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Cultura y

subjetividad
PID_00248610

Neus Carbonell i Camós

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Índice

Introducción............................................................................................... 5

1. Cultura y subjetividad...................................................................... 7
1.1. Procesos de construcción de la subjetividad ............................... 7
1.2. De la cultura a la crítica de la cultura ........................................ 11
1.3. ¿Cultura sin subjetividad? .......................................................... 13

2. La cultura: sujeciones y subversiones........................................... 15


2.1. Crítica y valor cultural ................................................................ 15
2.2. Las prácticas significantes: la condición posmoderna ................ 17
2.3. La materialidad social y cultural ................................................. 18
2.4. Althusser: la subjetividad sujeta a la ideología ........................... 20

3. La subjetividad en la cultura......................................................... 23
3.1. En primer lugar, el malestar ....................................................... 23
3.2. La represión como exigencia de civilización y la pulsión de
muerte ......................................................................................... 25
3.3. El superyó .................................................................................... 25
3.4. La cultura en las coordenadas del goce ...................................... 27
3.5. La cultura y el Nombre del Padre ............................................... 30
3.6. De la época del malestar a la edad de la desorientación ............. 30
3.7. La semblantización del mundo .................................................. 32
3.8. El Yo en la cultura: las nuevas formas de la pulsión de muerte .. 33
3.9. La singularidad del síntoma y su lugar en la cultura .................. 34
3.10. Cuestiones para un debate ético de la subjetividad en la
cultura .......................................................................................... 35

4. La sexualidad en la cultura / el género en el discurso............. 37


4.1. La biopolítica: Michel Foucault .................................................. 37
4.2. De la sexualidad al género .......................................................... 40
4.3. La diferencia sexual en Freud ..................................................... 42
4.4. El falo como significante ............................................................ 46
4.5. El goce femenino o goce Otro .................................................... 47
4.6. El paradigma lacaniano de la «no-relación sexual» y el amor
como suplencia ........................................................................... 48
4.7. La performatividad del género ................................................... 50

5. Subjetividad y cultura en el mundo global................................ 53


5.1. Del Orientalismo al mundo poscolonial .................................... 53
5.2. El sujeto subalterno .................................................................... 56
5.3. La hipermodernidad .................................................................... 57
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Bibliografía................................................................................................. 59
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Introducción

Los términos cultura y subjetividad han penetrado en el ámbito de la crítica


literaria, fílmica, sociológica, antropológica, de los últimos decenios. A partir
de la noción de que la cultura es formadora de subjetividad, se afirma que no
hay sujeto sin cultura ni cultura sin sujeto. Aun así, esto que parece bastante
simple ha demostrado su enorme complejidad en grandes debates de los que
las páginas siguientes se hacen eco.

En primer lugar, veremos que estos debates no se habrían producido sin la se-
ria convicción de que la condición necesaria tanto para la cultura como para
el sujeto son el lenguaje y el mundo simbólico que este origina. En efecto, sin
el poder de lo simbólico no tendríamos ni al uno ni al otro. Las páginas que
siguen reivindican esta premisa que dio lo mejor de la cultura humanística del
siglo pasado y que el triunfo del cientificismo actual, que no de la ciencia –su
lugar hegemónico como discurso de la verdad–, parece que quiere desplazar.
En contra de quienes piensan que el ser humano está hecho de neuronas, en
las próximas páginas se sostiene que la naturaleza humana es el mundo sim-
bólico. De este modo, el mundo cultural se inscribe sobre un organismo real y
lo transforma de manera radical. El impacto del lenguaje sobre el organismo
biológico explota en una pluralidad de prácticas que denominamos cultura y
que son formas de regular y de dar sentido a este encuentro entre lenguaje y
cuerpo.

En segundo lugar, en las páginas siguientes se intenta ser fiel a la complejidad


de los términos en cuestión. Ciertamente, no hay manera de simplificar lo que
puede dar de sí la yuxtaposición de estos dos significantes. Os daréis cuenta de
ello fácilmente porque nos referiremos a disciplinas y a discursos diversos. De
este modo, siguen debates que pertenecen a la esfera de la crítica literaria, de
la antropología, del psicoanálisis, de la política, de la sociología, de la filosofía
y del arte. Esta pluralidad de discursos da fe de la variedad de problemas que
se tratan y a los que querríamos haber dado forma de caleidoscopio para que
el resultado fuera fiel a su diversidad. En efecto, los puntos que se debaten a
veces se oponen y divergen, pero también se suplementan y complementan.

En las páginas siguientes, encontraréis algunos de los nombres más represen-


tativos y que más riqueza han aportado al análisis de las prácticas culturales.
Esperamos ofrecer una visión de la teoría que ayude a seguir en la exploración
de las cuestiones analizadas. Igualmente, confiamos en que las discusiones que
resultan de ello animen la tarea crítica.

El primer apartado, «Cultura y subjetividad», traza la historia del uso de estos


dos significantes en diferentes disciplinas, los cambios que han sufrido de sig-
nificación y los sentidos que origina su intersección. El segundo, «La cultura:
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sujeciones y subversiones», se centra en el estudio de la cultura como un dis-


curso con efectos políticos. El apartado «La subjetividad en la cultura» preten-
de estudiar las consecuencias de la afirmación de que la cultura es creadora
de subjetividad. Los últimos dos apartados analizan la subjetividad desde la
perspectiva de la diferencia sexual –«La sexualidad en la cultura / el género
en el discurso»– y desde las coordenadas de la globalización –«Subjetividad y
cultura en el mundo global». Nuestro deseo es que este trabajo abra más inte-
rrogantes de los que cierre, y que se convierta así en el inicio de otras muchas
lecturas y escrituras.
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1. Cultura y subjetividad

El concepto de subjetividad ha sido usado profusamente en los estudios filosó-


ficos, políticos y de crítica cultural. Es un concepto complejo, usado a menu-
do de manera laxa para referirse ampliamente a la manera en que determina-
dos procesos y discursos culturales, políticos, sociales y psíquicos dan forma
al pensamiento, a los anhelos y a los comportamientos de las personas. En
los estudios culturales, a menudo el sentido del término subjetividad está muy
cercano al de identidad y la expresión, por ejemplo, la subjetividad posmoderna
puede ser entendida como la identidad posmoderna.

Si pensamos en la palabra primitiva del término en cuestión, es decir, sujeto,


vemos también la diversidad de sentidos en diferentes ámbitos del saber. Así,
para la ciencia política, el sujeto es un término cercano al de ciudadano, mien-
tras que en el discurso legal, se habla del sujeto de derecho. En filosofía, esta
palabra designa una entidad de pensamiento o de sentimiento. A menudo,
se utiliza de forma más o menos sinónima con el Yo, la conciencia, el ser. Esta
intercambiabilidad de términos no es, seguramente, ni lo más apropiado ni lo
más riguroso. En las próximas páginas, intentaremos dilucidar los diferentes
sentidos de los términos sujeto y subjetividad para ver qué han aportado a la
crítica de los procesos culturales.

1.1. Procesos de construcción de la subjetividad

El término subjetividad generalmente se utiliza en dos ámbitos diferenciados.


Por un lado, en un sentido más cercano al de individuo designa los sentimien-
tos, las percepciones, los deseos de las personas. Aun así, en los estudios de
crítica cultural, política y antropológica, el término ha sustituido, o bien se
ha confundido, con el de identidad y se ha utilizado para poner énfasis en los
vínculos entre las relaciones de poder y los seres parlantes. Es decir, ha enfa-
tizado los vínculos que existen entre el lenguaje, el discurso y las relaciones
sociales, siempre desiguales. Este último uso del término subraya que cada ser
humano es también el resultado de una compleja relación discursiva que pue-
de incluir, por ejemplo, la familia, las estructuras económicas, las diferencias
sociales, la raza y la sexualidad, por mencionar solo algunas variables.

El concepto de sujeto tiene una historia que podemos situar en primer lugar
en la formulación del cogito cartesiano, «pienso, por lo tanto existo», que fun-
da la idea de un ser racional que puede acceder por medio del pensamiento
y la razón a la verdad. Asimismo, introduce la noción de un sujeto identifica-
do con el Yo y transparente para sí mismo. Hay que añadir, al pensamiento
de Descartes, el de Kant y el de los pensadores enciclopedistas, especialmente
Rousseau. Con la Ilustración, el sujeto resulta del hecho de que el ser humano
nace igual y libre, con unos derechos universales que lo preceden y que son
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fruto de una ley natural. Se trata de un sujeto que lo es en la ley por elección,
puesto que esta le garantiza la libertad y la igualdad. Este concepto ha sido
fundamental para todo el pensamiento político y para todas las revoluciones
de la época moderna: desde la francesa hasta las de la descolonización, pasan-
do por la bolchevique.

Aun así, el descubrimiento freudiano del inconsciente cuestiona la centralidad


del pensamiento racional, puesto que el sujeto, por el solo hecho de ser «sujeto
del y en el lenguaje», está bajo los efectos de la represión. Por otro lado, el
surgimiento de la ideología marxista pone de relieve que el ser humano es el
producto de una red compleja de relaciones históricas que incluye tanto las
relaciones económicas como las instituciones (familia, iglesia, escuela, medios
de comunicación).

El pensamiento de Freud no se podría entender al margen de lo que significó


el nacimiento del sujeto de la ciencia y de la política de la Ilustración. Aun así,
Freud trastoca esta noción con el descubrimiento del inconsciente. Así, si el
cogito cartesiano establece una identidad entre el pensamiento y el ser y cons-
tituye como equivalentes el sujeto y el Yo, Freud divide y hace irreconciliables
estas dos categorías con la introducción del inconsciente. En efecto, este supo-
ne una división radical en el corazón del ser humano ya que sus pensamientos
y sus actos están atravesados por una instancia inconsciente que los dirige.

Para Freud, el inconsciente es el resultado de una represión primordial que


funda el nacimiento del sujeto. El ser humano, por el solo hecho de nacer en
un mundo de cultura, en un mundo de lenguaje, permanece ignorante de un
saber sobre sí mismo. De este modo, cada sujeto es efecto de unos significan-
tes que desconoce. A pesar de que Freud no disponía de este término de la
lingüística, todos sus casos y su clínica se desarrollan siempre en torno a las
palabras que han marcado la vida de las personas sin que ellas lo sepan. Por
ejemplo, en el caso de «El hombre de las ratas», el término alemán ratten, que
significa ‘plazos’ y ‘ratas’, condensa un gran relato sobre la relación familiar
con el goce, desde el padre hasta la relación con las mujeres y con el dinero,
así como el episodio que desencadena su obsesión.

Del mismo modo, en la gran obra La interpretación de los sueños se hace patente
la subjetividad descentrada del psicoanálisis. Si bien es cierto que las culturas
han supuesto en los sueños un enigma y una intención de sentido, la origi-
nalidad del análisis freudiano reside en el hecho de que esta intencionalidad
remite a unos ejes de significación propios del sujeto pero ignorados por él
mismo. Unos ejes, por otro lado, que se estructuran en torno a los fenómenos
de condensación y desplazamiento. Así, un significante condensará más de un
sentido o bien un significante remitirá a otro.
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De hecho, debemos a Jacques Lacan haber actualizado la lectura de Freud a la Referencia bibliográfica
luz de los avances de la lingüística y la lógica del siglo XX. Así, Lacan sistema-
Jacques�Lacan (1999). «La
tiza el pensamiento freudiano y afirma que hay que entender el concepto de instancia de la letra». En: Es-
represión primordial como el efecto del lenguaje. Por el solo hecho de hablar, el critos. Madrid: Siglo XXI.

ser humano cae bajo los efectos del desplazamiento de la cadena significante,
de modo que el sujeto permanece excéntrico a sí mismo. No hay, pues, equi-
valencia entre el Yo y el sujeto. Así, Lacan, para quien el cogito cartesiano es
crucial para entender la subjetividad moderna, lo reformula afirmando: «Pien-
so donde no soy, luego soy donde no pienso» (Lacan, pág. 498).

Sin duda, no hay transparencia del sujeto en relación consigo mismo, no hay
equivalencia entre el Yo y el sujeto. El ser está del lado del inconsciente, mien-
tras que el Yo está del lado del pensamiento. Así, una persona, cuando se pien-
sa como Yo, en realidad no es como sujeto. ¿Cómo entender esto? Este es un
punto importante que nos ayudará más adelante a dilucidar algunas cuestio-
nes y algunos puntos muertos de la cuestión de la subjetividad, de la identidad
y de la agencia en los discursos contemporáneos. El Yo está es un mosaico de
identificaciones que, como tales, siempre son dadas por el Otro. En cambio,
el sujeto no es reductible a las identificaciones e incluye lo más singular de
cada cual y, por lo tanto, no es ninguna identificación sino una respuesta in-
consciente a que el ser esté formado por un cuerpo que goza y que habla o,
todavía más, que goza porque habla.

Así, el psicoanálisis sigue un recorrido contrario a los discursos sobre las iden-
tidades. Mientras que estos van del ser al Yo y buscan dotar al individuo de sig-
nificados que construyan un Yo fuerte e identificado, para el psicoanálisis las
identificaciones yoicas tienen que caer como tales para que el sujeto encuentre
la singularidad de su ser. Si bien es cierto que no se puede vivir desidentificado,
se trata de saber bien con qué se identifica cada cual. Un Yo fuerte lo hace con
significantes que siempre vienen del Otro y que, por lo tanto, saturan lo más
singular del ser. Aun así, ninguna identificación podrá, por otro lado, suturar
la relación del sujeto consigo mismo y con los otros. Ninguna identificación
podrá dar la medida de qué es uno para uno mismo y para el Otro. Ninguna
identificación podrá tampoco explicar, finalmente, lo que hay de vivo en cada
cual. Es decir, la relación de cada cual con sus formas de satisfacción y, en el
mejor de los casos, de sublimación.

Al psicoanálisis se le ha reprochado que solo aborde el debate sobre la subje-


tividad desde el punto de vista del individuo. Más adelante, deberemos ver
cómo tenemos que responder a esta crítica. Por otro lado, sin duda, si algún
discurso se ha hecho eco de la importancia de los efectos sociales sobre el in-
dividuo, este es el pensamiento marxista. No se puede avanzar en el debate
sobre la subjetividad sin mencionar su impacto.

El análisis de Marx sobre el capitalismo es, también, un estudio sobre los efec-
tos de las estructuras económicas en los sujetos en tanto que relaciones de po-
der sobre los individuos y las culturas. El materialismo histórico implica, entre
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otros aspectos, que no hay sujetos anteriores a las relaciones económicas y de


poder en las que viven. Por lo tanto, la revolución solo se podrá llevar a cabo
si los sujetos despiertan de su alienación y asumen su propia conciencia de
clase. La ideología como conjunto de ideas y de perspectivas impuesta por las
clases dominantes se transmite mediante aquello que el filósofo Louis Althus-
ser denominó los aparatos ideológicos del estado, y que estarían formados por
instituciones como la iglesia, la familia, la escuela y los medios, entre otras,
de modo que la cultura en su sentido más amplio forma parte de una super-
estructura ideológica y es formadora de subjetividades.

Aun así, a esta noción de cultura inherentemente conservadora o al servicio de


las clases dominantes, se le opone una cultura resistente y transgresora. Así,
los estudios sobre la cultura popular o sobre la cultura hecha en los márgenes
del poder intentan poner de relieve cómo otras formas de subjetividad surgen
a pesar de, o como respuesta a, la fuerza de los discursos hegemónicos. Así,
tendríamos que hablar ya no de cultura sino de culturas entendidas como
sistemas simbólicos complejos formados por prácticas, textos, símbolos que
ofrecen sentido a los individuos y que, en tanto que lo hacen, forman también
subjetividades complejas y a veces contradictorias. La subjetividad entendida
desde esta perspectiva denominada construccionista ya no es una subjetividad
estable, sino que se modifica en su propia expresión. Es decir, las prácticas
culturales que generan subjetividades también las regeneran.

Entender la subjetividad como un grupo de multiplicidades ha sido una ma-


nera de salir de una dificultad importante en el debate sobre la subjetividad. Se
trata de la oposición entre lo particular y lo universal. En efecto, el concepto
de sujeto universal con derechos que inaugura la Ilustración entra pronto en
contradicción con la singularidad de los sujetos, con la diferencia. De hecho,
muy pronto, los movimientos de las mujeres pusieron de relieve este callejón
sin salida. Si las mujeres tenían que entrar en el concierto del sujeto universal
lo tenían que hacer dejando de lado su diferencia. Y esta era solo una de las
que el mundo globalizado más tarde hace aparecer, puesto que muy pronto se
le añaden otras diferencias, como por ejemplo la raza o la homosexualidad.

La subjetividad entendida como un proceso de construcción se opone al con-


cepto estable según el cual uno sería idéntico a sí mismo. Por el contrario, el
énfasis reside en la pluralidad y en la historicidad. Así, mientras que la idea
de un sujeto unificado respondería, por decirlo así, a la divisa de Yavé «Soy
el que soy», la subjetividad múltiple e históricamente situada se corresponde
más bien con el juego de lenguaje del escritor Julián Ríos, que reescribe la frase
bíblica en español «Soy el que soy» como «Soy el que es hoy». Efectivamente,
una subjetividad en construcción es siempre fruto de la historia y de los dis-
cursos que la atraviesan y también es fruto de la respuesta, ¿por qué no?, en
contra de los mismos procesos que la han hecho posible.
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1.2. De la cultura a la crítica de la cultura

El término cultura, como cualquier otro significante, tiene su propia historia.


En un repaso sucinto, podemos afirmar que la etimología del término nos re-
mite al significado latino que quería decir ‘cultivar’. Por eso, lo encontramos
en forma de sufijo en términos como agricultura. Hasta la Ilustración no se
extiende su uso metafórico para referirse al cultivo de las aptitudes del indivi-
duo, y pasa a significar el mundo de las artes y de la literatura. Pero es sobre
todo la antropología, ya en el siglo XX, la que modifica su significación para
designar tanto «maneras de vivir» como «sistemas de valor». Estos nuevos usos
del término, sin embargo, son inseparables de la modificación de conceptos
como civilización, sociedad y economía. Todos estos términos se interrelacionan
de maneras complejas.

El término civilización y civilizar es cercano al de cultura, y en algunos casos es


usado como sinónimo de este. Tiene los orígenes en el término latino civis, que
quería decir ‘ciudadano’ o ‘habitante’; aun así, su significado hace referencia
tanto a sociedades supuestamente avanzadas como a un estado de progreso, e
implica en su definición los conceptos de economía y sociedad. En sus inicios, se
fundamentaba en una idea progresista de la historia como un desarrollo hacia
estadios cada vez superiores. En el siglo XIX, la extensión de este concepto
relegó el de cultura a la acepción del cultivo del espíritu, las artes, la literatura
y la religión.

Aun así, las críticas al concepto de civilización, a la idea de progreso y de desa-


rrollo, hicieron que el término cultura tomara relieve, especialmente en los
estudios sociológicos y antropológicos, para referirse a las formas de organiza-
ción y de vida de las comunidades humanas. Esta acepción ha convivido, no
sin dificultad, con el significado de producción cultural, primero como una
producto vinculado al valor y la calidad –lo que se ha denominado alta cultu-
ra– y, después, con otras acepciones como han sido las derivadas del término
folclore y la cultura popular. Tampoco dentro de los estudios antropológicos,
sociológicos y culturales hay unanimidad en la definición del término y el
alcance que tiene.

