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Antología joven

CUENTOS
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Asunción-Paraguay

Diciembre 2013
Najeeb Amado

El tronco
Najeeb Amado (set/1977). Militante político comunista. Es-
tudió Economía y Psicología. Se formó en educación popu-
lar. Fue miembro fundador y Secretario General del Club de
Lectores del Alto Paraná (CLAP). Desde ahí impulsó Festiva-
les culturales internacionales y diversas actividades como el
funcionamiento de una biblioteca móvil denominada Kombi-
blioteca. Fue colaborador de semanarios como Juaku’eke Pa-
raguay y El Jacaré, así como de revistas y publicaciones inter-
nacionales sobre análisis político. Escribió cuentos y poesías
que se publicaron en portales digitales. Colaboró para la an-
tología de cuentos sobre fútbol, denominada “Punta Karaja”.
Nueva narrativa paraguaya
F
ue cuando empezábamos nuestro pataleo, la prue-
ba de resistencia. Al iniciar una carrera universitaria
uno se traza un montón de líneas imaginarias en la
cabeza, líneas que se transforman, mimetizan, se ondulan,
toman vuelo o se zambullen de acuerdo al día, la maña-
na, la noche, la luna y todo eso. Problemas subjetivos –a
no burlarse– de espíritus frágiles, como de un cristal muy
fino, hechos de hueso descalcificado, bolsas de plástico sin
doble costura en el fondo. Claro, aquella duda sobre la fra-
gilidad o no del fondo de la bolsa traiciona a más de uno:
una gaseosa de 2 litros, la ñoño, ¼ mortadela, 1/2 kilo de
galleta, todo a la bolsa, uno agarra las manijas y a ren-
glón seguido, la mayor y más creativa gama de imprope-
rios fonéticos y físicos, mientras la ñoño le da un baño de
espuma al sediento piso, la mortadela alcanza a reunir la
cantidad necesaria de granos de arena que haga imposible
una prudente y sigilosa sacudida, la señora mira con una
cara evasiva, la vergüenza ajena se transforma en un obje-
to contundente a favor de la anfitriona. Los resultados de
este tipo de suceso común cuan desagradable de la huma-
nidad suelen ser variados, lo cierto es que generación tras
generación, las fábricas de plástico no han podido anular

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la posibilidad de ruptura del fondo de la bolsa. Nosotros
con Larry –imagino que como cualquier novel fabricante
de bolsas– pensábamos anular la posibilidad de que nues-
tro proceso de formación sufra un quiebre. De hecho, eso
era ideal. Un ideal que generaciones tras generaciones han
perseguido con desfavorable inclinación de la balanza en
relación a los logros. En fin, un ideal, no un real.
Años pasaron respuestas trajeron. Larry y yo dejamos
de ser compañeros circunstanciales en el estudio de Eco-
nomía, para pasar a ser compañeros de la vida, los atarde-
ceres, las esperanzas, los ideales, las siluetas... las siluetas.
Una realidad sugestiva, tan seductora, tan transparen-
temente confusa. De esas realidades que se despojan de
su simplicidad minutos después de su paso por el siem-
pre fugaz presente. Al entrar en el complejo terreno de la
memoria, el pasado empieza a mutarse de mil formas y
maneras. Ese es el condimento de la memoria: su predis-
posición a la construcción de imágenes cargadas de com-
ponentes afectivos y nostálgicos. Esos componentes –creo
yo– fueron los que jugaron a favor para la construcción
del embriagante cuan cautivante recuerdo de esos sensua-
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

les y libidinosos crepúsculos, que inundaban de placer al


punto de obnubilar la vista a nuestros ojos. Cada atardecer
era estremecedor. Sí, ya sé, los atardeceres sólo estremecen
a los espíritus altamente susceptibles, por eso cada uno
de esos días nos sentimos privilegiados, palpamos el co-
queteo de nuestros crepúsculos, intuimos esa especie de

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Nueva narrativa paraguaya
declaración visual, integramos sin racionales e insulsos
intervalos, aquel universo onírico, el universo mágico de
espíritus susceptibles (desde un punto de vista poligámi-
co nos podríamos haber sentido aventajados, teniendo en
cuenta que la mayoría de los espíritus susceptibles son fe-
meninos), de curvas arcoirisadas, dunas purpúreas, abs-
tracciones Kandynskyanas y futuros soleados. El condi-
mento que le daba un sabor urbano y pretérito a nuestro
ritual era el rugir estertoroso del Tronco (un compacto,
noble y luchador Datsun 120Y modelo 1977, motor 1200,
claro, caja cuarta). No, o sea, sí, originalmente el usuario
podía mitigar las odiosas siestas asunceñas con el sosega-
dor soplido del aire acondicionado, eso cuentan los que
tuvieron el placer de conocerlo en sus años adolescentes.
Después de superar la adolescencia, el Tronco decidió ins-
talarse hacia el este del país, yendo a parar a una casa del
Área 4 (barrio de Ciudad del Este). El viejo de Larry empe-
zó a compartir sus experiencias con el Tronco recién en el
´95. Ya el Tronco entraba en una etapa de madurez. Como
se sabe, los Troncos a esa edad, dejan de lado esa tierna
candidez que los caracteriza en sus primeros pasos, por
los rugidos estertorosos que anuncian melancólicamente
el ineluctable paso del tiempo. También, y no hace falta
denunciar; el “modus manejandi” de Larry (nunca le se-
guí los pasos a su viejo) es agresivo, bruto. Creo que a los
atletas que de alguna u otra manera realizan trabajos for-
zados en la llamada pretemporada, no les vendrían mal

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unos 45 minutos diarios de paseo en el Tronco –claro está–
como complemento de los ejercicios para fortalecer el ab-
domen. Y no es por la incomodidad que uno pueda tener
en su interior, si no (repito, ya sé) por el violento traslado
al que te somete Larry con su “modus manejandi”.
Entiendo, entiendo, no, claro, no es intención mía des-
prestigiar la conducción de Larry ni mucho menos culpar-
lo por las quejas que el Tronco nos hizo sentir en varias
ocasiones. El objetivo de este re-cuento es poner al tanto
de la humanidad y la autunidad, el inesperado desenlace
del Tronco, Larry y John Peter.
“Hoy es un día de esos festejables. Gallo Peró me diría
–seguro estoy– que un jueves 16 de marzo del 2006, sólo
es festejable para irresponsables como nosotros (los ami-
gos de su hijo), y que además él (Gallo Peró) está seguro
que nadie pudo haber nacido en una fecha tan anónima.
Los comentarios de Gallo Peró son siempre desinflantes y
paradójicos. A nosotros nos parece exactamente lo contra-
rio de lo que a él. Es increíble y esotérica la exacta relación
inversa entre sus planteamientos y nuestras prácticas”,
comentaba con un tierno humor (muy característico de su
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

persona) Larry, mientras dirigía el temible Tronco.


“Nuestro sol, hoy jueves, se mueve como queremos, es-
tamos escuchando el anestésico disco de Morphine, y nos
espera relajado Chick Korea para su entrada crepuscular”,
decía John Peter. “La avenida se nos extiende como seda
brillosa y el paramí-paravos de las dulces peregrinantes

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Nueva narrativa paraguaya
colorea la acera del Mercado de Abasto como un cuadro
de Gauguin. Do you feeeeel, like a swimming, mientras el
bajo y el saxo dibujan excitantes curvas en la melodía al
son del sol o el sol al son de... do you feeel... moviéndose
onduladamente entre blancos chantillyes, como decoran-
do el fondo turquesa. Los colores no mienten, las sonrisas
invitan y la atmósfera justifica: hoy, definitivamente es un
día festejable, estuvimos trabajando de luna a luna (siem-
pre de noche, gajes del oficio), casi terminamos nuestra
misión, tenemos las fotos, versiones de los ejecutores, gra-
baciones de los planes para todo eso, la suma de dinero
que perciben los mercenarios por cada trabajo, todo, o casi
todo, detallado, documentado. Encima tenemos libre todo
el día. ¿Por qué no regresamos hasta lo del Tío Félix para
habilitar una ñoñixon?”. “¿No era pio Tío Justo, Larry?
Bien confundido ya otra vez. Uuuh, escuchá esta parte.
¡Qué bueno! No, en serio, vamos junto a Tío Justo”.
–¿Pero cuándo fue que le encontraron?
–La verdad, fue el martes de la semana pasada, pero
según los datos que manejamos hace mucho tiempo que
están bicheando alrededor de la plantación.
–¿De dónde son esos tipos? Quiero nombres.
–Hace una semana que los estamos siguiendo Don
Von Engheiserbtheiner. Al parecer trabajan para Aguayo
y Cía. Sus nombres: Sergio Larrosa, más conocido como
“Larry”. El otro se llama Juan Pedro Aristizábal, más co-
nocido como “John Peter”. Larry es gordo, como de 1,78,

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moreno cabello medio largo y anteojos, 35 años. John Peter
es alto y flaco, tendría 1,85, blanco, cabello rubio y largo,
anteojos, 39 años. Según los datos que nuestra “inteligen-
cia” maneja, estos tipos serían detectives privados con una
muy buena formación en política, táctica de guerrilla y es-
pionaje. Hombres de confianza al servicio de la extrema
izquierda.
–Aaaah, ya entiendo. Estos hijos de puta me están que-
riendo cagar para una “buena causa”, ajiajiajiajij. Gutié-
rrez, haga lo que sabe.
–Por supuesto Don Von Engheiserbtheiner, tenemos
todo bajo control, estamos planeando el despacho para el
martes o jueves de la semana que viene. Claro que si pre-
cipitan alguna información el despacho se hará en el acto.
Ud. sabe, nosotros tenemos contactos dentro, alrededor y
fuera de esa organización. Por algo nosotros estamos arri-
ba y ellos abajo. Nadie puede conformar una organización
con militantes, todos honestos. A los perros le gusta el
pira-piré Don Von Engheiserbtheiner.
Su felino rugir, y en ocasiones (varias), la sensualidad
manifiesta en sus idas y venidas, como desnudando algu-
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

na excitación por alguna máquina del sexo opuesto (las


Brasilias lo volvían loco), los pedales de competición, que
en realidad más servían para aplacar la sed de competi-
ción que monopolizaba varias horas del sueño de Larry; y
sobre todo, sobre todito: su equipo de sonido. “De chiqui-
to fui aviador, pero ahora soy un enfermero”; “mi canción,

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Nueva narrativa paraguaya
es un antídoto liviano...”; “every where is war”, “uma cer-
veja antes do almoco...”; “la Habana, día de un año, en
la esquina está esperando...”; “¿Dónde están? –preguntan
los panfletos”. Charly, Fito, Bob, Chico, Silvio, Flecha, to-
dos, Plant, Faro, Dokma, Radiohead, Scoffield, Pink Flo-
yd, Fadlala, increíble pero cierto. Todos en el Tronco, el
Tronco con todos, respetando sus propuestas, moviéndo-
se con ellos, soñando en su despegue, en la posibilidad de
trascender a su condición de rodado. Y Larry acelerando,
siempre acelerando, mientras John Peter mete la informa-
ción amablemente cedida por un lugareño en su Note-
book, luego de tres horas de empatía, cañas-cocares (va-
rios vasos, varios), un resignado purahey jahe´o constante,
eterno, y el famoso “así nomás luego es chera´a”. Después
de siete días por las inmediaciones del lugar, buscando,
preguntando, fotografiando, grabando, maldurmiendo,
besando, escuchando, espiando, tocando, recitando, todo
con cautela (menos las actividades muy personales, Ud.
sabe...), reflexionando y discutiendo, se encontraban ya
pegados al petróleo de la ruta VII, a 120 km/h (y eso que
es Mod. ´77). Noo. El Tronco es así.
“Che Larry. ¿Vos creés que los perros van a poder ins-
talar el debate a nivel público para así poder desnudar las
verdaderas intenciones de estos explotadores y terroristas
de mierda?”. “ Y no sé John, el poder mediático tiene simi-
lares intereses en relación a este Von Engheiserbtheiner, o
sea, los medios, el aparato gubernamental, los empresa-

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rios, terratenientes. Es muy desigual la lucha en términos
de poder económico-fáctico, pero para eso estamos noso-
tros. Con este trabajo más la defensa del mismo –que ob-
viamente, nosotros la vamos a hacer–, y sobre todo, utili-
zando inteligentemente las estrategias comunicacionales,
podemos crear uno de los más grandes e históricos albo-
rotos. La MCNOC, aparte de recuperar la credibilidad,
puede llegar a convertirse en la organización que aglutine
a nuestra fragmentada dirigencia. ¿No querés ver si pasa
eso? ¡Hijo de puta, qué bueno!”. “No querés ver si nos
pillan si qué Larry, jhjhjhjij. Nos vamos al carajix”. “No,
si nos pillan abrite bolí nomás ya. Nos van a liquidar en
seco”.
Estaban ahí, cerquita, abriendo las puertas de la gloria
y a la vez, caminando al borde de la cornisa, mirando a
la muerte desde una ubicación privilegiada. El problema
es ese vértigo que surge en el momento del disfrute, justo
cuando la emoción se arropa en sus humanidades (segu-
ramente muchos corajudos dirán que temer a la muerte es
cosa de gente con espíritu débil). Hay veces que se pasa
de largo y todo bien, Larry y John Peter siempre supieron
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

eso, es más, nunca dudé del control que puedan ellos tener
de cualquier situación. –Mirana estas fotos chera´a, y los
perros, cuántos murieron al pedo por culpa de estos ase-
sinos, terroristas. Mirá, mirana cómo queman sus propias
tierras sólo para cagarnos la vida chera´a. Hace siglos que
solamente pedimos democracia, asistencia técnica, tierras,

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Nueva narrativa paraguaya
oportunidades de negocio. Sin embargo vienen estos tipos
con un poco de plata, le explotan a nuestra gente, nego-
cian hacia fuera, no pagan impuestos y encima, se pegan
el lujo de quemar sus cultivos –que en realidad son nues-
tros históricamente–, sólo para criminalizar nuestra lucha
y desarraigarnos del imaginario colectivo popular. “Divi-
de y vencerás”. ¡Mercenarios de mierda!
–Tranquilo Cipriano, viejo, dejanos procesar toda esta
información unos días y después le vamos a reventar a
estos tipos. Lo mismo debe estar pasando en San Pedro,
en el Chaco con el tema del abigeo. Estos tipos son de pie-
dra, pero nosotros tenemos el martillo. Tranquiter nomás.
–Gracias Larry chera´a, la semana que viene vamos a arre-
glar lo del pago. Voy a hablar con los muchachos de la co-
misión. Esta va a ser una victoria enorme para la MCNOC.
“Te llamo para que sepas que estoy vivo, que recuerdo
mis besos en tus pestañitas, mis dedos brincando entre tus
mejillitas. Karen te quiero, no puedo sentir atracción hacia
otra mujer. Sin vos estoy muerto sexualmente, virilmente
muerto. No sé qué me pasa pero no quiero hacer “perrito”
ni “cucharita” con ninguna otra mujer. Y nada, sólo eso,
platónica alienación. Chau”.
John Peter habrá sido uno de los personajes más raros
que conocí.
Generalmente los perros llegan a los 40 explotando por
toda esa carga de estímulos recibidos a lo largo y ancho de
sus vidas, sin embargo, John Peter es capaz de pasar me-

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ses, años sin tener relaciones sexuales. Casi todos sus ami-
gos, siempre lo hemos visto como un loco, pero es raro, un
loco que no es loco en serio, pero es loco. En discusiones
acerca de su locura y/o cordura, existía como una especie
de rotación inconsciente en las posiciones de acusador y
defensor. En ocasiones, el que había sentenciado la demen-
cia de John días atrás, defendía con cariño y paternalismo
sus travesuras. La personalidad de John se desdobla cons-
tantemente hacia el delirio o la sobriedad, y curiosamente,
ese desdoble (estar loco o cuerdo) guarda una relación di-
rectamente proporcional con el sendero que haya tomado
el acto por él cometido. Dicho en cristiano: si sos burlado
por John, él está completamente loco. Si sos espectador, y
el perjuicio no hace mella en tu normal desenvolvimiento,
John Peter es un tipo gracioso. Claro, Gutiérrez, amigo de
John no es, y tampoco cree que esté loco...
“Hola, cómo estás princesa. Yo súper bien, extrañán-
dote, sabés luego. ¿No? ¿Por qué pio? ¡Ndera! Justo ahora
que estoy estresado. ¿No vas a poder luego? ¡Qué mbore!
Y bueno, para otra vez será. Un beso...¡jgajgajgajga! ¡Claro
que necesito un masajecito!... ¡Dale! Hablamos. Chau”.
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

Con él es otro juego. A Larry le resulta harto difícil pa-


sar seis días sin relaciones sexuales, o por lo menos algún
encendido flirteo. No fue por ironizar ni mucho menos,
que el sobrenombre utilizado por sus más íntimos haya
sido “gordilover”. Su innata paranoia fue madurando de
la mano de sus estudios sistemáticos sobre espionaje. Es-

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Nueva narrativa paraguaya
timo que el disyuntivo carácter de John Peter se fue acen-
tuando en cuanto a disloques, gracias a los estudios de
espionaje y tácticas de trabajo clandestino, preparación de
bombas caseras y circuitos eléctricos alternativos, alarmas
y cosas así. Pasa que generalmente, este tipo de conoci-
miento altera de por sí el desempeño de un normal Sis-
tema Nervioso Central (SNC). Ni hablar de los SNC´s de
Larry y John.
Las vidas de Larry y John, se fueron aquilombando y
paranoiqueando a partir del trato con Aguayo. Cierto es
que el acuerdo fue más que nada, producto del compro-
miso que ellos tenían con la lucha campesina. Desde un
comienzo estaba claro, que detrás de la quema de culti-
vos, existían empañadas intenciones. Muchos datos eran
contradictorios. La manera en que quemaban, la rapidez
de la huida, la imposibilidad de capturar a los piromanía-
cos y en contrapartida, la extrema seguridad que tenían
los empresarios, el gobierno y los medios, en la culpabi-
lidad de los campesinos organizados en la “radicalizada”
MCNOC. El mensaje entrelíneas se podía percibir por su
relieve: la avanzada campesina tenía que ser desbarata-
da. Resultaba imperioso para los dominadores, demostrar
objetivamente la creciente criminalización de la MCNOC,
que según ellos, era “una organización armada y muy
peligrosa”. Como la plataforma de lucha de los compa-
ñeros del campo iba ganando arraigo en los demás sec-
tores (obrero, campesino, intelectual), era necesario crear

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elementos concretos que puedan incriminar, y así demos-
trar las oscuras intenciones que tenía la MCNOC, y que
“muy inteligentemente”, las “solapaba” con “supuestas”
reivindicaciones “justas”. Y justamente, Larry y John Pe-
ter fueron contratados por la MCNOC, para realizar una
investigación en las plantaciones. Una investigación que
demuestre la total desvinculación del frente campesino
con la quema de cultivos, y a la vez, revele las identidades
de las personas y/u organizaciones que realmente están
detrás de todo esto. Larry logró captar varias fotos de Gu-
tiérrez entregando dinero a cinco densos personajes, otras
en el momento de la quema, en donde raramente aparecía
Don Zárate, uno de los cuidadores de la plantación. Veci-
nos de la zona –euforia de por medio– manifestaron que
Von Engheiserbtheiner concedía placeres y privilegios a
Gutiérrez. Hay una foto entre Von Engheiserbtheiner y
Gutiérrez, en la que este último le enseña algunas zonas
de un mapa. Grabaciones entre los susodichos, planifi-
cando la quema, vaticinando la suerte de los campesinos,
riendo y hablando de los movimientos curvilíneos de una
tal Rogeria, con los infaltables, picarones y famosos jejejés
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

y jijijís. Era así, no de otra forma: Von Engheiser-noséque-


cuanto era el autor intelectual de la quema de sus tierras.
Gutiérrez, el jefe de los ejecutores. La MCNOC, el chivo
expiatorio.
La quema de sojales en distintos puntos del país (según
el propio Von Enghei-sabésluego), fue planificada por los

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Nueva narrativa paraguaya
grandes productores de soja con la intención de cortar de
raíz (prisión de sus líderes mediante), la avanzada del mo-
vimiento campesino en su lucha por la democratización
de la tierra. A comienzos del 2006, se habían recuperado
más de 50.000 Has., con la creación de dos grandes Coope-
rativas campesinas, más la asistencia técnica de alumnos
de Agronomía. Los estudiantes se encontraban cada vez
más identificados con la lucha de los compañeros del cam-
po. Era necesario criminalizar la lucha. La quema tenía
prensa, empresarios, terratenientes y gobierno en contra
de los campesinos. La prensa, los empresarios y terrate-
nientes (incluido Von Enghei...) acusaban directamente a
la MCNOC. El gobierno se pronunciaba con más cautela
diciendo: “Hemos observado conductas agresivas última-
mente en algunos dirigentes de la MCNOC. Seguiremos
investigando”.
“Gracias tío. No, ja o valéma la cinco ñoño tío. Las ocho
ya son, encima. ¡Mirána un poco nuestra luna chera´a!
¡Cómo quiero acariciarle su pancita!”. “Vamos pues al
atracadero, Larry. Ahí lo que vamos a poder subirnos so-
bre su pancita”.
La noche empezaba a abrazarlos, el ronco ester-
tor, unos cuantos cof-cof, primera, Marley y... We don´t
neeeeeeeed... no more trouble. Un azul íntimo, la brisa ri-
bereña, cinco minutos, cambio de música: Exodus, ¡Y todo
ese caudal! El Tronco, Larry y John frente al Paraná.

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Para nosotros, el atracadero de Franco es el espacio in-
conexo y a la vez real, más motivador que conocemos a cin-
co minutos de la ciudad. Por un lado el ondulado Paraná,
sus curtidos pescadores, los intrépidos paseros, el amena-
zante barrio formado por sin tierras que en su peregrinar,
extraviaron sus respectivos sentidos de vida. Y la luna,
testigo luminoso de aquella amalgama. A mucha gente le
resulta terrorífico el atracadero por el barrio que lo rodea,
sin embargo, a nosotros nos parece el espacio adecuado
para reflexiones y coloquios. A eso fueron los perros, a
charlar sobre música, trazos, colores. Recordar anécdotas
de su reciente y desgastante labor. En el lugar apropiado,
con la música exacta para el sorbo de descanso que logre
ventilar los circuitos para que mañana se pueda razonar
mejor sobre los documentos obtenidos. –¿Hace cuánto que
están ahí, Lechu? –Y hace una hora por ahí, pero no se van
a ir todavía. –Escuchame, Lechu, nosotros vamos a llegar
en diez minutos, si salen antes disparale nomás. Acercate
bien y disparale, no importa si no mueren en el acto. No
se tienen que escapar nomás. Total, nosotros al río lo que
le queremos tirar. Así es que ya entendiste, cuando veas la
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

luz de nuestro coche hacé lo que sabés y si de por ahí se


rajan antes que lleguemos, liquidá vos mismo el expedien-
te. –Sin problema, Don Gutiérrez.
La dulce oscuridad se fue enturbiando dentro de aquel
jueves 16 de marzo, y junto con ella la mañana imaginada.

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Nueva narrativa paraguaya
Esa mañana vista por todos se recreaba impalpable, inma-
terial, escurridiza.
Las luces se presentaron, y con ella la curiosidad, aun-
que nada más que eso. Larry volteó la cabeza, John pre-
paraba un tema, Lechu se hizo sentir, la confusión duró
el tiempo exacto para que los obliguen a subir al Tronco,
de manos y pies atados. Las puertas se llavearon y hubo
apenas un empujoncito. Posterior al mismo se dio inicio al
fin. El caso no trascendió, Von Engheiserb... se hizo escu-
char con su tenebroso ijjjiajjjiajjjiajjj, Gutiérrez se compró
una 4X4 último modelo y Lechu el terreno para su familia.
Yo sabía acerca de los documentos. Esa noche del 16 de
marzo encontrábame llevando adelante una charla sobre
“El tratado de economía política marxista” de Ernest Man-
del con algunos amigos, todos dirigentes de la MCNOC.
Al día siguiente, como a las seis de la mañana entraron
en mi pieza, me golpearon y pusieron algunas botellas
de combustible, información acerca de explosivos, cartas
acerca de la quema de cultivos y la táctica a ser desarrolla-
da. Nunca más supimos nada sobre los documentos reca-
bados por Larry y John. Absolutamente nada. Un líquido
ácido y ardiente incendió nuestra esperanza en el inicio de
un oscuro otoño de aquel espeso 2006.
Del juicio casi no recuerdo. El desmoronamiento de
aquel mundo secuestraba cualquier tipo de interés en la
pseudo-realidad. Esa pútrida realidad de los Von Enghei-

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serbtheiners y los Gutiérrez. Esa hedorosa realidad que
me han metido en la nariz.
Mañana se recordará el primer aniversario. Hoy por
hoy tengo muy buenas relaciones con los demás reclusos
(la conciencia de clase es fundamental para la superviven-
cia en la cárcel), y gracias a eso, puedo permitirme pre-
parar un panel en el patio de la penitenciaría con la idea
de explicar la trágica extinción de ese tierno y penetran-
te mundo que en incontables ocasiones y durante tanto
tiempo, también lo sentí como mío. Nuestro mundo, el de
Larry, John y el Tronco. Sí, el mío. Y como mío he tratado
de hacerles sentir a los perros acá en la cárcel, en donde
circulan tantos otros mundos excluidos, la ironía de un
solo mundo que pretende imponer su despiadada lógica
asesinando mundos que sueñan y palpan otras realidades,
distintas a las que amenazan y perturban nuestra existen-
cia con sórdidas y macabras carcajadas, petulantes subjeti-
vidades y algún que otro putrefacto y burlesco puñado de
dinero que busca sepultar nuestras alas.
En la cárcel los perros la tienen clara: “Todos los direc-
tivos y jefes de seguridad son asaltantes de vidas y mun-
Najeeb Amado/ EL TRONCHO

dos. No queda otra: motín y transformación”.

