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Colección “Textos Básicos”

Literatura

José Amícola y José Luis de Diego (dir.)

Conceptos críticos de la teoría


literaria del siglo XX
Índice

PRÓLOGO
1. LITERATURA por Cristian Vaccarini
2. CLASICISMOS por Claudia Fernández
3. REALISMOS por Fabio Espósito
4. VANGUARDIAS por Enrique Foffani
5. FORMALISMO RUSO/ ESTRUCTURALISMO CHECO
por Miriam Chiani
6. MARXISMO por José Luis de Diego
7. CAMPO LITERARIO por Sergio Pastormerlo
8. IMAGEN DE ESCRITOR por Julia Romero
9. CANON por Malena Botto
10. RECEPCIÓN por Adrián Ferrero
11. REVISTAS LITERARIAS por Roxana Patiño
12. CULTURAS POPULARES por Valeria Sager
13. GÉNEROS DISCURSIVOS por Graciela Goldchluk
14. SEMIÓTICA por María Teresa Dalmasso y Pampa Arán
15. LITERATURA Y CINE por José Miguel Onaindia y Fernando Madedo
16. LITERATURA Y PSICOANÁLISIS por Isabel Suppé
17. POSVANGUARDIAS por Susana Rosano
18. POSTESTRUCTURALISMO por Isabel Alicia Quintana
19. NEOBARROCO por Sonia Bertón
20. ANDROGINIA por Mariano García
21. GÉNERO (GENDER) por Mónica Cohendoz
22. CAMP por José Amícola
GLOSARIO a cargo de María José Punte
LOS AUTORES
4
Vanguardias
por Enrique Foffani

“El sentido revolucionario de las escuelas o tendencias contemporáneas no está en


la creación de una técnica nueva. No está tampoco en la traducción de la técnica
vieja. Está en el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués.””
José Carlos Mariátegui (1926)

El epígrafe proviene de un artículo de 1926 que llevaba, significativamente, por título


