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Amalivaca creador del Orinoco

Según el mito y la leyenda tribales, el Orinoco fue una


consecuencia del Diluvio acaecido en tiempos ignotos durante
cuarenta días con sus noches.
Durante ese lapso de cuarenta días que duró el Diluvio, las
aguas incesantes lo sepultaron todo sobre la faz de la Tierra y sólo
sobre las superficies flotaba al garete una palmera Moriche a la que
asidos un hombre y una mujer, se detuvo en la cima del Cerro
Tamanacú. Allí, a salvo, la pareja sembró la palmera que le
proporcionó todo lo necesario para sobrevivir hasta que descendieran
las aguas como, en efecto, descendieron por gracia de Amalivacá.
Amalivacá, dios enigmático, de contextura atlética suavizada por
frondosa barba y cabellera blanca, casi del mismo color de su túnica,
les dijo ser su padre y haberlos salvado para asegurar la permanencia
de la vida humana sobre la tierra. Por ese motivo los invitó a crecer y
multiplicarse y cuando se despidió de ellos las aguas comenzaron a
descender.
Después de un tiempo largo, Amalivacá regresó en compañía de
su hermano Vocci y dos hijas, con el propósito de perfeccionar la vida
en la tierra. Fue cuando concibió la idea de crear al Orinoco para que
la floreciente nación pudiera comunicarse con toda la Geografía.
Cuando llegó ese día, los hermanos se consultaron largamente,
pues aspiraban los Tamanacos que fuese creado el Orinoco de tal
manera que se pudiera remar sin esfuerzo tanto a favor de la corriente
aguas abajo como aguas arriba, a fin de que los remeros no se
cansaran en el curso de la navegación; pero, no fue posible,
Amalivacá quería poner a prueba el ingenio de los Tamanacos y todo
no se les podía servir en bandeja de plata. Entonces, dice la leyenda,
habría sido cuando comenzó a materializarse la navegación a vela
aprovechando el recurso del viento.
Se prolongaba el tiempo de permanencia y las hijas de
Amalivacá deseosas de regresar, fastidiaron hasta más no poder al
padre hasta que éste las sentenció a quedarse allí para siempre con
las piernas inutilizadas para que no pudieran abandonar nunca el
lugar, pero sin afectar su fertilidad o capacidad de procreación pues
quería Amalivacá que ellas contribuyesen a la multiplicación de la raza
tamanaca y como depositarias que eran de la sabiduría de su padre, la
transmitieran a sus hijos en procura de la felicidad.
Amalivacá vivió entre los Tamanacos largo tiempo en el sitio
denominado Maitata, justamente en la gruta existente en lo alto de un
cerro llamado Amalivacá Yeutitpe. Su tambor “Amalivacá Chamburai”,
era una piedra en el camino de Maitata.
Un día Amalivacá decidió regresar al otro lado del mar de donde
había venido y ya listo en su canoa para el largo viaje, quiso
obsequiarle a su pueblo vida eterna con estas solemnes palabras:
“Uopicachetpe mapicatechi”, que para los tamanacos significaba que
tendrían una vida eterna, tan sólo modificada por el cambio de la piel,
tal como ocurre a los grillos y a las sierpes. Más, cuando una anciana
de gran influencia sobre su estirpe, escuchó la sentencia sagrada,
incrédula se burló del dios y éste indignado rectificó diciendo “pues
entonces habrán de morir” (mattageptechi).
Desde aquel momento, los Tamanacos atribuían la culpabilidad
de su finitud a la abuela incrédula que pretendió burlarse de
Amalivacá. Amalivacá zarpó en la canoa y dejó sembrada en su
nación preferida el presentimiento de que volvería. Pero no volvió y
cuando el misionero Felipe Salvador Gilij, a mediados del siglo XVIII,
visitó las riberas de Caicara del Orinoco (Municipio Cedeño) sólo
quedaban 125 individuos de una población más numerosa que se
deduce fue diezmada por las epidemias y las guerras.
Carapaica, su cacique o gobernante, dijo al misionero cuando le
propuso trasladarlos a la Misión de la Encaramada, cerca de la
Urbana: “Todos somos hijos de uno y aunque tenemos colores
diversos, descendemos de un solo hombre. El sol abrasador, las
fatigas y la penosa vida nos han disminuido. Somos ya humo
blanco, blanco, como el vestido de Amalivacá”.

Publicado por Américo Fernández en 5:15 5 comentarios:


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miércoles, 7 de agosto de 2013

El Sol, la Luna y el Árbol de la vida


Los Tamanacos constituían un pueblo indígena de filiación
lingüística Caribe igual que otros con cosmogonías semejantes
como en el caso de los Panare o E´ñapa, habitantes igualmente
del Municipio Cedeño, que también se creen hijos de la Palma
Moriche al igual que a los Waraos.
Tanto para los Tamanacos como para los Panare y los Waraos,
la palma Moriche es algo así como el “Árbol de la vida”, pues le
proporciona la yuruma que les sirve para la elaboración del pan
casero; tablas para el piso de los refugios palustres; gordos gusanos
ricos en proteínas; el mojobo o vino para la mesa; el carato de la fruta
que endulzan con miel de abeja; cuerdas de cogollo para cabullas y
chinchorros.
Los Panare, tan penetrados hoy por religiones de distintos
signos, asimilan a Cristo en la figura del Chamán. El Chamán, de
vuelos mágicos ayudado por el yopo, lo sabe todo, lo cura todo y es el
protector de la comunidad.
Generalmente, en la cosmogonía Caribe es frecuente atribuir su
finitud o vejez que es el fin de la vida, a una falta pecaminosa de
alguno de los miembros de la comunidad. En los Tamanacos es la
anciana incrédula que le echa a perder la vida eterna a la comunidad.
En la sociedad Taulipangs, de las proximidades del Roraima, según
mito recogido por el etnólogo germano Teodhor Koch Grumberg
(1872-1924) en su libro “Del Roraima al Orinoco”, es también un
miembro de la tribu. El sol (Uei) que es una deidad, tiene hijas y desea
que una de ellas se case con un Taulipangs y así se lo exige después
de haberlo salvado de una isla abandonada cubierta de estiércol de
zamuro; pero éste, de nombre Acalepiyeima, tras haber accedido cae
en las redes en una de las hermosas hijas del Rey Zamuro. Colérico
Uei, le dijo: “Si hubieras seguido mi consejo y casado con una de
mis hijas, habrías quedado como yo, siempre joven y radiante.
Ahora tú y tu tribu sólo lo serán por corto tiempo y después
viejos y extraviados en la oscuridad”. Los indios Taulipangs culpan
a Acalapiyeima de haber sacrificado por amor el privilegio de ser
eternamente jóvenes y radiantes como el Sol.
En la mitología Warao también se da el mismo caso. Los Waraos
conforme a la “Literatura Warao” de Daysy Barreto y Esteban
Mosonyl, Dios hizo para ellos la tierra eternamente iluminada y la clave
de ese misterio la conservaba en dos Taparos que tenía en su casa,
con la advertencia de que sólo podían ser vistos, pero jamás tocados
ni curioseados. Un día en que el señor se hallaba ausente, dos Warao
se introdujeron en la Casa de Dios y haciendo caso omiso de la
advertencia curiosearon hasta más no poder los Taparos y de repente
todo se volvió tinieblas y ellos que jamás habían conocido el sueño ni
la muerte, comenzaron a dormir, y a despertar sólo cuando Dios les
devolvía la claridad.
Los Taulipangs también tienen una leyenda donde la oscuridad
se relaciona con la muerte y dos de las hijas de la Luna, en dos cielos
más arriba, son las encargadas de alumbrarles el camino, mientras
ella, la Luna, en el primer cielo, diluye la oscuridad de la noche para
apaciguar en sus hermanos de la Tierra el miedo por las tinieblas.
Según la leyenda, la Luna que ellos denominan Capei, era un ser
humano que habitaba la tierra y luego del percance con un brujo, se
fue al cielo con sus hijas ayudada por un pájaro.
Los Waicas no son como los Taulipangs, hermanos de la Luna,
pero sí hijos de ella. En mito recogido por el misionero Daniel de
Barandiaran, quien estuvo catorce años viviendo en la selva del
Caura, los Waica se consideran hijos de la Luna. En el principio del
mundo, unos seres misteriosos, tal vez semidioses, en su creencia de
que la Luna era un lago de sangre, la flecharon y al caer gotas de
sangre sobre la tierra, se transformaron en indios Waicas.
Y así como hay pueblos primitivos que se sienten hijos de la
Luna, también los hay que se creen hijos del Sol. El padre Cesáreo de
Armellada selecciona en su libro “Tauro Panton” una leyenda sobre los
Makunaima que da cuenta de su origen por virtud de un encuentro
casual del Sol, que era un indio, de cara brillante, con una ninfa del
río.
La ninfa para librarse del Sol que le había asido por la cabellera
cuando trató de sumergirse, le prometió darle compañera para que no
se sintiera tan solo. Así ocurrió, pero al poco tiempo cuando la mujer
fue por agua con su camaza al río, se volvió arcilla porque de ella
estaba echa. El Sol disgustado reclamó. La ninfa de nombre
Tuenkaron trató de complacerlo con otra mujer, pero tampoco ésta
resultó porque al asomarse al fuego se derritió. Era que estaba hecha
de cera. Entonces el Sol se fue al río y amenazó con secarla
suscitando alarma en Tuenkaron, quien le prometió compañera más
duradera. El Sol la probó y por último fue con ella a bañarse al río y vio
que no era blanca como la arcilla, ni negra como la cera sino rojiza
como una laja jaspeada y vivieron juntos y felices y de ellos nacieron
los primeros Makunaima.

