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El arte como promesa.

El giro político de la estética en Adorno

Esteban Alejandro Juárez (UNC-SECYT)

1. Delimitación temática y cuestiones metodológicas


El tema de la investigación en marcha se circunscribe a las implicancias estéticas y políticas
de la idea de promesa de felicidad contenida en el arte moderno radical tal como se presenta en
la Teoría Estética (1970) de Theodor W. Adorno. Dicha idea será abordada reconstruyendo el
“dispositivo histórico-conceptual” signado por la relación antinómica entre los conceptos de
autonomía estética y soberanía del arte.1 Estos conceptos forman un “campo de fuerzas”2 desde
el cual se revela un particular modo de pensar la tensión fundamental del arte moderno avanzado:
la ambigüedad constituida por su potencialidad para superar la escisión histórica de los ámbitos
estéticos y no estéticos y la necesidad de conservar su diferencia propiamente estética. En torno
a este dispositivo opera lo que Marc Jimenez denominó el “giro político de la estética” (Jimenez,
1992:210), giro en el cual se inscribe la concepción adorniana del arte radical como promesa de
felicidad.
La problemática se centra, entonces en la forma que adquirió el “dispositivo histórico-
conceptual” y en el modo en que éste permitió articular las nociones estéticas antinómicas de
autonomía y soberanía, operantes significativamente en la concepción adorniana del arte moderno
radical como promesa quebrada.
En términos generales, el tema se deslizará rondando una serie de cuestiones orientativas
relacionadas con la historia intelectual. Éstas podrían ser resumidas en las siguientes preguntas:
¿con qué términos aparece vinculada, ya sea como opuesto o como complemento, la idea de
promesa de felicidad?, ¿cuál es el valor específico que tenía la idea de promesa de felicidad
quebrada? En definitiva, ¿cuál sería el contexto lingüístico (Skinner, 2007:160) en el que la idea
de promesa de felicidad es utilizada significativamente, ya sea en el debate estético como en el
político?

2. La tensión entre soberanía y autonomía estética


Adorno asumió las complejas posibilidades de confluencia y de conflicto de los conceptos de
autonomía y soberanía estética sin que ninguno se subordinara a los imperativos del otro.3 Por un
lado, el concepto de autonomía, por lo menos desde Kant, posibilita la identificación del estatuto
específico de la experiencia estética, en tanto resultado, tal como se constata a partir de los análisis
de Max Weber, de la diferenciación moderna de los distintos ámbitos de experiencia y de
prácticas discursivas (Cf. Habermas, 1993; Habermas, 1999). En términos históricos, la
emancipación del arte de criterios absolutistas en el interior de la sociedad burguesa implicaba
que el arte comenzaba a ser percibido como un acontecimiento que responde a sus propias reglas,
con independencia de otras normas reguladoras a su vez de experiencias no estéticas. Desde la
perspectiva de la autonomía, la validez de la esfera del arte quedaba relativizada al valor
específico de lo bello. Ningún resultado extraído de allí podría entonces confirmar o refutar lo
que sucediera en otros ámbitos de representación, ya sea el teórico-científico, el moral o el de la
praxis política. Por lo tanto, la esfera de valor estética se situaría junto a otras formas de
experiencia y discurso distinguibles entre sí.
Por otro lado, en irreductible tensión con aquella noción de autonomía, se halla el concepto
de soberanía del arte. El arte, en cuanto soberano, irrumpe, desde esta perspectiva, en el
funcionamiento de otros modos de experiencia y de prácticas discursivas no estéticas, rompiendo
con las exigencias de una razón devenida instrumental y totalitaria. Como surge del sombrío
diagnóstico de Dialéctica de la Ilustración (Adorno y Horkheimer, 1997), el proceso histórico
del desarrollo de la razón moderna más que cumplir el ideal ilustrado de introducir libertad, frente
a cualquier forma de coacción y dominación heterónoma, acaba por invertir sus pretensiones.
Adorno y Horkheimer mostraron cómo la razón moderna se desploma hacia un callejón sin salida
en donde ella ya no logra distinguir entre regresión y progreso. Para ellos, la dialéctica entre
civilización y barbarie seguiría mostrando este fáustico rostro mientras la forma predominante de
acción y pensamiento en las sociedades modernas se encuentre gobernada por los imperativos de
la razón subjetiva y sometida a la lógica del principio de intercambio de equivalentes. El concepto
de soberanía, a cuyas exigencias Adorno no renuncia, permite, entonces, vislumbrar en el arte
una instancia crítica de las consecuencias destructivas del despliegue de esa razón subjetiva.4 Esta
instancia se manifiesta en la idea de que la promesa incumplida de la razón ilustrada moderna,
incumplida por el fracaso de la praxis política que esa misma dialéctica de la razón ponía en
marcha, sólo puede encontrar su enclave en el presente en la esfera del arte.5