“Arte, Revolución y Decadencia” y en él Mariátegui no hacía más que interrogarse sobre el
status de la obra de arte vanguardista. Con una sensibilidad poco común para pensar la obra
de arte bajo la escurridiza categoría de lo nuevo, la suya fue una auténtica operación crítica
avant-la-lettre puesto que lograba situar los efectos políticos del arte en un campo
constante de tensiones. El pensador peruano había conseguido dilucidar lo que la teoría
literaria contemporánea puso, muchas décadas después, en el centro del análisis de las
vanguardias históricas que tuvieron lugar desde 1905 hasta fines de la década del treinta: la
tentativa de éstas por reinsertarse en la praxis vital obedecía en verdad al ataque –para
muchos el más feroz que hubo de registrarse en el largo proceso de la Modernidad– de la
concepción burguesa del arte. El fundador de la revista Amauta supo leer los signos de la
época y, en consecuencia, diagnosticar el carácter rebelde e iconoclasta de la voluntad
vanguardista por articular una ruptura contra el arte conforme se había institucionalizado en
la sociedad burguesa crecida en el seno de la economía capitalista (! Revistas literarias).
“Repudio”, “desahucio” y “befa” son atributos demasiado categóricos que no dan lugar a
dudas con respecto al modo como el arte debía posicionarse políticamente en el horizonte
de la sociedad burguesa. Lo que Mariátegui impugna con tanta fuerza no se circunscribe
sólo a la dimensión nacional específica sino que es la expresión de una experiencia más
universal y ecuménica que, acorde a las inflexiones del capitalismo mundial, amalgamaba
un sentimiento generalizado de repulsa por parte de los intelectuales de aquello que el
peruano denomina “el absoluto burgués”, esto es, el conjunto de sus esferas constitutivas:
las costumbres, la moral, el modus vivendi, las ideologías, la manera de concebir el mundo.
La radicalidad que acometen las vanguardias es, fundamentalmente, antiburguesa.
Se trata de una radicalidad extrema que el discurso crítico ha tratado de analizar
mediante una constelación de atributos bastante reconocibles pero difíciles de situar en
relación estricta con sus diversos entornos: así las vanguardias se vuelven rebeldes,
iconoclastas, inconformistas, intransigentes, polemizadoras, disolutivas, provocadoras.
¿Pero acaso el romanticismo primero y el simbolismo después no habían sido también
movimientos antiburgueses y llevado a cabo asimismo importantes rupturas con la
tradición? La situación histórica que viven los movimientos de vanguardia es el factor
determinante: a principios del siglo XX han quedado disueltas en Europa las expectativas
de la revolución de 1848, las que serán mortalmente heridas más tarde durante los episodios
de la Comuna de 1871. El crítico italiano Mario De Micheli sostiene en su libro Las
vanguardias artísticas del siglo XX (1966: 18-26) que el origen de las vanguardias se
encuentra en la disolución de “la unidad histórica, política y cultural de las fuerzas
burguesas y populares en torno a 1848”. En el seno de este período conocido como “la
época del imperialismo” tiene lugar no sólo el afianzamiento del capitalismo sino también
la revolución proletaria, una oposición que albergaba en su seno la tensión entre
democracia y antidemocracia. Lo que demuestra la lucha de clases del proletariado en la
segunda mitad del siglo XIX es, de hecho, el carácter insuficientemente democrático de la
democracia burguesa, pues la Comuna de París (1870) fue la última ocasión en la que
artistas e intelectuales participaron directamente en las luchas políticas. En el plano
histórico, esta derrota significó la discordia entre los artistas e intelectuales y su propia
clase, una dolorosa experiencia que, como apunta De Micheli, hará precipitar la crisis de tal
modo que sus consecuencias se extenderán hasta la actualidad afectando los problemas de
la cultura y el arte. En consecuencia, el carácter antiburgués que asumirán las vanguardias
artísticas se debe a un airado repudio –como describía Mariátegui– de las obras y las
instituciones surgidas de la burguesía del siglo XIX. Los nuevos principios propulsores no
irrumpen de repente entre las filas vanguardistas; los nuevos brotes artísticos no hubieran
florecido sin la savia existente de las tradiciones, aun cuando ideológicamente se postule en
el contexto europeo la ilusión de una tabula rasa absoluta contra aquéllas. Pero esto no es
lo que sucedió en el contexto de América Latina.
En nuestro continente las vanguardias no bregaron por un corte tajante y definitivo
contra la civilización occidental, como puede observarse en la pintura europea que busca
recuperar la imagen del hombre negro y primitivo de la época precivilizatoria, y en la que
pueden leerse los ecos iluministas de Rousseau. Por el contrario, las vanguardias
latinoamericanas se volvieron al pasado colonial para efectuar una nueva interpretación
desde el presente. Es más: la inmersión en la historia está orientada a la relectura del pasado
americano en función del presente. Como las europeas, las latinoamericanas fueron también
un fenómeno antiburgués y, si bien podían ser percibidas en el continente las resonancias
ineludibles del estallido de la Primera Guerra, que produce su incorporación al sistema
económico mundial, el contexto latinoamericano presenta una problemática específica
básicamente signada por la reconfiguración geopolítica que, desde 1898, entroniza a
EE.UU. como el nuevo eje que acaba de desplazar a Europa: por eso la Guerra se llama
Mundial, porque el capitalismo entra en la fase de internacionalización. En esta atmósfera
de comienzos del siglo XX con la reciente Revolución Mexicana y con los festejos de los
centenarios de las Revoluciones decimonónicas, se suscitan por un lado el nacionalismo de
la primera hora y, por el otro, los movimientos estudiantiles que desembocan en la Reforma
Universitaria de 1918, cuya repercusión continental significó una instancia de férrea
religación entre las naciones alineadas, como Enrique Rodó lo describe en el Ariel (1900),
bajo el horizonte de la Latinidad. Si las vanguardias estéticas no llegan a coincidir con las
vanguardias políticas, manteniendo entre ellas una constante tensión, cabe señalar que en
Latinoamérica las primeras, en mayor o menor medida, asumieron posiciones a favor de la
protesta social y del movimiento socialista de las segundas, sobre todo porque el contexto
social se centraba en la oposición entre la oligarquía y los nuevos sectores urbanos que
luchaban por la democracia. Traducido este conflicto de la situación social y político-
ideológica a la esfera artística, la crisis de la ideología oligárquica equivale, en el plano
literario, al rotundo cuestionamiento al retoricismo gastado que se comienza a identificar
con la estética moderno-simbolista de fines del siglo XIX. Se trata del rechazo “del
academicismo y sus oligarquías” según la frase de Mariátegui en sus Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana (1928). Por lo tanto, resquebrajar la anquilosis
retoricista institucionalizada es quizás el objetivo común a los diversos “ismos” de
vanguardia latinoamericana, pero adjudicar su causa al Modernismo decimonónico no deja
de ser una curiosa forma de *misreading, propia de la hora revulsiva, de la que no tardarán
demasiado en arrepentirse o de terminar aceptando a la larga las deudas contraídas con
aquél. Pero no hay vuelta atrás: si no es posible sostener una ruptura definitiva entonces
cabría advertir que son las grietas que provocó las que reorganizan la historia literaria
(artística) a partir de ese momento considerado crucial en cuanto representa el parámetro
que determina un antes y un después. En este marco de indiscutibles discontinuidades
producidas por la crisis histórico-cultural de principios del siglo XX y materializadas por la
noción de “ruptura”, el crítico inglés Raymond Williams observa sin embargo un fuerte
lazo entre las vanguardias y el teatro naturalista de las últimas décadas del siglo XIX,
representado fundamentalmente por Ibsen, Strindberg y Chejov, y propone que el principio
antiburgués de la vanguardia puede rastrearse en las prácticas de estos dramaturgos, al
tratarse de obras que giraban alrededor de furiosas críticas sociales y que se oponían, por
tanto, a la individualista y atemporal concepción decimonónica del drama burgués: ahora
una potente acción crítica se lanzaba violentamente contra las normas estatuidas de la
sociedad burguesa y el drama se volvía bajo y sucio en el lenguaje, profundamente
disidente en la visión inconformista y reacia a cualquier tipo de autocomplacencia, y más
real que nunca en la construcción de una escenografía comprometida con los ambientes
reales de la vida corriente. El carácter del teatro naturalista no es ciertamente el de la
ruptura pero sí el de su paso previo, el de la intensificación o radicalización de los factores
burgueses analizados por Raymond Williams (1997: 112).17 El humanismo del teatro
naturalista se basaba precisamente en que la naturaleza humana, en términos de Williams,
no era “invariable y eterna sino social y culturalmente específica” (1997: 113). Y es esta
especificidad anclada en el aquí y ahora lo que abona el terreno de la ruptura vanguardista
en su rechazo de la concepción burguesa del arte, cuya autonomía es puesta en entredicho
con el fin de reinsertar el arte en la vida social. De hecho, la ruptura que la vanguardia
propiciaba consistía en eliminar la separación del arte de lo real. Restaurar ese continuum
entre ambos órdenes implicó su dimensión utópica y, para muchos críticos –entre ellos
Peter Bürger–, también su fracaso. Lo singular del enfoque de Raymond Williams reside en

