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CONSTRUYENDO SIDENTIDADES

Estudios desde el corazón


de una pandemia

por
R i c a r d o L la m a s
(comp.)

A ct U p, L. Bersani, D. Bergm an,


J. Butler, M. Celse, R. Llamas,
P. M angeot, S. W atney, J. Weeks

m
sigto
veintiuno
editores

M É X IC O
ESPAÑA
siglo veintiuno editores, sa
CERRO DEL AGUA, 248. 04310 MEXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, sa


a PLAZA, 5. 28043 MADRID. ESPAÑA

Primera edición, junio de 1995


© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.
Calle Plaza, 5. 28043 Madrid
© Los autores
DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
Diseño de la cubierta: Pedro Arjona
Fotografía de la portada: Andrés Senra
ISBN: 84-323-0891-9
Depósito legal: M. 22,006-1995
Fotocomposición: EECA, S. A.
Parque Industrial «Las Monjas». C / Verano, 38
28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jarama (Madrid)
ÍN D IC E

PRESENTACIÓN.................................................................................................................. IX

PRIMERA PARTE
CONSTATANDO UN ESTADO DE COSAS

EL ESTADO N O ES INOCENTE ....................................................................... 3


La Radical Gai: «El Ministerio tiene las manos manchadas de
sangre», 6.
Radical Moráis: «Diez años de cárcel», 7.

LAS INVERSIONES SEXUALES, Judith Butler............................ 9


I. LA VIDA, LA MUERTE Y EL PODER..................................................... 12
II. EL SEXO Y LA SEXUALIDAD................................................................... 16
III. LA IDENTIDAD CONTEMPORÁNEAEN LA ERA DE LA EPIDE­
MIA 20

LA SOCIEDAD QUIERE ESPECTÁCULO .......................................... 29


Radical Moráis: «Mil putas», 31.
Radical Moráis: «4 lesbianas», 32.

EL ESPECTÁCULO DEL SIDA, Simón Watney........................... 33


I. LA «VERDAD» SOBRE EL SIDA............................................................... 33
II. EL GOBIERNO DEL ÁMBITO DOMÉSTICO........................................ 38
III. EL CUERPO HOMOSEXUAL................................................................... 44
IV. EL ESPECTÁCULO DEL SIDA.................................................................. 47

CELEBRAMOS LOS SACRIFICIOS ........................................................ 55


Radical Moráis: «Ciclo de la solidaridad», 58.
Radical Moráis: «Causa de muerte», 59.
EL SIDA Y SUS FICCIONES, Philippe Mangeot.......................... 61
SEGUNDA PARTE
BUSCANDO NUEVOS LENGUAJES

DEJAMOS DE CONTAR MENTIRAS ............................................................. 73


Radical M oráis: «¿Lo sabe tu médico?», 76.
La Radical Gai: «C uadrados de látex», 77.

¿ES EL RECTO UNA TUMBA?, Leo Bersani................................ 79

CÓMO MOTIVAROS SIN REGAÑAROS ............................................. 117


La Radical Gai: «¡Tú eliges!, 120.
La Radical Gai: «La P rim era Revolución!», 121.

LARRY KRAMER Y LA RETÓRICA DEL SIDA, David Bergman.. 123

«EL CUERPO N O TIENE LA CULPA DE NA» (MARTIRIO)........ 147


N exus: «28-junio-1993», 150.
Lesbianas Sin D udas: «l-diciem bre-1994», 151.

LA REC O N ST R U C C IÓ N DEL CU ERPO HOM OSEXUAL


EN TIEMPOS DE SIDA, Ricardo Llamas.................................... 153
I. LA REDUCCIÓN AL CUERPO COMO PRINCIPIO DE SUJE­
CIÓN.............................................................................................................. 153
II. LOS PRECEDENTES DEL CUERPO HOMOSEXUAL....................... 154
III. LA PROLIFERACIÓN DE NUEVOS CUERPOS................................. 156
IV. LA CONSTRUCCIÓN DE UN “CUERPO HOMOSEXUAL” ........... 159
V. LOS EFECTOS PERNICIOSOS DE LA REDUCCIÓN AL CUERPO.. 166
VI. EL SUJETO QUE TRASCIENDE EL CUERPO..................................... 170
VII. LA CONTAMINACIÓN HOMOSEXUAL DEL CUERPO CON
SIDA............................................................................................................... 174
VIII. LA SUBJETIVIDAD DESDE EL CUERPO PARA ACABAR CON EL
SIDA............................................................................................................... 185

TERCERA PARTE
REDEFINIENDO EL PACTO

RESTABLECEMOS EL PLURALISMO, RECONOCEM OS LA


DIFERENCIA ............................................................................................. 193

K.ulic.il Moráis: «Drogas N O », 196.


( . .iy Mcn’s Health Crisis: «Homophobia Kills», 197.
VALORES E N U N A ERA DE IN C ER TID U M B R E, Jeff rey
Weeks................................................................................................. 199

I. SOBRE LOS DIFERENTES ENFOQUES DE LA SEXUALIDAD........ 203


II. SENSACIÓN DE FINAL............................................................................. 208
III. IDENTIDAD Y SOCIEDAD, UNA VEZ MÁS......................................... 214
IV. POR UNA ÉTICA DEL PLURALISMO MORAL.................................... 217

CONSTR UIMOS LA COM UNIDAD .............................................................. 227


Radical Moráis: «Casos de sida según la práctica de riesgo», 230.
Act Up-París: «Die In», 231.

SIDA: LUCHAR CONTRA LA HOM OFOBIA, Michel Celse... 233

I. UNA CONSTATACIÓN DE DESIGUALDAD ANTE EL IMPERA­


TIVO DE ADOPCIÓN DE UN MODO DE VIDA SEGURO................ 235
II. EL GUETO INVISIBLE DE LOS MARICAS QUE SE IGNORAN O
QUE SE DETESTAN...................................................................................... 242

ACTUAMOS DE MANERA COLECTIVA ......................................... 249

Act Up-París: «Sida: 750 000 muertos. La Iglesia quiere más», 253.
Act Up-París: «El entierro político de Cleews Vellay», 253.

U N A N UEVA IDEA DE LU CH A C O N TR A EL SIDA, Act


Up-París.................................................................................................................... 255
I. ENTRE ACTIVISMO, GRUPO DE PRESIÓN Y MILITANCIA........... 261
II. EL COMBATE POR LAS COMUNIDADES............................................ 264
III. EN TORNO A LA LUCHA CONTRA EL SIDA...................................... 267

EPÍLO G O

Q U IN C E MEDIDAS DE EM ERGENCIA C O N TR A EL SIDA,


Act Up-París.................................................................................................................. 273

BIBLIOGRAFÍA 283
PRESENTACIÓN

Este libro no suscribe esos postulados obscenos según los cuales, al­
ternativam ente, el sida habrá contribuido a la excelencia artística de
creadores m ás bien m ediocres, carentes hasta la llegada del v ih de esa
dim ensión vertiginosa que la posible inm inencia de la m uerte inspira,
o bien habrá im pulsado la investigación sobre los retrovirus y la in ­
m unología, y habrá hecho avanzar la ciencia básica a velocidades im ­
pensables hasta hace poco m ás de una década, o bien, entre otros
m uchos argum entos, habrá logrado que los hom osexuales se cuestio­
nen u n estilo de vida frívolo y u n abandono irresponsable a placeres
inm orales y accedan, por fin, a una posición socialm ente respetable y
a u n estatuto ju rídico condescendiente con su “diferencia”.
Efectivamente, el sida nos habrá ayudado a arrojar algo de luz so­
bre los oscuros vínculos que existen entre la enferm edad y la m uerte,
po r u n lado, y la m iseria, el desarraigo y la opresión, p o r otro lado.
O las siniestras relaciones entre la investigación científica y la moral.
O entre la epidem iología y la política. En lo que a m í respecta, la
com prensión de dichas conexiones no responde a una inquietud inte­
lectual, sino a u n im perativo ético. C ualquier reflexión sobre el sida y
cualquier actuación al respecto deben establecerse com o objetivos la
contención de la expansión del v i h , la mitigación de los efectos del vi­
rus en las personas que lo portan y la consecución de una victoria fi­
nal sobre la pandem ia, es decir, una curación y una vacuna universal­
m ente accesibles. Y, al revés, tales objetivos deben im pulsarnos a la
reflexión y a la actuación en cu alq u ier ám bito de nu estra com p e­
tencia.
En el m om ento en que escribo esta presentación, el Estado espa­
ñol tien e la tasa de in cid en cia relativa de sida m ás alta de to d a
Europa (com unitaria o ex socialista, rica o pobre, occidental u orien­
tal, católica o p ro testan te...). U na tasa de más de 750 casos por m i­
llón de h ab itan tes, p o r encim a de países con u n a incidencia alta,
como Suiza (555), Francia (529) o Italia (400), y muy lejos de las ci­
fras de los Países Bajos (203), Portugal (199), Bélgica (165), Reino
Unido (162), Alemania (141), Irlanda (113), Grecia (92), Noruega
(91), Hungría y Croacia (15)..., cifras de la Organización Mundial de
la Salud a 30 de junio de 1994. Estamos hablando de 29 520 casos
acumulados hasta el final de ese año. De ellos, 4 657 (el 15% aproxi­
madamente) se declararon ese mismo año; más de 12 nuevos casos de
sida cada día» No olvidemos una particularidad exclusiva del sistema
de recuento de casos de sida, que consiste en agrupar en una sola ci­
fra a las personas con sida (es decir, que viven con sida) y a las perso­
nas muertas de sida. Entre unas y otras, estadísticamente (y, quizás
simbólicamente) no se establecen diferencias.
Si en Europa tan sólo en Francia se ha dado un número de casos
superior al registrado en España, a nivel mundial, los países con cifras
absolutas más altas y con una velocidad de progresión más alarmante
pertenecen al continente americano (Brasil y Estados Unidos) y al
continente africano (Uganda, Tanzania, Malawi, Kenia, Zambia y Zim-
baue). En conferencias internacionales se señala también que la “ex­
plosión asiática” está aún por llegar. Estas comparaciones no preten­
den señ alar u n a p a rtic u la rid a d española “te rc e rm u n d ista ” con
respecto al usual marco de referencia histórico, económico o cultural,
aunque determ inados factores de “diferencia” (quizás más absoluta
que comparativa) serán apuntados cuando ello sea relevante, sino
que, fundamentalmente, pretenden poner de manifiesto la mayor gra­
vedad que, en contextos de pobreza, presenta la situación, así como la
ineludible responsabilidad de los países ricos en la contención de la
pandemia a nivel mundial.
Dos breves reflexiones acerca de los datos estadísticos que acabo
de presentar. Una. Estos datos provienen de organismos oficiales, a
menudo acusados por asociaciones de base de maquillar las cifras a la
baja, bien sea por razones de imagen a nivel internacional o por cues­
tiones internas de trascendencia política o electoral. La fiabilidad de
los datos que presentan los países más pobres es particularm ente
cuestionable, tanto por la inexistencia de medios adecuados para el
establecimiento de un diagnóstico preciso, como por la falta de datos
y el retraso en la notificación de éstos; factores que se añaden a los ya
m encionados. En totlo caso, el núm ero de personas posiblem ente
portadoras del vil i responde en todos los países a puras especulacio­
nes, y es aquí donde las estimaciones de unas y otras fuentes difieren
de manera más significativa.
Dos. Todas las personas muertas, todas las personas enfermas, to­
das las personas portadoras deben estar presentes en cualquier refle­
xión. Ahora bien, es necesario constatar la celeridad con que las esta­
d ístic a s se q u e d a n o b so le ta s. Ello no su p o n e q u e las cifras
mencionadas deban ser relegadas al estatuto de datos en vías de cadu­
cidad, y por lo tanto ignoradas y sustituidas por las últimas disponi­
bles. Tenemos, claro está, que conocer y utilizar los datos más recien­
tes, pero conviene, sobre todo, ponerlos en relación con los que
teníamos antes. Espero que al cotejar los datos que teníamos con los
que aquí recojo, o éstos con los que ya les suceden, se haga más evi­
dente la urgencia del problema. Y ello pese a que los efectos del sida
en cuanto a dolor, impotencia o rabia son, desde el primer caso, in­
conmensurables y, en todo caso, más que suficientes. De cualquier
modo, contra la precaria vigencia de las cifras, este libro pretende esta­
blecer la pertinencia de los análisis compilados. Unas reflexiones que,
desgraciadamente, no veremos caer en la obsolescencia a corto plazo.
En todo caso, para ilustrar este último punto y para acabar ya con
las cifras, a 31 de marzo de 1995, el número total de casos en España
(y son datos siempre provisionales) asciende a 31 221, y la Lasa por
millón se siLúa en 805,8. Dicha Lasa sube a 1 604,8 / millón en Ma­
drid, donde se concentra el 25,2% de Lodos los casos de sida. La úl­
tima acLualización de las cifras correspondientes a 1994 eleva el nú­
mero tolal de casos regisLrados ese año a 5 686, es decir, 15 nuevos
casos cada día. Aunque parezca paradójico, considero que el vértigo
que producen las cifras debe enLenderse como una conminación al
desarrollo de una reflexión suficienLemenle seria y pausada como para
llevarnos a un grado de compromiso Lan acLivo como razonado.
De lo que no cabe duda alguna es de que en nueslro enLorno
exisLe un problema de sida, y que es un problema importante, y que
va a serlo cada vez más. Algo que, en cierto modo, ya se ha compren­
dido incluso en muchos lugares donde las perspecLivas son menos de-
salenLadoras. La escasez de iniciaLivas polílicas decididas de lucha
conira la pandemia, la práctica ausencia de reflexión y un cocktail de
indiferencia y vergüenza generalizadas, resultan en España particular-
menLe alucinantes. Aquí no ha habido ni Rock Hudson, ni «Magic»
Johnson, ni Freddie Mercury, ni Michel Foucault, Jean Paul Aron, Nu-
reyev, Perkins, Collard, Mapplethorpe, Ricky Wilson, Derek Jarman,
Brad Davies, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy... Salvo testimonios ex­
cepcionales como los de Alberto Cardín, Pepe Espaliú y Manuel Piña,
y los incansables alegatos contra la m arginación y el estigma que
desde los Comités Ciudadanos Anti-siDA se lanzan periódicamente,
diríase que en España nadie ha tenido o tiene sida. Por lo demás, vo­
ces distorsionadas y rostros ocultos en la penumbra. El poderoso im ­
perativo de anonimato y silencio no ha sido aún desafiado por perso­
nas portadoras o enfermas de sida, ni cuestionado por los medios de
comunicación. Como decía en 1992 un grupo madrileño de libera­
ción sexual y de lucha contra el sida, La Radical Gai, esta enfermedad
parece ser «el mal de los fantasmas».
Personajes influyentes y populares de la academia y la política, del
m undo financiero, judicial o de cualquiera de las artes, por no hablar
de vecinos, colegas o amistades próximas, aunque desconocidas por
la mayoría, mantienen un discreto silencio para evitar los escabrosos
sobrentendidos del sida y a menudo mueren rodeados del mismo se-
cretismo, «a consecuencia de una larga enfermedad», por citar tan
sólo uno de los muchos eufemismos al uso. Tras su muerte, el mismo
silencio es mantenido por allegados o familiares, como si hubiera que
m antener “limpia” la memoria de los muertos, a costa, si es preciso,
de confirmar la clandestinidad de las causas del fallecimiento. El otro
efecto de esta ignominia en que se emplaza el sida en España es la
proliferación del comentario malicioso, del rum or a gritos, de la iro­
nía y las medias palabras o de la sospecha que despiertan unas ojeras,
una tos, unas fiebres o una falta de apetito que quieran ser interpreta­
das como signos de un destino trágico. Sospecha de sida, pero, sobre
todo, sospecha de otros secretos “aún más inconfesables”.
Y, sin embargo, debería parecer evidente que pensar el sida y ex­
poner públicamente dicha reflexión, abrirla para que pueda enrique­
cerse de una pluralidad de opiniones, es un requisito imprescindible
para que así algunas claves de comprensión puedan estar disponibles;
para determinar nuestra capacidad de actuación y de modificación de
un estado de cosas intolerable; para poder cambiar en nuestras inter­
pretaciones las causas sobrenaturales por responsabilidades concretas
(propias y ajenas); para poder tomar nuestra vida en nuestras manos,
al margen de nuestro estado de salud o condición serológica. El carác­
ter evidente de la necesidad de esta reflexión se hace aún más patente
a la luz de la incierta progresión (en todo caso poco favorable al entu­
siasmo) de los datos epidemiológicos y de las desalentadoras perspec­
tivas de futuro que se nos abren por delante.
Las estimaciones oficiales en España (prudentes, es decir, conser­
vadoras) sugieren tasas de seroprevalencia por encima de cien mil
personas portadoras del v ih , susceptibles en su mayoría de desarrollar
procesos de inmunodeficiencia. Hace ya tres años, a principios de
1991, el Comité C iudadano Anti-siDA de M adrid ya estim aba en
150 000 el número de personas seropositivas. Hasta agosto de 1994,
en los laboratorios de la Comunidad Autónoma de Madrid se habían
dado 47 084 resultados positivos a pruebas de detección de anticuer­
pos. Si en nuestros territorios regionales, nacionales o estatales las es­
timaciones son alarmantes, a nivel mundial, las cifras adquieren pro­
porciones que pudieran calificarse (no sin ironía) de bíblicas. La
investigación científica, por su parte, oscila entre el anuncio de resul­
tados prometedores, que generan esperanzas y ansiedades (y quizás
notoriedad y financiación), y los francos reconocimientos de sucesi­
vos callejones sin salida.
Y en este contexto, cuando la prensa y las asociaciones ya anun­
cian la posibilidad de colapso de los sistemas de cobertura sanitaria,
los estudios que se realizan (excepcionalmente aquí; sobre todo en
otros lugares) confirman que los gais más “concienciados” se acaban
cansando del imperativo del sexo seguro, que las personas con prácti­
cas heterosexuales siguen despreocupadas, como si con ellas no fuera
la cosa, que faltan catálogos de sexo seguro para las lesbianas, que los
y las jóvenes, incluso conociendo los riesgos, no se protegen; y que a
falta de preservativos (por ser éstos caros o por ser difícilmente accesi­
bles), se renuncia a la protección, pero no al sexo; que a quienes usan
drogas les importa más la dosis que la forma en que ésta se adminis­
tra; que aún hay quien cree que el amor protege tanto como el látex,
que se acaba constatando que las infidelidades secretas en el seno del
irreprochable matrimonio acaban por llevar el virus de inmunodefi­
ciencia al seno mismo de la familia más tradicional... Así, día a día, se
siguen produciendo transmisiones de v ih .
Esa falta de reflexión que hace aún más sombrío el panorama (que
impide a m ucha gente com prender por qué había de sucederles lo
que les sucede), no puede considerarse generalizada. Vislumbrar ex­
plicaciones plausibles no permite, efectivamente, salvar la vida o ali­
viar el dolor, pero creo que sí puede contribuir a dar ánimos y a
afrontar la realidad. Si bien en el espacio institucional en que se de­
senvuelve nuestra vida no parece haber demasiada inquietud respecto
al sida (yo mismo presenté un proyecto de investigación que fue re­
chazado por el Ministerio de Educación y Ciencia, con fecha 8/8/94,
por cuestiones de “prioridad científica”), en otros lugares, sí se han
hecho cosas. En muchos países ha habido inquietud, ganas de traba­
jar, medios para hacerlo y apoyo institucional o comunitario en grado
suficiente para dar lugar a propuestas interesantes. Una parte de estos
trabajos es la reunida en la compilación que aquí presento.
Pienso que estas reflexiones desarrolladas en el extranjero resultan
en nuestro entorno absolutamente pertinentes, y es en función de esa
adecuación a la realidad en que vivimos que las presento ahora en un
solo volumen para exponerlas a la consideración de las lectoras y lec­
tores. Ello tiene quizás más significación si tenemos en cuenta que
son reflexiones que provienen de espacios geográficos, ámbitos teóri­
cos o momentos cronológicos diversos; de Francia, Gran Bretaña o
Estados Unidos; de crítica literaria, asociacionismo de base o filosofía;
de 1988, 1991 ó 1994...
La iniciativa de reunir en un volumen textos de muy diversos orí­
genes requiere quizás una explicación. Es evidente que la pluralidad
de sujetos y de contextos pone de manifiesto estrategias particulares
que dan a cada artículo una especificidad. A partir de esta particulari­
dad única de cada texto, podría aventurarse una radical extranjería
del resultado aquí expuesto, no sólo desde el punto de vista del ori­
gen preciso de cada elemento, sino por el hecho mismo de que los
textos compilados no fueron concebidos para integrarse en una obra
única. Es más, las aproximaciones a la realidad del sida que aquí pre­
sento no estaban, en un principio, destinadas a integrarse en una es­
tructura precisa y en un orden no aleatorio que pretenden darles una
unidad.
De este modo, es preciso reconocer que mi propio proyecto viene
a sumarse a las intenciones de cada autor o autora de los artículos y
las propuestas visuales o iconográficas reunidas. Este libro (como
cualquier otra compilación) deja entrever las intenciones de quien re­
coge propuestas diversas, las junta y las traslada a otro idioma, a otro
momento y a otra realidad cultural. Si bien es cierto que podemos
apreciar determ inados lazos entre los textos (en ocasiones se citan
unos a otros; o bien rebaten los mismos postulados, o reconocen pun­
tos de referencia coincidenies...), ello no significa que no se hubiera
podido poner el acento en las diferencias que los separan. No es éste,
sin embargo, mi objetivo.
Trataré de incidir en los elementos coincidentes y trataré de mos­
trar cómo realidades cotidianas equiparables en nuestro entorno más
inmediato pueden servirse de las reflexiones surgidas en otros ámbi­
tos. Y ello se debe a una razón fundamental: efectivamente sí existe
una coherencia manifiesta de todos los textos en torno a unos pocos
principios básicos (el sida es un escándalo sobre el que es necesario
reflexionar; a través de la pandemia se canalizan y se manifiestan pro­
cesos de muy diferente índole, y en particular, procesos de exclusión;
el sida no es — irónicamente— inmune a nuestra actuación; los prin­
cipios de su evolución no responden sólo a imponderables epidemio­
lógicos; las soluciones a la crisis sanitaria no podrán ser sólo científi­
cas...). Pues bien, estos principios no son (en el momento presente y
en el contexto en que aparece esta obra) una evidencia. Y considero
que si (como con ingenuidad decía una campaña institucional) «va­
mos a parar el sida», lo mejor será empezar a tener en cuenta este tipo
de argumentos.
De este modo, si cada uno de los textos, en las condiciones en
que fue publicado originalmente, está encuadrado en una historia
precisa (aunque no por ello pueda decirse que estén superados), en
nuestro entorno adquieren una actualidad y una relevancia muy parti­
culares. Actualidad porque apenas acabamos de empezar a desarrollar
iniciativas intelectuales para abordar el sida. Actualidad porque los
instrumentos de análisis que nos permitan afrontar la pandemia son
imprescindibles, y esta necesidad está siendo señalada desde cada vez
más ámbitos. Relevancia porque el sida ya ha golpeado en demasiados
lugares como para considerar que los análisis sobre la pandemia sólo
tengan un lugar marginal. Relevancia porque los análisis sobre sida
apuntan también a cuestiones esenciales que atraviesan los modelos
de organización de la vida en sociedad, porque abordan cuestiones
clave del pensamiento actual (procesos de exclusión, movimientos so­
ciales de protesta, desarrollo de identidades colectivas, sistemas de
protección social, responsabilidad y legitimidad política...).
Los estudios sobre cuestiones “íntimas” como la enfermedad o la
sexualidad tienen en nuestro entorno una tradición escasa. Sepulta­
dos con frecuencia bajo un mismo tabú, el sexo y el sida son afronta­
dos abiertamente en esta obra, no para confirmarlos como realidades
intercambiables o intrínsecamente relacionadas, sino, al revés, para
interrogar el régimen que (real o simbólicamente) los relaciona. Algu­
nos de los artículos propuestos parten de un universo teórico o artís­
tico quizá no cercano, pero sí al menos reconocible. Así, Judith Butler
y Jeffrey Weeks hacen referencia a Foucault, mientras que Philippe
Mangeot abtfrda la producción literaria am pliam ente traducida de
Hervé Guibert... Sin embargo, en otros casos, esto no es así. David
Bergman cuestiona la estrategia literaria y política de Larry Kramer,
fundador de las asociaciones de lucha contra el sida más relevantes de
los Estados Unidos, tanto la asistencial Gay Men’s Health Crisis como
la reivindicativa Act Up, y, sin embargo, prácticamente desconocido en
España. Otro tanto podríam os decir de las alusiones que hace Leo
Bersani a propósito del debate pro-anti pornografía en el seno del
pensamiento feminista norteamericano, o sobre los clubes sadomaso-
quistas popularizados en el ambiente gay de San Francisco o Nueva
York, o de las investigaciones llevadas a cabo en Noruega comentadas
por Michel Celse.
Pese a que, efectivamente, habrá referencias que resulten descono­
cidas al lector o lectora, ello no significa que carezcan de interés o re­
levancia en nuestro contexto inmediato. Al contrario, considero que
revisten un especial interés. Por un lado, porque son cuestiones que,
sin haber sido abordadas críticamente, están muy cerca (aquí hay
sexo aunque a nadie se le haya ocurrido hacer un estudio como el de
Noruega; aquí ha habido y hay unos pocos artistas que hablan de sida
en primera persona; aquí hay clubes sadomasoquistas y hay porno­
grafía y asociaciones con un discurso político de lucha contra la pan­
dem ia...). Por otro lado, una vez constatado esto, necesario es reco­
nocer el interés de iniciativas que han tenido lugar y que continúan
surgiendo en otros lugares, por cuanto a partir de éstas podremos
abordar con más facilidad (o, quizás, menos pudor) nuestro propio
entorno.
A nadie habrá de sorprender que esta colección de textos resulte
“muy homosexual”. Entiéndase, en primer lugar, que cualquier apro­
ximación al sida debe ser comunitaria. El v ih se transmite a través de
unas prácticas determinadas, y éstas ponen de manifiesto colectivida­
des precisas, construidas, reconocidas y reivindicadas como tales, o
establecidas desde fuera, definidas y estigmatizadas. O ambas cosas a
la vez, pero en diversos grados y nunca de manera universal o uná­
nime. Éste es el caso de la “comunidad gai” occidental, diezmada por
el sida desde 1981, suficientemente estructurada frente a la “crisis de
salud” como para dar respuesta a cuestiones de absoluta urgencia,
como la inexistencia de atención médica, de tratamientos disponibles,
de información o de material preventivo; que ha trascendido la op­
ción o la práctica sexual como único elemento común, y que, al ha­
cerlo, ha establecido redes de solidaridad, principios de autoafirma-
ción y estrategias de supervivencia. Una comunidad “ejemplar”, como
a menudo se reconocerá tomando las debidas distancias.
O, al menos, así ha sucedido en buena parte de nuestro entorno
occidental. Las frágiles comunidades gais de los países y regiones es­
pañolas se han caracterizado durante muchos años más por la des­
confianza (el sida es un invento de la homofobia) y por la negación de
lo evidente (el sida no atañe particularmente a los gais) que por un
compromiso resuelto de afrontar la crisis. En todo caso, es más de lo
que han podido hacer o de lo que se ha permitido a las precarias y
dispersas seudocomunidades de usuarios y usuarias de drogas, o a las
amenazadas e inestables comunidades de inmigrantes y minorías étni­
cas o a las trabajadoras del sexo, vilipendiadas por las instancias bien-
pensantes en tanto que mujeres, “putas” y, con frecuencia, además,
“yonquis” y extranjeras. Y es más también de lo que ha hecho la masa
indeterminada, carente de estigmas, desprovista de elementos que la
estructuren simbólicamente, parapetada en una “norm alidad” teórica­
mente universal, incapaz, por lo tanto, de desarrollar una reflexión
sobre el sida en términos comunitarios.
Así, considérese, en segundo lugar, que los principios reflexivos
de la comunidad gai pueden resultar, si no absolutamente aplicables,
sí al menos válidos en lo que se refiere a sus aspectos formales. Del
mismo modo que el orgullo y la visibilidad gai y lésbica son bases po­
sibles de defensa de la comunidad de gais y lesbianas frente al v ih ,
también el Black Power puede proteger a la población negra, y otras
formulaciones específicas pueden proteger a las demás comunidades
étnicas minoritarias, y la reivindicación feminista puede proteger a las
mujeres, y así sucesivamente. Muchos discursos de oposición, de rei­
vindicación, de autoestima, de dignidad, de convivencia, de solidari­
dad, de supervivencia y de afirmación de la vida faltan aún por desa­
rrollarse. Cada comunidad amenazada deberá luchar por establecer el
suyo, sobre todo si se constata que nadie moverá un dedo por hacerlo
en su lugar. Aunque más eficaz (y no mucho más difícil) sena el esta­
blecimiento de plataformas comunitarias que lanzaran un mismo dis­
curso de las minorías oprimidas y amenazadas. Esto constituye un
reto que el sida hace, hoy por hoy, particularmente trascendente.
Que no se entienda este libro como un instrumento para abrir he­
ridas, para remover miedos o para reavivar penas. Ni como uno de
esos elementos positivos que, a pesar de “todo”, nos ha traído el sida.
Ni siquiera como un útil para conjurar fantasmas. Considérese, eso sí,
como una propuesta que ayude a percibir un ritmo rico y diverso
subyacente al estruendo monocorde que sólo en fechas muy señala­
das se deja oír; considérese también, sobre todo, un arma para rom­
per el silencio cotidiano, para quebrar el aislamiento, para encarar ta­
búes, para descubrir alianzas solidarias, para excitar la imaginación,
para causar escalofríos o pesadillas a las conciencias intranquilas, para
provocar hilaridad ante la impúdica estulticia de muchos, para sorpren­
der ante la incontenible ignorancia de otros, para soliviantar, por úl­
timo, ira y rabia frente a los agentes de la exclusión, el odio y la muerte.
En cierto modo, todas y todos tenemos un papel (menos modesto
de lo que mucha gente piensa) en las historias de sida que aquí apare­
cen reunidas. Esos papeles se reinterpretan día a día. No sólo descri­
ben qué hemos estado haciendo desde 1981 en un contexto de pro­
gresiva amenaza a la salud, sino que también permiten entrever qué
vamos a hacer (qué podemos hacer) a partir de ahora, a más de una
década desde su inicio. De manera consciente o quizás sin quererlo,
vamos a seguir desempeñando el mismo papel o, al contrario, vamos
a cambiar de personaje. El espectador estupefacto puede volverse
airado activista, la inconsciente puede convertirse en agente improvi­
sado de educación sexual, social y sanitaria; el portador de lazo rojo
puede pasar a ser portador de v ih ; la prudente portadora, enferma si­
lenciosa; el cómplice, acusado; la solidaria, traidora; el avergonzado,
orgulloso... Este vodevil, como ya se ha repetido hasta la náusea, “es
cosa de todos”. Esta expresión debe entenderse literalm ente, y no
como una mera fórmula estilística.
Es cierto que la solución definitiva (en términos médicos) a la cri­
sis que el sida representa en la actualidad no puede llegar por otro ca­
mino que el que marcan las líneas de investigación de los equipos
científicos y la garantía pública y universal de la mejor atención sani­
taria posible. Es responsabilidad ética y política de los centros de in­
vestigación y de las administraciones sanitarias llegar cuanto antes a
curar a las personas enfermas y vacunar a las no portadoras. Hasta
que ello sea posible (sin dejar de señalar principios económicos o mo­
rales como determinantes de dicha investigación; exigiendo lo último
de lo último en tratamientos, información y acceso a protocolos de in­
vestigación para quien lo solicite o requiera...), es responsabilidad
ética y política de gobiernos, asociaciones partidistas, sindicales, con­
fesionales, movimientos sociales, etc., poner todos los medios necesa­
rios para evitar la extensión del v ih al alcance de quienes lo necesiten.
Sin embargo, la dimensión médica no soluciona todos los proble­
mas. Desde este punto de vista, la declaración que hacía el Comité
Ciudadano Anti-siDA en 1991 («Siempre hemos pensado y seguimos
pensando que el s id a debería ser tratado desde un punto de vista ex­
clusivamente sanitario») resulta, hoy por hoy, insuficiente. A nosotras
y nosotros nos corresponde hacer justicia y devolver la dignidad a
quienes el v ih se ha llevado por delante. Y nos corresponde, sobre
todo, luchar por defender nuestras vidas. No podemos, pues, ignorar
la dimensión social y política de la pandemia, ni renunciar a afrontar
nuestra capacidad de reflexión y de actuación en los espacios en que
se desenvuelve nuestra cotidianidad.
Quede claro que este libro no propone más soluciones que aque­
llas que, eventualmente, y con el esfuerzo de cada lectora o lector,
puedan derivarse de una nueva aproximación a los pequeños proble­
mas y las pequeñas inquietudes a las que, día a día, hacemos frente.

Este libro puede utilizarse de diferentes modos. Acaso lo más sencillo


sea plegarse al convencionalismo, seguir el orden establecido por el
compilador que, como ya se ha dicho, no es fruto del azar, y empezar
consecuentemente por el principio para, a partir de ahí, progresar pau­
latinamente hasta el final. No obstante, otros modos de leerlo, mirarlo,
apropiárselo, consumirlo o digerirlo son también posibles.
Una perspectiva general de su espíritu y del contenido general es
fácilmente accesible a través de los textos que, a modo de introduc­
ción, preceden cada uno de los artículos reunidos. En dichos textos
no sólo se exponen algunas inquietudes tratadas más extensamente en
los artículos que siguen, sino que, además, se mencionan casos y se
citan informaciones periodísticas que ilustran el alcance en nuestras
sociedades más cercanas de los temas considerados. Cada artículo, al
margen de los epígrafes bajo los que aparecen aquí publicados, m an­
tiene su especificidad e independencia, unos frente a otros, y todos
ellos frente al esquema utilizado para su exposición.
Una aproximación más inmediata a algunos postulados que apa­
recen detallados en uno u otro momento puede establecerse a partir
de la imágenes reproducidas entre cada uno de los artículos. La selec­
ción de este material responde a dos inquietudes fundamentales. Por
un lado, en términos positivos, se trata de reproducir propuestas ico­
nográficas acordes con el espíritu de los textos y, en general, con las
aspiraciones de este volumen. Así, se presentan carteles o fotografías
desconocidas o inusuales, que se caracterizan por establecer diferen­
cias radicales de forma y de fondo con respecto a las habituales imá­
genes del sida, inscritas en un régimen de representación coherente.
Por otro lado, en términos negativos, se trata, precisamente, de evitar
imágenes que han sido abundantemente representadas, y que han lle­
gado a constituir un imaginario preciso. Este imaginario y este régi­
men de representación pretenden ser desafiados desde las palabras y
los argumentos; no desde la complicidad con la reproducción de sus
signos fundamentales, sino desde la propuesta de otros alternativos.
A partir de estas dos aproximaciones, además, pueden estable­
cerse polos de especial interés que establezcan un orden de lectura
particular para cada lector o lectora. No existe, pues, más que un or­
den convencional; cada cual puede encontrar el suyo. Todos los artí­
culos, los textos de presentación y las imágenes mantienen un diálogo
entre sí, y es mi intención que entre éstos y el lector o lectora se esta­
blezca el mismo diálogo. Gracias por el diálogo (y por tantas otras co­
sas) a mis amigas y amigos de Lesbianas Sin Dudas, La Radical Gai y
Act Up. Las imágenes que ilustran este libro han sido cedidas por las
asociaciones mencionadas y, además, por Gay Men's Health Crisis, The
Ñames Project, Radical Moráis y Andrés Senra. Gracias también a quie­
nes han conocido a Cleews, de Act Up-París, y a Fernando, de La Ra­
dical Gai, ambos muertos de sida en 1994, porque entenderán el tra­
bajo y la rabia que hay en estas páginas.

R ic a r d o L l a m a s
PRIMERA PARTE

CONSTATANDO UN ESTADO DE COSAS


EL ESTADO NO ES INOCENTE

Los derechos fundamentales y las libertades civiles; los principios en


que se basan los ordenamientos de las sociedades democráticas, los
conceptos de ciudadanía e incluso de salud pública, camuflan, bajo
una apariencia honrosamente respetable y difícil de cuestionar en tér­
minos morales, un sistema tanatocrático, en el que el poder se ex­
presa a través de la regulación, la gestión, la administración, la dosifi­
cación y la asignación de la muerte.
Entre la defensa del derecho a la vida y la ejecución sumaria existe
un espacio muy amplio en el que la actuación institucional es posible.
Más aún: ese espacio permite no sólo diversos grados de intervención,
sino, lo que es mucho más decisivo en este caso, niveles variables de
inacción institucional, desidia administrativa, despreocupación parti­
dista, ignorancia personal, “prudencia” política... Investigar, sacar a la
luz, denunciar los insidiosos mecanismos que permiten que bajo una
apariencia benévola se practique o se consienta la m uerte masiva,
constituye, entonces, no sólo una exigencia ética sino, sobre todo,
un imperativo de supervivencia.
El único caso de responsabilidad administrativa reconocida por
Tribunales de justicia y por instancias gubernamentales españolas es
la transm isión de v ih por transfusión de productos sanguíneos en
centros sanitarios públicos del Insalud. 1 147 seroconversiones (casi
la mitad de las personas hemofílicas) entre 1983 y 1985. Los Tribunales,
estableciendo responsabilidades pero no culpabilidades, concedieron
indemnizaciones en la resolución de varios procesos. Al final, y de
forma colectiva, «la administración ha hecho lo que debía: no escurrir
el bulto frente al drama de los hemofílicos contagiados de sida» (El
País, editorial titulado «Reparación debida», 13/3/93). La recepción
de indemnizaciones implicaba un compromiso de renuncia a estable­
cer procesos judiciales contra la administración sanitaria. Un hemofí-
lico declaraba: «Me dan diez millones por mi vida y mi silencio» (El
Mundo, 30/4/93). Tras varios meses de escándalo por la “sangre conta­
minada”, el silencio, efectivamente, quedó restablecido.
Y, sin embargo, muchos casos de transmisión de v ih producidos
en el interior de otros espacios tutelados por los poderes públicos, si­
guen siendo considerados como pertenecientes a un ámbito distinto
del orden de la responsabilidad institucional. «Pilar García Calleja, de
38 años, es la superviviente de una leyenda penitenciaria, la del ex­
plosivo departamento 10 de la cárcel de Yeserías. Un férreo espacio en
el que, a mediados de los años ochenta, una sola jeringuilla sembró la
muerte. Una matanza lenta que se propagó desde la punta de una
aguja en la que jugueteaba el éxtasis con el sida. “Creíamos que la en­
fermedad era una mentira para no chutarnos”, rememora Pilar. Desde
allí, por la vena y con gusto, se embarcaron en el último adiós reclu-
sas como La Loca, siempre gritona; La Mati, que se beneficiaba a las
más guapas, o la propia Pilar, la más rebelde. Ahora todas han muerto
y Pilar, la yonqui de la plaza del Dos de Mayo, se apaga con su re­
cuerdo del turbulento departamento 10» (Jan Martínez Ahrens, «La
aguja rota. Testimonio crepuscular de la última superviviente de una
leyenda carcelaria», El País Madrid, 9 de octubre de 1994). Las presas
fueron embarcadas en el sida por una creencia que nadie se molestó
en desmentir. Un engaño del que, aún hoy, se consideran únicas res­
ponsables.
Los espacios penitenciarios han sido, quizás, los más devastados.
«4 000 presos con sida terminal fueron excarcelados en 1991. El 20%
de los reclusos son seropositivos» (El País, 9/4/92). Las tasas de sero-
prevalencia en las cárceles son objeto de controversia. Lo que plantea
pocas dudas es la desidia que ha caracterizado la promoción de la sa­
lud y de las prácticas preventivas, no sólo en los espacios vigilados di­
rectamente por administraciones públicas (hospitales, cárceles, escue­
las...), sino, en general, en todo el espacio social. «España ha bajado
la guardia frente ai sida, critican especialistas de la c e y afectados» (id.
5/3/93). «En 1984 propusimos a España que adoptara un programa
de prevención similar al que iban a aplicar otros países, pero las auto­
ridades se negaron: “España no tiene un problema de sida”, nos dije­
ron» (André Baert, responsable del programa biom édico de la c e ,
ibid.). Los efectos de esta desidia son también evidentes.
La responsabilidad de velar por la salud de la ciudadanía forma
parte de las obligaciones que el ordenamiento legal asigna a las adm i­
nistraciones públicas. Constitución española, artículo 43.2: «Compete
a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de
medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios».
Dos carteles ilustran estos argumentos. Uno, de La Radical Gai,
anuncia una concentración de protesta ante el Ministerio de Sanidad
que tuvo lugar el I o de diciembre de 1994. El segundo, titulado «Diez
años de cárcel», pertenece a la colección de Radical Moráis, expuesta
en bares de Madrid a finales de ese mismo año. El artículo de Judith
Butler examina, a la luz de las tesis de Foucault, esa presencia de im­
pulsos mortíferos en el seno de los sistemas de organización de la vida
social.
EL MINISTERIO DE SANIMD
TIENE LAS MANOS

MANCHADAS
DE SANGRE
CONCENTRACION frente al Ministerio de Sanidad el jueves Io de diciembre a las 12.00h
LAS IN V ERSIO N ES SEXUALES

JUDITH BUTLER

En honor y a la memoria de Linda Singer

Probablemente, para algunas personas, lo escandaloso del prim er vo­


lumen de la Historia de la sexualidad de Foucault sea su afirmación
de que no siempre hemos tenido un sexo. ¿Qué implicaciones puede
tener esta idea? Foucault propone una ruptura histórica decisiva en­
tre un régimen sociopolítico en el que el sexo constituía un atributo,
una actividad, una dimensión de la vida humana y un régimen, más
reciente, en el que el sexo se redefine y se configura como identidad.
Este escándalo característico de la modernidad implica que, por pri­
mera vez, el sexo no constituye un rasgo de identidad contingente o
arbitrario sino, más bien, que no puede haber identidad sin sexo, y
que, precisamente, somos inteligibles en tanto que humanos por estar
sexuados. De manera que la afirmación de que no siempre hayamos
tenido un sexo es parcialmente incorrecta. Q uizá el escándalo histó­
rico radica en que no siempre hemos sido nuestro sexo y en que el
sexo no siempre ha ejercido un poder capaz de caracterizar y consti­
tuir una identidad (posteriorm ente tendremos oportunidad de p re­
guntarnos por las exclusiones que condicionan y sostienen el “noso­
tr o s ” fo u c au ltia n o , pero de m om ento nos cen trarem o s en este
“nosotros”, aunque sólo sea para contemplar sus limitaciones). F ou­
cault destaca, acertadamente, que el sexo ha pasado a caracterizar y
unificar no sólo funciones biológicas y características anatómicas,
sino también actividades sexuales y una especie de núcleo psíquico
que nos da las claves de una identidad esencial, o de su significado úl­
timo. U na persona no sólo pertenece a un sexo, sino que, además,
tiene relaciones sexuales, y en este tener se supone que debe m ostrar
el sexo que “es”, incluso a pesar de que el sexo que “es” tiene una na­
turaleza psíquica m ucho más compleja e inescrutable de lo que el

Publicado originalmente bajo el título «Sexual Inversions» en el volumen compilado


por D om na C. Stanton, Discourses o f Sexuality. From Aristotle to AIDS, A nn A rbor
(Michigan), The U niversity of Michigan Press, 1992. Traducción de Olga Abásolo
Pozas.
“y o ” que lo habita puede siquiera imaginar. Por lo tanto, este “sexo”
parece apelar a una serie de disciplinas capaces de ahondar indefini­
damente en sus matices aparentemente indescifrables.
¿Qué elementos han condicionado la introducción en la historia
de esta concepción del sexo como algo absoluto que abarca la propia
identidad? Foucault plantea que, en el transcurso del siglo XVIII, el
hambre y las epidemias comienzan a desaparecer de Europa y que el
poder, anteriorm ente guiado p o r la necesidad de evitar la m uerte,
pasa a centrarse en la producción, el mantenimiento y la regulación
de la vida. La categoría del sexo se establece precisamente en el trans­
curso de este proceso de regulación de la vida. N aturalizado como
heterosexual, se asigna al sexo la función de regular y garantizar la re­
producción de la vida. El establecimiento de un sexo verdaderamente
ajustado a un destino biológico y a una heterosexualidad natural, se
convierte entonces en el objetivo esencial del poder, entendido ahora
como la reproducción disciplinada de la vida. Para Foucault, la inci­
piente Europa moderna está gobernada por el poder jurídico. El po­
der, en su dimensión jurídica, opera negativamente, imponiendo lími­
tes, restricciones y prohibiciones; por decirlo de alguna manera, el
poder reacciona a la defensiva, para conservar la vida y la armonía so­
cial, por encima y en contra de la amenaza de la violencia o de la
muerte natural. Así, según su análisis, una vez restringida la amenaza
de muerte durante el siglo XVIII, las leyes jurídicas se transform an en
instancias del poder productivo, lo que implica que el poder genera
eficazmente los objetos que debe controlar, elaborando toda suerte
de objetos e identidades que garanticen el incremento de los regíme­
nes científicos reguladores K La categoría de “sexo” se construye
como un “objeto” de estudio y de control, que participa en la elabo­
ración y justificación de los regímenes del poder productivo. Parece
como si, una vez superada la amenaza de la muerte, el poder dirigiera
su fútil atención hacia la construcción de objetos de control. O, me­
jor dicho, como si el poder ejerciera y articulara su control mediante
la formación y la proliferación de objetos que garantizaran la conti­
nuación de la vida. (Más adelante analizaré brevemente la acepción
del concepto de poder en el texto de Foucault, su tendencia a perso­
nificarse y las relaciones que las modalidades jurídicas y productivas
mantienen entre sí.)

1 Véase Michel Foucault, Historia de la sexualidad. Volumen 1: La voluntad de sa­


ber,Madrid, Siglo XXI, 1978.
Quisiera plantear dos cuestiones de diferente índole en este en­
sayo. Una se refiere a la problemática historia que Foucault intenta
narrar, y a las razones por las que ésta no parece adecuada a la luz del
desafío planteado por la reciente emergencia de la epidemia de sida.
I ,a otra cuestión, en este caso subordinada, gira en torno a la catego­
ría “sexo” y la supresión de la diferencia sexual que a través de ella se
establece. C on toda seguridad, cuando Foucault publicó el prim er
volumen de la Historia de la sexualidad en 1976, desconocía la poste­
rior emergencia de una epidemia en el seno del propio ámbito de ac­
tuación del poder m oderno tardío; una epidemia que pondría en tela
de juicio los términos de su análisis. La categoría “sexo” no sólo se
construye al servicio de la vida o de la reproducción, sino que tam ­
bién, y esto puede ser un corolario lógico de lo anterior, se construye
al servicio de la regulación y dosificación de la muerte. En algunos de
los últimos intentos discursivos de índole médico-jurídica destinados
a producir el sexo, la m uerte se instala com o un rasgo form ativo
esencial de ese mismo sexo. El varón homosexual es representado, de
forma consistente, como alguien cuyo deseo está, de alguna manera,
estructurado por la muerte, y ello se manifiesta bien a través de un
deseo de morir, bien a través de un deseo que está sometido, por defi­
nición, al castigo de la muerte (Mapplethorpe). Paradójica y doloro­
samente se ha dado el mismo proceso en la representación post mor-
tem del propio Foucault. En el contexto del discurso médico-jurídico
que ha surgido para gestionar y reproducir la epidemia de sida, el po­
der jurídico y el poder productivo convergen en el establecimiento
del sujeto homosexual como portador de muerte. Se trata de una ma­
triz de poder discursivo e institucional que adjudica cuestiones de
vida y m uerte m ediante una construcción de la hom osexualidad
como categoría del sexo. En los términos de esta matriz, el sexo ho­
mosexual es “invertido”, de forma que se le vincula a la muerte. Y el
deseo del invertido sexual, por su parte, también se convierte en un
deseo dirigido por la muerte. Llegados a este punto, cabría plantearse
si el discurso público hegemónico calificaría tan siquiera de sexo a la
sexualidad lésbica. La pregunta: «Pero ¿qué es lo que hacen?» podría
interpretarse como «¿Seguro que hacen algo?».
A lo largo de este artículo me centraré, sobre todo, en el plantea­
miento histórico desarrollado por Foucault sobre el cambio que atra­
viesa el poder, y en cómo debe reescribirse dicho planteamiento a la
luz del régimen de poder/discurso que actualmente regula el sida.
Para Foucault, la categoría de “sexo” sólo emerge una vez que han
sido abolidas las epidemias. Pero, entonces, ¿cómo podríamos inter­
pretar ahora, vía Foucault, la elaboración de la categoría de sexo den­
tro de los términos que establece esta epidemia?
Por otra parte, cuestionaré este concepto de “sexo”, en singular.
¿Es acaso cierto que el “sexo” puede entenderse como categoría his­
tórica, al margen de los sexos o de la idea de que existe una diferencia
sexual? ¿Están los conceptos de “m asculino” y “fem enino” igual­
mente so m etid o s^ una concepción m onolítica del sexo? ¿O acaso
nos encontramos aquí frente a una eliminación de la diferencia que
impide una comprensión foucaultiana de “el sexo que no lo es” ? 2.

I. LA V ID A , L A M U E R T E Y E L P O D E R

En la última parte del prim er volumen, «Derecho de muerte y poder


sobre la vida», Foucault describe un “acontecim iento” que tuvo lugar
durante el siglo XVIII y que supuso un cataclismo: «nada menos que la
entrada de la vida en la historia» (1978: 171). Podría parecer que lo
que significa realmente este suceso es que el estudio y la regulación
de la vida se convierten en objeto de interés histórico; es decir, la vida
se convierte en el emplazamiento para la elaboración del poder. Con
anterioridad a esta “entrada” sin precedentes de la vida en la historia,
parece que la historia y , aún más im portante, el poder, se implicaron
en el combate de la muerte. Foucault escribe:

[...] la presión de lo biológico sobre lo histórico, durante milenios, fue extre­


madamente fuerte; la epidemia y el hambre constituían las dos grandes for­
mas dramáticas de esa relación que permanecía así colocada bajo el signo de
la muerte; por un proceso circular, el desarrollo económico y principalmente
agrícola del siglo XVIII, el aum ento de la productividad y los recursos más rá­
pido aún que del crecimiento demográfico al que favorecía, permitieron que
se aflojaran un poco esas amenazas profundas: la era de los grandes estragos
del hambre y la peste, salvo algunas resurgencias, se cerró antes de la Revolu­
ción francesa; la muerte dejó, o comenzó a dejar, de hostigar directamente a
la vida. Pero al mismo tiempo, el desarrollo de los conocimientos relativos
a la vida en general, el mejoramiento de las técnicas agrícolas, las observacio­
nes y las medidas dirigidas a la vida y supervivencia de los hombres, contri-

2 Véase Luce Irigaray, The Sex which is not One, traducción, Catherine P orter y
C arolyn Burke, Ithaca, C ornell University Press, 1985.
huían a ese aflojamiento: un relativo dominio sobre la vida apartaba algunas
inminencias de muerte (1978: 171-172).

Este intento por narrar la historia, delimitándola en épocas defi­


nidas, puede parecemos sospechoso por razones obvias. Parece que
Foucault pretende señalar el acontecimiento de un cambio histórico,
marcado por el abandono del concepto de la política y de la historia
como ámbitos constantemente amenazados por la muerte y guiados
por el objetivo de franquear esta amenaza, en favor de una política
que puede presumir, hasta cierto punto, la continuidad de la vida y,
por ende, dirigir su atención hacia la regulación, el control y el cul­
tivo de ésta. Si bien es cierto que Foucault no ocultaba el carácter
curocéntrico de su planteamiento, ello no lo altera en absoluto:

(...] esto no significa que la vida haya sido exhaustivamente integrada a téc­
nicas que la dom inen o adm inistren; escapa de ellas sin cesar. Fuera del
mundo occidental, el hambre existe, y en una escala más im portante que
nunca; y los riesgos biológicos corridos por la especie son quizá más gran­
des, en todo caso más graves, que antes del nacimiento de la microbiología
(1978: 173).

Q uizá sólo quepa interpretar la narrativa histórica de Foucault


como una construcción ilusoria: la muerte ha sido expulsada efectiva­
mente de la modernidad occidental, dejada atrás como una simple
posibilidad histórica, y superada o echada a un lado como si se tratara
de un fenómeno ajeno a Occidente. ¿Acaso tienen todavía sentido es­
tas exclusiones? ¿Hasta qué punto la caracterización que Foucault
nos hace de las postrimerías de la modernidad requiere la exclusión
de la amenaza de la muerte, y hasta qué punto la instituye? Parece
que Foucault se ve obligado a contar una historia fantasmagórica
para poder liberar de la muerte a la modernidad y al poder produc­
tivo y abrir paso al sexo en su lugar. En la medida en que la categoría
“sexo” se construye en el contexto del poder productivo, lo que se
narra es una historia en la que el sexo parece superar y desplazar a la
muerte.
Si admitimos el carácter históricamente problemático de esta na­
rración de los hechos, ¿podemos al menos aceptarla en términos lógi­
cos? ¿Es posible que podamos defendernos de la muerte sin que, al
hacerlo, generemos una determinada versión de la vida? Y, en este
sentido, ¿puede constituir el poder productivo un correlato lógico
del poder jurídico? “La m uerte”, considerada como un fenómeno
previo a la m odernidad, como algo que se rechaza y se deja atrás, o
como una amenaza existente dentro de otras naciones premodernas,
siempre será la muerte, el final de una form a de vida específica; y la
vida que debe salvaguardarse siempre constituirá una forma de vida
normativamente construida de antemano, es decir, no son la vida y la
muerte, pura y simplemente. Por lo tanto, ¿tiene sentido entonces re­
chazar la idea de que la vida fue introduciéndose en la historia a me­
dida que la muerte la fue abandonando? Por un lado, ninguna de las
dos se introcfujo en la historia, y ninguna la abandonó, ya que una es
sólo la posibilidad inmanente de la otra; por otra parte, la vida y la
muerte pueden construirse como un ir y venir incesante, caracterís­
tico de cualquier ámbito del poder. Q uizá no nos estemos refiriendo
ni a un cambio histórico ni a un cambio lógico en la formación del
poder. Incluso cuando el poder se centra en la exclusión de la muerte,
sólo puede hacerlo en nombre de alguna forma de vida específica, e
insistiendo en el derecho de producir y reproducir esa forma de vida.
A la luz de esta reflexión, la distinción entre el poder jurídico y el po­
der productivo parece desvanecerse.
Sin embargo, Foucault acepta el advenimiento de este cambio, y
ello le lleva a defender con convicción la introducción del “sexo” en
la historia, en las postrimerías de la modernidad, hasta convertirlo en
un objeto que el poder productivo formula, regula y produce. Al
convertirse el sexo en un ámbito del poder, necesariamente pasa a ser
objeto de los discursos legales y reguladores; el poder lo cultiva en
sus diversos discursos e instituciones, en los términos de su propia
estructura. N o se trata de que el “sexo” sea atendido por una ley so­
brevenida; el mero hecho de que el poder conceda atención al sexo, y
que ejerza control sobre él, implica una labor de construcción; el sexo
está siendo producido como algo susceptible de ser controlado e
intrínsecamente regulable. El sexo experimenta un desarrollo de ca­
rácter normativo, según el cual determinadas leyes serían inherentes
al propio sexo. El proceso inquisitorial que se ocupa de ese desarrollo
de tipo legal, finge meramente descubrir en el sexo las leyes que él
mismo le ha atribuido. La regulación del “sexo” no deja ni un ápice
de sexo fuera de su regulación; la regulación produce el objeto que
regula; el acto de regulación produce el objeto que acaba regulando;
se regula anticipadamente aquello que de manera deshonesta acabará
siendo tratado como objeto de regulación. El régimen regulador ge­
nera el propio objeto que pretende controlar, para así ejercer y elabo­
rar su propio poder.
Hemos llegado al punto crucial del razonamiento: la cuestión no
os que el régimen regulador ejerza primero su control sobre el objeto
para producirlo posteriormente, ni que lo produzca en prim er lugar
para luego controlarlo. N o hay un intervalo temporal entre la pro­
ducción y la regulación del sexo; ambas se dan simultáneamente, ya
que la regulación siempre es generativa; produce el objeto que afirma
haber descubierto o hallado en el campo social en el que opera. C on­
cretamente, esto significa que no sólo existe una discriminación se­
xual; el poder es aún más insidioso: la discriminación puede estar in­
corporada en la formulación misma de nuestro sexo, o puede que la
liberación sea, precisamente, el principio formativo y generativo del
sexo de otros. Esta es la razón por la que, para Foucault, el sexo
nunca puede liberarse del poder: la formación misma del sexo consti­
tuye una declaración del poder. En cierto sentido, el poder actúa so­
bre el sexo de forma mucho más incisiva de lo que pensamos, no sólo
como coacción o represión externa, sino como principio formativo
de su propia inteligibilidad.
Podemos considerar que en el centro del poder, en la estructura
misma del poder, ha tenido lugar un cambio o una inversión porque,
lo que en un principio pudiera parecer que es una ley que se impone
sobre el “sexo”, entendido éste como un objeto hecho, o una pers­
pectiva jurídica del poder como coacción o control externo, responde
en realidad a la ejecución de un ardid del poder completamente dife­
rente; el poder que ya es productivo, va formando, sigilosamente, el
objeto idóneo para ser controlado y, posteriorm ente, en un acto que
reniega efectivamente de esa producción, declara haber descubierto
ese “sexo” fuera de los márgenes del poder. Por lo tanto, la categoría
“sexo” resulta ser exactamente lo que el poder ha producido para te­
ner un objeto de control.
Este planteamiento sugiere, obviamente, que no se ha dado un
cambio histórico del poder jurídico al poder productivo, sino que el
poder jurídico es una especie de poder productivo disimulado o en­
cubierto desde el principio, y que el cambio, la inversión, yace en el
seno del poder, y no entre las dos formas de poder histórica o lógica­
mente diferenciadas.
La categoría “sexo”, que según Foucault es comprensible tan sólo
como el resultado de un cambio histórico, se crea, en realidad, por
decirlo de alguna manera, en medio de este cambio. Es la propia ca­
pacidad de cambio del poder la que produce anticipadamente las ins­
tancias que posteriorm ente subordina. N o se trata de un cambio de
una versión coactiva o restrictiva del poder a una versión productiva
de éste, sino de una producción que al mismo tiempo es una coacción;
una coacción anticipada de quienes posteriorm ente serán calificados
como errónea o apropiadamente sexuados. Esta producción coerci­
tiva opera vinculando la categoría del sexo con la de identidad; existi­
rán dos sexos, distintos y uniformes, y se expresarán y evidenciarán a
través del género y de la sexualidad, de tal forma que cualquier alarde
social de una falta de identidad, de una discontinuidad, o de incohe­
rencia sexual'será castigado, controlado, condenado al ostracismo y
reformado. Por lo tanto, al configurar el sexo como una categoría de
identidad, es decir, al definir el sexo como uno u otro sexo, ,se inicia
su regulación discursiva. Tan sólo después de que este proceso de de­
finición y producción ha tenido lugar, el poder adopta una postura,
emplazándose como algo externo al objeto —el “sexo”— que halla.
De hecho, ejerce su control sobre el objeto desde el momento en que
lo define como un objeto idéntico a sí mismo; la identidad de sí, que
se supone inm anente al propio sexo, es precisamente el indicio de
esta instalación del poder, indicio que es simultáneamente borrado, o
encubierto, por un determinado posicionamiento del poder como ex­
terno a su objeto.
¿De dónde proviene este ímpetu del poder? Desde luego, no de
los sujetos humanos, precisamente porque son efecto y motivo del
poder, y receptores de sus decretos. Parece que, para Foucault, en la
modernidad el poder se esfuerza por incrementar su ámbito de vigen­
cia, de igual forma que lo hacía la vida antes de la modernidad. El po­
der actúa como mandatario de la vida, asumiendo su función, reprodu­
ciéndose siempre en exceso, y más allá de las necesidades, deleitándose
en su explicación de sí mismo, una vez que la inmanente amenaza de
muerte ha dejado de suponer un obstáculo. Así, según Foucault, el po­
der se convierte en el lugar de acogida de un cierto vitalismo despla­
zado; el poder, concebido como productivo, es la forma que adopta la
vida cuando ya no necesita salvaguardarse de la muerte.

II II. SI'.XO Y LA SEXUALIDAD

¿r.n qué medida afecta la inversión de los térm inos del poder a lo
I. i i jm) de la modernidad, a la discusión que Foucault aporta sobre una
nueva inversión: la que se da entre el sexo y la sexualidad? En el len-
I’,naje común, hablamos en ocasiones, por ejemplo, de ser de un de-
m minado sexo, y de practicar una determinada sexualidad e, incluso,
presuponemos que nuestra sexualidad deriva de ese sexo, y que es
quizá expresión de ese sexo, o incluso que está parcial o plenamente
(,tusada por él. Entendemos que la sexualidad proviene del sexo, lo
«pie equivale a determinar el lugar biológico del “sexo” en y sobre el
i uerpo, como fuente originaria de la sexualidad, la cual, de alguna
manera, fluye desde ese espacio, permanece inhibida allí, o está en
«ierto modo orientada con respecto a ese lugar. En cualquier caso, se
.isume que el “sexo” antecede lógica y temporalmente a la sexualidad
v que si acaso no es una causa fundamental de ésta, sí opera como su
precondición necesaria.
Sin embargo, Foucault invierte esta relación y afirma que la p ro ­
pia inversión está correlacionada con los cambios del poder m o-
tlcrno. Para el autor, «mediante diferentes estrategias, la idea “del
sexo” es erigida por el dispositivo de sexualidad» (1978: 187). Desde
este punto de vista, la sexualidad sería una red de placeres e intercam­
bios corporales discursivamente construida y extremadamente regu­
lada, producida mediante prohibiciones y sanciones que literalmente
ilan forma y dirigen el placer y las sensaciones. En semejante red o
régimen, la sexualidad no emerge de los cuerpos como si fueran éstos
su causa primera; la sexualidad toma los cuerpos como instrumentos
y como objetos, pasando a ser el escenario en el que dicho régimen se
consolida, allí donde despliega sus redes y donde extiende su poder.
I,a sexualidad como régimen regulador opera fundamentalmente in­
vistiendo a los cuerpos con la categoría del sexo, es decir, convirtiendo
a los cuerpos en portadores de un principio de identidad. Declarar
que los cuerpos son de uno u otro sexo parece, a simple vista, una
afirmación puram ente descriptiva. Sin embargo, para Foucault esta
.i Urinación implica la legislación y la producción de los cuerpos. Es
una exigencia discursiva, por así decirlo, que los cuerpos sean produ­
cidos como femeninos o masculinos, de acuerdo a unos principios de
coherencia e integridad de signo heterosexual y sin que ello deba ser
causa de conflicto. Al considerarse el sexo com o un principio de
identidad, se le está incluyendo en el ámbito de dos identidades mu-
lu ámente excluyentes y plenamente exhaustivas; un cuerpo es mascu­
lino o femenino, nunca ambas cosas a la vez, y nunca ninguna de ellas.

[...] la noción de sexo aseguró un vuelco esencial; permitió invertir la repre­


sentación de las relaciones del poder con la sexualidad, y hacer que ésta apa­
rezca no en su relación esencia y positiva con el poder, sino como anclada en
una instancia específica e irreductible que el poder intenta dom inar como
puede; así, la idea de ‘sexo’ permite esquivar lo que hace el ‘poder’ del poder;
permite no pensarlo sino como ley y prohibición (1978: 188).

Para Foucault, el sexo, ya sea femenino o masculino, opera como


un principio de identidad que impone una coherencia y una unidad
ficticias sobre una serie de funciones biológicas, sensaciones y place­
res, que de ®tra manera serían fortuitas e inconexas. Bajo el régimen
del sexo, todo placer se convierte en síntoma del “sexo”, y el “sexo”,
en sí mismo, no es meramente una base biológica, ni causa del pla­
cer, sino que determina su orientación, es un principio teleológico,
un destino, y es también un núcleo psíquico reprimido, que p ro p o r­
ciona las claves para la interpretación de su significado últim o. El
sexo, com o una im posición ficticia de uniform idad, es un “punto
im aginario” y constituye una “unidad artificial”, pero, aun siendo
ficticia y artificial, esta categoría ejerce un enorme poder 3. Aunque
Foucault no lo afirma exactamente, la ciencia de la reproducción
produce un “sexo” inteligible, im poniendo una heterosexualidad
obligatoria sobre los cuerpos que describe. Es decir, desde este
punto de vista, el sexo se presenta de acuerdo con una morfología
heterosexual.
La categoría de “sexo” constituye así un principio de inteligibili­
dad para los humanos, lo que equivale a decir que ningún ser humano
puede considerarse como tal, no puede ser reconocido como humano,
si no está plena y coherentemente marcado por el sexo. Sin embargo,
si nos limitamos a afirmar que los humanos están marcados por el
sexo, y que por ello son inteligibles, no estaremos captando adecua­
damente el sentido de las palabras de Foucault; él es aún más contun­
dente: para ser considerado como legítimamente hum ano, hay que
estar coherentemente sexuado. La incoherencia del sexo es, precisa­
mente, lo que separa a los abyectos y a los deshumanizados de los
que son reconocidos como humanos.
Creo que Luce Irigaray llevaría este planteamiento aún más lejos,
hasta volverlo contra Foucault, centrando su discurso en el hecho de

’ «l'.n efecto», escribe Foucalt, «es por el sexo, punto imaginario fijado por el dis­
positivo de sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para acceder a su propia inteli­
gibilidad (puesto que es una parte real y amenazada de ese cuerpo y constituye simbó­
licamente el todo), a su identidad (puesto que une a la fuerza de una pulsión la
singularidad de una historia)» (1978: 189).
•Iik' el único sexo calificado como tal es el masculino, que no es que
<".(é exactamente marcado como masculino, sino que se pavonea de
mt el sexo universal, extendiendo sigilosamente su dominio. Hacer
i Herencia a un sexo que no lo es, es hacer referencia a un sexo que no
puede designarse unívocamente como sexo, sino que está excluido de
l.i identidad desde el principio. Debemos preguntarnos qué sexo hace
mieligible la representación del ser humano, y dada esta reducción,
¿no es acaso cierto que se representa a lo femenino como lo ininteli­
gible? Cuando hablamos de “u n o ”, en el ámbito del lenguaje, nos re­
ferimos a un térm ino neutro, puram ente hum ano. Y mientras que
l'oucault e Irigaray coincidirían en que el sexo es una precondición
necesaria para la inteligibilidad humana, Foucault parece pensar que
«ualquier sexo sancionado valdría, e Irigaray puntualiza que el único
•.c'xo sancionado es el masculino; es decir, el masculino reelaborado,
convertido en “u n o ”, neutro y universal. Si asumimos como cierto
(pie el sujeto coherente es aquel cuyo sexo es masculino, ello implica
c|ue esta construcción sólo es posible mediante la abyección y elimi­
nación del femenino. Para Irigaray, los sexos masculino y femenino
no se construyen de la misma manera ni como sexos, ni como princi­
pios de identidad inteligible; de hecho, plantea que en la construcción
del sexo masculino éste ha sido erigido como el “único”, y representa
.il otro femenino como un reflejo de sí mismo; en este modelo, por lo
tanto, el masculino y el femenino quedan reducidos a uno solo, al
masculino, y el femenino queda excluido de esta economía masculina
onanista; ni tan siquiera es designable en sus propios términos, o más
bien, sólo es designable como una proyección masculina desfigurada,
lo que no deja de ser una exclusión aunque de diferente índole4.
Esta crítica hipotética, desde una perspectiva irigarayana, plar>téa

4 En este sentido, la categoría del sexo constituye y regula la existencia hum ana re­
conocible e inteligible, a quién se incluye o no en la ciudadanía, como sujeto capaz de
tener derechos o discurso, qué personas estarán protegidas p or la ley frente a la vio­
lencia o las ofensas. Para Foucalt, y para las personas que ahora leemos sus textos, la
cuestión política ya no reside en si los seres “inadecuadamente sexuados” debieran o
no ser tratados equitativamente o con justicia o tolerancia. La cuestión reside en si un
ser con dichas características, inadecuadamente sexuado, puede considerarse un ser,
un ser hum ano, un sujeto, alguien a quien la ley puede condonar o condenar. Foucault
lia delimitado un ámbito que está, de alguna manera, fuera del alcance de la ley, que
excluye a determinados seres inadecuadamente sexuados de la categoría de sujetos hu­
manos. Los diarios de H erculine Barbin, el herm afrodita (presentados p o r Michel
l;oucault, Herculine Barbin, llamada Alexina B., Madrid, Revolución, 1985), demues­
tran la violencia de la ley que legisla una identidad sobre un cuerpo que se resiste a
una problem ática en torno al constructivism o de Foucault. En los
términos del poder productivo, la regulación y el control atraviesan
la articulación discursiva de las identidades. Pero esas articulaciones
discursivas establecen determinadas exclusiones; la opresión no sólo
se ejerce mediante los mecanismos de regulación y producción, sino
mediante la exclusión de la posibilidad misma de articulación. M ien­
tras Foucault afirma que la regulación y el control operan como prin­
cipios forma£Ívos de la identidad, Irigaray defiende, en un estilo más
derrideano, que la opresión también se ejerce mediante otros meca­
nismos. Las formaciones discursivas pueden excluir y eliminar, y en
este caso, lo que queda eliminado y excluido para que puedan produ­
cirse identidades inteligibles, es precisamente lo femenino 5.