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M. M. Ballasch

El día en que
la humanidad
comenzó a
envejecer
Melissa María Ballasch Moreno. Nacida en Asunción el 20
de mayo de 1985, es abogada y escribana por la Universidad
Católica “Nuestra Señora de la Asunción”, con un post-grado
en didáctica universitaria y una especialización en derecho
procesal en la misma casa de estudios. Se desempeña como
Responsable del Área de Jurisprudencia y de la Revista Jurí-
dica de La Ley Paraguaya, de Thomson Reuters.
Fue integrante del Taller Cuento Breve y forma parte del Sa-
lón de Lectura desde el 2003. Ha recibido premios y distincio-
nes en numerosos concursos de cuento y de ensayo.
Es autora de la novela Águilas sobre el viento (2013) y coau-
tora de Cuentos con galletitas (2012), ambos libros publicados
a través de la Editorial Arandurã. Sus obras han aparecido en
antologías como Y siguen los cuentos (2012) del Taller Cuento
Breve y Cuentogotas IV (2004) del Movimiento aBrace, y en re-
vistas como Acción Cooperativa y Sable. Ha publicado también
en el blog Los Forajidos del Yermo.
Nueva narrativa paraguaya
La habitación está llena de sombras:
son las sombras de tu juventud.
Porque la juventud ha volado,
¿lo sabías?...
Sandor Marai – La amante de Bolzano

¿ Quién tiene el poder de decidir cuándo se te acaba el


tiempo? La historia de mi vida está marcada por el
día en que comenzaron a envejecer. Puedo decirles
mucho: la muerte es una maldición, una peste, una enfer-
medad, es el fin del mundo. Y aunque no lo sepan, eso
fue cierto una vez. Ahora te diría que la muerte es la más
deseada de las bendiciones: es posible luchar con una vo-
luntad indomable, se puede luchar toda la vida, pero sólo
la muerte le da sentido al pasado. Solamente cuando ya no
se puede dar más batalla es posible darse cuenta de que
el intento no fue en vano. Cuando uno ya no puede pedir
más, está obligado a mirar hacia atrás. ¿Importó? Puedo
contar muchas cosas, pero nunca voy a poder hablar del
día de mi muerte: no es parte de mi pasado y nunca va a
ser parte de mi futuro. ¿Por qué? Porque nunca va a ser
una posibilidad en mi presente. La culpa es eternamente
mía, mía y de Ah´lah´ios.
Nosotros no sabíamos lo que era esa palabra, muer-
te. Ustedes la inventaron, así como yo inventé la culpa.
Y muchos me dirán que significa liberación. No siempre
fue así. Para mí sólo significa la repentina posibilidad de
que todo pueda podrirse en lo que para mí es un instante,

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y para ustedes, la lentitud de la agonía. La tierra cambia,
los paisajes cambian, el clima cambia, incluso el agua. Lo
único que existe desde mi primer día en este planeta son
las cucarachas. Por eso las mato a todas. No me hace sen-
tir más libre, revientan con un crujido, se pegan, y yo me
siento un poco más corrompido. Me condenaron a sentir-
me así por siempre. A veces más, a veces menos, como un
zumbido constantemente aguijoneando un oído. Traté de
combatirlo. Es inútil.
Sucedió cuando éramos una raza nueva en el mundo
M. M. Ballasch/ EL DÍA EN QUE LA HUMANIDAD COMENZÓ A ENVEJECER

y yo tenía una lanza porque íbamos a pescar. Yo daba las


órdenes porque era el único que cuestionaba las órdenes
de los demás. Toda tribu necesita un líder. Me obedecían,
y adorábamos al sol desde que una bola de fuego cayó del
cielo como advertencia. Le dimos un nombre, Ah´lah´ios,
porque si podíamos llamarlo de alguna forma era menos
aterrador. Los nombres pueden ser cárceles, pueden do-
minar. El nombre significa, sencillamente, fuego que cae,
y ninguno de nosotros pensaba que alguna vez sería más
que eso. Un Creador. Porque es necesaria una fuerza que
dé su razón de existir a las cosas que vemos.
Yo fui el único. Yo hice algo con esa lanza.
Nosotros éramos pacíficos de una forma que ustedes
no entenderían. Ellos lo eran. Nadie había para discutir-
nos el hecho de que todo lo que veíamos nos pertenecía,
por eso no necesitábamos una Providencia. Era más que
suficiente. Éramos pocos, nuestros periodos de reproduc-

26
Nueva narrativa paraguaya
ción eran extremadamente largos. Yo había visto los mis-
mos rostros todos los días, una y otra vez, y nunca había
desaparecido uno solo de ellos. Ni uno. En términos de
ustedes: nosotros no moríamos. Lo más curioso es lo que
no cambió: les puedo parecer más alto, peludo o jorobado,
pero no hay forma de que sepan que no soy uno de uste-
des.
En esos días el mundo era nuestro y no teníamos pro-
blemas para conseguir alimento. Algo debió de asustar a
los peces, algo nuevo, porque sólo conseguimos uno. Des-
pués supe que había sido un tiburón, el primero que vi en
mi vida. Era toda nuestra riqueza: ese día nació la codicia,
uno de sus pecados capitales. Nació el pecado en sí, y con
ello, la idea de la creación y el ansia de redención. Tomé
el pescado para mí y me dispuse a comerlo, todos bajaron
la cabeza y observaron en silencio. Todos excepto uno de
ellos. Se me acercó y trató de arrebatarme la cena. No fue
rabia lo que sentí; como les dije, nosotros no teníamos una
historia de ira a nuestras espaldas. Él había hecho algo que
nadie más se había animado a hacer. Sentí curiosidad. ¿Iba
a sangrar como los animales que solíamos comer? Y ahí
es donde comienza la crueldad. Levanté mi lanza y cuando
lo maté fue la primera vez que vi a alguien morir. Por eso
me gané el castigo. Los demás me miraron como si yo fuera
el mismo Ah´lah´ios arrojando fuego y corrieron. Yo no
era una deidad destructora, pero pude oír sus palabras.
Muchos de ustedes también, no importa si le llaman Dios,
Allah, Yahveh. No era una paloma, no era un anciano con

27
barba, no era un ángel, no era una zarza en llamas. Tam-
poco era viento ni tormenta. No era más que una voz en
mi cabeza, pero allí donde era, era trueno y relámpago.
No fue largo. Dijo que mi alma estaba podrida y turbia,
que haber tomado la vida de alguien de mi propia clase no
tenía perdón, iba a mostrarme un reflejo. Y así, me conde-
nó a ver podrirse a los demás, a ver el mundo derrumbar-
se una y otra vez. Y sobrevivir a todo. No podía morir, no
podían matarme, no podía decírselo a nadie. Cada muerte
a partir de eso iba a pesar en mi conciencia, porque yo la
M. M. Ballasch/ EL DÍA EN QUE LA HUMANIDAD COMENZÓ A ENVEJECER

había causado.
Empezaron a podrirse desde adentro. Podían conta-
giarse de más enfermedades de lo que era posible pensar.
Muchos murieron así. Los que no, se fueron deshacien-
do por fuera. Se les caían los dientes, se les rompían los
huesos, se les arrugaba la piel. Uno por uno hasta que me
dejaron solo. Y cuando ustedes aparecieron, yo estaba fu-
rioso. Yo les enseñé a matar.
Pero el tiempo pasa. El alumno supera al maestro.
Yo nunca volví a escuchar a Ah´lah´ios, o como quie-
ran llamarlo. Sólo quedábamos en este mundo la muerte
y yo.
A pesar de la medicina, mientras los siglos se suceden,
ustedes envejecen más rápido y mueren más temprano.
¿Por qué? Yo vi crecer algo dentro de ustedes, algo de lo
que pueden no haberse dado cuenta: la resistencia. De to-
das las cosas, la más extraña que les trajo el tiempo fue la

28
Nueva narrativa paraguaya
idea de que ustedes y el mundo no debían de ser como
eran. Tenían un nuevo mantra: yo debería ser. Entonces em-
pezó a encorvárseles la espalda, comenzaron a quedarse
ciegos: eso es lo que sucede cuando sólo ves lo que quie-
res, cuando te acostumbras a mirar sin ver. Su forma de
expresar esa resistencia frunciendo el ceño hizo que em-
pezara a arrugárseles también el rostro, además de las ma-
nos. Supongo que la vida pesa cuando te pasas los años lu-
chando en su contra y decides llevarla a cuestas. Yo llevo a
cuestas muchas vidas distintas para mantener mi secreto,
estoy seguro que habrán escuchado de más de una perso-
na que desapareció. Sin explicación. Les parecerá raro que
use la palabra condenado para decir que ni siquiera puedo
envejecer.
Yo estoy sentado en un banco, en el medio de un par-
que muy grande. Creo que es primavera. Hay una niña
echando migajas de pan a las palomas. Les está dando
vida, y las palomas pueden volar. Ella, con el pelo recogi-
do hacia atrás y un vestido blanco, está alimentando a la
libertad.
Trato de nunca encontrarme con la misma persona dos
veces, eso hace las cosas más fáciles. No vuelvo a mirarla,
hasta que ella se acerca y me entrega un trozo de pan para
que yo también alimente a las palomas. No sé por qué,
pero lo tomo. En todos mis siglos en este planeta, nun-
ca tuve una mascota. No necesitaba ver morir animales

29
también. Me mira antes de irse, e incluso me saluda con
la mano.
No hay un rincón del mundo en que no haya estado,
un solo lugar donde no haya buscado la paz. Escuché to-
das las historias que puedan intentar contarme y le recé a
los dioses más recónditos que puedan imaginarse. Ningu-
no se apiadó de mí. No puedo llorar. No puedo cansarme.
Mi espada se encorvaría si pudiera. Ni siquiera puedo so-
ñar con que esto termine. Eso es la soledad en su más puro
sentido, algo que ustedes nunca van a entender: ver cómo
M. M. Ballasch/ EL DÍA EN QUE LA HUMANIDAD COMENZÓ A ENVEJECER

la vida se escurre por el fregadero sin poder taparlo, ver


desaparecer a todos como si fueran hormigas. Hubo mo-
mentos en que tuve que encerrarme en cuevas escondidas
para soportarlo.
Al día siguiente vuelvo a ver a la niña, en otro par-
que. Acaba de llover y el viento ha echado a un polluelo
del abedul más cercano a las verjas rojas. Ella toma al ave
entre sus manos y me la trae con los ojos abiertos, expec-
tantes, como si yo pudiera devolverla a su nido. Es un par-
dillo marrón, diminuto entre mis manos, con una mancha
rojiza en la frente. Está tiritando. La niña lo mira preocu-
pada y le acaricia la cabeza. Asiente cuando le pregunto si
quiere salvar la vida del animal. ¿Por qué? ¿Por qué que-
rría alguien salvar algo que está destinado a podrirse de
todas formas?
–La vida es linda. Si yo le salvo, vive porque le salvo y
va a cantar en las ventanas de las personas tristes.

30
Nueva narrativa paraguaya
Y toda su canción va a ser una oda para ti. Eso es lo que
todos quieren, hacer del mundo un lugar diferente de
aquel al que llegaron. Van a desaparecer y quieren dejar
una huella. Nosotros no conocíamos eso, ustedes inventa-
ron el concepto del tiempo. Y se engañan, porque lo único
que pueden controlar es el presente. Se dedican a tratar de
importar, y la muerte les arrebata hasta eso. Es lo único
seguro y definitivo que tienen en su vida. La muerte se lo
lleva todo. Excepto los recuerdos.
–Si le salvo, yo le doy vida. Es pequeñito. Quiero sal-
varle porque quiere vivir. Todos queremos vivir, y necesi-
ta mi ayuda o se muere –continúa ella.
–Se va a morir igual –digo. Tengo la voz tan seca y
dura como el alma. Sus ojos se llenan de lágrimas. Es de-
masiado joven para entender que sobrevivir es el peor de
los castigos que pueden inventarse.
–Pero va a vivir antes de morirse –susurra ella, acari-
ciando con sus dedos la pequeña cabeza animal. El pardi-
llo tiembla entre mis manos, emite un leve chillido y de
repente se queda quieto. Puedo reconocer una despedida
cuando la veo.
¿Ves? Estoy a punto de contestarle, pero me trago la
palabra cuando veo cómo se transfigura su rostro. Des-
pués de un par de pucheros rompe en llanto, toma al po-
lluelo y se aleja corriendo.
Quiero salvarle porque quiere vivir. ¿Es eso lo que to-
dos piensan? La humanidad cambió mucho a través del

31
tiempo, pero algo permaneció desde el comienzo: siempre
trataron de explicarse su existencia a través de un falso
sentido de inmortalidad, una vida después de la vida. No
existe algo semejante. La niña sale del parque y yo empie-
zo a seguirla. Algunos de ustedes lo entendieron, se de-
dicaron a dejar algo detrás, un legado, sin esperar tener
algo más adelante. Huellas. Cicatrices, en verdad. No llega-
ron pensando que vinieron para llevarse algo. Experiencia.
Ella va a cruzar el camino. Y muy pocos se dieron cuenta
de que el tiempo es una ilusión creada por su mortalidad.
M. M. Ballasch/ EL DÍA EN QUE LA HUMANIDAD COMENZÓ A ENVEJECER

Todo es un eterno ahora. Ella corre hacia las vías del tren
para atravesarlas, seguía aferrando al ave con fuerza. Yo
corro detrás de la pequeña. Es posible que ella tenga ra-
zón. La vida y la muerte se convirtieron en dos lados de
la misma moneda, y viéndolo así es complicado distinguir
cuál es más importante. Constantemente se están quedan-
do sin tiempo, y eso les empuja a hacer las cosas que de
otro modo no harían, pero sólo la muerte permite darle un
significado a esa historia. Esa lista de objetivos pendientes
creció y creció, hasta que empezaron a tenerle miedo a la
muerte. Y esa se convirtió en su mayor debilidad cuando
podía haber sido la inspiración más poderosa. Están terri-
blemente asustados por algo que no pueden evitar, por-
que ni ustedes que lo viven lo entienden mejor que yo. Si
ella tiene razón, dejen de tener miedo. Si una vida merece
ser salvada porque alguien quiere vivirla, merece correr el
riesgo de vivirla. El miedo es lo único de lo que se van a

32
Nueva narrativa paraguaya
arrepentir cuando miren atrás, hasta yo sé eso. Van a ter-
minar en el mismo lugar. Tardé segundos en llegar hasta
las vías del tren. Veo los faros encendidos, me encandilan;
oigo el chirrido de las ruedas tratando de frenar, me per-
fora los oídos; los gritos. Quiero salvar a esa niña porque
quiere vivir, darle la oportunidad de la que privé a cada
uno de ustedes. Por primera vez me estoy preguntando
qué les hice a ustedes, y me entran ganas de llorar, pero
no por mí. Mis brazos la empujan hasta el otro lado de las
vías. La gente me señala.
Y por un breve momento pienso que la luz al final del
túnel no es más que ese tren.

33
Blas Brítez

Rápido
como el polvo
Blas Brítez. Nació en 1981. Es egresado de la carrera de Le-
tras de la Universidad Nacional de Asunción. Se desempeña
como periodista del suplemento cultural Correo Semanal del
diario Última Hora, en donde se especializa en crítica y en-
trevistas literarias. Fue colaborador del semanario El Yacaré,
y sigue escribiendo reseñas bibliográficas en publicaciones
como la revista Acción. Poemas suyos han sido publicados
en la antología Generación de los 90. 99 poetas nuevos (1999).
El relato “Un rencor vivo” fue seleccionado para el libro
Antología de la novísima narrativa breve hispanoamerica-
na (Venezuela, 2006). El cuento “No hay mal que dure cien
años” resultó ganador de la sexta edición del Premio Elena
Ammatuna (Paraguay, 2012).
Nueva narrativa paraguaya
ROGER: Está debajo de la cama.
VINCENT: Lo tengo.
JULES: ¿Somos felices?
QUENTIN TARANTINO, PULP FICTION

C
onocí a la mujer de esta historia en un congreso de
pediatras. Estaba sentada a unos metros de mí, se-
parada por otras cinco mujeres sin atractivo espe-
cial. Escuchaba con distraída atención a la conferenciante.
Hamacaba la pierna derecha cruzada sobre la izquierda,
de vez en cuando se tocaba la oreja en algo que parecía ser
un tic suyo. De buenas a primeras, me gustaron su perfil
de ave de rapiña, su largo cuello resaltado por los enormes
pendientes que casi reposaban sobre sus hombros, el pelo
recogido en un rodete perentorio, la forma misma de cru-
zar las piernas.
Como siempre, todo era aburrido en este tipo de even-
tos. En un momento dado, me levanté y salí a fumar en el
patio interior que había en el hotel céntrico donde tenía
lugar el congreso. Poco después, apareció la mujer con un
inquietante contoneo de caderas, el pelo oportunamente
suelto, un cigarrillo entre los dedos. Miró a su alrededor y,
cuando me vio, se acercó y me pidió fuego sin mucha ga-
lantería. Yo estaba sentado en uno de los bancos del patio.
La miré mientras manipulaba el encendedor: su figura se
recortaba contra la fuente de agua que a chorros murmu-
raba vaya uno a saber qué arcanos de la noche. Había en

37
sus ojos un sosegado candor felino. Me parecía que no de-
bía sobrepasar los treinta años. Fumamos juntos, me dijo
su nombre: Teresa. Supongo que intercambiamos juicios
sobre la conferencia, nos reímos un rato, apagamos nues-
tros cigarrillos y volvimos adentro, cada uno a su respec-
tivo lugar.
Después de terminado el cónclave, la vi hablar ani-
madamente con unos colegas, en medio del salón. Yo la
miraba con interés creciente pero disimulado. Por aquel
entonces tenía lo que yo consideraba un incuestionable
método para descubrir las señales más ocultas de la seduc-
ción femenina: buscar el pequeño movimiento desdeñoso
de la boca, la mirada perdida, hierática, aparentemente in-
sensible; el sospechoso “sí, sí” a todo. En el momento en
que abandonó el grupo, me acerqué a ella como si ese acto
fuera una simple casualidad. Nos saludamos otra vez. No
recuerdo exactamente de qué hablamos, pero al parecer
habíamos encontrado puntos de mutuo interés, pues es-
tuvimos así por casi media hora, cuando nos dimos cuen-
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

ta que solamente dos hombres barrían el piso del salón y


toda la otra gente se había ido. Le dije que iba a Luque,
que tenía auto y que la podía acercar a algún lugar si era
necesario. Miró hacia el techo, hizo ademanes de pensár-
selo bien (aquí la boca tomó ribetes de estudiada indife-
rencia), y al final me dijo que vivía en Villa Aurelia y que
si era muy amable podía acercarla lo más que pudiera.
–Está bien, fenómeno, te llevo hasta tu casa –le dije.

38
Nueva narrativa paraguaya
No bien subimos al auto, percibí que estaba más cómo-
da. Durante el viaje me contó, sin preguntarle, que hacía
una semana había dejado a su novio por “colgado e in-
fiel”, que ahora estaba “en búsqueda de nuevas experien-
cias”. Esa frase tenía toda la ambigüedad que la situación
ayudaba a acrecentar. Me acomodé en mi asiento. Sentía
que las manos me empezaban a sudar. Siempre me ocurre
eso cuando estoy frente a una mujer y trato que algo se me
ocurra para decirle.
Ella de repente había sufrido una horrible metamorfo-
sis: como si una hermética compuerta se hubiera abierto,
se había puesto locuaz, desinhibida, charlatana. Habla-
ba sin parar, de cualquier cosa que le viniera a la cabeza,
iba de un tema a otro sin ninguna transición. No sé por
qué, pero tenía la vaga sensación de que no era la misma
mujer que había invitado a subir a mi auto. Diez minutos
después de haberlo hecho, ya me estaba arrepintiendo de
haberme puesto el disfraz de gentil Casanova asunceno.
Trataba de levantarme a una tipa que me empezaba a po-
ner los nervios de punta. Era linda, ningún hombre en su
sano juicio dudaría en acostarse con ella si la oportunidad
apareciera, pero aquella voz suya metiéndose en mis oí-
dos como un bicho incómodo era una razón de peso para
bajarla en la primera parada de colectivos.
Manejaba con la vista fija en el semáforo en verde, so-
bre Mariscal López y Venezuela, cuando después de una
frase a medio terminar me preguntó:

39
–¿Tenés ganas de echarnos un polvo rápido?
La miré sorprendido. Esa sola pregunta había deshe-
cho, en un segundo, el muro que yo estaba levantando rá-
pidamente contra su belleza, valiéndome de las piedras
arrojadas por su propia charlatanería.
Cruzamos el semáforo en rojo. Un montón de imáge-
nes pasaron por mi cabeza: ella ya no hablaba, solo gemía
lenta y cadenciosamente; esos labios pintados besaban mi
pecho, mi cuello, mis propios labios; su pelo se dejaba caer
súbitamente sobre mi rostro; sus muslos aprisionaban mis
caderas como las fauces de un león enfurecido.
–Sí, ¿pero dónde? –le dije casi en un suspiro, olvidado
ya su hablar atropellado y desesperante. El cuerpo de esa
mujer, definitivamente, valía el precio que fuera.
–Puede ser ahí, en esa estación de servicio –me dijo
señalando una. En sus palabras había una seriedad irre-
futable. Sin darme cuenta, había sufrido una segunda me-
tamorfosis, esta vez lúbrica y decidida.
–¿Pero cómo en una estación de servicio? ¿No es mejor
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

en un reservado? Nos podemos ir a mi casa también, a


Luque –le dije espantado. Nunca antes una mujer –en mis
por entonces cuarenta años de rigurosa soltería– me ha-
bía hecho una propuesta tan así, tan directa. Digan lo que
digan, los hombres no estamos habituados a esas circuns-
tancias: el corazón comienza a latir con más fuerza desde
el momento justo en que la alusión sexual es empleada por
una mujer.

40
Nueva narrativa paraguaya
–No tengo mucho tiempo. Vos confiá en mí. Entrá en
esa estación de servicio –me ordenó.
Mecánicamente, encendí el señalero izquierdo, aguar-
dé a que los autos que venían en sentido contrario pasa-
ran, soporté los bocinazos de los que se estancaron por mi
impertinencia repentina.
–Estacioná. Este es el plan, atendé bien: yo me bajo, le
digo al que atiende el shop que necesito ir al baño, él en-
tonces me va a dar la llave, porque aquí siempre lo tienen
cerrado, y vos te vas detrás de mí. Nos encerramos aden-
tro y ya está. ¿Entendiste?
Su lógica era más que absurda, pero era extrañamente
atractiva. Era como si ya lo hubiera hecho muchas veces
antes. En determinados momentos, los hombres sentimos
que una orden emanada de lo femenino es poderosamente
imperativa.
–Dale –dije, sorprendido de mí mismo.
Ella bajó y entró en el shop. La vi hablar con el de-
pendiente. Salió con un manojo de llaves en la mano. No
me miró. Parecía estar actuando, fría e incuestionable.
Fue directamente al baño, abrió la puerta y se introdujo
en su interior. Caí en la cuenta de lo que estaba haciendo
realmente. No llegaba a entender cómo así, tan inespera-
damente, tan milagrosamente, me encontraba a punto de
echarme un polvo con una joven colega desconocida en el
baño de una estación de servicio. Bajé del auto. Caminé
hasta el baño. Ni uno solo de los empleados percibió mi

41
presencia, todos atareados en verter combustible en los
tanques de los automóviles. Entré. No vi a la mujer. Había
tres mingitorios y otros tres sanitarios con sus respectivas
puertas cerradas. Pronuncié su nombre. Abrió una de las
puertas y salió. Parecía haber sufrido la metamorfosis de-
finitiva, esta vez surgiendo como una especie de animal
primitivo y perturbador. Caminó hacia mí. Cerró con llave
la puerta que yo había dejado abierta. Me empujó contra la
pared y me besó apresuradamente, tomándome la cabeza
con una mano, mientras la otra me desprendía la brague-
ta con sabia rapidez. Mi pene ya estaba afuera cuando de
repente dejó de besarme, clavó su mirada en mis ojos, son-
rió y descendió lentamente hasta mi miembro, casi como
en una genuflexión iniciática. Estuvo allí unos segundos,
hasta que la tomé de un brazo y la atraje hacia arriba, pe-
gándola contra mi cuerpo. Fue ese el momento en que vi,
por sobre su hombro izquierdo, el maletín. Estaba en un
rincón.
Lentamente fui dejando de tocarla, besarla, atraerla
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

hacia mí. Se levantó la falda e intentó introducir mi pene


enhiesto en su sexo. La hice a un lado.
–¡Esperá un poco! –le dije.
Me acerqué al maletín. Lo alcé, lo miré de arriba abajo.
Pesaba bastante. Ella me observó contrariada, con la impa-
ciencia del deseo colgándole de los ojos.
–¡Dejá eso y vení acá! –me dijo.
–No, esperá…

42
Nueva narrativa paraguaya
Evidentemente, había algo adentro del maletín, pero
tenía un código de seguridad probablemente inviolable.
Sin embargo, quise llevármelo. Era la tentación de poseer
algo cuyo valor exacto ignoraba, pero que simplemente
estaba ahí, al alcance de las manos, ofreciéndose por toda
la eternidad para descifrar su enigma.
–Vamos. Dejemos para otro momento el polvo –le dije,
decidido.
–¡Cómo que vamos! ¡Dejá ese maletín donde estaba!
¡Andá a saber de quién es y qué tiene!
A regañadientes, la saqué del baño. Ella tomó la llave y
fue a entregarla al dependiente, masticando su rabia. Los
tres empleados de la estación de servicio nos miraron con
el morbo impreso en sus rostros. La esperé en la entrada
del shop. Ella salió. Sentí que su mirada me cuestionaba
todo, y todavía latía un pequeño resto de deseo en sus ojos.
Caminamos hacia el auto. En ese momento vimos lle-
gar a la camioneta. Bajaron dos hombres. Nos cruzamos
con ellos. Rápidamente entraron en el shop. Hablaron con
el dependiente y salieron con prisa para dirigirse al baño.
Yo, que había visto todo eso, entendí de lo que se trataba.
Segundos después de entrar, los hombres salieron de
nuevo y miraron a todas partes con estupor. En el deses-
perado tercer intento, mi auto arrancó. Tenía el maletín en
el regazo. Al parecer me vieron justo cuando lo puse en
el asiento de atrás. Corrieron hacia mi Voyage del año 90,
empecé a acelerar y nos rajamos de allí. Escuchamos tres

43
disparos que vinieron de atrás de nosotros. Agachamos
nuestras cabezas. Ella se tapó los oídos y me miró perpleja,
presa del pánico. Uno de los proyectiles dio en el parabri-
sas trasero y salió por no sé dónde. Alcancé a ver la cara de
espanto de un conductor que venía en dirección contraria.
Ella gritaba que me detuviera. Me decía que nos buscaban
por el maletín y que había que devolverlo fuera lo que fue-
ra que había adentro. Pero ya era tarde. Era muy probable
que de todos modos nos metieran plomo aunque se lo de-
volviéramos. Además, yo estaba ya decidido a escapar con
él, no a devolverlo.
Manejé temerariamente hasta perderme en calles ad-
yacentes a Mariscal López. Sabía que nos seguían, pero me
ganaba la tenaz sensación de escaparme de la muerte o de
lo que sea, como si la excitación de hacía unos minutos se
canalizara en ese pisar el acelerador y conducir.
–¿Qué hacés? ¡Nos van a matar!
–¡Callate! Ya sé a dónde vamos a irnos –le dije. Miré
el retrovisor. Ninguna camioneta, nada de nada detrás de
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

nosotros.
Estaba poniendo mi vida y la de ella en peligro, pero
un extraño tesón me embargaba, como si aquello fuera lo
único que yo debía haber hecho desde siempre: robar un
maletín quién sabe a quién y con qué sabe qué contenido.
Robar y escapar. Me sentía en una película de Tarantino.
De cualquier manera, estaba seguro de que lo que ha-
bía dentro era dinero. Ya vería después la forma de abrir-

44
Nueva narrativa paraguaya
lo. Qué importa si no. Los hombres lo habrían olvidado
en el baño u otro lo habría dejado allí para que vinieran
a recogerlo. No estaba, me vieron llevarlo y se volvieron
locos: porque algo muy importante había adentro. En rea-
lidad, ni siquiera me interesaba saber cuál era su origen.
Ahora el maletín era mío. Mío y de ella, esa mujer que de
cómplice sexual había pasado a ser, en menos de lo que
canta un gallo, cómplice delictivo.
Llegamos a un hotel. Era un edificio pequeño, sin esta-
cionamiento. Dejamos el automóvil en la calle y entramos.
De nada valía sentir paranoia por el parabrisas roto y la
sangre caliente. Pedí al conserje una habitación por una
noche. Me miró con cierta desconfianza. Aboné el importe
y me extendió la llave. Habitación 313, tercer piso. “Capi-
cúa”, pensé.
–Jamás me preguntaste si quería venir contigo –me
dijo, parada frente al ascensor, con las manos en la cintura.
–Como quieras nomás. Si querés irte ahora, podés ha-
cerlo. Después no te quejes si te encuentran –le contesté,
con una seguridad a prueba de balas.
Entramos. Ella se recostó en la cama, en silencio. Puse
el maletín sobre la mesa de luz. Me acerqué a la ventana a
mirar la vista de la ciudad. Abajo, pocos autos circulaban
sobre el asfalto. Un cartonero regañaba a un niño, posi-
blemente hijo suyo. Me recosté a su lado. Parecía todavía
enojada conmigo, aunque sabía que no tenía otra alterna-

45
tiva que estar allí, escondida y en mi compañía. Encendí
el televisor. Mario Ferreiro daba las noticias de la noche.
Entonces, deslicé lentamente mi mano sobre su abdo-
men. No se movió. Puse un dedo en su ombligo y lo hice
girar en círculos, con suavidad y callada alevosía. Tampo-
co se movió. Me incorporé sobre ella y la besé. Otra vez no
se movió. Bajé mi mano hasta su sexo, por debajo de la fal-
da, e introduje un dedo dentro de él. Gimió quedamente.
Me desprendió la camisa, le saqué la suya y lo que siguió
fue simple, pero nada del polvo rápido que imaginamos
al principio: media hora después estábamos tirados y ven-
cidos el uno al lado del otro. Mirábamos el techo en busca
de respuestas que explicaran la escena que interpretába-
mos, tan teatral como increíble. De repente, escuchamos
varios golpes en la puerta. Nos miramos.
–¿Quién es? –grité.
Nadie respondió.
–¿Quién es? –esta vez gritó ella.
Nadie.
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

Me levanté y me acerqué a la puerta. Puse el ojo en la


mirilla: los dos hombres acechantes, con armas descomu-
nales en las manos, estaban parados frente a mí, con la
única línea divisoria de una puerta de madera, tan preca-
ria como nuestra propia existencia. De nada valía pregun-
tarse cómo nos habían encontrado.
–No vayas a abrir –me ordenó ella en voz baja pero de-
cidida. Súbitamente, había vuelto su aplomo, su enfático
imperio del deber.

46
Nueva narrativa paraguaya
Retrocedí. Volvieron a golpear la puerta. Esta vez el
sonido se escuchó abajo mismo, una ecuación sonora que
daba exactamente el resultado de un puntapié.
–Está bien –les grité sin pensarlo–, vamos a hacer una
cosa. Yo tengo su maletín y ustedes lo quieren. ¿Qué me
dan a cambio?
Un silencio, tal vez algo parecido al no ruido primige-
nio del mundo, apareció tras mis palabras.
–Díganme, ¿qué nos dan a cambio del maletín? –insistí.
Allí vino el primer disparo. La bala atravesó la puer-
ta y fue a parar a algún lugar de la habitación 313. Corrí.
Tomé el maletín con una mano y con la otra la arrastré a
ella hacia la ventana. Diez metros más o menos desde allí
hasta el piso. La muerte segura. Sin embargo, al costado
derecho, unos dos metros más abajo, estaba el balcón de
otra habitación del hotel que conformaba un vértice con la
nuestra.
–Vení. Vamos a saltar –le dije.
–¡Cómo saltar! ¡Yo no voy a poder!
Allí escuchamos el segundo disparo y la puerta se
abrió de golpe. Vi a uno de los hombres entrar. Saltamos.
Caímos en el balcón, nos incorporamos y entramos al piso
de la habitación. Un hombre salía del baño, con la sola ves-
timenta de una toalla. Nos miró aterrado y nos pidió que
no lo matáramos. Corrimos hasta la puerta, pero estaba
bajo llave.