Publicado por Américo Fernández en 5:30 No hay comentarios:


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martes, 6 de agosto de 2013

La cueva y el tambor de Amalivac


La mitología cosmogónica de la etnia Tamanaca de Caicara del
Orinoco, narrada por el padre jesuita Felipe Salvador Gilij en su
"Ensayo de Historia Americana", tiene un sustrato de realidad
evidenciado por el antropólogo, historiador y sociólogo Adrián
Hernández Baño
Adrián Hernández Baño es venezolano nacido en Murcia (España) en
1927 y radicado en el país desde 1956. Realizó estudios en la Universidad
Central de Venezuela, donde obtuvo el título de antropólogo, historiador y
sociólogo. Tiene doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y fue
hasta su muerte docente universitario y cronista del municipio Buchivacoa del
Estado Falcón.
Ha publicados varias obras y en 1977 se propuso hallar en las
inmediaciones del río Cuchivero, el famoso Cerro Tamanacú donde
sobrevivieron al diluvio los padres de la raza Tamanaca, así como la Cueva y
el tambor de Amalivac, en San Luis de la Encaramada.
Felipe Salvador Gilij, sacerdote jesuita italiano, destinado en 1748 a las
Misiones del Orinoco Medio, fundó al año siguiente la Misión de San Luis de
la Encaramada, con aborígenes Tamanaco que habitaban el norte del actual
municipio Cedeño, a los cuales se agregaron Maipures y Pareques. Convivió
con ellos durante dieciocho años y medio, al cabo de los cuales regresó a
Roma acatando una medida de expulsión contra la Compañía de Jesús dictada
por el Rey Carlos III.
Gilij escribió entonces, en cuatro tomos, su conocido Ensayo de la
Historia Americana, donde da cuenta de la cultura de los Tamanacos en la que
en el aspecto cosmogónico encuentra impresionante semejanza con la bíblica
descripción del Diluvio y los primeros tiempos de la raza humana.
Narra Gilij que en el grupo étnico había un joven
llamado Yucumareque recordaba vivamente lo que le contaban sus abuelos
sobre el origen de los Tamanacos, pueblo de filiación lingüística caribe hoy
desaparecido.
Recordaba y decía Yucumare en su propia lengua, la cual dominaba el
misionero Gilij, que "en los tiempos antiguos de nuestros viejos se hundió
en el agua toda la tierra y sólo sobrevivieron a la inundación un varón y
una hembra, aferrados a un monte llamado Tamanacú, cercano al río
Cuchivero".
- Y ¿cómo fue posible volver a propagar la especie humana? - preguntó
Gilij a Yucumare:
- Te lo diré. Estando afligido los dos por la pérdida de sus parientes y
dando vueltas pensativos por el monte, le fue dicho que tiraran por encima
de los hombros el hueso del fruto de la palma moriche y los huesos de los
frutos tirados por la mujer se levantaron convertidos en mujeres, y en
hombres los tirados por el hombre.
Conforme a lo indagado por Gilij, el dios de los Tamanaco era Amalivac
, un hombre blanco vestido de blanco que tenía un hermano llamado
Uochi. Juntos habrían creado la tierra, la naturaleza y los hombres. Cuando
les tocó crear el Orinoco, discutieron largamente, pues querían lograrlo de tal
manera que se pudiera remar a favor y en contra de la corriente como lo
sugerían los aborígenes a objeto de no demorarse y cansarse en la
remontada. Al final convinieron bajo un soplo de brisa que encrespaba la
corriente descendente, que era mejor confiar esa posibilidad al ingenio de los
aborígenes.
Amalivac vivió mucho tiempo entre los miembros de esa etnia. Dice
Gilij: "Estuvo Amalivac largo tiempo con los Tamanaco en el sitio llamado
Maita. Allí muestran su casa, lo que no es más que una roca abrupta, en cuya
cima hay peñascos dispuestos a modo de gruta. Se llamaba cuando yo la
ví, Amalivac - yeutipe, eso es, "la casa donde habitó Amalivac. No está muy
lejos de aquella casa su tambor (En Tamanaco Amalivac chamburay) esto
es, un gran peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre".
Después de leer el relato mitológico que le sirvió de centro para su tesis
de grado de historia, el antropólogo Adrián Hernández Baño se preguntó si era
posible localizar el ambiente de la etnia Tamanaca, pero muy particularmente,
la casa de Amalivac y su tambor. Asimismo el monte Tamanacú, tabla de
salvación de los dos sobrevivientes del Diluvio y donde comenzó
prodigiosamente a reponerse la raza Tamanaca gracias al milagro de la semilla
del Moriche.
Pues bien, un día cualquiera, siendo estudiante de Historia y bajo la
tutoría del profesor Marco - Aurelio Vila, acopió recursos y fijó residencia
temporal en Caicara del Orinoco para en compañía del experto vaquiano Juan
de Dios Villanera, ir en busca del Monte Tamanacú y más luego de la Cueva y
el Tambor de Amalivac .
Sólo de dos datos disponía para tan incierta aventura: el
toponímicoTamanacú y el Cuchivero. De manera que a bordo de una
curiara y llevando a Villanera de baquiano, Adrián Hernández inició su
aventura al encuentro de la cueva y el tambor de Amalivac.