III. L A ID E N T ID A D C O N T E M P O R Á N E A E N L A E R A
D E L A E P ID E M IA

Lo anteriormente expuesto constituye una limitación del análisis de


Foucault. Aun así, y con todo, creo que ofrece una advertencia a to ­
das aquellas personas que se sientan tentadas a considerar la femini­
dad, o lo femenino, como una identidad que debe liberarse. El in­
tento de liberación no sería más que una repetición de la tendencia,
propia del régimen regulador, que consiste en destilar algún aspecto
del “sexo”, para que represente, como sinécdoque, la integridad del
cuerpo y sus manifestaciones psíquicas. De igual manera, Foucault
no se adhiere a una posible política de la identidad para combatir, en
nom bre de la homosexualidad, el esfuerzo regulador que la repre­
senta como sintomatología, o que elimina al homosexual del reino de
los sujetos inteligibles. C onvertir la identidad en algo esencial para la
liberación equivaldría a som eter a la persona, desde el mismo m o­
mento en que se reclama, precisamente, su liberación de ese someti­
miento. La cuestión no reside entonces en afirmar, «sí, me integro
com pletam ente en la categoría de la hom osexualidad, com o dices,

ella. Pero Herculine es, hasta cierto punto, una figura que representa la ambigüedad
sexual o la contradicción que emerge en los cuerpos y que impugna la categoría de su­
jeto y su “sexo” unívoco o idéntico a sí mismo.
5 El comentario aporta algunas claves en torno a la form a que podría adoptar una
crítica deconstructiva del pensamiento de Foucault.
olo que el significada de esa integración será distinto del que tú me
,ii i ¡buyes». Si la identidad impone sobre el cuerpo una coherencia y
una conformidad ficticias o, mejor dicho, si la identidad es un princi­
pio regulador que produce cuerpos conformes a sus postulados, en-
iunces ya no es más liberador acogerse a una identidad gai no proble-
matizada que acogerle a la categoría de la hom osexualidad como
diagnóstico, tal y comoxse entiende desde los regímenes juridico-mé-
tlicos. Foucault plantea un reto político al considerar la posibilidad
de ejercer una resistenciaxfrente a categoría del diagnóstico, sin redo­
blar por ello el m ecanismo\nism o de ese sometimiento, en este caso,
dolorosa y paradójicamente/-bajo un signo de liberación. Foucault
asume la labor de rechazar la categoría totalizadora bajo cualquiera
de sus apariencias, razón por la qubxFoucault no se confiesa homose­
xual, ni “sale del arm ario” * en la Historia de la sexualidad, ni con­
cede a la homosexualidad el privilegio de'rser-el-emplazamiento en el
<|ue se ensalza el ejercicio de la regulación. Sin embargo, es posible
que Foucault siga de todos modos significativa y políticamente vin­
culado a esta problemática de la homosexualidad.
¿Acaso la inversión estratégica que Foucault hace de la identidad
no consiste también en una redefinición de la categoría medicalizada
del invertido? El diagnóstico del “invertido” supone que alguien de
un determinado sexo ha adquirido, de alguna manera, una serie de
disposiciones y deseos sexuales,que no están encaminados en la di­
lección apropiada; el deseo sexual se considera “invertido” cuando
no alcanza ni sus objetivos, ni su objeto, estableciendo una trayecto­
ria errónea, y dirigiéndose precisamente hacia el lado opuesto, o tam ­
bién cuando se asume a sí mismo como objeto de su propio deseo,
para posteriorm ente proyectar y recuperar ese “y o ” en un objeto ho­
mosexual. Evidentemente, Foucault abre paso a la burla cuando nos
describe esta construcción de la relación apropiada entre el “sexo” y
la “sexualidad”, para así apreciar su carácter contingente y cuestionar
los vínculos causales y expresivos que, se supone, conducen del sexo
a la sexualidad. Irónicamente, o quizás tácticamente, Foucault se em­
plea en una serie de actividades de “inversión”, pero somete al tér­

* Salir del armario es la traducción literal de la expresión inglesa «to come out o f
the closet» que equivale al proceso por el que gais y lesbianas dejan de aparentar una
falsa heterosexualidad para asumir públicamente sus opciones y gustos, proceso que
suele concretarse en fórmulas como «yo soy gai» o «nosotras somos lesbianas». (N. de
la T.)
mino a un proceso de reelaboración, en el que pasa de ser nombre a
ser verbo. Su práctica teórica está, en cierto sentido, marcada por una
serie de inversiones: el proceso de cambio hacia el poder m oderno
está marcado por una inversión; también lo está la relación entre el
sexo y la sexualidad. La categoría del “invertido” implica aún otra in­
versión, en la que se desarrolla una estrategia de reconfiguración, que
permite una lectura de las otras inversiones del texto 6.
El investido tradicional es considerado como tal porque el obje­
tivo de su deseo se sale fuera de las fronteras establecidas por la hete-

6 Si el sexo es instrum ento y objeto de la sexualidad, entonces, p or definición, la


sexualidad es más difusa y menos uniforme que la categoría del sexo; la sexualidad
atraviesa una especie de autorreducción a través de la categoría de sexo. La sexualidad
siempre excede al sexo, incluso en el caso de que el sexo se construya a sí mismo
como categoría explicativa de la sexualidad in toto, fingiendo ser su causa fundam en­
tal. Para poder afirmar que una o uno es de un sexo determinado, debe darse necesa­
riamente una reducción radical, ya que el “sexo” no sólo describe determinados rasgos
biológicos y anatómicos, sino que es también una actividad, lo que cada persona hace,
y un estado de ánimo o una disposición psíquica. Las ambigüedades del térm ino se su­
peran tem poralm ente desde el m om ento en que el “sexo” es considerado como la base
biológica de una disposición psíquica, que se manifiesta en una serie de actos. En este
sentido la categoría de “sexo” opera para establecer una causalidad ficticia entre estas
dimensiones de la existencia corporal, de tal manera que ser hembra implica una deter­
minada disposición sexual, fundamentalmente heterosexual, y ocupar una posición en
el intercam bio sexual que perm ita que las dim ensiones biológicas y psíquicas del
“sexo” se consuman, integren y demuestren. Por una parte, la categoría de sexo entur­
bia las distinciones entre la biología, la realidad psíquica, y la práctica sexual, ya que el
sexo es todas estas cosas, en la medida en que relaciona cada uno de estos términos,
mediante una determinada fuerza teleológica. Pero una vez desbaratada esta teleolo­
gía, una vez dem ostrada la posibilidad de desbaratarla, se pone en entredicho la propia
discontinuidad de térm inos como la biología y la psique. U na vez despojado el sexo
de su supuesta capacidad acaparadora, si ya no cabe situar al sexo en la teleología de la
norm a heterosexual, es necesario entonces preguntarse qué lugar ocupa el “sexo” en la
biología, y qué elementos rebaten la univocidad del térm ino, y qué lugar ocupa en la
psique, en el supuesto de que ocupe alguno. Estos térm inos se desvinculan entre sí y
sufren una desestabilización interna en el m om ento en que una hem bra biológica
pueda tener una disposición psíquica no heterosexual, o en el m om ento en que las ca­
tegorías establecidas p o r la norm a heterosexual no acierten a describir su posición en
el contexto de los intercambios sexuales. Entonces, lo que Foucault llama “la unidad
ficticia del sexo” ya no es garantía de nada. Esta desunión o disgregación del “sexo”,
sugiere que la categoría sólo acierta a describir una heterosexualidad hiperbólica, una
heterosexualidad norm ativa que, dada la idealización de su coherencia, no puede ser
habitada por las personas que ejercen en tanto que heterosexuales, y que como tal ten­
derá a ser opresiva p or ser imposible. Se trata de una idealización a la que todos y to ­
das estamos condenados; p or claras razones políticas, es un error regocijarse en ella y
salvaguardarla.
msexualidad. Según una determinada construcción de la homosexua­
lidad que la vincula al narcisismo, el objetivo se ha vuelto contra sí
mismo, o ha intercambiado la posición de identificación por la posi-
1 1 0 1 1 del objeto deseado, un intercambio que constituye una especie

ilc error psíquico. Sin embargo, considerar la inversión como un in-


lorcambio entre una disposición psíquica y un objetivo, o entre una
identificación y un objeto, o como un objetivo que se vuelve sobre sí
mismo, implica que aún se está aceptando la norm a heterosexual y
mis explicaciones teleológicas. Sin embargo, para Foucault es impor-

i.mte cuestionar este tipo de explicaciones mediante una inversión ex­


plicativa, según la cual la sexualidad es un régimen regulador que se
disimula a sí mismo, construyendo la categoría de “sexo” como una
unidad ficticia, con una naturaleza cuasinatural. El cuerpo, expuesto
i orno si de una ficción se tratara, pasa a convertirse en el lugar mismo
en el que se desatan, sin regulación alguna, los placeres, las sensacio­
nes, las prácticas, las convergencias y las reconfiguraciones de lo mas-
i nlino y lo femenino, de tal forma que el estatuto naturalizado de los
lérminos debe ser cuestionado radicalmente.
Por lo tanto, la labor de Foucault no consiste en reivindicar la ca­
tegoría del invertido o el homosexual, y reelaborar el término para
<Ine deje de significar patologías, errores o desviaciones. Su labor
tonsiste más bien en cuestionar aquellos intentos explicativos basa­
dos en la existencia de una identidad verdadera que, por definición,
i.imbién implica la existencia de otra identidad errónea. Si el discurso,
.ivido por establecer diagnósticos, haría de Foucault un “invertido”,
el invertiría entonces la misma lógica que posibilita el proceso de “in­
versión”, y lo haría precisamente, invirtiendo la relación entre sexo y
sexualidad. El proceso implica una intensificación y acentuación de la
inversión, movida quizá por el diagnóstico, cuyo efecto es el desbara-
i.imiento del propio vocabulario del diagnóstico y de la cura; de la
identidad real y de la errónea. El hilo conductor de tal proceso lleva
el establecimiento de una afirmación: «Sí, un invertido, pero voy a
mostraros todo lo que puede implicar la inversión; puedo invertir y
subvertir las categorías de la identidad hasta tal punto que ya no p o ­
dréis atribuirme ese término y saber lo que queréis decir con ello».
Foucault no podía prever en 1976 el futuro que tendría todavía
por delante ese carácter patológico atribuido a la homosexualidad. Si
la homosexualidad es patológica desde un principio, cualquier enfer­
medad que pudieran contraer los homosexuales se confundiría incó­
modamente con esa enfermedad de la que ya, de por sí, se supone que
son portadores. El empeño de Foucault en esbozar las características
de una época moderna y defender la existencia de una ruptura entre
la era de las epidemias y la reciente m odernidad, debe som eterse
ahora a una inversión, inversión que él mismo no realizó pero para la
que, en cierto sentido, sentó las bases. Foucault declara el fin de las
epidemias, y sin embargo, en ese mismo momento, bien podría ser ya
uno de sus anfitriones, un portador silencioso, ajeno a una historia
futura que acabaría por derrotar sus afirmaciones. Aun postulando
que la muerte es el límite del poder, no acertó a percatarse fundam en­
talmente de que el poder sigue actuando a través de la perpetuación
de la muerte y de las personas moribundas, y que la muerte es y tiene
su propia industria discursiva.
Cuando Foucault expone su magnífica narración sobre la epide­
miología, está necesariamente cometiendo un error, ya que comulgar
con la creencia de que el avance tecnológico excluye la posibilidad de
una era habitada por las epidemias, como Linda Singer ha dado en
llamar al régimen sexual contem poráneo 7, en definitiva, evidencia
una cierta proyección fantasmática y una fe vagamente utópica. N o
sólo presupone que la tecnología es capaz de prevenir la muerte, o
que de hecho la previene, sino que además supone que podrá conser­
var la vida (y ésta es una presunción extremadamente cuestionable).
Además, no explica la forma en que, a través de la aplicación del de­
sarrollo tecnológico, éste es utilizado para salvar algunas vidas, con­
denando otras. Si nos paramos a reflexionar sobre las tecnologías que
reciben financiación pública, y observam os los recientes recortes
drásticos de las asignaciones destinadas al tratamiento del sida, parece
bastante evidente que, en la medida en que se supone que el sida
afecta a comunidades marginales, y siendo además considerado como
un símbolo más de su marginalidad, la tecnología es, precisamente, lo
que se excluye de ese supuesto despliegue por la conservación de la
vida.
En el Senado se han podido escuchar referencias específicas al
sida como algo causado en cierto modo por las prácticas sexuales del
colectivo gai. Por lo tanto, se atribuye a la homosexualidad el carácter
de práctica portadora de muerte, una actitud que, lamentablemente,
no es en absoluto novedosa. Jeff N unokaw a afirma que la vieja tradi-

7 Véase Linda Singer, «Bodies-Powers-Pleasures», Differences, 1 (1989), pp. 45-66;


véase tam bién su próxim o libro, Erotic Welfare: Sexual Theory and Politics in the Age
o f Epidemic, (Routledge).
• ion discursiva representa al varón homosexual como una persona de
por sí cercana a la muerte, como si su deseo constituyera una especie
<lc muerte incipiente y prolongada 8. El discurso que atribuye el sida
.i la homosexualidad intensifica y reconsolida esa misma tradición.
El domingo 21 de octubre de 1990, The N ew York Times 9 p u ­
blicó un artículo conmemorativo sobre Leonard Bernstein, que había
muerto recientemente de una enfermedad pulm onar. Aunque, apa-
mitemente, el fallecimiento no estaba provocado por sida o por com ­
plicaciones relacionadas con el virus, su muerte se vinculó con su ho­
mosexualidad, representando esta homosexualidad como un impulso
de m uerte. El artículo co nstruye tácitam ente el escenario de su
muerte como la consecuencia lógica de una vida a la que, como a la
música romántica que tanto le gustaba, «la muerte siempre tenía en
vilo». Normalmente, el propio director de orquesta consigue tener en
vilo a sus amigos, admiradores o amantes, sin embargo, en este caso,
la muerte parece colisionar contra el fantasma homosexual. Inmedia-
Iámente después de esta frase viene otra: «el hecho de que fuera un
Itimador empedernido, unido a otros excesos personales, podrían in­
terpretarse con toda seguridad en los términos clásicos de la tenden­
cia a la muerte. Para el romántico comprometido, cada mejora va se­
guida de una desgracia, cada bendición del amor va seguida de una

8 Jeff Nunokaw a, «In memoriam and the Extinction of the Homosexual», Englisb
l.iterary History, próxim a publicación.
9 Donal Henahan (H :l, 25). Posteriorm ente H enahan destaca que «A algunas per­
sonas que conocían su carácter contradictorio, les sorprendió que el director de o r­
questa que luchó por explayarse en cada una de sus actuaciones, fiel a la gran tradición
romántica, no obstante m antuvo su vida privada al margen del público. Su hom ose­
xualidad, que nunca fue un secreto en los círculos musicales, fue más explícita tras la
muerte de su mujer, pero, quizá, dada su preocupación por su imagen cuidadosamente
cultivada, no estuviera m uy inclinado a desilusionar a su público, característico por su
rectitud, para el que era un joven músico americano modélico.» En este caso, desde la
tradición rom ántica de la extraversión emocional, lo correcto habría sido que hubiera
revelado su homosexualidad, lo que implica que, precisamente, ésta constituya el cora­
zón mismo de su rom anticism o y, p or lo tanto, de su comprom iso a sufrir la maldi­
ción del amor. La anterior utilización del térm ino rectitud connota honestidad. En
este caso se establece una asociación entre rectitud y honestidad, y por lo tanto, ser gai
implicaría ser deshonesto. Esto nos lleva a la cuestión de la extraversión, que sugiere
que el autor considera la insistencia de Bernstein en la privacidad como un acto de en­
gaño y, al mismo tiempo, que la propia homosexualidad, es decir, el contenido de lo
que se oculta, es una especie de engaño necesario. Esto culmina el círculo moralista de
la historia que representa ahora al homosexual como alguien que, en virtud de su fal­
sedad esencial, está afligido por su propio amor, hasta la muerte.
aflicción com pensadora». La m uerte es entendida aquí com o una
compensación necesaria del deseo homosexual, como el telos de la
homosexualidad masculina, su génesis y su fallecimiento, el principio
mismo de su inteligibilidad.
En 1976, Foucault pretendía desvincular la categoría de sexo de la
lucha contra la muerte; de esta manera, posiblemente pretendía con­
vertir el sexo en una actividad perpetuadora, en una afirmación de la
vida. El “sexo”, aun constituyendo un efecto del poder, es precisa­
mente aquello que se reproduce a sí mismo, que se aumenta y se in­
tensifica, que difunde la vida mundana. Foucault pretendió desvincu­
lar el sexo de la m uerte, anunciando el fin de una era en la que
reinaba esta última; pero, ¿qué tipo de esperanza radical consignaría
el poder constitutivo de la muerte a un irrevocable pasado histórico?
¿Q ué encontraba Foucault tan prom etedor en el sexo, y en la sexuali­
dad, al concederles la capacidad de superar a la muerte, de tal forma
que el sexo fuera, precisamente, lo que marcara la superación de la
muerte, el fin de la lucha contra ella? Foucault no consideró la posi­
bilidad de que el discurso regulador del sexo pudiera, por sí mismo,
ser generador de muerte, aquel que la pronuncia y que incluso la hace
proliferar. Y que, en la medida en que la categoría de “sexo” debe ga­
rantizar la reproducción y la vida, las instancias del “sexo” que no
son directamente reproductivas pueden entonces adoptar la valencia
de la muerte.
N os alertó acertadamente, de que «no hay que creer que diciendo
que sí al sexo se diga que no al poder; se sigue, por el contrario, el
hilo del dispositivo general de sexualidad. [...] Conviene liberarse
prim ero de la instancia del sexo» (1978: 191). Esto es correcto, ya que
el sexo no produce sida. Existen regímenes discursivos e instituciona­
les que regulan y castigan la sexualidad, trazando vías que, lejos de
salvarnos, de hecho nos pueden conducir con bastante rapidez hacia
nuestro fin.
N o debemos pensar que la afirmación del poder nos conduce a la
negación de la muerte, ya que la muerte no es el límite del poder, sino
su objetivo mismo.
Foucault acertó a ver con bastante claridad que la muerte podía
convertirse en el objetivo de la política, afirm ando que la guerra
misma se había sublimado en la política: «las relaciones de fuerza que
habían hallado su expresión durante mucho tiempo en la guerra, en
cualquier forma de guerra, se invirtieron gradualmente en el orden
del poder político». En la Historia de la sexualidad escribió: «Podría
decirse que el viejo derecho de hacer m orir o dejar vivir fue rempla­
zado por el poder de hacer vivir o de rechazar la muerte» (1978: 167).
Cuando sostiene que «el sexo bien vale la muerte» (1978: 189) lo
que nos está queriendo decir es que se puede m orir por el manteni­
miento del régimen de “sexo”, y que las guerras políticas se desenca­
denan para que las poblaciones y su reproducción estén aseguradas.
«Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que
defender; se hacen en nom bre de la existencia de todos; se educa a
poblaciones enteras para que se maten m utuamente en nombre de la
necesidad que tienen de vivir. Las matanzas (escribe Foucault) han
llegado a ser vitales” (1978: 165). Entonces añade:

El principio de poder m atar para poder vivir, que sostenía la táctica de


los com bates, se ha vuelto principio de estrategia entre Estados; pero la
existencia de marras ya no es aquella, jurídica, de la soberanía, sino la p u ­
ramente biológica de una población. Si el genocidio es po r cierto el sueño
de los poderes m odernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo d e ­
recho de m atar; se debe a que el poder reside y ejerce en el nivel de la
vida, de la especie, de la raza y de los fenóm enos masivos de población
(1978: 166).

N o se trata únicamente de que los Estados modernos tengan la


capacidad de destruirse los unos a los otros mediante arsenales nuclea­
res, sino que las “poblaciones” se han convertido en los objetivos de
la guerra, y las guerras ostentosamente defensivas se libran en nom ­
bre de “poblaciones” enteras.
En cierto sentido, Foucault sabía muy bien que la muerte no ha­
bía dejado de ser un objetivo de los Estados “m odernos”; que única­
mente el objetivo de la aniquilación debe alcanzarse mediante meca­
nism os más sutiles. Las decisiones políticas que adm inistran los
recursos científicos, tecnológicos y sociales para responder a la epide­
mia de sida, los parámetros de esta crisis, están insidiosamente cir­
cunscritos; las vidas a salvar están insidiosam ente dem arcadas de
aquellas que se abandonarán a la muerte; las “víctimas” inocentes es­
tán separadas de aquellas personas que se “merecen” la muerte. Pero,
por supuesto, esta demarcación queda en gran parte implícita, ya que
una de las formas de “administración” de la vida por parte del poder
moderno consiste, precisamente, en la retirada silenciosa de recursos.
De esta manera, la política logra el objetivo de la muerte; bajo el
signo mismo de la administración de la vida consigue golpear sobre
un objetivo definido en el conjunto de la población. M ediante esta
“inversión” del poder, se ejerce la m uerte bajo los síntomas de la
vida, del progreso científico, del avance tecnológico, es decir, bajo los
síntomas que prom eten ostentosam ente la conservación de la vida.
Y como este tipo de m atanza disimulada tiene lugar a través de la
producción discursiva pública de una comunidad científica que com­
pite para hallar una curación, que trabaja en condiciones difíciles, que
es víctima de la escasez económica, entonces apenas es audible la de­
nuncia de la escasez de recursos asignados y de la mala gestión de los
que, en efecto, se asignan. El objetivo tecnológico de la conservación
de la vida se convierte, por lo tanto, en la sanción silenciosa mediante
la que se produce sigilosamente esta matanza disimulada. N o debe­
mos pensar que al acoger positivam ente la tecnología estemos ne­
gando la muerte, porque siempre se planteará la cuestión del cómo y
el para qué se produce esta tecnología. La ofensa más profunda se ha­
lla, con toda seguridad, en la declaración de que no se trata ni del fra­
caso de un gobierno ni del fracaso de la ciencia, sino que es el “sexo”
mismo, que continúa su insondable procesión de muerte.
I A SOCIEDAD QUIERE ESPECTÁCULO

Quizá sería demasiado sencillo atribuir a las instancias político-admi­


nistrativas una responsabilidad exclusiva en la actual crisis de salud,
si así lo hiciéramos, perderíamos de vista otra dimensión esencial:
efectivamente existe una m ultitud de correas de transmisión que ha­
rén llegar las pulsiones mortíferas del sistema a los rincones más re-
nmditos del espacio social y que, al revés, impulsan, motivan, justifi­
can y alientan la máquina asesina.
El sida ha venido a cumplir una función precisa en nuestras socie­
dades. Indudablem ente, el sida ha redefinido “la hom osexualidad”
como ámbito de localización de odios y ansiedades. Es más, el sida ha
confirmado todos los criterios de exclusión, y ha dado lugar, incluso, a
otros de nuevo cuño. En contra de toda la evidencia científica, que es­
tablece inequívocamente cómo es de todo punto imposible la transmi-
io n del v ih , se exigen medidas de aislamiento y se practica el ostra­
cismo. Quizá porque esa información no es del todo clara, o accesible,
0 porque la forma impositiva en que se presenta le resta credibilidad.
Se ejerce así una tortura “suave”, con frecuencia vicaria, practicada so­
bre una segunda instancia, pero con el blanco establecido en terceras
personas, abstractas representantes de categorías precisas. El castigo fí-
ico, la mayor parte de las veces, se deja en manos del virus. Se esta­
blecen así “cabezas de turco” y sólo cuando el escarnio se aproxima al
linchamiento se toman medidas y se hacen llamamientos a la calma.
«Una guardería de Lérida exige la prueba del sida a una niña negra»
(1:1 País, 22/12/91). Y la niña debió demostrar la limpieza de su sangre
(también roja, también pura) para acallar el clamor. «42 alumnos de
preescolar de un colegio almeriense dejan de ir a clase por creer que
una niña tiene sida» (id., 13/1/95). Según se extendía el rumor, más ni-
1ios eran mantenidos en casa por sus progenitores. La niña ya había de­
mostrado su pureza, pero padres y madres exigían un segundo “análisis
de urgencia”; todo ello tan ilegal como irracional. Málaga y Montse Sie­
rra (la joven y combativa “niña del sida”) en 1990, Alcoletge y la niña
negra en el 91, Albox en el 95... (la lista no es exhaustiva), todos estos
lugares y todas estas personas tuvieron su minutito de popularidad;
quienes bramaban su odio disfrazado de preocupación por sus vástagos
protagonizaron indirectamente su propio culebrón, repartiendo los pa­
peles estrella a quienes no aspiraban a la celebridad.
Pero las niñas del sida, claro está, son las justas que pagan por los
pecadores. Un estudio del c ir e s (Centro de Investigación sobre la Rea­
lidad Social).recoge un 25% de encuestados/as favorables a la pro­
puesta (¿establecida por quién?) de “reclusión en centros especializa­
dos” de los enferm os de sida. A lrededor de un 20% consideraba
acertada la atribución de la responsabilidad de la enfermedad a “ho­
mosexuales y drogadictos” (por este orden; al revés de lo que los da­
tos epidemiológicos muestran). Según el periodista que redacta esta
información, el director del c ir e s , Juan Diez Nicolás, «destacó como
el dato más triste el que Una de cada cuatro mujeres no ha ido nunca
al ginecólogo» (El País, 15/4/94). En semejante amalgama de datos, lo
más triste y lo menos triste son cuestiones, efectivamente, relativas.
El sida, como fascinante acontecimiento social, pone de m ani­
fiesto hasta qué punto se reivindica lo irracional como seña de identi­
dad, como punto último de resistencia frente a una racionalidad y un
sentido común que se presentan como evidentes y que se imponen
desde fuera. Si se proporcionan instrumentos para pensar en lugar de
principios axiomáticos, quizás el espectáculo sería otro.
Las niñas del sida son la evidencia de la familia destruida. Las tra­
bajadoras del sexo son una amenaza a la integridad familiar. Reduci­
das al estatus de “vectores de transmisión”, lo grave no es que mueran
de sida, sino que transmitan un virus a clientes a menudo hostiles al
uso de preservativos. El cartel de Radical Moráis titulado «Mil putas»
señala cómo las prostitutas son susceptibles de protagonizar involun­
tariamente un determinado espectáculo del sida y cómo este espec­
táculo tiene poco que ver con la protección de quienes lo protagonizan.
El otro cartel, «4 lesbianas», denuncia, al revés, el radical destierro de
las lesbianas desde el punto de vista de la prevención del sida (o
desde cualquier otro punto de vista). El artículo de Simón Watney
aborda la elaboración de espectáculos de discriminación y m uerte,
protagonizados siempre por los sectores más desprotegidos, como ele­
mento de consolidación de un modelo de familia basado en esquemas
restrictivos.
1984. UNA PUTA CON SIDA ES:
- Un vector de transmisión
- Un peligro para la sociedad
- La consecuencia de la falta de fe
- Una prueba del machismo existente

1994. MIL PUTAS CON SIDA SON


~ Un importante vector de transmisión
- Un gravísimo peligro para la sociedad
- La lamentable consecuencia de la falta de fe
- Una incuestionable prueba del machismo existente

J f f adical vuoutt^
“Hay 4 lesbianas
m uriendo de sida
en un h o s p i t a l ”
- Esta frase es errónea porque:
* 1 - Las lesbianas no folian. Se dan besitos y tonterías.
Así que no pueden tener el sida.
B 2 - Las lesbianas no pueden entrar en los hospitales.
I 3 - No lo han dicho en la televisión. Puede que sea
i cierto, puede que no. En todo caso, carece de interés.
1 4 - Las lesbianas no existen.
mmon W atney

¿ Y qué será ahora de nosotros sin los bárbaros?


Quizá ellos fueran una solución después de todo.

K.P. K a v a f is , Esperando a los Bárbaros

La cuestión de la identidad, de su elaboración y


mantenimiento, es, pues, la vía primordial de acceso del
psicoanálisis al ámbito político

J a c q u e lin e R o se, Feminism and Psychic

I. LA “V E R D A D ” S O B R E E L SID A

Un el momento en que escribo este artículo ya se han dado “alrede­


dor” de mil casos de sida en el Reino Unido. A propósito de las esta­
dísticas, el gran poeta polaco Zbignev H erbert describe la naturaleza
esencialmente vergonzosa de la expresión “alrededor de” cuando ésta
se refiere a las consecuencias de un desastre. Ya que, en estos casos,

la precisión es esencial
no debemos equivocarnos
ni tan siquiera por uno

a pesar de todo
velamos por nuestros hermanos

la ignorancia acerca de aquellos que desaparecieron


destruye la realidad del mundo '.

Publicado originalmente como «The Spectacle of AIDS» en la compilación de artículos


realizada por Douglas Crim p bajo el título A ID S : Cultural Analysis, Cultural Activism,
Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1991, pp. 71-86. Traducción de Olga Abásolo
Pozas.
1 Zbignev H erbert, «Mr. Cogito on the N eed for Precisión», en Report from tbe
Besieged City, Nueva Y ork y O xford, O xford University Press, 1987, p. 67.
H an pasado cinco años desde el aislamiento del VIH, el retrovirus
responsable del sida. El Gobierno británico ha invertido millones de
libras en campañas de información pública. Las autoridades locales
han puesto en manos de especialistas la tarea de prom over campañas
educativas sobre el sida por toda Gran Bretaña. Decenas, por no de­
cir cientos de miles de vidas, se han visto afectadas directamente por
las consecuencias del VIH. N o obstante, incluso los datos médicos
más elementales sobre el VIH y el sida siguen dando lugar a interpre­
taciones erróneas. El tema permanece globalmente enmarcado en una
agenda cultural tan desinformada en térm inos médicos y engañosa
para la sociedad como inducida políticamente 2. Para aquellos que vi­
vimos y trabajamos en los diversos ámbitos devastados por el VIH, en
palabras de Richard Goldstein, el resto de la población se asemeja a
un grupo de turistas vagando casualmente en medio de un bom bar­
deo del que no son en absoluto conscientes. Tal afirmación no debe­
ría sorprendernos, habida cuenta de que la contaminación que actual­
mente afecta a las únicas fuentes de información sobre sida hace que
éstas sean, en términos generales, poco fidedignas. Así, recientemente
el diario The Guardian informó que en Inglaterra «se habían regis­
trado 1 013 casos hasta finales de agosto, de los cuales 572 habían fa­
llecido», mientras que, ese mismo día, The Star no dudó en com uni­
car a sus lectores que “el sida ha matado actualmente a más de 1 000
personas en Gran Bretaña” 3.
Desde el mismo momento en que se inició la epidemia, la apari­
ción regular y sistemática de noticias engañosas ha sido una cons­
tante. Este hecho ilustra adecuadamente los valores y las prioridades
de la industria internacional de la información, que continúa osci­
lando cotidianamente entre una engañosa actitud de recreación con el
destino de aquéllos juzgados responsables de sus propias desgracias,
y la consideración de una epidemia “real” como elemento “amena­
zante”. Actualmente, en Estados Unidos una persona muere de sida
cada media hora. Se calcula que un 6% de toda la población africana
está infectada por el VIH, y que éste afecta a casi la cuarta parte de las
poblaciones de Uganda y M alaw i4. Si las estadísticas pueden sernos

2 Véase Simón W atney, «The subject of AIDS», Copyright, 1-1, otoño, 1987b.
3 A ndrew Veitch, «AIDS cases exceed 1 000», The Guardian, 8 de septiem bre,
1987; A nthony Smith, «AIDS D eath Toll H its 1 000», The Star, 8 de septiembre, 1987.
4 Andrew Veitch, «Up to 10 M illion’ Have Aids Virus», The Guardian, 24 de ju­
nio, 1986.
de alguna utilidad, es para poner de manifiesto la escala a la que se
practica y la eficacia que alcanza la censura cultural vigente, tanto en
cada uno de los diferentes países y continentes, como comparativa­
mente entre unos y otros. Una censura culpable de la escasa atención
«Ine en la actualidad se concede a la situación en que vive la mayor
parte de las personas portadoras del VIH y/o con sida. Por otra parte,
este hecho responde a una estrategia que afianza unas condiciones
determinadas a las que están sometidos los grupos sociales más vul­
nerables al VIH; unas condiciones que ya existían con anterioridad a la
aparición de la epidemia. Así, la población latina de ambos continen­
tes americanos, los y las consumidoras de droga por vía intravenosa,
las trabajadoras y trabajadores de la industria del sexo, los negros
africanos y los varones homosexuales quedan cuidadosamente confi­
nados bajo la categoría penal de “grupos de alto riesgo”, hecho que
lia favorecido que sus experiencias y logros hayan sido tranquila­
mente ignorados. De modo implacable, todo ello ha evitado que la
terrible e incesante catástrofe humana que estamos viviendo haya re­
cibido el calificativo de tragedia o que haya sido considerada siquiera
un desastre natural.
La campaña de información sobre el sida emprendida por el G o­
bierno británico y admirada en otros países, exhortaba acertadamente
al “público general” a evitar que su ignorancia les condujera a la
muerte 5. N o obstante, esta campaña no ha sido capaz de dirigir una
sola palabra a los homosexuales, que constituyen casi el 90% de las
personas con sida en Gran Bretaña. Los medios británicos y nortea­
mericanos potencian una ignorancia masiva, institucionalizada, en to ­
dos los niveles de la comunicación “pública”. La forma en que estos
comentarios se dirigen a la audiencia pone de manifiesto cómo los es­
tados y los medios de comunicación “piensan” las cuestiones relati­
vas a la población. De hecho, la m onotonía y el sadismo implacables
que caracterizan los comentarios referidos al sida en Occidente, tan
sólo sirven para poner en evidencia una preocupación cultural por la
fragilidad de esa fantasía nacionalista implícita en la definición de un
“público general” indiferenciado, supuestamente unido por encima
de toda diferencia de clase, región de procedencia y género, pero que
excluye absolutamente a toda persona que esté al margen de la insti-

5 Véase Simón W atney, «AIDS: H o w Big D id it H ave to Get?», N e w Socialist,


marzo, 1987c.
ilición del matrimonio. La percepción popular de todas las cuestiones
relativas al sida dista mucho de nutrirse exclusivamente de esa infor­
mación, guiada por unas determinadas premisas culturales, y que es
responsable de los gravísimos obstáculos interpuestos ante cualquier
intento encaminado a interpretar la compleja historia de la epidemia,
0 .1 facilitar una forma planificada de abordarla en el futuro. En este
contexto, es imposible separar la percepción individual del riesgo y
los lemores eternamente exagerados ante la “amenaza” que supone su
“extensión”, efe esa “verdad” del sida drásticamente minimizada; una
"verdad” que ha permanecido impasible ante cualquier iniciativa de
desafío o corrección, desde el mismo m om ento en que, en 1981, el
síndrome fuera identificado con una expresión cargada de ideología y
mi mámente significativa: inmunodeficiencia relacionada con los gais,
c ¡ K i t ) (gay-related immunodeficiency) 6.
De esta manera, se ha constituido un cuerpo de “conocim iento”
uniformado sobre el sida que atraviesa las barreras entre la inform a­
ció n formal e informal, y que ha venido a confirmar los contornos de
otros “conocim ientos” previos, que tam bién hablan confiados en
nombre del “público general”, al que consideran una entidad hom o­
génea, organizada en discretas unidades familiares, superando todas
l.is lisuras y conflictos presentes en el ámbito de lo social y de lo psí­
quico. Esta “verdad” del sida insiste en que el punto de emergencia
del virus sea identificado como su causa. Así, la aproximación epide­
miológica es reemplazada por una etiología moral de la enfermedad
<|iie únicamente puede concebir el deseo homosexual como inmerso
en una metáfora de contagio. La interpretación periodística del sida
* onio signo externo y bien visible de una imaginada voluntad depra­
vada, nos devuelve hábilmente a una visión prem oderna del cuerpo,
según la cual la herejía y el pecado quedan marcados en los rasgos de
sus súbditos por medio de las manifestaciones punitivas y amonesta­
do) as de la enfermedad. Por otra parte, esta retórica del sida alimenta
en los “moralmente bien pensantes” una mentalidad de acoso vio­
lento, una mentalidad que bloquea con demasiada facilidad la elabo-
1ación de otras retóricas de “defensa” o disuasorias 7. Así, el discurso
universalista, esencialmente moderno, de los “valores familiares”, de
la “decencia” y demás, recluta a los sujetos para sumarlos a las filas

' Véase Dennis Altman, AIDS in the M ind o f America, N ueva York, Doubleday,
I ‘>86, p. 33.
' Véase Simón W atney, «AIDS USA», Square Peg núm. 17, otoño, 1987.
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I K IS S E D A N D C U O D k E D A K IL L E R - S £ E P A C E S 4 a n d S

«El rambo maníaco fue mi amante gai»


de quienes practican un “conocim iento” aún más disciplinario de sí
mismos y de “su ” mundo. Este “conocim iento” está sencillamente
hilvanado bajo la apariencia de un cuadro eternam ente familiar de
broderie Anglais, decorado con esos “valores nacionales”, aparente­
mente atemporales e inscrito en un “pasado nacional” 8. Al mismo
tiempo, las instituciones seculares se apropian y readaptan un dis­
curso de la “prom iscuidad” igualmente austero, de modo que ahora
éste ya no sólo atraviesa el M editerráneo, sino que incorpora, ade­
más, a todo*el su b co n tin en te africano, para acabar cargando al
“O riente” con la misma lacra mortal de exotismo que “nos” recuerda
que, para los blancos, la negritud siempre ha sido un signo de exceso
sexual y de muerte.

II. EL GOBIERNO DEL ÁMBITO DOMÉSTICO

Toda discusión en torno al sida debería basarse en la relación exis­


tente entre los datos disponibles sobre las formas de transmisión del
VIH y las percepciones profanas de la salud y la enfermedad que me­
dian y “manejan” esta información. El hecho de que los reportajes
contemporáneos sobre el sida no estén en absoluto orientados en esta
línea, merece una explicación. Para empezar, el modelo básicamente
racional de educación para la salud sigue ignorando todas las cuestio­
nes relativas a las resistencias culturales y psíquicas. Asimismo, no
existe una teoría que nos permita abordar el estudio de la percepción
<lel riesgo, ni tan siquiera en sus formas “culturalistas” y antiecono-
micistas 9. Ambas disciplinas reconocen que la localización de la in-
lección del VIH en determinadas comunidades no constituye un he-
i lio intrínsecamente destacable; no más significativo, al menos, que la
localización de cualquier otro agente infeccioso en otras com unida­
des específicas. Sin embargo, la imagen excesivamente densa y am ­
pliamente difundida del sida com o una especie de “plaga gai” no
puede explicarse con propiedad desde las teorías sociológicas existen-
i <<| ue centran su atención en las “cabezas de turco”, en los límites
•pie definen y protegen los grupos sociales o en el “pánico m oral”.

Véase Patrick W right, On Living in an O íd Country, Londres, Verso, 1985.


Véase, por ejemplo, M ary Douglas, Risk Acceptability According to the Social
mii ai o , I .ondres, Routledge and Kegan Paul, 1986.
I o que aquí está en juego es la capacidad de determinadas configura-
i iones ideológicas para activar las profundas ansiedades que operan
muy por debajo de las divisiones tangibles de la formación social. En
especial, deberíamos considerar el legado de la teoría eugenésica, tan
vigente en el dogma sociobiológico del familiarismo contem poráneo
romo lo estaba en la política biomédica del Nacional Socialismo. N o
pretendo establecer un crudo paralelismo entre los objetivos o las
identidades del thatcherismo en Gran Bretaña con aquellas de la Ale­
mania nazi, sino observar someramente que, en el m om ento en que se
intenta dar una explicación biológica de la historia, recurriendo para
ello a la autoridad de determinadas leyes supuestamente incuestiona­
bles e innatas, se acaba postulando que «la evidencia disponible sobre
el cuerpo humano» permite siempre «la percepción de un orden na­
tural de la estructura y la estratificación social» 10. La percepción de
una amenaza total a esa identificación del yo con la nación, estable­
cida a partir de premisas de carácter biológico, caracteriza tanto la
política médica nazi como el m oderno familiarismo. Así, aquellas
personas judías, antifascistas, gitanas y, en general, “degeneradas”
(incluyendo, p o r supuesto, a un gran número de lesbianas y gais) fue­
ron catalogadas como una amenaza intrínseca, evidente en sí misma;
un peligro para la unidad percibida y para la existencia misma del
Volk alemán. De este modo, la política de aniquilación de todas estas
personas “como imperativo terapéutico” tan sólo emergió frente a un
peligro del Volkstod, o “muerte del pueblo” (o de la “nación”, o de la
“raza”) que era profundam ente experimentado n . Las personas con
infección por VIH, con frecuencia y erróneamente llamadas “portado­
ras del sida”, son consideradas en su mayoría como una amenaza a la
unidad, igualmente falsa, de “la familia”, “la nación” e incluso de “la
especie” 12. Esto explica la necesidad esencial de volver a la cuestión
crucial del actual gobierno del ámbito doméstico, sobre todo a la luz
del planteamiento establecido por Foucault a propósito de un perío­
do moderno en el que

10 David Green, «Veins of Resemblance: Photography and Eugenios», en Spence


H oliand y Simón W atney (comps.), Photography/Politics: Two, Londres, Commedia,
1987, p. 13.
11 Véase R obert Jay Lifton, The N a zi Doctors: Medical Killing and the Psychology
o f Cenocide, N ueva York, Basic Books, 1986, p. 25. Este libro es lectura obligada para
todas aquellas personas interesadas en la arqueología de los comentarios sobre el sida.
12 Véase W illiam E. Dannem eyer, «AIDS Infection M ust Be Reportable», Los A n ­
geles Times, 12 de junio, 1987.
la familia deja de ser m odelo y se convierte en instrumento: un instrumento
privilegiado para el gobierno de la población, y no un m odelo quim érico
para el buen ejercicio del gobierno: este cambio de m odelo a instrumento es,
en mi opinión, absolutamente fundamental, y es a partir de mediados del si­
glo XVIII cuando la familia adquiere esta dim ensión instrumental con res­
pecto a la población: de ahí las campañas sobre la moralidad, el matrimonio,
la vacunación, etcétera 13.

Por eso eS tan importante evitar caer en la tentación de considerar


la actual crisis del sida como una forma más de “pánico m oral”, como
si de un fenómeno totalm ente distinto se tratara, diferente a otros
elementos y dramas típicos de la permanente administración moral
del ámbito doméstico. Por el contrario, la homosexualidad, que en
los comentarios sobre sida aparece definida como su “causa”, siem­
pre puede servir como categoría coercitiva y amenazante, útil para
justificar un atrincheramiento de las instituciones de la vida familiar y
para mantener las identidades profundam ente inestables que éstas ge­
neran. El Estado no establece ni impone desde fuera el “problem a”
que plantea la diversidad sexual, sino que lo hace desde dentro, por
medio de los imperativos categóricos implícitos a la moderna organi­
zación de la sexualidad. Por supuesto, el Estado responde a esta si­
tuación, pero no constituye su origen. Al fin y al cabo, esto es preci­
samente lo que significa la sexualidad. Así, el consentimiento con la
política social se extrae del propio deseo, dado que se supone que las
prescripciones políticas “protegen” las identidades heterosexuales,
cuya estabilidad se logra por medio de una permanente y proliferante
sensación de amenaza personal, y por medio, además, de las corres­
pondientes respuestas emocionales que la acompañan, y que varían
desde la “ofensa” hasta la violencia ejercida contra los adversarios
imaginarios. Por lo tanto, como ya escribí en algún momento,

estamos en disposición de comprender la aparente obsesión contemporánea


por la homosexualidad en Gran Bretaña, ya se nos presente ésta com o una
amenaza desde dentro del ámbito dom éstico, es decir, por la presencia en el
seno de la familia de miembros desviados, a los que conviene expulsar, o
com o imágenes desviadas que invaden el espacio “inocente” de lo dom éstico

13 Michael Foucault, «O n Governm entality», Ideology and Consciousness, num. 6,


otoño, 1979, p. 17.
por medio de la televisión o del vídeo; o como una amenaza supuestamente
''externa” representada en la explícita educación sexual en los colegios, la
(hom osexualidad de las figuras públicas, y sobre todo, como en la actuali­
dad, bajo la apariencia del sida14.

Recientemente, la hom osexualidad ha pasado a ocupar una p o ­


sición trem endam ente peculiar y privilegiada en el contexto del
gobierno del ám bito dom éstico. Así, se ha constituido como una
construcción ideológica que opera com o el signo que perm ite la
regulación de una amenaza que atraviesa todo el espacio de la cultura
“popular”; una amenaza encarnada en la figura de un pervertido des­
piadado, y que permite justificar cualquier intervención del Estado
en defensa de, entre otros, esos “valores familiares”. N o obstante, al
mismo tiempo, el homosexual se convierte en un objeto imposible;
un m onstruo que sólo puede ser engendrado mediante un proceso de
corrupción, de seducción, que es, en sí mismo, inexplicable, ya que el
lamiliarismo no está respaldado por ninguna teoría del deseo que
trascienda las supuestas “ necesidades” de reproducción. C oncreta­
mente, este planteamiento rigurosamente antifreudiano favorece acti­
vamente una traslación posterior disimulada desde las teorías que
asocian la homosexualidad a un proceso de corrupción a las teorías
explicativas del contagio del sida. Así, la identificación axiomática del
sida com o signo y síntom a del com portam iento homosexual con­
firma, una vez más, la defensa vehemente de un determinado enfoque
de la “familia” que la presenta como una institución única y vulnera­
ble. Esta identificación sanciona, además, los más apasionados llama­
mientos a la adopción de medidas “proteccionistas”, a la intensifica­
ción de una censura que arrasará la insoportable evidencia cultural de
una diversidad sexual al acecho en la térra incógnita, más allá del ám­
bito doméstico.
De ahí la extraña reencarnación, sin precedentes, que ha experi­
mentado la imagen cultural del homosexual, representado como un
invertido, un resuelto depredador envuelto en un halo de Grand
Guignol, fundamento de la teoría de la degeneración, que proyecta su
lasciva mirada (y sus manos) desde las páginas de los manuales de se-
xología V ictorianos hasta “ n u e s tro s ” niños, y sobre todo, hasta

14 Simón W atney, «AIDS: The Cultural Agenda», ponencia presentada en la confe­


rencia H om osexuality, which H om osexuality?, en la U niversidad Libre de A m ster­
dam, diciembre, 1987e.
Cay night
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ítM» W iw , o m*
mtm, 20 cari atxi í8 pían^)

«¡Exclusiva! Liberace y un amigo que murió de sida»


"nuestros” propios hijos. Sin duda, el anterior planteamiento lleva
implícita una verdadera amenaza que tan sólo sirve para poner de
manifiesto hasta qué punto el ámbito doméstico es, ha sido y será un
emplazamiento privilegiado para la generación y proliferación de in-
icusas fantasías sexuales. Lo inenarrable que acecha en el seno mismo
ilc “la familia” no es tanto el peligro real de un posible acoso hacia
los niños desde el exterior, sino una posibilidad más radical de reco­
nocer que el cuerpo de los niños y las niñas es, invariablemente, ob-
icto de deseo de padres y madres y, aún más im portante, que el niño
0 la niña no sólo resulta deseable, sino que es, a su vez, un sujeto de­
scante. Las manifestaciones favorables a la imposición de una cuaren­
tena a las personas infectadas por el VIH, o que defienden la realiza-
1¡ón o b lig ato ria de análisis de anticuerpos a todas las personas
agrupadas bajo las categorías extrafamiliares, como los homosexuales
0 los inmigrantes, derivan obviamente de esta compulsión previa e
inconsciente, que exige la censura y la expulsión del ámbito domés-
lico de todo signo de diversidad sexual, y que siempre se expresa
desde un supuesto punto de vista infantil. La identificación con la in­
fancia permite al “buen” padre, o a la “buena” madre, protegerse de
los trastornos conflictivos propios de las identidades adultas; prote­
gerse en la proyección de una fantasía de “inocencia” infantil que bo-
1ra, significativamente, todo rasgo sexual de las partes implicadas. La
flagrante violencia implícita en los reportajes sobre sida pone de ma­
nifiesto el considerable potencial expresivo de estos aspectos sexuales
reprimidos, así como las formas de histeria, de identificación histé-
i ica, responsables del inmovilismo inducido de la unidad familiar,
imbuida de comportamientos rutinarios rígidos y estereotipados, con
los que se asegura la “respetabilidad” doméstica.
Desde esta perspectiva podemos atisbar el inconsciente político
implícito en la representación visual establecida por los reportajes so­
bre sida y que podría resumirse en la constitución de un díptico. En
un panel se nos muestra el retrovirus que conocemos como VIH (des­
crito erróneamente una y otra vez como “virus del sida”) que apa­
rece, gracias a la microscopía electrónica o al grafismo informático,
como un enorme asteroide en tecnicolor. En el otro panel, podemos
contemplar a la “víctima del sida”, habitualmente hospitalizada y físi­
camente debilitada, “de rostro marchito, arrugado, repugnante”; el
auténtico cadáver de Dorian Gray 15. Este es el espectáculo del sida,

15 O scar W ilde, El retrato de Dorian Gray, Madrid, Anaya, 1989.


que se constituye en un régimen de imágenes brutalmente sobrede-
terminadas, sensibles tan sólo a los valores de la “verdad” familiar
dominante del sida y a los “conocim ientos” proyectivos de ese espec­
tador idealmente interpelado, que se supone “ya sabe de antemano
todo lo que tiene que saber” sobre la homosexualidad y el sida. Este
espectáculo se centra principalm ente en garantizar una “correcta”
identificación del sida que excluye, efectivamente, cualquier posibili­
dad de identificación positiva o comprensiva con las personas con
sida. El sida se consolida como un drama ejemplar y adm onitorio que
se difunde representado ora a través de imágenes que demuestran la
milagrosa autoridad de la medicina clínica, ora en la representación
de las caras y los cuerpos de los individuos que revelan claramente
los estigmas de la culpa. El principal objetivo de esta perspectiva sá­
dica y punitiva es el cuerpo del “homosexual”.

III. EL C U E R P O H O M O S E X U A L

El psicoanálisis contempla la identificación como un proceso psicoló­


gico a través del cual el sujeto «asimila un aspecto, propiedad o atri­
buto de los otros, transformándose total o parcialmente, de acuerdo
al modelo que los otros le aportan». Aún más, «la personalidad se
constituye y adquiere un carácter específico a través de una serie de
identificaciones» 16. Pero el proceso esencial de identificación opera
de dos formas: una transitiva de identificación del yo en relación con
la diferencia del otro y una reflexiva de identificación del yo en una
relación de semejanza con el otro. El cuerpo homosexual es un ob­
jeto que sólo puede hacerse visible “públicam ente” a través de la pri­
mera forma, la transitiva, bajo la imposición de una condición estricta
según la cual cualquier posibilidad de identificación con éste es recha­
zada escrupulosamente. El cuerpo homosexual, en lo que se refiere a
la elección del objeto, evidencia ineludiblemente una diversidad se­
xual que constituye la “función” ideológica a restringir. En su dim en­
sión relativa al registro del género, pone de manifiesto la imposibi­
lidad de todo este proyecto. El cuerpo hom osexual, fem inizado
despectivamente, hace más que evidente la misoginia “heterosexual”
masculina. Masculinizado, sencillamente deja de existir; desaparece.

16 J. Laplanche y T. B. Pontalis, The Lanvuave o f Psycho-Analysis, Londres, The


H ogarth Press, 1983, p. 205.
Así, se constituye como una contradictio in objecto, una contradic-
«ion objetiva. El psicoanálisis plantea este “problem a” de forma muy
diferente, ya que el cuerpo del que trata «no es externo sino algo in­
terno a la psique [...]. El psicoanálisis no concibe las percepciones
i orno registros no mediados de la realidad de un cuerpo prestable-
i ¡do. Más bien, mantiene una teoría libidinal de la percepción» 17.
Por lo tanto, el “problem a” es el propio cuerpo, radicalmente en­
mudecido, aunque considerado locuaz por las múltiples fantasías del
deseo que lo rodean y que, como nos recuerda Leo Bersani, son “una
defensa frenética contra el retorno, hasta la superficie misma de la
conciencia, de imágenes y sensaciones peligrosas” 18. Para ser más
exactos, estas «fantasías del deseo en absoluto miran únicamente ha­
da el pasado; son reminiscencias con carácter proyectivo» (ibid.A l­
lí). De hecho, la propia idea del “cuerpo homosexual” evidencia la
.unbición, más o menos apremiante, de confinar un deseo dinámico
bajo la apariencia de un objeto estable, calibrado por su objetivo se­
xual, y que es con sid erado com o “ una opción eq u iv o cad a”. El
“cuerpo homosexual” pondría así de manifiesto una colección ficticia
de actuaciones sexuales perversas, por lo que se le negará cualquier
realidad psíquica y se le empujará allende las fronteras de lo social. Al
fin y al cabo, ésta es la pretensión inicial con que se justificó la inven­
ción de la categoría de “el homosexual” (que, sencillamente, debemos
dejar de utilizar). Así, los rasgos definitorios de la sexualidad social-
mente establecidos intentan evitar de modo permanente que se come­
tan los “errores” que ponen en peligro la frágil estabilidad del sujeto
heterosexual. De ahí la conveniencia inestimable del sida, reducido a
una tipología de signos que garantiza la identificación del temido ob­
jeto de deseo en los últimos momentos de su aparente autodestruc-
ción. Así, el sida pasa a racionalizar la imposibilidad del “cuerpo ho­
mosexual”, y nos recuerda las espantosas consecuencias que acarrea
no lograr “olvidar” ... De ahí la necesidad social de un “cuerpo ho­
mosexual”, revelado en una composición fotográfica configurada por
la antropología y la sexología penal del siglo XIX y por el periodismo
actual. De ahí también el comentario de un contemporáneo patólogo
inglés, ex policía, profesor en un hospital de Londres, que invitaba a
sus alumnos, haciendo alarde de un estilo pedagógico cercano, casi

17 Parveen Adams, «Versions of the Body», m /f, nums. 11-12, 1986, p. 29.
18 Leo Bersani, Baudelaire and Freud, Berkeley, University of California Press,
1977, p. 129.
familiar, a identificar los síntomas físicos de la homosexualidad, espe­
cialmente, el «típico recto, queratinizado, en forma de embudo, carac­
terístico del homosexual habitual» 19. O tro de los síntomas constituti­
vos del “homosexual habitual” es un reblandecimiento del cerebro.
Éste es el orden de “conocim iento” del “cuerpo hom osexual” que
precede a la mayoría de los reportajes clínicos sobre el sida y que pasa
a impregnar el registro doméstico a través de la mediación de los co­
rresponsales médicos que “nos” informan desde la línea misma del
frente clínico y que nos remiten incesantemente al díptico del diag­
nóstico del sida. El cuerpo, inmerso en estos tableaux mourants den­
samente codificados, está sometido a niveles extremos de crueldad ca­
sual y de violenta indiferencia, com o si de un cuerpo extraño se
tratara, un cuerpo que es abierto en canal ante la mirada, a la vez ate­
rrorizada y fascinada, de los aturdidos patólogos sociales. Aún así y
con todo, cuando los signos de los “actos” homosexuales han sido por
completo confundidos con los signos de una muerte entendida como
m erecido escarmiento por una conducta depravada, todavía queda
abierta alguna posibilidad para que una identificación reflexiva de la
muerte como un mero acontecimiento humano, con el cuerpo humano
in extremis, logre interrum pir los últimos ritos de la censura psíquica.
Así, el “cuerpo hom osexual” que es el mismo cuerpo que el de
“la víctima” del sida, pese a ser emplazado en el umbral clair-obscur
de la propia muerte, o precisamente por ello, debe ser visible para
que pueda ser humillado públicamente, arrojado en herméticas bolsas
de plástico, fumigado; se le debe negar el sepulcro, por tem or a que
pueda inspirar tan siquiera un resquicio de reconocimiento, por te­
m or a la más remota sensación de, pérdida. De este modo, el “cuerpo
homosexual” continúa manifestándose incluso después de su muerte;
no como un recuerdo de ésta, sino precisamente como su contrario,
evocando una vida que debe presentarse ante todos desprovista de
todo valor, desprovista de cualquier capacidad de inspirar lástima o
iludo y, una última afrenta, eclipsando su existencia y siendo redu­
cido a una mera cifra estadística anónima. El “cuerpo hom osexual” se
"despacha”, como si de basura se tratara, como el mismo desecho que
lúe cu vida. N o obstante, como en tantos otros casos, las operaciones
psíquicas que nutren esta “verdad” última del sida se exceden, y este

Mcyrick H orton, «General Practices», ponencia presentada en la segunda con-


li icm i.i anual sobre el Significado Social del Sida, South Bank Polytechnic, Londres,
noviembre, 1987.
mismo exceso adquiere un significado que, al final, supera las impli-
• .u iones en un principio pretendidas. Irónicamente, en estas circuns-
Miu ias, las consecuencias psíquicas de la salvaje organización social
«I' la “sexualidad” en el mundo moderno, tan sólo pueden servir, en
nliuna instancia, para la elaboración indiscriminada de instrumentos
■Ir lormento. Ya que, precisamente, esta sustitución de la epidemiolo-
l'.i.i por una etiología moralizada de la enfermedad, que considera el
.id.t como una propiedad intrínseca del “cuerpo homosexual” tal y
i 0 1 no aparece representado en la fantasía, puede contribuir a una ex-
p.msión real del VIH, al desviar la atención de los medios capaces de
licuar la transmisión; unos medios de eficacia suficientemente pro-
luila y que están a nuestro alcance. Tal atención requeriría escuchar
l.e. voces de los “culpables”, y supondría aceptar el riesgo de recono-
i rr que el VIH no respeta ni a las personas, ni a los cuerpos. Sin em-
lurgo, el espectáculo del sida sigue protegiéndonos contra semejante
eventualidad espantosa, mientras nos sentamos frente a nuestros tele-
\ ¡sores para contemplar y celebrar cómodamente a salvo desde nues-
ii os gesundes Volksempfinden, desde nuestros sanos sentim ientos
populares, esa maravillosa visión, largo tiempo profetizada, de los de­
generados, por fin, consumiéndose.

IV. EL ESPECTÁCULO DEL SIDA

I I espectáculo del sida, en todas sus variantes, se pone en escena con


i xt remado cuidado y precisión para dar lugar a un sensacional desfile
didáctico, que nos proporciona al “público en general” nuevos testi­
monios sobre la trascendencia de los peligros que nos acechan en
iodo momento; unos testimonios más dramáticos, si cabe, de los que
y.i conocíamos. El espectáculo del sida nos ofrece una purga ritual en
l.ique podemos contemplar el castigo que reciben los portadores del
mal, mientras la unidad familiar nacional, el lugar de “lo social”, se
purifica y se restaura. N o obstante, Jacques D onzelot defiende que
•el mismo proceso mediante el que se muestra la emergencia de “lo
social” como el espacio concreto de inteligibilidad de la familia, faci­
lita a su vez que lo social aparezca como una extraña abstracción» 20.

Jacques Donzelot, The Policing o f Families: Welfare Versus the State, Londres,
I lutehinson and Co., 1979, p. XXVI.
Al atribuir al sida las características de una enfermedad venérea,
el espectáculo reduce “ lo social” a la escala de “la familia”, desde
cuya perspectiva m iniaturizada y empobrecida se desaprueban siste­
máticamente todos los aspectos de una diversidad sexual establecida
de manera consensuada. Retomamos, por lo tanto, la cuestión de la
“sexualidad” en el m undo moderno, pero esta vez desde un punto
de vista com pletam ente distinto al m antenido p o r las anteriores
campañas del siglo XX, realizadas en nombre de las “minorías sexua­
les” y basadas en los términos del derecho a la privacidad. De hecho,
precisamente, el concepto de privacidad ocupa un lugar central en el
familiarismo. Esta relevancia es ahora utilizada para desafiar la auto­
ridad de la tradicional distinción liberal entre lo “público” y lo "pri­
vado”, típica del enfoque consensuado de “lo social”, vigente d u ­
rante más de un siglo. Es fácil echar mano de ese consenso hoy en
día 21.
En cualquier caso, la categoría de “hom osexualidad” ha consti­
tuido siempre un serio “problem a” en el contexto de las leyes y polí­
ticas sociales elaboradas según una distinción, supuestamente física,
entre lo público y lo privado. Legitimada, hasta cierto punto, en la
esfera técnica de lo privado, adquiere tintes problemáticos en el ám­
bito público. Los reportajes periodísticos sobre el sida son un buen
ejemplo de ello, en la medida en que se dirigen a una “familia” que
hace las veces de “la nación”. De ahí el hecho extraordinario de que,
incluso a pesar de esos 1 000 casos de sida, el Gobierno británico no
se haya dignado aún a emitir la debida información, el asesoramiento
y el apoyo necesarios a la comunidad más directamente afectada por
las consecuencias del VIH desde el inicio de los años ochenta: los gais.
Evidentemente, ello se debe a que aún no se nos reconoce como parte
de “lo social”, ámbito del que paradójicamente estamos excluidos en
virtud, precisamente, de nuestra posición social parcialmente legali­
zada en el ámbito “privado”. N o nos olvidemos de que estamos ha­
blando de, por lo menos, un 10% de la población total del Reino
Unido. El espectáculo del sida siempre es m odificado p o r tem or a
que resulte demasiado “espantoso” ante los ojos de la audiencia do­
méstica, mientras que, simultáneamente, amplifica y magnifica la “sa­
biduría” colectiva del familiarismo. Así, los reportajes sobre sida
aportan una perspectiva única sobre el actual gobierno de lo domés-

21 Véase Simón Watney, Policing Desire:Pomograpby, AIDS and the Media, Minne
polis, University of M innesota Press, 1987a, cap. 4.
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[Arriba] «Todos los hombres de Queen»; o también «Todos los hombres de la


Reina». [Abajo] «Los secretos de los párrocos gais».
tico, que es experim entado desde dentro como un refugio para la
“privacidad”, y cuya defensa, coinciden sus miembros, nunca está su­
ficientemente garantizada. De esta manera, todos los aspectos de la
vida “pública” se anexionan y se incluyen gradualmente en los pre­
ceptos y las “etiquetas” de la privacidad, en el momento mismo en
que sus adeptos más elocuentes corren las cortinas frente al mundo
exterior, al que consideran hostil y peligroso.
No obstante, como ya hemos visto, el propio hogar es recono­
cido como un emplazamiento potencialmente susceptible de experi­
mentar una corrupción interna, y el procesamiento de lo “público”
por parte de lo “privado” se personifica idealmente en la fantasía del
“cuerpo hom osexual”, cuya elección de objeto sexual es desplazada
por los signos calibrados del sida. Este cuerpo aparece representado
como algo repulsivo, en la medida en que así lo requiere la vigilancia
de un deseo recalcitrante. El espectáculo del sida se pone al servicio
de la necesidad apremiante de una constante vigilancia doméstica y
de una estricta regulación de la identidad, ejercidas mediante los me­
canismos íntimos de la culpabilidad sexual, las rivalidades entre her­
manos, los favoritismos de padres y madres, la vergüenza, la modes-
11.1 histérica, el orgullo doméstico, el “estar a la altura”, las aficiones,
1.1 dieta, la ropa, la higiene personal y el buen gobierno general del
hogar. Estas son las prácticas concretas que autorizan el consenti­
miento de la autoridad “política”, y la coreografía del espectáculo del
■.ida se monta inconscientemente en relación a ellas, con su estudiado
• nlasis sobre la “suciedad”, la “depravación”, el “libertinaje” y, sobre
i o d o , la “prom iscuidad”. N o obstante, la proliferación de agentes y
de voces que se alzan ofreciendo su “pericia” en nom bre de “la fami-
l u ”, son inevitablemente tan irregulares e ineptas como el m anteni­
miento del p oder en el propio hogar. Los mismos expertos cuya
mtoridad proviene de “la familia”, la bombardean con mensajes con-
Iluí ivos y contradictorios. De ahí, por ejemplo, el airado conflicto
ii lualmente en vigor en Gran Bretaña entre el consenso popular fa-
' orable a la educación sexual en las escuelas, y la imperiosa oposición
i *u.dquier forma de educación que “defienda” declaradamente la h o ­
mosexualidad. La educación sexual “pública” sirve entonces para re­
doblar los “conocim ientos” de “la familia”, inscritos debidamente y
..... toda la fuerza de la ley en el curriculum nacional. En la misma lí-
iie.i, el poderoso grupo de presión favorable a la “educación sobre
hI.i " en las escuelas y en otros ámbitos, se verá forzosamente obli-
i. ido a ignorar las experiencias reales de las personas con sida, o de
,ii|ucllas comunidades más vulnerables a contraer el VIH, por tem or a
<|iie se le acuse de “defender” la homosexualidad. En este caso, como
• u otros similares, el concepto de “defensa” se enmarca en un dis-
• urso sobre los “actos” sexuales que pueden llevar a los “inocentes” a
1.1 “corrupción” y convertirlos en “ homosexuales habituales”. Tal
i oncepto es operativo en el contexto de un poderoso proyecto anti-
Irrudiano que aspira a eliminar toda noción de deseo del ámbito epis­
temológico de la vida “familiar”, es decir, de la vida “pública”.
En estas circunstancias, el espectáculo del sida funciona como
una mascarada pública que nos permite asistir al castigo corporal del
"cuerpo homosexual”, identificado como la fuente enigmática e inde-
i ente de una resistencia voluntaria incom prensible al gobierno in-
i ucstionable del matrimonio, la paternidad y la propiedad. Precisa­
mente, es en torno a esta cuestión que puede plantearse eficazmente
1.1 oposición al tono con el que se llevan a cabo los reportajes perio­
dísticos sobre el sida y a la soberanía de la familia que en ellos se esta­
blece. Ya que, como antes he argumentado, el espectáculo general del
■.ida sitúa a su audiencia en una situación de riesgo directo de con-
11 aer el VIH, al distraer su atención de los medios probadamente efica-

• es para prevenir su transmisión. Al mismo tiempo, es fácil desafiar la


tremenda responsabilidad discursiva que se atribuye a la noción de
promiscuidad” en los reportajes sobre sida, cuando se aísla dicha
noción de la imaginería que rodea a una muerte “venerealizada”. Se
puede dem ostrar fácilmente, por ejemplo, que la condición del VIH
no es venérea, ya que no se transmite necesaria ni exclusivamente por
i ontacto sexual. N o es difícil captar el hecho evidente de que, si toda
enfermedad que pueda transmitirse sexualmente se clasificara como
venérea, la lista debería incluir todas las indisposiciones médicas más
i oinunes, como Kaye Wellings se ha encargado de puntualizar en re­
lación a la anterior venerealización de los herpes durante los años se­
tenta22. Es necesario destacar también, de modo enérgico, y siempre
<|ne la ocasión lo perm ita, que quienes plantean la “m onogam ia”
eoino alternativa preferible a la información profiláctica son, a su vez,
lesponsables de la creciente extensión del VIH , al sugerir peligrosa­
mente que la monogamia aporta algún tipo de defensa “m oral” in­
trínseca contra un retrovirus. Así, toda la autoridad del espectáculo

22 Kaye Wellings, «Sickness and Sin: The Case of Genital Herpes», ponencia pre­
sentada en la British Sociological Association, G rupo de Sociología de la Medicina,
1983, p. 10.
del sida podría verse socavada por la retórica proteccionista del p ro ­
pio espectáculo. Ello permite, asimismo, una afirmación más amplia
del deseo y de la diversidad sexuales como partes integrantes de una
propuesta de sexo seguro que funciona como un espacio protector
para la nación, en el que la emancipación y la supervivencia son posi­
bles; una propuesta planteada en términos activamente democráticos,
de modo que amplía las concepciones del yo, más allá de los confines
cada vez más limitados de la “ciudadanía”. A este respecto, el desafío
que supone una reeducación en torno al sida, es un buen ejemplo de
la idea planteada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, según la cual
lo que ha saltado por los aires en este período posmoderno

es la idea y la realidad misma de un espacio único de constitución de lo polí­


tico. A lo que estamos asistiendo es a una politización mucho más radical
que nada que hayamos conocido en el pasado, porque ella tiende a disolver la
distinción entre lo público y lo privado, no en términos de una invasión de lo
privado por un espacio público unificado, sino en términos de una prolifera­
ción de espacios políticos radicalmente nuevos y diferentes. Estamos pues
enfrentados a la emergencia de un pluralismo de los sujetos, cuyas formas de
constitución y su diversidad sólo es posible pensar si se deja atrás la categoría
de “sujeto” como esencia unificada y unificante 23.

Al insistir en una percepción psicoanalítica de la realidad psíquica


del deseo, quizá podamos evitar los defectos de una política sexual
que sigue contemplando la “opresión de los gais” como un fenómeno
unitario y específico, que puede ser rectificado y remediado fácil­
mente a través de la adopción de medidas políticas y legislativas, por
muy intrínsecamente oportunas que éstas sean en relación a las insti­
tuciones excesivamente determinadas que actualmente definen el sig­
nificado y la práctica de la “justicia”. El espectáculo del sida, sin em­
bargo, nos enseña que la propia estructura, la epistem ología y el
“decoro” de la “sexualidad” nos han conducido inexorablemente al
trágico atolladero en el que nos encontramos, en el que las "minorías
sexuales” aparentemente unificadas son con frecuencia consideradas,
en su totalidad, como comunidades desechables. Este aspecto es de
vital im portancia. N o nos equivoquem os: el espectáculo del sida
mantiene, pausada y constantemente, la perspectiva posible de una

23 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegem onía y estrategia socialista. Hacia una
radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, pp. 204-205.
muerte causada p or sida de todos los gais americanos y de Europa
1 *i e¡dental; pongamos que un total de veinte millones de vidas, sin el
menor atisbo de preocupación, pesar o dolor. El psicoanálisis nos
puede alertar sobre los procesos psicológicos que, en determinadas
i iieiinstancias históricas particularmente complejas, pueden activarse
I- n,i respaldar una indiferencia que deshumaniza a categorías enteras
<li personas. Y, volviendo ahora a la posibilidad de establecer una p o ­
llina enraizada en la subjetividad de un espacio público/privado, ésta
.rilo puede servirnos para fortalecer las poderosas formas emergentes
.le un fundamentalismo secularizado que no cesará de enjuiciar sus
pi opios “recuerdos proyectivos”, puestos al descubierto por los fo-
■• de sus propios deseos desplazados. Mientras tanto, todos aque­
llos que amenazan con exponer las implicaciones brutales, hipócritas
v degradantes de los “valores familiares” y las “pautas de la decen-
i i.i ”, seguirán siendo sin duda alguna denunciados estridentemente, y
un sin acierto, como los “enemigos de la familia”.
El sida está siendo utilizado cada vez más para consolidar una
ambición generalizada que apunta a la eliminación de la distinción
entre “lo público” y “lo privado”, y para establecer en su lugar una
i alegoría monolítica y legalmente vinculante —“la familia”—, enten­
dida como el término básico que permitirá que el mundo y el yo se
vuelvan, a partir de ahora, inteligibles. El carácter aceptable de esta
estrategia se establece por medio de la incidencia directa sobre unas
t oncepciones profanas de la salud y la enfermedad, irregularm ente
establecidas a lo largo de los siglos, y que tan sólo tienen en común el
miedo y el rechazo típicamente humanos que la muerte inspira. Así,
la educación para la salud se erige como el ámbito principal en que se
desarrollará la lucha hegemónica durante las próximas décadas; una
lucha que rechaza y elude todos los rasgos que han caracterizado la
política de partidos y los criterios de lealtad y acatamiento preceden­
tes. Estamos ante la emergencia de un nuevo modelo de poder esen­
cialmente talismánico, que ofrece protección a las subjetividades ali­
mentadas cuidadosamente por el folclore y la superstición, y que se
rearticulan ahora en un ostentoso discurso de autoridad médica.
Asistimos a la precipitación de una biopolítica moralizada, que cuen­
ta potencialmente con un poder impresionante —una astuta com bi­
nación de parasitismo y radioterapia, de eugenesia y narrativa dom i­
nante de la “salud familiar”— con políticas sociales que aspiran, con
sobrio fanatismo, a la creación de una modernidad en la que nosotros
ya no existiremos. El espectáculo del sida nos promete, por tanto, un
mundo inmaculado en el que nosotros seremos recordados en libros
de texto y fuentes docum entales cuidadosam ente editadas, como
“testim onio”, como símbolos de las pestes y contagios dejados atrás,
como irrupciones intolerables en lo familiar, como sujetos “curados”
y desinfectados del deseo, a los que se les niega “terapéuticam ente” el
derecho mismo a la propia vida.
I I EBRAMOS LOS SACRIFICIOS

1,1 dimensión pública del sida está enmarcada en los estrictos límites
de un régimen de representación determinado. Un régimen que no es
nuevo y que, sin embargo, ha sido reactualizado y redefinido desde la
m upción de la epidemia en nuestra realidad cotidiana. En el marco
de este régimen, la connivencia con la muerte y la suscripción de un
destino establecido por terceras instancias son celebradas, promocio-
ilacias, premiadas. Las insurgencias contra los determinismos que di-
i ho régimen establece son, al revés, ignoradas, censuradas o desvir-
i nadas. Quienes se consideran “a salvo” admiran ostentosamente el
coraje ajeno frente a la muerte. Con convulsiones, golpes de pecho y
lazo rojo se reconoce la función social que cumplen los moribundos
,il encarnar el destino que se atribuye a toda su “categoría”. Esta admi-
iación, este reconocimiento, es la forma socialmente presentable que
adopta dicha promoción.
Una foto de Manuel Pina, diseñador de moda, ocupa la portada
de Diario 16 el 11 de junio de 1993. En su interior se habla de la en-
i revista con Lola Carretero como «uno de esos raros y estremecedores
lestimonios que sólo de vez en cuando los periódicos podemos trans­
mitir»; y es que «no es fácil Lomar una decisión como la que ha to­
mado Manuel Piña; la de aparecer ante la opinión pública confesán­
dose portador de la terrible enfermedad que golpea sin piedad este
final del siglo xx. Su gesto es todo un rasgo de coraje personal, un
acto de valor solidario [...]». En portada, tras la foto y el titular
(«Tengo sida y vida»; una expresión tautológica — un muerto ya no
tiene sida— aunque quizás necesaria — hay que demostrar que una
persona con sida no está ya muerta), se anuncia que «uno de los más
destacados diseñadores del movimiento Moda de España, confiesa en
un valiente documento el haber contraído el sida». El espectáculo está
servido.
Piña afirma: «Tengo sida y me dolía m entir a mis amigos. Los más
cercanos ya lo sabían pero tenía que quitarme el peso que me suponía
esconderlo a los menos íntimos, a la sociedad. Es mi forma de rebel­
día contra el rechazo que provoca y el morbo que despierta esta en-
lennedad. Contra eso quiero luchar porque me preocupan enorme­
mente otras p erso n as m enos privilegiadas que yo y que están
padeciendo en condiciones terribles la enfermedad». Los motivos son,
■■in duda alguna, legítimos. Pero estas razones para la concesión de la
entrevista, tan poderosas como evidentes, quedan en un segundo
plano frente a la iconografía fotográfica, la escenografía y el contexto i
definidos por la estrategia periodística («Su estudio está iluminado
sólo por luz natural que entra tímidamente por la puerta. Los focos
dañan su ojo derecho, afectado desde que le atacara un feroz herpes
Zoster, y en sus manos da vueltas a unos tejidos de punto de seda pli­
sados»),
Piña no ha levantado su carrera profesional sobre el sida, y si bien
no puede ser en ningún caso considerado cómplice de un espectáculo
de sacrificio (antes al contrario), sí es tratado implícitamente como
lal. El novelista francés Hervé Guibert sí ha hecho del síndrome el
leitmotiv de una obra cuyo éxito radica, precisamente, en la suscrip- 1
eión de un determinado régimen de representación. Aun así, uno y
oiro habrán roto un poco el silencio y la ignominia que pesan sobre j
esta “enfermedad maldita”. Habrán dejado, al menos, un testimonio
que, pese a su forma o su trasfondo criticables (y éstos no pueden ser­
les autom áticam ente im putados sin más consideraciones), sigue 1
siendo más válido y sugerente que las buenas palabras de tantas per- I
sonas que viven del sida sin luchar contra él.
No sacralicemos, pues, al enfermo, ya que si lo hacemos, si por el
I lecho de no esconderse le reconocemos libre de toda responsabili- I
dad, si lo emplazamos en un espacio intocable, estaremos confir­
mando “su” sida como suficiente y merecido castigo; estaremos tra- I
laudóle como ya muerto, negándole la posibilidad de respuesta, de I
reacción. Dejar m orir al iconoclasta en medio de sus aspavientos, j
aplaudir sus estertores y acudir masivamente al entierro. Ésa es la ¡
loima de sacralizar un destino y una complicidad con un régimen ta- I
natocrático.
Quedan por establecer, claro está, los mecanismos que nos permi- I
tan testimoniar, conquistar una visibilidad, sacar a la luz un mensaje, I
establecer lazos y redes y conseguir que todo el proceso sea auto- 1
iniino. Quizá para ello sea necesario, en primer lugar, desenmascarar
1 1iraimen de representación vigente. Establecer lazos y redes, en pri-
iiht término, entre las personas con v ih . Trascender el lazo rojo (de la
ulidaridad con “los afectados”, es decir, con una instancia ajena), aso­
nado, por lo demás, a los golpes de pecho que anualmente, en torno
il primero de diciembre, certifican una mala conciencia masiva. Esa
i la denuncia del cartel de Radical Moráis «Ciclo de la solidaridad».
II establecimiento de “comunidades afectadas” puede ser también el
ir.ultado de la articulación de explicaciones plausibles que expliquen
las muertes de personas cercanas, y que vayan más allá de la atribu-
i ion de una responsabilidad exclusiva al v ih . E s o es lo que el otro car-
ii I («Causa de muerte») parece sugerir. El artículo de Philippe Man-
j'.eot analiza la participación de Hervé Guibert en un determ inado
universo simbólico del sacrificio, en cuyo marco el sida aparece do­
lado de sentido.
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C A U SA DE M U E R T E :
*

^ Ignorancia de quienes gestionan la pandemia. Ineficacia de ias políticas de investigación, ajenas a


principios de colaboración. Inasistencia sanitaria de inmigrantes y gente encarcelada. Iniquidad del sistema
de reparto de oportunidades y de riquezas. Impericia de quienes administran los raquíticos recursos
oficiales para la lucha contra el sida. Indiferencia de los medios de comunicación y del star system.
I l SIDA Y SUS F IC C IO N E S

l'l II1.IPPE M angeot

Este texto es para Pierre T. Se lo debo.

I )¡cz días antes de la declaración de guerra, Jean Baudrillard deplo-


i aba en un artículo aparecido en Libération

i'l estado desintensificado de la guerra, el del derecho a la guerra, surgido de


1.1 luz verde de la ONU; un lujo de precauciones, de concesiones. Es la utili­
zación del preservativo extendida al acto de guerra; como para el amor: ha-
i ed el amor, haced la guerra, ¡pero con preservativo! En la escala de Richter,
1.1 Guerra del Golfo no alcanzaría siquiera el grado 2 ó 3 [...] es la forma
.isintomática de la guerra, lo que permite no llegar nunca a conocer la gue­
rra” '.

Si hemos de creer a Baudrillard, nos encontraríamos en la actuali­


dad ante una confusión entre todos los ámbitos, una contaminación
recíproca de todas las categorías. Puede que Baudrillard no contem ­
ple otra cosa que su propio método: su pensamiento en una metáfora
generalizada.
Es necesario cuestionar esa metáfora, tomarla a contrapelo. Si es
verdad que cada categoría se insinúa en todas las demás, si es cierto
que esa guerra puede interpretarse a partir del modelo del amor, en­
tonces el amor también puede ser interpretado según el modelo de la
guerra.
Así, «En la escala de Richter, el sexo seguro no alcanzaría siquiera
el grado 2 ó 3 [...]. Es la forma asintomática del amor, lo que permite
no llegar nunca a conocer el amor».
Estaríamos entonces ante algo que puede parecerse al amor, pero
que está desprovisto de su referente básico, de su valor, de su origen
y de su destino. N o sería éste más que un amor virtual, ya que sería
un amor sin violencia y sin peligro.