47
–¡La llave, la llave! –le grité al hombre. Se acercó rá-
pidamente hasta un escritorio, tomó una y nos la arrojó.
Sobre otro escritorio, al lado de la puerta, un revólver. Lo
tomé sin pensarlo, abrí la puerta y salimos corriendo esca-
leras abajo. Podíamos escuchar los pasos agigantados de
los hombres bajando, unos tres segundos detrás de noso-
tros.
Llegamos al vestíbulo y el conserje no estaba, se había
escondido o lo habían matado. Salimos a la calle. Nos su-
bimos al auto, que inesperadamente arrancó en el primer
intento. Como en un deja vu, tiré el maletín en el asiento de
atrás y vimos a los dos hombres salir del hotel, apuntarnos
con sus armas mientras nuestro auto aceleraba. Esta vez
ni una sola bala rompió ningún vidrio. Quince minutos
después estábamos perdidos en alguna calle cuya iden-
tidad no llegamos a reconocer. Seguíamos siendo unos
fugitivos en una ciudad no acostumbrada a las grandes
persecuciones. Llegamos hasta una plaza, estacionamos y
nos miramos el uno al otro. Yo tenía en la mano izquierda
Blas Brítez/ RÁPIDO COMO EL POLVO

el revólver.
–Ojalá este maletín contenga algo que valga la pena
–me dijo, con voz cansada.
–Ahora mismo lo vamos a comprobar.
Bajé del auto. Puse en el piso el maletín y le di dos dis-
paros seguidos en el sitio donde estaba el seguro con su
clave escondida. De uno de los árboles volaron palomas
hacia la negrura del cielo. Ella miró con horror. En el ma-

48
Nueva narrativa paraguaya
letín no había más que papeles, nada que se pareciera a
dinero, ni a nada de valor. Muchos papeles: facturas, co-
lacionados, un aparente expediente judicial. Las hojas es-
taban esparcidas en la vereda. Me tomé de la cabeza, di
media vuelta y le dije.
–No me vayas a decir nada. Solamente a dónde te lle-
vo.
–A cualquier lugar nomás ya, lejos –me dijo.
–Conozco un hotel, bien lejos –respondí, aunque en
realidad no lo conocía.
–¿Y si nos encuentran?
–Supongo que todavía nos sobran balas.
Subimos al auto. Otra vez. Antes de ponerlo en mar-
cha, ella dijo como si hablara sola:
–No vuelvo nunca más al baño de una estación de ser-
vicio.
Y nos perdimos en la noche.

49
Nueva narrativa paraguaya
Mónica Bustos

Camas
calientes

51
Mónica Bustos (Asunción, 1984). Obtuvo el I Premio Augus-
to Roa Bastos en el 2010 por su novela “Chico Bizarro y las
moscas” publicada por Alfaguara. En el 2013 lanzó “Novela
B” con Suma de Letras en México y Paraguay. También este
año fue invitada a participar como panelista en los Diálogos
de Escritores Latinoamericanos realizado en el marco de la
Feria del Libro de Buenos Aires.
En el 2012 el sello Alfaguara Serie Roja publicó su novela “El
club de los que nunca duermen”. En el 2010 fue elegida junto
a otros 39 artistas de toda Iberoamérica para participar del
programa de Residencias Artísticas en la Ciudad de México
y de la Tercera Muestra de Arte Iberoamericano. En el 2008
obtuvo el Premio Dr. Jorge Ritter de cuentos. Sus primeros li-
bros publicados fueron “León Muerto” y “Complejo de Bus-
tos” en el 2003 y 2004, respectivamente.
Nueva narrativa paraguaya
T
res personas comparten la misma cama sin cono-
cerse. Para esta historia cada una de ellas existe
sólo ocho horas al día. La Srta. A. entre la media-
noche y las ocho de la mañana. El Sr. B. de ocho a dieci-
séis. Y la Srta. C. a partir de las cuatro de la tarde hasta la
medianoche.
La raíz del asunto es un anuncio clasificado sobre una
habitación en alquiler, y tres viajeros solitarios leyendo el
aviso en diferentes terminales de ómnibus. Tres vidas se
unen en la página treinta y nueve del periódico dominical,
y habrán de perderse juntas bajo el dintel grecorromano
de una pieza arrendada.
La habitación en cuestión se encuentra en el tercer piso
de un edificio roído por la humedad en la bahía de Asun-
ción. La pintura negra descamada ensombrece aún más
el luctuoso aspecto del antiguo depósito ubicado en una
esquina. De estilo neoclásico, remodelado por primera vez
medio siglo después de haber sido alcanzado por un bom-
bardeo durante la ocupación de las tropas brasileñas en
1869, y por segunda vez, tres décadas más tarde, al con-
vertirse en almacén. Aun restaurado antiestéticamente,
siempre impuso cierto respeto. Desde hace unos años que

53
las ventanas de los pisos inferiores se encuentran clausu-
radas con tablas de madera clavadas desde el interior. Los
ventanales superiores, ribeteados con pernos de hierro,
aunque habilitados, casi nunca permanecen abiertos.
Cuando la Srta. C. llegó, estaba abierta una ventana en
el tercer piso, a través de la cual –en un futuro muy cerca-
no– habría de ocurrir el primer encuentro visual entre dos
inquilinos, y aun sin pronosticar las consecuencias, al ver
la ventana sintió el mismo escalofrío que habría de sentir
esa noche. Si no hubiese sido por el dinero que se ahorraba
alquilando la habitación por sólo un tercio del día, jamás
se habría hospedado en ese lugar.
Como la vida personal de la Srta. A. transcurría sola-
mente entre la medianoche y las ocho de la mañana, se
acostumbró en un par de madrugadas a moverse a ciegas
por la pequeña habitación. Y aún más pronto, se obsesio-
nó con algunos objetos que inspeccionaba a la luz de una
vela. Principalmente, con un lápiz labial que encontró en
un cajón y conservaba todavía la marca de las estrías de un
Mónica Bustos/ CAMAS CALIENTES

labio sobre la cremosa superficie.


Cualquier cosa que fuera indicio de vida humana la
hacía delirar de felicidad. A trescientos kilómetros de su
gente, ocupada por el trabajo y los estudios, toda su vida
social se limitaba a la sombría amistad de la habitación y a
lo que hallara en ella; a veces, una huella de zapato alum-
brada avaramente por un titilante bombillo flojo, o un rulo
enroscado por la rejilla del desaguadero de la tina. Pero el

54
Nueva narrativa paraguaya
contacto más humano que tenía, se lo debía a la espuma
del colchón, que conservaba, aunque por poco tiempo, el
calor de la persona que había ocupado la cama antes que
ella.
Algo similar ocurría con el Sr. B., la diferencia era que
su soledad se manifestaba a plena luz del día, y por lo
tanto la habitación a él se le hacía más grande, como la
cabina de un buque antiguo anclado en el astillero de los
vencidos. El ropero colonial de tres compartimientos, la
mesa coja que servía de tocador, y la cama pálida no ha-
cían compañía. Pero sí la sensación de percibir que alguien
abría y cerraba esos compartimientos mientras él no es-
taba, o lo que representaba el cambio de ubicación de los
objetos sobre el tocador cada mañana, y lo que sugería la
cama caliente que lo envolvía antes de dormir.
Sin embargo, la Srta. C. estuvo siempre acostumbrada
al aislamiento, a los malos ratos y a los amores no corres-
pondidos. No era para sorprenderse que se convirtiera tan
pronto en el primer eslabón de un oscuro triángulo amo-
roso. La primera vez que vio la cama hundida en el centro,
y palpó el calor de las sábanas, simplemente convirtió un
objeto de curiosidad en una compleja relación humana. Su
naturaleza le decía que se alejara de las relaciones afectuo-
sas. Sin embargo, su naturaleza manejaba conceptos muy
ambiguos para algunos términos.
Entre las ocho de la mañana y las cuatro de la tarde,
el Sr. B. vivía abrazado a un amor platónico. Amoldar su

55
cuerpo, anatómicamente a la silueta cálida impresa en la
cama, se hizo un hábito idílico que terminó convirtiéndolo
en un loco de ocho horas. Para empezar, su audición co-
menzó a jugarle malas pasadas, oía una voz que no prove-
nía de ninguna parte y, a medio dormir, la explicación que
él mismo se daba, era que estaba íntimamente relacionada
con el calor de la cama, que la profería el cuerpo ausente.
Lo que poco a poco, para él, fue convirtiéndose en una
realidad incuestionable, y aprendió a convivir con el vacío
personificado de la habitación. La angustia de la Srta. A.
no se produjo en forma gradual, sino abruptamente, ocu-
rrió quizás la primera vez que la luz de la luna se cortó por
las persianas o al instante en que el silencio se apoderó de
la habitación. Y entonces, como el calor ajeno y breve que
conservaba el colchón era todo el acompañamiento que te-
nía, antes que su propio cuerpo se adueñase de la cama,
su mente proyectaba algo con qué ocupar el alma. Ocurría
una ilusión de compañía que duraba como treinta segun-
dos, a veces más, a veces menos, proporcionalmente a lo
Mónica Bustos/ CAMAS CALIENTES

que durara la retención térmica de la cama, dependiendo


del capricho de las ventiscas y los ladrillos antiguos; in-
clusive, en algunas ocasiones, la ilusión desaparecía en el
momento en que ella llegaba a la habitación.
Era así, por ejemplo, que en el sitio donde caía la luna
filtrada por las celosías, veía a un hombre franjeado por la
luz, sentado en el escabel pintado estilo Luis XVI, evanes-
cente en la frontera de la oscuridad.

56
Nueva narrativa paraguaya
Durante este tiempo, conservaron ciertos paralelismos
misteriosos: los tres solitarios sólo poseían ocho horas de
vida privada, estaban enamorados del halo de la tempera-
tura de un cuerpo desconocido, sufrían burlescas alucina-
ciones hipnagógicas, y estaban predispuestos a tumbarse
por el humor de la curiosidad y los celos. En cambio, las
diferencias sólo se manifestarán cuando uno de ellos ame-
nace una arteria carótida con una lapicera, porque des-
pués de eso se convertirá en un fugitivo cobarde; otro de
los solitarios arrastrará un cadáver envuelto en una cor-
tina azul cielo hasta la orilla de un río; y el último, será
aquel cadáver.
No importa cuánto deseemos amar o ser amados, ni al
corazón ni al cerebro le bastan la sombra de un afecto. Tar-
de o temprano piden más. Le sucedió a la Srta. C. mientras
hablaba en la penumbra con la silueta del perchero, y éste
no le respondía. Lo experimentó el Sr. B. cuando traspasó
la figura de la dama parlanchina en el tocador. Lo compro-
bó la Srta. A., al darse cuenta que a su hombre le faltaba
rostro.
Durante estos días y noches, se dejaron pequeños pre-
sentes o mensajes anónimos –sobre el ropero de cedro,
junto a la cama, frente a la puerta–, todos dirigidos a los
que les antecedían en el lecho. Aunque nunca coincidían
entre ellos (siempre salían más temprano o llegaban tar-
de), cada detalle recibido indirectamente hacía más viva
la presencia ilusoria de los fantasmas de los solitarios, o

57
acaso cultivaban trastornos de sueño inextinguibles. Pero
como en todo cortejo, o cita a ciegas, la verdad se precipitó
trágicamente en un chorro de revelaciones decepcionan-
tes.
Insatisfechos, esta vez (por destino o azar, al mismo
tiempo), los tres deciden develar de una vez por todas
quién les deja la cama caliente, y si los espectros que apa-
recen en la habitación tienen algo de reales. Por eso la Srta.
C., pide al taxista que se regrese, no irá a su trabajo en la
estación de servicio. No sabía que el Sr. B. se excusó en el
suyo, había llegado unos minutos antes que ella, todavía
vistiendo su uniforme de guardia, y mientras la Srta. C.
baja del taxi, él se encuentra subiendo las escaleras del edi-
ficio. Y la Srta. A., permanece insomne porque las cortinas
azul cielo, colocadas recientemente, obstruyen el paso de
la luz de la luna y obstaculizan las quimeras nocturnas.
Arranca los tapices de un tirón, abre las persianas, y se
congela frente a la ventana. Aquí ocurre el primer encuen-
tro visual entre dos inquilinas.
Mónica Bustos/ CAMAS CALIENTES

El Sr. B., resuelto, derriba la puerta de la habitación. En


este mismo instante la Srta. C. se estremece bajo el único
farol de la calle contemplando una silueta femenina donde
esperaba ver al dueño del cuerpo idealizado; y, simultá-
neamente, la Srta. A. y el Sr. B. se llevan sus propias des-
ilusiones.
En este mismo minuto, lo fantástico y lo real se conju-
gan en una desquiciada sensación, el Sr. B. en un rotun-

58
Nueva narrativa paraguaya
do estado de negación siente aversión por la extraña que
ocupa el lugar de aquella que él veía pero ignora que no
existe. Y la Srta. A., se ofusca en su inmensa paranoia, al
ver que es vigilada desde la calle mientras siente otra pre-
sencia bajo el dintel de la puerta.
La naturaleza de la Srta. C. se confabula con la expe-
riencia del Sr. B. y confirman el trágico final. No en vano la
habitación vuelve a parecerse a un buque antiguo anclado
en el astillero de los vencidos, ha naufragado antes de par-
tir. En los sesenta segundos que dura la hora cero, existen
sincrónicamente.
El Sr. B. es el capitán frustrado de un buque que nun-
ca logró zarpar, empuña una lapicera con el logo de una
empresa de seguridad desencadenando una serie de ac-
ciones desafortunadas. La Srta. A. se resiste al ataque his-
triónico con una dureza particular. Forcejean a la vez las
alucinaciones: la dama parlanchina y el hombre ilumina-
do a rayas. Los solitarios y sus cuerpos calientes se hieren
con objetos cotidianos y contundentes. Entonces, los dos
advierten el arma envainada en la cintura del Sr. B. Es el
momento en que dejan de ser contendientes para conver-
tirse en un fugitivo cobarde y una cómplice responsable.
La Srta. C., en overol y kepis bicolor, se asoma jadeante al
umbral de la puerta, suena un estruendo, sus ojos apenas
pueden comprender la absurda realidad, es una víctima
inocente, un futuro bulto azul cielo en el fondo del río,
desafortunada en la vida y la muerte: una bala perdida

59
está suspendida en el aire, el duelo finalizará cuando pe-
netre en su pecho. Durante el trayecto de la bala, piensa
amargamente, casi burlonamente, que debió alejarse de
los anuncios clasificados, de las relaciones afectuosas, de
los dinteles grecorromanos y de las camas calientes.
Mónica Bustos/ CAMAS CALIENTES

60
Damián Cabrera

El nombre
de la
expectativa
Damián Cabrera. Nació en Asunción el 22 de agosto de 1984
y creció en el Alto Paraná, en la escena fronteriza Paraguay/
Brasil. Es licenciado en Letras por la Facultad de Filosofía de
la Universidad Nacional del Este. Desde 2010 participa del
Seminario Espacio/Crítica. Fue co-editor de la Revista/espacio de
expresión cultural EL TERERÉ entre 2006 y 2012. Editó el único
número de la revista de cultura Ku’ótro (2008). Coordinó el
Espacio para el goce escritural entre 2008 y 2010 en Ciudad del
Este, y es co-fundador de PARALELO (Colectivo esteño de
artistas y gestores culturales). En 2006 publicó su primer libro
de cuentos Sh… horas de contar…, y en 2008 un fragmento
de su novela Xiru por Felicita Cartonera (Asunción), editada
integralmente por Ediciones de la Ura (2012), con el cual ob-
tuvo el Premio “Roque Gaona” al libro del año en la catego-
ría narrativa (2012). Participó de las antologías Asunción (T)
Mata (Asunción: Felicita Cartonera, 2009), Los chongos de Roa
Bastos. Narrativa contemporánea del Paraguay (Buenos Aires:
Santiago Arcos, 2011), y Punta Karaja. Cuentos de fútbol (Asun-
ción: Javier Viveros editor, 2012). Participó del VII Congreso
Roa Bastos: Estéticas Migrantes (Florianópolis, Brasil, 2013), la
Feria del Libro de Córdoba (2012) y la Feria Internacional del
Libro de Foz de Iguazú (2013). Textos suyos han sido publi-
cados en diversos medios de Argentina, Brasil y Ecuador. Es
coordinador de la Fundación Migliorisi/Colecciones de Arte.
Nueva narrativa paraguaya
1

E
spesa, alrededor, la neblina. Las cosas cotidianas
tienen otra apariencia; sin contornos nítidos: Ciu-
dad del Este, a oscuras.
El asfalto mojado. Los yuyos crecen entre las baldosas
de la acera; donde también hay cascotes, y la basura dimi-
nuta que los recolectores no alcanzaron a llevar. Pequeña
pero múltiple, esta basura está por todos lados; como la
tierra roja, que ahora es barro sobre el asfalto. Y esos casi
imperceptibles yuyos, negros como un humo negro, ahora
cubiertos de rocío.
Inquietos, en la parada, los mototaxistas conversan.
Las motos tienen los asientos mojados; amarillas, pero
también azules –otras negras–, alguno se sienta sobre la
suya, con las manos en los bolsillos de la chaqueta imper-
meable, que cubre el cuello y la boca.
Cuando hablan, se puede ver que lo hacen por el vapor
que se forma debajo de sus narices. Cuando respiran, se ve
que respiran. La guampa va y viene, y el vapor del agua
caliente se deshace rápido.
En noches como ésta, la espera por los pasajeros que
hagan su día se dilata y exaspera; aunque sea sábado y en

63
los bares aledaños al microcentro haya ánimo de fiesta, o
ansia por satisfacer pulsión que se le asemeje; por calles o
pasajes desolados. Sucios.
Traspasa la ropa, el frío. El pantalón se siente húmedo
y molesto sobre la piel. Él se llama Kike, y le da forma a
la temperatura: Corta la carne con sus cuchillas dentadas;
cientos de agujas que de tan heladas parecen calientes, y
queman.
Kike espera más que los otros.
Según orden de llegada. En el acceso a la Adrián Jara,
los mototaxistas asistiendo la noche. Dispuestos los tur-
nos, y Kike ha llegado tarde.
Él juega con el cambio de la moto, y se queja en silencio
del peso ausente que dejó un esfuerzo de esta tarde, y que
le tiene agotado. Sobre él, las ramas de un Pino Paraná ha-
cen silbar sus hojas dentadas, dispuestas como guirnaldas.
Damián Cabrera/ EL NOMBRE DE LA EXPECTATIVA

2
Sin muchas pertenencias. Por las escaleras, solo, Kike
cargó la cama de madera, pesadísima. A lo largo de cuatro
pisos, la herencia de la abuela. Andrea le dijo que estaba
contenta de que él decidiera mudarse con ella; pero An-
drea no esperaba vivir en un lugar así, y había allí una ex-
presión de disgusto sutil que Kike era capaz de ver. Había
una expectativa que él no podría siquiera nombrar, mucho
menos pagar, y Andrea era chica de ambiciones.

64
Nueva narrativa paraguaya
Pensar en la posibilidad de que ella viviera sola, le ate-
rraba. Siembre le han parecido hermosas las vendedoras
del centro; y él todavía se pregunta por qué ella accedió a
salir con él. Ella le quiere, piensa. Pero luego descree.
Piensa: cuánto tiempo pasará hasta que alguien, quien
sea, intercepte los deseos materiales de Andrea con sus
deseos de ella. Y con esto sufre.

3
Son las dos de la mañana. El pasajero podría llegar,
imprevistamente: es la posibilidad que hay que pagar con
la espera. Uno de los muchachos ha renunciado a hacer el
turno de esta noche. Compra unas cervezas al lomitero, y
se sienta a tomar, y le tiemblan las manos mojadas.
Kike también quiere beber. Le hubiese gustado irse ya,
junto a su novia, que debe estar ordenando las cosas de la
piecita alquilada, y mañana el árabe, y maquillarse, y los
electrónicos, y es hermosa.
Incluso en ésta que es su primera noche viviendo jun-
tos, Kike siente celos. Piensa en todas las noches que se-
guiría sintiéndose así, teniendo que salir a trabajar por
horas en la noche; dejándola sola, a solas con sus deseos y
sueños. Es algo insoportable.

65
4
Por supuesto, Kike también es hermoso. Alguna vez,
mirándose desnudos en un espejo, se maravillaba de lo
bellos que se veían juntos. Los cabellos de Andrea agita-
dos sobre su espalda. El cuello de Kike donde un lunar
marrón tiene un dibujo mínimo. La forma en que los de-
dos de ella se doblan cuando le toca el hombro. El abdo-
men de él que apoya contra su cuerpo. Los pies de ella
con los dedos separados de forma chistosa. El cuerpo de él
que se infla y desinfla con la respiración. Las frentes que
sudan. Y los ojos.

5
Frente a la parada de taxis hay una estación de servi-
Damián Cabrera/ EL NOMBRE DE LA EXPECTATIVA

cio. Canoso, robusto, hay un hombre parado que mira a


sus costados. Está desorientado, y se toca el saco marrón,
debajo del cual parece llevar un bulto. Da vueltas sobre
sus talones, antes de volverse bruscamente hacia los mo-
totaxistas.
Kike mira a sus compañeros y se salta la burocracia.
Inmediatamente, entre los abucheos de sus compañeros,
le pasa el casco al señor, y se pone el suyo.
El pasajero apenas se monta a la moto, y Kike dispara-
do sobre el asfalto. Desierto.
El destino es distante, y el pasajero desea ir al baño.
Se detienen en un cruce, y el hombre desciende. Recién

66
Nueva narrativa paraguaya
ahora, Kike se da cuenta de que el hombre está empapado
y sucio. Cuando se acerca, el pasajero se muestra molesto
por la mirada inquisidora del chofer, y balbucea algo. Tie-
ne mal aliento, y a Kike le empieza a dar miedo.
Hay neblina. Los camiones que pasan los encandilan
con sus luces altas, y, en repetidas ocasiones, Kike tiene
que ir por la banquina, porque le parece que van por el
medio de la ruta.
Detrás de él, el pasajero se apoya contra su espalda.
Kike se separa un poco, por reflejo, y mira hacia atrás,
pero el hombre sigue apoyado de todas formas.
Le gana el sueño. Cuando llegue a su casa, su novia
ya estará despierta, vistiéndose para ir a trabajar. Quizás
tenga suerte, y puedan hacer el amor antes de que salga.
Y él dormiría hasta más tarde. Por la noche no trabajaría,
y tendría tiempo de pasar un rato con ella. La vida no es
tan mala.
Las manos de Kike se hielan debajo de los guantes, y
la visera del casco está empañada. Hay un espeso olor a
sangre.

6
Un oso hormiguero está caminando por la orilla del
río Monday. Cuando llega al puente, no tiene cómo seguir
su curso. Sube por entre los matorrales hasta arriba del
barranco, y se dispone a cruzar la ruta. Su pelaje es largo,

67
y tiene la cola erizada. Sus ojos son negros, y brillan con la
luz de los automóviles.
Trata de cruzar, y es herido de muerte. Tiene el hocico
roto, y su cuerpo tiembla nerviosamente, mientras se es-
fuerza por levantarse. Está aturdido, en medio de la calza-
da. Hace esfuerzo por moverse, pero su cuerpo no le res-
ponde. Se quedará ahí hasta que los zorros lo encuentren,
o hasta que otro vehículo lo pise y lo empuje fuera de la
ruta, o se impulsen mutuamente fuera de ella.
Cuando un animal muere en la ruta, antes de amane-
cer, puede ser comido por otros animales –perros, cuer-
vos, ratas–, también por otros hombres.
Damián Cabrera/ EL NOMBRE DE LA EXPECTATIVA

68
Nueva narrativa paraguaya
Patricia Camp

Una parada
en la ruta

69
Patricia Elizabeth Camp Ruiz Díaz nació el 26 de agosto de
1983 en Asunción, Paraguay. Es abogada y notaria, graduada
de la Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”.
Se desempeña como Coordinadora Editorial en “La Ley Pa-
raguaya”, editorial jurídica del grupo Thomson Reuters. A la
tardecita y los fines de semana atiende en “Cactus Games”,
la tienda de venta de videojuegos y artículos para regalo que
lleva adelante con el ilustrador Esteban Riveros, su compa-
ñero de proyectos y aventuras. También con él mantiene el
blog “Los Forajidos del Yermo” (http://losforajidosdelyer-
mo.blogspot.com), dedicado a compartir con los lectores las
experiencias de ambos como escritora y dibujante, respecti-
vamente.
Integra el “Salón de Lectura”, coordinado por la escritora
Maybell Lebron, desde el año 2003. A partir del año 2007 ob-
tuvo varios premios en concursos de cuentos y poesía a nivel
nacional. Es coautora del libro “Cuentos con galletitas”, pu-
blicado por la Editorial Arandurã en el año 2012.
Nueva narrativa paraguaya
¿ Vamos a parar donde siempre? Quiero tomar café.
Su hermano mayor hizo un gesto afirmativo y
volvió el rostro hacia la ventanilla para seguir dur-
miendo. Él buscó con los botones del equipo de audio una
canción capaz de ayudarle a sacarse la modorra de la larga
recta, fijándose como por descuido en los trazos de colo-
res que empezaban a quebrar la monotonía gris del cielo
de ese atardecer. Se sentía agotado; siempre era la misma
historia: su hermano manejaba de ida –cuando los dos es-
taban descansados– y a él le tocaba conducir a la vuelta,
mientras el otro roncaba feliz en el asiento del acompa-
ñante. Ir y volver en el día, un lapso de diez horas en auto,
partido a la mitad sólo por el tiempo que tomaba ir a la
tienda mayorista y retirar lo que ya pidieron y pagaron
desde Asunción, todo para tener las novedades un poco
antes que la competencia. Para colmo había llovido con
intensidad durante un buen tramo del camino y esto lo
había tensionado y desgastado aún más. Un par de kiló-
metros después de la consulta, puso el señalero, redujo la
velocidad y detuvo el vehículo en el estacionamiento de
la churrasquería, cerca de una camioneta que llevaba tam-

71
bién sobre su color original la marca de la tierra roja que
acababan de visitar.
–No dejes tu mochila en el auto –apenas estaba estirán-
dose y su hermano ya le daba órdenes, lo normal.
–No pensaba hacerlo –respondió casi en un gruñido.
–Qué sé yo, sos medio dormido siempre vos –el otro se
encogió de hombros y tomó su propio bolso.
El hermano menor ignoró el comentario y abrió los cie-
rres de la mochila en un gesto mecánico para verificar que
las cosas siguieran allí, como si pudieran irse solas y por
sus propios medios a otro lado. La bolsa con las cajitas
estaba bien protegida, envuelta con la camisa mangas lar-
gas que había llevado por si refrescaba en el Este. No era
exactamente la mitad de cuanto habían ido a buscar; todos
los comentarios anunciaban que una sería la más vendida
entre las dos versiones del esperado juego, y las copias de
esa estaban, por supuesto, en la mochila de su hermano.
Cerró su bolso y el auto. Entraron, ocuparon una mesa y
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

ordenaron una merienda sencilla. En el salón, además de


ellos, sólo había un hombre que observaba la ruta a través
de los ventanales con expresión aburrida.
–¿Pero qué mierda…? –exclamó de repente su herma-
no, mirando el celular–. Ya vengo.
Lo siguió con la vista hasta afuera y lo vio gesticular
nervioso mientras mantenía una conversación evidente-
mente desagradable con su interlocutor. Se imaginó que
se trataba de alguno de los constantes problemas con su

72
Nueva narrativa paraguaya
ex pareja, quien se volvía aún más malhumorada cuando
el hijo de ambos debía pasar con ella un tiempo que supe-
raba su tolerancia. Hizo un gesto negativo sólo por él per-
ceptible y agarró la mochila de su hermano para quitar de
allí una de las copias de la versión favorita. Mejor la apar-
taba ya porque de lo contrario el otro terminaría vendién-
dolas todas y su sobrinito tendría que esperar vaya uno a
saber hasta cuándo para poder tenerla. Su hermano ponía
siempre en primer lugar su rol de comerciante y recién
después el de padre, pero él –quien a diferencia del mayor
ni siquiera llegó a conocer al progenitor de ambos, por ha-
berse éste marchado antes de su nacimiento– no olvidaba
cómo había sido crecer en una familia quebrada. Él no ha-
bía tenido consolas portátiles ni los últimos lanzamientos
cuando era niño, pero sí lápices y papel, un par de jugue-
tes lindos que su mamá le compró con mucho esfuerzo
y unas cuantas historietas que releyó hasta el cansancio.
Podían hacerse más complejos y refinados, pero ciertos re-
fugios no dejaban de ser –principalmente– tal cosa.
Cuando levantó la vista de la carátula del juego toda-
vía envuelto con el celofán –signo inconfundible de su sta-
tus de cosa nueva–, no pudo evitar fijarse en la joven que,
parada a pocos pasos de la mesa que él ocupaba, miraba
con aparente detenimiento los variados objetos expuestos
para la venta en un estante. Le pareció muy linda, linda
de una forma diferente a los parámetros de su barrio y
su ambiente; la clase de chica a la que no sería razonable

73
pretender. La vio tomar en sus manos un gatito de peluche
expuesto allí y un sentimiento de prematura resignación
se puso cómodo en su interior.
–Me pregunto cómo ha de ser, esperar aquí a que pase
alguien y te compre sólo para calmar el berrinche momen-
táneo de un niño malcriado.
Todo había ocurrido en un segundo: todavía con el ju-
guete en la mano ella se volvió y lo pilló mirándola ensi-
mismado. Le sonrió y le dijo esa frase que, desde su punto
de vista, significaba mucho más de cuanto él estaba pu-
diendo captar. Sintió que se sonrojaba y que no podía en-
contrar nada inteligente para decir aunque pusiera en ello
todo su esfuerzo.
–No me hagas caso –sin perder la sonrisa, ella hizo un
gesto restándole importancia al asunto. Se fijó rápidamen-
te en el juego que él todavía sostenía en las manos y dejó
otra vez el peluche en el estante.
–¿Nos vamos? –una mujer que salió también de la zona
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

de los sanitarios le dijo eso a la chica cuando estuvo cerca.


