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1. Introducción.
El uso actual del término “ideología” se caracteriza por el sentido peyorativo que se le otorga a la
expresión. Cuando se quiere refutar una opinión sobre cualquier tema sin tomarse el trabajo de
analizarla en profundidad, se le cuelga inmediatamente el rótulo de “ideológica” y asunto
terminado. Para entender este proceder hay que tener presente que el ámbito cultural de las
últimas décadas se ha caracterizado por la hegemonía de dos corrientes de pensamiento
convergentes y cuyos efectos se refuerzan entre sí: de un lado, la convicción de que existen ciertas
certezas indiscutibles sobre el funcionamiento de la sociedad (generalmente proporcionadas por
la economía académica), y que sólo ellas merecen ser calificadas como “ciencia”; por otro lado, la
tendencia a suscribir la convicción de que todo debate sobre cuestiones sociales conduce a
disputas interminables y estériles. En este contexto, la “ideología” resulta un recurso cómodo para
clausurar toda discusión, con el agregado de que “el resto no es silencio”, como escribió el viejo
William, sino “ruido comunicacional”.
Ahora bien, hacer ciencia supone ir más allá de lo aceptado convencionalmente, sacando a la luz
todo aquello que está oscurecido por las apariencias. Es por esto que en este artículo abordamos
algunos momentos de la historia de la teoría de la ideología, para demostrar que el modo y el
sentido en que se emplea actualmente el término representan un empobrecimiento fenomenal de
una de las áreas más fructíferas de la teoría social. El autor aclara desde ya que el objetivo
principal de este trabajo no es hacer una historia del concepto de ideología. Las referencias
históricas sirven aquí de apoyo a una tarea que consideramos más importante, esto es, el dar
cuenta de la relevancia de la teoría de la ideología para la comprensión de algunos de los
problemas fundamentales de las ciencias sociales.
Uno de los principales obstáculos que enfrenta la teoría social consiste en la evidencia misma de
lo social, en el hecho de que somos parte de la sociedad, de que nuestra vida se desenvuelve
íntegramente en su interior y que nosotros mismos formulamos constantemente explicaciones
acerca de nuestras actividades en ella[2]. De este modo, lo social se naturaliza, convirtiéndose en
un obstáculo epistemológico[3] para el conocimiento científico de la sociedad. La teoría de la
ideología, al indagar en torno a las condiciones y a los mecanismos que posibilitan el surgimiento
de nuestras creencias e ideas sobre la sociedad, puede jugar un papel significativo en la
desnaturalización de aquello que damos por evidente. En este sentido, y más allá de todo lo que
dice positivamente sobre la naturaleza de lo social, la teoría de la ideología desempeña un papel
análogo al de la duda sistemática en la filosofía cartesiana. Así, al preguntar por el origen de todas
nuestras ideas y creencias, la teoría de la ideología se convierte (o puede convertirse) en un
formidable instrumento desmitificador, lo cual no es poca cosa en estos tiempos que corren, en los
que defensores de los intereses privados más egoístas se presentan a sí mismos como los
defensores más desinteresados del interés general.
Es por lo expuesto en el párrafo anterior que pensamos que la teoría de la ideología permite
comprender mejor los obstáculos con que se encuentra el conocimiento en el ámbito de las
ciencias sociales. Su estudio constituye, por tanto, una obligación para la epistemología de las
ciencias sociales, independientemente de que, por cierto, la teoría de la ideología aborda un
campo de problemas que abarca tanto cuestiones de índole epistemológica como áreas
estrictamente “sociológicas”. Hecha esta observación, hay que aclarar que vamos a
concentrarnos, en especial, en las implicaciones epistemológicas de la teoría de la ideología.
Todas las referencias al campo de la teoría sociológica son a título ilustrativo y no tienen
pretensiones de exhaustividad ni de profundidad.