17
Se trata del artículo de Raymond Williams “El teatro como foro político” (1989) y define 5 factores que
repercuten en el teatro ulterior: 1) la acción contemporánea; 2) la escena de la vida cotidiana y local (en el
sentido de autóctona y lejos ya del exotismo); 3) las formas corrientes y hasta vulgares del lenguaje; 4) la
secularización de la acción dramática, y 5) la inclusión de las clases pobres en la acción dramática.
el señalamiento de la continuidad de las vanguardias con ciertas zonas de la Modernidad,
aunque no para restar intransigencia y radicalismo, sino para establecer sus vinculaciones
con aquélla. En la concepción del crítico inglés, el teatro naturalista abona el terreno para
que surjan, décadas después, el teatro de la crueldad de Antonin Artaud y el teatro de
Bertolt Brecht atravesado por el extrañamiento o técnica de distanciamiento, esto es, el
*Verfremdungseffekt.
Los criterios historiográficos esgrimidos para una periodización de las vanguardias
históricas presentan ciertas oscilaciones relativas al entorno específico que rodea el
determinado campo cultural en el que irrumpen y se desarrollan, ya que los dos núcleos
más relevantes de la *doxa crítica se basan precisamente en el modo como determinan su
propia historicidad: de un lado, el carácter simultáneo de su inherente internacionalismo en
tanto proceso que tiene lugar en varios centros a la vez (en varias ciudades: Europa y
EE.UU. con el dadaísmo, los ultraísmos en España y Buenos Aires, para sólo dar dos
ejemplos) y, del otro, la extensión cronológica que queda así comprendida desde los
primeros años del siglo XX (apud 1905 con las primeras manifestaciones “fauvistas” y
expresionistas), atravesando las segunda y tercera décadas (el cubismo aparece en 1907, el
futurismo en 1909, el dadaísmo en 1913, el imagismo en 1914, el creacionismo en 1914 o
1916, el ultraísmo en 1919 y el surrealismo en 1924)18 y, según ciertos enfoques, casi
también toda la cuarta, en un radio de amplitud que engloba en su interior nada menos que
el acontecimiento más determinante del siglo como la Primera Guerra Mundial, la auténtica
bisagra para muchos historiadores entre el siglo XIX y el XX, y que comienza a tener su
declinación hacia 1930 a partir de la grave crisis económica que se había desatado con la
caída de la bolsa de Wall-Street. Las vanguardias son artísticas porque implosionan en
todas las esferas del mundo del arte, esto es, desde la poesía, la narrativa, el teatro, la