–Sí –respondió ella y pareció despedirse de él con una
sonrisa que pronto llegaría a considerar un mero producto
de su imaginación, pero que quedó grabada en sus retinas
mientras la acompañaba con la mirada hasta reunirse con
el hombre que ya no lucía aburrido, hasta subir a la ca-
mioneta, hasta que ya no quedaba de ella ni un punto en
la interminable carretera.

74
Nueva narrativa paraguaya
–¿Para qué quitaste eso? –antes de que pudiera reac-
cionar, su hermano le sacó el juego y lo guardó de vuelta
en su mochila. Todo apuntaba a que su sobrinito tendría
que conformarse con la versión menos requerida.
Aunque no quisiera, se quedó pensando en la chica,
mirando el vacío que había dejado en el lugar cuando se
fue. Las palabras de su hermano sobre alguna cuestión ju-
dicial con su ex pareja sonaban lejanas mientras él repro-
ducía, una y otra vez en su mente, la imagen de la joven
con el animalito de peluche en la mano sonriéndole antes
de que el encuentro casual volviera a diluirse en el eterno
devenir que difícilmente tendría la gentileza de ponerlos
otra vez frente a frente.
–Te espero afuera –luego de salir del sanitario, su her-
mano sacó un cigarrillo y lo puso entre sus labios. Respe-
tar sus derechos de no fumador en el auto era una de las
muy escasas limitaciones que había logrado imponerle–.
Dame tus cosas, no te olvides de algo en el baño ahora.
“Me pregunto cómo ha de ser, esperar aquí a que pase
alguien y te compre sólo para calmar el berrinche momen-
táneo de un niño malcriado”, la frase volvió perfecta y
completa a su mente mientras se secaba las manos con el
aparato que soplaba con ritmo cansino. Cuando salió, vio
a través de los ventanales que su hermano todavía fuma-
ba, mirando hacia la ruta y de espaldas al establecimiento.
Lo hizo rápido: tomó el animalito de peluche que la chica
había sostenido en el nido de sus manos pequeñas y pagó

75
por él. Lastimosamente no tenía consigo su mochila para
esconderlo.
–¿Y esto? –su hermano no contuvo una risa burlona
cuando le arrebató la bolsita de las manos y sacó el conte-
nido–. No me digas que por fin tenés a alguien en el pano-
rama –siguió riéndose cuando volvió a dejar el juguete en
el interior del plástico y se lo devolvió–. Sos nomás luego
idiota vos… Acabamos de salir de Ciudad del Este, po-
drías haberle traído un perfume de marca, pero no: termi-
nás comprando un peluche pedorro en una parada de la
ruta –arrojó su cigarrillo al suelo y lo pisó para apagarlo–.
No me sorprende que sigas solo hasta ahora. Definitiva-
mente tengo que hacer algo contigo.

***
“¿En qué estaba pensando?”, se preguntaba ella, sin-
tiéndose todavía avergonzada, al tiempo que observaba
a la gente desarrollar sus actividades de sábado, cuando
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

atravesaban uno de los tantos pueblitos que emergían de


repente a los lados de la carretera.
No era su costumbre andar así, diciéndole rarezas
ininteligibles a cualquier muchacho desconocido que veía
por ahí. ¿Por qué lo había hecho esta vez entonces? ¿Fue
acaso porque él había llamado su atención por algún mo-
tivo que estaba más allá de las explicaciones lógicas a las
que ella era tan afecta? No era un muñequito de plástico
de perfectas facciones como algunos que había llegado a
conocer en los últimos tiempos y resultaron ser unos idio-

76
Nueva narrativa paraguaya
tas narcisistas. El sutil encanto de este chico alcanzó su
percepción con la fuerza de lo natural. Como esos árboles
del campo que crecían grandes y libres para mostrar lo
imponente de la forma designada desde la semilla, a dife-
rencia de sus congéneres citadinos, obligados a adaptarse
constantemente a los cables, las veredas, los canteros y el
capricho de quienes se atribuían el dominio de la tierra
donde hundían sus raíces.
Sonrió. Ahora que lo pensaba, él parecía tener cierto
aire de árbol: silencioso, noble y sereno. “¡Qué tontería!”,
se dijo, “catalogar a alguien por la impresión captada en
el primer golpe de vista”. Dejó escapar un leve suspiro de
resignación. Tanto admirar la belleza de los árboles vistos
en el camino la habían predispuesto a pensar tonterías y
dejarse llevar.
–¿El próximo sábado es el casamiento de tu amiga? –la
mujer que viajaba con ellos era pareja de su padre desde
hacía no demasiado tiempo y todavía buscaba conectar
con ella mediante temas de conversación generalmente
considerados femeninos.
–Sí –respondió parca. No valía la pena entrar en deta-
lles, explicarle que no era su amiga sino solamente una ex
compañera de colegio y que no tenía ni idea de por qué la
había invitado a su fiesta.
–¿Y ya sabés con quién vas a ir?
–Sola.

77
–¿Cómo te vas a ir sola a un casamiento? –la mujer se
volvió a mirarla.
–Seguro me pondrán en la mesa de los solteros
–ella se encogió de hombros.
–¿No hay algún amigo que pueda acompañarte?
Ella se tragó las ganas de soltarle un ladrido exigién-
dole que la dejara en paz; su padre se veía contento con
ésta, quien también mostraba ser mejor persona que las
anteriores. Forzó la sonrisa más natural posible.
–Ahora que lo decís, se lo puedo pedir a Juanse –lo dijo
como si de repente la hubieran puesto ante una excelente
idea, una revelación. La mujer se dio por satisfecha y si-
guió conversando con su padre.
Ella sonrió divertida: Juanse, su colega de universidad,
por nada en la vida dejaría una noche de videojuegos con
sus amigos para meterse en un traje y acompañarla a un
casamiento, por más compañeros de estudios que fueran.
Pero quizás él podía saber. La caja que el muchacho te-
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

nía en la mano había despertado en ella recuerdos de un


viejo pasatiempo que la vida y las obligaciones le habían
hecho dejar atrás casi sin darse cuenta. No era tan ajena
a ese mundo, pero mejor si podía contar con la ayuda de
alguien que estuviera completamente actualizado.

***
–No tenés idea de nada y acabás de describir a un tipo
absolutamente normal que podría ser cualquiera –Juanse

78
Nueva narrativa paraguaya
reía divertido ante su consulta–. Ni siquiera sabés si es de
Asunción.
–Sí lo sé –ella frunció el ceño como enojada–. Cuando
pasé al lado del auto vi la calcomanía de la habilitación
por el vidrio. Decía “Capiatá”.
–Capiatá no es Asunción.
–¡No seas pesado! Sabés que mucha gente vive en
Asunción y saca su habilitación en los municipios vecinos
para pagar menos. Dame la lista, yo voy a arreglarme con
eso.
Juanse se encogió de hombros y siguió anotando direc-
ciones en un papelito.
–Bueno, éstas. Hay un par más pero son antros. No
seré yo quien te envíe por allí a buscar a un personaje al
que le dijiste cosas raras en una parada en la ruta –rió otra
vez y escribió algo más–. Y ya que te vas a ir a recorrer
locales, averiguame por favor a cuánto está este juego. Así
de paso tenés algo razonable para decir.
De ese modo había obtenido la lista de tiendas de vi-
deojuegos de la ciudad. Ya había tachado la mayoría de las
allí anotadas y empezaba a hacerse la idea de que no es-
taba en el camino correcto. Había alcanzado a ver muchas
cajitas todas iguales en la mochila abierta del “muchacho
del parador en la ruta”, y por eso concluyó que necesaria-
mente debían ser para la venta. Suspiró resignada mien-
tras sacaba la llave de su vehículo de la cartera. Cualquiera
que supiera de sus actividades de los últimos días la acu-

79
saría de no tener nada mejor que hacer que andar tratando
de localizar a un completo desconocido, quien no había
hecho nada aparte de parecerle atractivo. Miró a la gente
que paseaba por esa calle céntrica y reflexionó sobre ello
un instante. A decir verdad, ese sábado, después de com-
prarse un zapato para el odioso casamiento de esa noche,
no tenía nada mejor que hacer. Sacó el papelito y se fijó en
las pocas tiendas sin tachar. La dirección de una de ellas
indicaba una galería ubicada a un par de cuadras de allí.
Volvió a guardar la llave en su bolso y se puso en camino.

***
–¡Tío, tío! ¡Mirá en qué nivel ya estoy!
Él levantó la vista por un instante del cuadernito don-
de anotaban las ventas y se fijó en la consola portátil que
su sobrino le mostraba con orgullo. Sonrió y cerró la tapa
del anotador, ya tendría tiempo para preocuparse por las
inusuales pocas ventas del día cuando su hermano em-
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

pezara a quejarse interminablemente de ello. Levantó con


facilidad al niño y lo sentó sobre la parte del mostrador
que no era de vidrio, para luego hacerle muchas pregun-
tas sobre el juego y dejarle explayarse en las respuestas,
con la evidente satisfacción de quien se siente escuchado.
Fue sólo un gesto instintivo el que le llevó a mirar hacia
la puerta cuando oyó el sonido de la campanilla que col-
gaba de ella. De repente, como exactamente una semana
atrás, las palabras dirigidas a él eran apenas un murmullo
lejano incapaz de competir con el sonido de su corazón,

80
Nueva narrativa paraguaya
bombeando como en cámara lenta y cuyo ritmo retumba-
ba hasta en su cerebro. La chica que no imaginó volver a
ver estaba de repente en su tienda.
Como la vez anterior, no atinó siquiera a saludarla o a
preguntarle en qué podía ayudarla. Las únicas frases que
alcanzaban a unirse en su cabeza hablaban de lo emocio-
nante de esa situación que ni se había permitido soñar y
de la importancia de no arruinarlo todo. No ahora, por
favor, cuando por primera vez la nube negra que era su
única compañera fiel parecía haberse apartado un poco
para dejarle ver la luz de una mínima oportunidad. En
medio de su ruidoso silencio, no era capaz tampoco de
leer la expresión en el rostro de la chica. ¿Era incomodidad
lo que producía en ella ese inesperado encuentro? ¿Inco-
modidad porque lo recordaba? ¿O porque no lo recordaba
y no entendía el motivo de su mirada fija? ¿Acaso estaba
haciéndose preguntas, cómo él? Vio cómo su mirada cam-
biaba de objetivo, fijándose en el niño que le estiraba de la
remera, tratando de recuperar su atención.
–Tío, tío…
Quizás fue de nuevo su imaginación pero una muy li-
gera sonrisa pareció anidar en los labios de ella cuando
escuchó al chico decir esas palabras.
–Después me seguís mostrando, campeón. Hay gente.
El niño se volvió a mirar a la chica y, cuando él lo bajó,
se fue a la piecita de atrás a seguir con su juego.

81
–Pensé que era tu hijo –le dijo ella con una sonrisa de
cliente amable.
Él también sonrió ligeramente mientras pensaba en la
ambigüedad de esa frase. Podía ser un comentario casual
o la manera que usaba ella para averiguar su situación
sentimental.
–No, yo no tengo hijos –respondió. Y ya que estaban en
el tema, mejor dar la información completa, aun cuando
eso revelara las cartas de sus ansias–. Soy soltero.
La leve sonrisa indescifrable seguía en el rostro de ella
cuando hizo un gesto como diciendo “ah”. Por suerte en-
seguida se puso a buscar algo en un bolsillo de su cartera
para romper el incómodo silencio que había vuelto a ins-
talarse.
–¿Tienen este juego? –le pasó un papelito y él leyó el
título del último juego de guerra que había salido.
–¿Para qué consola?
La chica señaló una de última generación.
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

–¿Es para vos? –cualquiera podría haber notado el in-


terés (no relacionado con su rol de comerciante) que latía
en su pregunta.
–No, es para un amigo –fue como una puñalada direc-
ta al corazón–. ¡Primo! –corrigió ella de inmediato–. ¡Pri-
ma! O sea… mi prima se lo quiere regalar a su novio, que
es nuestro amigo también.
–Entiendo –él sonrió. ¿Acaso ella también le estaba pa-
sando información? Abrió el mostrador, sacó el juego y lo

82
Nueva narrativa paraguaya
puso sobre la mesa. No pudo evitar fijarse otra vez en la
belleza de sus manos mientras tomaba la cajita. Recordó
algo, pero se dijo que todavía no era el momento… si ese
momento llegaba a existir alguna vez. Ella miró la carátula
del juego y luego la contraportada.
–¿A cuánto está?
Le dijo el precio. Y que le podía hacer un descuento es-
pecial. “Por ser vos”, eso ya no se lo dijo, sólo lo pensó, “y
porque estoy desesperado por hacer cualquier cosa para
agradarte”.
–Genial, lo voy a llevar –respondió ella y parecía con-
tenta. Otra vez revolvió su cartera y, cuando le pasó la tar-
jeta de crédito, lo primero que él hizo fue leer disimulada-
mente el nombre grabado en ella.
–¿En un solo pago? –tomó el pos y deseó que las líneas
estuvieran saturadas esta vez, así se quedaba por lo menos
un ratito más. Pero en cuestión de segundos se aprobó la
transacción porque las cosas nunca son como uno quiere.
Le pasó la hojita y se fijó en cada rasgo de su delicada fir-
ma.
–¿Me podés hacer factura? –le dijo en tanto que se la
devolvía y recibía la copia.
–Por supuesto –respondió él solícito y buscó el talona-
rio. Ni loco iba a decirle que tenía que cobrarle un diez por
ciento más si quería factura, como exigía su hermano por-
que, según él, de lo contrario no había ganancias. Ya le iba
a mandar al demonio por no haberle recargado el mismo

83
porcentaje por haber pagado con tarjeta de crédito, así que
no importaba–. ¿A tu nombre?
–Sí –respondió ella y se lo dictó. Luego su número
de cédula. Y cuando él iba a pasar a completar los datos
de la compra, ella empezó a decir unos números que no
eran otra cosa que la característica de una operadora de
telefonía celular. Él la miró quizás un poco sorprendido,
pero antes de darle tiempo a reaccionar y arrepentirse, se
dispuso a llenar ese campo que, a pesar de existir, nun-
ca se completaba en la factura. Se aseguró de presionar el
bolígrafo con fuerza, no fuera a ocurrir que el desgasta-
do papel carbónico traspasara de manera ilegible alguna
cifra. Las señales parecían claras, se decía mientras miraba
el número que había arrojado la calculadora y debía com-
pletar donde decía “liquidación del IVA - 10%”, pero tenía
miedo de estar dejándose llevar por sus ganas de que todo
se prolongara.
Le entregó la factura y le puso el juego en una bolsita.
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

Luego tomó una tarjeta con los datos del local y escribió
detrás su nombre y su propio celular.
–Por si tu prima quiere saber de algún otro juego para
su novio. O si querés algo para vos. Preguntame nomás lo
que quieras.
Ella sonrió, le agradeció y le dijo que ante cualquier
consulta le escribiría. Luego se despidió y se volvió. Él se
dijo que en el riesgo estaba la ganancia, una de las pocas
cosas valiosas que su hermano mayor le había enseñado.

84
Nueva narrativa paraguaya
Cuando ella estaba por asir la manija de la puerta, él la
llamó por su nombre. Pudo ver la sorpresa en sus ojos
cuando su mirada descubrió al peluche de gatito sobre el
mostrador, el mismo que había tenido en sus manos una
semana atrás. Primero la sorpresa, y luego la alegría que
iluminó su rostro y trataba de disimular.
–Me dijo que estaba cansado de esperar que alguien le
compre solamente para calmar un berrinche de niño mal-
criado. Él quería algo especial. ¿Decís que podés ayudarle?
Ella volvió lentamente sobre sus pasos, como cuidán-
dose para no romper una ilusión que todavía parecía de-
masiado frágil, demasiado prematura.
–¿Vos…? ¿Allá…? ¿Cómo…? –las palabras cortadas
evidenciaban que ella no encontraba la pregunta adecua-
da. Bajó la mirada al suelo como tratando de ordenar sus
ideas y luego volvió a mirarlo, los ojos de ambos en un
encuentro ya más allá de lo casual–. ¿Pensabas que íbamos
a volver a vernos?
Él negó con la cabeza y luego extendió la mano, pi-
diéndole que le pasara otra vez la bolsa con el juego.
–Cuando lo traje, todo lo que quería era conservar el
recuerdo de un momento que me pareció único –miró al
gatito antes de ponerlo en la bolsa y sonrió levemente.
–¿Y ahora?
La concentración de los dos fue quebrada por el sonido
de la puerta al abrirse. El muchacho saludó a su hermano
con un leve gesto. Ella sonrió con resignación.

85
–Vamos a seguir hablando.
Él afirmó con un ligero movimiento y guardó en el ca-
jón el talonario de facturas. La observó perderse por el pa-
sillo principal de la galería y al ver que su hermano estaba
ocupado con su hijo, volvió a sacar el talonario y copió el
número en su celular.
“Yo también quiero algo especial. Como el gatito.”, es-
cribió. Y, tomando coraje, presionó el botón de enviar.
Patricia Camp/ UNA PARADA EN LA RUTA

86
Nueva narrativa paraguaya
Charles Da Ponte

Porque estás
como ausente

87
Charles Da Ponte (1973) Cursó estudios en la Facultad de
Arquitectura de la Universidad Nacional de Asunción (1993)
y el Instituto Superior de Arte Olga Blinder (2000). Se ini-
ció como ilustrador en la revista de arte Los Cronopios (2000).
Obtuvo el Premio Jenaro Pindú de Dibujo y Pintura (2002).
Ilustró las ediciones del semanario cultural de distribución
gratuita El Yacaré (2001/2006), donde además tomó parte ac-
tiva en el equipo editorial y de redacción. La antología de
cuentos cortos Anales urbanos (2007) incluyó no sólo ilustra-
ciones sino también un texto de su autoría, “Cosas de la vida”
(luego adaptado al teatro e incluido en la obra “Topus Urba-
nos” del año 2010). Obtuvo el segundo premio del Concurso
de Cuentos Dr. Jorge Ritter, en la categoría adultos, y una
mención en el Concurso de Cuentos Cortos Premio Cabildo,
categoría lengua castellana (2008). Fue incluido en la muestra
de ilustración Ilustrátena (2011) y en la publicación Objeti-
vos de Desarrollo del Milenio trazados (2011). Colaboró en la
organización y expuso en el evento de ilustración Ilustráfico
(2012). Obtuvo una mención en el Premio Elena Ammatuna
de Cuento Corto (2013) y el primer premio en el Concurso de
Cuentos Cortos Premio Cabildo, categoría lengua castellana
(2013).
Nueva narrativa paraguaya
M
irá ese señor, mamá, y ella al teléfono y yo le
decía luego a Norma pero sabés cómo es y re-
molcando al niño se perdió en el enjambre.
Con los codos apoyados en las rodillas, el viejo parecía
una columna de alumbrado público, una de esas de ce-
mento que algún vehículo hubiera embestido convirtien-
do un antes larguirucho y sólido en un ahora mal doblado,
formas colapsadas y varillas torcidas. Ocupaba un asiento
que, como lo demás alrededor, se diría rescatado de entre
los restos de algún bombardeo de película vieja. Cada tan-
to se animaba vagamente y pasaba una página del libro
que sostenía ante sí.
Más allá de la techumbre desconchada y salpicada de
huecos, la siesta atacada por la septicemia volaba de fie-
bre; automóviles tuberculosos, vendedores, niños aspiran-
do pegamento, personas temerosas, indios desahuciados
y mendigos poblaban su delirio en ebullición; el viento ca-
liente del norte arrancaba crujidos al fósil aún joven de la
Terminal de Ómnibus.
Dentro de la osamenta destartalada zumbaba el calor,
se hinchaban los interiores con el ruido informe del abu-
rrimiento, de los pies arrastrados sobre suelos escupidos,

89
del revoloteo de la mosca y la paloma, los ecos de quienes
llegaban, comían, remolcaban o empujaban bultos y ni-
ños, de vendedoras ofertando mercadería, termo guampa
zapatilla qué puede ser que le vendemos, silbidos y carca-
jadas, llanto de bebé, ladridos de perros en celo, tonos de
teléfono móvil, frases en guaraní y acentos rioplatenses,
los silencios entre dientes de tipos que parecían capangas
o policías de civil. En un rincón alto de la sala de espe-
ra, sobre precario soporte, un televisor sin sonido titilaba
imágenes borrosas, con interferencias y fantasmas, a veces
secuencias inquietantes, cuando no aterradoras, en blanco
y negro, algunas parecían pedidos de auxilio registrados
en video o documentales sobre campos de concentración;
a veces también había comerciales donde la gente compra-
ba y era feliz.
Charles Da Ponte/ PORQUE ESTÁS COMO AUSENTE

En medio de aquella trápala viscosa, sonó de repente


una voz cansada y deforme dando un anuncio indescifra-
ble. Ello pareció alertar, sin embargo, al viejo, como si se
hubiera dormido con los ojos abiertos y a pesar suyo. Ce-
rró el libro y se inclinó hacia un bulto que podría confun-
dirse con un perro echado a sus pies pero que era apenas
un bolso de mano, lo tomó y se incorporó, crujiendo como
una hoja seca. Todavía echó una mirada alrededor, una
mirada que no buscaba nada en particular o que buscara
pero en la memoria y sin encontrar, una mirada que ya
había partido, una mirada que estaba a kilómetros de esa
silla ruinosa, de la terminal en ruinas, de esta ruina de ciu-

90
Nueva narrativa paraguaya
dad, de todo un país arruinado, a mundos de distancia, en
otro tiempo, en el futuro, en otra vida tal vez. Luego, se
encaminó hacia las dársenas. Su andar era un manifiesto
contra la prisa. Se detuvo junto a unas mujeres ayoreo que
vendían artesanías y les habló en su lengua; las mujeres
rieron con ganas.
En el andén, se acercó a un grupo que rodeaba a un
vendedor de chipa; alguien señaló unos buses que tenían
el motor encendido. El viejo dio las gracias sonriendo y
finalmente se perdió de vista.
Una hora después, una hora y media quizá, no más
que eso, entre sollozos desaforados y frases balbuceadas
sin ilación aparente, con repeticiones sucesivas y atolon-
dradas, una mujer intentaba contar su hallazgo a todas las
caras que la rodeaban. Cómo al abrir el libro que encontró
tirado en el suelo, al ladito de los asientos nomás, allá en
la sala de espera, algo cayó entre sus pies, algo chiquito
y blando, algo que no hizo ruido al chocar contra el piso,
que ella creyó primero que era un cigarrillo o un encende-
dor o un billete enrollado, que se agachó a recogerlo para
ver qué era, y dios mío dios mío dios mío.
Los informes policiales señalaron posteriormente que
el dedo (un meñique con la uña primorosamente esculpi-
da: una rosa en negro sobre fondo blanco, gotas de rocío
en los pétalos), habría pertenecido a la mano izquierda de
una mujer joven y de cutis claro, probablemente de nivel
social medio a alto teniendo en cuenta el largo de la uña y

91
los cuidados que le habían sido prodigados, además de la
suavidad en la piel de la minúscula yema. El dedo había
sido escrupulosamente seccionado a la altura de la articu-
lación metacarpofalángica y profesionalmente sometido a
un tratamiento formolizante para evitar su descomposi-
ción.
Fue imposible obtener datos significativos sobre el as-
pecto de la persona que había ocupado el asiento al lado
del cual se produjo tan macabro hallazgo. Unos pocos de
los entrevistados dijeron acordarse que había un tipo allí,
pero a la hora de aportar señas particulares los presuntos
testigos se mostraron incapaces de hacerlo o, en caso con-
trario, las supuestas señas no coincidían o directamente se
contradecían entre sí.
El libro dentro del cual se había encontrado el susodi-
Charles Da Ponte/ PORQUE ESTÁS COMO AUSENTE

cho resto humano se trataba de “Veinte poemas de amor


y una canción desesperada”, del poeta Pablo Neruda, en
una edición barata y sin editorial constatable. Además de
las del dedo no se verificaron otras huellas dactilares ni
rastros de sangre en el antedicho libro. Pero se constató
que faltaban algunas páginas y que las mismas habían
sido arrancadas sin cuidado y de manera violenta. Tras
una rápida investigación se cotejó la falta del poema Nº
15 del texto. Rápidamente se dedujo un turbio trasfondo
pasional y se desarrollaron historias e hipótesis diversas
alrededor de la relación entre el detalle literario y el de-
talle humano, ambos inextricablemente maridados por la

92
Nueva narrativa paraguaya
amputación, el desgaje, el desprendimiento y, de alguna
manera, por el amor y la cursilería.
Pasaron dos meses. Y un tercero. Se redobló la presen-
cia policial en la zona y se instalaron cámaras de circuito
cerrado. Los intentos de identificación del cuerpo origina-
rio del meñique resultaron infructuosos. Se realizó incluso
un rastrillaje de empresas de pompas fúnebres para ave-
riguar si algún empleado había dejado el trabajo o había
sido despedido recientemente. Ni el Museo de Historia
Natural del Jardín Botánico y Zoológico se libró de una
visita policial. Tanta atención por parte de la policía ya
empezaba a generar suspicacias en algunos sectores que
consideraban la actitud como una cortina de humo. Por
otro lado, no se registró denuncia alguna que pudiera re-
lacionarse con el caso. Ninguna mujer o familiar de mujer
se presentó a clamar justicia por maltrato físico, secuestro
o asalto acompañado de la amputación de un dedo. Los
cadáveres que la rutina ponía bajo jurisdicción policial es-
taban enteros, al menos en ese detalle en particular. Las
pesquisas no sacaron a luz ningún resultado claro. En al-
gún momento la carpeta del expediente sencillamente se
perdió en una mudanza de oficina o de edificio del depar-
tamento a cargo. El archivo digital resultó dañado por un
virus. En los periódicos y la TV el asunto del “Descuarti-
zador de la Terminal” (así bautizado por la prensa aunque
no hubieran habido otros casos relacionados ni otros pe-
dazos humanos encontrados en libros, y aunque el pedazo

93
encontrado solo fuera un dedo, y para colmo el meñique)
pasó de la primera plana en tipos de gran tamaño y titula-
res leídos con voz engolada, a un sueltito en página impar
y algún que otro chiste entre presentadores de noticiero.
Y pasaron más meses, que ya nadie numeraba. Luego
de su momento de fama, el asiento que ocupara el “Des-
cuartizador” volvió a su anonimato e incluso la gente se
instala hoy en su regazo cuarteado indistintamente de
cualquier otro de la sala de espera. En la pared más cer-
cana se erigió un pequeño nicho funerario que oficia de
excelente refugio para arañas y mosquitos y está rodeado
de flores baratas de plástico y tela. Una vez al año hay una
vela encendida allí. Han cambiado el televisor por otro
en peores condiciones pero que también tiene el volumen
apagado como el anterior y está sepultado en la nube de
Charles Da Ponte/ PORQUE ESTÁS COMO AUSENTE

ruido ambiental de siempre. Las cámaras del sistema de


seguridad ya no funcionan y encima de una de ellas hay
un nido de gorriones. Los ómnibus llegan y parten, como
rifados en una quiniela cuyo premio mayor fuera la de-
mencia. Las palomas defecan, de vez en vez y con prístina
inocencia animal sobre la caperuza de algún teléfono pú-
blico en desuso, uno de esos modelos obsoletos que an-
dan por allí, como a la espera, agazapados, cual si fueran
avatares de la Muerte misma, embozados y mendigando
entre el hollín, el polvo y la iluminación enfermiza de los
interiores en estado terminal de la Terminal de Ómnibus
de la ciudad de Asunción.

94
Nueva narrativa paraguaya
Julio de Torres

Dilema del
heterónimo

95
Julio de Torres: Nació en Asunción, en 1985. Es escritor de
prosas, versos, guiones teatrales y audiovisuales además de
actor, dibujante y músico. Desde pequeño ganó concursos
de dibujo que le valieron viajes al exterior en asambleas ibe-
roamericanas por la paz, una en Quito, Ecuador (1993) y otra
en Mendoza, Argentina (1995). Ganó, además, menciones y
premios en concursos literarios nacionales y fue semifina-
lista en el concurso “Encuentro de dos Mundos” de Ferney-
Voltaire, Francia (2009). Se formó en dramaturgia en la Pla-
taforma Internacional Panorama Sur y fue seleccionado para
usufructuar una beca parcial para la carrera de guión de cine
y TV en el Instituto del Cine de Madrid, que no pudo concre-
tar. Tiene en su haber varias obras teatrales de las cuales “La
hermandad de los huevos” vio la luz profesionalmente este
año, con notable éxito.
Nueva narrativa paraguaya
M
i pronóstico: El país está cada vez más mierda
y la sociedad pretende que uno sonría cada
tanto para montar ese simulacro de que todo
está bien. En la calle se respira el decadente vaho social.
Vaho creciente cuando el sol guaraní azota con sus rayos
los semblantes. Día de laburo. Lunes decaído. Declinable a
morir y resucitar el martes. La agonía se hace terrible otra
vez y la vida-muerte no acaba. No desaparece.
Invoco a Dios Padre que con su manto luminoso cu-
bre mi corazón, mi mente y mi alma para quejarme y no
perecer en esta agonía a la que llaman vida. Bueno, si no
pretendo ser pesimista a la hora de escribir estas líneas de-
bería empezar de otra forma esta honorable lamentación.
Pero yo sigo sin existir. Ya sé que me estoy quejando
pero este comienzo es poco. Está bien. Debo ser más agra-
dable a pesar de arriesgar mi existir. Agradable pero no
bueno porque nadie es bueno ya que si hacemos caso a
Hermes Trismegisto el mal deriva del bien y viceversa así
que soy menos bueno o malo nomás. En fin.
Me levanté a las seis de la tarde porque dormí a las
seis de la mañana y no me di cuenta del paso del sol que
comenzaba a esconderse en el horizonte húmedo como

97
vulva que espera. Que llama. Me encontré con una de-
manda por haber plagiado los colores de una pandorga en
la costanera. No pensaba, ni creía, que las ideas son de los
que las crearon como si nunca hubieran existido, mucho
menos los colores. Somos parte de un todo así que nada
pertenece a nadie acá, a la larga. Un día, un asteroide va a
chocar contra la tierra y adiós obra original, au revoir, idea
nueva y envidiable, addio ganas de demandar por plagio.
De igual forma ignoré el documento ya que hasta la pelo-
tudez se fuma la gente.
El cielo está gris claro con un centelleo bordeaux en ex-
traña dirección. Un viento fuerte azota las copas más altas
de los comensales que dormitan en el pastizal, tensiona
sus troncos tumbados. Un paredón de polvo se levanta y
embiste el espacio abierto. El cielo está rojo. Soy víctima de
la broma de las toallitas femeninas (usadas).