Publicado originalmente bajo el título «Le sida et ses fictions», en la revista Cahiers
de Résistances, num. 2 (junio de 1991), pp. 33-37. Traducción de Ricardo Llamas.
1 Jean Baudrillard «La guerre du golfe n ’aura pas lieu», Libération, 4 de enero,
1991.
Según parece, el deseo está obsesionado p o r la m uerte, y la
muerte está siempre en el horizonte del amor. Eros y Thanatos; la
vieja canción. Al parecer, el deseo enfrenta al cuerpo del otro con sus
propios límites. Eso debe ser el verdadero amor para Baudrillard.
Es ésta una vieja historia, hasta tal punto manida que ya nadie es­
taba del todo seguro de su vigencia. El sida ha venido a reavivarla y a
confirmarla. El sida habrá aportado al menos ese mínimo de certi­
dumbre que todavía nos faltaba.
N o hay más que leer los periódicos. Los amores de hoy son ano-
réxicos; han perdido el gusto del abandono, el vértigo del abismo y el
sentido de sacrificio. H a llegado la era de la desconfianza y del simu­
lacro. N o cabe duda: los periódicos saben qué es el amor.
Antes del sida, la idea del am or hasta la muerte era sólo una metá­
fora. Una ficción circunscrita a las novelas, a las crónicas de sucesos y
a los manuales de psicoanálisis. Se amaban, su amor los mató. El la
quería, él la mató. El no la quería, ella lo m ató...
Sin embargo, el sida no es una metáfora. Efectivamente, no saber
que el sexo puede ser peligroso, no protegerse, puede en la actualidad
conducir a una muerte de verdad. Los admiradores de Eros y Thana­
tos, no obstante, continúan haciendo como si nada hubiera cam ­
biado, como si no existiera un hiato entre la muerte como metáfora y
la muerte sin más.
Debe haber, pues, una teoría del deseo hasta tal punto cierta que
cualquier cambio radical, cualquier cambio de naturaleza, no sólo la
deja inalterable sino que, además, la alimenta. Una teoría tan univer­
sal que lo real, cualquiera que sea su configuración, solamente consi­
gue hacerla prosperar.
Una teoría de este tipo es una teoría metafísica, no empírica. Los
cambios reales que el sida está produciendo en el mundo no han lo­
grado estremecerla, ni cuestionarla, ni someterla a la prueba de la fal-
sación. Una teoría así puede dar cuenta de todo; está por completo
del lado del mito y de las religiones. N o ha reflexionado nunca sobre
su historicidad, no ha considerado jamás que su objeto pueda ser un
código cultural, una representación. Y no una esencia del amor.
A la vuelta de la Gran Guerra, había soldados que decían: «Basta
de cuadros con puestas de sol». Determinados objetos, en el contexto
de una realidad determinada, habían prescrito, eran obscenos. Aún
hoy se continúa cantando el lazo indisoluble de Eros y Thanatos. Es
más, el sida ha hecho resurgir la idea de la muerte como razón del
deseo.
Quienes postulan tales teorías no han visto todo el desastre y la
locura. N o han visto las vidas liquidadas, los cuerpos mutilados, a ese
.miigo que pierde la razón, a ese otro que se caga y que se muere ane­
gado en su propia mierda. N o han visto a esos padres que prefieren
decir que a su hijo se lo llevó una leucemia fulm inante, antes que
af rontar la vergüenza del sida y de todos sus sobrentendidos. N o han
visto a las chicas que no se atreven a sacar un preservativo por tem or
■i ser consideradas unas putas. N i a los homosexuales que mueren en
i’l silencio de su enfermedad de maricones.
O, más bien, sí que lo han visto todo, y sí que lo conocen todo,
pero sólo le prestan atención a sus propios discursos, y creen recono­
cer sus propios argumentos en los demás al proyectarlos sobre ellos.
Se han familiarizado con el sida; lo han acogido en el seno de su pen­
samiento, un pensamiento que lo estaba esperando, y en el que ahora
ocupa un lugar demasiado bello. En lugar de confrontar su reflexión
,i la realidad del sida, han rechazado esta realidad para convertirla en
una ficción. H an escamoteado la realidad del sida en beneficio de lo
t|ue ésta permite decir, en beneficio de un discurso que coincide con
lo que desde siempre habían estado diciendo. El sida, con su lastre de
realidad, ha sobrecargado sus viejas metáforas. H a venido a represen­
tar un papel determinado en un guión prescrito. Poco im portan en­
tonces las estadísticas, las muertes de ayer y las muertes que están por
venir. A condición de que estas muertes tengan un sentido. Y el sen­
tido de estas muertes y de esta enfermedad ya estaba disponible antes
de que acaecieran, listo para ser pensado.
H ervé G uibert tiene sida. Escribe sobre su enfermedad, y hay
que estarle por ello agradecido: es prácticamente el único que lo hace.
No obstante, a G uibert le gustan demasiado las fórmulas bellas como
para decir que esta muerte es absurda, y que no se puede extraer de
ella ningún sentido. Antes al contrario, el sida para él está saturado de
sentido. Es un reflejo de su vida, de su obra, de su deseo. Es el estadio
último de su proyecto.
Desde hace quince años, G uibert no ha dejado en ningún m o­
mento de alimentar el gran mito del deseo y de la muerte. La muerte,
la violencia y el sufrim iento como únicas verdades del sexo y del
amor.
En 1977 publica La m ort propagande 2. Prim er libro, prim era

2 Hervé G uibert, La mort propagande, París, Régine Deforges, 1977.


frase: «Estar en una sala de disección y descuartizar un culo. Hacer
una autopsia de ese lugar de mi cuerpo en el que la penetración por
una polla, la uña del dedo encallecido que escribe y que masturba,
que araña deliciosamente mis paredes intestinales, la aspereza de una
lengua que se endurece, me lleva a empalmarme, a correrme, a mear
el esperma». En 1983 escribe, junto con Patrice Chéreau, el guión de
la película L ’homme blessé. Los maricas en los urinarios. Pero, sobre
todo, la historia de un hombre que sólo logra realizar por completo
su am or a través del asesinato de su amante y de su propio suicidio.
Por aquel entonces, G uibert y Chéreau aún hablaban de metáfora.
En 1988, G uibert escribe Fou de V incent3: «Vincent me decía: tengo
hongos, decía: tengo sífilis, decía: tengo piojos, y yo estrechaba su
cuerpo contra el mío». En 1990, G uibert tiene sida, y publica A l
amigo que no me salvó la vida 4. «Simultáneamente, cogíamos la en­
fermedad del cuerpo del otro. Hubiéram os cogido la lepra si hubiéra­
mos podido».
N ada ha cambiado. Al contrario: G uibert se aplica en la tarea de
su b ray ar la coherencia, los ecos, las repeticiones. Esa vida, esa
muerte, son como una novela. G uibert señala todos los textos en los
que se designaba el peligro anticipado del sida, textos que ya sugerían
lo que él mismo llama la “prom esa”: «Había encontrado textos escri­
tos cuando tenía 20 años en los que ya se describía este espectáculo,
esta enfermedad, esta desnudez» (El protocolo com pasivo5). «Sentí
aproximarse la muerte en el espejo, en mi mirada en el espejo, mucho
antes de que ésta hubiera ocupado verdaderam ente su lugar» (A l
amigo...). Poco después, cuando recoge en su diario la evolución de
la enfermedad de Michel Foucault, Guibert escribe: «No era tanto la
agonía de mi amigo lo que estaba describiendo cuanto la agonía que
me esperaba a mí, y que sería idéntica; ahora ya era una certeza que
además de la amistad estábamos unidos por una especie de destino ta-
natológico común» (Al amigo...).
En 1990, con motivo de la publicación de A l amigo..., G uibert se
confiaba a Libération: «Para mi, el sida habrá supuesto un paradigma
en mi proyecto de desnudez de sí y de enunciado de lo indecible». El

3 Hervé G uibert, Fou de Vincent, París, Les Éditions de M inuit, 1988.


4 Hervé G uibert, A l ’am i qui ne m ’a pas sauvé la vie, París, Gallimard, 1990 [Al
amigo que no me salvó la vida, Barcelona, Tusquets, 1991].
5 H ervé G uibert, Le protocole compasionel, París, Gallimard, 1991 [El protocolo
compasivo, Barcelona, Tusquets, 1992].
nl.i, su sida, como a él le gusta decir, es una gramática: logra declinar
un ‘.nítido que irradia toda su obra y que le otorga a ésta su coheren-
. i.i «Creo que ambos tenemos el sida [...]. Tenía miedo y estaba em-
l'i irtgado, tranquilo y perturbado a la vez. QU IZÁ S H A BÍA AL F IN AL-
• AN ZADO MI O B JET IV O » (Al amigo...).
(Juibert recupera el sida, se lo apropia, le hace justicia; y si bien el
’iid.i le hace sufrir, tam bién el sufrim iento form a parte de su p ro ­
grama.
Nos encontramos, sin embargo, ante una situación de emergen-
1 1 .1 . El sida es, sobre todo, una conm inación a luchar en su contra.

A que tomemos en serio el momento presente, sus renuncias, su ne-


l',.itiva a reaccionar. Pero pensar el problem a del sida no puede, en
ningún caso, consistir en caminar a su ritmo y acompañar su melodía.
Pensar el problema del sida sería, para empezar, considerarlo al
margen de cualquier sentido. Debería ser una reflexión sobre todo
.ic]uello que lo hace posible.
Y ya que hablamos de amor y de ficciones, pensar el sida debería
i onsistir también en cuestionar la vieja pareja formada por Eros y
Thanatos, puesto que se adapta demasiado bien a la realidad del sida
mino para ser honesta. Esta metafísica está manchada de sangre; no
considera nunca otra realidad que la establecida por sus propios efec­
tos. Sabemos, no obstante, que un solo acto sexual puede ser fatídico.
Seguir afirmando que la muerte es la verdad del amor constituye una
incitación al crimen.
Pensar el sida sería entonces acabar con la historia de Eros y Tha­
natos, resistir al canto de sus sirenas. C on la m ejor voluntad del
inundo, Barbara canta «sidamor». Es la rima que se presenta a sí
misma como pensamiento; la reflexión como producto de una simple
práctica mimética del lenguaje. Este mito esconde las vergüenzas de
las morales más puritanas. El gozo debe tener un precio; el cuerpo
debe tener un precio; el placer debe pagarse con la muerte. Esta es
una ficción del odio del placer y del cuerpo.
H abrá quien me diga: lo confundes todo. Ya hace siglos que veni­
mos diciendo que no hay que tom ar las ficciones al pie de la letra.
Pero, precisamente, pensar el sida debería comenzar por examinar el
poder de las ficciones para estructurar lo real y producir sentido.
Se me dirá: G uibert está enfermo y salva el pellejo como puede.
Pensar el sida es también replantear el viejo debate de la responsabili­
dad del escritor.
Y es, además, contar otras historias. Aun a riesgo de parecer ridí­
culo. A provechar que sólo tenem os una palabra para decir eros y
agapé. C onsiderar que esta confusión de nuestro lenguaje entre el
amor y el amor es una confusión feliz y que debería constituir para
nosotros una exhortación a reunir por fin la carne (el placer) y la cari­
dad (el amor al prójimo).
Pensar el sida es también recordar algo: que el verdadero amor no
puede consistir en el deseo de la muerte del otro, sino en la afirma­
ción simple y ^in restricciones del deseo de que ese otro viva.
Sé bien que habrá quien se ría, que estas historias de placer y de
vida son irrisorias. Pero también lo son las historias de preservativos.
Una fina película de caucho es todo lo que hace falta para zanjar la
cuestión. El amor puede proseguir su reinado. Reconoced que todo
parece demasiado simple, como todo aquello que revela un amor in­
condicional por la vida. Sin embargo, al parecer, preferimos las tum ­
bas, los cadáveres, la carnaza, el comedimiento, las lágrimas, la culpa­
bilidad, la vergüenza. N os hemos acostum brado a considerar que
todo eso tenía un sentido, que todo eso era el sentido. Q ue la verdad
se medía según su peso en sufrimiento. Basta con colocar la muerte al
lado de cualquier cosa: el resultado acaba siempre por resultar con­
vincente. La combinación constituye un fin, establece un punto de
vista desde el que todo aparece iluminado por una luz conciliadora.
La muerte actúa como el emplazamiento desde donde habla el sen­
tido. Es una tautología pura. Por eso las historias de placer y de vida
son demasiado sencillas; por eso resultan irrisorias.
Y, además, las tumbas, los cadáveres, la carnaza, el comedimiento,
las lágrimas, la culpabilidad, la vergüenza; todo lo que nos hemos
acostumbrado a consumir sin decir ni una palabra, todo está orques­
tado por el sida. El sida señala el triunfo de los tanatócratas.
La tanatocracia es una ideología de desprecio del cuerpo, que pre­
dica que el placer debe pagarse al elevado precio de la muerte. Pero
es, sobre todo, una ideología de desprecio de la vida, que afirma que
la muerte es un nuevo nacimiento, un re-conocimiento, el lugar de
advenimiento del sentido.
En el catálogo disponible de las rimas prácticas que se ofrecen lis­
tas para ser pensadas, está también la que empareja significación y de­
saparición (o sentido y ausencia), y la relación que de ella se deriva
inmediatamente entre la muerte y la verdad.
Retom em os a G uibert. En A l amigo que no me salvó la vida,
Guibert reconoce «la increíble perspectiva de inteligencia que el sida
abre en [su] vida». Poco después pasa a hablar de esa enfermedad que
Ir da «a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo
v tiempo para descubrir al fin la vida». Guión de la última instancia,
ni el que la escena final cierra y culmina la historia, antropología
mortuaria de la verdad. En la entrevista concedida a Libération, Gui-
IuTt citaba a Thomas Bernardt: «El hospital es un distrito incompara­
ble del pensamiento», y añadía: «el lugar en el que se elabora la con-
i inicia». Los finales son principios. Ese es exactamente el sentido del
.11 rcpentimiento. A partir de ahí, todo viene encadenado; la muerte es

loc|ue nos une al otro: «desde el día en que me puse de nuevo a vivir,
«roo haber comprendido el sentido de la bondad y su necesidad en la
vula» (El protocolo compasivo). «Amaba a esos niños, quizás de un
modo siniestro, porque el VIH me había permitido ocupar un lugar en
mi sangre, com partir con ellos este destino común de la sangre» (Al
itmigo...).
Hervé G uibert escribe con la muerte. La adopta de corazón con
todo su rosario de conceptos fósiles. El sida en G uibert es un inter-
i ambiador: la muerte por la vida / la vida por la muerte. N o es más
• Iue un operador que permite atravesar las apariencias para encontrar
la esencia de las cosas. La enfermedad en G uibert es religión.
El reportaje especial de Libération dedicado a Guibert se titulaba
I ,a vida sida». La entrevista concedida a 7 a Paris se abría con el ti-
mlar «Sin el sida ya estaría muerto». Y G uibert acababa A l amigo que
no me salvó la vida con la siguiente frase: «Al fin he vuelto a encon-
irar mis piernas y mis brazos de niño».
Ninguna obra consagrada al sida se habrá vendido jamás tan bien
i orno los libros de Guibert. La acogida que han logrado ha sido entu­
siasta. Todo el m undo se apresuró a alabar su extremada dignidad.
Yes que G uibert resulta desalentador a fuerza de dar pruebas de dig­
nidad. Por lo demás, en su último libro se burla de esos payasos que
ritan su miedo y su rabia. Aunque éstos le responden con la misma
moneda: saben que el sida no es el lugar de advenimiento de ningún
sentido, y están dispuestos a escupir sobre todo el terciopelo viscon-
liano que sea preciso para ser escuchados.
Guibert es un m ártir con consentimiento. Es la prueba de los ta-
natócratas. C o n fo rta y da crédito a dos m itos: el del am or y la
muerte, el de la muerte y la verdad. La lógica es perfecta. Es religiosa.
Kstá el pecado (el cuerpo), la prueba (el sida), la confesión (el libro) y
la revelación (la muerte/vida). G uibert es un falso mesías.
El éxito de Guibert inquieta a quienes no están convencidos de la
validez de su proyecto. Es necesario intentar situar el éxito de ese
proyecto en un m om ento de vacío, en ese compás de espera que su
obra señala.
Alrededor de un 50% de los enfermos de sida en Francia son ho­
mosexuales. H asta hace bien poco se hablaba de grupo de riesgo. A n­
teriormente también se había hablado de castigo divino. Las ficciones
de los tanatólogos no dicen otra cosa. Conservan todos los elementos
del discurso integrista salvo la referencia a la trascendencia. Hacen de
éste un discurso laico, pero en el fondo es lo mismo. Sólo hacía falta
que un homosexual se identificara con su discurso para poder vali­
darlo p o r completo. Y entonces los espectadores lloran; están con­
vencidos. M ucho más convencidos que cuando antes se planteaban
tom ar o no partido por los homosexuales de form a incuestionable
cuando eran injuriados. Todo parece indicar que no saldrán a la calle
hoy o mañana cuando los derechos de los homosexuales estén ame­
nazados y haya que defenderlos. Algunas familias sólo se reúnen en
los entierros.
U n buen marica es un marica muerto.
Antes del sida, una hom ofobia travestida de inteligencia y en­
vuelta en tolerancia divulgaba dos fábulas sobre la homosexualidad,
fábulas que eran retomadas a su vez por un buen número de hom ose­
xuales que las acreditaban encantados.
La hom o sex ualidad sería una experiencia privilegiada de la
muerte. Com o es bien sabido, los maricas no tienen hijos, no asegu­
ran su inm ortalidad en la descendencia. Su amor sólo consigue subli­
marse en la transgresión. Y la transgresión suprema es la muerte.
La homosexualidad estaría privada de la experiencia ética de la al­
teridad. Ya sabemos que la alteridad está en el O tro Sexo, con ma­
yúsculas. U n chico con otro chico; es juntar lo mismo con lo igual.
Entonces, es pertinente sacar a relucir el narcisismo. Y recordar que
la muerte es la experiencia más radical de la alteridad.
El sida como el mejor programa posible para la homosexualidad.
Evidentemente, quien esto escribe es un paranoico. N o obstante,
se pueden observar algunos indicios: la hom ofobia está en un buen
momento, y parece de nuevo dispuesta a actuar abiertamente. El sida
tan sólo le habrá abierto el camino.
¿Ejemplos? En el contexto de la revisión del Código Penal, el Se­
nado acaba de adoptar dos enmiendas. La prim era pretende crim i­
nalizar a las personas seropositivas, sustituyendo la responsabilidad
individual por la designación y la represión de culpables, mayorita-
riamente homosexuales. La segunda restablece el delito de homose-
Mialidad instaurado en 1942 por Pétain y derogado en 1982 por M it­
in rand:

Enmienda al artículo 222.18 del Código Penal: «En caso de com­


portamiento im prudente o negligente de una persona consciente que
provoque la diseminación de una enfermedad epidémica transmisible,
Lis penas pueden alcanzar los tres años de prisión y los 300 000 fran-
i os de multa».
Enmienda al artículo 227.18 del Código Penal: «El hecho de que
un mayor ejerza sin violencia, imposición, amenaza ni sorpresa un
alentado sexual sobre la persona de un m enor de 15 a 18 años del
mismo sexo será castigado con 3 años de prisión y 200 000 francos de
multa».

El 6 de mayo de 1991, la manifestación organizada para protestar


contra estas enmiendas no consiguió concentrar a más de doscientas
personas.

I ,n alguna parte de El Gran Gatsby (que fue mi Tom Sawyer cuando tenía
doce años), el joven narrador comenta que todo el mundo sospecha que po­
see al menos una de las virtudes cardinales, y a continuación dice que él cree
que la suya, bendita sea su alma, es la honestidad. La mía, me parece a mí, es
saber distinguir entre un relato místico y una historia de amor. Digo que es
una historia de amor compuesta, o múltiple, pura y complicada 6.

6 J. D. Salinger, Fanny y Zooey, M adrid Alianza, 1987, pp. 42-43.


SEGUNDA PARTE

BUSCANDO NUEVOS LENGUAJES


I «I | AMOS DE CONTAR MENTIRAS

V acabó la unanim idad. Ni siquiera las com unidades más sólida­


mente establecidas son coherentes. No vale todo: no valen ni cómpli-
i es, ni quintacolumnistas, ni mártires. Ni que consciente y declarada­
mente se ejerza como tal, ni que se presente desde fuera la propia
i! i nación bajo esos parámetros. Pero tampoco caben ingenuidades ni
ienuncias ni imposiciones. En un contexto en que el sida, la “sangre
i on sida” ha adquirido una dimensión simbólica muy particular, re-
■nlla imprescindible repensar las bases de nuestra retórica, cuestionar
nuestros axiomas, analizar los fundamentos de nuestras creencias. La
.mlocrítica se impone.
Muchas mitologías deben ser cuestionadas. Por ejemplo: el verda­
dero amor se expresa a través de formas de solidaridad serológica
(«Una joven italiana se inyecta sangre de su novio seropositivo», El
l’aís, 29/10/94). Muchas mentiras deben combatirse. Por ejemplo, la
.isociación Cobra, de origen francés y con una sede en Barcelona, a
cuya cabeza se encuentra Mirko Beljanski, vende desde hace años un
m edicam ento milagro” llamado PB 100 (producido en Valencia). Los
análisis del producto desarrollados en Francia establecen que éste
«sólo tiene actividad antiviral en dosis tóxicas para las células (como
el labasco o la lejía, por ejemplo)» y «Que no ataca específicamente
a las células infectadas por v ih sino también a las sanas» (Mensual,
num. 53, febrero, 1995). En definitiva: mucho dinero, ningún resul­
tado. «Beljanski ha sido condenado por el Tribunal de Saint-Etienne
por ejercicio ilegal de la medicina, pero sin pena de cárcel». Con mo-
livo del 1.° de diciembre, se celebró en Madrid un concierto para re­
caudar fondos para Cobra. Dicho evento “solidario” contaba con el
apoyo (bienintencionado quizás, pero irresponsable e ignorante) de
Radio Nacional de España.
Debemos hacer frente, pues, a estrategias de la más pura intoxica­
ción informativa (el sida no tiene origen viral; lo que mata es el a z t ,
no e l v ih ; la inm unodepresión es fruto de los sudores de las saunas;
las asociaciones de lucha contra el sida están compradas por el im pe­
rialismo farm acéutico...). Esta intoxicación que invade paulatina­
mente los medios “progres” (e l pop y el rock, la prensa alternativa...)
se produce en medio de una absoluta falta de información sobre las
terapias y los efectos de los tratamientos. Los enfoques de la medicina
alternativa, despreciados y abandonados por laboratorios y autorida­
des sanitarias, se han convertido en un caldo de cultivo excelente para
la confusión y para las sectas que extorsionan a las y los enfermos de
sida. El descrédito de la medicina “oficial” (que aparece ahora parape­
tada en soluciones químicas de espaldas “a la naturaleza”) y de la me­
dicina “natural” (etiqueta de muchos tratamientos “milagro” que cons­
tituyen estafas cuando no peligros en sí m ism os) inciden en el
descrédito de las autoridades sanitarias, incapaces de poner un poco
de orden en este caos.
Muchas otras instancias coinciden en estas estrategias de confu­
sión (o de ignorancia). Por ejemplo: «Un toro del encierro de Fuenla-
brada se paseó im pregnado de sangre con sida» (El País Madrid,
29/10/94). Luego se nos explica que no todo el toro estaba “impreg­
nado de sangre”; tan sólo un pitón; la “sangre con sida” del titular a
cuatro columnas en portada del suplemento local pasa a ser “sangre
portadora de sida” (lo que sigue constituyendo una expresión erró­
nea: es el virus y no el síndrome lo que corre por las venas). Más aún:
«El astado había corneado a un corredor seropositivo, según han in­
formado fuentes hospitalarias y han confirmado fuentes políticas».
Aquí es donde el suceso adquiere dimensiones de orden político, lo
que demuestra su gravedad “objetiva”. «Para José María Domínguez,
concejal de iu, el asunto es muy serio: “un encierro es peligroso, pero
con lo que ha ocurrido lo es aún más, por lo que se deben hacer in­
mediatamente análisis de sangre a todos los cogidos”». La excitación
del momento saca a la luz la ignorancia del concejal: sólo con varias
semanas de plazo pueden realizarse análisis fiables. Del seropositivo
corneado nada se dice; otras posibles cornadas tienen más interés; a
fin de cuentas, él ya recibió la suya; él ya estaba contaminado.
A la prensa y a las instancias políticas les parece sumamente preo­
cupante que «un toro impregnado de sangre con sida» se pasee por la
calle, a riesgo de que hiera a alguien en el escaso margen de tiempo
que el virus se mantiene con vida fuera del organismo (unos veinte
minutos), produciendo además una herida que, en contra del sentido
......un, se caracterizara por dejar entrar sangre, en vez de dar lugar a
im.i hemorragia. La hipótesis infinitamente más probable de que ese
imo (o cualquier otro) le dé una cornada en el corazón, el cuello o el
lil)’;ido a alguno de los corredores; que le patee la cabeza, o que lo en-
iile en sus pitones, no parecen supuestos relevantes o merecedores
di atención alguna. Pero, claro está, no es lo mismo, y cualquiera
tu epta de buen grado el riesgo que estos últimos supuestos represen-
t.iii, mientras que la otra posibilidad reviste implicaciones inacepta­
bles.
La instalación de m áquinas para el intercam bio de jeringuillas
ii .telas por otras nuevas, la distribución de condones, la garantía, en
definitiva, de que el material necesario para el desarrollo sistemático
di prácticas seguras esté al alcance de quien pueda necesitarlo, son
ir'.puestas a un riesgo de transmisión del v ih diferente. Un riesgo co­
tidiano, previsible, carente de connotaciones espectaculares. Unos
ilcsgos de transmisión evitables, que más tienen que ver con ejerci­
cios de responsabilidad (pública y política, por un lado, pero también
personal) que con paseos al borde del abismo. Unos riesgos que no
interesan a nadie. Desde esta óptica, las distinciones entre lo conside-
lado escandaloso y lo considerado irrelevante atraviesan todas las
Ironteras imaginables. De la izquierda a la derecha, de la prensa a la
política, de “lo hom o” a “lo hetero”, el virus tiene colaboradores.
Un cartel de Radical Moráis («¿Lo sabe tu médico?») incide en el
Irecuente desconocimiento de las manifestaciones patológicas asocia­
das a la inmunodeficiencia entre personas “concienciadas”, profesio­
nales de la medicina o portadores/as. El cartel de prevención referido
específicamente a las prácticas sexuales entre lesbianas (La Radical
(¡ai, 1993) forma parte de esa estrategia de dejar de contar mentiras,
o, en este caso, de empezar a contar verdades: las lesbianas existen,
tienen relaciones sexuales susceptibles de dar lugar a seroconversio-
nes y deben, pues, conocer los riesgos y las formas de evitarlos. En su
artículo, Leo Bersani critica un proyecto de redención del sexo que en
ocasiones puede presentarse, incluso, bajo apariencias progresistas.
¿LO SABES TU? ¿LO SABE TU MEDICO?

pneumo plasm osis


Cito sporidiosis
to x o m ega lovirus
tuper cystís carínii

Buscando nuevos lenguajes


Cnpfo coma de Kaposi
so r culosis

I h'jamos de contar mentiras

PROTEGE TU AM OR DEL SIDA


UTILIZA CUADRADOS D E LATEX, SOBRE TODO DURANTE LA REGLA
A lgu ie n i» pn revención
t e n d r á que h a c e r la r e v e n c ió n E l a m o r r a d i c a l , e n l u c h a c o n t r a e l s id a •^4J
V
I S KL R E C TO U N A TUMBA?

M u Ber sani

A la memoria de Robert Hagopian

«Esa gente mantiene relaciones sexuales de veinte a treinta ve­


ces cada noche... Llega un hombre y va pasando de ano en ano
y en una sola noche actuará como un mosquito, transfiriendo
células infectadas en su pene. Cuando esto se practica durante
un año; cuando un hombre puede tener hasta tres mil relaciones
sexuales, podemos comprender fácilmente el carácter masivo
que ha adquirido esta epidemia que actualmente se cierne sobre
nosotros»
O p e n d ra N a ra y a n
The John H opkins Medical School

«Y os dejo con una pregunta, que yo también me formulo a mí


misma, a saber, por qué cuando una mujer se abre de piernas
delante de una cámara, suponemos que está ejerciendo su libre
arbitrio»
C a t h e r in e A . M a c K i n n o n

«Le moi est haissable...»


P a sc a l

l'lxiste un tremendo secreto respecto al sexo: a la mayoría de la gente


no le gusta. Carezco de cualquier estadística que pueda confirm ar
este dato, y dudo (pese a que, desde Kinsey, no han faltado encuestas

Publicado originalmente como «Is the rectum a grave?» en la compilación de artícu­


los realizada por Douglas Crim p bajo el título AIDS: Cultural Analysis, Cultural Acti-
vism, Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1988, pp. 197-222. Traducción de Ricar­
do Llamas.
sobre el comportamiento sexual), que en alguna de estas encuestas se
haya preguntado simplemente: «¿A usted le gusta el sexo?». T am ­
poco quiero decir que sea necesaria una encuesta de este tipo, dado
que la gente probablem ente respondería como si la pregunta fuera:
«¿Siente usted la necesidad de m antener relaciones sexuales a m e­
nucio?» y, precisamente, uno de mis objetivos es sugerir que éstas son
dos preguntas completamente diferentes. Si, a pesar de todo, estoy
bastante interesado con los resultados de esta encuesta inexistente,
.inundados quizá de un modo un tanto irresponsable, ello se debe a
que, sorprendentem ente, me ayudan, quizás, a hacer inteligible un
abanico más amplio de puntos de vista sobre el sexo y la sexualidad
que cualquier otra hipótesis. Al decir que a la mayoría de la gente no
le gusta el sexo, no quiero decir (aunque, obviamente, tam poco lo
niego) que los dictados más rígidamente moralistas sobre el sexo es­
condan erupciones volcánicas no manifiestas de deseo sexual repri­
mido. C uando se form ulan argum entos de este tipo, se divide el
mundo en dos campos, y se da a entender, al mismo tiempo, en cuál
de ellos se sitúa uno. Están, al parecer, quienes no pueden hacer
líente a sus deseos sexuales (o, de manera correlativa, a la relación en-
ire esos deseos y sus ideas sobre el sexo), y están quienes saben que
esa relación existe, y que no tienen, presumiblemente, miedo de sus
propios impulsos sexuales. Sin embargo, lo que aquí me interesa es
olía cuestión diferente, que ambos campos tienen en común, y que
puede ser una cierta repugnancia; una repugnancia que no equivale a
una represión, y que puede coexistir bastante cómodamente con, por
' ¡cuiplo, la más entusiasta adhesión a los principios de una polisexua-
lidad con parejas múltiples.
La aversión a la que me estoy refiriendo se presenta tanto de
Iorina benigna como maligna. En su versión maligna, ha tenido re-
t icntemente una extraordinaria oportunidad de manifestarse (y expo­
nerse) y de dem ostrar trágicamente su poder. Me refiero, claro está, a
I r. reacciones frente al sida, o más específicamente, a la forma en que
lia sillo tratada una crisis de salud pública como si fuera una amenaza
.< Mial sin precedentes. Los signos y el sentido de este extraordinario
desplazamiento son objeto de un libro excelente, recientemente pu-
ldn ado p o r Sim ón W atney, y titu lad o o p o rtu n am e n te Policing
/VwVe1. La premisa de W atney es que «el sida no es sólo una crisis

1 Simón W atney, Policing Desire: Pornography, AIDS, and the Media, Minneápolis,
módica a una escala sin precedentes, sino que supone, además, una
i tisis de representación, una crisis de la totalidad del marco de cono-
<imiento sobre el cuerpo humano y de sus capacidades de placer se-
nial» (1987: 9). Policing Desire es, p o r un lado, un catálogo de
i jemplos, por lo general aterradores, de esta crisis (tomados funda­
mentalmente a partir de lás políticas gubernamentales en torno al
• ida, así como de la cobertura informativa realizada por la prensa y la
televisión en Inglaterra y Estados Unidos) y, por otro lado, es, sobre
iodo, un intento de explicar los mecanismos por los que un espectá-
«ulo de sufrimiento y de muerte ha desencadenado, y parece incluso
legitimar, determinados impulsos de asesinato.
Partimos, ante todo, de la evidencia de este desplazamiento estu­
diado por Watney; un desplazamiento ahora familiar, más o menos
transparente, y en constante progresión. Al más alto nivel oficial se
lian producido criminales dilaciones en la financiación de la investi­
gación y el tratamiento del sida, la obsesión por la realización de aná­
lisis de detección de anticuerpos va muy por delante de la inquietud
l>or la curación de las personas enfermas, los miembros de la (tardía­
mente constituida) Comisión sobre sida establecida por Reagan son
particularmente incompetentes 2, y existe, además, una tendencia ge­
neral a considerar el sida como una epidemia en ciernes más que
eomo una catástrofe del presente. Es más, según un médico de la ciu­
dad de Nueva York citado por W atney, «las políticas hospitalarias

University of Minnesota Press, 1987<z. Este ensayo fue concebido, en principio, como
un comentario de dicho libro.
2 C om parando la autoridad y la eficacia de la Com isión sobre sida puesta en m ar­
cha por Reagan con la Com isión presidencial sobre el accidente de la lanzadera espa­
cial, Philip M. Boffey escribe: «El personal y los recursos con que contaba la C om i­
sión de sida eran m ucho m en o res que los a trib u id o s a la C o m is ió n so b re el
Challenger. La Com isión del Challenger estaba dotada de un personal com puesto por
49 personas, entre las cuales había 15 investigadores y varios otros profesionales, que
trabajaban con un presupuesto de aproximadamente tres millones de dólares, sin con­
tar los salarios. Es más, la C om isión del Challenger podía ordenar virtualmente a la
N A S A la realización de exámenes y análisis a su antojo, multiplicando de este m odo
considerablemente los recursos a su disposición. En contraste, la actual Com isión so­
bre sida sólo tiene seis empleados, aunque puede ocupar entre 10 y 15 personas en to ­
tal según el Dr. M ayberry, el anterior Presidente. Está previsto que su presupuesto al­
cance 950 000$, excluyendo los salarios. A unque se ha prom etido que la Com isión
sobre sida contará con la cooperación de todas las Agencias Federales, ésta carece de
competencias para asignarles trabajos». (The N ew York Times, 16 de octubre de 1987,
p. 10).
tienen más consideración con los miedos de otros pacientes que preo
cupación por la salud de las personas enfermas de sida» (1987: 38). Al
gunos médicos se han negado a intervenir quirúrgicamente a perso
ñas cuyo estatuto de infección por VIH era conocido; algunos colegios
han prohibido la asistencia a clase de niños o niñas con sida, y más
recientemente ciudadanos de una ciudad de Florida que lleva el idí­
lico nombre de Arcadia, prendieron fuego a la casa de una familia con
tres niños hemofílicos, aparentemente infectados por el virus. La tele­
visión y la prensa continúan confundiendo sida con VIH; continúan
hablando del sida como si de una enfermedad venérea se tratase, y su­
giriendo, consecuentemente, que es un efecto de la promiscuidad. La
eficacia de los medios de comunicación como fuerza educativa en la
lucha contra el sida, puede medirse a la luz de una encuesta citada por
Watney, según la cual el 56,8% de los lectores y lectoras de N ew s of
the World se manifestaron «favorables a la idea de que “los portado­
res del sida” fueran “esterilizados y tratados de modo que disminu­
yera su apetito sexual”, con una mínima mayoría de un 51% de per­
sonas favorables a la total recriminalización de la homosexualidad»
(1987: 141). A título anecdótico, ya he citado como epígrafe a este en­
sayo la descripción del sexo gai ofrecida —presumiblemente desde un
nivel de competencia profesional elevado— a los telespectadores del
program a H orizon, de la BBC, por parte de O pendra N arayan del
John Hopkins Medical School (con antecedentes en medicina veteri­
naria). U na imagen del sexo gai de forma menos colorista, aunque
igualmente brillante, fue expresada por Richard Wallach, de la Corte
Suprema del Estado de Nueva York en M anhattan, cuando, al p ro ­
nunciar la orden de cierre temporal de la sauna N ew St. Marks Baths,
observaba que: «Lo que una casa de baños como ésta instituye es un
com portam iento orgiástico con una m ultitud de com pañeros, uno
detrás de otro, de modo que en cinco minutos pueden tenerse cinco
contactos» 3. Por último, la historia que más interés m orboso des­
pertó en mí, apareció en el periódico londinense The Sun bajo el titu­
lar: «¡Pegaría un tiro a mi hijo si tuviera el sida, afirma el párroco!»,
acompañado por una fotografía en la que un hombre apunta a quema­
rropa con su rifle a un muchacho. El hijo, aparentemente más conci-
liado con tales tendencias violentas que el propio reverendo, añadía

3 «Un tribunal ordena el cierre de una casa de baños en el Village», The N e w


York Times, 28 de diciembre, 1985, p. 11
fWÍ %LÍK l*»-,4n

ID SHOOT MY SON IF HE
HAD AIDS. SAYS VICAR!

El titular del diario The Sun dice así: «Pegaría un tiro a mi hijo si tuviera el sida»
con candidez: «A veces pienso que le gustaría pegarme un tiro, tenga
o no tenga el sida» (citado en 1987: 94-95).
T odo esto es, como digo, habitual, y si hago referencia, más o
menos al azar, a estos pocos y disparatados sucesos, es para recordar
el lugar desde el que parte nuestra investigación analítica, y para su­
gerir también que, habida cuenta la naturaleza de este punto de par­
tida, el análisis, aun siendo necesario, puede que sea también un lujo
indefendible. Com parto con W atney su interés por la interpretación,
pero también es im portante decir que, frente a todo esto, la única res­
puesta moralmente necesaria es la rabia. «El sida», escribe Watney,
«está siendo efectivamente utilizado en Occidente como un pretexto
para “justificar” llamamientos a una creciente legislación y regulación
de las personas consideradas socialmente inaceptables» (1987: 3). Y las
personas inaceptables en la crisis del sida son, obviamente, hom ose­
xuales masculinos y personas usuarias de droga por vía endovenosa
(muchas de las cuales son, como sabemos, negros e hispanos pobres).
¿Sería injusto sugerir que los lectores de News o f the World o el ar­
mado párroco británico son ejemplos representativos de la respuesta
del “público general” frente al sida? ¿Nos será posible encontrar por
ahí heterosexuales decentes; heterosexuales en quienes no se despierta
un deseo com pulsivo de no com partir el mismo planeta? Por su­
puesto que sí, pero —y esto es particularmente cierto en el caso de
Gran Bretaña y de Estados Unidos—, el poder está en las manos de
quienes dem uestran constantemente que son capaces de simpatizar
más con el “fu ror” moral asesino del buen pastor que con la agonía
terminal de un enfermo con sarcoma de kaposi. Después de todo, fue
el Departam ento de Justicia estadounidense el que autorizó a los em­
pleadores a despedir a sus empleados con sida, si tenían siquiera la
sospecha, al margen de cualquier evidencia médica, de que el virus
podía extenderse a otros trabajadores. Fue el secretario de Estado de
Salud y Servicios Hum anos norteamericano quien conminó reciente­
mente al Congreso a renunciar a defender una normativa que hubiera
prohibido la discriminación de personas infectadas con VIH, y quien
negó la necesidad de una ley federal que protegiera la confidenciali­
dad de los resultados de los análisis de detección de anticuerpos.
Manifestar públicamente tales opiniones y argumentos no es lo
mismo, claro está, que apuntar con un rifle a la cabeza de un hijo,
pero dado que, como repetidamente se ha dicho, la ausencia de ga­
rantías de confidencialidad desanima a mucha gente que podría ha­
cerse los análisis, y dado que, en consecuencia, así se hace más difícil
• I control de la extensión del virus, la única conclusión que podemos
• si raer es que el secretario Otis R. Bowen considera más importante
i. ucr los nombres de quienes resultan ser seropositivos/as que ralen-
ii/ar la expansión del sida en el seno de la sacrosanta “población ge­
neral”. Para expresarlo de manera esquemática: para la administra-
• ion de Reagan, tan orientada hacia la familia, tener la información
necesaria para encerrar a los homosexuales en campos de cuarentena
puede ser una prioridad de m ayor grado que salvar del sida a los
miembros heterosexuales de las familias americanas. Dicha prioridad
sugiere que existe una pasión por la violencia mucho más seria y am­
biciosa de la que se esconde detrás de los más bien banales, o más o
menos normales, impulsos infanticidas del reverendo R obert Simp-
\on. La cuasirrecomendación de que la gente con sida sea expulsada de
sus puestos de trabajo, efectuada por el Departam ento de Justicia, su­
biere, como poco, que Edwin Meese, sin llegar al extremo de apuntar
con una pistola a la cabeza de un enfermo de sida, puede que no con­
sidere el asesinato de un gai con sida (¿o sin sida?) como intolerable o
insoportable. Y esto es, precisamente, lo que podría decirse de millo­
nes de buenos alemanes que jamás participaron en el asesinato de ju­
díos (y homosexuales), pero que no lograron considerar la idea del
holocausto como insoportable. Ese era el grado más que suficiente de
su colaboración. El mensaje que enviaron al Führer, antes incluso del
comienzo del holocausto, pero cuando la idea estaba ya en el aire, fue
puesta a prueba durante los años treinta, a través de manifestaciones
de antisemitismo quizás menos violentas, pero igualmente virulentas.
Del mismo modo, nuestros líderes, al relegar la protección de las per­
sonas infectadas por VIH a las autoridades locales, les están diciendo a
esas autoridades que todo vale, que el Gobierno Federal no considera
intolerable la idea de los campos de concentración, o incluso, quién
sabe, otras peores.
Podemos, ciertamente, contar con la prensa más liberal para que
redacte editoriales en contra de las opiniones de Meese o de las
exhortaciones de Bowen. También podemos, no obstante, contar con
que esa misma prensa informará en portada sobre un trabajador sani­
tario, presumiblemente heterosexual, que habría dado positivo en un
análisis de anticuerpos, mientras que no proporcionará —al menos
hasta hace m uy poco— ninguna información en absoluto sobre las
protestas en contra del paso de elefante que siguen los procesos de
puesta a prueba y aprobación de nuevos medicamentos para su utili­
zación contra el virus. Si intentamos mantenernos al corriente de la
investigación sobre el sida a través de la televisión y la prensa, segui
remos en un estado de desconocimiento considerable. A través de la
tele y de los diarios aprenderemos, sin embargo, un m ontón de cosas
sobre las ansiedades de los y las heterosexuales. En lugar de propor­
cionarnos — en programas como, pongamos por caso, 60 minutes—
buenos reportajes sobre una investigación ineficientemente comparti-
m entada entre varios centros y agencias públicos y privados, des­
coordinados y con frecuencia en competencia, o sobre los intereses do
las compañías farmacéuticas, que se esfuerzan por hacer asequibles (o
por hacer inaccesibles) nuevos tratamientos antivirales, y que alejan o
retrasan el desarrollo de una vacuna 4, la televisión nos bombardea
hasta la náusea con procesiones de niñas pijas que le hacen saber al
m undo entero que ya no follarán con sus novios yuppies, a menos
que éstos estén de acuerdo en usar un preservativo. De este modo, se
exige a cientos de gais y usuarios o usuarias de drogas, con motivos
para pensar que puedan estar infectados por VIH, o que saben que lo

4 El 15 de noviem bre de 1987, un mes después de haber escrito este artículo, el


program a de televisión 60 minutes dedicó, efectivamente, un espacio de veinte m inu­
tos al sida. El reportaje se centraba en el libro de Randy Shilts, recientemente publi­
cado, sobre respuestas y falta de respuestas a la crisis del sida — tanto por parte del go­
bierno como p or parte de la comunidad— (A nd the Band Played on, N ueva York: St.
M artin’s Press, 1987; [En el filo de la duda, Barcelona, Ediciones B, 1994]). El repor­
taje presentaba una visión que simpatiza con el punto de vista de Shilts y su crónica de
los esfuerzos tardíos y poco com prom etidos para hacer frente a la epidemia, al tiempo
que informaba a los televidentes de que ni un solo empleado de la administración de
Reagan estaba dispuesto — o autorizado— a hablar en el program a sobre la política en
materia de sida. N o obstante, casi la mitad del espacio — la primera mitad— estaba de­
dicada a los m ortalm ente traviesos hábitos sexuales de G aetan Dugas o "Paciente
C ero”, el asistente de vuelo franco-canadiense que, según Shilts, era responsable de 40
de los prim eros 200 casos de sida documentados en Estados U nidos. De este modo, el
reportaje era sensacionalista desde el principio, p or la representación de la imagen de
la homosexualidad más repugnante que pueda imaginarse: aquélla del guaperas irres­
ponsable que extendía el virus a propósito, después de haber sido diagnosticado y ad­
vertido del peligro que su prom iscuidad representaba para otros. N o entraré — como,
|>or supuesto, tam poco entró 60 minutes, pese a dar las mejores informaciones políti­
cas de la televisión americana— en consideraciones sobre el fenómeno que supone el
propio Shilts, convertido de la noche a la mañana en estrella de los m edia, ni en la re­
lación entre este repentino estrellato y su imagen de respetabilidad irreprochable, su
constante deseo, incluso ansiedad, p o r com partir con los heterosexuales una repug­
nancia moral po r la prom iscuidad gai. U na buena parte de su m uy admirada “objetivi­
dad” como reportero consiste en el hecho de ser igualmente ponzoñoso con quienes
i-stán en una situación de elevado riesgo de estar afectados por el sida (hom bres gais)
como hacia los responsables del gobierno que parecen contentos dejándoles m orir.
■ i.in (y que por ello viven el terror cotidiano de la posible manifesta-
i ion de alguno de los síntomas reconocibles), o que ya están pade-
' mido alguna enfermedad relacionada con el sida, o que se están mu-
i iendo a causa de una de estas enfermedades, que simpaticen con esas
(iijillas que agonizan al pensar que tom ando la “escasamente feme­
nina” iniciativa de interrum pir al macho invasivo para insistir en que
practique sexo seguro, se arriesgan a quedarse sin un buen polvo.
I rente a todo esto, las incisivas interpretaciones de alguien como
I ,arry Kramer pueden parecer del más elemental sentido común. El
l'cligro de evitar cualquier exageración de la hostilidad hacia la ho­
mosexualidad “legitim ada” por el sida es que, si seguimos siendo
"sensibles”, pronto nos encontraremos ante situaciones en las que la
exageración será difícil, si no del todo imposible. Kramer ha dicho re­
cientemente que «si el sida no se extiende ampliamente entre la po­
blación blanca heterosexual no usuaria de drogas, lo cual puede o
puede no suceder, entonces esa misma población blanca no usuaria
ile drogas nos va a odiar más aún, por asustarles, por costarles una jo-
ilida fortuna, p or nuestro “estilo de vida” que, según dicen, es la
causa de todo esto» 5. Q ué sugerencia tan morbosa, tan horrenda y,
sin embargo, quizás, tan sensata: sólo cuando la “población general”
está am enazada, lo contrario de esa “población general” (sea lo
que sea) p o d rá confiar en lograr una atención y un tratam iento
adecuados.
El tratam iento inform ativo del sida que realizan los medios de
comunicación está en su m ayor parte dirigido a la población hetero­
sexual, hoy en situación de riesgo mínimo, como si los colectivos que
están en una situación de alto riesgo no formaran parte de la audien­
cia. Y, en cierto modo, como dice Watney, no forman parte de ella.
Los medios de comunicación se dirigen a «una entidad imaginaria;
una unidad familiar nacional, que es tanto blanca como heterosexual»
[1987: 43). Esto no significa que la m ayor parte de las y los televiden­
tes europeos o norteamericanos no sean de raza blanca y heterose­
xuales y parte de una familia. Sí significa, no obstante, que, como ar­
gumenta Stuart Hall, esa representación es algo muy diferente de un
mero reflejo: «Implica el trabajo activo de selección y presentación,

5 C itado a partir de un discurso previo a la celebración del día del orgullo gai en
Boston, publicado (entre otros sitios) en el periódico lésbico-gai de San Francisco Co­
rning Up!, vol. 8,11 (agosto, 1987), p. 8.
de estructuración y formulación: no se trata tan sólo de la transmi
sión de un sentido preexistente, sino del trabajo más activo de lograr
que las cosas tengan un sentido» (citado en 1987: 124). La televisión
no construye la familia, pero, en cierto modo, consigue que la familia
signifique algo. Es decir, lleva a cabo una distinción extraordinaria­
mente clara entre la familia como unidad biológica y la familia como
identidad cultural, y lo hace enseñándonos los atributos y las actitu­
des a través^de las cuales las personas que ya se consideraban parte de
una familia, en realidad tan solo están empezando, de hecho, a cualifi­
car como pertenecientes a una familia. El gran poder de los medios de
comunicación estriba, como escribe Watney, en «su capacidad para
fabricar la subjetividad» (1987: 125), y, consecuentemente, en su capa­
cidad para determinar los contornos de una identidad. La “población
general” es, desde el mismo momento en que se formula, una cons­
trucción ideológica y una prescripción moral. Es más, la definición
de la familia como una identidad es, en sí misma, un proceso exclu­
yeme, y este producto cultural no tiene en absoluto por qué coincidir
exactamente con su referente natural. De este modo, es mucho más
fácil que tu perro forme parte de la identidad familiar producida por
la televisión norteamericana que tu propio hermano o hermana ho­
mosexual.

La particular exclusión de que son objeto quienes sufren más directa­


mente la crisis del sida con respecto a los discursos sobre la epidemia,
ha sido experimentada, de manera particularmente aguda, por parte
de aquellos gais que, hasta hace bien poco, se creían capaces de ges­
tionar las cuestiones referentes a su sexualidad de form a relativa­
mente abierta, pensando que no dejaban de ser por ello, a los ojos de
la América mayoritaria, parte integrante de la “población general”.
I lasta finales de los años sesenta, era obviamente muy difícil compa­
ginar ambas cuestiones. En mi opinión, hay algo saludable en el he­
rbó de que hayamos tenido que descubrir el carácter ilusorio de ese
ajuste arm onioso. A hora sabemos (o deberíam os saber) que «los
i;ais», como dice W atney, «somos contem plados oficialmente y de
manera global como un colectivo desechable» (1987: 137). La expre-
.ion “de manera global” resulta crucial. Si bien resultaría, por su­
puesto, obsceno mantener que la confortable vida de un gai blanco,
liombre de negocios o médico de éxito, afronta la misma opresión
que una madre negra, acosada por la pobreza de cualquiera de nues­
tros guetos, no es menos cierto que el poder de la gente negra como
grupo es, en los Estados Unidos, mucho m ayor que el de los y las ho­
mosexuales. Paradójicamente, como hemos podido com probar re­
cientemente, a raíz del voto de los senadores demócratas conservado­
res del Sur en contra de la nominación de Bork a la Corte Suprema, la
gente negra, sólo por su número y por su creciente participación en
los procesos electorales, ya no constituye un colectivo desechable o
prescindible, incluso en los mismos Estados con un triste récord de
discriminaciones raciales. Esto no quiere decir, evidentemente, que la
gente negra ya lo haya conseguido todo en una América blanca. De
hecho, una determinada atención política hacia los intereses negros
responde a una cierta utilidad táctica: se atenúa la presión y se obsta­
culiza la percepción de la persistente indiferencia general respecto a la
siempre floreciente explotación económica de la gente negra. En nin­
gún otro lugar es esta opresión más visible, menos disimulada, que en
las grandes ciudades norteamericanas como Nueva York, Filadelfia,
Boston y Chicago, y sin embargo, el típico genio americano por el
pensamiento político desplazado perm ite que, cuando los liberales
blancos neoyorkinos (y los columnistas liberales blancos como A n­
thony Lewis) toman en consideración la cuestión de la opresión ra­
cial, siempre tengan en la cabeza imágenes de Sudáfrica 6. Sin em ­
bargo, algunos negros son necesarios en puestos de prominencia o de
poder, lo cual no es en absoluto cierto respecto a lesbianas y gais. N o
es difícil admitir que la gente hetero pueda usurpar a gais y lesbianas
en la televisión, mientras que los blancos no pueden, en general, ha­
cerse pasar por negros, y son mucho menos eficaces que éstos como
modelos para los anuncios televisivos de las cadenas de comida rá­
pida, dirigidos a los millones de negras y negros que no tienen dinero
para com er en ningún otro sitio. C uanto más grasiento es el p ro ­
ducto, más probable es que se consienta que algún actor negro gane
algún dinero prom ocionándolo. Del mismo modo, el país necesita,
evidentem ente, una C om isión de D erechos Civiles, en la que es

6 Los hermanos y hermanas negras, en cuyo nom bre se m anifestaron los y las es­
tudiantes de la U niversidad de Berkeley en Sproul Plaza, son siempre de Johanes-
burgo, aunque haya carteles en las cabinas de teléfono y paredes de O akland, que p o ­
sib lem e n te e sto s m ism os e stu d ia n te s jam ás h a y an v isto , que a n u n cien a h o ra
—¿tendrem os el optim ism o necesario para decir “om inosam ente”?— que «Oakland
es Sudáfrica».
igualmente evidente que debe haber gente negra, mientras que está
claro que no existe ningún proyecto de establecimiento de una C o­
misión Federal que proteja y promueva estilos de vida gai. Ya no hay
ninguna racionalidad que explique la opresión de la gente negra en
América, mientras que el sida ha logrado que la opresión de los gais
parezca un imperativo moral.
En pocas palabras, siempre quedarán unos pocos negros a salvo
del pavoroso festino de la m ayor parte de la gente negra en América,
mientras que no hay absolutam ente ninguna necesidad política de
salvar o proteger a los o las homosexuales. Q ue el país haya descu­
bierto que Rock H udson era gai, no ha supuesto ningún cambio: na­
die necesita el v o to de los actores (o, en ú ltim a instancia, n a ­
die necesita a los actores) del mismo modo que los senadores del Sur
necesitan los votos negros para mantenerse en el poder. En esas ciu­
dades, los gais blancos han podido, al menos durante unos pocos
años, considerarse decididamente más blancos que negros, a la hora
de participar en la distribución de los privilegios en América. En esas
ciudades se opera, sin apenas oposición, una marginación cada vez
más efectiva de la gente negra. En esas mismas ciudades, los gais, que
como los heteros, han observado despreocupados esta segregación
demográfica y económica, deben aceptar ahora una evidencia: a dife­
rencia de toda la gente negra no privilegiada que hay a su alrededor
(una gente a la que, como la demás gente blanca, habían logrado no
ver), ellos, los gais, no tienen absolutam ente ningún poder. A m e­
nudo del lado del poder, pero desprovistos de éste; a menudo en una
posición económica emergente, pero políticamente destituidos; a me­
nudo con medios para expresarse, pero sin nada que aducir salvo ar­
gumentos morales (que ni siquiera son reconocidos como tales) para
mantenerse en los protegidos límites de los enclaves blancos, fuera de
los campos de cuarentena.
En su conjunto, los gais no son menos ambiciosos socialmente
que los y las heterosexuales y, aunque nos cueste admitirlo, no son
tampoco menos reaccionarios o racistas que éstos. Desear una rela­
ción sexual con otro hombre no es exactamente una credencial para el
radicalismo político; algo reconocido y negado simultáneamente por
el movimiento de liberación gai y lésbico de finales de los años se­
senta y primeros setenta. Reconocido en la medida en que el movi­
miento de liberación gai, como sostiene Jeffrey Weeks, propuso «una
distinción radical [...] entre la homosexualidad, que era cuestión de
preferencias sexuales, y “lo gai”, que era cuestión de un estilo de vida
subversivamente político» 1. Y negado, en tanto en cuanto esta misma
distinción era propuesta por homosexuales que, al menos implícita­
mente, proporcionaban argumentos en favor de la consideración de
la homosexualidad com o un locus o un punto de partida privilegiado
a la hora de establecer una identidad político-sexual no “determ i­
nada” ni susceptible de ser establecida a p artir de una específica
orientación sex u al8. N o es ningún secreto que muchos homosexuales
se resistieron a participar, o simplemente fueron indiferentes a este
“estilo de vida subversivamente político”, para pasar a estar, como si
dijéramos, deshom osexualizados, y entrar así a form ar parte de lo
que W atney describe com o «una identidad social definida no por no­
ciones de “esencia” sexual, sino por una relación de oposición con
respecto a las instituciones y los discursos de la medicina, la legisla­
ción, la educación, las políticas de vivienda y protección social, etc.»
(1987: 18). Más precisamente (y más de acuerdo con la asunción de la
idea según la cual el sexo radical significa o conduce a una práctica
política radical), muchos gais podían, a finales de los años sesenta y
principios de los setenta, empezar a sentirse cómodos en el seno de su
concepción “poco usual” o radical sobre el sexo que está bien, sin por
ello modificar un ápice su orgullosa conciencia de clase media o, in­
cluso, su racismo. Los hombres, cuyo com portam iento en las noches
de locales míticos como el Couldron de San Francisco o el Mineshaft
de N ueva Y ork podían obtener una clasificación de cinco estrellas
por parte de los (mayoritariamente heterosexuales) teóricos de la po-
lisexualidad, podían tranquilam ente ser caseros gais durante el día,
expulsando, p o r ejemplo en San Francisco, a las familias negras que
no podían pagar los alquileres necesarios para renovar y revalorizar
el barrio.
N o quiero decir que tuvieran que vivir como problemáticas tales

1 Jeffrey W eeks, Sexuality and its Discontents: Meanings, M yths and Modern Se-
xualities, Londres, B oston y Henley, Routledge and Kegan Paul, 1985, p. 198.
8 W eeks hace un buen resum en de esa “simpática estratagema de la historia” por
medio de la que «la intención del prim er m ovim iento de liberación gai [...] p or despe­
jar las expectativas de que la homosexualidad era peculiar condición o una experiencia
minoritaria» fue transform ada p o r m iem bros m enos radicales del m ovimiento en una
lucha por las legítimas exigencias de una m inoría recientemente reconocida, «de lo que
ahora era casi una identidad “étnica”». D e este m odo, «el derrum bam iento de los ro ­
les, identidades y expectativas fijas» fue reem plazado por «la aceptación de la hom ose­
xualidad com o una experiencia de una minoría», una aceptación que «enfatiza delibe­
radamente la guetificación de la experiencia homosexual, y, p or ello, no logra poner
en evidencia la inevitabilidad de la heterosexualidad» (ibid., pp. 198-199).
combinaciones en sus vidas (aunque tampoco quiero decir, evidente­
mente, que debieran sentirse cómodos en su papel de caseros avaros),
pero sí mantengo que ha habido mucha confusión a la hora de esta­
blecer las implicaciones reales o potenciales de la homosexualidad.
Los activistas gais han tendido a deducir estas implicaciones a partir
del estatus de los homosexuales como minoría oprimida, en lugar de
hacerlo a partir de lo que considero que son (excepto, quizás, en so­
ciedades más «violentamente represivas que las nuestras), las continui­
dades más crucialmente operativas entre las simpatías políticas, de un
lado, y las fantasías relacionadas con el placer sexual, de otro lado. En
ocasiones, gracias a un sistema de deslizamientos progresivos, la retó­
rica del activismo gai ha llegado a sugerir, incluso, que el deseo por el
cuerpo de otros hom bres es un subproducto o una opción conse­
cuente que parte del radicalismo político, en lugar de un punto de
partida dado que permite establecer un completo abanico de posibles
simpatías políticas. Si bien es indiscutiblemente cierto que la sexuali­
dad es politizada constantemente, no por ello deja de ser altamente
problemática la manera en que el hecho de tener relaciones sexuales,
en sí mismo, politiza. Una política de derechas puede, por ejemplo,
emerger a partir del sentimentalismo de las fuerzas armadas o de los
trabajadores de cuello azul, un sentim entalismo que puede, p o r sí
mismo, prolongarse o sublimarse en una preferencia sexual marcada
por los marineros o por los instaladores de líneas telefónicas.
Resumiendo, para expresar las cosas de manera polémica, y qui­
zás incluso brutal, hemos estado contando un m ontón de mentiras;
mentiras cuyo valor estratégico com prendo perfectamente, pero que
se han quedado obsoletas a raíz de la crisis del sida. N o creo que sea
práctico sugerir, como hace Dennis Altman, que las saunas gais ha­
yan creado «una especie de democracia whitmanesca, un deseo de co­
nocer y de confiar en otros hombres en un contexto de hermandad
alejado de las ataduras masculinas del rango, la jerarquía y la com pe­
tencia que caracterizan buena parte del m undo exterior» 9. C ual­
quiera que haya pasado una noche en una sauna gai sabe que es (o
que era) uno de los espacios más despiadadamente sometidos a crite­
rios de rango, jerarquía y competencia que pueda imaginarse. Tu as­
pecto, tus músculos, la distribución del vello, el tamaño de la polla, la

9 Dennis Altman, The Homosexualization o f America, the Americanization o f the


Homosexual, N ueva York, St. M artin's Press, 1982, pp. 79-80.
lorma del culo determ inan exactam ente cuán feliz vas a ser en el
u.inscurso de esas pocas horas, y el rechazo, acompañado por lo ge-
ncral de dos o tres palabras a lo sumo, podía ser fulminante y brutal,
desprovisto de todas las civilizadas hipocresías con las que nos desha­
remos de los indeseables en el mundo exterior. Se ha sugerido en los
últimos años que el estilo m acho-gai, que la pareja de lesbianas
huteh-fem, y que el sadomasoquismo gai o lésbico, lejos de expresar
complicidades incalificables o incontrolables con un ideal de masculi-
nidad brutal y misógino, o con la pareja heterosexual, perm anente­
mente encerrada en una estructura de poder establecida a partir de la
uipremacía sexual y social masculina sobre la pasividad sexual y so­
cial femenina, o, por último, con el fascismo, son, en realidad, paro­
dias subversivas de esas mismas formulaciones y com portam ientos
que parecen imitar. Estos postulados, que han sido objeto de contro­
vertidos y a menudo inteligentes debates, son, a mi entender, total­
mente aberrantes, aunque creo — quizás en térm inos inaceptables
para quienes las defienden— que también pueden ser (de hecho, de­
ben ser) apoyados.
En prim er lugar, debe hacerse una distinción entre los efectos que
estos estilos de vida pueden tener en el mundo heterosexual que p ro ­
vee los modelos que los fundamentan, y el significado que adquieren
para las lesbianas y los gais que los practican. Una aproximación pan-
lletaria no nos resultará en este caso de mucha ayuda. Incluso Weeks,
cuyo trabajo admiro, habla del «desarrollo del estilo macho entre los
gais a lo largo de los años 70 [...] como un episodio más de la impara­
ble “guerra de guerrillas sem iótica” em prendida por los parias del
sexo en contra del orden dominante», y cita con aprobación la suge­
rencia de Richard Dyer, según la cual, «al apropiarse de los signos de
masculinidad y erotizarlos en un contexto clamorosamente homose­
xual, se le hace mucho daño a la seguridad con la que “los hom bres”
son definidos en la sociedad, una seguridad que asegura su poder»
(Weeks, 1985: 191). Estas opiniones atribuyen efectos subversivos a
unas intenciones que, en mi opinión, carecen absolutamente de tales
características. Resulta difícil determ inar “cuanto daño” puede ha­
cerse a través de un estilo de vida que los hombres heterosexuales
sólo ven — si es que llegan siquiera a verlo— desde la ventana de su
coche según bajan Folsom Street *. Su seguridad como hombres con

* Folsom Street atraviesa el barrio de la ciudad de San Francisco denom inado The
poder puede muy bien no verse amenazada en absoluto por esa vi
sión escasamente traumática, ya que nada les obliga a establecer reía
d o n alguna entre el estilo macho-gai y la imagen que tienen de su
propia masculinidad (de hecho, la exageración misma de ese estilo
permite hacer plausibles tales negaciones). Puede ser cierto, no obs­
tante, que, en la medida en que el hom bre heterosexual admira o se
identifica de manera más o menos secreta con la masculinidad estereo­
tipada de los motoristas, su adopción por parte de los maricas dé lu-
l’.ir, como sugieren Weeks y Dyer, a una dolorosa (aunque efímera)
i risis de representación. El estilo macho-gai inventa la expresión oxi-
morónica “reina de cuero” (leather queen) pero le niega su condición
oximorónica; para el macho heterosexual, la reina de cuero sólo es in­
teligible, incluso tolerable, como un oxím oron —lo que, evidente­
mente, vale tanto como decir que debe permanecer ininteligible. El
i nero y los músculos son profanados por un cuerpo sexualmente fe-
mi nizado, aunque —y aquí es donde la opinión de Weeks, según la
i nal el estilo macho-gai «corroe las raíces de la identidad masculina
heterosexual» (ib id.), me resulta problemática—, el rechazo macho de
l.i masculinidad representada por la reina de cuero puede acompa-
narse por la satisfacción secreta de saber que esa reina de cuero, en
(oda su despreciable blasfemia, pretende, en cierto modo, pagar un
tributo pleno de adoración al estilo y al com portam iento que pro-
l.ma. El verdadero potencial subversivo de la confusión que puede
(■enerar el encuentro de la sexualidad femenina (sobre la que ense­
guida volveré) con los significantes del machismo es disipado, una
vez que el heterosexual reconoce en el estilo macho-gai una tierna as­
piración al machismo; una ternura que, de manera harto conveniente
para el heterosexual, hace de la armadura intimidatoria y de las mane-
i as guerreras de la reina de cuero una perversión más que una subver-
sion de la masculinidad real.
I )e hecho, para volver al significado que adquiere el estilo macho
para los gais, sería correcto decir, en mi opinión, que dicho estilo da
pie a dos reacciones, ambas indicativas de un profundo respeto por el
machismo. U na es el clásico desprecio: el tío im presionante que
it i umpé en el bar forrado de cuero, y que cuando abre la boca resulta
■■«•i una locaza; que te lleva a su casa, donde lo prim ero que te llama la

Situlb Central, epicentro de la im portante comunidad de cuero y sadomasoquista de


■n.i i iudad californiana. (N. del T.)
,itención son las obras completas de Jane Austen, que te mete en la
t aína, y, bueno, ya sabemos lo demás. En pocas palabras, la burla a
11 ue da lugar el machismo de los gais es casi exclusivamente una cues­

tión interna, y se basa en la oscura sospecha de que quizás te estén


dando gato por liebre. La otra reacción es, simplemente, la excitación
sexual. Y esto nos lleva de nuevo no a la cuestión del reflejo o de la
expresión de la política a través del sexo, sino más bien al extremada­
mente oscuro proceso por el que el placer sexual genera política.
Si lamerle las botas de cuero a un hombre (o que te las lama él a
ií) os resulta excitante, no por ello estáis ninguno de los dos estable­
ciendo un principio de subversión de la masculinidad. La parodia es
contraria a la excitación erótica; todos los gais lo saben. Una conver­
sación con un inusitado despliegue de plumas puede resultar diver­
tida en una cena de amigos, pero en cuanto se plantea la posibilidad
de ligar con alguien, las plumas se devuelven al armario. La pluma
camp de los gais es, no obstante, en buena medida, una parodia de la
mujer, lo que evidentemente sugiere otras cuestiones. La parodia de
una cierta feminidad por parte de los gais que, como en alguna oca­
sión se ha dicho, puede constituir una compleja construcción social,
es tanto una manera de dar rienda suelta a la hostilidad que probable­
mente sienten todos los hombres contra las mujeres (y que los hete­
rosexuales expresan, p o r supuesto, de manera infinitam ente más
repugnante y efectiva) y también podría ser considerada paradójica­
mente como una contribución a la deconstrucción de esa misma ima­
gen de las mujeres. U na cierta plum a hom osexual escenifica una
feminidad descerebrada, asexual e histéricamente desquiciante, p ro ­
vocando así, a mi entender, una reacción violentamente antimimética
en cualquier espectadora. La perra gai desublima y desexualiza un
tipo de feminidad al que las estrellas de cine han dado cierto glamour,
y, a través de su estilo, asesina amorosamente dicha feminidad, in­
cluso si, al hacerlo, el ejecutor de la parodia puede estar bastante esti­
mulado por los impulsos de odio inevitablemente incluidos en su re­
presentación. El estilo macho-gai, por su parte, pretende resultar
sexualmente excitante, y si continúa siendo adoptado, ello se debe
únicamente a que con frecuencia sigue teniendo éxito. (Si es adoptado
por hombres mayores, en sus formas más extremas de cuero, es, pre­
cisamente, porque cuentan con él para aumentar su decreciente sex-
appeal.)
La absoluta seriedad del compromiso que los gais establecen con
el machismo (con lo que no quiero decir, por supuesto, que sea éste
un compromiso que todos suscriban) significa que corren el riesgo de
idealizar ciertas representaciones de la masculinidad y de conside­
rarse inferiores con respecto a ellas. Unas representaciones de la mas­
culinidad a partir de las cuales, de hecho, son juzgados y condenados.
La lógica misma del deseo homosexual permite una posible identifi­
cación amorosa con el enemigo. Y esto constituye una fantasía (y un
lujo) por un lado inevitable, pero también, hoy por hoy, inadmisible.
Inevitable porque el deseo sexual de unos hom bres p o r otros no
puede ser tan sólo una especie de atracción culturalmente neutra ha­
cia una idea platónica del cuerpo masculino. El objeto de deseo im­
plica necesariamente una definición socialmente determ inada y de
hondo calado de lo que es ser hombre. Los estudios que establecen el
género como construcción social ya empiezan a resultarnos familia­
res. Pero dichas argumentaciones tienen, casi sistemáticamente, y por
buenas razones políticas, una intención bastante diferente; su preten­
sión didáctica es dem ostrar que las identidades masculina y femenina,
propuestas por una cultura patriarcal y sexista, no deben ser conside­
radas, como se nos pretende hacer creer, como identidades ahistóri-
cas, esenciales, determinadas biológicamente. Sin estar en desacuerdo
con esta idea, quiero establecer un enfoque diferente, y proponer una
afirmación comprensiblemente menos atractiva para aquellas perso­
nas impacientes y deseosas de liberarse de definiciones opresivas o
degradantes. Lo que afirmo es que un gai no corre el riesgo de amar a
su opresor sólo del modo en que la gente negra o judía puede, de
Iorina más o menos secreta, colaborar con sus opresores — esto es,
como una consecuencia de la opresión misma, de esa corrupción sutil
por la que el esclavo llega a idolatrar el poder, y a estar de acuerdo
con su propia esclavitud, con que se le debe negar el poder porque no
nene poder alguno. La gente negra o judía no se convierte en negra o
judía como resultado de esa interiorización de una mentalidad opre­
siva, mientras que la interiorización es parte constitutiva del deseo
homosexual, que, como todo deseo sexual, combina y confunde pul­
siones de apropiación y de identificación con el objeto de deseo. Una
verdadera identidad política gai implica, entonces, una lucha no sólo
contra las definiciones de la masculinidad y de la homosexualidad tal
v como son reiteradas e impuestas por los discursos sociales hetero-
sexistas, sino también contra esas mismas definiciones tan seductora
como fielmente reflejadas por aquellos cuerpos masculinos (en buena
medida inventados y construidos culturalmente) que llevamos en no­
sotros mismos como inagotables fuentes de excitación.
Quizás exista, no obstante, un medio de hacer explotar este cuerpo
ideológico. En lugar de negar las que considero verdades importantes
(aunque políticamente desagradables) sobre el deseo homosexual mas­
culino, yo propondría una ardua disciplina de la representación. El
poder sexista que define la masculinidad en la mayor parte de las cul­
turas puede sobrevivir con facilidad a las revoluciones sociales, pero
quizás no pueda sobrevivir a una cierta manera de asumir o de tomar
ese poder. Si, según dice Weeks, los gais «corroen las raíces de la iden­
tidad heterosexual masculina», ello no es debido a la distancia paró­
dica que adquieren con respecto a su identidad, sino más bien a que,
en esa identificación con ella, casi susceptible de conducir a la locura,
no dejan nunca de pensar en lo que puede haber de atractivo en su vio­
lación.
Para com prender esto, quizás sea necesario aceptar (dolorosa
pero provisionalmente) una representación homofóbica de la hom o­
sexualidad. Volvamos por un momento a Florida y a la armonía per­
turbada de Arcadia, y tratem os de imaginar lo que sus ciudadanos
—en especial aquellos que le prendieron fuego a la casa de Ray—
veían realmente cuando pensaban o miraban a sus tres hijos. La per­
secución de niños, niñas o gente heterosexual con sida (o con un re­
sultado positivo en los análisis de anticuerpos de VIH ), resulta parti­
cularmente sorprendente a la luz de las descripciones populares de
estas personas como “víctimas inocentes”. Es como si la “culpabili­
dad” de los gais fuera el verdadero agente infeccioso. ¿Y de qué son
culpables exactamente? Todo el mundo está de acuerdo en que el cri­
men es de naturaleza sexual, y W atney, junto con otros, lo define
como la promiscuidad real o imaginaria que ha hecho tan famosos a
los gais. W atney analiza una crónica sobre sida realizada por el co­
rresponsal en temas científicos de The Observer y concluye que «el
principal argum ento que m antienen “ los expertos am ericanos en
sida”, consiste en la oposición a “los encuentros sexuales casuales”».
U n médico londinense aconseja, a lo largo del artículo, la utilización
de condones en este tipo de encuentros, pero «el problema principal
[...] es evidentemente “la prom iscuidad”, mientras que las formas en
que se desarrolla la sexualidad son sistemáticamente arrinconadas en
un segundo plano» (1987: 35). Pero las formas de sexualidad implica­
das, pueden, en un sentido completamente diferente, resultar crucia­
les para su argumento. Dado que aquí la prom iscuidad a la que se
hace referencia es la prom iscuidad homosexual, creo que podemos
preguntarnos legítimamente si la naturaleza de lo que se hace no es
tan im portante como el número de veces que se hace. O, más exacta­
mente, si la representación del acto puede asociarse por sí misma a un
deseo insaciable, a una sexualidad irrefrenable.
Antes de ser más explícito a este respecto, debería reconocer que
el argumento que quiero proponer es altamente especulativo; basado
en prim er término en la exclusión de la evidencia que lo apoya. Una
im portante lección que podemos aprender del estudio de las repre­
sentaciones sobre el sida es que los mensajes que con más facilidad se
harán escuchar son mensajes que ya están ahí. O , por decirlo de otro
m odo, las representaciones sobre el sida deben ser radiografiadas
para hallar su lógica fantasmática; son representaciones que docu­
mentan la irrelevancia relativa de la inform ación en el seno de los
procesos de comunicación pública. De este modo, las opiniones ex­
pertas de los médicos sobre cómo resulta imposible la transmisión
del virus (una información que conocían y a la que hacían referencia
tanto el alcalde de Arcadia como su esposa, ambos de formación uni­
versitaria), es a la vez objeto de discusión racional y de ocultamiento.
Sue Ellen Smith, la esposa del alcalde de Arcadia, hace un comentario
sin objeción posible: «existen demasiadas cuestiones sin respuesta en
torno a esta enfermedad», para llegar después a la conclusión de que
«si tienes inquietudes y lees y te informas sobre el sida, te quedas
asustada ante la posibilidad de que pueda afectar a tus propios hijos,
porque te das cuenta de que todas las afirmaciones tranquilizadoras
no se basan en evidencias sólidas». En términos estrictamente racio­
nales, estas declaraciones pueden ser fácilmente contestadas: hay
efectivamente “muchas cuestiones sin respuesta” en torno al sida,
pero las afirmaciones tranquilizadoras proporcionadas por las autori­
dades médicas en el sentido de que no existe riesgo de transmisión de
VIH a través del contacto casual entre niños y niñas en el colegio, se
basan, de hecho, en “sólidas evidencias”. Pero lo que más me interesa
de la entrevista que estoy citando, concedida por el señor y la señora
Smith a The N ew York Times (son una pareja genial, que me dejan
incluso desarmado: «Sé que esto que digo puede sonar como si fuera
un tonto de pueblo», recalca el señor Smith, que nunca llega real­
mente a parecer paleto), es el hecho evidente de que han recibido y
asimilado mensajes sobre el sida bastante diferentes. El alcalde decía
que «mucha gente de aquí, incluyéndome a mí mismo, creíamos que
poderosos intereses, principalmente los de los líderes gais a nivel na­
cional, habían presionado al Gobierno para que retrasase la adopción
de las medidas legítimas destinadas a contribuir a la contención de la
extensión dei sida» n . Pasemos por alto esa encantadora ilusión sobre
el poder suficiente que supuestamente tendrían los “líderes gais a ni­
vel nacional” para presionar al Gobierno Federal en el sentido de lo­
grar que éste hiciera alguna cosa, y centrémonos en la realmente ex­
trao rd in aria asu nción de que quienes p ertenecen al grupo más
duramente golpeado por el sida, no deseen otra cosa que su extensión
incontrolada. En otras palabras, quienes son asesinados resultan ser
asesinos. W atney cita otras versiones de esta idea de los gais como
asesinos (su comportamiento es considerado como la causa y el ori­
gen del sida), y habla de «un deseo desplazado de matar a todos esos
millones de desviados» (1987: 82). Quizás. Pero el presumible deseo
original de matar a los gais sólo puede ser comprensible en los térmi­
nos de la misma fantasía para la que se ofrece como explicación: los
homosexuales son asesinos. Pero ¿qué es exactamente lo que hace de
ellos unos asesinos?
El discurso público sobre los homosexuales desde el inicio de la
crisis de sida tiene un tremendo parecido (que Watney observa de pa­
sada) con las representaciones de las prostitutas a lo largo del si­
glo XIX como «vehículos de contaminación, transmitiendo las enfer­
medades venéreas “femeninas” a hombres “inocentes”» (1987: 33-34)12.
La asociación entre el carácter potencialmente asesino de los gais y
lo que podemos llamar la específica heroicidad sexual de su prom is­
cuidad, permite arrojar retrospectivamente algo de luz sobre aquellas
representaciones. Las narraciones de orden académico (Narayan) y
judicial (Wallach) sobre gais que mantienen entre veinte y treinta re­
laciones sexuales en una noche, o una vez por minuto, no son tanto
una descripción de la sexualidad masculina (incluso de la más p ro ­
miscua) cuanto reminiscencias de las fantasías masculinas sobre la
multiplicidad de orgasmos de las mujeres. La representación victo-
riana de las prostitutas puede criminalizar explícitamente lo que es
una mera consecuencia de un pecado más profundo u original. La
prom iscuidad es el correlato social de una sexualidad psicológica­
mente basada en el fenómeno amenazante de un éxtasis anorgásmico.
Las prostitutas publicitan (de hecho, venden) la inherente capacidad

11 John N ordheim er, «To N eighbours of Shunned Family AIDS Fear Outweighs
Sympathy», The N ew York Times, 31 de agosto, 1987, p. A l.
12 El estudio excelente sobre las representaciones de la prostitución durante el si­
g lo XIX en Francia elaborado por Charles Bernheimer será publicado en 1988 por la
Harvard University Press.
de las mujeres para el desarrollo ininterrum pido del sexo. Paralela
mente, las similitudes entre las representaciones de las prostitutas y
de los hom osexuales deberían ayudarnos a especificar las formas
exactas de com portamiento sexual que constituyen el objetivo de la
representación del sida como un acto criminal, fatal e irresistible
mente repetido. Este acto es, por supuesto, la penetración anal (ha­
biendo sido el potencial de orgasmo múltiple transferido del pene­
trado al penetrador, quien, en cualquier caso, puede siempre cambiar
de rol y ser penetrado diez o quince veces de esos treinta encuentros
de una noche), y debemos, por supuesto, tom ar en consideración la
confusión que existe (y que está m uy extendida entre hombres hetero
y homosexuales) entre las fantasías sobre el sexo anal y vaginal. Las
realidades de la sífilis en el siglo XIX y del sida en la actualidad “legiti­
m an” una fantasía de la sexualidad femenina como intrínsecamente
enferma; la promiscuidad en esta fantasía, lejos de limitarse a incre­
mentar el riesgo de infección, es el signo mismo de la infección. Las
mujeres y los gais abren sus piernas con un insaciable apetito de des­
trucción 13. Es ésta una imagen dotada de un extraordinario poder; y
si los y las buenas ciudadanas de Arcadia podían expulsar de su en­
torno a una familia media y respetuosa de la legalidad, ello se debe,
en mi opinión, a que al mirar a los tres niños hemofílicos pueden ha­
ber visto — es decir, pueden haberse representado inconsciente­
mente— la imagen infinitamente más seductora e intolerable de un
hombre adulto, con las piernas en alto, incapaz de renunciar al éxtasis
suicida de ser una mujer.
Pero, ¿por qué “suicida” ? Estudios recientes han puesto de mani­
fiesto que en sociedades en las que incluso, como escribe John Bos-
well, «los patrones e ideales de belleza se configuran de conformidad
con m odelos m asculinos» (él cita la A ntigua G recia y el m undo
árabe), y, de manera aún más sorprendente, en culturas en las que las
relaciones sexuales entre hombres no son contempladas como no na­
turales o pecaminosas, una línea de demarcación se dibuja en torno al
sexo anal “pasivo”. En el Islam medieval, a pesar del énfasis puesto
en el erotismo homosexual, el papel del “penetrado” es considerado
como extraño o incluso patológico, y si para los antiguos romanos