Antes de proseguir, hay que hacer una aclaración importante. En los párrafos precedentes se ha
hablado de “teoría de la ideología” y no de “ideología”. La distinción es relevante. Si se afirma que
la “ideología” es sólo un concepto que describe un fenómeno dado, se pierde de vista que la misma
es un cuerpo teórico que intenta dar cuenta tanto del origen de las ideas como del papel que
juegan éstas en la sociedad, lo cual lleva a perder de vista el todo social. En cambio, la ideología
como teoría remite a una concepción holista de la sociedad, que lleva inevitablemente a enfrentar
el problema de la totalidad social[4]. Como quiera que sea, corresponde indicar que, al utilizar el
término “teoría de la ideología” en singular, de ningún modo se ha pretendido afirmar que existe
una teoría homogénea de la ideología, capaz de encerrar en su seno a todas las teorías que se
han formulado acerca de ella. Como en los demás ámbitos de las ciencias sociales, la multiplicidad
de posturas teóricas no implica solamente el reconocimiento de la necesidad de abordar el estudio
de los fenómenos sociales recurriendo a una batería de herramientas conceptuales, dada la
esencial riqueza de la vida social. A esta altura del desarrollo de las ciencias sociales, resulta obvio
que los abordajes monocausales terminan por generar análisis insípidos de lo social, que carecen
de utilidad teórica y práctica. Sin embargo, no es aquí adonde se apunta. La referencia simultánea
a la teoría de las ideas como si se tratara de un todo constituido plenamente y a la variedad de
teorías formuladas en torno de la ideología intenta destacar, sobre todo, la riqueza del campo de
estudio, que de ninguna manera se halla cerrado ni cristalizado. Esto no implica afirmar que todas
las teorías sobre la ideología tengan el mismo valor, y el autor piensa que esto último ha sido
mostrado con creces en el texto.
La teoría de la ideología es un punto de encuentro no sólo de múltiples perspectivas teóricas, sino
de algunos de los problemas fundamentales de la epistemología de las ciencias sociales. Así, los
debates que se dan en el campo de los estudios de la ideología se refieren a la relación entre
objetividad científica y práctica política, a la cuestión de la autonomía de las ideas y a la importancia
de la práctica para precisar la certeza de las concepciones teóricas, a la posibilidad misma de un
conocimiento absoluto y al peligro del relativismo a ultranza. De esto se deriva la importancia que
tiene la teoría de la ideología en las ciencias sociales, y permite explicar en parte la inflación de
estudios sobre cuestiones ideológicas que se ha verificado en las últimas décadas.
Para orientarnos entre la maraña de concepciones sobre la ideología es preciso tener en cuenta
algunas cuestiones significativas. Muchas de ellas presentan dos características comunes: a) la
tendencia a sobrevalorar el papel de las ideas (o, en términos más generales, de lo simbólico)
tanto en la construcción como en la cohesión de la sociedad, a punto tal que puede decirse que
para algunos autores hay sociedad en la medida en que hay ideología; b) la propensión a
sobreestimar el papel de los intelectuales, de la cultura escrita, de la escuela, de los medios de
comunicación, en la conformación de la ideología, desarrollando así una concepción puramente
idealista de la ideología, que deja de lado el papel de los demás aspectos de la vida cotidiana,
marcados sobre todo por la participación diferencial de los individuos en el proceso de trabajo, en
la generación de distintas ideologías acerca de la sociedad. Justamente, si se quiere discutir la
tesis que hace de la ideología “una falsa conciencia”, es preciso relativizar (y precisar) el rol que
desempeñan los intelectuales en el desarrollo de los sistemas ideológicos. Max Horkheimer (1895-
1973) señaló que uno de los efectos fundamentales de la teoría de la ideología en las ciencias
sociales fue la refutación de las tesis que defendían la independencia de las ideas respecto a la
vida material[5]. Dicha crítica es todavía más importante en la actualidad, puesto que la expansión
cuantitativa y cualitativa de los medios de comunicación ha creado una serie de formidables
herramientas para la difusión de ideas de todo tipo y pelaje. En este contexto, la vieja concepción
de la ideología como “falsa conciencia” adopta cada vez más la forma de creencia en la
manipulación ideológica que llevarían a cabo los medios masivos de comunicación social,
complementada con todo un rosario de teorías conspirativas de la historia.
Por último, y para terminar estas breves reflexiones sobre la importancia de la teoría de los
fenómenos ideológicos, hay que decir que la misma pone en debate el concepto de objetividad en
ciencias sociales, permitiendo tomar recaudos contra la solapada utilización política de las teorías
científicas. Asimismo, precisa los términos y los límites de la discusión sobre el relativismo y los
valores absolutos en ciencias sociales.
Este trabajo tiene la siguiente estructura: en el segundo apartado se hace una presentación de
momentos significativos de la historia de la teoría de la ideología, procurando conectar el desarrollo
de la teoría con algunos de los problemas centrales de la teoría social. En el tercer apartado se
discute el papel de la ideología como elemento de cohesión social. En el cuarto apartado se
examina la posición que ocupa la teoría de la ideología en el longevo debate acerca de la
objetividad de las ciencias sociales, dedicando especial atención a la cuestión del relativismo.
