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CONDICIÓN CULTURAL DE LA DIFERENCIA

PSIQUlCA ENTRE LOS SEXOS

NEILY SCHNAfll!

La cultura. no es simplemente imitación de la naturaleza


sino un proceso de cOllllrucción de una fOfma humana
total mediante elementos de la naturaleza y depende de
aquella fuerza que hemos llamado deseo. El deseo de
alimento y de casa no se apaga con las raíces Y las
cavernas, produce esas formas humanas de naturaleza
que llamamos culti~ y arquitectura. FJ deseo no es por
tanto una simple respuesta a la carencia -porque un
animal puede necesitar alimento sin plantar un jardín
para conseguirlo- ni deseo de algo particular. No está
ni limitado a los ~etos ni es satisfecho por ellos sino
que es una fuerza que guia. la sociedad humana en el
desarrollo de su forma peculiar... La forma del deseo es
liberada y vuelta manifiesta por la cultura.
NOanlOP fRVE •

La mujer es una idea cultural y no un géne~o biológico. Sin


desestimar, por cierto, el hecho de que se trala de una idea
encarnada en una especificidad: natural, a saber, en una diferencia
anatómica. A nadie debería sorprender ya este tipo de afirmación
que resalta la relevancia de los símbolos en el mundo humano y
que en otros campos ha perdido su cariz provocativo. Hablamos,
en efecto, de un espacio cultural en cuyo seno se gesta el espacio
"objetivo"; admitimos que el cuerpo existe como un produclo de
la cultura y no un dato puro de la biología; hemos comprobado que
la actividad perdpiente de los sentidos es, como decía Marx, ya
"Le6rica" en su práctica inmediata, o sea, es naluraleza culturalmen-
te determinada. No obstante, cuando han de enfocarse los proble-
mas que atañen a la.diferenóa entre los sexos se cae en inadvertidos
prejuicios naluralistas, en Cundamentaciones anal6micas, aun cuan-
do se las remita a determinanles de última instancia. Esto obedece,

• AnolmNJ ofcrilicint&. Prina:ton Unlv. Pn:... 19'!, p. 105.


44 NlU.Y SCHNAfIlI

sin duda, a razones ideológicas candentes que hasta áerto punto


encuentran apoyo en los resabios positi.,¡stas de la gran revoluáón
freudiana.
Ésos son los prejuiáos que, en l. polémica sobre la feminidad,
se acantonan más en lo _ que en lo hisl6ri&o; más en lo 1Idtuml
que en lo ~ acentuando lo Inmutable frente a las posIbilida-
des de cambio en profundidad, o sea, un cambio que afecte tanto
al estatuto de la feminidad como al de la masculinidad en las
soáedades del futuro. Los .prioris culturales se relegan asl a la
cadena de las C01U«1IefIdtu de la anatomla y de la naturaleza, en vez
de ser firmemente implantados en el orden de las condidona
irreductibles de las realidades humanas, incluida la misma anato-
mla.
La mayor luádez ideológica, sobre todo por parte de los varones,
puede obnubiJarse en este punto. Por eso me parece útil eluádar
desde esa penpectiva el problema de la feminidad. AsI encarada la
cuestión, será preáso determinar, antes de Uegar a su nudo espe-
cifico, el contexto dentro del cual ha de cobrar sentido el plantea-
miento. O sea, habrá que desarrollar la idea de cultura y conectarla
con la de condiáón apriori. La palabra aJniqri no designa aqul
ningún innatismo mental o biol6gico sino, por el contrario, una
estructuraáón histórica de la sensibilidad, de plazo más o menos
largo, que determina de antemano importantes aspectos del com-
portamiento y de la autoconcepáón de los sujetos instalados en
ella. Dicho de otro modo: designa una forma de determinismo
hisl6ri&o que no debe confundirse con una determinación ontoJó.
gica inamovible o con un hado metatisico.Justamente, de lo que se
trata, es de no falsear el sentido de la indigencia metatisica de
nuestra especie convirtiéndola en impotencia histórica: este true-
que, por no decir truco, ha servido durante milenios para adueñar-
se de las posibilidades del orden humano en tanto abiertas.
Pocas son las determinaáones que configuran un destino para
la especie, en el sentido de fatalidad, o sea, de insolubilidad cerrada
en si misma. Todas ellas podrian reduárse a los dos limites que
marcan el enigma de su condiáón: naámiento y muerte. 5610 en
funáón de tales limites -paradójicamente denegados con fremen-
áa por los constructores de las evidenó.. naturales- podria hablar·
se de "naturaleza humana". Incluso la ineluctabilidad delsufrimien-
to y del amor, como las figuras de la feliádad, se presentan bajo los
visos de las innuencias culturales e históricas y dependen de la
CONDICIÓN CUL1tJl\AL DE U. DIFERENCIA 45

manen. en que se transmiten y se revocan a lo largo de las


generaciones. Cuando la cultura termina por imponerla, toda
naturaleza segunda se vuelve naturaleza primen., decla Nietzsche.
Sin embargo, se caería en un idealismo de poca monta al no
reconocer la fuerza estructurante de las grandes convenciones
culturales, casi siempre impuestas por los amos pero lo suficiente-
mente poderosas y convincentes como para ser asumidas también
por los siervos. La imagen que la mujer ha gestado de sr misma, a
través de los milenios y de las diferentes culturas, no es ajena a esta
dialéctica. Pero si tal reconocimiento supo no atribuir a aquellas
estructuras un valor intemporal e indemne a la erosión del tiempo
y a la crítica de la conciencia, nos deslizamos hacia un estatismo,
por más disimuladas que sean algunas de sus variantes, tan inco-
rrecto desde el punto de vista teórico como pnlctico. Porque la idea
de destino, asociada a la de determinación natural e irrevocable,
resulta demasiado costosa para quienes la padecen desde sus
modalidades desfavorecidas, sean cuales fueren . De all{ que l.
decisión de renunciar a las "condiciones naturales"o a sus versiones
embozadas, ha dependido y depende ni, en todos los casos, más que
de una consideración intelectual, de una demanda vital crecida en
un contexto histórico de cuestionamiento de las pautas culturales
vigentes. En este sentido, la reflexión sólo aporta las categodas que
reclaman las situaciones en conflicto. No obstante, y más allá de su
.cierto o deficiencia, la aparición de tales categorías vale como un
acta de baullsmo simbólico que afirma, confirma e Impulsa el curso
de las pndes remociones de la sensibilidad y de la razón en tanto
determinadas por la impronta cultural.
Asr pues, para contrarrestar este rantasma tenaz, especialmen-
te recalcitrante respecto al llamado "eterno remenino·, propon·
go inverllr el planteamiento del problema y enfocar la anatomía,
en las p'ginas que siguen, como una casi consecuencia de la
condición cultural. Este ·casi" intenta guardar el debido respeto
al núcleo irreductible de nuestra materia biológica, pero no lleva
ese respeto hasta el punto de subordinarle los aprioris culturales
en tanto matriz simbólica en la que se gesta la mujer como idea,
como integrante de una situación fáctica en cada marco social.
y como autoconciencia; para expresarlo con términos hegelianos
relativamente homólogos. la mujer como en si como para Ir.
46 NE1LY SCHNAITII

EL CONCEPTO DE CUL1URA

El uso de la palabra cultura adol~e, en general, de una imprecisión


avalada por la misma amplitud del concepto, origen de una polis.,.
mia que ha imposibilitado cualquier intento de definición unIvoca.
Poco serviría, para 105 fines de este escrilo, forjar una definición ad
hoc. Resulta imprescindible. en cambio, articular algunos de los
nudos problemáticos acotados por las acepciones mayores del
vocablo y examinar en qué términos se plantea, a ese respecto, la
cuestión de la diferencia entre masculino y femenino o , mejor
dicho, la valoración y situación de la mujer dentro de un marco
social organizado desde siempre en torno a los valores culturales
de la masculinidad. Hasta el punto de que para plantear el "enigma"
de la feminidad, a la luz de la cultura, debo consultar necesariamen-
te el pensamiento de los hombres al respecto, única reflexión
explícita de la que ha dispuesto nuestra tradición hasta hace poco.
De modo que no voy a apoyarme en el discurso reivindicatorio de
la mujer, relativamente reciente como fen6meno cultural, sino en
la palabra mi.ma de los varones. Es el di$Cur.o masculino el que
pone de manifiesto el tipo de reconocimie nto que se hubo de
otorgar al sexo débil y el lugar que ha merecido en el contexto de
la. sociedad y de la historia. Pero leeré con astucia, 'vieja arma
dialéctica: enfrentaré lo que la voz genérica del varón pretendía
decir con aquello que efectivamente dijo. Espero que de tal con-
frontaci6n surja la autoimpugnaci6n de su propio discurso.

NATURALEZA Y CULTURA

En la medida en que el ser humano es naturaleza, y no puede no


serlo, se le presenta, ante todo, el gran problema de explicar su
propio pasaje de la naturaleza a la cultura, no cumplido por las otras
especies animales. La cuesti6n no radica, por cierto, en la búsqueda
del eslabón perdido sino en e.tablecer el criterio a partir del cual
há de trazarse el eje que articula ese paoaje. En segundo lugar, de
mayor relevancia para nuestro propósito, se trata de dar cuenta de
los términos en que la cultura misma, en cada época o en cada
tradición, establece la relación del hombre con la naturaleza en un
doble "'ntido: la naturaleza en tanto dimenoi6n inherente al hom·
CONDICIÓN ruLTlJJlAL DE LA DIFF.RENClA 47

bre mismo y en tanto dimensión exterior a él. No ignoro la ironía


con que los científicos de corte positivista juzgan estos problemas,
sin embargo, desde el punto de vista que nos ocupa, la respuesta
que se dé a tales interrogantes es definitoria del concepto de cultura
en"'l"" y de la eficacia que se le asigne en el contexto de los dilemas
humanos. La naturaleza no es una dimensión que la cultura ha
dejado atrás sino una instancia interior a la cultura misma y, bajo
ese aspecto, la experimentamos y la pensamos como uno de los
objetos culturales. De allí que ni siquiera podamos atenernos, para
abordar e l . _ femenino, a la reiteración del tópico que, a lo largo
del tiempo, ha vinculado a la mujer con la naturaleza y con la tierra
porque sería preciso determinar antes qué contenidos culturales
subtienden esa instancia aparentemente ahistórica.
Se podrá invocar la autoridad de pensadores tan dispares en su
posición como Hegel, Freud o Lévi-Strauss y hacerlos convergír en
una respuesta acorde: sea por la dialéctica del deseo, por el paso
del principio del placer al de realidad en torno al desarrollo del
Edipo o por la prohibición universal del incesto, en todos los casos
el acceso del ser humano a su humanidad se cumple por el
encuadre, siempre conflictivo, de su dimensión natural en el mí'.reo
de otras leyes que pertenecen a la dimensión simbólica instaurada
por la cultura.
Pero, por el solo hecho de plantearse como problemática de
pasaje, tendemos a impostar tal acceso en un esquema que induce
a confusión, resabio de una herencia ideológica que todavía nos
marca con su sello poderoso desde el siglo XVII. Tendemos a
suponer la existencia de un "estado de naturaleza" previo al "est."\do
de sociedad". Todavía nos cuesta comprender que el pasaje no es
un hecho relegado a algún comienzo mítico sino un dilema siempre
actual, constitutivo de la dimensión humana en cuanto tal; que la
cultura, orden de lo simbólico, no es un avatar del hombre natural
sino que, por el contrario, la naturaleza, en el ser humano, es un
modo de ser, en cada caso, de su propia cultura o de su estadio
cultural.

