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4/18/2019 Entrevista a César Aira – daniel molina – Medium

Entrevista a César Aira
daniel molina Follow
Oct 24, 2017 · 14 min read

Hice esta entrevista a César Aira en 1993. Hablamos horas y solo


reproduje un fragmento (que no es corto, pero es un pequeño fragmento)
de todo eso. A César le gustó. Cuando le piden una entrevista él dice que
lean esta (que hasta ahora era inconseguible) y la reproduzcan porque acá
ya dijo todo. No es cierto, pero creo que vale la pena leerla. Ojalá la
disfruten tanto como disfruté yo hacerla hace un cuarto de siglo.

Una agobiante tarde de enero nos encontramos con César Aira en el


café de Corrientes y Talcahuano. Aira habla como escribe. Su decir es
distinguido; el tono es tenue, pero de ninguna manera monocorde.
Quedó límpidamente registrado en la cinta, por sobre las voces de unas
cincuenta personas.

Nació en Pringles (provincia de Buenos Aires) en 1949, publicó quince


libros, tiene cuatro más en prensa, acaba de terminar otro y ya está
escribiendo uno nuevo. Prolífico como Balzac, su estilo se asemeja más
bien a ese descuido aristocrático que caracteriza a Stendhal.

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Hace unos meses dictó un curso sobre Rimbaud. Al igual que en el que
le dedicó a Copi en 1988 (editado por Beatriz Viterbo), el tema fue la
literatura, toda la literatura. Por eso comenzamos la entrevista
interrogándolo sobre algunos de los conceptos centrales que desarrolló
en esas clases.

–En el curso que dictaste en el Centro Cultural Ricardo Rojas dijiste


que el abandono de la literatura no sólo era una preocupación
teórica sino que además tenía que ver con tu propia experiencia
personal. En esa clase lanzaste frases que quedaron vibrando
como si fueran una de esas paradojas irresolubles del budismo
zen, los koan. Aclarar iluminaciones es un despropósito, pero
podrías intentar explicarnos algunas de las cuestiones que trataste
allí. Por ejemplo, ¿qué significa el abandono?

–Todos esos balbuceos que me llevaron horas y horas durante ese curso
eran para poder empezar a tocar una materia que es muy resbaladiza.
El abandono es una fantasía que está en todo artista. Es también una
vieja idea mía. Si uno puede llegar a ser artista, ¿para qué molestarse
en hacer cosas? Hokusai, por ejemplo, creía que cuando llegase a los
cien años y hubiera aprendido bien su oficio iba a poder hacer un único
punto, y ese punto iba a decir todo. Los que como Rimbaud han llegado
a los cien años en plena adolescencia comprenden que es difícil escapar
de la máquina de la producción. Lo que hacen es juzgado como “cosa”,
empieza a circular como mercancía. Entonces se abandona. Se
abandona el mecanismo social, pero no se renuncia al arte. El arte es lo
que nos mantiene vivos, es nuestra vocación y nuestro destino. En el
fondo es un simulacro de abandono. Es algo difícil de explicar, cuesta
internarse en este asunto. De ahí que mi exposición en el curso fuese
tan vacilante.

–El abandono apareció ligado a la necesidad del artista de


transformar el mundo en mundo…

–Sí. Esa fue una iluminación que tuve durante la hepatitis. Esa
transformación es el colmo. Que un sapo se transforme en príncipe, un
zapallo en carroza, es empezar a transformar. Hay que seguir y seguir
hasta que el mundo se transforme en mundo, en el mismo mundo que
estamos viendo. Me cuesta responder estas cuestiones. Justamente esa
dificultad de responder es lo que me hizo escritor. Muchas veces tuve
esa infatuación de querer ser crítico, profesor, pero siempre fracasé. Ese

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fracaso me devuelve a la novela. La novela permite salirse de la verdad,


de esa cosa terrible que es decidirse por sí o por no. Por suerte hay un
nivel en el que no existe la verdad o la mentira, ese es el mundo de la
ficción, de la novela. Quizá en todo esto hay algo de Peter Pan, de no
querer madurar. Llega un momento en que uno debe decidirse, decir
verdades… Pero, ¿si uno se negase…? Se puede poner a escribir
novelas.

