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Equilibrio y Curación
a través de la
logoterapia
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Elisabeth Lukas
Equilibrio y Curación
A través de la Logoterapia
PAIDÓS
México
Buenos Aires
Barcelona
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Título original: Heilungsgeschichten. Wie Logotherapie Menschen hilft Publicado en alemán, en
2002, por Herder Verlag, Freiburg im Breisgau, Alemania
Traducción de Héctor Piquer
Cubierta de Diego Feijóo
Fotografía de la cubierta de Carmen Vicente
Primera edición en Barcelona, 2004
Reimpresión, 2007
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
© 2002 Verlag Herder Freiburg im Breisgau © 2004 de la traducción, Héctor Piquer D.R. © de
todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S. A.
Diagonal 662-664, Barcelona D.R. © de esta edición,
Editorial Paidós Mexicana, S.A.
Rubén Darío 118, col. Moderna
03510, México D.F.
Tel.: 5579-5922
Fax: 5590-4361
epaidos@paidos.com
ISBN: 978-968-853-559-2 Página web: www.paidos.com
Impreso en México - Printed in México
Dedico este libro a mi «padre espiritual»,
Viktor E. Frankl
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Contenido
Logoterapia: Una aproximación introductoria al legado de Viktor E. Frankl
Hoy es el primer día del resto de mi vida
El poder de las influencias sugestivas
Ante tanta interpretación de sueños, escepticismo
El recuerdo no es como una película fotográfica
¿Eres finalmente lo que eres?
De lo que la persona es capaz a pesar de todo
El difícil camino hacia la integración
Sobre el dominio del estrés y el ocio
No sólo para el pan vive el hombre
Dar un rodeo para encontrarnos
¿Hay que pensar finalmente en uno mismo?
Experimentar con la «trampa de la crítica»
Ampliar la «trampa de la autocrítica»
La llave que abre la «trampa»
Donde hay voluntad de sentido, hay un camino
La vida es como un mosaico
¿Los hijos no se merecen ningún sacrificio?
Lo han vuelto a intentar
El divorcio se ha aplazado
No ignorar ni sobrevalorar los sentimientos
Dos familias distintas
¡A cada miembro de la familia, su función llena de sentido!
En una orquesta, cada instrumento cuenta
«Modular» la actitud interior
Alejarse de las preguntas y acercarse a las respuestas
No temer la frustración cotidiana
El suicidio es un «no» a la pregunta del sentido
Dos factores para una prevención eficaz del estrés
Motivo de vida y valoración de la situación
¿Cuándo vuelve en sí la persona?
¿Qué hacer con los complejos de inferioridad?
Una receta útil
La aplicación práctica de esta receta
Dos clases de riqueza
La muda de un «patito feo»
¿Motivo de enfado o de alegría?
El humor salva abismos
Autorreflexión y falta de fundamento
El dibujo de un sueño como medicina
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Poner los detalles en su sitio
El oculto sentido del sinsentido
Diálogo con un psicoanalista
Jerarquía de valores y decisión
Escuchar la llamada de la trascendencia
Las cicatrices pueden formar un tejido sólido
La superación de un trauma
¿Deseos de venganzas inconscientes?
Conocimiento en vez de «lamento»
Profesión: ángel de la guarda
Formas de terapia de grupo dudosas
No estar libre de, sino ser libre de
Elección y responsabilidad
Rescribir la autobiografía
Fragmento 1 (extracto del escrito redactado por la paciente antes de iniciar la terapia)
Fragmento 2 (extracto del escrito redactado por la paciente después de iniciar la terapia)
Los somníferos al cubo de la basura
La cuenta de la moribunda
El cielo sobre las ruinas
Poder decir «sí» de verdad
¿Una señal de arriba?
El enfermo mental y su remedio
Una advertencia contra los remedios nocivos
Un resumen de los remedios saludables
La llave dorada del espíritu humano
El asombro por un sentido inagotable
Apéndice: ¿Sólo mutación y selección?
El concepto de evolución desde la perspectiva Logoterapéutica
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Logoterapia: Una aproximación introductoria al legado de Viktor E. Frankl
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encontramos mal. No nos gustamos ni nos gustan los demás, tememos a «Dios y al mundo» y
percibimos la vida como una carga constante. Si, por el contrario, las imágenes fueran
optimistas y positivas ante la existencia, nos alegraríamos más a menudo y nos resultaría más
sencillo superar las preocupaciones cotidianas.
Frankl bosquejó en sus conferencias y escritos la imagen de un hombre libre que todavía
puede adoptar interiormente una actitud o una conducta frente a cualquier hecho o
circunstancia de una manera elegida por él, incluso frente a su predisposición genética e
improntas condicionadas por el medio. El hombre, provisto de un «poder de obstinación del
espíritu», no debe sucumbir a sus impulsos instintivos, sentimientos de inferioridad,
frustraciones, etc., porque es capaz de situarse espiritualmente por encima de ellos.
Frankl conectó el aspecto de la libertad humana con el reverso de ese mismo aspecto, a
saber, con la responsabilidad humana. ¿Responsabilidad de qué? Responsabilidad de la elección
más llena de sentido en cada momento entre las circunstancias dadas, de la contribución
personal al «buen funcionamiento del conjunto».
La antropología de Frankl se amplía aquí con puntos de vista psicológicos. Según éstos, la
persona es un ser orientado a un sentido y con una voluntad de sentido indeleble que le es
inherente. Esta voluntad irrumpe en la pubertad —con el completo despertar de la fuerza
espiritual humana— como búsqueda vehemente de sentido e identidad, y acompaña al individuo
en todos sus caminos como primera motivación para actuar. La voluntad de sentido induce a la
persona a dedicarse desde el compromiso y, en casos de necesidad, desde el sacrificio, a
tareas importantes, a servir a sus seres queridos, a crear obras por las que siente inclinación,
a ocuparse en áreas de su interés. Anclada en lo más hondo de la persona, la voluntad de
sentido tampoco se desvanece en la vejez, sino que estimula hasta el final la búsqueda de las
últimas posibilidades, reducidas pero todavía existentes, de experimentar la belleza, hacer el
bien y ser útil. Hasta aquí el esbozo de la personalidad adulta y sana. Sus efectos secundarios
(no intencionados) son, con toda probabilidad, momentos felices, éxito demostrable, una
conciencia propia sólida y, en general, la satisfacción de haber cumplido en la vida.
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Viktor E. Frankl, Der Wille zum Sinn. Ausgewahlte Vortrage über Logot-herapie, Munich, Pieper, 1996, 3a ed., pág. 156 (trad. cast.: La
voluntad de sentido: conferencias escogidas sobre logoterapia, Barcelona, Herder, 1994).
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En contraposición a esta personalidad, la logoterapia define un «modo de existencia
neurótica», con lo cual pasamos a la faceta de la etiología de las enfermedades en psiquiatría.
El enfermo psíquico (que no psicótico) yerra en su orientación hacia el sentido. O bien ansia
directa y compulsivamente placer, poder, reconocimiento, dedicación de los demás y otras
ventajas para él, lo cual pronto le hará fracasar, o bien huye atemorizado de la falta de placer,
la renuncia, la vergüenza y otras amenazas desagradables, lo cual le aísla y debilita. El paciente
angustiado o atrapado en la neurosis gira con sus pensamientos y sentimientos en torno a sí
mismo y a su estado anímico en lugar de abrirse al mundo con valentía y abstracción y verter
en él todo lo mejor de sí mismo. Quiere protegerse en vez de construir valores y se preocupa
por ser querido en vez de entregarse con amor. Su egocentrismo es la trampa en la que él
mismo se adentra a tientas, y su confianza innata perdida, por cuyo motivo se preocupa
constantemente de sí mismo, es lo que le hace caer de forma definitiva en ella.
Frankl no perdió el tiempo en especular sobre qué era lo que había podido arrebatar la
confianza innata a esta clase de enfermos mentales. El era consciente de lo estrechamente
entrelazados que están los factores endógenos constitucionales con los factores exógenos
sociales en el desarrollo de la persona y siempre insistía en la participación de un tercer
factor: la fuerza del ser humano para dar forma a su propia vida. Nadie «se hace» únicamente,
sino que todos hacemos algo de nosotros mismos. Para Frankl, lo verdaderamente importante
eran los métodos de recuperación de la confianza innata y la escolta terapéutica hacia un
estilo de vida orientado hacia el sentido.
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También tenemos el complejo metodológico de la «desreflexión», cuya importancia, en un
primer momento, no se aprecia en su justa medida. A pesar de ello, y debido a que muchas
formas de trastornos mentales modernos están acompañadas, cuando no provocadas, por
fuertes hiperreflexiones (Frankl), o sea, por cavilaciones permanentes en torno al bienestar
propio, la «desreflexión» es su contrapeso más adecuado. Este método intensifica la capacidad
de autotrascendencia del paciente, es decir, la capacidad de sentir y pensar más allá de sí
mismo entregándose con interés afectuoso a objetos y sujetos valiosos de su entorno,
abstrayendo así su atención enfermiza de su propio estado anímico, el cual se recupera de
manera inadvertida. Los grupos con problemas de sexualidad bloqueada o pervertida,
mecanismos motores autónomos alterados, ritmo del sueño alterado y enfermedades
psicosomáticas, pasando por trastornos de la autoestima, necesitan con urgencia este tipo de
correcciones desreflexivas de la atención, dado que tales trastornos se desarrollarán siempre
que se mantengan en el centro de la atención del paciente. Ocurre como en la fábula del
ciempiés que se atasca desesperadamente cuando quiere controlar de forma racional el
movimiento de cada una de sus numerosas patitas. De la misma manera, el bienestar anímico y
los ritmos biológicos son, ante todo, productos complementarios de una manera de vivir llena
de sentido y no alcanzables voluntariamente per se.
Es del todo comprensible que algo como el sentido de la vida no se pueda recetar por
prescripción médica. No es tarea del médico dar un sentido a la vida del paciente. Sin
embargo, en el transcurso de un análisis existencial, sí sería labor del médico poner al paciente
en disposición de encontrar un sentido en la vida, y yo considero precisamente que el sentido
siempre se encuentra, es decir, que no se puede introducir más o menos arbitrariamente. [...]
Del mismo parecer es nada menos que Wertheimer, cuando habla de un carácter desafiante
inherente a cada situación, es decir, del carácter objetivo de este desafío. 2
2
Viktor E. Frankl, Árztliche Seelsorge. Grundlagen der Logotherapie und Existenzanalyse, Viena, Deuticke, 10a cd., 1982, pág. 236 (trad.
cast.: Psicoterapia y existencialismo, Barcelona, Herder, 2001).
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las perspectivas desde las que interpretan acontecimientos o situaciones. Esta ayuda se
realiza sumergiendo los contenidos tratados en una luz llena de sentido y digna de aplauso,
salvaguardando así rigurosamente la afinidad entre sentido y verdad. No se trata de
interpretaciones de sentido paliativas, ni siquiera de subrogar un sentido, sino de encontrar el
sentido verdadero en cada situación. Pero ¿cómo se encuentra este sentido? Pensemos en
cómo se consigue encontrar algo. ¿Cómo encuentra alguien un alfiler sobre la moqueta de su
habitación? La respuesta es sencilla:
1.- Buscando. Sin buscar es imposible encontrar. (A menudo, las personas mentalmente
enfermas han abandonado la búsqueda o buscan lo equivocado; por ejemplo,
embriagarse en vez de dar con soluciones razonables a los problemas, por lo que
habrá que incitar de nuevo la búsqueda de sentido en estas personas.)
3.- Existiendo el alfiler realmente en la habitación. Sin la «existencia» del alfiler hasta la
búsqueda más concienzuda resultaría estéril. (Las personas mentalmente enfermas
dudan a menudo del sentido de una búsqueda del sentido y, por consiguiente, buscan
siguiendo la ley del mínimo esfuerzo, sin aplicar todo su potencial. Es necesario
hacerles ver de manera fehaciente que no existe ninguna situación en la vida, por muy
oscura que parezca, que no ofrezca una posibilidad de sentido.)
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El sufrimiento no sólo tiene dignidad ética, sino también relevancia metafísica. Sufrir
hace clarividente al hombre y diáfano al mundo. El existir se hace transparente hasta llegar a
una dimensión metafísica. El existir se hace diáfano: el hombre lo comprende, y a él, al que
sufre, se le abren perspectivas al fundamento. Ante el abismo, el hombre mira a las
profundidades y lo que divisa en su fondo es la trágica estructura de la existencia. Descubre
que la existencia humana es, al final y en lo más profundo, pasión; que la esencia del hombre es
ser un hombre doliente: Homo patiens?3
Un grandioso ejemplo de ello nos lo brinda una idea que se discute en los grupos de
autoayuda para padres que han perdido a sus hijos y que siempre resulta convincente. Dicho
pensamiento dice que no hay que degradar a los hijos fallecidos a la excusa de catástrofe
familiar, sino que deberían seguir siendo fuente de alegría paterna y que, por tanto, los padres
tienen el deber de recordar con amor a sus hijos desaparecidos, pero también de seguir sus
propias vidas con entereza y compromiso. De la misma manera, un sentimiento de culpa puede
convertirse razonablemente en motivo de transformación interior, o una enfermedad grave, en
impulso para distinguir lo esencial de lo relativo y entregarse a lo primero, etc. En la situación
más desesperada todavía hay posibilidad para una reacción heroica, tal como testimonió Frankl
en su «papel» de antiguo preso en los campos de concentración.
Ahora bien, dado que un componente trágico fluye a través de la Creación, todas las
respuestas llenas de sentido que se puedan sugerir a personas enfermas o en estado de
necesidad psíquica estarán dirigidas a la superación a través de la satisfacción. La logoterapia
no versa sobre la satisfacción de necesidades, sino sobre esta paz con uno mismo, con el
pasado, con el prójimo y, dado el caso, con Dios. Retomando la metáfora anterior, encontrar la
aguja siempre significa, en cierta manera, desafilar un poco su punta: el amor alza el alfiler del
suelo para reducir dolores potenciales en el mundo. Cada sentido que se atiende hace al mundo
3
. Viktor E. Frankl, Logotherapie und Existenzanalyse. Texte aus sechs Jahren, Munich, Quintessenz (extraído de Weinheim/Bergst., PVU),
1995, págs. 163-137 (trad. cast.: Logoterapia y análisis existencial: texto de cinco décadas, Barcelona, Herder, 1990).
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más humano y más digno de vivir en él para todos. Siguiendo con el ejemplo de los padres
huérfanos de hijos: el ingeniero que empezó por primera vez a proyectar la red de postes de
emergencia en las autopistas alemanas era un padre que estaba de luto. Su hijo se había
desangrado en un accidente de circulación porque la ayuda médica no llegó a tiempo al lugar de
los hechos. El padre extrajo de su duelo la fuerza e iniciativa necesarias para aplicar sus
conocimientos en la prevención de semejantes embates del destino. De esta manera, no sólo ha
salvado incontables vidas humanas desconocidas para él, sino que también se salvó a sí mismo
de quedar estancado en su trauma.
a.- Con respecto a su tío predilecto: «Era bueno conmigo y le doy las gracias por aquellos
maravillosos veranos. En el final de su vida, el pobre debía de haber estado muy
desesperado o depresivo, pero eso no borra ninguno de los hermosos momentos que
pasamos juntos. Todo lo contrario. En tales circunstancias, su amorosa dedicación
hacia mí, su sobrinita, merece la mayor de las consideraciones. Todo lo que me regaló
lo guardo para siempre en la valiosa paz de mi vida. Ojalá prevalezca de largo por
encima de todos los proyectos que le hayan podido ir mal...».
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b. Con respecto a los niños del pueblo: «Eran niños y no eran conscientes del shock que
me podía causar. No querían hacerme nada malo, sino que, probablemente, ellos
mismos estaban afectados por la tragedia y se vieron obligados a hablar de ella. De
todo ello puedo extraer algo importante para mi profesión. ¡Con qué rapidez actuamos
mal sin quererlo ni saberlo! Hay que ser cauteloso en el trato con las personas y tener
capacidad de comprensión. Lo tendré en cuenta para mí y, en un futuro, iré con más
cuidado que antes cuando me comunique con el prójimo».
Sonó el teléfono. Una mujer de Berlín quería hablar conmigo. «Doctora —me dijo—, sufro
enormemente por mi insustancialidad, reprimo todas las cosas bonitas de mi vida y, en el trato
con la gente, padezco regresiones... ¿Qué puedo hacer?» Yo no la conocía de nada, pero
albergué una sospecha concreta. «¿Ha leído usted algún libro de psicología?» La mujer
confirmó de inmediato mi suposición. Tenía 50 años, era una antigua maestra, casada, con un
hijo ya mayor y en aquel momento se encontraba «un poco en las nubes». Nunca había
retomado su profesión, que había abandonado hacía años; el hijo ya no formaba parte de sus
tareas educativas y, entretanto, el matrimonio había perdido todo atractivo. Era una crisis
existencial de lo más corriente, como tantas que aparecen y se pueden controlar buscando
nuevos contenidos en la vida y fijándose objetivos personales adecuados.
Pero la mujer había buscado ayuda en lecturas psicológicas, donde halló descripciones de
predisposiciones e infantilismos contraproducentes que la habían sumido en un estado de
angustia y temor. En consecuencia, cuanto más empezaba a observarse a sí misma, más
parecían encajar aquellas lecturas en su propia situación. Siguió comprando más libros y cada
vez constataba más anormalidades en su personalidad, hasta que perdió completamente la
seguridad en sí misma sin saber ya el porqué. De ahí su llamada de socorro: «¿Qué debo
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hacer?».
Mi consejo sólo podía ser el siguiente: «¡Deje por un tiempo sus libros de psicología en el
rincón más apartado de su casa y olvide todo lo que ha leído! ¡No se preocupe por las in-
sustancialidades, regresiones y demás palabras grandilocuentes y deje de observarse a sí
misma! Es mucho más sensato empezar a organizarse la vida de manera constructiva, porque, si
lo piensa, hoy es el primer día del resto de su vida. Sólo de usted depende lo que haga con ese
"resto", es decir, si lo llena o no de tareas con sentido y llega a hacer de él el período más
bello y adulto de su vida. Mire un poco a su alrededor, en el mundo exterior, en su círculo de
amistades. En todos los sitios la necesitarán si está dispuesta a abrirse en un acto de amor al
prójimo. En el campo educativo, en el campo musical, ¡en todas partes hay posibilidades que, si
se fijara y dejara de roer destructivamente en su propio yo, le harían feliz!».
Por lo visto, la mujer logró seguir mi consejo, porque me llamó una segunda vez para
expresarme su agradecimiento.
Una cierta clase de literatura psicológica ejerce un enorme poder de sugestión porque
habla de fenómenos que todo el mundo, por propia experiencia, conoce demasiado bien: deseos
y anhelos secretos, traumas e ilusiones, debilidades y dificultades psíquicas, desengaños, odio,
ira, angustia, etc. Sin embargo, el poder de sugestión de persona a persona (de terapeuta a
paciente, por ejemplo) todavía es mucho más fuerte. Una madre me explicó un episodio
realmente ilustrativo: un día, cuando su hijo todavía era pequeño, tuvo que ir al médico con el
niño porque no podía dejarlo solo en casa. El doctor, después de atender a la madre, se
permitió hacer una broma al hijo: le vendó el dedo y, con el rostro serio, le dijo que estaba
enfermo como su madre y que por ello también necesitaba tratamiento médico. Cuando la
madre llegó a casa con el hijo, le quiso quitar la venda del dedo, pero el pequeño se negó.
Estaba plenamente convencido de su enfermedad y pidió que lo llevaran a la cama. Sin saber lo
que debía hacer, la madre acostó al hijo y supuso que ya se cansaría. Sin embargo, cuando
volvió para vigilarlo, el niño estaba a 38° y tuvo que llamar al pediatra, esta vez de verdad,
quien, sin poder establecer un diagnóstico concreto, le recetó supositorios para la fiebre. Al
día siguiente, todo volvió a la normalidad.
Este ejemplo ilustra la fuerza de una sugestión que no sólo afecta a los niños. He
conocido a muchos adultos a quienes, como al pequeño del caso anterior, se les ha fijado un
rumbo patológico e, inmediatamente, han caído en una verdadera enfermedad. No pocas veces,
el factor desencadenante que, por así decirlo, les ha envuelto el dedo con una pseudovenda, ha
sido, desgraciadamente, un psicólogo o un psicoterapeuta. Viktor E. Frankl acuñó en este
contexto el término «neurosis iatrógenas» para referirse a los trastornos psíquicos
provocados exclusivamente cuando un o una especialista etiquetan a alguien de «caso raro».
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«A mucha luz, muchas sombras», dice un proverbio alemán, pero también expresa que
donde todo es sombrío debe existir una luz potente. Puesta en las manos adecuadas y en el
momento preciso, la sugestión es una medida curativa y se puede incorporar con eficacia en el
proceso terapéutico. Análogamente, la literatura psicológica ofrece la inmensa oportunidad
biblioterapéutica de vacunar positivamente a sus lectores contra las corrientes nihilistas y
marcadas por la resignación.
Normalmente, el ser humano olvida los sueños de la noche anterior cuando despierta.
Los sueños ejercen una función relajadora biológicamente importante. Hay experimentos
en los que se impide artificialmente soñar, lo cual daña a los sujetos de experimentación,
quienes, días después, se sienten como «hechos polvo». Un «déficit de sueños» parecido es el
que se provoca con los somníferos, lo cual ya es un argumento más para evitarlos. Por tanto,
soñar es importante y sano, y olvidar lo soñado es igual de importante y sano, porque, de no ser
así, la naturaleza lo habría dispuesto.
En psicoterapia se suele proponer a los pacientes que registren sus sueños y que, junto
con el terapeuta, escudriñen el «material interpretable». Esto no sólo genera trastornos en el
descanso nocturno, como está comprobado, sino también sueños más frecuentes y angustiosos.
Algunas escuelas psicológicas fomentan, con fines diagnósticos, un entrenamiento minucioso
del sueño con el que se provocan en el paciente las ensoñaciones más salvajes e increíbles.
Por ejemplo, una vez me contaron que, tras una serie de sesiones de psicología profunda,
un joven había soñado con unas cuchillas de afeitar situadas junto a una bolsa de tabaco. Ello
provocó un grito de júbilo en el terapeuta, porque —como él mismo explicaba— por fin se había
manifestado de forma clara en el joven el complejo de castración sospechado desde hacía
tiempo por aquél. Según el terapeuta, la bolsa de tabaco sería, naturalmente, el símbolo de la
masculinidad, y las cuchillas de afeitar serían la expresión del miedo reprimido a la
automutilación masoquista. Las aseveraciones del joven negando que en su vida había pensado
nada parecido no sirvieron de nada y se le diagnosticó tenazmente un complejo de castración.
Irritado por esta determinación, el chico se encontró de repente en su vida amorosa con unas
serias dificultades que nunca había conocido.
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En principio, ante esta clase de interpretaciones psicológicas se plantea la cuestión de si
dan realmente en el blanco. Al fin y al cabo, las cuchillas de afeitar y las bolsas de tabaco son
simples objetos de uso cotidiano con los cuales uno puede soñar casualmente, como también
sucede con otras cosas de cada día. Pero, sobre todo, se pone en cuestión algo totalmente
distinto, como es el beneficio que aportan esas interpretaciones. ¿Qué sacaba el joven del
«conocimiento» de su complejo de castración? Yo no pude distinguir en el relato del chico
ninguna ventaja o ningún progreso para su persona atribuible a este conocimiento.
Durante las pruebas hablé a solas con cada hermano y les pedí que me explicaran sus
impresiones sobre la residencia y sobre las escasas visitas a casa. Cuál fue mi sorpresa cuando
escuché de cada uno de ellos una descripción de los padres y una justificación de su conducta
totalmente distintas. Mientras una de las niñas consideraba al padre extremadamente estricto
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—lo cual, desde el punto de vista psicológico, siempre parece «delicado»—, la otra hermana, un
año más joven, opinaba que era ante todo simpático y siempre dispuesto a gastar bromas. Y
mientras el hermano mayor definía al padre como un hombre sumamente ocupado y sin tiempo
para jugar, el menor decía que sólo su padre, y nadie más, le había comprado juguetes y le
había enseñado a jugar con ellos. Cada hijo guardaba un recuerdo distinto de la familia, y si
hubiera que contemplar también la posibilidad de que los padres se hubieran podido comportar
de manera distinta con cada hijo, es muy poco probable que hubieran tenido que desarrollar
tales conductas contrarias en el seno de la familia. Si tuviera que imaginar a estos cuatro
hermanos como pacientes adultos tumbados en un diván psicoanalítico y explicando sus
recuerdos de la infancia, cosa que, afortunadamente, no necesitan, no tendría más remedio que
temer las peores interpretaciones erróneas sobre su situación original.
El recuerdo del ser humano no es como una película fotográfica que lo registra todo en
relaciones fieles a la realidad, sino una serie escogida de flashes sobre un nebuloso y oscuro
fondo olvidado. Dependiendo de los flashes que uno haya recopilado y de la dirección hacia la
que uno haya mirado principalmente, resultará en conjunto una secuencia de imágenes con
impresiones variopintas de uno u otro matiz. Por ello, hemos de moderarnos en las
interpretaciones psicológicas de los sueños nocturnos y los recuerdos infantiles, porque nadie
sabe del todo qué «se esconde» realmente hay detrás y si eso es relevante para el presente.
Si, por ejemplo, un hijo no ha sido deseado, no es lícito extraer de ello ninguna clave para
explicar la posterior relación madre-hijo. Tras los primeros años de vida, la madre no tiene por
qué ser la que era durante la gestación. Su amor hacia el hijo puede haber prosperado y su
antiguo rechazo puede haber quedado muy relegado. «Finalmente», con el tiempo, la madre se
sentirá dichosa con su hijo. También Fausto, a pesar de los pronósticos de Mefistófeles,
creció con sus dudas y su pesada culpa, y quizá fue eso lo que el anciano Goethe quería
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proclamar en su retrato de la humanidad. El hombre no debe quedarse como es: ni como
criminal, ni como enfermo ni como anciano. Siempre tendrá la capacidad de transformarse.