–Se plagian las ideas pero no los colores. Creo. Digo.


Julio de Torres/ DILEMA DEL HETERÓNIMO

No sé.
–Debe de estar loco.
–Me levanté a las seis de la tarde porque dormí a las
seis de la mañana y me encontré con la denuncia. Tomá.
–Ignorale.

el resentimiento es un animal bípedo que tiene como patas


la realidad y la no-aceptación
porque entre cagar, comer y coger
sólo la “c” está perdonada
pero las tres acciones se plagiaron
la letra de arranque

98
Nueva narrativa paraguaya
la ce
la conversación es una colección
de palabras plagiadas
creemos idiomas propios
y enseñémoslos a los que
nos han de comprender
que las ideas no son más
que puro azar
y las palabras
solamente palabras
me levanté
a las seis de la mañana.

Cuesta aceptar que la indiferencia nos juega una mala


pasada. Me ha ocurrido a mí y es por eso que, más adelan-
te, se enterarán de lo que me ocurrió.
La verdad es que la nostalgia es uno de esos momentos
en los que las ideas afloran de una nada rara como las pilas
del robot más tekoreí del mundo. En ese sentido recordé la
demanda por plagiar colores. Luego de la poca aceptación
de mi último libro, creo que la mejor forma de venderlo es
incluirlo dentro de un caso parecido a lo de la pandorga.
Me alisto y escojo el libro de Boromir Gutiérrez para
realizar la demanda. En el espejo el despojo humano más
fracasado me clava la mirada, amenazante. Me doy unas
palmadas en el rostro para despertar. El nuevo día nace. El
cielo se va cubriendo de nubes pero su carga de lluvia pasa
demasiado alto. Se vino la lluvia. En el portón me espera la
enorme bestia cuadrúpeda, el abogado de la familia al que
había llamado, moviendo la cola como atacada por lombri-
ces, es decir, mi avasallamiento de palabras de queja.

99
–Igualito. Plagio inteligente. Todas cosas.
–Dejá a mi cargo.

Boromir Gutiérrez tenía la delicadeza de copiar a los


coterráneos, como si no existiera literatura europea, asiá-
tica o africana. De Ngũgĩ wa Thiong’o, pasando por Mia
Couto y llegando hasta Ryū Murakami se tiene un abanico
azul casi transparente de ideas que pueden ser plagiadas
y de las que nunca han de enterarse. Convengamos que
el plagio existirá pero de ahí a que uno se entere hay un
océano por recorrer para llegar a esa probabilidad. Pero
en este caso yo me he enterado y el menudo ignorante no
hizo otra cosa que fijarse en mi retoño.
Lo llamé y se negó a aceptar el plagio. Me vendió la
historia de que nunca me había leído –¿cómo se atreve?– y
que si quiero podríamos llegar a las cortes internacionales
hasta demostrar que no hubo tal plagio.
Luego de seguir probando algún tipo de negociación,
Julio de Torres/ DILEMA DEL HETERÓNIMO

el cansancio estremeció mis párpados. Y mis ganas de se-


guir. En una guerra virtual que duró años, entre mensajes
en Facebook y noticias de diario, el poder del pueblo se
hizo sentir en la hinchada de Boromir.

–No hay plagio. Se te conoce muy bien y vos tendrás al


pueblo contigo pero yo no voy a dejar de ser víctima por
tu culpa, maldito desgraciadooo…

Honorable Roberto Alvarenga

100
Nueva narrativa paraguaya
–No te vas a salir con la tuya. Apelaré a las cortes inter-
nacionales y me amparan Modesto Gatti, Jürgen Garcipo-
vich y Casto de la Serna.
Boromir Gutiérrez

–A mí me ampara la justicia divina, la ley de los astros


y la ley de Talión. Tu libro, “Verde que te quiero verde”, es
una copia inteligente de mi libro “Quereres inmaduros”.
Dejale en paz a mi familia y a mis perros que no te hicieron
daño. Pero me las vas a pagar. El pueblo está con vos pero
conmigo la justicia. ¡Añuá!
Honorable Roberto Alvarenga

–Estimado colega. Con todo el respeto que te mere-


cés, ante todos los lectores de este “diálogo” de correos
electrónicos y ya que no estás dispuesto a dar la cara ante
la prensa, niego que he plagiado tu obra. Lo niego y lo
negaré hasta que las cortes internacionales demuestren lo
contrario.
Boromir Gutiérrez

Es por eso que siempre pienso y confío en la ley de la


atracción y en el inmenso poder de San Rafael Arcángel a
quien ruego te dé salud mental para tu próxima creación y
te envuelva con su manto curativo. ¡Amén!
Honorable Roberto Alvarenga

La sociedad es un derroche de inexistencias cuando la


atención se viste en monocromo. Existís cuando amedren-

101
tás, ladrás, mugís o lo que sea. Hasta me molesta que ha-
gan bien las cosas porque los profetas existimos pero no lo
somos en nuestra tierra. Pero como dice el tango: “el que
no llora no mama y el que no afana es un gil”. Entonces
debo hacer valer mis derechos y mi ego. ¡Ah! El ego. Ese
mal que nos ataca a los artistas, a las personas comunes.
Años de trayectoria para pajearme con lo que me venden.
La polémica hizo que “Verde que te quiero verde”
y “Quereres inmaduros” tomaran cuenta del éxito y las
ventas agotaran el stock de libros. Todo marchó muy bien
hasta que, tras la segunda edición de “Quereres”, por un
lado, y “Verde”, por el otro, en una de las eternas discusio-
nes con mi rival, olvidé cambiar la cuenta de correo elec-
trónico.

–¿Con que todavía no te rendís? Las ventas este semes-


tre superaron a los tuyos y es para que te enteres de que
el pueblo está conmigo y que a toda costa velará por que
Julio de Torres/ DILEMA DEL HETERÓNIMO

retires tu demanda, honorable ciudadano Roberto.


Honorable Roberto Alvarenga.

El quemo fue certero, aunque el humo se propagaba.


El hombre del plagio parecía otro mediático seco, lloran-
do, inconsolable, en el olvido amarillista; imposible preci-
sar si sus lágrimas eran de culpa, porque no existía dicha
culpa, o de desconsuelo, que tampoco existía; o eran las
lágrimas de un liberto. El fuego estaba vivo, y el humo,

102
Nueva narrativa paraguaya
que viene después del quemo, refinaba la conciencia y la
mucha vergüenza.
Y yo sigo sin saber adónde meterme porque, simple-
mente, me había equivocado de cuenta.

103
Juan de Urraza

Alicia y
Zavala
Juan de Urraza
Nueva narrativa paraguaya
S
entado en una banca nuevamente. En la misma pla-
za de siempre. Aquella de las hojas caídas, de la
tierra colorada, del césped inexistente. De maripo-
sas diurnas, charcos, jacarandás, libros obsoletos y tran-
seúntes distraídos. Juan Eustaquio se halla perdido en sus
cavilaciones. Indeciso entre seguir andando o rendirse y
entregarse al sopor del sueño, y de las elucubraciones tan-
genciales. Hace una eternidad que se encuentra inmóvil
allí. Deseando marcharse, deseando avanzar. Pero com-
pletamente impotente...
Por momentos el sopor lo domina, con el calor húmedo
posterior al chaparrón, la humedad agobiante, los zapatos
mojados ante la imposibilidad de cruzar los enormes rau-
dales, casi ríos, de las calles céntricas. Ojalá solucionaran
el problema de los raudales, ojalá al menos, mientras los
desagües pluviales no funcionen, construyan puentes le-
vadizos en las esquinas, para que los transeúntes puedan
cruzar a salvo de una vereda a otra, salvaguardados de los
torrentes que arrastran basura, ramas, autos, y a algún que
otro peatón despistado.
Las gotas aún se deslizan desde las hojas de los árboles
hacia el suelo, las lágrimas de alguna mujer maltratada, el

107
sudor de algún vaso repleto de cerveza helada. Casi ca-
yendo dormido, se despierta abruptamente... Volviendo
a la realidad sobresaltado. Y sin saber de dónde, cómo, o
por qué, descubre que allí junto a él se halla sentada una
hermosísima mujer; de renegrido cabello corto, con una
estupenda figura que trasluce a través del húmedo ves-
tido, atenta a lo que ocurre allí adelante, donde un niño
está jugando alegremente en el barro... Como si nunca lo
hubiera visto o tocado.
–Estoy cansada, Juan Eustaquio –le dice–. Muy cansa-
da. Esta vida no es la que tenía planeada. Para mí, o para
mi hijo... En realidad no debería tener un hijo, y aún me
devano buscando alguna realidad donde no lo tenga...
Pero eso es imposible, al estar más allá de los hilos del
tiempo, no puedo escapar a lo que me ocurre. No tengo
otras opciones...
Juan la observa atónito, incapaz de comprender quién
es la mujer, o de qué le habla, y cómo es posible que co-
nozca su nombre, puesto que nunca antes la había visto
¿Podría ser una amante de su juventud que ha cambiado
Juan de Urraza/ ALICIA Y ZAVALA

demasiado con los años? ¿Sería ese niño su hijo? No, eso
no es posible. Otra cosa está sucediendo, pero no sabe qué.
–Yo sé que te gustan los monólogos interiores –conti-
núa hablando ella, sin esperar respuesta–. Pero hoy ten-
drás que hablar a viva voz... Conmigo. Estoy cansada, y
aburrida. Necesito que este trabajo me dé una chispa de
alegría, me reconforte, o al menos me entretenga.

108
Nueva narrativa paraguaya
Juan sigue sin pronunciar palabra. No está seguro
de que ese momento sea realidad, fantasía, o ensueño...
Observa su reloj de pulsera, pero éste se comporta nor-
malmente, no da indicios de estar loco o acelerado, como
usualmente ocurre en los sueños.
–No te preocupes –insiste la mujer–. Esto es real. Tú y
yo somos reales. Estoy aquí para comprender y rectificar,
o dejar ser, este instante sublime, excelso, irracional, en el
que estamos por tu causa... Está sucediendo algo que nun-
ca vi en los miles de años que llevo cuidando a los mundos
y universos.
–No entiendo –por fin habla el hombre, para luego en-
mudecer nuevamente. Cierra los ojos y se cubre el rostro
con las manos.
–Sí, entiendes –afirma ella–. Estás aquí sentado en este
banco tratando de escapar del estado de confusión que
te corroe. Pero no puedes. Porque confundes tiempos y
espacios. Porque tu pasado aparece como un cúmulo de
recuerdos desordenados y contradictorios, imposibles de
haberse dado todos juntos, y porque crees ver el futuro,
el de todas las posibilidades mezcladas, y no te atreves a
tomar ningún camino, sabiendo que harás desaparecer to-
das esas opciones y quedarte con una sola. Y quieres vivir
todas, o al menos muchas de ellas, pero no puedes tener-
las. Te quedarás sólo con una.
–¿Cómo es que...? –intenta preguntar Juan.
–¿...Sé eso? –sonríe la mujer, completando la frase–.

109
Porque es lo que hago. Me dedico a solucionar problemas
como el tuyo. O al menos a tratar de entenderlos. A veces
los corrijo, y a veces simplemente los dejo tal cual. En tu
caso no sé si es un problema, un error, o un milagro na-
tural. Cuéntame... ¿Qué es lo que te ocurre? Quiero escu-
charlo de tu propia boca, con tus palabras.
–Ya has dicho precisamente lo que me pasa. Exacta-
mente. Veo todo, hacia atrás y hacia adelante, todas las po-
sibilidades que fueron, y todas las que vendrán. No entien-
do cómo, pero todos los senderos recorridos, de todas las
alternativas, me han traído indefectiblemente hasta aquí.
Hasta las posibilidades más locas y lejanas, todas, acaban
aquí. Todos los caminos, todas las decisiones, todas las fa-
talidades, todas las rutas contradictorias. Todas llegan a
ese punto y al mismo tiempo me doy cuenta que desde
aquí se volverán a bifurcar en miles de ramas, casi infini-
tas. Puedo ver múltiples amores, múltiples decisiones de
vida, múltiples profesiones. Múltiples existencias, amis-
tades, viajes, muertes, hijos, familias, zapatos, músicas,
películas, juegos, pérdidas, éxitos, libros, logros, deportes,
Juan de Urraza/ ALICIA Y ZAVALA

vicios, accidentes, historias, estudios, trabajos, mascotas,


hogares, experiencias, países, padres, esposas, amantes...
–Sé que he vivido todas esas historias –continúa ha-
blando Juan–, cada una de ellas, porque las recuerdo con
todo detalle... Y sin embargo al mismo tiempo sé que es
imposible que un ser humano pueda haberlas experimen-
tado juntas en tan corta vida... Recuerdo al menos cuatro

110
Nueva narrativa paraguaya
esposas, que han sido mi primera esposa. Recuerdo dieci-
siete profesiones universitarias, veintitrés hijos, diez pares
de padres, cinco primeras casas compradas con mi sacri-
ficio, doce países donde nací... Y todas ellas, hasta las más
dispares, me traen a Asunción del Paraguay, a la Plaza
Uruguaya, como destino final... A este momento mágico,
místico, o nihilista. ¿Con qué sentido? Todas las realidades
se cruzan en este exacto punto de espacio y tiempo. Y al
cruzarse, me hacen ver el contexto tal cual es, pareciera
que el universo se confundió ante el solapamiento de tan-
tas historias sobre una misma entidad en simultáneo, y en
esa confusión mezcló las mentes de mis otros yo con la
mía propia, y nos interconectamos, siendo uno, aunque
fuéramos todos diferentes. Y al mismo tiempo, al abrirse
la puerta de mi mente, más allá de la percepción natural
del espacio-tiempo, puedo prever el futuro con total clari-
dad. Pero veo millones de futuros posibles, cada uno de-
rivado de la mínima decisión o circunstancia con la cual
me mezclaré.
–Tienes razón –dice la mujer sonriendo–. Eso es preci-
samente lo que ocurre. El universo se ha confundido y se
han mezclado los papeles. Pero no te preocupes. En cuan-
to te pongas de pie, este instante mágico habrá terminado,
y cada uno de tus pares seguirá su propio camino, en sus
propios mundos y universos... La confusión pasará, las
ideas se aclararán, y te olvidarás de todas las demás his-
torias, para volver a ser una entidad individual que sólo

111
recuerda al personaje, a la caricatura, que representa... De-
jando de lado a todas las demás. Disfruta de este momen-
to, puesto que pronto se desvanecerá.
–¿Y cómo puedo hacerlo? –pregunta Juan Eustaquio
¿Cómo puedo disfrutar de todas las historias que pronto
olvidaré?
–Cuéntamelas. Nárramelas. Relátame todos los cami-
nos que te han traído hasta aquí. Y todos los senderos que
quieres recorrer de ahora en más. Así, aunque tú olvides,
yo recordaré. Y el recuerdo será eterno, y nada se habrá
perdido.
–¿De verdad lo deseas? –duda el hombre–. ¿Por qué?
–Porque estoy cansada. Y aburrida. Y sé que me gusta-
rán tus historias. En uno de esos tantos hilos de recuerdos
ya nos conocemos. En uno de esos hilos, nos hemos ama-
do. Pero tampoco lo recuerdo. Tal vez juntos recordemos.
Aunque sea sólo por esta tarde... Mañana todo desapare-
cerá. Yo volveré a mi realidad y tú a la tuya. Todos tus
“tú” volverán a ser independientes, y serás el individuo
fragmentado de siempre.
Juan de Urraza/ ALICIA Y ZAVALA

Ella sonrió.
Él, entonces, inició su largo monólogo.

112
Nueva narrativa paraguaya

113
Rolando Duarte

Habibti
Rolando Magno Duarte Mussi (1977). Economista, escritor,
integra el taller del escritor Carlos Villagra Marsal.
Tiene publicados dos libros, Cuentos Dictados y Mamorei y
Algunos Cuentos. Ha sido premiado en varios concursos de
cuentos y sus obras integran antologías nacionales e interna-
cionales.
Nueva narrativa paraguaya
para quien sabe que este cuento le pertenece…
Ahora sólo permanece
tu liviano andar de pasajera
y la imagen precisa
de ver cómo te alejas.
José María Gómez Sanjurjo

S
abes que es linda, muy linda; y conste que a esta
altura ya no te importa tanto la belleza; bueno, en
verdad sí te importa, te importan esos ojos pardos
y ese andar de mujer que se sabe deseada, pero principal-
mente te atrae esa inmaterialidad que se mueve con ella,
ese concreto aire de olores y sentidos, esa primaria luci-
dez, el arrebato de la luz que custodia su contorno de días
lustrosos, de inmunidad y gracia. Eso te atrae, y su cuerpo.
No cambias tu órbita, tu traslación grave por los an-
chos espacios de la rutina responde a un códice alojado en
el bastión de tus defensas, a tu innegada comodidad, a un
sólido mundo preparado para tu uso, para el regalo de esa
mano tendida a la satisfacción mansa de los deseos de tu
carne un poco hastiada, de esa sed nunca sentida, de esos
mismos labios que jamás son iguales; tu vida perfecta. Eso
te detiene.
No fue un relámpago de miradas, ni saberse unidos
por el simple trasvaso del aire al cruzarse en un pasillo; ni
siquiera una mutua complicidad de sonrisas; no, te ocu-
rrió sólo a ti, fue mirarla una vez para buscarla siempre
entre el tráfico de rostros y saludos, entre el café y el sueño

115
de la mañana. Algo que se movía en una dirección, la di-
rección de tus contenidas ansias.
La buscabas; rastreabas su frivolidad de diosa por las
oficinas atareadas, por el reguero de jazmines del patio,
por el pasillo de los relojes; pero siempre era tarde y la
hora, esa hora en que tú llegabas, se deslizaba en el ápice
leve de su incierto perfume.
Era imaginarla en tu propio sueño, en el fuego de todas
tus dudas, en el laberinto de tu identidad, de tus gustos,
tus pasiones, tus esperanzas y desengaños; era construirla
con la profunda cera de la fantasía.
Y cuando los astros se alineaban, cuando el caprichoso
azar levantaba el pulgar, ella giraba en una esquina para
enfrentarte en la breve escalera, desapareciendo tan rápi-
do como la veías: sólo te restaba cosechar en el aire ese re-
gusto de tabaco y sedición, su marca indeleble. Era enton-
ces cuando te sobraba el cuerpo, no sabías qué hacer con
tus manos o con las carpetas que perdían sentido; era una
reafirmación, un retorno al lugar común de sus ojos, una
fuerza que te impulsaba a salir del rellano de tu pasividad.
Ahí, parcamente, la sangre te empujaba a dejar esa órbita
circular, te compelía a emprender carrera hacia el calor del
Rolando Duarte/ HABIBTI

sol, hacia su luz, hacia su piel.


En los largos días grises en que su rastro se perdía en
la mácula de informes y actos administrativos, en los días
en que tu deidad se ocultaba tras la inclemencia de la ne-
cesidad, te encontrabas con Neruda: …Como para acercarla
mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo

116
Nueva narrativa paraguaya
Cuando entró al café su nombre aún no significaba; ni
siquiera sabías de su vida: suspendiste el examen del plato
sobre la mesa; tus ojos impacientes se movieron con ella
hasta que se sentó casi a tu lado: su aroma te envolvió con
sutiles vapores y, entonces, en medio del río agitado en-
treviste la orilla cercana; después de tanto nadar, de tanto
moldear el viento, columbraste ese resquicio de luz cuan-
do un vago reconocimiento se dibujó en el rostro de ella
a través de su sonrisa. Quisiste gritar, gritar que deseabas
estar a su lado.
Veías su cabello castaño, el rostro cansado, las prime-
ras señales del paso de los años insinuándose en sus ma-
nos: …De otro. Será de otro. …Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos
infinitos pero estaba allí y ahora te pertenecía, te pertene-
cía en pensamiento, en presencia, tus dedos casi rozaban
su pelo claro. Apareció el diablo: Por qué no la reclamas
como tuya, como siempre lo ha sido, aún antes de que la
luna sea luna y la noche noche. Pide y vuelve a pedir, pide
con rezo de niño. Te lo han dicho, te lo han prohibido.
Puedes pensar, no mirar. Puedes mirar, no tocar. Pue-
des tocar, no tener.
Y tú querías tenerla, querías desandar todo el camino
del deseo para quedarte con ella, tirados en una penumbra
hecha de arena y estrellas, querías poder estar a su lado sin
necesidad de volver una y otra vez la cabeza para reconfir-
marla allí, tuya; querías esos centímetros que te separaban
de su cuerpo, ese breve espacio que representaba tan poco

117
para ti y tanto para ella. Lo único que te pertenecía era el
silencio de lo conocido, tu órbita perfecta. Fue la primera
vez. Pediste con ruego de hombre.
No contaste los días, serían muchos… y lo fueron.
¿Qué es mucho? Es ver salir el sol día tras día para
esperar la persistente noche. ¿Cuántos días son muchos?
Dos, tres, cuatro, cien días; son muchos los recuerdos, el
constante río que trae su nombre; muchas son las palabras
que se desperdician al eludirla, mucho es esperarla, eso,
eso sí es mucho: esperarla.
La segunda vez, entraste tú; ella estaba con una amiga:
…Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. El río anuda al
mar su lamento obstinado.
Ves el lugar en su mesa. Quieres sentarte en esa mesa;
en todos los sentidos, en todos los significados, en todas
las traducciones, en todos los idiomas: quieres comer en
su mesa.
Te alejas de Neruda y te acercas a ella: la mayor poesía.
Y cuando tu boca pronunció la pregunta, cuando tus ojos
buscaron los suyos, cuando fue tuya su sonrisa; conociste
su nombre secreto y empezaste a ser su vida; fue compar-
tir su mesa y derrocar a la frivolidad; fue moldear a mano
Rolando Duarte/ HABIBTI

su cuerpo de mujer, sus intereses lejanos, sus dudas, sus


risas y sus lágrimas. Fue un reconocimiento de convencio-
nes incómodas, de lugares comunes: …Era la alegre hora
del asalto y el beso. La hora del estupor que ardía como un faro.

118
Nueva narrativa paraguaya
Pero qué beso puedes regalarle; ella ya los tiene todos:
tiene besos de miel, de sal, de canela, tiene besos de piel,
de mar, besos caros, baratos, tirados, perdidos, besos de
piedra, de hiel, recuerdos de besos, canción de besos, sue-
ño de besos; besos de cal, de ron, tiene un beso azul, uno
de luna, hay besos lustrados, de espuma, besos de adiós,
besos dudosos, besos fastidiados, besos de fe, sombra de
besos, extracto de besos, migas de besos. También tiene
retazos de besos guardados en un cajón. ¿Qué otro beso
puedes darle?
Pensaste y repensaste, quizá podrías negarte, aunque
también sabías que entre todos esos besos no faltaría un
beso negado. ¿Qué ofrecer a tu diosa? …Mi deseo de ti fue
el más terrible y corto, el más revuelto y ebrio, el más tirante y
ávido.
Recordaste una pregunta: ¿Pudiste inspirarte en algo?
Al final, el último día, la última noche estuvo la ilumina-
ción, descubriste tu inspiración sobre las nubes. ¿Qué es
mucho?
Y fueron los encuentros, las horas compartidas, fue co-
nocerla y saber que sería difícil encontrar algo genuino;
fue intuir que no podrías cargar en tus manos algo que ella
realmente ansiara, que de verdad estimase.
Luego vendría el tiempo a reclamarlo todo; menos su
risa.
Cuando llegas, la buscas entre la muchedumbre va-
cía. Mucho tiempo antes, cuando no sabías qué regalarle,

119
en los cortos días que respiraste su aire y compartiste su
mesa; en esa fugaz primavera en que el sol fundió sus ra-
yos con tu dicha, en ese tiempo que ya no era, habías re-
suelto entregarle el más abnegado de los presentes, habías
resuelto volver a los pasillos y al suelo de jazmines para
esperar ansioso la visión huyente de su paso, de su mirada
rápida; resolviste, callado, que querías estar cerca de ella,
¿eso es mucho?
Instauraste tu culto particular, un culto donde lo ado-
rado era el esquivo recuerdo de su presencia, la inasible
comisura de sus labios, su abandonada fragancia. Le re-
galaste tu pensamiento y tus creencias, tus tribulaciones
únicas, le regalaste algún cuento mal escrito y prometiste
no darle aquello que ella no buscaba (¿tenía memoria ella
de lo que buscaba?). Le regalaste tu contemplante lejanía
…Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme en la tierra de tu
alma, y en la cruz de tus brazos renunciaste a los poemas de
amor y te quedaste con la canción desesperada.
Por eso, cuando la ves, cuando casi oyes sus pasos,
cuando sospechas su presencia, fluyen los ritos de tu misa
y te pierdes en su añoranza, en su imagen cada vez más
lejana, cada vez más precisa, como la composición exacta
Rolando Duarte/ HABIBTI

de un cuadro que alguna vez, brevemente, fue tuyo.