18
La fecha de los comienzos de los diferentes “ismos” de vanguardia son discutibles y merecería por cierto
una reflexión más rigurosa, en la medida en que se trata de ismos efímeros, fisíparos y, al mismo tiempo,
muchos de ellos enlazados entre sí con algún grado de parentesco que no siempre es posible determinar; en
no pocas ocasiones se relacionan a partir de ciertas premisas que comparten por pertenecer a la misma época,
ser parte del Zeitgeist, es decir, el espíritu del tiempo. Es interesante establecer los enlaces entre el futurismo
italiano y el ruso, el ultraísmo español y el martinfierrista, el dadaísmo y el surrealismo por sólo nombrar tres
ejemplos ya trabajados por el discurso crítico. Determinamos las fechas de comienzo de los más importantes
“ismos” que según nuestro criterio atañen a nuestras literaturas latinoamericanas según las cronologías
establecidas por los estudios de Raúl Gustavo Aguirre (1988), Lourdes Cirlot (1995) y Mario De Micheli
(1966). Pensamos que la fecha de inicio es una temporalidad inmersa en la práctica misma del vanguardismo.
Queremos dejar al menos planteado este tema, ya que no podemos analizarlo en los límites de este trabajo.
pintura, la escultura, la danza, la arquitectura hasta el cine. Incluso es posible pensar no
solamente en los vínculos que se tejen entre estas expresiones artísticas y el trabajo estético
que implica la traductibilidad de sus diversas naturalezas sino también en la influencia que
las vanguardias propiciaron en ámbitos que no estaban estrictamente comprendidos bajo el
dominio del arte: la OPOIAZ, la reconocida Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético,
dentro de la cual, como sabemos, se desarrollaron las elaboraciones teóricas del
formalismo ruso (!), se volvería un acontecimiento desde cierta perspectiva impensable
sin el permanente contacto con las prácticas artísticas de la vanguardia soviética, un
contacto que asume múltiples actitudes y entre ellas la polémica, como la que mantiene
Viktor Shklovski con los futuristas rusos (Volek: 1992);19 de igual modo, sería impensable
el Nacionalismo Cultural Cubano de la década del veinte sin la convivencia asidua con los
grupos de artistas, y a tal punto fue así que para muchos críticos es este fecundo
intercambio el punto de viraje ideológico de un pensamiento como el de Fernando Ortiz
que desembocará en una de las obras más gravitantes de la esfera cultural de la isla como es
el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Ortiz: 1940), un libro eminentemente
vanguardista por el talante burlón y lúdico implícito en la noción de “contrapunto”.20
El fenómeno de las vanguardias artísticas tiene cabida dentro del proceso de la
Modernidad tal como ésta se va conformando en el horizonte revolucionario desde la esfera
política (Revolución Francesa) a la industrial (“revolución inglesa”) a fines del siglo XVIII,
pasando a la esfera cultural a lo largo del siglo XIX. En el debate que surge a partir de 1960
alrededor de la Post-Modernidad, se suscitaron algunas controversias significativas que no
se circunscriben exclusivamente al mero trazado de los límites cronológicos entre una y
otra sino también al hecho de que, como efecto secundario de tales cuestionamientos, las
vanguardias serán nuevamente revisadas en cuanto al sitio que les corresponde ocupar en la
historia de la cultura de los comienzos del siglo XX y, desde esta reformulación, aquéllas
devienen ahora “históricas” a fin de diferenciarse de las distintas reemergencias que fueron
19
Para la relación entre los formalistas rusos, la vanguardia soviética y la Revolución de Octubre de 1917
remitimos a los excelentes trabajos de Emil Volek.
20
Roberto González Echevarría vincula el contrapunteo con el “witticism” y el “jeu d’esprit” típicos del arte y
la literatura de vanguardias y también con el joyceano juego de palabras y conceptos que aparecen en el
Finnegans Wake. El crítico escribe sin ambages que fue “el espíritu contestatario, burlón del movimiento
afrocubano y de toda la vanguardia lo que llevó a Ortiz a cambiar de orientación y lo condujo al
Contrapunteo. Sin este cambio se hubiera visto condenado a escribir el tipo de prosa solemne, mezcla de la
académico con lo patriotero, de casi todos los maestros del ensayismo latinoamericano” (González
Echevarría: 1997).
llamadas “neovanguardias” o, para inaugurar la incipiente moda de los post –la cual hará
mucha historia en lo que resta del siglo–, posvanguardias (!). Por lo tanto, bajo la
perspectiva del debate entre Modernidad y Post-Modernidad, las vanguardias históricas se
vieron otra vez sometidas a una recolocación, no para discutir su importancia ya que se
trata de un acontecimiento crucial en la historiografía de la cultura y el arte del siglo XX
(Hugo Achugar confirma el carácter crucial de las vanguardias históricas al describirlas en
tanto que producción cultural “como un modo de representación y de transformación
simbólica de la vida social durante las primeras décadas del siglo XX” [1996: 10]), sino
para ser otra vez objeto de un campo de lucha aunque ahora hermenéutica por cuanto, dada
la distancia crítica que era posible establecer, las vanguardias históricas cancelan
definitivamente la posibilidad de revitalizar la querella entre antiguos y modernos. El salto
que dieron fue, sin lugar a dudas, hacia adelante y no hacia atrás: un salto alimentado del
vertiginoso y aun así renovable afán por estar siempre en una posición avant la lettre, una
posición ávida de una temporalidad futurible y, por ello mismo, utópica, un querer estar
siempre en una posición adelantada que, como actitud, se encontraba ya fuertemente
entramada, como con acierto recuerda Gustavo Lespada,21 en el corazón mismo de la
modernidad occidental, cuya cosmovisión judeo-cristiana concebía el tiempo como una
dimensión lanzada progresivamente hacia adelante, hacia una futuridad promisoria, si no
esperanzada al menos expectante, una temporalidad linealmente teleológica.
Constatamos, entonces, que la alianza de las vanguardias con la Modernidad es más
estrecha de lo que muchos críticos estarían dispuestos a admitir. La noción de futuridad de
las vanguardias históricas (Monteleone 1989: 37-52) no debe ser reducida únicamente a la
versión de la futuridad futurista de Marinetti por más que el término avant-garde diagrame
una doble significación en la que el acto de avanzar responde por un lado a una posición
progresista, revolucionaria, liberadora, y por el otro arrastre consigo la rémora ideológica
de una etimología demasiado apegada a las estrategias militares. Si el avant se orienta tanto

