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TRIBUNA:
3 FEB 1985
Los hechos del mercado son simples, aunque no lo sean las consecuencias. En los
años setenta, la OPEP controlaba el 75% de la producción global de petróleo. En
los años ochenta controla menos del 35%. Su capacidad de fijar los precios ha
disminuido en la misma medida. En los años setenta, las expectativas de aumento
de los precios del petróleo produjeron una acumulación de reservas, estimulando
la demanda. En los años ochenta, la psicología ha operado en el sentido
totalmente contrario: las expectativas del descenso de los precios ha provocado
un continuo agotamiento de las reservas, restringiendo de esa forma la demanda.
En los años setenta, Estados Unidos perdió la capacidad de aumentar la
producción. En los ochenta, la OPEP está a punto de perder la capacidad de
limitarla. La disminución, por parte de la OPEP, de hasta el 40% de su producción
resultó insuficiente para mantener el precio actual del petróleo.
Esta inversión parcial del impuesto de energía implantado por la OPEP hace más
de una década supone una buena noticia para las democracias industriales. Hace
que resulte más fácil controlar la inflación y dará impulso a la expansión
económica.
- Un fuerte descenso de los precios del petróleo podría muy bien despertar la
crisis de la deuda internacional, actualmente en estado latente, sobre todo para
los países productores de petróleo con grandes deudas, como México, Venezuela,
Nigeria e Indonesia. La amenaza que representa la deuda internacional para el
sistema bancario mundial se vería agrandada a medida que los productores,
refinadores y distribuidores nacionales de petróleo fueran teniendo problemas
con sus préstamos.
Aun fracasando, el esfuerzo de la OPEP por controlar los precios supone una
tremenda presión sobre sus miembros más moderados y responsables. Así, por
ejemplo, los ingresos por petróleo de Arabia Saudí han descendido de 110.000
millones de dólares en 1981 a 40.000 millones de dólares en 1984, y es muy
probable que desciendan aún más en 1985. No hay por qué estar de acuerdo en
todo con el Gobierno de Arabia Saudí para ver que su papel, en la pasada década,
ha estado más de acuerdo con los intereses occidentales que cualquier otra
alternativa. Y la orientación política de los Estados del golfo Pérsico en la década
de los noventa seguir interesando de manera destacada a las democracias
industriales.
Así, pues, la depreciación del petróleo, a pesar de ser positiva, requiere una
planificación a largo plazo. En los años setenta, las democracias industriales
rechazaron llevar a cabo una acción conjunta como grupo de consumidores a fin
de no molestar a la OPEP. Actualmente es esencial la colaboración entre aquellos
mismos países para protegerse contra los efectos perniciosos de una caída
precipitada de los precios, y contribuir asimismo a salvar a los países productores
más responsables de las posibles consecuencias de su avaricia.
Pero todas estas medidas serán inútiles si cualquiera de los dos bandos de la
guerra irano-iraquí consiguiese una victoria total. Irán, sobre todo, no dudaría en
imponer a su derrotado enemigo y a sus impotentes vecinos los cortes de
producción que ella misma aceptó en los años setenta. Consecuentemente,
conseguiría unilateralmente lo que lleva años exigiendo a la OPEP: un fuerte
descenso de la producción, un elevado aumento de los precios del petróleo y una
posición de fuerza sobre las democracias industriales. Una victoria de Irán sería
igualmente un desastre político, ya que aumentaría el prestigio de la versión más
radical del fundamentalismo islámico antioccidental, desde el sudeste asiático a
las costas del océano Atlántico.
Un Irán unido que ponga en práctica una política nacional moderada resulta
coincidente con los intereses occidentales en la estabilidad del golfo Pérsico. La
política de aislar a Irán es oportuna en tanto gobiernen en Teherán fanáticos
expansionistas. Pero al igual que en los últimos meses Estados Unidos ha
estrechado sus relaciones con Irak, debería mantener la opción de mejorar las
relaciones cuando Teherán recupere cierto sentido de la realidad, manteniendo
abiertas algunas vías para el comercio de mercancías sin valor estratégico y
encontrando oportunidades para un diálogo cuerdo.
La posición de Occidente con respecto a Irán guarda cierta analogía con la relación
de Estados Unidos con China en los años cincuenta y sesenta. No debe permitirse
que las protestas justificadas ante gestos provocativos cierren toda oportunidad
posterior de colaboración basada en intereses mutuos. En mi opinión, tal realidad
debería darse dentro de una década. Una política norteamericana inteligente
debería seguir un camino doble: una firme resistencia al expansionismo iraní ahora,
junto con una abierta disposición al establecimiento de relaciones constructivas
más adelante, cuando las realidades fundamentales se dejen sentir. Es lo mismo
que decir que los gobernantes, al tiempo que dominan las circunstancias
inmediatas, deben dejar espacio para los imponderables de la historia.
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