lA CULllJRA COMO EXPERIENCIA VIVIDA

Entre las múltiples acepciones de la palabra cultura me interesa


48 NEU.Y SCHNAmI

retener aquí tres que, sin ser contradictorias entre sí, acotan sin
embargo 'reas problemáticas diferentes que es preciso articular en
su mutua complementariedad para ofrecer una versi6n totalizante
del concepto: la cultura como experiencia vivida; la cultura como
dimensión consciente de la vida social a saber, como conciencia
"ilustrada"; y. por último, la cultura como dimensi6n no consciente
de la vida social, o sea, como sistema de convenciones y de supues-
toslmplícitol que aseguran la significancia de los comportamientos
intersubjetivos.
Un breve examen de estos tres planos nos permiti" después
formular la pregunta que importa para el caso: ¿qué lugar ocupa la
mujer, como idea y realidad, en el marco definido por cada uno de
ellos?
Nietzsche es un buen expositor del primer punto de vista. Para
él, el núcleo definitorio de lo que ha de llamarse cultura se mani-
fiesta en el estilo que estructura la experiencia vital de un pueblo y
no en el conocimiento que la cultun. tiene de sí misma. F.3te último
es el mal que erosiona a la cultura de la Europa mode rna, devorada
por su propio metadiscurso. Frente a la Grecia arcaica, aparente--
mente tan "primitiva", la de hoy "no es una verdadera cultura, sino
solamente una especie de conocimiento de la cultura; se contenta
con la idea de la cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar
a la convicci6n de la cultura" (Consideracionn inactWlles. De la
ulilidad • imonwnient... de los ...tudiM hút6ri<os paro la vida; §4).
Esta versi6n es la que, en mayor grado, acerca lo cultural a 10
vital, valorando la cultura no en tanto reprime la naturaleza sino
en la medida en que la cuUioo, o sea, le da forma y expresi6n
espontáneamente canalizada hacia la comunicación en sociedad.
Lo cultural resulta así transmutaci6n social de una realidad biol6-
gica -violenta o mesurada, constructiva o transgresiva- cuya ma-
nirestaci6n no se aprende sino que se vive, es instinto socialmente
expandido y no dique reflexivo.
AsI entendida la cultura, como campo de expresi6n variable a
los valores vitales, como mediadora de nuestm naturaleza, <qué
lugar le cabe en ella a la mujer desde esta perspectiva y qué
posibilidad de acceso a una verdadera afirmaci6n de su feminidad
en tanto valor vital integral?
Puesto que Grecia es el modelo cultural invocado para reivindi-
car este matiz de la cultura que la asocia con una cualificaci6n de
la experiencia cotidiana, oigamos la voz de un griego célebre,
CONDICIÓN CULlURAL DE lA DJF'EIlfNCIA 49

Demóstenes, sobre el lugar de la mujer en la sociedad antigua. De ello


p~ deducirse el registro dentro del rua\ la mujer griega pudo
artirular su experiencia como ente de rultura y como género biológi-
co: "Tenemos a las cortesanas para el placer, alas concubinas para las
urgencias cotidianas y a las esposas para tener una prole legitima y
una custodia fiel del hogar." Tamaña contundencia ideológica sólo
puede resultar del dictado de los hechos pero, a su vez, da forma a las
ideas que estructuran la realidad durante muchos siglos. HenryJames
pone en boca del personaje "machista" de lAs oo..tonu.nas (siglo XIX
avanzado): "ILo más agradable que tienen las mujeres es resultar
agradables a los hombresl &a es una verdad tan vieja como la raza

puede decirse que aquella sentencia resume los tres '*"


humana. .. • (Seix Barral, p. 385). Sean cuaIea fueren las variables,
fundamenta-
les que trazaron el lugar rullural de la mujer en nuestra tradición:
servir para el placer del varon, para la custodia del hogar y para la
producción de los hijos según el linaje patrilinear. Tales funciones
determinaron el abanico de posibilidades que le rupo respecto a esta
perspectiva que hace de la rultura una forma de la experiencia, una
forma potencial de la vida.
Desde este enfoque que postula la menor disociación posible
entre naturaleza, vida y cultura, suena a paradoja que, por una
parte, nuestra tradición haya atribuido a la mujer un papel socio-
cultural explícitamente adscrito a las funciones naturales de la vida,
pero, por otra, siempre hubiera de tratarse, en su caso, de natura-
leza menoscabada. Lo femenino -Eva es cmblema- encarna un
sentido de lo natural asociado a cierta animalidad no dominable
culturalmentc, poco apta para la sublimación, en lenguaje contem-
por.ineo. Degas decía de algunos de sus desnudos femeninos: "Es
la bestia humana que se ocupa de sí misma. Hasta ahora el desnudo
se había representado s¡empr!! en poses que suponen un público"
y cuando quiere matizarlo afirma: "Quizás he considerado dema-
siado a la mujer como un animal' (cf. Gilbert Lascault, Figuries
déf."...""; CoIIO/IS, París, 1977, p. 136).
De modo que, incluso ruando se valora la cultura desde el punto
de vista de su capacidad para liberar los aspectos naturales del ser
humano, siempre se le contrapone una subvaloración. interna a la
cultura misma, del tipo de naturaleza que caracteriza lo específico
de la feminidad .
Como veremos, este aspecto del eterno femenino, arraigado en
el más antiguo mito teológico cultural, resulta con mayor evidencia
50 NElLY SCHNAITH

aun en aquellas versiones del concepto de cultura que la definen


como el campo en que se explicitan los grandes símbolos a través
de los cuales una sociedad cobra conciencia de sí misma, en los que
cree reconocer su identidad.

LA CULTIIRA COMO DIMENSIÓN CONSCIENTE DE LA VIDA SOCIAL

Esta acepci6n de la palabra cultura designa el acervo intelectual y


espiritual de una naci6n o una época en cuya esfera se gesta y
proyecta la imagen decantada de la misma. Allí se plasman las
"corutruccion~ ideales" en las cuales el individuo histórico se
reconoce, como perteneciendo a un todo social. Las producciones
de la cultura, as( acotada su dimensión específica, exponen la
conciencia ilustrada de una sociedad, ofreciendo el "espejo crítico".
al decir de Sartre, en el cual esa sociedad puede mirarse y re-nexitr
narle: la religión, el arle, la filosofía, la ciencia, constituyen ese
discurso privilegiado.
Es en este orden en el que se perfila lo que podríamos llamar la
figura U6rito de la feminidad, distinta sólo en apariencia de su
figura mítico-tcol6gica. Como se habrá de ver, el gran pensamiento
occidental, asunto masculino, ha permanecido fiel a sus dos oríge-
nes connuentes en lo que atañe a la idea de la mujer: el judeocris-
tiano y el griego. En consecuencia, no ha hecho más que forjar los
argumentos "racionales" quejustificaban y reforzaban el viejo mito,
bajo los visoS de un reconocimiento de la aportaci6n femenina en
la tarea civilizatoria de la humanidad. Así, la exaltaci6n de la
feminidad se fundará en la idea de que sirve de complemento a la
plena realizaci6n del destino masculino. La mltier representa a la
madre tierra, encarna, biológica y socialmente, el principio pasivo
que se requiere como mediador de los fines activos de la humani-
dad asignados al var6n, Tales fines consisten en la construcci6n de
la rcalidad social y de los símbolos sociales que manifiestan el grado
de progreso alcanzado por la especie. Eso se mide pOr la autono-
mía, lograda a través del "espíritu" y ia "inteligencia", respecto a las
at.'lduras natura1es, aun cuando se las admita como irreductibles o
se las exalte como sagradas.
El más egregio intérprete de la cultura corno esfera espiritual y
<.Ie1lugar que el'- su desarrollo cabe a la figura de la feminidad, es
CONDICIÓN CUL'J\JRAL DE LA DIFfllENCIA 51

Hegel. Abordo su pensamiento como paradigma de una postura


paradigm'tica, a su vez,·tn nuestra tradición cultural.
Un pasaje c~lebre de la Fmomntologfa dtl EsJñritu (cap. VI, "El
espriitu", parte Al . e'~ dedicado al lugar que ocupa la figura
femenina en el desarroJlo hist6rico del &'píritUj en el devenir para
sr de la conciencia humana. Hegel ofrece a11r un comentario apre-
tado de la A!l'lgona de Sófocles. FJ comentario de su comentario
necesitarla una obr1\ ~parte. Por eso retengo los puntos que intere-
san a mi terna y relego, por ejemplo, la importante razón por la cual
elige, como clave de 1~ figura femenina, la de Antígona o sea la de
la hermana y.no ia de la esposa. Lo fundamental e. que Andgona
y Creonte -toda~ los griegos, siempre los griegos- encarnan las
dos figuras .imbólicas de la naturaleza femenina y masculina, la ley
de la familia en·conflicto con la ley de la poli., del Estado.
La d.ifere~cia natural entre los sexos, dice Hegel, adquiere un
sentido espiritu3J en tanto se encuadra en el proceso de manifesta-
ci6n de la autoconciencia social e individual a lo largo de su
desarrollo hist6riq). En esta distribuci6n razonada de papeles
a
culturales la mujer le toca ser guardiana de la singularidad de la
familia frente a los fines universales del Estado. Por eso representa
la ley divina, la ley de los Penates, panteón de las divinidades
familiares, frente a la ley humana. La figura de la feminidad simbo-
liza el suelo subterráneo e inconsciente a partir del cual emerge la
faz terrena del espíritu, su realizaci6n objetiva cumplida por las
accione. del varón, dado que é.te representa la individualidad en
la que reside lo "miversal del espíritu consciente de sí. Lo femenino
y lo masculino oponen, pues, respectivamente. la singularidad
natural, toda~a no racional, de las divinidades familiares, frente a
la universalid4il de la razón y del e.plritu: "Gracias a la mujer
entendida como un t~rmino medio, este esprritu emerge de su
. inefectividad ~ la efectividad, de lo que ni sabe ni e. sabido, al reino
consciente.-
y no se trata, en lo anterior, del arranque de un proceso ~n cuyo
desarrollo esas dos figuras simbólicas se dialectizarían para adquirir
otro. sentido•. En .u FílJJJofta dtl dtrecJw, obra de madurez donde
aborda la sistematizaci6n filosófica de la conciencia jurrdica d~ su
época tal como se ha objetivado en las instituciones sociales, H~gel
trata la figura de la feminidad en los mismos términos, encuadrán-
dola dentro del marco de la familia como estructura sociocultural
institucionalizada.
52 N[U.Y SCHNAITH

Los caracteres naturales de los dos sexos, muculino y feme-


nino, reciben allí el siguiente significado intelectual y moral: -El
primero es el poder y la actividad, dirigidos hacia el exterior, el
S"
segundo es lo pasivo y lo subjetivo. El hombre tiene pues vida
sustancial real en el Estado, en la ciencia, etc." La piedad fami-
liar, en cambio, es la ley de la mujer, la ley de Antígona, que se
cumple "en la interioridad que no alcanza todavía su plena
realización, la ley de los dioses antiguos, de los dioses subterrá-
neos, imagen de una ley lan eterna que nadie sabe cuándo
apareció y representada en oposición con la ley manifiesta, la ley
del Estado" (op. cil., § 166). .
La ley humana, o sea, el discurso masculino, ha encontrado así,
despuéa de siglos, las razones -<racionalizadones?-que fundamen-
tan la descarada arbitrariedad de la antigua frase de Demóstenes.
Pero seguimos en lo mismo: sea el f>aJIwJ de los argumentos más o
menos aser16rico, más o menos poético, más o menos metafísico,
designa una realidad que no ha cambiado respecto a la mujer. El
eterno femenino, enigma abismal creado, exaltado, denigrado 0,
como veremos, temido por la ley civilizatoria del varón, nos ha
desalojado a las m\~eres de la historia, destinándonos a nutrir un
subsuelo inafectado por 105 avalares de la especie, indiferente a los
avances de la. conciencia, cosa de hombres. La cultura como con-
ciencia no hace más que reforzar a la cultura como experiencia
inmediata. Kierkegaard, un automarginado de cualquier ley huma-
na, acata la que distribuye 105 papeles socioculturales entre los
sexos: "para despertar en el hombre la idealidad es preciso que la
.
mUjer muera " .
Que csto sea preciso .es lo que ahora está en discusión. Lo que
no admite dudas es que así fue, de hecho y de derecho. La m\~er
hubo de morir culturalmente en tanto sujeto autónomo para
prestarse, como mediadora pasiva al cumplimiento de 105 fincs
superiores de la humanidad, a cargo de los varones. El estigma
míticc:H.eológico de Eva -instrumcnto pasivo de la tentación "civi-
lizatoria"- ha pesado sobre la ligura simbólica, la figura teórica y
la figura cotidiana de la feminidad . En todo varón y, lo que es peor,
en muchas mujeres, se agita secretamente esa imagen de Eva,
fémina (que quiere decir de ,,&efWSft, carne paciente de un conflicto
que se resuelv~ en la dimensión de la virilidad, un dominio que no
le corresponde).
('ero la cultura no es sólo el estilo de la experiencia o el acervo
CONOtaóN an.n.JI.AL DE LA OIFDlENCIA 53

de categorizaciones explicitas vigentes en una sociedad o tradición.