Finalmente, en las conclusiones se intenta fijar la posición de la teoría de la ideología en el
complejo panorama de las ciencias sociales actuales.
Los filósofos de la Ilustración pensaban que la organización social existente (el llamado Ancient
Régime) no respondía a los criterios de la razón y, por este motivo, sometía a los seres humanos
a la esclavitud y a la ignorancia. Dado que se trataba de una sociedad irracional, dicha forma social
tenía que ser reemplazada por otra que estuviera acorde con los dictados de la razón; si las
instituciones sociales se volvían racionales, entonces, las personas podrían desarrollarse
plenamente y en libertad. Para lograr este propósito, los filósofos iluministas confiaban en la
capacidad de la razón humana para transformar la sociedad. La razón era concebida como la
herramienta privilegiada de la transformación social y política. Rousseau (1712-1778), en su
obra Del contrato social(1762), escribió:
“El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree amo de
los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este
cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta
cuestión.
Si no considerara más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, yo diría: mientras un
pueblo esté obligado a obedecer y obedezca, hace bien; tan pronto como pueda sacudir
el yugo y lo sacuda, hace aún mejor; porque al recobrar su libertad por el mismo derecho
que se la arrebató, o tiene razón al recuperarla, o no la tenían al quitársela. Más el orden
social es un derecho sagrado, que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, tal
derecho no viene de la naturaleza: está, pues, basado en las convenciones. Se trata de
saber cuáles son esas convenciones.” (Rousseau, 2000: 26).
El grupo de los “ideólogos” retomó el pensamiento ilustrado y lo aplicó al campo particular del
estudio de las ideas. Su propósito declarado era elaborar una “ciencia de las ideas”, que fuera
capaz de reconstruir los mecanismos por medio de los cuales éstas surgían, y que estuviera en
condiciones de formular planes precisos para la reforma de las ideas. Puesto que para los filósofos
ilustrados la razón era el centro organizador de toda la vida social, era coherente la actitud
adoptada por los “ideólogos”, que se proponían crear una reflexión de carácter científico sobre la
cuestión que permitía entender las instituciones adoptadas por una sociedad particular. Sólo a
través del conocimiento de las ideas podía ponerse en marcha un proceso de transformación de
la sociedad sobre bases seguras, sin caer en los “excesos” cometidos por los jacobinos durante
el Terror de 1793-1794. La teoría de la ideología tuvo su origen en un propósito directamente
político, y se imbricó con el vasto proyecto de cambio social que llevó adelante la
Revolución Francesa.
Llegados a este punto, corresponde hacer una aclaración importante para entender mejor el
carácter y el contenido de la teoría de los “ideólogos”. Como muchos intelectuales que hicieron
carrera luego de la caída de Robespierre (1758-1794) y los jacobinos, Destutt y su grupo
aborrecían el Terror como herramienta política. Los “ideólogos” deseaban la instauración de un
régimen político estable, que conjugara el crecimiento económico (en el marco de la defensa de
la propiedad privada y la libertad de comercio), con las libertades civiles y políticas proclamadas
en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). En tanto fieles discípulos
del Iluminismo, pensaban que las falencias de la sociedad eran ocasionadas por la puesta en
práctica de concepciones erróneas (“irracionales”) acerca de la naturaleza de la sociedad y los
seres humanos; en otras palabras, el “mal” de la sociedad se hallaba en las ideas que servían de
fundamentos a las instituciones. De esto derivaban, como se dijo más arriba, la necesidad de una
“ciencia de las ideas”, que proporcionaría las reglas de gobierno para evitar caer otra vez tanto en
la barbarie del Ancient Régime como en la irracionalidad del Terror jacobino:
En un primer momento, los “ideólogos” contaron con el apoyo de Napoleón Bonaparte (1769-
1821), cuya carrera política se hallaba en ascenso en la última mitad de la década de 1790. En
esta época, Destutt acuñó el término “ideología”[9]. Sin embargo, el proyecto de los “ideólogos”
naufragó ni bien Napoleón llegó a la cima del poder. Paradójicamente, así como las razones que
llevaron a la construcción de la “ciencia de las ideas” fueron de carácter político, también las
causas de su eclipse momentáneo tuvieron esta índole.