–Esto parece ligado a ese arte de la indiferencia que reivindicaste


varias veces.

–Exactamente. La indiferencia es una liberación. Cada vez soy más


indiferente. Por ejemplo, he reconfirmado mi decisión de votar en
blanco el resto de mi vida. Esta indiferencia particular es más sencilla
de justificar. Pero la indiferencia tiene que generalizarse, tiene que ver
con un arte de liberarnos de las afecciones. Me impresionó una frase de
Lezama Lima que está citada en Rayuela, “lo importante es inventar
pasiones nuevas”. Nos enfrentamos al espectro de las pasiones y hay
que elegir, por el amor, por el odio… bueno, la indiferencia significa
pasar a otro nivel, ahí estamos fuera de la elección. Quizás eso sea una
pasión nueva.

–El abandono y la transformación del mundo en mundo se


relacionaban, en ese curso, con el procedimiento. ¿Qué entendés
por “el procedimiento”?

–El procedimiento lo vi a partir de Raymond Roussel, uno de mis


escritores adorados. Me refiero al procedimiento en su acepción más
común, a tener una técnica explícita. Se suele decir peyorativamente
que un escritor sigue un procedimiento, que lo que hace no lo saca de
su inspiración o de su talento, que lo que hace es mecánico. Creo, por el
contrario, que seguir un procedimiento puede ser liberador. El
procedimiento es cristalino. Si se lo sigue se sabe a qué se está
obedeciendo. Si no obedecés las reglas de ningún procedimiento no
sabés a qué estás obedeciendo. Lo más probable es que obedezcas a
reglas mucho más siniestras, las reglas de la clase, del inconsciente, de
lo que te determina como persona.

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–El conjunto de tus intervenciones literarias –novelas, artículos,


cursos– está configurando una imagen de escritor, la de alguien
dedicado sólo a la literatura. ¿Te interesa el mito personal Aira?

–Me interesa, pero no creo que sea algo que pueda construirse
deliberadamente. Si se hace eso es como ponerse a actuar, inventarse
un personaje… Como la literatura, el mito personal no puede ser algo
deliberado. Creo que la literatura es como la conclusión de un
silogismo del cual las premisas son heterogéneas. Una premisa puede
ser un libro y otra puede ser un matrimonio. Esa heterogeneidad es lo
que siempre he enfocado. De ahí sale mi idea del continuo. El continuo
es lo que puede unir los heterogéneos. Eso es la literatura. Esto no es
muy original. Muchos han insistido en que la literatura se hace con la
vida y con las influencias. Que se hace con un poco de uno y un poco de
otro sin que pierdan su diferencia radical. Nunca se ponen en un mismo
plano. Ahí está el gran salto que tiene que hacer el continuo para reunir
cosas que nunca van a estar en el mismo plano.

–¿Siempre te soñaste escritor?

–Sí, totalmente. Desde niño. Era un destino. No sabía qué era ser
escritor, pero ya me consideraba escritor. He escuchado afirmar lo
mismo a muchos artistas. Es que si uno no hubiese sido artista se
hubiese destruido, no sería nada. Uno ve que no podría funcionar de
otra manera. No me veo como profesional o como empleado. Siempre

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me consideré inadecuado para la vida adulta. No me puedo relacionar


en un plano de igualdad con la gente seria, adulta, formal.

–Al contrario de los escritores que se promocionan


abundantemente, tu estrategia se parece a la de un Stendhal o la
de un Nietzsche, que esperaban lectores un siglo después.

