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Juan Bautista Rivarola Matto


Juan Bautista Rivarola Matto

LA ISLA SIN MAR

ARTE NUEVO
Editores
Asunción ,1987
Este libro fue vivido y escrito varias veces,
en el transcurso de muchos años. La re-
dacción definitiva se realizo entre junio
de 1983 y mayo de 1984. Fue posible ha-
cerla mediante la ayuda material, el estí-
mulo moral y el acierto crítico de Adel-
ina Tipháine; y la abnegación sin límites
de mi sobrina Martha Martínez Rivarola:
se jugaron para que pudiera dedicarme
escribir la novela en Asunción con la mis-
ma libertad que si residiera en Londres y
fuera millonario.

J.B.R.M.
Serie

Literatura N^ 5

* Impreso en Paraguay
Printed en Paraguay por/by
ARTE NUEVO EDITORES
Montecideo 1687 - Tel. 82736
Asunción - Paraguay

* Queda hecho el depósito que marca la ley.


ya no estás.
Ju sangre, cuajada en el cáliz,
sangra en el corazón de ¡os valientes;
en el atardecer cjue sangra sobre el río,-
en el grito del "Hombre
sobre el surco cfue sangra en el palmar.
ÜAIo busquemos imágenes consoladoras.
Sé cfue estás en la CNada,
en la esperanza trunca,
en el árbol caído,
en la simiente.
El dolor c\we desgarra con sus uñas de hierro,
duerme,
espera,
como el Juego en el leño.
nombre,
cpara (fué?
¿Qué es el nombre de un hombre?
fuiste el Honor de un pueblo.
Basta.
Toda semejanza de hechos o persona-
jes de esta obra ficción con sucesos
o personas reales es puramente ca-
sual; pero, si a alguno le sienta el
sayo, que lo vista.
INDICE

Mi Capitán 13
Introducción - Apuntes del amanuense 27
El desfile —39
La conspiración 51
El héroe - 61
Carpincho..... - -66
iViva Mariana Arguello! 76
Borrador de Informe . 103
La casa de la calle España.. .....108
La tentación - 119
El lacayo 125
Reencuentro 132
La casa de la abuela 143
La maison du diahle rouge ....148
La travesía — - 162
El visionario ....168
El verduguillo............... 184
El ministro 204
Memorias de un diablo bueno - 214
El independiente *-..- 223
Muñeca Eguzquiza. - 233
El doctor Faustino - « 245
El Palacio de López 253
La conciencia de Alfonso - 264
El pacto 276
El coronel tiene quien le escriba 283
El gran loco paraguayo 294
La aristócrata 313
La enviada 320
Nota del amanuense 324
El primer adelantado 328
La belle epoque 333
El silencio y la alucinación 342
El mensajero .„.* 356
La muerte 376
La cárcel modelo 381
El peregrino 391
El poder y la gloria 399
Del cuaderno de tapas liberales 408
El fantasma - 416
Una jornada de locos 422
Yo soy el Dios... 438
La gran huelga 445
Borrador de crónica 453
Déjalos que farreen 461
El héroe eponimo ....-473
Nota final del amanuense -.484
LA ISLA SIN MAR
MI CAPITAN

El silbido intermitente de un ynambú-guasú se acercaba


corno marcando el paso. Quedé quieto, al acecho, hundido en
la hojarasca. Era un bosque sin trinos, algazara de loros ni
aullar dé carayaes. Como cobriza curiyú reptaba a mi lado un
arroyuelo entre el verde oscurecido de culantrillos lánguidos.
Me afirmé en las manos y moví lenta, muy lentamente, la
cabeza. Estaba allf, a tres pasos, grande como un gallo. Con-
tuve el ciego impulso de saltar. Se aireó las plumas; silbó;
mostro' el trasero. Lo vi alejarse en la claridad violenta del
crepúsculo. Dejé caer la cabeza sobre el brazo. Sentf el gusto
salado de mis lágrimas.
Había corrido atrepellando la maleza hasta caer e x t e -
nuado. En el apuro, dejé mi fusil en el maizal. Desperté cuan-
do la oscuridad comienza a salir de entre los árboles como
un fantasma mudo. Tuve ganas de aullar-de miedo y hambre.
Pero al clamor acudirían demonios armados de cuchillos. Me
sacarían los ojos y los dientes; me arrancarían el corazón;
me arrojarían al río para derivar como escarmiento, crucifi-
cado en maderos de jangada. 1 Si me quedaba quieto me con-
fundiría con la tierra hasta que, me absorbieran las raíces y
me llevaran poco a poco en la sangre de un árbol hasta al-
canzar el sol. Sentí un inmenso alivio. Hasta que con el ynam-
bú volvió silbando la esperanza. Era demasiado joven para
aceptar la muerte; esa cosa absurda, incomprensible, que le
acontece a los demás.
-¡Virgen de Caacupé, hazme que vuelva el condenado bi-
cho!
No volví a dudar del poder de la oración. Otro silbido
me anunció la inminencia del milagro. Mi fe se acrecentó al
verlo multiplicado en un casal. El macho escarbaba y se apar-
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taba cortés. Una prieta dama lo seguía picoteando la tierra
en el sitio despejado. Estaban cerca, pero aún fuera de mi
alcance.
Me tuve que mover para afirmar el salto. El macho,
alerta, hizo con el cogote un retorcido signo de interrogación.
Algo le dijo a su pareja porque ella, dando un rodeo, se fue
a beber al arroyo mientras su concubino no me perdfa de
vista.
Ni me recuerdo cómo fue que lo agarré. Casi le clavo
los dientes. La viuda escapaba en aspavientos, tratando de
volar en su desesperación. Tuve ganas de gruñir. Sentí que
odiaba al desgraciado ynambú que ya daba en mis manos sus
postreras pataletas.
Desplumé mal que mal ai pobre bicho; lo destripé en el
arroyo con el filoso cuchillo que aún conservo; lo atravesé
con un palo; junté leña; cavé con el machete un pozo al pie
de un áTbol de salientes raíces para esconder lo más posible
el fuego. Entonces me acordé que no me quedaban fósforos,
pero sí algunos cartuchos de màuser en la bolsa de víveres.
Los conté maquinalmente, vaya uno a saber por qué. No a l -
canzaban a veinte; eran todo mi parque. Aunque ya no tenía
fusil me pesó malgastar uno. El capitán no lo hubiera permi-
tido así tuviéramos que comer la carne cruda. Pero ahora
estaba fuera de su alcance, libre por fin de la pesadilla de
aquel hombre. Le saqué a un cartucho el proyectil; volqué la
pólvora sobre un puñado de ramitas y hojas secas; golpeé el
cuchillo en el machete hasta que saltó una chispita y estalló
la llamarada. Fue un momento feliz de mi existencia.
El ynambú se asaba despidiendo un delicado olorcito.
Sentado a la turca sobre mi manta extendida, disfruté de mi
hambre como ante una mujer desnuda que nos pertenece. Ahí
nomás se secaban mis destrozados zapatones reyunos. El fue-
go oreaba el tronco del árbol y chamuscaba las raíces. Alre-
dedor, la oscuridad más negra. Me sentía contento y seguro.
Era el comienzo del fin de la aventura. Meses y meses de
derrota en derrota, de hambre en hambre; tiritando de frío,
reventando de calor; comidos por garrapatas, uras, piojos,
tábanos y mosquitos; acosados como bestias detrás de un loco
empecinado sin qué ni para qué. Algunos desertaban o se
pasaban al enemigo para servir de baqueanos; pero eran los
menos. Sabía muy bien que mientras viviera mi capitán me
sería imposible abandonarlo. Muchas veces tuve ganas de pe-
garle un tiro. Pobre mi capitán, tenía el vicio de fumar y yo
era propietario de una pipa. Cuando no había cigarros, la

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llenaba con picaduras de puchos mezcladas con espartillo y
me acercaba a convidarlo. Se ponía contento como un chico.
Pasando de boca a boca aquella porquería, amanecíamos char-
lando. Así llegue a sentir su pensamiento, tal vez mezclado
con saliva, pero no alcancé a comprenderlo hasta mucho des-
pués. "Si algo me pasa, quédate con mi libreta -me decía,
golpeándose el bolsillo-. Puede que tú la entiendas; conoces
el contexto".
Pasamos lo peor cuando nos embretaron entre un cerro
y un pantano. Nos hicieron pedazos con morteros y aviones.
Mandaron a la carga arruinados conscriptos reclutones, torpes
y caprichosos. Cuánta madre llorando en esos campos de Dios.
Nos abrimos paso con granadas, tiros a quemarropa, enreda-
dos en lianas, macheteando tacuapíes, revolcados en la sangre
y el horror en esa suerte de locura entusiasta, embriagados
con el frenesí de la batalla. Escapamos doce hombre, inclu-
yendo a Pabla, quien no tenía dos huevos sino cuatro. Pues
bien, al capitán se le antojó mandar carnear un buey ajeno
para celebrar el triunfo.
- Compañeros, los dejamos atrás a esos hijos de la dia-
bla. Necesitan tiempo para desplegar un nuevo dispositivo de
cerco. Entre tanto, nosotros marcharemos sobre la capital.
¡Animo, muchachos, la victoria está cerca!
¿Quién se iba a animar a decirle que estaba más loco
que una cabra?
-¡Hurra'aaa! - gritamos, levantando los fusiles.
Así fue como vinimos a parar a la cordillera de Altos,
a unas ocho leguas de Asunción, hambrientos y extenuados,
mientras el enemigo nos buscaba en los confines del Amam-
bay. El capitán ordenó un día completo de descanso antes de
emprender las acciones decisivas que, según nos dijo, tenía
planeadas. Nos mandó a Pabla, al viejo Atalaya, a Lucas Por-
tillo y a mí a buscar choclos en un maizal que habíamos di-
visado desde un cerro. El sembrado estaba entre el monte y
una huella de carretas. Lo prudente hubiera sido esperar que
oscureciera, pero el hambre era mucha. Portillo y Atalaya se
quedaron en el linde para vigilar mientras Pabla y yo, con
una bolsa de arpillera cada uno, nos arrastramos por los sur-
cos. Eran crihudos choclos de rozado; gordos, tiernos, oloro-
sos. Como el fusil me estorbaba, lo dejé en el suelo para
llenar mi bolsa lo antes posible.
-No dejes tu fusil - m e advirtió Pabla-, si nos salen los
fuerzas vas a correr en vez de usarlo.

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-¡No ha de! - le dije alegremente, pensando sólo en la
comida.
Me rebatió una linea de tiradores que se levantó de
repente hacia el borde del camino y atropello el maizal so-
plando fuego. "¡Que los degüellen por la nuca!", oí que bra-
maban entre la gritería. Para qué discutir con los maleduca-
dos. Salí inflando camisa sin sentir los talones.
El pajarraco sin sal se me antojó delicioso. De sobre-
mesa, cargué mi mixtura en mi cachimbo y me puse a refle-
xionar como un burgués ante la chimenea. Estaba solo, perdi-
do desarmado, pero dueño por fin de mi albedrio, A pocas
leguas del lugar donde me encontraba según mis cálculos,
debía estar Caacupé. Con un poco de suerte muy pronto me
hall arfa a salvo en casa de mi hermana Ana María. Me ima-
giné bañado, despiojado, metido en una cama limpia, con el
buche lleno de manjares exquisitos. Pero la conciencia que no
entiende razones me dictaba otra cosa*, buscar a Feliciano
Palacios y acompañarlo hasta el límite de su locura. Fue lo
que hice finalmente. Pero no tuve suerte. Cuando encontré el
campamento mi capitán ya se había ido.
* * * * * *

- Hamacaba a uno mi hermanito que estaba en un ca-


nasto colgado del techo -me dijo Martina, y evoqué a una
niña de ojos asombrados-. Madre había prendido una veía a
los santos del nicho. Una hilera de chi qui Unes se chupaba los
mocos. Madre los había echado muchas veces. Ellos volvían
como alunados a mirar por la mujer tendida en la cama gran-
de. Más que mujer parecía un indio de tetillas chupadas co-
mo hollejos vacíos, o un Cristo de palosanto recién bajado de
la cruz por María Magdalena ''Le dije bien -decía y decía-,
no vaye, no vaye a dejar qu : jusil' 1 . La trajeron unos za-
parrastrosos llenos de llagas i imefacciones, meados por los
zorrinos, que para nada ponderaban por los ladridos del perro.
Tenía un agujerito en el pecho y un agujeróte en la espalda:
la bala la bandeó. Madre le limpió la mugre, le lavó las he-
ridas con tapecué y salmuera, las cubrió con papel de astrasa
y miel de abeja, la vendó con lienzos calentados con la plan-
cha. Enseguida después le hizo tomar cocido azucarado con
aspirina adentro. La enferma, más aliviada, siguió retando a
alguno que dejó su fusil.
Eramos pobres pero nada nos f r ' a b a . Pobres, pero deli-
cados, Taita trabajaba su cocué y Di miraba por nosotros.

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-Se va a sanar si no se pasma - le dijo Madre a un
hombre todo arrugado al que le decían Atalaya. Su aspecto
era espantoso, pero ni al perro espantaba. Barcino le hociqueó
por todos lados y se tendió a sus pies como si lo hubiera
reconocido. Atalaya estuvo todo el tiempo como un santo de
palo, con las manos agarradas al caño de su fusil. Taita ma-
teaba en el solero con un hombre parecido a San Ignacio.

Atalaya y Portillo regresaron al campamento trayendo a


Pabla gravemente herida. Mientras Atalaya se ocupaba de
ella, Portillo fue a informar al capitán. Lo encontró en la
cima de un cerro, recostado en un árbol. Media legua más
abajo, el incendio del sol que se hundía en el horizonte se
reflejaba en el lago Ypacaraí. El verde de los bosques y el
rojo de los caminos se iban diluyendo en una luz morada.
Tenía los ojos tristes, perdidos en el vuelo de un solitario
tuyuyú que cruzaba el cielo naranja hacia los esteros del Sa-
lado. Portillo procuró mostrar las cosas por el lado risueño.
-Lo vi correr sobre el maizal, pasó volando sobre el
monte, las balas perdieron el aliento en su persecución.
El capitán Palacios sonrió. Portillo continuó, más anima-
do.
- Pensaban comer de balde y atropellaron a lo toro.
Atalaya entabló a dos fuerzas y yo creo que zambullí a algún
otro. Esto les sentó cabeza. Se tendieron a jugarle a Atalaya
que quebraba espoletas saltando de un lado a otro mientras
yo corría a sacar a Pabla. De paso me traje una bolsa de
choclos.
Que los cocinen enseguida con los restos de chastaca.
Y trata de descansar. Cuando sea de noche, caminamos.
Lucas Portillo vaciló.
- ¿No lo vamos a esperar? Lo conozco; va a volver cuan-
do se aplaque. Lo puedo ir a buscar, soy perro baqueano y
no ha de andar lejos: el guazú cuando se asusta corre dere-
cho.
El capitán le apoyó una mano en el hombro y le dijo,
sonriendo: •
- ¿Para qué?
-¡A la orden! - exclamó Portillo, cuadrándose, con la
mano en la visera. Habían abandonado esa costumbre. Ambos
se echaron a reír.

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Pabla estaba sentada en un tronco. Tenia el torso des-
nudo. Le habían' taponado las heridas con hojas mascadas,
ceniza y trapos chamuscados. La vendaban con tiras de arpi-
llera. Con las manos apoyadas en las rodillas, miraba al fue-
go, pensativa.
-¿Qué tal, Pabla? -le dijo en guaraní, ella no hablaba
castellano-, ¿cómo te sientes?
- Hae pora niko *ichupe, aniña, che memby, iehejátei
nde mboka,
"Le dije bien! hijo mío, no dejes tu fusil".
Estaba delirando.
Él pantalón de soldado verdeolivo, ceñido con cuerdas a
las canillas, era un harapo de sangre y tierra colorada. Tenía
los pies pequeños, negros, duros. La melena enmarañada, cor-
tada a cuchillo, le daba un aspecto bárbaro, cerril. Imposible
calcular su edad. Vino con su compañero. El hombre resultó
un inútil, desertó enseguida. Se acompañó con Atalaya, acaso
para que no la molestaran los demás. Formaban al dormir un
desolado bulto quieto.
- Pabla -repitió el capitán-, ¿no me conoces?
- Ya te dije, lo puedes precisar, no van a darte tiem-
po...
- De balde, mí capitán -dijo Atalaya, poniéndole a Pa-
bla una casaca en los hombros^, ella no está en su juicio.
Se tragaba la Voz el pobre viejo. Tenía el aspecto de un
buey manso, pero era un formidable combatiente, veterano de
la guerra y de tres revoluciones.
- Procura que descanse, y tú también. Saldremos de
aquí a un rato.

Encontraron junto al lago una canoa sin remos. Buscaron


uri palo para botador. Cargaron en ella ropas y armamentos.
Portillo se hizo cargo de la vara. Se embarcaron Feliciano,
Pabla y Atalaya. El resto cruzó a pie, agarrándose a la borda
en las partes profundas. A Pabla le subía la fiebre. Más allá
del lago comenzaban los pi rizales y el estero. Hacia el ama-
necer pisaron tierra firme. Cuatro hombres se turnaban para
traer a Pabla en una manta. No pesaba mucho pero estaban
agotados. Vieron el humo de una locomotora que pasaba pi-
tando más allá de unos montes. Un perro ladró. Un hombre
de sombrero de paja, azada al hombro y machete en la ma-
no, los observaba en silencio, con la cabeza levantada y la
frente fruncida. Su ropa, llena de remiendos, era de una ad-

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mirable pulcritud. Más allá de una tranquera, escondida entre
los árboles, se vela una blanca casa de adobe y techo de
paja.
- Buen día - dijo el capitán, adelantándose.
El hombre tardó un momento en responder.
- Buen día.
- Traemos una mujer herida, ¿nos permites llegar?
-¡Cómo no!
Tres hombres se apostaron afuera con orden de no dejar
salir a nadie de la casa. La patrona, bajo la vigilancia de
Atalaya, se ocupó de Pabla. Mientras el resto de la tropa
preparaba en la cocina reviros y cocidos, el capitán se puso
a matear con el labrador. Le explicó algunas cosas y le hizo
algunas preguntas que el hombre contestó con buena voluntad
y buen criterio.
- Veo que estamos en la casa de un señor -le dijo el
capitán-. Vamos a pasar enseguida. No podemos llevar a la
mujer. Si la entregas, la matarán. Queda a tu cargo.
- Así es - asintió el hombre.
el capitán se asomó a la habitación.
- Atalaya, nos vamos.
- iListo!
Se echó ei fusil al hombro y salió sin mirar atrás.
El plan de Feliciano Palacios era internarse de nuevo en
el estero, hacer un rodeo y salir más allá del arroyo Yuquyry.
En esa forma, si el labrador delataba, era posible despistar
al enemigo. Atalaya caminaba algo rezagado. Barcino lo acom-
pañó por largo trecho. Cuando entraban a los pi rizales, se
detuvo. Ladró para decirle que Pabla quedaba en buenas ma-
nos y regresó al trotecito, con el hocico por el suelo.

-Madre se acercó a Taita, que recostado en un horcón


del solero, mascaba su naco y escupía.
- Mi señor...
- Mi señora...
- hay orden de dar parte.
-¡Que haiga!
Madre corrió a prenderle otra vela a los santos.
******

- Así que Lucas Portillo te entregó la libreta en lugar


de dárnosla a nosotros, que somos sus correligionarios - me
dijo mi amigo Fabio Iglesias.

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- Está bien, es comprensible, fuiste su compañero. Me
gustaría verla un poco. Tu capitán era mi amigo. Combatió en
Boquerón a la edad de quince años. Volvió de la guerra a los
dieciocho, con el grado de teniente primero. Participó en la
revolución del treinta y seis. Estuvo a punto de ir a España a
defender la República con el grupo de Paiva Palacios y José
Aparicio Gutiérrez. Estuvo con Joel Estigarribia en la audaz
tentativa, de apoderarse de la División de Caballería con un
puñado de hombres. Intervino en el asalto a la Jefatura de
Policía. Durante la guerra civil fue ascendido a capitán. Los
alborotos le buscaban y él no les sacaba el cuerpo. Permane-
ció años en prisión. Salió de la cárcel con la salud quebran-
tada, y, por primera vez en su agitada existencia, llevó una
vida relativamente normal en Buenos Aires. Reconciliado con
su esposa, de la que se había separado por causa de otra
mujer, pudo, reunir a los hijos que las .andanzas de su padre
tenía desparramados por las casas de parientes y amigos. Le
habían conseguido un empleo modesto pero seguro en el que
no hacía prácticamente nada, salvo aburrirse como un perro
atado. A los dirigentes de su partido no les. fue difícil alis-
tarlo para otra patriada. Cuando lo supe lo llamé, no para
disuadirlo sino para ganarlo para mi movimiento. Lo hice con
la oposición de mis correligionarios, que lo consideraban un
aventurero vulgar. Nos encontramos en, un café de la Avenida
de Mayo. Al verlo me di cuenta de que había cometido un
error. Encontré a un hombre prematuramente envejecido, de
flacura quijotesca y mirada febril. Tintaba dentro de un c a -
pote gris, deshilacliado; se envolvía el cuelo con una bufanda;
tenía el cabello revuelto y la barba crecida; se retorcía las
manos pálidas, friolentas; seseaba por la falta de dientes;
tenía un tic nervioso en la comisura de los labios.
- , N o , Fabio, mi hermano - m e dijo-, cada cual tiene su
compromiso. Lo que sí me gustaría es llevar algunos de los
tuyos. Los voy a cuidar bien, son de confianza. Aunque nues-
tros dirigentes no se entiendan, los considero aliados; el e n e -
migo dé mi enemigo es mi amigo.
Era penoso ver en tal estado a Feliciano Palacios cuan-
do se lo conoció en su varonil estampa, en la plenitud de su
energía. Le pregunté de su salud. Como pillado en falta, d e -
rramó café de su pocilio.
-¿Qué importa la salud del que va a ser degollado? -
se rió tapándose la boca para esconder los huecos de su den-
tadura-. Me apenan, claro, mi mujer y mis hijos, aunque les
sirvo de poco. Y la pobre mamá. Ella sí que es una gran
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señora. Esperaba otra cosa de mí -volvió a reír, esta vez a.
carcajadas-. Me obligaba a estudiar piano y francés para que
me sirvieran de adorno en sociedad. Tal vez por eso me e s -
capé de mi casa para ir a la guerra...
Quedó un momento pensativo. Continuó en voz baja:
- Sin embargo ella siempre, en toda circunstancia, e s -
tuvo orgullosa de mí. Me trasmitió su orgullo, ¿sabes?... ¿Te
acuerdas de mi mamá?
- Claro que sí
Se recostó en la silla, equilibrándola sobre las patas
traseras. Su rostro adquirió una expresión tierna, adolorida.
Entrecerró los ojos.
- Dime, Fabio, mi hermano, ¿de veras soy un taramba-
na? -sin esperar respuesta continuó-. Lo pienso a veces, y mi
mujer me lo reprocha cuando está desesperada. Lo que pasa
es que nunca, ni por equivocación, hago lo que me conviene.
Es una fatalidad. Soy víctima de mi propia fama, como esos
pistoleros del Lejano Oeste. En el fondo, en mi perra vida
me importó un carajo de mí mismo. Fui donde me llamaron
sin mucho averiguar, confiando en que los demás tendrían
mayores luces. ¿Hice mal, estuve equivocado? Me hace dudar
el desdén reprimido de amigos y correligionarios cuando me
veo obligado a pedirles plata para el tranvía. Tú, que eres un
hombre de ley podrás decírmelo, ¿hice mal?

- No lo creo.
- Ya ves, yo tampoco, aunque en el fondo soy un hom-
bre humilde. A nadie le gusta renegar de sí mismo. Mi peca-
do es la derrota. Por eso tengo que ir. Tal vez se haya can-
sado de mí la mala suerte...
- No es esa la cuestión, no es culpa tuya si...
-¡De acuerdo, de acuerdo, ya sé lo que me vas a decir!
-me atajó riendo-. Pero tú andas en lo mismo desde que te
conozco; tienes mi misma edad y más cárceles que yo. Sin
embargo se te ve lo más bien, ¿cuál es el secreto?
- A mí no me pueden derrotar; no tengo objetivos per-i;
sonales y la causa que defiendo es invencible.
Feliciano sonrió.
-¡Estos no tienen remedio!
- Si no estás bien de salud deja de un lado el amor
propio y dilo francamente -le aconsejé sin esperanzas-. Nadie
pondrá en duda tu valor. No solamente por ti, sino por los
hombres que irían bajo tu mando.
21
Feliciano prendió un cigarrillo olvidando que tenia otro
encendido en el cenicero. Es curioso que se recuerden d e t a -
lles como éste después de tantos años.
-iQué esperanza, no me conoces! Con un fusil terciado
y un revólver en el cinto soy otra persona. O mejor, soy de
veras lo que soy. El reumatismo de la cárcel y las úlceras de
Buenos Aires se irán al diablo en cuanto cruce el río. Es la
ventaja de la guerra, los microbios no la aguantan. Concre-
tando, ¿me vas a prestar o no unos cuantos "invencibles"?
- Yo no puedo decidir -le contesté sin entusiasmo-, voy
a informar, a ver qué dicen.

- Esta vez con mi oposición -concluyó Fabio-, se resol-


vió confiar algunos hombres al capitán Palacios. Portillo esta-
ba entre ellos. Empezaron a llegar noticias de derrotas, de
atrocidades nunca vistas. Perdimos la revolución, pero Felicia-
ño la siguió por cuenta propia. En sus movimientos capricho-
sos se insinuaba la persecución de un objetivo, o acaso sim-
plemente de un lugar para morir.
* * * * * *

Libreta de tapa negra, papel cuadriculado. La examino


una y otra vez para arrancarle su secreto. Letra pequeña,
apretada. Frases brevísimas, inconexas, llenas de abreviaturas.
A veces nada más que un nombre seguido de una cruz, de un
signo de admiración o de pregunta. Ansioso, busco el mío.
No lo encuentro. No existo.
* * * * * *

Salieron del estero a media siesta, y, avanzando agaza-


pados entre las cortaderas por un camino de vacas, se desli-
zaron a una islita de árboles sombrosos. Era un sesteadero
del ganado, manso por estas regiones, que apenas se inquietó
por la irrupción de intrusos. El suelo, alfombrado de bostas
secas, estaba libre de yuyos. Hacia el oeste, el pajonal se
extendía hasta las lomas que bordean el valle del Yuquyry.
Hacia el este, un avión patrullaba a baja altura.
- Aquí descansaremos -dijo el capitán-, no desparramen
el equipo.
Uniformados por la miseria, se distinguían de una tropa
de mendigos por el denuedo y la firmeza de sus rostros. Cada

22
cual hizo un moníoncito con la manta enrollada, sa te
víveres, la caramañola y el fusih El capitán no tuvo r; ;vc .
para nombrar centinelas. Poco después dormían roncano^ sua
veniente, con profundo desahogo.
Feliciano Palacios observó el avión con los prismáticos.
Calculó la distancia. Sobrevolaba el lago de Ypacaraí. Proba-
blemente el enemigo había descubierto el lugar donde se em-
barcaron en la canoa y debía suponerlos ocultos en los cama-
lotales del rfo Salado. El labrador no dio parte; se lo diría a
Atalaya en cuanto despertase. Media hora después, el avión
tomó altura y pasó rugiendo en linea recta hacia la base de
Campo Grande. Invisibles para el ojo inexperto, se elevaban
de las lomas deslumbradas por el sol tenues columnas de hu-
mo. De aquí en más sería difícil avanzar sin toparse a cada
paso con pobladores. Sacó la libreta de su envoltorio de plás-
tico e hizo una anotación.

27/2 16.30 Avión s/lago. En. despistado. Me quedan dos


días. ¡Duermen!

Un mes atrás había despachado dos emisarios, uno hacia


la capirai y otro hacia la frontera. Lo hizo para sacárselos
de encima y darles una oportunidad, porque estaban enfermos.
Cada uno llevó una carta y un mensaje verbal: el 1Q de Mar-
zo, aniversario del combate de Cerro Cora, en el que cayó el
Mariscal López con sus últimos soldados en el último confín
de la patria, se presentaría en Asunción para vencer o morir.
Fue una fanfarronada, fruto de la rabia y la desesperación..
Pero ya estaba dicho, era preciso cumplir la palabra. No ha-
bía resuelto lo que iba a hacer cuando llegara. Tampoco se
había detenido a pensar las consecuencias. De todos modos,
era una buena fecha para morir.
La casa de la abuela, anotó, pero tachó enseguida.
Los domingos, después de misa, cruzaba la plaza, subía
las gradas de mármol blanco, pasaba la sala de muebles n e -
gros y vitrales de colores, llegaba al patio rodeado de un
ancho corredor sostenido por robustos pilares. En un rincón
sombreado por el árbol de los pesebres y la enredadera de
jazmín, un cántaro presidía como un panzudo ídolo cobrizo la
charla de los mayores. En una de las habitaciones, cerca del
altar de la Virgen del Carmen ataviada de sedas y enjoyada

23
de oros, estaba doña Pilar Frutos de Recalde. Fumaba enor-
mes cigarros de hoja y jamás hablaba en castellano, aunque
era falta de respeto y guarangada dirigirse a ella en guaraní.
Los chicos la rodeaban embobados. Conocía las astucias de
Perú Rima, las tribulaciones y desquites de Pychái, las seduc-
ciones de Curupf a las doncellas imprudentes que acuden so-
las a la fuente en horas del atardecer. Sabía también de tra-
gedias y batallas. Cruzó el estero de Ypecuá después del de-
dastre de Itá Yvaté. Defendió a botellazos las trincheras de
Piribebuy. Contempló desde un cerro la masacre de niños en
Acosta Ñú, y la violaron los cambá* aquella misma noche
í trágica. Llegó a Cerro Cora, venció penurias y fatigas. Pero
tenía cien años, quince hijos, nietos innumerables, mente lú-
cida y un humorismo socarrón. Con desprecio de roperos, guar-
daba en un carameguá** la roja casaca de bayeta y el negro
morrión de cuero de su hermano Florencio, quien sobrevivió a
la Guerra Grande y se perdió en los tiempos de Higinio Uriar-
te por causa de una mujer cuyo nombre no se debe pronun-
ciar porque acude el espectro. Cuando estaba de humor mos-
traba las reliquias atesoradas en el cofre. Florencio tenía
doce años cuando pasó la prueba de desenvainar un sable de
un tirón y fue admitido entre los hombres de la gesta inmor-
tal. Doña Pilar decía que el Paraguay ganó la guerra porque
no se puede matar a los fantasmas. Mientras los cambá hace
rato que se pudrieron en sus tumbas, los paraguayos siguen
peleando en las noches de tormenta.
El primer marido de doña Pilar fue fusilado en San Fer-
nando. Nunca se la oyó nombrarlo, pero conservaba el apelli-
do aún después de haber parido hijo de distintos padres y de
contraer segundas nupcias. El Mariscal eliminó a los débiles
de espíritu que podían malograr su victoria de ultratumba.
¡Ah sì pudiera tener mi San Fernando!, escribió en la
libreta, y esta vez lo subrayó en lugar de tacharlo.
Se complació en fantasear una hecatombe. Se pobló el
pajonal de sombras fusiladas, de figuras retorcidas en el cepo
uruguayana; de obesos sicofantes destripados a lanzazos por
muchachitos aterrados; y una mujer, una sola, entre las víc-
timas.

"Negro", soldado del ejército aliado en la Guerra Grande (1865/70)


Cofre de madera o cuero.

24
Voy a morir. Con gusto los arrastraría a todos a la
tumba.

Había empeñado su palabra. Le quedaban dos días para


cumplirla. Le separaban del objetivo las cuatro leguas más
difíciles.
- Si he llegado hasta aquí, llegaré hasta el final. Col-
maré mi orgullo. Pero, ¿y estos? Ellos se ríen de su propio
heroísmo, ni siquiera saben de la gloria.
En el paisaje se mezclaban imágenes del entresueño.
- No piden nada. Sólo tienen la vida para dar. Nada
preguntan. Fingen confiar en mí. Pero no son estúpidos. Tal
vez piensen que estoy loco. Suelo sentir que me detestan. No
sé cómo no me pegaron un balazo.

<0 es que acaso me aman?

Le sigue un garabato sinuoso. Me llevó meses descifrar-


lo.

Dentro de tres días estaremos todos muertos. Ellos lo


saben. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?

Fue lo último que escribió.


Sintió en el pecho el punzante dolor de una estocada.
Se recostó en un árbol para no caer.
- No debo pensar, el pensar debilita, debo llegar.
Caminó tambaleante hasta alcanzar la caramañola. Bebió
el agua tibia y turbia del estero. Alguien lo sostuvo de los
hombros.
- Descansa, mi capitán. Yo puedo vigiliar. Los viejos
dormimos poco.
Se dejó acostar en una manta.
- Atalaya -balbuceó, como en sueños-, el avión buscaba
sobre el lago. El chococué* no ladró. Pabla está bien.
- Ya lo he visto.
Sintió que iba cayendo en un abiso sin fondo. Se aferró
a la haraposa camisa del soldado.
- Atalaya, mi hermano, <por qué los traje hasta aquí?
Oyó al viejo que decía desde muy lejos, desde las som-

Labrador.

25
bras profundas de la historia:
- Zpncera, mi capitan, nosotros te trajimos.
-iMi señor, qué le han hecho a mi señor!
Barcino atropello rabiando. Tembló la casa al estampido
de un disparo de màuser. Se oyó un gemido y un carajo Taita
estaba doblado, la cara llena de sangre. Empezó a arder la
paja del techo. Olor a pólvora, alaridos, lenguas de fuego y
humo. Saltaban los adobes fusilados. Adentro lloraba mi her-
manito. Agarraron a Madre, la tumbaron, le arrancaron a
jirones el vestido. La cabeza de Taita se soltó de un mache-
tazo. Entonces ella salió, desnuda como un diablo. Flaca, ho-
rrible, alumbrada por las llamas.
-¡Dónde está mi fusil! ¡Quién me sacó mi fusil!
Cuando me agarra el chucho me recuerdo por las risas.
Nomás oigo carcajadas en los pasmos de la fiebre. Veo una
calavera enorme, desdentada, con una víbora adentro.
La toreaban, la tentaban, mostrándole los fusiles. Ella
los perseguía tambaleando, echando espuma por la boca, lan-
zando una especie de bramido semejante a un estertor. La
picanearon con las trompetillas hasta que se cayó, y allí la
machucaron como carne en el mortero, dándole de culatazos.
-<Y después?
Era pequeña y dulce. Me cabía en una mano.
- No me recuerdo.
- Tienes que decirme todo.
Los ojos del espanto le llenaban la cara.
-¿Para qué? No recuerdo, te digo.
Le acaricié los cabellos. Se acurrucó y poco a poco fue
quedándose dormida. En la sala contigua doña Consuelo de la
Fuente entretenía a los pasajeros de su lupanar. Acompañaba
sn el piano una canción de soldados de los tiempos de Chiri-
fe.
Muramos todos
si no vencemos,
mi capitán...
* * * * * *

¿Por qué he hablado de mí mismo? Nada tengo que ver


en esta historia. No soy un personaje. He quedado fuera de
la trama. Consumo mi sobrevida en la evocación de aquellos que
murieron en mi lugar, y de los que continúan viviendo lo que
yo, acaso, ya no me atrevo a vivir.
26
INTROD UCGION

APUNTES DEL AMANUENSE

Pueblo de madrugadores y de guapos borricos mercade-


ros, Lambaré flotaba en su propio tiempo entre mandarinales
y capueras minúsculas. Más allá están el cerro y el rfo que
ha dejado atrás la bahía, la barranca y los bañados de la
muy noble y muy ilustre ciudad comunera «de Nuestra Señora
de la Asunción. Junto a una ensenada cubierta de camalotes
y un embarcadero en ruinas, había un caserón abandonado de
dos pisos, con terrazas coronadas de balaustres y una torre
en el centro. Según los entendidos, era de estilo neoclásico
de la mejor factura. La habitaba una tribu numerosa de ga-
tos famélicos de mirada enloquecida, que en sus noches de
concierto evocaban el gemido de niños martirizados. Entonces
los centinelas de los puestos solitarios de la marinería hacían
tiros al aire, y sus gritos de alerta daban ecos de angustia.
Los pescadores recogían sus liñadas. Los contrabadistas rema-
ban presurosos hacia sus apostaderos ocultos entre los carri-
zales. Los aullidos de los perros se perdían en la distancia.
Los burros entrecruzaban orejas pensativas. Las viejas. musita-
ban oraciones secretas en guaraní tan arcaico que ni ellas
entendían. La casa fue guarida de un diablo desertor aman-
cebado con una bruja. No regresó a los infiernos hasta que
subió una comisión, mandada por Lucifer, para llevarlo de
vuelta a coscorrones.

La calva cabeza de Monsieur Pichón brillaba junto a un


globo terráqueo. Monsieur Durant, prefecto de la policía de
Hanoi, estaba sentado» en una butaca reclinable detrás de su
escritorio. Desde la penumbra, sus ojos fríos observaban en-
trecerrados a Monsieur Pichón, quien, acodado en la mesa,
27
saboreaba una copa de coñac. Monsieur Durant aguadaba que
el cerebro de Monsieur Pichón acabara de sopesar los hechos.
No sentía ningún afecto por Monsieur Pichón, pero no lo des-
preciaba. Libres de escrúpulos y sensiblerías, la inteligencia y
el cinismo los hacía solidarios. De pronto, volviéndose hacia
el globo, Monsieur Pichón lo hizo girar como ruleta y lo apun-
tó con el índice.

-¿Qué haces? - le preguntó Monsieur Durant.


- Busco un lugar en las antípodas sin ninguna influencia
en los destinos del mundo.
El globo dejó de girar. Monsieur Pichón le acercó los
ojos para distinguir unas letras minúsculas sobre una manchi-
ta anaranjada.
-iVoila! -exclamó-, este es el sitio, una isla sin mar,
lejos de todas partes.
Curioso, Monsieur Durant se inclinó sobre la mesa. Mon-
siur Pichón soltó una risa áspera e hizo girar de nuevo el
globo»
-¡Oh no, mon cher ami, no te lo mostraré, no eres in-
sobornable!.
Monsieur Durant hizo una mueca y se encogió de hom-
jros.
- Por mí puedes irte al infierno, siempre que abandones
Hanoi en venticuatro horas. Ya no puedo protegerte y tú lo
sabes.
- De acuerdo, ¿cuánto?
- Diez mil...
Monsieur Pichón contuvo una sonrisa incrédula y echó
mano a la cartera.
-... dólares -gruñó Monsieur Durant.
Monsieur Pichón volvió a sumirse en profundas reflexio-
nes. No era idiota, estaba atrapado, no podía regatear. Pero
le dolía el dinero. Darlo significaba rendirse, confesar su im-
potencia ante otro hombre.
- Está bien, los tendrás -dijo, y agregó tras una pausa-.
Iré a buscarlos.
Fue Monsieur Durant quien rio esta vez. Los juegos de
astucia eran su única pasión.
- Usa el teléfono.
-¿Dudas de mi palabra?
-¡Naturalmente!
28
Monsieur Pichón guardó silencio. No había tiempo para
tramar un ardid. Monsieur Durant era demasiado cauteloso.
Por eso, a pesar de su talento, no era más que un desprecia-
ble polizonte.
* * * * * *

Estoy escribiendo en el corredor de la Casa de la Calle


España, en la que me refugié a poco de llegar a la Asunción.
Creí que podría volver impunemente al Paraguay después de
tantos años trascurridos desde mis andanzas en la columna
rebelde del capitán Feliciano Palacios. De inmediato compren-
dí que había cometido una imprudencia y que si me descubrían
pagaría muy caro haber cedido al impulso animal de regrear
a la querencia. Pude haber cruzado de nuevo la frontera. No
lo hice. Estaba harto de huir de mí mismo y de los demás.
Pasé algunos días en casa de unos parientes. Era tal la inquie-
tud que mi presencia les producía que mi situación se hizo
tanto o más incómoda para mí que para ellos. Solamente
podía salir a determinadas horas tomando toda suerte de p r e -
cauciones, y verme con personas de absoluta confianza, las
cuales, dicho sea de paso, me recibían con sobresalto y me
despedían con alivio. El octogenario profesor don Faustino
Benítez fue la excepción. Aunque a veces se le entreveraban
los recuerdos, olvidaba a ratos lo que estaba diciendo, saltaba
de un tema a otro o confundía a las personas, en general se
conservaba bastante lúcido y no había perdido ese gracejo
socarrón de paraguayo de otros tiempos; guaireño, por añadi-
dura. Acabé Gonfiandole mis cuitas de repatriado subrepticio.
Se mostró comprensivo. Me invitó a que habitara hasta que
aclarase mi situación con las autoridades o resolviera exiliar-
me de nuevo, en este caserón mostrenco, solamente habitado
por dos ancianos cuidadores, caraí Toví y ña Tomé.
Acepté sin vacilar. Mi inolvidable amigo Fabio Iglesias
me había hablado mucho de la Casa de la Calle España, en
la que había estado también oculto, aunque en circunstancisa
diferentes, por sugerencia del mismo doctor Faustino Benítez.
- En ninguna parte estarás más seguro que en la casa
de Saturi o Rojas -le había dicho en la ocasión don Faustino
Benítez a Fabio Iglesias-, Está ubicada en uno de los tramos
más umbríos y silenciosos de la calle España. Los únicos ve-
cinos, pasando una muralla que impide curiosear pero que
puede saltarse fácilmente, son un matrimonio de ancianos
rusos blancos. Al fondo no vive nadie desde que murió el car-

29
pintero Vìlialba. Siguen en la casa dos antiguos servidores, caraí
Tovf y ña Tomé. Ña Tomé todo lo comprende pero nada pre-
gunta y nada dice; caraf Tovf ha perdido el juicio pero no la
lealtad. Además tiene fantasmas y el estigma de una terrible
enfermedad. Salvo que te delaten, no se les ocurrirá buscarte
allí.
Como Fabio Iglesias no respondió de inmediato, don
Faustino le dio más argumentos.
- Saturio se confinó en la quinta, hace años que no
vuelve a la casa; la detesta. De lo demás no te preocupes,
yo me hago responsable. La sucesión de doña Patricia está a
mi cargo, y administro los pocos bienes que le quedan a nues-
tro desdichado amigo. No es posible vender la casa legalmen-
te y nadie quiere alquilarla por temor al contagio. Está a tu
disposición, salvo que tengas otra clase de reparos.
Se refería sin duda a la enfermedad de Saturio Rojas.
Esto no le inquietaba en absoluto a Fabio Iglesias. Lo que
debía decidir era la conveniencia de que don Faustino cono-
ciera su escondite.
-¿Reparos, por qué? -respondió finalmente-; conozco la
casa. Saturio es mi pariente. Creo que algo así como mi tío
político.
Entonces se acordó de que don Faustino era un entusias-
ta de la genealogía; ya no pudo detenerlo:
- La finada Patricia Caballero, esposa de Saturio Rojas,
estuvo casada en primeras nupcias con Filemón Ferreira, me-
dio hermano de una prima de tu mamá. Al acabar la Guerra
Grande, tu bisabuela, doña Pilar Frutos de Recalde, quien en
rigor era tu bistiabuela, reunió bajo su saya matriarcal a
muchos de los innumerables huérfanos de la familia. Los crió
sin distinguirlos de sus propios hijos: de los habidos de don
Francisco Recalde, fusilado en San Fernando, y de los natu-
rales y legítimos que parió después. Se encontraban entre los
huérfanos Epifanía Galán, Simplícitas Acosta y Magdalena
Garmendia. Te has de acordar de tu abuela Epifanía. Por ese
lado no hay problemas: es sin disputa la mamá de tu mamá,
aunque sólo el diablo sabe quién fue tu abuelo materno. En
cuanto a Simplícitas A costa, fue madre de Rosa Ferreira,
quien a su vez era medio hermana, por parte de padre, de
Filemón Ferreira, un legionario que amasó una fortuna como
proveedor de los ejércitos aliados y la acrecentó con el in-
fame negociado de las tierras públicas. Filemón Ferreira era
un hombre más que maduro cuando casó con Patricia Caba-
llero, para fallecer poco después, presa de fiebres y de vómi-

30
tos, dejando a la viuda, entre otros bienes cuantiosos, la her-
mosa mansión de la calle España, que por entonces todavía
se llamaba Picada de Manorá, Picada para Morir o Picada de
la Muerte, según te guste más la traducción poética o sinies-
tra.
-¡Eso sf que no sabía! -exclamó Fabio, riendo-. Pensé
que la Casa de la Calle España había sido construida por Sa-
turio Rojas. Estaba muy orgulloso de ella.
- Te equivocas, Saturio era relativamente pobre cuando
se casó con la bella y rica viuda de Ferreira en la segunda
década del siglo. Adornó la casa con obras de arte, plantas
exóticas, muebles exquisitos, una magnífica biblioteca que lle-
gó a ser una de las más selectas del país. La famosa fuente
de mármol que hay en el jardín la trajo de Italia en uno de
los muchos viajes que hizo por el mundo a costa del finado
Filemón, quien dicho sea en sufragio de su alma, en vida
fuera un pedazo de animal.
- De muchacho viví algún tiempo con el tío Saturio y
la tía Patricia -dijo Fabio Iglesias-. Recuerdo que Saturio
estaba escribiendo un libro. El Mariscal López lo tenía obse-
sionado; se le había metido en la cabeza que era su bisabue-
lo.
- Tenía sus razones, fundadas en una oscura leyenda.
¿Ya te hablé de Magdalena Garmendia?
- Sí, creo que la nombró entre las huérfanas que reco-
gió doña Pilar.
- Pues te falta la mejor parte de la historia -se entu-
siasmó don Faustino-. La escatologia legionaria, viciada de
romanticismo, atribuyó el presunto lanceamiento de Pancha
Garmendia, doncella cuarentona, a los despechos del Mariscal.
Decían que la Garmendia prefirió la muerte al ultraje de su
virtud. Francamente no lo creo. Si bien el Mariscal, abruma-
do por el infortunio y el dolor de muelas, cometió por aquel
entonces algunos actos demenciales, nunca fue un miserable.
Otra versión más verosímil, dicen que corroborada por el ge-
neral Caballero, afirma que la Pancha fue amante del Maris-
cal. Lo cierto es que hubo una niña, criada por los Mazó, a
la que llamaban Magdalena Garmendia, que volvió de Cerro
Córá de la mano de esa formidable mujer que en vida fuera
doña Pilar Frutos de Recalde. Tendría la Magdalena quince
años cuando se enamoró- locamente de ella Monsieur Peralt
de Caravaliere de Cuberville, un caballero francés inmensamen-
te rico, aunque con fama de estrambótico y de mágico. En
vísperas de la boda, que se anunciaba como un acontecimien-

31
to social sin precedentes desde la terminación de la guerra,
Magdalena Garmendia se fugó en ancas de uno de los com-
plotados en el asesinato del presidente Juan Bautista Gil.
Monsieur Peralt se encerró para siempre con sus gastos amaes-
trados y un doméstico anamita en un palacio que se hizo
construir en las proximidades de Lambaré. Desde entonces un
sino trágico persiguió a los amantes de la Magdalena. Su se-
ductor la abandonó en los yerbales, trayendo consigo una hi-
jita de ambos. Murió poco después en el bárbaro asesinato de
presos políticos ocurrida en la cárcel en tiempos de Higinio
Uriarte, al grito de iPe jukapaumi ikaraiñe'évape! iMaten a t o -
dos ios de habla castellana! La niña fue criada por uno de
nuestros primeros publicistas, partícipe en la conspiración que
culminó en el único magnicidio de nuestra historia indepen-
diente. Recibió en Buenos Aires una educación esmeradísima
y vino a ser con el tiempo la madre de Saturio Rojas.
Don Faustino hizo una pausa. Fabio escuchaba compla-
cido a su antiguo profesor.
- Entre tanto la Magdalena se hacía célebre por su be-
lleza sin segundo y por un poder de seducción que arrastraba
a los hombres a la ruina y la locura. Pasaban los años y ella
no envejecía. Los más corajudos se persignaban al nombrarla;
se la evocaba en coplas maldecidas; contra ella se lanzaban
desde el pulpito terribles anatemas, hasta que un buen día
desapareció sin dejar rastros. Unos decían que el diablo cargó
con ella en cuerpo y alma; otros que El Propio, cuando vino
a buscarla, se enamoró de ella y ya no quiso regresar a los
infiernos. Tuvo otra hija, que se crió bajo la tutela de Epifa-
nía Galán.
-iLa tía Patricia!
- Adivinaste.
- Parece un cuento.
- Pues entonces espera el desenlace. Mucho tiempo des-
pués del casamiento de Saturio Rojas con Patricia Caballero,
Monsieur Peralt se esfumó de su solitario palacio de Lamba-
ré. Las autoridades supusieron que se había ahogado en el
río. Se efectuaron sondeos, pero el cadáver nunca apareció. Y
aquí viene lo notable: por testamento hológrafo, Monsieur Pe-
ralt de Caravaliere de Cuberville dejaba a Patricia Caballero
y Saturio Rojas, hija y nieto respectivamente de Magdalena
Garmedia, la totalidad de sus bienes.
Don Faustino se detuvo a observar el efecto de sus re-
velaciones. Fabio sonreía a medias, divertido.
32
- Pues bien, aunque viajaron a Roma y el Papa los exi-
mió de toda culpa, doña Patricia, obsesionada con la idea del
incesto y espantada por el descubrimiento de que era hija de
una bruja, cayó en la beatería y dedicó el resto de su vida a
fastidiar a Saturio.
- Eso me consta -dijo Fabio, riendo-; por suerte no
tuvieron hijos.
- Como dices, por fortuna Patricia era estéril, pero
Saturio tiene una hija natural que es asombrosamente pareci-
da a su bisabuela. Existía un maravilloso retrato de la Mag-
dalena pintado por Guido Boggiani, que doña Patricia mandó i
quemar en un descuido de Saturio.
- Mariana Arguello, ¿verdad?
- Así es: el diablo no ha permitido que se extinga la
estirpe de la Magdalena.

Me enteré de estas cosas por el propio Fabio Iglesias, y


me acordé de ellas cuando, al igual que mi a^nigo en otro
tiempo, me instalé en la Gasa de la Calle España. Casi no P
salgo; no tanto por precaución sino porque no tengo deseos
de hacerlo. Estoy sumido en una suerte de microcosmos. El
mundo de la casona me pertenece; el que lo rodea se ha
vuelto extraño para mí. Las únicas personas a las que veo a
diario son caraf Tovf y ña Tomé. Es como si no estuvieran:
inmóviles figuras de barro ceniciento, descansan su chochera
en la cocina, junto a un humo sin fuego.
Hay días en que preferiría ir a la cárcel. Nada más
fácil. Me bastaría dar una vuelta por la calle Palma y saludar
a algunos amigos para que la noticia de mi regreso se exten-
diera como el aceite sobre el agua. Al rato los tendría aquí
para cobrarme viejas cuentas. De nada me valdría expliarles
que me he vuelto completamente inofensivo; que padezco la
estúpida enfermedad de la nostalgia. En rigor no tienen nada
contra mí, les importo un comino; pero soy una ficha, un
expediente, un nombre en la lista negra. Me encerrarían en
un calabozo como se guarda un trasto viejo en el cuarto de
los cachivaches.
No me entrego porque sería idiota y suicida. Roa Bas-
tos dice que él paraguaya no se suicida, se deja morir. Aca-
bo dé enterarme, en la biblioteca de Saturio Rojas, de que
dos siglos antes Félix de Azara hizo una observación muy
parecida refiriéndose a los guaraníes.
33
Creo que lef todos los libros que quedan en la bibliote-
ca, la cual, a juzgar por los claros, ha sido reiterada y con-
cienzudamente saqueada. Encontré en uno de los anaqueles el
manuscrito de un libro sin terminar acerca de la guerra con-
tra la Triple Alianza. Reconocí el castellano hidalgo de nues-
tros escritores de la generación del 900. El autor se esfuerza
por ser objetivo e imparcial, pero hasta en su hermosa cali-
grafía se percibe el temblor de una pasión contenida. Recoge
datos de enorme interés, muchos de ellos tomados de la t r a -
dición oral; describe cuadros estupendos de la vida cotidiana
de la época. El manuscrito se corta bruscamente en la mitad
de una página con una frase inconclusa y una palabra incom-
pleta. No me pude resignar. Rebusqué por todos lados en
este caserón lleno de recovecos. Encontré en un cuartucho
del fondo, que da al patio de las servidumbre, un armario
repleto de papeles e invadido por las pulgas. Había entre ellos
borradores de lo que había leído. Me llamó la atención que
defendieran tesis antagónicas acerca del mismo asunto, redac-
tadas con indenti co apasionamiento y fundamentadas lógica-
mente con el apoyo de documentos fidedignos, examinados
desde distintos puntos de vista y, sometidos a una crítica ri-
gurosa. Es evidente que el historiador no lograba ponerse de
acuerdo consigo mismo. Si bien estos borradores contienen
algunos datos interesantes luego omitidos en el manuscrito,
refuerzan la sospecha de que el libro nunca fue terminado.
Encontré en el mismo armario cierta cantidad de pan-
fletos, informes y otros escritos políticos que sin duda Fabio
Iglesias no tuvo tiempo de llevar o de quemar cuando se fue
de esta casa. Hay también cantidades de cartas, fotografías,
cuadernos de apuntes, recortes de periódico. Me llamó la
atención un grueso atado de cuartillas en desorden, borronea-
das a la ligera con letra despareja y estilo irregular, en todo
diferentes a las prolijas apuntaciones del historiador. Me puse
a revisarlas desafiando la creciente agresividad de las pulgas.
Se compone de garabatos, frases sin sentido, algunas franca-
mente delirantes, y de capítulos en distintos grados de elabo-
ración de algo que se parece a una novela. Pude reconocer
en ellos las tentativs reiteradas y fanáticas de un escritor
por ordenar el caos y penetrar en su sentido; la temeraria
invocación a sus fantasmas; la búsqueda obsesiva de una uni-
dad interna cada vez más profunda.
En un primer momento me sorprendió que los escarceos
del autor en torno a un tema nebuloso, evoquen escenarios,
episodios y personajes que me son familiares e insinúen una

34
trama en la que yo mismo estoy inserto. Pero, bien pensadas
las cosas, no hay en ello nada demasiado sorprendente o ca-
sual. Los paraguayos seguimos siendo una familia. No están
fijados con claridad los límites entre la intimidad del indivi-
duo, la vida privada y la vida pública, como ocurre en socie-
dades más vastas y complejas. Lo que le pasa a uno le ocu-
rre a todos, o por lo menos le atañe y compromete de ma-
nera directa y personal.
Gomo no tengo nada que hacer, he decidido ordenar los
borradores procurando darle al relato una estructura coheren-
te, e intentar la redacción final de la novela sobre la base
de lo que ya está escrito, de la documentación obrante en el
armario de las pulgas y de mis vivencias personales, tratando
siempre de interpretar lo más fielmente posible las intencio-
nes y el espíritu de quien la concibió. Más que un escritor
seré un amanuense. Creo que mi anónimo colega es digno de
respeto. Aunque se frustró su tentativa de comprender a los
hombres, asumió el compromiso de dar su testimonio y lo
hizo con generosidad.
* * * * * *

Monsieur Pichón buscaba un sitio adecuado para instalar


su base de operaciones cuando oyó hablar del palacio embru-
jado de Lambaré. Desde el punto de vista estratégico, entre
otras muchas ventajas, tales como su aislamiento y su proxi-
midad a la capital, tenía la de encontrarse sobre el río Para-
guay, en el punto exacto donde éste comienza a hacer de
límite con la Argentina. Los deterioros producidos en la casa
por un largo abandono eran reparables. Le gustó su leyenda.
Averiguó que la propiedad era parte de una enmarañada su-
cesión. Le fue fácil llegar a un acuerdo con los herederos,
representados por el doctor Faustino Benítez. Como adeuda-
ban años de impuestos, les regaló unos guaraníes y consiguió,
valido de influencias y sobornos, que se transfiriera el patri-
monio al Estado para luego adquirirlo por un precio irrisorio.
Lo primero que hizo fue rodear la finca con una cerca
de alambre tejido electrizado. Después organizó una memora-
ble cacería de gatos. Participaron en ella el Presidente de la
República, algunos* ministros y altos jefes militares.
Hubo muchos heridos entre los conscriptos encargados
de rastrear y cobrar las piezas. Los gatos pelearon como ti-
gres. Se lanzaron en desesperados malones contra los cazado-
35
res, arañando y mordiendo hasta caer abatidos a tiros y ga-
rrotazos. Ganó la competencia el entonces mayor Ciriaco Oja-
rro, con cuarenta y siete gatos muertos. El entonces coronel
Ernesto Dalfrosse no participó en ei torneo de puro supersti-
cioso. Le tenía miedo a Mbaracayá-yaryi, la Abuela de los
Gatos, que castiga con siete años de dolores de muelas a
quienes atenían contra sus protegidos. Ai t e r ino de la ma-
sacre se sirvió un asado en ía ribera, amenizado por un con-
junto folclorico, la banda del Glorioso Batallón y coristas
brasileñas traídas especialmente en avión desde San Pablo.

Al día siguiente comenzaron las obras. Una compañía de


conscriptos, cedida por su comandante, carpió malezas y puso
al descubierto un parque concebido con las regias del a r t e .
Bajo la Dirección personal de Monsieur Pichón, una cuadrilla
de trabajadores sacada de la cárcel restauró la sólida arqui-
tectura de la casa, renovó ventanales, la dotó de luz eléctri-
ca y agua corriente. Distribuyó entre los árboles estilizados
ranchitos con aire acondicionado, teléfono y música funcional.
Un pelotón de zapadores embalsó un arroyuelo, y, a muy bajo
costo, construyó una hermosa piscina sombreada por cedros
centenarios. Entre tanto, soldados de la misma unidad pavi-
mentaban el camino de acceso a la ruta. Finalmente se ins-
taló sobre la torre un diablo de neón que, mediante un inge-
nioso mecanismo, bailaba dando brincos, hacía morisquetas,
sacudió el tridente, giraba sobre sí mismo y enroscaba la
cola en un letrero que decía:

LA MAISON DU DIABLE ROUGE


* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

Pero los lugareños habían perdido la inocencia genial


inspiradora de leyendas. Divisaron sin asombro reflejos roji-
zos sobre la Casa del Diablo. Solamente los perros oficiaron
con aullidos, y los burros entrecruzaron orejas pensativas la
noche de la inauguración.

36
PRIMERA PARTE
EL DESFILE

El Bar Felsina, ubicado en pleno centro, en la esquina


de Palma y 14 de Mayo, en la vereda de la sombra, estaba
siempre lleno a las nueve de la mañana de un día hábil. A
esa hora los oficinistas, profesionales y comerciantes de los
alrededores podían darse una escapada, y la mayoría de los
transeúntes había terminado de hacer sus diligencias. Encon-
traban buena parte de las mesas acaparadas por parroquianos
permanentes que las usaban para concertar negocios turbios.
Hacia el fondo, los desocupados jugaban al billar. Era sitio
de encuentros no premeditados. Circulaban chismes, murmura-
ciones y rumores. Operaba la bolsa negra. Se cambiaban divi-
sas, se negociaban contrabandos, se traficaban influencias.
Los ventiladores de techo daban cierto alivio al calor infernal
de fines de febrero y se servía el mejor café de la Asunción
de aquellos tiempos.
El doctor Faustino Benítez tuvo suerte. Llegó justo cuan-
do se desocupaba una mesa junto a la ventana que daba a la
calle Palma, frente al Hotel Colonial. Dejó el portafolios en
una silla y se sentó en otra con pachorrienta dignidad. Era
bajo, achinado y algo grueso. Vestía traje de casimir negro,
brilloso por las planchadas; camisa blanca de cuelo palomita
y corbata mariposa. Calzaba zapatitos de aguda puntera levan-
tada. Nadie recordaba haberlo visto jamás con otro atuendo.
Como indio que era, ni sudaba de calor ni tiritaba de frío. El
mozo le trajo un cafe cito. Sin mover la cabeza, con la taza
en los labios, sus ojillos penetrantes, curiosos y amistosos
exploraron el salón.
Sólo había dos soplones, de los inofensivos, bostezando
de tedio en lugares que suponían estratégicos. Su misión era
informar diariamente acerca de las personas sospechosas que
39
habían estado en el bar y con quién o quiénes habían tomado
contacto. Entre la gente peligrosa estaba el torturador Clau-
dio Arévalo, que en sus ratos libres se dedicaba al cobro
compulsivo de deudas, enfrascado en un tenso diálogo con un
macatero árabe. Asistía imparcialmente a la entrevista un
conocido acaparador de telas del país. El pobre turco hacía
ademanes de súplica y gestos de desesperación. Entre los
fastidiosos se encontraban el parapsicologo Cañete y sus dis-
cípulos predilectos: Prósculo Pérez Bray, consejero sentimental
de solteronas y viudas, y el Zorzal Morocho, animador de
espectáculos y poeta de la escuela romántico-modernista. Un
mendigo embozado en un poncho negro, con un astroso som-
brero de paja calado hasta los ojos, avanzó a los barquinazos,
pues le faltaba parte de un pie y le cubría el tobillo una
vaina de cuero, hasta la mesa donde se encontraban discutien-
do animadamente los doctores Carlos Peralta y Galo Casane-
11o; extendió hacia ellos una mano crispada y esperó pacien-
temente que notaran su presencia. Concentrado y tenso en el
estudio de unas notas, dejaba que se le enfriara su café el
subsecretario del Departamento de Investigaciones Especiales,
Walter Cardozo Einke, Chiquilines lustrabotas andaban como
sabandijas de zapato en zapato por debajo de las mesas. El
bigotudo Stalin, luciendo su aludo sombrero de caranday ador-
nado dé cintas y escarapelas, vendía el diario voceando noti-
cias de su invención. Junto al mostrador, con el cabello en-
marañado y la barba de varios días, metido en su grueso ca-
pote militar, el Mariscal del Aire mascaba hielo y mascullaba
una arenga inaudible a un ejército imaginario.
En el vestíbulo del Hotel Colonial, perfectamente visible
desde el mirador de don Faustino Benítez, alborotaban alegres
algunos bailarines y coristas de la revista argentina de Maru-
ja Fontán, que estaba causando sensación en una ciudad en la
que era casi desconocido el teatro de variedades. En la cal-
zada, un vigilante descalzo trataba de alejar a cintarazos a
una vaca esquelética que, indiferente a los golpes, gritos y
bocinazos, caminaba melancólica obstruyendo el tránsito. Pa-
saban por la vereda, esquivando puestos de vendedores de ba-
ratijas, mujeres con el canasto sobre la cabeza, caballeros
bien vestidos, muchachos en camisa, señoritas elegantes que
habían salido de compras y el hasta hacía pocos años único
homosexual convicto y confeso de Asunción, el alemán Hanos
Hai ve seguido de su lobo-pe* domesticado. Detrás de él apare-

* Especie de hurón sudamericano.

40
ció el actor cómico y funcionario público Iluminado Fretes,
cuya enorme cabeza le había valido el apodo de Tajhyi-ruvi-
chá, Patrón de Hormigas. Hizo una entrada algo teatral al
Bar Felsina. Guando vio al doctor Benítez le hizo un saludo
con la mano y fue a sentarse con él.
Llevaba el cuello de la camisa abierto sobre las solapas
de un saco de hilo celeste claro. Lo único grande que tenfa
era la cabeza. De estatura más bien baja, los hombros estre-
chos, el pecho algo saliente y abombado, su postura siempre
erguida, le daban el aspecto de un gallo paloma. Peinaba para
atrás su cabello pajizo, formando sobre la nuca una corta
melena. La cara blanca, redonda, sonriente, tenfa una vaga
expresión de tristeza a pesar de su cordialidad e invariable
buen humor. Su voz grave y sonora parecía pertenecer a otra
persona. Modulaba las palabras a la perfección.
-¿Qué tal, don Faustino? -dijo familiarmente-, ¿ya se
enteró de la noticia?
-¿De cuál?
Iluminado Fretes echó a su alrededor una mirada caute-
losa como si estuvieran rodeados de espías y micrófonos ocul-
tos, e inclinándose hacia adelante dijo, bajando la voz:
- Anoche entró sorpresivamente a la ciudad un batallón
reforzado del Famoso Regimiento al mando del mayor Silves-
tre Ocampos. Se metió en sus cuarteles de Tacumbú y des-
plegó un dispositivo de seguridad.
Don Faustino sonrió, no por lo que decía Iluminado, que
era un asunto muy serio, sino por la comicidad de sus gestos.
- Ya lo sabía -asintió-, esta mañana temprano Galo
Casanello pasó por casa a avisarme. Estaba casualmente en
Tacumbú visitando un enfermo cuando llegaron las tropas.
Calcula que son como ochocientos hombres bien armados.
¿Qué andará tramando Melgarejo?
Iluminado Fretes se echó a reír. Siempre lo hacía como
si estuviera en el escenario, pero con tanta naturalidad que
no había en ello nada falso.
- El general Patricio Melgarejo ha dicho que mandó ese
batallón a cuidarle la casa, para evitar que, aprovechando su
ausencia, los caranchos le rompan los huevos en el nido. En
realidad, ni el Presidente de la República tiene la menor idea
acerca de lo que han venido a hacer esas tropas. Hay un
revuelo de la gran siete.
Sin esperar que lo pidiera, el mozo trajo un café doble
a Iluminado Fretes. Eran viejos conocidos. Su presencia no
interrumpió la conversación.

41
- Es natural que una unidad militar que ya ha cumplido
su misión regrese a su base -explicaba don Faustino-, si es
cierto que el Famoso Regimiento ha aniquilado a la columna
rebelde y dado muerte al capitán Feliciano Palacios. Lo ex-
traño es que haya venido solamente un batallón, mientras el
resto de la unidad sigue en campaña, ¿contra quién?
-¡Contra los muertos! -exclamó cómicamente Iluminado-,
Desde hace ya algunos meses la columna del capitán Palacios
es un ejército fantasma. Con el pretexto de combatirlo, el
general Melgarejo ha venido reforzando el Famoso Regimien-
to, qué ahora tiene tantos efectivos como la División de Ca-
ballería. Son tropas veteranas, aguerridas, bien mandadas y
equipadas. Les tienen un miedo bárbaro.
- Así es; Melgarejo se siente fuerte ahora, pero su si-
tuación cambiará por completo cuando termine la campaña y
tenga que dar de baja a las dos terceras partes de sus solda-
dos, que han cumplido con creces el tiempo de conscripción.
Se ha desprestigiado mucho con las atrocidades que hizo; se
ha vuelto incontrolable y adquirido un poder desmesurado que
debe saber a gloria a un ex peón de estancia como él, y al
que no renunciará sin haber jugado todas las cartas con la
audacia que lo caracteriza. Sabe muy bien que el Presidente
de la República se propone librarse de él después de haberle
hecho hacer el trabajo sucio. Para conservar el mando nece-
sita negociar con el Presidente desde posiciones de fuerza o
sustituirlo con otro. Por eso declaró, en el reportaje que le
hizo José-Antonio Lara en su campamento, que apenas t e r m i -
naran las operaciones de limpieza contra los rebeldes, vendría
a Asunción a hacer algunos arreglos. Se t r a t a de una amena-
za directa al gobierno y un llamado a quienes estén dispues-
tos a colaborar con él si decide sublevarse. Pero metió la
pata...
- No le entiendo...
- Te lo explicaré -dijo don Faustino sonriendo astuta-
mente-. Hacía más de un año que el capitán Palacios, perse-
guido por todo el país por el Famoso Regimiento, lograba
salir de todos los cercos, reponerse de todas las derrotas y a
veces propinarle soberanas palizas. Esto, que afectaba el pres-
tigio de montero insuperable y hería el amor propio del ge-
neral Melgarejo, lo fue sacando cada vez más de sus casillas.
Supersticioso como es, seguramente acabó por creer que F e -
liciano Palacios tenía un poderoso "abogado" que lo protegía,
o que estaba combatiendo contra un ejército de sombras. Me
han dicho que tiene a su lado a un brujo indio a quien con-

42
sulta constantemente, y me consta que ha enviado a oficiales
de su Estado Mayor para que doña Crescencia Tererute le
echera las cartas. Hasta el parapsicòlogo Cañete tuvo que ver
con el asunto y poco faltó para que lo re ci ut aran.
Se echaron a reír. El doctor Benftez continuó:
- De allí que cuando logró infligir una seria derrota a
los rebeldes en la cordillera de Amambay, «y algunos prisio-
neros sometidos a tormento declararon que el capitán Pala-
cios había muerto en combate, se apresuró a proclamarlo,
aunque no oficialmente, en declaraciones a periodistas, dando
por aniquilada la columna rebelde y anunciando la próxima
terminación de la campaña.
Iluminado Fretes acabó el último sorbo de café antes
de preguntar:
-¿Asi que usted también cree que el capitán Palacios
está vivo?
El doctor Benftez hizo un guiño de satisfacción.
- Tengo fundados motivos para pensar que no solamente
goza de buena salud sino que está viniendo hacia la capital con.
el grueso de sus fuerzas. Si esto se confirma, el general Mel-
garejo habrá hecho un papelón. Sospecho que ha enviado una
parte de sus tropas a los cuarteles de Tacumbú para evitar
que se atrevan a destituirlo, dejándolo, si se resiste, aislado
y sin recursos en el campo. Supongo que ahora está frenéti-
camente empeñado en dar caza al capitán Palacios antes de
que se acerque a la capital y arme un alboroto que ponga a
Melgarejo totalmente en ridículo.
-¡Nande jukapáta, ñande jukapáta! - interrumpió Stalfn,
agitándoles un ejemplar de "El Independiente" bajo las nari-
ces.
-¿Quién nos matará a todos, Stalfn? - le preguntó el
doctor Benítez para seguirle la broma. Como casi todo el
mundo, a esa hora ya había leído el diario, pero Stalin seguía
haciendo negocio a su manera con los ejemplares que le que-
daban, voceando noticias sensacionalistas. La gracia estaba en
que no siempre carecían de fundamento y eludían metafóri-
camente la autocensura. Pero, había que saber interpretarlas.
-iLos marcianos, che patrón, los marcianos! Ayer se
aparecieron a robar choclos en un maizal de la cordillera de
Altos. Les salió una comisión, pero las balas les pasaban de
largo sin lastimarlos. ¡Nde bárbaro! Por ahí los extraterres-
tres se picharon y íshiun, shiun!, entablaron a tres fuerzas...
Es cierto lo que te digo, cómprame pues el diario, che pa-
trón.
43
- Gracias, Stalin, me basta tu palabra - le dijo el doc-
tor Benítez, dándole unas monedas.
Stalin, imitando un noticiero radial, aunque reduciendo
el volumen para que sólo pudieran escucharlo Iluminado Fre-
tes y don Faustino Benítez, declamó: "Noticias de fuentes
confidenciales y fidedignas confirman que esta madrugada se
encontraron huellas de pisadas de habitantes de otros plane-
tas en la costa del lago Ypacaraí. Se supone que se les des-
compuso el plato volador porque se llevaron una canoa perte-
neciente al comisario de San Bernardino".
Dicho esto, Stalin pasó a la mesa donde se encontraba
Walter Cardozo Einke, que no había tomado su café y conti-
nuaba concentrado en el análisis de sus notas.
-¡Los rebeldes! -le gritó, casi en los oídos-. ¡Los rebel-
des legionarios sin Dios, Patria ni Familia! iÑande jukapáta,
ñande jukapáta!
Walter Cardozo Einke levantó la cabeza y lo miró sin
comprender. Stalin se alejó riendo. Cardozo Einke era un grin-
go-ray* alto, rubio y bien parecido. Tenía fama de ser el
más eficiente funcionario de la policía política, pero no era
personalmente temido. Hasta el diariero se burlaba de él.
Miró su reloj, guardó sus papeles en el bolsillo, dejó sobre la
mesa el importe del café y se marchó sin mirar a nadie.
Iluminado Fretes había quedado pensativo.
- Este Stalin debe ser medio adivino -dijo-, no sé de
dónde saca información. Estaba por contarle que oí decir en
el Ministerio que hubo un choque cerca de Altos con un gru-
po de rebeldes que estaba recogiendo choclos en un maizal...
Si es gente del capitán Palacios, los tenemos a menos de
diez leguas, cuando se suponía que estaban todos muertos en
la cordillera de Amambay.
-¿Oíste algo acerca de las huellas en la costa del lago
Ypacaraí?
- De eso, ni una palabra.
- Entonces Stalin está mejor informado que tú.
En eso entraron al bar y se acercaron a la mesa José
Antonio Lara y el reportero norteamericano Mike Woller.
Habían adquirido notoriedad por una visita que hicieron juntos
al Puesto Comando del Famoso Regimiento, ubicado en plena
selva. José-Antonio publicó en "El Independiente" un reporta-
je al general Patricio Melgarejo que causó sensación, tanto

Hijo de gringo.

44
porque no tenía precedentes en el periodismo nativo como
por la fama siniestra del entrevistado. Melgarejo dio la pri-
micia de la muerte en combate del capitán Feliciano Palacios
y del total aniquilamiento de la columna rebelde*'Hizo tam-
bién declaraciones francamente amenazadoras para el gobier-
no. En cuanto al despacho de prensa de Mi4ce Woller, que
describfa las atrocidades cometidas por las tropas leales con-
tra los prisioneros y pobladores de la zona de operaciones, no
fue publicado en e l país, pero .muchos lo conocían por haber-
lo escuchado en * radioemisoras del extranjero. Tras saludar
cordialmente, Mike Woller se marchó. José-Antonio se sentó
con sus amigos. Tenía la barba húmeda y la camisa empapa-
da de sudor. Pidió una cerveza bien helada.
- Fuimos, a Tacumbú a entrevistar al mayor Silvestre
Ocampos -explicó-. Nos recibió muy cordialmente. Lo único
que nos dijo fue que el regimiento estaba regresando por
fracciones a sus cuarteles para dar descanso a la tropa y
hacer e! papejeo para dar de baja a los conscriptos que cum-
plieron el tiempo de servicio.
-¿No notaste nada anormal? - le preguntó don Faustino.
- Sólo llegamos hasta la , comandancia. Cuándo Mike
Woller pidió permiso para visitar, el cuartel, el mayor Ocam-
pos le rogó que volviera otro día, porque había mucho desor-
den y los soldados estaban dedicados a la limpieza... ¿No vie-
ron a Cristina?
- No, ¿por qué?
- Quedamos en encontrarnos aquí a las nueve. Fue con
el padre Roldan a visitar a los heridos en el Hospital Militar.
El general Iturbe les consiguió permiso.
Galo Casanello y el doctor Carlos Peralta, que habían
estado conversando en otra mesa, se acercaron trayendo cada
uno su silla.'Se instalaron sin ceremonias. Los temas del mo-
mento eran el sorpresivo regreso a "la capital de parte de las
tropas del Famoso Regimiento, la supuesta terminación de la
campaña contra los rebeldes y la anunciada muerte del capi-
tán Feliciano Palacios. El doctor Peralta era un hombre de
unos cuarenta y cinco años, de mediana estatura, muy bien
conservado y seguro de sí' mismo. Vestía con sobriedad y su
trato era sencillo. En un aparte le dijo a José-Antonio:
- Let, rcvadre de Feliciano Palacios está viviendo en casa.
Leyó tu reportaje a Melgarejo. Como te imaginarás, está muy
afligida. Quiere verte. Sé que será penoso para tí, pero, si
estás dispuesto a hacer el sacrificio podrías venir a cenar
con nosotros esta noche, o cuando te venga bien.
45
- Desde luego que iré esta misma noche -respondió
José-Antonio-. Dile a doña Consolación que estoy a sus órde-
nes.
- Gracias, te espero entonces a eso de las ocho.
Galo Casanello se había trenzado en una discusión con
Iluminado Fretes, derivada del comentario de la campaña con-
tra los rebeldes. Si bien Iluminado trabajaba en el ministerio
del Interior, en su condición de artista no se sentía obligado
a mostrarse partidario del gobierno. Gozaba además de la
confianza de sus amigos, que lo sabían incapaz de traicionar-
los. Su único punto de coincidencia con las doctrinas oficiales
era su fervoroso nacionalismo; pero, tratándose de Iluminado
no había modo de saber si expresaba sus ideas o simplemente
había asumido el papel de un patriotero fanático. En su caso
era casi lo mismo: siempre estaba actuando;
-¡Esta ha sido una lucha de titanes! iEl soldado para-
guayo es el mejor del mundo!
Galo Casanello era bajo, rechoncho, rubio y acalorado.
Vestía batín de médico. Fue el único al que no hizo reír Ilu-
minado con su rotunda declaración. En cambio, se indignó.*
-¡Iluminado, sólo dices disparates, no mereces una répli-
ca! Supongamos que se dé el milagro de que pobres infelices
desnutridos desde la infancia, hinchados de anquilostomas,
comidos por la tuberculosis, podridos por la sífilis; desdenta-
dos, escuálidos, analfabetos, sean los mejores soldados del
mundo. ¿Qué vas a hacer con ellos? ¿Reconquistar la Provin-
cia Gigante de las Indias? ¿O es que piensas que ello escon-
de alguna cualidad sobresaliente capaz de servir de fundamen-
to a algo constructivo? Veamos cómo es tu valiente soldadi-
to. Lo definió el coronel Bray, con su talento reaccionario:
"Sumiso en la obediencia y arbitrario en el mando". Pues
bien, querido amigo, sobre estas supuestas virtudes, sobre
esta ideología cuartelera, se asienta ¡la dictadura!
- Podrías hablar un poco más despacio - le aconsejó
José-Antonio.
- Tienes razón -admitió Galo, enjugándose el sudor con
una servilleta de papel-, es que este tipo me saca de mis
casillas.
-¿Por qué siempre te enojas con Iluminado, qué te hizo?
- Me irrita, no sé si es tonto o se hace.
- Igualito que a los indios -explicó llorosamente Ilumi-
nado-, me va y me viene el juicio.

46
En la calle Palma se notaba un movimiento inusitado.
Pasaban motocicletas de la policía. No circulaban automóvi-
les.
- Parece que han desviado el tránsito - observó el doc-
tor Benftez.
-<Qué diablos pasará?
-¡Eh Stalin, veni un poco!
El diariero se acercó agitando en la mano el último
ejemplar de "El Independiente" que le quedaba. Antes de que
se lo preguntaran, voceó;
-iOikóta la desfile, oikóta la desfilel
-cUn desfile? ¡Estás loco, quién va a desfilar a estas
horas!
Stalin mostró al reír una vigorosa dentadura entre gran-
des bigotes grises. Se lo veía cuadrado y fortachón en la
bordada guayabera de aó-poí*, bajo las atas enormes de su
sombrero de paja. Se movía como hamacándose sobre sus pies
descalzos. Abrió el diario y leyó:
"El coronel Flit, el Napoleón Paraguayo, al frente de
los soldados del Mariscal Francisco Solano López".
-¡Te estás burlando de nosotros!
-¡Qué esperanza, che patrón! Cómprame el diario y lée-
lo vos mismo.
Cosechó varias monedas y se alejó pregonando:
-iOikóta la desfile, oikóta la desfile!
-¿Qué habrá querido decirnos este picaro? - preguntó el
doctor Peralta.
- Muy sencillo, doctor -le explicó Iluminado Fretes-: el
coronel Ciriaco Ojarro, que gusta hacerse llamar el Napoleón
Paraguayo y a quien apodan "coronel Flit", aludiendo al fa-
moso soldadito del insecticida, desfilará al frente de los sol-
dados del Glorioso Batallón vestidos con uniformes del tiempo
de la Guerra Grande.
El doctor Benítez amplió la información.
- Es como dice Iluminado. Esta mañana me comentaron
en los Tribunales que, en el curso de una francachela en la
Maison du Diable Rouge, Ojarro juró que haría un desfile de
gala en homenaje a lat vedette argentina Maruja Fontán, quien,
como ustedes saben, se aloja con su troupe allí enfrente, en
el Hotel Colonial. No creí que se atreviera a tanto, pero si
Stalin lo anuncia, debe saber por qué.

Tela de algodón hilada y tejida a mano.

47
- Si dijo que lo iba a hacer lo hará sia falta -sostuvo
Iluminado-. Cuando Ojarro anda caliente es capaz de cual-
quier cosa.
- Se diría que lo esperan -observó José-Antonio, seña-
lando los balcones del hotel. Asomaban en ellos unas cuantas
chicas muy vistosas que miraban en dirección al Pa/.-eón de
los Héroes. Había mucho movimiento en el vestíbulo. El Ma-
riscal del Aire se paseaba por la vereda comiendo el hielo
que guardaba en los bolsillos chorreantes de su capote militar,
y musitando como siempre una arenga interminable. A pesar
de su manía y de su apodo, se lo trataba con respeto por la
heroica actuación que había tenido en la guerra del Chaco.
Walter Cardozo Einke había reaparecido. Estaba de pie,
mirando a su alrededor. Saludó al grupo con una inclinación
de cabeza que sólo correspondieron Iluminado Fretes y José-
Antonio Lara. Buscaba una mesa desocupada. Como no la
encontró, se fue hasta el mostrador y pidió una cerveza.
- Parece que nuestro pyragüe* diplomado anda un poco
nervioso - comentó Galo Casanello por lo. bajo.
- Con tal de que no se meta con nosotros - dijo el
doctor Peralta-, Me repugna ese tipo, ni siquiera es un cana-
lla.
- Miren, allá está Mike Woller con su fumadora - dijo
Iluminado, mirando hacia la calle.
- Mike filma todo lo que ve -observó riendo José-Anto-
nio-; no puede concebir el mundo si no es en fotografías.
Entraron al bar Cristina Iturbe y el padre Roberto Rol-
dan. Cristina era una hermosa muchacha, muy morena. El
padre Roldan, un hombre, jo ven y apuesto. Vestía una ligera
sotana color marfil. Estaban acalorados. José-Antonio y Cris-
tina se besaron. El mozo acercó dos sillas más.
- Venimos de visitar a los heridos en el Hospital Mili-
tar -dijo Cristina, exaltada, con sus bellos ojos dilatados de
emoción- ¡Qué cosa más horrible! Pobres muchachos, son casi
niños. Algunos han perdido un brazo o una pierna; hay uno
que está ciego; otro, que tiene la cara destrozada no puede
hablar, te mira desesperado. Papá siempre cuenta cosas de la
guerra, no podré volver a oírlo. Nunca me imaginé que sería
tan espantosa. Están allí tirados, pobrecitos, gimiendo en col-
chones mugrientos, que ni sábanas tienen, tapados con unas
mantas asquerosas manchadas de sangre ... ¡Y qué olor, Dios

Pies peludos, sigilosos; espía, soplón.


48
mío, qué olor nauseabundo, el olor de la miseria y de la cruel-
dad! ¿Qué han hecho para merecer ese castigo? ¿Los tratan
así porque son pobres?
- Te advertí que no fueras - le dijo. José-Antonio.
Cristina se enojó.
-¿Por qué no me iba a ir? ¿Crees que soy una de esas
estúpidas y sensibleras nenitas de mamá? ¡Soy hija del gene-
ral Fulgencio Iturbe! No me asusto, me indigno porque lo que
he visto es inhumano y criminal.
- Está bien, toma un poco de cerveza.
Cristina bebió ávidamente, sosteniendo el vaso con mano
temblorosa, haciendo esfuerzos para no llorar. La miraron en
silencio, un poco avergonzados porque ellos aceptaban algo
cuya mostruosi dad era evidente para una muchacha sensible y
normal. El padre Roldan estaba pálido. Pidió un whisky doble.
- Hay muchos heridos -dijo por lo bajo para que no lo
oyera Cristina, que estaba siendo consolada por su novio-, los
últimos combates debieron ser muy duros. El gobierno no ha
dicho una palabra al respecto.
Se oyeron los acordes de una banda militar. Los balco-
nes del Hotel Colonial se habían llenado de coristas y baila-
rines de la compañía de revistas de Maruja Fontán. Tímbalos,
tambores, trombones y trompetas refulgían bajo el solazo
acercándose por la calle Palma. En la vereda, el Mariscal del
Aire había interrumpido su ir y venir ensimismado. Estaba de
pie junto a las gradas de mármol que daban al vestíbulo.
Aceitunados mocetones aceitados de sudor, metidos en roja
casacas de bayeta, con altos morriones negros de pompón co-
lorado, marchaban marcando el paso. La luz reverberaba en
la punta de las bayonetas. Al frente, en un zaino retozón,
venía el coronel Ciriaco Ojarro, luciendo un estilizado unifor-
me del tiempo de la Guerra Grande. La calzada era un plan-
chón candente. Los zapatones se pegaban en el asfalto derre-
tido.
Banda y regimiento hicieron alto. Chocaron quinientos
zapatones y estallaron los acordes de una polca bravia. Luego
la banda ejecutó una rumba. En los balcones hubo aplausos y
chillidos, Maruja Fontán apareció en el centro, rubia, exube-
rante, en un. vestido encarnado. El coronel Ojarro, que apenas
podía dominar a su caballo, levantó el sable y declamó:
-¡A las ondinas del Plata, a las diosas primorosas del
Olimpo, a Maruja Fontán, la sultana del Oriente y a las uríes
que guardan su serrallo impoluto, el ínclito homenaje de ios
49
bravos del Glorioso Batallón, que inclinan la bandera invicta
en .cien combates, ante la pudorosa belleza de estas vírgenes
del sol!
La banda ejecutó un tango y un bolero. El coronel Oja-
rro bajó de su caballo, pasó las riendas a un asistente. Chue-
co, panzudo y retacón entró al hotel haciendo sonar las espue-
las en las gradas de mármol. El batallón se puso en marcha
nuevamente, seguido de lustrabotas y ladradores perros vagos.
El- Mariscal del Aire levantó un brazo para reanudar su aren-
ga inaudible; pero, algo le hizo desistir porque enseguida me-
tió la mano en el bolsillo, la llevó a la boca y se alejó co-
miendo hielo.

50
LA CONSPIRACIÓN

El doctor Faustino Benítez y Fabio Iglesias estaban sen-


tados en un pequeño bar arrinconado en una de las pocas
casas verdaderamente antiguas que sobreviven en la Asunción.
Era un lugarcito acogedor, de paredes de adobe y piso de
ladrillos, matenido en discreta semipenumbra por cortinados
de estera. Un silencioso ventilador de largas aspas giraba
colgado de una gruesa viga de lapacho que sostenía el techo
de paja. Era limpio y pulcro, con ese aroma sublimado de las
cosas que han soportado dignamente la pruefea del tiempo.
Bebían en grandes jarros de lata el espumoso mosto helado
que se exprimía allí mismo, en un trapiche casero. Durante
más de una hora habían discutido gravemente buscando la
manera de coordinar las actividades de las organizaciones
obreras y estudiantiles clandestinas, a las que estaba vincula-
do Fabio Iglesias, con la conspiración militar contra el gobier-
no en la que participaba, como hombre de enlace, el doctor
Benítez. Agotadas las cuestiones de fondo, se permitían ahora
distenderse hablando de generalidades relacionadas con el
mismo asunto. Don Faustino, que era muy aficionado al chis-
me político, comentaba el desfile del Glorioso Batallón en
homenaje de la vedette argentina Maruja Fontán, que había
presenciado esa misma mañana. Según don Faustino, el singu-
lar episodio se habría originado en la rivalidad existente en-
tre el coronel Ciriaco Ojarro y el general Ernesto Dalfrosse,
comandante este último de la División de Caballería.
- Antenoche la revista en pleno de Maruja Fontán fue
agasajada por la oficialidad de la Caballería en la Maison du
Diable Rouge. Ya te dije que el general Dalfrosse disputa
con Ojarro los favores de Maruja. Ella, sin decidirse por nin-
guno, se divierte y saca provecho de la rivalidad de sus ena-
51
morados. Sospecho que detrás de los recelos de su tierno
corazón están los tejemanejes de Monsieur Pichón. El gangs-
ter francés, que dirige una organización internacional de tra-
ficantes de drogas, con amplias ramificaciones en Europa y
los Estados Unidos, asegura su impunidad comprometiendo y
sobornando a algunos jefes militares con mando de tropa, de
quienes depende la estabilidad del gobierno. El Presidente la
República es presionado a su vez por la Embajada para que
entregue al contrabandista con el fin de qué seíat juzgado, y,
sobre todo, interrogado en Norteamérica. Como ño sólo de
pan vive el hombre, Monsieur .Pichón ha utilizado a Maruja
para afianzar su influencia. El hecho de que inflamara pasio-
nes tan volcánicas en dos poderosos pretendientes, sin duda
es una complicación no prevista por el artero proxeneta galo.
Si Maruja se decidiera por uno de ellos/ comprometería la
unidad de las fuerzas que sostienen al francés contra los re-
querimientos, ruegos* presiones y amenazas del representante
de la primera potencia económica y militar del mundo.
Don Faustino' bebió su. mosto, se limpió la espuma con
una servilleta y continuó: _ .
- En lo mejor dé la fiesta vino llegando el coronel Ci-
riaco Ojarro con un ceño terrible, completamente solo. Sor-
prendió a Maruja en las todillas de Dalfrosse. La tensión dra-
mática rayó en lo sublime. Los bravos de la Caballería se
miraron boquiabiertos. Los afeminados bailarines de la troupe,
chillando como liebres* escaparon por las ventanas, se metie-
ron debajo de las mesas, huyeron por los pasillos. Maruja
salvó la situación saltando de las rodiílas de Ernesto a los
brazos de Ciriaco. Dalfrosse, que a pesar de su apellido es el
más indio de los dos, no perdió la pachorra. Convidó a sen-
tarse a su rival y. mandó que continuara la fiesta. Es muy
astuto y cauteloso. Había adivinado que rodeaban la finca dos
compañías del Glorioso Batallón listas para lanzarse al asalto
y arrasar con todo. Hacia el amanecer, completamente bo-
rracho, Ojarro juró hacer desfilar su batallón bajo los balco-
nes de Maruja. Su sangre y la de sus soldados estaban pron-
tas a derramarse para satisfacer cualquier capricho de su
"diosa" (tal fue el apelativo que le dio, en el mejor estilo
folclórico-modernista). Si ella pedía el gobierno, el gobierno
le daría. Lejos de mostrarse disgustado, el general Dalfrosse
lo incitaba a decir y hacer' más tonterías. ¿Qué te parece?
-¡Repugnante!
52
- El desfile de esta mañana ha sido un espectáculo de
profunda significación histórica. Y todavía están por verse sus
consecuencias políticas.
- Para mí es una payasada, ¿qué otra cosa puede espe-
rarse de estos tipos?
El doctor Benítez se rió.
- No me digas que te has vuelto un sectario y has per-
dido el humor y la imaginación. ¿No te das cuenta de que
hasta hace algunos años hubiese sido inconcebible que una de
las más gloriosas unidades de nuestro glorioso ejército inte-
rrumpiera, a media mañana de un día hábil, el tránsito de la
calle principal de la capital de la república para desfilar en
homenaje de una hetaira extranjera? Nuestro pueblo nunca
fue muy inclinado a la veneración externa de sus símbolos,
pero ha tenido siempre un sentido casi innato de la dignidad
y del decoro. Por eso no hemos sido hasta ahora una republi-
queta. Nuestra historia es trágica, pero no es una triste his-
toria. Es la historia grande de un gran pueblo acosado por la
adversidad.
Don Faustino se iba exaltando. Fabio lo escuchaba con
nostalgiosa simpatía. El doctor Benítez había sido su profesor
de historia en el Colegio Nacional. A veces, embriagado por
su propia elocuencia, parecía trasfigurarse. Sonaban las cam-
panillas del recreo. Seguía hablando sin oírlas. El profesor del
turno siguiente aguardaba en la puerta sin atreverse a i n t e -
rrumpirlo. Estudiantes de otros cursos abandonaban sus aulas
para escucharlo desde el corredor y las ventanas. Hasta que
el hombrecito volvía a su natural. Sonreía confuso, pedía dis-
culpas y se marchaba entre aplausos.
-¿No estaremos asistiendo a su desintegración? Es ilu-
sorio afirmar la inmortalidad de los pueblos. Los pueblos,
como las personas, mueren tarde o temprano. Algunos dejan una
huella profunda; otros se extinguen sin dejar rastros. ¿Qué
será del nuestro? Acaso por mucho tiempo sobreviva una man-
cha en el mapa, pero del hombre paraguayo no quedará ni la
sombra. Y esto me duele, Fabio; me duele porque merecía
otra cosa. No me duele por mí; ni por mis hijos, que disfru-
tan en la Argentina de un próspero exilio. Me duele porque
ha de dolerle a un hombre de bien la energía que se pierde, el
atardecer de un día que nunca volverá, un amor ir realizado,
un niño muerto. Me duele por la humanidad, porque somos
parte de ella. Levantemos entonces estos jarros de lata y
brindemos con el jugo inocente de la cañadulce que esconde

53
en sus entrañas los fermentos del aguardiente homicida, por
la patria que debió ser y no será.
Fabio sonrió, sin corresponder al ademán de don Faus-
tino.
- Francamente no veo un apocalipsis en la calentura de
Ciriaco.
-¡Ah mi amigo! Los espíritus estrechos no perciben en
las pasiones particulares y egoístas de los hombres otros con-
tenidos superiores, universales. Hegel, ese Fausto irredento
que no se animó a pactar con Mefistófeles, habla de la astu-
cia de la razón. Los hombres creen perseguir sus propios fi-
nes cuando en realidad responden a la lógica ciega e impla-
cable del Espíritu Absoluto. Ojarro quiso simplemente impre-
sionar a una rumbera; pero, en su gesto descubrimos la mue-
ca de la máscara, el paso de nuestra historia de la tragedia
a la farsa.
Fabio se sentía seguro y a gusto en el discreto y limpio
despacho de mosto. Detrás del mostrador, una cancel de vidrios
rojos y azules envolvía las cosas en una luz morada. Le re-
cordaba la sala de la casa de doña Pilar Frutos de Recalde,
a la que los domingos, después de oír misa, solía ir con su
madre para saludar a la abuela. Las palabras de don Faustino
se adecuaban al ambiente. Fabio compartía sus sentimientos
pero no sus ideas. Sin embargo, no subestimaba en absoluto
la experiencia de aquel hombre, así como el conocimiento
pormenorizado que tenía de los entretelones de la política de
la camarilla gobernante y de la personalidad de sus protago-
nistas
- Ha dicho usted, doctor, que la humorada de Ojarro
podría tener consecuencias políticas.
- En las Fuerzas Armadas existen todavía jefes y ofi-
ciales con alguna capacidad de indignación. En su mayoría
están identificados y no tienen mando de tropa: la decencia
ha hecho sospechosa. Conservan sin embargo una influencia
que no es posible desdeñar. Podrían hasta recibir discreto
apoyo de la Embajada, que no consigue que le concedan la
extradición de Monsieur Pichón, hombre hábil y dadivoso que
manipula rivalidades y administra favores sin costo para el
erario. El Presidente de la República, que hasta ahora ha
tolerado las locuras de Ojarro porque el Glorioso Batallón es
la única unidad que lo respalda sin otra condición que la de
conservar a su jefe, podría verse ahora en serias dificultades.
Pero, supongamos que forzado por las circunstancias decidiera
destituir a Ojarro, ¿quién le pone el cascabal al gato? El

54
loco va a pelear, tiene cojones. Para librarse de él necesita
recurrir a la Caballería o al Famoso Regimiento, que se e n -
cuentra en campaña contra la columna rebelde del capitán
Palacios. Si lo hace, ¿quién le garantiza que alguno de estos
jefes, una vez que haya sacado áe: ¡ dio a Ojarro y a su ba-
tallón de opereta no quiera apocara?: J del gobierno? Se sabe
que el general Dalfrosse conspira, / también que es suma-
mente cauteloso. No se lanzará a una aventura. Por el m o -
mento se limita a hacerse fuerte en Campo Grande. La gran
incognita es Melgarejo. Con el pretexto de combatir a los
rebeldes reforzó su regimiento hasta convertirlo en la unidad
más numerosa y aguerrida del país. Deslizó una amenaza en
reportaje que le hicieron hace poco, y ayer envió un batallón
a ocupar los cuarteles que su regimiento tiene en Tacumbú,
en actitud desafiante para el gobierno y otros posibles d e -
tractores. Dalfrosse no se arriesgará a que lo tomen entre
dos fuegos, aparte de que le tiene un miedo cerval a Melga-
rejo. Ojarro se mantuvo hasta ahora porque estaba en el fiel
de la balanza. Si se rompe el equilibrio como consecuencia
del último disparate que hizo, el golpe puede estallar en cual-
quier momento. Creo que entonces habrá llegado también
para ustedes el momento de actuar.

- No somos golpistas -dijo Fabio-, nos limitamos a pre-


pararnos para el caso de que el golpe se produzca.
- Conozco el punto de vista, pero debes adecuarlo a las
circunstancias del momento. Si se les deja hacer lo que se
les dé la gana, estos señores acabarán por entenderse, como
ha ocurrido tantas veces.
- Paciencia, ¿qué podemos hacer nosotros para evitarlo?
- Ya te lo he dicho: trabajar en nuestra propia conspi-
racioncita.
Fabio sonrió. Don Faustino era un veterano conspirador
vernáculo, y, como tal, algo inclinado a construir castillos en
el aire.
- Sf, me lo ha dicho, pero, ¿con quiénes, sobre qué
bases? No se t r a t a de una cuestión de principios sino de po-
sibilidad material.
El doctor Benftez se inclinó sobre la mesa y le dijo en
voz baja:
- Con la gente decente.
A Fabio le hizo gracia la salida de Don Faustino, que
se rió también pero insistió:
55
- Si lo que ocurre es simplemente un choque de cama-
rillas por el reparto del botín, la huelga general y la movi-
lización popular no alterará el resultado, que en definitiva
será una componenda para dejar las cosas esencialmente co-
mo estaban. Para evitarlo, necesitan contar con amigos en el
ejército que tengan un programa affn al de ustedes, aunque
sea en algunos puntos. Como te dije, hay muchos oficiales
que se oponen no sólo al actual Presidente de la República
sino al régimen imperante, algunos inclusive por razones de
principio derivadas de su formación castrense. Su debilidad
está en la dispersión. Necesitan un jefe; los militares no h a -
cen nada si no hay alguno que los mande. Ya te hablé del
hombre que puede cumplir esa función.
- Sf, el general Fulgencio Iturbe, director de la Escuela
Militar. No tiene tropas, salvo los cadetes y un centenar de
conscriptos mal armados.
- Cierto, nada puede hacer solo, pero puede ser el fac-
tor desencadenante y asumir la dirección de la parte sana
del ejército, que todavía existe aunque no creo que sobreviva
mucho tiempo si no se manifiesta de inmediato.
Fabio estaba enterado de que el doctor Benítez conspi-
raba con el general Iturbe, y que no le daba a conocer todo
cuanto sabía. Era lógico que así fuera. El le pagaba con la
misma moneda, lo cual no era un obstáculo para que colabo-
raran de buena fe. Iturbe necesitaba del apoyo de las organi-
zaciones populares, o por lo menos su movilización masiva por
un programa coincidente, para realizar el objetivo de institu-
cionalizar las fuerzas armadas y entregar el poder a los civi-
les en el plazo más breve. Fabio estaba personalmente de
acuerdo en coordinar las acciones, pero tropezaba con la r e -
sistencia de algunos de sus compañeros, que temían compro-
meter al movimiento en acciones que no tuvieran razonables
posibilidades de éxito. Ya había examinado con don Faustino
en otras oportunidades, y esa misma mañana, en hipótesis,
varias formas posibles de coordinación, sin llegar a ningún
acuerdo en firme. Sin embargo, ambos comprendían que había
llegado el momento de tomar una decisión.
-¿Conoce bien al general Iturbe? - preguntó. La respues-
ta era obvia, pero le interesaban los detalles.
Hubo un brillo de esperanza en los ojos del doctor Be-
nítez, que había comprendido el sentido de la pregunta.
- Lo conozco y muy bien. Voy a.decirte todo lo que sé
de él... ¡Leyva! -gritó alegremente, llamando al mozo-. ¡Otra
vuelta de mosto bien helado!... ¡Ah, y unos cuantos pastelitos,
56
que ya es hora de comer algo! -luego, dirigiéndose a Fabio,
comentó-: Hacía tiempo que no gustaba de este refresco n a -
cional. Delicioso, ¿verdad? Y mejor si se le echa un poco de
limasutü. El limón silvestre le quita lo empalagoso.
Después de que el mozo hubo servido tomó nuevamente
la palabra.
- El general Fulgencio Iturbe es uno de los pocos mili-
tares de su rango que nunca ha conspirado. Se dedicó al t r a -
bajo y al estudio, invariablemente fiel a los ideales castren-
ses asimilados en la escuela del general Schenoni. Obedeció a
los buenos y a los malos gobiernos. En la guerra fue un buen
oficial. Su frente despejada de laureles me hace pensar que
estuvo entre los mejores. Jamás hace mención de sus hazañas
bélicas, aunque fue un combatiente de primera línea desde
Boquerón hasta Villa Montes: la modestia es la virtud del
paraguayo capaz. Ascendió a su tiempo, grado por grado. Hi-
zo estudios especializados en los mejores institutos militares
del mundo. Posee sólida cultura, domina varios idiomas. Es
pobre, por añadidura. Se lo respeta por sus méritos en un
país en el que nada se respeta y sólo se acata el poder cuan-
do es suficientemente temible. Hasta hace poco se lo consi-
deraba inofensivo; pero, de repente, se puso a hablar de más.
Crítica abiertamente la conducción militar de la guerra con-
tra la Triple Alianza. Desde el punto de vista profesional,
admira a Estigarribia, pero condena su posterior y desdichada
intervención en la política. Es un general que detesta el mi-
litarismo. Se empeña en educar a los cadetes en la lealtad al
pueblo, el respeto a los soldados, la subordinación sin condi-
ciones al poder civil fundado en la ley. El Presidente de la
República, que desprecia sus ideas acaso porque las que tiene
en su magín son vulgares, no le hizo caso al principio. Ahora
no sabe cómo librarse de él. No ha cometido la más mínima
falta que justifique su destitución. Tiene discípulos y partida-
rios en el ejército. Cuenta con la simpatía de la Embajada,
que, si no fuera porque es absolutamente incorruptible, vería
en él una alternativa válida.
-¿No me está describiendo a un hombre íntegro pero
indeciso, frenado por sus propias ideas?
- No lo creo. Te estoy hablando de un hombre inteli-
gente que no ha encontrado el momento oportuno para deci-
dirse. Cuando lo haga nos dejará asombrados, porque le sobra
energía. Me recuerda al capitán Blas Miloslávich, a quién co-
nocí en mi juventud. Era uno de esos militares intelectuales
que de tanto en tanto aparecen como mutantes en los ejér-

57
ci tos. Cuando se decidió, llevó las cosas hasta el fin, aunque
se equivocó de bando. Murió peleando a las órdenes del coro-
nel Adolfo Chi ri fe. En éí bando opuesto estaba su amigo y
compadre José Félix Estigarribia. Es la tragedia de Abel y de
Cafn que con tanta frecuencia se repite entre nosotros. Solía
decir Estigarribia, durante la guerra del Chaco, que si viviera
"Milos" lo tendría como segundo. Alguien le replicó que a c a -
so a Miloslávich le hubiera correspondido el primer puesto.
No estoy de acuerdo. Blas Miloslávich, que era un pensador
lúcido y un brillante ensayista, carecía de genio político. Le
faltaban la discreción, la paciencia y la cautela que le sobra-
ban a Estigarribia. Iturbe padece de las mismas falencias. No
tendrá éxito si no se le ayuda leal y desinteresadamente co-
mo, me permito decirlo, estoy tratando de hacer yo. El des-
tino trató de diversa manera a estos tres hombres de nota-
bles méritos. Miloslávich se malogró en una guerra civil. A
Estigarribia le tocó en suerte conducir una epopeya victorio-
sa. ¿Qué le ofrece a Iturbe? Jubilarse como director de una
escuela o intentar sacar al país del pantano en que se hunde.
Se lo he dicho con franqueza.

-¿Qué le respondió?
-Nada.
-¡Ah, eso es muy alentador!
- N o dijo nada pero se puso en movimiento con mucha
eficiencia y discreción para tener todo preparado cuando lle-
gara el momento de actuar. No te olvides que es un oficial
de Estado Mayor, adiestrado en Europa y Estados Unidos.
Controla a los oficiales de planta de la Escuela Militar y ha
establecido contacto con jefes y oficiales ubicados en puntos
claves. Como es natural, no me ha dado a conocer los d e t a -
lles, pero podemos confiar en su palabra. No comprometerá a
sus hombres ni a nadie que lo respalde en una acción desca-
bellada. De esto puedes estar seguro.

Fabio no dijo nada. Permanecieron en silencio.

- No perdamos más tiempo -dijo finalmente el doctor


Benítez, con ansiedad contenida-, es preciso llegar a un acuer-
do antes de que sea tarde y se malogre una oportunidad que,
te lo aseguro, no volverá a darse en muchos, muchos años. Se
trata de echar mano a las últimas reservas morales que han'
escapado al escrutiño de la canalla que nos gobierna.

58
Fabio siguió en silencio.
- Perdóname si t e hago una pregunta indiscreta: ¿es
cierto que esperan la llegada de Teófilo Villalba para deci-
dirse?
Fabio logró disimular la sorpresa y el disgusto. Teófilo
Villalba era un dirigente obrero que había combatido a las
órdenes del capitán Palacios., Desde que, siguiendo instruccio-
nes de sus partidarios, abandonó la columna rebelde, vivía en
el exilio. Muy pocas personas habían sido informadas de que
regresaría al país clandestinamente y que era portador de un
mensaje que el jefe guerrillero había hecho llegar a la frontera
argentina. Fermín Agüero, asistente de Fabio, debía acompa-
ñarlo en el cruce del río, que se efectuaría esa misma n o -
che. Era muy grave que hubiera trascendido aunque sea parte
del secreto tan celosamente guardado.
- Puede ser que venga como que no -respondió evasiva-
mente-*; en todo caso, no depende de él la decisión que t o -
memos.
- Comprendo, es un secreto que, sin embargo, ha llega-
do a mis oídos. En parte te hice la pregunta para advertírte-
lo. Es muy probable que la policía también sepa que vendrá,
aunque acaso ignore cuándo, por dónde y para qué... ¿Qué tal
el muchacho?
- No le entiendo.
- Me refiero a Fermín Agüero, que estuvo a verme ano-
che para concertar esta entrevista. Sé lo que estás pensando.
Se sorprendió tanto como tú cuando le hice la misma pregun-
ta acerca de Teófilo Villalba.
- No lo dudo; Fermín es un mozo valiente, responsable
y de entera confianza.
- Pienso lo mismo de él -dijo don Faustino, con satis-
facción-; le he tomado gran afecto a tu secretario. Tal vez
sea demasiado serio y maduro para su edad, aunque debo
decirte que no me agradan los muchachos que se ríen de
cualquier cosa y hablan hasta por los codos: son frivolos o
estúpidos. La juventud es triste.
El diálogo se iba extinguiendo. El t e m a principal se
había agotado, pero ninguno de los dos se decidía a dar por
terminada la entrevista.
-¿Estás bien en la Casa de la Calle España? Es una
lástima que se encuentre casi en ruinas. ¿Qué le vamos a
hacer? El pobre Saturio no tiene ganas ni dinero para hacerla
arreglar, aunque sospecho que se aferra a la esperanza de
59
curarse y regresar a ella con todos los honores. En el fondo,
somos todos como él.
Se había apoderado de don Faustino una gran pesadum-
bre. Seguramente había esperado llegar esa misma mañana a un
resultado concreto. Fabio le tuvo compasión, pero no se deci-
día a asumir un compromiso.
- Estoy cómodo y a gusto -dijo sonriendo, contento por
cambiar de t e m a - , aunque no haya luz eléctrica ni agua co-
rriente, dispongo de una mansión para mí sólo. Lo único que
me preocupa es que Mariana Arguello llegue a enterarse de
que estoy allí.
- Sería una casualidad, pero aunque se diera el caso no
creo que haya nada que temer. Jamás te delataría. No es de
esa clase de personas.
- Nunca están demás las precauciones. No salió limpia
de la prisión, se le atribuyen contactos misteriosos. Es una
lástima. Si se hubiera puesto en contacto con nosotros la
hubiésemos ayudado a pesar de todo, teniendo en cuenta que
resistió terribles torturas sin que consiguieran sacarle la más
mínima información...
Don Faustino lo contuvo con un ademán. Conocía la
historia y no le gustaba hablar de ella.
- Es que la gente cambia, mi amigo -dijo, con amargu-
ra-. Se va quebrando por dentro sin mostrar en el rostro ni
la más leve señal, como esas putas finas que te salen pegan-
do una tremenda purgación. Este país se está pudriendo hasta
los tuétanos. Por eso es alentador encontrar muchachos como
Fermín Agüero. Sin embargo, hemos sufrido tantas decepcio-
nes que no podemos dejar de preguntarnos cuánto tiempo
podrán conservarse puros; si se hundirán en la mediocridad o
se confundirán con la canalla. Nadie está libre de sospecha.
¿Quién te garantiza por ejemplo que ahora mismo no te esté
vendiendo como Judas? ¡Nadie, mi amigo, nadie! Entonces
haces una apuesta a cara o cruz, en un temerario acto de
fe, poniendo la vida en la parada.- No queda otra alternativa,
porque no hacerlo implicaría un suicidio moral.
Fabio miró con profundo afecto a su antiguo profesor.
- Confío plenamente en usted, don Faustino -le dijo,
sonriendo-. Como prueba de ello le prometo que haré todo
cuanto esté a mi alcance para que se dé una mano al gene-
ral i turbe. Dígale que pasado mañana por la noche tendrá
una respuesta. El pueblo paraguayo no dejará en la estacada
un militar que está dispuesto a jugarse por la democracia.
60
EL HÉROE

Guando en plena siesta el mayor Silvestre Ocampos se


presentó en la casa del general Fulgencio Iturbe, doña Elvira
se sorprendió de que su marido lo hiciera pasar a la casita
del fondo. Salvo el doctor Benítez, con quien el general gus-
taba entregarse a largas divagaciones, nadie más tenía acceso
a su estudio privado. La propia doña Elvir a se a bstenía de
entrar en él, aunque no le estaba prohibido. El general no
encontraba desdoroso ocuparse personalmente del aseo de la
habitación.
Habitualmente recibía en la sala, o, cuando ésta estaba
invadida por los amigos de Cristina, en un escritorio anexo.
Doña Elvira estaba al tanto de que algunos oficiales
contaban con su marido para levantarse en armas contra el
gobierno. El general, sin desalentarlos, les aconsejaba pruden-
cia y paciencia. La visita del mayor Ocampos era significati-
va. Estaba al mando de un batallón del Famoso Regimiento
acantonado desde la víspera en sus cuarteles de la capital,
mientras el resto de la unidad continuaba en campaña contra
los rebeldes.
El mayor Silvestre Ocampos había sido alumno del ge-
neral Iturbe en la Escuela Militar y en la Escuela Superior
de Guerra. El general Iturbe estimaba al mayor Ocampos por
su honradez y contracción al estudio. Lamentaba que ciertas
lagunas en su educación y cierta cortedad de entendederas
contrapesaran en cierto grado las excelentes cualidades de un
hombre tan meritorio.
La víspera, a la misma hora, lo había visitado un oficial
del Estado Mayor de la División de Caballería. Fue recibido
secamente, en la sala. Pero, apenas hubo empezado a hablar,
lo hizo pasar al escritorio. Allí estuvieron encerrados más de

61
dos horas. Doña Elvira sabía muy bien que cualquier levanta-
miento debía tener en cuenta, en primerísimo lugar, a la
Caballería. Los cuarteles de Campo Grande eran feudo priva-
do del general Ernesto Dalfrosse, que rendía condicionado
vasallaje al Presidente de la República.
Doña Elvira estaba inquieta, pero confiaba en su mari-
do. Sabía que si algo le ocultaba era porque no tenía derecho
a confiárselo a nadie. Ella no hacía preguntas. Para calmarse,
decidió escuchar la sexta sinfonía de Beethoven y continuar
la lectura del último libro de Jorge Luís Borges. Se lo había
traído José-Antonio Lara, el festejante de Cristina. Según
doña Elvira, Borges era un escritor de gran talento, que a
veces desperdiciaba en temas insignificantes. Galo Casanello,
primo hermano de doña Elvira, la apoyó calurosamente y juró
demoler al escritor argentino en un artículo, a condición de
que José-Antonio lo publicara en "El Independiente" sin las
censuras y mutilaciones alevosas que acostumbraba perpetrar.
Divertían a doña Elvira estas acaloradas disputas de mucha-
chos, que se apasionan por zonceras.
El general Fulgencio Iturbe vivía en una casa modesta
en comparación con las que se estilaba entre personas de su
rango. Entregado al estudio y al estricto cumplimiento del
deber, no se cuidó de hacer fortuna. Habituado al orden y a
la disciplina, a la distribución racional de su tiempo y sus
recursos, se desenvolvía cómodamente con su sueldo y algunos
ingresos adicionales que le proporcionaban sus cátedras. Aun-
que doña Elvira era la única heredera de un notable juriscon-
sulto, propietario de varias casas de renta y de una hermosa
estancia en las Misiones, se adaptaba con naturalidad a lo
que podía proporcionarle su marido. Lo había acompañado a
remotas guarniciones del Chaco y en misiones diplomáticas en
el extranjero. Se manejaba con identica soltura entre indias y
soldados que entre embajadores y princesas. La discreción y
la modestia eran prendas de su señorío. Sobrellevó con valor
la muerte de su hijo varón. Educó a su hija con criterio mo-
derno, independiente, sin desmedro de viejas tradiciones de
decoro y de virtud. Cristina estudiaba letras en la Universidad
Católica, vestía a la última moda, salfa con amigos hasta
altas horas de la noche, decía profesar ideas de izquierda. Se
puso de novia con su profesor de literatura, diez años mayor
que ella, el famoso poeta y periodista José-Antonio Lara. El
general disimuló con humorismo sus celos y desaprobación.
No tenía nada contra el novio. Era de buena familia, proba-
blemente un buen muchacho. Sólo que no podía tomarlo en

62
serio. Pero confiaba en su hija. Estaba convencido de que a
pesar de sus desplantes respetaba a sus padres. Según el g e -
neral, esta era la mejor, si no la única garantía de una con-
ducta honesta. La sala de la casa estaba siempre llena de
jóvenes. Se organizaban tertulias y guitarreadas. Algunas ve-
ces el general participaba en ellas. Se complacía en deslum-
hrar a los huéspedes con la solidez y la amplitud de su cul-
tura, con la riqueza de su anecdotario. Al que manifestaba
sorpresa, le decía sin ocultar satisfacción:
-iAh mi amigo, yo soy un paraguayo que no duerme la
siesta!
No la dormía en efecto. Se refugiaba en la casita que
había construido con sus manos en el fondo del jardín. Cuan-
do lo hizo, no podía pagar alhamíes y él jamás usaba solda-
dos en labores ajenas al servicio. Allí permanecía, rodeado de
libros y de mapas, todo el tiempo que le dejaban libre sus
múltiples ocupaciones.
En el escritorio anexo a la sala, amueblado con sobrie-
dad y gusto, se destacaba el retrato apócrifo de su ilustre
antepasado, procer de la independencia. El general Iturbe,
hijo natural de una campesina acomodada, que recibiera como
único legado de su padre el reconocimiento en lecho de muer-
te, tenía la vanidad de su abolengo. Y, en secreto, lo sentía
como un mandato.
A veces se encerraba los viernes por la noche y no sa-
lía, salvo para comer, hasta el lunes por la mañana. En tales
ocasiones, dormía en el desvencijado catre de campaña que le
servía fielmente desde que io tomó al enemigo en la guerra
del Chaco. Lo acompañaban otras reliquias. Un revólver Eibar
treinta y ocho largo, siempre bien aceitado y con la carga
completa. Un desteñido sombrero verdeolivo de soldado raso,
que había usado para confundirse con la tropa en los asaltos
a las trincheras bolivianas. Una caramañola, una brújula, pris-
máticos, y hasta un par de botas a la última miseria que,
solía lustrar de tanto en tanto.
A doña Elvira le afligían estos encierros cada vez más
prolongados. Ella sabía que la muerte de su hijo, que no le
arrancó una lágrima, lo afectó profundamente. Lo había edu-
cado con esmero, pero con discreción, evitando la tutela ex-
cesiva que distorciona el carácter y coarta el libre desenvol-
vimiento de la personalidad. Vicente Ignacio correspondió con
creces. Buen estudiante y deportista; inquieto e imaginativo,
nada flojo; sensible, pero moralmente fuerte. Sus primeros
servicios a la historiografía nacional, casi tan ineludibles co-

63
mo la conscripción militar, revelaron madurez de juicio y
solvencia intelectual. Estaba por recibirse de abogado cuando,
al doblar una esquina con su motocicleta, un camión del ejér-
cito, que bajaba de una loma a contramano, a toda velocidad,
lo hizo pedazos.
-¡Dios mío -había exclamado el doctor Benítez, incli-
nándose sobre el féretro-, que mala suerte tiene este país,
qué mala suerte!
Doña Elvira comprendió que una llama secreta que ardía
en el corazón del general iba a extinguirse sin remedio. Solía
oírlo hablar en voz alta. Creyó al principio que releía sus
textos favoritos. Descubrió después que el general se paseaba
declamando largos monólogos. Arengaba a ejércitos imagina-
rios. Venciéndose a sí misma, se obligó a revisar los papeles
de su esposo. Mapas surcados por rayas rojas y azules avan-
zaban y retrocedían caprichosamente por los territorios del
Brasil y la Argentina. El Paraguay iba ensanchando sus fron-
teras en campañas sucesivas. Cuadernos cuidadosamente fo-
rrados contenían el detalle de batallas fabulosas. Número y
distribución de efectivos; porcentaje de bajas; fuentes de r e -
monta y abastecimiento; preparación sicológica y cobertura
diplomática; concisos partes de victoria. Doña Elvira tenía la
inteligencia y la preparación suficientes para darse cuenta de
que su marido se entregaba a un fantaseo delirante. Decidió
vigilarlo. Una noche lo sorprendió con la cabeza cubierta con
el sombrero de soldado, los prismáticos al cuello, revólver y
caramañola ai cinto, calzando sus viejas botas. Se alejó en
puntillas. Al llegar a su habitación se arrojó en la cama y
rompió a llorar amargamente.
<En quién confiar? Aquel hombre intachable estaba ro-
deado de enemigos. Individuos despreciables se solazarían con
su desgracia. Pero algo había que hacer. A pesar de sus e x -
centricidades, Galo Casanello era un médico excelente y un
amigo leal. Le dijo la verdad a medias, pero Galo la com-
prendió completa y en el acto. Para sorpresa de doña Elvira,
rompió a reír.
- No, mi parienta -le dijo, abrazándola-, si tu marido
está loco, vivimos en un manicomio. Llévalo a descansar un
tiempo a la estancia de tu papá. Ya verás que no es nada.
Cabalgaron parajes de emocionada belleza. Matearon
madrugadas como en felices tiempos de fortines remotos.
Comieron mbeyú* en las tardes lluviosas. Bailaron cielitos en
* Tortilla de almidón de mandioca.
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la función del Santo. Sintieron revivir, conno el fuego escon-
dido en los tata^va * de los fogones campesinos, ardores ador-
mecidos. Y se ruborizaron buscándose en las noches serenadas
de grillos.
-¡Ah mi Elvira, si pudiéramos envejecer en paz!
-¿Qué nos impide? ¿Por qué no solicitas tu retiro? ¿Qué
esperas?
- Espero a mi Destino. Lo aguardé cuarenta años. Por
él he soportado cuanto un hombre honrado puede soportar.
No sé si vendrá, si la espera es inútil; pero, si llega, me
encontrará en mi puesto.
Doña Elvira comprendió.

Leño que se usa para conservar el fuego en el fogón

65
CARPINCHO

A Fermín Agüero le fue fácil identificar a Carpincho,


con quien, de acuerdo a las instrucciones que le diera Fabio
Iglesias, debfa encontrarse a media siesta junto al pozo arte-
siano de la Plaza Italia.-Allá estaba Carpincho requebrando a
las mujeres que acudían en busca de agua. Era hombrudo y
retacón, arratonado, de acerada pelambre, con los incisivos
superiores en perpetua exhibición. Parecía tener mucho éxito.
Tres o cuatro mujeres lo rodeaban pellizcándolo, dándole gran-
des palmadas, riendo a gritos de las zafadurías que segura-
mente les estaba diciendo. Fermín se detuvo a cierta distan-
cia para observar la escena antes de abordarlo. No lo hacía
por curiosidad sino por precaución.
Mientras tuvo pantalones cortos, cada vez que la falta
de lluvias dejaba seco el aljibe, Fermín solfa venir con dos
baldes a buscar agua de la plaza. La casa de su abuela que-
daba a tres cuadras de allí. Lo hubiera seguido haciendo des-
pués, y todavía ahora, que acababa de cumplir dieciocho años,
si doña Carmen Molas de Agüero no lo hubiera considerado
impropio de un estudiante secundario del que estaba orgullo-
sa. Se había recibido de bachiller y se preparaba para ingre-
sar en la facultad de derecho. Desde muy niño vivía con su
abuela. Su padre había combatido en el bando revolucionario
durante la guerra civil. Refugiado en la Argentina, lo siguió
su esposa, dejando a Fermín al cuidado de doña Carmen. Abue-
la y nieto se encariñaron de tal modo que hubiese sido difícil
separarlos. Por otra parte, cada año que pasaba los padres de
Fermín pensaban que sería el último de exilio, y que pronto
la familia volvería a reunirse en el hogar materno. El chico
solfa viajar a Buenos Aires durante las vacaciones. Su madre
venía a verlo cuantas veces podía. Le enviaban regularmente

66
una pequeña mensualidad. Doña Carmen era una mujer sana y
enérgica de unos sesenta años. Se ayudaba con costuras y
vivía de la renta que le daba un campito que tenía en las
Misiones, administrado por uno de sus hermanos, hombre hon-
rado y de fiar. Aunque eran pobres, vivían con dignidad y
estaban siempre contentos. El muchacho nunca había ocasio-
nado un disgusto a la abuela hasta que empezó a intervenir
en actividades políticas clandestinas. Doña Carmen no intentó
siquiera disuadirlo. Hubiera sido inútil, lo sabía por experien-
cia. El abuelo de la señora había sido uno de los héroes l e -
gendarios de la Guerra Grande, y luego protagonista y vícti-
ma de las contiendas civiles que siguieron. El padre fue j a -
rista primero y rebelde saco-mbyky* después, en la revolu-
ción de Chirife. Un hermano y el propio marido murieron en
la guerra del Chaco. Sus cuatro hijos varones estaban exilia-
dos. Así que, cuando por las noches Fermín tardaba en regre-
sar y la zozobra amenazaba dominarla, se decía con un poco
de resignación y otro mucho de orgullo que los hombres son
para el rigor. No había nada que pudiera hacer al respecto,
salvo ayudar a su nieto y aliviarle de fatigas en lo que estu-
viera a su alcance.

Fermín era un experto en todo lo que se refería a la


Plaza Italia. La escasez de lluvias en las últimas semanas,
sumada al calor de febrero, había agotado los aljibes. Ei pozo
artesiano estaba muy concurrido a pesar de que a esa hora
de la siesta todo el que puede descansa, empezando per los
soplones de la policía. La bomba, movida por un motor e l é c -
trico, traqueteaba aburrida, lanzando de vez en cuando un
profundo bostezo. Los baldes estaba en el suelo, formando
una larga cola, en espera de turno para ser llenados en la
única canilla, que echaba agua a borbollones- Había buen nú-
meros de mujeres descalzas. Un enjambre de chiquilines juga-
ba a las bolitas bajo los árboles, mientras uno de ellos, el que
estaba más cerca de la meta, se encargaba de correr las
latas de sus compañeros para que no perdieran el turno. La
única novedad era la ausencia del conscripto de policía en-
cargado de mantener el orden. Esto confirmaba el rumor de
que las fuerzas policiales estaban acuarteladas. Como por
arte de magia, Carpincho apareció junto a Fermín.
- Vamos si que, mi socio - dijo de paso, sin mirarlo.

* "Sacos-cortos", partidarios de los insurrectos en la sublevación


m i l i t a r de 1922/23, d i r i g i d a por el coronel Adolfo C h i r i f e .

67
Fermín lo siguió a cierta distancia, cruzando la plaza en
diagonal. Desde el mirador del centro pudo ver una patrulla
de conscriptos de policía en la esquina de las calles 15 de
Agosto y Amambay. Parecían muy tranquilos. Algunos dormi-
taban bajo los árboles.Tres de ellos tomaban tereré sentados
junto a una ametralladora liviana que apuntaba hacia la calle
Colón, a cuatro cuadras de allí, donde tácitamente comenza-
ban los dominios de los marineros, tradicionales contrarios de
los vigilantes. La noche anterior había entrado sorpresivamen-
t e a la ciudad un batallón del Famoso Regimiento, parte de
las aguerridas tropas del general Patricio Melgarejo, hombre
imprevisible si los hay puesto que estaba loco de remate. Lo
mejor era entonces simular que todo marchaba normalmente
y tomar precauciones. Es lo que estaban! haciendo aquellos
muchachitos descalzos que descansaban junto a sus viejos
m àuse res descalibrados que, apoyados en los árboles, parecían
más grandes que ellos. Luego de cruzar la plaza, Carpincho
esperó que lo alcanzara Fermín.
Acordaron viajar en el mismo camión de pasajeros. Poco
antes de llegar a Itá-Enramada, Carpincho se bajó. Fermín
siguió hasta la parada siguiente y regresó por el caldeado
camino para encontrarse con el guía. Este lo esperaba a la
sombra de un naranjo. Se había quitado los zapatos y despe-
rezaba beatífico los dedos cortones de sus anchos pies.
- Mira bien por las señas -aconsejó Carpincho-, por
aquí tienes que volver.
Se alejaron de la ruta por un sendero que viboreaba en
los pajonales como el rastro de una lagartija. Eludía los ran-
chos que se adivinaban agazapados entre arboledas y palma-
res. Después de una hora de marcha arribaron a una tapera
protegida por un ceibo y circundaba por cortaderas y carri-
zos, junto a una cañada moribunda por la seca. Se dispusieron
aguardar la noche tomando tereré. Bien escondido en la cum-
brera del rancho había lo necesario, incluyendo una cantarilla
de agua fresca. Se sentaron bajo el ceibo con las camisas
desprendidas fuera de los pantalones, sudando a mares para
condimento de los tábanos.
Carpincho resultó ser una feliz combinación de revolu-
cionario, contrabandista e intrépido tenorio. Como sólo tenía
dos dientes, el labio inferior se le perdía en la boca, hablaba
medio atilingado y se le escapaba la saliva. Antes que los éxi-
tos, le gustaba referir los fracasos, que suelen ser más dra-
máticos y aleccionadores. Gozaba de la expectativa y de los

68
riegos. El relato de sus aventuras galantes acababa en el mo-
mento justo en que lograba introducirse bajo el mosquitero
de la dama, a cuyo lecho se había aproximado con reptantes
progresiones en la oscuridad, tras del escalamiento del cerca-
do y el soborno de los perros. Como solfa hacer sus visitas
sin anunciarse previamente, el suspenso se mantenía hasta el
desenlace. Cierta vez, al meter una mano lasciva debajo de
una sábana, palpó un miembro descomunal, agresivo y viscoso
como una yarará. Rieron tanto que Fermín se olvidó del c a -
lor y de los tábanos. Y de los peligros que le aguardaban esa
noche.
Después de aconsejarle que se fijara en las señas del
camino, Carpincho no volvió a aludir la tarea que tenían en-
tre manos. Se trataba de cruzar el río de ida y vuelta, bur-
lando la vigilancia de la marinería paraguaya y de la gendar-
mería argentina, para introducir clandestinamente al país al
conocido dirigente obrero Teófilo Villalba. Era grande el com-
promiso. Fermín lo aceptó con sencillez. Era tal la confianza
que sus compañeros depositaban en él que acabó por sentirse
seguro de sí mismo. Su rostro adolescente había adquirido la
tranquila determinación propia de los veteranos.
Fermín Agüero había sido alumno del colegio Cristo Rey
desde el primer grado de la escuela primaria hasta el último
curso del bachillerato. Los sacerdotes jesuítas, españoles en
su mayoría, le tenían aprecio. Algunos profesores se habían
preocupado especialmente de su formación. Cuando se separó
de ellos lo hizo amistosamente, porque les estaba agradecido;
pero tenía sus propias ideas. Al dejar atrás el espíritu mítico
de la infancia, la ideología religiosa no tardó en hacer crisis.
Contribuyeron a ello algunos libros de Ernesto Renan, Anatole
Franee y H. G. Wells que habían pertenecido a su padre, así
como el trato frecuente con discutidores estudiantes universi-
tarios. A todo eso hay que agregar su amistad de años con
Ibarra, en cuya peluquería, ubicada en Ayoias y Amambay^
solía hacer un alto cuando iba al colegio. Por él conoció in-
numerables anécdotas de la épica historia del movimiento
popular paraguayo. Ibarra estaba enfermo de tuberculosis,
contraída en la cárcel. Su actividad se reducía a distribuir
panfletos y periódicos clandestinos entre clientes de confian-
za. Una noche la policía allanó su casa. Lo golpearon brutal-
mente y se lo llevaron." No se supo más de él.