En la historia del concepto, tiene mucha importancia la aportación del pen-


samiento de Marx a la historiografía en tanto que rechaza los aspectos idea-
lísticos de esta e introduce el materialismo histórico, es decir, la importancia
de las relaciones de producción, el motor de la historia como el resultado de
las relaciones de trabajo, de distribución de la riqueza y del poder. Aun así,
a pesar de esto, dentro del pensamiento marxista, en unos inicios la cultura
pertenece a la superestructura, al ámbito de las ideas, de las creencias, de las
artes, y está determinada por la base, esto es, por las relaciones de producción.
En este sentido, la cultura forma parte de la hegemonía y se consideraba que
en una sociedad comunista, se produciría una cultura diferente, una cultura
revolucionaria.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 12 Cultura y subjetividad

Como escribe Raymond Wiliams, en este primer momento:

«Las posibilidades de un concepto de cultura en tanto que proceso constitutivo, creador


de "formas de vida" específicas y diferentes, que se habría podido enriquecer de una ma-
nera remarcable por el énfasis en la materialidad del proceso social, se abandonó durante
mucho tiempo, y fue a menudo sustituido por un universalismo abstracto y unilineal.»

Raymond Williams, Marxism and Literature (pág. 19, 1977).

A este autor le debemos un revisionismo del concepto marxista de cultura. Él


fue uno de los teóricos más destacados dentro del ámbito de los estudios cultu-
rales en Gran Bretaña e introdujo la idea de la resistencia, de lo que se hace en
los márgenes del poder hegemónico y que es fundamentalmente subversivo.
Por este motivo, los estudios culturales prestaron mucha atención a la cultura
popular. Para Williams, lo más importante no era la interpretación de la cul-
tura sino la crítica cultural. En este sentido, hay que destacar la introducción
del concepto de ideología en sus trabajos. Es decir, la cultura no es un terreno
neutro sino que se da en contextos históricos de poder y desigualdad.

Sin duda, ha sido la antropología la que ha introducido un concepto de cultura Referencia bibliográfica
entendida como un -o unos- sistema simbólico que se impone a una supuesta
Clifford�Geertz (1990). La
naturaleza para el ser humano. Como escribió el antropólogo americano Clif- interpretación de las culturas.
ford Geertz, «sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto Barcelona: Gedisa.

es más significativo, sin cultura no hay hombres» (Geertz, pág. 54). Este an-
tropólogo sistematiza la idea de la cultura no como una conducta, sino como
una acción simbólica.

«El concepto de cultura que propugno [...] es esencialmente un concepto semiótico. Cre-
yendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación
que él mismo ha tejido, considero que la cultura es una urdimbre y que el análisis de
la cultura ha de ser por tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una
ciencia interpretativa en busca de significaciones.»

Clifford Geertz. La interpretación de las culturas (pág. 54, 1990).

En efecto, para el ser humano la relación «natural» con el medio está comple-
tamente alterada. Si no fuera por la presencia de los otros, de sus semejantes, la
cría humana no podría sobrevivir. «La cultura» se puede entender, pues, como
el conjunto de los «saberes» articulados en el lenguaje que nutren al individuo
y le aseguran la supervivencia. Es, pues, causa y efecto de la necesaria vida en
comunidad de unos seres que, en lugar de tener un inapelable saber instintivo
para poder manejarse en el entorno, tienen que confiarse al lenguaje y a lo
simbólico –es decir, al Otro– para vivir.

Aun así, esto implica peajes de todo tipo. Para empezar, porque estos «saberes»
siempre son parciales e incompletos. Por otro lado, implican una tensión irre-
soluble entre el uno y el otro, es decir, entre lo que sería la satisfacción particular
y el beneficio de la comunidad. En este sentido, podríamos afirmar que la cul-
tura, en primer lugar, se origina en el vacío dejado por la naturaleza. En segun-
do lugar, la cultura es también una forma de regular la satisfacción singular de
cada ser que, por causa del lenguaje, no está regulada por el instinto. De forma
que es también resultado de la represión que el lenguaje opera sobre el sujeto
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que, en tanto que ser que habla, ha perdido la satisfacción que convendría
perfectamente a su naturaleza. La cultura, pues, tiene una doble vertiente. Por
un lado prohíbe y regula, pero por otro autoriza, puesto que permite el deseo
y, en último término, la sublimación.

Existe una dificultad para poder incorporar la subjetividad del ser en la cultu-
ra. En primer lugar, porque aquella es efecto de esta: sin cultura no hay sujeto.
Pero en segundo lugar, la cultura nunca llega a cubrir completamente todo el
campo del ser, lo que por un lado origina tensiones, pero, por el otro, permi-
te el cambio y la invención. De todo esto iremos hablando en los próximos
apartados.

1.3. ¿Cultura sin subjetividad?

En las últimas décadas, han aparecido algunas hipótesis que buscan demostrar Lectura complementaria
que la cultura no es un fenómeno exclusivamente humano y que existe en
Podéis ver algunas hipótesis
otras especies, especialmente en algunos primates (Mosterin). Hay que decir que buscan demostrar que la
que estas teorías parten de un concepto de lenguaje que no tiene en cuenta su cultura no es una fenómeno
exclusivamente humano en
dimensión simbólica ni su dimensión estructural; por consiguiente, no dan la obra siguiente:
razón de lo que es la aparición del sujeto en toda su complejidad. Quizá por Jesús�Mosterin (1998). Vivan
los animales. Madrid: Debate.
esta carencia primordial, estos tipos de trabajo se fundamentan en una idea
simplificada de la cultura equivale a patrones de conducta más o menos sen-
cillos. En las páginas anteriores, sin embargo, hemos podido ver que el hecho
cultural es un artefacto complejo e inseparable de la subjetividad. En efecto,
algunas agrupaciones de animales se comportan según unas pautas transmisi-
bles y aprendidas socialmente, pero en ningún caso se puede detectar en estas
un afloramiento del sujeto.

Uno de los ejemplos aducidos para decir que la cultura no es meramente hu-
mana tiene que ver con experimentos y observaciones hechas en algunas co-
munidades de primates. Parece que los chimpancés que han sido criados en
cautividad no pueden ser reintroducidos en su hábitat salvaje, puesto que no
saben qué hay que hacer para sobrevivir y a menudo son atacados por sus
congéneres. Hay que decir que este argumento no toma en consideración que
los chimpancés criados en cautividad han visto alterados sus instintos natura-
les por efecto de la intervención de seres que hablan, los humanos, seres que
están de pleno en lo simbólico.

Las observaciones de primates sostienen que estos viven en comunidades y


que cada una tiene unas pautas diferentes de conducta, aprendidas de sus pa-
dres. Por ejemplo, las crías saben cómo hacer las camas nido en los árboles
porque lo imitan de las madres, cosa que no saben hacer los chimpancés que
han vivido en espacios confinados por humanos, como un zoo. Bueno, esta-
mos ante una pauta de conducta que, si bien aprendida y transmitida, está
todavía muy lejos de las prácticas culturales humanas, sobre todo porque no es
formadora de subjetividad. Ciertamente, no nos han hablado todavía de hijos
chimpancés que tengan pataletas contra las madres porque no quieren hacer
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 14 Cultura y subjetividad

la cama nido y se quieren ir a dormir a otro lugar, o de chimpancés hembras


que protesten a los machos porque siempre les toca a ellas hacer el trabajo de
adiestrar a las crías.

Reducir la cultura a un mero uso instrumental más o menos exitoso obvia


la riqueza del debate sobre las prácticas culturales. Tampoco tendríamos que
perder de vista que, como nos enseñó el antropólogo Lévi-Strauss, las culturas
humanas son el resultado de la regulación de las alianzas. El tabú del incesto
puso de manifiesto que estas se fundan en un principio estructural: no todas
las mujeres están permitidas a un hombre, regla que funda la genealogía. Co-
mo explicó ya Freud, para el ser que habla la relación con la sexualidad está
fuera de la disposición de los instintos, a ningún miembro de la raza humana
le sirve cualquier partenaire. Con la humanidad va la condición particular de
satisfacción. La cultura, aun así, regula justamente esta condición singular que
se encuentra en tensión con las exigencias de la tribu. A esto, Freud lo deno-
minó el malestar en la cultura. Y tendremos que hablar de ello en otro apartado.
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2. La cultura: sujeciones y subversiones

Tomarse seriamente el estudio de la cultura en su relación con la subjetividad


tuvo como consecuencia la aparición de los llamados estudios culturales, que
consideraban que toda manifestación cultural se podía tomar y leer como un
texto y que, en un cierto sentido, esto invalidaba la distinción entre «alta»
cultura y cultura popular, porque ambas se podían tomar como prácticas sig-
nificantes y como productoras de ideología. La cultura, pues, se convertía en
este ámbito en un conjunto de textos y de prácticas cuya función principal
consistía en la producción de sentido. Por lo tanto, la ópera y la canción pop,
el teatro de calle y las obras de Shakespeare, por ejemplo, se podían poner en
continuidad y se podían estudiar como productoras de ideología y de subjeti-
vidad. Esto comportaba que la cultura se examinara como una arena de con-
flicto más que como un terreno de consenso.

Hay que tener en cuenta también que la industrialización, el consumo de ma-


sas y la extensión de la vida urbana en detrimento de la rural han transforma-
do profundamente el ámbito de la cultura hasta llegar a difuminar las fronte-
ras entre la alta cultura y la cultura popular. Para esto podemos dar varias ex-
plicaciones. Por un lado, la cultura se ha convertido en un objeto de consumo
masivo y así ha entrado en el mercado, lo que ha contribuido en cantidad su-
ficiente a difuminar el concepto de valor que era crucial para distinguir entre
alta cultura y cultura popular. De repente, los criterios de valor han quedado
vinculados a los grupos sociales y se hace difícil defender un sistema estético
unitario de valores organizados de manera jerárquica. Internet y la política
del low cost han disparado de manera definitiva contra los criterios estéticos
como distinción entre la alta cultura y la cultura popular, introduciendo una
cierta democratización y relativización del gusto. También el descenso de la
creencia en otro, en mayúsculas, que fuera el garante de la verdad –también
de la estética–, ha contribuido a difuminar la cuestión del valor.

2.1. Crítica y valor cultural

Para la crítica de la cultura, una supuesta «esencia» del valor se hace indefen-
dible e interesa mucho más analizar los canales por los que este se convierte en
capital en el mercado partiendo del postulado de que en estos procesos inter-
viene siempre la ideología. En efecto, el valor del objeto cultural no se puede
ya medir en relación a estándares universales, puesto que estos no hacen sino
enmascarar ideologías. Por el contrario, la crítica propone averiguar en cada
caso las relaciones sociales detrás los discursos que generan los criterios de va-
lor. Es decir, lejos de posiciones esteticistas, la crítica cultural anima al análisis
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 16 Cultura y subjetividad

de los discursos por medio de los que se consolida, se distribuye, se transmite


y se regula el valor. Por lo tanto, el valor de una obra o de una práctica es
determinado por cuestiones sociales, económicas, de género o de raza.

El «buen gusto», para decirlo como Pierre Bourdieu, es una distinción que res- Referencia bibliográfica
ponde a otros criterios que el estético (Bourdieu). El sistema de valor y los pro-
Pierre�Bourdieu (2012). La
cedimientos por medio de los que este se consolida socialmente, pues, apare- distinción: Criterio y bases so-
cen relativizados según estas teorías. ciales del gusto. Barcelona:
Taurus.

Ahora bien, hay que estar atentos al peligro que supone reducir el valor a un
mero rasgo que comparten algunos sujetos por razones de género, raza o clase
social. Es decir, a suponer que «a las mujeres les gusta...», puesto que esto no
tiene en cuenta que las prácticas culturales implican siempre intercambios y
relaciones entre los sujetos y el poder. Y, sobre todo, no explica cómo la sub-
jetividad se forma en relación con todos estos intercambios. El valor no es re-
ductible exclusivamente a un rasgo distintivo de un grupo social, puesto que
la subjetividad trasciende los grupos sociales homogéneos. Cuando se afirma
que la cultura incide en la producción de la subjetividad, y por lo tanto del
gusto, se abre la puerta a la crítica de estos procesos. Por ejemplo, cuando el
feminismo y la crítica queer han puesto en cuestión la producción y el con-
sumo de formas literarias canonizadas, y han ofrecido lecturas renovadas de
textos clásicos, entrando en diálogo con estos, lo han hecho, sin duda, con la
intención de causar determinados cambios.

No se puede obviar que el valor responde a una selección efectuada según unas
condiciones determinadas.

Como afirma Josep-Anton Fernàndez:

«El valor de una obra no se produce de cualquier manera: hace falta que existan las con-
diciones adecuadas, tanto en cuanto al mismo producto, como las circunstancias que lo
rodean.»

Josep-Anton Fernàndez, El malestar en la cultura catalana (pág. 176, 2008).

Por lo tanto, se trata de saber navegar entre el absolutismo de la creencia en un


sistema de valor inherente a una estética universal y un relativismo infructuo-
so que dejaría sin examinar la cuestión de la participación de las instituciones
y del poder en los regímenes que consolidan y dan validez a ciertas elecciones
por encima de otras. La clave es ver estas elecciones como prácticas determi-
nadas por el funcionamiento de las instituciones que, al mismo tiempo, son
las que legitiman los sujetos que imponen y regulan la reproducción de las
prácticas culturales. Por lo tanto, el valor no funciona exclusivamente como
un sistema que emerge de un determinado grupo social, sino que a veces se
impone, y después es reproducido por un grupo social.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 17 Cultura y subjetividad

2.2. Las prácticas significantes: la condición posmoderna

En el estudio de la cultura, la noción de la posmodernidad tuvo un impacto


fundamental. En primer lugar, porque cuestionó de raíz la distinción entre la
alta cultura y la cultura popular, que atribuyó a efectos de «prácticas signifi-
cantes». La posmodernidad, en sus inicios, nació como una crítica al predo-
minio de la estética vanguardista que tenía que ser rupturista pero que acabó
aburguesándose y entrando en el circuito de los museos. En efecto, la posmo-
dernidad nace como una respuesta a los cánones estéticos de la modernidad
y acaba por cuestionar la validez de la noción de canon estético.

La aportación más importante y más conocida en este debate fue el famoso


texto de François Lyotard, «La condición posmoderna», publicado en Francia
por primera vez en 1974. En primer lugar, Lyotard pone de relieve la crisis
del concepto de conocimiento y la incredulidad que se ha instalado en el cora-
zón del saber, invalidando así la creencia en lo que habían sido las grandes
«metanarrativas» occidentales, por ejemplo, el cristianismo, el marxismo, el
socialismo, la Ilustración, etc. Estas grandes narrativas que prometían libera-
ciones universales han dejado de operar en el horizonte social e intelectual
y la pluralidad y la parcialidad han ocupado el escenario tanto de la política
como de la crítica. La posmodernidad señala, pues, lo que hay de irreducible
en el campo de la cultura y de la sociedad. Ya no hay discurso universalizador
que sea eficiente a la hora de unificar la diversidad y la heterogeneidad. Más
aún, la posmodernidad distingue la pluralidad como la estofa de las prácticas
culturales.

De hecho, la posmodernidad es una consecuencia de la sociedad postindus-


trial o de consumo, de la sociedad del espectáculo y del capitalismo global.
Frederic Jameson, uno de los autores más importantes que ha trabajado sobre
la posmodernidad, en el artículo «Posmodernismo y sociedad de consumo»,
traza algunas de sus características. En primer lugar, explica el uso del pasti-
che. La cultura posmoderna pone en cuestión de manera radical el concepto
mismo de imitación y, de rebote, el de original. Para Jameson, la fragmentación
del lenguaje, el triunfo de las idiosincrasias particulares y la caída definitiva
de la creencia en un uso normativo del lenguaje, hacen imposible el uso de la
parodia, y lo que queda de ello es el pastiche.

«El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo peculiar o único, llevar una
máscara estilística neutral de esa mímica, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el im-
pulso satírico, sin risa, sin ese sentimiento todavía latente de que existe algo normal en
comparación con lo que se imita es bastante cómico.»

Frederic Jameson, La posmodernidad (pág. 170, 1985).


CC-BY-NC-ND • PID_00248610 18 Cultura y subjetividad

Otra característica es la denominada muerte del sujeto, que Jameson considera


equivalente a la desaparición del individuo como origen y como original; es
decir, la muerte del autor porque, o bien todo ya ha sido inventado antes y
el creador repite, o bien porque ya no es posible creer en un sujeto aislado y
original en su propia forma de pensamiento y de ser.

Jameson propone que el pensamiento posmoderno ha penetrado en todos los Referencia bibliográfica
ámbitos de la vida, y analiza algunas obras de cine de la cultura popular para
Frederic�Jameson (1985).
demostrarlo. Así, sostiene que incluso «la producción de bienes y en particular La posmodernidad (pág. 184).
nuestras ropas, muebles, edificios y otros artefactos están estrechamente uni- Barcelona: Kairós.

dos con los cambios de estilo que derivan de la experimentación artística» (Ja-
meson). Por todo esto, el teórico norteamericano contempla la posmoderni-
dad como la expresión cultural del capitalismo tardío, que borra el sentido de
la historia y vive en un presente perpetuo donde todo objeto o acontecimiento
es rápidamente convertido en caduco y sustituido por otro más nuevo.

2.3. La materialidad social y cultural

La aproximación marxista al análisis de la cultura se ha centrado mayoritaria-


mente en el estudio y el análisis de los textos desde la perspectiva de las con-
diciones históricas de producción, y también de reproducción, incluyendo en
este sentido las condiciones materiales de la recepción y del consumo de los
textos.

Lo que distingue al marxismo de otras formas de análisis es la afirmación de


que cada momento de la historia se diferencia por sus particulares formas de
producción, es decir, que las relaciones económicas no son estrictamente y
únicamente esto, sino que determinan también las relaciones entre los suje-
tos. En definitiva, que las formas sociales, familiares, culturales, etc. de cada
sociedad están determinadas por las condiciones de producción. Así, en el
marxismo clásico la cultura pertenece a la superestructura, mientras que las
fuerzas y las relaciones de producción están en la base. En la superestructura se
sitúan las instituciones legales, políticas, educativas y culturales, que definen
la conciencia social. La relación entre base y superestructura funciona de dos
maneras, por un lado la superestructura expresa y legitima la base y, por otro
lado, la base «determina» la superestructura. Más allá de la especie de meca-
nicismo que esta relación parecería implicar, los pensadores marxistas modi-
fican la dialéctica base-superestructura de diferentes maneras, como veremos
en el apartado siguiente.

En cualquier caso, estas nociones ponen de relieve que la cultura no es inde-


pendiente de la historia y de las condiciones y relaciones de producción. Por
eso, puede ser un agente del cambio social o bien, todo lo contrario, ponerse
al servicio del orden establecido. Al fin y al cabo, las ideas de las clases domi-
nantes se imponen mediante la cultura. Pero la cultura de las clases subalter-
nas puede tener un rol de agitación social. En efecto, si las clases dominantes
tienen el control sobre los medios de producción también lo tienen sobre los
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 19 Cultura y subjetividad

medios de la producción intelectual (escuelas, universidades, medios de co-


municación, etc.), y construyen su ideología de la idea de universalidad, pero
este es un proceso contestado por la dinámica misma de la lucha de clases.
Por eso, los estudios sobre la cultura popular han analizado las prácticas que
contestan la imposición de las hegemonías ideológicas.

