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Michel Wieviorka 1

La sociologíía en marcha

Las ciencias sociales, y en particular la sociologíía, han entrado en una fase de mutacioí n:
estaí n saliendo de la era claí sica, y muchos pensamos que esta salida empezoí a finales de
los anñ os sesenta o inicios de los anñ os setenta.

Ese cambio puede leerse —muy superficialmente todavíía— en el incremento del


nuí mero de socioí logos en todo el mundo, o en el de los departamentos e instituciones
que se dedican a nuestra disciplina. Todo ello pese a que tambieí n constatamos
dificultades, cuestionamientos acerca de la utilidad de nuestros aportes e incluso a veces
la supresioí n de departamentos o de institutos: en varias ocasiones, durante mi
presidencia de la AIS, tuve que salir en defensa de instituciones amenazadas de cierre —
casi siempre en nombre de la rentabilidad econoí mica, lo cual es un argumento absurdo y
centrado uí nicamente en el corto plazo.

El cambio puede leerse tambieí n —y eso ya es maí s interesante— al considerar los


lugares donde se dan la investigacioí n y la ensenñ anza de nuestra disciplina en el mundo:
somos maí s numerosos que antes y ahora estamos presentes en todo el planeta. En la
actualidad hay socioí logos que estudian los problemas, los hechos o las relaciones
sociales en muchos paííses en los que la investigacioí n, hasta hace poco, o estaba
completamente prohibida —pienso en particular en China— o bien se encontraba bajo
un fuerte control ideoloí gico y políítico —pienso en particular en los paííses del antiguo
imperio sovieí tico— o incluso estaba dominada y hasta era practicada por investigadores
provenientes del exterior, en el marco de relaciones de tipo colonial o inclusive post-
colonial. Hoy en díía, la sociologíía estaí viva en China, en el antiguo imperio sovieí tico o en
las antiguas colonias de los paííses occidentales. Una de mis principales preocupaciones,
como de hecho tambieí n lo era para mis predecesores, fue incluso la de acelerar ese
movimiento y consolidar nuestra asociacioí n fuera de sus tierras predilectas, y es un gran
placer para míí el haber podido invitar, para la primera sesioí n presidencial de nuestro
congreso, a un socioí logo chino, asíí como seraí una gran alegríía para míí, en la clausura de
nuestro congreso de 2010, asistir a la presentacioí n de lo que nuestros colegas japoneses
preparan para el congreso que tendraí lugar en Yokohama en 2014. De alguna manera,
podemos decir entonces que tambieí n la sociologíía se ha vuelto global, que ya no es
exclusiva de las sociedades donde nacioí , que —al igual que muchos fenoí menos maí s— se
ha desterritorializado para echar raííces en distintas regiones del mundo, maí s allaí de su
tierra natal y de los sitios donde prosperoí en un inicio —es decir, en Europa y en
Ameí rica del norte.

Sin embargo, lo esencial del cambio reside en el contenido de lo que hacemos, en


nuestras orientaciones, en nuestros debates de fondo: ahíí podemos hablar de una gran
mutacioí n.

En los anñ os sesenta, la sociologíía se organizaba en torno a algunos grandes paradigmas


que daban forma a un espacio teoí rico a partir del cual cada quien podíía ubicarse. Es
entonces cuando entroí en una fase de rechazo de las grandes teoríías. El funcionalismo
vivioí asíí sus uí ltimos momentos, la estatua de Talcott Parsons fue derribada. Despueí s, el
estructuralismo —proí spero todavíía al principio de los anñ os setenta— empezoí su declive
histoí rico. El marxismo, eventualmente combinado con otros enfoques, funcionalistas o
estructuralistas, fue abandonado al tiempo que prosperaban ideologíías liberales, y
posteriormente neoliberales, que influyeron a veces en las ciencias sociales, por ejemplo
con el eí xito de algunas variantes del individualismo metodoloí gico. A todo lo largo de los

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anñ os ochenta y noventa, esta evolucioí n se acentuoí , y asistimos al retorno o al auge del
interaccionismo simboí lico y otras escuelas afines —la sociologíía fenomenoloí gica, la
etnometodologíía— que comparten un verdadero distanciamiento con respecto a las
grandes visiones generales de la vida colectiva y que no tienen como objetivo intelectual
el inscribir su anaí lisis en una perspectiva histoí rica o políítica. Algunos pensadores de lo
social se declararon posmodernos y afirmaron contundentemente, junto con Jean-
François Lyotard, por ejemplo, el fin de los grandes relatos.

