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III

‘MUJER, H E AHÍ A TU HIJO...


H E AHÍ A TU MADRE”
Juan, 19,26-27

Jesús, viendo a su m adre y ju n to a ella a l discípulo a quien am aba,


dice a su m adre: “M ujer, a h í tienes a tu h ijo ”. Luego dice a l discí­
p u lo : “
A h í tienes a tu m adre ” Y desde aquella hora el discípulo la
acogió en su casa.

El viernes santo ha sido testigo de la desintegración de la comu­


nidad de Jesús. Judas le ha vendido, Pedro le ha negado y la mayo­
ría de los discípulos han huido. Todos los esfuerzos de Jesús por
formar una pequeña comunidad parecen haber fracasado. Y
entonces, en el momento de mayor oscuridad, vemos a esta comu­
nidad naciendo a los pies de la cruz. Su madre recibe un hijo e*i su
amigo más próximo y el discípulo amado recibe una madre.
N o es una comunidad cualquiera, sin más. Es nuestra comuni­
dad. Este es el nacimiento de la Iglesia. Jesús no llama a María
“m adre”. Antes bien, dice: “Mujer”. Porque ella es la nueva E va La
antigua Eva era la m adre de todos los vivientes. Esta es la nueva
Eva, que es la m adre de todos aquellos que viven por la fe. Aquí
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tenemos, pues, a nuestra familia. Aquí tenemos a nuestra madre y


a nuestro hermano.
¿Por qué ha nacido a los pies de la cruz nuestra nueva familia?
Porque lo que desintegra a la comunidad humana es la hostilidad
y la acusación. Somos hostiles a otras personas porque no son
como nosotros: son negros, blancos o amarillos; son judíos o
musulmanes; son homosexuales; son progresistas o conservadores.
Miramos a los demás con gesto acusatorio y tratamos de excluir­
los. Las sociedades suelen organizarse en tomo a la exclusión.
Buscamos chivos expiatorios que puedan llevarse sobre sus espal­
das nuestros miedos y rivalidades.
Jesús toma sobre sí toda nuestra hostilidad, todas las recrimina­
ciones que los seres humanos nos hacemos unos a otros. Jesús es
“la piedra que los constructores desecharon, [que] en piedra angu­
lar se ha convertido” (Sal 118,22). Como afirma James Alison:
“Dios está entre nosotros como un excluido”.1 En el centro de
nuestra adoración se encuentra aquél que fue rechazado. ¿A quié­
nes acusamos hoy en día? ¿A quiénes culpabilizamos de los males
de la sociedad, de nuestro propio sufrimiento?
Ser cristiano es reconocer que a los pies de la cruz nace nuestra
familia, de la cual nadie absolutamente puede ser excluido. Somos
herm anos y hermanas, los unos de los otros. Esto no es simple­
m ente un bonito título honorífico, al igual que llamar a un sacer­
dote “Padre”. En Cristo somos verdaderamente de la misma fami­
lia. Llevamos la misma sangre, la sangre de la cruz. La forma más

1. Knowt'ng Jesús, Londres, 1993, p. 71. [Edición en español: Alison, J.:


Conocer a Jesús: cristología de la no-violenda. Salamanca: Secretariado
Trinitario, 1994].
“M UJER, H E AHÍ TU HIJO... H E AHÍ A TU MADRE"
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apropiada de dirigimos a otro cristiano es llamándolo “hermano”


o herm ana”. Si nos decidiésemos a ponerlo en práctica, la gente
nos miraría como si fuésemos unos bichos raros. Pues bien, isomos
unos bichos rarosl Decir que alguien es nuestro hermano o nues­
tra herm ana no supone únicamente declarar una relación; supone
tam bién la proclamación de la reconciliación. Cuando José se des­
cubre a sus hermanos, les dice: “Yo soy vuestro hermano José, a
quien vendisteis a los egipcios” (Gn 45,4). Supone la declaración
de una verdad curativa.
En muchas partes del mundo, y particularmente en Occidente,
nuestra Iglesia está desgarrada por las divisiones y la polarización.
María y el discípulo amado se ven empujados a la cruz por su amor
a Cristo. Sus amores, el amor de una madre y el amor de su amigo
más próximo, son diferentes. Pero allí se transforman en una sola
y la misma familia. No existe competencia ni rivalidad alguna. El
Nuevo Testamento engloba todo tipo de formas absolutamente
diferentes de formular nuestra fe.
Cada uno de nosotros se ve empujado hacia Cristo por una
modalidad diferente de amor. Pero no solemos reconocer a nues­
tro Dios en los otros tipos de amor de otras personas. Podemos
despreciar su fe por juzgarla tradicional o progresista, sentimental
y mojigata, o intelectual y abstracta. Podemos verla tal vez como
una suerte de amenaza que debemos combatir con la expulsión.
Pero allí, al pie de la cruz, somos una misma familia. Imaginémo­
nos que tuviésemos que pensar en el cardenal Ratzinger como
nuestro herm ano Joseph y en el profesor Küng como nuestro her­
m ano Hans. Se nos ha encomendado la labor de sobrepasar todas
las fronteras y hostilidades que dividen a los seres humanos y de
decir: “A quí tengo a mi hermano”, “Aquí tengo a mi hermana”
54 LAS S IE T E ÚLTIMAS PALABRAS