Si por un lado parece claro que algunas formas de cultura popular solo repro-
ducen los valores sociales y morales de las clases dominantes, también es cier-
to que hacen emerger las fisuras en la imposición de determinadas ideologías.
Una aproximación marxista al estudio de un texto parte de la teoría de que
este no es coherente ni unitario, sino que más bien en cada caso habita una
confrontación de discursos diferentes y, a veces, contrarios. De este modo, la
práctica crítica no reside en la investigación de la coherencia interna, en la
unicidad de la experiencia estética, sino en la posibilidad de explicar todo lo
que es divergente y que apunta al conflicto mismo en la producción del sen-
tido. De este modo se puede desvelar el potencial crítico y la imposibilidad
de reproducir de manera inequívoca la ideología dominante, de forma que,
yendo todavía más lejos, algunos críticos formulan que en cada texto es rele-
vante no solo lo que se dice sino también lo que no se dice, puesto que así
se revelan las relaciones del texto con sus condiciones de existencia históricas
e ideológicas.

Pese a todo, no se trata de ver el texto como un mero reflejo de la historia,


sino de captar el poder del texto para evocar y para desplegar asimismo las
contradicciones en la historia y en la ideología. Así, el objetivo final de toda
ideología, que es borrar las sutilezas y las paradojas, se revela fallido y puede
aflorar la posibilidad de la subversión, incluso allí donde todo estaba prepara-
do para evitarla.

Todo texto es producto de un proyecto ideológico, por decirlo de alguna ma-


nera, es decir, está organizado en torno a una cierta «verdad» que el texto
busca afirmar. Es la función de la crítica desde esta perspectiva hacer evidente
este propósito y, al mismo tiempo, mostrar el punto de contradicción que lo
convierte en irrealizable.

En el desarrollo de esta forma de crítica fue crucial el concepto de hegemo-


nía del filósofo italiano Antonio Gramsci. Esta noción nace durante el tiempo
en que Gramsci estuvo en la prisión fascista de Benito Mussolini. Con este
término se refiere a los procesos mediante los que las clases dominantes ejer-
cen el liderazgo moral e intelectual, imponiendo así sus valores a las clases
subalternas que se encuentran no solo acatando sino también reproduciendo
los ideales, objetivos y valores propios de las estructuras dominantes. Esta no-
ción implica también un cierto grado de consenso social. Unos valores son
hegemónicos porque son aceptados abiertamente también por aquellos gru-
pos sociales que claramente no son beneficiados por ellos. Ahora bien, esto
no excluye el conflicto. Más bien, la hegemonía es un operador que permite
la canalización del conflicto hacia el terreno de la ideología. A veces, las cla-
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 20 Cultura y subjetividad

ses dominantes hacen ciertas concesiones para mantener su estatus. No hay


ningún tipo de duda de que en los tiempos convulsos actuales, este concepto
revela toda su efectividad.

El concepto de hegemonía se ha revelado de un valor especial a la hora de es-


tudiar la cultura popular, puesto que en este terreno se puede apreciar mejor el
conflicto y los intercambios, ¿por qué no decirlo así?, entre clases dominantes
y clases subalternas. En efecto, la hegemonía permite trabajar los diferentes
conflictos que por razones de género, clase, raza, opción sexual, tienen lugar
en la sociedad y encuentran su expresión en las prácticas culturales.

Desde esta perspectiva, pues, la cultura popular es un terreno para el inter-


cambio y para la negociación entre el poder que impone la hegemonía y las
fuerzas que se le resisten. Por eso, en toda práctica cultural popular hay una
mezcla de intereses y de valores contrarios. Además, este concepto también
permite estudiar por qué determinados productos que surgen con la intención
de consolidar una determinada correlación de fuerzas ideológicas son subver-
tidos en su consumo y pasan a tener una función contraria a aquella para la
que se diseñaron.

2.4. Althusser: la subjetividad sujeta a la ideología

El pensamiento del filósofo francés Louis Althusser ha ejercido una gran in-
fluencia en el pensamiento crítico desde los años setenta. Marxista heterodo-
xo, sus trabajos sobre la ideología han permitido dar otra vuelta a los análisis
de las prácticas culturales. En el marxismo clásico existe una división entre
base y superestructura. La base incluye la producción y las relaciones de pro-
ducción y la superestructura incluye la instancia juridicopolítica y la ideoló-
gica. Como escribe en el famoso texto «Los aparatos ideológicos del Estado»,
que comentaremos en detalle, esta distinción evoca un edificio cuya planta (la
base) apoya al resto. Aun así, él quiere ir más allá de una relación que se plan-
tearía en términos de autonomía y a la vez de reacción de la superestructura
respecto de la base, y propone que estas se interrelacionan según ejes econó-
micos, políticos e ideológicos.

Si esta autonomía que ahora mencionábamos no es tan clara, es en buena par- Lectura complementaria
te porque la condición final de las relaciones de producción es la reproducción
Sobre los aparatos ideológi-
de las relaciones de producción, y para que esto sea posible, hacen falta los de- cos del Estado, podéis con-
nominados aparatos ideológicos del estado (AIE), que consisten en instituciones sultar la obra siguiente:
Louis�Althusser (2005).
que aseguran la reproducción de las condiciones de producción a través de la «Aparatos Ideológicos del Es-
ideología, y, solo en situaciones límite, a través de una sutil violencia (Althus- tado». En: La filosofía como
arma de la revolución. Madrid:
ser). Entre estos, menciona los aparatos religioso, escolar, familiar, jurídico, Siglo XXI.
político (sistema político y de partidos), sindical, de información y cultural.

En efecto, para mantener la producción hace falta que se reproduzcan sus con-
diciones de posibilidad. Se trata de una afirmación amplia que rige la vida eco-
nómica y que incluye factores diversos. Por ejemplo, para que las operadoras
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 21 Cultura y subjetividad

de telefonía móvil continúen ganando en bolsa, es necesario que en las minas


del Congo se continúe extrayendo coltán. Pero también hace falta que se re-
produzca la misma fuerza de trabajo, es decir, que los trabajadores coman y
estén sanos para ir al trabajo y que se reproduzcan, que tengan hijos que ase-
guren la mano de obra futura. Y cuando esto falle, que se pueda recurrir a otros
países que exporten suficiente mano de obra más o menos barata. Todavía
más, es preciso que los futuros trabajadores vayan a la escuela, dice Althusser,
y allí se instruyan según el lugar que ocuparán en la cadena productiva.

También es en la escuela donde aprenderán la sumisión a las reglas del orden


establecido. Así, afirma que: «la escuela (pero también otras instituciones del
Estado, como la Iglesia, u otros aparatos como el ejército) enseña ciertos tipos
de "saber hacer", pero de forma que aseguren el sometimiento a la ideología
dominante o el dominio de su práctica» (Althusser, pág. 107). Por ejemplo, en
los estudios superiores de Administración de empresa se enseña lo que hace
falta para asegurar que las grandes compañías tengan personal que les asegure
la continuidad de sus beneficios. Los aparatos ideológicos del estado (AIE) –
que pertenecen a la superestructura– son, pues, necesarios para la existencia
de la cadena productiva, la base. Tienen, asimismo, un papel crucial en el
funcionamiento de la ideología y de la constitución de la subjetividad.

En efecto, detengámonos en el papel que Althusser da a la ideología. En pri-


mer lugar, afirma que la�ideología no tiene historia. La pone en relación con
la definición de inconsciente –para Freud el inconsciente no conoce el tiem-
po– y dice que es vacía, puro sueño, es una ilusión y no se concreta en nada
(Althusser, pág. 130). Es diferente de las ideologías, que sí que tienen historia.
Por el contrario, es omnihistórica, una estructura presente a lo largo de toda la
historia de manera inmutable. Quizá, en este sentido, nos podríamos aventu-
rar a considerar si no es que Althusser convierte la ideología en el inconscien-
te de la historia, si es que una cosa así se pudiera afirmar. En cualquier caso,
esta primera descripción indica que para este autor la�ideología es necesaria,
tanto cuanto que estructura, en la historia –y como veremos más adelante, en
la subjetividad– más allá de las formas que históricamente ha tomado.

En segundo lugar, Althusser da una de sus definiciones de ideología más cono-


cidas: «La ideología representa la relación imaginaria entre los individuos y sus
condiciones reales de existencia» (Althusser, pág. 132). Así, en la ideología no
encontraríamos reflejadas las condiciones reales de existencia sino la relación
imaginaria que los individuos tienen con las condiciones de existencia, es de-
cir, cómo los individuos se representan imaginariamente las condiciones en las
que viven. De hecho, si reflejara las condiciones reales de existencia, entonces
se creería que la ideología sería la obra de un pequeño grupo de hombres que
cínicamente basan la explotación del resto de las personas en una representa-
ción falsa del mundo. O bien, como defendió un joven Marx en La cuestión
judía, sería el resultado de la alienación de los individuos a las condiciones
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 22 Cultura y subjetividad

materiales de existencia. En los dos casos, Althusser subraya que se presenta la


ideología como un reflejo de la realidad, mientras que la ideología es el reflejo
de una relación imaginaria.

Aun así, a pesar del carácter imaginario de esta relación, «la ideología tiene una Ved también
existencia material» (Althusser, pág. 135), y esto significa que no pertenece al
Los planteamientos de la filó-
terreno de las ideas sino de los actos, puesto que la ideología es la causa de que sofa Judith Butler se estudian
el individuo actúe y participe de prácticas reguladoras, incluso en aquellos ca- en el apartado 4 de este mó-
dulo didáctico.
sos en los que actúa de forma contraria a lo que piensa o dice. Por consiguien-
te, enuncia dos tesis que van juntas: «1) No hay práctica sino en y por una
ideología. 2) No hay ideología sino por y para sujetos» (Althusser, pág. 138).
En este punto, Althusser convierte la ideología en formadora de subjetividad,
cuestión que se hace central en la teoría de la crítica cultural y en autores que
estudiaremos más adelante como la filósofa Judith Butler. Estas tesis le permi-
ten, pues, pasar al punto nodal de este artículo que comentamos y es que la
ideología interpela a los individuos como sujetos. Entonces, si la ideología es
una práctica que implica unos actos, pertenece, sin duda, a la ética.

En efecto, «la ideología interpela a los individuos como sujetos» (Althusser,


pág. 138), lo cual es una manera de sostener que construye a los sujetos que, de
hecho, no existen como meros individuos sino siempre-ya como sujetos. Esto
quiere decir que cualquier ser humano nace en un lugar simbólico que está
allí, a veces esperándolo desde antes de su nacimiento, y que este lugar que lo
constituirá es ya un lugar ideológico. Althusser hace, pues, de la ideología el
equivalente al orden simbólico de Jacques Lacan, como él mismo señaló. Si es
aquello que espera al individuo desde antes de su nacimiento y lo convierte
en sujeto, no tiene historia. Los contenidos de esta ideología la tendrán, sin
duda. Por todo esto, la ideología es inapreciable al sujeto mismo, es su forma
natural de ser, y solo es aprehensible como tal desde el discurso científico que,
según Althusser, no tiene ni sujeto ni ideología, afirmación que nos dirigiría
a otro debate porque últimamente ha sido muy contestada.

La ideología, pues, constituye al sujeto, que lo es en el doble sentido del tér-


mino: en tanto que subjetividad libre pero también en tanto que sujeto a aque-
llo que lo somete, sin ninguna otra libertad que la de aceptar libremente aque-
llo que lo sujeta. Por este motivo, afirma que no hay sujetos sino por y para
su sujeción. Aquí es donde juegan su papel los aparatos ideológicos del estado
(AIE), que representan el vehículo de este doble proceso de sujeción. La clase
dominante necesita los AIE para constituirse como tal. Estos le sirven para ir
contra las clases dominantes que quiere desplazar y contra aquellos a quienes
quiere dominar. Ahora bien, no se trata en ningún caso de procesos monolí-
ticos, sino que se encuentran desbordados por las luchas en las cuales están
inmersos.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 23 Cultura y subjetividad

3. La subjetividad en la cultura

Ciertamente, los hilos que tejen las relaciones entre la subjetividad y la cultura
son complejos, sobre todo porque son inseparables. En efecto, en estas páginas
se parte de una premisa fundamental y es que no hay cultura sin subjetividad
ni subjetividad sin cultura. Aun así, esto no quiere decir que esta complejidad
no sea analizable. Por lo contrario, nos introduce en un debate rico en matices
y no exento de tensiones.

Para empezar, la inclusión de un término en el otro comporta la tensión entre


el singular y el plural, entre el Uno del sujeto y el Otro de la cultura. Sin duda, el
territorio de la cultura está formado por heterogeneidades irreducibles, es más,
estas son, forman, la cultura. Sin embargo, la cultura no es solo heterogénea,
la cultura es, sobre todo, hetero, es decir, es Otro. Y lo es porque lleva la huella
del sujeto.

En estas páginas que siguen, intentaremos dilucidar algunas de las consecuen-


cias que se derivan de estas afirmaciones y lo haremos de la mano del psicoa-
nálisis que, en el pensamiento de la modernidad, se trata del discurso que más
ha elaborado sobre el sujeto.

3.1. En primer lugar, el malestar

Sigmund Freud escribió la obra El malestar en la civilización en 1929, en el um- Referencias


bral de los acontecimientos más trágicos de la historia europea del siglo XX. bibliográficas

A pesar de los años transcurridos desde entonces, continúa siendo un texto Sigmund�Freud (2008). El
capital para reflexionar sobre los puntos muertos de la civilización. El texto malestar en la civilització. S. l.:
Accent Editorial.
parte de la pregunta de por qué los humanos no podemos ser felices, a pesar de Sigmund�Freud (2006). El
que este es el objetivo principal de la vida. De hecho, en un primer momento, malestar en la cultura. Madrid:
Alianza Editorial.
Freud había pensado en titular su texto La felicidad y la civilización e, incluso,
La infelicidad en la civilización. El texto hay que leerlo como un tratado ético
sobre el problema del mal y no como un tratado terapéutico sobre la conse-
cución de la felicidad. Esta obra se sitúa en las antípodas de los manuales de
autoayuda contemporáneos sobre la felicidad de bolsillo o de algunas técnicas
terapéuticas que prometen la felicidad. Para Freud, la imposibilidad de lograrla
plenamente no es un obstáculo superfluo en la vida humana, sino el resultado
de la misma naturaleza del ser que habla. En este sentido, tendremos que ver
la dimensión ética de la reflexión freudiana y entender su vigencia actual.

Por tanto, de este modo, la cuestión del malestar es abordada como un proble-
ma de estructura psíquica que resulta de la tensión entre el principio de placer
y la pulsión de muerte, y por ello se convierte en un problema de civilización.
De entrada, la investigación de la felicidad es el resultado «del programa del
principio de placer» (Freud, pág. 40) que rige la vida psíquica según una eco-
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 24 Cultura y subjetividad

nomía que busca evitar el displacer y procurar el placer. Aun así, este programa
«se encuentra en litigio con el mundo entero» porque parecería que nada en
el cosmos está preparado para la felicidad humana. En palabras de Freud: «la
intención de que los humanos sean felices no está contenida en el plan de la
creación» (Freud, pág. 40). El sufrimiento proviene de tres fuentes diferentes:
el cuerpo, la naturaleza y la vida con los otros. Conviene destacar que esta
última es para nuestro autor la mayor fuente de descontento, a pesar de que
a menudo sea considerada como innecesaria. Así, el programa de procurar la
felicidad, que es el programa de las religiones, de las políticas e, incluso, de la
cultura, está condenado al fracaso. Y lo está por la existencia de aquello que
Freud descubrió y denominó la pulsión de muerte.

Conviene subrayar que Freud no dice en ningún caso en qué consiste la felici-
dad más allá de lo que formula con el nombre de principio de placer, porque él
se interesa por las condiciones psíquicas humanas, no es un moralista. Lo que
sí podemos afirmar es que esta obra es un tratado ético. La paradoja que se le
aparece consiste en el hecho de que si bien la felicidad es imposible, también
lo es dejar de buscarla, es decir, sustraerse a la influencia psíquica del principio
de placer.

Para hacer frente al sufrimiento que proviene del cuerpo, de la naturaleza y de


los vínculos con otros humanos, las culturas han ideado métodos para paliar
este dolor. Así, por ejemplo, las posiciones filosóficas de la antigüedad clási-
ca –el estoicismo, el escepticismo, el epicureísmo y el cinismo– serían solucio-
nes éticas al malestar, cuyos ecos encontramos en la descripción que Freud
hace de los intentos de contener el malestar por vías como la resignación –de
forma que la falta de sufrimiento ya se considere suficiente–, las propuestas
hedonistas de no ceder ante la búsqueda de la satisfacción o, finalmente, el
aislamiento del mundo externo. Freud le añade la supresión de las pulsiones
que se encuentra en el saber oriental o el uso de los tóxicos, como el alcohol
o las drogas. Debido a la posibilidad de desplazamiento de la libido, existen
también las formas de sublimación que permiten la cultura y el arte, si bien
estas no están al alcance de cualquiera.

Finalmente, también la religión es una respuesta al malestar, cuya función


Freud compara con los delirios de destrucción y de salvación del mundo que
acompañan asimismo a la paranoia –y que abundan en nuestro mundo, como
oímos en las declaraciones de algunos asesinos o terroristas. Hay otra respues-
ta, sin embargo, que Freud considera más capaz de acercarse a la felicidad que
las otras; se trata del amor. Aun así, añade, es también la que puede propor-
cionar más displacer porque deja al sujeto indefenso ante la posible pérdida
del objeto de amor. En definitiva, pues, nada garantiza la consecución de la
felicidad, a pesar del intento vivo en el corazón de las diferentes respuestas de
la cultura a la naturaleza humana.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 25 Cultura y subjetividad

3.2. La represión como exigencia de civilización y la pulsión de


muerte

Freud no es, pues, un optimista como Leibniz, que sostenía que vivimos en Referencias
«el mejor de los mundos posibles», ni tampoco un entusiasta del progre- bibliográficas

so. En efecto, los progresos de la técnica no pueden asegurar, afirma, que el Sigmund�Freud (2008). El
ser humano sea más feliz porque «la felicidad es algo absolutamente subjeti- malestar en la civilització. S. l.:
Accent Editorial.
vo» (Freud, pág. 57). En tanto que sería el resultado de la realización del pro- Sigmund�Freud (2006). El
grama del principio de placer, este se encuentra con el escollo de que la civili- malestar en la cultura. Madrid:
Alianza Editorial.
zación exige la renuncia de las satisfacciones individuales por el bien común,
puesto que existe una clara oposición entre el principio de placer individual y
el bienestar social. Hay una contradicción fundamental entre la civilización y
el individuo, aquella pide a este que renuncie a la satisfacción de sus pulsiones
por el bien de la vida en sociedad. Para Freud, el malestar en su momento his-
tórico se debe a la excesiva renuncia pulsional, cosa que no podemos sostener
del mismo modo para el momento actual y que más adelante debatiremos con
detalle.