–No es tan así. Como dijo lord Keynes, “a largo plazo todos estaremos
muertos”. Eso es lo único cierto. Pero tampoco me interesa
promocionar mis libros. Con muy mala intención muchas veces me
preguntan ¿entonces, para qué los publica? En realidad, se necesita
tener un mínimo de vida pública para poder seguir funcionando en
privado. Cuando empecé a publicar lo hacía por esa vanidad, por ese
narcisismo que cualquiera tiene. Después hubo un momento en que
pensé: “para qué seguir con esa frivolidad de las presentaciones cuando
esto me molesta demasiado?”. Pero encerrarse completamente y seguir
escribiendo sería imposible. He tenido la suerte de lograr ese mínimo
de vida pública, un grupito de gente que me apoya, que sé que está ahí;
lo conozco medio por telepatía. Hace poco releí El viaje sentimental, de
Sterne. Me decepcionó un poco, pero lo nuevo que vi es que es un libro
–y no es el único caso–, que no hubiera podido ser escrito si el autor no
hubiera sido famoso. Hay momentos en que se necesita una cierta vida
pública para hacer un giro, un avance en tu cosa privada. Ahí está lo del
mito personal. Tenés a esos artistas que pueden dejar de hacer una obra
pura y logran producir algo que, si fuesen nadie, sería algo vacío. Por
ejemplo, Duchamp haciendo una rayita en la pared. Si la hiciera otro,
esa rayita no sería nada. Hecha por Duchamp eso entró en un sistema,
en el que todo, hasta un estornudo, puede ser considerado arte. De
todas maneras, prefiero no hablar de ejemplos. Los escritores no son
ejemplos. No hay una especie de “escritor” de la que los individuos
serían “ejemplos”. Cada escritor crea su propia especie. Esta idea es una
barrera que impide que uno crea que con la teoría, con el estudio puede
llegar a descubrir grandes verdades.

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–Durante un año y medio, o algo más, dejaste de escribir. Tenés


unos quince libros publicados, ¿aún falta publicar libros que
escribiste en esa etapa, antes del abandono?

–Sí. Son cuatro libros. Aparecerán durante este año. Uno es El diario de
la hepatitis, otro La guerra de los gimnasios y otro más que se titula
Cómo me hice monja. También aparecerá una obrita de teatro.

–Acabás de terminar una novela, la primera después del período


de interrupción de la escritura, ¿cómo se llama?

–Los misterios de Rosario. Después de publicar El volante, que


permanece a la etapa anterior, me agarró un sentimiento de culpa, una
angustia al pensar que Daniel Guebel y Luis Chitarroni se iban a enojar
conmigo porque perder un amigo, sobre todo perder un lector, me
resulta horrible. Entonces, ¿qué hice? Seguí el sistema de huir para
adelante. Decidí escribir una novela en la que tomara nuevamente
gente real, pero ya sin cambiar nada del nombre, sino que iban a
aparecer claramente reconocibles. Con esa cosa de justificar la primera
página acentuando los tonos en la segunda, ya no estaba jugando con
fuego sino con átomos. Estos personajes de la nueva novela son Alberto
Giordano, su esposa Analía, su cuñada Lina, toda su familia, todos sus
amigos… Giordano, que empezó siendo rengo, siguió siendo
drogadicto y continuó pegándole a la mujer… todos, poco a poco,
fueron acumulando toda clase de vicios. Era algo que no podía parar.
Ahí empecé a ver dónde estaban los misterios de Rosario. El título se lo
había puesto como una alusión a Eugene Sué, a la cosa rocambolesca,
una novela nocturna, de aventuras, de saltar tapias. Pero no era eso.

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Comprendí que al usar un personaje real yo puedo decir cualquier cosa,


incluso tratar de llegar al fondo de lo decible, pero quedan cosas que no
puedo decir. Aparece una serie paralela a algo que parecía no tener
límites. Eso que está abajo de cierto límite, que no se puede decir, son
los misterios de Rosario. Está en la novela, pero ni yo ni nadie lo puede
ver. Es lo misterioso.

–¿Cómo empezás a escribir una novela?

–Nunca lo pienso demasiado. Hay algo de escritura automática. Tengo


una idea vaga y empiezo a improvisar. Eso es lo que más me interesa
ahora, la improvisación. En este tiempo en que no escribí, en que estaba
medio en crisis, en que decía fraudulentamente que no iba a escribir
nunca más, me parece que lo que había era una crisis de la
improvisación. Creo que mi error era hacer proyectos. Eso me
envenenaba la vida. Ahora empecé a improvisar en serio. Esta va a ser
mi nueva tesitura. Aunque lo que salga no va a ser muy diferente
porque siempre lo que sale es independiente de uno.

