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QUAL QUELLE

9 1
O Z R A M
48 D E C O N S T R U C C I Ó N

U N A R E P E T I C I Ó N
Y F E M I N I S M O :

P E G G Y K A M U F
*

Otelo, acto 3, escena 4: Emilia está alertando a Desdémona sobre los celos de su marido, 48
mientras la última busca explicarse a sí misma la “extraña inquietud” de Otelo como un
“asunto de Estado” que ha “turbado la claridad de su espíritu”1. “Roguemos al cielo que
sean asuntos de Estado, como pensáis, y no alguna imaginación o quimera celosa que os
ataña” le dice Emilia. Desdémona protesta: “¡Cielo santo! Jamás le di motivo”, a lo que
Emilia replica con la siguiente observación sobre “almas celosas”: “Pero las almas celosas

*
Este importante ensayo de Peggy Kamuf, “Deconstruction and Feminism: A Repetition”, apareció en el libro
editado por Nancy J. Holland, Feminist Interpretations of Jacques Derrida (Pennsylvania: The Pennsylvania State
University Press, 1997, pp. 103-126), y posteriormente publicado en los volúmenes editados por Zeynep
Direk y Leonard Lawlor, Critical Assessments of Leading Philosophers. Volume III (London-New York: Routledge,
2002, pp. 118-138), y por Jonathan D. Culler, Deconstruction: Critical Concepts in Literary and Cultural Studies,
Volumen 2 (London-New-York: 2003, pp. 308-327). Finalmente fue incluido en el libro de Peggy Kamuf Book
of Addresses (California: Stanford University Press, 2005, pp. 44-63), edición a partir de la que se ha realizado
esta traducción. Respecto a las referencias realizadas por Kamuf, se resolvió por citar las versiones en
castellano ya existentes y publicadas (en algunos casos con leves modificaciones cuando eran pertinentes,
para ajustarse a la traducción que numerosas veces realiza la propia Kamuf). En el caso de tratarse de textos
ausentes de traducción al castellano, se realizó una traducción propia directa del inglés; y en el caso de
tratarse de un texto originariamente en francés, se tradujo basado en la comparación de ambas versiones
(manteniendo la referencia bibliográfica utilizada por la autora). Finalmente, los agregados entre corchetes [ ]
son propios de la traducción, para destacar las palabras originalmente empleadas y respetar, en algunos
casos, su intraducibilidad. Agradezco a la profesora Kamuf por autorizar la publicación de esta traducción
[N. de la T.]. Traducción de Inger Flem Soto.
1
Shakespeare, W. “Otelo, El Moro de Venecia” en Obras completas, trad. Luis Astraña. Madrid: Aguilar, S. A.
Ediciones, 1951, pp. 1465-1528.
no se pagan de tal respuesta. No son siempre celosas con motivo; son celosas porque son
celosas. Los celos son un monstruo [unx monstrux, podríamos adaptar] que se engendra y
nace de sí mismx”. Por lo tanto, aquí la mujer mayor y casada habla sobre una
monstruosidad que la recién casada, en su inocencia virginal, nunca ha concebido: algo
auto-engendradx que se vuelca hacia sí mismx y vuelve a sí mismx en una repetición
tautológica sin causa y, se sigue implícitamente, sin fin: “son celosxs porque son celosxs”.
Esto no es un nacimiento natural, sino una producción, si así lo podemos llamar, sin otro
progenitor que sí mismx, un progenitor que es también su propix hijx monstruosx.
Mujeres hablando juntas, en privado, aparentemente sobre los celos de un hombre.
Sin embargo, Emilia habla de “almas celosas” sin distinguir entre hombres y mujeres, pese
a que todo el resto de esta escena parece sobrepasar esta ambigüedad. Luego ella
desplaza el referente enteramente cuando dice “Es un monstruo [unx monstrux,
seguiremos]”, hablando ahora no de hombres, ni de mujeres, quizás ni siquiera de algo
humano. Entendemos que son los celos mismos lo que ella está evocando en los rasgos de
cierta monstruosidad. Pero los “celos en sí mismos”, engendrados desde y sobre sí
mismos como un “algo” –que no es hombre ni mujer– ¿no es precisamente eso lo 49
monstruoso? Por lo tanto, ¿acaso no buscamos contener lx monstrux autoengendradx en
un sexo, un único sexo? Y para definir tal monstruosidad, ¿cómo definimos un sexo en
contraposición con el otro? Pues si los celos son monstruosos porque suspenden u
obliteran la diferencia sexual, aunque sea tan sólo en su deseo o su fantasma, entonces
contenerlos es por ende suspender esa suspensión y darle un rostro humano, quizás
demasiado humano.
Estas preguntas sobre lx monstrux de Shakespeare podrían servir para introducir
una reflexión acerca de los celos, los cuales son tomados aquí como un ángulo de entrada
al desconcertante y quizás monstruoso tópico de “deconstrucción y feminismo”. Esta
elección es incitada por lo que pareciera ser una evasión o un silenciamiento sobre el
sujeto en algún lugar cercano al corazón o al alma de la teoría feminista –presumiendo que
dicha teoría se encuentra unificada, y que se unifica alrededor de algo como un corazón o
un alma. El silencio ha seguido el rastro de la crítica de la teoría freudiana del Penisneid,
envidia del pene, una crítica que podría justificadamente considerarse indispensable para el
pensamiento feminista de los últimos 75 años. La crítica estuvo acompañando a dicha
teoría desde su primera elaboración realizada por Freud; de hecho, sus formulaciones más
sucintas de la envidia del pene –en la conferencia sobre la Feminidad (conferencia XXXIII)
en Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis 2 (1933) y el ensayo “Sobre la
sexualidad femenina”3 (1931)– responden a las objeciones ya levantadas por las/os
miembros de la primera generación de psicoanalistas: Karen Horney, Helene Deutsch,
Ernest Jones, por mencionar a algunos de los más prominentes de ellas/os. 4 Esa crítica ha
sido reelaborada, entre otras/os, por Luce Irigaray y Sarah Kofman. Sus análisis de la
conferencia “La Feminidad”, similares aunque contendientes, han tenido una influencia
significativa en cierto pensamiento sobre la sexualidad y la subjetividad de las mujeres,
pero que no podemos documentar aquí. En su lugar, tan solo tomaremos como punto de
partida la idea de que este pensamiento ha asumido o ha asimilado la deconstrucción del
Penisneid en beneficio de una noción del sujeto femenino que estaría, en teoría o en
principio, libre de cualquier envidia o celos constitutivos, y más específicamente de aquella
formación constitutiva que Freud denominó envidia del pene. En otras palabras, la envidia
o los celos (y más abajo diremos algo acerca de esta distinción aparentemente semántica)
serían pensados como estados accidentales o contingentes que podrían caracterizar a este 50
sujeto en cualquier momento dado o bajo ciertas circunstancias; sin embargo, sus
manifestaciones, anteriores a los celos y yendo más allá de ellos, permanecerían
esencialmente externas a la propia constitución del sujeto. Esta idea de sujeto femenino
no le otorgaría un lugar esencial a la envidia o a los celos, y no reconocería ni permitiría
que los celos tuvieran efectos sobre la constitución de un sujeto en tanto que femenino
por la diferencia sexual. Por lo tanto, en la medida que los celos sí operan como un
determinante constitutivo e irreductible en la diferenciación sexual, lo son como un
determinante masculino y un factor determinante de la masculinidad. A diferencia de los
celos femeninos contingentes, a diferencia del históricamente condicionado resentimiento
femenino del privilegio masculino cuya consideración Freud, por ejemplo, habría hecho

2
Freud, S. “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, en Obras completas. Volumen XXII (1932-
36), trad. José Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1991, pp. 1-168. (Específicamente la “33a
conferencia. La feminidad”, pp. 104-125).
3
Freud, S. “Sobre la sexualidad femenina (1931)”, en Obras completas. Volumen XXI (1927-31), trad. José
Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992, pp. 223-244.
4
Para una revisión panorámica del debate, ver la introducción de Juliet Mitchel a Femenine Sexuality: Jacques
Lacan and the École Freudienne, ed. Mitchell & Jacqueline Rose (New York: Norton, 1982), pp. 13-24.
todo menos ignorar y desatender, habrían unos celos masculinos esenciales, que son
efectos del impulso frustrado de poseer o apropiarse de la diferencia femenina. Tal teoría
de un sujeto femenino no-celoso tendría entonces que responder nuestra pregunta
anterior –¿acaso lx monstrux autoengendradx tiene un sexo, un único sexo?– de modo
afirmativo: Sí, y ese sexo es masculino.
Como ya hemos mencionado, esta y las anteriores aseveraciones se atribuyen más a
un silencio observado o impuesto alrededor del tópico o topos de los celos que a ciertos
discursos feministas. Por una parte, este silencio clausura la consideración freudiana de la
envidia del pene, aquella formación inconsciente a la cual las mujeres le deben
virtualmente todo su desarrollo afectivo, social e intelectual, incluyendo, como recuerda
Sarah Kofman, el feminismo mismo. Del ensayo “Sobre la psicogénesis de un caso de
homosexualidad femenina”, ella cita la siguiente descripción de la paciente de Freud:

El análisis enseñó, además, que la muchacha arrastraba de sus años de


infancia un «complejo de masculinidad» muy acentuado. De genio vivo y
pendenciero, nada gustosa de que la relegase ese hermano algo mayor, desde
aquella inspección de los genitales había desarrollado una potente envidia del
51
pene cuyos retoños impregnaron más y más su pensamiento. Era en verdad
una feminista, hallaba injusto que las niñas no gozaran de las mismas
libertades que los varones, y se rebelaba absolutamente contra la suerte de
la mujer.5

En otra parte, en “El tabú de la virginidad”, Freud escribe: “tras esta envidia del pene
sale a la luz el encono hostil de la mujer hacia el varón, nunca ausente del todo en las
relaciones entre los sexos y del cual proporcionan los más claros indicios los afanes y
producciones literarias de las «emancipadas».”6 Desde esta perspectiva, por lo tanto y por
otra parte, el análisis feminista actual del sujeto sería en realidad todo menos silencioso
respecto al tópico de los celos: al contrario, los celos –y nada más que los celos– son los
que se están manifestando fuertemente allí. Sin embargo, ha sido precisamente la
imposición de esta perspectiva lo que ha llevado a muchas/os a concluir que lo que está

5
Freud, S., “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” en Obras Completas. Volumen
XVIII, trad. José Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992, p. 161.
6
Freud, S., “El tabú de la virginidad (Contribuciones a la psicología del amor, III)” en Obras Completas.
Volumen XI, trad. José Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1990, pp. 200-201.
ocurriendo en el relato psicoanalítico es en sí mismo una defensa celosa del privilegio
otorgado al falo. Por ende, cuando Freud afirma, por ejemplo en la conferencia “La
Feminidad”, que en general las mujeres son más celosas que los hombres, y que el motivo
de estos celos suplementarios es la falta de pene,7 se podría entender que él está –en la
realización de esa aseveración– confirmando lo contrario: que los hombres son más
celosos en la medida que le imputan a las mujeres una envidia del pene. Y con esto
volvemos a la posición teórica feminista ya descrita: que el hombre es constitutivamente
celoso (del privilegio fálico y su relación privilegiada con su propio pene), mientras que los
celos de una mujer son secundarios, derivados, contingentes, históricamente
condicionados. El falocentrismo está estructurado por los celos, mientras que la mujer
como tal, considerada antes y más allá del orden del falocentrismo, está ella misma antes y
más allá de los celos. Y si el feminismo está pensando en la mujer fuera del celoso orden
del falocentrismo, entonces no se trata de celos; más bien está pensando los celos
(masculinos) sobre la base de una posición sin-celos.8
¿Puede esta posición o suposición ser puesta en cuestión sin ofrecer meramente
otra instancia de inversión dentro del patrón de inversión recién descrito? Esto es lo que 52
estamos preguntando.

Pero antes de seguir, hemos invocado la envidia y los celos como si fueran lo mismo
o como si fueran intercambiables. Sin embargo, tradicionalmente se ha bosquejado una
distinción entre ellos. Uno dice tener envidia de aquello que uno no posee, pero que
quisiera poseer; y ser celoso de aquello que se posee y que se teme perder. Descartes,
por ejemplo, en su Passions de l’âme, hace la siguiente distinción:

7
Freud, S. “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, en Obras completas. Volumen XXII (1932-
36, trad. José Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1991, pp. 1-168. (Específicamente la “33a
conferencia. La feminidad”, pp. 104-125).
8
He discutido con mayor extensión las implicancias (teológicas) de esta posición “sin-celos” en otro ensayo
sobre Derrida: “Reading Between the Blinds”, que corresponde a la introducción al libro A Derrida Reader
(New York: Columbia University Press, 1991); ver especialmente pp. xxxi-xxxv.
La celotipia es una especie de temor relacionado con el deseo que tenemos
de conservar la posesión de algún bien [quelque bien]; y no se debe tanto a la
fuerza de las razones que hacen pensar que dicho bien puede perderse como
de lo mucho que le estimamos, lo cual nos hace examinar hasta los más
nimios motivos de sospecha y tomarlos por razones muy considerables.
[La envidia… es una especie de tristeza mezclada con odio que proviene de
ver el bien que les ocurre a quienes se juzga indignos de él; y esto solo
puede pensarse con razón de los bienes de la fortuna, pues los bienes del
alma e incluso los del cuerpo, como se tienen de nacimiento, los merecemos
todos por haberlos recibido de Dios antes de que fuéramos capaces de
cometer mal alguno.]9

Podríamos acotar aquí que Freud inscribe la diferencia sexual al menos en parte en
esta tradición de distinción entre celos y envidia: los celos de aquello que uno tiene y
teme perder describiría la angustia de castración del niño, mientras que la envidia por lo
que otros tienen y uno no posee describiría la envidia del pene de la niña. Pero esta
diferencia también se borra cuando, como ya mencionamos, Freud le atribuye el exceso 53
10
de celos de una mujer (Eifersucht) a una envidia (Neid) de lo que nunca poseyó.
Esta tendencia a subsumir todas estas posibles relaciones a un objeto –posesión,
desposesión, no-posesión, deseo por poseer– bajo un sólo encabezado, nombrando los
celos y la envidia indiferentemente, ha sido explicado por el psicoanalista francés Daniel
Lagache en su monumental estudio clínico sobre los celos amorosos. Primero advierte la
tradición recién mencionada, citando una sucinta formulación de d’Alembert –“Uno es
celoso de lo que uno posee y envidioso de lo que otros poseen”— al igual que una de las
9
Descartes, R. “Las pasiones del alma”, trad. de Francisco Fernández Buey en Obras. Madrid: Gredos, 2011,
pp. 532, 537.
10
Melanie Klein aborda la clásica distinción en su diferenciación entre la envidia y los celos cuando adapta
estos términos a su modelo de desarrollo. Como explica una de sus comentadoras: “Melanie Klein, en
Envidia y Gratitud, diferencia adecuadamente [a proper distinction] las emociones de envidia y celos. Considera
que la envidia es la más temprana, y muestra que es una de las emociones más primitivas y fundamentales. Se
debe diferenciar la envidia temprana de los celos y de la voracidad. Los celos se basan en el amor y su
objetivo es poseer al objeto amado y excluir al rival. Corresponden a una relación triangular y por
consiguiente a una época de la vida en que se reconoce y diferencia claramente a los objetos. La envidia, en
cambio, es una relación de dos partes en que el sujeto envidia al objeto por alguna posesión o cualidad; no
es necesario que ningún otro objeto viviente intervenga en ella” (Segal, H., Introducción a la obra de Melanie
Klein, trad. Hebe Friedenthal. Barcelona: Paidós, 1982, pp. 44).
muchas máximas de La Rochefoucauld respecto a los celos: “Los celos son de cierta
manera justos y razonables, ya que tienden sólo a la preservación de algo que nos
pertenece; mientras que la envidia es un frenesí que no puede soportar lo que le
pertenece a los otros.”11 Pero luego Lagache comenta que estas distinciones “son difíciles
de sostener”.

La celotipia [o los celos] no excluye la envidia, porque soy celoso de aquello que
poseo en la medida que puede ser deseado y poseído por otras/os; y el miedo a
lo menos sitúa ficticiamente a la persona celosa en la situación de aquella
envidiosa; el amante celoso está celoso de su amante [mistress] y envidioso del
éxito real o ficticio de su rival. Es más, uno no está celoso solamente de lo que
uno posee, sino también de aquello que se desea, de los bienes o seres sobre los
cuales el deseo ya ha arrojado su sombra de posesión. Inversamente, al envidiar
las posesiones de otros, uno las visualiza en la medida que pueden ser deseadas y
poseídas por uno mismo, y es precisamente la imposibilidad de sustituirse uno
por otros lo que hace que la envidia sea intolerable. (Ibid.; énfasis de la autora)12

Aunque Lagache no procede a hacer la inferencia aquí, todos estos cruces entre los
54
dos estados (envidia y celos) sólo serían posibles si no existiera tal cosa como una
propiedad o posesión asegurada. Los celos (o la envidia) definen una relación con aquello
que uno “posee” en el modo de una desposesión siempre posible, siempre inminente, y,
por ende, siempre efectuada. Uno nunca posee realmente lo que tiene. Si puede ser
perdido o robado o expropiado, entonces hasta cierto grado ya lo ha sido, sólo que como
una proyección “ficticia” en un futuro rival. Asimismo, más que simplemente envidioso,
uno puede estar celoso de aquello que solo se desea poseer, como si la sombra de la
posesión creada por el deseo, en la frase de Lagache, ya fuera su sustancialización o
realización. Pero esto significa confirmar que entre esta sombra y esta sustancia, entre la