Existe todavía, sin embargo, otra razón, que hemos mencionado más arriba,
que hace imposible la consecución de la felicidad: se trata de la existencia de
la pulsión de muerte. Este concepto, que Freud había introducido en el texto
anterior Más allá del principio de placer, deriva del hecho de que hay en el ser
humano un profundo narcisismo vinculado a los deseos de omnipotencia del
yo que lo empujan a un tipo de retroceso hacia un estadio anterior, es decir,
la desaparición de todo deseo y la muerte.

Según este concepto, la agresividad es «una predisposición pulsional originaria


y autónoma de los humanos» (Freud, pág. 97); no es, pues, un accidente, ni
una mera contrariedad que se pueda neutralizar con la educación, sino un
componente esencial del psiquismo humano. Este, no obstante, se encuentra
junto a Eros, la fuerza que permite el vínculo libidinal entre los humanos en
la civilización que busca, mediante unidades sociales cada vez más grandes,
asegurar una buena existencia al ser humano.

Aun así, ningún esfuerzo civilizador consigue eliminar el odio y la pulsión


de muerte. Para defenderse de la destrucción, las culturas crean sus propias
formas inhibitorias y dirigen la agresión hacia dentro con la represión, ya sea
por medio de mecanismos externos, como por ejemplo los dispositivos legales,
o desde el interior de la psique, con lo que Freud denominó el superyó.

3.3. El superyó

El superyó es una instancia interna de la psique que genera culpa y malestar.


Así, la misma cultura, en el intento de «procurar» la felicidad, genera el propio
malestar. De hecho, la civilización exige una renuncia pulsional para poder
garantizar la vida en común que, a su vez, tiene que garantizar el bienestar de
los humanos. Esta exigencia no es sino una fuerza superyoica que, de hecho,
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 26 Cultura y subjetividad

nunca se satisface, es insaciable y cuanto más renuncia a sus placeres el sujeto,


más pide el superyó. Por lo tanto, el precio que hay que pagar para vivir en
comunidad no es limitado, puede ser infinito.

En este punto, es conveniente apuntar que Jacques Lacan introdujo una mo-
dificación en el concepto freudiano de superyó, una modificación que comen-
taremos más adelante, por la cual este no es simplemente una instancia repre-
sora, sino un imperativo de goce. De hecho, el superyó que exige más renuncia
es un superyó que empuja al sujeto a gozar más y más; a gozar, incluso, de
la propia renuncia. De forma que en este punto el superyó es la maquinaria
misma que impele la propia pulsión de muerte.

¿Cuál es el origen del superyó, de esta instancia finalmente feroz? Es un efec-


to de la cultura, dice Freud. Es el resultado de interiorizar la agresión que se
vuelve contra el propio yo. Una parte pasa a la conciencia y la otra permanece
inconsciente. La tensión entre las dos da lugar al sentimiento de culpa y a la
necesidad del castigo. Y se convierte así en la más eficaz forma de control. El
superyó no conoce la diferencia entre haber cometido un acto punible y haber
deseado solo cometerlo. Basta con la intención para desencadenar la culpa.
Igualmente, el superyó no reconoce como mal nada más que aquello que uno
desea.

Conviene subrayar que distinguir el bien del mal no es para Freud una facultad
innata. Tampoco el mal es aquello que haría daño o perjudicaría al yo, lo que
desata el superyó es precisa y únicamente aquello que aviva el deseo. De forma
que la renuncia alimenta todavía más la renuncia y la culpa, porque cuanto
más se renuncia a aquello que se desea, más ferozmente se desea. Finalmente,
el sujeto percibe que el mal es aquello que le puede hacer perder el amor del
otro, y que conduce al desamparo y al abandono. Por lo tanto, Freud sitúa el
amor en el centro de su ética; no solo como una solución al sufrimiento, sino
también como el eje de todo sujeto ético. La mala conciencia, pues, es el miedo
a perder el amor: en el niño, el amor del padre (Freud dixit), y en la cultura, el
miedo a perder el amor social: el reconocimiento, el lugar, la posición, etc.

El superyó, pues, agrava nuestro malestar. Es una fuerza que todo lo sabe y de
la cual el individuo no se puede escabullir. Se puede ocultar a un semejante
una fechoría pero no se puede ocultar a uno mismo ni siquiera el deseo de
haberla cometido. Esta fuerza, que en principio tenía que proteger la cultura
inhibiendo la agresividad y la violencia, se puede girar en contra y entrar en
una pendiente que dirige a la pulsión de muerte. No es una casualidad que
Freud explique su origen a partir del mito de un padre déspota y autoritario
que ejercía un poder radicalmente individual e individualista. Existe en Freud
mismo un paralelismo entre el superyó y los fundamentos individualistas del
capitalismo. Y este es un tema que nos interesa particularmente para analizar la
situación actual en la que la sociedad pide pocas renuncias pulsionales, como
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 27 Cultura y subjetividad

mínimo, menos que en la época victoriana de Freud, y aun así asistimos a una
emergencia de lo peor de la pulsión de muerte y de una instancia superyoica
que no da tregua.

El superyó pone de relieve que no hay forma de sustraerse a los efectos de la


pulsión de muerte, es decir, a los impulsos agresivos, puesto que en el acto
mismo de reprimirlos solo se fortalecen, en este caso contra el mismo yo. Freud
recurre al mito de Edipo y al asesinato del padre para explicar por qué los
humanos, por el solo hecho de vivir en una comunidad que se rige por lo
simbólico y por el lenguaje, se ven asediados por una tensión fuerte entre Eros
y la pulsión de muerte «que instaura la conciencia y crea el primer sentimiento
de culpa» (Freud, pág. 111). Para Freud no hay cultura sin culpa. El malestar
anida en el corazón mismo de la cultura, no hay manera de eliminarlo, forma
parte constitutiva de la misma. Aun así, hay culturas que pueden exacerbar
el malestar en tanto que erigen figuras más feroces del superyó, como fue el
nazismo, que en el momento de la redacción de aquella reflexión estaba en
ascenso y que tenía que desatar lo peor de la pulsión de muerte.

La ética es, finalmente, un «intento terapéutico» de llegar con el superyó allí


donde la civilización no puede llegar de ninguna otra manera. Aun así, las
exigencias éticas pueden no tener medida, como dice la máxima que Freud
detesta –«amarás al otro como a ti mismo»– por irrealizable, porque devalúa el
amor y porque no todo el mundo merece ser querido. Advierte también que la
presión del superyó puede enfermar a la sociedad como enferma al individuo,
y concluye que la civilización tiene suficiente fuerza como para destruirse a sí
misma. La última frase del texto, por la cual el combate entre Eros y la pulsión
de muerte está por librarse sin que se pueda prever quién saldrá ganador del
mismo, fue añadida más tarde y creemos que hoy es totalmente vigente.

3.4. La cultura en las coordenadas del goce

Freud sitúa en el corazón de la civilización el problema de la satisfacción del


individuo. Es decir, el ser humano necesita el vínculo con el Otro para satisfa-
cer sus necesidades pero, por otro lado, este vínculo le exige una renuncia a la
satisfacción. Es una paradoja, una contradicción irresoluble que hace que no
podamos pensar la civilización sin el malestar que necesariamente la acompa-
ña. Por eso, el psicoanalista Jacques Lacan subrayó la dimensión ética de este
pequeño tratado.

Freud pone también de relieve que, de hecho, la civilización es parte del pro-
blema y parte de la solución. Las civilizaciones intentan, con sus usos, cos-
tumbres, leyes, normas, ritos, etc. ejercer una regulación, una distribución de
la satisfacción, al fin y al cabo la ley autoriza qué se puede hacer, con quién,
cuándo y cómo. Esta repartición, sin embargo, no es nunca del todo exitosa
porque siempre puede haber una parte del goce del sujeto que no puede cum-
plir con la ley. He aquí la tensión entre el principio del placer y uno más allá
del principio de placer: la pulsión de muerte. El superyó, entonces, aparece co-
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 28 Cultura y subjetividad

mo otro intento de solución que, de nuevo, se convierte en un problema. Por


las características de la época victoriana que a Freud le tocó vivir, el superyó
se hace una instancia prohibitiva porque el sufrimiento que el vienés trataba
tenía que ver con los efectos sobre la libido de las restricciones de la sociedad.

En el siglo XXI no es difícil aceptar que una civilización es, como escribe Jac- Referencia bibliográfica
ques-Alain Miller, «un modo de goce, incluso un modo común de goce, una
Jacques-Alain�Miller (2005).
repartición sistematizada de los medios y las maneras de gozar» (Miller, pág. El Otro que no existe y sus co-
18). Naturalmente, conviene que nos paremos en este uso del término goce tal mités de ética (pág. 18). Barce-
lona: Paidós.
como fue trabajado por Jacques Lacan, que formaliza los de libido y pulsión
de muerte freudianos. Por el solo hecho de hablar, el objeto de la satisfacción
está perdido para siempre para el ser humano y, en su lugar, lo que lo satisfará
será siempre un sustituto, un pobre sustituto del objeto que era necesario para
la satisfacción.

(1)
Cuando el ser que habla tiene que poner en palabras su demanda, el mismo Plus de jouir es una expresión de
Jacques Lacan.
lenguaje la contamina, la hace entrar en la cadena infinita de significaciones
y, por consiguiente, sitúa el verdadero objeto de la demanda siempre en algún
otro lugar de aquello mismo que se pedía. Es decir, el lenguaje da entrada al
deseo, que se desplaza de manera metonímica por la cadena de significacio-
nes. De este modo, a causa del lenguaje, el objeto de satisfacción que conven-
dría queda perdido para siempre. Podríamos decir que el lenguaje distorsiona
el saber que está inscrito en la naturaleza. A diferencia de los animales, que
están siempre bien orientados por su instinto, el ser que habla se pierde por
el laberinto del goce de una manera paradójica, por un lado el objeto queda
perdido, pero esto genera un plus de gozar1 que hace que ningún otro objeto
que venga en su lugar sea suficiente.

Así, por ejemplo, comer no es un acto que se encuentre únicamente inscrito


en el registro de la necesidad, sino que está contaminado por el deseo y el
goce. Esto hace que podamos hablar de «trastornos alimentarios». En efecto,
la pulsión oral está en el lugar de un supuesto instinto de alimentación, de
modo que no existe el objeto que podría satisfacer totalmente la pulsión. De
hecho, Lacan llega a decir que la pulsión solo se satisface de su propio circuito,
de sí misma. En el lugar del «buen» objeto caen todo tipo de sustitutos que
se encuentran atrapados en el plus de un goce siempre excesivo. Así, se come
más allá de la necesidad biológica de la nutrición, se fuma, se chupan carame-
los, e incluso hay seres que se satisfacen de la «nada», como en el caso de la
anorexia, etc., todo esto en el intento de encontrar un sustituto por el objeto
que «convendría» a la satisfacción oral.

Las categorías de goce y de plus de gozar reformulan la idea freudiana de la


paradoja entre el principio de placer y su más allá de la pulsión de muerte. El
goce, pues, no se refiere únicamente a lo que nos causa satisfacción o placer,
sino también a lo que nos mortifica y está en relación de continuidad con lo
que provoca placer. En efecto, el descubrimiento freudiano, y que Lacan siste-
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 29 Cultura y subjetividad

matiza, es que la búsqueda del principio de placer dibuja una pendiente que
lleva a la mortificación: a esto lo llama el goce. En otras palabras, encontramos
placer en aquello que nos causa displacer.

El goce es un concepto que unifica la experiencia del lenguaje y del cuerpo Referencia bibliográfica
en los seres humanos. Solo se goza del cuerpo, pero se goza porque hablamos.
Jacques�Lacan (2006). El
El goce es un efecto del cuerpo atravesado por la palabra: de la experiencia Sinthome. Seminario 23 (pág.
corporal en tanto que seres que hablamos y, por lo tanto, deseamos a través 18). Buenos Aires: Paidós.

del significante. Lacan dirá que «la pulsión es el eco en el cuerpo de un de-
cir» (Lacan, pág. 18).

En la experiencia del goce se encuentra la singularidad de cada cual. En efec-


to, en lo simbólico o en lo imaginario nos podemos asemejar los unos a los
otros, pero cada cual goza a su manera. Así, por ejemplo, en las identificacio-
nes sexuales, es decir, ser hombre o ser mujer, nos podemos asemejar. Por eso,
cuando se describen los rasgos imaginarios femeninos, no se puede encontrar
la peculiaridad de un ser. Aun así, en la forma particular de goce no hay dos
seres iguales, porque para cada cual el lenguaje ha resonado en su cuerpo de
una manera específica.

En el concepto de civilización que dábamos más arriba, situábamos la proble-


mática del goce como su verdadero eje. Por un lado, cada civilización goza a
su manera, como cada individuo. Pero dentro de las civilizaciones, también
cada individuo goza a su manera. Y no siempre el goce puede ser canalizado
por las vías que ofrece la cultura. Desde esta perspectiva, tanto las alianzas co-
mo el denominado choque de civilizaciones serían también un problema de
goce y no exclusivamente un problema de comprensión, o de acuerdo, o de
educación. Lo que caracteriza la diversidad cultural son las formas de gozar y
de organizar el goce de sus habitantes de manera diferente.

Esta categoría nos ilustra también sobre la dificultad del vínculo social en el
seno de las civilizaciones. Hemos visto cómo Freud analiza esta dificultad y
dónde sitúa sus obstáculos. El problema principal es que desde el inicio existe
una complicación a construir comunidad mediante el goce, porque finalmente
diríamos que cada cual goza a su manera y en soledad. Así como el deseo, que
pertenece al orden simbólico, nos vincula porque siempre supone al Otro –
como dijo Hegel, el deseo es el deseo del Otro–, puesto que deseamos en tanto
que hay el Otro, en primer lugar el mismo lenguaje, pero también el orden
social.

En cambio, el goce tiene un estatuto diferente, porque puede obviar comple-


tamente al Otro; o, en cualquier caso, el único Otro implicado en el goce es el
propio cuerpo. En este sentido, el goce es casi un peligro que asedia el vínculo
y al cual la civilización intenta poner remedio, haciendo consistir y existir al
Otro a través de la ley, la cultura, autorizando y prohibiendo al mismo tiempo
para hacer comunidad. Aun así, no todas las formas de civilización son iguales
a la hora de hacer existir al Otro y de hacerlo operar como regulador del goce.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 30 Cultura y subjetividad

De hecho, así reescribimos la idea freudiana de que la cultura es una lucha en-
tre Eros y la pulsión de muerte, entre el Otro y el goce. En efecto, las diferentes
formas de civilización indican que no todas las maneras de regular el goce son
equivalentes, esto no es sino la historia.

3.5. La cultura y el Nombre del Padre

Freud situaba la función paterna como la función fundacional de la civiliza-


ción, la instauradora del orden social. De hecho, Tótem y tabú explica el mito
de un padre arcaico que tendría un derecho ilimitado al goce y que es asesi-
nado por los hijos, que después instauran el orden social a partir de la culpa
por el padre muerto. Este mito le sirve –a falta de mejor explicación– para dar
razón de la represión como el origen del orden social.

Para Lacan, es el mismo lenguaje el que impone una pérdida de goce e intro-
duce la ley. A comienzos de su enseñanza, situó la función del Nombre del Pa-
dre (que en francés, Le Nom du Père, suena igual a El No del Padre) como el
que establece la ley del deseo y, por lo tanto, hace existir al Otro, es decir la
instancia simbólica que prohíbe y autoriza al mismo tiempo. Aun así, hay que
creer en ella para que opere. Las sociedades tradicionales patriarcales han fun-
cionado sobre esta base y así han regido la vida de la colectividad ordenando,
en el doble sentido del término, el acceso a la satisfacción de los individuos. El
Nombre del Padre impone una genealogía y ordena las alianzas que, evidente-
mente, tienen un efecto simbólico pero también tocan uno real: las relaciones
entre los sexos, los nacimientos y las muertes. No es que no exista la oposición
sino que esta está penada, condenada en la clandestinidad, o a la excepción.

Existe una correlación, casi un entendimiento, entre el Nombre del Padre y


el Otro, en tanto que instancia de lo simbólico que hace posible las ficciones
sobre las que se funda la verdad que rige una civilización. Lacan escribió que
«la verdad tiene estructura de ficción» para señalar que la verdad es producto
del lenguaje. Aun así, lo que ya Freud denominó el declive de la imago paterna
en la civilización contemporánea ha supuesto un cambio radical en la manera
en la que se entiende, y en el lugar que ocupa, la instancia del Otro. La caída
del lugar garante de la verdad –no en tanto que «una» verdad sino como con-
dición de posibilidad de esta– en el mundo contemporáneo tiene consecuen-
cias, apunta hacia los callejones sin salida de la civilización actual, y nos invita
a una relectura del malestar.

3.6. De la época del malestar a la edad de la desorientación

En efecto, son muchas las razones que se pueden aducir, y que detallaremos
más ampliamente en otros apartados, para explicar el declive del lugar de la ley
encarnada en la instancia paterna. Una de las consecuencias de esto es que la
verdad no inviste a la autoridad –y al revés–, sino que esta se tiene que negociar
mediante el debate, el acuerdo y la multiplicidad de voces y de intereses. La
nuestra es la era de los lobbies, de los comités, de las encuestas, de los mercados.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 31 Cultura y subjetividad

Esto lo encontramos en la política, incluso –o sobre todo– en las más altas


instancias –a menudo a expensas de la dificultad para tomar decisiones– en
la educación, en la vida cotidiana, y también en la ciencia. Las decisiones no
están basadas, ya no podría ser así, en lo que establece un mandato superior
que emana de la religión, el rey, el padre. La verdad es un concepto devaluado
en tanto que su naturaleza de ficción, es decir, dependiente del lenguaje, es
evidente para todo el mundo. No es que la verdad no exista sino que, en el uso
social y comunitario, esta es efímera y siempre está contrastada y sometida a
debate.

Nuestra época es, en palabras de Jacques-Alain Miller:

«La época de los comités, en la que hay debate, controversia, polílogo, conflicto, esbozo
de consenso, disensión, comunidad –confesable o inconfesable– parcialidad, escepticis-
mo sobre lo verdadero, lo bueno, lo bello, sobre el valor exacto de lo dicho, sobre las
palabras y las cosas, sobre lo real. Y esto sin la seguridad de la Idea (con mayúscula), la
tradición o –por lo menos– el sentido común.»

Jacques-Alain Miller, El Otro que no existe y sus comités de ética (pág. 10, 2005).

Los síntomas de esto los encontramos en todas partes. En primer lugar pode-
mos decir que, a diferencia de la época de Freud, en la que el síntoma de la
cultura fue el malestar como efecto de la represión, en nuestro momento más
bien tendríamos que hablar de la desorientación, pero también del inmovilis-
mo. La reacción a menudo pasa por invocar el retorno del autoritarismo bajo
formas diversas, desde posiciones políticas autoritarias hasta el aumento de los
fundamentalismos religiosos, pasando por otras formas más o menos veladas
como la promoción de la delación en el seno de las comunidades. También
a la ciencia se le pide el tratamiento del malestar en la civilización, cuando
este se convierte en una patología –esto es especialmente evidente en el uso de
los fármacos durante la infancia para tratar cuestiones que en otros discursos
habrían sido cuestiones, por ejemplo, educativas.