Napoleón, en tanto político práctico, comprendió rápidamente que la “ciencia de las ideas” era una
herramienta de doble filo, pues al poner en cuestión todas las ideas y remontarse hasta su origen,
tendía a eliminar el carácter “sagrado” de la jerarquía social. Napoleón expuso así sus reparos
contra la tarea de los “ideólogos”:
“Todos los infortunios de Francia deben ser atribuidos a la ideología, a esa tenebrosa
metafísica que, buscando con sutileza las causas primeras, quiere fundar sobre esas
bases la legislación de los pueblos, en lugar de adecuar las leyes al conocimiento del
corazón humano y a las lecciones de la historia. ¿Quién ha proclamado el principio de
insurrección como un deber? ¿Quién ha adulado al pueblo proclamando para él una
soberanía que era incapaz de ejercer? ¿Quién ha destruido la santidad y el respeto de las
leyes, haciéndolas depender no de principios sagrados de la justicia, de la naturaleza de
las cosas y de la justicia civil, sino solamente de la voluntad de una asamblea compuesta
por hombres ajenos al conocimiento de las leyes civiles, criminales, administrativas,
políticas y militares? Cuando nos vemos llamados a regenerar un Estado, lo que hay que
seguir son los principios constantemente opuestos.” (Napoleón citado en Capdevila, 2006:
32).
Más allá de las exageraciones (los “ideólogos” tenían tanto interés como Napoleón en el
mantenimiento del orden existente), el argumento napoleónico es interesante, porque marca los
límites que van a tener las ciencias sociales en su análisis de la sociedad capitalista que estaba
surgiendo de los movimientos convergentes de la RevoluciónIndustrial y la
Revolución Francesa. Con precisión, Napoleón plantea que la tarea de los que se dedican al
estudio de la sociedad tiene que consistir en desarrollar una técnica para gobernar, la cual debe
respetar las creencias en la jerarquía y en el orden establecido. Si los “ideólogos” se preguntaban
por el origen de las ideas que dan estabilidad y coherencia al orden establecido, se corre el riesgo
de poner al descubierto los mecanismos de dominación, y lo último que tienen que hacer las
ciencias sociales en la sociedad moderna es mostrar que “el príncipe está desnudo” y que los
derechos y libertades conviven con una realidad marcada por la explotación en el nivel de las
relaciones económicas. Actuando desde un punto de vista práctico, Napoleón llegó a percibir el
gran inconveniente que presenta la teoría de la ideología para los sectores que tienen el poder en
la sociedad. De manera que Napoleón decidió cortar por lo sano y en 1802 cerró la división de
Ciencias Morales y Políticas del Instituto, disgregando a los “ideólogos”. Destutt prosiguió su tarea
(en 1801 apareció el primer volumen de su Projet d’éléments d’idéologie), pero la “ciencia de la
ideología”, perdido el apoyo oficial, cayó rápidamente en desuso.
La condena napoleónica generó una valoración negativa de la “ciencia de las ideas”, que pasó a
ser concebida como una teoría “metafísica”, que tendía a reemplazar el estudio de los hechos
empíricos por “realidades” que se encontraban más allá de los sentidos de los mortales. En pocas
palabras, la “ideología” fue equiparada a un conocimiento inútil y abstracto, que carecía de entidad
práctica. Esta concepción negativa (peyorativa) de la ideología tuvo tanta difusión que, en 1845-
46, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), dedicados a la tarea de criticar las
posiciones filosóficas de los Jóvenes Hegelianos[10], le endilgaron a éstas el calificativo de
“ideología alemana”. Ahora bien, la fuerza y la difusión de la concepción negativa de la “ciencia de
las ideas”, ocultaron los aspectos positivos de la misma. La “ideología”, tal como la pensaban los
“ideólogos”, era una disciplina científica cuyo objeto consistía en establecer el origen y desarrollo
de las ideas, sin partir de ninguna tesis “metafísica” y sin aludir a ningún fundamento trascendente
de las mismas. En este sentido, la “ciencia de las ideas” representaba un golpe mortal a la creencia
en la autonomía absoluta de las ideas, al idealismo filosófico y a la naturalización de lo existente.
Esto ubicaba a la “ideología” en los límites mismos de las ciencias sociales modernas, que fueron
construidas en el marco de la expansión de las relaciones sociales capitalistas en los siglos XVIII
y XIX.
NOTAS:
[2] “…la familiaridad con el universo social constituye el obstáculo epistemológico por excelencia
para el sociólogo, porque produce continuamente concepciones o sistematizaciones ficticias, al
mismo tiempo que sus condiciones de credibilidad. El sociólogo no ha saldado cuentas con la
sociología espontánea y debe imponerse una polémica ininterrumpida con las enceguecedoras
evidencias que presentan, a bajo precio, las ilusiones del saber inmediato y su riqueza
insuperable.” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2001: 27).