Como el iaberg, oculta su amplia base, un inmenso arcano de
convenciones que rigen calladamente la comunicaci6n entre sus
miembros.

lA CULlURA COMO DIMENSIÓN NO CONSCIENTE DE lA VIDA SOCIAL

En este aspecto, la cultura pone en acción una densa trama de


supuestos compartidos que mediatizan y validan a la vez la signifi.
cación de los comportamientos sociales. Cuanto máJ nimio el acto
más oscuro y arcaico es el sentido de la convención que garantiza
su "'naturalidad- , disimulando cualquier origen arbitrario.
El pasaje de la barbarie al derecho, dice Valéry (Van.u, preCacio
a Les kUm penana de Montesquieu) es el signo de la evolución
social de la humanidad y debe entenderse como pasaje del imperio
de los h«Jw al de las flCCÚmes. Para Cundar euaJquier tipo de orden
social es preciso que intervengan fuerzas ficticias, la acción de
presencia de cosas auscnle3. "Se desarrolla un sistema fiduciario o
convencional que introduce entre los hombres ligazones u obstá-
culos imaginarios cuyos efectos son bien reales ... Poco a poco lo
. SIJf'IJdo. lo justo, lo lego!, lo deunlt lo af4babk y su contrario se
dibujan en los esprritus y se cristalizan. El Tnnplc, el Tribunal, el
Ttclro Jurgen como los signos encarnados, en imiligenes, de esas
ficciones.-
Los hedws arraigan su sentido, aparentemente inexorable, en el
poder de las imágenes y de 1.. palabras y 0610 a través de esos valores
abstractos accedemos a ellos. El erecto de extrañamiento que
produce rualquier toma de distancia, causal o voluntaria, respecto
a tales convenciones, sean nuestras o ajenas, las convierte en -algo
cómico, siniestro, insoportable. casi increible. w Jcyes.la religi6n,
la costumbre, los ropajes, la peluca, la espada, las creenáas, todo
parece curiosidad, mascarada, cosa de feria o de musco ...- (ibid.,
lÑUvm, vol. 1; ~ Pléiade, p. 515).
¿y qué sucede con los valores "mujer- y "var6n- a través de los
cuales los seres humanos anatómicamente diferenciados aislen,
. lit~ralmente hablando, su condici6n cultural, o sea. la realidad de
sus ficciones?
El mismo Valéry, cuya lucidez y elocuencia han venido en mi
54 NF.U..V SCHNAITH

ayuda para plantear este interrogante, cae, en pasajes sobre la


mujer, en el uso menos crítico de"nues.tros t6picos culturales,
traicionando su clarividencia anterior. Y comenta, para perdonar
las veleidades de Venus en sus amores con Adonis: "si no se dieran
esos caprichos no habría dioses y, quizás, tampoco poemas, pero,
con seguridad no habría mujeres". (ibid. , p. 487). La gracia del poeta
no basta para disimular la presunció" genérica de su condición
masculina. Hasta a1l1l1ega el reinado convencional de lo imaginario:
la donna i mobile con seguridad, o sea, por naluralna.
La dimensión latente de la cultura nos tiende sus trampas. He
escogido a Valéry como ejemplo preclaro de la lucidez alcanzada
por nuestra época y asimismo de s... resabios de obnubilación,
particularmente concentrados todavía en torno al problema de lo
masculino y femenino.
Pero, si la trama imaginaria de lo cultural puede obnubilarnos,
también es por alll por donde la cultura suele abrir sus redes y deja
allorar producciones simbólicas que delatan la secreta sospecha de
su propia arbitrariedad, sea por obra de los mitos, de las ficciones
literarias, del folklore, dóciles pretextos, todos, para la ironía y la
denegación. Volvamos a recurrir a Grecia para ilustrarlo.
He dicho que en la cultura contemporánea subsiste una contra·
dicción de fondo que se expresa en el hecho de que ha llegado a
admitir la vigencia social de lo imaginario, ensuma, su realidad,' ha
relativizado, por ende, la inquebrantable facticidad de lo natural;
en muchos órdenes acepta como legítima la diversidad y la alteri·
dad ... pero aún cree en la "naturaleza femenina y masculina". Los
griegos procedían a la inversa: afirmaban la "naturalidad" de sus
convenciones sociales, rechazando lo ·otro" como bárb~roJ como
extraño a lo propiamente humano, a saber, lo griego. Y algo de
bárbaro había también en la mujer en tanto potencialmente rebelde
a la ley viril de la cultura. Pues bien, esos griegos que no admitían
la a1terida<l como válida porque hubiera significado admitir la
relatividad de sus propias convicciones, supieron imaginarla, lite-
ralmente invmlarla y darle cuerpo ficticio e"n sUs mitos. Los griegos
apelaban al recurso irónico del cuento, de la leyenda, del mito, para
expresar lo que no debía o no podía ser dicho. Lo que no se atrevían
a aceptar como realidad posible, lo pmtfan en una esfera puramente
imaginada. Respecto al problema que nos ocupa, inventaron la
sociedad de las amazonas, donde se invertían los papeles masculino
y femenino: guerreras temibles, \as amazonas emprendían expedi.
CONDICIÓN CUL1URAL DE LA DIFERENCIA 55

ciones. montaban a caballo. iban de caza. se comportaban como


hombres. vivlan lejos de éstos y los somedan sirviéndose de ellos
como dóciles esclavos. En un esclarecido artlculo.jeannie Carlier
(Don ... di gunrtJ' d·"......... Prometeo núm. 11. mayojunio de 1983.
A. Mondadori Ed.) señala que. entre todas las versiones de la
leyenda. la más escandalosa. para quienes oran y relataban. era
aquella que invierte exactamente la sociedad griega y en que las
amazonas se comportan como varones griegos, con derechos áviles
y democracia y no como varones bárbaros incivilizados. Lo imagi.
nario resulta más escandaloso cuando más posible parece su reali-
zaci6n. Su imagen aquietante de alteridad exterior. en el espacio o
en el tiempO, se vuelve entonces una amenaza de alteraci6n ir:aterna
que el orden vigente conlleva desde la opci6n cultural originaria
que lo instaura. ·Podríamos preguntarnos -propone J. Carlier-
sobre las razones profundas que llevaron a los griegos a inventarse,
en un tiempo antiguo y en un espacio lejano. 'contra-polis' en las
cuales las mujeres detentan, totalmente o en parte. el poder y
ejercitan e! control absoluto de! proceso de filiaci6n". o sea. todos
los derechos y privilegios expresamente prohibidos a la mujer
griega. cuyo lugar se definía, ya lo hemos visto, por las coordenadas
del placer masculino. e! hogar y la reproducci6n. La autora ofrece
una respuesta: dar figura a algo otro es un modo de reconocer la
propia alteridad; y sugiere otra: e! poder masculino nunca está
seguro de sí mismo y exorciza el temor de ser impugnado contando
esas historias, que valen como advertencias, tanto para los mismos
varones como para sus dóciles compañeras, ante cualquier intento
de rebelión contra el orden constituido. -Relatar la inversi6n de
ese orden es asegurar con mayor garantía su perennidad."
No sena dificil mostrar que las mismas motivaciones impulsan
en el presente a una actitud simétrica y opuesta: el poder masculino,
cultural mente en retirada, se refugia en una ceguera respecto al
"eterno enigma de lo femenino" que contradice e! lúcido estado de
perplejidad asumido, en sus posturas avanzadas, por obra de la
progresiva incorporaci6n ideológica de la diferencia, la alteridad.
el cambio. El psicoanálisis nos ha enseñado. mejor que ningún otro
saber. que el plinto ciego de toda visl6n agudizada señala aquello
cuya evidencia se teme o no se quiere ver. Edipo lo ha mostrado de
una vez para siempre.
Antes de pasar al examen de las diferencias psíquicas en su
versi6n psicoanalítica, cabe cerrar esta larga introducci6n con
56 NELLV SCHNA1TH

algunas precisiones respecto a los otros dos conceptos centrales de


mi ((lulo, reconsiderados ahora a la luz de lo ya expuesto: el
concepto de condición apriori en relación con el de cultura.
En primer lugar quiero matizar el sentido de los térmi nos
arbitmrio y convondonal, reiteradamente aplicado. a las pautas
culturales, deslindándolo del de una contingencia infundada. So-
bre la fuerza cstrucluranle de las grandes convenciones de cada
cultura puede decirse lo mismo que tmile Benveniste afirmaba
de la arbitrariedad del signo lingüístico sostenida por Saussure:
de la universal desemejanza de los signos se suele concluir la
universal contingencia (Naturalna tUI .igno lingüútico; Problemas
tU lingüútica genera~ México, Siglo XXI, 1974). Pero esto s610
vale para una mirada impasible, por ejemplo la de la CIENCIA,
que, tUstU afuera, verificase el vínculo establecido entre las dife-
rentes pautas culturales y lo. comportamientos humanos efecti-
vos . Dentro del marco establecido por el sistema cstructurante de
cada cultura, la relación es uce.saria; la pauta y el comportamien-
to que la misma regula van juntos en el espíritu del sujeto y
constituyen las dos caras de una misma realidad. Para el sujeto
cultural hay entre su cultura y su realidad una adecuaci6n tal que
condiciona incluso la posibilidad de su propia crítica: "allí todo
es tan necesario que las modificaciones del conjunto y del detalle
se condicionan recíprocamente. La relatividad de los valores es
la mejor prueba de que dependen estrechamente uno del otro
en la sincronía de un sistema siempre amenazado, siempre
restaurado· (ibi4., p. 54). Esto que Benvenisteafirma de la lengua,
explica, referido al sistema cultural, su carácter inmutable y muta-
ble. Inmutable porque, siendo arbitrario desde un punto de vista
omnímodo y absoluto, tampoco hay razón absoluta para ponerlo
en cuestión; mutable porque, siendo arbitrario siempre es posible
que intervengan factores históricos, interiores o exteriores al siste-
ma mismo, que lo sometan a una revisión diacrónica. Más adelante
se verá que tal arbitrariedad estructural, en el tema que nos ocupa,
responde a una lógica del dominio y del sometimiento perfecta-
mente autojustificada en sus fines.
Ahora se entiende mejor mi presentación inicial de la cultura
como condición apriori de los valores vigentes entre sus miembros,
condici6n estructurante de su sensibilidad y de .us matrices idea-
cionale. pero no predeterminaci6n ontológica o metafisica de las
mismas.
CONDICIÓN CUL1l.JR.AL DE lA DIFERENCIA 57

