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Vidas de santos
La Madre morenita
Santa Josefina Bakhita
Infancia y secuestro
No se conocen datos exactos de su nacimiento. Se dice que hacia 1869 nació en el pueblo
de Olgossa, en la región de Darfur, al Oeste de Sudán. Pertenecía a la tribu nubia. Sus
padres eran paganos, y es de suponer que practicaban las religiones tradicionales en las
que el culto a los antepasados, estrechamente unidos a su familia terrena, era el centro de
toda la vida religiosa y social de la tribu. Bakhita creció junto a sus padres, tres hermanos y
dos hermanas, una de ellas su gemela.
Por las poblaciones de la región de Darfur, árabes dedicados a la trata de esclavos hacían
incursiones periódicas entre las tribus negras de África Central y especialmente entre los
nubios del oeste para someterlos a la esclavitud.
La tribu de Bakhita, con frecuencia, era cruelmente sorprendida por estas incursiones de
negreros esclavistas. Cuando tenía unos siete años, contempló impotente cómo raptaban
a su hermana mayor y a otros miembros de su aldea, para venderlos como esclavos. La
captura de su hermana por los negreros que llegaron a Olgossa, marcó mucho el resto de
la vida de Bakhita, tanto así que más adelante escribiría: Recuerdo cuánto lloró mamá y
cuánto lloramos todos.
Dos años después, le tocó a ella. En su biografía contó su propia experiencia del secuestro,
aquel encontrarse con los buscadores de esclavos. Cuando aproximadamente tenía nueve
años, paseaba con una amiga por el campo y vimos de pronto aparecer a dos extranjeros,
de los cuales uno dijo a mi amiga: “Deja a la niña pequeña ir al bosque a buscarme alguna
fruta. Mientras tú puedes continuar tu camino, te alcanzaremos dentro de poco”. El
objetivo de ellos era capturarme, por lo que tenían que alejar a mi amiga para que no
pudiera dar la alarma. Sin sospechar nada obedecí, como siempre hacía. Cuando estaba en
el bosque, me percaté que las dos personas estaban detrás de mí, y fue cuando uno de
ellos me agarró fuertemente y el otro sacó un cuchillo con el cual me amenazó diciéndome:
“Si gritas, morirás. ¡Síguenos!” Y fue forzada a caminar durante varios días.
El nombre de Bakhita
Bakhita no es el nombre recibido de sus padres al nacer. Se le puso este nombre cuando
fue secuestrada. Los dos hombres que la secuestraron le dijeron: Tu nombre, de aquí en
adelante, es Bakhita. Tan grande fue el terror y fuerte la impresión de aquellos instantes
que se le borró de su memoria hasta su propio nombre y el del lugar donde nació. Tan
grande fue el vacío que se produjo en su memoria que nunca llegó a recordar su
verdadero nombre. Sus raptores la apodaron Bakhita, que en su dialecto equivale
a Fortunata o Beata, quizás al ver su especial carisma.
El cambio de nombre, por parte de los comerciantes de esclavos, era una estrategia de
uso común y tenía sin duda una lógica. La intención era llevar a la víctima a olvidar sus
raíces y el ambiente de la propia familia. Era un triunfo más en la mano de los raptores:
quien da el nombre a alguien, se vuelve su dueño.
El papa Juan Pablo II, en la homilía de la Misa de la beatificación, hizo referencia al
nombre. El nombre de Bakhita -como la habían llamado sus secuestradores- significa
Afortunada, y así fue efectivamente, gracias al Dios de todo consuelo, que la llevaba
siempre como de la mano y caminaba junto a ella.
En el año 1873 fue prohibida oficialmente la trata de esclavos en Sudán que por entonces
se encontraba bajo el dominio turco-egipcio. Pero aquella ley prohibitiva de la esclavitud
era letra muerta, siendo violada por las mismas autoridades locales.
Por aquellos años, para liberar a los nativos de las atrocidades de la esclavitud, Daniel
Comboni, decidido luchador contra la trata de esclavos, fundó una misión y estableció una
colonia antiesclavista en El Obeid, emporio de los negreros. A pesar de estos intentos, la
esclavitud era una triste realidad aceptada en Sudán. En los mercados esclavistas, que
continuaban funcionando sin ninguna traba, se comerciaba con la mercancía humana.
Bakhita, raptada por negreros cuando aún era niña y vendida varias veces en los mercados
africanos -dijo Juan Pablo II en la citada homilía-, conoció las atrocidades de una esclavitud
que dejó en su cuerpo señales profundas de la crueldad humana. A pesar de estas
experiencias de dolor, su inocencia permaneció íntegra, llena de esperanza.