Como muchos jóvenes estudiantes, Fermín se había visto


envuelto en la actividad política clandestina casi sin darse
69
cuenta. El primer impulso lo había dado el natural rechazo
por parte de un espíritu sano y sin compromisos de lo que es
indudablemente injusto, indigno e irracional. Luego, absorbido
por el trabajo, tuvo poco tiempo para reflexionar sobre lo
que estaba haciendo. Las personas con quienes trataba daban
por admitidas las premisas de fondo y dirigían la atención a
cuestiones del momento. Los pocos libros que podía conseguir
le daban uria información fragmentaria. En algunos casos no
los entendía en absoluto, cosa que le hacía dudar de su pro-
pia inteligencia. Sin embargo creía estar en lo justo. En el
momento de obrar lo hacía con entusiasmo y sin vacilaciones.
Cuando conoció a Fabio Iglesias, que había regresado ai
país después de un largo exilio, se ampliaron sus posibilidades
de satisfacer inquietudes latentes. Fabio era un intelectual
muy distinto de los que había conocido hasta entonces. Ten-
dría unos cuarenta años. En su juventud había sido un atleta
destacado en los juegos universitarios. Sus movimientos pausa-
dos dejaban traslucir una elástica energía. Era muy delgado.
Tenía las mejillas hundidas, el cabello castaño oscuro algo
canoso, la frente despejada, los ojos pardos de mirada afec-
tuosa y grandes bigotes grises. Fumaba incesantemente la
pipa o retorcidos cigarritos de hoja, de los más baratos y
apestosos. Escuchaba con interés cuanto se le decía. Era muy
modesto en apariencia. Rara vez hablaba de sí mismo. Había
combatido valientemente en la guerra civil. Protagonizó cuatro
fugas memorables de la prisión. En la última de ellas, escapó
de un campo de concentración del Chaco, cruzando a pie cua-
trocientos kilómetros de selvas y desiertos sin agua. Usaba
dientes postizos. La mayor parte de los propios los había per-
dido en las torturas. Todo esto lo sabía Fermín por Emilia
Sandoval, muy amiga de Fabio, a pesar de que rara vez esta-
ban de acuerdo. Emilia era una mujer muy inteligente pero
sumamente nerviosa. Fabio era tan imperturbable como terco.
En las reuniones, cuando estaba convencido de algo, insistía
una y otra vez, argumentando pacientemente desde todos los
puntos de vista hasta hacer aprobar lo que se proponía, en
ocasiones por cansancio. Esto ponía furiosa a Emilia, que con
frecuencia debía ser llamada al orden porque levantaba la voz
o no esperaba su turno para hacer uso de la palabra.
No hacía mucho que se había producido uno de estos
episodios en una reunión conjunta de delegados de distintos
gremios con representantes del movimiento estudiantil. Circu-
laban rumores de que en cualquier momento se produciría un
golpe de estado. Se disponía además de información precisa

70
al respecto. Existían contactos indirectos con los conspirado-
res, con vistas a coordinar las acciones en el momento deci-
sivo. Fabio era partidario de realizar una huelga general, acom-
pañada de una amplia movilización de masas, para exigir la
vigencia de las instituciones democráticas. En cambio Emilia
Sandoval y algunos curtidos sindicalistas se oponían a ello
argumentando que ios graves contrastes sufridos anteriormen-
te habían dejado muy raleadas las fuerzas, que no habían
tenido tiempo de reorganizarse debidamente. Muchos compa-
ñeros, entre ellos algunos de los más experimentados, conti-
nuaban en prisión. Los principales dirigentes de los partidos
opositores o estaban en el exilio o se habían replegado a
cuarteles de invierno. Los pocos que se mantenían activos,
apostando a la conspiración, eran personalidades de segunda
fila, sin mayor influencia en la dirección de sus partidos y
sin contactos efectivos con la masa de sus correligionarios.
Las montoneras rebeldes habían sido aniquiladas, con la única
excepción de la columna del capitán Feliciano Palacios, cuyo
paradero se ignoraba y que difícilmente podría acudir a t i e m -
po, aun en el caso de que le restaran fuerzas para influir en
los acontecimientos. Sacar al pueblo a la calle en estas con-
diciones era exponerlo a un nuevo descalabro, del cual tarda-
ría años en recuperarse. Lo mejor era entonces obrar con
cautela y seguir acumulando fuerzas. No faltarían en el futu-
ro golpes de estado y crisis de gobierno.
Fabio Iglesias argumentó una vez más a favor de su
tesis. Hizo una extensa exposición de las contradicciones ob-
jetivas, insuperables, que aquejaban al régimen imperante.
Caracterizó a cada uno de los sectores en pugna. Especuló
acerca de alianzas posibles. Afirmó que lo decisivo era el
creciente descontento popular, que, adecuadamente orientado,
produciría necesariamente un vuelco de la situación. Hablaba
con voz tranquila y pareja. Tenía una enorme fuerza de con-
vicción. Emilia Sandoval se agitaba en su asiento, dibujaba
garabatos en su hoja de apuntes. Cuando Fabio hubo termina-
do, se hizo un largo silencio. El primero en romperlo fue el
delegado de los frigoríficos de Zeballos-cué.
- Dime,, camarada -preguntó en guaraní-, ¿sabes jugar
al truco?
Fabio hizo un gesto de extrañeza.
- No, ¿por qué? *
- Preguntaba npmás...
Estalló una carcajada general. Fabio entendió la broma
y rió también. En opinión de algunos compañeros, le faltaba
71
arandú-caaty, sabiduría del monte, la astucia y la malicia de
la gente del pueblo. Se llegó a un acuerdo de compromiso.
Se continuaría trabajando con vista a la huelga general y a
las manifestaciones callejeras, pero la decisión final se toma-
ría sobre la marcha. Como era difícil y arriesgado reunir a
tanta gente, se eligió un Comité Ejecutivo, con amplias fa-
cultades. Fabio fue elegido por estrecha mayoría secretario
general. Para sorpresa suya, Fermín Agüero fue designado por
unanimidad encargado de los enlaces. Esto hacía depender de
su lealtad y firmeza la suerte del movimiento, y ponía en sus
manos la libertad y acaso la vida de muchos de sus dirigen-
tes. Desde entonces trabajó en estrecho contacto con Fabio
Iglesias. Cuando había tiempo, charlaban largamente. En asun-
tos teóricos Fermín estaba lejos de ser un discípulo sumiso.
Se había ejercitado en la crítica en el colegio de los jesuitas,
maestros de la controversia, de la argucia sutil. Aunque la
hubiera aceptado en principio, planteaba sistemáticas objecio-
nes a una tesis. Fabio no perdía la paciencia ni hacía valer
la incuestionable superioridad de sus conocimientos. Una no-
che, después de haber discutido horas, Fermín confesó a su
nuevo amigo:
- Son tantas las cosas que me parecen confusas que a
veces se me ocurre que ando a ciegas, pataleando como un
títere movido por no sé quién. Entonces me dan ganas de
mandar todo al diablo y encerrarme a pensar y pensar y no
mover un dedo hasta haber encontrado la respuesta.
- Te entiendo. Lo mismo me pasaba cuando tenía tu
edad, y todavía me pasa muy a menudo. Pero ocurre que es
imposible encontrar una respuesta única y definitiva para t o -
dos los interrogantes. Simplemente, no existe. Nunca se aca-
ba de pensar y de dudar, salvo que uno se convierta en un
dogmático; o, lo que es peor, en un fanático. Pero una cosa
es el fanatismo y otra la firmeza de convicciones. Si no que-
remos renunciar a la acción es preciso impedir que las dudas
nos paralicen. El error es un riesgo que se debe asumir cons-
cientemente. Estamos metidos en una gran batalla. Si se eli-
ge uno de los bandos es preciso hacerlo con decisión. Las
batallas están hechas de errores y de crímenes, tanto como
de aciertos y actos heroicos. No puedes pretender que los de
tu bando sean en todos los casos sabios y santos, ni que el
adversario sea invariablemente estúpido y criminal. Sin des-
cartar la posibilidad teórica de haberme equivocado, mi deci-
sión está tomada. Estoy del lado del pueblo, mis intereses
72
son los del pueblo; soy un tribuno del pueblo y un soldado
del pueblo.
- Así parece muy sencillo; demasiado, en mi opinión.
- No lo es, por la razón de que el pueblo no es un con-
cepto que se pueda definir de una vez para siempre, sino
una entidad cambiante, contradictoria. Asi son también sus
enemigos. En cada instante se plantea de nuevo el problema,
las más de las veces sin que nos demos cuenta. Sin embargo,
la toma de posición sirve de brújula para orientarse en situa-
ciones confusas en las cuales es preciso obrar rápidamente y
sin vacilaciones, a sabiendas de que se ha de meter la pata
de vez en cuando. No hay remedio para eso. Tendrás que
seguir estudiando, pensando y dudando durante toda la vida.
Continuamente será preciso verificar el derrotero, mover el
timón y corregir el rumbo. Tu barco navega de noche en alta
mar, en medio de una tormenta, y el puerto al que te diri-
ges no figura en el mapa. Si no te gusta la idea puedes que-
darte en tierra y entretenerte en la lectura de buenos libros
de viajes.
Era como las dos de la mañana. Estaban sentados en una
de las terrazas de la Casa de la Calle España, bajo la luna
llena. Fermín se sentía dispuesto a continuar la discusión el
resto de la noche.
- De acuerdo, siempre que me digas por qué estás del
lado del pueblo, si ni siquiera sabes lo que es.
Fabio lo miró con los ojos llenos de fatiga.
- Porque me da la gana -dijo, bostezando-, A otro pe-
ro, compañero... Vamos a dormir, es muy tarde para sofiste-
rías.
Fermín desempeñaba eficazmente sus tareas. Gomo nun-
ca había estado detenido, se desplazaba libremente por la
ciudad sin despertar sospechas. Al menos, era lo que espera-
ba. Las informaciones confidenciales se filtraban con frecuen-
cia alarmante. El día anterior, cuando fue a ver al doctor
Benítez para concertar una entrevista entre éste y Fabio Igle-
sias, se encontró con que don Faustino estaba enterado del
próximo arribo de Teófilo Villalba. Agregó que Teófilo era
portador de un mensaje del capitán Feliciano Palacios. Esto
lo ignoraba el propio Fermín.
El doctor _Benítez, era un hombre muy agradable e ins-
truido. Síenrpre que~~podía, Fermín se quedaba a charlar un
rato con él. La historia en sus labios cobraba vida. Describía
las fabulosas expediciones de los conquistadores españoles, las
batallas de la Guerra Grande, los entretelones de ía política,

73
así fuera de la época colonial, como si hubiera estado pre-
sente y conociera a cada uno de los protagonistas. Lo que
para Fabio era el pueblo, para don Faustino era la patria.
Amaba al Paraguay hasta las lágrimas, lo cual no le impedía
echar pestes contra él.
- Este es un país horrible -decía-, lo único que lo sal-
van son los sueños. Fíjate, la Provincia Gigante de las Indias
nunca existió, salvo como un efímero trazado en el mapa de
un continente desconocido. El criollo Hernandarias, cansado
de cabalgar sin término hacia los cuatro puntos cardinales, le
amputó las cuatro quintas partes con una pluma de avestruz.
Las incursiones de los bandeirantes y el estúpido tratado de
San Indeifonso hicieron el resto en la época colonial. El Ma-
riscal López jugó a cara o cruz lo que quedaba. Perdió, y hoy
lo ensalzamos como al más grande de los héroes. Pero quedó
la idea, el sueño de un territorio vasto e imposible que nos
impide aceptar nuestra insignificancia de paisito perdido en
el monte, y afirmar poco menos de que aquí trasudan las
espaldas de Atlante, hijo de Zeus, condenado a sostener el
mundo.
Soltó una carcajada y se paseó frotándose las manos de
un extremo a otro de su oficina.
-¿Por qué no? ¡Todo es posible! ¿No te gusta la idea?
-íClaro que sí!
-iAh muchacho, nunca renuncies a los sueños, privilegio
de la juventud! He trajinado inúltimente durante toda mi vi-
da a sabiendas de que era muy poco lo que podría hacer por
este país tarado de nacimiento, pero eso es lo que ha dado
algún sentido a mi existencia y es lo que da sentido a la
existencia del Paraguay: la tenaz afirmación de lo imposible.
Mucho me temo que las cosas estén cambiando y nos veamos
privados hasta de nuestros delirios. Sin embargo, cuando veo
jóvenes como tú, íntegros y valerosos, persistir en la batalla,
pienso que no todo está perdido y que siempre habrá en este
olvidado paraje del mundo una mano paraguaya para sostener
la antorcha de la dignidad del hombre.
Don Faustino le hacía preguntas acerca de la vida que
llevaba, de sus estudios y sus actividades. Carpincho en cam-
bio sólo quería saber cómo le iba a Fermín con las mujeres.
Tuvo vergüenza de confesar que se había olvidado de ellas. En
cuanto a sus experiencias anteriores, eran tan miserables que
se sintió incapaz de embellecerías. Las sustituyó con fanta-
sías. No le importaba mentir porque nadie está obligado a
referir verdades entre tereré y tereré. Una muchacha bella y
74
triste le rindió su doncellez bajo una glorieta de jazmines una
noche de luna llena. La seguía amando apasionadamente, pero
las exigencias de la lucha le impedían entregarse por entero
al amor. Carpincho lo escuchaba conmovido.
-¡No hay como gozarlas bien queridas! -exclamó, con
los ojos en blanco-. Pero que no se te ocurra casarte con
ella. La esposa es bicho desabrido. Sirve para todo, menos
para la cama.
Fermín no estuvo de acuerdo. Cuando triunfara la causa
popular, la haría suya para siempre.
- Entonces, mi hermano -le dijo Carpincho, socarrón,
chupando la sarrosa bombilla de lata-, te vas a casar por una
vieja peluda.
-iCómo! -se escandalizó Fermín-, ¿no esperas la victo-
ria?
- Puede ser que haya algún día. Con el tiempo será.
- Entonces, ¿por qué luchas, por qué arriesgas la vida?
- Algo hay que hacer para no vivir de balde -declaró
Carpincho-. No soy un animal, soy un cristiano.

75
¡VIVA MARIANA A RGUELLO!

Saturio Rojas sólo sabia decir maldades. Era comprensi-


ble, condenado como estaba a tan extrema desventura. Dis-
frutó de las ventajas del nacimiento y el dinero. Educado
para usarlas, tuvo el talento y la indiferencia señorial para
gozar de ellas como de un privilegio de los dioses» Dioses
también sujetos a las leyes ocultas del Destino. Ahora estaba
leproso.
- Buscas un adalid que sea a la vez tu caballero. Un
campeón que reivindique tus derechos de reina destronada,
lave tu honra y ejerza tu venganza. Si no lo has hallado hasta
ahora, no lo hallarás en el futuro. Simplemente no existe.
Mariana Arguello escuchaba a su padre con una media
sonrisa condescendiente. Sin embargo la herían sus palabras
más cruelmente de lo que ella misma hubiera admitido. Esta-
ban sentados en la sombra de árboles gigantes, de rugosa
corteza, que, formando un círculo en torno a la casa, t o t a l -
mente cubierta de telarañas, se aferraban a la tierra con
raíces crispadas. La crujiente armazón de ramajes retorcidos
sostenía la caótica arquitectura de un templo salvaje. Según
Saturio, en catedrales como esta se reunían amandayé* de
alucinados teólogos guaraníes. En determinadas épocas del
año, cuando la luna naciente formaba un tenso arco de plata,
los oía componer cosmogonías e interpretar los delirios del
Abuelo Ultimo Primero. Más allá del círculo, mágico, el sol
reverberaba en un maizal raquítico, un extenso baldío y las
ruinas de un galpón que asomaba de un naranjal. Era lo que
quedaba de una granja con pretenciones de quinta. Los subur-

Asantblea o consejo de notables entre los antiguos guaraníes.

76
bios de Asunción la habían alcanzado hacía tiempo. Estaba
parcialmente invadida por ranchos de ocupantes a los que no
había ni voluntad ni modo de expulsarlos de sus usurpaciones.
- Eres una pobre mujer. Si lo admitieras, todo te sería
más fácil. No lo harás. Estás poseída de orgullo, el pecado
de Satán. Te conviene entonces obrar conforme a tu carácter.
La voz era entrecortada, 8 fatigosa. Las relaciones, ten-
sas. Los sentimientos, encontrados. Mariana compadecía a su
padre al tiempo que creía ver en su estado actual los efectos
misteriosos de una justicia siniestra e implacable. Hubiese
,queridò intentar uña mutua explicación, un recíproco perdón.
Pero las palabras no tardaban en cargarse de rencor latente.
No podían evitar hacerse daño.. Amparado en su enfermedad,
Saturio la ofendía sin reparos, aludiendo sabiamente a todo
aquello que era para ella vergonzoso y humillante. Mariana
fingía indiferencia. La irritación de Saturio iba en aumento.
Se volvía más hiriente. Sin perder él mismo los estribos, se
empeñaba vanamente en sacarla de sus casillas. Lo más que
conseguía era ahuyentarla. Set ponía de pie, se echaba los
cabellos para atrás con un ademán algo violento, sonreía sin
mirarlo, se despedía y se marchaba con su paso elástico, rá-
pido, decidido. Podía verla hasta que trasponía el portón y
era tragada por los yuyales del baldío. Saturio quedaba lleno
de pesar y de' remordimientos. Mariana se iba con los nervios
destrozados, .furiosa, con él y consigo misma. Pero volvía re-
gularmente, (ios veces por semana, en los días y las horas
preestablecidos. Era disciplinada y exacta. Nada la detenía.
En verdad, no podía prescindir de estas visitas. Entre ella y
su padre no había sido dicha, la última palabra. Sajurio, que
la esperaba con patética ansiedad, al verla llegar sentía un
alivio y una alegría infantiles. Al principio la conversación
era animada, cordial, alegre en ocasiones. Pero ambos eran
extremadamente susceptibles* Una palabra bastaba para po-
nerlos en guardia. Lá tensión; iba creciendo, inexorable. El
desenlace era el mismo. Como eran personas sensatas e inte-
ligentes, comprendían que en otras circunstancias estas riñas
podrían tener su lado cómico; pero había en el fondo una
tragedia irreparable.
- Hija mía, el odio y la impotencia te consumen. Has
como yo, ármate de desprecio.
Mariana creyó percibir un acento de humanidad, acaso
de ternura. Se puso en guardia. Saturio era un seductor astu-
to y perverso. No lograría atraparla una vez más. "Hija mía"-
77
en sus labios era una blasfemia. Por fortuna la pronunciaba
rara vez.
Mariana usaba lentes ahumados muy oscuros. Mediante
ellos evitaba mirar a su padre sin que este lo advirtiera. Le
daba espanto verlo. No podía hacerse a la idea de que aquel
rostro estragado por el mal fuera el de Saturio Rojas. Tam-
poco quería mirar la casa, que envuelta en telarañas tenia un
aspecto siniestro. En ella había nacido y pasado su primera
infancia en compañía de su madre, que hacía de mucama, e
caraí Tovf y ña Tomé, que eran entonces encargados de la
quinta.
Patricia Caballero entró en sospechas de que Mañanita,
que tendría entonces cinco años, era hija de su esposo Satu-
rio cuando advirtió el extraordinario parecido de la criatura
con Magdalena Garmendia, abuela de Saturio y madre de d o -
ña Patricia. Los esposos se enteraron de que su matrimonio
era incestuoso al abrirse el testamento de Monsieur Peralt de
Caravaliere de Cuberville, quien, según decires, era el diablo
en persona. Estuvo locamente enamorado de la Magdalena y
fue desairado por ésta. No obstante, dejó lo que restaba de
su inmensa fortuna a los descendientes de su amada, que
resultaron ser, por linea directa, Saturio Rojas y Patricia
Caballero. El enredo se produjo en el caos que siguió a la
Guerra Grande. La señora estaba persuadida de que sobre su
matrimonio pesaba una maldición. El descubrimiento de que
su marido tenía una hija adulterina le dio la oportunidad de
hacer penitencia y dar pruebas de resignación y caridad cris-
tianas.
Doña Patricia Caballero obligó a la madre de Mariana
que le cediera legalmente la niña en custodia. Luego la echó
a la calle con la amenaza de enviarla al Buen Pastor* si in-
tentaba volver a ver a su hija. Saturio estaba en el extranje-
ro, en misión diplomática relacionada con el cese de hostili-
dades en la guerra con Bolivia.
Para cumplir una promesa hecha al Sagrado Corazón de
Jesús, doña Patricia internó a Mariana en el colegio de La
Providencia. Las monjas vicentinas la trataban muy bien y eran
cariñosas con ella, que desde entonces tomó conciencia de su
orfandad. Detestó a la bruja que la había secuestrado; pero,
con la cautela propia de los niños desdichados, supo ocultar
sus sentimientos.

Cárcel de mujeres.
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A poco de estar allí estalló una revolución. Se peleó en
los alrededores del colegio, lindante con la Cárcel Pública,
próximo a la Central de Policía y la Casa de Gobierno. Triun-
faron las huestes del Anticristo. Pasaban las multitudes voci-
ferando por las calles. Saturio no pudo regresar. Una vez le
había regalado una muñeca. Mariana estaba segura de que
vendría a rescatarla.
Caraí Toví y ña Tomé solían visitarla cargados de frutas
y golosinas del campo, que las monjas santamente confisca-
ban. Por ellos supo que su madre había regresado a su valle.
Pasaron años antes de que la volviera a ver, por mediación de
los viejos y la complicidad de algunas monjas. No la recono-
ció. Estaba ajada, envejecida, descalza. Llevaba un canasto
sobre la cabeza y fumaba un apestoso cigarro. Se. avergonzó
por ella. Sus compañeras, las que tenían padres, cumpleaños,
iban al cine, salían de vacaciones, la lastimaban sin querer y
a veces a propósito. Se defendía estudiando con ahínco. Leía
cuanto caía en sus manos. Era una alumna sobresaliente, la
primera de su clase. La congregación de San Vicente de Paul
tenía puestas en ella grandes esperanzas.

Doña Patricia, que se había convertido en su madrina de


confirmación, cumplía la penitencia de sacarla a pasear casi
todos los domingos. La llevaba de visita a casa de sus ami-
gas, viejas devotas como ella, pero nunca a la propia. La
mantenía siempre a su lado, bajo estricta vigilancia, sobre
todo donde había personas jóvenes. No obstante, por el encie-
rro en que vivía, estos paseos eran un alivio para la mucha-
cha. Las vacaciones las pasaba en el colegio, oyendo los gri-
tos de los presos de la cárcel vecina y el lento repicar de
las horas en las campanas de la Catedral. La destinaban al
claustro. Para ello su madrina la había dotado espléndidamen-
te con un millonario donativo a la congregación. Pero Maria-
na usaba zapatos remendados y nunca tuvo otros vestidos que
el guardapolvos y el uniforme del colegio. Debía convertirse
en una santa para lavar el pecado de lujuria que llevaba en
la sangre. El colegio era un hervidero de chismes. Estaba en-
terada de que Saturio Rojas había regresado al país y que
vivía con su mujer en la Casa de la Calle España. A Mariana
se le había borrado de la memoria la imagen de su padre.
No obstante lo esperaba con creciente rencor, aferrada a su
única esperanza.
Por fin el diablo cargó con la madrina. Mariana no asis-
tió al velatorio ni al entierro, que congregó a lo más granado

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de la alta sociedad. Hubiera sido de mal tono. Eri cambio
tuvo el placer de encomendarla a Satanás en la novena que
le rezaron las monjas. Estas, aunque se habían aprovechado
de la desaforada beatería y miedo al infierno de doña Patri-
cia, no querían a la difunta. Sonaban falsas las preces por la
salvación de su alma. Cada una de estas pobres mujeres era
un dechado de frustraciones, y Mariana era para ellas una
hija que acaso podría brindarles un desquite indirecto. Hubo
en torno a la pupila grandes expectativas.
Con el correr del tiempo Mariana Arguello juzgó con
menos severidad a doña Patricia Caballero. Fue una de esas
personas esencialmente generosas pero carentes de sabiduría,
que deseando hacer al bien obran el mal. Cuando aciertan lo
hacen tan torpemente, con tanta falta de tacto y compren-
sión humana, que sólo recogen ingratitudes. Si hay un Señor
de la Paciencia sin duda abrió sus puertas a aquella mujer
tan fastidiosa, que tanto miedo le tenía. ¿Qué haría en cam-
bio con Saturio Rojas?
Mariana estaba en clase cuando una monjita irrumpió
alborotada. Sin consideración al veterano profesor de latín, a
quien años de inútiles esfuerzos habían agnado el carácter, le
dijo que la Madre Superiora la hacía llamar de urgencia. Ma-
riana adivinó de qué se trataba.
-¡Toma si que tus útiles y anda corriendo a arreglarte
un poco!
Sin esperar respuesta la monjita empezó a juntar libros
y cuadernos que estaban en el pupitre. En el apuro dejó caer
algunos.
-iCojos y mancos, qué demonios pasa aquí! - chilló el
profesor esgrimiendo una regla y descargándola sobre la mesa
del estrado. Era un hombre pequeño, insignificante. Su rostro
parecía una pelota de cuero desinflada. La monjita había e s -
capado a la carrera. Las chicas rompieron a reír. Mariana
estaba de pie junto a su banco.
- Señor profesor -dijo-, la Madre Superiora me ha he-
cho llamar. Le ruego me permita salir de clase.
El hombre la miró un rato antes de responder:
- Vaya usted, hija mía; vaya usted con Dios.
Era su mejor alumna.
En la puerta, a cubierto de las miradas del profesor, la
monjita sacudía una mano dando prisa, dilataba los ojos y
mostraba sus dientes de conejo. Pero ya nadie rió. Cuando
Mariana estuvo en el patio, la monjita le estiró de la manga,
le dio empujoncitos.

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-¡Apúrate, te digo, no seas tonta!
"Que espere como yo le esperé -pensó Mariana-, no iré
corriendo a arrojarme a sus brazos".
En uno de los duros sillones del despacho de la Madre
Superiora estaba sentado un desconocido. Se puso de pie e
hizo una reverencia. Mariana quedó desconcertada. Esperaba
encontrar a un hombre trigueño, algo robusto, rozagante, con
grandes mostachos puntiagudos, como imaginaba debía ser un
caballero de alcurnia. Había olvidado la figura del patrón
que, cuando iba a pasar un fin de semana en la quinta, le
llevaba caramelos, la sentaba en sus rodillas y le contaba en
guaraní cuentos de lobos y madrastras. La madre, larga y
flexible como un junco, iba y venía de la cocina con el ma-
te. Este en cambio era alto y delgado. El cabello castaño
pajizo era cano en las sienes y sobre la frente amplia, des-
pejada, surcada de arrugas. El rostro fino, totalmente afeita-
do, era de un blanco lechoso, en parte sanguíneo, amoratado.
La nariz recta; los labios carnosos, algo paspados, de una pa-
lidez extraña. Se le antojó que era un duende, o un ser veni-
do de otros mundos. Algo muerto había en él, salvo en los
grandes y bellos ojos azules, idénticos a los de Mariana, que la
miraban amistosos bajo las cejas blancas.
Hubo un silencio que pareció interminable. La Madre
Superiora se esforzaba por mantener la compostura. Era una
mujer baja, rechoncha, muy morena. Las chicas la apodaban
"El General".
- Vamos, hija, abraza a tu padre -dijo por fin, frotán-
dose las manos y lanzando a ambos miradas nerviosas.
Mariana levantó un brazo y dio un paso atrás, en instin-
tivo gesto de rechazo.
- Perdonala, Saturio. Imagínate pobrecita, no será fácil
para ella.
La Madre Superiora era paraguaya, de muy buena fami-
lia. Conocía a Saturio desde la infancia.
- Comprendo, comprendo - repitió Saturio, sonriendo, y
le tendió una mano a su hija. Mariana, ya decidida, la e s t r e -
chó. Era larga y fría, ligeramente áspera. Apretaba con fir-
meza.
-iQué hermosa eres! -exclamó Saturio, contemplándola-,
Morena resa para, morena de ojos de mar...
La voz era grave, acariciante, algo diabólica. Mariana se
ruborizó. "El General" se persignó tres veces.
Les esperaba un taxi. Saturio se adelantó a abrir la
portezuela y se hizo a un lado cortesmente para que Mariana

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subiera al automóvil. Era muy elegante. Vestía un traje de
verano marrón claro, de corte perfecto. El sombrero era blan-
co, de jipijapa. Los zapatos de charol, de horma fina y alar-
gada. La camisa de seda tenía gemelos de piedra en los pu-
ños. En la corbata negra (estaba de luto por doña Patricia),
brillaba un alfiler de oro con un diamante incrustado. Usaba
un perfume fuerte, algo excesivo. En cambio el cigarro que
encendió con alivio apenas se hubo instalado en el coche,
despedía un aroma delicioso. Mariana vestía el guardapolvos
de clase. El no había querido que trajera nada del colegio. Era
un jueves. La Madre Superiora le había dado permiso hasta el
lunes por la mañana, a pesar de que Saturio había pedido
quince días de asueto para su hija.
- Te propongo dar una vuelta por la ciudad antes de ir
a casa. Así charlamos un poco - dijo Saturio, y dio instruc-
ciones al chofer para que los llevara hasta Puerto Sajonia y
de regreso pasara por el centro. Era una hermosa y fresca
mañana de setiembre, con los lapachos florecidos. Saturio
habló de todo, menos de ellos mismos. Mariana sentía crecer
en ella un exaltado y gozoso sentimiento de plenitud y liber-
tad. Pero, acostumbrada a dominarse, cuando tenía deseos de
reír apenas sonreía y sólo hablaba cuando su padre le hacía
una pregunta.
- La Madre Superiora me contó que se te ha sorprendi-
do leyendo libros prohibidos. ¡Nada menos que Voltaire! ¿Có-
mo lo conseguiste?
Mariana sonrió siri responder.
^ÍAh es un secreto! i Volt ai re en un colegio de monjas!
El*viejo diablo sigue metiendo la cola en todas partes. No te
preocupes, la Madre Superiora me lo contó porque sabía muy
bien que me complacería. Es una zorra. Y todo un carácter.
¿Cómo es que la llaman?
- El General...
- De joven la apodaban de otro modo, era muy pispire-
ta. Te lo contaré si me prometes guardar el secreto.
Ella se limitó a sonreír.
-ÍLa hermana San Sulpicio! -dijo Saturio} bajando la voz.
Luego se echó a reír y preguntó- ¿Conoces la novela de Ar-
mando Palacio Valdez? 9
- Sí, señor, ese no está prohibido.
- Has de saber que no hay libros prohibidos, que rio se
pueden leer. Hay sí libros estúpidos. El peor de los pecados
es la estupidez. Un tonto es más dañino que diez canallas
juntos. ¿Estás de acuerdo?
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- Sí, señor.
-¡Ya lo creo que lo estás! En cuanto a Voltaire, en
casa tienes sus obras completas, sólo que están en francés.
Si no puedes leerlo en su idioma, mi librero te conseguirá
excelentes traducciones. ¿Cómo va tu francés?
- Creo que bien, señor. Práctico con las hermanas. Hay
varias monjas francesas en el colegio.
-¡Cuánto me alegro! Pero cuando acabe la guerra habrá
que aprender inglés; o acaso el ruso, si derrotados los hunos
vienen los escitas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
- Creo que sí, señor.
Pasaban frente al Teatro Municipal. Se anunciaba en
cartelera "Por quien Doblan las Campanas", con Gary Cooper
e íngrid Bergman.
- Hace tiempo que no voy al cine. Tal vez me decida a
ver esta película. Se basa en una excelente novela del escri-
tor norteamericano Ernesto Hemingway, ¿lo conoces?
- No, señor.
- Supongo que las monjas se escandalizarían si los leye-
ras. Lo tengo en casa. Te lo recomiendo.
- Lo leeré.
- Eres decidida. A propósito, ¿te gusta el cine?
- No lo sé, señor, nunca fui al cine.
-¡Cómo! ¿Nunca has visto una película?
- Sí, en el colegio, "La pasión de Cristo" y cosas por
el estilo.
-¡Qué barbaridad! Esta misma noche iremos al cine, y
luego cenaremos en el mejor restaurante.
Mariana no dijo nada.
-¿No te gusta la idea?
Ella sonrió sin mirarlo. Saturio la observó un momento
y comprendió.
-¡Claro, no tienes que ponerte! No t e preocupes, esta
misma tarde buscaremos a la persona adecuada para que te
acompañe a salir de compras. Desde luego no será una de
esas tías mojigatas que confunden el mal gusto con la virtud.
Mariana ya no pudo contener su alegría. Lo miró son-
riendo, con los ojos brillantes, húmedos de dicha.
-¡Gracias, señor!
Saturio se contagió de su entusiasmo.
- Te compraré hermosos vestidos. ¡Todo lo que necesi-
tes, todo lo que quieras, todo lo que se te antoje!
Soltó luego una estruendosa carcajada que asustó un
poco a Mariana.
83
El automóvil se detuvo frente a la Casa de la Calle
España, de la que Mariana había oído hablar mucho pero que
no había visto nunca. La larga verja de hierro forjado, de
negras lanzas de moharra puntiaguda, .tenía en el centro un
enorme portón, también de hierro, en un marco ojival ador-
nado de filigranas, y volutas, con un escudo en el medio, Sa-
turio se adelantó á entreabrirlo y se hizo, a un lado para dar
paso a Mariana. Tuvp que tomarla del brazo y empujarla sua-
vemente. La muchacha vacilaba ante estas pequeñas cortesías
que nadie hasta entonces había tenido para con ella. Mientras
su padre cerraba el portón, quedó en suspenso, como si aca-
bara de introducirse en un paraje misterioso, que; sin embar-
go, no le era desconocido.
El jardín parecía agreste, lleno de vericuetos y de som-
bras. Entre setos de flores, una estrada de ripio se ensancha-
ba en una plazoleta circular en cuyo centro había una fuente
de mármol con forma de copa, sostenida por cariátides. A la
izquierda, asomando entre arbustos, se veía una réplica de la
Venus de Milo. A la derecha, una glorieta de jazmines y un
Cupido apuntando desde I3, maleza, cerca de un muro penum-
broso, cubierto de hiedra. La casa, con el corredor de enfren-
te sostenido por' gruesos pilares, se alzaba sobre una plata-
forma oval con balaustrada? que se' abrían en una escalinata
sobre el pedregullo anaranjado de la plazoleta. En cada una
de las pilastras del barandal, esculpidas con bajorrelieves,
había un ángel desnudo apoyado en la punta de un pie, en
trance de levantar vuelo hacia la copa de dos altísimos dati-
leros que se alzaban como mástiles frente a la casa. Dos
colosales lapachos florecidos, uno rosado y otro blanco, daban
sombra al tejado ennegrecido de moho.
Mariana estaba completamente abstraída cuando Saturio,
que la había estado observando sin interrumpirla, le puso una
mano en el hombro.
- No es más que una vieja casona paraguaya, fresca y
amplia, sobria y digna, a pesar de las leyendas que se tejen
a su alrededor. Cuentan que fue construida por fantasmales
alarifes, sobrevivientes de la Guerra Grande, traqueteando en
sus muletas, en la Picada de Mañora, en la Picada para Mo-
rir, como se llamaba ejitonces la calle España. Una zona de
quintas, bosques y encrucijadas. La primera propietaria fue
Magdalena Garmendia. Sé dice que organizaba orgías y aque-
larres a los que el diablo nunca se excusaba de asistir. Te
hubiera mostrado el retrato de la Magdalena, pintado por
Guido Boggiani, quien poco después de terminarlo fue muerto
84
por los indios en el Chaco. No puedo hacerlo porque Patricia,
aprovechando mi ausencia, cometió el horrendo crimen de
condenar el retrato a la hoguera en un auto de fe en el que
participaron exorcistas y otros tilingos del mismo jaez... Guár-
date de ofender la memoria de la Magdalena. No solamente
es peligroso, sino que fue tu bisabuela y te pareces extraor-
dinariamente a ella... ¿No te gusta la historia?
-iMe encanta!
- Me lo figuraba. Pues bien, agregué a la casa algunas
comodidades indispensables y le traje de regalo algunas cosas
que adquirí en mis viajes al extranjero, como por ejemplo,
esta fuente de mármol de Carrara y esos datileros de Arabia.
Nunca me olvidaba de ella. Para mí es como si fuera una
persona. ¿No te ha dado la misma impresión? - le preguntó
deteniéndose al píe de la escalinata.
- Sf, al pasar el portón... fue una cosa muy rara...
- Eres sensible e inteligente. Te haré una confesión.
Fui a buscarte para llevarle la contra a Patricia, que Dios la
tenga en su gloria porque yo me iré al infierno. Dejó todo
arreglado para que te hicieras monja o te quedaras en la
calle. Ahora estoy muy contento de que estés conmigo. Te
ha bastado una hora para ganar mi corazón.
Mariana sintió que amaba a su padre como no volvería
a amar a otra persona.
- Vamos, entremos de una vez -dijo Saturio, tomándola
del brazo- Esta es tu casa, hija mía.

La plataforma sobre la que se asentaba la casa tenía


una terraza semicircular en cada uno de los extremos. El
corredor, bajo el alero, era lo suficientemente ancho como
para tender de los hamaqueros de hierro, desde los pilares a
la pared, esas vastas y reposadas hamacas paraguayas de al-
godón, con volados y colgaduras. Los enormes ventanales de
las habitaciones estaban protegidos por rejas. Se entraba a un
amplio salón central por una pesada puerta de madera labra-
da. El mobiliario, aunque sencillo, había sido trabajado por
maestros ebanistas y algunas de sus piezas tenían una anti-
güedad de siglos. Junto a uno de los dos ventanales que da-
ban al corredor de enfrente había un piano de cola con su
taburete y un libro de partituras abierto sobre el atril. Las
cortinas eran pesados gobelinos. Sobre el piso se exteuJfa una
alfombra persa. De las paredes colgaban cuadros, retratos de
familia y el fusil Grass que había usado Saturio en la revolu-

85
ción liberal de 1904. Pendía del cieloraso de más de cinco
metros de altura, una araña de espejuelos que, como todo lo
que había en la casa, era una obra de arte. Otro ventanal y
otra puerta daban al corredor del fondo, tan ancho como el
del frente, protegido por cortinas de estera.
El salón se comunicaba a la derecha con el comedor, en
el que había una mesa en la que cabrían holgadamente una
treintena de comensales, y a la izquierda con la biblioteca y
el despacho del dueño de casa. Era una habitación casi tan
grande como la sala. Las paredes estaban literalmente cubier-
tas de estantes y vitrinas. La biblioteca de Saturio Rojas era
una-de las más afamadas del país, no tanto por la cantidad
de volúmenes que comprendía sino por la cuidadosa selección
de los títulos. En este sentido era comparable con la de En-
rique Solano López, el hijo del Mariscal y de Madame Lynch
que había regresado de Europa para ponerse al servicio de la
cultura de su patria y reivindicar el nombre entonces maldi-
to de su padre. Estaban emparentados y habían sido muy ami-
gos, lo que no impidió que ocasionalmente se enfrentaran en
cruentas revoluciones campales.
Saturio Rojas era historiador. Estaba escribiendo una
biografía del Mariscal Francisco Solano López, en la que tra-
taría de dilucidar de una vez por todas si el Mariscal había
sido un insensato o un héroe trágico que se había inmolado
junto con su pueblo por una causa bella e imposible.
El manuscrito estaba sobre el escritorio, en una carpe-
ta de cuero repujado ennegrecida por el manoseo. Saturio
Rojas había agotado el Archivo Nacional; investigado en Pa-
raná, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Londres y
París. Viajó expresamente a los Estados Unidos para trabajar
en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Recogió invalo-
rables testimonios de sobrevivientes de la contienda y tradi-
ciones populares. Hacía treinta años que persistía en su in-
tento sin conseguir abrirse paso en la maraña de las contra-
dicciones.
- Lo único que me falta es invocar al espíritu del Ma-
riscal y tomarle declaración. Pero, aunque acudiera, ¿podría
explicarse él mismo?
Sobre el escritorio, junto al tintero de plata y un bus-
to de Cervantes que hacía de pisapapeles, había un revólver
en su funda. Mariana quiso saber si estaba cargado.
- Desde luego. Lo limpio regularmente y cada tanto le
cambio las balas. No se puede saber cuándo hará falta. Antes
86
lo llevaba al cinto, pero se han afeminado las costumbres y
hoy hacerlo ser fa una excentricidad. Rafael Barrett se pre-
guntaba por qué los paraguayos, tan sosegados y tranquilos,
andaban siempre armados. Llegó a compararnos con Tartarfn
de Tarascón, que iba al club con un arsenal encima, flechas
envenenadas inclusive.
Todas las habitaciones de la casa se abrían al corredor
del fondo. Contando desde la sala y el comedor, que estaban
en el centro, las de la izquierda las ocupaba Saturio. Las de
la derecha habían sido dominio de su esposa. La primera de
estas era el dormitorio, que fue ocupado por Mariana, previa
renovación del mobiliario. La siguiente era la sala de baño,
que merecía tal nombre, pues era tan grande como el dormi-
torio. La banadera, el piso y los revestimientos de las pare-
des eran de mármol. Incluía un ropero, un armario, un toca-
dor, grandes espejos, sillas, taburete, estufa, cortinas de en-
caje, y hasta un nicho empotrado en la pared que estaba
vacío desde el confinamiento de los santos decretado por el
patrón apenas falleció la señora. Este lujo asiático no debió
ser del agrado de Saturio, que tenía en sus aposentos un ba-
ño moderno de dimensiones normales, para su uso exclusivo.
El siguiente y último de los cuartos, convertido en capilla,
estaba herméticamente cerrado. Contenía valiosas tallas de la
época colonial que Saturio deseaba que se conservaran intac-
tas. Según caraí Toví y ña Tomé, que ahora vivían en la ca-
sona, la razón verdadera de la clausura de la capilla era que
allí fue velada doña Patricia Caballero y el señor le tenía un
poco de miedo a la difunta.
Unas gradas abajo del corredor del fondo estaba el lla-
mado Patio de la Servidumbre. Tenía grandes baldosas exago-
nales rojas, grises y azules, acomodadas de modo que. forma-
ran escarapelas. En el centro había un aljibe, con su arco de
hierro forjado en filigranas. Según caraí Tovi y ña Tomé, que
habían envejecido con la casa, el ahora llamado Patio de la
Servidumbre fue en su origen una pista de baile. En las no-
ches de luna, al son de arpas, vioünes y guitarras, descalza,
vestida con un typói* de tules transparentes, Magdalena Gar-
mendia bailaba el Cielito Ataque, que juega los esguinces de
un combate a bayoneta. Con el tiempo la danza se transfor-
mó en Cielito de Manorá, Cielito para Morir, al que luego se
agregaron las fatídicas, coplas de "La Magdalena", prohibidas

Traje t í p i c o de las campesinas paraguayas.

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desde el pulpito porque se aparecía el fantasma danzando
vertiginoso hasta transformarse en un hórrido esqueleto.
A la izquierda, separada del patio por una balaustrada
sobre cuyo barandal había tal cantidad de macetas con toda
suerte de plantas, que la ocultaba a la vista, había una lar-
ga construcción rustica, alerada y penumbrosa, donde se ha-
bía instalado la cocina. Seguían a esta varios cuartos peque-
ños, el último de los cuales era el de los cachivaches.
Bajando del Patio de la Servidumbre se encontraba el
pozo, el molino de viento, un carruaje en desuso y un galpón
que era establo y caballeriza, ahora ocupado solamente por la
lechera de turno y su ternerito, traídos de la quinta. De allí
en más se extendía un bosque muy bien cuidado. Una cerca
de tacuaras con un portoncito siempre abierto daba al lote
que Saturio había cedido de por vida al carpintero Villalba, y
que incluía una casita de adobe con techo de paja, muy bien
construida en tiempo inmemorial. Espi ri don Villalba era anar-
quista. Había estado preso en Ushuaia por haber dado muerte
al representante de la patronal durante una huelga de estiba-
dores en el puerto de Buenos Aires. Era un hombrecito ente-
co, de ojos saltones, labios finos siempre torcidos en una
mueca de suficiencia y de desprecio condenatoria de los lujos
que se daba su vecino y protector, el gran burgués Saturio
Rojas. Habían combatido contra el coronel Albino Jara en las
huestes del infortunado Adolfo Riquelme. Habiendo sido he-
chos prisioneros al término de la batalla de Estero Bonete,
estuvieron juntos en capilla, con la firme promesa, por parte
del coronel Carlos Goyburú, de que al día siguiente serían
pasados por las armas. Pasaban largas horas platicando en el
corredor o jugando ajedrez en la biblioteca. No siempre esta-
ban de acuerdo y Espi ri don perdía fácilmente la paciencia.
Tenía la voz de trueno y era extremadamente agresivo. Lo
que más le enfurecía era la calma imperturbable con que Sa-
turio escuchaba sus insultos. Gustaba que lo> llamaran el car-
pintero Villalba. como si se tratara de un título de nobleza,
aunque jamás nadie lo hubiera visto clavar un clavo o esgri-
mir un serrucho. Mantenía la casa ña Angelita, su mujer, una
mulata colosal, enérgica y deslenguada, que se volvía un man-
so corderito cuando rugía Espiridón, que llegaba en ocasiones
a propinarle algunos puntapiés. Venía ella entonces, llorosa,
con la queja a su compadre Saturio, que de inmediato man-
daba llamar al agresor. Lo reprendía severamente por aquel
injustificable divorcio entre la teoría y la práctica; por aque-

88
Ila conducta indigna de un revolucionario y el abuso cobarde
de la fuerza contra una débil mujer. El carpintero Villalba
hacía su autocrítica, comprometiéndose a superar las remoras
de la ideología feudal que afloraban en su conducta. Episo-
dios como este causaban gran placer a la pareja y eran mo-
tivo de regocijo en la casona. Ña Angelita era médica. Nadie
sabía tanto como ella de hechizos, ungüentos y hierbas medi-
cinales. Entre su numerosa clientela se hallaba el propio Sa-
turio.
Espiridón Villalba y su mujer tenían un hijo que estaba
cumpliendo el servicio militar en el Chaco, y dos hijas de la
edad de Mariana que estudiaban magisterio en la Escuela
Normal de Profesores. Además de caraí Toví y ña Tomé, de
hecho jubilados, servían en la casa una cocinera y una mu-
cama.

Tal pasó a ser el universo de Mariana Arguello los fines


de semana y durante las vacaciones. Era la soberana de un
reino de frondas desde el Patio de la Servidumbre hasta la
cerca de tacuaras del carpintero Villalba. Solfa trepar como
una gata hasta las ramas más altas y desde allí contemplar
el alfanje de plata que es el río desde la bahía hasta Remanso
Castillo. Disponía de la biblioteca de su padre. Estaba autori-
zada a ordenar a una librería los títulos que deseara. La que
fuera habitación de la finada doña Patricia fue amoblada a
su gusto. Sólo dejó, ella misma no sabía por qué, pendiente
de la pared, un marco dorado, oval, con molduras y firuletes,
que mostraba una efigie de juventud de la señora. Estaba
vestida de blanco, la cabeza ceñida por una diadema que d e -
bía ser de oro con incrustaciones de diamantes. Las manos
cuadradas, regordetas, con los dedos cubiertos de sortijas, se
cruzaban sobre el pecho sosteniendo una flor. La boca gran-
de, de labios gruesos, sensuales, de doña Patricia se torcía y
afinaba en la fotografía, en la que no quedaban rastros de
sus pómulos salientes. La piel cetrina era aquí de un blanco
pálido, y la dura mirada de sus ojos almendrados, mística y
soñadora. Debió ser una mujer bastante bonita, pero no se
podía imaginar nada más falso que el retrato. Mariana, sen-
tada a la turca sobre la cama, solfa contemplarla largamen-
t e , conteniendo el impulso de rezar por ella una oración.
Saturio le había prometido llevarla a pasear a Europa
cuando terminara el bachillerato. Siguió pupila en el colegio
de La Providencia, pero su situación había cambiado por cora-
89
pleto. Ya no fue ia pobre huérfana recogida por una dama
caritativa, sino la hija natural de un rico aristócrata que le
darfa su apellido y la harfa heredera universal de sus bienes.
El trato que le daban era diferente. En algunos casos estaba
motivado por la simpatía que inspirala buena suerte; en otros,
por el interés; en los más, por la envidia como siempre aso-
ciada a la hipocresía. A pesar de los años de humillaciones
sufridas en silencio, continuó siendo la misma. La Madre Su-
periora veía en ello un rasgo de carácter poco común en una
muchacha de quince años. Lo natural hubiera sido que se le
subieran los humos a la cabeza y que quisiera tomarse algún
desquite. Podía disponer de todo el dinero que deseara sim-
plemente tomándolo del escritorio de su padre, que le había
dado las llaves. Era discreta en sus gastos. Vestía con mo-
destia. Apartaba siempre algo para dárselo a la pobre mujer»
que decía ser su madre y ponía a dura prueba la humildad de
su hija cuando la visitaba en La Providencia. No tenía amigas
fuera del colegio. Los domingos por la tarde solía invitar al
cine a las hijas del carpintero Villalba.

Con su padre iba al Teatro Municipal en la temporada


de zarzuelas, y en ocasiones al cine para ver una película
particularmente interesante. Regresaban caminando. Hacían
un alto en el bar San Roque o en la confitería Belvedere,
según estuviera el tiempo político o meteorológico. Había
mucha agitación. Se sucedían huelgas obreras y estudiantiles.
Eran frecuentes las manifestaciones, disueltas a sablazos por
la Policía Montada.
Apenas instalados en una mesa, se acercaban jóvenes
estudiantes a saludar a Saturiò Rojas. Este les presentaba a
su hija y les invitaba a sentarse con ellos. Era la mejor par-
te del programa de la noche» Se empezaba hablando de histo-
ria y de filosofía para acabar discutiendo de política. Un
joven algo atrevido, muy buen mozo, le reprochó a Saturio
que variara frecuentemente de opinión con respecto a los
temas en disputa.
- Lo que ocurre, joven amigo -respondió Saturio-, es
que no he perdido la capacidad de percibir tos matices y las
contradicciones. Si pusiera usted más atención podría com-
probar que, en lo fundamental, mi posición es siempre la
misma.
- Entonces, señor, es preciso que se defina, para que
sepamos a qué atenemos con respecto a usted. Nuestras in-
terpretaciones podrían ser equivocadas y...
90
- Comprendo, comprendo -lo interrumpió Saturio, son-
riendo-, usted necesita que me ponga una etiqueta como si
fuera una caja de embalajes. Considera imprescindible rotular
a los hombres, aun a riesgo de que le pasen contrabandos.
Acalló las risas con un ademán algo impaciente y pre-
guntó:
-¿Cómo se llama usted?
- Alfonso I rala Vargas.
-¿Hijo de mi malogrado pariente y amigo Feliciano I ra-
la Palacios?
- Sí, señor.
- Muy bien, mi querido amigo Alfonso, t r a t a r é de defi-
nirme. Si no soy muy preciso, le ruego que me perdone por-
que no se me había ocurrido hacerlo hasta el momento en
que me lo ha exigido usted. Soy un liberal pasado de moda.
Simpatizo con el pueblo en la medida en que me sirva leal-
mente a cambio de la tutela que le puedo brindar en su pro-
pio beneficio, ya que librado a sí mismo sólo haría brutalida-
des. Aunque se empeñe en negarlo, el liberalismo es una con-
cepción aristocrática. Se funda en la tolerancia, que solamen-
te puede permitirse quien por la educación, por los .bienes de
que dispone y por la calidad del espíritu se encuentra por
encima de las pasiones mezquinas y contingentes, tanto como
de los delirios de la pasión mesiánica. Todas las ideas son
respetables si en verdad son ideas. Esto es, productos legíti-
mos del pensamiento r a c i o n a l ^ y aún más si están bella y
claramente formulados. Las ideas son para gustarlas como un
buen coñac, de sobremesa. Tomarlas demasiado en serio es
un acto de soberbia que castigan los dioses en la vida y en
la historia. Destiladas en vodka de las estepas o fermentadas
en cerveza de Munich son un peligro para la humanidad. Em-
briagan a los hombres, los transforman en fieras tanto más
irracionales cuanto más pretenden fundar su ferocidad en la
razón. Cuando un loco de atar como Adolfo Hitler o un zapa-
tero malhumorado como JÒsfe- Stalin se apoderan de ellas, se
vuelven criminales. Carlos Marx tenía razón cuando decía que
las ideas, cuando penetran en las masas se convierten en una
fuerza material; esto es, devienen en una fuerza bruta. Las
masas, como tales, no tienen ideas, no razonan; sólo tienen
prejuicios y pasiones bestiales. Y o . c r e o , por ejemplo, que el
Mariscal López t r a t ó de instaurar una suerte de despotismo
ilustrado, el único régimen viable en su época en un país de
rústicos imbéciles, como lo definiera su padre. Vean ustedes
en que se ha convertido el "lopizmo"; en sustento y funda-

91
mento del despotismo analfabeto que ahora padecemos. Tal
vez les haya escandalizado, jóvenes demócratas, merecedores
de mi más entusiasta simpatía, pero me han pedido que me
defina y yo lo he hecho. Tengo un ilustre precursor: "¡Poppo-
lo bestia!" decfa Giordano Bruno, héroe del pensamiento, mar-
tir de la libertad.
Mariana se contagió de las pasiones del momento. Su-
perando su natural modestia y discreción, intervino en las
discusiones. Para su alivio, nadie mostró sorpresa. El país
estaba entrando en un gran debate colectivo. Era uno de esos
momentos singulares en i a vida de los pueblos en que todos,
hombres y mujeres, de cualquier edad o condición, sienten el
impulso de opinar y exigen que se les escuche.
Entre los jóvenes que habitualmente participaban en
esas rondas, se destacaban Galo Casanello, Fabio Iglesias y
Roberto Roldan. Mozos de gran talento, en opinión de Satu-
rio.
- Espero que no se malogren. Este es un país demole-
dor, destruye a sus mejores hijos... A propósito, no sabía que
hubieras leído a Maritain.
- Me lo recomendó Roberto... Roberto Roldan.
Caminaban hacia la casa por la oscura y desierta calle
España.
-¡Ah!, y supongo que Fabio Iglesias te ha sugerido a
Carlos Marx y Galo Casanello a ese joven francés, ccómo es
que se llama?
- Jean-Paul Sartre... Pero no es así. Sólo he hablado
con Roberto, por teléfono, y un par de veces a través de las
verjas del jardín.
-¿No lo invitaste a entrar?
- Sí, pero no quiso. Es algo tímido, a lo mejor te tiene
miedo.
- Pues dile a ese señor que no tiene nada que temer.
Si quiere hablar con mi hija puede visitarla en nuestra casa
cuando lo desee, siempre que sea en horas convenientes.

Parecía algo disgustado.


- Se lo diré, papá, y si te molesta no volveré a hablar
con él.
- En absoluto, cpor qué habría de molestarme?
Siguieron caminando un largo trecho sin hablar, hasta
que Saturio dijo, sin mirarla:
- Vivimos muy aislados, no vas a ninguna fiesta, no
tienes amigos; es posible que te aburras.
92
- No, papá, soy muy feliz.
Hubiera querido abrazarlo, pero una vez que intentó ha-
cerlo Saturio la rechazó con un ademán un poco brusco y le
dijo fríamente: "No, querida hija, somos personas grandes.
Deja los besuqueos a los tontos". Mariana, ofendida, no volvió
a acercársele.
La Casa de la Calle España era un mundo aparte. Satu-
rio ni invitaba a nadie ni aceptaba invitaciones. Vivía consa-
grado a la elaboración de su libro. Sólo recibía con gusto a
su abogado y amigo, el doctor Faustino Benftez. Este señor
bajito, moreno y achinado era lo que se llama un hombre
elocuente. A pesar de su fealdad y su insignificancia aparen-
te, bastaba oírlo para quedar seducida. Su palabra era fácil,
armoniosa, rica en ideas y en imágenes; su galantería gene-
rosa, su humorismo cordial. A Mariana le alegraban las visi-
tas del doctor Benftez. Eran las únicas ocasiones en que oía
reír a su padre alegremente, con el alma distendida.
Una noche en que se prepaíaban para ir al teatro, vio
desde la penumbra del corredor del fondo, a través del ven-
tanal de la sala, la imagen de Saturio reflejada en un espejo.
Con manos temblorosas trataba torpemente de anudarse la
corbata. Tenía los ojos dilatados y el rostro contraído en una
mueca de espanto:
-iDios mio, no es posible!
Cuando entró a la sala supuso que había sido un antojo.
Allí estaba Saturio, impecablemente vestido, seguro de sí mis-
mo, sonriente y cortés como de costumbre.
No sabía entonces que su padre mostraba algunos sínto-
mas de la terrible enfermedad cuyo solo nombre inspiraba
terror. No había un diagnóstico concluyente, pero Saturio
vivía obsesionado con la idea de que estaba leproso.
Roberto visitó algunas veces a Mariana en la Casa de la
Calle España. Luego se alejó de ella como de una tentación.
La última vez que se vieron fue hacia fines de ese año, en la
confitería Belvedere. Unos cuantos estudiantes habían sido
invitados a la mesa de Saturio Rojas, que esa noche se mos-
tró particularmente espléndido. Estaba también el doctor Faus-
tino Benítez. Se bebió champaña y se hicieron brindis entu-
siastas. Días después Roberto la llamó para despedirse. Le
escribió desde Buenos Aires para decirle que había ingresado
en el Seminario conciliar de la capital argentina. Era una
larga carta llena de edificantes reflexiones acerca del renun-
ciamiento del mundo y de la total entrega al servicio de Dios.
Mariana, criada en un internado de monjas, sufrió una amar-

93
ga decepción, no porque hubiera estado un poco enamorada
de Roberto sino por haber idealizado a un tonto. No se dignó
a contestarle. Su padre la sorprendió en brazos del hijo del
carpintero Villalba. Disparó a matar, casi a quemarropa, cin-
co tiros de revólver conti a Teófilo, que se salvó mediante su
increíble agilidad. Saturio la golpeó brutalmente, la encerró
en el "Buen Pastor" y se marchó al extranjero. Mariana fue
rescatada por su madre, que la llevó a un mundo de miseria
tan extrema como nunca se hubiera imaginado que pudiera
existir. Odió a su padre y a todo cuanto él representaba, al
tiempo que sentía la necesidad de justificarse, de explicar lo
que para ella misma no tenía explicación. El pueblo, ese pueblo
que Saturio despreciaba y al que ella ahora pertenecía anda-
ba por las calles con las banderas desplegadas. Mariana se
elevó y volvió a caer.
- Nadie vendrá a rescatarte, Mariana. ¿Por qué habría
de hacerlo? Te has corrompido. Para recuperar la dignidad,
rompe con ese miserable. O mejor, mátalo si te atreves.
- Es un pobre hombre.
- Todos los somos; él por añadidura es un verdugo y un
lacayo. Mátalo, hija mía, y todo te será perdonado.
Mariana se puso de pie.
- Bueno, papá, basta por hoy. Hasta pronto. Vendré
como de costumbre.
Saturio se enfureció, como siempre que se despedían.
- Bisnieta de una bruja amancebada con el diablo -gru-
ñó sordamente, como hablando consigo mismo-, destruyes
todo cuanto tocas. Vete, no te necesito.
* * * * * *

Mariana caminó hasta el portón que estaba en el límite


de la arboleda sintiendo en la nuca la mirada de Saturio.
Cruzó el extenso baldío por un sendero bordeado de malezas.
Aquel yuyal miserable había sido un hermoso prado en el que
pastaban lecheras y caballos de raza. El sol quemaba como
fuego. Se detuvo jadeando bajo la sombra de un yvapovó que
se alzaba junto a una calle de tierra, en el límite de la que
en o*ro tiempo fuera la famosa quinta de Saturio Rojas. Co-
mo solía ocurrid e a menudo, había hecho ese tramo casi hu-
yendo. Cuando se hubo sosegado un poco siguió andando hasta
encontrar una calle empedrada. Pasó frente a una iglesia.
Tres cuadras más adelante dobló por un ancho callejón tan
poco transitado que se había cubierto de césped. Llegó a una
94
casita pintada de amarillo que tenía en uno de los costados
una entrada para autos cubierta por una enredadera. Entró
por la puerta del fondo, que daba a la cocina, tocando ape-
nas el picaporte. Se lavó las manos hasta el codo. Dejó co-
rrer el agua. Limpió la pileta con una esponja que luego arro-
jó a la basura. Se dirigió al cuarto de baño. Sé desprendió
una especie de guardapolvos ceñido en la cintura. Lo sumer-
gió en un balde de agua jabonosa mezclada con detergente.
Se bañó larga y minuciosamente. Salió envuelta en un toallón.
Abrió la heladera, puso cubitos en un vaso y se sirvió dos
dedos de whisky. Entró al dormitorio, puso en marcha el ven-
tilador, dejó la toalla sobre el respaldo de una silla. Se ten-
dió desnuda sobre una colcha de algodón que cubría una ca-
ma de dos plazas.
- Es insoportable, ¿por qué lo hago? Nada me obliga,
nada le debo.
El doctor Galo Casanello le había explicado que, con las
nuevas drogas, no había peligro de contagio. No obstante, la
sometió a pruebas de laboratorio para asegurarse de "que no
tenía el mal escondido en la piel. No era este el problema.
No sentía miedo sino asco. Un asco indescriptible, como el
que le produciría un cadáver exhumado de la tumba.

Al salir de la prisión donde había dejado cinco años de


su vida, anduvo como desatinada, movida por el impulso ani-
mal de alejarse del lugar de los suplicios. Se sintió en la
Plaza Uruguaya, sentada en un banco, junto a su atado de
ropa. Trató de reflexionar. No tenía dinero ni adónde dirigir-
se. Hacía meses que no tenía noticias de su madre. Acaso
había muerto. Nunca sintió a su madre como a una persona.
Era una silenciosa, inagotable abnegación. Algún tiempo des-
pués de que la trasladaron al Departamento de Investigacio-
nes Especiales desde la comisaría donde había estado reclui-
da, convaleciendo de atroces torturas, le anunciaron la visita
del doctor Faustino Benítez. La acompañó un soldadito des-
calzo, armado de fusil, hasta una sala contigua a la coman-
dancia. Fingió no reconocerlo.
- MÍ amigo Saturio Rojas me ha encomendado que asu-
ma la defensa de usted -le dijo el doctor Benítez con cierta
solemnidad-. No debo ilusionarla. Las leyes son letra muerta
en su caso. Sin embargo, es posible mover algunas influencias.
Me he permitido realizar algunos sondeos en su nombre. Visi-
té al ministro. El doctor Alfonso Irala Vargas me ha sugerido
95
que dirija usted una carta al Presidente de la República r e -
conociendo pasados errores, comprometiéndose a no reincidir
y suplicando el perdón. El ministro me ha prometido e n t r e -
garla personalmente e interceder a su favor.
Esperó en vano la respuesta.
- Sería una formalidad, o si prefiere, un ardid. Un r e -
curso táctico para salir de aquí, acaso para seguir luchando.
No sería de provecho para nadie que permaneciera en prisión
indefinidamente, como sin duda ocurrirá si no sigue mi con-
sejo.
Hubo un largo silencio. El doctor Benítez no insistió.
- Saturio está muy enfermo -dijo al cabo, cambiando
de t e m a - . Soy uno de los pocos amigos que le quedan. La
recuerda a menudo. Se siente culpable de todo lo que le ha
ocurrido desde que la abandonó.
Mariana, con las manos cruzadas en el regazo, lo escu-
chaba distraída.
-¿Desea enviarle algún mensaje?
- Dígale que se pudra.
El doctor Benítez acusó el impacto con un pestañeo de
sus ojos achinados, que luego la observaron al acecho, como
por una rendija.
-¿Lo hará usted?
-¡Desde luego que no!
Seguramente no lo hizo. De vez en cuando Saturio le
enviaba algún dinero.
Un hombre erguido y corpulento, de grandes bigotes
grises, con el chambergo con barbijo echado sobre la nuca, la
miraba con insistencia mordisqueando su cigarro. Mariana
dejó el banco de la Plaza Uruguaya y se echó a andar con
paso indeciso. Había perdido la costumbre de caminar. De
trecho en trecho la agitación la obligaba a deteneerse. Llegó
frente a la Casa de la Calle España. Se sentía como un perro
abandonado por sus dueños que ha encontrado el camino de
regreso y no sabe cómo será recibido. Apenas se distinguían
los techos, cubiertos de hojarasca. Las altas verjas y el enor-
me portón, carcomidos de herrumbre, estaban invadidos de
enredaderas salvajes. Sintió el horror del desamparo. Se le
cerraban todos los caminos. Había rechazado los diez mil gua-
raníes que le enviara el doctor Alfonso Irala Vargas junto
con el anuncio de que, a partir de ese mismo momento, que-
daba incondiclonalmente en libertad. Walter Cardozo Einke se
acercó para despedirse, lagrimeando como un bobo. Lo miró

96
con tal desprecio que lo puso en fuga. En cuánto a sus anti-
guos compañeros de causa, ya nada podía esperar de ellos.
Algún tiempo antes una redada de la policía había des-
bordado la capacidad de las prisiones. Por orden del entonces
comandante Patricio Melgarejo fueron alojadas tres obreras
textiles en la misma celda que ocupaba Mariana junto a la
oficina del subsecretario del Departamento de investigaciones
Especiales sin que este se atreviera a objetar la disposición
de su jeferf Las obreras no le dirigieron la palabra. Se acu-
rrucaban a cuchichear en los rincones lanzándole miradas r e -
celosas. Todas las noches las sacaban, por turno, para los
interrogatorios. Regresaban llenas de moretones, con el honor
intacto. Una vez al día, escoltadas ¿por soldados, salían al
patio llevando cada cual una lata que contenía sus excremen-
tos. Les daban veinte minutos para vaciarla en el excusado,
lavarse y enjuagar sus ropas. Mariana en cambio podía usar
baño moderno del subsecretario. Tenía la llave de la celda,
pero no se atrevía a usarla en presencia de las otras presas.
Cuando tenía necesidad llamaba al centinela. Había escondido
la radio y el ventilador, no recibía periódicos en vano intento
de ocultar sus privilegios. Para colmo de males, Walter no se
podía contener. La venía a buscar a altas horas de la noche.
Las compañeras de, celda de Mariana no sabían que ella
también había sufrido la diaria humillación de acarrear la
inmunda carga, ni cómo se había librado de aquella servidum-
bre.
El Departamento de investigaciones Especiales ocupaba
un enorme caserón que, en la parte que daba a la calle, t e -
nía dos plantas y estaba mejor construido que el resto del
edificio. Los pisos eran de baldosa y los pilares de los corre-
dores superpuestos que miraban al fondo estaban revocados.
En esta parte funcionaban la comandancia, la sala de guardia
y otras dependencias de categoría, entre las que se contaba
la oficina del subsecretario, en el extremo de un largo pasi-
llo al que se ingresaba por una puerta guardada por un cen-
tinela. Disponía el subsecretario, para su uso exclusivo, ade-
más de un amplio despacho con balcones a la calle, de un
baño moderno y de un calabozo. Esta celda tenía puerta de
hierro con mirillas que sólo podían abrirse desde afuera, y,
como única ventilación, un pequeño tragaluz cerca del cielo-
rraso. Mariana lo ocupaba por expresa disposición del minis-
tro. Hacía sus necesidades en un balde de lata. Cuando iba a
vaciarlo, una vez al día, cruzaba el patio de tierra apisonada
en cuyo centro había, como único representante del reino

97
vegetal, un solitario y achacoso tatare, árbol famoso por la
frescura de su sombra. De un lado habfa un altísimo murallón.
Del otro, sobre una plataforma de ladrillos, un corredor de
muchos lances, cubierto por un alero giboso, de tejas enmo-
hecidas, sostenido por horcones de lapacho labrados a la azue-
la. Sobre este corredor daban los cuartos en los que dormía
la tropa en tarimas de tablas, sin más cobija que la manta,,
En los que quedaban libres, según las épocas y los vaivenes
de la política, se hacinaban los presos que, durante el día,
andaban sueltos por el patio y los corredores. Como técnica-
mente el Departamento no era una prisión, habían sido con-
templados muy pocos servicios para ellos, Al fondo, apoyados
en otro muro de más reciente construcción, estaban la coci-
na, los retretes, las piletas para lavar y un par de calabozos
con techo de- cing. Jamás entraba al patio la más ligera bri-
sa. Cuando hacía calor era terrible. No aliviaba de noche. De
todos los vericuetos salían minadas de mosquitos. Se descol-
gaban murciélagos que volaban en círculos, formando una au-
reola sobre el tatare solitario. La humedad era espesa y ma-
loliente* Se mezclaban en ella gritos, pisadas, murmullos, chi-
llidos de ratas y suspiros que parecían brotar de las grietas y
recovecos del sórdido edificio que fue, durante mucho tiempo,
la patria de Mariana Arguello.
Esquinado en el fondo, entre las dos murallas, había una
sala de concreto con piso de cemento donde, en la jerga po-
liciaca, se "trabajaba por los presos". Entre otros instrumen-
tos se destacaba una antigua banadera enlosada siempre llena
de agua sucia, que sólo se renovaba cuando su hedor resulta-
ba insoportable para los propios oficiantes. La sección estaba
a cargo de Claudio Arévalo, secundado por tres ayudantes.
Cuando el caso lo requería, asistían a los interrogatorios el
comandante Patricio Melgarejo, su ayudante, el capitán Tran-
quilino Arias, y, según se murmuraba, en algunas ocasiones el
ministro en persona. En cambio el subsecretario Walter Car-
dozo Einke, que había estudiado en Norteamérica, ni se acer-
caba por ahí. Sus nervios no resistían. Procesaba en la sole-
dad y el silencio de su laboratorio los datos que le suminis-
traban, o recibía al preso ya vencido y maltrecho. Era tam-
bién el último recurso contra los contumaces que se negaban
tercamente a declarar. Los trataba muy bien, logrando en
muchos casos sonsacarles la información que necesitaba sin
que ellos mismos se dieran cuenta.
Salvo que estuviera recargado de trabajo, Claudio Aré-
valo cumplía horario nocturno. Por las tardes, cuando estaba
98
entrando el sol, solía sentarse en el patio, bajo el tatare,
para entonarse con una cañita y platicar con presos y cons-
criptos mientras aguardaba la hora de entrar en funciones.
Era un morocho forzudo y corpulento, pero su aspecto no
tenía nada de siniestro. Era más bien del tipo bonachón. Gus-
taba de las bromas, que celebraba con grandes carcajadas'y
palmadas en los muslos. Hubo ocasiones en que, interrumpien-
do una amable plática, se ponía de pie con el desgano propio
del que va a dar comienzo a la jornada de trabajo, y decía
bostezando a alguno de sus interlocutores: "Vamos, mi socio,
ya es la hora". Poco después lo estaba moliendo a palos o
ahogando en la pileta. Era un profesional. En sus años de
servicio sólo se le habían muerto cinco presos, de los cuales
solamente dos eran políticos. En rarísimas ocasiones de sus
manos iban a parar al Hospital de Policía. Las veces que se
había propasado era por culpa de los jefes, que no saben que
cada cristiano tiene su límite de aguante. De un vistazo sa-
bía apreciar si el sujeto hablaría o no, y qué clase de traba-
jo se adecuaba a su laya. Hubo una vez una mujer que cono-
cía en detalle el aparato clandestino de los rebeldes y el
nombre y la dirección de los dirigentes más activos. No hubo
forma de sacarle una palabra. Se trabajó por ella más de
tres meses. Los de arriba se convencieron de que no hablaría
cuando ya estaba medio muerta.
Sentados en el suelo a su alrededor, una docena de cons-
criptos recién incorporados lo escuchaban boquiabiertos. En
eso apareció Mariana Arguello. La acompañaba un soldado
con un fusil colgando de un hombro. Caminaba despacio. Con-
templaba ávidamente el cielo azul morado en el que flotaban
como copos de algodón algunas nubes blancas. Llevaba en
una mano el balde de excrementos y en la otra un atado de
ropa para enjuagar.
- Allá viene justamente - dijo Claudio, y apuró el reste
de su caña. Cuando ella estuvo cerca, la llamó.
-¡Eh señorita!
Como ella no le hizo caso, se levantó y la detuvo.
- Cómo le va, señorita, buenas tardes - le dijo, con une
ancha sonrisa en su cara redonda.
Ella le dirigió una mirada desdeñosa. Algo desconcerta-
do, Claudio Arévalo intentó echarla a barato.
- Perdóneme la molestia, señorita, pero aquí los mucha-
chos quieren saber cómo son las rebeldes -como no le res-
pondiera, se volvió hacia los conscriptos y explicó-: Esta es
una para muestra, parece cristiana y todo pero no se descui-
99
den de estas brujas, son capaces de arrancarles los ojos con
las uñas.
Los reclutas rieron. Esto pareció alentar a Claudio Aré-
vaio» Eran muchachitos escuálidos, en uniformes demasiado
grandes para ellos. Sentados en el suelo, mostraban sus pies
anchos, expresivos, de planta más dura que la suela. Bajo el
alero, un grupo de trabajadores de un frigorífico, detenidos a
raíz de una huelga, contemplaban la escena.
- Esta es una de las más bravas -continuó Claudio, sol-
tando una risotada-. La hubieran visto como yo, desnuda en
la pileta, ¿es cierto lo que digo?
Mariana no contestó. Claudio perdió la paciencia.
-¡A usté le hablo, puta! - rugió, amagando una bofeta-
da.
Ella ni pestañeó. Los reclutas, asustados, se miraron los
pies. "Estos niños son el pueblo -pensó Mariana-, soy su ho-
nor y su conciencia".
Claudio cabeceó desconcertado.
- No quiere hablar, no tiene lengua; vamos a ver si
tiene culo...
Se agachó para levantarle la falda. Entonces Mariana,
con toda la fuerza, le encasquetó la lata de excrementos.
Estalló una carcajada general. Se oyeron gritos de júbi-
lo. Claudio Arévalo, sin atinar a sacarse el balde de la c a b e -
za, braceaba por el patio como una gallina ciega. Mariana,
impasible, alzó la mirada al cielo. Ahora las nubes tenían un
tinte anaranjado. Recibió un puñetazo en plena cara. Ciego
de furia, Claudio Arévalo se puso a patearla salvajemente en
el suelo.
-¡Atajen a ese perro rabioso! - tronó la voz de mando
del comandante Melgarejo.
El capitán Arias acudió a la carrera, seguido de solda-
dos de la guardia. Claudio Arévalo se debatía como un loco,
lanzando espumarajos por la boca. Alguien trajo una soga. Lo
amarraron de pies y manos. Lo llevaron a pulso hasta a r r o -
jarlo dentro de uno de los calabozos del fondo, ocupado por
un ladrón, que empezó a pedir socorro.
Mariana, tendida de bruces en el suelo, respiraba débil-
mente, cubriendo con las manos el rostro destrozado por el
puñetazo de Arévalo. El capitán Tranquilino Arias se acucli-
lló junto a ella y le acarició los cabellos.
-¡Pobrecita, no le gusta que la toquen!
Fue extendiendo las caricias al cuello, la espalda, las
nalgas y entrepiernas.

100
-iPobrecita, esta puta rebelde es de lo más delicada!
El soldado que había venido acompañando a Mariana
descolgó del hombro su fusil.
- Déjala ya, mi capitán, está sangrando mucho...
El capitán Arias, sin oírlo, continuó el manoseo.
- Déjala, pues te digo, mi capitán, tengo orden de cui-
darla -suplicó el soldadito, corriendo el cerrojo de su màu-
ser.
El capitán Arias, súbitamente enfurecido, gritó:
-¡Arriba pues carajo, puta de mierda!
Gomo no se movía, la arrastró de los cabellos por el
suelo cubierto de inmundicias. En aquel recinto cerrado r e -
tumbó como una bomba el estampido de un disparo de fusil.
Mariana oyó como de lejos que se armaba un alboroto. Los
obreros del frigorífico habían acudido a defenderla.
El soldado se llamaba Lucas Portillo. Hizo el disparo al
aire. El comandante Melgarejo le dio la razón: efectivamente,
cumplía órdenes. El capitán Arias recibió por su conducta
una patada en el trasero.
Fue la última vez que Mariana salió al patio. Alguien
había grabado en el murallón con la punta de una bayoneta:

¡VIVA MARIANA ARGUELLO!

La marca era profunda. La remendaron con cemento. Al


secarse, reapareció la leyenda. Tuvieron que picar toda esa
parte del muro. El boquete que quedó siguió diciendo su nom-
bre.
Sin embargo, con el tiempo cedió; no aguantó más.
- Walter, sácame de aquí, te lo suplico. Voy a ser tu
sirvienta. Lavaré tu ropa, lustraré tus zapatos; pero, ¡sácame
de aquí por el amor de Dios!
- Sabes que no puedo, no depende de mí.
- Entonces escapemos a algún lugar del mundo donde
nadie nos conozca. Tendremos una casita con jardín; te daré
el paraíso cada noche.
- Mariana, no me tientes...
- Ya lo sé, no te animas... ¡qué te vas a animar! Sá-
came entonces esas brujas de la celda. Las odio. Me detes-
tan.
- Eso sí puede arreglarse; ya veremos.
Walter estaba tendido de espaldas en una estera exten-
dida en el suelo de su escritorio.
101
- No me engaño, Mariana, serás mia mientras seas mi
prisionera. Me das miedo.. No te veo en la oscuridad. Siento
tu odio, me traspasa.
En la Casa de la Calle España encontró a caraí Toví y
ña Tomé. La recibieron chocheando de contentos. Saturio se
había refugiado en la quinta. Lo encontró en medio de la
mugre, con las llagas purulentas. Lo atendía una vieja despó-
tica que le robaba dinero para emborracharse. Mariana trató
de persuadirlo de que volviera a la Casa de la Calle España.
Se negó tozudamente. El alma de Filemón Ferreira no lo de-
jaba dormir reclamándole misas por el importe de intereses
devengados en pago del usufructo de su fortuna. Patricia Ca-
ballero asomaba del infierno por el brocal del pozo. Magdale-
na Garmendia solía sentarse en la glorieta de jazmines vesti-
da de miriñaque, con el diablo a sus pies, encadenado como
un mastín, moviendo manso la cola...
Mariana se ocupó de su padre. Despidió a la vieja. Con-
trató a una enfermera retirada, muy responsable, que le re-
comendó el doctor Galo Casanello. Mandó limpiar la quinta.
Saturio defendió a unas arañas negras y feroces que anida-
ban en el techo y envolvían la casa con sus telas.
- Me están tejiendo un sudario - explicó.

1.02
BORRADOR DE INFORME

El general Patricio Melgarejo, comandante del Famoso


Regimiento, que se encuentra en operaciones contra la colum-
na rebelde del capitán Feliciano Palacios, consintió en que
dos periodistas, el norteamericano Mike Woller y el paragua-
yo José-Antonio Lara, lo visitaran en su P.C., ubicado en ple-
na selva, en las estribaciones de la cordillera deí A mam bay.
La nota del reportero yanqui fue difundida en el extranjero,
por lo que presumo que ustedes estarán mejor enterados que
yo de su contenido. En cuanto al reportaje de José-Antonio
Lara, fue publicado en "El Independiente". Causó enorme r e -
vuelo. Convirtió a su autor en una celebridad, no solamente
porque está muy bien escrito, sino porque hace falta coraje
para entrevistar a un tigre cebado en su cubil.
Dijo el general Melgarejo que había cercado y aniqui-
lado a la columna Palacios, y que su comandante había muer-
to en acción. Tuvo caballerosas palabras de elogio al coraje y
genio militar de su encarnizado enemigo, a quien comparó
nada menos que con el Mariscal López. Agregó que apenas
terminaran las operaciones de limpieza contra fracciones r e -
beldes dispersas en los montes, regresaría a la capital para
"poner las cosas en su lugar".
El gobierno se abstuvo de hacer comentarios; pero, co-
mo se imaginarán, las declaraciones de Melgarejo dieron lu-
gar a una ola de rumores y especulaciones, las más de ellas
fantásticas y descabelladas. La noticia de la muerte del c a -
pitán Palacios produjo gran consternación.
Sin embargo, muy pronto comenzaron a circular versio-
nes que tendían a desvirtuarla. Por lo que a mí respecta,
tengo fundados motivos para creer falsa la noticia que da por
muerto a Feliciano Palacios. No es probable que Melgarejo
103
haya mentido, pero es muy posible que cometiera el grave
error de anunciar un hecho que no había confirmado. Esto
puede tener desastrosas consecuencias para él, ya que lo pon-
dría en ridículo, aumentando su descrédito y dando un moti-
vo para separarlo del mando. Su prestigio ha mermado mucho
por la tardanza en destruir a un adversario relativamente d é -
bil, y por la extrema brutalidad de sus procedimientos tanto
contra el enemigo como contra la población de las diversas
zonas de operaciones en las que se desarrolló la campaña. El
primer síntoma de que se siente amenazado es el envío sor-
presivo de un batallón reforzado a los cuarteles que el Famo-
so Regimiento tiene en Tacumbú, y que estaban desguarneci-
dos. La explicación que dio a este extemporáneo operativo no
pudo ser más clara y expresiva. Dijo el general Melgarejo
que esas tropas volvieron a casa para evitar que urracas y
serpientes les comieran los huevos en el nido.
Entre tanto había llegado un gran número de heridos al
Hospital Militar, donde tenemos algunas enfermeras de con-
fianza. Ellas averiguaron que la columna Palacios logró una
vez más romper el cerco y eludir la persecución de las t r o -
pas del gobierno, aunque a costa, al parecer, de muchas ba-
jas. Conseguí entrevistarme con uno de los heridos, un tal
Serapio Al&rcón, furriel del Famoso Regimiento. La noticia
de la muerte del capitán Palacios se habría originado en las
declaraciones de un prisionero rebelde sometido a tormento
hasta que dijo lo que sus verdugos, apremiados ellos mismos
por su jefe, le sugirieron que dijera. Enseguida Melgarejo le
hizo el favor personal de degollarlo con sus propias manos.
Parece que el desdichado no había hecho más que confirmar
una información ya recibida por conductos misteriosos.
Posteriores patrullares, rastreos y averiguaciones no die-
ron el resultado que se esperaba. Fueron capturados algunos
rebeldes extraviados en el monte.No se los dejaba morir hasta
que declaraban que el capitán Palacios había muerto.
El furriel Serapio Alarcón es un mozo inteligente, bas-
tante leído y, al parecer, un poco fantasioso. Afirma que
Melgarejo acabó de enloquecer en esta larga campaña. Pide
más y más refuerzos. No licencia a los conscriptos que han
cumplido el tiempo de servicio, hace reclutamientos forzosos y
moviliza milicianos como si estuviera enfrentando a un gran
ejército. San Lamuerte, su "abogado", tiene siempre una vela
encendida. Sufre pesadillas y ordena despliegues y patrullajes
sin sentido a medianoche. Manda envolver los cuerpos de los
rebeldes muertos en mantas previamente bendecidas para que
104
no se levanten de sus tumbas. Hace poner cruces de ygary*
en los piques de maniobra e: incluye curundú** en el equipo
de combate. El capellán hace exorcismos una vez por semana.
Su Estado Mayor echa las cartas y consulta a las ánimas en
pena. Tiene en su P.C. a un brujo indio pái-tavyterá al que
trata con las mayores consideraciones. Estos procedimientos
inspiran un temor religioso a los soldados, que atribuyen a su
jefe poderes sobrenaturales y le siguen ciegamente.
Lo cierto es que por todos estos medios, a pesar de las
bajas que ha sufrido como consecuencia de los combates, las
enfermedades y, sobre todo, de las deserciones, el Famoso
Regimiento ha superado holgadamente el efectivo y la poten-
cia de fuego de una división y se ha convertido en la más
temida y aguerrida unidad del ejército.
El Presidente de la República sabe que Melgarejo está
loco, pero no cometería la temeridad de creerlo un tonto.
Teme que esta combinación de astucia e insania lo induzcan
a usar en su provecho la fuerza que ha acumulado.
Melgarejo a su vez desconfía del gobierno. Teme muy
fundadamente que el Presidente de la República se apresure
a deshacerse de él una vez que haya sacado todo el partido
posible de las aptitudes de montero y verdugo insuperable del
general.
Opino pues que las apreciaciones derrotistas que les han
hecho llegar algunos de nuestros amigos con respecto al c a -
pitán Palacios no están justificadas. La columna rebelde sigue
siendo considerable. El gobierno hace un gran despliegue de
fuerzas para reprimirla, con grave riesgo para su propia esta-
bilidad. La dureza de los últimos combates puede apreciarse
por el número de heridos internados en el Hospital Militar.
El común de la gente, lejos de dar crédito a las declaracio-
nes del general Melgarejo recientemente publicadas, fantasea
acerca de una concentración rebelde de 2000 hombres en
algún lugar de la selva. Afirman que Palacios se apresta a
marchar sorpresivamente sobre Asunción como hicieron los
saco-mbyky en 1923 y los revolucionarios en 1947. En mi
opinión, aunque tuviera 5000 hombres no podría tomar la ca-
pital, pero le sobrarían 500 si su avance coincidiera con un.
golpe militar y una huelga general. A pesar de los grandes

* Cedro. Árbol sagrado de ios guaraníes, del cual se desarrollaron


los dioses, brotó la naturaleza y nacieron los hombres.
** Amuleto.

105
esfuerzos que hicimos nos ha sido imposible tomar contacto
desde aquí con el jefe rebelde. Si es cierto que envió un men-
sajero a la capital, éste no ha llegado a destino. Esperamos
ansiosamente a Teófilo Vi 11 alba, que traería una comunicación
recogida en Posadas de boca de otro emisario del capitán Pa-
lacios.
Volviendo al batallón del Famoso Regimiento que entró
anoche a la ciudad, sabemos que está al mando del mayor
Silvestre Ocampos. Se dice que Melgarejo está encaprichado
con él y lo t r a t a como a un hijo, tolerándole supuestas floje-
dades en la represión de los rebeldes que no acepta en nin-
gún otro de sus subordinados, que compiten en ferocidad para
hacer méritos ante su superior. Nadie entiende por qué un
individuo safio y brutal como el general Melgarejo, salido de
la reserva, que desprecia y detesta a los militares de escue-
la, haya perdido la cabeza por un oficial con fama de leído
reglamentoso y pedantón como Silvestre Ocampos. Me han
dicho que puede salirle el tiro por la culata.
El mayor Silvestre Ocampos es amigo y discípulo del
general Fulgencio Iturbe, paradigma del profesionalismo c a s -
trense, director del Colegio Militar y uno de los probables
cabecillas de una de las tantas conspiraciones en marcha (ten-
go más o menos individualizadas media docena). Ocampos
está muy relacionado con el ministro del Interior, y, según
las malas lenguas, con la esposa de éste, la muy mentada
Muñeca Egusquiza ("lady Macbeth criolla", según el doctor
Benítez), que ejerce una gran influencia sobre Ocampos. Ten-
go información sin confirmar en el sentido de que el doctor
Alfonso írala Vargas sigue con cauteloso interés la marcha
de las conspiraciones con ánimos de acoplarse a la que tenga
posibilidades de éxito y esté dispuesta a ayudarle a ascender
el último peldaño de su carrera política. Sus ambiciones no
son un secreto para nadie, y menps para el Presidente de la
República, individuo indudablemente hábil para mantenerse en
el poder en medio del choque de intereses contrapuestos. Si
logra dominarlos y elevarse sobre ellos se consolidará, y en-
tonces será muy difícil sacarle de su puesto. Es este uno de
los más graves riesgos que debemos contemplar, porque si tal
cosa ocurre la democracia y la libertad, y hasta la más ele-
mental decencia pública, sufrirán en nuestro país una indefini-
da postergación.
Contrariamente a lo que opinan los derrotistas > creo que
estamos en vísperas de grandes acontecimientos. Se percibe
el nerviosismo del gobierno. Continuos patrullajes y allana-
106
miemos. Tiroteos nocturnos provocados por unidades militares
que desconfían unas de otras y despliegan dispositivos de se-
guridad. La población, más que alarmada, esperanzada, se las
arregla para llevar una vida normal. El pueblo está dispuesto
a luchar. Las vacilaciones provienen de nuestras propias filas.
Me acusan de estar esperanzado en un golpe militar. Rechazo
de la manera más categórica esta crítica infundada. La posi-
bilidad de que estalle un golpe es completamente real, inde-
pendientemente de mis deseos o esperanzas. No hay duda de
que debemos estar preparados para intervenir en el caso de
que el golpe se produzca si no queremos que ocurra un sim-
ple cambio de guardia con el ascenso al poder dé una nueva
camarilla irresponsable, o una vuelta de tuerca en el proce-
so de consolidación de un régimen oprobioso.
Algunos de nuestros amigos están demasiado preocupa-
dos en mantener a salvo sus sindicatos, sus centros estudian-
tiles, sus ligas agrarias, sus comités de barrio como para
tener una visión de conjunto de la situación. Se entretienen
en minucias como si para ellos no existiera la perspectiva de
una batalla próxima, de cuyo resultado depende el curso que
tomará todo un periodo histórico en nuestro país. Opino que
deberíamos participar de ella aunque la posibilidad de un triun-
fo fuera más que remota, porque no hacerlo significa lisa y
llanamente rendirse sin combatir.
La cabeza de esta tendencia capituladora en la práctica
es Emilia Sandoval. Teoriza abiertamente su posición. Nos
acusa de aventureros y golpistas. Práctico con ella, y por
tratarse de ella, toda la paciencia de que soy capaz, a pesar
de que su oposición sistemática me crea grandes dificultades
para dirigir el Comité Fjecutivo.
Es penoso para mí dar una referencia negativa de Emi-
lia Sandoval. Debo hacerlo sin embargo porque en mi opinión
presenta algunos síntomas de crisis. Habría que encontrar
algún pretexto para sacarla del país y obligarla a tomar al-
gún descanso. Hace años que vive en la clandestinidad más
rigurosa, en condiciones sumamente precarias. Si esto rompe
los nervios del obrero más templado, tiene que afectar a una
mujer que como ella fue criada entre los halagos de la vida
burguesa.

107
LA CASA DE LA CALLE ESPANA

Como siempre que dormía una larga siesta, Fabio Igle-


sias despertó malhumorado. Se sentó, con las piernas colgan-
do, en el borde del catre de lona que le servía de lecho.
Aunque la habitación conservaba toda la frescura posible en
el terrible verano asunceño, la sábana y la almohada estaban
empapadas de sudor. Además del catre había un armario, un
ropero con espejos, una mesa, una silla y un sillón. Eran mue-
bles antiguos, finamente labrados. Los había requisado de
otras dependencias para traerlos a este cuarto, el ünico qué
encontró vacío en la casona. Según ña Tomé, era el de la
niña Mariana, que un buen día reapareció, después de muchos
años, para quedarse algún tiempo y luego marcharse de nuevo
llevándose las cosas que le habían pertenecido.
Sobre la mesa, recargada de papeles en desorden, había
una máquina de escribir pprtátil con una hoja a medio llenar.
Fabio le echó una mirada de fastidio. Los informes'que regu-
larmente enviaba a los dirigentes en el exilio por lo general
llegaban tarde, eran mal interpretados, daban lugar a res-
puestas igualmente tardías con directivas que no se ajustaban
a la realidad del momento. Esta vez estaba decidido a actuar
con el máximo de iniciativa. Representantes de los gremios y
de las organizaciones estudiantiles y populares reunidos en
asamblea habían designado un Comité Ejecutivo con amplias
atribuciones para decidir lo que se haría en caso de que se
produjera un golpe militar. Fabio Iglesias fue elegido secreta-
rio general de dicho consejo. Los acontecimientos podían pre-
cipitarse en los próximos dos o tres días. En la entrevista de
esa mañana, el doctor Faustino Benítez se lo había dado a
entender claramente y planteado la necesidad de coordinar
acciones. Era entonces preciso reunir de inmediato el Comité

108
Ejecutivo y forzar si fuera necesario un acuerdo a la altura
de las circunstancias.
Saltó del catre y salió al corredor. Más allá de los ba-
laustres mohosos, la casa proyectaba una ancha sombra en el
Patio de la Servidumbre. No tardaría .eri oscurecer. Debía
ponerse en movimiento. Entró al cuarto de baño. Las instala-
ciones eran de lujo peto no funcionaba el, agua corriente. Por
fortuna caraí Toví había tenido la bondad de; traer dos bal-
des de agua del aljibe. Se metió en la pulida banadera de
mármol y se bañó con la ayuda de un jarro de aluminio.
Era preciso convocar• de inmediato al Comité Ejecutivo.
Lo ideal hubiera sido contar con un organismo técnico espe-
cializado en conseguir locales y garantizar la seguridad de las
reuniones. Pero estaba en el Paraguay, donde todo se impro-
visa. Si por lo menos estuviera Fermín Agüero para encomen-
darle la tarea, pero lo había enviado a la frontera argentina
a buscar a Teófilo Villalba. También esto lo tenía preocupa-
do. El muchacho carecía de experiencia en este tipo de t r a -
bajo, que requiere gran presencia de ánimo. Sea como fuere,
si todo salía bien no estaría de regreso hasta el día siguien-
te. No había tiempo que perder. Si esa misma noche no con-
seguía un lugar seguro para reunir el Comité Ejecutivo dentro
de dos días como máximo, debería utilizar su propio refugio.
Decidió revisar una vez más las condiciones de seguridad que
ofrecía la casa. Poco después, en pantalones de brin y guaya-
bera, calzando mocasines sin, medias, salió a dar una vuelta
por el patio.
Ña Tomé, a pesar de la prolongada ausencia de su pa-
trón Saturio Rojas, mantenía. el orden y la limpieza en la
Casa de la Calle España. En cambio caraí Toví había abando-
nado por completo sus funciones de jardinero. Las verjas y el
gran portón de enf rente -, corroídos .por la herrumbre, estaban
invadidos de enredaderas salvajes. La única entrada era un
portoncito que se abría sobre una calle lateral que se inter-
naba en un baldío. La famosa fuente de mármol, ahora ali-
mentada solamente por la lluvia, estaba llena de juncos. La
arboleda del fondo se había convertido en una selva tropical.
Más allá de una precaria cerca de -tacuaras podridas, estaban
las ruinas de la casa del carpintero Villalba.
Fabio lo había conocido^ Era un viejito formidable, ami-
go de contar anécdotas y predicar el anarquismo. Discípulo
de Rafael Barrett, había participado en las huelgas sangrien-
tas de las t aniñe ras del Chaco. Fue soldado del batallón de
obreros marítimos que combatió contra Chirife. Estuvo en la
109
descabellada tentativa de fundar una república soviética en el
departamento de Itapúa. Sublevó a los obrajeros del Alto Pa-
raná, marchó en la columna Prestes en el Brasil, se negó a
pelear contra los bolivianos en la guerra del Chaco, cometió
un atentado en la Argentina y fue a parar a la prisión de
Ushuaia. Al salir en libertad, beneficiado por un indulto, en-
contró que sus ideas habían envejecido pero no su corazón.
Riño con todo el mundo. Lo echaron de los sindicatos, de los
partidos políticos. Acabó instalándose en la casita que el gran
burgués Saturio Rojas le cedió en el fondo del predio. Saturio
pagó cara la ocurrencia, pues una noche sorprendió a su hija
Mariana en brazos de Teófilo, hijo del carpintero Villalba,
Teófilo Villalba, que ya en aquel entonces era un acti-
vista sindical, formó con Mariana una extraña pareja. Ella no
tardó en convertirse en una revolucionaria apasionada, intré-
pida y eficiente. El era tranquilo y modesto. Cuando fue des-
tinado a trabajar en Puerto Casado no quiso llevarla consigo.
Allá estaba cuando estalló la guerra civil. Desde entonces
cada cual siguió su camino, y ambos se convirtieron en des-
tacados dirigentes. Mariana llevó una vida ascética hasta que
conoció al capitán Feliciano Palacios. Cometieron impruden-
cias y fueron detenidos. A Palacios lo trataron relativamente
bien. En cambio Mariana fue cruelmente torturada, sin que
los verdugos consiguieran arrancarle información. Palacios, va-
lido de su amistad personal con el doctor Alfonso I ral a Var-
gas, fue puesto en libertad poco después de que éste asumie-
ra el ministerio del Interior. Mariana estuvo presa cinco años.
Acabó por desmoralizarse y establecer una relación íntima
con Walter Cardozo Einke, subsecretario del Departamento de
Investigaciones Especiales. No se sabía a ciencia cierta por
qué medios logró salir de la prisión. Lo cierto es que desde
entonces no intentó siquiera ponerse en contacto con sus an-
tiguos compañeros. Estas incertídumbres preocupaban seria-
mente a Fabio. Mariana podría venir a la casa en cualquier
momento, tal vez por casualidad. Había asumido el riesgo
personal, pero no se sentía autorizado a exponer a los capri-
chos del azar a todo el Comité Ejecutivo.
Fabio conocía bien la casa y sus historias. Emparentado
con los Rojas, de muchacho había vivido con ellos algún tiem-
po. Reinaba entonces doña Patricia Caballero, dama en estrem-
ino jeligiosa y caritativa que soportaba con insufrible resig-
nación las excentricidades de su marido. Saturio era un hom-
bre encantador, que gustaba del trato con la juventud, pero
tenía su manía: el Mariscal López, cuya biografía estaba es-
lío
cribiendo. Si uno se dejaba atrapar debía oír la lectura reite-
rada de capítulos enteros. El buen señor los rehacía conti-
nuamente, negando en un borrador lo que había afirmado en
ot ro.
Salvo la posibilidad de que Mariana la visitara de im-
proviso, las condiciones de seguridad de la casa eran inmejo-
rables. Había sin embargo otros inconvenientes. Deseaba man-
tener su escondite en el mayor secreto. El doctor Benftez y
Fermín Agüero eran los únicos que lo conocían. Guardaba do-
cumentos confidenciales entre el montón de papeles en de-
sorden de un armario desvencijado que había en el cuarto de
los cachivaches. Por último, debía tener en cuenta que le
habían cedido la casa para que viviera, no para realizar en
ella reuniones clandestinas.
Conseguir locales para realizar reuniones era uno de los
problemas más difíciles de resolver. Se encontraba poca gente
dispuesta a arriesgarse. Después de descartar algunos nombres,
decidió visitar en su parroquia al padre Roberto Roldan. Ha-
cía años que no se veían. El sacerdote, aunque se negara a
ayudarlo, no lo delataría.
Encontró sobre la mesa de su cuarto una jarra de agua
helada y una guampa cargada de yerba, con su correspon-
diente bombilla. Era cosa de ña Tomé, que le conseguía hie-
lo del vecindario. Sonrió agradecido, y, cargando con todo
aquello, fue a sentarse en el corredor de enfrente para dis-
frutar del atardecer antes de ponerse en camino.

Fabio Iglesias y Roberto Roldan se conocían desde siem-


pre, como se conocía la gente en la Asunción de aquellos
tiempos. En la adolescencia se hicieron muy amigos. Por con-
sejo de Fabio, Roberto dejó el colegio San José e ingresó en
el Nacional para "tomar contacto con el pueblo1'. Se trenza-
ban en discusiones que solían durar noches enteras. Oponían
Hegel a Santo Tomás, Engels a Maritain, Lenin a Teilhard de
Chardin, atribuyéndoles toda suerte de disparates para que
apuntalaran con su autoridad las elucubraciones de sus discí-
pulos. No podía ser de otra manera. Escaseaban los libros.
Los pocos que se podían conseguir pasaban de mano en mano.
Eran resúmenes tendenciosos o pésimas traducciones mutila-
das, impresas en ediciones piratas. No había maestros a quie-
nes recurrir. Algunos profesores tenían una considerable for-
mación humanística, pero estaban demasiado atrasados para
satisfacer las inquietudes de los estudiantes. Así enseñaran
111
matemáticas o anatomía patológica, eran versados en historia
paraguaya y casi todos habían publicado por lo menos un
opúsculo sobre el tema.
Fabio y Roberto terminaron juntos el bachillerato, jun-
tos hicieron el servicio militar e ingresaron a la universidad,
A pesar de sus diferencias doctrinarias estaban en el mismo
bando en el movimiento estudiantil y en más de una oportu-
nidad compartieron la misma celda y el mismo lugar de con-
finamiento en la campaña. El odiado y vilipendiado gobierno
militar practicaba una dictadura sin convicción. La adminis-
tración pública era razonablemente honesta y eficiente. La
pobreza por generalizada no era humillante y hasta los mag-
nates vivfan con sobriedad. Las costumbres, tradicionalmente
sencillas y la espontánea urbanidad de la gente hacían la vida
apacible pero nunca aburrida. La política era la pasión nacio-
nal. Hasta el pordiosero tenía su partido y estaba dispuesto a
empuñar eventualmente las armas para pelear por su divisa.
Los colegios y la universidad se mantenían en perpetua agita-
ción, en estrecho contacto con un activo y combativo movi-
miento obrero. En las fuerzas armadas los oficiales discutían
acerca del porvenir que aguardaba al mundo después de que
terminara la guerra mundial. Las manifestaciones eran disuel-
tas a sablazos por la Policía Montada, se producían confina-
mientos y deportaciones, pero siempre dentro de reglas de
juego tácitamente aceptadas. Las personas tenían personali-
dad. Cada cual era un amigo, un pariente, un compueblano a
quien no convenía ni se deseaba perjudicar más allá de lo
estrictamente necesario. Los famosos pyragüé de la policía
secreta eran conocidos por todo el mundo, y en las épocas
de calma, perseguidores y perseguidos solían compartir una
cerveza en el bar San Roque.
El sol se había ocultado y se extendía en el firmamento
una luz anaranjada. Lo que fuera el bello jardín de la Casa
de la Calle España se fue llenando de sombras. Fabio pensó,
con alguna tristeza, que fue tan ominoso y degradante lo que
siguió a la época que estaba recordando, que se la evocaba
como un paraíso perdido. Poco antes de la iniciación del dra-
ma que acabaría con ella, Roberto Roldan le confió su deci-
sión de hacerse sacerdote. Fabio fue tomado por sorpresa.
Roberto estaba lejos de ser un mojigato. Buen mozo como
era atraía a las muchachas y él no hacía ascos de ellas. Era
muy sensual. Tenía la mente lúcida y bien organizada. Era un
magnífico estudiante y un* excelente deportista. Frío y calcu-
lador cuando se trataba de tomar decisiones, su cristianismo

112
parecía fundado antes que en la fe en la convicción intelec-
tual. Iba poco a la iglesia. Cuestionaba la doctrina que se
impartía desde el pulpito. Rechazaba la prédica conservadora
del clero de aquel entonces. Había abandonado la Acción Ca-
tólica. Militaba activamente en el movimiento estudiantil, en
el que predominaban tendencias progresistas y revolucionarias.
Estaban sentados en el Parque Caballero, cerca de la gran
piscina. No había luces, sólo la luna llena. Roberto trataba
de explicar los motivos de su decisión.
- No se trata de que el marxismo o el cristianismo
estén más o menos cerca de la verdad en el plano teórico,
sino de que en el cristianismo están contenidas potencialfnen-
te todas las respuestas vitales que ha buscado el hombre des-
de sus orígenes. La iglesia católica es el instrumento de su
realización. Tiene una influencia inmensa en las masas popu-
lares, que se guían por el instinto y por el hábito antes que
por la razón, en un nivel mucho más profundo que la política.
La iglesia es una costumbre. Supongamos que tuvieras éxito y
triunfara la revolución socialista en el Paraguay; que los obre-
ros y campesinos la apoyaran de la manera más heroica y
entusiasta. Pasado el fervor de los primeros tiempos, en el
retorno a la vida cotidiana, una enorme masa de prácticas
tradicionales y de prejuicios acendrados te opondrían una re-
sistencia tenaz. El atraso, el aislamiento geográfico y espi-
ritual echarían a perder tus mejores intenciones antes de que
pudieras intentar siquiera superarlos. A pesar de todas tus
prédicas, la gente seguiría siendo esencialmente como es.
Entonces te verías forzado a obligarla a garrotazos a obrar
cuerdamente, si tú mismo no has perdido entre tanto la cor-
dura y atormentas con implacable crueldad a aquéllos a quie-
nes amas y deseas sinceramente servir, en nombre de los más
nobles y generosos ideales. Me dirás que es preciso revolucio-
nar las conciencias. De acuerdo, pero eso lleva siglos. Des-
pués de dos mil años continuamos retorciendo arteramente
las enseñanzas de Jesús para adecuarlas a nuestros .intereses
más sórdidos y contrarios a sú espíritu. Pero, a pesar de ello,
Jesús ha cambiado la imagen moral del mundo, se ha asimi-
lado a la cultura, está por así decirlo, en la subconciencia de
la humanidad. El hombre, todos los hombres, son hijos de
Dios; cada hombre es un dios. Si me dices que es un mito,
no te lo discutiré; pero es también una voluntad, un querer
ser. Tú también eres un producto de ella. ¿Se hubiera logra-
do sin la Igleisa? No lo sabemos, la Iglesia es un hecho.
113
-¿Es por eso que vas a hacerte cura?
- Trataré de explicarme desde otro punto de vista. ¿Qué
incidencia puede tener lo que hagamos en el Paraguay en los
destinos del mundo, cuando nuestro propio destino se decide
en otra parte? ¿Te conformas con el papel de marioneta?
¿Defines y limitas tu ser en las fronteras de un paisito in-
significante? La única manera de liberar a nuestro pueblo es
librándolo de sí mismo y proyectándolo al mundo; concibiendo
su destino como una parte inseparable del destino de la hu-
manidad. Que cada paraguayo pueda decir: soy el rey de la
creación, señor del universo, soy un hombre. Tal es mi pa-
triotismo. Para eso hay que salir de aquí, salir de nosotros
mismos, para volver con una concepción ecuménica, consubs-
tanciada con un poder universal. La Iglesia es ese poder. Go-
mo siempre lo ha hecho, se irá adecuando a los tiempos.
Apoyará, y se apoyará en las fuerzas históricas y sociales
predominantes. Lo hará en el momento oportuno, gradualmen-
te, en la medida en que vayan madurando y probando su soli-
dez. Ella no tiene apuro ni se hace ilusiones. Cumple su t a -
rea obedeciendo la voluntad de Dios; esto es, en la medida en
que lo permita la realidad, que incluye la contingencia de las
propias doctrinas y de las ajenas. Pues bien, querido amigo,
quiero ser parte activa y consciente de ella. Por eso voy a
hacerme sacerdote.
- El diablo no se hubiera expresado mejor. Debo enten-
der que la tuya es una decisión política.
- Así es, pero no es todo. La destaco en primer plano
porque es la parte que puedes entender.
-iAh, la vocación!
- Te burlas, y eso no importa. Lo cierto es que sentí
un llamado, una compulsión indefinible que me induce a ha-
cer lo que haré, a pesar de mis dudas, temores y vacilacio-
nes. Si no obedezco la traición será inconmensurable.
- SÍ estás loco no tengo nada que objetar.
Roberto se rió.
- Todos los estamos desde que el padre Adán se comió
la manzana. No fue fácil decidirse. El diablo opuso todos sus
argumentos y finalmente recurrió a la más artera de las ten-
taciones.
-¿Una mujer?
- Desde luego.
- No me hablaste de ella.
- Ni lo haré. Perdí completamente la chaveta. No bro-
meo al decir que Dios vino en mi ayuda. Estaba solo con ella
114
en una glorieta de jazmines cuando de pronto me fue revela-
da su naturaleza diabólica.
-¿Le salieron cuernos y colmillos de Drácula?
- Peor, porque ella misma era inocente. No me pidas
que te lo explique, es demasiado complejo. Sentí, experimen-
té, una presencia aterradora. Me df cuenta de que si daba un
paso más quedaría atrapado para siempre en una trampa mo-
ral.
-¿Y qué hiciste?
- La dejé.
- Se habrá puesto furiosa. En esos casos una mujer es
peor que el diablo.
-¿Has visto la mirada de un gato al que se le escapa
un gorrión al que ha estado a punto de atrapar? Pues así
eran sus ojos, parecía enajenada.
Como era el mayor, Fabio adoptaba a veces un tono
paternal.
- Deberías tomarlo como una impresión pasajera, acaso
una forma de alucinación. Estamos expuestos a ellas cuando
se enfrentan en nosotros pasiones muy fuertes. Esa mujer
amenazaba apartarte de una forma de vida que habías elegido
y que por lo visto es muy importante para ti. No veo en ello
nada extraordinario. No creo que el diablo meta la cola en
un asunto tan trivial.
- No lo creo, lo se!
- Estás bromeando, el diablo no existe.
-¿Cómo lo sabes?
-¡Hombre, no vamos a ponernos a discutir eso ahora!
Estábamos hablando en serio.
Frente al banco en el que estaban sentados había un
matorral que había crecido en lo que fuera un seto de flores.
La luz de la luna pasaba por el follaje de los árboles y hacía
arabescos en el sendero de ripio. Roberto sabía que Fabio,
criado en una estancia de Paraguarí, cerca de Cerro León,
donde son frecuentes las apariciones, no creía en fantasmas
pero les tenía pavor. Como eran jóvenes, podían pasar de las
cuestiones más serias a las más ingenuas travesuras.
- No podrías demostrar que el diablo no existe como
tampoco que el dueño de este parque, el Centauro de Yvycuí,
no esté metido entre esas matas haciendo de las suyas con
el ánima de alguna chinita descalza, como dicen que en vida
era su costumbre. ¿Qué dirías si el diablo se aparece allí
mismo?
115
- Nada, por la simple razón de que no aparecerá.
No había acabado de decirlo cuando un bulto negro se
levantó de repente lanzando un mujido ahogado y escapó dan-
do tumbos como un pajarraco de alas rotas, Fabio pe^ó un
brinco y Corrió tras él. Era veloz el condenado. Lo atrapó de
la punta del poncho en el momento en que iba a arrojarse
barranca abajo. Fue como agarrar a un tigre de la cola, Ti-
roneaba corriendo en círculos, gruñendo. Al zafarse rodó "por
el suelo hecho un. ovillo. Antes de que. pudiera levantarse, F a -
bio le pisó' el poncho.
-iQuieto, hijo de la diabla!
Roberto llegaba jadeando.
-iYo ho sé nada, mi patrón! ¡Déjame, mi patrón! - llo-
raba eidiabta, lastimero, cavernoso. Estorbado por un som-
brero de paja con barbijo, pugnaba inúltimente por escurrir la
cabeza por eí ; agujero del poncho.
-¡Quién es este individuo! -dijo Roberto, en guaraní,
dándole una patada-, ¿Satanás o alguno su pariente?
El diablo alzó hacia ellos un rostro cetrino, suplicante.
-¡Qué voy* a ser eso, mi patrón! Soy Timoteo Ibarrola,
ex combatiente mutilado...
Le faltaba un pie. Tenía el tobillo enfundado en una
vaina de cuero; El otro pie estaba descalzo. Arrepentidos,
trataron de calmarlo.
- Vine a cobrar mi pensión -explicó Timoteo-. Tomé un
trago y me tiré a dormir eri el parque esperando la hora del
tren lechero para volver a mi valle. Me despertaron voces.
Creí que eran apariencias, y me puse a escuchar. No entiendo
bien la castilla, pensé que era magia negra lo que ustedes
decían. Cuando mi patrón dijo que El Propio estaba donde yo,
demasiado grande me asusté y salí corriendo...
Le ayudaron a levantarse. Despedía un fuerte olor a
caña. Le dieron todo el dinero que tenían.
Fabio sonrió al evocar la escena. Había oscurecido por
completo. La noche estaba estrellada. Croaban las ranas en
las aguas estancadas de la fuente de mármol. Vagaban las
luciérnagas en torno a la glorieta de jazmines. Por la calle
España pasaba un tranvía. Sería grato volver a ver a Roberto
después de tantos años. Encendió un cigarro. Cuando acaba-
ra de fumarlo se pondría en camino hacía la parroquia de su
amigo.
Algunos días después del encuentro con Timoteo Ibarro-
la, estaban reunidos en el Belvedere con un grupo de amigos
116 '
én torno a una larga mesa. Faltaban pocos dfas para Año
Nuevo. El doctor Faustino Benftez ocupaba una de las cabe-
ceras. En la otra estaba Saturio Rojas, y a su derecha, como
de costumbre, Mariana Arguello. Era bellísima. Aunque vestía
con extrema sencillez parecía una reina. Saturio, siempre
espléndido, había convidado champaña francés legítimo, un
lujo casi inconcebible en aquellos tiempos. Ese año había sido
liberada París por los ejércitos aliados. Tras los primeros brin-
dis cantaron la M arseli esa. Aunque había declarado la guerra
a Alemania, el gobierno simpatizaba con los nazis. Se espera-
ba que al terminar la contienda se impondría la democracia.
Reinaban la alegría y el optimismo» Hubo abundantes boca-
dillos. La bolsa de Saturio Rojas se abría generosa como nun-
ca. A la hora de los helados, Fabio y Roberto contaron lo
que les había ocurrido en el Parque Caballero.
-¿Así que le faltaba un pie? - preguntó don Faustino.
- Sí, doctor, era un pobre mutilado de la guerra del
Chaco.
- Ya lo he oído, y también que cubría el muñón de un
tobillo con una vaina de cuero, cno ocultaría una pata de
caballo?
Quedaron en suspenso, aguardando alguna de las ocu-
rrencias de don Faustino. Como siguió tomando su helado en
silencio, dijo Fabio:
- Se llama Timoteo Ibarrola.
- Esa es una dificultad -terció Saturio Rojas-, "Timo-
teo" significa en griego "el que sirve a Dios", ¿no lo sabían?
Se echaron a reír, íqué iban a saber!
- Eso no es definitivo -afirmó don Faustino-, el diablo
es embustero. Pudo usar un seudónimo, el adecuado para des-
pistarlos. No podía suponer que dos aventajados estudiantes
de nuestra Universidad Nacional ignoraran el griego.
- Aunque no soy experto en diablología -agregó Saturio
Rojas-, tengo entendido que hay muchos diablos: Lucifer,
Belcebú, Belial... el guaranftico Mará, el africano Mandinga,
el jesuítico Aña, también llamado El Propio por nuestros cam-
pesinos.
-<Por qué no Mefistófeles? - preguntó Mariana Arguello.
Su padre se volvió hacia ella sonriendo.
- No coinciden en aspecto e indumentaria. Me inclino
por Timoteo. Tal vez sea un diablo bueno, deportado del in-
fierno.
117
Don Faustino saboreó pensativamente su helado de cre-
ma portuguesa. De pronto exclamó, agitando la cuchar ita:
-¡Mefistófeles en el Paraguay! No tiene desperdicio.
Acabaría exactamente así, durmiendo en el Parque Caballero,
<; liado en un poncho negro.

118
LA TENTACIÓN

En el templo casi a oscuras se acababa la novena. Dos


lámparas eléctricas que simulaban largos cirios, alumbraban
el altar mayor. Viejitas enlutadas hacían sus genuflexiones y
se iban yendo, una tras otra, dobladas por sus desdichas. Ella
seguía, como una sombra, en el último banco de una de las
naves laterales, en el lugar de siempre. La mente se le fue
de Dios. Aunque sólo venía de vez en cuando, el reverendo
padre Roberto Roldan la esperaba con ansiedad creciente. En
ocasiones creía verla, pero era como una ilusión que se disi-
pa. Apagó las luces del altar. Quedó el farol del baptisterio y
la claridad crepuscular que entraba por los vitrales. Ella no
se movió. ¿Dormiría bajo el manto? Debía cerrar la puerta.
Pasó a su lado sin mirarla y tosió discretamente. Cuando los
goznes rechinaron, ella se deslizó como disuelta en las pe-
numbras del atrio.
"Hija mía", iba a decirle, pero lo atajó el temor huma-
no.
- Señorita...
Unos ojos crueles, desdeñosos, se clavaron en él interro-
gantes. Se le atoró la lengua. Ella entonces sonrió:
- Buenas noches, padre Roldan.
- Buenas noches - respondió confuso, buscando nerviosa-
mente la llave de la iglesia.
Ella se fue, se iba sin remedio. Le temblaban las ma-
nos, no dio con la cerradura. Guardó el llavero en el bolsillo
y bajó las gradas hasta el jardín. Ella lo estaba esperando»
-¿Me precisa? - preguntó, casi agresivo.
- Yo no, padre; pensé que era usted quien quería ha-
blarme.
110
Se había corrido el manto» Su negra caballera se engua-
dejaba en los hombros y bajaba por la espalda. La cara, de
palidez cobriza, sin afeites, se afirmaba en los carrillos, sal-
taba en los pómulos y en la recta nariz de anchas ventanas.
La boca grande, despareja, con el labio superior doblado ha-
cia arriba, se torcía en una mueca desdeñosa. El padre Rol-
dan le tuvo miedo.
- No te entiendo, hija...
- Sí que me entiendes, ¿por qué te engañas?, ¿no me
reconoces?
El cura dio un paso atrás, poco más y se persigna.
Ella se echó a reír.
- Es que creí que... Está bien, mejor así - dijo, como
para sí misma.
Su sonrisa era maligna y acariciadora, burlona y tierna.
El padre Roldan cruzó las manos sobre el pecho y dijo, sa-
cerdotal, sintiéndose un cretino:
- Hija mía, te veo a menudo en la iglesia a la hora del
Angelus, pero nunca los domingos y fiestas de guardar. ¿Asis-
tes a misa?, ¿te confiesas y comulgas de vez en cuando?
Pensé que...
La voz le salía en falsete. Ella lo escuchaba divertida.
Estaba haciendo el ridículo. Calló avergonzado sintiendo que
se ruborizaba.
- Me gustaría hablar con usted - dijo ella para sacarlo
del aprieto.
Lo correcto hubiera sido concertar una entrevista para
más adelante, en horas más convenientes, pero estaba derro-
tado. La siguió mansamente por la calzada de ripio que con-
ducía al portón que daba a la calle, cruzando el parque, bas-
tante extenso, rodeado de balaustres, cubierto de césped y
adornado de rosales de distintos colores que el padre Roldan
cultivaba y cuidaba personalmente. De pronto ella se detuvo
y se sentó en un banco de losa. El padre Roldan permaneció
de pie. Pasó un minuto largo. Su timidez se tradujo en enojo.
- Y bien, hija mía, tú dirás - dijo finalmente en ese
tono melifluo de hipocrecia insanable que se le había pegado
en el seminario.
Ojos grandes, azules, ligeramente oblicuos, miraban al
acecho, con una mezcla de descaro y angustia.
- Estoy cansada, padre; harta, hasta la coronilla, y no
tengo salvación, ¿me entiende usted?
120
El padre Roldan la miraba sin saber a qué atenerse.
- Me gustan las iglesias, ¿sabe? - continuó ella, suavi-
zándose, antes que él pudiera reaccionar-. Siento en ellas
una especie de ingravidez moral. Algo así como dormir des-
pierta, sin soñar, recordar, pensar. Simplemente dormir, sin
pesadillas. A eso llaman contemplación, ¿verdad? A la hora
del Angelus no tengo pasado ni porvenir, amigos ni enemigos;
nada que me distraiga, salvo usted.
Se echó el cabello para atrás, contuvo una risa ronca.
- Sí, usted, reverendo padre Roberto Roldan, que no
deja de mirarme. Es divertido: tropieza en las gradas del al-
tar, se equivoca en los rezos, me espía con la cruz en alto.
Es divertido, pero me distrae.
-¡Es usted una descarada! - balo el t Ire Roldan sin
convicción.
Ella sacudió la cabeza y rió apaciblemente.
-¿De veras? ¡Puede ser! Ahora, ¡siéntate! No te quedes
ahí parado como un bobo... En esa punta, co tienes miedo?
Había en su tono más travesura que maldad. El padre
Roldan se sentó resueltamente, pero, al hacerlo, la costumbre
hizo que se recogiera los faldones de la sotana. Sintiéndose
ridículo, rió a su vez.
-¡Está loca de remate!
- Es muy posible.
- Pero no me asusta.
- Me alegro.
- Veamos su problema.
Se le había ido el falsete y toda la timidez. Rieron
como buenos camaradas. Loca o perversa no era una mujer
vulgar, pensó el sacerdote.
- Lo que dije es cierto, me gusta la iglesia. Cuando los
malos pensamientos se apoderan de mí, vengo a sentarme en
el último banco y simplemente me dejo estar hasta que se
disipan. Vuelvo a casa más tranquila, como bañada por den-
tro. Los que inventaron los templos sabían muy bien lo que
hacían.
- Así que malos pensamientos, ¿eh? Que sepa que son
malos es un paso importante; que busque amparo en la igle-
sia, otro mejor. No todos se defienden de los malos pensa-
mientos, y esto es algo indispensable para la salud moral.
¿Puedo saber en qué consisten? Cuéntemelo, si quiere; des-
pués de todo soy un sacerdote.
Ella sonrió para sí misma, mirándolo con curiosidad,
como sí no acabara de convencerse de que estaba hablando
con el propio Roberto Roldan. Pero, de pronto frunció el se-
ño y dijo con aspereza:
- El odio, padre; un odio terrible, insoportable.
- Tal vez le haga bien decirme contra quién se dirige,
de modo que pueda ayudarla a perdonar.
- Esa es la cosa, mi odio no se puede saciar con el
perdón ni la venganza. Si estuviera dirigido contra alguna per-
sona se degradaría para convertirse en una pasión limitada,
contingente. El mío es un odio puro, sublimado, que se basta
a sí mismo. Usted no lo puede comprender porque no ha odia-
do nunca.
El padre Roldan se acarició la barbilla pensativo.
-¿Sabe que tiene razón? Me enfurezco con facilidad, y
con mucha frecuencia, pero el odio... ¡Qué notable! No lo he
sentido nunca.
- Así es, padre Roldan, para odiar se precisa un espí-
ritu muy fuerte o muy enfermo.
- Una vez más tengo que darle la razón. El odio es una
pasión muy rara. En cambio el amor nos rodea por todas
partes; sin el amor la vida misma sería imposible.
- No hable de lo que no sabe, padre. Son pocos los
hombres capaces de odiar de veras, pero no hay una sola
mujer que no sea capaz de hacerlo. Las Furias son mujeres.
- No exagere, usted mismo ha dicho que el amor es un
signo de salud moral. El odio en cambio...
-¿Cómo me vas a salvar diciendo puras zonceras? Al
hombre el amor lo vuelve un niño, lo prende y apaga como
un fósforo. Mientras duran las cerillas el hombre más inteli-
gente puede convertirse en juguete de la mujer más tonta. El
amor de la hembra en cambio es como la curiyú que se en-
rosca a la presa y la tritura para tragarla de a poco.
- Lo que dice es excesivo pero indudablemente expresa
experiencias muy amargas.
Ella volvió a mirarlo intensamente a los ojos, llena de
curiosidad.
- No las que usted se imagina. ¿Has estado enamorado?
El padre Roldan bajó la vista como pillado en falta.
Brillaban las estrellas. Cantaba un grillo. Chispeaban las lu-
ciérnagas. La luz del farol de la esquina pasaba a través del
follaje de un árbol junto al portón.
- Me gustaría ayudarla -dijo el cura, apenado-, ¿por
qué entonces me provoca?
- Tiene razón, padre, perdóneme. Le hice una pregunta
idiota.

122
El padre Roldan sonrió agradecido.
- El hermano Martínez, mi sacristán, anda diciendo por
ahf que es usted una enviada del demonio. No me obligue a
creerlo»
-ÍCon razón me mira con esos ojos! No se descuide,
padre, Martínez entiende mucho de esas cosas - dijo soltando
una risa fresca que la transformó por completo. El padre
Roldan tuvo la intensa sensación de haberla conocido en otro
tiempo, acaso en otra vida, o tal vez en las visiones que per-
turbaban sus sueños de hombre casto.
-¿Cree usted en Dios?
Tenía ella una manera muy especial de sonreír para sus
adentros. Bajaba los párpados, fruncía el ceño y se mordía
los labios como si estuviera tramando una travesura. El ges-
to era encantador. De nuevo el sacerdote creyó reconocerla.
- No se burle; quiero ayudarla, le repito.
-¿Cómo sacerdote?
- O como amigo, si me concede el honor.*.
-¡Adelante, ayúdeme!
-¿Cree usted en Dios?
Ella volvió a sonreír, pero esta vez abiertamente. Luego
quedó un momento pensativa y dijo con seriedad:
- Maté a Dios en el colegio, leyendo libros prohibidos a
escondidas de las monjas» Después, encerrada en un calabozo,
con un hijo muerto en las entra-ñas, no pudo recuperarlo.
"Aunque seas una ilusión, l e ; suplicaba, apiádate de mis t e
necesito". Si su dios existe, padre Roldan, su crueldad es
infinita. Nadie como yo le ha implorado un poco de su gra-
cia- No le pedía un milagro,' que resucitara a mi hijo, que
dejaran de torturarme o me pusieran en libertad. No, nada
de eso. Deseaba creer, le pedía una limosna, un mendrugo de
fe que me ayudara a sostenerme. Tuve que arreglarme sola.
El diablo me dio valor. Hizo que odiara con tal intensidad
que no sentía los golpes, el miedo, las humillaciones; me ins-
piró el satánico orgullo de sentirme más fuerte que mis ver-
dugos, que no me pudieran doblegar ni con el fuego del in-
fierno.
- Lo sigues buscando sin embargo - dijo el padre Rol-
dan, con la voz quebrada por la emoción-. Se diría que lo
esperas. Sólo los mediocres nunca rezan.
- Y tú, Roberto, ¿lo encontraste?
-¿Cómo voy a decir que encontré a Dios? Sería terrible,
¿no te parece? Un acto de estupidez o de soberbia. Me hu-
biera desíumbrado y aterrado hasta hacerme perdei la razótu
Yo tengo un Dios muy simple, convencional. Un fetiche, un
sustituto, fácil de concebir porque le atribuyo mis pasiones
mezquinas, mis ideas limitadas. Es un dios de breviarios y
avemarias al que sirvo lealmente cumpliendo todos sus ritos.
He renunciado a comprender. Sin embargo, hay una idea que
hasta un ateo puede compartir: Dios es lo mejor que hay en
el Hombre. Si Dios no existe, hay que crearlo transformando
al hombre en Dios... ¿Me has entendido?
- Claro que sí, es el punto de vista del demonio.
Caminaron hasta el portón. Ella le tendió una mano
firme y cálida.
-¿Volveremos a vernos, Mariana? - preguntó el padre
Roldan, esperanzado.
Ella echó para atrás su cabellera larga.
-¡Eres temerario! - exclamó, con una sonrisa inigualable.

124
EL LACAYO

EL LACAYO

No la oyó entrar. La adivinó de pie en la oscuridad: el


manto sobre los hombros, la cabellera larga, un suelto vesti-
do una sonrisa desdeñosa.
- No me engañas - dijo ella, sentándose en el borde de
la cama-, te estás haciendo el dormido.
Quiso tocarla pero no se atrevió, como si temiera des-
pertar.
- Dejaste la puerta abierta.
-¿Qué me van a robar? No tengo nada mío.
Ni queja ni reproche, sók> desapego.
-¿De dónde vienes?
- De la iglesia.
-¿Te has convertido?
-¿Por qué no?
Rieron.
- Voy a preparar unos mates - dijo ella, levantándose.
Mariana solfa ir a la iglesia a la hora del Angelus. El
murmullo de las oraciones, las lánguidas luces del altar, el
rostro ausente de los santos, calmaban su desazón. Se sentaba
èn el fondo, en la parte más oscura, en una de las naves
laterales. Ponía la mente en blanco, olvidaba su encono, su
desesperanza. Sentía que la espiaban. Mujeres enlutadas, al
pasar junto a ella, le dirigían miradas recelosas, llenas de
maldad. Una vez se quedó dormida. La despertó el sacristán.
Fijos en ella sus desorbitados ojos de lunático hacía con los
dedos complicados signos en el aire. Acaso la sintieran una
intrusa. El doctor Alfonso I rala Vargas se sentía como en
sueños en un lugar inverosímil: "¿Qué estoy haciendo aquí?
Soy un usurpador, acaso un prófugo. ¿Qué le queda a Maria-
na? Una casa escondida en una calle de tierra tan solitaria

125
que se ha cubierto de césped. Un padre enfermo que la odia.
Un hombre que se esconde hasta de sí mismo para verla, y
le deja dinero en la mesa de luz. No me extraña que le gus-
te ir a la iglesia".
Años atrás, cuando el Presidente de la República le
ofreció la cartera del Interior, el doctor Alfonso Irala Vargas
puso como condición para aceptarla que se le autorizara a
ordenar la libertad del capitán Feliciano Palacios, que se ha-
llaba detenido por su participación en un complot contra el
gobierno. Alfonso, huérfano de padre desde la primera infan-
cia, fue protegido por la familia Palacios. El Presidente de la
República encontró razonable el pedido, pero se opuso a que
Mariana Arguello, amiga del capitán Palacios, fuera iguaimen
te liberada: "Tiene mucho carácter, no dejará de fastidiarnos
-dijo-; que se quede un poco más, para que le sirva de e s -
carmiento". Alfonso prometió a Feliciano ocuparse de que su
compañera saliera de la prisión en la primera oportunidad
propicia. Entre tanto ordenó que fuera trasladada al Departa-
mento de Investigaciones Especiales, con la especial recomen-
dación de que se la t r a t a r a bien. Algún tiempo después acon-
sejó al doctor Faustino Benítez, quien lo visitó como abogado
de la detenida, que Mariana escribiera una carta suplicando
perdón y comprometiéndose a no realizar en el futuro activi-
dades contra el gobierno. Ella se negó a hacerlo y Alfonso la
olvidó. Había aceptado el ministerio con propósitos definidos
y objetivos a largo plazo que no podía comprometer por cues-
tiones secundarias, habida cuenta de que al Presidente de la
República le repugnaba disponer la libertad de un adversario
político y que siempre se irritaba cuando se le hacían propo-
siciones al respecto. Tanto es así que tuvo un serio altercado
con él cuando llegó la noticia de que el capitán Palacios e s -
taba organizando en la frontera argentina una columna arma-
da rebelde. El ministro, furioso, mandó traer a Mariana a su
despacho. Los guardias esperaron en la antesala.
-¡Es un irresponsable, un tarambana y un loco! - gritó,
fuera de sí-. Me ha comprometido metiéndose en otra tilin-
gada. Creí que sentaría cabeza; que había madurado de una
vez. Debe usted escribirle. Yo le haré llegar la carta-
Los ojos de Mariana se abrieron como la noche cuando
amanece. Nunca olvidaría aquella risa ronca, mezcla de gozo
y amargura.
-¿Qué quiere que le diga, señor ministro? Dícteme us-
ted la carta.

126
Se miraron largamente, en silencio-
Cierto, era una tontería; una vileza sin objeto que ex-
plotaría la oposición para desacreditarlo. Se levantó para or-
denar que se la llevaran. Ella le cortó resueltamente el paso.
- Póngame en libertad, señor ministro -le dijo, sin el
más leve acento de súplica-; ya vio usted que no le sirvo
para nada.
De pronto, se reconocieron.
- Está bien, señorita -respondió adelantándose a abrir-
le la puerta-, veré qué se puede hacer.
Al día siguiente presentó para su rúbrica una orden de
libertad a favor de Mariana Arguello. Ningún preso político
salía de la prisión sin el consentimiento expreso del Presiden-
te de la República, que tenía esa atribución en virtud del
Estado de Sitio que regía en el país desde hacía muchos años.
Examinó largo rato el papel en tanto se frotaba la barbilla,
pensativo.
- Esta mujer fue detenida hace cinco años y pico junto
con el capitán Palacios. Eran amantes. El capitán no sabía
nada, era un idiota útil. Ella en cambio estaba al tanto de
-todos los detalles de la conspiración. Se negó a declarar en
IQS interrogatorios, a pesar de los esfuerzos que hicieron los
muchachos durante casi tres meses. Por su culpa se nos e s -
caparon casi todos los bandidos. Es más terca que una mula,
- Está usted bien informado, señor Presidente.
- Si no fuera así ya nos hubieran echado a patadas ha-
ce tiempo. No hay que bajar la guardia, no me canso de r e -
petirlo. Lo que me extraña es que justamente ahora que su
macho se prepara a soplarnos fuego venga usted a proponer-
me que la pongamos en libertad. ¿Qué espera? ¿Que vaya a
hacerle compañía?
- Ya no tiene sentido retenerla.
-¡No t r a t e de engañarme, usted se perjudica y a mí no
me embroma!
El ministro frunció el ceño e hizo el ademán de levan-
tarse.
- No, pues, hombre, no me ponga es cara, no he queri-
do ofenderlo.
- Le he dado mi opinión si no está de acuerdo, tiene
usted la última palabra.
-(Claro que la tengo!, y es por eso que le pido, mi e s -
timado doctor^ que se deje de macanear.
El ministro guardó silencio. El Presidente de la Repúbli-
ca movió comprensivamente la cabeza.
- Como dice mi compadre, el general Melgarejo, el hom-
bre decente no sirve para la guerra ni para la política. No es
un elogio, sino todo lo contrario. Tampoco afirmo que sea
usted un tonto. Solamente creo que le siguen estorbando al-
gunos escrúpulos, herencia de su pasado político. Ha mejorado
mucho últimamente. Espero que no se le vaya la mano.
Rió entre dientes y continuó en tono sarcàstico:
- El doctor Alfonso Irala Vargas, dicen que descendien-
te de conquistadores, bisnieto de proceres de la Independen-
cia, nieto de héroes de la Guerra Grande, hijo del famoso
capitán Feliciano Irala Palacios, no puede soportar mantener
en rehenes a la amante de su amigo y pariente el capitán
Feliciano Palacios, a pesar de que los enredos de la política
los haya puesto frente a frente. Es poco caballeroso. Algo
así como presentarse con la bragueta abierta en una recep-
ción o largarse un pedo en la mesa y pegar por el perro.
Nde vyro gueteri hiña, sigues siendo un ingenuo.
Alfonso no pudo menos que reír.
- JHIace un momento afirmó usted que había dejado de
serlo - dijo el ministro con una sonrisa un poco amarga.
-¡No me discuta, nunca me contradigo! Le estoy h a -
blando de los restos de sentimentalismo. Los civiles perdieron
el poder por causa de esas zonceras. Nosotros no vamos a
perderlo. Nadie nos va a echar porque no tenemos considera-
ción por nadie. ¿Qué es su amigo Palacios además de ser: un
loco? Es un patriota, se sacrifica por su país y lo hace gra-
tis. Póngale que logre su objetivo. ¿Quién va a gobernar? El
no, desde luego. El poder caería en manos de los "demócra-
tas", unos picaros inútiles que se pelearían entre ellos como
gatos en una bolsa hasta que viniera otro militar a poner
orden. Con patriotas como su pariente el país se iría al dia-
blo. Hay amores que matan.
Alfonso siguió callado. Se había impuesto algunas nor-
mas para el trato con el Presidente de la República y se
atenía a ellas con rigor.
-¡Verdad, justicia, honor, patriotismo! ¡Cuentos chinos!
¿Qué pico yo de todo esto? Hago lo que puedo sin dejar que
me perturben palabras huecas, buenas para diputados y maes-
tros de escuela... ¿Qué está pensando usted?
- Lo escucho, señor Presidente.
-¡Ah, me escucha, me escucha! ¡Claro que me va a e s -
cuchar mientras yo mande, y va a estar de acuerdo conmigo
^e diga un disparate! ¿No le parece?

128
- Usted lo ha dicho, señor Presidente.
El Presidente de la República lo miró fijamente y dijo:
-¿Sabe una cosa, doctor? Si no fuera porque lo ^cesito
para que los inútiles que me rodean hagan algo de ¿. • ¿-vecho,
no me arriesgaría a tener en mi gabinete a un hombro como
usted. Me doy ese lujo porque puedo hacerlo. Se cree supe-
rior a mí, pero está muy equivocado. No se olvide que e s t a -
mos en el mismo barco, flotando en la misma mierda y que
yo puedo echar por la borda a cualquiera de los tripulantes.
-¿Me amenaza usted?
^¡Qué esperanza, doctor, cómo lo voy a amenazar! Sólo
quiero que comprenda cual es la verdadera situación.
- No se preocupe por eso, la entiendo perfectamente.
El Presidente de la República se encogió de hombros y
volvió a examinar la orden que el ministro le entregará para
la firma.
- Creo que esta vez podemos hacerle el gusto -dijo al
cabo-, esta mujer ya está suficientemente corrompida.
Rubricó la orden y dijo entre dientes:
- Pobre Cardocito, tendrá que hacerse la puñeta.
El ministro envió a Mariana Arguello, junto con la no-
ticia de que estaba en libertad, un sobre que contenía diez
mil guaraníes y una nota en la que se ponía a su disposición
para cualquier cosa que pudiera necesitar. Feliciano Palacios,
que tenía mujer e hijos en Buenos Aires, nunca se había ocu-
pado de Mariana, cosa que le produjo a Alfonso una gran
indignación. Feliciano era y había sido siempre un irresponsa-
ble. El ordenanza regresó con la nota y el dinero. No se ha-
bía equivocado; no era una mujer vulgar. En la calle, mane-
jando su automóvil, se sorprendió buscándola. La siguió bus-
cando en sueños. Pero Alfonso no era un colegial sino un
hombre decidido. Al cabo de un mes la hizo llamar.
-¿Estoy detenida?
- No, deseaba verla.
-¿Para qué?
- No tengo explicación
- Comprendo - dijo ella, y sonrió.
Así era Mariana, intrépida, sin remilgos. Le compró una
casa en los suburbios. Venía a verla solamente cuando sentía
necesidad: "Alguna vez, Mariana, he de decirte muchas cosas.
Buscar las palabras que corresponden al silencio. Busco sentir
en tf que soy un hombre, un dios desheredado, un prófugo
condenado a muerte; no el actor de una comedia estúpida
que no me pertenece. La razón podría librarnos del encanta-

129
miento, pero la realidad nos contagia su locura. No la razón
instrumental que gobierna el ciego trajín del hormiguero,1 sino
la del espectador inteligente que no se deja engatusar por las
ficciones del escenario ni conmover por las lágrimas de agua
del histrión. Desde el cerco del corral me veo a mí mismo
enredado en una intriga truculenta tramada por la mente
confusa de un autor mediocre. Me detestan y me envidian.
Entonces vengo a ti buscándome a mf mismo. Sólo tú me
desprecias, sólo tú me comprendes". Ella no hacía preguntas.
Lo había aceptado sin vacilar. Quizás no le quedaba alterna-
tiva. O le era indiferente. O tal vez, en verdad, se habían
reconocido.
- Mariana, no te creo.
-¿Qué cosa? - preguntó ella desde la cocina.
- Que te hayas convertido.
-¿Por qué?
- Tratamos a Dios de igual a igual.
Mariana encendió el velador para cebar el m a t e . Le
pasó uno espumoso, que él sorbió con delicia.
-¿Qué tal está?
- Nadie lo prepara como tú; eres la última depositaria
de un arte olvidado.
Al tercer mate ya no pudo contenerse y dijo:
- Hubo un choque de patrullas en la cordillera de Al-
tos. Los baqueanos creen haber reconocido las huellas del
capitán Palacios en la costa del lago Ypacaraí. Feliciano e s -
taría vivo y muy cerca de Asunción.
Mariana cebó otro mate. Ni un gesto en su rostro im-
pasible.
- Melgarejo ha sido burlado una vez más. Está furioso.
Sus reacciones son imprevisibles. Ha enviado un batallón a
Tacumbú. El Presidente de la República no sabe qué se pro-
pone ni se anima a preguntárselo. Las tropas están siendo
acuarteladas por iniciativa de sus comandos directos. La si-
tuación es muy confusa. La más ligera chispa puede provocar
un estallido y entonces...
-¿Entonces?
- Podría haber llegado nuestra oportunidad...
Continuó hablando sin control, como siempre le ocurría
cuando estaba con Mariana, que lo escuchaba sin hacerle j a -
más una pregunta. Era consciente de su imprudencia. Sabía
muy poco de ella. Varias veces se propuso hacerla vigilar. No
lo hizo, en parte por escrúpulos y principalmente porque no
130
tenia a quien confiar la tarea sin que se enteraran otros fun-
cionarios del gobierno. Pretendía mantener sus relaciones con
Mariana en el más estricto secreto, cosa casi imposible de
lograr en Asunción.
- Se te enfría el mate.
-¡Ah sí, lo había olvidado! Se diría que no te importa lo
que te estoy contando. Si te aburre, dímelo y cambiaré de
tema. Necesito desahogarme, ¿sabes? No tengo en quién con-
fiar.
Mariana le acarició la frente. Luego se inclinó y lo
besó en la boca. Fue un beso largo, húmedo, pleno, de dulzu-
ra incomparable.
-¡Niño! - le dijo con voz ronca, mirándolo intensamen-
t e - . Poderoso señor, ¡quién diría que eres un niño!