Publicado por Américo Fernández en 6:37 2 comentarios:


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lunes, 5 de agosto de 2013

Antropólogo encontró Cueva de Amalivac


El antropólogo Adrián Hernandez y Baños encontró
sorpresivamente la Cueva de Amalivac no obstante disponer sólo
de los topónimos Tamanacú y Cuchivero.
Comenzó su aventura navegando el río el Cuchivero desde su
desembocadura en el Orinoco y encontró cerca del río un monte que
los campesinos conocen como "El Zamuro".
A decir del propio Hernández, "se trata de un cerro no muy alto,
cerca del río, el cual tiene en su cima muchas rocas graníticas, que se
aguantan por ese sabio equilibrio que sólo la naturaleza sabe dar. Su
formación es sumamente caprichosa y muchas de ellas parecen como si
fueran sillones donde uno se puede sentar. Algunas de las rocas graníticas
emitían un sonido especial al ser golpeadas con un objeto
contundente". Añade que en dicho cerro hay una multitud de pinturas
rupestres, en rojo y blanco, que lo hace suponer que el lugar fue sitio de
ritual de los aborígenes. No afirma que sea el Monte Tamanacú salo lo deja
como indicio tomando en cuenta ciertos elementos de la leyenda.
Luego de numerosos viajes y fracasos, navegando en bongo por el
Orinoco, penetrando picas por la intrincada selva o rodando a bordo de un jeep
por las sabanas, el explorador dio con la Cueva de Amalivac en la llanura de
Maita que ahora se llama la Sabana del Espanto.
Primero hubo de ubicar con muchas dificultades la antigua Misión de
San Luis de La Encaramada, pues ninguna alma de aquellos líticos parajes,
entre Caicara y La Urbana, sabía que se trataba de Pueblo Viejo. Fue el
nombre que le quedó a San Luis de la Encaramada, ya sin casas ni bohíos,
pero se puede apreciar la distribución del poblado. "Las piedras - dice
Hernández Baño - indican el lugar en que estuvieron situadas las mejores
casas. La vista que hay desde donde estaba la plaza a la serranía de La
Encaramada, es impresionante. Encontramos muchos restos de ladrillos y
tejas y una especie de hornos un poco alejados de donde estuvo el pueblo y a
orillas del caño o río Guaya".
A partir de aquí salió en busca de la mítica casa de Amalivac en las
sabanas de Maita, hoy sabanas del Espanto, y encontró por casualidad un
abrigo natural o cueva formada por unos enormes bloques de granito,
apoyados los unos sobre los otros. "Mirando de frente la cueva de
Amalivac - dice Hernández Baño -, se ve a su lado izquierdo, una especie de
escenario natural desde el cual se divisa toda la plaza que es enorme. En
medio de la plaza y frente a la cueva, hay una piedra vertical, diferente a
todas las demás que hemos visto por estos contornos. Parece como una
especie de pedestal que presidiera las ceremonias que podrían haber tenido
lugar en la plaza".
"No está muy lejos de aquella casa su tambor, esto es, un gran
peñasco en el camino de la Maita al que dan este nombre", dice Gilij y más
tarde Humboldt: "...Se indica igualmente cerca de esta caverna, en las
llanuras de Maita, una gran piedra: era, dicen los indígenas, un
instrumento de música la caja del tambor de Amalivac ..."
Guiados sólo por estas sucintas indicaciones, estuvieron desde la
Navidad de 1977 hasta Año Nuevo, de seis de la mañana hasta el atardecer,
Hernández Baño y Villanera, golpeando hasta el cansancio piedras y más
piedras en aquel inextricable laberinto de rocas que surgen como islas en las
sabanas de Maita. Toda aquella empresa parecía inútil y una noche mirando la
estrella más lejana, Hernández Baño tuvo un presentimiento: "Señor
Villanera, mañana vamos a tocar a primera hora el Tambor de Amalivac ":
- Nos levantamos a las seis de la mañana y empezamos a golpear
todas las rocas que est n a la izquierda de la Cueva de Amalivac y al pie del
cerro. Yo me fui al final de todo el camino rocoso y el señor Villanera
empezó por las peñas más cercanas a la cueva. De pronto oí un sonido...El
sonido era estremecedor, profundo como el telúrico tang - tang de un
tambor africano. Villanera había tocado la suerte. El Tambor de Amalivac ,
estaba allí, tenso y eterno, justo frente a la lítica casa del gran Dios de los
Tamanaco, pero oculto entre intrincada selva, crecida desde que Gilij y los
indios abandonaron el lugar hace 175 años.
Juan de Dios Villanera, acaso por Juan y por Dios, había tenido la suerte
de sonar aquel tambor tan parecido al del enano Uxmal en la civilización
Maya, aquel tambor como un monumento megalítico que anunciaba y
animaba las ceremonias ritual de aquellos hombres desnudos que podían
escribir y pintar sobre las piedras, que veían deidades en la liviandad del humo
y que tenían por héroe a un señor alto y blanco que vestía y hablaba como los
dioses y que cada vez que navegaba el Orinoco iba cortejado por delfines.
Ese Dios que se fue un día, después del Diluvio, para no volver dejó,
sin embargo, un gran río alimentado por muchos ríos, una tierra inmensa y
feraz tupida de moriches, una raza a la que una mala bruja le quemó la piel y
un lítico tambor que ha vuelto a sonar como en sus lejanos tiempos. Pero en
la sabana de Maita hay otros encantos, adicionalmente observados por el
antropólogo, un ruido huracanado por las madrugadas y una bola de fuego que
rueda de las montañas. Por eso los lugareños de tránsito han dejado la
tradición oral de la Sabana del Espanto, al fin, Maita en lengua primitiva
significa "lugar que no es", vale decir, lugar que deja de ser cuando en ciertos
espacios de la noche un ser tenebrosamente extraño, posiblemente el
demonio Yolokiano de los Tamanacos, ruge como una bestia que
seguramente ellos trataban de alejar con el sonido inconfundible de su tambor,
el lítico tambor que les dejó como heredad protectora el taumaturgo héroe de
su cultura.

Publicado por Américo Fernández en 5:27 No hay comentarios:


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domingo, 4 de agosto de 2013