1' El hecho de que el recto y la vagina, desde el punto de vista de la transmisión se-
mi.i I tlcl VIH, sean lugares privilegiados de infección es, p or supuesto, un factor im por-
i .inte de este proceso de legitimación, pero a duras penas logra la fuerza fantasmática
de las representaciones que estoy discutiendo.
■la distinción entre los actos admisibles para ciudadanos varones y
los demás parece concretarse en la emisión de semen (contrapuesta a
su recepción) más bien que en la más moderna y conocida distinción
.ictivo / pasivo», ser penetrado analmente no dejaba de ser conside­
rado un papel no decoroso para los ciudadanos 14. Y, en el segundo
volumen de la Historia de la sexualidad, Michel Foucault documenta
abundantemente tanto la aceptación (incluso la glorificación) de que
era objeto la homosexualidad en la Antigua Grecia, como las profun­
das sospechas que despertaba. Una polaridad ética general del pensa­
miento griego en torno al autocontrol y una inevitable indulgencia
hacia los apetitos tienen, como uno de sus resultados, una estructura­
ción del com portam iento sexual en términos de actividad y pasivi­
dad, con un rechazo correlativo del llamado papel pasivo en el sexo.
Lo que resulta difícil de aceptar para los atenienses, escribe Foucault,
es la autoridad de un líder que, cuando era adolescente, era un “ob­
jeto de placer” para otros hombres; existe una incompatibilidad legal
y moral entre la pasividad sexual y la autoridad cívica. El único com­
portamiento sexual “honorable” «consiste en ser activo, en dominar,
en penetrar, y en ejercer así la propia autoridad» 15.
Dicho de otro modo, el tabú moral acerca del sexo anal “pasivo”
en la antigua Atenas es formulado principalmente como una especie
de higiene del poder social. Ser penetrado es abdicar del poder. C on­
sidero interesante que un argumento casi idéntico —desde una pers­
pectiva moral completamente distinta, claro está— es desarrollado en
la actualidad por algunas feministas. En una entrevista publicada hace
algunos años en Salgamundi, Foucault decía que «Los hombres creen
que las mujeres sólo pueden experimentar placer reconociendo a los
hombres como dueños» 16 —una frase que podríamos fácilmente atri­
buir a Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin, improbables cole­
gas de Foucault. En la misma entrevista que estoy citando, éste hace
una apología más o menos abierta de las prácticas sadomasoquistas,

14 John Boswell, «Hacia un enfoque amplio. Revoluciones, universales y catego­


rías relativas a la sexualidad», en George Steiner y Robert Boyers (comps.), Hom ose­
xualidad: literatura y política, Madrid, Alianza, 1985, pp. 64 y 70. Véase también John
Boswell, Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, Barcelona, Muchnik, 1993.
15 Michel Foucault, Historia de la sexualidad (II) El uso de los placeres, Madrid, Si­
glo XXI, 1987. Estos argumentos son desarrollados en el capítulo 4.
16 Michel Foucault, entrevistado por James O'Higgins, en George Steiner y Robert
Boyers (comps.) (1985), Homosexualidad: literatura y política, Madrid, Alianza, 1985,
p. 33.
por cuanto ayudan a los hombres homosexuales (muchos de los que
comparten el miedo de los hombres heterosexuales a perder su auto­
ridad por «estar debajo de otro hombre al hacer el amor») a «aliviar»
el problema de sentir que «el rol pasivo es, en cierta medida hum i­
llante» (ibid.). M acKinnon y Dworkin, por otro lado, no están evi­
dentemente interesadas en hacer que las mujeres acostadas debajo de
los hombres se sientan más cómodas en dicha situación, sino en cam­
biar la distribución de poder a la vez significado y constituido por la
obstinación de los hombres por estar encima. Sus críticas han tenido,
en cierto modo, mala prensa, pero creo que revelan cuestiones muy
importantes; cuestiones que, de manera más bien inesperada, pueden
ayudarnos a com prender la ira homofóbica que ha desencadenado el
sida. MacKinnon, por ejemplo, propone convincentes argumentos en
contra de la distinción liberal que se establece entre violencia y sexo,
tanto en la violación como en la pornografía. Una distinción que,
además de negar un hecho que debiera ser obvio, a saber, que la vio­
lencia es sexo para el violador, ha contribuido a presentar la porno­
grafía como un producto meramente sexi, y por lo tanto a protegerla.
Si tanto ella como D w orkin utilizan la palabra violencia para descri­
bir una pornografía que podría clasificarse norm alm ente como no
violenta (por ejemplo, las películas porno sin escenas explícitas de sa-
domasoquismo o de violaciones), ello es debido a que definen como
violenta la relación de poder que ven inscrita en los actos sexuales
que la pornografía representa. La pornografía, escribe M acKinnon,
«crotiza la jerarquía»; «convierte la desigualdad en sexo, lo que la
hace parecer placentera, y convierte la desigualdad en género, lo que
la hace parecer natural». N o m uy lejos de Foucault (excepto, claro
está, por la escala retórica), M acKinnon habla de «la definición de la
sexualidad femenina desde la supremacía masculina como un ardiente
deseo de autoaniquilación». La pornografía «institucionaliza la se­
xualidad de la supremacía masculina, fundiendo la erotización de la
dominación y la sumisión con la construcción social de lo masculino
y lo femenino» 17. Se ha argumentado que, incluso si estas definicio­
nes de la pornografía corresponden a la realidad, no por ello dejan de
exagerar su importancia: M acKinnon y D w orkin contemplan la p o r­
nografía como si ésta jugara un papel crucial en la construcción de

17 Catherine A. MacKinnon, Feminism U nm odified: Discourses on L ife a n d L a w ,


Cambridge (Massachusetts) y Londres, Harvard University Press, 1987, pp. 3 y 172.
una realidad social de la que tan sólo es un reflejo marginal. De algún
modo, y especialmente si consideramos las dimensiones estables de la
audiencia que tiene la pornografía hard-core, es cierto. Pero la obje­
ción es en cierto modo algo impositiva, ya que si estamos de acuerdo
en que la pornografía erotiza la violencia intrínseca a la desigualdad
—y al hacerlo se regocija en ella— (y la desigualdad no tiene por qué
imponerse con azotes para ser violenta: el acceso a los asientos en los
autobuses públicos, negado a la gente negra, era considerado, con ra­
zón, como una forma de violencia racial), entonces la pornografía le­
gal es la violencia legalizada.
N o sólo eso: M acKinnon y D w orkin están efectivamente defen­
diendo el realismo de la pornografía. Es decir, tanto si la considera­
mos constitutiva (y no un mero reflejo) de la erotización de la violen­
cia p ropia de la desigualdad, com o si no, la pornografía sería la
descripción más exacta y la prom oción más eficaz de esa desigualdad.
La pornografía no puede ser relegada a un segundo plano como me­
nos significativa socialmente que otras formas de desigualdad de gé­
nero de más hondo calado (como los abominables e innumerables
anuncios de televisión en los que, como parte del dispositivo para
vender jarabe para la tos o cereales con fibra para el desayuno, se re­
trata a las mujeres como esclavas del normal funcionamiento de los
bronquios o del intestino grueso de sus hom bres), porque sólo la
pornografía nos aclara la razón por la que el anuncio de cereales es
efectivo: la esclavitud de la mujer es eróticamente excitante. La lógica
última de la crítica de la pornografía que llevan a cabo MacKinnon y
Dworkin —y, todo lo paródico que esto pueda parecer, no pretendo
en absoluto parodiar sus puntos de vista— es la criminalización del
sexo hasta que éste haya sido reinventado. Dado que su afirmación
más radical no es que la pornografía tenga un efecto pernicioso en re­
laciones sexuales de otro modo no perniciosas, sino más bien que la
llamada sexualidad normal es, de antemano, pornográfica. «Cuando
la violencia contra las mujeres es erotizada como lo es en nuestra cul­
tura», escribe MacKinnon, «resulta muy difícil determ inar la existen­
cia de diferencias substanciales en el nivel de sexo implícito en el he­
cho de ser asaltada por un pene o por un puño, especialmente cuando
el asaltante es un hombre» (1987: 92). D w orkin lleva esta postura a su
extremo lógico: el rechazo del propio acto sexual. Si, como ella dice,
«existe una relación entre el acto sexual per se y el estatuto de inferio­
ridad de las mujeres, y si el acto sexual “es inmune a las reform as”,
entonces no debe haber más penetración». D w orkin anuncia: «En un
mundo de poder masculino —poder del pene— follar es la experien­
cia sexual esencial de poder, y de potencia, y de posesión; el follar de
hombres mortales, de tíos corrientes» 18. Casi cualquiera que lea estas
Irases las encontrará desaforadas, aunque en un sentido que no hace
sino desarrollar la lógica moral implícita en la más neutra y, por lo
tanto, m ucho más respetable fórm ula de Foucault: «Los hom bres
creen que las mujeres sólo pueden experimentar placer reconociendo
a los hombres como dueños». MacKinnon, D w orkin y Foucault di­
cen que un hombre acostado sobre una mujer asume que lo que a ella
le excita, es la idea de la invasión de su cuerpo por un amo fálico.
El argumento en contra de la pornografía sigue siendo, podría­
mos decir, un argumento liberal, en tanto en cuanto se asume que la
pornografía viola la conjunción natural del sexo con la ternura y el
amor. Tales argumentos se vuelven mucho más preocupantes y radi­
cales cuando la denuncia de la pornografía se identifica con un p ro ­
ceso abierto en contra del propio sexo. Este paso suele ser evitado al
considerar la violencia pornográfica bien como un signo de determ i­
nadas fantasías sólo conectadas m arginalm ente con una form a de
comportamiento humano de otro modo esencialmente saludable (ca­
riñoso, amoroso), o como el subproducto sintomático de desigualda­
des sociales (más específicamente, de la violencia intrínseca de una
cultura falocéntrica). En el prim er caso, la pornografía puede ser de­
fendida como un subproducto terapéutico o, en todo caso, catártico
de esas fantasías, quizás inevitables, pero felizmente marginales, y en
el segundo caso, la pornografía pasa a ser más o menos irrelevante
desde el punto de vista de la lucha política contra estructuras sociales
de la desigualdad de mucho mayor alcance (ya que una vez son des­
manteladas estas últimas, sus derivados pornográficos habrán per­
dido su raison d ’étre). MacKinnon y Dworkin, por otro lado, asumen
convencidas el inmenso poder que tienen las imágenes sexuales para
orientar nuestra im aginación sobre cóm o podría y debería distri­
buirse y disfrutarse el poder político, y, me parece a mí, desconfían
con la misma convicción del terreno resbaladizo en que se mueven
los intelectuales a propósito del argumento de la catarsis, un equili­
brio inestable al evitar la cuestión de cómo un centro de sexualidad
presumiblemente completo produjo en prim er término esos desagra­
dables márgenes. H abida cuenta el discurso público en torno al cen­

18 Andrea Dworkin, Intercourse, Nueva York, The Free Press, 1987, pp. 124,
137, 79.
tro de la sexualidad (un discurso, obviamente, no ajeno a una ideolo­
gía prescriptiva sobre el sexo), los márgenes pueden ser el único espa-
i io en donde ese centro es perceptible.
Es más, si bien sus estrategias y recomendaciones prácticas son
ínticas, el trabajo de MacKinnon y D w orkin podría inscribirse en el
marco de una empresa más amplia, que yo llamaría la reinvención re­
dentora del sexo. Dicho proyecto atraviesa los frentes habituales en el
t .unpo de batalla de la política sexual, e incluye, no sólo la negación
espantada de la sexualidad infantil, que está siendo “dignificada” ac­
tualmente por una ansiedad casi psicótica a propósito del abuso de
menores, sino también las actividades de lesbianas defensoras del sa-
ilomasoquismo tan prom inentes como Gayle Rubin y Pat Califia,
ninguna de las cuales, por decirlo con suavidad, comparte las inquie-
tlides políticas de MacKinnon y Dworkin. El inmenso cuerpo de dis­
cursos contem poráneos que proponen un imaginario radicalmente
i evisado de las capacidades del cuerpo para el placer —un proyecto
discursivo al que pertenecen Foucault, Weeks y W atney— , tiene
( orno su misma condición de posibilidad una cierta renuncia al sexo
t.tl y como lo conocemos, y un acuerdo, a menudo no explícito, sobre
la sexualidad como algo menos molesto en su esencia, menos abra­
sivo socialmente, menos violento y más respetuoso de la persona, de
l<> que hasta ahora ha sido la norma en una cultura de dominación
masculina falocéntrica. Las mistificaciones sobre el machismo que
podemos observar en los discursos de los activistas gais pertenecen a
esta empresa; más tarde volveré sobre otros aspectos de la participa-
i ion de los gais en este proyecto de redención del sexo. Por el m o­
mento, quiero proponer la idea de que, en prim er lugar, M acKinnon
VDworkin han tenido al menos el coraje de ser explícitas a propósito
de la profunda repugnancia moral por el sexo que inspira todo este
proyecto, ya sea su programa específico sobre la legislación antipor-
nografía, el retorno a las idílicas movilidades de la polisexualidad in-
lantil, los azotes sadomasoquistas del cuerpo con el objetivo de mul­
tiplicar o red istrib u ir los pu n to s de placer o, com o verem os, el
proyecto comparativamente anodino de pluralismo sexual promocio-
nado por Weeks y Watney. La m ayor parte de estos programas tie­
nen la virtud ligeramente cuestionable de ser indiscutiblemente más
.anos o cuerdos que el tributo lírico de D w orkin al pastoralismo mi­
litante, representado por la virginidad de Juana de Arco, si bien los
impulsos pastorales están detrás de todos ellos. Lo que me molesta
i leí análisis de M acKinnon y D w orkin no es su visión de la sexuali­
dad, sino más bien las intenciones pastorales y redentoras que la apo­
yan. Es decir —y ésta es la segunda idea principal que quiero p ropo­
ner—, nos han dado las razones por las que la pornografía debe m ul­
tiplicarse y no ser abandonada, y, más aún, las razones por las que
defender, por las que mimar incluso, ese mismo sexo que consideran
tan odioso. Su denuncia del sexo —su negativa a hacerlo más bonito,
más romántico, su negativa a sostener que follar tiene algo que ver
con la comunidad o con el amor— ha tenido el efecto tremendamente
deseable de publicitar, de exponernos lúcidamente, el inestimable va­
lor del sexo como —al menos en algunos de sus aspectos inerradica-
bles— anticomunal, antiigualitario, antimaternal, antiamoroso.
Comencemos con algunas consideraciones anatómicas. Los cuer­
pos humanos están construidos de modo que es, o al menos ha sido,
casi imposible no asociar dominación y subordinación con la expe­
riencia de nuestros más intensos placeres. Esta es, en prim er lugar,
una simple cuestión de posición. Si la (hasta hace poco) necesaria pe­
netración para la reproducción de la especie ha sido lograda, en gene­
ral, p or la colocación del hombre sobre la mujer, no deja de ser cierto
que el hecho de estar encima no puede ser nunca, exclusivamente,
una cuestión de postura física —ni para la persona que está encima ni
para la que queda debajo. (Y para la mujer, el hecho de estar ocasio­
nalmente encima se reduce a un modo de permitirle que juegue al po­
der durante un rato, aunque —como las imágenes del cine porno
ilustran de manera harto efectiva— incluso estando debajo, el hom ­
bre puede todavía concentrar su agresividad, falsamente abandonada,
en el movimiento de embestida de su p en e .)19 Y es que, como esto
parece sugerir, está la cuestión del pene. Desgraciadamente, desenten­
derse del problema postulando que la envidia de pene es más una fan­
tasía masculina que una verdad psicológica de las mujeres, no contri­
buye en nada a cambiar las asunciones que se esconden detrás de esa
fantasía. Ya que la idea de la envidia de pene describe cómo se sienten
los hombres por tenerlo, y, mientras haya relaciones entre hombres y
mujeres, este hecho no dejará de ser im portante para las mujeres. En
pocas palabras, las estructuras sociales de las que, según se ha postu­

11 La idea de una relación desprovista de embestidas fue propuesta p or Shere Hite


en I'l informe H ite (Barcelona, Plaza y Janes, 1977). H ite veía «un estar placentera­
mente acostados juntos, mutuamente, pene-dentro-de-vagina, vagina-cubriendo-pene,
con el orgasmo femenino proporcionando la estimulación necesaria para el orgasmo
masculino».
lado con frecuencia, se derivan la erotización de la dominación y la
subordinación, son quizás derivados (o sublimaciones) del carácter
indisociable del placer sexual y del ejercicio o la renuncia al poder.
Decir esto no equivale a proponer una visión “esencialista” de la se­
xualidad. N o conviene confundir una reflexión sobre el potencial
lantasmático del cuerpo humano —las fantasías engendradas por su
anatomía sexual y por las dinámicas específicas que adopta para reci­
bir placer sexual— con una descripción a priori, prescriptiva, m oti­
vada ideológicamente, de la esencia de la sexualidad. Más bien estoy
diciendo que estos efectos de poder que, como mantiene Foucault
(1978), son inherentes a las relaciones personales (son inm ediata­
mente producidos p o r “las divisiones, desigualdades y desequili­
brios” inevitablemente presentes “de principio a fin en todas las rela­
ciones”), pueden, quizás, verse exacerbados y polarizados con más
facilidad en el ámbito del sexo, a través de relaciones de dominación
y subordinación, y que este potencial puede basarse en la experiencia
cambiante que cada ser humano tiene de las capacidades o de los fra­
casos de su cuerpo para controlar y manipular el m undo más allá de
sí mismo/a.
N o hace falta decir que las explotaciones ideológicas de este po­
tencial fantasmático tienen una historia tan larga como poco gloriosa,
lis, fundamentalmente, una historia de poder masculino, que a estas
alturas ha sido profusamente documentada. Q uiero aproximarme a
esta cuestión desde un ángulo bien diferente, sugiriendo que un as­
pecto gravemente disfuncional de lo que es, después de todo, el salu­
dable placer que nos proporciona operar con un organismo coordi­
nado y fuerte, es la tentación de negar el atractivo (quizás igualmente
poderoso) propio de la ausencia de poder, de la pérdida de control.
I I falocentrismo es exactamente eso: no es originalmente la negación
.le poder a las mujeres (aunque, evidentemente, también ha condu-
• ido a ello, en todos los lugares y en todas las épocas), sino, sobre
indo, es la negación de cualquier valor a la ausencia de poder tanto
para hombres como para mujeres. N o me refiero al valor de la amabi­
lidad o de la ausencia de agresividad, ni siquiera del valor de la pasivi­
dad, sino a una desintegración y una humillación de sí más radicales.
Porque, en última instancia, más allá de las fantasías de poder y su­
bordinación sobre o de los cuerpos que acabo de comentar, está la
nasgresión de esa misma polaridad, que, como propone Georges Ba-
i ai lie, puede ser el sentido profundo tanto de ciertas experiencias mís-
iii as como de la sexualidad humana. Al hacer esta sugerencia, estoy
tam bién tom ando en consideración la especulación (hasta cierto
punto reluctante) que hace Freud, en particular en sus Tres ensayos
sobre teoría de la sexualidad, en el sentido de que el placer sexual
aparece siempre que un cierto umbral de intensidad es superado, m o­
mento en que la organización de sí es alterada momentáneamente por
sensaciones o procesos afectivos que están, en cierto m odo, “más
allá” de los conectados con la organización psíquica. Una especula­
ción reluctante porque, como ya he argumentado en otro lugar, esta
definición evacúa lo sexual de lo intersubjetivo, quitando de este
modo al argumento teleológico de los Tres ensayos buena parte de su
peso. Ya que, por un lado, Freud esquematiza un desarrollo sexual
normativo que encuentra su objetivo natural en el deseo posedípico y
centrado genitalmente en una persona de sexo contrario, mientras
que, por otro lado, sugiere no sólo el carácter irrelevante de la rela­
ción entre el objeto y la sexualidad, sino también, de manera más ra­
dical aún, una destrucción de las estructuras psíquicas como precon-
dición necesaria para el establecimiento de una relación con otras
personas. En ese intento, curiosamente tan insistente como interm i­
tente, de llegar a la “esencia” del placer sexual —un intento que pun­
túa e interrum pe el esquema narrativo más seguro de la historia del
deseo en los Tres ensayos— Freud sigue retornando a una línea espe­
culativa en la que la oposición entre placer y dolor se torna irre­
levante, en la que lo sexual emerge como el gozo de unos límites
incógnitos, como el sufrimiento estático en el que se sumerge m o­
mentáneamente el organismo humano cuando se le “presiona” más
allá de un cierto umbral de resistencia. La sexualidad, al menos de la
manera en que está constituida, puede ser una tautología del maso­
quismo. En The Freudian Body, he propuesto que este masoquismo
constitutivo de la sexualidad podría ser considerado, incluso, como
una conquista evolutiva, en el sentido de que permite al niño o niña
sobrevivir e incluso encontrar placer en ese período doloroso y ca­
racterísticamente humano durante el cual niñas y niños son zarandea­
dos p o r estímulos frente a los que el ego aún no ha desarrollado es­
tructuras defensivas o integradoras. El masoquismo sería entonces la
estrategia física que derrota parcialmente un proceso de maduración
biológicam ente disfuncional 20. A partir de esta perspectiva freu-

20 Véase Leo Bersani, The Freudian Body: Psychoanalysis and Art, Nueva York,
Colum bia University Press, 1986, capítulo II, especialmente pp. 38-39.
diana, podemos decir que Bataille reformula esta autodestrucción en
términos sexuales como una especie de depreciación o degradación
ile sí no anecdótica, como un masoquismo para el que la melancolía
característica del masoquismo moral del superego posedípico es com­
pletamente ajena, y en la que, por decirlo así, el yo es desechado exu­
berantemente 21.
La relevancia de estas especulaciones para la presente discusión
deberían estar claras: el yo en el que lo sexual se destruye p ro p o r­
ciona la base sobre la que la sexualidad se asocia con el poder. Es po­
sible considerar lo sexual como aquello que, precisamente, se mueve
entre un hiperbólico sentido de sí y la pérdida absoluta de toda con­
ciencia de sí. Pero el sexo, como hipérbole de sí, es quizás una repre­
sión del sexo como abolición de sí. U na réplica inexacta de la des­
tru cció n del yo com o crecim ien to del yo, com o tu m escencia
psíquica. Si, como parecen sugerir estas palabras, los hombres son es­
pecialmente aptos para “escoger” esta versión del placer sexual, dado
que su equipamiento sexual parece invitar, por analogía, o al menos
facilitar, la falación del ego, no obstante, ningún sexo tiene los dere­
chos exclusivos de la práctica del sexo como hipérbole de sí. Ya que
es, quizás de manera primaria, la degeneración de lo sexual en una re­
lación lo que condena a la sexualidad a convertirse en una lucha por el
poder. Tan p ronto com o se establecen las personas como tales, la
guerra comienza. Es el yo el que se crece de excitación ante la idea de
estar encima, es el yo el que hace del inevitable juego de embestidas y
abandonos un argumento para el establecimiento de la autoridad na­
tural de un sexo sobre otro.

Lejos de pedir disculpas por una promiscuidad, considerada como un


fracaso a la hora de mantener una relación amorosa, lejos de aclamar
las conminaciones a un retorno a la monogamia como consecuencia
beneficiosa del horror del sid a22, los gais deberían lamentar sin cesar

21 Bataille llama a esta experiencia “comunicación”, en el sentido de que rom pe las


barreras que definen los organismos individuales y los mantiene separados unos de
otros. Al mismo tiempo, no obstante, parece estar describiendo — como Freud— una
experiencia en la que los mismos térm inos de una comunicación son abolidos. De este
modo, el térm ino da lugar a una peligrosa confusión, si es que le permitim os que
mantenga cualquiera de sus connotaciones ordinarias.
22 Puede señalarse que, a menos que hayas conocido a tu amante hace muchos m u­
chos años, y que ni tú ni él hayáis tenido relaciones sexuales con ninguna otra persona
la necesidad práctica, en el presente, de este tipo de relaciones; debe­
rían resistirse a participar en esta imitación de una implacable guerra
entre hombres y mujeres que no ha conseguido modificar un ápice
las cosas. Incluso entre los historiadores e historiadoras de la sexuali­
dad más críticas y entre las y los activistas más encolerizados, ha p ri­
mado un posicionamiento a la defensiva a la hora de establecer qué
significa ser gai o lesbiana. Así, para Jeffrey Weeks (1985: 218), el as­
pecto más específico de la vida gai es el “pluralismo radical”. Gayle
Rubin se hace eco de esta idea y la extiende, afirmando «un plura­
lismo tanto teórico como sexual» 23. W atney repite el argumento aun­
que, bien es cierto, con importantes matices. Para él, «la nueva identi­
dad gai y lésbica se construyó a través de múltiples encuentros, de
reorientaciones de los procesos de identificación sexual, de prácticas
de liberación, de refuerzos culturales y de una pluralidad de oportu­
nidades (al menos en grandes zonas urbanas) que perm itieron una
desublimación de la culpabilidad sexual inherente a una sociedad gro­
tescamente homofóbica», y lamenta en consecuencia la «desexualiza-
ción a gran escala de la cultura y de la experiencia gai» propiciada por
la crisis del sida (1987: 18). Sin embargo, él diluye lo que yo considero
que es la amenaza específica del sexo gai para esa «sociedad grotesca­
mente homofóbica» al insistir en la afirmación de «la diversidad de la
sexualidad humana en todas sus formas y variantes» como «el aspecto
quizás más radical de la cultura gai» (1987: 25). Diversidad es la pala­
bra clave en su discusión de la homosexualidad, que él define como
«un cam po flu ctu a n te de deseos y co m p o rta m ien to s sexuales»
(1987: 103); que maximiza las «posibilidades eróticas recíprocas del
cuerpo, y p o r eso es tabú» (1987: 127) 24.

desde entonces, la m onogamia no es tan segura. Tener relaciones sexuales no seguras


unas cuantas veces p o r semana con una persona portadora del VIH es, sin duda, lo
mismo que tener relaciones no seguras con varias personas seropositivas desconocidas
en el mismo período.
23 Gayle Rubin, «Thinking Sex: N otes for a Radical T heory of the Politics of Se­
xuality», en Carole Vanee (comp.), Pleasure an d Danger: Exploring Female Sexuality,
Boston, Londres, M elbourne y Henley, Routledge and Kegan Paul, 1984, p. 309.
24 U n estudio frecuentem ente citado sobre gais y lesbianas desarrollado p or el Ins-
titute For Sex Rexearch, fundado por Alfred C. Kinsey, llegaba a la conclusión de que
«los y las homosexuales adultas constituyen un grupo notablemente diverso». Véase
Alan P. Bell y M artin S. W einberg, H om osexualities: A S tu dy o f D iversity am ong M en
an d 'Women, Nueva York, Simón and Shuster, 1978, p. 217. A duras penas puede uno
estar descontento con esa conclusión en un estudio sociológico “oficial”, pero, no
liace falta decirlo, éste nos dice bien poco —y las estadísticas que encontram os en ese
Buena parte de estos argumentos provienen, claro está, de la retó­
rica de la liberación sexual de los años sesenta y setenta, una retórica
(]ue encontró su más prestigiosa justificación intelectual en el llama­
miento que hace Foucault —en especial en el primer volumen de la
Historia de la sexualidad— a una reinvención del cuerpo como su­
perficie de múltiples fuentes de placer. Tales llamamientos, por su
atractivo redentor, resultan ser, no obstante, innecesaria e incluso pe­
ligrosamente dóciles. El argumento en favor de la diversidad tiene la
ventaja estratégica de presentar a los gais como defensores apasiona­
dos de uno de los valores primarios de la cultura liberal dominante,
pero m antener ese argumento conduce, a mi entender, a perder de
vista la relación existente entre el comportamiento homosexual y la
repugnancia que éste inspira. Dicha repugnancia, resulta, no es más
que un gran error: lo que realmente estamos practicando es el plura­
lismo y la diversidad, y echar un polvo no es más que la práctica m o­
mentánea de esas laudables virtudes humanas. Foucault podía ser
particularmente perverso sobre todo esto: desafiante, provocativo y,
sin embargo, a pesar de sus intenciones radicales, conciliador. Así, en
la entrevista de Salgamundi a la que ya me he referido, tras anunciar
que «yo no quiero valerme de una posición privilegiada cuando me
entrevistan para difundir opiniones», se lanza a form ular opiniones
altamente idiosincrásicas como, en prim er lugar, «para un hom ose­
xual, el mejor momento del amor es cuando el amante se marcha en
un taxi» («lo que reviste máxima importancia para el homosexual no
es la anticipación del acto sino su recuerdo»), y, en segundo lugar,
que los rituales del S&M gai son «una réplica de las estrictas reglas de
conquista amorosa de las cortes medievales». (1985: 18, 19, 30, 31). Si
la primera opinión resulta, en cierto modo, embarazosa, la segunda
no deja de tener un cierto atractivo camp. Ambas proposiciones nos
alejan del cuerpo — de los actos a los que se entrega, del dolor que in-
llige o suplica— , dirigiendo nuestra atención hacia los romances de la
memoria y hacia la idealización de un imaginario presexual y galante,
lista negación del sexo es, entonces, proyectada sobre los heterose­
xuales como una explicación de su hostilidad. «Pienso que lo que más
perturba de la homosexualidad a quienes no son gays es la forma de
vida gay, y no los actos sexuales mismos», y «lo que muchas personas
no pueden tolerar es la posibilidad de que los gays puedan crear tipos

estudio sobre las preferencias sexuales de gais y lesbianas no son tam poco de mucha
ayuda— acerca de las fantasías de y sobre las y los homosexuales.
•I. irl.iciones no previstas hasta ahora» (1985: 34 y 35). Pero, ¿qué es
.7 «".tilo de vida gai? ¿Existe alguno? ¿Era el estilo de vida de Fou-
• .mil el mismo que el de Rock H udson? Más importante aún, ¿cómo
puede resultar más amenazador un tipo de relación no representablc
•pie la representación de un acto sexual particular — especialmente
<ii.indo el acto sexual está asociado con las mujeres, pero es desarro­
llado por hombres y cuando, como he sugerido, dicho acto tiene el
ieirorífico atractivo de la pérdida del ego, de la humillación de sí?
I Iemos estado estudiando algunos ejemplos de lo que podríamos
llamar una serie épica y desenfrenada de desplazamientos en los dis­
cursos sobre la sexualidad y sobre el sida. El gobierno se preocupa
más por hacer análisis de anticuerpos que por la investigación y pol­
los tratamientos; está más interesado en quienes pueden estar even­
tualmente amenazados por el sida que en quienes ya han sido golpea­
dos por la epidemia. En algunos hospitales, la preocupación por la se­
guridad de los pacientes que no han estado expuestos al VIH va muy
por delante de la atención y el cuidado dispensado a quienes padecen
una enfermedad relacionada con el sida. La atención se desvía de las
formas de sexo que la gente practica hacia un discurso moralista so­
bre la promiscuidad. Los impulsos por matar a los gais se expresan a
través de la ira en contra de gais asesinos que extienden deliberada­
mente un virus mortal entre “la población general”. La tentación del
incesto se ha convertido en una obsesión nacional a propósito del
abuso de menores por parte de cuidadores y profesores. Entre los in­
telectuales, el pene ha sido satanizado y sublimado en el falo como
significante originario; el cuerpo, por su parte, debe ser leído como
un lenguaje. (Dichas técnicas de distanciamiento, para las que los in­
telectuales tienen una facilidad natural, no sólo se aplican, p o r su
puesto, a cuestiones sexuales: la desgracia nacional que supone la dis­
crim inación económ ica de la población negra es enterrada bajo
virtuosos llamamientos a sanciones contra Pretoria.) La excitación
salvaje del fascistizante S&M se convierte en una parodia del fas­
cismo; la idolatría de los gais por la polla es “ensalzada” hasta la dig­
nidad política de una “guerra de guerrillas sem iótica”. El falocen
trism o del cruising gai se convierte en diversidad y pluralism o; la
representación se desplaza de la práctica concreta de la fellatio y la
sodomía a los encantos melancólicos de los recuerdos eróticos y las
tensiones cerebrales del cortejo. Incluso ha habido desplazamientos
de los propios desplazamientos. Si bien es incuestionablemente co
rrecto hablar —como lo han hecho Foucault, Weeks y MacKinnon
i iitre otros/as— de la fuerza ideológicamente organizadora de la se­
xualidad, otra cosa bien distinta es sugerir —como estos escritores/as
lucen— que las desigualdades sexuales son predominantemente, qui­
zas exclusivam ente, desigualdades sociales desplazadas. W eeks
( I‘>85: 44), por ejemplo, habla de las tensiones eróticas como un des­
plazamiento de las posiciones de poder y subordinación impuestas
políticamente, como si lo sexual — donde está implicado el cuerpo
luí mano, como fuente de la experiencia original que cada individuo
i u ne del poder (y de su ausencia)— , pudiera concebirse de algún
modo al margen de cualquier relación de poder, como si, de golpe y
desde fuera, sufriera algún tipo de contaminación de poder.
El desplazamiento es endémico a la sexualidad. En mi libro Bau-
Jrlaire and Freud especialmente, he escrito sobre la movilidad del
deseo, sugiriendo que el deseo sexual se inicia y, de hecho, puede ser
ieconocido en una agitada actividad fantasmática en la que los origi­
nales objetos de deseo (no obstante, desde un principio, ilocalizables)
•.e pierden en las imágenes que generan. El deseo, por su propia natu-
i.ileza, nos aparta de sus objetos. Si me refiero críticamente a lo que
i onsidero una cierta negativa a hablar francamente del sexo gai, no es
m porque crea que éste sea reductible a una forma de actividad se­
xual, ni porque crea que lo sexual en sí sea una función estable, fácil­
mente observable o definible. Más bien he tratado de dar cuenta de
las representaciones criminales de los homosexuales desencadenadas
v “legitimadas” por el sida, y, al hacerlo, me han sorprendido lo que
podríamos denominar los desplazamientos generados por una aver-
ion característica tanto de dichas representaciones, como de las res­
puestas gais a ellas. Watney es perfectamente consciente de los despla­
zamientos operativos en «casos de violencia verbal o física extrema
Iiacia lesbianas o gais y, por extensión, en toda la cuestión del sida»;
habla, por ejemplo, de «misoginia desplazada», de «un odio hacia lo
ipie es proyectado como “pasivo” y, por tanto, femenino, sancionado
por los impulsos heterosexuales del sujeto» (1987: 50). Pero, como ya
lie dicho, existe un cierto acuerdo, implícito tanto en la violencia con-
iia los gais (y contra las mujeres, lesbianas o no) como en las iniciati­
v a s de los gais (y de las mujeres) que reconsideran qué significa ser
I-,ai (o ser mujer); un acuerdo sobre lo que debería ser el sexo. El p ro ­
vecto pastoral podría considerarse como una inspiración de las de­
mostraciones de poder incluso más opresivas. Si, por ejemplo, asumi­
mos que la opresión de las mujeres disfraza la tem erosa respuesta
masculina a una imagen seductora de ausencia de poder sexual, en­
tonces el machismo más brutal es, en realidad, parte de un proyecto
de domesticación, incluso de higienización. La ambición por practi­
car el sexo sólo como poder constituye un proyecto de salvación, un
proyecto diseñado para preservarnos de una obscenidad ontológica
de pesadilla, de la perspectiva de una ruptura de lo humano en inten­
sidades sexuales, de una especie de comunicación no personal con ór­
denes de existencia “inferiores”. El pánico sobre el abuso de menores
es el caso más transparente de esta compulsión por reescribir el sexo.
La sexualidad adulta está escindida en dos: redimida por su m etam or­
fosis retroactiva en la pureza de una infancia asexual, y, sin embargo,
al abrigo de sus formas más siniestras al ser proyectada en la imagen
del criminal seductor de niños y niñas. La “pureza” es aquí crucial:
tras las brutalidades contra los gais, contra las mujeres, y, en la nega­
ción de su misma naturaleza y autonomía, contra los niños y las ni­
ñas, se esconde el proyecto pastoral, idealizante, redentor del que he
estado hablando. Más exactamente, la brutalidad es idéntica a la idea­
lización.
La participación de los y las desposeídas en este proyecto es par­
ticularmente descorazonadora. Los gais y las mujeres deben, por su­
puesto, com batir la violencia de que son objeto, y ciertam ente no
siento ninguna complicidad con las fantasías misóginas u homofóbi-
cas. Sin embargo, sí estoy proponiendo una oposición a esa forma de
complicidad que consiste en aceptar, buscando incluso nuevas justifi­
caciones, las mentiras de nuestra cultura sobre la sexualidad. Las mu
jeres hacen llamamientos a un cierre de piernas permanente en nom ­
bre de quim éricos ideales no violentos de ternura y m aternidad,
como si existiera un acuerdo secreto sobre los valores fundamentales
de esas imágenes misóginas de la sexualidad femenina; los gais redes
cubren repentinamente las saunas olvidadas como auténticos labora­
torios de liberalismo ético, como espacios en los que los ideales de
comunidad y diversidad, malamente llevados a la práctica por nuestra
cultura, fueran allí verdaderamente ejercidos. Pero, ¿que sucedería si
dijéramos, p o r ejemplo, no ya que sea un error considerar el llamado
sexo pasivo como “degradante”, sino más bien que el valor de la se
xualidad es precisamente degradar la seriedad de los esfuerzos aplica
dos a redimirla? «El sida», escribe Watney, «ofrece una nueva señal a
la m aquinaria de la represión sim bólica, haciendo del recto una
i umba» (1987: 126). Pero si el recto es la tum ba en la que es enterrado
ese ideal masculino de subjetividad orgullosa (un ideal compartido
-d e distinta forma— por hombres y mujeres), entonces debería sei
celebrado, precisamente, por ese potencial de muerte. Trágicamente,
el sida ha transform ado ese potencial en una certidumbre literal de
muerte biológica, y ha reforzado, de este modo, la asociación hetero­
sexual del sexo anal con una autoaniquilación, identificada en primer
termino con el misterio fantasmático de una insaciable e imparable
sexualidad femenina. Puede que, al final, sea en el recto donde el gai
ilcstruye su propia identificación, de otro modo incontrolable, con
esc juicio criminal formulado en su contra.
Ese juicio, como he sugerido, se apoya en el sacrosanto valor de
sí, un valor que da cuenta de la extraordinaria disposición de los seres
humanos por matar cuando se trata de proteger la seriedad de sus
manifestaciones. El yo es una conveniencia práctica; prom ovida al es-
i.uus de ideal ético, es una sanción de la violencia25. Si la sexualidad
es socialmente disfuncional por juntar a las personas sólo para lan­
zarlas a un gozo autodestructivo y solipsístico que las aleja unas de
ulras, también podría ser considerada como práctica de no violencia
fundamentalmente higiénica. La “obsesión” de los gais por el sexo,
lejos de ser negada, debería ser motivo de celebración, no por sus vir-
iudes comunitarias, no por su potencial subversivo como parodias
del machismo, no porque ofrezca un modelo de pluralismo genuino a
una sociedad que celebra tanto como castiga ese mismo pluralismo,
sino más bien porque nunca deja de representar el macho fálico inter­
nalizado como un objeto de sacrificio infinitamente amado. La ho­
mosexualidad masculina anuncia el riesgo de la autodispersión propia
Je lo sexual, el riesgo de perder de vista el yo, y al hacerlo, propone y
lepresenta peligrosamente el gozo como modo de ascesis.

25 Esta frase podría ser reformulada, y elaborada en térm inos freudianos, como la
ililerencia entre la función del ego de “analizar la realidad” y la violencia moral del su-
l'cryó (contra el yo).
i ( >M0 MOTIVAROS SIN REGAÑAROS

Debemos encontrar una retórica movilizadora; un discurso de impli-


<ación, de compromiso y de denuncia. Nuevos referentes que consi­
gan que empecemos a tomar el control sobre nuestras vidas y que no
dejemos que nos escriban el porvenir. Un discurso que nos permita
movernos entre la rabia y el diálogo, entre la inflexibilidad y la per­
suasión.
Algo que nos permita tener el corazón suficientemente caliente y
la cabeza suficientemente fría como para tener una respuesta a tanta
iniquidad. «Un enfermo de sida muere abrasado en el Clínico atado a
su cama y sin ayuda. La vecina de habitación testifica que el personal
sanitario tardó media hora en acudir». El gerente del hospital, Anto­
nio Rodríguez Arallo disiente: «Se actuó de inmediato». Quemado en
el 80% de la superficie de su cuerpo. Atado de pies y manos, «una
práctica habitual cuando el comportamiento de los pacientes resulta
conflictivo». Es conflictivo que un paciente «se arranque el suero o
los catéteres, o que abandone el cuarto cuando el resto de los pacien­
tes descansa». La cuestión del suero y los catéteres no parece de igual
grado de conflictividad que la cuestión del paseo nocturno. Se oían
gritos, pero nada parecía «fuera de lo normal» ya que «lo hacía muy a
menudo». La causa del fuego: un «infiernillo», según la vecina, un ci­
garrillo (el paciente, por lo visto, «escondía en la cama tabaco y en­
cendedores»), según fuentes sindicales. (El País, 1 y 2/12/94 y El
Mundo, 2/12/94).
Este enfermo, digámoslo claramente, era malo (fumador, gritón,
aficionado a pasear de noche; no parecía plegarse al seudovegetativo
estado terminal repetidamente retratado por la prensa). Lo que resulta
sorprendente no es sólo el comportamiento del personal sanitario o
las circunstancias en que se produjo el fuego, sino también el cierre
de filas unánime a que esa muerte ha dado lugar. La sección sindical
de cc oo mantuvo el carácter “conflictivo” del paciente, en contra de
la opinión de otra enfermera, así como la rectitud y profesionalidad
de la actuación del personal como únicos argumentos explicativos.
Peor aún, el sindicato no parecía tener nada que decir sobre las condi­
ciones en que se desarrolla la atención hospitalaria, sobre la falta de
medios técnicos y humanos para tratar dignamente a los enfermos,
sobre las necesidades de prevenir incendios o de compaginar los dere­
chos de unos pacientes y otros, y los de éstos con los del personal sa­
nitario, o de poder llevar a cabo un seguimiento más directo de las
personas inmovilizadas y sedadas. Toda la culpa está, una vez más,
del lado del enfermo.
La nueva retórica que estamos necesitando no debe dejar lugar a
prácticas inmovilizadoras. Ni ataduras reales, como las que se utilizan
en los hospitales (sólo si dejan de ser fatales podrán ser necesarias), ni
ataduras simbólicas, como las establecidas por el régimen de repre­
sentación que suscriben y establecen los media. La libertad de movi­
miento es un correlato necesario de la libertad de expresión. Dos li­
bertades que hay que conquistar desde y para la gente seropositiva
y/o con sida. La protesta, ruidosa, pública, reivindicativa, colectiva, es
un derecho inalienable.
No obstante, el rechazo del carácter monopólico de la representa­
ción interesada del sida en sus diferentes facetas (terminal, ejemplar
en la confirmación de un destino, el seropositivo cosificado cuando es
torneado por un toro, abrasado si da guerra...), no puede hacerse en
nombre de una representación exclusiva del coraje y la protesta, im­
pulsada por algunos activistas y asociaciones de lucha contra el sida.
1.1 acción colectiva, la rabia, la militancia deben siempre dejar espacio
«I i alisando, la desesperación, el escepticismo, la ironía. El enfermo
l"i discute, que exige, que acusa, que grita no puede ocultar el silen-
i" o acallar la renuncia del enfermo que se rinde.
Ilii ejemplo de todo ello podemos encontrarlo en las palabras y en
1■ i' presentaciones desarrolladas por el artista Pepe Espaliú. Para él,

I • ■iil.ul, en definitiva, da miedo. No solamente a un enfermo de Sida, sino


• ' >I'|mkt ser humano. [...] Que de pronto haya una serie de gente que esté
I I I nulo de cuestiones tan esenciales como la vida y la muerte sin rodeos,
h ...... hu’c miedo. Lo entiendo, porque es muy difícil cambiar las actitudes
ti 11 i <ule, la educación recibida. Pero, de todos modos, para mí la única
• i" • 11 ■ hablar en términos de verdad. La verdad, qué duda cabe, es cruda”
|l "p.ilin I«93: 136].
En el transcurso de una intervención pública con el nombre de
úirrying, Espaliú se dejaba llevar en brazos por sucesivas parejas de
personas a lo largo de las calles de una ciudad (San Sebastián, 26 de
septiembre de 1992; Madrid, 1.° de diciembre de ese mismo año,
Pamplona y Barcelona pocos meses después).
Otro ejemplo de activismo a nivel individual: el antropólogo Al­
berto Cardín, fallecido «a consecuencia de una larga enfermedad»
como eufemísticamente decía la nota necrológica de El País, aplicada
en este caso incluso a quien no guardaba ningún secreto bajo la al­
fombra o en el fondo del armario. Mucha perversión es, en este caso,
confirmar la ignominia del sida; a menos que consideremos otras po­
sibilidades no menos sugerentes: desde el desconocimiento absoluto
de Cardín (compilador en 1985, junto a Armand De Fluviá, de uno
de los primeros libros sobre sida, pública su condición de seroposi-
tivo desde ese mismo año, compilador de un segundo libro sobre sida
en 1991), hasta una supuesta buena voluntad que encontrara mauvais
goüt la mención explícita del mal.
Dos ejemplos de propuestas de activismo colectivo surgidas en
Madrid de La Radical Gai: un cartel de la campaña de 1993 que insta
al ejercicio de la responsabilidad («¡Tú eliges!») y el folleto que acom­
pañaba a los preservativos que este grupo repartía regularmente en
1994. El artículo de David Bergman repasa la práctica militante de
Larry Kramer a la luz de esta búsqueda de una retórica movilizadora
pero no por ello insensible a las razones de quienes, teniendo vih o
sida, no quieren (o no pueden) luchar.
¡S %
Porgue nq;^ casualidad
usar que ios condones sean
caros, que no haya
siempre política de prevención,
qu&étip haya información
condones sobre tratamientos ni
atención sanitaria digna,
es un acto que nadie habjg a l*s
jóvenes de sexo con
claridad o qué se olviden
s u b v e r s i v o de prórhocionatíás
cremas lubricantes.
Porqué t e frtádmiébte que
se amasen fortunas
condones nego?iando;<^ ciertos
para 41naneas a p u ro s regalar
condones# quienes los
utilizamos.
Porque trasca orgía de
lazos rojos s& jescande
conaones una estrategia genocida.

para bolleras Porque a nadie interesa


que fés tritricas sig&ftios
con vida, Porque la
Apdo 8294, 28080 Madrid
p r í^ ^ r m ó ^ ié ^ s la
Fax: 523 0661
supervivencia:
I ARRY KRAM ER Y LA R ETÓ R IC A DEL SIDA

I >AVID BERG M AN

I )t-l mismo modo que «el amor que no osaba decir su nombre» se ha
.«mvertido en el am or que no puede dejar de hablar de sí mismo,
i.mibién la enfermedad que nadie se atrevía a mencionar se ha conver-
iido en tema de conversación para todo el mundo. La bibliografía so­
bre el sida crece en progresión geométrica, e incluso el estudiante más
meticuloso sería incapaz de mantenerse al día a la vista de todo lo que
'.c publica. Prácticamente todas las disciplinas de conocimiento recla­
man un espacio que les permita tratar el sida como un tema de su in-
«timbencia, dando lugar a lo que Paula A. Treichler ha denominado
•una epidemia de significación» *. Los ámbitos de la física, la biolo­
gía, la psiquiatría, la salud pública, la ética, la sociología, la economía,
el análisis de mercado, la ciencia política, la antropología, la teología
y todo tipo de manifestaciones artísticas han querido dejar su huella
en este tema. Frente al silencio que equivalía a la muerte, ahora se im ­
pone una torre de Babel que es, en sí misma, una plaga.
Es por ello que me embarco en esta iniciativa con una cierta in-
i|uietud, y que quiero, antes de nada, abordar esta tendencia com pul­
siva a añadir contribuciones al creciente discurso sobre sida. Act Up,
el grupo de acción política sobre temas relacionados con el sida, ha
adoptado un eslogan muy del estilo de Beckett: «Silencio=Muerte»,
sugiriendo que lo que se dice es mucho menos im portante que el he-
cho de hablar. Podemos analizar la pertinencia de esta proposición a
la luz del ataque de que fue objeto en la Bolsa Bill LaMothe, director
general de la compañía Kellogs, por parte de activistas gais (entre los

Publicado originalmente bajo el título «Larry Kram er and the Rhetoric of AIDS», en la
compilación de artículos del mismo autor titulada G aiety Transfigured: G ay Self-R e-
¡nesentation in A m erican L iterature, M adison, The U niversity of W isconsin Press,
1991. Traducción de Ricardo Llamas.
1 Paula A. Treichler (1991), «AIDS, H om ophobia, and Biomedical Discourse: An
Kpidemic of Signification”, en Douglas Crim p (comp.) (1991), AIDS. C u ltu ral A n aly-
ais, C u ltu ral A ctivism , Cambridge (Massachusetts): MIT Press, p. 42.
que se encontraba un hom bre de setenta años, descendiente directo
del fundador de la compañía) alegando que la publicidad del N u t &
H oney Crunch era homofóbica. LaMothe admitía que «cuando el vo-
lumen alcanza un determinado nivel, estamos quizás ante un ruido
que hay que tener en cuenta» 2. LaMothe no analiza las críticas de los
gais en función de su pertinencia, sino en función de su potencia so­
nora; el contenido está subordinado al volumen; sólo se escucha el
ruido o el silencio.
Sin embargo, puede que los beneficios que se deriven del hecho
de hablar del sida sean más patentes para quienes hablan que para
quienes escuchan. Para quien ha perdido a alguien, las palabras libe­
ran y alivian el dolor. Para quienes sienten la obligación moral de ha­
cer algo, escribir puede ser una forma de cumplir con esa obligación.
Por propia experiencia, sé que existe una sensación irracional de que
se ahuyenta la enfermedad al hablar del sida. Mucha de la vehemencia
propia de la retórica del sida puede atribuirse a la creencia en los po­
deres mágicos o profilácticos del lenguaje.
Por supuesto, no todo el m undo considera que esta interminable
discusión en torno al sida sirva para algo, o que sea siquiera deseable.
Susan Sontag, por ejemplo, añora el día en que el sida sea una enfer­
medad tan “ordinaria” como ha llegado a serlo la lepra en nuestros
días; un tema que es raramente discutido y carente de estigma. «Pero
no se ahuyenta a las metáforas con sólo abstenerse de usarlas», reco­
noce. «Hay que ponerlas en evidencia, criticarlas, castigarlas, desgas­
tarlas» 3. Para Sontag, el camino del silencio está pavimentado de aná­
lisis exhaustivos. Lee Edelman considera que, ya que los escritores
gais siempre encontrarán que su discurso es «objeto de apropiación
por parte de la lógica contradictoria de la ideología homofóbica», y
ya que «no existe un discurso asequible sobre el sida que no esté, a su
vez, enfermo» 4, quizás sea apropiado tom ar en consideración el con­
sejo que le daba Freud a H . D. sobre cómo responder a la amenaza
nazi y permanecer al mismo tiempo en silencio. La mayor parte de
los escritores, no obstante, han considerado que la emergencia epidé­
mica no requería ni la objetividad austera de Sontag ni el "terrorism o

2 Rex W ockner, «Kellogg Shareholders Stunned by Gay Speech at Battle Creek


Meeting», The B altim ore A ltern ative, 1 de m ayo de 1989, p. 4.
3 Susan Sontag, El SIDA y sus metáforas, Barcelona, Muchnik, 1989, pp. 99-100
4 Lee Edelman, «The Plague of Discourse: Politics, Literary Theory, and AIDS»,
The South A tla n tic Q u arterly, núm. 88, 1 (1989), pp. 315-316.
verbal” del que se quejaba Francis Fitzgerald en su estudio sobre el
barrio de C a stro 5, sino más bien un lenguaje pragmático que m oti­
vara a la gente a desarrollar una acción eficaz.
Nadie es más responsable de la retórica del sida que Larry Kra­
mer. Sus pronunciamientos, ultimátum, vilipendios, sarcasmos y dra-
matizaciones parecen ubicuos en los primeros años de la epidemia.
Kramer se ha asegurado un lugar en la historia del sida como escritor,
como fundador de Gay M en’s H ealth Crisis *, la organización pri­
vada de servicios de asistencia a personas con sida más grande que
existe, y como fundador del grupo de protesta AID S Coalition to Un-
Icash Power: Act Up **. Kramer es una figura más controvertida por
su actitud que por el contenido de sus manifestaciones. ¿Son eficaces
sus métodos? Es posible aventurar que sin sus tácticas de confronta­
ción los servicios y la investigación sobre sida pudieran haberse desa­
rrollado con m ayor rapidez, pero, no obstante, parece más probable
que sus métodos hayan hecho avanzar las cosas más deprisa. En su li­
bro The Norm al H eart (El corazón normal), Kramer no sólo afrontó
las respuestas sociales ante el sida mucho antes de que lo hiciera una
audiencia que, p o r lo general, ignoraba el tema, sino que, además,
puso en pie uno de los artefactos retóricos más poderosos de su
tiempo.
En un simposio sobre el papel que estaba jugando el teatro en la
crisis de sida, Kramer dio una conferencia, que sería publicada des­
pués junto con sus otros manifiestos en un volumen titulado Reports
from the Holocaust (Crónicas desde el holocausto). En esa conferen­
cia decía: «No me considero un artista. Me considero un hombre que
defiende sus ideas y que utiliza las palabras como armas». Ante aque­
lla audiencia, se describió a sí mismo como una «reina del mensaje»6.
Pretendo discutir sus textos a la luz de estas afirmaciones: no como
arte, sino como acción. ¿Consiguió lo que quería, o resultaron sus

5 Francés Fitzgerald, «The Castro», en Cities on the H ill, Nueva York, Simón and
Schuster, 1987, p. 109.
* «Crisis de salud de los gais», en adelante GMHC [N. del T.].
** «Coalición sobre el sida para desencadenar el poder» [N. del T.].
6 L arry K ram er, R eports fro m the H olocaust: The M akin g o f an AIDS A c tivist,
Nueva York, St. M artin’s Press, 1989, pp. 145-146. U n artículo de Larry Kramer, titu­
lado «N uestra prim era visita al ayuntam iento», así como otros textos publicados en el
boletín de GM H C (2 de enero de 1983), fueron traducidos y publicados e n la compila­
ción de A lberto Cardín y Arm and de Fluviá titulada SIDA ¿M aldición bíblica o enfer­
m ed a d letal?, Barcelona, Laertes, 1985. [N. del T.]
armas inadecuadas para la tarea que debían cumplir? ¿Es Kramer l.t
reina de todas las reinas del mensaje, o tan sólo su horrenda ma
drastra?
Para dar respuesta a estas preguntas, será necesario revisar toda su
carrera como activista de la lucha contra el sida; una carrera que li.i
pasado sucesivamente por tres o cuatro etapas. En un principio, logró
que la comunidad gai le prestara atención al problema del sida, y so
dedicó a buscar ayuda financiera para la investigación y para la pres
tación de servicios a personas enfermas. En estos primeros tiempos,
también empezó a atacar a quienes acabarían integrando una amplia
lista de “enemigos”, entre los que estaban el alcalde de Nueva York,
Edward Koch; el diario The N ew York Times, el C entro de Control
de Enferm edades (C enter fo r Disease Control, CD C ) y el Instituto
Nacional de Salud (.National Institute o f Health, n i h ). «Estaba dis
puesto a atacar a cualquier enemigo a la vista», admite (1989: 32). Tras
su ruptura con GM HC, Kramer entra en una segunda etapa de su ca
rrera activista, en la que, junto con el alcalde y el Times, la misma
GM HC pasa a ser objeto de sus embestidas. En una tercera etapa, Kra­
mer centra sus ataques en W ashington y en la burocracia federal, en
especial el N IH , su director de programas, el doctor A nthony Fauci, al
que llama «enemigo público número uno» (1989: 188) y la Adminis­
tración Federal de M edicam entos (Federal D rug A dm inistration,
FDA). Por último, sus Reports from the Holocaust acaban con un en
sayo reciente, cuyo tono es menos estridente que cualquiera de sus
escritos anteriores, y en el que se formula la lógica implícita en sus
manifestaciones políticas. N o obstante, salvo la posible excepción de
este último ensayo, los escritos de Kramer cambian poco y desplie-
gan una sorprendente uniform idad estilística; por ejemplo, sus ata­
ques a finales de los ochenta a Fauci, Reagan y Koch, calificándolos
de «megalómanos jugando a ser Dios», son una recapitulación de un
tema por prim era vez enunciado en su guión para la película Mujeres
enamoradas (Wornen in Love), de 1969.
Antes de pasar a analizar con más detalle los rasgos definitorios
de las polémicas que Kramer establece, debería señalar que la cohe
rencia estilística es una constante de la retórica en torno al sida; una
representación predecible de tópicos tradicionales que ha sorpren
dido a los analistas. «Es casi imposible observar la epidemia de sida
sin ex p erim en tar una sensación de déja vu » , com enta A lian M.
Brandt. Por su parte, Richard Gilman también observa que las re­
presentaciones del sida «repiten claramente la historia iconográfica de-
la sífilis». Para Charles A. Rosenberg, la descripción del sida «re-
i iimla la manera en que las sociedades siempre han analizado la en­
fermedad». M artha Gever lamenta que el público quede «tranquili­
n o p o r la co n te n c ió n del c o n o c im ien to [...] en el m arco de
' .ii ucturas familiares», y que por ello no busque formas más adecua-
tl.is para com prender el sid a 7. Prácticamente todos los escritores y
• senioras que tratan el tema del sida son deudores de unas formas de
ver la enfermedad que cuentan con una larga historia. Si bien la obra
iIr Kramer es, por un lado, sintomática de este problem a cultural,
i imbién es, por otro lado, heroica en su lucha por liberarse de estos
lopicos.
La amistad que unía a Kramer con algunos de los primeros casos
identificados, no permite por sí sola explicar la celeridad con que res­
pondió a las primeras informaciones sobre el sida. La primera notifi-
■.ición oficial de la enfermedad apareció en el boletín semanal del
<entro de C ontrol de Enfermedades el 5 de junio de 1981 (Morbidity
,ind Mortality Weekly Report, 30:21, 250-252). El 3 de julio, el mismo
dí.i en que el MMWR daba a conocer casos de sarcoma de Kaposi y de
neumonía por pneumocystis carinii en Nueva York y California, The
New York Times titulaba «Extraño cáncer afecta a 41 homosexua-
l<-%». Kramer sacaba su prim er artículo en el número del 24 de agosto
ti 6 de septiembre de la revista Native. De este modo, tres meses des­
pués de una prim era referencia oscura en un diario, leída por un pu-
n.ido de especialistas, Kramer ya estaba lanzando «Un llamamiento
personal» a los gais de Nueva York, alertándoles de que «todo lo que
liemos estado haciendo estos últim os años puede haber sido sufi-
• lente para que se desarrolle un cáncer a partir de algo minúsculo,
•|uc se introdujo allí quién sabe cuando y por hacer quién sabe qué
• osas» (1989: 8). Kramer podía abordar el tema del sida con tanta ra­
pidez porque la enfermedad le servía de correlato objetivo para de-

' Respectivamente: Alian M. Brandt, «AIDS: From Social H istory to Social Polity»,
i n la compilación de artículos realizada p o r Elizabeth Fee y Daniel M. Fox, bajo el tí-
i iilo AIDS: The B urdens o f H istory, Berkeley, U niversity of C alifornia Press, 1988,
|i 152; Richard Gilman, Decadence: The Strange L ife o f an Epiteth, N ueva York, Fa-
iiiir, Straus and Giroux, 1971, p. 107; Charles A. Rosenberg, «Disease and Social O r-
ilrr in America: Perceptions and Expectation», The M ilh an k Q u a rterly, núm . 64,
IVH6, p. 51; M artha Gever, «Pictures of Sickness: Stuart Mershall’s B right Eyes», en
I (ungías C rim p (com p.), AIDS. C u ltu ra l A n alysis, C u ltu ra l A c tiv is m , C am bridge
(M.issachusetts), MIT Press, 1991, p. 110.
fender muchas de las ideas y actitudes que ya tenía de antemano; el
sida era el detonante de un abanico de respuestas preexistente.
Ese “llamamiento personal” provocó potentes respuestas directas
por parte de los lectores gais. Bob Chesley, en una carta a N ative, fue
el primero en señalar que la respuesta de Kramer ante la crisis coinci
día con sus anteriores críticas a la com unidad gai. «El significado
oculto tras sus emotivas manifestaciones es el triunfo de la culpabili
dad: los gais merecen m orir de promiscuidad [...]. Leed con atención
cualquier cosa que Kramer haya escrito, y creo que encontraréis en-
i re líneas un mensaje: el precio a pagar por los pecados de los gais es
la muerte» (citado en 1989: 16). El ataque de Chesley no hizo sino
azuzar a Kramer, que respondería con dificultad en un subsiguiente
artículo del N ative. Sin em bargo, las hiperbólicas acusaciones de
( '.hesley sobre la «homofobia gai y el antierotismo» de Kramer, con­
tienen más elementos de verdad de lo que éste está dispuesto a admi
tir, incluso si en tales acusaciones no se aprecia el acierto de algunos
análisis de Kramer ni la emergencia que ya entonces suponía el sida,
En su introducción a The N orm al Heart, Andrew Holleran tam­
bién encuentra las raíces de la respuesta de Kramer ante el sida en su
novela de 1978 Faggots (m aricones)8. Faggots es una sátira del am­
biente homosexual de Nueva York al estilo de Waugh, en la que se
mezclan fantasmagorías de violación, incesto, drogadicción, coprofi
lia, pedofilia y tortura. Resulta difícil imaginar cómo esperaba Kra-
iner que sus lectores interpretaran la comicidad de su corrosiva no­
vela. Al igual que en la obra de Thackery Vanity Fair, en Faggots no
hay héroe; su protagonista, Fred Lemish (alter ego de Kramer) es un
escrito r de éxito, que in ten ta e n c o n trar el am or ju n to a D inky
Adams, un don nadie, atractivo, m anipulador, lleno de encanto y
profundamente autodestructivo. A lo largo de las páginas del libro,
peregrinamos junto con Fred, D inky y otras docenas de personajes
drogados y difícilmente diferenciables, en una odisea que dura cuatro
días, por los servicios de estaciones de autobús, inauguraciones de
discotecas, clubes sadomasoquistas, saunas, apartamentos lujosos en
Manhattan y, p o r último, la apertura de tem porada de Fire Island,
que un h o m b re de negocios judío ya m aduro confunde con un

8 A ndrew H olleran, «Introducción» a la novela de Larry Kram er, The N orm al


llcart,
Nueva York, N ew Am erican Library, 1985, p. 28; Larry Kram er, Faggots,
Nueva Y ork, Random H ouse, 1978.
cam po de concentración, al ver a tantos hombres vestidos de cuero
con insignias nazis (1978: 287). Lemish participa en las orgías de sexo,
drogas y violencia, pero se mantiene al margen de sus aspectos más
sórdidos. Al final, Fred, que padece estreñimiento y cree que «algún
día tendremos que dejar de cagarnos unos encima de otros», defeca
en un acto de desafío, desprecio y fertilidad en el jardín diseñado por
Dinky (1978: 301).
La idea manifestada por Chesley de que Kramer considera la p ro ­
miscuidad de los gais como responsable de su propia muerte, aparece
justificada en un episodio más bien anodino de la novela en el que
Dinky trata de convencer a Fred de la superioridad de la amistad con
respecto al amor. D inky argumenta que la escasez de parejas felices
«debe significar algo». Entonces Fred responde:

Sí... Significa que ninguna relación en todo el mundo seria capaz de sobrevi­
vir a toda la mierda que echamos encima. Significa que no estamos anali­
zando las razones por las que hacemos todo lo que hacemos. Significa que
nos queda mucho trabajo po r hacer. M ucho que observar. Significa que si
esas parejas felices existen, mejor será que salgan fuera rápido y se muestren a
la luz, de modo que tengamos unos pocos ejemplos para idólatras descreídos
como tú. Antes de que te jodas hasta la muerte [1978: 265].

A unque Kram er lo niegue enérgicamente, este pasaje se acerca


peligrosamente a esa idea de que «el precio a pagar por los pecados de
los gais es la muerte». La única alternativa que propone Kramer a ese
«joderse hasta la muerte» es una relación de tipo matrimonial entre
hom bres, sugiriendo que la supervivencia de los gais reside en la
aproximación al com portam iento heterosexual. Kramer culpa a las
víctimas de esa ausencia de amor, de sus propias desgracias, y culpa
de su muerte a una vida de sexualidad irracional e irrefrenada. En The
N orm al Heart, Ben, el hermano heterosexual de N ed Weeks, dice:
«Vosotros [los homosexuales] no entendéis por qué hay reglas y nor­
mativas, guías y responsabilidades», y N ed asiente tím idam ente
(1985: 68). Para Kramer, el com portamiento sexual de los gais es «el
equivalente de la comida basura» (1985: 79); irresponsable porque de­
sobedece las reglas, normativas y guías que gobiernan las relaciones
heterosexuales. Kramer teme, como comentaré más adelante, su ca­
rácter incontrolable.
Si la insistencia de Kramer en el sentido de que los gais dejen de
lado toda actividad sexual podía justificarse en los primeros m omen­
tos de la crisis sanitaria provocada por el sida, como una respuesta ra­
zonable ante una enfermedad cuyas causas y formas de transmisión
eran desconocidas, su continuada abstinencia sexual no puede expli­
carse tan fácilmente, y sugiere más bien que tras sus manifestaciones
subyace una antipatía latente hacia el sexo. Kramer admite al final de
sus Reports fro m the Holocaust que a él mismo «[Le] resulta m uy di­
fícil hacer el amor, incluso “sin riesgo”, porque el acto en sí mismo
está inextricablemente asociado a la muerte. [...] El acto en sí; be­
sarse, masturbarse suavemente, los cuerpos sudorosos tumbados uno
junto al otro. Todo el material educativo del m undo que proclame
que el “sexo seguro” es posible no reduce el tem or a que pueda ocu­
rrir algún fallo» (1989: 227). Sus miedos neuróticos ante el contagio,
exacerbados por su negativa a hacerse un análisis de detección de an­
ticuerpos, apoyan la hipótesis de que Kramer utiliza el sida para en­
mascarar una disposición incómoda ante el sexo. Sin embargo, atacar
a Kramer por interiorizar la homofobia y el antierotismo, no deja de
ser una acusación vacía, dado que todas y todos hemos interiorizado
los valores presentes en nuestras sociedades, que consideran la sexua­
lidad pecaminosa y la homosexualidad, en particular, aún peor. Del
mismo modo que ningún americano está libre de racismo, nadie tam ­
poco está libre de homofobia interiorizada. N o obstante, Kramer sí
puede ser criticado porque, al negar esas tendencias latentes, no
puede ni erradicarlas ni tenerlas en cuenta como parte integrante de
su análisis, de modo que permite que sus sentimientos homofóbicos
tiñan no sólo sus actitudes, sino también el estilo mismo de las polé­
micas que desata.
Kramer considera que las críticas vertidas a propósito de Faggots
y a propósito de todos sus escritos sobre sida son respuestas encoleri­
zadas a una verdad que sólo él se atreve a manifestar: la ausencia de
am or que se esconde detrás del licencioso com portamiento hom ose­
xual. «He llegado a una verdad esencial y dolorosa que algunos no
quieren afrontar», escribe (1989: 20). Pero las iras que Kramer des­
pierta no pueden ser desdeñadas tan fácilmente. Muchas de estas re­
acciones partieron de escritores sensibles y sensatos. Por ejemplo, Geor­
ge W hitmore, que murió de sida, y que escribió una de las mejores y
más emotivas crónicas de la epidemia, Someone Was There 9, compe­
lía a sus lectores a boicotear Faggots. Es más, en 1978, el año de la p u ­

9 George W hitm ore, Someone Was There: Profiles in the AIDS Epidemic, N ueva
York, N ew American Library, 1988.
blicación de Faggots, aparecía también la novela de Edm und White
Nocturnes fo r the King o f Naples, y la novela de Andrew Holleran
Dancer from the Dance, unas obras que comparten el mismo escena­
rio decadente de Nueva York y la misma actitud crítica, pero que le­
vantaron mucha menos hostilidad. Lo que diferencia a W hite y H o ­
lleran de Kramer, y lo que les puso a salvo de iracundas reacciones, es
<|ue m anifiestan una simpatía lírica p o r sus testarudos personajes,
mientras que Kramer, como mucho, deja entrever una identificación
malhumorada. A diferencia de Evelyn Waugh, su auténtico punto de
referencia artística, Kramer nunca alcanza ese requisito de estableci­
miento de una distancia satírica o desapego clínico. Su implicación
personal interfiere tanto en sus simpatías como en su objetividad.
Mientras White y Holleran son dulcemente elegiacos, Kramer cen­
sura con amargura el com portamiento de sus personajes.
La costumbre de Kramer de dar respuesta a acontecimientos polí­
ticos como si fueran afrentas personales, de transform ar burocracias
impersonales en m onstruos identificables, de subsumir todos los con­
flictos en una versión del romance familiar freudiano, es la fuente
tanto de la fuerza que adquiere su polémica forma de hacer política,
como de los problemas que de ella se derivan. Sus andanadas alcan­
zan buena parte de su escalofriante insistencia por ese carácter ín­
timo. Kramer recuerda muy menudo a sus lectores que GM HC nació
en el salón de su casa; tan a menudo, que acaba pareciendo evidente
que, en cuanto la organización abandonó el salón de su casa, Kramer
se sintió traicionado. Tanto en The N orm al Heart como en Reports
from the Holocaust, Kramer refleja sus conflictos con su hermano,
como si la epidemia de sida fuera un episodio más de sus disputas fa­
miliares. De hecho, ninguno de estos libros acaba hablando de la co­
munidad gai, sino con sus abrazos a su hermano y cuñada. La ten­
dencia de Kram er a em plazar a la com unidad gai en el seno de la
familia heterosexual es, creo, la razón por la que su trabajo se dirige a
sus lectores gais de manera tan potente e incómoda: sugiere una re­
conciliación tan sinceramente deseada como frustrantem ente apla­
zada. Com o dice Seymour Kleinberg, «la sociedad no actúa como si
fuera una familia subrogada en la que todas las personas pudiéramos
desarrollar nuestras lealtades y valores morales. De hecho, con m u­
cha frecuencia, la sociedad actúa como lo hacen las familias de los
gais; con desprecio e indiferencia» 10.

10 Seymour Kleinberg, «Life after Death», en la compilación de Christine Pierce y


Las voces de la familia planean en varios artículos, discursos y en
•.ayos publicados en Reports from the Holocaust. Puedo detectar al
menos tres tonos principales: el irritante tono de soprano de un niño
l abioso; el contra-alto herido de una madre culpabilizadora, y el bajo
áspero de un padre humillante. Habida cuenta que escucho estas vo
í es hablando no sólo desde las páginas de Kram er, sino también
desde dentro de mi propia cabeza, pretendo contestarlas con inusi
i.ula intensidad. C reo que la habilidad de Kramer para dirigirse al
subconsciente de sus lectores gais explica, en buena medida, tanto su
<.ipacidad para insistir machaconamente en sus propósitos como la
i abia que al hacerlo despierta.
La voz del niño enfadado es quizás la que se deja oír de manera
m ás clara y embarazosa. Una consciente intención profanadora pa­
iree salpicar sus artículos, como si Kramer fuera un adolescente que
quisiera escandalizar a sus respetables progenitores. P or ejemplo,
II.una al doctor Fauci « JO D ID O H IJO D E PERRA E ST Ú P ID O ID IO T A »
( I 'J89: 194); Gary Bauer y los doctores Bowen, W indom y Harmison
son «cuatro monstruos» (1989: 168), y en referencia al alcalde Koch
escribe en The N orm al Heart: «ese chupapollas [...] no tiene cora-
on; es un egoísta hijo de perra» (1985: 90). Kramer nos espeta: «Si
milizo un lenguaje grosero, adelante, ofenderos» (1989: 171). Más
urde admite: «Sí, grito como un histérico. Lo sé. Parezco un gilipo-
II.is [...]. Voy a seguir gritando de una manera tan jodidamente gro-
Mi.i que oiréis el crudo tono de mi voz en vuestras pesadillas. Vais a
morir, y vais a m orir muy, muy pronto, a menos que mováis vuestro
jodido culito y luchéis» (1989: 172-173). El carácter infantil de esta
labia puede medirse por la utilización que hace Kramer del término
"i ulito”, una palabra que, p o r sus connotaciones de balbuceo de
b e b é , desvirtúa la fiereza de su berrinche. Com o un niño en medio de
un.) crisis de histeria, Kramer grita «Te odio. Te odio. Ojalá estuvie­
ra, muerto».
Si Kramer parece a menudo un niño, más aún da la nota de una
estereotipadamente quejicosa madre judía: «¿Cómo puedes hacerme
' .io a mí después de todo lo que yo he hecho por ti?». En el trans-
■ni so de su polémica con G M IIC, envió una carta abierta a su director,
I m i Sweeney:

I >ini,ild VanDeVeer titulada AIDS: Ethics and Public Policy, B elm ont (C alifornia),
\\ id m o rth , 1988, p. 59.
t.hiicro a GMHC tanto o más que cualquier otra cosa. Después de todo, na-
i ¡ó en el salón de mi casa, le di el nom bre que tiene (para bien o para mal),
i onseguí asesoría jurídica de la firma de abogados de mi hermano, y le di dos
.mos enteros de mi vida. Estoy m uy orgulloso de que, en parte gracias a mi,
l,i organización esté ahí, y soy consciente de los muchos logros conseguidos a
lo largo de estos años. Pero también me siento dolorido y enfadado y frus-
ii.ido, como un padre ante un hijo testarudo y descentrado, al que ve crecer
le forma diferente a como había imaginado [1989: 119].