[3] “Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy
pronto a la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos
de obstáculos. No se trata de considerar los obstáculos externos, como la complejidad o la
fugacidad de los fenómenos, ni de incriminar a la debilidad de los sentidos o del espíritu humano:
es en el acto mismo de conocer, íntimamente, donde aparecen, por una especie de necesidad
funcional, los entorpecimientos y las confusiones. Es ahí donde mostraremos causas de
estancamiento y hasta de retroceso, es ahí donde discerniremos causas de inercia que
llamaremos obstáculos epistemológicos. El conocimiento de lo real es una luz que siempre
proyecta alguna sombra. Jamás es inmediata y plena. (…) se conoce en contra de un
conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello que, en el
espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización.” (Bachelard, 1995: 15).
[4] Debido a que la teoría de la ideología remite obligadamente a los condicionantes sociales de
las ideas, resulta complejo poder hacerla concordar, cualquiera sea la versión que se adopte de
ella, con un modelo individualista metodológico de la sociedad.
[5] “…pese a que la palabra ideología se emplea actualmente en un sentido difuminado y universal,
sigue conteniendo un elemento que se mantiene opuesto a las pretensiones del intelecto o espíritu
de que, de acuerdo con su modo de ser o su contenido, se le considere incondicionado. Así, pues,
el concepto de ideología contradice, incluso en su forma achatada, la perspectiva idealista: como
ideología, el espíritu no es absoluto.” (Horkheimer, 2002:45).
[6] Para los temas tratados en esta sección el texto fundamental es Eagleton (1997), en especial
los capítulos 3-6.
[7] Para Destutt ver Eagleton (1997: 96-100). Entre los principales “ideólogos” se encuentran
Georges Cabanis (1757-1808), Dominique Joseph Garat (1749-1833), Henri Grégoire (1750-1831)
y Volney (1757-1820).
[8] Destutt fue miembro destacado del Institut Nationale, la élite de científicos y filósofos que tuvo
a su cargo los planes teóricos para la reconstrucción social de Francia luego de la
Revolución. Destutt trabajó en la división de Ciencias Morales y Política del citado Instituto, en la
Sección de Análisis de Sensaciones e Ideas. Puso gran empeño en la creación de un programa
de educación nacional basado en la “ciencia de las ideas” para las écoles centrales del servicio
civil. (Eagleton, 1997: 97). Eagleton, resumiendo la actuación de Destutt, dice lo siguiente: “Así
pues, la aparición del concepto de ideología no es un mero capítulo de la historia de las ideas. Por
el contrario, tiene una íntima relación con la lucha revolucionaria, y figura desde el principio como
un arma teórica de la lucha de clases. Entra en escena inseparablemente unida a las prácticas
materiales de los aparatos ideológicos de Estado, y es en sí misma, en cuanto noción, un
escenario de intereses ideológicos contrapuestos.” (Eagleton, 1997: 100).
[9] Raymond William sitúa el origen del término “ideología” en 1796, cuando Destutt lo empleó para
designar a la “la ciencia de las ideas, a fin de distinguirla de la antigua metafísica” (Williams, 2000:
170). Arturo Capdevila ubica en 1798 el origen de la palabra: “Destutt de Tracy y sus amigos han
vacilado acerca del nombre de esta nueva ciencia. A primera vista, la ideología habría podido
recibir otro nombre. El proyecto ideológico de estudiar el origen de las ideas a partir de la sensación
prolonga una tradición filosófica que los ideologistas hacen remontar a Locke e incluso a Bacon.
En este sentido, la Ideología no es una nueva ciencia que justifica la invención de un nuevo
nombre. Hecha esta aclaración, la referencia a esta tradición no resuelve el problema, pues los
ideologistas, después de D’Alembert, tienen la sensación de que se ha producido una ruptura en
la historia de la filosofía. Su elogio de Locke en el Discours préliminaire de l’Encyclopédie muestra
toda su ambigüedad. «Puede afirmarse que creó la metafísica más o menos como Newton había
creado la física […]. Redujo la metafísica a lo que debe ser, en efecto, la física experimental del
alma.». Pero si la verdadera metafísica que reemplaza a la falsa está pensada como una física,
¿sigue siendo una metafísica? La misma dificultad va a encontrarse en los ideologistas. Ya que el
análisis de las ideas a partir de las sensaciones es la base de todo nuestro saber, se la podría
designar mediante el término «metafísica». Pero como el uso habitual de esta palabra designa de
hecho «una falsa ciencia», se puede llegar a «confundir la luz con la neblina que ha disipado».