11
Lagache, D., La jalousie amoureuse, 3rd ed. (Paris: PUF, 1985), p. 371; traducción de Kamuf. [N. de la T.:
Ante la ausencia temporal del original de Lagache, he traducido a partir de la traducción citada].
12
Dado que no he podido aún acceder a la versión de este texto en su idioma original, esta cita fue
traducida del inglés, como aparece en el ensayo de Kamuf. Debe ser, por lo tanto, considerado meramente
como una traducción tentativa [N. de la T.].
posesión “ficcional” y aquella “real”, no hay diferencia efectiva: una posesión “propia” o
“real” es una figura de sombra que siempre estará lista para desvanecerse. 13
Pareciera haber sólo un paso entre este eslabón insustancial que no puede garantizar
una posesión propia (de algo o de alguien más) y el afloje del nudo que une el mismo a sí
mismo, en una relación de auto-posesión [self-possession] o “propiedad-de-sí” [ownness]. A
partir de los celos (o envidia) que marcan la relación con un-otro-que-el-mismo, aquel o
aquello que nunca puede ser poseído o apropiado más allá de las proyecciones ficticias del
deseo, uno es dirigido a evocar la envidia (o los celos) como una marca dentro del mismo
o de lo “propio”, una marca que acusa, pues, un espacio similar de “des-apropiación” [dis-
ownment] siempre posible, precisamente en el mismo que apropiaría a otros a sí mismo.
Tanto Descartes como Lagache, por ejemplo, recuerdan el uso coloquial en francés
(aunque el mismo uso puede ser encontrado en inglés) del adjetivo “celoso” [jealous] para
denotar una defensa ferviente [zealous] de algún atributo o cualidad abstracta.14 Se dice
que uno es celoso de su reputación, honor, buen nombre, y demás. “Así, por ejemplo”,
escribe Descartes, “un capitán que guarda una plaza de gran importancia tiene el derecho
a estar celoso de ella, es decir, a desconfiar de todos los medios por los cuales podría ser 55
sorprendida; y a una mujer honrada no se la censura por ser celosa de su honor, es decir,
por guardarse no sólo de comportarse mal, sino también de evitar hasta los más mínimos
motivos de maledicencia” (532). Lagache, por su parte, recurre a Corneille, La Fontaine, y
Bossuet para ocurrencias similares a los ejemplos entregados por Descartes (368-369).
Sus citas evocan el fervor [zeal] con el que ciertos predicados o atributos –el honor y la
libertad– son defendidos, tal como la persona (él o ella) que la reclama como propia
defiende su vida misma. Lo que ambos ejemplos recobran es una relación celosa del
mismo consigo mismo, aquello por medio de la cual se guarda intacto en sí, mantiene su
propia posesión de sí mismo pero en el modo de una desposesión siempre posible. “Una
desposesión siempre posible”: en otras palabras, una expropiabilidad irreductible en el
corazón de esta extraña relación al sí-mismo en la cual uno puede estar celoso de uno
mismo.

13
Para un mapeo provechoso de la distinción envidia-celos, ver Rosemary Lloyd, Closer and Closer Apart:
Jealousy in Literature (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 1995), pp. 2-5.
14
Ambos “jealous” y “zealous” son derivados del latín tardío zelosus, zelus.
Gracias a que Descartes también distingue entre unos celos moralmente justos (o
como él los denomina, “honnête”) de algunos censurables, es posible concebirlo como
relevando a Freud en una larga tradición. Freud también habla de unos celos normales, al
distinguirlos de aquellos patológicos. “Los celos”, escribe, “se cuentan entre los estados
afectivos, como el duelo, que es lícito llamar normales. Toda vez que parecen faltar en el
carácter y la conducta de un hombre, está justificado concluir que han sufrido una fuerte
represión y por eso cumplen un papel tanto mayor dentro de la vida anímica
inconsciente… Se echa de ver fácilmente que en lo esencial [los celos normales] están
compuestos por el duelo, el dolor por el objeto de amor que se cree perdido, y por la
afrenta narcisista, en la medida en que esta puede distinguirse de las otras [afrentas o
heridas]”.15 La herida que ocasiona los celos normales podría no ser distinguible de la
herida narcisista. Esta sugerencia, planteada al comienzo de un ensayo sobre celos,
paranoia y homosexualidad no continúa siendo desarrollada. Si lo fuera, ¿encontraríamos
que los celos “normales” se encuentran enraizados en el narcisismo que uno ya siempre
ha tenido que abandonar, el narcisismo que uno sólo disfruta en la modalidad de su
pérdida? Y entonces ¿no tendría uno que hablar de unos celos primarios, que acompañan a 56
y que son indisociables de la estructura de ese narcisismo primario que Freud delineo sólo
de modo tentativo? Continuar con esta sugerencia, por ende, implicaría volver al ensayo
“Introducción del narcisismo”16 que Sarah Kofman tan persuasivamente ha releído como
un cese al fuego en la prolongada guerra de Freud contra lo femenino, una especie de
aparición breve introducida por la mujer afirmativa nietzscheana que brevemente eclipsa
esos tres ataúdes en los cuales Freud lee sólo muerte detrás de la apariencia de cada
mujer.17 La pregunta que podría ser realizada es si acaso la figura afirmativa discernida por
Kofman también se encontraría exenta de celos, o si esta afirmación debe ser entendida
conjuntamente de otro modo, como un movimiento que a la vez inscribe los celos y los
desplaza –una afirmación, por lo tanto, del amor-propio como otro– o como objeto-amor

15
Freud, S., “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad” en Obras
Completas. Volumen XVIII, trad. Jose Luis Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992, p. 217 [énfasis
agregado].
16
Freud, S. “Introducción del narcisismo” en Obras completas. Volumen XIV (1914-16). trad. José Luis
Etcheverry. Buenos Aires: 1992, pp. 56-98.
17
Ver Kofman, S. Enigma of Woman. Woman in Freud’s Writings. trad. de Catherine Porter. Ithaca-London:
Cornell University Press, 1985 (especialmente “Narcissistic woman”, pp. 50-65).
que suspende sus oposiciones y vuelve a trazar sus límites. 18 ¿Es tal tipo de configuración
siquiera posible?
Ésta última pregunta es esencialmente una reformulación de una que ya realizamos
anteriormente: ¿Puede la posición o la suposición de un sujeto femenino más allá de unos
celos constitutivos –el proyecto de las teorías feministas del sujeto– ser puesta en
cuestión sin por ello meramente otorgar otra instancia de inversión dentro de un patrón
de inversión? Ciertamente esta pregunta no es nueva: ha definido desde hace algún tiempo
los principales riesgos de la relación frecuentemente tensa entre la deconstrucción
derridiana y estas mismas teorías feministas del sujeto. Para ponerlo en términos
engañosamente simples: lo que ha estado en juego durante tanto tiempo es la categoría
misma o el término analítico de sujeto, del que la desconstrucción parece poder prescindir
con tanta eficacia y del que la teoría feminista está preocupada mayoritariamente de
preservar de cierta forma. La última cualificación es central para el análisis subjetivista
feminista, dado que es una respuesta a la generalidad de la estructura de subjetividad que
dicho análisis se compromete a efectuar. Como estructura general, el sujeto –ya sea
descrito en términos del cogito cartesiano, el sujeto de la fenomenología, el sujeto de 57
poder foucaulteano, o el sujeto gramatical de la lingüística estructural– puede ser utilizado
para exponer la obliteración más o menos violenta de la(s) diferencia(s) en la medida que
se posiciona dentro de esa misma generalidad. 19 Esta generalidad entonces, se argumenta,