En la oscura calle de tierra, Saturio Rojas caminaba


lentamente, con pasos tardos, temblorosos, apoyado en su
- bastón. Usaba anteojos ahumados. Se cubría la cabeza con un
negro sombrero de fieltro de alas anchas. Llevaba sobre los
hombros una capa negra, con las solpas levantadas que le
cubrían gran parte del rostro. En sus paseos nocturnos solía
acercarse desolado a espiar la casa de Mariana. Una vez más
había visto el automóvil del ministro oculto bajo la parralera.
Se alejó gruñendo maldiciones. A poco andar se detuvo j a -
deando.
-¡Mátalo, hija mía, mátalo! -rugió trémulo de furor, con
voz cascada y cavernosa, esgrimiendo su bastón con mano
crispada-. ¡Mátalo y todo te será perdonado! ¡Mátalo si t e
atreves!
Un individuo que estaba apostado en el hueco de un
portón, a un paso del lugar donde se había detenido Saturio,
saltó de su escondite y escapó a la carrera. Vestía un pon-
cho negro y un gran sombrero de paja. Al correr daba tum-
bos como si tuviera una pierna más larga que la otra.

131
REENCUENTRO

Fabio Iglesias hizo a pie los dos kilómetros que separan


la Casa de la Calle España de la iglesia de la parroquia, que,
en aquel entonces, estaba a cargo del padre Roberto Roldan.
Pudo haber ido en tranvía, pero, siempre que podía evitarlo,
no hacía uso de los medios transporte público. A medida que
se alejaba, las cuadras se hacían más largas, las casas más
modestas y los baldíos más frecuentes. Atravesó uno de estos
para cortar camino. Se sintió como en el campo. A ambos
lados del sendero por el que caminaba había grandes árboles
y se veían las lucecitas de los ranchos que los pobres acos-
tumbraban construir en terrenos desocupados que no les per-
tenecían. Salió a una calle empedrada y al llegar a una e s -
quina reconoció el portón de hierro que daba acceso al jardín
de la iglesia. Estaba abierto, pero el templo estaba a oscu-
ras. Decidió entrar suponiendo que 1 a casa parroquial se en-
contraría en los fondos. Apenas había andado algunos pasos
cuando vio a un sacerdote sentado en un banco de losa. T e -
nía el rostro oculto entre las manos y los codos apoyados en
las rodillas, sumido al parecer en profunda meditación. Era
un hombre alto, de anchas espaldas. La claridad era suficien-
te para distinguir sus cabellos rubios. Fabio se le acercó sin
hacer ruido. Era Roberto Roldan. Gozando por anticipado de
la sorpresa que le daría, le tocó en un hombro. Roberto l e -
vantó la cabeza, lo miró parpadeando, sin dar crédito a sus
ojos, hasta que una amplia sonrisa le iluminó la cara.
-iFabio, mi hermano! - exclamó, incorporándose.
Se abrazaron riendo, emocionados. El padre Roldan no
salía de su asombro.
-¡Bárbaro! ¡Qué estás haciendo en el Paraguay! ¿Te has
vuelto loco?
132
Tomados del brazo caminaron hasta la casa parroquial.
El padre Roldan sacó cubitos de hielo de la heladera y una
botella de whisky de un armario. Salieron a sentarse al aire
libre en sillones de mimbre. Roberto se había despojado de la
sotana y los zapatos. Un poco menor que Fabio, su aspecto
era juvenil y rozagante. Sirvió generosamente dos vasos de
whisky y les cargó con los dedos varios cubitos de hielo.
- Brindemos por esta noche de reencuentros - exclamó,
sonriendo, en tono algo enigmático-, el pasado resurge de las
som bras.
Chocaron los vasos y bebieron.
-íjhum, whisky excelente! -exclamó Fabio, paladeando-,
siempre supiste darte buena vida. Se t e ve muy bien, compa-
ñero.
- Es la buena conciencia. Tú en cambio pareces un mi-
sionero jesuíta recién salido de la selva. El oficio de conspi-
rador debe ser algo insalubre.
- Se trabaja. Y a ti, ¿cómo te va en el empleo?
- No me puedo quejar. La burocracia de Nuestro Señor
está bien atendida. La paga es poca, pero buena la comida.
- Y la bebida. „»
- Sobre todo eso, la bebida... ¿Cómo andas? Desde lue-
go, en la clandestinidad. Con el hambre que te tienen te ha-
rían pedazos si t e atrapan. Supongo que sabes lo que haces.Te
conocí temerario, espero que no te hayas vuelto un insensato.
- Ya hablaremos de eso, déjame tomar mi whisky...
Estoy muy contento de verte. Esperaba que para esta época
ya fueras por lo menos obispo.
- Y tú comisario del pueblo en una república fantásti-
ca.
-¿Qué importa? Aquí estamos los dos, firmes en la bre-
ga, cada cual en lo suyo.
- Lo dijo el Mariscal López: "Vencedor es el que muere
por una causa bella".
- Un burgués no diría eso.
- Pero no somos burgueses, no tenemos sentido común.
Se echaron a reír, felices de comprobar que no se había
extinguido el gran afecto que los uniera de muchachos.
-¡Brindemos por el Mariscal López y por el finado Pepe
Stalin!
~¡Y por íCaraí Kiritó!*
-iEso, brindemos también por Ka raí Kiritó! i Salud!
* "El Señor C r i s t o " , generalmente en sentido humorístico.

133
El padre Roldan sirvió otra vuelta de whisky.
•- Aquí falta el doctor Benítez para echarnos un discur-
so -dijo el padre Roldan, cuando se hubieron sosegado un
poco-, ¿te acuerdas de don Faustino?
-¡Cómo olvidar a don Faustino! - exclamó Fabio, pero
evitó decir que lo había visto esa misma mañana.
- Igual que Fausto, su "semitocayo", como él lo llama,
don Faustino tiene un diablo que lo tienta, pero hasta ahora
no ha logrado formalizar contrato porque nuestro amigo no
tiene nada que pedirle. Ya te imaginarás quién es el diablo.
- Desde luego que nuestro amigo Timoteo...
-¡El mismo!
- Muy propio de don Faustino.
- El diablo le cuenta interesantes historias del infierno.
El domingo pasado "El Independiente" publicó una de ellas
con la firma de Retórico Rejala, que es uno de los seudóni-
mos de José-Antonio Lara.
- La leí, me pareció bastante audaz.
~ Nunca le recordé a don Faustino que fuimos tú y yo
quienes descubrimos a Timoteo en el Parque Caballero. Esa
vez te tomé respeto, Fabio, le corriste al mismo diablo.
- No podía ser el diablo. Si lo dejaba escapar iba a
quedarnos la duda... Aparte de sus ocurrencias, ¿qué otra
cosa me podrías contar de don Faustino?
- Sigue usando el mismo traje de casimir negro que le
conocimos cuando era nuestro profesor. Vive cerca de aquí.
Lo veo a menudo. Le remataron la casa que tenía en el cen-
tro y no ha gestionado la jubilación.
- No me explico su indigencia. Es un hombre muy bien
relacionado.
-¿No lo conoces? No acepta un trago si no puede con-
vidar el próximo. Practica la integridad, que, como él dice,
es la jactancia del pobre. Pero no exageremos. Tiene lo in-
dispensable y no necesita más. Ejerce su profesión de aboga-
do. Tendría muchos asuntos si no fuera tan negligente. Suelo
pensar que la pobreza, cuando es deliberada, puede ser una
forma de egoísmo, de indiferencia hacia los demás y renuncia
a la acción. Te lo puedo decir yo, que hice voto de pobreza.
Vive con los libros que le quedan en una casita muy modes-
ta. Tiene una especie de socio o secretario al que llama su
"fauno", como al Wagner de Fausto, que ocupa, con una her-
mana se mi muda y contrahecha que se encarga de la cocina y
la limpieza, una casita anexa. El secretario redacta la mayo-
134
ría de los escritos tribunalicios, que don Faustino firma ge-
neralmente sin leer.
-¿Qué clase de individuo es el secretario?
El padre Roldan se dio cuenta de que Fabio lo estaba
interrogando.
-¿Te interesa particularmente?
- Digamos que sí; después, si hace falta, te lo explica-
ré.
- Está bien, no es un secreto. Se llama Iluminado Fre-
tes. Ha asumido el papel de tonto y se pasa la vida actuan-
do, pero es mucho más inteligente e instruido de lo que la
gente se imagina. Tiene un puestito en el ministerio del In-
terior, pero no es un espía; de esto puedes estar seguro. Sin
embargo, no te descuides.
- No entiendo...
- No lo entiendes porque eres un recién llegado. Por
aquí es preciso cuidarse más de los amigos que de los ene-
migos, que en realidad son pocos e identificables.
- Explícate mejor.
- Estamos a la pesca de novedades, esperando que ocu-
rra algo que nos saque de esta especie de parálisis. El senti-
miento de impotencia, de inutilidad, es muy penoso. La vida
pasa y se malogra lo mejor de uno mismo. Esto nos hace
fantasiosos e irresponsables. Con las mejores intenciones, un
comentario imprudente, una confidencia mal dirigida, pueden
mandarte a la cárcel... ¿Quieres un poco más de whisky?
- Gracias, tengo todavía.
El padre Roldan se sirvió otro medio vaso.
- Avísame cuando quieras ver a don Faustino. Le darás
un alegrón.
Fabio no respondió. Le repugnaba mentir y prefería no
confiar a Roberto que tenía frecuentes contactos con el doc-
tor Benítez.
- Me apena don Faustino -continuó el padre Roldan,
cuyo buen humor se iba apagando-. Después de haber sido
ministro, profesor universitario, historiador consagrado y hasta
poeta, según las malas lenguas, le quitaron hasta la última
cátedra que le quedaba en el Colegio Nacional. Fue una cruel-
dad, no puede vivir sin alumnos. Se consuela diciendo frases
ingeniosas y contando historietas divertidas, como si fuera un
bufón, cuando sabemos que es un hombre de gran talento.
Fabio observó el cambio de humor del padre Roldan,
que en parte atribuyó al efecto de la bebida. El contenido de
la botella de whisky disminuía visiblemente.
135
- El doctor Benítez es un patriota sincero -dijo Fabio-,
pero su patriotismo ha fracasado. Entre nosotros el patriotis-
mo burgués es siempre trágico. El ideal de un gran estado en
expansión se perdió para siempre en Cerro Cora, el Primero
de Marzo de 1870, Desde entonces nuestra clase dirigente
padece de un complejo de inferioridad y de una enfermiza
nostalgia de la historia, que es la historia de sus frustracio-
nes. Esto explica su falta de carácter, su entreguismo y su
impotencia práctica unida a una mitificada glorificación del
pasado. De allí que hombres inteligentes y básicamente hon-
rados como el doctor Benítez sólo puedan ironizar o lamen-
tarse. Nada pueden proponer, y ellos lo saben.
Roberto se encogió de hombros, tomó un trago y dijo:
- Estás atrasado de noticias. Nuestra clase dirigente ha
cambiado la historia por los negocios. Si dijeras que está
irredimiblemente hundida en la mierda sería más sencillo y
acaso estaríamos de acuerdo. En estas condiciones, don Faus-
tino está intelectualmente jubilado. Es un profeta sin mensa-
je, porque el mensaje no existe. Sospecho que ni Dios se acuer-
da de nosotros no valemos la pena.
Desde su regreso al Paraguay Fabio había observado en
mucha gente estados de ánimo parecidos al del padre Roldan
No valía la pena rebatirlos porque había en ello una dosis de
coquetería y porque desde su punto de vista estaban justifi-
cados al no ver salida alguna a la situación. Tomando en cuen-
ta el creciente mal humor de su amigo, decidió matizar la
conversación con una anécdota:
-¿Te acuerdas de mi tío Saturio?
- No sabía que era tu tío. Claro que me acuerdo: otro
más que se fue al tacho.
- Su caso ilustra el drama de nuestros historiadores
honestos. No sé con que fundamento se le metió en la cabe-
za que era descendiente del Mariscal López. Practicaba una
suerte de autoflagelación. Se pasaba el día escribiendo las
cosas más tremendas contra el Mariscal. De noche se a r r e -
pentía y al día siguiente llenaba páginas que harían morderse
el codo de envidia a los más celebrados cultores de nuestra
historiografía chauvinista. Hacia el atardecer le sonaban fal-
sas sus palabras. Que yo sepa, nunca pudo salir del círculo vi-
cioso. Su mujer lo creía loco. Había que verlo reír solo, fro-
tándose las manos con expresión maligna o amenazando con
el puño a su presunto antepasado, o a Bartolomé Mitre y
Pedro II, según fuera su humor del momento. Si uno no esca-
paba a tiempo podía escuchar la lectura tanto de una diatri-
136
ba corno de un ditirambo. La desgracia de mi tío Saturio es
que tomó conciencia de la contradicción, que es de naturale-
za objetiva. Sin medios para superarla, se le pelaron los c a -
bles y se le hizo un cortocircuito en el mate.
El padre Roldan no pudo menos que reír.
- Ese viejo hijo de puta lo tenía bien merecido -dijo-,
Pero, aparte de eso, cualquier cosa buena o mala que se diga
del Mariscal nos afecta profundamente. Como a los griegos la
de Troya, la Guerra Grande nos ha marcado para siempre.
Allí nuestro ser busca su imagen, su arquetipo. Entonces se
plantea la pregunta de si nuestra Epopeya fue el ¡sublime
holocausto de un pueblo en defensa de la patria, o la ciega
adhesión a un déspota maniático que lo arrastró a una aven-
tura demencial. Es como la religión, ¿sabes? Mientras la
aceptemos sin pensar... En fin volviendo al tema... ¡Jhum!...
-bebió un trago, distraído, e inclinándose hacia Fabio, conti-
nuó-: Para los simples la cosa está resuelta: el Mariscal es
un mito, un semidiós hecho a su imagen, que les ayuda a
• vivir... ¡Pensar, esa es la broma!... Sospecho que ningún para-
guayo culto tiene definitiva y racionalmente resuelta la cues-
tión, porque una cosa es plantearse los beneficios que se pue-
den sacar de un dios justo y benévolo que premia a los bue-
nos y castiga a los malos, y otra... A propósito, ¿eres lopista
o antilopista?
Fabio frunció ligeramente el ceño. Había adivinado las
verdaderas dudas del padre Roldan. Sin embargo, prefirió s e -
guir el curso que éste quería dar a la conversación.
- Desde luego no soy "lopista" ni "antilopista". Me con-
mueve el Mariscal, su personalidad compleja y trágica; pero
no reconozco compromisos con el pasado. Mis compromisos
son con el pueblo y con el porvenir.
- Te envidio, Fabio; te envidio la fe que defendí en el
Parque Caballero aquella noche memorable, y que tú conser-
vas intacta -declaró el padre Roldan con una sonrisa algo
burlona, en tanto que echaba más whisky en los dos vasos-.
Yo sirvo a un Dios que no me necesita. Lo sigo sirviendo por
que yo lo necesito. Sin él todo sería demasiado horrible, a b -
solutamente insoportable. Recuerdo que en otra ocasión me
dijiste que me haría sacerdote porque me daba miedo vivir...
Miedo a la soledad, a la duda, a la incertidumbre, a la liber-
tad, al amor... sí, puede que tuvieras razón, aunque ahora,
para serte sincero, más que temor el vivir me da fastidio.
Cada día me veo forzado a absolver la irresponsabilidad y la

137
estupidez. Entre miles de arrepentidos no he encontrado un
solo pecador que merezca algo más que desprecio y muy po-
cos virtuosos que no fueran hipócritas y taimados. Si tal es
el efecto de la religión en el alma del hombre, que Dios me
perdone, pero ¡qué desperdicio! Y esto es agotador, te lo
aseguro. Admiro tu pasión por las ideas; pero,, ¿a quién le
importan las ideas? A unos cuantos charlatanes y a otros
tantos ilusos, que no tienen la más mínima posibilidad de
acción y ninguna influencia sobre los que obran movidos por
apetitos sórdidos y elementales. En el Paraguay las ideas no
mueven una paja. Una vez me desafiaste a invocar al demo-
nio. Fue una ingenuidad. No merecemos el cielo ni el infier-
no. Ya estamos en la puerta, atormentados por mosquitos.
¿Qué va a hacer un diablo por aquí?
- Sin embargo apareció - dijo Fabio, riendo.
- Es cierto, pero era un pobre diablo y acabó haciéndo-
nos trampas - replicó Roberto, recuperando un tanto el buen
humor.
Fabio hizo un balance de las posiciones de su amigo y
decidió plantearle el objeto de su visita.

- No, mi amigo, lo siento -dijo el padre Roldan tras de


una pausa penosa-. Me hubiera gustado mucho ayudarte y de
veras te agradezco que hayas pensado en mí; pero aquí no
puede hacerse la reunión. Esta es una casa parroquial, p e r t e -
nece a la Curia. Si ocurriese una desgracia, o, lo que es más
que probable, la simple indiscreción de alguno de los partici-
pantes, comprometería al Obispo, que ya bastantes problemas
tiene con las autoridades. Yo tendría que dejar la parroquia,
abandonar ,a mis feligreses. En fin, procura comprender que
también le debo alguna fidelidad a mi partido.
Estaban en la oscuridad. Se veía una lucecita en una de
las ventanas que dan al corredor de la casa parroquial. Se
escuchaba un vioiín como en sordina.
- No creas que no me vigilan - continuó Roberto, sir-
viéndose más whisky-, hay espías entre mis feligreses.
- No sigas explicándome, creo que tienes razón.
Se veía que Roberto luchaba consigo mismo.
-¿Cómo te vas a arreglar?
- Ya veremos, es muy difícil, la gente tiene miedo a...
-¡No es mi caso! -protestó Roberto-, ya te dije que...
en fin, ¡paciencia! ¿Qué puedo hacer yo?
138
Quedaron como distanciados. Callaron largo rato- La
música del violfn evocaba un villancico. Fabio no deseaba mar-
charse sin dejar restablecida la confianza mutua.
- Habíame un poco de ti, ¿cómo te trata la vida?
-¿Qué te voy a decir? Aquí me tienes, confinado en
una parroquia de morondanga después de haber estudiado teo-
logía en Salamanca y exégesis bíblica en el Vaticano. Hago
lo que puedo. La broma está en que esperaba realizar gran-
des cosas y me preparé para ello. Puede ser que Dios esté
castigando mi soberbia. Después de todo, la rutina de mi
oficio consiste en celebrar la Santa Misa, escuchar sandeces
en el confesionario, sellar con óleo pasaportes para el otro
mundo y absolver a individuos a los que arrojaría personal-
mente al infierno de una patada en el trasero. Y en medio
de todo eso, luchar contra las tentaciones, no por lealtad a
Dios sino por respeto a mí mismo; por orgullo, para no sen-
tirme un hipócrita. El día que caiga será el fin. Engordaré
* como un cerdo cebado por Satanás, echaré miradas codiciosas
al cepillo de las limosnas y a las tetas de las arrepentidas...
Fabio lo quedó mirando. Roberto rompió a reír.
-¿No te ocurre a veces algo parecido?
- Puede ser -admitió Fabio-, es preciso luchar contra
la desmoralización.
-¡Eso, has dicho una gran verdad, estoy algo desmorali-
zado! Cuando se elige una causa hay que aceptarla con sus
contradicciones. Me alegro tanto de que hayas venido a visi-
tarme. Deberíamos vernos más a menudo, ¿dónde vives?
Fabio no contestó.
- Comprendo, normas de seguridad.
- Eso es.
Roberto bebió un largo trago de whisky. Se le adivinó
en la oscuridad un gesto duro.
- Haría lo mismo en tu lugar, no me ofendo en absolu-
to. Pero me voy a permitir darte un consejo: no te escondas,
procura llevar una vida normal en apariencia, que no incite a
la curiosidad. No irán a delatarte, pero harán comentarios
que, tarde o temprano, llegarán a la policía. El aparato de
represión es primitivo pero muy eficaz. Han tenido tiempo de
sobra para perfeccionarlo.
Suspiró, volvió a beber y continuó:
- Volviste como yo, llamado por esta lealtad irracional
que padecemos algunos paraguayos. Te expones a un peligro
atroz. Te suplico que te vayas, que escapes mientras estés a
tiempo. No se trata del riesgo físico, sino de un peligro de
139
naturaleza moral. ¿Te acuerdas de aquel cuento de Andreiev
en que un diablo, aburrido de ser diablo, decide hacerse bue-
no y pide consejo a un santo cura de aldea?
- Sí, algo leímos de eso.
- Lo primero que hizo el diablo fue volver al infierno
para predicar las máximas que le había enseñado el sacerdo-
te. Lejos de escandalizarse, los demonios se apoderaron de
ellas y el infierno se llenó de predicadores. En sus bocas los
buenos principios se convirtieron en sarcasmos, como son aquí
la democracia, el derecho, la moral, y otras zonceras por el
estilo. Vivimos bajo el peso abrumador de la mentira cotidia-
na. Decir la verdad, más que un delito es una ridiculez... ¿te
acuerdas del desenlace?
- No, no me acuerdo.
- Después de muchas frustradas tentativas de poner en
práctica las máximas del buen cura de aldea, que entre tanto
había muerto, el diablo que quiso ser bueno fue a sentarse
en el atrio de la iglesia, y allí permaneció completamente
inmóvil. La gente se acostumbró a verlo y acabó por creer
que era una estatua. Las moscas le caminaban por los ojos y
las palomas le cagaban...
El padre Roldan seguía bebiendo, pero no estaba borra-
cho; parecía hacerlo más bien por distracción.
- Se está volviendo demasiado larga esta dictadura, mi
amigo; está matando todo lo sano, inteligente, vital y vigoro-
so que resta a nuestro país. Si continua sus consecuencias se
proyectarán mucho más allá de sus límites históricos. Esta
castrando a nuestro pueblo. Envenenará todo lo que éste haga
por varias generaciones. Se t r a t a nada menos que del envile-
cimiento deliberado y progresivo de toda una nación. El hom-
bre decente no puede sobrevivir si no se adapta a las reglas
de juego impuestas por los necios, los cobardes y los picaros.
Sólo medran los canallas, los que saben reptar. Cada día te
obligan a hacer pequeñas concesiones que te van hundiendo
más y más en el pantano. Si resistes, te espera la suerte de
esos pobres infelices que atrapan de vez en cuando. Los mue-
len a palos y los entierran en vida. Ya ni el martirio puede
rendimirnos. Se ha vuelto estéril como el gesto de un loco
que amenaza saltar de una comiza.
Fabio iba a replicar. Roberto lo contuvo dándole una
palmada en la rodilla.
- No, querido amigo, no te gastes. Entre predicadores
no nos vamos a leer la Biblia. Me encuentras muy deprimido.
No sé qué carajo me pasa últimamente. ¿Te quedas a cenar?

140
- De acuerdo.
El violín ejecutaba el "Alabado11. Fabio quedó como en
suspenso.
- Muy hermoso, ¿verdad? Son los balidos del rebaño.
- Me recuerda las procesiones de mi pueblo, en la fun-
ción del Santo. ¿Quién es el rabelero?
- El hermano Martínez, mi sacristán. El pobre está lo-
co. Los demonios lo atormentan. Toca el violín para auyen-
tarios. ;
Comieron borí-borf* seguido de puchero de gallina con
abundancia de mandioca y aguacate, regados con un buen
vino. Les sirvió doña Rosaria, una de esas viejas paraguayas
que da gustò mirar. El sacristán comió en silencio, sin levan-
. tar los ojos del plato. Antes del postre pidió permiso para
retirarse. Se santiguó tres veces y reculó hasta la puerta.
- Pobre Martínez -comentó Roberto-, vio que no t e
persignaste cuando nos sentamos a la mesa y ahora le gruñe
la sospecha de que eres el diablo en persona. ¡Si supiera lo
* cerca que está de la verdad!
El padre Roldan había recuperado el buen humor. Cuan-
do doña Rosaria hubo levantado la mesa, sacó de un armario
una botella de coñac francés legítimo.
- Me lo trae la mujer de un contrabandista a cambio
de indulgencias para su marido. Cree que así ese badulaque
podrá colarse también por la aduana de San Pedro... ¿Tie-
nes apuro?
- Ninguno.
Roberto sacó del mismo armario un juego de ajedrez.
- Vamos a ver si èn tanto tiempo aprendiste a jugar.
Fabio le ganó fácilmente tres partidas.
- Practiqué en la cárcel -dijo riendo-. Estuve preso
cinco años.
Roberto, con los dedos de una mano enredados en los
cabellos y mordiendo los nudillos de la otra, miraba el table-
ro, desconcertado*
-¡Así no vale, me lo hubieras advertido! -exclamó, mez-
clando las piezas-. Te subestimé, y encima me distraje pen-
sando en tu maldita reunión. Mañana iré a ver al bravo coro-
nel Cándida Urbieta, un viejo formidable que no le tiene mie-

Sopa espesa, con b o l i t a s de maíz.

141
do a nada. Hasta los pyragüé le respetan al famoso Alacrán,
ahora convertido en propietario del 9ar "La Armonía". Ál
fondo de su boliche hay unos cuartitos desocupados. Si, como
es casi seguro, consigo convencerlo, el problema está resuel-
to.

**3S$*«K3t**

142
LA CASA DE LA ABUELA

A las ocho en punto de la tarde, poco después de que


hubo entrado el sol, José-Antonio Lara dio un aldabonazo en
la puerta de la casa que fuera de la legendaria doña Pilar
Frutos de Recalde, universalmente conocida comò la Casa de
la Abuela. Ahora pertenecía a uno de lós innumerables nietos
o bisnietos de la ilustre señora, el doctor Carlos Peralta. Fue
recibido con efusiva cordialidad. Pasaron a ia biblioteca. El
doctor Peralta le dijo que, como le había anticipado esa ma-
ñana, estaba viviendo en la casa doña Consolación Vargas de
Palacios, madre del capitán Feliciano Palacios, de cuya muer-
te en combate informara el genera! Melgarejo en un reporta-
je publicado en ME1 Independiente 11 con la firma de José-An-
tonio. Era comprensible que la pobre mujer deseara hablar
con el periodista en procura de detalles. Era el trago amargo
de la noche. Proponía apurarlo de inmediato, para luego gus-
tar de otros más placenteros. José-Antonio estuvo de acuerdo
y el doctor Peralta fue a buscar a doña Consolación.
La gran señora facilitó las cosas. Saludó amablemente a
José-Antonio, le preguntó de la madre de éste, que, según
dijo, era prima suya. Lo felicitó por su brillante labor al
frente del suplemento cultural de "El independiente" y por
los bellísimos poemas y magníficos artículos que publicaba
bajo su firma. Una vez que se hubo establecido la confianza
mutua, llevó la conversación al tema que le interesaba. Habló
con orgullo de su hijo. Había leído atentamente el reportaje
publicado por José-Antonio. Desde luego, la palabra de un
forajido como el general Melgarejo no le merecía ninguna fe.
SÍ Feliciano había muerto, ¿dónde estaba el cadáver? ¿En qué
circunstancias había ocurrido la desgracia? ¿Qué podía decirle
José-Antonio ai respecto? No debía temer causarle penas.

143
Estaba entregada a la voluntad de Dios. Su hijo Feliciano, al
igual que su padre y que su abuelo había puesto la vida al
servicio de la patria. Si la perdía en cumplimiento del deber
que se había impuesto, serviría de consulo al desolado cora-
zón de una madre paraguaya la certeza de que cayó como un
valiente. A José-Antonio, en extremo sensible a la belleza, se
le llenaron los ojos de lágrimas. Dijo que, por lo que había
podido averiguar, pese a los intensos rastreos que se habían
efectuado en la zona de operaciones, no se encontraron los
restos del capitán Palacios. La información se fundaba en de-
claraciones de prisioneros bárbaramente tratados en los inte-
rrogatorios. No había pues evidencia material alguna de que
Feliciano hubiera muerto.
- Es todo lo que deseaba saber -dijo la señora, levan-
tándose-. Que Dios te bendiga. Dale mis saludos a tu madre.
Luego de que doña Consolación se hubo retirado, el doc-
tor Peralta y José-Antonio bebieron un whisky antes de la
cena. Se sentaron en la mesa la esposa y los hijos del dueño
de casa. Doña Consolación rogó que la excusaran. La comida
fue abundante y deliciosa, regada con excelentes vinos. Trans-
currió en un ambiente de familiaridad y sencillez. Cada cual
tocó el tema que le interesaba. La señora, del arreglo de la
casa; los muchachos, de sus estudios. Se habló un poco de
literatura y se comentó la tensa situación política. Se hicie-
ron bromas, se contaron chismes. Por último, los mayores sa-
lieron a tomar fresco en el patio. Después de hacerles com-
pañía unos momentos, la señora se retiró discretamente.
La casa de doña Pilar Frutos de Recalde, lejos de sufrir
la raedura del tiempo, se erguía lozana en su altiva vetustez.
José-Antonio la había visto casi en ruinas después de la gue-
rra civil. Por dentro, los cambios eran profundos. Se había
remozado el mobiliario sin quebrar la armonía de los ambien-
tes amplios. En las paredes, libres de grietas y rajaduras, en
vez del empapelado desteñido, había pintura de colores claros,
algunos cuadros de buen gusto y unos pocos retratos de la
ilustre familia. Faltaba el cántaro en el corredor. El árbol de
los pesebres había crecido hasta alcanzar dimensiones colosa-
les. Sin la enredadera de jazmines que lo cubriera por com-
pleto, lucía blanco y desnudo el alto paredón. Unas pocas
macetas reemplazaban a la aglomeración tropical de las plan-
teras de antaño, amorosamente cuidadas por las viejas tías.
El aroma era distinto. El aljibe era un detalle ornamental en
el patio, donde las grandes baldosas exagonales habían sido
reemplazadas por un piso de cerámica. Las mecedoras de

144
mimbre y de loneta fueron sustituidas por un moderno y có-
modo juego de jardín. El muro de balaustres que marcaba el
limite con el patio de la servidumbre, había sido demolido.
Ya no existían los cuartuchos de los estudiantes donde José-
Antonio solía escuchar con infantil curiosidad apasionadas
discusiones. Carlos Peralta se destacaba entre sus compañeros
por su seriedad y rigor intelectual. A pesar del parentesco,
la diferencia de edad hizo que en aquel entonces se trataran
poco. Pero, de un tiempo a esta parte, se veían a menudo en
exposiciones de pintura, estrenos teatrales, conferencias, t e r -
tulias literarias, a las que José-Antonio concurría con asidui-
dad desde que estaba a cargo del suplemento cultural de "El
independiente". El ahora doctor Carlos Peralta se había con-
vertido en un hombre sólido, sin fisuras visibles.
José-Antonio, cuyo fervor patriótico había sido estimu-
lado por la entereza de doña Consolación, hizo algunas confi-
dencias. Se estaba conspirando activamente, con buenas pers-
pectivas de éxito esta vez. La situación del gobierno se había
tornado crítica. Un sacudimiento de cierta intensidad haría
que se viniera abajo como un castillo de naipes.
- Aunque no soy político he decidido meterme en el
asunto, pese a que, a decir verdad, no creo que sirva de
mucho mi participación. El riesgo es grande. Te confieso que
me asusta un poco lo que me puede pasar si me descubren.
El año pasado, cuando me llevaron preso por unas declaracio-
nes imprudentes que había hecho en Europa, estuvieron a pun-
to de torturarme. He visto en el campamento de Melgarejo
el trato horrible que dan a los prisioneros. Sin embargo no
pude decir que no cuando mis amigos me invitaron a partici-
par en la conspiración. Hubiera sido indecoroso. No se puede
aguantar a este régimen podrido sin intentar por lo menos
combatirlo. La aceptación pasiva nos convierte en cómplices.
-¿Se puede saber quiénes están a la cabeza? Supongo
que puedes confiar en mí.
José-Antonio le dio algunos nombres. El doctor Peralta
hizo un gesto de extrañeza y se encogió de hombros.
- Sé lo que estás pensando y tienes razón -le dijo José-
Antonio-: no hay personalidades de primera linea. Pero, ¿qué
le vamos a hacer? Las vacas sagradas o están en el exilio o
viven de favor en nuestro país, más que vigilados, creyendo
que lo están. Ven espías y provocadores hasta en la sopa.
Algunos de ellos están desacreditados; en vez de ayudar s e -
rían perjudiciales. Tal vez sea mejor así. El país necesita

145
soluciones nuevas, no un ilusorio y falaz retorno al pasado.
Hacen falta hombres nuevos. Hombres como tú, y lo digo sin
ánimo de halagarte, íntegros, capaces e intachables...
El doctor Peralta lo escuchaba con interés pero sin en-
tusiasmo. José-Antonio se calló. Hubo un largo silencio.
Lo rompió el doctor Peralta.
- La cuestión está, mi querido pariente, en lo que arries-
ga cada uno, y en ios resultados que se obtendrían en defi-
nitiva, en caso de éxito. Aquí me tienes, en una posición
económicamente desahogada, con una familia normal y el
honor intacto. Me respetan, me temen, y unos pocos, muy
pocos, puede ser que me estimen. El dinero cuidadosamente
administrado, porque no soy un hombre rico, me pone a cu-
bierto de agachadas. Vivo bien, sobriamente- y sin ostenta-
ciones. Me doy algunos gustos, el principal de los cuales es
no verme obligado a adular ni a hacer nada que me desagra-
de. Leo lo que me proporciona placer, escribo lo que me
da la gana, cuando me da la gana. El gobierno me Írri-
ta, me indigna en ocasiones, pero debo reconocer que ha-
ce por mí el trabajo sucio. Deja para ios suyos la parte del
león, pero algo me toca de lo que arranca al pobre desgra-
ciado que araña la tierra, se desloma en los montes o repun-
ta novilladas. ¿Sabes cuánto debe caminar un cultivador de
algodón para generar las divisas necesarias para importar una
botella de este excelente whisky escocés que estamos bebien-
do? Unos cuarenta kilómetros. No es justo, de acuerdo; pero,
mi amigo, ¿cuál es la alternativa? La ruina personal, la a m a r -
gura del fracaso, el resentimiento más o menos disimulado
por la entrega a una causa cuyo carácter ilusorio me negaría
a reconocer para no renegar de mi propia vida. Si hubiera
seguido e s e ' c a m i n o ' andaría hecho un estropajo, quejándome
de ingratitudes y de la mala suerte. Es el destino de mi g e -
neración. Quienes lograron eludirlo se han vendido, se han
entregado a la bebida o han emigrado al extranjero. Yo me
salvé de estas opciones a costa de una dictadura feroz sobre mí
mismo. Ahogué ideales e impulsos generosos, encadené a una
parte, acaso la mejor, de mi naturaleza. Si aflojaba, estaba
perdido, sin provecho para nadie. Si hubiera aplicado a otro
objeto la energía que consumí para preservar a mis hijos de
la miseria, y seguir siendo un hombre honrado y decente en
medio de la canalla, ¿hubiese aliviado en algo la miseria y la
indecencia públicas? ¡Claro que no, claro que no!

146
José-Antonio no supo qué decir. Pensó que era una lógi-
ca mezquina, pero en su nivel irrebatible. El doctor Peralta
se dio cuenta.
- Aunque sólo vivo a medias, no es mi intención pegar-
me un tiro. Son las alternativas que nos dejan estos buenos
señores.
Calló un momento y continuó:
-¿Ves ese árbol, lo recuerdas? Cuando compré esta casa
a mis coherederos estaba por secarse. Con mis manos removí
la tierra profundamente. Puse abonos. Lo libré de parásitos.
Podé las ramas muertas y podridas. Pues bien, allf lo tienes,
reverdecido, poderoso. Solemos dialogar cuando me ataca el
insomnio y 'salgo a sentarme aquí. Es más viejo que yo y
habrá de sobrevivirme...
- En resumen, no contamos contigo.
El doctor Peralta sonrió.
- No he dicho eso. La vida es un constante desafío al
azar. Hay que darle al destino su oportunidad. He corrido mis
riesgos, volveré a correrlos si es necesario. Déjame pensar un
poco más, si hay tiempo para ello.
Se acarició la barbilla y contempló el cielo estrellado.
- A papá le gustaba hablar de planetas y constelacio-
nes. Era un soñador al que los sueños imperiosamente domi-
naban. Yo no quería dormir afuera en las noches calurosas de
miedo a que una estrella me aplastara la cabeza... En fin, ya
veremos. Tenme informado y cuenta con mi discreción.

*!3S3**gS3*

147
LA MAISON DU DI A B L E ROUGE

Walter Cardozo Einke, subsecretario del Departamento


de Investigaciones Especiales, y Babe Niberto, secretaria pri-
vada del Presidente de la República, estaban tornando cerveza
en la vereda de una confitería céntrica. Aunque era noche
cerrada no aflojaba el calor.
- No te podes quejar, Cardocito -decía Bábe, en tono
de reconvención-,* ¿qué lo que te falta? Tenes casa con pis-
cina, auto último modelo y muchos indios guardados.
- No sólo de pan vive el hombre -sentenció Walter-,
sigo en el mismo puestito donde empecé, con un oficio de
perro.
-¿Qué te importa? El Presidente de la República te
necesita donde estasi sos insustituible. Le oí decir muchas
veces: "Ese gringo-ray* de mierda no tiene cambio; vale más
que todos juntos".
Esto pareció halagar a Walter, sin alcanzar a conven-
cerlo.
- No tanto, como antes -dijo modestamente-. El gobier-
no está fuerte, en parte por obra mía. Tal vez sea necesario
centralizar el aparato, cambiar a gente' que estorba y hace
papelones, como Ojarro, por ejemplo, y otros ajustes por el
estilo. En cuanto a las conspiraciones, son de rutina. En cien
años de práctica los paraguayos no han aprendido a conspi-
rar. Son tan desorganizados e imprudentes como en el primer
día, con la diferencia de que ahora, Cardocito mediante, se
enfrentan a una maquinaria moderna. Es como disparar fie-

Hijo de gringo, de europeo. Se aplica preferentemente a los de


origen nordico.

148
chas contra un atanque. Mientras no cambien de método no
serán peligrosos para el orden constituido. Entre tanto yo po-
dría descansar un poco.
- Me parece muy bien -dijo Babe, comprensiva-, hace
años que no salís de tu agujero, y eso revienta a cualquiera.
Tomate unas vacaciones. Anda a pasear a Europa o Norte-
américa, como hago yo de vez en cuando. Si no que res gas-
tar, te podemos inventar algo para que te salga gratis.
- No se trata de eso -replicó Walter, sombrío-. Estoy
hasta la coronilla. No me queda un amigo, ninguna chica de-
cente me lleva el apunte. Me desprecian hasta los que se
sirven de mí y me deben favores.
- Dicen que no te llevas bien con el ministro, ees cier-
to eso?
- Ni bien ni mal, es el ministro y puede hacer lo que
quiera. Hasta insultarme y burlarse de mí si se le da la ga-
gana. Para eso manda. Se le antojó apodarme el "Verdugui-
llo", y ahora se me llama así hasta en los panfletos clandes-
tinos de la oposición. ¡A mí que jamás le puse la mano enci-
ma a un preso! Al contrario, evité que se torturara a muchos
de ellos. No es que sea pichado, pero me revienta la injusti-
cia y la ingratitud... ¡El Verduguillo! Claro, yo no le puedo
poner marcantes a mi jefe, que una vez casi mata a patadas
a un estudiante que le gritó "renegado" y le escupió en la
cara...
Walter se detuvo de golpe, pero ya era tarde.
-cEn serio? ¡No lo sabía! ¿De veras me decís? ¡Qué
gracioso!
-¿Cómo lo ibas a saber si fui el único testigo y no le
conté a nadie? Ocurrió en mi despacho. Parece que el minis-
tro se arrepintió enseguida, porque media hora después me
ordenó por teléfono que pusiera en libertad al muchacho... Te
ruego que no lo comentes -agregó, sin esperanzas-, me po-
drías comprometer.
Babe ya no lo oía, estaba entusiasmada.
-¿Vas a decirme quién fue? ¡Le daría un beso, qué va-
liente!
Walter se encogió de hombros.
- Entendés poco a la gente. Hizo esa locura porque
estaba asustado. Muchos reaccionan así, no es nada raro.
- Así ha de ser, vos tenes mucha experiencia.
-¿Viste? ¡Hasta vos me desprecias!
Babe le acarició la mano.
149
- No digas eso, Cardocito, <cómo te voy a despreciar?
Nos conocemos desde chicos, sé que sos un buen muchacho.
Se te ocurren estas cosas porque estás muy cansado. Le ha-
blaré al Presidente de la República, pero tenes que darme
tiempo. Hay que elegir con cuidado el momento oportuno. No
puedo ir a decirle así, de sopetón, "Cardocito quiere ser di-
plomático". Por ahí se le antoja que te querés escapar por-
que huele mal el horno, y en vez de una embajada te hace
dar una paliza.
- Hace como quieras, pero no te vayas a olvidar.
Iba a llamar al mozo cuando vio a José-Antonio Lara,
que, distraído, caminaba hacia ellos por la misma vereda.
- Fíjate, allá viene Pepe Lara. Te apuesto que se hace
el zonzo para no saludarnos.
Babe se tapó la boca para aguantar la risa.
-iPobre, lo comprometemos! -exclamó, comprensiva-.
Miralo un poco, ¿de dónde vendrá tan pensativo?
- Es lo que quisiera saber -murmuró Walter, tapándose
la cara con el porrón de cerveza.
Como Walter lo previera, José-Antonio Lara pasó de
largo mirando para otro lado. Babe Niberto lo llamó a gritos,
corrió tras él, lo tomó del brazo y lo arrastró hasta la mesa.
No pudo resistirse: Babe era más grande que él. Walter reía
en sus adentros. José-Antonio miraba para todos lados, teme-
roso de que lo vieran en tan malas compañías. O por su mala
conciencia, pues estaba metido en una conspiración.
Babe se puso a retarlo:
- No me digas que no nos viste, sos un degenerado. No
te vamos a comer. ¿No somos gente, o qué?
José-Antonio se tironeaba nervioso la barba puntiaguda,
tratando de sonreír. Era bajo, enjuto, ágil. Se movía como a
resortes. Vestía pantalones estrechos de tela acanalada y
camisa de aó-poí. Calzaba mocasines, usaba cartera y fumaba
en pipa. A su regreso de Europa escandalizó su indumentaria.
Llegó a ponerse en duda su virilidad. Le ladraban los perros,
lustrabotas y diarieros lo seguían por la calle. No se dejó
intimidar y al poco tiempo tuvo imitadores.
- Leí tus versos el domingo -seguía Babe-. Decime un
poco, cte acordabas de mí cuando escribías tus "Azules íta-
pueños"? No entendí gran cosa pero me sentí interpretada.
Hasta lloré un poquita, te lo juro.
Así era Babe, traviesa, simpatiquísima, arriera como
ella sola. Desarmado por la cordialidad de sus amigos, José-
Antonio se tranquilizó.
150
- Te voy a dedicar unas "Coloradas Asunceñas" que es-
toy escribiendo para tranquilizar a mis colegas de "La Na-
ción". Dicen que mis n Azules"... son una solapada propaganda
liberal... ¿Qué tal, Walter? ¿Siempre en tu porte?
- Vivo nomás, como ladrón sin suerte... ¿Qué vas a
tomar?
- Pedi me una cerve cita.
Walter se daba cuenta de la difícil situación en la que
había colocado a José-Antonio y disfrutaba con ello, Pepe era
un ingrato. Walter lo había sacado de un apuro con todo de-
sinterés. Un año atrás, al conocerse en Asunción ciertas de-
claraciones imprudentes que José-Antonio hiciera en el ex-
tranjero, fue a parar detenido al Departamento de Investiga-
ciones Especiales. Walter lo sacó de las garras de Claudio
Arévalo cuando éste ya lo tenía desnudo, temblando como
una hoja, al borde de la pileta del suplicio. Babe le habló al
Presidente de la República. Mediante ellos, y no por los peti-
torios de la Academia Literaria, del Colegio de Abogados, de
los telegramas de pesonalidades del exterior, fue puesto en
libertad al cabo de unas semanas. Walter pensó que el susto
bastaría para hacerle sentar cabeza, pero no fue así. Hubie-
ra dejado que Claudio lo zambullera dos tres veces. Porque
Walter deseaba sinceramente proteger a su amigo. Esto sería
posible si lograba sacarlo a tiempo del lío en que se había
metido. El problema estaba en hacerlo sin que José-Antonio
se diera cuenta de que Walter andaba sobre la pista de los
conspiradores, pues podría poner sobre aviso a sus cómplices.
Miró su reloj: eran las diez y media. Tenía tiempo suficiente
para perderlo en un amigo. José-Antonio insistía en marchar-
se. Por suerte Babe no lo dejaba ir.
-¿Qué tanto apuro, Pepito? Nos vemos cada muerte de
obispo y ya me querés dejar. Antes era diferente, ¿te acor-
dás? Entrabas a mi casa a altas horas de la noche con malas
intenciones. Fui traicionera contigo, lo confieso, pero era
zonza todavía. Ahora mismo te daría un beso grandote si no
tuvieras esa barba asquerosa. Decime, ¿no te molesta, con el
calor que hace?
José-Antonio reía y acababa por ceder.
- Por un beso me la corto.
-¿En serio? ¡Sos un amor! Si te sacas esa puerqueza te
daré lo que me pidas.
-¿De veras?
-ÍTe lo juro!
151
Walter los observaba sonriendo. No había duda de que
Babe cumpliría su promesa. Bastaba verle los ojos la boca
grande, dientuda, devo r ador a. Al reír se sacudía como si un
líquido llenara su piel tostada y tersa. Como una flor carní-
vora, tenía redondeces para abrirse y absorber al escuálido
poeta. Aunque objetivamente fea, Babe Niberto era endiabla-
damente apetitosa.
Mientras ellos se divertían, Walter Cardozo Einke consi-
deró metódicamente el problema de la salvación de José-An-
tonio Lara:
"Pepe es inofensivo, no va a joder a nadie. Lo único
que conseguirá con sus chiquilinadas es que lo muelan a palos
y lo expulsen del país.
"Desde otro punto de vista, está a cargo del suplemento
cultural de "El Independiente". Debo reconocer que el doctor
I rala Vargas tiene razón cuando dice que, mientras no pase
de ciertos límites, sus audacias son una descarga saludable
para los descontentos, como esas estupideces que escribé en
las "Viñetas Asunceñas" con el seudónimo de Retórico Reja-
la. De paso, permite demostrar a los organismos internacio-
nales, siempre dispuestos a dejarse convencer, que en nues-
tro país hay libertad de prensa. Mal que le pese, está sir-
viendo a la política del superior gobierno.
"José-Antonio Lara fue profesor en universidades euro-
peas. Cuando estuvo preso pidieron por él Jean-Paul Sartre,
Behrand Russell y otros particulares de renombre mundial, a
los que nuestro Presidente hizo decir que se fueran a mear
contra las tunas. Esta circunstancia, más la publicación de
dos libros de poemas que nadie entiende, y algunos ensayos
históricos y literarios sin connotación política inmediata, su-
mados al hecho de pertenecer a una familia tradicional, con
vinculaciones dentro y fuera del gobierno, le abre todas las
puertas aunque él mismo sea un pelagatos. Anda siempre por
ahí, dando charlas y conferencias. Es orador obligado en las
presentaciones de libros. Aunque sospecho que no entiende un
carajo su opinión es consagratoria en las exposiciones de pin-
tura. Enseña en la Universidad Católica y anda bien con los
curas. Está comprometido con la hija del director de la Es-
cuela Militar. En resumen, tiene un prestigio considerable. Si
nos obliga a proceder contra él se va a armar un escándalo
que nos hará perder el tiempo.
"Al ñn y al cabo a este pelotudo le va mejor que a
mí, que siempre tuve mejores notas que él en todas las asig-
naturas. Es envidiado y calumniado por hombres de su gene-
152
ración, que pasan por amigos suyos y a los que estima más
que a mí, que de veras trato de ayudarlo. Tiene todo lo que
un hombre de letras puede ambicionar, salvo dinero. Pero ya
se consiguió una novia rica, hermosa y encantadora, que a mí
no me saluda. ¿Para qué entonces este idiota le busca tres
pies al gato y se mete con irresponsables? Se reúne en el
bar "La Armonía" con un grupo de charlatanes atorrantes,
acaudillados por el doctor Faustino Benítez, que es un tilingo.
No le di importancia al principio a los informes de los pyra-
güé acerca de esas tertulias, pero fiel a la norma de averi-
guar de qué se trata, percibf una lógica en los vagabundeos
del doctor Benítez. Toca una serie de puntos que, siguiendo
una línea sinuosa, van trazando el perfil de la conspiración.
Me faltan algunos detalles, como por ejemplo, qué sabe Pepe
Lara y hasta dónde se ha dejado comprometer este tonto de
capirote".
- Propongo celebrar este encuentro en la Maison du
Diable Rouge -dijo Walter-, Actúa Maruja Fontán. Podríamos
bailar un rato y tomar unas copas.
-<En la Maison...? No, mi estimado, no me da el presu-
puesto. Jamás estuve allí.
- No te preocupes, que yo invito.
A Babe le entusiasmó la idea. José-Antonio pensó que,
como escritor y periodista, no tenía derecho a renunciar a la
oportunidad de conocer un antro en torno al cual giraban las
intrigas del momento y donde acaso se decidiera la suerte
del país. Si se había atrevido a ir al campamento del general
Melgarejo, en plena selva, y hacer un reportaje a un jefe
bárbaro, podría acudir a la guarida de Monsieur Pichón, un
rey del hampa que dirigía desde su boliche el tráfico de e s -
tupefacientes a nivel mundial. Sería como dar un salto de lo
primitivo a lo moderno, de lo telúrico a lo universal. Guando
subieron al automóvil de Walter, Babe Niberto lo miró, pro-
metedora.

Al bajar de una loma divisaron una franja del río y ro-


jos resplandores sobre la oscura barranca. Pasaron un pueblito
dormido y entraron por una carretera sinuosa a un largo t ú -
nel de follajes densos. José-Antonio iba en el asiento trasero,
acodado en el respaldo de la butaca de Babe. Se refrescaba
las narices en la perfumada caballera y decía picardías que
ella celebraba con risitas complacientes. Walter conducía en
silencio. Pasaron un portón y fueron a estacionar frente a la
153
casa, en una playa de asfalto atestada de automóviles de lujo.
En la torre bailaba el diablo rojo de ojos amarillos y larga
cola enroscada en un letrero de neón. Subieron la escalinata
y se abrieron paso a empujones en un bar instalado en una
sala lateral. Babe y José-Antonio esperaron a Walter, que
procuraba llegar hasta el hombre que atendía la caja regis-
tradora.
- Vas a ver cómo Cardocito nos consigue un buen lugar
- dijo Babe, al tiempo que saludaba con la mano a un hom-
bre que, desde uno de los banquillos clavados junto al mos-
trador, les sonreía con una copa en alto. Era un cincuentón
achinado y hercúleo, de traje blanco y corbata colorada. Lo
acompañaban dos chicas casi adolescentes de oficio manifies-
to. José-Antonio reconoció a Claudio Arévalo, el torturador
que estuvo a punto de sumergirlo en una banadera de agua
sucia. Como insistía en saludar, José-Antonio le sonrió estú-
pidamente. Claudio, muy contento, hizo el gesto de beber
a su salud. La presencia de Claudio Arévalo le devolvió a la
realidad. Percibió ese tufo inconfundible de los ambientes
sórdidos.
-<De veras que no conocías este lugar? Es de lo más
divertido. Mira, aquel es Monsieur Pichón.
Un hombre oscuro, bajo, calvo y grueso, de traje blan-
co y corbata mariposa, avanzaba hacia ellos en compañía de
Walter. Besó la mano de Babe y le dio a José-Antonio un
enérgico apretón.
-iAh un poeta! -exclamó, regocijado- ¡Oh la poesie, la
poesie!
Sus ojos eran grandes, fríos, escrutadores, algo salidos
de las" órbitas.
- Bien, ya nos arreglaremos. Pour vous, Mademoiselle,
tous les privilèges!
Su risa era áspera, burlona. Un mozo se acercó a ha-
blarle al oído. Monsieur Pichón asintió con la cabeza.
-¡Par i ci, mes amis; par ici!
Entraron a un salón lleno de gente. Monsieur Pichón los
dejó en un reservado, cerca del escenario. Un mozo retiraba
el servicio. José-Antonio distinguió, en la semipenumbra, las
miradas hostiles de una pareja que estaba discutiendo con un
camarero que trataba de calmarla. Se sentaron en un banco
semicircular, en torno a una mesa baja. Babe se instaló en el
medio, más cerca de José-Antonio, rozándole con la cadera.
José-Antonio trató de apartarse, pero ella lo contuvo con un
154
discreto tironcito. Walter pidió champaña. Aunque hablaran a
gritos era difícil entenderse en el barullo de la orquesta.
José-Antonio sacó la pipa y se puso a cargarla lentamente.
La Maison du Diable Rouge era, a primera vista, un
club nocturno vulgar, absurdo y aturdidor como son general-
mente los antros de su tipo. Los mentideros de la oposición
le hacían objeto de toda suerte de murmuraciones. En una de
las salas funcionaba un casino exclusivo en el que nunca per-
dían ciertas personas. El suspenso consistía en cuánto se les
dejaría ganar. Era una forma de soborno que no hería sucep-
tibilidades e inducía a sus beneficiarios a mantener las m e -
jores relaciones con el dueño de casa. Si la partida acababa
en un empate, era un claro indicio de que había llegado el
momento de hacer méritos, de que se estaba abusando de la
generosidad de la banca o de que se daban por bien pagados
los servicios. Perder equivalía al anatema, al ostracismo, pero
esto había ocurrido en contadísimas ocasiones, y hubo un c a -
so en el que el desafortunado jugador se apresuró a huir al
extranjero. Había cabanas desperdigadas en el parque y un
plantel continuamente renovado de muchachas escogidas. Los
precios prohibitivos hasta para personas de regular solvencia,
no regían para una parte de la clientela, que se limitaba a
firmar la cuenta, que, si ocasionalmente era reclamada, debía
pagarse sin chistar, pues una negativa implicaba graves ries-
gos. A veces la Maison se cerraba para el público. Secretea-
ban las burreras lambareñas a sus marchantes de la capital,
que en esas noches el viento traía retazos de polca-kyre'y*,
el diablo rojo refucilaba enardecido, se oían sapucái** y tiros
de revólver que alborotaban a los perros en varias leguas a la
redonda.
Walter pidió permiso para dejarlos un momento. La or-
questa cedió lugar a los "Bohemios guaraníes", un conjunto
"folclòrico" compuesto de acordeón, arpa y guitarras. Los
músicos estaban disfrazados con camisas bordadas, fajas in-
dias multicolores y repujadas botitas de vaquero. Cada uno
tenía un poncho treinta-listas doblado en el hombro. Se pu-
sieron a berrear cursis polquitas de moda y guaranias abole-
radas, tan híbridas, estilizadas e idiotas como su indumenta-
ria. Poco a poco el champaña y el contacto de la cadera de

* Polca a l e g r e , de ritmo rápido.


** Grito f u e r t e y prolo ngado que lanzan los campesinos paraguayos,
como expresión de c o r a j e , v i c t o r i a o entusiasmo.

155
Babe fueron haciendo efecto en José-Antonio. Celebraba las
guarangadas de su compañera y aplaudía a los músicos. Wal-
ter había regresado. Estaba taciturno. Bebía una copa tras
otra y sólo intervenía incidentalmente en la conversación. Se
despidieron los ,,bohèmiosM. Bajó el telón. Se oyó trajín de
utileros. Una orquesta se instaló en la fosa. En una especie
de palco de proscenio se entreabrió el cortinado y aparecie-
ron tres sujetos de uniforme. Babe, excitada, se volvió hacia
Walter y le dijo:
-¡Fijate, fijate un poco!, ¿quiénes son?
Walter miró a José-Antonio antes de responder:
- El coronel Ciríaco Ojarro; íos otros son oficiales del
Glorioso Batallón.
Babe Niberto rompió a reír a carcajadas.
-¡Es él nomás, qué desfachatado!
- Estaba en el casino echando baba detrás de la tai
Maruja. Ha perdido completamente la chaveta.
-<Y Dalfrosse? ¿Qué va a decir Ernesto?
- El general Dalfrosse es más discreto, no se va a mos-
trar en público, y menos de uniforme en un lugar como este.
Babe se volvió para decirle a José-Antonio confidencial-
mente, como si ya lo considerara uno de los suyos:
- El Presidente de la República está muy preocupado,
son capaces de agarrarse a tiros. Más le quebranta Ciriaco,
que es como el burro cuando está caliente: no pondera por
nada.
Apareció el animador:
-¡Señores y señoras, y por qué no decirio, también las
señoritas!
Con sorpresa, José-Antonio reconoció al Zorzal Morocho,
el joven poeta afiliado al modernismo que solfa reunirse con
él y otros amigos en el bar "La Armonía".
-¡En esta noche estelar llena de estrellas -siguió el
Zorzal Morocho, confundiendo los géneros y poniendo las eses
en cualquier parte-, palidecen los astros y planetas de la
noche paraguaya! ¡El río eponimo sopla sus céfiros amantes y
amaina su correntada poderosa para mirar un poco enterne-
cido por las hermosas bailarinas y los guapos bailarines de la
más desopilante y deslumbrante revista de Buenos Aires...
¡Con ustedem, Maruja Fontán y sus doncellas y donceles im-
polutos!
En un palmar de utilería bastante desteñido, apareció
Maruja Fontán rodeada de bailarinas emplumadas y tiznados
156
bailarines que aporreaban tambores, hacían morisquetas y
cantaban estribillos. Maruja era una exuberante beldad de
almanaque. Llevaba plumas en la cabeza y en la cola, y tres
parritas moradas en el cuerpo desnudo. Sus movimientos, sin
ser torpes, carecían de gracia; la voz, si no desagradable, era
algo ronca y sin encanto. El público bramaba al final de c a -
da estrofa de un cantito más tonto que picaresco. Babe, aho-
gándose de risa, se abrazaba a José-Antonio. Este, sin dejar
la pipa, pensaba que estaba viendo una revista de tercera
categoría, y que el público, antes que verdadero entusiasmo,
mostraba su buena voluntad de hacer de idiota. El número
siguiente fue un torpe remedo de patio andaluz. Maruja Fon-
tán vestía traje de torero, recargado de lentejuelas. Entre
otras bobadas, cantó una parodia de "El Relicario", chabaca-
na y vulgar hasta la grosería, e intercambió, exagerando el
acento, procaces agudezas con público y comparsas. A José-
Antonio le gustó una bailarina del montón, briosa como una
yegua fina. Vivía la danza como si sólo ella existiera y no le
importara najda más. Tal vez fuera una artista de verdad caí-
da por accidente en un conjunto de saltimbanquis de feria.
Bajó el telón con la promesa de una segunda parte. Un can-
tor de boleros se instaló en el proscenio. La pista se llenó
de parejas. El palco del coronel Ciriaco Ojarro había quedado
vacío.
- Son unos aburridos -se quejó Babe Niberto-, ¿por qué
no me sacan a bailar?
Le estaban dando pretextos cuando pasó por ahí Mon-
sieur Pichón. Babe lo llamó a gritos y le trasmitió la queja.
El francés hizo una reverencia y señaló con la mano abierta
la pista de baile. Verlos bailar fue divertido. Monsieur Pichón
apenas le llegaba al cuello a su pareja. Quién sabe qué le
diría, porque Babe se retorcía de gusto. Regresaron riendo.
Ella estaba acalorada.
- Gracias, Monsieur Pichón, es usted encantador. Sien-
tese un ratito con nosotros, a ver si anima a estos zanguan-
gos.
-¡Oh enchanté, enchanté!
- Tome un poquito de mi copa, pero no le cuente a
nadie mi secreto.
Apenas la hubo acercado a los labios, Monsieur Pichón
la dejó. Dio fuertes palmadas para llamar al mozo.
-¡Allez, emmène cette cochonnerie! Trae una botella de
ma cave. Toma las llaves. Monsieur Lará c'est un connaisseur.
No será un desperdicio,,
157
Babe le dio un pellizco.
-cY yo qué soy, una cualquiera de la calle?
-¡Oh, Mademoiselle, usted tiene mucho que aprender de
Monsieur Lara. De mujeres y champaña sólo saben los poetas
y ios canallas con espíritu.
- Usted es un sinvergüenza.
- La vergüenza, Mademoiselle, es una debilidad, cuando
no una cobardía. Yo soy un sinvergüenza por razones profe-
sionales. Exploto lo peor que hay en el hombre. Su necesidad
de escapar, de aturdirse, de engañar y engañarse a sí mismo;
su afán de destruir y destruirse con un burdo remedo de la
felicidad. Ca c'est mon metier. El verdadero profesional su-
bordina todo a su trabajo. En él se realiza, se hace dios o
demonio; se eleva al heroísmo o se arrastra en la ruindad.
También el mal tiene su ética, ¿n'est-ce pas, Monsieur Lará?
José-Antonio sintió el poder de los ojos saltones, ace-
rados, de Monsieur Pichón. Había algo fascinador en el cinis-
mo de ese hombre.
- Lo que he dicho es difícil de comprender para uste-
des los paraguayos. Este es un país de aficionados... ¡Eh tú,
sirve como te enseñe! - le dijo al mozo, que había regresado
con el champaña y copas nuevas. Monsieur Pichón lo observó
con severidad. Luego movió la cabeza, resignado - ¡Vete!
Miró fijamente a José-Antonio, levantó la copa y excla-
mó:
-¡A votre santé!
-¡A la votre! -replicó José-Antonio, encandilado.
- Este pueblo encantador amente irresponsable nunca ha
producido un buen sirviente... ¡Ah no, no, no! ¡No se apresure
usted, no es un elogio! No incurra en la ligereza de aceptar
el sentido mezquino de la igualdad. Un sirviente francés es
¡un señor sirviente! El cocinero no es igual al rey, ¡es más
que el rey en la cocina! Vuestro orgullo es pueril, los iguala
en la mediocridad. Si cada hombre fuera lo que es se admi-
rarían unos a otros.
Sorbió un trago sin sacarle los ojos de encima y conti-
nuó:
- Hay un doctor Benítez que es amigo de un diablo.
-¿El doctor Faustino Benítez?
- El mismo, ¿lo conoce?
- Claro que sí, y mucho.
- Pues bien, el diablo le contó al doctor Benítez que
los paraguayos no van al cielo ni al infierno.
158
-¡Qué gracioso! -exclamó Babe-, ¿será cierto?
-¿Quién sabe? Pero no es gracioso sino lamentable. El
diablo, empeñado en llevarse por lo menos un paraguayo al
infierno, le quiere comprar el alma al doctor Benítez, pero
nuestro amigo no sabe qué pedirle.
-¿Eso le parece mal?
- Naturalmente, Mademoiselle, ¡horrible! ¿Desea usted
algo tan intensamente que esté dispuesta a sufrir por ello el
fuego eterno?
-¡Cállese, que me da miedo!
-¿Et vous, Monsieur Lará?
- Lo estoy pensando.
-¡Ah, si lo tiene que pensar, usted tampoco! Pero, vea-
mos, ¿no querría escribir un gran poema, un poema inmortal?
- Claro que sí, pero...
-¿Y pretende usted hacerlo sin bajar a los infiernos?
No, ya lo veo, no se atrevería. Vous £tes un amateur. En
este país yo conozco solamente a un hombre que...
- ¿Quién ?
El francés bebió champaña y dijo, confidencial:
- Es casi un duende, pocos lo conocen; es pobre como
una rata y no le importa; pero, es tan grande su pasión que
hasta el diablo le respeta. Vendería no solamente su alma
sino la de tcdos sus compatriotas si con ello pudiera vislum-
brar siquiera su delirio.
José-Antonio sintió un escalofrío.
-¡No siga, Monsieur Pichón, que me da miedo le digo! -
lloriqueó Babe Niberto.
Monsieur Pichón se echó a reír y preguntó, en tono ve-
ladamente irónico, dirigiéndose a Walter:
-¿Y usted, señor Cardozo Einke, vendería el alma al
diablo?
Walter no contestó. No lo había oído,
-iA vos te habla, maleducado!
- Disculpe, ¿decía usted, Monsieur Pichón?
Este se limitó a sonreír.
- *No sé lo que le pasa, está como en la luna - expli-
có Babe-, Decime, Cardocito, ¿te emborrachaste alguna vez?
Te he visto tomar como un changador; pero borracho, lo que
se dice borracho, nunca te vi.
- Jamás me he emborrachado, ¿hay algo malo en eso?
- replicó Walter, con la voz algo tomada, como si tuviera un
nudo en la garganta.
159
-ijhum, yo no sé! Dicen que el hombre que nunca se
emborrachó es como el que no ha conocido mujer. Algo le
falla, algo esconde; no es de confianza.
- Tal vez me emborrache sin que nadie se dé cuenta.
- Eso es peor todavía y no te creo.
- Bueno -intervino José-Antonio, con ganas de bromear
para sacudirse la inquietud que le producía Monsieur Pichón-,
si nunca se emborrachó, que nos diga por lo menos si ha
conocido mujer.
Walter sonrió enigmático. *
-iSi'iii, por la cara se le ve'eee! - chilló Babe, entu-
siasmada- Ahora decime un poco, Cardocito, cella se dio cuen-
ta?
Walter estalló en una carcajada abrupta, gutural, pare-
cida a un sollozo, a una lamentación..
-¡Jo, jo, jo! ¡Muy bueno, muy bueno! ÍJu, ju, ju!
En su entusiasmo golpeó repetidamente la mesa con la
mano. Vasos y botellas tambalearon peligrosamente.
-¡Epa, chamigo, tranquilízate! -le dijo Babe, asustada-.
¿Te volviste loco o qué?
José-Antoni o, sintiéndose liberado, se rió a carcajadas.
-ijho gringo-ray, la añamemby! -exclamó- ¡Sólo un gfin-
go-ray se puede reír asi de tal zoncera!
Walter se volvió bruscamente, con los ojos inyectados.
- Me extraña que un poeta, un intelectual como vos,
salga con ese disparate. Sí, señor, mi madre era gringa, era
alemana, y eso, ¿qué? Me jodian en la escuela, en el cuartel,
en todas partes: gringo-ray por aquí, giingo-ray por allá, a
pesar de que mi padre, que en su puta vida se ocupó de mí,
sea como vos, un "paraguayo de vieja estirpe". Sí, soy gringa
-memby, hijo de gringa, pero reniego de mi padre y me de-
claro gringo-ray completo. Los caraí-ray, los hijos de seño-
res, los hidalgos bastardos, ¿se mofan de mí porque soy ru-
bio, porque soy más sano, fuerte, inteligente y tenaz que
todos ellos juntos? ¡Porque sé que hay que tratarlos a pata-
das! ¡Si no sirven para mandar, aprendan a obedecer, carajo!
Se incorporó contoneándose como un arriero que arma
pendencia en un baile, y profirió desafiante en guarani una
retahila de injurias sin sentido en castellano, echándose el
saco para atrás, buscando la pistolera, aunque estaba desar-
mado.
-¡Tapehóna peike pende revi kuápe mba'e, pe'é añarakópe
guare!
160
-¡Semate, Cardocito, estás haciendo papelones! - le or-
denó Babe Niberto, tirándole de una manga.
Ante la sorpresa de todos, Walter obedeció sumisamente.
Hablaba el animador.
-¿Qué viene ahora? - preguntó Babe, nerviosa.
El rostro de Monsieur Pichón expresaba regocijo.
-¡Oh, ya lo verán, ya lo verán!
Los vientos de la orquesta ejecutaron una conocida mar-
cha militar. Se abrió el telón. Apareció Maruja Fontán al
frente de una tropa formada. Vestían un remedo del unifor-
me de gala del Glorioso Batallón: negro morrión en la cabe-
za, casaca colorada hasta el ombligo y las piernas al aire.
Marcando el paso, dieron tres vueltas al escenario. Desde su
palco, el coronel Ciriaco Ojarro, puesto de pie, aplaudía fre-
nético. La orquesta cambió de ritmo. Vibraron los aires vigo-
rosos de una polca partidaria, que luego se cambiaron en
compases de zamba brasileño. Ojarro, entusiasmado, lanzó un.
fuerte sapucái, y sacando su revólver hizo seis tiros al aire.
Superada la sorpresa y repuesto del susto, el público estalló
en carcajadas.

161
LA TRAVESÍA

Al caer la noche, Carpincho encendió fuego y preparó


un sabrosísimo guisado, que comieron de la misma olia y con
la misma cuchara. Después de una larga sobremesa, sacó de
unos matorrales donde los tenfa escondidos, un par de remos
y una pala de popa. Le dio a Fermín una bolsa de arpillera
que, según dijo, contenía herramientas. Bordeando la cañada
se dirigieron hasta donde estaba oculta una canoa. Luego de
que Fermín se hubo instalado en ella, Carpincho se remangó
los pantalones hasta la rodilla, se metió en el agua y empu-
jó la embarcación, que, tras deslizarse en el fango, flotó en
una laguna rodeada de carrizales. Ya en el bote, Carpincho
sacó de la bolsa un cuchillo en vaina de cuero y lo acomodó en
la faja. Tomó un fusil màuser al que habían amputado la
culata y las tres cuartas partes del caño, y lo cargó. Por
último le pasó a Fermín un negro y pesado revólver.
-¿Sabes usar este aparato?
Fermín hizo un gesto afirmativo.
- Si hay la mierda, no lo hagas sonar de puros nervios,
tira de cerca y a matar; no es un juguete. Los marineros
paraguayos no se espantan del ruido, se guían por el fogonazo
y tienen ametralladora. Del otro lado es diferente. A los
gendarmes culones no les gusta morirse.
Carpincho estaba cambiado. Sus ojcs atisbaban en la
oscuridad como animal de prensa. Hablaba en un susurro lle-
no de autoridad.
- Siéntate en el plan y no saques la cabeza.
Tomó la pala, la acomodó en la muesca de la popa y
remó con una sola mano, con movimientos de muñeca. La
canoa se desplazó silenciosamente. Antes de salir a río abier-
to, Carpincho la detuvo. Olfateo en tedas direcciones. Sus
162
pupilas dilatadas brillaban en la oscuridad. No había luna ni
viento. A los murmullos de la noche y los silbidos y chistidos
de las aves nocturnas, se sumaba el lejano ladrido de los pe-
rros, uno que otro tiro de fusil y la apagada estricencia de
una orquesta de música moderna. Carpincho se santiguó y oró
entre dientes:
- Santa Librada bendita, patrona del embarcadizo, danos
buen viento y arribo venturoso...
La cor rentada se había apoderado de la canoa y la lle-
vaba bordeando la sombra de una barranca. Carpincho volvió a
empuñar el remo.
Fermín sintió deseos de lanzar un grito de júbilo cuando
salieron a la tersa canchada del río. Flotaban en un círculo
de luz, como si todas las estrellas se hubieran detenido a
contemplarlos. En pocos minutos cruzaron hasta un banco de
arena cubierto de vegetación. La costearon aguas arriba. Se
oyó el motor de una lancha. Carpincho no se apuró. Un mo-
mento después, con un golpe de remo, ocultó la canoa en un
camalotal. Cuando la lancha hubo pasado continuaron viaje.
Se hacía más próxima la música de orquesta. Se divisaron
rojizos resplandores. De pronto apareció un diablo que brinca-
ba y hacía morisquetas sobre un caserón lleno de luces que
estaba sobre la barranca. Era La Maison du Diable Rouge.
Fermín ni la conocía ni esperaba verla esa noche. Pequeña
figuras agitadas aparecían en las ventanas. Al fondo se recor-
taba la negra silueta del cerro Lambaré. Cuando la dejaron
atrás y hubieron bordeado el banco, tuvo la sensación de que
había sido un sueño. Carpincho hacía incomprensibles manio-
bras. De nuevo seguían la corriente, ahora buscando, al pare-
cer, la costa argentina.
La ribera se confundía con un estero. Encallaron en el
lodo, ocultos por los carrizales. Fermín se sacó los zapatos,
se remangó los pantalones y siguió a Carpincho. Caminaban
entre nubes de mosquitos contra los cuales la única defensa
posible era la resignación.
Al llegar a una altura vieron una lucecita entre los co-
coteros. Carpincho se adelantó. Salió a ladrar un perro que,
al reconocerlo se puso a hacerle fiestas. En la entrada de
una choza esperaba un viejito encorvado y enjuto como un
duende. Le tendió la mano a Fermín. Casi le quiebra los hue-
sos. Una mecha de estopa sumergida en una latita de aceite
rancio, daba una luz humosa. Acurrucado en un catre de tien-
tos, envuelto en un impermeable, dormía un hombre. Desper-
163
tó sin estuerzo. Era un morocho amar roñado. Le brillaban los
ojos y tres dientes de oro.
-¿Este es nuestro baqueado? - preguntó, señalando a
Fermín - i Vamos a ir lejos entonces!
Carpincho y el viejo se echaron a reír. Fermín no se
ofendió. Aquellos hombres tan diferentes entre sí tenían en
común un inimitable aire de bondad.
Teófilo Villalba bajó del catre. Era de mediana e s t a t u -
ra, delgado, sólido, rugoso, como tallado en madera por un
santero desprolijo. Se movía con la estudiada lentitud del
alarife. No hizo preguntas. Siguió bromeando a costa de F e r -
mín mientras se cambiaba de pantalones y se calzaba zapati-
llas de goma. Envolvió cuidadosamente un traje en el imper-
meable. El casero hizo circular el mate. Teófilo sacó de una
valijita de cartón una botella de ginebra. Fermín también
bebió sus tragos. Teófilo se echó al hombro el lío de ropa,
alzó la valija, se despidió del viejo y tomó la delantera. F e r -
mín le rogó que le permitiera llevar la valija. Se negó en
redondo y siguió andando. Caminaba el estero como una ave-
nida, pisando sin errar los manchones de pasto que sobresa-
lían del agua fangosa. Durante el cruce del río se puso el
traje y los zapatos. Seguía bailando el Diablo Rojo. Los p e -
rros se habían dormido. Despertaban los gallos. La canoa e m -
bicó en la arena. Se despidieron de Carpincho. Fermín reco-
noció sus señas y se orientó con facilidad. "Todo había resul-
tado muy sencillo. Tenía la sensación de olvidar algo, de no
haber atesorado en plenitud los momentos vividos.
-cPor dónde iremos? - preguntó Teófilo.
- Hasta la ruta, para tomar el camión.
-¿Qué camión?
- El camión de pasajeros.
- No conviene, mi hermano. Es la manera más tonta de
caer. Sube un sargento con los santos amargos, pide docu-
mentos, no le gusta tu cara y se acabó la fiesta: estás inde-
fenso como una cucaracha en un jarro de lata. Lo más segu-
ro es caminar.
- Es lejos...
-cEso qué importa? Conozco bien estos parajes. Pude
haber venido solo. Si estás de acuerdo, daremos un lindo ro-
deo lejos de la ruta y entraremos a la ciudad lo más cam-
pantes, por donde menos se esperan esos hijos de diablo.
Aunque había recibido instrucciones precisas de Fabio
Iglesias acerca del itinerario a seguir y las precauciones a

164
tomar, Fermín no creyó prudente contradecir a un hombre
tan experimentado como Teófilo Villalba.
- Estoy de acuerdo.
- Macanudo, a caminar entonces; es muy bueno para la
salud.
Eludieron un poblado, tomaron una huella de carretas;
se iban apagando las estrellas, el lucero brillaba sobre el
cerro. La oscuridad volvía a las cosas de contornos difusos en
la luz blanca del amanecer. Un viento fresco les llenaba los
pulmones.
-ijho koeti, la añamemby! - exclamó Teófilo, aflojando
la marcha para aspirar profundamente- ¡No hay como la al-
borada!
La huella repechaba una colina entre potreros arbolados,
sembradíos y surcos que serpenteaban entre palmares. Ahora
nacía una luz violeta, que hacia el horizonte se iba tornando
morada.
- Un doctor ponderaba cómo nuestra lengua va nom-
brando los distintos momentos del amanecer. ¿Conoces bien
el guaraní?
- Mal mal.
- Eso no es bueno. Debes hablarlo a la perfección. E s /
el idioma de nuestro pueblo, el alma del pueblo. También e s "
preciso amar los amaneceres. En la poesía en guaraní hay
innumerables cantos al amanecer. Mira como el cielo se r e -
fleja en el rocío. ¿Entiendes lo que digo? Yo no me sé ex-
presar muy bien en castellano. Nunca voy a saber usar las
eses, ni averiguar cuándo una mesa o un carro son macho o
hembra... ¿Sabes poner las comas?
- Sí, creo que sé poner las comas.
-iAh, entonces sí que eres un sabio! Yo tuve una com-
pañera que también sabía poner las comas. Aunque mucho
procuró la pobre, nunca consiguió que yo aprendiera. ÍA1 dia-
blo que era leída! Yo soy n uy tonto, ¿sabes?, y voy a serlo
mucho tiempo porque todavía soy joven... La tuve que dejar
de tanta vergüenza que me daba...
Se echaron a reír.
- No te habrán molestado las bromas que te hicimos
-dijo Teófilo, apoyándole una mano en un hombro-. Para olvi-
dar el peligro, lo mejor es bromear. ¿Tuviste miedo?
- Ni un poco.
- Pues yo sí. Tenía el trasero tan fruncido que no me
entraba una aguja. Pero te creo. De muchacho disfrutaba del

165
peligro. Me asustaba a menudo, pero miedo no sentía. Ahora
en cambio tengo miedo pero nada me asusta.
- Es que no hubo oportunidad; cruzamos tranquilamente.
-¡Al diablo si las hubo! Si nos pillaban en el rio a estas
horas nos estarían desayunando las pirañas. Pasamos dos pues-
tos de la marinería y desembarcamos a cincuenta metros del
tercero. ¿No t e diste cuenta?
- No, Carpincho no me dijo nada.
-¿Para qué te iba a decir? Lo que no entiendo es para
qué Fabio iglesias te hizo correr un riesgo inútil.
- Debo llevarte a mi casa.
- Podrías haber esperado en el refugio de Carpincho.
- Fabio está muy preocupado por tu seguridad.
- Eso ya sé, Fabio es un gran compañero, y ese sí que
no le tiene miedo a nada. Si se trataba de él mismo era c a -
paz de cruzar el no a nado. No exagero, ya lo hizo una vez.
Pero hay que ser práctico en estas cosas. A veces, de tanto
asegurar se aumentan los peligros. No estoy de acuerdo con
exponer a dos personas cuando una sola basta para cumplir
una tarea. Nosotros no necesitamos andar en yunta para dar-
nos ánimos. Basta con la conciencia.
Entraron a una picada de cerrada bóveda, en la que
flotaban los aromas de las flores nocturnas. Cruzaron un pro-
fundo barranco haciendo equilibrio sobre un tronco de palma
tendido de lado a lado. Iban charlando como viejos amigos.
Valido de esta confianza, Fermín le preguntó:
-¿Es cierto que estuviste en la columna del capitán Pa-
lacios?
Teófilo se puso serio.
-¿Te lo dijo Fabio iglesias?
- No, y es eso lo que me preocupa... ¿Conoces al doc-
tor Benítez?
- Sí, lo conozco.
- El me lo dijo, y añadió que traías un mensaje del ca-
pitán. No tuve tiempo de informar a Fabio.
- Lo que significa que otras personas saben de mi en-
trada al país y me inventan misiones antojadizas. Ya hablare-
mos de eso. Sí, estuve en la columna Palacios, pero sólo poco
tiempo, al principio de la campaña. Me tuve que retirar, no
nos entendíamos*
Cuando salieron del monte, Teófilo Villalba estaba de
nuevo de buen humor.
-¡Da gusto pisar la tierra paraguaya! - exclamó, d e t e -
niéndose a contemplar el paisaje iluminado por medio sol
166
saliendo entre las nubes. A la izquierda estaba el río, de azul
profundo. Sonrientes colinas, con bosquecülos y palmares,
rojos caminos serpenteantes. Se oían campanas, gritos de la-
bradores, canto de pájaros. Siguieron caminando. Se cruzaron
con burreras-y mujeres que llevaban sobre la cabeza canastos
repletos de frutos multicolores. Rebosando de contento, Teó-
filo saludaba a todo el mundo. Fermín pensó alarmado que un
hombre de traje, con un impermeable al hombro y una valija
en la mano, llamaría la atención en aquellos andurriales. Pero
se había desatinado. No podía sino callar y seguirlo dócil-
mente.

167
EL VISIONARIO

Un rayo de sol entró por la cortina entreabierta de la


ventana y dio de lleno en el rostro de José-Antonio Lara,
que despertó parpadeando. Reflexionó un instante y se con-
venció de que no había duda de que estaba en una de las c a -
banas del parque de La Maison du Diable Rouge. Zumbaba el
climatizador. Sintió frfo. Babe Niberto se había apoderado de
las sábanas. Formaba un bulto grande, acurrucado, del que
asomaba una revuelta cabellera castaña. No quiso despertarla.
Se levantó, se puso la camisa y los pantalones. Tuvo ganas de
fumar y pereza de cargar la pipa. Buscó cigarrillos en la
cartera de Babe y volvió a la cama. Acomodó una almohada
contra la cabecera y se sentó con las piernas estiradas sobre
una parte del colchón que había quedado descubierta. Le hor-
migueaba esa sensación de gratitud física que algunas muje-
res saben dejar en un hombre ya saciado. Esto hizo que t a r -
dara un rato en darse cuenta de que habían llegado demasia-
do lejos las derivaciones del encuentro casual que tuviera la
pasada noche con dos funcionarios del gobierno. Babe Niberto
era secretaria privada del Presidente de la República, y Wal-
ter Cardozo Einke el más despreciado y eficiente sabueso de
la policía política. Había estado con ellos en La Maison du
Diable Rouge, antro de perdición y guarida, de hampones, y
platicado cordialmente con el gangster francés Monsieur Pi-
chón. Si las cosas hubieran terminado allí podrían haber teni-
razonable justificación en la curiosidad periodística; pero, c e -
gado por el prejuicio de que una mujer apetitosa es un boca-
do que no se debe desdeñar por motivo alguno, cometió una
imperdonable torpeza. Era ilusorio esperar que la aventura
pasara desapercibida. Seguramente habría testigos interesados
en hacerla pública, sin descartar a la propia Babe Niberto.

168
Con la reciente evolución de las costumbres, muchas mujeres
se volvieron inclinadas a incurrir en las indiscreciones que
antes eran privativas de los varones. Así pues él, José-Anto-
nio Lara, profesor de la Universidad Católica y encargado del
suplemento cultural de "El Independiente", hombre de buena
familia, de conducta política y personal hasta entonces irre-
prochable, que pasaba por opositor recalcitrante, estaba me-
tido en un lío fenomenal.
Pensó en Cristina Iturbe. Si llegaba a enterarse, como
ocurriría sin duda alguna, se sentiría profundamente ofendida
y asqueada, no porque su prometido hubiera tenido un desliz,
perdonable en un hombre soltero que no se acuesta con su
novia, sino porque había tenido tratos con una mujer como
Babe Niberto. La sordidez del asunto no tenía atenuantes.
Cristina, que exteriormente se comportaba como una chica
moderna, libre de prejuicios, tenía una extremada sensibilidad
moral. Lo mismo que sus padres, poseía un sentido delicado
de la decencia y el decoro. Aunque era hija del director de
la Escuela Militar, evitaba en lo posible relacionarse con per-
sonas estrechamente vinculadas al gobierno. Era un espíritu
sano en una sociedad enferma. José-Antonio la amaba. Si ella
le perdía el respeto el daño sería irreparable. Se preguntó,
angustiado, cómo se había dejado arrastrar a tal extremo de
impudicia. Encontró como única explicación de su comporta-
miento irreflexivo, de su desarme moral, la estrecha amistad
que lo uniera en otro tiempo a Cardocito. Se sumaba a esto
el hecho de que Babe Niberto había provocado de tal modo a
José-Antonio en su adolescencia que dejó en él un sedimento
de frustración. Mentir a Cristina sería empeorar las cosas. En
cambio, si intentaba explicarle las causas profundas de lo
ocurrido, acaso ella, que era una muchacha inteligente y ge-
nerosa, lo comprendiera y perdonara.
José-Antonio y Walter habían sido compañeros desde el
primero al último curso de bachillerato en el Colegio Alemán.
Ingresaron juntos a la Facultad de Derecho. Un año antes de
recibirse, Walter abandonó inexplicablemente la carrera para
viajar a los Estados Unidos becado por la policía, en la que
tenía un puestito burocrático que le permitía mantenerse con
grandes privaciones mientras seguía sus estudios. En cuanto a
José-Antonio, apenas le dieron el título de abogado, lo puso
en un marco y lo colgó en la sala para satisfacción de sus
padres; y se fue a Europa con ánimos de dedicarse a la li-
teratura. Le fue bastante bien desde el punto de vista acadé-
mico; pero no se "hallaba", le faltaba inspiración. Así que,
169
cuando falleció su padre, dejó una cátedra en la Sorbona y
regresó al país con la esperanza de que la fecunda tierra
paraguaya le ayudara a escribir algo digno de su talento.
Entre las realidades que encontró estaba Walter, convertido
en subsecretario del Departamento de Investigaciones Espe-
ciales.

Walter Cardozo Einke, Cardocito para sus íntimos, había


sido un modelo de muchacho. Algo mayor que José-Antonio,
le profesaba una amistad perruna. Lo seguía dócilmente en
sus más disparatadas ocurrencias, dando pruebas de una abne-
gación que en ocasiones llegaba hasta el martirio. José-Anto-
nio, que en el fondo era un tímido, abusaba con remordimien-
tos de la ciega e incondicional adhesión de su amigo. Hacía
alardes de poseer el desenfado de los muchachos asunceños y
tenía esa seguridad interior de quienes no han conocido la
humillación social. Pertenecía a una de esas familias tradi-
cionales venidas a menos que, sin embargo, y acaso por eso
mismo, padecen de un orgullo enfermizo. Era vago, desorde-
nado, haragán y brillante en la misma medida en que Walter
era criterioso, inteligente, metódico y tesonero. Como ocurre
en algunos matrimonios, se llevaban muy bien porque el uno
se sometía de buen grado a la voluntad del otro, aunque ejer-
ciendo, en mérito a la mansedumbre, una poderosa influen-
cia. En efecto, Cardocito lo obligaba a hacer sus deberes y a
prepararse razonablemente bien para los exámenes sin hacer
caso de las protestas, insultos y lloriqueos del atolondrado
señorito.

Walter era hijo natural de un prestigioso dirigente polí-


tico que lo único que había hecho por él era darle su apellido,
y de Carlota Einke, quien, según decires, había sido muy bo-
nita y algo ligera de cascos. Walter tenía una gran capacidad
y necesidad de afecto, casi siempre fíustrado. Al parecer su
infancia fue penosa, por la vida desordenada que llevaba su
madre, quien finalmente se casó con un comerciante alemán
mucho mayor que ella. Vivían en Villa Encarnación. El buen
gringo quería mucho a Cardocito. Le pagó los estudios en uno
de los mejores colegios de la capital. Walter le correspondía
con notas sobresalientes y una conducta ejemplar quo llena-
ban al viejo de satisfacción y de los que la madre apenas se
enteraba. José-Antonjo conoció a la familia de Cardocito du-
rante unas memorables vacaciones que pasó en casa de su
compañero entre febrero y marzo de 1946. Valía le pena con-

170
signar la fecha, porque muy pronto se producirían profundos
cambios en el país, que afectaron la vida de tal modo que ya
no pudo ser como antes.
A poco de llegar a Encarnación fueron a un baile de
máscaras en el club San Juan. Walter cortejaba cortésmente
a Mariquita Montero, una muchacha altiva y desdeñosa a la
que pretendía conquistar mostrándole su álbum de estampillas
y su colección de mariposas. Ella parecía soportar el galan-
teo a falta de un mejor candidato, cosa que indignaba a José
Antonio, que reclamaba para sí el exclusivo privilegio de mal-
tratar a Cardocito. "Tenes que ser audaz, tocarle las tetas,
meterle el dedo en el culo; así son las mujeres, yo sé lo que
te digo", le decía, como si él mismo fuera un experto. Wal-
ter se ruborizaba y prometía seguir el consejo. Esa noche
habían ido a la fiesta con un plan de acción premeditado y
largamente discutido mientras pescaban en el Paraná desde
una canoa, frente a la Isla del Medio. Walter estaba vestido
de pirata y José-Antonio de piel roja. Los disfraces habían
sido primorosamente confeccionados por doña Carlota, que
para estas cosas era materia dispuesta. La madre de Cardo-
cito no conservaba rastros de la belleza documentada en fo-
tografías colgadas de las paredes. Se había convertido en una
mujerona gorda y vulgar, con las gruesas piernas cubiertas de
várices. Risueña y servicial en apariencia, con esa expresión
bobalicona propia de las gringas, guardaba algo vicioso en la
mirada acuosa de sus ojos celestes, desteñidos. A trompaba los
labios en una mueca ávida y le gustaba empinar el codo. Su
hijo le profesaba un cariño conmovedor, que ella parecía acep-
tar con cierto fastidio. "Es el vivo retrato de su abuelo, que
era pastor luterano -le dijo una vez a José-Antonio, limpián-
dose la espuma de cerveza con el dorso de una mano ajada y
regordeta-; si hubiera sacado .algo de su padre no sería tan
pelotudo". Luego, como si hubiera dicho algo muy gracioso,
soltó una carcajada chillona, cacareante. El pirata había sa-
cado a bailar a su dama antigua, mientras el piel roja, que
no conocía a nadie, permanecía de pie junto a la pista sin
atinar a invitar a alguna chica, hasta que una mascarita lo
tomó de la mano y lo arrastró a la cadena del bahión. Ves-
tía typói-yegua* y llevaba una rosa en el rodete. El antifaz
hacía contraste con su boca de loba. Ya no lo dejó escapar.
Lo estrechaba, le cruzaba las piernas, provocaba el manoseo,

Vestido de f i e s t a t í p i c o de las campesinas paraguayas.

171
le besuqueaba en el cuello con veloces lenguetazos de lagar-
tija. José-Antonio, excitado, olvidó su timidez.
- No te conozco, mascarita.
- Ya me vas a conocer.
- Yo te quiero comer.
- Yo te voy a devorar.
Se levantó un griterío. Era la galopa. Ella se descalzó,
tomó una botella de una mesa cualquiera y la equilibró sobre
la cabeza. Le abrieron cancha. El hizo su papelón zapatenado
torpemente. Ella danzaba como un torbellino, con los ojos
traviesos puestos en José-Antonio. Se sacó la rosa del rodete,
la dejó caer en el suelo, se inclinó aleteando y la recogió
con los dientes. La aplaudieron. Ella agarró a José-Antonio
de la mano y lo llevó a mostrárselo a su mamá.
- Aquí te traigo uno para mi novio -dijo, sofocada-,
¿qué pa te parece?
La madre de Babe Niberto era una mulata sabrosona.
Mostró al reír hasta el fondo de la campanilla. Lo obligaron
a sentarse y le convidaron cerveza. Allí conoció al doctor F e -
derico Dogsner González. Supo después que lo apodaban Ya-
cyiyateré por su parecido con el duende de las siestas tórri-
das, y que era el procurador más sinvergüenza del departa-
mento de Itapúa. Tendió a José-Antonip una manecita de
lagarto. No estaba disfrazado pero pa/ecía una mascarita.
Bajito y barrigudo, de un rubio casi al Dino, pestañeaba como
si estuviera encandilado. Contaba chistes verdes que divertían
a la señora y que él mismo festejaba con una increíble suce-
sión de hipidos. Babe tenía una prima feúcha e insignificante,
que usaba gruesos anteojos y tenía incisivos de oro. La pobre
estaba planchando. Walter se acercó a saludar. Lo invitaron a
sentarse. Estaba radiante de contento. José-Antonio le pre-
guntó por lo bajo cómo le iban las cosas con Mariquita Mon-
tero.
- Creo que muy bien - respondió, sonriendo feliz.
-¿Le metiste el dedo...? - preguntó incrédulo José-An-
tonio.
- No, pues, bárbaro; pero me declaré.
-¿Y qué te dijo?
- Que lo pensaría. Me dio muchas esperanzas.
En eso intervino Babe para pedirle a Walter que sacara
a bailar a la prima. Walter era demasiado cortés para negar-
se. Tuvo que nacerlo varias veces, ante la mirada burlona de
Mariquita Montero, que en el Ínterin se había emparejado con
172
un cadete y olvidado por completo a su filatélico enamorado»
Pasada la medianoche, la madre de Babe dijo en guaraní que
era hora de irse, para que el gringo gruñón que los estaba
esperando no se pusiera fastidioso. José-Antonio se ofreció a
acompañarlas y el pobre Walter tuvo que hacer lo propio,
cargando con el adefesio. Bajaron por la calle de la loma.
Las estrellas se reflejaban en el Paraná, confundidas con las
luces de Posadas. Walter caminaba adelante, muy ceremonio-
so, con la prima y la mamá. José-Antonio puso en práctica
con Babe los consejos que le diera a Cardocito para seducir
a Mariquita. Ella correspondió con entusiasmo. Loco de exci-
tación, le suplicaba:
-iBabe, yo me voy a morir!
-¡Yo me voy a suicidar!
- J i e n e que ser esta noche, ¿cómo hacemos?
EÍÍa le susurró besuqueándole en la oreja:
- Entra al patio de mi casa por el fondo y espérame
en un banco que hay ahí, bajo los árboles. Cuando se duer-
ma mi mamá yo te he de salir.
Walter trató de disuadirlo. Mejor lo hubiera atado. Pasó
de la espera a la esperanza, de la ansiedad a la duda, atento
a cada sombra, a cada hoja que caía, a cada chistido de la
noche. El viejo Niberto le despertó de un bastonazo en la
cabeza. Injuriándolo en italiano, lo persiguió con increíble
agilidad, alcanzando a atizarle varios palos de yapa antes de
que José-Antonio saltara el cerco y se encontrara con reido-
ras paseras que caminabap hacia el puerto con canastos sobre
la cabeza. Iba a seguir corriendo cuando dio de lleno con el
doctor Federico Dogsner González, que lo tomó del brazo,
sonriendo como un gnomo.
- Buenos días, joven amigo, qué agradable sorpresa, veo
que es usted madrugador...
-¡Malledetto, porco di Dio, puta madonna! - vociferaba
el viejo Niberto, agitando su bastón por encima del cerco.
Los vecinos, atraídos por el escándalo, asomaban por las
ventanas y salían a lá vereda.
- Buenos días, doctor - tartamudeó José-Antonio, t e m -
blando como una hoja, sin atinar a desasirse.
El viejo Niberto, en el colmo de la furia, procuraba -
pasar el cerco enredándose en alambres y tacuaras, para pro-
seguir la persecución.
-¡Porca madonna, mascalsone, figlio di putaña!
173
-¡Ij, ij, ij! -reía don Federico-; cálmese usted, don Giu-
sseppe, se t r a t a de un malentendido.
Don Giusseppe Niberto se contuvo un tanto al reconocer
al doctor Dogsner González.
-¡Maf ángulo, mascalsone! - gritó, haciendo un ademán
de desprecio, y se metió para su casa.
- Venga conmigo, no se altere, no huya - dijo don F e -
derico.
José-Antonio lo siguió dócilmente, atormentado por el
coro de risas que iba creciendo en tanto se alejaban. Dobla-
ron en la próxima esquina. A la media cuadra, don Federico
se detuvo frente a una casa con recovas, de aspecto vetusto,
que estaba casi en ruinas.
- Pase usted, joven amigo -dijo, sin soltarle el brazo-,
no le vendrá mal una taza de café después de una mala no-
che.
Entraron en un salón de paredes descascaradas y piso
de ladrillos desparejos. Tanto la puerta de entrada como la
que daba a los fondos estaban abiertas de par en par. Junto
a uno de los ventanales enrejados había un escritorio atibo-
rrado de legajos, y, en el centro de la habitación, cuatro
sillones de cuero repujado en torno a una mesita de madera.
Se amontonaban en estanterfas gran cantidad de libros, folle-
tos y pilas de periódicos en el más completo desorden. Col-
gaban de la pared los retratos del doctor Francia y de los
López, un mapa escolar del Paraguay moderno y otro de la
época de la conquista, indudablemente calcado del original
con tinta china y sombreado con lápices de colores, que t e -
nía una leyenda en letras rojas que decía:

PARAGUAY, PROVINCIA GIGANTE DE LAS INDIAS

Todo estaba cubierto de polvo, había telarañas en los


rincones y en el techo, flotaba un olor rancio. Un ordenanza
medio bobo, increíblemente sucio, les sirvió café en pocilios
desparejos desde una cacerola enlosada llena de peladuras. El
dueño de casa era un fervoroso nacionalista de la escuela de
Juan E. O'Leary, Manuel Domínguez y Natalicio González,
aunque dio la impresión de que no los tomaba ni se tomaba
,: .muy en serio cuando dijo: "Las teorías no son verdaderas o
falsas, sino útiles o inútiles, peligrosas o inofensivas. ¿Qué
daño puede hacernos creer que el heroísmo paraguay emana
del poder nutritivo de la mandioca, o que los guaraníes eran
de una raza superior, algo así como los arios de América, o

174
que descendemos de los atlantes, si nos ayuda a sentirnos
satisfechos de nosotros mismos y a despreciar a los demás?"
Todavía bajo la impresión de lo que le habfa sucedido,
José-Antonio le prestaba poca atención, pero don Federico,
que por lo visto no tenía nada que hacer y muchas ganas de
hablar, le expuso en términos entusiastas un programa de
gobierno que el muchacho no entendió en absoluto. Con el
paso de los años pudo sin embargo comprobar que Yacyiya-
teré no estaba desatinado en sus proyectos y vaticinios.
-¡Grandes días se avecinan, joven amigo, grandes días se
avecinan! El Paraguay Eterno ha de levantarse de su tumba,
pero antes, le aseguro, habrá que mondarle los huesos, iij, ij
Ü!
El hombrecito parecía completamente seguro de que
sería el principal protagonista de los acontecimientos que
anunciaba, y, como los proceres cuyos retratos exhibía en su
despacho bajo una gruesa capa de polvo, gobernaría el país
con mano férrea durante mucho tiempo, o por lo menos sería
su genio inspirador. Pero por aquel entonces estas cosas le
importaban poco a José-Antonio. Los ecos de la esfervescen-
cia política y social no habían traspuesto todavía los portones
del Colegio Alemán.

La villa entera comentaba el episodio: Babe Niberto


había hecho al arribeño una broma pesada. La aldea tenía
para reír por algún tiempo. José-Antonio padecía del amor
propio enfermizo de los tímidos. Cayó en un estado de hosca
melancolía. El bueno de Walter no era el más indicado para
darle remedio.
- No digas que no te avisé, es una calentadora.
-¡Déjame en paz, gringo de mierda! -respondía-, los
pajeros no entienden de estas cosas.
- Está bien, no te enojes. Quería mostrarte nomás una
nueva serie de mi colección de estampillas.
-iBmoinge nde revikuápe!
-¡¿Qué?!
-¡Que te la metas en el culo! - repetía en español, para
zaherirlo, porque Walter conocía perfectamente el guaraní.
- Paciencia, ya se le pasará - se consolaba Cardocito,
yéndose con el álbum a otra parte.
Babe Niberto era líder de la juventud encarnacena, muy
activa y agitada por entonces. Dirigía el seleccionado de bas-
quetbol femenino, integraba la comisión de fiestas del Club

175
San Juan, militaba en las Hijas de María. Una mañana vino
llegando a visitarlo junto con varias compañeras que se reían
de él sin disimulo. José-Antonio compró un bono pro-recons-
trucción de la iglesia, arrasada por un ciclón décadas atrás.
Se comprometió a hacer de Mariscal López en un cuadro vi-
vo; a concurrir a una reunión de la Acción Católica que, con
el apoyo de las Hijas de María, estaba reclutando jóvenes
descarriados para un retiro espiritual en las ruinas jesuíticas
de Trinidad. Por suerte no se le ocurrió adherirlo a la Con-
centración Revolucionaria Febrerista, porque allí nomás hu-
biese firmado la papeleta.
Desde entonces hizo el triste papel de enamorado sin
suerte y perro fiel. La seguía al trote (ella andaba a zanca-
das) llevándole paquetes por la calle. Colgaba adornos de pa-
pel y farolitos chinos en las vigas más altas de la pista de
baile del Club San Juan, con riesgo de caer y romperse la
crisma. Vendía chucherías en la kermese parroquial. Asistía a
misa los domingos y fiestas de guardar. Walter, que sufría
con dignidad los desaires de Mariquita Montero, disimulaba su
despecho entregándose a la filatelia, a la pesca solitaria, a
la caza de mariposas que guardaba en frascos de vidrio para
luego clavarlas, clasificadas por especie, en tableros de ter-
ciada. A José-Antonio le dolía su propia ingratitud, pero ya
no era dueño de sus actos. La peor de las humillaciones la
sufrió cuando hizo su aparición el novio de Babe. Ella misma
se encargó de presentarlos. Era un apuesto oficial de marina.
José-Antonio tuvo una pesadilla atroz. Se vio a sí mismo en
una fiesta en el Club San Juan sin más ropa que una ridicu-
lamente corta camiseta sin mangas, tratando desesperadamente
de cubrirse las partes pudebundas, perseguido por un vociferante
don Giusseppe que blandía un bastón descomunal. "¡Grandes
días se avecinan, grandes días se avecinan!", proclamaba Ya-
cyiyateré desde el estrado de la orquesta. Walter lloraba
amargamente por sus mariposas redivivas que escapaban de
los tableros de terciada para ir a posarse dulcemente en los
brazos y en los hombros de Mariquita Montero, que les arran-
caba las alas y las arrojaba al suelo para que el cadete las
aplastara con las suelas de sus botines charolados. Babe Ni-
berto bailaba desnuda con un cántaro sobre la cabeza y una
rosa en los labios, y se inclinaba a besar el larguísimo pene
de su teniente de navio, que, como Curupí, lo tenía enrrolla-
do a la cintura. Despertó bañado en sudor, hecho una por-
quería.

176
Finalmente, en busca de algún remedio, le preguntó a
Walter si conocía una casa de putas. Asustado, Walter le
habló de los peligros del contagio venéreo. Le mostró en un
libro, escrito en alemán, estampas aterradoras. Como no pudo
disuadirlo, realizó el acto heroico de adquirir en la farmacia
elementos profilácticos y se dispuso a acompañar a su deses-
perado amigo.
Después de cenar fueron hacia Loma Clavel toreando
jaurías por barrancones y callejas- oscuras. Caminaban en si-
lencio, sin más ganas que las de salir del trance lo antes
posible. Walter vaciló ante un portoncito entreabierto que
daba a un patio arbolado. Se oían voces confusas, el rasgueo
de guitarras. Había una luz hacia los fondos, oculta por fo-
llajes densos.
- ¿Estás seguro que es aquí? - preguntó José-Antonio,
tragando saliva-; a ver si entramos y nos sacan a patadas.
- Te juro, hermano, hay pendejas preciosas - balbuceó
Walter, procurando convencerse-; pero si no te gusta estamos
a tiempo. Ya te dije que prefiero conquistar a las mujeres;
antes que...
Se oyó una carcajada semejante a un graznido. José-An-
toni o hizo un gesto de desprecio que se tragó la oscuridad.
- Vamos a llamar a ver qué pasa.
Walter lo atajó del brazo.
-¿Cómo se te ocurre llamar a la puerta de un quHom-
bo? ÍSe entra y listo!
Un perro negro, de grandes orejas gachas, se acercó a
olisquearlos. Les inspiró confianza, parecía un portero bona-
chón. Le siguieron hasta una casa de tablas, de dos cuerpos
unidos por un solero de paja. Una bombilla eléctrica nimbada
de bichos colgaba de la viga principal. El piso era de tierra
apisonada. De un lado estaba la cantina, en la que había al-
gunos arrieros bebiendo recostados en el mostrador. Pasando
esta suerte de vestíbulo, había una enramada en la luz roja
mortecina de un par de farolitos ocultos entre las enredade-
ras. Se notaba una discreta animación, se tocaba la guitarra
y un hombre estaba cantando:
Al alba osé lucero
ojajái omimbi rei,
a favor del colorado
che cherembypa rei.*
* Copla tradicional de la polca del Partido Colorado. Tanto brilla
el colorado, que, como el lucero, no precisa que el cantor haga su
elogio.

177
AI finaí de la estrofa se oyeron exclamaciones entusias-
tas. El hombre siguió cantando:
Oiméro ape otro color
aípotánte che disculpa,
ani heTi che facilita
apurahéire co che color.*
-¡Jhoke, eso va paia conmigo í
-fCanta tranquilo, mi hermano, que nadie se va a enojar!
Walter y José-Antonio, de píe bajo la lámpara, no sa-
bían que hacer cuando oyeron- una voz nasal que íes decía:
-íSaludo a los representantes de la juventud estudiosa!
i Vamos, anímense, muchachos!1 Vénganse para acá, siéntense
con nosotros.
Era el doctor Federico Dogsner ^González. A pesar de la
sorpresa, sintieron un gran alivio de encontrar a un conocido.
Don Federico estaba en una mesa, en compañía de una mujer
oscura, regordeta, con, un gran rodete sostenido por un peine-
ton de oro; un arriero enjuto, de bombachas, botas de media
caña y revolver en el cinto, y un joven oficial de la guarni-
ción al conocían de vista. Les fueron presentados doña Cres-
c e n z a Te re rute, dueña del local; et compadre Patricio Mel-
garejo y el teniente Ciriaco Ojarro.
- Tendrán que esperar turno -dijo don Federico, soltan-
do su característica sucesión de hipidos-, aquí se invierte la
estadística.
Vestía una camisa a cuadros, desprendida, fuera de los
pantalones. Tenía los brazos cortos, raquíticos, cubiertos de
una pelusa amarillenta. Su pequeña cabeza, de un rubio blan-
quecino, se bamboleaba en eí extrem¡o de un cuello de bote-
la como el muñeco, de un ventrículocuo. Sus ojitos de piraña,
perpetuamente encandilados, parpadeaban acuosos.
-¿Qué van a tomar? -les preguntó, cuando se hubieron
sentado-. Pago la primera vuelta por el placer de verlos por
aquí. MÍ crédito es ilimitado, ¿verdad, doña Crescencia? La
señora sabe hacer inversiones a largo plazo: domina la carto-
mancia y es medio payesera.
La mujer hizo una mueca desdeñosa.
- Tomaríamos una cervecíta - se animó Jose-Antonio.
-iCerveza! - chilló, dirigiéndose a un hambrón de aspec-
to brutal que trajinaba con una bandeja.
tr
* Si hay alguien de otro partido, que no se sienta faciIitadon,
provocado, porque el cantor exalta su divisa.
178
- Y de paso una cañita, ¡ij, ij, ij!
Había unas cuantas mesas ocupadas por parejas. Eran
embarcadizos, empleados de oficina y algunos colonos de ori-
gen europeo, con mujeres pintarrajeadas que exageraban trá-
gicamente su aspecto provocativo. Hacia el fondo de la enra-
mada, en la parte más oscura, de pie y sentados en sillas,
formando un semicírculo en torno a los músicos, había hom-
bres de campo, algunos de ellos descalzos y con sombreros de
caranday. El mozo puso sobre la mesa un porrón de cerveza y
llenó de caña el vaso de don Federico.
- Gracias, Claudio Arévalo, no me olvidaré de tí, te lo
prometo.
El hombre soltó una carcajada.
- Si pagas lo que debes, todo arreglado - replicó en
guaraní.
- Tranquilo, amigo, tampoco me olvidaré de lo que has
dicho.
El cantor había sido reemplazado por un dúo. Dos moce-
tones cantaron desafiantes, con el sombrero de paja tirado
sobre la nuca:
¡Adelante, liberales
-mayor Vera osapucái-,
ñamanóro, ñamonóne,
por el bien del Paraguay!*
- Oigan eso, muchachos, -dijo don Federico-, campesi-
nos colorados y liberales cantando cada cual la polca de su
partido sin agarrarse a puñadas. ¡Grandes días se avecinan!
¡Salud!
Bebió un trago y sonrió malignamente.
-¡Pero no va a durar, no va a durar!... ¡Viva el Paraguay,
carajo! - gritó, saludando a los músicos.
No le hicieron caso.
- Cuando llegaron ustedes estábamos discutiendo acerca
de los destinos de la patria. Si les parece que el sitio no es
el adecuado, están en un grave error. Gran parte de la histo-
ria se gestó en los burdeles.
Apenas se le entendía. Hablaba por la nariz, tenía la
voz chillona, pastosa por la borrachera.

¡Adelante, liberales -ha gritado el mayor Vera-, si morimos, mori-


remos por el bien del Paraguay!

179
- Como les iba diciendo, muy pronto el país se desan-
grará nuevamente en una disputa estéril; pero, como el Para-
guay es inmensamente rico, le bastarán unos cuantos años de
paz para reconstruirse, ÍPaz y estabilidad monetaria son los
pilares de mi programa de gobierno! Que el guaraní sea tan
solido como las onzas de oro que nuestras abuelas guardaban
en sus caramegüa i Viva el Paraguay, carajo!... Ya ven, no
me hacen caso ¡Peto ya roe van a hacer, ya me van a h a -
cer!
Golpeó la mesa coa un puño enclenque. Doña Crescencia
Tererute sonrió con distraída tolerancia. El teniente Ojarro
se movió inquieto en su silla. Melgarejo, indiferente, mascaba
su naco y escupía. Los demás parroquianos, que seguramente
conocían las manías de Yacyiyateré, continuaban en lo suyo
sin oírlo.
- No me creen y no me importa. Mejor así, no saben
lo que yo sé. Tengo una idea, Jóvenes amigos. Quien tiene
una idea y se aferra a ella con uñas y dientes, la realiza o
se va al manicomio. ¡No? subestiméis la locura! ÍCada loco es
maestro en su manía! Nuestro mal es el orgullo. El orgullo
que nos llevó a proclamar la independencia en un congreso de
mil diputados, en la elección de los cuales participó hasta el
ultimo chacarero, para luego desafiar a medio continente y
sucumbir en Cerro Cora. ¿Veis a esos rústicos que cantan a su
divisa? Cada uno de ellos se siente un señor, un hidalgo d e s -
calzo; su locura es el honor y está dispuesto a empuñar un
fusil por quítame de ahf esas pajas. Por su propio bien, para
domar a este pueblo és preciso corromperlo. Asi vivirá en
paz, no hay más remedio...
Cada vez se le entendía menos*
- ¿Saben por qué el gobierno de don Carlos Antonio Ló-
pez fue tan constructivo? Pues porque el doctor Francia había
disciplinado a un pueblo discolo-. Don Carlos reconocía que
este era el mejor legado del Supremo Dictador. Por eso hizo
fusilar al sargento Duré. ¿Saben ustedes que el sargento Duré
llevó a cabo el golpe de estado más perfecto de nuestra his-
toria? El golpe le abrió camino al poder a don Carlos Anto-
nio López, pero don Carlos era hombre astuto y precavido.
No podía dejar un genio suelto macaneando por ahí. Entonces
lo fusiló... ¡ij, i j , ij! ÍLo hizo matar sin asco! iíj, ij, ij! iOju-
kauká, ojukauká!
Se extremecía de risa, le lloraban los ojos. Bebió un
trago de caña y tosió salpicando una saliva apestosa.

180
- No fusiló a nadie, más. No tuvo que contemporizar,
negociar, maniobrar, corromper, mentir, como, desgraciada-
mente, me veré forzado a hacer yo. Sus órdenes se cumpifan
con entusiasmo. Veían en él a un padre severo que cuidaba
celosamente de sus hijos, que lo amaban como nunca me ama-
rán. Seré odiado y despreciado. No contaré con la adhesión
desinteresada y espontanea de ningún hombre decente. Sólo
me podré valer de mercenarios. Lucharé sin otras armas que
idiotez y la abyección de mis lacayos. La inteligencia es sub-
versiva. Si no se la puede corromper, es preciso paralizarla de
miedo o apagarla de un soplido. Maniobraré con la Argentina
y el Brasil, buscando todo el apoyo posible en Europa y Nor-
teamérica, a sabiendas de que nadie se enemistará con nues-
tros poderosos vecinos para favorecerme. El Paraguay nunca
contó ni podrá contar jamás con la lealtad de nadie. Haré a
un tiempo la tarea del doctor Francia y de don Carlos Anto-
nio López, dejando a mis sucesores el gran desquite del Ma-
riscal.
Quedó un momento pensativo, como si aguardara un co-
mentario, y continuó:
- Los ingenuos, los que viven en la luna, piden justicia
para el pueblo. Yo daré a mis partidarios algo más positivo,
lo que realmente quiere el paraguayo: ¡Mando! El privilegio
de ser justos o injustos según se les dé la gana. ÍE1 derecho
a la arbitrariedad! Los pondré por encima de la ley. ¡El de-
recho a la impunidad! Los libraré de la esclavitud de la ver-
güenza y el honor. ÍE1 derecho a la amoralidad! ¡Arbitrarie-
dad, impunidad, amoralidad! ¡La mía sí que va a ser una ver-
dadera revolución! ¡Viva el Paraguay, carajo!
Apuró de un sorbo lo que quedaba en su vaso y gritó:
-¡Claudio, más cerveza para los muchachos y caña blan-
ca para mí! ¡Arriba la juventud estudiosa que acude a los
quilombos! ¡Les prometo construirles un inmenso lupanar, un
paraíso de lujuria para que se desfoguen y dejen tranquilo a
este pobre país!
-¡Tengo el secreto! - sopló por la nariz como trompeta
de murga-. Para gobernar, y, lo que es mucho más importan-
te, para mantenerse en el poder, es preciso distinguir el ñem-
byah^i del varea, el hambre del apetito. Los ñembyah^i se
impacientan porque el hambre no espera, y de ello se apro-
vechan los varea, los ávidos, para armar sus barullos. Hay
idiotas que pretenden dar de comer a los hambirientos. ¡Gra-
ve error, jóvenes amigos, grave error! Lo único que se conse-
181
guiría con eso es transformar a los famélicos ñembyah^i en
insaciables varea.
Mostró una doble hilera de dientes podridos y los miró
tembleteando sus párpados sin pestañas.
- Es preciso cebar a los varea. Que devoren cuanto quie-
ran, que engorden hasta que se les embote el cerebro y no
puedan ya moverse como la curiyú que se ha tragado un t e r -
nero, a costa de los hambrientos. Bajo mi gobierno, ninguno
de mis secuaces será pobre y ninguno de mis enemigos será
rico.
-¡Qué sabio es este hombre! - exclamó de pronto doña
Crescencia Tere rute- i Escucha al tiempo!
Se disolvió la acuosa mirada de Yacyiyateré, su rostro
albino se bañó de lágrimas.
-¡Bienaventurados los pacificadores! -gruñó, mordiéndose
los labios en un gesto de rencor-, ¡De acuerdo, Karaí Kiritó,
de acuerdo! Pero en el Paraguay la paz tiene su precio, un
precio que no puede pagar, i Si hay que vender el alma al
diablo, arderé por mi patria en los infiernos!

La visita a la casa de doña Crescencia Tererute curó de


espantos a José-Antonio. Acompañó a Walter en sus expedi-
ciones de pesca y en la caza de mariposas. Le ayudó a cla-
sificar estampillas consultando unos libracos propiedad del
padrastro de su amigo, que había sido granjero y comerciante
en Coronel Bogado, capital de los filatelistas. Según el viejo,
Walter continuaba una < colección que con el tiempo valdría
una fortuna.
- Esta única herencia mi dejar hijo Carlota Einke. Mí
kaput. Mí hombre honrado, ialemán! ila, puff, jo, jo, jo!
Bebían alegremente en decorados jarros de loza, cantan-
cón el acompañamiento de una victrola alemana de enorme
voci na:

O der lieber Augustin, Augustin,


Alies ist hin Alies ist hiru..

Pero la dicha de Walter y la paz espiritual de José-


Antonio duraron poco. Apenas zarpó el marino, Babe volvió a
la carga. Walter salió a recibirla. Parece que le puso mala
cara, porque José-Antonio la oyó decir a gritos "¿Qué lo que
te pasa, Cardocito? ¿Estas celoso, o qué? ¿No serás un mari-
ca?"
182
Se despidieron una noche en una de las hamacas de la
plazoleta que da al río, solamente iluminada por la luz de las
estrellas. Babe se dejó manosear a discreción y lo besó hasta
sofocarlo.
-¿Será posible, Babe, que me dejes ir así?
- Espérame en el banco, en el patio de casa...
-¿Tu abuela!
Ella lo miró sonriendo, y le dijo con una suerte de ren-
cor:
-¡Entonces me vas a buscar hasta que mueras!
No fue para tanto. Cuando el tren, saliendo de la Villa,
cruzaba el M boi cae, el doctor Federico Dogsner González se
sentó frente a José-Antonio, que contemplaba nostálgico el
paisaje por la ventanilla. Al sentir la presencia del singular
personaje le dio un escalofrío. Lo miró con sobresalto.
-¡Ij, ij, ij! -se río don Federico-, ¿cómo le va, joven
amigo?
Estaba impecablemente vestido con un traje de brin
blanco. Cubría su cabeza un finísimo sombrero panamá. Lucía
una corbata rojo sangre. Llebaba en la mano un delgado bas-
tón forrado de cuero que tenía en la empuñadura la esfinge
de un duende de oro puro, con ojos de rubí.
-¿Viaja a la Asunción? - preguntó José-Antonio.
-¡Allá voy, joven amigo, grandes días se avecinan!
_A1 notar que José-Antonio miraba la corbata colorada
con insistente curiosidad, explicó:
- No se fije usted en externos distintivos, el diablo no
tiene color.
Y así fue en realidad. Los acontecimientos se precipi-
taron de tal modo que dejaron atrás para siempre la patria
de la. juventud.

183
EL VERDUGUILLO

Aunque se había acostado tarde, Walter Cardozo Einke


se levantó de madrugada. Cargó el termo de agua caliente y
fue a sentarse en el patio, bajo los árboles, junto al alam-
brado que daba a la calle. Lo que averiguó y observó la pa-
sada noche en La Maison du diable Rouge, sumado a las in-
formaciones metódicamente acumuladas, llevaban a la conclu-
sión de que los acontecimientos previstos se precipitarían en
los próximos días, si no en las próximas horas, conforme a
los planes elaborados de común acuerdo con su ex condiscí-
pulo Mike Woller, a quien los irreverentes nativos apodaban
"Mikewola".
Walter había aprendido a Norteamérica, en uno de los
libros de Dale Carnegie, a detenerse en los momentos críti-
cos para examinar el conjunto de la situación; pero, antes de
empezar era preciso que el mate disolviera sus malos humo-
res; o, como se dice comúnmente, le aplacará el indio. Ese
indio falaz y subrepticio que polutaba el torrente caudaloso
de su sangre germánica. Toleró entonces que su mente diva-
gara en el pasado mientras la yerba hacía su efecto.
Había hecho la conscripción, durante la guerra civil, en
el Departamento de Identificaciones de la policía. Aunque era
hijo natural reconocido de un dirigente opositor, entonces en
el exilio, consiguió, cuando le dieron de baja, permanecer en
su puesto en calidad de empleado con el sólo requisito de
afiliarse al partido de gobierno. Eran tiempos difíciles. Su
padrastro se había arruinado y su madre se entregaba cada
vez más a la bebida. La gente emigraba en masa. Decidió no
marcharse al extranjero mientras no terminara sus estudios.
Era aplicado y criterioso. Si se trazaba un plan, lo cumplía
con la misma tranquila y constante escrupulosidad con que

184
acataba las órdenes de sus superiores. Estos empezaban por
dejar todo el trabajo en manos del buen gringo-ray, para
acabar haciendo cuanto aconsejaba; o hábilmente sugería,
haciéndoles creer que la iniciativa había partido de ellos mis-
mos. Avanzó hasta el cuarto curso de la Facultad de Derecho
sin retrasarse ni adelantarse nunca. Sus notas eran sobresa-
lientes, pero nadie hubiera dicho que era un alumno brillante.
Sus compañeros ni buscaban su amistad ni rehuían su trato.
Hablaban libremente en su presencia, seguros de que no era
un delator. No les inquietaban sus silencios, propios de su
manera de ser habitual. Disfrutaba de una discreta populari-
dad entre los varones porque jugaba muy bien al basquetbol;
y entre las mujeres, por su figura alta y rubia de galán de
cine un poco insulso. Estaba pues correctamente encaminado
cuando, para sorpresa de todos y acaso propia, dejaba la Uni-
versidad y viajaba a los Estados Unidos con una beca que
incluía un año de práctica en el canal de Panamá. Le había
favorecido conocer el alemán y un poco de inglés, lo que le
daba enormes ventajas sobre otros tinterillos de la policía.
Aparte de esto, no hubo postulantes capaces de hablar si-
quiera correctamente el castellano interesados en una beca
que, según se dijo, convertiría al favorecido en soplón con
título o pyragüé diplomado.
A su regreso no supieron qué hacer con él, sobraban
autodidactos. Volvió a su mismo puesto, con el mismo sueldo,
hasta que la Embajada hizo una discreta sugerencia en su
favor. Lo trasladaron entonces al Departamento de Investiga-
ciones Especiales con el cargo de subsecretario, especialmen-
te inventado para él, y le aumentaron el sueldo a cinco mil
guaraníes, equivalentes a la quinta parte de la asignación que
percibiera como becario.
El Departamento de investigaciones Especiales ocupaba
un antiguo solar de casi media manzana en el área céntrica
de la ciudad. En el orden administrativo estaba en la zona de
penumbra en la que se confundían las jurisdicciones del mi-
nisterio de Defensa y del Interior. Los asuntos de rutina y
presupuesto eran de competencia del ministerio de Defensa.
Para tomar decisiones se apelaba o al jefe de policía o al
ministro del Interior, aunque no en forma indiscriminada sino
en base a la naturaleza del problema y de su adecuación al
temperamento y al carácter de cada uno de estos dos fun-
cionarios. Por último, las atribuciones del jefe del Departa-
mento no estaban claramente definidas, pues podía recibir
órdenes directas del Presidente de la República, apelar a éste

185
o entenderse con él sin conocimiento de sus superiores inme-
diatos. Nadie había dispuesto nada al respecto, y sí alguno lo
había hecho seguro que ya lo había olvidado. Sin embargo el
organismo se había adaptado a sus funciones de una manera
espontánea y razonable en el país menos burocrático del mun-
do. Todos sabían que el jefe del Departamento era compadre
del Presidente de la República y gozaba de su confianza; que
el jefe de^ policía era un loco de atar, pero tenía sus deslum-
bramientos; que las relaciones personales del ministro del In-
terior con el Presidente de la República no eran ni habían
sido nunca muy cordiales, por lo que se esperaba la caída del
primero de un momento a otro. En cuanto al ministro de
Defensa, estaba como de adorno, sin mando para cambiar de
destino al último sargento, y se ocupaba preferentemente en
tomar tereré de la mañana a la noche.
Comandaba el Departamento de Investigaciones Especia-
les el entonces mayor Patricio Melgarejo. Debía su cargo a
méritos de guerra. En la revolución se había destacado al
mando de una brigada de milicianos gubernistas que operaba
detrás de las líneas insurrectas, degollando por igual ganado
y pastores. Al menos, esta era la fama, que Melgarejo se
cuidaba muy bien de desmentir. El terror que inspiraba con-
tribuía al mejor desempeño de sus funciones. Le dio a Wal-
ter, para que instalara su oficina, un salón atestado de pape-
les que tenía un ventanal enrejado en el piso segundo, sobre
la calle. Se encontraba al final de un pasillo en el que había
un cuarto de baño y una celda que casi nunca se ocupaba
porque habría requerido una guardia especial.
- Bueno, mi hijo -le había dicho Melgarejo, lanzando un
salivazo prontamente absorbido por la capa de polvo que cu-
bría las baldosas-^ acomodate a tu gusto. Te voy a mandar
dos tres soldados para que tiren toda esta basura al río y te
limpien un poco.
Y dando media vuelta, se olvidó de él. No se imaginaba
que lo había introducido a la cueva del tesoro.
Lo que Melgarejo iba a mandar tirar al río eran papeles
encontrados en allanamientos o en la persona de los presos
políticos. JBuena parte de ellos estaba formada por libros y
folletos. El resto era un revoltijo de informes manuscritos,
cartas, libretas de direcciones, claves; notas tomadas en el
curso de reuniones clandestinas; actas, nóminas de contribu-
yentes, balances, recortes de periódico, volantes mimeografia-
dos. Walter los examinó uno por uno, valiéndose de la lupa de

186
filatelista que le regalara su padrastro. Se encontró con nom-
bres y seudónimos que reaparecían aquí y allá. Rastros de
debates que mostraban el choque de distintas tendencias, lu-
chas intestinas, rivalidades personales, puntos débiles; t e m p e -
ramentos frágiles, enérgicos, autoritarios o flexibles. C a r a c t e -
res de imprenta que se repetían en volantes de distintos par-
tidos de la oposición y hasta del propio gobierno. Tipos de
máquina de escribir que dejaban su impronta en panfletos
multicopiados, informes secretos, cartas íntimas, poemas de
amor. La letra torpe de un semianalfabeto podía ser seguida
desde una reunión clandestina hasta el libro de actas de un
sindicato legal. Los sobres de correo mostraban en sellos des-
teñidos el lugar de origen y la fecha de expedición. Sacaba
provecho hasta de boletos de tranvía, cuentas de hotel, en-
tradas de cine. Revelaba tintas simpáticas mediante diversos
procedimientos químicos; buscaba huellas dactilares, descifra-
ba criptogramas. Abría carpetas, organizaba ficheros, llenaba
uno tras otro gruesos cuadernos de apuntes. Bosquejaba gráfi-
cos y organigramas. Hacía estimaciones cuantitativas en base
al cálculo de probabilidades. Para descansar, hojeaba libros y
folletos, y leía integramente algunos, prestando atención has-
ta a los subrayados y notas marginales. Las ideas pasaban
por sus ojos sólo atentos a los rastros de la Dresa.
Los oficiales del Departamento lo veían hacer con una
mezcla de sorpresa y sorna. No sabían que estaba armando el
más completo rompecabezas de las actividades de la oposi-
ción, de las contradicciones y vínculos entre diversos secto-
res, de sus centros de dirección, de sus fuentes de recursos,
de su grado de organización y de influencia, así como de su
capacidad operativa y de sus contactos en el gobierno. No
entendían por qué nunca recomendaba un procedimiento ni
mandaba detener a nadie. Se contentaba con la cosecha pro-
ducida por los golpes a ciegas. Muy de vez en cuando pedía
que le trajeran a un preso para interrogarlo. En esos casos
trataba amigablemente al prisionero, le convidaba cigarrillos.
conversaba largamente con él, sin más protección que su do-
minio del karaté.
Desde la madrugada hasta altas horas de la noche, con
la obligada pausa de la siesta, que dormía allí mismo sobre
una estera extendida en el suelo, dándose aire con un venti-
lador de segunda mano, trabajaba el subsecretario. Como su
oficina estaba fuera de la circulación normal del edificio, y
en la comandancia se le necesitaba rara vez, su único con-
tacto regular con las otras dependencias se establecía m e -

187
diante el soldadito encargado de barrer y cebar m a t e . Se lla-
maba Lucas Portillo. Era endiabladamente astuto y poseía un
envidiable talento para hacerse el tonto. Tenia además una
memoria prodigiosa y una capacidad de observación poco co-
mún. A cambio de buen t r a t o , cigarrillos y una que otra pro-
pina, Walter se enteraba de cuanto ocurría a su alrededor.
Los informes de Lucas Portillo eran vividos, dramáticos, lle-
nos de detalles pintorescos.
Según Lucas Portillo, el mayor Melgarejo solfa preguntar
al capitán Tranquilino Arias, su segundo:
-¿Qué anda haciendo Cardocito?
El capitán Arias sacaba la guitarra de la entrepierna, la
apoyaba sobre el muslo izquierdo, ponía la palma abierta so-
bre las cuerdas para que no se le escaparan los aires de la
polca que estaba componiendo, se pasaba la lengua por el
ralo bigotito, echaba atrás la cabeza, en cuya nuca se soste-
nía la gorra por milagro y lo quedaba mirando con sus ojos
lánguidos, casi afeminados de tan tiernos. Sólo cuando Mel-
garejo resoplaba arrugando peligrosamente su pequeña garra
cobriza sobre un tintero de plomo, el capitán sonreía inocen-
t e , mostrando su dentadura cariada:
-cY qué lo que va a hacer?
Según Lucas Portillo, Melgarejo lanzaba entonces los
restos de su naco en el plato del soldado que íe servía de
escupidera, y gruñía mirando con disgusto a su abúlico ayu-
dante:
-ijhü'ü, no te descuides, es hijo de gringo! Ei gringo
siempre está buscando algo, no se queda a esperar como no-
sotros.
-¿Y el Presidente de la República? -le preguntó una vez
el capitán Arias, acaso con la intención de ponerlo en aprie-
t o s - . ¡Desde el Mariscal López no hay paraguayo más para-
guayo que él!
Melgarejo hizo una mueca, y, tras de (escupir,, ahora
hacia el patio, rozando la cara del centinela, que ni pestañeó
seguro como estaba de la puntería de su jefe, continuó rele-
yendo a Vargas Vila.
Además del jefe y de los oficiales, verdeolivos del Ejér-
cito, había una media docena de contratados de la policía y
un enjambre de soplones. Estos últimos no servían para nada
en opinión de Walter. Eran, sin excepción, haraganes, irres-
ponsables y mentirosos. La población los identificaba por los
vagos y mal entretenidos. Formando grupo aparte, en el fon-

188
do, cerca de los excusados, trabajaba un equipo de individuos
siniestros a cargo de Claudio Arévalo. Cuando entraban en
funciones Walter ponía la radio a todo volumen. Le daban
escalofríos.
Completaban el personal un número indeterminado de
conscriptos traídos de la campaña. Prestaban servicio, la ma-
yor parte del tiempo, en una ladrillería, propiedad de Melga-
rejo, cerca de Tacumbú; o desempeñaban las tareas más di-
versas, sin exluir las domésticas, en casa de los oficiales. El
capitán Arias los alquilaba a contratistas y se embolsaba t r a n -
quilamente sus salarios. Eran muchachitos aindiados, desnutri-
dos, de diecisiete a diecinueve años. De vez en cuando se los
juntaba en el bajo de la bahía como a novillada en el rodeo,
y a patadas, cintarazos y coscorrones se los instruía en el
noble oficio de las armas.
Pero Walter, ajeno a todo esto, continuaba clasificando
papelitos y examinándolos con la lupa, cada vez más conven-
cido de que, a juzgar por lo que esos mismos papelitos indi-
caban, muy pronto sus servicios serían indispensables. Sus
métodos sustituirían necesariamente a los procedimientos pri-
mitivos, artesanales. En tal sentido, se creía sinceramente un
portavoz del progreso.

Su día llegó un atardecer. Ya se disponía a encender la


luz cuando el mayor Melgarejo apareció en la puerta. Se t a m -
baleaba un poco y olía a caña.
-¡Adelante, mi mayor, qué novedad verlo por aquí!
Melgarejo no respondió. Estaba examinando ios cambios
introducidos por el subsecretario.
Una de las paredes estaba cubierta hasta el techo por
una flamante estantería de cedro en la que se alineaban libros
y carpetas numeradas. En otra había gráficos asegurados con
chinches a tableros de terciada. Un mapa del Paraguay, con
leyendas en inglés, acribillado de alfileres de distintos colo-
res, empapelaba la tercera, junro con un plano detallado de
la ciudad de Asunción. Detrás del escritorio se veían una bi-
blioteca y un armario con puertas de vidrio veladas por corti-
nillas. Junto al escritorio había una larga mesa cargada de
papeles, carpetas sin usar y un gran frasco de engrudo. Por
aquí, una máquina de escribir flamante; por allá, un grabador
y una radio de la mejor calidad. La limpieza y el orden de
aquel salón, que había recibido una mano de pintura, lo ha-
cían aparecer como un cuerpo extraño y sospechoso en el
189
sórdido edificio. "Aquí hay muchas cosas que cuestan plata
-pensó Melgarejo-, y Cardocito nunca pide nada a la inten-
dencia".
Desdeñando el sillón de mimbre que le ofrecía el subse-
cretario, fue a sentarse frente a él, en el borde de una silla,
con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Lo
miraba fijamente. No había dicho una palabra. Walter se sentía
desconcertado. Gomo pasaba el tiempo y el mayor seguía en
silencio, se puso a explicarle, en términos vagos y entusias-
tas, el trabajo que estaba haciendo. A medida que escuchaba,
Melgarejo parecía librarse de alguna preocupación.
- Estás errando grande, mi hijo -le interrumpió, en gua-
raní, después de haberlo oído largo rato-. Por allá donde e s -
tudiaste cada cosa tiene su papelito. Por aquí los papeles
sólo sirven para el común, cuando escasean los marlos de
maíz. Es como si quisieras enterarte de lo que pasa en el
Paraguay leyendo los diarios - concluyó, frunciendo el ceño
en sonrisa al revés, como los indios, según una notable obser-
vación de Lucas Portillo. Al recordarla, Walter no pudo con-
tener la risa. Melgarejo no pareció ofenderse en absoluto.
- os reíte lo que quieras. El asunto es saber oír. Oír
lo que se dice y lo que no se dice. Principal: lo que no se
dice. Hay que tener la oreja mismo donde se debe. Así estoy
mejor informado que el F.B.I., con mucho menos gasto. Y no
hay el que me va a joder. ¿O por qué te figuras que un zo-
rro tan mañero como el Presidente de la República me en-
cargó el Departamento?. ¿Para favorecer a uno su compadre?
¡Ni por nada! Es que aquí está su crédito. Me puso a mí por-
que quiere irse tranquilo al excusado. Sabe lo que vale el
arandú-caaty, íla sabiduría del monte, mi amigo!
Sacó un cigarro del bolsillo, le pegó un tarascón y vol-
vió a guardar el resto.
- Hay el que cree que porque escribe a máquina ya
sabe magia negra. El diablo entiende a la gente, por eso le
jode a Dios y se lleva a tantos al infierno. El buen marisca-
dor conoce la malicia de todos los animales. Sin eso, por
más doctor que seas, cualquiera te va a embromar.
Escupió sin miramientos en las limpias baldosas y conti-
nuó:
- El hombre decente no sirve para la guerra ni para la
política. Le obligan sus palabras, cree en lo que dice. Y en
la guerra, como en el truco, el que dice lo que va a hacer o
hace lo que dice, está embromado. Yo tuve la mala suerte
190
de pelear a las órdenes de mi coronel Chirife en la revolu-
ción de 1922. Viene el general Rojas y le dice: "Yo estoy
con usted, pero, ¡figúrese!, soy el ministro de Guerra. Maña-
na mismo voy a renunciar porque no tenemos con qué cubrir
el flanco izquierdo". Chirife le creyó y atacamos por ahí.
Para qué te voy a contar que nos topetamos con un garrote
de aquellos. ¡Váyese a llorarle a su abuela! Corridos por vigi-
lantes y marineros, ¡qué vergüenza! Con ellos también había
obreros de la Liga Marítima y un montón de colegiantes c a -
bezudos. Entre todos le dieron una pateadura al grueso del
Ejército, mandado por el jefe de mayor prestigio, que tenía a
sus órdenes a oficiales como Blas Miloslavich y Feliciano Ira-
la Palacios, que ya ni podían dormir de tan leídos. Para peor
había dos alemanes en el Estado Mayor. José Gil solía decir:
"Préndanse los botones, muchachos, que vamos a correr: ya
nuestro comandante está hablando otra vez con esos gringos".
Su ciencia no decía que el paraguayo cuando se siente seguro
es un inútil. Entonces, para que rinda, hay que meterlo en un
brete. Tratando de salir es capaz de cualquier cosa. Sabe que
tiene un santo adentro y no se entrega ni por nada. El grin-
go, en su lugar, cuando lo aprietan, se desatina y cae como
el venado con la seca. Así, con tanto libro en la gurupa, no
paramos de galopear, con ios saco-pucú* quemándonos los pan-
talones, hasta que se nos acabó el Paraguay y nos atrinche-
ramos en Caí-puente. Los saco-pucú se contentaron con mi-
rarnos desde lejos. "Ese ejército se deshonra -decía Blas Mi-
loslavich-, tiene superioridad numérica y no ataca". Peleaba de
pie, para dar el ejemplo, como si el soldado fuera estúpido.
¡Pobre Milos, hasta el viento lloró la tarde que lo enterra-
mos!... ¿Por qué no llamas a Portillo para que nos traiga una
cañita?
- Si gusta, mi mayor, le puedo convidar con Whisky.
- Y bueno, ya que sos millonario... ¡Hay que aprender a
tomar whisky, mi amigo! ¡Pronto del Paraguay no va a quedar
ni aloja!
Melgarejo se echó un trago, pensativo. Walter se p r e -
guntaba la razón de aquella charla.
- Como te iba diciendo, los saco-pucú se contentaban
con espantar pájaros y asustar monos con uno que otro caño-
nazo al rumbo, hasta que una noche nos salieron por la r e t a -
guardia y nos dejaron en la boca del tigre. Salimos de entre

Saco-largo, gubernista en la revolución de 1922-23.