120
Nueva narrativa paraguaya
Milady Giménez

Nido vacío

121
Milady Giménez. (As-1979). Profesora de piano, licenciada
en Letras (UNA) y en proceso de defensa de la tesis en la
Maestría en Lengua y Literatura (UNA). Autora de Rasgando
Quimeras (cuentos) y los discos de música paraguaya Mbo-
rayhu Ñandutimíme y Mborayhu Ñandutimíme II.
Nueva narrativa paraguaya
C
omo madre cumplida pasaría, como todos los
días a la salida del trabajo por el supermercado, a
comprar algunos comestibles para su familia. Un
padre, un hijo de cuatro años y un bebé la necesitaban,
verdad indiscutible que dotaba de un poco de sentido a
la jornada infame que debía soportar a diario. Cambiar
dinero por comestibles tenía su gracia, las pasarelas del
súper la hacían sentir capacitada para tomar decisiones
trascendentes en su universo doméstico que se transfor-
maba de inmediato en una imprescindible calidez. Pensa-
ba en su marido, trabajando hasta tarde: horas extras, pagar
las últimas deudas que habían contraído con uno de esos
bancos que financiaban la felicidad inmediata asentada en
los cimientos de una sobrevaluada casa propia. La casa,
al menos había quedado con la fachada linda aunque los
materiales de la construcción eran de dudosa calidad, de-
talles menores; el revoque “entraba”, se decía como conso-
lándose a sí misma, eso y las verjas que entrañaban cierta
tranquilidad: altas, gruesas; un pequeño jardín con su co-
lección de cactus enanos otorgaban al conjunto el toque
ideal de vida; nutriéndose tan sólo de astro rey transmi-

123
tían un desolado deseo personal: el de configurarse como
el último esnob de un barrio semi residencial.
Las llegadas tardías de su marido eran algo que la traían
preocupada, a veces sentía pena por él, pero otras veces,
como hoy, no. Resolvió que lo odiaba un poco, menos que
otras veces, tal vez; eso lo sabía sólo ahora que como casti-
go había elegido para él hamburguesas de contenido gra-
so normal, pan blanco, y gaseosa regular. Lo más proba-
ble es que Juan no se percatara de maquiavélicas sutilezas
como esas, a él no le interesaba la vida sana: no importarle
verse gordito o prolongar su vida debería ser una señal
de algo, pero no podía elucubrar pensamientos complejos
para averiguarlo; pensar que tenía un romance era menos
tedioso y daba margen a sostener alguna pelea doméstica
si por ahí se agitaran las aguas alguna vez. Estaba irritada
por su situación sentimental, no sabía si era una preocu-
pación real o la suma de sus aflicciones diarias lo que la
hacían sentir insegura y poca cosa. Juan tiene una amante,
se repetía tontamente. Sin dudas se trataría de alguna bri-
bona trepadora. Una de esas secretarias que se gastaba el
sueldo en cosméticos y ropa de moda.
Milady Giménez/ NIDO VACÍO

Ella también llegaba tarde. Cada noche amasada de


hostilidad y vacío durante el largo y tedioso camino a casa
la tenían ansiosa por ver a sus hijos, considerando abomi-
nable el sacrificio de tener que ir al gimnasio a la salida
del trabajo en vez de ir directamente a su hogar. La jor-
nada after office terminaba convirtiéndose en un calvario

124
Nueva narrativa paraguaya
de dos horas debido al tráfico. Ejercitarse la hacía sentir
competitiva y juvenil y con el puesto que ahora ocupaba
en su trabajo, si se viera como una señora de su edad real
–daba lo mismo decir “descuidada”– nadie la respetaría.
Un enorme reloj sobre la pared de la caminadora medía
la tortura que implicaba estar tonificada. Ella se limitaba
a hacer ejercicios aeróbicos, no quería tener contacto con
aparatos que aún resbalaban el sudor de otros en sus ex-
tremidades. Tampoco usaba los baños del gimnasio, se
aguantaba las ganas de orinar que le daba el agua mineral
que bebía para mantenerse hidratada. Mientras saltaba al
ritmo de una demencial música techno de los noventa se
remontaba a su adolescencia, recordaba que en ese enton-
ces podía pasar horas paseando en bicicleta o practicando
guitarra todas las noches. Esas sí habían sido horas bien
empleadas y se prometía a sí misma retomar esas activi-
dades apenas pudiese hacerlo. Pretender llevar una vida
sana resultaba estresante, pero sabía que su personalidad
era de nimio valor como para sentirse a gusto con la de-
jadez o alguna especie de estilo de vida relajada. A quién
le importaba la maldita vida sana, lo que necesitaba era
verse más joven. Por fortuna, el espejo del baño de damas
de su trabajo era un “espejito, espejito”, seguramente, eso
formaba parte de la seguridad laboral, pensaba ella. Las
mujeres liberaban sus tensiones maquillándose frente a él,
mirándose de costado mientras tragaban panza agradeci-
das de verse tan estilizadas, reflejo directo de un agradable

125
ambiente de trabajo, se dijo murmurando como siempre lo
hacía mientras fingía leer los precios y etiquetas de yogu-
res de dieta que elegía casi al azar en el supermercado,
donde se encontraba ahora, con el cansancio y el apuro
delatándose en su mirada que intentaba mantenerse ama-
ble y con buenos modales, al final del día. Debía apurarse
pero no quería llegar con las manos vacías, por eso siem-
pre pasaba al súper, y aguantaba sus ganas de orinar, así
se daba más prisa, incluso.
Llegó su turno de pagar y como siempre eligió a un
cajero para que le cobrara, prefería no hacer trabajar a las
mujeres a esas horas, en la caja contigua a la suya atendía
una chica joven, de unos veinte años, notablemente em-
barazada, “seguro que es madre soltera”, se dijo mientras
miraba los gestos y ademanes del cajero que parecía afe-
minado, “otra minoría incomprendida”, pensó al momen-
to de pasarle el importe de las mercaderías con una sonri-
sa agradecida que dejaba en claro: no soy homofóbica. No
sabía por qué se comportaba así, a estas horas exageraba
sus gestos amables como si fuera un animal salvaje que
había sido domesticado para un acto especial.
Milady Giménez/ NIDO VACÍO

Llevaba un huevito de chocolate para su hijo, de esos


que traen sorpresita adentro: “parecen una granada”, ha-
bía dicho su hijo alguna vez y ella pensaba lo común que
era hablar de armas en la era actual sin alarmarse más de
lo necesario, como para dejar la TV en el canal infantil todo
el día. También le llevaba el yogurt con cereales que tanto

126
Nueva narrativa paraguaya
gustaba a su pequeño. Pensaba en ir a abrazarlos fuerte,
a él y al bebé. Era todo lo que le restaba y no comprendía
cuándo esta cuestión de sentirse satisfecha y feliz se había
vuelto tan complicada. Pensó en el enamoramiento: “qué
clase de trampa era el amor”, algo que tendría que ver con
procrear, había leído en algún graffiti de muro de red so-
cial. Agarró sus bolsas y fue hasta su auto. Las ganas de
orinar la tenían con los nervios de punta. Odiaba el tráfico,
conducir, ser prudente, mirar por el retrovisor para apa-
rentar saber usarlo y no lucir como la burra que era para
las diligencias que implicaran concentración y sentido
común. Aún le sobraban horas y actividades, todavía las
debía pensar en cosas prácticas como sobrevivir al tráfico
y a tres semáforos en puntos donde el peligro de un asalto
estaba siempre latente.
Llegaba la hora de abandonar el estacionamiento que
quedaba sobre la vereda del súper cuando vio a través
del retrovisor que venía un micro bus que aceleraba para
que no le tocase parar en la luz roja del semáforo que es-
taba a unos treinta metros de distancia, corriendo tras el
transporte, un niñito de unos cuatro años se aproximaba a
toda velocidad hasta tomar el bus en movimiento, el chico
llevaba en el brazo derecho una canasta. No podía salir
de su asombro: eso no podía estar pasando. Pensó en su
hijito, se parecía a ese niño: en estatura, tamaño y color de
piel, significaba que ese pequeño tenía alrededor de tres o
cuatro años. Una ráfaga de pensamiento la atravesaba rá-

127
pidamente: su hijo estaba a punto de cumplir cuatro años
pero aún se aferraba al biberón y a los pañales, recordó
las veces que le había reprendido por ser torpe al bajar las
escaleras de la casa o cuando se ensuciaba la remera con
comida y sintió un poco de remordimiento y se dijo que
permitiría a su chico ser un malcriado, nada más, así de-
bería ser la infancia ya que duraba cada vez menos, como
todas las cosas de ahora.
No sabe qué hacer y en un impulso inexplicable decide
seguir al bus. En una parada ella baja con celeridad de su
auto y sube al bus, busca al niño pero la gente indica que
el chico ya ha bajado. Ella no entiende muy bien qué ha
pasado, ¿el niño simplemente desapareció o qué? Desha-
ce lentamente, ahora va camino a casa, mira las veredas
llenas tan sólo de basura de comercios y no ve al niñito
por ningún lado. Su primer impulso es llamar a su casa
para saber si su hijo está bien con la niñera. Llama, nadie
responde, tampoco en el celular de la irresponsable que
tiene por niñera. Acelera, va preocupada, con apuro y la
vejiga tan llena al punto de mojar un poco su ropa interior
que ahora se transforma en otra cosa más molestándola
Milady Giménez/ NIDO VACÍO

demasiado.
Llega a su casa y parece que todo está bien. Paga a la
niñera, quien está visiblemente impaciente por irse, la deja
salir y tranca las puertas. Se ha demorado demasiado esta
noche con la historia de persecución al niñito. No sabía
muy bien por qué había hecho eso.

128
Nueva narrativa paraguaya
El trabajo era absorbente y ella se comunicaba con la
niñera a través de mensajes de celular, la chica nunca res-
pondía enseguida, pues siempre estaba embobada miran-
do la tele a juzgar por el sonido de fondo que escuchaba
durante el lapso de tiempo que la adolescente empleaba
en buscar el control de la TV para bajar el volumen. Qué
más podría esperar de una púber despistada y privada de
tantas cosas, hasta de materia gris.
Con su marido intentaba comunicarse a través de men-
sajes que terminaban cruzándose, pero no había memoria
ni tiempo para recordar que al menos un reproche justo
podría gestarse a partir de esos aparentes involuntarios ol-
vidos. Se dirigió al cuarto de los chicos, ya estaban dormi-
dos, fue rápido al baño, desde allí sentía la casa silenciosa,
vacía, insondable, tal vez con secretos que ella probable-
mente jamás conocería. Se sacó la molestosa ropa, ahora
quedaba la tecnología para acompañarla. Como cada no-
che, encendía la tele, el Internet y mientras ponía el lavado
rápido de la lavadora (su electrodoméstico favorito), se
tomaría una reparadora ducha que le borrara de la epider-
mis ese día. El celular reposaba en el lavabo en modo de
silencio y vibrador, Juan no había respondido un mensaje
hace media hora, seguro que lo haría justo ahora que ella
decidía tener al menos un minuto de paz.
El bebé lloriquea cuando está empezando a ducharse,
automáticamente se toca los pechos, “debo amamantar-
lo por lo menos a la noche”, al mismo tiempo piensa que

129
hace mucho no se siente excitada, eso le lleva el segundo
que implica un pensamiento fugaz, estira una toalla y acu-
de a cumplir su deber de madre: amamanta frente a la tele
mientras lee los subtítulos de una serie cómica que concibe
una vida diaria en cuatro paredes. La serie le hace pregun-
tarse de dónde sacaba tanta energía esa gente para hacer
una vida social jovial y llena de risas, vestir a la moda y
darse el lujo de ser torpes y ridículos. La serie es de los no-
venta y esa década le produce cierto desagrado: en ese en-
tonces era ingenuamente rebelde oyendo Nirvana y usan-
do camisas cuadrillé. El bebé le transmite demasiada paz,
el inconmensurable misterio de una vida que depende de
ella la hace entender todo y a la vez la confunde. Cambia
de canal y ve algo de TV real: convictos en una cárcel de
alta seguridad. Imagina que esos tipos habrán tenido algo
de adrenalina en sus vidas. El bebé se ha dormido. Siente
una ternura desmesurada, todos los signos estarían vacíos
sin ese acto en su vida. Piensa en Juan, en ese cariño tras-
nochado que traerá traducido en un beso automático al
bebé y un toque cariñoso a lo largo del costado femenino
que ella dejará de cara al vacío. No estará dormida pero sí
Milady Giménez/ NIDO VACÍO

cansada para hacer el amor, lleva días sin depilarse: incon-


veniente que mata todo atisbo de pasión, según la TV y las
revistas de mujeres. Habían sido días de demasiado estrés,
no hubo ánimos para permitir a una extraña arrancarle los
pelos de la pelvis y las piernas con cera caliente.

130
Nueva narrativa paraguaya
El celular vibra. Lo agarra y lee el mensaje que por fin
ha respondido Juan: ya viene y cenará lo que sobre. Él es
así, simple, llano, sin complicaciones. A ella le basta eso
hoy. Decide que lo quiere mucho, aún así, desconfiar for-
ma parte de la madurez o lo que sea que es andar por el
mundo y todo eso.
Ella está en la cocina, parte a la mitad un pedazo de la-
sagna recalentada que saca del microondas mientras revi-
sa algo en la Internet. No tiene las menores ganas de estar
sociable, hoy nada merece el esfuerzo del clic que otorga
pulgares optimistas a las cosas.
Piensa en seguir viendo la historia de violentos reos
que dan en el canal de documentales, “interesantes al pun-
to de merecerse un propio reality”. “Estos tipos tienen sus
vidas arruinadas, debe ser horrible vivir encerrado, pero
al menos te mantienen otros”, pensó con sarcasmo justo
cuando cambió otra vez al canal donde daba la comedia
y las risas grabadas resonaron celebrando su insensible
sentencia. La cárcel, qué cosa horrible, le resultaba triste
ser consciente de que algunos han estado desde casi niños
en correccionales, casi toda la vida encerrados. De repente
recuerda al niñito del micro. Se pone a llorar y piensa que
alguna vez quizá ese niñito podría ser como uno de esos
recios carceleros. Va a la pieza de su hijo y con la luz del
celular mira su rostro. Él parece muy cansado. Se siente
frustrada al no poder leerle un cuento. Eso le duele. Se da
cuenta de que habría que despedir a la niñera, pues es a

131
todas luces algún tipo de analfabeta funcional que se pasa
viendo telenovelas y enlatados. No está segura de por qué
la detesta tanto. Probablemente por vestir poca ropa y sin
el menor buen gusto, por pasar más tiempo con sus hijos
que ella, por disfrutar de sus cosas, de su lcd de 42 pul-
gadas, del maldito inodoro que había costado más de un
sueldo, de la heladera colmada de yogures y frutas frescas
mientras ella debía conformarse con café de máquina y ca-
ramelos para tener aliento fresco.
Juan estará cerca, ella decide que es hora de acostarse
pues no será buena idea compartir una conversación va-
cía, de esas que sirven sólo para llenar el molde del bue-
nas noches. Mientras espera sigue con las aventuras de los
reos de TV. Esos mal nacidos le inspiran pena, cierto senti-
do de tolerancia que no comprende ya que está detestando
a todo el mundo casi siempre. Antes de apagar la tele, deja
como último canal visto, el de manualidades.
En unos quince minutos llegará Juan, así que ella se
acuesta y vigila de reojo la habitación de los niños, des-
de su ángulo puede verla y puede sentir la respiración de
ambos.
Milady Giménez/ NIDO VACÍO

No se siente sola: la tecnología colma los espacios. Ve


vibrar su celular, es la alarma que le indica que debe to-
mar su píldora para dormir. No quiere hacerlo, no quiere
levantarse otra vez, pretenderá dormir hasta que el mó-
vil vibre de nuevo con un mensaje de Juan. Decide seguir
viendo a los carceleros fornidos llenos de tatuajes, con mo-

132
Nueva narrativa paraguaya
dales trogloditas. Piensa en los rostros alegres e inocentes
de sus hijos, trata de recordar el de ese niñito que corría
con la canasta para alcanzar el bus.
El celular permanece inmóvil en la mesita de luz, nun-
ca vibra, ella decide ir hasta el cuarto de los niños a veri-
ficar si todo está bien. Entonces la oscuridad completa so-
breviene: algo ha explotado y se va la luz. Ella se encuen-
tra a ciegas. Los niños duermen. Hay demasiado silencio,
se diría que hasta es espeso. No recuerda dónde está la
linterna. No cuenta con velas o fósforos y el celular se le
ha quedado en el cuarto. Ella quiere ir a buscarlo, el bebé
llora, intenta calmarlo con un arrullo.
Quiere ir hasta su cuarto, hace el intento, todavía en la
habitación de sus hijos choca contra algo una especie de
recipiente blando y hueco. Tantea hasta llegar al celular,
ve que ha llegado un mensaje de Juan. “Se fue la luz hacia
acá, voy a esperar más para salir”, dice el mensaje. Ella
se siente muy sola, más que nunca. Regresa al cuarto de
los chicos, ilumina el piso y se topa con el objeto que ha
pateado, ella ignora cómo vino a parar a su casa: es una
canasta vacía.

133
Juan Heilborn Díaz

Círculos
del miedo
Juan Heilborn Díaz. Asunción, 1977. Diseñador gráfico. Ha
publicado un par de cuentos en antologías literarias locales,
además de artículos sobre su profesión y la tipografía.
Nueva narrativa paraguaya
…la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de
que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada. En
consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado,
por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y
autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector.
A.R.B.

L
unes 18 de diciembre de 1972, 6:27.
Al chirrido de neumáticos siguió el inconfun-
dible crujir de metales de una colisión. Como a
cien metros, hacia la cuneta del arroyo, en la curva que
da la ruta al entrar a la ciudad. Los vecinos tardaron en
reaccionar; un lunes a esas horas, no del todo espabilados.
Cuando llegaron los primeros, el miedo les dejó los ojos
muy abiertos y en el pecho un frío sólido. La camioneta
del intendente de la ciudad semitumbada en una cuneta.
Ostensiblemente malherido, la sangre apenas se escupía
sobre el pecho, chorreaba desde el mentón ladeado y su-
maba a la mancha sobre la camisa a rayas finas. Con la
mano derecha aún buscando la palanca de cambios, ja-
deaba con una debilidad de muerte, los ojos hechos una
rendija, buscaban con odio y estupefacción su última luz.
En la parte frontal del vehículo, sentado en el suelo, con
la espalda malamente apoyada en el guardabarros, otro
cuerpo respiraba con ronquidos terribles pero suaves. Dos
heridas le abrían el pecho del lado izquierdo. El manchón
de oscura sangre había cubierto una parte de las piernas y
llegaba ya, espeso, a las briznas de paja. La cabeza colga-
ba de lado, como mirando sus propios pies. Unos metros

137
más allá, un Toyota con el motor en marcha incrustado de
nariz en la cuneta.

1917
El joven escuchaba tirado sobre la tierra. Los pasos
retumbaban en el piso de madera, levantado medio pal-
mo del suelo por pequeños pilotes. Se sentía estúpido,
por haber quedado atrapado tan cerca de los celos de ese
grandote y armado marido. La calentura había ganado a
la prudencia. No dejó pasar la chance de un buen revol-
cón, pero la situación se puso muy compleja. Los gritos
del hombre, los llantos de la esposa y los niños pequeños.
La luz naranja del atardecer le devolvió algo de bríos, si
aguantaba hasta la penumbra, tenía chance de escapar.
Los gritos y golpes de muebles fueron amainando, un par
de veces vio las botas caminando furiosamente el frente
de la casa, pateando terrones rojizos. Luego de un tiem-
po incalculable, con la oscuridad ya cercana y con ruidos
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

de cocina que indicaban alguna calma, se arrastró por los


terrenos bajos del fondo, el pajonal lo ayudaba a cubrirse.

Domingo 3 de diciembre de 1972, 19:00.


El sorteo de la Lotería Nacional, siempre puntual, aca-
paró todas las radios locales. Mientras los no jugadores se
disponían a escuchar radio Posadas, la ciudad resoplaba
con los primeros frescos que subían desde el río. En la ofi-
cina de Correos, tres hombres sentados en banquetas de
trabajo ante un venerable mesón de lapacho, escuchaban

138
Nueva narrativa paraguaya
con atención el sorteo. Uno de ellos con una libreta y un
lápiz en alto, miraba arriba al vacío para escuchar mejor
y asegurar la fidelidad de sus anotaciones. Los otros dos
cotejaban boletas y las iban separando con parsimonia. A
pesar del calor, uno de ellos cebaba mate.

Lunes 18 de diciembre de 1972, 6:43.


Una enfermera escucha un ronquido agudo de motor y
sale a la vereda. Un Oldsmobile 63 levanta polvo en la es-
quina para luego parar de golpe frente a la puerta del Hos-
pital Regional. Un minuto después, con dos enfermeras
más, el médico de guardia y el conductor del auto meten
un cuerpo ensangrentado a la sala de partos y operacio-
nes. Un soldado adolescente sale disparado a la casa del
cirujano. Ocho minutos después el miedo se anuda en el
estómago del último funcionario del hospital.

1917
El haber ganado unos cincuenta o sesenta metros de
distancia, le dio algo de seguridad. Se irguió lentamente y
miró atrás. Nada raro, luces normales de hogar. Aún con
el miedo quemándole la nuca, empezó a trotar, luego a
correr en la oscuridad. Sus robustas piernas se hundían
en el barro y se obligaba a saltar para no tropezar con las
raíces del pajonal. El silbido de la bala y el estruendo de
la escopeta los escuchó casi al mismo tiempo. Cuerpo en
tierra unos segundos, luego, con toda la potencia de sus
diecisiete años arrancó hacia la casa de las vecinas Pereira.

139
No podía estar a más de ochenta metros. Escuchó un par
de disparos más. Espaciados. Supo que lo había desorien-
tado. Ahora tenía que esconderse, al menos hasta un hora-
rio que le permita escabullirse del barrio.

Domingo 3 de diciembre de 1972, 19:40.


El hombre que anotaba giró el sintonizador de la ra-
dio Westinghouse hasta encontrar el plañir de una polca.
Verificó las tres boletas separadas y se las pasó al hombre
más alto que esperaba, fumando, del otro lado del mesón.
Las recibió, verificó a su vez los números, y las metió en
un sobre cuadrado blanco impreso con un grabado art
decó. Presilló el sobre y lo metió en el bolsillo posterior del
pantalón para, al día siguiente, pasar a cobrar los números
ganadores. El hombre que cebaba mate estaba levantando
las banquetas para barrer mientras el funcionario metía las
demás boletas en un sobre manila tamaño oficio. Escribió
las palabras Lotería Nacional del Paraguay y la dirección
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

en el destinatario, lo lacró, lo selló y lo entregó. El hombre


alto lo recibió sin mirarlo, se despidió echando una boca-
nada de humo y salió a las altas veredas, rumbo a la ter-
minal de ómnibus. El sobre manila lucía el sello de correos
con fecha del viernes 1 de diciembre.

Lunes 18 de diciembre de 1972, 7:01.


La camioneta Ford negra frenó mientras el jefe de
policía entraba al hospital dando grandes zancadas. Dos
hombres bajaron el cuerpo que venía en la carrocería y lo

140
Nueva narrativa paraguaya
metieron, alzándolo de pies y manos, al interior del edi-
ficio. Lo depositaron en la única camilla que encontra-
ron ante la pavorosa mirada del soldadito que no atinó
a moverse del marco de la puerta. Era la única persona
que había quedado en la recepción. Buscaron a un médico
o una enfermera, jadeando por el esfuerzo y caminando
desatinados por pasillos. Una rubia y robusta enfermera,
con los ojos brillosos, salió y vio al hombre, rebosando de
la camilla y goteando sangre. Y supo que no podía hacer
nada. Aunque estuviese vivo, no se podía hacer nada por
él. El jefe de policía, el cirujano y el director del hospital
se miraban desconfiados por encima del cuerpo del inten-
dente, que ya no emitía ningún sonido. El médico asisten-
te y las enfermeras desaparecieron en silencio. Redacte el
acta, doctor, dijo el policía, yo voy a llamar a Asunción.
Cuando salía del hospital, paró, vio el segundo cuerpo en
la camilla y ordenó en un solo grito: Que nadie toque a ese
hijo de puta.

1917
Las hermanas Pereira interrumpieron el rosario al es-
cuchar los disparos. Supieron sin mirarse el origen y el
motivo. Expectantes, se apostaron una cerca de la puerta
y la otra de la única ventana. Varios minutos después, la
menor abrió la puerta ante el sonido de los pasos precipita-
dos, mientras la más vieja escondía el mbopí detrás de una
cortina de lona. Lo reconocieron recién cuando cerraron la
puerta y el joven resoplaba apoyado en la mesa, los ojos

141
verdes bien abiertos. Entre admoniciones y chistes pican-
tes, lo escondían debajo del catre, cuando escucharon los
cascos de un caballo al galope. Se santiguaron los tres y las
hermanas se sentaron aferrándose a sus rosarios. Al ruido
de palmas, abrieron la puerta cubriéndola por completo,
y respondieron al hombre armado que no, que no vieron
a nadie, que estaban rezando, como todos los días a esa
misma hora. Cuando el caballo se alejaba, un suspiro de
alivio levantó el polvo acumulado en el piso de ladrillos.

Lunes 4 de diciembre de 1972, 9:30.


Un funcionario de Impuestos Internos abre un sobre
manila, saca las planillas fiscales y las boletas de depósito
del Banco Central. Confirma, desganado, lo que ya sabe.
Lo resume en un papel sin marca ni firma y se lo pasa a su
superior. Ante la mirada inquisitiva, asiente y espeta: “En
Encarnación no sólo ganan siempre en la lotería. Tampoco
nos llega ni la mitad de los impuestos. Debe ser por los
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

retrasos del correo que tienen”. La impotencia se apodera


de la oficina. Es injusto que sólo unos cuantos puedan
robar tranquilos. El subdirector reflexiona. La hipoteca, el
terreno para su hermana. Decidido, avanza por el pasillo,
entra con una venia a la oficina del director y le pregunta,
sumiso, si puede plantearle un problema. Luego de quince
minutos de tensa charla, el director de la Lotería levanta el
tubo del teléfono y pide una llamada al general Barrientos,
ministro de Hacienda. Al día siguiente en el Ministerio del
Interior la vista de Barrientos no pasa desapercibida.

142
Nueva narrativa paraguaya
Lunes 18 de diciembre de 1972, 8:35.
El director del hospital firma, sudando, las 4 copias del
acta de defunción. Guarda una en su maletín y sale. En
la recepción, la enfermera rubia se le acerca y, al oído, le
pregunta qué hacen con el moribundo de la camilla. El di-
rector recorre con la mirada y calcula casi quince personas
en la habitación, ninguna menos de tres metros la camilla.
Los hombres que lo trajeron, con las ropas ensangrenta-
das fuman su miedo y lo miran. Observa la sangre en el
piso y se decide, sale en silencio lo más rápido que puede,
se monta en su auto y arranca. A las dos cuadras, frena
ante un canillita y le dice que encuentre a los Palacios en
su tienda, que vengan a buscar a su hermano. A los diez
minutos, sudando, estaciona frente a la casa del delegado
de gobierno. El jefe de policía y el delegado de gobierno lo
esperaban a media cuadra. Juntos, entran a la casa, hablan
a la viuda reciente y a su hija. Entre otras cosas, avisan que
la funeraria ya está al tanto, que no se preocupen por eso.
El delegado promete que no, que esto no va a quedar así.

1948
La lancha avanza lenta, dando bandazos con el frío
viento de frente. Domingo Robledo cruza el río un domin-
go por la mañana llevando provistas de yerba, panifica-
dos, cigarrillos y caña. Hace una visita de cortesía a un
antiguo amigo caído en desgracia política. Un coronel de
artillería, exiliado en Posadas, que no sabe generar ingre-
sos como civil. Toman mate, hablan de mujeres, fuman.

143
Robledo está justificando, sin saberlo, su futura impuni-
dad. Lo hace cada tres o cuatro domingos.

Miércoles 6 de diciembre de 1972.


Del Ministerio del Interior sale una orden de captura
para el funcionario Ramón Aldana de Impuestos Inter-
nos. La comandancia de la policía la recibe, confirma por
teléfono, verifica con dos llamadas más. Un adjunto del
ministro Montanaro lo confirma, va preso este, pero nadie
más. La comisaría de Encarnación recibe el telegrama, con
un llamado de confirmación basta. Tres agentes nerviosos
se encaminan a la oficina de correos y traen sin violen-
cia al reo. El comisario explica la denuncia al incrédulo.
También le dice que no sabe por qué, pero que viene de
arriba. Esa misma tarde lo envían a Asunción, al penal de
Tacumbú. No, mejor que no llame a su abogado, sus ami-
gos llamarán a sus contactos.
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

Lunes 18 de diciembre de 1972, 9:40.


El Delegado de Gobierno de Encarnación, Ricciardi,
aguarda la llamada del ministro del Interior Montanaro.
En la Delegación reina la incertidumbre y un silencio su-
cio de nervios recorre el pequeño edificio. Cinco hombres,
autoridades policiales y militares de la región, intentan en
vano detener el sudor, de miedo e impaciencia. Quince mi-
nutos después saben que el presidente viene. El dictador
vuelve a su ciudad. Brillan ojos pensando en cómo apro-
vechar el evento para congraciarse con el jefe, dudando

144
Nueva narrativa paraguaya
entre la atrocidad pública y ejemplar o el discreto saqueo
de vidas y bienes. Harán ambas cosas.

1954
Entre burlas susurradas e inicios de alerta, en Encarna-
ción se comenta la designación del nuevo intendente. Tras
el golpe de Estado, el nuevo y aún inestable gobierno de
Stroessner designa a un no muy eficiente comerciante, un
hombre sostenido por un ostensible braguetazo, que de la
noche a la mañana pasa a ser autoridad. Domingo Roble-
do intendente no es una muy buena noticia, pero dado el
lustro de inestabilidad política, el silencio especulativo es
la postura general.

Jueves 14 de diciembre de 1972.


Herminio Palacios, funcionario de Correos, se ha pa-
sado la mañana en vano en la intendencia. La camisa em-
papada de sudor, se dirige a almorzar sabiendo ya que
Robledo no lo recibirá, como no lo hizo días anteriores, ni
en la Intendencia, ni en la ruleta, el pequeño casino mu-
nicipal. Su semblante de usual tranquilo, está atravesado
por una tensión inusitada. Los maxilares tensos y la mi-
rada seca, piensa en Ramón Aldana, preso en Asunción
por desviar fondos fiscales. Sabe que a él le puede pasar
lo mismo por el envío atrasado de boletas de lotería. Se ha
vuelto muy peligroso sostener los malos negocios de Ro-
bledo –como el casino quebrado– con fondos municipales,
fiscales, de la lotería nacional, de las tasas de las lanchas

145
que cruzan el río. Toda la impunidad de Robledo, que has-
ta hace poco funcionaba como un paraguas para todos, es
ahora una espada de Damocles, una amenaza real.

Lunes 18 de diciembre de 1972, 18:14.


A pesar de la ostentación y opulencia, el velorio de Ro-
bledo, como el de todo asesinado, es un torbellino mur-
murante de rabia, miedo y miradas. Pocos llantos, mucha
expectativa, la estupefacción ante la impunidad quebran-
tada por una mano solitaria. Se hace un silencio tenebro-
so ante el ruido de motores. El Dictador llegó y camina
solemne hacia la viuda. Miles de glándulas sudoríparas
lo saludan en silencio. Cuarenta minutos después, María
Ester Robledo estruja el puño de una costosa chaqueta, la
estira hacia abajo para elevarse y susurrar al oído del hom-
bre alto. Las imaginadas conspiraciones que llevaron a la
muerte del intendente son escuchadas por el dictador con
cara de piedra. El olor denso y agrio del miedo se disemi-
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

na por la ciudad, alcanza los muelles, los aserraderos, las


olerías, cruza el arroyo y llega hasta los tambos del norte.

Sábado 16 de diciembre de 1972, 21:20 hs.


Luego de una cena frugal en familia, Herminio Pala-
cios toma un par de cervezas con su hermano. Comentan
la situación y deciden que debe tratar con Robledo, mos-
trar sumisión incluso, lealtad al menos. Llega con su Toyo-
ta a la casa donde funciona el casino, determinado, no da
señas de su tensión. Saluda a los conocidos, discreto, pre-

146
Nueva narrativa paraguaya
gunta si el intendente le puede dar unos minutos. Robledo
lo hace esperar, pero lo recibe sentado en una mesa llena
de hombres y mujeres, no le otorgará privacidad. Palacios
habla y un tenso silencio se apodera del recinto. Explica,
con palabras medidas, su preocupación por Ramón Al-
dana. Sumiso, indaga por una posible ayuda de Robledo
para el acusado, y calla. Robledo no reflexiona demasiado.
Inicia una perorata sobre los irresponsables, los que fallan
a la amistad, los torpes. Sube el volumen y mira rubicundo
a Palacios, con desprecio. Lo insulta, lo trata de maricón
y cobarde. Rodea la mesa gritando mientras los hombros
de Palacios se tensan, incrédulos ante el tamaño de la so-
berbia que no previó. Con ayuda de sus guardaespaldas,
el intendente empuja y patea a Palacios hasta la vereda.
Todas las miradas pasan de la sorpresa a la exasperación
cuando descubren que es Herminio Palacios el hombre
que es privado de su dignidad en público.