21
En un estudio inédito acerca de la colocación de Horacio Quiroga entre las filas vanguardistas a partir de la
relación que se establece entre narración y procedimientos formales del cine (y no solamente como
tratamiento contenidista), Gustavo Lespada (2007) plantea una noción de vanguardia próxima a la que
esgrimiera Alfredo Bosi al proponer la de “vanguardia enraizada”, es decir, una noción que vuelve a
vincularse con la tradición. Al respecto escribe: “la modernidad es un fenómeno occidental inserto en una
cosmogonía propia de la civilización judeo-cristiana que depende de una concepción del tiempo lineal,
sucesivo e irreversible. La modernidad no se da dentro de otras formas de pensamiento como podría ser el
hinduismo o el budismo”. Agradecemos al crítico uruguayo que nos haya facilitado su trabajo inédito.
al espacio como al tiempo y se propone como una posición de avanzada –o, ironía
mediante, de mera avanzadilla–, la oscilación semántica del segundo lexema del término
garde, al menos en tres de las lenguas románicas al uso, esto es, entre “garder/regarder”
del francés, el “guardare” del italiano y los sentidos del español “guardia” con todas sus
connotaciones militares, panópticas y jurídicas, define la carga semántica de la metáfora
militar por antonomasia apelando a un grupo de adelantados que son (que quieren ser a toda
costa) los primeros en contactarse con los enemigos. Entre muchas otras significaciones, la
metáfora militar, cuyo uso apareció primero en el campo de lo literario que en el de lo
político, remite a un choque de fuerzas encontradas, esto es, la guerra. A la luz de este
planteo, y a través del análisis del pólemos como acto beligerante y, al mismo tiempo, como
acto discursivo, es necesario pensar la función de los manifiestos vanguardistas como
textos *performativos que, aun cuando exhorten y ordenen determinadas premisas, no se
verán totalmente obedecidos por las obras concretas de los artistas. El hecho de que las
vanguardias aludan a la guerra como una instancia figurada en la que se juegan el todo por
el todo y se exponen al riesgo absoluto, ello no significa que sea sólo una metáfora: después
de todo se trata de un movimiento y de un conjunto de “ismos” con sus fuerzas distribuidas
en primera línea que se posicionan en el extremo contrario de la última línea (¿en qué se
diferencian las vanguardias de las retaguardias en el campo de batalla del arte?) y que están
en relación directa con la Primera Guerra Mundial. Si como movimiento se inicia antes del
gran estallido histórico, las vanguardias históricas mantienen con la Guerra una relación
que no es solamente referencial, constatable en los contenidos y en las intenciones, sino
también en el juego permanente de remisiones a la esfera de una experiencia humana (o
deshumana o inhumana) tal como es posible leer, por ejemplo, en el motivo lírico de la
solidaridad de la poesía expresionista como la otra cara del horror de la muerte en las
trincheras, o en la obsesiva tendencia hacia la destrucción que los dadaístas buscaban
aplicar a diversas dimensiones del poema y el relato.
Más allá de si pertenecía enteramente al horizonte de la Modernidad o de si,
desligándose de ella, entraba a formar parte pionera de la Post-Modernidad, el debate
adjudicaba a las vanguardias históricas el significativo rol de cancelar y reabrir al mismo
tiempo nada menos que dos momentos de la historia cultural occidental y llegaban a
encarnar el momento decisivo de la historia del arte moderno al atentar contra el estatuto de
la obra de arte tal como había sido concebida dentro de la sociedad burguesa. Esta es la
hipótesis del crítico alemán Peter Bürger en su influyente Teoría de la vanguardia
aparecido en 1974, un libro que debe situarse en el marco de una teorización del cambio
histórico de la función del arte que no había sido desarrollada ni por Theodor Adorno ni por
Georg Lukács (!Marxismo), aun cuando se ocuparon del fenómeno de las vanguardias
artísticas.
El núcleo de la teoría de Peter Bürger reside en el hecho de que las vanguardias
históricas buscan volver a insertarse en la praxis vital: de un lado, atacan el status autonómo
de la obra de arte de la sociedad burguesa; del otro, este ataque hace visible que la
autonomía del arte es la condición de posibilidad para la emergencia de las vanguardias
artísticas. La compleja noción del “arte como institución” ha consistido en que la obra de
arte llegó a ser un fin en sí mismo (noción histórica) y a brindar un placer desinteresado al
receptor (un efecto estético). Es necesario tener en cuenta, para comprender esta teoría, que
el concepto de autonomía del arte no implica en absoluto su desconexión de la sociedad
puesto que la separación del arte respecto de ella es lisa y llanamente un producto histórico-
social. Ahora bien, si el ataque a la categoría de obra de arte representa el punto central de
la teoría de Bürger acerca de las vanguardias históricas, cabría hacer una aclaración: el
ataque no estuvo dirigido a la categoría de obra de arte en sí, sino a la categoría de obra de
arte orgánica o clásica, tal como hubo de desarrollarse en la historia del arte. Aun a pesar de
la violenta ruptura que las vanguardias históricas habían logrado implementar,22 el ataque a
la autonomía del arte burgués no logró destruir el status de la obra de arte lo cual es una
prueba contundente de su resistencia, además de la aporía en la que, para algunos, había
incurrido irremediablemente. La conclusión de Bürger es que la obra de arte vanguardista, a
la que denomina “inorgánica”, fracasó en su intento por reconciliar el arte a la praxis vital,
es decir, en su afán por lograr la superación de la institución-arte. Sin embargo, el sentido
de este fracaso no debería ser entendido en términos que ignoren el importante rol que las
vanguardias cumplieron en un momento crucial de la historia del arte, un rol en absoluto
superfluo: se trata de una radicalidad tal que impuso un parámetro en el status de la obra de
arte que se volvió fundamental para la ulterior historia del arte. Las dos vanguardias, a las