_,n jra]c la Confe-


Cuando comenzó a vislumbrarse la guerra H istribu-
renda de lo» superiores dominicos d e lo* Est^ “ ^ a ^ ra lm e n te ,
yó pegatinas que decían: “Tenemos familia en lrax •
estaban pensando en primer lugar en nuestros hermanos y erma
ñas dominicos, en los hermanos de Baghdad y Mossul, y en nues­
tras1hermanas que están repartidas por la mayoría de «os rincón
del país. También pensaban que todos los iraquíes son nuestros er
manos y hermanas, hijos de Abraham, independientemente de que
sean musulmanes o cristianos.
El arzobispo de Recife, en Brasil, Helder Camara, tenía la pro­
funda sensación de que los más pobres de los pobres eran su fami­
lia. Si oía hablar de que alguno había sido detenido injustamente,
telefoneaba a la policía y dería: “Me he enterado de que han dete­
nido a mi hermano*. Y la policía se desharía en disculpas: “Su
Excelencia, lo sentimos muchísimo. No sabíamos que era su her­
mano. Venga a recogerlo, por favor”. Y cuando el arzobispo se pre­
sentaba en la comisaría de policía para recoger al hombre en cues­
tión, el policía podía decirle: “Pero, Su Excelencia, este hombre no
tiene el mismo apellido que usted”. Y Camara respondía entonces
que todos los pobres eran sus hermanos.
Por último, ¿qué pasa con nuestras familias en el sentido habi­
tual, los padres que nos dieron la vida, nuestros maridos o nuestras
mujeres y los hijos que engendramos? La familia cristiana nos
empuja a ir más allá de sus fronteras. Nos vuelve hacia afuera con
objeto de descubrir a otros hermanos y hermanas más allá de
nuestra familia legal. Jesús le dice a María: “Ahí tienes a tu hijo”.
Abre los ojos, mira, esta persona es tu hijo. Los padres cristianos
pueden seguir este ejemplo. Podemos decirles a nuestros hijos:
“Abrid los ojos y mirad. Este extranjero, este iraquí, este ruso, este
“M UJER, H E AHÍ TU H U O „ H E AHÍ A T U MADRE* 55

judío, este musulmán es vuestro hermano”. La familia debería ense­


ñamos a pertenecer a la humanidad. •
Una de mis amigas más queridas es una hermana dominica que
pertenece a una familia numerosa, de unos diez u once hermanos,
fodas las Navidades se reúnen para celebrar una fiesta. En cierta
ocasión advirtió la presencia de una pareja a la que no lograba
identificar. Se dirigió hacia ellos y les preguntó cuáles eran sus
lazos con la familia. Ellos contestaron simplemente que pasaban
por allí, habían visto esa fiesta tan alegre y se habían decidido a
entrar, así sin más. Y se quedaron, ciertamente.

La cruz de San C lemente

A principios de este año fui a visitar a Austin Flannery, un


dominico irlandés. Advertí que sobre su escritorio tenía una her­
mosa reproducción de la cruz realizada en mosaico que se encuen­
tra en el ábside de la basílica de San Clemente en Roma, iglesia que
les file cedida a los dominicos irlandeses en el año 1677. Esta basí­
lica fue la base de la provincia irlandesa durante la época de la per­
secución, cuando los hermanos no podían vivir libremente en
comunidad en su propio país. Cuando expresé mi admiración por
esta cruz, Austin me la ofreció inmediatamente, de modo que la
tengo en gran estima como un testimonio de amistad ante todo.
Santo Tomás entiende el amor, que es la vida de la Trinidad, en
términos de amistad. Así pues, estamos llamados a encontrar nues­
tra morada en la amistad de Dios y a encontrar a Dios en todas
nuestras amistades.
Esta cruz sugiere también cuán amplia es nuestra morada. A
ambos lados de la cruz figuran María y el discípulo amado, Juan.
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Sobre la cruz hay doce palomas. Me imagino que representan a los


doce apóstoles, que quedarán colmados del Espíritu Santo en el
día de Pentecostés y serán enviados a los confines del mundo. Así
pues, incluso en este momento más sombrío podemos ver el
embrión de lo que será la gran comunión de la Iglesia. La cruz no
es tínicamente un instrumento de tortura. Sus brazos extendidos
nos ayudan a comprender “cuál es la anchura y la longitud, la altu­
ra y la profundidad” (Ef3,18) del amor de Dios.
La propia basílica pone de relieve que esta comunión ya no sólo
sobrepasa las divisiones actuales entre los seres humanos, sino
también las barreras del tiempo. En 1857, un dominico irlandés lla­
mado Mullooly comenzó a excavar bajo la basílica y descubrió los
restos de una iglesia del siglo IV, que todavía se puede visitar. La
cruz que contemplamos fue copiada muy probablemente a partir
de los mosaicos de esta primera iglesia, una de las más antiguas de
Roma. De hecho, es posible que algunos de sus tesserae daten del
siglo IV. De ser así, la imagen que contemplamos abarca ocho
siglos de elaboración. Y bajo la iglesia del siglo IV se descubrieron
los restos de un templo de Mithra, del siglo I. Así, la basílica de San
Clemente y esta cruz evocan la vasta duración de la comunidad
nacida bajo la cruz y que se extiende a santos y pecadores, vivos y
muertos, hasta abarcar la totalidad del género humano.

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