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HISTORIA Y EVOLUCIÓN DE LA ALIMENTACIÓN MILITAR EN EUROPA DURANTE LOS SIGLOS XIX Y XX (PRIMERA PARTE)

Artículo de Miguel Krebs


Mayo 2008

EL COMER OCUPA LUGAR

Alimentarse, esa necesidad inherente al ser humano para su desarrollo físico y mental, adquiere
connotaciones muy particulares cuando esta acción se traslada al terreno de las fuerzas armadas,
donde la calidad de los productos utilizados en su elaboración, el contenido nutricional, las
circunstancias y condiciones en que el soldado se alimenta, van a repercutir directamente sobre su
rendimiento en las operaciones militares.

Los romanos fueron los primeros en plantearse la necesidad de aprovisionar a sus ejércitos a medida
que se iban extendiendo a zonas cada vez más alejadas de Roma dando origen al concepto de
logística militar, término que fue acuñado por el general francés Antoine-Henri de Jomini en el siglo
XIX.

Se entiende por logística militar la consecución, administración, distribución de equipos y


alimentación como apoyo a las unidades operativas.

Durante siglos, la situación económica y social de casi toda Europa, llevó a la incorporación masiva
de hombres que encontraron en las fuerzas armadas una salida a sus necesidades de supervivencia
asegurándose de “paga y comida” sin importar las motivaciones o para que bando peleaban.

Si bien durante las postrimerías del siglo XIX ya se tenían algunos conocimientos sobre las funciones
que ejercían sobre el metabolismo las grasas, hidratos de carbono y proteínas, el tema de los
nutrientes reguladores fue ignorado hasta poco antes de comenzar la primera guerra mundial, y mucho
menos se había investigado sobre la influencia de los factores emocionales que actúan sobre el
organismo del soldado como una variable más al problema de la alimentación.

Casimiro Funk, bioquímico de origen polaco quien acuñó el término “vitamina” en 1912, sostuvo que
muchas enfermedades estaban relacionadas a las deficiencias dietéticas y que existían otros
compuestos químicos contenidos en los alimentos que tenían directa vinculación con el metabolismo
basal.
Este concepto que hoy puede parecer una verdad de Perogrullo, fue asimilado rápidamente por las
fuerzas armadas que comenzaron a valorar científicamente la necesidad de una correcta alimentación
para los soldados y que durante la segunda mitad del siglo XIX, aumentó el interés de las grandes
potencias por mejorar la alimentación de sus ejércitos lo que llevó a científicos y a muchos
investigadores empíricos, a incursionar en el campo de los alimentos teniendo como premisa, su
conservación en perfecto estado durante períodos prolongados sin deterioro de sus propiedades
nutritivas, soportar condiciones extremas de clima y terreno y ser fácilmente transportables.

Estos tres conceptos dieron origen a productos y procedimientos destinados exclusivamente a la


alimentación de las fuerzas armadas bajo el nombre genérico de Raciones de Combate, dando impulso
a nuevas industrias y servicios los que a su vez posibilitaron que millones de personas se alimentasen
de la guerra, sin haber estado necesariamente, en el frente de batalla.

LOS CONSERVADORES AL PODER

Cuando se menciona el tema de la alimentación de los ejércitos napoleónicos, invariablemente surge


el nombre de Nicolás Appert, un confitero francés que fuera recompensado por el imperio en 1810, con
la suma de 12.000 francos por haber desarrollado un método de conservación de alimentos que según
la opinión de algunos fabricantes de envases, “Napoleón reconoció la importancia de sus trabajos (los
de Appert), los cuales contribuyeron en las exitosas campañas militares”.

En realidad, Napoleón le dio una palmadita en la espalda a Nicolás Appert agradeciéndole su interés
y el esfuerzo puesto al servicio de Francia, pero la verdad de la historia es que el inventor nunca logró
proveer de alimentos envasados a las tropas de Napoleón porque su infraestructura no le permitía
fabricar los volúmenes requeridos. El otro inconveniente, fue el elevado costo de producción ya que
una conserva que tardaba 20 minutos en ser envasada, tenía el valor de un jornal de cualquier
trabajador de la fábrica de Appert, por lo que su venta quedó relegada a pequeñas cantidades
exportables, como en 1803 de 60 botellas de verduras a San Petesburgo y otras 55 para Baviera o
bien, a tiendas muy exclusivas a las que solo podían acceder la nobleza y gente de dinero que
deseaba consumir productos comestibles fuera de temporada.