Como la luz es «el análisis del entendimiento», «psicología» parece ser el término más apropiado.
Desafortunadamente, también él está demasiado marcado por la metafísica: «Por su etimología,
se remonta la idea del alma más que a la idea de las operaciones de la mente humana». La
invención de la palabra «ideología» por Destutt de Tracy en 1798 es la solución del problema. El
objeto de la ideología está rigurosamente expresado por la etimología de la palabra: la ciencia de
las ideas, tomadas en el sentido general de percepción.” (Capdevila, 2006: 26-27).
[10] Bajo esta denominación se agrupa al grupo de discípulos y seguidores de la filosofía de Hegel
(1770-1831), que sostenían posiciones liberales y que se oponían al absolutismo político
imperante en Alemania.
BIBLIOGRAFÍA:
Bachelard, G. (1995). La formación del espíritu científico. México D. F., Siglo XXI.
Bourdieu, P., Chamboredon, J.-C. y Passeron, J.-C. (2001). El oficio de sociólogo: Presupuestos
epistemológicos. Madrid, Siglo XXI.
Durkheim, E. (1976). Las reglas del método sociológico. Buenos Aires: La Pléyade.
Gramsci, A. (2006). Los intelectuales y la organización de la cultura. Buenos Aires, Nueva Visión.
Marx, K. y Engels, F. (1985). La ideología alemana. Buenos Aires, Pueblos Unidos y Cartago.
Marx, K. y Engels, F. (1986). Manifiesto del partido comunista. Buenos Aires: Anteo.
Marx, K. (1997). Elementos fundamentales para la crítica de la economía política: Borrador 1857-
1858. México D. F.: Siglo XXI.
Marx, K. (2000). Contribución a la crítica de la economía política. México D. F.: Siglo XXI.
Marx, K. (2004). Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Buenos Aires: Colihue.
Rousseau, J.-J. (2000). Del Contrato social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Madrid, Alianza.
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BIBLIOGRAFÍA:
NOTAS:
[1] Manuscrito redactado por Marx y Engels en 1845-1846. Tenía por objeto la crítica de los
Jóvenes Hegelianos. Fue publicado recién en 1932.
[2] “Hay que hacer tres puntualizaciones preliminares en torno a este pasaje familiar. Primero, al
hablar de los medios de producción intelectual, Marx y Engels centran su análisis en lo que
llamaremos el aparato de transmisión de la ideología. La clase dominante influye en la vida
intelectual de una sociedad porque controla este aparato. Segundo, Marx y Engels hablan de
una clase dominante que produce las ideas dominantes. La imagen es, en gran parte, la de una
clase que hace algo a otra; los miembros de la clase dominante también dominan como
pensadores. Podríamos llamar a esta tesis, descripción teórica de clase de la forma en que
funciona la ideología dominante. Tercero, es posible formular dos interpretaciones de este
pasaje, una más radical que la otra. En la versión más moderada, se podría interpretar que Marx
y Engels dicen que la vida intelectual de una sociedad está dominada por la clase dominante, de
modo que un observador necesariamente sólo percibirá las ideas dominantes y no podrá captar
la cultura de las clases dominadas, por la simple razón de que esa cultura no tiene instituciones
que le den expresión pública. De forma más radical se puede sostener que el mando ejercido por
la clase dominante sobre el aparato de producción intelectual significa que no puede haber una
cultura subordinada, puesto que todas las clases están integradas dentro del mismo universo
intelectual que es el de la clase dominante. De este modo, según la primera interpretación existe
una variedad de culturas presentes en la sociedad, pero sólo una es públicamente visible,
mientras que de acuerdo con la otra versión sólo existe una cultura dominante compartida por
todas las clases.” (Abercrombie, Hill y Turner, 1987: 9-10).
[3] “En la producción general de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones,
necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un
determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas
relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la
cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de
conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político
e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser,
sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia. En un estadio
determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en
contradicción con las relaciones de producción existentes (…). Esas relaciones se transforman
de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia
entonces una época de revolución social. (…) Al considerar esta clase de trastocamientos,
siempre es menester distinguir entre e trastocamiento material de las condiciones económicas de
producción, fielmente comprobables desde el punto de vista de las ciencias naturales, y las
formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma ideológicas, dentro de las
cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto y lo dirimen.” (Marx, 2000: 4-5).