Los Petroglifos de Guayana

grabados del dios de los Tamanacos


Lo petroglifos diseminados por todo el territorio de Guayana
habrían sido grabados por el propio Amalivac con el fin de dejar
testimonio de su paso creador por estas tierras.
Amalivaca o Amalivacá o simplemente Amalivac, es el héroe cultural
de los Tamanacos, según leyenda recogida y publicada por el
misionero jesuita italiano Felipe Salvador Gilij en el siglo dieciocho.
Los Tamanacos constituían un pueblo indígenas en el Orinoco
central, de filiación lingüística Caribe, hoy lamentablemente
desaparecido.
Conforme a esa leyenda en la que se recrea el escritor
colombiano Rafael Gómez Picón, Amalivaca fue el creador del Orinoco
y el salvador de la especie humana después del Diluvio. Lo petroglifos
vendrían a ser testimonio de su paso creador por estas tierras que el
primer navegante de occidente confundió con el Paraíso.
Amalivacá visitó en dos ocasiones al pueblo Tamanaco y antes
de ausentarse para no dejar sino la esperanza de volver, hizo un
extenso e intenso recorrido en su barca, acompañado de su hermano
Vochi y seguido de su gran cohorte de toninas, para grabar vivencias
en las superficies de las rocas que las aguas iban dejando al
descubierto.
Grabó las figuras de los astros, de los propios indígenas y de
otros seres y animales que habían podido salvarse como la rana, la
serpiente, las aves, el cocodrilo, el jaguar. De esta forma fue dejando
constancia de su tránsito no sólo en la Encaramada, Capuchino, Cerro
del Tirano, Caicara, el Paso de Cedeño, sino también en varios
lugares del alto río o en las riberas del Casiquiare como lo demuestra
el peñasco de Culimacar o en el río Manapiare, así como en los
lejanos Esequibo y Río Branco o en el riñón de la Guayana inglesa o
del Brasil.
Los petroglifos descubiertos en otros lugares de Guayana como
Guri, Candelaria, el Yuruari y el resto de Venezuela habrían sido
reproducidos por generaciones sucesivas de indígenas de distintas
lenguas y en su propio lenguaje.
Los estudiosos de las diferentes ramas de la antropología que
sustraídos de las leyendas, quieren otorgarle otro significado más
lógico y objetivo a los petroglifos, lo atribuyen, como es el caso del
Walter Dupuy, a motivos religiosos propios de los antiguos pueblos
animistas.
Los eternos buscadores del Dorado creen que tales dibujos
corresponden a cifrados sobre tesoros ocultos. De allí los numerosos
petroglifos de comprobado valor etnográfico expuestos ordinariamente
a la destrucción como las rocas grabadas de Las Lajita en la zona del
Cuchivero y en la Piedra del Sol y la Luna de Santa Rosalía donde se
ven socavones hechos por personas que buscan el oro de Amalivac.
A Gallegos, cuando estuvo en Guayana, acopiando material
literario para su novela Canaima, le contaron la creencia de algunas
etnias según la cual los indios cuando navegaban en sus curiaras y
veían alguna piedra o roca grabada, la rehuían en la creencia de que
tales petroglifos tienen que ver con maleficios y seres extraños que
habitan en las profundidades del río debajo de esas rocas. De manera
que para protegerse y librarse de ellos, se aplicaban ají bravo en los
ojos si no encontraban una venda fuerte y oscura que ponerse, pues la
tradición les dice que sólo pueden verlos quienes no son ignorantes de
sus misterios. La leyenda aseméjase un tanto a la grecolatina de las
Sirenas que hechizaban de tal modo con su canto que los navegantes
que éstos para evitar estrellar sus naves contra las rocas, se tapaban
los oídos.
Aunque la región Guayana está minada de figuras rupestres,
quizás las más conocidas hasta ahora sean los Petroglifos de Guri,
dada la destacada divulgación que tuvieron por efecto de la
Operación Rescate de 1968, llevada a cabo por CVG-Edelca ante la
proximidad de represar las aguas del Caroní en función de la
PresaHidroeléctrica,
En esa memorable ocasión se rescataron 29 piedras con un
total de 75 dibujos curvilíneos y rectilíneos unos, otros triangulares y
circulares y las demás, figuras de aves, mamíferos y dibujos
antropomorfos. De todos, llamó poderosamente la atención la figura
de unos siameses o gemelos unidos y repetidos aparentemente
simbolizando el mito de la creación.
Los estudiosos especialistas hicieron una valoración que tuvo
repercusión no sólo de los medios científicos sino artísticos, pues unos
destacaban el estilo naturalista, realista y figurativo de esos dibujos
primitivos frente al inmenso número de petroglifos geométricos
hallados en otras partes de Venezuela. En esa ocasión Walter Dupuy
pensaba que algunas de las figuras posiblemente representaban a las
deidades que habitarían el paisaje circundante a juzgar por la creencia
de los pueblos remotísimos en el tiempo, cuyos artífices la expresaban
así en dura roca,
A las pinturas rupestres halladas en la Cueva del Elefante por el
doctor Mario Sanoja y la licenciada Iraida Vargas, investigadores de la
UCV, le atribuyen también sentido mágico religioso a juzgar por la
forma como los rayos del Sol inciden en horas de la tarde en el fondo
de la cueva donde están figuras humanas y de animales como
lagartos, pájaros, venados, círculos y raras combinaciones de líneas.

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sábado, 3 de agosto de 2013

La deidad del mal en la mitología indígena

El Pemón, así como se siente hijo y protegido por su Dios, cree


que oculto en las sombras existe una deidad del mal que los
acecha. Acaso Ahrinán, principio del mal, opuesto a Ormuz,
principio del bien, en la religión de Zoroastro, pero que ellos
llaman Canaíma.
En su novela del mismo nombre, Gallegos dice que Canaima es
“la sombría divinidad de los guaicas y makiritares, el dios frenético,
principio del mal y causa de todos los males que disputa el mundo a
Cajuña el bueno”.
Canaima, según las situaciones, suele transformarse y tomar la
forma de una bestia o de un mamífero alado como el murciélago y de
hecho al murciélago descomunal que habitaba en una cueva de
Guaquinima solían confundirlo con Canaima.
A la imponente Meseta Guaquinima, en la cabecera del Carapo,
afluente del río Paragua, hito que marca la frontera de sus predios, los
Pemón la conocen como Maripa-Tepuy y los Yecuana o Maquiritare
como Dede-Jidi que en su lengua significa lo mismo: ”Meseta del
Murciélago”.
“Meseta del Murciélago” porque según leyenda publicada por el
explorador Charles Brewer Carías, allí existe una enorme cueva o
galería donde residía un Murciélago descomunalmente inmenso
acompañado de toda su familia alada y al que las comunidades
indígenas de la región guardaban un respeto tenebroso que los
obligaba, por temor, a hacerle frecuentes ofrendas humanas con las
cuales se alimentaba.
Un joven guerrero deseoso de acabar con ese miedo, ató un
tizón a la pierna de la víctima escogida en la ocasión para el sacrificio
y cuando el Murciélago vino de noche por su tributo, el tizón se avivó
durante del curso del vuelo y generó una estela de humo
incandescente que señaló la ruta hacia la guarida o cueva hasta
entonces desconocida. Siguiendo esa ruta toda la noche hasta el
amanecer, el ingenioso y valiente joven guerrero sorprendió al
membranoso individuo y le dio muerte de un solo y certero disparo con
su flecha envenenada.
Desde entonces se agotó el miedo entre las etnias aborígenes
y la Meseta del Guaquinima quedó con el cognomento de Maripa-
tepuy para los Pemón y Dede-jidi para los Yecuana. El nombre de
Maripa, capital actual del Municipio Sucre, lo adoptó el doctrinero
Ramón Espinoza al fundarla en 1842 con un grupo de indígenas que
moraban en la zona.
El escritor José Berti, en su novela “Hacia el Oeste corre el
Antabare”, hace mención de una leyenda de los Arecunas, habitantes
de ese afluente del Caroní y dice que como muchas otras tribus, no
creen en la muerte natural y para explicarse su eterna desaparición,
concibieron a Canaima, divinidad del mal que ellos imaginan como un
extraño indio vestido de noche sin luna, que habita los recónditos
parajes de la selva y aparece en todas partes con diferentes nombres,
siempre armado de un garrote de tres filos y una tapara de yare para
golpear o envenenar a sus víctimas.
Los arecunas tienen un dios, provisto de dos cabezas como
Jano. La de la derecha con el nombre de Atictó, representa al bien y la
de la izquierda con el nombre de Ueue, representa el mal. Cada
representante del bien y del mal tiene adelantados que habitan
sobre las cumbres de los Tepuyes y hacia los cuales debe intervenir
el Piatsan, especie de mensajero pendiente siempre de los problemas
del pueblo. Cuando un arekuna se enferma el Piatsan transmite el
mensaje a esos espíritus del bien y del mal que habitan sobre los
Tepuyes. Estos, los Mabaritón, y los Canaimatón alzan su vuelo y se
posan sobre las cabezas del Dios. Si se inclinan primero Ataictó, el
enfermo se salvará, si por el contrario lo hace primero Ueue, el
paciente morirá.
Y a propósito del Guaquinima que es una meseta o tepuy, los
Yecuana o Maquiritare tienen su propia teoría mitológica que
contaremos en la próxima edición, pero antes nos referimos a los ríos
de Guayana.
Sucedió que al comienzo todo era tierra desolada y los
habitantes no disponían de otro alimento que la misma tierra, el agua
que le proporcionaba en sus mandíbula la hormiga Yak transportada
desde una laguna ignota del cielo y el casabe que les traía desde el
mismo cielo o Kajuña un espíritu bondadoso llamado Demodene. Así
rutinariamente transcurría la vida en la tierra hasta que Odosha, un
espíritu maligno, se apareció y espantó a la Yak y al Demodene
haciendo la vida más penosa y difícil.
Cuando ello ocurrió se presentó el Vencejo, un pájaro grandioso
que los indios llaman Dariche y les prometió hacer un esfuerzo alado
por llegar hasta el Lago Aku-Ena del cielo y hacer que el agua llegara
de algún modo hasta la tierra. Así ocurrió y surgió el Casiquiare, pero
las aguas confusas no sabían hacia donde dirigirse y a los primitivos
habitantes se les hacía harto difícil de proveerse del precioso líquido.
Ante esa situación, Kush (el Cuchicuchi) confesó haber descubierto el
camino del Demodede para llegar hasta el lugar del cielo de la yuca y
el casabe y con la ayuda de todos comenzó a trepar por un árbol cuya
copa se perdía en las nubes