22
Las tres dimensiones descriptas por Bürger son: la obra de arte ya no se presenta como una finalidad en sí
misma, su elaboración ya no responde al individuo o al genio, y la recepción de la obra es articulada como
una provocación, como un “shock”.
que tantos críticos hacen mención, encarnan la tensión entre vanguardia estética y
vanguardia política, una tensión que reorganizó una nueva praxis vital para el arte diferente
de la ya estatuida según las normas del esteticismo decimonónico. El tan mencionado
carácter “revolucionario” de sus proposiciones fue haber puesto en crisis y en entredicho la
obra de arte orgánica o aurática (en términos de Peter Bürger o Hans Robert Jauss), aun
cuando, como sabemos, haya sobrevivido con tanta resistencia. La ruptura se materializa
así quedando estampada como un sello indeleble incluso en obras posteriores que reniegan
del principio vanguardista, el cual ya no puede ser ignorado. La ruptura no coincide
totalmente con el campo del experimentalismo sino con un conjunto de actitudes y
manifiestos que tienen en común como gesto una posición adelantada y, al mismo tiempo,
una posición intransigente con respecto a la tradición consagrada por la sociedad burguesa,
desde el momento en que articula el repudio prácticamente de todas las esferas que
constituyen esa tradición: la religiosa, la cultural, la institucional, la jurídica, la lingüística y
dentro de la esfera estética los diversos niveles desde los técnicos, temáticos e ideológicos
hasta los puramente formales. Estas diversas actitudes de rechazo están dirigidas a la
impugnación de todo lo existente a través de la dinámica categoría de “lo nuevo”, cuyo
peligro más plausible, como advierte Theodor Adorno en su Teoría estética, es concebirla
fuera de la historicidad que necesariamente se infunde y trasfunde al plano de las formas.
Una vez más constatamos que se trata de la utopía vanguardista que brega por restituir la
no-alienación (! Marxismo) como una posibilidad reparadora de lo humano. En este
aspecto resulta muy esclarecedor el planteo de Jauss al interpretar la ruptura vanguardista
como el pasaje de la obra aurática a la obra post-aurática, percibido como una ganancia
desde el momento en que promovía la expansión a otras territorialidades que estaban
tradicionalmente fuera del campo estrictamente artístico. Hay que comprender que una obra
de arte vanguardista ya sea “inorgánica” (la definición de Bürger, sin dejar de lado los
efectos de shock en la recepción, apunta a una iconoclasta estructura compositiva que
desplaza la tradicional totalidad hacia la fragmentación) o ya sea post-aurática (la
definición de Jauss hace hincapié en el abandono por parte del receptor de la pasiva
contemplación en aras de una activa participación en la obra) se toma a sí misma no como
un objeto artificial (fingido) sino como un objeto real (no simulado) que irrumpe con la
fuerza de la experiencia del aquí y ahora, orientada en su singularidad estética a que el
lector se interrogue acerca de la necesidad de anular la separación entre lo estético y lo real.
El *poema-conversación en el terreno de la poesía y al *fluir de la conciencia en el de la
narrativa encarnan el modo como las vanguardias socavan la categoría de representación
propia de las estéticas del realismo histórico.
El así llamado *poema-conversación de Apollinaire como “Lundi rue Christine” ya
no remite a un objeto artificial traspuesto al poema bajo la ilusión referencial del “como
si”, sino a una conversación, aunque fragmentada, de la realidad que el lector reconstruirá
si bien de manera parcial a partir de aquellos elementos dóciles a su percepción. Es
evidente en este tipo de poema la conexión con la técnica del collage utilizada por cubistas,
dadaístas y surrealistas, consistente en la inserción de materiales tangibles y concretos en el
espacio específico de una obra de arte. Así, el collage es un modo de innovar sobre los
principios de la composición mediante el efecto impactante y sorprendente que provoca la
presencia del *objet-trouvé. El encuentro con el objeto y su ulterior incorporación al cuadro
o al poema propician un contundente viraje en el estatuto de la obra de arte: la asociación o
ensamblaje entre dos órdenes materiales que son distintos entre sí, en el sentido de extraños
o ajenos entre sí, provoca un encuentro imprevisible (recordemos el importante rol que
cumple el azar entre los dadaístas y surrealistas) y consuma de ese modo una percepción
estética que torna ineficaz la transcripción imitativa de la realidad, instalando así un objeto
concreto, palpable, inmediato en el sentido de que su presencia ya no está delegada, no está
en representación sino que es precisamente eso: una presencia prosaica del orden de lo real,
extraña a los materiales propios de la obra tal como ha ido aquilatándose en la tradición
lírica y, al mismo tiempo, capaz de familiarizarse con los materiales heterogéneos y de
integrarlos al espacio estético, ensamblándolos de un modo inusitado pero perfectamente
posible. En esta línea del collage, el artista dadá Kart Schwitters inventó el arte Merz: una
conjunción de objetos heterogéneos que, hallados durante el día a través de largas travesías
por la ciudad (sobre todo por los alrededores de las fábricas), eran sometidos a una
combinación en la que el artista intentaba descubrir qué relaciones comenzaban a
establecerse entre ellos. Descubrir esa relación era el meollo del arte Merz, término que
provenía de la palabra alemana Kommerz y que, como tal, implicaba una acerba crítica a la
concepción del arte como mercancía. La amputación de la palabra Kommerz no significaba
otra cosa que la apuesta contracapitalista consistente en recuperar los objetos desechados
por las fábricas: el arte Merz no comercia, no se mercantiliza, no quiere entrar en el
régimen utilitarista del mercado.
El otro ejemplo es el “fluir de la conciencia”23 tan usado en la ficción narrativa por
James Joyce o Virginia Woolf en los emblemáticamente citados monólogos de Molly
Bloom en el Ulises (1922) del primero o en el de Mrs. Dalloway en la novela homónima
(1925) de la segunda. En verdad, como plantea claramente el crítico R. Humphrey en su
libro (1954), el fluir de la conciencia no es rigurosamente una técnica sino una indagación,
una visión interiorizada de los personajes para cuya realización efectiva el narrador necesita
utilizar determinadas técnicas como el monólogo interior (que erróneamente se lo suele
usar como sinónimo del fluir de la conciencia), el soliloquio y la descripción omnisciente.
Con el término acuñado por William James, “stream of consciousness”, se busca presentar,
más que representar, los movimientos que se registran en el interior de una conciencia
humana y que no se ordenan de un modo concatenante, sino más bien por tramos, de
manera fragmentaria, a un ritmo intermitente, como si se tratara de una libre asociación de
ideas cuya sintaxis no es descifrable ni totalmente reconstruible desde un orden lógico, ni
siquiera desde el orden cronológico, porque acomete saltos abruptos en la línea témporo-
causal del discurso. Así, el “fluir de la conciencia” en tanto que presentación de palabras de
la conciencia humana es una tentativa moderna que, si bien puede ser rastreada en la
narrativa del siglo XIX a través del uso del estilo indirecto libre utilizado por Gustave
Flaubert en su novela Madame Bovary (1856), se trata de un uso específico que atañe no
solamente a la cuestión del procedimiento sino también a la concepción del mundo. Muchas
veces es difícil discernir entre técnica y cosmovisión. De todos modos, la literatura del fluir
de la conciencia, tal como aparece en los narradores ya nombrados y en William Faulkner o
en Italo Svevo, señala un antes y un después en la narrativa moderna, sobre todo porque
comporta un cambio radical no sólo en el modo de narrar, sino en el modo de concebir la
naturaleza humana a partir de la categoría personaje. Allí reside la ruptura de la narrativa de
las primeras décadas del siglo XX que conmociona la categoría de representación: en la
focalización de los estados interiores de la conciencia humana que no solamente está