Para 1810 el Rey George III de Inglaterra le concede la patente a Peter Durand (Pierre Durand
porque era de origen francés) por su invento basado en los estudios de Appert, para el proceso de
envasado al vacío de alimentos en recipientes de hierro forjado recubiertos de estaño para evitar su
oxidación.

Durand nunca llegó a fabricar una sola lata de conserva comercialmente porque vendió su patente a
dos industriales ingleses, Bryan Donkin, el inventor de la bobina de papel y John Hall propietario de una
metalúrgica, los que en 1813 comenzaron a proveer de conservas a modo de experimentación, a la
Royal Navy a pesar de que todavía no se había inventado el abrelatas.

Este instrumento tan sencillo en nuestros días, tuvo su propia historia y necesitó más de 35 años
para su invención debido a que las conservas fabricadas por Donkin eran grandes y de hierro, de
manera que los soldados tuvieron que valerse de la bayoneta para poder abrirlas, con el empleo de un
martillo y cortafrío o como sugería el fabricante, simplemente con un disparo de fusil.

Recién cuando se llegó a fabricar conservas de hojalata con reborde, el norteamericano Ezra J.
Warner, inventó un abrelatas que por sus características, implicaba cierto peligro para el que lo
manipulara. Más tarde otro norteamericano, J.Osterhoudt inventó en 1866 una llave con una ranura
similar a una aguja de coser, por donde se introducía una lengüeta que sobresalía del borde de la lata y
solo había que girarla de manera que el metal se enrollaba sobre si mismo dejando expuesto su
contenido.

Durante la segunda guerra mundial y debido a que los alimentos eran en su mayoría enlatados, los
norteamericanos diseñaron el P38, un abrelatas plegable de pequeñas dimensiones que venía
incorporado junto a las raciones de comida y que aún hoy, algunos ejércitos lo tienen incorporado en
sus raciones individuales.
LA COCINA EN CASA

Pero volviendo al ejército napoleónico, lo cierto es que la tropa estaba muy lejos de conocer la buena
gastronomía aunque hubo algunas excepciones. El mariscal Auguste Frédéric Louis Viesse de
Marmont tenía a su servicio 150 personas dedicadas a servir la comida a sus camaradas oficiales e
invitados, y un personaje de apetito voraz y obesidad extrema fue el general Bisson que recibía del
Emperador un tratamiento especial. El famoso gastrónomo Brillat-Savarin le consagró unas líneas en
su libro Fisiología del Gusto cuando menciona que este militar bebía cada día, ocho botellas de vino
en su almuerzo sin que lo afectara en absoluto.

Pero debido a estos excesos y en particular por sobrepeso, dejó de cooperar activamente en las
luchas del imperio y el mismo Napoleón, de su propio bolsillo, le pasó una pensión de 12.000 francos.
El general Baptiste-Pierre-Francois Bisson murió de una ataque de apoplejía en Mantua, el 26 de julio
de 1811.

En contraposición, los campamentos y cuarteles no tenían comedor para los soldados por lo que se
reunían en barracas de 18 y hasta 24 soldados para cocinar por turno y eran dos los horarios para
comer, a las 10 de la mañana y a las 4 de la tarde. Una parte del sueldo lo empleaban para comprar
alimentos a los vivanderos porque el ejército sólo proveía pan y algunas verduras de manera que el
soldado cocinaba su propia comida pero a veces, solía utilizar los servicios de alguna mujer que se las
preparaba; eran las conocidas vivanderas o cantineras que acompañaron a los soldados en calidad de
esposas, amantes o simplemente voluntarias patrióticas.

Como dato curioso cabe recordar que la protagonista de la ópera cómica de Gaetano Donizetti, La
Fille du Régiment, estrenada el París en 1840, es Marie, una vivandera considerada mascota e hija del
regimiento, que viaja con las tropas de Napoleón vendiendo comida, mercancías y ropa.

Los suboficiales comían generalmente en la cantina del cuartel y en ambientes separados, lo hacían
los oficiales que tenían un ordenanza encargado de preparar las comidas.