191
sus dientes y avanzamos hacia Paraguarf, voleando por las
Misiones, para romperles los huevos en el nido. Pero nuestras
montoneras no pudieron quemar el puente del Tebicuary, y otra
vez los saco-pucú llegaron primero que nosotros, viajando en
ferrocarril. Desde los oficiales hasta el último soldado que-
ríamos atacar, paja que se acabara el pleito de una vez. Era-
mos menos, pero nuestra rabia era más grande que la del
enemigo. Entonces nuestro comandante consultó con los a l e -
manes y volvimos a correr...
Ahora Melgarejo reía a carcajadas, como si el hecho de
que los saco-mbyky * fueran los corridos le provocara incon-
tenible hilaridad. "Está borracho -pensó Walter, con despre-
cio-, me vino a jorobar de puro aburrido".
- Algunos meses después mi coronel Chirife murió des-
consolado y sus gringos se mandaron a mudar. Estigarribia
lanzó un comunicado que decía que estaba pisando los talones
a los restos del ejército rebelde. Entonces nosotros apretamos
una marcha de ochenta leguas, y, mientras los saco-pucú nos
buscaban por los esteros de Yhú, los saco-mbyky llegábamos
a la Asunción. Entramos al trotecito, galleando, por la calle
que ahora se llama Eligio Ayala. El gobierno se había embar-
cado para escapar a la Argentina, pero unos pocos se hablan
quedado, y cuando esto ocurre se acabaron las bromas: son
los más decididos, los que de veras pelean, sin el estorbo de
los chimbos.
Melgarejo escupió y siguió reflexionando:
-¡Cómo cambian los tiempos! Ahora los civiles se mean
en los zapatos. Antes cualquier cajetillo se animaba a soplar
fuego.
Entrecerró los ojos para evocar una escena inolvidable.
- Èn la torre de la estación central del ferrocarril h a -
bía un cantón de diputados, al mando del doctor Pastor Pala-
cios, mozo de duras muñecas, resoivido. Tenia al diablo de
abogado y jamás erraba un tiro. Allí estaba, esperándonos,
con toda el alma afilada en la mira del màuser, cuando vio
avanzar al frente, hermoso como un principe, en un alazán
moruno requecheado en una estancia, a mi capitán Feliciano
Irala Palacios, que era su pariente, compadre y amigo del
alma.

Saco-corto, rebelde.
192
Melgarejo saboreó un largo trago de whisky.
-¿Sabes quién fue el capitán Feliciano Irala Palacios?
- Ni idea - respondió Walter, aburrido.
Melgarejo le dirigió una mirada socarrona.
- Muy mal hecho, lo tendrías que saber; fue el padre
de nuestro nuevo ministro.
Walter se inclinó sobre la mesa, súbitamente interesado.
- Te voy a contar cómo murió, porque su muerte fue el
principio de una historia que todavía no ha terminado. "¡Dé-
jenmelo a mí!", dicen que dijo el doctor Pastor Palacios. Se-
gún trató de explicar después, aunque no todos le creyeron
porque había una mujer de por medio: confiado en su punte-
ría quiso bajarlo herido del caballo, para salvarle la vida. El
destino dispuso otra cosa. Justo en el momento en que apre-
taba el gatillo, se entreabrió la persiana de un balcón y una
mano de mujer saludó con un pañuelo. Mi capitán hizo la
venia, chusqueó su caballo, y la bala de su amigo le partió el
corazón.
- Así que usted conoció al padre del señor ministro.
-' Fui su soldado, y ni tu madre te conoce como te
conoce tu soldado.
Melgarejo acabó el whisky que quedaba en el vaso.
- Entonces se armó una pelea para vivir contándola. Los
saco-pucú apretaron el trasero y quebraron espoletas hasta
dejarnos derrotados. En medio de la pelea arrastramos el ca-
dáver de nuestro capitán hasta la casa del balcón. No voy a
decir el nombre de la mujer que le cerró los ojos, porque
nombrarla trae desgracia...
Tomó la botella de whisky y cargó su vaso hasta los
bordes, como si fuera limonada. Walter recordó entonces que
el mayor Melgarejo no tenía fama de borracho.
- Pastor Palacios nunca se perdonó la muerte que dio a
su amigo. Se ocupó de la familia del finado como si fuera la
propia. Alfonso, hijo de mi capitán, y Feliciano, hijo de Pas-
tor Palacios, se criaron juntos y se hicieron tan amigos como
habían sido sus padres. Ahora Alfonso Irala Vargas es nuestro
nuevo ministro, y a Feliciano Palacios hasta hace un rato lo
teníamos preso en el fondo.
-¿Cómo q u e hasta hace un rato?
- Ha salido en libertad. Me han dicho que Alfonso, para
aceptar el ministerio, puso como condición que se soltara a
Feliciano.
- Los Irala y los Palacios fueron siempre de partidos
contrarios.
193
- Eso es lo que se dice. Lo principal, lo que no se di-
ce, es que anduvieron mucho tiempo detrás de una misma
mala idea. Durante la guerra civil, Alfonso estuvo por pasarse
a los rebeldes. Si no lo hizo fue porque Muñeca lo atajó.
- ¿Quién?
- Muñeca Egusquiza.
-¡Ah, su mujer!
- Sí, su señora.
-¿Qué piensa usted que hará el señor ministro con Feli-
ciano Palacios?
- Mira, hasta ahora quien hace y deshace es el Presi-
dente de la República. Se me ocurre que con Alfonso van a
cambiar algo las cosas. No es un pobre infeliz como los otros
ministros. Tengo tu misma curiosidad, porque el enredo ya
empezó. A Feliciano Palacios lo apresaron con una tal Maria-
na Arguello, de esto hará unos tres años. Ella sigue presa en
una comisaría. El ministro dio orden de trasladarla aquí. Quie-
re que esté a tu cargo. La pondremos en el calabozo que hay
ahí, junto a tu oficina.
- A mi cargo, ¿por qué?
- Ya te dije, orden del ministro. Pregúntale vos mismo:
quiere que mañana, a las ocho, vayas un poco a verle.
-¿Yo? ¿Para qué?
-¡Allí está el golpe! Dice que leyó un informe tuyo muy
interesante. ¿Qué clase de informe es ese?
- No sé cuál será, mi mayor - respondió Walter, escon-
diendo su júbilo-, mando un informe todos los meses. Usted
los firma.
Había oscurecido por completo. La habitación estaba
apenas iluminada por los reflejos del farol de la calle, siem-
pre desierta y silenciosa en los alrededores del Departamen-
to. Se oyó un grito de dolor que venía de los fondos.
- Así ha de ser -dijo el mayor Melgarejo-, pero, ¿quién
iba a pensar que irían a leerlos?
Los gritos se sucedían, agudos, desgarradores. Walter no
pudo resistir. Encendió la radio. Una polca de bárbara ener-
gía, con algo de toreada y de toque a degüello, entró como
el torbellino de una danza sangrienta. Se le erizaron los c a -
bellos. Un rostro magro, cobrizo, casi negro, brillaba en la
oscuridad con reflejos verdosos.
-¡Jho cajetillo fifí, la añamemby! - exclamó Melgarejo,
con voz pastosa de borracho - ¡Manda la gente al infierno y
no aguanta sus gritos!
194
* * * * * *

"La macana es que el mate se me aguachó y no tengo


ganas de ir a la cocina a cambiar ia yerba porque el minis-
tro hizo uso de mis informes basados en la desinteresada y
objetiva consideración de los hechos para desbaratar la conju-
rada conjunción de fuerzas opositoras y capear el temporal
mediante la provocación sucesiva concebida y orquestada por mí
de oleadas del movimiento obrero estudiantil campesino de tal
modo que quedaran aislados los rebeldes en armas cuando se
presentaran en una maniobra planificada por este modesto
servidor público basándome en experiencias recogidas en el
mundo entero insurreccionado para después dejarme en el mis-
mo cargo como si a mí no me importara eso que los roma-
nos llamaban carrera de honores y me arreglaron con un hueso
que creyeron adecuado a un perruno oficio como el mío cuan-
do soy un idealista entregado a la defensa de la civilización
cristiana occidental y a la persecución del materialismo ateo
y de los idiotas útiles aunque en mi perra vida fui a una
iglesia desde que me bautizaron mis paternas tías en la santa
fe católica pese a una madre librepensadora putì llosa que
pensaba solamente en menearse los años sometidos a los bí-
blicos rigores del abuelo luterano y hotelero hohenauense del
que se fugó con un político deportado acogido en su casa y
visitado por las noches para recoger la semilla de este indivi-
duo que soy yo que ahora reniega de los oscuros genes rece-
sivos generados en el vientre de mi madre sin ofender a su
memoria escupiendo al techo la palabra que conduce a la
degradación del individuo y de la propiedad privada porque
fue un error de las democracias manejadas por plutócratas
judíos contribuir a la victoria de los bárbaros del Este sin
Dios Patria ni Familia de lo que a mi me importa un pito de
modo que Mariana tenía razón al sugerir mi cobardía cuando
Melgarejo era ascendido a coronel con mando de tropa por
intrigas de Muñeca Egusquiza que es mujer del ministro mientras
yo en mi pasillo me sigo jodiendo con casa con piscina y
auto último modelo sin contar con los ahorros depositados en
un banco de Panamá que si no fuera por mi acendrado pa-
triotismo me hubiese escapado con Mariana y hoy seríamos
felices comiendo perdices o yo con tres cuartas de narices
porque ella como una ingrata ave migratoria se me voló cuan-
do le abrieron la jaula a la garza lastimada que recogí en
Isla del Medio y me encariñé con ella sin dormir para cui-
darla sabiendo que mi mamá se había ido a Posadas en la
195
última lancha para encontrarse con no sé qué oficial de ma-
rina exiliado como decía la alegre malignidad de Babe Niber-
to mientras jugábamos a la vaca y el toro y a mí me toca-
ba hacer de vaca por la posibilidad de ordeñarme en una es-
cupidera y mi pájaro se me volaba dejándome el desasosiego
que apenas pude calmar coleccionando mariposas bien muer-
tas y clavadas con alfileres de colores en tableros de tercia-
da porque sólo se conserva lo que se puede dominar y sola-
mente los muertos se quedan en su sitio hasta que decidimos
olvidarlos aunque a un hombre de conducta intachable y tan
escrupuloso cumplidor de sus deberes se le debería tener en
cuenta para un puesto diplomático porque cuando me acuerdo
de ella no puedo dormir más y a lo mejor si me voy lejos no
tengo que salir a buscar bandas para después echarlas a pa-
tadas porque ninguna le parece y el doctor me ha dicho que
tuviera cuidado porque la purgación se vuelve crónica y no
bastan antibióticos a las espiroquetas que emponzoñan futuos
Cardocitos atavismados de puerqueza porque uno no es un
chancho manso como mi estúpido padrastro que cargó con mi
mamita ya más gorda que una vaca para hacerla decente
reventada de várices y me regaló la lupa alemana que uso en
mis investigaciones científicas para continuar la obra de su
vida en una colección de estampillas que para nada me inte-
resa sino estirarla en la estera y sentir su olor a tierra la-
vada por la lluvia aunque mamá lo despreciara añorando a
ese indio curupialesco que me encajó su apellido como clavo
antes de abandonarla pese a que ahora nadie lo recuerda mien-
tras yo soy más conocido que el rebuzno y salgo en todos los
panfletos subversivos con el marcante el Verduguillo que me
apodó el señor ministro a sabiendas de que jamás maltraté a
un preso mientras él casi mata al estudiante que le grita
renegado al tiempo que le escupía y yo lo atajaba para que
no cometiera un disparate irremediable del que fui el único
testigo callado como una tumba porque soy un imbécil que
divaga al divino cohete en lugar de pensar en lo que me dijo
Mikewola y me decido de una vez a desquitarme o servirle de
nuevo el plato para que me dé las sobras de la explotación
del hombre por el hombre y me mire con desprecio como si
fuera su enemigo colaborador más eficiente sin darse cuenta
que es culpable de que me empede en ios quilombos de mala
muerte y haya fumado marihuana que no tiene gusto a nada
como este mate aguachento porque ni soy alemán ni para-
guayo criado en un país de individuos disparates paranados sin-
maspena o echo una meada en el rosal antes de que acaben

196
de devorarlo las hormigas que trabajan para ellas en lugar de
deslomarse al servicio de la humanidad como las estúpidas
abejas sin poder darse el gusto de echarse un polvo con los
zánganos como esas burreritas que pasan por la calle y me
miran divertidas mientras le apunto al hormiguero trabajosa-
mente construido no porque les tenga rabia a las hormigas
que buscan su provecho y hacen perjuicio sino para probar la
puntería del instrumento pues no me importan las hormigas
sino las mariposas que como mamá son bellas en el amanecer
cuando el tajy florece y el timbó como diría mi amigo el
poeta José-Antonio Lara quien de nuevo anda jodiendo con
los conspiradores y me deja el problema de sacarlo del aprie-
sin decirle nada de lo que sé pues me devolvería el favor con
la patada de poner sobre aviso a esos zanguangos en vez de
sincerarse con un compañero de la juventud que siempre lo
ha querido a pesar de sus desprecios de cajetilla engreído
libre de aguas menores y de gases exhalados por los malos
espíritus que doña Tererute saca de las tripas por obra del
payé que los transforma en sapos y lagartijas que salen por
las narices con los chismes de las altas esferas pues no me
animo a pedirle me libre del recuerdo que entró por el pasi-
llo seguida de descalzos soldaditos que me dicen confianzudos
que te manda mi mayor Melgarejo dejándome una momia
india con el cabello como manto y un atadito bajo el brazo
que bajaba la cabeza y contestaba a mis preguntas con pala-
bras sin juicio como si la hubieran azonsado tres años de c o -
misaría para dejarla en paz en el calabozo de ai lado que es
una piecita de dos por tres sin otra abertura que la puerta
que tiene una mirilla con los ojos del perro encarachado que
mi padrastro despenó y la vi acurrucada sobre una colchoneta
y le hice traer de mi casa un catre de lona con cobijas sin
que por eso se dignara a saludarme siquiera cuando salía e s -
coltada por fusiles a llevar su balde a los retretes mordién-
dose los labios con una rabia tan tremenda que no sé cómo
no sangraba y mandé a Lucas Portillo a comprarle una escu-
pidera que la trajo enlosada con dibujitos de colores y siguió
llevando el balde hasta que se lo puso de sombrero a Claudio
Arévalo y por poco la matan esos bárbaros provocando un al-
boroto que usé de pretexto para que no saliera más al patio
y usara mi servicio dos veces al día con la condición de lim-
piarlo con creolina de gérmenes patógenos y la revendedora
que le traía comida y le lavaba la ropa pudo entrar en la
celda con centinela a la vista para no irritar a Melgarejo que
no entendía por qué el ministro había puesto en libertad a un

197
sujeto peligroso como el capitán Palacios dejando presa a una
mujer cuyos antecedentes decían que la atraparon con su
amante si bien eran presunciones de interrogado res brutales
prontuarios curialescos afirmando cualquier cosa como hechos
comprobados en el paradero de los principales cabecillas sub-
versivos y la sometieron a tres meses de interrogatorios a
una pobre infeliz más caprichosa que una mula pues no dijo
nada y el médico diagnosticó aborto con infección y anemia
que confirma mi teoría de que esta gente es durísima que
sólo muere a balazos aunque estuviera como muerta y e n t e -
rrada y se la retuviera como rehén como decía la calumniosa
oposición panfletaria partidario como soy de la pena capital
menos cruel que la tortura pues la ley previene y no castiga
ya que no están vigentes las llamadas taliónales que arranca-
rían los ojos y los dientes si me animara al hombre que me
privó del alma y del amor a mi trabajo después de que le
diera todo al que para nada sirve por su romanticimo ver-
gonzante opuesto al espíritu científico y al rigor intelectual
heredados de mi madre pese a la maledicencia ya que las
malas costumbres no son congénitas sino ambientales y el
pensamiento es propiedad y función del cerebro y no de las
antípodas aunque el pudor me impidiera averiguar dónde se
iba mi mamá cuando venía a buscarla el auto del delegado
de gobierno con personas en condiciones de darme referencias
de primera mano más vividas y exactas que un pronturario
redactado por imbéciles que no comprenderían mi interés en
los antecedentes de una persona encerrada pared por medio y
que cagaba donde yo por más que procuraba sacármela de la
cabeza me estorbaba una presencia sentida a toda hora y
más de noche cuando me quedaba a trabajar como el demo-
nio debajo de mi cama mientras lloraba en soledad la ausen-
cia de mi madre o las angustias de una pesadilla que no me
puedo recordar y pensaba pedirle a Melgarejo que la llevaran
a otra parte librándome de la cruel indiferencia de Mariquita
Montero cuando la sorprendí hablando con Lucas Portillo con-
tra el reglamento y me hice el desentendido pues bastaría
olvidarla y ocuparme de mis cosas pues la tenía un poco de
miedo al comandante cuando le dieron la misión de combatir
a los rebeldes con entera carta blanca y la autoridad real
pasó a mis manos pues veía al ministro casi a diario y en
lugar de trasladarla le hice dar una llave de la celda para
que usara el baño las veces que quisiera y Portillo le e n t r e -
gara los periódicos en vez de tirarlos y pudiera tener una
pequeña radio a transistores y un velador cito para hacer las

198
costuras y bordados que su madre vendía afuera y le pedí a
Portillo cuando salió de baja que se quedara conmigo en cali-
dad de contratado pero sé me rió en la cara diciendo que a
su abuela le picó una víbora y que por eso debía estar en su
valle antes de la función de San Blas por un absurdo incom-
prensible para una mente lógica como la mía pero acaso c o -
herente para un semi indio como el ordenanza al que le re-
galé mil guaraníes y una campera adquirida en Norteamérica
en mis tiempos de becario sin saber que hacía rato ya no es
taba a mi servicio y al abandonarme fue leal a su manera
esa noche de diciembre entre la Navidad y el Año Nuevo en
que tuve que quedarme a redactar un resumen de la informa-
ción que poseíamos sobre los preparativos de una invasión
rebelde y hacía un calor de la gran siete y el olor de los
pesebres y el bullicio en las calles entraban por la ventana
del único ciudadano de este país dichoso a pesar de sus des-
dichas que estaba trabajando con toda seriedad cuando de
pronto sentí la tontería de lo que estaba escribiendo y me
levanté a mirar la noche añorando los encantos de la triste
• niñez apasionada y solitaria como dice José-Antonio en un
poema emocionante con motivo de las fiestas acaso pensando
en mí que soy su amigo verdadero aunque le avergüense salu-
darme atrapado por las rejas y me volví hacia la puerta que
da al pasillo con ganas de salir corriendo y vi luz en la miri-
lla y oí la radio que cantaba un villancico despacito y me
volví al escritorio sintiendo palpitaciones junto con unas ab-
surdas ganas de llorar a gritos como cuando me despertaban
chirridos y suspiros que son el síntoma evidente de una crisis
nerviosa causada por el exceso de trabajo subsanable con un
trago de whisky y la tensión enérgica del autodominio de las
razas fuertes hasta que adiviné que se abría la puerta del
calabozo y sin saber qué hacía me puse al acecho hasta que
salió del baño y yo asustado como un estudiante en su pri-
mer interrogatorio le ordené que me siguiera y la vi después
de mucho tiempo en carne y hueso con esa palidez notable
de la falta de soles no tan demacrada en el suelto vestido de
negros lamparones pegados a largas curvas coronadas en un
negrísimo rodete de campesina al fin de un cuello moldeado
en arcilla sin secar que me obligaron a mirar sus tobillos de
yegua fina y sus pies perfectos calzados en escarpines y de-
cirle que se siente en el sillón de mimbre que tengo junto a
la ventana y me obedeció como una reina sin decir una pala-
bra y yo le di un vaso de whisky de las felicidades pero ella
se quedó como pensando antes de contestar que solamente

199
brindaba con amigos lo cual es una impertinencia de preso
político a la que estoy acostumbrado aunque la frase fuera
extraña en la boca de la hija de una revendedora que podía
hacer lo que quisiera pues la llamé para que tomara fresco a
mi vecina contra la que no tenía nada personal en tanto se
quedara quieta y no me molestara mientras seguía mi trabajo
como al parecer aceptó al cruzar las piernas y mirar por la
ventana después de un encierro absoluto de muchos meses
con el vaso en el regazo parecía una gran señora en el bal-
cón de su casa y escuché que suspiraba al asomarse de la
tumba y me dio mucha alegría descubrir que se mojaba los
labios con el whisky mientras los ruidos de la noche se iban
apagando y supe que al amanecer el aire se pone azul cuando
se levantó y me dio las gracias antes de encerrarse de nuevo
bajo llave y yo saqué la hoja de la máquina acomodando el
informe para romperlo en pedacitos y salir a la calle sin que
me viera el centinela que dormía con los ojos muy abiertos y
estuve caminando hasta que el sol me encontró comiendo
chipa en la Plaza Independencia que a esa hora había sido
está llena de pájarosn

Walter se frotó los ojos con el reverso de las manos»


Estaban húmedos. Se había entregado con exceso a evocacio-
nes y divagaciones, tolerables en el lírico trasnochado, en el
sentimental que era en el fondo, pero no en el Subsecretario
del Departamento de Investigaciones Especiales. Se sabía un
profesional eficiente. Lo era por su capacidad de apartar la
cabeza de todo aquello que distrae de la realización de un
buen trabajo. Tensó la voluntad, encendió un cigarrillo; apoyó
sus pies grandes, blancos y regordetes en el tronco de un
mango, y se dispuso a reconstruir, en sus detalles, la conver-
sación que tuviera hacía algún tiempo con su colega Mike
Woller.

Se encontraron en una casita que Walter tenía en las


afueras. Mike exageraba las precauciones para encontrarse
con Walter. Nadie sospechaba las funciones que escondía su
carnet de corresponsal viajero de una agencia de noticias. En
* Copia f i e l del manuscrito del Armario del los Polpos.

200
la cabana había abundancia de whisky. Entre trago y trago
Mike le fue informando lo que sabía acerca de la conspira-
ción. En realidad, Walter estaba al tanto de ella y compren-
día mucho mejor que Mike sus alcances y posibilidades, pero
lo dejó hablar porque le interesaba conocer la posición de
Mike con respecto a los conspiradores. Ya se estaba aburrien-
do cuando Mike, con eí vaso en una mano y el cigarrillo en
la otra, se puso de pie y lo enfrentó como un agente secreto
de película. Era un hombrón rudo y coloradote como el pro-
pio Walter, aunque la boca en tajo y los ojos acerados con-
trastaban con los párpados caídos y los gruesos labios entre-
abiertos que daban a Walter una expresión engañosamente
estupida. Walter se daba cuenta de que el bueno de Mikewo-
la, tan zonzo e infantil en muchas cosas, era capaz de pegar-
le un tiro a la madre si esta interfiriera en sus planes.
- Mi querido amigo -dijo Mike, en inglés-, cada cual
tiene su trabajo: el tuyo es cazar conspiradores; el embajador
hace diplomacia; el mío es perseguir el tráfico de estupefa-
cientes. He encontrado la punta del ovillo. Lo vengo siguiendo
desde el Lejano Oriente. El gangster francés que se hace
llamar Monsieur Pichón ha convertido a este país en uno de
los centros de distribución más importantes del mundo. No
me importa qué manos estén metidas en el asunto, debo cor-
tarlas de algún modo. Conseguí que el embajador comunicara
oficialmente a tu gobierno que no estamos dispuestos a tole-
rar que desde aquí nos envenenen...
Walter se echó a reír.
-¡Vete al diablo, Mike, eso lo sabe todo el mundo! El
ministro hizo ayer un comentario muy jugoso.
Mike frunció el ceño, a la expectativa.
-"Crean un foco infeccioso y pretenden no contaminar-
se" - citó Walter.
Mike se encogió de hombros.
-¡Oh, una frase, es un hombre de frases! Se dejaría
ahorcar por decir una. No comprendo. Tenemos registradas
una multitud de ellas* Puestas en la computadora, es imposi-
ble determinar lo que realmente piensa ese hombre. Habla
por hablar.
-¿Para qué entonces las registran?
Mike hizo una mueca.
- Juzgamos a las personas por lo que hacen, no por lo
que dicen. Es un viejo principio. Anotamos las palabras para
que luego las acciones no nos tomen por sorpresa, como esos
tipos que continuamente amenazan con suicidarse y se pegan
201
un tiro cuando ya nadie les cree... Bien, al grano, déjame
seguir. Contra lo que teníamos derecho de esperar, al Presi-
dente de la República no le impresionó nuestra advertencia.
Contestó con evasivas, hizo vagas promesas. Luego, o no pue-
de o no quiere resolver el problema, y éste sigue en pie. Los
amigos con que contamos para presionarlo no acaban de de-
cidirse o piden demasiado. No nos interesa un cambio de go-
bierno, al menos por el momento, salvo que no resten opcio-
nes. Lo que deseamos es persuadirle de que sin nuestra ayuda
no podrá sostenerse. En este caso concreto, el único que me
interesa, no podrá contar con ella a menos que nos entregue
el francés. No basta con que lo expulse o impida sus activi-
dades. Lo necesitamos vivo, para interrogarlo y desbaratar la
organización.
"¿Qué piensan darle en cambio? -pensó Walter-. No se
puede dormir con un tigre hambriento debajo de la cama".
- Entonces, ¿cuál es la idea?
- Pedirle a un tipo que renuncie a un negocio de millo-
nes de dólares sin amenazarlo con una pistola en el estómago
es una tontería. Es preciso encontrar esa pistola. Monsieur
Pichón puede pagar más que nosotros a los que se dejan so-
bornar. Sólo restan los patriotas, los incorruptibles. Hay algu-
nos. Lo sabemos.
Walter sonrió. Mike soltó una carcajada de hielo.
- Veo que has comprendido. Es preciso dejar que pros-
pere la conspiración hasta que ponga en tal aprieto al Presi-
dente de la República que no le quede más remedio que acu-
dir a nosotros pidiendo ayuda. Será el momento de imponer-
le condiciones.
-¿Qué quieres que haga, que me ponga a conspirar?
- Mi querido Walter, eres el único capaz de mantener
la conspiración bajo control y de hacerla abortar en el mo-
mento oportuno. Los nativos te desprecian, nosotros no. Yo,
en tu lugar, apuntaría más alto. Podemos ayudarte.
"¿Cómo me van a ayudar? ¿Sugerirán que me asciendan
en el escalafón de la policía? ¿Sumarán algunos dólares a mi
cuenta de Panamá? Te equivocas, Mike; no pueden ayudarme,
les falta imaginación".
-¿Y el ministro? - preguntó Walter, a quien acababa de
ocurrfrsele una idea.
- Ese tipo no me gusta. La mayoría de la gente sólo
quiere una cosa: ¡dólares! A él no le bastan. Es peligroso, di-
fícil de manejar; a veces nos maneja a nosotros. Es un cuer-
po extraño en el gobierno. No le tienen confianza. Como al
202
abogado de una banda de gangsters, le pagan generosamente
pero no le dejan participar en sus negocios.
- Podría hacer que participe en la conspiración - dijo
Walter, cavilosp. De toda la historia, esta era la única parte
que le interesaba.
-¿Con los revolucionarios?
-¿Por qué no? Los revolucionarios no controlan la cons-
piración, pero están al tanto de ella y mantienen contactos
con los principales cabecillas. Para que tas cosas tomen cuer-
po es preciso dejarlos actuar. El único que puede hacerlo es
el ministro.
-¿Lo hará?
Walter sonrió enigmático.
- Puede probarse.
- Entonces, adelante... De pasó nos libraríamos de él. A
diablo, diablo y medio - concluyó en español.
Walter cerró los ojos y quedó largo rato pensativo.
- Dime, Mike, ¿qué efecto produce eso que estás fu-
mando?
- Pruébalo - dijo Mike, pasándole un cigarrillo -, es
menos peligroso que el tabaco.
- Tienes razón -asintió Walter, aceptándolo-, el tabaco
produce cáncer; esto, solamente la locura.

Walter se paseó por el jardín de su casa, cubierto de


malezas. Se propuso, por centésima vez, mandar a unos cuan-
tos soldados para que limpiaran todo aquello. Seguro que se
iba a olvidar. Total, ¿para qué? La piscina estaba verde de
moho. Nadaban en ella innumerables renacuajos. Se sacó los
calzoncillos y se tiró al agua de cabeza.

203
EL MINISTRO

Llegaban diariamente al ministerio mujeres de toda con-


dición, pidiendo todas lo mismo. Si no las dejaban entrar que-
daban en la calle horas enteras. Desafiaban la lluvia, el sol,
los maltratos. Volvían una y otra vez. Los guardias, compade-
cidos, sobornados o agotados por el asedio acaban por ceder.
De uno a otro despacho, de una a otra subsecretaría, no c e -
jaban hasta alcanzar la penúltima instancia. El doctor Alfonso
Irala Vargas se había resignado a estas audiencias. Eran par-
te de su trabajo.
No siempre las dejaban ir con las manos vacías. Sin
excepción invocaban el parentesco con personas influyentes, o
venían recomendadas por algún comisario o caudillo de la
campaña al que convenía complacer. El ministro creía pru-
dente que se conservara alguna ilusión en la eficacia de estas
rogativas, molestas para él pero inofensivas para el gobierno.
Fue así como doña Consolación Vargas de Palacios llegó
a la antesala y le dijo a Iluminado Fretes: "Dígale a Alfonso
que la madre del capitán Feliciano Palacios quiere verlo". No
podía dejar de recibirla y ella lo sabía.
El ministro le ofreció un asiento, ella permaneció de
pie. El quedó con los nudillos apoyados en el cristal del es-
critorio. Era un hombre maduro, de facciones afiladas, lige-
ramente canoso, alto, delagado, aristocrático. Pocos eran ca-
paces de sostener la mirada imponente de sus ojos almendra-
dos, pero doña Consolación no dio señales de advertirla.
-¿Por qué no se sienta usted, señora? -insistió-, así
podremos conversar mejor.
- Gracias, estoy bien así; lo molestaré sólo un minuto.
Era una mujer de unos setenta años; alta, erguida, de
facciones regulares marcadas de firmeza y distinción. Llevaba
204
un traje negro muy usado y un anticuado sombrero con velo
de tuL
El ministro abandonó el escritorio y se dirigió a la ven-
tana. La visita de doña Consolación le había tomado de sor-
presa. Estaba desconcertado, sin saber qué hacer, lo cual
resultaba odioso para un hombre como él, que se creía deci-
dido y seguro de sí mismo. Por añadidura, la altivez de la
señora lo había' puesto nervioso. Estaba pues en una situación
de inferioridad que no estaba acostumbrado a aceptar ni si-
quiera en su trato con el Presidente de la República. Tras
breve reflexión se volvió y dijo:
- Muy bien, si usted lo prefiere nos quedaremos para-
dos ¿Me permite fumar?
Una ligera sonrisa le indicó que doña Consolación había
comprendido la broma y la aceptaba.
- Muchas gracias - dijo el ministro, y quedó mirándola
casi con afecto.
Encendió el cigarrillo y exclamó:
-¡Qué doña Consolación, caramba! ¡No se imagina cuán-
to me aflige todo esto!
Ella no dijo nada.
- Recibí su carta. Me conmovió, se lo aseguro- Al mar-
gen del contenido, escribe usted muy bien. No la contesté de *
inmediato por varias razones. La primera y principal, porque
no sabía qué decirle. Según he podido averiguar, la noticia de
la muerte de Feliciano se basó en declaraciones de prisione-
ros que no pudieron ser confirmadas posteriormente. Tengo
motivos para sospechar que es falsa, y que quien la dio a
conocer incurrió en un torpe apresuramiento confundiendo sus
deseos con la realidad. Ahora comprenderá mi silencio. No podía
decirle que su hijo había muerto sin estar completamente
seguro; tampoco desmentir una declaración del general Mel-
garejo publicada en la prensa, aunque no se tratara de un
parte oficial. Ya sabe usted cómo es la política. Por último,
hubiese sido una crueldad alentar esperanzas poco serias. Me
puso usted en un aprieto, querida señora - concluyó, tratando
de sonreír.
- Entonces es posible que Feliciano esté vivo - dijo ella
en voz baja, sin perder la calma.
-¡No lo sé, señora, no lo sé! -exclamó el ministro abrien-
do los brazos casi con desesperación-. Si vive está en el mon-
te, acor rolado.

205
- Desde hace más de un año -dijo doña Consolación,
con una sombra de orgullo-; por lo visto hasta ahora no han
podido atraparlo.
- Así es, y espero sinceramente que no caiga en poder
de sus perseguidores; que logre salir ileso del país. ¡Qué más
quisiéramos! Entre tanto, mi deber es velar por la paz públi-
ca. Estoy obligado a obrar con severidad contra quienes la
perturban sin tener en cuenta mis afectos personales. La a l -
ternativa es renunciar, y tengo motivos para no desear hacer-
lo por el momento. Sin embargo, como lo probé en otra oca-
sión, si algo puedo hacer por su hijo lo haré sin vacilar. F e -
liciano es mi amigo.
- Sí, él era su amigo..,
- Los tiempos han cambiado, señora.
- El no ha cambiado.
El ministro era extremadamente sensible a las alusiones
a su pasado político. Arrojó el cigarrillo por la ventana y se
volvió. Pero, en vez de mirar a doña Consolación, en un e s -
fuerzo por calmarse, paseó los ojos por su despacho. Encontró
el gesto adusto e implacable del doctor Gaspar de Francia,
el rostro severo y reposado de don Carlos Antonio López, la
tragica altivez del Mariscal. En una de las paredes estaba el
retrato de cuerpo entero del Presidente de la República. Una
figura fofa y sin carácter que ni un pincel mercenario había
conseguido disimular. "No me puedo enojar con doña Consola-
ción. Representa algo sobre lo que jamás podrás tener poder
alguno, porque cuando se corrompe se desvanece".
- Créame, señora, yo tampoco he cambiado. No reniego
de los ideales que en mi juventud compartí con Feliciano.
Aún hoy, aunque las circunstancias nos hayan ubicado en ban-
dos opuestos, perseguimos idéntico objetivo. Me ve usted aquí
porque estoy convencido de que puedo ser más útil que desa-
fiando al gobierno con un puñado de insurgentes mal armados
que no tienen la más remota posibilidad de triunfar. Hable
mucho con Feliciano. Le propuse un acuerdo razonable que no
afectaba su honor. No quiso oírme, ya sabe cómo es él. No
obstante, le dije al Presidente de la República que no acep-
taría la cartera que me ofrecía mientras mi hermano estu-
viese en prisión. Fue puesto en libertad. ¿Qué hizo Feliciano?
Embarcarse en una aventura temeraria. Persiste en ella con-
tra toda lógica, cuando los mismos que lo empujaron a ella,
reconociendo el fracaso, lo abandonaron sin el menor escrú-
pulo. Feliciano es víctima de su ceguera, o caso de su valor.
Yo en cambio combato a las mismas fuerzas tenebrosas, que

206
mantienen a nuestro país en una tumba, en su propio terreno,
con las mismas armas, con los mismos métodos, mqviendo los
resortes de la puerca política. Lo que hace Feliciano es más
noble y más honroso, y ^ e aseguro que más fácil. Le, que '-
intento, sin embargo, tal vez sea más efectivo. Don Quijote
jamás hubiera conquistado México o ejecutado a Atahualpa.
Hubiese envejecido tras la quimera de El Dorado o se hubiese
extraviado buscando la Fuente de Juvencia para ganar el co-
razón de una Dulcinea imaginaria. Yo también admiro a don
Quijote, querida doña Consolación, pero no todos podemos
emular su generosa locura.
Hablaba paseándose por el despacho con los pulgares e n .
el chaleco. Calló bruscamente al advertir que doña Consola-
ción lo escuchaba sonriendo.
-¿Por qué me dice esas cosas, Alfonso? No tiene nada
que explicarme.
Se abrió ía puerta que daba a la antesala y apareció la
enorme cabeza de Iluminado Fretes.
- Perdone usted, excelencia; el señor Cardozo Einke le
está esperando.
Lo único que le faltaba era que lo nombraran ahora a
ese miserable verduguillo.
-i Qué se ha creído! i No se da cuenta ese imbécil que
estoy ocupado'
Doña consolación se dio cuenta de que la entrevista se
estaba prolongado demasiado, con riesgo de acabar sin resul-
tados.
- No he venido a juzgarlo, Alfonso. Yo sé que no es
usted una persona vil. Quiero sabe* algo de mi hijo. Si ha
muerto, no me lo oculte. Dígame dónde está el cadáver. Si
aún esto es imposible, cuándo y cómo murió. Si vive no me
necesita. Es un hombre valiente.
El ministro quedó mirándola.
- Estoy acorralado por enemigos implacables y por fal-
sos amigos, forzado a desconfiar hasta de mis propios senti-
mientos. Por eso, señora, le agradezco lo que ha dicho.
-¿Lo hará usted?
- Tiene mi palabra.
Doña Consolación hizo un signo en el aire.
- Entonces, que dios lo bendiga.
- Gracias, señora, muchas gracias. Y venga por aquí
-dijo, adelantándose a abrirle una pequeña puerta detrás del

207
escritorio-; pediré un auto para que la lleve a su casa.
- Faltaba más, Alfonso. Voy a dos pasos. Puedo cami-
nar.

^n ^P1 *T* ^r *&• T*

Walter Cardozo Einke detuvo su automóvil frente al mi-


nisterio. Aún no había decidido cómo manipular la informa-
ción que poseía. Desde luego el ministro sería puesto en co-
nocimiento de los hechos con la mayor exactitud; en esto
Walter era muy escrupuloso -lo había sido desde sus tiempos
de conscripto de policía-, pero, ya entonces tenía una parti-
cular habilidad para aderezarlos de modo que indujeran a la
conclusión que deseaba, logrando así que sus superiores toma-
sen decisiones que creían propias sin sospechar siquiera que
les habían sido hábilmente sugeridas por el subalterno, quien,
por lo demás, obraba con absoluta buena fe. Perfeccionó la
técnica en los Estados, Unidos y Panamá. La práctica lo con-
virtió en un virtuoso. El doctor Alfonso h a l a Vargas era fácil
de manejar: razonaba lógicamente y carecía de la mañera
astucia de los politiqueros ejercitados en la intriga. Walter le
fue leal a su manera. Sin que nadie lo imaginara, había sido
el verdadero artífice de la política del ministerio; y de allí,
indirectamente, de buena parte de la conducción del gobier-
no, ya que el Presidente de la República, más que de organi-
zar y dirigir, se preocupaba de mantenerse en el poder, de-
jando a su secretario del Interior la tarea de poner algún
orden en los asuntos de Estado. Para desgracia de Walter, la
índole de su talento impedía que se reconocieran y valoraran
sus méritos. Además, por alguna razón que ignoraba, se le
tenía poco respeto. El último conscripto reclutón se permitía
tratarlo confianzudamente. Servicial por naturaleza, se empe-
ñaba en ser útil y le complacía hacer favores; pero, era muy
raro- que se lo agradecieran. Ahora tenía al ministro en sus
manos: podía salvarlo una vez más o impulsarlo al abismo
haciendo que se comprometiera en la conspiración. ¿Acaso
no era esto lo que se había propuesto hacer en connivencia
con Mike Woller? En efecto, pero en el fondo no era venga-
tivo. Hubiera preferido ser frío y despiadado como su colega
yanqui, quien, dicho sea de paso, salvo por estas cualidades,
no le llegaba a la suela de los zapatos. Probablemente Walter
tenía la sangre debilitada por el factor "Cardocito". SÍ hu-

208
biera sido un "EinKe" sin mácula, a esta altura seria ministro
o por lo menos diplomático. Le ocurría algo curioso, inespe-
rado, en los momentos decisivos, en los que podía dar un
golpe mortal: sentía lástima; o una especie de fatiga moral
que le impedía obrar con la necesaria firmeza. ¿No sería un
"perdedor", como afirmaba Mike Woller? Pero, ¿qué- era en
definitiva lo que había ganado el "ganador" Mikewola? Allí
estaba la cosa, aunque no del todo clara.
Había tenido muchas oportunidades de tomarse el des-
quite por tantas injusticias, ingratitudes y humillaciones de
las que lo había hecho víctima el doctor I rala Vargas. Como
si no le bastara tenerlo relegado en un puestito insignifican-
te, blanco del desprecio de propios y extraños, se había que-
dado con Mariana. Tomaba ingenuas precauciones para man-
tener la relación en secreto. A Walter le bastó una semana
para enterarse de todo. Tenía registradas en clave las horas,
los días y la duración de las visitas que el ministro hacía a
su amante. Usaba para ello espías de su confianza, que no
figuraban en la nómina del Departamento de Investigaciones
Especiales, y que pagaba de unos fondos reservados que tenía
a su disposición desde su regreso de Norteamérica. ¿Qué di-
ría el Presidente de la República si se enterase que su s e -
cretario del Interior andaba en tratos íntimos con una peli-
grosa rebelde recién salida de la cárcel? Hace tiempo lo hu-
biera destruido con sólo deslizar la información por ios con-
ductos adecuados, sin comprometerse en lo más mínimo. No lo
hizo. ¿Qué se lo impidió? ¿Escrúpulos? Tal vez; o acaso el
temor de que Mariana fuera perjudicada. El hilo se corta por
lo más delgado. Ahora en cambio se trataba de una cuestión
política. Si el doctor Irala Vargas caía en la trampa, sería
por causa de su propia ceguera, no de una miserable dela-
ción. Porque Walter Cardozo Einke despreciaba a los delato-
res.
Salió del automóvil climatizado y sintió el ramalazo del
calor infernal de aquella mañana de febrero.
-¡Maiteípa, lo mita! - pasó diciendo a los guardias a r -
mados de metralletas que se aburrían en la entrada del mi-
nisterio. Acompañó el saludo con una risotada que cortó de
golpe en las últimas gradas del zaguán. Se internó por un
largo pasillo con esa agilidad arrolladora que tienen algunas
personas corpulentas. Subió de dos en dos las gradas de una
escalera. Pasó por un corredor donde una veintena de perso-
nas aguardaban sudando ser recibidas por el ministro, y entró
sin llamar a la antesala.

209
La enorme cabeza de iluminado F r e t e s asomaba detrás
de un pequeño escritorio. Fingía leer una comedia de Alejan-
dro Casona mientras procuraba oír lo que se hablaba en el
despacho del ministro. Se perdía lo mejor, pero estaba e s c a r -
mentado; por nada del mundo volvería a espiar por el ojo de
ía cerradura. Cuando vio entrar a Walter le señaló un sofá
con la barbilla, le impuso silencio con un fndice sobre los
labios y calma con una palma abierta. Walter avanzó en pun-
tillas; depositó con suavidad el portafolios en el suelo; encen-
dió un cigarrillo. Pudo oír palabras sueltas, pero le faltaba el
contexto.
-¿Con quién está?
Iluminado Fretes le dirigió una mirada socarrona y vol-
vió a sumergirse en la lectura. La voz tensa y enérgica del
doctor Alfonso I rala Vargas traspasaba en oleadas la puerta
de su despacho. Cuando Iluminado calculó que la indignación
y la impaciencia de Walter estaban llegando a punto crítico,
balbuceó como leyendo:
- Doña Consolación Palacios...
Walter se sacudió en su asiento; los resortes del sofá
chirriaron escandalosos.
-¿Con quién decís?
La ansiedad de Walter era tal que conmovió a Ilumina-
rlo.
- Doña Consolación Palacios, chamigo - repitió, esta vez
en forma audible-; la madre del capitán Palacios.
-¡Ah'aaa, comprendo! - exclamó Walter por lo bajo,
abriendo tamaños ojos. Su ejercitado cerebro de pesquisa unió
rápidamente las palabras sueltas que había oído con los a n t e -
cedentes del ministro y las circunstancias del momento.
El interés dé Walter potenció la curiosidad de Iluminado
Fretes. Contuvo la tentación de acercarse a la puerta. Un
año atrás, cuando espiaba una conferencia del doctor I rala
Vargas con el canciller y el general Melgarejo, que trataba
de la incursión de columnas armadas rebeldes a través de las
fronteras, una formidable patada en el trasero lo arrojó con-
tra la puerta. El despacho del ministro trepidó de risa. El
sargento Mongelós, un misionero gigantesco, se alejaba ha-
ciendo sonar sus pesados zapatones reyunos. El ministro no
hizo comentarios e Iluminado se enmendó. No obstante, en
aquel caserón viejo y destartalado era posible enterarse de
muchas cosas oyendo lo que se decía detrás de la enorme
puerta comida por comejenes.

210
La verdadera vocación de Iluminado Fretes era la de
actor teatral. Por su gran cabeza y su cuerpo esmirriado le
h a b a quedado de los tiempos de escuelero el marcante de Ta-
h^i-rubichá, patrón de hormigas, apodo que se agregaba a su
nombre en carteleras. Había tenido exitosas actuaciones en
papeles de cómico y disfrutaba de una modesta popularidad.
Leía muehísmo, pero era imposible saber qué asimilaba su
descomunal cabeza. Debía su puesto en el ministerio a su
madrina, Muñeca Egusquiza, esposa del doctor I ral a Vargas. A
pesar de la recomendación debió pasar el trámite de afiliarse
al partido de gobierno, con reniego de tradiciones familiares.
El ministro estaba conforme con él. Como hombre de teatro
tenía particular habilidad para calmar impaciencias, sea en
un guaraní labiado y sonoro, sea en un castellano recargado
de eses y genuflexiones. No servía para otra cosa y tenía
buen corzón. Estudiante crónico de abogacía, reforzaba sus
magros ingresos exagerando su influencia para moverle expe-
dientes en los tribunales al doctor Faustino Benítez. Por las
tardes le ayudaba a preparar alegatos. Se sabía de memoria
el Código de Procedimientos, poco más o menos que algunos
abogados que pasaban por sabios jurisconsultos. El doctor Be-
nítez le aconsejaba que terminara sus estudios, pero Ilumina-
do le tenía terror a los exámenes. La asociación marchaba a
satisfascción de ambos. En una ciudad en la que todos se
conocían y estaban en condiciones de emitir juicios singula-
res, a nadie sorprendía esta extraña simbiosis entre un fun-
cionario del gobierno y un conocido dirigiente de la oposi-
ción. A ninguno de los dos se lo tomaba en serio: al doctor
Benítez porque había perdido relevancia política; a iluminado,
por su manera de ser y su apariencia cómica e insignifican-
te.
Iliminado observaba burlonamente a Cardocito, como
llamaba familiarmente al subsecretario del Departamento de
Investigaciones Especiales. Pese a la exigüidad de su sueldo,
dada su condición dé asistente del ministro y ahijado de la
esposa de éste, desde el punto de vista jerárquico consideraba
su igual a Cardocito; moralmente se sentía superior. El mi-
nistro nunca hacía a Iluminado encargos que rebajaran su
dignidad de artista. En cambio Cardocito era un soplón con
título, un pyragüé diplomado; un "verduguillo", como lo lla-
maba la gente, y el propio doctor Irala Vargas. Para darse
cuenta de que era un perro de alma bastaba verlo allí senta-
do, fumando como un murciélago, empeñado en oír lo que se
211
decía en el despacho; no como Iluminado, por desinteresado
interés literario, sino para espiar a su jefe.
En efecto, Walter Cardozo Einke estaba trabajando:
"El ministro tiene vergüenza, trata de justificarse ante
doña Consolación, la madre de uno de los más encarnizados
enemigos del gobierno. No es este un hecho aislado. Vergüen-
za de ser ministro, i qué notable l Sí no fuera por mf hace
rato se hubiera enredado en su propia madeja* Debí dejar que
se embromara; debí hacerlo por patriotismo, no por resenti-
mientos personales. Sus torpezas cuestan dinero al gobierno y
sangre a los gobernados. Su primer acto de ministro fue po-
ner en libertad al capitán Palacios, que ni corto ni perezoso
se pmso a hacernos la guerra. Lo ha declarado tilingo. Puede
que lo sea, pero tiene agallas y es un soldado de primera.
Está vivito y coleando a cinco leguas de Asunción después de
que se lo declarara derrotado y muerto a quinientos quilóme-
tros de distancia de la capital. Le está haciendo perder a
Melgarejo el poco juicio que le quedaba. En una de esas a
nuestro general se le antoja venírsenos al humo usando las
mismas tropas que le fueron confiadas para combatir a Pala-
cios, por sugerencia del ministro, inspirado por su mujer, Mu-
ñezca Egusquiza. Si el ministro no fuera un tonto se entende-
ría con Melgarejo en vez de andar en tratos con conspirado-
res lunáticos. Siempre se hace ilusiones. No se da cuenta que
los rebeldes tienen muchas cuentas que cobrarle. Si negocian
con él es para utilizarlo. A pesar de sus aires de gran duque
es un hijo de su madre, débil e inconsecuente. A Mariana le
bastó una mirada de sus ojos de bruja para fascinarlo como a
un pájaro... ¡Víbora! Me usó hasta hartarse para íuego me-
terse con mi superior. Así son los rebeldes; para ellos todos
somos unos idiotas útiles. Lo va a tragar como una boa des-
pués de haberle triturado los huesos. ¡Que se bayan al dia-
blo! ¿Qué está diciendo ese hipócrita?... "Combato a esas
fuerzas en su propio terreno..." <A qué fuerzas se refiere, mi
doctor? El ministro ho está moralmente identificado con el
gobierno, odia al Presidente de la República... Peor, lo des-
precia, como me desprecia a mf, que a pesar de todo soy su
amigo y me resisto a perjudicarlo. Bastará alentarlo un poco
para que dé un paso más y meta la pata en el hoyo. ¡Qué se
funda de una vez! Es lo que aconseja Mikewola, que no tiene
que ponerle el cascabel al gato... ¿Así que admira a don Qui-
jote? ¡Ja, ja, ja! ¡Qué caradura! Todo lo que hizo de útil en
el ministerio me lo debe a mí. Ha usurpado mis méritos, me
ha quitado la mujer, me trata como a un perro... ¿Qué pasa-

212
ría si ahora mismo, como un diablo en un velorio, me hiciera
anunciar en presencia de doña Consolación...? Te daré una
oportunidad. Según cómo reacciones te salvaré una vez más o
te hundiré para siempre..."
Walter arrojó al suelo el cigarrillo y lo aplastó como si
se tratara del ministro.
-ÍChist, Iluminado!
-¿Qué te duele?
- Anda a decirle al ministro que le estoy esperando
desde hace media hora¿
-¿Comiste mierda?
- Hace lo que te digo, es muy urgente - insistió Wal-
ter, amenazador.
Iluminado se puso de pie, se prendió los botones del
saco, se arregló la corbata, sonrió con travesura, suspiró hon-
do, como para entrar en escena, abrió la puerta y transmitió
el mensaje.
-iQué se ha creído! -rugió el ministro como un tigre al
que le pisan la cola-. ¿No se dá cuenta ese imbécil de que
estoy ocupado?
Iluminado cerró la puerta y regresó a su escritorio fro-
tándose las manos.
-¡Ja'aaa, ja'aaa, ja'aaa!
Aunque acalorado, Walter indicó con un guiño que había
ocurrido lo que esperaba. "Cavaste tu propia tumba", gruñó
entre dientes, buscando otro cigarrillo con mano temblorosa.

213
MEMORIAS DE UN DIABLO BUENO

"EL INDEPENDIENTE CULTURAL"


Viñetas Asunceñas

Los lectores se quejan de que yo, Retórico Rejala, co-


laborador otrora asiduo de este suplemento, espacie cada vez
más mis colaboraciones, y que el espacio destinado a mis
"Viñetas Asunceñas" sea escandalósamente usurpado por el
hermetismo atravilioso de los sibilinos versos de José-Antonio
Lara.
Debo decir en su descargo que él no tiene la culpa de
que yo sólo escriba acosado por el hambre, extremidad ana-
crónica en un país agropecuario como el nuestro, tan sabia-
mente gobernado, donde hay más animales que personas. Sin
embargo, como el Director amenazaba despedir al señor Lara
por el bajón de la tirada y los reclamos insistentes de mis
admiradores más fervientes e influyentes, accedí, movido por
la amistad antes' que por el apetito, a trascribir las MEMO-
RIAS dictadas por un diablo a un dilecto amigo mío, que
prefiere mantenerse en el anonimato.

I) DE COMO UN ÁNGEL LLAMADO TIMOTEO SE HIZO DE-


MONIO DE PURA CASUALIDAD.
Estaba yo sentado en una nube, ensayando en el arpa
una galopa celeste, ajeno por completo a las terribles convul-
siones que agitaban las esferas, cuando pasó por ahí una pa-
trulla de los de Luzbel y a patadas y coscorrones me reclutò
para el ejército rebelde.

214
En la primera escaramuza cargaron los leales revoleando
tamaños sables de fuego. Yo me quise disparar, pero me ata-
jaron clavándome las lanzas en mi entonces todavía tierno y
angelical trasero. "¡Pelea, ángel desgraciado, que es por la
libertad!", me gritaba mi sargento, dándome de cintarazos.
Estaba tan asustado que peleé como un héroe y merecí
una citación en el Orden del Día. Pero, como los contrarios
eran muchos y superior su abogado, nos molieron a palos en
esta como en todas las batallas que libramos en distintos
parajes del Universo que, como dije, se llamaban esferas. Yo
no tenía pique en aquel pleito y recibía maltratos de pro-
pios y de extraños. Sin embargo, por lealtad a mi regimiento
no me quise desertar. Fue así como me hice demonio de pu-
ra casualidad.
No me quejo: si se ha tomado partido no es cuestión de
darse vuelta por cualquier tontería.
Cuando definitivamente derrotados no hubo más nada
que hacer, nos refugiamos en el horno del mundo. Allí exilia-
dos distrajimos el ocio durante eternidades dedicándonos a,
conspirar y fantasear revoluciones, hasta que aparecieron los
humanos en la superficie. Nuestro comandante volvió a reunir
los batallones y organizó el infierno. Se murmuró que lo ha-
cía respondiendo a los dictados de una política foránea, pero
igual le seguimos con la esperanza de tener un enemigo ai
que pudiéramos enfrentar con algunas probabilidades de éxito,
aunque la única recompensa fuera la posibilidad de desquitar-
nos en seres más vulnerables que nosotros de las palizas reci-
bidas durante la revolución.
Tuve suerte, o al menos así lo creí al principio. Me
dejaron en la puerta como asistente del jefe de la guardia,
que era el mismo sargento que me alistara en ios tiempos de
la Rebelión de los Angeles. Ascendido a oficial por méritos
de guerra, no se llevaba bien con los ex-arcángeles y gastaba
humor de beato condenado al fuego eterno. Por la más míni-
ma falta o simplemente porque estaba de mala piel, me ha-
cía sonar las costillas con el mango del tridente, saltitear
sobre las brasas hasta caer extenuado, o mandaba que me
cortaran los cuernos para dejarme diablo mocho hasta que
me crecieran de nuevo. A pesar de estas minucias, me tenía
consideraciones por las que le estaba sinceramente agradeci-
do. Comía de balde las raciones de azufre que me estaban
asignadas, así como las sobras de manjares exquisitos, prepa-
rados por las brujas, que dejaba en los platos que le manda-
ban del Casino de Oficiales. Mi tarea se reducía a afilarle el
215
tridente, lustrar su pata de caballo y cebarle unos mates de
ácido sulfúrico mientras él iba anotando el ingreso de conde-
nados en un libro de amianto. A veces, aunque estaba prohibi-
do -los reglamentos infernales son estrictos-, contando con
mi probada discreción, si cafa una pecadora de su gusto la
llevaba para el fondo, dejándome a cargo del registro. Eran
estos mis únicos contactos con el género humano. Era yo un
diablo sin ninguna experiencia, que nunca había hecho mal a
nadie.
Aunque en el infierno el tiempo transcurre de otra ma-
nera, traten de imaginar una rutina de siglos. Acabé por en-
vidiar a los que salían en comisión a cometer iniquidades y
regresaban locos de contentos repuntando tropillas de conde-
nados. El mal no era para mí lo que ustedes se imaginan,
sino una sana aspiración al mérito, prueba cabal del espíritu
público que Lucifer había sabido insuflarnos con encendidas
blasfemias. Por otra parte, el mundo Heno de calamidad de
los mortales era como para excitar la imaginación de un dia-
blo que, como yo, solamente conocía el monótono suplicio de
los calores infernales. ¡Me parece estarlos viendo! Llegaban
erizados de terror, lanzando alaridos que, en aquel recinto,
eran una aburrida repetición de temas conocidos de nuestras
más celebradas sinfonías clásicas. No tardaban sin embargo
en adaptarse al clima. Intrigaban unos contra otros, buscaban
acomodo con diablos influyentes, armaban enredos capaces de
confundir al demonio más ladino.
Ahora que conozco mejor la naturaleza de los hombres
y el natural de las mujeres, comprendo que en el fondo e s t a -
ban contentos de achicharrarse en el infierno en vez de estar
ausentes del drama sin fin de la existencia, extinguidos en
sus tumbas.
No todos los condenados sufren idéntico castigo ni han
sido tentados con los mismos métodos. Los expertos en t e n -
taciones tienen su especialidad. En primer lugar está la "tren-
za", formada por ex-arcángeles de alta graduación. Se repar-
ten las almas suculentas y fáciles de conseguir de prelados,
gobernantes y banqueros. Tolerados por Lucifer, que de esta
manera los tiene sujetos y comprometidos, poniéndose a cu-
bierto de algún émulo de su pasada rebeldía, han montado un
sistema alegal dedicado al contrabando de productos t e r r e s -
tres, que rinde pingües beneficios y les permite llevar una
existencia fastuosa en un medio de sobriedad rayana en la
miseria como es el infierno.
216
Los intelectuales se encargan de pervertir a los espíri-
tus más complicados, que nunca saben lo que quieren. Por lo
general sólo consiguen engañarse a sí mismos. Como pagan por
alma, están hechos un trapo. Recuerdo a un tal Mefistófeles.
Se pasea de un lado a otro, con la capa y el jubón a la mi-
seria, tirándose de la chiva y haciendo extraños signos con
los dedos. Se sabe que un doctor alemán lo dejó loco de r e -
mate, cosa que a ustedes, desde luego, no les ha de extrañar
en absoluto.
Viene después la tropa numerosa de diablos veteranos,
curtidos en mil contiendas, poseedores de toda suerte de ma-
ñas y artimañas. Sencillotes, groseros y brutales, nada respe-
tan y el propio Lucifer les tiene miedo. Les he visto traer,
como novillos asustados, almas de inocentes muertos en con-
fesión, cuatrereadas a los ángeles en alguna encrucijada del
camino a los cielos. Sobre sus rudas espaldas se sostiene el
andamiaje del mal.
Por último están los cuarteleros, oficinistas, rancheros,
tamboverá* y otros mandingas disparates en cuya nómina me
hallaba. Se les deja subir de vez en cuando para que se di-
viertan criando pulgas y mosquitos y trayéndose de paso el
alma de alguna vieja hipócrita. Yo esperaba mi turno con
creciente ansiedad; pero nadie, absolutamente nadie, se acor-
daba de mí.
Trataré de explicarles mi tormento.
Ya dije que el tiempo transcurre por allá de otra ma-
nera. Imagínense un plano que gira sobre un eje y se pro-
longa al infinito. En tanto que se aleja, rueda vertiginoso
abarcando el cataclismo de la creación. Como el límite no
existe, el centro permanece inmóvil como un espejo fijo en
el que el tiempo, al reflejarse, toma la figura del caos. Los
demonios sabemos que esconde algún sentido, que lo rige una
ley, acaso una armonía, inescrutable para los que perdimos la
Presencia. No nos resta siquiera la ilusión del día y de la
noche, del sueño y la vigilia, del nacimiento y la muerte.
Entonces tendrán ustedes la figura de la Ansiedad y el Tedio,
que, a falta de oxígeno, se combinan en el infierno para pro-
ducir la combustión. Dirán que no me entienden. Yo tampo-
co. Pero a ustedes les queda por lo menos la esperanza. Un
tiempo sin sentido pesaba sobre mí mientras aguardaba mi
turno para conocer el tiempo del hombre.

Ordenanza, s i r v i e n t e , en la jerga c u a r t e l e r a .

217
II) LA REBELIÓN DE LOS DIABLOS.
¿Como concebir efemérides en medio del fuego eterno?
El infierno tiene historia, pero no cronología. El punto es el
infinito; el instante, la eternidad. Trataré de expresarme en
términos comprensibles a humanas entendederas, con la debi-
da aclaración de que los uso en sentido metafórico, para ex-
plicar las circunstancias en las que me fue asignada final-
mente una misión en superficie.
Por efecto de sus experiencias terrestres y la influencia
de doctrinas introducidas por cierta categoría de condenados,
apareció entre los diablos veteranos una secta que podría ser
calificada de herética. Los ex-arcángeles no se percataron de
ella hasta que se propagó lo suficiente como para amenzar
no sólo sus privilegios sino el orden establecido por el Innom-
brable. Sostenían los renegados que los demonios no eran más
que agentes provocadores cuya tarea consistía en poner a
prueba la sumisón de los mortales; y el infierno un campo de
concentración destinado al confinamiento eviterno de rebeldes
como -nosotros. Responderíamos a la política del Enemigo
Natural, que, por añadidura, nos pagaba con la más negra
ingratitud. En opinión de los apóstatas, la verdadera rebeldía
para un demonio consistiría en negarse a ejercer su profe-
sión. Los más audaces proponían una alianza entre el hombre
y el diablo, y de hecho innumerables condenados se incorpo-
raron a sus filas, enriqueciendo al partido con el aporte de
su vasta experiencia subversiva. El movimiento se propagó sin
despertar sospechas hasta que a algún tonto se le ocurrió
afiliar a Judas Iscariote, quien, como era de esperar, se apre-
suró a delatarlos.
La represión que siguió fue despiadada. No sólo los ca-
becillas, sino también los militantes de base, los simpatizan-
tes y los idiotas útiles fueron arrojados a los más profundos
y tenebrosos círculos del infierno. Las huestes de Satanás
quedaron raleadas. No hubo más remedio que promover al
personal de servicios auxiliares para cubrir los claros dejados
por la rebelión, y sustituirlos en sus cargos por condenados
de entera confianza. Las cosas llegaron a tal extremo que he
visto a Judas Iscariote montar guardia en la puerta del in-
fierno armado de tridente, con una cola y dos cuernos pos-
tizos.
A medida que avanzaban las investigaciones se descubría
que el daño ocasionado por los inconoclastas había sido más
218
grave de lo que se creyó al principio. Los conspiradores t r a -
bajaban a desgano. Hablando en términos terrestres, hacfa
tiempo que yo venfa notando, desde mi cargo de asistente del
encargado del registro -que resultó ser un infiltrado que aho-
ra purga su delito en el séptimo círculo-, que la afluencia de
condenados venfa disminuyendo en proporciones alarmantes.
Vastas zonas del mundo habían sido abandonadas por comple-
to. Se habían producido deserciones entre los diablos comisio-
nados para atenderlas, o se habían extraviado sus informes en
los archivos. Con este motivo, varios ex-arcángeles fueron
destituidos por negligencia. Entre ellos Belial, cuya fama de
zopenco ha trascendido los confines infernales. Fue sustituido
por Belcebú en la Secretaría General. Cuando me mandó lla-
mar lo encontré sentado en una hoguera, consultando unos
ladrillos grabados con caracteres cuneiformes. Deslumhrado
por las llamas apenas pude distinguir su negra y achicharra-
da figura de cabrón. Belcebú es tanto o más diabólico que
Belial, pero, como no es un imbécil se puede tratar con él en
términos razonables.

- Descanso, hijo -me ordenó apenas me hube cuadrad


ante él-. Belial está cumpliendo arresto domiciliario. Casi
deja sin diablos el infierno. No hay nada más dañino que la
suspicacia de un tonto. Te llamé para asignarte una misión
en descubierta. No hemos vuelto a tener noticias del último
demonio que enviamos a un lugarejo cuya misma existencia
es problemática. De allí no viene un alma desde tiempo in-
memorial. Tu tarea consiste en averiguar qué fue de Aña,
nuestro último comisionado; si se t r a t a de un rebelde o de
un simple desertor.
Pero esta es otra historia que merece un capítulo apar-
te.

III) DE COMO EL DIABLO TIMOTEO VINO AL PARAGUAY,


Y LO QUE LE ACONTECIÓ A RESULTAS DE ELLO.

No fatigaré al lector de estas MEMORIAS con la rela-


ción de mis primeras impresiones superficiales. Bástele saber
que no tuve problemas con el clima. Me sedujo esta tierra en
la que la vida y la muerte, la vigilia y el sueño se confun-
den. Olvidé mi misión por mucho tiempo. Una tarde, contem-
plando una pradera moteada de bosquecillos que se extiende
hasta el horizonte, mis ojos de diablo divisaron una extraña

219
ceremonia. Unos hombres de verde conducían un prisionero
hasta el brocal de un pozo. Luego retrocedían, disparaban al
aire sus fusiles y lo empujaban adentro. Repetían la opera-
ción hasta el fastidio. Movido por la curiosidad me dirigí ha-
cia ellos; pero, cuando ya estaba por llegar, con gran sorpre-
sa mía encontré al cruzar una arboleda al compueblano que
había venido a buscar.
De acuerdo con los datos que me suministrara Belcebú,
Aña ocupa el cargo desde 1612, en reemplazo de Mará, que
fue trasladado al Brasil y tiene su sede en Ita-mara-tí, en la
Piedra del Diablo Blanco.
Servían a Aña una vieja y tres brujitas en sazón. Una de
las muchachas lo hamacaba; otra le cebaba tereré en una
guampa de cabrón; la tercera le abanicaba con una pantalla
de caranday. La vieja le iba convidando sabrosos frutos de la
tierra que sacaba de un canasto sin fondo. Aña comía frun-
ciendo y estirando sus labios gruesos, atrompados, caprichu-
dos. Le chorreaba por las comisuras una baba amarilla que le
corría por los carrilos y se mezclaba con el sudor grasiento
de su piel amarronada. Asomando de las cerdas greñudas t e -
nía en la frente dos cuernitos de venado. Estaba inmensa-
mente gordo. Se le volcaba la papada sobre dos tetas enor-
mes, seguidas de una barriga descomunal. Escuchaba compla-
cido la música que ejecutaban para él tres duendes del país.
El faunesco Curupí, que tenía el larguísimo falo enrollado a
la cintura, soplaba el turu. Pombero, el enano peludo, tañía
el mimby con sus dedos uñudos. El albino Yacyiyateré frota-
ba con su bastoncito de oro la cuerda del gualambáu. Fue la
primera vez que los acordes de vuestra polca más famosa
acariciaron mis oídos infernales.
Cuando me' aparecí el cobarde Pombero huyó despavori-
do derramando su estiércol amarillo. Yacyiyateré y Curupí me
miraron boquiabiertos. Las brujitas chillaron de contentas. La
vieja bailó a mi alrededor levantando su typói por encima de
las nalgas, dejando ver sus canillas de avestruz y sus patas de
loro. Aña se incorporó pesadamente. Salieron de la hamaca
sus muslos rollizos. Sus pies cortones, de abultado empeine,
buscaron nerviosamente el suelo. Sus ojillos de pecari parpa-
dearon incrédulos hasta que, saltando con increíble agilidad,
me estrechó en un fuerte abrazo.
-iTimó, che compañero! - repetía, sobándome la espal-
da con sus manos acarameladas y grasientas - iel último de-
monio que esperaba por aquí!

220
Nos sentamos en sendos apycá a la sombra de los man-
gos a charlar alegremente mientras las brujitas me iniciaban
en los misterios del tereré con cepabacaballo. Pombero había
regresado y los músicos continuaban ejecutando su limitado
repertorio, capaz de aburrir al mismo diablo pero que Aña
parecía escuchar con resignada complacencia.
Se acordaba de todo el mundo y parecía no saber nada
de la Rebelión de los Diablos. Evité tocar el tema. Sólo le
pregunté por qué no había llevado ni un alma para el infier-
no. Se sacó un mango de la boca para reír a sus anchas.
-¿Paraguayos en el infierno? ¿Para qué? Tampoco van al
cielo. Cuando mueren se quedan por aquí, convertidos en fan-
tasmas.
Al pasarme el tereré una de las brujitas me arañó con
disimulo el hueco de la mano. Esa noche conocí las delicias
de los pecados mortales, aunque tuve que confesar avergonza-
do que había subido a la superficie a cometer iniquidades
completamente virgen. Se llama Juanita. Su perversidad es
perfecta, modesta, como asombrada. Enancado en su escoba
sobrevolé cerros y collados en noches de luna llena.
Me fue difícil al principio distinguir a los vivos de los
muertos. Como me dijera Aña, los paraguayos no van al cielo
ni al infierno. Se quedan por aquí, convertidos en fantasmas.
Fantasmas bondadosos que no asustan a nadie, salvo por acci-
dente. Las ánimas de los que murieron lejos del terruño r e -
gresan a merodear por los valles a los que dedicaron sus úl-
timos pensamientos. Son las voces que llenan de murmullos
las noches silenciosas.
Reconciliados amigos y enemigos, olvidadas las ofensas,
hermanados en una profunda comunidad de espíritu, se reúnen
en torno a las innumerables cruces de las encrucijadas a char-
lar y contar cuentos. Pero, cuando amenaza una tormenta
renace en ellos el ánimo bravio. Guaraníes y guaicurúes, in-
dios y conquistadores, jesuítas y encomenderos, comuneros y
contrabandos, lopistas y antilopistas, colorados y liberales,,
cívicos y radicales, saco-pucú y saco-mbyky, rebeldes y gu-
bernistas, libran batallas que retumban en los truenos mien-
tras los vivos se arrojan unos contra otros los huesos de los
antepasados.
Se aplacan cuando la brisa trae el silencio. Entonces
sólo se escucha el ladrido de un perro, el llanto de un niño,

221
el tañer de una guitarra, y esa música callada que los mor-
tales llaman la tristeza, los demonios, el tedio, y los ángeles
la bienaventuranza.

Retórico Rejala
(Recopilador)

222
EL INDEPENDIENTE

"Querido Rubén: dices que me envidias, que te aqueja


la nostalgia. Así ha de ser, no te discuto. Nuestro país es
para amarlo desde lejos como a las mujeres virtuosas. Te
desquitas hablándome de París, de tu visita a Leningrado, de
tus zambullidas en el mar que bañó a Egeo; y, ¡oh crueldad!,
la nombras a Margaret te Estamos a fines de febrero. El
calor está presente como un genio insidioso en nuestros dra-
mas mezquinos, obsesivos, que giran en torno a situaciones
idénticas como un trapiche que exprimiera nuestros jugos
calientes al paso resignado de un buey viejo, indiferente a la
incitación de la picana y al acoso de los tábanos. Voy per-
diendo la noción de las horas y los días. Ya no tienen senti-
do las magnitudes arbitrarias. Cronos, el demiurgo, se ha dor-
mido, en tanto los lémures siguen cavando tumbas. El tiempo
se me escurre como el sudor de los sobacos y mis sueños se
disipan en un largo bostezo..."

José-Antonio estaba escribiendo en su oficina cuando se


presentó en la redacción de ME1 Independiente" un soldado de
la escolta presidencial que dijo tener orden de entregarle un
sobre en propias manos. Era una tarjeta rubricada por el Pre-
sidente de la República en la que se le invitaba a concurrir
esa noche a una recepción en el Palacio de Gobierno. José-
Antonio observó al mensajero sin levantar la cabeza. Era un
mozo alto, aceitunado, bien nutrido. Tropa de élite, inficiona-
da de desprecio a los civiles. Uniforme verdeolivo brilloso por
las planchadas, birrete echado a un lado, yatagán al cinto.
Tras de vencer una humillante sensación de miedo y de obse-
cuencia, le preguntó:
223
-¿Quién te manda?
El conscripto no entendió, no oyó o fingió no oír. José-
Antonio buscó la cartera y le pasó un billete de cinco guara-
níes.
- Toma, para cigarrillos.
Tras de una duda, el soldado se apoderó del billete con
un brusco ademán y lo guardó en el bolsillo.
- Yo- no sé, me lo dio mi sargento.
Parecía haberse encogido, humanizado. No era más que
un muchacho.
-¿Conoces a Babe Niberto?
-¿Quién?
- Babe Niberto -repitió José-Antonio, en tono algo im-
perioso-, la secretaria del Gran Jefe.
-¿Por qué no?
-¿Fue ella la que le dio la carta a tu sargento?
- A lo mejor...
~ -¡Le dio o no le dio!
-iDesde luego!
José-Antonio sonrió.
- Está bien, mi hijo, puedes irte.
El soldado entrechocó los talones, dio media vuelta y se
marchó.
Era cosa de Babe Niberto, no cabía otra explicación.
¿Por qué diablos el Presidente de la República habría de invi-
tarlo a una fiesta? Decidió olvidarlo. Dejó a un lado la carta
que estaba escribiendo, puso la tarjeta en una bandeja de
alambre, reclinó su sillón, acomodó los pies sobre la mesa,
cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos. A pesar de
dos ventiladores que soplaban a toda marcha sudaba copiosa-
mente. Hacía ün año que dirigía el suplemento cultural de
los domingos. Gomo no podía concentrarse en el barullo de la
sala de redactores, consiguió que le asignaran un cuartucho
que daba al patio. Aunque en verano se convertía en un hor-
no, lograba en él un mínimo de privacidad que le permitía,
entre otras cosas, echarse una siestita en horas de trabajo.
Su tarea era difícil. Sobreabundaban las colaboraciones
espontáneas de personas influyentes y de figurones hinchados
de vanidad que consideraban cualquier rechazo o demora en
la publicación de sus engendros como ofensas personales.
Otros eran excesivamente tendenciosos a favor, o en contra
del gobierno. Para mantener el suplemento en un nivel acep-
table y hacer honor al nombre del periódico, era preciso co-

224
rregir, podar y hasta redactar de nuevo algunos artículos pre-
textando problemas de espacio. A veces dejaba pasar, cuidan-
do mantenerse dentro de ciertos limites tácitamente consen-
tidos, ideas vagamente progresistas. Con mucha moderación,
para evitar celos y suspicacias, publicaba poemas con su fir-
ma y prosas con seudónimo. Estas maniobras le valían saluda-
bles ataques de "La Nación", que contribuían a aumentar la
tirada de "El Independiente". El director lo apoyaba más por
su habilidad diplomática que por su talento literario. José-
Antonio creía sinceramente que estaba realizando una tarea
útil a la cultura del país. Mediante él la Libertad transitaba
de incógnito por las páginas de "El Independiente". Estaba
por quedarse dormido cuando lo despertó, el ordenanza.
- Te manda decir don Arturo qué pa To que pasa.
"Pa es una partícula que sirve para formar el interroga-
tivo en guaraní -pensó José-Antonio, sin abrir los ojos-. Se
ha incorporado como otras al castellano popular. El mestizaje
de ambos idiomas no se realiza de manera casual: hay una
' mutua destrucción y un recíproco enriquecimiento".
El chico lo sacudió sin contemplaciones y repitió la
pregunta. Era un pillo descalzo de siete suelas. Abusaba de
un poder delegado cuando cumplía órdenes del director. José-
Antonio se rascó la cabeza.
-¿Qué pa lo que pasa con qué? De qué diablos estás
hablando.
- Del soldado que te trajo la carta.
- Y que vos le fuiste a contar al patrón apenas llegó,
¿no es así?
El chico rió descaradamente.
- Bueno, para que aprendas a no m e t e r t e en lo que no
te importa anda a decirle que es un asunto privado, ¿enten-
dido?
- Pero...
-ÍSiga pues, y no jorobes!
José-Antonio estaba algo envalentonado desde que, recu-
rriendo a un ardid que casi le provoca un síncope cardiaco a
don Arturo, publicó un reportaje al general Patricio Melgare-
jo, realizado en el Puesto de Cornando de su regimiento en
operaciones contra los rebeldes. El diario se agotó en dos
horas, y por primera vez en sus cincuenta años de existencia,
tuvo que lanzar una edición extra a media mañana. Llovieron
felicitaciones. Del relativo anonimato en que trabajaba, José-
Antonio se convirtió en una celebridad.

225
El ordenanza se fue tras de hacer con los dedos un sig-
no zafado. Le hubiera arrojado un perforador a la cabeza,
pero hacía demasiado calor para moverse. Aprovechando que
había movido una mano hacia la mesa, José-Antonio tanteó
en el cesto de alambre hasta encontrar el sobre con la tar-
jeta. La volvió a examinar con un bostezo. Tenía sus singula-
ridades. No estaba impresa sino escrita a máquina. Mostraba
el sello y la rúbrica del Presidente de la República. ¿Qué
motivos podía tener este buen señor para enviarle una invita-
ción tan especial? Ninguno. José-Antonio pasaba por opositor,
había estado preso, era blanco preferido de los ataques de
los plumíferos de "La Nación". No podía aparecer impune-
mente en los salones del Palacio de Gobierno.
- Si esto es cosa de Babe, se va a llevar un chasco
-dijo, tratando de convencerse- <Qué se habrá creído? Lo de
anoche fue una casualidad. Nos sacamos el gusto y se acabó.
Tiró la tarjeta sobre la mesa llena de pruebas de gale-
ra y manuscritos con tachaduras y enmiendas. Cerró los ojos.
Entonces volvieron nítidas, incontrolables, algunas imágenes de
su visita al campamento del general Melgarejo que había omi-
tido en su famoso reportaje.
Al cabo de una noche de copas en el Bar Felsina, en la
que Mike Woller le había estado contando las arriesgadas
coberturas que había hecho para su agencia de noticias en
Corea e Indochina, el periodista yanqui mira su reloj y le
confía que ha conseguido una avioneta y la autorización para
visitar el Puesto Comando del general Melgarejo en las estri-
baciones de la cordillera de Amambay. "Salgo en dos horas",
dice, y en sus ojos se enciende el desaffo. José-Antoni o tiene
adentro varios whiskys, que ha insistido en convidarle su rubio
colega. Sin pensar en lo que dice, le ruega que le permita
acompañarlo. Mike se levanta para hablar por teléfono. Re-
gresa con una sonrisa y un ¡Okey! A José-Antonio se le cura
la tranca. Sufre vértigos, detesta viajar en avión. Apuntala su
tambaleante dignidad bebiendo otras copas que sólo le procu-
ran un dolor de cabeza hasta que llega la hora de subir al
automóvil de Mike, que parte como una exhalación con rumbo
a Campo Grande. El piloto está visiblemente borracho. José-
Antonio lo conoce, es un "mau", contrabandista del aire, cé-
lebre por su temeridad suicida. Mike es un boy intrépido.
Manipula tranquilamente su fumadora con teleobjetivo. Des-
pegan como los cuervos, dando brincos, hasta que el avión
toma altura. Allá encuentran al sol. Abajo están los negros

226
bosques dormidos. Una hora y media después divisan un claro.
Qué chico es el Paraguay. Dan una vuelta alrededor. Pierden
altura. Es una pista precaria, señalizada con tambores de
petróleo pintados de rojo. De aquí para allá aparecen fusile-
ros apuntando hacia el cielo. Ven grumitos de humo. Oyen el
tiroteo. Pasan en vuelo rasante, en medio de un griterío. El
propio Mike se ha puesto pálido, pero no deja de filmar. El
piloto ríe a carcajadas. Hace acrobacias. En una pasada dis-
persa como hormigas asustadas a los tiradores. "Mira, herma-
no, lo que haces", le dice José-Antonio tirándole de la man-
ga. "Nos están haciendo fiestas -explica el piloto-, creen que
pueden asustarnos". En la siguiente pasada el avión aterriza
dando tumbos. Milicianos y conscriptos acuden en tropel. Con
ellos viene el general Melgarejo, que se adelanta a recibirlos.
Están celebrando una victoria, explica: se acabaron los rebel-
des. Anuncia asado con cuero. El campamento ocupa una her-
mosa arboleda junto á un arroyo caudaloso. Mike hace pre-
guntas tontas, saca fotografías. Los soldados ríen al escuchar
sus voces reproducidas en el grabador. La mesa de los oficia-
les está armada con tablones sobre caballetes de estacas. En
la cabecera está el general Melgarejo; a su derecha, los pe-
riodistas; a su izquierda, un indio viejo que come y bebe de
manera impresionante. Cada vez que el general le hace una
broma, muestra los dientes en una risa breve y aspirada que
provoca estallidos de hilaridad en los oficiales, que sacan sus
revólveres y los descargan al aire, lanzando gritos que los
soldados acompañan con alaridos y disparos de màuser. Los
comensales se arrojan unos a otros pedazos de mandioca. Uno
de estos cae en el plato del general. Silencio. Melgarejo frun-
ce el ceño. Ha sonreído. Otra vez el tiroteo y los gritos sal-
vajes. Les prestan hamacas para dormir la siesta a los perio-
distas y al piloto. Mike prefiere bañarse en el arroyo. José-
Antonio se duerme enseguida, vencido por las emociones. Ha
sentido un estremecimiento casi femenino ante aquellos bra-
vos guerreros, médula de la raza, que se diverten como niños.
Mike lo despierta. Ha sobornado a un sargento. Le siguen por
una estrecha picada abierta en el monte. En un claro, bajo
el sol de fuego, hay una docena de hombres sem¡desnudos, de
espaldas en el suelo. Un lazo de cuero, tensado entre dos ár-
boles, les ciñe por los tobillos. Tienen los pies amoratados y
marcas de azotes en el cuerpo. Están inmóviles, resignados,
entre nubes de tábanos que se ceban en ellos. Mike saca fo-
tografías. Chirrían las cigarras. Los centinelas dormitan en la
sombra. Pasan de largo. La senda se- ha vuelto más angosta.

227
Desciende por una pendiente pedregosa. Avanzan apartando la
maleza con las manos. Olor a muerto. Crucificado sobre cua-
tro maderos, flota un hombre en un remanso del arroyo. Le
han sacado los ojos y los dientes; le han cortado la lengua y
arrancado el corazón; tiene los testículos monstruosamente
hinchados. José-Antonio siente náuseas pero consigue domi-
narse. Mike filma. "Mi general no pondera luego por los re-
beldes -explica el sargento-; el que viene a matar tiene que
morir. A los oficiales que no aguantan los manda a su casa;
hay soldados,que se vuelven locos; no sirven para esta clase
de guerra". È1 sargento habla en guaraní. José-Antonio tradu-
ce. Mike lo registra en el grabador.
Con tales visiones le fue imposible conciliar el sueño.
No quería sin embargo apartarlas de la mente. Eran su viven-
cia de los límites a los que puede llegar la ferocidad huma-
na. Los ventiladores soplaban vientos de fragua. Asomó al
patio. Lanzó un largo silbido en la clave convenida para que
el cachafaz de ordenanza le trajera tereré. Volvió a su escri-
torio. No tenía ganas de seguir escribiendo la carta a su ami-
go íntimo Rubén Barrios Sabatier, que estaba exiliado en Pa-
rís. Varias veces había intentado contarle en detalle su aven-
tura en la selva. No pudo hacerlo. Le parecía truculenta,
inverosímil. Por allá eran capaces de entenderla como un t o -
que de exotismo; pero nunca, que él supiera, habían ocurrido
estas cosas en el Paraguay. Lo mejor que podía hacer era
ponerse a trabajar.
Las pruebas de las "Viñetas Asunceñas", que publicaba
bajo el seudónimo, de Retórico Rejala, habían vuelto de la
Dirección llenas de enmiendas, tachaduras y llamados a la
prudencia. Como de costumbre, José-Antonio procuraría elu-
dir la censura mediante concesiones secundarias y la presen-
tación del hecho consumado en el suplemento cultural impre-
so. Entonces lucharían en don Arturo el miedo y la tacañe-
ría. Por lo general, triunfaba esta última, sobre todo desde
que llegó a "El Independiente" el intencionado trascendido de
que en las altas esferas gustaban mucho las "Viñetas" a pe-
sar de las iras que provocaba en "La Nación".
En conocimiento de ello, José-Antonio se había permi-
tido ir un poco más lejos que otras veces. Tomó como argu-
mento para una sátira la divertida historia que, según el doc-
tor Faustino Benftez, le contara un diablo amigo suyo llama-
do Timoteo. Como era de esperar, se produjo un escandalete.
"La Nación" acusó a "El Independiente" de agraviar a la pa-
228
tria, burlarse del gobierno y comprometer las relaciones in-
ternacionales al jugar con la etimología de la palabra M lta-
marati", nombre de la sede de la cancillería brasileña. Las
cosas no pasarían a mayores. Los que se creyeran aludidos
sentirían una íntima satisfacción de que un escritor de la
talla de José-Antonio Lara -tuerto en país de ciegos, según
su propia apreciación-, se hubiera dignado tomarles el pelo.
Don Arturo vivía asustado. Era el típico pusilánime for-
zado a hacer de valiente. Le convenía que su diario fuera
vocero de una semi-integridad, de una semi-independencia, de
una semi-libertad y hasta de una semi-oposición que guarda-
ran las formas, preservaran el honor y dieran buenos dividen-
dos. El Paraguay estaba lleno de gente como don Arturo. En
cierta medida, José-Antonio se sentía una de ellas a pesar de
los mimos de la buena sociedad, encantada con sus énfasis
contra la burguesía y sus metrados gritos a favor de los hu-
mildes. Cuando lo abandonaba la música de las palabras se
sentía como un tonel resquebrajado y reseco. Acaso por eso
se fue enredando en una conspiración. Le pareció fácil al
principio. De pronto comprendió que estaba jugando. Se había
portado como un chico que persiguiendo una lagartija se me-
te en un yuyal lleno de víboras. Entonces la conspiración le
pareció descabellada. Cada vez que pensaba en lo que estaba
haciendo se le helaban las manos. Se veía de nuevo en poder
de los torturadores, que si bien no alcanzaron a hacerle un
daño físico mediante la oportuna intervención de Cardocito,
le dejaron en los huesos una fobia invencible. La sola proxi-
midad de un uniforme, la mirada algo insistente de un poli-
cía, bastaban para encogerle el estómago. Pese a ello conti-
nuaba avanzando hacia el despeñadero con trágica resigna-
ción, aferrado a la esperanza de que un milagro le librase de
la pesadilla.
- El tereré, mi patrón.
- Déjalo por ahí.
A poco de regresar al país se había propuesto anotar
sus observaciones y pensamientos sin limitación alguna, para
registrar un testimonio insobornable de la época que estaba
viviendo. La inconsecuencia y la pereza, sumadas a un inven-
cible sentimiento de inutilidad, hacían que cumpliera su pro-
pósito muy de vez en cuando y en forma incompleta y frag-
mentaria. Ahora sentía la necesidad de hacerlo. Abrió su ca-
jón y sacó, del fondo donde lo tenía escondido, el "Cuaderno
de Tapas Liberales", y escribió:

229
"¿Es posible vivir al margen de la ferocidad humana, de
transitar sin mancharse por barros sanguinolentos? ¿O es que
debo aceptarla como un hecho y tratar de eludirla en térmi-
nos individuales hasta el instante supremo de la violencia fi-
nal? Soy un poeta, un escritor, iQue otros se rompan los cuer-
nos! Yo, entre tanto, construiré un universo de palabras que
hagan de mi época una referencia bibliográfica. ¿Por qué he
de convertirme yo también en una bestia sanguinaria? El po-
bre diablo crucificado en el arroyo no va a resucitar. ¡Que me
dejen en paz! Es más fácil manejar el fusil que el pie que-
brado. Cantaré al nero srao y seré más glorioso que los hé-
roes. Aquiles, sin Homero, hubiera sido un matasiete como el
general Melgarejo..."

-¿Es así como trabajas?


José-Antonio escondió rápidamente el cuaderno en el
cajón. Galo Casanello lo estaba mirando sobre el hombro.
-iAl diablo, me asustaste! - exclamó José-Antonio.
- No te preocupes, no entiendo tu letra - dijo Galo
Casanello buscando una silla para sentarse-. No me digas que
estás tomando notas para escribir una novela. Ni lo intentes.
Te faltan agallas para eso.
José-Antonio sonrió, A Galo Casanello, que era un clí-
nico excelente y había estudiado siquiatría en Europa, no le
importaba su bien ganado prestigio de facultativo. Había pu-
blicado una novela corta veinte años atrás. Desde entonces
venía amenazando con una obra maestra. La leyenda se había
difundido a tal extremo que en una historia de las letras
paraguayas figuraba como autor de una monumental novela
inédita. Tanto se había persuadido de la importancia de su
libro, que en los artículos que ocasionalmente publicaba en
"El Independiente", asumía por anticipado el papel de rector
de las letras paraguayas y sustentador de una teoría de la
literatura, fundada en el sicoanálisis, a la que había dado en
lámar "realismo onírico". Comentaba los trabajos de los es-
critores nacionales con bonachona indulgencia. Salvo excep-
ciones, los consideraba inmaduros. En cambio era implacable
con los extranjeros. No lo hacía por xenofobia sino para pre-
servar a sus compatriotas de influencias que impidieran el
pleno desarrollo de su originalidad. Se despredió là bata de
médico, abrió su maletín y extrajo un rollo de papeles sujeto
con el cable del estetoscopio. Anunció que se trataba de un
artículo sobre el último libro de Jorge Luis Borges que estaba
siendo muy comentado en los círculos intelectuales. Galo era
230
bajo, rechoncho, fuerte como un toro, rubio y acalorado. Leía
muy bien. Tenía la voz sonora y elocuente. Acompañaba la
lectura con precisos ademanes. No aguantó la silla mucho
tiempo. Se puso de pie y caminó de un lado a otro. Su entu-
siasmo era tan grande que en las pausas lanzaba exclamacio-
nes, carcajadas. Comparaba su trabajo con el célebre y de-
moledor ensayo de Manuel Gondra sobre Rubén Darío. José-
Antonio lo escuchaba distraído, imaginando al pobre Borges
arrancándose los pelos con desesperación ante un ejemplar de
"El Independiente". Disimuló un bostezo. Galo Casanello, que
no había dejado de observarlo con sus ojos azules, movedizos,
se detuvo de pronto y le preguntó en guaraní:
À
-¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
No podía concebir que una persona en sus cabales no lo
escuchara deslumbrada.
- Lo siento, debe ser este calor infernal.
Galo Casanello lo miró desconfiado.
-¿Calor? No hace tanto calor, no macanees. Estamos en
febrero, ¿qué esperabas? No te creo. Lo que te pasa no tie-
ne nada que ver con la temperatura. Dime la verdad, ¡confie-
sa!, ¡somos amigos!
José-Antonio le contó que había recibido una inesperada
y extraña invitación del Presidente de la República para asis-
tir a la recepción que se realizaría esa misma noche en el
Palacio de Gobierno. Contra lo que podía esperarse, Galo lo
escuchó con seriedad. Volvió a sentarse. Se enjugó el sudor
de la frente como si de pronto también a él lo abrumara la
canícula.
- Dijiste Babe Niberto, ¿qué tienes que ver con esa
mala pécora?
José-Antonio hizo un gesto de cansancio.
- En este país todos tenemos que ver unos con otros.
Alguna vez fuimos amigos. Dice que le "encantan" mis ver-
sos.
-¡Te felicito!
-¡Déjate de embromar!
- Asf que en tu opinión, candido amigo, el Presidente
de la República te manda una tarjeta manuscrita de invita-
ción especial, firmada por él mismo, para que te la entregue
en propias manos un soldado de su escolta con yatagán al
cinto, sólo para complacer a su secretaria, a quien le "en-
cantan" tus versos. No lo subestimes. Debe tener buenas ra-
zones y jamás perdona un desaire. Es un principio de gobier-
231
no. La invitación que recibiste es casi una orden. En tu lugar
tomaría la cosa muy en serio.
José-Antonio sintió que nuevamente las manos se le
helaban.
- No iré -dijo finalmente-; no tiene sentido.
Galo Casaneilo enrolló su artículo, lo ató con el cable
del estetoscopio y lo guardó en el maletín.
- Me lo llevo. Eres capaz de perderlo.
Se detuvo en la puerta, deslumhrado por el sol. Se vol-
vió y dijo, con ceñuda seriedad:
- Yo en tu lugar lo pensaría dos veces; pero no te olvi-
des de una cosa: así como el rey Midas convertía en oro cuan-
to tocaba, cuanto toca este señor se convierte en mierda.

?,32
MUÑECA EGUSQUIZA

Muñeca Egusquiza caminó descalza sobre las baldosas de


mármol de su dormitorio y se sentó en un taburete frente al
tocador. Se miró en el espejo que cubría una de las paredes
laterales. Conocía su cuerpo como el buen piecero conoce su
ametralladora y el punteador su guitarra. Estaba satisfecha:
da más gusto un caramelo que una estatua. No le quebran-
taba la edad. Ejercía constante vigilancia. La más ligera arru-
ga, la mancha más imperceptible, una leve insinuación de flo-
jedad o de gordura eran atacadas con saña, hasta el aniquila-
miento. Era de un blanco mate, pómulos aindiados, nariz cha-
ta. Tenía ojos pequeños, algo oblicuos, de un raro pardo ver-
doso. Los labios eran finos. El inferior, algo saliente, le daba
una expresión de embobada picardía, así como sus dienteci-
llos apretados entre agudos colmillos. El cuello era de lujo:
largo, armonioso, bajaba en suave pendiente hasta los abulta-
dos senos y formaba con los hombros curvas de limpio trazo.
Usaba amplios escotes y costosos collares. Largo el torso, el
vientre algo abultado, nalgas rellenas, cadera respindaga. Bra-
zos y piernas cortos y rollizos. Pies cuadrados, planos, dedos
cortos. Fea para las mujeres, los varones no se daban cuenta.
11
A la petisa dan ganas de comerla", decían sus compañeros
de universidad. "Seguro -replicaban las envidiosas-, le parece
a un chanchíto" Aún ahoraA que se acercaba a los cincuenta,
solía sentirse abrasada por ojos canibalescos. Hizo un retoque,
en el cabello castaño oscuro, cuidadosamente teñido. Comenzó
a vestirse para la recepción en el Palacio de Gobierno. Al-
fonso tardaría en llegar, pero no había que preocuparse. A su
marido cualquier traje le sentaba bien. Diez minutos le bas-
taban para transformarse de arriero en personaje cambiando
las bombachas por el frac.

233
Tenía otros motivos para sentirse inquieta. Alfonso es-
taba pasando nuevamente por uno de sus trances de abulia y
desconcierto, síntomas inequívocos de que estaba desconforme
consigo mismo. Una peligrosa recaída, inesperada en un hom-
bre de su edad y de su posición. Pasaba horas inactivo en la
biblioteca. Trataba a sus hijos como a extraños. La vida so-
cial le causaba insoportable fastidio. Sólo ella podía ayudarlo.
La envanecía la apostura y el poder de su marido, pero le
conocía flaquezas. Era naturalmente inclinado a la divagación
y al quijotismo. Cuando se lanzaba a fantasear era capaz de
correr tras de cualquier antojo. Varias veces lo había salvado
de cometer errores irreparables. Estuvo por pasarse a los
rebeldes durante la guerra civil, a pesar de estar afiliado al
partido que sostenía al gobierno. Muñeca evitó exasperarlo
inútilmente discutiendo los motivos políticos o morales que
pudiera tener, y que a ella no le importaban. Hizo valer su
embarazo. Se fingió enferma. Tuvo fiebres y vómitos. Lloró,
sufrió un ataque. Dijo que se iba a morir. En medio de la
matanza, Muñeca Egusquiza libraba su batalla personal. Cada
hora que conseguía retenerlo a su lado era un triunfo para
ella. Alfonso estaba amargado y furioso. Cuando los rebeldes
atacaron la capital, estaba tan exasperado que se presentó a
pelear por el gobierno, cuya causa parecía perdida. Lo que
para él fue una, apostasia y un suicidio político, fue para ella
una victoria. La situación era desesperada. Las mujeres de la
familia huían al extranjero o se refugiaban en las casas de
amigos opositores. Muñeca no se movió de la suya. Se pelea-
ba a pocas cuadras. Las balas rompían las tejas. A cada ca-
ñonazo, temblaban las paredes y saltaban hechos añicos los
vidrios de las ventanas. Ella, encinta de ocho meses, tomaba
mate dulce en la cocina y bromeaba con las sirvientas sobre
lo que les pasaría si entraban los rebeldes. No entendía de
estrategias, pero intuía al ganador. Apostar valía la pena. Entre
los revoucionarios, Alfonso hubiera sido un advenedizo. Entre
los gubernistas, tenía la ventaja de su apellido y el de su
esposa. Como siempre, acertó.

En los años que siguieron Alfonso hizo su aprendizaje.


Años de anarquía, de intrigas y latrocinios escandalosos. La
tercera parte de la población del país había emigrado. Alfon-
so quiso meterse a salvador y acabó asilado en la embajada
argentina. Muñeca fue a ver a su padre para que intercediera
por su esposo. Don Antenor Egusquiza, miembro prominente
de la Junta de Gobierno, era un señorón rastacuero, leguleyo
234
astuto y caudillo mañoso. La escuchó socarrón, haciendo girar
su cigarro-poí en la boca sin dientes:
- Tove, tove, che rajy, eheja katu toho, ivyro guetéi ko
hiña.
Lo que aproximadamente significa: "vamos, hija, déjalo
que se vaya; todavía es un ingenuo".
Ella se echó a reír, le dio un beso en la frente y se
embarcó para Buenos Aires.
Alfonso era pobre, ella muy rica. No lo humilló pidien-
do ayuda a sus padres. Vivieron en una pensión de la calle
S^an Martin, repleta de exiliados. Mientras él, reconciliado
con sus viejos amigos, se dedicaba a fantasear revoluciones
en los cafés de la calle Florida, ella trabajaba de modista,
vendía caña y cigarrillos de contrabando, escribía cartas, mo-
vía influencias y cuidaba de su hijito. Cuando lo creyó opor-
tuno, pidió un indulto. Alfonso se negó a aceptarlo. Muñeca
lo obligó a ceder: a Juancito le sentaba mal el clima de Bue-
* nos Aires y ella estaba nuevamente embarazada.
Alfonso abrió un estudio de abogado. El ejercicio de la
profesión lo hizo más artero y cauteloso. Perdió algunos e s -
crúpulos. Adquirió cierta dosis de crueldad. Desempeñó con
eficiencia diversos cargos en la administración pública. Ganó
posiciones en el partido. Por último, el Presidente de la R e -
pública le ofreció un ministerio. El éxito de Muñeca era casi
completo. Alfonso se había vuelto un hombre opulento, temi-
do, poderoso, conservando no obstante cierto prestigio político
y alguna autoridad moral, acaso por contraste con la canalla
de que estaba rodeado. Solamente le faltaba ascender el últi-
mo peldaño: la presidencia de la república. Mientras esperaba
la ocasión propicia, Muñeca no bajaba la guardia.
- Nuestro Presidente -solía decir Alfonso-, confunde la
habilidad para mantenerse en el poder con la capacidad de
gobernar. Está lejos de ser un estadista. En el fondo es un
pobre diablo con ideas estrechas, ambiciones mezquinas y
apetitos vulgares. Pasará a la historia como el Gran Corrup-
tor del Paraguay.
Alfonso tenía la peligrosa e irrefrenable manía de hacer
frases, por lo general, a costa del Presidente de la Repúbli-
ca, quien, de una u otra manera, siempre se enteraba de
ellas. Parecía no hacerle caso, pero Muñeca sabía muy bien
que era de esas personas que no olvidan ni perdonan nunca.
Alfonso había quedado políticamente en el aire, a merced de
los caprichos del Presidente de la República que, valido de
?35
esta seguridad, podía darse el lujo de tener en su gabinete a
un hombre corno el doctor I rala Vargas, y hacer que cayeran
sobre éste la responsabilidad de buena parte de sus propias
culpas. Uno de los motivos que tuvo para llevarlo al ministe-
rio del Interior fue justamente el de comprometerlo con el
gobierno y anularlo como rival posible. La destitución signifi-
caba para Alfonso el fin de su carrera política y para Muñe-
ca la definitiva renuncia a sus aspiraciones. Los enemigos de
su esposo, de dentro y fuera del gobierno, se cebarían en él.
En cuanto a los amigos, se apresurarían en darle la espalda.
En último caso era preferible una ruptura espectacular, en la
que apareciera abiertamente enfrentado al régimen, converti-
do en una alternativa válida para los descontentos de su pro-
pio partido y un posible aliado para los opositores. Pero era
demasiado peligroso. Implicaba luchar desde afuera, sin las
ventajas de una posición duramente conquistada y penosamen-
te mantenida durante años. Por otra parte, ¿tendría Alfonso
la firmeza necesaria para hacerlo? No estaba segura. Lo a c e r -
tado era entonces mantenerlo en su sitio y procurar apunta-
larlo con el respaldo de una fuerza propia; esto es, por lo
menos un regimiento, que atara las manos del Presidente de
la República.
Era preciso además indagar las causas profundas de los
cambios que venía observando en el comportamiento de su
marido. Doña Crescencia Tererute, que tenía embrujado nada
menos que al general Patricio Melgarejo, le había echado las
cartas. Le dijo que se cuidara de una morena larga. Como
doña Crescencia no sólo por barajas hacía sus adivinaciones,
Muñeca tomó buena nota del consejo. Pero era demasiado
orgullosa para .pedir detalles. No rebajaría a su marido mez-
clándolo en vulgaridades.
Doña Crescencia Tererute capitaneaba un temible grupo
de mujeres del que formaban parte, entre otras de menor
rango, Fermina Armoa, Micaela Corrales y Aspasia Gómez. Su
poder emanaba de la estrecha vinculación que cada una tenía
con poderosos jefes militares, establecida cuando estos eran
tenientillos de guarnición. Ahora que se habían convertido en
personajes y adquirido gustos más delicados, las mantenían en
disponibilidad, pero sin darles de baja. Dotadas de tremenda
energía, los secundaron en momentos difíciles de su carrera y
les seguían siendo útiles. Para tenerlas entretenidas y sujetas
les permitían hacer uso y abuso de su influencia para toda
clase de negocios turbios. Muñeca no las subestimaba en a b -
soluto. Contrariamente a lo que hacían las esposas de altos

236
funcionarios, enfermas de engreimiento, cultivaba su amistad.
Ellas le correspondían de la manera más ruidosa y entusias-
ta. La mantenían informada de intrigas palaciegas y secretos
de alcoba. Y, por sobre todas las cosas, no se metían con
ella. Las brujas, como genéricamente se las llamaba se sen-
tían muy honradas de ser amigas íntimas de Muñeca Egusqui-
za. No dejaba de invitarlas, para escándalo de sus amistades
de alto copete, a las recepciones que daba en su casa. A
veces las reuniá en tertulias en las que podían sacarse los
zapatos, fumar cigarros de hoja, hablar en guaraní, decir ma-
las palabras, reír a gritos y hablar mal de todo el mundo. En
tales ocasiones Muñeca se transformaba en una de ellas, y, a
decir verdad, se divertía muchísimo.
Doña Crescencia Tererute se consideraba algo así como
la madre putativa de Muñeca Egusquiza. La defendía en todo
terreno con enfervorizada devoción de alcahueta por su pupila
favorita. Aquella mujerona tosca y vulgar ejercía un increíble
poder sobre el general Melgarejo. Era la única persona que
se animaba a gritarle en la cara a aquel hombre terrible, y
era fama que una vez le dio un sopapo delante de sus oficia-
les sin que atinara a reaccionar.
Muñeca hacía lo posible por mantener a su esposo a l e -
jado de pequeñas intrigas. Personas astutas y miserables lo
enredarían en ellas fácilmente. Guantas veces las brujas insi-
nuaban que Alfonso había incurrido en alguna infidelidad con-
yugal, la echaba a barato y cambiaba de tema. Se reía de
sus presuntas rivales. No era celosa. Dominaba en ella un
sentimiento maternal y una insaciable ambición, unidas al
talento, heredado de su padre, don Antenor Egusquiza, para
el juego nada limpio de la política criolla.
Mientras se limaba una uña, en la que había descubierto
una casi imperceptible imperfección dejada por la manicura,
pensó que en las actuales circunstancias era de temer que
Alfonso, en su desazón, buscara en otra mujer lo único que
no podía darle su esposa: la posibilidad de acariciar a la qui-
mera. Muñeca recordaba vagamente que Quimera se llamaba
un monstruo horrible, con torso de mujer y cola de serpien-
t e . Con posterioridad a la sesión de cartomancia, doña Cres-
cencia Tererute le dio a entender que la nueva favorita del
ministro era una rebelde que había sacado de la cárcel. Nada
podía temer de una cabeza loca con un ündo trasero. Pero en
la prisión había mujeres de otra laya, terribles, devoradoras,
capaces de explorar pliegues ocultos y disputarle lo que siem-

237
pre había sido de su exclusiva propiedad: el alma de su mari-
do, ¿Quién sería ella? Cuando lo averiguara la haría sablear
en un cuartel para luego arrojarla a los soldados como carne
podrida que se tira a los perros.
Acabó de vestirse. Abrió una caja fuerte y despiejó una
deslumbrante colección de collares.
- Es preciso averiguar en qué anda Alfonso. Es muy
capaz de hacer un disparate.
Alfonso tenía muchos amigos militares. Su actuación en
la guerra del Chaco fue hazañosa. En la guerra civil cubrió
con unos pocos milicianos un sector del frente abandonado
por insostenible por las fuerzas regulares ganando un tiempo
precioso para el gobierno. Era oficial de reserva y aficionado
a la estrategia. Solía ir de madrugada al polígono de tiro del
Famoso Regimiento. Tirar al blanco le calmaba los nervios.
Desayunaba en el casino de oficiales. Confraternizaba con
capitanes y tenientes. Dejó de hacerlo cuando el Presidente
de la República le dijo que mucho le extrañaba que a un
hombre de su edad le gustara practicar un deporte tan atur-
didor. Le aconsejó que en cambio se dedicara a la pesca,
que, se lo decía por experiencia, era más saludable y mejor
para los nervios de ambos.
Alfonso había puesto su biblioteca a disposición del en-
tonces capitán Silvestre Ocampos. Devolvía ios libros forrados
y rotulados con prolijidad de escuelero. Muy pronto se hizo
amigo de la casa, en la que era bien recibido a cualquier
hora. Se sentaba a la mesa sin ceremonias. Era un hombre
de unos treinta y cinco años, apuesto y tímido. Elegía cuida-
dosamente las palabras más difíciles. Los chicos remedaban
su empaque, el abuso que hacía de las eses y sus enredos
con géneros y artículos. Muñeca acabó por convertirlo en su
escudero. Las veces que le pedía algunos soldados para lim-
piar el jardín, o un camión del ejército para trasladar trastos
de alguna amiga, poco faltaba para que se pusiera a carpir
él mismo o a acarrear ios muebles en persona. En ocasiones
le rogaba que la llevara a la estancia. Una vez allí, la acom-
pañaba en cabalgatas. Cuando el Famoso Regimiento salió en
campaña para combatir a los rebeldes, Muñeca lloró un poco
y le regaló una medalla de la Virgen Milagrosa que, según le
dijo, perteneció a su madre y estaba bendecida por el Sumo
Pontífice, cuando en realidad la había encontrado revolviendo
un cajón de chucherías.

238
Muñeca tenía el arte de utilizar a los demás. Era de
esas personas que raras veces hacen un favor, pero a las que
todos sirven de buena gana y simpatizan con ellas. En cuando
a la familiaridad de su trato con el joven oficial, en un am-
biente de chismes ninguna otra mujer hubiese podido llegar a
tanto sin provocar maledicencias. Sin embargo, a nadie se le
ocurría pensar mal de Muñeca, cuya fanática devoción por su
marido se había hecho proverbial. Alfonso estaba acostumbra-
do a que su esposa atendiera a sus amigos, y la amistad del
capitán Silvestre Ocampos le interesaba mucho.
- El general Melgarejo, que es un zorro muy corrido -le
''había dicho a su mujer-, confía en Ocampos porque lo cree
un tonto sin carácter al que puede manejar a su antojo. Ya
veremos. Nuestra historia está llena de sorpresas dadas por
tontos que se despabilaron de repente.
Dos días atrás Silvestre Ocampos regresó sorpresivamen-
te a la capital al frente de un batallón reforzado del Famoso
Regimiento. Esa mañana había venido a visitar a Muñeca.
Ostentaba el grado de mayor. Parecía sutilmente infatuado
por los nuevos galones. Estaba más delgado y moreno, curtido
por el sol y la intemperie. Muñeca le dio un trato diferente.
Lo sentó a su lado en uno de los sillones de la sala. Le pidió
que le hablara de la lucha en ios bosques, sabedora del gusto
que les da a los guerreros relatar sus hazañas. Para sorpresa
suya, el rostro del oficial adquirió una expresión sombría.
- Pasaron cosas muy feas, la señora -dijo, como para
cortar el tema-; no son para que las oiga usted.
Muñeca no insistió, pero tomó buena nota de la extraña
reacción de Ocampos. Poco a poco fue llevando la conversa-
ción al terreno de las confidencias íntimas. No todo lo que
brilla es oro. Las apariencias engañan. No era del todo feliz
en su matrimonio. Una sombra de desconcertada sorpresa
pasó por los ojos del oficial.
- Alfonso tiene una amante, ¿se cree que no lo sé? Soy
una mujer cristiana. A veces tengo que violentar mis senti-
mientos. ¡Ah, si estuviera segura! Dígame una cosa, mi queri-
do mayor, usted que es mi único amigo: ¿me estoy poniendo
vieja?
Se amorató la oscura piel de Ocampos. Al recordarlo,
Muñeca soltó la carcajada que entonces apenas había podido
contener.
-¿Por qué no me contesta? -le dijo tomándole una ma-
no con un gesto deliberadamente impulsivo- ¿tiene miedo de
decirme la verdad?
239
Al mayor Ocampos le repicaba el pulso.
-¡Qué esperanza, la señora! -exclamó, apartando púdica-
mente los ojos de los gruesos tobillos de Muñeca-, Para mí
será usted siempre la mujer más joven y hermosa.
-ÍEs usted tan bueno, tan generoso! ¡Cuánto se lo agra-
dezco !
El mayor Ocampos se puso bruscamente de pie.
- Yo, la señora - dijo, con las manos en los costados,
en posición de firmes-, debo volver ahora mismo a mi uni-
dad.
-¿Tan temprano? ¿No se queda a almorzar? Hay un
puchero riquísimo, que yo sé que a usted le gusta.
En los labios del mayor Ocampos apareció fugazmente
un rictus doloroso.
- Imposible. Mi batallón está cuidando los bastiones del
Famoso Regimiento. No conviene que en situaciones de peli-
gro el comandante deje a sus subordinados mucho tiempo.
-iPor favor, no me asusteí ¿Qué está pasando, mi m a -
yor?
- No andan muy bien las cosas, la señora.
Muñeca hizo un mohín de reproche.
- Usted no me quiere contar nada, no me tiene con-
fianza.
- No es ningún secreto, creí que no le interesaba. Hubo
un choque fuerte con los rebeldes. Mi general Melgarejo c r e -
yó que los habíamos liquidado, pero resultó que se nos esca-
paron otra vez. Pidió más tropas para terminar la campaña.
No se las dieron y empezó a desconfiar.
- No le entiendo. Si precisa más soldados, ¿qué hace
usted aquí con todo un batallón en los cuarteles?
- Esa es la cosa. Parece que también nos desconfían.
Así que, antes de que nos hagan una broma pesada, como
sería por ejemplo dejarnos sin recursos fuera de la capital,
mi general me mandó a cuidar los cuarteles. Si quieren baile
tendrán que bailar con dos parejas: con mi general en las
afueras y conmigo en las calles.
-¿Quién puede hacerles semejante cosa? -se escandali-
zó Muñeca- ¿Acaso el Presidente de la República cometería
esa ingratitud con los valientes del Famoso Regimiento y con
su querido compadre el general Melgarejo?
Lo dijo con tan jocosa seriedad que el mayor Ocampos
se rió.
- Nunca se sabe, la señora; mejor no facilitar.

240
Era una evasiva. Muñeca decidió no insistir por el m o -
mento.
-iAh, entonces el general Melgarejo lo ha mandado a
usted porque le tiene confianza! Tanto mejor, así no me deja
sola. Pobre Melgarejo. Cuando venga a la Asunción tráigalo a
comer a casa. Lo quiero mucho. Fue peón de mi papá.
Había dado en el blanco. El rostro curtido* del mayor
Silvestre Ocampos se iluminó en una ancha sonrisa. De veras
que era buen mozo. Ojos lánguidos y una sonrisa casi angeli-
cal. Corrió a traerle la gorra. Le acompañó hasta la puerta.
Se miraron. Aguardó tensa. Sintió un olvidado calorcillo en el
vientre y los pezones. Esto no estaba previsto. Se alistó para
arañar. Él se pasó una mano por los cabellos, mirándola des-
concertado. Ella, distraída, le sacó una pelusa de la casaca.
-¿Irá usted a la recepción en el Palacio? - le preguntó
a media voz.
- No puedo fallar. Me ha invitado especialmente...
- Allá nos veremos entonces - dijo ella, deslizando una
leve insinuación.
El mayor hizo la venia, dio media vuelta y se marchó.
Muñeca sonreía viéndolo cruzar el jardín a grandes zancadas.
-íQué valiente, mi señor! - exclamó en guaraní, burlona,
enternecida.
Se abrochó un collar de perlas. Al rozarse la nuca con
los dedos sintió una oscura delectación. Era preciso pensar en
cosas serias. Algo tramaba Ocampos más allá de la misión
que se le había encomendado. La intuición de Muñeca era
infalible. Debía averiguarlo, y rápido, antes de que fuera t a r -
de» Esa noche pondría a prueba su poder de seducción. Le
llenaría la cabeza de ilusiones hasta que la perdiera y le di-
jese todo lo que necesitaba saber. Pero, ¿hasta dónde? Ya se
vería. Nunca más allá de 1© prudente. Entonces, ¿por qué
este sobresalto? Llamaban a la puerta.
-(Adelante!
Una muchacha morena, espigada, descalza, que con su
suelto vestido parecía una cariátide, entró en el dormitorio
como a la cueva de A ladino. Quedó mirando deslumbrada a la
patrona vestida para la fiesta. Muñeca sonrió:
-¿Qué tal, Leocadia? ¿Te gusta mi vestido?
-¡Tupasyicha nde pora ha remimbi, che señora!
"Eres bella y reluces como la Virgen".
Muñeca quedó encantada.
- Gracias, Leocadia, ¿qué necesitas?
241
- Hay un doctor Benftez que pregunta por el señor mi-
nistro.
-¿Benftez? ¿Un morocho bajito, vestido de negro?
- Así mismo, como un sapito paquete.
Muñeca rió a gritos.
- Anda a decirle que el señor ministro no va a tardar.
Servile café... No, mejor un whisky, dejale la botella. Voy en
seguida.
Muñeca se apresuró. Tenía mucho interés en hablar con
don Faustino antes de que regresara Alfonso. Era la primera
vez que venía a verlo a su casa. Debía ser por algo muy ur-
gente.
+*$$ * *

Don Faustino Benftez parecía un pequeño e indefenso


muñeco negro, sentado en uno de los sillones del inmenso
salón lleno de espejos y colgaduras. Muñeca abrazó y besó en
ambas mejillas a su "querido e inolvidable profesor". Él elo-
gió su belleza con elocuencia de guaireño, intercalando algu-
nos versos en el discurso. Se sentaron a charlar como viejos
amigos, encantados de poder hacerlo después de mucho tiem-
po. El doctor Benftez no tardó en advertir que había un pro-
pósito definido en el versátil parloteo de Muñeca.
"Tiene un tigre agazapado detrás de las pestañas posti-
zas. Le suelto una indiscreción. La atrapa al vuelo. La desga-
rra y desmenuza avidamente. Desilusionada, se relame y me
mira con sus ojos de hielo. Está como para pedírsela al dia-
blo Timoteo, que ha de ser su pariente. Esta mujer vale un
infierno. Quiere saber a qué he venido, pero no hará pregun-
tas. Indaga. Me divierte. Me está sirviendo más whisky, ¿pen-
sará emborracharme? Sólo le importa lo que le conviene. Es
muy inteligente, ¡cuidado!"
Don Faustino cambió de conversación. Se puso a comen-
tar las locuras del coronel Ciriaco Ojarro en su disputa con
el general Ernesto Dalfrosse por los esquivos favores de la
vedette argentina Maruja Fontán.
-¡Por favor, don Faustino, me va a matar de risa! ¿Có-
mo es la tal Maruja? ¿Usted la ha visto?
- Tuve la curiosidad de conocer a la sirena que amena-
za hacer naufragar la nave del Estado. Fui a verla al teatro.
Puramente ornamental, como una yegua de raza.
-¡Vamos, mi querido profesor, lo conozco muy bien!
¿Qué no daría usted por una mujer como Maruja?
242
- Nada, absolutamente nada. La mujer no es un caballo.
La mujer es una Idea. Poseída de los siete demonios, como la
Magdalena folclòrica nos fascina con su danza prodigiosa para
luego revelarnos la fatalidad de la muerte.
"¿Por qué se ríe de esa manera? Lástima de risa, tan
guaranga".
- Para los hombres todo es juego, don Faustino, desde
el amor hasta la guerra. En esto se diferencian de nosotras.
Pobre de la mujer que se convierte en un juguete aburrido.
"¿Qué es esto? ¿Un pensamiento? iCuidado!"
-¿Para todos los hombres? No lo creo.
- Para los que valen la pena, para los que siguen siendo
niños.
"¿Lo dice la mujer de Alfonso?"
- En muchos matrimonios, mi querida señora, se reen-
carna la pareja clásica. El marido es don Quijote y la mujer
es Sancho Panza. ¿Recuerda lo que decía el bueno de Sancho
de su amo don Quijote? "Bien sé que está más loco que una
cabra, pero lo quiero como a la piel del corazón".
- De acuerdo, mientras una Dulcinea de carne y hueso
no complique las cosas.
"¿Será la cola del gato? Demasiado simple, no lo creo.
Otra vez me sirve whisky. Whisky excelente, en vaso de cris-
tal tallado. Hermosa casa, muebles de lujo, cuadros valiosos;
descarada ostentación de bienes mal habidos. Yo también fui
ministro. Cuando renuncié me debían varios meses de sueldo.
Hubo un tiempo en que los políticos paraguayos eran los más
honrados del mundo. Me tomaré otro trago. Ahora cambia de
tema. Critica al gobierno. Ya veremos adónde quiere llegar".
- Las cosas no pueden seguir así; pero, ¿qué puede ha-
cer Alfonso? está muy comprometido; arriesga demasiado.
"Esto lleva sentido, ¿está enterada?, ¿hasta dónde?"
- Bastaría con que los hombres de bien se pusieran de
acuerdo - respondió, por decir algo.
-¿De veras cree usted, don Faustino, que Alfonso es un
hombre de bien?
El doctor Benítez se quedó mirándola.
-¿Por qué no me responde?
-¿Qué piensa usted?
- Soy la mujer de Alfonso.
-¿Recuerda usted, Muñeca, la expedición de Pedro de
Mendoza, la más absurda y trágica de las expediciones? Es
comprensible que un hidalgo sin conchabo como Hernán Cor-
tés o un porquerizo analfabeto como Francisco Pizarro se
243
lanzaran temerarios a la conquista de reinos fabulosos. Pero
que un grande de España, viejo y enfermo, colmado de gloria
y de riquezas, lo abandonara todo para embarcarse en. una
loca aventura, ilustra acerca de la insaciable inquietud del
espíritu humano. Como decía Fausto, mi semitocayo, el hom-
bre se equivoca mientras tiene aspiraciones.
-¿Habla usted de mi marido?
- No especialmente. El pueblo de este país fundado por
náufragos padece de sueños reiterativos que, aunque olvida al
despertar, le impiden conformarse con su miserable existen-
cia. Son ellos El Dorado, la riqueza sin límites, buscado por
los conquistadores; la Tierra Sin Mal, que perseguían los gua-
raníes; la Ciudad del Sol, la sociedad perfecta, que intentaron
crear los jesuítas; y el vasto territorio de la Provincia Gigan-
te de las Indias, que nunca existió pero que forma parte de
nuestra geografía imaginaria. Todo eso está fuera de su al-
cance, pero le pertenece; es parte de su espíritu.
Muñeca ya no escuchaba. "Este viejo charlatán piensa
que se me escapó. De mí nadie se escapa, don Faustino".
Cuando llegó el doctor Alfonso Irala Vargas, Muñeca
Egusquiza se apresuró a dejarlos solos.

244
EL DOCTOR FAUSTINO

Luego de que Muñeca Egusquiza los hubo dejado solos


en la gran sala de la casa, el ministro y el doctor Benítez se
enfrascaron en una conversación que los absorbió por comple-
to y se prolongó màis de lo previsto. Muñeca se vio obligada a
interrumpirlos para recordar a su marido que debía vestirse
para la recepción en el Palacio de Gobierno. Alfonso suplicó
diez minutos más, poro sólo cuando media hora después ella
reapareció nerviosa e insistente, se resignó a despedirse de su
huésped.
El doctor Alfonso Irala Vargas mandó a uno de sus hi-
jos a que llevara al doctor Benftez hasta su casa en automó-
vil. Era un lindo mozo de facciones duras. Obedeció a rega-
ñadientes. Partieron a gran velocidad. No dijo una palabra en
el trayecto. Respondió con un gruñido desdeñoso a una pre-
gunta que acerca de sus estudios le hizo su pasajero. Don
Faustino quiso bajar dos cuadras antes, para que aquel mal-
criado y pretencioso señorito nada tuviera que ver en su hu-
milde morada de hombre honrado. El muchacho se encogió de
hombros. Frenó bruscamente. Le abrió la portezuela sin ba-
jarse, y apenas don Faustino lo hubo hecho, dio marcha atrás
giró en redondo y se alejó hacia el centro como un bólido
rugiente. Don Faustino, ofendido, quedó un rato en la vereda.
Calmada su indignación, se internó por una calle lateral
con pasos lentos, cautelosos, como si temiera trastabillar. Se
detuvo ante una estrecha muralla de unos tres metros de
altura, coronada de balaustres, que se alzaba desde una acera
de losas desparejas. Entró por un portón de hierro que daba
a una angosta y empinada escalera de ladrillos. Tambaleó al
subir las gradas. Habfa bebido con exceso. Llegó a un patio
de tierra con manchones de césped sin cortar. Había un na-

245
ranjo en el ángulo formado por la balaustrada y la pared
medianera vecina, y un níspero junto al ventanal de una casa
de frente plano. Pasó a un corredor con arcadas que se e x -
tendía a uno de los costados. Trató de embocar la llave en
la cerradura de una puerta, que era la de su escritorio. En
eso estaba cuando sintió un escalofrío. Giró la cabeza y vio
fugazmente a un arriero emponchado, de enorme sombrero,
agazapado junto al cántaro que reposaba sobre una base de
madera en el extremo opuesto del corredor, en la oscuridad
adensada por una enredadera de jazmines.
-ÍQué haces ahí! ¡Mándate a mudar! - le dijo don Faus-
tino a media voz.
No había nadie y él lo sabía: era su alucinación.
Abrió la puerta y encendió la luz. La habitación, bas-
tante amplia, contenía dos escritorios, un armario, estantes
llenos de libros, un sillón y un paragüero. Otra puerta daba
ai dormitorio. Se desvistió, bebió un vaso de agua de una
cantarilla de barro. Regresó a su despacho en ojotas y pija-
mas. Hacía calor. Abrió la ventana que daba al patio. Con-
templo la noche iluminada por el arco de la luna en cuarto
creciente. Esperó que los efluvios del alcohol se disiparan en
la ligera y aliviadora brisa que soplaba del sudeste.
- Me estoy volviendo loco - murmuró.
Don Faustino tenía la costumbre de hablar solo cuando
no había testigos;
- Tanto he jugado con Timoteo que el inconsciente ha
acabado por admitir la existencia de un diablo tentador que
me acosa para comprarme el alma. Le atribuí historias diver-
tidas para entretener a los amigos... Timoteo, te hice famo-
so... José-Antonio me propuso que las escribiera para publi-
carlas en el suplemento cultural que dirige. Prometí hacerlo,
pero soy demasiado negligente... Como sabes, en mí la negli-
gencia es desapego por ciertas vanidades del mundo... Cansa-
do de insistir, me pidió permiso para usar del personaje en
sus "Viñetas Asunceñas". Le dije que se lo regalaba con cuer-
nos y tridente... Aunque no te aparezcas con apéndices y
herramientas... Luego sentí la pesadumbre de las pequeñas
deslealtades cometidas por distracción... Temí que me aban-
donaras, dejándome solo en el desolado universo de mi propia
conciencia... Desde que Saturio enfermó, volviéndose irascible
y caprichoso, Timoteo es mi único confidente. Me ha seguido
fielmente estos últimos años. ¿Qué importa que no exista?
¿Qué es la existencia? Es un diablejo sin carácter, malogrado

246
por su buena índole. Me induce a cometer pe cadillos veniales,
los únicos, ¡Ay de mf!, que están a mi alcance. Para ser un
pecador digno del fuego eterno no basta la libertad, hace
falta el poder. Dármelo escapa a los poderes de mi mandinga
particular.
Sopló un ráfaga de viento. Debajo del naranjo, entre la
balaustrada y la pared medianera, estaba de nuevo la sombra
agazapada, que al punto se disipó.
- Estoy jugando. A mi edad, jugar es peligroso.
Se alejó de la ventana y comenzó a pasearse por la ha-*
bit ación.
Solía ocurrir que t hablando consigo mismo se ponía a
dialogar con Timoteo. Las salidas del diablo eran desconcer-
tantes. Tan imprevisible como inoportuno, hubo casos en que
conversando con terceros o argumentando ante el juez, inter-
vino el demonio con sutilizas increíbles. Tenía la particulari-
dad de expresarse invariablemente en un guaraní castizo y
algo arcaico. Superaba al doctor Benítez, que era un profundo
conocedor del idioma, en el manejo de ideas abstractas. Si
hablaban de filosofía, solfa ocurrir que don Faustino lo hicie-
ra en español, mientras el diablo discurría con admirable sol-
tura en lengua vernácula, que por lo visto era de uso corrien-
te en el infierno. Pese a todo, don Faustino no creía en Ti-
moteo. Estaba convencido de su propia chifladura. No le dio
importancia hasta que al demonio se le antojó tomar la figu-
ra de un arriero emponchado, escurridizo, que se le aparecía
de noche en el corredor, en las calles desiertas o cuando iba
al excusado, en el patio del fondo. Lo hacía con preferencia
cuando don Faustino había bebido una copa de. más. Esto era
tranquilizador. Probaba que era una fantasía de una mente
intoxicada. Como no era bebedoi habitual, consiguió alejarlo
un tiempo con sólo reducir al mínimo los tragos. Esa noche
sin embargo ios artificios de Muñeca Egusquiza le habían he-
cho olvidar la saludable norma higiénica, que prudentemente
se había impuesto para la salvación de su alma.
Otra explicación que hallaba don Faustino para sus des-
varios era la soledad en que vivía desde que falleció su mu-
jer. Quebrantos económicos le obligaron a abandonar la casa
solariega de la familia, que estaba en el centro de la ciudad,
para trasladarse a una modesta vivienda de los barrios. Tenía
ésta en los fondos una buena casita de paredes de adobe y
techo de paja. La cedió para que vivieran en ella Iluminado
Fretes y su hermana Filomena. Iluminado hacía de secretario
en el tiempo que le dejaba libre su empleo en el ministerio.
247
Filomena, aunque muda y contrahecha, era muy diligente. Se
ocupaba de la comida y la limpieza. Almorzaban los tres jun-
tos. En cuanto a la cena, como don Faustino llegaba a cual-
quier hora, Filomena le dejaba algo de comer en la cocina.
Esa noche había perdido el apetito.
- Me estoy volviendo loco cuando más necesito de mis
facultades mentales. Una noche como ésta me sugeriste la
descabellada idea de coordinar los elementos opuestos y dis-
persos del descontento generalizado y de la oposición al go-
bierno, para darles una orientación y una estrategia únicas.
Parecía un imposible. Era como meter en una bolsa una do-
cena de gatos y lograr que maullasen a coro y no se araña-
ran entre sí. Sin embargo, para sorpresa mía, los hilos de
diversas conspiraciones que se enredaban y confundían fueron
cayendo uno tras otro en mis manos, en muchos casos de una
manera casual o misteriosa. Ha llegado el momento de mo-
verlos con habilidad. Se levanta el telón. La función va a co-
menzar.
Se dirigió nuevamente a la ventana. Aspiró una bocana-
da de aire fresco, pero evitó dirigir la mirada hacia el fatí-
dico naranjo. Luego continuó su paseo por la habitación, vol-
viendo a su soliloquio:
- El ministro se muestra dispuesto a aportar en el mo-
mento decisivo las ventajas de su cargo y volcar el peso de
su influencia en el partido de gobierno, que desde luego no
será excluido de la convivencia democrática. El doctor Irala
Vargas se haría cargo de la presidencia de la república y
convocaría a elecciones libres en un plazo máximo de seis
meses. El general Fulgencio Iturbe sublevará la Escuela Mili-
tar y convocará en su apoyo a la oficialidad del ejército y la
marina que desee una normalización institucional dentro y
fuera de las Fuerzas Armadas. Tiene sobrado prestigio y au-
toridad moral para hacerlo. El general Ernesto Dalfrosse, co-
mandante de la División de Caballería ya se ha puesto en
contacto con él. Ha comprendido que si no apoya al movi-
miento quedará aislado en su feudo de Campo Grande. Está
muy interesado en sacar del medio al coronel Ciriaco Ojarro,
comandante del Glorioso Batallón,* y librarse de su sombra
negra, el general Patricio Melgarejo. Lo que hará Melgarejo
no lo sabe nadie, ni siquiera él mismo, pero Iturbe ha conse-
guido el apoyo del mayor Silvestre Ocampos, que manda el
batallón del Famoso Regimiento que ha entrado a la ciudad
hace un par de días. Con el concurso de estas tropas ague-
rridas, si es preciso pelear, el triunfo está asegurado. La

248
conjura será completa con el arribo oportuno de la columna
rebelde del capitán Feliciano Palacios, cuyas avanzadas, según
me ha confirmado el ministro, están a menos de un día de
marcha de Asunción. Sólo falta que Fabio Iglesias logre con-
vencer al movimiento obrero y estudiantil para que se lancen
a una huelga general y vuelquen al pueblo en las calles, para
impedir un escamoteo de última hora del programa de recu-
peración democrática...
-cHa mba'énepa nde reñatóita upépe?
-¿Qué voy a picar allí? ¡Diablo tenías que ser! No lo he
pensado siquiera. ¿Qué importa eso?
-¿Estás seguro?
- Nunca lo entenderías, soy un artista.
- O un bufón. Piensa para quién trabajas. Si pudieras,
de paso, sacar algún provecho personal sería más razonable tu
conducta.
f
-iTrabajo para el pueblo!
- Supongamos que esos sean tus deseos, aunque tengo
mis dudas. ¿Qué me dices del cajetilla insolente que te ha
traído en automóvil? ¿Crees que su papá piensa en el pueblo?
En el momento de la verdad va a hacer lo que le convenga,
igual que todos los demás. Ya encontrarán razones que justi-
fiquen traicionar la palabra empeñada. Gomo único premio de
tus desinteresados esfuerzos te esperan la cárcel o el destie-
rro, salvo que pongas de tu parte un poquito de astucia y de
maldad, materias en las cuales yo puedo ayudarte.
- Timoteo, eres un intrigante!
- Es mi trabajo. Te repito: podrías contar conmigo.
Piensa en el éxito que te acompañó hasta este momento.
Es fruto de mi habilidad.
- Tè contradices con lo que estabas diciendo hace un
momento.
-iMe espiabas!
- Desde luego.
- Y bien, ¿qué pretendes?
- Ya lo sabes.
- Lo lamento, amigo mío, pero ocurre que no existes.
Te empeñas en negar que eres sólo un desvarío.
- Tu incredulidad puede salirte cara.
-¿Por qué habría de creer? Tu voz no es audible. Es el
eco del eco de mi propia conciencia. En cuanto a tus apari-
ciones, son fugaces y ridiculas, y tienen por añadidura una

249
explicación facultativa. ¿Quién jamás ha visto un diablo hecho
y derecho metido en un poncho negro, con un sombrero de
paja en la cabeza?
-¿Por qué todos los demonios tendrían que ser aristo-
cráticos? ¿Esperabas que mandaran al Paraguay a un e x - a r -
cángel, con el solo objeto de tentar a un profesor retirado?
- Deja entonces de jugar a las escondidas; muéstrate a
plena luz.
- Lo pensaré, aunque preferiría hacerlo sobre la base
de un acuerdo en principio. Deberías entenderlo, eres abogado
y conspirador. Si firmas el contrato que reiteradamente te he
ofrecido, perderías el alma, que a decir verdad, no vale mu-
cho. Piensa en la vida que llevas. No estarías peor en el in-
fierno. En cuanto al fuego eterno y cosas por el estilo, son
una burda, propaganda de agitadores a sueldo de la potencia
enemiga. ¿A qué temer entonces?
- Temo al ridículo. Si lograras persuadirme de tus po-
deres no vacilaría un solo minuto. Como dice Fausto, mi s e -
mitocayo, no temo al infierno ni al diablo, pero a trueque de
eso me ha sido arrebatada toda clase de goces.
Rechinó la puerta a sus espaldas.
-¿Qué t a l , doctor? ¿Estaba recitando en extranjero?
Algo podría aprovechar aunque no entienda un pito.
-¡Ah eres tú, Wagner, mi fámulo! Seas bienvenido. No
estaba dialogando con el Espíritu de la Tierra sino con un
mandinga disparate.
-¿Timoteo?
-¿Quién otro podría ser?
Iluminado soltó una carcajada teatral. Fue a apoyarse
en el rellano de la ventana, que don Faustino había abando-
nado en el calor de su discusión con Timoteo para pasearse
por el despacho con las manos en la espalda, como solía ha-
cerlo cuando declamaba un poema o dictaba un alegato. No
tenía paciencia de escribir; pero, como la generalidad de los
intelectuales guaireños de su generación, era un hablista con-
sumado y un orador nato.
- Linda noche -dijo Iluminado Fretes, suspirando-, me-
nos mal que ha refrescado un poco.
De pronto se volvió hacia don Faustino y le preguntó:
- Dígame una cosa, doctor: ¿hay algo de cierto en lo
que cuenta del diablo Timoteo? Siempre creí que bromeaba,
pero acaba de ocurrfrseme que a lo mejor...