De este modo, diríamos que en la civilización actual, a pesar de las diferentes


formas de goce que podamos encontrar en, digámoslo así, culturas distintas,
hay una cierta homogeneidad derivada del hecho de que «el Otro no existe»,
o mejor dicho, aunque la inexistencia del Otro se ha hecho evidente. Así, no
está claro que el argumento de Freud, según el cual la civilización exige una
renuncia pulsional al sujeto, explique del todo las tensiones sociales del siglo
XXI. De hecho, podríamos decir que nuestra civilización pide muchas menos
renuncias que la época victoriana. Más bien, Lacan sostiene que en las formas
de vida bajo una sociedad cuya economía se basa en la adquisición infinita de
productos destinados a proporcionar placer –en la era de la multiplicación de
los objetos, de los gadgets–, el sujeto no sufre de un superyó prohibitivo sino
de un superyó que dice: –¡goza!

La tecnología y la economía han modificado las posibilidades de goce de los


sujetos. Si antes hemos explicado que para el ser humano el objeto que satisfa-
ría la pulsión no es nunca el adecuado porque este está perdido para siempre y
esto genera el plus de gozar, nuestra civilización se caracteriza, a diferencia de
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 32 Cultura y subjetividad

otras civilizaciones, no por contener –limitar– este plus, sino por organizarse
a su alrededor. Es el resultado de la alianza entre tecnología y capitalismo. Y
si en algún lugar se tiene que situar el malestar del sujeto, entendiendo como
malestar el resultado de la relación del sujeto con el goce, es, sin duda, aquí.

3.7. La semblantización del mundo

Es interesante detenernos en la categoría de semblante que pone en circulación


el psicoanálisis lacaniano. En principio, este término indicaría aquello que pa-
rece ser en oposición a lo que verdaderamente es. Estaría, por decirlo de alguna
manera, en oposición al ser. Lacan incluye dentro de esta clase el mundo tal
y como se le aparece –o como lo construye– al sujeto. Es decir, todo aquello
que solo puede ser en cuanto que sea representado y, por lo tanto, necesita de
lo simbólico para representarse.

Aun así, Lacan se diferencia de un nominalista porque el semblante no va


sin otra categoría: lo real. Podríamos decir que el mundo se parte entre los
semblantes y lo real. Más aún, los semblantes son finalmente lo único de lo que
dispone el ser que habla para poder acercarse o intentar perseguir lo real. Así, la
naturaleza pertenece a la categoría de lo semblante porque es una construcción
humana para intentar captar lo real; si no lo sistematizamos y ordenamos con
lo simbólico, no podemos decir nada sobre ello. Por ejemplo, el universo físico
es real, pero las constelaciones ya pertenecen a lo semblante en tanto que son
un esfuerzo humano para «leer» lo real, para inscribirlo en el ámbito del saber.

Así, la semblantización del mundo no es una nueva versión del nominalismo


tradicional, porque Lacan atribuye mucha relevancia a la categoría de real,
sino que es más bien un esfuerzo por salir de un debate estéril entre nomina-
lismo y empirismo y, sobre todo, para subrayar la importancia del sujeto en la
aprehensión del mundo. Lo real existe, sin duda, pero queda fuera del alcance
del sujeto si no es por la categoría de lo semblante, aunque el sujeto sufra sus
efectos. Por otro lado, fuera del discurso es difícil pensar en lo real, o dicho de
otro modo, lo real no se puede pensar a sí mismo. Así, por ejemplo, el Everest
es real, pero a partir del momento en que tiene nombre, en que es conquista-
do por los montañeros, en que se convierte en «el techo del mundo», es un
semblante con el que se intenta captar su naturaleza real.

La ciencia y la tecnología han puesto al alcance del ser humano una capacidad
para modificar lo real inédita en la historia de la humanidad, de forma que la
división entre semblante y real se ha transformado. Por un lado, el hecho de
que el mundo sea aprehensible solo por semblantes se ha vuelto una especie de
evidencia que transcurre a la vez que la decadencia de la verdad. De aquí viene
la fragilidad de los discursos para imponerse los unos a los otros, también su
calidad de efímeros. Esto hace que a veces se hable de la pérdida de valor de las
palabras, del desgaste fundamental del discurso y de la incredulidad generali-
zada. Por otro lado, cuestiones que antes se podían dirimir exclusivamente por
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 33 Cultura y subjetividad

lo simbólico, ahora se definen en lo real, por ejemplo la paternidad. Ante esta


situación, la pregunta es qué ética para la posmodernidad, si entendemos que
la subjetividad en la cultura siempre pone cuestiones que son de tipo ético.

3.8. El Yo en la cultura: las nuevas formas de la pulsión de


muerte

Parece una paradoja que el hecho de la inexistencia del Otro haya supuesto,
por otro lado, una promoción del narcisismo, o también de lo que podemos
denominar las políticas del Yo. Las formas de civilización contemporáneas pro-
mocionan el individualismo, consecuencia bastante lógica de la promoción
del goce. Ya hemos afirmado que el goce es siempre del Uno –del Uno del cuer-
po, por ejemplo–, como manifiestan las formas de entretenimiento de los apa-
ratos electrónicos y tecnológicos. Otro aspecto, en este sentido, es la prolifera-
ción de las toxicomanías. A pesar de que ya hemos señalado antes el lugar que
han tenido los tóxicos en las culturas para tratar el malestar, tal y como Freud
pone de relieve, lo que caracteriza nuestra época es, seguramente, la extensión
del fenómeno y su vinculación a la misma estructura económica global.

La satisfacción del yo ha sido promocionada a la altura de derecho inalienable,


cosa que no ha sido siempre así en culturas en las que valores como el honor,
el servicio al rey, o la obediencia al padre pasaban por delante de la satisfacción
personal. En este sentido, subrayamos una cierta consistencia entre la debili-
dad del lugar del Otro y la fortaleza del Yo. Lo que se denomina el individua-
lismo moderno es el resultado de la promoción del goce y de la facilidad con la
que este es puesto al alcance del sujeto. Se puede constatar la dominancia de
la idea del derecho a gozar. Nuestra civilización defiende el «derecho a» y se
organiza en torno a colectivos que reivindican derechos. Aun así, sin embar-
go, no todos los derechos son compatibles y hay que regularlos, cosa que no
funciona sin dificultades. De hecho, nos encontramos con las consecuencias
lógicas de la idea de sujeto que nace con la Ilustración, según la cual este tiene
unos derechos inalienables que lo preceden.

En el mundo globalizado y de la hipermodernidad, sin embargo, estos dere-


chos no son derechos universales comunes sino que todo el mundo tiene de-
recho a su particularidad, es decir, el derecho universal es el derecho a la ex-
cepción. Nos encontramos, pues, ante una nueva versión del malestar en la
civilización: cómo hacer compatible la renuncia a la individualidad que exige
la comunidad con la existencia misma de la comunidad, cuando en el hori-
zonte contemporáneo la particularidad está reconocida como primer derecho.
En este contexto surgen los comités de ética, según dice Jacques-Alain Miller,
o bien nos encontramos en la cultura de la conversación infinita, por tomar
prestada una bella expresión de Maurice Blanchot.

Durante el siglo XX, algunas lecturas marxistas del Malestar en la civilización de


Sigmund Freud propugnaron que una sociedad revolucionaria en la cual la re-
presión fuera abolida pondría fin al malestar. Aun así, estas lecturas ignoraban
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 34 Cultura y subjetividad

la represión primordial que impone el lenguaje, debido a la cual el goce queda


perdido para siempre o, si se quiere, existe una pérdida fundacional de goce
en la constitución del sujeto en tanto que ser parlante. La cuestión, entonces,
es cómo operar con el plus que esta represión originaria genera. He aquí el
verdadero problema que tiene que tratar la civilización: el plus de gozar como
otro nombre de lo que Freud denominó la pulsión de muerte, esta insaciabilidad
en la demanda de goce que empuja al ser humano hacia lo peor.

3.9. La singularidad del síntoma y su lugar en la cultura

Para dar forma a la propia manera de gozar existe el síntoma, que podemos
describir como el estilo singular de satisfacción, aunque, en su peor versión,
lleve a enfermar. ¿Por qué un sujeto encuentra satisfacción en la insatisfacción
y el malestar hasta el punto de arriesgar la vida o, a veces, de poner en riesgo
la vida de los otros? Esto es la pulsión de muerte y la respuesta depende de la
historia del sujeto, de la inscripción en su relato personal de los significantes
que han marcado su relación con su goce.

El síntoma tiene, desde Freud, pues, una vertiente, diríamos así, interpretable,
descifrable según las coordenadas vitales del sujeto. El psicoanálisis supone
que el síntoma contiene un sentido y que de este modo puede ser tratado
mediante la palabra y su desciframiento. Por otro lado, el síntoma también
consta de una parte que no es simbólica, que no pertenece al lenguaje y que
pasa solo por la experiencia de la satisfacción corporal. Es la vertiente que no
entra en la lógica del lenguaje y de la interpretación, del desciframiento.

En el contexto de la subjetividad vemos que las producciones culturales no


únicamente la reflejan sino que, además, son en sí mismas una forma de tra-
tamiento por vía de lo simbólico del encuentro del sujeto con lo real del goce.
Por este motivo, podemos entender que Freud las catalogara como una vía de
sublimación de las pulsiones. Igualmente, podemos decir que no hay cultura
sin síntoma, entendido este como la respuesta de cada cual a lo que tiene de
traumático el goce. No es el principio de placer lo que crea el síntoma, sino la
vertiente disruptiva que genera en el sujeto el encuentro con la satisfacción en
tanto que esta no puede ser suturada por ningún objeto en su justa medida.
En este lugar radica el síntoma que ayudará al sujeto a satisfacerse a su propia
manera. La cultura, pues, es el resultado de las formas de gozar de los sujetos
bajo la versión de la sublimación. Por este motivo, Freud la consideraba una
manera de tratamiento del malestar.

Siguiendo esta orientación, aparece la idea de que las producciones culturales


son una manera de tratar con el goce que favorece el vínculo social y, por lo
tanto, construyen la civilización. Por este motivo, son importantes en el con-
texto de la civilización. Anteriormente, no nos hemos cansado de repetir que
la relación del sujeto con la satisfacción es siempre individual y que, de hecho,
va más bien en contra del vínculo social. En cambio, cuando esta se coloca en
la producción cultural, se dirige al Otro, a la comunidad, a los iguales. Así, las
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 35 Cultura y subjetividad

producciones culturales formarían el síntoma que crea vínculo. Sin duda, el


síntoma es lo más particular de un sujeto y cuando se sublima, se convierte
en un vínculo.

3.10. Cuestiones para un debate ético de la subjetividad en la


cultura

Plantear la subjetividad en la cultura como lo hemos hecho quiere subrayar


que existe una dialéctica entre los términos. En efecto, en el debate anterior
hemos querido enfatizar que estos significantes están sometidos a los cambios
históricos. Sobre todo, hemos querido ir trazando las consecuencias en nuestra
época de las características de la subjetividad actual, especialmente la evidente
decadencia del lugar del Otro en tanto que este encarna el lugar de la verdad
y de la ley.

Vivimos, ciertamente, en el mundo de la multiplicidad y de la diversidad. Para


una crítica de la cultura, estos parámetros son relevantes. A la desaparición
del lugar de la autoridad en el saber, ha sucedido una democratización y mul-
tiplicación del sentido que hace que la perspectiva del crítico se vuelva deter-
minante. No es que esta no existiera, sino que la posición ideológica quedaba
enmascarada por una supuesta neutralidad del lugar de enunciación que en
realidad no era sino la autoridad en la cual se sustentaba. La crítica de la cul-
tura en el siglo XXI a partir de las aportaciones de la teoría del siglo XX está
marcada por una gran diversidad de lugares de enunciación.

En este sentido, existe el peligro de un cierto nihilismo o, incluso, cinismo,


que afirmaría que, finalmente, dado que no existe la verdad última, todas las
formas de crítica cultural pueden ser en último término igualmente válidas
o, al menos, intercambiables. En este punto, es necesaria una posición ética.
Así, si consideramos que más allá de lo semblante está lo real, sabemos que no
toda crítica es idéntica a otra en tanto que cada una origina sus consecuencias.
Aquí seguimos de nuevo la ética psicoanalítica que no es de las intenciones,
sino de las consecuencias.

Este punto abre otro problema, que es de primordial importancia en el análisis


cultural. Se trata de la cuestión de la agencia, tal y como traducimos el término
inglés agency, es decir, el lugar del agente en tanto que capaz de actuar. En
muchos debates, se plantea la pregunta por la capacidad de respuesta crítica de
la subjetividad, si esta es producto de los discursos culturales que la designan.
Si aludimos a la responsabilidad de la enunciación propia, entonces ya hemos
abierto el campo del agente responsable de lo que causa, lo «quiera» o no.

Buena parte del pensamiento filosófico del siglo XX, y también el psicoaná-
lisis, han hecho imposible la defensa del sujeto cartesiano consciente de su
pensamiento. Aun así, esto no significa que el sujeto no tenga una capacidad
de actuar. ¿Pero qué es, pues, esta capacidad en el sujeto descentrado de la
modernidad? Esta pregunta recorre el pensamiento de la mayoría de los auto-
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res y corrientes que hemos ido tratando en estas páginas. Hasta ahora, hemos
visto cómo resuelve la cuestión el pensamiento analítico de Jacques Lacan.
En el apartado siguiente, tendremos que ver cómo retoman la discusión otros
autores.
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4. La sexualidad en la cultura / el género en el


discurso

En los discursos sobre la sexualidad, la cultura muestra cómo intenta regular


sus formas de vida y de alianza. Así, la sexualidad es un terreno que afecta, sin
duda, a cada sujeto pero también a la relación del sujeto con los otros. En las
páginas siguientes abrimos el debate sobre las relaciones entre sujeto, cultura
y sexualidad siguiendo a destacados pensadores cuya influencia es enorme en
el campo de los estudios culturales. Pensamos también que sus aportaciones
entran en un fructífero diálogo que nos ayuda a dilucidar este campo sobre el
que, sin duda, hay mucho que decir, no solo porque está sometido a cambios
sino también porque se palpa en el mismo el síntoma de la civilización.

4.1. La biopolítica: Michel Foucault

De entre los muchos méritos que podemos destacar en la obra de Michel Fou-
cault, está el de haber señalado y demostrado que hay una historia de los dis-
cursos que definen la vida de los sujetos. En efecto, Foucault introdujo la his-
toria en su concepto de discurso, que sustituía el de ideología de la crítica mar-
xista. En esta línea, una de sus aportaciones más originales y de más influencia
es haber analizado las prácticas de poder sobre los cuerpos y haber propuesto
que, desde el poder, se somete el cuerpo mediante políticas de control que
incluyen las formas de control policial, educativo, sanitario, administrativo y
económico. Así se construye el concepto de sociedad�disciplinaria que ejerce
el dominio sobre el cuerpo a partir de los mecanismos�del�poder.

En este contexto, Foucault habló en el primer volumen de su Historia de la Referencia bibliográfica


sexualidad de la biopolítica y del biopoder. Estos términos han tenido éxito,
Michel�Foucault (1980).
sobre todo desde que los retomaron pensadores como Giorgo Agamben y An- «Derecho de muerte y poder
tonio Negri. En efecto, estos términos, quizá utilizados de manera poco precisa sobre la vida». En: La volun-
tad de saber. Historia de la se-
en un principio, se refieren a la manera en que la vida se convierte a partir del xualidad (vol. 1). Madrid: Si-
glo XXI.
siglo XVIII en un factor de la política. Es más, según Foulcault, la vida se con-
vierte en el factor de la política. Así, si en la edad clásica el amo tenía el poder
sobre la muerte, podía quitar la vida del esclavo e, incluso, de los miembros
de su familia; si en la edad media esto se traduce en el derecho del soberano
al castigo de quien se levanta contra él, las transformaciones del poder que se
producen en el seno de Occidente hacen que se pase lentamente de este dere-
cho sobre la vida, es decir de este derecho de muerte, a «las exigencias de un
poder que administra la vida» (Foucault, pág. 165), aunque desde entonces se
hayan producido las más grandes matanzas en la historia de la humanidad y
que nunca como ahora la continuidad de la vida humana esté comprometida.
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Lo cierto es que las políticas del Estado están dirigidas a administrar la vida
de sus súbditos –o de los ciudadanos, si tenemos que utilizar el término de la
revolución francesa. En efecto, parece que el triunfo del capitalismo, la indus-
trialización y la edad de la ciencia han supuesto también que la vida esté en
el centro de las políticas del Estado. Esto se hace mediante prácticas regulado-
ras y de poder que tienen que ver con los controles de la natalidad, con las
políticas sanitarias, con las políticas de prevención. Foucault subraya que esto
supone inmediatamente un control sobre los cuerpos, que pasan a ser materia
de estado.

El objetivo, pues, del biopoder es «la sujeción de los cuerpos y el control de las
poblaciones» (Foucault, pág. 169). En este sentido, Foucault lleva a cabo una
lectura muy interesante del capitalismo por la cual este necesita los cuerpos de
los seres parlantes en tanto que productores, en tanto que fuerza de trabajo.
Así pues, se necesita la vida, pero al mismo tiempo hace falta que esta esté
controlada. Es cierto que esto no sucede en todo el globo terrestre del mismo
modo. El avance de la ciencia y de la técnica y la industrialización tienen como
consecuencia la aparición de un bienestar resultante de la acumulación de
excedentes alimentarios y de la mejora en condiciones de salud y de higiene
que hacen que el «poder-saber» tenga efectos sobre la vida humana.

Ciertamente, no cuesta mucho aceptar la propuesta de Foucault en el contex-


to de las políticas del Estado que tienen que garantizar, supuestamente, el bie-
nestar de los ciudadanos. Aun así, conviene detenerse en el hecho de que estas
políticas devienen mecanismos de poder por la estrecha relación que tienen
con las políticas económicas. Igualmente, en tanto que parte de un capitalis-
mo mundial que compromete seriamente la viabilidad ecológica, que alimen-
ta el comercio y el tráfico de armas, la extensión global de los conflictos y
los grandes genocidios, confirma las palabras de Foucault según las que «el
poder de exponer a una población a la muerte general es el envés del poder de
garantizar a otra su existencia» (Foucault, pág. 166). En definitiva, pues, solo
situando este interés de la vida, como hace el historiador francés, en el marco
del estudio sobre las prácticas de poder podemos intentar dar razón de estas
grandes paradojas.

Para Foucault, una de las consecuencias del biopoder ha sido el desplazamien-


to de la ley por la norma como resultado de un poder que necesita constan-
temente regular para ejercer el control, un poder que «debe calificar, medir,
apreciar y jerarquizar» (Foucault, pág. 174). En efecto, esto es muy palpable
en la sociedad actual, en la que todo está regulado, sometido a estudios, a en-
cuestas, en la que proliferan las normas justamente allí donde fracasa la ley,
en la que, incluso, las instancias políticas son más gestoras y administrativas
que políticas en el sentido más aristotélico del término.

Si todo esto es importante para Foucault es porque quiere analizar aquello de lo


que somos producto sin darnos cuenta. Para este historiador francés, el énfasis
recae en estudiar de qué manera se controlan las poblaciones mediante los
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dispositivos de saber –de los discursos– que son dispositivos de poder y, sobre
todo, cómo se forman las subjetividades en estos procesos y estas prácticas.
Así, las tecnologías del yo es una expresión que ha tenido mucho eco en los
estudios de género, sobre todo a partir del trabajo de Judith Butler, y que señala
cómo los individuos devienen sujetos –también en el sentido de sujeción– en
un sistema que está atravesado por las prácticas de poder. Es decir, que no hay
manera de constituirse como sujeto si no es por medio de los discursos, y estos
están a su vez atravesados también por las estructuras del poder. En este punto,
conviene subrayar que Foucault insiste en que él no hace una historia de las
mentalidades, sino una historia de cómo se han construido los cuerpos y de
cómo se han articulado aquí los mecanismos del poder.