[4] Eagleton sugiere matizar la crítica al uso de la metáfora edilicia: “La doctrina de la base-
superestructura ha sido ampliamente criticada por su carácter estático, jerárquico, dualista y
mecanicista, incluso en sus formulaciones más sofisticadas, en las que la superestructura
reacciona de manera dialéctica a la condición de la base material. Por ello podría ser oportuno,
aunque no esté de moda, decir algo en su defensa. En primer lugar permítasenos dejar claro qué
es lo que no afirma. No quiere decir que las cárceles y la democracia parlamentaria, las aulas
escolares y las fantasías sexuales sean menos reales que las acerías o la libra esterlina. Las
iglesias y los cines son tan materiales como las minas de carbón; lo único que pasa, según esto,
es que no pueden ser el último catalizador del cambio social revolucionario. La clave de la
doctrina de la base-superestructura radica en la cuestión de las determinaciones – de qué
«nivel» de la vida social condiciona de manera más poderosa y decisiva a los demás, y por ello
de qué ámbito de actividad sería más relevante para conseguir una transformación social total.
Elegir la producción material como este determinante crucial es en cierto sentido únicamente
constatar lo obvio. Pues se trata sin duda de aquel ámbito en el que la gran mayoría de los
hombres y mujeres han dedicado su tiempo a lo largo de la historia. (…) la producción material
es «primaria» en el sentido de que forma la narrativa principal de la historia hasta la fecha; pero
también es primaria en el sentido de que sin estanarrativa particular, ningún otro relato levantaría
el vuelo. Esta producción es la condición previa de todo nuestro pensamiento. (…)
«Superestructura» es un término relaciona. Designa la manera en que ciertas instituciones
sociales actúan de «sustento» de las relaciones sociales dominantes. Nos invita a contextualizar
estas instituciones de cierto modo – a considerarlas en sus relaciones funcionales con un poder
social dominante -. Lo erróneo, al menos en mi opinión, es pasar de este sentido «adjetivo» del
término a un sentido sustantivo – a un «ámbito» fijo y dado de instituciones que forman la
«superestructura» y que incluye, por ejemplo, el cine.” (Eagleton, 1997: 115-116).
[5] De hecho, esta fue la actitud adoptada por los dirigentes socialista de la Segunda
Internacional (1889-1914).
[6] Ya en la introducción a los Grundrisse (manuscrito redactado en 1857 y 1858, que constituye
la primera versión de El Capital), Marx dejó de lado la metáfora edilicia y apeló a otra imagen
para describir las relaciones entre los distintos momentos de la totalidad social: “En todas las
formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su
correspondiente rango [e] influencia, y cuyas relaciones por lo tanto asignan a todas las otras el
rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y [que]
modifica las particularidades de éstos. Es como un éter particular que determina el peso
específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.” (Marx, 1997: 27-28).
[7] Ver Marx (1996: 87-102).
[8] Marx retoma aquí, sin nombrarla, la teoría de la alienación, que había expuesto en
los Manuscritos de 1844, sobre todo en la sección titulada “El trabajo alienado” (Marx, 2004: 104-
121). Eagleton afirma: “Aquí se amplía el anterior tema de la alienación: los hombres y las
mujeres crean productos que a continuación escapan a su control y determinan las condiciones
de su vida. (…) Está pues claro que el motivo de la inversión pasa de los primeros comentarios
de Marx sobre la ideología a su obra «madura». Sin embargo, varias cosas se han modificado
decisivamente en el camino. Para empezar, esta inversión curiosa entre los seres humanos y
sus condiciones de existencia es ahora inherente a la propia producción social. (…) La ideología
es ahora menos una cuestión de que se invierta la realidad en la mente que del reflejo mental de
una inversión real. De hecho ya no es principalmente una cuestión de conciencia en modo
alguno, sino que está anclada en la dinámica económica cotidiana del sistema capitalista. Y si
esto es así, la ideología se ha transferido, por así decirlo, de la superestructura a la base, o al
menos revela una relación especialmente estrecha entre ambas.” (Eagleton, 1997: 119).