Asíí, una tendencia importante de la sociologíía ha sido la de proponer trabajos de


investigacioí n con ambiciones restringidas, por lo menos en lo que respecta a pensar el
mundo en sus dimensiones a la vez sociales, polííticas e histoí ricas. Asíí, en ciertos casos, el
investigador agrega una variable explicativa a la lista de las variables utilizadas para dar
cuenta de un fenoí meno preciso; o bien se limita a una cuestioí n muy precisa, que
moviliza todos sus esfuerzos pero sin que los inscriba en una perspectiva maí s amplia.
Esta tendencia, y esto no es una paradoja, es perfectamente compatible con otra
tendencia importante en la sociologíía: la capacidad de articularse con otras disciplinas.
Asíí, un socioí logo que trabaja con un objeto de estudio preciso, limitado, podraí
perfectamente movilizar, en torno a dicho objeto, a la antropologíía, las ciencias polííticas,
econoí micas, juríídicas, etc. Sin embargo, ello no significa que procederaí a subir a un nivel
maí s general para inscribir su investigacioí n, limitada, dentro de una perspectiva mucho
maí s amplia, en un espacio histoí rico, políítico y social mucho maí s vasto.

Muy pocos estamos ahora dispuestos a aceptar las teoríías que lo explican todo, y con
respecto a las cuales basta con hacer que cuadren los hechos, como si el trabajo empíírico
debiera simplemente validar una teoríía establecida de antemano, de una vez por todas.
Empero, todavíía no nos atrevemos del todo a establecer la articulacioí n entre una
investigacioí n cuyo objeto es preciso o limitado y una perspectiva maí s general.

El problema no es nuestra capacidad para teorizar: lo podemos hacer muy bien sin tener
que inscribir el anaí lisis en una visioí n general del mundo. El problema es maí s bien el de
nuestra capacidad para articular trabajos de horizontes limitados con una visioí n maí s
amplia de la vida colectiva. Esas visiones generales, o se han vuelto anacroí nicas—y
entonces no estamos seguros de poder apoyarnos en ellas— o bien estaí n fragmentadas.
Ciertamente, la tarea principal de la sociologíía del manñ ana es la de construir sistemas
teoí ricos nuevos, o renovados, que nos permitan generar intercambios y debates en torno
a nuestros trabajos. De lo que deseo hablarles es de este desafíío general.

Un punto de partida coí modo nos es dado por una palabra con la que nos topamos
constantemente, la de “globalizacioí n”; los franceses, por cierto, prefieren decir
“mundializacioí n”. Esa palabra puede cumplir con dos funciones. La primera de ellas es
descriptiva o, si ustedes prefieren, histoí rica. Hablar de globalizacioí n es entonces
describir el mundo tal como funciona, con su capitalismo sin fronteras, que ha cambiado
mucho desde la eí poca en la que Karl Marx escribíía El capital. Las versiones maí s someras
de esta primera acepcioí n de la palabra “globalizacioí n” insisten en dar cuenta de la
omnipotencia del mundo financiero, de la ausencia de fronteras para el dinero y los
mercados —pero no para los seres humanos. Otros agregan de manera maí s sutil
dimensiones culturales a esas descripciones econoí micas, y se interesan por ejemplo en

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Internet, en el cine, en las redes de migrantes conectados a traveí s del mundo, en las
loí gicas de diaí spora o en el transnacionalismo.

La segunda funcioí n de la palabra “globalizacioí n”, que me interesa mucho maí s, es


analíítica. Remite a un modo de pensamiento, a una manera de abordar los problemas
que atanñ en a la sociologíía, y consiste en “pensar globalmente”. No se trata entonces de
hacer encajar todos nuestros objetos de estudio, todas nuestras preocupaciones en una
visioí n mundial, planetaria. No, se trata de inscribirlos en enfoques que cuestionen dichos
objetos desde ese punto de vista, sin por ello excluir otras perspectivas, e incluso, por el
contrario, haciendo lo necesario para establecer articulaciones entre ellas. Asíí, en vez de
encerrarse en el “nacionalismo metodoloí gico” contra el cual nos previene Ulrich Beck,
¿por queí no considerar que el Estado-nacioí n constituye un marco uí til —evidentemente
— pero no exclusivo, y que debe ser posible enfrentar lo real conjugando varios niveles
de anaí lisis, del maí s general —el planeta, el mundo— al maí s local?