18
En una reseña de The Enigma of Woman. “The Third Woman” (Diacritics, [verano 1982]), Elizabeth Berg ha
argumentado que es precisamente tal desplazamiento el que es efectuado por la tercera mujer en la lectura
de Kofman, la mujer que no es histérica ni narcisa. “En su rechazo a reconocer la diferencia sexual –al
rechazar la castración– ella se ha movido más allá de la economía de la verdad para afirmar, simultáneamente
o en cambio, ambas su masculinidad y su feminidad… Como el fetichista, que plantea la posibilidad de la
madre fálica, la mujer afirmativa afirma su feminidad mientras rechaza ser castrada” (19, traducción propia).
Aún se podría preguntar si una afirmación de la “mujer fálica” (Berg escribe, “La madre fálica –o la mujer
fálica– no es un fantasma a ser ignorado, o simplemente el producto de la imaginación del niño; ella es la
realidad de la mujer que está más allá de la ‘verdad’ de la castración,” ibíd.) no debería ser también
desplazada –activamente, estratégicamente– por, por ejemplo, el “fetichismo generalizado” que Derrida
desarrolla en Glas y que Kofman aborda nuevamente en “Ça cloche” (Lectures de Derrida. Paris: Galilée,
1984).
19
La tendencia a colapsar histórica y conceptualmente diferentes nociones del “sujeto” ha contribuido a la
existencia de una cierta confusión acerca de lo que estamos siquiera hablando. En un intento de desenredar
esta confusión, Jean-Luc Nancy ha descrito los debates acerca del “sujeto” como “en su mayoría… debates
de opinión más que serios debates de conceptos en torno al sujeto. Quiero decir: debates del tipo ‘muerte
al sujeto – retorno del sujeto’, donde el sujeto se vuelve una especie de extraño títere que puede irse,
volver. O bien, los debates del género ‘ontología versus subjetividad’. Y por cierto los debates donde se
mezclan sin cuidado lo que se entiende por sujeto en filosofía, lo que se entiende por sujeto en psicología y
no es sino una particularidad enmascarada; que enmascara particularmente la obliteración
de la diferencia que es lo femenino. En lugar de renunciar enteramente a la categoría
generalizadora de “sujeto”, sin embargo, gran parte del pensamiento feminista ha buscado
preservarla, aunque de forma relativizada, particularizada o diferenciada. De ahí la
tendencia a hablar de un sujeto femenino, un sujeto masculino, un sujeto colonizado o
colonizador, etc.20 Este tipo de particularización, en otras palabras, apunta al fracaso
general del sujeto general para alcanzar la generalidad de su concepto, excepto como un
ideal o una idealidad. En su inscripción material, lo cual equivale a decir cualquier lugar
donde un cuerpo “presta” su articulación singular a la idea no caracterizada, muda, pura
del “Yo”, el concepto general vuelve a caer en la particularidad o la especificidad.
El subjetivismo feminista ha sido muy efectivo en señalar el repetido fracaso del
sujeto general al inscribirse más allá de la especificidad de su inscripción material. Al
mismo tiempo, sin embargo, el argumento subjetivista feminista preserva la categoría de
sujeto, entendida ahora como una generalidad limitada. Se podría ver en este doble gesto
una especie de formación de compromiso: por un lado, hay un reconocimiento de la
estructura general o de la idealidad del sujeto, que necesariamente fracasa al 58
materializarse; por otra parte, hay cierta negación de ese reconocimiento, como si el
fracaso necesario pudiera ser al fin de cuentas superado. Esto lo hace sonar como una
versión del fetichismo, del fetichismo del sujeto que, al decir “Yo”, cree que es sí mismo
de modo pleno y no “castrado”, pese a lo que sabe. Es aquí donde se torna aparente lo
que está en juego en una deconstrucción de un sujeto fetichizado. Para retornar a los
términos que elaboramos anteriormente, lo que está puesto en cuestión por esta

lo que se entiende por sujeto en psicoanálisis. Debates que en buena medida deben su existencia, y a
menudo su necesidad, solo a la confusión entre significaciones o a la ausencia de significaciones claras y
nítidas” (Nancy, J.-L. “¿Un sujeto?”, trad. L. Felipe Alarcón. Adrogué: Ediciones La Cebra, 2014, pp. 15).
20
Ver Judith Butler, El género en disputa, sobre este exasperado “etcétera” que con frecuencia concluye la
lista de predicados elaborados por lo que ella denomina las “teorías de identidades feministas” (Barcelona:
Paidós, 2006, p. 279). Ver también el fino análisis que Butler realiza sobre el “sujeto” del feminismo. Dada la
dirección general de este análisis, uno podría preguntarse sobre su necesidad de retener la categoría de
identidad para una política, aún cuando forzosamente critica lo que ella denomina en general ‘políticas
identitarias’. La reconceptualización de la identidad como un “efecto”, más que como un suelo constitutivo,
no puede descartar la posibilidad de que el acoger dicho efecto no vaya a conllevar la misma consecuencia
que se está buscando evitar. Lo que describe hacia el final del libro como la “tarea crítica”, que es “localizar
las estrategias de repetición subversiva que posibilitan esas construcciones [identitarias]” (p. 286), puede
sonar como una nota optimista en parte porque ha olvidado la advertencia emitida al comienzo del mismo
libro: “las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas”
(p. 51).
deconstrucción es el sujeto como un más allá de los celos o sin-celos, un sujeto que puede
plenamente apropiarse o poseerse a sí mismo. La deconstrucción destaca cierta
irreductibilidad y un no-retorno constitutivo del sujeto a sí mismo,21 una fuerza de
diferencia que no puede ser erradicada –exterioridad, materialidad, otredad– dentro de la
propia relación y del fervor celoso con el cual él mismo se alía a sí mismo, se afecta y
efectúa en un movimiento de apropiación que nunca está simplemente dado en el presente,
sino que debe ser actuado, planteado, inventado o trazado. Los celos, entonces, serían el
movimiento del mismo de regreso a sí mismo, un movimiento incesantemente motivado
por la marca de la no-coincidencia, de una apropiación imposible. “Están celosos porque
son celosos”: lx monstrux del autoengendramiento retorna a un mismo que no es el
mismo como sí-mismo, sino que es desde ya celoso de un trazado o de un espaciado no-
apropiable que nuevamente cataliza el movimiento.

59
Antes de considerar lo que podría significar específicamente para el feminismo el
afirmar (más que negar) la inapropiabilidad de su propio sujeto, es necesario decir algo
más sobre este último. Esto dado que es asumido con demasiada frecuencia, no sólo por
parte de feministas subjetivistas sino que también por muchos otros, que la
deconstrucción del sujeto está casi enteramente basada en una especie de juego
caprichoso por el poder dentro del campo discursivo laxamente llamado “teoría”. Sin
embargo, más que quedarnos entrampados en una proyección de este tipo, podemos

21
En el idioma de Derrida, esta figura de no-retorno también expresa claramente no-apropiación. Aquello
que “ne revient pas” a alguien –que no vuelve o retorna a– se encuentra fuera de su alcance; no le
pertenece a él o a ella. La expresión también tiene el sentido, al igual que en el inglés, de no volver a la
memoria, en el sentido de “no está volviendo a mí”, es decir, no lo puedo recordar. Con este último
sentido, hay una apertura al inconsciente como el sitio siniestro de expropiación en el ego. Uno de los
textos más importantes de Derrida sobre esta figura de no-retorno es “El cartero de la verdad” (en La
tarjeta postal: de Sócrates a Freud y más allá, trad. Tomas Segovia. México D. F: Siglo XXI, 2001), donde la
noción de falo de Lacan como significante trascendental es deconstruida como aquello a lo cual toda
significación retornaría como a su destino final.
referirnos brevemente a un texto temprano en el que Derrida claramente establece las
condiciones en las que y por las cuales el sujeto significante dice –o escribe– “Yo”.22
La voz y el fenómeno, uno de los textos inaugurales de la deconstrucción, es una
lectura de la descripción fenomenológica del lenguaje de Husserl en la primera de sus
Investigaciones Lógicas.23 Abre con un epígrafe de ese texto: “Cuando leemos esta palabra
‘yo’ sin saber quién la ha escrito, tenemos una palabra, si no desprovista de significación, al
menos extraña en su significación normal”. La lectura de Derrida de la teoría del signo de
Husserl estará en gran medida orientada por esta declaración, o más bien en contra de
ella, dado que, como escribe cuando vuelve a citar la declaración hacia el final de su
lectura, “Las premisas de Husserl deberían autorizarnos a decir exactamente lo contrario”
(158). Es decir, un “Yo” escrito anónimamente no está en absoluto “separado de [extraño
a] su significado normal”; al contrario, la condición de anonimato o separación es el alma
misma, por así decirlo, del sentido normal del “Yo” ya sea que esté hablado o escrito.
Ciertamente, es sólo con la condición de esta separación [estrangement] que el “Yo”
puede en cualquier caso tener algún significado. ¿Cómo puede ser eso?
Tiene que ver primero que nada con la estructura del signo lingüístico como 60
repetición:

Un signo no es jamás un acontecimiento, si acontecimiento quiere decir


unicidad empírica irreemplazable e irreversible. Un signo que no tuviera lugar
más que «una vez» no sería un signo. Un signo puramente idiomático no
sería un signo. Un significante (en general) debe ser reconocible en su forma,
a pesar y a través de la diversidad de los caracteres empíricos que pueden