Este interés del poder por los cuerpos explica que a partir del siglo XIX la se-
xualidad se haga central en la política. De hecho, la sexualidad implica, aun-
que Foucault no recurra a esta categoría, la relación del sujeto con el goce y,
por lo tanto, con la vida, tanto en el sentido de la reproducción como en el
hecho de que solo goza el cuerpo que está vivo, como escribe el autor: «El se-
xo es, a un tiempo, acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie» (Fou-
cault, pág. 176). Seguramente, esta es la tesis más importante de la Historia de
la sexualidad, esto es, que el control sobre los cuerpos que se ejerce a partir
del siglo XIX explicaría el control sobre la sexualidad en numerosos frentes:
tanto la sexualidad de las mujeres como la de los niños y la persecución de
la llamada perversidad.

Todo esto se establece a partir de mecanismos que implican diferentes institu-


ciones, por ejemplo, las educativas, las sanitarias, las jurídicas, etc. Los cuerpos
se someten a partir de los discursos médicos –es muy clara la medicalización
del cuerpo de las mujeres o la psiquiatrización de las perversiones– a partir de
los discursos pedagógicos en el caso de la sexualidad infantil, y también en el
discurso respecto a la homosexualidad, que entra en la categoría de la perver-
sión. Por eso escribe Foucault: «el sexo se convirtió en blanco central para un
poder organizado alrededor de la administración de la vida» (Foucault, pág.
178). De forma que lo que fue el poder simbólico de la sangre en las sociedades
tradicionales queda sustituido en la modernidad por el valor otorgado al sexo.
Se pasaría así de un poder simbólico de la sangre a una «analítica del sexo». Así
se produce un efecto que parecería paradójico, y se trata de que lo que hace
el poder ejercido al controlar todo lo que tiene que ver con la sexualidad es
suscitarla.

A pesar de la fuerza y la radicalidad intelectual de las propuestas de Foucault,


nos queda por poner una cuestión que en el marco de estas páginas nos parece
del todo pertinente. En primer lugar, conviene señalar la ambigüedad con la
que es utilizado el término cuerpo, y no queda claro cómo distingue el organis-
mo de su necesaria construcción. En realidad, el cuerpo no es una evidencia y
es inseparable de su constitución. Es decir, no existe el cuerpo sin el universo
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del lenguaje; para tener conciencia del cuerpo hay que ser un ser parlante.
Así pues, es preciso haber nacido en un mundo de lenguaje que ha acogido y
humanizado a un ser viviente.

Foucault no utilizó nunca el concepto de goce de Lacan, contemporáneo su-


yo y muy cercano y, seguramente, sus propuestas se habrían podido matizar
mucho más con esta categoría. En efecto, lo importante de un cuerpo es que
goza. Es cierto que Foucault habló de los placeres del cuerpo. Sin embargo,
sabemos desde Freud y el descubrimiento de la pulsión de muerte como el
más allá del principio de placer, que la relación del ser que habla con su cuer-
po está atravesada por esta pérdida de satisfacción y el plus de gozar que es-
to origina. Más allá, pues, de los discursos que, sin duda, marcan el cuerpo,
el lenguaje modifica la relación del ser humano con su entorno. El uso de la
categoría de sexualidad se convierte en Foucault en un producto del discurso
y a pesar de que afirme que: «En efecto, es por el sexo, punto imaginario fija-
do por el dispositivo de la sexualidad, por lo que cada cual debe pasar para
acceder a su propia inteligibilidad [...], a la totalidad de su cuerpo [...], a su
identidad» (Foucault, pág. 189), este autor decide dejar de lado los procesos
individuales mediante los que esto tiene efecto porque, sobre todo, le interesa
la parte eminentemente histórica y, como tal, dependiente del discurso.

4.2. De la sexualidad al género

Si Michel Foucault pensaba que la sexualidad es el asunto que marca el dis-


curso del poder a partir del siglo XVIII, podemos argumentar sin embargo que
la modernidad está atravesada por la pregunta sobre la feminidad. Podríamos
leer todo el discurso cultural desde entonces en clave de cómo se ha esforzado
en situar el problema de la diferencia. Si la modernidad se caracteriza por haber
inaugurado la idea del sujeto universal y sus derechos, inmediatamente apare-
ce, como un retorno, la cuestión de la diferencia y esta es, sin duda, femenina.
La interrogación sobre la mujer atraviesa la historia de Occidente desde el siglo
XVIII y deviene un tema cultural, político, económico, educativo, sanitario.

A partir del siglo XVIII, una serie de factores confluyen y hacen entrar la dife-
rencia sexual en el discurso. Por un lado, encontramos un motivo intelectual
en el pensamiento ilustrado. Como acabamos de mencionar, la introducción
del concepto de sujeto con derechos universales hace aparecer la pregunta por
la inclusión de la mujer en estos derechos, como argumentaron, no sin difi-
cultades, las mujeres ilustradas del siglo XVIII. Aun así, hay también razones de
tipo económico y político. Así, los avances médicos y la revolución industrial
transforman las relaciones productivas y reproductivas y, por lo tanto, alteran
el lugar de la mujer en la familia. Con la revolución industrial y el capitalismo,
las mujeres se convierten no solo en mano de obra en las fábricas, razón por la
que salen a trabajar fuera del ámbito de la familia, sino también consumidoras
de los mismos productos que fabrican.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 41 Cultura y subjetividad

Desde el siglo XVIII «la cuestión de la mujer» entra en todos los ámbitos de la
vida, y lo hace bajo dos reivindicaciones contradictorias; por un lado, en las
peticiones de igualdad en el trabajo y en tanto que ciudadanas de la polis, es
decir, reclamaciones que tienen que ver con los derechos universales, y, por
otro lado, en las demandas vinculadas a la reproducción, que a veces toman el
cariz de una supuesta feminidad moral. Este es el terreno más ambiguo, pues
acoge también aquellas posiciones conservadoras que apelan a una superiori-
dad moral de la feminidad en cuyo nombre se suscribe la división entre los
sexos y busca minar la legitimidad de las demandas de igualdad de derechos.
A lo largo del siglo XIX, sin embargo, el feminismo mantiene su marcada ver-
tiente política y busca alianzas sobre todo con los movimientos obreros y el
antiesclavismo.

Seguramente, el siglo XX ha sido, no obstante, testigo de los cambios más radi-


cales en la historia de la humanidad. Los movimientos feministas que se ori-
ginaron en el siglo XIX han visto cómo sus reivindicaciones han entrado con
más o menos celeridad en todas las constituciones de los estados occidentales.
Así, la igualdad se ha convertido en un derecho garantizado por las más altas
instancias de la ley en las sociedades democráticas. Esto ha ido acompañado
de políticas activas de promoción de la igualdad. En el plano social y econó-
mico, los cambios han sido asimismo de gran alcance. La incorporación de
las mujeres al mercado de trabajo, el acceso a la educación y, sobre todo, los
cambios en la maternidad han modificado radicalmente su lugar en lo social
pero también en lo simbólico.

El capitalismo y la ciencia han transformado las relaciones de producción y


de reproducción y, por consiguiente, la subjetividad moderna. La ciencia y la
tecnología han transformado el papel de las mujeres en tanto que «reproduc-
toras» de la especie humana. La contracepción, las técnicas de reproducción
asistida, los avances médicos en el control de los riesgos perinatales han trans-
formado las relaciones de las mujeres con su cuerpo. El acceso a la sexualidad,
la decisión más o menos libre sobre la maternidad y las posibilidades para la
crianza de los hijos –sobre todo en el Estado del bienestar– han abierto a las
mujeres nuevos interrogantes en la inteligibilidad sobre la propia subjetividad.

El término género ha sustituido al de sexualidad desde finales del siglo XX, más
apropiado para debatir los efectos que tiene sobre el sujeto la escisión que se
abre a partir del momento en que la ciencia hace posible desvincular sexo y
reproducción. No basta con el término sexualidad para dar razón de lo que
significan las diferencias de género, las ordenaciones sociales de los géneros
en un momento en el que la tecnología médica ha separado la sexualidad y
la reproducción, a pesar de los intentos, sin duda condenados al fracaso, de
discursos más o menos conservadores o religiosos que reclamarían una regu-
lación del goce a partir de un supuesto «orden natural».
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 42 Cultura y subjetividad

El término género pone de relieve que en la sexualidad humana nada es «na-


tural». Y todo lo que parecería devolvernos a un estado natural, la unión de
un hombre y una mujer para asegurar la reproducción de la especie, se revela
como innecesario. Queda, como añadidura, la relación del sujeto con su goce,
y también sus identificaciones en tanto que ser sexuado. Es aquí donde reside
el debate sobre género y subjetividad.

Aun así, conviene señalar que en el vacío dejado al no encontrarse en lo sim-


bólico el fundamento «natural» de la sexualidad, la ciencia introduce lo real
como la «verdad» del sexo. De este modo, las neurociencias habrían ocupado
el lugar dejado vacante por los discursos simbólicos sobre la sexualidad. Es en
lo real del gen o de la neurona donde se busca, en balde, la identidad sexual.

4.3. La diferencia sexual en Freud

La diferencia sexual no es solo una cuestión de discurso, sino que está vincu-
lada a lo real de la relación del sujeto con su goce. Para el psicoanálisis, la di-
ferencia sexual no es nada más –ni nada menos– que esto: una relación con el
goce según las posiciones sexuadas. Así, no hay «hombres» y «mujeres» sino
posiciones sexuales masculinas y femeninas y, a pesar de que parecería «natu-
ral» que los hombres tuvieran posiciones sexuales masculinas y que las muje-
res las tuvieran femeninas, no es exactamente así porque interfiere la relación
inconsciente que el sujeto mantiene con sus formas de satisfacción.

La castración es el concepto que, desde Freud, intenta explicar los efectos de


la pérdida de goce sobre el sujeto. Freud lo intentó explicar con el mito de
Edipo, Lacan lo sistematizó y lo atribuyó a una razón estructural: el hecho del
lenguaje. En cualquier caso, no se es humano sino por la castración. Para todo
ser que habla, hay en relación con el goce un sentimiento de pérdida original
–nunca se goza ni del todo, ni de la mejor manera, ni para siempre.

Ahora bien, en relación con esta pérdida, las cosas se ordenan o bien por medio
del miedo a la pérdida o bien por medio de la reivindicación. Así, uno puede
creer que tiene aquello de lo que goza y temer perderlo, o bien puede pensar
que no lo tiene y reivindicarlo. Freud incluyó a los hombres en el primer grupo
y habló del «miedo a la castración», y situó a las mujeres en el segundo y habló
del penisneid, que se ha traducido como envidia de pene, pero que podríamos
traducir mejor como reivindicación.

A grandes rasgos, podemos afirmar que habría una posición masculina que
haría de los hombres unos seres más vinculados a los efectos de tener y, por
lo tanto, también más temerosos de perder. Mientras que las mujeres serían
reivindicativas de su posición de falta, cosa que las haría, por un lado, más
propensas a la queja, pero por otro, más sensibles a la injusticia –hay un sen-
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 43 Cultura y subjetividad

timiento profundo de injusticia que se escucha en las mujeres. Todo esto a


grandes rasgos, sin duda, porque las generalizaciones no tendrían que borrar
la verdad del caso por caso.

Lo que sí podemos constatar es que el cuerpo marca la relación del sujeto


con el goce. Así, para el ser que ha nacido con pene, el goce está claramente
localizado en su cuerpo, de forma también visible. Mientras que para el que no,
el goce se difumina de otro modo. No hay en el cuerpo de la mujer una marca
del goce equiparable, y por este motivo el goce femenino se puede escabullir,
hacerse menos evidente, mutarse a la hora de mostrarse.

Freud explicó la feminidad y la masculinidad como aquello respecto a lo que


todo sujeto se tiene que definir, y lo tiene que hacer desde un cuerpo anatómi-
camente marcado con un + o con un –, signos a los que la cultura no perma-
nece indiferente. A pesar de la muy controvertida frase de Freud en «La disolu-
ción del complejo de Edipo» en 1924, para la que «la anatomía es el destino»,
él explicó la sexualidad humana como un proceso incompleto y al que se llega
tras complicados meandros. Cada sujeto tiene que elegir una identificación y
una elección de objeto, es decir, cada cual tiene que elegir, incluso se podría
decir a pesar de su anatomía, una identificación a semblantes masculinos o
femeninos y un objeto de amor femenino o masculino. Estas elecciones no
están determinadas por la anatomía.

El inconsciente tiene para Freud tres características: una significación sexual,


un contenido infantil y ser del orden de lo reprimido. Finalmente, pues, en el
saber sobre el núcleo de lo más íntimo del sujeto, aquello que lo divide, y que
determina su destino en la vida, hay una verdad que pasa por la sexualidad, y
en relación con esta sexualidad, como fuente de vida y de muerte, cada sujeto
se tiene que entender como tal.

Freud empezó su teorización de la sexualidad bajo la premisa de que el desa- Referencia bibliográfica
rrollo sexual de niños y niñas era similar, para llegar a formular más tarde su
Sigmund�Freud (1926). «El
propia dificultad para teorizar sobre la sexualidad femenina: «De la vida sexual análisis ejercido por legos».
de la niña sabemos menos que de la del niño. Que no nos avergüence esta En: Sigmund Freud (1992).
Obras completas. Buenos Ai-
diferencia; en efecto, incluso la vida sexual de la mujer adulta sigue siendo un res: Amorrortu.
dark continent para la psicología» (pág. 199). Sin embargo, en el momento en
que reconoce su dificultad empieza a resignificar el material analítico que ya
tenía y hace aportaciones decisivas a la cuestión de la sexualidad femenina.

De entrada, para Freud existe un masculino universal del que la niña se ten-
drá que separar en su camino hacia la feminidad: hay solo una libido, que
es masculina. Freud equipara el órgano femenino del clítoris con el pene del
niño. De todos los conceptos que Freud desarrolló en esta época, uno de los
más decisivos y que más se ha comentado es el de penisneid, que sostiene que
la niña quiere ser recompensada por el agravio de no tener pene y que marca
ciertas actitudes reivindicativas de la feminidad. Una mujer puede reivindicar
esta recompensa desde dos posiciones: o bien no renunciando a la idea de que
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 44 Cultura y subjetividad

lo tiene, o bien queriendo tener un hijo. De este modo, el pene adquiere en la


teoría freudiana un valor que va más allá del órgano anatómico. Por eso po-
demos encontrar en la teoría la equivalencia: falo = pene = hijo, con la parti-
cularidad de que ni el pene ni el hijo llegan a cubrir completamente el ámbito
posible del falo. Esto implica que en elaboraciones ulteriores, Freud llegue a
unas especificaciones importantes: el falo no está siempre del lado masculino
o del padre. En algunas ocasiones, como en el caso de una joven homosexual
tratada por Freud (1920), las observaciones clínicas llevan a situar el falo del
lado de la madre.

A partir de la relación con el cuerpo y con la experiencia de goce, el sujeto Referencia bibliográfica
tomará determinadas posiciones que serán inconscientes y, por eso mismo,
Sigmund�Freud (1926). «Al-
decisivas. Este es el descubrimiento freudiano. El paso de lo universal a lo par- gunas consecuencias psíqui-
ticular tiene que ver con el desarrollo psicológico de cada persona y pasa por el cas de la diferencia anatómi-
ca entre los sexos». En: Sig-
cuerpo. En sus fundamentos, el pensamiento de Freud es binario y se estruc- mund Freud (1992). Obras
completas. Buenos Aires:
tura en torno al binomio falo/castración. Durante la niñez, la cuestión de la
Amorrortu.
diferencia sexual se decide por el predominio del genital masculino, por eso
Freud habla de la «primacía del falo» (pág. 146), que intenta explicar cómo
el niño pasa de lo universal a lo particular, del «todo el mundo lo tiene» al
«hay quienes no lo tienen». El niño parte de la premisa de que todo el mun-
do tiene pene; aun así, la realidad le demuestra que hay excepciones a esta
regla. De hecho, tarda bastante en aceptar la falta de pene en la madre. Y para
poderlo justificar, el niño construye complicadas y elaboradas teorías sobre
cómo y cuándo lo perdió. Un momento clave se produce cuando el niño se
da cuenta de que solo las mujeres pueden tener hijos y entonces establece un
paralelismo entre el niño y el falo, como si en algún punto la madre hubiera
intercambiado el falo por el niño.

Habrá que ver ahora cuál es el camino de las niñas hacia la excepción. No es
que la evolución de las niñas vaya de lo particular a lo universal sino también,
como en el caso de los niños, de lo universal a lo particular. Pero su camino es
diferente. Cada cual tiene que elaborar la diferencia de los sexos como el paso
de lo universal a lo particular, y tiene que definir la propia posición sexuada a
partir de la oposición tener/faltar, o bien, falo/castración. Y, aunque en prin-
cipio parecería que el falo es equivalente al sexo masculino, no es exactamen-
te así. También la mujer puede tener o encarnar el falo, sobre todo la madre.
Como Freud afirma, una niña puede no abandonar nunca la idea de que «lo
tiene», es decir, se puede resistir a ocupar la posición femenina, en tanto que
esta es equivalente a la de la falta, y continuar ocupando subjetivamente una
posición de identificación con el tener.

(2)
Sin embargo, en la teoría freudiana, las mismas dicotomías que se toman como Los términos imaginario y simbó-
lico provienen de la teoría psicoa-
punto de partida son cuestionadas muy pronto. De este modo, finalmente, el
nalítica de Jacques Lacan.
pene no llega a cubrir todo el espacio imaginario y simbólico del falo2. Si el
falo es aquello que tendría que completar al sujeto, cerrar el conjunto de sus
atributos y procurarle una certeza subjetiva, el órgano anatómico del pene no
puede llegar a cubrir todo este campo de significaciones. Como consecuencia,
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 45 Cultura y subjetividad

la dicotomía femenino/masculino pierde toda la certeza que una diferencia


anatómica podría hacer suponer. Al fin y al cabo, lo importante no es la dife-
rencia anatómica sino las consecuencias psíquicas de esta.

Por otro lado, ¿por qué entender la diferencia entre los sexos como una dife-
rencia entre lo universal y lo particular? Se podría responder apelando a la
historia de la cultura: así se ha entendido y así lo continúan entendiendo las
diferentes civilizaciones humanas. ¿Por qué las mujeres encarnan el lugar de
la diferencia? ¿Por qué son ellas las llamadas a introducir el signo «menos» en
la cultura? Hay que decir que no son solo las mujeres, a veces es la otra raza,
otra etnia u otro grupo. No es nada simple responder a estas preguntas, que
tienen que ver con las formas de goce de las culturas.