En otra carta abierta, esta vez a Richard Dunne, director ejecu-


liv o de G M H C, escribe como si la existencia de la organización se de-
luera exclusivamente a su trabajo personal: «Me avergüenzo de todos
vosotros. N o he pasado dos años de mi vida luchando para veros
convertidos en un puñado de cobardes» (1989: 110). La estrategia bá­
sica de la voz de la madre judía que habla por boca de Kramer es ge­
neralizar el sentimiento de culpabilidad, especialmente en referencia a
su propio sufrimiento, de manera tan general y libre como sea posi­
ble. «No sé cuanto me queda de vida» —escribe patéticamente— «y
me gustaría dedicar el tiempo que me quede a tratar de contribuir de
lorma significativa a este m undo extraño y perplejo» (1989: 146). Por
lo general, no obstante, el tono es menos lacrimógeno, como cuando
comunica a sus lectores del N ative que «Ya casi estoy más rabioso y
frustrado de lo que mi piel, mis huesos, mi cuerpo y mi cerebro pue­
den soportar. Mi sueño se ve atorm entado por visiones de amigos de­
saparecidos [...]. Sé que, a menos que luche con cada onza de energía
de que dispongo, me odiaré a mí mismo. Espero, os ruego, os im ­
ploro que sintáis lo mismo» (1989: 49).
Incluso cuando Kramer acusa a sus “enemigos” de cometer ho­
rrendos crímenes, hace de ello afrentas personales. «Hasta el día de
mi muerte nunca les perdonaré [a The N ew York Times y al alcalde
Koch] p o r tratar esta epidemia que está m atando a tantos amigos
míos de manera tan irresponsable» (1989: 70). La personalización de
la culpabilidad es una táctica eficaz para evitar que el ataque sea vago,
abstracto y distante. Es, no obstante, una estratagema retórica peli­
grosa, ya que muchos gais, sometidos a ella desde su nacimiento, se
resisten a sentirse culpables.
La efectividad de la ágil trampa culpabilizadora tendida por Kra­
mer queda mermada por su compulsiva actitud de ofensa hacia sus
lectores gais, que se explícita en el uso de términos de evidente talante
homofóbico. Con frecuencia parece un entrenador de rugby, provo-
:ando a su equipo con insultos a su hombría, o un padre azuzando a
su hijo afeminado. En sus Reports from the Holocaust, pregunta a
GM HC «¿Por qué sois tan locazas?» (1989: 106) y compara a la asocia­
ción con «una mariquita huyendo de una pelea» (1989: 110). En The
N orm al Heart, N ed Weeks le grita a otro personaje: «¡Bruce, para
ser un boina verde eres una auténtica locaza!» (1985: 91). Le aconseja
a Richard D unne que «limpie de gente débil el Consejo de Dirección
y el personal. Cámbialos por luchadores» (1989: 113). Los ataca por
ser «unos cobardes», por volverse «frágiles» (1989: 109,112). Este re­
curso al lenguaje homofóbico resulta particularmente extraño porque
Kramer conoce perfectamente su carácter insidioso. En su ensayo fi­
nal de los Reports fro m the Holocaust, escribe: «El concepto de
“hom bría” es la expectativa heterosexual estereotipada de cómo de­
ben ser todos los hombres; en cierto modo, todos los gais son “mari­
quitas” (¡Cóm o odian los gais este mundo!)» (1989: 236). N o obs­
tante, K ram er no puede evitar hacer uso de tales estereotipos, y
reconoce con cierto arrepentimiento que «Aún no he logrado resol­
ver este problem a fundamental: cómo inspiraros sin tener que casti­
garos» (1989: 186).
Esta necesidad de provocar a los gais acusándolos de mariquitas
proviene de una fuente muy profunda: su «fascinación ante el poder,
ante quienes lo tienen», y su rabia ante la constatación de su im po­
tencia (1989: 135). «A lo largo de estos últimos siete años, he apren­
dido a odiar. O dio a toda la gente que está arriba en la jerarquía del
poder, y que por estar ahí se cagan en toda la gente que tienen de­
bajo, como pichones incontinentes» (1989: 180). Estas obsesiones ge­
melas dan lugar a algunas de las más extrañas facetas del compromiso
de Kramer como activista de la lucha contra el sida.
De entre éstas, la obsesión más inquietante es su ruptura con
GM HC, una ruptura que no sólo justifica buena parte de su actividad
periodística, sino que tam bién es parte integrante de The N orm al
Heart. Según Kramer, se le forzó a dimitir como miembro del C on­
sejo después de ser excluido de una entrevista con el alcalde Koch
p o r su cáustica actitud de confrontación. Tras su renuncia, intentó
varias veces reintegrarse, pero le fue repetidamente negada la posibili­
dad de readmisión. Frustrado, Kramer escribió una serie de cartas
abiertas en las que argumenta que GM HC había abandonado su senda
original y sucum bido, según sus sugestivas palabras, ante el «sín­
drome de joder al padre fundador», por medio de su dedicación a la
prestación de servicios a gente enferma en lugar de dedicarse a la ac­
ción política (1989: 138-139). En su carta abierta a Richard Dunne, es­
cribe: «Supongo que debe ser una gran sorpresa para ti y para tu
Consejo de Dirección saber que Gay M en’s Health Crisis no fue fun­
dada con objeto de ayudar a quienes están enfermos. Fue fundada
para proteger a quienes están con vida, para ayudar a quienes están
con vida a seguir viviendo, para ayudar a quienes gozan de buena sa­
lud a seguir gozando de buena salud, para ayudar a los gais a seguir
vivos» (1989: 103). En esa misma carta, más adelante prosigue:

GMHC está atada a otras fuerzas además del Consejo de Dirección. En al­
gún momento, la organización ha sido completamente tomada por Pro­
fesionales Custodios (trabajadores sociales, psicólogos, psiquiatras, tera­
peutas, profesores), y todos ellos han canalizado sus intereses hacia la
gente enferma, hacia quienes están muriendo, hacia el establecimiento de
un funeral permanente. Ayudáis a la gente a ir a la tumba, a afrontar la
muerte. GM HC fue fundada para servir a la vida [1989: 112].

Kramer distorsiona aquí la historia de GM HC, que, según sus pro­


pias palabras, comenzó cuando el doctor Friedman-Kein solicitó que
alguien «organizara una colecta de dinero para varios pacientes
que carecían de seguro médico y [...] para su propia investigación»
(1989: 12), es decir, como una forma de prestación de servicios a gente
enferma. Más inquietante aún resulta su rechazo de la gente enferma o
que está m uriendo; esa actitud de que los-m uertos-entierren-a-los-
muertos. Para ser un hombre que urge a los gais a «hacerse responsa­
bles de sus propias vidas», adopta una actitud extrañamente displi­
cente hacia las personas con sida (1989: 128). Kramer no es en realidad
tan insensible como se nos presenta; anota meticulosamente en tarjetas
los nombres de todos sus amigos muertos, y sin embargo parece for­
zado a negar su preocupación adoptando una actitud de “tío duro”.
Una explicación parcial de la actitud de Kramer hacia la gente con
sida podemos encontrarla en lo que Judith Wilson Ross denomina la
“m etáfora de la m u erte”: cuando se diagnostica sida, ya se está
m uerto. Según Ross, llegamos a concebir el sida en térm inos de
muerte porque así se alivia el dolor de asistir a la muerte de gente
próxima, y porque «encaja mejor con el drama que hemos construido
sobre el acontecer del sida y su sentido» 11. Pero la actitud de Kramer

11 Judith W ilson Ross, «Ethics and the Language o f AIDS», en la compilación de


Christine Pierce y Donald VanDeVeer, AIDS : Ethics and Public P olicy, Belmont (Cali­
fornia), W adsworth, 1988, p. 40.
deriva tam bién de sus nociones de la masculinidad: el cuidado de la
gente enferma es un «trabajo de mujeres»; un signo de debilidad.
En The N orm al Heart, la devoción de G M H C p o r los servicios asis-
tenciales a la gente enferma se desarrolla en una escena entre N ed y
la doctora Em m a B rookner. N ed explica en térm inos sexistas su
frustración ante la dificultad de lograr que el Consejo de Dirección
desarrolle una actividad de tipo político: «Creía estar con un p u ­
ñado de Ralph N aders y Boinas Verdes, y [...] se han convertido
en ayudantes de enfermeras». Emma responde: «debéis alertar a los
que están con vida, proteger a los que tienen buena salud, ayudarles
a seguir viviendo. Yo me ocuparé de los que mueren» (1985: 79).
Kramer, adaptando a D. H. Lawrence, sigue su esquema arquetí-
pico: las mujeres son devotas de Tánatos, los hom bres celebran la
vida.
Sin embargo, creo que la actitud de Kramer hacia las personas en­
fermas de sida está también influida por otro aspecto más de ese este­
reotipado código de masculinidad, relacionado con el rechazo de los
“profesionales custodios”. U n elemento clave que todos los progra­
mas de asistencia psicológica tratan de enseñar a las personas con
sida, es la aceptación de una inevitable pérdida de control, a menudo
asociada a la enfermedad, y especialmente a sus estadios más avanza­
dos l2. George W hitm ore ha captado el miedo y la rabia que ocasiona
a hombres de treinta o cuarenta años, acostumbrados a manejar sus
propias responsabilidades y con frecuencia otras responsabilidades de
orden corporativo, el hecho de no poder trabajar, caminar o simple­
mente moverse de la cama: «me gusta mucho mantener el control so
bre mí mismo», admite un ejecutivo de un medio de comunicación;
«en un m om ento determinado, perdí el control» (1988: 26).
«El sida es una cuestión de mierda y sangre», nos dice Whitmore1
(1988: 24), y uno de los más potentes símbolos de la pérdida de con
trol que los pacientes de sida deben afrontar es la incontinencia. I.a
pérdida del control de los esfínteres es una escena obligatoria en las
ficciones dramáticas sobre el sida; es un momento aterrador, humi
liante para el paciente, cuando no también para quien lo cuida. Bat
bara Peabody, madre de un enfermo de sida, escribe que la mayoi
parte de la conversación del grupo de apoyo a personas que cuidan a

12 John R. Acevedo «Im pact of Risk R eduction on Mental Health», en la compil.i


ción de Leo McKusic W hat to do about AIDS: Physicians a nd M ental H ealth Professio
nals Discuss the Issues, Berkeley, University of California Press, 1986, p. 100.
pacientes de sida gira en torno a la diarrea: «a cómo dar la impresión
de que no nos importa» ,3. W hitmore narra cómo una enfermera, al
.ibrir la puerta de la habitación de su paciente favorito, se la encontró
llena de mierda y de sangre. Mierda y enormes coágulos de sangre
cubrían el suelo. Cubrían la cama [...]. El cuerpo [del paciente] estaba
i ctorcido en la cama. La mierda y la sangre seguían saliendo de su in-
lerior. Sus pies resbalaban y se deslizaban en ella» (1988: 153). La ob­
sesión de Kramer con los fluidos corporales aparece mucho antes de
l.i llegada del sida. Faggots comienza con una escena en la que alguien
orina sobre Fred Lemish, que padece tanto de estreñimiento como de
vejiga, y acaba con otra escena en la que es éste quien defeca. En The
Normal H eart, uno de los pasajes más emotivos es el discurso que
hace Bruce sobre su amante, Albert:

Su madre quería que volviera a Phoenix antes de morir, esto fue la semana
pasada, cuando el desenlace ya era evidente, así que consigo un permiso de
I inma, lo empaqueto y me lo llevo al avión en una ambulancia [...]. Después
del despegue, A lbert pierde la cabeza, deja de reconocerme, ya no sabe dónde
cftá, ni que vuelve a casa, y entonces, allí mismo, en el avión, se vuelve [...]
incontinente. Empieza a hacérselo en los pantalones, y por todo el asiento,
mierda, pis, de todo. Bajé mi maleta y saqué toda la ropa que pude encontrar,
V empiezo a limpiarlo como puedo... y me quedo allí sentado, agarrándole la
mano, diciéndole «Albert, por favor, basta, aguántate, tío, te lo ruego, hazlo
por nosotros, por Bruce y Albert» [1985: 105-106].

El cuidado de los enfermos de sida supone afrontar las maneras


más gráficas de pérdida de control, y supone afrontar, consecuente­
mente, la pérdida de masculinidad H. Kramer, que está “fascinado por
el poder” y que desea que GM HC sea una organización “poderosa”,
lome que la atención a los pacientes les vuelva (a él y al grupo) débi­
les. Al hacerlo, parece experimentar una reacción bastante común en­
tre quienes trabajan con enfermos terminales, lo que William H orst-
man y León McKusic identifican com o «el síndrom e del cuidador
desvalido» 15.

13 Barbara Peabody, The Screaming R oom , San D iego (C alifornia), O ak Tree,


1986, p. 94.
H Jerom e Schofferman, «Medicine and the Psychology of Treating the Terminally
111->, en la compilación de León McKusic, W hat to do about AIDS: Physicians and Men-
l.il Health Professionals Discuss the Issues, Berkeley, University of California Press,
1986, p. 56.
15 William H orstm an y León McKusic, «The Impact of AIDS on the Physician», en
Sería un error, no obstante, considerar a Kramer despiadado; in­
cluso dándoles la espalda a los enfermos y m oribundos, no deja de
conminarles: «Sublevaos. Sublevaos contra el ocaso». Si fuera verda­
deramente tan insensible como a veces parece, estaríamos ante un.i
persona aún más monstruosa de lo que en sus textos aparecen el al­
calde Koch o A nthony Fauci. Más bien parece que, incluso argumen­
tando la necesidad de disciplina y poder, Kramer coquetea con una
eventual pérdida de control; pese a que dice dedicarse a los vivos, es
arrastrado fiacia los muertos. Lo que convierte en fascinante la actua­
ción de Kramer es esta dramática tentativa de acoplar fuerzas contra
dictorias, y los extrem os a los que ese desquiciado intento le con
ducen.
La retórica de Kramer está llena de oposiciones binarias: mascu­
lin o /fe m e n in o , v iv o s/m u e rto s, g a is/h e te ro s, a m o r/se x o , reía
cio nes/prom iscuidad, am igos/enem igos. A este respecto, su len
guaje difiere poco de la retórica general en torno al sida (Treichler,
1987: 63-64). Pero mientras la m ayor parte de los escritos sobre sida
pretenden m antener estas oposiciones, Kramer trata de compaginar
las constantemente. Por ejemplo, muchos comentaristas han llamado
la atención sobre la arbitraria distinción entre la “población general"
y los “grupos de riesgo” 16. A medida que se fueron recabando ev¡
dencias que probaban la posibilidad de transmisión heterosexual en
tre personas usuarias de drogas y sus parejas, los criterios definitorios
de los “grupos de riesgo” se fueron expandiendo para m antener .i
salvo el concepto de “población general”. Cuando la estimación del
número de casos de sida que realiza la Organización Mundial de la
Salud habla de 450 000 casos y sus proyecciones para el año 2000 prc
vén cinco millones de casos 17, resulta difícil sostener tales distincio
nes. Kramer distingue a los “vivos” de los “m oribundos”, pero su ne
gativa a hacerse él mismo la prueba de anticuerpos del VIH no se ba.s.i

la compilación de León McKusic, W hat to do about AIDS: Physicians and M ental 1 /<•
alth Professionals Discuss the Issues, Berkeley, U niversity of C alifornia Press, 1986,
p. 63.
16 Jan Zita Grover, «AIDS: Keywords», en la compilación de Douglas Crim p, A I D S ,
Cultural Analysis, C ultural Activism , C am bridge (Massachusetts): MIT Press, 1991,
p. 22; Ross, 1988; Treichler, 1987: 66.
17 The N e w York Times, 19 de mayo de 1989, D 16. Cinco años después, (a 30 (Ir
junio de 1994) los casos de sida en el m undo, según la OMS, son 985 119. N o obstanu ,
defectos de diagnóstico, falta de datos y retrasos en la notificación, hacen aumentiii
esta cifra hasta aproximadamente 4 millones de casos de sida [N. del T.].
unto en el tem or eventual a que el resultado le excluya del grupo de
los “vivos”, sino en su deseo de mantener abierta la perspectiva de ser
uno de los muertos. Su famoso principio, «Todos y cada uno de los
minutos de mi vida debo actuar como si ya tuviera sida y como si es­
tuviera luchando por mi vida» combina estas categorías incluso al in­
sistir en ellas (1989: 91).
La forma preferida utilizada por Kramer para dirigirse al público
la carta abierta— es también un medio contradictorio, al exponer
• tinstantemente al escrutinio de todo el mundo sus impresiones más
piivadas. La carta abierta plantea como problem ática una cuestión
•| uc, por lo general, resulta relativamente sencilla: quién va a leerla.
I as personas a las que explícitamente se dirigen sus cartas abiertas no
Iorinan parte de sus lectores y lectoras habituales. Escritas a sus “ene­
migos” para decirles lo malvados que son, estas cartas nunca renun-
i i,m a convertirlos en aliados. De modo suficientemente perverso, en
•til única carta abierta dirigida a un supuesto amigo, Max Frankel (que
h.ibía reemplazado al vituperado Abe Rosenthal como editor-jefe de
íbe N ew York Times, y que había tendido una ram ita de olivo a
Kramer), acaba por condenarlo sumariamente. Es como si Kramer,
•|Ue tanto ha trabajado por establecer polaridades, no se diera por sa-
lisíecho hasta llevar dichas polaridades al colapso; una vez colapsa-
i l .i s , pretendería restablecerlas con más energía aún.
Las dificultades que tiene Kramer con las categorías convencio-
n.iles son particularmente aparentes en lo que se refiere a sus actitu­
des respecto al matrimonio y la familia entre gais. Kramer pretende
<Iiit* el Estado permita los matrimonios entre gais, y finaliza su novela
íhc Normal Heart con el m atrimonio simbólico entre N ed Weeks y
I i lix, como si la ceremonia fuera necesaria para legitimar la relación
11985: 122). A firm a que «los gais fueron conducidos al sida a la
tuerza» porque no pueden casarse (1989: 180). Kramer explica que
Si nosotros [los gais] hubiéramos tenido esos derechos que nos ha­
l l é i s negado, si se nos hubiera permitido vivir respetablemente en una
■mnunidad como iguales, nunca hubiera habido sida. Si se nos h u ­
biera permitido casarnos, no hubiéramos sentido la necesidad de ser
l'iomiscuos» (1989: 178-179). Para Kramer, los gais adquieren “res-
I" labilidad” en la imitación de esos mismos desacreditados heterose-
u.Jes que niegan a los gais sus derechos. Kramer parece incluso ali-
mentar la ilusión de que el m atrim onio protegería del sida de un
modo u otro: «Solía animar a mis amigos a que establecieran relacio­
na, duraderas [...]. Mientras rellenaba las tarjetas [con los nombres
de los amigos muertos de sida], me disgustó com probar que algunas
de las parejas a las que yo había animado podían quizás haberse in-
lectado m utuam ente» (1989: 221). Kram er nunca considera que la
promiscuidad puede ser el resultado tanto de una búsqueda de un
•-eudoesposo como de una voluntad de evitar un compromiso de pa­
reja, y sólo reconoce en última instancia que los peores enemigos de
los gais son, precisamente, quienes, como Adolf Eichmann, actúan en
defensa de la familia.

I ,a familia. La familia. Con qué insistencia se repiten estas palabras una y otra
vez en América, desde la retórica electoral a la publicidad en televisión. Este
país se enorgullece al proclam ar los valores familiares, como si no hubiera
más que éstos, como si la familia fuera el fruto del hogar, como si fuera una
unidad, como si fuera amor, com o si fuera necesaria para producir bebés
(como si éstos fueran un producto), o para justificar o perm itir un acto se­
xual [...]. Bueno, también yo soy parte de una familia. O al menos eso creía
|...|. Q ué práctico para todos ellos haberse desecho de nosotros de manera
tan expeditiva, justo en el momento en que más los necesitamos. Pero están
cerrando filas, algo está sucediendo a los gais, de pronto ya no estamos afilia­
dos a la familia. ¿De dónde se creen que venimos nosotros? ¿de un huerto de
calabazas? [1989: 271].

Kramer desea ser parte integrante de la familia, al tiempo que re­


conoce que los “valores” que conform an la familia están huecos.
Com o señala Simón Watney, el Estado ha utilizado a la familia como
excusa para m antener su silencio ante el sida y para estigmatizar más
aún a los homosexuales 18. Leyendo a Kramer, tengo la sensación de
que utiliza a la “familia” metafóricamente para describir una idea de
comunidad que retiene el idealismo original de aquélla, expurgándola
de hipocresía. Esta fórmula supondría, no obstante, el abandono de la
retórica de oposición que inspira no sólo sus escritos sobre sida, sino
también la polémica política tradicional.
La preocupación de Kramer por la familia, que precede a la epi­
demia de sida, ha adquirido nuevos bríos desde la crisis de salud,
dado que el sida ha obligado a los gais a reconsiderar sus relaciones
familiares y sus relaciones con la comunidad no homosexual en gene­
ral. Com o señala Francés Fitzgerald, los gais durante los años setenta
desarrollaban en grandes núcleos urbanos estilos de vida escindidos,

18 Simón W atney, «El espectáculo del sida», publicado en este mismo volumen.
viviendo y trabajando en guetos gais, financiando exclusivamente co­
mercios gais, restaurantes gais, abogados gais, agentes de bolsa gais,
acudiendo a conciertos gais, acontecimientos deportivos gais e Igle­
sias gais (1987: 116). El sida rompió la maldición de la autosuficiencia
gai. De pronto, los gais necesitaron servicios del Estado y apoyo fa­
miliar. N o obstante, desde su experiencia de vida independiente, los
gais exigieron ayuda en tanto que ciudadanos de pleno derecho y en
tanto que hijos plenamente aceptados. Estos cambios han supuesto, a
su vez, una renovación del pensamiento político y de la retórica de
los gais.
Sin embargo, ¿qué tipo de retórica podrá sustituir el tradicional
lenguaje de oposición? Si la estricta división entre “ellos” y “noso­
tros” ya no sirve o ya no refleja fielmente la realidad, pero la integra­
ción de posturas contrarias en el seno de una sociedad unificada aún
está lejos de conseguirse, entonces se hace virtualmente imposible ha­
blar, especialmente de la manera apasionada en que lo hace Kramer.
Si sus manifestaciones de 1987 le parecen incluso a él mismo las más
encolerizadas e hiperbólicas, puede que ello se deba a la creciente
frustración derivada de la imposibilidad de encontrar un lenguaje de
emergencia que no sea al mismo tiempo un lenguaje de oposición. Si
parece particularm ente apasionado en sus llam am ientos a hacerse
fuertes, llegar a proponer la organización de grupos terroristas sio­
nistas (1989: 191) puede deberse a que el poder gai se ha vuelto más
difuso a medida que la epidemia progresa. A este respecto, el p ro ­
blema que plantean los escritos de Kramer llega a ser un síntoma de
las dificultades del movimiento gai, que ha sido testigo simultánea­
mente de sus más sonados éxitos en lo que se refiere a su legitimación
ante el público americano, y de sus más grandes fracasos en la protec­
ción de su propia población.
Seymour Kleinberg, uno de los comentaristas sobre cuestiones
relativas a la hom osexualidad más convincente y más sensible, ha
analizado la problemática social y retórica a que se enfrentan los gais:
Los gais no sólo deben abstenerse de aquello que les dio una identidad sufi­
cientemente fuerte como para permitirles dejar una huella en la conciencia de
la sociedad; un com portam iento que logró que la sociedad reemplazara su
tradicional desprecio por sentimientos más respetables de miedo y odio, sino
que además deben dejar de considerarse a sí mismos como hijos no queridos.
Y deben hacer ambas cosas antes de tener ninguna evidencia de que la socie­
dad les acepta o de que su com portam iento tiene sentido para sí mismos más
allá de lo que hasta ahora ha sido la norma [1988: 59].
En resumen, Kleinberg sugiere que el movimiento gai necesita es­
tablecer un debate visionario, que permita tom ar en consideración los
cambios que se reclaman en el seno de la estructura social como si ta­
les cambios ya hubieran tenido lugar. Los gais deben hablar y actuar
como si la sociedad fuera una familia que los ama, sin dejar por ello
de reconocer que dicha posibilidad es puramente especulativa. El ca­
rácter tortuoso de la prosa de Kleinberg, con sus elegantes aunque
confusas elipsis, pone de manifiesto las dificultades de esta propuesta
retórica y psicológica.
¿Cómo se integra el rol social de las lesbianas y los gais en una
cultura que todavía no los acepta? En su estudio del movimiento gai
en el barrio de Castro de San Francisco, Francés Fitzgerald analiza
los cambios en la manera de comunicarse entre sí de varios grupos, y
de éstos con la población heterosexual. El “terrorism o verbal” que
acompañó la polémica sobre si cerrar o no cerrar las saunas, ya ha de­
saparecido. En su lugar, se ha establecido una discusión racional so­
bre las cuestiones de actualidad, «sin descubrir “enemigos” ni consti­
tuir facciones». U no de los líderes del movimiento entrevistado llegó
a decir que «la política gai, como tal, ha muerto» (1987: 113).
Kramer, sin embargo, considera que la política gai acaba de nacer,
y toma el modelo de relación entre judíos y gentiles como posible
modelo de relación entre homo y heterosexuales. Las analogías entre
los judíos y los homosexuales no son nuevas. Proust desarrolla el pa­
ralelismo extensamente al comienzo de su libro Sodoma y Gomorra.
Incluso un pensam iento teórico tan sofisticado com o es el de Eve
Kosovsky Sedgwick considera interesante explorar dicha analogía
(1990: 45-49). Com o aparece enunciado desde el mismo título de la
compilación de sus textos, Kramer compara la epidemia de sida con
el holocausto. A partir del análisis del holocausto realizado por H an-
nah Arendt, Kramer da a entender que lesbianas y gais sólo pueden
evitar el genocidio si reivindican sus derechos políticos. Capitulando
ante autoridades hostiles al confiar en su benevolencia intrínseca, los
judíos firmaron su propia sentencia; al creer en la capacidad de res­
puesta de las autoridades federales, los gais perm itieron que los servi­
cios de atención y de investigación sobre sida fueran ignorados, infra-
financiados, y sometidos a dilaciones sin ningún escrúpulo. Kramer
cita a Arendt: «Cada paria que renunció a ser un rebelde era parcial­
mente responsable de su situación» (1989: 254). N o obstante, Kramer
no postula el separatismo, sino el ajuste y la aceptación por parte de
los heterosexuales hacia los homosexuales. De igual modo que la po-
«La Colcha» desplegada por el «Proyecto de los Nombres» en la ciudad de Washington en 1992. Más de 20 000 paneles en me­
moria de personas muertas de sida. Foto de Marx Theissen.
blación judía ha salvaguardado su diferencia étnica, cultural y reli­
giosa, del mismo modo que han logrado ocupar un lugar en la polí­
tica americana, también preservarán los y las homosexuales su identi­
dad cultural y social; y al igual que la población judía ha tenido que
permanecer atenta ante rebrotes de antisemitismo, también lesbianas
y gais deben estar en perm anente vigilancia frente a la homofobia.
Com o dice un activista citado por Fitzgerald, «la solución [para la
comunidad de lesbianas y gais] es el desarrollo de filantropías, según
el modelo adoptado por las asociaciones judías» (1987: 113).
U na actuación política no secesionista ya está em ergiendo. Su
más clamoroso éxito es The ÑAM ES Project (El Proyecto de los N o m ­
bres), una actividad continuada sobre la que Kramer y otros teóricos
gais radicales han mantenido un sorprendente silencio. El Proyecto
de los N om bres anima a la gente a elaborar una composición a partir
de piezas de tela, en memoria de las personas muertas de sida, juntán­
dolas todas y exhibiéndolas bajo el nom bre de The Q uilt (La C ol­
cha), un inmenso patchwork de dolor y esperanza. Iniciada por Cleve
Jones, que según Randy Shilts gozaba de una legendaria reputación
como conocedor del mundillo de los medios de comunicación y acti­
vista de calle 19, y que fue además asistente personal del portavoz de
la Asamblea del Estado de California, Leo M cC arthy, La Colcha,
pese a su reputación popular y apariencia folclórica, constituye un
elemento de simbolismo político considerablemente sofisticado, ba­
sado en una ingeniería que no desconoce ni la cruda realidad de la
presencia en los medios de comunicación, ni los entresijos del m undi­
llo político 20. Su prim era exhibición en W ashington en octubre de
1987 compuso una imagen que fue captada por todas las cadenas de
televisión y reproducida en la portada de los principales periódicos.
A diferencia de otros monumentos, La Colcha no es un pilar de már­
mol inamovible, sino algo mucho más humano, vasto y flexible. La
elaboración de edredones y colchas, que durante mucho tiempo ha
sido un símbolo del hogar americano, ha adquirido también un signi­
ficado político. Com o dice Elaine Hedges, «a través de sus edredo­
nes, las mujeres no sólo contem plaron importantes cambios históri­
cos, sino que actuaron como agentes activos en ellos» 21. La magnitud

10 R.uuly Shilts, En el filo de la duda, Barcelona, Ediciones B, 1994.


10 ( lindy Kuskin, The Quilt: Stories from the ÑAMES Project, N ueva York, Pocke
Books, 1988, p. 9
n l l.lino I ledges (ensayo sin título), en la compilación de Pat Ferrero, Elaine H ed-
tle La Colcha, sin dejar de reconocer una deuda a las mujeres y a las
luchas feministas, le da a ésta una dimensión particularmente mascu­
lina. Simultáneamente personal en grado sumo y violentamente p ú ­
blica, La Colcha integra el dolor individual y el ultraje colectivo, el
miedo de quienes están en el armario y la agresividad de los y las acti­
vistas, la solidaridad de los amigos gais y la comprensión de la familia
heterosexual, la continuidad individual y la pérdida com unitaria.
A diferencia de muchas de las protestas públicas, La Colcha es silen­
ciosa, y quienes se acercan a contemplarla quedan sobrecogidos por
su magnitud, su detallismo aparentemente ilimitado y la incuestiona­
ble unidad del efecto que produce. Desplegada entre hileras de árbo­
les aquel otoño, La Colcha convirtió lá ciudad de W ashington en una
cama y en una tum ba a la vez. Más allá de las filas de gente sollo­
zando o con las manos cruzadas o con la cabeza inclinada, el C apito­
lio se levantaba insignificante y grandioso, sólido y frágil como un
juguete, distante e inextricablemente implicado. El Proyecto de los
Nombres ha hecho sonar una nueva nota en la psique americana: una
lorma de incorporar a los gais en el tejido social, sin dejar de recono­
cer (incluso conm em orando) sus contribuciones y sufrim ientos.
Constituye una clase de enunciado que los escritores gais tan sólo
.ihora están empezando a hilvanar con palabras.

gcs y Julie Silver, titulada Hearts and Hands: The Influence o f Wornen A n d Quilts on
American Society, San Francisco (California), Q uilt Digest Press, 1987, p. 11.
Washington, 1992. Foto Jeff Tinsley.
11 CUERPO NO TIENE LA CULPA DE NA» (Martirio)

lil ejercicio de la dimensión física ha sido frecuentemente denostado


desde el inicio de la pandemia de sida: las prácticas (sexuales) eran
consideradas como causa de la transmisión del virus. En este con­
texto, proliferaron las conminaciones a la renuncia al cuerpo: reducir
Lis relaciones a una sola persona y serle fiel; quedarse en casa, estable­
cer, de una vez, un estatuto legal para las parejas “no reconocidas”, o
"de hecho“, u “homosexuales”. El establecimiento de una dimensión
corporal m aldita, tanto privada y de índole estrictam ente sexual,
como pública y establecida según principios de connivencia con el ré­
gimen del género, lejos de alejar el riesgo, dio lugar a peligrosas prác­
ticas de avestruz. Los argumentos propuestos eran de un orden dife­
rente a la puramente física dimensión en que se desenvuelve el v ih .
I.as barreras contra éste son de prosaico látex, y no están tejidas de
principios de respetabilidad social.
La transmisión del v i h , en el contexto de este régimen de odio del
cuerpo y del placer, es una cuestión moral y no física. Las barreras, la
protección, por lo tanto, carecen de importancia. Así, en España los
preservativos son más caros que en cualquier otro país europeo; no
son considerados (pese a las campañas oficiales de promoción) como
un elemento esencial de prevención que deba ser asequible y accesi­
ble a todo el mundo. Un condón cuesta unas 100 pesetas en España,
85 en Suecia, 75 en Gran Bretaña, 40 en Bélgica y 23 en Francia (El
País, 27/12/93). Ese mismo diario informaba el 15 de junio de 1994
que el preservativo recibiría subvención durante (tan sólo) los tres
meses de verano de (¡atención!) el año siguiente (1995).
La dimensión física, consecuentemente, sólo resulta relevante en
tanto que manifestación inequívoca de una falta más profunda y esen­
cial. Mercedes Milá, Queremos saber, Antena 3 t v , 17 de noviembre de
1992. Invitados: Miguel Bosé y Pedro Almodóvar (entre otros). Bosé:
«Hay una obsesión por llamarme droga dicto, por llamarme maricón;
la gente no sabe cómo llegar a decir drogadicto maricón te hemos pi­
llado». Alberto Mira, comentando dicha emisión, nos cuenta que

Almodóvar también utilizó el argumento de que cuando se decía que Bosí


tiene sida, lo que sucede es que se le quiere calificar de homosexual, heroinó-
mano o hemofílico. En esto hay un grave error de apreciación. En este país
nunca ha constituido escándalo calificar a nadie de hemofílico. Y nunca se ha
insinuado qu^, Miguel Bosé sea heroinómano. Al utilizar el sida como acusa­
ción encubierta de otra cosa, es evidente que esa otra cosa siempre es la ho­
mosexualidad. Y casualmente sí se ha rumoreado que Miguel Bosé es hom o­
sexual. Si para algo sirvió el program a fue para desm entir, sin hacerlo
realmente, este tercer punto. Y precisamente la problemática específica que
presentan homosexuales con sida, la representación de las relaciones hom o­
sexuales en las campañas anti-sida, fueron los grandes ausentes en los poste­
riores programas de Queremos saber dedicados al tema. Mientras que, repeti­
dam ente se habló de la problemática específica del sida entre drogadictos,
Milá parecía pensar que pronunciar la palabra “homosexualidad” cierto n ú ­
mero de veces podía manchar sus labios [Mira, 1993: 155].

El sexo heterodoxo, el placer prohibido, la evasión intolerable


son, pues, representados en asociación interesada con los efectos del
sida. Son la precondición lógica del sida, o bien éste es la señal mani­
fiesta de aquéllos. El sida, a su vez, es reducido a los más patéticos úl­
timos estadios de la enfermedad. La representación del enfermo en
fase terminal es una constante de los medios de información e incluso
de la publicidad. El enfermo m oribundo de Benetton (mil veces más
famoso, controvertido, denostado, adm irado... que otras imágenes
posteriores de la misma empresa, que representan un tatuaje « h iv p o -
s it iv e » en pim pantes nalga, antebrazo y pubis). Las “imágenes del
año” de El País Semanal (26/12/93) con una foto a doble página de un
enfermo que apenas emerge entre las sábanas, que mira de medio
lado hacia la cámara, como sorprendido en su dolor o su vergüenza.
El mismo medio (25/12/94) abre un amplio reportaje titulado «Vo­
luntarios de la bondad» con otro “im presionante” primer plano a do­
ble página: «Manolo tiene 29 años, padece sida en fase terminal, le
faltan fuerzas para levantarse de la cama y vive conectado a unas
bombonas de oxígeno».
El cuerpo, pues, no como locus de placeres irrepresentables en el
vigente régimen de imágenes no censurables, sino como señal del pe­
cado. El cuerpo que no lucha, sino que se degrada y se expone hum i-
liado, no al presentarse desvalido, sino al evidenciar su fallido (intole-
i.ib le) intento de gozo. Y, junto a todo ello, los impedimentos de todo
upo, destinados a borrar la posibilidad de ejercicio placentero y se­
guro de la propia dimensión física. Éstos son algunos de los temas
<|Ue son tratados en mi artículo. Las imágenes que lo preceden son
una fotografía tomada por Andrés Senra en la Puerta del Sol de Ma­
drid el 28 de junio de 1993, y un cartel de Lesbianas Sin Dudas apa-
iccido en diciembre de 1994. En ambos casos, estamos ante ejercicios
de corporalidad (realizada o postulada, en torno al género o al placer
M-xual...) dotados de una dimensión pública incuestionable.
SOY LESBIANA SEXUALMENTE ACTIVA
HAGO SEXO SEGURO LUCHO CONTRA EL SIDA

FROTO MIS PEZONES CONTRA LOS TUYOS. TE UNTO.


TE ATO. TE MUERDO. TE BESO. TE CHUPO. TE AFEI­
TO CON TU CUCHILLA. TE CUENTO GUARRERIAS.
TE MIRO MIENTRAS LO HACES. TE MASTURBO,
ME MASTURBO, LA MASTURBO. TE PENETRO
CON MIS GUANTES NUEVpS,.UN DEDO,
DOS ijÍDOS, Uh|füNO E H jy O J ip . LE

LAMO TU CLITORIS, TUS


LABIOS, TU ANO CON UN
CUADRADO DE LATEX POR
MEDIO. PUEDO SENTIR
TU CALOR. V U E L V O
A UNTARTE, ATAR­
TE, MORDERTE
LAMERTE
BESARTE
CHUPAR­
TE...

UTILIZA CUADRADOS DE LATEX, SOBRE TODO DURANTE LA REGLA

NOSOTRAS NO PODEMOS VIVIR SIN NUESTRAS VIDAS


L.S.D. LESBIANAS SEXO DIFERENTE. APDO. 7086, 28080 MADRID
I.A R E C O N S T R U C C IÓ N D EL C U E R PO H O M O SEX U A L
IÍN TIEM POS DE SIDA

R ic a r d o L l a m a s

«Pero, ¿cómo es posible que los homosexuales varones tengan


esta capacidad sexual? Se ha tratado de buscar diversas explica­
ciones. Es posible que los gays sean unos “seres superiores”
desde el punto de vista sexual, por lo que hay que desterrar esa
imagen de seres frágiles e indefensos que en otro tiempo se ha
querido dar de este grupo».
ALFONSO D e l g a d o , Catedrático de la Universidad del País Vasco

«Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del con­


trataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los place­
res».
MiCHEL F oucault , La voluntad de saber

I. LA RED U CC IÓ N AL CUERPO CO M O PRINCIPIO DE SUJECIÓN

La consideración preferente de algunas categorías de personas en


función de sus cuerpos ha sido, a través de los tiempos y en muchas
culturas, una estrategia recurrente de control y dominación. Si bien la
realidad humana es (de manera general e indiscutiblemente) corpórea,
podría decirse que “algunas personas son más cuerpo que otras”. El
postulado de “más cuerpo” no es, necesariamente, una cuestión de
“volum en” sino de “esencia”. Ese plus no constituye, pese a lo que
pueda en principio parecer, una ventaja, sino más bien un inconve­
niente. La hipercorporalización no es fruto del azar, sino que res­
ponde a determinados principios de sujeción. Las categorías humanas
en exceso encarnadas coinciden a menudo con sectores sociales dis­
criminados, explotados y oprimidos.
C uando dichas categorías humanas se ponen de manifiesto como
“sujetos pacientes” de prácticas de dominación y de ejercicio de p o ­
der, puede afirmarse que los criterios que las definen responden más
a factores ideológicos o morales que a las supuestas diferencias de na­
turaleza o esencia que se aducen. La contingencia histórica y el relati­
vismo cultural a que nos lleva el estudio de dichas categorías parecen
incidir en esta consideración.
Ser sobre todo cuerpo significa dejar de ser otras cosas; abando­
nar la posibilidad de existencia en esferas distintas de la material. Sig­
nifica, en ocasiones, no poder acceder al verdadero estatuto humano;
perder la posible dimensión ética, social o política de la existencia.
N o ser hijo de Dios, no poder ejercer la ciudadanía o carecer del de­
recho a la palabra son posibles manifestaciones de este proceso. C o­
rolario de ello, la corporalización de determinadas categorías significa
también, quizás, la pérdida de libertad y de autonomía, en beneficio
de quienes sí ejercen una hum anidad plena que les capacita para
adoptar decisiones y determinar la propia vida y las vidas ajenas '.
Este trabajo pretende revisar los procesos generales de reducción
de categorías humanas a un estatuto corpóreo, prestando especial
atención al proceso histórico de constitución de un “cuerpo hom ose­
xual” y a la violenta reorganización de tales postulados en el actual
contexto de la pandemia de sida. De forma aparentemente paradójica,
propondré que es desde el cuerpo desde donde debe lucharse, tanto
contra los criterios de reducción discriminatoria y dominación como
contra la mismísima pandemia.

II. LOS PRECEDENTES DEL CUERPO HOMOSEXUAL

El establecimiento de categorías humanas hipercorpóreas, evidente


en nuestras sociedades actuales, tiene, no obstante, algunos destaca­

1 Aristóteles lo expresa así: «El ser vivo está constituido, enprimer lugar, por alma
y cuerpo, de los cuales la una manda por naturaleza y el otro es mandado [...] en los
malvados o de comportamiento vicioso, puede parecer muchas veces que el cuerpo
domina al alma [...] resulta evidente que es conforme a la naturaleza y provecho para
el cuerpo someterse al alma, y para la parte afectiva, ser gobernada por la inteligencia
y la parte dotada de razón [...] los animales domesticables son mejores que los salva­
jes, y para todos ellos es mejor estar sometidos al hombre [...]. También en la relación
del macho con la hembra, por naturaleza, el uno es superior; la otra inferior; por con­
siguiente, el uno domina; la otra es dominada. Del mismo modo es necesario que su­
ceda entre todos los humanos. Todos aquellos que se diferencian entre sí, tanto como
el alma del cuerpo y como el hombre del animal, se encuentran en la misma relación.
dos precedentes. Desde las más antiguas civilizaciones (y ya lo ex­
presa Aristóteles de manera rotunda), esa reducción al cuerpo se ha
operado en las poblaciones esclavizadas. Los esclavos eran, sobre
todo, cuerpo trabajador, fuerza física, organismo destinado a la p ro ­
ducción, mercancía orgánica. Eran objeto de compra y venta sin que
importara otra cosa que su dentadura, su musculatura, su edad, su ca­
pacidad productiva y reproductiva. Cumplían su función ejerciendo
su corporalidad, y si frustraban las expectativas de sus amos eran cas­
tigados en sus cuerpos. La esclavitud era considerada el estado natu­
ral de determinados pueblos. Tanto más fácil es la reducción cuando
pueden establecerse distinciones “esenciales”, como el color de la
piel, por ejemplo. Una particularidad fisiológica dotada de un signifi­
cado especial, un “estigma” fácilmente reconocible y susceptible de
resaltar lo propio frente a lo que se constituye como una alteridad ex­
traña, contribuye, sin duda, a este proceso de reducción colectiva a la
dimensión co rp o ral2.
O tro ejemplo típico de reducción al cuerpo, también señalado
por Aristóteles y patente aún en la mayor parte de las sociedades de
nuestro entorno, lo constituyen las mujeres. El destino social que se
establece en nuestras sociedades para todas las mujeres; el requisito
de realización e integración exigible, es la maternidad. Esta funciona
a menudo como criterio de explicación y justificación de la reducción
de las mujeres (realidad anatóm ico-biológica) al cuerpo de m ujer
(realidad social). La m aternidad (la m ujer realizada) se constituye
como embarazo culminado, como producción o fabricación de nue­
vos cuerpos a partir de una base fértil y fecunda, como gestión de la
supervivencia de los nuevos organismos a través de la lactancia, de su
cuidado en caso de enfermedad, de su limpieza...
La mujer fabrica (a partir de la “semilla” del hombre) y atiende
(bajo la protección y supervisión de éste) el cuerpo de sus hijos e hi­
jas. Pero, además, actúa también sobre su propio cuerpo. Si su reali­
zación social se establece a partir de la maternidad, cuando ésta aún
no se ha completado, o cuando ha quedado superada, es la adecua­

Aquellos cuyo trabajo consiste en el uso de su cuerpo, y esto es lo mejor de ellos, és­
tos son, por naturaleza, esclavos [...]». Aristóteles, La política, Madrid, Editora N a ­
cional, 1977, pp. 54-55.
2 H erederos de estas reducciones de carácter étnico son los prejuicios racistas to ­
davía vigentes, que hacen de las razas no blancas ejemplos de corporalidad extrema
(exuberancia, virilidad, sensualidad). Estamos casi ante la oposición entre naturaleza y
cultura, entre anatomía y civilización, entre cuerpo y espíritu.
ción al régimen del género lo que impone su corporalidad. La mujer
“femenina” se acicala, se decora, se cubre y se descubre, se contonea,
se insinúa, no para sí, sino para el otro. El régimen de la “estética fe­
m enina” (como cualquier análisis sociológico de la moda pone de
manifiesto) no es, en general, una construcción autónom a de las m u­
jeres. Por último, la mujer permite incluso el ejercicio vicario de la
corporalidad de su marido, al satisfacer sus “instintos”. Es éste quien
le permite gozar: cualquier ejercicio de corporalidad está condicio­
nado a la presencia masculina. Las mujeres (como los esclavos) sólo
adquieren relevancia en la manifestación de su realidad corporal.
El matrim onio como adquisición del cuerpo femenino (colchón
sobre el que reposa el guerrero o campo que sembrar); la prostitu­
ción, en la que lo único que puede negociar la mujer es su cuerpo,
mientras que el hombre (cliente o proxeneta) tiene el dinero, o, en úl­
tima instancia, la fuerza, el poder y la legitimidad; la publicidad, en la
que la m ujer se m uestra como com plem ento equivalente del p ro ­
ducto; y la pornografía, única representación posible de la realidad
lésbica, en la que, paradójicamente, el hom bre acaba también por es­
tar presente como consum idor de cuerpos que disfrutan sin su pre­
sencia inmediata, son otros tantos ejemplos de la reducción de las
mujeres a su realidad corporal. Tales procesos evidencian la reduc­
ción de las mujeres en general a un estatuto subsidiario y explotado.
Sin embargo, como veremos, el estigma, la diferencia evidente
constituida como criterio que da lugar a diversas implicaciones, no es
un factor imprescindible a la hora de determ inar categorías que se ca­
ractericen por una particular corporalidad. En ausencia de estigma, la
anulación progresiva de toda dimensión no corpórea basta para justi­
ficar ese estatuto de inferioridad. Aunque, en rigor, ni siquiera es ne­
cesario que tal reducción al ejercicio de la dimensión física sea literal
o efectivo. El hecho de que tal reducción se opere en el imaginario
colectivo y en el seno de las instancias discursivas que establecen los
límites entre lo propio y lo ajeno basta para que la categorización
carnal de una colectividad resulte funcional.

III. LA PROLIFERACIÓN DE NUEVOS CUERPOS

A lo largo del siglo X IX se desarrollan en Europa diversos procesos


a establecer nuevas categorías humanas. La evolución de las
in i c í e n l e s
lormas de convivencia en sociedad establece controles cada vez más
estrictos; la vida en comunidad es progresivamente ordenada. N ue­
vos imperativos estructurales y nuevas coyunturas apelan a la articu-
Lición progresiva de sistemas de dominación y de saberes colaterales
i|ue den cuenta de situaciones nuevas. Las concepciones organicistas
de una comunidad humana, integrada en una unidad con base estatal-
nacional y necesitada de protección respecto a los peligros que la
amenazan desde su interior, inciden en este sentido.
Un catálogo de “especies” sin precedentes empieza a definirse a la
luz de las teorías de la degeneración. Entre otras obras, el Traité des
dégénérescences de Morel (1857), el Etude médico-légale sur les atten-
lats aux moeurs de Tardieu (1857), The Origin o f Species de Darwin
(1859), L ’Uomo delinquente de Lom broso (1876) y Degeneration de
l.ankaster (1880) coinciden (desde presupuestos no necesariamente
coherentes) en establecer un clima de peligro social. Si bien las socie­
dades, como las especies, evolucionan, perviven en ellas factores que
retrasan el progreso (atavismos) y errores de etiología diversa relacio­
nados con las nuevas coyunturas socioeconómicas que lastran la evo­
lución o amenazan el modelo de convivencia que se establece. Los
prototipos patológicos o delincuentes son fruto de estos errores. Por
vez primera se prevé la posibilidad de intervenir en el proceso de la
evolución humana para dirigirlo en una dirección determinada.
Este proceso de definición de sujetos da cuenta, com o en los
ejemplos antes citados, de la puesta en marcha de sofisticados regíme­
nes de control. Dichos regímenes se establecen como legítimos en
tanto en cuanto son capaces de generar un consenso nuevo; consenso
que se deriva de la localización y justificación del régimen en el con­
texto de las medidas imprescindibles para la “protección de la socie­
dad”. “El delincuente” y “el loco” adquieren de este modo una nueva
existencia. Nuevos sujetos que dan lugar a nuevas instituciones: cár­
celes y manicomios pasan a ser los espacios destinados a encerrar los
nuevos cuerpos. Pero, sobre todo, son la base a partir de la que se es­
tablece la “gestión” de una nueva realidad socialmente trascendente.
Los nuevos tipos de la patología social aparecen dotados de ca­
racterísticas susceptibles de ser identificadas. Una técnica de estudio
bastante difundida a finales del pasado siglo como esclarecedora de la
presencia de personalidades patológicas es la elaborada a partir de la
fisionomía. El precursor de la criminología, el italiano Cesare Lom ­
broso, establecía los rasgos faciales que señalaban las tendencias de­
lictivas. La cara (“espejo del alma”) podía denunciar, además, estados
depresivos o maniáticos y esencias perversas, a partir no ya sólo de
las características físicas de los rasgos faciales, sino también de las ex­
presiones, muecas, miradas, etcétera 3.
Junto con la criminalidad y la locura, el tercer ámbito de desvia
ción privilegiado que merece la atención de los especialistas, es “la se­
xualidad”. Este término (que empieza a ser habitual en los círculos
científicos sólo a partir de mediados del siglo XIX) designa un espacio
en el que todo tipo de nuevas (e insospechadas) perversiones tienen
lugar. El rríSs exhaustivo catálogo de desviaciones es el establecido
p or Krafft-Ebing 4. Su Psycopathia Sexualis, publicada por vez pri­
mera en 1886, será una obra de referencia básica durante muchas dé­
cadas. Fetichismo, sadismo, masoquismo, zoofilia... y, por supuesto,
inversión sexual son analizados en su estudio. El perverso, primer
personaje descrito físicamente, abre paso a un desfile de “anomalías”.
La preocupación por la particularidad anatómica de las nuevas
categorías determina una inusitada atención por parte de la medicina
forense del siglo XIX hacia los casos relativamente poco frecuentes de
hermafroditismo. La ciencia y (más tarde) los tribunales deben deter­
minar el “verdadero” sexo del o de la hermafrodita, que se esconde
bajo apariencias confusas. Es necesario encontrarle una coherencia al
cuerpo cuando éste se presenta de form a inesperada. Del mismo
modo, es necesario establecer una coherencia entre el cuerpo definido
y su presencia pública. De ello depende que pueda ser justificada la
vida del “cuerpo paradójico” en términos afectivos y sexuales pero
tam bién, sobre todo, sociales, laborales o morales. La ciencia es,
desde el siglo XIX y hasta el presente (por medio del análisis de los
cromosomas), el ámbito que establece, en última instancia, el “sexo”
de las personas 5.
J Véase A rnold Davidson, «Sex and the Emergence of Sexuality», en Edw ard Stein
(comp.), Forms o f Desire. Sexual Orientation and the Social Constructionist Contro-
versy, N ueva York, Routledge, 1992. Las políticas del eugenismo, la pureza racial o la
limpieza étnica son herederas de estos postulados. El régimen nazi, ejemplo de locali­
zación, detención, deportación y exterminio industriales de sujetos “no aptos”, justifi­
caba las políticas eugenésicas con argumentos económicos. La parte “sana” de la na­
ción no podía sustentar a los elementos “enferm os”, que no sólo ponían en peligro la
“esencia aria”, sino que además lastraban el desarrollo de la nación alemana. Postula­
dos similares (aunque sin la misma trascendencia) fueron form ulados en Francia,
Reino U nido y Estados U nidos. Véase tam bién Robert Proctor, Racial Hygiene. M e­
dicine under the Nazis, Cam bridge (Massachusetts), H arvard University Pres, 1988.
4 Richard von Krafft-Ebing, Psychopathia Sexualis, N ueva York, Stein and Bay,
1978.
5 Sobre un caso concreto de im posición de examen forense para determ inar el
Sin embargo, la inédita atención que despierta la ambigüedad se­
xual no sólo indica la preocupación por el establecimiento de “cate­
gorías erróneas”. Más generalmente, indica la articulación de un “ré­
gimen de la sexualidad” que establecerá una rígida distinción entre
hombres y mujeres. Distinción, en prim er término, anatómica, según
la cual no pueden existir casos intermedios; cada persona es necesa­
riamente o bien hombre o bien mujer, y nunca ambas cosas a la vez
ni, por supuesto, alguna otra cosa. Subsidiaria de esta ordenación de
los cuerpos es la establecida por el “régimen del género”.
Entre uno y otro régimen se establece un sistema de exclusión
que subsume en una misma categoría bastarda todas las “anormalida­
des” o “desviaciones”. Bies sea éste el ámbito de “la perversión” o el
del “tercer sexo”, tal espacio funciona como cajón de sastre que real­
za por oposición el modelo políticamente conservador, económica­
mente productivo y culturalmente integrador. U n modelo de hetero-
sexualidad institucionalizada.

IV. L A C O N S T R U C C IÓ N D E U N “C U E R P O H O M O S E X U A L ”

“El hom osexual” es quizás el más paradigm ático de los sujetos de


desviación elaborados y desempeña, sin lugar a dudas, un papel pri­
mordial en el nuevo régimen de sexualidad. Ello se debe a que es ca­
racterizado como susceptible de apelar a múltiples criterios de con­
trol: desde la condena moral al escarnio popular o a la terapia médica.
“El hom osexual” “es” (puede ser) delincuente y loco, de manera si­
multánea, o según quién establezca su verdad. Puede ser encerrado en
cárceles o en hospitales. “El hom osexual” señala, además, diferentes
estrategias de dominación y estructuras de poder: desde la confesión,
la penitencia y la negación de sí o la entrega sacrificada a una causa

“verdadero” sexo en un caso confuso, véase Michel Foucault (presentación), Hercu-


line Barbin, llamada Alexina B., Madrid, Revolución, 1985. U na versión contem porá­
nea de esta inquietud se produjo en un program a de la televisión estadounidense ABC
en 1976. El presentador, G eraldo Rivera, preguntaba a H olly W oodlawn: «Please,
answer me. W hat are you? Are you a wom an trapped in a m an’s body? Are you a he­
terosexual? Are you a homosexual? A transvestite? A transexual? W hat is the answer
to the question?», a lo cual W oodlaw n respondió: «But, darling, w hat difference does
it make as long as you look fabulous?» (citado p o r Vito Russo, The Celluloid Closet.
Hom osexuality in the Movies, N ueva York, H arp er and Row, 1987).
superior, técnicas postuladas por las asociaciones religiosas, hasta la
hospitalización o el psicoanálisis defendidos por los estamentos mé­
dicos 6.
Cuando el abogado alemán Károly María Benkert acuñó este tér­
mino en 1869, aún no podía señalarse la existencia socialmente signi­
ficativa de un sujeto sexualm ente desviado. Estaban catalogados,
claro está, el sodomita y el libertino, personajes pecadores como po­
día serlo cualquier otro hijo de Eva y Adán. Personajes, entonces, no
reconocibles, definidos por un acto contra natura el primero, y por
un exceso de lujuria el segundo, pero no atados irremediablemente a
un determinado estatuto. Las categorías son flexibles.
Se puede establecer una diferencia significativa entre el tradicional
libertino y el m oderno perverso-hom osexual. El libertino, que no
contraviene el orden divino de la procreación al ser “heterosexual”,
puede operar sobre sí o a su alrededor esa reducción a la anatomía
(por consumo de material pornográfico, por seducción o acoso del
cuerpo deseado o por exhibición del propio cuerpo genitalizado). El
pervertido es, desde el m om ento en que su esencia queda determ i­
nada, objeto permanente e involuntario de una reducción establecida
desde instancias ajenas. «El suplicio libertino hace avanzar y lleva al
extremo la lógica de la reducción anatóm ico/quirúrgica del cuerpo,
postulada por la ciencia. H ay en el saber fisiológico y en la práctica
quirúrgica una agresión diferida, mediatizada en una legitimidad uni­
versitario/hum anitaria (conocer/curar) que el libertino se apropia y
exhibe como lo que es: el movimiento violento, cruel, primario de la
pulsión» 7. Esa apropiación, esa capacidad de elección le están vetadas
“al hom osexual”. El libertino puede ser cuerpo si quiere, pero puede

6 Esta confusión de ámbitos, le perm ite a “la hom osexualidad” seguir teniendo vi­
gencia con el paso del tiempo: las instituciones de control evolucionan o se comple­
m entan o, excepcionalmente, son sustituidas p or otras nuevas, pero “la hom osexuali­
dad” sigue funcionando com o instancia susceptible de dominación. P or ejemplo, la
legislación franquista, inspirada en postulados eugenistas, se presenta más como “asis-
tencial” que como represiva: para quienes “realicen actos de hom osexualidad”, la Ley-
de Peligrosidad y Rehabilitación Social prevé el internam iento en centros de reeduca­
ción. Si bien es cierto que uno de estos centros se abrió en Huelva, la m ayor parte de
los encarcelados cumplieron las penas en los mismos presidios que el resto de los de­
lincuentes (Arm and De Fluviá, Aspectos jurídico-le gales de la homosexualidad, Barce­
lona, Instituto Lambda, 1979).
7 M arcel H énaff, Sade. La invención del cuerpo libertino, Barcelona, D estino,
1980, p. 29.
umbién dejar de serlo (Casanova y D o n ju á n acaban “entrando en
razón”). El pervertido no tiene esa posibilidad.
Los nuevos personajes se caracterizan por una serie de rasgos que
son considerados esenciales. N o responden (según los nuevos análi­
sis) a una coyuntura determinada ni a un acto volitivo: les son con­
substanciales. Tales rasgos son perceptibles a simple vista o, cuando
menos, detectables por algún procedimiento. Sin embargo, cuando se
define al “hom osexual” no existen criterios generalmente admitidos
•| ne lo identifiquen; aparentemente, nada diferenciaba al nuevo sujeto
perverso de sus conciudadanos. Nadie hasta el siglo XIX había postú­
lalo la existencia de un “cuerpo homosexual”, de una especificidad
lisiológica 8.
De este modo, las señas del estigma debieron ser inventadas. Una
nueva categoría social impulsa nuevas disciplinas: una “fenomenolo­
gía homosexual” que construye los signos que identifican determina­
dos cuerpos; una “epistemología de la homosexualidad”, o disciplina
desde la que se establecen los criterios definitorios de la nueva cate­
goría. N unca se hablaría, claro está, de invención de signos, sino de
descubrimiento de elementos que podían haber pasado desapercibi­
dos, pero que desde siempre ya habían estado ahí. El “cuerpo hom o­
sexual” es, desde que nace, un objeto de ciencia por excelencia.
La constitución de una fisiología identificable por simple obser­
vación da cuenta de la concepción de la práctica sexual como deter­
minante de los criterios de pertenencia a una categoría. El corolario
lógico de esta prem isa es la idea del cuerpo (y en p articu lar del
"sexo”) como elemento de revelación de lo más íntimo de la persona;
i orno el locus de su verdad 9.
La técnica de descubrimiento de la esencia fisiológica por exce­
lencia es la autopsia del cuerpo asesinado, ejecutado o “suicidado”, a
la que se une el examen o reconocimiento forense del cuerpo vivo,
pero encerrado en prisiones o manicomios. Así, al acto de inconti­
nencia o pecado le sucede una “esencia m orbosa”. El reclutamiento
en instituciones hospitalarias o carcelarias de sujetos a partir de los
que basar investigaciones que después se presentan como general­
mente válidas ha sido una constante en la aproximación “científica” a

s D avid F. G reenberg, The Construction o f Hom osexuality, Chicago (Illinois),


I lie U niversity of Chicago Press, 1988.
9 Michel Foucault, Historia de la sexualidad. Volumen 1, La voluntad de saber,
Madrid, Siglo XX I, 1978.
“la hom osexualidad”. Otras metodologías diferentes (como la pre­
sentación de sujetos absolutamente “norm ales” ^ u e lleva a cabo Ha
vclock Ellis) no tienen demasiada trascendencia .
De este m odo, el descubrim iento del nuevo “cuerpo hom ose­
xual” parecía, en un principio, una simple cuestión de observación
sagaz. El mero reconocimiento de una anatomía permitiría descubrir
(desvelar) al “hom osexual”. Así, el ya m encionado médico francés
Ambroise Tardieu, escribía en 1857 (veinte años antes de que Lom-
broso “reconociera” al delincuente) que los sodom itas podían ser
identificados, ya que presentaban una dilatación del esfínter, un ano
en forma de embudo, un pene puntiagudo y de reducida dimensión,
los labios gruesos y deformados, la boca torcida y los dientes muy
cortos. Tales eran los signos que demostraban la práctica de la pene­
tración anal y de la felación 11. Su visión es aún deudora del requisito
cristiano de ejercicio pecaminoso de la corporalidad. De su descrip­
ción se deduce un déficit de hum anidad, que puede detectarse por
observación no sólo de las prácticas corporales (el “coito animal”),
sino también a partir de la constitución anatómica (para Tardieu, el
pene del perverso es puntiagudo, como el de los perros) o de los há­
bitos (rechazo de la limpieza; atracción p o r el hedor de las letri­
nas...).
O tro experto en medicina legal, el alemán Friedrich, caracterizaba
al sujeto perverso, también a mediados del siglo XIX, en función de
un doble criterio referente a la práctica sexual. Así, si “el activo” tiene
el pene “delgado y pequeño” y “persigue a muchachos jóvenes con

10 U n estudio m uy reciente sobre la etiología de “la hom osexualidad”, elaborado


por el profesor LeVay (en el que se asocia “hom osexualidad” y tamaño del hipotá-
lamo) ha sido elaborado también a partir de cadáveres. García Valdés, médico peniten­
ciario, presenta un estudio general sobre “la hom osexualidad” a partir de una muestra
de 205 presos. La primera parte de su investigación es descrita así p or el autor: «Una
vez conseguida una buena relación con el sujeto explorado, se procedía al estudio de
su morfología somática, se anotaba el tipo constitucional, se le pesaba y tallaba, obser­
vando el desarrollo de los caracteres sexuales prim arios y secundarios. En algunos ca­
sos se realizaron fotografías cuando el sujeto era un transf-cual o presentaba alguna
característica de interés» (Alberto García Valdés, Historia y presente de la homosexua­
lidad, Madrid, Akal, 1981, p. 131). Las citadas fotografías, buena m uestra del criterio
que determina el interés del autor, pueden verse en el citado libro. Véase tam bién H a-
velock Ellis, Psychology o f Sex, Nueva Y ork, Harvest/HBJ, 1961.
11 Alain Corbin, «Coulisses», en Philippe Aries, y Georges D uby (comps.), His-
toire de la vieprivée (vol. 4), París, Le Seuil, 1985, p. 586. [.Historia de la vida privada,
vol. 4, Madrid, Taurus, 1989],
mirada lasciva”, “el pasivo” presenta una “columna vertebral (...) ha­
cia arriba, más o menos torcida”, mientras que “la cabeza cuelga ha­
cia adelante. Los rasgos faciales hundidos, la mirada apagada y sin
vida; los huesos de la cara resaltan y los labios apenas parecen poder
cubrir los dientes”. La imagen que construye Friedrich para el perso­
naje que traiciona no sólo su sexo sino además su género se parece
sospechosamente a la de una calavera n .
“El hom osexual” era algo más que el sodomita o el perverso. Es­
tos últimos debían practicar su pecado de forma reiterada (e intensa)
de modo que su cuerpo hablara por sí mismo, aunque sólo fuera en la
imaginación de los nuevos epistemólogos de la perversión. “El h o ­
mosexual”, no obstante, lo era incluso sin practicar su vicio; antes de
que éste se manifestara. Las primeras conjeturas etiológicas apunta­
ban mayoritariamente hacia la hipótesis congénita (Ellis, Molí, Mara-
ñón...). Tal era el nuevo desafío para los herederos de Tardieu: locali­
zar al hom osexual antes de que ejerciera su influencia perniciosa
sobre la sociedad 13.
Esta nueva inquietud respondía, además, a la evidencia que se iba
acumulando: determinados sujetos podían escapar a los criterios de la
medicina forense; y la ley, que antes castigaba la sodomía (la comi­
sión del acto de pecado), empezaba ahora a criminalizar la “orienta­
ción”; pretende ser preventiva (encerrar o curar al “homosexual” an­
tes de que actúe), y universal (localizar a todos los sujetos “de
peligrosidad”, como diría más tarde el legislador franquista). La arti­
culación de los delitos de proposición deshonesta (incitation a la dé-
bauche en francés o soliciting en inglés) en el marco de la creciente
ordenación penal de los afectos y placeres responde a estas nuevas
concepciones.

12 C itado p or García Valdés, 1981: 81. O tra de las abundantes caracterizaciones


del su je to m ascu lin o p e rv erso a p u n ta p e zo n es grandes y sensibles, h o m b ro s
redondeados, pecho sin pelo, piel delicada, caderas anchas y andar balanceante. Cf.
Potter Le Forest, Strange Loves. A Study in Sexual Abnormalities, N ueva York, R o­
bert Dodsley, 1933. Las visiones menos hostiles proponían, en la misma línea, otros
tactores determinantes de la esencia: Ellis (1961), por ejemplo, hablaba de un aspecto
juvenil que se mantenía hasta la edad adulta.
13 La hipótesis congénita tenía, no obstante, otra lectura: permitía, en efecto, supe­
rar las implicaciones de la inversión adquirida, que era explicada en términos de mas­
turbación, aburrim iento, vicio, perversión... Además, una inversión congénita justifi­
caba su existencia en otros lugares y en otras épocas (esencialm ente en la Grecia
clásica), con lo que se desacreditaba la idea de que “la homosexualidad” era un signo
contem poráneo de decadencia y degeneración de la especie humana.
Se entra, de este modo, en un doble proceso de localización. De
un lado, los criterios se especializan; cada vez es más difícil encontrar
la señal definitiva e incontestable de “la homosexualidad”. Así, em­
piezan a buscarse “erro res” genéticos, “desarreglos” horm onales,
“ traum as” infantiles, “frustraciones” en la juventud, procesos de
“inadecuada resolución del complejo de E dipo”, episodios de “se­
ducción” por parte de un adulto, caracteres “posesivos” en la madre
o “absentistas” en el padre, factores ambientales... 14.
Las técnicas se sofistican en la misma medida que las hipótesis;
del psicoanálisis a los tests psicológicos que pretenden descubrir
“tendencias” ocultas, los mecanismos se complican a la vez que se
hacen incuestionables: la verdad del subconsciente o del genoma hu­
mano sólo pueden ser desveladas desde posiciones de saber restringi­
das y elitistas a las que hay que plegarse. En muchos casos, la especu­
lación so b re la “v e rd a d ” sexual de las personas no es siquiera
conocida por éstas. Los tests mencionados pueden constituir el crite­
rio que determine la no contratación de una persona 15.
Otras formas de acceder a la verdad secreta desde posiciones de

14 Todas estas hipótesis resultan altam ente problem áticas. De hecho, todas han
sido contestadas p o r el estudio de Bell, W einberg y Ham m ersm ith que señala sus ses­
gos ideológicos. C ualquier aproxim ación etiológica a la “cuestión hom osexual” se
topa con un problem a de fondo irresoluble: el “objeto” de investigación se da p o r su­
puesto, pero no es nunca rigurosamente definido. Se pretende así establecer “la causa
de la hom osexualidad” sin considerar que “ la hom osexualidad” es una entelequia
construida en el contexto de un determinado régimen de afectos y placeres. Alan P.
Bell, M artin S. W einberg y Sue Kiefer Ham m ersm ith, Sexual Preference, Blooming-
ton, Indiana University Press, 1981.
15 P o r ejem plo, el Inventario M ultifásico de Personalidad de M inesota (M M Pl)
consta de 550 afirmaciones a las que se debe responder “verdadero” o “falso”. Un
subconjunto del total constituye una escala diseñada para descubrir “la hom osexuali­
d a d ”. Así, “el hom osexual” deberá responder “v e rd ad e ro ” a afirm aciones como:
«Creo que me gustaría trabajar de bibliotecario»; «Solía gustarme dejar caer el p a­
ñuelo»; «Me gusta la poesía»; «Me gustaría ser florista»; «Me gusta cocinar»; «Si fuera
artista dibujaría flores»; «Si fuera reportero me encantaría hacer crónicas de teatro»...
P or el contrario, “el hom osexual” respondería “falso” a proposiciones como «Me gus­
tan las revistas de mecánica»; «N o me dan miedo las serpientes»; «Me gusta la cien­
cia»; «Tengo gran confianza en mí mismo»; «N o es fácil herir mis sentim ientos»...
(Michael Ruse, La homosexualidad, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 241 ss.) Al margen de
la muy discutida capacidad predictiva del MMPI (al parecer escasa), no cabe duda que
su “escala hom osexual” aporta una gama amplia de estereotipos, amén de ser de du­
dosa legalidad. Véase tam bién Bernard F. Riess, «Psychological Tests in H om osexua­
lity», en Judd M arm or (comp.), H om osexual Behavior, N ueva Y ork, Basic Books,
1980.
poder, aunque no necesariamente desde posiciones de saber, no pier­
den vigencia: el interrogatorio, la tortura, el espionaje o la confesión
hacen partícipes del proceso de descubrimiento y escarnio a policías,
jueces, curas, jefes... Al ser la localización un imperativo, cualquier
método es válido.
Así, de otro lado, el reconocimiento se democratiza. Si “la ver­
dad” está del lado de la especialización técnica, del lado de la ciencia,
de los expertos, del poder o la fuerza, no por ello se impide (antes al
contrario) que cualquiera juegue al descubrimiento. De este modo,
toda la sociedad se da a la búsqueda y localización (a menudo pura­
mente especulativa) del “hom osexual”. El proceso parece sencillo
cuando se subvierten abiertam ente los roles de género: travestís y
plumas desatadas serán las grandes victorias de las más sagaces mira­
das; ellas no pretenden ocultarse, en ocasiones, al revés, se exhiben
desafiantes, con orgullo. En casos menos evidentes, el sistema no es
infalible, y se alzan voces en contra de la especulación infundada. La
mera apariencia será a menudo factor suficiente para dar lugar a la es-
ligmatización, aunque se tiende a exigir un cierto rigor 16. En cual­
quier caso, son las posibilidades de puesta en práctica del régimen de
control lo que importa; la precisión del veredicto es secundaria.
La gran mayoría, no obstante, menos “evidentes”, nada “desa­
liantes”, escudándose en los límites de los criterios de reconoci­
miento (incluso los más sofisticados), y amparándose en postulados
de no asunción de etiquetas y de permanencia en una supuesta liber­
tad derivada de la indefinición, queda condenada a un disimulo alie­
nante, a una ocultación vergonzante, y a la confirmación por defecto
de un imperativo de heterosexualidad. Una espada de Damocles pesa
en todo momento sobre sus cabezas: en cualquier m om ento pueden

16 El “honor mancillado” de un dudoso “heterosexual verdadero” acosado p or im ­


putaciones de “falta de masculinidad” es el objeto de la película de Vincente Minelli
Tea and Sym pathy (1956). La película reclama la tolerancia hacia quienes, en ausencia
de pruebas de “hom osexualidad”, presentan signos que dan pie a dudas. Se ponen así
ilc manifiesto los límites de la epistemología de la homosexualidad, que hace de cual­
quier indicio significativo un caso incuestionable de esencia desviada. Las intercone­
xiones de los regímenes del género y del sexo son evidentes, y si bien el género es sub-
■.idiario, en ocasiones (com o m u estra esta película), basta para fu n d a m e n ta r el
i scarnio. Q ueriendo señalar los riesgos de interpretación errónea, se consigue, para­
dójicamente, establecer de manera efectiva esa relación entre masculinidad limitada e
inadecuación al régimen. D eborah Kerr salva in extremis a John K err de ese estatuto
de scapegoat sissy (m ariquita-cabeza-de-turco o chivo expiatorio) que la historia le
■isigna (Russo, 1987: 113).
ser descubiertos. Si “el hom osexual” reconocible, es decir, el maric.i,
recoge toda la hostilidad de la sociedad, el oculto, “el arm ario” y la
lesbiana invisibilizada concentran en sí toda su ansiedad, actuando
como válvulas de escape de un estricto régimen.

V.LOS EFECTOS PERNICIOSOS DE LA R E D U CC IÓ N AL CUERPO

Al constituir el nuevo sujeto homosexual como cuerpo, los discursos


de control social operaban una reducción drástica de las posibilidades
de existencia autónom a de gais y lesbianas. La legislación, los prejui
cios de origen popular inspirados por saberes articulados y las for­
mulaciones morales confirmarán dicha reducción, establecida origi­
nalmente desde presupuestos científico-jurídicos. Se impide así casi
cualquier interacción de gais y lesbianas entre sí y con el resto de la
sociedad. “La” o “el hom osexual” sólo lo son en el ejercicio de la
práctica corporal que tiene el placer como supuesta finalidad. Cual­
quier otra actividad queda definida desde una heterosexualidad mo-
nopólica y opresiva, es decir, no son de su competencia salvo en el
contexto de un determinado régimen de secreto, discreción, tem or al
descubrimiento y sumisión.
De este modo, las relaciones físicas, imposibles de erradicar en
tanto que locus último de la perversión y razón de ser de las prácticas
represivas, son sometidas a un control estricto. Los encuentros entre
gais serán fugaces, anónimos y clandestinos porque no será posible
articular ningún otro modelo de relación. Batidas, amenazas, regis­
tros, detenciones, humillaciones y violencia en diversos grados y por
parte tanto de fuerzas del orden legítimo (brigadas especiales de con­
trol, actuaciones policiales rutinarias...) como por parte de bandas
que actúan desde una explícita o supuesta connivencia con las prim e­
ras, establecen el placer como finalidad incierta del encuentro. Los
encuentros entre lesbianas, en un contexto de hostilidad general hacia
las mujeres en los espacios públicos, se privatizarán hasta su desvane­
cimiento.
Si el contacto físico es precario y se ve amenazado, cualquier otra
interacción no exclusivamente corporal desaparece casi literalmente.
I ,a hostilidad social impide el desarrollo de relaciones estables: la ex­
presión pública de afectos se convierte en un acto de heroísm o o
martirio; la construcción de proyectos de vida en común resulta in-
toncebible; el cortejo o el romance carecen de canales de expresión,
paradigmas o modelos de inspiración, por lo que quedan al margen
ilr las posibles articulaciones de relaciones interpersonales 17.
La legislación y la jurisprudencia anulan la posibilidad de m ater­
nidad a las lesbianas y de paternidad a los gais. La producción y re­
producción de cuerpos sólo se autoriza si el proceso está tutelado.
IJna “familia” (concebida como institución de reproducción del mo­
lido legítimo de convivencia formado por una pareja heterosexual es-
lable, unida por vínculo canónico o legal con finalidad reproductiva),
es el requisito que combina un hom bre (cabeza de familia) y una mu-
jer (cuerpo de familia). O tros modelos precarios pero siempre deu­
dores del esquema hetero-patriarcal (internados, orfanatos...) son, en
ultima instancia, admisibles. Lo que es intolerable es una unidad de
i onvivencia formada por dos hombres o dos mujeres (por no salir del
esquema de la pareja).
Todos los roles socialmente significativos son construidos desde
supuestos de imperativo heterosexual. Por ello, es la propia identi­
dad, la visión del m undo y de la inserción de sí en un contexto deter­
minado, las que se ven afectadas. El ámbito laboral resultará amena­
zante y el derecho al trabajo se ejercerá bajo m ínim os; el rol de
irabajador o trabajadora no está abierto a posibles desafíos al régimen
de afectos y placeres establecido. De manera explícita o por medio de
subterfugios, muchas actividades laborales permanecen inaccesibles a
gais y lesbianas. Para la mayoría, la consecución o mantenimiento de
un puesto de trabajo depende del estricto cumplimiento de los requi­
sitos de discreción, secreto y clandestinidad que permiten la ilusión
de una heterosexualidad universal. Las fuerzas armadas, la enseñanza
o la alta política constituyen ejemplos palpables de este requisito de
negación de sí y de connivencia con un régimen restrictivo.
El ámbito político se volverá alienante hasta el punto de que el
ejercicio de la ciudadanía (quintaesencia de la actividad del sujeto li­
bre) será precario, por no decir meramente simbólico. Los principios
lormales de libertad o igualdad pierden todo contenido. Garantiza­
dos en teoría de manera universal, pocos instrum entos jurídico-lega-
les, pocas actitudes, pocos compromisos parecen capaces de otorgar­

17 A este respecto, son interesantes las opiniones de Michel Foucault (entrevistado


por James O ’Higgins) «O pción sexual y actos sexuales», en George Steiner y Robert
Boyers (comps.), H om osexualidad: literatura y política, Madrid, Alianza, 1985.
los suficiente eficacia o credibilidad. Las listas electorales y los pro
gramas políticos que en los sistemas democráticos se presentan conv>
propuestas destinadas a recabar apoyos, reproducen de forma paté
(ica ese esquema de imperio coherente del modelo heterosexual, tole
rante quizás de una subsidiaria “homosexualidad” entre la ignominu
y el secreto voces.
La censura borra del universo de los referentes cualquier vestigio
de realidad artística o literaria; cualquier reflexión o pensamiento de
.uitoafirmación o reivindicativo. “La homosexualidad” sólo puede st'i
elaborada desde criterios de reducción a prácticas corporales defini
das por el régimen del sexo como de autodegradación o traición de la
anatomía (maricas), o de incompleta y burda imitación del “verda
clero” placer (lesbianas). La reglamentación de los referentes suscepti
bles de representación pública incide en un único modelo, según el
cual la “desviación sexual” va de la mano de cualquier otra “desvia­
ción” ,8.
Los gais son sólo cuerpo, las lesbianas ni eso. En ausencia de
“hom bre”, la lesbiana, simplemente, deja de existir. “Los hom ose­
xuales”, p or su parte, son hipercuerpo: si su existencia sólo queda
confirmada p or la práctica sexual, ésta pasa a ser tan definitoria que
preside toda su vida. “El hom osexual” es presa de bulimia sexual, se­
duce sin control, consume organismos de manera inmoderada, busca
el placer con ansiedad y desesperación como si (efectivamente) no
pudiera hacer otra cosa.
La reducción del “sujeto hom osexual” al cuerpo, y la reducción
de su expresión corporal a la búsqueda del placer, dan lugar al estereo­
tipo de un gozo que es: 1. inmoderado, 2. frustrante y falso, y 3. des­
tructivo. Tales postulados, en elgunos casos, se articulan como profe­
cías que se cumplen a sí mismas.
Placer inmoderado, en prim er término, por expresarse, en el ima­
ginario colectivo, a través de una interminable sucesión de encuen­
tros sexuales. El fantasma de la promiscuidad como rasgo definitorio
de la “esencia homosexual” tiene más relevancia en el seno de la epis­
temología de la homosexualidad que en el contexto de la realidad co­
tidiana de los gais. Si existe una realidad sexuada, esa es, en rigor, y

18 La literatura popular y el cine establecen un sistema de incompatibilidades: los


personajes de sexualidad desviada sólo pueden ser criminales. Las lesbianas, p o r ejem­
plo, aparecen siempre en las películas sobre cárceles de mujeres y en las películas de
vampiros (Russo, 1987).
mu todos los pronunciam ientos a favor, la realidad heterosexual19.
I '.le estereotipo pone de m anifiesto la negación del cuerpo y el
miedo a reconocer el placer establecidos a partir del supuesto de su-
l» ración de la dimensión física como condición de acceso a un esta-
iuto de sujeto.
Es éste, en segundo lugar, un placer frustrante y falso. Com o ya
In observado, “la m ujer” como realidad corpórea constituye un espa-
■ii» de interacción para el sujeto “verdadero”. La mujer se constituye
■iuno alteridad complementaria del hombre. Una relación sana y na­
tural es la que se establece en función de dicha complementariedad.
I m c es el placer verdaderamente satisfactorio. H om bre y mujer, dos
■i'xos absolutos y contrarios, uno positivo y valorado (potencia, ex­
plosión, proyección, espíritu), y otro negativo y denostado (impoten-
i i.i, implosión, agujero, cuerpo). La doble negatividad hace inconce­
bible una relación física placentera entre m ujeres. La identidad
ibsoluta en el seno del “mismo sexo” imposibilita la relación de un
hombre con otro. Es com o N arciso y su imagen reflejada. C ada
nueva relación es un reencuentro con lo mismo. N o hay verdadero
placer sino frustración. Se establece así la identidad absoluta entre
ilos personas por el simple hecho de tener anatomías similares.
Éstos son, escuetamente, los argumentos en los que una buena
parte del psicoanálisis se ha basado para establecer el carácter patoló­
gico de “la homosexualidad”. En estas concepciones de la alteridad
imposible coinciden paladines tanto del psicoanálisis moral de inspi-
iación católica como de la laica sociología posmoderna. Para Anatre-
lla, la desaparición “del o tro ” es la seña de identidad de las sociedades
occidentales contem poráneas. Por ejemplo, la contracepción es el
medio que “evita la aparición de un tercero”; el aborto es “lo que lo
suprime”; el uso de drogas es un “encierro en una actitud narcisista”;
el suicidio traduce “la dificultad de establecer un lazo entre sí y el
ol.ro”; y, por supuesto, “la homosexualidad” es “la incapacidad de ac­
ceder al otro sexo”. Para este autor, “los homosexuales” “omiten la

19 Los estudios sobre com portam iento sexual confirm an el carácter mítico de la
multiplicidad de relaciones. Si ello puede, efectivamente, afirmarse para algunos indi­
viduos, la mayoría, no obstante, tiene relaciones sexuales relativamente poco frecuen-
ics. El clásico estudio de Kinsey, Pom eroy y M artin da una media de 1,3 orgasmos
l>or semana para los gais y de 3,0 para hom bres “heterosexuales”. C f Alfred Charles
Kinsey, W ardell B. P om eroy y C lyde E. M artin, Sexual B eh avior in the H u m an
Male, Filadelfia (Pensilvania), W.B. Saunders Co, 1948.
existencia de los dos sexos”; se “niegan a diferenciarlos”; “no saben
integrar en su vida psíquica la diferencia sexual” 20. En la misma línea,
Baudrillard afirma que «La verdadera sexualidad es “exótica” [...] re
side en la incomparabilidad radical de los dos sexos —si no jamás ha
bría seducción, sino sólo alienación del uno por el otro» 21.
U n placer, por último, destructivo. Com o ya se ha dicho, “la mu
je r” constituye el p rototipo de alteridad con la que el sujeto (“el
hom bre”) interactúa. Ahora bien, “el hom osexual”, pese a ser tam­
bién realidad reducida a cuerpo, es un ejemplo de falsa alteridad; es
una “falsificación” de “ la m ujer” y, peor aún, una “traició n ” del
“hom bre”. “El hom bre” no establece una interacción con “ello” del
mismo modo que lo hace con la mujer. “El homosexual” no apela a la
seducción, sino a la violencia, única reacción posible ante ese su­
puesto de “alienación del uno por el o tro ” que establece Baudrillard.
“El homosexual” es incapaz de acceder al “otro sexo”, y en su bús­
queda de alteridad, tras mil frustraciones, se entrega a la muerte. La
interminable búsqueda de la alteridad no tiene otro fin que el fin de la
vida. La represión, la humillación, la violencia, la muerte se constitu­
yen como parte del “program a” de realización de “la homosexuali­
dad”. El papel a desempeñar que el régimen concede está dictado por
un destino fatal. Ya estamos muy cerca de las mitologías en torno al
sida.