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viernes, 2 de agosto de 2013

Cosmogonía de los tepuyes


Según la cosmogonía primitiva, estas tubulares como imponentes
mesetas son el producto de la astilla de un árbol del Paraíso
traída escondida por Cuhicuchi a la tierra de los guayanos.
Dijimos que los Yecuana o Maquiritare tienen su propia teoría
mitológica de cómo surgieron los tepuyes y ríos de Guayana.
Dijimos también que al comienzo todo era tierra desolada y los
habitantes no disponían de otro alimento que la misma tierra, el agua
que le proporcionaba en sus mandíbula la hormiga Yak transportada
desde una laguna ignota del cielo y el casabe que les traía desde el
mismo Kajuña (el cielo) un espíritu bondadoso llamado Demodene. Así
rutinariamente transcurría la vida en la tierra hasta que Odosha, un
espíritu maligno, se apareció y espantó a la Yak y al Demodene
haciendo la vida más penosa y difícil.
Cuando ello ocurrió se presentó el Vencejo, un pájaro grandioso
que los indios llaman Dariche y les prometió hacer un esfuerzo alado
por llegar hasta el Lago Aku-Ena del cielo y hacer que el agua llegara
de algún modo hasta la tierra. Así ocurrió, y surgió el Casiquiare, pero
las aguas confusas no sabían hacia donde dirigirse y a los primitivos
habitantes se les hacía harto difícil proveerse del precioso líquido.
Ante esa situación, Kush (el Cuchicuchi) confesó haber descubierto el
camino del Demodede para llegar hasta el lugar del cielo de la yuca y
el casabe con la ayuda de todos comenzó a trepar por un árbol cuya
copa se perdía en las nubes. Era la senda arbórea del Demodede y a
través de ella llegó a Kajuña y se encontró con un paraíso donde
había de todo, incluyendo el árbol-madre de todos los frutos. A él se
trepó y saboreaba los exóticos manjares hasta tropezar con un
avispero cuyas colonias fueron a zumbar en los oídos de Lamankave,
la dueña y señora de aquellos feraces predios celestes. La señora
toda indignada reprimió a Kush y le hizo levantar el pellejo de su
cuerpo a la vez que lo dejó guindando como escarmiento en el mismo
árbol.
La hija de la señora, toda conmovida, le pidió a su Madre librase
a Cuchicuchi de aquel suplicio, pues su atrevimiento era el producto
de la situación penosa que se pasaba en la tierra. La madre aceptó y
liberó a Kush, quien no tardó en regresar a la tierra, pero se trajo
escondido debajo de la uña una astilla y la clavó en la tierra y al día
siguiente como por milagro la astilla se transformó en un gran árbol
con todos los frutos inimaginables que luego con el tiempo se fosilizó y
se transformó en el Roraima.
El Roraima se hallaba muy distante de la comunidad, de manera
que una mujer llamada Edeñawad, se fue hasta el Monte Roraima y le
pidió a Kusch una estaca. En el curso de la jornada decidió descansar
y clavó la estaca, pero al siguiente día surgió un gran árbol que
también con el tiempo se fosilizó dando lugar al Auyantepuy. La mujer
tomó otra estaca y continuó la jornada y en cada lugar donde
descansaba le ocurría lo mismo al clavar la estaca, pero lo
sorprendente fue cuando una de esas estacas se transformó en el
árbol mayor de todos: el Marahuaca cuya copa se enredó en el cielo y
sus ramas se extendieron de forma tal que cubrían toda la tierra. Sus
frutos al madurar caían por racimos generando un constante peligro
para hombres y animales que si no los mataban los dejaba de alguna
manera modificados. Ello explicaría la situación de la Lapa con el
hocico achatado.
Para evitar tales males, Semenia, mensajero del Dios Wanadi y
jefe de todos los hombres, decidió tumbar el árbol y para ello
comisionó a los Sajoco (Tucanes), éstos con sus grandes picos
quedaron lastimados sin poder lograrlo. De manera que el Dios
Wanadi, disfrazado de pájaro carpintero hubo de intervenir
directamente y picotear el árbol hasta quedar totalmente derribado.
Entonces muchas de sus ramas se convirtieron en tepuyes mientras la
copa perforó la Laguna y el agua vertida desde el cielo se transformó
en el Orinoco, el Caroní, el Paragua, el Aro, el Caura y todos los
grandes ríos de la Guayana.
Esos Tepuyes siempre llamaron y fascinaron la atención del
Conquistador, especialmente de don Antonio de Berrío y de Sir Walter
Raleigh. El expedicionario inglés, trató inútilmente de escalar, no está
dilucidado si el Roraima o el Auyantepuy, pero sólo pudo penetrar
hasta cierta distancia. En sus relatos ese Tepuy que le impresionó lo
configuró como una Montaña de Cristal y creyó que allí podía estar la
clave de la fabulosa ciudad de El Dorado: “… he sido informado
acerca de la existencia de una Montaña de Cristal a la cual, debido a
la distancia y a la estación del año, no pude llegar, pero la vimos
desde lejos, y daba la impresión de que era la torre de una iglesia de
gran altura. Desde arriba cae un gran río que no toca el costado de la
montaña en su caída, porque sale al aire y llega al suelo con el ruido y
clamor que producirían mil campanas gigantes golpeándose unas
contra otras. Yo creo que no existe en el mundo una cascada tan
grande ni tan maravillosa. Berrío me dijo que en su cumbre hay
diamantes y piedras preciosas que se ven brillar a la distancia. Pero lo
que ella contiene, yo no lo sé, ni él, ya que ninguno de sus hombres
ha logrado ascender por el costado por la hostilidad de los habitantes
del lugar y las dificultades que hay en el camino

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jueves, 1 de agosto de 2013

La Leyenda de El Dorado
Dorado era el nombre de un cacique fabuloso, de un señor algo
así como Midas, el legendario rey de Frigia, que había obtenido de
Baco la facultad de convertir en oro todo cuanto tocara. Dorado
no necesitaba de esa facultad porque ya el oro existía en su
comarca por la gracia de un dios que había pasado por allí y
dejado a su tribu esa herencia. Allí todo el metal incorruptible
resplandecía a la luz del sol o de la luna.