250
Lo dijo con tanta sinceridad y candidez que don Fausti-
no se río. La pajiza cabeza de Iluminado Fretes parecía más
grande por constraste con el cuerpo pequeño y esmirriado. La
cara redonda, blanca, de nariz chata y boca grande de labios
carnosos, parecía brillar con luz propia sobre el negro fondo
de la noche que se extendía a sus espaldas. Bajo pobladas
cejas, los ojillos miraban ansiosos, interrogantes.
- No t e quepa una duda: Timoteo es un diablo y existe.
-¿Lo dice en serio?
-¡Claro!
-¿Y qué anda haciendo por aquí?
- Pues verás: por alguna razón que desconozco, en el
infierno se acordaron de mí. Al revés de Fausto, mi semito-
cayo, ni tengo ambiciones ni me atormentan dudas. Floto en
la vida como un camalote aguas abajo. Ora me precipito rau-
do en las correderas; ora me quedo haciendo círculos en los
rémanzos o me aferro fugazmente a un raigón de la ribera
para descansar. En el fondo me da igual. Menudo desafío
tentar a un hombre como yo, a quien ni Dios ni el diablo
tienen nada que ofrecer y muy poco que quitar.
Iluminado abandonó su actitud expectante y volvió a
acodarse en la ventana.
-¿Qué pide el diablo? - preguntó, sin volverse.
- El alma.
-¿Qué ofrece en cambio?
Don Faustino, entre divertido e intrigado, detuvo su pa-
seo en el centro de la habitación.
-¿Qué pasa? ¿Piensas proponerle un trato?
-¿Por qué no?, siempre que Timoteo pueda darme lo
que necesito,.
- Puede darte lo que le pidas: dinero, amor, belleza,
gloria, juventud.. 0
-¿Y poder?
Don Faustino se rió.
-¡Ah paraguayo! Supongo que sí, que también puede dar-
te poder... ¿Así que mi buen amigo Iluminado F r e t e s ^ a m b i -
ciona el poder y estaría dispuesto a vender el alma éi diablo
para conseguirlo?
-¿Y usted no, don Faustino?
- En absoluto. El poder seduce a los débiles, a los r e -
sentidos y a los locos.
-¿No puede ser acaso una pasión creadora?
- Sí, podría serlo, pero en principio es la búsqueda de
la libertad a costa del sometimiento del prójimo, y acaba por
251
convertirte en su esclavo. ¿Qué harías tú con el poder?
Iluminado se volvió para mirarle.
- Un t e a t r o - dijo, con una sonrisa algo enigmática.
-¿Un teatro?
- Así es, ni más ni menos que un teatro.
•- Vamos, querido amigo, para eso bastaría que pidieras
al diablo suficiente dinero como para construir un magnífico
coliseo y contratar a los actores más famosos.
- No creo que baste para el teatro que yo quiero. Un
teatro en el que todo ocurra conforme a mi voluntad, mis
caprichos y deseos; en el que los actores sólo piensen en
actuar de acuerdo al libreto; que no tengan otras pasiones ni
hagan un solo gesto que no estén en el argumento de la obra
cuyo desenlace fuera conocido únicamente por mí, y que so-
lamente yo estuviera facultado para cambiar en el curso de
la representación. ¿Cree usted que Timoteo puede dármelo?
-¡Iluminado, a veces me deslumhras! -exclamó don Faus-
tino-. Creo que tienes razón. El diablo no puede darte lo que
él mismo no posee y es lo que más ambiciona.
Iluminado se echó a reír, cruzó la habitación y fue a
sentarse en el sofá.
- No joda más con Timoteo, don Faustino -aconsejó-.
La tiene asustada a Filomena. Una noche de estas le va a
salir de veras y le va a pegar un susto de la gran siete. Una
mi tía andaba encaprichada con Pombero. No hablaba de otra
cosa. Le dejaba tabaco y miel en la cumbrera del rancho. Lo
llamaba como a las gallinas. Anduvo así hasta que una tarde
de tormenta encontró al duende acurrucado en el horno.
- Tuvo una alucinación.
-¿Alucinación? Mi tía, que era una mujer de aquéllas,
lo mató a garrotazos y tiró el cadáver en un surco de la
capuera. Cuando vino el comisario a hacer averiguaciones ya
se lo habían comido los cuervos.
Ahora don Faustino estaba más desconcertado que a n -
tes.
- Dime una cosa, Iluminado, ¿eres tonto o te haces?
- Suelo decirlo, doctor: me va y me viene el juicio,
igualito que a los indios.

252
EL PALACIO DE LOPEZ

Querido Rubén: Me pides que te cuente chismes; esto


es| que te hable de política. No lo haré, no tengo ganas. Te
describiré en cambio una recepción en el Palacio de López;
pero antes debo explicarte cómo diablos fui a parar allí.
Recibí la invitación en el diario, a media siesta, de
manos de un soldado de la Escolta Presidencial con bayoneta
al cinto, en momentos en que me afanaba en escribirte en
medio de un calor infernal. Quedé desconcertado. No me ocu-
po de crónicas sociales sino del suplemento cultural. Procuré
tranquilizarme pensando que se trataba de una iniciativa de
Babe Niberto, secretaria del Gran Jefe, que pasa por amiga
mía y está empeñada en acomodarme con las autoridades
legítimamente constituidas y apartarme de la ruinosa y peli-
grosa compañía de opositores sin esperanzas. Dejé de lado la
tarjeta e intenté trabajar cuando vino llegando Galo Casanello
con una de sus quilométricas colaboraciones espontáneas. Ya
conoces a Galo: se puso a leérmela allí mismo, sin contem-
placiones. Al darse cuenta de que no lo escuchaba me obligó
a confesar la causa de mi inconcebible distracción. Lo hice
sin darme cuenta de que el mita-í encargado de preparar t e -
reré estaba escuchando detrás de la puerta (don Arturo no
vacila en recurrir al espionaje). "No voy a ir -declaré en
lengua vernácula-, no quiero comprometerme y además no
tengo smoking". Galo, que en ocasiones habla en serio, me
recordó que el Presidente de la República no tolera desaires..
Anoticiado por su precoz pyragüé, el director abandonó
su sarcófago con aire acondicionado y vino a verme a mi
caliente cuchitril. Estaba más asustado que yo. Se empeñaba
en sacarme de mi ya debilitado emperramiento, cuando llegó
Cristina. Besó mis barbas y le dijo a don Arturo que estaba
253
orgullosa de mí. Se había encontrado con Galo Casanello,
quien le puso al tanto de mi heroica determinación y me
vaticino un negro destino. Cristina es completamente i r r e s -
ponsable. La domina el exaltado fanatismo de un converso.
En cuanto pude librarme de ella, le prometí a mi jefe agen-
ciarme un smoking, y, con tal pretexto, abandoné mi tabuco
antes de hora.
<Sabes lo difícil que es conseguir en Asunción ese mal-
dito disfraz? Yo tenía uno, que feneció cuando se lo presté a
mi colega de "Sociales". Lo destrozó saltando en fuga la mu-
ralla de la Embajada del Brasil, a la que se había introducido
subrepticiamente para perpetrar un yacaré internacional. Aho-
ra que la vida y la libertad dependía de poseerlo, me encon-
tré con que la totalidad de los propietarios de un smoking
estaban invitados a la recepción en el Palacio. Ya al borde
la desesperación me acordé de mi inefable primo Pacho, que
se conduele de los males ajenos mientras los tiene a la vista;
pero también el tarambana de la familia debía asistir a la
fiesta. Hallamos una salida salomónica: Pacho iría a Palacio,
saludaría al Excelentísimo, se tomaría una copa y me traería
el smoking a su casa. Con tales expectativas fui a tomar una
cerveza con los amigos en el bar "La Armonía". No quise ver
a Cristina. Hubiese tenido que darle explicaciones inaccesibles
para una mente obcecada, incapaz de percibir los matices de
la ética. Ella no asiste, por razones de principio, a recepcio-
nes oficiales. Doña Elvira, cuando puede evitarlo, tampoco lo
hace desde que murió Vicente Ignacio.
De regreso me encontré con el doctor Carlos Peralta y
su esposa, que estaban tomando un refresco en el "Bolsi"
mientras nacían tiempo para entrar al cine "Splendid". Ellos
también habían sido invitados a la recepción en el Palacio,
cosa que los sorprendió sobremanera. Coincidimos en que h a -
bía algo raro en todo esto. El doctor Peralta decidió no asis-
tir. El puede darse ese lujo su situación económica y social
está consolidada y es políticamente inofensivo. Yo alegué en
mi defensa mi condición de periodista, que ellos se apresura-
ron a aceptar.
En otra ocasión t e hablaré extensamente del doctor
Carlos Peralta. Cené con él los otros días. Es uno de los r a -
rísimos ejemplares de nuestra intelectualidad burguesa. Lo
que se dice, un arquetipo. Expresa, o refleja como un espejo
cóncavo, la ideología cínica y resignada de una parte de nues-
tra clase dirigente que no participa del poder político pero

254
se beneficia objetivamente de la política de la dictadura. Es
una rara mezcla de àut osatisi acción y desencanto, bajo una
capa protectora de realismo vulgar. Lo trágico en su caso es
que es un hombre de gran talento, firmeza de carácter e
integridad personal, malogrado por sus propias ideas.
Nos despedimos cerca de las diez. Me encaminé sin apu-
ro a casa de mi brillante primo. No conté con lo que estaba
escrito: Pacho se habfa olvidado de mf. Eran las once y me-
dia cuando regresó lo más campante, diciendo que se habfa
retirado de la fiesta porque estaba muy aburrida. Se agarró
la cabeza al verme en calzoncillos, bañado y perfumado, co-
miéndome la pipa. Para peor, los pantalones del smoking me
quedaban largos. Tuvimos que despertar a tía Remedios. Sin
perder tiempo en vestirse, Pacho me llevó en su auto. Hubie-
ras visto la cara del sargento de la Escolta Presidencial que
se adelantó a abrir la portezuela. "Calor, ¿eh?M, le dijo Pa-
aho. "¡La pucha que hace calor!", respondió el individuo, quien,
contra lo que supongo es habitual en las recepciones, tenía
una mbaracaya-i* colgada del hombro.
Había pasado la hora de los saludos y las genuflexiones.
La gente formaba corrillos, algunas parejas bailaban en el
salón. Me disponía a rajar de allí cuando apareció mi "ami-
go" Walter Cardozo Einke. ¿Te acuerdas de Gardocito, ese
muchacho inocentón que jugaba al basquetbol en el equipo de
nuestra facultad? Pues se ha convertido en el más eficiente
funcionario de la policía política, con el que ninguna persona
que se tenga algún respeto desearía tener tratos. Sin embar-
go, para sobrevivir en este medio no hay que ser tan delica-
do. Cualquier tentativa de sanción moral, más que peligrosa,
se ha tonrado ridicula. Cardocito me ha dado muchas pruebas
de que me tiene afecto. Me consta que impidió que me tor-
turaran cuando estuve preso (hemos llegado al extremo de
agradecer ai verdugo que no te pega fuerte o te ahoga en
una pileta de agua limpia). Aunque era como encontrarse con
un jetattore en el casino, sentí alivio de hallar de qué aga-
rrarme en aquel mar proceloso. En dos palabras le conté la
historia de la tarjeta y el motivo de mi retraso.
- No te preocupes, mi querido amigo -me dijo, tomán-
dome del brazo-, yo te acompañaré a saludar al Excelentísi-
mo Señor Presidente de la República.

Gatito, metralleta.
25 S
Crucé el salón a rastras de Cardocito. Paralizada de
sorpresa, la orquesta hizo una pausa. Ojos como bolones gira-
ron en sus órbitas, todos para mirarme a mí. Llegamos a una
sala donde estaba el Presidente de la República, el ministro
Iraía Vargas, el Embajador y otras personas que no conocía.
El señor Presidente me tendió la mano y me presentó al Em-
bajador. El diálogo que siguió fue del tenor siguiente:
- Este joven es un gran poeta -dijo el Excelentísimo-,
y escribe cosas muy divertidas en el diario, todas en contra
nuestra.
-¡Oh eso es normal en una democracia! -exclamó el
Embajador-. Los poetas están siempre en la oposición. En mi
país ocurre lo mismo. Los asuntos de Estado son muy prosai-
cos para ellos.
Sin duda el gringo me tomaba el pelo, pero al Presiden-
te de la República le gustó la observación.
- Debe ser por eso entonces que los poetas están todos
en mi contra -dijo, sonriendo-. Hasta ahora no me han dedi-
cado ni siquiera un acróstico.
- No diga eso, señor Presidente -terció un adulón-. Le
han dedicado varias polcas. El pueblo lo quiere.
-iPichirulosl ¿Dónde hay una letra de don Félix Fernán-
dez o Darío Gómez Serrato, por ejemplo?
- Que yo sepa ellos no le han dedicado letras a ningún
presidente -dijo el doctor Irala Vargas-, En rigor, no han
escrito nada desde que gobernamos.
El Presidente de la República le dirigió una mirada rom-
bría y continuó:
- SÍ me ayudaran un poco yo podría ayudarlos mucho.
Son demasiado cabezudos. SÍ se contentaran con plaguearse y
llorar no me molestaríais pero a algunos se les antoja m e -
terse a redentores y salen crucificados. O es que también
ellos quieren mandar.
Gomo me dirigió una mirada interrogadora, le dije, ape-
lando a todo mi coraje, que no es mucho, que los poetas ni
queremos mandar ni que nos manden.
-¿De veras? -preguntó, incrédulo-. Si es así, ¿por qué se
meten en lo que no les importa?
"Es que todo nos importa", iba a decirle, pero ya no
me animé. Cuando quise retirarme me atajó el Embajador. Es
aficionado a la literatura, y como todos los gringos tiene,
para presumir, algunos versos de Shaskespeare en la punta de
la lengua. Me invitó a visitar la Embajada e insinuó la posi-
bilidad de facilitarme un viaje a Disneylandia. Como ves, se
256
multiplicaron las ofertas. Cardocito me hizo una seña. Cortés
y humildemente pedí permiso para retirarme. Le seguí de
vuelta hasta el salón. No veía nada. Para peor no había pa-
ñuelos en el smoking de Pacho.
-¿Puedes decirme para qué diablos me han invitado? -le
pregunté a Cardocito, con súbita irritación.
Me detuvo y se inclinó a hablarme al oído.
- Se ha invitado especialmente a muchos opositores -
dijo, y agregó apretándome significativamente el brazo-. Hi-
ciste muy bien en venir.
-¿Opositores, qué diablos de opositores?
Iba a responderme cuando alguien lanzó un chillido y se
abalanzó sobre mí, besó mis barbas húmedas y me llevó a
rastras a un rincón donde cuatro espantables mujeronas fisga-
ban el baile sentadas en sillones tapizados de rojo. Era Babe
Niberto. Cardocito no intentó siquiera defenderme. Huyó d e -
jándome librado a mi suerte.
Estas distinguidas señoras asisten siempre juntas a las
recepciones oficiales, en las que invariablemente se reservan un
puesto de observación privilegiado que el vulgo denomina el
Rincón de las Brujas. Dominan desde allí, como arañas al
acecho, listas para sacudir las redes de la insidia, el revolo-
tear inquieto de las mosas, que, al menor descuido, quedan
atrapadas en su trama pegajosa. Hembras con toda la barba,
decididas, intrigantes y feroces, trafican influencias, se bene-
fician con el juego de quiniela y el contrabando al menudeo;
practican la usura a cortó plazo; proveen de amiguitas a los
ricachones y manipulean un servicio de inteligencia más efi-
ciente que la C.I.A.
Para que lo anotes, ¡Oh emigrado feliz que gruñes tus
nostalgias mascando en la Rué du Maine tiernos croissants
del destierro!, son ellas, por orden de arpiedad: doña Cres-
cencia Te rerute, presidenta de las damas gube mistas y novia
sempiterna del general Melgarejo; doña Fermina Armoa, di-
rectora de cultura y concubina en situación de retiro del
general Ernesto Dalfrosse; Micaela Corrales, presidenta de la
comisión de moralidad (censura) y barragana en desuso y en
abuso del coronel Ciriaco Ojarro; y Aspasia Gómez, que c a r e -
ce de títulos.
Supe después que, cuando me vieron hablando con Car-
docito intercambiaron estas o parecidas expresiones:
- Babe, mi tesora, allá está tu damo - dijo Crescencia
Tererute, apuntándome con un dedo.

257
-¿Por qué va a ser mi damo? -protestó Babe Niberto-.
Es nomás amigo mío.
Las brujas se dieron codazos, cruzándose regocijadas
miraditas de sospecha.
- Es un gran poeta -insistió Babe, dicen que ruborida-; -
lo que se dice un poetón.
-¿Poeto? - gruñó Micaela Corrales - ¡Cochino ha de ser
para andar con esa barba asquerosa! Si lo agarra Ciriaco te
lo pela como a un chancho.
Fermina Armoa hizo un gesto de asco, mostrando un.
colmillo de oro:
- Es un rebelde, me dijeron. ¿Por qué lo pusiste en la
lista a ese bandido? - preguntó, dirigiéndose a Babe.
-¿De dónde sacan eso? Lo invitó el Presidente de la
República.
-¡Me estás mintiendo Babe! - amenazó Fermina.
Acabó la discusión la lánguida vocecita de Aspasia Gó-
- Le gustan mucho sus artículos. A lo mejor lo necesita
para que le escriba los discursos.
Juntaron las cabezas y se pusieron a cuchichear:
-¡Anda pues, mi tesora, a traerlo un poco!
- Así nos reimos por él.
- No va a querer...
-¿Cómo que no va a querer? - cacareó doña Crescencia
Tererute, abusando de su voz hombruna-, Decile que yo lo
llamo. Vas a ver cómo viene, ¡y al trote!
Fue así como fui a parar al Rincón de las Brujas. Me
falta talento para describir la escena, por lo que yo, escritor
de morondanga que no se deja envanecer por los elogios ofi-
ciales, me limitaré a decir que casi dejan en hilachas el s m o -
king de Pacho. Me tironeaban de aquí para allá, chillando
como urracas: Las brujas no hablan sin tocarte y pellizcarte.
Me daban empujoncitos y palmadas, reían a gritos mostrando
hasta la campanilla. Puede ser que te envíe la correspondien-
te nota gráfica, si consigo rescatarla de manos de Fideiito,
fotógrafo de "El Independiente", que se puso a fusilarme abu-
sando de mi indefensión.
Resignado a mi suerte y reconfortado por un vaso de
buen whisky, me puse a mironear. El advenimiento de una
nueva clase es un espectáculo digno de observación: la a p o -
teosis del coyguá, como diría Gabriel Casaccia, o de la mer-
sa, como dicen los argentinos. No se trata de un cambio pro-
gresivo. Por el contrario, se ha producido un retroceso, Están

258
ausentes la sobria dignidad y el natural señorío que c a r a c t e -
rizan a nuestro pueblo, como si hubiera aflorado lo más gro-
sero y ruin. Acompañan a los alardes de vulgaridad y de mal
gusto un hambre atrasada y una avidez sin límites. Esto se
nota particularmente en las mujeres.
Como me había informado Cardocito, habían sido invita-
dos muchos integrantes de la oposición. Mejor hubiera dicho,
a juzgar por lo que vi, a personas que se supone pertenecen
a partidos que no están en el gobierno, y lo único que hacen
es llorar y plaguearse evocando en la intimidad los buenos
tiempos en que ellos mandaban. Oí decir que el Presidente de
la República, presionado por la Embajada que huele que la
tensión política se ha vuelto insostenible, quiere hacerse de
una fachada democrática, con oposición en el congreso, pren-
sa libre y cosas por el estilo, sin otra finalidad que seguir
haciendo lo que se le dé la gana. ¿Qué mejor entonces que
ech^r mano a unos cuantos politicastros sin arraigo ni presti-
gio, dispuestos a hacerle el juego a cambio de algunas con-
.cesiones que en nada lo comprometen y le ayudan a consoli-
darse? Al anotarme en la lista de invitados especiales, ¿no
habrá pensado en incluirme en el juego? Si es así, se t r a t a
de un honor que no creía merecer. Hace que me sienta un
bufón.
Pero dejemos esto, ya que dije al principio que no tenía
ganas de hablar de política. Sigamos mejor con las mujeres.
Las fuera de combate, que sólo pueden presumir con
sus posturas dignas, rodean a la Primera Dama, que es una
señora muy discreta, que no se mezcla en intrigas. Reconocí
a algunas matronas de nuestra vieja sociedad, que seguramen-
te habían venido en compañía de "opositores". Fingen sopor-
tar a duras penas el trato con la "chusma" que predomina en
el ambiente, pero a la que adulan sin empachos para recoger
las migajas de una influencia social y política que, ellas lo
saben, han perdido para siempre. La que pareciera estar por
encima de todas es tu amiga Muñeca Egusquiza (te manda
muchos cariños y promete ocuparse de arreglar tus papeles
para que puedas hacer una visita sin riesgos a nuestros lares,
aunque aquí entre nosotros, te advierto que ni ella ni nadie
pueden darte garantías). Verdaderamente encantadora, hace
el papel de anfitriona ejemplar, de auténtica primera dama.
Se mueve de un grupo a otro, adecúa su estilo al de sus in-
terlocutores, deja encantado a todo el mundo (se dice que
está apuntando alto). Cuando le tocó el turno al Rincón de
las Brujas, me dio dos besos, a la paraguaya; se sentó con
259
nosotros, se enteró de un par de chismes; contó un chiste en
guaraní, muy subido de tono, que hizo ruborizar a Aspasia
Gómez y estallar a las otras en estruendosas carcajadas. Pon-
deró con ironía deslumbrante el ridículo vestido de doña Cres-
cencia Tererute. Se interrumpió al ver pasar por ahí al ma-
yor Silvestre Ocampos (nuestro 'Teniente Librito' de la GIME
FORD). Lo llamó reprochándole su ingratitud:
-¿Dónde se había metido, mi mayor? -le dijo, cariñosa-.
Lo anduve buscando por todas partes.
Ocampos se cuadró, tratando de sonreír, en tanto espia-
ba con un ojo a las temibles brujas, que lo miraban con el
descaro de sapitos maliciosos.
- Acabo de llegar -explicó el mayor-, tuve problemas
en mi batallón.
-¡Problemas! -exclamaron las brujas-, ¿qué problemas?
El mayor contuvo el ademán de rascarse la cabeza.
- Zonceras, las señoras, un soldado se me accidentó.
Las brujas se miraron. No le creían una palabra y se lo
dieron a entender. Como Ocampos vacilaba, Muñeca lo soco-
rrió.
-iQué tímido es usted, mi mayor! ¿Por qué no me invita
a bailar?
Sólo una mujer extraordinaria como Muñeca Egusquiza
es capaz de hacer una cosa semejante en presencia de esas
arpías. No se habían alejado dos pasos cuando las brujas rom-
pieron a reír escandalosamente.
- No sé por qué se ríen por el pobre Ocampitos - pro-
testó Aspasia Gómez con su vocecita inocente. Desde que
llegué me dirigía miradas de viciosa estupidez y achicaba la
boca para pronunciar palabras finas - íes tan bonito!
- Será todo lo "ito" que quieras -respingó la Corrales-,
pero en todo el ejército no hay otro oficial con santos tan
amargos. Es argel de nacimiento. ¿Qué le habrá visto Muñeca
a ese zamguango?
- Ella hace así de cabezuda nomás: - opinó Fermina
Armoa, poseída de indulgencia.
Doña Crescencia Tererute frunció el entrecejo. Tiene la
piel cobriza y reluciente. Producto fallido del mestizaje, hasta
resulta atractiva de tan fea. Estaba despampanante en su
escotado vestido rojo sangre.
-¿No estará pescando por mi batallón? - se preguntó en
voz alta.
Para su manera de pensar, un batallón del Famoso R e -
gimiento le pertenece por derecho propio. Se murmura que
260
doña Crescencia Tererute es la única persona en el mundo
que hace temblar de miedo al general Melgarejo.
En eso llegó hasta nosotros ía mole blanca y corpulenta
del general Ernesto Dalfrosse. No sé sí lo recuerdas. Tiene la
frente estrecha, los ojos pequeños, de un azul turbio y visco-
so, pegados a la nariz ganchuda, filosa como un hacha. Su
boca de lagarto es una raya que cruza la cara cuadrada, inex-
presiva, que se afirma en mandíbulas prognatas,
-¿José-Antonio Lara? - repitió^ tras de tenderme una
mano grande y fofa -tjhu'm, ya sé quien eres!- remató en
guaraní, emenazador.
Desbordó ampliamente la silla al sentarse. Encendió un
cigarrillo, que apareció blanquito y desvalido en su enorme
caraza. Permaneció en silencio, indiferente al cotorreo de las
brujas, hasta que de pronto dijo, sin que viniera al caso:
- El señor Presidente de la República ya se ha retira-
dos. Como güen paraguayo, íes muy madrugador!
- No empieces a apurarme -le espetó Fermina Armoa-,
• si estás aburrido anda a dar una vuelta por ahí.
El comandante de la poderosa División de Caballería
suspiró resignado. La generalidad de los milicos son flojos
con las mujeres. Probablemente necesitan, hasta en la intimi-
dad de sus alcobas, de alguien que los mande. Yo no podía
sacarle ios ojos de encima, pensando que aquella cruza de
buitre con bull-dog cebado como un cerdo es uno de los in-
dividuos más poderosos del país, que si se le antojara podría
hacerme desaparecer con un soplido. De repente se volvió
hacia mí para decirme en voz baja, confidencial, cargada de
hostilidad:
- Vaye a mirar un poco por su futuro suegros. Está en
una piecita de aquello lados. Malicio que el general Iturbe no
está en su juicio.
Encontré al padre de Cristina en una salita llena de
gente, trabado en una discusión sobre estrategia con el agre-
gado militar de ía embajada argentina. Hablaban de ía batalla
del Carmen-Yrendágüe. Como recordarás, en aquella ocasión
los paraguayos se infiltraron profundamente en la retaguardia
enemiga y destruyeron gran parte del ejército boliviano.
- Demasiado audaz para mi gusto -dijo el agregado mi-
litar argentino-. Estigarribia tuvo suerte* el éxito se explica
por el total desconcierto del comando boliviano y el pánico
de la tropa. Si el enemigo hubiese atinado a combatir se
hubiera producido una catástrofe.
261
El general Iturbe levantó su copa. Estaba sentado en el
borde del sofá, con el torso hacia adelante.
- Le felicito, coronel, es usted un buen profesional.
Vista sobre el mapa, la maniobra es suicida. A muchos co-
mentaristas le parece buena solamente porque fue coronada
por el éxito.
- Eso creo, si los bolivianos hubieran intentado hacer
algo parecido, los hubiesen hecho pedazos.
- Muy exacto. La genialidad de Estigarribia consistió en
la correcta apreciación de los factores morales en juego. Es
por eso que me indigna que hablen de Segunda Epopeya quie-
nes corrompen el espíritu que hizo posible la victoria.
En eso entró el doctor Ira.la Vargas. Todos se volvieron
hacia él, menos el general Iturbe, que murmuraba entre dien-
tes:
- Estigarribia, ihe allí un jefe! Combinada con acierto
la audacia y la cautela. Sabía esperar, tenía mucha pacien-
cia, pero cuando daba la puñalada iera mortal!
Hasta ese momento no había observado nada que justifi-
case la advertencia que me hiciera el general Dalfrosse.
-¿Qué opina usted del mariscal Francisco Solano López?
Fue una pregunta anónima, con acento portugués, surgi-
da del montón. El general Iturbe levantó la cabeza, miró a su
alrededor y dijo, enérgico:
-¿Es una pregunta o una provocación?
- Supongo que se trata de una pregunta -dijo el coronel
argentino-, A mí también me interesaría saber su opinión al
respecto. En la guerra de la Triple alianza los paraguayos
derrocharon un heroísmo extraordinario, que, sin embargo,
terminó en la derrota. Me interesa desde el punto de vista
profesional, rjara armonizar su teoría..
- Tendrá usted la respuesta, señor coronel. López no
supo combinar la audacia y la cautela; si lo hubiera hecho,
las fronteras de su país y las del mío serían muy diferentes.
-iUsted está criticando al Mariscal López! - le reprochó
una voz chillona.
- Sí, señor, lo estoy criticando, ¿le molesta?
-¡No le permito! - aulló, saltando desde un rincón don-
de se hallaba agazapado un enano simiesco en el que recono-
cí al director de "La Nación". Avanzó como una araña, do-
blado bajo la joroba, chorreando baba y amenazando con una
mano peluda.
-¡No le permito! ¡Está usted royendo los mármoles de
la patria!
262
Se oyeron risas; el doctor írala Vargas se acercó' al
general I tur be y le habló al oído.
- El señor ministro tiene razón -dijo el general Iturbe,
sonriendo, sin hacer caso a mi colega que seguía vociferan-
do-. Es descortés criticar al Mariscal; estamos en su casa.
Se levantó pesadamente y salió del brazo del ministro.
- Buenas noches, señores. Otro día seguiré escandalizan-
do.
La mayor parte de la gente se había retirado de la
fiesta. Entre las pocas parejas que seguían bailando en el
salón, vi a Muñeca Egusquiza y al mayor Ocampos. Me esca-
bullí del Palacio de López sin despedirme de nadie. Seguía
haciendo calor. Me saqtíé el saco y la corbata y caminé por
las poéticas calles de Asunción, apenas iluminadas por faro-
les mortecinos. Sentí, y siento ahora al escribirte, una e x t r a -
ña pesadumbre. Me duele el corazón, querido amigo. La carta
se ha hecho muy larga, pero escribiéndote puedo desahogarme
un poco. Saludos a Helena, un abrazo para ti y memorias
para los amigos.
José Antonio Lara

4&^H«¿3¿> > N ^ I ¡«ele»

263
LA CONCIENCIA DE ALFONSO

Muñeca, excitada, seguía riendo cuando sonó el teléfono


en la biblioteca.
- Deja, yo atenderé - dijo Alfonso.
Muñeca se sacó los zapatos y se sentó en un sofá con
las piernas recogidas. Había bailado toda la noche con el
mayor Silvestre Ocampos. Lo peor que pensarían las chismo-
sas es que se había divertido a costa del apuesto oficial, c é -
lebre por su argelería. Lo que nadie se podría imaginar era
que, entre pieza y pieza, le había ido sonsacando partes de
un secreto que pondría en sus manos la carta decisiva. Le
faltaban algunas precisiones que pensaba conseguir al día si-
guiente en casa de una modista de su confianza. Le había
pedido el mayor, con una sonrisa llena de promesas, que la
fuera a buscar allá,- de tardecita. Tomarían el t é y podrían
conversar un rato a solas. El pobre Ocampos se llevaría un
chasco, pero sólo una vez que le hubiera revelado los planes
de la conspiración. La sola posibilidad de conocerlos inspiraba
a Muñeca un sentimiento de poder casi morboso.
Era extraño que Alfonso, que estaba mucho más com-
prometido de lo que ella se imaginara, no le hubiera dicho
una palabra del asunto. De acuerdo, ella también callaría.
Sabría obrar por su cuenta, con decisión y sin trabas, para
salvarlo una vez más si, como era lo más probable, se había
dejado enredar ingenuamente en una aventura descabellada.
En el camino de regreso lo entretuvo Contándole chismes sin
importancia, burlándose del vestido de doña Crescencia T e r e -
rute y de las torpezas del mayor Ocampos, que asistía por
primera vez a una recepción de etiqueta. Lo hizo con tanta
gracia que el ministro, que había salido del Palacio ceñudo y
preocupado, se rió a carcajadas. Lo que no le hubiera diver-

264
tido era enterarse de ia creciente atracción que ella sentía
por aquel hombre. Nadie lo sabría nunca. Muñeca, hija de
don Antenor Egusquiza, jamás hacía confidencias. Como diría
su papá, no hay que mostrar las barajas.
Alfonso regresó a la sala con el saco en el brazo, r e -
mangándose la camisa. Muñeca observó la piel reseca, aper-
gaminada; las profundas arrugas que le surcaban el rostro.
- ¿Quién llamó?
- El Verduguillo, un asunto de urgencia.
-¿Por qué me lo cuentas?i?
El ministro arrugó el entrecejo al encender un cigarrillo.
- Me avisó que la policía quiere apresar a don Cándido
Urbieta. El viejo anda haciendo de las suyas. Pedí que lo d e -
jaran en paz.
Muñeca no le creyó del todo. Le siguió el juego para
descargar la irritación que le produjo lo que estaba segura
era una verdad a medias o una media mentira.
-¡Otra vez ese viejo impertinente! ¿Qué se habrá creí-
do?
- No grites, por favor. Fue mi jefe en el Chaco y en la
guerra civil me salvó la vida. Lo menos que puedo hacer por
él es tenerle paciencia.
- Sos una criatura se aprovecha de vos, te está com-
prometiendo.
Muñeca aprovechó para dar rienda suelta a su encono
reprimido. En tales casos, enardecida per sus propias pala-
bras, llegaba ai insulto. Alfonso reaccionaba y se producían
furiosas riñas conyugales. Sin embargo, ahora él continuó fu-
mando con gesto de fastidio, sin responder una palabra. Mu-
ñeca cambió de tono.
-¿Qué te pasa, mi querido? -preguntó, alarmada- ¿Que-
rés que te prepare un té de naranja?
Alfonso sonrió.
- Gracias, no estoy nervioso; pero ya que eres tan ama-
ble, traeme el mate y un termo con agua caliente.
-¿No te vas a acostar?
- No.
La respuesta tajante, distraída, acabó de asustarla. Se
calzó los zapatos y se fue con sus pasitos cortos. Alfonso le
echó una mirada irónica. Pensar que ese animalito había ejer-
cido sobre él una influencia decisiva. Era mezquina y vulgar,
pero tenía una virtud: la lealtad a toda prueba. Por eso, cuan-
do regresó de la cocina, la besó en la frente y le prometió
265
acostarse lo antes posible. "En realidad nunca la amé -se
dijo-, es uno de mis malos hábitos".
Se dirigió a la biblioteca. Era una habitación no muy
grande, que, en contraste con el resto de la casa, estaba mo-
destamente amueblada. Guardaba allí sus viejos libros, los
más de ellos de ediciones baratas, ajados por el manoseo.
Allí se sentía a su gusto, a solas consigo mismo. Abrió la
ventana y se cebó unos mates.
En efecto, había llamado Walter Cardozo Einke por un
asunto más delicado del que le confiara a Muñeca. Había
indicios de que al día siguiente se realizaría en los fondos
del bar "La Armonía", propiedad de don Cándido Urbieta,
militar retirado que había combatido en el ejército rebelde
durante la guerra civil, una reunión del Comité Ejecutivo de
las organizaciones obreras y estudiantiles clandestinas. Si se
enteraba de ello la jefatura de policía podría tomar medidas
sin consultar al ministro del Interior. El coronel Ciriaco Oja-
rro, valido del poder que le daba el comando del Glorioso
Batallón, siempre había sido relativamente incontrolable. Lo
sería más en las actuales circunstancias. A Alfonso le intere-
saba que el Comité Ejecutivo se reuniera de inmediato, pues
debía decidir si apoyaba o no el golpe que se estaba prepa-
rando. Así lo había entendido Cardozo Einke, y fue por eso
que llamó a altas horas de la noche a la residencia particu-
lar del ministro. Nada se le escapaba al Verduguillo. Alfonso
no confiaba en él, pero lo sabía demasiado cobarde o escru-
puloso como para atreverse a intrigar en su contra. Se limi-
taba a informar, nunca tomaba decisiones. Le ordenó pues
que buscara la forma de evitar que la reunión del Comité
Ejecutivo fuera, perturbada. Agregó que de ningún modo debía
permitirse que fuese detenido ninguno de sus integrantes has-
ta que el propio ministro lo dispusiera expresamente.
Si todo salía mal, siempre podría recordarle al Presi-
dente de la República el viejo principio según el cual a los
movimientos subversivos hay que dejarlos aflorar mientras
sean débiles, para aplastarlos fácilmente.
Alfonso no se consideraba un cínico ni un traidor. SÍ no
cuajaba el levantamiento general era preciso conservar la
posición clave en que se encontraba él mismo en espera de
otraT oportunidad. No hacerlo era malograr años de trabajo.
El doctor Alfonso Irala Vargas era umversalmente considera-
do el verdadero artífice del régimen. Había estructurado el
gobierno y afirmado las bases del Estado. No lo hizo para
266
servir al Presidente de la República. Su deber era reempla-
zarlo. Para eso entró en el juego y aceptó sus reglas sin va-
cilaciones. Solfa pasar noches enteras en la biblioteca soñan-
do con el gran país que construiría cuando lo tuviera en sus
manos. Había madurado planes de gobierno en el terreno e c o -
nómico, político, social y cultural. Quienes ahora lo condena-
ban por colaborar con un régimen corrupto se asombrarían de
su habilidad política. La historia, que tiene su propia dimen-
sión del tiempo, reconocería su larga paciencia. Volvería a
estrechar las manos dé los amigos de la juventud; a mostrar-
se tal cual era en realidad: generoso, magnánimo, desintere-
sado; digno del respeto y de la estimación de sus conciuda-
danos, y de la fervorosa gratitud de las generaciones futuras.
La f única persona a la que había confiado sus sueños era Ma-
riana Arguello, en quien veía ía encarnación de la patria e s -
carnecida. En la vaga sonrisa con que ella lo escuchaba había
siglos de reiteradas frustraciones.
Casi sin proponérselo había amasado una fortuna. Debió
hacerlo, el dinero es uno de los factores de poder. La moral
común era un lujo que no podía permitirse un hombre de
Estado.
- No se olvide, doctor -le repetía el Presidente de la
República-, que estamos en el mismo barco, flotando en la
misma mierda.
Alfonso callaba y seguía esperando. Guantas veces c r e -
yó llegada su oportunidad, el Presidente le ganó de mano. Lo
había subestimado. Aquel hombre también tenía un programa.
Alfonso quedó en suspenso con el mate en la mano. De
pronto lo había asaltado una idea desconcertante?
-¿Será posible que este miserable esté en lo cierto? Tal
vez sus métodos sean los únicos adecuados para gobernar este
país, por el carácter de su pueblo y su tradición histórica. Si
fuera así la podredumbre está en los tuétanos.
El Presidente de la República había elevado la corrup-
ción administrativa a la categoría de principio de gobierno*
Dejaba que se cebaran en ella algunos militares y la canalla
insaciable que lo rodeaba. Armó así una trama de intereses
subalternos mucho más sólida y estable que si hubiera estado
tejida con etéreos ideales de moralidad y de bien público,
-¿Tendrá razón? ¿Será posible que este pueblo sólo pue-
da ser gobernado por una banda de forajidos?
Recordó una frase altisonante del doctor Faustino Bení-
tez, pronunciada en una de las memorables tertulias en ía
terraza de ía confitería "Belvedere", donde solía reunirse con
"i L< *v
jóvenes estudiantes: "Trágica es la historia de este pueblo,
abrumado por las adversidades, que ama a su patria y aspira
a vivir con dignidad^ todo hemos perdido los paraguayos, m e -
nos el honor".
Cuentos tártaros, buenos para diputados y maestros de
escuela, como diría el Presidente.
Cuatro siglos de frustraciones. Dictaduras patrióticas y
patriarcales que culminaron en el suicidio colectivo de la
Guerra Grande. La venta de las tierras, públicas. La esclavitud
en los yerbales. La anarquía irresponsable fomentada por sór-
didas cancillerías empeñadas en mantener al Paraguay en la
postración sin esperanzas. Enfremamientos irracionales por
divisas sin sentido. El Presidente sostenía que el único r e m e -
dio era la paz, la paz a cualquier precio, y la continuidad de
la labor gubernativa, buena o mala.
- Tal es el pensamiento de mi despreciado patrón, ¿es-
tá en lo cierto?
Miró a su alrededor, como buscando. Abajo, la oscuri-
dad; arriba las estrellas, lejanas, indiferentes.
- Años atrás hubiera dicho que la respuesta está en el
pueblo. Ahora nada tiene que ver conmigo esa abstracción.
Pensemos mejor en la Embajada.
Al percatarse la Embajada de que Monsieur Pichón m a -
nejaba el tráfico de estupefacientes a nivel mundial, solicitó
su extradición. El Presidente de la República no podía a c c e -
nder a la exigencia sin.desencadenar una crisis. Cualquier m e -
dida que tomara provocaría un peligroso desequilibrio de fuer-
zas. Estaba dando largas al asunto. Entre tanto, crecía la
impaciencia del Embajador. Esto daba a Alfonso una oportu-
nidad.
No había duda de que Cardozo Einke mantenía contactos
con los servicios de inteligencia del país en donde estuviera
becado. De las informaciones hábilmente aderezadas, aunque
exactas, que el subsecretario le pasaba, se desprendía que los
gringos habían perdido la paciencia y estaban dispuestos a
propiciar un cambio de gobierno. El doctor I rala Vargas era
¡a carta más segura, pues con él no perderían influencia ni
abrirían paso a peligrosas innovaciones. Era además el único
miembro del gabinete con gravitación política personal que
nada tenía que ver con el tráfico de drogas.
Alfonso bostezó. Estaba cansado. Dejó la biblioteca y
fue a tenderse en un sofá de la sala.
* * * * * *

268
A Muñeca Egusquiza se le había antojado fijarse en un
estudiante pobre, aunque de buena familia. Tal fue el princi-
pio de la historia. Si no fuera por ella estaría lejos de aquí,
o encerrado en alguna comisaría. Incorporó a su círculo al
dirigente de la Federación Universitaria. Se le entregó sin
remilgos durante una cabalgata por la estancia de los Egus-
quiza: "Total, mi querido, me voy a casar con vos". Alfonso
empezó a faltar a las reuniones estudiantiles. Sus discursos
perdieron fuerza de convicción. Estudiaba apremiado por la
urgencia de recibirse. Don Antenor Egusquiza, su futuro sue-
gro, hizo que intimara con los patriarcas del partido, a quie-
nes varias décadas en la llanura habían hecho perder el pelo
pero* no las mañas. Alfonso estaba formalmente afiliado por
tradición familiar, pero sus simpatías lo inclinaban hacia ías
corrientes progresistas predominantes en el movimiento estu-
diantil. Aquellos viejos astutos no lo contradecían. Lo llena-
ban de halagos, vaticinándole un venturoso futuro político en
las filas de uno de los grandes partidos tradicionales, con
profundo arraigo en ías masas, necesitado de renovación. Es-
taban de luna de miel en Buenos Aires cuando se enteró por
la radio que había estallado una revolución en el Paraguay.
Muñeca, que había salido de compras, lo encontró preparando
las valijas. No se opuso a que se fuera a pelear por sus ideas.
Nò esperaba otra cosa de un hombre como él. Le pidió nada
más que unos días para el recuerdo. Después le rogó que la
llevara a su casa. De regreso a Asunción, reveló un embarazo
de dos meses. Luego cayó enferma. Así, por una cosa u otra,
lo fue entreteniendo hasta que el ejército revolucionario se
acercó a la capital. Esta vez elía no protestó cuando él le dijo
que iría a presentarse a la Junta de Gobierno del partido
para alistarse en la defensa de la ciudad. Lo que Muñeca no
sabía era que Alfonso se proponía llegar al frente para cru-
zar las líneas y pasarse a los rebeldes.
-¿Por qué no ío hice? Tal vez unos pobres diablos deci-
dieron por mí.
Se presentó a la Junta de Gobierno llevando un revólver
que perteneció a su padre y unos prismáticos, recuerdo de la
Guerra del Chaco. Don Antenor Egusquiza, que ya había sido
avisado por Muñeca, lo recibió con un abrazo. Los miembros
de la Junta, reunidos en sesión permanente, le informaron sin
rodeos que la situación era poco menos que desesperada. Le
dieron una credencial en la que constaba su grado de tenien-
te de reserva, y le encomendaron la misión de presentarse al
destacamento del capitán Sosa Villalba que estaba defendien-
269
do uno de los pasos del arroyo Yuquyry. Encargaron a un
joven de apellido Mallorquín que le consiguiera de algún lado
una casaca y una gorra de oficial, con los correspondientes
distintivos. A pesar de las protestas de Alfonso, Mallorquín
insistió en acompañarlo al frente. Era oficial de enlace, dijo,
y estaba aburrido de hacer de mandadero de aquellos viejos
carcamanes. No hubo forma de librarse de él. Mallorquín era
uno de esos muchachos serviciales, capaces de hacerse matar
de puro comedidos. Subieron a un jeep que manejaba un cons-
cripto.
Las calles estaban llenas de gente que aguardaba el
desenlace, de refugiados de la campaña y de héroes errabun-
dos que mercaban sus requechos, productos del pillaje, y par-
tes de su equipo. Pasaban camiones cargados de soldados que
vitoreaban al gobierno. Rugían aviones en vuelo rasante. Ha-
cía frío, el cielo estaba plomizo, se percibía una suerte de
nostalgia. El tiroteo de la batalla abarcaba un amplio semi-
círculo que ceñía la ciudad, apretada contra el río.
Se internaron dando tumbos por calles de tierra hasta
salir de los suburbios. Se cruzaron con grupos de milicianos y
conscriptos, muchos de ellos desarmados, que marchaban cor?
rumbo a la capital como si algo les pesara en la conciencia.
- Abandonan el frente, no hay manera de atajarlos -ex-
plicó Mallorquín-. Los reunimos de nuevo, les damos de co-
mer, los encuadramos a la buena de Dios, les echamos un
discurso y los devolvemos a la línea. No se resisten, no pro-
testan, se van haciendo hurras; pero unas horas después los
tenemos de vuelta. Si no ocurre un milagro estamos fritos.
Los rebeldes no entraron todavía porque no tienen apuro.
Alfonso lo escuchaba en silencio. Se sentía culpable.
Mallorquín complicaba las cosas. Si no conseguía librarse de
él tendría que tomarlo prisionero, imaginaba la sorpresa de
aquel mozo excelente amenazado por el arma de quien consi-
deraba su amigo.
Pasaron la antigua ciudad de Luque, de casas con reco-
vas, dormidas en el tiempo. No había un alma en las calles.
Ya en el campo, al pasar un caserío, vieron una cantidad de
milicianos que estaban saqueando un almacén. Las botellas de
caña pasaban de boca en boca. Un par de guitarreros cantaba
en voz en cuello una polca gubemista. Al final de cada es-
trofa estallaban gritos de entusiasmo y tronaban los fusiles.
Un muchacho morenito, con el màuser en bandolera y el bi-
rrete en la nuca, tocaba el organillo al tiempo que daba sal-
tos en torno a una mujer borracha, metida en un uniforme
270
4rr

ensangrentado, que bailaba torpemente y hacía sonar los de-


dos a modo de castañuelas. Un cadáver yacía en la arena,
descalzo, en pantalón pijama. Era un morocho gordinflón. De-
sorbitado, sorprendido, se atajaba las tripas con las manos
crispadas. Un avión rebelde volaba en circuios a media altura.
Algunos milicianos se entretenían en dispararle. Se estaba
peleando no muy lejos. Los enervantes saiyovy* pasaban sil-
bando en enjambres. Deshojaban las ramas altas de los árbo-
les, se clavaban en los troncos con un chasquido seco* Mallor-
quín propuso bajar a hacer averiguaciones*
Nadie sabía gran cosa. Esa madrugada los rebeldes les
habían obligado a retroceder. Es así, mi teniente, vienen ga-
lleando esos hijos de la diabla. Avanzan en línea, sin tehder-
se.*Por ahí se para uno, levanta su fusil, apunta y ichácateS
le hace un agujero a alguno. Han de tener su abogado. Por
más que se les juegue no hay manera de acertarles. ¡Sí, se-
ñor! Nos repuntaron como vacas. Ahora nos estamos divirtien-
do tm poco. ¿El muerto? Es el bolichero. Se le cumplió su
planetaB Debía estar ciego el hombre. Con tanto pañuelo y
cinta colorada como traíamos nos tomó por rebeldes. La mu-
jer y las hijas están por aquel lado. Si las quieren probar,
vayan y esperen turno. ¿Oficial? ¿Para qué? Son los primeros
en rajarse.
Guando volvieron al jeep el chofer había desaparecido.
Mallorquín tomó el volante.
-¿Qué hacemos?
-['Marchóos ou canon! -exclamó Alfonso, dándole una
palmada-, Ei baile es por allá, ¿o a qué vinimos?
Un morterazo descuajó un árbol cien metros más ade-
Sante.
- Soy oficial de enlace -tartamudeó Mallorquín-, por
aquí no hay caso de llegar al arroyo Yuquyry.
- Entonces, vuélvete. Déjame aquí, que yo me arreglo.
A la derecha, detrás de una loma, una ametralladora
tableteaba furiosa. Se oía confusamente el griterío de un
asalto.
-í Vamos sí que carajo! ÍViya el partido colorado! - gri-
tó Mallorquín.
Partieron dando tumbos, riendo como muchachos qué
salen de parranda.
Avanzaban por una arenosa huella de carretas cuando
vieron bajo una arboleda a un grupo de milicianos que, senta-
* Balas perdidas*
271
dos en torno a una fogata, asaban trozos de carne clavados
en estacas.
-¡Güepa, cor relies*, adónde van ustedes! - gritó uno de
ellos.
-¡Buen provecho! - replicó Mallorquín, frenando en.seco.
-¡A buen tiempo!
-¿Dónde está la línea?
- Sigan unos metros más y pregunten a los rebeldes
-respondió festivamente un viejo.
Más allá de los árboles empezaba un pastizal. Vieron en
el linde a tres soldaditos tendidos detrás de una ametrallado-
ra liviana. Por las gorras y pantalones de montar reconocie-
ron a la caballería. Se habían librado de las molestas polai-
nas, conservando los zapatones reyunos. A ambos costados se
adivinaban otros puestos escondidos entre matorrales y peque-
ños montículos de improvisados parapetos. Era imposible s e -
guir. Bajaron a calentarse en el fuego.
Algunos milicianos no tenían uniforme. Todos estaban
descalzos. El viejo que les contestara la pregunta tenía un
saco negro y un sombrero de paja adornado con una cinta
colorada. Comía lentamente, chupando trozos de carne. A su
lado, apoyado en una bolsa de víveres cargada de proyectiles,
había un fusil de caño largo. A pocos pasos, una lechera muer-
ta a tiros, con las entrañas desparramadas por el suelo, en
un charco de sangre. No se habían tomado el trabajo de c u e -
rearla. Alfonso y Mallorquín aceptaron el convite.
El círculo de honVbres acuclillados los miraba en silen-
cio. Había blancos, con la barba de varios días. Lampiños
oscuros, de bozo renegresido. Zambos esbeltos. Achinados r e -
tacones. Comían, con esa parsimonia señorial y religiosa de
los campesinos paraguayos.
-¿Quién manda aquí? - preguntó Mallorquín.
No hubo respuesta.
- No es pura curiosidad -explicó-, soy oficial de enla-
ce.
-¿De veras? ¿Y dónde tienes el lazo?
Se echaron a reír estúpidamente. El viejo escupió un
resabio antes de hablar.
- Yo nomás soy el que manda, mi hijo, si no gustas
otra cosa. Jerónimo Alarcón, ia su orden!
-¿Dónde están los rebeldes?
- Por algún lado han de estar, ¿por qué el apuro?
* Correligionarios,,

7;ri
Estalló otra carcajada. Alfonso rió también. Se sentía
en su elemento, liberado de meses de tensión. Estos sí eran
combatientes. Los reconocía por su molde, por su laya. Gente
tranquila, sin alardes» Los había visto en el Chaco, impávidos,
tenaces, soportando sin quejas las penurias más terribtes. lino
de los conscriptos piece ros vino en busca de carne.
-¿Queda lejos el arroyo Yuquyry?
- Una media legua. Allí se están bañando los rebeldes.
-¿Desde cuándo?
- Desde anoche.
Las balas pasaban silbando, rompiendo gajos, clavándose
en los árboles. Los pynandi* seguían comiendo con absoluta
indiferencia.
-¿Saben algo del capitán Sosa Villalba?
Hubo consulta general. En opinión del conscripto, había
caído prisionero. Mallorquín se inclinó hacia Alfonso para
decirle al oído:
- Volvamos para casa, no hay nada que hacer aquí.
Alfonso lo delató:
- Mi socio se quiere ir -dijo, guiñando un ojo-, dice
que no se halla,
- Hace bien -dijo eí conscripto-, no da gusto morirse.
- Y ustedes, ¿por qué se quedan? - preguntó Alfonso.
- Somos colorados -explicó don Jerónimo Alarcón-. Cada
cual tiene su partido, ¿qué le vamos a hacer? Uno mi com-
padre es liberal, anda con las montoneras. Cuando vienen las
langostas no miran por el color para hacernos perjuicio. No
ha de haber zonzo más zonzo que el zonzo paraguayo.
Escupió otra vez y preguntó:
- Y tú, ¿por qué te quedas? Tienes las manos finas y
un par de buenos zapatos.
- Yo también son colorado.
Lo dijo con orgullo. Quería sentirse igual a aquellos
hombres; que lo aceptaran como uno de los suyos,,
Mallorquín no podía quedarse quieto, como si todos los
saiyovy vinieran a picarle a él.
- Malicio que a tu socio no le gusta el asado -dijo uno
de los milicianos-. ¿Será también colorado?
- Yo soy oficial de enlace,,..
- Si es así, es mejor que te vayas; tienes un auto y
todo.

Miliciano colorado, gubernista, en la guerra civil de 19^?-


273
- rvSe da vergüenza -confesó Mallorquín con tanta inge-
nuidad que hizo reír a iodos. Don Jerónimo Alarcén salió en
su defensa;
- Dices bien, mi hijo. ¿Quién podría decir "no tengo
miedo1'? ¿Cuántos pueden decir, "tengo vergüenza"? Hay que
ser delicado. Esta madrugada los chirsbos se rajaron* Nos
quedamos nosotros a aguantar a los rebeldes. No nos gusta
recular, esa es la cosa.
Sea cual fuere la causa que defendieran, sería un gusto
pelear junto a estos hombres.
-¡Allá vienen! - avisó uno de los conscriptos que se ha-
bían quedado junto a la ametralladora,,
-IHijos de la diabla! - bromeé don Jerónimo tomando su
fusil-, no le dejan a uno desayunar tranquilo.
La suerte estaba echada. Alfonso siguió al viejo con el
corazón en la boca. Mallorquín hizo lo mismo. Cada hombre
en su puesto se lamía los labios resecos, con la mirada fifa
en el ancho potrero por el que avanzaba una línea de tirado-
res. Un jinete dirigía la maniobra con pausados movimientos
del brazo. Alfonso lo enfocó con los prismáticos. Era Felicia-
no Palacios,

Don Jerónimo murió en aquel combate. Alfonso tomó el


mando. Los rebeldes encontraron una resistencia inesperada,
inteligente y decidida que les hizo perder un tiempo precioso.
Una semana después, ya en las calles de la ciudad, Alfonso
cayó prisionero. En la retaguardia rebelde alguien reconoció
al dirigente de la Federación Universitaria. Le dieron de cu-
latazos y patadas hasta que se oyó él vozarrón inconfundible
del Alacrán:
-(Alto, carajo! ¿Por qué juegan por su prójimo? ¿Son
guiones fascistas, o qué?
-¡Es Alfonso Irala Vargas!
-¡Un renegado!
-iUn traidor!
EÌ mayor Cándido Urbieta se acercaba ^renqueando, apo-
yado en un bastón. Había sido herido poco -antes en un de-
serò barco.
-¡Silencio digo, y no me discutan] No es un traidor, es
colorado de familia y fue mi hijo en el Chaco. Llévenlo a mi
Puesto Comando. Al que lo toque lo mato, ¿han entendido?
-¡A la orden, mi coronel!
274
Hacía años que no se acordaba de estas cosas. Algo se
revolvía en el fondo de su conciencia. Si se hubiera pasado a
los rebeldes su vida sería acaso semejante a la de Feliciano
Palacios, tan heroica como inútil. Lo salvaron la lealtad de
Mallorquín, que lo acompañó hasta el final, peleando como
bravo; y aquel viejo campesino que aceptaba su divisa como
una fatalidad.

275
EL PACTO

¡Vete, tú no existes, eres una alucinación! No existes y


sin embargo estás ahí, acurrucado en un rincón, envuelto en
un poncho negro, bajo un sombrero de paja, tiritando como
enfermo de chucho en una noche tropical. Pareces la forzada
estilización de la sombra del sillón y el paragüero entre la
biblioteca y el armario. Me humilla que me aceche un man-
dinga disparate. ¡Engendro de mi mente enferma, te conjuro
a que te muestres cabal! Por espantoso que seas, no puedes
ser peor de lo que yo mismo sea capaz de concebirte.
<Ñandeyára Guasú* creerá en sus criaturas o somos
para él corpo reizados vislumbres del divino ent resueño; espec-
tros que se agitan en una pesadilla cósmica? Nos modeló a
su imagen, nos dio la libertad y nos negó su poder. Pero el
hombre creyó en la libertad y entonces ya no pudo dominar-
lo. Intentó destruirlo como a un disparatado borrador, fruto
de una noche de delirios. Se apiadó de nosotros y crucifica-
mos a su hijo. La suya es la tragedia del creador que, c r e -
yendo recortar figuritas, engendra despóticos seres infernales;
o cuando invoca a los demonios acuden presuntuosos diablillos
de papel. Dioses y demonios son la personificación de quinta-
esencias inefables que de otro modo serían aún más incom-
prensibles. Se expresan en jeroglíficos, símbolos, alegorías;
signos estrafalarios del arcano abisal de los instintos de la
especie. Cegada por el poder hipnótico de los sentidos, la
razón quiere negarlos, pero se somete a su astucia. Estamos
solos. Se apagaron las luces en la calle desierta. Se escucha
el nervioso ladrido de los perros. Aburridos centinelas hacen

Nuestro Gran Dueño, e l Oíos Padre.

276
tiros al aire. ¿Qué te detiene? No hay aquí crucifijos ni imá-
genes benditas; no me cuelgo escapularios ni me he hecho
injertar bajo la piel medallas milagrosas. No alimento apeti-
tos vulgares ni tengo estrafalarias inquietudes como mi semi-
tocayo. No te pediré el bastoncito de oro de Yacyiyateré que
me haga irresistible a las mujeres, ni la fáunica potencia del
falo de Curupí. No te obligaré a hacer de cicerone de un
turista pedantesco, caprichoso e ingrato; ni te echaré la culpa
de mis propios desvarios. Pue*de que cerremos trato, i Anda!
¿Quién es el tentador?
Soy un hombre modesto, pero mi alma está secretamen-
te henchida de orgullo demoníaco. Su bagaje moral es pura-
mente negativo. Nunca hice mal a nadie, salvo por negligen-
cia o distracción. Dos o tres monografías, un par de opúscu-
los y cuarenta años de vano palabrerío me dieron fama de
pedante y de jurisconsulto. Mi pedagogía dio por fruto innu-
merables fracasados y unos cuantos sinvergüenzas. En realidad
he sido un guincho, el tilingo del pueblo que dice verdades
que nadie escucha porque provienen de un loco; y porque la
verdad en esta tierra sólo interesa a los guinchos. Los cuer-
dos prefieren aturdirse. Anduve por los tres poderes. Conspiré
contra varios gobiernos y siempre contra mí mismo. Cuando
acerté en lo primero, mis propios amigos se encargaron de
ensombrarme. Me gustaría cerrar el ciclo con un golpe me-
morable. En este rincón del mundo han ocurrido maravillas.
El alma austera de Robespierre se reencarnó en un oscuro
doctor en teología. Lo fueron a buscar en el retiro de su
quinta de Yvyraf para confiarle el timón de la Nave del Es-
tado, próxima a zozobrar.( La encalló en la bahía y la mantu-
vo inmóvil cinco lustros. Las tragedias de la historia se repi-
ten como farsa, pero estoy dispuesto a correr el riesgo.
En eso estaba cuando se me apareció tu pariente Wal-
ter Cardozo Einke. La sorpresa fue mayúscula, como si se
tratara de ti mismo, oliendo a azufre. Sabía de mis activida-
des seguramente mucho más de lo que me reveló. Lástima de
talento. Conoce como nadie la situación del país, las tenden-
cias que actúan dentro y fuera del gobierno, y la vida y mi-
lagros de todo el mundo. Lo escuché callado como una pie-
dra, temiendo que me fisgoneara el pensamiento. Acabó por
proponerme un trato. Si fue tuya la idea, te felicito.
Le pregunté por qué lo hacía. Tras de alguna vacilación
me dijo que estaba harto de su empleo. Le aconsejé que re-
nunciara y se fuera del país. Respondió que no quería hacer-
277
io hasta haber limpiado su nombre, y que lo único que pre-
tendía, en caso de que tuviéramos éxito, era un cargo en
servicio diplomático. Creí percibir una trágica angustia conte-
nida en este hombre tan frío y calculador en apariencia.
No es la primera vez que veo estas cosas: la traición
tiene muchas madres; algunas, hasta decentes. Podfa ser que
obrara por despecho; que le quedaran atisbos de conciencia;
que hubiera llegado a la fundada conclusión de que el actual
estado de cosas es insostenible y deseara ponerse a salvo a
tiempo; que respondiera a una política foránea. También era
posible que se t r a t a r a simplemente de una provocación. Pensé
que en cualquiera de estos casos valía la pena correr el ries-
go. El juego es excitante: se t r a t a de apostar cual de los dos
es el más diablo. Si tiene móviles ocultos, yo también los
tengo; como has de tener los tuyos, amigo Timoteo. Puse mis
condiciones y acepté su colaboración con la salvedad de que
no podría esperar de mí ninguna clase de informaciones. Son-
rió con alguna sufuciencia y me dijo que desde luego no p r e -
tendía de mí semejante cosa; y que, por el contrario, sería
él quien me mantendría bien informado. Nos dimos la palabra
de no revelar a nadie nuestro acuerdo, cosa que yo he cum-
plido escrupulosamente.
Desde luego, no me gusta lo que hice, como tampoco le
gustó a Fulgencio í tur be tratar con el general Ernesto Dal-
frosse y no me gustará pactar contigo, mi estimado Timoteo.
Jugar limpio con tahúres es dejarse desplumar a sabiendas.
No podía rechazar sin más trámites, frenado por escrúpulos
que no hacen al caso én esta cueva de canallas y traidores,
a un individuo que ofrecía poner en mis manos una carta
marcada, acaso decisiva, que de jugarla con acierto, mucha
suerte y alguna tram pita que pudieras hacer tú, me a c e r c a -
ría tal vez al logro de mi objetivo.
Sí en algo el fin justifica los medios; como sabes, son
buenas mis intenciones y obro con desinterés. Si quieres com-
prarme el alma tendrás que ayudarme a obrar el bien. Se
puede servir al adversario por cuestiones de táctica. Sin e m -
bargo, como nunca tuve mando, mando a la paraguaya, arbi-
trario y deleitosamente irresponsable, es posible que apoyando
mi candidatura salga ganando tu estrategia diabólica»
Manda es un hispanismo que al asimilarse al guaraní se
volvió intraducibie. Expresa los atributos del poder con sus
connotaciones emocionales a nivel consciente y subconciente,
con su carga de complejos y frustraciones., Es un estado ani-
278
mico y jurídico. Es el sueño cobarde del pequeño burgués.
Libera a quien lo detenta de escrúpulos e inhibiciones. Le da
una soberana sensación de omnipotencia que el propio Luzbel
envidiaría y de la que las piaras hidrófobas del Führer supie-
ron disfrutar. Gomo decía mi ilustre pariente, el doctor Mar-
cos Benítez, no da gusto mandar en Inglaterra, con parlamen-
to y prensa libre; da gusto en el Paraguay, porque en el Pa-
raguay se manda con abuso.
Estatuto significa que lo que yo digo se hace, definió
Cepf Gamarra, un caudillejo'de campaña, resumiendo la doc-
trina. Mandar es el gran desquite. Allá va Faustino Benitez,
el insignificante hombrecillo, el desahuciado picapleitos, el
charlatán medio tilingo. Sonríe, dale la mano, limpíale el
trasero; ahora manda. Está por encima de la moral y del
derecho. Te puede refundir o complacerse en ti con su mu-
nificencia; y acaso delegarte una brizna de su mando para
que puedas ejercerlo sobre tus vecinos.
En posesión del mando, el Maestro de Juventudes, el
.Ilustre Patriarca, con brincos y morisquetas se despojará de
su manto talar para correr desnudo como un fauno senil d e -
trás de su Isabelita. El Gran Conductor, el Patriota Insobor-
nable se llevará hasta la colección de monedas del Banco» de
la República y no cargará con las puertas porque son de bron-
ce y muy pesadas. El Publicista y el Bibliófilo mutilará sin
compasión la Biblioteca Nacional, saqueará documentos del
Archivo y hará requizar libros de las bibliotecas privadas de
sus colegas. El Militar Pundonoroso traficará con todo lo t r a -
ficable, repartirá el botín con sus amigos, guardará sus dine-
ro en Suiza y a sus compatriotas en la cárcel, a la orden del
que manda. iAh Timoteo, si mandara un tiempito podría saber
quién soy antes de seguirte a los infiernos por toda la e t e r -
nidad!
Mediante la discreta y exacta información suministrada
por tu apoderado, tomé contactos seguros con jefes del ejér-
cito, ministros del régimen, la oposición tolerada y la clan-
destina. Uno por uno los hilos de las conspiraciones han ido
cayendo en mis manos. Los voy moviendo de modo que la
actuación de cada uno de los personajes conduzca inexorable-
mente al desenlace previsto. He desencadenado el movimiento
mediante impulsos indirectos, que precipitarán a los actores
unos sobre otros para que del caos de las casualidades surja
la ley dictada por mí. Mi centro de operaciones, MLa Armo-
nía", pasará a la historia como el célebre callejón -hoy d e -
molido y transformado en playa de estancionamiento de auto-

279
móviles por gracia del que manda-, que transitaron nuestros
proceres para fundar la vera ínsula de Barataría.
Si de veras puedes ayudarme, aquí están las cansadas
sangres de mi venas. Moja en ellas una pluma de cuervo. De-
senrolla el pergamino; o, en su defecto, un papel sellado de
diez guaraníes que encontrarás en el cajón del escritorio de
Iluminado Fretes. Firmado el pacto, despliega tus lampiñas
alas de murciélago y vuela. ¡Vuela, hermano demonio 1

<4c^. iì i->*¿i5» *$c|*°í (osé

280
SEGUNDA PARTE
EL CORONEL TIENE QUIEN
LE ESCRIBA

Claudio Arévalo, seguido de tres compinches, entró por


el portón de "La Armonía". El coronel Cándido Urbieta, que
presentía el peligro con sólo olfatear, cerró un ojo y apuntó
con el otro. Desde su Puesto Comando, ubicado detrás del
mostrador, asomando apenas de la tronera formada por la
alacena de alambre tejido y las campanas de vidrio que t a -
paban pastelitos y croquetas, podía ver a través de la puerta
y el ventanal cuanto ocurría en la pista embaldosada y las
mesitas repartidas bajo los frondosos mangos que la circunda-
ban. Los cuadro individuos se movían con estudiados pasos de
avestruz. La cabeza echaba atrás, medio ladeada, como para
buscar camorra. Claudio Arévalo era un mulatón achinado;
Melchor Zaracho, un indio flaco y granujiento; Hilarión Cha-
morro, un petiso fortachón con cara de sapo; Presentado Man-
cuello, un reptil tuberculoso que sacaba la lengua y se chupa-
ba continuamente el hueco de un colmillo. Venían como uni-
formados. Vestían traje blanco, camisa a rayas, zapatos com-
binados, corbata y pañuelo de un colorado rabioso. Se detu-
vieron a observar, con los pulgares en el cinto, dejando ver la
pistolera. Se ubicaron en una mesa, en el centro de la pista,
y llamaron al mozo a gritos. Se pusieron a beber, torvos y
silenciosos, echando a su alrededor miradas de sospecha. Cesó
por un momento el murmullo de las conversaciones, para lue-
go reanudarse con un sutil cambio de tono. En la mesa de
los literatos, perdida entre los mangos, cerca de la muralla,
las discusiones y las risas sonaron con una indefinible nota
falsa. Como la mayoría de los focos de la ristra pendiente de
las ramas de ios árboles estaban rotos o quemados, la escena
transcurría débilmente iluminada, envuelta en la tensa penum-
bra de una noche calurosa con amagos de tormenta. Un am-

283
r1
.i.! Vi di a GÌ.U „ÌVO ose repito ía audiao; ''- valses
;..,:. Radio C;!-.. .,;.. Don Cándido Urbieta • = •; :., a la
í..oneÍu:-ió¿.i de QUO, ai '•••i-.r^os por el rnomento, no había nada
• •-? i.-aaer. Llamo a su ahijado Felicito, que oficiaba de mo-
•,'.. io encargó:
• Ande al fondo a avisar que está aquí la policía. Se
-noí'dió un labio, pensativo, y cuando Felicito ya se iba, agre-

. - No vaye a agrandar la cosa. Diga nomás que Claudio


A lévalo y su gente están aperitando aquí»
*F *í* *í* *P •¥• *T*

La luz de un velador sin pantalla proyectaba en las pa-


redes de adobe quietas sombras pensativas. Sentados en sillas,
en el borde de un catre desvencijado, sobre hojas de periodi -
. co desplegadas en el suelo, deliberaban los integrantes del
Comité Ejecutivo de las organizaciones obreras y estudianti-
les, Fabio Iglesias estaba en uso de la palabra. Desde una
mesita rústica, hablaba en voz baja, tensada por la fatiga.
Hacía un calor húmedo, aplastante. Se sudaba a discreción,
estoica y resignadamente. Fermín Agüero se caía de sueño.
Desde las cinco de la mañana, salvo un cuarto intermedio
para almorzar y algunos intervalos de cinco minutos de des-
canso, se estaba discutiendo si se realizarían o no la huelga
general y las movilizaciones populares coincidentemente con
el golpe de estado cuyo estallido se esperaba de un momento
a otro. Se hablaba por riguroso turno. Nadie levantaba la voz
ni se exaltaba, a pesar de que se habían puesto de manifies-
to divergencias profundas.
Fermín conocía a todos los presentes. Allí estaba el
viejo Cástulo, el legendario agitador, con su larga historia de
combates, cárceles y torturas. Era un hombrecito oscuro,
insignificante, que de tan arrugado parecía metido en un pe-
llejo que le quedaba grande. Trabajaba de noche en una pa-
nadería y aquí estaba en representación del gremio. Ramón,
pálido, consumido, atendía una imprenta clandestina que fun-
cionaba dentro de un aljibe. Petrona era lavandera, y como
ex obrera de la fábrica Grau representaba a los textiles. Froi-
lán era tapicero y dirigente ferroviario. Eulogio, el pescador,
echaba sus redes entre los marítimos. Dolores cruzaba ía fron-
tera con pequeños contrabandos entre los que pasaban desde
libros prohibidos hasta repuestos de máquinas impresoras. Es-

284
taban también Robledo, el albañil; Domínguez, el cañero; R ó -
mulo, el representante de los frigoríficos. En uno de los rin-
cones, nerviosa como una yegua fina, Emilia Sandoval se co-
mía el lápiz. Emilia hablaba correctamente en español y se
expresaba en guaraní con alguna dificultad. Sentado en el
suelo, Pancho Brizuela, el dirigente estudiantil, se relamía los
labios atormentado porque se había resuelto no fumar. En el
catre, tomando notas como un escuelero torpe y aplicado,
estaba Teófilo Villalba.
Fabio era decidido partidario de la huelga y de las m a -
nifestaciones. Insinuó que quienes se oponían no apreciaban
correctamente eí estado de ánimo del pueblo, y que les fal-
taba combatividad.
Emilia Sandoval, que había polemizado durante todo el
día con Fabio, no pudo contenerse y le interrumpió:
- Si nos faltara combatividad, ¿estaríamos aquí? Lo que
dices es un insulto, una incoherencia. Lo repito: Fabio insiste
en lanzarnos a un enfrentamiento para el cual no estamos
suficientemente preparados. Nos quiere empujar a una nueva
derrota. Es un irresponsable.
Fabio golpeó suavemente la mesa con la mano.
- Controla tus nervios, querida compañera, y no i n t e -
rrumpas.
- Estoy en mi derecho. Estás tratando de forzar una
decisión contra la mayoría.
Las palabras, dichas en voz baja, con pasión contenida,
sonaban como chasquidos.
- Hablarás cuando te toque nuevamente el turno. Nada
se resolverá sin la aprobación de los dos tercios de los p r e -
sentes.
- El tema está agotado, que se vote.
El incidente fue interrumpido por unos golpecitos en la
puerta. Era Felicito, el mozo del bar.
- Les hace decir don Cándido que se apuren y salgan
con cuidado. Claudio Arévalo está en el bar, con tres de sus
socios.
Cuando el muchacho se hubo ido, se miraron en silencio.
- Opino que hay que salir enseguida -dijo Teófilo Vi-
llalba-, se arriesga demasiado.
- No podemos irnos sin haber llegado a un acuerdo -
intervino Emilia Sandoval, irritada-. Mientras la policía esté
en el bar no hay nada que temer. Trabajaremos baio su pro-
tección.
285
La ironía no fue apreciada por ninguno de los presentes.
- Estamos perdiendo el tiempo -dijo Pancho Brizuela, el
estudiante-. Organizar una reunión es un problema de la gran
siete. Propongo que ahora mismo resolvamos el orden de sali-
da y después terminemos esta lata lo antes posible.
La moción fue aprobada» Saldrían de dos en dos por el
portón del fondo, que daba a una oscura calle lateral. Fabio
y Emilia serían los primeros; Teófilo y Fermín, los últimos,
- Compañeros -dijo Fabio Iglesias, retomando la pala-
bra, sin poder ocultar un leve acento de súplica-, no quisiera
hacerlo, pero debo insistir...
* * * * * *

"La Armonía" había sido en otro tiempo, pista de baile


de a cinco la puñalada. Desde que don Cándido Urbieta la
compró, con el producto de la venta de un campito que h e -
redara su mujer, se acabaron las fiestas. Una muralla reem-
plazó al alambrado que separaba el segundo patio de los fon-
dos de la casa pública de doña Consuelo de la Fuente. Los
cuartitos de adobe que por allí se alineaban recibieron una
purificadora mano de cal y quedaron sin uso. En uno de los
extremos de la pista quedó como recuerdo el entarimado de
madera donde antes se instalaban los músicos. Estos cambios
hacían perder dinero a don Cándido, pero dejaban a salvo su
dignidad de jefe del ejército. En la guerra del Chaco coman-
dó un famoso batallón de asalto. En la guerra civil estuvo
con los rebeldes. Tras muchos años de exilio se decidió a
regresar con la esperanza de que lo habrían perdonado u olvi-
dado. No estaba dispuesto a arrastrar por el suelo su nombre
en la vejez pidiendo indultos ni haciendo rogativas.
Poco a poco se fue haciendo de una clientela a su gus-
to. En lugar de sirvientas, bandas, raídos, cajetillas y male-
vos, empezó a acudir la buena gente a comer un asadito con
mandioca o a pasar el rato en agradable compañía. Como de
la cocina se ocupaba su mujer y Felicito era de confianza, se
pasaba las horas detrás del mostrador o acompañando el t r a -
go a algún amigo. No tocaba la caja ni para dar un vuelto.
Se enredaba en las cuentas. No le gustaba recibir dinero de
personas que venían a servirse en su casa. SÍ no fuera por
doña Rosalía, serían todos invitados. Sin embargo, don Cándido
no era un estorbo en el negocio. Su sola presencia bastaba
para imponer respeto y lavaba la mala fama que tuviera el
lugar.

2S6
Creía don Cándido que había cambiado el ^igno azaroso
de su vida y que podría disfrutar de una vejez sin sobresaltos,
cuando le llegó una citación del ministerio de Guerra. Hubo
amigos que le aconsejaron tomar la primera lancha a la Ar-
gentina; otros le sugirieron que se asilara en una embajada.
- No señores -dijo-, no me van a correr con ruido de
latas. Iré a ver lo que quieren.
Era una fanfarronada. Estaba indefenso, como todos.
Pero cada hombre es como es si no deja que lo capen.
Entró al ministerio lleno de pesadumbre, furioso consigo
mismo por el miedo que sentía. Se llevó una gran sorpresa.
Un empleado le comunicó que se le reconocía el grado de
mayor en situación de retiro, asignándosele la pensión corres-
pondiente. Salió a la calle abrumado por la duda. Todo lo
había previsto: interrogatorios, reprimendas, confinamientos,
deportación al extranjero, encierro en la prisión militar de
Peña Hermosa. Todo menos esto. Se metió en un boliche.
Ante un jarro de mosto trató de reflexionar. Le estorbaba en
el bolsillo la resolución del ministerio, cuya copia había fir-
mado de puro atolondramiento.
En una mesa vecina, un hombre de rostro afilado, meji-
llas hundidas, poblados bigotes, cabellos enmarañados, entre-
canos, le decía, mirando con ojos saltones, desaforados, a un
joven que parecía un nene sonrosado y regordete.
- Si el diablo te favorece es para comprarte el alma.
Don Cándido reconoció a Sindulfo Martínez, el sacristán
de la iglesia de su barrio. Enemigo acérrimo del diablo, rea-
lizaba exorcismos y lanzaba anatemas en latín, a escondidas
de su párroco y a pedido de los muchos endemoniados y he-
chizados que andaban por ahí. Cuando le atacaba la locura,
insuflada por El Propio, se paraba en una esquina y se ponía
a predicar como los pastores protestantes. Si algún arribeño
confundido lo tomaba por evangelista, montaba en cólera y lo
perseguía a pedradas. Acababa en la comisaría, donde, como
a Jesucristo, la soldadesca le hacía objeto de burlas crueles.
El padre Roberto Roldan lo iba a buscar para devolverlo a la
sacristía completamente amansado.
El joven era Prósculo Pérez Bray, discípulo predilecto
del Parapsicologo Cañete.
- La parapsicología no es magia negra, hermano Martí-
nez. Es una ciencia que estudia fenómenos paranormales. Us-
ted es fanático demás. Asusta sin razón a las pobres mujeres
que acuden a mi maestro en busca de consuelo.
287
-¡Ese degenerado se vale de Satanás para hacer creer a
esas idiotas que se aparecen las ánimas de sus muertos -dijo
Sindulfo Martínez, perdida la paciencia-, y eso, señor mío, es
magia negra!
Don Cándido llamó al mozo para pedir la cuenta.
- Deje nomás, mi coronel, su gasto ya está pago.
Era el cabo Leyva, su hijo en la revolución. Guando don
Cándido fue herido Leyva lo sacó de entre las balas. No le
había dado las gracias. No era este el momento oportuno.
Fingió no reconocerlo. Lo podía comprometer.
Cruzó la calle renqueando y tomó un tranvía. Se alejaba
del centro. Miraba por la ventanilla aplastado por el peso de
su propia vida. Se le antojaba haber andado desde antes de
nacer el tiempo denso de su patria. Fue buscador de e n t i e -
rros, rastreador de fantasmas. No encontró tesoros escondi-
dos, pero la búsqueda, cuyo objeto no había tenido tiempo de
aclarar, era lo que daba sentido a su existencia. Fue un sol-
dado que nunca sirvió a un particular, ni se sirvió de las ar-
mas para servirse a sí mismo. El cabo Leyva y muchos otros le
decían mi coronel. Este grado lo ganó peleando por la liber-
tad. Ahora querían degradarlo, acabarlo de fundir, tirándole
un puñado de dinero. No debía aceptarlo. Muchos camaradas
lo habían hecho, acosados por la miseria. Acabaron lamiendo
la mano que les daba el mendrugo. El coronel Cándido Urbie-
ta no lo haría. Se vio de nuevo en la Argentina hombreando
bolsas, vendiendo loterías, trabajando de sereno en una fábri-
ca. Una nube tapó el sol. Las cosas se ensombrecieron.
- Quiero vivir en mi país y aquí quiero morirme.
-¿Qué dice, señor?
-¿Yo? i Ah sil, ¿puede decirme la hora?
- Son las diez.
- Gracias, mi amigo.
"El viejo ya caduca -pensó el espía-, no vale la pena
seguirlo hasta su casa M .
* * * * * *

Algún tiempo después de que al coronel Cándido Urbieta


le fuera reconocido el grado de mayor en situación de retiro y
asignádosele la pensión correspondiente, se produjo en "La
Armonía" un episodio de singulares características, el cual
fue narrado por el doctor Faustino Benítez, para conocimiento
del doctor Carlos Peralta en estos o parecidos términos:
288
- Gomo seguramente le ha informado nuestro común
amigo José- Antonio Lara al invitarlo a participar en esta
amable tertulia, nos reunimos aquí muy a menudo. Ocupamos
siempre la misma mesa, en el mismo rincón reservado por
don Cándido en una posición elegida por éi mismo con senti-
do táctico certero. Nos permite observar sin ser vistos por la
mayoría de los parroquianos cuanto ocurre en "La Armonía",
y platicar a salvo de oídos indiscretos siempre que moderemos el
tono de la voz. Don Cándido, que gusta acompañarnos de vez
en cuando, la ha bautizado con acierto "Puesto Lata",
Atraídos por nuestra celebridad de literatos, acuden a
nosotros como bichos a la luz, estudiantes y diletantes, poe-
tas y declamadores, dramaturgos y taumaturgos, metafísicos
y metapsíquicos, clérigos y comediantes, así como toda otra
suerte de individuos de diversa calaña y condición amanceba-
dos con las musas. Nos recitan engendros, exponen teorías,
leen relatos y alegatos, sometiéndonos en fin a todo género
de tortura moral. Ahora mismo puede ver al parapsicologo
Cañete vacilando en el portón ante la vista poco grata de
Claudio Arévalo y sus secuaces. Luchan en su interior el mie-
do y la curiosidad. Vencerá la segunda, como ocurre con los
hombres de ciencia, aunque sean metapsíquicos. Le sigue su
reptilesco discípulo Prósculo Pérez Bray. Lo acompaña un con-
verso, el Zorzal Morocho, poeta semipopular anclado en el
modernismo, con la romántica melena invadida de odaliscas y
sultanas, de ondinas y piojos. Si se deciden a entrar, en bre-
ve los tendrá usted merodeando nuestra mesa. Por eso, en
ocasiones especiales nos refugiamos en el segundo patio, de-
trás de la cocina, a cubierto del rocío bajo las ramas pro-
tectoras de un añoso y frondoso t a t a r e . Allí podemos platicar
a nuestras anchas, a salvo dé genios embotellados y de los
pyragüé que pululan como sabandijas en la muy noble y muy
ilustre ciudad comunera de Nuestra Señora de la Asunción
desde tiempo inmemorial.
No abusamos del privilegio de invadir la trastienda para
no fastidiar a doña Rosalía de Urbieta, dama de mucho co-
razón y pocas pulgas, ni inspirar la sospecha de que estamos
conspirando. En rigor, nos replegamos a la retaguardia sola-
mente cuando una grave razón lo justifica. El caso se dio
cuando llegó a oídos de Cristina I tur be un trascendido que nos
hizo pensar que había llegado el momento de rendir a nuestro
huésped un justiciero homenaje, que, por su naturaleza, sólo
podía ser consumado al amparo de la discreta ramazón del
tatare ilustre.
289
Decidido el agasajo, Iluminado Fretes, con la complici-
cidad de doña Rosalía, puso a enfriar en la heladera unas
cuantas botellas de champaña francés legítimo, que a cambio
de plenarias indulgencias había conseguido el padre Roldan de
la devota barragana de un sórdido contrabandista. Cristina
íturbe desplegó su irresistible encanto para persuadir a don
Cándido de que por esa noche fuera nuestro convidado de
honor.
¿Qué había ocurrido para que se desencadenara tan in-
nusitado vendaval de actividades insólitas? Pues ni más ni
menos que al coronel Cándido Urbieta le había concedido el
gobierno, sin que nos enteráramos, el retiro efectivo con el
grado de... ¡Mayor!.., ¡Habrase visto tamaña insolencia perpe-
trada contra el héroe de Rancho Ocho, Picuíba y Mandyjupe-
cuá, que si no hubiera agregado a sus lauros Tacuatí, Puerto
Yvapovó y Olivares hoy sería general!
Desde luego, ni se presentó a cobrar la pensión ni dijo
nada a nadie, salvo, como inevitablemente ocurre hasta a los
hombres más discretos, a su señora esposa. Desde ese mo-
mento ella lo acosó infatigable con la siguiente argumenta-
ción:
- Si un caudillo liberal como es el general Duarte, y
otros tus camaradas como Rodríguez, González y Fernández
cobran tranquilamente sin que por eso se los trate de vendi-
dos, ¿por qué no habrías de hacerlo vos? un bolichero sin más
pena? Esa plata no te la regala el gobierno, ite la debe la
patria! Lo único que has ganado en tanta guerra fueron t a n -
tos balazos que si pagaran por agujero ya serías millonario.
¿Qué habré hecho, san Antonio, para que me toque un deli-
cado !
-iNaikotévéi,, no necesito! - tronaba el coronel cuando
se le agotaba la paciencia. Doña Rosalía, conocedora de los
límites exactos de la aparente mansedumbre del Alacrán,
ponía violín en bolsa y pies en polvorosa»
Aparte del fastidio conyugal, nada molestaba a don Cán-
dido. Doña Rosalía, obligada a renunciar a la pensión de su
marido, quiso disfrutar por lo menos de su gloria. De allí en
más, el secreto tan celosamente guardado comenzó a zozo-
brar. Doña Rosalía hizo confidencias a doña Consolación Var-
gas de Palacios. Esta se lo contó a Cristina íturbe. Por Cris-
tina lo supo José-Antonio y por éste trascendió a los más
egregios contertulios de "Puesto Lata", que son, aparte de
los nombrados José-Antonio v Cristina, a saber, Iluminado
290
Fretes, Galo Casanello, el reverendo padre Roberto Roldan, y
quien le habla, Faustino Benftez, i a su orden!
Es en verdad alentador que en un medio como el nues-
tro, de absoluto desprecio de la dignidad moral, un hombre
modesto, sin compromisos políticos de ningún género, sin r e -
cursos ni protectores, se atreviera a asumir una postura ais-
lada y discreta, quijotesca si se quiere, que iba en su perjui-
cio y que podría acarrearle represalias feroces. Don Cándido
se abstuvo de explicar sus motivos. Debimos conformarnos
con la interpretación que se desprede de uno de los párrafos
del discurso que, en nombre de todos, pronunció Iluminado
Fretes:
"Este acto de eponima grandeza, digno de la lapicera
de Tácito, es comparable al gesto del coronel José Matías
Bado, cuando herido y en poder del invasor rechaza las m o -
nedas de oro que quieren obsequiarle legionarios traidores a
la patria, con palabras esculpidas en bronce en el alma de
sus conciudadanos: ME QUEMARÍAN LAS MANOS".
Don Cándido escuchó las alabanzas entre desconfiado y
socarrón. Por nuestra parte, pronto nos aburrimos de quemar
inciensos. La sobremesa continuó con una discusión de anto-
logía entre Iluminado Fretes, acérrimo defensor de nuestro
acervo cultural, y Galo Casanello, furioso iconoclasta, acerca
del teatro en guaraní de Julio Correa. Nos despedimos al ama-
necer, bastante picaditos. Hubiéramos seguido si no fuera
porque el padre Roldan debía celebrar misa a las cinco.
Algún tiempo después estábamos aquí mismo, en "Puesto
Lata", cuando igual que esta noche hicieron entrada Claudio
Arévalo y sus tres at láteres. Se pusieron a beber y a dar
vivas al gobierno y su partido. Felicito iba y venía a la mesa
de los siniestros personajes, cada vez más nervioso. De pron-
to, Claudio Arévalo lo atrapó de una manga y le dijo en e x -
presiva lengua vernácula:
-¡Eh, individuo! ¿Dónde está la victrola?
-¿Qué victrola? - preguntó Felicito, que se había des-
prendido de un tirón.
-cEs que no tienen aquí una puta victrola?
- Sí, che patrón, hay una adentro, sólo que no es puta.
-¿Por qué no estoy oyendo entonces la polca Colorado?
- Por eso mismo.
-¡Atrevido, badulaque! - rugió Claudio Arévalo, tantean-
do la pistolera.
-¡Que me pongan esa polca o te pelo a balazos!
291
Felicito entró corriendo a la casa y se puso a revolver
entre los discos. Don Cándido lo dejó hacer hasta que encon-
tró lo que buscaba.
- Dame ese disco - le ordenó.
Lo sostuvo un momento en las manos y lo hizo añicos
contra el suelo. Sacó un revólver de un cajón, lo acomodó en
el cinto, lo tapó con el faldón de la guayabera de modo que
se le notara bien el bulto, y dijo:
- Anda a decirle a ese guarango que el disco se rom-
pió.
Felicito abrió tamaña boca, dio un respingo de contento
y se fue a cumplir la orden. Claudio entendió la cosa. Guiñó
un ojo a sus compinches y dijo, conciliador:
-iQué lástima! A lo mejor entonces tienen la polca li-
berai. Pongan nomás M18 de Octubre", nosotros somos demo-
cráticos.
Felicito se fue y volvió enseguida.
- Te manda decir mi padrino que esa polca sf la tiene,
pero no la va a poner.
-iPor qué no la va a poner!
- Porque no se le antoja»
Felicito visteó un puñetazo que Claudio Arévalo le largó
incorporándose a medias.
-iAtrevido, sinvergüenzo, qué clase de individuo es tu
patrón!
- Yo no sé, pero allí viene - replicó Felicito, que esa
noche demostró que es un mozo de agallas.
Don Cándido se acercaba por el centro de la pista a r r a s -
trando una pierna.
-¿Qué lo que tanto te duele, Claudio Arévalo?
- Nada,' pues, mi mayor. Nos estamos divirtiendo un
poco.
Sus secuaces se rieron. Esto lo envalentonó.
- Sos por demás delicado, mi mayor. El señor Presiden-
te de la República te deja la soga larga a pesar de tus pa-
peles sucios. No les das ni las gracias. Despreciaste tu pensión
de mutilado. Todo se te aguanta porque sos un pobre viejo
inútil. Deja entonces que le gritemos unos vivas. ¿O es que
está prohibido? ¿Quién manda en el Paraguay?
- Yo nomás mando en mi casa, Claudio Arévalo. Aquí
está prohibido desde luego hacer bochinche y molestar a la
gente decente que viene a aperitar un poco. Si se te antoja
gritar, anda al quilombo de al lado; vas a estar más a tu
gusto.

292
Según Felicito, que no se separó de su padrino, Claudio
Arévalo quedó como un loro encandilado.
-ijho Alacrán, hijo de diablo! -exclamó, haciéndose el
bueno- ¡Te cae justo tu marcante! ¿Te enojaste conmigo?
IPero no pues!
Don Cándido se rió:
-cTe crees que si me enojo vas a estar allí sentado?
Salieron al trotecito. Como les pasa a los flojos, el c o -
raje les volvió cuando ya no era necesario.
-iLárguenme! -gritaba Claudio Arévalo en la calle- i Yo
le voy a enseñar a ese individuo! i Viva el Presidente de la
República! ¡Viva el partido colorado!
Un tiro pasó quebrando ramitas de los mangos. Hubo
cierto revuelo entre los parroquianos, quienes, como se ima-
ginará, habían disfrutado grandemente. Don Cándido los tran-
quilizó:
- No se apuren -dijo, riendo-, ya tienen el alma muer-
ta; gritan de balde.

«£t^>l h ^ i é o *^fc¥*>* ì°séfe<ì

293
EL GRAN LOCO PARAGUAYO

Desde la oscuridad, Iluminado Fretes apuntó cautelosa-


mente la barbilla hacia el portón de "La Armonía".
- ¿Vieron quién entró?
- Sé lo que siente el gato cuando un perro se acerca
-dijo José-Antonio Lara, que tenía un brazo en los hombros
de Cristina Iturbe.
- Se ve en su andar que busca camorra -opinó Galo
Casanello-; no podía dejar de balde. •
-¿Qué pasa? - preguntó el doctor Carlos Peralta.
- Acaba de entrar Claudio Arévalo con tres de sus com-
pinches -le explicó José-Antonio-. Hace un tiempo don Cán-
dido lo corrió de "La Armonía" porque pretendió obligarlo a
poner en la victrola la polca Colorado, ¿no lo sabías?
- Algo me contaron, pero pensé que exageraban. Don
Cándido está loco.
- Así es el Alacrán cuando se enoja - comentó Ilumi-
nado.
-¡Y tan buenazo que parece! - exclamó Cristina.
- Sospecho, doctor, que va a asistir al desenlace - dijo
* el padre Roldan-. Fíjese: los mirones abren cancha.
Las mesas que estaban cerca de la que ocupaban Clau-
dio Arévalo y sus secuaces iban quedando vacías.
Cristina se puso nerviosa.
- Hay que hacer algo, lo van a matar al pobre viejo.
-¿Qué podemos hacer, Cristina? -le dijo Galo Casanello-
¿ Agar ramos a tiros con esos forajidos? Por empezar, ninguno
de nosotros tiene revólver, mientras ellos están seguramente
bien armados, disponen de refuerzos y gozan de impunidad.
Lo más prudente es que nos vayamos, entre otras cosas, por-
que va a llover.
294
-¿No te da vergüenza? ¿Qué clase de hombre sos?
- Yo, querida sobrinita, soy un cobarde - declaró Galo
Casanello.
La mesa que ocupaban estaba fuera de la pista embal-
dosada, bajo un frondoso mango, cerca de una suerte de bal-
cón abierto en la muralla para que sirviera de boletería en
tiempos en que "La Armonía" era una pista de baile. Por la
locuacidad de quienes allí se reunían habitual mente, el lugar
había sido bautizado "Puesto Lata" por el coronel Cándido
Urbieta, actual propietario del local, lavado bajo su égida de
la mala fama que tuviera en otra época. Las luces más pró-
ximas eran las de la pista y la del farol de la esquina, por
lo que se encontraban en la semipenumbra.
El padre Roberto Roldan se acariciaba el mentón, muy
preocupado.
- Si provocan a don Cándido, debemos intervenir.
- Es tu oportunidad de hacerte mártir -le dijo Galo
Casanello-, te romperán la cabeza sin ninguna consideración a
tu sacerdotal investidura. Estamos condenados a contemplar
en la impotencia los mayores abusos, cuidando alejar al día
en que nos toque a nosotros,
-¡Los que se animen, que se queden! - arengó Cristina,
con tan ingenuo sobresalto que se echaron a reír.
"Larga, espigada, fundida en el crisol del indio, el an-
daluz y el negro -pensó el doctor Peralta- ¡Sierva de Belcebú,
con sólo mirarte ya se peca!"
- No se preocupe, Cristina -le dijo, inclinando hacia
ella su cabeza de tribuno-, ¿quién va a escapar en presencia
de una muchacha encantadora?
Cristina hizo un mohín, fingiendo que se ruborizaba.
-¡Oh, muchas gracias! - exclamó, echando fuego por los
ojo*;.
- Creo que es usted -siguió el doctor Peralta, entusias-
mado-, el tipo de mujer que perdonaría a un hombre cual-
quier cosa menos la cobardía.
-¡Soy paraguaya!
-¡Ah no, no! -protestó Galo Casanello-, no me vengan
con cuentos. No me voy porque nadie se va y conozco la fuer-
za del instinto gregario; y, además, porque estoy viendo que
en caso de apuro podría escapar fácilmente saltando esta
rnurallita.
Galo Casanello era bajo y rechoncho como un cántaro,
imaginarlo haciendo acrobacias y echarse a reír fue todo uno.
295
- Este Galo es de lo más antiparaguayo que hay - dijo
Iluminado Fretes. - No conozco otro compatriota capaz de
admitir tranquilamente que es un cagón.
Galo Casanello sabía sufrir bromas de cualquiera, menos
de Iluminador
- Aunque sólo merezcas mi desprecio, te explicaré que
el continuo alarde de coraje es la ocultación inconsciente de
una cobardía raigal. Somos el pueblo más cobarde del mundo.
Nos castraron siglos de despotismo. Si las cosas continúan del
mismo modo, acabaremos por convertirnos en una perfecta
comunidad de mansos cretinos, como fueron las Misiones J e -
suíticas, según propia confesión de los santos padres de la
Compañía de Jesús.
-¡Epa, pareces un discípulo de Cecilio Báez! - le dijo
riendo él doctor Peralta.
-¡Y a mucha honra! La peor de nuestras taras es el
chauvinismo, que sólo puede sustentarse en la irracionalidad,
y en la negación de la realidad en nuestro caso concreto.
Antes que una reforma político sicial ios paraguayos necesi-
tamos tratamiento siquiátrico en gran escala.
- Ya les dije que es un legionario -dijo Iluminado-. En
la guerra contra la Triple Alianza hubiera tomado las armas
contra el Paraguay.
- No vamos a discutir lo que hubiese hecho hace cien
años -replicó Galo Casanello, que se iba acalorando-, pero
' los verdaderos legionarios, los peores legionarios, fueron los
que después de la guerra nos llenaron la cabeza de cuentos,
cómo el mito de la Provincia Gigante de las Indias, el de una
Edad de Oro anterior a la Guerra Grande, el del heroísmo
descomunal y hasta el mito de la superioridad racial que nos
encajó Manuel Domínguez, que era un zambo petiso.
El doctor Carlos Peralta se estaba divirtiendo más de lo
que se hubiera imaginado cuando aceptó la invitación de José
Antonio para participar de la tertulia de intelectuales en MLa
Armonía". Era un hombre maduro, de aspecto próspero y sa-
ludable. Aunque vestía con sencillez y no le faltaba llaneza
de trato, hacía contraste con el cierto desaliño, con la cierta
extravagancia que caracterizaba al grupo, sin excluir al padre
Roberto Roldan, quien, con la sotana corta, desabrochada, y
el alzacuello corrido, más que un sacerdote parecía un oficial
de semana en la guardia de un fortín.
-¿No crees que esos mitos nos permitieron recuperarnos
de la derrota y sobrevivir como nación? - preguntó el padre
Roldan.

296
-¿Sobre qué bases? iSobre el engaño y la mentira! -
replicó Galo Casanello levantando la voz y aporreando la m e -
sa-. Salvo que t e propongas envanecerlo para sacarle el cuero
y aprovecharte de él, si a un tonto e inútil le dices que t i e -
ne un gran talento y capacidad, lo único que conseguirás es
hacerlo más tonto e inútil todavía, si no lo vuelves peligroso.
¡No, señores, los auténticos patriotas fueron aquellos que t u -
vieron el coraje de decirnos en la cara que nos debatimos en
una tumba infecta, que estamos enfermos. Lo decían porque
de veras amaban a la patria, con la amarga certidumbre de
amar a una ramera
-iChist, habla más bajo! - l e advirtió José-Antonio-, ¿quie-
res que vayamos todos presos?
Galo Casanello miró irritado hacia donde estaba Claudio
Arévalo y continuó en sordina su discurso.
- Nos masturbamos con las cargas de Valois Rivarola,
los mandobles de Bado, los cañonazos de Bruguez, los aborda-
jes en canoa a los acorazados brasileños, el holocausto de
niños en Acosta Ñu; con el sacrificio de toda una nación que
persevera tozudamente en la derrota como si no tuviera con-
ciencia de ella y no pudiera concebirla, y que se arrastra en
un éxodo trágico hasta Cerro Cora. Hubiera sido grandioso si
de todo eso hubiera salido una Iliada de Homero o unas Tro-
yanas de Eurípides; pero en cambio, ¿qué tenemos? La hoja-
rasca de una literatura patriotera disfrazada de historia. Cor-
tinas de humo para ocultar la explotación, el entreguismo y la
impotencia aventadas por una clase dirigente desmoralizada
que despojó a los campesinos con el infame negociado de la
venta de las tierras públicas, y vendió a sus compatriotas
como esclavos a las grandes compañías extranjeras dedicadas
a la explotación de la yerba y la madera en inmensos l a t i -
fundios adquiridos a vil precio de gobiernos venales. Para peor,
esa hueca oratoria ha arraigado profundamente en el alma de
un pueblo orgulloso, privándolo de la posibilidad de tomar
conciencia de su tremenda realidad. El "nacionalismo", o m e -
jor dicho, el patrioterismo paraguayo es una colosal estafa de
la cual somos víctimas y tributarios los que pasamos por in-
telectuales, porque nos falta coraje para romper con él.
Iluminado Fretes, asumiendo un papel profesoral, levan-
tó un dedo y dijo:
- Galo Casanello pretende que renunciemos a nuestro
pasado histórico y arranquemos a los héroes de sus pedesta-
les de gloria. ÍNo lo conseguirá! La única estatua que existe
en el Paraguay es la del general Artigas, que es uruguayo.
297
Galo Casanello era insensible a las sutilezas humorísti-
cas de Iluminado Fretes.
-¡Ojalá pudiera encontrar en el pasado un ejemplo digno
de ser seguido en el presente, una herencia moral, aparte del
mentado heroísmo de nuestros soldados. Un acto de entereza
de espíritu, un caso en el que la víctima muerde el látigo
del verdugo en vez de dejarse azotar "heroicamente". Si en-
cuentras un héroe de e s t a laya, encabezaré la suscripción
para levantarle un monumento.
Se mezclaron risas y voces indignadas. Entre éstas se
destacó la de Cristina ¡turbe:
-¡Estás calumniando a nuestro pueblo!
Galo se escurrió el sudor de la frente, bebió un vaso de
cerveza y dijo, ya calmado:
- Sí, lo estoy calumniando.
Se miraron desconcertados. Se oyó una carcajada. Era
un hombre oscuro, pequeño, en una silla recostada contra un
árbol de mango.
-¡Doctor Benítez! -exclamó Cristina, con ternura-, siem-
se aparece como un ánima. ¿Oyó lo que dijo este deslengua-,
do? Usted que es un gran historiador, ¡tápele la boca!;
- Querida Cristina, como la orquídea que florece solita-
ria en los bosques umbríos, usted representa en este círculo
a la mujer paraguaya; a la sublime encarnación del Alma de
la Patria, que ha dado a nuestra tierra el aroma y el rumor
de las colmenas grávidas. Sería muy grato p a r a m i poder com-
placerla, calmando así J a s inquietudes de su corazón generoso,
pero mucho me temo que las palabras de nuestro amigo Galo
Casanello, aunque extremadas, contengan una buena dosis de
verdad. Sin embargo, antes de lo que aquí se ha dicho, i n t e -
resa esta disputa singular. Ningún otro pueblo de la tierra,
salvo el ruso, se interroga acerca de sí mismo con tan obse-
siva insistencia.
Don Faustino se detuvo como si oyera voces.
- Tienes razón -dijo-, me olvidé de los judíos.
El doctor Peralta lo miró con extrañeza.
- Seguro que está hablando con Timoteo - le explicó
Cristina, por lo bajo.
-¿Quién es Timoteo?
- Un diablo - respondió el doctor Benítez, con sencillez.
-ÍLa gran siete!
- Dejémoslo por el momento y volvamos a nuestro asun-
to. Decía que los rusos conciben su propio destiro como pue-
blo en el marco del destino de la humanidad. Le amplitud de
298
sus estepas les hace trascender de todo límite» Nosotros en
cambio, contreñidos en el espacio y marginados del tiempo,
parecería que buscáramos justificar nuestra propia existencia
como los náufragos de Tamoraé, el mítico paraje de los sue-
ños aciagos»
-¿Tamoraé? - interrogó el docto-r Peralta,.
- Augusto Roa Bastos -le explicó el doctor Benítez^,
que se ha ofrecido en holocausto para que se reencarnara en él
como en su tumba el Supremo Dictador, atribuye en uno de
sus apuntes, que ha caído en mis manos por casualidad, a "un
error "inconsciente, o quizá deliberado" del doctor Francia,
la mención que este hace de la isla de Tamoraé, "Ojalá-así-
sea", pues la origina en la narración sadiana de La Isla de
Tamoaé "conocida en el Paraguay, un siglo antes de ser pu-
blicada en la propia Francia y en el resto del mundo, median-
te la versión oral del memorioso Charles Andreu-Legard, com-
pañero del marqués en la Bastilla y en la Sección de Picas;
después prisionero del Dictador Perpetuo". Lo cierto es que
la ¡sia de Tamoraé es mencionada en crónicas y cartas de la
Conquista, que bien pudieron sugerir al marqués de Sade, error
tipográfico incluido, el nombre de su utopía. Tamoraé - "aipó
ndayé rakaé Tamoraé"-, visitada por Perú Rima en sus vaga-
bundeos y por Pychái al término de su atribulada existencia,
persiste en el folclore hasta nuestros días. Pareciera ser una
inversión irónica del mito del Yvymarae'y, de la Tierra sin
Mal, que buscaban los guaraníes en sus migraciones. Cuenta
la leyenda que algunos de los náufragos que acompañaron a
Alejo García desde las costas del Brasil hasta los dominios
del Candiré, muerto su jefe cuando estaban de regreso carga-
dos de tesoros arrebatados a los incas, penetraron en un pa-
raje maravilloso llamado Tamoraé creyendo haber hallado la
Tierra sin Mal, y quedaron atrapados para siempre en el Yvy-
kerasypuká, en la Tierra de los Largos Sueños Pesarosos.

- Por ahora los tipos están quietos - dijo el padre Rol-


dan, que era el único que no perdía de vista a Claudio Are-
valo-. Ya van por la tercera vuelta. A lo mejor no pasa na-
da.
- No estés muy seguro -opinó Galo Casanello-, no vi-
nieron de gusto después de lo que les pasó. Es muy posible
que estén buscando en el fondo de una botella de caña el
heroísmo de la raza antes de provocar a un pobre viejo.
- No empecemos de nuevo -lo atajó el padre Roldan-.
Don Cándido Urbieta, un paraguayo de ley, de vieja estirpe,

299
nos ha dado la lección de coraje civil, de integridad moral,
que buscabas.
-iCierto! -aprobó Iluminado-, ¡el coronel Cándido Urbie-
ta es un paraguayo epónimoí
Galo Casanello lo miró de arriba a abajo, haciendo os-
tentación de su desprecio.
- Se trata de un hecho excepcional, atipico, puramente
anecdótico. Yo, como novelista, no podría servirme de él sino
con muchas reservas, pues de lo contrario falsearía la reali-
dad. ¿No es así, doctor Peralta?
- No puedo opinar, no estoy enterado en detalle de lo
que pasó.
José-Antonio miró a su alrededor para asegurarse de
que no había oídos indiscretos en las proximidades, y dijo al
doctor Benítez:
-<Por qué no se lo cuenta, don Faustino? El caso me
parece sumamente interesante.
-iSí, sí, don Faustino, por favor! -rogó Cristina-, oírlo a
usted es un placer.
- Si me lo pide Cristina no podré negarme. Pásenme un
vasito de cerveza para aclararme la garganta.
Hecho lo cual narró la historia transcripta en el capítu-
lo precedente.
•^P1 *r ^P T * ^* T*

Era costumbre del coronel Cándido Urbieta dejar su P.C.


para recorrer las líneas a intervalos regulares. No sería Clau-
dio Arévalo quien lo sacara de su porte. Se paseó entre las
mesas deteniéndose aquí y allá a echar un parrafito. De paso
le hizo a Claudio una venia con la zurda, que este correspon-
dió levantando su vaso. Al llegar a "Puesto Lata" se sentó
con los sabios, en medio de una disputa. Se habían agregado
al grupo el parapsicòlogo Cañete, su discípulo Prósculo Pérez
Bray, el Zorzal Morocho, y una barra de estudiantes en cali-
dad de mirones.
- Discutimos -dijo Galo Casanello, dirigiéndose a don
Cándido para entrarlo en materia-, los rasgos definitorios del
Ser Nacional; o, para ser más claro, buscamos su entelequia.
- O sea que estamos haciendo metafísica lento -agregó
Iluminado.
- Lo que deberíamos hacer es metapsíquica - opinó el
parapsicologo Cañete-; penetrar los misterios del karma de la
300
metahistoria; indagar poderes ultrasensibles que posee el Hom-
bre Paraguayo para no hundirse en la mierda.
- Es un fenómeno de levitación - opinó su discípulo,
Prósculo Pérez Bray.
- O magia negra, como dice el loco Martínez - acotó
el Zorzal Morocho.
-¿Qué opina usted, mi coronel?
- i j h e ' e e e ! - mugió don Cándido, acomodándose en su
silla con las piernas muy abiertas.
- No te asustes, don Cándido - le dijo el doctor Peral-
ta, en guaraní-j son peludas zonceras.
El padre Roldan dejó su vaso de whisky sobre la mesa.
- Es posible que el señor Cañete tenga razón; debería-
mos invocar a los espíritus. Si esto falla, yo me ofrezco a
interrogar al demonio.
Lo dijo de una manera un poco rara, intempestiva.
- Este cura se va saliendo de la raya. Va por el cuarto
whisky, si no perdí la cuenta -dijo Galo Casanello, en tono
algo severo; y agregó, dirigiéndose al doctor Peralta-. Sale,
según creo, para no perder contacto con el mundo y desafiar
sus tentaciones. Si sigue así mucho me temo que perderá
partida.
- Doña Consuelo de la Fuente dice que no se quiere
confesar con un cura sin sotana, que parece militar -informó
José-Antonio-; porque han de saber ustedes que doña Consue-
lo se confieza y comulga una vez por semana.
-¿Y vos cómo sabes lo que hace doña Consuelo? - le
preguntó Cristina, enojada.
- Me dijeron...
-¡Sinvergüenza!
-ÍAy! ¡No pellizques!
-iOrden, por favor, orden! -clamó Galo Casanello-, no
salgamos del tema al que siempre volvemos sin encontrar una
salida. Se t r a t a de una fijación, de una manía. Yo también la
padezco.
- Galo afirma que estamos todos locos - dijo el doctor
Peralta, para noticia de don Cándido.
- No te rías, te lo demostraré con un breve repaso de
la historia. El Paraguay se fundó como resultado del fracaso
de los sobrevivientes de la expedición de Pedro de Mendoza
de conquistar la Sierra de la Plata, de la búsqueda de El
Dorado, del Maititi, del Candiré y los dominios del cacique
Caracarà; es decir, del derrumbe de las ilusiones de unos náu-

301
fragos. Los mancebos de la tierra fundaron ciudades hacia los
cuatro puntos cardinales, a enormes distancias de Asunción,
Amparo y Reparo de la Conquista, y se internaron en la Pa-
tagonia en procura de la Ciudad de los Césares. Los guara-
níes los comprendían y acompañaban porque ellos también
buscaban la Tierra sin Mal. Concibieron el mundo como un
vasto escenario de aventuras fabulosas. Conservaron el mito
de la Provincia Gigante de las Indias y la nostalgia del mar.
Roque González de Santa Cruz, un paraguayo al que los jesuí-
tas acabaron por afiliar a su partido, puso los cimientos de
la Ciudad del Sol de Campanella, para que luego sus conti-
nuadores europeos construyeran una perfecta comunidad de
imbéciles en las Misiones jesuíticas. Los comuneros procla-
maron en el corazón del continente que la voluntad del co-
mún era superior a la del rey. Gaspar de Francia, un jacobi-
no rousseauniano impuso el retorno a la naturaleza y un ais-
lamiento total. Don Carlos Antonio López construyó fundicio-
nes, astilleros, arsenales, ferrocarriles, telégrafos con las ener-
gías acumuladas por su antecesor^ y su hijo desafió a medio
continente en la trágica quijotada del Setenta. Todas nuestras
empresas fueron descabelladas, condenadas al fracaso antes
de su nacimiento. Desde el punto de vista práctico, lo mejor
que puede hacer un paraguayo es mandarse a mudar, y en
rigor es lo que han hecho muchísimos compatriotas desde
tiempo inmemorial. Los que nos quedamos estamos atrapados.
Soñar es el único recurso que nos resta para no renegar de
los delirios de nuestros antepasados...
- Usted t r a t a la historia de una manera idealista - le
interrumpió un estudiante.
-¿Qué?
El muchacho se asustó;
- La... la base material, pues...
-¡Ah, mi amigo!, sepa usted que en el Paraguay se sus-
cribían obligaciones y tramitaban pleitos sobre "el oro e pla-
ta, piedras o cualquier cosa de valor que Dios nos diere y se
nos repartiere como a conquistadores desta provincia..." Y
eso, ¿para qué? ¡Pues para comprar una canoa! Se inventó el
"peso hueco", una moneda ideal. El intercambio se realizaba
de hecho en especies: una arroba de yerba valía una vara de
lienzo del país, y cosas por el estilo. Sin embargo, esto era
muy prosaico. Sonaba mejor hablar de doblones y maravedís,
aunque muy pocos hubieran visto en su vida un maravedí o un
doblón. No prosperaron los gremios porque nadie se conside-
raba zapatero, sino un señor que se digna a hacer zapatos.

302
Los caraí ra'y o cariay, los hijos de españoles, mestizos man-
cebos de la tierra, reconocidos por ley como españoles, t e -
nían en calidad de hidalgos derecho de ceñir espada. Pero,
como no había espadas suficientes, igual que los niños, lleva-
ban un palo. La broma duró hasta fines del Siglo XVIII. Aho-
ra bien, si este desprecio de la realidad de los hechos para
seguir creyendo en las propias fantasías, que indujo, por ejem-
plo, al Mariscal a dictar en vísperas de su muerte un decreto
en el que se describe minuciosamente la condecoración otor-
gada a quienes le siguieron hasta Cerro Cora, que era impo-
sible que nunca se acuñara, ni la recibieran hombres que sa-
bían que morirían al día siguiente, no es una forma de locu-
ra, ¿qué es la locura entonces?
-¡Un momento! -lo atajó el doctor Benítez, levantando
una mano-. La locura del Mariscal produjo la más hermosa
condecoración de la tierra: "Venció penurias y fatigas"; una
leyenda digna de ser esculpida junto a las inscripciones rúm-
nicas que, según dicen, existen en las proximidades de nuetro
Gòlgota. La locura es privilegio de los pueblos grandes.
Esperó que sus palabras hicieran efecto y continuó:
- Los cuerdos sólo sirven para dar cuerda a sus relojes.
Los grandes pueblos se han representado a sí mismos en la
figura de un loco. Los españoles en don Quijote, los alema-
nes en Fausto, los ingleses en Hamlet...
- Hamlet no era loco, se hacía - dijo Iluminado Fretes.
- Es lo que han hecho siempre los ingleses - explicó
José-Antonio.
i - Era más loco que una cabra -afirmó Galo Casanello-:
sufría alucinaciones, hablaba con las calaveras, mataba sin
asco y padecía una suerte de complejo de Edipo.
- Estoy buscando el loco italiano - dijo el doctor Pe-
ralta.
-¿Qué me dice de Orlando, el magnifico cornutto? -
propuso don Faustino-, En Francia tiene para elegir, desde
Juana de Arco a Tartarín de Tarascón. En la antigüedad los
griegofe tenían a Prometeo; los romanos... ¡Ah no! Los roma-
nos eran prácticos. Su locura, si existe, es repulsiva. No en-
cuentro al loco romano, como tampoco al yanqui...
-¿Qué me dice de Billy de Kid, con sus veintiún aguaí
"sin contar mejicanos? - propuso Iluminado Fretes.
- Yo diré el loco ruso - anunció Galo Casanello, con
una risita llena de malignidad.
- A ver...
-¡Raskolnikov!
303
Los mirones escuchaban boquiabiertos.
"Te olvidas de los judíos", intervino Timoteo.
-¡Ah sí, tienes razón, me olvidé otra vez de los judíos!
- dijo el doctor Benítez.
- Yo voy a decir el loco judío - declaró el padre Rol-
dan.
Su sonrisa era triste, como ausente. A José-Antonio se
le erizaron los cabellos. Lo tomó del brazo y le dijo:
-¡No lo digas, hermano!
El padre Roldan lo miró pestañeando,como si volviera en
sí.
Hubo una pausa que rompió el doctor Peralta.
-<Qué te parece, don Cándido?
-¡A la puta, chamigo, seguro que ya ni duermen de tan
sabios! -respondió bostezando-. No conozco a esos locos.
- Es que son todos gringos, mi coronel -le explicó Ilu-
minado F r e t e s - . Estoy esperando que me digan quien es el
loco paraguayo, porque asegún parece, si no tenemos un t i -
lingo como la gente somos una porquería.
- Iluminado tiene razón, padecemos de una grave falen-
cia - dijo el doctor Benítez cuando hubo cesado la carcajada
general, que estalló como una descarga saludable después de
la salida del padre Roldan.
-¡Busquemos al Gran Loco Paraguayo! - arengó Cristina
Iturbe.
-¡Que nadie se mueva hasta haberlo encontrado! - apro-
bó el doctor Peralta, dispuesto a apoyar todas las iniciativas
de Cristina.
- Eso si no llueve - dijo Galo Casanello.
Se oían truenos; el viento agitaba el ramaje de los man-
gos. Las mesas de "La Armonía" se iban desocupando. Clau-
dio Arévalo y su gente seguían firmes en su puesto.
- El patriotismo no se suspende por lluvia - insistió
Cristina.
-¡Vencer o Morir! - gritó el Zorzal Morocho desde la
barra, formada en "Puesto Lata" por un círculo de sillas que
se habían ido acercando a la mesa de los sabios.
- Yo le conozco al Gran Loco Paraguayo -anunció Ilu-
minado-, Le pillé en el puerto. Anda rotoso, duerme bajo los
muelles, en los bancos de las plazas, en el yuyal de algún
baldío. Una vez me dijo: "Nuestra plata vale más que la pla-
ta argentina". Entonces le pregunté cuánta plata tenes vos.
"Ni un guaraní, che patrón -me contestó muy orgulloso-;
pero eso qué importa, ¡soy paraguayo!".
304
Iluminado Fretes fue abucheado por la barra.
- Sí me permiten -dijo José-Antonio-, les voy a contar
la historia de Hay-sí-pues. Aunque era solamente el loco de
mi barrio, puede ser que nos sirva para pergeñar el personaje.
- De acuerdo, y que alguien llame a Felicito para que
traiga más cerveza.
- Y un whisky para mf - agregó el padre Roldan.
José-Antonio cargó la pipa, la encendió, echó la silla
para atrás y comenzó su relato:
- Hay-sí-pues era el loco de mi barrio. Como se sabe,
todo barrio que se respete ha de tener su respectivo loco. Se
paseaba por las calles repitiendo: "Hay sí pues, mi capitán;
no tengo miedo, mi capitán". Era alto y rubicundo, recocido
por el sol, que soportaba sin sombrero. La cabeza mostraba
la huella de un balazo que le separaba los cabellos como un
surco en el pastizal. Vivía en un ranchito de adobe construido
por éi mismo en un baldío. Hay-sí-pues buscaba el ara-mata,
la base o raíz del firmamento. Solía sentarse en un tronco a
pitar un cigarro y contemplar las estrellas. Los chicos lo
rodeábamos seducidos por el misterioso encanto de su extraña
locura. La única solución para los pobres era emigrar; pero
no al extranjero, como hacen tantos ingenuos, sino al cielo.
No al cíelo de los curas, sino al cielo físico de las estrellas,
de la alborada y del atardecer. Las estrellas eran las luces de
la ciudad celeste. Solía describir las cosas que había allí. En
el cielo hay tanta riqueza que los hombres no disputan por
ella. En el cielo todos los hombres son valerosos, por eso
nunca riñen entre sí. Para llegar al cielo era preciso alcanzar
el pie de la bóveda y subir por la loma; pero andando no era
posible llegar. El ya lo había intentado una vez. Se requería
un vehículo tan veloz como el día, porque al atardecer el
cielo comienza a elevarse y la mañana puede aplastar al hom-
bre. Los mayores se reían de Hay-sí-pues y los chicos lo
atormentábamos, pero él seguía predicando el gran éxodo.
Hasta que llegaron albañiles, le demolieron la casita y se
pusieron a cavar zanjas para los cimientos de un gran chalet.
Hay-sí-pues no dijo nada. Amontonó sus bártulos en un gran
cajón de embalajes, se armó de un arreador y al día siguien-
te subió a la caja y se puso a hostigar caballos invisibles.
Doblado el torso sudoroso bajo su desabrochada casaca oe
soldado, azotaba la tierra levantando polvaderas. Los chicos lo
apedreamos y se reunió una multitud a contemplar el fantás-
tico viaje. El no hacía caso, absorto en su carrera con el
día. Cuando el horizonte comenzó a incendiarse y sobre el

305
mundo se extendió una larga sombra, Hay-sí-pues bajo del
carro y siguió siendo el de siempre. Como ya no tenfa casa,
dormía bajo cualquier alero, en la cocina de cualquier ran-
cho. Los pobres, aunque se reían de él, siempre tenían un
sitio para el pobre loco que quería llevarlos al cielo. "Todos
corremos como Hay-sí-pues hacia el pie de la loma de la
ciudad celeste -solfa decir mi tío cuando se encontraba en
copas-, pero a todos también nos sorprende la noche".
- No sé por qué, pero me gusta este loco - dijo Gris-
tina, cpnmovida.
José-Antonio sonrió con la pipa entre los dientes.
- Podría pasar -admitió Galo Casanello-; pero, loco por
loco, me inclinaría por el Buscador de. Entierros." Tiene la
ventaja de ser típico, folclòrico, de hondo arraigo en nuestra
historia y en nuestra sicología. En las trágicas retiradas de
la Guerra Grande, las familias que abandonaban sus hogares
paia seguir al Mariscal guardaban joyas y dineros en cántaros
que enterraban en lugares secretos. Como casi todas fueron
víctimas del hambre y de la locura patriótica, el Paraguay se
llenó de fantasmas y tesoros escondidos. Es entonces que
aparece el Buscador de Entierros. Agudo intérprete de señales *
de ultratumba, perito en el ceremonial y la etiqueta de las
ánimas en pena, conocedor del ritual que impide que las mo-
nedas se transformen en carbones encendidos, diestro en el
manejo de un estrambótico instrumental sensible al oro, nun-^
ca ha encontrado nada, pero su fe se robustece con cada
nuevo fracaso. Lo. atribuye a un hecho fortuito, a algún per-
cance nimio, a alguna falla técnica o al repentino cambio de
humor de los espectros, hasta que la muerte lo sorprende en
vfspíeras del hallazgo.
, - En el fondo es como Hay-sí-pues.
- Hay una diferencia: no aspira a'evadirse de este mun-
do ni persigue un vago ideal vindicativo, sino onzas de oro
contantes y sonantes.
-¿Es un burgués? - preguntó un estudiante.
- De ningún modo. El burgués desprecia la quimera. No
busca tesoros escondidos; los acumula él mismo moneda sobre
moneda, cNo es así, doctor Peralta?
- Así es, mi amigo - respondió éste, sin darse por alu-
dido.
- El Gran Loco Paraguayo no puede ser burgués; el bur-
gués paraguayo carece por completo de carácter. Es un pobre
infeliz que se alimenta de migajas y tiembla de miedo. No se
306
largaría a rastrear aparecidos por picadas remotas transfigu-
radas por la luna. Dejaría el trabajo a una compañía norte-
americana o brasileña. Le proveería de palas de contrabando
con la complicidad de algún milico; le conseguiría mano de
obra barata; y, en el colmo de la gloria, se convertiría en su
apoderado para sacar el tesoro del país evadiendo la ley.
- Un momento -intervino José-Antonio-, no estamos
hablando del burgués paraguayo, quien como se supone es un
tipo muy cuerdo, sino del Gran Loco Paraguayo. La burgue-
sía sabe explotar la locura de los pueblos, como la religión y
el patriotismo, pero no participa de ella. En el mejor de los
casos su audacia alcanza para financiar la locura hasta donde
pueda darle dividendos.
- En lo que dices de la religión estoy de acuerdo - d e -
claró el padre roldan, que esa noche había bebido más de la
cuenta.
- Estos pai de ahora, como dice una mi tía, son El
Propio disfrazado -comentó Iluminado Fretes, provocando la
hilaridad general. Estimulado por el éxito, continuó-: Me gus-
taría saber un poco cómo es el Gran Loco Paraguayo para el
doctor Peralta, que es nuestro invitado de honor.
- Contestaré a tu pregunta, aunque indirectamente, por-
que, como el padre Roldan, no me atrevo a proferir una blas-
femia. En mi opinión, nos estamos rompiendo la cabeza para
inventar al Gran Loco Paraguayo cuando éste ya existe. Exis-
te en la historia, no en la literatura, porque en el Paraguay
la historia ocupa el lugar de la literatura y la literatura es
un comentario de la historia.
Iluminado Fretes plegó los labios en una ancha sonrisa,
-iA la pucha, mi doctor, que habla difícil, pero malicio
que le entiendo!
- Muy bien, doctor Peralta -aprobó el doctor Benítez-;
todo paraguayo sabe de qué loco se trata. Sin él este pueblo
no podría vivir.
- Ni morir.
- Estamos confundiendo locura con demencia - gruñó
Galo Casanello.
- Pasó la camioneta colorada - avisó el Zorzal Morocho,
que se había asomado sobre la murallita.
- Es una advertencia de los buenos espíritus -dijo José-
Antonio, haciendo una seña a Galo Casanello, que se apresta-
ba a continuar-. Olvidemos a los locos sacralizados por los
pillos.

307
- De acuerdo -asintió el doctor Benítez-, propondré
otro candidato: el Héroe Eponimo.
Truenos y relámpagos se sucedían entre remolinos que
el viento hacía en ìa calle, jugando con las hojas secas. En
la pista, parpadeaban las luces colgadas de los mangos. Entre
los últimos parroquianos estaban Claudio Arévalo y sus com-
pañeros de trabajo.
Don Faustino Benítez se acomodó en su silla y comenzó
su discurso:
- Según el diccionario de la Real Academia, "eponimo"
significa que da nombre a un pueblo, a una tribu, a un lugar,
a una época. Es pues correcto decir que nuestro bien amado
Y paraguay* es nuestro río eponimo. Pero a un historiador de
imaginación fecunda, que, según una frase de Far ré, nos lle-
nará de gaseosa arrogancia, se le ocurrió hablar del héroe
eponimo, acaso para hacer una figura acerca de cuyo acierto
no viene al caso discutir. Desde entonces "eponimo" se t r a n s -
formó en superlativo. Pasó a significar "excelso", "sin paran-
gón" o "sin segundo" en el castellano sobreadjetivado y rim-
bombante del homenaje y de la adulación. El mismísimo in-
ventor del barbarismo vino a ser nuestro historiador eponimo.
Pero aquí no se t r a t a de salvar al adjetivo de un abuso s e -
mántico, sino de designar al Gran Loco Paraguayo, que ha de
poseer, quintaesenciada, esa pizca de locura de que gozamos
todos sus compatriotas. Se trata de un héroe frustrado por el
signo de los tiempos como lo fuera el Caballero de la Triste
Figura. Le han secado los sesos Domínguez y O'Leary. La
Patria, es su Dulcinea, Perú Rima** su escudero; la ínsula a
conquistar, la Provincia Gigante de las Indias; ios gigantes a
abatir, el Brasil y la Argentina; Mitre, el diabólico Merlin; la
yerba, el bálsamo de Fierabrás; el entuerto a desfacer, la
Guerra Grande. Otros pueblos más afortunados recibieron un
rico patrimonio de civilización y de cultura; el nuestro es
sólo heredero de desdichas. Se enorgullece de sus derrotas,
de su aniquilamiento, de la trágica sucesión de frustraciones,
de su indomable altivez ante la hostilidad de los dioses, como
aquellas indias desnudas que nos describe Montoya, que dispa-
raban flechas a los cielos para castigar al sol. El Héroe Epo-
nimo no se humilla ante la carcajada cósmica. Las alas de
cera de sus sueños fundidas por los celos de un Apolo cruel,

* Río Paraguay.
** Picaro del f o l c l o r e paraguayo»

308
lo abaten una y otra vez sobre la tierra sin mar. Medita en-
tonces caviloso en su miserable cuchitril. Envenena sus dardos
en la ponzoña de su sangre ofendida, y toma tereré. Tal es,
señores, la ¡figura del Gran Loco Paraguayo. He dicho.
Lo aplaudieron. Los malevos de Claudio Arévalo se agi-
taron en sus asientos ante el cariz subversivo que iba adqui-
riendo la reunión; pero, a una señal de su jefe, volvieron a
inclinarse sobre sus vasos de caña, sin dejar de observar tor-
cidamente lo que estaba ocurriendo en "Puesto Lata". El úni-
co que no los perdía de vista era el padre Roldan, que sabía
de la reunión que se realizaba en los fondos, aunque confiaba
en que don Cándido habría puesto sobre aviso a Fabio Iglesias.
- Esta puede ser una noche memorable en la historia
de las letras paraguayas -dijo el doctor Peralta-, Tenemos al
personaje. Nos falta elegir el género para llevarlo a la lite-
ratura. ¿Qué prefieren? ¿La épica o el drama?
- A mí me gusta el entremés - dijo Iluminado Fretes.
- O el entremés - admitió el doctor Peralta, guiñando
un ojo a Cristina, que le mostraba un hoyuelo.
Galo Casanello se revolvió en su asiento.
- ¿Por qué no una zarzuela paraguaya?
Se echaron a reír. Cristina secreteó en el oído del doc-
tor Peralta:
- Iluminado tiene el arte de ponerlo furioso a Galo Ca-
sanello; no es tonto como parece...
Luego, dirigiéndose al grupo, dijo, levantando la mano:
-íPido la palabra! ¿Puedo opinar?
-ÍClaro que sí!
- Acaba de ocurrírseme una idea. ¿Por qué no prepara-
mos entre todos una comedia? Galo Casanello, que es un gran
novelista, podría bosquejar la obra en colaboración con el
doctor Peralta, que también es escritor. Don Faustino se ha-
ría cargo del asesoramiento histórico. El padre Roldan... ¿qué
podrías hacer vos, Robertito?
Era tanta la gracia de Cristina que el padre Roldan se
rió por primera vez en toda la noche.
- En el seminario fui muy aficionado al t e a t r o . Podría
ayudar en el encuadre, los decorados y cosas por el estilo-
-¡Regio! De la redacción final se encargará José-Anto-
nio. Al director lo dejé para el último porque Iluminado F r e -
tes está fuera de discusión.
-¿Y vos qué vas a hacer?
Cristina hizo un mohín.
309
- Yo seré la heroína, ¿o es que el Héroe Eponimo no
va a tener un romance? Sí es así será loco, pero no paragua-
yo.
Se alzaron voces en la barra reclamando el papel de
Héroe Eponimo.
-¿Conseguiremos sala? - preguntó Iluminado.
- Primero hay que escribir la obra - gruñó Galo Casa-
nello-j aunque no creo que el entusiasmo duré más que el
efecto de estas copas.
- Siempre el mismo aguafiestas, ya verán como les e s -
tiro las orejas,
- Ofrezco mi parroquia. Incluiríamos la comedia en el
programa cultural. Si faltan actores, entre mis feligreses hay
muy buenos comediantes^
- De eso no tenemos la menor duda - ironizó Galo Ca-
sanello.
- Preferiría en otro lugar -dijo el doctor Peralta-, La
gracia está en ir sacando la obra en el curso de los ensayos,
con la participación de todos.
-lYa tengo eí escenario! - exclamó Cristina, señalando
el entarimado de la orquesta, que estaba en uno de los cos-
tados de la pista embaldosada.
- Sería estupendo, si don Cándido está de acuerdo -
dijo José-Antonio, cediendo al entusiasmo de Cristina.
- Seguro que lo estará, si yo se lo pido... A propósito,
¿dónde se metió don Cándido?
-¡Se escapó!
-¡Pobre!, pero no se preocupen, a mí no me niega nada.
-¡Quién podría negarle nada a usted, Cristina! - excla-
mó el doctor Peralta con un arrebato fuera de lugar, que,
felizmente para él, pasó desapercibido para todos, menos para
Iluminado Fretes.
- Estamos perdiendo el tiempo -dijo el doctor Benftez-,
Manos a la obra, que "la inspiración nunca llega a los hom-
bres irresolutos".
- A ver, Galo, ¿ya tenes el argumento?
- Sí, mi sobrinita, ya lo tengo. Escuchen. Al levantarse
el telón, que puede ser un viejo cortinado que hay en casa,
aparece un cuchitril lleno de libros y mapas desparramados
en desorden. El protagonista ha perdido la chaveta de tanto
leer a nuestros historiadores. Se ha propuesto reconquistar la
Provincia Gigante de las Indias. La obra se desarrolla siguien-
do su fantaseo delirante, matizado de alucinaciones, en el
pasado, el presente y el porvenir. Como primer paso, nuestro
310
héroe concibe una conspiración y se adueña del poder absolu-
to. Luego inicia la reconquista de los territorios perdidos en
sucesivas desmembraciones. Ha asimilado la experiencia del
Mariscal. Tras muchas cavilaciones, con la férrea lógica de
un loco, ataca primero a la Argentina con la complicidad del
Brasil y la alianza de Chile y de Bolivia.. Asimila al Paraguay
las provincias de Misiones y Formosa, invade Corrientes y
Entre Ríos. Al alcanzar las fronteras del Uruguay, forma con
este país un gran estado confederado, resucitando la tradición
de Artigas. Finalmente desfila por las calles de Buenos Aires,
la pérfida. Lamenta que probables complicaciones internacio-
nales le impidan arrasarla como a Cartago y pasar el arado
sobre las ruinas. Asegurado el acceso al mar, inicia la cam-
paña contra el Brasil, sin parangón en la historia militar del
mundo...
-¡Pido la palabra! -tronó el parapsicòlogo Cañete, rom-
piendo el religioso silencio de la barra-. A pesar de las nubes
y nubarrones de los karmas que pudieran perseguir al Héroe
Eponimo, está claro el mandato de la metahistoria. Misiones
y Formosa nos pertenecen. Corrientes y Entre Ríos se plega-
rán a nosotros, entusiasmados por las victorias de nuestros
valientes, para castigar a los porteños. Claro que algunos po-
drán hacernos resistencia, y entonces...
- No hay problema, maestro -lo tranquilizó su discípulo,
Prósculo Pérez Bray- ¡Nada de contemplaciones, mano de hie-
rro!
- Y los patriotas, ¿qué vamos a hacer con los patriotas
argentinos? -se afligió un estudiante-. El patriotismo es res-
petable, no me gustaría reprimirlos, o ¡qué compromiso!
- Los echaremos a patadas al fondo de la Patagonia.
¡Que se vayan a comer pingüinos!
-¡No, señor, no estoy de acuerdo, yo no soy un fascista!
-¡Vean cómo las ideas foráneas debilitan a los pueblos!
El Zorzal Morocho estaba pensativo»
- Calculo que el Paraguay puede presentar unos t r e s -
cientos mil soldados -reflexionó-. ¿Se imaginan lo que valen
trescientos mil paraguayos bien armados? Serví en la caballe-
ría. ¡No hay lo que no ha de hacer mi regimiento, con esos
sargentos chuecos que sólo gustan ver cadáveres!
-¡Cierto! .
- Me han dejado afuera -protestó Cristina-, ¿cual será
mi papel en semejante carnicería?
- Usted será la Patria, Cristina -le dijo el doctor Pe-
ralta, con voz cálida-, que de tanto en tanto se aparece al
311
Héroe Eponimo, dulce y trágica en su trémula y desolada
desnudez.
-¡Ah no, yo desnuda no salgo!
"Rien, ríen a carcajadas -pensó el padre Roldan-, qué
extrañas suenan sus risas".
El viento soplaba huracanado. Se oyó el golpetear de
zapatones en el empedrado de la calle. Un estudiante se aso-
mó.
- Están rodeando la manzana -dijo-, va a haber un alla-
namiento.
Callaron. Luego se produjo algún revuelo. Claudio Aréva-
lo saltó al medio de la pista con el revólver en i a roano.
-¡Siéntense pues carajo, cada cual en su silla! ¡Al pri-
mero que joda le rompo su cabeza!
-¡Se le vio el trasero al gato! - exclamó el padre Rol-
dan, en guaraní.
Empezaba a llover.