3. Promesse du bonheur
La promesa del arte, según la revisión de Adorno de la tradición que va desde Schiller hasta
Lukács, consiste en que allí, en la obra, está presente, en forma latente, como anticipo, lo absoluto.
Pero la marca de la promesa contenida en el arte presenta, en la reflexión estética de Adorno, una
dislocación de la promesa rubricada por la situación histórica concreta de la irrupción de un tipo de
arte caracterizado como enigmático y hermético. Adorno parte entonces de que, en la configuración
del arte moderno radical, expresado por las figuras de Schönberg, Kafka, Beckett o Celan, la crisis
de la razón – y, con ella, de las formas conceptuales para pensar el arte – es inmanente a sus propios
procedimientos materiales y principios constructivos. Este hecho modificará tangencialmente el
sentido en que Adorno piensa esa promesa (Cf. Fragasso, 2005:189).
El antecedente tanto histórico como conceptual de la noción adorniana del arte como promesa
de felicidad se remonta a la idea del “principio del arte” esbozada en la década del 20 por Georg
Lukács (1985). Según Lukács, la obra de arte lleva en su seno la armonía que la realidad social
cosificada niega al sujeto, porque la obra es – y en esto Lukács continúa con signo distinto una
problemática de la filosofía clásica alemana – el único vestigio que presenta la unidad de la antinomia
entre espíritu y naturaleza, de sujeto y objeto, unidad que la razón subjetiva, en términos de Adorno,
ha eliminado. Pero Lukács limita las posibilidades de la estética para mostrar la génesis de la unidad
perdida. En la obra de arte la problemática de la unidad de sujeto y objeto sólo está configurada, pero
no encuentra en ella una real solución. Esta solución únicamente es factible, según Lukács, en la
esfera ética, a través de la praxis revolucionaria. Por lo tanto, el sentido del principio del arte radica,
en Lukács, en que la obra de arte contiene una configuración de la totalidad antes de que ella se
plasme, en concreto, por mediación de la acción ético-política revolucionaria.
Sin embargo, para Adorno la validez de este principio anticipatorio del arte ya no puede
efectivizarse en la acción revolucionaria. Otro es el contexto histórico y conceptual que condiciona
la idea adorniana del arte como promesa de felicidad. En la década del sesenta, la confianza en un
sujeto revolucionario no era una posibilidad real para Adorno. Ya no lo era tampoco en los cuarenta.
En Dialéctica de la Ilustración, Adorno señalaba que no había una salida, propiciada por una
subjetividad crítico revolucionaria, de la crisis de la razón porque la dialéctica de la razón misma
desmantela las posibilidades de un sujeto autónomo. La inexistencia de un sujeto emancipado que
pudiera hacer para sí la riqueza social producto del trato racional con la naturaleza, tanto interna como
externa, oblitera la dialéctica marxista en general, y al planteo lukacsiano en particular. Según
Adorno, al fundirse las fuerzas productivas técnico-científicas con las relaciones de producción, los
sujetos pierden su capacidad no sólo de transformar revolucionariamente el sistema; tampoco pueden
resistirse a él. Desde el pesimismo antropológico de Adorno, “el mundo racionalizado se contrae y
reduce a una ‘falsa’ totalidad” (Habermas, 1999:468) – totalidad que es falsa porque no se encuentra
afectada por ningún rasgo de participación individual en su constitución.
En este panorama adorniano de un mundo racionalizado y de total administración de la
conciencia de los sujetos, sólo la obra de arte puede cargar sobre sí con la promesa de felicidad. Pero