Pero, ¿el “pensar globalmente” no es acaso una invitacioí n a alejarse no soí lo de ciertos
objetos, sino tambieí n de ciertos modos de razonamiento centrados en lo que a primera
vista parece lo maí s lejano de lo global o de lo general: la persona singular, su
subjetividad, sus conjeturas, sus frustraciones, sus emociones? Voy a ofrecer aquíí una
respuesta que tal vez parezca sorprendente.

II

Pienso en efecto, y esto es paradoí jico soí lo en apariencia, que los procesos de la
globalizacioí n mantienen un víínculo estrecho con los procesos de la individualizacioí n y
del auge del individualismo. EÉ ste uí ltimo no es nuevo, como sabemos, pero la
globalizacioí n tampoco: ciertos autores describen incluso la historia de la humanidad
como un proceso permanente de mundializacioí n, desde los primeros pasos de pequenñ os
grupos de humanos que se alejaron de sus bases en AÉ frica para comenzar a poblar toda
la Tierra, o casi toda, a lo largo de los milenios. El individualismo moderno progresa con
la globalizacioí n, materializada en la existencia de mercados y de redes que activan una
cultura del consumo, del marketing y de la publicidad, que destruyen los cuerpos
constituidos y las mediaciones, que debilitan las instituciones que velan por los valores
colectivos o los Estados-providencia —¿coí mo no evocar semejante problema incluso
aquíí, en Goö teborg, en Suecia, en uno de estos paííses en los que dichos valores
encontraron su expresioí n maí s elevada? El individualismo progresa cuando globalizacioí n
pone en tela de juicio a los Estados-naciones, pero tambieí n a las sociedades, al menos si
estamos de acuerdo en llamar “sociedad” a un conjunto de relaciones sociales definidas
al interior de un marco determinado, casi siempre un Estado y una nacioí n —de ahíí la
idea que defiende mi maestro, Alain Touraine, para quien la idea misma de sociedad
debe ser descartada en la actualidad. Y el individualismo progresa tambieí n, y no es una
paradoja, como forma de resistencia a la globalizacioí n, como la afirmacioí n del sujeto
individual, de la persona singular que quiere construirse a síí misma, que quiere producir
sus puntos de referencia, liberarse de imposiciones que son cada vez maí s globales —
todas esas normas que dictan las conductas y someten a los individuos a las presiones de
los mercados, del dinero, de la publicidad, de la competencia social exacerbada.

Semejante constatacioí n no nos exime de estudiar las cuestiones sociales maí s claí sicas
sino que nos obliga a un doble esfuerzo. Por una parte, nos obliga a interrogarnos acerca
de lo que son hoy en díía las desigualdades y la injusticia social, con respecto a lo que

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podíían ser en un pasado reciente. Anteriormente, por ejemplo, la cuestioí n social estaba
dominada por el tema de la explotacioí n laboral, por la existencia de relaciones de
dominacioí n que se daban, en primer lugar —por lo menos en las sociedades industriales
— en la faí brica o en el taller. Hoy, para un gran nuí mero de seres humanos, el principal
drama social es precisamente, si puedo decirlo asíí, el de no ser explotados, el del
desempleo, de la exclusioí n, de la precariedad y de todo lo que lleva la marca de la no-
relacioí n social. De pronto, la pobreza recupera su preeminencia en nuestras
preocupaciones —es una especie de vuelco o de revancha poí stuma de Proudhon con
respecto a Marx. Y detraí s de estas situaciones, encontramos a menudo individuos
carentes de puntos de referencia, cuya subjetividad no logra transformarse en accioí n, y
hacia quienes la sociedad, o maí s bien la globalizacioí n, dirige un mensaje insoportable:
consuma, acceda a los frutos de la modernidad, y sea usted mismo, sea autoí nomo. Asíí,
pienso que una de las fuentes del islamismo contemporaí neo, tanto en su violencia
radical como en ciertas dimensiones del quietismo del Tabligh o de las nebulosas neo-
salafistas radica precisamente en ese mensaje individualista dirigido a poblaciones que
lo reciben, que viven en la modernidad, pero que no tienen los medios para acceder
plenamente a ella.

