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AMÉRICA

El Descubrimiento de América. En el siglo XV Cristóbal Colón inició la


conquista de América llegando por primera vez al continente americano en
el año 1492.
En el siglo XV Cristóbal Colón, que había leído mucho de la literatura geográfica
y teológica de su tiempo y tenía una extensa experiencia marítima, creía que
podía seguir un rumbo hasta Asia hacia el oeste a través del Atlántico. Al no
obtener respaldo para su proyecto en Portugal, decidió trasladarse a España,
donde las favorables circunstancias políticas y la buena fortuna lo llevaron
ante los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, que dieron su
apoyo a la iniciativa.
Colón tomó el mando de tres pequeñas naves, dos carabelas y una nao, llamadas
La Pinta, La Niña y la Santa María y después de un largo y casi interminable
viaje desembarcó en una isla del Caribe, Guanahani, que fue rebautizada como
San Salvador y que hoy forma parte de las Bahamas. Así comenzó la conquista
española de América.
El informe que se publicó del viaje de 1492 fue ampliamente difundido y Cristóbal
Colón cosechó un amplio reconocimiento en Europa, lo que le aseguró el título de
Almirante de la Mar Oceana. Y lo que resulta más importante aún, le permitió
obtener mayor patrocinio real y así armar tres expediciones más al Caribe (aunque
Colón seguía creyendo que había llegado a Asia, lo que está en el origen del uso
de Las Indias como nombre de los nuevos territorios descubiertos hasta la
aceptación del nombre de América).
Los imperios Azteca en México y el Inca en Perú fueron conquistados por
España en el siglo XVI, por Hernán Cortés y Francisco Pizarro, mientras que los
territorios al norte, que con el paso del tiempo llegarían a formar los EE.UU. fueron
explorados por Hernando de Soto y Álvaro Núñez Cabeza de Vaca.
Este último viajó extensivamente a través del este y centro de lo que hoy son los
Estados Unidos durante tres años, llegando a la región que ocupa en nuestros
días Chicago, con la esperanza de cruzar el mar hasta la China, considerada en
aquellos tiempos como el mejor mercadodel mundo.

Su viaje desde Florida hasta el Golfo de México se encuentra maravillosamente


descrito en su cuaderno de bitácora, bajo el título de “Naufragios”, que también
relata sus experiencias y zozobras durante el viaje. Él y otros cinco hombres
habían estado sobreviviendo como nativos en lo que hoy ocupan Texas, Nuevo
México y Arizona. A principios de 1536 se encontraron con un grupo de soldados
españoles que formaban parte de una expedición esclavista en el norte de México,
y para julio habían llegado a la ciudad de México.
El territorio mexicano había sido conquistado por Hernán Cortés. El pueblo azteca
creía que Cortés era la encarnación de su dios de piel blanca Quetzalcoatl, una
creencia que facilitó enormemente la conquista de todo un imperio con la única
fuerza de un grupo de 150 hombres. Las naves españolas habían arribado a la
costa en la Villa Rica de la Vera Cruz en febrero de 1519, y en el mes de
noviembre, al mando de Cortés, los españoles entraron en Tenochtitlán, capital del
imperio azteca, y detuvieron al emperador azteca Moctezuma. En dos años,
Cortés había derrumbado completamente el Imperio Azteca, asegurándose el
control de Tenochtitlán y de sus territorios circundantes, ruinas sobre las cuales
está situada la actual Ciudad de México.
En 1532, el Imperio Inca fue conquistado por Francisco Pizarro, cuyos hombres
secuestraron al emperador Atahualpa, pidiendo a cambio de su vida un rescate
de oro y plata, y una vez pagado, sin embargo, Atahualpa fue asesinado.

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La princesa y la sal

Érase una vez, un rey orgulloso que vivía con sus tres hermosas hijas.
Un día les preguntó cuánto lo amaban. La hija mayor respondió:
—Te amo más que al oro y la plata.
La segunda hija respondió:
—Te amo más que a los diamantes, rubíes y perlas.
La hija menor respondió:
—Te amo más que a la sal.
El rey se enojó con su hija menor por comparar su amor con una
especia común, y la desterró de su reino.
Una anciana cocinera de la corte, lo había escuchado todo y acogió a la
princesa, enseñándole a cocinar y cuidar de su humilde cabaña. La
joven era una buena trabajadora y nunca se quejó. Aun así, cada vez
que pensaba en su padre, le dolía el corazón por haber malinterpretado
su amor.
Muchos años después, el rey convocó a los más nobles y ricos a un
banquete en celebración de su cumpleaños. Cuando la hija menor del
rey se enteró de la noticia, le pidió a la anciana cocinera que le
permitiera cocinar para el rey y los invitados.
ANUNCIO

El día de la majestuosa fiesta, se sirvió un exquisito plato tras el otro


hasta que no quedó espacio en la mesa. Todo estaba preparado a la
perfección, y todos los asistentes elogiaron a la cocinera. El rey
esperaba ansioso su plato favorito, el cual lucía delicioso, pero al
probarlo se llenó de ira:
—Este plato no tiene sal — dijo—, tráiganme a la cocinera.
Entonces la hija menor se presentó ante su padre que sin reconocerla le
preguntó:
—¿Cómo puedes olvidar ponerle sal a mi platillo favorito?
La joven princesa le respondió serenamente:
—Un día desterraste a tu hija menor por comparar el amor con la sal.
Sin embargo, tu cariño le daba sabor a su vida, así como la sal le da
sabor a tu plato. Al escuchar estas palabras, el rey reconoció a su hija.
Avergonzado, le suplicó que lo perdonara y aceptara regresar al palacio.
Nunca más volvió a dudar del amor de su hija.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Fábula del elefante y el ratón

Un día como tantos en la sabana, un gran elefante dormía la siesta. Unos


ratoncitos jugaban a las escondidas a su alrededor, y a uno de ellos, que
siempre perdía porque sus amigos lo encontraban enseguida, se le ocurrió
esconderse en las orejas del elefante. Se dijo:
-A nadie se le ocurrirá buscarme allí, ¡por fin ganaré!

Entonces se escondió, pero sus movimientos despertaron al elefante, que


muy molesto pues habían perturbado su sueño, pisó la cola del ratoncito
con su enorme pata y le dijo:

-¿Qué haces ratón impertinente? Te voy a aplastar con mi enorme pata


para que aprendas a no molestarme mientras duermo.

El ratoncito, asustado, le suplicó llorando:

-Por favor elefante, no me pises. Si me perdonas la vida yo te deberé un


favor.

El elefante soltó una carcajada y le respondió:

-Te soltaré solo porque me das lástima, pero no para que me debas un
favor. ¿Qué podría hacer un insignificante ratón por mí?

Entonces el elefante soltó al ratón. Sucedió que semanas más tarde,


mientras el ratoncito jugaba con sus amigos, se encontró con el elefante
atrapado bajo las redes de un cazador. Estaba muy débil porque había
luchado mucho para liberarse, y ya no tenía fuerzas para nada más. El
ratoncito se puso a roer las cuerdas y después de un rato, logró liberarlo. El
elefante le quedó sinceramente agradecido, y nunca más volvió a juzgar a
nadie por las apariencias.

La moraleja de la fábula
Nunca hay que juzgar a nadie por su apariencia, sin conocerla. Las
cualidades que no se ven a primera vista son las que definen a una
persona.

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