Según los aborígenes esa ciudad era Manoa con un gran lago, al
que los conquistadores llamaron Guatavita, de lecho y arenas
doradas. Cada vez que moría el cacique y había que iniciar al sucesor
se llevaba a ese lago en medio de un rito en que desnudo el cuerpo
del señor se le ungía con polvo aurífero obtenido del propio lago.
Lo cierto es que de la existencia de esa ciudad fabulosa supieron
por boca de los indios los conquistadores hispanos, alemanes e
ingleses, quienes hicieron esfuerzos heroicos y gastaron tiempo,
fortuna y vidas tratando de localizarla, pero siempre fue inútil. Y
mientras más ignota y remota se hacía Manoa o el lago de Guatavita,
más fabulosa se hacía la imaginación de quienes ansiaban apoderarse
de ella para sí o para su reino. Se llegó a especular, incluso, que ese
lugar era así de rico porque allí se habría refugiado con todos sus
increíbles tesoros el perseguido hijo menor del inca Huayna-Capác,
padre de Manco-Capac, último soberano del gran imperio Inca que
tenía como capital el Cuzco y que se extendía desde Colombia hasta
las tierras meridionales de Chile.
Otro Dorado existía en la parte sur-occidental de Guayana, no
porque el Rey o Jefe de las tribus así se llamara y cumpliera los
mismos ritos, sino porque las montañas y bosques estaban cruzados
por simas profundas y galerías subterráneas llenas de tesoros
custodiados por seres sorprendentemente extraños
llamados Ewaipanomas y de los cuales da cuenta Sir Walter Raleigh
en su libro “El Descubrimiento del grande, rico y bello imperio de
Guayana”, Esos seres habitaban las cabeceras del Caura y las
profundas cuevas de Jaua y Sarisariñama, custodiando como gnomos
los tesoros de la tierra. Hombres sin cabeza propiamente, con la cara
en el pecho y el cabello cayendo sobre los hombros. Por la misma
intrincada región de los Ewaipanomas da cuenta de misteriosos ríos
de magnéticas ondas que dan vida o muerte según la hora en que se
beban sus aguas: vivificantes a la media noche y mortales antes o
después.
La mitología primitiva no sólo era capaz de concebir seres
humanos de esas formas inauditas sino dentro de la zoología,
dragones o culebras de múltiples cabezas. La piedra del Medio, por
ejemplo, entre Ciudad Bolívar y Soledad, y la cual utilizan los
ribereños para medir el nivel del Orinoco, como Escila y Caribdis de
las famosas Rocas Erráticas que estremecieron las naves de Ulises
mientras navegaba de regreso a su lejana y amada Itaca, también
tiene su monstruo guardando posibles tesoros escondidos en las siete
colinas que como Roma circundan a la vieja Angostura.
Según la leyenda indígena, esa descomunal culebra se siete
cabezas, una para casa colina, succiona el agua del río dando lugar a
peligrosos estiajes o reflujos. Ese succionar cuando el monstruo está
my sediento, según la creencia, es capaz de absorber como tromba
todo cuanto se acerque por las inmediaciones de la Piedra, bajo cuya
base el monstruo tendría su guarida. Ello explicaría la desaparición de
curiaras, nadadores, pescadores, y hasta de una chalana llamada “La
Múcura” que cargada de vehículos pesados se hundió el 27 de febrero
de 1952. Tales accidentes han reforzado la creencia y servido de
pábulo a la imaginación popular tan sensible a las homéricas fantasías
de la Odisea.
Atraído por la leyenda, años atrás, llegó hasta aquí un barco del
Instituto Oceánico de la UDO a detectar con sus ondas ultrasónicas lo
que de verdad pudiera existir por los alrededores dela Piedra del
Medio y localizó una depresión en forma de embudo que alcanza a la
increíble profundidad de 150 metros bajo el nivel del mar. En esa fosa
donde se arremolinan las aguas del Orinoco en crecida pudiera estar
la clave del reptil de siete cabezas que atormenta y devora a los
desprevenidos.
Los misioneros jesuitas establecidos en el siglo dieciocho por la
región del Alto Orinoco próxima a los raudales de Atures y Maipure,
captaron de los habitantes autóctonos del lugar la existencia de un
saurio con todas las señales de un Dragón. Ese dragón sería como en
el Jardín de las Hespérides, el guardián de los tesoros sumergidos en
aquellos bosques, manifestado a través de la violencia de los raudales
para impedir su acceso.
Los expedicionarios que desde la época de la Conquista se
afanaron en buscar las fuentes u origen del Orinoco, se encogían de
temor ante ese innavegable obstáculo de los Raudales de Atures y
Maipures. José Solano, comisionado de límites en 1756, pudo
remontarlo. El Padre Superior de los Jesuitas, al conocer la noticia,
dijo a Solano: “Me alegro que haya Ud. sujetado al dragón
mientras estaba dormido, que al despertar con las crecientes ha
de bramar por hallarse burlado”.

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miércoles, 31 de julio de 2013

En 1536 comenzó la historia del mito de El Dorado


Sebastián Belalcazar
De Quito nos vino El Dorado en la imaginación de Benalcazar yes
que hasta los años treinta y seis (1536) no se supo, ni se había
inventado este nombre del Dorado, porque ese año lo impuso el
teniente general Sebastián Belalcázar y sus soldados en la
provincia y ciudad de Quito (Fray Pedro Simón).
Belalcázar es un pueblo de la provincia de Córdoba, España. Allí, en
el seno de una familia de labriegos, nació Santiago Moyano y, a la
edad de quince años, se fugó de su casa y andando y andando llegó
a Sevilla, donde Pedrarias Dávila, un osado navegante de ultramar,
preparaba una expedición. En ella, hacia Panamá, se alistó Santiago
y adoptó como apellido el nombre de su pueblo y con ese nombre
de Santiago de Belalcázar inició su carrera hasta los confines del
Dorado.
Muy temprano obtuvo el grado de capitán. Bastó con demostrar
su arrojo moneando hasta la copa de un gigantesco árbol, desde
donde pudo divisar un punto habitado en medio de la confusión de una
selva intrincada en la que los expedicionarios se hallaban atrapados.
Después, acompañó a Diego de Almagro y Francisco Pizarro en
una excursión por el istmo. De aquí pasó a Nicaragua, asistió a la
conquista de León y fue nombrado su primer Alcalde. Más tarde,
desde el Perú, fue requerido por Pizarro para incursionar en San
Miguel de Piura y, siendo gobernador de esta villa, supo que Pedro de
Alvarado intentaba conquistar el reino de Quito, por lo que se le
adelantó junto con Diego de Almagro, pues estaba enterado de que
había surgido una coyuntura favorable para tal empresa en virtud de la
rivalidad existente que consumía a Atahualpa y Huáscar, entre
quienes el soberano inca Huayna Cápac había dividido su reino. Al
final, Atahualpa hizo ejecutar a su hermano Huascar para quedarse
con todo, pero el reino le duró poco pues a pesar de la gran
resistencia de Rumiñahui, uno de los mayores guerreros del inca,
Quito cayó en manos de Belalcázar y Almagro, quienes aparecen
como los fundadores de San Francisco de Quito, 6 de diciembre de
1534, sobre el mismo valle donde estaba la ciudad indígena.
Especulaciones históricas sostienen que la orden dada por
Atahualpa para eliminar a su hermano Huáscar, nunca fue cumplida y
que éste, con su gran tesoro, huyó internándose en las mansiones
verdes del norte siguiendo el curso del Marañón y la Orinoquia e
instalándose con su corte en un misterioso punto geográfico entre la
sierra andina y Guayana. Ese punto, llamado Manoa por los
conquistadores, trascendió como una ciudad dorada. Dorada por su
Rey o Señor que se empolvaba de oro mezclado con resina
(trementina) extraída de una conífera.
Lo cierto es que siendo Sebastián de Belalcázar gobernador de
Quito y deseando conquistar nuevos territorios, se orientaba
interrogando a indios venidos de otros lugares. Así, interrogó a uno
que le contó lo del Dorado. El misionero Pedro Simón, cronista de
Indias, en “Noticias Historiales de Venezuela”, escrita entre 1604 y
1623, cita la versión del indio forastero en estos términos. ¨ Que un
señor entraba en una laguna, que estaba entre unas sierras, con
unas balsas y el cuerpo todo desnudo y untado con trementina, y
sobre ella, por todo el cuerpo cuajado de polvos de oro, con que
relumbraba mucho ¨
Hasta entonces (1536), dice el misionero franciscano, no se
conocía el vocablo ¨ ni se había inventado el nombre del Dorado
porque este año lo impuso el teniente general Sebastián
Belalcázar y sus soldados en la provincia de Quito ¨ y suponiendo
que se trataba de un lugar territorialmente definido, lo identificó
como Provincia de El Dorado. Desde ese momento, tanto el nombre
como la leyenda aguijonearon el espíritu aventurero y codicioso de los
hombres que arribaban al Nuevo Mundo.
Belalcázar no perdió tiempo e inmediatamente organizó una
expedición de 300 hombres a su mando en busca de la misteriosa
ciudad y así andando penetró en Colombia y colonizó la región
meridional, exploró parte del valle de Cauca y creó las ciudades de
Cali y Popayán (1536), atravesó la cordillera central, llegó al valle del
Magdalena y luego subió a la conquista de la meseta de los chibchas
donde ya se había adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada y
fundado Santa Fe de Bogotá el 6 de agosto de 1538. Posteriormente
llegó Nicolás Federman y en reunión de los tres, Belalcázar
informó de lo realizado en el curso de su expedición y de cómo su
propósito fundamental consistía en poder dar con el rico reino de El
Dorado.
Después de la fundación de Bogotá, Federman, Jiménez de
Quesada y Belalcázar decidieron marcharse a España, para dar
cuenta de sus expediciones y conseguir del Consejo de Indias la
delimitación de sus respectivas provincias. Desde entonces, puede
afirmarse, que comenzó a rodar por el mundo el mito de El Dorado.

