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no habría podido responder con precisión y certeza ni siquiera a una sola pregunta que versara
sobre cualquiera de los motivos que crecían como raíces de tu verba irredenta
y me envolvían
que sabías hacer con palabras cavernosas, un timbre nasal siempre cargado de mocos,
las pausas que sostenías mientras sacabas del bolsillo el pañuelito blanco y lo extendías para
sonarte la nariz,
tus ojos redondeados y vidriosos que buscaban el cielo, la carcajada súbita, la voz levantada,
la mano imperativa, la lengua que repasaba una encía sin dientes, el arranque de furia que
podías suspender como un actor para pasar rápidamente a otra cosa
intraducible
e inútil.
La fuerza de la literatura
Entro al nuevo bar en el que recalás para dar tus clases de consulta (debo rendir una de tus
materias próximamente)
que queda a media cuadra del otro bar al que fuiste durante años
(te peleaste a los gritos con el mozo del bar y te juraste que no ibas a volver
y no podés disimular la sorpresa que te causan mis pantalones rojos y brillantes y la gorra del
mismo color y brillo que llevo en una de mis manos
y te explico para comenzar lo nuestro (por lo que he venido) que en realidad debería estar en
un colectivo
rumbo al supermercado La Gallega de zona Sur donde hoy me tocó hacer las promociones de
carne de cerdo magra
y que acabo de salir de la reunión en la que nos leen las ventas de la semana anterior y nos
pagan (con o sin premio)
pero como si se te hubiera ocurrido una idea que no conviene hacerla esperar me interrumpís
y te ponés de pie y encaminás tus pasos hacia el fondo donde debés sortear dos o tres
escalones para acceder al sector más alto del bar
y mientras pienso en la prisa que llevo y en mi jefe que espero no haya telefoneado aún a la
encargada del súper
para que no me eche ahora que tengo una hija de pocos meses que alimentar
te aparecés de repente en mi campo visual como una mancha oscura que se borra del cuadro
súbitamente:
lo que ha pasado sencillamente es que te has caído al suelo (vos, el único gigante de las letras
que me dirije la palabra)
y reprimo mi impulso a levantarme e ir en tu ayuda porque pienso que sos un viejo orgulloso
y en efecto no me equivoco porque llegás a la mesa hablando del fulgor que irradian las ruinas
mientras te sacudís una manga de la camisa que exhibe algunos restos de polvo.
Con una cámara que no sé manipular, que ese mismo viejo trajo hace diez años, la única
vez que se alejó del pueblo, y ahora me saluda sonriente, bajo la pátina amarillenta de la
tarde, con una bolsa de pan en la mano y el gabán descosido, tomo la fotografía. Hay
detrás un tambor de cien litros, volcado, leña seca que se apila en el centro del baldío,
latas de pintura arruinada alrededor, dos chapas que se enciman en el suelo sembrado de
cardos, entre víboras de caucho y alambres en constelación rastrera. Hay estrellas que
apenas se ven.