VI. EL SUJETO QUE TRASCIENDE EL CUERPO

Si, como hemos visto, “el hom osexual” es sólo sexo (cuerpo perdido
en el ejercicio de su dimensión física), en el polo opuesto se sitúa “el
hom bre”; el sujeto por excelencia, cuya esencia se dirime en la vida
social, la disciplina, la responsabilidad, la moral, la economía, la filo­
sofía, la política. U n sujeto que no tiene que aclarar su heterosexuali-
dad porque le es consustancial, que ejerce socialmente (y físicamente,
pero en secreto, y a través de los objetos que domina) un papel pre­
determinado. El sujeto verdadero personifica el lado positivo y valo-

20 T ony Anatrella, N o n a la société dépressive, París, Flammarion, 1993, pp. 128,


171,224, 277, 192, 187, 198.
21 Jean Baudrillard, La transparencia del mal, Barcelona, Anagrama, 1991, p. 138.
i.ulo de la oposición simbólica que se establece en términos corpora­
les entre la cabeza (el cerebro) y el —bajo— vientre (los genitales), y
Hile equivale a otros binomios: Racionalidad/Instinto, Alm a/Cuerpo,
i u étera.
Históricamente, se puede observar el creciente alejamiento de un
ujeto progresivamente articulado con respecto a su fundamento car-
n.il. Dicho proceso, que termina pasando a formar parte de una iden­
tidad burguesa, se desarrolla en Europa a lo largo de los siglos XVI y
\Vil. El pudor, la cortesía o los modales se constituyen como medios
•le actuación sobre el propio cuerpo. Una serie de códigos de com­
portamiento establecerán su reclusión en un espacio definido por
unos límites estrictos. El cuerpo (como el sujeto que lo domina) debe
ht cerrado, contenido, unificado, atenuado 22.
El catálogo de limitaciones y renuncias que se establece para ese
■.njeto “verdadero y absoluto” forma parte de las exigencias del rol
masculino. Racional, responsable y productivo, debe sublimar sus
deseos. En los ámbitos de interacción con instancias no complemen-
i.trias (en el seno de ese “mismo sexo”) se establecen criterios destina­
dos a desencarnar y deserotizar las relaciones. Los espacios institu­
cionales en los que histriónicamente se representa una masculinidad
hiperbólica (el ejército, por ejemplo), son los que con más frecuencia
hacen gala de una mayor hostilidad hacia las relaciones homosexua­
les. En estos ámbitos de “alta densidad de masculinidad”, ésta se de-
line en la equivalencia entre la virilidad y el rechazo violento de “la
homosexualidad”. Paradójicamente, ello sólo es posible en un con­
texto de idealización de la masculinidad falócrata y de connivencia
cómplice con la exclusión de las mujeres. Todas las formas de intim i­
dad “entre hom bres” (incluyendo el admirativo reconocimiento recí­
proco de la anatom ía genital, el uso de expresiones claram ente
.ilusivas a la homo-sexualidad y el contacto físico disfrazado de com­
petición o lucha) son posibles, siempre y cuando su expresión sim­
plemente placentera o incluso afectiva estén rígidamente proscritas.
El verdadero sujeto socialm ente instituido se define negativa­
mente, porque en positivo no existe. Así, no es ni mujer ni “homose­
xual”. El sujeto que escapa a la esclavitud del cuerpo y de la carne no

22 Jean-Jacques C ourtine y Georges Vigarello, «La physionom ie de Phomme im-


pudique. Bienséance et im pudeur: les physiognom onies au XVle et au xviie siecle»,
l’arure, pudeur, étiquette. Com m unications, núm. 46, París, Le Seuil, 1987, pp. 79-91.
tiene la piel “de color” (es blanco). Su corporalidad es socialmenie
irrelevante toda vez que sea plena, es decir, carente, al menos en apa
rienda, de estigmas, de dolencias, afecciones, “minusvalías” o “disca
pacidades”. Es, pues, un sujeto completo, no precario, desarrollado
(adulto), no necesitado económicamente (independiente). U n sujeto
quizás no del todo ficticio, pero decididamente sí m inoritario, y que,
sin embargo, se las arregla para escapar a todos los criterios de discri
minación, a todos los mecanismos de represión 23. U n sujeto no arti
culado, porque toda articulación discursiva legítima (la ley vigente, la
moral mayoritaria, la lógica reconocida) es, por defecto, la suya. Es el
trabajador, el legislador, el moralista, el presentador de televisión, el
escritor de novelas, padre, vecino y consum idor...
M inoritario y omnipresente, el sujeto por excelencia es un ser tan
social, tan político, tan filosófico, que su presencia casi ha perdido
toda corporalidad; es una abstracción en ocasiones difícilmente loca-
lizable 24. Del mismo modo que se establecen los privilegios deriva­
dos del ejercicio de una subjetividad racional no atada a los “instin­
to s”, se podría especular sobre el precio a pagar por la renuncia al
propio cuerpo. De la renuncia a las manifestaciones típicas del placer
corporal establecida por el ensalzamiento y la imposición del celibato
en el seno de la Iglesia (cuerpo particularm ente denostado por los
gnósticos) a la ordenada y rutinaria sexualidad burguesa, el ejercicio
de la supremacía no parece exento de inconvenientes. En particular,
el cuerpo negado amenaza constantemente con traicionar el régimen
que lo controla. La sustancial precariedad de ese sujeto puede ser
puesta en evidencia por su propio cuerpo en cualquier momento.

23 Recientes estudios pretenden establecer un ámbito com ún de discursos de opo­


sición frente a los criterios de definición de categorías m inoritarias y marginales (Ab-
dul R. JanM oham ed y David Lloyd [comps.], The N ature and Context o f Minority
Discourse, N ueva Y ork y O xford, O xford University Press, 1990). U n postulado bá­
sico de estos estudios es la afirmación del carácter m ayoritario que adquiriría un único
discurso de liberación en el que se integraran diversos discursos de minorías. Renacen
así postulados populares durante los sesenta y que habían sido, en cierto m odo, olvi­
dados una década después en favor de particularismos o de establecimiento de especi­
ficidades.
24 El ejercicio de la corporalidad que lleva a cabo el sujeto se reduce, en ocasiones,
a la manifestación falócrata de relaciones de poder. Así, más que de cuerpos y place­
res, se trata de poner en práctica ejercicios de imposición por la fuerza, es decir, de re­
ducción del otro (con frecuencia la otra) a esa dimensión material. En este caso, el
cuerpo del sujeto no actúa más que como instrum ento que materializa la dominación.
Es decir, como aquello que le permite y le garantiza su condición metafísica.
El acceso a la subjetividad, es decir, la capacidad de ejercer como
Mijeto consciente de sus acciones, protagonista de su vida, capaz de
organizaría, se circunscribe al modelo pleno que he descrito. Sin em­
bargo, la consideración de sí como capaz, m erecedora o digno de
ejercer la autonomía y determinar la propia vida, está sujeta a contin­
gencias históricas. Si el pensam iento del lesbianismo feminista su­
braya el carácter masculino de la subjetividad 25, incide también en las
posibilidades de una subjetividad de las mujeres.
El Cristo de la fe católica, prototipo de renuncia a la propia di­
mensión carnal, podía decir que su cuerpo le daba igual, que nunca
conseguirían matar sus ideas. Sólo un sujeto como el que estamos de-
liniendo podía entonces, como ahora, permitirse ese sacrificio (o esa
altanería). Los cientos de miles de gais y lesbianas asesinadas por la
liomofobia de manera cotidiana y a lo largo de siglos no han dejado
apenas h u ella26. Y ello a pesar de la especificidad que caracteriza di­
cha violencia desde la imposición de un régimen de afectos y placeres
Cxcluyente. Aún hoy, las asociaciones de lesbianas y gais francesas no
pueden participar en los actos de homenaje a las personas deportadas
por los regímenes nazis, porque asociaciones judías, gitanas o com u­
nistas no permiten su presencia 27 Nadie indemnizó nunca a gais y
lesbianas, como se indemnizó a las demás “categorías” de personas
deportadas. Perseguidos por los nazis, tras la guerra, siguieron en la
ilegalidad en las dos Alemanias, como en la Unión Soviética, en Gran
Bretaña, en Estados Unidos y en Francia... La muerte de quienes no
son más que cuerpo no fomenta el escándalo ni la reflexión.
De este modo, la memoria colectiva o comunitaria se constituye
mino signo de subjetividad. U n ejercicio no alienante de la corporali­

25 L ynn H u n t, «Foucault’s Subject in the H isto ry o f Sexuality», y C atherine A.


MeKinnon, «Does Sexuality Have a H istory?», ambos en D om na C. Stanton (comp.),
Discourses o f Sexuality. From A ristotle to AIDS, Ann A rbor, The University of M ichi­
gan Press, 1992.
26 U n ingente trabajo llevado a cabo (sobre todo) en Estados U nidos, Francia,
( irán Bretaña, H olanda y Alemania por un puñado de investigadores ha logrado res-
i atar del olvido un pasado de opresión. Sin embargo, las formas de violencia que ma-
lan diariamente a lesbianas y gais en todo el m undo siguen careciendo de interés. De
l.i represión legalmente institucionalizada en Irán o Rumania pasando p or las activida­
des desarrolladas p or escuadrones de la muerte en Colom bia y sin olvidar las “guerras
■ucias” de las dictaduras argentinas o las limpiezas étnicas (“sexuales”) llevadas a cabo
rn la antigua Yugoslavia...
27 Philippe M angeot, «Pour renouer avec l’idée de la com m unauté homosexuelle»,
<'ahiers de Résistances, núm. 3 (oct.-dic., 1991), pp. 54-60.
dad pasa p or la accesibilidad de referentes que sitúen los cuerpos en
un contexto. De este modo, la historia de los sodomitas y la de las
brujas o la de los triángulos rosas y negros, dan cuenta de regímenes
de opresión en cuyo seno pueden encontrarse fórmulas de supervi­
vencia, autonom ía o subversión. En el contexto de la pandemia de
sida, estos postulados del establecimiento de una memoria colectiva
como condición de ejercicio del placer en términos de responsabili
dad (de “cuidado de sí”) cobran una importancia capital.

VII. LA CO N TA M IN A CIÓ N HOMOSEXUAL DEL CUERPO C O N SIDA

La enfermedad (la súbita e incontrolable reducción de la persona a las


contingencias e imperfecciones de su base orgánica) es otro de los cri­
terios que establecen la reducción al cuerpo y el ejercicio de la domi­
nación. Tradicionalmente, las enfermedades del am or o “venéreas”
(hoy denominadas de “transm isión sexual”) son uno de los signos
que demuestran la realidad hipercorporal de los posibles objetos de
control, violencia, discriminación y escarnio. Señalan no sólo el ejer­
cicio inmoderado de la dimensión física, sino sobre todo, la ausencia
de la dimensión humana, espiritual, racional. Desde la obra tardía de
Platón hasta el pensamiento cristiano, los postulados de control de sí
y de dominación de los “instintos” son considerados factores de ac­
ceso a un estadio que trasciende la dimensión corporal.
La caracterización de la esencia fisiológica, que desde el siglo XIX
se desarrolla particularm ente en torno al prototipo perverso, tiene
otros antecedentes, en los que también se asocia el cuerpo con prácti*
cas de placer, todo ello bajo un prisma moral. La visibilidad exterior
de una condición particular (el estigma) de quienes no se pliegan al
modelo de sexualidad “m oral”, “natural” o “sana” se establece a par­
tir de los síntom as de determ inadas enferm edades del am or y del
sexo, consecuencia del exceso, de la falta de control sobre las propias
pasiones. La variedad y la pluralidad de experiencias sexuales entraña
misteriosas afecciones (que se identifican en cierto modo con casti­
gos), y que se manifiestan en el mismo ámbito del placer: la enferme­
dad del cuerpo señala la enfermedad del espíritu.
De este m odo, un médico griego del siglo I de la era cristiana,
Areteo, señala los síntomas de una de estas afecciones del exceso de
placer: quienes las padecen
llevan en toda la disposición del cuerpo la huella de la caducidad y la vejez; se
vuelven flojos, sin fuerza, embotados, estúpidos, agobiados, encorvados, in­
duces de nada, con la tez pálida, blanca, afeminada, sin apetito, sin calor,
!«••. miembros pesados, las piernas entumecidas, de una debilidad extrema, en
<111.1 palabra, casi perdidos por completo” 2R.

Ya se ha señalado cómo “el hom osexual”, cuando ya era delin-


i líente pero todavía su enfermedad no había sido establecida, era des-
■i iio de manera parecida.
Del mismo modo, toda la iconografía establecida para la repre-
'•ntación de la sífilis 29 incide en estereotipos parecidos: la enferme-
il.ul se ve (porque hay que reconocerla para tratar de evitarla); la en-
li'imedad es un castigo (porque hay que explicarla de algún modo, y
11mitología tiene un im portante alcance persuasivo); la enfermedad
11iraen categorías estigmatizadas (porque hay que localizar un agente
n sponsable que encarne una causalidad metafísica, de m odo que
•111 iones ejercen el poder puedan eludir cualquier implicación). La
medicina (que establece el diagnóstico y la terapéutica), la moral (que
establece sus implicaciones), y las demás instancias político-jurídico-
Jiscursivas de ordenación de la realidad tienen, desde hace siglos, un
espacio de connivencia; un campo común de entendimiento.
El surgimiento del sida y la extensión epidémica localizada du-
i.mte varios años en espacios sociales determinados, pone de relieve,
una vez más, todas las dinámicas que he señalado: la (renovada) re­
ducción del “hom osexual” a un estatuto corpóreo, la enfermedad
■orno signo del déficit de humanidad (o de moralidad) y el estableci­
miento de una causalidad entre el mal localizado y el mal disperso; de
mi principio de responsabilidad de la categoría estigmatizada en la
*ktensión del mal.
El 5 de junio de 1981 se dieron a conocer en Estados U nidos
unos casos de m uerte p o r afecciones poco com unes entre jóvenes
"homosexuales” (Morbidity and Mortality Weekly Report). The N ew
York Times del 3 de julio ya informaba de la presencia de «un ex-
ii año cáncer en 41 homosexuales». La misteriosa causa de muerte fue

28 Citado por Michel Foucault, H istoria de la sexualidad. Volumen 2. El uso de los


l'lticeres, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 17.
Sander L. Gilm an «AIDS and Syphilis: The Iconography of Disease”, en Douglas
i limp (comp.), AIDS. C u ltu ral Analysis, C u ltu ral A ctivism , Cam bridge (Massachu-
«•tts): The MIT Press, 1991.
denominada Gay-related Immunodeficiency ( g r id ) (inmunodeficien-
cia relacionada con los gais). En algunos hospitales de Nueva York se
la conocía como el Wrath o f God Syndrome (WOGS) (síndrome de la
ira de Dios). Si bien pronto aparecieron casos de “no-hom osexuales”,
el sida se asoció de inmediato a esa categoría. La manipulación de la
escasa información entonces disponible contribuyó a establecer en el
imaginario colectivo la ecuación Homosexual=Sida.
El establecimiento de las 4H (Homosexuales, haitianos, hemofíli-
cos, heroinómanos) multiplicaba las instancias estigmatizadas. De en­
tre ellas, no obstante, la primera contaría con especiales privilegios.
La epidemiología se mostraría como una ciencia atravesada por valo­
res acientíficos. Los hombres con prácticas bisexuales fueron en prin­
cipio subsum idos en la categoría “hom o”. Los gais que utilizaban
drogas por vía parenteral eran al principio catalogados como casos de
transmisión homosexual. Así, este grupo estaba sobredimensionado,
mientras que otras formas de transmisión, formalmente, no existían.
La amplia categoría de casos “desconocidos” (“otros”) acabó por dar
lugar al establecimiento de una transmisión “heterosexual”.
Identificado como “cáncer gay” por la prensa norteamericana y
europea en 1981, nadie le prestó demasiada atención hasta varios años
después. En el otoño de 1982, en una conferencia en W ashington, se
le da su nom bre oficial: AIDS (en lengua inglesa y hasta el presente,
siempre con mayúsculas); sida en castellano (síndrome de inmunode-
I¡ciencia adquirida). U n térm ino definido entonces como “razonable­
mente descriptivo sin ser peyorativo” 30. La asociación, no obstante,
ya estaba hecha 31.

'° Paula A. Treichler, «AIDS, Hom ophobia, and Biomedical Discourse: An Epide­
mia of Signification», en Douglas Crim p (comp.), AIDS. C u ltu ral Analysis, C u ltu ral
Activism , Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1991.
El prim er caso “español”, un “joven hom osexual” fallecido a finales de 1981 en
Barcelona, fue docum entado en The Lancet un año más tarde. El patrón epidem ioló­
gico del sida en el Estado español difiere del estadounidense y de los de buena parte
de los países europeos. La transmisión p or vía parenteral es aquí la causa de la m ayor
parte de los casos de sida. Sin embargo, la “hom osexualización” del sida en el imagi­
nario popular es evidente a la luz de un detalle: no existen apenas chistes que relacio­
nen sida y heroína. La iniquia del prejuicio hom ofóbico ha dado lugar, p or el contra-
iio, a auténticas “perlas”. Por ejemplo, un libro de bajo precio y alta tirada, titulado
< histes de m ariquitas (Barcelona, Edicomunicación, 1989) es presentado p o r el com ­
pilador, Javier Tapia Rodríguez, con estas palabras: «Valga tam bién el presente trabajo
para dejar bien claro que el que suscribe no tiene ningún tipo de animadversión con el
}>ran colectivo homosexual, ya sea femenino o masculino. Cada quien su sida, perdón,
Tanto la epidemiología como la prensa contribuyeron a dar la
imagen de una enfermedad que progresaba según criterios de orden
sociológico o, incluso, moral (estilos de vida, categorías denostadas,
¡•lácticas contra natura...). La epidemia estaba circunscrita a una ca-
ii^oría localizable. Significativamente, los casos de sida por transmi-
ión materno-fetal dieron lugar al establecimiento de una categoría
medita: las “víctimas inocentes” (Por ejemplo, en Inform e Semanal
tli- TVE 1 32). El resto, en el mejor de los casos, eran víctimas a secas.
IJn demandante al Insalud por supuesta transmisión del VIH a raíz de
una transfusión aclaraba que no le movía el dinero de una posible in­
demnización; lo principal era «salvar su honor» 33.
La homosexualización del sida contribuyó a la proliferación de
hipótesis etiológicas influidas p o r el prejuicio o la ignorancia, así
iOmo al retraso de las iniciativas. Sólo cuando se descubrió el origen
vírico de la inmunodeficiencia, y cuando se supo además que era un
ictrovirus, la ciencia se sintió retada, el interés aumentó y se abrieron
lineas de financiación. Para entonces, ya era una evidencia que eran
prácticas y no “esencias” lo que facilitaba la extensión de la enferme­
dad. A partir de 1986, la inquietud por lo que se dará en llamar el
"sida heterosexual” se hace omnipresente no en los discursos sociales
•.obre el sida, pero sí en muchos ámbitos de investigación 34. En mayo

i|uería escribir “cada quien su vida”» (1989: 5). Y un chiste entre muchos: «-O ye Pepe
l’epona, ¿tú sabes lo que quiere decir SIDA? -Pues sí lo sé, Juanito la Loca, SIDA quiere
ilecir: Sácamela Inm ediatamente De Atrás» (1989: 49). La zafiedad de este hum or y el
lincho de que arranque carcajadas son quizás las manifestaciones más evidentes y paté-
i teas del establecimiento de una imagen estereotipada que poco tiene que ver con la rea­
lidad.
32 José Frías M ontoya «El sida y la responsabilidad social de las bibliotecas»,
I ducación y B iblioteca , núm. 5/38, junio de 1993, p. 49.
33 Este caso de honor mancillado y todo el debate en torno a las indem nizaciones a
Lis personas con sida transfundidas y hemofílicas centró durante m ucho tiem po buena
parte del debate. En concreto, El País informa de la denuncia el 30-1-92 (titular: «El
enfermo de sida que demandó al Insalud lo hizo para “salvar el h onor”»); de la resolu-
i ion del proceso el 11-2-92 («He vencido a un gigante y he salvado mi honor») y, de
nuevo, el 1-12-92 («Ha sido duro el proceso, pero finalmente he podido salvar mi ho­
nor [...]. H a sido difícil dem ostrar que yo me contagié p or una transfusión de san­
are»). En el mismo diario («Cartas al director», 15-4-92), H éctor A nabitarte (FASE)
aclaraba: «Las campañas masivas de información a la población sobre el sida com enza­
ron en 1986. Todas las personas que se infectaron antes de esa fecha tam bién merecen
compensación. Los prim eros casos de sida se detectaron en 1981, y dos años después
se sabía con certeza que dicha enfermedad la producía un virus y cómo se transmitía».
34 La I Reunión Nacional sobre el Sida celebrada en Sevilla (19-21 de m arzo de
1992) incluía tres mesas redondas y tres simposios. E ntre las ponencias y comunica-
de ese mismo año se acuerda la denominación «V IH »: virus de innui
nodeficiencia humana (antes LAV para el francés Montaigner o HTLV 111
para el estadounidense Gallo). La querella sobre la paternidad del vi
rus se cierra con un apretón de manos entre Chirac y Reagan en abi il
de 1987. Paradójicamente, los retrasos en prevención e información
durante los primeros años de sida hacen de este síndrome una pande
mia; ya no es cuestión de extensión localizada 35.
A la combinación de sorpresa y desinterés que suscitaba el sida cu
los medios de comunicación y en las instituciones oficiales, sólo Ir
respondieron, en un principio, asociaciones gais. En particular, el
4 de enero de 1982 nace en Nueva Y ork Gay M en’s H ealth Crisis
(g m h c), la primera y más grande asociación de atención a las perso
ñas enfermas y de prevención. C on más reticencias y con una prti
dencia que todavía colea, también en Europa surgieron m ultitud de
grupos, a partir de las comunidades gais, aunque con frecuencia lleva
ran a cabo su labor desde supuestos de “neutralidad”. Esa parecía set
la condición que permitiría luchar contra la pandemia y contra la aso
ciación sida=homosexualidad.
La pandemia de sida, efectivamente, no ha hecho sino confirma i
la corporalidad como única dimensión reconocida del “hom osexual”.
Es éste un efecto paradójico, toda vez que el VIH no respeta catego

dones presentadas en dicho Congreso y que tratan cuestiones de epidemiología y pro


vención, hay 35 que abordan explícitam ente cuestiones relacionadas sólo con la
“transmisión heterosexual”. O tras 16 se centran en las actitudes, prácticas y estrategias
de prevención hacia prostitutas y /o personas que utilizan drogas. La palabra “homo
sexual” sólo aparece una vez en el título de una ponencia: «Prevalencia de las hepatitis
B, C y D en portadores de VIH, según mecanismo de transmisión: parenteral, homose
xual y heterosexual». Parece evidente que la imagen social va p or unos derroteros qu<‘
nada tienen que ver con el interés abrum adoram ente m ayoritario de los equipos de in
vestigación. Cf. Seisida, num. 3, 3 (marzo, 1992).
35 En octubre de 1988, los ministerios españoles de Sanidad y C onsum o y Educa
ción y Ciencia publican El sida: material didáctico, un «instrum ento de trabajo útil
para educadores, y todos aquellos profesionales que desarrollan su labor en contacto
con la juventud» (p. 5). La guía combina, p o r un lado, claras señales de alerta: «es una
enfermedad mortal» (p. 12); «se diferencia de otras enfermedades infecciosas en su ele
vada m ortalidad y en la rapidez con que puede propagarse» (p. 15); «todavía no hay
vacuna ni tratam iento eficaz» (p. 15). Pero, de otro lado, se aprecia un fondo de des
preocupación: «el SIDA es una enferm edad poco extendida en nuestro país” (p. 12); «Si
comparamos el SIDA con los accidentes de tráfico, las enfermedades cardiovasculares,
el tabaquism o o el alcoholismo, el SIDA es una enfermedad que afecta a m uy pocas
personas» (p. 15); «Habrá que tener en cuenta que, en un futuro, podrán darse más ca
sos de SIDA o de portadores (aunque los últimos datos hablan de que la propagación
de la enfermedad se está reduciendo)» (p. 38).
das, ni clases sociales, ni fronteras, ni diferencias étnicas. N o obs-
i inte, el desarrollo de políticas y discursos ha ido en la línea de la
i (infirmación y solidificación de las diferencias 36.
La visibilidad del sida, desde sus inicios, se homosexualizó. Todo
i uerpo con sida pasó a ser un cuerpo homosexual, o, en todo caso, un
i uerpo desalmado (cuerpo de mujer, de drogadicto, cuerpo pobre,
nc^ro o de inmigrante). El sida no hacía sino confirmar (evidenciar)
una realidad sólo física. El sida, caracterizado simbólicamente como
enfermedad de transmisión sexual (ignorando otras vías de transm i­
sión), solidifica la encarnación fantasmática del “hom osexual”. Sus
modos de vida son expuestos a la luz pública; se exhiben para rego-
■ijo colectivo las miserias definidas ex-extra: la bulimia sexual, la pro­
miscuidad, la incapacidad de compromiso, el abuso de sustancias es-
mpefacientes... 37.

36 Por ejemplo, la donación de sangre en el Estado español se restringía a determi-


ii,idas categorías. Las tres H autóctonas (en ausencia de im portantes contigentes de in­
migrantes de origen haitiano) estaban y continúan (a m enudo de manera explícita) ex-
i luidas del cuerpo de donantes. Y ello a pesar de que las pruebas de detección de
anticuerpos son obligatorias. Si la seguridad transfusional no está aún garantizada al
100%, ello se debe a que no se utilizan los test más fiables (antígeno P24 o la PCR,
l'olymerase Chain Reaction). N o serán las etiquetas que establecen los prejuicios las
que garanticen la fiabilidad. Recientemente, se apela a la «autoexclusión de donantes
de sangre», sin especificar cuáles. Francisco Parras y Carm en M artínez Ten, «Caracte­
rísticas del virus de la inmunodeficiencia humana y sida», El A teneo, núm. 3, 1994, pp.
7 13.
37 La consideración fantasmática de los m odos de encuentro y relación entre gais
da lugar a incontables formulaciones. Por ejemplo, Alfonso Delgado, catedrático de la
I Iniversidad del País Vasco, escribe: «los homosexuales varones, en cuanto se recono­
cen, pasan inmediatamente a la acción»; o bien «Un joven homosexual tiene una capa­
cidad de relaciones casi inagotable». C on cierta admiración y sencillez, pero empla­
zándose incuestionablem ente en la “norm alidad”, acaba p or adm itir que «debemos
reconocer los heterosexuales, al m enos el autor de este libro lo confiesa hum ilde­
mente, que difícilmente en su más exuberante juventud hubiera podido m antener rela­
ciones heterosexuales a ese ritmo». Cuando escribe el doctor Delgado, se habían con-
labilizado 508 casos de sida en España. Ante las posibilidades de extensión del VIH
entre “los hom osexuales”, Delgado dice: «[...] la riqueza en estructuras linfáticas del
recto v a a p erm itir que las relaciones entre los homosexuales varones sean fáciles ca­
minos para la propagación de la infección». Obsérvese el tiem po verbal utilizado (la
cursiva es mía). Dos páginas después, en el epígrafe sobre la «transmisión heterose­
xual» podem os leer que ésta «es en los países occidentales, al m enos p or el m omento,
afortunadamente baja. A fin de que este mecanismo continúe siendo en nuestro medio
poco significativo, debe evitarse el contacto del semen [...]», etc., etc. “El hom ose­
xual” está perdido (la constitución de su cuerpo va a condenarlo); “nosotros” pode­
mos ponernos a salvo. A lfonso Delgado, M an u al SIDA. Aspectos m édicos y sociales,
Un régimen de representación del sida que incide en sus manifes
taciones más visibles, determina la exposición de los efectos de la en
fermedad. De un lado, las lesiones del sarcoma de Kaposi, un cáncei
de piel que produce manchas rojizas o violáceas. De otro lado, el sin
drome de consunción y la delgadez. Los gais quedan atrapados éntre­
la necesidad de dar testimonio y el régimen de la representación im­
perante. Los primeros en dar la cara se hacen famosos más allá de las
fronteras americanas. Interviú en un artículo de 1983 significativa­
mente titulado «Así mata el cáncer de los gays», relata: «Kenny Ram-
saur, una de las víctimas del AIDS, se ha convertido en el símbolo de
los afectados por esta epidemia. Kenny y Jim Bridges, dos jóvenes
homosexuales, vivían juntos desde hacía cinco años. La imagen de
Kenny totalmente deformado, sufriendo y m ostrando al m undo su
dolor, y el relato de Jim Bridges sobre la agonía y la muerte de su
compañero son estremecedores» 38. La imagen de Rock H udson (el
primer homosexual-famoso-con-sida) contrasta con la del seropositivo
oficial, el pimpante heterosexual rebosante de salud Magic Johnson. El
m arica enferm o, el m arica m o ribundo (térm inos, com o estam os
viendo, redundantes en el contexto del universo de representaciones
oficiales), es un sujeto reconocible 39.
El cuerpo es caracterizado de m odo que, una vez más, se logra
que la naturaleza explique una realidad que la trasciende. La revista
científica Discover (diciembre de 1985) establece la distinción entre el

Madrid, IDEPSA, 1988, pp. 14, 15, 17. Esta publicación viene avalada p or la O rganiza­
ción Médica Colegial de España.
38 Interviú, 375, 20-26 de julio de 1983. Esta misma revista, en su núm ero 543, 8-
14 de octubre de 1986, anuncia en portada: «SIDA: Las imágenes del horror». En las
tres fotografías reproducidas a gran tamaño (que provienen, como todas, de Estados
Unidos) aparecen hom bres jóvenes con múltiples lesiones de sarcoma de Kaposi. En
las imágenes de m enor tam año aparecen enfermos «menos vistosos». E n todos los ca­
sos (salvo en uno) se trata de enfermos acostados, semidesnudos o en pijama, de los
que nada se dice, salvo la enfermedad. La excepción, dos hom bres vestidos en la co­
cina de su casa, aparentem ente ajenos a los estigmas del sida. El pie de foto dice:
«Scott y Jerry, pareja de homosexuales afectados p or el sida».
39 Sólo considerando los supuestos de la identificación posible pueden entenderse
postulados com o los que establecen los m inisterios de Sanidad y Educación (1988:
22). Las conductas de riesgo incluyen: «Las relaciones sexuales con penetración anal,
sin utilizar preservativos» y «Las relaciones sexuales con personas enfermas de SIDA o
portadoras, sin utilizar preservativos». El hecho de que esta últim a posibilidad no esté
considerada como parte de la anterior otorga una especificidad a la categoría «persona
enferma de sida o portadora». Del mismo modo, la no inclusión en dicho catálogo de
la “penetración vaginal” confirma el “plus de hom osexualidad” del sida.
"recto vulnerable”, la “frágil uretra” y la “robusta vagina”. La mujer
(que según dicho artículo está acostumbrada a las embestidas sexuales
V a los partos) sería menos “contam inable” (presuponiendo, claro, a
riesgo de equivocarse, que su sexualidad incluye sólo la penetración
vaginal). El mismo argumento aparece en el material didáctico oficial
(ministerios de Sanidad y Educación, 1988: 20); coito anal: «alto
i iesgo de contagio» vs. coito vaginal: «sólo se transmite el virus si se
producen heridas». La conclusión del artículo de Discover: «AID S is
l.ikely to Remain Largely a Gay Disease» (posiblemente el sida se­
guirá siendo en gran medida una enfermedad gai), se demostraría ra­
dicalmente falsa.
Falsa, pero no carente de posibilidades de cara al establecimiento
de fábulas. El hombre “verdadero” (como sujeto dotado de una reali­
dad corporal que se expresa a través de terceras instancias) puede ser
iransmisor; la mujer “buena” puede resistir. Esa es, ni más ni menos,
la tesis en que se basa la película de Cyril Collard Las noches salvajes
(Les nuits fauves), y que dio lugar a una verdadera conm oción en
I'rancia. En ella, la chica enamorada de un play-boy al que sabe bise­
xual y (¿ergo?) seropositivo, tiene dos veces relaciones sexuales con él
sin utilizar condones. El amor, dice ella, la protege; el guión acredita
este mito. Sólo la “mala m ujer” (la prostituta) puede convertirse en
laboratorio de desarrollo de infecciones y actuar como “vector de
transmisión”.
Muchas historias sobre la etiología del mal salen a la luz. En ellas
se mezclan monos africanos, laboratorios de la CIA, castigos divinos,
conspiraciones de todo tipo... (Treichler, 1987). Pero si el origen es
dudoso, la extensión da lugar a un mito que pronto es acogido en el
imaginario colectivo como plausible. U n asistente de vuelo gai resi­
dente en M ontreal y con una hiperactiva vida laboral y sexual dise­
minó por toda Norteam érica y Europa el virus fatal. Es el “paciente
cero”. Él es el culpable40. De la responsabilidad de un individuo de
vida disoluta se pasa a la responsabilización de toda la categoría. El
presidente de la Academia N acional de Farmacia francesa, A lbert
Germán, escribía en 1991: «[este virus] ha tenido la genialidad de ata­

40 El mito del paciente cero ha dado lugar a una película, Zero Patience, escrita,
producida y dirigida p o r el canadiense John G reyson en 1993. En este musical en tono
de comedia se critican (cuando ya se ha acabado la paciencia; cuando ésta ha llegado a
cero) las estrategias de localización de “cabezas de turco” como el azafato de Air C a­
ñada. Véase John Greyson, Urinal and other Stories, T oronto (Canadá), A rt M etro-
pole / The Pow er Plant, 1993.
car a aquellos que han transformado la fisiología de la reproducción
en placeres adulterados [...], y que han transm itido el virus a los
otros. Son responsables de la muerte de hemofílicos y transfundidos
[...] y de millones de muertes por venir» (citado por Mangeot, 1991:
55).
“Los bisexuales” serían considerados el eslabón perdido que in­
trodujo el virus en el m undo heterosexual: «si ha habido penetración
anal en sus relaciones homosexuales podrían haber contraído la infec­
ción y luego transmitirla en su relación heterosexual [si se producen
heridas]» (ministerios de Sanidad y Educación, 1988: 20). Las prosti­
tutas contribuirían a dicha extensión y las mujeres (prostitutas, dro-
gadictas o traicionadas por un marido bisexual) llevarían la muerte a
sus hijos. Las categorías-cuerpo se contaminan entre sí, o bien reci­
ben el virus de forma misteriosa (como la inmaculada concepción).
Sólo los cuerpos contaminan; los sujetos pasan desapercibidos, las
instituciones carecen de cualquier responsabilidad.
Pocas voces señalarían la ausencia, los retrasos, las limitaciones,
los sesgos de las políticas de prevención, las carencias de los sistemas
sanitarios, o la desprotección jurídica, social y política de las personas
afectadas. El sida no reflejaba desigualdades sociales o regímenes de
opresión, sino esencias. “El hom osexual”, esclavo del pecado, per­
dido por el vicio, tarado en su código de barras genético, horm onal­
mente desequilibrado, expresa su condición contrayendo un virus
que lo tortura hasta la muerte. Y a nadie se le ocurre otra explicación.
Sólo la degradación física y la muerte del cuerpo merecen cierta
atención en tanto que confirman el destino fatal establecido. Si la m u­
jer se realiza en la m aternidad (alteridad seducida y fecundada), el
marica se realiza en la enfermedad y la muerte (alteridad imposible,
cortocircuito de la vida). La pequeña muerte política, cultural, laboral
o social, confirmadas por un resultado positivo en las pruebas de de­
tección de anticuerpos o en las pruebas de detección de “la hom ose­
xualidad”, son irrelevantes. Señalan discursos y prácticas de orden y
control pero carecen del atractivo de las referencias a causalidades in­
controlables. Ponen de m anifiesto responsabilidades y actitudes;
muestran los andamios internos del régimen de la sexualidad. Esta­
blecen la efectiva capacidad humana para construir la realidad. A un­
que el pudor y la modestia impidan a los sujetos de ordenación reco­
ger los dudosos honores de su labor.
El carácter patológico de las relaciones homosexuales, derivado
de una supuesta imposibilidad de interacción con la alteridad, explica,
según Baudrillard, la extensión localizada del sida. Efectivamente,
para él, los “fenómenos víricos” en general, se derivan del carácter in­
cestuoso de, entre otros, los homosexuales: «El hecho de que el SIDA
haya afectado en prim er lugar a los ambientes homosexuales o de
drogadicción depende de la incestuosidad de los grupos que funcio­
nan en circuito cerrado [...]. El espectro de lo Mismo sigue golpean­
do». Así, según este análisis, las relaciones hom osexuales, ren u n ­
ciando a ese «otro negociable» u «otro de la diferencia», persiguen un
«otro radical»: «la ausencia de alterid ad segrega o tra alteridad
¡naprehensible, la alteridad absoluta, que es el virus» (Baudrillard,
1991: 72, 138).
Así, el sida no hace sino confirmar la asociación “Hom osexuali­
dad "-M uerte. La interacción con la alteridad radical vírica que ex­
plica Baudrillard equivale a la interacción con la instancia que mate­
rializa el escarnio y realiza el deseo de muerte. En última instancia, el
suicidio por la propia mano o, con más frecuencia, con la ayuda de
terceras instancias, se establece como destino del marica.
Quienes han abandonado su corporalidad y ejercen como sujeto
universal, tardarán todavía en despertar de su sueño de dominación.
El sida, en franca progresión durante toda la década de los ochenta,
ha contado (y cuenta aún) con insospechados aliados. El teórico de la
“robusta vagina”, Michael Fum ento, autor de un libro titulado El
mito del sida heterosexual41, o las mil manifestaciones de profunda
hostilidad hacia el preservativo son ejemplos escandalosos de ese
sueño. Me detendré en tres casos muy próximos de aversión al látex.
Uno. Elias Yanes, presidente de la Conferencia Episcopal espa­
ñola desde febrero de 1993: «Hay que ser veraces: existe literatura
científica según la cual el riesgo del sida no queda excluido por el uso
del preservativo. Debe decirse con claridad. Las campañas a favor del
preservativo llevan un mensaje subliminal de estim ular el ejercicio
desordenado de la sexualidad con falsas seguridades» 42. Enlaza así la
doctrina católica (“C ontra el sida: pureza”) con postulados de su­
puesta eficacia preventiva. La prom oción de las cremas lubricantes a
base de agua como producto complementario del condón permitiría,
no obstante, aumentar una eficacia de por sí incuestionable. Aunque
no es seguro de que sea ésa la intención de su discurso. En sus pala­
bras se confunden argumentos de dos órdenes distintos.

41 Michael Fum ento, La m ythe du sida hétérosexuel, París, Albin Michel, 1990.
42 Elias Yanes, entrevistado por El País Semanal, 16 de mayo, 1993.
Dos. Agustín García Calvo, catedrático de latín. En dos artículos
aparecidos oportunam ente dos días después del instituido “día m un­
dial de lucha contra el sida” 43, este intelectual iconoclasta desarro­
llaba una verdadera diatriba contra el preservativo. En esos textos, re­
cogía una frase que no sabía si atrib u ir a G regorio M arañón o a
inadame Staél. La frase en cuestión pertenece, en realidad, a Madame
de Sévigné (1626-1696), una aristócrata de la corte parisina, que en
una carta a su hija hablaba de los condones de entonces como «un
remede contre le plaisir et une toile d ’araignée contre le danger» (es
decir, un remedio contra el placer y una tela de araña contra el peli­
gro). Porque cualquier referencia vale para atacar la tímida política
preventiva, incluso las del siglo XVII.
Y es que, además,

Kl Preservativo y su campaña significa la intervención suprema del Poder en


lo más supuestamente íntimo [...]. Dígales [a sus sobrinos y sobrinas] que el
preservativo, aparte de ser una guarrada higiénica, es un atraso [...]. ¿Cuáles
habrá tan degenerados que, por obediencia extrema, le cojan gusto al preser­
vativo y, adictos ya y adictas al artículo farmacéutico, lleguen a no sentir
nada de piel ni pelo si no es con esa interposición?

De nuevo confusión: sublevarse contra “el P oder” es, para García


Calvo, renunciar al condón. Así, contra una mitología aliada del sida,
otra del mismo tipo, pero con una finalidad exactamente opuesta:
«Usar siempre condones es un acto subversivo». Esperemos que el
postulado de La Radical Gai (1994) tenga mayor audiencia, porque si
bien en ambos casos se atribuyen implicaciones a la utilización de
preservativos de las que, en principio, tal acto carece, el resultado,
para quien dé crédito a las palabras del catedrático, puede ser la sero-
conversión o la reinfección. Para La Radical Gai, «la primera revolu­
ción es la supervivencia».
Tres. Francisco Umbral, periodista, da testimonio de su odio del
placer y de su machismo con frases como éstas:

Celita Villalobos [diputada del Partido Popular] postula el preservativo “cien


por cien”, y quiere enseñar su uso a los niños, pide la ampliación de las leyes
del aborto y dice que prefiere que la penetren a hacer felaciones, o sea bajarse
al pilón. La culpa la tenemos nosotros por haberlas metido en política [...]. Si
doña Celita postula el condón, es que el condón es de derechas, como yo me

41 Agustín García Calvo, «Preservativo», El País, 3 y 4 de diciembre, 1990.


temía. Celita y Matilde [Fernández, ministra de Asuntos Sociales], tan dispa­
res metafísicamente, parecen estar de acuerdo en lo que siempre están de
acuerdo las mujeres: que hay que follar con higiene, que las “pollas m en­
guantes” dan mucha risa [...]. Las nom bram os ministras y diputadas para
que traten los graves asuntos de Estado y ellas siguen hablando de sus labo­
res, como siem pre” 44.

La prevención, el sexo, el cuerpo son, como la cocina, parte de


“sus labores”. A “los hom bres” las cuestiones de Estado.
En resumen. El condón 1) N o protege (Yanes), 2) Supone claudi­
car ante el Poder (García Calvo) y 3) Significa claudicar a la vez ante
“la derecha” y ante un feminismo “higiénico” (asumir una afrenta a la
propia virilidad) (Umbral). En definitiva, tres invitaciones a seguir en
una situación de riesgo para que, quienes las acepten, engrosen even­
tualmente el contingente de personas seropositivas. Estos postulados
(entre tantos otros) buscan carne de cañón. Sospechosa debería ser la
situación personal de sus autores, que p o r razones profesionales
(pero sobre todo por razones corporales), puede ser que no afronten
a menudo situaciones de riesgo. Bailar con la imaginación al borde de
los abismos del abandono puede resultar un excitante recurso de rea­
lización vicaria para quienes se encuentran en una aburrida meseta.
Otros y otras serán, en todo caso, quienes se estrellen .

VIII. LA S U B JE T IV ID A D D E S D E E L C U E R P O P A R A A C A B A R
C O N EL SID A

En un contexto de alta prevalencia de seropositividad, con las com u­


nidades gais diezmadas por el sida en muchos lugares, no puede darse
crédito a postulados confusionistas que, en última instancia, favore­
cen la expansión de la pandemia. Desenmascarar estas teorías consti­
tuye no sólo un imperativo de ética, sino también una exigencia de
salud pública. Del mismo modo, establecer bases de subjetividad y de
autonomía son requisitos imprescindibles para que las comunidades
puedan afrontar la realidad de la pandemia. Tanto las comunidades
de gais y lesbianas como cualquier otro colectivo que, al estar some-
lido a un régimen de exclusión y discriminación, sea más vulnerable a
la evolución de la pandemia.

44 Francisco U m bral, «El chaqué», El M undo, 8 de enero, 1993.


Si el “cuerpo homosexual” se constituye como carnaza para el sa­
crificio, necesario es combatir esas mitologías establecidas en torno a
las concepciones de la diferencia esencial y visible, tanto para acabar
con los efectos discrim inatorios de la reducción al cuerpo, cuanto,
más importante aún, para acabar con la progresión del sida. Ambos
procesos, como ha podido verse, están íntimamente relacionados.
Las comunidades de lesbianas y gais que han salido a la luz desde
que tuvo lugar en Nueva York en 1969 la Revuelta de Stonewall, ca­
recen todavía de medios para establecer un control mínimo sobre las
formas en que se representa su realidad. Pocas son las instancias que
logran elaborar una imagen autorreferencial de lesbianas y gais que
compita en condiciones de equidad con el imperio de las representa­
ciones establecido ex-extra. Igualm ente difícil es responder a esas
imágenes estereotipadas que se construyen en el marco del régimen
de representación vigente. Sin embargo, ésta es una de las tareas más
u i-gentes de los movimientos reivindicativos 45.
Pero la destrucción del “cuerpo hom osexual” no puede llevarse a
cabo desde el principio ilusorio de renuncia al fundamento corporal
que he señalado como característico de un determinado sujeto de do­
minación. La negación de la corporalidad ha sido una estrategia per­
niciosa que han suscrito algunos grupos gais. Durante los primeros
años de sida, sobre todo, se reivindicó la existencia social, la partici­
pación política o la integración laboral como medios de acceder a un
estatuto de sujeto que trascendiera la dimensión corporal. Se abjuró
del sexo libre o promiscuo en beneficio de la pareja (pareja como ins-
litución socialmente reconocida y como modelo legítimo de convi­
vencia, no como unión de dos personas en una relación); se propusie­
ron listas electorales rosas, y votos rosas; surgieron partidos con un
discreto ramalazo rosado. Se negó, en definitiva, el sida de compañe­
ros, amigos, amantes, incluso el propio. Se negó también la posibili­
dad de que las propias prácticas fueran susceptibles de dar lugar a la
transmisión. Se cayó en la trampa de las esencias: los gais de los pue­
blos localizaron el sida en las ciudades, los jóvenes en los mayores,
los armarios en las locas, y éstas en los c u e ro s...46.
La renuncia al cuerpo como medio de alcanzar una cierta respeta­

45 Stuart Marshall, «Picturing Deviancy» en Tessa Boffin y Sunil G upta (comps.),


Ecstatic Antibodies. Resisting the AIDS M ythology, Londres, River O ram Press, 1990.
46 Rommel Mendés-Leite, «Pratiques á risque: les fictions dangereuses», Le Jour­
nal du Sida, núm. 42, agosto-septiembre, 1992.
bilidad tuvo, pues, efectos paradójicos. Se rescataron viejos demonios
del activismo de los años setenta, que nunca habían m uerto del todo:
el sexo como consumo alienante, “el am biente” como gueto, como
cárcel o espacio comercial de libertad vigilada, la “identidad” como
confirmación del estigma, la pluma como expresión de misoginia...
Pero no se logró parar el sida. Tales demonios eran bien ejercicios de
corporalidad, bien ejercicios colectivos de autonomía desde el propio
cuerpo.
Así pues, el derribo de esa construcción abstracta que es “la ho­
mosexualidad” sólo puede realizarse a partir del desarrollo de las rea­
lidades lésbica y gai. La lógica de la corporalidad no negada, sino, al
revés, llevada hasta sus últimas consecuencias, ha dado pie, efectiva­
mente, a la co n stitu ción de com unidades e identidades plurales.
Desde ellas se ejerce una reivindicación y una lucha potencialmente
más radicales y con mayor potencial de transformación que las pos­
turas orientadas hacia la integración discreta en sistemas de toleran­
cia. Desde ellas se construye la única visibilidad posible, la única exis­
tencia no ya corpórea, sino tam bién política y social. Renunciar al
cuerpo equivale a confirmar un estado de indeterminación que, por
defecto, legitima el imperio heterosexual, la marginalidad “hom ose­
xual” y toda la mitología examinada.
Muchas son las formas de organizar la vida cotidiana desde su­
puestos de ejercicio de una subjetividad que no renuncie a la dimen­
sión física. Las comunidades del s/m y el cuero construyen nuevos
placeres y redefinen formas de relación que no traducen sistemas
opresivos, desarrollando m etódicamente complejas escenificaciones
ajenas a la improvisación del impulso. Las prácticas sadomasoquistas
son más reflexivas y, por lo tanto, más potencialmente safe que las
“vainilla”. Los cuerpos se reestructuran en función de criterios co­
munitarios: tintes o crestas en el pelo, tatuajes en la piel, pendientes
en los labios, orejas o pezones. La utilización social del cuerpo a tra­
vés de formas de subversión del género alcanzan un nuevo impulso;
las plumas de las locas y las drag qu-eens han vuelto a tom ar en algu­
nos lugares el pulso de las calles. Incluso la cobertura del cuerpo es
fuente de articulación cuando da lugar a la elaboración colectiva de
símbolos-fetiche (el cuero, los uniformes, los distintivos, las marcas
de moda, los pins m ilitantes...). En todos los casos es evidente una
toma de conciencia del propio cuerpo, base que puede perm itir ulte­
riormente una toma de conciencia con respecto a lo que se puede ha­
cer con él, a cómo lograr que se realice en términos satisfactorios.
Desde los cuerpos gais en interacción física y placentera se han
elaborado catálogos de “sexo seguro”. Las prácticas del sexo más se­
guro constituyen en su variedad un presupuesto común a buena parte
de los gais y a cada vez más lesbianas. Paradójicamente, los cuerpos
desalmados son los que están más preparados para experimentar un
placer racional. Es decir, una manifestación de cuerpo y “alma”, de
base orgánica y dimensión política. Eso es lo que traduce el ya men­
cionado grito de prevención política lanzado por La Radical G a i47
«La primera revolución es la supervivencia». El sexo seguro es una
construcción gai que postula la compatibilidad del placer con la vida,
que establece la posibilidad de una sexualidad libre y responsable.
Dicho catálogo, traducido al lenguaje moralizado de las instituciones
públicas, ha sido adoptado como medio de prevención por las autori­
dades sanitarias de muchos países 48.
Si los catálogos de sexo seguro demuestran la capacidad de las co­
munidades de lesbianas y gais de ordenar sus vidas, de establecer cri­
terios de supervivencia en un contexto hostil establecido por un régi­
men represivo, la todavía im portante prevalencia de infección por
VIH en el seno de las comunidades gais y (en algunos casos) su re­
punte tras un período de incidencia decreciente, pone de manifiesto
los límites de dicha autonomía. El sida es una realidad que debe ser

47 La Radical Gai, D e Un Plumazo, 3 de mayo, 1994.


48 Todavía en 1990 personas vinculadas a las instancias de gestión de la pandemia
de sida, supuestamente ajenas a prejuicios, podían manifestar que uno de los factores a
tener en cuenta a la hora de tratar de evitar la transmisión del VIH era la selección de
las personas con las que se mantienen relaciones sexuales. La mitología de la selección
de posibles parejas no sólo se revela peligrosamente falsa en el seno del m undo orde­
nado desde el que hablan personas teóricamente m uy cualificadas, sino que también
excluyen, de facto, cualquier posible identificación de los gais con el mensaje. «Precise
determ inaron o f individual risk depends upon such factors as num ber o f partners per
unit o f time, num ber and nature o f sexual acts (oral, anal, vaginal sex), use o f protec-
tive measures (condoms, spermicides), partner selection, probability o f infection in a
partner (which depends on behavior and the availability o f treatment), prevalence o f
STD infections in the population fro m which partners are chosen, and health care be­
havior». El mensaje del orden es claramente excluyen te: lim itar el núm ero de contac­
tos no form a parte de un determinado estilo de vida gai, y es innecesario si se utilizan
de manera correcta y sistemática las barreras de protección. Escoger pareja fuera de las
poblaciones de alta prevalencia de infección es, para los gais, un postulado directa­
mente incomprensible. Los autores de estas palabras son los más altos responsables de
la OMS en materia de sida y de enfermedades de transmisión sexual. R oy W iddus, An-
dre Meheus y Roger Short, «The Management of Risk in Sexually Transm ited Disea-
ses», Daedalus, núm. 119/4 (otoño, 1990), p. 183.
explicada de manera constante, para evitar su progresión, para evitar
las reacciones a que da lugar la ignorancia, para evitar las consecuen-
i ias de la incompetencia, para evitar los efectos de la indiferencia. Los
procesos de elaboración de análisis de la realidad pandémica están
muy necesitados de criterios democráticos de participación. La pri­
macía hasta el presente de un discurso científico-médico, que a me­
nudo confirma una mitología deudora de una moral de exclusión, no
sólo ha establecido una asociación interesada entre homosexualidad y
sida, sino, peor aún, ha logrado recodificar, redefinir y rearticular to­
llos los criterios de exclusión (y, en particular, la reducción al cuerpo
y el destino fatal) con los que desde hace al menos un siglo se man­
tiene en la ignominia a “los homosexuales”.
La decisiva importancia que tienen para lesbianas y gais las prácti­
cas del sexo más seguro y, en general, las estrategias del cuerpo, se de­
be a que constituyen estrategias de vida y prácticas de libertad desde
ámbitos colectivos. Los movimientos reivindicativos y de liberación
de gais y lesbianas ya están dando lugar a procesos de autovaloración
y autoestima, de reconocimiento de los cuerpos propios y ajenos. Ta­
les procesos de subjetividad, de control de la propia vida, de determi­
nación del propio destino, no pueden sino partir del cuerpo. C on más
motivo si vivimos en el corazón de una pandemia.
Siendo sólo cuerpo, estamos (paradójicamente) en una posición
privilegiada para conocernos, desarrollarnos, realizarnos e innovar­
nos, sin renunciar al placer ni a ninguno de los criterios de subjetivi­
dad metafísica. Sólo siendo cuerpo seremos algo más.
TERCERA PARTE

REDEFINIENDO EL PACTO
RESTABLECEMOS EL PLURALISMO, RECONOCEMOS
IA DIFERENCIA

«Ya nadie está seguro en su palacio o en s u covacha. A esos miserables


repugnantemente deterministas que comprenden o se alegran del fuego
puñficador que ha caído sobre Sodoma y sobre los exterminables clien­
tes de la aguja, se les puede olvidar el uso del agobiante condón con su
puta favorita y pasar a integrar la inmoral familia de los apestados.
Qué prisas, qué nervios, qué angustia invadirá entonces a los pilares del
Orden».

C a r l o s B o y e r o , « V e n d r á a p o r t i, a p o r m í , a p o r t o d o s » ,
El País, 2/ 12/ 9 4 .

Las comunidades (desde los grupos estigmatizados hasta las colectivi­


dades indeterm inadas) si bien no son (afortunadamente) hom ogé­
neas, sí son un semillero de polos de resistencia y supervivencia, de
procesos de reflexión, de valores. Debemos desarrollar nuevas mora­
les públicas que reconozcan la diferencia y el pluralismo y que, nece­
sariamente, restablezcan un pacto de convivencia quizás nuevo.
El desarrollo de nuevos fundamentos para la convivencia en un
mundo plural y diverso debe, en cualquier caso, partir de un rechazo
radical y explícito de cualquier postulado de exclusión. Durante más
de una década se ha constatado que lo que parecía una vaga sensa­
ción de despreocupación de las autoridades políticas y sanitarias ante
una epidemia que azotaba los márgenes de la sociedad, se correspon­
día efectivamente con dilaciones y negligencias palpables. Cualquier
proyecto mínimamente integrador de sociedad debe postular el fin de
este estado de cosas.
La preocupación por un “sida heterosexual” es a m enudo recono­
cida explícitamente como el origen de políticas de lucha contra la epi­
demia: «Cuarta campaña de Sanidad contra el sida ante el aumento
de los casos heterosexuales» (El País, 8/11/94). Cualquiera de las an­
teriores (con la posible excepción de la premiada «Sí-Da, No-Da»), en
su indefinición y ambigüedad, confirmaban los criterios de exclusión.
El último esfuerzo preventivo del Ministerio anima: «Haz tu vida nor­
mal. Y si tienes relaciones sexuales, utiliza un preservativo». ¿Quién
puede tener una “vida norm al”? (¿Quién está protegido?; ¿Quién
preocupa a las autoridades?). ¿Quién vive en condiciones de ame
naza, violencia, desarraigo o discriminación?
La prudencia, la sensibilidad y la preocupación por no estigma! i
zar a nadie, que antes impedían mencionar siquiera a las comunidii
des más directamente implicadas en la lucha contra el sida, desaparc
cen ahora en un sentido determinado. Sin embargo, desde febrero cU
1992, la Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual del Es
tado Español*( c o f l h e e ) exige «el desarrollo de campañas de preven
ción claras y que no renuncien a la representación de la realidad ho
mosexual y de la de los y las usuarias de drogas por vía parenteral»
Los casos heterosexuales son oficialmente reconocidos en su dimen
sión merecedora de atención. Un 12%. El 88% restante no mereció
nunca una atención oficial tan personalizada. Habrá quien se con
suele pensando que con esta campaña “la heterosexualidad” ha co­
brado una existencia inédita, no disociada de los riesgos de transnii
sión del v i h . Habrá quien quiera pensar que eso es suficiente.

Hablar de homosexuales equivale en todos los casos a hablar de quienes son


diferentes al espectador: nunca aparece un “tú” homosexual, quizá porque se
considera un insulto a la audiencia; que haya espectadores homosexuales y
contentos de serlo parece impensable para un locutor como Pedro Piqueras,
de Televisión E spañola, que enuncia la palabra entre pausas, tom ando
aliento, como con pinzas; en sus labios, la palabra homosexual es siempre un
exabrupto [Mira, 1993: 152],

Continúa Alberto Mira comentando una frase de un documental


titulado «El sida existe» (emitido por tve 2).

“El sida es algo que ya puede suceder a todos”. En primer lugar, nótese el
“ya”. ¿Significa esto que hubo un “antes” en que el sida ni podía afectarte a
“ti”? ¿Es que “ahora” que el sida te afecta a “ti”, como heterosexual no toxicó-
mano, es cuando hay que empezar a preocuparse? La segunda aquiescencia
implícita con la discriminación de homosexuales se produce con la palabra
“todos”. Antes, el sida no afectaba a “todos”, es decir, no podía afectaros a vo­
sotros espectadores-heterosexuales, sino a una minoría [ibid. :156],

Dos carteles señalan el carácter explícitamente excluyente de algu­


nos discursos destinados (indirecta o directamente) a comunidades
devastadas por el sida. El cartel de Radical Moráis («Drogas n o »)
ataca la reacción de avestruz (no ver, no oír; drogas, ¡ni hablar!) por
parte de algunas instancias políticas ante un taimado debate sobre el
uso de drogas. Dicho discurso está en las antípodas de un mensaje
preventivo hacia quienes utilizan drogas. El cartel de la asociación neo-
yorkina Gay Men’s Health Crisis («Homophobia Kills», es decir, la ho-
mofobia asesina), utiliza la imagen de una manifestación en contra de
gais y lesbianas para denunciar las implicaciones del prejuicio homo-
lobico. El mensaje de los manifestantes dice «Dios odia a los mari­
cas». El texto del cartel dice: «Curad el odio. Parad el sida. El aban­
dono criminal de la gente con sida. El asalto criminal a los derechos y
la dignidad humanas de gais y lesbianas. Ambos son alimentados por
la ignorancia y la intolerancia. Es hora de poner fin a las mentiras. Es
hora de curar el odio. Y es más que hora de parar una enfermedad
i|ue nos amenaza a todas y todos. Estad orgullosos de decirle a Amé­
rica la verdad: Todos y todas somos miembros de la familia, con pleno
derecho a vivir y a amar». Jeffrey Weeks reflexiona sobre la necesidad
de establecer criterios éticos que hagan viable una convivencia en li­
bertad.
A la droga simplemente di

...y si te empeñas en decir que sí, lo sentimos, pero ni


te vamos a dar chutas, ni vamos a instalar
intercambiadores de jeringas, ni te vamos a decir
cómo se limpia y se desinfecta una hipodérmica. No
vayas luego a venir protestando. Ya estás advertido.
STOPAIDS.
The criminal neglect of people with AIDS. The crimina!
assault on the human rights and dignity of gays and
lesbians. Both are fueled by ignorance and intol-
erance. It's time to stop the lies. It’s time to
cure the hate. And long past time to stop
the disease that threatens us all. Be
proud to teli America the truth:
We are all members of the
family, fully entitled
to the right to I
live and
love. ¡
r
í
|

(j M -IC v o lu n te e rs n eed ed n o w
CAYMCN'S HEALTH CRISIS CALL: ( 2 1 2 ) 3 3 7 - 3 5 9 3 I
VALORES E N U N A ERA DE IN C ER TID U M BR E

JEFFREY WEEKS

Vivimos en una era de incertidumbre, de escasez de garantías sólidas,


de indefinición y opacidad de nuestros objetivos culturales. Esta in­
certidumbre se hace sentir de forma muy especial en el ámbito de la
sexualidad, que ha sido recientemente el centro de una m ultitud de
miedos y controversias morales. Debemos, por lo tanto, preguntar­
nos si aún estamos a tiempo de elaborar una serie coherente de valo­
res y principios, sin rendirnos por ello a absolutismos o a creencias
íundamentalistas de una u otra índole. Personalmente, creo en esta
posibilidad, aunque quisiera verificar esta conclusión provisional me­
diante el análisis de algunos de los dilemas a los que nos enfrentamos.
C om enzaré, a m odo de introducción, p o r el análisis de una crisis
concreta, una crisis que debería dominar nuestras actuales reflexiones
sobre la sexualidad: la crisis de salud que ha desencadenado la infec­
ción por VIH, una crisis que se resume en el poderosamente simbólico
término “sida”.
Estoy completam ente de acuerdo con aquellas personas que se
niegan a considerar “el sida” como metáfora. Es, tal y como lo defi­
nen los militantes de la lucha contra el sida, “un desastre natural”,
aunque ciertamente estimulado por prejuicios, discriminaciones y ne­
gligencias que distan mucho de ser inocentes. N o se trata de un cas­
tigo de Dios, ni de una “venganza de la naturaleza” ejercida sobre un
grupo determ inado de personas, ni el símbolo de una cultura cuyo
rumbo es erróneo. La infección por VIH constituye una enfermedad
como cualquier otra, y debe abordarse con la misma sensibilidad,
empatia y recursos que las otras enfermedades que amenazan la sa­
lud. Sin embargo, obviamente, en ningún momento ha sido conside­
rada en estos términos. El barroquism o del lenguaje y la proliferación

Publicado originalmente bajo el título «Valúes in an Age of Uncertainty» en el volu­


men com pilado po r D om na C. Stanton, Discourses o f Sexuality. From Aristotle to
AIDS, Ann A rbor (Michigan), The University of Michigan Press, 1992. Traducción de
Olga Abásolo Pozas.
de metáforas que la rodean muestran claramente que las reaccione1,
ante el VIH no son en absoluto las mismas que se han manifestado
ante otros virus l. D urante los años ochenta, el sida se convirtió en
sím bolo de una cultura mal avenida consigo misma; constituía un
problem a global, que evocaba m ultitud de pasiones, moralidades y
prejuicios locales, el epítome de una civilización cuyos valores son
imprecisos. La crisis del sida mitiga, en cierta medida, algunos des
contentos y dilemas contemporáneos, y expone ante los ojos de m u­
chas personas un rincón oscuro y lóbrego de nuestro inconsciente
colectivo. Por lo tanto, cualquier discusión emprendida en las postri
merías del milenio sobre los valores sexuales, debe enfrentarse al reto
del sid a2.
Es evidente que la persona portadora del VIH o con sida convive
perm anentem ente con la incertidum bre: la incertidum bre del diag­
nóstico, del pronóstico, de las reacciones de sus amistades, fam ilia­
res, seres queridos y otras personas anónimas y temerosas o carga­
das de odio. El resto convive tam bién con la incertidum bre: la
sensación de riesgo que ésta produce, la incertidum bre ante la posi­
bilidad de una futura infección, la incertidum bre provocada por el
desconocimiento, por la pérdida. La incertidum bre engendra ansie­
dad y tem or, tanto hacia el pasado vivido como ante el presente y el
futuro. Es imposible que podam os predecir el im pacto del sida al
ser sus efectos fortuitos. A pesar de los esfuerzos realizados por de­
m ostrar lo contrario, no existe una correlación directa entre formas
de vida e infección por VIH. El propio virus, aunque tenga efectos
potencialmente devastadores, es relativamente débil y no se trans­
mite fácilmente, excepto por el intercam bio de fluidos corporales.
Tam poco las personas que “hacen cosas arriesgadas” enferman ne­
cesariamente. N o podem os ignorar que los factores relacionados
con el desarrollo de la enfermedad (la forma de vida, el estado gene­
ral de salud, la incidencia de la pobreza y de otras enfermedades),
basta ahora mal entendidos, pueden facilitar el camino. N o o b s­
tante, la determ inación de qué personas contraerán el VIH, y de és­
tas, cuáles sucum birán a las enfermedades oportunistas, es bastante

1 Véase, por ejemplo, Susan Sontag, El SIDA y sus m etáforas , Barcelona, M uchnik,
1989.
2 Véase Jeffrey W eeks, «P ostm odern AIDS?», en Tessa Boffin y Sunil G upta,
(comps.), Estatic Antibodies: Resisting the AIDS M ythology, Londres, Rivers O ram
Press, 1990, pp. 133-141.
i/.arosa. La crisis del sida está marcada por el sello de la “contin­
gencia”.
El azar, lo accidental, la contingencia: son algo más que simples
características de una serie concreta de enfermedades. Marcan nues-
iro presente desde el momento mismo en que nos suceden cosas sin
fundamento o justificación aparentes. La esperanza propia de la m o­
dernidad en el futuro control de la naturaleza, en el futuro dominio
del ser humano sobre todo aquello que investigue, puede verse frus-
irada por el impacto de la bala perdida de un asesino, o por el simple
aleteo de una mariposa en las junglas de Asia, o por un organismo
microscópico desconocido hasta los años ochenta.
Pero, por muy azaroso o inesperado que este hecho pueda pare­
cer, no por ello las diferentes reacciones que provoca presentan igua­
les características. El sida puede constituir un fenómeno moderno, la
enfermedad del fin del milenio, pero también constituye ya un nota­
ble fenóm eno histórico, enm arcado en una m ultitud de historias
cuyo peso soportan las personas que conviven con el VIH y con el
sida; un peso que no deberían verse obligadas a soportar. Son las his­
torias de anteriores enfermedades y de las reacciones manifestadas
ante ellas. Son las historias de la sexualidad, y especialmente de las se­
xualidades no ortodoxas y de las formas en que han sido reguladas.
Son historias del establecimiento de categorías basadas en las diferen­
cias raciales y en las condiciones de desarrollo o subdesarrollo. H is­
torias de pánico moral, de intervenciones punitivas, de diversas for­
mas de opresión, y también de resistencia ante ellas. Las historias nos
desbordan, como también nos desbordan (aunque a menudo las ig­
noremos) las lecciones que podrían enseñarnos. Todas estas historias
tienen algo en común: son historias de diferencia y de diversidad. Lo
mismo atañe al sida. A pesar de los factores virales e inmunológicos
comunes, el VIH y el sida son experimentados de diferente manera
por los diferentes grupos de personas. El sufrimiento y la pérdida ex­
perimentados por el colectivo gai masculino en las comunidades ur­
banas de las grandes ciudades occidentales, no son ni mayores ni
menores que el sufrimiento y el sentimiento de pérdida que experi­
mentan los pobres en las comunidades negras e hispanas de Nueva
York, o en las ciudades y los pueblos del Este africano; y, sin em­
bargo, sí son diferentes.
El síndrome de inmunodeficiencia adquirida amenaza con causar
una catástrofe sin precedentes, y, no obstante, es experimentado di­
recta o empáticamente, como una serie de enfermedades concretas,
histórica y culturalmente organizadas. El sida tiene un doble impacto
global y local, hecho que revela un dato de vital importancia aceri a
del presente histórico. En prim er lugar, nos recuerda nuestras propia**
interdependencias. Las migraciones entre países y continentes, del
campo a la ciudad, de las formas de vida “tradicionales” a las formas
de vida más “m odernas”, la huida de las persecuciones, de la pobre/..i,
de la represión sexual, han posibilitado la extensión del VIH. La mo
derna sociedad de la información, los programas globales, las cónsul
tas y conferencias internacionales, también facilitan una respuesta a
escala mundial frente a este desastre. Sin embargo, la propia dimen
sión y la rapidez de la internacionalización de la experiencia nos obli
gan a buscar identidades localizadas y especializadas, para así hacn
posible el resurgimiento o la creación de tradiciones particularistas,
para inventar nuevas moralidades. Parte del impacto ejercido por el
sida, en palabras de Paula A. Treichler, ha sido el “im pacto de la
identidad” 3. Parece que, según tomamos conciencia de la aldea global,
necesitamos afirmar y reafirmar continuamente nuestras lealtades lo ­
cales, nuestras diferentes identidades.
El VIH y el sida han supuesto también un desafío; han brindado
oportunidades para la creación de nuevas identidades y comunidades,
forjadas en el horno del sufrimiento, de la pérdida y de la superviven-
cia: estos procesos muestran hasta qué punto es de hecho posible es­
tablecer lazos humanos a través de los abismos de una cultura despia­
dada. U n ejemplo entre mil, es el testimonio del historiador Joseph
Interrante, especialista en la historia de la homosexualidad en el ejér­
cito, y que perdió a su compañero a causa de la epidemia:

La enfermedad y la muerte de Paul intensificaron nuestra experiencia vital,


crecimos y cambiamos mientras la vivíamos, de igual manera que lo hubiéra­
mos hecho viviendo otras experiencias, aunque a un ritmo mucho más acele­
rado. Pero la muerte de Paul, y el sida en general, no ha sido un hecho posi­
tivo. N o fue rom ántico, ni heroico, ni agradable. Lo com partim os, y yo
descubrí, citando a Gerda Lerner, que es «como la vida, desordenada, enma­
rañada, atormentada, trascendente. La aceptamos en último término, porque
debemos hacerlo. Porque somos humanos» 4.

3 Véase Paula A. Treichler, «Aids, H om ophobia and Biomedical Discourse», en


D ouglas C rim p (com p.), AIDS. C ultural Analysis, C ultural A ctivism , C am bridge
(Massachusetts), MIT Press, 1991.
4 Joseph Interrante, «To Have w ithout Holding: Memories of Life w ith a Person
w ith Aids», Radical America, núm. 20, 6, 1987, p. 61.
Es decir, observo en la crisis del sida y en las respuestas que ésta
li.i generado, tres elementos que arrojan luz sobre aspectos y preocu­
paciones de más amplio alcance. En prim er lugar, para muchos el sida
icfuerza el sentimiento general de crisis, la “sensación de que el fin
i '.iá próxim o”, fomentada por el acelerado ritm o del cambio cultural,
lista es la crisis de la modernidad, y el heraldo del controvertido con-
' cpto de la “posm odernidad”. En segundo lugar, el sida pone de ma­
nifiesto las complejidades y las interdependencias del mundo, y esta
i;lobalización produce, como si de un reflejo necesario se tratara, un
In ote de nuevas identidades y nuevas comunidades, así como nuevas
exigencias y obligaciones en conflicto. Constituye el emplazamiento
ile muchos de los debates políticos, sociales y culturales más trascen­
dentes. Pero, en tercer lugar, estos mismos cambios, que para muchos
ilustran el colapso final de las esclarecedoras esperanzas de la m oder­
nidad, han generado nuevas solidaridades, a medida que la gente se ha
visto implicada en una lucha cuerpo a cuerpo con los retos que ante
ella despliega la “posm odernidad”. Creo que aquí descansan las posi­
bilidades reales de lo que llamaré un “humanismo radical”. Se trata
tic una perspectiva que rechaza el esencialismo y las limitaciones del
humanismo tradicional, y que reconoce la contingencia de los siste­
mas de creencias que se declaran portadores de la verdad, reafir­
mando al mismo tiempo algunos valores sempiternos de la tradición
ilustrada. Además, es éste un humanismo enraizado en las luchas, en
las experiencias y en las historias concretas de las personas.
Estas tres tendencias, iluminadas por la crisis del sida, pero porta­
doras de un significado más amplio, son los hilos conductores de este
ensayo. Pretendo ahondar en ellas para dem ostrar que tenemos la
oportunidad de reinventar o de redescubrir los valores que nos ayu­
den a convivir con lo que ante mis ojos es la única verdad irreductible
del m undo contem poráneo: la diversidad hum ana y social, inclu­
yendo la diversidad sexual. Este es el verdadero reto que nos plantea
la convivencia con la incertidumbre.