El recorrido freudiano por la diferencia entre los sexos es un recorrido por el Referencia bibliográfica
inconsciente del sujeto. La oposición entre masculino y femenino es de estruc-
Sigmund�Freud (1925). «Al-
tura, y no de contenido. Como podríamos decir actualmente usando la termi- gunas consecuencias psíqui-
nología que nos ha legado la lingüística del siglo XX y gracias a la lectura de cas de la diferencia anatómi-
ca entre los sexos». En: Sig-
ello que hace Jacques Lacan, es una oposición entre dos significantes, mascu- mund Freud (1992). Obras
completas. Buenos Aires:
lino/femenino, que están en el lugar de la oposición falo/castración, univer-
Amorrortu.
sal/particular («todos lo tienen» / «hay quienes no lo tienen»). Pero ninguno
de los términos de estos binomios llega a cubrir completamente el campo del
otro. Por eso, Freud afirma en 1925 que «los individuos humanos, a conse-
cuencia de su disposición [constitucional] bisexual, y de la herencia cruzada,
reúnen características masculinas y femeninas, de forma que la masculinidad
y la feminidad puras continúen siendo construcciones teóricas de contenido
incierto» (pág. 276).

Para Freud, no hay nada que se pueda establecer de entrada sino que el suje-
to parte de una bisexualidad innata. Los recorridos psicoanalíticos de sus pa-
cientes lo llevan a intentar esclarecer a posteriori cómo cada sujeto ha pasado
de esta bisexualidad a lo que él denomina destino biológico, pese a saber que
no hay coincidencia entre caracteres sexuales somáticos, carácter sexual psíquico
y tipo de elección de objeto. Tampoco nada en la psique apunta a la comple-
mentariedad entre los sexos. Freud afirma que quizá sería «una solución ideal»
que, a partir de cierta edad, se despertaran en niños y niñas los impulsos «de
atracción recíproca». Sin embargo, lo que el psicoanálisis descubre son las di-
ficultades de los sujetos en relación con su objeto de amor y de satisfacción.

Las dificultades de los sujetos en relación con su objeto de amor y de


satisfacción

«En este punto, conseguiríamos una solución ideal por su simplicidad si estuviéramos
autorizados a suponer que a partir de una edad determinada rige el influjo elemental
de la atracción recíproca entre los sexos, que empujaría a la chiquilla hacia el chiquillo,
mientras que la misma ley permitiría al chiquillo perseverar en la madre. E incluso se
podría aventurar que los niños siguen en esto las señales que les imparte la predilección
sexual de sus progenitores. Pero no nos será reservada una solución tan fácil; ni siquiera
sabemos si es lícito creer en este misterioso poder, ya no susceptible de descomposición
analítica, que tanto entusiasma a los poetas.»

Sigmund Freud, «La feminidad», Sigmund Freud (pág. 110, 1992), Obras completas.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 46 Cultura y subjetividad

Freud abordó por última vez la cuestión de la feminidad en la conferencia de


1932. El debate, sin embargo, ya se había abierto en el entorno psicoanalítico
de la época y en el movimiento feminista al cual él también interpela. Freud
discrepó de la ideología de la igualdad aduciendo que el problema de la sexua-
lidad no era reducible a una cuestión de los derechos de los sujetos, sino al
hecho de que la feminidad y la masculinidad no se podían igualar. Para cada
sujeto, la diferencia sexual se imbrica en el deseo, en el goce y en el amor de
manera singular. En Freud, la diferencia sexual se convierte en una decisión
del sujeto. Cada sujeto se ve obligado a «elegir» una posición sexuada, siempre
en relación con una diferencia anatómica que solo adquiere sentido cuando
interpreta al sujeto (y no al revés). De este modo, se introduce una disconti-
nuidad entre sexo biológico y sexo psicológico. E incluso entre sexo anatómi-
co, sexo genético y sexo psicológico, como son testigo de ello los casos de her-
mafroditismo. La experiencia analítica y el material clínico pondrán de relieve
que ningún sujeto logra finalmente una identificación plena con la posición
que cree ocupar. Al fin y al cabo, afirma, también los hombres quedan lejos
del ideal de masculinidad (pág. 276).

4.4. El falo como significante

Lacan partió de la tesis freudiana de la castración: para que el sujeto pueda


devenir un sujeto sexuado y obrar en consecuencia, tiene que pasar por la
castración, que es el efecto del significante en el sujeto: no se trata del lenguaje
en tanto que significado, sino en tanto que significante. Sin embargo, formuló
una pregunta crucial: ¿qué relación tiene la castración con el deseo? Para poder
responder, convirtió el falo en un significante, y un significante evoca siempre
una falta, puesto que, como describió la lingüística de Ferdinand de Saussure,
el significante remite siempre a otro que está ausente.

De este modo, el falo se convierte en Lacan en el significante de la falta pri-


mordial: no es una fantasía, ni un objeto, ni el órgano anatómico, sino un si-
mulacro, un significante que vela una falta estructural en el sujeto, la falta que
introduce el lenguaje ya por el solo hecho de hablar. Las necesidades enun-
ciadas en el lenguaje vuelven al sujeto «alienadas», es decir, para articular la
demanda en el habla, el sujeto tiene que usar unos significantes que siempre
vienen del Otro. Más allá de lo que puede satisfacer en el orden de la necesi-
dad, la demanda es siempre demanda de presencia o ausencia del Otro. Pero
la demanda no puede satisfacerse por vía de la necesidad, es solo el amor lo
que puede satisfacerla. El amor, por lo tanto, está situado en la demanda, y
consiste en dar lo que no se tiene.

Lacan distingue, pues, entre necesidad, demanda y deseo. Una distinción que
el lenguaje hace posible. En la fisura que aparece entre la necesidad y la de-
manda, tiene lugar el deseo. El deseo aparece en el espacio que abre la articu-
lación de la demanda en relación con la necesidad. De forma que Lacan puede
afirmar, en una bellísima expresión, que «la condición de felicidad del sujeto»
reside en el hecho de que en una relación cada cual pueda ser causa del deseo
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 47 Cultura y subjetividad

del otro. De este modo, el falo deviene el significante de la operación donde


se articulan para el sujeto el amor y el deseo en relación con la falta, en rela-
ción con una incompletitud que será definitiva. Es decir, cuando el lenguaje
se une a la aparición del deseo, deja una marca en el sujeto de la que el falo
será significante.

¿Pero por qué el falo? Por el lugar que ocupa en lo real (es el testigo del en- La constatación de
gendramiento de las generaciones), en lo imaginario (es lo que se ve más cla- Jacques-Alain Miller

ramente en la copulación) y en lo simbólico (equivale a la cópula, a la unión). Jacques-Alain Miller comenta


¿Podría haber sido el significante privilegiado otro elemento del cuerpo? ¿Los el hecho de que en lo que res-
pecta al papel del falo en las
pechos? ¿El útero? ¿Se podría postular una envidia de gestación en los hom- culturas, no hay lugar para la
justicia distributiva (De la natu-
bres? Ciertamente, se podría. Jacques-Alain Miller sostiene que, de haber sido raleza de los semblantes).
así, el destino de la humanidad habría sido otro. El caso es que en las culturas
solo es constatable el hecho de que «un tener esencial, primordial, recae sobre
el pene» (Miller, pág. 153).

Así pues, para el sujeto, en primer lugar existe una división primordial que es Referencia bibliográfica
el efecto del significante. Este es el sujeto del inconsciente y en este sentido se
Sigmund�Freud (1992).
trata de un sujeto asexuado. Es solo a posteriori, en relación con las formas de Obras completas. Buenos Ai-
goce, cuando se distinguen la posición masculina y la femenina. En un primer res: Amorrortu.

momento, todos los sujetos se encuentran en posición de objeto en relación


con el amor, con el deseo y con el goce. Pero después, por los efectos de la
amenaza de la castración o por «la nostalgia de la falta de tener» (Miller, pág.
694), se separarán las posiciones masculinas de las femeninas (o al revés). Así,
las identificaciones sexuales no son el resultado de un destino biológico ni
tampoco de un determinismo cultural. Las estructuras de la relación entre los
sexos se pueden explicar en relación con la función del falo.

4.5. El goce femenino o goce Otro

A pesar de la importancia dada al falo en todo el discurso psicoanalítico, Lacan Referencia bibliográfica
se da cuenta de que este no puede explicar toda la relación de la feminidad
Jacques-Alain�Miller (2008).
con el goce. De entrada, porque incluso «en la dialéctica falocéntrica, ella [la De la naturaleza de los sem-
mujer] representa el Otro absoluto» (Miller, pág. 732). En efecto, la feminidad blantes. Buenos Aires: Paidós.

encarna, o está llamada a encarnar, un lugar de alteridad; finalmente, sin em-


bargo, no solo para el hombre sino para sí misma. Lacan no dejó de investigar
qué habría en la posición femenina que fuera más allá del falo, entendido este,
como hemos visto en el subapartado anterior, como el significante del deseo
del Otro.

Ahora bien, que el goce femenino no tenga la medida fálica no quiere decir
que no tenga nada que ver con ello. Si para Freud, la mujer es incompleta, para
Lacan la mujer es no-toda. Que «la mujer no-toda es» significa también que
no hay ningún significante que represente completamente su goce. El goce
femenino está diseminado. Por eso, Miller dice que «el goce en la mujer no
tiene un lugar evidente» (Miller, pág. 161).
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 48 Cultura y subjetividad

El no-todo no es una cuestión exclusivamente de las mujeres, se puede inscri-


bir en él cualquier «sujeto parlante», «esté o no provisto de los atributos de la
masculinidad –atributos que quedan por determinar» (Encore, pág. 74), porque
lo que está en juego es una determinada manera de habitar el lenguaje. Lacan
desnaturaliza así las posiciones sexuadas de los sujetos.

Por otro lado, en cuanto al goce Otro, este es, aun así, un goce supuesto y, al
mismo tiempo, un goce ignorado del que nada se sabe. Si existiera, no sería
posible afirmar que «no hay Otro del Otro». Este famoso aforismo de Lacan
tiene toda su radicalidad y complejidad política. Por un lado, alude a que no
hay una garantía final, como también a que no hay simetría entre el goce
fálico y el goce Otro. Ante la imposibilidad para representar la feminidad, los
discursos tratan de aprehenderla con representaciones que siempre son fálicas,
es decir, representaciones de la feminidad que pasan por convertirla en iconos
de la belleza, de la maternidad, de la bondad, de la maldad, etc.

Todo esto son representaciones de una feminidad que es irrepresentable por-


que está más allá del falo. En cualquier caso se puede sugerir o suponer, pero
no hacerse presente o representarse. Así pues, para cada mujer habría una parte
de su goce y una parte de sí misma que, necesariamente, se tendría que repre-
sentar con significantes, pero otra parte quedaría supuesta e incluso ignorada
de sí misma, lo que la haría no-toda. De este modo, el psicoanálisis lacaniano
deja patente que lo simbólico no puede dominar todo lo que hay del goce en
el ser humano, ni ninguna identificación sexual puede dar toda su medida.

4.6. El paradigma lacaniano de la «no-relación sexual» y el amor


como suplencia

Jacques Lacan afirmó de una manera más o menos provocativa que «la rela-
ción sexual no existe». Con esto, declaraba que no hay para el ser que habla
inscripción natural de su relación con el otro sexo. Lo dijo incluso con otras
palabras cuando aseveró que no se puede escribir la relación sexual. La rela-
ción con el goce del cuerpo es siempre solitaria.

De hecho, Lacan no era ningún optimista en cuanto a los vínculos, digámoslo


así, intersubjetivos. Su concepto de sujeto pasaba por una idea de la alienación
–que podríamos considerar heredada de Hegel– de modo que el sujeto surge
de una alienación fundamental al lenguaje, pero también de una noción de
exilio según la cual el sujeto padecería una exclusión interna respecto a su
objeto primordial. Esto deja al sujeto solitario y extraviado por los caminos
erráticos de un goce idiota. Para Lacan, se puede gozar hablando o se puede
gozar sexualmente, pero finalmente de lo que se goza es del propio cuerpo.
Así, no hay relación entre el hombre y la mujer como no hay relación entre
el Uno y el Otro.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 49 Cultura y subjetividad

La ausencia de relación sexual apunta al hecho de que para el ser que habla
hay un goce prohibido desde el principio. Lacan traduce el objeto perdido
freudiano en términos de una prohibición de goce introducida por el lenguaje.
Por el simple hecho de que las necesidades tienen que pasar por el lenguaje,
el goce que convendría a las necesidades está perdido. Hablar produce «otra
satisfacción» diferente de la que se derivaría de la satisfacción de las necesida-
des y que Lacan denomina otra porque es inconsciente. Pero asimismo, las ne-
cesidades se encuentran afectadas irremediablemente por tener que pasar por
la palabra, hasta el punto de quedar en suspenso o completamente desviadas
de lo que podría ser su satisfacción natural, si es que algo así pudiera existir:
«Todas las necesidades del ser que habla están contaminadas por el hecho de
estar implicadas en otra satisfacción a la que pueden faltar» (Encore, pág. 65).
Es decir, el inconsciente se puede satisfacer sin que se satisfagan las necesida-
des del organismo. No hay un objeto que pueda rellenar la pulsión: el objeto
siempre falla.

El aforismo de que la relación sexual no existe significa también que no hay


manera de universalizarla porque se funda en una prohibición y en una ex-
cepción: no sirve cualquier partenaire. Y esto es así no solo por la prohibición
consistente en que existe desde el principio, al menos, una mujer prohibida
para el hombre, la madre, sino porque existen las condiciones de la vida eró-
tica que ya Freud descubrió y que indican que, ciertamente, no se puede go-
zar de cualquiera. Estas condiciones tienen que ver con la marca que llevan
para el sujeto los objetos que sustituyen lo que se ha perdido de entrada. Dos
sujetos parlantes no se abordan nunca sexualmente de manera directa. No lo
pueden hacer, el lenguaje se lo impide. Necesariamente tienen que pasar por
los senderos del lenguaje y esto, siguiendo a Lacan, lo envuelve todo.

El amor, que surge de la palabra, es lo que puede hacer de suplencia a los


imposibles que plantea la relación sexual. Dado que no hay acceso al Otro,
el amor surge en el vacío de la relación sexual que no existe. Porque no se
puede gozar de todas las mujeres, es posible amar a una. Así pues, hay dos vías
de acceso al Otro, la vía del objeto parcial –la vía del goce del cuerpo– y la
vía de la palabra. A veces los sujetos optan por una y no por la otra, pero en
general en cada sujeto están presentes las dos vías, a pesar de que para cada
cual a su manera.

La inexistencia de relación sexual pone de relieve lo que hemos afirmado más


arriba: que no hay nada de natural ni en la sexualidad ni en la relación en-
tre los sexos. Y que, por lo tanto, tampoco puede haber nada normativo. En
las culturas, las convenciones para el apareamiento han tenido como función
contener los efectos de esta inexistencia, y así la sexualidad aparecía regula-
da con razones de tipo económico, religioso y político. La ley de las alianzas,
diríamos, sustituía la falta de relación sexual. Aun así, a partir del momento
en que la elección de objeto es libre, es evidente que no hay una norma que
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 50 Cultura y subjetividad

pueda universalizar esta elección. Aún más, queda patente que esta elección es
profundamente singular y allí se juega lo que Foucault denominaría la propia
inteligibilidad del sujeto.

4.7. La performatividad del género

La propuesta de que el género es el resultado de los «actos» del sujeto y no


tiene ningún sustrato anterior a estos es el núcleo principal de la teoría de la
performatividad del género impulsada por la filósofa norteamericana Judith
Butler. Su pensamiento se inspira en el psicoanálisis lacaniano, en la feno-
menología (Merleau-Ponty, Edmund Husserl), en la antropología (Claude Le-
vi-Strauss, Clifford Geertz) y en la teoría de los actos de habla de John Searle.
Parte de la afirmación de que no hay ninguna inscripción natural del género
y de que este no resulta de los hechos, es decir, de la facticidad, sino de los
actos que lo construyen como tal.

En el libro Gender Trouble, que se tradujo al castellano como El género en disputa,


rebate la distinción entre sexo y género tradicional, según la cual habría un
sexo que apelaría a la naturaleza y un género que sería su construcción social
y afirma que, de hecho, toda forma de sexo es siempre posterior al género y
este resulta no exclusivamente del discurso sino de los efectos que este tiene
en los sujetos. Un cuerpo «sexuado» tiene que generar su identidad; así, la
performatividad del género se encarga de construir el sexo biológico.

Butler propone que «no hay una identidad de género detrás de las expresio- Referencia bibliográfica
nes de género; esa identidad se constituye performativamente por las mismas
Judith�Butler (2001). El géne-
"expresiones" que, según se dice, son resultado de esta» (pág. 58). El género, ro en disputa. México: Paidós.
pues, no es solo un proceso sino el resultado de los actos del sujeto, de aque-
llos actos que tienen una fuerza «performativa» porque hacen devenir lo que
denominan.

De este modo, Butler escribe:

«El género es la estilización repetida del cuerpo, una serie de actos repetidos –dentro de
un marco regulador muy rígido– que se congela en el tiempo para producir la apariencia
de sustancia, de una especie natural de ser. Una genealogía política de ontologías del
género, si se logra hacer, deconstruirá la apariencia sustantiva del género en sus actos
constitutivos y ubicará y dará cuenta de esos actos dentro de los marcos obligatorios
fijados por las diversas fuerzas que vigilan la apariencia social del género.»

Judith Butler, El género en disputa (pág. 58, 2001).

Butler recurre a la teoría de los actos de habla de Searle para referirse a las
expresiones que no «representan» algo sino que lo «constituyen». Se trata de
los actos ilocutivos, como por ejemplo: «Yo os declaro marido y mujer». Para
Butler, el género es el resultado de prácticas discursivas que tendrían un efecto
ilocutivo sobre el sujeto. Así, hablar es un acto performativo que hace que
incorporemos a nuestros cuerpos la realidad de la que hablamos, de forma que
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 51 Cultura y subjetividad

convenciones «ficticias» toman la apariencia de realidad. El género, pues, no


responde a una esencia, sino a razones ideológicas y se asume bajo los efectos
de la heterosexualidad normativa.

En la base de la performatividad de la identidad de género reside una «hetero-


sexualidad forzada», de modo que la división sexual hombre/mujer se funda,
según esta autora, en una negación de la homosexualidad puesto que la dife-
rencia se define siempre sobre un trasfondo de normalidad heterosexual que
sirve para segregar otras formas de sexualidad, de deseo o de identidad. Así
pues, la identidad es un asunto profundamente político que llama a la sub-
versión. La cuestión es que esta se tiene que hacer desde dentro del discurso,
porque es todo lo que hay.

Sin duda, una de las consecuencias más importantes de la idea de performati- Crítica al constructivismo
vidad de Butler es la llamada a la subversión. Si el género se construye a partir
En Bodies that Matter, Butler
del discurso, hay actos que pueden subvertir las categorías y el orden ideológi- se hace eco de esta crítica y
co que impone la heterosexualidad normativa. Esta filósofa hace un esfuerzo busca responderle: «Cons-
tructivism forecloses agency,
por dilucidar qué discursos -y de qué manera- pueden subvertir la identidad preempts the agency of the
subject, and finds itself presup-
de género. Pese a todo, no puede ignorar una de las críticas que se ha hecho posing the subject that calls in-
to question».
al constructivismo, según la cual este cancela la posibilidad de la agencia, es
decir, de la capacidad de responder –agency, en inglés.