22
Samuel Weber ha argumentado persuasivamente que se debería tomar en cuenta un desplazamiento en la
escritura de Derrida posterior a los textos tempranos de los años 60’ y 70’. Él caracteriza este
desplazamiento como uno que mueve el pensamiento deconstructivo desde una posición putativa y
finalmente siempre “ficcional” externo a los discursos que examina, a una posición quasi-narrativa dentro de
los límites de lo deconstruible. Para Weber, la última posición o estrategia, que se encuentra ejemplificada
en textos como “Envíos” y “Especular -sobre ‘Freud’”, en La tarjeta postal, es la más poderosa o efectiva. Ver
Weber, “Reading and Writing chez Derrida,” in Institution and Interpretation (Minneapolis: University of
Minnesota Press, 1987). Sin responder a esa evaluación, he decidido “retornar” a un texto temprano a modo
de aislar un teorema en particular que permanecerá con fuerza en todo lo que Derrida escribirá
posteriormente; ver la nota 27 de este texto.
23
Derrida, J. La voz y el fenómeno. trad. Francisco Peñalver. Valencia: Pre-Textos, 1985. [La traducción ha
sido modificada, en ocasiones, para ajustarse a la traducción que Kamuf realiza y cita].
modificarlo. Debe permanecer el mismo y poder ser repetido como tal a
pesar y a través de las deformaciones que lo que se llama acontecimiento
empírico le hace sufrir necesariamente… [N]o puede funcionar como signo
y lenguaje en general más que si una identidad formal permite reeditarlo y
reconocerlo. Esta identidad es necesariamente ideal. (99)

“Identidad” aquí significa auto-identidad, identidad para y consigo-mismo, la no-


diferencia e inmediatez del signo como característica formal (significante) y como sentido
(significado). Como tal, esta identidad es “necesariamente ideal” pues ninguna ocurrencia
singular, ningún particular empírico la alcanza –sólo la repite. Por idealidad, sin embargo,
uno debe entender aquello que no tiene existencia en este ni en otro mundo “metafísico”;
es más, “no es sino el nombre de la permanencia de lo mismo y la posibilidad de su
repetición”. La idealidad (de la identidad del signo) no es sino la posibilidad de repetición
del mismo, es decir, que “depende por entero de la posibilidad de actos de repetición.
Está constituida por esta [posibilidad].” (102). Esto equivale a efectuar una inversión de la
derivación metafísica y convencional del signo como re-presentación de una presencia
original: como idealidad pura, esa presencia deriva de la posibilidad de la repetición y no al
61
revés. O más bien, como Derrida lo planteará luego, idealización, repetición y significación
“no son pensables, en su pura posibilidad, más que a partir de una sola y misma abertura”
(155). Sin embargo, hay un cuarto término en esta serie de posibilidades: la muerte. Lo
que se ha abierto con el lenguaje, la repetición y la idealización, es una relación con la
muerte, y específicamente con “mi” muerte, la muerte de quien dice “Yo”. ¿En qué
sentido?
El sentido de cualquier discurso depende de la posibilidad de una repetición de lo
mismo, es decir, del movimiento de una idealización que puede atravesar todas las
variantes de la existencia empírica, de la contingencia, de la factualidad y demás. Este
sentido [de un discurso] no depende de ninguna presencia efectiva; de hecho, la condición
del discurso es que sea inteligible en la ausencia de su objeto. La noción de que el
significado no implica esencialmente la intuición o la percepción del objeto del discurso es
deducida por Husserl e ilustrada por Derrida del siguiente modo:
Digo: «Veo ahora a tal persona por la ventana» en el momento en que la veo
efectivamente. Está implicado estructuralmente en mi operación que el
contenido de esa expresión sea ideal, y que su unidad no esté encentada por
la ausencia de percepción hic et nunc. Aquel que, a mi lado o a una distancia
infinita en el tiempo o en el espacio, oye esta proposición, debe, de derecho,
comprender lo que entiendo decir. Como esta posibilidad es la posibilidad
del discurso, debe estructurar el acto mismo de aquel que habla percibiendo.
Mi no-percepción, mi no-intuición, mi ausencia hic et nunc son dichas por
esto mismo de que digo, por lo que digo y porque digo… [L]a ausencia de la
intuición –y en consecuencia del sujeto de la intuición– no es solamente
tolerada por el discurso, está requerida por la estructura de la significación en
general, por poco que se la considere en sí misma. Aquella está requerida
radicalmente: la ausencia total del sujeto y del objeto de un enunciado –la
muerte del escritor y/o la desaparición de los objetos que ha podido
describir– no impide a un texto «querer-decir». Por el contrario, esta
posibilidad hace nacer el querer-decir como tal, lo da a oír y a leer. (154-
155) 62
Hasta este momento, Derrida ha estado llevando hasta su punto más radical las
conclusiones de los análisis de Husserl. Pero con el paso siguiente, esta radicalización
revierte un límite importante y muy sintomático que Husserl intenta poner en la posible
ausencia de intuición de los elementos del discurso. Ese límite es el pronombre de la
primera persona. Husserl afirma que “el significado del «yo» se realiza esencialmente en la
representación inmediata de la propia personalidad” (156) cuando es “hablado” por el
mismo a sí mismo y refiriéndose a sí mismo –en habla solitaria o monólogo interno–. En
otras palabras, para Husserl hay al menos una situación en la cual el objeto del discurso
nunca está ausente de la intuición del hablante/auditor: cuando el “Yo” se dice “Yo” a sí
mismo. El significado de ese acto de habla es “esencialmente realizado” por el hablante “en
la representación inmediata de la propia personalidad”. Cuando me digo “Yo” a mí mismo,
no sólo sé inmediatamente lo que quiero decir, sino que sé que el “objeto” de mi
significado se encuentra presente en el momento en el que hablo. Es esta inmediatez de la
auto-presencia aquello que Derrida pone en cuestión bajo los mismos términos usados
anteriormente cuando se refiere a la persona vista a través de la ventana. Este
desplazamiento tiene como consecuencia el develamiento de la relación esencial con “mi
propia muerte” inscrita en la posibilidad misma del discurso. “Yo”, como cualquier otro
signo, sólo puede tener significado si “permanece la misma para un yo-aquí-ahora en
general, guardando su sentido incluso si mi presencia empírica se borra o se modifica
radicalmente” (157). Radicalizando desde ese punto, Derrida afirmará que si el “Yo” debe
ser capaz de funcionar con el mismo significado en mi ausencia, entonces esa ausencia –mi
muerte– se encuentra estructuralmente inscrita en la posibilidad de su repetición, en la
idealidad de su significado.

Mi muerte es estructuralmente necesaria al funcionamiento del Yo. Que esté


además «vivo», y que tenga certeza de ello, esto viene por añadidura al
querer-decir. Y esta estructura está activa, guarda su eficacia original incluso
cuando digo «yo estoy vivo», en el momento preciso en que, si esto es
posible, tengo la intuición plena y actual de ello… El enunciado «yo estoy
vivo» acompaña mi estar-muerto y su posibilidad requiere la posibilidad de
que esté muerto; e inversamente. No es esto una historia extraordinaria de
Poe, sino la historia ordinaria del lenguaje. (158-159) 63
“Mi muerte es estructuralmente necesaria al funcionamiento del Yo”. Esta
declaración no sólo propone una norma, sino que también actúa bajo la posibilidad de esa
norma: la frase “mi muerte” tiene que tener el mismo significado en ausencia de cualquiera
que la haya pronunciado primero y cualquiera que pueda por consiguiente citarla (como lo
estamos haciendo aquí) o de otro modo repetirla. “Mi muerte”, por lo tanto, no dice mi
muerte o ausencia porque dice la (necesaria) ausencia de cualquier singularidad empírica,
la mía o la de cualquier otro. Por consiguiente, no nombrar mi (y sólo mi) muerte, y
precisamente porque no lo hace, también representa mi desaparición; esto es, la
desaparición de la instancia singular, finita de su pronunciamiento. Y lo hace mediante la
figura misma de mi finitud, que aquí asume el aspecto general de “mi muerte”. Mi muerte,
en tanto mía, se encuentra estructuralmente ausente de “mi muerte”, y por lo tanto es
significada como el límite sobre el cual puedo significar absolutamente cualquier cosa. Ese
límite inscribe la finitud del significado como apropiado por cualquier acto de significación;
en otras palabras, el límite a través del cual nada puede finalmente ser significado como
mío y sólo mío, ni siquiera o especialmente “mi muerte”.24

El pensamiento deconstructivo procede en gran parte de esta fuerza des-


apropiadora de la repetición que constituye el fundamento de la posibilidad del significado.
Este fundamento de posibilidad puede por ende también ser descrito como una cierta
imposibilidad: la imposibilidad de un sujeto que se ha apropiado enteramente de su propio
significado, su propio ser, en un estado –aunque momentáneo– de auto-presencia. Ahora
bien, es con demasiada frecuencia que este último y crítico impulso de deconstrucción es
confundido con su principal y quizás único conocimiento; es decir, es entendido
meramente como una crítica de los fundamentos del entendimiento y del sujeto del
entendimiento. Esta es la versión del “deconstruccionismo” que ha sido ampliamente
consagrada por un cierto periodismo y que ha servido para todo tipo de fines dudosos,
64
incluyendo aquellos de académicos supuestamente no-periodísticos. Esta versión no puede
contar, sin embargo, con una deconstrucción afirmativa para la cual la crítica de la
presencia no agota los recursos del pensamiento. Al contrario, para la deconstrucción la
imposibilidad de un significado plenamente auto-presente es aquello que abre la posibilidad
de cualquier relación con el significado, ciertamente de una relación de cualquier tipo con
y entre diferencia(s). La imposible re-apropiación del mismo a sí mismo, la irreductible
diferencia o brecha dentro de la relación-al-mismo es lo que exige afirmación y no sólo
mero reconocimiento o confirmación. En otras palabras, no es suficiente ofrecer una
crítica que demuestre esta imposibilidad o que niegue la posibilidad de la presencia plena