Martes 19 de diciembre de 1972.


Los buses llegan de Asunción. También un par de ca-
perucitas rojas con policía militar y autos sin chapa del
Ministerio del Interior. Más de cuarenta detenidos. Entre
ellos el tesorero de la Municipalidad y contador del casi-
no. También un funcionario que cedió el panteón familiar
para el entierro incorrecto. Comerciantes, militantes del
oficialismo, técnicos, funcionarios. Sin discriminación de
edad, estado civil, nivel económico. Las razones van desde
haber asistido a un velorio hasta saber demasiado. Pastor

147
Coronel al mando de la operación, parte a la mañana si-
guiente con los detenidos. Se argumenta en privado que
mejor el temido Pastor Coronel que el incontrolable Ric-
ciardi, Delegado de Gobierno. Los amantes de la tortura
están categorizados.

Lunes 18 de diciembre de 1972, 5:16.


El aire fresco entra por la ventana. El hombre ha abier-
to la boca en treinta y seis horas sólo para tomar agua,
con una sed angustiante. La mujer ha escuchado lo suce-
dido, sabe que vienen problemas. Trató de hablar con él.
Tuvo por respuesta sólo silencio y miradas encendidas. La
familia duerme ahora. Sale al patio, camina, fuma, no ha
dormido en dos días. Empuja el auto para no hacer rui-
do, lo arranca a cincuenta metros. Maneja despacio con las
primeras claridades, no escucha más que el ronquido del
motor. Estaciona frente a una carnicería que está por abrir.
No irá a trabajar.
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

Domingo 24 de diciembre de 1972, 23:36 hs.


La iglesia está repleta. Cientos de velas encendidas y
un murmullo desgarrador, a medio camino entre el rezo y
el llanto. Con una abrumadora mayoría de mujeres, se ce-
lebra la misa de Nochebuena. Las esposas, madres y her-
manas de los detenidos buscan consuelo. El cura habla de
resignación, de humilde sumisión, de designios del señor.
La hija y la viuda de Robledo se paran para comulgar. Son

148
Nueva narrativa paraguaya
las únicas que lo harán. La impotencia colectiva es el aire
dentro de la iglesia, iluminado por las velas.

1973
Los prisioneros de Encarnación no representan un pe-
ligro real, sólo la oportunidad de una pequeña demostra-
ción de poder. No son torturados en Asunción, van siendo
soltados de a poco durante año y medio. La condición es
no militar en política. La condena es un exilio interno, un
ostracismo controlado. Por su parte, la familia del asesino
fue saqueada. La casa de la viuda fue expropiada de fac-
to para la viuda del intendente. Se exiliaron en Posadas,
mientras todas las personas que los ayudaron eran marca-
das por el poder. Además, el dictador encontró en el asesi-
nato la oportunidad para pequeñas, antiguas venganzas.
Las ciudades pequeñas esconden odios viejos. El poder no
exime a los hombres de sus humillaciones íntimas, de los
comentarios sobre su madre, de la frecuencia de las visitas
masculinas en ausencia del marido. El recuerdo del padre
enfurecido, envilecido, herido en su masculinidad, salien-
do a cazar jovenzuelos por los campos vecinos. Antiguos
amantes, estupefactos, comprendieron el modo retorcido
de pagar sus aventuras de juventud.

Lunes 18 de diciembre de 1972, 6:15.


Domingo Robledo parte en su camioneta rumbo al ce-
menterio, la visita a la tumba de su madre, un conocido
ritual. En la avenida reconoce un auto estacionado. Por

149
el espejo retrovisor, lo ve acercarse, veloz. Al primer im-
pacto, empieza a gritar, a pedir socorro. Las calles vacías
aún, el polvo anticipa el calor. Las embestidas se suceden,
pero la camioneta es más pesada que el auto, no es senci-
llo sacarla del camino. El sudor de Robledo, la respiración
agitada, la taquicardia. Se sorprende, había olvidado la
sensación. Tiene miedo. Pierde el control de la camioneta,
en la curva donde empieza la ruta, poco antes del puente
sobre el arroyo. Va a dar a la cuneta, que ya es profunda,
y queda atascado. Hace años no lleva el arma consigo, lo
recuerda con los ojos tremendamente abiertos. Cuando in-
tenta bajar, el hombre se le anticipa, sube al pescante de la
puerta y bloquea la puerta. Sin decir una palabra, hunde
el cuchillo de carnicero en el pecho del intendente, hasta
la empuñadura. De inmediato vuelve en sí, cree dimensio-
nar lo que acaba de hacer y retira el cuchillo. Piensa en su
esposa, sus hermanos, sus hijos. Sabe que todos pagarán
por el asesinato del amigo del dictador. Él sólo puede es-
Juan Heilborn Díaz/ CÍRCULOS DEL MIEDO

perar prisión, tortura y humillación. Levanta el cuchillo, lo


baja violentamente. Cae sentado. Unos segundos después
comprende que aún está consciente. Levanta el cuchillo
una segunda vez, con sus últimas fuerzas se abre un se-
gundo tajo en el pecho.
Asunción, diciembre 2012

150
Nueva narrativa paraguaya
Carlos Morales

Terror
nocturno

151
Carlos Javier Morales más conocido como Carlos Elbo Mo-
rales. Nació en Isidro Casanova, partido de La Matanza, un 9
de setiembre rory del 1977. Ha escrito cuentos y artículos en
el semanario El Yacaré. También ha sido colaborador en otras
publicaciones y es miembro fundador del periódico E’a. Ac-
tualmente ejerce el periodismo y esporádicamente es vidrie-
ro. Cuando juega fútbol, es guardián de la portería. Participó
en la colección de cuentos “Anales Urbanos”.
Nueva narrativa paraguaya
L
a ciudad se halla estremecida. Desde hace meses,
las madrugadas han dejado de ser el refugio de los
insomnes y soñadores bohemios que circulan por
las noches, buscando vanas compañías que aplaquen su
soledad y el tedio de sus días. Hoy, las noches están po-
bladas de pequeños grupos bulliciosos e inusuales cara-
vanas en cada esquina, policías de tránsito ordenando un
caos vehicular imposible para esas horas. Un movimiento
inusual, donde reina por encima de todo la cautela y el
miedo.
Toda esta historia comenzó una madrugada de abril
cuando un desprevenido automovilista sintió al lado de
su vehículo la presencia de un camión rastrojero, que con
el ruido infernal provocado por su vetusto armatoste, lle-
naba de bullicio la desolada calle. No había ningún ve-
hículo más aparte de los mencionados. A lo lejos se oía
el seco ronquido de una moto pero nada más. Era la ma-
drugada del lunes, donde las horas se ocultaban entre la
humareda de la sequía y el estruendo impertinente de los
petardos y la angustia que se arrastra desde la tarde del
domingo parece querer escaparse del cuerpo, llevándose
el alma con ella.

153
El automovilista en cuestión, cuya identidad las auto-
ridades han reservado, refirió que el rastrojero pasó a su
lado y luego se puso delante de él, frenando ante la luz roja
del semáforo. Al automovilista aquel hecho no le llamó
mayormente la atención a pesar de que el citado vehículo
podía pasar de largo el semáforo, pues nada interferiría su
paso. Absorto en otros pensamientos, vio cuando el cíclo-
pe tricromático pasó del de rojo a verde. Sin embargo, el
rastrojero seguía inmóvil en su lugar. Impacientado por el
sueño y la espera, el automovilista encendió las luces altas
para que el rastrojero moviera sus ruedas y ambos pudie-
ran continuar con su viaje. Pero fue en vano. Impacienta-
do, el automovilista volvió a encender las luces altas una,
dos veces más y luego empezó a tocar la bocina. El rastro-
jero, impertérrito y con el motor encendido y destilando
humo, hacía caso omiso a la insistencia del conductor que
seguía tocando la bocina. Luego de seguir insistiendo por
todos los medios, el conductor decidió bajarme de su ve-
hículo para encarar al chofer del rastrojero. Por las dudas
Carlos Morales/ TERROR NOCTURNO

llevaba en la mano una llave francesa.


Avanzó con paso lento y decidido pensando en cómo
encararía al dueño del vetusto vehículo. Iba pensando to-
das las posibilidades que se darían, las palabras que uti-
lizaría de acuerdo al curso de la conversación e incluso
pensaba en cómo se defendería con la llave francesa en
caso de ser necesaria su intervención. Ya faltaba apenas
medio metro para llegar hasta el conductor del vehículo.

154
Nueva narrativa paraguaya
Intentó distinguirlo por el retrovisor, pero éste estaba em-
pañado y el humo hacía más dificultosa la vista. Ya cuan-
do se acercaba, ocurrió lo imprevisto. El motor cobró vida,
el acelerador se metió a fondo y el rastrojero, con una ve-
locidad única y sin ningún ruido, arrancó a tal velocidad
que el estupefacto conductor sólo vio la leve cortina de
humo que dejó antes de doblar la esquina siguiente. Eso
y el penetrante olor del caucho quemado cuando muerde
el asfalto.
Una gran sorpresa se apoderó del conductor y luego
el temor, la incertidumbre de saber si fue real o no. Pero
el escalofrío empezó a subir desde las rodillas y erizó su
pelo. Y en ese momento se dio cuenta de que estaba solo
en una calle, con el absoluto silencio a su alrededor y qui-
zás acababa de ver algo que nunca nadie vio ni volverá a
ver jamás. Después de eso. Lo único que recordó después
de eso fue su pie hundiéndose en el acelerador, y su vista
fijada en un punto que aún no se veía: Su casa. Y de haber
llegado ahí con el rosario que colgaba de su espejo retro-
visor, enredado a su puño. No recuerda si estaba en un
misterio glorioso o gozoso.
Desde aquella remota madrugada de abril, no habían
pasado ni siquiera dos meses cuando otro testimonio pa-
recido se presentó ante las autoridades, quienes sin cono-
cer el primer caso, archivaron el testimonio. Pero la cosa
siguió su curso y luego se presentaron dos casos más,
todos ellos en la intersección de las calles Ch… y la otra

155
calle, que en determinada época del año coincide con la
constelación de Scorpio.
Pero el hecho que determinó que las autoridades si-
guieran de cerca y con mucha más atención el hecho, fue
cuando el rastrojero se apareció a un camión repartidor de
pañales para adultos, lo cual hizo que la carga no llegara
a tiempo, por lo cual el presidente de la Corte Suprema de
Justicia no llegara a su trabajo al día siguiente.
Y ahí estalló el escándalo. Y así fue como el escánda-
lo tuvo su primer caso documentado, que corresponde al
que se ha transcripto más arriba. Desde aquel momento se
han dado diversos casos. En algunos de estos, los prota-
gonistas han descripto al rastrojero como un vehículo de
los años 50’, con una carrocería de madera de dos colores,
cabina azul y que hace mucho ruido. El modus operandi
casi siempre es el mismo como el anterior. También se han
dado casos en que el vehículo está en la esquina contraria,
mientras el otro automovilista espera el cambio de luz. Y
se queda ahí, sin ninguna prisa por pasar y cuando el otro
Carlos Morales/ TERROR NOCTURNO

automovilista amaga con pasar, el rastrojero hace rugir


sus motores y es ahí entonces cuando el automovilista se
toma la precaución de esperar hasta que pierde la pacien-
cia y sale de su automóvil dispuesto a encarar al enigmá-
tico conductor, de quien nadie ha podido dar descripción
alguna.
En otros casos, el misterioso vehículo queda atravesa-
do en la bocacalle e incluso han mencionado que en su

156
Nueva narrativa paraguaya
rauda huida ha tomado la calle de contramano, para des-
aparecer siempre en la esquina siguiente. Dos aspectos se
destacan de este suceso: La velocidad en la huida y el si-
lencio posterior que inunda la calle, apenas el vehículo ha
desaparecido.
Según los investigadores del caso, el repentino arran-
que es lo más llamativo, pues de una velocidad inicial de 0
km, de la cual parte el móvil, éste podría estar alcanzando
los 120, 135 kms/h sobre segundo. Sobre el silencio que
queda después, los expertos descartan cualquier suposi-
ción sobrenatural, diciendo que ello se debe a la sordera
que deja en los testigos el brutal chirrido de la rueda sobre
el asfalto.
Debido a su naturaleza, este caso ha traído sus conse-
cuencias y ha impactado a la sociedad de tal manera que
hoy en día, a meses de su primera aparición, nadie se ani-
ma a salir solo por la noche en su vehículo. Y mucho me-
nos detenerse en un semáforo en rojo. Ello hizo que en los
primeros meses se multiplicaran los choques y las multas
por pasar de largo, lo cual obligó a que el municipio pon-
ga en las esquinas menos concurridas policías de tránsito.
Los fines de semana se pueden ver embotellamientos noc-
turnos, pues los conductores no se atreven a pasar una es-
quina por miedo a encontrarse con el terror nocturno del
cual todo el mundo habla apenas al caer la noche.
Todos los medios de comunicación sueñan con tener
la primicia exclusiva de contar con la foto del enigmático

157
vehículo. Y si la suerte, el tiempo, la rapidez lo permiten,
contar con las palabras de su anónimo conductor. El caso
del rastrojero fantasma, tal como lo llama la prensa y el
Ministerio del Interior, ha hecho que los diarios contraten
más personas para cubrir el horario nocturno. Igual cosa
la municipalidad y el ministerio. Hoy en día ya no es raro
encontrar un grupo de periodistas, funcionarios públicos
y policías compartiendo un mate o unas cervecitas y ha-
blando sobre todo lo que atañe a la vida privada y pública
de las autoridades. De aquí salieron verdaderas primicias,
como aquella en que una presidenta del Banco Central uti-
lizaba un hámster para quitar los billetes que luego ponía
de vuelta en circulación y que debían de ser incinerados
debido a su avanzado deterioro.
Y ha ocurrido también varias veces que estos guar-
dianes de las esquinas han caído en el más burdo enga-
ño cuando un alocado grupo de mozalbetes les ha jugado
una pesada broma, cuando al llegar a una esquina se les
ha ocurrido acelerar a fondo. Debido a la ansiedad y a la
Carlos Morales/ TERROR NOCTURNO

larga espera, el grupo se precipita hacia el lugar de los he-


chos, pero sólo se encuentran con las risas que se alejan,
dejándoles con la rabia a flor de piel.
Sin embargo, aunque la policía no ha podido atrapar
a los bromistas, han sido los periodistas quienes han co-
brado la venganza del grupo. Más de una vez, la broma
no se ha podido realizar, pues un mal cálculo ha hecho
que el vehículo fuera a parar contra una columna, dejan-

158
Nueva narrativa paraguaya
do hasta el momento sólo heridos leves. Pero viera usted
cómo en los titulares del día siguiente se puede sentir el
dulce sabor de la revancha. “Mitad tavyron oñembo Ayr-
ton Sena ha ichalaipaite columnare”. “Se quiso hacer el
simpático y terminó por la pared”. “Joven irresponsable
se salva de milagro”. “Estaba ebrio y chupó la muralla”.
Estos son sólo algunos de los títulos que dan la victoria a
los engañados.
A pesar de los muchos esfuerzos que se han hecho por
descubrir al rastrojero, no han podido dar con él hasta aho-
ra. Cada cierto tiempo vuelve a aparecer una persona que
dice haber tenido un encuentro con el vehículo. Ya nadie
sabe cuándo terminará esto, si el interés de las autoridades
seguirá tan alto como ahora o dejarán de lado todas las
medidas y se resignarán a aceptarlo como un hecho más
sin explicar. Por de pronto, quien está más interesada en la
captura del volátil vehículo y su conductor es la intenden-
te de la ciudad, quien días pasados recibió el informe en el
cual se le detallaba que entre luces rojas sin respetar, per-
turbación de la paz pública, inhabilitación para andar por
la ciudad, contaminación por humo negro y otras faltas a
las leyes del tránsito, la multa hasta el momento supera la
escalofriante suma de 25 millones de guaraníes.

159
Nueva narrativa paraguaya
Sebastián Ocampos

Testigo
falso

161
Nace durante la siesta caliente del 20 de enero de 1984, justo
cuando el excepcional Fellini y el multifacético Lynch fes-
tejan sus 64 y 38 años, respectivamente. Cursa los exiguos
estudios primarios en la Escuela San Pío X –papa al que los
historiadores juzgan con unanimidad un verdadero desas-
tre–, los secundarios en el Colegio Nacional de la Capital –
alguna vez considerado el alma máter del Paraguay– y los
terciarios en la Facultad de Administración de la fábrica de tí-
tulos, conocida vulgar e intelectualmente como Universidad
Nacional de Asunción. Empieza a garabatear poemicidios y
otras barbaridades antes de sus 15 veranos. En 2003 funda
con otros jóvenes el taller literario Salón de Lectura, dirigido
por la escritora Maybell Lebron. Varios de sus cuentos y un
comentario sobre cine cuentan con inmensurable suerte y son
premiados en algunos concursos literarios e incluso traduci-
dos y publicados en antologías, revistas y periódicos nacio-
nales e internacionales. Administra, edita y redacta la revista
Acción Cooperativa desde enero de 2006 hasta enero de 2009.
A finales de 2008 funda la empresa cultural Statio. Desde la
misma se dedica, entre otras labores, a dirigir y coordinar un
taller de redacción y otro de escritura.
Nueva narrativa paraguaya
E
ste asunto complicado empezó cuando el ingenie-
ro me obligó a ser su testigo falso contra el subad-
ministrador. Entre ellos nomás era el problema y
en cualquier momento iba a terminar en tragedia. Toda
la estancia lo sabía. Yo me negué a testificar en el negocio
de los postes, pero el ingeniero me amenazó. No te voy a
pagar ni un guaraní de tu sueldo, dijo bien claro. Y si tu
economía depende de alguien hasta tu pensamiento está
condicionado. Por si fuera poco, incluso la comida de mi
familia dependía de esa plata. Y conste que en los últimos
tres meses sólo me pagaba quinientos mil de los un millón
de mi sueldo. En total, el ingeniero ya me debía un millón
y medio. Y siempre decía que iba a completarlo en una,
dos, tres semanas, pero nunca lo completó y acabamos
como sabemos.
El ingeniero quería jugarle chueco al subadministra-
dor, un tipo de mala fama que hacía su negocio sucio
con los postes. La administradora no estaba enterada de
nada. Ah, cierto, primero debo explicar cómo se manejaba
el complicado tema en la estancia El Progreso. Arriba se
encontraba la dueña. Ella contrató a una administradora,
que más tarde contrató a su cuñado como subadministra-

163
dor. Él era el responsable de la estancia. Pero tampoco lo
fue porque apenas pudo alquiló gran parte de la misma
a un tipo que nadie vio nunca. El subadministrador dejó
una de las casas lindas fuera del alquiler para quedarse
a vivir ahí. Bueno, el inquilino después subalquiló una
parte de la estancia al ingeniero, mi jefe, mi exjefe, mejor
dicho. Complicado es cuando hay mucho. Sólo la dueña
no sacaba su tajada grande de la estancia de más de mil
hectáreas. La verdad es que nadie sabe cuántas hectáreas
tiene la propiedad porque siempre acaparan más tierras
si las aledañas están desocupadas. Así hacen correr sus
alambrados. Nadie reclama nada. Y si alguien reclama se
lo manda callar. El Chaco es como el Viejo Oeste, le escu-
ché decir una vez a un extranjero que había ido a hacer
una película ahí.
Yo entré en ese lío infernal el año pasado, cuando dejé
de trabajar como guardia de seguridad en una zona re-
sidencial de Asunción, cansado de que unos vecinos me
pagaran un poquito, y otros se hicieran los ñembotavy.
Sebastián Ocampos/ TESTIGO FALSO

Entonces había tomado la decisión de encontrar un sueldo


fijo. Un amigo me avisó del trabajo como correcosta en la
estancia El Progreso. Llamé y esa misma tarde me entre-
vistaron en una oficina lujosa de Villa Morra. A la mañana
siguiente, ya estaba en camino al Chaco, con mi bolso de
ropas para varios meses. En esos momentos me gustaba la
idea de trabajar lejos de la ciudad ruidosa y sucia, montar
a caballo y comer despreocupado todos los días. Allá no

164
Nueva narrativa paraguaya
había el problema con la comida porque durante cada me-
diodía se hacía el karu guasu con la gente de la estancia.
Eso me gustaba mucho.
El asunto de los postes es de larga data, como dice en
los libros. Según el ingeniero, el subadministrador juró sa-
car mil postes por última vez, pues el rumor crecía en la
zona. El ingeniero, cuando eso, sólo se dedicaba al gana-
do. Al menos así era a la vista de los demás. Pero él arre-
metió en el tema porque ya estaba desapareciendo más de
la mitad del bosque. ¡Esta deforestación es inadmisible!,
repetía fuerte al verse rodeado de gente. Entonces acorda-
ron sacar una última vez, pero no pudieron llevar todos
los postes, y trescientos más o menos se quedaron en la
estancia para ser sacados en otra ocasión.
Llegó esa ocasión. Yo estaba haciendo mi trabajo de
correcosta cuando me llamaron para que fuera a vigilar la
entrada de los posteros. Ellos eran empleados del subad-
ministrador. Entraron en la estancia el lunes de mañana
tempranito. Fui a ver qué hacían. Sólo armaron sus carpas.
Le avisé al ingeniero y él me dijo: Dejalos tranquilos por-
que son gente trabajadora. Y como era una orden, los dejé
ahí hasta la mañana siguiente, cuando el ingeniero volvió
a llamar para avisarme que fuera al galope a vigilarlos de
nuevo. Ya era martes. Fui otra vez y vi dos camiones. ¡No
los dejes salir de la estancia!, ordenó el ingeniero. Pero yo
no podía hacer eso porque si cerraba la estancia también
cerraba la ruta usada por la gente que vive en esa zona.

165
Le informé que los camiones sólo contenían los trescien-
tos postes sobrantes de la última vez. Y los posteros están
levantando el campamento, completé el aviso. Así el inge-
niero se tranquilizó y cortó la llamada.
Me retiré del lugar. Era la hora del almuerzo. Y justo
cuando estaba a punto de comer, el ingeniero llamó otra
vez y me ordenó que fuera rapidísimo a cerrar el portón.
Subí al caballo sin siquiera probar el caldo y fui a toda bala
hasta la entrada y cerré el portón. Después me encaminé
tranquilo hacia donde estaban los posteros y vi que se ha-
bían retirado. El ingeniero se enojó conmigo apenas escu-
chó la noticia. Me gritó desde el celular como si hubiera
estado frente a mí. Él pensó que yo dejé salir los camiones
con más de trescientos postes. Sólo llevaron lo que había
sobrado la vez pasada, le dije, y él gritó: ¡Llevaron más de
mil postes, tarado! ¡Y vos sos el culpable! ¿Cómo hicieron
eso, si a la vista solamente estaban los trescientos postes?,
le pregunté y se enojó más todavía, gritándome como ca-
vernícola. Después entendí la matufia detrás de eso.
Sebastián Ocampos/ TESTIGO FALSO

Había sido que el subadministrador y el ingeniero acor-


daron hace tiempo vender más postes sin que se supiera
nada. Por eso metieron a los posteros una semana antes
en el bosque, donde nadie hacía guardia. Demasiado lejos
estaba. Y los posteros talaron cuanto árbol veían. Según
escuché, hicieron más de mil postes. Había muchísimo di-
nero en juego. Ellos dos solitos estaban a punto de cerrar
el negocio del año, pero el subadministrador mañero tenía

166
Nueva narrativa paraguaya
bien escondido su plan. Él mandó llevar los postes a la
estancia de al lado porque desde ese lugar iban a hacer el
movimiento final. Y mientras tanto dejó los dos camiones
en El Progreso para hacerle creer al ingeniero que el plan
iba según lo hablado. Por eso nomás, el lunes de maña-
na el ingeniero me dijo que dejara a los posteros hacer su
trabajo. Todo eso ya sonaba muy raro, pues él nunca dijo
algo bueno de nadie, menos de nosotros. Hasta ese día las
cosas estuvieron bien. El martes, cuando el ingeniero se
enteró del asunto, me ordenó que fuera a cerrar el por-
tón y no dejara salir los camiones. Y como yo no entendía
nada y los camiones sólo tenían los trescientos postes, no
cerré el portón. Pero le avisé al ingeniero y él se calló. ¿Y
qué iba a hacer yo frente a esos posteros si me obligaban a
abrir el portón?
El ingeniero estaba paranoico. Pensaba que los em-
pleados habíamos confabulado con el subadministrador,
pero la verdad es que nadie tampoco aguantaba a ese tipo.
Era una mala persona de pies a cabeza. Pura saña. Ni su
cuñada, la administradora, le quería. Siempre que se veían
en la estancia, cada dos meses más o menos, le gritaba por
sus macanas diarias. Y así nomás es cuando hacés las co-
sas a espaldas de los demás. Ellos se jodían entre ellos y
desconfiaban del resto, sobre todo de nosotros, que ni si-
quiera nuestro sueldo completo recibíamos.
Como decía, el subadministrador se avivó y mandó
llevar más de mil postes a la otra estancia y de ahí los hizo

167
cargar en los camiones para ir a venderlos a una madere-
ra de un pariente suyo. Y sólo los trescientos postes que
habían sobrado la vez pasada fueron sacados a la vista de
todos los de la estancia El Progreso. Hizo su jugada, pero
no calculó lo que el ingeniero estaba a punto de hacer por
despecho.
Ese mismo martes el ingeniero ordenó a gritos que me
reuniera con él. Cuando estuvimos cara a cara, no me dejó
hablar. Él contó toda la historia y yo sólo debía decir sí.
Me negué con la cabeza, pero presionaba y presionaba. Al
final, directamente me chantajeó: Si no vas a la fiscalía con-
migo para contar que viste salir los camiones con más de
mil postes, te voy a involucrar en el robo. No pienso hacer
eso, le repetí. No voy a ser su testigo falso. Ustedes tie-
nen sus negocios donde se joden a cada rato y yo no quie-
ro meterme en medio. No le gustó mi actitud. Se levantó
con fuerza y se dio a los gritos. Me humilló como siempre
que se enojaba. Sos un pobre de mierda que no sabe ha-
cer nada. Y por si fuera poco sos desagradecido. ¡Yo te di
Sebastián Ocampos/ TESTIGO FALSO

la oportunidad de trabajar honestamente en la estancia!


Se me subió la sangre a la cabeza. No pensaba quedarme
callado. ¡Complete mi sueldo atrasado de tres meses!, gri-
té como él y se sorprendió. Ahí también me puse de pie.
No le tenía miedo. ¡Págueme todo mi sueldo!, le exigí. Ya
no quería saber nada de ese infierno. Entonces se sentó
sin dejar de mirarme y se puso a hablar más tranquilo. Es

168
Nueva narrativa paraguaya
sencillo: si querés el dinero, testificá en la fiscalía, terminó
diciendo.
Como no tenía de otra, fui a contar bajo juramento la
mentira del ingeniero palabra por palabra, pero el muy
sinvergüenza no me pagó todo, otra vez. Me dio ocho-
cientos mil nomás y dijo que tenía suerte de no haberme
denunciado como al delincuente del subadministrador.
Ahí, la verdad, estuve a punto de meterle bala yo mismo,
pero estaba demasiado cansado de esa gente y sólo quería
regresar a mi casa. Entonces, cuando agarré mis pertenen-
cias para salir, él murmuró: Hay una forma de recibir tu
plata y mucho más. No quiero saber nada, le dije. Hacete
cargo del subadministrador, continuó. Me hice el ñembo-
tavy. Si te hacés cargo de ese desgraciado, te voy a pa-
gar bien. ¿Cuánto es bien? Cinco millones apenas hagas
desaparecer a ese hijo de puta. Por alguna razón no me
sorprendió su propuesta. ¿Y qué decís? Su pedido no es
poca cosa, ingeniero. Lo voy a pensar. Pensá rápido, que
no hay tiempo, dijo en su tono de orden, y por suerte me
dejó salir.
Horas más tarde metí la pata. Se me ocurrió la mala
idea de llamar al subadministrador y solucionar el asun-
to de una manera fácil. El ingeniero quiere mandarlo ma-
tar, le conté sin vueltas. ¿Y vos cómo sabés eso? A mí me
pidió. Y yo, la verdad, señor, sólo quiero cobrar la plata
que me debe para rajarme mañana a más tardar de este
infierno. ¿Cuánto te debe? Setecientos mil todavía de mi

169
sueldo atrasado. Te puedo dar ese dinero y un poco más si
me decís dónde mismo y con quién va a estar esta noche.
Esa pregunta rara me llamó la atención. ¿Y usted por qué
quiere saber eso? No es de tu incumbencia. Vos decime y
yo te voy a dar el dinero. Dudé unos segundos largos. El
subadministrador se impacientó ante mi silencio, insistió
al estilo del ingeniero y un rato después acepté su pro-
puesta, sin imaginar la consecuencia de eso. ¿Cómo yo iba
a saber que el subadministrador también quería hacerle lo
mismo al ingeniero?
Al día siguiente todos nos enteramos de lo ocurrido y
yo todavía no caía en la cuenta de que estaba metido de
nuevo en un problema del carajo por culpa de esa gente.
El subadministrador me llamó al darse a conocer el suce-
so. Me dijo que fuera junto a él para recibir la plata. Traté
de no pensar en la razón de la paga y fui a su casa. Lle-
gué, me recibió bien en la sala y, antes de entregarme lo
prometido, dijo: Primero me vas a acompañar a la fiscalía.
¿Y yo, por qué?, le pregunté. Vos estuviste conmigo ayer
Sebastián Ocampos/ TESTIGO FALSO

de noche, respondió. Pero yo no estuve con usted, dije rá-


pido, y el muy sinvergüenza sonrió con una sonrisa del
diablo. Recién ahí comprendí el asunto. No, señor, yo no
me voy a involucrar en este problema. Demasiado grave
es. Si yo llego a ser descubierto, voy a decir que fuiste mi
cómplice. ¿Por qué? ¡Yo no soy nada suyo! Vos me dijiste
dónde y con quién iba a estar tu jefe. El desagraciado son-
reía cuando me hablaba y yo quería meterlo tres metros

170
Nueva narrativa paraguaya
bajo tierra. ¿Y… qué vas a hacer? Ya sabés: si decís lo que
te digo, te doy la plata y nos olvidamos de esto. La sangre
se me subió a la cabeza. Lo miraba y quería enzoquetarle
un escopetazo en la boca. Tiene mucha suerte, usted, le
dije. ¿Qué? Sí, tiene suerte de que mi familia esté esperán-
dome en casa, porque si nadie me esperaba ahora mismo
le metía diez balas como mínimo. Por primera vez en la
historia vi asustado al subadministrador. Debía estar así.
Lo tenía entre ceja y ceja. ¿Querés más dinero?, se atrevió
a preguntarme el sinvergüenza. Usted no piensa en nada
más, ¿verdad? Yo sólo quería mi sueldo. Ahora no quiero
nada suyo, mucho menos su plata sucia y sangrienta. Y
le conviene ir ya mismo a la fiscalía, porque en cualquier
momento puedo arrepentirme de este asunto y terminar
preso por algo que sí hice. Se volvió más blanco al escu-
charme hablar así y rápidamente se puso en marcha, sin
mirarme a los ojos ni hablarme durante el viaje, hasta que
declaré todo. Entonces, cuando le conté que en el camino
cambié de opinión y al final testifiqué la verdad y nada
más que la verdad, enloqueció frente al agente y se me tiró
encima gritando que iba hacerse cargo de mí como lo hizo
con el inútil de mi exjefe.

