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bastante tiempo.
Para llegar allí los sábados, sin trancones, me demoraba aproximadamente dos horas. Ese día
fue un desastre, nos quedamos en la 170, en medio de un embotellamiento horroroso y llegamos
tres horas más tarde.
Ayudé a Ernesto a bajar de su auto, él aún continuaba muy adolorido por el accidente,
caminaba despacio con la ayuda de un par de muletas; yo iba a su lado.
Ya en el corredor, nos encontramos con una de las enfermeras quien nos facilitó una silla de
ruedas.
El cuarto de Luciana se veía al final del pasillo y aunque llevaba mucho tiempo haciendo el
mismo recorrido para visitar a mis pacientes, ese día se transformó en un túnel oscuro y sin
salida, un nudo se hizo en mi garganta y sentí unas inmensas ganas de llorar. Aunque es bien
sabido que en mi profesión no es permitido involucrarse con los pacientes, ni albergar
sentimientos por ellos, con Luciana fue imposible. En las terapias sentía que ella era una parte
de mí, como si fuéramos almas gemelas con historias diferentes o tal vez éramos muy
parecidas pues
oscilábamos entre los estados más sublimes y los más perversos.
Ayudamos a Ernesto a sentarse en la silla de ruedas y fuimos directo a la habitación de
Luciana. Cuando entramos, ella no se percató de nuestra presencia, sólo miraba hacia la ventana,
de su boca salía una baba espesa que mojaba la almohada.
Verla atada a esa cama y dopada por los antipsicóticos, me hacia sentir muy mal; su ímpetu,
yo se lo arrebataba con los medicamentos y la dejaba inmersa en un letargo desolador.
Antes de toda esta pesadilla, Luciana tomó demasiados riesgos. Se aventuró a dar un salto al
vacío para renunciar a los rígidos arquetipos impuestos desde su niñez y así, enfrentarse consigo
misma, con sus miedos y deseos más intensos y fue en esa caída vertiginosa donde perdió todo
control. Pero debo reconocer su valentía, pues la senda elegida por ella requiere mucho más que
fortaleza, para recorrerla es necesario una mente abierta y liberada, si no es de esa manera, se
corre el riesgo de terminar siendo la mujer aburridora y frustrada dedicada al autoflagelo, dejando
a su marido en el papel de imbécil acatador de órdenes.
Luciana era de esas mujeres con los ovarios bien puestos y esto lo digo, no sólo por mí, sino
por la cantidad de mujeres que a diario visitaban mi consultorio para intentar, fallidamente,
reconstruir una vida propia, sin depender de un hombre que les brindara la sensación de apoyo e
impulso y las hiciera sentirse vivas. Aunque hoy en día las mujeres no dependemos
económicamente.
de los hombres como antes, sí necesitamos de un ser a nuestro lado que nos escuche, que nos
abrace cuando nos sentimos tristes, de alguien que esté allí para consolarnos o simplemente
para no sentir el frío al lado de la cama. Es una necesidad de estar falsamente acompañadas,
aunque sea por costumbre, por rutina, por hastío, pero lo importante es tener con quién
descargar esa energía que fluye por nuestro ser llenándonos de furia y alegría, sin razones ni
motivos, lo importante es tener a alguien atado, asegurándonos que nos va amar toda la vida,
que hipócritamente nos demuestre que sólo tiene ojos para vernos a nosotras, cuando en el
fondo, todas sabemos que no existe hombre a nuestra medida, que la fidelidad es una utopía,
que los amores no son felices para siempre, que los príncipes azules duermen plácidamente
en las hojas viejas de los cuentos de nuestra niñez, y a pesar de ese panorama, seguimos
dispuestas a pagar cualquier precio, por sostenerle esa farsa a los hijos, a la familia, a las
amigas quienes estúpidamente preguntan: “¿Ay, por qué se separó, si era tan buen marido?”
“¡Mija, pero cómo se le ocurre! Mire, él no bebía y tampoco le pegaba, como le pasó a
Juanita, la sobrinita de Merceditas, quien terminó en cuidados intensivos…”. “Pero cómo se le
ocurre, no sea bruta, otra puede venir y se lleva todo lo que usted ha conseguido con años de
trabajo y de esfuerzo…” y otras más osadas, tienen la desfachatez de decir, “pero cómo va a
hacer eso, quién la va a recibir con esos muchachitos a estas alturas de la vida, no ve que los
años no pasan en vano…”.
Al saltar al abismo y estar dispuestas a sentir la adrenalina corriendo por nuestro cuerpo
cuando soltamos al ser que nos acompaña y lo dejamos libre, se desmitifica el concepto de amor
y se puede entender que en el vuelo plácido de dos seres puede existir más alegría. Esa es una
decisión definitiva y trascendental, como bien me lo enseñó Castaneda en Las Enseñanzas de
Don Juan. Gracias a ese libro, inicié mi propio camino y asumí mi sexualidad sin temores, aún
recuerdo esa pregunta que me invitó a dejar a mi marido para ir en busca de la mujer de mi vida:
“¿Tiene corazón este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún
camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno te hace gozoso el viaje;
mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte, el otro te
debilita”.
Aunque recordaba casi cada línea de ese libro de Castaneda que me llegó cuando más lo
necesitaba, como todos los libros que he leído en mi vida, no podía establecer si el camino de
Luciana era un camino con corazón o un camino sin corazón, eso sólo lo podría saber ella misma
y buscando aquella respuesta, en el aterrador silencio de la habitación, mientras las gotas de agua
golpeaban el vidrio de la ventana. Observé detenidamente a Ernesto, estaba mucho más delgado
que cuando lo conocí, su cabello negro ondulado, ya se veía amenazado por las canas. Sus ojos
grandes color marrón oscuro, bajo esas 11
cejas imponentes, estaban tristes, apagados y mientras permanecía inmóvil, sentado al pie de
la cama en su silla de ruedas, empezó a leer el libro de Luciana, en voz alta…
Sssssssssssss