Porque la dignidad se compone también, y sobre todo, de ese pequeño espacio de libre
configuración que la persona tiene permanentemente garantizado en cada momento
consciente, en virtud de su condición de ser humano.
He conocido a personas a quienes el destino les ha impuesto una enorme carga y no las he
visto desfallecer. He conocido a otras que no cargaban con ningún peso a sus espaldas y, sin
embargo, las he visto arrodillarse, simbólicamente hablando. La psiquiatría contempla
enfermedades graves que escapan a la voluntad de los pacientes. A pesar de ello, a éstos
todavía les queda la «minielección» de adoptar una actitud positiva o negativa frente a la
propia enfermedad y, a veces, esta pequeña fisura en la pared psicótica es suficiente para
conseguir un cambio a mejor.
Una vez conocí a una mujer con una depresión (endógena) de gravedad moderada que
había aceptado su dolencia y estaba interiormente preparada para soportar con paciencia los
ciclos recurrentes de fases depresivas. La mujer había pintado un cartel que colocaba sobre la
mesilla de noche durante los inmotivados episodios de llanto convulsivo y melancolía, en el que
ponía lo siguiente: «¡Peor ya no puedo estar!». Todo el que la visitaba no podía evitar soltar una
carcajada al leer el cartel y así, a pesar de que ella misma era incapaz de reír, al menos veía de
vez en cuando caras sonrientes, tal como ella explicaba.
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¡Qué actitud tan sublime refleja esta situación a pesar de los factores del destino! Estoy
segura de que esta mujer, sólo por su actitud valerosa, ha logrado llevar una vida
completamente normal y sosegada en las fases intermedias entre depresión y depresión, cosa
que pocos enfermos depresivos (endógenos) consiguen. De este ejemplo se desprende que
muchas veces no es posible vencer una enfermedad o evitar un obstáculo a base de voluntad,
pero que casi siempre se puede pensar en una mejora de la actitud de cada uno frente a la
enfermedad o al obstáculo.
En una carta privada, Viktor E. Frankl me escribió las siguientes palabras: «Cuando una
situación sin salida no se deja dominar externamente, sólo queda la huida hacia arriba, hacia la
autorrealización, hacia el crecimiento interior junto a la situación desesperada en cuya víctima
indefensa uno se ha convertido. ¡Por ello, siempre acostumbro a recordar que los árboles que
se agolpan en un bosque frondoso están obligados, más que nunca, a crecer a lo alto!».
Por ejemplo, en uno de mis grupos terapéuticos había una señora que padecía una
enfermedad incurable. Ella me apoyaba en mis esfuerzos para ofrecer estímulos en las
conversaciones de grupo y, a menudo, conseguía hacer que los deprimidos participantes
percibieran algo positivo o valioso en su entorno. Un día hablé con ella a solas y le di las gracias
por su colaboración casi coterapéutica, a lo que me respondió: «¿Sabe? Desde que vivo con mi
enfermedad y sus apreciables consecuencias, vivo con muchísima más intensidad que antes. Es
como si hubiera vuelto a nacer. Veo las cosas bellas que me rodean y que antes nunca había
percibido. Escucho atentamente las palabras de los demás y me alegro de cada día que pasa.
Doy gracias a Dios por todo lo que todavía puedo hacer. Cuando estaba sana, pasaban los días
como si estuviera sorda o ciega. Ahora, cada momento es un lujo para mí, y por ello me duele
observar cómo otras personas desperdician sus vidas con mal humor. Me gustaría ayudarles,
recordarles el increíble regalo que es vivir, antes de que sea demasiado tarde». Yo sólo podía
asombrarme ante la valentía de esta mujer. Sobraban las palabras y, enmudecida, le estreché
la mano. Esta mujer era una prueba de lo que el ser humano aún es capaz en una situación
irreversible.
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El difícil camino hacia la integración
A veces, una experiencia dolorosa representa un motivo de peso para apreciar en su justa
medida las condiciones de vida favorables del presente y alegrarse por ello, en vez de sufrir a
solas y generar más problemas. Esto es especialmente aplicable a los refugiados, inmigrantes u
otros grupos amenazados por el aislamiento social. A estos colectivos les sería útil pensar en
todas las cosas dignas de ser aceptadas que, a diferencia de antes, poseen ahora. Los
trabajadores extranjeros de otras culturas, por ejemplo, huyen a menudo de las malas
condiciones económicas de su país y reciben a cambio unos ingresos modestos, aunque pagando
el precio de tener que adaptarse. Pero incluso la necesaria adaptación, como es, por ejemplo,
aprender un idioma nuevo, se puede entender desde la perspectiva de una actitud positiva
como algo aceptable (como una oportunidad para ampliar los conocimientos o conocer un mundo
nuevo que, de otro modo, no se habría presentado).
Un trabajador extranjero con esta actitud interior, es decir, que valore la seguridad
política, su puesto de trabajo o una buena educación para sus hijos, se moverá en su nuevo
entorno con un espíritu abierto y pronto dejará de ser realmente extranjero. Con su
agradecimiento ganará alegría, con su sensibilidad ganará amigos, y ambas cosas le ayudarán a
conseguir el requisito más importante para la integración social: la tolerancia.
Ello no significa que el país de inmigración esté exento de contribuir en la solución del
problema. Esta solución también depende de la actitud interior de las personas que viven en el
país. Si calculan egoístamente, rechazarán a sus «invitados» como si fueran «cuerpos
extraños». Sin embargo, también pueden considerarlos como una «inyección de sangre nueva e
ideas frescas» capaz de evitar el envejecimiento social propio y la degeneración en la mera
repetición de las tradiciones transmitidas. En tal caso, si el país levanta el aislamiento a sus
«cuerpos extraños» evitaría un futuro aislamiento propio en la evolución de la historia de los
pueblos.
El camino del politeísmo a la creencia en un dios único que reúne todo lo que al espíritu
humano se le escapa desde sus limitaciones ha sido largo y espinoso, y todavía no ha acabado
en todas las partes del mundo. El camino del egoísmo nacional al conocimiento de una única
humanidad no es menos largo y espinoso, y tampoco ha acabado todavía en ninguna parte.
Puede ser que la mezcla de pueblos, aunque acarree asperezas y sentimientos de extrañeza
inevitables, sea un requisito indispensable para que este camino se haga cada vez más
transitable. «Si se trata de hallar un sentido válido para todos» —escribió Viktor E. Frankl1 a
este respecto—, ahora, miles de años después de haber creado el monoteísmo, la creencia en
un único dios, la humanidad debe dar un paso más: el reconocimiento de una única humanidad.
Hoy, más que nunca, necesitamos un monoantropismo.» ¡Unas palabras proféticas!
1. Viktor E. Frankl, Der leidende Mensch, Berna, Huber, 1996, 2a ed., pág. 41 (trad. cast.:
El hombre doliente, Barcelona, Herder, 1994).
21
Sobre el dominio del estrés y el ocio
Arthur Schopenhauer sostenía que la vida humana oscila constantemente entre dos
extremos: la necesidad y el aburrimiento. Nosotros, desde la práctica psicoterapéutica, somos
conscientes de la certeza de esta hipótesis, porque ambos extremos pueden arrastrar a la
persona a situaciones de malestar: la necesidad, a la supuesta falta de esperanza, y el
aburrimiento, a la supuesta falta de sentido. Si hacemos caso a las estadísticas, cerca de un
20% de la población europea actual adolece tanto de lo uno como de lo otro; de la frustración
de tener que preocuparse continuamente por la propia existencia o de la «frustración
existencial» definida por Frankl, es decir, del vacío interior y la saturación en la falta de
preocupaciones materiales.
Las alternativas a ello existen, por supuesto. Ambos extremos pueden contemplarse
también como estímulos para movilizar las fuerzas espirituales y, al ejercer esta función,
pueden desarrollar el potencial humano en lugar de entorpecerlo. Así, la necesidad puede
convertirse en impulso si el afectado concentra todas sus capacidades para superarla, y el
aburrimiento puede ser un impulso para romper definitivamente las ataduras de la pasividad y
volver a ser consciente de que la vida se caracteriza por plantear unas tareas en virtud de las
cuales tenemos el encargo, por así llamarlo, de desempeñar lo mejor de nosotros. «La acción no
está para escapar del aburrimiento —escribió Viktor E. Frankl4—, sino que el aburrimiento
está para que escapemos de la inacción y satisfagamos el sentido de nuestra vida.»'
Los dos extremos se pueden definir con los vocablos «estrés» y «ocio». Cualquier forma
de carga o sobrecarga psíquica produce estrés, mientras que las formas de alivio crítico y
ausencia de estrés están generalmente asociadas a un exceso de ocio. Desde el punto de vista
psicohigiénico, hay una regla sencilla a este respecto que dice: El estrés necesita un futuro y
el ocio un pasado para poder dominarlos. ¿Por qué?
4
Viktor E. Frankl, Árztliche Seelsorge. Grundlagen del Logotherapie und Existenzanalyse, Francfort del Meno, Fischer, 1998, T ed., pág. 148
(trad. cast.: Psicoterapia y existencialismo, Barcelona, Herder, 2001).
22
obligación externa. Esta persona se halla interiormente entregada a una tarea que le impulsa a
su conclusión, y le gusta trabajar a pesar de tener que perseverar durante horas en su
producción.
Algo muy distinto ocurre con el tiempo de ocio, el cual, comprensiblemente, no puede
estar orientado al futuro. Es una pausa entre períodos de producción que sirve para esparcirse
y recogerse interiormente. Sin embargo, el tiempo consumido ociosamente también necesita
una conexión de sentido con una actividad anterior que se haya interrumpido o que haya
finalizado. El mejor ocio es aquel que sigue a una fase de trabajo intenso que haya dado un
buen resultado final o provisional. La satisfacción por la obra hecha y por uno mismo ilumina la
pausa posterior que uno se merece para reponer fuerzas. Quien llega cansado a casa tras una
jornada de trabajo disfrutará de una tarde tranquila. El pintor que ha acabado su retrato se
arrellanará en su sillón, quizás agotado, pero emocionado. El amante del bricolaje que ha
conseguido construir su propio mobiliario se paseará lentamente por las habitaciones, orgulloso
de haber llevado a cabo su proyecto.
Sin embargo, las cosas toman otro cariz cuando el estrés no tiene futuro y el ocio carece
de pasado. Si el trabajo no tiene rumbo, si, por ejemplo, consiste en una mera repetición
rutinaria, y si la pausa (a menudo como consecuencia del trabajo, pero también en casos de
desempleo) no entraña ninguna relación satisfactoria con la actividad anterior, entonces el
estrés se hace insoportable, porque uno no sabe para qué se mata trabajando, y los ratos de
ocio se vuelven terriblemente aburridos, porque uno no sabe de qué está descansando.
Arrancados de su entramado de sentido, ambos polos pierden su efecto dinamizador y de
recreo, y siempre queda la cantidad pura de tensión o relajación que, a partir de determinado
volumen, resulta patógena.
23
reduce la pausa, permite vivirla con mayor satisfacción que antes.
Una vez conocí a una paciente con una depresión psicógena grave que, en su letargo, se
pasaba los días sumida en el aburrimiento, hasta que la casualidad quiso que se levantara un
campamento de refugiados extranjeros cerca de su casa. La mujer empezó a mostrar interés
por la construcción de aquel campamento y, especialmente, por la colecta de juguetes para los
hijos de los refugiados. A todos sus conocidos les mendigaba ropa usada y juguetes, y se
pasaba las noches despierta para arreglar los objetos y devolverles un buen aspecto. El
resultado, no esperado ni deseado, de su intensa actividad fue que el estado depresivo que no
había remitido durante años desapareció de golpe y la mujer no volvió a aburrirse más. No se
concedió ni un momento de respiro y, a pesar de ello, valoró de repente su tiempo libre como
algo «que le daba alas».
Otro ejemplo parecido es el de una funcionaría soltera que estuvo a punto de echar su
vida por la borda porque se consideraba a sí misma inútil y superflua. El trabajo diario era
monótono y su tiempo libre carecía de profundidad y contenido. En el transcurso de nuestras
conversaciones de orientación, se le ocurrió la idea de ofrecer cursos gratuitos de formación
para gente joven, sobre todo para principiantes en la carrera de la función pública. Como puso
mucho empeño para que los cursos fueran dinámicos y variados, la respuesta fue en gran
medida positiva y se vio contagiada por la constancia y el entusiasmo de sus alumnos. Su vida
ganó un sentido completamente nuevo, la mujer colmó de actividad sus noches y fines de
semana y nunca más volvió a pensar, ni siquiera remotamente, en querer morir.
No sólo de pan vive el hombre. Esta conocida frase también se puede reformular del
siguiente modo: ¡No sólo para el pan vive el hombre! El individuo necesita un campo de acción
personal donde realizar claramente lo suyo y donde él, por tanto, sea irreemplazable. Que el
momento más adecuado para ello sea el tiempo «de servicio», el tiempo libre o, en el mejor de
los casos, ambos, es algo que cambia según la persona o la situación, pero si no se reserva
absolutamente ningún momento para ese campo de acción, el alma no descansará. La paz
verdaderamente profunda la creamos únicamente desde la satisfacción con nosotros mismos, y
ésta es, a su vez, la recompensa por nuestra intervención constructiva y positiva en el lugar
donde nos ha tocado estar. Especialmente la experiencia de sentido o de ausencia de sentido
en el tiempo libre se asemeja, en cierto modo, a la experiencia de sentido o de ausencia de
sentido en el conjunto de nuestra «visita» por este mundo como «invitados». Porque también
el hecho de morir, de deslizarse hacia el más profundo y definitivo de los descansos, es
amargo cuando tenemos que echar la vista atrás hacia una vida desaprovechada y vacía, y es
dulce y benigno cuando está iluminado por la satisfacción de una vida plenamente realizada.
Quien suele ir a pasear al parque para dar alpiste a los pajarillos conoce perfectamente
ese misterio que Viktor E. Frankl redescubrió en su logoterapia, a saber, que ciertos lujos no
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se consiguen por la vía directa y es necesario dar un rodeo. En cualquier caso, el amante de las
aves sabe que no puede extender la mano a sus queridos animales, es decir, que si intentara
tocarlos, los ahuyentaría y no los volvería a ver. Pero tiene paciencia y es capaz de esperar con
el alpiste en sus manos extendidas; tarde o temprano, un pequeño héroe plumado se atreverá a
posarse sobre su palma y le «escamoteará» la ofrenda.
La paciente todavía seguía ciega con respecto a sus semejantes, al mundo exterior y al
entorno. Sin embargo, la conversación logoterapéutica le agudizaría los sentidos y le aclararía
la visión. Hablamos de otras personas y de sus experiencias. También hablamos de cambios
objetivos que pudieran aportar algo de futuro allí donde hasta ahora sólo iban a parar
callejones sin salida. Poco a poco, la mujer fue capaz de seguirme. Se puso de manifiesto que
había descuidado muchos bienes iniciales de su vida: las antiguas amistades, tocar en familia la
música que tanto le gustaba, la irrefrenable creatividad de su adolescencia. «¿Cómo ha podido
pasar?», me preguntó. Convenimos en formular la pregunta de otro modo: «¿Cuál puede ser el
sentido de que esto haya pasado?». La mujer se figuró la respuesta. El sentido podía
encontrarse en el hecho de pensar en todo ello.
1.- Mantener un trato afable con otra persona. Podía consistir también en un trato
imaginario, un saludo escrito o una conversación telefónica. En este trato, la paciente
debía dirigirse conscientemente al otro, percibirlo, reflexionar sobre su situación y
elegir las palabras adecuadas para él.
2.- Realizar una actividad útil. No hizo falta cavilar mucho acerca del significado de
«útil», porque la paciente lo comprendió perfectamente: una actividad que tenga un
sentido y que conduzca a algo positivo; un acto para el cual se necesiten ideas, pero
también esfuerzo, perseverancia y, si es necesario, superación.
3.- Hacer una pausa tranquila y llena de meditación, pero una meditación objetiva. Había
que contemplar algo y sentirlo. El cielo rojizo del atardecer era lo más adecuado, así
como el tronco nudoso del árbol frente a la ventana o las flores de la planta de
navidad del escaparate. Se trataba de meditar enlazando el sujeto con el objeto.
Los proyectos resultaron difíciles, pero realizables al fin y ni cabo, y después se dedicó
un tiempo al reaprendizaje curativo. Cuando la mujer volvió a la consulta, le pregunté: «¿Qué
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ha visto con sus "ojos espirituales"?». La paciente no dejó de explicarme cosas. Había
recuperado las viejas amistades, había retomado los ejercicios olvidados de acordeón y su
sensibilidad hacia el mundo había aumentado. Al poco tiempo ya no necesitó fijarse ningún plan
diario porque el contacto humano, las actividades útiles y las pausas pensativas se habían
convertido para ella en algo natural. Incluso celebraba veladas musicales en casa cada semana.
«Me encuentro mejor que nunca —me dijo—; es como si hubiera vivido una pesadilla.»
Pensativa, la observé y saqué el tema «tabú» por última vez: «¿Y cómo lleva la búsqueda de sí
misma?». La mujer sonrió: «Es curioso, pero cuando dejo de buscarme, empiezo a
encontrarme...».
Las personalidades más dignas de admiración son aquellas que se entregan a un ideal de
tal manera que se olvidan de sí mismas. Las personas que más éxito obtienen son aquellas que
no se preocupan en absoluto por el éxito, sino que tienen ante sí un objetivo lleno de sentido
en el que aplicarse. Uno de mis pacientes curados me escribió una carta de agradecimiento en
la que había una frase muy ilustrativa: «Desde que todo lo que yo creía importante para mí ya
me da igual, es como si el éxito me persiguiera...». Las personas más felices son aquellas que no
derrochan un solo pensamiento en la expectativa de felicidad, sino que se entregan a la alegría
del momento. Quien extiende la mano al éxito y a la felicidad se encuentra irremediablemente
con el vacío, o, tal como lo formuló Frankl: la «voluntad de poder» se perjudica a sí misma
tanto como la «voluntad de placer». En cambio, quien ansia, espera, combate y soporta la «cosa
por sí misma» obtendrá a cambio éxito y felicidad.
Conozco el caso de una enfermera ya mayor que ejercía su profesión de forma abnegada
y siempre hacía por los enfermos un poco más de lo que era su obligación. En su rostro se
reflejaban incontables noches en vela y su espalda estaba curvada por el constante ajetreo,
pero la mujer aventajaba en perseverancia, energía y bondad a las chicas más jóvenes de su
unidad.
Un día, las enfermeras internas fueron llamadas a participar en unas sesiones semanales
de supervisión. El objetivo de las sesiones consistía en explicar al supervisor cuáles eran los
conflictos insuperables que más desanimaban a las enfermeras en su trabajo diario. También
tenían que confesarse mutuamente los sentimientos de envidia, antipatía o celos que más les
26
molestaban. Como la enfermera veterana consideraba ¡irrelevantes estas sesiones de
supervisión y manifestó que prefería dedicar su tiempo a los enfermos, fue clasificada como
«neurótica» y calificada de ejemplo típico de persona que padece un «síndrome del ayudante»
y que piensa de manera compulsiva que debe socorrer permanentemente a los demás. La
enfermera fue obligada, con buenas palabras, a someterse a tratamiento psicoterapéutico.
Una persona que durante décadas se ha visto necesitada por otros individuos y ha
encontrado ahí su satisfacción personal, no se recuperará sentándose de repente a solas en su
casa y reflexionando sobre sí misma, no necesitada por nadie y sin una ocupación llena de
sentido. Después de un año de retiro y falta de alicientes, la enfermera jubilada murió sin una
causa fisiológica seria. ¿Habría vivido más si no hubiera asistido nunca a aquellas
incompetentes sesiones de supervisión y terapia? Quién sabe.
27
conductista que presentamos a continuación.5
Eran las 9.20 de la mañana en una clase de niños de enseñanza primaria; cuarenta y ocho
alumnos y dos profesores. El aula disponía de dos espacios con una pared corredera en medio.
Las mesas estaban distribuidas en seis grupos de ocho niños cada uno. Los alumnos habían
recibido unos deberes que debían realizar en su sitio, mientras los dos profesores, jóvenes y
capacitados, enseñaban a leer por separado en grupos reducidos.
Durante estos primeros seis días, se registraron tres niños alejados de su silla cada diez
segundos, mientras que los profesores dijeron «sentaos» unas siete veces durante los veinte
minutos de observación.
Entonces ocurrió algo sorprendente. Se pidió a los profesores que dijeran «sentaos» a
los niños con más frecuencia. Durante los doce días siguientes, los maestros dijeron 27,5
veces «sentaos» en cada intervalo de veinte minutos, y hubo más niños levantados (una media
de 4,5 cada diez segundos). Hicimos otra prueba. Durante los ocho días siguientes, los
profesores volvieron a decir sólo 7 veces «sentaos» en los veinte minutos. La cantidad de
alumnos que abandonaron su silla volvió a la media de tres cada diez segundos. Entonces,
volvimos a pedir a los profesores que dijeran «sentaos» más a menudo (28 veces en veinte
minutos). Los niños volvieron a levantarse otra vez con más frecuencia, 4 veces cada diez
segundos.
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vuelven a levantar con una frecuencia todavía mayor, y aquel sentarse momentáneo puede
crear la ilusión de que la crítica era correcta y oportuna. Sin embargo, su efecto final es el
contrario, porque obliga a los profesores a fijarse en lo negativo y no en lo positivo, y porque
aquello en lo que nos fijamos mentalmente siempre experimenta un refuerzo. Veamos cuánto
se puede reforzar lo negativo si sólo nos fijamos en él:
En un experimento, transformamos una clase «buena» en una clase «mala» por unas
semanas. Sugerimos al profesor que no elogiara más a sus alumnos. Cuando dejó de elogiarlos,
la conducta perturbadora no deseada aumentó de un 8,7% a un 25,5%. El profesor reprobó el
mal comportamiento y se abstuvo de elogiar la conducta de los niños que estaban haciendo sus
deberes.
Cuando pedimos al profesor que, en lugar de 5 veces en veinte minutos, reprobara a sus
alumnos 16 veces en veinte minutos, la conducta perturbadora aumentó todavía más. Subió
hasta una media de 31,2% y se mantuvo durante unos días por encima del 50%. La mala
conducta aún se acentuó más por la atención que se le prestaba a la misma. Cuando los niños
volvieron a ser elogiados, retornó la predisposición al trabajo.
29
de una única cosa. Es como quedarse «encallado» en algo que atrapa al afectado y ya no lo deja
en paz. Es prácticamente una sobrevaloración de un hecho individual de la vida que es izado al
primer plano del pensamiento, dejando que los otros contenidos vitales se sumerjan en un
segundo plano.
El denominador común de los tres fenómenos es obvio. Limitan, cada uno a su manera, la
percepción espiritual del individuo y lo centran en sí mismo, en lo negativo que le rodea y en un
detalle que absorbe toda su atención. Combinados, los tres centran a la persona en una notoria
insatisfacción con un determinado asunto desagradable de su vida en torno al cual giran todos
los pensamientos y aspiraciones, como una aguja pegada a un surco de un viejo disco rayado,
repitiendo eternamente unos cuantos acordes desentonados.
Una vez tuve un paciente cuyo problema principal era el mal empleo que hacía de su
tiempo. En vez de llevar a cabo, desde el placer o la razón, lo que correspondía a cada
momento, el hombre siempre se ponía a pensar largo y tendido sobre lo que iba a hacer o sobre
lo que debería haber hecho hacía tiempo. Esto le llevaba a mostrarse completamente incapaz
de realizar cualquier cosa. Malgastaba la mayor parte del tiempo en cavilaciones estériles y
cuando, al final, comprobaba una vez más que no había adelantado nada, incurría en violentos
reproches hacia su persona, los cuales, de nuevo, le volvían a costar tiempo y fuerzas y le
impedían actuar con sentido. De vez en cuando, tenía «momentos lúcidos» en los que tomaba la
decisión de poner definitivamente orden en el caos de sus asuntos, pero esos momentos sólo
daban resultados a corto plazo, como sucede con los niños del experimento citado con
anterioridad, que sólo se sientan provisionalmente tras los reiterados requerimientos de sus
profesores. A largo plazo, el hombre reaccionaba siempre con una nueva indecisión pasiva,
porque, debido a su permanente autocrítica, se calificaba a sí mismo de «incapaz de emplear
su tiempo» y consideraba sus esfuerzos inútiles por adelantado. La autocrítica debilitaba su
resistencia a la debilidad criticada.
Sin embargo, aparte de los problemas, en la vida de este hombre también había parcelas
sanas e intactas desde las que poder generar esperanza. Una era un oficio que le gustaba y en
el que su labilidad no le suponía ningún obstáculo, porque tenía un ritmo de trabajo impuesto
con exactitud. La otra era una esposa que le apoyaba generosamente. Su problema sólo se
volvió peligroso cuando, un día, dejó de hallar sostén en las parcelas intactas de su vida,
porque las dos desaparecieron casualmente una temporada. El matrimonio estaba de
vacaciones en un balneario y la mujer se fue a casa con motivo de una celebración familiar. Por
tanto, el hombre no tenía nada especial que hacer y se quedó a solas con su incapacidad para
estructurar el tiempo libre. A los pocos días dejó de levantarse pronto, no aprovechaba el sol
que se introducía cordialmente por la ventana ni las exquisitas ofertas curativas del lugar, y no
podía pensar en otra cosa que no fuera su indecisión con respecto a cualquier iniciativa que se
le exigiera. Su desesperación aumentó hasta tal punto que el médico del balneario lo mandó a
mi consulta.
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La llave que abre la «trampa»
Por consiguiente, nuestra percepción espiritual es una «sonda para el bien y el mal» que
decide cuál de las dos cosas nos importa definitivamente, es decir, determina la calidad de los
impulsos que llegan a nuestra más íntima capacidad de pensar, sentir y comprender, que
estimulan nuestro obrar y que seleccionan nuestro caminar. Quien, con sus «ojos espirituales»,
«mira» más lo agradable, tiene motivos para estar alegre; quien sólo «mira» lo deplorable,
tiene motivos para estar triste.