Efectivamente, luego de ser capturada, Bakhita fue llevada a El Obeid, donde fue vendida.
Siempre recordará el extenuante viaje de ocho días hacia esa ciudad, su intento de fuga,
que duró un día y una noche, con una joven compañera de huida. Las dos niñas no
distinguían el norte del sur, pero no pararon; vencieron el miedo, el hambre, la sed, el
cansancio y los animales salvajes. Pero no escaparon a la red traicionera de un pastor que
encontraron en el camino. Las dos niñas le habían pedido ayuda, y aquel hombre en quien
las inocentes niñas confiaron, prometiéndolas que las llevarían a casa de sus padres, las
condujo a un mercado de esclavos donde fueron vendidas a otro patrón por parte del
pastor.
Durante su esclavitud -diez años con las cadenas que le impedían el ser libre- fue vendida
y revendida varias veces en los mercados de esclavos de la ya citada ciudad y en los de
Kartoum (Jartum). Tuvo cinco amos distintos (su primer patrón fue un mercader
musulmán de esclavos) y conoció las humillaciones, los sufrimientos físicos y morales
propios de la esclavitud.
En varias ocasiones, además de la ya narrada, intentó escapar. En una ocasión, en el largo
camino hacia los mercados de Norte, estuvo a punto de conseguirlo. Bakhita pudo escapar
de la caravana de esclavos y vagó por el desierto, con gran peligro de perecer por las
fieras. Capturada por otros mercaderes, fue vendida cuando tenía 13 años a un oficial del
ejército turco (su cuarto amo), que la sometió a durísimos castigos morales y corporales.
Este general de la armada turca acampada en El Obeid destinó a Bakhita al servicio de su
madre y su mujer. Este fue para ella un periodo de torturas y sufrimientos atroces. Las dos
mujeres, como contará la misma Bakhita, no le concedieron un momento de paz y no
hubo ni un solo día que no la flagelasen hasta hacerle sangre. Todo su cuerpo quedó
surcado por las cicatrices, que llegaron a contarse unas 144. Todos los esclavos del patrón
turco dormían en una habitación común, se les encargaban trabajos agotadores y eran
tratados y alimentados mal.
Además fue tatuada. El cruel y sádico tatuaje fue para Bakhita una de las peores torturas,
pues consistía en una verdadera operación a sangre fría, realizándose sobre su piel
infinidad de incisiones (en total 114), que dejaron visibles en el cuerpo de la joven
cicatrices que no desaparecieron en toda su vida. Y para evitar infecciones le colocaron sal
durante un mes. Sentía que iba a morir en cualquier momento, en especial cuando me
colocaban la sal y me restregaban las heridas en carne viva. Literalmente bañadas en mi
sangre, me colocaron en una estera de paja, donde quedé varias horas, totalmente
inconsciente. Cuando desperté, vi a mi lado dos compañeras de destino que también
terminaron siendo tatuadas. Durante más de un mes estuvimos condenadas a estar
echadas, sin movernos, sin ni siquiera un paño para limpiar el pus y la sangre de las
heridas. Puedo decir realmente que fue un milagro de Dios que yo no muriese, porque Él
me tenía destinada para “cosas mejores”, contó en su biografía.
Un rayo de esperanza
En 1882, el patrón turco de Bakhita tuvo que volver a Turquía. Y la joven esclava, junto
con otros esclavos, en el mercado de la capital de Sudán fue puesta en venta una vez más
(su quinta y última compra-venta). Fue adquirida por un comerciante italiano que también
era Cónsul de Italia en aquel país de África Central. El agente consular, Calixto Legnani, fue
su quinto amo. Por primer vez desde el día del secuestro, Bakhita notó con grata sorpresa
que nadie, al darle órdenes, usaba ya la fusta; al contrario, la trataban de manera afable y
cordial. El trato que recibía era humanitario y de afecto. Esta vez fui realmente
afortunada -escribió años después Bakhita-, porque el nuevo patrón era un hombre bueno
y me gustaba. No fui maltratada ni humillada algo que me parecía completamente irreal,
pudiendo llegar incluso a sentirme en paz y tranquilidad.
En la casa del Cónsul Bakhita conoció la serenidad, el cariño y momentos de alegría,
aunque siempre velados por la nostalgia de una familia propia, perdida quizá para
siempre. Permaneció en aquella hasta 1884.