CULTIJRA E INCONSCIENTE

Si hasta ahora he eludido el uso laxo del término -inconsciente" es


para r.,..,rvar a su aparición, en estas páginas, el sentido y la
problemática rigurosamente definidos por el descubrimiento del
psicoan'-lisis y su posterior entronización te6rica como clave ínter·
pretativa fundamental de la cultura.
Pero, preciso es admitirlo, el inconsciente pulsional de Freud
plantea una grave objeción a las propuestas esbozadas hasta aqui.
En efecto, el inconsciente freudiano es inmune a1 cambio o a la
historia. Su ley es la recurrencia o la pt!rdurabilidad de su constitu·
ción originaria, filo y ontogen~tica. La fuerza compulsiva del deseo,
adherido a sus primeros modelos de satisfacciÓn, vuelve indestruc-
tibles nuestras fantasías arcaicas que se repiten disfrazadas, despla-
zadas, deformadas. Los deseos modelados en las primeras expt!rien-
das son, al decir de Freud, -caminos abiertos de una vez para
siempre", y engendran fantasmas irreductibles e inmortales que se
reaniman ante las frustraciones que nos impone la realidad. Como
todo ser viviente el ser humano tiene comienzo y fin. Pero la
e5pt!cificidad de su propio comienm, sometido a la premaduración
de su deseo y a su larga dept!ndencia del mundo adulto hace que
dicho comienzo, tanto para la humanidad como para el individuo,
se imprima como huella prehistórica indeleble, de solapada activi-
dad en la consecución de cualquier designio histórico o pt!rsonal.
1..0 -nuevo· es un producto extraño a1 inconsciente. La compulsión
a la rept!tición se infiltra en todas las manifestaciones de la cultura
y, bajo.,.., aspecto, desprevenidos sobre la incalculable capacidad
metaforizante de su lenguaje, poddamos interpretar como crt<Jd6n
de un nuevo sentido lo que no es más que el último disfraz de la
...p./iI:i6n.
El mismo engaño podda afectar a b. figura cultural de lo feme-
nino y lo masculino que, hasta aquí. he presentado como presigni·
ficando el sentido "natural" de las determinaciones biológicas;
como vastos modelos estructurantes de la sensibilidad y la razón
dentro de los cuales se encuadran las diferencias anatómicas; como
pautas de muy largo plam que orientan las modulaciones históricas
de cada tradición.
La evidencia absolutamente irrefutable del magno territorio
descubierto por Freud revela tambi~n el tipo de influencia que el
mismo ejerce en el desarrollo de la cultura; impone a b. posible
58 NELLY SCHNAITII

movilidad de las formas la atracción irresistible de las más arcaicas


fanwfas de satisfacción.
Los resortes arcaicos del deseo introducen así un dinamismo
"irracional" en el supuesto progreso de la "razón" histórico-cultural
(valga en amoo. casos la cautela del entrecomillado): las pulsiones
exigen c:I orden de la ley pero al mismo tiempo siempre amenazan
con desordenarlo.
Los próximos parágrafos presentarán los planteamientos psicoa-
nalfticos sobre lo femenino y masculino dentro del marco establ.,..
cido por esta problemática general. Con relación a ello, intentaré
señalar la posibilidad teórica de:
1) Admitir una dialéctica -de resultado siempre precario pero
orientado- entre lo inamovible y lo transformable en la
realidad humana; entre la pugna del inconsciente, repetitivo
de arcaísmo, y la tarea de la conciencia, individual e histórica,
cuyo t~IoJ azaroso aspira a hacer advenir yo donde era ello.
2] Mostrar que en la dirección de avanzada de esa dialéctica no
s6lo intervienen hu pretensiones progresistas de la concien-
cia. En efecto, las funciones que, según el caso, se podrían
asignar a las tendencias transgresoras del deseo inconsciente,
son dispares; una que niega el orden real 'por incapacidad de
aceptarlo y otra que lo impugna poniéndose al servicio de su
crítica y, por ende, de su eventual transformación. La insisten·
te monotonía de lo mismo puede refular, en ocasiones, la
mera apariencia de lo nuevo, o las ralsas razones conscientes
que sustentan 10 que siempre ha sido y, por consiguiente, lo
que tkb. 'n".

u. ANATOMIA V sus CONSECUENCIAS PSfQUICOCUL11JRALES


Dos modelos podrían deslindarse en Freud relativos a la C005titU·
ción de la feminidad, uno que sigue la linea ontogenética del
desarrollo femenino; otro que da cuenta de la función cultural que
la figura de la feminidad ha cumplido en la evolución filogenética
de la humanidad.
Las obras especialmente dedicadas al primero, construido en
realidad en estrecha dependencia de la teoría sexual general, son
las siguiente.: Alpnas corutcttenCÜ1s psft¡uk.as tk la diftrtnda analó-
OONDlClÓN CULnntAL DE lA DIFERENCIA 59

mia> de lbs sexos (1925); La sexualidad femmiM (1931) YLa f ....inidad


(1933).
El esquema más ilustrativo del modelo filogenético se pn:senta
en E/1IUJIatar en la cullura. Ambos se superponen en parte y en
parte se recortan y se complementan redondeando la coherencia
de la postura Creudiana.
Las consecuencias psíquicas de la diCerencia anatómica se
organizan en torno al complejo de castración o, mejor, me
parece, en torno a la interprttaci6n que niños y niñas hacen del
descubrimiento de la diferencia anatómica. Hablo de interpre-
tación en el mismo sentido que lo es 1a el síntoma, en cuya
estructura transaccional se distorsiona y se reconoce a la vez el
hecho traumático. Lo que la niña vive como castigo ya cumplido,
el niño lo vivirá como amenaza doblemente angustiante puesto
que existe un ser, la mujer, en quien tal amenaza se ha consuma-
do. La comprobación de esta diferencia interpretada como
déficit, como Calta incolmable, determinará el destino psicose-
xual y cultural del sujeto en tanto individuo y en tanto miembro
de uno u otro género. En el caso del niño, esa amenaza será un
poderoso Cactor que lo impulsará a desprenderse del Edipo y a
remplazar las investiciones eróticas parentales por la interioriza-
ción de una instancia ética que será el superyo, de importancia
axial para su incorporación activa en el mundo de la cultura. La
niña, en cambio, ante la percepción de la diferencia "se siente en
grave situación de inferioridad", rompe la intensa relación preedí-
pica con la madre y orienta su deseo hacia el padre. entrando ase
en el Edipo como consecuencia del descubrimiento de una anato-
mía interpretada como defJCienda. A su madre, también castrada y
castigada ahora, supuestamente fálica antes, es a quien la niña
reprocha su propia carencia de pene o su cUtoris poco dotado
en la comparación con el niño. "Así pues, con el descubrimiento
de la Calta de pene, la mujer queda desvalorizada para la niña, lo
mismo para el niño y quizás para el hombre" (La f ....inidad; Obras
computas, vol. 11. Madrid, 1948, p. 846). O sea, la mujer queda
.
mISma.
.
desvalorizada para la sociedad entera, y sobre. todo para sí

La sexualidad fálico-clitoridiana, a ·saber, masculina, seria así la


prehistoria de la verdadera feminidad, que despierta a partir del
abandono de aquélla y sustituye el deseo de tener un pene por el
de tener un hijo. Sustitución nunca totalmente cumpUda, Edipo
60 NEU,.Y SCHNAffiI

nunca claramente roto, la evolución de la feminidad , cultural·


mente hablando, resultará siempre "castrada" o, si se quiere,
lastrada por los valores asignados a sU diferencia interpretada
como de6ciencia.
De esa deficiencia que intenta compensar la envidia del pene
con el deseo del hijo, Freud deduce los caracteres de la feminidad
adulta. Todos eUos giran en torno a un elevado narcisismo: prefiere
ser amada a amarj se interesa vanidosamente por su cuerpo cuyo
atractivo compensa la inferioridad y lo equipara al falo; elegirá
objeto según el modelo narcisista del hombre que hubiera aspirado
ser; encontrará mayor satisfacción en un hijo que en una hija puesto
que éste reparará la ambición de su masculinidad frustrada; perma-
neceni proclive a la envidia, a 105 celos, con escaso sentido de la
justicia. No tiene por qué abandonar su Edipo dado que ya no tiene
nada que perder y por supuesto ·en estas circunstancias, la forma·
ción del superyo tiene forzosamente que padecer; no puede alcan-
zar la robustez e independencia que le confieren su valor cultural".
(ibid., p. 848).
He aquí el cuadro psicosocial de la feminidad, según Freud, tal
como lo determina su acta de constitución prehistórica. A él he de
atenerme sin considerar las numerosas revisiones y críticas a que
fuera sometido no bien se lo formul6 y al margen, asimismo, de las
propias cautelas de Freud. Podrían acumularse las citas en que
sugiere dudas acerca de la impronta que las restricciones sociales
han dejado en la mujer como para poder definir a la feminidad por
una "pasividad natural". Pero, en última instancia, se atiene a su
posición, por no decir su prejuicio, y eso e. lo que aqul importa.
Desde mi punto de vista, la postura de Freud vale lo que el lap.nu
de Valéry o la Uoria de Hegel: me intere.a más la mz6n th esas l'IJlOIIa
que las justas polémicas generadas por las mismas en distintos
frentes. Porque, e.pero mostrarlo, algunos de 10. argumentos son,
en un sentido, francamente infundados, pero, en otro, resultan de
una acertada observación. tanto en Hegel como en Freud.
Por ahora, oigamos la justificaci6n freudiana que, Freud mismo
lo manifiesta repetidas veces, se inscribe más en el orden de la
especulaciÓn que en el de la demostración: "Claro que si juzgáis
fantástica esta idea y suponéis una idea fija mía la inOuencia de la
falta de pene en la conformación de la feminidad, n<Jd4 podri aducir
en mi thJenJ4· (ibid., p. 849, cursivas mi..).
Es esta honestidad intelectual -una cue.tión de operatividad y
CONDICIÓN WL1lJRAL DE LA DIFERENCIA 61

no de ética para las grandes inteligenciu---lo que permite detectar


la debilidad teórica de la especulación freudiana o, dicho con otras
palabras, sw resabios ideológicos contaminados por el modelo
positivista en boga y por los prejuicios tradicionales de su género,
respecto a la posición y naturaleza de lo femenino.
Porque, para quien otorgara carta de ciudadanía "real" a lo
imaginario, el argumento último, en la valoraci6n o interpretación
de la diferencia, es la naturaleza, la - roca viva de la biología" según
expresa en Análisis tmniftlJbk t intmniMhk. Y en La feminidad, él,
tan reacio a toda teleología hist6rica, convierte el estrato i rreducti-
ble de la biología, el arjé natural, en previsión teleológica de la
especie, en ulos natural. Y aun cuando se convenga con su falta de
convicción respecto a los fines puramente "espirituales", ello no ha
de impedir el detectar que extrapola fines naturales cuya postula-
ción contradice sus más grandes descubrimientos críticos: "Tene-
mos la impresión de que la libido ha sido objeto de una mayor
coerción cuando aparece puesta al servicio de la función femenina,
y también la de que en este caso -te/eo/ógi€amente hablando- la
nalurakuJ tiene menos cuidadosamente en cuenta sw exigencias
que en el caso de la masculinidad. Y esto -tt/eo/ógi€amente pensan-
do- puede tener su razón en que la consecución del fin biológico
ha sido confiada a la agresión del hombre y hecha independiente,
en cierto modo, del consentimiento de la mujer" (ibid., p. 849,
cursivas mías). La prudencia no quita la osadía, hasta diría la
valentía de semejante compromiso especulativo.
La razón de estas razones hay que buscarla en una ceguera afín
con la que explicaba el lapsus de Valéry. Esa razón, descubierta por
Freud mismo, arraiga en una dimensión -no racional", a saber, ni
fundada ni fundable por la lógica sino por un estado de hecho que
sustellta su hipotético derecho.
Los mismos esquemas rigen el desarrollo del modelo filogenéti-
ro expuesto en El IMksl4r '"' la rullul'IJ que anuda con las viejas
hipótesis de T6Iern, l4bú. La figura de la feminidad juega, inicial-
mente, como un poderoso impulso civilizatorio para convertirse,
después, en un factor obstaculizante del mismo. Uno de los deseo-
cadenantes de la cultura humana es Eros: "El poderío del amor que
impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta,
de esa parte separada de su seno que es su hijo." AnanA/; el otro
factor del despegue cultural impone la obligación del trabajo para
s.~tisfacer las necesidades exteriores. A partir de aquí esos factores
62 NElLY SCHNAfIH

