trono de Cristal y los
siguientes libros Sarah, ya que en ese entonces, no era una autora conocida y na-
die quería traducir sus libros… Traducciones Independientes no es nada sin sus
miembros y por eso es que me tomo la libertad de escribir este pequeño texto, para
agradecerles a todos:
Melody; Gracias por crear el grupo, por reunir a los pocos fans que había en ese
momento de Trono de Cristal y convencernos de Traducir el libro. Sin ti este grupo
no existiría. Tú eres la creadora de Traducciones Independientes y lo que hemos
logrado hasta ahora en este grupo es también un logro tuyo. Gracias por dejarme a
cargo de tu grupo.
Andrea, Kira, Joanna, Luciana B, Janita, Roxy, Liz Ibarra, TheLucky Thirteen,
VanetyStars, Kenza, Esmeralda, Yam, Giuli C.T., Jas, Michelle Polo, Estefa-
nia R, Sabrina, Yuki, Stefania, Abril, Alex, Paola, Aida, Agus, Paz, Sofia, Nicole,
Flor M., Stefany Vera, Fiore Vita, Micaela Libedinsky, Dafne Hein, Katia G, Le-
andro C, Carla R, Jeanna J, gracias por traducir Corona de Media Noche y He-
redera de Fuego, algunos de ustedes aún siguen en el foro y siguen ayudán-
donos con todos los proyectos que TI ha tomado… GRACIAS POR DECIR SI A
LA TRADUCCIÓN DE LOS DOS PRIMEROS LIBROS DE TRONO DE CRISTAL
Tay Paredes, Roxana B, Andy Cobain, Yunn, May Aguilar, Ro Cáceres, Cecilia G,
sin su gran apoyo el grupo no hubiese salido de ese gran agujero negro donde se
encontraba… dieron todo por el equipo, incluso lo defendieron…ustedes fueron la
legión que nos ayudo a salvar el grupo y la traducción de Reina de Sombras. GRA-
CIAS.
Cotota, Ella R, Raisac, Luisa T, Mafer Torres, Akasha San MUCHAS GRACIAS POR
SIEMPRE APOYAR A TI, ustedes son las reinas de este grupo, las salvadoras, el
equipo de batalla, nadie las puede detener cuando se proponen algo para lograr que
TI consiga su objetivo.
Lu Na, TI te debe mucho, nuestros libros tienen el mejor diseño porqué tu aprecias la
saga y el grupo. Quieres que todo quede perfecto. No solo nos ayudas con el diseño
de nuestros libros, también ayudaste con la nueva etapa del grupo, GRACIAS DE
TODO CORAZÓN.
Vaughan, te uniste al grupo hace tres años y desde el primer momento men-
cionaste que querías ayudar con esta maravillosa saga, que es tan espe-
cial para ti. Gracias por dirigir el Proyecto de Torre del Amanecer, que si bien
los miembros de TI no estabamos tan convencidos de este proyecto, con tu en-
tuciasmo hiciste que todos participarán. Y Tambien por ayudar a TI con este ul-
timo libro, organizando todo. Eres parte importante de este gran grupo.
Traducciones Independientes
Agradecimientos de Vaughan
Una vez más, llegamos a estar parte donde los agradecimientos no parecen ser su-
ficientes para mí con los cuales pagarles por su increíble trabajo realizado en tiempo
récord en este proyecto en el que me acompañaron.
Aunque no entré primero en esta saga, comencé con ustedes hace tres años
participando en Imperio de Tormentas, para después no sólo participar sino dirigir
el proyecto de Torre del Amanecer, y henos aquí, concluyendo tan bella saga con
Reino de Ceniza.
En mi corazón están ustedes quienes me apoyaron desde el primer día que pu-
bliqué este proyecto y dije “comencemos”. Aquellas bellísimas personas que no du-
daron ni un solo segundo para levantar la mano y decir “¡Dame diez capítulos!” o
inclusive más. Quienes apenas terminamos de traducir todo me dieron una ayuda
inimaginable con la corrección. Y en menos de dos meses me ayudaron a terminar
un proyecto que ha superado las mil páginas. Nos superamos una y otra vez cada
día durante este proyecto, donde por semana avanzábamos un cuarto de libro. Us-
tedes, en siete semanas, han traducido y corregido mil páginas. Jamás olviden eso.
Me han demostrado a mí, y se han demostrado a ustedes mismos, que son capaces
de todo lo que deseen cuando ponen su mente y esfuerzo en ello. Son imparables.
como empecé este párrafo lo acabo, ustedes están en mi corazón.
Ustedes rompieron un récord que nunca antes se había visto en TI. Un proyecto
enorme traducido en tan poco tiempo, nada los detiene.
Ravechelle, como siempre bromeando y apoyando y haciéndome reír a carcaja-
das durante los proyectos, no puedo expresar en tan poco espacio lo mucho que
significó para mí que una vez más extendieras tu mano en apoyo a este proyecto.