HÜSf* *§igf*

312
LA ARISTÓCRATA

El portoncito del patio del fondo de "La Armonía" daba


a una plataforma rocosa cubierta de malezas. Se bajaba de
ella al empedrado por unas gradas de palma afirmadas en la
tierra. En vez de usarlas, Fabio Iglesias y Emilia Sandoval se
escurrieron por un caminito que bordeaba el murallón de la
casa de doña Consuelo de la Fuente y descendía frente a a
entrada de la misma, que tenía una suerte de biombo de ma-
dera y una discreta lucecita roja, indicadores ambos del ramo
del negocio de la buena señora. Fabio abrazó a Emilia y la
estrechó contra el pecho. Ella contuvo un estremecimiento de
sorpresa y de rechazo, pero se dejó llevar disciplinadamente.
Agazapada en la sombra del ramaje de unos árboles que des-
bordaban la derruida muralla de un baldío, estaba la camione-
ta colorada del Departamento de Investigaciones Especiales.
Al llegar a la esquina, doblaron hacia la izquierda y Fabio
soltó a su compañera.
-¿Viste la camioneta colorada?
- Sí.
- Vigilan "La Armonía"; espero que los compañeros ten-
gan tiempo de salir.
Emilia no respondió, temía que se le notara el sobre-
salto. Se imaginó miserable sobre sus tacos bajos, en su gas-
tado traje sastre, con su rodete de pelo castaño oscuro, sin
teñir. Para peor, Fabio caminaba a zancadas, obligándola a
seguirlo casi al trote. Empezaba a llover cuando subieron a
un tranvía. Lo prudente hubiera sido simular que no se cono-
cían, pero Fabio pagó los pasajes y le cedió cortésmente el
asiento de la ventanilla. La lluvia se hizo torrencial. El aire
se aromó de frescura estimulante. La caída del agua apagó
el ruido de los rieles. Emilia bajó la ventanilla y miró furti-

313
vamente su imagen reflejada en el vidrio. Le desconcertaba
el inesperado despertar de un impulso que no había sentido
en mucho tiempo. Fabio miraba al frente, pensativo. "¿Qué
edad tiene? Era un chico cuando pasaba las vacaciones en
Paraguarí, en casa del teniente Iglesias. Iglesias me corteja-
ba. Yo me burlaba de él. Los militares no eran un buen par-
tido para las muchachas de buena familia. ¡Dios mío, qué
flaco es!"
-¿De qué te ríes?
- De nada, yo me entiende.. ¿Viste a tus padres?
- Sí, cometí esa imprudencia; no pude dejar de hacerlo.
- La policía se aprovecha de estas debilidades. Hace
meses que no veo a mi hijo, ¿crees que no tengo ganas?
- Comprendo.
Hablaban en voz baja, sin mirarse. El tranvía, casi va-
cío, avanzaba entre truenos y relámpagos.
- No sé cómo voy a hacer para llegar a casa, deben
estar tremendos los raudales.
-¿Dónde vives?
- Tengo que bajar en Sajonia y caminar hasta cerca de
Itá Pytá Punta.
- Es peligroso, quédate a dormir en casa.
-¿Dónde queda?
- En la próxima parada.
Negarse era ponerse en evidencia, obrar como una sol-
terona remilgada. Había dormido en ranchos solitarios en com-
pañía de hombres de diversa condición sin que nunca le fal-
taran al respeto. Bajaron del tranvía y echaron a correr t o -
mados de la mano. Fabio abrió el portón, cruzaron el Patio
de la Servidumbre y se refugiaron riendo en el corredor del
fondo.
- Por suerte los fósforos paraguayos se prenden hasta
bajo el agua -dijo Fabio, encendiendo uno. Abrió la puerta de
su habitación, tiró la cerilla, buscó otra y encendió una lám-
para a kerosén-. No hay luz eléctrica. Quien sabe cuánto
tiempo hace que la cortaron por falta de pago.
Emilia seguía riendo en el pasillo.
- Entra de una vez, ¿qué esperas?
- Voy a ensuciar el piso - respondió, ahogada por la
tos.
- No hagas caso.
Fabio levantó la lámpara sobre la cabeza y le echó una
mirada burlona y vengativa. Se le había deshecho el rodete,
el traje se le pegoteaba al cuerpo, estaba como encogida.

314
- Así te quería ver, como una gallina mojada -dijo rien-
do-. Ven conmigo, en el baño hay otra lámpara... Espera
-abrió un cajón de la cómoda y sacó una camisa de brin c a -
qui-, ponte ropa seca, te vas a resfriar... ¿Quieres unos pan-
talones?
-¿Estás loco?
- No seas pequeño burguesa.
Emilia le arrancó la ropa de las manos y lo siguió con
zumbona dignidad. Fabio encendió la lámpara del baño.
- Allí hay toallas limpias - le dijo, señalando un ban-
quito. Yo también voy a cambiarme y a calentar agua para
el mate. ¿O prefieres café?
-¡Mate! - exclamó ella, en un tono alegre y juvenil que
sorprendió a Fabio - ¡Prepara unos regios mates!
Al cerrar la puerta y alejarse la oyó reír a carcajadas.
Había algo en la risa que le hizo apurar el paso. Mientras se
cambiaba de ropa y preparaba el mate, Fabio se decía: "Quién
te ha visto y quién te ve, Emilia Sandoval, reina de todos los
bailes, estrella de "El Centenario', orgullosa amazona qu<¡
galopaba intrépida por los cerros de Paraguarí, escoltada por
la oficialidad de la División de Artillería. La dirigente estu-
diantil, la novia del año con su boda fastuosa en la mansión
de sus padres, la joven madre retratada a toda página en "El
Independiente". La divorciada, la juntada con un militante
revolucionario, presa, torturada, exiliada, que, pese a sus rei-
teradas autocríticas, no había podido superar su anarquismo
señorial. Qué bien le ha venido el remojón. La encuentro más
humilde, más humana, como si la lluvia hubiese disipado sus
insoportables humos".
Cuando Emilia volvió, la pava estaba llorando en el c a -
lentador. Tenía el cabello recogido en una toalla. La camisa,
con el cuello levantado, remangada hasta el codo y ceñida
con un moño en la cintura, se había transformado en una
blusa. Los pantalones, doblados en las canillas, dejaban ver
las piernas blancas, bien formadas, los tobillos torneados, los
pies descalzos, largos, de arco perfecto. Sus ojos vivaces e s -
piaban el efecto. Atrompaba la boca, disimulaba una sonrisa.
Fabio apartó los ojos y le ofreció un sillón. Le pasó un
mate espumoso, que ella sorbió con delicia. Descubrió arrugas
en la boca y los párpados, que realzaban su atractivo de mu-
jer madura.
- Esta es la casa de Saturio Rojas, ¿verdad? No me
digas que tienes todo este castillo para ti solo.
- Así es.
315
-¿Cómo lo conseguiste?
-¡Ah, es un secreto!
- Te envidio. Vivo en la casa de un zapatero remendón.
Comparto una piecita con dos niños llorones. A estas horas
estará entrando agua por todos lados.
Los senos le andaban sueltos bajo la camisa. Fabio la
miró largamente en silencio, y luego dijo:
- Emilia, ¿qué te pasa?
Ella se ruborizó.
- A mí nada, ¿por qué?
- Me hiciste mucha guerra en la reunión. Creo que no
era necesario.
Ella se puso en guardia.
- No te entiendo -dijo severa, casi agresiva-. Yo no le
hago la guerra a nadie, compañero.
Fabio la miraba sonriendo con los ojos.
- Hablemos como amigos. Teníamos que decidir urgen-
temente una cuestión muy importante. Ya habías dado t u
opinión anteriormente. Volviste a expresarla, como todos los
compañeros. ¿No bastaba con eso? En cambio tú insististe
una y otra vez con los mismos argumentos, llevando las cosas
al terreno personal, con el único resultado de hacer perder,
un tiempo precioso e incluso poner en peligro la seguridad de
todos ai prolongar la reunión más allá de lo necesario. ¿Qué
te proponías? ¿Que una vez más no se llegara a un acuerdo?
Tienes suficiente experiencia para saber que eso no se hace.
-¡Qué notable, se expresa un desacuerdo y sacas la con-
clusión de que se oculta un sabotaje! Es una manera malévola
y peligrosa de razonar. Pareciera no importarte en lo más
minimo que la mayoría de los compañeros, hasta los que fi-
nalmente votaron a favor presionados por argumentos que no
estaban en condiciones de rebatir, pero que intuían poco sóli-
dos, hubieran manifestado de una u otra manera que el golpe
va a fracasar y que quedaremos solos en la calle, librados a
nuestra suerte. Nada valen para ti la experiencia, la lealtad
y el valor de esa gente. Si no están de acuerdo contigo son
oportunistas o saboteadores.
- Me conoces, Emilia, tengo mucha paciencia. Si tu
intención es provocarme, estás perdiendo el tiempo.
-tNo tiene remedio! - exclamó ella, suspirando.
- La cosa es grave si muchos piensan que fracasaremos
-dijo Fabio, cebando tranquilamente el m a t e - . Sería necesario
convencerlos para que actúen con decisión, y ya no hay t i e m -
po para eso.

316
- No lo tomes tan a la tremenda, ¿acaso no fracasaron
todos nuestros planes? Y voy a decirte por qué, señor estra-
tega: son demasiados los factores que no dependen de noso-
tros, que escapan a nuestro control, a nuestra influencia y
hasta a nuestro conocimiento. En estas condiciones, el azar
juega en contra nuestra.
- Las cosas serán así mientras no acumulemos fuerzas
suficientes. Entre tanto, no podemos cruzarnos de brazos.
Emilia lo escuchaba ahora distendida, mirándolo con
pena, reclinada en el sillón, con el mate apoyado en el pecho
y la bombilla en el labio inferior de la boca entreabierta.
- Eso ya lo sé, mi querido; pero, ¿cómo vamos a acu-
mular fuerzas si en cada combate nos desmantelan? Sufrimos
tales descalabros que debemos empezar siempre de nuevo, desde
el principio. Aceptar una batalla para la cual no se está su-
ficientemente preparado me parece un infantilismo pueril, del
que se aprovechan nuestros enemigos. Si nos hubiésemos con-
formado con acciones modestas, pero con saldo positivo; si en
cada choque el movimiento hubiese crecido un poco en con-
ciencia y organización, hoy seríamos tal vez lo suficientemen-
te fuertes como para influir en los acontecimientos. En cam-
bio ahora el golpe de estado, si se produce, nos encontrará
disminuidos, y nuevamente seremos aplastados. Pero no te
preocupes, cada uno hará su parte. Hemos cultivado una suer-
te de resignado heroísmo ancestral, capaz de resistir todas
las derrotas sin que decaiga la moral. En este sentido, somos
dignos descendientes de los soldados del Mariscal López.
- En nuestra guerra pueden perderse muchas batallas,
menos la última.
Emilia se rió.
- AHÍ está: la teoría política convertida en mitificación
consoladora. No, querido Fabio, a esta altura de mi vida no
necesito drogas intelectuales para cumplir con mi deber. Mi
compañero está en la cárcel desde hace diez años. Desde que
cayó pude verlo tres veces, a través de una mirilla. Ya ni me
acuerdo de su cara. No me hago ilusiones, cuando salga s e -
remos extraños. Estoy envejeciendo, tengo cuarenta y cinco
años; sin embargo, le he sido absolutamente fiel.
-¿Por qué?
-¿Podía ser de otra manera?
-¡Desde luego que no!
Emilia lo miró con tanta insistencia que Fabio apartó
los ojos.

317
- Estás perdiendo la fe -dijo-, que Dios te ayude.
-¿Dios?
- Sí, ¿qué tiene de malo?
-iDios no existe! - declaró Emilia, agresiva.
-¡Ah, y eso te preocupa! Pues a mí no. Tienes razón.
Dios no existe, ¿para qué quieres que exista?
Emilia se indignó:
- Me estás haciendo trampas, fuiste tú quien lo nom-
bró.
-¿De veras? Pues bien, si lo necesitas, mira a tu alre-
dedor y ponle el nombre que quieras. No te lo reprocharía.
Es preciso que el hombre se transforme en dios para que
pueda prescindir de él. La tarea, que excede a las posibili-
dades individuales, debe ser realizada por la humanidad en su
conjunto. ¿O es que crees que trabajamos únicamente para
cambiar un mal gobierno por otro mejor? Luchamos para que
el espíritu del Hombre flote sobre el mundo. Si fuimos capa-
ces de concebir a Dios y levantarle catedrales para gloria del
espíritu humano, creo que podemos darle una oportunidad,
que está en el hombre mismo.
Emilia lo escuchaba estupefacta, como si acabara de
conocerlo.
- Nunca te hubiera imaginado diciendo esas cosas, ¿o
es que estás bromeando?
- Decídelo tú.
-¡Qué voy a decidir! Cuando era una chiquilla me im-
presionó una frase de Dostoievski, que nunca se me olvidó:
"El alma rusa es amplia como su estepa, pero la amplitud es
peligrosa cuando no va acompañada del genio".
- Lo que quieres decir es que el genio se orienta, mien-
tras la amplitud, librada a sí misma, se extravía en la e s t e -
pa. Lo que Dostoievski expresa es el desconcierto del i n t e -
lectual incapaz de tomar decisiones firmes, de principio, en
situaciones confusas y contradictorias. Te repito, ¿no estarás
perdiendo la fe? - concluyó, pasándole otro mate.
Los dedos se rozaron. Fabio sintió el contacto de una
corriente indefinible.
-¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¿Soy acaso una
monja carmelita? La fe no me sirve para nada, sólo tengo
convicciones. La confusión nace del hecho de que, como nues-
tras expectativas de poder son tan remotas, nuestras convic-
ciones son de naturaleza ética antes que política. Para ser
revolucionario en el Paraguay hay que tener una capacidad de
318
abstracción, de comprensión y de resignación más que subli-
mes... ¿Por qué diablos no me das un cigarrillo?
Por consideración a Emilia, Fabio había renunciado por
esa noche a los apestosos cigarros que fumaba habitualmente.
- Aquí están, no te enojes -dijo, riendo-, no sabía que
fumaras.
- No fumo, pero ahora se me antoja ser una mujer mo-
derna; una bataclana, como diría mi papá.
El cuello entreabierto de la camisa dejaba ver la carne
blanca. Se le había deslizado la toalla sobre el respaldo del
sillón. Los cabellos le caían en los hombros, enmarcándole la
cara.
- La gente del pueblo ve las cosas de otra manera -di-
jo Fabio, acercándole un fósforo encendido-. Un canoero le
dijo a Fermín que no esperaba alcanzar a ver la victoria,
pero que estaba en la lucha para no seguir viviendo como un
animal. Por duras que sean las pruebas, hallan premio en la
conciencia que adquieren de su propia dignidad. Para nosotros
en cambio, y sobre todo para ti, las opciones eran muchas, y
a veces pensamos que pudimos haber elegido un camino m e -
nos duro.
- No digas tonterías. Dejamos atrás una existencia e s -
túpida e indigna, quizá mucho más degradante que la de tu
dichoso botero. <Quién de nosotros podría volver a ella sino a
costa de un suicidio moral?
- Entonces, ¿cuál es el problema?
Emilia lo miró divertida, echó humo por las narices y
se echó a reír a carcajadas.
- No me hagas caso -dijo, en medio de un ataque de
tos-. Es que a veces tengo ganas de ser sencillamente un
animal. La clandestinidad le rompe a uno los nervios.

319
LA ENVIADA

El padre Roberto Roldan caminaba bajo la lluvia violen-


ta, desmelenada, atropellando los raudales, rumbo a la igle-
sia. Estaba solo, en medio del temporal. Se habían cortado
las luces. Se sentía como ausente, agradecido por el baño pu-
rificador que le aliviaba de la fiebre de una furia insensata.
Llegó al cruce de dos torrentes. El agua le llegó hasta las
rodillas; se abrazó a una columna para no caer. Un relámpa-
go le mostró los matorrales de un baldío que se alzaba a
medio metro por encima de la correntada que se precipitaba
hacia el rfo y amenazaba arrastrarlo. Tomó impulso y saltó
hacia el barranco. Alcanzó a aferrarse a unos yuyos antes
perder el equilibrio. Totalmente embarrado, logró arrastrarse
hasta la tierra firme. Reconoció la canchita de fútbol que
daba a los fondos de la casa parroquial. Cruzó la explanada a
la luz de los relámpagos. Pasó entre los hilos de un alambra-
do. Avanzó a tientas entre árboles sacudidos por el viento. Al
llegar al corredor, se sintió a salvo. Iba a dirigirse a su ha-
bitación cuando vio luz en el cuarto del hermano Martínez.
Tras breve vacilación, se acercó sin ruido y espió por las
rejas del ventanal.
Sentado ante una mesita, el sacristán leía a la luz de
una vela. Su cara era larga, flaca, hundida en las mejillas; la
cabellera hirsuta. Tenía puestos sus anteojitos ovalados de
armazón de acero en la ganchuda y afilada nariz que remaba
en grandes bigotes negros. Su quietud era tensa, desaforada.
El hermano Sinduífo Martínez padecía de insomnio. Se pasaba
las noches en blanco, leyendo con tenacidad heroica viejos
textos de teología. Para ahorrar luz eléctrica, o acaso siguien-
do alguna cabala, se alumbraba con los restos de los cirios
de la iglesia. Tenía fama de brujo. Desde que el nuevo pá-
320
rroco se negara a hacer exorcismos, curar el mal de ojo,
celebrar a San Lamuerte y usar en la liturgia estolas traídas
del camposanto para sosegar a las ánimas del purgatorio, ofi-
ciaba en secreto apremiado por los feligreses. El diablo se
vengaba asolando sus sueños y aterrando sus vigilias. Por eso,
cuando el padre Roldan golpeó discretamente los barrotes de
la reja, Martínez se persignó. Después, con gran esfuerzo, se
volvió hacia la ventana.
- Soy yo nomás, hermano Martínez.
El sacristán se persignó otra vez, desconfiado. Gomo la
visión no se esfumara dejando olor a azufre, se levantó a
abrir la puerta.
-¡Dios nos guarde, pai Roldan, está todo mojado!
-¿Puedo entrar?
-¡Cómo no, padre, pero cómo no! - exclamó, haciéndose
a un lado con una reverencia.
El padre Roldan vaciló al ver el piso limpio y seco de
la habitación. Se sacó los zapatos y colgó la corta sotana y
el alzacuello en las rejas de la ventana. Entró descalzo, con
la camisa desprendida. Martínez se apresuró a acercarle una
• silla. Roldan no se sentó. Se estaba preguntando por qué h a -
bía venido a molestar a un pobre hombre.
El sacristán en cambio no se hizo preguntas. Pupilo del
clero desde la infancia, el hermano lego Sindulfo Martínez,
que en su juventud se viera obligado a dejar el seminario por
causa de un surmenage, ni a los santos respetaba como res-
petaba a un sacerdote, hombre superior capaz de retener la-
tines. Curtido por una larga experiencia, cerraba los ojos an-
te las pequeñas y grandes debilidades humanas de los minis-
tros de Dios. Eran los elegidos, que habían recibido la gracia
de la vocación sacerdotal y la marca indeleble del sacramen-
to en el espíritu. Martínez, que fuera abandonado a medio
camino, no era quien para echar en cara al Eterno una que
otra metida de pata. Aunque este párroco hablaba de mujeres
con los muchachos de la Acción Católica y de varones con
las Hijas de María, organizaba bailes y competiciones depor-
tivas, gustaba hacer de jardinero y albañil, y regresaba tarde
por las noches con unas copas de más, lo desconcertara pro-
fundamente, se inclinaba ante él con humildad. Se libraba
con oraciones de las dudas que el diablo, omnipresente, le
sugería para enturbiar su corazón. Además, lo quería mucho.
En cuarenta años de servicio en la sacristía ningún párroco le
había tratado con la fraternidad, la tolerancia y el respeto
generoso con que el padre Roldan sabía tratarlo.

321
El cura se había sacado la camisa y los pantalones y se
frotaba vigorosamente el cuerpo semidesnudo con una toalla
que le alcanzara el hermano Martínez.
- Mi estimado Martínez, ¿tendrías un poco de café, o
por lo menos unos mates?
Sí, tenía allí mismo un termo con agua caliente. Cargó
yerba en un porongo y enseguida le pasó un mate espumoso.
El padre Roldan lo fue sorbiendo agradecido, mientras se
paseaba de un lado a otro por la espaciosa habitación.
- Padre, ¿por qué no se sienta?
- Enseguida, hermano, déjame entrar en calor.
Martínez apartó púdicamente los ojos de aquel hombre
joven y atlètico con rostro de arcángel, que parecía sonreír
amargamente con la bombilla entre los dientes. Al tercer
mate, se sentó. La luz de la vela le dio de lleno en la cara.
Entonces el hermano Martínez vio el tremendo moretón que
le cerraba casi el ojo izquierdo.
-iDíos nos guarde! ¿Qué le pasó, pai Roldan?
- Me dieron un culatazo, compañero Martínez -dijo,
mordiendo la bombilla; pero enseguida sonrió-, ¿Por qué po-
nes esa cara? ¿Por qué ha de darnos tanta rabia? Si a los
verdaderos hijos de Dios, a los humildes bienaventurados, se
los apalea, se los humilla, se los envilece y condena a una
existencia tan miserable que es peor que la muerte, porque a
los muertos por lo menos se los deja en paz, ¿por qué no
habrían de culatearme a mí? ¿Quién soy yo, cuál es mi pri-
vilegio?
Se puso nuevamente de pie, dio unos pasos por la habi-
tación, se detuvo y exclamó:
-¡Cuídate, hermano Martínez, del pecado de orgullo, del
pecado de Satán! Porque yo, en vez de dar la otra mejilla a
Claudio Aréyalo, estuve a punto de encajarle una patada en
los huevos a ese hijo de mil putas... ¿Por qué no lo hice?
¿Por humildad? ¿Porque tuve presente mi sacerdotal investi-
dura? ¡Nada de eso, hermano Martínez, nada de eso! Ocurre
que no me animé. Y si yo, que debería estar por encima del
miedo, me encogí ante ese badulaque, ¿cuál ha de ser el
efecto del terror sobre los pobres infelices que forman esa
masa embrutecida a la que llamamos pueblo? Ellos no tienen
otra defensa que el disimulo, la obsecuencia, la astucia vil,
la puñalada trapera. Ahora, dime: ¿es nuestra misión conducir
a los cielos un rebaño de ovejas que más se parece a una
piara de cerdos? ¡Ah, mi amigo, cuánto daría por verla t r a n s -
formada en una jauría de lobos!

322
El hermano Martínez lo escuchaba consternado. Se pasó
el pañuelo por los ojos, se sonó la nariz y empezó a hablar
pausadamente en guaraní:
- Eres joven, padre Roldan, y tienes buena cabeza. El
demonio entra en tu sangre, se arrastra por tus venas, calien-
ta tu corazón e inflama tu inteligencia. Y la inteligencia es
enemiga de Dios, causa de todos los males. La inteligencia
hace preguntas que Dios no puede contestar, como no se pue-
de responder a todas las preguntas que hace un niño. Si lo
hiciera, ya no sería Dios. Si quieres hallar a Dios, busca el
silencio. ¿Para qué preguntar? ¿Qué es lo que quieres saber?
Guando el hombre pregunta, le responde el diablo, que es un
gran mentiroso. A fuerza de preguntar, confunde al diablo
con Dios, y acaba por discutirle sus respuestas engañosas.
Entonces se condena, se pierde por un error. No le discutas
a Dios las respuestas del diablo. He conocido gente sabia que
de tanto preguntar llegó a creer que todo lo sabía, cuando
en realidad no sabía nada, pues sólo sabía preguntas. Así per-
dieron a un padre en quien confiar, aunque su única respues-
ta sea el silencio. Un silencio que te enseña a aceptar tu
propia ignorancia como un favor del cielo.*
El guaraní del hermano Martínez recordaba los sermones
de Nicolás Yapuguay, de Nicolás el Verídico, indio de las
Misiones Jesuíticas, y a las arcaicas oraciones de las viejas.
El padre Roldan lo escuchó con tensa atención, pues no esta-
ba acostumbrado a manejar en guaraní ideas tan complicadas.
- Dime, hermano Martínez, ¿quién te inspira esas ideas?
¿Dios o el diablo?
Martínez se puso en guardia. Hizo un signo en el aire y
exclamó:
-¡Dios me guarde, pai Roldan! Aunque ronda la iglesia.
Suelo verlo acurrucado, envuelto en un poncho negro, debajo
del sauce viejo, junto al pozo abandonado...
-¿De veras? ¿Y qué anda haciendo por ahí?
-¿No lo sabe? El diablo está cansado, quisiera poder
morir, busca arreglarse con Dios. Gana todas las batallas y
pierde todas las guerras; dice todas las mentiras y siempre
triunfa la verdad; fomenta todos los males y nunca se apaga
la bondad en el alma del hombre. Está desesperado. Como
enfermo de lepra, hoy le reza a San Lázaro y mañana se ba-
ña con la sangre de un niño...

Ver Nota del Amanuense, en la página s i g u i e n t e .

323
Nota del amanuense

En los borradores originales dei anonimo colega abundan


diálogos en guaraní, que han sido traducidos para facili-
tar la lectura del libro a quienes no dominen o ignoren
este idioma. A título de ejemplo, se copia fielmente del
original el discurso del hermano Sindulfo Martínez*

- Nemitá gueteri, pa'i Roldan; nemítá ha neaká pora.


Upévare Aña oike nde ruguy syry pa'ürupi, omboaku nekorasò,
ohapy nde apytu'ü ha ombohendyvu nde mba'ekuaa; nde aká-
arandukue. Akáarandu ha'evoi Ñandejára amotárey ¿ opáichagua
mba'evai moñepyruha. Akáarandu ombohovaiséguí N ande jar ape,
oporandu umi Ñandejára ikatu'yva ombuesaká, ikatu'yháícha
ñambuesaká magmáva mita porandupy. Hae oikuaaukáramo
ñandéve ñande remiporandukue, haénte oñembotovéne ha ani-
veichémane heko tupáramope oiko. Mba'étepa reikuaase. Ñan-
dejárape rehenduséramo, kirirípe ejahoji. Yvypóra oporandúra-
ramo ohesape gua'u ichupe añamaráandukue ijapu rendyvúpente.
Porandu poranduvépe, Tupa ñe'eroguáicha ohendúne aña ñ e ' -
épyre; ha oséne ombohovái Ñandejárape Aña japukuepy; ha
upéicha rupi oúne iñangaipaha. Anítei rembohovái Ñandejára
ñe'eroguáicha Aña ñemoarandupy. Aikua'a tapicha aranduve
oimo'ava oporanduhaguére oikuaapámavaha opaite mba'e, jepé-
ro porandumante oikuaa. Upévare ou oitapekuekañy ijeroviahá-
pe, upe tuva' marangatu oñe'éveyvape. Upe ifíe'ékiriringue
he f i ndeve remboyke hagüa pyaheta, ha rembohory hagüa Ñan-
dejára remime'embyicha upe aranduve'y.

324
El padre Roldan se olvidó de Claudio A bévalo y del alla-
namiento de "La Armonía".
- Según tu teología, hermano Martínez, para ser dignos
de Dios debemos renunciar a nuestra condición de hombres.
- Sí, y es grande el sacrificio, pero el premio es la
paz.
El padre Roldan lo, miró con curiosidad.
- Y tú, hermano Martínez, ¿conseguiste la paz?
Afuera arreciaba la tormenta. El hermano Martínez se
inclinó para decirle en un susurro, lanzando miradas inquietas
hacia la ventana:
- El diablo pesca por mí de día y de noche. En sueños
se me aparece como una cosa horrible y sucia que me hace
despertar lleno de asco. Una vez trató de ahorcarme. Me da
espanto dormir. Debo estar siempre alerta. Espera que me
descuide para clavarme en su picana de tres puntas y llevar-
me al infierno. Se me presenta de mil formas. El único dis-
fraz que no usa el diablo es el de sacerdote, porque le está
prohibido acercarse al Santísimo.
"No estés tan seguro", iba a decirle el padre Roldan,
pero se le antojó miserable y se calló.
- Como no puede entrar en la iglesia hace llegar a la
Enviada - continuó el hermano Martínez.
-iA la puchaí ¿Y quién es ella?
El hermano Martínez habló para sí mismo:
- No lo sabe -dijo-, entonces debo decírselo aunque sea
un gran secreto.
Se acercó para hablarle al oído, con la voz casi apagada
por el ruido de la lluvia.
-iEs María Magdalena!
-ÍDebí haberlo imaginado! ¿Quién otra podía ser?
- No se burle, padre Roldan; sé muy bien lo que le
digo.
- Perdona, hermano, y no te ofendas. Sé que sabes mu-
chas cosas que ignoro y que puedes enseñarme.
El hermano Martínez bajó la cabeza abrumado de humil-
de satisfacción.
- Es como usted dice, padre: sé muchas cosas que us-
ted no sabe. Hay misterios que no se enseñan en el semina-
rio porque no está permitido ponerlos en latín. Cuarenta días
con sus noches tentó el diablo a Jesús en el desierto sin po-
derlo engañar. Como tampoco podía hacerlo ningún hombre,
se valió de una mujer.

325
- Hermano Martínez -bostezó el padre Roldan-, estás
rozando Ja blasfemia.
- Como Jesús la perdonó, Ñandeyara Guasú no pudo
condenarla, pero no le permitió la entrada en el cielo. Desde
entonces vaga por el mundo como sierva de Satán, que la
manda a los sitios donde él no puede entrar. No teme al
agua bendita porque lavó los pies de Cristo; no la espanta el
crucifijo porque en el Monte Calvario descolgó de la cruz el
cuerpo del Salvador.
- Hermano, ¿tienes un poncho?
- Tiene frío, ¿verdad? Yo también siento un frío que
me hiela los huesos. Pero debo seguir, usted lo necesita.
Le dio un poncho, le cebó otro mate y continuó:
- Es la mujer más bella que jamás haya existido des-
pués de la Santa Virgen. Sin que pueda evitarlo, y éste es su
castigo, el demonio se vale de ella para penetrar en los c o -
razones más firmes, para corromper las más íntegras con-
ciencias. Así ha de ser, malicio yo, porque si el Hijo de Dios
no pudo resistirla, ¿cómo va a poder por ella un miserable
hijo del pecado? La Enviada lo sabe,1 y por eso se esconde
bajo un manto, sale al oscurecer para que ningún varón la
vea. Según me han dicho algunos que la conocieron, no es
mala de naturaleza, pero donde va lleva la desgracia. Amó al
hombre más que al dios, y su poder fue tan grande que lo
obligó a trasgredir sus propias leyes...
- No sigas, hermano Martínez -le dijo el padre Roldan,
disimulando otro bostezo-, o en todo caso, deja el final para
mañana, aunque te advierto que la blasfemia es un pecado
tan grave que ni yo puedo absolverlo en confesión.
El sacristán inclinó humildemente la cabeza.
- Es que la he visto, padre; y no viene por mí.
El padre Roldan sintió un escalofrío.
- Suele llegar a la hora del Angelus, con las últimas
campanas. Busca los rincones más oscuros y ocultos de la
iglesia. Se queda hasta la hora de cerrar. No se persigna ni
reza, nunca se ha puesto de rodillas. Desde entonces anda
usted como alunado; se equivoca en la misa, bebe mucho y
hasta malicio que se olvida de leer el Breviario.
El padre Roldan sintió que enrojecía hasta las orejas. El
tumulto del corazón le quitó el habla. Se incorporó a medias,
descalzo y emponchado, y chilló en un lamentable falsete:
-¡No seas tonto, Martínez, qué va a ser la Enviada! IQué
Dios te perdone tus blasfemias!

326
El hermano Martínez, lleno de confusión, se miraba los
pies. El padre Roldan le tuvo lástima.
- Voy a dormir un rato antes de la primera misa. G r a -
cias de todos modos por tus buenas intenciones.
-¿Le molesta, pai?
-¿Qué?
» Ese golpe que le dieron en la cara.
-iAh sí, me duele un poco! Pero no te preocupes, ya
pasará.

327
EL PRIMER ADELANTADO

La claraboya entreabierta de una puerta clausurada de-


jaba el cuarto en la semipenumbra y permitía adivinar cuanto
ocurría en la sala contigua que, de pronto, se llenó de gente.
-¡Salud, doña Consuelo, le traigo unos refugiados!
-¡Doctor Benítez, Galo Casanello, José-Antonio Lara!
¡Vaya presente el que me trae la lluvia! ¿Usted por aquí,
doctor Peralta?
- Soy refugiado político.
-¡Qué golpe para tu imagen, refugiado en un quilombo
en vez de una embajada!
-¿Por qué insultas mi casa, Galo Casanello?
- No la insulto, señora, la llamo por su nombre.
-¡Que el diablo te lleve, descarado!, podrías ser más
cortés... ¿Es que a ti te conozco?
- iluminado Fretes, ¡a su orden!
- Encantada, caballero. A ver, ayúdeme... ¿dónde lo he
visto?
- En el t e a t r o , señora.
- Pues claro. -Si la memoria no me engaña hacías el
papel de...
-... infeliz.
-¡Qué gracia, un infeliz requetebueno!
Se oyeron corridas y chillidos de laucha.
-¡Ea, muchachas, traed toallas al punto! Dejad que os
sequen, caballeros, o cogeréis un resfrío.
- Nada más que un resfrío, doña Consuelo; venimos en
son de paz.
- Señora, unos caballeros requisiaron mi automóvil, ¿po-
dría llamar un taxi?

328
- Con esta lluvia ni lo sueñe, doctor. No pasarán los
raudales.
- Entonces présteme el teléfono; debo avisar a casa.
- Pase usted, faltaba más.
- No dejes de decirle a Gladis dónde te encuentras.
- Menos mal que a Cristina la dejaron ir enseguida,
pues si no, ¡qué compromiso!
- Es una chica moderna, le hubiese encantado la aven-
tura.
- No te creas, Cristina es moderna hasta donde se lo
permite su papá.
-¿Quién será el infeliz al que agarraron en el fondo?
- Ni idea, pero les armó un escándalo.
- Lo molieron a patadas.
- Quien ligó de comedido fue el padre Roldan; casi le
sacan la cabeza de un culatazo.
- Bochornoso, señores, bochornoso. Fui anticlerical toda
mi vida, pero me indignó que agarraran a un sacerdote del
fundillo de los pantalones y lo tiraran a la calle de una pa-
tada en el trasero.
- Res non verba, don Faustino.
-¿Qué dices?
- Iluminado tiene razón, cuidado con lo que dicen en
este recinto. Las paredes oyen.
Se oyeron nuevos chillidos y el tintineo de vasos y bo-
tellas.
-iCalma, chicas, tenemos toda la noche!
* * * * * *

La muchacha no se cansaba de mirar a Fermín Agüero


que, sentado a la turca sobre la colcha de una cama de dos
plazas, se esforzaba por oír lo que se decía en la sala.
-¿Querés otro cigarrillo?
-ÍCallate, quiero oír!
-¿Quiénes son esos tipos?
-¡Qué sé yo!
-¿Qué te importa entonces lo que dicen?
-¿Podrías callar, por favor, un momentito?
Ella se ofendió, pero no dijo nada. Era un ingrato de
porquería. Lo había encontrado en el excusado del fondo en
el momento justo en que entraba la policía. Apenas tuvo tiem-

329
pò de esconderlo en este cuarto. Siempre obraba sin pensar;*
nunca saldría de pobre. Menos mal que los tajhachf* se con-
formaron con revisar el patio y las piecitas del fondo, para
después pellizcar a las chicas y beberse los tragos que les
convidó doña Consuelo. Por la voz reconoció al teniente Vega.
Se rió de la cara que pondría si supiera que ahí nomás, d e -
trás de la puerta, tenía escondido al tipo que buscaban. Era
morocho ? pero estaba blanco de susto $ frío como un cadá-
ver. Cuando la patrulla se fue, ella salió en descubierta, co-
mo diría su hermano, que estuvo en la revolución. La manza-
na estaba rodeada. Seguían los allanamientos casa por casa
en medio de una lluvia torrencial.
- Oíme, vos -le dijo, cuando estuvo de regreso-, vas a
tener que pasar la noche aquí, y eso vale quinientos.
El le tendió la mano.
- Ya me ayudaste mucho, me voy.
-¿Estás loco? Si te agarran, te matan, ídame si que la
plata y quítate la ropa!
El movió tristemente ia cabeza.
- Entonces siquiera un cien, para pagar el cuarto. Des-
pués nosotros arreglamos.
- Tengo diez guaraníes que están a tu disposición.
Lo dijo de una manera risueña y resignada que acabó
de desarmarla. Gruñendo palabrotas, se levantó la pollera,
sacó un monedero y salió taconeando. Era bajita, y al andar
parecía chueca. Regresó con una botella de cerveza y un pla-
to de pastelitos.
-¡Come, que ya no aguanto esa tu cara de estúpido!
Bebió un vaso de cerveza, probó medio pastelito y dejó
el resto.
- Lo siento, no tengo hambre... En nombre de... en nom-
bre del rey de España te lo agradezco de todo corazón.
-¿Qué tiene que ver el rey de España?
- Es mi pariente - dijo él, dándole un golpecito en el
mentón. Estaba sonriendo, le salía como una luz. Ella enton-
ces se hizo agua y se apretó contra él. Se había enamorado.
Siempre le pasaba lo mismo. Era una calamidad. Nunca sería
un puta como la gente.
Fermín estaba aturdido, deslumhrado, como recluta que
acaba de pasar su bautismo de fuego. Estaba allí, podía t o -
carse, pero ya no era el mismo.

Conscripto de policía.
330
La reunión había durado más de lo previsto por la insis-
tencia de Emilia Sandoval de oponerse tenazmente a Fabio
Iglesias. Alcanzaron a salir todos, menos Teófilo y Fermín,
cuando irrumpió la policía. "¡Corre, yo me arreglo!" le orde-
nó Teófilo Villalba al notar que vacilaba. Fermín saltó un
muro y s«= escondió como una rata en el primer agujero que
encontró. Teresita lo halló temblando como una hoja. Ni si-
quiera podía hablar, dominado por el pánico. Ella obró con
admirable serenidad y rapidez. El se dejó llevar sin saber lo
que hacía. Pasado el peligro, se acordó de Teófilo. "¡Corre,
yo me arreglo!". Lo volvió a oír nítidamente y se sintió un
cobarde. Le ahogaba la pesadumbre. Seguramente Teófilo h a -
bía sido detenido. Lo someterían a terribles tormentos, que
él resistiría sin decir una palabra. Pero Fermín, ¿hubiera so-
portado las torturas? No estaba probado. Entonces comprendió
que Teófilo tuvo la misma idea y decidió sacrificarse. Fermín
por primera vez tuvo plena conciencia de las exigencias de la
lucha en que estaba comprometido y de la ferocidad despiadada
del mundo en que vivía. Fue entonces cuando la sala contigua
se llenó de gente y se enteró de que Teófilo había caído
prisionero.
- Yo me llamo Teresita, ¿y vos?
- Pedro de Mendoza.
- Oíme, Primer Adelantado, yo no soy una burra. Para
que sepas, fui normalista.
El Primer Adelantado le abrazó los hombros. Ella se
puso a comer, muerta de gusto y risa. Cuando él se sacó los
zapatos llenos de barro, sintió un delicioso hormigueo. Esperó
alerta, a la expectativa, pero él se sentó en medio de la
cama sin sacarse siquiera los mojados pantalones. Ella se
descalzó a su vez y se acurrucó a su lado. Acaso fuera un
tímido. Le ofreció un cigarrillo. Pedro de Mendoza fumó con
avidez tosiendo un poco en la primera pitada. Teresita le
habló de cualquier cosa, advirtiéndole que debían hacer poco
ruido porque la habitación estaba pegada a la sala donde d o -
ña Consuelo tenía el piano y recibía a sus amigos personales.
Fermín no le prestaba atención. Le acarició la pierna, le
pasó la mano por la espalda, le hizo cosquillas en la nuca.
Nada, ¿sería un "fipu"? Lo único que le faltaba, esconder a
un "fipu" y pagarle encima la pieza. Dejó de hablarle, enfu-
ruñada, pero él ni se dio cuenta. Ella se tapó los pies con
pliegues de la colcha y continuó fumando en tanto que lo
espiaba con el rabillo del ojo. No, no era un "fipu". Había
algo viril en sus cejas fruncidas, en sus labios apretados. De

331
nuevo le tuvo ganas. Era una gata perdida. Con la tormenta y
la redada de la policía no habría pasajeros esa noche. Las
chicas estarían en la cocina jugando á los dados y tomando
mate dulce. A lo mejor doña Tránsito preparaba mbeyú, co-
mo solía hacer cuando llovía. Lo que se iban a reír cuando
supieran. Mejor no decir nada, hay que saber callar en estos
tiempos. Por una indiscreción a Ramona le dieron una paliza
terrible, dejándole por todo el cuerpo indelebles marcas de
lazazos. Debía callar, pero se conocía. Lo mejor era calmar
la comezón de la lengua confiando su secreto a doña Tránsi-
to, que era una puta retirada con muchísima experiencia y
un gran corazón. Se había acostado con prelados y ministros.
Compadecía a los hombres. Los sabía solitarios, desolados,
cargados de desdicha. Cuando venían ai quilombo, más que
placeres carnales había que darles un poco de consuelo y
comprensión. Guardaba como recuerdo un libro de un tal Ga-
briel Casaccia, que Teresita le leía cuando no había pasaje-
ros. Y, lo más notable de todo, había visto un monflórito. A
propósito, ¿no sería monflórito el Primer Adelantado? Muerta
de risa se revolcó en la cama y pasando sobre él fue a apa-
gar el cigarrillo en un cenicero que estaba en la mesita de
luz del otro lado. A él no le inmutó el contacto de los p e -
queños senos puntiagudos. Entonces ella tuvo la certeza de la
condición herm afrodita de Pedro de Mendoza. Se prometió
revisarlo en cuanto se quedara dormido; pero, ai rato, no
pudo aguantar más y preguntó:
- Decime una cosa ? Primer Adelantado, ¿verdad que sos
un monflórito?
-¿Qué?
Teresita repitió la pregunta sintiendo que su certeza se
desvanecía. Al reír el Primer Adelantado se transfiguraba
como un niño que se quita una careta. Ella quedó haciendo
pucheros.
-¿Cuántos años tenes?
- Dieciocho,
- No mientas.
-¿Qué te importa?
El dejó de reír y le apoyó una mano en la cabeza. T e -
nía las cejas juntas como si de pronto se acordara de algún
daño que le hicieron. Teresita quedó quieta, mirándolo con
ojos muy abiertos, asombrados, sintiendo que la bañaba por
dentro una emoción desconocida.

332
LA BELLE EPOQUE

Doña Consuelo de la Fuente siempre había tenido en


las casas de tolerancia que regenteó, una sala exclusivamen-
te destinada a recibir huéspedes ilustres. La de ahora estaba
amueblada con anacrónicas reliquias de una pasada opulencia.
Los enrejados ventanales, abiertos de par en par, lucían deshi-
lacliados gobelinos. En torneadas repisas y esquineros había
diosas griegas de bronce y damas de miriñaque escoltadas por
empelucados caballeros de porcelana rococó. Colgaban de las
paredes cuadros de Alborno, Da Ponte, Bestard y Samudio,
obsequiados por sus autores. Un retrato pintado por Rolden
Jara mostraba de cuerpo entero a doña Consuelo vestida de
andaluza, en la plenitud de su belleza. Un dibujo de Zorazabal
engarzaba sus encantos en un typói-yeguá de campesina para-
guaya. Galo Casanello, Iluminado Fretes, José-Antonio Lara y
el doctor Carlos Peralta ocupaban descuajaringados sillones
tapizados de terciopelo rojo, en torno a una mesa baja, con
incrustaciones de nácar, abarrotada de tacitas de café, vasos,
una botella de whisky a medio consumir, un recipiente con
cubitos de hielo y ceniceros repletos de cotillas. Doña Con-
suelo de la Fuente, que hasta un momento antes los había
deleitado cantando en el piano romanzas de zarzuela, ejercía
su hospitalidad con el auxilio de cuatro chinitas de aspecto
insignificante, que soportaban el tedio con la resignada pa-
ciencia de las indias. Don Faustino Benítez, que no podía
estar sentado mucho tiempo, se paseaba por la sala con las
manos en la espalda.
- Las tataranietas de doña Ursula I rala y doña Mencia
Calderón no pierden el señorío. Hace horas que aguantan dis-
cretas a cinco caballeros que no hacen más que divagar y
consumir café.

333
- Don Faustino tiene razón -dijo Iluminado Fretes, que
tenfa a una muchacha fraternalmente abrazada de los hom-
bros-, no hay putas como las nuestras.
- Iluminado, tu patriotismo me conmueve - bostezó Ga-
lo Casanello, apartando con suavidad a su compañera, que se
le dormía sobre un hombro.
José-Antonio Lara y el doctor Carlos Peralta habían
logrado un modus vivendi con sus asistentas, que se mante-
nían algo apartadas de ellos y hablaban de sus asuntos. Esta-
ban de más, y ellas lo sabían, pero doña Consuelo las había
hecho venir para que ganaran su dine rito aquella noche de
tormenta y allanamientos en la que no habría otros pasajeros
mejor dispuestos a apreciar sus encantos. Rechazarlas hubiera
sido ofender a la dueña de casa.
- En este caso -continuó don Faustino, sin interrumpir
su paseo-, a la atávica modestia de la raza, se suma el ma-
gisterio de una dama...
Se acercó a la mesa para servirse otra medida de whis-
ky y preguntó:
- Consuelo, ¿no te fastidia nuestra charla?
-¡Que va, hombre, somos lechuzas! - respondió doña
Consuelo desde su sillón exclusivo, de cuero repujado, que no
hacía juego con el resto del mobiliario pero le aliviaba los
dolores de espalda y le ayudaba a mantenerse erguida y co-
quetona en su vestido negro, lleno de encajes y voladuras,
seguramente pasado de moda pero que le sentaba muy bien.
Al cabello de color azabache le había consentido conservar
algunas canas. Lo llevaba alto, sostenido por un peinetón de
oro con incrustaciones de coral. Las arrugas del rostro esta-
ban sabiamente revocadas con polvos y coloretes. La boca
lucía sensual, pintada de rojo vivo. Anchas y sueltas mangas
escondían la flaccidez de los brazos. La enjoyaban aros, bra-
zaletes, pulseras y sortijas. Entre párpados azules y pestañas
postizas, sus bellos ojos negros conservaban el brillo y la vi-
vacidad de los retratos. Pero, lo que realmente hacía el en-
canto de doña Consuelo eran la distinción y el sentido aristo-
crático. La irrupción de . tan distinguidos visitantes no la ha-
bía tomado de sorpresa. Ella siempre estaba vestida como si
aguardara a un príncipe.
Don Faustino se detuvo a mirar por la ventana hacia la
noche oscura. Seguía lloviendo a cántaros. Se oía correr el
agua por las canaletas y el retumbar ya lejano de los true-
nos. Escuchó un momento y, volviéndose, dijo:
334
- ¿Conocen ustedes la historia de doña Consuelo de la
Fuente, la misma que hoy, retirada del gran mundo., regentea
una modesta, aunque honorable, mancebía de los suburbios?
Llegó directamente de Sevilla el año del centenario de nues-
tra independencia, en ancas de un rastacueros al que pronto
abandonó» Unía a los atributos de la clásica Afrodita el in-
flamado encanto de la Macarena.., ¡Salud, por los bellos t i e m -
pos!
Doña Consuelo sonrió e hizo una ligera inclinación de
cabeza e
- Tiempos de frenética anarquía. ínclitos varones de
aguzada pluma y de filosa espada dejaban en el vestíbulo el
revólver junto al sombrero y el bastón para rendirle pleitesía.
Las alas de su piano inspiraban inflamados versos modernis-
tas; la gracia mora de su guitarra andaluza, tremas endechas
a los bardos nativos* Á lo lejos retumbaban los cañones del
coronel Albino jara« El "Salve Patria" de Alejandro Guanes
cantaba en el corazón de la corajuda e ingenua juventud:

ISalveg gentil, encantadora tierral


I Salve5 patria querída 3
más dulce al corazón y más amada
cnanto más abatidal
¿Por qué agotados .be de ver tus senos s
m archi tos tus pegones,,
fuentes de vida rozagantes hechas
a arasafiBasitar leones!
Yo veré convertido en paraíso
tu jardín hoy agreste^
y veré recamada de guirnaldas
la fimbria de tu veste»

...¿Vous VOUS le rappeliesj, madame?


- Gui ? je Se rappelle, ecomme je le peut oublier?
- Han pasado los años ? estamos en el porvenir... No
esperábamos esto, ¿verdad, Consuelo?
-sC ! est la vfes moia cher ami, c*est la vie I
Era a un tiempo divertido y conmovedor escuchar ha-
blar en francés a los dos viejos, en especial a doña Consuelo,
cuya pronunciación dejaba mucho que'desear. Don Faustino
puso el vaso de whisky a la altura de los ojos y recitó:
335
Rosada juventud, misa de oro,
albos versos de amor, lirios de penas!
cáliz con alas de cristal sonoro
con dulces hostias de las ansias buenas.
¡Todo lo perdí! Siempre el destino gana
la apuesta de la vida...

¡A votre sante, madame!


-¡A la votre!
- Quién iba a decir, Consuelo, que una noche de lluvia,
en las fronteras de la vida, nos sorprendería brindando con...
i whisky!... ¿Seguro que no tienes escondí dita por ahf una bo-
tellita de champaña? La beberíamos tú y yo. Ellos no entien-
den estas cosas. El whisky está bien para embriagar a un
marinero, que busca aturdirse; no para exaltar el corazón de
hombres y mujeres de espíritu.
- Te lo juro, Faustino, la belle epoque c 8 est mort.
- La belle época de la esclavitud en los yerbales y de
las revoluciones financiadas por el Brasil o la Argentina, que
dirimían sus pleitos con sangre paraguaya -dijo Galo Casa-
nello, que estaba de mal humor-. Me aburren las nostalgias,
son siempre mentirosas.
- El presente es una porquería y el futuro huele mal
-dijo Iluminado F r e t e s - . Lo único que nos resta es idealizar
el pasado. Gomo yo no tengo ni eso, me adhiero al de don
Faustino, isalud, doctor!
-¡Gracias, Iluminado!
- Estoy de acuerdo contigo, aunque por otiros motivos
-dijo el doctor Peralta, dirigiéndose a Iluminado-, Hemos vivi-
do el tiempo, los siglos, los milenios, que podamos evocar.
Cada individuo nace en vísperas del juicio final. El presente
no existe. En cuanto al porvenir, estaremos ausentes, irreme-
diablemente ausentes...
-¿Se refiere a la burguesía?
- No te entiendo...
- Dije de balde.
Rompieron a reír. Galo sonrió malignamente. José-An-
toni o estaba de ánimo sombrío:
- Tengo treinta años y nada decente para recordar. Mi
generación creció aplastada por el más safio desdén por el
espíritu Nacimos viejos.
- Si así hablan los poetas, ¿qué hemos de decir los co-
mediantes?
336
- Te viene bien el nombre, Iluminado -se burló Galo
Casaneüo-, ¿cómo se te ocurrió esa frase? ¿Qué has querido
decir?
- Qué sé yo, dije nomás.
-¿Poeta? Me dicen poeta porque publiqué un par de
libritos que están comiendo los ratones y que nunca acabé de
pagar al imprentero. Mis versos poco tienen que ver con la
poesía. Hasta hace algunos años se escribían, en castellano y
guaraní, bellos poemas en el Paraguay. Hoy abundan las pala-
bras pero nos abruma el silencio. Las musas nos han abando-
nado bostezando de tedio.
- O a lo mejor se exiliaron o están en el Buen Pastor.
Galo Casanello apartó a la muchacha que se le dormía
sobre el hombro y dijo:
- No se rían, estoy conmovido. Nuestro gran poeta ha
tenido un arranque de humildad, de sana autocrítica. Suelo
desconfiar de la humildad de los poetas: cuando se ponen así,
esperan que se los consuele. No lo haré, tiene razón. Antes,
aunque cantaran a la novia, lo hacían con el ancho corazón
del pueblo. Sus poemas no eran dechados de perfecciones,
pero pasaban de boca en boca hasta convertirse en patrimo-
nio espiritual de la nación. Ahora nuestra poesía está asfixia-
da, como lo está el alma de nuestros compatriotas. Los gran-
des poetas populares que no han muerto, se han callado, y no
han surgido otros nuevos. A los poetas cultos, como nuestro
amigo José-Antonio, que tienen recursos que no estaban al
alcance de Alejandro Guanes, Manuel Ortiz Guerrero o el
mismo Herib Campos Cervera, a falta de ideales colectivos,
compartidos y vividos por sus conciudadanos, se rebuscan en
sí mismos para sutraerse a una realidad hostil, prosaica, r e -
pulsiva. Pero, como son parte de ella, lo que encuentran no
es muy consolador. Se han vuelto llorones y afeminados. Al-
gunos que han intentado escapar inyectándose una ética vin-
dicativa, caen en el formalismo frío como el hielo. Otros se
van por las nubes con el riesgo de caer en el delirio, como
le pasa al Héroe Eponimo, según la descripción que nos hi-
cieran don Faustino, con su estilo de guaireño infectado de
oratoria, del Gran Loco Paraguayo. Es una verdadera lástima,
porque debemos reconocer que saben escribir versos. La para-
doja consiste en que no pueden ir más lejos porque son ver-
daderos poetas, hondamente sensibles a la realidad que los
circunda.
-¿Qué hacer entonces, dejar de escribir? -pregunta Jo-
sé-Antonio-. Lo he pensado muchas veces.
337
- Dice Gabriel Casaccia* que cuando cambie la realidad
podremos escribir libros hermosos. Tal ves debamos hacer lo
que él, asumir la porquería hasta sus últimas consecuencias;
o como Augusto Roa Bastos, presentarla en una torta -sobre-
decorada que, como dice el ñe'$nga:- he'é'y ri re, tekaka puro
aramela -dijo, y tradujo para doña Consuelo-s "si no tuviera
azúcar, sería una pura mierda".
Doña Consuelo hizo un gesto de disgusto. No le gustaba
oír malas palabras.
-<Por qué no intentar ponernos a tono con el mundo?
-preguntó el doctor Peralta-; <por qué hemos de contreñirnos
a esta aldea miserable?
- Porque somos esta aldea y no nos libraremos de ella
aunque escribamos acerca de Gonstantinopla, Nadie nos va a
escuchar si no tenemos nada que decir, y, cqué podemos d e -
cir los paraguayos? Hasta nuestros verdugos son mediocres y
nuestras gloriosas batallas equivalen a escaramusas que im-
portan tanto a la humanidad como una guerra entre tribus de
indios salvajes en el C h a c e No es fácil ser paraguayo para
quien como yo no encuentra alivio en el patrioterismo irra-
cional y mentiroso, ni tiene agallas para ser cosmopolita.
- Galo Casanello es el anti-Héroe Eponimo -dijo Ilumi-
nado F r e t e s - , o sea el Gran Cuerdo Paraguayo.
Galo se volvió- hacia él y lo señaló con el pulgar;
-<Qué habrá comido este? ¡está iluminado!
Rieron a desgano. Aunque hablaban cordialmente había
en ellos una carga de agresividad contenida,
- Creo que debemos asumir la nueva literatura -insistió
el doctor Peralta-; no hacerlo equivale a condenarnos al mis-
mo aislamiento que padece el país.
- Nueva literatura es la que plantea nuevos problemas.;*
- Como por aquí las cosas nunca acaban de envejecer
-terció otra vez iluminado-, saldremos siempre coleros en el
campeonato.
- Peor sería que nos presentáramos comò una vieja pros-
tituta cubierta de afeites para disimular su senectud.
- Estás metiendo la pata -le advirtió José-Antonio, por
lo bajo.
-¿Tomaríais más café?
- Por favor, señora, y que esté bien cargado - aceptó
el doctor Peralta. Estaba nervioso por la larga espera, e irri-
tado por aquella charla sin objeto.
- Lo prepararé yo misma - dijo, doña Consuelo, levan-
tándose»
338
- Ahora entiendo por qué Galo CasaneÜo no puede t e r -
minar su gran novela - dijo José-Antonio cuando doña Con-
suelo se hubo ido.
Galo no respondió. Se hizo un pesado silencio.
- Está dejando de llover - anunció el doctor Benítez,
que seguía en la ventana, al parecer absorto y ajeno a la
conversación.
Doña Consuelo regresó con una bandeja cargada de t a -
citas humeantes. Don Faustino se acercó a buscar la suya y
volvió a apostarse en la ventana, aunque esta vez mirando
hacia la sala. Galo Casanello, perdida la paciencia, apartó
bruscamente a la muchacha que se le dormía sobre el hom-
bro.
-¡Vete a dormir a tu cama, tienes muy mal aliento! -
le dijo en guaraní, con tal desprecio que lo miraron sorpren-
didos.
La chica despertó pestañeando.
-¿Qué, mi amorcito?
Galo apartó la vista, abochornado.
- Dijo que fueras a la cama -le dijo doña Consuelo,
suavemente-. Vete, hija, estás cansada.
-¡Pobre doña Consuelo! -exclamó José-Antonio, procu-
rando hacer pasar el mal momento-, cómo ha de aburrirla
nuestra charla.
-¡Qué va, hombre!, he oído meter baza a varias genera-
ciones. No hacéis más que quejaros.
Estaba molesta por el trato que habían dado a su pupi-
la.
-cHay alguna diferencia?
-<íEn qué?
- Entre las generaciones...
- Pues mira, las de antes tenían más educación.
- Voy a echar una meada - dijo Galo, levantándose.
- Te equivocas, Consuelo -intervino el doctor Benítez
desde la ventana-: "El raquítico dios de la tierra sigue siendo
de igual calaña y tan extravagante como en el primer día.
Un poco mejor viviera si no le hubieras dado esa vislumbre
de la luz celeste a la que llama razón y que no utiliza sino
para ser más bestial que toda bestia",
- Goethe, si no me equivoco.
- No se equivoca usted, doctor, <Lo ha leído en a l e -
mán?
- Desde luego que no -respondió el doctor Peralta, frun-
ciendo el ceño-, ¿a qué viene la pregunta?
339
- Perdóneme, es una tontería que estaba pensando acer-
ca de las generaciones -respondió el doctor Benítez, recos-
tándose en el marco de la ventana, con la taza de café en
las manos-. Tuvimos presidentes de la república que recitaban
en su idioma a Goethe, Shaskespeare y Virgilio, al tiempo
que hablaban y escribían en castellano y guaraní con envidia-
ble perfección.
-¿De qué nos ha valido?
-¡Quién sabe, doctor, quién sabe!
- Se acabó la cultura humanística de la generación del
900.
- Queda uno: el doctor Benítez puede recitar cualquier
cosa en extranjero.
- Gracias, Iluminado, pero soy un sobreviviente. José-
Antonio ha hecho muy bien en no tomarme en cuenta.
- Tenían más tiempo - dijo el doctor Peralta,
- Se equivoca: sus vidas fueron azarosas y no les daba
tregua la pobreza.
- Dicen que nuestro presidente habla alemán.
- Es posi ble, _pero dudo que jamás hojeara a Goethe.
-¿Para qué? ^k>ethe es un particular.
- Os ruego,"señores, que no habléis de política en mi
casa.
-¿Tú lo dices, Consuelo? ¡Tú, la amiga y confidente del
doctor Eligio Ayala!
-¡Oh Eligio!
-"Eres apetitosa mirada por arriba, pero por abajo la
bestia me da miedo".
- No t e entiendo una jota.
- Son palabras que Mefistófeles dirige a la Esfinge - le
informó el doctor Peralta, mirando significativa y triunfal-
mente a don Faustino.
Galo, que había regresado a su asiento, estaba sumido
en un hosco silencio. El doctor Peralta ya no disimulaba su
irritación. Maldecía verse metido en una aventura poco hono-
rable, que alteraba sus hábitos y podía comprometerlo.
- Ha dejado de llover - dijo el doctor Benítez.
- Doña Consuelo, ¿podría intentar de nuevo conseguirnos
un taxi?
- Por supuesto, doctor; llamaré a un amigo mío.
La estaban esperando cuando de pronto el doctor Bení-
tez alzó los brazos y exclamó lleno de júbilo:
* -¡Escuchen, no estaba equivocado! ÍSe turbó la paz de
los sepulcros!
340
Un nutrido tiroteo crecía en intensidad en dirección al
Este. Se agolparon en la ventana, poseídos de subida anima-
ción.
- Parece que va en serio -dijo el doctor Peralta-, es en
la Caballería.
- Diría que más lejos -opinó don Faustino-. Hace rato
que lo escucho. Ahora se oye mejor porque ha cambiado la
dirección del viento.
Eran furiosas ráfagas de ametralladora entre el intenso
crepitar de la fusilería.
-ÍNo hay duda que es un combate en regla! iViva el
Paraguay! - gritó Iluminado, dando brincos de contento.
Los rostros que hasta un momento antes expresaban
fastidio estaban llenos de entusiasmo.
Doña consuelo de la Fuente apareció rejuvenecida, ra-
diante, trayendo en una bandeja de plata finísimas copas de
cristal. La seguía una muchacha con dos botellas de champa-
ña en un balde con hielo.
-¡Caballeros, me lo han dicho por teléfono, se está pe-
leando en Yuquyry!
- ¿Quiénes ?
-¡Quién otro podía ser, por Cristo! ¡Un bravo entre los
bravos, el capitán Feliciano Palacios! ¡Brindemos por los va-
lientes!
José-Antonio Lara descorchó las botellas, llenó las co-
pas y propuso el primer brindis:
-¡Por doña Consuelo de la Fuente y don Faustino Bení-
tez! íA votre santel ¡Pour la belle epoque!

*8&*-K§8*

341
EL SILENCIO Y LA ALUCINACIÓN

Me pesaba una sombra lastimera lastrada de pesadum-


bre. Se volvía como llamándome. Ahora estaba en la puerta.
Me aguardaba. Le conocía la maña: no se movería de allí
hasta que abandonara mi cuerpo y la siguiera. Me ensombre-
cía los sueños con un miedo vicioso, apestado, funeral, aun-
que esa parte de la mente que no se duerme nunca supiese
que era un sueño. Al despertar me olvido de su forma; no
recuerdo su rostro; sólo quedan la sombra y el asombro. Co-
mo cubierta de navio, un ovalado corredor circunda la casona.
Siento hamaqueros, enrejados, ventanales. Las paredes grisá-
ceas, las columnas rechonchas, los balaustres panzudos tienen
su propia luz de luna. La escalera de mármol se desparrama
sobre el ripio rojo. Los ángeles del barandal tienen las alas
rotas; Cupido, descabezado; Venus, sin nariz. El copón de la
fuente vuelca sus culantrillos sobre aguas estancas de callada
plata vieja. En la glorieta de jazmines una mujer endominga-
da en miriñaques'sonríe lasciva tras su abanico japonés: "Ca-
ballero, soy el fantasma de la casa, encantada de verlo por
aquí". Nostalgiosos datileros escuchan en silencio. Sigue la
hilera de lanzas aguzadas de la verja de hierro, el muro enli-
metado, la retorcida ramazón de los lapachos, el establo en
ruinas, el carruaje sin pértigo, el pozo muerto, el molino de
viento, la floresta sombría, la empalizada de tacuaras que da
al patio del carpintero Villalba. La he seguido hasta aquí
todas las noches. Va a decir algo, enseñar un olvido; no en-
cuentra la palabra, no le sale la voz. Agotada su fuerza de
sustanciación, se disipa en las sombras más vastas. ¿Qué es
esto de soñar siempre lo mismo y recordar en sueños lo so-
ñado?
342
Si permito que la pesadilla perturbe mis vigilias acaba-
rá por transformarse en un delirio. Olvidemos entonces a la
sombra y continuemos la tarea que nos hemos impuesto.
Se van sumando, entreverando, oponiéndose los datos,
testimonios, leyendas, ecos y resonancias de lo que pasó des-
pués de mi huida a Feliciano Palacios y a los restos de su
tropa. Como un tozudo pescador que desenrieda su liñada,
reniego y mascullo sangrándome las uñas y los dientes t r a -
tando de desatar los nudos y estirar el cordel. De rabia los
quisiera cortar con mi cuchillo. No lo hago. Se me ocurre
que si consigo al fin tensar la cuerda encontraré una lógica,
un motivo, a una etapa viril de mi existencia. Descubriré las
claves de algunos temas recurrentes de la historia de un pe-
queño, solitario y aislado país de la tierra fundado por náu-
fragos. Buscaré las constantes de la ecuación del destino de
este pueblo; y acaso de otros pueblos que, cual el mío, per-
didos como arroyos en la floresta, forman el estuario del
gran río de la historia del mundo. Sabré al fin si mi capitán
estaba loco y nos había contagiado a todos su locura, en cu-
yo caso lo más cuerdo fue hacer lo que hice; o si por el
contrario lo empujaba una razón profunda que alentaba t a m -
bién en cada uno de nosotros con la fuerza compulsiva del
amor y la engañosa ceguera de la fatalidad.
Sufro la pesadilla desde que empecé a escribir. Por eso
duermo largas siestas y paso las noches en vela. A los fan-
tasmas les molesta la luz. La Sombra se me ha hecho fami-
liar. La Sombra no tiene forma. Es más bien una presencia,
una desolación. En cambio de la dama de la glorieta me acuer-
do perfectamente. Tiene un parecido asombroso con una mu-
jer con la que suelo encontrarme en mis correrías nocturnas.
Me mira, baja la vista, apura el paso. La impresión que me
produjo la primera vez que la vi es probablemente la causa
de que la siguiera viendo en sueños.
Todo esto es efecto del encierro y de la soledad. Fabio
Iglesias también estuvo oculto en esta casa, sin más compa-
ñía que los viejos sirvientes caraf Toví y ña Tomé. Pero él
estaba inmerso en la simplificada lógica de la guerra. Mi
presencia en cambio sólo tiene el dudoso valor de un desafío,
de una descabellada tentativa de perseverar en el ser. Volví
después de muchos años para vivir en mi país y rescatarme,
aunque siempre, en todas partes, había vivido mi país. Si adop-
tara por patria al Universo me libraría del compromiso. Pero
el Universo es demasiado grande para mí. No renegaré en su
nombre de mis viejas lealtades. Mi país es una mierda, lo

343
admito; pero ser parte de esta mierda es mi fatalidad y mi
destino. Y es mi orgullo y es mi honor. Pero, ¿para qué ha-
bitarlo en esta casona en ruinas? ¿Estoy buscando la comu-
nión con sus fantasmas? ¿Qué le puede hacer a un hombre
de quinientos años una ausencia de tres lustros? Debería t a -
char estas frases rimbombantes. Este encierro, perseguido por
una absurda pesadilla que empieza a parecerse a una alucina-
ción, no tiene mucho sentido.
jjt $ $ * sfc $

Escribir un libro concebido por otro me está resultan-


do más difícil de lo que creí al principio. Me había trazado
un plan, pero ahora sé cada vez menos cómo y cuándo aca-
bará. La dificultad no está en la trama ni en la caracteriza-
ción de los personajes, sino en algo más profundo, o si se
quiere, más confuso. Cuando llevado por la impaciencia pre-
tendo soltar las amarras de la imaginación, siento que algo
me detiene. Entonces me resigno a copiar monólogos, capitu-
les enteros del manuscrito original, notas, recortes de perió-
dicos, cartas, apuntes casi ilegibles.
¿Qué soy en definitiva? ¿Un escritoor o un escribiente?
¿Cuál es la diferencia? De muchacho quise hacer muchas co-
sas. Tantas que hubiera precisado muchas vidas y un tiempo
vertiginoso. De haber narrado mis sueños hubiese sido el his-
toriador de un país fantástico/ que abarcaba un continente.
Pero nací en el Paraguay. Tupa* me puso en ñakyrá** en la
copa de un quebracho muerto antes de que pudiera dar el
fuego a los hombres. Aunque las hormigas devoren mis entra-
ñas quisiera seguir creyendo en la Esperanza. Sin embargo, se
apodera de mí el Espíritu que niega. Me fuerza a escribir a
mi pesar una historia pedestre de hombres vencidos que aman
la derrota como a una amante enferma.
Esta noche tuve un sueño que encajaba en la trama, y
en sueños lo escribí. Apenas desperté se fue borrando como
un barco que se aleja en la mar borrascosa. Debajo de una
cabana en la que deliberaban un cerdo, un tigre, un zorro, un
cuervo, un loro y varios asnos de uniforme había un nidal de

* Dios.
** Cigarra; castigo cuartelero que consiste en hacer subir al culpa-
ble a la copa de un árbol y pregonar sus culpas desde allí.

344
víboras que llegaban al acuerdo de guardar sus venenos para
no emponzoñarse unas a otras. ¿Serían quiénes? No lo sé.
Sospecho que se proponían que todo aconteciera en la t r a s -
tienda de la historia como el cieno que se pudre en aguas
estancadas, espejos del cielo azuL
Sin embargo el escritor no ha de fiarse de visiones oní-
ricas ajenas a su instrumento de soñar. Los sueños del escri-
tor siempre han de darse en la punta de su lápiz. En esto
soy lapidario. El escritor no es un hombre que escribe, es un
lápiz con hombre, aunque^ sea un Bürró-lápiz. En caso--de con-
flicto entre el hombre y el lápiz, ei pleito se dirime en favor
de éste "ultimó.
Por desgracia y por mi culpa no tengo „La__lapicera., de
marfil mordida en uno de sus extremos por dientes procera-
les. Augusto Roa Bastos me ganó de mano. No cuento como
él con la pluma-memoria que proyecta en el papel, delirantes
metáforas ópticas. No la heredé de Loco-Solo, aunque t a m -
bién lo conocí en mis pubertades. No le aceché durante años
como lo hiciera Augusto. Más bien le disparé al tuberculoso.
¿Quién se iba a imaginar que el pobre hético guardaba su
perdición y su tesoro en la cumbrera de su rancho? Más de
una vez, caído en las cunetas o desbarrancado en el arroyo
después de una borrachera, me llamó prometiendo maravillas
e implorándome ayuda. No me animaba acercármele por t e -
mor al contagio. Yo era un muchacho muy higiénico. Pero
asistí a su entierro. Contrariamente a lo que afirma Roa Bas-
tos en la página 218 de su inconmensurable "Yo, El Supremo",
püedo_decir que, a pesar de las rígidas normas castrenses, las
sobras de Loco-Solo fueron inhumadas en ei cementerio del
Hospital Militar. Eran tiempos de anarquía y el muerto había
sido partidario del gobierno.
Debo püé¥ "coñfórmarse con un modesto adminículo con,
ánirrm. de grafito. Se consume por ambos extremos y transmi-
te a sus sucesores la disposición al sacrificio y la tenacidad
de su heroísmo. Admiro en mi lápiz sus virtudes morales,
aunque no muy a menudo su talento. A mi lápiz se le antoja
que dice siempre la verdad; que todo cuanto escribe aconte-
ció de alguna manera. Insistiría en ello aunque no quedaran
testimonios, crónicas y fotografías que en este caso sobre-
abundan en el armario de las pulgas. Deberé pues olvidarme
de las chifladuras del sueño, acaso originadas en la mala di-
gestión de una sopa de letras recargada de condimentos l i t e -
rarios, y atenerme firmemente a los principios de mi lápiz.
T* T* 1 * *P *P T*

345
¿Cómo traducir la palabra ñasaindy? Jasy es la luna,
apocope de mbyyasy, madre de las estrellas. Ñasaindy es la
luz abstracta, fría, que se extiende sobre el mundo en las
noches lunadas. Si dijera no más "luz de luna" bañaría al
niño de fuego.
Es la noche tan clara que escribo en el corredor sin
precisar de lámparas. Cimbran las ramazones de los viejos
lapachos; crujen las hojas muertas del datilero; pasa llorando
un tranvía. Más allá de las verjas está el mundo.
A veces me animo a transponerlas. De noche la Asun-
ción vuelve a ser mía como el recuerdo de una mujer inolvi-
dable. Camino por la Avenida España con los fantamas en-
candilados de la Picada de Manorá. Me escurro por detrás de
la Estanción. La vieja cárcel sólo existe en la memoria de
generaciones de hombres honrados que la padecieron, y, cu-
riosamente, la amaron,, Paso por la Catedral, contemplo la
bahía desde la Costanera. Se ha mudado la Escuela Militar y
demolido el Estadio Comuneros. Han puesto por ahí una e s t a -
tua del Mariscal Lope? que parece un agrandado soldadito de
plomo. Eludo el centro. El alma de la ciudad madre de ciu-
dades y noifia de los paraguayos se alumbra en los faroles
lánguidos colgados de columnas de hierro acribilladas por las
balas de diez revoluciones. Camino por el Parque Carlos Anto-
nio López, que fuera el cementerio de El Mangrullo. No sé
cómo he llegado a las • barrancas de ítá Pytá Punta, y cómo
puedo divisiar los invisibles bergantines de A yolas que remon-
tan eternamente el río en procura de un sueño irrealizable.
Regreso al amanecer sin la menor fatiga. Un mendigo muti-
lado, envuelto en un poncho negro, tirita en el atrio del Pan-
teón de los Héroes. Los madrugadores pasan a mí lado como
si no me vieran.
Impulsado por instintos primarios algunas noches hago
escapadas a casa de doña Consuelo de la Fuente. Me hace el
honor de recibirme en la sala reservada a los huéspedes ilus-
tres. Hablamos de la abdicación de Alfonso XIII, de la mar-
cha de las operaciones contra íos saco-mbyky del coronel
Chirife y quiere saber qué ha sido de Albino jara, ese mu-
chacho tan buen mozo. Si está en vena, ejecuta bellamente
en el piano romanzas dé zarzuela; o, a mi pedido, la Canción
del Soldado, que cantamos a media voz, con los ojos arrasa-
dos de lágrimas:

Con vuestra venia, mi capitán,


isolo un momento,
346
la caiabina por la guitarra
ta cambia mi...
Me deslizo a la habitación de Martina. Conoció a mi
capitán Palacios, vio morir a Pabla, le quemaron la casa, ma-
taron a su padre, violaron a su madre y ella quedó en el
desamparo. No puedo decirle nada. No temo una delación,
pero cuando estoy con Martina me siento vagamente culpable
de estar vivo.
He empezado a dudar de mis vigilias. Asistí hace mucho
tiempo a la representación de un drama estupendo. Al des-
pertar me costó trabajo convencerme de que no había ido al
teatro. En sueños fui autor, director, decorador de una obra
maestra y pude representar la totalidad de los papeles. No
me tomé el trabajo de anotarla porque estaba demasiado ocu-
pado en transformar el mundo. Ahora en cambio mis posibi-
lidades de acción se han reducido a cero. Basándome en apun-
tes que encontré en la casa, bosquejé un plan para intentar
un libro. No p-iedo dirigirlo conforme a mi voluntad. Interfie-
ren en el espíritus contradictorios. Como la Sombra de mis
pesadillas, una angustia sin voz procura dictarme. Al revisar
por las mañanas el trabajo de la noche, encuentro largos pá-
rrafos que no recuerdo haber escrito y cuyo sentido no com-
prendo.
*tf ^ b ^ b ^ b i£* ^ b

De nuevo la luna llena. Se esconde y reaparece entre


negros nubarrones, flecos de un temporal. La blanca luminaria
del cielo derrama sobre mí parecidos efluvios que sobre la
generalidad de los lunáticos, el Hombre Lobo y el folclorico
Louis Home, que, convertido en perro negro, desentierra y
devora "cadáveres en el camposanto. Yo, modestamente, me
siento ganoso e inspirado para continuar, en el corredor de la
Casa de la Calle España, la ímproba tarea de completar un
libro a medio componer por un desconocido. Por alguna razón
que no me alcanzo a explicar, también esta tarea se me an-
toja siniestra. Puede que tenga que ver con la creciente fo-
tofobia que padezco; o con la confusión metafísica. Si me
preguntaran acerca del sentido de lo que estoy escribiendo,
se entiende que por cuenta ajena, me forzarían a responder
que lo ignoro. He separado esta noche algunos apuntes de mi
anónimo colega con el proósito de examinarlos para ver si

347
encajan en la trama como pedazos de un rompecabezas cuyo
modelo desconozco.

"Al despertar Mariana Arguello sintió la tierra mojada


por la lluvia tras de una larga sequía. Con los ojos cerrados
divisó en una llanura tendida, revuelta, desmelenada, bajo el
cielo incendiado de relámpagos, sacudida por los truenos, ejér-
citos enanos montados en musarañas feroces que se lanzaban
unos contra otros esgrimiendo minúsculos meteoros. Vio zan-
jones profundos convertidos en torrentes rugidores, y al río
que corre hacia el olvido llevando todas, las aguas. Creyó oír
un lejano tableteo. No quiso levantarse. Los sentidos, aguzados
por la pasión, percibían los disparos con creciente nitidez.
"Son ellos -decía cada fibra de su carne-; pelean por mí,
vienen a rescatarme".

Abundan en los borradores párrafos corno éste, enfáticos


en exceso, al menos para mi gusto. Los he moderado ò su-
primido en la redacción final, presumiendo que el autor hu--
biera hecho lo mismo de haber tenido tiempo para ello. Asi
también, las veces que encontré lagunas insalvables, las relle-
né como pude, apelando a otros testimonios.
- El capitán no vio mal que te escaparas cuando nos
salieron los fuerzas en el maizal -me dijo Lucas Portillo en
el curso de una larga vela consumida en remembranzas y aguan-
tadas con amargas cebaduras apretadas con caña-. De otro
hubiera dicho que era un cobarde desertor. Tratándose de ti
estoy seguro que hasta se puso contento. Aunque no se te
pudieran encargar trabajos de mucho compromiso, porque t o -
do lo echabas a perder con tu atolondramiento, yo te aseguro
que el capitán te apreciaba de verdad. Cuando se sintió morir
me encargó que te entregara su libreta. Antes le había arran-
cado una hoja para escribirle una palabra a una mujer que no
conociste, y a la que no quiero nombrar sin su permiso.
Recuerdo que algunas noches, mientras Turnábamos por
turno mi asqueroso cachimbo, el capitán se ponía enigmático.
Hablaba de cualquier cosa, pero uno se daba cuenta de que
el verdadero sentido de sus palabras quedaba en la penumbra.
Solía referirse a la vez que entró clandestinamente a la ca-
pital para dirigir un golpe de mano que, como todos los que
se intentaron, fracasó.
- No me asusta pelear a campo abierto -dijo, y era
verdad porque lo he visto moverse entre las balas sin temeri-
348
ciades ni recelos-, pero confieso que andaba por las calles
como una rata en un galpón lleno de gatos. No soy un cons-
pirador sino un soldado. No hay valientes en general, el valor
es específico. Una noche debía encontrarme con un enlace en
una esquina. Me habían dicho que él me reconocería. Por
falta de práctica llegué temprano y tuve que esperar. Me
pareció una eternidad, el miedo es siempre más grande que
el peligro. Fue creciendo hasta salir de mí y agazaparse en-
tre las sombras como un monstruo al acecho. No ese miedo
viril de los combates, que te salta a la frente y prepara el
corazón para la lucha, sino un miedo infeliz, amedrentado. De
repente, como si hablara la tierra, pronunciaron mi nombre.
Estuve a punto de gritar. Entonces oí una risa de manantial
entre las piedras. Junto a mí había una mujer que parecía
una reina. No volví a sentir miedo... salvo de ella algunas
veces...
En campaña sólo hablábamos de las mujeres cuando las
cosas iban mal. Entonces a cada uno le apretaban las nostal-
gias y los remordimientos. Quién se acordaba de la madre,
quién de la novia o de la esposa, y aquéllos que no tenían de
• qué dolerse se estaban nomás con el fusil colgado del hom-
bro, tristes y silenciosos, mirando el atardecer. Yo sabía que
el capitán había dejado en Buenos Aires a su esposa y sus
hijos, y que en la Asunción vivía su anciana madre, que era
una gran señora. Nunca habló de ellos. Por eso me sorpren-
dió que Lucas Portillo me dijera aquella noche, entre mate y
trago, hablando de nuestro capitán:
- Lo conocí de mentas mucho antes de verlo, por boca
de una mujer que gustaba recordarlo. Después él me habló de
ella. Solía hacerlo a escondidas, cuando nadie podía oírnos,
como si le diera vergüenza esa necesidad que le apretaba el
corazón.

"La odiaba y la quería, la admiraba y despreciaba, la


buscaba y la rehuía; se enorgullecía de ella al tiempo que lo
avergonzaba. Era como la Patria, una reina esclavizada y arro-
jada en un burdel11.

En vez de estas cursilerías hubiera bastado a mi anóni-


mo colega agregar algunas precisiones para completar el per^
sonaje. ¿Por qué no suplir tales falencias?'"¿Quien me lo im-
pide? '<nú? <*Y quién eres tú? Nadie. Estoy solo, absoluta-
mente solo en el desierto caserón. ¿Dónde está mi capitán
para decirme que la Mariana Arguello de esta historia, acaso
349
deformada por el alma difusa del autor de los galimatías que
tengo a la vista, es la misma mujer que secretamente llevó
en el corazón como bandera y nos obligó a seguirla con loco
empecinamiento? Por ella tuvimos que matar, por ella que
morir, sin haberla jamás visto y sin saber quién era. ¿Qué lo
empujaba a tan ridículos torneos?

"Se lanza el caballero lanza en ristre, descalabrador


descalabrado, mientras la dama se acomoda con el bufón del
rey".

-iNo señor, no copio más! ÍNadie me obligará a hacer


el ridículo por cuenta ajena!

-¡Ah, quieres saber, quieres saber demasiado, más de lo


que serías capaz de soportar, más de lo que se atrevió tu
capitán! No podría saber cómo empezó; eso no lo sabe el
diablo; escapa a su competencia hasta que se enturbia y e n -
venena como un arroyo en el que desemboca un al banal de
aguas servidas. Lo de siempre, supongo. Creerían conocerse
desde antes de sus advenimientos porque estaban viviendo i a
eternidad. Hasta que descubrieron que estaban desnudos. Se
miraron sin piedad, con un cinismo delicioso. Los secretos
resortes, los móviles ocultos de cada uno de sus actos se
mostraban alumbrados por una luz viscosa, penetrante, refrac-
tada en podreduras, ÍAh los placeres del desquite! Desposeí-
dos del perdón, sabemos disfrutar de la venganza y fecundar-
nos en el odio. Nadie deglute impunemente el fruto prohibi-
do. Ella vestía una blanca túnica de razo y entraba en el
oscuro pasadizo llevando en la mano una antorcha humosa.
Descendían grada por grada quemando telerañas, alborotando
murciélagos, espantando ratones, pisando alacranes, tropezan-
do en esqueletos, hasta que él se detenía, tembloroso, apo-
yándose en las tapias mugrientas, sudorosas, y se negaba a
seguir. Ella lo miraba con sus ojos muertos. Despertaban para
continuar obrando de conformidad con el libreto. Cada noche
descendían un nuevo escalón. No llegaron al final. No se a t r e -
vieron a perder definitivamente la inocencia y a renunciar
para siempre al paraíso. El no se atrevió a llegar al término
en el cual, quebrantada la fe, herida la ilusión prematura y
súbitamente envejecidos; pero libres, libres como el Mal, asu-
mirían su Ser hasta la Nada. ¡Idiotas! ¡Querían vivir, seguir
mintiendo! Soñaban con la insurrección de los lémures y se
entregaban a ritos obscenos...

350
<Qué es esto de escribir al dictado de una sombra cuyo ,
lenguaje no comprendo y cuya voz me es inaudible? Hasta
ahora he logrado dominarla, pero hoy siento que me tiembla
la mano. ¿Quién se oculta detrás de los papeles que encontré
en el armario de las pulgas? Lo creí disimulado entre los
personajes. En ocasiones pensé que eran los borradores de la
gran novela inconclusa de Galo Casanello; en otras, una in-
cursión prosaica de José-Antonio Lara o un desliz hacia la
épica de Iluminado Fretes; descarté al doctor Benítez, pero
no a Timoteo.
Si me atreviera a admitir que el libro está escrito por
el diablo, empeñado en matar a un dios en cada hombre, me
lanzaría resueltamente por mi propio camino, libre de dudas
y escrúpulos gremiales. cQué pasa? lían cesado el viento y
los murmullos; la luna se ha escondido tras densos nubarro-
nes. Desde la glorieta de jazmines la Dama de Miriñaque me
llama con el abanico. Si cedo a la tentación de esta sirena
empaquetada estoy perdido. Ya no conforme con salirme en
sueños, perturba mis vigilias. Cuando den doce campanadas en
el reloj de la Catedral podré salir a mi vez a caminar por
las calles, furtivo como un soplón. O iré a visitar a Martina,
encamación de la derrota y símbolo de nuestro fracaso, para
sentir y persuadirme, en brazos de la desdicha, que sigo per-
teneciendo a eso que llaman el mundo de los vivos.
Entre tanto daré curso a la palabra racional y verídica
de Lucas Portillo^ el único sobreviviente de la columna Pala-
cios y testigo de la muerte de nuestro capitán:
- Tuvimos la mala suerte de perderlo justo cuando nos
acercábamos al objetivo y la victoria estaba al alcance de la
mano. Apenas podía hablar. Atalaya decía que era mal del
corazón. Nos miraba con el asombro de vernos a su alrededor
sin saber qué hacer para aliviarle y aliviar esa pena que nos
iba rebozando hasta brotarnos por los ojos. Le armamos un
pagüiche con ramas y con mantas. Nos sentamos a esperar.
Queríamos morir con él, pero morir matando fuerzas, no de una
triste enfermedad como cualquier particular. Ni esa suerte le
llegó. Empezaba a llover cuando a la luz de un refusilo des-
cubrimos una descubierta que avanzaba hacia nosotros. Le
dimos recibimiento y la hicimos recular. Enseguida vendría el
grueso; había que salir de allí. Nos preparábamos para llevar
al capitán cuando nos dimos cuenta de que estaba muerto.
Lo tapamos con su poncho y fuimos a alborotar por otro lado
con la esperanza de que no encontraran el cadáver y alguno
de nosotros pudiera volver para darle sepultura. Entonces pasó

351
una cosa difícil de creer. Se armó a nuestro alrededor un
formidable tiroteo entre relámpagos y truenos, como si fuera
el fin del mundo y todos los muertos se hubieran levantado a
combatir. De acuerdo con los compañeros, escondí mi fusil y
me fui para Asunción a cumplir el último encargo de nuestro
capitán.
Lucas Portillo me miró, bajó discretamente los ojos y
me dijo:
- Comprendo que te duela y no te puedas consolar has-
ta hoy en día por haber faltado la noche en que se remató
nuestra desgracia. Nunca tuviste mucho tino. Es fácil perder-
se entre los cerros y los montes. Te quise ir a buscar pero
el capitán no me dejó. Para morir hay tiempo, y quien sabe
si no había una bala marcada con tu nombre la noche de la
tormenta. El capitán no quería que te mataran. Si algo le
pasaba, como al cabo le pasó, eras el único que podías hacer
un compuesto en su memoria.

"Era una lluvia densa, uniforme; habían cesado los true-


nos y relámpagos. Mariana sintió una extraña placidez. Lo vio
llegar convertido en una sombra balbuciente, acobardada. Se
detuvo en la puerta. Parecía asustado de no oír su propia voz.
A ella le pareció que procuraba disculparse por no haber lle-
gado a tiempo, pero ahora levantaba un dedo acusador para
luego sentarse en una silla con la cabeza entre las manos,
abrumado por el peso de la muerte".
1
Según Lucas Portillo, la carta de Feliciano Palacios con-
tenia una sola palabra tres veces repetida; un insulto despia-
dado, que no me atrevo a trascribir, y la firma de mi capi-
tán.

En un año de encierro he copiado monólogos blasfemos,


he compuesto breviarios de teología herética basándome en
apuntes que no me pertenecen. Corro por ambas causas grave
riesgo de arder eternidades, como si el calor que hace esta
noche no fuera castigo suficiente para el más empedernido
pecador. Maldita sea la hora en que los malditos papeles de
mi maldecido colega despertaron en mí la ya olvidada manía
de escribir. El condenado deja una cantidad de agujeros que
no sé cómo llenar o remendar en tanto que se agotan las
fuentes documentales en el maldito armario, criadero de mal-

352
ditas pulgas resitentes al más cargado cocimiento de hojas de
paraíso que sin más despulgarían aí más pulgoroso de los p e -
rros.
Estoy exhausto. Habíamos llegado a promediar la historia
rastreando"fatigosamente una verdad revelada, cuando de pron-
to hit colega se me empaca como Dante en el infierno. Ka
perdido el aliento; le ha flaqueado la voluntad de persistir
propia del novelista, soldado de infantería de la literatura,
arma de machos, como decía mi capitán. En el Ejército de
laa^Letras,-al novelista han de tocarle los""''trabajos., m á s . su-
cios, las marchas agotadoras, las cargas a la bayoneta; el
peso de la mochila y de la incertidumbre. Si supiera dónde
hallar a mi anònimo colega haría que lo fusilen. Se ha enre-
dado en su propia telaraña, de la que no podrá salir con mo-
vimientos convulsivos. Hace confusas apuntaciones con su le-
tra ilegible. Pasa por alto detalles que serían reveladores.
Borronea bosquejos disparatados sin intentar siquiera darles
forma. La caotica estampida de los acontecimientos desban-
dados rebaza su capacidad de imponerles un orden. Deja a mi
cargo conducir la batalla. Desmunicionado como estoy me
obliga a cubrir la hueca con huestes desmoralizadas. Si por lo
menos la Sombra me dictara de una manera coherente, en
vez de hacerlo con insinuaciones. La parafrástica inventiva de
mi anónimo colega no basta para ilustrar el enigma de las
mascaras, títeres y monigotes que se mueven en ei ojo del
agua; yresap^pe, como se dice en guaraní del reflejo del r e -
flejo de lo reflejado.
Quizás termine esta noche en casa de doña Consuelo de
la Fuente. O vagando por las calles como un alma en pena
hasta que la aurora me devuelva a la humedad de mi tumba.
Martina ya no me cobra de puro acostumbrada. Lo más que
hago con ella es aburrirla con mi charla, siempre con el mis-
mo tema. O me largaré mañana mismo a pasear por el cen-
tro en pleno día para que todo acabe de una vez. La gente
está amedrentada. Ayer encontré en la calle a un viejo ami-
go. No pude resistir la tentación de saludarlo. Pero él, en
lugar de estrechar la mano que cordialmente le tendía, huyó
como si hubiera visto al diablo. ¿O es que he empezado a
parecerme a Timoteo?
Debo seguir adelante a pesar de mí mismo y de todos
los diablos, los espectros y las brujas de la Casa de la Calle
España. Los motivos que me alientan son de naturaleza ética
antes que literaria. Tengo que averiguar que pasó después de
que en un momento de pánico abandoné a Pabla, Atalaya y

353
Portillo en un maizal y corrí despavorido a ocultarme en un
monte. En los días que trascurre la fábula yo estaba escondi-
do en las cerranías de Altos. Acosado por el hambre, bien
entrada la noche, reptaba por los surcos de las capueras de
los campesinos para robar algo que comer. Todas mis ener-
gías estaban aplicadas a salvar el pellejo mientras mi capitán
y el resto de mis camaradas caían en su ley. En la misma
ley que fue la mía hasta que los abandoné. Me quedó una
duda desde entonces: ¿Valió la pena el sacrificio de tantos
hombres y mujeres excelentes por encima de toda pondera-
ción? ¿Fue una locura? Y si lo fue, ¿qué es la locura?
Durante varios años hice averiguaciones. Fabio Iglesias^
Emilia Sandoval, Martina, Lucas Portillo; el doctor Beníte;:,
doña Consuelo de la Fuente -para usar los seudónimos que se
emplean en el manuscrito de mi anónimo colega-, así como
otras personas, me contaron muchas cosas.-Logré así una
aproximadamente exacta reconstrucción de los hechos. Ocu-
rrió sin embargo que, tanto si los consideraba aisladamente
como si los disponía en el orden en que se produjeron, se me
antojaban tan absurdos, confusos e incomprensibles como la
más disparatada pesadilla. Por eso, cuando vine a ocultarme
en la Casa de la Calle España y encontré en los borradores
del armario de las pulgas algo así como la imagen invertida
de los mismos hechos, reflejados en un espejo cóncavo, con-
cebí la ilusión de que colaborando desinteresadamente en el
acabado del libro, tendría la oportunidad de profundizar mis
indagaciones.
Debo aclarar que la semejanza verdaderamente asom-
brosa, y en ocasiones aterradora, entre la realidad y la fic-
ción, se virtualiza en un plano distinto del habitual. Si bien
los episodios no están - dispuestos arbitrariamente, él orden al
que están sometidos es autónomo con respecto a la cronica.
Abarcan un tiempo y un espacio que desbordan la anécdota y
condensan en ésta la constante de un siglo. Ocurren y t r a s -
curren a su manera, y son tanto o más verídicos que el más
acabado producto de la ciencia histórica.
Así también Jos personajes son y no son los que prota-
gonizaron en la vida lo que se narra en la novelárXlact'a^qüién,
como en la vida, es lo que es y una metáfora." Me mantienen
en perpetuo sobresalto, duda y perplejidad. Nunca estoy segu-
ro de tratar coni jy^ariejicías, entes de ficci6ir^o-«eFes--de-caTr*''
ne y hueso. A veces me visitan, supongo que en el entresue-
ño, cuando me rinde la fatiga. De no ser así serían alucina-
ciones, y yo estaría cayendo en el delirio o me estaría desìi-

354
zando en la jurisdicción de la muerte. Se presentan de a uno
o en tropel. Sé de quienes han muerto; a otros les he perdí-
do el rastro, y hay algunos que conducen sus cadáveres en
lujosos automóviles por la Avenida España.
Debo confesar que hasta el momento no he encontrado
una respuesta satisfactoria a mis dudas existenciales, si bien
he averiguado que nuestra marcha forzada desde las estriba-
ciones del Amambay hasta las cercanías de Asunción obedecía
a un plan preconcebido. El capitán debía estar sobre la capi-
tal un día determinado con el grueso de sus fuerzas, pero
ocurrió que la columna rebelde fue cercada y prácticamente
aniquilada por el Famoso Regimiento a cien leguas del obje-
tivo. Roto el cerco, reducida la tropa a un puñado de sobre-
vivientes, el capitán no pensó siquiera en desistir. Se vino con
lo que le quedaba. Esto ha ocurrido tantas veces que no le
cabe el mérito de la originalidad. Mi capitán no estaba loco.
Yo hubiera hecho lo mismo. Los paraguayos siempre han sido
combatientes empecinados. Si midiéramos las fuerzas y nos
dejáramos abatir por la derrota, hace rato que este país hu-
biera dejado de existir. Mi capitán no ha muerto. Allá está,
en la glorieta de jazmines, con la Dama de Miriñaque. Viste
un raído uniforme de oficial de la escolta. Lleva un casco de
bronce con una cola de mono en la cimera. La sombra del
Mariscal se adelanta a prenderle ia condecoración de Cerro
Cora: "Venció penurias y fatigas". Estoy yo también, con mi
fusil recuperado. Pero, cuando mi apariencia se adelanta a
recibir la medalla, la visión se disipa.

355
EL MENSAJERO

Iluminado Fretes se aferraba al volante del jeep como


un jinete inexperto a las riendas de un caballo mañero lanza-
do al galope. Apenas sabia conducir, pero no había querido
oponer objeción tan humillante al encargo que le hiciera su
madrina. Trataba de ir por el centre de la carretera desier-
ta mojada por la llovizna, que parecía moverse de un lado
para otro para esquivar las ruedas del automóvil. Varias veces
había resbalado a la banquina. Estuvo a punto de caer en un
barranco. Había pasado la tormenta y amainado el tiroteo. A
poco de salir de la ciudad por la ruta Mariscal Estigarribia,
un retén de soldados armados hasta los dientes le dio la voz
de alto. Eran de caballería. Le sorprendió encontrarlos tan
lejos de sus cuarteles. El oficial que los mandaba reconoció a
Iluminado y ordenó, bostezando, que lo dejaran seguir. Pasan-
do Capiatá dobló a la izquierda por un camino de resbaladiza
arcilla roja. Esperaba que su conocimiento del terreno y de
las tradiciones militares le permitieran salir sin mucho riesgo
en la retaguardia de las tropas del general Melgarejo, que,
según Muñeca Egusquiza, estaban en el poblado de Yuquyry.
Había dejado de llover. Conforme amanecía se despere-
zaba la pelea. Ráfagas de ametralladora entre largos estam-
pidos de màuser. Le brincaba el corazón pero no tenía miedo.
El tiroteo despertaba en el comediante, el oficinista y el
picapleitos atávicas marcialidades. El jeep, lanzado cuesta
abajo, rosaba alternativamente uno y otro paredón del barran-
co que encajonaba el camino.
Serían las dos cuando pasó a buscarlos el taxi, llamado
por el doctor Peralta, por ia casa de doña Consuelo de la
Fuente. Contra su costumbre, don Faustino estaba algo achis-
pado. Lo ayudó a subir las gradas del portón. Desde el co-

356
rredor vio luces en su casita del fondo. No era probable un
descuido de la ahorrativa Filomena, asi que dejó a don Faus-
tino en el escritorio y se fue a ver qué pasaba. Encontró a
su hermana conversando a su manera con una muchacha e m -
papada por la lluvia. La sorpresa le impidió reconocerla de
inmediato. Era Leocadia, la mucama de Muñeca Egusquiza.
Le dijo, algo imperiosa, que su patrona necesitaba verlo en-
seguida. Agregó que lo estaba esperando desde ia medianoche.
Iluminado se puso un impermeable, se caló un sombrero a su
medida, y le acompañó las treinta cuadras que distaba la
casa del ministro. Leocadia lo hizo entrar por el fondo. Pidió
silencio con un índice en los labios. Encendió la luz en una
piecita, le indicó una silla y se marchó sigilosa.
El dormitorio de Leocadia era un cuartucho increible-
mente pobre en un palacio como aquel. Había una silla y un
catre destartalado, con un colchón lleno de agujeros y una
manta haraposa. En los rincones se amontonaban cachivaches
y había vestidos pendientes de clavos en la pared. Flotaba un
.fuerte olor a encierro y a traspiración. Iluminado iba a sen-
tarse cuando sintió pasos que venían. Era Muñeca, con un
salto de cama sobre el camisón.
-¡Hola, querido! -le dijo, secreteando-; por fin llegaste.
Vas a hacerme un favor.
- Ya sabe usted, señora, que yo...!
-iChist!, habla más bajo y semate por ahí. Tu vozarrón
es imposible.
Tenía el rostro macilento, plácido y demacrado de mu-
jer bien servida. Al parecer no había dormido. Ocupó la silla,
cruzó las piernas y sacó un cigarrillo de un paquete que traía
en la mano. Cuando Iluminado se sentó, chirrió el catre, e s -
candaloso, con amenaza de derrumbe. Se levantó acalorado y
buscó apoyo seguro en uno de los travesanos, sobre el sostén
de una pata. En la mirada de Muñeca se mezclaban el repro-
che y el desdén.
-¿Querés un cigarrillo?
Iluminado aceptó. Le temblaban las manos. Muñeca le
dio fuego con un encededor de oro. Sonreía escrutadora, e n -
trecerrando los ojos. Iluminado exhaló una bocanada con pro-
fundo desahogo.
- Te necesito, debo confiar en vos - dijo Muñeca, como
procurando convencerse.
Sabía pedir de una manera que era imposible negarle
nada. Por otra parte, iluminado le debía muchos favores; en-
357
tre otros, su puesto en el ministerio. Con mover un meñique
ella podría refundirlo.
- No pidas explicaciones, al menos por ahora... ¿Sabías
que el general Melgarejo está en Yuquyry?
-¿Cómo iba a saberlo?
- Llegó ayer, persiguiendo a ese loco de Feliciano Pa-
lacios, que por lo visto no está muerto. En fin, eso no tiene
importancia...
Iluminado tenía la mente en blanco. Muñeca suspiró.
- Tenes que llevarle una carta a Melgarejo.
Iluminado se incorporó a medias y volvió a sentarse,
aturdido. Casi se cae con cama y todo. Muñeca esperó qué
reaccionase.
- Desde luego, es peligroso, pero tenes que arriesgarte.
Sos el único que lo puede hacer. Todo el mundo te conoce,
sabe que sos el secretario del ministerio del Interior, no te
van a detener en el camino. Si te ataja la Caballería, deciles
que te mando a la estancia a traerme un vestido que dejé
olvidado, o lo que se te ocurra. ¿Quién se va a fijar en vos?
Sos buen actor, sabes hacerte el tonto, tenes muchas mañas
-sonrió-, y si entregas la carta te premiaré como es debido.
-¿El ministro lo sabe? - se atrevió a preguntar.
-¡Eso a vos no te importa!
- Está bien, decía nomás...
Muñeca sacó un sobre cerrado del bolsillo.
- Aquí está. Nadie más que Melgarejo puede saber quien
te la dio. Aunque te maten, ¿entendido? ¡Aunque te hagan
picadillo! Si lo decís voy a negarlo, y te va a costar muy
caro.
- Sí, señora.
Muñeca se mordió los labios. Sacó otro sobre, idéntico
al primero, pero abierto. Contenía flamantes billetes de mil
guaraníes. Dos de ellos equivalían a un mes de sueldo de Ilu-
minado F retes.
- Esto es para vos.
Iluminado le opuso las palmas de las manos.
-¡Faltaba más, señora, qué esperanza!
Muñeca se encogió de hombros, sonriendo.
- Agarra si que, no seas tonto. Te puede hacer falta en
el camino.
Iluminado guardó ambos sobres en un bolsillo interior
del impermeable. Muñeca se puso de pie, y le dio las últimas
instrucciones.

358
- Leocadia te acompañará hasta un jeep que dejé afue-
ra. Aquí tenes las llaves.
Iluminado observó que a el! a también ie temblaban las
manos.
-¡Cuente conmigo, señora! - declamó, en un arrebato.
Los ojos de Muñeca se llenaron de lágrimas, de lágri-
mas auténticas, completamente imprevisibles. Como cediendo
a un impulso, lo abrazó estrechamente y lo besó en ambas
mejillas. Se hubiera dejado matar por esta mujer extraordina-
ria. Al salir se llevó la silla por delante, perdió el pie en
una grada y casi fue a parar de narices en el corredor. De
nuevo llovía a cántaros. Galio a la calle siguiendo a Leocadia,
que, empapada, tenía el vestido pegado a sus formas esbeltas.
El jeep estaba en la otr*a cuadra. Arrancó sin protestas. Por
suerte no había tránsito y el vehículo superó facilmente los
raudales hasta salir a la ruta.
"Por lo menos le hubiera prestado un paraguas a la po-
bre Leocadia", le sopló el diablo a Iluminado. "No, Muñeca
es así, no se da cuenta. Está acostumbrada a que le sirvan.
Es una gran señora". Sintió pena de sí mismo. "Soy un pobre
infeliz, me ha engatuzado. ¿Por qué no le dije que no sé ma-
nejar? Sin embargo, manejo. Dios me ayude. Me besó. Hubie-
ra besado a un leproso para servirse de él. Sin embargo, llo-
raba. No eran lágrimas fingidas. ¿Por quién serían? Seguro
que no por mí. Para ella valgo menos que un mosquito".
Antes de llegar a la iglesia de Areguá tomó por un
atajo hasta salir al camino vecinal que conduce a la ciudad
de Luque. Tuvo un momento de satisfacción. Se simio un
gran estratega. A juzgar por los tiros, se había colocado a
espaldas de la zona de combate. No tardaría en encontrar un
retén de retaguardia, donde los soldados se m u e s f a n menos
propensos a disparar a mansalva contra todo lo que se mueve.
Cuando llegara a uno pediría que lo condujeran ante el gene-
ral Melgarejo, entregaría la carta y estaría cumplida su mi-
sión.
Había aclarado lo suficiente como para apagar los fa-
ros. Continuaba e1 tiroteo. Un tiroteo desordenado, orvítil,
con súbitos arranques de furor, que estallaba aquí y allá oon'
intermitencias- caprichosas. En Caacupemí se detuvo unos ins-
tantes. Si seguía por el camino hacia Luque se aproximaría
peligrosamente a la batalla. Decidió doblar a la derecha y
dirigirse hacia I si a Valle, donde con seguridad encontrarte
tropas del Famoso Repimiento.
359
El motor del jeep, que ahora avanzaba trabajosamente
por un arenal, con las ruedas hundidas hasta los ejes, se d e -
tuvo en dos oportunidades. De trecho en trecho adivinaba un
ranchito oculto entre los árboles. Ni los perros ladraban.
"¿Qué diablos dirá la carta? No hay un alma por aquí. Están
asustados. El nombre de Melgarejo paraliza como Drácula".
La curiosidad lo iba venciendo. "Total, no diré nada. Tengo
derecho a saber por qué voy a morirme si la carta lo pone a
Melgarejo de mal humor". Se acordó que ni había mirado los
sobres, pero no se atrevía a desprender una mano del volante.
No pudo aguantar más. Detuvo el jeep en un recodo. Metió
la mano en el bolsillo. El sobre que estaba abierto contenía
diez mil guaraníes, una pequeña fortuna para él. La codicia
le saltó a los ojos. Por fin podría realizar el sueño de su
vida: comprarse un grabador. Miró a trasluz el sobre cerrado.
Contenía una hoja doblada, Entonces se le ocurrió una idea
que se le antojó genial. Guardó el dinero en la cartera, rom-
pió el sobre cerrado y sacó el papel. En eso estalló muy c e r -
ca un furioso tiroteo. No le prestó atención, absorto en su
picardía.
- Por lo menos sabré por qué me matarán - dijo en voz
alta, venciendo los últimos escrúpulos.
Era una esquela escrita a máquina, sin fecha ni firma.

Mi muy querido Patricio: su crédito, el mayor Silvestre


Ocampos, lo ha traicionado. Sublevará su batallón al mismo
tiempo que ¡turbe levante la Escuela Militar. Dalfrosse se a
comprometido a impedir que el Famoso Regimiento entre a la
capital mientras los primeros arreglan cuentas con Ojarro y
exigen la renuncia del Presidente de la República, Después,
entre todos, ios atacarán a usted. El golpe está previsto para
esta misma tarde. Castigue a los traidores, pero no se olvide
que fue su adorada patroncita quien, a escondidas de todos,
se ha animado a avisarle. (El portador no sabe nada. Por fa-
vor, no me lo maltrate).

Iluminado Fretes cabeceó horrorizado, tratando de bo-


rrar lo que veían sus ojos. Era imposible. El mal estaba h e -
cho.
Iluminado Fretes sabía mucho acerca de la conspiración,
entre otras causas, por su insaciable curiosidad que, curiosa-
mente, iba acompañada de una absoluta discreción. Don Faus-
tino no se cuidaba de ocultarle nada, aunque poco le dijera
expresamente. Sus amigos no cambiaban de tema en su pre-
360
sencia, confiando en su lealtad segura. Aunque estaba afiliado
al partido de gobierno, simpatizaba con la oposición. Se sabfa
vastago de una estirpe gloriosa, veneraba a los héroes. Sentía
orgullo de ser hijo del caudillo liberal Prudencio Fretes, muer-
to en la guerra civil. Nada de esto podía adivinar Muñeca
Egusquiza. También a ella le debía lealtad. No temía sus a m e -
nazas. No le movían sus promesas. Tal vez le conmovieran un
poco las lágrimas de una mujer que lo creyó capaz de reali-
zar una empresa tan arriesgada. Pero, lo principal era que le
había dado su palabra. Faltó a ella desde el momento en
que, cediendo a una curiosidad pueril, había leído la carta. Si
nada hubiera sabido, de nada hubiese tenido que culparse.
Puso la esquela en el sobre que contuviera el dinero, lo cerró
cuidadosamente y volvió a guardarlo en el bolsillo del imper-
meable.
Si no hubiera leído la carta hubiese sido instrumento
ciego de una traición; después de haberlo hecho, si la e n t r e -
gaba, sería un instrumento consciente. La diferencia sólo le
afectaba a él; el hecho en sí mismo, a mucha gente. De aho-
ra en más sería responsable de lo que ocurriera. Puso en mar-
cha el motor maquinalmente. Las ruedas patinaban en la a r e -
na. Se sentía anonadado.
Avanzó con lentitud, sin saber qué hacer. Estaba subien-
do una loma. Un viento huracanado empujaba negros nubarro-
nes sobre las cerranías que, a su derecha, se divisaban a lo
lejos. No oyó la voz de alto. Vio el fogonazo y oyó un t r e -
mendo estampido.
Clavó los frenos sin apretar el embrague. El motor se
detuvo. Se vio rodeado de soldados que salían de las sombras
como formas oscuras que se corporeizaban al acercarse. Eran
verdeolivos del ejército, con las mantas cruzadas y los fusiles
listos para disparar.
-¡Baja de una vez, hijo de diablo!
Alguien le agarró de los cabellos, lo arrancó del asiento
de un tirón, arrojándolo de bruces en la arena. Le dieron
patadas hasta que se incorporó tambaleante y aturdido. Un
cabo jovecinto le preguntó quién era.,
- Iluminado Fretes -respondió tranquilamente, sacudién-
dose la tierra con las manos-. Soy funcionario del ministerio
del Interior. ¿De qué regimiento son ustedes, muchachos?
El cabo no respondió, pero las insignias de bronce cosi-
das en los birretes indicaban que eran de infantería, del F a -
moso Regimiento. La calma de Iluminado y la mención del
ministerio los había desconcertado. Estaban cubiertos de ba-

361
rro y empapados por la lluvia. Eran muchachos curtidos, con
esa expresión de dureza y de fatiga de la tropa en campaña.
- Vamos a revisarlo - dijo el cabo.
Uno de los soldados se adelantó. Le palpó de armas. Le
sacó la cartera llena de billetes de mil guaraníes. La pasaron
de mano en mano, mirándola incrédulos, atropellados, riendo
estúpidamente.
-ÍDenme eso! - ordenó el cabo.
Hubo conato de insubordinación.
-¿Por qué hemos de dártela?
-ÍLa encontramos entre todos!
- Nomás voy a mirarla un poco -dijo el cabo, concilia-
dor-. Después nos repartimos el dinero.
Iluminado Fretes sintió frío en el espinazo, pero com-
prendió que era preciso conservar la sangre fría. Accedieron
de mala gana. El cabo era un muchacho de tez blanca, de
aspecto aniñado; parecía inteligente y bondadoso. Se esfor-
zaba sin embargo por mostrarse severo.
- Vamos a ver un poco quién es este individuo - dijo,
examinando los documentos.
Efectivamente, era Iluminado Fretes y tenía una c r e -
dencial del ministerio del Interior.
- El tipo no miente -dijo, rascándose la cabeza-. Es un
autoridad. Mejor dejarlo que se vaya. Nos puede comprome-
ter.
Un zambo alto, espigado y flexible, que estaba descal-
zo, con los pantalones remangados hasta las rodillas, se ade-
lantó resueltamente.
-¿Y la plata? -dijo, mirando a su alrededor, buscando
el apoyo de sus compañeros-, ¿Vamos a darle nuestra plata?
Se cruzaron miradas de zozobra. Crujieron las manive-
las de los m àuse res. Un soldado le sacó el impermeable. El
zambo le arrancó el reloj de la muñeca. Iluminado compren-
dió: lo iban a matar. Como en pesadillas, se esforzó por d e -
cir algo sin que le salieran las palabras. Por fortuna, cuando
llegó el momento de hacerlo, ninguno se decidió a apretar el
gatillo.
- Déjense de joder, muchachos -se oyó decir Ilumina-
do-, van a hacer una macana. No me importa el dinero, qué-
dense con el reloj. No es que quiera discutirles, pero no hay
ninguna necesidad de que me maten.
- Tiene razón este cristiano -admitió el cabo, quien por
lo visto tenía muy poca autoridad-. Quédense con sus cosas y
dejemos que se vaya.
362
-iNde bárbaro! - objetó el zambo, relamiéndose-, ¿y si
ladra? Peguémosle un balazo de una vez, antes de que venga
un oficial y nos manotee nuestro requecho.
Levantó el màuser y le apuntó entre las cejas. Uumina-
vio, con extraña indiferencia, a una cuarta de los ojos, el
negro agujero del caño del fusil.
-¡Déjalo, Paniagua!
-¡Zaldívar tiene razón!
El sol asomaba entre nubarrones rojizos sobre las cerra-
nías de la cordillera de Altos. Se desplegó un espléndido pa-
norama del lago Ypacaraf que se extendía bajo las lomas.
Sóno el disparo. Sintió que le estallaba la cabeza. Cayó sen-
tado en la arena. Parpadeó incrédulo. Lo rodeaban aliviados
rostros infantiles que reían a carcajadas. Llegó rugiendo un
jeep del que saltó un oficial armado de metralleta.
-¡Alto, digo! ¿Qué car ajo pasa aquí?
- No obedeció la voz de alto, mi teniente - informó el
cabo, en posición de firmes. Los demás se habían hecho a un
lado.
Nuevamente de pie, Iluminado de nuevo se sacudía la
tierra con las manos. Al verlo, el oficial se echó a reír.
- Usted es Iluminado Fretes -dijo-, ¿qué anda hacien-
do por aquí?
Pudo haber respondido que era portador de una carta
paia el general Melgarejo. No atinó a hacerlo. El teniente
era un hombre bajo, pachorriento. Casi tan embarrado comC la
tropa, parpadeaba de sueño.
- Haga el favor de contestar, querido amigo, ¿cree que
estamos jugando?
- Nada, teniente; no estaba haciendo nada.
El oficial esbozó una sonrisa bonachona. Iluminado tenía
un aspecto inofensivo y lamentable. El cuerpo esmirriado,
tembloroso, apenas sostenía su gran cabeza.
-¿Cómo que nada? Seguro que anda detrás de una mu-
jer... Ahora dígame, ¿qué le sacaron estos bandidos?
Iluminado no contestó.
-¡Qué le sacaron, dije! - regió el teniente en guaraní,
dirigiéndose a la tropa.
El cabo le entregó la cartera. Al revisarla, el teniente
abrió tamaños ojos.
-¡A la pucha que le iba a salir cara la farra! Debería
hacerme un préstamo. ¿Cómo se le ocurrió meterse por aquí?
Esto está lleno de rebeldes.
-¿Cómo iba a saberlo?
363
- Tiene razón, ni nosotros lo sabíamos - dijo, devolvién-
dole la c a r t e r a - . Vuélvase para Areguá inmediatamente y no
se mueva de allí hasta que haya pasado el peligro. Lo haré
acompañar por un soldado.
- Muchas gracias, ¿teniente...?
- Juan de Dios Sanabria, para servirlo - dijo, tendiéndo-
le la mano. En eso vio asomar el fleco de un impermeable
entre la manta cruzada de un soldado. Se adelantó a arran-
carla de un tirón.
- No me hagan enojar, mis hijos; robar es cosa muy
fea!
El sobre que contenía la carta cayó al suelo. Traicionó
a Iluminado el apuro con que se agachó a recogerla.
- Haga el favor de prestarme un rato ese papel -dijo el
oficial, tendiendo la mano.
- Es mío.
- Ya lo sé, sólo quiero mirarlo, ¿o es una carta de
amor?
Examinó el sobre a trasluz, lo sacudió, volvió a mirarlo,
miró a Iluminado y se dispuso a abrirlo.
-¡No haga eso, teniente!
El oficial lo miró intrigado. Su expresión antes festiva,
se cargó de sospechas.
-¿Cree que está en la comedia?
Iluminado se agrandó. Tenía la voz grave y sonora.
- Estoy hablando muy en serio, teniente Sanabria. Le
he dicho que no la toque. Es un asunto delicado.
- Con más razón, mi amigo, debo saber de qué se t r a -
ta.
-¡Devuélvamelo le he dicho!
El oficial lo miró de arriba a abajo, con los brazos en
jarra.
-¡Pero miren un poco por este gallo paloma!
La figura de Iluminado era irresistiblemente cómica.
Escuálido y cabezón, se alzaba sobre la punta de los pies y
amenazaba con un dedo. Los soldados se echaron a reír.
- No me gusta ser indiscreto -dijo el teniente Sanabria,
disponiéndose a abrir el sobre-, pero no me queda otro r e -
medio.
- No se atreva, teniente, es para el general Melgarejo.
El oficial se quedó tieso.
- Debo entregarlo en propias manos - explicó Ilumina-
do.
-¿Por qué no me lo dijo? ¿Quién lo manda?
S6A
- No puedo decirlo, y menos a un subalterno como us-
ted -replicó agrandado, ingrato y vengativo-, ¡Devuélvame la
carta y se acabó!
El teniente Sanabria, ofendido, guardó el sobre en el
bolsillo, y dirigiéndose a los soldados, ordenó:
-IZaldívar, Paniaguá! Suban al jeep con este ciudadano y
acompáñenlo hasta Yuquyry. Esperen en el almacén que está
frente a la estación. Trátenlo bien, manda más que nosotros;
pero si se retoba, métanle bala sin asco.
Luego subió a su vehículo y se marchó sin despedirse.
Iluminado Fretes se instaló en el volante. El cabo Zal-
dívar se sentó a su lado, y en el asiento de atrás, el soldado
Paniaguá, el mismo que había querido matarlo. Descendieron
de la loma. No tardaron en llegar al caserío de Isla Valle,
donde estaba detenido un tren de pasajeros, del que había
bajado mucha gente y formaba corrillos en una ancha calle
arenosa. Se oían tiros aislados de fusil pero había cesado el
tableteo de las ametralladoras. Doblaron a la izquierda y si-
guieron el camino paralelo a las vías. A poco andar se ade-
lantaron a patrullas que conducían prisioneros. Estos parecían
humildes campesinos, de aspecto poco marcial.
-¿Por qué no nos dijiste que venías donde mi general?
-preguntó el cabo Zaldívar-, Podían haberte matado los mu-
chachos.
Iluminado no contestó. El tampoco lo sabía.
- No te enojes con nosotros.
- No se quebranten por eso, ya pasó.
El zambo le tocó en un hombro.
- Toma tu reloj.
- Déjalo, te lo regalo.
- Gracias, mi estimado... Hace días que no dormimos,
todo es guardia... ¿Tienes un cigarrillo?
- No tengo, se me acabaron.
A medida que avanzaban encontraban más soldados.
-¿Qué tal los rebeldes?
- Los desparramamos anoche. Ahora se esconden donde
pueden. Esta guerra se acabó.
- Son por demás; caprichosos -agregó el cabo-; no se
quieren entregar.
-¿Qué les pasa a los que se entregan?
No hubo respuesta.
- Por culpa de los rebeldes andamos así penando -dijo
al fin Paniaguá-; no ponderamos por ellos.
365
A la derecha estaba el terraplén del ferrocarril. A la
izquierda iban apareciendo algunas casas sumidas en profundo
silencio. Seguían pasando grupos de prisioneros.
- Si los rebeldes no se entregan, ¿qué son esos presos?
- Está soplando el viento norte después de la tormenta
-comentó ei cabo Zaldívar-; va a hacer calor hoy día.
Cruzaron un arroyito por un puente destartalado. De allí
en más el camino se ensanchaba para formar una suerte de
plaza arenosa donde había unos cuantos camiones del ejército
estacionados en fila.
- Allá está el almacén que dijo el teniente - indicó
Iluminado, señalando una casa de material de frente plano,
que tenía en la entrada una minúscula terraza rodeada de
balaustres. A cierta distancia, camino adelante, seguían so-
nando algunos tiros.
- Son los chuecos de la Caballería que están del otro
lado del puente del ferrocarril -explicó Paniagua, que era el
menos discreto-; no quieren que pasemos. Seguro que le t i e -
nen miedo a nuestro Famoso Regimiento.
Iluminado Fretes tuvo la esperanza de haber llegado
tarde, y de que su papel de mensajero no fuera decisivo en
el desenlace del drama.
S|C ÍJC 3g£ 3Q£ 3fE 3 f !

La humedad no se avenía con el general Patricio Melga-


rejo. Le hacía doler todos los plomos que le habían quedado
adentro. El viento norte disipaba las nubes. El sol chorrea-
ba sobre la arboleda y los espinillares que se extendían hasta
el arroyo Yuquyry, distante unos quinientos metros de la casa
en la que había instalado su Puesto Comando. Se paseaba bajo
el alero sín mirar el cuarto donde tres oficiales de su Estado
Mayor examinaban unos mapas y hablaban en voz baja. Mel-
garejo no precisaba de cartas. Conocía el país. Seguía las
operaciones guiándose por el tiroteo. Habían cesado los dis-
paros de una larga campaña. En el patio, de espaldas en el
barro, había una ristra de presos atados por los tobillos en el
cepo de lazo. Bajo un mango, tirados como trastos, estaban
los cadáveres de unos cuantos rebeldes, que había hecho traer
para identificarlos. Los tiros que ahora estaba oyendo acaso
preludiaban nuevas luchas, con un nuevo enemigo. Olía la gue-
rra como las muías olfatean al tigre al acecho. No hacía
caso de los soldados de la guardia que dormitaban sentados
en el suelo del corredor, con el fusil entre las piernas. Se

366
les había exigido un duro esfuerzo* Guando esperaban el tér-
mino de sus fatigas^ era posible que tuviera que sacrificarlos
nuevamente. Convenía que descansaran un poco»
El diluvio de la noche había hecho desbordar el arroyo
Yuquyry. Los pasos estaban intransitables. Los do's únicos
puentes, el del ferrocarril, que solamente podía ser cruzado a
pie, caminando sobre los durmientes, y el del camino vecinal
que conducía a Luque, estaban ocupados en la margen opues-
ta por fuertes retenes de la Caballería. Supuestamente habían
avanzado hasta allí para colaborar con el Famoso Regimiento
en la represión de los, rebeldes. Los violentos encuentros que
se habían producido durante la noche entre ambas unidades
gubernistas fueron calificados por sus jefes como accidenta-
les. Tanto al general Ernesto Dalfrosse como al general Pa-
tricio Melgarejo les convenía mantener la ficción, aunque
ninguno de ellos se engañara al respecto. Admitir lo contra-
rio significaba empeñarse prematuramente en una batalla cam-
pal de imprevisibles consecuencias. Sin embargo, pese a la
orden de cesar el fuego, las avanzadas se seguían tiroteando.
No estaba mal que los muchachos fueran entrando en calor,
por si las cosas pasaban a mayores.
A pesar del rigor con que los trataba, sus hombres con-
fiaban en el general Melgarejo y estaban orgullosos de perte-
necer al Famoso Regimiento. Melgarejo conocía el alma del
soldado. Tenía quince años cuando los jaristas lo sacaron a la
fuerza de su r'ancho. Le dieron un viejo fusil Remington e
hicieron de él un combatiente. A la muerte del coronel Albi-
no Jara en la batalla de Paraguarí, anduvo alzado por los mon-
tes, negándose a admitir la derrota. Diez años después estaba
entre los insurrectos del coronel Chi ri fe. Perdida la revolución,
se refugió en los yerbales. Se hizo capanga. Aterrorizó a los
mineros de la selva. La guerra del Chaco lo llamó de nuevo a
filas. Fue desmovilizado con el grado de capitán de reserva.
Trabajó de capataz en las estancias de los Egusquiza. Ganó la
confianza de don Antenor. Melgarejo era honrado para con
sus patrones y no tenía escrúpulos para con los extraños.
Recorrió el país, cruzó todas las fronteras cuatrereando y
contrabandeando ganado. Don Antenor lo sentaba en su mesa.
Conoció a Muñeca cuando era un diablillo encantador que ca-
balgaba sobre sus rodillas. Al estallar la guerra civil formó
una milicia con la peonada, reclutò partidarios y pronto estu-
vo al frente de una brigada famosa. No volvió a la vida civil.
Llegó a general sin haber pisado nunca la Escuela Militar.
367
El Presidente de la República le encomendó dirigir la
campaña contra los rebeldes, dejando de lado a prestigiosos
oficiales de carrera. Melgarejo sabía hacer la guerra en s e -
rio. "El que viene a matar tiene que morir", era su consigna.
Inauguró la práctica, contraria a las tradiciones militares del
país, de matar a los prisioneros luego de someterlos a ejem-
plares tormentos. Ordenó represalias terribles contra los po-
bladores que ayudaban a los rebeldes. Se empeñaba en inspi-
rar un miedo paralizante. Aunque era criticado por algunos
de sus colegas, expertos militares de misiones extranjeras
afirmaban que sus métodos habían probado su eficacia en
otras latitudes.No obstante, en los últimos tiempos, el Presi-
dente de la República le pedía que se moderara un poco. No
lo hacía por motivos humanitarios. Había empezado a asustar-
lo el Famoso Regimiento, que además de su efectivo y su
poder de fuego, muy por encima de lo que mandaban los re-
glamentos, se había hecho temible por su prestigio aterrador..
Un ordenanza iba y venía con el mate. Melgarejo tensa-
ba el rostro surcado por arrugas al chupar la bombilla. Tenía
los ojos fijos, muy abiertos. Por fin había acabado, justo a
tiempo, con el capitán Palacios y su columna. No experimen-
taba las euforias del triunfo. Por el contrario, sentía una
honda pesadumbre que sus subordinados confundían con mal
humor.
Cuando les rebeldes rompieron el cerco en las proximi-
dades de Ypé-jhu, en las estribaciones de la cordillera de
Amambay, sufrieron tantas bajas que Melgarejo pensó que no
les quedaba otro remedio que dispersarse y ganar la frontera
del Brasil. Dejándose engañar por sus deseos, dio crédito a
declaraciones de prisioneros que afirmaban que el capitán
Palacios había muerto. El brujo pái-tavyterá que tenía a su
servicio, entró en trance mediante una botella de caña y afir-
mo haber visto al caudillo rebelde en el Yvaga* con la cabe-
za partida de un balazo. Con tales seguridades, el general
hizo imprudentes declaraciones a la prensa. Perdió tiempo en
operaciones de limpieza y en la búsqueda afanosa del cadáver
de su temible adversario, al que quería dar sepultura de mo-
do que no pudiera levantarse de su tumba. Entre tanto, éste
se deslizaba sigilosamente hacia Asunción. Si no fuera por un
choque casual con una patrulla de milicianos en la cordillera
de Altos, hubiese llegado a su objetivo sin que nadie lo ad-

* Paraíso.

368
virtiese. Melgarejo montó en cólera. Hizo dar doscientos azo-
tes al indígena embustero. Cargó su regimiento en todos los
camiones que tenía y en los que pudo echar mano, y se vino
a toda máquina hasta el lugar donde creyó más probable en-
contrar al enemigo.
El capitán Palacios le tenía preparada una burla san-
grienta. Apenas le quedaba un puñado de hombres. Con ellos
se proponía atacar la capital. Si lograba su objeto, hubiese
caído combatiendo contra la Caballería o los vigilantes del
coronel Ojarro. Un rudo golpe para el prestigio del general
Melgarejo, que lo había estado persiguiendo más de un año
por todo el país. La insignificancia del efectivo rebelde s e -
guía siendo un escarnio para el Famoso Regimiento. Por eso
había ordenado capturar a algunos cientos de campesinos de
los alrededores. Los presentaría como prisioneros de guerra.
¿Quién le iba a discutir? El látigo es convincente.
En realidad se trataba de una cuestión política. El F a -
moso Regimiento había acumulado una fuerza que inclinaba a
su favor el equilibrio de poderes. Son cartas que no se dan
más que una vez en la vida. El general Melgarejo, como jefe,
tenía el deber de decidir como jugarlas, tanto por sí mismo
como por sus subordinados. Hacer el ridículo en las presentes
circunstancias hubiera sido desastroso.
Su amiga del alma, doña Crescencia Tererute, le había
dicho:
- Eres más ignorante, sinvergüenza y ladrón que el Pre-
sidente de la República. Para ocupar el cargo lo único que
necesitas es alguno que le ponga las comas a tus discursos.
Pero el general Patricio Melgarejo no se imaginaba lu-
ciendo en el pecho la banda tricolor. Era imposible mascar
naco y escupir en audiencias y recepciones. Era preciso pen-
sar en otra cosa.
A pesar de su falta de escuela, no era totalmente in-
culto. Le interesaba la historia. Tenía sus preferencias l i t e -
rarias. Era asiduo lector de Vargas Vila. En el fondo respe-
taba a la gente instruida, aunque le reprochara su incurable
ingenuidad. En su juventud había admirado a los capitanes
Miloslavich e Irala Palacios, que fueron sus jefes en la revo-
lución de Chirife. Ahora tenía mucho aprecio al general Ful-
gencio íturbe y al doctor Alfonso Irala Vargas. Sentía debi-
lidad paternal por el mayor Silvestre Ocampos, hombre inca-
paz de matar una gallina con sus propias manos, pero estu-
dioso como un fraile y estricto cumplidor de sus deberes.

U9
Confiaba en él hasta el extremo -de haberlo enviado a la ca<*
pita! al mando de un batallón reforzado para que cuidara los
cuarteles del Famoso Regimiento,
Guiados por su astucia, sostenidos por su fuerza, había
en el Paraguay hombres capaces de sacar de los libros alguna
cosa de provecho para el país. No marchan bien las cosas
cuando los sabios llevan a cuestas a los burros y los ladrones
encierran a la gente honrada. Melgarejo era un hombre fru-
gai ,. sin ambiciones. Se estaba poniendo viejo. Era hora de
pensar en los compuestos que se cantarían en su memoria y
en dejar su nombre por lo menos a una calle
Melgarejo cavilaba entre mate y mate. Lo inmediato
era arreglar cuentas con la Caballería. Era evidente que el
general Dalfrosse estaba empeñado en mantener al Famoso
Regimiento fuera de los límites de la capital. Eso formaba
parte de una conjura cuyos alcances ignoraba. Debía aguardar
astutamente hasta ver claras las cosas; para luego, sin previo
aviso, descargar un golpe contundente, mortal, donde menos
se esperaba.
Un jeep se detuvo frente al Puesto Comando. Era el t e -
niente Sanabria.
- Una patrulla capturó a Iluminado Fretes entre Caacu-
pemí e Isla Valle. Le sacamos un sobre cerrado que dice que
es para usted.
El generai Melgarejo lo examinó cuidadosamente antes
de abrirlo. Leyó la carta una y otra vez, con el rostro impa-
sible.
- ¿Dónde está ese individuo?
- En el pueblo, bajo custodia.
Melgarejo miró su reloj.
- Asústenmelo un poco, y dentro de una hora me lo
traen.
El oficial dio media vuelta y se marchó a cumplir la
orden.
Melgarejo se dirigió con paso tardo hasta donde estaban
los tres oficiales de su Estado Mayor. Le dolían todos los
huesos, los plomos y los años que llevaba a cuestas. Se sentó
como agobiado. Los quedó mirando largo rato.
- Basta de zonceras -dijo al fin-, que el regimiento se
concentre en el pueblo. Dejen retenes en los puentes.
- A su orden, mi general. Pero, si me permite, pueden
quedar algunos rebeldes escondidos.
- No me discutas, hijo, a esos Dios los salvó.
Los oficiales se pusieron de pie.
S?0
- Háganlo sin apuro, que la tropa descanse. Denle bue-
na comida, repartan municiones. Pongan guardia en *os boli-
ches, no quiero ningún borracho.
Los oficiales se miraron.
- Vayan nomás, mis hijos, que a lo mejor hay otra gue-
rra. Ustedes me responden, ¿verdad?
-¡Seguro, mi general!
- Así me gusta, íes voy a reconocer... tAh, y cuando
todo esté listo, larguen a esos prójimos que apresamos. Ya
no sirven para nada y no queremos estorbos.
Se llevó una mano desganada a la vicera. Los oficiales
se marcharon. El general se preguntó, por primera vez en su
vida, por qué era siempre obedecido. No encontró la respues-
ta. Entonces le pidió al ordenanza que le cambiara la yerba
al mate.