–Estás pensando ya en empezar otro libro?

–Ya lo empecé. Se llama Una leyenda. Alfredo Prior va a hacer una


exposición sobre muñecos de nieve y me pidió que le escriba algo para
el catálogo. Por eso estoy escribiendo esta leyenda sobre el muñeco de
nieve.

–Tus libros parece que estuvieran escritos de principio a fin sin


corregir.

–No sólo lo parece, lamentablemente es así. En parte se debe a la


pereza y a la falta de sentido autocrítico. Cuando se adopta la escritura
como modo de la felicidad no se puede ser demasiado crítico con uno
mismo. Mientras escribo dejo salir todo. Cuando lo termino lo
abandono un tiempo, para corregirlo después. Pero lo leo de nuevo y
me parece bien; tendría que ser otro para corregirlo. Yo me resigné a
ser yo mismo y lo dejo como está. Además, hay otra cosa. La novela es
el género maravillosamente autojustificativo. Podés meter la pata de la
manera más espantosa y en el capítulo siguiente lo arreglás, sin volver
atrás. Eso es lo que les da valor –por supuesto que para mí– a mis
novelas: el hecho de que se vayan autoarreglando. No funcionaría eso si
volviese atrás y corrigiera. Corrigiendo se esterilizan esos movimiento

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ondulatorios de la ficción, que es lo más aventurero que tiene la novela.


Ese mecanismo es lo que se llama exactamente la “huida hacia
adelante”. Seguís, inventás algo más, le das ese gran movimiento, ese
impulso que puede llegar a tener la novela.

–Muchas veces te referiste favorablemente a Borges, pero hace


poco afirmaste que no te interesa más. ¿Es cierto o te guía el
espíritu de provocación?

–Puede ser que haya en esta afirmación ese gusto por la provocación
que trato de no perder. Eso era algo que, en el medio ambiente en que
me formé, en ese clima, ahora tan devaluado, de las vanguardias, era
constitutivo. Pero también hay una cosa totalmente biográfica: Borges
me fue dejando de gustar a medida que maduraba. Creo sinceramente
que es literatura para la juventud, aunque admito que puedo
equivocarme.

–Además de Borges, descalificaste a dos de los “intocables” de la


literatura moderna: Joyce y Flaubert, ¿por qué?

–Son escritores para la Academia, para ser leídos por la Universidad,


que es nuestra Academia. Sus obras están hechas para que se realice
con ellas ese tipo de trabajo que se hace en la universidad. Lo de Joyce
fue reciente. Sucedió cuando tuve hepatitis, lo cuento en el librito que
se va a publicar ahora. El culpable fue Luis Chitarroni. Había prometido
traerme un libro perfecto para leer teniendo hepatitis, La guerra y la

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paz, que no había leído. No sé qué le pasó y no vino como es su


costumbre. Entonces miré mi biblioteca, saqué Ulises y me puse a
releerlo. Me quería morir. Con Joyce podés ocupar tu tiempo. Da pie
para un trabajo erudito. Pero me parece que la literatura es otra cosa,
que anula el tiempo. En Joyce falta ese momento en que todo se borra,
explota. En cambio, quizá fui injusto con Flaubert. Lo que rechazo de él
es el desprecio. Esa cosa de escribir porque se odia algo, la clase media
pueblerina, por ejemplo. Pero en Madame Bovary hay una cosa buena,
el amor del señor Bovary por su mujer. Es una traición al propio
Flaubert. Él quiso poner toda la mediocridad en ese hombre y no se le
ocurrió que un hombre que realmente ama las mujeres no puede ser
estúpido.

–Además de los clásicos, ¿leés también y con el mismo placer a los


contemporáneos?