que colaboran en el tramo inicial de constitución de la vida comu-


nitaria entran en discordia. La especulación antropo16gica de
Freud, afin a la de Hegel, termina por conferir a la mujer el papel
consenador y "anticultural" en el conflicto que opone a la familia
con la comunidad social, de llnes mú amplios. En ese conflicto,
"las muj"res representan los intereses d" la familia y de la vida
sexual; la obra cultural, en cambio, se convierte cada vez más en
tar~ masculina, imponiendo a los hombres dificultades creci"ntes
y obligándolos a sublimar sus instintos, sublimación para la que las
muj"res "stán "scasamente dotadas". (ElfMÚs/arm la cultura, Obras
compk/a.i, Madrid, v.III, §4.) La singularidad contra la univ"rsalidad
de los fines, los Penates contra la Razón, decía Hegel que, a su vez,
repetla lo que ya "sabran" los griegos al enfrentar a Antlgona y
Creonte.
En un contexto menos sistemcitico y en un precioso ensayo
titulado El lema de 1a.1eai6n deloofreciUo, Freud otorga una dimen-
sión metafisica a la figura d" la feminidad cuya grandeza no desdice,
sin embargo, el espacio históric<H:ultural que le ha sido asignado
en las obras expuestas hasta ahora.
AIII se asocian los múltiples casos en que la literatura y el folklore
han presentado el tema del hombre enfrentado al dilema de elegir
entr" tres mujeres simbólicas y donde siempre "elige a la tercera",
la mú bella, que representa, no obstante, la muda figura de la
muerte. La versión en que mejor se revela el sentido de este slmbolo
triádico es la ofrecida por El rrry Lear donde un anciano moribundo
elige entre sus hijas, las tres hermanas: ·Podríamos decir que para
el hombre existen tres ~elaciones inevitables con la mttier. aquí
representadas: la madre, la compañera y la destructora. O .Ias tres
formas que adopta la imagen de la madre en el curso de la vida: la
madre misma, la amada, elegida a su imagen, y. por último, b
madre tierra que lo acoge de nuevo en su seno. Pero el anciano
intenta en vano aferrarse al amor de la mujer, tal como primero lo
hizo con su madre; sólo la tercera de las hijas del destino, la
silenciosa Diosa de la Muerte, le acogerá entre sus brazos."
Así termi na el texto. Es di ficil sustraerse a la atracción abisal de
esa visión que funde la figura de la mujer con la vida y la muerte,
la maternidad y la tierra, el amor y el destino. Pero cabe remitir el
alcance de su verdad a una condición de lo humano en cuanto tal
y desconfiar del milena:rio desplazamiento que ha condensado en
esas magnas metáforas la expresión de un dictamen inamovible
CONDICIÓN CULTUIW. DE lA DIfERENCIA 63

sobre elftUum cultural de una de sus partes: el sexo femenino. Los


varones también han sabido entonar sus cantos de sirenas. Resp«-
lo a las peligrosas sirenas, es posible que su voz, lejos de perder a
Ulises, no haya sido más que una ingenua melopea para glorificar
su astucia y aventar su navc.

UNA "REAUDAD" QUE CONFIRMA lA "NATURALEZA"

Sin embargo, aun cuando Hegel y Freud se dejan influir por el


prejuicio masculino, sus observaciones contienen parte de verdad,
como así "'mbién la profusa mitología que avala la figura de la
mujer caprichosa, dependiente, infantil, incapaz de pensar y actuar
por su cuenta, de tomar decisiones claras y explícitas, maestra del
lenguaje indirecto y maledicente. En términos psicoanalíticos: la
mujer que nunca re.suelve satisfactoriamente su Edipo y permanece
ligada a la figura del var6n en general. Como consecuencia, el
superyo femenino adolecería de una debilidad constitutiva: "Las
feministas nos oyen con disgusto cuando les señalamos los resulta-
dos de este ractor para el carácter femenino ....dio . • (La feminidad,
ibid., p. 848, cursivas mías.)
La habitual prudencia de Freud le hace dar con el calificativo de
orden estadístico que nos abre la puerta p.lilra despejar la aparente
incohercncia entre el subtítulo de este parágrafo y mi tesis general.
A pesar de las muchas manipulaciones a que se presta la estadística,
una rcsulta casi imposible: imputarle pretensiones ontol6gicas. De
modo que el co.rácterfemenino medio es, por una parte, una realidad
a tener en cuen'" y por otra una realidad de la cual hay que dar
cuenta sin caer ni en dogmatismos masculinos ni en reivindicacio-
nes femeninas meramente voluntaristas.
En efecto, esas son pauw frecuentes a partir de las cuales ha
cobrado forma y ejercicio la tradicionalmente menospreciada "psi.
cología femenina". Contra esa imagen se debate hoy la mujer
lomando en préstamo las arma5 y valores de su "'enemigo" sin
someterlos, muchas veces, al juicio crítico que demandaría el
sentido más profundo de sus reclamos. A primera vis"', pues, las
dos opciones que se le ofrecen, considerando las condiciones
medias de ambos sexos, 50n, o bien competir con el varón adoPlan-
do acríticamente sus \'alores, o bien "parecerse" a la imagen lradi-
64 NElLY SCHNAITII

clonal de la mujer, repitiendo o, peor aún, como veremos, explotan-


00 las viejas pautas de la dependencia y por ende, confirmándolas.
El debate que se libra hoy en el campo definido por la figura
de la feminidad y sus posibilidades culturales e históricas propo-
ne así a la mujer ~esde un punto de vista estadístico- dos
salidas que siguen enfrentando 105 viejos valores estatuidos por
la tradición: mujer dependiente/varón dominante. La mujer
todavía debe escoger su destino dentro de los parámetros de una
opción circunscrita por los sistemas de representación y de
valoración masculinos: ser mujer a la vieja usanza o "volverse"
un var6n a la usanza de siempre.
Un breve examen de los contenidos tradicionales de esa alterna-
tiva, ideológicamente fraguada por el discurso y por el poder
masculinos, permitirá apreciar con mayor fundamento el sentido
de lo que de ella sobrevive como reflejo condicionado en la práctica
cotidiana de las relaciones intersexos.
/1. tal fin, escojo una cita de Kant que muestra: 1] la larga
duración de las creencias que sostienen 135 realidades culturales, $U
fuerza de inercia (aunque ya no valga, todavía se mantiene y se
practica lo que Kant decía en el siglo XVIII); 2] una inteligencia
critica y profunda puede sacar verdad de mentira, incluso adhirien-
do a los tópicos mós prejuiciosos. "Se llama debilidad a las caracte-
rísticas femeninas. Se bromea sobre ellas, los necios las ridiculizan,
pero la. personas razonables ven con claridad que se trata de
palancas para dirigir a los hombres y utilizarlos al gusto de las
mujeres. Es fácil analizar al hombre; la mujer, en cambio, no
traiciona sus secretos, aunque guarde bastante mallos de 105 otros
(a causa del parloteo). Al hombre le gusta la paz doméstica y se
somete fácilmente al gobierno de la mujer para no ser molestado
en sus asuntos; la mujer no rechaza la guerra doméstica donde usa
como arma la lengua, a tales efectos la naturaleza la ha capacitado
para la cháchara y la ha dotado de esa volubilidad apasionada que
desarma al hombre. ~I se apoya en el derecho del más fuerte para
mandar en el hogar, puesto que lo defiende contra los enemigos
exteriores, ella se apoya en el derecho del más débil, el derecho a
ser pro~egida por el sexo masculino contra los hombres y derra-
mando lágrimas de desolada amargura, desarma al hombre al
reprocharle su falta de generosidad" (AnthropolDgie du point de vue
pt"agmatiqtu, París, Vrin, 1964, p. 148).
Me atrevo a afirmar que, como descripción de una situación de
CONDICIÓN CULTURAL DE lA D!rnWICIA 65

hecho, la descripción de este solteron impenitente es de una notable


agudeza; romo justificación de un estado tU tUrtdto, manifiesta una
ceguera paradlgmidca, puesto que la ceguera de Kant bien puede
valer por la del género entero. Lo que su lucidez le hace ver, a pesar
de su ceguera, es que la mujer se ha reservado una peculiar forma
de, dominio en medio del sometimiento, un dominio que alcanza
explotando sus debilidades, a través, según Kant, de las ~mas,
de la \'Olubllidad apasionada, etc., o sea, todo lo que el saber
popular y cientlfiro sobre la mujer ha resumido en la antiqubima
fórmula: lo hisleri4 es rosa tU mujnos; fÓrmula cuyo cariz tautológico
se expresa mejor asr: el útero es histérico.
A continuaciÓn voy a ofrecer una versión contemporánea del
problema .que intenta dar cuenta de una fenomenologf4 parecida
fundándola en f<IZI>7W muy diferentes, no naturales sino culturales.
Porque, aun cuando la nueva conciencia anuncia la progresiva
extinciÓn de estas viejas pautas, los obstáculos econó~cos, socio-
culturales y sobre todo psíquicos que se le oponen son poderosos:
las mujeres no sólo deben luchar contra 101 varones para defender
su nueva condición sino que, en primer lugar, deben debatirse
consigo mismas.
En un libro reciente, titulado Elfeminismo esfxml4neo tU lo hisúriD
(Marid, AdotraC, 1985 l, Emilce Dio Bleichmar da sólido fundamen-
to psicoanaIrtico a una tesis donde se sOltiene que lo hisleri4 es ......
"'¡emudad cultural, no natumL No puedo exponer aqur en detalle
el deaarrollo de una demostración compleja pero me interesa dejar
sentadaS SUI conclusiones, en perfecto acuerdo con la idea general
que intentan defender estas páginas.
Para comprender la histeria como un fenómeno cultural es
preciso distinguir entre sexo MI""" biológico -mujer o varón- y
género -feminidad o masculinidad. Estas últimas categorlas IOn los
patrones de la identidad genérica, constituida esencialmente en
función del discurso cultural. Si se hace jugar la figura cultural y
genérica de la feminidad sobre los procesos de constitución de la
sexualidad femenina, cambian de acento las etapas de formación
del psiquismo de la mujer, explicado hasta ahora por el psicoanáli-
sis.-ya lo vimos- a partir de la envidia del pene, .o sea, de una
masculinidad frustrada. Ahora resulta que lo que empuja a la mujer
a la histeria -una sintomatologCa del orden sexual- ~ la minusvalía
cultural de IU génerO que afecta profundamente su propia valora-
ción narcisis\,>, dependiente de la valoración qUe la cultura misma
66 NfJ.LY SCHNAI'IH