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La frase “stream of consciousness” fue acuñada por el filósofo William James y traducida al mundo
hispánico como “fluir (y no corriente) de la conciencia” en el sentido de presentar los aspectos psicológicos
de los personajes en la ficción literaria. Ahora bien, la significación tanto de “fluir” como de “conciencia”
apunta a la idea de dinamismo en el sentido en que ambos términos señalan una dimensión no estática,
siempre móvil, en continuo movimiento.
constituida por sentimientos, pensamientos, sensaciones, fantasías o imaginaciones, sino
también por todos esos fenómenos reacios a la constatación científica como pueden ser las
visiones, las iluminaciones, las intuiciones, las alucinaciones. Es evidente que el nuevo
enfoque psicológico y filosófico de la narrativa, cuyos precedentes decimonónicos se
pueden encontrar en Maupassant, Dostoievski, Chejov, Henry James (sobre todo, en el caso
de este último, en su técnica del punto de vista en la cual el acento está puesto en la
dimensión “racional” de la inteligencia, si bien no se abandona al movimiento a-lógico y
simbólico del fluir de la conciencia), se aleja de la estética realista del siglo XIX: se trata
ahora del hombre interior, de los recovecos de su existencia psíquica, profundamente
buceada hasta en los detalles menos deliberados, más inconscientes en términos freudianos.
Visto desde el surrealismo, el realismo parece devenir superficial y exteriorista: en un texto
como “Una ola de sueños” de Louis Aragon, que para muchos es el verdadero primer
manifiesto surrealista –y no el de André Bretón–, la definición de “lo surreal” apela a una
dimensión superadora de lo real y de lo irreal, es decir, a “un orden más general, donde esos
dos órdenes se aproximan” (1924)24 y hace aflorar todo aquello que se vincula con el sueño,
la poesía, la magia, las religiones, la locura, ese mundo que equidista o, mejor, como dice el
texto, “se aproxima” a un polo y al otro y permanece allí en ese interregno común a uno y
otro, y que deviene, entonces, trascendental.
Si bien todos estos narradores del fluir de la conciencia se encontraban
familiarizados con la teorías psicoanalíticas y *gestálticas, con el *bergsonismo y las
filosofías personalistas y existencialistas e incluso con las vertientes simbolistas y místicas
de fin de siglo, esto es, familiarizados con todas las teorías insertas en el marco de un
paradigma filosófico no-positivista y post-*behaviorista, es imprescindible discernir la
diferencia que se establece con respecto a los narradores realistas y naturalistas del siglo
XIX. Para decirlo de una vez: el método naturalista por el cual se describe la vida con
exactitud, no es desechado en absoluto, sólo que ahora se lo pone al servicio de esa
territorialidad ignota de la vida interior de la psiquis humana. Este enfoque es psicológico
pero no menos filosófico: ahora emerge una gnoseología derivada del trabajo mental y
espiritual del hombre, de un haz de sentidos que es posible reunir mediante la interpretación
de elementos de la vida psíquica a partir de asociaciones, de imágenes, de símbolos. De este