En aquel año, acontecimientos políticos provocaron la salida de los europeos residentes
en Jartum de Sudán. Legnani, ante el avance de los rebeldes mahditas y la posterior
llegada de las tropas de Mahdi a la capital, que fue conquistada y arrasada en 1885, volvió
a Italia. Bakhita se negó a dejar a su amo europeo y consiguió viajar a Italia con él y con un
amigo del Cónsul, llamado Augusto Michieli y que tenía importantes negocios en África.
En Italia
En libertad, hacia la fe
Religiosa canosiana
En Schio
Pasión misionera
Vino la vejez. La salud de Bakhita fue debilitándose en sus últimos años. Sufrió una
enfermedad larga y dolorosa, y tuvo que postrarse en silla de ruedas. A pesar de sus
limitaciones, continuó viajando. A todos ofrecía su testimonio de fe, de bondad y de
esperanza cristiana. A los que la visitaban y le preguntaban cómo estaba, respondía
sonriendo: Como quiere mi Patrón.
En plena II Guerra Mundial, el 8 de diciembre de 1943, cumplió sus 50 años de vida
religiosa, sus Bodas de oro de su profesión religiosa. Aún vivió unos años más, en los
cuales su salud empeoraba cada vez más.
Cuando ya era anciana, el obispo de la diócesis visitó su convento y no la conocía. Al ver el
prelado a la pequeña religiosa africana, ya encorvada por el peso de los años, le dijo: Pero,
¿qué hace usted, hermana? Bakhita le respondió: Yo hago lo mismo que usted, excelencia.
El obispo, admirado, preguntó: ¿Qué cosa? Y Bakhita le contestó: Excelencia, los dos
hacemos lo mismo, la voluntad de Dios.
En la agonía revivió los terribles días de su esclavitud y muchas veces suplicó a la
enfermera que le asistía: Por favor, desatadme las cadenas… es demasiado. Aflójeme las
cadenas… ¡pesan!
Fue María Santísima quien la liberó de toda pena. Murió el 8 de febrero de 1947 en la casa
de Schio, rodeada de su Comunidad afligida y en oración. Refiriéndose a su muerte, Juan
Pablo II, momentos antes de rezar el Regina Coeli el día de la beatificación, dijo Las
últimas palabras de sor Bakhita fueron una invocación estática a la Virgen: ¡La Virgen! ¡La
Virgen!, exclamó, mientras la sonrisa le iluminaba el rostro.
Una multitud acudió enseguida a la casa del Instituto canosiano para ver por última vez a
su Santa Madre Morenita y pedir su protección desde el Cielo. Durante tres días fue
velada, en los cuales, cuenta la gente, sus articulaciones aún permanecían calientes. Las
madres cogían su mano para colocarla sobre la cabeza de sus hijos para que les otorgase
la salvación.
Glorificación
La fama de santidad de Bakhita se difundió rápidamente por todos los cinco continentes. Y
según fueron pasando los años, su reputación como santa fue consolidándose. Nunca
realizó milagros ni tuvo fenómenos sobrenaturales, pero fue considerada ya en vida como
santa. Siempre fue modesta y humilde, con una fe firme en su interior. Y cumplió con
mucho amor de Dios sus obligaciones diarias. Fueron muchos los favores conseguidos y las
gracias obtenidas a través de su intercesión en los años que siguieron a su muerte.
En 1959, doce años después de su marcha al Cielo, en la diócesis donde falleció, comenzó
el proceso para la causa de canonización. El 1 de diciembre de 1978 la Iglesia proclamó el
decreto de heroicidad de sus virtudes, por lo que fue declarada venerable.
El 6 de julio de 1991 Juan Pablo II declaró la autenticidad de un milagro atribuido a su
intercesión. Fue beatificada el 17 de mayo de 1992, junto con el fundador del Opus Dei,
san Josemaría Escrivá. Durante la celebración del Gran Jubileo del Año Santo 2000, Juan
Pablo II la canonizó el 1 de octubre de 2000. Lo cual, para los católicos africanos es un gran
símbolo que era necesario, para que así los cristianos y mujeres de África sean honrados
por lo que sufrieron en momentos de esclavitud.
Verdaderamente, santa Josefina Bakhita es la santa africana y la historia de su vida es la
historia de un continente, válida para los católicos, protestantes, musulmanes o
seguidores de cualquier otro tipo de religión tradicional. Su espiritualidad y fuerza la han
convertido en Nuestra Hermana Universal, como la llamó el papa Juan Pablo II.
Su fiesta se celebra el 8 de febrero.