[9] Lukács, quien llevó a cabo un desarrollo importante de la teoría de la cosificación de las
relaciones sociales, sostiene que “no es en modo alguno casual que las dos grandes obras
maduras de Marx dedicadas a exponer la totalidad de la sociedad y su carácter básico empiecen
con el análisis de la mercancía. Pues no hay ningún problema de este estadio evolutivo de la
humanidad que remita en última instancia a dicha cuestión, y cuya solución no haya de buscarse
en el enigma de la estructura de la mercancía. (…)[la mercancía] es el problema estructural
central de la sociedad capitalista en todas sus manifestaciones vitales. Pues sólo en este caso
puede descubrirse en la estructura de la relación mercantil el prototipo de todas las formas de
objetividad y de todas las correspondientes formas de subjetividad que se dan en la sociedad
burguesa.” (Lukács, 1985, II: 9).
[10] “Si ya incluso el objeto aislado que inmediatamente aparece al hombre como productor o
como consumidor queda desfigurado en su objetividad por su carácter de mercancía, el proceso,
como es natural, se intensificará aún más cuando más mediadas sean las relaciones que el
hombre establece en su actividad con las cosas como objetos del proceso vital. (…) el desarrollo
del capitalismo moderno no sólo transforma a tenor de sus necesidades las relaciones de
producción, sino que, además, incluye en su sistema las formas de capitalismo primitivo que
tenían en las sociedades pre-capitalistas una existencia aislada, separada de la producción, y
hace de ellas miembros del proceso de penetración capitalista unitaria de toda la sociedad. (…)
Estas formas del capital están, sin duda, objetivamente subordinadas al proceso vital
propiamente dicho del capital, a la apropiación de plusvalía en la producción misma, y, por lo
tanto, sólo pueden entenderse adecuadamente partiendo de la consciencia de los hombres de la
sociedad burguesa como las formas puras, propias, sin falsear del capital. Precisamente porque
en ellas se desdibujan hasta hacerse plenamente imperceptibles e irreconocibles las relaciones
entre los hombres y de ellos con los objetos reales de la satisfacción de las necesidades,
relaciones ocultas en la relación mercantil inmediata, precisamente por eso se convierten
necesariamente esas formas, para la consciencia cosificada, en verdaderas representantes de la
vida social. El carácter mercantil de la mercancía, la forma abstracta y cuantitativa de la
calculabilidad, aparece en ellas del modo más puro; y por eso se convierte necesariamente para
la consciencia cosificada, en la forma de manifestación de su inmediatez propia, por encima de
la cual, precisamente porque es una consciencia cosificada, no intenta siquiera remontarse, sino
que tiende más bien a eternizarla mediante una «profundización científica» de las leyes
perceptibles en este campo. Del mismo modo que el sistema capitalista se produce y se
reproduce constantemente en lo económico a niveles cada vez más altos, así también penetra
en el curso del desarrollo del capitalismo la estructura cosificadora, cada vez más
profundamente, fatal y constitutivamente, en la consciencia de los hombres.” (Lukács., 1985, II:
19-20).
[11] Esta tendencia de los economistas capitalistas a dejar de lado la historia y a naturalizar las
relaciones económicas ya había señalada por Marx en un texto anterior en veinte años a El
capital. Así, en Miseria de la filosofía (1847) dice lo siguiente: “Los economistas razonan de
singular manera. Para ellos, no hay más que dos clases de instituciones: las unas, artificiales, y
las otras, naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, y las de la burguesía, son
naturales. En esto, los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen dos
clases de religiones. Toda religión extraña es pura invención humana, mientras que su propia
religión es una emanación de Dios. Al decir que las actuales relaciones – las de la producción
burguesa – son naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas
relaciones bajo las cuales se la crea riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo
con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son en sí leyes naturales,
independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la
sociedad. De modo que hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay.” (Marx, 1981:
98).
[12] Sin embargo, hay una diferencia importante entre Lukács y Althusser. Mientras que el
primero reconoce que existe un sujeto histórico capaz de transformar la sociedad capitalista, que
es el proletariado, el segundo tiende a plantear que no existe un sujeto en la historia,
privilegiando el rol de las estructuras. De ahí que Althusser termina por concebir una ciencia sin
sujeto, más allá de sus declamaciones formales acerca del papel de la clase obrera.
[13] “El modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia, sino en su
participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, «persuasivo
permanentemente» no como simple orador, y sin embargo superior al espíritu matemático
abstracto; a partir de la técnica-trabajo llega a la técnica-ciencia y a la concepción humanista
histórica, sin la cual se es «especialista» y no se llega a ser «dirigente» (especialista + político).”
(Gramsci, 2006: 14).
Publicado por Ariel Mayo (1970) en 8:52
Etiquetas: Ideología, TEORÍA SOCIAL