ha httho y hace todavía de la feminidad. La histeria es una rebelión


inconsciente y enferma de la mujer contra su propia condiCi6n
cultural. Sus s¡ntOmas suplen un impulso consciente de reivindica-
ción femenina por 'u na forma intonsciente de autoafirmación que
consiste en negar el propio deseo al deseo del otro. El sexo, en tanto
nattiraJ~ bioJ?gico, es el terreno en que se dirime un conDieta
narcisista del ~nero, en tanto valor culturalmente determinado; la
pulsión; el E1~, presta su lenguaje a las reclamaciones del Yo: "De
esta JlI'Culiar manera la mujer se hace ofr en tanto sujeto, reivindi-
eando su deseo de reconocimiento, de Valoración en tanto género
femenino, Jo que equivale a considerar su feminidad como equiva-
lente de su ser humano, no só~ de su ser sexuado" (p. 212).
En términos llanos: las mujeres se rebelan como -niñas" o como
"enCermas" porque no se las considera ni se consideran a sí mismas
"adultas". Y Kant vio bien pero entendió mal: se rebelan como los
débiles porque no se les permite ejercer su propia fortaleza. El
cuadro todavía subsiste hoy, pero ya no podemos adscribirlo a la
naturaleza y a la biología sino a las pautas inmemoriales que han
asIgnado un espacio cultural diferente a la feminidad y a la mascu-
linidad.
La mltler crece dentro de una contradicción estructural entre su
sexualidad, como orientación del deseo, y su feminidad, como
figura cultural mente menoscaba~. La histeria adquiere así una
dimensión cultural y cstruclun.l que, por una parte, justifiCa su
universalid~d -atañe a los conmClOS de la identidad genérica- y
por otra. la desnaturaliza, tales conflictos no vienen del útero sino
de la herida narcisista que la cultura masculina ha inOigido desde
siempre a la reminidad.
En surna: b fal"" tautología que identifica a la histeria con el
gé~ro remenino, con el útero, es tan 1610 la respuesta s¡ntomal a
otra tautologla, igualmente falsa de derecho pero verdadera, hasta
ahora, dé hecho; la cultura es masculina, o sea, es un discurso
impuesto por el g~nero masculino.
y a ese discurso masculino es al que hay que recurrir, por su
fuena aparentemente irrebatible, para encontrar argumentos que
nos ayuden e impulsen, a las mujeres, a liberarnos de nuestra propia
contradicci6n. Tal ejercicio critico constituye un momento necesa-
rio para que sUlja y se encamine la posibilidad de que la mujer
articule su propia experiencia con un habla aut6noma respecto a
las pautas prestadas por el discurso milenario del varón y para que,
CONDICIÓN CULlUItAL DE LA DIFEJlENClA 67

al mismo tiempo, se haga sentir el a.scendieílle de su palabra en el


diScürso general de la cultura. .
Por eso, he de volver, una vez más, a Freud yaHegel, a fin de
enfrentarlos consigo mismos; a saber, para rebatir con sus grandes
aporiaciones a una teona general de la cultura su. particulares
posicioneSrespecto a1 'problema de la feminidad. Porque un'gran
pensamiento es aquel en cuya trama refleXiva se esbozan los argu-
mentos que servirlan o 'servirán para su propia refutaci6n. Esto,
sencillamente, porque para afian,,!r las propias posiciones es pre-
ciso abarCar las del contrario, sea real o hipotético. El esfuerzo de
mirar con muchos ojos una misma cosa, comO pedía Nietz.sche, ea
lo más cercano al esplritu de justicia teórica que en otros contextos
pasa por objetividad. En ese sentido, Freud ea quiw -as'
Nietzsche de Hegel, cuyas ideas no compartla- el último aconteci·
dijo

miento europeo.

fREUI) CONTRA FREUD

Este varón casi consciente de refugiarse en el punto ciego de un


prejuido ancestral respecto al sexo opuesto es, sin embargo, el que
foij61os instrumentos teóricos más importantes para fundamentar
y emprender los cambios requeridos por la condici6n f"'tica de la
mujer en el mundo contemporáneo: Es posible encontrar en su
obra diversas lineas de reOexi6n que dieron origen a una inOuencia
parad6jica: la de un positivista y materialista que desmistifica como
nadie la supuesta univocidad de los "hechos" para adentrarse en la
ambigüedad del "sentido". Y, si pensó hasta el final que el "hecho"
mujer arraigaba en la roca viva de una biologla aún inexplicable,
tambi~n dej6 abiertas las puertas para pensar su "sentido" con una
libertad que ha llegado hasta la impugnaci6n de las inexorabilida·
des naturales.
Al replantear el problema de la sexualidad -la sexualidad adulta
es el resultado de un proceso, siempre conOictiyo, que integra los
vestigios de la vida sexual infantil y de las tendencias "perversas"-
despej6 el camino para que se reconsiderara la sexualidad femeni·
na. Al hablar de la bisexualidad originaria, la bipolaridad del deseo
humano presente en cada uno de los sexos, abati6 las barreras
"nltidas" trazadas por la ideología social para definir la adscripci6n
68 NllLY SCHNAll1I

aexuaI de .... miembros. Por último, la clave mú importante' que


hubo de Inaugurar una nueva etapa en la historia del campo
teórico, es el descubrimiento de que el fanwma aexuaI, constituido
en loa primeros años de la Infancia, estructura el psiquismo y sus
manifestaciones, tanto norma1es como patológicas, en tomo a
fanwias y contenidOs imaginarios que convierten la vida individual
del sujeto y la esfera cultural de la lOdedad en una organización
eminentemente condidonada en IU _lidDd por la secreta Interfe-
rencia de loa Ilmboloa.
El ser humano es originariamente un conato ciego de deseo que
tiende a colmarse. Ante loa obsw:ulos irreductibles que le opone
la duraAnmoAí, el deseo se Indemniza hablando con circunloquios,
sUltituyendo el goce directo por otras formas de satisfacción ima·
ginaria. Una condición universal nos fuerza, pues, a cultivar este
lenguaje figurado del placer cuyas manifestadones abarcan desde
la enfermedad hasta el arte y la reUgión, por no hablar de la
fiioaotTa.
En este itinerario sorprendente que lo lleva de la patologla a la
cultura Freud nos enseña a Ittr con nuevos ojos la multipliddad
de fenómenos en que se registra la experiencia humana en su
conjunto. u lectura directa de los mismos habrá de sustituirse,
deade entonces, por el desciframiento metódico de su sentido, que
nunca será unIvoco ni inmediato sino transposición o distorsi6n de
otro sentido relacionado con las fuenlel secreW del deseo. En la
constitución misma del sentido están dadas las condiciones de su
distorsión: en todo lo que dice y hace, el ser humano debe dar
cabida a ' un mensaje latente en el que se expresa el connicto de
energlas a la vez ft"auada. , irrmuneiabla.
y aqul cabe el planteamiento de una posibilidad anunciada
antes: li el inconsciente es el depósito de esa energía que continua
e inevitablemente repite sus demandas, porque las mismas son
irrenunciables, hajo determinadas condiciones se puede conciliar
el carácter recurrente de su mensaje con la formaci6n de una
conciencia que relance el juego histórico de la humanidad en pos
de nuevas meW y quizú, preciso es admitirlo, nuevos fracasos,
Pero lo que me interesa señala. aquí es, mú que la posibilidad del
fracaso, la de una función movilizadora de lo eterno, y su relaci6n
con el eterno femenino. LO arcaico e intemporal puede introducir
la cuña de su demanda en la dialéctica de un proceso de conciencia
que 'lo pone a su servicio. u capacidad de transgresión de la
CONDIaÓN aJL11JML DE lA DIFEREIICIA 69

fantasia, liempre anclada en la prehistoria, puede


historia.
11'11. por la

y esta forma de pensar se inspira en el descubrimiento de Freud:


un Inmenso territorio latente y sin embargo activo, oculto yellcaz
a la vez, comprobado en la pr4ctica y fundado por su teoría. La
actividad de la fantasla y su producci6n Imaginaria, desde este
origen arcaico y a InIvés de incalculables asociaciones metaf6ricaa
y desplazamientos metonímicos se infiltra por los poros de los
hechos para distorsionar su sentido manifiesto.
lC6mo no ampliar sus consecuencias a regiones que Freud
mismo dej6 inexploradas por imposibilidad material o por prejui-
cio personal? lC6mo no sentimos las mujeres autorizadas a formu-
lar una pregunta reprimida, a plantear una duda que cay6 -incluso
para Freud- ~ la censura milenaria ejercida por el privilegio
masculino? Eaa duda se expresa con pocas palabras: ¿es verdad que
la diferencia biol6gica justillca la diferencia pslquica y ésta la
sociocultural? ¿No resultari más clarillcante, para explicar la situa-
ci6n secular de las mujeres, invertir el orden de fundamentaci6n,
empezando por la cultura y terminando por la biología? ¿No habrá
más de Imaginario que de natural en tal determinaci6n? <No
estaremos en presencia de uno de aquelloslazoa ficticios de loa que
hablaba Val~ry, Ilcciones que sostienen la lnlma de la totalidad
social y cuyos efecto son tan apabullantemente reales?
Pero la problemitica abarcada por la "aparici6n" del inconscien-
te excede lo estrictamente relacionado con la cuelti6n femenina.
Para apredar la potencial fuerza contestataria de la penpectiva
te6rica abierta por Freud es predso comprenderla en IU amplitud
de miras. Si, como sostiene en El _/alar ... la ...u.mr, ésta coarta
la agreai6n que le es antag6nica introyectando en loa individuos, a
lnlvés del superyo, una autoridad interior que condena y castiga
culpabilizando, o sea, reprimiendo desde adentro; si el IUperyo
sociocultural se constituye de acuerdo con el IUperyO individual y
se instrumenta por Intermedio de la acd6n represiva inherente a
éste último, tenemos a mano un nuevo modelo para analizar los
entretelones afectivos e imaginarios que inciden en la determina-
ci6n de las reladones de poder en general.
La denuncia del poder del macho·-tan real en sus efectos, tan
Ilcticia en IUS fundamentoa- tiene alcances hialÓricamente revubi-
vos porque se basa en descubrimientos y razones que apuntan a la
denuncia de todos loa poderes. La profusl6n multiforme y dllpena
70 NULY SOINAITH

de w figuras del poder no I1asta ya para ocultar, ante esta nueva


mirada, la secreta solidaridad que los une a todos en el procedi-
miento que asegura su vigencia real y en el que mantiene su
rundamento ficticio. Al fin yal cabo, el monopolio y la monogamia
responden a un esplriw jur/dico afin, ambos se inspiran en un
concepto de propiedad parecido: Lo que los distingue es mellaS el
régimen que los bienes a regimentar.