esta promesa sólo es válida para un tipo de obra de arte: la obra abierta. Esta idea que será clave en
Teoría Estética ya se encontraba esbozada en la década del cuarenta en La filosofía de la nueva
música. Allí Adorno afirmaba que las únicas obras que contaban en su época era aquellas que no eran
obras; es decir, aquellas en que, entre la materialidad de la obra y su sentido, entre la sensibilidad y
la inteligibilidad, se abría una grieta insalvable. Las obras de arte auténticas sólo se presentaban, y en
esa presentación no pretendían ninguna conciliación entre estos extremos, ni una asimilación parcial
a alguno de ellos. La obra se rebelaba constantemente contra aquella separación sin dejar de saber
que era insoluble (Cf. Adorno, 2003:36).
La promesa de felicidad que guarda la obra de arte radical ya no es, como en Lukács, una
anticipación de lo absoluto, una conciliación de los polos del sujeto y del objeto, del espíritu con la
naturaleza. La obra de arte, según Adorno, es aquella cuya negatividad se manifiesta en contra de
cualquier separación abstracta entre sujeto y objeto, pero, sin embargo, sabe que dicha separación es
inevitable. Esta escisión insalvable se experimenta negativamente en el arte como “lenguaje del
sufrimiento”. El dolor físico es la herida por la cual se puede dar cuenta de la coerción totalizadora
del sistema sobre los individuos (Cf. Adorno, 2005:191). Como la política es la acción que permitiría
que los hombres fueran auténticamente felices, y como la praxis política ha fracasado (Schwarzböck,
2008:263), quien carga sobre sí con esa promesa de felicidad es el arte. Pero éste es incapaz de
realizarla. Promete lo que no puede materializar. Así, la experiencia estética lo es de algo que el
espíritu no podría extraer ni del mundo ni de sí mismo, es la posibilidad prometida por su radical
imposibilidad. Por ello, Adorno sostiene que si el arte contiene aún una promesa es una “promesa
quebrada” (Adorno, 1983:181). El arte ha perdido la eficacia de configurar un estado político
históricamente realizable donde se retome la unidad entre sujeto y objeto por fin reconciliados. Pero
en su impotencia, en su total negatividad, en la obra moderna radical se instala una presencia (un
resto de no-identidad) no conceptualizable, que será objeto constante de la búsqueda adorniana. En
tal sentido, la promesse du bonheur late en la obra de arte como presentimiento de lo acallado y
lacerado en la dialéctica histórica de la razón ilustrada.6
En torno a lo dicho, el concepto de negatividad estética, como marca de la diferencia
específicamente estética, provee una llave fundamental para pensar la continuidad y la movida que
sugieren los usos que Adorno realiza de los conceptos de autonomía y soberanía del arte y su relación
con el lenguaje político y estético de la época. Desde allí es posible reconstruir la idea de promesa del
arte, ahondar en su tensa relación con la idea de placer y de felicidad, y evidenciar su problemática
significación política. En este campo de fuerzas conceptuales, en el que se encuentra la negatividad
estética, adquiere todo su espesor la paradoja constitutiva del arte moderno radical:
“Todo lo que sea estéticamente puro [autonomía], que se halla estructurado por su propia ley inmanente
está haciendo una crítica muda [soberanía], está denunciando el rebajamiento que se supone un estado
de cosas que se mueve en la dirección de una total sociedad de intercambios, en la que todo es para otra
cosa. Lo asocial del arte es negación determinada de una sociedad determinada” (Adorno, 1983:296).
4. Consideraciones finales