Pero el comer bien y comer mucho era solo un privilegio de las clases altas y de algunos personajes
encumbrados porque bajo el imperio, los campesinos padecieron casi siempre de una mala
alimentación y la mayoría de los reclutas provenían precisamente de esas poblaciones rurales.

Alguien dijo alguna vez que para ser un buen soldado del ejército de Napoleón era necesario tener
piernas de liebre, corazón de león y apetito de hormiga.

LOS MALTESES POCO HOSPITALARIOS

Cuando en mayo de 1798 Napoleón Bonaparte comienza su campaña a Egipto para cortar las rutas
comerciales marítimas inglesas con el objeto de dañar su economía, zarpa de Toulón rumbo a la isla
de Malta llevando una totalidad de 52.000 hombres entre soldados, marinos y civiles que viajaron en
terribles condiciones de hacinamiento y grandes dificultades de aprovisionamiento. En la primera
“parada técnica” Napoleón invadió Malta, desplazando del poder a los Caballeros Hospitalarios que
habían gobernado desde 1530 para dejar un destacamento de 4.000 soldados que como era habitual,
sometieron a sus habitantes y saquearon la isla.

Hartos de estos abusos, los malteses atacaron las distintas guarniciones destrozándolas
prácticamente y en la ciudad fortificada de Valetta, los soldados franceses al mando del general
Claude – Henrí Belgrande Vaubois quedaron sitiados, bloqueados y aislados durante dos años
teniendo que racionar el agua y la comida. Una frase de este general da testimonio de la angustiante
situación por la que estaban pasando: “Malta será de la República mientras haya gatos y perros para
comer.” Pero finalmente se rindieron a los ingleses.

Luego será Alejandría, donde quedarán 2.500 soldados y Napoleón tomará el Cairo con 7.780
hombres. A esta altura de la campaña el calor sofocante, alimentados casi exclusivamente con
bizcocho, los uniformes que no estaban diseñados para las altas temperaturas y el pesado equipo que
debían transportar, exigía una constante y abundante provisión de agua que nunca obtuvieron porque
los árabes envenenaron los pozos de agua y los soldados franceses enfermaron de cólera y
disentería. La situación se tornó tan grave que algunos por desesperación se suicidaron y hubo a la
larga tal descontento que se produjo un conato de motín que el propio Napoleón tuvo que reprimir bajo
pena de muerte.

POLLO MARENGO, UNA HISTORIA DUDOSA


El 19 de abril de 1800, el ejército francés en Italia al mando del general André Masséna está
encerrado en su fortificación de Génova, sitiado por el ejército austríaco. Las condiciones en el interior
de la fortificación son muy críticas ya que no tienen forma de abastecerse. Las raciones de pan
disminuyen y son sacrificados los caballos para que cada soldado reciba media libra de carne. Una
manera de paliar el hambre transitoriamente porque esa carne no podrá conservarse mucho tiempo
aun teniendo en cuenta que es primavera y todavía persiste un clima relativamente frío.

La falta de comida causa estragos en la fortificación y muchos soldados van muriendo de hambre
porque Napoleón no puede llegar en su ayuda.

El 11 y 13 de mayo este ejército debilitado hace un intento por salir enfrentándose con las tropas
austriacas, pero se ven obligados a regresar con 1.000 hombres menos que han muerto en la
operación. Luego de un tercer intento también fracasado, donde en la fortificación ya no quedan ni
ratas para comer, el 4 de junio, el general André Masséna decide rendirse ante el mariscal austriaco,
barón Carlos P. Ott.

Mientras esto acontece y antes de la rendición de Génova, Napoleón al mando del ejército de
reserva, cruza los Alpes en cinco días a 2.450 metros de altura por el Paso de San Bernardo, llevando
víveres y toda su artillería desarmada sobre carretones, para enfrentar al mariscal de campo barón
Von Melas. Tras esta maniobra con la que Napoleón pretendía sorprender al enemigo, tuvieron lugar
las batallas de Montebello y Marengo.

Hasta el 14 de junio se suceden permanentes combates entre ambos bandos donde los franceses
llevan la peor parte y la suerte se decide en la batalla de Marengo, un pueblito dentro de la provincia
de Alessandría al norte de Génova.