HEGEL COI'n1tA HEGEL

y es Hegel quien nos ha .enseñado a desentrañar buena parte de w


utucias y parad'!fos del poder. El mismo pontífice que nos asignara la
sagrada custodia de la ley subterránea de los Penates priván!lonos de
toda inlen'enci6n en la ley manifiesta del Estado, nos legó, también a
w m'!ieres, si aprendemos a leerlo, un análisis paradigmático de los
'contrastes que pautan una oposici6n clave en las relaciones interhu-
manas: la dialéctica del donúnio y del sometimiento.
Desde este punto de vista, el poder en tanto cuestión politica
(quién y cómo ha de ejercerlo), social (organización jerárquica de
ia Sociedad) e interpersonal (dominar o someterse al;semejante),
halla su condición de posibilidad en una dialéctica . mucho más
primigenia, estructurante del orden humano en .cuanto tal y como
tanto de la identidad (el Sí, el Selbsl dirá Hegel) individual, SO!'ial y
culwral de IUS miembros.
Heg~1 está de ;"'uerdo en algo que, lejos de haber sido descu-
bierto por los contemporáneos, ya viene de Platón: el ingreso en el
orden de la cultura se realiza p9r emancipación, no prescindencia,
de w asociaciones naturales, de los lazos de sangre, fin de a
sustituirlas por "leyes socio16gicas de alianza-, según lo expresa
Lévh'itJ:auss. Como en 'F reud, aunque con enroque distinto, este
pasaje se articula para Hegel en tomo .aI deseo .
. La cultura -<!Ihabla de Esplritu- surge de Ia.naturaleza pero no
.
"",t¡ml1lWftÚ. . deseo humano se constituy~ por .1a
AsI pues, el
negación, conservación y superación (la palabra A.q¡..bung significo
w treo cosas) del deseo a¡timal. en, el hombre.mismo.
' El deseo se
h"maniza cuando se vuelve demanda de la concienci~ y no del
ineons<;i.e nte, afirmación d" lo. hu~o .¡ no ,resabio de lo natural.
Af iaremos esta conversión. .
CONOICÓN CULl'URAL DE lA DlFDl.NClA 71

El deseo, dice Hegel" es el primer impulso, activo no cognosciti-


vo, que vincula, todavla en el plano de la vida, de la nal\lraleza, .a1
hombre con la realidad. Desear es ten~r conciencia d~ u~ carencia
que trata de ser suplida mediante la negación por apropiación"por
asimilaci6n, d~ algo M otro• para ~sa conciencia. El deseo supone .un
sujeto consciente "e;su yo como opuesto a un no yo del que tiene
que apropiarse para restaurar su unidad, escindida por eI"se,n~­
miento de la carencia. Los mejores ejemplos son el hambre y ,la
demanda sexual. La naturaleza del deseo aparece condicionada.por
el objeto deseado.
Pero la dialéctica del deseo animal resulta frustrante desde el
punto de vista humano. Sus tres momentos se articulan como sigue:
al principio la conciencia otorga preeminencia a su propio ser
deseante; después advierte que está condicionada por el objeto de
su deseo y que sU verdad, entonces, no es su pura subjetividad sino
lo otro. Lo esencial del deseo es ahora lo otro; pero,.al6naJ,10 airo
también se revela evanescente. En la eterna repetición del deseo y
de su objeto, la conciencia luJa la experimda de la i~ de
SU objeto, por lo tanto, la experiencia de sU insatisfacción eternamen-
te renovada: el deseo no se agota nunca y la búsqueda de si que
mueve a la cond~ncia deseante, su intención de reOejarse a sí
misma en lo otro terll\ina en una alteridad insoluble por repetitiva.
Si a través de la satisfacción del deseo animalia conciencia se busca
a si misma, en la experiencia de esa satisfacción comprueba su
fracaso.
Porque la ver~dera au~onciencia, la verdade~. certeza de que
uno es un ser humano, sólo se alcanza en el reconocimiento de otra
concie~ci~ y no en la apropiaci9~ de otro ser viviente o natural; la
certeza de si, com!) dice Hege!, no encuentra su satisfacción en el
deslIO deo/ro .ino en .¡desIIO del deslIO del o/ro. ComentaJean Hyppolit,,:
.
"Los hombres no tienen, . como los . animales, el'solo
"
deseo .de
,
pefS¡eVC~r en su ser, de existir a la manera de las cosas, tienen el
deseo imperioso de hacerse reconocer como conciencia de sr, como
elevac!os.por enci~ de la vida puramente animal, y esta pasión por
hace~ recpnoctr como conciencia de si exige a su vez el rttODO-
ci miento. de. otra' conciencia
. de .1. .La conciencia de la vida debe
el~ (auj1t4l>m), P'1.r, encima ~e la vida" (GinAu el slnJeluro de la
~ de l'aprit, PllÓs' 1946, p. 163).
Este cambio cualitativo del deseo, .su ingreso en el orden huma-
no, requiere la intersubjetivi~ c:;omo cond~ci6n apriori de coflSti-
72 NU.LY SCHNAJTH

tución de la lubjetividad: para ser uno (un S,1bJ4 un Sf mismo)


hacen CaIta dos. Es aquf, en el tramo inaugural de la formación de
la conciencia de IU creciente humanización, donde interviene la
diaJ«tIca del dominio y dellOmetimiento. Porque la fuerza estruc-
turante de la reladón de deseo a deseo, dirá Hegel, no proviene de
su simetría lino de su asimetria: cada conciencia debe luchar por
arrancar el reconocimiento, el deseo de la otra y en ese debate una
se impone y la otra se somete. La desigualdad Inicial de estas dos
figuras de la conciencia es el motor de su desarrollo histórico y
señala su orientación que, según Hegel, tiende a igualarlas: Dios
descenderá sobre la tierra el día que cada hombre satisfaga en y
por el otro el deseo de ser reconocido toIIIO j>erstmIJ.
El mundo cIeI hombre, de este ser que es continuamente deseo
y deseo de deseo, se desprende asf de la existencia natural sentando
las condiciones necesarias de un orden histórico diferente del
orden vital. El ser humano se pone asf por encima de la vida que,
Iln embargo, es la condición irrebasable, Insuperable de su emer-
gencia.
La lucha por el reconocimiento, el enfrentamiento del cual surge
la doble figura del amo y del esclavo, no remite a un momento
particular de la historia o la prehistoria sino que iN"'u", una
ctJUpri4 Ü 14 1IÍd4 1tút6riaJ: una amdici6n Ü 14 ~ humana
m """"'" da4rrollD Ü 14 ~ ü si. Porque el proceso que
comienza en elta tiza no acaba a1U, eso es 06\0 el punto de arranque
de un casnino de humanización (el ser humano deviene el que es,
dice Hegel) que siempre va a reaHzarae por el lado del siervo.
El amo es una figura cultural doblemente frustrada ya que,
primero, arriesga todo para ser reconocido... por un sometido, un
hombre a medias y, segundo, termina dependiendo del servicio del
esclavo que auatituye poco a poco su contacto con la reaHdad dado
que reaHza el trabajo. El trabajo es el vínculo activo que transforma
la reaJjdad y forma a1IUjeto. E1lujeto humano aurge de una reladón
activa con el otro (la lucha) Y con \o otro (el trabajo).
. El siervo es, pues, quien construye su propia interioridad, su
S,lbJ4 a tralÚ del tra~ al servicio del amo. La edueación del
deseo humano, IU progresiva inserción en la cultura, diríamos
nosotros, se cumple por este sometimiento a una ley exterior que,
al .-eprimirlo y eanalizar\o, \o emancipa de su Inmediatez y le da
forma ·para al mismo y para \os delRÚ. Es fácil asociar esto último
con las funciones asignadas al superyo en la segunda tópica freu-
OONDlCÓN CULnJIlAL DE LA DtFf'.lU'NCIA 78

diana, en tanto interiorizaci6n de la autoridad paterna. Pero, para


nuestros fines, resultari más esclarecedor señalar las diferencias
que las semljanzas entre el deseo freudiano y el deseo hegeliano.
Sólo entonces "" podrá apuntar alguna sugerencia sobre su posible
complementaridad.
Antes es preciso volver al tema de este anlculo, o sea, considerar
la problemática varon/mujer o, mejor, masculinidad/feminidad
-puesto que las figuras culturales son las aqul privilegiadas- a la
luz de la dialéctica del dominio y del sometimiento.
El lector atento habrá ya descubierto, en los párraros anteriores,
un esquema teórico que abarca buena parte de las situaciones reales
y potenciales contenidas en la oposici6n masculino/femenino tal
como fuera planteada hasta ahora por nuestra cultura. La sobrede-
termlnad6n cultural de la diferencia anat6m1ca entre los sexos, al
Instaurar una diferente valoraci6n social de la masculinidad y
feminidad, convierte cada relaci6n var6n,1 mujer en un campo
privilegiado, en un ejemplo paradigmático de la eterna lucha por
el reconocimiento, asignando de anternano a cada sexo el lugar que
habrá de ocupar en el enfrentamiento.
La historia del desarrollo de la conciencia parece, en este caso,
haber dado franca raz6n a Hegel, en contra de lo que ~I mismo
pensaba sobre el destino de la mujer. Desde su condici6n de
sometimiento y al ""rvicio del amo, la mujer ha construido lenta-
mente su propia figura y quizás sepa hoy más que el amo de su
posible libertad ya que sabe harto de su servidumbre.
Es sobre el peculiar y secular ejercicio de esa servidumbre que
tenemos que interrogar todavla a la figura de la feminidad. Se trata
de expHcitar un aspecto del sometimiento que Hegel insinúa pero
no desarrolla y que, ya con acentos nietzscheanos, podrfa formu-
larse asl: .1 podir tU la impotencia, o sea, el tipo de poder que,
~ cupo a las mujeres: el poder de los esclavos.
El discurso anaUtico, reivindicatorio, apo~tico, prof~tico e
incluso mlatico de la mujer sobre el pasado, presente y futuro de
su propio sexo, suele dljar en la sombra la vertiente triliaJ cuyo
terna principal es el que acabo de mencionar.
74 NEU.Y SCHNAfll-I

LA FUERZA DE LOS DtBlLES


. .
Ya he anunciado el matiz sutil de esla rorma de dominio en el
parágrafo donde hablo de una "realidad" que confirma a la "natu-
raleza". Ahora se comprende que las modalidades de esa realidad
remenina hayan dado pábulo a las versiones expllcilamente deni-
gratorias de la reminidad por parte del varón, versiones siempre en
acecho tras los otros tonos de su discurso: exa\lación poética o
respetuosa consideración de las hijas de Eva.
Lo que hay que añadir a la dialéctica del amo y del esclavo, para
abarcar esla situación, e. la admisión de que no sólo lo. amo. han
obslaculizado la mela de la Iiberlad y del reconocimiento universat
Porque, a decir verdad ¿qué nos muestra Hegel en su celebérrima
a1egorla? Que el sometido, a la larga, somete. Porque el ejercicio
mismo del dominio implica qu;c el amo se entregue, en parte, a su
servidor para ser mejor servido. Como al esclavo le ha sobrado
miedo pero no le ralla inteligencia, resulla inevilable que aproveche
la cuña de debilidad y de dependencia siempre abierIa en el flanco
del señor. Así acrecienla su poderío hasla llegar a veces a invertir
los términos de la relación.
Pero lal inversión resulla histórica y personalmente viciada.: la
impPtmcia tU los esclavos ha man;ado su ¡onna tU rebela ... volvihuJola
casi sima"", impo/enle.
Nietzsche y Freud son los que nos ayudan a leer la otra cara <le
la parábola del servilismo que alañe a la demanda de reconocimien-
tI! destU la sumi.süln. La única IiberIad alcanzable, sin salir tUl cuadro
tU la depertdencia, se obtiene por caminos desviados, desplazados,
subrepticios. Ésa es la única rorma de dominio que le "" sido
permitida, cultural mente hablando, a la mujer: la activación de
mecanis,rnos .perversos para rever:tir su propio sometimiento. Por
cierto, sólo el rraCaso pudo sellar esa salida. Los seres a quienes se
proh~ la verdad.::ra satis~acción de la acción, encuentran una vía
de escape que consiste en actuar por reacción. Sin llegar a la
negación combativa oponen al dominador un "'no" interior, inco~
resada, que. por tanto, se expresa en formas indirectas, por med~05
trastrocados y sustitutivos.' En esla distorsión se afirma su dominio.