La forma paradójica de la función social que Adorno le concede al arte moderno avanzado
permite insertar la negatividad estética en un juego de irresolubles tensiones sociales y políticas, juego
asentado en un horizonte de expectativas de transformación social. Michael Sullivan y John Lysaker,
analizando el problema de la relación entre la teoría y la praxis estética y política, enfatizan con
claridad este supuesto adorniano:
“Lograr la emancipación no es cuestión de producir nuevos contenidos que describan la vida no
cercenada, una cuestión de producir nuevas conclusiones hacia las que podría ser dirigidas las prácticas
presentes. En cambio, y esta es la contribución de Adorno al tema de la actividad política, el camino a
la emancipación comienza con prácticas analizadas, como una, que no disuelva la tensión entre sujeto y
objeto” (Sullivan y Lysaker, 1992:121).

La “crítica muda” que despliega el arte radical se encuentra entre esas actividades en donde las
tensiones no se resuelven en una figura positiva. Pero la experiencia estética no refiere
exclusivamente a la función crítica, que se supone que ejerce el arte con relación a la realidad exterior
no estética, sino, también, al arte como operador de una intensificación del placer sensual en la
experiencia cotidiana.7 Sin embargo, dicha intensificación no puede ser mentada, en la concepción
adorniana, como goce inmediato, sino como goce mediado socialmente, transido por un conflicto que
destaca, de un modo particular, las esferas culturales y artísticas como lugar de mediación en el
terreno histórico y político. Allí radica la fecundidad de pensar en el uso que Adorno hace de la idea
de promesa de felicidad, en la apuesta que realiza en el debate político-ideológico con esa concepción
del arte. Concepción que ha mudado su antiguo signo, ya que se ha modificado la aplicación
nietzscheana de la promesa – que arremete contra el “goce desinteresado” kantiano (Cf. Nietszche,
2006:135) -, y no puede tampoco abdicar a la carga de ser expresión objetiva del sufrimiento
acumulado en la historia, que la praxis estrictamente política en el pensamiento adorniano, no ha
podido redimir.
En este juego de tensiones – y en particular, la tensión de la noción de autonomía con la de la
soberanía en el seno el “arte avanzado” -, la reapropiación singular de Adorno de la concepción del
arte como promesa de felicidad oficia como cristalizador de un debate estético que puede ser releído
teniendo en cuenta las condiciones de posibilidad históricas y las transformaciones conceptuales que
exceden el campo exclusivamente estético y que permite ver las razones por las que la problemática
del arte deviniera significativa en relación con el ámbito de la praxis política; pero esto también marca
los límites, las aporías y las posibilidades del giro político de la estética en Adorno.

Bibliografía

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Lukács, G. (1985) Historia y conciencia de clase, 2 tomos, Buenos Aires: Orbus, trad. de M. Sacristán.
Menke, C. (1997) La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida, Madrid: Visor, trad.
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Schwarzböck, S. (2008) Adorno y lo político, Buenos Aires: Prometeo.
Skinner, Q. (2007) Lenguaje, política e historia, Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, trad. de Cr.
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Sullivan, M. y Lysaker, J. (1992) “Beetween Impotence and Illusion: Adorno’s Art of Theory and Practice” en
New German Critique, Issue 57, pp. 87-122.

1
Actualmente, Ch. Menke (1997) ha intentado revitalizar la estética adorniana al reconfigurar en un nuevo
registro, basado en el entrecruzamiento con las teorías deconstructivistas, la antinomia entre soberanía y
autonomía del arte.
2
Una investigación pionera en la interpretación de Adorno desde la historia intelectual, utilizando la noción
de Kraftfeld, fue el trabajo Adorno de Martin Jay (1988).
3
Peter Bürger impugna el acento puesto por Adorno en la autonomía de la experiencia estética por
considerarla inadecuada a las prácticas estéticas de vanguardia y postvanguardia. Por ello, Según Bürger,
Adorno no comprendió el potencial de ruptura de las vanguardias históricas (cf. Bürger, 1996; Bürger, 2000).
4
En el pensamiento frankfurtiano, el texto clave para comprender el proceso de subjetivización y
formalización de la razón sigue siendo Crítica de la razón instrumental (1973) de Max Horkheimer.
5
En Adorno y lo político, Silvia Schwarzböck destaca la inédita combinación de pesimismo y melancolía que
introduce Adorno para pensar la política y su fracaso (Cf. Schwarzböck, 2008:274)
6
Redimir al componente somático el dolor humano acumulado en la historia que se encuentra latentemente en
la promesa quebrada del arte es un objetivo que ronda permanentemente en la pesquisa adorniana: “… ¿qué
sería el arte en cuanto forma de escribir la historia, si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado?”
(Adorno, 1983:339).
7
Esta hipótesis, que destaca la importancia que Adorno concede al placer estético y a su relación con la vida
cotidiana, confronta con la crítica que esgrime Hans Robert Jauss contra el purismo estético de Adorno (Cf.
Jauss, 1986:56-57).

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