En otras palabras, si el discurso construye la identidad, ¿entonces cómo pue- Referencia bibliográfica
de surgir su propia crítica? Subraya la aparente paradoja de que el sujeto se
Judith�Butler (1993). Bodies
podría oponer a las mismas normas que lo producen, y define la agencia co- that matter. Londres: Routled-
mo «una práctica reiterativa y rearticuladora, inmanente al poder, y no como ge.

una relación de oposición externa al poder» (Butler, pág. 15). Por lo tanto, el
poder puede producir su propia oposición como un efecto de sí mismo. Para
que sea posible una «materialización del sexo» –término que ella prefiere al
de construcción–, hace falta la reiteración de las normas, pero los cuerpos no se
adecúan nunca del todo a las normas, esta es la inestabilidad que permite el
cambio, la rematerialización que significa el giro de la ley contra sí misma en
un cuestionamiento de la propia fuerza de la ley.

Según la teoría de Butler, para que un cuerpo sea sexuado e inteligible como
tal en el sujeto, hace falta la reiteración de ciertas normas, pero esta genera
inestabilidad y pone en cuestión los límites del discurso sobre la inteligibilidad
del sexo. Así se producen las fisuras que nutren la subversión. En este sentido,
Butler se interesa por los discursos que se sitúan en los intersticios de la sexua-
lidad –como ejemplo, la parodia drag– en tanto que se trata de prácticas que
resignifican el discurso sobre la sexualidad.

Algunas voces críticas han sugerido que la teoría de Butler propondría que
la sexualidad es asumible y cambiable simplemente como si se tratara de un
tipo de disfraz teatral. Por eso, y respondiendo a estos reproches, la filósofa
norteamericana sostiene que hay que distinguir entre «encarnar o performar
roles de género y el uso performativo del discurso» (Butler, pág. 231). Este
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 52 Cultura y subjetividad

último tiene efectos «reales» sobre los cuerpos. Con esto quiere evidenciar que
el género no es una práctica de quita y pon, puesto que «el poder del discurso
para materializar sus efectos es, por lo tanto, consonante con el poder de los
discursos para circunscribir el dominio de la inteligibilidad» (Butler, pág. 187).

Butler insiste mucho en señalar la fuerza de lo que ha denominado la perfor-


matividad, no como un acto volitivo, sino como «una práctica reiterativa y
citacional por la que el discurso produce los efectos que denomina» (Butler,
pág. 2). Esto implica que no existe un sujeto anterior al discurso que lo cons-
tituye, lo que anula cualquier acto de volición respecto a la identidad sexual.
Además, que el sujeto sea dependiente del discurso subraya su historicidad.
Por otro lado, el sujeto se produce por efecto de la reiteración, de la citación –
es el término que ella pone en circulación– de normas que se fundan, sin em-
bargo, en una exclusión que debilita el imperativo que se trata de imponer. En
efecto, en el intento de establecer una identidad coherente y estable fundada
en lo que se denomina la heterosexualidad normativa, se segrega la homosexua-
lidad –se produce el repudio, dice Butler– y se produce lo que denomina zonas
inhabitables de la vida social, siendo estas las que amenazan los límites de la
primera. Por eso insiste en que las prácticas feministas y queer son formas de
desidentificación.

No es necesario mencionar la fuerza que las teorías de Judith Butler han tenido
en los estudios culturales y en la crítica feminista y queer. A ella le debemos,
en gran medida, haber pensado el género y su subversión desde la práctica
crítica. Sin embargo, quizá porque su disciplina es la filosofía, no profundiza
sobre los mecanismos de producción del sujeto –aquí haría falta una práctica
clínica– y no tiene en cuenta, sorprendentemente, la categoría del placer o del
goce. Tampoco recoge la propuesta del psicoanálisis de que la sexualidad es
inconsciente y el efecto del significante en el sujeto. En estas páginas, por lo
tanto, nos quedaría comenzar un debate sobre las posiciones de los autores
que hemos puesto en relación. Sin duda, se podría decir mucho más sobre cada
uno de ellos y sobre todos ellos. Esperamos que a los lectores de estas páginas
os queden ganas de ello.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 53 Cultura y subjetividad

5. Subjetividad y cultura en el mundo global

No podemos hablar de la cultura en el siglo XXI sin tomar en consideración lo


que ha significado lo que podríamos denominar la frontera global. Los efectos
de vivir en un mundo globalizado como el nuestro en la subjetividad y, por
lo tanto, en la cultura, son fuertes. Para terminar, querríamos llevar a cabo
una última reflexión sobre estas dos cuestiones. En primer lugar, analizar el
impacto que ha tenido la irrupción de las culturas no occidentales en el ámbito
de los estudios culturales y, en segundo lugar, una reflexión sobre el impacto
que las nuevas formas económicas del capitalismo de la globalización dejarán
sobre los sujetos.

5.1. Del Orientalismo al mundo poscolonial

Edward Said publicó en 1974 el ensayo Orientalismo. Identidad, negación y vio-


lencia, que se ha convertido en un hito capital en los estudios denominados
poscoloniales que se han ocupado de la cultura más allá de los territorios oc-
cidentales y que han vivido bajo el impacto del colonialismo. Said demostró
que la llegada de la cultura occidental a territorios lejanos no solo transformó
a estos, sino que también transformó el propio discurso cultural de Occiden-
te. La obra de Said tiene muchísimos méritos, pero para empezar destacamos
uno de ellos: haber seguido la construcción del discurso cultural sobre el Otro,
en este caso, el Oriente en los textos de Occidente, y en esta empresa haber
mostrado que en la construcción del Otro, se hablaba de Uno.

En palabras de Said:

«Además, el Oriente ha ayudado a definir Europa (u Occidente) como su imagen, idea,


personalidad, experiencia de contraste. Sin embargo, nada de este Oriente es meramente
imaginario. El Oriente es una parte integrante de la civilización y la cultura materiales
europeas. El Orientalismo expresa y representa esta parte culturalmente e incluso ideo-
lógicamente como un discurso con las instituciones de apoyo, el vocabulario, el saber, la
imaginería, las doctrinas e incluso las burocracias y los estilos coloniales.»

Edward Said, Orientalismo (1991).

De una manera muy interesante, Said define el Orientalismo como un con- Referencia bibliográfica
junto de discursos pero con un efecto real. Por otro lado, si bien estos constru-
Edward�Said (1991) Orienta-
yen un Otro consistente, el trabajo de Said revela que en este proceso Oriente lisme. Vic: Eumo.
no es aquello exterior a Occidente sino que más bien se encuentra en su mis-
mo interior. Así, para Said no se trata de que Oriente estuviese allí y que los
europeos lo describieran, sino que Oriente fue orientalizado, fue «convertido
en oriental» (pág. 19).
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 54 Cultura y subjetividad

Ahora bien, la relación entre Oriente y Occidente, a pesar de ser discursiva,


estaba atravesada por las relaciones de poder. De hecho, Said tiene interés en
mostrar cómo el discurso orientalista estaba muy bien entretejido con las ins-
tituciones políticas y económicas. Por lo tanto, no se trataba de una simple
fantasía, sino de un discurso con efectos reales sobre la vida de los sujetos.

Años más tarde, en 1993, Said publicó Culture and Imperialism, una obra que Referencia bibliográfica
llevaba más allá los postulados principales de la anterior. A partir de la idea
Edward�Said (1996). Cultu-
de que la cultura es un terreno de conflicto, exploraba cómo las confrontacio- ra e imperialismo. Barcelona:
nes que acompañaron a la expansión colonial en el mundo encontraron su Anagrama.

expresión en obras literarias, musicales, etnográficas. Así, Said nos da una de-
finición de cultura que nos es familiar: «la cultura es una especie de teatro en
el que se enfrentan distintas causas políticas e ideológicas. Lejos de constituir
un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico
campo de batalla en el cual las causas se expongan a la luz del día y entren
en liza unas con otras».

Para Said, las grandes obras culturales de Occidente compartían la ideología


hegemónica que construía a los sujetos coloniales como seres inferiores a los
sujetos occidentales. El estudio se revela así muy gramsciano y demuestra que
la cultura más exquisita estaba implicada en la conquista y la subyugación de
tierras y de personas. En sus propias palabras: «Una difícil verdad que descubrí
al trabajar en este libro es cuán pocos de los artistas ingleses y franceses que
admiro analizaban la noción de "sujeto" o de raza "inferior" dominante entre
los funcionarios que practicaban estas ideas como algo asumido» (Said, pág.
14). La cultura es, pues, una institución que refleja y reproduce las relaciones
de poder. De este modo, crea subjetividades escindidas, puesto que Oriente
orientaliza Occidente al mismo tiempo que Occidente occidentaliza Oriente,
y esto da lugar al nacimiento de lo que Said denomina movimientos híbridos
de contraenergía (Said, pág. 514), movimientos políticos y culturales que han
puesto en cuestión la fuerza totalizadora del poder.

«La imagen autoritaria y amenazante del imperio que se infiltró dentro de tantos proce-
dimientos de dominio cultural y se apropió de ellos, encuentra su opuesto en disconti-
nuidades renovadas y casi lúdicas, cargadas de impurezas intelectuales y seculares: géne-
ros mezclados, combinaciones inesperadas de tradición y novedad, experiencias políticas
basadas en comunidades de esfuerzo e interpretación (en el sentido más amplio de la
palabra), más que en clases y corporaciones de poder, posesión y apropiación.»

Edward Said, Cultura e imperialismo (pág. 514, 1991).

La cultura, pues, es un espacio donde los sujetos se encuentran sujetos al dis-


curso del poder, lo reproducen a veces, pero a veces lo toman prestado para
hacer algo diferente que se puede oponer a la misma ideología de la que son
fruto.

La obra de este profesor de literatura comparada tuvo un especial impacto en


el mundo anglosajón, que vio nacer lo que se ha denominado estudios posco-
loniales, donde se estudiaba la literatura y la cultura que floreció en los territo-
rios que habían sido colonizados, especialmente en el mundo anglófono, pero
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 55 Cultura y subjetividad

también en el francófono y lusófono. A pesar de la ambigüedad del término,


los estudios poscoloniales se refieren, en líneas generales, a toda la cultura
afectada por los procesos de colonización hasta la actualidad.

Los procesos de colonización y, después, los de descolonización dieron lugar


a productos culturales diferentes. Así, en el periodo colonial se produce una
élite cultural que se identifica con los valores de la metrópolis y a pesar de que
describen profusamente la vida colonial, los valores hegemónicos pertenecen
a la empresa imperial que los cobija. En lengua inglesa, la obra de Rudyard Kli-
ping es uno de los mejores exponentes de esta literatura. Aun así, muy pronto
empiezan a aparecer escritores surgidos en el seno de las comunidades indíge-
nas. Se trata de las élites nativas que acceden a la cultura de la metrópolis. En
estos casos, se empiezan a hacer visibles las grietas del mundo colonial.

La descolonización hace aparecer nuevos discursos identitarios que impregnan


las prácticas culturales: la cuestión de la autenticidad, de la cultura propia, las
desigualdades por razones de género, la historia de la denigración racial y el
esclavismo entran con fuerza en las narrativas de aquel momento. En cualquier
caso, los mitos sobre la identidad son frecuentes.

Una nueva forma de crítica emerge a partir de la idea de que la teoría que ha
surgido de la cultura europea no puede dar razón de la diversidad y la com-
plejidad de la cultura efecto del colonialismo. Esto se reúne bajo el epígrafe de
estudios poscoloniales. La acusación principal que se esgrime contra la teoría
europea es que defiende una idea de la universalidad que coincide (¡qué coin-
cidencia!) con las ideas europeas. Es decir, que la cultura europea está marcada
por un profundo etnocentrismo que se disfraza detrás de las nociones de una
supuesta universalidad. El poscolonialismo desenmascaría estos prejuicios y
demostraría que, de hecho, no hay centro ni periferia, que la cultura es siem-
pre alteridad.

Aun así, se da una paradoja en todo este proceso, puesto que los estudios pos-
coloniales son, quizá a pesar de sí mismos, un producto profundamente eu-
ropeo. En efecto, solo los podemos enmarcar en una tradición europea que
muestra que la cultura es diversidad. Como hemos ido repasando en las pági-
nas anteriores, la idea de una cultura central y monolítica queda muy pronto
superada entre los intelectuales y pensadores occidentales a favor de una he-
terogeneidad indiscutible. Quizá la originalidad de los estudios poscoloniales,
que hay que decir que en muchos casos son deudores de la mejor antropología
occidental, reside en haber abastecido estas teorías de material cultural que es,
en su fundamento, profundamente híbrido.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 56 Cultura y subjetividad

Con total seguridad, los estudios poscoloniales, que surgen de un cierto ím- Identidades puras y
petu identitario a raíz de los procesos de descolonización, pronto se encuen- auténticas

tran confrontados a una imposibilidad, la de establecer identidades puras y Como dice la canción del gru-
auténticas. po Jarabe de palo:
En lo puro no hay futuro
la pureza está en la mezcla
Los estudios poscoloniales, así, no glosan una realidad exterior a Europa, sino en la mezcla de lo puro
su propia intimidad. Lo que ya Said reveló en su primera obra no hace sino que antes que puro fue mez-
cla.
confirmarse. No hay que decir que la expansión colonial europea transforma la
faz de la tierra de una manera irreversible. Se trata de una expansión territorial,
sin duda, pero también –o quizá sobre todo– cultural y subjetiva.

5.2. El sujeto subalterno

Esta nominación la puso en circulación la profesora de literatura comparada


de origen indio Gayatri Chakravorty Spivak, en el famoso artículo «Can the
subaltern speak?». Esta pensadora defiende, en contra de las posiciones más
esencialistas, la idea de un sujeto colonial que no puede ser reducido a una
idea de origen o de pertenencia. El sujeto, en tanto que efecto del discurso, es
el resultado de una miríada de discursos. Spivak toma prestadas dos nociones
sobre las que construye su teoría, la idea lacaniana de que el sujeto es el efecto
del significante sobre el ser y la idea de Foucault de que el sujeto es el resultado
de múltiples posiciones textuales. Por lo tanto, no se puede pensar una política
basada en identidades fijas inmóviles, no hay lugar, según ella, para un sujeto
anterior a la colonización que encarne la pureza de una esencia.

Spivak, inspirándose en el concepto de subalterno que elaboró el filósofo mar-


xista Gramsci, formuló la pregunta de si quienes no se pueden representar a sí
mismos, los sujetos subalternos, pueden hablar en nombre propio. O dicho de
otro modo, si es posible hablar y –sobre todo– ser escuchado desde un discurso
no hegemónico. Por el solo hecho de tomar la palabra, dice Spivak, uno se
otorga una posición de poder que excluye en la misma enunciación la voz de
la subalternidad. Las mujeres ocuparían especialmente este lugar radical por
la doble condición de mujer y de súbdito colonial. La noción de subalterno
deviene así la figura del Otro irrepresentable que no puede hablar porque no
forma parte del discurso. A pesar de la controversia que generó este trabajo, es
destacable que planteara los límites de la representabilidad del sujeto: tanto
en sentido político como en sentido discursivo.
CC-BY-NC-ND • PID_00248610 57 Cultura y subjetividad

Los trabajos hechos desde los estudios poscoloniales inauguran el pensamien- El vaticinio de Jacques
to sobre el sujeto de la globalización, el sujeto de un mundo que conoce un Lacan

uso nuevo de la frontera. En efecto, como vaticinó Jacques Lacan en 1967, el «Notre avenir de marchés
mundo de los mercados comunes ha encontrado su contrapunto en los pro- communs trouvera sa balan-
ce d’une extensión de plus en
cesos de segregación cada vez más fuertes. plus dure des procès de ségré-
gation.»
Jacques Lacan, «Proposition
5.3. La hipermodernidad du 9 d’octobre de 1967 sur le
psychanalyste de l’École», Au-
tres écrits (pág. 257).
La hipermodernidad es un término que designa un nuevo momento de la
historia. Hace referencia a la sociedad del siglo XXI, marcada por la angustia y
el sentimiento de precariedad. No hay duda de que el siglo XXI ha empezado
con una gran crisis hipermoderna. La salud, el trabajo, la vivienda, han pasado
a ocupar el primer lugar en las preocupaciones de la gente de Occidente. Pese a
todo, la ciudadanía continúa guardando ciertos valores como la solidaridad, la
defensa del Estado del bienestar, los derechos humanos. Si bien es cierto que,
por otro lado, hay movimientos xenófobos, estos son inferiores en número y
fuerza a los otros.

La hipermodernidad se nutre de una transformación radical del tiempo y de


la realidad. El espacio virtual parece haber desplazado el espacio real del suje-
to, cualquier cosa se hace rápidamente caduca y la existencia parece que se
desarrolla en un «ahora» perpetuamente eternizado. Los vínculos son rápidos,
volátiles, efímeros, y esto se refleja en la vida laboral, la vida amorosa, la vida
familiar. Por otro lado, el espacio es global pero muy cercano a causa de la
rapidez de la Red virtual.

Esto produce en el sujeto un fuerte sentimiento de desarraigo y de desidenti-


ficación. Los significantes familiares y laborales que daban consistencia a la
identidad de un sujeto, a pesar de que se podían vivir como un yugo asfixiante,
han desaparecido. Hoy «ser hijo de...» es una identificación bastante ineficaz,
porque los lazos sociales que daban consistencia a los linajes han cambiado:
uno nace en una parte de mundo pero puede vivir en otras muchas y muy
lejanas. Por otro lado, también la solidez que daban ciertas identificaciones
laborales ha desaparecido bajo la precariedad que ha transformado el mundo
laboral.

Al sujeto se le ofrece, en cambio, una multitud de objetos llamados a tapar


este vacío estructural: objetos de todo tipo entre los cuales los electrónicos
reinan por encima de todos los otros. Y la cultura se ha convertido en un
gran dispensador de objetos de satisfacción, atrapada en el carro veloz de la
tecnología y el cambio constante.

¿Qué caminos emprenderá el sujeto de la hipermodernidad? El arte de prede-


cir el futuro no pertenece al ámbito de los estudios culturales. Con dificultad
intentamos discernir las coordenadas en las que nacen las subjetividades con-
temporáneas. En este sentido, el discurso del psicoanálisis nos ayuda a com-
prender las condiciones de existencia que hacen que el sujeto responda, como
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siempre, con su síntoma. Si recordamos la definición de Jacques Lacan por la


cual el sujeto es «la respuesta a lo real», tendremos que pensar qué tipo de res-
puesta –en forma de subjetividad– creará lo real hipermoderno. Es decir, hay
un real –en un apartado anterior hemos hablado de él– y un sujeto que, como
ser parlante, nace en este real y responde al mismo –y se diferencia de él– a
través de una subjetividad propia que no es sino un síntoma.

El sujeto lo es en tanto que responde con su síntoma a las coordenadas vitales


de su existencia. Cuando las condiciones de este mundo hipermoderno, del
capitalismo global, generan subjetividades, producen sus síntomas, entre los
cuales hay que contar la cultura. A nosotros nos es dado trabajarlos. Esto no
va sin dificultad, puesto que nos esforzamos por analizar el material que nos
ha hecho y al que solo conseguimos mirar con distancia con un gran esfuerzo
de desfamiliarización. Aun así, la crítica de la cultura, si quiere ser digna de su
nombre, no tiene ninguna otra vía. Un camino difícil, pero no por ello menos
cautivador.
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