Al final de la descripción del experimento aparece una frase muy instructiva: «Cuando los
niños volvieron a recibir elogios, retornó también su disposición al trabajo». Volver a elogiar no
resulta difícil en un ensayo: se castiga o se premia según lo indique el director del
experimento. Sin embargo, ¿qué sucede en la realidad? Supongamos que una clase está
realmente «viciada» y los alumnos registran una conducta perturbadora media del 31,2% que,
en determinados días, llega a superar el 50%. ¿Cómo puede el profesor «volver a elogiar» a sus
alumnos? Ningún maestro se alegra de tener a una cuadrilla de niños desobedientes y
alborotados que se levantan constantemente de su sitio. Con toda probabilidad, el profesor se
enfadará con vehemencia. ¿Y tiene entonces que ponerse a elogiar de repente? Exactamente
esto es lo que les sucede a los pacientes cautivos en la «trampa de la autocrítica». Tienen
enormes problemas con ellos mismos y, a pesar de ello, deben abandonar su egocentrismo y su
negatividad y ocupar sus pensamientos con algo completamente distinto; con cualquier cosa
31
menos lo negativo que les afecta a ellos mismos. Pero ¿pueden hacerlo?
Sí pueden. Los profesores también pueden elogiar a los alumnos malos... cuando lo
merezcan. Los egocéntricos también pueden percibir afectuosamente al prójimo, los
pesimistas también pueden desarrollar optimismo... pero deben corregir un poco la percepción
espiritual. La «sonda para el bien y el mal» debe reorientarse del bien hacia el mal, hacer
olvidar lo negativo y acentuar lo positivo. Debe contraponer a la parcialidad anterior una
parcialidad opuesta conscientemente perseguida que genere un equilibrio sano: esto es la
desreflexión.
Por ello, mi irresoluto paciente necesitaba una tarea a la que poder entregarse por
completo durante el tiempo libre (a pesar de su problema de empleo del tiempo). Una actividad
que se impusiera sobre sus pensamientos, abriera su corazón y le hiciera levantarse de la cama
de un salto con la esperanza puesta en su realización. Y también un profesor que debe enseñar
a leer a los alumnos que empiezan necesita una tarea más allá de la actividad cotidiana, una
obra en cuya evolución él pueda medir sus fuerzas, y si los alumnos son traviesos, con más
razón todavía. Una tarea dotada de un profundo sentido reúne en sí misma todos los criterios
que impiden el egocentrismo, la negatividad y la hiperreflexión, y conduce más allá del yo,
porque siempre incluye una parte del mundo exterior a la que hay que dar forma. Esta tarea se
experimenta en todo momento como positiva, porque, si no fuera así, tampoco tendría sentido,
y requiere toda la concentración de quien se dedica a ella, lo cual impide cualquier
hiperreflexión en torno a un pequeño problema marginal. Por ello, en el proceso curativo de la
desreflexión tan sólo se necesita descubrir una tarea llena de sentido y dedicarse a ella con
entrega intensa. Acto seguido, el cerrojo de la «trampa de la autocrítica» se abrirá y volverá a
liberar al alma preocupada.
De un modo similar, mi paciente antes citado aprendió a olvidar el disgusto por su empleo
del tiempo cuando le animé a abordar una afición largamente deseada y que había ido
aplazando de un año a otro. Ya de niño había soñado con construir aviones teledirigidos y
hacerlos volar en amplios círculos a su alrededor y, como desde entonces las posibilidades
32
técnicas en este terreno se habían desarrollado asombrosamente, era el mejor momento para
pasar a hacer realidad su sueño. En lugar de recetarle tranquilizantes, le encargué que fuera a
una tienda especializada y se informase en profundidad sobre equipos electrónicos para
aviones teledirigidos. Tenía tiempo hasta el día siguiente para discurrir un plan de costes
aproximado para una primera maqueta. Días después, sometió su plan a mi consideración por
teléfono y le mandé que comprara las piezas y se pusiera manos a la obra de inmediato (sin
preocuparse por el tiempo que dedicaría al día). Una semana después, su mujer, con la que yo
también estaba en contacto, me contó que nunca había visto a su marido tan «intemporalmente
ocupado» como cuando ella volvió al balneario. El avión estaba construido, y a pesar de que, en
el vuelo inaugural, el aparato aterrizó ligeramente deteriorado sobre un huerto, cumplió a la
perfección su sentido: abrir de par en par la «trampa de la autocrítica» de su constructor.
Cuando, al mes siguiente, volví a hablar con el hombre, quien, entretanto, ya se había
incorporado a su puesto de trabajo, me reveló que aunque a veces todavía le acechaba la idea
de que no podía emprender ninguna cosa buena en su tiempo libre, se dirigía entonces hacia su
ya tercer avión y le acariciaba suavemente las alas. Al hacerlo, le invadía el sentimiento de
felicidad infantil de que era completamente capaz de crear algo lleno de sentido en su tiempo
libre y no era en absoluto el fracasado inútil que había creído ser durante tanto tiempo.
Una bella metáfora compara la vida humana con un mosaico formado por infinidad de
teselas de los más variados colores. Las hay grandes y pequeñas, fulgurantemente claras,
cristalinas, que simbolizan los puntos luminosos de la vida, y las hay terriblemente sombrías,
negras, que representan la desgracia y el dolor. Al final de nuestras vidas, el mosaico compone
un cuadro acabado, con determinadas formas y colores, que nuestra existencia inconfundible
refleja en la sencillez y unicidad de su forma. El cuadro de cada persona es distinto y, a su
manera, irrepetible.
Algunas teselas, tanto claras como oscuras, son, por así decirlo, «lanzadas al mosaico»
por el destino y se quedan enganchadas en el fondo pegajoso sin que podamos cambiar su
33
posición. Son las condiciones que se escapan de nuestras manos: la herencia que no se puede
elegir, la casa de los padres o la época y la cultura en la que nacemos. De vez en cuando, una
tesela oscura «se desploma a nuestros pies»; sucede algo espantoso, incomprensible, y no es
posible defenderse. De la misma manera, también caen teselas claras en el mosaico,
casualidades benditas que ocurren sin nuestra intervención, pero que, naturalmente, dejamos
gustosos que ocurran.
Sin embargo, entre estas piezas fortuitas quedan espacios libres, lagunas de mayor o
menor tamaño donde todavía no hay ninguna tesela. Son lugares que se pueden llenar de
decisiones y aportaciones personales que tomamos y realizamos voluntariamente. Es decir,
aparte del mosaico, hay por todas partes piedrecillas sueltas de las que podemos disponer
libremente; teselas claras, oscuras o de colores que simbolizan las múltiples posibilidades que
se nos presentan en casi todas las situaciones. Éstas las podemos colocar en el cuadro con
nuestro propio esfuerzo como mejor nos parezca para dar forma al mosaico definitivo. Al
hacerlo, puede ocurrir lo siguiente:
1.- Que el individuo vea únicamente el mosaico propio sin acabar, con sus piedrecillas
enganchadas, pero no mire hacia fuera, donde hay repartidas por el suelo teselas
sueltas y desaprovechadas, es decir, posibilidades de hacer realidad valores y
sentidos. Esta persona se encuentra bloqueada en la esencia de su propio yo, sin
tratar de imaginar ninguna posibilidad alternativa: egocentrismo.
2.- Que el individuo vea exclusivamente las piedras oscuras, tanto en el mosaico como
fuera de él. Esta persona es «ciega» para las tonalidades claras y, por ello, en el
cuadro de su vida sólo pone teselas oscuras: negatividad.
3.- Que el individuo tenga únicamente una piedra negra ante sus ojos que contemple como
si estuviera hechizado, sin apartar la vista de ella. Cuanto más la mira, más se
desespera: hiperreflexión.
¿Cómo interviene aquí la logoterapia? Ninguna explicación científica expresa con tanta
precisión su procedimiento típico como la siguiente descripción metafórica utilizada en
logoterapia:
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del paciente y no sean obviadas.
Si, entonces, el paciente ha reconocido los espacios libres interiores que posee sin
haberlo sabido o haberse dado cuenta hasta el momento, y ha encontrado contenidos externos
que serían adecuados para completar con sentido esos espacios libres, es decir, si el paciente
está en vías de dar forma a su mosaico de manera activa y conforme a su conciencia, el logo-
terapeuta culminará su labor ofreciendo a su protegido una última «medicina» antes de que
éste se emancipe. Se trata de la aceptación de las piedras oscuras e inamovibles.
Por ejemplo, para hacer brillar una silueta clara y radiante en un cuadro (como los rostros
de las pinturas de Antón Van Dick, por ejemplo) se necesita algún fondo oscuro; una tesela
blanca nunca resaltará al lado de desaliñados tonos grises. De la misma manera, el mosaico de
nuestra vida también necesita del contraste para hacer madurar de verdad lo que dormita en
nosotros; necesita del desafío del destino para desplegar todo el potencial de nuestras
fuerzas espirituales. Las obras humanas más sorprendentes y los actos heroicos más
asombrosos nunca habrían tenido lugar si no hubieran nacido de un sufrimiento inalterable, y al
hablar de héroes no nos referimos a los vencedores de batallas históricas, sino al minusválido
que domina su vida desde una silla de ruedas o a la viejecita que, con una tierna sonrisa en los
labios, pasa sus últimos días cojeando. Si nuestros pacientes quieren seguir dando forma al
mosaico de sus vidas, deben saber que no sólo tienen la elección de colocar ellos mismos
teselas blancas en el cuadro, sino que también tienen la oportunidad de incluirlas precisamente
junto a piedras del destino oscuras para que, a través del contraste creado, hagan su efecto
completo. ¿Qué otra piedra brilla más que las demás que una tesela blanca en medio de un
grupo de negras?
La logoterapia se orienta hacia los momentos luminosos de la vida, pero también vislumbra
el sentido de los oscuros.
En la práctica, el adolescente que se hace adulto debe reconocer en algún momento que
no sólo es su bienestar lo que cuenta, tal como sucedía en su infancia —por lo que necesitaba
también el cuidado familiar—, sino que se le exige, cada vez más, introducirse creativamente
en el mundo. La elección de una profesión, por ejemplo, es un estadio intermedio que va de las
consideraciones, originalmente relacionadas con el yo, acerca de hacer algo a gusto o a
35
disgusto, al sentido razonable del deber que requiere un compromiso personal, ya sea más o
menos desagradable. De la misma manera, la actitud interior «por amor a algo» debe
aprenderse igual que la relación interpersonal «por amor a una persona» (en lo profesional o en
lo privado). El paso del griterío infantil por satisfacer una necesidad a la comprensión adulta
de los campos de acción importantes y necesarios en la vida, en cuya aplicación hay que aplazar
a veces las necesidades propias, es el proceso de maduración por antonomasia; sólo quien ha
dado este paso por sí mismo se ha convertido en una persona adulta.
Esto es aplicable en particular cuando intervienen los propios hijos. No deja de ser
curioso que, en el mismo siglo en el que la psicología demostró —a veces incluso exagerando—
que había que dedicar el máximo cuidado pedagógico a los hijos durante los primeros y
sensibles años de vida para evitar desviaciones neuróticas, que en ese mismo siglo, la
emancipación del individuo moderno, y especialmente de la mujer, hiciera su entrada triunfal
con la desconcertante consecuencia de que, actualmente, en nuestra sociedad, la mitad de las
parejas se separan, la mayoría de las madres trabajan fuera de casa y cada vez menos niños
experimentan defacto en una comunidad familiar acogedora el «nido» afectivo pregonado con
tanta vehemencia por la psicología.
En este contexto, suele haber gente disconforme que encuentra inadmisible, y hasta
ridículo, mantener solamente por los hijos un matrimonio deshecho. Sin embargo, ¿de verdad
cree esta gente que los hijos no se merecen que se haga un sacrificio por ellos? Lo deseable
sería, desde luego, que a las parejas les unieran más cosas que el respectivo interés por el
hijo. Sin embargo, se puede afirmar con todo derecho que la responsabilidad compartida de la
educación es motivo suficiente para unir a los padres en la obligación de hacer de su vida en
común lo mejor que esté en sus manos. La lógica de que un hogar roto es más humano que las
interminables discusiones domésticas es, ciertamente, un razonamiento difícil de rebatir, pero
tras él se esconde que la única alternativa a la disputa sería la separación de los padres, cosa
que, normalmente, no es cierta. En la mayoría de casos, las alternativas sensatas a las peleas
domésticas constantes serían, entre muchas otras, el aumento de la voluntad de paz, del
ejercicio del arte de la búsqueda de compromiso, el respeto y la objetividad en las disputas de
cualquier índole.
En general, los hijos resisten mucho más de lo que, según las tesis de la psicología
profunda, «tienen permitido». Soportan bastante bien el hecho de compartir a la madre con el
padre sin desarrollar complejos edípicos y, aún con ocasionales dolores de barriga o
rechinamiento de dientes, aprenden a compartir a sus progenitores con los hermanos sin
acabar cayendo en incesantes histerias de celos. Los hijos dejan de hacérselo en los
pantalones sin tener que producir fantasías anales de por vida y sobrellevan los castigos
paternos sin que tales represalias del entorno los dobleguen. Incluso la renuncia a los
juguetes, la colaboración en las tareas domésticas, el estrés escolar y las peleas con otros
niños dejan menos heridas psicológicas de lo que se piensa y robustecen la capacidad infantil
36
de mostrarse seguros ante determinadas pruebas.
Los niños aguantan mucho, pero necesitan un padre y una madre. El amor y la estabilidad
de los padres es la columna vertebral de los hijos y, mientras ésta permanezca intacta, harán
frente a casi cualquier tormenta que el destino les depare. Pero cuando el padre y la madre
rompen cruelmente, empieza la aflicción de los hijos, una aflicción mucho peor que el dolor y el
hambre.
Una vez me presentaron a un adolescente de 16 años que había intentado ahorcarse y que
pudo ser rescatado a duras penas. El suceso estuvo precedido por las dramáticas disputas
matrimoniales de sus padres, durante las cuales la madre había tomado la decisión de
abandonar a la familia. El chico quería a ambos y no pudo soportar que la madre se fuera de
casa. Los médicos del hospital en el que ingresaron al joven me pidieron que interviniera para
realizar una terapia familiar destinada a impedir que el incidente se repitiera. Sin embargo,
los padres rechazaron cualquier tipo de actividad conjunta, incluidas las conversaciones en
grupo con un terapeuta; así de enfrentadas estaban las partes.
Cuatro años más tarde, cuando el chico ya había alcanzado la mayoría de edad, la mujer
me llamó con motivo de un examen de aptitud profesional de su hijo. Le pregunté cómo llevaba
su intención de separarse de la familia. «Bueno, ¿sabe? —respondió—, mi marido y yo lo hemos
vuelto a intentar y ya no queremos separarnos a nuestra edad. Al contrario, parece que nos
necesitamos cada vez más y eso nos hace estar en cierto modo agradecidos por la presencia
del otro...» Por tanto, la crisis matrimonial estaba superada a pesar de que en el apogeo del
conflicto no parecía haber posibilidades de solución reales. Efectivamente, si el hijo, con su
acto de desesperación, no hubiera dado ninguna señal de alarma, la separación planeada de los
padres se habría consumado, y quién sabe si después no se habrían arrepentido.
37
transformar porque todavía existen sentimientos e intereses hacia la otra persona. El polo
opuesto del amor no es el odio, sino la indiferencia, y la indiferencia es más difícil de cambiar
que el odio. Pero incluso cuando dos cónyuges se han vuelto indiferentes el uno con el otro y,
pese a ello, ambos reconocen una base compartida en el amor a los hijos, merece la pena por
éstos conservar la vida en común (no sólo por la economía familiar o el reparto de tareas) y
evitarse a sí mismos y a los hijos las fatigas y las consecuencias de un proceso de separación.
Como mínimo, esto proporciona a los hijos una casa con padre y madre. Puede ser que, en tal
caso, los padres no transmitan un modelo óptimo de comunicación interpersonal, pero siguen
estando presentes.
Según una estadística de los centros de orientación educativa de Alemania del año 1983,
dos terceras partes de los niños inscritos por trastornos psicológicos no vivían con sus padres
biológicos y más de la mitad no veía a la madre durante el día. Y surgió la pregunta: ¿a quién se
podía orientar en cuestiones educativas? Desgraciadamente, tampoco está dicho que en el
nuevo siglo las cifras sean más halagüeñas para las familias.
CHRISTIAN MORGENSTERN
El divorcio se ha aplazado
Una madre trajo a su hijo de cinco años rogándonos que lo admitiéramos en una terapia
de juego. La mujer había leído que esta clase de terapia fomentaba el desarrollo de la
personalidad del niño y le ayudaba a superar las crisis en su crecimiento. Le pregunté qué
crisis sospechaba que su hijo pudiera tener, porque a mí me parecía un jovencito de lo más
despierto y normal. Entonces, la madre me explicó que ella y su marido no vivían juntos y que
éste, con quien mantenía profundas y frecuentes desavenencias y se quedaba al hijo cada dos
fines de semana, metía cizaña contra ella. La madre reconoció que también prevenía a menudo
al niño en contra de su padre y que le explicaba sin tapujos todo tipo de cosas odiosas sobre
aquel «mal hombre». Tras los fines de semana con el padre, el niño se orinaba en la cama y
rompía los juguetes en la guardería, a raíz de lo cual la profesora, preocupada, había
informado sobre su estado.
Existen incontables tragedias familiares de este tipo. Los hijos se entregan indefensos a
los despropósitos de los padres y respiran como nadie en el mundo un modelo de cinismo e
intransigencia entre las personas más próximas. Entonces, los hijos deben someterse a
tratamiento porque sus «progenitores biológicos» ya no se soportan.
A esta madre le expuse que consideraba absurdo incluir a su hijo en una terapia de juego
una vez a la semana, por espacio de una a dos horas, para reforzar la confianza en sí mismo
38
mientras, al mismo tiempo, su confianza innata en la vida se veía socavada, quizá de cinco a
diez veces a la semana, por los masivos ataques y desprecios mutuos entre las personas con las
que mantenía una relación más íntima. No era el niño quien necesitaba consejo facultativo, sino
ella y su marido, por lo cual le pedí que hiciera de tripas corazón y vinieran los dos juntos a la
siguiente visita.
Cuando los tuve sentados frente a mí, era como si soplara un viento helado por la puerta;
así de gélidas eran las miradas y los gestos de la pareja. Enseguida me aclararon que no tenía
que inmiscuirme en sus planes de divorcio. «De acuerdo —dije—, seguro que tienen sus
motivos. Sólo deben saber que todo divorcio conlleva inevitablemente una experiencia de
fracaso: la sensación de haberse equivocado, de frustración, también de haberse convertido
en culpable, cosa que, naturalmente, nunca se admite de buen grado (¡porque siempre es el
otro quien tiene la culpa!), pero que acaba desanimando durante mucho tiempo. Pues bien,
ahora tienen la oportunidad de aliviar considerablemente estas sensaciones deprimentes si,
por amor a su hijo, consiguen cooperar entre ustedes de manera razonable, a pesar de la
separación y el proceso de divorcio. Ahora bien, cooperar razonablemente significa no
pronunciar malas palabras delante del niño, no hacer reproches ni imputar culpabilidades a
través de los oídos del niño y no regatear con él los derechos de visita y contacto. Para él,
ustedes todavía son el padre y la madre, y lo seguirán siendo toda la vida. En el corazón de su
hijo no se divorciarán tan rápido como sobre el papel.»
Los dos intentaron justificar su conducta, pero yo no di mi brazo a torcer. «Seguro que la
salud de su hijo —resumí— merece que hagan todos los esfuerzos posibles para conservarla y
protegerla. Esta única obligación debería bastar para poner fin .1 sus disputas y hacerles
recordar su responsabilidad como padres. De este modo, hasta podría sacarse algo bueno del
incidente del divorcio, como es la visión de que la verdadera paternidad o maternidad están
por encima de las diferencias personales y obligan, más allá de las debilidades propias, a
transmitir un modelo digno. ¡Entierren por su hijo las enemistades y verán como su crecimiento
inalterado se verá recompensado!»
39
pulsiones e hiciera saber sus deseos íntimos para, si las circunstancias lo permiten, no retener
ninguna necesidad, el libro de la milenaria historia de la familia humana podría cerrarse de
golpe, porque entonces, tarde o temprano, la familia moriría. La realidad es muy distinta. Nos
alegramos o lamentamos y actuamos en consecuencia porque tenemos un motivo para hacer lo
uno o lo otro, tal como Viktor E. Frankl demostró, y no porque nos lo dicte un abultado
potencial de pulsiones. En el nivel humano, lo principal es captar —y, en ocasiones, también
inventar— un motivo en cada momento, y no desprenderse de un estancamiento emocional.
Veamos un ejemplo.
Supongamos que alguien piensa que ha sido objeto de una cruel injusticia. Si a esta
persona se le permite lanzar piedras indiscriminadamente durante una hora por su barrio para
desahogarse, apenas se verá aliviada, porque el motivo de su rabia no se eliminará con las
pedradas, y mientras este motivo siga existiendo, también persistirá la rabia. Si, por el
contrario, se consigue calmar el motivo de la rabia mostrando al afectado que la supuesta
injusticia es un error, una lección importante, etc., la agresión se disolverá por sí misma sin
que sea necesario ningún ataque de furia como medio de desahogo.
En Alemania conocí a un estadounidense que me explicó que había necesitado años para
volver a la normalidad tras asistir a grupos psicoterapéuticos de encuentro en California. En
estos grupos le metieron en la cabeza, a él y a los otros participantes, que tenía que
«verbalizar», es decir, manifestar todas las emociones en cada momento y decir
inmediatamente a la cara del prójimo cualquier pequeño pensamiento de aversión o crítica. La
consecuencia fue que todo el mundo se apartó de él y pronto quedó completamente aislado, sin
apoyo familiar y sin amigos. Me dijo que entonces cayó en una depresión grave y que sólo lo
salvó el traslado a Europa, con sus numerosas y estimulantes experiencias y encuentros
vividos.
40
distanciamiento y' el acaparamiento, y una intimidad entre la avidez de sexo y la frigidez. En
resumen, la familia necesita una unión sin fisuras entre cognición y emoción, controlada por la
mesura y el sentido.
La familia A se compone de una abuela, los padres y dos hijos, niño y niña, mientras que la
B la forman únicamente los padres y una hija. La familia A es de condición humilde, sin que por
ello pase estrecheces, y la familia B pertenece a la clase media alta. La familia A vive bajo la
sombra de un dolor causado por la pérdida de un ojo de uno de los hijos a causa de un
accidente deportivo. Los miembros de la familia B disfrutan de buena salud. Todos los hechos
citados hasta ahora parecen apuntar a que la familia B disfruta de condiciones de vida más
favorables: bienestar, salud y una libertad de movimiento relativamente grande gracias a su
menor número de miembros. ¿Estás mejores circunstancias dan lugar a un clima familiar
agradable?
41
La hija es una joven moderna de su tiempo: precoz, reivindicativa y bien ilustrada en lo
tocante a sus derechos y ventajas. Aprueba los estudios con notas variables, tirando a
mediocres. En su tiempo libre se reúne con la pandilla y hace viajes en ciclomotor que
acostumbran a finalizar en discotecas y, en verano, en piscinas al aire libre o parques donde se
escucha la música, se fuma y se liga. Los planes profesionales de la joven son confusos, la
relación con los padres se reduce a un ―ah, ésos...» y su filosofía de la vida se resume
rápidamente: lo importante es que hoy esté bien».
Hasta aquí la familia B, que, a decir verdad, ha dejado de ser una unidad familiar porque
cada miembro sigue su camino. Veamos a continuación la familia A, que vive en unas condiciones
más difíciles: con una abuela anciana que, aunque mentalmente ágil, físicamente ha dejado de
estar en su mejor momento; una hija tuerta que tiene considerables dificultades escolares; un
hijo pequeño que, por su viveza, requiere muchas atenciones; un padre que gana el dinero justo
para vivir y una madre bastante estresada.
En esta familia se han establecido una serie de hábitos destinados al alivio mutuo. La
abuela ha asumido dos deberes: por las mañanas, ayuda a la madre en la cocina, asumiendo
actividades como limpiar la verdura, y, por las tardes, practica lectura y escritura con la joven
discapacitada (y, además, legasténica). La hija también tiene una tarea que cumplir: cuida del
hermano pequeño cuando la madre se va a limpiar por horas para mejorar un poco el
presupuesto doméstico.
El hijo no es más que un crío, pero también ha asumido una labor que desempeña con
entusiasmo. El es el acompañante del padre durante el tiempo libre. Tan pronto como el cabeza
de familia se deja ver tras el trabajo, el hijo ya no se separa de su lado. Se arrastra con él
debajo del coche cuando hay que hacer alguna reparación, cosa que sucede con frecuencia
porque el vehículo ya es viejo, y miran juntos todos los partidos de fútbol que dan por la tele.
El niño apila los leños que su padre sierra en el sótano y se queda fascinado cuando, para
variar, se utiliza uno de los troncos para tallar una cabeza de guiñol. El padre se esfuerza
ostensiblemente en contribuir en el mantenimiento de la casa. Se ocupa de la calefacción y de
las reparaciones, que nunca faltan en la casa de una familia de varios miembros. El también fue
quien, años atrás, accedió a admitir a la abuela en la familia, lo cual resultó al final de gran
ayuda.' La madre representa el centro de la familia. Se preocupa por todos y recibe algo de
todos, ya sean las alegres sonrisas^ de los niños o un beso fugaz del marido en medio del
trabajo* La familia A es una familia intacta y una comunidad feliz a su¡ humilde manera, a
pesar de la estrechez económica y del accidente que sufrió la hija.