24
En un texto tardío, Derrida ha reiterado lo que allí denomina esta “aporía” sobre “mi muerte”: “¿Es
posible mi muerte? ¿Podemos entender esta cuestión? ¿Me está permitido hablar de mi muerte? ¿Qué quiere
decir este sintagma, ‘mi muerte’?... ‘Mi muerte’ entre comillas no es forzosamente la mía, es una expresión
que cualquiera se puede apropiar; ésta puede circular de un ejemplo a otro… Y si la muerte nombra... lo
irremplazable mismo de la singularidad absoluta (nadie puede morir en mi lugar o en el lugar del otro), todos
los ejemplos del mundo pueden justamente ilustrar dicha singularidad. La muerte de cada uno, de tidis los
que pueden decir ‘mi muerte’, es irremplazable… De ahí, una primera complicación ejemplar de la
ejemplaridad. Nada es más sustituible y nada lo es menos que el sintagma ‘mi muerte’.” (Aporías: Morir -
esperarse (en) los ‘límites de la verdad’, trad. Cristina de Peretti. Barcelona: Paidós, 1998, pp. 45-46).
del mismo o del sujeto. No es suficiente porque confirma y deja intacta la valencia de
negatividad que siempre se ha atado al inevitable fracaso del mismo de dominar o
apropiarse de su propio significado, de tener la última palabra, por así decirlo. La práctica
deconstructiva, por otra parte, afirma la necesaria dispersión mediante la repetición del
“Yo” como la chance y la posibilidad, no sólo la negación, de un acto significante o una
inscripción que, sin pertenecer a- o sin ser apropiable por alguna identidad, podría sin
embargo ser marcada como singular o idiomática.
En una entrevista publicada en 1983, Derrida lo planteó del siguiente modo cuando
fue preguntado acerca de la ansiedad provocada por la indecidibilidad del sentido:

Uno escribe siempre trampeando lo peor. Quizás para no perderlo todo,


pero la última palabra, ya sabes, vuelve siempre al no-dominio, se trate del
lector o de uno mismo. Y está bien así. El deseo vivo de escribir te mantiene
en relación con un terror que intentas controlar, aunque dejándolo intacto,
audible, en ese lugar donde te puedes encontrar, escucharte, tú mismo y
quien te lee, más allá de cualquier división; a la vez, pues, salvado y perdido.25
65
Uno podría estar tentado a ver en este breve pasaje una caracterización un tanto
desprevenida de los tres elementos esenciales de la práctica deconstructiva de Derrida
retratada en el aspecto de su motivación deseante. La afirmación “Y está bien así [Et c’est
bien ainsi]” continúa la constatación de máxima no-dominio [non-mastery] (la finitud como
límite necesario) y le abre paso a una posibilidad: una escritura o práctica de inscripción
donde quizás “te puedes encontrar, escucharte, tú mismo y quien te lee, más allá de
cualquier división; a la vez, pues, salvado y perdido”. La imposibilidad de apropiación es
afirmada, lo cual clausura una oposición jerárquica entre dominación y no-dominación,
entre mismo y otro, pero el deseo que ha mantenido esa jerarquía no es por ello negado
o desmentido como deseo (quizás no haya ejercicio más fútil que el intentar destruir el
deseo narcisista en cuestión); más bien, éste es desplazado como la posibilidad de otro
entente, eso del otro, precisamente, y de uno mismo como otro. La posibilidad de estar
“más allá de cualquier división; a la vez, pues, salvado y perdido”, no es una posibilidad

25
Derrida, J., “Unsealing (‘the old new language’)”, trad. Peggy Kamuf, en Derrida, Points… Interviews, 1974-
1994, ed. Elisabeth Weber (Stanford: Stanford University Press, 1995), p. 118.
para el “Yo”, el cual no es sino una figura de su propia imposible apropiación sino que es
una posibilidad para una singularidad idiomática, la cual Derrida en la misma entrevista
glosa del siguiente modo:

Una propiedad que no puede apropiarse te firma sin pertenecerte, no


aparece sino al otro, no vuelve a ti salvo en destellos de locura que
confunden la vida y la muerte, que te confunden vivo y muerto a la vez. Tú
sueñas, es inevitable, la invención de una lengua o de un canto que sean
tuyos, no los atributos de un “yo”, sino más bien la rúbrica acentuada, es
decir musical, de tu historia más ilegible. No hablo de un estilo, sino de un
cruce de singularidades, el hábitat, las voces, la grafía, lo que se desplaza
contigo y lo que tu cuerpo jamás abandona (119).

Esta inscripción soñada o deseada de una singularidad, “más allá de cualquier


división”, podría salvar un idioma no-repetible de máxima borradura [erasure], pero sólo
en la pérdida de cualquier “Yo” dado que esto “no aparece sino al otro”. Sin embargo, es
una oportunidad casi inesperada que esta “pérdida” sea solicitada por el otro, 66
infinitamente deseada.
Partimos preguntando por lo que podría significar para el feminismo el afirmar el
sujeto inapropiable. Una cosa queda ya clara: no podría significar una simple evacuación o
negación del “Yo” como instancia de la inscripción de diferencia. Sin embargo, esta sería la
instancia de una fuerza singular de insistencia, de una singularidad, más que de la de un
sujeto. La singularidad no es el sujeto, el cual, como hemos visto, no es sino la posibilidad
de una repetición. Lo singular no es repetible como tal, sino que es precisamente la
presentación imposible de un “como tal”. El singular permanece [remains] en exceso de –
anterior o más allá de– representación, la diferencia entre el sujeto y un Yo
irrepresentable. Este último es finito, determinado por los eventos singulares del
nacimiento y la muerte, mientras que el primero es infinito o indefinidamente repetible, no
teniendo origen ni fin más que en esa repetición.26 La noción del singular no puede, por

26
Tampoco deberíamos confundir esta singularidad finita, excesiva, con el concepto de lo “individual”, que,
como escribe Jean-Luc Nancy, pierde singularidad mediante un cierto proceso de formalización: “Pero el ser
singular, que no es el individuo, es el ser finito. Sin duda lo que le faltó a la temática de la individuación, tal
como pasó de un cierto romanticismo a Schopenhauer y a Nietzsche, fue abordar la singularidad —de la
cual, con todo, no estaba alejada. La individuación desprende entidades cerradas de un fondo informe... Pero
definición, ser acomodada por ninguna generalidad, aunque sea del tipo de generalidad
limitada que discutimos anteriormente. En lugar de ello, esta noción tiene que llevarnos a
considerar la posibilidad, la deseabilidad de algo como una autobiografía. Esa semejanza
debe ser inmediatamente cualificada para no empañar un importante número de
distinciones que establecen un género de escritura reconocible o consagrado, como la
autobiografía, separado de aquella “invención de un lenguaje” que Derrida evoca en el
pasaje recién citado (“Tú sueñas, es inevitable, la invención de una lengua o de un canto
que sean tuyos, no los atributos de un ‘yo’”). Comenzando con la distinción de género
[genre] (o género [gender]): la singularidad idiomática en cuestión no puede en ningún
sentido simple pertenecer a una generalidad sin desaparecer totalmente, sin dejar huella.
Para que siquiera aparezca (siempre solamente al otro), debe permanecer irrepetible, no
generalizable, sin género [genre] o género [gender]. Al mismo tiempo, sin embargo, y de
modo igualmente necesario, para que siquiera aparezca, para que siquiera hubiera tenido
la oportunidad del arribo del otro, debe desplegarse fuera de su silencio y su secreto; esto
es, debe también poder ser repetible. Por consiguiente, si está salvada en su singularidad
absoluta, entonces no puede jamás aparecer antes de la “última palabra” de la finitud; por 67
otra parte, salvada de “mi muerte” mediante la repetición, está perdida como idioma
singular. Ahora bien, esta estructura de doble vínculo [double bind] puede ser ineludible,
pero, al menos en teoría, no hay límites sobre las formas de negociación con sus
restricciones –lo que Derrida nombró anteriormente como “siempre trampeando lo
peor”.
Esto hace surgir la segunda razón de por qué uno debería vacilar en invocar la
categoría de autobiografía. No es en absoluto seguro que las negociaciones más “exitosas”
resulten en un texto manifiestamente “autobiográfico”, de acuerdo al criterio
convencional, ni tampoco, por supuesto, de acuerdo a lo que comúnmente pensamos