Entre tanto Iluminado Fretes estaba con sus custodios


frente al almacén del pueblo, calle por medio con la parada
del ferrocarril. Había adquirido pastelitos y cigarrillos, que
compartió con el cabo Zaldívar y el soldado Paniagua. Los
conscriptos le contaron el fantasmagórico combate que habían
librado la pasada noche, en medio de la tormenta.
- Los rebeldes eran muchos menos de lo que creíamos
-resumió el cabo Zaldívar-. Nos desplegamos en un frente
muy largo. Picotearon de aquí para allá buscando una hueca.
Mientras se mantuvieron juntos no hubo manera de agarrarlos.
Terminamos metiéndonos bala entre nosotros. Para peor, fui-
mos a topetarnos con la Caballería, que avanzaba desde el
lado de Luque y que nos obligó a repasar el arroyo para este
lado. Hubo muchas desgracias. Por fin conseguimos desparra-
mar a los rebeldes y los fuimos cazando uno por uno.
- No se querían entregar, nos tiraban con sus huesos
-agregó el zambo Paniagua-. Cerca de donde te encontramos
despenamos a un viejo que, malherido, nos siguió la fiesta
hasta morir. ¿Oiste los tiros?
- Desde luego.
- Tienes el corazón grande. ¡Quién diría, con tu molde!
- Yo también soy paraguayo - replicó Iluminado, algo
molesto.
- No te enojes, hermano; es que pareces cajetillo.
-"Las apariencias engañan", como se dice en castellano.

371
- Allá viene el teniente Sanabria - advirtió el cabo,
levantándose.
El jeep se detuvo frente al almacén. El oficial bajó
ceñudo. Pasó de largo sin saludar a Iluminado, ordenando al
cabo que lo siguiera.
- Esto me huele a quemado - comentó Paniagua, apar-
tándose del preso.
El cabo regresó con una soga en la mano. Llamó aparte
a su compañero. Hablaron en voz baja.
-¿Qué pasa? - preguntó Iluminado, lleno de ansiedad.
Recibió por respuesta un empellón. Lo despojaron nue-
vamente de la cartera y del impermeable. Lo sentaron en el
suelo. Lo ataron de pies y manos. Cargándolo como un bulto,
lo llevaron al patio del fondo, detrás del almacén, y lo arro-
jaron en el barro, junto a un chiquero. Zaldívar se marchó.
Paniagua se sentó en cuclillas frente al preso y encendió un
cigarrillo. Iluminado no podía hablar, abrumado por el des-
concierto y acosado por unas ganas súbitas, terribles, de eva-
cuar aguas mayores y menores. Le dolían las ligaduras, bár-
baramente apretadas. Las manos y los pies comenzaban a
dormírsele. Le alivió un poco adivinar que la actitud del zambo
no era hostil.
-¿Qué pasa, por qué me tratan así, se han vuelto locos?
- Ordenes son órdenes -respondió Paniagua, muy jovial.
Miró el reloj de Iluminado, que lucía en su propia muñeca, y
secreteó-: No digas que te lo dije, dentro de una hora te
llevan dónde el general.
Iluminado suspiró profundamente, atajándose las tripas
en un supremo esfuerzo de voluntad.
-¿Qué crees que me harán?
Paniagua sonrió:
- A lo mejor te perjudican.
-¿Cómo que me perjudican?
- A mi general Melgarejo sólo le gusta ver cadáveres.
Iluminado sintió el impulso animal de revolverse, romper
sus ligaduras y escapar lanzando aullidos. Paradójicamente, el
acuciante reclamo de sus intestinos le ayudaban a mantener
la compostura, ya que cualquier distracción podía ser la ca-
tástrofe. Desde el chiquero se distinguía la ancha calle del
pueblo. Llegaban grupos de soldados dando vivas.
-¿Podrías convidarme un cigarrillo?
Paniagua movió tristemente la cabeza.
- No se sirve a los presos -se disculpó-, está prohibido.
372
Pasó un rato de silencio. De pronto, el zambo se enco-
gió de hombros, encendió un cigarrillo y lo puso en la boca
del prisionero. Segufan llegando tropas a pie y en camiones.
Habfa en la calle un jubiloso griterío.
» Parece que por fin van a darnos la baja - -murmuró,
moviendo apenas los labios-. Si tienes algún encargo para tu
familia, lo haré con voluntad después de que te maten.
¿Qué podría hacerle decir a Filomena, su desdichada
hermana semimuda y contrahecha? Con suerte la pobre iría a
parar a iun asilo. Si no, mendigaría por las calles» ¿Quién
querría hacerse cargo de ella? Tal vez el doctor Benítez, p e -
ro Don Faustino estaba viejo y la piedad es inconstante. N a -
die en el mundo lloraría a Iluminado. Imaginó los balidos de
Filomena como un sarcasmo del destino. Había vivido en va-
no. El último acto de su oscura tragedia fue traicionar a sus
amigos y quizás a la patria. Debió romper la carta apenas
enterado de su contenido. Estaba pagando el precio de sus
vacilaciones. Había obrado como en sueños. Moriría estúpida-
mente- en manos de un loco homicida. Sin embargo, aunque
nadie nunca lo supiera, debía morir con dignidad. Pero, ahora
la dignidad dependía de una urgencia miserable.
- Quiero cagar, hermano. Es todo lo que te pido. Y ya
vez, no me puedo bajar los pantalones.
Paniagua rió de buena gana, miró a su alrededor, se
echó el fusil en bandolera y acudió en su auxilio. Iluminado,
en cuclillas, recostado en un árbol para mantener el equili-
brio, sintió algo parecido a la felicidad. Entre tanto el solda-
do fue a arrancar unas hojas de malva. Iluminado no pudo
servirse de sus manos, completamente entumecidas. Entonces
Paniagua, frunciendo las narices, le limpió el trasero. Después
le levantó los pantalones y volvió a ajustarle el cinto. Ilumi-
nado, con el rostro encendido por la humillación, soportó el
manoseo sin advertir que el teniente Sanabria observaba la
escena con una ancha sonrisa. Al verlo, Paniagua se cuadró,
pálido de susto y de vergüenza.
- Desátalo, mi hijo -ordenó el teniente, sin hacer co-
mentarios-. Ahora viene conmigo.

Melgarejo lo esperaba sentado bajo un árbol. Tenía la


carta en la mano. Ordenó que los dejaran solos.
-¿Qué tal, mi hijo? ¿Qué te pasó que estás todo emba-
rrado?
373
- Nada que usted no sepa, mi general.
Melgarejo frunció el ceño en el gesto arristoso que le
era característico.

- Ahora, siéntate - le dijo en guaraní, señalando una


silleta que hubiera colocado al preso a los pies del general*
- Gracias, estoy bien así, mi general.
No insistió.
-¿Es cierto que te cagaste?
- Tuve nomás necesidad; el culo no tiene horario.
- Comprendo, y estabas todo atado. Son traviesos los
perros, dijo el gato que amaneció encaramado en una tuna...
iluminado no tenía ganas de reír.
-¿Me tienes miedo?
- No le tengo miedo, mi general.
Melgarejo io miró de arriba a abajo. Olfateo para com-
probar si no mentía.
-¿Sabes lo que dice esta carta?
- Ni me importa, mi general.
Iluminado le aguantó la mirada. Luego, a pedido de Mel-
garejo, le contó en detalle lo ocurrido en casa del doctor
h a l a Vargas y los encargos de Muñeca Egusquiza.
-¿Sabes una cosa? Voy a pegarte cuatro tiros. Entre
tanto traicionero, no hay modo de averiguar si no eres uno
de ellos. La carta no tiene firma. Aunque la tuviera, ¿dónde
está la garantía? En este país, mi hijo, no se puede confiar
ni en la abuelita... ¿Qué me dices?
- Mandado no es culpado. Estoy en tu poder. ¿Qué más
quieres que te diga?
Melgarejo asintió.
- Pensé que eras un individuo paranado, un disparate sin
más pena. Ahora puedo comprobar que, además de la cabeza,
tienes el corazón muy grande. Me gusta, hijo; me gusta la
gente corajuda, aunque es la más peligrosa. Por desgracia hay
que matarla. Es para asegurar, no porque les tenga rabia. A
los cobardes los arreglo con una buena pateadura.
Iluminado experimentaba una indiferencia suicida. La
misión que había cumplido, más las humillaciones y maltra-
tos lo llenaban de desdén por sí mismo y los demás.
- Puedes hacer lo que quieras, no lo puedo remediar.
- Sí, es lo que voy a hacer... ¿Ves ese galpón?
- Sí, mi general.
- Pues anda a ver lo que hay adentro.
374
Era una construcción de tablas, completamente en rui-
nas. Entraba el sol por las rendijá^y. los agujeros del techo.
En el centro, tendido sobre una m%r*ta^ ::M;bía un cadáver.
Tenía la barba crecida. Estaba cubiert^--;;¿4ié'íí"barr.o. De nuevo
sintió el impulso de huír. En la puerta, apoyado en el marco,
estaba el general Melgarejo.
- Míralo bien, ¿lo reconoces?
Iluminado se inclinó, sacudido por un temblor inconteni-
ble. El muerto tenía una expresión plácida. Los labios apre-
tados esbozaban una sonrisa ausente.
- Este sí que era un hombre -dijo Melgarejo-; de la
raza del Mariscal. Quedan pocos de su laya. Pero se me e s -
capó. Se fue llevando todo su coraje, que todavía ha de ha-
cernos mucho perjuicio.
Guardaron largo silencio, como si lo velaran.
- Ahora el señor ministro podrá dormir tranquilo, hemos
matado a su conciencia.
Lanzó una suerte de quejido, como si algo le doliera.
- Yo no soy enemigo de los muertos. Dile a doña Con-
solación que su hijo murió sin sufrimientos entre hombres que
lo amaban.

*£SH++SIEi*
LAMUERTE

Lamuerte estaba acuclillado en la entrada de su cuchi-


tril, bajo el alero de un largo corredor, mirando el patio en-
charcado por la lluvia. Espigado, calavérico, cubierto de hara-
pos grises, revolvía una olla negra sobre un bracero de hierro.
Se elevaban fétidos vapores que formaban, al condensarse,
morriñosos lamparones en las paredes tinosas, en los pilares
apellados, en las tejas cubiertas de grasiento hollín. Era uno
de sus días, le estaba latiendo el coto. Los anchos pies des-
calzos arrugaban dedos entarugados en ladrillos mugrientos.
Su verdosa piel de tísico daba reflejos viscosos. Los ojos dila-
tados en ojeras moradas miraban fijos a lo indefinido. Su
cara de lagarto trasuntaba un gozo intenso. A tantos mató
Lamuerte que había perdido la cuenta. A unos los mató de
veras; a otros despenó en sueños o entabló en entresueños:
todos eran matados en su conciencia tinta en sangre.
Presos comunes y políticos se paseaban por los corredo-
res de la Cárcel Pública esquivando goteras; formaban corri-
llos en torno a braceros o calentadores a kerosén. La gente
importante mateaba en pijamas, con el termo bajo el brazo,
evitando convidar. Estudiantes imberbes discutían con obreros
socarrones. Campesinos taciturnos, con el sombrero de caran-
day calado hasta los ojos, escuchaban en silencio. Lamuerte
sentía nuevas presencias. La policía había andado de rodeo y
ahora se dedicaba a marcar el ganado. Simeón Avieso e n t r a -
ba al corralón seguido de dos soldados y un cabo zurdo que
traía en la mano medio metro de alambre de púa. Como de
costumbre, antes de llamar, Simeón Avieso deletreaba un pa-
pelito.
-¡Plácido Rami'iii...rez!
El grito se cortaba como un latigazo.
376
-¡Presente* eee!
-¡Véngase para acá, póngase por ahf!... ¡Pacifico Duar'rrr...
te!
Breve pausa, hasta que respondían desde el fondo:
-¡Presente 'eee!
-¡Vivo pues, carajo! ¡Al montón!... ¡Tranquilino Bene'eee...
gas!
Si nadie respondía; como pollos de un gallinero que ven
pasar por el suelo la sombra fatídica de las alas de un alcón,
todos callaban y observaban alertas. Entonces Simeón Avieso
repetía el llamado con la voz entrecortada por la ira y la
impaciencia:
-¡Tran-qui-Ü-no-Be-ne-gas-di-je-o-que-mier-da-pu-ta-
DIGO'OOO!
Empezaba el alboroto. Se pasaba la voz a gritos, por
todos los rincones.
-¡Tranquilino Benegas!
-iBenegas, Tranquilino!
-¡Tranquilino ' ooo !
-¡Benega'aaas!
Hasta que el convocado aparecía, al trotecito, ajustán-
dose los cinturoñes, con la cabeza encogida entre los hom-
bros. El cabo zurdo le propinaba dos tres alambrazos y el
hombre se agregaba sin quejas al montón, en tanto que la
camisa se le iba tiñendo de sangre. Guando había reunido una
media docena, Simeón Avieso se iba hacia la comandancia sin
mirar atrás, seguido de los presos. Pasando el alambrado, los
soldados descolgaban del hombro el fusil, y el cabo zurdo se
recostaba en uno de los pilares a fumar un cigarrillo. Cada
cual volvía a lo suyo. Circulaba el mate, se encrespaban las
discusiones, se tomaba el desayuno y Lamuerte degollaba a
Simeón Avieso. Sin ponderar por sus alaridos de espanto lo
agarraba de los pelos con sus dedos descarnados, torcidos por
el reumatismo. Con un corvo cuchillo de matarife le marcaba
en el pescuezo, empezando por la nuca, un perfecto círculo
de sangre. Luego lo alejaba un tanto para deleitarse en el
esbozo de una obra maestra. Simeón ponía cara de diarrea
con almorranas, se sacudía sujeto por demonios invisibles.
Nunca acababa de matarlo Lamuerte. Hacía décadas que pos-
tergaba el orgasmo final, definitivo. Entre tanto, Simeón Avie-
so se cambiaba de nombre, se cambiaba de cara, se cambia-
ba de molde; pero era siempre el mismo y no podría escapar.

377
Lamuerte tenía otro nombre, olvidado en los registros.
Desde la más tierna infancia, matar fue su vocación. Ere
bo/ero en una estancia. Le iba creciendo poco a poco una
raoiì de adentro hasta que le latía en las sienes y le asoma-
ba por los ojos. -De repente, estallaba violenta, incontenible.
Le venía una fuerza tremenda, una agilidad fabulosa. Corría
en círculos, gruñendo, con la boca llena de espuma y salís
disparando campo afuera, dando Imposibles brincos y voltere-
tas en el aire hasta caer extenuado, si antes no lo enlazaban
los peones y le ataban a un poste hasta que se le aplacara
el Maleficio que, según decían, le había hecho al nacer una
comadrona bruja. Fuera de esos momentoj era un chico t r a -
bajador y servicial. Una vez ensarto a un ternero con una
picana. Le dieron una paliza, peí o él había descubierto que
^ a t a r le daba alivio y le producía un placer morboso e ine-
fable. Se volvió astuto. Cuando su Liria secreta amenazaba
desbordarlo, escapaba a los montes. Corría atropellando la
maleza, trepaba a los árboles, saltaba de rama en rama, ma-
tando a todo bicho al que podía dar alcance. Era mozo c r e -
cido cuando mató al primer d i s t i a n o . Había herido a un ve-
nado que encontró en una trampa, y. sentado en cuclillas,
contemplaba su agonía cuando se presentó el cazador a re-
clamar la presa y echarle en cara su crueldad. Le dio una
puñalada en el vientre y se quedó iunto a él durante horas.
El placer se acrecentaba porque el hombre sabía que se iba
a morir. A este siguieron otros. Lamuerte sólo mataba cuan-
do estaba inspirado. Saciada su sed de sangre se quedaba
tranquilo, cabüoso, aguardando el próximo reclamo del instin-
to. Le descubrieron cuando acabó con una familia entera a
machetazos. En la cárcel dio muerte a varios más, hasta que
los guardias se dieron cuenta de aue, para evitar nuevas des-
gracias, bastaba- con encerrarlo en una^ celda cuando estaba
en sus días. Los soplones se encargaban de avisarles a t i e m -
po, si sorprendían en los o¡os de Lamuerte el fuego sagrado
de su estro. Así se puso viejo. Creyeron que se había amari-
zado definiüvarmente. No-sabien su secreto» Le dijeron que se
fuera, que estaba cumplida su condena y saldada su deuda
con la sociedad. Le hirieron una despedida. Con él se iba una
patte de la historia de la vieja cárcel de Asunción,- tan hon-
damente entrelazada con la historia del país. No le faltaba
dónde ir. Tenía su dine rito, y mucha gente que le debía gran-
des tavores por haberlos protegido y ayudado cuando estuvie-
ron en prisión. Volvió a los pocos días. Suplicó que lo enco-
naran y amenazó que, si no lo hacían, degollaría al primero

378
que encontrara en ia calle para hacerse acreedor de una nue-
va condena. Simeón Avieso seguía vivo y tenía una culpa que
pagar.
Simeón Avieso le dio un puñal y lo encerró con un p r e -
so blanquito, bien vestido, que parecía una criatura de cache-
tes sonrosados y tenía el cuello tiernito como capón de Pas-
cuas. Su sonrisa era candida, inocente; y sus ojos azules mi-
raban amistosos, sin miedo a Lamuerte. Le dijo que prefería
morir a dar muerte en la guerra al boliviano. Lamuerte se
indignó. Lamuerte era un patriota. Pero no pudo matar a
aquel hombre sin miedo. A él le gustaba que sus víctimas
chillaran como gorriones en torno del cabureí sanguinario ; o
como el zorzal que sacude las alas impotente cuando la yara-
rá se desliza hacia su nido con los ojos inyectados. Al sentir
que le venía el ataque, se apoderó de Lamuerte un miedo
espantoso. Miedo de no contenerse, miedo de matar. Rogó a su
compañero de celda que se quedara quieto, inmóvil en un
rincón, mientras él libraba la batalla contra las bestias fero-
ces que le ingertara la bruja al cortarle el ombligo. Luego
gruñó, le castañearon los dientes, un sordo rugido le salió de
la garganta y la boca se le llenó de espuma. Los ojos le sa-
lieron de las órbitas, se le erizaron los cabellos. Lanzando un
alarido pegó un salto hasta el techo. Corrió en círculos dando
cuchilladas, pateando las paredes, caminando por ellas como
si tuviera ventosas en los pies. Acabó llorando a gritos, r e -
volcándose en el suelo, pidiendo socorro, implorando a los
guardias que lo sacaran de allí. El escándalo fue tal que le
abrieron la puerta. Lamuerte se arrojó sobre ellos, que huye-
ron despavoridos. Los persiguió bramando por el corralón has-
ta que los soldados lo derribaron a golpes de culata, le ama-
rraron con un sobeo y lo arrojaron al basural para que lo
comieran las ratas. Pero las ratas le compadecieron y en vez
de comerlo a él royeron sus ligaduras. Desde entonces La-
muerte reconoció a los hombres sin miedo. No los cercaba en
sueños de sangre como el sapo que encierra a la serpiente en
un círculo de baba. Cayeron a millares cuando los cañonazos
agrietaban las paredes y los presos dormían por turno porque
no había lugar para tenderse. Fueron los tiempos en que Si-
meón Avieso inventó el látigo de alam ( bre de púa, el rapar la
cabeza con cuchillo, el cortar medio bigote, el empolvar con
pólvora el cabello de los presos y arrimarles un fósforo. Has-
ta que se fueron todos, para luego volver, uno por uno; mu-
chos con caras nuevas; otros envejecidos, como este que aho-
ra se acuclillaba frente a éi y le sonreía con los ojos. Sólo

379
un hombre de aquellos se atrevería a acercarse a Lamuerte
cuando había amanecido con el mal. Le pasó una cuchara. El
hombre la metió en la olla. Comió una cucharada de grasien-
to reviro y se la devolvió. Lamuerte comió a su vez y tornó
a dársela, al tiempo que le mostraba una lata de mate coci-
do. Comieron de la misma olla, bebieron de la misma lata.
Quien ata el día con Lamuerte puede contar con su ayuda.
- Mi hermano -le dijo el hombre-, estoy en un mal
aprieto. Necesito ropa vieja y un sombrero de paja todo roto.
Voy a dejarte en cambio el traje y los zapatos.
Se abrían las nubes dando paso a un sol de fuego.

380
LA CÁRCEL MODELO

Un suboficial, apoyado de espaldas en una larga mesa,


interrogaba a un estudiante. El conscripto oficinista, de c a -
beza rapada llena de cicatrices y el rostro rubicundo moteado
de granitos, pasaba a máquina lo que creía de interés; o,
simplemente, lo que se le daba la gana. Otro preso, un pobre
diablo descalzo, cubierto de harapos, con el sombrero-pirí*
respetuosamente sostenido entre las manos, aguardaba su tur-
no en una esquina. De pie contra la pared, uno a cada lado
de la puerta, dos fornidos policías contratados observaban la
escena. El suboficial era serio y respetuoso. Hacía su trabajo
sin maltratar a los detenidos. Ya había despachado a muchos
esa mañana. Comprobada su identidad, y que no había ningún
motivo remotamente válido para que permanecieran allí por
más tiempo, hacía el ademán de espantarse una mosca, el
conscripto le devolvía los documentos y se los echaba a la
calle sin ceremonias. Era la rutina que se seguía a las reda-
das, como la que la pasada noche había sido dispuesta por el
coronel Ciriaco Ojarro, jefe de policía y comandante del Glo-
rioso Batallón. La Cárcel Pública, ubicada detrás de la Cate-
dral Metropolitana y lindante con el Colegio de "La Providen-
cia", desbordó de gente que no tenía otra culpa que la mala
suerte de parecer sospechosa a alguna de las patrullas despa-
rramadas por la ciudad con la misión de arrear con cuanto
sujeto no les cayera en gracia. El estudiante era un mozo
esbelto, de aspecto deportivo. Vestía remera blanca y panta-
lones ajustados. No tendría más de veinte años. Tomaba .las
cosas con entereza y buen humor. De pronto se abrió la puer-
ta y todos, excepto el estudiante, se cuadraron.

* Sombrero de palma caranday.


-¡Buen día, muchachos!
-¡Buen día, mi coronel!
-¿Cómo fue la pesca de anoche? ¿Clavaron algunos pacú
o solamente mandì-i *, como suelen, manga de chimbos!
Como era evidente que el jefe venía de buen humor, la
pregunta no exisgía una respuesta concreta y el calificativo
de inútiles podía ser tomado como una broma. Así que rom-
pieron a reír y respondieron al unísono:
-¡Lindo, mi coronel!
El recién llegado tiró la gorra sobre la mesa, se desa-
brochó el cuello de la casaca y se puso a examinar al preso
con gesto amenazador. Los contratados sonrieron, el subofi-
cial se hizo a un lado y el conscripto escribiente se tapó la
cara con una mano, mordiéndose los labios para aguantar la
risa.
- A ver, a ver, ¿cómo se llama este cajetülo badula- '
que?
- Martín Segovia, señor.
"Recomendado", sopló al escribiente.
El coronel se acarició la barbilla. Le bailaban sus ojillos
de laucha. Era fornido y retacón, de gruesa cintura y cortas
piernas algo chuecas, calzadas con botas altas. Tenía el pelo
negro y lacio, la piel aceitunada, la cara redonda. Un ralo
bigotito acentuaba su aspecto socarrón.
-¡El señor está en el cielo, individuo! -rugió con voz de
trueno-. ¿No sabe con quién está hablando?
- No tengo el gusto, señor.
El coronel dobló el brazo como el cogote de un ganso,
dejando el puño a la altura de los ojos del muchacho. Lo
sostuvo allí un momento para que lo viera bien y descargó un
golpe seco en el hueso de la nariz. La sangre cubrió la boca,
chorreó por la barbilla, se deslizó por el cuello.
-¿Sabe ahora quién soy yo?
- Sí, señor, ahora lo sé: el coronel Ciriaco Ojarro.
-¡Jho estudiante de palabra retumbante! ¿Vio que lo
sabía? Esto le enseñará a no querer tomarme para la farra.
Se frotó las manos y se paseó de un lado a otro lleno
de satisfacción.
- Así es, querido amigo; soy el famoso coronel Ciriaco
Ojarro, el Napoleón Paraguayo.
Contratados y escribiente reían a carcajadas. El subofi-
cial permanecía impasible.
* Bagres.

382
-¿Dónde agarraron a este puto?
- En el bar "La Armonía", mi coronel -informó muy
serio el suboficial-. Al producirse el allanamiento se subió a
esconderse en las ramas de un mango para eludir la acción
de la justicia.
-¿Así que en un mango, eh? ¡Hay que dejarlo todo un
•dia en ñakyrá encarmado en una reja, para que aprenda otro
día... ¿Tiene documentos?
- Sí, mi coronel: cédula y baja.
-¿Y afiliación?
- Ninguna, mi coronel.
El coronel se sentó en el borde de la mesa y echó una
hojeada al expediente.
-¿De qué partido sos?
- No estoy afiliado a ningún partido...
Volviéndose de pronto el coronel le descargó un puñeta-
zo en la mandíbula que lo arrojó de espaldas en el suelo.
Antes de que pudiera incorporarse, le apoyó violentamente
una bota en el pecho.
- Encima de mentiroso es maleducado. A ver, repita:
"No tengo partido, mi coronel".
- No tengo partido, mi coronel.
-"Usté es el Napoleón Paraguayo".
- Usted es el Napoleón Paraguayo.
-"Soy un tonto de chaleco".
- Soy un tonto de chaleco.
- Muy bien, así me gusta; puede levantarse.
El muchacho se puso de pie sin dificultad. Tenía un
excelente estado físico. Aunque algo aturdido, parecía estar
divirtiéndose.
El coronel movió tristemente la cabeza y aconsejó, p a -
ternal:
- Te falta práctica, mi hijo; tenes mucho que aprender
en esta vida. En el Paraguay todos tenemos nuestro partido;
quien dice que no lo tiene es comunista.
- No soy comunista, mi coronel.
-iNo me discuta' - bramó, amenazando otra trompada;
pero su sentido hist rióni co le impidió sobreactuar.
-¿Sabe por qué está preso?
- Supongo que por haber subido al mango, mi coronel.
-iNo se burle de mí, pedazo de imbécil! Está preso por
legionario, vendepatria y traidor! -rugió, como si con cada
palabra fuera en aumento su cólera-. A ver, i repita! uSoy
383
comunista legionario, vendepatria y traidor, encima de medio
puto".
El muchacho no respondió. El coronel lo miró de arriba
a abajo y soltó la carcajada.
-¿No les dije? íEste ha de ser comunista, llévenlo para
adentro!
Uno de los policías contratados agarró al preso de los
cabellos y se lo llevó a empellones. "El reo negó pertenecer
al partido comunista y dedicarse a actividades subversivas
financiadas desde el extranjero", tecleó el escribiente.
-¡Formal el mita-í*! -exclamó el coronel, con sincera
admiración-. Se calló justo cuando tenía que callarse. Des-
cueréenlo un poco y dejen que se vaya a su casa.
En eso vio al otro preso, que aguardaba en un rincón
haciendo girar entre los dedos su astroso sombrero de caran-
day. La camisa de un rojo inentendible, los pantalones llenos
de remiendos; la cara, las manos y los pies estaban tiznados
de negro. El cabello enmarañado se abría en el centro y le
caía en mechones sobre la frente. El ojo izquierdo lo tenía
baldado. El derecho parpadeaba como esquivando golpes, con-
trayendo la mejilla hasta la boca, torcida en una mueca. Le
sobresalía el labio inferior. Los dientes de arriba se apoya-
ban desde atrás en la base de los de abajo Tenía una hin-
chazón en el rostro, a la altura de las muelas.
-¿De dónde salió este disparate? -preguntó el coronel-
¡Mba'éichapa nde rera!
-¡Wenceslao Quiñones, a su orden, mi coronel! - respon-
dió, entrecortado, dando un paso al frente y haciendo sonar
los talones al cuadrarse.
-¡Jho arriero, así me gusta!
- Aquí dice "Ventura Páez", mi coronel - sopló el e s -
cribiente.
-ÍGüepa espoleta! ¿Vos no sos Ventura Páez?
-¡Ni sin esperanza, mi coronel! Quién sabe que clase de
bandido ha de ser ese. Los Páez de mi valle son toditos cua-
treros - respondió, arrastrando las palabras, con voz nazal y
gangosa, sin abandonar la posición de firmes-. Ya te dije que
soy Wenceslao Quiñones, profesional carbonero, de Paraguarí
departamento, Cambá-potrero compañía.
-¿Por qué estás preso?
- Por causa de mujer»

Muchachito.

384
-¡A la puta!
Se produjo un estallido de hilaridad general.
-¿Cómo por causa de mujer? -preguntó Ojarro, cuando
se hubo calmado-, ¿Violaste a alguna?
-¡Nde bárbaro! Iba nomás para el quilombo cuando me
agarró la comisión porque no tenía documentos.
-¿Dónde están tus documentos?
- Está en mi carro, mi coronel; si quieres voy te t r a i -
go-
El coronel Ojarro lo observaba de reojo.
- Vayan trayendo al tal Ventura Páez.
Pidió la lista de detenidos y la examinó de arriba a
abajo.
- No hay aquí ni siquiera alguno tu pariente, chamigo.
No me explico como diablos viniste a parar aquí.
Volvió a mirarlo atentamente.
- Tu molde me es conocido, ¿dónde serviste?
-¡R.I. 13 "Tuyutf", segundo batallón, primera compañía!
- respondió Wenceslao Quiñones, levantando la cabeza con
orgullo.
-¿En que año ?
- Cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco, mi coronel.
-¿Quién era el comandante?
- Mayor Regalado Medina, mi coronel.
-¿Cuál era su marcante?
- Burro-mercado, pero los más atrevidos le decían Na-
pia'e'güey.
Retumbó otra carcajada. El coronel Ojarro se atajaba
con una mano la barriga y con la otra descargaba puñetazos
en el pecho de Wenceslao Quiñonez, que apenas se permitía
una discreta sonrisa, como cuadra a un soldado.
-¡Pero qué hijo de mil putas había sido este carajo! -
repetía el coronel, llorando de risa.
En eso vino, abrumado a coscorrones, el desventurado
Ventura. Wenceslao Quiñones dio un paso atrás y aguardó en
la penumbra del rincón. Aunque no encontraron otro cargo
que hacerle al tal Ventura Páez que el haber sido sorprendido
orinando sospechosamente detrás de un árbol de la calle mien-
tras la policía allanaba una casa, lo mandaron de vuelta al
corralón por no haber acudido cuando fue llamado por prime-
ra vez.
- Bueno, basta de jodas -dijo el coronel Ojarro sentán-
dose sobre la mesa-. No me digan que en la mariscada de
anoche sólo cazaron sabandijas.
385
- Con su permiso, mi coronel -dijo el suboficial, que a
todo esto no se había reído ni una sola vez-, tengo un infor-
me por separado del teniente Vega, Anoche, cuando allanaron
"La Armonía" uno de sus hombres reconoció a un conspirador
rebelde que trataba de escapar por los fondos. Fue inmedia-
tamente detenido. Claudio Arévalo, que se hallaba bebiendo
en el bar en compañía de otros funcionarios del Departamen-
to de investigaciones Especiales, intentó hacerse cargo del
preso, cosa a la que se opuso terminantemente el teniente
Vega, que, ante la insistencia impertinente de Arévalo se vio
obligado a hacer uso de la fuerza, con lo que se produjo un
desagradable incidente en presencia del público...
- Amigo, no te entiendo un carajo, ¿qué te cuesta h a -
blar derecho? ¿Quién es el conspirador rebelde?
- Teófilo Villalba, mi coronel.
-¡A la gran siete! . ¿Dónde lo tienen?
- En el patio, con los demás detenidos, mi coronel. Lo
estaba espereando a usted para llamarlo.
- Muy mal hecho, lo hubieran puesto en una celda, con
doble guardia e incomunicado. Pero no importa, de allí no se
va a escapar... ¿Qué le hicieron al mayor Urbieta?
- Hay orden de no molestarlo, mi coronel.
- Está bien, no hay necesidad de andar mal con el mi-
nistro por ese viejo de mierda. Ahora anda vos mismo a t r a é r -
melo a Teófilo, y que alguien prepare tereré.
Al rato se oía gritar; "¡Teófilo Villalba! ¡Villalba, Teó-
filo!" El coronel Ciriaco Ojarro se relamía de gusto.
-¡Jho Teó, hijo de diablo, se te cumplió tu planeta! Es
una anguila, pero esta vez se le acabaron las barajas.
Wenceslao Quiñones tosió discretamente.
- Perdón, chamigo, me había olvidado de vos -dijo, y
gritó- ¡Número!
Se presentó un conscripto armado de fusil.
-¡Acompáñemelo a este ciudadano y déjemelo salir!
De despedida le regaló diez guaraníes a Wenceslao Qui-
ñones para que se tomara un trago por la mala noche.

Media hora después el coronel Ciriaco Ojarro tiraba un


tintero de plomo al suboficial Galeano, puteaba al teniente
Vega y pateaba al cabo Orzúsar cuando éste fue a informarle
que Teófilo Villalba no aparecía por ningún lado. Amenazó
con hacerles pelar a todos la cabeza.
386
Se formó un piquete armado que se metió en el corra-
lón repartiendo culatazos. Buscaron pieza por pieza. Dentro
de los medio tambores de nafta que se usaban para preparar
la comida y vaciar los excusados. En los basurales de la ba-
rranca, llenos de ratas que no dejaban gato vivo. En el co-
mún, donde las ladillas transitaban por las paredes en forma-
ción de hormiga. Pasaron lista. Esto trajo nuevas complica-
ciones. Buena parte de los presos no figuraban en la nómina,
que en cambio registraba a muchos que hacía tiempo habían
salido en libertad. No había modo de saber si los presentes
usaban sus verdaderos nombres, porque en el recinto ninguno
conservaba documentos, y éstos se guardaban en la coman-
dancia, entreverados en un cajón de frutas. Se consultó a los
carceleros más antiguos, a los presos más memoriosos, a los
soplones más serviles. Finalmente, aunque heridos en su orgu-
llo, a espaldas del coronel Ojarro, llamaron al Departamento
de Investigaciones Especiales. Acudió Claudio Arévalo en per-
sona. Mandó desfilar tres veces a la larga columna de presos
soportando ceñudo sus miradas burlonas. De pronto se agachó
y en la frente del suboficial Galeano se estrelló una galleta.
No había tiempo de identificar al culpable. Pagaron los más
lerdos, los menos afortunados. Claudio Arévalo disimulaba su
regocijo con gritos y patadas. Era su desquite. La noche a n -
terior había disputado violentamente por el preso con el t e -
niente Vega, quien, abusando de la fuerza, había puesto fin a
la discusión arrancando a Teófilo Villalba de las manos de
los secuaces de Claudio Arévalo, y, tras de arrojarlo dentro
de un camión blindado, atropello los raudales levantando m a -
rej adas.
- No hay caso -dijo, finalmente, dirigiéndose al tenien-
te Vega-. Se les escapó nomás. Son una manga de inútiles.
Esto sí que es de veras un quilombo.
Estalló una agria disputa en el trascurso de la cual las
manos bajaban tanteando las pistoleras.
* * * * * *

Entre tanto, en su despacho, el coronel Ciríaco Ojarro


oía, sin alterarse, el confuso griterío. Había montado en có-
lera y maltratado a sus subordinados más por hábito que por
otra cosa. Estaba seguro de que Teófilo Villalba aparecería
tarde o temprano. Es fácil ocultarse entre un millar de p r e -
sidiarios en un caserón de media manzana, pero escapar era
imposible.

387
Ojarro estaba de buen humor. La t/arde anterior el Pre-
sidente de la República le había ratificado su confianza, nom-
brándolo de hecho jefe de plaza. Lo primero que hizo fue
ordenar una batida general, para hacerse sentir. El núcleo
combatiente del Glorioso Batallón estaba acuartelado, listo
para entrar en acción. Pasada la media noche, a pocos kiló-
metros de la capital, se produjeron fuertes choques entre el
Famoso Regimiento y fuerzas de caballería del general Er-
nesto Dalfrosse, rival del coronel Ojarro en la política, los
negocios y el amor. El Presidente de la República lo volvió a
llamar para aconsejarle que se quedara quieto, alerta para
jugar el papel de arbitro en el momento oportuno. Para col-
mo de la suerte, Monsieur Pichón le dijo muy confidencial-
mente que Maruja Fontán había caído rendida por el honor
que significaba para ella el desfile que en su homenaje hicie-
ran soldados paraguayos, los más valientes del mundo.
-ÍMi diosa! - murmuró en un arrebato, contemplando
arrobado un cartel de propaganda fijado con chinches en un
tablero pendiente de la pared, sobre el mapa del Paraguay,
que mostraba a Maruja Fontán danzando semidesnuda.
Lo distrajo el creciente griterío que venía del patio de
la cárcel. Lo que estaba ocurriendo era producto del desor-
den y el hacinamiento, que muy pronto serían definitivamen-
t e superados. Tenía sobre su escritorio la maqueta; colgaban
de las paredes los planos y el dibujo en perspectiva de la
fachada de la obra que le daría inmortalidad: la Cárcel Mo-
delo.
Le había dedicado sus desvelos. Le prestó apoyo finan-
ciero con recursos provenientes de la reducción de las racio-
nes de la tropa; y, de su propio peculio, de las utilidades
producidas por los negocios que realizaba en sociedad con
Monsieur Pichón, quien se mostraba comprensivo con los anhe-
los de bien público. Nadie podía decir que Monsieur Pichón
no fuera un hombre progresista, un extranjero meritorio que
contribuía al desarrollo del país con el aporte de su talento,
experiencia y capitales.
La Cárcel Modelo estaría dotada de los últimos adelan-
tos de la ciencia y de la técnica. La legaría a las generacio-
nes futuras como prueba de su acendrado patriotismo. Como
todo paraguayo va a parar a la cárcel una o más veces en la
vida, el coronel Ciriaco Ojarro seria peremnemente recordado
con gratitud. El timbre del teléfono lo arrancó de sus enso-
ñaciones. Era el doctor Alfonso Irala Vargas.

388
-¿Qué tal, Ciriaco? ¿Qué pasa con Teófilo Villa!•..-....
Como siempre, el ministro iba directamente al grano.
-¿Cómo qué pasa, qué lo que va a pasar?
- Me dicen que no lo encuentran.
-¿Quién te dijo?
- Eso no importa; lo tienes o no.
Ni cuando hablaba en guaraní, que todo lo nivela, disi-
mulaba el ministro su acento de superioridad. Ojarro se mal-
decía por sentirse algo intimidado cuando trataba con él, que
no era más que un particú*. Sin embargo, no le tenía mala
voluntad.
- Me parece que hubo errada. Después te voy a decir.
-¡Cómo una errada! -exclamó el ministro, levantando la
voz-. Supongo que no habrás hecho alguna barbaridad.
Ojarro se enojó:
- Dicen que lo trajeron anoche; ahora no lo encuentran.
Como de aquí nadie se escapa, si vino está y si no está no
vino.
- Está bien, no te sulfures. Si se confirma la captura
no me lo toquen hasta que hable con él -dijo, y tras de una
pausa insistió, enérgico-: ¡Ni un pelo! ¿Has entendido?
-¿Qué te pasa, es tu pariente? No lo vamos a comer.
Al ministro no le gustó la broma.
- Hay que usar la cabeza. Si tienes novedades, me avi-
sas de inmediato. ¿De acuerdo?
- Sí, chamigo de acuerdo -dijo el coronel Ojarro, rien-
do-. Te avisaré enseguida.
- Te estaré muy agradecido. Hasta luego.
El coronel Ojarro se recostó en la silla, tecleando en la
mesa con sus dedos cortones. Aunque la puerta estaba cerra-
da y la ventana de su despacho daba a la calle, la gritería
del corralón se había elevado hasta aturdirlo. De pronto le
deslumbre una idea.
-¡Carajo!
Se golpeó la frente y rompió a reír a carcajadas. Rió
hasta perder el aliento. Llamó a gritos al asistente. Cuando
éste apareció en la puerta Ojarro se estaba secando las lá-
grimas con el reverso de las manos.
- Anda a decirles a esos zanguangos que no joroben
más. En su perra vida agarraron a Teófilo Villalba.
- Pero, mi coronel...

* Particular, c i v i l .

389
-¡El que te discuta me discute! -vociferó-. ¡Mándamelos
a la puta!
Guando el ordenanza se hubo ido, el coronel Ojarro se
abotonó la casacaj se peinó, se puso la gorra, se miró en un
espejito con marco de carey que había sacado del bolsillo.
Con un poco de saliva se atusó los bigotitos. Salió dando zan-
cadas sin contestar el saludo de oficiales y soldados que se
cuadraban a su paso. Subió a su automóvil ultimo modelo.
Puso en marcha el motor. Maruja Fontán ya se habría levan-
tado. Iría a saludarla. Desde que la vio sacudir sus caderas
emplumadas en el tablado de La Maison du Diable Rouge
estaba loco por ella. Acentuaba su pasión el hecho de que el
general Dalfrosse también la pretendiera. Guando corrió la
voz de que el comandante de la División de Caballería c o r t e -
jaba a Maruja, los más gallos recularon. Pero, en lances del
amor, antes que los galones han de valer los cojones. Ojarro
era como el burro cuando se enamoraba. Atropellaba cual-
quier cosa. Una vez detuvo la salida de un avión de pasajeros
uruguayo por causa de una azafata esquiva. Se armó un lío
fenomenal. Intervino la Cancillería para evitar ia guerra que
Ojarro con gusto hubiera declarado para enseñar a la indigna
lo que cuesta hacer desprecios a un coronel paraguayo.
Maruja Fontán coqueteaba con todos y por ninguno se
decidía. Corrían acerca de ella infames habladurías. Ojarro no
quería oír. Hizo a toda velocidad, siempre de contramano, el
corto trayecto hasta el Hotel Colonial. Casi atropella a un
lustrabotas. Hace brincar a una vieja. Frena de golpe. Da un
portazo. Sube las gradas al trote, olvidado por completo de
los asuntos de servicio.

390
EL PEREGRINO

Teófilo Villalba pisó la calle lavada por la lluvia de la


noche. Gomo un resucitado, descubrió la ciudad. Casas viejas,
despellejadas, amarillas, rosapálidas, manchadas de rojosangre.
Veredas blanquecinas de losa sin pulir. Negro empedrado de
basalto desparejo. Columnas de hierro cubiertas de herrumbre,
acribilladas por las balas de las revoluciones. Caminó sin apu-
ro la Plaza de la República buscando el Cabildo y la Costa-
nera. Como pelusas de samuú desmotadas por el viento pasa-
ban flecos de nubes en el cielo azul. Contempló la bahía. La
gran curva del río. El verdor que se extiende en lejanía.
"Salí de la boca del tigre. Yo y Ojarro nos conocemos
de hace rato. No supo ver mi sombra. Es un atolondrado. Yo
era conscripto antiguo, lomo de yacaré, sobado como arrea-
dor. El estaba de particular, sentado en la vereda con la no-
via, la suegra y el vecindario por ahí, dándose el viento fres-
co de la tardecita. Paso y no saludo. ¡Eh individuo, salude a
su superior! No quise darle el gusto. Le contesto en castilla
para mentarle el trasero: No tevf, mi teniente. Hasta la sue-
gra se ríe, toda tembleque, sobándose la barriga. ¡Váyese a
presentarse al cuartel, maleducados! i Allá vamos a arreglar!
Me echo la gorra en un ojo y le retruco: Para qué esperar
tanto, mi teniente; arreglemos ahora mismo. Malicio que se
achicó. Si tenía su revólver seguro que me entabla. Cobré
cincuenta sablazos, doscientas flexiones con fusil, carrera
baqueta, ñakyrá y calabozo. Nomás no me mataba porque yo
no me moría. Salí de baja con la cabeza pelada y el corazón
contento. Me h?bía cobrado dos años de maltratos. Era yo
rebelde mismo, desde luego. En cada vuelta del camino de
nuevo nos encontramos. Nunca puede agarrarme; puede que le
agarre yo".

391
Acodado en el antepecho de la Costanera se aseguró de
que nadie lo seguía. Abajo, siempre a punto de caer, se h a -
cinaban los ranchi tos de la Chacarita. "Por ahí van a buscar
primero. Está lleno de lumpen capaces de venderme por un
cuarto de caña. Pensar que en esa miseria encontré de nuevo
a Mariana Arguello, que había sido tan rica".
Un pelotón armado de conscriptos de policía marchaba
por la costa de la bahía en dirección a los bañados. Tal vez
a hacer ejercicios. Nada anormal por el momento.
"¿Qué habrá sido el tiroteo de anoche? Sea lo que sea,
ha terminado. Tiene que aparecer el capitán Palacios. Si dijo
que iba a venir, vendrá sin falta, aunque sea solo, si es que
no lo mataron. Es por demás caprichoso. En esto nadie le
gana. Cuando recibí la directiva de abandonar su columna
t r a t é de convencerlo de que la dispersara. No había nada más
que hacer. Se emperró en seguir la guerra. Algunos de mis
hombres, entre ellos Lucas Portillo, se quedaron con él. Algo
tiene el capitán; pega por otros su locura. Me ¡costó mucho
dejarlo, aunque no nos entendíamos. Si Fabio se equivoca y
hoy no se produce el golpe, se sacrificará inútilmente. ¡Y yo
por aquí sin hacer nada!"
No era prudente acercarse a la casa de Fermín Agüero,
en la que había estado alojado. Salió una vez y lo atraparon.
Mucha casualidad. No tenía otros contactos. Estaba como
perdido.
"Si pienso el problema desde el punto de vista de las
dificultades nunca voy a encontrar la solución. Siempre hay
algo positivo. Por ejemplo, anoche no tenía un céntimo y aho-
ra tengo los diez guaraníes que me regaló mi amigo Ojarro.
"Las finanzas no marchan. Dejé de pitar para no andar
de lismonero. Fui a la frontera casi sin plata para entrevis-
tarme con el enviado del capitán Palacios. Viajé de vuelta sin
comer desde Posadas a Buenos Aires. Apenas pude ver un
poco a mi familia. Me mandaron para acá justo con el pasa-
je. Mi compañera me preparó un buen avío y uno mi compa-
dre me regaló una botellita de ginebra".
Entraba a picar el sol y soplaba caliente el viento nor-
t e . Estaba solo. Nadie lo había seguido.
"Con el dinero que tengo ahora puedo subir a un c a -
mión de pasajeros bien lleno, salir a las orillas y esconderme
por ahí hasta que se haga de noche. Ese pai Roldan es buena
gente. Trató de defenderme y casi le rompen la cabeza. F e r -
mín me habló de él. Es un cura progresista. Le veré en su
parroquia y buscaré a algún contacto desde allí. Me gusta

392
Fermín, pero está verde todavía. Sabe demasiado; ha sido una
imprudencia darle tanta responsabilidad. Debe ser cosa de
Fabio, que se entusiasma con la gente sin probarla primero.
No podía dejar que lo agarraran. Si le obligaban a hablar era
el desastre completo. Yo, en cambio, tengo muchas barajas.
Armé un bochinche y conseguí que me llevaran a la cárcel,
de donde podía escapar o por lo menos ganar tiempo, en vez
del Departamento de Investigaciones Especiales donde son
más baqueanos. Tuve suerte demasiado. Lo que pasó muestra
que muchas cosas andan mal. Por un pelo se salvó el Comité
Ejecutivo.
"Tengo que cruzar el centro para agarrar el camión en
la calle General Diaz. Voy a poner cara de estúpido, mirar
para todos lados como arribeño del campo. Wenceslao Quiño-
nes, i adelante!"
Avanzó despacio, como en descubierta, cuidando frente,
flancos y retaguardia. Se le quemaban los pies, le lastimaba
el pedregullo. Fingió renquera para disimular.
"Perdí la costumbre de andar descalzo. Aunque sucios
de hollín, si Ojarro hubiese sido más letrado se hubiera dado
cuenta de que estos pies no son los pies de un campesino".
Se detuvo unos instantes ante el tanque de guerra cap-
turado a los bolivianos que, frente a la Escuela Militar, hace
de monumento a la Paz del Chaco. Soldados con equipo de
combate se desplazaban hacia el bajo. Había una ametralla-
dora pesada emplazada en la terraza, apuntando hacia la j e -
fatura de policía. Las guardias estaban reforzadas. No eran
movimientos de rutina, aunque todo parecía hacerse con mu-
cha discreción y tranquilidad. Teófilo era un experto.
Entró al centro por AlberdL Al llegar a Benjamín Cons-
tant divisó, estacionada en la esquina de Presidente Franco,
la camioneta colorada de la policía. Dobló a la derecha. Las
casas, aunque antiguas, no tenían el aspecto tinoso de las de
los alrededores de la cárcel. Ganó Palma por 15 de Agosto.
La gente caminaba sin quebrantos por la vereda de la
sombra, indiferente al parecer a los acontecimientos que se
avecinaban. No está demás mirar un poco por las muchachas
lindas el día que se nació de nuevo. El mundo parecía en la
función de un santo. Juzgó como profesional el trabajo de los
lustrabotas. No se había perdido el arte: tiraban el cepillo de
una mano a la otra produciendo un golpe seco, hacían llorar
el trapo sobre el cuero bruñido del zapato explotador. Olió
dolido el aroma de las chipas. Le encantó el paso parsimo-
393
nioso, la soberbia dignidad de las revendedoras que llevan el
canasto equilibrado sobre la cabeza.
Reconoció figuras familiares: ai turco vendedor de bara-
tijas con la víbora al cuello; al puto Hanos Halve seguido por
su lobo-pe domesticado; al Mariscal del Aire, con su grueso
capote militar, hablando solo y comiendo hielo; a Stalin, con
sus grandes bigotes, bajo su enorme sombrero de caranday
tachonado de medallas y toquillas tricolores, despotricando
contra los rebeldes legionarios. El Bar Felsina rebozaba de
vagos, cajetillas, contrabandistas, cambistas, especuladores y
procuradores a la pesca de un tonto, Teófilo VÜlalba vivía un
sueño feliz, un retorno a la infancia y a la juventud. Cruzó la >
calle frente al Hotel Colonial. Esquivó a un automóvil condu-
cido por un bárbaro. El auto frenó de golpe. Apareció el co-
ronel Ciriaco Ojarro con una cara para espantar al diablo,
mirándolo con ojos fijos. Teófilo se tragó la lengua. Pero
Ojarro estaba ciego. Cerró la portezuela y se metió en el
hotel. (Olvidando su simulada renquera Teófilo dobló en la
esquina. íPodrido liberalismo! Mascullando su autocrítica a l -
canzo la calle General Diaz justo cuando se acercaba bambo-
leante un destartalado camión de pasajeros.
El antediluviano carromato estaba repleto. El guarda lo
ensumió a empujones entre un bobo y una gorda que cacareaba
de risa protestando por el manoseo. El camión arrancó a los
barquinazos, crujiendo y rechinando en su tenaz y noble e s -
fuerzo de acarrear al pobre río. Adentro reinaba el buen hu-
mor. El guarda era una acróbata. Llevaba entre los dedos
billetes para el cambio y el talonario de boletos. Colgaba de
las ventanillas, subía al techo, cargaba y descargaba bolsas,
canastos y gallinas. Saltaba de una a otra plataforma. Dirigía
arranques y paradas con agudos chiflidos. Los aplastados pa-
sajeros cambiaban agudezas y el desahuciado armatoste trepi-
daba de risa. Seguro y a gusto entre bultos y niños de pecho,
arrieros y revendedoras, sudaba Teófilo Villalba más contento
que en el circo.
Al pasar por el mercado Pettirossi persiguieron al c a -
mión ensombrerados vendedores de helados con cuatro o cinco
barquillos chorreantes en cada mano. El dinero corría de un
extremo a otro hasta llegar al vendedor que cobraba y daba
vueltos sin equivocarse. Finalmente salieron de la ruta y se
internaron por calles de cuadras interminables, a veces flan-
queadas por extensos baldíos. Cerca de la terminal, cuando
ya quedaba poca gente, Teófilo se bajó. Por poco pega un
394
salto cuando sus pies tocaron la losa caldeada de la vereda.
Se refugió en la sombra de un naranjito. Esperó que el c a -
mión, que parecía estar dando sus últimas boqueadas, se per-
diera de vista. La calle estaba desierta y silenciosa.
Abusando del aguante de sus pies aburguesados caminó
por la vereda incadescente. Al encontrar una calle de tierra,
que más parecía la zanja de un arroyo seco, siguió por ella
hundiéndose hasta los tobillos en la arena. Resignado al su-
plicio del fuego caminó más de un kilómetro. Al pasar frente
a un baldío, un frondoso yvapovó solitario lo convidó a des-
cansar bajo su sombra. Se sentó en el suelo, con la espalda
apoyada en el tronco, y se dio aire con el sombrero.
El revoltijo de harina, grasa y sal que componía el revi-
ro de su desayuno le quemaba el estómago y le daba una sed
insoportable. Muy cerca, en los yuyales reverberantes, un pe-
rro muerto despedía un olor nauseabundo Ya empezaban a
picarle los piojos de Lamuerte. Justo ahora que se sentía sin
fuerzas, se acordó de su familia.
Guando estaba en comisión, como ocurría la mayor par-
te del tiempo, Teófilo procuraba pensar en los suyos lo m e -
nos posible. Los había dejado en Buenos Aires, en un barrio
de emergencia lindante con una quema de basuras al que
algún chistoso bautizara Villa Jardín. A sus hijos no les fal-
taba qué comer. Su compañera era de ley. Lavaba ropa, hacía
de modista, de peluquera; vendía chipa, se conchababa de
sirvienta, y le quedaba tiempo para realizar tareas políticas.
Pero Teófilo se preocupaba por sus hijos. Los echaba de m e -
nos marchando por el monte en la columna Palacios, en m e -
dio de una reunión partidaria, mientras redactaba un informe
o leía a los clásicos. Y ahora, que estaba toreando al enemi-
go sin encontrar burladero.
Panchito, el menor, solía dormir con ellos en la cama
grande. A Teófilo le gustaba jugar con él por las mañanas
mientras Encarnación cebaba mate. No podía comprar jugue-
tes, pero como era muy habilidoso, sabía hacer con tablitas y
carreteles camioncitos y aviones. Si sus tareas políticas se lo
permitían^ changaba de albañil para ayudar a su mujer., Ella
no se quejaba., Encontraba natural hacer su parte. Había sido
una morenita vivaracha y agraciada. La maternidad, los traba-
jos y las privaciones la habían ajado prematuramente» Pero,
¿éso qué importaba?
¿Qué estarían haciendo sus hijos? Seguro que revolcán-
dose en basurales inmundos, oliendo el humo hediondo de la
quema. Hablarían en guaraní, porque había en el vecindario
395
miles de paraguayos; pero nunca aprenderían a amar lo que
amaba Teófilo. Crecían con las raices en el aire, sin una
buena tierra de la que un hombre pueda sentirse orgulloso.
Teófilo no había conocido más que la pobreza, pero su infan-
cia transcurrió en espacios diáfanos. Nunca se sintió menos
que nadie, aunque lustrara zapatos y anduviera descalzo. Era
dueño del río, de bañados cristalinos, de selváticos baldíos; de
la camaradería ruda y viril de lustrabotas y diarieros. Su ran-
cho estaba siempre limpio, sus harapos remendados. Su madre,
cultivaba flores en planteras de lata. Le dolía criar a sus
hijos en medio de la basura. Sería bueno para el alma ver
ahora a Juanchí, a Toribio y a Panchito. Sobre todo a Pan-
chito. "¿Qué les voy a dejar a esos pobres inocentes? Esto
es razonar como un burgués. Los pobres no dejan a sus hijos
otra cosa que la vida. A sufrir aprenden solos. Me gustaría
bajar como al descuido la mano sobre sus cabezas, como so-
lía hacer mi abuelo para darme la bendición a escondidas de
Taita. Taita era un anárquico partidario de la anarquía. Lo
expulsaron de todos los sindicatos y partidos. Todo lo quería
arreglar a tiros. Cuando todos lo abandonaron yo también lo
abandoné. Hoy no haría eso, pero ya no tiene remedio. Que-
ría un mundo sin ley en el qué todos fueran buenos. En cuan-
a los malos... Taita ponía ojos de gato y se tanteaba la faja.
Yo quiero una cosa más sencilla. Una forma de vida en la
que no sean tan difícil hacer un hombre cabal".
"Sería fácil la lucha si uno supiera que a los hijos no
va a faltarles nada. Los enemigos lo saben y nos manean por
ahí. Tal vez fuera mejor no tener hijos, ser un árbol sin flo-
res y sin frutos. Así pensaba Mariana. Yo no estaba de acuer-
do, pero me ganaba discutiendo. iQué mujer era Mariana!
Dicen que se corrompió. Es el trabajo del gobierno. No sabe
hacer otra cosa. No puede soportar a la gente decente. La
decencia es un peligro. Los ojos se me caen. La sed no me
deja descansar. Es preciso que consiga un jarro de agua".
Se puso de pie. Al fondo del baldío se divisaba una ar-
boleda envuelta en un hálito acuoso. Algo había en este pa-
raje que le evocaba su niñez: "Por allá ha de haber un arro-
yito o un rancho de ocupantes. No me van a negar un poron-
go de agua fresca, serenada en el cántaro".
No encontró un rancho sino una buena casa de adobe
sobre una plataforma de ladrillos, aleros pajizos y un corre-
dor en el centro. Parecía abandonada. Salvo un hueco del
tamaño de una puerta, estaba enteramente cubierta por una
densa telaraña. Sin embargo, la tierra bajo ios árboles estaba
396
prolijamente barrida y rastrillada. Había una mesa con varias
sillas a su alrededor. A cierta distancia de ésta, un sillón de
mimbre ennegrecido por la intemperie y un grueso y largo
rollizo con la parte superior desbastada a la azuela para que
pudiera servir de escaño. Más al fondo se ve fa el brocal del
pozo, con el balde y la roldana. Por lo visto había gente en
esta cueva de bichos. Estarían durmiendo i a siesta. Se acer-
caría al pozo sin hacer ruido. Al dar un paso más le ladró un
perro.
Era un barcino viejo, casi ciego, que salió por el hueco
de la telaraña, fatigado por sus afónicos ladridos. Se acercó
gimiendo junto ai sillón de mimbre. Olfateaba angustiado, sin
saber adonde dirigirse.
Teófilo dio un rodeo para ponerse fuera de su alcance.
Junto al pozo, un mamangá zumbaba entre las flores de una
ceiba. Chirriaban las cigarras. Revoloteaban sobre el balde
cabichuí sedientos. Las negras avispitas no le hicieron ningún
daño mientras sacaba agua, bebía hasta aguacharse, se moja-
ba con delicia la cabeza y los brazos. Derramó el resto en
los pies martirizados. El perro estaba allí, renegando de im-
potencia. Incapaz de morder, ni siquiera ladraba de una m a -
nera convincente.
- No, pues, mi viejo, no te preocupes, no soy un ladrón.
Sólo tengo mucha sed.
El perro debió entender porque regresó arrastrando el
hocico a echarse de nuevo junto al sillón de mimbre. Teófilo
lo siguió. Era tan fresca la sombra que decidió disfrutarla un
poco más.
- No tengo adonde ir, hermano -le dijo al perro-, déja-
me descansar un momentito.
Se sentó en el rollizo, con los brazos colgando entre las
piernas. El perrot trataba de rascarse una oreja agitando tor-
pemente una pata en el aire. Entonces sintió Teófilo una
pena muy grande. Quería ayudar al perro pero a él tampoco
le quedaban fuerzas. Por su cara de zambo resbalaron gruesos
lagrimones.
- Estoy llorando por el perro, debo estar descalabrado.
Poco a poco se fue doblando sobre el banco. Alguien
observaba tras los tules de la telaraña. Cuando lo vio dormi-
do, asomó un hombre alto. Avanzó lentamente, apoyado en un
bastón que sostenía con una mano enguantada. La otra la
llevaba en cabestrillo, colgada de un pañuelo de seda blanco.
Los pies, muy hinchados, calzaban medias y alpargatas. Ves-
tía un pijama desteñido. Le cubría la cabeza un sombrero de

397
fieltro de alas anchas. Llevaba anteojos ahumados de antifaz.
El rostro, al que una capa de afeites le daba un brillo gra-
sicnto, era rojizo, abotagado. Se detuvo a dos pasos de Teó-
filo. Lo miró largo rato. Luego se sentó en el sillón. El pe-
rro se arrastró hasta apoyar la cabeza en una de las alpar-
tagas.
- Dejémoslo descansar, noble Epicuro; lo que nos sobra
es tiempo.

*HS3**SiS&

398
EL PODER Y LA GLORÍA

El general Fulgencio Iturbe estaba en su despacho de


director de la Escuela Militar, rodeado de oficiales de su
confianza, cuando doña Elvira lo llamó por teléfono.
-¿Tiros hacia Tacumbú? Sí, los oímos, no te preocupes,
ya cesaron. Luego te explicaré.
Colgó el tubo y dijo, dirigiéndose a los oficiales:
- El secreto debe ser absoluto. Hubiese preferido que
mi mujer estuviera en casa de sus padres; pero no le h e ' d i -
cho nada que la hiciera sospechar siquiera que algo anormal
esta ocurriendo, a pesar de que es la persona más leal y dis-
creta que conozco. Espero que ustedes hayan tenido idéntica
conducta. i
- Aquí todos le respondemos, mi general; usted lo sabe
muy bien.
El general Iturbe hizo una inclinación de cabeza y bebió
un vaso dé agua. Sentía una enorme ansiedad, pero ejercía
perfecto control sobre sus nervios. El teniente Soria había
regresado hacía un momento con noticias del mayor Silvestre
Ocampos, que ocupaba en Tacumbú, con el batallón a s u m a n -
do, los cuarteles del Famoso Regimiento. En los alrededores
se habían establecido retenes y puestos de seguridad. El t e -
niente Soria los había recorrido en compañía del mayor Ocam-
pos. Se abrió el* parque y se distribuyeron municiones. Los
conscriptos brincaban de contento, como si se alistaran para
una fiesta.
- Son niños -comentó el general Iturbe, sonriendo-; a.
los niños les gusta la guerra porque no saben lo que es.
El teniente Soria era eí más joven de los oficiales de
planta de la Escuela Militar. Muy buen profesor de equita-
ción; audaz, dicharachero y ocurrente, los cadetes y conscrip-
399
tos lo adoraban a pesar de las jugarretas y las bromas fero-
ces de las que les hacía victimas.
- A eso de las dos de la tarde se acercó a uno de los
retenes una patrulla de conscriptos de policía. Vigilantes an-
gu r lientos y verdeolivos lustrabotas empezaron a tallar unos
por otros: "¡Tahachí ñembyahyil" por aquí; "iVerde'o tambo-
verá!", por allá. Los del retén se picharon. Eran soldados
veteranos. No iban a permitir desde luego que unos postes de
calle les tocaran la oreja. Empezaron Ips balazos. Los del r e -
tén pegaron una atropellada. Los tahachí recularon mentándo-
les el diablo, atrayéndolos hasta las cercanías de la seccional
de policía, donde una ametralladora pesada que los estaba
esperando se puso a soplarles fuego. Los verdeolivos retroce-
dieron al trote, repuntando a un contratado herido en una
pierna, al que habían agarrado prisionero. Se le tomó decla-
ración. El individuo informó que a la patrulla la había man-
dado el comisario, para tentar un poco al Famoso Regimien-
to, a ver cómo reaccionaba. "iAhora van a saber!", dijo el
mayor Ocampos. Con dos pelotones reforzados salimos a que-
brar espoletas.
-¿Cómo? ¿Usted también?
El teniente Soria mostró su dentadura de caballo.
-¡Y claro pues, mi general, no me iba a perder la di-
versión!
-iContinúe! - ordenó el general Iturbe, con severidad.
Debió haberlo previsto. Soria era un mozo inteligente, pero
algo irresponsable.
-tQué tropa, mi general, da gusto verla! ¡Le digo que
volaban! Corrimos al comisario, desparramamos a los tahachí
que corían atajándose la gorra. Ocupamos la comisaría. Sol-
tamos a los presos; entre estos a uno político que estaba allí
encerrado desde hacía unos diez años. Los muchachos se lle-
varon hasta los cucharones de la cocina. El mayor Ocampos
mandó limpiar varias cuadras a la redonda. Hubo nuevos t o l e -
tole con algunos caprichosos que se habían reagrupado y vol-
vían para cobrarse el susto. ÍQué iban a hacer esos prójimos!
No digo que se los trajo de los pelos porque eran todos pela-
dos, pobrecitos.
-¿Hubo bajas? •
- Zonceras, mi general. Vi dos tres tahachí muertos. En
el regimiento hubo un herido leve. Se portaron los muchachos.
El entusiasmo de Soria se contagió a sus camaradas. Lo
ocurrido era una barbaridad. Sin embargo el general Iturbe no
400
hizo comentarios. Aquello había inspirado confianza y alivia-
do la tensión de sus oficiales. Conscientes de la precariedad
de recursos y la insignificancia de efectivos de la Escuela
Militar, les hacía bien enterarse de que contaban con un alia-
do aguerrido y dispuesto a pelear.
- Empezaron a llegar particulares a pedir armas -con-
tinuó el teniente Soria-. Se les dijo que esperaran en sus
casas, que ya se los iba a llamar. Muchos no se quisieron ir,
hubo que echarlos. El vecindario regalaba cigarrillos, convida-
ba comida y daba agua helada para el tereré a los soldados
que andaban por las calles. Yo estaba con el mayor Ocampos
cuando llamaron del Estado Mayor. Querían saber lo que pa-
saba. Ocampos les dijo que cumplía órdenes del general Mel-
garejo, por lo que, si se animaban, fueran a preguntarle a él.
- Por lo visto el mayor Ocampos es un mozo decidido.
Confieso que tenía mis dudas al respecto. ¿Qué dijeron los
del Estado Mayor?
- Malas palabras, mi general; y colgaron el teléfono.
- Bien, ya se dio el primer paso; pronto nos tocará a
nosotros.
La noche pasada, en medio de la tormenta, llegó a casa
del general.Iturbe un oficial de enlace de la División de Ca-
ballería, con la información de que el general Melgarejo e s -
taba en Yuquyry. De inmediato el general Ernesto Dalfrosse
destacó un regimiento para impedirle seguir avanzando hacia
la capital. Lo hizo con el pretexto de reprimir a los rebeldes
que habían aparecido en la zona. En esos momentos se e s t a -
ban produciendo violentos choques de patrullas. Era preciso
llevar adelante los planes de la conspiración antes de que el
general Melgarejo reaccionara. Iturbe notó cierto nerviosismo
en el oficial de caballería. Sin duda le tenían un miedo pá-
nico al Famoso Regimiento.
El general ¡turbe salió de su casa sin avisar a doña El-
vira, dejándole una nota con un pretexto cualquiera. Se pre-
sentó en la Escuela Militar antes de la diana. Convocó de
inmediato a ios oficiales conjurados. Les dio precisas instruc-
ciones. Se ultimarían los preparativos del alzamiento sin a l t e -
rar en lo posible la rutina de la escuela. El golpe se produ-
ciría esa misma tarde, apenas se recibiera un mensaje de la.
División de Caballería. No había que caer en la trampa de
lanzarse a la acción en forma prematura. Todo dependía del
apoyo que recibieran, pues la Escuela Militar no podía hacer
mucho por sí misma. Aunque no lo dijo, no confiaba en el

401
general Dalfrosse» Eia muy capaz de echarse atrás a último
momento, dejándolos en la estacada.
El Glorioso Batallón estaba acuartelado. Su comandante,
el coronel Ciriaco Ojarro, fue visto por la calle sin escolta,
conduciendo su automóvil. El Presidente de la República concu-
rrió a su despacho en el Palacio de Gobierno, que dada la situa-
ción, no era extraño que ruviera las guardias reforzadas. La
Radio Nacional difundía programas habituales y las informa-
ciones burocráticas de costumbre. El general Dalfrosse no
había vuelto a dar señales de vida. Se esperó en vano la lle-
gada de un oficial coordinador, de acuerdo a lo convenido. Se
evitó llamar por teléfono a la División de Caballería porque,
naturalmente, las líneas estarían intervenidas por los servicios
de inteligencia del gobierno.
Cuando cesó la excitación producida por el informe del
teniente Soria, los oficiales insistieron respetuosamente que
se llamara a la Caballería. Podía hacerse con cualquier pre-
texto. El general Iturbe accedió a. ello: era preciso saber a
qué atenerse. Un ordenanza contestó que el general Dalfrosse
estaba durmiendo la siesta y que no se atrevía a despertarlo.
Esto cayo en la reunión como un balde de agua fría.
-¿Qué hacemos, mi general?
- Es preciso esperar. Saldremos a la calle unicamente
si se dan las condiciones mínimas para el éxito» Sí esto no
ocurre, habremos fracasado. En tal caso, repito, asumiré per-
sonalmente toda la responsabilidad. Creo que Dalfrosse no
reaccionará a menos que lo ataquen en su feudo... digo, en
sus cuarteles. Es de los que piensan que pelear es peligroso.
Se oyeron risas nerviosas, iturbe sonrió.
- En definitiva, dependemos de io que haga el general
Melgarejo. Si está tan chiflado como espero, atacará a la
Caballería de un momento a otro. Entonces habrá llegado
nuestra oportunidad.
-¿Qué les vamos a decir a los cadetes? -preguntó un
oficial-,, los noto inquietos.
El general iturbe calló por un momento. Luego tomó
una decisión. *
- Reúna en un aula a los tres últimos cursos. Hablaré
con ellos.
- Si me permite, general -dijo un viejo capitán retira-
do, profesor de matemáticas-, opino ~ que si lo hace pueden
surgir dificultades. ¿Por qué no esperar? Una vez que empie-
ce el baile, bailarán. Así es la gente.

402
Era un hombre alto, muy delgado, de rostro fino y fren-
te despejada. Vestía con decoro un traje negro, muy usado, y
una anacrónica corbata azul marino. La camisa estaba gasta-
da en el cuello y en los puños. Una de las patillas de sus
anteojos de armazón de carey estaba sujeta con una tira plás-
tica. Su carrera en el ejército había estado llena de dificul-
tades y postergaciones porque era demasiado inteligente. El
propio Iturbe, que, por ayudarle, lo había incorporado al plan-
tel de profesores de la Escuela Militar, solía tratarlo con
cierta desdeñosa suficiencia, como si inconscientemente d e -
seara castigarlo por algo o hacerle sentir su superioridad.
Esta vez le dirigió una mirada algo sarcàstica, como para
indicarle que había pensado en ello.
- No se preocupe, mi querido capitán. No les diré más
de lo prudente. Tenga la seguridad de que en el momento
decisivo podremos contar con ellos. Son nuestros discípulos.
- Que Dios lo oiga, general.
El general Iturbe comprendió que era necesario atenuar
el desgaste de la espera y de la incertidumbre. Explicó una
vez más los objetivos del levantamiento, los ideales que sal-
drían a defender. Lo escucharon en silencio. Las ideas se
movían en sus mentes como sombras en una oscura caverna.
Estaban intelectualmente disminuidos por una educación e s t r e -
cha y reglamentada; la única que habían recibido la mayoría
de ellos desde que abandonaron sus valles campesinos en pro-
cura de la única posibilidad que se les ofrecía de librarse de
la humillación social y la pobreza sin remedio. Se habían de-
jado seducir por el sonido de las palabras del director, al que
de veras estimaban, y por una noción simplista de la lealtad
que le debían. El general Iturbe encarnaba las formas del
ideal castrense: porte marcial, lenguaje enérgico, rechazo de
la familiaridad. No tenía esas maneras simplotas y campe-
chanas del militar paraguayo de otros tiempos, que nunca
acaba de aprender la liturgia del oficio. Cada uno de ellos,
como un jefe indígena, además de su nombre y apellido, t e -
nía su apodo o "marcante" en guaraní. Allí estaban Soria el
Caballo, Eleuterio el Loco, el Mono Negro, el Santo de Palo,
el Perro de Victrola, el Capitán Enojado, Guzmán el Feo,
Pancho el Cerdo. El propio Iturbe tenía el suyo, con buena
carga de ironía: Fulgencio Arandú, Fulgencio el Sabio. Mien-
tras lo escuchaban, cada uno pensaba que se había metido en
un lío que comprometía su carrera y los pequeños privilegios
que los libraban de la engorrosa tarea de pensar y tomar de-
cisiones. Esta suerte de abulia intelectual y moral era la que

403
en el fondo los había colocado casualmente en el bando de
los conspiradores. Lo mismo hubieran seguido a Ojarro, Dal-
frosse o Melgarejo. Quizá hasta los hubieran comprendido
mejor, puesto que ellos apelaban al espíritu de cuerpo y da-
ban participación en el botín. Seguían a este hombre que les
estaba hablando del honor militar, del restablecimiento de las
instituciones democráticas y de la decencia pública, que en
el fondo poco les importaba; ya que nada tenía que ver con
ellos. Con tales menudencias, si ganaban, quedarían igual que
antes; en cambio, si perdían, tendrían que enfrentarse al fas-
tidio de vivir fuera del reglamento, preocupándose del pan de
cada día. Sin embargo, estaban resignados, deseosos de entu-
siasmarse; de encontrar un razonable pretexto para hacer lo
único que sabían hacer en realidad: armar un gran ruido que
podía costar la vida a algunos de los más infortunados, pero
del cual la mayoría saldría ilesa.
- Señores oficiales -concluyó el general Iturbe-, con e!
auxilio del Dios de las Batallas salvaremos el honor del Ejér-
cito Paraguayo.
Media hora después le anunciaron que los cadetes de los
tres últimos cursos estaban reunidos en un aula.

El general Fulgencio Iturbe saludó a ocho hileras de


cadetes cuadrados junto a los pupitres. Subió al estrado. Se
detuvo a observarlos uno a uno. Eran en su mayoría mucha-
chones morenos, saludables, entre los que se destacaban algu-
nas cabezas rubias. El general amaba a su ejército; veneraba.
su tradición gloriosa. ¿Serían capaces estos jóvenes de man-
tenerla? Eran más altos y mejor nutridos que los que cono-
ciera cuando llegó de la campaña con su atadito de ropa
para ingresar a esta misma escuela, mediante el favor de su
padrino, un caudillo liberal. Hablaba malamente el castellano.
Sólo había usado zapatos en ocasiones solemnes. Sus camara-
das eran del mismo origen, salvo uno que otro inservible o
incorregible de familia acomodada. Los jefes y oficiales de la
guerra del Chaco fueron hombres de modesto origen. Coman-
dantes de división tenían que andar mendigando sueldos at ra-
zados. No se dio en setenta años un solo caso de militar en-
riquecido en el servicio. Los políticos golpeaban las puertas
de los cuarteles, pero el ejército estaba sometido sin disputa
al poder civil. Ultimamente habían cambiado las cosas. Entre
estos jóvenes reconocía algunos hijos de cam aradas que esta-
ban en la opulencia, enredados en negocios turbios. Se consi-
404
deraban poco menos que una casta privilegiada. ¿Como reac-
cionarían ante lo que pensaba decirles?
-¡Siéntense! - ordenó.
El director de la Escuela Militar podfa reemplazar con
ventaja a cualquiera de los profesores. Cuando faltaba uno de
ellos, gustaba presentarse en el aula, y tras de fijarse en qué
punto del programa se encontraban, improvisar una conferen-
cia magistral. No provocaba el resentimiento de sus colegas
porque estaba fuera de discusión la superioridad profesional
de Fulgencio Arandú, al menos en el aspecto teórico, LOÍ;
cadetes agradecían estas intervenciones. En primer lugar por-
que sabía ser sumamente claro y ameno; después, porque es-
taba al tanto del nivel intelectual de los alumnos y no les
exigía más de lo que podían dar. Si era oportuno hacerlo, en
vez del pésimo castellano que usaba la mayoría de los jefes,
no vacilaba en hablar en guaraní. Lo hacía a la perfección,
sin arcaísmos de purista ni rebuscados neologismos. El incon-
veniente que en este sentido presentaban las más recientes
promociones era que una parte de los cadetes apenas enten-
día superficialmente la lengua popular. Pero también el espa-
ñol del general íturbe era sencillo y bastante correcto:
- Circunstancias históricas y geográficas han obligado al
Paraguay a vivir sobre las armas. El nuestro es un pueblo de
soldados. La historia colonial es una guerra ininterrumpida
contra el indio, el bandeirante, el portugués y el jesuita. El
doctor Gaspar de Francia, primero, y don Carlos Antonio Ló-
pez después, consiguieron mantener durante medio siglo una
paz relativa, turbada por continuos sobresaltos, mediante la
creación, con recursos irrisorios, de un ejército permanente
de ciudadanos honrados, conscientes de lo que defendían, ca-
paz de disuadir al agresor más temerario. Cuando se produjo
el choque inevitable, nuestro ejército no pudo vencer a la
Triple Alianza por la abrumadora desproporción de fuerzas,
pero luchó con tan empecinado heroísmo que asombró al mun-
do y obligó al invasor a abandonar abochornado el campo de
su indigna victoria. En la guerra del Chaco el ejército salvó a
la patria de una nueva desmembración que hubiera significado
el colapso definitivo de la nacionalidad.
Se mordió los labios para contener la emoción que ame-
nazaba desbordarlo. Continuó con la voz ligeramente quebrada:
- Nuestra arma secreta es el honor. Es el imponderable
que escapa a los teóricos extranjeros que estudian nuestras
campañas militares; el que ha puesto en ridículo a los ene-
405
migos que creyeron poder aplastarnos rápida y fácilmente con
la superioridad numérica y de armamentos. Poco antes de
iniciarse la contienda chaqueña, el comandante Estigarribia
llegó a la conclusión de que para equiparar nuestros recursos
con los del enemigo teníamos la fuerza moral de nuestra his-
toria. No basta la fría doctrina para explicar batallas como
las de Tuyutí, Sauce, Curupayty, Acayuasá, Tuyucué, Itá Yva»
té, Boquerón, Zenteno-Gondra, El Carmen, Yrendague, Yvy-
bobo, Mandyjupecuá, Ingavi y ciento más. ¡Son victorias del
espíritu, jóvenes cadetes! El Paraguay es lo que queda de la
Provincia Gigante de las Indias, que abarcaba desde la Pata-
gonia al Orinoco, desde los Andrés al Oceano. Es el corazón,
el cerne, la dura medula incorruptible del lapacho. ¡Es la
piedra angular de un gran destino para América y el mundo!
iSÍ, para el mundo, jóvenes cadetes! El honor es nuestra bom-
ba atómica. Si perdemos el honor, todo estará perdido. Un
ejército corrompido, mercenario, nunca será instrumento de
una política de grandeza. Nuestro patrimonio será puesto en
subasta pública, nuestros compatriotas vendidos como escla-
vos, y el látigo del capanga será puesto en vuestras manos,
¡jóvenes cadetes!
El silencio era profundo. El general Fulgencio Iturbe
hizo una pausa para tomar aliento.
- Estamos rodeados de vecinos que nos asfixian y des-
precian con la despiadada arrogancia de los poderosos. La
moral de la nación, la moral del ejército, es la única garan-
tía de superviviencia y fundamento de la grandeza futura. Y
ha tres días el Glorioso Batallón ha realizado un desfile de
opereta e inclinado sus banderas ante el balcón de una puta!
La última palabra, al restallar como un latigazo, avivó
la mirada de los cadetes, que escuchaban impasibles. El ge-
neral Iturbe afirmó los puños sobre la mesa.
= El responsable es el coronel Ciriaco Ojarro, un paya-
so indigno de vestir el uniforme del glorioso Ejército Para-
guayo.
Bajo, hombrado, de sólida mandíbula, el general Fulgen-
cio Iturbe echaba fuego por los ojos.
-<Vamos a permitir que este acto vergonzoso quede
impune, o esta Escuela Militar, esta fábrica de héroes inmor-
tales ha de exigirle una inmediata reparación?
Esperaba un grito unánime. Hubo silencio»
-¿Vamos a permitirlo! •- rugió, con vos de trueno.
Ojos vacíos, rostros ajados por la indiferencia.,
406
-iEs una pregunta!
Gomo no obtuvo respuesta, e! general Iturbei bajó del
estrado y se plantó frente a la clase.
- A ver usted, cadete Montanfa.
Tocado en un resorte, el cadete se cuadró.
-¡Cuál es su opinión!
-¿Quién, yo?
- Sí, usted.
- No sé de qué me habla, mi general.
Sonó una bofetada. Se oyeron risitas en el fondo. El
cadete Montanfa continuaba de pie como si nada hubiera ocu-
rrido. Su rostro, amoratado por el golpe, no mostraba la som-
bra de una ofensa.
-¡Siéntese, imbécil!
- A su orden, mi general.
Las risitas se convirtieron en contenidas carcajadas.
-¡Cadete Molke Fernández!
Un muchacho alto y rubio se cuadró con cierta torpeza.
-¡Eje cuadra pora py nde bringo ray car ajo! ¡Cuádrate
.bien, hijo de gringo!
El general 1 turbe había perdido el control de sus ner-
vios. Los cadetes reían abiertamente. Tensó la voluntad para
recuperar su autodominio.
- Usted ha escuchado la pregunta; le ordeno que la
responda.
El cadete guardó silencio.
-¡Es usted un cobarde!
- No, mi general.
- Responda entonces, ¿qué piensa usted?
- Pienso que está borracho, mi general.
En sus largos años de servicio, ni en la guerra ni en la
paz, ni en la vida pública ni en la vida privada, nadie jamás
había faltado al respeto al general Fulgencio Iturbe. Era de-
masiado. No estaba preparado para esto.
- Está bien, puede sentarse - dijo, y salió de la clase.

407
DEL C U A D E R N O S DE
TAPAS LIBERALES

Al fin, ¿que pasó? Nada, absolutamente nada. Estoy


descepcionado por el fracaso del golpe y aliviado porque no
tuve que arriesgar el pellejo. Sobre todo, estoy descepciona-
do de mí mismo. Esperaba más de ti, José-Antonio Lara»
Tenía derecho de esperarlo. El antepasado más remoto del que
tienes noticias arribó en los bergantines de Ayolas y se en-
yerno con un cacique antropófago; sus tataranietos proclama-
ron que la autoridad del común es superior a la del rey; tus
bisabuelos gestaron la independencia nacional; tu abuelo desa-
fió en canoa a los acorazados de la Flota Imperial; tu padre
peleo revoluciones y la guerra del Chaco, y tú temblaste ante
la sola inminencia de un peligro real, no literario.
Aquí estoy de vuelta en mi casa, sano y salvo, herido
unicamente en mi propia estimación, sin atreverme a salir a
las calles silenciosas, o tan siquiera hablar por teléfono de
miedo a que la policía haya interceptado la línea. Anoto es-
tas sinceras confesiones en el Cuaderno de tapas liberales y
me asomo de vez en cuando en el balcón esperanzado y t e -
meroso de escuchar un tiroteo. Mamá, que da por descontado
que si se arma la trifulca voy a salir a pelear, se hace la
que no sabe nada. Lejos de intentar disuadirme, me ha abo-
chornado colgándome al cuello una medalla de la Virgen Mi-
lagrosa y me ha encargado que, aunque ahora hace calor, me
lleve una campera por si cambia el tiempo, i Ah corajuda hija
de residenta, si supieras que tu hijo es el refugo de una raza
cansada!
Desperté al medio día con la resaca de las emociones
pasadas en "La Armonía" y de las libaciones en casa de doña
Consuelo de la Fuente. Exaltados por el tiroteo que se oía
hacia Yuquyry, y que según explicó Galo Casanello se escu-
408
chaba con tanta nitidez por la humedad del ambiente y la
dirección del viento, el taxi de don Ramón, acaso el unico
que desafía impertérrito los raudales de Asunción, nos dejó
en nuestras casas. El bravo chofer nos informó que había
aparecido la columna Palacios a veinte kilómetros de la capi-
tal, y que en vez de combatirla mancomuñadamente como era
su deber, se estaban agarrando a balazos tropas de la Caballe-
ría y del Famoso Regimiento. Me dormí arrullado por los
apagados ecos de la balacera. Al abrir los ojos brillaba el sol
de nuevo y al parecer todo había terminado. La gente transi-
taba bajo mi balcón con esa desconcertante capacidad que
tienen los paraguayos de sustraerse de cuanto ocurre a su
alrededor.
Me ardía el estómago de una manera terrible. Mamá
me preparó una tisana de yaguareté-caá. Preferí al amargo
brebaje telúrico un vaso de eferbescente sal de frutas con un
par de aspirinas por añadidura. Al diablo con los yuyos fol-
clóricos. Son como las supersticiones, sin un poco de candor no
surten ningún efecto, y he perdido la inocencia en los últi-
mos días. Me estaba bañando cuando sonó el teléfono. Era
Galo Casanello para decirme que estuviera preparado porque olía
algo en el ambiente. Aunque no pongo en duda la agudeza
olfativa del Basilisco, el dato me pareció impreciso. Es pro-
bable que considerara imprudente dar detalles por teléfono.
Prometió visitarme en el diario. Ya que tenía el tubo en la
mano llamé a Cristina. Doña Elvira ? muy amable y serena
como siempre, me dijo que esa mañana, muy temprano, se
había ido a casa de los abuelos. Cristina debió haberme lla-
mado, aunque sea por curiosidad, para enterarse de lo "ocurri-
do en "La Armonía" después de que la policía la dejara salir.
Suele llamarme a cualquier hora, con los pretextos más inve-
rosímiles. Si ahora no lo había hecho, debía tener motivos
muy substanciales, por lo que me abstuve de insistir en t r a -
tar de hablar con ella. ¿Se habían precipitado las cosas? Si
así fuera, era natural que doña Elvira enviara a su hija a un
lugar más seguro que la casa del general Fulgencio Iturbe.
La idea de que había llegado el momento decisivo me
produjo en principio una enorme excitación. Luego empecé a
preocuparme, como el fanfarrón que se da cuenta que la co-
sa va de veras. Me había metido tontamente en camisa de
once varas. Soy un poeta lírico, no un soldado ni un militan-,
te revolucionario.
Es notable como valoramos las pequeñas ventajas ruti-
narias cuando nos exponemos a perderlas. Sobre todo en mi

409
caso, que las perdería estúpidamente, de puro comedido, sin
provecho para nadie. ¿Que va a ganar la libertad con un fu-
silero algo miope como yo? Mamá se las ingenió para impro-
visar una comida liviana, forzándome a renunciar a unos su-
culentos tallarines. Tiene razóri, trasnocho demasiado, bebo
\ con exceso, ando leyendo poco y solo escribo, dejando de
lado las estupideces que publico en el diario, estas descocidas
confidencias en el Cuaderno de tapas liberales, émulo modes-
to del Cuaderno de tapas azules del Adán Buenosaires de don
Leopoldo MarechaL
Debo admitir que padezco de una doble debilidad. Debi-
lidad del cuerpo y debilidad del carácter. No tengo poder
sobre mis apetitos ni sobre mis emociones. Tengo miedo, mu-
cho miedo, ¿a qué negarlo? ¿El mal está en mí mismo o lo
he asimilado por osmosis? No sé qué dirán mis biógrafos. Los
tendré sin duda alguna, pues no podrán olvidarme los cronis-
tas de esta época aciaga. Como el bacilo de la lepra, el mie-
do se va apoderando lentamente de nosotros hasta que sale a
la superficie con sus marcas terribles, incurables.
Debería tener un automóvil. Podría adquirirlo en cuotas.
Tengo muchísimos amigos que no van a negarme una buena
garantía. Más de un figurón me figuro que habrá dispuesto a
prestarme la plata sin intereses con tal de que lo deje pavo--
nearse en el suplemento cultural con algún arti-culito. Mi
colega de "Sociales" recibe muchos regalos. Soy el único im-
bécil que presume de incorruptible a patacón la cuadra.
Ciertas moralidades carecen de fundamento racional.
Son un prejuicio, como las fobias adquiridas en la infancia.
Nos mutilan y privan de recursos para luchar por la existen-
cia. Si la honradez no ayuda a vivir deja de ser un valor so-
cial para convertirse en algo puramente subjetivo, como esos
poemas que sólo deleitan al autor. Caminar de siesta por las
calles de Asunción en pleno verano es un suplicio inútil. Se
ve uno que otro desgraciado, con los tobillos inflamados por
la avitaminosis, durmiendo en una sombrita. Radio Nacional
pasó el informativo de rutina. No veo un solo vigilante. Al
pasar por la Central Telefónica encuentro media docena de
conscriptos con armas largas. Forman un cuadro digno de un
pintor impresionista. Inmóviles, descalzos, la gorra sobre los
ojos, las manos de terracota aferradas a viejos máuseres ha-
zañosos con más vida y carácter que ellos mismos, duermen
bajo la resolana. El calor es infernal. Voy hacia el cine Vic-
toria con la intención de dormir un rato con aire acondicio-
410
nado. Total no pago entrada. Ya estoy en el vestíbulo cuando
oigo crepitar la fusilería y al rato el tableteo de las ametra-
lladoras. Me decido por el diario. Como muñecos de barro,
los guardias de la Telefónica continúan en el mismo lugar.
Apuro el paso, no sea que alguno se despierte con el tiroteo
y me encaje un balazo de puro atolondrado.
Por primera vez en mi desolada carrera de plumífero
ganapán llego temprano al trabajo. No veo a nadie en la sala
de redactores hasta que descubro, sobre el escritorio del jefe
de redacción, dos tamaños pies callosos formando la "V" de
la victoria. El ordenanza, el maldito soplón, duerme beatífico
en el sillón reclinable dándose aire a todo trapo con dos ven-
tiladores. La venganza es el placer de los dioses. Le clavo
una lapicera de plumilla en el medio de la planta del pie d e -
recho. Pega un salto, se frota incrédulo los ojos. Reprendo
severamente a mi enemigo; le ordeno con malos modos que
prepare tereré y ocupo su lugar. Enciendo la radio. A lo lar-
go del dial, plañideras polquitas degradadas; menos en Radio
Chantas, que difunde buena música pero tampoco noticias.
Me tranquilizo. Puede ser que no sea nada, aunque arrecie el
tiroteo.
El primero en llegar es el cronista deportivo. No sabe
nada. El tiroteo amaina por momentos, se desgrana en dispa-
ros aislados, vuelve a encresparse furibundo. Van llegando
más redactores, se amplía el ruedo; circula el tereré, se ha-
cen conjeturas. No le devuelvo su asiento al jefe de redac-
ción. Espero que me lo pida; pero, el muy zorro adivina mis
intenciones y muy tranquilo se sienta en una silla cualquiera.
Tranquilo en apariencia. De tanto en tanto me dirige una
mirada celosa, como si le estuviera tocando la mujer. Sé que
no le simpatizo, pero lo disimula. Creo que me tiene envidia.
Llega don Arturo. Los más se dirigen a su respectiva
máquina. Sigo impertérrito cebando el tereré, al tiempo que
le propongo al director enviar la camioneta con un cronista y
un fotógrafo a la zona de combate. No se digna a contestar-
me. Se encierra en su sarcófago con aire acondicionado. Lo
vemos a través de los vidrios. Se quita el saco, se escurre el
sudor, habla por teléfono, grita, gesticula. El viejo está ner-
vioso. Es una rara especie de periodista que se asusta cuando
ocurre algo. Ya cada cual está remando en su galera cuando,
en vista de que no se decide a pedírmelo, le devuelvo su si-
llón reclinable al jefe de redacción. Odia que le ocupen la
silla. Es comodísima. Me han dicho que la compró él mismo

411
y la esrá pagando en cuotas. Un miserable escrúpulo de con-
ciencia me impide delatar al ordenanza delator. Soy prisione-
ro de mis necios principios. iVIe dirijo a mi cuartucho con el
laudable propósito de dormir una siestita. Maniatado por su
propia culpa, el ordenanza no me delatará. Ha cesado el tiro-
teo. En el rostro de los esclavos se percibe la sombra de una
pesarosa decepción. Yo, en cambio, siento un alivio misera-
ble.
Dos. horas después sabíamos lo que había ocurrido y lo
que podría acontecer. Sin embargo, en la redacción reinaba
una semirrutina apenas alterada por cierto nerviosismo. Ano-
che se peleó reciamente a veinte quilómetros de la capital.
Hubo violentos choques entre verdeolivos y policía en Tacum-
bü. Varios muertos y heridos en Barrio Obrero. Si Melgarejo
se decide a entrar a la ciudad, es muy probable que se pro-
duzca una batalla campal. Pero, estas cosas no atañen a la
prensa en nuestro país. La primera plana la ocupará, - con
grandes titulares, la, guerra en Asia y se destacarán los amo-
res de la princesa Margarita con un aviador divorciado.
De pronto, como si mi estro hubiese olfateado vientos
de fronda, vuelvo a ponerme nervioso. Busco algún pretexto
para mandarme a mudar. Voy y vengo a la sala de redacto-
res en procura de noticias frescas, que son, sin excepción,
rumores disparatados. Me "devora" la ansiedad, ¿qué sería de
nosotros sin los lugares comunes? Si no fuera por la barba el
ordenanza hubiera notado mi susto cuando me avisó que me
llamaban por teléfono. Está bien, llegó la hora, me digo, t e m -
blando de coraje, tan dispuesto al sacrificio como un novillo
llevado al matadero. Al fin al cabo soy suboficial de reserva,
egresado de la CIMEFGRD. Tengo una vaga memoria de las
posiciones de tiro y sé que hay "tre clase de patrulla: ante,
durante y despué'de la combate", como decía nuestro ins-
tructor, el Teniente Librito. Metido en el baile, bailaré de
algún modo, aunque me tiemblen las rodillas y se me hielen
las manos.
La sorpresa fue mayúscula. Era Babe Niberto. Aquí es-
toy con Cardocito, me dice, lo sabemos todo, no hagas ma-
canas. Anda ahora mismo a tu casa y déjate de joder. Expli-
qúense, no sé de qué me hablan, chillo, sin convicción. Ahora
me habla Walter: si es así, tanto mejor; pero te advierto que
de aquí en más ya no podremos ayudarte. No atino a agrade-
cer ni a despedirme. Oigo la risa de Babe. Cuelga. Quedo
con el tubo en la mano. Desde el fondo de mi alma supe lo

412
que tenía que hacer: avisar a los amigos para que se escon-
dieran.
El teléfono está sobre el escritorio del jefe de redac-
ción para evitar abusos. Aunque tenemos la misma jerarquía,
él es el señor del aparato y esto le hace sentirse seguro de
sí mismo. Sospecho que me odia, pero es un caria'y ete, t i e -
ne hidalguía. Qué te pasa, pregunta, mirándome en la cara.
Mamá se descompuso, debe ser el calor. No pudo habérseme
ocurrido pretexto más idiota. Anda nomás, me dice, sonrien-
do, yo le avisaré a don Arturo. Que se mejore tu mamá. Me
siento un infeliz. ¿Qué pasaría si le dijera decile a ese viejo
de mierda que tuve que salir? Nada, no pasaría absolutamen-
t e nada; pero no me animo.
Me consuela pensar que no soy tan miserable como para
obedecer a Cardocito y correr a mi casa a meterme debajo
de la cama. Una vez en la calle pensé a cual de los amigos
debía avisar primero. Me decidí por Galo Casanello: tiene
auto, y podíamos salir luego a dar la alarma juntos. No en-
contré a don Ramón en la parada y tomé otro taxi cualquie-
ra. El chofer me conoce, como todos los de su gremio, y,
probablemente como muchos de ellos, sería pyragüé. Me bajo
en la Avenida Colombia, varias cuadras antes de llegar a la
casa de Galo. Después arregalmos, digo, para no perder el
tiempo. Macanudo, patrón. Hace la venia y se va. Pienso a s -
tutamente que si me delata no cobrará el viaje.
Me "asaltan" dudas, camino lentamente. Algo me dice
que marcho hacia la boca del tigre. Por alguna razón Galo no
vino a verme al diario como habíamos convenido por teléfono,
ni volvió a llamarme. Mis temores se confirman. Hay un su-
jeto sospechoso frente a la casa de Galo, que me mira con
insistencia, sacando la lengua y chupándose el hueco de un
colmillo. Lo conozco: es Presentado Mancueüo, uno de los
secuaces de Claudio Arévalo. Estuvo anoche en "La Armonía".
Paso de largo atajándome las piernas para no echar a correr.
Mucho más adelante me atrevo a mirar atrás. Muy cerca de
mí, lenta y sigilosamente, pegada a la vereda, me sigue la
camioneta colorada. Estoy perdido. Al punto la tengo al lado.
IQué tal, mi socioí, me grita Claudio Arévalo con una risota-
da amistosa. Asoma por la ventanilla y me tiende la mano.
La estrecho con efusión y me estremezco: es manopla de
hierro. Como en un relámpago alucinado reconozco en la par-
te de atrás del vehículo a Galo Casanello, maniatado. Tiene
un ojo en compota y sangra por las narices. Me mira fija-

413
mente, no parece asustado, está furioso. La camioneta colora-
da acelera y dobla en la próxima esquina.
Camino como borracho, dando tumbos sobre la tierra
que se mueve. Las cosas se han transformado en figuras geo-
métricas de colores intensos, amarillos, azules, verdes y ana-
ranjados. No pido socorro porque, como en pesadillas, no me
sale la voz. La tremenda impresión dura un instante. R e a c -
ciono al sentir una bayoneta en el estómago. Me encuentro
rodeado de soldados de la escolta presidencial. Estoy frente a
la Embajada. Pasaba nomás, explico. Me empujan con las cu-
latas, me patean, me tironean de la barba, se divierten. En
eso aparece providencialmente Mike Woller con dos rubios
orangutanes que apartan a nuestros soldaditos poco menos
que a empellones. Mike me toma del brazo y me pregunta en
inglés qué diablos estoy haciendo allí. Se me ocurre decirle
que he venido a visitar al señor Embajador. Es una tontería,
pero para el caso da lo mismo. Así lo entiende Mike, porque
se enconge de hombros, me lleva a rastras a través del jardín
hasta la residencia y me hace entrar en una sala donde hay
otros dos monos belludos montando guardia. Ordena que me
traigan una gaseosa. Está serio, ceñudo, en un papel que no
le conocía. Siéntate, me ordena; pediré que te anuncien. Se
marcha. ¿Qué hará Mikewola en la Embajada? Se mueve co-
mo en su casa y tiene mando.
Guando escriba mis memorias describiré esta larga an-
tesala ante el retrato de Abraham Lincoln. No tenía ningún
apuro, estaba a salvo. No sé cuánto tiempo estuve mano so-
bre mano hasta que apareció el Embajador nada menos que
con el Presidente de la República. Me saludaron cordialmen-
t e , como a un viejo conocido. ¿Qué tal, mi amigo?, me dijo
el primer mandatario; como puede ver, mis relaciones con el
señor Embajador, contrariamente a lo que afirman los ene-
migos de mi patriótico gobierno, son excelentes. Lo considero
un ministro sin cartera de mi gabinete. Escríbalo en el dia-
rio. Ha sido usted muy oportuno. Hablábamos justamente de
convocar a la oposición a un diálogo constructivo para forta-
lecer las instituciones democráticas, y de ampliar los vínculos
culturales de nuestro pequeño y aguerrido país con la gran
potencia del norte.
Sonrió como un estúpido y me atrevo, en el único acto
heroico de la jornada, a pedirle por Galo Casanello, un pres-
tigioso facultativo que, seguramente por error, fue detenido
esta tarde. El rostro del Presidente de la República se en-
sombrece de manera aterradora. Me echa una mirada de hie-
414
w
lo y cambia de tema: ¿Qué pasa con sus "Viñetas Asunce-
ñas"? No aparecen con la misma regularidad que antes. Dí-
gale a don Arturo que es lo primero que leo los domingos.
Me siento miserablemente halagado. Escriba lo que quiera,
agrega, tendiéndome la mano, para eso hay libertad de pren-
sa. El Embajador me acompaña hasta la puerta y me susura
en inglés: Me ocuparé de su amigo, no se preocupe.
Me trajo de vuelta a casa un automóvil con chapa di-
plomática.
Tengo miedo de morirme y que estas confesiones que-
den para la posteridad sin que les dé previamente un barniz
de hipocrecía. No servirfan de ejemplo a las generaciones
futuras como nada de lo que ha hecho mi malograda genera-
ción. El miedo y el halago me hicieron pensar por un mo-
mento que el Presidente de la República es un patriota que
sabe lo que hace. Un pueblo díscolo, sin disciplina social co-
mo es el nuestro, necesita de una mano dura que lo amanse,
lo gobierne y lo lleve por el buen camino como hace el do-
mador con el potro salvaje, previamente capado. Al doctor
. Francia y a los López los combatieron en nombre de princi-
pios liberales, bellos pero irrealizables. Eso pensé, pero ya
cambié de idea: es un

^SS^^Sf*

415
EL FANTASMA

Teófilo Villalba se despertaba siempre primero con un


ojo. Se encontió tendido sobre un tronco bajo la bóbeda de
árboles gigantes, cuyo follaje en las alturas, como pintados
vitrales de una iglesia, daba pálidos reflejos anaranjados. Se
oía la oración del pájaro bendito y el tempranero lamento de
un caráu. Aleteaban las gallinas subiendo a sus dormideros.
Chirriaban las cigarras y la multitud de los grillos iniciaba su
concierto. No había soñado. Allí estaba 1 a casa cubierta de
telarañas. Frente a él, sentado en un sillón de mimbre, la
silueta de un hombre recortaba la luz mora del atardecer.
- Buenas tardes, mi patrón - dijo Teófilo, sentándose
en el tronco y sacándose el sombrero, como si fuera la cosa
más natural del mundo echarse a dormir en patio ajeno.
-iQué chico es el Paraguay, Teófilo Villalba! - exclamó
el hombre, en guaraní.
Teófilo calló, a la expectativa.
-iCuánto tiempo sin vernos!
"La lengua es como fusil -pensó Teófilo-, si se la usa
de balde hace pillar tu posición".
- Te conozco por el alma, Teófilo; no es preciso que
sigas haciendo el tonto.
Hablaba ronco, gutural. La cara se le escondía en la
sombra de un sombrero de fieltro de alas anchas. Ocultaba
los ojos tras de una gafas negras. Vestía pijamas, tenía la
mano derecha enguantada y la izquierda en cabestrillo. Des-
pedía un olor ácido, sulfuroso, mezclado con extracto.
- No me conoces, claro; yo tampoco me reconocería si
me atreviera a mirarme al espejo.
"Un lázaro -pensó Teófilo, aliviado-, no van a buscarme
aquí".
416
- Según veo -continuó el señor, ya en castellano-, si-
gues empeñado en dar un futuro a este país que sólo cree en
un pasado incierto; que como yo no tiene porvenir y cuyo
presente es demasiado horrible para pensar en él.
Teófilo dejó jugar al hombre para que fuera mostrando
sus barajas.
-¿Quieres un cigarro? - preguntó el leproso, sacando
uno del bolsillo.
- No, gracias, mi patrón; no pito.
- Haces bien en despreciarme. Una vez convidé a unos
braceros indios locro con sal inglesa. Sólo quería divertirme
viéndolos correr por los yuyales, pero se me murieron unos
cuantos.
Luchó un buen rato con los fósforos hasta que logró
encender uno con la mano enguantada.
- Fue una desgracia; tuve mis remordimientos, aunque
se lo tenían merecido, por pedigüeños. Suelen venir a visitar-
me. Se esconden entre los árboles, murmuran en su lengua,
se gozan de mi desgracia. Creen que la justicia de sus dioses
se ha descargado sobre mí. Se equivocan. Yo no creo en los
castigos. El hombre es un irresponsable... ¿Ríes, Teófilo?
- No, mi patrón, ¿por qué voy a reírme?
-¡Ah, no te hace gracia! Gomo tu padre, detestas la
crueldad inútil; pero si la creyeras necesaria la usarías sin
compasión.
"No sirve discutir con los enfermos", pensó Teófilo.
El hombre hizo humear su cigarro y continuó hablando
pausadamente.
- Tu padre era anarquista, discípulo de Barrett, lector
de Victor Hugo y de Eliseo Reclus, aunque apenas sabía e s -
cribir su nombre. Me gustaba sentarme en el corredor de la
Gasa de la Calle España a escuchar cómo las ideas abstractas
se transformaban en mito en los labios de un hombre del
pueblo. Sabía muchas cosas tu papá, mi estimado Teófilo,
acerca de la epopeya de los humildes, de la que raras veces
tratan los libros de historia. Cuando todos lo abandonaron,
hasta su propio hijo, fui su único amigo. Me ocupé de que
tuviera una tumba decente. Voy a decirte dónde está. Si fue-
ras a visitarlo le darías un alegrón.
-¡Usted es Saturio Rojas!
-¡Ah, por fin me reconoces!
-¡Pero cómo no!
Rieron de la misma cosa. No era preciso mencionarla.
417
- Así es, mi estimado Teófilo, aquí me tienes, reduci-
do a la última miseria; pero no te aflijas por mí, la cosa no
es tan trágica vista desde adentro. Me queda uno que otro
amigo verdadero; ya no tengo enemigos, los he saciado a t o -
dos. El gran enigma del hombre, que es su propio destino, ya
lo tengo resuelto. Sólo quiero una cosa: seguir dentro de esta
carne podrida todo el tiempo que sea posible, ¿no te extra-
ña?
» No.
-¿Puedes decirme por qué?
- Vivir tiene fundamento.
-¿Y morir?
- Ninguno.
-¿Oíste eso, Epicuro? Aquí tienes un discípulo.
-¿Con quién habla?
- Con el perro.
-¡Ah!
-¿Crees en fantasmas?
- Si hubiera poras ya me hubiesen salido.
-¡Pora ha verso naentéroipe ose! Los fantasmas y los
versos no le salen a todos! No cualquiera es capaz de reco-
nocer a los fantasmas ni al diablo, cuando se presentan. Yo
tengo la ventaja de que mi abuela era bruja, ¿ios sabías?
- Así ha de ser; mamá solía decirlo.
Saturio Rojas se rió de una manera extraña, como t r a -
gándose la risa.
- Las cosas no tiene límite, mi estimado Teófilo. Tú y
yo formamos parte de una totalidad compleja pero idéntica a
sí misma. Definimos los objetos al solo efecto de valemos de
ellos para nuestros propios fines. Esto obliga al pensamiento
a ceñirse a las cosas como el lazo del tropero a las guampas
de un novillo. Lo hace a costa de abstraerlo del infinito y
renunciar a su vocación metafísica; de un pensar fuera del
hombre; de la nada, como bien has dicho. Estar aquí comple-
tamente solo me ha enseñado muchas cosas, aunque se t r a t a
de una sabiduría sin sentido. Al desligarse de la acción, que
es una forma de pasión, el pensar se extravía.
Hizo brillar el cigarro en la creciente oscuridad y con-
tinuó:
- Ese tronco de urundey en el que estás sentado, está
compuesto de átomos en movimiento, cada uno de los cuales
es a su vez un conjunto de partículas en movimiento, que no
son otra cosa que la condensación del movimiento absoluto,
de la nada, el cual, oñepysangáramo, cuando tropieza, se en~

418
quista rabiosamente en masa, o en lo que vulgarmente lla-
mamos la materia, conservando en sus entrañas un furor tan
tremendo que puede hacer saltar el mundo en mil pedazos.
Esto, claro está, si hemos de ciar crédito a la moderna cos-
mogonía. El hombre no es más que un punto de vista, mi
estimado Teófilo. Dios lo necesita porque de otra manera su
universo no tendría sentido ni siquiera para él. Y tú me dices
que no existen fantasmas. Sólo ellos existen, mi estimado
Teófilo, isólo ellos existen!
Como su interlocutor no hizo comentarios, tras de una
larga pausa siguió hablando:
- Consumí gran parte de mi vida y mi fortuna tratando
de comprender al Mariscal Francisco Solano López y al solda-
do morombí que lo siguió hasta el último extremo de la lo-
cura. Cada uno de sus actos lo empujaba a la catástrofe fi-
nal que acabó por redimirlo. ¿Qué hubiera sido de él y de
todos nosotros si hubiese caído asesinado por los hombres de
su guardia? No puede negársele a la Historia su sentido del
drama. ¿Has oído hablar de la gran conspiración y de los
procesos de San Fernando?
- Desde luego, mi patrón.
- Procuré averiguar si existió realmente, y cuáles ha-
brían sido los verdaderos alcances de la conjura, para con-
cluir en que no es esto lo esencial. El Mariscal la aprovechó
para acabar con la clase dirigente, con su propia clase.
-¿Para qué iba a hacer eso el Mariscal?
- Si hubieras sido su soldado, ¿lo hubieras seguido hasta
Cerro Cora o te hubieses pasado al enemigo?
-¡Ni nunca, mi patrón!
Saturio Rojas observó unos instantes a aquel hombre
sólido y tranquilo, descalzo y haraposo.
- Te creo, mi estimado Teófilo. Yo, en cambio, lo hu-
biese abandonado. Hubiese razonado la guerra como un nego-
cio que se debe liquidar, aun con pérdidas, cuando no da di-
videndos. Es lo que piensa la gente realista y responsable. El
pueblo en cambio no quería saber nada de rendirse. Expresa-
ba su voluntad en actos innumerables, como fue el éxodo de
toda la población a las Cordilleras después del desastre de
Itá Y vate, cuando el Mariscal no tenía poder alguno para
obligarla a que lo siguiera. Él lo sabía y por eso tuvo que
matarme. Me tuvo que matar porque era incapaz de compren-
derlo entonces, como sigo sin entenderlo ahora. iMe queda
grande, Teófilo, me queda grande!
419
Dio una larga chupada a su cigarro antes de seguir.
- Sin embargo, cuando estudias al Mariscal te encuen-
tras con un hombre tan miserable, ciego, caprichoso y absur-
do como cualquiera de nosotros. ¿Cómo explicarías esto, mi
estimado Teófilo?
- Yo no sé, mi patrón.
-íAh, tú tampoco lo sabes y lo hubieras seguido hasta
Cerro Cora!
- No lo hubiera seguido, me hubiera ido con él.
-<;Por qué?
Teófilo sonrió.
- Mboriahu mante paraguái; sólo el pobre es paraguayo.
Saturio conocía la frase, que se había hecho popular
durante la guerra del Chaco.
-¿Quieres decir que los pobres son estúpidos?
- Así es, mi patrón; si no lo fueran, no serían pobres.
Saturio se rió.
-¿Sabes, Teófilo, que los guaraníes dicen que los Tupa
crearon el mundo porque no tenían de qué hablar? La histo-
ria es una comedia tramada para entretenimiento de los dio-
ses... Uno acaba por no saber a qué atenerse. Mientras dor-
mías estuve tratando de persuadirme de que eras tú en la
realidad que convencional y provisoriamente compartimos.
Luego de consultar con Epicuro, aquí presente, acabé por
aceptar tu existencia como la más verosímil hipótesis de t r a -
bajo.
- Gracias, mi patrón.
- No hay de que, y a mi vez te agradezco que tengas
la paciencia de escucharme aunque seguramente no entiendas
lo que te quiero decir. Este país está lleno de fantasmas,
todas las cosas tienen alma, en ello reside su único encanto.
Pancha Garmendia, la entrañable amiga del Mariscal lancea-
da en Panadero, se me suele aparecer allí mismo donde e s -
tás. Podría aclararme muchas cosas, pero se burla de mí con
su silencio.
Hablar le costaba algún esfuerzo, pero una vez que e m -
pezaba lo hacía con fluidez, hasta que de nuevo le falttaba el
aliento.
- En esa mesa que ves allí suelo reunir a las ánimas
-dijo, señalando una que estaba, rodeada de sillas, cerca de la
mesa donde se encontraban-; pero como el Convidado de Piedra
no dicen ni una palabra. O sólo dicen disparates, lo que demos-
traría que en el otro mundo las cosas son tan confusas como
420
en este... ¿Te das cuenta, Teófilo, que me he vuelto loco de
remate?
- No lo creo, mi patrón; le gusta nomás macanear, co-
mo a todos los doctores.;
Al parecer la observación de Teófilo no le hizo mucha
gracia a Saturio, porque cambió de tono.
-¿Ves esas telarañas? Las tejen unas arañas negras que
anidan en el techo. Mandé romperlas muchas veces, pero las
arañas las rehacían una y otra vez. Entonces me di cuenta de
que me estaban tejiendo un sudario y acabé de convencerme de
que en realidad estaba muerto y de que esta casa era mi
tumba. Como la locura de la razón le está vedada a ios muer-
tos, practico la locura de la sinrazón. MÍ mundo ha termina-
do. El que le sucedió es tan despreciable que, de todo cora-
zón, te deseo éxito en la creación del tuyo, que no puede ser
peor.
Se le había apagado el cigarro. De nuevo empezó la
penosa y complicada guerra con los fósforos. Teófilo hubiera
querido ayudarlo, pero temió que se ofendiera. Saturio logró
finalmente su objetivo, y de nuevo el cigarro brilló en la os-
curidad.
- Bueno, mi amigo, dejémosnos de macanear, como bien
dices. Los juegos del pensamiento son entretenidos, pero no
conviene abusar de ellos. Una vez te erré cinco balazos, pero
ahora tu santo es bueno. Veo que estás en apuros, ¿cómo te
puede ayudar un hombre enfermo?
- Me escapé de la cárcel y no tengo adónde ir. Si no
es mucha molestia, podría darme posada.
- Me gustaría mucho que te quedaras, pero no voy a
imponerte el sacrificio. Espero visitas esta noche.
- Igualmente agradecido.
- No me has entendido. Te enviaré a un lugar donde
estarás seguro y te darán todo lo que necesites.
- Gomo usted disponga, mi patrón.
Un enorme sapo saltó frente a Saturio y lo quedó mi-
rando.
-¡Ah, quieres esto! - exclamó Saturio, y le tiró el ciga-
rro.
El sapo lo atrapó al vuelo, al punto lo escupió y se fue
a los brincos.
- No volverá a cazar luciérnagas - dijo Saturio»
421
UNA JORNADA DE LOCOS

La oscuridad adensada en el hueco de los portones, bajo


el ramaje de los árboles desbordados sobre los muros, las%
enredaderas de jazmín volcadas sobre la calle, impedían con-
trolar de un vistazo la cuadra de la casa del doctor Faustino
Benítez. Fermín pasó de largo por la vereda opuesta. El por-
toncito de hierro estaba entreabierto. Por sobre la muralla,
tenuemente reflejada en el follaje del naranjo, se insinuaba
la luz del escritorio. Distraído por la observación casi pisó a
un arriero que dormía en el ángulo formado por dos tapias.
Podría ser un espía. Se detuvo a observarlo. Estaba sentado
en el suelo, con la cabeza inclinada sobre los brazos apoyados
en las rodillas, el rostro oculto por un sombrero de caranday,,
Despedía una fuerte catinga, mezcla de caña y de sudor. Te-
nía puesto un poncho negro que dejaba ver las piernas bajo
los flecos. Una vaina de cuero con base de madera reempla-
zaba a uno de los pies. El otro estaba descalzo. Debía ser un
mutilado de la guerra del Chaco o el despojo de algún fra-
tricidio. Fermín decidió arriesgarse; cruzó la calle y se esca-
bulló por el portón.
La noche anterior, al advertir que don Faustino abando-
naba con sus amigos la casa de doña Consuelo de la Fuente,
Fermín, que había estado en la habitación contigua en com-
pañía de Teresita todo el tiempo que duró la permanencia de
aquellos, decidió ir a verlo de inmediato para informarle de
los acuerdos del Comité Ejecutivo, dando así cumplimiento a
las instrucciones que le diera Fabio. Teresita estaba dormida,
Le acarició suavemente los cabellos. La hubiera besado, pero
temió despertarla. Se escabulló a la calle sin ser visto, y se
dirigió rápidamente a casa de don Faustino, que no quedaba
422
lejos de allí. Tuvo suerte. Lo encontró acodado en la ventana
de su despacho, escuchando el tiroteo que se ofa en dirección
al Este. Cafa una fina llovizna a veces sacudida por violentas
ráfagas de viento.
Don Faustino recibió con gran satisfacción la noticia de
que el Comité Ejecutivo había resuelto declarar la huelga
general y sacar al pueblo a la calle, simultáneamente con el
estallido del golpe militar. Los disparos que estaban oyendo
eran, si no el comienzo, el preludio del estallido de la revo-
lución. Mostró gran sorpresa al enterarse de que el Comité
Ejecutivo estuviera reunido en los fondos de "La Armonía"
mientras los intelectuales deliraban en "Puesto Lata" y Clau-
dio Arévalo bebía amenazador en una de las mesas de la pis-
ta, en compañía de tres de sus secuaces. Fermín se lo dijo
al poner en su conocimiento que Teófilo Villalba había sido
detenido. Le consultó qué podía hacerse de inmediato para
evitar que le ocurriera alguna desgracia en manos de la po-
licía.
- No te aflijas. Tenemos a un amigo que evitará que lo
maltraten hasta que, mañana o pasado, lo pongamos en liber-
tad nosotros mismos.
Fermín quiso saber de qué amigo se trataba. Don Faus-
tino no dudó mucho antes de respondaiJej:
- Tal vez no debería decirtelo, pero lo haré en prueba
de la gran confianza que inspiras. Se trata nada menos que
del ministro del interior.
-<E1 doctor I rala Vargas?
- El mismo -declaró don Faustino triunfalmente-; ahora
ya lo sabes: es nuestro aliado.
Fermín no supo qué pensar; la confidencia de don Faus-
tino era grave e innecesaria. Estaba al tanto de que la cons-
piración tenía ramificaciones en las altas esferas del gobier-
no, pero ignoraba por completo que involucrase al hombre
universalmente considerado uno de los pilares del régimen,
contra el que la oposición centraba sus ataques, incluso con
preferencia al Presidente de la República. Don Faustino se
dio cuenta.
- Así es la política, el enemigo de ayer es el amigo de
hoy, y el amigo de hoy puede ser el enemigo de mañana. El
doctor I rala Vargas es culpable de muchas cosas. Sin embar-
go, es un hombre al que se puede rescatar. Desde el punto
de vista práctico, su defección debilita al gobierno y nos for-
talece a nosotros. Comprendo tus escrúpulos. Está muy bien
que los tengas. Sería lamentable te convirtieras en un cínico.

423
Pero, a veces es necesario vencer nuestros escrúpulos; cuando
nos enfrentamos con personas que carecen por completo de
ellos. No hacerlo sería pelear en desventaja contfa forajidos.
Fermín comprendía el argumento pero le costaba acep-
tarlo. El nombre del ministro se asociaba a la prisión, la
tortura y la muerte de mucha gente valerosa. Tratar a seme-
jante hombre como amigo y aliado se le antojaba una injus-
ticia y una indignidad.
- Pero, doctor, ¿por qué me lo ha dicho? ¿Qué necesi-
dad tenía yo de saberlo?
- Tú no, pero tal vez sea preciso que lo sepa Fabio
Iglesias - dijo el doctor Benítez.
-¿El no lo sabe?
- No, no lo sabe; no podía saberlo hasta esta noche, en
que, por la resolución del Comité Ejecutivo, se ha convertido
en aliado. Pero a nadie más que a él debes decírselo.
-¿Y si no está de acuerdo?
El doctor Benítez le dio una palmada en un hombro y
le dijo, sonriendo:
- Lo estará, no te preocupes. Por otra parte, lo que
hacen ustedes y lo que hacemos nosotros son acciones coor-
dinadas pero independientes. Sabes muy bien que Fabio no me
informa de todo, ni espera que yo lo haga, salvo que sea
indispensable hacerlo. Así son las cosas, jovencito. La lealtad
recíproca no excluye cierto grado de reserva, cuando se juega
limpio en lo fundamental.
Continuaba el tiroteo, que parecía acentuarse con cada
ráfaga de viento.
- Lo importante es que hemos reunido las tendencias
más dispares para dirigirlas hacia un mismo objetivo. No ha
sido fácil, pero lo logramos... En fin, ve a avisar a Fabio que
todo está preparado. Hagan ustedes su parte, que la nuestra
está prácticamente hecha.
Tendió a Fermín una mano pequeña y firme, mientras
con la otra le daba cariñosas palmadas en el nombro.
- Anda, muchacho, y cuídate.
Después de dejar a don Faustino se había dirigido di-
rectamente a la Casa de la Calle España. Encontró a Fabio
Iglesias tomando mate con Emilia Sandoval. No hicieron nin-
gún comentario con respecto a la revelación que había hecho
don Faustino acerca de la complicidad del ministro con los
conspiradores. Se diría que para ellos no era una novedad. En
cuanto a la caida de Teófilo Villalba, dijo Fabio:

424
- Son cosas que ocurren en la línea de fuego* Todos
estamos expuestos y aceptamos los riesgos a sabiendas. Por
esta noche no hay nada más que hacer, así que acuéstate en
mi cama y échate un sueñito mientras Emilia y yo seguimos
conversando.
- No tengo sueño - protestó Fermín.
- Eso es lo que crees. En este oficio hay que aprender
a descansar. Mañana tendremos un día muy agitado.
Apenas se acostó le cayó encima un cansancio físico y
mora! como no había sentido nunca. Oyó desde muy lejos a
Fabio que decía: "Es un muchacho excelente". Lo último que
sintió fue cuando Emilia Sandoval lo cubría con una colcha.
Al despertar, bien entrada la mañana, ella se había ido. F a -
bio estaba conversando en el corredor con un hombre joven,
curtido, recién bañado y afeitado, que vestía ropas que no le
pertenecían. Era Lucas Portillo. Había venido a la Gasa de la
Calle España buscando a Mariana Arguello para entregarle
una carta del capitán Palacios, y encontrado por casualidad a
Fabio Iglesias.
- Portillo ha tenido una suerte extraordinaria -explicó
Fabio-, Es el único sobreviviente de la columna rebelde, que
anoche fue aniquilada en Yuquyry. El capitán Feliciano Pala-
cios ha muerto.
Lo dijo con tanta tranquilidad que Fermín lo sintió co-
mo una ofensa a la memoria de aquel hombre legendario, que
había sido muy amigo de Fabio Iglesias.
- Es una mala noticia, pero no modificará nuestros pla-
nes -continuó Fabio, fríamente-. Por ahora no hay necesidad
de hablar de esto a nadie, puede tener un efecto desmorali-
zador.
Por razones de seguridad, cada organización actuaría en
forma independiente, siguiendo planes preestablecidos. Sólo
cuando se hubieran iniciado las acciones, el Comité Ejecutivo
se reuniría en sesión permanente, en el lugar más seguro que
se pudiera encontrar. Fermín pasó el resto del día de un lado
a otro llevando y trayendo mensajes. A media siesta se pro-
dujeron los primeros choques armados dentro de la ciudad.
Circulaban toda suerte de rumores, pero nada se sabía a cien-
cia cierta. Era de noche cuando volvió por última vez a la
Gasa de la Calle España. Fabio, que estaba ausente, regresó
poco después. Tenía el rostro sombrío. Habló con cierto ner-
viosismo que no le era habitual.

425
- Ante todo, busca a Carpincho, que tiene una casilla
en el mercado de Pinozá. Dile que no se mueva de allí. Entre
esta noche y mañana es posible que tenga un pasajero.
-¿Y si no lo encuentro?
- Lo encontrarás, si te apuras. Busca después ai doctor
Benítez y dile que pase lo que pase nosotros seguiremos a d e -
lante; ya no hay tiempo para detener las acciones. No vuelvas
por aquí, me mudo esta misma noche. Toma todas las p r e -
cauciones para llegar a la casa del doctor Benítez, y si notas
algo raro, no te expongas; podrías caer en una trampa.
- De acuerdo.
Fabio lo acompañó hasta el portón.
- Buena suerte - le dijo, tendiéndole la mano.
Entonces Fermín le preguntó:
-¿Algo ha fallado?
- No estoy seguro. La Escuela Militar no se sublevó
esta tarde, como esperábamos. Si no lo hace esta noche o
mañana de madrugada, quedaremos solos en las calles.
- Y habremos fracasado...
- Depende de lo que consideres un fracaso. Ya veremos.
Fermín se marchó con un nudo en la garganta. A pesar
de la oscuridad se había dado cuenta de que Fabio tenía los
ojos llenos de lágrimas. No tardó en llegar a Pinozá. Ubicó
en el caótico amontonamiento de casillas precarias el negocio
de Carpincho, dedicado a la venta de artículos de importa-
ción. Lo encontró durmiendo en calzoncillos sobre un lecho
de bolsas de arpillera extendidas en el suelo. Recibió el men-
saje y volvió a acostarse sin hacer comentarios. Fermín salió
a la ruta y caminó en dirección a la calle General Santos.
Esa parte de la ciudad, generalmente muy animada por las
noches, estaba casi desierta, aunque los bares, comedores y
casas de juego permanecían abiertas. De repente apareció
rugiendo un convoy de camiones del ejército llenos de solda-
dos, los adrales erizados de fusiles alertas y ametralladoras
emplazadas sobre las cabinas. Pasaron raudamente y se per-
dieron cuesta abajo. Tras un breve intervalo apareció otra
columna, seguida por muchas más, hasta que Fermín perdió
la cuenta. El Famoso Regimiento estaba entrando en la ciu-
dad.

Había una luz débil en el despacho del doctor Benítez.


Fermín entró hasta el corredor y golpeó discretamente la
puerta.
426
-¡Adelante! - exclamó una voz parecida aunque no idén-
tica a la del doctor Benítez*
Abrió la puerta. En uno de los escritorios, algo arrinco-
nado, en el círculo de luz de un velador con pantalla de me-
tal, unas manos blancas manipulaban papeles guardándolos
apresuradamente en una carpeta.
- Buenas noches, ¿qué desea?
- Busco al doctor Benítez.
El rostro de su interlocutor seguía en la sombra.
- El doctor Benítez no se encuentra. Soy su secretario,
¿en qué puedo servirlo?
- Es algo personal.
Una enorme cabeza entró en la luz como la luna que
sale de un eclipse. Un rostro blanco, íedondo, miraba con el
gesto embobado y burlón de una careta de carnaval, que era
sin duda una deliberada morisqueta.
-¿Personal? Claro, me imagino - dijo, poniéndose de pie,
con la carpeta bajo el brazo, como si temiera desampararla.
Se dirigió directamente a la ventana, abierta de par en par,
. y sacó el torzo apoyándose en el rellano.
-¿Oye? ¡Tiros! Parece que empezó la farra.
Fermín se ubicó de un salto junto a él, con el alma
llena de esperanza. Del extremo Oeste de la ciudad venía un
intenso chisporroteo semejante al estallido de petardos en la
quema de un Judas. La población perruna se había puesto a
ladrar furiosamente. El secretario, pensativo, se acariciaba la
barbilla.
- Hay algo que no me gusta: no habla ña Ametralladora
y caraí* Mortero se hace notar por su silencio. ¿Qué le pa-
rece?
- No lo sé.
El hombrecito escuchaba torciendo la cabeza como un
loro.
- Esos tiros son al aire - sentenció.
-cCómo lo sabe?
- Ya aprenderá a reconocer el delicioso contrapunto de
un verdadero combate; el de la lógica en el caos. Siento de-
silusionarlo, pero esos tiros están celebrando alguna cosa. No
ha pasado nada, o tal vez haya ocurrido lo peor.
Fermín observó que el hombrecito imitaba como una
caricatura el lenguaje y los gestos del doctor Benítez.
k
Señor

427
-iQué insensatez! Sin embargo debemos admitir que ale-
gra al corazón esta absurda pirotecnia... ¿Es en relación a
ella que desea entrevistar al doctor Benítez?
- No, señor; ya le dije que era algo personal.
- Es usted Fermín Agüero, ¿verdad?
Negarlo no tenía sentido.
- Yo soy Iluminado Fretes - dijo, tendiéndole una mano
deliberadamente enérgica-. No se alarme; no soy un delator
cuando puedo evitarlo.
El hombre estaba actuando.
- El doctor Benítez lo recuerda a menudo -continuó,
como dándose importancia-. Siente mucha simpatía por usted
y no tiene secretos para mí. Soy su último discípulo, su "fá-
mulo", como gusta llamarme, ¿Ha leído usted el Fausto?
- No, señor, pero discúlpeme: debo ver al doctor Bení-
tez con urgencia. ¿Podría decirme, por favor, dónde puedo
encontrarlo?
Iluminado se rió.
-iAh, enérgico el mozo! No se enoje, mi amigo; lo verá,
se lo prometo... Pero déjeme explicarle que Fausto tenía un
discípulo llamado Wagner, que al mismo tiempo era una es-
pecie de sirviente o tamboverá del gran filósofo. Se lo consi-
dera el arquetipo de la pedantería y de la estupidez; de la
misma manera que muchos se figuran que Iluminado Fretes
es un individuo disparate, par añado, sinmaspena. Sin em-
bargo, fue Wagner y no Fausto quien sacó al homúnculo de
la probeta; y esto, sin ayuda de Mefistófeles, que aconsejaba
a los jóvenes que se entregaran a la joda... ¿Sabe usted qué
es un homúnculo?
A pesar de su impaciencia Fermín no pudo menos que
reír. Iluminado Fretes era un cómico excelente. Su aspecto,
las inflexiones de su voz, los ademanes y morisquetas que
hacía convidaban irresistiblemente a la risa.
- Supongo que será un hombrecito, o algo por el estilo.
-¡Se acerca usted pero le falta un jeme! - exclamó Ilu-
minado, frotándose las manos sin soltar la carpeta que soste-
nía amorosamente en los sobacos-. Pues bien, los homúnculos
son hombrecitos transparentes, inteligentes y charlatanes que
los alquimistas obtenían artificialmente por un procedimiento
de depuración sucesiva de los metales. También puede obte-
nerse un homúnculo por reducción, a partir de un humanoide
como el coronel Ojarro; o hasta del propio general Melgarejo,
aunque en este caso suelen morderlo a uno como un yacaré
428
recién salido del huevo- Los del tipo dalfrossiano, medrosos y
adiposos, tienden a resultar, según algunos tratadistas, unos
traidores natos. No, señor, no es de ningún modo aconsejable
la producción de homúnculos dal f rossi anos. De cualquier mo-
do, aceptando los riesgos inherentes a la materia prima, para
fabricar un homúnculo por reducción se agarra a un tipo, se
lo prensa, pulveriza, centrifuga, disuelve en ácido sulfúrico y
legía; filtra, decanta, cuela, mezcla con aceite de coco, jugo
de naranja y caña con guaviramf; se lo pone a hervir en l e -
che de burra, se lo deja como un queso cuajar en el sereno
y se obtiene, sin falta, un homúnculo. Por desgracia el pro-
cedimiento es lento y costoso y los paraguayos somos pobres
e impacientes. Es una lástima, ¿no le parece?
» Depende -respondió Fermín, dispuesto a seguir la bro-
ma un rato más-, ¿para qué sirven los homúnculos?
- Los homúnculos no sirven para un carajo.
-¿Entonces?
- Son divertidos, ¿qué más quiere? Se lo puedo asegurar
yo, como émulo de fámulo, porque he fabricado un homúncu-
lo con utensilios caseros y medios artesanales. Admito que
tal vez sea abusivo de mi parte darle tan pretensiosa deno-
minación, porque padece todavía algunas imperfecciones. Con-
serva rastros de la cola y tiene mandíbulas prognatas: es un
pitechomúnculo. Para decirlo en guaraní, que como el griego
y el latín es un idioma apto para la nomenglatura científica,
lo podríamos llamar, modestamente, avaminimf... ¡Perdón, esto
acaba de ocurrírseme y debo anotarlo de inmediato! si no,
después se me olvida. A mí, como a los indios, me va y me
viene el juicio.. ¿Cómo era que dijimos? i Ya ve, se me ha
olvidado!
- AvaminimL
- No; perfeccionemos: avalangaminimL Esto es, algo
parecido a un hombrecito, con un toque de ternura y compa-
sión en la partícula "angá", que en este caso juega sutilmen-
te por añadidura como apocope de "ia'angá", "imagen d e " „ .
¿Qué le parece?
-¡Perfecto!
iluminado Fretes tomó un lápiz y escribió en la carpeta.
- Seguramente no me cree, supone que estoy macanean-
do... - murmuró, sin levantar la cabeza.
-¿Dónde lo tiene?
- Allí, sobre la mesa - respondió, distraído, moviendo
con negligencia una mano para atrás.
429
Fermín se volvió para mirar. Iluminado soltó una estruen-
dosa carcajada, feliz por el efecto de su actuación.
-¿No le dije que es transparente e incorpóreo? Sólo se
hace visible cuando irradia luz propia, lo que ocurre rara vez.
Ahora no tiene ganas. Le asustan los perros y le aturden los
tiros. Sin embargo, esta carpeta contiene su expediente. Le
estaba tomando declaración indagatoria cuando usted me in-
terrumpió. Sf, señor; yo, iluminado Fretes, alias Tah^i-iubichá,
el Patrón de Hormigas, el último infeliz, he logrado materia-
lizar la quintaesencia del Hombre Paraguayo en un homúnculo
arquetípico... ¡Perdón, en un ava'angaminimf!... Lo lamento, la
vanidad me traiciona y me hace exagerar mis pobres méri-
tos... ¿Quiere que se lo lea?
- Otro día, don Iluminado, lo escucharé con mucho gus-
to. Ahora debo encontrar a don Faustino; es muy urgente.
- En ese caso, vamos a buscarlo. Pero, antes debe usted
prometerme una cosa.
- Lo que mande.
- No le dirá a nadie que he fabricado un homúnculo.
- Pierda cuidado.
-iCuento con su discreción!
Iluminado Fretes, de pie en el centro de la pieza, como
si se encontrara en el escenario ante un lleno completo, sol-
tó una carcajada. Luego guardó la carpeta bajo llave, apagó
la luz, cerró la ventana y la puerta; y salió a la calle siguien-
do a Fermín, que se le había adelantado.
- Aunque usted no lo crea, hoy estuvieron a punto de
matarme -le dijo, cuando lo alcanzó-. Hubiera sido una gran
pérdida, pues se hubiese malogrado el advenimiento del ho-
múnculo.
A partir de ese momento Iluminado Fretes dejó de ac-
tuar o representó a la perfección el papel de guía. Caminaba
rápidamente y en silencio. No tardaron en llegar a un exten-
so baldío, en el que se internaron por una senda bordeada de
altos pastizales. Había un arco de luna en el cielo estrellado.
Las ranas cantaban innumerables en los charcos dejados por
la lluvia de la víspera. Al alcanzar lo que parecía la arboleda
de una quinta, pasaron un portoncito abierto en un alambra-
do. Fermín distinguió una forma blanca, fantasmal, grande
como una casa. Frente a ella, bajo los árboles, se estaba
desarrollando una escena muy curiosa, que se deberá descri-
430
bit desde eì principio para hacer posible la comprensión del
desparramo'que produjo la llegada intempestiva de iluminado
y de Fermín.