De las dos situaciones familiares descritas con anterioridad no debemos inferir que las
condiciones de vida fáciles son nefastas y las difíciles son las deseables. Simplemente,
demuestran que la alegría y el dolor de una familia no dependen forzosamente de las
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condiciones de vida externas. Existe un factor relevante que desempeña el papel decisivo en lo
relativo al bienestar y la cohesión de una comunidad familiar.
Vistas más de cerca, las familias A y B se diferencian no sólo por la calidad de sus
condiciones de vida, sino también por las funciones que desempeña cada miembro. En la familia
B, ni el padre, ni la madre ni la hija ejercen una función reconocible para los demás. Es cierto
que los padres ganan el dinero y la madre, encima, limpia la casa y hace la comida, pero estas
aportaciones —sin duda importantes— no se traducen en contactos personales, sino que,
simplemente, se ponen a disposición para satisfacer las necesidades de la familia y cada uno
toma de ello lo que quiere y se va. Por el contrario, en la familia A, cada miembro tiene su
tarea llena de sentido claramente definida. Desde la abuela hasta el niño pequeño, cada uno
ocupa un lugar que le hace, por así decirlo, imprescindible para los otros componentes de la
familia, o en el que, por lo menos, dejaría un gran vacío si, de pronto, desapareciese.^ Al igual
que a la chica tuerta le faltarían las horas de ejercicios con la abuela, el padre echaría de
menos el excitado par-; loteo de su pequeño acompañante; y al igual que a la madre le faltarían
los servicios de vigilancia de su hija, la familia en general lamentaría hondamente la
desaparición del padre o la madre, y no sólo por la pérdida de ingresos o de manos para;
trabajar.
Resulta, como mínimo, igual de difícil atreverse a utilizar a otra persona que realizar una
tarea para la cual uno mismo es utilizado. Sin embargo, ambas cosas a la vez dan como
resultado esa alternancia de dar y tomar que caracteriza a una comunidad que funciona bien.
Esto no significa que haya que ser dependiente para que los demás puedan ayudar, sino, más
exactamente, que cada uno debe aceptar agradecido, allí donde tenga una deficiencia o se
encuentre en desventaja, la detección y la compensación en la familia de estas deficiencias
para, por otro lado, devolver el agradecimiento allí donde se tengan aptitudes y talento. Los
niños pequeños y las personas discapacitadas son, precisamente, quienes pueden hacerlo
extraordinariamente bien: aceptan sin problemas la mano que les tienden y, al mismo tiempo,
43
por su carácter natural, arrancan de la gente que les atiende unas enormes dosis de amor,
cuidados e ingenuidad.
La familia se puede comparar con una orquesta en la que cada músico cuenta y cada uno
contribuye con su voz imprescindible al sonido general, pero donde nadie puede tocar lo que
quiera. Para producir una melodía armoniosa es necesario, precisamente, que todas las
funciones estén en sintonía entre sí. Si un músico tuviera que asumir una función inferior, es
decir, si incurriera en un amasijo de sonidos, o se viera obligado a adoptar una función
superior, es decir, si impusiera su instrumento por encima de los demás, toda la armonía se
vería perjudicada. Hemos conocido en la familia B a una comunidad cuyos tres integrantes
desempeñan funciones familiares demasiado limitadas, a consecuencia de lo cual viven con una
exagerada independencia. Por otro lado, hay familias donde uno u otro miembro monopoliza una
función demasiado dominante al querer arreglar, determinar y controlarlo todo. Quizás hasta
se esfuerza en desempeñar su función, pero no obtiene ningún agradecimiento a cambio,
porque limita la capacidad funcional del resto de la familia, creando así su dependencia. Esta
situación tampoco es armoniosa.
Para acabar, aclararé los motivos por los que he elegido a estas dos familias. La familia B
vino a mi consulta a causa del internamiento de la hija en un colegio, a lo cual la joven se oponía
obstinadamente. Mi misión era convencerla para que fuera, cosa que no hice, e intenté
persuadir a los padres para que cooperaran más en la familia, cosa que no resultó.
44
como una circunstancia del destino que no se puede cambiar, pero ante la cual tampoco es
necesario capitular.
Un hombre de 40 años vino a mi consulta para hacer un seguimiento tras una terapia de
desintoxicación alcohólica que había seguido durante seis meses en un hospital donde se le
sometió a un tratamiento profiláctico contra el peligro de recaída. Su problema con la bebida
había durado, con interrupciones, desde que tenía 15 años.
El hombre estaba firmemente decidido a no volver a probar ninguna gota de alcohol más,
pero se mostraba muy inseguro con respecto a cómo iba a organizarse la vida y padecía fases
recurrentes de depresión profunda que se habían recrudecido por las lesiones corporales
(trastornos del sueño, nerviosismo, temblor de manos, inquietud, ataques de sudor, etc.)
derivadas de su época de abuso del alcohol. Le preocupaba especialmente la soledad, porque
había perdido a los amigos y conocidos durante su adicción, así como el retiro forzoso de una
excelente carrera profesional difícil de reemprender y, aún más, de sustituir.
De acuerdo, tiene usted 40 años y no tiene nada claro. No tiene compañera, ni siquiera un
círculo de amistades. Profesionalmente, tiene que empezar de cero, no tiene dinero ahorrado y
no sabe cómo puede evolucionar todo esto. Pero usted ya ha estado antes en esta situación,
cuando tenía 15, 18 o 20 años, y en aquel entonces lo consideraba normal. Todos los jóvenes
que se inician en la vida adulta se hallan al principio ante un futuro incierto. Todavía no tienen
vínculos sociales sólidos, ni opiniones fundamentadas, ni una carrera profesional claramente
trazada. Y, a pesar de ello, ¡qué suerte no estar atado a ninguna parte, estar abierto a
cualquier encuentro y, aún más, ser libre de aprovechar la oferta del momento y cualquier
posibilidad que a uno le brinden! ¡Cómo envidian, por su libertad y flexibilidad, a esos jóvenes
que se inician en la vida adulta muchas personas de 40 años, cuya existencia ya está
encarrilada por caminos trazados y cuya vida familiar y profesional no se diferencia de un día
a otro, aliviada como máximo por un par de semanas de vacaciones!
Sin embargo, el destino le ha dado a usted la oportunidad de, por así decirlo, volver a ser
«joven» y empezar por donde abandonó la vida normal y enfermó. ¡La vida le abre sus puertas
como si usted tuviera 15 o 20 años! Pero, eso sí, al precio de la misma incertidumbre y el
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mismo esfuerzo por madurar y encontrarse a sí mismo que un joven que aún tiene que definir
sus objetivos y hacerlos realidad paso a paso. ¿De verdad esperaba que, tras su rehabilitación
física, le prescribieran una vida estable, una familia que se abalanzara sobre usted, un puesto
de trabajo a la vuelta de la esquina, una casa totalmente amueblada, un club de aficiones en el
que estuviera inscrito, todo establecido y preparado para usted? Ha dejado escapar unos años
en la oscuridad del alcohol, años de actividad, de aportación individual de sentido en su vida...
¡Por fin puede recuperar todo esto! No se encuentra ante el vacío, sino ante la enorme
abundancia de múltiples posibilidades reservada únicamente a los jóvenes o a las personas que
inician una etapa nueva en sus vidas.
El hombre fue capaz de aceptar la perspectiva que le propuse y se volvió más activo.
Empezó a buscar posibilidades concretas llenas de sentido y, de este modo, desarrolló una
enorme capacidad de imaginación. Lo más importante era que generase él mismo sus pequeñas
experiencias de éxito, porque ninguna ayuda de reinserción ofrecida desde el exterior le
habría proporcionado suficiente seguridad en sí mismo. Al contrario: la dependencia sigue
siendo dependencia, ya sea del alcohol o de ayudas bienintencionadas, y el que es dependiente
está obligado a temer, precisamente, que llegue el momento en el que el medio de adicción ya
no esté a su alcance. Pero mi paciente aprendió paulatinamente a confiar en sus propias
fuerzas y aplicarlas de manera positiva en el juego de la vida.
Pero, para mi paciente, el juego de la vida era de todo menos fácil, porque con la
búsqueda de trabajo cayó en un estancamiento económico que le hizo renunciar en numerosas
ocasiones. Un día, tuvo un bajón peligroso; peligroso porque le condujo a una disputa con el
destino, y las preguntas acuciantes y molestas al destino siempre se quedan sin respuesta y no
devuelven ningún eco consolador. No conducen a ningún resultado satisfactorio, sino que
atrapan al afectado en una espiral nociva de autocompasión. Por ello, es terapéuticamente
imprescindible interceptar estas quejas dirigidas al destino y —otra vez en forma de
modulaciones de actitud— tratar de comprender que es el destino el que nos plantea a
nosotros las preguntas, enfrentándonos, precisamente, a situaciones fatídicas a las que
tenemos que responder con reacciones pertinentes. Viktor E. Frankl hablaba de trazar un
«giro copernicano» consistente en alejarse de las preguntas y acercarse a las respuestas.
La irritante pregunta del paciente era, a grandes rasgos, la siguiente: «¿Por qué el
destino es tan injusto? ¿Por qué me obsequió con tantas ofrendas maravillosas cuando todavía
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bebía y no sacaba absolutamente nada positivo de mi vida, mientras que ahora me niega la
felicidad, ahora que intento aguantar, con valentía y llevar una vida ordenada y abstemia?
¿Quiere el destino castigarme por mi resistencia arduamente conquistada contra la
adicción?».
A menudo, los niños pequeños encuentran injustas las medidas educativas de sus padres
porque no las entienden o porque no entienden que se apliquen por su bien. Algo parecido nos
ocurre a nosotros en relación con las «medidas del destino»: también encontramos injusto lo
que no entendemos. A la providencia no podemos verle las cartas. Sólo podemos hacer una
cosa: tener la mente abierta a las distintas interpretaciones sin obstinarnos en una única y
negativa.
Por ejemplo, yo hice otra interpretación de la situación objeto de sus quejas. No cabe
duda que, durante los años que estuvo bebiendo, usted no estaba en situación de dominar
dificultades serias. Las situaciones estresantes graves, como las preocupaciones económicas o
el desempleo permanente, le habrían llevado a pique. Por ello, cabría sospechar que el destino
ha trasladado y reservado los enormes problemas de su vida para esa época en la que usted
será capaz de resolverlos porque la carrera satisfactoria y el sostén económico de los que
disfrutaba antes eran una suerte «inmerecida», una especie de «crédito», un regalo para que
usted no fracasara o se muriera de hambre antes de llegar al nivel de madurez necesario para
recobrar fuerzas. Pero ahora parece que ha llegado el momento en el que usted ya no necesita
más regalos del destino y es «considerado digno» de dirigir con sus propios medios la lucha por
la existencia. Quizás esto significa un «gran elogio del destino», el cual, mientras tanto, le
cree a usted capaz de pasar pruebas difíciles.
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trampolín para iniciar una nueva carrera profesional.
La vida de este paciente aún se vio afectada por un último momento de crisis. El hombre
vacilaba en aprovechar la oferta del puesto de trabajo porque se acordaba de una repetida
advertencia del director de un grupo de seguimiento para adictos. La advertencia era que no
había que cargar con nada desagradable porque las frustraciones siempre provocarían una
recaída en el alcohol.
También para nuestro paciente nada habría sido peor que quedarse en casa sin hacer
nada y acabar dándole vueltas a su vida alcohólica anterior. Lo que necesitaba para reforzar su
autoestima era concienciarse de que podía ganarse el sueldo con su propio esfuerzo y, por
tanto, ser independiente. Además, necesitaba objetivos futuros por los que mereciera la pena
esforzarse y energías que le permitieran acercarse a dichos objetivos. Ambas cosas se daban
aceptando el puesto: tanto el objetivo de conseguir algún día algo más que un trabajo rutinario
como el despertar de las energías necesarias para responder a la vida cotidiana. Quien ha
estado mucho tiempo inactivo no se halla en situación de soportar una jornada laboral de ocho
horas, pero quien ha hecho frente con denuedo a una actividad no deseada es capaz de
generar de verdad una deseada.
Por ello, le expliqué al hombre que no tenía por qué temer las frustraciones, porque en
ningún caso atraían la enfermedad, sino que eran más bien un entrenamiento para su salud
mental. Le dije que viera la oferta de trabajo económicamente modesta y poco atractiva como
un entrenamiento de este tipo, y que lo que ganaría con ello no se pagaba con dinero o
prestigio, sino que era el sendero por donde avanzar paso a paso hacia la completa
recuperación.
Ya han pasado los años desde entonces. Tras una temporada de prueba con buenos
resultados, el paciente ha podido trasladarse a un departamento más interesante y continúa
«seco». Su actitud respecto a la vida se ha vuelto más positiva, su tolerancia frente a la
frustración se ha consolidado, las secuelas físicas han remitido considerablemente y su
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capacidad para pensar y sentir se ha orientado hacia el futuro. Se ha casado y ha hecho
nuevas amistades. Finalmente, pude darle el alta hacia su propia responsabilidad con el mejor
de los pronósticos. Por muy capaz que sea el ser humano de oponerse a las del terminaciones
de su destino, «no debe aguantarlo todo de sí1 mismo» (tal como Viktor E. Frankl solía decir a
sus pacientes), pero sí puede movilizar las fuerzas espirituales que están por encima de sus
debilidades psíquicas.
La hija que se ha fugado con un refugiado croata, el hijo que no quiere saber nada de la
empresa de su padre, el matrimonio que hace tiempo que no funciona, el marido que se ha ido a
vivir con la amante, el hijo pequeño que tiene que ir a un colegio especial, el mayor que ha
atracado unos grandes almacenes, la madre que ha sufrido un ataque de histeria... Cosas así se
escuchan entre sollozos en una hora de consulta terapéutica. Como en estos casos los métodos
profundos tradicionales o no directivos no bastan, nos vemos obligados a ofrecer consejo,
orientación o consuelo inmediatos y mostrar perspectivas que surjan de una visión del individuo
humana y éticamente respetable, como la de la logoterapia.
Los tiempos han cambiado desde Sigmund Freud. Las generaciones actuales ya no
adolecen de una sexualidad o una agresividad reprimidas. Otras urgencias les apremian. Se
habla de la alegría de vivir o la afirmación de la vida. No hay que extraer del consumo las
justificaciones finales de una actuación responsable. ¿De qué sirve nuestro penoso tránsito
por las estaciones terrenales? ¿Existe algo que sea «lo más»? Muchos buscan, pero pocos lo
encuentran.
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jóvenes marcan con frecuencia la casilla del «sí» en esta pregunta —¿reflejo de una época
depresiva?—. Recientemente, hay gente que pide a la administración hogares de moribundos
para la gente que quiere suicidarse. ¿Se ha convertido la muerte en algo deseable? Sea como
fuere, la muerte borra todos los males, tanto físicos como mentales. Hace que la mayor de las
preocupaciones carezca de interés y ahorra el mayor de los dolores. El argumento más
concluyente contra el suicidio nunca puede ser uno en contra de la muerte, sino siempre a
favor de la vida. Pero ¿qué habla en favor de la vida y de seguir viviendo?
Si sólo fuera el instinto de conservación arraigado en los seres vivos, el ser humano
podría esquivar fácilmente su poder. Pero el hombre es «ese ser que también se libera de
aquello que lo determina» (Frankl), el ser que no está sometido a ningún tipo de dictado de los
instintos. Además, las motivaciones del espíritu humano son distintas a las de la psique. Al
espíritu no le interesa satisfacer los instintos; necesita sentido. El espíritu se siente llamado,
apelado, invitado por la vida a hacer algo noble, aunque ello implique superar la mayor de las
propias contradicciones. Quien escucha esta llamada quiere satisfacerla. Quien experimenta
sentido quiere vivir —¡sin condiciones!—. El suicidio sólo se puede imaginar y cometer cuando
no se escucha la sugerencia de sentido dirigida en todo momento a toda persona, incluso
cuando no se le presta oídos. «En todo momento» incluye aquí la situación más desagradable en
la que alguien pueda encontrarse, porque el suicidio por una felicidad perdida nunca se tendrá
en cuenta mientras se considere necesario seguir viviendo por un sentido que hay que
satisfacer.
2.- A las posibilidades que tiene el afectado de acabar con esta situación (o con el estrés
que ésta provoca).
Imaginemos un estanque que se congela en invierno, pero cuya capa de hielo todavía es
fina. Si, a pesar de ello, un niño se atreve a adentrarse con patines en el hielo, su valoración
subjetiva de la situación estará empañada porque no se percibe la amenaza real. Si, por el
50
contrario, hace semanas que el hielo del estanque resiste y los niños corretean por encima,
pero nuestro joven se queda en la orilla porque, por miedo, no se atreve a patinar sobre el
hielo, también se tratará de una valoración subjetiva alterada. En este caso, se percibe una
amenaza irreal.
Pero supongamos que el hielo se rompe de verdad y un niño cae al estanque. En tal caso, lo
que cuenta no es la valoración subjetiva de la situación, sino que el niño pueda salir del agua o,
como mínimo, aguantar hasta que vengan a rescatarlo. Ahora, lo decisivo es el abanico de
posibilidades de acabar con un estrés o con una amenaza, es decir, que el niño sea
corporalmente fuerte o capaz de resistir, que pueda controlar los nervios y que sepa nadar.
Lo mismo sucede con las crisis en nuestras vidas. Antes de producirse el suceso (crítico),
nuestra constitución física y mental depende de nuestra valoración subjetiva de la situación,
mientras que, una vez producido el suceso, estará relacionada con la manera en que queremos y
podemos reaccionar. Por ello, cualquier tipo de prevención eficaz del estrés está obligada a
considerar ambos factores y a moverse tanto en el sentido de una «mejora de las valoraciones
subjetivas empañadas», como en el de una «adquisición de tácticas para saber tratar el
estrés». La logoterapia de Viktor E. Frankl proporciona una serie de ayudas al respecto.
51
Motivo de vida y valoración de la situación
Un ejemplo más serio nos muestra hasta qué punto la capacidad de pensar y actuar más
allá del propio yo representa un fundamento protector para la vida del hombre. Si a un herido
grave por un accidente de circulación se le tienen que amputar las dos piernas, lo primero que
cuenta es si sabe de algo, o de alguien, para lo cual, o para quien, su vida como inválido en silla
de ruedas todavía tendría un sentido para él. Si el paciente es capaz de decirse a sí mismo:
«Me horroriza la idea de una existencia como inválido, pero como no quiero fatigar a mi mujer
ni a mis hijos, me esforzaré para dominar mi destino», estará pensando de manera
autotrascendente y esta perspectiva le mantendrá a salvo de la desesperación absoluta. Pero
si el herido sólo conoce su propio desamparo y cobardía y no percibe nada a su alrededor cuya
importancia trascienda a sus problemas, no podrá evitar estancarse en una negación
permanente de la vida. De aquí podemos deducir que la valoración subjetiva de una situación
determinada —es decir, el primer factor intermedio del modelo de elaboración del estrés
según A. Lazarus— es tanto más lábil y patógena en tanto que está encadenada a los intereses
del propio yo, y que cuanto más flexible y sensible se vuelve a las posibilidades de solución,
tanto más autotrascendente fluye hacia ellas.
Pero la disminución del abatimiento y de la auto observación nociva que, según ambos
estudios, resulta tan significativamente preventiva presupone que la atención se desvíe hacia
otra cosa que no sea el propio bienestar; que la persona, en un acto de autotrascendencia, vaya
más allá de sí misma y apunte hacia el prójimo amado, los objetivos fijados y las tareas
afirmadas, es decir, hacia un motivo para vivir. Cuando alguien tiene un motivo para vivir, su
52
valoración de la situación vuelve a despejarse porque nota profundamente que, por muy difícil
que le resulte organizarse la vida, es bueno e importante que exista este motivo y que siempre
merece la pena trabajar por el mundo en el que uno vive. El ya mencionado método
logoterapéutico de la desreflexión se asienta, en principio, sobre esta base. A continuación,
presentamos dos ejemplos más: uno donde la casualidad ejerció su influencia y otro donde fui
yo misma la que ayudó un poco.
Cuanto más se observaba el hombre a sí mismo escribiendo y cuanto más temía que la
inhibición de escribir volviera a aparecer, más dificultades tenía, y finalmente optó por venir a
mi consulta en busca de ayuda. Le expliqué que lo que realmente fomentaba la angustia de no
poder escribir era la misma angustia, porque provoca un aumento de la tensión muscular que
favorece las convulsiones. Por ello, cuando escribiera, el paciente tenía que pensar en cualquier
otra cosa que no fuera su trastorno y concentrarse al máximo en el contenido de lo escrito, sin
importar si lo plasmaba o no sobre el papel. Hicimos unos cuantos ejercicios (que ya explicaré
más adelante) y él prometió que pondría en práctica mis recomendaciones para la siguiente
consulta.
Pasó un tiempo y no recibí noticias del paciente, por lo que pensé que había olvidado
nuestro pacto. Pero un día me llamó por teléfono: «Mi esposa y yo hemos estado terriblemente
preocupados durante las últimas semanas —se lamentó—. De pronto, nos dijeron que el
hemograma de nuestro hijo no estaba bien y se sospechó que podría tratarse de leucemia. El
niño tuvo que pasar por un montón de pruebas hasta que los médicos descubrieron que era una
alteración inofensiva que se puede tratar con medicamentos. ¡Dios mío, no sabe lo contentos
que estamos!». La felicidad se podía notar en su voz.
53
muy agradable, pero sí eficaz. Esta es la prueba de un saber inmemorial que Viktor E. Frankl
supo reflejar en unas sabias palabras:
No es tarea del espíritu observarse a sí mismo ni mirarse al espejo. La esencia del ser
humano consiste en estar ordenado y dirigido, ya hacia algo, hacia alguien, hacia una obra, o ya
sea hacia un individuo, una idea o una personalidad. Sólo en la medida en que somos así
intencionadamente, somos existenciales; la persona «vuelve en sí» sólo en la medida en que
está espiritualmente en algo o en alguien, sólo en la medida en que está presente.
Una mujer joven y madre de un niño de 8 años me vino a ver por un complejo de
inferioridad. Ella misma se había hecho el diagnóstico porque, supuestamente, presentaba
todas las características típicas. La mujer había leído mucho sobre el tema. Su madre había
sido una persona dominante y, en ocasiones, le había metido en la cabeza que era tonta, sobre
todo después de no haber superado el bachillerato porque había preferido dibujar y pintar en
vez de estudiar. Posteriormente, su marido, que era de la misma cuerda que la madre, la tenía
«sólo» por una simple ama de casa a quien poder dejar los platos sucios cuando él se iba a
jugar a los bolos con los amigos. Mientras tanto, hasta su hijo se acostumbró a que la madre le
ordenara sus juguetes mientras él se distraía escuchando música. Por todo ello, esta joven
mujer decidió que era incapaz de imponer sus intereses y que se arrodillaba ante cualquier
exigencia externa porque no reunía las fuerzas suficientes para reivindicar sus derechos y
defender su verdadera opinión. En cambio, también admitía que, a veces, era exageradamente
agresiva, bramaba contra los miembros de su familia y lloraba a lágrima viva sin saber por qué:
simplemente, porque no era feliz. Debido a ello, su marido le había amenazado en varias
ocasiones con «facturarla» al psiquiátrico.
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por ello. Que alguien se sienta o no agobiado por un complejo de inferioridad es un factor
decisivo, pero lo importante es cómo se valora la persona a sí misma. Por ello, centré mi
atención en el único aspecto de todo el relato de la paciente que recordaba a un inicio de
desreflexión: era la parte del relato en la que ella, cuando era joven, había preferido
simplemente pintar y dibujar en vez de estudiar. Durante un momento, aquí se iluminó algo que
la mujer había valorado positivamente, que infundía alegría, algo autotrascendente. «Dígame:
¿hoy todavía le gusta pintar y dibujar...?», le pregunté.
Es una lástima que no haya grabado esta escena en una cinta de vídeo, porque el rostro de
aquella joven mujer habría ilustrado mejor que cualquier frase lo que significa la desreflexión.
Mientras me estuvo confiando sus preocupaciones, la expresión de su cara estaba sumida en la
penumbra y sus manos nerviosas hacían girar el dobladillo del vestido. Pero cuando le planteé
mi inesperada pregunta, los ojos le empezaron a brillar y las manos se tranquilizaron. Su
respuesta fue afirmativa y, en una acalorada discusión, pronto profundizamos acerca de todo
lo que ella era capaz de hacer con su talento gráfico y creativo. Yo propuse cosas, ella
también. Hablamos del batik, de colores decorativos, de pintura de porcelanas y de «Dios sabe
qué más», no sólo de complejos de inferioridad. Al despedirse, se llevó a casa un montón de
ideas y, además, la sugerencia de dejar que, a partir de entonces, su hijo ordenara él' mismo
los juguetes y ella utilizara ese tiempo para reunir el material necesario y hacer juntos una
sesión de pintura, o dejara] tranquilamente la colada para más tarde y saliera con su marido en
busca de nuevas sensaciones que pudieran plasmarse en i composiciones creativas de tiempo
libre.
Medio año después, la mujer iba a dirigir un curso de pintura para principiantes en el
Gesundheitspark de Munich y es-taba completamente ocupada en los preparativos, de manera i
que apenas tenía tiempo para cavilar sobre su estado mental, lo cual fue realmente
beneficioso. Había recuperado su auto-conciencia. En cambio, un «ataque frontal» a los
antiguos síntomas en forma de psicoterapia los habría puesto en el centro de mira de su
atención y los habría animado.
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La resignación, el temor y la rabia impotente no sirven de nada cuando se trata de sobrevivir.
El niño necesita aplicar sus energías en el esfuerzo físico y no debe malgastarlas en estallidos
psicológicos de pánico. Lo mismo ocurre con los pacientes que necesitan todas sus fuerzas para
restablecerse físicamente y que no deben obstaculizarlas con una depresión. Por tanto, ¿qué
puede mantener estable la constitución psicológica en una situación de emergencia crítica? La
receta es sencilla; lo difícil sólo es suministrar los «ingredientes», a saber, una gran dosis de
confianza y una pequeña dosis de humor. Si el niño es capaz de pensar: «¡Vaya, tengo una
oportunidad única para demostrar lo bien que nado! Además, hacía tiempo que iba aplazando lo
de tomarme un baño, aunque me hubiera gustado que el agua estuviera un] poco más
caliente...», esto le ayudará a mantenerse a flote y sobrevivir.