la singularidad no procede de un tal desprendimiento de formas o de figuras claras (ni de lo que está
vinculado a esta operación: la escena de la forma y del fondo, el aparecer vinculado a la apariencia
[l’apparence], y el deslizamiento de la apariencia en el nihilismo estetizante donde siempre se realiza el
individualismo). La singularidad tal vez no procede de nada. No es una obra que resulte de una operación. No
hay proceso de «singularización», y la singularidad no es ni extraída, ni producida, ni derivada.” (Nancy, J.-L.,
La Comunidad Inoperante, trad. Juan Manuel Garrido. Santiago de Chile: LOM/Universidad ARCIS, 2000, p.
55-56.) Ver también, Kamuf, P., “Singular Sense, Second Hand” en The Book of Addresses (California: Stanford
University Press, 2005, pp. 268-280).
como un texto escrito. Prácticas de las más diversas, de tipos infinitamente variados,
desde el momento en que le aparecen al otro, incluyendo especialmente los gestos más
fortuitos, la irreflexiva corporalidad y materialidad de una vida (aquello que pertenece
siempre al dominio singular del amor y los celos) –todos podrían guardar trazas de la
firma inapropiable, de la singularidad salvada y perdida, repetida en su irrepetibilidad.
Finalmente, sin embargo, es quizás lo “auto” de la “autobiografía” aquello que más
disimula lo que está en juego en esta inscripción de diferencias singulares. Lo “auto”
remitiría la “-grafía” de vuelta a una vida singular, “bio”, y así lo sellaría en un círculo de
auto-referencia. Este modelo no sólo sugiere una relación-al-mismo cerrada y por ende
una apropiación en lugar de lo que “sólo aparece al otro”, sino que en su realización
también pasa enteramente por alto la paradójica problemática que hemos estado
describiendo: la repetición de lo irrepetible en un lenguaje general. Es esta la problemática
que, por contraste, es sacada a relucir, consistente e insistentemente, en la
deconstrucción. Para ser más precisos, la deconstrucción “ocurre” por la necesariamente
inacabada e interminable articulación de la singularidad con las estructuras de repetición
de lo mismo. Lo que equivale a decir que las diferencias singulares (materiales, corpóreas, 68
históricas, lingüísticas, sexuales, y demases: la lista es, por definición, sin fin), en la medida
en que no desaparecen sin traza, reservan la posibilidad de que estas estructuras se
transformen, se deconstruyan. El pensamiento deconstructivo, y más singularmente el
trabajo de Jacques Derrida, intenta formalizar en una cierta medida esta posibilidad tomada
en reserva por la tradición formalizante más grande de occidente, la tradición filosófica;
pone peso [bears down] en esos lugares donde, precisamente, la tradición se puede
formalizar completa o enteramente, y donde por lo tanto debe abrirse no sólo a otras
tradiciones o géneros (el literario o autobiográfico por ejemplo), sino a aquello que aún
no tiene tradición, convención, o forma reconocible: a la fuerza de algo otro, a lo otro-
que-lo-mismo, a la posibilidad de invención o a la invención de lo imposible.27

27
Sobre esta noción de la “invención de lo imposible”, revisar “Psyché. Invención del otro” en Psyché.
Invenciones del otro (Trad. Mónica Cragnolini. Adrogué: Ediciones La Cebra, 2017, pp. 13-66), y el ensayo
“The Other Fiction”, en Peggy Kamuf, The Book of Addresses (California: Stanford University Press, 2005, pp.
189-198).
“Feminismo” y “deconstrucción”: dos términos que designan sitios de intervención
teórico-práctica. Cuando estos términos han sido abordados en recientes y continuas
“guerras de teorías” en la universidad, una cierta trivilización ha operado para prevenir
una comprensión de lo que está en juego entre ellos. Lo que está en juego dice ser
político. Y ciertamente lo es: lo que está en juego es político porque es el sentido mismo
de lo político lo que está en juego. Una deconstrucción de subjetivismos (incluyendo el
subjetivismo feminista) debe necesariamente implicar un sentido diferente de lo político,
uno que no proyecte la eventual realización de un sujeto plenamente presente (apropiado)
que sería a la vez enteramente representativo, uno que no sea sí mismo moldeado y
determinado por la versión del sujeto como auto-presencia. Para ponerlo en los términos
que he estado utilizando hasta el momento, una política del sujeto (o una “política
identitaria”) es una política de la envidia o de los celos; es decir, de un movimiento
apropiatorio impulsado por la inapropiable finitud de quien dice “Yo”, y “Yo, nosotros”.
En su versión dialéctica, la política del sujeto (que podría ser una clase o un género) 69
teoriza lo político como apropiación, como la legitimación/deslegitimación del poder
apropiado. Ahora bien, la cuestión que nos estamos preguntando es, ¿qué otro sentido de
lo “político”, más allá o fuera de esta dialéctica de la apropiación, se torna pensable una
vez que la deconstructibilidad de su sujeto ya no es rechazada, sino afirmada?
Para sugerir al menos una dirección desde la cual una respuesta a esa pregunta
podría aproximarse, consideremos una de las consignas más conocidas del pensamiento
político feminista [norte]americano en las últimas décadas: “lo personal es lo político”.
Esta declaración categórica ha sido entendida, en su interpretación más general, como la
negación de la auto-evidencia de la división entre las esferas pública y privada en cuanto
conciernen a las mujeres (y por ende a los hombres). Implícitamente o por extensión,
acusa las numerosas formas en que esa aparente auto-evidencia ha sido utilizada para
justificar o ignorar todo, desde la violencia en la “privacidad” del hogar hasta la exclusión
de las mujeres qua mujeres de las instituciones de la vida pública. La acción de renombrar
aquello que realiza reafirma que no hay un “personal” que no esté desde ya investido por
lo “político”, es decir, por los intereses de una estructura de poder que siempre busca
perpetuarse o legitimarse incluso en lo que se entiende como las esquinas más remotas y
escondidas del tejido social. (Esta tesis no es sólo aquella del feminismo moderno, por
supuesto, sino una que ha caracterizado el pensamiento revolucionario político durante al
menos dos siglos.)28 Ahora bien, al mismo tiempo que el argumento resumido en la
consigna ha sido movilizado en un análisis desligitimizante de la división del dominio
público y el espacio privado del patriarcado, también ha operado para legitimar el rol
público o político (en su sentido más amplio) de las mujeres a lo largo de las instituciones
de la sociedad. Por el contrario, y en una aplicación consistente de la lógica “lo-personal-
es-político”, ha buscado el reconocimiento y la protección política y pública de un amplio
rango de preocupaciones previamente relegadas al dominio privado: el cuidado infantil,
licencia familiar, abuso conyugal, acoso sexual, entre otros. Por lo tanto, la contestación
feminista sobre el orden social se ha acometido a una extensión general de la esfera
pública, o más bien al reconocimiento y reevaluación de su extensión, que ya ha estado
efectivamente vigente durante mucho tiempo pero que ha sido disimulada bajo el pretexto
de lo “personal” o “privado”.29
Existen, sin embargo, puntos significativos en los que esta contestación cobra la
forma opuesta, esto es, donde consiste en replantear el límite de esta extensión del 70
dominio público y en refutar la ecuación de lo personal con lo político contra las
demandas del Estado. En esos puntos, la posición política feminista ha demarcado un
espacio “personal” que se mantendría libre del alcance o regulación pública. Sin embargo,
tal como indica la cada vez más violenta confrontación por el aborto libre en los Estados
Unidos, alcanzar un consenso general para limitar la extensión del interés general es, como
aspiración política, una cuestión mucho más dividida y divisiva que alcanzar el
reconocimiento de las mujeres como sujetos políticos. Esto podría sugerir que donde sea
que el feminismo comprenda su tarea política en términos de lo público, de sujeto general
o en términos de la apropiación de esa subjetividad por parte de las mujeres, entonces esa
aspiración avanzará fundamentalmente concorde, en alianza, o en complicidad con los