Quiero que sepas que estoy en profunda deuda con tu apoyo, y definitivamente hi-
ciste este proyecto mucho más divertido de lo esperado, eres maravillosa (broma
interna: mayor que-dos puntos-uve).
Ella R, ya no tengo palabras para darte las gracias. Y no solo en este proyecto,
sino en todos, donde siempre estás ahí, apoyando, emocionada, dispuesta, siempre
atenta a todo, traduciendo más de lo esperado y como siempre entregando en tiem-
pos increíbles todo lo que pidas. Hoy, mañana y siempre: gracias totales.
Cris, infinitas gracias por tu entusiasmo, y por estar tan feliz de apoyarme. A pesar
de todo lo que nuestra vida exterior a TI nos tenía, sacamos adelante este proyecto
en un increíble tiempo, y fuiste parte de ello, y causa de ello. Te doy la gracias por
no fallar ni un paso y haberme ayudado en todo momento.
Scáthach, Irais, iAtenea, gracias totales por todo. Me demostraron que puedo
contar con ustedes, aunque estemos nadando contra corriente, aunque estemos
inundados de proyectos personales, finales, escuela, trabajo, en fin… Estuvieron
dispuestas en todo y por ello no me caben en los brazos las gracias que les mando,
¡ustedes son lo máximo!
IsaCat, como siempre una ayuda enorme la que me diste, y una vez más quedo
en deuda contigo por tu trabajo. Gracias por apoyarme y una enorme disculpa si de
repente llegamos a tiempos clave de entregar capítulos y llegué a presionar en tiem-
pos de entrega. No me fallaste en ningún momento, digno de ti, siempre al tanto de
todo y entregada a este proyecto de principio a fin. Enormes y gigantescas gracias,
por todo.
Selkmanam, Mary A., Achilles, enormes gracias por su apoyo. Siempre dispues-
tos a apoyar y en todo lo que pida ayuda ahí están, sea uno, tres, los capítulos
que sean, siempre desean ayudar. Esos pequeños granos de arena siempre abas-
teciendo la playa en demasía. Gracias, por tanto.
Luneta, Blackbeak, una vez más dando el 110. Me demuestran que este pequeño
gran proyecto es posible cuando se tienen las ganas, la dedicación, y la completa
entrega a ello. Aunque algunas de ustedes estaban abarrotadas de proyectos por la
universidad, con tareas, entregas finales, fin de carrera o semestre, nunca fallaron
en entregar sus capítulos, en levantar la mano para ayudar, y eso es algo que jamás
olvidaré. Gracias, por compartirme su tiempo para la realización de este proyecto.
Yunn… creo que rompiste récord. Ayudándome a traducir una cantidad enorme
de capítulos de este tan grande proyecto, definitivamente te volaste la barda. Estu-
viste lista para todo lo que hiciera falta, y apoyaste de maneras increíbles en todo
momento. Estoy maravillado por tu apoyo, tu ayuda, tu actitud siempre de comple-
ta entrega a Reino de Ceniza. Gracias por tu entusiasmo, por tus comentarios, tu
apoyo. Por todo.
Albasr11, Summerfold, Akira the Undaunted, Aruasi Sargav, Liliana Hdz, Nashly,
gracias por su increíble trabajo, por los capítulos que me apoyaron a traducir, y por
estar dispuestos a ayudar, sea con uno, dos, tres, capítulos, siempre atentos a todo.
En serio estoy enormemente agradecido por su ayuda. Son geniales, ¡sigan así!
Dakya, Carolina, Venus, Viv_J, infinitas gracias. Sean nuevas o no en los proyec-
tos, siempre demuestran que están más que emocionadas por participar en todo
proyecto que esté activo en el grupo, y me encanta contar con ustedes. Les doy
las gracias por haber participado en tan hermosa traducción, y principalmente por
haberlo hecho a pesar de todo aquello que teníamos fuera de TI. Poner parte de su
tiempo en este proyecto significa mucho, y les doy las gracias por ello.
Reshi, Cotota, gracias por saltar en último minuto para apoyarme con esos capítu-
los que ya no sabíamos ni cómo traducirlos porque todos estábamos hasta el cuello
de pendientes. Aunque fuera para salir en la portada, o porque era urgente traducir,
ustedes se volaron la barda por su disposición. No tengo el tiempo de ustedes aquí
en TI, esto es de ustedes, lo cuidaron, lo amaron, lo hicieron prosperar. Gracias,
especialmente a ti, Reshi, por permitirme dirigir estos proyectos. Sé que Trono de
Cristal es tu bebé, y que me hayas permitido dirigir no uno, sino dos, proyectos de
tan bellísima saga, significa mucho para mí. Gracias, jefa, por todo.
Vaughan
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