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3. Promesse du bonheur
La promesa del arte, según la revisión de Adorno de la tradición que va desde Schiller hasta
Lukács, consiste en que allí, en la obra, está presente, en forma latente, como anticipo, lo absoluto.
Pero la marca de la promesa contenida en el arte presenta, en la reflexión estética de Adorno, una
dislocación de la promesa rubricada por la situación histórica concreta de la irrupción de un tipo de
arte caracterizado como enigmático y hermético. Adorno parte entonces de que, en la configuración
del arte moderno radical, expresado por las figuras de Schönberg, Kafka, Beckett o Celan, la crisis
de la razón – y, con ella, de las formas conceptuales para pensar el arte – es inmanente a sus propios
procedimientos materiales y principios constructivos. Este hecho modificará tangencialmente el
sentido en que Adorno piensa esa promesa (Cf. Fragasso, 2005:189).
El antecedente tanto histórico como conceptual de la noción adorniana del arte como promesa
de felicidad se remonta a la idea del “principio del arte” esbozada en la década del 20 por Georg
Lukács (1985). Según Lukács, la obra de arte lleva en su seno la armonía que la realidad social
cosificada niega al sujeto, porque la obra es – y en esto Lukács continúa con signo distinto una
problemática de la filosofía clásica alemana – el único vestigio que presenta la unidad de la antinomia
entre espíritu y naturaleza, de sujeto y objeto, unidad que la razón subjetiva, en términos de Adorno,
ha eliminado. Pero Lukács limita las posibilidades de la estética para mostrar la génesis de la unidad
perdida. En la obra de arte la problemática de la unidad de sujeto y objeto sólo está configurada, pero
no encuentra en ella una real solución. Esta solución únicamente es factible, según Lukács, en la
esfera ética, a través de la praxis revolucionaria. Por lo tanto, el sentido del principio del arte radica,
en Lukács, en que la obra de arte contiene una configuración de la totalidad antes de que ella se
plasme, en concreto, por mediación de la acción ético-política revolucionaria.
Sin embargo, para Adorno la validez de este principio anticipatorio del arte ya no puede
efectivizarse en la acción revolucionaria. Otro es el contexto histórico y conceptual que condiciona
la idea adorniana del arte como promesa de felicidad. En la década del sesenta, la confianza en un
sujeto revolucionario no era una posibilidad real para Adorno. Ya no lo era tampoco en los cuarenta.
En Dialéctica de la Ilustración, Adorno señalaba que no había una salida, propiciada por una
subjetividad crítico revolucionaria, de la crisis de la razón porque la dialéctica de la razón misma
desmantela las posibilidades de un sujeto autónomo. La inexistencia de un sujeto emancipado que
pudiera hacer para sí la riqueza social producto del trato racional con la naturaleza, tanto interna como
externa, oblitera la dialéctica marxista en general, y al planteo lukacsiano en particular. Según
Adorno, al fundirse las fuerzas productivas técnico-científicas con las relaciones de producción, los
sujetos pierden su capacidad no sólo de transformar revolucionariamente el sistema; tampoco pueden
resistirse a él. Desde el pesimismo antropológico de Adorno, “el mundo racionalizado se contrae y
reduce a una ‘falsa’ totalidad” (Habermas, 1999:468) – totalidad que es falsa porque no se encuentra
afectada por ningún rasgo de participación individual en su constitución.
En este panorama adorniano de un mundo racionalizado y de total administración de la
conciencia de los sujetos, sólo la obra de arte puede cargar sobre sí con la promesa de felicidad. Pero
esta promesa sólo es válida para un tipo de obra de arte: la obra abierta. Esta idea que será clave en
Teoría Estética ya se encontraba esbozada en la década del cuarenta en La filosofía de la nueva
música. Allí Adorno afirmaba que las únicas obras que contaban en su época era aquellas que no eran
obras; es decir, aquellas en que, entre la materialidad de la obra y su sentido, entre la sensibilidad y
la inteligibilidad, se abría una grieta insalvable. Las obras de arte auténticas sólo se presentaban, y en
esa presentación no pretendían ninguna conciliación entre estos extremos, ni una asimilación parcial
a alguno de ellos. La obra se rebelaba constantemente contra aquella separación sin dejar de saber
que era insoluble (Cf. Adorno, 2003:36).
La promesa de felicidad que guarda la obra de arte radical ya no es, como en Lukács, una
anticipación de lo absoluto, una conciliación de los polos del sujeto y del objeto, del espíritu con la
naturaleza. La obra de arte, según Adorno, es aquella cuya negatividad se manifiesta en contra de
cualquier separación abstracta entre sujeto y objeto, pero, sin embargo, sabe que dicha separación es
inevitable. Esta escisión insalvable se experimenta negativamente en el arte como “lenguaje del
sufrimiento”. El dolor físico es la herida por la cual se puede dar cuenta de la coerción totalizadora
del sistema sobre los individuos (Cf. Adorno, 2005:191). Como la política es la acción que permitiría
que los hombres fueran auténticamente felices, y como la praxis política ha fracasado (Schwarzböck,
2008:263), quien carga sobre sí con esa promesa de felicidad es el arte. Pero éste es incapaz de
realizarla. Promete lo que no puede materializar. Así, la experiencia estética lo es de algo que el
espíritu no podría extraer ni del mundo ni de sí mismo, es la posibilidad prometida por su radical
imposibilidad. Por ello, Adorno sostiene que si el arte contiene aún una promesa es una “promesa
quebrada” (Adorno, 1983:181). El arte ha perdido la eficacia de configurar un estado político
históricamente realizable donde se retome la unidad entre sujeto y objeto por fin reconciliados. Pero
en su impotencia, en su total negatividad, en la obra moderna radical se instala una presencia (un
resto de no-identidad) no conceptualizable, que será objeto constante de la búsqueda adorniana. En
tal sentido, la promesse du bonheur late en la obra de arte como presentimiento de lo acallado y
lacerado en la dialéctica histórica de la razón ilustrada.6
En torno a lo dicho, el concepto de negatividad estética, como marca de la diferencia
específicamente estética, provee una llave fundamental para pensar la continuidad y la movida que
sugieren los usos que Adorno realiza de los conceptos de autonomía y soberanía del arte y su relación
con el lenguaje político y estético de la época. Desde allí es posible reconstruir la idea de promesa del
arte, ahondar en su tensa relación con la idea de placer y de felicidad, y evidenciar su problemática
significación política. En este campo de fuerzas conceptuales, en el que se encuentra la negatividad
estética, adquiere todo su espesor la paradoja constitutiva del arte moderno radical:
“Todo lo que sea estéticamente puro [autonomía], que se halla estructurado por su propia ley inmanente
está haciendo una crítica muda [soberanía], está denunciando el rebajamiento que se supone un estado
de cosas que se mueve en la dirección de una total sociedad de intercambios, en la que todo es para otra
cosa. Lo asocial del arte es negación determinada de una sociedad determinada” (Adorno, 1983:296).