Un médico al que conozco y que a duras penas había superado dos infartos de corazón, lo
cual le supuso el correspondiente trauma, y que además padecía trastornos del ritmo cardíaco
me reveló una vez un «truco» personal con el que, cada vez que notaba cambios en las
palpitaciones, evitaba caer en] una escalada de pánico que pudiera desencadenar otro infarto.-
Cuando se producían estas situaciones, el médico le decía a su] corazón: «¡Desahógate a gusto,
tesoro! ¡Te permito todos los] excesos que quieras, pero, por favor, sé bueno y acuérdate de
volver a tu trabajo de vez en cuando!».
Aunque estos métodos parezcan simples, sirven de ayuda tan pronto como la más leve de
las sonrisas se desliza por los] pensamientos del afectado. Se trata de la capacidad de auto-i
distanciamiento (Frankl), relacionada con la capacidad humana de autotrascendencia, que
permite enfrentarse a una mala situación precisamente con una pequeña broma heroica en
lugar de someterse a ella «sin comentarios». Sobre todo en casos de miedos que son
superfluos porque no existe ningún peligro real —como no ocurre en el ejemplo de la capa de
hielo que se rompe, pero sí en el del niño que se acurruca acobardado en la orilla mientras los
demás patinan confiados sobre el] estanque— el humor es, junto con la confianza, la mejor
terapia. Sobre él se edifica, en principio, el método logoterapéutico de la intención paradójica.
A modo de ilustración, hablaré, tal como he indicado antes, de los ejercicios que llevé a
cabo con mi paciente con «calambres del escribiente» y que ya habían dado sus primeros
resultados antes de que se curasen de repente mediante una desreflexión por casualidad. Le
di un papel y un bolígrafo y le ordené que, bajo mi atenta mirada, escribiera un texto con el
propósito firme de temblar cada cuatro palabras. El paciente tenía que ir contando con sumo
cuidado para no dejar, por error, las cuartas palabras sin calambre. Por tanto, debía efectuar
y desear mentalmente precisamente aquello que hasta entonces había temido: la inhibición de
la escritura. El hombre reaccionó a mis instrucciones con escepticismo. Le parecía un
contrasentido querer temblar intencionadamente, pero le convencí para que intentara llevar a
cabo mi propuesta sin perturbarse.
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Cuando plasmó sin complicaciones cinco palabras sobre el papel, le hice saber
delicadamente que había tenido un calambre. Tras otras cinco palabras escritas sin problemas,
meneé involuntariamente la cabeza y le insistí en que debía seguir mis instrucciones. Sin
embargo, la mano de aquel hombre no había temblado ni una sola vez durante todo el proceso
de escritura. Al terminar el ejercicio, me miró sorprendido y murmuró que no entendía cómo
había sido capaz de escribir con tanta fluidez. El misterio fue sencillo de explicar. Sólo su
desproporcionado miedo al síntoma había desencadenado el propio síntoma, y si no había miedo
tampoco había síntoma. Entonces, el paciente podía no tener miedo en el caso de querer
provocarse de forma intencionada un calambre, porque el temor y el deseo se compensan
mutuamente en su incompatibilidad. Viktor E. Frankl justificó este extraño fenómeno del
siguiente modo: «El temor logra hacer realidad lo que teme. Pero en la misma medida que el
temor hace realidad lo que teme, el deseo forzado hace imposible que se produzca lo
deseado». Cuanto más a menudo una persona, desde una autodistancia sana, consigue reírse de
un miedo exagerado y parodiarlo con humor, menor será la frecuencia con la que aparecen sus
contenidos y mayor la confianza puesta en las facultades propias.
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En el libro Das Lacheln der Auguren, de Franz Flossner, aparece el siguiente aforismo:
«Existen dos clases de riqueza: tener mucho o necesitar poco». Esta frase se puede aplicar a
la pura y simple suerte de vivir. Si alguien se siente perjudicado por la suerte, todavía tiene la
oportunidad de «necesitar menos suerte» para obtener satisfacción, lo que, en ocasiones, es el
bien más preciado, porque independiza a la persona de las distintas formas de azar. Las
actitudes mantenidas desde la estabilidad mental acostumbran a ser aquellas que «necesitan
menos suerte», porque todavía son capaces de dar una respuesta positiva a acontecimientos
desagradables e ineludibles.
Para insinuarle una actitud positiva frente al hecho irremediable de madurar, le repliqué
lo siguiente: «Bueno, a lo largo de varias sesiones conmigo, usted se ha quejado de que
actualmente está interpretando el papel de "ama de casa con complejo de inferioridad" y que
no puede afrontar sus propios intereses, como la enseñanza artística, porque está atada al
hogar por sus obligaciones como madre. Debo admitir que un hijo de 8 años limita
forzosamente el radio de acción de una madre consciente de su responsabilidad. Pero piense
que si usted se hace mayor, su hijo también, y más independiente. Y cuanto más independiente
sea él, más espacio libre le dejará. Cuando usted cumpla los 40 años, su hijo casi habrá
madurado y usted se verá en gran medida desatada de las obligaciones para con él. ¡Por tanto,
disfrute ejerciendo la maternidad mientras su hijo todavía es un niño, pero, al mismo tiempo,
espere con alegría un futuro que, presumiblemente, le depara unas perspectivas de desarrollo
personal formidables, porque tendrá más tiempo para dedicar a sus intereses!»
La mujer respondió espontáneamente: «Es verdad. Visto así, espero realmente ansiosa el
futuro, porque me imagino algunas cosas que podré realizar más fácilmente cuando mi niño sea
mayor». Esta mujer había comprendido lo que Viktor E. Iiankl expresó en una hermosa frase:
«Quien se entrega al pánico de encontrar todas las puertas cerradas olvida que se libren
puertas nuevas cuando las antiguas se cierran».
Ante unas condiciones de vida inalterables, hay que dejar, más que nunca, que suceda el
milagro. Y éste prefiere aflorar en el lugar más insospechado...
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mostraba poco cooperativa. Al gemelo rechazado lo incluimos en una terapia pedagógica
individual para reforzar su autoestima y enseñarle métodos de mejora de la psicomotricidad.
Un día, el niño se dirigió a nuestra terapeuta y le preguntó: «Por favor, ¿no podrían ayudar
también a mi hermano? Cada noche se hace pipí en la cama y no lo nota, y mamá se pone tan
triste...».
¡El hijo preferido se orinaba encima y el rechazado, no ¿Cómo casaba esto con la teoría
popular de que la enuresis nocturna significa «llorar por abajo»? Pero todavía hubo algo más
que nos conmovió. El niño rechazado presentaba un elevado nivel de comprensión e intuición
sociales: estaba pidiendo apoyo para su «contrincante» y quería ver a la madre feliz, esa
misma madre que lo dejaba de lado! En cambio, a su hermano, la «estrella de la casa», nunca se
le habría ocurrido pedir nada para nadie. La madre, por su parte, tampoco había tenido la
franqueza de confesarnos el problema del hijo preferido y siempre nos enumeraba los
aspectos negativos del perjudicado.
Las predisposiciones constitucionales (en algunos gemelos, idénticas) del ser humano
desempeñan un papel importante en el desarrollo del individuo. A ellas se suman las influencias
familiares y sociales, los sucesos casuales y los datos de salud, todo estrechamente unido en
una red inextricable. Pero la suma de ello no da como resultado «la historia completa del
individuo». Cuando la persona adopta interiormente una postura frente a sí misma y la posición
que ocupa en el mundo, se está formando un poco más. El gemelo rechazado se ha liberado de
las improntas, sin duda traumáticas, de la primera infancia, las ha resistido utilizando el
«poder de obstinación del espíritu» (Frankl) y se ha convertido, contra todo, en una persona
digna de ser amada. Y por ello podemos felicitarle de corazón. Con este contraste no queremos
reprochar nada al gemelo amado, pero una cosa es segura: si «llora por abajo» es que el motivo
es él.
¡Qué razón tiene la logoterapia al dudar que el ser humano esté abandonado a las
influencias determinantes de la herencia y la educación! No, la persona no es ninguna mezcla
de datos genéticos y contenidos aprendidos. En ella hay algo que no es de este mundo.
Una mujer se quejaba en mi consulta porque estaba sometida a una terrible carga de
trabajo y se hallaba al borde de un ataque de nervios. Decía que su jefe se había ido de
vacaciones y que antes le había endosado todo el trabajo, a pesar de que todavía quedaban
empleadas en la oficina que también habrían podido asumir parte de las tareas. Pero, por lo
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visto, según la mujer, el jefe se había fijado precisamente en ella...
La mujer ponderó este aspecto y asintió con la cabeza: sí, podría ser. De repente, la
carga de trabajo objeto de sus quejas lo pareció un elogio indirecto del jefe, una
demostración de confianza que la destacaba positivamente por encima de todas sus
compañeras. La mujer abandonó la consulta con una leve sonrisa en los labios.
La realidad demuestra que el elogio y el reconocimiento que recibe casi todo ciudadano
medio en el transcurso de su vida no se corresponde con lo que éste ofrece. Vivimos en una
sociedad a la que no le gusta elogiar. Por ello, casi todo el mundo recibe grandes dosis de
crítica e imputaciones puramente erróneas de causas perversas. La desconfianza prevalece.
Por ello, le corresponde al psicoterapeuta equilibrar esta situación acentuando todo el
reconocimiento que merecen sus pacientes, fijándose en sus buenos resultados, admirando sus
experiencias más elevadas y encomiando su valiente perseverancia. El profundo respeto a los
actos u omisiones responsables y llenos de sentido de nuestros congéneres despierta en ellos
la voluntad de seguir por el buen camino y les confirma de manera retroactiva que ciertos
esfuerzos no agradecidos no han cambiado. Uno de los actos más grandiosos del altruismo es,
quizás, inclinarse ante los logros del prójimo.
Sin embargo, esta relación había sido objeto de discusión constante durante un
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tratamiento de psicología profunda al que el dentista se había sometido antes de acudir a mí, y
su sentimiento de culpabilidad presuntamente reprimido se había interpretado como la causa
oculta del temblor de manos. A la posible tara hereditaria transmitida por la madre no se le
había atribuido ninguna importancia.
61
escribió Viktor E. Frankl. Es precisamente esta distancia con respecto al miedo neurótico lo
que salva al enfermo de neurosis de ansiedad: una sonrisa sobre uno mismo rompe el hechizo
del miedo. O, como lo expresó el pintor Anselm Feuer-bach: «El humor salva abismos».
Cuando el dentista comprendió esto, conseguimos una base sólida para la fase de
seguimiento, la cual tenía por objeto consolidar la ausencia de miedo (conquistada con la ayuda
de la intención paradójica). El mensaje desreflexivo estaba claro: «No se preocupe por lo que
la gente pueda pensar de usted. ¡Piense mejor en aquello de lo que le gustaría preocuparse!
Concéntrese en lo esencial de sus habilidades, haga bricolaje y emplee su tiempo libre en
6
Karl Jaspers, Wesen und Kritik der Psychotherapie, Munich, 1958 (trad. cast.: Karl Jaspers, Esencia y crítica de la psicoterapia, Buenos
Aires, 1959).
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practicar deporte, ir de excursión con sus hijos, desarrollar iniciativas políticas o cualquier
otra cosa que sea de su interés. ¡Abrase a un mundo que tanto tiene que ofrecerle y al que
tanto tiene usted que dar!». Paralelamente, se consiguió sustituir el consumo de
tranquilizantes por ejercicios de relajación, de manera que la dependencia se pudo eliminar
desde su comienzo. En los diez años posteriores, el paciente no sufrió ninguna recaída.
Después, nuestros caminos se separaron.
Yo sólo debía limitarme a mantener presente este para qué en forma de apoyo
consciente. Lo hice pidiéndole que dibujara la casa de sus sueños, pero en un papel pequeño
para que lo pudiera llevar en la cartera. El hombre dibujó con una entrega emocionante. A
continuación, le sugerí que, cada vez que sus compañeros lo mortificasen, fuera al lavabo, se
sacase la cartera y contemplara su casa. Le dije que, cuando hiciera esto, experimentara
interiormente lo listo que era él con respecto a sus compañeros, quienes malgastaban parte de
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su dinero mientras él lo ahorraba para un fin noble, y lo pobres que eran éstos, quienes, por
mucho músculo que tuvieran, nunca poseerían una maravillosa casa de paredes encaladas al
borde de una playa griega como la que él tendría en cuanto se cumpliera su sueño.
A continuación, el paciente debía decirse a sí mismo, con una sonrisa en la boca: «¡Venga!
¡Venid a por mí y vejadme! Hay que pagar un precio muy alto para conseguir un gran premio, y
yo poseo este premio, al menos en mis sueños. En cambio, vosotros, individuos despreciables,
poco más tenéis qué no sea la pequeña satisfacción de torturarme».
En la actitud paradójica se pone en práctica una parte de la confianza innata antes de que
ésta se establezca de forma efectiva en la mente y ayude a salir de la crisis. Imaginemos, por
ejemplo, a una persona que sale de compras y tiene la idea obsesiva de que se ha podido olvidar
de cerrar la puerta de casa. Si esta persona se dice a sí misma: «¡Qué bien! ¡Entonces se habrá
quedado abierta de par en par! ¡Estoy permitiendo a todos los ladrones del barrio que desfilen
por mi casa!», se estará convenciendo de que sus tesoros son algo relativo y renunciable
porque carecen de importancia frente a la eternidad. O una persona que, torturada por sus
miedos a ser ridiculizada, juega con la idea grotesca de, en la próxima reunión de amigos,
desprender ríos de sudor ante los presentes y arremeter contra ellos con una retahíla de
palabras inconexas, etc., habrá comprendido que nadie es la máxima autoridad. A los lectores
creyentes les sonarán las palabras de Peter Horten, cuando dice que el ser humano no puede
caer más bajo que en las manos de Dios.
El paciente con neurosis de ansiedad y obsesivo-compulsiva hace los honores a una forma
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de ver distorsionada que le sugiere los detalles cercanos como algo inquietante y los objetivos
alejados como algo despreciablemente pequeño en tanto; que inalcanzable en apariencia. Cae
en la trampa de una «ilusión óptica», como el niño que observa su entorno desde lo alto de una
torre y ve los cuervos que sobrevuelan el lugar como si fueran pájaros gigantescos y los
camiones que pasan por la carretera como si fueran coches de juguete. Para estos pacientes,
el aseo matinal se convierte en una ceremonia tormentosa, el trayecto en autobús a la oficina
se transforma en un viaje espantoso, la desagradable tarea de ordenar el escritorio supone
una enorme pérdida de tiempo, y una palabra chistosa de un compañero se traduce en un mar
de lágrimas. Si éste es el reducido mundo del neurótico, ¿dónde queda sitio para lo
verdaderamente importante y valioso?
Si, además, un paciente es capaz de reír por dentro, se reirá con buena salud. «No puedo
viajar en tren —me explicó una señora de aspecto bastante corpulento—. Siempre tengo que
pensar que podría abrir accidentalmente las puertas del vagón y caer fuera.» «¿Qué tiene
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usted en contra de tomar una bocanada de aire fresco? —le pregunté con intención
paradójica—. Además, ¡qué mejor cura de adelgazamiento que los saltos mortales por el
terraplén de la vía! Seguro que le hace falta un poco de ejercicio. Viajando en tren tendrá la
formidable oportunidad de poner solución a eso si cada vez que se cae vuelve a saltar
rápidamente al interior del vagón. ¡Así también podrían caer esos quilitos de más!» La señora
reía y, cuando volvió para la siguiente sesión, seguía riendo. «He ido en tren —dijo estallando
de risa—, y cada vez que veía las puertas del vagón, tenía que pensar en su dieta de
adelgazamiento radical. ¡Y entonces la ansiedad desaparecía por sí sola! No tiene sentido...», y
volvió a reír. Desde entonces, esta señora no ha tenido ninguna dificultad para viajar en tren.
En otra ocasión, un paciente sin empleo que había sufrido varios brotes psicóticos, pero
que se estabilizó correctamente con medicación, me dijo: «¿Vale la pena que acepte un
trabajo? ¿Qué pasa si la psicosis me vuelve a poner fuera de combate?». Mi respuesta fue:
«¿Sabe una cosa? Yo no me fiaría de la psicosis. ¿No le ha dejado vergonzosamente en la
estacada y ya no ha vuelto más?». Riéndose de la «psicosis infiel», el hombre solicitó un puesto
de media jornada y, actualmente, en vista de las reducidas ayudas sociales, está contento por
tener el trabajo.
Quien ríe se ríe de una pizca de sentido en el sinsentido, el cual es más fácil de descubrir
y aceptar mediante la ayuda del humor que desde la gravedad de una situación temida. La
paciente descrita antes dedujo de mis palabras «sin sentido» que ella no cae del tren si no
quiere. De la misma manera, el paciente sin empleo comprendió con la broma que lo que debía
hacer era aprovechar las épocas sanas de su vida. Hasta cuando nos reímos del típico chiste,
no nos reímos de ningún juego de palabras sin sentido, sino de un sentido en el sinsentido
oculto en el chiste, tal como se indica cuando decimos que alguien «comprende» o «no
comprende» la gracia. Por consiguiente, si alguien se ríe de sus síntomas, «sabe» elevarse por
encima de ellos, y lo hace sobre las alas de un espíritu que, en; su integridad, no pueden tocar
ni el sufrimiento ni los falsos caminos de la psique, aunque nosotros, los seres humanos, sólo
seamos unos limitados partícipes de ese espíritu.
Para completar el tema del humor, reproducimos a continuación una disputa profesional
cuya pizca de sentido en el sinsentido no es difícil de adivinar. Este diálogo lo mantuve yo
misma con un colega psicoanalista.
ÉL: NO hace mucho, vino una familia a mi consulta, una familia extraordinariamente
armoniosa. El marido era amable con su esposa, los hijos se portaban bien delante de los
padres y la madre se mostraba generosa y comprensiva. Naturalmente, todo era fachada. ¡Por
detrás, la cosa tenía que hervir!
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ÉL: Me imagino que el marido tendrá una amiga secreta, en casa la mujer debe ser una
verdadera furia, y los hijos...
ÉL: El chico probablemente lee revistas pornográficas debajo de las sábanas, y la hija
podría experimentar un placer oculto martirizando al perro, como si éste fuera un objeto
sustitutivo para descargar su Edipo.
ÉL: Se lo acabo de decir: amabilidad, buena conducta, armonía. Tanta avenencia entre los
miembros de una familia no puede ser cierta. Todos deben haber reprimido enormes
agresiones deben estar llenos de una rabia que se desatará en cuanto halle una válvula de
escape. Por ejemplo, el hombre dijo a su esposa: «¿No quieres tomar asiento, mi amor?». Para
mí, ésta es la prueba de que el marido, en su subconsciente, deseaba verla situada por debajo
de él. No cabe duda que él quería mirarla desde arriba, porque teme en secreto la fuerza
dominante de su mujer.
ÉL: ¿Puro altruismo? El altruismo es una ilusión. El ser humano es egoísta e instintivo por
naturaleza y, cuando suelta la red de la caridad, siempre está pensando en su propia
satisfacción. En cualquier caso, la mujer no tomó asiento. Dijo que no merecía la pena para una
conversación tan breve. Por tanto, estaba contradiciendo a su marido, por lo que deduje que
quería subyugarlo y someterlo de verdad allí donde pudiera.
Yo: ¿Y la conversación se prolongó hasta el punto que hubiera! valido la pena sentarse?
ÉL: Oh, no. Sólo duró unos minutos. De hecho, fue un malentendido. ¡Ja! ¡Un malentendido,
pero no es para reírse! ¡Aquella gente debía tener unos conflictos internos enormes para
haber' acudido inconscientemente a un especialista!
Yo: Entonces, ¿qué tipo de ayuda habían ido a buscar a su consulta si todo era tan
armonioso?
ÉL: Pues ninguna. Al final, dijeron que se habían equivocado de puerta. Querían ir a la
agencia de viajes de al lado...
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crisis relacionadas con sus posibilidades de elección y jerarquías de valores.
Volvamos al ejemplo del hombre con el superior injusto. ¿Debe luchar? ¿Debe aguantar?
Quizá tiene un hijo que toda- i vía está en la universidad y que depende de la ayuda económica
de su padre. En ese caso, mantener su puesto de trabajo tiene para el padre un valor alto y
completamente actual. En cambio, la experiencia liberadora de plantar cara al superior pasa a
segundo plano. Pero quizá la situación es otra. Quizás el hombre es independiente y
emprendedor, y puede encontrar un nuevo empleo con bastante facilidad. En tal caso, será
para él el «momento ideal» para enfrentarse a la conducta de su superior.
Al tomar su decisión, este hombre experimentará una buena sensación si decide desde
una fuerza interior. Por la licenciatura de su hijo, por la justicia en la empresa... Siempre
tendrá i que acarrear con algo, ya se trate de humillaciones posteriores, enfrentamientos
amargos o, incluso, la pérdida del puesto de trabajo. Pero sólo el conocimiento del valor
elevado por el que él actúa le concederá la resistencia mental necesaria. En cambio, el hombre
tendrá una mala sensación si decide desde su debilidad interior; es decir, si se subleva
encarnizadamente por, un arrebato repentino de ira sin pensar en las consecuencias, o si se
doblega por pura cobardía.
De aquí podemos aprender que no todos nuestros valores esperan su turno» en cada
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momento para ser realizados. Las virtudes de la serenidad y la abstinencia también son
aplicables en relación con nuestros valores. El sentido del momento los ordena
jerárquicamente y sólo nuestra más profunda voz de la conciencia está en disposición de
captar este orden. Si lo ignoramos, lamentaremos algún día nuestra decisión, porque habremos
pagado nuestro precio por algo de segundo o tercer orden, mientras que lo de primer orden se
ha quedado en el camino.
A veces sucede que dos valores se presentan en nuestra jerarquía actual en un mismo
nivel. En casos así, el sentido del momento exige un compromiso que los contemple a ambos.
Así, continuando con el ejemplo anterior, el hombre podría tomar la decisión de hablar
tranquila y amistosamente con su superior cuando llegue el momento oportuno y pedirle más
comprensión por la situación de los empleados. Un compromiso con el cual el hombre no tendría
que tragarse todos los insultos, pero tampoco se vería amenazado con un despido. Esta clase
de compromisos son verdaderas «obras de arte», siempre que no sean «compromisos vagos»,
es decir, que surjan del amor por la reconciliación y no de una voluntad de escapar de
posiciones claras.
Una vez conocí a un hombre que había ingresado en una clínica psiquiátrica a causa de una
depresión grave y que no respondía a ninguna terapia. Al comprobar su historial, se supo que su
esposa había sufrido un accidente de tráfico quince años atrás y había necesitado cuidados
desde entonces. La tenían que lavar, darle de comer, llevarla al lavabo y apenas se valía por sí
misma. El marido la había atendido y cuidado en casa durante catorce años, compaginando todo
ello con su trabajo diario. Durante catorce años había renunciado a muchos placeres, como
viajes y excursiones, y había dedicado todo su tiempo libre a la mujer. Pero durante aquellos
catorce años, el hombre se había mantenido sano.
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demasiado tarde», decían por todas partes.
Cuando fui a hablar con el hombre, cosa que sucedió de forma inesperada con ocasión de
una visita privada que realicé, inmediatamente me di cuenta de que padecía un terrible
conflicto de valores que había resuelto en contra de lo que su conciencia le dictaba. Esta idea
me vino porque al paciente no se le podía hablar de otro tema que no fuera «su mujer». Era
indudable que aún la amaba. Me describió con todo detalle la valentía con la que ella había
aceptado el traslado al sanatorio y cómo había escondido las lágrimas cuando él la fue a visitar
por primera vez. Yo seguí tanteando en busca de otros contenidos en su vida, pero todas las
dimensiones de valores parecían haberse extinguido. Lo único que brillaba en él era la imagen
de su esposa.
Desde entonces, lo he vuelto a ver dos veces más. La primera, en su casa. Allí vi a un
hombre vital y equilibrado, correteando de la cocina al dormitorio con una bandeja de té y
galletas, mientras una mujer silenciosa y delgada que estaba postrada en la cama le seguía los
pasos con una mirada tierna. La segunda vez, lo vi con un traje negro cuando volvía del
cementerio de enterrar a su mujer. Vino para darme las gracias. «Si usted no hubiera estado
allí —me dijo—, mi vida habría' acabado hoy. Nunca habría superado la sensación de haber
dejado a mi mujer en la estacada. Su muerte solitaria en el sanatorio también me habría
matado a mí. Pero, en cambio, ha fallecido en mis brazos, y ahora... está bien así.»
Esta experiencia me hizo pensar en las sabias palabras d^ Viktor E. Frankl, quien escribió
una vez:
La persona sólo se comprende a sí misma desde la trascendencia. Más aún: el hombre sólo
es hombre en la medida en que se comprende a sí mismo desde la trascendencia, y también
sólo es persona en la medida en que la trascendencia lo personifica: dejando que su llamada
resuene y tintinee a través de él. El hombre escucha la llamada de la trascendencia en la
conciencia.
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Las cicatrices pueden formar un tejido sólido
Es una falsa creencia pensar que los sucesos traumáticos de nuestra vida se pueden
«elaborar» o «resolver» psíquicamente sin el voto de la conciencia. Estos acontecimientos
estresantes, incluido el dolor recurrente, no se quitan de en medio haciendo conscientes o
acusando a los culpables, ni racionalizando posteriormente o exteriorizando las emociones. Una
vez vi en Estados Unidos a una célebre oradora que explicó detalladamente a su auditorio los
motivos por los que experimentó unos sentimientos de odio infundados contra uno de sus
vecinos. El vecino en cuestión le recordaba a su padre, el cual le había obligado a llevar a su
liebre preferida al matadero. La oradora quería hacer constar que, reconociendo el origen de
su reacción exageradamente agresiva contra el vecino (inocente), daba por concluido su
antiguo trauma, pero mis temores apuntaban a que la mujer estaba sucumbiendo a una ilusión.