–Leo de todo. Pero los contemporáneos, en general, no me causan el


mismo placer. Los leo y me pregunto, casi siempre, ¿qué le habrán
visto? Me refiero a nivel mundial, no sólo a la literatura argentina.
Alberto Girri dijo algo que me parece acertado. Él creía que cuando un
artista ya tiene su obra en marcha, cuando ha crecido, ya no pude tener
esa maravillosa generosidad y apertura que quizá tuvo en sus
comienzoas. No es por mezquindad, sino porque se cierran compuertas
en uno. Leí a Martin Amis por recomendación de Chitarroni. Lo
lamenté muchísimo. En cambio, me gustó otro inglés, Ishiguro. Tiene
una cosa interesante, lo hace dudar a uno, “¿será realmente bueno o
será un buen simulacro?”. Esa duda es buena; cuando ella existe es que

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hay mucho. Con Martin Amis eso no pasa porque él juega todas sus
fichas a ser un genio.

–Nabokov también posa de genio.

–Nabokov era mi bestia negra. Traté infructuosamente de convencer a


mis amigos de que era malo. Pertenece a la clase de escritor que no me
interesa. Es el escritor-gentleman, cae siempre bien parado. Con Lolita
casi, casi fue interesante, pero en seguida lo arregló. Siguió siendo el
mismo Nabokov. Por el contrario, me interesa la inteligencia de los
escritores ingleses que escriben crítica. Por ejemplo, Chesterton. El otro
día leí un libro suyo que no sé si está traducido, La edad victoriana en la
literatura. Qué placer. Está envenenado por toda la cosa católica que él
tenía, era un fanático. Pero aun así, cada vez que pega el alfilerazo es
perfecto. De Emily Brontë dice: “Es un caso de esas imaginaciones
fuertes que no pueden impedirse ver en el sexo opuesto a un
monstruo”. Acto seguido, compara a las dos hermanas: “Emily es tan
insociable como una tormenta a medianoche, en cambio Charlotte es
cálida y doméstica como una casa en llamas”. Los críticos ingleses
tienen siempre presente al common reader, al lector común. Ahí está
Wilde y De Quincey y tantos otros. Hacen ese tipo de razonamiento del
que Borges tomó todo.

–Es que Borges era un lector excepcional. Más que qué leer, él
sabía cómo leer…

–Ahí está todo. Hace poco traduje un libro de Joseph Campbell, el


mitólogo norteamericano. Es un jungiano, medio fascista. Cuando
empecé la traducción no me interesaba mucho. Pero llegué a un
párrafo maravilloso. Ese párrafo lo decía todo… El libro es la
reproducción de unas conversaciones con un tipo de la televisión. El
entrevistador está todo el tiempo diciendo: “Dime, Joe, ¿cómo es eso de
la Iluminación… qué es la trascendencia?” Campbell responde:
“Bueno, Bill el asunto es así y así”. Después de hablar de los chakras y
del Bhagavad Gita, Bill le pregunta, “Joe, ¿pero cómo se llega a la
trascendencia?” Ahí Campbell le dice: “Mira, Bill, hay un modo muy
fácil de llegar a la trascendencia. Consiste en sentarse en un sillón de tu
casa, abrir un buen libro y leerlo. Nunca hay que leer por curiosidad.
Agarra un ‘buen libro’, Kafka, por ejemplo. Léelo todo. Después lee
otros libros de ese autor, hasta leerlos todos. Después lee la
correspondencia de ese autor, sus diarios íntimos, las notas, los papeles

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póstumos. Una vez que termines con eso, lee la biografía, si hay otras
lee otras. Después todo lo que se ha escrito sobre ese autor. Más tarde
lee los autores que él leía… Ahí vas a ver cómo se empieza a abrir la
trascendencia”.

Eso es exactamente la cosa. Ahí podés ver cómo el producto es


descartable cuando vas hacia eso tan extraño que es la literatura. Yo
siempre leí así, desde niño. En cambio, si uno lee por curiosidad, si se
dice a uno mismo: “¿Cómo escribirá Gide?” y va y lee un libro de Gide
para enterarse, bueno eso no es nada. No da nada. Esa lectura no lleva
a la literatura.

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