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martes, 30 de julio de 2013

El Mito de El Dorado en Venezuela comenzó por Coro


La noticia de la presunta existencia del fabuloso Dorado llegó por
primera vez a la hoy ciudad falconiana de Coro en el año 1540 y
de allí se extendió a todas las demás provincias hermanas. El
portador de la fantástica noticia la trajo de Santa Fe de Bogotá el
capitán Pedro de Limpias, lugarteniente de Federman, quien se
había marchado a España junto con Jiménez de Quesada y
Belalcázar.
En España, Belalcázar obtuvo del Emperador Carlos V el título
de adelantado y capitán general de las tierras conquistadas por él. De
vuelta al Cauca (1541) intervino en varias luchas intestinas que le
valieron un proceso. Condenado a muerte, se le concedió apelación
ante el rey. Salió de la cárcel para Cartagena con la intención de
embarcar para España, pero en aquella ciudad lo sorprendió la
muerte. A raíz de su viaje a España, Francisco Pizarro había
nombrado a su hermano Gonzalo Pizarro Gobernador de Quito
(diciembre de 1539) y éste que ya estaba fascinado por lo que se
decía de la ciudad dorada, organizó una expedición junto con
Francisco Orellana en busca del mítico lugar y en ese afán, atravesó
los Andes hasta llegar a los bosques vírgenes de la canela, a orillas
del Amazonas.
Nicolás Federman tampoco tuvo suerte. Tanto los Welser, sus
jefes, como el Consejo de Indias, le exigieron cuenta de su gestión y al
no satisfacerlos, fue encarcelado; sin embargo, continuó su pleito,
inútilmente, pues lo alcanzó la muerte antes de ser liberado en su
deseo de restaurar sus sueños doradistas. Su lugarteniente, Pedro de
Limpias, como sus soldados, al retornar a Coro, entusiasmaron a sus
superiores y pronto organizaron también expediciones por los Llanos
de Venezuela y Nueva Granada, donde Federman como Limpias,
presumían la situación del Reino de El Dorado. Así en esa dirección
exploraron Felipe de Hutten, Martín de Poveda y Pedro de Ursúa.
En cuanto a Gonzalo Jiménez de Quesada, permaneció largo
tiempo en España y tras recorrer Francia e Italia, retornó a Bogotá,
donde fue recibido de manera jubilosa toda vez que lo admiraban
como descubridor y fundador del reino de Nueva
Granada. Obsesionado por el cuento de Belalcázar, tanto él como su
pariente Fernán Pérez de Quesada, salió en busca de los misteriosos
tesoros, explorando los contrafuertes de la cordillera oriental de los
Andes colombianos, llegando hasta los bosques que se encuentran
entre el Meta y el Caquetá.
Vale decir que los Quesada no estaban muy desorientados y hoy
se ha comprobado que en la meseta de Colombia existía una
comunidad chibcha con muchos objetos de oro labrado y esmeraldas,
semejantes a los buscados por los conquistadores. Allí el rey o gran
sacerdote de los Chibchas, en ciertas ceremonias, se embadurnaban
el cuerpo con una resina dorífera, a la que cubrían de polvo de oro, y
luego se bañaban en el lago. Estos indios igualmente tenían la
costumbre de arrojar presentes en figurillas de oro y piedras preciosas
a las lagunas sagradas que, como la de Guatavita, han sido
recientemente exploradas por arqueólogos y hallado muchos de esos
objetos de oro.
Sin embargo, Gonzalo Jiménez de Quesada nunca dio con
esas lagunas sagradas de los chibchas en tres años seguidos de
penosas jornadas. Es posible que si hubiera alargado la expedición
habría dado con ellas, pero se le agotaron los recursos y enfermó de
lepra. Terminó refugiándose en Mariquita donde murió en 1598. Su
cadáver fue embalsamado y sepultado en la Catedral de Bogotá.
Su sobrino político Antonio de Berrío, el sucesor a través de su
esposa María de Oruña, sobrina de Gonzalo Jiménez de Quesada y
única heredera, asumió, por legado testamentario, el compromiso de
continuar buscando el fabuloso Dorado y para ello atravesó el
continente de Este a Oeste.
Antonio de Berrío, heredero por dos vidas de las capitulaciones
de su tío político, realizó tres expediciones: la primera por el río
Casanare y el Meta hasta llegar al Orinoco, pero sin pasar el raudal de
Atures; la segunda, cruzando los Llanos de Casanare y Meta hasta la
banda oriental del Orinoco; más la tercera, y definitiva, cubriendo toda
la trayectoria del Orinoco hasta acampar en la desembocadura del
Caroní.
Este segoviano, luego de once años de expediciones y un gasto
de cien mil pesos de oro que nunca pudo resarcir, tomó posesión de
Guayana el 23 de abril de 1593, donde las últimas versiones
terminaron por situar El Dorado. El 21 de diciembre de 1595 fundó su
capital Santo Tomás de la Guayana, corolario, al menos feliz, de su
afán por dar con la remota como inaccesible y riquísima ciudad
del Dorado.
Sir Walter Raleigh al creer que Antonio de Berrío había
realmente situado la ciudad dorada, organizó dos expediciones sobre
Guayana. Durante la primera secuestró al gobernador hispano
obligándolo a una revelación que al final no le deparó más que una
suerte patibularia.