Si hubiera superado realmente el dolor de su infancia, no habría acusado públicamente a su
padre, medio siglo después y ante cientos de espectadores, de haber sido cruel y despiadado.
Algunos terapeutas sugieren a sus pacientes que podrían liberarse de las sombras de su
pasado aplicando largos y pesados métodos analíticos, tras los cuales podrán vivir
satisfactoriamente el presente. Pero los pacientes descubren pan latinamente que nunca
podrán deshacerse por completo de las sombras del pasado y que éstas se asoman sobre todo
cuando luce el sol alrededor. Curiosamente, son los momentos felices los que despiertan el
breve recuerdo de la melancolía. Los rostros alegres de los demás, las palabras graciosas y los
gestos seductores son los que recuerdan que todo esto no, siempre ha sido así. El contraste de
la luz resalta los contornos de la sombra mejor que la vaga penumbra de una existencia triste.
Sin embargo, no hay que olvidar que, desde sus raíces evolutivas, la vida humana no
significa vegetar imperturbablemente bajo un estado homeostático, sino luchar, sudar, ir de
la' esperanza a la decepción y esforzarse por una existencia llena' de sentido. Pero allí donde
se desarrolla una lucha, se producen' heridas, y donde hay heridas, hay cicatrices. Las heridas
corporales dejan cicatrices físicas, y las heridas mentales, cicatrices psíquicas. Ambas son
difíciles de borrar. Las cicatrices se, notan y se ven.
En cambio, si se curan bien, no tienen por qué convertirse en un punto flaco para el
organismo o la vida emocional. También pueden ser una medida del valor, un signo de las luchas
internas ganadas o, como mínimo, superadas, y dar testimonio de los procesos de maduración
que han consolidado el carácter de la persona. Las cicatrices pueden formar un «tejido
resistente», tanto corporal como mental. Resistente también en el sentido de una mayor
independencia respecto a los bienes mundanos y de una sensibilidad más elevada hacia la voz
de la conciencia. Por ello, la psicoterapia no consiste tanto en destapar experiencias dolorosas
—«hurgar en la herida»— y elaborarlas atribuyendo culpas, como en transformarlas en
fuentes de energía espiritual de las que poder nutrirse desde la sabiduría cuando la vida
irrumpe de forma imprevisible. Viklor E. Frankl escribió estas bellas palabras al respecto:
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Sufrir significa lograr y significa crecer. Pero también significa madurar. Porque la
persona que se va superando, también está madurando. El principal logro del sufrimiento no es
otro que el proceso de maduración. Sin embargo, la maduración descansa sobre el hecho de
que la persona alcance la libertad interior a pesar de la dependencia del exterior.
La superación de un trauma
Se trata de una niña de 6 años cuya madre la trajo a nuestra consulta a causa de una
experiencia traumática acaecida hacía ya un año. La niña había tenido que presenciar cómo el
padre borracho había atacado a la madre y le había pegado incontroladamente. Como la mujer
sufrió una rotura de nariz que provocó una intensa hemorragia, una gran cantidad de sangre se
derramó sobre la alfombra que tenía debajo. Tras sufrir la herida, la madre llevó a su hija a
casa de una amiga y se fue al hospital, con lo cual no le dio tiempo de limpiar la alfombra.
Cuando, tras salir del centro sanitario y recoger a la niña, ambas entraron en casa, la hija
empezó a gritar al ver la alfombra manchada de sangre y se negó a pasar por encima. La madre
tuvo que quitar la alfombra, porque, de lo contrario, habría sido imposible conseguir que la
pequeña entrara en casa.
Desde aquel suceso, el padre, contra quien se presentó una denuncia, ya no vivía en casa
y, mientras tanto, se había llegado a hablar de separación. Lo que quería entonces la madre era
asegurarse de que la hija no sufriría daños psicológicos, de los cuales existían leves indicios,
como sobresaltos nocturnos o miedo a la soledad.
Nuestra pedagoga sometió a la pequeña a una terapia individual semanal que empezó,
simplemente, dejando que jugara. Pronto brotaron de la niña escenarios de juego inventados
que recordaban la horrible experiencia con el padre: en un teatro de guiñol, un cocodrilo
mordía a un osito de peluche; la sangre se derramaba por el pelo del muñeco y había que
vendarlo lo más rápido posible, etc. No cabía duda que en el juego se mezclaban zonas
inconscientes de la vida psíquica de la pequeña, quien, naturalmente, recordaba lo que había
sucedido un año antes, pero era incapaz de ordenarlo adecuadamente.
72
siniestro. Pero a todo ello añadió, construyendo así un valor interpersonal sublime, que si el
osito perdonaba al cocodrilo, sus heridas se curarían más rápido y podría volver a jugar, bailar
y reír. Y mientras bailara y riera, se acordaría de que él también había tenido momentos
divertidos con el cocodrilo en los que ambos se lo habían pasado muy bien, y que guardaría al
cocodrilo en la memoria como lo que era: bueno y malo. Malo, de acuerdo, pero también bueno.
Pocas semanas después cesaron los escenarios relacionados con el trauma de la niña y
ésta empezó a jugar a juegos «normales». Simultáneamente, su ansiedad doméstica se redujo
a unos niveles tolerables. La pedagoga terapéutica me informó de que, a su parecer, ya no era
necesario hurgar más en lo sucedido y acordamos finalizar las sesiones de terapia con un
breve entrenamiento para aumentar la autonomía de la pequeña.
Todos los adultos podrían aceptar y relativizar los traumas de su vida como lo hizo esta
niña.
¡Las cosas no son tan sencillas! Es del todo inverosímil que alguien vaya a buscar un fusil,
73
vaya a acechar a la puerta de un supermercado y acabe apuntando a un ser humano sin tener la
menor idea de por qué lo hace y sin obedecer a una mínima mala intención, sino únicamente al
dictado de su subconsciente... Ésta es una disculpa barata. Sin embargo, «la conducta humana
no viene dictada por las condiciones con las que topa el individuo, sino por las decisiones que él
mismo toma», tal como dijo Viktor E. Frankl. De lo contrario, prácticamente cada uno de
nosotros podría cometer actos criminales utilizando el pretexto del inconsciente, porque
¿quién hay que no sufra por algo?
Una vez tuve en mi consulta a una mujer que había padecí do distintas enfermedades
después de que su marido se separara de ella y se fuera a vivir con una amiga. Al principio,
supuse que el dolor por la separación y la pérdida del cónyuge; se condensó en la paciente en
forma de achaques depresivos y. psicosomáticos, pero muy pronto quedé perpleja. La mujer
dijo sobre su marido cosas como: «¡Si se muriera, yo estaría mejor!», o: «¡Si su historia
amorosa fuera mal, lo habré conseguido; ¡Entonces estaré satisfecha!». Me invadió la sospecha
de que estaba simulando la mayor parte de sus enfermedades para despertar sentimientos de
culpabilidad en su marido infiel, con la esperanza puesta en que él volvería con ella o, por lo
menos, experimentaría un cierto malestar cuando se divirtiera con la amiga. Las depresiones y
enfermedades de la mujer estaban dirigidas en secreto hacia el hombre como si fueran una
especie de venganza primitiva: «¡Que vea lo que ha hecho!». Yo no dudaba que ella lo tenía
claramente consciente, aunque no me lo confesara nunca, porque aquello había descubierto su
carácter histérico en vez de mantener su papel de mujer ultrajada y rechazada. Por ello,
pregunté a la paciente si quizá quería castigar «inconscientemente» a su marido, cosa que no
desestimó. Era muy probable.
La mujer quedó perpleja con mis explicaciones porque no se correspondían con las
prácticas psicológicas que ella esperaba, aunque se mostró comprensiva. Dejó de hacerse la
mártir y enseguida pasó a llevar una vida normal.
Siempre que me encuentro con pacientes que recurren al inconsciente para disculpar la
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irresponsabilidad de sus actos, les contradigo enérgicamente. Una vez sermoneé a un
delincuente de 17 años que me enviaron del tribunal de menores porque «a veces perdía los
estribos». Los alborotos en los que acostumbraba a meterse, y en los que ya había herido a
algunos de sus colegas, eran comentados por el chico con palabras como: «¡Cuando alguien me
lleva la contraria, no sé lo que hago!». Mi tarea consistió en aclararle que sabía perfectamente
lo que hacía y que o bien tenía que pegar «plenamente consciente de su responsabilidad» o
bajo ningún concepto podía esconderse tras la excusa del inconsciente. Después de aprender
esta lección, el chico estaba preparado para ensayar una conducta alternativa para las
situaciones de disputa.
Igual de «impasible» me mostré en el caso de un paciente que había pasado por una
terapia primaria de varios años, basada en el concepto del «grito primario» de Arthur Janov, y
que quería seguir con un tratamiento logoterapéutico para liberarse de la idea obsesiva —
¡desencadenada por la terapia!— de tener que gritar cada vez que iba en metro o se hallaba en
otros recintos subterráneos. Nada más tomar asiento en mi consulta, el hombre se disculpó
anticipadamente por si se levantaba en medio de la conversación y salía corriendo, hecho que
atribuía el poder de sus «miedos inconscientes». A continuación, le di cinco minutos de tiempo
para que pensara si necesitaba o no tratamiento logoterapéutico. Le dije que, en caso
afirmativo, debía permanecer tranquilamente sentado hasta que la conversación finalizara, sin
importar lo que sus «miedos inconscientes» dijeran al respecto.
Pues bien, el hombre permaneció sentado y, tres meses después, todos sus gritos le
parecieron una pesadilla de la que, por fin, se había podido librar.
A las personas que buscan consejo se les puede hablar realmente de cualquier tema que
no sea todo lo lamentable que hay metido en el saco del inconsciente. Se les puede confrontar
con la cuestión del sentido. Para hacerlo, sólo hay que pedirles que se imaginen que el reloj de
su vida se parará dentro de unos minutos y que, en una visión interior retrospectiva, averigüen:
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2.- Qué lamentarían no haber podido realizar por no haber tenido tiempo.
Este sencillo ejercicio de imaginación basta para aclarar lo esencial, separar lo que tiene
sentido de lo que no lo tiene y marcar, como si fuera con un rotulador, lo decisivo frente a lo
irrelevante. Entonces, una vez devueltos al presente, los que buscan consejo se sentirán
felices por las muchas y maravillosas oportunidades que todavía tienen de dictar nuevamente
al futuro la historia de su vida.
En el Congreso Van Swieten de 1969, Viktor E. Frankl finalizó una conferencia muy
concurrida con la siguiente exhortación a los médicos presentes:
Una mujer amargada vino a hablarme de sus problemas con su hijo de 25 años. Decía que
era un holgazán y que vivía a costa de los demás, y mencionó de paso que ella le había ayudado
en todo lo que había podido. Al principio, la madre se había dirigido a un terapeuta de la
psicología profunda, a quien, expuso sus preocupaciones. Tras veinte caras sesiones, el
terapeuta le informó acerca de sus teorías. Según él, el hijo no se encontraba bien ya desde el
vientre materno y, además, había padecido un grave shock a los 4 años, cuando ella enfermó de
poliomielitis. El terapeuta sostenía que la posterior discapacidad de la madre supuso tal
«disminución cualitativa» en la infancia del hijo que éste ya no pudo desarrollarse libremente'
y que, por ello, de adulto estaba demasiado «cohibido neuróticamente» para desempeñar un
trabajo continuado. Por tanto, el hijo necesitaría un tratamiento psicoanalítico de varios años
si quería trabajar algún día, y la madre debería pagar el tratamiento porque, al fin y al cabo,
ella sería quien habría provocado los trastornos del hijo.
La madre me aseguró solemnemente que había arañado todos sus últimos ahorros para el
tratamiento del hijo, pero la indicación acerca de su enfermedad, respecto a la cual no podía
recordar del todo cómo había sido capaz, a pesar de su debilidad, de haber hecho todo lo
imaginable por su hijo pequeño, y el hecho de convertirse de repente en la culpable del
problema, le indignó tanto que ya no acudió más a aquel asesor.
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El segundo consejero fue más escueto. Cuando escuchó que el hijo tenía 25 años, sugirió a
la madre que no se inmiscuyera y que aceptara el estilo de vida del chico tal como era. Este
asesor le dijo que bajo ningún concepto ayudara económicamente al hijo, porque entonces
nunca se vería obligado a emprender nada por sí mismo.
«Da igual lo que haga —dijo la mujer a modo de conclusión—, siempre tengo la culpa de
todo. ¡Está claro que la única desgracia de mi hijo es tenerme a mí como madre!» Al pronunciar
estas palabras, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. «Usted es el último lugar al que me
dirijo —continuó diciendo entre sollozos—. ¡No va a haber un quinto consejero!» Por suerte, la
mujer no necesitó ningún terapeuta más, porque tras una intensa entrevista que mantuve con
el hijo (quien, por otro lado, no presentaba el menor rastro de neurosis o inhibición), éste
comprendió que su subsistencia no podía depender para siempre del monedero de su madre y
que él debía aportar su grano de arena. Más tarde, todavía sufrió otra «recaída en la
holgazanería» tras haber sido despedido precipitadamente de una carnicería, pero entonces
entró a trabajar en un autoservicio, donde todavía sigue.
Un ejemplo impresionante del arte de la improvisación reclamado por Viktor E. Frankl nos
lo muestra la siguiente noticia extraída de un periódico, donde lo que menos importa es que el
policía que la protagoniza carezca, seguramente, de estudios logoterapéuticos.
Un agente de policía ha salvado a más de cien suicidas «Ángel de la guarda.» Así podría
indicar su oficio el policía Gary Burchfield, de Seattle, en el Estado norteamericano de
Washington. El agente, de 36 años, lleva seis disuadiendo a suicidas de precipitarse a la
muerte desde el puente Aurora, de 50 metros de altura. Hasta el día de hoy, el policía ha
salvado a más de cien personas gracias a sus buenas artes persuasivas.
En 1994, Burchfield impidió casualmente que una estudiante de 16 años y, poco después,
un marido abandonado diera el fatídico salto mortal. Después fue trasladado con destino fijo
al «puente de los suicidas», del que, en total, ya se han precipitado al río 150 personas.
«Simplemente, encuentra el tono correcto —declaró el jefe de policía Roy Akagen para
explicar el inusual don de su agente—. Hasta hoy, Burchfield no ha tenido que utilizar la
violencia para disuadir a nadie. Él nota exactamente lo que oprime a estas personas
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desesperadas y les convence de que la vida, a pesar de todo, tiene un sentido.»
¡Un talento innato! En sus conversaciones sobre el puente de la muerte, Gary Burchfield
era ostensiblemente capaz de tender un segundo puente: el que va de persona a persona. Y,
encima de éste, levantaba un tercero todavía más poderoso: el puente entre el ser humano y el
logos. Quien pone los pies en él ya no cae en ningún abismo.
A menudo recibo cartas de lectores o respuestas a mis libros y conferencias, de las que
se desprende que hay personas que, con argumentos parecidos, pueden aconsejar, ayudar y
salvar igual que Frankl describió en su legado escrito, sin que tales personas hubieran tenido
contacto alguno con el pensamiento del psiquiatra austríaco. Estoy orgullosa y me alegro por
ello. Porque podemos suponer que lo verdaderamente valioso es intemporal y que, por
consiguiente, el compendio de valores de la «psicoterapia centrada en el sentido» de Frankl
también se puede extraer, en cierta medida (aunque no de forma sistemática), del tesoro
inmemorial de la sabiduría popular. Allí donde la improvisación y la individualización
inteligentes se desarrollan bajo las leyes del sano entendimiento humano y el amor al prójimo,
y allí donde se introduce el convencimiento de que la vida tiene un sentido incondicional y que
no lo pierde bajo ninguna circunstancia, allí se encontrará la logoterapia como en su propia
casa. Y si, encima, se intercalan elementos de la libertad de voluntad y la conciencia de
responsabilidad, del auto distanciamiento y la auto trascendencia, de la reconciliación y del
humor, entonces tendrá lugar en la práctica una «logoterapia aplicada», lleve o no este
nombre, tenga o no tenga ninguno.
Pero no podemos reírnos con menosprecio de esta antigua forma de psicoterapia de grupo
7
Peter R. Hofstatter, Die Welt, n° 163, 17 de julio de 1982.
78
mientras no demostremos que las nuestras son más serias. ¿Realmente lo son? Veamos el
relato de la señora X.
Esta señora recibió la recomendación de participar en una terapia de grupo para dominar
mentalmente mejor una discapacidad que afectaba particularmente a sus funciones motrices.
La terapia empezó en pleno invierno, y la señora X a duras penas pudo avanzar por las calles
cubiertas de nieve para acceder al lugar donde se reunía el grupo. Cuando llegó al lugar y el
director de grupo saludó a los participantes, éste preguntó si alguien quería decir algo. La
señora X se armó de valentía y preguntó si alguien del grupo vivía cerca de su casa y si podría
llevarla en coche cuando las calles estuvieran resbaladizas por la nieve y el hielo, como sucedía
entonces, porque tenía miedo de caer de camino a las sesiones. Cinco personas del círculo se
ofrecieron espontáneamente para ir a recoger a la señora X cada tarde de terapia y llevarla
después a casa. Pero el director levantó enérgicamente la mano y opinó que, antes de llegar a
ningún acuerdo, las cinco personas dispuestas a ayudar debían examinar sus propios motivos y
les preguntó cosas como: ¿Qué les había movido a tan rápida predisposición? ¿Quería alguno
de ellos demostrar así su poder o exagerar algún sentimiento de inferioridad? ¿A alguien le
resultaba molesto tener en el grupo a una mujer discapacitada cuya visión le recordara la
fragilidad de la vida y quisiera compensar este sentimiento —del que se avergonzaba— con una
actitud altruista? ¿O quizás alguno de los hombres sentía una atracción erótica inconsciente
hacia la mujer?
Sucesos dolorosos como el anterior no son ninguna excepción y, por ello, Viktor E. Frankl
recordó lo siguiente:
Es decir, la predisposición espontánea a ayudar puede ser más auténtica que el conjunto
de hallazgos psicológicos de una ulterior y enérgica búsqueda de motivaciones ocultas. Muy
probablemente, la risa, la alegría o el simple deseo de socorrer al alguien no son ninguna
inversión de perversiones no reconocidas ni síntomas de complejos escondidos, sino que son
exactamente lo que son. Y quien, desde un principio, los declara como falsos está rebajando los
79
motivos elevados a la calidad de abyectos; está humillando al ser humano.
Por tanto, la logoterapia lo tiene fácil teniendo en cuenta que no existe prácticamente
ninguna otra orientación psicoterapéutica que contenga tantos elementos filosóficos como ella.
Ya he mencionado que la logoterapia coincide prácticamente con el tesoro inmemorial del
saber humano, tal como éste sinos presenta en fábulas, leyendas, parábolas e historias,
remitiendo siempre a actitudes justas, ideales audaces y sencillez natural. Si en las sesiones
de grupo se consigue acumular algunas de estas «piedras preciosas filosóficas» y enhebrar en
una «joya», el éxito psicológico estará asegurado. Los participantes hallarán sosiego,
satisfacción y estabilidad. Vivirán con mayor vitalidad por un sentido y soltarán ciertas cosas
anticuadas, superficiales y perturbadoras. Y quien suelta tiene las manos libres. Por ello
amarran a su corazón algo distinto que les acompañará en adelante: agradecimiento, bondad y
respeto.
No existe marco
más bello
pero tampoco más adecuado
para un gran dolor
que la cadena de pequeñas alegrías
que nos damos unos a otros.
FRIEDRICH SCHLEIERMACHER
80
MARIE VON EBNER-ESCHENBACH
Oh días luminosos...
No lloréis
porque hayan pasado,
mas reíd
porque han sido.
IMMANUEL KANT
Quien sabe que existen formas de meditación en las que, incesantemente, se rumian
sílabas sin sentido para ayudar a los que meditan a «vaciarse» interiormente, quizá podrá
apreciar, por contraste, lo fructífero que resulta ayudarles a «llenarse» interiormente, es
decir, a llenarse de buenos pensamientos. No hay mejor profilaxis para las recaídas.
81
nuestra responsabilidad humana. Ilustremos esta diferenciación con la ayuda de un ejemplo.
Una joven universitaria estaba llorando en mi consulta. La plaza de estudios que había
solicitado le fue denegada. El novio la había abandonado y había iniciado otra relación. El padre
tenía que ingresar en el hospital para someterse a una segunda operación de cáncer. El dinero
escaseaba. ¿Tenía ella la culpa de que todo fuera mal? ¿Debía tomarse los fármacos que le
había recetado el médico de cabecera? Al llegar a este punto, detuve aquella verborrea,
porque se estaban confundiendo manifiestamente las dos clases de libertad antes citadas.
Los jóvenes, de tan libres que quieren ser, sobre todo libres de cualquier rebaño, no lo
son. Al contrario. Precisamente su intenso afán de libertad denota una todavía enorme
influenciabilidad por las circunstancias externas. Cuanta más imprudencia aplican para librarse
de los recuerdos de su pasado y las normas de la sociedad, más se enmarañan en una red de
nuevas dependencias. El ser humano no está libre de sus condiciones; unas condiciones que,
como un trago amargo, deberá engullir en algún momento, conforme vayan madurando. Sería
una ilusión pensar que podríamos sustraernos a este trago amargo adoptando formas de vida
distintas. Ninguna forma de vida conocida permite huir de las condiciones corporales psíquicas
o sociales, ni siquiera la vida de ermitaño, que también tiene unas reglas que no se pueden
infringir.
Así pues, la joven universitaria, que se veía ante unos factores del destino que se le
escapaban de las manos, hizo el razonamiento anterior con un profundo dolor. Las
circunstancias económicas y sociales, así como la asignación de una plaza universitaria, se
escapan del poder del individuo, de la misma manera que el individuo tampoco ejerce ningún
derecho sobre los lances felices del destino como son el amor o la buena salud No sólo eso.
Incluso si se pudiera forzar un destino determinado las consecuencias de ello acarrearían
otras faltas de libertad que describirían a su vez nuevos ámbitos de impotencia en la persona.
Obtener una plaza en una universidad no libera de la importante necesidad de cumplir con las
progresivas exigencias de una carrera; una amistad con un inicio prometedor no garantiza que
transcurra sin altibajos; y una buena salud en el presente no es ningún pasaporte para la vida
eterna.
¿Qué consejo debía recibir esta joven mujer? En vez de du dar de sí misma, debía
abandonar la ilusión de que podía es capar a la intervención del destino en lo bueno y en lo
malo. Le dije que lo que estaba experimentando era una sucesión fatídica de acontecimientos
desagradables, pero que ello no significaba que ya no volverían a producirse casualidades
felices en su vida, aunque siempre sin su intervención y sin que sean mérito suyo. Su función no
era dar cuenta de los intereses de su vida que carecían de libertad, y menos todavía mantener
la ilusión de estar libre de las condiciones mediante otra ilusión aún más peligrosa: la de poder
pagar su libertad con drogas y pastillas. Le dije que su función era, antes bien, adoptar una
posición libre con respecto a todos los intereses faltos de libertad de su vida reaccionando a
ellos desde la responsabilidad.
82
Elección y responsabilidad
¿Qué opciones tenía mi joven universitaria tras el cambio de perspectiva? Ante ella se
extendía el vasto territorio de las distintas posibilidades de poder valorar su situación. Tras
una fase de ponderación, la chica escogió como primera posibilidad trazar un arco conceptual
entre la inalcanzable plaza universitaria y la enfermedad de su padre. Probablemente, el padre
no habría podido presenciar el final de los largos estudios de la hija. En cambio, su gran deseo
era verla hasta cierto punto situada y con un sueldo, lo que pasaba por que ella encontrara
pronto un trabajo. De esta manera también se reducirían los apuros económicos. Pero,
¿lamentaría la joven toda su vida no haber estudiado? Meditó la pregunta, pero la conciencia
de la responsabilidad de su libre decisión le impidió responder de modo afirmativo. Le parecía
absurdo tener que lamentarse eternamente. ¿Acaso no podía ampliar su interés personal por la
materia durante el tiempo libre, estudiando por su cuenta a través de una universidad a
distancia? La idea de «engañar» al destino tenía cierto atractivo para ella, y los últimos
rastros de lágrimas desaparecieron de su rostro.
Sin embargo, había que conseguir una última actitud espiritual, la más difícil: la actitud
frente a la pérdida del novio infiel. ¿Lo había amado profundamente? Sí, lo había amado. Y él,
¿también la había amado del mismo modo? ¿Tenía que engañarse a sí misma? No, la
responsabilidad de su propia decisión libre le permitía retroceder ante la idea de tramar una
red imaginaria sin sentido: el amor del novio no había soportado la situación. «Estoy triste —
explicó ella—, pero aún lo habría estado más si nuestra relación hubiese durado más tiempo y
se hubiese roto algún día.» Una sabia actitud que ella misma eligió.
Como hemos visto, la joven cambió. De «víctima indefensa del destino» pasó a «coartífice
activa de su propio destino», lo que, al fin y al cabo, es el objetivo de toda buena intervención
psicoterapéutica. Cuando llegó el momento de despedirnos, ella había comprendido que no
estaba libre de los dictámenes arbitrales de las autoridades universitarias, pero que era libre
de iniciar una carrera profesional; que no estaba libre del rechazo de su novio, pero que era
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libre de reconocer que era el compañero equivocado; y que no estaba libre de experimentar
ansiedad por su padre, pero que era libre de satisfacer sus deseos más íntimos. Desde el
momento en que renunció a un espacio libre engañoso para cambiarlo por un espacio libre lleno
de responsabilidad y rencontró su equilibrio interior, la joven se encontró a sí misma.
A modo de conclusión, podemos decir que el fenómeno de la libertad del ser humano es
equívoco y fascinante a la vez. En tanto que criatura de la naturaleza rodeada de las otras
criaturas de la Tierra, el ser humano se halla integrado en un orden cósmico que es incapaz de
comprender y está inevitablemente implicado en los acontecimientos de su tiempo y su lugar.