I. SOBRE LOS DIFERENTES ENFOQUES DE LA SEXUALIDAD

La trayectoria de todo mi trabajo sobre la sexualidad ha estado mar­


cada p or el rechazo de los planteam ientos llamados esencialistas y
por un intento que pretendía elaborar lo que se ha dado en llamar, de
manera general aunque equivocadamente, el “construccionismo so
cial”. A lo largo de los últim os veinte años, no pocas teorías lun
mantenido que la sexualidad es un fenómeno puram ente natural, \
que los impulsos humanos son actos establecidos e inherentes. Tale-,
argumentos subordinan nuestras identidades al dictamen de esa natu
raleza y esos impulsos. Así, se ha abierto paso una concepción de la
historia de la sexualidad como una simple relación de reacciones il<
unos dones biológicos básicos. Las manifestaciones del pensamiento
esencialista han sido constantemente retadas a lo largo del último si
glo. El análisis antropológico y social ha fomentado nuestra toma de
conciencia sobre la relatividad y la complejidad de las normas sexua
les establecidas. El pensamiento freudiano nos ha permitido (aunque,
por desgracia, la mayoría de sus intérpretes no lo hayan hecho), den
var en la posibilidad de ahondar en la naturaleza indecisa y siempre
provisional del género y de las identidades sexuales. A partir de la
nueva historia social, hemos tomado conciencia de las múltiples for
mas posibles de narrar la vida sexual. Las políticas planteadas por las
feministas, las lesbianas y los gais, y el trabajo teórico de Michel Fon
cault, han favorecido nuestra sensibilidad hacia las formas sutiles con
las que el poder envuelve al cuerpo, sometiéndonos al sexo y convi i
tiéndonos simultáneamente en sujetos al sexo y sujetos de sexo. Y he
mos reconocido que la ideología opera, precisamente, haciéndonos
creer que lo que ha sido creado socialmente, y que por lo tanto está
sujeto a cambios, es verdaderamente natural y por lo tanto inmuta
ble. Estamos ya muy lejos de aceptar que la sexualidad sea el fenó
meno social menos cambiante de todos y, por el contrario, considera
mos que probablem ente sea el más sensible a influencias de tipo
social, y conductor, al mismo tiempo, de los sutiles cambios de las
costumbres sociales y de las relaciones de poder. Todas estas influen
cias alimentan, a su vez, el proyecto deconstruccionista que cuestiona
los supuestos aceptados como indiscutibles y las certezas del hum a­
nismo, el racionalismo y el progresismo posteriores a la Ilustración5.

5 Véase Jeffrey Weeks, Sexuality and its Discontents: Meanings, M yths and M ó­
dem Sexualities, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1985, donde se discuten con ma­
yor amplitud estos temas y Against Nature: Essays on History, Sexuality and Identity,
Londres, Rivers O ram Press, 1991. El intento p or recuperar el radicalismo de Freud,
sobre todo destacando su escisión de la identidad, es quizá uno de los temas más con­
trovertidos. Véase sobre esta cuestión Jacqueline Rose, Sexuality in the Field o f Vision,
Londres, Verso, 1986. Para una nueva historia social, sobre todo desde la perspectiva
feminista, véase, C arroll Smith-Rosenberg, Disorderly Conduct: Visions o f Gender in
Com o resultado de todo ello, con frecuencia nos sentimos incli­
nados a reconocer que la sexualidad sólo puede entenderse en su con­
texto histórico y cultural específico. Por lo tanto, la historia de la se­
xualidad no debe ser to talizad o ra, sino que debe basarse en las
historias locales, en los significados contextúales y en los análisis es­
pecíficos. Debemos prescindir de las afirmaciones universalistas que
presuponen la existencia de una experiencia com ún a lo largo del
tiempo y de la historia, ya que, por utilizar la distinción establecida
por Eve Sedgwick, necesitamos afirmaciones particularistas basadas
en el esfuerzo por comprender lo específico de cualquier fenómeno
sexual: las historias que lo configuran, las estructuras de poder que lo
moldean y las luchas que pretenden definirlo 6.
Mi propio trabajo ha estado centrado en tres cuestiones interco-
nectadas. La prim era es, precisam ente, el cuestionam iento de las
identidades sexuales, como las identidades lésbica y gai, aunque evi­
dentemente no sólo de éstas. Ya que, si bien las identidades gai y lés­
bica se presuponen fijas e inmutables, cualquier lectura histórica seria
demostraría, no obstante, que son culturalm ente específicas, tanto
como pueden serlo las formas heterosexuales. En segundo lugar, he
pretendido examinar la regulación social de la sexualidad: los meca­
nismos de control, las pautas de dominación, de subordinación y de
resistencia que moldean lo sexual. Por último, he ahondado en los
discursos del sexo que organizan los significados, y m uy especial­
mente en el discurso de la sexología, que ha desempeñado un papel
crucial al establecer una supuesta “verdad” sobre el sexo. Considero
que sólo es posible interpretar adecuadamente la sexualidad a través
de la revelación de los significados culturales que la construyen. Con
ello no se reduce a la biología a un papel irrelevante, ni se convierte a
los individuos en hojas de papel en blanco sobre las que la sociedad
imprime los significados que considera pertinentes. Afirmar que las

Victorian America, O xford y N ueva York, O xford U niversity Press, 1985; y John
D'Em ilio, Sexual Politics, Sexual Communities: The M aking o f a Hom osexual M ino-
rity in the United States, 1940-1970, Chicago y Londres, University of Chicago Press,
1983.
6 Eve Sedgwick ha sugerido con acierto que en lugar de prolongar el debate esen-
cialismo versus construccionism o, que ha conducido a un debate interno agotador y
repetitivo (y probablem ente incomprensible) entre los estudiosos de la sexualidad, de­
beríamos pensar en términos de posiciones universalistas y posiciones particularistas:
Eve Kosovsky Sedgwick, The Epistemology o f the Closet, Berkeley, U niversity of C a­
lifornia Press, 1990.
identidades lésbica y gai tienen una historia, que no siempre han exis
tido y que no tienen por qué existir eternamente, no quiere decir que
no sean importantes. Tampoco debería entenderse que esta afirma
ción implique necesariamente que los sentimientos homosexuales no
estén profundam ente enraizados. La cuestión real no es si el homosc
xual nace o se hace, sino cuáles son los significados que esta cultura
específica concede a la conducta homosexual, sean cuales sean sus
causas, y en qué medida influyen esos significados en las formas en
que los individuos organizan sus vidas sexuales. Esta cuestión histó ­
rica y política nos obliga a analizar las relaciones de poder que deter ­
minan la hegemonía de esos significados, y a investigar la forma en
que pueden transformarse.
El análisis de la genealogía de nuestras disposiciones e identidades
sexuales, la búsqueda de los elementos que ordenan nuestros actuales
descontentos y nuestras aspiraciones políticas, y la investigación de
los campos de batalla sexuales que provocan que la actual situación
esté tan moral y políticamente connotada, me han llevado a la con­
clusión de que las actuales identidades sexuales de oposición, como
las identidades gai y lésbica que desafían a la discrim inación y la
opresión, son históricamente contingentes, pero políticamente esen­
ciales. Puede que sean invenciones sociales, pero, sin embargo, tam ­
bién parecen ser “ficciones necesarias”, que aportan las bases que po­
sibilitan una afirmación de la identidad de sujeto y de pertenencia a
una comunidad.
Y, no obstante, muchas personas temen que al dotar a las identi­
dades de un carácter histórico contingente, éstas puedan perder toda
su solidez y su sentido. Este hecho pone de manifiesto un verdadero
problema. El construccionismo social no aporta un program a polí­
tico evidente. Puede ser utilizado para abordar el ám bito sexual,
tanto desde posturas conservadoras como desde las más progresistas.
El intento por prohibir el “fom ento” de la sexualidad en Gran Bre­
taña en 1987-1988, proceso que culminó con la aprobación de la fa­
mosa Cláusula 28 del Acta del Gobierno Local, era justificado a par­
tir de la defensa explícita de la idea según la cual la homosexualidad
puede ser aprendida y fomentada 7. Por supuesto, el corolario lógico

7 La Cláusula 28, convertida en ley en 1988, pretendió prohibir la prom oción de la


homosexualidad como «una pretendida relación familiar» por parte de las autoridades
locales. Véase mi ensayo «Pretended Family Relationship», en Against Nature, para
lina discusión de sus implicaciones.
ile esta afirmación es que la heterosexualidad puede ser, a su vez,
igualmente aprendida, y que, de hecho, las instituciones de nuestra
cultura la fomentan permanentemente. Pero, en general, la heterose­
xualidad no ha sido nunca objeto de la misma investigación exhaus-
i¡va que la homosexualidad 8. Pocas personas han mostrado interés
por el análisis de su construcción social. Aún se considera como la
norma natural, y todo aquello que se salga de los límites que ésta im­
pone es considerado como una desgraciada perversión.
Por lo tanto, frente a las incertidumbres que plantea el enfoque
construccionista, muchos han optado por la búsqueda de certezas de
orden natural. El planteamiento parece basarse, a grandes rasgos, en
la posibilidad de que resulte más ventajoso definir a las lesbianas y a
los gais com o m inoría de la población, perm anente, establecida,
como si de una minoría racial se tratara, y defender su posición de
minoría sobre esas mismas bases. Los primeros defensores de los de­
rechos de los gais utilizaron, precisamente, esta justificación. Desde
los pioneros como Ulrichs y Hirschfeld hasta la primera Mattachine
Society, la idea de que los homosexuales constituían el tercer sexo, o
un sexo intermedio, una permanente minoría, ha influido decisiva­
mente en la política sexual9. Sin embargo, ello no evitó que los nazis
utilizaran exactamente el mismo razonam iento para perseguir a los
homosexuales y condenarlos a muerte en los campos de concentra­
ción.
La realidad es que las perspectivas teóricas aisladas no producen
resultados concretos. Su eficacia está determinada por los significados
que éstas permiten aglutinar en relaciones de poder específicas. Las
identidades sexuales, como ya he apuntado, no sólo son importantes
porque sean “naturales” o “sociales”, sino porque aportan una base
de identificación social positiva. Dicha identificación es importante,
puesto que contribuye a generar una sensación de seguridad y perte­
nencia necesarias para el ejercicio de una vida social productiva. Asi­

8 Carole S. Vanee, «Social C onstructionist Theory: Problems in the H istory of Se­


xuality», H om osexuality wbicb H om osexuality?, com pilación de Anja van K ooten
N iekerk y Theo van der Meer, Amsterdam, Uitgeverij An D ekker/Schorer; y L on­
dres, GMP Publishers, 1989, pp. 13-34.
9 Karl H einrich Ulrichs, teórico alemán de la homosexualidad durante los años se­
senta y setenta del siglo XIX. Magnus Hirschfeld fue una gran figura de la sexología
alemana y de los movimientos p or la reform a sexual a partir de la última década del si­
glo XIX. La Mattachine Society se fundó en Estados U nidos a finales de los años cua­
renta del presente siglo y fue la organización homofílica pionera en este país.
mismo, permite lograr esa sensación de causa común con otras perso­
nas, indispensable para la lucha política contra quienes rechazan la
validez de determ inadas formas de vida elegidas. Esto explica que
muchas autoras y autores que se identifican con la política sexual fe­
minista y con el enfoque deconstruccionista, hayan defendido últi­
mamente lo que denominan un “esencialismo estratégico”, que no se
basa ni en la naturaleza ni en la verdad, sino en el campo político de
la fuerza; lo que antes he denominado una ficción necesaria 10.
Por lo tanto, el factor crucial no es si las identidades sexuales tie­
nen una naturaleza verdadera o mítica, sino su efectividad y relevan­
cia políticas. La sexualidad, en términos de Foucault, no es sinónimo
de fatalidad; es la posibilidad de una vida creativa n . Y en ese proceso
de creación de la vida, debemos tener más claros que nunca los valo­
res que nos motivan, y debemos ser capaces de afirmarlos y dotarlos
de validez con convicción.

II. SENSACIÓN DE FINAL

Ya en su influyente libro del mismo título, publicado a mediados de


los años sesenta, Frank Kermode escribía sobre esta “sensación de fi­
n a l” qu e ha e n s o m b re c id o el p e n s a m ie n to y las fic c io n e s
occidentales12. Esa sensación de amenaza parece atorm entar a una
buena parte de nuestro pensamiento, a medida que nos aproximamos,
no sólo a la culminación del siglo, sino también al final del milenio.
Susan Sontag (1989: 93) ya com entó en su m om ento que, «en la
cuenta atrás hacia el final del m ilenio, quizá sea inevitable que
aumenten las cavilaciones apocalípticas». Las antiguas certidumbres
se desvanecen o pierden su significado; las nuevas entran en conflicto
a medida que intentamos reconstruir un sistema de valores común.

10 Véase D iana Fuss, Essentially Speaking: Feminism, N ature and Difference,


N ueva Y ork y Londres, Routledge, 1990. Véase también Jonathan Dollim ore, Sexual
Dissidence: Augustine to Wilde, Freud to Foucault, O xford, C larendon Press, 1991,
para una discusión amplia sobre las complejidades de los debates esencialista/decons-
truccionista
11 Michel Foucault, «Sex, Pow er and the Politics of Identity» entrevistado por
Bob Gallagher y Alexander W ilson, The Advócate, núm. 400, 1984, p. 29.
12 Frank Kermode, The Sense o f an Ending: Studies in the Theory o f Fiction, L on­
dres y O xford, O xford U niversity Press, 1968.
"La cultura del pánico”, como se ha dicho, dominada por una sensa­
ción de derrota, de anulación y exterminio, puede constituir un resul­
tado característico 13. Muchos escritores y escritoras parecen incli­
narse hacia un completo abandono de la lucha, ante la imposibilidad
de identificarse con cualquiera de los valores accesibles.
Es obvio que los “finales” son en gran parte ficciones, intentos
por im poner algún tipo de orden sobre el caos de los acontecimien­
tos. Al fin y al cabo, un siglo es tan sólo una delimitación temporal
arbitraria. Pero la inminente inauguración de un nuevo período, por
muy inventado que sea, puede dram atizar aún más la amenaza del
cambio, e incluso fom entar el presagio del desastre. Las crisis que
siempre acompañan al fin de siécle, según Showalter, «se experimen­
tan con m ayor intensidad, están más cargadas de emociones, tienen
un m ayor peso simbólico y un m ayor significado histórico, porque
les atribuimos las metáforas de muerte y reencarnación, las mismas
metáforas que proyectamos sobre las últimas décadas y años de un si-
^lo» H. Q uizá no sea del todo accidental que nuestra sensibilidad
contemporánea haya producido un profundo interés por los movi­
mientos políticos, culturales y filosóficos de finales del siglo pasado15.
Los mitos, las metáforas, y las imágenes que hacen referencia a
una apocalíptica crisis de orden sexual han marcado tanto el ocaso del
siglo XIX como el final de este siglo XX. De la misma manera que las
décadas posteriores a los años sesenta fueron duram ente criticadas
por el apoyo manifestado hacia la permisividad y la libertad sexual,
los años ochenta y noventa del siglo XIX eran, a los ojos del novelista
George Gissing, décadas de «anarquía sexual» 16. Am bos períodos
parecen haber estado marcados por rápidas transformaciones de las
leyes que gobiernan la identidad y la conducta sexual, en una época
en la que se desafiaban y distendían las fronteras entre los hombres y
las mujeres, en la que una amenaza parecía cernirse sobre la vida fa­
miliar, en la que la homosexualidad muestra una capacidad de expre­
sión sin precedentes, produciéndose una paulatina invasión de las ar­

13 A rthur y M arilouise K roker, Body Invaders: Sexuality and the Post-modern


Condition, Londres, MacMillan, 1988, p. 13.
14 Elaine Showalter, Sexual Anarchy: G ender and Culture an the Fin de Siécle,
I ondres, Bloomsbury, 1991, p. 2.
15 D avid H arvey, The C ondition o f Postm odernity, O xford, Blackwell, 1989,
p. 285.
16 C itado en Showalter, 1991, p. 3.
tes y la literatura por parte de los sexualmente “perversos”; en un.i
época en la que, por último, el imaginario de la vida pública y privada
está atemorizado ante la posibilidad de contraer una enfermedad se
xual. Al igual que el sida en la actualidad, durante el siglo XIX la sífilis
amenazó y persiguió al sexo, al matrimonio y a la familia. Los escán
dalos provocados por los abusos sexuales a niños y niñas durante Ion
años ochenta y noventa de este siglo nos traen de inmediato a la me
m oria el descubrim iento de lo que se dio en llamar «el tributo de
doncellas en la Babilonia moderna», es decir, la explotación y prosti
tución de la infancia en la década de los ochenta del siglo XIX. Las ac
tuales divisiones en el seno del movimiento feminista en torno al de­
bate sobre la pornografía son eco de las escisiones que provocaron, .1
finales del siglo pasado, los debates sobre la prostitución y la pureza
moral. Los temores generados por la diversidad racial son, a su ve/,
eco de discusiones, en el candelero durante el siglo XIX, en las que se
diagnosticaba la enfermedad o la superioridad racial de unos u otros,
La inquietud que generan los hábitos sexuales de la gente joven o po
bre (y, con frecuencia, también de la gente negra) y la superpoblación
del Tercer M undo, vuelven a poner en circulación los temores que
provocaba, durante el siglo pasado, la promiscuidad sexual de las ma
sas recientemente urbanizadas.
Todas estas inquietudes giran en torno a la cuestión de las fronte
ras que separan a unos grupos de personas de otros, y las identidades
que las unen: las fronteras entre los hombres y las mujeres, las perso
ñas normales y las anormales, los adultos y los niños, las personas ci
vilizadas y las no civilizadas, las ricas y las pobres, las ilustradas y las
masas. En períodos de cambios sin precedentes, las fronteras comien
zan a desvanecerse, y las identidades se alteran y se reforman, y estas
disoluciones y fusiones son aún más importantes en el ámbito de la
sexualidad. D urante la última década del siglo XIX, Oscar Wilde no
sólo violó los códigos de la respetabilidad sexual de su época llevando
una vida homosexual cada vez más expuesta; también derribó las ba­
rreras de clase relacionándose con jóvenes de clase obrera. Durante
los recientes años ochenta el abuso sexual de los menores, además de
ser una imposición del poder de los adultos sobre los niños, ha su
puesto también la transgresión de las fronteras y responsabilidades
entre (habitualmente) los padres varones y sus hijas e hijos. Sin em­
bargo, las enfermedades de transmisión sexual han abolido fronteras
con mayor radicalismo y eficacia, ajenas a las distinciones de clase,
raza, género o edad.
Aun considerando todos estos paralelismos, el final del siglo XIX
no es, en m odo alguno, la imagen especular del siglo XX. Existen ele­
mentos comunes (“identidades”) pero también diferencias im portan­
tes. En su brillante ensayo Wbo Was That M an? A Present fo r Mr.
i ).scar Wilde, el autor de teatro y novelista Neil Bartlett intentó for-
|.u* conexiones entre la generación de hombres gais a la que él perte­
nece, participantes de unas subculturas urbanas erigidas como forti-
licaciones; una generación de gais tan cohibidos como convencidos,
i aracterística de los años ochenta, y, de otro lado, la generación de
Wilde y sus contem poráneos, durante los años ochenta y noventa
ilcl siglo XIX 17. Bartlett descubrió que determinados lenguajes y rí­
males (el “cam p”, el cruising en busca de parejas sexuales, la ruptura
ilc la ortodoxia sexual...) son com unes a diferentes generaciones.
Pero más fundamentales todavía son la distancia y las diferencias: a
pesar de los obstáculos aún existentes, las posibilidades de vivir
Ciertamente como gai se han transform ado radicalmente. Vivimos
ni un m undo diferente que, a falta de un térm ino mejor, llamaré
"posm oderno”.
Existen paralelismos sorprendentes entre los recientes debates en
lorno a la sexualidad y las controversias más amplias sobre la natura­
leza de la posm odernidad, del mismo m odo que hay paralelismos en-
lre el desafío al esencialismo y la proliferación de debates en torno a
los valores básicos para ambos 18. La posm odernidad es claramente
nn término relacional, definido a partir de una “m odernidad” ante-
iior o que, en última instancia, se acaba paulatinamente. Com o ya se
lia dicho, el significado del término lleva implícita la advertencia de
nn final. Sus implicaciones están abiertas a discusión. Q uizá no sea­
mos, como sugiere el sociólogo A nthony Giddens, más que simples
lestigos de la fuerza irresistible de una m odernidad cada vez más
irrasadora, más radicalizada, que derriba las barreras de lo que se

17 Neil Bartlett, W bo Was T hat M an? A Present f o r Mr. O scar W ilde, Londres,
Scrpent’s Tail, 1988.
18 Debemos establecer una distinción crucial entre los conceptos del posmoder-
iiismo y la posmodernidad. El primer término, desde mi punto de vista, debería estar
limitado a los debates sobre estética —en la arquitectura, la literatura, el cine, las artes
visuales— y, por consiguiente, a la teoría social y cultural en general. Existen otros
láminos asociados a éste como pastiche, eclecticismo, frivolidad, placer, nostalgia, di­
versidad, juego, amoralidad, nihilismo, deconstrucción y demás. Éstos deben distin­
guirse claramente de la posmodernidad, que es un término claramente relacional, que
hace referencia a algo; una era, una época, que se desvanece.
pretende cambiar 19. O quizá, como sugiere otro sociólogo, Zigmunt
Bauman, estemos contemplando la retirada final hacia el horizonte
del lustroso barco de la modernidad, una vez lograda su misión, aun­
que dejándonos a la deriva, abandonados a nuestra su erte20. Como
quiera que caractericemos la era histórica, no cabe duda de que es
efectivamente posible presentir el advenimiento de cambios radicales
y advertir también, por qué no, la incertidumbre.
U no de los rasgos más discutidos de la posmodernidad, a saber, el
desafío a los “grandes relatos” que caracterizaban el apogeo de la m o­
dernidad, revela una de las fuentes de dicha incertidumbre 21. Tanto el
“Proyecto Ilustrado” de triunfo de la razón, el progreso y la hum ani­
dad como la idea de que la ciencia y la historia nos estaban condu­
ciendo inexorablem ente hacia un fu tu ro más glorioso, han sido
exhaustivamente desafiados. La razón ha sido considerada una racio­
nalización del poder, el progreso ha sido una herram ienta de los
blancos y del expansionismo occidental, y el concepto de humanidad
ha servido de camuflaje a una cultura dominada por los varones. Ine­
vitablemente, todo esto afecta a los discursos del progresismo sexual.
Algunas feministas han visto en la ciencia del sexo una harapienta en­
voltura que no ha servido más que para reafirmar el poder masculino,
imponiendo a las mujeres una “liberación sexual” orientada por no­
ciones claramente masculinas. Foucault ha minado nuestras ilusiones
sobre la noción misma de “liberación” sexual; muchas otras personas
han denunciado el liberalismo sexual como el nuevo atavío de un
mismo proceso de incesante regulación y control sexual22.
A lo largo de este proceso, se han demolido los cimientos de las
esperanzas por hacer algo de luz en el sombrío panoram a del sexo
que erigieron los pioneros de la reforma sexual a finales del siglo XIX.
Uno de estos pioneros, el sexólogo Magnus Hirschfeld, declaró en
su discurso presidencial durante el Congreso de la Liga Mundial para

19 Anthony Giddens, The Consequences o f M odern ity, Cambridge, Polity Press,


1990.
20 Zigmunt Bauman, «From Pillars to Post», M arxism Today, febrero, 1990, pp.
20-25.
21 Comparar con Jean-Francois Lyotard, La condición postm odem a, Madrid, Cá­
tedra, 1994.
22 Véase Sheila Jeffreys, The Spinster a n d her Enem ies: Feminism a n d Sexuality
1880-1930, Londres y Boston, Pandora Press, 1985; Michel Foucault, H istoria de la
sexualidad. (I) La v o lu n ta d de saber, Madrid, Siglo XXI, 1978; Stephen Heath, The
Sexual Fix, Londres y Basingstoke, MacMillan, 1982.
la Reforma Sexual en 1929, que «desde un punto de vista ético, sólo
es posible considerar que el instinto sexual tiene una base científica».
I lirschfeld hizo grabar las siguientes palabras en el umbral de su Ins­
tituto de la Ciencia Sexual: «La Ciencia conduce a la Justicia»23. Las
llamas que devoraron el Instituto, provocadas por la antorcha nazi,
acabaron con buena parte de estas esperanzas. Las restantes se desva­
necieron a lo largo de las siguientes décadas, a medida que los cientí­
ficos sexuales se disputaban aquel legado, incapaces de ponerse de
acuerdo en torno a prácticamente ningún tema; desde la naturaleza
de la diferencia sexual hasta las necesidades sexuales femeninas y des­
de la homosexualidad hasta las consecuencias sociales de la enferme­
dad. Detrás de todo ello se esconden sutiles esfuerzos por minar una
tradición sexual, definida durante el siglo XIX a través de la sexología,
de la práctica medico-moral, de los decretos legales y de las regula­
ciones de la vida privada. El desafío a esta única versión de los he­
chos, provocó su reemplazo y la emergencia de una serie de perspec­
tivas innovadoras, muchas de ellas establecidas por personas hasta
entonces descalificadas por esa supuesta ciencia del sexo. Com o ya
observó Gayle Rubin, un nuevo catálogo de tipos, como extraído de
las páginas de Krafft-Ebing, pasó a form ar parte de la historia social,
a medida que cada nuevo sujeto sexual reclamaba su legitimidad24.
Los pioneros de la reform a sexual y de la sexología durante el si­
glo XIX, estaban marcados por una sincera confianza en la eficacia de
la ciencia y de la revelación de las leyes naturales. El rasgo caracterís­
tico de los modernos militantes de las reivindicaciones sexuales es, al
contrario, la confianza en la actividad propia, la construcción de sí
mismos, el cuestionamiento de las verdades heredadas y la oposición
a las leyes que permiten progresar a unos y excluyen a otros. En otras
palabras, una sexología popular ha desafiado a aquella sexología cien­
tífica; las organizaciones sociales han cuestionado desde abajo la re­
forma iniciada desde arriba; y la única explicación supuestamente es-
clarecedora de la sexualidad ha sido desafiada p o r m u ltitu d de
historias distintas, elaboradas por mujeres, lesbianas y gais, minorías
étnicas y otros colectivos.

23 Véase Jeffrey Weeks, Sexuality, Chichester y Londres, Ellis Horwood y Tavis-


tock, 1986, p. 111.
24 Gayle Rubin «Thinking Sex: Notes for a Radical Theory of the Politics of Se­
xuality», en Carole S. Vanee (comp.), Pleasure a n d Danger: Exploring Female Sexua­
lity , Boston y Londres, Routledge and Kegan Paul, 1984.
III. IDENTIDAD Y SOCIEDAD, UNA VEZ MÁS

La controversia a la que están sometidos los planteamientos de la Ilus


tración coexiste con un deseo permanente de alcanzar el mayor grado
posible de certidumbre, un sistema común de valores. Quizá las raíces
de ese deseo hayan sido extirpadas, pero su reafirmación es constante1,
sobre todo, y de forma particularmente dramática en estos últimos
tiempos, ante el renacimiento de fundamentalismos de diferente ín
dolé. N o obstante, esos fundamentalism os constituyen “verdades"
para los diferentes grupos que los defienden; son tradiciones y creen­
cias específicas con escasas esperanzas de llegar hasta los incrédulos,
por muy profunda que sea su fe, por muy violenta que se torne su re ­
tórica y al margen de los efectos concretos que puedan tener sus po­
deres, ya sean éstos de orden legislativo o eficaces sólo a escala comu­
nitaria. La creciente complejidad del tejido social, las experiencias-
cada vez más entremezcladas —y, por lo tanto, la proliferación de po­
sibles vínculos e identidades sociales— contribuyen permanentemente
a cuestionar la idea de una verdad única que debe ser revelada, ya sea
ésta la verdad del cuerpo, del género, de la sexualidad, de la raza o la
nación, o de cualquier otra cosa. Todo parece indicar que sólo existen
verdades locales y parciales, posicionamientos relativos, identidades
relaciónales. Por lo tanto, hay que plantearse la posibilidad de que,
efectivamente, podamos habitar cualquier identidad, ya sea ésta se­
xual, racial o política, sin que ello implique necesariamente que nos
sintamos atrapados arbitrariamente en categorías contingentes o limi­
tadas, como mariposas disecadas. La escritora feminista británica De-
nise Riley se pregunta, incluso, si es del todo posible que podamos ha­
bitar un género sin que a ello le acompañe un sentimiento de h o rro r25.
La cuestión de la identidad es aún más problem ática habida
cuenta la presencia de valores en conflicto, tanto entre las diferentes
comunidades como dentro de nuestras propias cabezas. Los debates
sobre los valores están especialmente connotados y son particular­
mente delicados, ya que trascienden la simple especulación sobre el
m undo y el lugar que en él ocupamos. Aluden a cuestiones funda­
mentales y muy íntimas sobre quiénes somos, cómo queremos ser, o
en qué aspiramos a convertirnos. Asimismo, plantean algo que puede

25 Denisc Riley, A m I th a t Ñ am e?: Feminism an d the C ategory o f “W o m en ” in


H istory, Londres, MacMillan, 1988.
ser considerado, cada vez más, como una cuestión clave para el queha­
cer político de finales del siglo veinte: cómo reconciliar nuestras ne­
cesidades colectivas como seres humanos con nuestras necesidades
específicas como individuos y miembros de diversas comunidades.
Para el sociólogo británico negro Paul Gilroy, las personas, inca­
paces de controlar las relaciones sociales en las que se hallan inmer­
sas, han reducido el mundo hasta el tamaño de sus comunidades, y
estas se han convertido en las bases de su actuación política 26. El re­
sultado ha sido la proliferación de variedades y seudopluralismos, en
donde la diferencia ha sustituido a cualquier estrategia m oral más
amplia, y la emergencia de una “política de categorías” que prefiere
un particularismo m ilitante a la inquietud por la generación de un
lenguaje común. Pero, ante la ausencia de límites perceptibles entre
las comunidades particularistas, y de una cierta sensación de causa
compartida, los resultados han sido políticam ente insignificantes,
cuando no desastrosos 27. El peligro no radica en los compromisos
que puedan establecerse con la comunidad y con la diferencia, sino
en su naturaleza exclusivista. La comunidad se convierte, con dema­
siada frecuencia, en un refugio ante los desafíos que plantea la m o­
dernidad, y la identidad se convierte en un atributo establecido, al
que hay que agarrarse a cualquier precio. N o obstante, en palabras
del politólogo Michel Sandel,

Cada persona actúa en un número indefinido de comunidades, algunas más


inclusivas que otras, y cada una de ellas nos plantea diversas exigencias de
lealtad, siendo así imposible determ inar anticipadamente cuál pueda ser la
sociedad o comunidad con propósitos capaces de gobernar la disposición de
cualquier serie concreta de nuestros atributos o dones 2S.

En el m undo m oderno, la diferencia no es una categoría absoluta,


ni las identidades constituyen categorías definitivamente establecidas.
Stuart Hall replantea en un brillante ensayo titulado «Cultural Iden-

26 Paul Gilroy, There A in 't N o Black in the Union Jack, Londres, Hutchinson,
1987, p. 245.
27 Véase Kobena Mercer, «Welcome to the Jungle: Identity and Diversity in Post-
modern Politics», y otros ensayos en la compilación realizada por Jonathan Ruther-
ford bajo el título Id en tity: C om m u n ity, Culture, Difference, Londres, Lawrence and
Wishart, 1990.
28 Michel J. Sandel, Liberalism a n d the L im its o f Justice, Cambridge, Cambridge
University Press, 1982, p. 146.
tity and Diaspora», el posicionam iento y reposicionam iento de las
identidades culturales caribeñas en términos de tres presencias histó­
ricas: la Présence Africaine, emplazamiento de los que sufren la repre­
sión, aparentem ente condenados al silencio como portadores de la
carga de la esclavitud y de la colonización, pero presentes en toda la
vida caribeña; la Présence Européenne, emplazamiento del poder, de
la exclusión, de la imposición y la expropiación, pero convertida tam ­
bién en elemento constitutivo de las identidades caribeñas; y final­
mente, la Présence Américaine, el suelo, el lugar y el territorio de la
identidad, el emplazamiento de la diáspora, lo que ha convertido a los
afrocaribeños en personas portadoras de la diferencia. La identidad
afrocaribeña no puede estar definida por la esencia o la pureza sino,
en palabras de Hall, «por el reconocimiento de una heterogeneidad y
una diversidad necesarias; por un concepto de “identidad” que por su
carácter híbrido convive con, y a través de, pero no a pesar de, la dife­
rencia» 29.
Sin embargo, este carácter híbrido no es simplemente la caracte­
rística de una diáspora en particular; podría afirmarse que es un rasgo
característico de todas las identidades del m undo contemporáneo, a
pesar de las diferencias y desigualdades históricamente organizadas
que existen entre las personas. La identidad no es un producto aca­
bado, sino un proceso continuado, que nunca llega a lograrse o com ­
pletarse del todo, en el que se conforman y se reconforman en una
argumentación viable, los fragmentos y las diversas experiencias de la
vida personal y social, organizados como están bajo “jerarquías vio­
lentas” del poder y de la diferencia. Los enfoques esencialistas conci­
ben la identidad como algo cerrado, pero esta idea de la identidad no
puede adaptarse nunca a la experiencia de las personas afines a varias
comunidades. He aquí la paradoja: si bien las identidades se inventan
en el transcurso de complejas historias, acaban resultando aparente­
mente esenciales en la negociación de los riesgos y dificultades azaro­
sas que plantea la vida cotidiana. Aportan un sentimiento de perte­
nencia que hace posible el funcionam iento de la vida social, pero
están constantemente sujetas a revisiones y cambios. Parecen conver­
tirnos en seres humanos completos, pero, dada la variedad de nues­
tras lealtades, se orientan hacia diversas comunidades.
El carácter fluido de las identidades y la diversidad que reflejan,

29 Stuart Hall, «Cultural Identity and Diaspora», Iden tity, núm. 235.
aportan el terreno necesario para el ejercicio de la política moderna
en general y de la política sexual en particular. La consideración de la
identidad y de la comunidad como múltiples y abiertas, favorece la
apertura de un espacio apto para el cambio político. Benedict Ander-
son ha planteado que las comunidades deben distinguirse no por su
falsedad o por su autenticidad, sino por cómo son imaginadas 30. El
mayor reto que plantea el reconocimiento de la diferencia es, precisa­
mente, cómo lograr un debate que aborde la cuestión de los valores
de otra manera; un debate, en el contexto del presente ensayo, sobre
los valores sexuales.

IV. POR UNA ÉTICA DEL PLURALISMO MORAL

Debemos plantearnos, por lo tanto, si es realmente posible elaborar


un modelo normativo que permita la afirmación de diferentes identi­
dades y formas de vida. ¿Podemos acaso equilibrar el relativismo con
unos valores universales mínimos? En épocas anteriores, los posibles
reformadores de la vida sexual hubieran buscado las respuestas en la
ciencia y en la historia. Sin embargo, actualmente estas disciplinas no
aportan una base adecuada para la construcción de un modelo común
de valores. Ya no nos fiamos plenamente de la “Ciencia” con mayús­
cula; y, de alguna manera, percibimos que la historia carece de una
dinámica intrínseca que la conduzca necesariamente hacia ámbitos
ilustrados.
Ante la carencia de un lenguaje común que nos permita abordar
el dilema que plantea la diferencia, se han elaborado dos razonamien­
tos de diferente índole. El primero, es el “discurso de los derechos”,
que probablem ente constituye la fuerza m otriz más poderosa en el
ámbito de la política y de la ética, y alrededor del cual se aglutinan la
mayoría de las luchas en torno a la sexualidad. Por desgracia, la mera
defensa de los derechos no pone fácilmente de manifiesto de quiénes
son los derechos que deben ser respetados. Los derechos de las les­
bianas y de los gais son rechazados con la misma frecuencia con que
son respetados. Los “derechos de las mujeres” son rebatidos incluso
por las propias mujeres. Y en el caso del aborto, el conflicto entre

30 Benedict Anderson, Im agin ed Com m unities: Reflections on the O rigin a n d Rise


Londres, Verso, 1982, p. 15.
o f N ationalism ,
“los derechos del bebé aún no nacido” y el derecho de la m uja ,i
controlar su propia fertilidad, no ha sido resuelto, dado que dos sisic
mas de valores distintos tiran en direcciones absolutamente opuesi.n
El problema radica en que los derechos no afloran completamente cu
tructurados de forma natural, y su mera reivindicación no basta par#
justificarlos. Los derechos son fruto del asociacionismo, de la orgam
zación social, de las definiciones históricas de las necesidades y l.r.
obligaciones y de las trayectorias que han seguido las propias luchas
Sea cual sea su presunción de universalidad, están limitados por l.r.
tradiciones filosóficas a las que pertenecen, y por los contextos socin
les y políticos en los que se afirman.
El segundo debate fundamental, “el discurso de la emancipación"
presupone que la “liberación” trascenderá la diferencia. Sin embargo,
existen conflictos en torno al significado que se atribuye a la emanci
pación y sobre el “potencial” para su consecución con que contarían
los diferentes movimientos sociales. Para muchas feministas, la libe­
ración sexual de los años sesenta no ha hecho más que aum entar la
carga de opresión sexual que pesa sobre las mujeres. Pocas han sido
las personas dispuestas a apoyar el posible potencial emancipatorio
del movimiento pedófilo. Con frecuencia, los movimientos sociales
que se declaran portadores de un potencial de emancipación, tienden
a representar particularismos militantes de un grupo dado, más que a
concebir una liberación social para todas y todos. La política de la
emancipación, por muy atractiva que resulte, ha sido tan incapaz de
aportar una serie de valores comunes para abordar la diferencia como
el discurso de los derechos.
Considero que, para enfrentarse a la incertidum bre que plantean
estas cuestiones, es im portante desarrollar un lenguaje político que
reconozca el valor positivo de la diversidad. El punto de partida para
ello radica en destacar “el bien” como creación humana, y no como
un don divino, como una revelación de la ciencia, ni como algo im ­
puesto desde fuera, sino como algo en cuyo desarrollo y en cuya de­
finición están implicadas todas las personas. «El bien», según F ou­
cault, «lo definen las personas, se practica, se inventa. Se trata de un
trabajo colectivo»31. Este trabajo colectivo, a su vez, se apoya en la

31 Michel Foucault, «Power, Moral. Valúes and the Intellectual», entrevista con
Michel Foucault realizada por Michael Bess, 3 de noviembre, 1980, H istory o f the Pre­
sent , núm. 4, primavera, 1988, p. 13.
roboración, e incluso en la invención, de las tradiciones en cuyo
marco los valores pueden aportar un sentido y un contexto.
Pensamos, como dice Ernesto Laclau, desde una tradición 32. Las
tradiciones constituyen el contexto necesario de cualquier verdad. En
la medida en que los razonamientos tienen cierta continuidad en el
tiempo, acaban estableciendo sus propios principios a partir de los
i|ue distinguen lo apropiado de lo inapropiado, lo correcto de lo
erróneo. Identificarnos con una u otra tradición depende, tanto de
una multitud de sucesos contingentes, como el momento o el lugar
ile nacimiento, como de opciones conscientes. N o tenemos funda­
mentos absolutos que nos perm itan afirmar que una tradición sea
mejor que otra. Personalmente, prefiero identificarme con aquellas
tradiciones que defienden la tolerancia frente a la intolerancia, la po­
sibilidad de elegir frente al autoritarismo, la autonomía individual y
no la uniformidad del grupo, y el pluralismo frente al absolutismo,
liste es el terreno de lo que yo llamo un pluralismo radical. Es una
tradición com o cualquier otra. Sus raíces y sus puntos de partida
apuntan a los principios de la revolución democrática, a las luchas
populares emprendidas en defensa de los derechos y de la autonomía
y, en definitiva, al humanismo. Es una tradición que aún continúa
evolucionando, que no se erige como portadora de “la verdad”. De
hecho, si se convirtiera en una interp retació n predom inante del
m undo, se establecerían adecuadam ente las bases para el floreci­
miento de múltiples verdades.
Por supuesto, en muchos aspectos, el pluralismo radical recurre a
valores centrales de la tradición liberal, como son el compromiso con
la tolerancia y la autonom ía individual por encima de todo. N o se
trata, pues, de enfrentarse al liberalismo per se ni, en modo alguno, a
los logros de la democracia liberal. Es más, el problema reside, preci­
samente, en las limitaciones de esos logros. El objetivo de un plura­
lismo radical es considerar las posibilidades que ofrece el liberalismo,
identificando y combatiendo las fuerzas que limitan su plena poten­
cialidad: sobre todo, las desigualdades y las estructuras institucionali­
zadas de dom inación y subordinación. P or lo tanto, sim ultánea­
mente, apela a otras tradiciones además de la liberal: la tradición del
análisis feminista, la lucha antirracista, el socialismo democrático y

32 Ernesto Laclau, N e w R eflection s on the R evo lu tio n o f O u r T im e , Londres,


Verso, 1990, p. 219.
humanista. Por decirlo en otras palabras, la consecución de una d<
mocracia radical y plural constituye un proyecto que debe elal»»*
rarse, una serie de valores p o r los que merece la pena trabajar, en
contra de las barreras institucionales que inhiben las posibilidades il»
su realización. El pluralismo radical defiende una cultura más abicit.i
y democrática, que no asume ningún hecho histórico como ineviu
ble, ni ninguna justificación apriorística sobre la “naturaleza de la luí
m anidad”. Su éxito no se mide por el logro de una sociedad ideal,
sino por su capacidad de respuesta a las necesidades individuales y
colectivas, dado que éstas evolucionan y cambian con el tiempo, l .s
una “tradición inventada”, como cualquier otra, y sus méritos sólo
pueden dem ostrarse pragmáticam ente, en circunstancias históricas
concretas.
Los principios básicos de este pluralism o radical y, desde m i
punto de vista, el punto de partida indispensable para abordar el pro
blema de los valores en un mundo diversificado, son la libertad y l.i
vida. En su libro The Postmodern Political Condition, Agnes Heller y
Ferenc Feher consideran que éstos son los valores universales míni
mos, fundamentales para la elaboración de una serie de sistemas éti
eos y de pensamiento 33. La justicia de los sistemas sociales y de las
formas de regulación, según estas autoras, depende de la medida en
que compartan instituciones comunes, faciliten al máximo las opor­
tunidades para la comunicación y el ejercicio del discurso, y estén di
rigidas p o r el valor condicional de la igualdad: “igual libertad” o
“igualdad de oportunidades” para todas y todos. En un universo cul­
tural plural, escribe Heller, se viven “vidas óptim as”:

Las diferentes formas de vida pueden ser buenas, y pueden ser igualmente
buenas para todas las personas. Sin embargo, un estilo de vida que es bueno
para una persona quizá no lo sea para otra. La pluralidad real de formas de
vida es la condición que permite que la vida de todas y cada una de las perso­
nas sea óptim a34.

Estas palabras implican que los objetivos vitales y las pautas cul­
turales de las personas, al ser radicalmente diversos, deberían perm a­
necer al margen de regulaciones formales, en la medida en que pue­

j3 Agnes Heller y Ferenc Feher, The Postm odern Political C ondition, Cambridge,
Polity Press, 1988.
3+ Agnes Heller, B eyon d Justice, Oxford, Basil Blackwell, 1987, p. 323.
dan basarse en condiciones de libertad e igualdad de oportunidades
jura todas las personas.
Es obvio que esta exigencia de universalidad plantea ciertos pro-
Mcmas. Aparentemente, entra en conflicto con una realidad de dife-
i entes sistemas de valores a m enudo enfrentados. Sin embargo, yo
Jcfendería que la exigencia de universalidad no reside tanto en la
electiva aceptación de estos “valores comunes mínim os”, sino en su
i .irácter potencialm ente aceptable. Dicha exigencia aporta una base
mínima necesaria para la construcción de un sistema de valores uni­
versalistas que toleran la diferencia. Es evidente que la precisión de
estos valores abstractos debe ser exhaustiva; éste es precisamente el
proyecto de lo que podría denominarse, acertadamente, un hum a­
nismo radical.
Me gustaría ahondar en tres ideas clave, que, desde mi punto de
vista, aportan pautas para el desarrollo de los valores en torno a la se­
xualidad, en un contexto más amplio: la idea de una moral pluralista,
situacional y relativa; un compromiso con la continuada democrati­
zación de la vida cotidiana; y la disposición de determinados dere­
chos de la vida cotidiana, garantía necesaria para la protección de los
individuos. Quisiera analizarlas una por una.
La idea central del pluralismo radical implica el respeto por las
diferentes formas de vida; las diferentes formas en que podemos ejer­
cer nuestra condición de seres humanos y lograr determinados fines
por nosotros mismos. Com o los valores son relativos y están vincula­
dos al contexto, ningún acto puede ser ni bueno ni malo en sí mismo.
Sólo podemos establecer juicios intentando com prender los significa­
dos internos de cualquier acción, las relaciones de poder en juego, las
sutiles coerciones de la vida cotidiana que limitan nuestra autonomía,
y las estructuras formales de dominación y subordinación. Sin em ­
bargo, la aplicación de esta idea no es tan simple como su formula­
ción. El pluralismo radical requiere una serie de valores que puedan
otorgar sentido al pluralismo y a las propias opciones.
Este planteamiento deriva en el segundo tema clave: la aplicación
del principio democrático en la esfera personal. N uestros conceptos
han estado correctamente configurados por nuestro compromiso con
el ejercicio de una democracia formal; desde el gobierno de la nación
hasta las nociones algo más vagas sobre la participación en otras esfe­
ras de la vida. Los valores democráticos de la vida cotidiana juzgarán
nuestros actos dependiendo de la forma en que las personas se traten
unas a otras, de la ausencia de coerción, del grado de placer que
pueda obtenerse y de las necesidades que se puedan satisfacer. A su
vez, esto implica una noción de reciprocidad, que no se establece ne­
cesariamente a partir de un cálculo de costes y beneficios, sino que se
mantiene a lo largo del tiempo y de las acciones como un cimiento
moral de la propia implicación. Las obligaciones que conlleva habi­
tualmente la vida familiar constituyen un buen ejemplo de ello. Tanv
bien es una característica clave de muchos otros emplazamientos al
ternativos de la vida cotidiana. La sensación de implicación moral
con otras pefsonas y de pertenencia a un grupo, vigente a lo largo del
tiempo, sin que por ello se aspire a recibir recompensas directas o in
mediatas, más allá del apoyo m utuo, es la principal característica de
lo que Ann Ferguson denomina las "familias elegidas”, ya estén inte­
gradas por lesbianas, gais u otras personas que optan por vivir al mar­
gen de las disposiciones domésticas convencionales 35. Además, éste
es también un rasgo característico de todas las estructuras de apoyo
construidas para hacer frente a la crisis del sida. La idea de reciproci
dad implica una comunidad de necesidades, de implicación entre las
personas, una sensibilidad y una solidaridad basadas en el cuidado y
en la responsabilidad hacia los demás. La ética situacional es necesa­
riamente una ética de la responsabilidad, ya que precisamente gira en
torno al ejercicio de ésta a la hora de elegir entre las distintas opcio­
nes: elegir la forma de vida, con quién se desea com partir ésta y bajo
qué circunstancias. Esta ética se relaciona con el respeto y la prom o­
ción de la dignidad humana.
Estos valores aportan el contexto apto para cuestionar la existen
cia o no de unos derechos específicos de la vida cotidiana. U no de
ellos, presente a lo largo de esta discusión, es el derecho a la diferen­
cia. El reconocimiento de la diversidad y la aceptación de las diferen­
cias individuales facilitan y derivan de la solidaridad basada en el res­
peto mutuo. De hecho, se ha afirmado con acierto que el derecho a la
igualdad, bajo cuya bandera se han librado todas las revoluciones
modernas, está siendo reemplazado por un llamamiento al derecho .1
la diferencia 36.
U na segunda reivindicación que se cierne sobre esta discusión
acerca de la vida personal, es el derecho al espacio. Utilizo esta idea

35 Ann Ferguson, B lood a t the Root: M otherhood, Sexuality a n d M ale D om inaría',


Londres, Pandora, 1989.
36 Zigmunt Bauman, «From Pillar to Post», M arxism Today, febrero, 1990.
como metáfora de la libertad de las personas para determinar las ne­
cesidades y las condiciones de sus vidas. El espacio para la autode­
terminación y la autonomía está constreñido y limitado por una mul­
titud de factores, desde las privaciones económ icas y la pobreza
endémica, hasta las desigualdades estructurales por razones de raza,
género, sexualidad, edad y cultura. Exigir la libertad para elegir el es­
pacio no significa, por lo tanto, que podamos dar por sentado que los
individuos tienen a su alcance los medios necesarios para lograr su
autonomía. P or el contrario, esta exigencia establece un principio
ético contra el que pueden medirse los límites de la libertad. La rei­
vindicación de la libertad de espacios constituye un objetivo que
debe lograrse, luchando contra todas las barreras que inhiben su con­
secución.
Obviamente, la libertad y la autonomía están condicionadas a la
aceptación de un principio básico: estos valores excluyen la conside­
ración de cualquier otra persona o grupo de personas como meros
medios. El pluralismo radical sólo puede funcionar si los individuos
y los grupos están dispuestos a aceptar que la tolerancia del espacio
de otros es una condición básica para el ejercicio de la libertad de
elección de una forma de vida y de disposición de un espacio. La p ro ­
tección de las minorías debe ser un principio básico en una sociedad
plural, siempre y cuando las propias minorías garanticen la libertad
de los individuos y, por tanto, la heterogeneidad y la autonomía para
todos sus miembros, incluyendo el derecho a abandonarlas. A su vez,
la libertad de optar por el abandono, debe ir acompañada por la liber­
tad pública de expresión, que en el fondo es la garantía de todas las li­
bertades y derechos de la vida cotidiana.
La moralidad, como ha escrito Michael Walzer, es algo sobre lo
que debemos discutir37. N o existe un único final, ni una prueba úl­
tima que distinga lo bueno de lo malo; tan sólo queda la posibilidad
de continuar el debate. Si aceptamos la idea de que el diálogo conti­
nuo es condición necesaria para el disfrute de una vida óptima, éste
nos servirá de baremo a la hora de medir el grado de tolerancia de
una cultura (o de una forma de vida en el marco de una cultura). La
aceptación de esta idea como crucial, a su vez, centrará nuestra aten­
ción sobre aquellos factores inhibidores de la libre comunicación en­

37 Michael Walzer, In te rp re ta ro n an d Social C riticism , Cambridge (Massachu-


setts) y Londres, Harvard University, 1987.
tre las partes. Es, además, la condición necesaria para cambiar los tér
minos del debate y cambiar la vida íntima y la vida pública; la vida in­
dividual y la colectiva.
Las nuevas comunidades elegidas que han emergido en la pasada
generación, sobre todo en torno a la sexualidad, han sido descritas
como laboratorios para la vida social. Estos “experimentos vitales”,
como los ha descrito Mili hace más de un siglo en su ensayo sobre la
libertad38, h^n planteado nuevas formas de interpretar y describir la
vida cotidiana y, por lo tanto, han planteado también nuevas formas
de vida. Las nuevas formas de vida sólo podrán probarse positiva­
mente si existe una tolerancia radical de la experimentación y un diá­
logo continuo.
Ernesto Laclau (1990: 125) ha comentado que «la primera condi
ción de una sociedad radicalmente democrática es aceptar el carácter
contingente y radicalmente abierto de todos sus valores, y, en este
sentido, abandonar la aspiración a un fundamento único». Esto signi­
fica sencillamente que se nos transfiere la obligación de crear, elegir,
y aclarar nuestros valores. En última instancia debemos elegir dónde
nos alineamos. A lo largo de este artículo he definido mi posiciona-
miento como un pluralismo radical, claramente inscrito en una deter­
minada tradición del pensamiento humanista, y soy consciente de los
dudosos orígenes de parte de este pensam iento 39. A un así y con
todo, creo que incluye los elementos necesarios para poder com pren­
der y aprender a convivir con la variedad y la diversidad irreductibles
e irreversibles de la vida moderna. El pluralism o radical no es una
postura que deba imponerse, sino que debe discutirse, sobre todo, en
el ámbito de la sexualidad.
En una entrevista realizada a Foucault en 1980, el autor describí'
los tres principios básicos de su posicionamiento moral:

(1) el rechazo a aceptar como evidentes en sí mismas las cosas que se nos p ro ­
ponen; (2) la necesidad de analizar y saber, ya que es imposible comprender
nada sin la debida reflexión y el debido entendimiento, de ahí el principio de
curiosidad; y (3) el principio de innovación: buscar en nuestras reflexiones

38 John Stuart Mili, «On Liberty», Three Essays: O n L ib erty, R epresen tative G o­
Introducción Richard W ollheim, Oxford y
v e rn m e n t, The S u bjection o f W om en,
Nueva York, Oxford University Press, 1975.
39 Véase Carole Pateman, The Sexual C ontract, Cambridge, Polity Press, 1988, so­
bre la exclusión de las mujeres de la tradición humanista liberal.
aquellas cosas que nunca han sido pensadas ni imaginadas. Por lo tanto: re­
chazo, curiosidad, innovación40.

El escepticismo que Foucault manifiesta hacia los saberes recibi­


dos, unido a la voluntad de enfrentarse a los desafíos que plantea
todo cambio, constituye, a mi entender, una postura válida desde la
que pueden además medirse las transformaciones de la vida personal
en general, y de la vida sexual en particular. Desde mi punto de vista
los razonamientos expuestos a favor de un pluralismo radical están
enraizados en esas transformaciones. Esto no significa que vivamos
en un m undo dispuesto a aceptar los aspectos positivos de la diversi­
dad. Aún son muy altas las barreras que obstaculizan la plena com­
prensión de la diversidad. La mera exploración de los espacios de la
vida privada y los conflictos en torno a la sexualidad que en ellos se
manifiestan, nos ofrecen una buena perspectiva, y es un buen baremo
para calibrar el camino que aún nos queda por andar. Parece una
forma adecuada para aprender a convivir con la incertidumbre.

40 Michel Foucault, (entrevistado por Michael Bess) «Power, Moral Valúes, and
the Intellectual» en H isto ry o f the Present, núm. 4, 1988.
CONSTRUIMOS LA COMUNIDAD

La com unidad gai (y, en general, cualquier otra que esté desprotegida
y que sea particularmente vulnerable al sida) no puede construirse de
espaldas a la pandemia. La Iglesia católica (por boca de Juan Pablo II
o de Elias Yanes, entre otros), condena “la hom osexualidad”, pero
acoge en su seno a los moribundos. Contentos (o vivitos y coleando)
no; m oribundos sí. La ley no reconoce, defiende o promociona dere­
chos y libertades de gais y lesbianas, y amenaza, además, (en el ar­
tículo 155 del Anteproyecto del nuevo Código Penal, llamado “de la
democracia”) con criminalizar la transmisión del vih ; una respuesta
penal que pretende suplir las carencias de las respuestas de orden so-
ciosanitario, que justifica la despreocupación de quienes se creían
protegidos por una esencia “no desviada” y que ahora se cobijarán
bajo la protección de la ley penal (dejando de lado el látex). Una ini­
ciativa que criminaliza a aquellos “grupos de riesgo” aún vivos en el
imaginario colectivo. Una medida de imposible aplicación (¿Cómo
puede demostrarse la transmisión?) que, lejos de atajar la pandemia,
puede favorecer su extensión. La amenaza no puede ocupar el lugar
de la responsabilidad de todo el mundo.
Sólo desde discursos y prácticas colectivas pueden articularse res­
puestas. Éstas, a su vez, necesitan fundamentarse en bases comunita­
rias. En una situación de aislam iento y atom ización es im posible
afrontar las embestidas que, desde instancias de poder “moral” o insi-
tucional, golpean a los sectores más desfavorecidos.

Yo no sé cómo ha sido su muerte, aunque he de suponerla desastrada, según


cuentan que son esas muertes. Pero sí sé que esta muerte vergonzante es una
señal — sólo una más, seguramente— de que algo no funciona como es de­
bido (o como debería) en nuestro sistema de valores. Los medios de com uni­
cación han aplaudido estos últimos tiempos la decisión de un célebre jugador
norteamericano de baloncesto de anunciar que era portador de anticuerpos
del sida. [...] X no pudo anunciar nada. Su vida entera estuvo basada en la
ocultación. Ahora mismo yo debo ocultar su nombre. Tanto silencio, tanta so­
ledad acumulada, tanto sufrimiento represado, me parece que acabarán por
volverse en contra de quienes estamos integrados en el sistema, digámoslo uti­
lizando la fórmula acuñada. Pero quizá he enunciado un piadoso volunta­
rismo, sólo eso: nada se vuelve contra nada, y el mundo sigue. [Miguel García
Posada, «Un sidoso», El País, 2/1/1992],

He visto morir de sida a muchos amigos míos. [...] Uno de estos amigos fue
el poeta Jaime Gil de Biedma. Mis relaciones con él fueron siempre abiertas y
en un momento dado bastante íntimas, no obstante jamás me habló de su
enfermedad, a pesar de que yo sabía que era portador del virus que final­
mente acabaría con él. Jaime se puso voluntariamente del lado del silencio,
no porque fuera una persona hipócrita, sino porque siempre había practi­
cado una especie de discreción elegante respecto a su homosexualidad. [...]
Pero, ¿no tenemos los escritores la responsabilidad de desenmascarar a la so­
ciedad, de hablar desde nuestra propia experiencia, para que esos m ucha­
chos y muchachas que tienen el sida sepan que no están solos, que no es una
vergüenza ser portador del virus, y para que el poder sepa que hay que hacer
mucho más por combatir esta enfermedad? [Dionisio Cañas, «Contra el si­
lencio del artista», El Mundo-La Esfera, 15/5/93].

Las comunidades, efectivamente, no surgen en el vacío. Se articu­


lan en lom o a valores, a símbolos, a proyectos colectivos, a prácticas
reconocidas y reivindicadas públicamente, a procesos de identifica­
ción que perm iten trascender el aislamiento. Desde este punto de
vista, los escritores (o los intelectuales, o, en general, todas las figuras
públicas) tienen, indudablemente, una responsabilidad. Cuando estén
constituidas, dichas comunidades reconocerán a quienes, pudiendo
haber ayudado a su constitución, prefirieron mantener incólume su
imagen pública. Frente a esas X que no podían hablar, aparecerán los
y las A, B y C que no tenían nada que perder salvo su propio miedo.
Quedará clara entonces la relatividad de las identidades y la diversi­
dad de cualquier comunidad.

I lolly Johnson, cantante del grupo Frankie Goes to Hollywood, declara en su


sofá: «Aquí es donde me he pasado 18 meses esperando a morirme. No era
exactamente vergüenza, pero tenía la sensación de estar sucio, de ser peli­
groso y estar envenenado» [...]. La industria parece tomarse tan poco interés
en su música como en el anuncio de que tenía sida. «No ha habido ni una
palabra de Elton John ni de George Michael, que afirman apoyar a los enfer­
mos de sida», se queja Kuhle, a lo que Johnson añade: «Y yo esperaba de ver­
dad esa llamada de Liz Taylor, pero nunca llegó», antes de estallar en carcaja­
das [El País-Tentaciones, 1/4/94].

El cartel que describe los «Casos de sida según la práctica de ries­


go» señala una serie de prácticas institucionales que favorecen la
expansión del vih , en oposición al discurso convencional sobre las
prácticas de riesgo como elementos achacables a actitudes y compor­
tamientos personales. Unas prácticas que, en ocasiones, abonan de
vulnerabilidad frente al virus a toda la población, pero que, en otros
casos, afectan a comunidades precisas. La fotografía de la “tum bada”
(o die in) ilustra la estructuración en torno al activismo contra el sida
de Act Up-París de una comunidad de lucha contra el virus y sus alia­
dos. El artículo de Michel Celse postula la consolidación de una co­
munidad gai y lésbica como factor de respuesta y elemento de con­
tención de la pandemia.
CASOS DE S1M SEG ií U P M f fl DE RIESGO
lili

D esprotección ju r íd ic a de m aricas y lesbianas


F alta de subvención d el precio d e l preservativo
Ausencia total de prevención en periodos bianuales
F alta de p ro m o ció n de los caudrados de látex
Inexistencia de intercam biadores de jerin g u illa s
SIDA: L U C H A R C O N T R A LA H O M O F O B IA

M ic h e l C else

La modificación del comportamiento sexual de las personas plantea


ineludiblemente la cuestión de la responsabilidad individual. Es pues
imprescindible determ inar qué entendemos por responsabilidad. La
concepción m oralizante de la responsabilidad que practican abun­
dantemente los organismos oficiales y que es alimentada por discur­
sos reaccionarios militantes, o simplemente por un sentido común
puritano, consiste básicamente en la divulgación de una información
técnica general sobre las prácticas de riesgo. Corresponde después a
las personas sentirse interpeladas y actuar en consecuencia. A juzgar
por los presupuestos de partida que caracterizan las estrategias de la
prevención oficial, es evidente que, también en este caso, vivimos en
lo que se ha dado en llamar una democracia liberal. U na supuesta
igualdad ante la información, una supuesta libertad para llevar a la
práctica las propias opciones: cada cual sólo tiene que decidir prote­
gerse. Responsabilidad formal que inmediatamente se convierte en
acusación de quienes son incapaces de asumir sus responsabilidades,
presuponiendo que todo el mundo tiene acceso a los medios técnicos
necesarios para protegerse. C on ello se presupone, o más bien se
quiere aparentar, que las elecciones entre diversas alternativas son
para todo el mundo igualmente posibles; que si la razón lo dicta, se
puede cambiar deliberadamente el com portamiento sexual. ¿Es sufi­
ciente saber para querer, y sobre todo, para poder?
La reducción implícita de la sexualidad al com portamiento sexual
y del comportamiento sexual a las técnicas sexuales evita el problema
que supone tener que tom ar en consideración que la sexualidad de un
individuo no puede abstraerse ni de su biografía ni de la forma en que
ésta se inscribe en su vida en sociedad. N o se puede responsabilizar a
alguien exigiendo cambios en las prácticas sexuales sin considerar que

Publicado originalmente bajo el título «Sida: lutter contre l’hom ophobie» en la revista
Cahiers de Résistances, núm. 6 (julio-septiembre, 1992), pp. 14-20. Traducción ile Ri
cardo Llamas.
lo que está en juego es su sexualidad y todo lo que ella implica; sin
preocuparse por las condiciones que determinan la posibilidad de ac­
ceder a tales cambios. Este artículo pretende presentar algunas con
clusiones derivadas de la experiencia de los gais frente al sida, en Jo
que se refiere a las carencias o, más aún, al peligro que implica una
política de prevención de inspiración higienista. Pretende, además,
llevar a cabo una reflexión particular (aún a riesgo de alejarse del
tema del sida) sobre algunos aspectos de la “condición hom osexual”
en nuestro ¿htorno, y sobre la interacción que en nuestras socieda­
des se produce entre el sida y una represión “dulce” de la homose
xualidad.
Para ello, haré referencia a un estudio noruego recientemente pu
blicado en Alemania y que se propone establecer los cambios en los
com portamientos y prácticas sexuales en el ambiente “hom o” de N o ­
ruega ‘. El interés particular que presenta este estudio en compara­
ción con o tra m ultitud de investigaciones de carácter estadístico
(como las detalladas —e inestimables— encuestas de M. Pollak a par­
tir de cuestionarios escritos y distribuidos a escala nacional y euro­
pea), estriba en que se considera como objeto de análisis las experien
cias individuales de los maricas, en toda su diversidad, frente a la
amenaza del sida. Cóm o viven esta amenaza de manera concreta, es
decir, cuándo, por qué y sobre todo cómo han logrado modificar su
vida sexual, o al contrario, por qué no han podido o querido cambiar
sus hábitos. La investigación no se apoya en un cuestionario modelo
que perm itiera escoger entre respuestas preestablecidas, sino que
parte de entrevistas personales 2. N o aspira pues a ser representativa
en términos estadísticos del ambiente “hom o”, dado que la muestra
es necesariamente m uy reducida. Su objetivo es otro: se trata de iden­
tificar tendencias, de recoger información cualitativa sobre la forma
en que los diferentes comportamientos frente al sida están arraigados
en las biografías de los encuestados, sobre cómo la capacidad de cam
biar los hábitos sexuales y poner en práctica el sexo seguro depende
de la forma en que tales prácticas están arraigadas en la sexualidad de

1 Annick Prieur, «M ann-mánnliche Liebe in den Zeiten von Aids», publicado por
la Deutsche A ID S -H ilfe , Berlín, 1991. El estudio se lle v ó a cabo entre e l invierno de
1987 y el verano de 1988.
2 Entrevistas semidirigidas de una duración que oscila entre m enos de una hora y
más de seis, entre dos y tres horas como media, con 64 gais de entre 17 y 64 años di-
edad.
los individuos, y de la forma en que dicha sexualidad se inserta en la
vida social.

I. U NA CONSTATACIÓN DE DESIGUALDAD ANTE EL IMPERATIVO


DE A D O PC IÓ N DE U N M ODO DE VIDA SEGURO

Los 64 gais encuestados presentan “perfiles” muy diferentes en lo


que se refiere al trasfondo sociodem ográfico (edad, origen social,
condiciones de alojamiento, situación profesional, situación familiar,
etc.), a su experiencia de salida del armario 3, al carácter más o menos
abierto o, al contrario, clandestino con que viven su homosexualidad
en su entorno (familia, medio laboral, amistades...), a sus experien­
cias sexuales y amorosas. Las entrevistas realizadas como base de la
investigación pretendían establecer de forma precisa y detallada estos
datos biográficos de diversa naturaleza. Con ello se buscaba relacio­
nar las particularidades biográficas de las personas entrevistadas con
las dificultades concretas que habían afrontado a la hora de modificar
sus hábitos sexuales. Dichos esfuerzos, que para la mayoría de los en­
cuestados habían logrado los efectos deseados, resultaron en otros
casos vanos, o ni siquiera habían sido aún llevados a cabo. La investi­
gación establece de este m odo una clasificación en tres grupos, en
función de la evaluación del riesgo de transmisión del VIH implícito
en las prácticas sexuales mantenidas por los encuestados a lo largo del
año que precedió a la entrevista (1987-1988).
El grupo I, compuesto por 30 individuos de un total de 64 (aun­
que, repitámoslo, no son las cifras lo que importa, habida cuenta so­
bre todo de que coinciden ampliamente con los resultados de otras
investigaciones de tipo estadístico), agrupa a quienes han desarro­
llado las prácticas más seguras. El grupo II (17 de 64) está integrado
por quienes habían desarrollado prácticas que implican “riesgos débi­
les”. El grupo III (17 de 64) lo forman quienes habían tenido prácti­

3 Entendem os po r salida del armario el proceso — que a m enudo se extiende a lo


largo de varios años— de “ aprendizaje” de la hom osexualidad: desde el descubri­
m iento de los prim eros indicios de la orientación sexual a la realización del acto sexual
y fundam entalm ente por fin a la integración en el ambiente gai y a la afirmación de la
hom osexualidad hacia el exterior. Más tarde volveremos sobre la im portancia del do­
ble proceso de socialización “hom o” y de la liberación de una socialización anterior
enteram ente orientada hacia una vida heterosexual.
cas sexuales de “alto riesgo”. Resumamos los datos que este estudio
constata.

i.i .L a información
Si comparamos el grupo III (“alto riesgo”) con los grupos II y I, no
parece que cjuienes desarrollan prácticas que com portan un peligro
considerable de transmisión del VIH estén fundamentalmente más de­
sinformados que quienes corren poco o ningún riesgo. Los maricas
que toman más precauciones tienen, si acaso, conocimientos más de­
tallados (aunque en ocasiones éstos sean poco rigurosos a la vista del
exceso de precauciones que el miedo dicta a algunos). La información
esencial sobre las vías de transmisión es conocida por todos (contacto
del esperma o la sangre con una mucosa o una herida y, sobre todo,
riesgo de transmisión muy elevado en las relaciones de penetración
anal sin preservativo). Todos saben que el preservativo es un medio
de protección eficaz en este último caso. De este modo, las prácticas
de alto riesgo no se explican ni a partir de la ignorancia sobre los m o­
dos de transmisión, ni por desconocimiento de los medios técnicos
básicos para protegerse.

1.2. “Conciencia de sí”

Más significativo es, sin embargo, el hecho de que 14 de las 17 perso­


nas del grupo III viven su homosexualidad de forma absolutamente
clandestina en relación con su entorno. Por el contrario, la mitad de
los integrantes de los otros dos grupos son abiertamente maricas, y
en general muchos otros, aun sin afirmarse maricas en su entorno fa­
miliar o profesional, viven de manera “positiva” su sexualidad y están
bien integrados en el ambiente gai. Este dato se corresponde también
con un nivel m ayor de participación en las diferentes asociaciones
gais.
O tra observación concordante es la referente a las condiciones de
alojamiento. Los maricas del grupo III viven en mucha m ayor p ro ­
porción que los otros en casa de sus padres, sin que la edad sea un
factor de explicación significativo. En algunos casos (aunque aquí ha­
bría que evitar generalizaciones), se aprecian tam bién indicadores
concomitantes de una situación social y económica de precariedad.
Parece, según este estu d io , q ue el m e ro h ec h o de v ivir co n los p ad res
fu n cio n a p o r sí m ism o co m o u n d o b le in d ic ad o r. P o r u n lado, parece
señalar u n a a c titu d de m a y o r pasiv id ad ante la vid a en general y m u y
p a rtic u la rm e n te an te las dificu ltad es qu e se d eriv an de la h o m o se x u a ­
lidad. T ales d ific u ltad e s tie n d e n a ser m ás “ su frid a s ” q u e “ a f r o n ta ­
d a s” . D e o tro lado, la resid en cia co n los p ad re s parece p o n e r de m a ­
nifiesto la existencia de redes de so c iab ilid ad red u cid as así c o m o u n a
g ran so led ad social y afectiva.

1.3 . Compañeros sexuales / relaciones

Los gais del grupo III han tenido en general un m ayor número de
compañeros sexuales: 6 de 17 se sitúan en un “nivel alto” con más de
1 000 compañeros a lo largo de su vida sexual, mientras que tan sólo
4 del total de 47 en los otros dos grupos están en esta situación. Para
el total de personas entrevistadas, el número de compañeros se esta­
blece en una escala de entre cinco y varios miles de compañeros se­
xuales, con una mediana de 50. Es decir, la mitad de los encuestados
ha tenido menos de 50 compañeros a lo largo de su vida sexual, y la
otra mitad ha tenido más 4. Los gais del grupo III frecuentan con ma­
yor asiduidad lugares de encuentro como parques o servicios públi­
cos. Este dato no señala una prevalencia particular de prácticas de
riesgo entre quienes frecuentan estos espacios de encuentro: los mari­
cas que se protegen no han abandonado necesariamente los urinarios;
aunque cuando acuden a ellos adoptan medidas de prevención. Es
pues, tan sólo, un simple correlato de la búsqueda de un elevado nú­
mero de compañeros.
De otro lado, los gais del grupo III mantienen menos relaciones
continuadas y estables con un mismo compañero, y cuando estable­
cen relaciones de pareja, éstas tienden a ser menos duraderas y están
menos formalizadas. De las 64 personas encuestadas, 39 no tenían
una relación continuada con un mismo com pañero en el m om ento
del estudio. Y, de estas 39 personas, tan sólo 8 afirman no desear o no

4 C om o en el caso de las condiciones de alojamiento, aquí la edad no supone un


sesgo significativo. La repartición por edades es en los tres grupos bastante hom ogé­
nea. En cuanto al núm ero de compañeros, las cifras del estudio noruego son en gene­
ral inferiores a las de Francia o Alemania, las cuales, a su vez, son inferiores a las de
Estados Unidos.
estar seguros de querer establecer una relación de este tipo; de ellas, 5
pertenecen al grupo III.

1.4 . Aislamiento / vida social intensa

En este ám bito se encuentran las diferencias más notorias entre el


grupo III y los grupos I y II. La m ayor parte de quienes integran el
grupo III se encuentran aislados, en el sentido de que están poco o
nada integrados en algún grupo. El número de personas que frecuen­
tan regularmente es más bien restringido, y en ocasiones inexistente;
sus amistades se reducen por lo general a relaciones más bien superfi­
ciales. Mantienen pocos contactos personales, incluso con otros ma­
ricas. Casi siem pre sus lazos con el ambiente “ho m o ” se reducen,
cuando existen, a alguna copa con los habituales de un bar. N o tienen
ningún amigo cercano con el que puedan encontrarse de otro modo
que no sea p or casualidad, o con el que puedan contar en caso de ne­
cesidad, ni mucho menos un círculo de amistades estable al que se
frecuente de manera regular y con el que se compartan actividades e
intereses comunes, capaces de trascender la típica conversación de
barra de bar sobre cuántos ligues por semana o quién se lo hace me­
jor en la cama.
En los otros dos grupos, por el contrario, la norm a es la existen­
cia de lazos fuertes que unen un círculo de amigos al que éstos dan
gran importancia. A menudo amigos gais, aunque no necesariamente;
amistades en todo caso con las que se establece una relación de con­
fianza de la que no son ajenas las cuestiones de sexualidad. Este círculo
de amistades íntimas, con las que se pasa una parte im portante del
tiempo, es considerado por muchos como una “familia” de elección,
que sustituye tanto más a la familia biológica cuanto más difíciles son
las relaciones con ésta.
La ausencia de amistades o el hecho de que éstas sean superficia­
les, la ausencia en general de un espacio de sociabilidad en el que la
orientación sexual no sólo no sea censurada, sino que esté positiva­
mente integrada en las relaciones con los y las demás, parece estar en
estrecha relación con la incapacidad de renunciar a hábitos sexuales
de alto riesgo 5; bien sea porque no se desea cambiar el com porta­

5 Los autores señalan aquí la correspondencia de este dato con los estudios de Mi-
chael Pollak.
miento, a pesar del peligro, bien sea porque no se consigue aunque se
quiera.
En resumen, del conjunto de las entrevistas se desprende que la
confianza en sí mismo, la aceptación y la afirmación de la propia ho­
mosexualidad, una vida social en la que la homosexualidad tiene su
justo lugar, el apoyo, en fin, de relaciones amorosas o afectivas fuer­
tes, son factores importantes que fundamentan la capacidad de una
persona para modificar su comportamiento hacia formas de sexo sin
riesgo.
Estas observaciones aparecen avaladas por una constatación, que
debería estar en el origen de cualquier iniciativa preventiva que no
quiera quedar limitada a una prédica moralizante tan arrogante como
poco operativa. La reorientación de las prácticas sexuales que el sida
ha convertido en peligrosas hacia formas de placer sin riesgo no es, en
absoluto, algo fácil; por enorme que sea (para la razón en prim er tér­
mino) el riesgo que se corre. Este cambio de hábitos no es igual de fá­
cil para todo el mundo; existen dificultades concretas que no pueden
solventarse arrojando el fácil anatema de la irresponsabilidad o de la
inconsciencia, actitud que es m antenida por muchas personas (in­
cluso por maricas), a partir de una posición (informada y responsa­
ble) desde la que sí se puede ejercer el control necesario de las propias
prácticas 6.
Por lo tanto, no se trata de condenar prácticas, lo que lleva nece­
sariamente acto seguido a condenar sexualidades. Se trata más bien de
partir de la realidad de las prácticas y de las sexualidades, conside­
rando que la reorientación hacia el sexo seguro implica o más bien se
presenta en prim er térm ino como una renuncia 7 a prácticas más o
menos constitutivas de la propia sexualidad. Esta constatación, que
parece caer por su propio peso, debe, no obstante, ser reafirmada en
su evidencia: pasar al sexo seguro — o incluso en el caso de una pareja
de personas seronegativas, pasar a una relación de pareja fiel—, es
poco problemático si partimos de la sexualidad de algunos maricas,
pero implica, al contrario, renuncias dramáticas para otros; un cues-
tionamiento radical de toda su sexualidad, por no decir de toda su

6 Los maricas del grupo I son los que con m ayor frecuencia han pasado por varios
meses de titubeos antes de “poner en práctica” su nueva vida sexual segura. La m ayor
parte de los maricas del grupo II están todavía en esta fase de esfuerzos e intentos.
7 Los maricas que se protegen no niegan que el sexo seguro representa una pér­
dida en comparación con la situación anterior al sida.
vida, en función del papel más o menos crítico que juegue el sexo, y
de la mayor o m enor cantidad de “apoyos” de diversa naturaleza con
los que pueda contar a la hora de “reorganizar” esa economía psico
lógica y social que se basa en la sexualidad como único medio de acó
tar el desastre.