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lunes, 29 de julio de 2013

La guillotina costó a Raleigh la ilusión de El Dorado

Sir Walter Raleigh, durante los ocho años que estuvo preso en las
normandas Torres de Londres, escribió un libro sobre el hermoso
y rico imperio de Guayana en el cual, entre otros afirmaciones,
señala que “me han asegurado aquellos españoles que han visto
y conocido a Manoa, la ciudad imperial de Guayana que ellos
llaman El Dorado, que por la magnitud de sus riquezas y por su
asiento excelente sobrepasa cualquier otra ciudad del mundo, por
lo menos del mundo que conocen los de la nación española. Está
fundada sobre un lago de agua salada de 200 leguas de largo y a
manera del Mar Caspio”
Ese libro conmovió y convenció a casi todo el imperio y logró con
él lo que buscaba atraído por la añagaza de El Dorado. El 12 de junio
de 1616 Sir Walter Raleigh obtuvo permiso del gobierno de Inglaterra
para una nueva expedición hasta el nuevo mundo al encuentro
promisorio de tierras y riquezas para su Rey.
Sobre la marcha y emocionado por su idea de otra aventura
acariciada al calor de las noticias que del nuevo mundo tenía y
llegaban al viejo continente, organizó una expedición de catorce
buques con mil doscientas quince toneladas y unos mil hombres.
Comandando la expedición iba él a bordo del buque “Destiny”,
rumbo a las Bocas del Orinoco, por donde decían se podía entrar
hacia la dorada Manoa. Su viaje hasta Trinidad fue expedito pues ya
el 6 de febrero de 1595 había arribado, quemado a San José de Oruña
y hecho preso al gobernador Antonio de Berrío.
Al llegar a Trinidad donde tuvo que combatir para posesionarse
nuevamente de la isla, enfermó gravemente y adelantó hacia Santo
Tomás de la Guayana a su hijo Wat y al Capitán Keymes con una
fuerza de 600 hombres y cinco navíos.
Diego Palomeque de Acuña, gobernador de la provincia de
Guayana, con sólo 57 hombres, enfrentó a los corsarios, pero murió
en el combate al igual que la totalidad de los defensores de la
ciudad. También del lado de los corsarios murieron el hijo de Walter
Raleigh y cuatro oficiales. El capitán Keymes se suicidaría después
por la muerte del hijo más querido de su jefe.
Sir Walter Raleigh, como se ve, fracasó en esta segunda
expedición y su comportamiento deterioró las relaciones de su país
con España, causando serios disgustos al rey Jacobo Primero y a la
reina Isabel, su protectora. Por lo tanto, en aras de la paz entre
ambas naciones. Raleigh fue preso y decapitado al regresar a su
país. Antes de ir a la guillotina escribió este su epitafio: “Tal es el
tiempo depositario de nuestra juventud, dicha y demás/ y no
devuelve sino tierra y polvo/ el que en la tumba muda y triste/
cuando terminó nuestro camino/ la historia encierra de la vida
nuestra/ de esta tumba, polvo y tierra/ me librará nuestro señor,
según confío”.
El fraile Antonio Caulin, cronista de las Misiones y uno de los tres
capellanes de la Expedición de Límites, parecía ser el único que no
creía en la realidad de El Dorado ¨ Si fuera cierto esta magnífica
ciudad y sus decantados tesoros –decía- ya estuviera
descubierta, y quizás poseída por los holandeses de Surinam,
para quienes no hay rincón accesible donde no pretendan instalar
su comercio, como lo hacen frecuentemente en las riberas del
Orinoco y otros parajes más distantes, que penetran guiados por
los mismos indios que para ellos no tienen secreto oculto ¨.
Tanto para Caulin, como para los demás expedicionarios de
límites, El Dorado era otra cosa que no alcanzaban ver los ilusos, vale
decir, la realidad de los ingentes recursos naturales de Guayana que
debían explotarse con la ciencia, la tecnología adecuada y el trabajo
productivo.
Sin embargo, la fábula de El Dorado sirvió para fundar muchos
pueblos y descifrar la complicada geografía continental. Es más, como
mito prodigioso y perdurable ha servido de alimento permanente a las
artes literarias y al ensayo histórico. Bastaría, citar lo más
próximo: Los Pasos Perdidos, de Alejo Carpentier y El Dorado
Revisitado, de Catherunbe Ales, del Centro National de la Recher che
Scientifique, Paris, y Michel Pouyllau, del Centro National de la
Recherche Scientifiquye de Bourdeux, traducido por Jacqueline
Clarac.
Este último trabajo es realmente muy interesante, pues a través
del mito del Dorado que se perpetúa bajo diversas formas, Ales y
Pouyllau, lo analizan en referencia a la historia de las ideas, al avance
de la cartografía y a la permanencia literaria de sus geografías
imaginarias. Por cierto, que Jacqueline Clarac, la traductora del
trabajo, lo dedica a un bolivarense ya olvidado, Vicente Pupio,
antropólogo, a quien su colega Jorge Armand quiso homenajear
fundando un Museo Etnográfico con su nombre, pero la UDO, donde
prestaba servicio, no le dio jamás el apoyo que tanto le
demandaba. Frustrado en su aspiración, aprovechó una coyuntura
internacional y se fue a la India a poner en práctica cuando había
aprendido en la Escuela de Antropología de la Universidad Centralde
Venezuela. Se fue en busca de un dorado distinto al que deslumbró a
Walter Raleigh: el dorado del hombre y su origen.

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domingo, 28 de julio de 2013

La mala racha de Berrío

El 21 de diciembre de 1595 se registra como fecha de la fundación


de la capital de la Provincia de Guayana por el Capitán Antonio
de Berrio, frustrado buscador de El Dorado, que siguiendo las
huellas del Adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, se internó
en tierras del Orinoco para posesionarse de ellas a nombre de su
Rey Felipe II.
Entonces el fundador ostentaba unos cuantos laureles obtenidos
como soldado del Rey en Europa así como en las luchas que los
hispanos sostuvieron en Granada contra los moros. Laureles que
invirtió junto con su fortuna y la de su familia en las expediciones
doradistas de Guayana, de la que fue Gobernador hasta su muerte.
Berrío fue el primero en descender el río Meta descubierto por
Diego de Ordaz en 1531 y acampó junto con sus expedicionarios
durante muchos meses y en tres ocasiones, en los llanos de
Casanare. Lo atraía y dábale seguridad aquel ambiente donde los
caballos podían alimentarse bien, donde había sal, plantas
medicinales, madera para construir balsas, curiaras, más una
comunicación relativamente favorable con su esposa que se hallaba
en Cartagena desde 1581. Pero nunca la diosa Fortuna no
favoreció sus empresas, ya tratando de acertar los caminos dorados
barruntados por el cacique Morequito o haciendo que perduraran los
pueblos y los nombres de su gestión expedicionaria.
Ninguno de los hombres que le inspiraron paisajes y lugares,
permanecieron. Quiso que el río Meta se llamara Candelaria, pero
Meta se quedó desde que nace en territorio colombiano hasta fluir sus
aguas en el Orinoco.
Fundó un pueblo con el nombre de San José de Oruña en la Isla
de Trinidad, donde fue a parar durante la tercera expedición que le
permitió descender el Orinoco, pero tampoco tuvo suerte. Pueblo y
nombre desaparecerían con el tiempo del mapa trinitario cuando la
isla cayó en poder de los ingleses. Concibió el nombre de San José de
Oruña para testimoniar la admiración que sentía por el santo
carpintero y su mujer María, quien le dio diez hijos, entre ellos dos
varones tan arrogados como él: Fernando, dos veces Gobernador de
Guayana, y Francisco, Gobernador de Caracas. Ambos
desaparecieron, uno ahogado y el otro durante un secuestro.
Colón tuvo mejor suerte con los nombres, incluso con el
de Trinidad que perduró sobre el de Cairl o tierra de los colibries,
como los aborígenes entendían que se llamaba la isla. Tenía que
haber muchos pájaros-moscas para que la llamaran así. Pero el
Almirante, en su Tercer Viaje, nunca vio esas “joyas aladas de la
naturaleza” sino tres picos orográficos que su espíritu religioso
asoció con la Santísima Trinidad.

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