Los informes sobre esta batalla indican que duró 14 horas, esto es, desde las 8.30 de la mañana
hasta las 22, hora en que concluyen los combates y a la madrugada, el Barón von Melas comandante
de las tropas austriacas se rinde. Por la intensidad de los combates se diría que no hubo un solo
momento para reponer energías.

Entre las historias que se cuentan acerca de este combate, muchos coinciden en que Napoleón,
finalizada la contienda, pidió a su cocinero de campaña Dunant, que le prepare algo de comer porque
después de tan azarosa jornada, era lógico que tuviera hambre, pero durante los enfrentamientos, los
austriacos habían destrozado el parque de provisiones con lo cual no tenía nada que ofrecer a su
comandante. Rápido en solucionar el problema, envió a varios soldados a buscar lo que encontraran
por los alrededores para poder satisfacer la demanda de Napoleón y hete aquí, que los buenos
muchachos volvieron con unas gallinas, vino, aceite, ajos, tomates, mantequilla y hasta unos cangrejos
que habían sacado de un río de las proximidades.

Rápidamente Dunant juntó todo en una perola y voilà, dio origen a un plato que fue bautizado como
Pollo Marengo, en honor al pueblito donde se desarrolló la batalla y que a partir de entonces Napoleón
solía pedirlo con frecuencia a la hora de comer.

Solo basta visualizar el cuadro “La batalla de Marengo” del artista francés Lejeune, para darse una
idea de la carnicería acaecida en el campo de batalla, y suponer que tras semejante masacre a lo largo
de catorce horas, el cocinero haya ordenado buscar vituallas (rapiñar) para conformar a su jefe, es
bastante dudoso.
Por otra parte hay un dato que hace tambalear esta historia y es que Dunant o Dunand y no Durand
como muchos 'entendidos' lo han llamado, no estuvo en esa batalla. Dunant fue el hijo de un cocinero
de origen suizo que trabajó en las cocinas del príncipe Condé y heredó el puesto de su padre.

Para 1793 el noble personaje junto con su familia salió rápidamente de Francia llevándose a Dunant,
que regresa en 1805 y se incorpora al ejército napoleónico. A la caída del imperio, Dunant entró al
servicio de Carlos Fernando de Borbón, duque de Berry que en 1820 fuera asesinado en la Ópera de
París, con lo cual hay algo que no encaja en esta historia ya que la batalla de Marengo, como queda
dicho, ocurrió en 1800.

Por otra parte, la receta original de la que se tiene memoria no llevaba cangrejos ya que este detalle
lo agrega, en 1901, el gran maestro Escoffier en su Guía Culinaria.

ITALIANOS EN ESPAÑA

El 20 de febrero de 1808 cuando las tropas francesas entran en Barcelona sus pobladores hasta los
más humildes se esforzaron por darles alojamiento y comida pero las exacciones de carros y
caballerías para el transporte de sus pertrechos más el dinero aportado por comerciantes y
ayuntamientos, fueron el distintivo de la forma de operar por cuanta ciudad pasaran.

En el ejército formado por Napoleón para la invasión de Cataluña, se estima que habían 30000
Soldados italianos una de cuyas divisiones estuvo comandada por el capitán Gabriele Pepe quien hizo
una descripción del momento que se vivía en Barcelona entre 1808 y 1811.

“…Todo lo que se encuentra: trigo, aceite, vino, animales de tiro, muebles y hasta las jaulas con los
loros y los canarios: todo viene descaradamente tomado y llevado a venderse en Barcelona para hacer
dinero”

El Cuerpo de Observación de los Pirineos Orientales formado por italianos y napolitanos estaba bajo
el mando del general Duhesme, y el general Giuseppe Lechi comandaba la segunda división de este
cuerpo. Ambos se ensañaron con la población de Mataró sometiéndola ferozmente “y como ciudad
conquistada, le impusieron nuevamente una desorbitada contribución de trigo, cebada, paja, harina,
sal, carne fresca y salada…” (Raimundo Ferrer, Barcelona cautiva).