Por otra parte, esta constatacioí n del ascenso del individualismo es un incentivo para
estudiar los procesos de subjetivacioí n y de desubjetivacioí n a traveí s de los cuales se
construyen y se destruyen los individuos en la actualidad. Esos procesos mantienen un
víínculo con la cuestioí n social. En particular, hoy entendemos mejor —contrariamente a
las utopíías de los anñ os 90 que nos anunciaban el “fin del trabajo”— que el trabajo tiene
sentido, que desde el punto de vista de los individuos es a la vez liberacioí n y sufrimiento,
creacioí n y privacioí n —volvemos asíí a las ideas que estuvieron en el centro de la
reflexioí n de uno de mis predecesores en la presidencia de la AIS, Georges Friedmann. Y
sobre todo, dichos procesos no son uí nicamente sociales —en el sentido claí sico del
adjetivo— sino que tambieí n son culturales y religiosos.

El ascenso del individualismo hace que la cultura, maí s que nunca, sea la resultante, en
movimiento, de todo tipo de decisiones individuales, pues cada quien puede o
comprometerse con lo que llamamos identidades o liberarse de ellas —aunque el
teí rmino de “identidades” es quizaí inadecuado. En el pasado, la cultura parecíía
reproducirse, cada quien se inscribíía maí s o menos en las identidades que dictaban la
familia, la comunidad, la nacioí n. Hoy en díía, las identidades culturales son producidas,
“inventadas”, como dijeron Eric Hobsbawm y Terence Ranger. Y dicha loí gica es vaí lida
tambieí n para la religioí n —me limitareí a decir aquíí que un gran problema para nosotros,
actualmente, es saber queí corresponde a la religioí n y queí a la cultura, una cuestioí n que
se encuentra en el centro del uí ltimo texto de Clifford Geertz.

La sociologíía estaí en movimiento porque sigue estudiando temas claí sicos para ella, pero
profundamente renovados, hasta el punto en que llega a plantear cuestiones que
hubieran sido casi iconoclastas anteriormente: acabo de presidir un panel europeo que
examinaba candidaturas para becas importantes, y de las temaí ticas abordadas voy a
senñ alar por ejemplo dos que hubieran sido inconcebibles hace veinte anñ os: “¿la
redistribucioí n no es acaso un factor de tensiones y de violencias?”, pregunta uno de los
laureados. “¿Podemos demostrar que la democracia es fuente de progresos econoí micos
o sociales?”, pregunta otro. La sociologíía abre hoy nuevos campos de trabajo, con temas y
objetos maí s insoí litos para ella, se interesa en lo “social”, pero cada vez maí s tambieí n en lo

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cultural, y recupera una de sus preocupaciones fundadoras, que tendíía a abandonar hace
dos o tres deí cadas, me refiero a la religioí n —dejamos de creer que la razoí n y la herencia
de la Ilustracioí n iban a moldear forzosamente una modernidad marcada por el retroceso
de la religioí n. De igual forma, la sociologíía considera la violencia y la guerra en teí rminos
nuevos, bastante alejados de los que predominaban durante la guerra fríía, ya sea que se
trate de la violencia domeí stica —la que sufren sobre todo las mujeres o los ninñ os— o
bien del terrorismo y de la violencia políítica, con sus formas infra y metapolííticas,
relacionando a las primeras con el crimen organizado y a las segundas con la religioí n
radicalizada.

III

La sociologíía estaí en movimiento si consideramos su relacioí n con otros campos del


saber. Acabo de hablar de cultura, y de historia: en eí stas se estaí n dando
transformaciones importantes. Asíí, en el pasado, la sociologíía estudiaba maí s bien la
sociedad, hic et nunc, lo social, los problemas, las relaciones o los hechos sociales, y
dejaba a la etnologíía o a la antropologíía la tarea de estudiar la cultura de lugares lejanos,
fuera de los paííses occidentales, o la cultura occidental, pero en las supervivencias
heredadas del pasado, en el folklor. Hoy díía, las fronteras disciplinarias se han
desdibujado, la alteridad maí s exoí tica se encuentra por doquier en Occidente, y la
modernidad se encuentra tambieí n por doquier. Las divisiones que delineaba el
colonialismo dejaron su lugar al postcolonialismo, o a lo que va todavíía maí s allaí ; y el
meí todo emblemaí tico de la antropologíía se ha vuelto tambieí n muy comuí n para nosotros
los socioí logos; me refiero a la observacioí n participante. Ayer, las sociedades estaban en
la historia. Hoy, muchos de nosotros nos apasionamos por el trabajo de la memoria y por
los actores que reivindican la historia: la memoria y la historia estaí n en la vida social.