Saturio Rojas estaba sentado en un sillón de mimbre en


la cabecera de una mesa en torno a la cual había otras cua-
tro personas. La claridad espléndida de la noche circundaba
al escenario y se filtraba por el follaje de los árboles.
- Hermanos -dijo Saturio con una voz que parecía sonar
dentro de un pozo-, el caos de las casualidades a través de
las cuales se abre paso la ley que oculta la predestinación,
ha traído hasta nosotros un esceptico. No por eso renunciare-
mos a la celebración de nuestro oficio, salvo que el Maestro
considere que ¡a presencia de un instruso inhibiría a los espí-
ritus que invocaremos esta noche.
- No hay problema -dijo el parapsicòlogo Cañete, desde
la opuesta pabecera-, conocemos al doctor Faustino Benftez*
Es un sujeto parasensibie que ha tenido experiencias ultrasen-
sorias,
- Lo que diga el maestro - declaró su discípulo, Prós-
culo Pérez Bray, bajando la cabeza como un chino.
-¡Apruebo la moción! - gritó el Zorzal Morocho, levan-
tanto una mano. Estaba sentado junto a Prósculo, a la iz-
quierda de Saturio Rojas. Don Faustino se mantenía algo apar-
tado de la mesa, aguardando el veredicto.
- El Maestro tiene razón -resumió Saturio Rojas-; Faus-
tino es un sujeto receptivo en alto grado y un testigo inso-
bornable. Es posible que nos procure la benevolencia de las
ánimas, que se han mostrado esquivas en las últimas sesiones.
- A lo mejor sintoniza los efluvios del Más Allá -aco-
tó el Zorzal Morocho-, arranca los secretos de los espíritus
difuntos y descifra sus telegramas. La otra noche tambori-
Ueaban de balde por la mesa como si estuvieran todas en
pedo.
- Tal vez fuera San Onofre - aventuró el doctor Bení-
tez.
-ÍNunca!
-í Jamás!
-¡En la perra vida!
-<Qué pasa? -preguntó don Faustino-, che dicho algo
inconveniente?
431
- No queremos tener tratos con los santos -explicó el
parapsicòlogo Cañete-, ni siquiera con el abogado de los ebrios.
-¡Cómplices de los curas, sirvientes de la sinarquíaí - se
exaltó Prosculo Pérez Bray.
- Son uno? hijos de puta - blasfemó el Zorzal Morocho.
Saturio Rojas golpeó repetida y nerviosamente el borde
de la mesa con su bastón.
- Basta, no es para tanto. Y tú, Faustino, no te burles.
- Les pido mil perdones. Lo que ocurre es que no me
había dado cuenta de que se trata de una sesión de espiritis-
mo. ¿Dónde está la mesita de tres patas?
Rieron con suficiencia.
- Nos confunde, doctor, ¿cree que somos comediantes?
No usamos anticuados chirimbolos de feria, propios de e m -
baucadores. Somos hombres de ciencia. ¿Ha oído hablar de la
antimateria y de la cuarta dimensión?
- Francamente...
-¿Y de la sicocosmogénesis? - preguntó el Zorzal Moro-
cho.
- No sé lo que significa.
- Yo tampoco, pero es una cosa muy tremenda.
- Basta, hijo mfo - le reconvino suavemente el parapsi-
còlogo Cañete-, Eres muy recluta todavía para entender de
los orígenes temporoespaciales de la psiquis en el cosmos.
Déjame hablar a mí y no sigas metiendo la pata.
- A la orden, mi Maestro; cuando un burro habla, el
otro para la oreja.
Prosculo Pérez Bray le dio un disimulado coscorrón. El
Zorzal Morocho bajó la cabeza, suspirando.
- Como dije hace un momento - continuó el parapsicò-
logo Cañete, dirigiéndose al doctor Benftez-, usted ha tenido
experiencias ultransensorias. Nos habló a menudo del diablo
Timoteo. Dirá que bromeaba, pero sabemos... ¿Me permite,
don Saturio, que le cuente a nuestro huésped lo ocurrido esta
tarde, o prefiere hacerlo usted?
- Métale nomás, Maestro - gruñó saturio, cavernoso.
- Timoteo ha estado aquí...
Hizo una pausa para que la noticia hiciera efecto, y
continuó:
- Se presentó con la figura del hombre que más daño
ha hecho a Saturio Rojas; el que privó de alegría a su cora-
zón y de paz a su espíritu; el que lo condenó al remor-
dimiento y a la soledad. Logró persuadirlo arteramente de su
identimaterialidad; pero, examinamos el caso y comprobamos

432
que se t r a t a de un fenómeno conocido con el nombre de pa-
rane xicolapexis.
-¿No me diga?
- Sería largo de explicar; en otra ocasión io haré, con
mucho gusto. Bástele mi palabra, por ahora. Guarde silencio
y escuche. Si siente que algo o alguien pugna-pugna por usar
su boca para comunicarse con nosotros, abandónese y hable;
si no, cállese la boca.
Lo último lo dijo con un tono levemente imperativo,
como si estuviera cansado de preámbulos.
El parapsicòlogo Cañete, estudioso de los fenómenos
paranormales, autor de un notable opúsculo acerca de la his-
toria del Paraguay desde el punto de vista dei karma y de la
metahistoria, era profesor de sicología en un colegio particu-
lar. Su discípulo predilecto, Prósculo Pérez Bray, mozo de
fama equívoca, había abandonado sus estudios de medicina
para dedicarse a las ciencias ocultas y a la venta de foto-
grafías pornográficas. El Zorzal Morocho, autor de la letra de
varias polquitas de moda, oficiaba de animador en toda suer-
te de espectáculos. Lo que ignoraba don Faustino era que
Saturio Rojas tuviera trato con ellos. Probablemente lo hicie-
ra para matar el tedio, ya que eran pocos los que se a t r e -
vían a visitarlo por la fama siniestra de su terrible enferme-
dad.
- Maestro -recordó humildemente Prósculo Pérez Bray-,
ha llegado la hora de hacer las libaciones.
-¡De acuerdo, de acuerdo! - se impacientó el parapsi-
còlogo.
El discípulo sacó de abajo de la mesa una botella y va-
rios vasos encastrados unos en otros. El Zorzal Morocho los
llenó y distribuyó con solemnidad*
- Ahora, bebamos - dijo el Maestro.
Aunque el olor era inconfundible, don Faustino tuvo sus
reparos.
-¿Qué es esto?
- Caña con guaviramí.
Don Faustino tanteó con la punta de la lengua. Ya s e -
guro, se echó un trago, qué buena falta le hacía.
- El Zorzal Morocho, que tiene poderes que él mismo
desconoce, hará las invocaciones - anunció el parapsicòlogo
Cañete.
-¿Habrá estudiado bien la fórmula este pedazo de ani-
mal? - se preocupó Pérez Bray, que parecía celoso del no-
vicio.
433
-ÍDesde luego! - declaró el aludido, con dignidad.
- No te preocupes, los defectos de dicción o alguna que
otra palabra equivocada no afectarán el resultado -lo tran-
quilizó el Maestro-; no somos cabalistas.
- Que empiece dé una vez - gruñó Saturio.
- Adelante, hijo mío, y procura no equivocarte.
El Zorzal Morocho bebió un trago, se concentró larga-
mente y comenzó a recitar:
- Dejemos que el sumo vigoroso de los cañaverales t e -
lúricos fecundados con la sangre de los héroes epónimos, en-
noblecido por el guaviramf ubérrimo de nuestros campos sil-
vestres, despierte los poderes ocultos del celebro y hablen
por nuestra boca los espíritus del tiempo inmemorial; las áni-
mas de ¡os objetos inanimados, los fantasmas de los muertos
fallecidos y nos revelen los horcones... los mojones... los ar-
cones...
- Los "arcanos"...
-..* los árcanos del karma y de la metahistoria para-
guaya. Si nò somos dignos de escucharlos en esta noche as-
tral llena dé estrellas y planetas, o si estorba algún comedi-
do, 'que el silencio nos deje disfrutar de la callada contem-
plación de la cuarta dimensión...
Saturio Rojas se impacientó. Dio un bastonazo en el
borde de la mesa y declaró:
- No me vengan con espiritus cualquiera, poritas de
morondanga como suelen acudir. Tampoco toleraré impostu-
ras.
Don Faustino, sorprendido, levantó la cabeza y se volvió
para mirar a su amigo. La voz' ronca, carcomida, de Saturio
Rojas estaba cargada de ansiedad.
- Quiero el espíritu del condenado-redi mido, del alaba-
do-encarnecido,' del víctima-victimario, íque el Responsable
dé su testimonio!
-iQue se' aparezca el Espíritu Nacional I - invocó el Zor-
zal Morocho.
Don Faustino tuvo una impresión penosa. A partir de
ese momento, el espectáculo que le había resultado divertido,
se le antojó grotesco y repugnante. Hubo un largo silencio.
Sólo se oía el coro de las ranas.
- Llegará el Predestinado - anunció Prósculo Pérez Bray.
-<Qué dices? - preguntó Saturio.
• - El Predestinado, el Heredero, el Reconstructor. Con el
correr de los siglos su nombre tendrá la auritmia del nombre
de Licurgo. Todo cambiará entonces, hasta nuestras desdi -
434
chas. Seremos miserables pero sin darnos cuenta. ¿Qué más
podemos pedir?
Don Faustino aprovechó la cañita y se desentendió de
aquella payasada. Había venido a la quinta de Saturio Rojas
buscando un refugio seguro, al menos por unos dfas, para no
asilarse en una embajada. Le perseguía la mala suerte. Aun-
que no fueran delatores, cosa nada improbable, no podía fiar-
se de la discreción del parapsicòlogo Cañete y sus discípulos.
Había estado en casa del general Fulgencio Iturbe. Tuvo que
llamar varias veces antes de que doña Elvira acudiera a abrir-
le la puerta. La pobre mujer tenía los ojos enrojecidos, pero
lo recibió sonriente y cordial como de costumbre. Lo hizo
pasar a la sala y le rogó que aguardara un momento. Regre-
só poco después para decirle que el general lo recibiría en su
estudio privado. Lo encontró enrollando mapas y rompiendo
papeles. Sin interrumpir el trabajo le informó en pocas pala-
bras del fracaso de la conspiración.
- El general Dalfrosse no volvió a dar señales de vida.
Era de suponer que nos había dejado en la estacada, según
ya va siendo su costumbre. Hasta ese momento el mayor Sil-
vestre Ocampos no había hecho más que seguir las instruc-
ciones del general Melgarejo. Técnicamente no estaba suble-
vado. No recibí el apoyo que esperaba de los cadetes. Mis
oficiales me rogaron que desistiera de sublevar la Escuela
Militar en estas condiciones. Pude haber insistido, pero habían
perdido el ánimo, tenían el alma muerta. Me fallaron los
hombres, mi amigo; me falló lo principal. ¿Quieres un whis-
ky?
Estaba sereno, como si se hubiera sacado un gran peso
de encima.
- Llamé al Presidente de la República para decirle que
asumía toda la responsabilidad y me ponía a su disposición...
¿Sabes qué me contestó? Pues que me quedara tranquilo y
me olvidara del asunto.
El general Iturbe rompía cuadernos e iba echando los
pedazos en el suelo. Lo hacía con cuidado y minuciosidad.
Don Faustino no supo qué decir. Aceptó el whisky y se quedé
mirando a su amigo en silencio, mientras este proseguía su
tarea.
- Creo prudente que te asiles o te escondas por un t i e m -
po -dijo el general Iturbe-, Es probable que estén en los de-
talles de la conspiración. En cuanto se sientan seguros co-
menzarán las represalias; es la ley del cobarde.
-¿Tú qué harás?
435
El general levantó la cabeza y lo miró. Tenía los ojos
dilatados,
- Cada hombre tiene derecho a decidir el quinto acto
de su propia tragedia»
No había nada más que hablar. El general Iturbe acom-
pañó a don Fausttino hasta la puerta de calle. Se despidieron
como de costumbre, con un apretón de manos.
El parapsicologo Cañete y sus acólitos estaban en silen-
cio. Era extraño que Saturio, un aristócrata de alma, escép-
tico hasta el cinismo, se hubiera desmoronado hasta incurrir
en semejantes tonterías. Se destacaba su silueta señorial, c o -
ronada por su sombrero de fieltro de alas anchas, contra el
círculo de luz que hacía la luna en torno a la arboleda. Don
Faustino fue bebiendo, sorbo a sorbo, del vaso de caña que le
habían servido hasta los bordes. Ahora sí que estaba acabado.
Tan acabado como el pobre Saturio. No le quedaba más qué
hacer.
"Timoteo, me has desfraudado..."
El Zorzal Morocho soltó una carcajada histérica. Se r e -
torcía de risa, mostrando los dientes como un mono. Perdía
el aliento, jadeaba, para luego seguir como bandada de patos
migratorios que de pronto se descuelga de lo alto y atraviesa
la noche quebrando sus silencios.
-iHermanos, hay un misterio en esta risa! - exclamó el
parapsicòlogo Cañete-. ¡Dínos quién eres, espíritu risueño!
-¿Y quién quiere que seaj señor Cañete? ÍSoy el Zorzal
Morocho, el gran poeta popular!
-iTe burlas de nosotros, espíritu maléfico!
-ILe juro a usted, por esta cruz, señor Cañete! - gritó
el Zorzal Morocho, sin dejar de reír, cruzando los dedos y
besándolos.
-iCalla entonces, imbécil!
El Zorzal morocho se cubrió la cara con las manos y
rompió a llorar.
-¡No se enoje, Maestro, no me pude aguantar, no sé
qué me pasó!
El bastón de Saturio se descargó sobre la mesa. Salta-
ron los vasos en añicos.
-iBasta, cara] o! ¡Fuera de aquí, manga de vagos!
Se había puesto de pie blandiendo su bastón. Epicuro
ladraba sordamente. Dosdesconcertados espíritus habían apa-
4SÓ
recido junto a la mesa. El Zorzal Morocho fue el primero en
escapar, seguido de Prósculo Pérez Bray, que había olvidado a
su maestro. El parapsicòlogo Cañete corrió tras ellos a los
tumbos, pidiendo a gritos que no lo abandonaran.

437
YO SOY EL DIOS

Teófilo Villalba hablaba con la boca llena de bife con


huevos.
- Amalicíé que don Saturio se atilingó del todo, aunque
él, desde luego, siempre habló medio estrambólico, ¿verdad?
Mariana Arguello lo miraba con seriedad. Sonreía a ve-
ces, como por compromiso. Se dirfa que pensaba en otra c o -
sa. Siempre había sido así, desdeñosa como un gato. Pero
enloquecía en la cama. De esto no hay que acordarse. Ya
hubo lo que iba a haber. Teófilo seguía en su laya de hablar
atropellado cuando estaba con ella.
- Me dijo: vete por el caminito hasta salir del baldío;
sigue hasta pisar empedrado. Pasarás por la iglesia. Dobla por
una calle de pasto que parece un piquete. Hay una casa a m a -
rilla. Tiene una entrada para autos debajo de una parralera.
No se cierra el portón. Si ves un auto, espera hasta que se
vaya. Si no, entra sin llamar. Di que vas de mi parte. Te van
a dar posada sin hacerte preguntas... ¡Quién se iba a imagi-
nar esta sorpresa!
"¿Por qué me lo mandó? ¿Querrá humillarme enfrentán-
dome al pasado? Se equivoca. ¿Qué hacer con Teófilo? Debo
ayudarlo".
Teófilo se había bañado y despulgado a fondo mientras
Mariana iba a comprar de un turco, que era su conocido, una
muda completa. Le trajo pantalones de brin, camisa caqui,
calzoncillos y alpargatas de goma. Todo justo a su medida.
Memoria tan buena no dejó de halagarlo. Ella siempre había
sido así, exacta en todas sus cosas.
- Voy a hacerte la cama. Si quieres más cerveza, sáca-
la de la heladera.

438
"Cuántos lujos en una casita de tan pobre apariencia.
Heladera, ventiladores, cocina a gas, agua corriente, baño
moderno. ¿Le habrá dado don Saturio? O a lo mejor tiene su
macho. ¿Qué me importa? Con tal de que no sea un enemi-
go. ¿De qué voy a quejarme? Me fui por mucho tiempo. Sa-
bía que no me precisaba, que le estaba de más, y eso no es
bueno para un hombre. Lo nuestro se fue de balde, lo mismo
que el alcanfor. No le escribí, es cierto. Andando solo por
esas soledades, todas las noches tenía ganas de escribirle. Me
avergonzaba mi letra, no sabía cómo decirle. ¿Qué lo que le
iba a decir? Ya no me acuerdo. Cómo se pasa el tiempo. No
me entendía con ella con palabras. Cuando volvía de noche,
cansado como un buey, entraba despacito para no despertarla.
Me olía seguramente. Se me liaba como víbora y ya no me
soltaba hasta sacarme todo el zumo. Hombre me sentía cuan-
do se estiraba y retorcía en un charco de sudor, bramando
como una tigra puñaleada. Estando lejos no me la podía sa-
car de la cabeza. La soñaba temblando de miedo como el
araño que no sabe si la araña al cabo se lo va a comer. Nos
encontramos después de algunos años. ¿Qué tal, cómo te va?
Muy bien, compañero, ¿y vos? Ahora lo mismo, como si tal
cosa. ¿Para qué preguntar? El que pregunta oye mentiras. Me
da mucha vergüenza pero me voy a tomar otra cerveza. Esto
no tiene octava".

Mariana le preparó una cama a Teófilo en una piecita


contigua a la suya. No se molestó en cerrar la puerta. Los
mosquiteros blanqueaban en la claridad lunar de las ventanas.
"Pobre Teófilo, ¿qué estará pensando? Nada me pregun-
tó. Mejor así, no quisiera mentirle. Su problema es descan-
sar. Una noche escamoteada a la tortura y a la muerte. Tal
es su vida. Si supiera en lo que me he convertido. Saturio sí
lo sabe. Tiene un humor siniestro. Teófilo está hecho un s e -
ñorón. No queda nada del magnífico salvaje que me sedujo
con su audacia, con su segura intrepidez.
"El hijo del carpintero Villalba volvió del cuanel vis-
tiendo añapiré, la bien llamada piel de diablo que se da a
los conscriptos cuando salen de baja. Saturio dormía sus lar-
gas siestas. Me escapaba descalza; cruzaba el patio de la
servidumbre; me internaba en la floresta; jugaba tiquichuelas
con tus hermanas. Entonces saltaste limpiamente el cerco de
tacuaras. Te acuclillaste con nosotras, tomaste los cocos y
nos deslumhraste con tus artes de prestidigitador. No creas
que no advertí tus miradas maliciosas. Nos enseñaste el t u -

439
ka f è-yvaté, la mancha en las alturas. Nos perseguíamos sal-
tando de rama en rama. Era un juego de audacia y acroba-
cia. Sólo me alcanzabas cuando yo quería. Rodábamos por la
hojarasca conteniendo la risa para no despertar a los mayo-
res. Después decidimos que tú serías Tarzán. Construimos un
sobrado en las ramas más altas de un paraíso. Nos artába-
mos de mangos. Reíamos con los hocicos chorreantes de dul-
ce jugo amarillo. Nos descuidamos y una tarde Saturio nos
pilló. Te pegó un bastonazo en la cabeza. Me prohibió jugar
contigo juegos tan peligrosos. Puedes romperte una pierna.
Me fermentaba la sangre cuando te echaba de menos. Abra-
sada de calor, con el camisón sobre los cuartos, las manos
bajo las trenzas, contemplaba las estrellas bajo el tul del
mosquitero, en el patio de la servidumbre. Danzaban a mi
alrededor las ánimas de los condenados que pecaron con mi
abuela la bruja. Los balaustres brillaban como duendes panzu-
dos. Hablaba el viento en las hojas de los memoriosos dati-
leros, narrando historias de odaliscas y sultanas. Gemían las
aspas del molino. El gualambáu de los grillos. El aroma pe-
remne del jazmín, ¿te acuerdas, Teófilo?
"Fue una noche llena de presagios. Sin que lo supieras,
te llamaba; te atraía con mil imanes de inocente hechicería.
"Se apareció reptando, asustadizo, veloz como un lagar-
to. Los ojos y los dientes brillando en ia oscuridad. No pude
gritar. No quise gritar cuando apoyaste en mi vientre tu á s -
pera mano de al bañil. Luchamos en silencio; no pensaba c e -
der, pero el juego me encantaba. Empapada en sudor, medio
ahogada de sed, te mordí, te arañé, te arranqué mechones a
puñadas. Cantaban los gallos, repicaban las campanas cuando
exhausta me rendí.
"Saturio iba a buscarme los sábados a medio día. Escu-
chaba con regocijo las quejas de la Madre Superiora, porque
entonces, de repente, me había dado por hacer travesuras. La
sumisa, correcta e irreprochable pupila se había convertido
en una yegua chucara. Estaba henchida de sabia. A veces Sa-
turio me llevaba al cine, o a la zarzuela en el Municipal. De
regreso, nos deteníamos en el Belvedere. Tomábamos con los
amigos un helado de limón y portuguesa. Hadamos a pie el
resto del camino por la umbrosa y silenciosa calle España,
que guardaba un misterio detrás de cada verja. Entrábamos
al jardín de la fuente cantarína, de las estatuas de mármol
fantasmal. Nos sentábamos en el corredor. Saturio contaba
440
historias traslúcidas de magia. Recitaba los "Nocturnos" de
José Asunción Silva,'"Las Leyendas" de Guanes:

Caserón de añejos tiempos, el de sólidos silla res,


con enormes hamaqueros en paredes y pilares,
el de arcaicas alacenas esculpidas...

¡Son los muertos! En las sombras alocado el viento brega,


ya blasfema, ya baladra, ora silva y ora juega
con el tul de la llovizna, con las ramas que deshoja,
con la estola de una cruz...

- Papá, ¿puedo dormir afuera?


-¿No tendrás miedo?
- Me gusta tener miedo.
"Entonces Saturio contenía en el aire el impulso de
acariciarme. Nunca me tocaba ni dejaba que le diera un be-
so. Ya entonces se insinuaban los primeros síntomas de su
enfermedad, aunque los médicos decían vacilar en el diagnós-
tico. La noticia empero había corrido. En la calle lo eludían
para no darle la mano. Sólo yo le quedaba:
Era un viejo jardinero
que cuidaba con esmero
del vergel;
Era la rosa un tesoro
de más quilates que el oro
para él.

"Esperaba con impaciencia que se fuera a dormir. Saca-


ba al patio un catre de lona, una colchoneta, sábanas, almo-
hadas. Arrastraba el palo del mosquitero. Corría a ponerme
el camisón. Mientras me peinaba en el espejo evitaba mis
ojos. Me avergonzaban el crucifijo y la Virgen del Carmen.
Le sacaba la lengua al retrato de la tía Patricia. Salía a espe-
rar al diablo que llegaba en cuatro patas, se colaba bajo el
mosquietero, me estrujaba con sus garras, succionaba la can-
tarilla oscura de mis senos. Yo lloraba en silencio, desdicha-
da, gozosa, arrepentida, abrazada al Maligno que me tenía
endemoniada".

"Se ve que a don Saturio se le pasó la rabia con el


tiempo. La linterna me encandiló como a un conejo. Siento
por la barriga el caño de un Treinta y Ocho. Es jodido ser

441
decente cuando se está desnudo. No se enoje, mi patrón, vine
debalde, yo creía que era mi casa, malicio que estoy borra-
cho. ¡Laputa, casi me entabla! Nervioso por demás me erró
cinco balazos. Volé sobre la muralla sin cortarme con Ips
vidrios. Amanecí en pelotas en los yuyales del Bañado. La.
suerte pasó por ahí uno mi socio, que fue a buscarme pan-
talón y me escondió en su casa. Mamá vino a avisarme que
la policía andaba buscándome por comunisto. Mariana se fue
presa al Buen Pastor. Mamá estaba furiosa. Qué lo que va a
decir ese lázaro sinvergüenzo. Mariana es hija de una su sir-
vienta. La preñó en vida de mi comadre ña Patricia, que Dios
tenga en su gloria aunque era más mala que el hambre. De
puro haragán no la reconoció. Siempre andaba diciendo: Hay
que ir al Registro, mi comadre; v a s a ser mi testiga. Nunca se
fue. ¡Qué se iba a ir! Así son los burgueses, como dice tu
papá".

"Saturio se fue de viaje. Mamá me sacó del Buen Pas-


tor. Apenas la conocía. Me daba vergüenza cuando me visita-
ba en el colegio. Mamá, ponte zapatos. Sácate el cigarro de
la boca. Supe, que tenía cuatro hermanistos, todos de distin-
tos padres. Vivíamos hacinados en una choza de la Chacarita.
Tres de mis hermanos eran lustrabotas. Les envidiaba su e s -
tado de libertad cerril, el orgullo de su oficio y su desdén
por el mundo. Yo cuidaba al chiquitito. Mamá se iba al mer-
cado antes del amanecer. Conseguía capital al diez por cien-
to por día. Llenaba un canasto» enorme y salía' a revender.
Regresaba de siesta, acribillada de dolores. Su rostro era una
esfinge de voluntad granítica. Yo no quería ir al centro así
descalza, con un vestido negro que parecía una bolsa. Podían
verme mis compañeras. Aliviaba a mi madre, que además del
canasto no tenía que cargar con mi hermanito. El pobre an-
daba siempre con los mocos embarrados. Comía tierra. Era
panzudo y feo. Las piernas como palitos, cagadas por la dia-
rrea. Desnudo, en cuatro patas, escarbaba con un dedito fla-
co para atrapar lombrices, que luego devoraba con los ojos
muy abiertos, fijos en no sé qué. No lo oí llorar nunca. Tam-
poco se reía. Lo estábamos velando cuando llegó Teófilo. Me
pareció feísimo en su traje celeste desteñido, estrecho y abo-
tonado. Camisa a rayas, corbata floreada en un cuello pa-
lomita que lo estaba sofocando. Las mangas del saco apenas
le cubrían el antebrazo; los de la camisa le tapaban medio
puño. Lucía enormes gemelos de fantasía de esos que venden
. los turcos en funciones de santos. Se secaba el sudor con un

442
pañuelo a cuadros. Se mostraba muy satisfecho de sí mismo.
Como andaría yo de raída que le tuve vergüenza. Mamá sim-
patizó con él. Según Teófilo, la culpa la tenía el imperialis-
mo. Me fui con él, ¿qué otra cosa me quedaba?
"De noche reaparecía el demonio a consumirme la ra-
bia, a ahogar mi desesperación. Teófilo me mostró adónde
derramar el odio que me quemaba como un ácido. El no odia-
ba a nadie sin embargo. Era su punto flaco. No lo pude en-
tender. No tenía ambiciones. Cedía eì paso a cualquiera. Era
incapaz de competir, como si él mismo se encontrara por
encima de la riña de los perros. Andaba por el mundo disi-
mulando una sonrisa... ¡Dios mío, creí que nunca lo amé!"

-¿Duermes, Teófilo?
- No tengo sueño.
- Yo tampoco.
- Paciencia.
-¿Te acordabas de mí?
-¿Cómo no? Hay un mozo Portillo que solía hablarme de
ti. ¿Cuánto tiempo estuviste presa, Mariana?
- Cinco años, tres meses, ocho días y nueve horas...
"Callas, Teófilo. Quisiera contarte todo, pero no enten-
derías. ¿Cómo un hombre tan bueno puede ser tan inhumano?
Tu moneda tiene una sola cara. Ese níquel no existe, Teófilo.
Creí ser corno tú. Tenía tu orgullo, pero no tu integridad y
tu constancia. Me torturaron hasta la desesperación, hasta la
locura. Hombres brutales, despiadados, repulsivos, me sacaban
la ropa; me vendaban los ojos; me preguntaban una y otra
vez las mismas cosas. Me golpeaban en la cara, en el vien-
tre, en los senos; me arrancaban las uñas; me agarraban de
los cabellos y me ahogaban en una pileta llena de excremen-
tos y vómitos. Sólo les pedía que no mataran a mi hijo; a un
hijo que no era el tuyo, Teófilo, porque al tuyo lo maté.
Cuando agotados me dejaban descansar, me sentía victoriosa;
digna de un hombre que no eras tú, Teófilo. Después vinieron
días iguales. La humillación, el tedio, la desesperanza. La
inacabable soledad".
- Me solía acordar de ti, Teófilo. Fui mala contigo.
Las mujeres nos ensañamos con los mansos. Nos gusta el
látigo, el rigor; amamos la servidumbre.
- Eso no es cierto, Mariana. Me preparabas la comida,
me lavabas la ropa, me ayudabas a leer libros, les ponías las
443
comas a mis informes. Fuiste una buena compañera. No ten-
go de qué quejarme; solo que...
- Dfmelo, Teófilo.
- Eras mucho para mí; yo soy un simple obrero.
-<De veras? ¿Y qué soy yo?
- Una intelectual.
Mariana rió en silencio.

"Recuerdas, Teófilo, cuando quedé embarazada? ¡Qué


contento te pusiste! Pensé que eras un irresponsable. Un re-
volucionario no debe tener hijos. Para ti el futuro tenía el
rostro de un niño. Me lo dijiste a tu manera. Yo no lo com-
prendí. Para mí la revolución era una idea, un gran desquite.
Como no pude convencerte, arreglé las cosas con un médico
amigo y te presenté el hecho consumado".

-¿Qué pensaste, Teófilo, cuando hice echar a nuestro


hijo?
- Francamente no me acuerdo.
- Yo sf: anduviste callado, pensativo. Luego te fuiste, y
por años no supe más de ti.
- Fui a cumplir una tarea. No te podía llevar conmigo
a organizar a los hacheros de las tanineras del Chaco. Fue
duro hasta para mí, que estoy acostumbrado a cualquier co-
sa. El calor, los mosquitos, las víboras, el paludismo, el es-
corbuto, la buba, la policía, el ejército; todo . contra noso-
tros, nada a nuestro favor. Por ahí hay pocas mujeres; ni las
indias aguantan. Después, como sabes, vino la revolución.
-¡No te mientas, Teófilo!
- Procura dormir un poco, ya está amaneciendo.
-¡Cantan los gallos, repican las campanas! ¿Nunca pen-
saste en Dios, Teófilo?
-<Por qué no? Yo soy el dios.

444
LA GRAN HUELGA

Cantaban los galios y las campanas llamaban a las pri-


meras misas. El cielo azul intenso se iba tiñendo de rojo.
Había cambiado la dirección del viento. Desde poco antes del
amanecer soplaba desde el Sur. Después de una temporada de
calor sofocante, se anunciaba un día fresco y diáfano.
En ios barrios intermedios, donde terminaban los zanjo-
nes y las calles de tierra, pasaban revendedoras enancadas en
burritos de pasos cortos que repiqueteaban en el empedrado.
Aquí y allá iban apareciendo hombres de pie en las esquinas.
Se les agregaban otros, acudiendo a una cita previamente
concertada. Una vez formado un grupo más o menos numero-
so, en el que se veían algunas mujeres y muchachos, se echa-
ban a andar en dirección al centro con paso decidido. Circu-
laban pocos camiones de pasajeros. Los transportistas se ha-
bían adherido a la huelga. Pasaban algunos omnibus fuera de
línea y camiones de carga llenos de gente pobremente vesti-
da. Si los caminantes encontraban a su paso un taller o una
obra en construcción donde había operarios que se disponían
a iniciar la jornada, deliberaban con ellos e invariablemente
los persuadían de que dejaran el trabajo y salieran a engro-
sar la columna. No se oía un grito ni una arenga. La ciudad
se iba llenando de un sordo rumor.
José-Antonio Lara despertó sobrecogido por un presen-
timiento. Salió al balcón de su casa, que quedaba a pocas
cuadras del centro. Pasaba una multitud animada pero no
ruidosa, que desbordaba las veredas e invadía la calzada. Era
el pueblo. El fantasma tantas veces invocado hacía su apari-
ción. Fue como retroceder en el tiempo. Hacía años que no
se veía en el Paraguay un espectáculo semejante. Después de
contemplarlo algunos minutos, fue hasta la sala contigua,

445
donde se encontraba el teléfono, y llamó a "El Independien-
te". Le atendió el sereno. Por él supo que a las doce en pun-
to de la noche el personal de máquinas, perteneciente al
gremio de los gráficos, había abandonado el trabajo dejando
el diario a medio imprimir. Le informó además que el direc-
tor estaba reunido con el jefe de redacción y algunos repor-
teros a los que habla hecho buscar antes de que amaneciera.
Le preguntó si deseaba que lo comunicara con ellos. José-
Antonio respondió que no era necesario. Se sentía algo mo-
lesto. Don Arturo se había olvidado de él. Creería segura-
mente que no podía serle útil en un caso como este, a pesar
de que José-Antonio había escrito el mejor reportaje publica-
do por el diario en toda su historia. En realidad, el director
se había llevado un susto cu.ando le presentó las declaracio-
nes exclussivas del general Melgarejo.. En cuanto al jefe de
redacción, pensó José-Antonio, no le perdonaría jamás el ha-
ber puesto al descubierto su espíritu rutinario y su miedo a
la responsabilidad. Tenía sus razones, ya que su inmediato
antecesor había purgado una pisca de imaginación con la pér-
dida del cargo y seis meses de confinamiento en un remoto
fortín del Chaco.
Volvió al salón. Desde la calle se elevaba un efluvio de
coraje que le hacía olvidar el miedo y el desaliento que lo
dominaran cuando la tarde anterior Walter Cardozo Einke le
dio a entender que estaba al tanto de sus contactos con los
conspiradores. Se avergonzó al evocar su conducta poco digna
al refugiarse en la Embajada y la obsecuencia de su trato
con el Presidente de la República. Renegó de las ideas aco-
modaticias que le había inspirado la entrevista. Bajo la in-
fluencia de las masas trabajadoras que pasaban bajo su ven-
tana, José-Antonio se transformó de nuevo en un demócrata.
Se sintió inquieto, lleno de entusiasmo. Si bien la huelga t e -
nía poco que ver con el suplemento cultural que dirigía, co-
mo escritor, antes que como periodista, debía ser testigo del
acontecimiento. Decidió presentarse de inmediato a la redac-
ción del diario y ofrecer sus servicios como simple reportero.
Encontró a don Arturo muy-enojado con el personal de má-
quinas;
- Son unos desagradecidos. Se ¡os trata de lo mejor,
ganan más de lo estipulado por convenio. Lo menos que po-
dían hacer era avisarme. ¿Qué les costaba? ¡Lástima de pa-
pel! Es cierto que había rumores de huelga, pero, ¿quién iba
a creer? Nos ha tomado completamente por sorpresa. ¿Sabe
446
alguien qué se proponen? Supongo que no reclamarán aumen-
tos de salarios. Gomo están las cosas deben dar gracias si
trabajan.
El jefe de redacción resumió lo que había averiguado
hasta ese momento. Mostró unos volantes impresos en mi-
meògrafo. La huelga parecía tener un carácter netamente
político: levantamiento del Estado de Sitio, libertad de los
presos, vigencia de las instituciones democráticas, garantías
para la actividad sindical. Al último, como de fórmula, se
reclamaban aumentos de salarios y cosas por el estilo.
Fiel a los principios de "El independiente", el jefe de
redacción se cuidaba de manifestar simpatía o antipatía por
los huelguistas. Hacía alarde de absoluta objetividad.
El movimiento parecía muy bien organizado. No trabaja-
ba ningún establecimiento importante. En cuanto a los peque-
ñoSj iban parando a medida que se difundía la noticia. Parte
del comercio se había adherido espontáneamente. Los bancos
estaban cerrados. Los pocos niños que habían concurrido a las
escuelas fueron devueltos a sus casas. Los estudiantes secun-
• darios y universitarios estaban organizando manifestaciones.
Las calles estaban llenas de gente. Tal vez para dificultar la
represión',' se concentraban en tres lugares distintos: la Plaza
Italia, el Panteón de los Héroes y el Parque Caballero, donde
se encontraba el núcleo principal y sesionaba, al parecer, el
comando de la huelga. Salvo en la proximidad de los cuarte-
les y comisarías, no se veían soldados ni policías en las c a -
lles.
El jefe de redacción pasó a otra página de su cuaderno
de notas y continuó:
- Todo esto está muy probablemente vinculado a la cri-
sis militar que se inició hace unos días con la llegada de un
batallón del Famoso Regimiento a los cuarteles de Tacumbú.
El Presidente de la República no concurrió a su despacho.
Desde ayer por la tarde se ignora su paradero. Se dice que
el ministro del Interior se ha hecho cargo del gobierno. Ano-
che entró a la ciudad el grueso del Famoso Regimiento, al
mando del general Melgarejo. Existen versiones sin confirmar
de que está sublevado. La Marina se declaró neutral. La poli-
cía y el Glorioso Batallón se mantienen a la expectativa,
concentrados en la Plaza de la República y los bajos del Ca-
bildo. El aeropuerto está ocupado militarmente y han sido
suspendidos los vuelos comerciales. De la Caballería sólo se
sabe que algunas fracciones que se habían desplazado en di-

447
rección a Yuquyry han regresado a sus bases. Usted dirá lo
que vamos a hacer.
El director prefirió callar, como solfa hacerlo en situa-
ciones críticas. De esta manera siempre era posible descar-
gar la responsabilidad en alguno de sus colaboradores, que
eran detenidos o deportados cuando el diario incurría en un
error de cálculo que irritaba al gobierno más allá, de lo tole-
rable. Esta vez el panorama se presentaba demasiado confuso.
El silencio ya se había prolongado demasiado cuando habló
José-Antonio.
- Creo que no hay mucho que pensar. Que se quede en
el diario una guardia permanente a puertas cerradas, y se
salga a recoger toda la información posible. El uso que se
haga de ella dependerá del curso que tomen los acontecimien-
tos.
Lo miraron con alguna hostilidad. Era el poeta del dia-
rio, cuyas opiniones no debían tomarse muy en serio. Se ha-
bía presentado a la reunión sin que se lo hubiera llamado y
no tenía siquiera la discreción de callarse. Al menos, esto
fue lo que creyó leer José-Antonio en el rostro del director
y de sus compañeros de trabajo.
- Gracias por el consejo -dijo el jefe de redacción,
sonriendo con alguna suficiencia-, pero es lo que estamos
haciendo desde la madrugada, mucho antes de que vinieras. A
Figueredo ya le dieron un culatazo en Tacumbú, Martínez
está preso en el Departamento Central de Policía porque se
quedó a curiosear cuando llegaba el Glorioso Batallón, y a
Fidelito le secuestraron la máquina cuando trató de fotogra-
fiar un retén de la Caballería. No obstante seguiremos en la
brega, no te preocupes.
-¿Cuál es entonces el problema?
No le contestaron. José-Antonio se sintió herido en su
amor propio.
- Si me dan un vehículo y un fotógrafo yo también sal-
dré a la calle.
-¿Piensas entrevistar de nuevo al general Melgarejo, o
prefieres esta vez a Ojarro o a Dalfrosse?
Rompieron a reír, con excepción de don Arturo, que se
mantenía callado y pensativo.
-¿Por qué no? ¿No somos acaso periodistas?
El director dio su aprobación en forma indirecta.
- Tomate un taxi - dijo.
- No traigo dinero encima.
- Que te hagan un vale.

448
- La contaduría está ce Erada -informó uno de los r e -
porteros-, los empleados no vinieron a trabajar.
Don Arturo hurgó dolorosamente en la cartera, manipu-
ló reflexivamente los billetes y le pasó mil guaraníes.
- Después rendirás cuentas y harás el recibo.
La reacción ante la injusticia asomó en el rostro de
algunos reporteros. Sus viáticos eran insignificantes.
-¿Y el fotógrafo?
- Anda nomás, que nosotros nos encargaremos de las
notas gráficas -dijo el jefe de redacción, con un fastidio que
no se cuidó de disimular.
José-Antonio tuvo la impresión de que querían librarse
de él lo antes posible para pasar a ocuparse de cosas serias.
Desde su regreso al país no había logrado identificarse por
completo con sus compañeros de trabajo. Ellos se habían acos-
tumbrado a obrar con extremada cautela para sobrevivir en
un medio en el que las reacciones de los poderosos eran ar-
bitrarias, imprevisibles y no se ajustaban a ninguna regla ló-
gica. Cuidaban cada palabra, no solamente en su sentido pro-
pio sino en las posibles interpretaciones que podían darle per-
sonas obtusas que, en un arranque de mal humor, podían man-
dar que se los moliera a palos, se los detuviera por tiempo
indefinido, o, simplemente, que se los dejara sin empleo. Obra-
ba en ellos como una segunda naturaleza. Pero, aunque t r a t a -
ran de justificarse, se sentían disminuidos ante un recién lle-
gado que, con la temeridad de la inconsciencia, escribía co-
sas que ellos jamás se hubieran atrevido a publicar. Logró de
este modo, en poco tiempo, un renombre y consideración que
ellos no habían alcanzado en años de forzado disimulo y vela-
da obsecuencia. Por añadidura, el advenedizo en la profesión
contaba con la benevolencia y hasta con el respaldo de las
autoridades.
José-Antonio no olvidaba lo que la había dicho, bajo el
efecto de unas copas, un viejo y encallecido periodista, hom-
bre de gran talento, poseedor de una cultura poco común en
el oficio, capaz de volver lo blanco negro y lo negro blanco en
una misma página: "En el Paraguay no se escribe una sola
linea con total sinceridad. No lo hacen siquiera los que pre-
sumen de opositores o redactan periódicos clandestinos. No es
que esté prohibido, sino que ya no somos capaces de hacerlo.
Una vez se me ocurrió escribir dos artículos diarios para mi
columna. Uno, para ser publicado, con las hipocrecfas, menti-
ras, agachadas, omisiones y subterfugios de práctica. Otro,
para guardarlo en el cajón, que expresaría mi pensamiento y

449
diría simple y llanamente la verdad. De esta manera pensaba
ir acumulando un valioso documento de época, al tiempo que
calmaría mis nervios y aliviaría mi úlcera. No hubo caso,
querido compañero. Me había acostumbrado de tal modo a la
mentira que la verdad no encontraba manera de expresarse.
Acabé por resignarme. Ya no me importa. Escribo cualquier
cosa, con tal de que me paguen, desde gacetillas a artículos
de fondo; desde disertaciones académicas para ministros anal-
fabetos hasta tesis doctorales para comisarios jurisconsultos.
¡No t e imaginas lo que cuesta escribir dos responsos para un'
mismo muerto!
La huelga general se prolongó varios días, a pesar de la
ferocidad con que fue reprimida apenas el gobierno estuvo en
condiciones de reaccionar. Empezó en la capital y se propagó
rápidamente por todo el país. Abarcó los frigoríficos de las
cercanías, las remotas taninera.s del Chaco, los ingenios azu-
careros del Guaira, los obrajes de la selva; a los estibadores
de ios puertos y a las tripulaciones de los barcos.
"El Independiente" le dedicó espacio considerable en
ediciones sucesivas. Registró hechos, sin hacer comentarios,
pero esto mismo ya fue un acto de audacia increíble. Parte
de la crónica fue escrita por José-Antonio Lara, aunque fue
publicada sin su firma.
La noticia de la huelga fue difundida por las grandes
agencias internacionales de manera más completa que en el
Paraguay. Apareció en ios diarios más importantes del mundo.
Pasado un tiempo, "Le ívlonde", de París, hizo un extenso
comentario que, a todas luces, por ios detalles que contiene,
se basó en informaciones de primera mano recibidas, acaso
indirectamente, de un anónimo corresponsal que no puede ser
otro que José-Antonio Lara.
Lo dicho puede verificarse en la hemeroteca de la bi-
blioteca del Congreso de los Estados Unidos, en Washington,
en la que no hay lo que no hay. Pretender hacerlo en los
archivos de "El Independiente" o en la Biblioteca Nacional de
Asunción es punto menos que imposible, por el desorden y
el descuido en que se encuentran las colecciones de diarios.
Si, como es de desear, se abre al público en un futuro pró-
ximo, podría asimismo investigarse en el armario de papeles
del cuarto de los cachivaches de la Casa de la Calle España,
que se supone para entonces estará libre de pulgas.
Allí se encuentran, junto con otros documentos de valor
incalculable, recortes de periódico que se refieren a la huel-
450
ga. Están también el Cuaderno de tapas liberales, de José-
Antonio Lara, así como una carpeta amarilla que guarda co-
pias al carbónico de cartas dirigidas a su amigo Rubén Ba-
rrios Sabatier, residente en París, y el borrador de una ex-
tensa y detallada crónica del primer día de le huelga, escrita
por el mismo José-Antonio y que nunca fue publicada.
El contenido del manuscrito coincide sólo parcial y su-
perficialmente con las noticias publicadas en el Paraguay y
el extranjero. Hay detalles significativos en los que difieren
por completo, y se mencionan episodios que nunca salieron a
la luz pública. La lectura de ambas versiones crea en el e s -
píritu la duda de si se t r a t a de una obra de ficción concebi-
da como reportaje periodístico algo eterodoxo; o, si por el
contrario, lo ficticio es lo aparecido en los periódicos. A los
efectos de que los historiadores del futuro, con los recursos
de su ciencia y la perspectiva del tiempo diluciden la cues-
tión, se transcriben algunas partes de la crónica que hacen al
asunto de este libro, ya que por su extensión sería fatigoso e
inútil copiarla integramente. Pero, antes de hacerlo, conviene
reproducir una referencia al mencionado artículo inédito que
figura en el Cuaderno de tapas liberales, de José-Antonio
Lara:

"Circunstancias ya mencionadas hicieron que actuara


poco menos que como un reportero independiente el día de la
gran huelga general. Desde entonces ha pasado más de un
mes. Las noticias han sido publicadas y devoradas por la vora-
cidad de nuestro tiempo vertiginoso. La atención del público
es atraída por otros acontecimientos tan dispares como pue-
den serlo la parición de una reina, las especulaciones acerca
de conflictos insuperables entre estados del campo socialista,
la baja del dólar en el mercado de valores de la City, la
eleción de un papa en Roma y de un presidente en los Esta-
dos Unidos, un terremoto en Asia, el recrudecimiento de la
guerra en Indochina, una revolución en el Caribe, la guerra
colonial en Argelia, el último divorcio de una actriz famosa,
el envío de una perra al espacio interestelar. Se suceden sin
dar tiempo para que los asimilen ni la realidad ni la con-
ciencia. Atragantan e indigestan a nuestro agitado planeta,
que no revienta de un infarto solamente porque no tiene co-
razón. <Qué puede importar que unos cuantos miles de desa-
rrapados hayan salido a las calles de la capital de una repú-
blica insignificante a reclamar ingenuamente la vigencia de
las instituciones democráticas? Para las agencias informativas

451
importa en la medida en que sea una noticia. La noticia es
una mercancía que se cotiza en el mercado. Una vez que ha
sido consumida, deja de existir.
"Hubo una gran diferencia entre lo ocurrido y lo que se
informó en los diarios. En principio, esto no es nada extraño.
Percibimos fragmentos insignificantes de los fenómenos que
observamos. Pero otra cosa son las limitaciones impuestas por
la cobardía y "el compromiso con poderes interesados en la
deformación de la verdad. No estoy libre de culpa. Cuando
me senté a escribir mi nota tuve en cuenta, al margen de
los hechos, el espacio disponible, la orientación del diario, la
preservación de mi empleo y de mi propio pellejo. Sobre todo
esto último. No me avergüenza decirlo porque no soy un sui-
cida. No quiero ser el mártir solitario de una causa perdida,
aparte de que el director hubiese impedido mi sublime inmo-
lación con el simple procedimiento de arrojar mi articulo al
cesto de papeles.
"Sin embargo, siento la curiosidad de averiguar qué hu-
biera escrito si hubiese sido un hombre libré, si mi periódico
hubiese valorado y respetado mi libertad y los lectores fue-
ran capaces de absorverla. Esto es, si reinara el espíritu de
la ciencia y no hubiese intereses superiores a los de la razón
y los del bien común.
"¿Soy un plumífero porque me obligan a serlo o porque
yo mismo no me he liberado interiormentel ¿Puede un hom-
be hacer la tentativa de realizar, aunque sea en su fuero in-
terno, la libertad y la verdad cuando está inmerso en la e s -
clavitud y la mentira? Vale la pena hacer el experimento, Lo
probaré escribiendo una crónica de la huelga general para ser
publicada en un matutino del Yvymarae'y, de la Tierra sin
Mal, que infatigablemente perseguían los antepasados guara-
níes, y que siguen buscando sus oscuros descedientes en el
Yvykerasypukü, en la Tierra de los Largos sueños Pesarosos",

» i© r- fui • <• £ * Í { > ii ^

452
BORRADOR DE CRONICA

Como primer paso para cubrir la noticia me propuse


echar un vistazo a los lugares donde se concentraban los huel-
guistas. Llamé inútilmente a la parada de taxis más próxima
al diario. No atendían el teléfono. Probé otras con identico
resultado. Salí a la calle y me encaminé hacia Palma y 14 de
'Mayo, mezclado con la gente que se dirigía al Panteón de los
Héroes. Esperaba encontrar a don Ramón, taximetrero vete-
rano que había pasado todos los raudales y revoluciones de
Asunción, y no retrocede ante los diluvios ni las balas cuando
se trata de servir a un pasajero. SÑa guahe vaerà! ¡Hemos de
llegar!, es su grito de guerra y su consigna.
La mayor parte del comercio había cerrado sus puertas.
Pasaba uno que otro automóvil a baja velocidad, para dar
tiempo de curiosear a sus ocupantes. Lo que i ¿tenía en casa
a los prudentes no era la huelga y la posibilidad de que se
produjeran disturbios, sino los rumores de que se había pro-
ducido una sublevación militar. El día era espléndido, el cielo
sin una nube, soplaba una brisa fresca. Consulté mi reloj:
eran las nueve en punto.
Por alguna razón los huelguistas no circulaban por la
calle Palma. Como de costumbre, las veredas de la aristocrá-
tica vía estaban invadidas de chi peras, cambistas de moneda
extranjera y turcos vendedores de baratijas. El Bar Eeísina
estaba abierto. Decidí tomar un café, a ver qué averiguaba
en aquel mentide.ro.
Apenas me hube instalado en una mesa, junto al venta-
nal que da a la calle Palma, entró Mike Woller seguido de un
robusto cameraman pecoso hasta las orejas, de pelo rojo cor-
tado a cepillo, que parecía un infante de marina en ropas de
civil. Calzaba botas de media caña, ajustados pantalones va-

453
querOj camisa caqui desprendida y un absurdo saco marrón a
cuadros que le quedaba chico y se le levantaba para atrás
como la cola de un pájaro. Esgrimía la fumadora como una
metralleta. Sus ojillos azules, muy juntos en la cara redonda
y chata de boxeador amateur fuera de peso, me miraron con
amenazadora curiosidad cuando Mike se acercó a saludarme
cordialmente. Se llama Jack Thierry. Les invité a sentarse.
Aceptaron sin vacilar. Tras de echar una mirada hacia la
calìe, Mike se fue a hablar por teléfono. El orangután pidió,
para sorpresa del mozo, un vaso de leche con vainillas. Le
dije al tipo alguna cosa amable en inglés, para que entrara
en confianza y se sintiera a gusto. Insensible a la proverbial
cordialidad paraguaya, me respondió con un gruñido en tanto
ahogaba en leche una vainilla con los gordos dedos de su ma-
naza velluda.
Mike volvió del mostrador con una cerveza bien helada.
Estaba acalorado e inquieto. Volvían de una recorrida. Según
Mike, en los lugares de concentración había millares de huel-
guistas formando corrillos y hablando en voz baja.
- Esperan algo o no saben lo que quieren. Parecen ton-
tos. Responden con evasivas las preguntas que se les hace.
Pero es gente decidida. Serían temibles si estuvieran arma-
dos.
- Pero no lo están.
- No, no lo están - respondió Mike, distraido, estirando
el pescuezo para abarcar el tramo de la calle Palma que e s -
taba dentro de mi campo visual. El instinto me dijo que e s -
peraba algo. No quise hacer preguntas. Hablamos de los ru-
mores de golpe de estado. Sabía menos que yo y no parecía
importarle mucho. Pocos días después me enteré, como todo
el mundo, que el periodista Mike Woller era un agente secre-
to de su país a la caza del traficante internacional de drogas
Monsieur Pichón; y Jack el Destripado^ un guardaespaldas
asignádole por la Embajada.
Las no muy disimuladas y ansiosas miradas hacia la
calle de mi rubio colega hicieron que yo observara con más
detenimiento lo que tenía adelante. Había muy poca gente. Si
no fuera por los imercachifles se diría que era una mañana
de domingo. No tardé en advertir cierta agitación en el ves-
tíbulo del Hotel Colonial, del que tenía desde mi asiento una
visión sesgada y cómoda. Los camareros amontonaban maletas
en la entrada. Iban y venían atolondradas muchachas de pan-
talones ajustados y pañuelos de colores en la cabeza. R e c o -
nocí a las coristas de Maruja Fontán. Seguí hablando de la

454
huelga hasta que se detuvieron frente al hotel un automóvil
de lujo y un omnibus de turismo. Mike hizo una seña. El gran-
dote me apartó sin miramientos y emplazó la fumadora en la
ventana. Del automóvil descendió Monsieur Pichón ,en persona
y subió la escalinata con increíble agilidad. Los camareros se
precipitaron al omnibus cargados de valijas. Detrás de ellos
apareció chillando una multitud de chicas y tipos afeminados
que subieron atropelladanente, en tanto Monsieur Pichón rea-
parecía acompañado de Maruja F'ontán, que caminaba muy
erguida sobre sus tacos altos, vistiendo un brillante conjunto
de pantalones y blusa anaranjados que destacaban sus formas
exhuberantes. Llevaba descomunales anteojos parasoles y se
sujetaba los cabellos rubios oxigenados con un pañuelo rojo.
El francés le abrió la portezuela y pasó al otro lado para
subir al automóvil, mientras Jack lo acribillaba con la fuma-
dora. Partieron velozmente. Mike y su escudero se precipita-
ron a la calle olvidando despedirse. Y de pagar la cuentta,
desde luego.
Me disponía a marcharme a mi vez cuando llegó rugien-
* do un camión lleno de soldados del Glorioso Batallón, arma-
dos hasta los dientes. Los mandaba en persona el coronel
Ciriaco Ojarro, que se precipitó dentro del hotel seguido por
unos cuantos de sus hombres, mientras otros se desplegaban
en la calle, despejándola a empellones y culatazos de despre-
venidos transeúntes y turcos mercachifles. Adentro se había
armado un descomunal alboroto. Salió disparado por la escali-
nata el maitre del hotel. Ojarro lo perseguía blandiendo su
revólver, dándole de patadas y gritando como un energúmeno.
La escena era grotesca y bochornosa. Conozco al maitre del
Hotel Colonial. Es un hombre maduro, educado y respetable.
Un soldado lo tomó de los hombros, otro de los pies, y lo
arrojaron al camión como un costal de huesos. Se supo des-
pués que le raparon la cabeza y le dieron una paliza que por
poco lo mata. Al rato habían partido y todo volvió a la nor-
malidad.
Comprendí de inmediato el significado de lo ocurrido:
Maruja Fontán se le había escapado al coronel Ciriaco Oja-
rro. Este, que probablemente recibió el aviso a último mo-
mento -¿no sería el llamado telefónico que hizo Mike Woller
desde el bar?-, no vaciló en abandonar su Puesto Comando de
jefe de plaza de una ciudad paralizada por una huelga gene-
ral, con los obreros y estudiantes en las calles, en medio de una
crisis militar, para correr a impedir la fuga de su amada. Su
furor al no encontrarla es comprensible. El otro candidato de
455
Maruja era el general Ernesto Dalfrosse, jefe de la Caballe-
ría, que controla el aeropuerto. Seguramente Mike sabía lo
que Iba a ocurrir y temía que Monsieur Pichón se le volara
al extranjero bajo las alas de aquella golondrina. De allí su
empeño en no perderlo de vista. Hago estas digreciones por-
que se refieren a un episodio ocurrido el día de la huelga,
que ilustra las mezquindades que acompañan a los grandes
acontecimientos y que en ocasiones influyen decisivamente en
ellos.
Asqueado por el espectáculo que acababa de presenciar
fui en busca de don Ramón. Tuve suerte. Estaba sentado en
la vereda, en un banco apoyado en la pared. Jugaba a las
damas con un cambista sin clientela. Me acerqué a su auto-
móvil, que era el único que había en la parada, y llamé su
atención con un fuerte silbido. Aniquiló a su adversario con
una de esas jugadas magistrales de las que sólo son capaces
los taxistas y los peluqueros, y acudió lleno de satisfacción.
Yo ya estaba instalado en el asiento delantero.
-¿Adónde vamos, mi patrón? - me preguntó en guaraní.
Es un viejo grandote y jovial, que usa todavía la gorra de su
oficio, ejercido con indeclinable vocación desde su regreso de
la guerra del Chaco, en la que condujo camiones destartalados
por caminos infernales bajo el acecho del enemigo. No hay
nada que lo arredre. Le expliqué mis planes y le pregunté si
podía contar con él, acaso por todo el día.
-¡Es posible! ¡Vamos si que, patrón! - exclamó alegre-
mente. Dio arranque a su Ford rugiente y eficiente, que pa-
recía formar parte de su robusta naturaleza.
El Palacio de Gobierno parecía una mansión desalquila-
da; la Escuela Militar, una casa de duelo. En la vasta exten-
sión de la Plaza de la República, enttre la Costanera y el
Departamento Central de Policía, sentados en el suelo en fi-
las sucesivas, había más de un millar de hombres de la re-
partición y conscriptos del ejército. Formando pequeños nú-
cleos, estaban las secciones de ametralladoras y los grupos
de mortero. Al fondo, hacia el estadio Comuneros, se veían
los escuadrones de la Policía Montada. Los oficiales, de pie,
conversaban entre ellos. A lo largó de la calle y en la expla-
nada de la Catedral aguardaba gran número de vehículos mi-
litares. Sus conductores tomaban tereré bajo los árboles. Me
extrañó que nos dejaran pasar sin hacernos el menor caso.
- Si los poderosos se arreglan entre ellos -dijo don Ra-
mon en guaraní-, van a soltar estos perros contra los huel-
guistas. Se verán en mal aprieto los muchachos.
456
-¿Crees que se arreglarán?
-¿Cómo dudarlo, con tanta gente en las calles? ¿Has
visto a un loco meter la mano en el fuego? ¡Si, señor, se
arreglarán, y se pondrán todos juntos contra el pueblo!
Me extrañó que un hombre alegre y jovial como don
Ramón hablara con tanta rabia y amargura.
- Esto lo saben todos -agregó-, pero había que salir;
estaban hartos.
Doblamos hacia el centro. Desperdigados en las cuatro
manzanas de la Plaza Independencia había millares de huel-
guistas. No mostraban signos de agitación ni de impaciencia.
El Panteón de los Héroes estaba cerrado, sin la guardia de
honor habitual. De allí nos dirigimos a Plaza Italia, donde
según don Ramón se habían concentrado los estudiantes. El
ambiente era ruidoso y entusiasta. Gritaban mueras a la dic-
tadura y vivas a la libertad. Don Ramón estacionó junto al
pozo artesiano mientras yo me mezclaba con la multitud. El
mirador del centro se había convertido en improvisada tribu-
na. Reconocí a varios jóvenes diputados oficialistas, cuya par-
ticipación en el movimiento dio pretexto para que se decre-
tara unos días más tarde la disolución del Congreso. Uno de
ellos exigió la renuncia del Presidente de la República y la
convocatoria de una asamblea constituyente. Muy caro paga-
rían el noble gesto. Ahora se encuentran todos presos, sin
que para nada les valiera la inmunidad parlamentaria.
Para tener un panorama completo sólo me faltaba visi-
tar el Parque Caballero, desde donde, según había trascendi-
do, el Comité Ejecutivo de los huelguistas dirigía las accio-
nes. Subimos por la calle Amambay y doblamos por Estados
Unidos. Seguían afluyendo huelguistas, aunque ya en menor
número. Dejé esperando a don Ramón junto a la estatua del
general Artigas y fui a echar un vistaso dentro del parque.
Los portones estaban abiertos de par en par. Los guar-
daba una veintena de jóvenes obreros armados de garrotes.
Cerca de la piscina se estaba realizando una asamblea. Cal-
culé que habría de tres a cuatro mil personas reunidas bajo
los viejos lapachos que daban la sombra de su follaje suave-
mente mecido por el viento. Los oradores hablaban desde un
montículo de arena que habían dejado los al bañiles que repa-
raban la piscina. Si alguien pedía la palabra y se la conce-
dían, hacía uso de ella desde donde se encontraba o era invi-
tado a ocupar la tribuna. Se los escuchaba en silencio, que
sólo era ocasionalmente turbado por murmullos de aprobación

457
o desaprobación. Percibí la presencia de una misteriosa fuerza
contenida. Nunca habfa visto nada igual.
El conocido dirigente obrero Teófilo Villalba, en nombre
del Comité Ejecutivo, puso a consideración de la asamblea la
decisión que debía tomarse en vista del cambio que se había
producido en las condiciones previstas para la convocatoria de
la huelga y de la movilización popular. Si las cosas no habían
ocurrido como se esperaba, no había razón para empecinarse.
Pasó luego a describir la situación de manera clara y precisa:
El capitán Palacios había muerto. La columna rebelde
fue destruida. En la Escuela Militar, los cadetes no respon-
dieron a su director, el general Fulgencio íturbe. La Caballe-
ría no cumplió su compromiso de impedir la entrada a la
capital del Famoso Regimiento. El general Melgarejo, de fa-
ma siniestra, había recuperado el control de los cuarteles de
Tacumbú y apresado al mayor Silvestre Ocampos. La conspi-
ración había fracasado. Sin embargo, seguía el pleito entre
los bandos de oportunistas, acomodados y farristas que de
nuevo controlaban la situación. Tanto el Famoso Regimiento
como la Caballería, cada cual por su lado, planteaban exigen-
cias al gobierno, que solamente contaba con la policía y el
Glorioso Batallón, ambos al mando de Ojarro Tarová, de Oja-
rro el Loco. Si no llegaban a un acuerdo, el choque podría
producirse en cualquier momento. Por ahora los huelguistas
no habían sido reprimidos porque ninguno de los tres bandos
en pugna podía distraer fuerzas para hacerlo. En el Comité
Ejecutivo las opiniones estaban divididas. Unos proponían un
repliegue inmediato; otros insistían en esperar un poco más.
En vista de ello, y de la gravedad del caso, se había acorda-
do dejar la decisión en manos de la asamblea.
No volaba una mosca. Había millares de rostros pensa-
tivos. Luego se sucedieron varios oradores, que se pronuncia-
ron brevemente a favor o en contra de la retirada.
En un momento en que el debate había entrado en pun-
to muerto, subió a la tribuna un hombre que, a todas luces,
no era un obrero. De mediana estatura, más bien alto, pura
fibra; cabellos y bigotes castaños, entrecanos. El rostro fino,
las mejillas hundidas, la frente amplia, surcados por arrugas
profundas; la mirada a un tiempo serena, apasionada y bon-
dosa, cargada de orgullo y de modestia, mostraban las huellas
del pensamiento, la costumbre del coraje y de la acción. No
reconocí enseguida a mi amigo y pariente Fabio Iglesias por-
que lo suponía en el extranjero.

458
Se manifestó a favor de los que proponían una pronta
retirada. Si bien, reconoció, había sido uno de los más firmes
partidarios de la huelga y de las manifestaciones, el desarro-
llo de los acontecimientos imponía un cambio de táctica. La
respuesta del pueblo había sido magnífica, y como tal, ya era
un triunfo. Pero estaba aislado. Si no se replegaba rápida y or-
denadamente, sería víctima de la represión más feroz y des-
piadada apenas el gobierno tuviera las manos libres. Pedia a
los compañeros que se tomara una rápida decisión. Los minu-
tos contaban.
Pidió entonces la palabra un viejo de aspecto muy digno
y muy modesto. Lo invitaron a subir a la tribuna. Reflexionó
un momento y dijo, en guaraní:
- Oigo que tendríamos que recular porque no hubo la
revolución que se esperaba. Estamos solos. Es cierto; pero
desde luego es esa nuestra condición. Aunque soy muy igno-
rante, sé que ni los santos se comprometen por el pobre. Si
no nos valemos, no hay más remedio que dejar que sigan ju-
gando por nosotros hasta que venga la muerte y nos encuen-
tre en la miseria y la vergüenza. No sé qué piensan ustedes,
pero yo no estoy de acuerdo. No me gusta. Me cansé, me
aburrí, ya soy un viejo. Dos leguas caminé para venir a esta
función, y ahora me dicen que me vuelva sin darme siquiera
el gusto de descomponer un poco el baile. Si vengo, vengo; si
no vengo, no vengo. Yo no soy como ellos, yo tengo un alma
sola. Ahora vine y ya estoy. Y muy contento. Entre hidalgos
me encuentro. No está bien que nos manden asesinos y la-
drones, locos y degenerados. No vine para favorecer a los
conspiradores, a individuos que apenas se encaramen al go-
bierno sólo palos nos darán, si se lo permitimos. Vine porque
no soy un buey, porque no me caparon. ¿Han visto a un gallo
pichado? Se corrió de la pelea y se ha perdido el respeto.
Cacarea como gallina, cuida por los pollitos y a cada madru-
gada el otro gallo lo arregla.
Hubo murmullos de aprobación. Se oyeron risas, pronta-
mente acalladas porque el hombre hablaba en serio.
- Yo no vengo nunca al centro, ¿para qué voy a venir?
Ahora que vine, quiero mirar un poco. Y quiero que me vean.
Que miren bien por mí: allá va Sinforiano Ramírez, paraguayo
de ley; pobre, pero delicado. Mientras se aguante, la huelga
hay que seguirla, no importa el resultado. Vamos al Panteón
de los Héroes, donde hay tantos amigos esperando. Convide-
mos también a los estudiantes de la Plaza Italia. Que pase lo
que pase. No importa que no ganemos esta guerra; de cual-

459
quier modo no la hubiéramos ganado, pero ya es hora de dar
una pelea para sentirnos hombres. Vamos si que, muchachos,
yo sé lo que les digo, antes de que nos volvamos todos putos.
El hombre bajó de la tribuna y se perdió en la multi-
tud. Fabio Iglesias, de pie sobre el montículo de arena, pen-
saba intensamente. Nunca hasta entonces había yo percibido
la vibración material del pensamiento, en el que se conjuga-
ban las consideraciones tácticas dictadas por la razón, la fuer-
za de los sentimientos y el mandato de ía ética. Finalmente
dijo con voz fuerte y clara, sin hacer ademanes, como si h a -
blara para sí mismo la palabra todos:
-¡Vamos!
-¡Hurra'aaa! ¡Hurra'aaa! ¡Hurra'aaa!
Estalló la multitud hasta entonces silenciosa.

460
DÉJALOS QUE FARREEN

La Maison du Diable Rouge está cerrada para el públi-


co. La custodian retenes con ametralladoras en los accesos y
puestos de guardia cada cincuenta metros, cubriendo un am-
plio semicírculo. Tiene todas las luces encendidas. El diablo
rojo lanza reflejos sobre el río.
En los jardines vivaquean soldados verdeolivos. Visten
desteñidos y rotosos uniformes que en varios días no han t e -
nido tiempo de lavar. Cantan endechas melancólicas. Beben a
discreción de barriles de cerveza con sus jarros de lata. Lan-
zan agudos sapucái con profundo desahogo. Les han dicho que
pronto volverían a sus valles.
En uno de los salones exclusivos de la casa, superadas
las diferencias ocasionales, celebran su reconciliación oficia-
les del Glorioso Batallón con sus pares de la Caballería y del
Famoso Regimiento, aún cubiertos estos últimos del polvo de
la campaña contra rebeldes y traidores, que acaba de termi-
nar.
Estos son los anfitriones. A media mañana, un destaca-
mento de la aguerrida unidad avanzó sigilosamente por los
bañados de Tacumbú hasta llegar a Lambaré e irrumpir sor-
presivamente en La Maison du Diable Rouge en el momento
justo en que Monsieur Pichón y los integrantes de la compa-
ñía de revistas de Maruja Fontán se disponían a pasar a la
Argentina en una lancha. Los retuvieron cortestemente como
prenda de negociación. Media hora después llegó el coronel
Ciríaco Ojarro en un camión lleno de soldados. Exigió que le
entregaran los prisioneros. Había perdido un tiempo precioso
creyendo que escaparían en avión por Campo Grande. Estaba
tan furioso que tuvo que ser alejado a tiros. Pero esas son

461
cosas del pasado. La camaradería impera nuevamente en las
Fuerzas Armadas de la Nación.
Despatarrados en sillones, con las casacas desprendidas,
los oficiales del Famoso Regimiento no acaban de superar su
cortedad de arribeños. Se fingen más borrachos de lo que
están. Se desfogan en carcajadas y largos alaridos que des-
cargan angustias largamente reprimidas. Persiguen tambalean-
tes, olisquean, palpan con sus manos rudas la carne nacarada
de las coristas argentinas. Hubieran preferido descansar, de
sus fatigas con una sumisa y vivaracha morenita en discreta
intimidad. Pero las circunstancias exigen otra cosa, y enton-
ces sólo atinan a mostrarse bestiales. Hay algo falso en sus
actitudes y en sus gritos. Dirigen miradas recelosas de asom-
brado desprecio a los alborotados bailarines de la troupe, que
andan de un lado para otro haciendo morisquetas para atraer
la atención de los guerreros, que aún conservan excitantes
olores de pólvoras y sangres.
Maruja Fontán, desbordada en su vestido, se inclina al-
ternativamente hacia el general Ernesto Dalfrosse y el coro-
nel Ciriaco Ojarro, los invitados de honor de la velada. Ojarro
bracea, se agita, ríe, manosea, atrompa labios cargosos hacia
el cuello cisneo de Maruja. Dalfrosse bebe en silencio. Se
insinúa una sonrisa en su boca de iguana. Le divierte una
escena de desenlace previsible:
Un bailarín, disfrazado de andaluz, se empeña en hacer
refr a un oficial que, recostado en el alféizar de una venta-
na, rumia su naco y escupe hacia la noche. La cara centrina
se pierde en la oscuridad. La mano derecha descanza en la
culata del revólver. Lleva la gorra ladeada, con la vicera en
un ojo, signos de humores pendencieros en el arriero para-
guayo. El bailarín no sabe interpretarlo.
-¡Huy, mamita, qué ogro! - exclama femenil, apoyando
una mejilla sobre las manos juntas. Las muchachas lo azuzan.
El magro oficial permanece impasible. El bailarín hace su
elogio; se le acerca.
-iBhu'uuu! - le grita, con los pulgares tras las orejas y
las manos en abanico. Hasta que se atreve a tocarlo. Va a
parar de un empellón contra una mesa ratona, desparramando
vasos y botellas.
-¡Fuera pues, potrillo, hijo de la diabla! - ruge el ofi-
cial con voz de trueno.
Las coristas chillan asustadas. El bailarín se revuelca
aullando entre los vidrios rotos. Le disparan un chorro de
462
soda, le atizan una patada. Se levanta dando brincos, procla-
mando su aterrado placer. El corpachón del general Dalfro-
se se extremece de risa:
-ÍJho, Melgarejo, hijo de diablo!
Monsieur Pichón, como saliendo del humo de su habano,
paladea su coñac. Prodiga su risa áspera:
-3Oh mes enfants, mes petits!
Junto a él, hundido en su sillón, un hombrecito rubio,
casi albino, poco menos que un enano, juega con los pulgares
y sonríe. Muy pocos lo conocen. Es la eminencia gris.
Acuden mozos con escobas y pali 11 as. Sigue la fiesta.
Monsieur Pichón tiene muchos espías y confidentes. Está
aí tanto de lo ocurrido y de lo que va a ocurrir. Sabe lo que
le espera y no le importa.
El general Patricio Melgarejo, conocedor del carácter
extremadamente cauteloso del general Ernesto Dalfrosse, ha-
bía hecho vacilar a éste durante todo un día con tentadoras
promesas y no muy veladas amenazas, mientras hacía descan-
sar a sus tropas y concetraba su regimiento. Cuando hubo
oscurecido se lanzó como una tromba hacia la capital. Antes
de que atinaran a dispararle había dejado atrás los retenes
que la Caballería había instalado sobre la ruta Mariscal Est i-
garribia. Cruzó de un extremo a otro la ciudad en menos de
quince minutos, desbarató con audacia increíble el complot
tramado en contra suya por su subordinado, el mayor Silves-
tre O campos. Rodeó los cuarteles de Tacumbú y entró por la
puerta principal seguido de cuatro sargentos de su confianza.
Los soldados se cuadraban a su paso indignado. El mayor Sil-
vestre Ocampos, junto con otros oficiales, le esperaba para
prenderlo. Antes de que pudiera hablar, Melgarejo le encaño-
nó el revólver en el pecho y le rompió la cara de un revés.
Los sargentos dieron voces de mando y fueron obedecidos por
los atónitos soldados. Prendieron a los oficiales e hicieron
formar a la tropa. Acto seguido, el regimiento hizo su entra-
da triunfal en los cuarteles disparando sus armas al aire para
celebrar el éxito del operativo y para que se supiera que el
general Melgarejo estaba de nuevo en casa y era dueño de la
situación.

Poco después llamó el Presidente de la República para


preguntarle de qué lado estaba Melgarejo y cuáles eran sus
intenciones. Le respondió que lo pensaría, porque las cosas no
podían quedar así nomás. Luego colgó el tubo sin despedirse.

463
Cundió el pánico en las altas esferas. Era como tener
un tigre cebado, suelto en el patio de 1 a casa* El general
Datf rosse, sintiéndose burlado, tomó posiciones en Campo Gran-
de y se aprestó para la lucha. Hizo saber que sólo atendería
a sus propias conveniencias y no debía lealtad a nadie. La
Marina declaró que nada tenía que ver con estos pleitos y
proclamó su neutralidad. El Presidente de la República desa-
pareció de su residencia, dicen que en la valijera de un auto.
El ministro I rala Vargas, el único miembro del gabinete que
no puso pies en polvorosa, se hizo cargo de la situación.
El día amaneció cargado de siniestros presagios. La ciu-
dad estaba paralizada por una huelga general. El pueblo había
salido a las calles en actitud de franco desafío. Un buen nú-
mero de diputados oficialistas -no había otros, pues no exis-
tía oposición en el Congreso-, se declaró en rebeldía pidiendo
la renuncia del gobierno y la convocatoria de una asamblea
constituyente. No se podía pensar en reprimir mientras no se
resolviera la crisis militar.
El doctor Irala Vargas pidió la mediación de la Emba-
jada. Esta puso dos condiciones: la permanencia en el poder
del Presidente de la República y la entrega del gangster fran-
cés Monsieur Pichón.
Había llegado el momento de escapar. Pudo haberlo he-
cho en diez minutos, en una deslizadora que tenía preparada,
ocultándose en un refugio seguro, ubicado en la costa Argen-
tina; pero creyó que le quedaba tiempo suficiente para poner
a salvo a la compañía de revistas de Maruja Fontán, que es-
taba a su servicio. Fue a buscarla personalmente. Monsieur
Pichón tenía su ética.
Había dejado guardias dotados de transmisores portátiles
sobre el camino a Lambaré para que le avisaran si se aproxi-
maba un peligro inminente. Pero, cuando ya se disponía a
embarcarse en una lancha para cruzar la frontera, como bro-
tado de la nada apareció un pelotón del Famoso Regimiento
que se lo impidió. No había contado con que el general Mel-
garejo era un loco genial. Con Monsieur Pichón en su poder
pasaba a sus manos la prenda decisiva en las negociaciones
con la Embajada.
El doctor Irala Vargas realizó tratativas de alto niveh
Aseguró al Embajador que esa misma noche se entregaría
al contrabandista. Se comprometió a iniciar lo antes posible
una apertura democrática que diera acceso al parlamento a
algunos sectores conservadores e inofensivos de la oposición,
con el fin de aliviar la tensión política. Entre tanto, Muñeca
464
Egusquiza, aconsejada por su padre, el valetudinario don An-
tenor Egusquiza, y secundada por doña Crescencia Tererute y
el elenco de las brujas, guisaba un efectivo acuerdo de coci-
na. El coronel Ojarro recibiría, como compensación por la
ruina de sus negocios con Monsieur Pichón, fondos presupues-
tados para el Ministerio de Educación, de modo que pudiera
invertirlos en terminar de construir la Cárcel Modelo. El ge-
neral Ernesto Dalfrosse, con patriótico renunciamiento, le
permitiría apoderarse de Maruja Fontán. Para evitar conflic-
tos tan estériles, como ruinosos y peligrosos en el futuro
entre Melgarejo, Dalfrosse, Ojarro y el Presidente de la R e -
pública, cada uno de ellos se reservaría, con carácter exclu-
sivo y absoluto, un sector determinado del poder, y de los
negocios. El régimen quedó consolidado definitivamente en su
estructura, y se dio por inaugurada una nueva época histórica.
El pacto, que debería mantenerse en absoluto secreto,
pero del que Monsieur Pichón estaba enterado en detalle,
entraría a regir desde las doce en punto de esa misma no-
che. Para tales efectos se habían reunido tres de los cuatro
signatarios en La Maison du Diable Rouge.
El doctor Irala Vargas, cuyo papel protagónico quedaba
deslucido por estos tejemanejes tramados por su secretario,
concebidos por su suegro y ejecutados por su mujer, había
abogado por la negociación con los huelguistas. Primó el cri-
terio, compartido por el Embajador, de reprimirlos ejemplar-
mente para luego propiciar la formación de sindicatos y cen-
tros estudiantiles legales y proclives al mantenimiento del
orden público y la armoniosa convivencia de clases.
Al promediar la jornada, el coronel Ciriaco Ojarro había
lanzado sus huestes contra los obreros y estudiantes. Fue va-
rias veces rechazado. El amor propio le impidió pedir refuer-
zos. Hacia el anochecer fueron cesando los disturbios. El úl-
timo foco de resistencia se ubicó en una iglesia de barrio, en
la que fueron sitiados un millar de huelguistas. El cura pá-
rroco, un tal Roberto Roldan, intentó negociar una retirada
pacífica. Fue bárbaramente apaleado por la policía y la cosa
acabó en una batalla campal. Las prisiones rebosaban de pre-
sos, que estaban siendo tratados con implacable rigor.
Un joven estudiante de dieciocho años, llamado Fermín
Agüero, que según sus captores conocía el nombre y el para-
dero de los dirigentes del movimientto huelguístico, fue con-
ducido a la presencia de un cónclave integrado por el doctor
465
írala Vargas, el coronel Ojarro y los generales Dalfrosse y
Melgarejo. Asistía don Antenor Egusquiza en carácter de com-
ponedor y patriarca del partido. Estaba también un pequeño
personaje que se presentó como apoderado plenipotenciario
del Presidente de la República, el cual prefería mantenerse
al margen de las negociaciones. Estaban ultimando los d e t a -
les de la componenda cuando trajeron al prisionero. Según
hacía decir Walter Cardozo Einke, podría hacer sorprendentes
revelaciones si lograban persuadirlo de que hablara. Ya lo
había interrogado Claudio Arévalo sin ningún resultado. Estaba
cubierto de sangre. È1 ministro, visiblemente impresionado, le
dio un vaso de agua y le rogó que, para evitarse inútiles t o r -
mentos, declarara buenamente cuanto sabía. El muchacho le
dirigió una mirada llena de desprecio:
-¡Usted me lo dice, traidor!
Antes de que pudiera decir una palabra más, el general
Melgarejo le disparó a quemarropa un balazo en la cabeza.
- Ahora sí estamos de acuerdo -dijo, guardando su r e -
vólver-, nuestro pacto es de sangre.
El cadáver de Fermín Agüero fue arrojado al río desde
las barrancas de Itá Pytá Punta.
Este era uno de los motivos por los cuales el doctor
Alfonso I rala Vargas se había excusado de asistir a la fiesta
en La Maison du Diable Rouge. Como la generalidad de los
civiles, era flojo de entrañas.
En estas cosas y otras muchas medita Monsieur Pichón
mientras fuma su cigarro y bebe su coñac. Callan los discos
de música enervante. Entran dos guitarristas andaluces. Sale
el bailarín a defender el primer plano tan duramente con-
quistado. Lleva el trasero para arriba como una hormiga las-
timada. Zapatea, mueve los brazos, tuerce el cogote como un
gallo.
-iOle'eee!
-¡Mosquito eléctrico]
Se burlan; le arrojan corchos y colillas. Entonces sale ai
ruedo una morena haciendo vibrar las castañuelas. Alumbra
con los ojos, sacude la cabellera, retuerce el espinazo. Ca-
llan. Maruja la acecha como una tigre hambrienta. El bailarín
se juega los talones. La ciñe de la cintura. Se detienen. Se
inclina sobre ella que le ofrenda los labios henchidos de pro-
mesa y goce.
-iPipu'uuul
Son las doce. Salen los revólveres de las cartucheras.
Lámparas, arañas, espejos, saltan en añicos. Llueven del cielo
466
raso poi vade ras de yeso. Los maricas escapan por las venta-
nas comò monos asustados. Las coristas forcejean pidiendo
socorro. Maruja se defiende a zapatazos y mordiscos, braman-
do obscenidades- Se abre paso descalza, semidesnuda, echando
espuma por la boca. La persiguen. Cada cual lleva su presa.
Algunos la disputan. Otros la comparten. La banda del regi-
miento ejecuta una polca en medio del tiroteo y los alaridos
de la soldadesca emborrachada.
-¡Oh mes enfants, mes petits!
El general Melgarejo lleva a rastras a la bailarina anda-
luza hasta una de las cabanas del jardín. Abre la puerta de
una patada. Enciende la luz. De un tirón la arroja al suelo.
Se sienta en el borde de una cama. Contempla a la mucha-
cha que llora a gritos, mirándole con el rostro desencajado
de miedo. "¿Por qué llorará esta puta?", se pregunta el gene-
ral.
-¡Basta! - ordena.
Ella se cubre el rostro con los brazos.
-¡Nei, ejeroky!
La muchacha no entiende; Melgarejo empuña su revól-
ver; ella lanza un grito de terror.
-¿Vas a hacerme o no mi gusto? -le .pregunta, ahora en
castellano-.¡Que bailes digo!
Ella se incorpora y ensaya, temblorosa, algunos pasos.
-¡Baile bien pues, car ajo!
Se quiebra una teja de un balazo. La habitación se llena
de humo enardecido. Entonces comprende, es una artista. Gi-
ra como un torbellino. No precisa guitarras ni castañuelas.
Le sobran los dedos, los tacones, las luces de sus ojos, su
misterio inimitable. Melgarejo, extasiado, la contempla:
-¡Eso era, mi hija, así me gusta!

Walter Cardozo Einke y Mike Woller fuman un cigarrillo


algo alejados de un automóvil estacionado cerca de la entra-
da de La Maison du Diable Rouge. Jack Thierry aguarda en
el volante escuchando en la radio una audición de música
moderna. El tiroteo y el griterío es para ellos como una abu-
rrida exhibición de juegos artificiales en una fiesta puebleri-
na.
- Espero que me entreguen de una vez a ese hijo de
perra -dice Mike, mirando su reloj-. No me sentiré seguro
hasta que lo tenga esposado en el avión y hayamos levantado
vuelo.
467
- Tranquilo, amigo, ya lo tendrás -responde Walter,
distraído-. Deja a esos indios hacer las cosas a su manera.
Son primitivos, tienen que realizar algunos ritos. No son como
nosotros, racionales.
- Lo dices porque no has tenido que perseguirlo como
yo durante diez años alrededor del mundo. Esta mañana, de
casualidad, no se me escapó de nuevo -se echó a reír y ex-
clamó-: i Vaya tipo, hemos tenido que provocar una revolución
para atraparlo! Estuviste brillante.
-¿Te parece?
-¡Estupendo, magnífico! Estos paraguayos idiotas no se
imaginan siquiera que los has manejado como títeres. Eres un
genio, Walter.
Walter se dijo que, cuando todo hubiera terminado, se
agarraría una fenomenal borrachera. "Me llevaré a casa me-
dia docena de putas y las haré bailar desnudas a punta de
látigo. Brincaré como un fauno, me revolcaré en mi propia
mierda. Mariana está presa nuevamente. Con qué maligno
placer vino a informarme Claudio Arévalo. La reconoció cuan-
do arengaba a los obreros cercados en la parroquia del padre
Roldan. Empuñaba una estaca de lapacho arrancada de los
rosales del jardín. Encabezó una carga contra los soldados del
Glorioso Batallón. Rompieron la línea y mediante ella muchos
escaparon. La desmayaron a golpes de culata. (Mariana! ¿Qué
hará ahora el ministro? ¿Qué haré yo, maldita-sea? Si por lo
menos me animara a sacar la pistola y vaciarla en el esto-
mago de este gringo de mierda. No debo hacerlo. Ella me
necesita. La libraré de algún modo y me pegaré un balazo.
Tal vez no me atreva y siga no más clasificando papelitos
como cuando coleccionaba mariposas. Soy un cerdo, un co-
barde, indigno de ser amado por una mujer como Mariana
Arguello. Me han castrado. Lo único que me falta es bajarme
los pantalones y pagar a un degenerado para que me rompa
el culo".
- Oye, Walter, ¿que te pasa?, estás temblando.
- Son los nervios; mucho trabajo en estos días.
- Toma, esto te calmará - le dijo Mike, pasándole un
cigarrillo de marihuana.
Walter aceptó.
-¡Thank you! - dijo, cuando Mike le arrimó fuego.
La radio del automóvil difundía un estridente bugui-
bugui.
- Yo también necesito unas vacaciones -dijo Mike-. Ire
a Miami. ¡Música, chicas, whisky! -sacudió su corpachón al
468
ritmo de la música e hizo sonar los dedos-, ¡A sacudir los
huesos, muchacho! ¡Ta-ta-tárata, ta-ta-tárata, t a - t a - t a ! ¡Jack,
más fuerte esa radio! \Vamos para casa, chico!
-iOkey, jefe!
La radio dominó con su estridencia el tiroteo, los gritos
y el sonido de la banda.
-¡Ta-ta-tárata, ta-ta-tárata, t a - t a - t a !
Walter Cardozo Einke estalló en guturales carcajadas.
Como la oscuridad no dejaba ver las lágrimas, Mike no se dio
cuenta de que estaba sollozando.

El coñac exhala su ánima caliente de licor para viejos.


Monsieur Pichón se olvida de ios ojos. Se complace en el ci-
nismo y la melancolía. Medita en su obra y en la señal de su
destino. Había organizado una vasta red de contrabandistas de
estupefacientes que abarca el mundo entero. Descubierta la
trama e identificado su jefe, lo prudente hubiera sido huir.
Perderse nuevamente en oscuros recovecos. Cambiar una vez
más de identidad. Tiene dinero suficiente para asegurarse un
retiro opulento en el Mediterraneo ancestral, en el Mar de
los Fenicios. Hastiado de mujeres, saciado de aventuras, ¿qué
más puede desear un hombre de sus años? Pero, puesto en la
encrucijada, comprende cuánto pesan para él los ideales. En
su larga carrera de gángster marsellés, de colaboracionista y
de traidor, de tahúr y proxeneta, había servido lealmente a
las pasiones destructivas del hombre. ¿Por qué abandonar la
lucha como un desertor? Se debe a sus cómplices como un
general a sus soldados, concebidos como totalidad, ya que la
suerte de cada uno de esos desconocidos le es indiferente. A
su manera, es un hombre de Estado. Para emular a Dios co-
mo al Demonio se precisan del genio y del valor. Enfrentó al
más grande de los poderes de la tierra maniobrando influen-
cias en uno de los países más pequeños, pobres y desampa-
rados del mundo. El fracaso es el precio de su temeridad.
Sabe que en el portón le espera un automóvil para llevarlo
directamente a un avión fletado por el gobierno de los Esta-
dos Unidos.
- Bueno, mi amigo -le dice el hombrecito-, ha llegado
la hora. Créame que lo siento. Sólo me resta agradecerle su
valiosa ayuda.
-¡Oh no se preocupe! Puedo comprender una razón de
Estado.
- SÍ me hubiera hecho caso hace un mes, se ahorraba
este disgusto.
469
-¡Tal vez, tal vez! No estaré vencido mientras viva, y no
hay nada más hermoso que morir.
- No le entiendo
- Palabras, amigo, palabras... Pero debo confesarle que
me ha pasado algo completamente inesperado, en cierto modo
absurdo, que no me había ocurrido nunca...
- Usted dirá.
- Amo a este país.
-ilj, ij, ij! - rió el hombrecito, sacudiendo sus maneci-
llas de lagarto.
- Ríase usted, lo tengo merecido. Le aseguro sin em-
bargo que algún día volveré, aunque sea en una silla de rue-
das, sólo para morir.

Una canoa pasaba por el río. Tendido en el fondo, amor-


tajado en camalotes, yacía el cadáver de Fermín Agüero.
Carpincho y Lucas Portillo miraban al Diablo Rojo que brin-
caba sobre el caserón de la barranca. Oían el griterío, la
música, los tiros.
-iHijos de una gran puta! - exclamó Lucas Portillo, ame-
nazando con un puño-. ¡Si no se moría mi capitán otro baile
bailarían!
- Déjalos que farreen -dijo Carpincho-; hay que saber
esperar.

*!»*§»

470
EPILOGO
EL HÉROE EPONIMO

Al acabar de entrar el sol se instaló una mesa en el


portón de "La Armonía" y ya nadie pudo entrar sin previo
pago de cinco guaraníes de entrada. Se respetaron los dere-
chos adquiridos por los que ya estaban adentro, pero la ma-
yoría renunció al privilegio y compró su boleto.
Se alinearon sillas frente al escenario. Mesas reservadas
flanqueaban la platea. Varios sillones de mimbre hacían pal-
co de proscenio. Se agotaron los boletos y se confió en ade-
lante en la honradez de las encantadoras amigas de la prime-
ra actriz Cristina ¡turbe, que oficiaban de boleteras. Se re-
currió al vecindario en procura de más asientos. Acudieron
bancos, sillas, silletas y taburetes. Se usaron cajones vacíos de
cerveza. Gómez el Largo, un contratista de obras, mandó a c a -
rrear tablones de andamiaje que, acomodados en caballetes
de distinta altura, improvisaron tertulia y gallinero. Así y
todo había público de pie. Fue imposible impedir la invasión
de mita-í, que escalaban la muralla y trepaban a los mangos.
Desde allí disparaban maíces y escupían a mansalva sobre la
concurrencia. El cabo de policía encargado de mantener el
orden mandó que se descalzaran dos tahachf y subieran a
reprimir. Se produjo una persecución de rama en rama que
acabó con la caida espectacular de uno de los servidores de
la ley, que se hubiera descalabrado si no lo hubiese abarajado
el público. El comisario Crfspulo Tirivé tuvo entonces la ma-
ladada idea de armar sus huestes con honditas y bodoques
que mandó requisar del almacén de la otra cuadra. Como los
chíquilines disponían de idéntico armamento y posiciones ven-
tajosas, los vigilantes se llevaron la peor parte y hubo que
lamentar víctimas inocentes a pesar de la diabólica puntería
de los arborícolas.

473
La batalla terminó cuando el coronel Cándido Urbieta
apareció en el proscenio y dijo tranquilamente en guaraní, sin
levantar la voz más de lo necesario para que se lo oyera:
- Está bien, muchachos, ya gastamos toda nuestra risa.
Los mka-í se sosegaron. Don Cándido sabía mandar.
Una noche de mayo clara y fresca daba encanto a la
función. La cantina trabajaba a. todo trapo. Felicito andaba
de un lado a otro acarreando cerveza, pastelitos y naranjines.
La caña y el whisky se despachaban en el mostrador bajo el
severo control de doña Rosalía de Urbieta, mujer de armas
llevar a la que le decían la Coronela, que conocía el aguante
y el efecto del alcohol en cada uno de los parroquianos. En-
tre polca y polca se oía la voz del Zorzal Morocho en los
altoparlantes. Actores, tramoyistas y comedidos se estorba-
ban detrás del telón. Don Cándido Urbieta volvió a su palco.
Los esperaban allí don Arturo Smidt, director de "El Inde-
pendiente"; el padre Alfonso, de la Academia Literaria; el
maestro Florio Giménez Bareiro, director de la Orquesta Sin-
fónica, que había traido parte de su elenco para dar fondo
musical a la comedia; Críspulo Tirivé, comisario de la seccio-
nal de policía, amigo de las artes y del dueño de casa; doña
Consuelo de la Fuente, dama ilustre de la vecindad, que esa
noche vestía sus mejores galas. De los antiguos contertulios
de "Puesto Lata" estaban don Faustino Benítez, Galo Casane-
11o y el doctor Carlos Peralta. La silla del padre Roldan e s t a -
ba vacía: el sacerdote ayudaba a poner a punto el escenario.
Se hacía notar la ausencia de José-Antonio Lara. El coronel
Cándido Urbieta rebosaba de orgullo: "La Armonía", de antro
de perdición había pasado a ser un centro de cultura: se le
estaba diciendo el padre Alfonso a doña Consuelo de la Fuen-
t e . El público empezaba, a dar muestras de impaciencia. Los
infantes arborícolas volvían a agitarse peligrosamente;

-¡Para hoy, para hoy, para hoy!


Se apagaron las luces de la pista, que echaban a perder
una noche estupenda. Ardieron las candilejas, ingeniosamente
improvisadas con una hilera de focos acomodados en cucuru-
chos de papel. El Zorzal Morocho apareció en el proscenio e
hizo una reverencia.
- Señoras, señores y señoritas: un pequeño inconvenien-
te técnicos nos ha impedidos dar comienzo a la función a la
hora establecido. Mientras se ultiman los preparativo, distrae-
ré la amable atención de usteden con un recitados.
474
E i follaje de los mangos se agitó como invadida por tina
bandada de loros:
-iFuera'aaa!
-¡Que se vaya!
-¡Para hoy, para hoy, para hoy!
Inmune a las provocaciones, el Zorzal Morocho abrió los
brazos y declamó con profunda y bien timbrada voz de bajo:

Libre cual brisa de la mar un día


las calles recorría
en suelta vaguedad;
y en la mágica red de tu mirada,
cual siempre despiadada,
perdí mi libertad.

Silbidos, abucheos, un bodocazo que pegó en la lona.


Críspulo Tirivé dejó su silla. Saltó al proscenio con toda la
dignidad posible, porque gradas no había, y tronó con voz de
mando quebrada por ia indignación:
-¡Silencio, digo! ¡Si no respetan al arte, respeten a lo
artisto!
Se produjo una ovación. Crispulo Tirivé volvió a bajar,
acalorado, envanecido, estrechando las manos que se tendían
para felicitarlo. Entre tanto, olvidado, piaba el Zorzal Moreno:

yo sólo espero como bien la muerte,


pues para mí, al perderte,
perdido todo está.

El público, aleccionado por la frase célebre de Críspulo


Tirivé, aplaudió cortésmente. El maestro Florio Giménez Ba-
reiro improvisó un conjunto de arpas, violines y guitarras. La
música aquietó por un momento las mil cabezas de la hidra.
Luego el Zorzal Morocho, junto con un par de engendros pro-
pios, recitó "Loca", de Manuel Ortiz Guerrero, y un delicioso
poema en guaraní de Francisco Martín Barrios. Agotado el
repertorio, se encendieron las luces y continuó la espera. El
padre Roldan volvió a su asiento.
-¿Qué pasa? - le preguntó el doctor Benítez.
- No aparece Iluminado, lo andamos buscando.
-¿Dónde se habrá metido?
-¡Es un misterio!
475
El comisario Crfspulo Tirivé llamó a su cabo y le orde-
nó:
-iEncuéntremelo a ese individuo! ivivo'ooo!
El cabo se cuadró y salió corriendo.
$ * * * $ j)t

Iluminado Fretes contemplaba su figura en el espejo del


ropero. Vivía, en los fondos del patio de don Faustino Bení-
tez, en una casa de paredes de adobe, techo de paja y piso
de ladrillos. La habitación, con ventanales y rejas de madera
petrificada por el tiempo, daba a un corredor con ancho ale-
ro sostenido por horcones de lapacho incorruptible. Hacía de
sala, dormitorio y biblioteca. La Virgen del Carmen tenía
nicho empotrado en la pared, con una vela siempre ardida.
Los muebles eran sólidos, robustos, labrados en urundey, cue-
ros y bronces,
-¿Qué te parece, Filomena?
Le respondió una incoherente parrafada de grasnidos
seseosos. Iluminado Frete soltó una estudiada risa amarga.
- De acuerdo; le parezco a un cajetillo.
Su redonda cabeza volcaba hacia la nuca una corta y
esparrillada melena de artista. Fruncía la nariz chata, e n t r e -
cerraba sus ojillos. La boca, de gruesos labios, se abría des-
mesurada mostrando, entre colmillos de oro rojizo, una den-
tadura postiza cubierta de sarro amarillento. Filomena era
bizca y jorobada. Como tenía una pierna más corta que la
otra, andaba a los barquinazos. Los labios leporinos malamen-
te costurados y una lesión congènita en las cuerdas vocales,
le hacían hablar una jeringoza incomprensible. Sobre todo
cuando, como ahora, estaba furiosa.
•^ No te enojes, Filomena. Como dice don Faustino, es
un razgo de estilo acentuar el carácter; y yo, querida herma-
nita, soy un hombre ridículo.
Vestía saco marrón, camisa a cuadros, corbata colorada,
pantalones verdes y zapatos combinados. Dejó el espejo y
anduvo de un lado para otro con veloces pasitos, esquivando
cachivaches y frotándose las manos con fruición. Filomena lo
persiguió a los tumbos, sin parar ni un momento su atorado
plagueo.
- Cada cual hace su papel, el que pudo elegir o el que
le tocó en el reparto. El mío es el de bufón. Apenas salgo al
escenario el público se ríe. Me ve como un espantapájaros

476
con una calabaza en la cabeza. ¿Para qué entonces intentar
conmoverlo? Dentro de mi molde el Gran Loco Paraguayo
resultará un comediante.
Se secó el sudor con un pañuelo a cuadros y continuó:
- Todo está preparado» La descuajaringada tarima de la
orquesta se transformo en escenario y espera la representa-
ción. La encantadora Cristina, el parapsicòlogo Cañete, su
reptilesco discípulo Prósculo Pérez Bray, el Zorzal Morocho,
locutor y poeta, asi* como tramoyistas y comparsas reclutados
entre la juventud estudiosa, los feligreses del padre Roldan y
los mita-í del barrio, solamente esperan que yo, Iluminado
Fretes, el último infeliz, transformado por un noctámbulo
desliz de la musa Taifa en autor, director y primer actor del
drama, íes dé la voz de IListo ma!, para lanzarse al asalto de
la ficción teatral, espejo de las ficciones de la vida... ¡Bravo!
¡Bravísimo! ¡Colosal! ¡Ah si tuviera un grabador!
Volvió a posar frente al espejo. Se desprendió un botón
del cuello y se aflojó la corbata.
- El artículo aparecido en "El Independiente" con la
firma de Galo Casanello; los anuncios gratuitos y los elogio-
sos comentarios de Radio Chantas; la participación del maes-
tro Florio Giménez Bareiro con un grupo selecto de músicos
de la Orquesta Sinfónica, amén de las invitaciones personales
y las entradas vendidas con anticipación por las amigas de
Cristina, aseguran una nutrida y selecta concurrencia y acaso
un lleno completo. Es forzoso reconocer que gran parte del
éxito, que sin duda tendremos esta noche, se lo deberemos al
apoyo financiero y a la decidida y enérgica colaboración del
doctor Carlos Peralta, así como al contagioso entusiasmo de
Cristina, que se sobrepuso antes de lo que esperábamos de la
trágica muerte de su padre. El ilustre general Fulgencio Itur-
be vistió su viejo uniforme de guerrero del Chaco y se pegó
un tiro en la cabeza. Por alguna razón Cristina se siente
orguliosa. "No se debe llevar luto por los muertos por la pa-
tria -nos dijo en el entierro-; debería vestir de blanco como
la hija del comunero Juan de Mena tras recibir la noticia de
la ejecución de su padre". Francamente no entiendo. Ha de
ser algo profundo suicidarse por la patria... ¡No te enojes, no
grites! ¿Qué te pasa?
Se acercó para calmarla. Ella corrió a refugiarse junto
al nicho de la Virgen.
- Déjame que te explique, Filomena: don Faustino p r e -
tende ocultarme muchas cosas, pero de la abundancia del
corazón hablan los labios. Nada puede esconder del zonzo de
477
su s e c r e t a n o . Yo sé muchas cosas, Filomena; muchas más de
lo que se imaginan imbéciles infatuados como Galo Casanello.
Wagner, el fámulo, era paraguayo por su superior habilidad
de hacerse el tonto. Los literatos fallaron en su intento de
plasmar al Héroe Eponimo, al Gran Loco Paraguayo. Cristina,
que los acosaba, nunca se acordó de mí* Yo tenía mi secre-
to; simplemente una idea. Como el tahúr que esconde una
baraja, lo guardé celosamente para el momento oportuno.
Una noche, mientras redactaba un alegato en defensa de un
turco acusado de estupro, se me antojó desarrollarla en torno
a un bosquejo que nos leyó el doctor Peralta. Trabajé como
borracho, y, de un tirón, en hojas de papel sellado, escribí la
comedia. Fue aterrador, te lo aseguro. Las ideas no eran
mías. Me contradecían, se burlaban de mí. No era mi alma
sino su reverso; la parte que nunca vemos de la luna, que,
púdica o desconfiada, sincroniza sus movimientos con la rota-
ción de la tierra como un perro que mezquina su trasero...
¡Una imagen feliz, debo anotarla!
Se sentó, tomó un lápiz, abrió un cuaderno de tapa du-
ra; pero, cuando iba a escribir, se rascó la cabeza y se detu-
vo indeciso.
- Debo confesarte una cosa, Filomena: en el fondo del
corazón me siento desfraudado por mi propia obra. No me
importa que se burlen de mí, pero que no se burlen de los
héroes. El capitán Prudencio Fretes, que se cubrió de gloria
en los cañadones del Chaco, murió por un trapo en Tacuatí.
Su sangre generosa manchó su pañuelo azul. "ISáquenme esta
mierda del cogote!", fueron sus últimas palabras, naturalmen-
te pronunciadas en expresiva lengua autóctona. Nuestro padre,
de eponimo heroísmo, acabó renegando del color de su sangre
y de un color de su bandera. Por eso, querida hermahita, por
razones de prudencia y de principios, nunca me pongo una
corbata azul. En mi cuello sería un sarcasmo a su memoria.
Yo le respeto a los héroes, Filomena, aunque estén locos de
remate. ¿Qué sería de nosotros si nos quedáramos sin ellos?
Nada más que la triste demencia de trotar balando al m a t a -
dero detrás del carnero guía. Como los dioses a los griegos,
los héroes son necesarios a nuestra república. ¡Al que joda
con ellos hay que darle la cicuta sin ponderar por los filóso-
fos/
Filomena le tironeaba del saco, gruñía, hacía morisque-
tas, zapateaba torpemente presa de un ataque de nervios.
478
- No, pues, hermanita, ¿cómo se te ocurre? No le he
vendido el alma al diablo. ¿Para qué querría el diablo un al-
ma como la mía?
Filomena levantó un brazo como una retorcida rama
Seca e hizo el signo de la cruz.
- Ya ves, no me asusta ni un poquito; no estoy ende-
moniado. Ven, siéntate un rato, te traeré un jarro de agua.
Fatiagada, se dejó conducir hasta una gran cama de
bronce que estaba junto al nicho de la Virgen. Iluminado sa-
lió al corredor. Sacó un jarro de agua del cántaro que repo-
saba bajo el alero, bebió unos sorbos y le llevó el resto a su
hermana. Filomena, con las manos juntas y su larga cara
huesuda de pajarraco desplumado torcida hacia la Virgen,
oraba una conmovedora sucesión de balidos. Se mojó apenas los
labios y dejó el jarro en el regaso, llena de resignación.
Iluminado Fretes volvió a sentarse. Con un codo apoyado
en la mesa, siguió hablando a su hermana.
-¿Sabes una cosa, Filomena? Sin querer hemos repre-
sentado una escena estupenda. Debería anotaría, pero no t e n -
go ganas. El amor de mi vida es el teatro, como todos mis
amores mal correspondido... (¡Ah si tuviera un grabador en
vez de una hermana muda y contrahecha como el trasfondo
de mi alma, que todo lo comprende con su comprensión in-
comprensible!)... Sé muy bien, Filomena, que no puedo enga-
ñarte ni con el engaño del teatro ni con el engaño de la
vida; aunque la simulación sea mi substancia, mi razón de
ser, no para engañar a los demás sino para engañarme a mí
mismo. Tal vez tengas razón y sin saberlo haya vendido mi
alma a Timoteo. Para todos soy un comediante, menos para
ti. Pero esta noche es mi noche, Filomena. Hasta Galo Casa-
nello, el despreciable follón que me desprecia, se vio obligado
a su pesar a hacer el elogio de mi obra en las páginas de
"El Independiente" después de escuchar la lectura del manus-
crito que humilde presenté a la consideración del grupo en
"Puesto Lata". Cristina me premió con una sonrisa y una
lágrima y la tierna presión de sus manitas cálidas. ¿Intuyó
acaso analogías entre el Héroe Eponimo y el general Fulgen-
cio Iturbe? Si es así yo no tengo la culpa. No fue esa mi
intención, como tampoco sugerir lo que escribió Galo Casane-
11o acerca de que la religión es el opio de otros pueblos,
porque el opio de los paraguayos es la historia. ¿Habría que
quemar con bicloruro las tripas de legionarios como élí^Don
Faustino exclamó: "¡Es asombroso, quién lo hubiera creído!"
El doctor Peralta me tendió su mano enérgica y me invitó a

479
cenar a su casa. Estuvo oyenao todo el tiempo los disparates
que yo, como un ventrílocuo que no puede controlar a su
muñeco, decía para mi propio escarnio» Me contaron que des-
pués puso en duda que la obra me perteneciera. ¿Cómo acep-
tar que yo, justamente yo, fuera el autor de la comedia?
Galo, que nos tiró la idea como una limosna, ni siquiera lo
intentó. Lo tiene absorto una novela que nunca ha de ver la
luz. José-Antonio se quebró de repente como una rama comi-
da por los comejenes, sin que nadie supiera lo que le había
pasado. Ha roto con Cristina, a abandonado al grupo, lo han
visto con gente de avería en boliches de mala fama; dicen
que anda metido con una mujerzuela de las altas esferas y
que tiene tratos con la policía. ¿Cómo discriminar la verdad
de la calumnia y la malediscencia? Era el mejor de todos.
Ya no publica poemas. Sus "Viñetas Asunceñas" son de una
vulgaridad insufrible. Se ha afeitado la barba y muestra sin
rubores su cara de alfeñique. Ya no somos solidarios en eí
amor a una mujer. El padre Roldan anda como desatinado,
poseido tal vez de místicos arrebatos que alimenta con j a r r a -
das de whisky. ¿Le habrá contagiado el loco Martínez que
predica por las calles una última cruzada para sofocar una
nueva rebelión de los ángeles? El doctor Carlos Peralta fue el
único que presentó un borrador de la obra. Lástima que sus
personajes en lugar de dejarse llevar por inexplicables impul-
sos al engranaje ciego del azar y del destino, se someten
dócilmente a los dictados del doctor. Salen de su cabeza co-
mo de un dios imposible que tuviera absoluto poder sobre sus
criaturas. Cada uno de ellos anda sin su demonio respectivo
uno se pregunta qué harían si no fueran prisioneros de una
voluntad despótica. Sin embargo, mediante el doctor Peralta
tuve un sólido esqueleto al que sólo fue preciso dotar de car-
ne y sangre. Pero, hasta la trama la tuve que modificar un
tanto. En ella la Patria desplazaba al Héroe Eponimo. Había
en ella una sospechosa tendencia a acentuar el papel de Cris-
tina Iturbe en desmedro del mío, ¡Sí, Filomena, del mío! Para
no ofenderlo y premiar la generosidad poco común de retirar
su proyecto y apoyarme con el sincero entusiasmo de un hom-
bre de bien, respeté, aunque moderándolas, algunas tiradas de
sentimentalismo casi cursi que sorprenden en un hombre de
tan dura apariencia. Hay exceso de entusiasmo, demasiada
asiduidad, de parte del doctor Peralta a los ensayos. Poco
faltó para que aceptara el papel que le ofrecí. Lo hubiera
hecho si su esposa no se hubiera opuesto de la manera más
categórica, amenazándole con el divorcio. Sus ojos de caracarà

480
se posan en la Patria como en paloma indefensa. Se diría que
desprecia al Héroe Eponimo, aunque desde luego lo está usan-
do para sus propios fines. La humanidad del protagonista no
asomaba siquiera en su proyecto. Es que hay muchas maneras
de amar a la Patria, Filomena. El amor del Héroe Eponimo
se parece al mío: aunque en sueños la acaricie, es un amor
sin esperanzas. El doctor Peralta espera poseerla. ¿Lo conse-
guirá? Tal vez, ¿qué importa? La llevo en el corazón, con eso
basta... ¿Te has dormido, Filomena? iAh si tuviera un graba-
dor!
A esa altura del año las noches se vuelven frías. Arropó
a Filomena con una colcha de algodón. Salió sin cerrar la
puerta. Buscó esos parajes casi agrestes flanqueados por ca-
lles que, saliendo del corazón de la ciudad, se irradian ser-
penteantes por colinas de arboledas tenaces. Yacy-memby, el
Hijo de la Luna, navegaba en el espacio azulado de la noche
como una vela combada por el viento.
- Daré una largo rodeo antes de llegar a "La ArmoníaM.
Esta noche es mi noche; acaso única, la ultima. Treinta años
•vivi' para vivirla, y tal vez viviré sólo para recordarla.
* * * * * *

A pesar de los insistentes llamados del Zorzal Morocho


por los altoparlantes, el público, que aburrido de esperar se
había dispersado bajo los mangos formando corrillos, o se
amontonaba en la cantina, tardó bastante en ubicarse de nue-
vo en sus asientos. La tarima que servía de base al escenario
era alta y bastante amplia. Gómez el Largo le había adosado
parantes de andamiaje formando una caja de unos tres me-
tros de altura, dejando espacio para el proscenio. No tenía
techo. La caras laterales estaban cubiertas por bolsas de ar-
pillera clavadas a travesanos. El telón era un cortinado de
terciopelo rojo desteñido, manchado y lleno de agujeros, que
corría a lo largo de un grueso alambre. A falta de fosa, la
orquesta se instaló al pie del escenario, en un rectángulo
limitado por una soga sostenida por las cabeceras de unas
sillas.
Los vigilantes habían encontrado a Iluminado Fretes com-
pletamente borracho en el boliche de là otra cuadra, trenza-
do en una confusa discusión con unos arrieros acerca del pa-
triotismo. Interpretando literalmente la consigna* del comisa-
rio Críspulo Ti rive, lo trajeron al trote, a cintarazos. Pese a
las abíusiones y al café amargo, se tambaleaba un poco to-
481
davfa cuando por fin se abrió ei ceióru El público prorrum-
pió en carcajadas, aplausos y gritos de entusiasmo.
El Héroe Eponimo tenía un casco de corcho en la enor-
me cabeza„ El pecho de su casaca de oficial, con los botones
dorados mal prendidos, estaba cubierto de condecoraciones de
toda forma y tamaño, fabricadas las más con achatadas tapi-
tas de cerveza forradas con el papel metalizado que traen los
paquetes de cigarrillos. Usaba pantalones de montar, medias
de pelotero, bigotudas alpargatas pisadas en los talones. Una
espada de manderà pendía de un tahalí de trapo y arrastraba
la punta por "el suelo. Sostenía en la mano izquierda un mat<;
de gaucho nograndense, grande como un cráneo.
Se paseó por el escenario chupando la bombilla, pensa-
tivo. Había un catre de tientos cubierto por una colcha de
algodón cuyos flecos llegaban hasta el suelo; una mesa, un
taburete de pin DO, libros, mapas y periódicos tirados por t o -
das partes. í)í:i:ás de un tul de mosquitero que hacía de
telón de fondo, formaba el coro en la semipenumbra.
El Héroe Eponimo se sacó la bombilla de la boca, le-
vantó el mate a la altura de los ojos y declamó:
- Soy un nosoy, la idea de lo que debiera ser; más si
el ser de la idea lo poseo, algo del ser que no soy, soy.
Se descubrió que el apuntador estaba escondido debajo
del catre cuando empezó a desgañitarse: iluminado Fretes
había cambiado el parlamento.
- Escondo mi no ser en el ser que concibo» No soy más
que un payaso; loco, por añadidura. Lúcido juez de mi propio
desvarío, no me es dado sin embargo interrumpir el juego,
Tal es, iOh Tupa!, mi telúrica tragedia. Soñar lo que no pudo
ser, lo que no fue, lo que no será. Obrar sin manos, delirio
de fantasmas. Lo dijo el clásico: "Estamos hechos de la subs-
tancia de los sueños", pero mis sueños son insubstanciales...
-¡Borracho! - le gritó el doctor Peralta, indignado, sin
poder contenerse.
-iAh, tienes razón, he olvidado el libreto, que tal es mi
locura! Renuncié a mi papel, ¿qué esperabas de mf? Esta
bien, que empiece la función. Este fue el prólogo.
Los altoparlantes difundieron galopes, clarinadas, fuego
de fusilería, voces de mando, cañonazos. El Héroe Eponimo se
puso el mate en el oído, giró en redondo, dobló una rodilla y
paseó la mirada por la concurrencia con una mano en panta-
lla. De nuevo el público estalló en carcajadas.
- Oscila la batalla; llamaré a mis últimas reservas. iCo-
rone) Ramírez!
482
-¡Presente, mi general!
Una prolongada salva de aplausos obligó a suspender por
un momento la representación. Era Cristina Iturbe en un es-
tilizado uniforme de húsar. Le pendía del costado una espada
de verdad.
-¿Están las sombras de nuestros antepasados?
- Las he llamado a todas, general.
La orquesta ejecutó en crescendo compases de infante-
ría del Campamento Cerro León. Las figuras del coro se mo-
vieron lentamente detrás del tul de mosquitero.
-¡Somos los muertos que no acabamos de morir porque
ustedes son nuestros fantasmas!
Un clarín de la orquesta hizo trinar las notas de la Dia-
na Mbayá.
- Entonces, ia la carga!
El Campamento Cerro León bajo la batuta del maestro
Florio Giménez Bareiro hizo vibrar al público que prorrumpió
en gritos de entusiasmo. Las sombras del coro se movieron
en la danza frenética de la simulación de un asalto. Comenzó
un tiroteo. El público, embelezado, no comprendió enseguida.
Hasta que se hizo atronador.
-¡Pipu'uuu! -gritó un mita-í desde la copa de un man-
go. ¡Estas son balas de veras, pasan silbando! ¡Hur ra aaa¡
Tableteo de ametralladoras, estampidos de màuser, bom-
bas de mortero, retumbo del cañón. A muy corta distancia
de "La Armonía" se había desencenadenado una batalla en
regla. La gente, aturdida, no sabía qué hacer. Algunos se
levantaron.
-¡Adelante! - exclamó el doctor Benítez.
-¡Que siga la comedia! - gritó Galo Casanello.
El Héroe Eponimo, el Gran Loco Paraguayo, en su gro-
tesco disfraz, permaneció en silencio, con la cabeza inclinada,
abrumado de vergüenza.
-¡Música, maestro! - tronó la voz de mando del coronel
Cándido Urbieta.
El maestro Florio Giménez Bareiro levantó la batuta. La
orquesta obedeció. Arreciaba la batalla.

483
NOTA FINAL DEL AMANUENSE

A pesar de que los apuntes y borradores de mi anónimo


colega dejan claros y lagunas desconcertantes, creo que, ago-
tadas las fuentes documentales, ha llegado el momento de
acabar con el libro. Cuando sólo encontré bosquejos esquemá-
ticos, procedí a darles forma apoyándome en reminiscencias,
asociaciones de ideas, y, ¿por qué no decirlo?, en la imagi-
nación. Procuré siempre ceñirme a la lógica del relato. Nutrí
el cuerpo enflaquecido con detalles circunstanciales y algunas
descripciones. Lo hice con el loable propósito de transfusio-
nar nueva sangre al moribundo cada vez que lo oía boquear
postreras voces ininteligibles. Como la eficacia de la conocida
terapéutica está condicionada por el conocimiento previo de
compatibilidades sanguíneas, lo hice siempre con el riesgo
calculado de matar al enfermo o de falsear sus mensajes
agónicos. Estos temores se expresaron en las vacilaciones del
estilo y en los cambios de tono. Súmense a ellos el humor
propio de la soledad, el semisueño del noctámbulo, las pulgas
del armario y los mosquitos que se crían en el estanque de
la fuente; el calor y la humedad que se desprenden, como el
aliento de una tumba olvidada, de las columnas y balaustres
sofocados por la hiedra.
El autor se olvida de algunos personajes, o no les da la
jerarquía que debieran tener conforme a elementales y pro-
badas reglas del arte narrativo. Entonces se me plantea la
disyuntiva de acatarlas, atribuyendo a mi mandante mis pro-
pias concepciones, o de resignarme a pergeñar un libro dis-
perso, flojo, desdomeñado.
Me interesó mucho, por ejemplo, el mayor Silvestre
Ocampos, pero encontré pocas noticias acerca de este caba-
llero en el cuarto de los cachibaches. El autor deja en la
sombra o el descuido las intimidades de Ocampos con Muñeca
Egusquiza. No nos cuenta qué pasó entre ellos y en el alma
del mayor en el lapso transcurrido entre la fiesta en el Pala-
cio de López y la noche de la tormenta. No se explica la
extraña conducta de la mujer del ministro. Abandona a esta
y a su esposo sin razón valedera. ¿Por qué Muñeca Egusquiza
traiciona al mayor Silvestre Ocampos? ¿Cómo pudo arrancarle
el secreto de la conspiración? Sólo hay indicios. El lector
podrá formular diversas conjeturas y elegir la que prefiera.
Preocupado por salvar la solidez y el equilibrio de la arqui-
tectura del libro, yo también había elegido una de ellas. Pre-
paré algunos capítulos de mi exclusiva cosecha con la inten-
ción de interpolarlos para que no quedaran cabos sueltos que
dejaran la nave a la deriva. Mostraba al mayor Silvestre
Ocampos en los cuarteles del Famoso Regimiento, instigado
por las brujas y apremiado por la ambición de Lady Macbeth,
preparando un golpe de mano para atrapar a Melgarejo y
encerrarlo en una jaula de locos. Me complacía en adornar la
• cabeza del ministro con una hermosa cornamenta. Me refusi-
laba en la descripción de una excitante escena erótica en la
que la apetitosa y otoñal Muñeca se retorcía en los brazos
de Silvestre con los furores del fuego en el rozado y la sed
insaciable de la tierra requebrajada por la seca. Ningún e s -
critor dejaría escapar ocasión tan suculenta si en algo estima
el éxito y le preocupa su puchero. He renunciado a ellos sin
embargo. No me quise exponer a calumniar a un personaje
aunque la obra tuviese la apariencia irresponsable de una m e -
ra ficción. Me considero un escribiente que ejecuta un man-
dato, acaso postumo; no un plagiario empeñado en malparir
un libro apócrifo.

He dicho y repetido que conozco o creo reconocer a


algunos de los protagonistas de este libro. Ambientes y cir-
. cunstancias lo vinculan al tiempo en que yo también vivía
Es esta empero una virtualidad del arte cuyo mérito, insis-
to, no me pertenece. Más que profetas, los artistas son fis-
gones; temerarios espías de una comedia cósmica negada a
la contemplación de los mortales; pyragüé al servicio de los
hombres, a quienes revelan su condición de marionetas. De
allí que sus criaturas germinen en el alma de sus semejantes,
que llevan el libreto de todos los dramas posibles para diver-
timento de los dioses, desde que fueron arrojados al yvyraviyú,
a la pelusa del mundo, según la cosmogonía de hombres os-

485
euros, que penetra en el sentido de la amarga sonrisa de los
descubridores del secreto.
Conocí en Posadas a un hombre que me recuerda al
mayor Silvestre Ocampos; pero, como la semejanza del pri-
mero con el presunto ente de ficción es tan remota, puede
ser que se encontraran casualmente en la oscuridad de mi
conciencia vagando por irrastreables vericuetos.
Le buscaré algún nombre. No sé si vive todavía Aunque
hubiera muerto no tengo por qué ofender su memo co
mis indiscreciones. Bastaría un apellido, pues le llamaoamos
"mi coronel" ¿Bogado? De acuerdo, el coronel Bogado y yo
vivíamos en la misma pensión de mala muerte, que era un
desparramo de cuartuchos de tablas nivelados sobre pilotes en
el suelo abrupto, veinte metros por encima de la Bajada Vie-
ja. Una arboleda protegía los techos de cing del rigor de los
solazos. El patio llegaba al borde de un precipicio de basalto
<¿esde donde se divisaba la cancha azul del río, la Villa de la
Encarnación y el verdor de la patria próximo e inaccesible
como un amor desesperado.
Mi compañero era un hombre de buena estampa, impe-
cable en su traje marrón claro. Anteojos ahumados ocultaban
la mirada perdida de sus ojos, dilatados y saltones por una
afección de las glándulas tiroides. Vendía libros con la digni-
dad que se atribuye a los mendigos castellanos. Sus clientes
nunca dejaban de comprarle alguno, disimulando la limosna.
Los visitaba con moderación, como por cortesía. La mayor
parte del tiempo lo pasaba en la plaza, la misma que descri-
be Gabriel Casaccia en "Los exiliados". Dirigía a las mucha-
chas que pasaban discretas galanterías sin visibles resultados.
Se arrimaba en el Bar Tokio a cualquier grupo de ociosos
conciudadanos a tomar con ellos un cafesito y fantasear r e -
voluciones. Cumplía las obligadas etapas en el Sanatorio Mayo
y en la librería de Caroni, consoladores mentideros donde
nuestra ansiedad de emigrados se sublimaba en el delirio.
Hablaba de una manera confusa y sentenciosa en un
castellano atravesado y solemne. Nos divertíamos a su costa
sin ánimos de herirlo, pues no se daba cuenta. Era completa-
mente sordo a la ironía. Lo ayudábamos en lo posible, pero
lo estimábamos bastante como para no tenerle lástima. Quien
más quien menos había pasado por iguales o parecidos rigo-
res. Se buscaba el lado risueño, deportivo de los padecimien-
tos, como si las atrocidades de las que fuimos víctimas fue-
ran ' r o m a s pesadas. Incapaz de imitarnos por cortedad de
486
ingenio, el coronel Bogado tenía sin embargo el pudor de sus
desgracias y nunca hablaba de ellas. En presencia de la t r o -
pa que hasta poco antes había estado bajo su mando, le obli-
garon a correr desnudo, ladrando, en cuatro patas, a punta
de látigo, en torno a la plaza de armas del cuartel. Le hi-
cieron luego hozar en excrementos. Por último le quemaron
los cabellos empolvados con pólvora» Dos años después se fugó
de la prisión militar de Peña Hermosa. Contaban que ya en-
tonces reveló excentricidades que lo convirtieron en el haz-
merreír de sus cam aradas.
Como suele ocurrir a los incomprendidos, el coronel
Bogado sf que se tomaba en serio. Yo estaba en un secreto
que jamás revelé a la pandilla talladora que formaba nuestro
círculo. Mi compañero de pensión escribía un libro. Me aflige
la reiteración; pero, <qué paraguayo medianamente alfabeto
no lo ha intentado alguna vez, a pesar de que Carlyle dijo de
nosotros que eramos el menos literario de los pueblos? Como
yo pasaba por poeta, solía leerme sus engendros al levantar-
nos de la siesta, mientras, en calzoncillos, tomábamos tereré
. bajo los árboles. Y aquí viene el misterio, la casualidad o la
profunda coincidencia. Entre el galimatías que soporté carita-
tivo hubo muchos elementos que encajarían sin esfuerzo en
este rompecabezas. Entonces me pregunto, ¿no estaremos
escribiendo entre todos uno solo inmenso libro que no se aca-
ba de plasmar? Desde el humilde cuentero de velorios hasta
nuestros grandes escritores parecieran explorar, con telesco-
pios de feria, una misma nebulosa, en busca de una misma
estrella.
El coronel Bogado estaba convencido de que su texto
era de historia. De la historia como debió haber sido, no de
la historia que fue. No se resignaba a la indiferencia moral
del destino. Perseguía a la justicia más allá del azar y la obli-
gaba a premiar a los buenos y castigar a los malos.
Recuerdo un episodio entre otros muchos:
Ponen a un hombre junto a un pozo. Lo van a fusilar.
Hacen la descarga al aire y lo empujan adentro. Se desliza
por un largo tobogán de arcilla húmeda hasta caer en un
charco de agua helada. Cree que se proponen enterrarlo vivo.
Grita y la voz r ¿tumba en misteriosos ecos. Trata de salir.
Resbala una y otra vez. Se queda exhausto, con los pies en
el agua. El riempo lo tranquiliza. Recuerda que el compasivo
ranchero que !e convidara cocido esa mañana le contó que el
lugar se llama Trinchera-cué. El prisionero es un hombre

467
instruido. Sabe que está en un tramo de la linea de Piquysy-
ry, construida durante la Guerra Grande bajo la dirección del
coronel Thompson. Los aliados la atacaron por la retaguardia
y los defensores pelearon hasta morir. Es cierto, dice el ran-
chero, todavía siguen cavando. Los imaginarias suelen verlos.
Salen de la tierra como monos encorvados. Cuando amenaza
una tormenta se oyen golpes de pala. El túnel debe conducir
a alguna parte. Busca. Encuentra un pasadizo. Llega a una
gran cámara donde alumbra una vela. Hay ojos dilatados mi-
rando desde la oscuridad. Comprende. La ejecución ha sido un
simulacro. Son demasiado crueles para matarlo. Dios mío,
exclama, ¿es este mi destino? Retumba una carcajada ampli-
ficada por los ecos de un inacabable laberinto. Todavía no,
señor ministro; aquí no hace calor, no es el infierno.

Una noche el coronel Bogado me dio un tremendo susto.


Volvía yo de un baile, algo achispado, cuando yi en el fondo
del patio, en el borde del barranco, una larga figura envuel-
ta en una sábana. El coronel Bogado iba arrancando una por
una las páginas de un manuscrito y arrojándolas a una hogue-
ra que tenía a sus pies. Fijó en mí sus ojos muy abiertos. De
seguro no me vio. Debería describir la noche clara. El brillo
de la luna en las aguas del Río Grande como la Mar. Las
luces de Encarnación que titilaban como fogatas de un cam-
pamento en vísperas de una batalla. Pero no sería verdad.
Sólo me acuerdo de sus ojos, ciegos como los míos a todo lo
que no fuera la imagen invertida en el espejo. Volví a la c a -
lle lo más rápido que pude sin echar a correr. Regresé bien
entrada la mañana. Supe entonces que el coronel Bogado ha-
bía viajado a Buenos Aires en el tren de las cinco. Nunca
más lo volví a ver. No entendí el significado de su auto de
fe; como hoy tampoco comprendo la razón por la que escribo
a tientas en el corredor de la Casa de la Calle España, ace-
chado por la sombra de mi propio fantasma.

488
INDICE

Mi Capitán 13
Introducción - Apuntes del amanuense 27
El desfile —39
La conspiración 51
El héroe - 61
Carpincho..... - -66
iViva Mariana Arguello! 76
Borrador de Informe . 103
La casa de la calle España.. .....108
La tentación - 119
El lacayo 125
Reencuentro 132
La casa de la abuela 143
La maison du diahle rouge ....148
La travesía — - 162
El visionario ....168
El verduguillo............... 184
El ministro 204
Memorias de un diablo bueno - 214
El independiente *-..- 223
Muñeca Eguzquiza. - 233
El doctor Faustino - « 245
El Palacio de López 253
La conciencia de Alfonso - 264
El pacto 276
El coronel tiene quien le escriba 283
El gran loco paraguayo 294
La aristócrata 313
La enviada 320
Nota del amanuense 324
El primer adelantado 328
La belle epoque 333
El silencio y la alucinación 342
El mensajero .„.* 356
La muerte 376
La cárcel modelo 381
El peregrino 391
El poder y la gloria 399
Del cuaderno de tapas liberales 408
El fantasma - 416
Una jornada de locos 422
Yo soy el Dios... 438
La gran huelga 445
Borrador de crónica 453
Déjalos que farreen 461
El héroe eponimo ....-473
Nota final del amanuense -.484
EDITORIAL ARTE NUEVO
OBRAS PUBLICADAS
EDITORIAL ARTE NUEVO
OBRAS PUBLICADAS

Lucha hasta el alba (Augusto Roa Bastos). Con


grabados ilustrativos. 46 p.
Girón de espera (Aymar-Azuaga). 118 p„
El financiamiento de la defensa del Chaco
(Lorenzo Livieres G.). 116 p.
Rasmudel (Duarte-Aymar-Azuaga). 100 ptt
Gran Bretaña y la Guerra de la Triple Alianza
(Juan Carlos Herken). 170 p.
Los británicos en el Paraguay (Josefina Plá).
216 p.
Poesía taller (Antología). 34 p.
Poesía (María eugenia Garay). 116 p.
Estudio Marcelina Cué (José Antonio Perasso).
47 p.
Estudio Sitio Trinidad (José Antonio Perasso).
62 p.
R e t r a t o de nuestro amor (Ana Iris Chaves de
Ferreiro). Cuentos juveniles. 98 p.
El séptimo pétalo del viento (Rubén Bareiro
Saguier). Cuentos, 136 p.
Recobrado (María Eugenia Garay). 82 p.
Ferrocarriles negocios y conspiraciones en el
Paraguay 1910/1914 (Juan Carlos Herkerv). Con
ilustraciones de la época y documentos inédi-
tos de archivos americanos e ingleses, 147 p.
50 años después. (Horacio Sosa T.). 183 p,
16.- Una vez más en busca de W. Shakespeare.
(Josefina Plá). 88 p.
i 7.- La segunda república paraguaya (Ricardo Ca-
ballero Aquino). 298 p.
18.- Los 30 mil ausentes (Josefina Plá). Tapa -
viñetas y grabados de Carlos Colombino, 48 p.
19.- Itinerario de arquitectura (César A. Morra).
Ilustrado, 182 p.
20.- Enciclopedia Guaraní-Castellano de Ciencias
Naturales y Conocimientos paraguayos (Prof.
Carlos Gatti). 460 p.
2 1 . - La deformación estructural de la economía
paraguaya. (Ricaido Rodríguez Silvero). 307 p.
22.- El Paraguay 1889 antigua crónica de un viaje
al presente (Bougade La Dardye). Crónicas y
estudio social con 33 láminas del autor, 1886-
1887. 215 p.
23.- Las Naciones y la Paz (Norman Cruz). 303 p.
24.- La novela y el novelista (Norman Cruz). 321 p.
25.- Via crucis económico (Pablo A. Herken). Aná-
lisis de la economía paraguaya de 1982 a 1986
con nuevo plan económico y cuadros estadísti-
cos. 530 p.
26.- Rio Fleuve (Jean Francois Dionnot). Versos.
151 p.
27.- De gua'u la gente no cambia (Jorge Canese).
Poesía de actualidad. 136 p.
28.- San Bernardino, Historia, Imagen y Poesía
(Beatriz Rodríguez-Alcalá) y Hugo Rodríguez-
Alcalá) Album. 23,5x32,5. Papel Ilustración
con fotografías antiguas y modernas de San
Bernardino, un resumen histórico y colección
de poemas. Gran lujo.
29.- El Gailo de ia Alquería y otros compuestos.
(Osear Ferreiro) Romances. 167 p.
30.- Rubén Bareiro Saguier - Valoraciones y comen-
tarios acerca de su obra. 194 p.
31.- Indias Vasallas y Campesinas (Marilyn Godoy
Ziogas). Ensayos sobre la situación de la mu-
jer paraguaya en el período tribal, en la colo-
nia y en la república. 261 p.
32.- "La Incognita del Paraguay" y otros ensayos.
(Hugo Rodríguez-Alcalá). 200 p.

EN PRENSA

Entre el sexo y el ceso... Una mujer. (Verónica


Bassetti).
La Década de Postguerra 1869-1878. Harris Gaylord
Warren.
Así-no-vale (jorge Gañese).
Artos cultural y otros cuentos. (Moncho Azuaga).

*HB**§§Ü*
JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO,
nacido en Asunción en 1933, ha pu-
blicado numerosos ensayos sobre t e -
mas históricos y literarios, entre los
que cabe mencionar "ALGUNAS IDEAS
ACERCA DE LA LITERATURA PA-
RAGUAYA" (Cuadernos Americanos,
México 1972) y "ENSAYO SOBRE
LOS COMUNEROS" (Asunción 1986),
y relatos aparecidos en diaros y re-
vistas. Ha escrito en guaraní y publi-
cado en edición bilingüe guaraní-es-
pañol, "DE CUANDO CARAI REY
JUGO A LAS ESCONDIDAS", basado
en una narración clásica del folclore
paraguayo. Publicó las novelas "YVY-
PORA", "SAN LAMUERTE" y "DIA-
GONAL DE SANGRE", esta ùltima
seleccionada como la mejor obra lite-
raria editada en el país durante el
año 1986. Estos, y otros trabajos su-
yos, han sido premiados en el Para-
guay o el extranjero.
Se termino de imprimir en los
talleres de Imprenta Editorial
Arte Nuevo el 29 de Junio
de 1987
L A ISLA SIN M A R En esta novela excepcional -escrita
Juan B. Rivarola M a t t o por todo un pueblo, encarnado en su
amanuense-, asistimos a la despiadada
y lúcida búsqueda de un sentido, de una clave que explique el
absurdo destino al que están condenados los pueblos que, como
el paraguayo, transitan al margen de la historia de la humanidad,
encerrados en una mediterraneidad física y espiritual; y que, con
el subdesarrollo económico, arrastran un pasado mítico que no
parece adecuarse a la racionalidad que implica la civilización.
Sus protagonistas son mitad seres de carne y hueso, mitad sue-
ños o fantasmas o alucinaciones. Desmembramientos, guerras,
revoluciones, dictaduras,forman el sino de esta "isla sin m a r "
llamada Paraguay. En algún momento se nos induce a creer que
todo esto se debe al hecho de que la República ha sido fundada
por un puñado de náufragos, los cuales han abandonado en este
lugar sus fantásticas ilusiones de hallar El Dorado, la t i e r r a de
Paitití. Un mito los ha traído a estas tierras; sólo un mito podrá
mantenerlos vivos en medio de la frustración y del fracaso. Este
mundo sublunar es una especie de limbo, lugar de sueños pesaro-
sos, sitio de pesadillas evitado por los demonios y aborrecido por
los ángeles. Si el demiurgo creó para no aburrirse este paraje
poblado de marionetas que juegan a ser auténticas artífices de
su destino, no hay esperanza de salvación para los habitantes,
atormentados por mosquitos, de este círculo extramural del i n -
fierno. Los personajes nacen y mueren antes de descubrir la s e -
creta clave de su condición, la llave que abra las puertas del
oscuro laberinto al que han sido arrojados por las vicisitudes de
la historia. La reconstrucción de la Provincia Gigante de las
Indias es una de las utopías descabelladas que quitan el sueño y
agotan la mente alucinada de historiadores y caudillos; poetas y
escritores tratan de desentrañar las razones y causas que produ-
jeron este fiasco inaudito: la historia del Paraguay. Se nos r e m i -
t e al antiguo mito del ^Yvymarae'y 1 1 , la Tierra sin M a l ; lugar
aparentemente perdido y que debe ser recuperado en una p e r e -
grinación desaforada a través del continente americano. El Para-
guay, de alguna manera, estaría condenado a participar y sufrir
en la búsqueda de este paraíso perdido. Su atribulada historia es
un intento de encontrar una salida. A través de luchas sangrien-
tas ha tratado de encontrar su propia identidad como pueblo con
destino significativo. Esta novela de Juan Bautista Rivarola M a t t o
es la historia de la búsqueda de ese significado.

Osvaldo González Real

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