Sin embargo, en tanto que ser vivo en el que hace milenios prendió la llama del espíritu, está
llamado a adoptar una actitud frente a una existencia que no comprende y a la que se ha visto
expuesto; una actitud elegida libremente en el marco de una vida responsable.
Rescribir la autobiografía
De vez en cuando, se anima a los pacientes a que redacten su autobiografía con el fin de
impulsar reorientaciones beneficiosas. Con ello no se pretende que «desahoguen las penas»,
sino que se enfrenten con el «logos» que envuelve su aflicción. En la lectura de sus vidas no
hay que interpretar los aspectos patógenos (el «porqué»), sino extraer lo que las experiencias
relatadas «dan a entender» (el sentido interpretado como lo que se da a entender, el «para
qué»). En este ejercicio logoterapéutico se pregunta a los pacientes con qué espíritu, actitud e
intención redactan su texto. ¿Como testimonio de la propia resignación? ¿Para deshacerse del
resentimiento? ¿Como reflejo de la propia búsqueda de sentido en el dolor? ¿O, incluso, como
afirmación heroica ante lo irremediable?
Mi madre quiso evitar que yo naciera en un chapucero intento de aborto con un ganchillo,
pero no lo consiguió. Mi hermano me tenía unos celos espantosos cuando nací. Seguro que me
odiaba, porque, una vez que tuvo que vigilarme, dejó rodar por un terraplén el cochecito en el
que yo estaba. El cochecito volcó, y yo caí y me golpeé en un hombro. También cuando era
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pequeña me hundí en un estanque helado y la gente que pasaba no me sacó hasta el último
minuto.
El siguiente suceso ilustra lo poco que sabía mi madre sobre mí. Por las tardes, mi
hermano y yo nos escapábamos de casa para ir a observar por la ventana de una taberna a los
adultos que jugaban a cartas. Justo antes de que mi madre llegara a casa, volvíamos corriendo
y, arrastrándonos, nos metíamos en la cama con ropa y zapatos y nos hacíamos los dormidos.
Mi madre no se daba cuenta.
Nuestros juguetes eran sólo lo que daba el campo: piedras y coronas de flores. Cuando
hacía buen tiempo, me pasaba el día al aire libre, entregada a mí misma y a mis pensamientos
[...]
Este texto refleja la verdad sin disimular nada. Pero no describe toda la verdad, que se
compone esencialmente de algo más: la riqueza de sentido y valores de lo vivido, la parte
positiva de la historia y ese poquito de gracia divina que siempre impera. En nuestras
conversaciones dimos forma a esta verdad «adicional» y después la paciente reescribió su
autobiografía.
Vine al mundo sana y, a pesar de algunas amenazas corporales, lo sigo estando. Por lo
visto, de niña tuve un ángel de la guarda especial que veló por mí y procuró que, por ejemplo, no
me desnucara cuando caí del cochecito o me sacaran a tiempo del agua cuando se rompió la
capa de hielo del estanque.
Aunque mi madre estuviera saturada de trabajo, encontré en! los vecinos a unas personas
de referencia queridas y conocí allí lo que era una vida íntima familiar en la que yo podía
participar cuando quería. En mi hermano también hallé, tras ciertos celos iniciales, a un colega
y aliado con quien compartí todo tipo de travesuras. Nos divertíamos engañando continuamente
a nuestra madre, que no paraba de trabajar.
Pero lo más bonito era el grandioso paraíso natural que teníamos a nuestra disposición
para jugar y que nos hacía olvidar nuestra pobreza. No necesitábamos juguetes artificiales.
Éramos los dueños de un vasto territorio que yo recorría durante jornadas enteras y donde
desarrollé un amor profundo por la naturaleza y una libertad que cualquier niño de ciudad
85
habría envidiado [...]
Creo que todos podemos envidiar de verdad a esta paciente; envidiarla por el crecimiento
interior que experimentó entre el primer texto y el segundo.
Todos hacemos que el mundo gire; su devenir depende de nosotros. Cuando se habla de
casos sin esperanzas o perspectivas, hay que responder preguntando: ¿esperanzas de qué?
¿Perspectivas hacia dónde? ¿Hacia una vida prolongada, agradable y sana? Y entonces, sólo
entonces, muchas vidas podrán parecer carentes de esperanza y perspectivas. Sin embargo,
cuando se trata de la esperanza y la perspectiva de contribuir con sentido al acontecer del
mundo, todas y cada una de las vidas tienen esperanza y perspectivas.
Una vez, con una argumentación lúdica, llegué a este razonamiento con un anciano
minusválido que me preguntó por qué no debía acortar su penosa vida con la ayuda de una
sobredosis de somníferos, sobre todo si, de todos modos, no se sentía útil para nadie. Yo
argumenté más o menos lo siguiente: «Bueno, vale, supongamos que usted se suicida. La gente
sospechará, forzará la puerta de su casa y le encontrará. La vecina se enterará, el cartero se
enterará y los empleados de la tienda donde va a comprar también lo sabrán. Probablemente,
aparecerá una pequeña reseña en el periódico local. Como es natural, la noticia llegará a sus
dos hijos que viven lejos y compartirán su consternación con los conocidos. Pongamos ; que sean
unas sesenta personas las que, en mayor o menor' medida, se ven afectadas al enterarse de
que, una vez más, alguien se ha suicidado. ¿Puede usted garantizarme que ni siquiera una de
ellas, una sola, no se encuentra en una situación extremadamente delicada? ¿Alguien que, en su
desesperación, esté a un paso de renunciar a la vida? ¿Y puede usted garantizarme que esta
única persona no se verá animada por la información de su suicidio, que lee por casualidad o le
explican, a hacer lo mismo? ¿Una persona que, quizá, dos meses después habría superado su
crisis actual, recuperado el equilibrio y reconquistado las ganas de vivir si la información sobre
usted no hubiera existido?».
El anciano admitió que no podía darme ninguna garantía al respecto. Por ello, proseguí:
«Usted me ha dicho que ya no es útil para nadie, pero le pido lo siguiente: ¡salve a esa única
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persona para la cual puede ser determinante no resignarse en un momento de melancolía!
¿Quién sabe para quién es útil también esa persona, para qué es importante? Quizá dentro de
diez años esa persona esté en una calle con mucho tránsito y pase una pelota rodando junto a
él, y detrás de ella corra un niño que no repare en los coches. Pero como esa persona está ahí,
en el sitio adecuado en el momento preciso, puede atrapar al niño por el cuello y tirar de él
para salvarlo de un atronador camión que pasa por allí. ¿Pretende usted evitar que algo así
pueda suceder?».
El anciano no lo pretendía. «En tal caso —subrayé—, usted ya habrá salvado a dos
personas, dos, únicamente renunciando a acortar una vida manifiestamente difícil. ¿No es así?
¿Debo seguir con nuestro juego de razonamientos? ¿Debo especificarle para qué es posible
que ese niño sea necesitado, que simplemente siga viviendo, si una persona en una determinada
calle transitada está dispuesta a salvarlo? Quizá, cuando sea mayor se convierta en un gran
investigador y descubra un medicamento contra una horrible enfermedad...»
La cuenta de la moribunda
Un pobre que no roba en unos grandes almacenes contribuye a que este tipo de hurto no
se convierta cada vez más en una falta «bien vista». Un enfermo que sale adelante y no pierde
el coraje de vivir contribuye a que otras personas conserven el suyo. No infligir ni transmitir
el sufrimiento es todo un logro y, sobre todo, una tarea que le corresponde a quien, por
motivos de peso, tendría concedido el derecho a hacerlo. Él, como nadie más, puede demostrar
que también se vive sin hacer uso de ese derecho.
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En mi consulta psicoterapéutica conocí a una mujer de mediana edad. Un día contrajo una
parálisis muscular progresiva imposible de atajar y que se recrudecía con rapidez. Yo estuve a
su lado y, en nuestra búsqueda de la aceptación de lo irremediable, se desarrolló una cercanía
personal entre las dos. Al final, la mujer fue ingresada en un hospital, en lo que fue la «última
estación» de su vida, y llegó el día de mi última visita. Cuando me incliné hacia ella, me susurró
unas palabras al oído. «He abierto una cuenta para usted —murmuró—, una cuenta en Nuestro
Señor, donde voy ingresando rezos para usted.» Le costaba muchísimo hablar, y yo callaba de
pura emoción. La mujer volvió a hacer acopio de fuerzas para decir lo siguiente: «Si alguna vez
se encuentra en apuros, en un caso de emergencia, saque de esta cuenta...».
La mujer falleció y mi vida profesional cotidiana siguió su curso. Todavía pensé en ella
durante un tiempo, pero pronto me vi tan reclamada por las obligaciones del presente, que sus
palabras cayeron en el olvido.
Mi experiencia continuó dos años después, una tarde de otoño en mi casa. Mi marido y yo
estábamos esperando que nuestro hijo, que entonces tenía 12 años, volviera de sus clases de
violín. Las horas pasaban y el niño no llegaba. Esperábamos, y nuestra preocupación aumentaba,
igual que les ocurre a todos los padres cuyos hijos no acuden puntuales a casa. Mi marido
intentó llamar al conservatorio, pero ya estaba cerrado. ¿Qué podíamos hacer? Consideramos
distintas opciones, pero al final nos pareció que lo más razonable era quedarnos en casa.
Seguíamos esperando una explicación inocente al retraso de nuestro hijo. Pero esta esperanza
no se cumplió. Llamaron al interfono y se escuchó una voz por el auricular: «Policía. Abran, por
favor».
En aquel entonces vivíamos en un sexto piso, por lo que entre que abrieron la puerta del
edificio, llamaron al ascensor y subieron a la sexta planta, los agentes todavía tardaron algún
tiempo en llegar a nuestra vivienda. Seguro que sólo pasaron unos pocos minutos, pero aquel
lapso en el que mi marido y yo estuvimos de pie ante la puerta de casa y esperamos
impacientes la noticia me pareció eterna. Un terror frío me invadía) y me oprimía el pecho. Era
como si no hubiera suelo y el miedo me cortase la respiración. Entonces, emergieron desde las!
capas más profundas de mi conciencia las antiguas palabras de aquella mujer marcada por la
muerte, y pensé: «\Ahora sacaré de la cuenta todo lo que haya, retiraré toda la clemencia que
una persona desconocida imploró para mí!». En ese mismo instante, recuperé la calma. La
angustia no había desaparecido, pero podía soportarla. Podía mirar de frente lo que se nos
avecinaba y mis pies volvieron a tocar el suelo.
Afortunadamente, la historia concluyó con un final feliz, porque nuestro hijo sufrió un
atropello que sólo le ocasionó una fractura del hueso de la espinilla, de la que se recuperó a los
tres meses.
88
El cielo sobre las ruinas
Sin embargo, esta (¿irrelevante?) mujer, a pesar de vivir bajo unas condiciones
enormemente limitadas, fue capaz de obsequiarme con un presente que, dos años después,
todavía perduraba y me proporcionó una ayuda real en una situación de extrema urgencia
psíquica.
Nada más lejos de mi intención especular acerca de si, gracias a las oraciones de la
mujer, una fuerza divina socorrió a mi hijo en el lugar del accidente —¿quién puede atreverse
con cuestiones metafísicas de tan alta envergadura?—, pero lo que sí quisiera constatar es que
las caritativas palabras de despedida de la mujer poseían una radiación positiva que no ha
muerto y que, quizá, todavía hoy sirvan de consuelo al lector de la misma manera que a mí me
hicieron recuperar la confianza innata en un momento crucial de mi vida.
¿De dónde pudo sacar esta mujer la fuerza necesaria para, en el umbral de la muerte,
ejercer una influencia benéfica en vez de quejarse y pelearse con su destino? ¿Alzó la vista a
ese pequeño pedazo de cielo que había sobre las ruinas de su existencia y que Viktor E. Frankl
describió en la frase: «Cuántas veces son sólo las ruinas lo que permite alzar la vista al cielo»?
¿Descubrió allí, grabado en letras doradas, que toda vida, por desdichada que sea, tiene un
sentido? Yo creo que así fue.
El ser humano, en tanto que primera criatura de la evolución, tiene la capacidad de decir
«sí», lo cual lo convierte en un caso particular. Esta capacidad no es simplemente la facultad
inversa de decir «no», sino, en cierta medida, su requisito. Porque, de la misma manera que la
sombra no existe por sí misma, sino sólo en combinación con el sol, es decir, como su variante
no soleada; y de la misma manera que el contrasentido no existe por sí mismo, sino sólo en
combinación con el sentido, es decir, como su variante contraria; de esta misma manera,
tampoco existe un no por sí mismo, sino siempre como un no a lo excluido por un sí. Él no es un
espacio vacío. Si he dicho que sí a una conferencia que estoy dando, he dicho simultáneamente
que no a todas las otras conferencias que podría estar dando al mismo tiempo. Si he dicho que
sí a mi profesión, he dicho simultáneamente que no a todas las otras profesiones que también
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podría haber aprendido. Cuando he dicho «sí» a una posibilidad, el «no» atañe al resto de
posibilidades. Por consiguiente, el sí precede al no, como el sol a la sombra y el sentido al
contrasentido; y la capacidad de decir «sí» precede a la capacidad de decir «no».
Por otro lado, los que sólo «pueden» decir «no» son aquellos que caen en un estado de ni-
sí-ni-no, es decir, que no pueden conseguir decir un verdadero «no». Por ejemplo, una persona
que quiere ir a la universidad pero sólo sabe qué carreras no está dispuesta a hacer, carecerá,
para estudiar satisfactoriamente, del «sí» verdadero a una especialidad de su interés,
mientras que para optar por el mundo laboral, carecerá del «no» verdadero a los estudios;
estará nadando entre dos aguas.
Por ello, la logoterapia intenta en gran medida reforzar la capacidad de la persona para
decir «sí». Esta capacidad constituye la base de un «sí a la vida» fundamental y, en casos de
emergencia, de un «sí a la vida pese a todo». Pero ello nos conduce a otra pregunta: ¿hasta qué
punto merece la pena decir sí a la vida? En el ejemplo de la mujer moribunda que abre una
cuenta de rezos, este merecimiento se puede extender hasta el último minuto. Veamos ahora
qué ocurre cuando se trata de los primeros meses y semanas de una vida. También aquí
recurriré a un episodio personal para ilustrarlo.
La precaria situación de la joven embarazada que me vino a ver era tan real como su
90
desesperación. En su pequeño apartamento vivían ya cuatro hijos pequeños y, encima, un
marido sin empleo, de origen mediterráneo, iracundo y alcohólico, que no daba la más mínima
muestra de preocuparse por ella. La pareja había incluso llegado a las manos. Debo confesar
que, tras una larga y exhaustiva conversación con la joven, ni yo misma estaba segura de qué
decisión habría tomado en su lugar; así de oscuro era el futuro de esta familia.
Tanto más sorprendida quedé cuando, el mismo día de nuestra conversación, la joven
volvió a aparecer en mi despacho a pesar de que ya tenía en su poder la confirmación de la
entrevista mantenida, así como el certificado de aprobación médica, y ya podía dirigirse al
hospital para abortar cuando quisiera. Volvió porque, tal como dijo, me había visto interesada y
porque, entre tanto, se había producido un suceso sobre el que quería hablar conmigo. El día
anterior, su marido había encontrado un empleo. Cuando ella volvió a casa después de nuestra
entrevista, él la recibió con esta feliz noticia y le prometió firmemente que también haría algo
para combatir su adicción al alcohol. «¿Cree usted —me preguntó aquella joven mujer en su
segunda visita—, cree usted que esto es una señal de arriba para que tenga el niño?»
En momentos así, los psicólogos tenemos que hablar como personas, y no como expertos, y
por ello respondí, simplemente, como persona: «Si usted lo ve así, será así». Tras algunos
minutos de silencio, llegó su «sí» a la vida del niño.
Todavía seguí orientando a esta familia durante aproximadamente un año, hasta que, en
1977, me trasladé a Munich para incorporarme a mis nuevas obligaciones. En aquel período de
tiempo, el marido se sometió a una cura de desintoxicación y asistió regularmente a las
sesiones de orientación familiar, cosa que dio sus frutos. Gracias a su puesto de trabajo en el
almacén frigorífico de una industria alimenticia, pudo aumentar la despensa de la familia con
comida más barata. Los tres hijos mayores fueron admitidos en una guardería, lo cual supuso
un enorme desahogo para la madre. El hijo que llevaba en su seno se convirtió en un hermoso
bebé y fue recibido con alegría. Casi al mismo tiempo de nacer el pequeño, la familia obtuvo
una vivienda social más grande que esperaban desde hacía tiempo. Después de haber
presenciado la completa desesperación de la joven mujer y, sobre todo, después de que yo
misma llegara a albergar serias dudas respecto al tema del aborto, me quedé asombraba al ver
que todas las piezas iban encajando poco a poco. Hoy casi se impone en mí una idea parecida a
la que aquella joven mujer me planteó entonces: «¿Podría ser una señal de arriba no dudar
nunca de una vida que no ha nacido y de sus posibilidades?».
Hay momentos en la vida en los que hay que adoptar una postura respecto a algo. Por ello,
yo digo aquí, abierta y francamente, que no creo que el aborto o la eutanasia activa sean
soluciones dignas de ser afirmadas. Conozco suficientes argumentos que me desdicen y
conozco el inmenso sufrimiento en ambos contextos y, sin embargo, estoy convencida de que
existen soluciones más dignas. Quien ama al ser humano, combatirá su sufrimiento allí donde
sea posible, pero no le negará el derecho a la vida. Puede que a muchos niños que nacen no les
espere una infancia agradable, y puede que a un enfermo ir? curable no le espere otra cosa
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que el sufrimiento, pero nunca podremos estar seguros de que, tanto al uno como al otro, no le
espera algo más: al niño, un trabajo importante que deberá desempeñar más adelante o una
relación de gran valor que deberá entablar; y al enfermo incurable, una última reconciliación o
un espléndido legado a sus familiares, aunque se trate simplemente de comunicar que, a pesar
de todo, una buena despedida pueda servir de algo.
Ese misterio que desde hace siglos llamamos «el alma» humana y que Viktor E. Frankl
denominó, siguiendo la tradición filosófica occidental, «el espíritu», es algo que no puede
enfermar. Lo espiritual es puro «movimiento», pero no un movimiento en el espacio, sino en el
existir, y un movimiento no puede enfermar. Un movimiento sólo puede tomar la dirección
equivocada y sólo puede ser detenido por la enfermedad de un organismo encargado de
ejecutar dicho movimiento.
Por ejemplo, el amor hacia una persona es un movimiento hacia ella, un movimiento
interior, anímico-espiritual, que sólo encuentra su encarnación espacio-temporal en la
intimidad corporal de ambos amantes. Cuando el amor hacia alguien se acaba o se transforma
en odio, se produce un alejamiento que, según el caso, es tan grande que ya no se conoce a la
otra persona, apenas se le ve, apenas se da uno cuenta de cuándo se le está hiriendo y,
entonces, se le ignora como si no existiese. La fe religiosa es un movimiento, en este caso, de
la inmanencia a la trascendencia (no en vano, hablamos de «cercanía» o «distanciamiento del
Señor» en personas creyentes y no creyentes). Este movimiento también es, por supuesto, un
acto anímico-espiritual que encuentra su equivalente espacio-temporal en el ritual de la misa.
De la misma manera, el interés por una cosa significa balancearse espiritualmente sobre
ella, querer comprenderla, preocuparse por ella. Y, al revés, la falta de interés por algo
significa distanciarse de ello, descartarlo, dedicarse a otras cosas.
Análogamente, el ser humano se mueve hacia sí mismo, lo cual presupone que primero se
ha tenido que separar de sí mismo para, desde una distancia ontológica, poder moverse
precisamente hacia sí mismo. El ser humano es una instancia que valora y es valorada a la vez.
Uno de los dos aspectos] siempre sobresale por encima del otro y, entonces, se produce el
paso de lo que sobresale a lo que no sobresale. Cuando alguien dice: «Sufro tanto con mis
depresiones», las depresiones son un acontecimiento psíquico y, eventualmente, físico] (en
caso de que intervenga un componente endógeno). Pero lo que sufre con las depresiones, a
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saber, el yo espiritual-personal de esta persona, no es por sí mismo depresivo, no está
enfermo, tan sólo padece una enfermedad y debe adoptar una actitud frente a ella. Por ello,
habrá un paciente que dirá: «Sufro tanto con mis depresiones... ¡Pero no me dejaré dominar
por ellas!», y otro que dirá: «Sufro tanto con mis depresiones... que preferiría morir». La
diferencia entre estos dos pacientes no reside en su enfermedad, porque ambos padecen la
misma. La diferencia está en la respectiva actitud espiritual frente a la patología. Una actitud
que, por otro lado, no es sintomática de ninguna enfermedad, sino específica de cada persona.
Por ello, cuando hablamos del paciente mentalmente enfermo, no debemos perder de
vista que todos nuestros esfuerzos por él se aplican en la base de su persona que no está
enferma a pesar de padecer una patología psíquica. Nuestra preocupación se centra en esa
persona cuya libertad de movimiento espiritual se ve cercenada por miedos, depresiones,
neurosis y, sobre todo, por psicosis, pero que es y sigue siendo principal y potencialmente
movible, lo suficiente como para poner en práctica el hecho de ser humana, incluso estando
enferma. Y cuando hablamos de un remedio para el alma enferma, también deberíamos aclarar
que, con nuestros remedios, «estamos limando las asperezas de una gigantesca puerta de roble
que impiden que ésta se abra suavemente, y que, en cambio, es el paciente quien tiene en sus
manos la única llave capaz de abrirla» y, con ella, el poder de decidir si se abre o se cierra a
nuestra oferta de remedios, a los desafíos de su vida y a la abundancia de sentido del mundo
que le rodea. Con ello, y para seguir con la metáfora, a veces también hay «puertas que se
cierran a pesar de girar sin problemas sobre sus goznes». Es decir, no sólo el Homo patiens, el
hombre enfermo y doliente, debe moldear personalmente la enfermedad y el dolor, sino
también el Homo possidens, el hombre que posee salud, felicidad y bienestar, debe
administrar personalmente estas posesiones, y, al hacerlo, puede llegar a un punto en el que
casi no le quede margen de movimiento para poner en práctica su realidad humana.
A modo de conclusión, podemos decir que el estado anímico de una persona nunca debe
manifestarse únicamente en categorías clínicas, sino que ese estado siempre es también el
reflejo clínico de un acontecimiento metaclínico: el de atribuir la persona mucho o poco
sentido a su vida, tanto a sus pérdidas como a sus posesiones.
Con mis indicaciones no pretendo defender bajo ningún concepto las modernas tendencias
según las cuales cada enfermedad encerraría un significado secreto o expresaría algo sobre
una conducta fallida propia que debe ser corregida o sobre una conducta fallida ajena que ha
ocasionado la primera. La materia se crea, se desarrolla y desaparece, ya se trate de la
materia de las estrellas o de la materia del cuerpo humano unida a la situación anímica de la
persona. Toda materia es imperfecta y efímera, y tanto la enfermedad como la muerte no son
otra cosa que manifestaciones prácticas de esta ley. Por supuesto, un estilo de vida insano y un
entorno social y ecológico nocivos pueden aumentar la fragilidad de pueblos enteros. Sin
93
embargo, ni el más sano de los estilos de vida ni el más óptimo de los entornos serían capaces
de conjurar la fragilidad corporal y mental del ser humano. Por tanto, deberíamos guardarnos
de las interpretaciones psicologísticas que pretenden dar un significado a cada enfermedad;
un significado que, encima, se remite a una serie de déficit en la vida de los pacientes que hay
que sacar a la luz para poder comprender correctamente sus enfermedades y combatirlas. Y
también deberíamos concentrarnos preferentemente en ayudar a nuestros pacientes a buscar
y encontrar el sentido de sus vidas no en sus enfermedades, sino a pesar de éstas. Un sentido
que únicamente se descubre ante la persona espiritual que hay en el paciente y que permanece
íntegra e invulnerable ante cualquier fragilidad material.
Para arrojar algo de luz sobre esta problemática, reproducimos a continuación algunos
relatos de pacientes: una mujer me explicó que su hija, que seguía una psicoterapia, tuvo que
llevar una vez a las sesiones dibujos de cuando era PEQUEÑA, probablemente para documentar
los estados anímicos de la infancia. La madre preparó una carpeta repleta de dibujos pero
cuando la hija volvió de la siguiente sesión, sólo trajo los que tenían más colores y eran más
alegres. «La terapeuta se ha interesado por los dibujos grises, oscuros y de trazos rectos y
temblorosos», explicó la hija. «Los otros no los necesita.» Éste es el modelo patológico que la
psicoterapia necesita superar. Si sólo ponemos el acento en las cosas negativas que han
sucedido en la vida de una persona, no nos extrañemos que en vez de cicatrizar, las heridas
curadas se vuelvan a abrir
Otro relato proviene de una mujer que acudió al neurólogo para que le hiciera un
dictamen. Por lo visto, el especialista la trató con extrema frialdad y le preguntó muchas
cosas que confundió y alteró a la mujer. A resultas de ello, se dejó el chal en la consulta.
Cuando volvió para recogerlo, el neurólogo le dijo en tono de burla: «¡Aja! Su subconsciente
indica que le gustaría continuar la conversación conmigo». Mientras me explicaba su relato, la
mujer temblaba atemorizada al pensar que debía hacer una segunda visita a aquel neurólogo.