, Ct. c.-JorIa ti< la 1fIOftIi, T ..1ado 11, § 10: Eljudeocriotlanilmo, dlcc aDi Nicwche,
ha fundado Al perdunhiJid:ad en eSta inveni6n exita.;a. a Iabrer, la conversión de la
lmpotcnda en ruen:a; hacer de b rcpretión del iNtinto una Yin.ud del eapúitu. Este
trutrueque cultural es lo que Nictuchc IIam6 -rebelión de k» Cldavo.-.
CONDlcQN CULTIJItAL DE lA DIFERENCIA 75

Es preciso asumir la profunda verdad que encierran estos análi-


sís referidos a b situaci6n de sometimiento en general y que aluden
muy de cerca a una reacci6n condidonodtJ, por as! decir, del género
(emenino desde tiempos in~emoriales. Pero no condicionada
como una secreci6n hormonal sino en tanto respuesta culturaL El
condicionante, una vez más, no son las leyes de la naturaleza sino
los supuestos de la cultura: el siervo, en tanto siervo, no puede
dominar y afirmarse más que bajo formas vicarias y aberrantes,
convirtiendo, t.ra5tocando, desplazando, metaforizando.
Freud lo conceptua1iza mostrando que la neurosis produce .¡ntomas
en vez de actos: formaciones transaccionales, satisfacciones susorutivas.
Ya meilCioné e1tibro de Emikr Dio Bleichmar donde se dan contenidos
expUcitoo, desde una perspectiva p.icoanaUJic::a, a estas proposiciones
generales de una teoría de la cultura: la histeria es esa foona, vicaria y
Sintomal, que la mujer encuentra para oponerse al amo y rebelarse.
Oaro está que sostener esta postura supone revisar los fundamentos
· uteri.nos" de la histeria, que Freud aún le atnbWaa pesar de haber dado
con los nueYOS principios que posibititarian esta revisi6n.

EL DESEO Y EL DESEO DEL DESEO; mU:UD CONTRA HEGEU

Intentemos por última vez, para cerrar mi escrito, hacer hablar a


es19s varones insignes, a (in de que su discurso se ponga al servicio
d~ un esdar<;dmiento de la condici6n femenina y, sobre todo, de
\lna apertura de las posibilidades de Iiberaci6n real de la mujer en
el mundo cQl]temporáneo. En úna marcha de tan largo aliento, el
primer gesto de liberaci6n ya vale por su mera forma, pero resul-
ta.r(a.engañoso confundirlo, en la consecuci6n del proceso, con un
verdadero estadio de libertad logrado, tanto externo como interno.
Queda claro que para Hegel y Freud el deseo se constituye en
eJe de. articulaci6n entre la naturaleu y la cultura. Poco más
parecen cC)mpartir r!'"pecto a este problema clave. No Pretenderé
pon.o:r1os de acuerdo. SI me parece posible, en cambio, hacer .qu~
el problema de ~ feminidad juegue de bisagra entre ellos, mostran-
do que esas dos concepciones bipolares del deseo., aun ~c1uy.éndo­
se, se complementan para iluminar las dos car.as del deseo humanb,
tan conflictivas como inescindibles: una es la demandad'; placer,
e1 .reclamo de la pulsi6n; otra es Ia.demanda de reconocimiento, el
76

reclamo del yo. A la primera da prioridad la reflexión de Freud. a


la segunda, la de Hegel.
Pero. justamente por ello. las dos concepciones se orientan en
sentidos divergentes. desplegando un dlptico slm~trico de disyun-
tivas a lo largo de aquel eje compartido: elJuego de enlace del deseo
entre lo biológico y lo ps!quico.
Los puntos centrales de ambos cuadroa podr!an resumirse aa!:
Para Freud. el deseo es regreso alofjl. a la prehistoria; para Hegel.
progreso hacia el "'/.o$, ingreso en la historia; uno en la repetición
del inconaclente. lo impersonal en el sujeto; el otro. acceso a la
certeza de al. al sujeto como persona; el primero es satisfacción de
la pulsl6n. el segundo. sadafacción de la conciencia; para la pubión
el logro del placer es relativamente autosuficiente. autoer6tico; la
,r
certeza de se alcanza, en cambio. en una .Ituaclón necesariamente
intenubJetiva; Freud ancla el deseo en la ac:xuaJidad. Hegel lo
emancipa de la sexualidad.'
No obatante esta disparidad y lejos de negar aus consecuenciaa
incompatibles. es preciso recurrir a ambos para comprender la
encrucijada social en cuyas coordenadas hall6 espado la figura de
la feminidad en una cultura fOljada por y para el var6n.
Respecto al deseo como demanda de la pubi6n. lo femenino se
puso al servicio del placer masculino (la tan mentada mujer objeto)
y se le negó el derecho de buscar libremente au propio placer;
respecto al deseo como demanda del yo. se le negó reconocimiento
como sujeto autónomo. no se le permiti6 acceder a la categorla de
pmmu.. igual entre iguales reclutada del lado del siervo. la mujer
nunca pod'"' mirar como persona ni Ser mirada como tal mientraa
permanezca en la poaicl6n ·dialktica de la dependencia. Pero en
esto fracasa tamblm el varón que. en la relaci6n con la mujer. se
priva a su oez de ser rec;onocido satisfactoriamente. ya que. como
dice Hegel. "la conciencia de .1 sólo logra au satisfacci6n en otra
conciencia de al". y el varón pone frente a si un o,*to de placer y
no un sujeto a reconocer en el cual encontrar. por su parte.
reconocimiento. La figura del amo no va m," a1~ del ejercicio de
la libertad arbitraria del deseo. Cosa distinta es la libertad hist6ri·
camente conquistada a tra~ del deseo confirmatorio de ese otro
que nos constituye. nos otorga identidad reconocl~ndonos en
nuestra dignidad humana.

, er. Loo d e _ p~ de Poul Ricoeur 01 ~cto en l'MI4 .....


1,.,.",- ... ,. no/tu..., M6dco. 51,10 XXI. 1970, pp. 4()!.f·
CONDICIÓN QJL1\JUL DE lA DIFERENCIA 77

VISto dcade esta perspectiva que le sirve de contrapunto, el deseo


Creudiano revela su propi;o necesidad de una nueva articulación.
Pero la teorla psicoanaUtica misma contiene las posibles respuestas
a tal necesidad. Toda la probl.,mática d., la id.,ntificación y de la
sublimación apunta a deslindar una dimensión ~ d., la
libido cuya demanda de valoración narcisista bien podrá inkrpre-
tarse como motor dialéctico d., un d.,seo a la h~liana, o ..,., no
deseo d.,l otro sino d., "'r reconocido por .,1 otro. Lo qu., está .,n
juq¡o, tanto para la mu~r como para d varón .,n torno al .,nCr.,...
tami.,nto d.,l Ello y del Yo, es d ·Sr', .,1 S4lbst d., la id.,ntidad
gt'nérico cultural, .."..,a) y personal.
A la in"",..., d deseo tal como lo enti.,nd., Fr.,ud, ancla firme-
m.,nk la ori.,ntación k).,ológica dd deseo h~liano, d., un idea-
lismo pot.,ncialm.,nk engañoso por optimista, en d sudo d., una
prehistoria pubional cuyas fantasías originarias .., r"petirán eter-
nam.,n~ a través d., los más variados disfratts. El d""""nir consó., ...
k es una tarea qu., pasa por .,1 desciCrami.,nto d., infinitas distor-
siones individuales y culturales qu., no son más que las formas
d.,rivadas, desplazadas o m.,taforizadas d., lo mismo, de aquellos
s(mbolos originarios que quedaron fu.,ra d.,l ti.,mpo, .,n un ekrno
pr""",nle. La gran crítica de Freud a la con~pción tradicional d., la
conciencia, como sede del ·conocimiento inmediato de sí, vale a
modo d., adv.,rkncia: lo qu., .,nt.,nd.,mos como una pu.,rta abi.,rta
al cambio puede no ser más que otro escenario para una escena
indestructibJ<..
y esta adv.,rtencia nos r.,mile, .,n .,spedal, al ámbito dond., ..,
d.,sarrolla hoy la autoconci.,ncia d., la muj.,r, su nueva figura
cultural, a saber, .,1 fr.,nk d., lucha abi.,rto por las muj.,res mismas,
arlscn'b..., o no a las t.,nd.,nóas f.,ministas .,n boga. Porqu., tanto
la ipDId4d como la difermt:ia son consignas ~u¡vocas qu.,.,s preciso
pasar por la criba d., un perma"",nk d.,sciCrami.,nto critico a fin d.,
retener su fucl'Z2 reivindicatoria. Y el ejercicio metódico de esa
sospecha halla su Cundam.,nto .,n Fr.,ud.
Es imprudenk atribuir a la nu.,va .,"",rgla autoafirmativa de la
muj.,r un sentido positivo sin ambigü.,dad.,s porqu., .,n sus .,sCu.,r-
zas todavía interfieren factores encontrados que, con visos de
transCormación, la atan a sus antiguos fin.,s. A rémora d., la agr.,si-
vidad combatiente de los movimientos feministas, creo que una
gran masa d., mu~r.,s qu., aspiran a ..,r j>en0fllJS d., pl.,no d.,r.,cho,
deben luchar tanto por sus nuevos fines como contra sus viejos
78 NEU.Y satNAmI

condicionatnientoa que, sexo y afecto mediante, les tienden pode-


rosas y atractivasceladali. Pórque el discurso masculino de la cultura
no 0610 ha',ido y,.,s un freno exterior para la' mujer sino también
una voz intenor qUé 'ha acallado la ,uya ¿ntorpeciendo el diálogo
consigo misma y con su propio deseo.
'Quizás JO, pasos de una autoafirmación definitiva anuncien otro
mundo en el que'la mujer habrá, experimentado todbs' los espejis-
m'o s, hasta los más rec6ndi'tos, de u'na falsa 's atisfacci6n por partida
doble, en sentido freudiano y hegeliano: la del amor dependiente
y la del yo dependiente. De lo que se trata, en ambos casos, es de
convertirse en sujeto auténticamente libre del propio deseo para
saber reclamar el deseo del otro. En este sentido, liberarse significa
crecer y el crecimiento requiere la comprensión de que el amor no
muere con' el ~mo.
Tal vez el ocaso de la dialéctica del dominio entre las figuras
culturales de la mascUlinidad Yla feminidad inaugure, para el eros,la
posibilidad de una "segunda navegación", impulsada, en el caso de la
mujer, ror la energía de una afectividad fortaledda en el desencanto
de .u propio infantillomo genérico o en la deom;.ti6cadón de su
propia servidumbre gmérica. según acudamoo a Freud o a Hegel.
y si antes afirmé que todos lo, poderes resultan solidarios entre
sí, cabe cerrar estas páginas recordando que los movimientos
emancipatorios también coinciden en un fin último: lo que se
debate en cada uno de ello. e. la definición misma de la libertad y
sus posibilidades o, dicho de otro modo, los límites del destino y
su inexorabilidad.
La mera existencia de sectores humanos no TtCOnOCidos -sean
políticos, sociales, raciales o sexuales- somete a la Humanidad y a
la Razón a un juicio tácito pero permanente, ante cuyo tribunal
entabla demanda cada proceso de liberación. El movimiento feme-
nino es una etapa más de esa gran tendencia emancipatoria, tan
antigua, tan malograda y tan resucitada como la misma opresión.
Por eso, creo que el sentido final de sus aspiraciones bien puede
expresarse afirmando que, en la dialéctica inflexible de esa brega,
el impulso vengativo del oprimido 0610 impone justicia cuando está
animado por el goce anticipado de una libertad general. La utopía
viene entonces en apoyo del rebelde para corregir .u odio, recor-
dándole que también se trata de liberar al opresor.

&rulmuJ, )unú> de J986

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