28
Por lo tanto, no sería del todo anacrónico o irrisorio decir, por ejemplo, que María Antonieta fue
enjuiciada y ejecutada por el peso del argumento de que lo personal es político. Ver Chantar Thomas, La
Reine scélérate: Marie-Antoinette dans les pamphlets (Paris: Editions du Seuil, 1989).
29
Ver Nancy Fraser, Iustitia Interrupta: Reflexiones críticas desde la posición “postsocialista” (Colombia: Siglo del
Hombre Editores, 1997), especialmente el capítulo 3 (“Pensando de nuevo la esfera pública. Una
contribución a la crítica de las democracias existentes”), para una crítica provechosa a cómo la noción de
“esfera pública” de Habermas ha sido acogida por feminismos contemporáneos.
intereses de un orden sociopolítico para establecer control sobre todas las esferas a su
alcance. No hace falta decir que, si tales intereses andan desbocados, si lo “personal” está
en todos lados y lo político se encuentra siempre sin excedente, entonces se ha ingresado
en el sueño o pesadilla del estado totalitario. Esto no quiere para nada decir que una
contraria, y absolutamente contraria, política de lo “personal” pueda ser elaborada en
términos que impondrán un límite efectivo sobre la totalización del dominio público.30 Es
precisamente esta noción de “límite efectivo” lo que está en cuestión.
Lo que ambas versiones “públicas” y “personales” de la política subjetivista descartan
es la divisibilidad misma de la división que divide una de la otra, una divisibilidad que limita
la función limitante del límite al, precisamente, dividir y redividirlo. 31 Una vez más, la
confrontación sobre el aborto libre plantea de modo significativo la condición de este
límite divisorio entre “personal” y “político”. El límite en cuestión no sucumbe en este
caso ante los aparentes lindes de un cuerpo personal o vida individual, y por ende dentro
del reconocido derecho a la libertad personal; sino más bien ante la incierta línea divisoria
entre un cuerpo y otro, o entre una vida presente y una futura, o finalmente entre una
mujer y su cuerpo/su vida, que a la vez es y no es suya, tanto presente y portadora de un 71
futuro, el futuro de otra/o, el futuro como otro. Este límite incierto, por definición
altamente divisible e inestable, no puede por lo tanto fidedignamente separar lo político de
lo personal; no puede fijar el punto en el cual la libertad de la elección individual y el
derecho de ser libre de coacción política es planteado incondicionalmente. Es más bien en
tanto que el espacio inapropiable del otro en el uno que este límite divisorio deviene el
terreno de una lucha por apropiación entre la instancia pública de un “nosotros” plural y
la instancia privada, singular, de un “Yo”.
La lucha por esta apropiación, que durante mucho tiempo ha definido lo que está en
juego en lo político para movimientos revolucionarios de la derecha y la izquierda, tanto
movimientos de liberación como movimientos nacionalistas, siempre está motivada por la

30
Una política de esas características siempre arriesgaría asemejarse a las normas liberales anti-
regulacionistas que favorecen el libre mercado y la emprendimiento individual. En otras palabras, mantendría
una alianza ambigua entre individualismo y liberalismo, de la ideología (norte)Americana tradicional, que
produce el disimulo de lo “político” como lo “personal” en primer lugar.
31
Ver Drucilla Cornell, Beyond Accommodation. Ethical Feminism, Deconstruction and the Law (New York:
Routledge, 1991), pp. 21-78, para un análisis crítico de tres versiones diferentes (en Robin West, Julia
Kristeva y Hélène Cixous) de lo maternal femenino.
condición de una inapropiabilidad fundamental, aquello que ahí hemos intentado ilustrar
con la divisibilidad del límite entre lo “personal” y lo “político”. Donde sea que esté
puesto, el límite que se supone que debe separar un “Yo” personal de un “nosotros”
político sería poco más que una ficción gramatical o legal, una que la ley instituye y a la que
se refiere mediante la repetición. El “Yo” ya es una repetición, más que una, siempre uno
más la interminable posibilidad de los otros. Esa es la condición (la ley) de decir “Yo”, y
por ende es la coacción inicial sobre la libertad o la privacidad del que lo dice. Desde el
momento en que la ley de la repetición o de la pluralización es también la condición de la
“personalización”, entonces uno debe reconocer, ciertamente, que “lo personal es
político”. Con este reconocimiento o repetición, sin embargo, el acento o tono que marca
esa afirmación se habrá en sí mismo tornado dividido hasta el punto de admitir otra
posible inflexión. Pues en adición a una bandera de lucha para la movilización política, ¿no
puede esa frase ser ahora escuchada también como haciéndole eco a una queja infinita de
que, cada vez que digo, pienso o de algún otro modo significo “Yo”, una multitud se reúne
y soy confundida con cualquier otro, y por lo tanto con nadie? Y con eso, ¿soy expropiada
de “mí misma”, “mi vida”, “mi persona”, “mi vida personal”, todos los cuales sólo 72
permanecen siendo los designadores más aproximados, convencionales para una
experiencia singular sin nombre apropiado, una experiencia, por lo tanto, inapropiada por
cualquier sujeto? ¿Y acaso no está esta queja misma hecha para desaparecer cuando es
formulada anónimamente y en términos de la generalidad más grande (no mi vida, en su
intimidad más secreta, un secreto finalmente preservado incluso de mí que no puedo
conocerlo como propio; sino lo así llamado personal en general es lo político, esto es, la
persona de todos [everybody’s person], cada cuerpo [every body] y por ende el de nadie [no
body’s], ni mío ni tuyo)? ¿Puede una/o escuchar, entonces, la frase como el residuo de un
movimiento celoso en el rostro de la obliteración de la propiedad de lo “personal”, de su
adecuada apropiación de sí mismo? Sí. –

–Sí?

–Sí. Sí, no una vez sino dos, porque aquí es una cuestión de una doble afirmación,
una afirmación que se repite y que afirma la repetición. La deconstrucción sigue el camino
de esta doble afirmación; (se) afirma (a sí misma como) la repetición.32 Sí, dice primero
que nada, al eco o residuo, al tono que habla de- y desde el lugar de una articulación
singular con la ley general, y por ende a la repetición de lo irrepetible. Este “sí” dice:
“Escucho, vuelve otra vez, otra vez y otra vez. La huella de tu voz, su tono (su ton, es
‘tuyo’, es decir, aquello por el cual te pertenece en este extraño modo de no-pertenencia)
es retenido en mi oído y en nuestra lengua, la que compartimos.” Al tono puro
inaccesible, imposible, a la singularidad individida, este “sí” abre un canal, por así decirlo,
permitiendo un tipo de pasaje en el límite entre Yo/nosotros, un pasaje, por lo tanto, hacia
la repetición, división, pluralidad; pero al mismo tiempo ese pasaje acarrea un eco o una
huella de una diferencia inapropiable. La diferencia es inscrita en el límite; es la diferencia,
o differance, de ese límite –su división– aquello que sostiene el Yo/nosotros separados
juntos y que entonces abre el uno al otro. El primer sí, por lo tanto, es desde ya una
repetición, desde ya más de una, desde ya un segundo sí. Y con eso afirma la repetición no
como la pérdida de la verdad singular, sino como la oportunidad, la única oportunidad,
dada por necesidad –lo que equivale a decir por el otro– a la singularidad imposible. Es la
oportunidad de diferencia, y por lo tanto la posibilidad de transformación de lo que 73
queremos decir cuando decimos “nosotros”, lo que queremos decir con el plural, lo
público, lo político. Y no sólo lo que nosotros queremos decir, sino la transformación de
la relación con el otro en tanto que enteramente otro, y por ende irrepresentable,
finalmente sin semejanza a ningún “sujeto” político. Si esta transformación pudiera tener
un horizonte, sería el de la justicia singular de una “política” de la singularidad. Por
definición, sin embargo, tal horizonte que pudiera limitar la transformación no puede ser
propuesto, pues éste debe permanecer abierto a lo que viene y que está viniendo desde el
otro. Mientras tanto, lo personal es… en otras palabras (y en las palabras del otro), éste
abre, divide, diferencia, pluraliza, transforma, deconstruye… lo político.

–Pero también vice versa.

32
Sobre esta estructura del “sí” como repetición original, ver especialmente J. Derrida: “De cantidades de
sí(es)”, trad. Renata Prati, en Psyché. Invenciones del otro (Adrogué: Ediciones La Cebra, 2016, pp. 729-742) y
Ulises gramófono. Dos palabras para Joyce, trad. Mario Teruggi (Buenos Aires: Tres Haches, 2002).
–Sí, y es bueno que así sea. Si, por lo tanto, no podemos concluir acerca de lo que
significará para el feminismo el afirmar la inapropiabilidad de su sujeto,33 es porque
cualquier respuesta a esa pregunta deberá venir de lugares inauditos o de los que aún no
se ha escuchado, lo que incluye vastas regiones de un pasado que aún están ante nosotros,
que aún no tienen futuro. Como conjetura, uno que podría predecir que estos lugares
inauditos no parecerán, al principio, desconocidos, pero se señalizarán a sí mismos con los
más comunes de los nombres, tales como celos, amor, dicha…

–...dolor, muerte, mía/o, tuya/o

–...cada vez diferente, cada vez a ser repetido.

74

33
La afirmación le sería de interés al sujeto del feminismo en otro sentido: en tanto sobre lo que trata el
feminismo. Por lo tanto, estamos diciendo ni más ni menos que: el feminismo no se trata de la apropiación
de poder; se trata de justicia.

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