Así de erróneas pueden ser las interpretaciones…
Conozco a una paciente que se atrevió a cortar un psicoanálisis de larga duración porque
pensaba que volvía a estar psíquicamente estable y podía controlar su vida con sus propios
recursos. El terapeuta la despidió comunicándole que sus deseos de no continuar la terapia
eran temporales y la amenazó diciéndole que! pronto vería lo poco aferrada que estaba a la
realidad y lo poco que tardaría en volver a caer en un «agujero psíquico». Esta amenaza hizo
mella en la paciente y la intranquilizó de tal manera que fue perdiendo lentamente la seguridad
que con tanto esfuerzo había ganado. Estuvo a punto de caer en una depresión real que yo
pude evitar a tiempo con un poco de humor y ánimos. Aunque suene extraño, hay profecías que
se cumplen no porque sean acertadas, sino porque se han profetizado. O dicho de otro modo:
un bisturí olvidado en el estómago siempre es nocivo, tanto en el ejercicio de la cirugía como
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en el de la psicología, donde, desgraciadamente, también puede dejarse olvidado un bisturí
«iatrógeno» en el estómago de la psique del paciente.
Tras estas señales de aviso sobre los remedios nocivos, analizaremos a continuación,
mediante un breve resumen, cuáles son los remedios psicoterapéuticos saludables. La palabra
therapeía, de origen griego, significa «asistencia», y desde siempre es sabido que quien ejerce
una profesión terapéutica (la medicina, la psicología, la cura de almas) tiene que convertirse en
un asistente para las personas amenazadas, para aquellos que se han extraviado, que necesitan
una pequeña escolta, que ya no saben qué hacer y se precipitan inexorablemente al vacío.
La pedagogía psicoterapéutica ha desarrollado hasta hoy tres teorías principales para las
directrices que deben seguir estos «asistentes»:
Estos métodos se han mostrado efectivos, cada uno con sus particulares ventajas, pero
también con sus desventajas de metodología interna.
La revelación del material inconsciente puede resultar curativa a largo plazo. Únicamente
hay que procurar que lo revelado tras el proceso terapéutico de catarsis y elaboración psíquica
vuelva a sumergirse en el inconsciente y descanse allí' en paz para siempre. Si esto no se
consigue, es decir, si, tras.' revelar lo inconsciente, el paciente camina continuamente por la
vida, por así decirlo, al lado de sí mismo, observándose a si mismo desde sus más sutiles
sensaciones, las consecuencias. Pueden ser desastrosas. Esta auto observación
desnaturalizada y compulsiva hace que ya nada se agite en el alma del paciente; o como mínimo,
no se agite el sentimiento espontáneo de un placer de vivir sencillo y no analizado, tal como
corresponde al logro de existir y ser persona.
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Por su parte, los procedimientos sugestivos y persuasivos, además de registrar unos
niveles de éxito elevados a corto plazo, también presentan un hándicap relevante, que se
explica en un paralelismo entre la susceptibilidad de persuasión y la inestabilidad del paciente.
Los indecisos dicen rápidamente «sí», sobre todo cuando el mundo les impulsa a hacerlo (y, la
mayoría de las veces, el mundo les impulsa a algo porque, precisamente, son indecisos, pero
esto es otro tema). Dicen rápidamente «sí», pero raras veces lo asumen, porque no les sale de
dentro, sino que les viene más o menos impuesto.
Ahora bien, cualquier terapeuta protestará si se le dice que impone algo a sus pacientes.
Es innegable que, al aplicar procedimientos sugestivos y persuasivos, está intentando ejercer
una influencia, aunque sea positiva y beneficiosa, sobre sus pacientes. Es precisamente aquí
donde el terapeuta tropieza con la circunstancia mencionada: no se puede influir de manera
apreciable en personas decididas y estables, pero las personas que, por ser indecisas e
inestables, son influenciables, siempre vuelven a claudicar, ya sea bajo una influencia extraña o
contraria, ya sea por su propia resistencia interior a lo que exteriormente han dicho «sí». Es
decir, el arte del terapeuta para persuadir y convencer fracasa, no pocas veces, justamente
en aquellos pacientes que son fáciles de persuadir y convencer por cualquiera y en cualquier
momento.
Como vemos, todas las teorías psicoterapéuticas tienen sus luces y sus sombras, sus
posibilidades y sus límites.
En la disciplina logoterapéutica hay mucho de los métodos descritos antes, pero, con el
aspecto añadido del sentido, se introduce un elemento que trasciende al individuo y a todas
sus debilidades psíquicas y corporales. Se tiende un puente que va del espacio clínico al
metaclínico, con unos pilares que se erigen del espacio metaclínico al metafísico.
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logoterapia piensa que no sólo se puede revelar lo inconsciente, sino también lo no reconocido,
concretamente, las perspectivas de sentido no reconocidas que trastocan la percepción de la
situación general del paciente. Respecto a los métodos sugestivos y persuasivos, la logoterapia
opina que no es asunto del terapeuta convencer a nadie de nada, sino que es el asunto en sí lo
que es capaz de convencer a una persona; el asunto lleno de sentido es el que debe hablar por
sí mismo. Finalmente, en lo que a los métodos de entrenamiento y ejercicio se refiere, la
logoterapia sostiene que cualquier predisposición al entrenamiento desemboca en una
pregunta: ¿para qué merece la pena lograr el objetivo del entrenamiento? La persona quiere
saber para qué necesita conseguir la transformación que hay que lograr y ejercitar: ¿para
hacer qué? ¿Para ser quién? ¿Ser quién para quién? Si lo sabe, reunirá antes la enorme
autosuperación necesaria que, finalmente, es el precio que hay que pagar para hacer realidad
un sentido o un valor.
Veamos un último ejemplo. Una vez me presentaron a un señor mayor, de aspecto robusto
pero profundamente deprimido. Sus amigos me dijeron que hacía siete años que todo le iba
mal. Desde la muerte de su esposa se había vuelto pesimista, había reducido todas sus
actividades y ya no mostraba interés por nada. Los amigos lo habían intentado todo para
levantarle la moral y distraerlo, pero la situación fue de mal en peor. Decían que ya no se movía
de casa y me preguntaron si creía necesario el ingreso en una clínica. Yo observaba al paciente
con interés. Tenía una mirada despierta, pero nublada por el sufrimiento. No gesticulaba, como
si quisiera decir: «No me puede ayudar nadie». No le faltaba razón, porque nadie podía
devolverle a su mujer, a la que tanto debía haber amado. Estaba muerta, pero su amor hacia
ella pervivía. Mientas observaba al paciente, noté que ese amor podría ser una pequeña llave
dorada que, con la ayuda de su mano o su alma, abriría la inmensa puerta por la que saldría la
depresión y la desesperanza con sólo encontrar la cerradura adecuada.
Entonces, tomé la palabra: «Sea como fuere, usted influya en todo lo que su mujer ha
dejado atrás, en las huellas que ha dejado en este mundo». El paciente prestaba atención. Su
mirada parecía más despierta. «¿Puedo influir en ello?», preguntó. «En parte, sí —respondí—,
porque de usted depende que su esposa deje atrás un montón de ruinas, un hombre totalmente
roto cuya visión haga pensar en privado a la gente que lo mejor para usted hubiera sido no
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haber conocido nunca a su mujer. O de usted depende también que ella deje atrás a un hombre
que irradia felicidad, que camina con la cabeza bien alta, y que todo el mundo confirme lo
beneficioso que fue para él el antiguo amor de una mujer única...».
«Dios mío —se lamentó el paciente agarrándome de la manga—. Pero ¿qué estoy
haciendo? ¿Qué le estoy haciendo?» Animado por la nueva perspectiva que se le abría, el
hombre se levantó y empezó a caminar de un lado a otro. Poco a poco fue cobrando ánimos y
nos explicó, a mí y a sus amigos: «Nunca había reparado en ello, pero es cierto. Tengo que
demostrar lo extraordinaria que fue y que sólo ha podido dejar cosas buenas. Los lugares por
donde ha pasado deben convertirse en campos de flores de alegría y no en mares de lágrimas.
Ahora sé cuál va a ser mi labor a partir de hoy». Con estas palabras, el paciente se despidió y
dejó atrás, como primer acto de una vida reparada y recuperada, a una terapeuta aliviada que
presenció agradecida cómo la llave dorada del espíritu humano había encontrado la cerradura
adecuada al dar forma a un sentido en una situación extraordinariamente delicada.
Es erróneo pensar que los enfermos se sienten bien cuando reciben toda la dedicación del
mundo, cuando los médicos y familiares se congregan a su alrededor y cuando los terapeutas
escuchan sus lamentos con empatía profesional. Todo ello no bastará mientras la dedicación
recibida no sea devuelta por los enfermos mediante la adopción en su entorno de una tarea
llena de sentido, por pequeña que sea. En 1987, Michael Utsch presentó en el departamento de
psicología de la Universidad de Bonn una excelente tesina de licenciatura. En su elaboración
participaron sesenta enfermos graves de apoplejía que fueron dados de alta en observación y
a los que se les preguntó si podían aceptar positivamente su situación de sufrimiento agudo y
qué factores contribuían a esa aceptación. Los resultados fueron sorprendentes. La
aceptación de la situación de sufrimiento se producía principalmente en aquellos enfermos que
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—literalmente— «se entregaban a sus familiares con interés y apoyo» y no en aquellos cuyos
familiares eran los que se entregaban a ellos. Al contrario: estos últimos desarrollaron
enseguida el desagradable sentimiento de ser una carga para su entorno.
No hemos venido al mundo para ser amados, sino para amar, tanto a los vivos como a los
muertos. Este es el mensaje que nos legó Viktor E. Frankl y que constituye la piedra angular de
su logoterapia.
Viktor E. Frankl no sólo fue un médico genial con un fabuloso olfato psicoterapéutico.
También tuvo el privilegio de esbozar un principio filosófico de la vida que se asienta
asombrosamente cerca de lo que es el «pulso de la creación». Más adelante hablaremos de por
qué esto es así. De momento, baste indicar que la «Creación» tiene lugar prácticamente cada
día en la vida de todos y que, por ello, el esbozo del principio vital de Frankl es el más
adecuado para sentar las bases de una contribución dirigida a un futuro y un pasado
venturosos.
99
nunca podemos renunciar a ellos. Lo Otro absoluto se encuentra más allá de nuestro horizonte.
Por consiguiente —tal como Viktor E. Frankl describió de manera sublime—, el futuro
está lleno de nada: lleno de posibilidades que todavía no han llegado a ser, que todavía son
efímeras y perecederas, y que, algún día, la muerte borrará inevitablemente de un plumazo si
no han sido llevadas a la verdad —al menos histórica— a través del umbral del presente
mediante el acto de la realización. Frente a esto, el pasado está lleno de ser: lleno de
contenidos realizados, de vida vivida, de actos consumados, de alegrías experimentadas y de
sufrimientos padecidos; de todo lo que ya no se puede deshacer, ni siquiera un ápice. Lo que ha
llegado a ser está a salvo de la anulación y protegido ante la extinción. Ser, en la forma
especial de «lo que ha sido» significa, sin exagerar, «ser eterno». Un futuro lleno de nada, un
pasado lleno de ser y, en medio, un umbral divisorio a través del cual lo primero (lo posible) se
transforma en lo segundo (lo real)... ¡Si esto no es «pura Creación»! Viktor E. Frankl escribió al
respecto:
[...] ¿Qué es exactamente este «llevar al ser», al pasado? Es, finalmente, extraer de la
nada, de la nada del futuro.
Ahora comprendemos también por qué [...] todas las cosas son tan fugaces. Todo es
«fugaz» porque está en fuga, en fuga de la nada del futuro al ser del pasado. Como en un
horror vacui, un terror al vacío, todo teme al vacío del futuro, todo se fuga de esta nada y se
precipita en el pasado y en su ser. Pero todo se estanca y se estrecha ante el desfiladero del
presente, y «todo espera impaciente la redención» [...] La redención que le corresponde a todo
en tanto que —como acontecimiento— pasa a ser pasado con la desaparición o —como vivencia
100
y decisión nuestras— es introducido por nosotros en la eternidad.8
En este punto de vista queda manifiesto que nosotros, los seres humanos, somos parte
activa en la «extracción de algo desde la nada». Día a día, elegimos posibilidades del conjunto
de futuros de lo que «todavía no es» y las hacemos realidad en el ser pasado, perpetuado y
realmente eterno.
Por ejemplo, un día frío de finales de invierno vemos a un mendigo en la calle, acurrucado
en una esquina. Las posibilidades empiezan a parpadear en nuestra mente, nos rodean con su
danza y nos empujan hacia la puerta salvadora del presente. «Pasar deprisa e ignorar», dice
una posibilidad. «Pasar deprisa y echar dinero», dice otra. «Detenerse y hablarle», dice una
tercera. «Detenerse y escupirle», dice una cuarta. «Ir a buscar una rosa y dejársela en el
sombrero», dice una quinta, y así sucesivamente, como queramos llamarlas. Lo decisivo es que
sólo una de ellas será la elegida y obtendrá el permiso para entrar en el indestructible reino
del pasado. Las otras quedarán suspendidas en la nada, a la espera de otras posibles
oportunidades y condenadas, finalmente, a la extinción. ¿Quién determina cuál es la elegida?
El invitado a contribuir a la Creación no es otro que el hombre de a pie que pasa por esa
esquina. En cualquier momento consciente de nuestras vidas podemos (¿y debemos?) meter
cucharada en la nada, extraer una posibilidad entre muchas y verterla en el ser, donde todas
las verdades se consolidan para siempre. Ignorar, hablar, dar dinero, escupir, ofrecer una
rosa... Lo que se elija quedará definitivamente «archivado» allí, en la verdad (al menos
histórica), cuando el mendigo, la esquina de la calle y nosotros mismos nos hayamos reducido a
polvo.
8
Viktor E. Frankl, Der Wille zum Sinn, Munich, Piper, 1997, 4a ed., pág. 53 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 1991).
101
nuestra ayuda—; que la indiferencia es, por así llamarla, un pecado, por mucho que se esconda
detrás de esa máscara.
Para ilustrar lo inculcada que tenemos esta idea, echaremos una breve ojeada a la teoría
de la evolución elaborada por Charles Darwin y ampliada actualmente con los resultados de la
moderna investigación genética. Los biólogos dan por sentado que toda la evolución de la vida
en nuestro planeta descansa sobre dos pilares: la mutación (cambios fortuitos en el material
genético) y la selección (conservación y transmisión de estos cambios fortuitos). La propia
cultura, civilización y socialización humanas provendrían y estarían invariablemente sometidas
a esta misma forma de evolución. Adolf Heschl, uno de los científicos de la evolución más
importantes, escribió lo siguiente:
Dado que las mutaciones genéticas no dirigidas representan, también en los organismos
pluricelulares complejos, la única posibilidad de avanzar en el proceso de la verdadera
adaptación, todas las ideas magníficas que ha gestado a lo largo de su vida nuestro realmente
complicado cerebro individual no tienen nada que ver con la obtención de conocimiento.9
Siendo así, es posible que los filósofos no se muestren del todo de acuerdo, pero no cabe
duda que, durante períodos interminables, fue realmente la pareja «intento-error» la que
produjo organismos capaces de vivir y sobrevivir. Sin embargo, a mí me parece que estas
consideraciones sobre la teoría de la evolución descuidan generalmente un aspecto. No son
dos, sino, de hecho, tres los pilares sobre los que la llama de la vida va saltando de generación
en generación: dos explícitamente citados y uno implícitamente entrelazado. ¿Por qué?
Supongamos que hubo una época en la que varias familias de conejos grises migraron a las
tierras glaciares del norte, donde sobrevivían con más pena que alegría. Entre los numerosos
enemigos y la escasa oferta alimenticia, los conejos estaban condenados a la extinción. Pero la
madre Naturaleza tiró los dados y, mediante mutaciones, hizo aparecer unos conejitos con
pelaje a manchas marrones, otros con reflejos azulados y otros casi blancos. Como se sabe, las
mutaciones no responden a ninguna intención. Son hijas directas del caos, es decir, que pueden
mejorar o empeorar arbitrariamente las circunstancias internas o externas de las criaturas
que ellas mismas han inventado. Su importancia reside, por así decirlo, en la enorme variedad y
cantidad de ladrillos que ponen a disposición del arquitecto selección, quien elegirá los de
mayor calidad. Por tanto, las mutaciones no depararon sorpresas agradables a todos los
9
Adolf Heschl, Das intelligente Genom, Berlín, Heidelberg; Springer, 1998, pág. 350.
102
conejos antes mencionados. Los de manchas marrones y los de reflejos azulados llamaban la
atención por su pelaje y fueron devorados enseguida. No quedó ninguna huella de ellos en el
norte. Otro destino tuvieron los conejos de pelo casi blanco: de repente, se encontraron
perfectamente camuflados. En caso de peligro, no tenían que buscar ningún agujero donde
refugiarse, sino que les bastaba con acurrucarse en la nieve para –invisibles- no ser
molestados. Ello les proporcionaba una ventaja excelente que, si bien no aumentaba la oferta
alimenticia, al menos reducía drásticamente la amenaza de enemigos hambrientos. Estos
conejos evolucionaron hasta convertirse en las liebres que hoy conocemos.
Volvamos ahora al factor selección. Al contrario que las mutaciones, la selección no es hija
del caos y nada está más lejos de ella como la casualidad. El hecho de que, en las tierras
nevadas, la selección escogiera y prefiriera inequívocamente la mutación «pelaje casi blanco»
de entre las variantes disponibles, era un acontecimiento guiado por un criterio o,
personificando la expresión, deliberado. Allí imperó una «obligación innata» que había
«encomendado» a la selección elegir, entre la abundancia de ofertas disponibles, todo aquello
que
— Favorezca la vida,
— Proteja, defienda,
— Abra oportunidades,
— Conserve la existencia,
— Amplíe horizontes,
Todo ello se cumplía a la perfección para el pelaje casi blanco, pero no para el de manchas
marrones o el de reflejos azulados, por lo que la siguiente generación de conejos nació con ese
primer color y no otro. En resumen, la selección por sí misma y sin su criterio de selección no
sería nada, una tirada de dados más sin premio. Una selección cualquiera sólo se convierte en
una selección llena de sentido que impulsa constructivamente la evolución (en nuestro ejemplo,
la de una especie animal) si está asociada a esa «obligación innata» que desde siempre ha
actuado y pensado a favor del «sí a la vida». Ello confirma nuestra hipótesis de que toda la
evolución proviene del trío criterio de selección — mutación — selección, y no del dúo mutación
— selección, como se explica en la mayoría de los libros de texto. En vista de ello, el criterio
puede ocupar con todo derecho el primer lugar del trío, porque sin esa voluntad original del «sí
a la vida», la dispersión fortuita de mutaciones sería irrelevante, por no hablar de cualquier
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selección posterior. El juego de azar con el color del pelaje de los conejos que, de nuevo sobre
el camino de la selección, ha llevado al establecimiento de un color de camuflaje, sólo tiene
sentido bajo el criterio de que «los conejos puedan aspirar a una oportunidad, incluso en las
tierras heladas del norte». Pero como el propio criterio, esa «obligación innata» que, como
hemos explicado, está orientada a la vida, a su conservación y a su impulso, no puede tener a su
vez mejor definición que él desde siempre venerado término «sentido» («en el principio era el
sentido»), resulta que únicamente el logos mueve a la «mutación» y a la «selección», los
potentes motores de la creación, los cuales, sin el sentido, enmudecerían como máquinas sin
esencia. O dicho al revés: el «sentido» es lo que mantiene viva a toda la evolución, porque ha
«programado» («inspirado») en ella la renovación lúdica y el apoyo inteligente, lo cual preserva
al ser de hundirse en la nada y guía cuidadosamente a los portadores del ser en su penoso
camino a través del espacio y el tiempo de un frágil mundo terrenal.
Imaginemos a una mujer que tiene distinta posibilidades, seguir estudiando, incorporarse
a un puesto de trabajo, hacer las tareas domésticas a su padre o concebir un hijo ¿No sería un
poco como el pelaje marrón? La mujer no crea ella sola sus posibilidades de seguir estudiando
se la ofrecen la sociedad donde está inmersa, así como sus posibilidad de incorporarse a un
puesto de trabajo se la permite la situación económica de su país y sus capacidades
profesionales. La capacidad de ser útil a su padre deriva de la situación especial de su familia
de origen, así como de sus habilidades domésticas. La opción de quedarse embarazada se la
proporciona un organismo sano y sus contactos con los hombres. La mayor parte de estas
posibilidades depende de premisas casuales. Del mismo modo, la mujer también podría haber
nacido en un país y un pueblo sin perspectivas educativas o profesionales, o podría haber sido
huérfana o estéril. Por supuesto, en cada caso se le abrirán ciertas posibilidades... ¿Pero
cuáles! ¡Cuántas veces nos quejamos de lo injustamente repartida que está la suerte de las
personas! El caos carece de moral (comprensible).
Sólo con las posibilidades que la citada mujer posee ya se habrá abierto un nuevo capítulo
en su historia. Sabemos que las posibilidades se quedan en nada mientras no se realizan. Pero,
pronto, la mujer meterá la cuchara de la cocreación en el cuerno de la abundancia y extraerá
una posibilidad: la posibilidad escogida que se fuga del horror vacui y se funde en el ser
eterno. ¿No sería este proceso de decisión comparable con las selecciones naturales de la
evolución? Supongamos que la mujer se decide a incorporarse a ese puesto de trabajo que la
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está llamando. Su carrera laboral empieza en la realidad. ¿No sería un poco como el pelaje
blanco? Renuncia a continuar los estudios, paga a una asistenta para que ayude a su padre y
abandona la idea de una temprana maternidad. Tres posibilidades mueren al mismo tiempo. ¿No
serían un poco como el pelaje gris, marrón o azulado que condena a los conejos a desaparecer
en el norte? Otra vez es como si toda nuestra evolución personal dependiera de este tipo de
decisiones —«selecciones» conscientes o inconsciente tomadas ante las posibilidades
existentes -Nuestras condiciones y sus «mutaciones- y otra vez debemos pasar del supuesto
dúo al trío. Seguramente, la mujer de nuestro ejemplo no ha apostado a ciegas por una de las
cuatro suertes. Antes se lo habrá pensado y se habrá preguntado seriamente qué posibilidad
estaba obligada a elegir y, por fortuna, esta «obligación» no se ha impuesto externamente,
sino que proviene de su mejor saber y conciencia. Había un «criterio de selección» a partir del
cual la mujer ha decidido, y, afortunadamente, este criterio era el sentido. Ese sentido de la
situación que, como ya hemos dicho,
— Favorece la vida,
Si la mujer ha elegido entre las mutaciones de sus condiciones siguiendo el criterio del
sentido, la elección habrá sido óptima y, en consecuencia, hará que prospere en la vida.
Naturalmente, el criterio del sentido también puede equivocarse o ser denegado en la mini-
libertad que los seres humanos tenemos adjudicada. En ese caso, también se llevarán a cabo
«selecciones» en el umbral del presente, pero la norma en función de la cual éstas se producen
se desvía del logos, de la «obligación innata». Por algún capricho momentáneo, la mujer del
ejemplo podría decidir quedarse embarazada sin actuar con la previsión necesaria para el hijo.
Por puros cálculos económicos, podría mudarse a casa de su padre y especular con el dinero de
éste. También podría imponerse unos estudios en el momento equivocado y a costa de otras
personas. El miedo, el egoísmo, las ansias de poder, etc., son estímulos intensos que hacen
elegir la opción contraproducente de entre el conjunto de posibilidades, pero no consiguen
nada bueno. Si no existe una consonancia con la línea de la creación, la vida no da resultado,
tanto la de los conejos, como la de los hombres. En el norte sólo sobreviven los conejos de
pelaje blanco... En la libertad sólo los seres orientados al sentido avanzan hacia su más elevada
determinación.
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ansiar muchas cosas, muchas más de las que se nos ocurren de golpe bajo el bloqueo de una
preocupación psíquica. Muchas cosas podrían ser totalmente distintas de lo que son, incluido el
propio yo, en lo positivo y en lo negativo. Y la casualidad, ese inmemorial «generador de
mutaciones», también está autorizada a participar, porque —¿quién sabe?— quizás ella escribe
con letra divina lo que nosotros, simplemente, somos incapaces de descifrar. «La casualidad es
el lugar donde anida el milagro...», dijo Viktor E. Frankl con clarividencia profética.
Cuando, al final, los pacientes han aprendido a moverse en el reino de lo posible, se les
instruye en el arte de la «exploración». Aquí se enciende la luz del criterio de selección que
«en el principio era» y que siempre permite volver a empezar en la vida más difícil y en la
situación más complicada. ¿Cuál es la posibilidad más preciada, digna y llena de sentido con la
que un paciente se encuentra en la situación individual de su vida? ¿Cuál es esa posibilidad por
la que merecería la pena, en un acto heroico de realización, entrar a formar parte de su
historia? Y, por cierto: ¿cómo podía ser que los defensores de la ideología de la
autorrealización (Abraham Maslow y otros) insistieran en que el hombre hiciera realidad
absolutamente todas sus posibilidades, tal como se explica, por ejemplo, en los textos de la
psicología humanista? ¿Todas las posibilidades? ¿Incluido matar, robar o engañar? ¿Acaso la
evolución ha permitido que se desarrollaran todas sus mutaciones? ¡No, la selección es un
deber indispensable!
Para nosotros, los seres humanos, esto significa renunciar voluntariamente a lo agradable
y fácil allí donde lo que tiene sentido reclama lo desagradable y difícil. Ello supone un logro que
lleva a la curación al 90% del conjunto de enfermedades psíquicas y trastornos de la
personalidad. No es fácil ni agradable para el angustiado salir de su refugio, ni para el adicto
luchar por la abstinencia, ni para el histérico repartir dedicación en vez de reclamar justicia,
ni para el enfermo psicosomático revisar su estilo de vida, ni para el conflictivo intentar ser
paciente y tolerante ni para los que guardan luto reconocer en su dolor un motivo de
agradecimiento. Todo esto no es ni fácil ni agradable para ellos, pero los pone a salvo en un yo
consciente de sí mismo con el que —al final— podrán sentirse satisfechos.
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transforma en la realidad —definitiva— que permanecerá a salvo, inalterable e indestructible,
en la verdad eterna, porque con ella se alcanza el ser desde la nada. Con esta filosofía de la
vida como telón de fondo podemos afirmar sin titubeos nuestra existencia humana, a pesar de
sus deficiencias, su dependencia de la gracia divina y su transitoriedad.
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