4. Consideraciones finales
La forma paradójica de la función social que Adorno le concede al arte moderno avanzado
permite insertar la negatividad estética en un juego de irresolubles tensiones sociales y políticas, juego
asentado en un horizonte de expectativas de transformación social. Michael Sullivan y John Lysaker,
analizando el problema de la relación entre la teoría y la praxis estética y política, enfatizan con
claridad este supuesto adorniano:
“Lograr la emancipación no es cuestión de producir nuevos contenidos que describan la vida no
cercenada, una cuestión de producir nuevas conclusiones hacia las que podría ser dirigidas las prácticas
presentes. En cambio, y esta es la contribución de Adorno al tema de la actividad política, el camino a
la emancipación comienza con prácticas analizadas, como una, que no disuelva la tensión entre sujeto y
objeto” (Sullivan y Lysaker, 1992:121).
La “crítica muda” que despliega el arte radical se encuentra entre esas actividades en donde las
tensiones no se resuelven en una figura positiva. Pero la experiencia estética no refiere
exclusivamente a la función crítica, que se supone que ejerce el arte con relación a la realidad exterior
no estética, sino, también, al arte como operador de una intensificación del placer sensual en la
experiencia cotidiana.7 Sin embargo, dicha intensificación no puede ser mentada, en la concepción
adorniana, como goce inmediato, sino como goce mediado socialmente, transido por un conflicto que
destaca, de un modo particular, las esferas culturales y artísticas como lugar de mediación en el
terreno histórico y político. Allí radica la fecundidad de pensar en el uso que Adorno hace de la idea
de promesa de felicidad, en la apuesta que realiza en el debate político-ideológico con esa concepción
del arte. Concepción que ha mudado su antiguo signo, ya que se ha modificado la aplicación
nietzscheana de la promesa – que arremete contra el “goce desinteresado” kantiano (Cf. Nietszche,
2006:135) -, y no puede tampoco abdicar a la carga de ser expresión objetiva del sufrimiento
acumulado en la historia, que la praxis estrictamente política en el pensamiento adorniano, no ha
podido redimir.
En este juego de tensiones – y en particular, la tensión de la noción de autonomía con la de la
soberanía en el seno el “arte avanzado” -, la reapropiación singular de Adorno de la concepción del
arte como promesa de felicidad oficia como cristalizador de un debate estético que puede ser releído
teniendo en cuenta las condiciones de posibilidad históricas y las transformaciones conceptuales que
exceden el campo exclusivamente estético y que permite ver las razones por las que la problemática
del arte deviniera significativa en relación con el ámbito de la praxis política; pero esto también marca
los límites, las aporías y las posibilidades del giro político de la estética en Adorno.
Bibliografía
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1
Actualmente, Ch. Menke (1997) ha intentado revitalizar la estética adorniana al reconfigurar en un nuevo
registro, basado en el entrecruzamiento con las teorías deconstructivistas, la antinomia entre soberanía y
autonomía del arte.
2
Una investigación pionera en la interpretación de Adorno desde la historia intelectual, utilizando la noción
de Kraftfeld, fue el trabajo Adorno de Martin Jay (1988).
3
Peter Bürger impugna el acento puesto por Adorno en la autonomía de la experiencia estética por
considerarla inadecuada a las prácticas estéticas de vanguardia y postvanguardia. Por ello, Según Bürger,
Adorno no comprendió el potencial de ruptura de las vanguardias históricas (cf. Bürger, 1996; Bürger, 2000).
4
En el pensamiento frankfurtiano, el texto clave para comprender el proceso de subjetivización y
formalización de la razón sigue siendo Crítica de la razón instrumental (1973) de Max Horkheimer.
5
En Adorno y lo político, Silvia Schwarzböck destaca la inédita combinación de pesimismo y melancolía que
introduce Adorno para pensar la política y su fracaso (Cf. Schwarzböck, 2008:274)
6
Redimir al componente somático el dolor humano acumulado en la historia que se encuentra latentemente en
la promesa quebrada del arte es un objetivo que ronda permanentemente en la pesquisa adorniana: “… ¿qué
sería el arte en cuanto forma de escribir la historia, si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado?”
(Adorno, 1983:339).
7
Esta hipótesis, que destaca la importancia que Adorno concede al placer estético y a su relación con la vida
cotidiana, confronta con la crítica que esgrime Hans Robert Jauss contra el purismo estético de Adorno (Cf.
Jauss, 1986:56-57).