De igual forma, nos vemos llevados a reflexionar en nuestras relaciones con la filosofíía y
muy en particular con la filosofíía políítica, simple y sencillamente porque se nos pide
cada vez maí s no soí lo que describamos el mundo tal como es, sino tambieí n que
deduzcamos de nuestros anaí lisis propuestas acerca de lo que nos parece justo, bueno o
deseable. Esto es evidente, por ejemplo, a propoí sito de a las cuestiones de eí tica. Ayer, la
eí tica dominaba la vida colectiva, dictando sus valores desde lo alto. Hoy díía, lo que
llamamos eí tica es cada vez maí s a menudo un punto de vista sobre un problema en
particular, caso por caso. Y para definir dicho punto de vista, se moviliza a los socioí logos,
al mismo tiempo que a especialistas de otras disciplinas del saber, por ejemplo en el seno
de comiteí s de eí tica clíínica situados en hospitales en donde su opinioí n ayuda a tomar
decisiones delicadas de vida o de muerte.

Lo anterior me lleva a constatar que, cada vez maí s, nuestras relaciones con otras
disciplinas nos conducen a estar en contacto con cientííficos provenientes de lo que se ha
dado en llamar ciencias “duras”; lo vemos cuando se trata de las grandes cuestiones del
clima o del medio ambiente, o de las cataí strofes supuestamente naturales, y que en
general no son del todo “naturales”. Lo vemos tambieí n con respecto al agua y a la
comida, que constituyen desafííos mayores para los cuales se movilizan juntos —en las
ONG, por ejemplo— cientííficos de todo tipo, lo cual puede incluir a socioí logos. Es por eso
que pedíí a un premio Nobel de quíímica, el profesor Lee, que es tambieí n el futuro
presidente del ICSU, que abriera manñ ana por la manñ ana nuestros trabajos —una manera
de marcar nuestra apertura hacia disciplinas aparentemente muy alejadas de la nuestra.

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Y el ejemplo que acabo de dar de los comiteí s de eí tica clíínica —en los cuales participan
tambieí n meí dicos y auxiliares meí dicos — permite igualmente ilustrar un punto
importante: trabajamos tambieí n con “profesionales” de otras disciplinas, con quienes
coproducimos saber. Esto no es nuevo, por supuesto, y desde sus inicios, en varios
paííses, la sociologíía trabajoí tambieí n con trabajadores sociales, meí dicos o juristas —
aunque no fuera maí s que para alertar a la opinioí n puí blica acerca de grandes problemas
de la sociedad: la miseria, el racismo, la falta de higiene. Sin embargo, me parece que
actualmente hay un nuevo impulso en ese aí mbito.

IV

Quisiera, puesto que nos acercamos a la conclusioí n, proyectarme ahora hacia el futuro,
examinando dos puntos que me parecen importantes. El primero es el de nuestra
pertinencia. La sociologíía pretende ser cientíífica, rigurosa, lo cual nos obliga a
reflexionar acerca de lo que hacemos. ¿Doí nde estaí la prueba, en nuestra disciplina?
Praí cticamente no podemos experimentar, como en la mayoríía de las ciencias exactas, y
estamos cada vez maí s sometidos a evaluaciones que juzgan nuestros trabajos, nuestras
revistas, nuestras instituciones, en un modo que se parece demasiado a menudo a lo que
Sorokin habíía llamado en los anñ os cuarenta la “cuantofrenia”. Maí s allaí de que nos
juzguemos mutuamente, y considerando con prudencia las “evaluaciones” cuantificadas
que amenazan con someternos a normas que faí cilmente se vuelven burocraí ticas, o a las
exigencias de la rentabilidad a corto plazo, ¿coí mo podemos afirmar que nuestros
resultados son cientííficos? Pienso que, cada vez maí s, la pertinencia de nuestras
investigaciones debe encontrarse en lo dicen de ellas los demaí s, y no soí lo porque nos
evaluí en. Pienso que estaí en lo que dicen y hacen los actores con nuestros trabajos, ya se
trate de actores polííticos, sociales, econoí micos, culturales. Eso no implica ninguna
sumisioí n de nuestra parte, no nos obliga a trabajar a favor de uno u otro de esos actores,
sino maí s bien a aceptar que nuestro trabajo se someta a discusioí n en el espacio puí blico,
en vez de hacerlo uí nicamente en la comunidad cientíífica a la cual pertenecemos.