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Es “Une vague de rêves” de Louis Aragon de 1924.
modo, el auténtico protagonista no es otro que la conciencia, su enigmática interioridad,
aun si como posibilidad narrativa no se deja de lado la descripción de las condiciones
materiales de la existencia, que el realismo como sabemos procuraba objetivar.
Sólo desde las vanguardias históricas ha sido posible la denominación y
constitución del realismo histórico del siglo XIX (! Realismos). Desde la consumación de
la categoría de ruptura, vale decir, el trabajo contra la institución-arte, el concepto de
realismo estético sólo puede utilizarse de manera dialéctica, en la medida en que sus
reemergencias en el largo período post-vanguardista no puede sino confrontarse con la
radicalidad técnica nutrida del rechazo del arte como institución y, en su naturaleza fatal,
deviene así neorrealismo, realismo mágico, hiperrrealismo, realismo minimalista, realismo
heavy, realismo crítico. Ya un poeta en el umbral de la modernidad como Baudelaire había
escrito que todo poeta que se preciara de tal es siempre realista. Como analiza Jauss, a la
frase hay que entenderla como la gran ironía que abre el camino a las vanguardias del siglo
XX, pues se trata de captar no lo real atemporal y eterno sino “la nueva realidad” y hacer su
transferencia al poema, a la narración o al teatro. Pero “esa nueva realidad” que aparece
como expansión temática inédita y que conforma de modo obsesivo la lábil categoría de “lo
nuevo” es la causa eficiente de todas las búsquedas vanguardistas: el poema-conversación
de Apollinaire, el poema-robe de Vicente Huidobro, el poema-montaje amimético de César
Vallejo, el teatro del cuerpo de Antonin Artaud que omite el lenguaje verbal, el poema-
prismático o poema-partitura de Mallarmé o todas las maneras que adopta el fluir de la
conciencia en la narrativa de principios del siglo XX.

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