1.5 . La vida gai en tiempos de sida

A menudo se considera que la “com unidad” gai adoptó con rapidez


los medios de prevención a partir del momento en que las formas de
transmisión del VIH y, consecuentemente, los medios de prevención
empezaron a ser bien conocidos, es decir, durante la segunda mitad
de la década de los ochenta. Demasiado tarde ya para muchos. La ca­
pacidad para protegerse, entendida como capacidad individual para
modificar las costumbres sexuales, parece estar, a la vista del estudio
antes comentado y de otros muchos, ampliamente condicionada por
el grado de integración en una comunidad, así como por el nivel y la
calidad de dicha integración. C uanto más positiva y activa es la inte­
gración de un gai en una comunidad, cuanto más se reconoce en ella,
más vive en ella, más la reivindica; en otras palabras, cuanto más so
cializado está como marica, más posibilidades tiene de poner en prác­
tica el mensaje preventivo. N o sólo porque a través de la comunidad
recibe dicho mensaje de la forma que mejor se adecúa a la realidad
concreta de su sexualidad, de su modo de vida, de su “cultura” ma­
rica, sino también (y sobre todo) porque un nivel de integración sa­
tisfactorio en y para la comunidad significa que su sexualidad de ma­
rica está suficientemente afirmada; que tiene para él suficiente valor
como para que la protección a través de los medios preventivos se
convierta en un elemento esencial de su vida. Para llegar a protegerse
es necesario que el hecho de vivir como marica participe del deseo do
vivir.
El sexo con múltiples compañeros que resulta de encuentros fu­
gaces, a menudo anónimos, en lugares de encuentro como parques o
urinarios públicos, en bares, cuartos oscuros, saunas o a través del
minitel, es un elemento ambivalente del modo de vida gai. Emblema
de la opresión de la hom osexualidad en nuestras sociedades para
unos, emblema de la libertad sexual para otros, el sexo anónimo con
múltiples compañeros ha sido, en todo caso, un aspecto central del
estilo de vida gai de los últimos veinte años, y forma parte indiscuti­
blemente de la cultura gai. Es indudable que los encuentros anónimos
en los que se intercam bian pocas palabras (o ninguna); en los que
sólo el cuerpo actúa entre uno mismo y el otro, no funcionan para
muchos maricas como una salida de emergencia o un “m ejor que
nada”, sino como la práctica placentera de una sexualidad que rompe
con el ideal predominante del amor romántico, como una determina­
ción positiva del deseo centrada en la experimentación erótica. Ahora
bien, aquellos que no viven los urinarios y el anonimato como refu­
gios sexuales sino como “oasis eróticos”, son en su m ayor parte ma­
ricas que se afirman como tales, que asumen este modo de vida, que
están bien integrados en el ambiente gai.
El sida, que ha provocado una auténtica hecatombe, exige hoy,
como precio a pagar por la seguridad, la imposición de determinados
límites en un contexto en que todo se basaba, precisamente, en el
principio de no respetar límite alguno. Pero si, incluso en el seno de
la comunidad, los maricas tienen menos compañeros que antes, si la
era de los cuartos oscuros ya ha pasado, si se busca preferentemente
una relación más o menos duradera y no tanto una sucesión de aven­
turas, evidentemente ello no significa (menos mal) que los gais hayan
renunciado al sexo. A pesar de las dificultades inherentes al abandono
de las antiguas prácticas, un cierto grado de protección en el seno de
la comunidad gai ha podido alcanzarse. Y, repitámoslo, no podemos
subestimar el hecho de que la renuncia a la libertad sexual en sus for­
mas de antaño haya podido arruinar verdaderamente la vida de quie­
nes localizaban en esa libertad el fundamento de su deseo, incluso si
ello parece tener una importancia secundaria a la vista de quienes es­
tán enfermos o han muerto.
La revisión de toda la cultura gai del sexo, aunque desgarradora,
ha resultado efectiva. La mayor parte de los maricas que se afirman
como tales, que participan de la comunidad, que hacen la comunidad,
han encontrado con mayor o m enor fortuna los medios que les per­
miten adoptar decisiones referentes a sus formas de practicar la se­
xualidad en tiempos de sida, sin renunciar a la posibilidad de estable­
cer encuentros anónimos. N o tanto por miedo o por el hecho de que
una relación sexual con otro hombre tenga que ser algo que se sufre,
sino precisamente porque es algo que se desea sin reservas.
II. EL GUETO INVISIBLE DE LOS MARICAS QUE SE IG N O RA N
O QUE SE DETESTAN

Si bien es en el seno de la comunidad donde pueden desarrollarse es­


tudios como el que aquí se comenta, ya hemos visto cómo esa m ino­
ría de maricas que no se protegen o que no lo hacen todavía, se en­
cuentra precisamente en los márgenes de dicha comunidad. Estamos
ante maricas que tienen evidentes dificultades con su “estatuto” de
homosexuales y que mantienen los contactos menos comprometidos
y más distanciados con el ambiente gai; son maricas que no están ape­
nas socializados en la comunidad. Pero ¿y más allá de la comunidad?
Por cada marica integrado en ésta, ¿cuántos maricas hay fuera? ¿Cuán­
tos no quieren considerarse maricas y permanecen en el estricto secreto
de los urinarios o del minitel?
El hecho de mantener relaciones sexuales con otros hombres no
equivale automáticamente a “ser” homosexual. N o es suficiente serlo
desde el punto de vista de la orientación sexual, del objeto de deseo
— aunque ello se imponga efectivamente como un requisito—; hace
falta además llegar a serlo por sí mismo y en las relaciones con los de­
más. O dicho de otro modo, si se quiere trasponer la oposición entre
gay/homosexual propia de la lengua inglesa: no basta con ser hom o­
sexual para ser marica; marica se llega a ser. N o hay gai o, mejor aún,
no hay marica, sin salida del armario.
«D urante m ucho tiem po, sólo he sido hom osexual de cintura
para abajo». Testimonios de este tipo son representativos de un am­
plio número de maricas para los que la salida del armario ha sido un
proceso largo y difícil. Más aún, resultan significativos desde el punto
de vista de los maricas todavía más numerosos para los que el p ro ­
ceso de la salida del armario se ha quedado estancado en una dim en­
sión estrictamente sexual, es decir, no se ha completado. Todos aque­
llos hombres que folian con otros hombres y que al mismo tiempo
niegan su homosexualidad, no ya sólo de cara a la sociedad, sino so­
bre todo ante sí mismos, o que la identifican, pero sólo para comba­
tirla, acaban por desarrollar, tanto en un caso como en el otro, bajo
diversas formas y grados, un odio hacia los maricas, y, en última ins­
tancia, hacia sí mismos. El homosexual que se ignora o que se detesta
no le puede conceder a su sexualidad nada más que el propio sexo, y
no otorga al acto sexual otra cosa que el anonimato y el repliegue so­
bre sí mismo.
ii.i. “Cuando no se puede ofrecer nada más que el sexo
para compartir... *

Desde este punto de vista, el sexo anónimo se recubre de discursos re­


ferentes al sexo “p uro”, discursos que pueden funcionar como una nega­
ción por reducción. En ellos se opera una distinción estricta entre, de un
lado, el “am or”, el “sentimiento” —que están muy bien para los marico­
nes o para las mujeres— y, de otro lado, el sexo, el supuesto placer sexual
“p uro” —percibido como algo ajeno al compañero, que no es más que un
elemento indiferente. Este placer “puro” es percibido, hasta cierto punto,
al margen de la problemática homosexual/heterosexual, y reducido es­
trictamente al gozo egoísta que procura el acto sexual. Este placer acaba
siendo el criterio exclusivo de evaluación de la propia sexualidad que lo­
gra así independizarse de lo que sólo constituye un “instrumento” de la
sexualidad viril. En otras palabras, follar con un tío es algo repugnante si
se trata de “am or” —aunque eso esté muy bien para las locas—, pero, en
última instancia, puede resultar aceptable si no es nada más que sexo.
De este modo, es fácil com prender cómo, a través de esta reduc­
ción de la homosexualidad al sexo “p u ro ” y viril, la relación sexual
con compañeros anónimos se impone como única solución para los
maricas avergonzados. Es éste un mecanismo que confirma la estrate­
gia del menor de los males, una especie de compromiso económico
entre el propio deseo y la (re)presión ejercida por la sociedad. El sexo
anónimo no surge entonces de una afirmación homosexual —que es a
lo que equivale grosso modo cuando se inscribe en la cultura gai— ,
sino que refleja un mecanismo de interiorización paradójica de la re­
presión de la homosexualidad. El fantasma de la sexualidad “viril”
sobre el que se fundamenta la distinción sexo/am or y que oculta a
menudo el carácter homosexual del deseo surge, no por casualidad,
del discurso (machista) de algunos hombres heterosexuales sobre su
sexualidad. Precisamente por ello, la reducción de la homosexualidad
al prim er término de la distinción sexo/amor nunca es otra cosa que
una interiorización de la visión dominante de la homosexualidad es­
tablecida desde presupuestos heterosexuales o, en última instancia,
una acomodación a ésta. La idea que de forma espontánea se hace el
hetero medio del gai (y en este sentido resulta significativa la adop­
ción del término homosexual, térm ino “clínico” y “técnico”), es la de
un hom bre que tiene relaciones sexuales con otro, que folla con otro;
seguramente no es la de un hombre que se enamora de otro hombre.
La homosexualidad no es concebida desde otro punto de vista que no
sea el del sexo.
Implícitamente, homosexualidad y heterosexualidad no son con­
sideradas como dos posibilidades de la sexualidad en sentido amplio;
el único punto común, la única “simetría” o analogía que se concede
a la homosexualidad cuando es comparada con la heterosexualidad se
limita al acto sexual, concebido por lo demás según un único aspecto
fisiológico-g^nital: hay búsqueda del placer, hay orgasm o. Q ue
pueda haber “otra cosa” no es siquiera imaginable, o en todo caso, es
objeto de un rechazo, de un desprecio aún más violento que el inspi­
rado por el acto en sí mismo. Los maricas que se aceptan y que viven
abiertamente, saben que dos hombres que “se quieren” y que no se
censuran son percibidos socialmente como un verdadero escándalo;
se les reprochará aún más el hecho de estar perfectamente bien juntos
o de besarse en la calle, que el hecho de darse por culo rápidamente y
sin mediar palabra detrás de unos arbustos en la oscuridad de un par­
que público.

11.2 . Represión “dulce”: la importancia de la salida


del armario

Es necesario insistir en el principal factor que hace que la represión


de la homosexualidad en nuestras sociedades sea “dulce” aunque efi­
caz: todo el problema de la salida del armario estriba en que la difi­
cultad de ser abiertamente marica no reside tanto en un conflicto en­
tre hom osexuales y heterosexuales, sino en el hecho de que ese
conflicto atraviesa al propio adolescente que se descubre homosexual
o al adulto que ha aplazado el proceso. Este conflicto, a juzgar por
los testimonios que relatan procesos difíciles de salida del armario, se
sitúa entre la experiencia de la atracción por un hombre —y no sólo
atracción hacia su culo o su polla—, la experiencia del deseo amoroso
con todas sus manifestaciones, entre ellas la ternura —estar uno en
los brazos del otro, pasar el tiempo juntos...— y la experiencia de la
repugnancia que despierta toda manifestación de amor, toda forma
de proximidad y de abandono íntimo. Al ser transgredidas, al quedar
desfasadas, todas las normas y todos los códigos del com portamiento
amoroso heterosexual adquieren repentinamente un brutal carácter
opresivo.
Toda la socialización que no admite ni representa otra cosa que el
amor de un hombre y una mujer, remite cualquier gesto de ternura
por un hombre a un determinado estereotipo grotesco y despreciable
de la loca; todo abandono amoroso de sí para el otro en una relación
sexual remite a lo repugnante y contra-natura. Sirva como ejemplo
un testimonio entre otros muchos del mismo tipo: «Antes, cuando
estaba con un tío, no daba besos más que en contadas ocasiones [...].
Besar y todo eso me parecía que estaba reservado en cierto modo a
un chico y una chica. Cada vez que besaba a un chico era como si es­
tuviera haciendo algo malo». Los testimonios de este tipo, cuando
detallan el descubrimiento progresivo de las prácticas sexuales, mues­
tran que la experiencia del asco y el camino para superarlo están en
función del grado de contacto y de intimidad que acompañan a una u
otra práctica. En general, es más difícil aceptar la sodom ía que la
masturbación, pero también más difícil acariciar a un amigo que mas-
turbarse con un compañero en unos vestuarios, más fácil una simple
felación, o que a uno le dé por culo un desconocido en unos baños
públicos que abrazar en la cama todo el cuerpo del tío al que se ama,
y así sucesivamente, según las particularidades de cada caso.
El sexo anónimo, cuando procede de una determinación negativa,
tiene muchas posibilidades de no abrir al marica avergonzado el ca­
mino del reconocimiento y la aceptación de su homosexualidad. Sí
puede, al contrario, reproducir y estrechar su aislamiento, “desociali-
zarlo” de manera cada vez más irremediable. El sexo anónimo esta­
blece así un círculo vicioso: en lugar de servir de mediación al amor,
la actuación del cuerpo como potencia de amar sirve entonces para
levantar una muralla, y aspira a evacuar al otro, o más bien a instru-
mentalizarlo en la misma medida del repliegue de cada uno sobre sus
propios fantasmas o de la violencia aplicada a desrealizar el cuerpo
del otro para protegerse mejor de él.
Este atrincheramiento puede realizarse al menos de dos modos.
Com o ya hemos dicho, no hace falta considerarse gai para follar con
hombres: se puede permanecer en la superficie del sexo anónimo en
virtud de esa ilusión del sexo “p u ro ” —pero ¿por cuánto tiempo?, ¿al
precio de qué duplicidad, de qué doble vida?—; se puede considerar
la multiplicidad de compañeros como un juego, mantener la ficción
de la elección entre una m ultitud de posibilidades, y m antener de este
modo, aun sin creer en ello verdaderamente, la perspectiva conforta­
dora de la reversibilidad («folio con tíos, pero tarde o temprano, si
realmente lo deseo, también podré...»). Bajo la superficie, por el con­
trario, comienza el progresivo hundim iento en la culpabilización: mi­
seria del marica avergonzado que, con frecuencia, después de m últi­
ples intentos de “reconversión” hacia una sexualidad “norm al” y tras
muchas tentativas de abstinencia, identifica definitivamente su hom o­
sexualidad como una monstruosidad, y se resigna a ella.
M onstruosa y fatal al mismo tiempo, su práctica debe permanecer
reducida al mínimo y debe ser vivida desde la vergüenza y el odio ha­
cia sí mismo para poder ser soportada —forma paradójica, indiscuti­
blemente perversa de aceptarse. El peligro que se corre al caer en la
culpabilizacion consiste en que ésta tiende a alimentarse a sí misma, a
instalarse com o delirio: si conseguir una cita con alguien y follar
equivale a ceder, cada nuevo encuentro es vivido entonces como una
nueva derrota y supone hundirse un poco más en la infamia. La prác­
tica sexual con el otro tiene todavía menos posibilidades de rom per
ese círculo delirante cuando a partir de ella se establece una reflexión.
El marica avergonzado excluye al otro en beneficio de lo que éste no
puede evitar representar: el reflejo de sí que se detesta, que significa la
propia infamia. El delirio de la culpabilizacion puede desembocar en
una caída temible del propio deseo en un anhelo de autodestrucción:
algunos testim onios revelan una especie de alivio, casi de gozo al
constatar los signos de la propia humillación, de la propia decadencia,
por cuanto pasan a ser otras tantas verificaciones de la falta. El sida es
el último de los signos; la culpabilizacion de la homosexualidad le da
sentido, y ese sentido refundamenta la culpabilidad.

n.3. Lucha contra la represión y lucha contra el sida


El estudio noruego muestra que el número de maricas que desde los
márgenes de la comunidad viven su sexualidad grosso modo desde la
culpabilidad y/o la inhibición, que se ven reducidos (y no positiva­
mente dispuestos) a los encuentros anónimos, no se protegen o lo ha­
cen de manera inconsistente. N o por rechazo a priori de la protec­
ción: los testimonios muestran que no existe reticencia alguna cuando
un compañero toma la iniciativa; algunos incluso desean que sea el
compañero el que proponga el uso de los medios de prevención, al
ser ellos mismos incapaces de hacerlo 8. La cuestión del sida parece

“ Muchos de ellos tienen al mismo tiempo miedo al sida, lo cual confirm a que te­
ner miedo no sirve como estrategia de cara a la adopción de las medidas preventivas.
ser vivida entonces como un problema secundario que se plantea con
posterioridad a otras dificultades más generales que ya debe afrontar
la sexualidad, o bien como un problema suplementario, una fatalidad
más a la que se debe hacer frente como al resto. C uanto peor es vi­
vida la sexualidad, más se atrinchera uno en el sexo anónim o, y
cuanto más se obsesiona perniciosamente en el sexo, más se reduce el
abanico de formas en que puede manifestarse el deseo a una pobre
necesidad de resultar deseable para cualquier compañero potencial.
Al grado creciente de repliegue sobre sí mismo y de soledad le co­
rresponde una necesidad creciente de ser “confirm ado” por el otro,
de mendigar el amor —destino de quienes se prohíben amar—, y la
necesidad de convertirse cada vez más en un objeto sexual.
Ahora bien, protegerse supone, en concreto, estar en condiciones
de imponerse ciertas modalidades a la hora de un encuentro —es de­
cir, entre otras, asumir el riesgo de que un compañero le diga a uno
que no—, supone concederse la posibilidad de introducir un cierto
grado de intercambio —supone, quizás, hablar—, lo cual contradice
el supuesto del anonimato absoluto, por último, en fin, supone no
permanecer en una situación de pasividad fatalista, supone no aban­
donarse en contra de la propia voluntad a los condicionantes de la
vida sexual, sino percibirse y actuar en condiciones de igualdad con el
compañero. Condiciones éstas que, con toda certeza, no reúnen quie­
nes han de sufrir su sexualidad y quienes se desprecian por ello, una
m ultitud de maricas que, a pesar suyo, permanecen distanciados de la
comunidad de los gais que se reivindican como tales.
Es evidente que una “socialización marica” es un principio fun­
damental de la salida del armario. Así, en el estado actual de nuestras
sociedades, el papel que desempeña la comunidad “hom o” tal y como
existe, a través no sólo de sus organizaciones, sino también y sobre
todo, a partir de su “identidad”, sus bares, sus discotecas, sus medios
de inform ación, etc., es irrem plazable. Se diga lo que se diga, el
“gueto” es al menos el lugar en el que los juicios normativos de la so­
ciedad hetero son invertidos; un espacio de “normalidad hom o”. N o
obstante, muchos maricas siguen fuera de la comunidad, y el sida, si
se perm ite que actúe como vector de una represión creciente, va a
agravar las dificultades que tienen los gais para salir del armario. La
epidemia de sida será la que salga más beneficiada. La com unidad
homo no tiene otra elección para su supervivencia que hacerse mili­
tante, ya sea en la lucha contra el sida, ya sea por hacer avanzar las
reivindicaciones gais. Ambas luchas son, hoy por hoy, una sola.
ACTUAMOS DE MANERA COLECTIVA

Act Up-París nace el 9 de junio de 1989. El 24 de junio, en el trans­


curso de la manifestación del día del orgullo gai y lésbico, tiene lugar
el primer die in o “tum bada”, en el que los militantes se acuestan en el
suelo como símbolo de la gente que muere de sida. El 2 de octubre,
coincidiendo con la reapertura de las sesiones parlamentarias, Act Up
se manifiesta a las puertas de la Asamblea Nacional Francesa. El 30 de
noviembre, concentración frente al Hotel de Ville con una pancarta:
«Sida: Estado asesino». El 1.° de diciembre, manifestación contra la
postura oficial de la Iglesia católica contra el preservativo. Una pan­
carta que dice «Sí al condón» es colgada de una torre de la catedral de
Notre Dame.
El 5 de enero de 1990 tiene lugar una concentración de protesta
(picketting) frente al Ministerio de Sanidad. Durante dos años, todos
los viernes se realiza una concentración en la puerta del Ministerio. El
3 de marzo, manifestación en la puerta de la Embajada de Estados
Unidos por la política de restricción de entrada al país de las personas
seropositivas. El 8 de marzo, acción sorpresa (zap) contra el periódico
Le Meilleur, por una noticia titulada «¿Es necesario tatuar a los seropo-
sitivos?». Manifestación contra el plan municipal sobre sida el 16 de
junio. El 3 de octubre, zap a la puerta de la residencia de Frangois
Mitterrand. Eslogan: «Sida: Mitterrand culpable». El 1.° de diciembre
acuden mil personas a la convocatoria de manifestación bajo el lema
«Sida: un día no es suficiente».
El 26 de enero de 1991 manifestación de protesta contra la guerra
del Golfo. El lema: «Presupuesto sida 1991 = 30 minutos de guerra».
El 6 de mayo, manifestación ante la sede del Senado con motivo de la
discusión de dos enmiendas de la oposición conservadora al Código
Penal que proponían la criminalización de las personas seropositivas
en caso de transmisión del vih y el restablecimiento de un delito de
homosexualidad. El 2 de octubre, zap contra el presidente de la Acá-
demia de Farmacia, que culpaba a los homosexuales de los «millones
de muertes por venir». El 1.° de noviembre se interrumpe la misa que
tiene lugar en la catedral de Notre Dame con motivo del día de todos
los santos y la publicación del nuevo catecismo. Una concentración a
la entrada del templo exhibía una pancarta: «Sida: 750 000 muertos.
La Iglesia quiere más». El 1.° de diciembre, 70 m2 de pancarta son
desplegados en la fachada del Centro Pompidou: «Sida: ¡Decretad el
estado de emergencia!». Dos mil manifestantes acuden a la manifesta­
ción.
El 9 de enero de 1992, zap contra Laurent Fabius, relacionado
con el escándalo de la “sangre contaminada”, al ser elegido cabeza del
Partido Socialista. El 13 de marzo, zap contra el doctor Habibi, direc­
tor del Centro Nacional de Transfusiones de Sangre, implicado en el
escándalo de la “sangre contaminada”. El 4 de abril, «Día de la Deses­
peración», acciones de protesta en Barbes para reclamar atención ha­
cia la gente inmigrante, concentraciones en la puerta de la cárcel de
La Santé y ante el cementerio de Pére-Lachaise («Seropositivos: Aquí el
Estado invierte por vuestro futuro»). Mil quinientas personas acuden
a una manifestación que acaba con la colocación de una corona en el
Memorial de la Deportación («De un genocidio a otro»); cuarenta mi­
litantes son detenidos. El 20 de junio, en la manifestación de Gay
Pride, presentación de las Pom-Pom Girls de Act Up. El 22 de junio,
en la sede del Palacio de Justicia, con motivo de la apertura del juicio
contra los doctores Garretta, Allain, Netter y Roux, concentración exi­
giendo la inculpación de responsables políticos de las transfusiones
con v ih . El 18 de noviembre, zap contra el Instituto Montaigne, cuyo
director rechaza la instalación de una máquina de preservativos. Inte­
rrupción de las clases y distribución de material preventivo y folletos
sobre el sexo sin riesgo. El 1.° de diciembre, 6 000 personas se mani­
fiestan bajo el lema «Sida: Movilización general». El 10 de diciembre,
zap contra el laboratorio Roche por el retraso en la publicación de
los resultados de un ensayo terapéutico («Roche no sólo m ata el
tiempo»).
El 4 de enero de 1993, distribución de jeringuillas frente al Minis­
terio del Interior en protesta por la política de represión hacia quienes
usan drogas. Veinte militantes detenidos. El 29 de enero, zap contra el
laboratorio Artois por prácticas de pooling (realización de análisis en
una única muestra de sangre obtenida de la mezcla de muestras que
debían ser analizadas individualmente, en detrimento de la fiabilidad
del resultado). Cierre provisional del citado laboratorio. En meses su­
cesivos, otros cinco laboratorios son cerrados por orden del Ministe­
rio de Sanidad por prácticas ilegales. El 2 de marzo, zap contra la
s n c f (red estatal de ferrocarriles) por la realización no autorizada de

análisis de anticuerpos a un empleado. Del 24 al 28 de marzo, zap


continuado por teléfono y fax a los ministerios de Sanidad, Asuntos
Sociales, del Presupuesto y de la Presidencia exigiendo la cobertura
del 100% de los gastos relacionados con la seropositividad y sida. En
una de sus últimas decisiones antes de abandonar la presidencia del
Gobierno, Bérégovoy acepta la exigencia. El 4 de abril, de madrugada,
al día siguiente de su confirmación como nuevo presidente del Go­
bierno, Eduard Balladur es despertado por m ilitantes de Act Up:
«Contra el Sida, no hay ni un m inuto que perder». El 31 de julio, zap
contra el hospital Laroboisiére por el cierre estival de secciones hos­
pitalarias en la ciudad de París. El 7 de septiembre, apertura del curso
escolar, zap en el Ministerio de Educación: «Cuando sea mayor, seré
sidoso». El 1.° de diciembre, colocación de un condón rosa en el obe­
lisco de la Plaza de la Concordia. En la Asamblea Nacional, interrup­
ción de la Ministra Simone Veil por una militante de Act Up que es
detenida. Ocho mil personas acuden a la manifestación convocada
bajo el lema «Sida: Que cese esta hecatombe».
El 15 de enero de 1994, Act Up-París se manifiesta delante de la
cárcel de La Santé en protesta por la situación de la epidemia en los
recintos penitenciarios. El 27 de enero, zap del laboratorio Syntex por
negarse a conceder Glaciclovir oral en el marco de un protocolo com­
pasivo. En febrero se abre el Centro de Gais y Lesbianas de París con
el apoyo de Act Up y presidido por un miembro de la asociación.
Otro medicamento, el Humatin (para el tratamiento de la criptospori-
diosis), del laboratorio Parke-Davis se abre en el marco de protocolos
humanitarios. El 25 de febrero, manifestación conjunta con la asocia­
ción Sourds en colere, para que la gente sorda no se vea excluida de los
mensajes de la lucha contra el sida. Los eslóganes son lanzados en
lenguaje de signos. El 8 de marzo, homenaje en el Arco del Triunfo a
la sidosa desconocida. 40 m etros de pancarta cuelgan del m onu­
mento: «Sida, las mujeres también mueren». El 24 de marzo, protesta
silenciosa en el hospital Bichat exigiendo más calidad en la alimenta­
ción y la toma en consideración de las necesidades nutricionales de
las personas con sida. El 18 de junio, participación en la manifesta­
ción de Gay Pride: «orgulloso de ser marica, orgullosa de ser bollera,
orgullosos y orgullosas de luchar contra el sida». El 22 de septiembre,
ocupación simbólica de un edificio público en protesta por la falta de
programas para proporcionar vivienda a personas con sida. El 12 de
octubre, protesta ante el ministro del Interior, Pasqua («más peli­
groso que la droga») por la política represiva hacia los y las usuarias.
El 26 de octubre, entierro político de Cleews Vellay, presidente de Act
Up entre 1992 y 1994. 500 personas siguen el cortejo entre el Centro
de gais y lesbianas y el cementerio de Pere-Lachaise. «Cleews Vellay y
25 000 personas han muerto de sida en Francia. Han sido asesina­
das». El 9 de noviembre, militantes de Act Up bloquean el aeropuerto
de Orly para impedir la expulsión a Argelia de una mujer con sida. El
1.° de diciembre, 15 000 personas se manifiestan contra la cumbre
gubernamental. «En París, 42 gobiernos contentos. En Zaire (Marrue­
cos, Tailandia...) la epidemia estalla»; «La epidemia está fuera de con­
trol». El 12 de diciembre, zap del cocktail de compañías de seguros
por discriminar a gente seropositiva. Los canapés son espolvoreados
con cenizas. En 1995, la protesta continúa.
c w *w s VEUAY

M O n r DVSIDA
A MOANS

Dos fotografías de acciones de Act Up-París. La manifestación frente a Notre


Dame («Sida: 750 000 muertos. La Iglesia quiere más») y el entierro político de
Cleews Vellay.
U N A N U EV A ID E A DE LA L U C H A C O N T R A EL SIDA

A c t U p -P a r Ís

«El sida no lo es todo»

jEAN-FRANgoiS GlRARD, director general de Sanidad,


martes, 23 de noviembre de 1993,
ante doscientos miembros de Act Up-París

En el principio de Act U p está la rabia. Todas las personas que se nos


han unido, en uno u otro momento de la historia de nuestra asocia­
ción, os lo pueden decir. N os metemos en Act Up porque nos saltan
los plomos. Vamos un martes por la tarde porque estamos enfermos
y porque hemos pasado tres horas en una sala de espera antes de ser
recibidos, deprisa y corriendo, por un médico desbordado; porque
hemos oído a un modisto alterado decir en la televisión que el sida es
un justo castigo; porque tenemos la sensación de no estar suficiente­
mente informados para poder evitar contraer el virus; porque a una
amiga le gustaría ir a Act Up pero está demasiado débil; porque otro
amigo acaba de m orir y sus padres han disimulado cuidadosamente el
nombre de su enfermedad; porque un ministro de sanidad habla aún
de evaluar métodos que ya han dem ostrado su eficacia en el extran­
jero; porque hemos visto en la televisión un grupo de personas exal­
tadas diciendo lo mismo que tratábamos de formularnos cada una o
cada uno en nuestro rincón.
Act Up-París fue creada en junio de 1989, con motivo del Gay
Pride D ay (día del orgullo gai y lésbico), la manifestación que reúne
cada año a varios miles de gais y lesbianas en las calles de la capital.
Ese día, unos quince manifestantes se tum baron en medio de la calle.
En sus camisetas llevaban escrita una ecuación que todavía no era fa­
mosa en Francia: Silence = M ort (Silencio = M uerte) y el triángulo
rosa de la deportación de los homosexuales a los campos de concen­
tración nazis, pero del revés, con el vértice hacia arriba, para señalar

Este texto corresponde a la introducción del libro Act U p-París (1994), Le Sida, París,
Dagorno. Traducción de Ricardo Llamas.
la resolución a oponer una respuesta clara y positiva a una epidemia
que estaba matando de manera preferente a miles de maricas.
En el principio de Act U p está, pues, la rabia de un puñado de
homosexuales. Algunos de ellos eran seropositivos, otros no lo eran.
Todos sentían, en cualquier caso, y de forma muy clara, la indiferen­
cia, el silencio, el desprecio que afrontaban entonces y que afrontan
todavía hoy los y las enfermas de sida.
Indiferencia de la sociedad, de los medios de comunicación, de la
opinión pública, porque entonces todavía se podía hacer creer que el
sida sólo golpeaba en los márgenes: allí donde estaban los maricas, los
drogadictos, toda esa gente de la que se podría decir, a posteriori, que
la enfermedad que padecían no era sino el signo de una vida corrom ­
pida. Pero también indiferencia de los poderes públicos, porque la
política en materia de sida consistía, todo lo más, en pequeños brico-
lajes y algunos ajustes a corto plazo; porque todavía se podía prescin­
dir médicamente de la gente con sida (más, sin comparación posible,
de lo que se podía prescindir de las personas con cáncer o enfermeda­
des cardiovasculares), y, sobre todo, se podía prescindir de los enfer­
mos de sida políticamente: no existe un voto homosexual o toxicó-
mano. En el peor de los casos, el sida era considerado un chollo por
los sectores más reaccionarios, que veían en él un método limpio y
eficaz de deshacerse de buena parte de las poblaciones marginales. En
general, constituía un problema secundario: interesarse por el sida si­
gue siendo interesarse por los maricas, un tema que no parece dema­
siado serio para un político responsable. En el mejor de los casos, el
sida era ese nuevo “gran problem a social”, que debía inspirar unas
pocas lamentaciones contritas: los grandes problemas sociales, como
todo el m undo sabe, “no son culpa de nadie”.
En el ínterin, la comunidad homosexual estaba siendo diezmada.
N os veíamos conducidos a tumbas de vergüenza, tumbas sin sepul­
tura; veíamos hundirse a nuestro alrededor redes enteras de vida y de
amistades.
Es cierto que algunos grupos se habían organizado para detener
el desarrollo de la epidemia antes de que fuera demasiado tarde. Ante
la emergencia, se habían hecho cargo de todo el trabajo de inform a­
ción y de prevención, a riesgo de descargar a los poderes públicos de
sus responsabilidades. Y así, todo era perfecto: se constataba el carác­
ter ejemplar de la comunidad homosexual, y se pasaba a otro tema.
Por ello, el prim er grito de reunión de Act U p podría haber sido:
«nuestros amigos se mueren como imbéciles y a todo el m undo le
importa un bledo». Y la réplica inmediata que se sigue de él: puestos
a m orir como imbéciles, tanto da hacerlo a gritos, para rechazar la
vergüenza, que es lo único que se nos otorga; tanto da mostrarnos,
para que nadie tenga ya derecho a decir que no veía o que no sabía.
En la esperanza de gritar con fuerza suficiente y de ser suficiente­
mente visibles para que no siguieran todos la misma suerte.
A ct U p-P arís no nació sola: teníam os un m odelo. En N ueva
York, desde 1987, el prim er grupo de Act Up había contribuido a ha­
cer visibles tanto a los enfermos de sida como la problemática que la
epidemia plantea, utilizando para ello las mismas armas de las que
nos hemos servido: el triángulo rosa, los carteles provocativos, los es-
lóganes lapidarios (Silencio = Muerte, Acción = Vida). En el princi­
pio de Act U p-N ueva York había una rabia similar y la misma intui­
ción de que esa rabia no podía quedar silenciada, que sería más
fecunda si se agrupaba para constituir un frente unido contra la epi­
demia de sida: Rabia = Acción. Sin embargo, Act Up-París no es y no
fue concebida como una filial de Act U p-N ueva York. La asociación
americana es para nosotros una referencia, un grupo con el que a ve­
ces coordinamos nuestras acciones, como hacemos con todos los de­
más grupos de Act Up en Francia y en el mundo.
Act U p-París empezó, pues, siendo un grupo categórico e “his­
térico”. Porque frente al sida no se puede permanecer mucho tiempo
en una posición afectiva. A p artir de la propia enferm edad, de la
enferm edad de los amigos y las amigas, de la m uerte de un amante,
u n o /a se enfrenta inm ediatam ente a una maraña de cuestiones p o ­
líticas.
En los países industrializados el sida no golpea a cualquier hom ­
bre o a cualquier mujer, sino a colectivos socialmente definidos: los
homosexuales, la gente que consume drogas, las minorías étnicas, los
presos, últimamente las mujeres, olvidadas por la investigación mé­
dica; la lista no es exhaustiva. En este sentido, el sida no es sólo un
drama humano o colectivo; es aún hoy un drama que apunta sobre
categorías sociales precisas, definidas por sus prácticas y por sus dis­
tancias respecto al modelo dominante: prácticas que se refieren a gru­
pos humanos socialmente determinados y políticamente significati­
vos. Desde este punto de vista, y a pesar de lo que se diga, el sida no
tiene nada que ver con la mitología de las grandes epidemias prece­
dentes: “todos iguales ante la m uerte” (lo que tampoco deja de ser,
por otra parte, más que una mitología: la peste, la lepra y el cólera te­
nían también su dimensión política, aunque quizás en otro plano). El
sida se transmite a través de conductas y no por simple contacto. Por
ello, el sida ataca al fundamento mismo de nuestros modos de vida, y
no simplemente a nuestro emplazamiento geográfico. Basta con que
estas formas de vida no sean conformes a las socialmente admitidas o
a las morales mayoritarias para que quienes las adoptan estén más ex­
puestos al virus del sida. Estarán excluidos de la prevención, de la in­
vestigación y de la atención sanitaria en función, precisamente, de las
mismas discriminaciones de que son objeto de manera cotidiana. En
este sentido, luchar contra el sida es, necesariamente, cuestionar el
modelo en que se basan nuestras sociedades, y constituir un frente de
minorías contra la ceguera y el cinismo de los bienpensantes.
Esta primera determinación general de la lucha contra la epidemia
se acompaña de una serie de cuestionamientos:

1. Cuestionamiento del poder médico y de la relación


médico-paciente

De igual modo que el sida se instala allí donde existen carencias so­
ciales y tiene en su punto de mira de forma mayoritaria a quienes no
tienen derecho a la palabra, la enfermedad sitúa al paciente en una re­
lación de dependencia absoluta con respecto al médico: queda despo­
seído de su cualidad de adulto y sólo tiene derecho a callar en espera
del veredicto. El sida, no obstante, ha desacreditado gravemente una
parte de la institución médica, muy particularmente a raíz de las con­
taminaciones de hemofílicos y por transfusiones o por los reflejos
corporatistas de algunos médicos que no dudan en enfrentarse con­
juntamente a unos enfermos a los que no saben curar. Luchar contra
el sida es invitar a las personas enfermas a retom ar la iniciativa y a
instaurar un diálogo en términos de igualdad con el médico, para te­
ner la oportunidad de poder escoger el tratamiento y el propio des­
tino.

2. Cuestionamiento de los procesos de investigación


científica

El sida ha dado un golpe mortal al mito de una investigación cientí­


fica desinteresada. Luchar contra el sida es concebir que las m odali­
dades que determinan el desarrollo de la investigación están tejidas a
partir de criterios políticos y económicos. Es también encarar proce­
sos demasiado compartimentados y cada vez más inadaptados a la ve­
locidad y a la violencia específicas de progresión de la epidemia de
VIH. De ahí la importancia que adquieren para las asociaciones de en­
fermos el control y el aceleramiento de estos procesos. En resumen,
es necesario modificar nuestra relación con la ciencia y con los labo­
ratorios farmacéuticos, para pasar de ser simples consumidores a ser
usuarios que tienen cosas que decir y que, al hacer valer su opinión,
transform an los procesos de investigación.

3. Cuestionamiento de los poderes públicos


y de su inacción en materia de prevención
y de atención sanitaria
Sólo el Estado tiene los medios necesarios para llevar a cabo una polí­
tica tanto de prevención como de atención sanitaria de envergadura.
Desde 1987 es, además, legalmente responsable de ello. Luchar con­
tra el sida es afrontar cotidianamente la negación por parte de los po­
deres públicos de sus responsabilidades, negación de la que el “caso
de la sangre contam inada” no es más que la punta del iceberg. Es
también tener en cuenta cómo han sido desatendidos todos los espa­
cios públicos en los que se podría y se debería haber puesto en prác­
tica una política de información, de prevención, de apoyo; de los hos­
pitales a las escuelas pasando p o r las cárceles. P or no hablar del
Tercer M undo, abandonado una vez más a sus tragedias silenciosas.

4. Cuestionamiento de las autoridades morales


de la sociedad civil: Iglesias, partidos políticos,
sindicatos...
Algunas tomas de postura de las autoridades morales de la sociedad
civil pueden influir de manera considerable en el com portamiento de
la gente. Al revés, las decisiones que adopta el Estado dependen par­
cialmente de dichas tomas de postura. Luchar contra el sida es inte­
rrogar estas autoridades, combatir los silencios de unos —ciertos me­
dios de com unicación, los partidos políticos, los intelectuales, los
artistas— y las declaraciones criminales de otros —ciertos medios de
comunicación, la Iglesia, el Frente Nacional, por no citar más que
éstos.
5) Cuestionamiento de todas las complicidades anónimas
y cotidianas del virus: Charlatanes, laboratorios
indecentes, farmacéuticos que se niegan a vender
jeringuillas, despidos abusivos, violaciones
del secreto médico o de la intimidad...

Los poderes políticos y morales participan en la extensión de la en­


fermedad en la medida que cuentan con correas de transmisión anó­
nimas en el contexto de la vida cotidiana: pequeñas exclusiones, pe­
queñas discriminaciones, pequeños desprecios que aíslan a personas
seropositivas o enfermas, pero también a homosexuales, usuarios/as
de drogas, gente sin medios, mujeres, prostitutas y prostitutos, etc.,
para hacer de ellos/as blancos ideales para el virus. Luchar contra el
sida es luchar contra todas estas bajezas ordinarias, allá donde se p ro ­
duzcan.
Los primeros militantes de Act Up se vieron en la obligación de
pasar rápidamente de una posición individual, moral y afectiva, a una
comprensión política de la enfermedad. La lucha contra el sida se ha
convertido en una guerra política contra fuerzas heterogéneas que
convergen en un mismo fin: abrirle el camino al sida y cavar las tum ­
bas de los sidosos. Luchar contra el sida ya no es sólo una lucha psico­
lógica contra la desesperación y la fatalidad, sino un combate contra
las estructuras de toma de decisiones y contra los poderes públicos,
económicos y simbólicos que constituyen, cada uno a su manera, las
sólidas correas de transmisión que permiten la progresión del sida. Así
pues, Act U p se enfrentaba y, hoy más que nunca, se sigue enfren­
tando, a los pilares mismos de la sociedad. La inaccesibilidad de la
ciencia, la incontrolada separación de poderes que permite a algunos
declararse “responsables pero no culpables”, el orden moral y el fami-
liarismo puritano que envía a los adolescentes al matadero, la exclu­
sión de las minorías...
En consecuencia, Act U p se organizó en torno a una serie de
principios y de puntos de referencia que constituyen la base de nues­
tra visión política. Act U p debía defender y desarrollar, tanto como
fuera posible, redes de solidaridad entre las minorías, luchar por la li­
bertad sexual, p o r los derechos de las personas enfermas, por la afir­
mación de sus diferencias; luchar contra todos los procesos que cons­
tituyen víctimas ideales. Se trataba antes que nada de perm itir que
quienes no tenían el derecho a la palabra pudieran hablar por sí mis­
mos/as; de hacer que sus voces se escucharan.
De aquellos imperativos que aún hoy siguen siendo nuestros, se
deriva la organización misma de la asociación. Y es que es en el seno
mismo de Act Up donde debíamos empezar a combatir por la dem o­
cracia. H abía que retom ar el derecho a la palabra, darla a quienes
nunca la tienen, crear las condiciones que nos permitan establecer un
debate y una permanente circulación de información. Era inconcebi­
ble que no hubiera una reunión semanal de todo el grupo, cuales­
quiera que fueran las dificultades que podía ocasionar la organización
de una reunión semanal de los más de doscientos miembros. Cada
miembro de Act U p puede proponer una acción o una reacción al
conjunto del grupo; ninguna decisión puede ser adaptada al margen
de dichas asambleas. Este texto es uno de los resultados de esa exhor­
tación democrática: reagrupa el trabajo de reflexión del grupo en su
conjunto, está escrito a partir de diferentes voces, ha sido releído por
todos los miembros que lo han querido.
Act Up afecta e implica a todo el mundo, porque lo que permite
que el virus mate cada día un poco más es el conjunto de todas las
instancias de poder que consideran la vida y la dignidad como cues­
tiones secundarias. También en ese sentido hay que considerar que
Act U p se dirige a todo el mundo: porque luchar contra el sida es op­
tar por una forma de vida común, y escoger por tanto una forma di­
ferente de hacer política.

I. ENTRE ACTIVISMO, GRUPO DE PRESIÓN Y MILITANCIA

Estar en Act Up es saber que las estructuras tradicionales de los par­


tidos o asociaciones, bien son incapaces, bien ya no pueden o no
quieren actuar de manera acorde a la especificidad y a la velocidad de
propagación de la epidemia de sida. N uestra experiencia nos ha de­
mostrado que ningún partido político estaba dispuesto a asociar su
nombre y su trabajo a la lucha contra la epidemia: el sida era sobre
todo cuestión de las minorías, y las minorías no han logrado nunca
que nadie en Francia resulte elegido en unas elecciones. Pero nuestra
experiencia nos ha demostrado también que la estructura y las formas
de organización de las asociaciones de tipo “clásico” no lograrían res­
ponder adecuadamente a los desafíos específicos que la lucha contra
el sida nos impone. Sin entrar a debatir la importancia y la necesidad
de las asociaciones caritativas, es cierto, no obstante, que éstas pier­
den de vista, en cierto sentido, la dimensión política de la epidemia,
porque no pueden vivir sin subvenciones y deben, por lo tanto, m an­
tener, en la m ayor parte de los casos, silencio sobre muchas cuestio­
nes. En cuanto a las que se definen en función de unos objetivos o un
espacio circunscritos (las asociaciones “de cam po”), éstas no parecen
adaptarse a la heteróclita proliferación de cómplices de la enfermedad.
Luchar contra el sida es, pues, tanto una apuesta política demasiado
restringida p^ra los partidos políticos (campeones de la universalidad
abstracta), como demasiado vasta para las asociaciones tradicionales
(los voluntarios de la actuación “sobre el terreno”). En cuanto a la vía
izquierdista grupuscularia, resulta particularmente poco adecuada a la
urgencia de la epidemia: hubiera sido irrisorio constituir un grupo
clandestino y anónimo formado por quienes, una vez muertos, hubie­
ran acabado teniendo razón.
Frente a esta serie de aparentes callejones sin salida, se imponía la
necesidad de “darle una patada al horm iguero”. Hacer saltar por los
aires la pasividad de los políticos, la timidez de las asociaciones y la
impotencia de los izquierdistas. Hacer saltar las distinciones tradicio­
nales entre luchas locales y luchas universales: la lucha contra el sida
se desplaza cada día a un nuevo frente, para descubrir en él nuevos
enemigos y nuevos aliados. Redistribuir, en una palabra, las cartas de
la política: Act U p no entra en la vieja lógica de campos que consagra
una intangible diferencia entre la izquierda y la derecha. La historia
del sida ha dem ostrado desgraciadamente, y en contra de la mayoría
de nosotros, que simpatizábamos de buen grado (y seguimos simpa­
tizando a priori) con la izquierda, que quienes se dicen progresistas
demuestran a menudo ser tan reaccionarios, homófobos, puritanos e
indiferentes como quienes dicen querer combatir. Sucede lo mismo
en todas las guerras: se trata de saber quién le hace el juego al sida y
quién no. En este sentido, todavía no hemos dejado de llevarnos de­
sagradables sorpresas.
Era, pues, necesario inventar una nueva fórmula política, suscep­
tible de constituir un frente de minorías en constante movimiento,
considerando, p or un lado, que las minorías políticas son siempre las
más numerosas (no son demasiados los hombres blancos heterose­
xuales que observan una estricta abstinencia de sexo y de droga; pero
es cierto que son casi los únicos que tienen la palabra), y, por otro
lado, el hecho cínico, pero por desgracia realista, de que las minorías
de enfermos de hoy serán las mayorías de mañana, si es que las políti­
cas de lucha contra el sida siguen como hasta ahora: no hay que ocul­
tar que la fuerza de Act Up y el creciente número de personas que se
unen a nuestras manifestaciones, siguen m uy de cerca la curva de
progresión de la epidemia.
Sobre todo, era necesario crear una forma de acción política que
pudiera com batir a la vez las represiones y las exclusiones, hacer pre­
sión sobre el Estado y sensibilizar al conjunto de la población. De
este modo, Act Up debió convertirse sucesivamente en grupo acti­
vista, grupo de presión y grupo militante.
G rupo activista, en primer término, susceptible de movilizar a los
medios de comunicación alrededor de acciones rápidas, puntuales y
espectaculares: los zaps. N uestro objetivo es suscitar inform ación,
provocar reacciones, poner sobre el tapete problemas específicos, in­
vitar a los espectadores a responder y a tom ar partido, exhibir la vio­
lencia a la que nos enfrentamos de manera cotidiana.
Grupo de presión, en segundo término, con una credibilidad sufi­
ciente para ser admitido como interlocutor válido e imprescindible
por los partidos políticos o los diputados, pero también por los labo­
ratorios farmacéuticos, por las organizaciones encargadas de organi­
zar la investigación, la atención sanitaria o la prevención, para ser ad­
m itido com o expresión de la voz y de las reivindicaciones de las
personas enfermas.
N o obstante, sólo podíam os ser eficaces si dábamos prueba de
una representatividad real. Es por ello que Act U p es tam bién un
grupo militante que da una importancia primordial a las manifesta­
ciones: cuando negociamos para buscar soluciones, éstas son la ga­
rantía de nuestro peso frente a las instituciones y frente al Estado.
En otras palabras, debíamos estar en todos los frentes: en los me­
dios de comunicación, en las instituciones, en la calle. Porque en to ­
dos y cada uno de los espacios públicos puede establecerse una lucha
cotidiana contra el sida.
Para ello, debía ponerse en pie una estructura que se adaptase a
esa necesidad de un combate a la vez coherente y disperso. Todas las
personas que se han unido a Act Up, o que al menos han estado en
alguna de las asambleas, se han sorprendido de la compleja estructura
de la asociación. El conjunto de trabajos de recogida de información
y de preparación de debates es desarrollado por comisiones. Cada co­
misión se encarga de tratar problemas que pertenecen a un ámbito
social concreto, y de difundir después en las asambleas semanales el
resultado del trabajo y de la reflexión efectuados. Les corresponde
luego representar a Act Up frente a las instituciones encargadas de la
administración de esas cuestiones y establecer lazos con otras com u­
nidades y asociaciones que se emplacen y trabajen en ese mismo es­
pacio. Dichas comisiones son once: Acceso a la atención sanitaria y
derechos de las personas enfermas, Tratam ientos e investigación,
Mujeres, Cárceles, Toxicomanía, Transfusión sanguínea, Tuberculo­
sis, Educación, Suburbios, N orte/Sur, Prevención. A través de estas
comisiones establecemos constantes lazos con otras asociaciones de
lucha contra ^1 sida, pero también con otros grupos y movimientos
con objetivos m uy diversos: asociaciones de autoapoyo de toxicóma-
nos, asociaciones feministas, grupos de presos en lucha, asociaciones
estudiantiles, de hemofílicos y transfundidos, etc. Las com isiones
pueden finalm ente pro p o n er y som eter al eventual acuerdo de la
asamblea nuevas acciones. Diferentes grupos se encargan entonces de
la organización y del desarrollo de dichas acciones. El trabajo de es­
tos grupos, que podríamos describir como prestatarios de servicios a
Act Up, se reparte y centraliza en una segunda reunión semanal de
un Comité de coordinación. De este modo, Act Up se estructura se­
gún dos ejes distintos: los grupos, porque el sida es nuestra guerra y
toda guerra necesita organizarse; las comisiones, porque esta guerra
se desarrolla en todos los campos.

II. EL COMBATE POR LAS COMUNIDADES

Act Up no puede llevar a cabo la guerra que tenemos declarada al


sida en solitario. Necesitamos aliados para desarrollar un combate
efectivo en todos los frentes; aliados que pueden ser, sucesivamente,
médicos, asociaciones, artistas, autoridades morales, etc. Pero, sobre
todo, necesitamos instancias que tomen el relevo para darle a esta lu­
cha una coherencia y una unidad. Estos relevos son las comunidades.
Sabemos el papel que han llevado a cabo y que aún juegan las
asociaciones homosexuales y de autoapoyo de toxicómanos en la pre­
vención del sida. Act Up no ha dejado en ningún m om ento de recla­
mar que dicho trabajo no puede ser desarrollado sólo por dichas aso­
ciaciones, sino que éste debe ser adoptado e inscrito en el seno de una
política global que implique, en prim er término, la defensa absoluta
de los derechos y de la integridad de homosexuales y toxicómanos,
por no citar más que estos dos ejemplos. Entretanto, sólo las com uni­
dades que han sufrido prim ero el azote del sida han sabido garantizar
que se harían cargo de la prevención de forma colectiva. De no ser
p or la existencia, frágil y aleatoria, de una comunidad homosexual,
provista de sus medios de comunicación y de sus redes sociales, todo
hace pensar que el balance de la epidemia entre los homosexuales hu­
biera sido aún más catastrófico de lo que ya es en la actualidad. Por
otro lado, el espíritu de comunidad permite que la comprensión de la
enfermedad deje de enmarcarse en los referentes de la fatalidad indi­
vidual, para dar lugar a la idea del combate colectivo: al apostar por
ese espíritu de comunidad hemos podido agruparnos tras el símbolo
del triángulo rosa y hemos podido gritar que el sida era nuestro holo­
causto. Por último, la presencia de una comunidad viva nos pone a
salvo de la desesperación y de com portamientos suicidas asociados a
la marginación social.
Así pues, es necesario apostar por las comunidades para construir
un frente común contra el sida.
A m enudo se reprocha a A ct U p la form a en que afirmam os
constantemente nuestros lazos con la comunidad homosexual. C on el
pretexto de que el sida es hoy un problem a de todo el mundo, debe­
ríamos al parecer olvidar que todas las asociaciones de lucha contra el
sida han nacido de la comunidad homosexual y que Act Up ha sido la
que lo ha reivindicado de forma más consistente. Lo cual no quiere
decir, evidentemente, que no haya personas heterosexuales en Act
Up. Al contrario: son cada día más numerosas. Pero saben muy bien
que, con ocasión de cualquier acto público, serán considerados gais y
lesbianas. N ingún miembro de Act U p puede imaginar otro punto de
vista sobre la cuestión del sida que el de las minorías más afectadas.
En la base de Act U p está la certidumbre de que este punto de vista
de las minorías sólo puede ser elaborado en el seno de comunidades
fuertes. N o podem os actualmente sentarnos a esperar que quienes
hacen el juego al sida desde hace años; quienes han esperado a que la
epidemia afectara explícitamente a todo el m undo para considerarla
un problema de importancia, compartan nuestra lucha.
Digámoslo una vez más: el sida no golpea de manera aleatoria,
como la mayoría de las grandes epidemias, según un modelo de con­
taminación por proximidad, sino que se transmite a través de deter­
minadas prácticas. Su desarrollo tan sólo podía beneficiarse de la ato­
m ización de nuestras sociedades, com o de la atom ización de las
sociedades del Tercer M undo (que, por lo que sabemos, no logran
agrupar en torno a la urgente cuestión del sida los restos de sus socie­
dades tradicionales, sus redes de información y de solidaridad). Agi­
tar el espectro de medidas expeditivas adoptadas para la regulación de
otras grandes epidemias (la exclusión, la cuarentena de sectores ente­
ros de la población) no nos permitirá acercarnos al final del sida; al
contrario, es favoreciendo la integración y la solidaridad como pode­
mos acercarnos a ese fin. A este respecto, como respecto a tantas
otras cuestiones, la postura de Act Up no es sólo moral: es, ante todo,
pragmática.
Considerar el problema del sida al margen de la fuerza y de la im­
portancia de las comunidades (y, afortiori, de las comunidades que se
definen por ciertas prácticas), es, de nuevo, hacerle el juego a la enfer­
medad.
Por todas estas razones, Act Up sólo puede constituirse verdade­
ramente en torno a la cuestión de las comunidades; de su defensa y de
su fortalecimiento.
Luchar por las comunidades es militar por su supervivencia y por
su ampliación. Pero también es trabajar para que se transformen en
comunidades abiertas en el seno de la sociedad; para que no degene­
ren en comunidades por defecto, en comunidades de parias. Luchar
por la comunidad homosexual, que sigue siendo aquella de la que nos
sentimos más próximos, es luchar tanto contra quienes piensan que la
cuestión de la homosexualidad ya está solucionada y que el combate
de gais y lesbianas es un combate de retaguardia (confundiendo así
sus privilegios con el estado del mundo) como contra quienes cierran
sus puertas, rechazando, p o r ejem plo, la idea de una com unidad
mixta.
N o estamos seguros de que pueda llegar a existir una “com uni­
dad sida”, al ser las comunidades magrebíes, negras, homosexuales,
feministas, etc., demasiado heterogéneas. Creemos sin embargo en la
idea de una coalición, idea que tomamos prestada del significado de
las siglas de ACT UP en inglés (Aids Coalition To Unleash Power, lite­
ralmente, coalición de sida para “desencadenar el poder”). La lucha
contra el sida puede, efectivamente, ayudar a la constitución de redes
de solidaridad entre comunidades diversas, permitiéndoles al mismo
tiempo reforzarse y abrirse. En este sentido, Act U p es sin duda una
de las pocas asociaciones de Francia en las que se encuentran cada se­
mana militantes gais y lesbianas, toxicómanos en lucha por sus dere­
chos, feministas, hemofílicos, ex presos, trabajadores sociales de ba­
rrios del extrarradio y sordom udos radicales, teniendo todos y todas
una sensación clara y profunda de pertenecer a su comunidad, pero
unidos en un combate común que compromete y atraviesa sus luchas.
De este modo, gracias a los lazos establecidos entre Act Up y la Aso­
ciación de gais y lesbianas sordas de Francia, las reuniones semanales
son traducidas al lenguaje de signos. U no de los sordos da todas las
semanas un curso para enseñar a comunicarse a los militantes que sí
oyen. Act U p se convierte así en uno de los raros lugares en los que
dialogan personas sordas y oyentes. En este caso, como en tantos
otros, Act U p funciona como una máquina de soldar comunidades.
Sabemos demasiado bien que es vano creer en los milagros: una
vacuna terapéutica o un medicamento mágico no caerán del cielo. Sa­
bemos que los progresos se hacen y seguirán haciéndose lentamente,
y que para que estos avances puedan ser com partidos por todo el
m undo pasará aún más tiempo. Sin embargo, la puesta en marcha de
redes entre las comunidades, el establecimiento de un frente común
en que se encuentran diversas minorías en lucha, puede perm itir que
la mayoría de las personas no queden olvidadas en el reparto y se be­
neficien de tales progresos cuando lleguen.
Más que soñar pasivamente con una comunidad universal y adul­
ta que sepa luchar contra el sida, mejor es empezar a defender, a re­
constituir o a constituir si hace falta comunidades que tengan una
capacidad real de resistencia frente a la enfermedad. Por esta razón,
nuestra lucha se inscribe en una doble temporalidad: la urgencia, p o r­
que nuestros amigos mueren todos los días, porque hay que parar
como sea el desastre poniendo en práctica una serie de medidas que
no dejamos de reclamar desde hace cuatro años; pero es también una
lucha a largo plazo, para organizar la resistencia mientras no se haya
alcanzado ninguna solución médica definitiva contra el sida, mientras
todas las personas amenazadas no estén fuera de peligro. Este es el
sentido de la consigna que lanzamos el 1.° de diciem bre de 1992:
¡Movilización general!

III. EN TORNO A LA LUCHA CONTRA EL SIDA

El día en que Act Up pueda al fin disolverse porque se haya vencido


al sida, la mayoría de nosotros estaremos sin duda muertos. De sida.
En todo caso, habremos hecho todo lo que estaba en nuestras manos
para acelerar los procesos de investigación, para acceder y perm itir
que otras personas tengan también acceso a los nuevos tratamientos,
para contribuir a que las condiciones en que se desarrolla la atención
sanitaria y la hospitalización sean más aceptables. Ese es, en prim er
término, nuestro combate.
Pero aún hay otra cosa. Sabemos que el sida es la triste razón de
ser de Act Up. Pero también sabemos que no se puede luchar contra
el sida sin unirnos al mismo tiempo y como por añadidura a otros
combates. Com bate por la dignidad de las personas enfermas, por la
de la gente negra, drogadicta, homosexual, la dignidad de las mujeres,
de la gente encarcelada e inm igrante: com bate contra todo lo que
hace posible hoy el sida, todo lo que ya existía antes y que seguirá
existiendo después. Luchar contra todo esto es, de nuevo, com batir el
sida; pero dichas luchas sobrepasan el marco estricto de la lucha con­
tra la epidemia. Dicho de otro modo, los cómplices y las correas de
transmisión del sida no pueden dejar de ser nuestros enemigos más
allá de la cuestión del sida. Más allá del sida, la culpabilización de la
homosexualidad y de la sexualidad en general causa menos muertes,
pero es igualmente abyecta. Más allá del sida, la expulsión del territo­
rio francés de personas extranjeras causa menos m uertes, pero es
igualmente abyecta. Más allá del sida la caza del drogadicto causa me­
nos muertes, pero es igualmente abyecta. Más allá del sida, la organi­
zación del sistema penitenciario francés causa menos muertes, pero es
igualmente abyecta. Más allá del sida, el abandono actual del Tercer
M undo causa menos muertes, pero es igualmente abyecto.
En resumen, si bien es cierto que la lucha contra el sida es una lu­
cha de cada cual por sus derechos, y en particular por su derecho a la
vida, implicarse en ella perm ite tam bién abrir los ojos a todos los
otros combates que la epidemia puede atravesar. Luchar por sí, por la
propia vida, la sexualidad, el trabajo (y no hay, sin duda, combate
más importante), es también luchar más allá de sí mismo/a: es luchar
por la propia comunidad, en primer lugar, y después, casi de inme­
diato, es también luchar por otras gentes a las que no tenemos nece­
sariamente la costum bre de encontrar: toxicómanos si no se ha to ­
cado nunca la droga, presos si no se ha estado nunca en la cárcel,
homosexuales si uno/a no lo es...
Finalmente, hay una última motivación que inspira nuestra lucha
contra el sida; al mismo tiempo la más superficial y la más profunda:
algo así como el compromiso ético o la conciencia de sí. Muchas de
nosotras estamos enfermas. Muchos de nosotros vamos a morir. Pero
si vamos a m orir porque no se haya encontrado nada a tiempo para
salvarnos y curarnos, mejor escoger la propia muerte. Porque m orir
y sufrir dignamente, sin vergüenza, sin ser deudores de nadie, no es
poca cosa. Porque lo habremos dicho, porque lo habremos gritado,
porque se lo habremos escupido a la cara a quienes les im porta un
bledo o se felicitan de antemano. Porque si nos han condenado, al
menos no les habremos consentido que eviten el espectáculo de nues­
tra muerte. E incluso, si al final no morimos, no habremos estado mi­
rando tristemente en otra dirección esperando que pasara la crisis y
lamentándonos entretanto un poco.
N o aceptar, pues, la muerte, sino haber sabido, muy al contrario,
rechazarla al margen de la propia vida, hasta el final. H aber sabido
aún bailar cagándonos en todos los cerdos de esta historia. Hasta el
final.
Q U IN C E M EDID AS D E E M E R G E N C IA C O N T R A EL SIDA

A ct U p -P arís

i
Todas las personas deben tener la libertad de decidir si quieren o no
hacerse un análisis de anticuerpos de sida, cualesquiera que sean las
circunstancias. El resultado del análisis debe permanecer en la confi­
dencialidad; sólo la persona a la que se hace la prueba tiene derecho a
decidir si el resultado debe ser revelado y a quién.
Toda discriminación hacia las personas seropositivas o enfermas
de sida, cualquiera que sea su naturaleza, debe quedar absolutamente
proscrita.
El Estado tiene el deber de recordar constantemente estos princi­
pios y de hacer que sean escrupulosamente respetados.

2
Aum ento de los presupuestos destinados a la investigación, a las es­
tructuras de atención sanitaria y a las asociaciones de lucha contra el
sida. Flexibilización, aceleración, racionalización y transparencia de
las condiciones de asignación de recursos por parte de las organiza­
ciones que los distribuyen; concertación y coordinación de la acción
de dichos organismos.

Transparencia del conjunto de procesos de investigación médica y


participación plena de las personas afectadas por el VIH en todos los
estadios de elaboración de la investigación terapéutica, en particular

«15 mesures d'urgence contre le sida», en Act Up-París, Le sida, París, Da-
gorno, 1994. Traducción de Ricardo Llamas.
en la definición y la puesta en práctica de los protocolos de ensayo de
nuevos tratamientos. Los ensayos terapéuticos deben incluir a todas
las minorías, por lo general excluidas o subrepresentadas. La publica­
ción de los resultados de los ensayos debe realizarse sin demora y en
coordinación con las asociaciones de lucha contra el sida. Las perso­
nas que hayan participado deben ser las primeras en recibir inform a­
ción sobre los resultados.
El acceso^precoz a los medicamentos debe realizarse en confor­
midad con las necesidades y las demandas de los pacientes. La Agen­
cia de los medicamentos debe dotarse de los medios necesarios para
obligar a los laboratorios farmacéuticos a facilitar a los enfermos en
situación de “compás de espera terapéutico” medicamentos cuya efi­
cacia esté en proceso de evaluación, pero que presentan unos niveles
de tolerancia y toxicidad que permiten su administración.
Todas las peticiones de permisos de comercialización de produc­
tos relativos al tratamiento de la infección por VIH deben ser exami­
nados sistemáticamente según un procedimiento de urgencia, proce­
dimiento que debe corresponderse efectivamente con una celeridad
en la práctica.
La puesta en marcha de la Agencia Europea de los Medicamentos
debe responder a las necesidades de las personas afectadas por el VIH.
Tanto en lo que se refiere a la urgencia como al acceso a tratamientos,
dicha agencia debe perm itir una ampliación de los logros conseguidos
en los países que la integren, y no debe conducir en ningún caso a
una degradación de las condiciones de acceso a los medicamentos.

Act Up exige que el personal médico, social y administrativo desti­


nado a asistir a personas seropositivas o enfermas de sida, tanto den­
tro como fuera del medio hospitalario, reciba una formación apro­
piada a las especificidades del trato con personas afectadas por el VIH:
todo el personal sanitario de los hospitales, pero también médicos ge-
neralistas, especialistas, farmacéuticos, dentistas y agentes sanitarios
deben recibir una formación médica y técnica sobre la infección por
VIH, así como una formación psicológica sobre la atención a personas
seropositivas o con sida. El personal no sanitario debe ser integrado
en esta formación, que debe ser interdisciplinaria y afrontar todos los
problemas a los que se enfrentan cotidianamente las personas enfer­
mas, incluyendo los de carácter no médico.

Aum ento del presupuesto destinado a la atención de personas sero-


positivas o enfermas de sida, racionalización y transparencia de su
utilización. Act U p exige, a fin de garantizar la calidad y la continui­
dad del tratamiento para todo el mundo y en cualquier circunstancia,
por un lado, que aumente el número de personas tanto en el ámbito
sanitario como en el administrativo que están encargadas de atender a
personas seropositivas o con sida en el seno de las estructuras hospi­
talarias. Por otro lado, un desarrollo intensivo y coordinado de las
estructuras extrahospitalarias, en particular de la hospitalización a
domicilio y del conjunto de funciones que, en la atención y el segui­
miento de las personas con VIH, deben desarrollar la sanidad m unici­
pal y los servicios de atención social.
Tanto en el hospital como fuera de éste deben adoptarse todas las
medidas médicas y administrativas que sean necesarias con el fin de
asegurar a las personas enfermas de sida la mejor calidad de vida p o ­
sible: mejor higiene, atención a las necesidades nutricionales, asisten­
cia psicológica, horarios de consulta hospitalaria compatibles con la
continuidad de una actividad profesional, tratam iento del dolor y
cuidados paliativos, atención social personalizada.

Impulso y evaluación de las medicinas no convencionales y com uni­


cación de su existencia al personal sanitario.

Puesta en práctica de todos los medios existentes para asegurar al má­


ximo la seguridad de las transfusiones de sangre y hemoderivados.
Casos de contaminación por transfusión de plasma podrían evitarse
si se realizaran los test del antígeno P24 y de la PCR (reacción en ca­
dena de polímeros), que permiten detectar la presencia del virus en
los primeros días de la infección. Act Up exige que el gobierno no re­
troceda ante consideraciones de costo y que aplique de inmediato es­
tos análisis.

Desarrollo de una política real de prevención del sida a través de dos


estructuras diferenciadas: creación, por un lado, de una Agencia na­
cional encargada del desarrollo de campañas de prevención directa;
creación, por otra parte, de una estructura que permita financiar las
actuaciones de proximidad que llevan a cabo las asociaciones de lucha
contra el sida. Las campañas de dicha agencia deben ser periódicas y
deben ser concebidas en concertación con las asociaciones. Deben
destinarse a diferentes categorías sociales, sexuales, étnicas y cultura­
les, y abordar sin tabúes los temas de la sexualidad, el placer, la toxi­
comanía, la enfermedad y la muerte, y proveer una información com ­
pleta y explícita sobre los comportamientos preventivos adaptados a
cada tipo de práctica.

Act U p exige que el Estado ponga a disposición de forma gratuita la


totalidad del material del sexo seguro (preservativos, crema lubri­
cante hidrosoluble, cuadrados y guantes de látex) así como material
que permita a los toxicómanos inyectarse en condiciones higiénicas
(jeringuillas hipodérm icas, agujas largas y cortas, toallitas con al­
cohol, algodón, ácido ascórbico, filtros, cucharilla inoxidable y dese-
chable para el calentamiento). Este material de prevención debe estar
acompañado por una completa información sobre su uso. Deben es­
tar disponibles en los lugares frecuentados de manera cotidiana por el
conjunto de la población.
10

Act Up exige la implementación de una política de lucha contra el


sida en los establecimientos escolares y universitarios: puesta en mar­
cha sistemática y obligatoria, en todos los establecimientos educati­
vos públicos y privados, de programas de información y de preven­
ción, en los que participen los actores de los centros escolares y que
se integren en todos los niveles de un proyecto educativo global. Ta­
les programas deben, de un lado, aportar una información precoz y
sin ambigüedades sobre la toxicomanía, y, de otro lado, darle toda su
dimensión, desde la enseñanza primaria, a una indispensable educa­
ción sexual abierta a todas las formas de sexualidad y sus prácticas.
La puesta en marcha de tales programas exige la formación del con­
junto del personal académico y no académico, así como la. puesta a
disposición en todos los establecimientos de enseñanza secundaria,
profesional y superior, del material de sexo seguro y de reducción de
riesgo en casos de toxicomanía, así como del material informativo co­
rrespondiente.
El Estado debe adoptar todas las medidas necesarias en términos
de información y de formación para que cesen las discriminaciones
de todo tipo de las que son víctima el alumnado y el personal laboral
seropositivo o enfermo. El Estado debe hacer respetar el derecho a la
confidencialidad y sancionar toda forma de exclusión.

11

Act Up exige la puesta en práctica de un plan de emergencia para los


toxicómanos según dos ejes principales: despenalización e inserción y
distribución de opiáceos asistida médicamente.
La prevención exige la puesta a disposición de jeringuillas gratui­
tas a cualquier hora y en cualquier lugar: intercambiadores de jerin­
guillas, servicio a domicilio, distribución itinerante desde autobuses o
automóviles. Las jeringuillas deben estar disponibles a la venta en to ­
das las farmacias y a un precio asequible; la venta debe ampliarse a los
supermercados.
Deben realizarse campañas de información y de prevención desti­
nadas a usuarios y usuarias de drogas en los medios de comunicación
y en todos los ámbitos frecuentados por gente joven (lugares de es­
parcim iento, establecimientos escolares, servicio m ilitar, etc.). Los
grupos de autoapoyo de personas que utilizan drogas, red esencial de
prevención, deben poder desarrollar legalmente su actividad.
El Estado debe financiar centros de acogida abiertos 24 horas al
día por grupos de autoapoyo, trabajadores sociales y personal sanita­
rio, en los que se ofrezca a todo usuario de drogas un lugar de re­
poso, así como la posibilidad, si lo desea, de recibir asistencia médica
o social. Jeringuillas y demás elementos, así como preservativos, cua­
drados de látex y otro material de sexo seguro deben estar a disposi­
ción de manera permanente y gratuita.
Programas de sustitución o de m antenim iento accesibles libre­
mente a todos y todas deben ponerse a disposición: creación de cen­
tros de acceso libre, dirigidos por médicos generalistas especialmente
formados, y asistidos por trabajadores sociales, en los que se permita
a los toxicómanos elegir ya sea el consumo en el mismo lugar de una
dosis de metadona, ya sea, para quienes no deseen entrar en un pro­
ceso de sustitución, una distribución de opiáceos asistida m édica­
mente. El m antenim iento debe estar asegurado en todas las situa­
ciones de emergencia generadas por la abstinencia: p o r autobuses
itinerantes, por la formación de médicos generalistas con posibilidad
de prescribir recetas farmacéuticas adecuadas y por parte de los servi­
cios hospitalarios, básicamente en urgencias.
La investigación médica y, en particular, los ensayos terapéuticos
sobre sida deben tener en cuenta a los toxicómanos. Los seropositi-
vos y enfermos de sida toxicómanos deben poder acceder a los p ro to ­
colos.
El conjunto de estas medidas implica la despenalización de la uti­
lización de drogas y la consiguiente apertura de un debate sobre su
legalización.

12

Act Up exige la consideración del problem a del sida en el ámbito pe­


nitenciario: toda persona detenida tiene los mismos derechos que la
población fuera de prisión en lo que se refiere al acceso a la inform a­
ción, a la prevención y a la atención sanitaria, al respeto a la confiden­
cialidad y a la protección contra toda forma de discriminación.
Toda persona detenida debe tener la posibilidad de realizar un
análisis de anticuerpos de sida. Dicho análisis sólo puede realizarse
con el acuerdo de la persona detenida, con la más absoluta garantía de
respeto del secreto médico. Una información sobre el análisis de anti­
cuerpos, sobre la seroprevalencia y sobre la conveniencia de una pro­
filaxis precoz en caso de seropositividad, debe suministrarse desde el
momento mismo de la entrada en prisión. A partir de ese momento y
durante el transcurso del período de privación de libertad, una com ­
pleta información sobre las reglas de higiene general, sobre las prácti­
cas sexuales sin riesgo y sobre la reducción de riesgo en las prácticas
asociadas al consumo de drogas debe ser suministrada.
Es urgente m ejorar las condiciones de higiene y el sistema de
atención sanitaria en el medio penitenciario. Las administraciones pe­
nitenciarias deben tener en cuenta los riesgos de infección, en parti­
cular de tuberculosis, asociados a las desastrosas condiciones de vida
en los centros masificados: es indispensable un seguimiento médico
regular de todas las personas detenidas, seguim iento que debe ser
tanto preventivo como profiláctico. Se debe reconocer asimismo la
existencia de prácticas homosexuales en la cárcel, de una toxicomanía
endovenosa, de la práctica de tatuajes. Esta situación exige la distri­
bución de equipos que contengan tanto productos de higiene de pri­
mera necesidad, com o el m aterial necesario para el desarrollo de
prácticas seguras, sean éstas lícitas o no, y la información necesaria
para su utilización.
Las cárceles deben dotarse imperativamente de equipos y de per­
sonal sanitario, de modo que la realización de todo acto médico así
como el tratamiento de la información médica, se lleven a cabo por
parte de personal competente, sometido al secreto médico e indepen­
diente de cualquier otra función en el medio penitenciario. Este per­
sonal debe tener una formación específica en cuestiones de droga y
de infección por VIH. El conjunto de tratamientos existentes fuera de
la cárcel debe resultar accesible a las personas encarceladas; especial­
mente el acceso a los protocolos. La medicina penitenciaria debe estar
bajo el control exclusivo de las autoridades sanitarias, independientes
de la administración penitenciaria.
Exigimos que los detenidos con sida sean beneficiarios de todas
las medidas posibles que puedan conducir a una excarcelación antici­
pada: consideración de los efectos negativos del encarcelamiento so­
bre el estado de salud del detenido, de la desigualdad biológica ante el
cumplimiento de las penas; liberación sistemática de las personas en­
carceladas en el momento mismo en que su tratamiento en el interior
de la cárcel no sea exactamente igual al que pudieran acceder si estu­
vieran fuera de ella.
U n trabajo de formación de personal sanitario y penitenciario, así
como la inform ación de las personas encarceladas, debe llevarse a
cabo con el fin de que cesen todas las discriminaciones asociadas al
estatuto serológico. El Estado debe exigir a las administraciones pe­
nitenciarias el respeto estricto de los reglamentos de no discrimina­
ción en vigor, y debe aplicar las recomendaciones oficiales de la OMS
en esta materia (Ginebra, marzo de 1993).

13

Act Up exige la revisión de los métodos y de la organización de la vi­


gilancia epidemiológica, de modo que se ponga fin a la infraevalua-
ción sistemática del número de personas seropositivas y de casos de
sida en Francia, y que sea posible el establecimiento de una contabili­
dad epidemiológica y financiera completa de la epidemia. Dicha con­
tabilidad es esencial de cara a una adecuada comprensión de la epide­
mia y de cara a la elaboración de una política sanitaria adecuada a las
necesidades. La investigación epidemiológica debe, para ello, dotarse
de los medios necesarios que le permitan establecer la situación real:
instauración de una independencia efectiva de la vigilancia epidemio­
lógica con respecto al poder político; adopción de una definición de
sida — a ser posible unificada a nivel internacional— que permita co­
nocer el núm ero real de personas enfermas; puesta en práctica de me­
dios estadísticos precisos y completos para que puedan realizarse es­
tudios sobre seroprevalencia fiables a partir de datos pertinentes;
colaboración de las instancias de la epidemiología con las asociacio­
nes de lucha contra el sida.

14

Act U p exige que el Gobierno francés reconozca la responsabilidad


colectiva en la lucha contra el sida a nivel mundial. En consecuencia,
exige que se implique en esta lucha, y que se com prom eta a movilizar
los medios necesarios acordes a esa responsabilidad.
Exigimos que el Ministerio de la Cooperación cree un departa­
mento sobre sida para que se desarrolle un verdadero programa de
lucha contra la epidemia. Dicho program a debe englobar todos los
aspectos de la lucha contra el sida: prevención, atención sanitaria y
atención social son tres prioridades inseparables en cualquier país.
Exigimos que la política de cooperación en materia de sida no
pueda ser revocada por la suspensión, por razones políticas, de los
acuerdos de cooperación.

15

Act Up exige el inmediato cese de las expulsiones y que se adopten


las modificaciones legales necesarias de modo que se imposibilite el
alejamiento de suelo francés de personas extranjeras afectadas por
una enfermedad grave.
Exigimos que las personas extranjeras seropositivas o con sida
sean beneficiarias de atención sanitaria, que incluya no sólo la aten­
ción hospitalaria, sino también la atención a domicilio. Exigimos que
todos los extranjeros seropositivos o con sida que tengan un segui­
miento médico en Francia obtengan un permiso de residencia reno­
vable, complementado por un permiso de trabajo que permita el ac­
ceso a la totalidad de los derechos sociales.
B IBLIO G RA FÍA

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