Por supuesto, no todo mundo comparte necesariamente ese punto de vista. En todo caso,
me parece que cada vez maí s nos veremos obligados, en el futuro, a debatir acerca de ese
desafíío, que es indisociable de un segundo desafíío: el de nuestra participacioí n en la vida
puí blica.

Entre nosotros, algunos quieren seguir siendo “profesionales” que, como tales, no
debatan sino en el seno de la comunidad acadeí mica y se apoyan en argumentos
contundentes. Otros se comportan como expertos, que ponen su saber al servicio del
poder, de un contra-poder o de los medios de comunicacioí n, ¿por queí no? Otros creen
posible hacer revivir la vieja figura del intelectual comprometido, participar
directamente en el debate puí blico y en particular en la vida políítica, una postura que en
la historia ha desembocado con demasiada frecuencia en ilusiones o incluso en
resultados perniciosos que eran avalados por ideoí logos y demaí s intelectuales orgaí nicos
a la Gramsci. Personalmente, estoy convencido de que nuestra contribucioí n puede ser
uí til maí s allaí de la simple vida acadeí mica, a condicioí n de que se inscriba en dinaí micas
dentro de las cuales la produccioí n de conocimientos y la prueba de su pertinencia esteí n
articuladas en un mismo proceso. Podemos hablar aquíí de intervencioí n socioloí gica o de
sociologíía deliberativa, o incluso de investigacioí n-accioí n o de sociologíía clíínica —todos
ellos enfoques que merecen evidentemente ser discutidos. En cualquier caso, ahíí

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tambieí n estaí abierto el debate y la cuestioí n del compromiso requiere, a mi modo de ver,
ser articulada con la de la pertinencia de nuestras investigaciones.

Pero, ¿seguiremos siendo todavíía “socioí logos” el díía de manñ ana? ¿habraí que hablar
todavíía de “sociologíía”? Ya dije que el objeto mismo que nos define, la sociedad, es
cuestionado, incluso por algunos de los mas importantes socioí logos. He senñ alado
tambieí n que numerosos trabajos se presentan como pluridisciplinarios, y que las
distancias entre disciplinas claí sicas —por ejemplo entre etnologíía y sociologíía—
tienden a menudo a desaparecer, sin mencionar el surgimiento reciente de campos
transdisciplinarios como los cultural studies. Por lo tanto, ¿no seríía mejor hablar de
ciencia social —a lo anglosajoí n, en singular, o a lo franceí s, en plural— y aceptar la idea
de diluirnos dentro de ese conjunto? Esa idea no es nueva, tambieí n puede invertirse
para adquirir visos de hegemoníía, al convertirse la sociologíía en la ciencia social por
excelencia. Pero semejante idea se topa con numerosos obstaí culos, empezando por las
dificultades institucionales, vinculadas por ejemplo con la organizacioí n de las
universidades, con la docencia o con las carreras de los docentes-investigadores.
Ademaí s, la idea de amalgamar las ciencias sociales entre síí amenazaríía tambieí n con
alejarnos de nuestra herencia intelectual, y tenemos buenas razones para apegarnos a
ella, cualesquiera que sean las orientaciones de cada uno de nosotros. ¡Asíí que resulta
una idea que no presenta uí nicamente ventajas, y no voy a terminar mi mandato
convirtieí ndola en el nuevo caballo de batalla! Sin tratar de promoverla, evoco aquíí
simplemente que tiene el meí rito de alentarnos a enfrentar cuestiones importantes, y tal
vez seguir avanzando en lo que me parece maí s decisivo en la actualidad: nuestra
capacidad para pasar a un enfoque maí s general en nuestras investigaciones y para
debatir a ese nivel al que se suele llamar teoí rico, a la vez que mantenemos una exigencia
fundamental de produccioí n de conocimientos a partir de la exploracioí n de realidades
concretas.

Les agradezco su atencioí n.

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