1809 fue un año de malas cosechas e de ínfima calidad y los labradores de Castilla-León se
quejaban porque el comando francés de Valladolid exigía de ellos 3.252 fanegas de cebada (18
toneladas), 1.900 de centeno (105 toneladas), 370 de avena (20 toneladas), 300 de legumbres (16
toneladas), 726 carros de paja y 42.124 cántaros de vino. Para confirmar esta situación y entender que
las tropas napoleónicas no estaban provistas de vituallas y que sí, es cierto que se alimentaban con lo
que iban rapiñando en el camino, un informe del archivo municipal de Valladolid de 1809 decía lo
siguiente:

“La corta cosecha de trigo y su ínfima calidad que se halla con mucha parte de alberjana, a los que
se añaden las crecidas contribuciones sobre dicha especie, las de cebada y paja, con que se ha
contribuido con la tropa acantonada en esta ciudad, la falta de ganado de todas clases, saqueos y
crecidos números de extorsiones que continuamente están padeciendo, tanto con dicha tropa como
con las de cuadrillas.”
Pero no solo fueron las tropas francesas las que causaron saqueo y destrucción; los soldados
ingleses al mando del general Wellington luego de finalizar el sitio a San Sebastián, reclamaron su
paga atrasada y pidieron alimentos y ante la imposibilidad de satisfacer inmediatamente a sus
requerimientos, como buenos antecesores de los hooligans, arrollaron a la población con grandes
desmanes dejando en ruinas la ciudad de San Sebastián en 1813.

EL GENERAL QUE VOLVIÓ DEL FRIO

La invasión a Rusia se inició en junio de 1812 con un ejército de 610.000 hombres entre los cuales
había personal no combatiente como los cocineros. Para su abastecimiento la Grande Armée contaba
con una considerable cantidad de bueyes que cumplía la doble función de arrastrar los furgones y
carros con armamento, municiones y vituallas y por el otro, como ganado en pie para la provisión de
carne fresca.

Al principio de la campaña se proveía por día y por soldado, 750 gr. de pan, 550 gr. de bizcocho, 250
gr. de carne, 30 gr. de arroz, 1 litro de vino para 4 hombres y 1 litro de vinagre para 20 hombres.

Pero para Napoleón lo que cuenta es la velocidad de desplazamiento de las tropas razón por la cual,
no había demasiado tiempo para detenerse ni preparar la comida de manera que sus hombres tenían
que alimentarse sobre el terreno de la mejor manera posible.

Probablemente no se tuvo muy en cuenta este detalle logístico porque mientras hubo que recorrer
cortas distancias el problema del abastecimiento era medianamente controlable pero al distanciarse
cada vez más y las provisiones dejaron de suministrarse, se llegó al único recurso posible que fue la
rapiña y el saqueo al que ya estaban acostumbrados.

A lo largo de toda la campaña, el ejército francés fue consumiendo sus provisiones y no consiguió
reponerla en la medida que iba avanzando complicándose la situación al llegar a Moscú, donde los
campesinos habían incendiado depósitos y sembradíos para que los soldados franceses, que ya
venían hambrientos, no tuvieran como alimentarse y los rusos solo esperaban que el invierno quebrara
la resistencia de las tropas erosionando su salud y disciplina.
A partir del momento en que Napoleón decide abandonar Moscú para dirigirse a San Petersburgo
con la intención de tomar prisionero al Zar Alejandro I, comienza la tenaz resistencia de los rusos, que
por ahora se encuentran mejor alimentados y pertrechados, derrotando al emperador en una sucesión
de batallas y escaramuzas de tipo guerrilleras.

Ya sobre el final de la frustrada campaña, solo quedan 28.000 soldados de los 610.000 originales y
tras el combate de Molodcezno, los rusos también empiezan a padecer el hambre porque no han
previsto tampoco el aprovisionamiento durante el desarrollo de las acciones y terminan saqueando a
los campesinos que aun conservan las pocas existencias cosechadas en el verano.

La temperatura baja violentamente a 37 grados bajo cero y para el ejército francés ya no quedan
animales ni alimento alguno y deben recurrir a la carne de los compañeros muertos de hambre y frío.

A esta altura de los acontecimientos Napoleón deja lo que queda de la poderosa armada en manos
del general Michel Ney y huye hacia Varsovia con la utópica idea de llegar a Francia y volver a
organizar un nuevo ejército para repetir, esta vez con éxito, una nueva campaña a Rusia.

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