171
José Pérez Reyes

Doble
pérdida
José Pérez Reyes (Asunción, 1972). Escritor. Abogado. Pro-
fesor universitario. En el 2002 publica su primer volumen de
cuentos “Ladrillos del Tiempo”, con Arandurã Editorial. En
el 2003 “Ese laberinto llamado ciudad” es publicado en Co-
lombia por el Convenio Andrés Bello. En Bogotá (declarada
Capital Mundial del Libro 2007 por la Unesco), con el certa-
men cultural británico Hay Festival, es elegido por el jurado
de Bogotá 39 como uno de los escritores jóvenes más destaca-
dos de América Latina. También en el 2007 forma parte de la
“Antología de cuento latinoamericano” de Ediciones B. Lue-
go publica el libro “Clonsonante” con Arandurã Editorial.
Sus cuentos son incluidos en la versión digital de “El futuro
no es nuestro” (2008) y en el libro publicado en México por
Editorial Axial “De lengua me como un cuento” (2009). Otras
obras integran “Nueve cuentos nuevos”, la antología publi-
cada por Alfaguara en el 2009 y “El Libro del Voyeur” publi-
cado en España en el 2010 por Ediciones del Viento. Muchas
de sus obras fueron incluidas en antologías internacionales
por editoriales de Colombia, México, Cuba, Argentina, Chile,
Portugal y España.
Sus cuentos han sido traducidos al inglés y publicados en
Words Without Borders en el 2011. En el 2012 presentó su
nuevo libro titulado “Asuncenarios”, con Arandurã Editorial.
www.joseperezreyes.blogspot.com
Nueva narrativa paraguaya
N
o podría decirse que era el último grito de la
moda ni tampoco el primer grito de libertad.
Ya no había certeza en aquello de haber sido
cuna del primer grito de libertad en América, pero de se-
guro no se habrá dado ni el primer ni el último grito de la
moda por estos lares.
En cualquier caso había algo nuevo en el aire, que a
estas alturas y sin importar desde qué altura, sigue siendo
lo único verdaderamente libre y gratuito. Se trataba de un
reciente decreto. El decreto más a la moda que hasta la
fecha fuera dictado.
En un franco proceso de imposición, la nueva línea de
ropa había sido lanzada por decreto.
Directamente de arriba. Más que diseño exclusivo era
un plan oficial, forzosamente inclusivo.
Por supuesto, la producción en serie había comenza-
do en forma secreta mucho antes de la firma del decreto,
el gobierno sabe cómo guiar la industria textil en el país
y esta tarea fue encomendada con suficiente antelación y
debida precaución.
No se hace ningún desfile de presentación, ya que para
los desfiles están los militares, los militarizados volunta-

175
rios y los niños involuntariamente militarizados también,
es bueno recordarlo cada tanto, la memoria de una nación
debe mantenerse en una buena formación. Alineados, de
todas las edades, desde el pasado al futuro, siempre con
un rumbo decidido. Niños y viejos unidos por el verde
olivo, entrecruzados, unidos como si fueran la palma y el
olivo de nuestro escudo.
Nada de muestras previas, nada de anticipos de tem-
porada. Basta la resolución firmada.
Después de todo, era más fácil colgar de la red una
copia escaneada del decreto de marras que poner en una
amplia galería todas las prendas colgadas en perchas. No
hay necesidad de catálogo virtual, a fin de cuentas, se trata
de una resolución de orden presidencial.
De qué serviría mirar y mirar en la red, eso de compa-
rar no va.
Más que optar, había que comprar.
No se trata de elección, es de inmediata adquisición.
No hay que dar muchas opciones cuando el bolsillo
José Pérez Reyes/ DOBLE PÉRDIDA

está teledirigido. Eso tiende a complicar las cosas, bien lo


saben quienes planifican todo antes de firmar los decretos.
Mañana empezarían las filas. Se tenía previsto un solo
día para realizar todas las adquisiciones personales en
cuanto a la nueva indumentaria. Esto es para facilitar la
gestión de control conjunto que realizan el Ministerio de
Hacienda y el Ministerio del Interior.

176
Nueva narrativa paraguaya
Todo el aparato estatal garantizaba una jornada segura
y tranquila para toda la ciudadanía, un día oficial de com-
pra de moda, jornada obligatoria, pero moda al fin.
Con muchas expectativas de una jornada plena, la
ciudadana se levantó temprano esa mañana, el café aún
humeaba en su garganta como dando señales de actividad
volcánica en su interior, y salió con un gastado uniforme
anterior, es que fue lo primero que encontró para ponerse,
a lo cual hay que sumar el hábito.
La ciudadana llegó temprano, aunque esto le serviría
muy poco, porque la tienda permanecía cerrada.
Sería suficiente decir que era una zona tan residencial
en Asunción que se convirtió en zona presidencial, apli-
cando una complicada expropiación, también por vía de-
creto, asumiendo que ése es el único modo correcto.
Tampoco importa mucho citar el nombre y la direc-
ción pues todas las tiendas, desde hace un buen tiempo,
han uniformado sus logotipos y sus vidrieras, sus colores
y sus escaparates. Y al carecer de publicidades, siguieron
un mismo patrón de propaganda. La propaganda oficial.
Así es como se han uniformado un montón de cosas, pero
no sus precios. Cosas del mercado que le dicen. En las co-
tizaciones siempre hay fluctuaciones y, entre ellas, sendos
acomodos. Y esta tienda era un buen nicho de precios re-
ducidos. Era lo que ella había oído. Sólo el olfato y el chis-
me consiguen guiar hacia donde hay buenos precios en el
negocio.

177
Por eso, la ciudadana procuró entrar primerita en un
horario en que la mayoría recién está despertando.
Apenas había levantado su cortina la tienda en cues-
tión, la ciudadana ya estaba en el mostrador pidiendo la
nueva línea de ropa, la que por decreto se había impuesto
a partir de ayer, en forma oficial, como indumentaria de
rigor.
No hubo necesidad de citar la marca, hay etiquetas que
nacen impuestas.
Pero de lo que entusiastamente pedía, nada había, nin-
gún talle, ningún color, ni de los neutros.
Por cierto, antes de preguntar por ellos la ciudadana
debió haber tenido en cuenta que los colores neutros no
están de moda en estos tiempos extremos. O puede ser
que la vendedora haya oído mal, en vez de “colores neu-
tros” escuchó colores nuevos o colores muertos, dando así
por liquidada toda búsqueda de trapos. Porque en ningu-
na parte se venden retazos, no hay lugar para saldos, ésta
es una sociedad que tiene el consumismo bien arraigado y
José Pérez Reyes/ DOBLE PÉRDIDA

muy actualizado.
Nada disponible, ninguno de los modelos, ni de los re-
tros.
Por algún azar, la vendedora no tenía en la tienda nin-
guna de esas prendas, hasta las que guardaba en el depó-
sito tuvo que enviar al programa de entretenimiento del
canal oficial “bailando por un modelo”, se supone que por
exigencias del programa modelo del propio gobierno. Qué

178
Nueva narrativa paraguaya
mejor promo, después de todo, habrán pensado los encar-
gados del marketing estatal.
Pero la ciudadana se sintió engañada, montó en cólera,
armó una escena que casi echa abajo la tienda.
Reclamaba lo que consideraba su derecho y su deber a
la vez, como el voto, cosa rara de entender.
Vociferaba cosas como “pan y circo”.
Exclamaba que Dios tenía que proveer los dientes tam-
bién, no solamente el pan. El combo tenía que ser comple-
to para que ya nunca más se dijera “Dios da pan a quien
no tiene dientes”.
De la diatriba de la ciudadana, salió aturdida la vende-
dora, laceraron sus oídos frases como ésa que soltó al final,
mientras golpeaba la vidriera: “Como voy a mantener mi
pan si no me visto con la indumentaria que me exigen en
el circo”. Al escapársele de la boca esta frase, la cosa salió
de cauce.
Ya por entonces, la vendedora había pulsado el botón
mixto, que no era para solicitar un rápido menú ejecuti-
vo. Le decían mixto, porque era mitad rojo mitad azul, al
botón que existe debajo de la caja de la tienda y que no es
para pedidos de comida, aunque así pareciera indicar su
nombre, sino para que intervenga la Nueva Guardia.
Como ya era habitual, acudieron con premura, apenas
accionado el botón mixto, allí estaban los guardias, en la
puerta, para calmar los ánimos de esta pelea.

179
A pesar de su amedrentadora presencia, las dos damas
seguían trenzadas en una discusión tendera.
Separaron a ambas, por medio del rígido bastón de
mando, que tampoco había cambiado en nada porque se-
guía siendo dorado como si alguien lo hubiera bañado con
una generosa lluvia dorada.
Al instante amordazaron a la ciudadana.
A la vendedora le interrogaron.
De la ciudadana no se oyó más nada, fue llevada
amordazada a la renovada sección de Investigaciones.
La vendedora sí tenía que hablar, pero antes de res-
ponder al férreo cuestionario que allí mismo le plantea-
ban, pidió que le acompañara un abogado. En vías de pro-
tección de sus derechos mercantiles realizó una desespe-
rada búsqueda, en el corto tiempo que le asignaban, pero
no había ninguno disponible, ningún abogado conectado,
ni para chatear en línea.
Algunas cuestiones no terminaban de convencer a los
interventores de la Nueva Guardia. Solicitaron inmediata
José Pérez Reyes/ DOBLE PÉRDIDA

intervención de la tienda, con miembros de la Contraloría


del Estado, que a su vez exigieron el acompañamiento de
representantes del Ministerio del Interior y de Hacienda.
Todo como se debe.
No hubo compra venta alguna en esa tienda. No pudo
consumarse acto de comercio, a pesar de la vigencia del
decreto modelo.

180
Nueva narrativa paraguaya
De algún modo, se generó una situación indeseable
para las partes involucradas. Se trataba de una doble pér-
dida en un “Estado que impulsa el Progreso en la Paz”.
Pérdida por ambos lados: una ciudadana que termina
detenida, acusada a primeras horas de la mañana de co-
meter una serie de faltas: alzar tumulto, amenazar la paz
social y quebrar la armonía tendera, y una vendedora que
no realiza la venta por haberle convenido un envío pro-
mocional de nuevos uniformes al canal oficial, una vende-
dora que así puso en evidencia que no opera como debiera
porque, al ser requerida de más pruebas contra la tumul-
tuosa ciudadana para llevar las grabaciones a los respecti-
vos ministerios, descubrieron que en su tienda no funcio-
naban las cámaras y eso también constituye falta grave,
equivale a multa y clausura temporal de dicho local, hasta
que se ponga en orden.
Todo negocio debe adecuarse a las reglas del mercado
y del Estado, que están para ser cumplidas y que juntas
son imbatibles.
Al final de cuentas, a la vendedora no le servirá de mu-
cho la promoción de uniformes en el canal oficial de la
televisión, aunque sea en horario principal del programa
de baile supuestamente en vivo, porque a raíz de este in-
cidente, le dieron dos meses de suspensión a su tienda. Y
ahora menos aún importa cuál era su nombre, ya que si
persiste en esta situación, su tienda puede ser desacredita-
da definitivamente.

181
Las malas lenguas dicen que, al ser llevada a una cel-
da para guardar reclusión, a la ciudadana le dieron como
uniforme de presidiaria, un gastado modelo de vestido,
ya en desuso, que había caído en el reciclaje de vestuarios
varios y vairos.
La ciudadana, caída en la angustiante categoría de
compradora frustrada, se vio compelida a llevar esa indu-
mentaria del viejazo y a callar cualquier forma de reclamo.
Su caso entraría en la etapa de sumario. “Aplíquese y
comuníquese”, dirá la resolución en su parte final, aunque
ella siga incomunicada y, para empeorar la situación, des-
uniformada.
La regla es general, pero no uniforme.
José Pérez Reyes/ DOBLE PÉRDIDA

182
Nueva narrativa paraguaya
Juan Manuel Ramírez

Las muecas

183
Juan Manuel Ramírez Biedermann. Nació en Asunción en
1976. Lleva publicados tres libros: NOBIS, de relatos breves,
obtuvo la selección del Fondo Nacional de la Cultura y las
Artes 2007. EL FONDO DE NADIE, NOVELA publicada por
EDICIONES ALTAZOR del Perú en el año 2010, obtuvo una
MENCIÓN DE HONOR en el Premio Nacional de Litera-
tura del Paraguay del 2011. PLEGARIA DE PENUMBRAS,
NOVELA, fue publicada por EDICIONES ALTAZOR (2011).
Publicó en ediciones SUB URBANO (EEUU) el e-book CINIS
(2013). El autor ha sido antologado en España, Perú, Estados
Unidos y México. Ha dado conferencias y presentado sus li-
bros en la Feria del Libro de Frankfurt, en Casa de las Améri-
cas de La Habana, en Francia, España, Suiza, Estados Unidos,
Canadá, Perú, Argentina, entre otros.
Nueva narrativa paraguaya
A
calorado, inquieto, se enjugaba el rostro y esa
pelada de monje con un trapito de pana celeste,
deshilachado en los bordes, manchado con mo-
tas blancas de lavandina. Austero de palabras, generoso
con las muecas, en aquel tramo final rumbo a la muerte
prefirió contestar preguntas o saludos arrugando la frente,
inflando con aire sus mejillas, frunciendo los labios o sa-
cando la punta de la lengua como las serpientes.
Sólo en ocasiones, como vencido por un antiguo vicio,
rescataba esa habilidad suya que por décadas valoró su
fiel y variada clientela: hablar sobre libros y lectores. Eran
momentos en que entrelazaba sus dedos –como los arro-
dillados que se disponen a rezar– y clavando los ojos en
el oyente de turno, escrutándole como quien se asombra
ante la gestación de un temporal, se expresaba con una
solvencia y una memoria admirables. Entonces gesticula-
ba con esas manos de cristal negro –los brazos delgados,
los dedos con uñas mordidas–, y estiraba del pasado, por
ejemplo, una anécdota sobre la edición del Obsceno pájaro
de la noche vendida a la hermana Esther, mujer menuda
de ojos transparentes, que estaba al borde tanto de la sor-
dera como de la locura. Contaba que la monja pedía li-

185
bros desaforadamente, entretanto juraba por arcángeles y
serafines que desde ese momento dedicaría sus oraciones
exclusivamente a las personas que no conocía y que jamás
conocería: estaba harta de los que rogaban consejos y des-
pués hacían exactamente lo contrario.
O de repente, don Marcelino era capaz de arrancar de
su estridente pasado el relato de una puja por la primera
edición del Tirano Banderas de Opera Omnia, impreso en
la madrileña Rivadeneyra, que, en medio de bromas sobre
amenaza de balas entre Arsenio Riquelme, Juez de Prime-
ra instancia en lo Criminal, y don José Ignacio Zacur, guai-
reño de nacimiento, terminaría en manos del descendiente
del sirio, uno de los comerciantes de tela más prósperos de
Asunción, cuyo padre, según juraba por sus nietos, había
compartido un asado con Valle Inclán en el patio de su
residencia en Villarrica.
Marcelino Montiel apareció de la nada, como recién lle-
gado de un periplo interminable o rescatado de algún la-
berinto anónimo. Se nos presentó en una tarde de comien-
Juan Manuel Ramírez/ LAS MUECAS

zos de septiembre. Castor Arrúa, mi vecino, fue el primero


en atestiguar su figura de rostro equino, de piernas largas
y en constante movimiento, como si estuviera dando gol-
pes a los bombos de una batería. Sentado en una mecedora
de mimbre, ubicado en medio de aquel pequeño y coqueto
jardín de los Montiel, el hombre recibió el crepúsculo en
compañía de sus nietas, de un maltés blanco con orejas de

186
Nueva narrativa paraguaya
albaricoque, y de unos canteros que rebosaban petunias,
botones dorados y otras flores de estación.
Emergido sin previo aviso, a casi todos nos tomó por
sorpresa. Sólo algunos, los pocos que conversaban por for-
malidad y decoro con Raúl, su hijo mayor, estaban en co-
nocimiento de que Marcelino había pasado más de dos dé-
cadas en un refugio colmado de hojas, lomos y anaqueles:
su dormitorio. Estaban equivocados los que creyeron que
vivió todo ese tiempo en Areguá, con una prima lejana; o
en Oviedo, al cuidado del medio hermano de su hermana;
o que una afección pulmonar le había consumido en un
hospital del Chaco. Error. Marcelino Montiel, desde los
hechos de abril de 1976, jamás puso un pie fuera de aquel
chalet ubicado sobre la calle Defensa Nacional, salvo para
sus consultas médicas.
Lucía una piel arrugada, bien morena, tiznada con lu-
nares descomunales poblando su cuello y los dorsales de
sus manos esqueléticas. Silbaba de tanto en tanto, distraí-
do, parpadeando cadenciosamente, sonriendo a ratos a los
niños que corrían a su alrededor o mirando abstraído el
campanario de la iglesia de Las Mercedes, su lumbre ce-
leste, su destello anhelante. Mi padre, antaño cliente de
su librería, me aseguraba que ese Marcelino Montiel no se
parecía en nada al inolvidable librero de Piovasco, la ma-
yor librería de usados que tuvo Asunción. Cuando fue al
chalet, con el afán de saludarle, se encontró con un señor
ausente, despoblado, apenas deseoso por disfrutar de la

187
luz del atardecer, del viento, de las corridas interminables
de las hijas de su hijo, y de aquella perrita peluda a quien
llamaban Canario.
Por supuesto que hubiera sido imposible preguntarle
acerca de aquel cinco de abril de 1976, cuando fue arreba-
tado de su casa por tres efectivos policiales. Por más que
la curiosidad, o el deseo de conocer verdades, o el simple
morbo, hubiese podido impulsar a cualquiera a consultar
sobre aquel cinco de abril de 1976 en el que desapareció
por dos días, de seguro el hombre guardaría un silencio
justo y sepulcral. Nada se sabe sobre lo ocurrido. Fuera de
las especulaciones, el único hecho concreto e indiscutible
es que la librería Piovasco abrió sus puertas por última vez
el cuatro de abril de 1976. Marcelino Montiel fue detenido
a la madrugada del cinco, y nadie supo de él hasta dos
días después, cuando bajó de un taxi y se metió en su casa
por los veinte años siguientes.
Los hijos remataron el millar de libros que el padre te-
nía a la venta en anaqueles y muebles antiguos. Aquella
Juan Manuel Ramírez/ LAS MUECAS

tienda ubicada en la esquina de Herrera y Estados Uni-


dos se convertiría en un fantasma por los siguientes me-
ses, para luego resucitar, primero como una ferretería y
después como una casa de empeños. Algunos piensan que
la causa de la detención obedecería a la visita recurrente
de un cliente, hombre cuarentón, calvo, de anteojos con
marco grueso, que buscaba hasta el cansancio las edicio-
nes más baratas de Góngora, de García Lorca y de Jack

188
Nueva narrativa paraguaya
London; aquel hombre que moriría en la madrugada del
cinco de abril de 1976, luego de haber sido detenido en la
feroz redada que realizó la Policía Nacional en el barrio
San Cristóbal.
Nadie sabe. Quizá nadie lo sepa nunca. Marcelino
Montiel habló poco. Casi nada. Respondió a preguntas
con gestos, con muecas repetidas, con silbidos afinados,
jugando con sus nietas, con ese maltés blanco con orejas
de albaricoque. Acaso el que conoce las respuestas mu-
chas veces no tiene necesidad ni encuentra motivos para
compartirlas. Quizá salió de su encierro sólo para mirar
los atardeceres muriendo en la bahía, a pocas cuadras del
barrio Tuyucuá, donde culmina Asunción y empieza el
río.

189
Jazmín Rodríguez

Mecedura
Jazmín Rodríguez (1980): Es poeta, actriz y comunicadora.
Formó parte del elenco teatral Rimbombante decadencia y
trabajó para el diario La Nación, además de ser colaboradora
en el Periódico digital Ea’. Actualmente forma parte del equi-
po técnico de la Agencia Global de Noticias que dentro la Red
ANDI América Latina y con otras 12 agencias más, buscan
promover los derechos del niño a través del periodismo. En
el 2010 lanzó “Probador de perfume” con la Editorial Felicita
Cartonera y formó parte del equipo titular de “Punta Karaja”
lanzada en el 2012 con la Editorial Tercer Mundo.
Nueva narrativa paraguaya
E
speraba en silencio mientras mecía mi cuer-
po de un lado al otro, sin orden alguno, sin rit-
mo, sin una verdadera necesidad de estarlo
haciendo.
Quise un día tomar venganza contra el maldito silencio.
Contra ese cuerpo tan mío y siempre en movimiento, contra
esa espera absurda de signos o señales inexplicables con las
que guiaba mis pasos, contra todo ese desorden que poco
a poco me iba consumiendo y convirtiendo en algo que no
entendía, en algo que sabía no podría controlar.
Salí a la calle pese al frío y al viento que lograba con-
gelar la mayoría de mis extremidades. Una nariz pinta-
da de un rojo intenso me saludaba como último vestigio
de aquella payasa rimbombante que había sido, mientras
brillaba en el reflejo de las vidrieras de los negocios, de
las ventanas e incluso las ventanillas de los automóviles
cuidadosamente estacionados sobre la avenida Rodríguez
de Francia.
Caminé un buen trecho hasta que vi a una gata enorme
y blanca y decidí sin más seguirla. Mirando letreros llenos
de luces la perdí para terminar en un lugar que no conocía,
en el que no recordaba haber estado antes. Me senté en

193
una especie de escalerita (más bien tres o cuatro escalo-
nes) que no llevaban a ningún sitio. Luego de unos largos
minutos me percaté de la existencia de un pasillo ubicado
a la derecha, era tan increíblemente angosto que imaginé
difícil el avanzar. Luego de un sinfín de cavilaciones es-
túpidas y como el lugar parecía totalmente abandonado,
decidí meterme en aquella especie de cavidad que inexpli-
cablemente me remontaba al útero, matriz materna de la
cual creo que nunca salimos del todo.
Era todavía temprano y necesitaba hacer tiempo, blo-
quear de alguna manera la des-espera. Al final del pasillo-
madre hacía su aparición un pequeño patio-mundo que
gracias a la oscuridad-noche, gran amiga de esta frustrada
vampira, me infundió la confianza suficiente para avan-
zar en él. Al llegar al centro pude divisar a la gata con
su resplandeciente blancura observando con curiosidad
todo lo que a su alrededor sucedía. Estaba acercándome
lentamente, me habían entrado unas ganas tremendas de
acariciar su hermoso pelaje cuando escuché una voz. No
iba dirigida a mí, eran palabras para ella, la gata. A la que
Jazmín Rodríguez/ MECEDURA

me quedé mirando, esperando que respondiera. Como si


pudiera de repente ponerse a hablar.
Una vez que se acostumbró mi vista la divisé: era una
mujer mayor de unos 70 años. La piel le colgaba de su
delgada figura. Por favor –me dijo– agarrá pues esa silla.
¿Vos tomás cerveza?

194
Nueva narrativa paraguaya
Antes de responder ya tenía entre mis manos un vaso.
En realidad eran unas tazas de plástico de una antigua co-
lección de Coca-Cola, Seúl ‘88.
Aporté tres mil guaraníes que era todo lo que tenía sin
saber cómo volver a casa. La señora volvió con dos bote-
llas más.
Estaba fascinada con la gata que se encontraba en el
medio de ambas, a la misma distancia entre ella y yo. El
animal parecía entender todo lo que se decía puesto que
sólo se dignaba a mirar si es que alguien hablaba. La se-
ñora hablaba de la misma manera con ella que conmigo.
Siempre tuve miedo a los gatos, de chiquitita los veía de
lejos y… ¡Mierda! – suena el teléfono. Maldito invento en-
trometido.
–¿Hola? –contesté.
Era él. Los cables se unían ocasionando un gran corto-
circuito que iluminaba mi vista mostrando mi reflejo he-
cho caricatura, matando mi tan acostumbrada y fantasiosa
dispersión para hundirla en el fango de “sus” verdades,
presionando mi botoncito de bloqueo muchas pero mu-
chas veces, dejándome siempre sin saber el estado en el
que quedó. No, no tengo ganas de hablar.
Este incidente cambió el tono de la conversación, la
gata asustada se había alejado y tenía que voltear la cabeza
cada tanto para poder verla.
En unos minutos él llegó exigiendo explicaciones
como si estuviesen realmente pintadas esa señora y esa

195
gata. Explicaciones: Benditos porqués que no dicen nada.
Errores mal vestidos como dijo (¿o escribió?) alguna vez
Julio (Cortázar).
Al llegar él, como recordé estaba pactado, la conver-
sación se transformó en discusión y una en la cual yo, la
principal “implicada”, no participé. Había optado por mi-
rar de distintas maneras de acuerdo a las acusaciones que
saltaban al aire. Por esperar en silencio y mecer mi cuerpo
de un lado al otro, sin orden alguno, sin ritmo, sin una
verdadera necesidad de estarlo haciendo.
La señora asumió mi rol, mi defensa, y me sorpren-
dió escuchar en la boca de ésta mis propias palabras, las
mismas palabras desordenadas que hacían una ensalada
de mis pensamientos, admirando la maestría en cuanto al
momento y los gestos con los que las acompañaba hasta
terminar por fin, sirviéndole a él un poco de cerveza y con-
venciéndole de lo más importante: de no seguir gritando
y perturbando al silencio, dejar que todo siga como hace
cinco minutos... Dejarme tranquila.
Apagué el celular. Siempre me han llegado las buenas
Jazmín Rodríguez/ MECEDURA

ideas un poco tarde. Habían pasado dos horas desde mi lle-


gada, era ya de noche-noche y no había sido un día especial,
era de esos que es mejor no repetirlos-repetirlos y escaparse
o esconderse del mundo que para mí está tan lejos, pero en
días así, llega y se trepa ka’iro haciendo peso muerto en mis
hombros y haciéndome envidiar a una puta gata.
Volví a la conversación dirigiéndome a ellas. Apenas
las distinguía en la oscuridad.

196
Nueva narrativa paraguaya
Con el correr de las horas hablamos de todo un poco
cayendo en inevitables confesiones, consecuencias del al-
cohol, cariñosos ronroneos, un porro y la madrugada ilu-
minadora que nos mostró clara y serena lo que antes no
pudimos o quisimos ver. Hubo lagrimones y todo.
No importaba la diferencia de edad ni la especie ni las
sombras. Se creó una complicidad tan grande que aquella
que llevaba tiempo siguiéndome, multiplicándose, lue-
go de alargarse y adquirir todas las formas posibles fue
rindiéndose, fue apagándose hasta que realmente “casi”
desapareció para ir a ubicarse más lejos, mirar desde lejos
como la gata.
Al salir de aquel lugar mágico sentí haber mecido toda
experiencia que me había marcado a rojo vivo. Tanta fuer-
za, tanta intensidad, tanto vértigo buscado y deseado.
Somnolienta, mareada y triste todo se me revolvía
empezando por el estómago. Ver, hablar y escuchar a ese
idéntico calco de unos 70 años… mis miedos…
Me acordé de él. Ahora era sólo un puntito de sombra,
un aliento gris que erizaba mi nuca, un castillo hecho de
naipes o de arena al que temía mirar por temor a desha-
cerlo con el poder de la mirada. Recordé las palabras de
alguien: “Lo que sos es una gata, una gata callejera que se
vale de sus ojos para sobrevivir”.
“Tu problema es ser tan humana” –me dijo en cambio
aquella sombra alguna vez en algún tiempo inventado–.
“La compasión no nos conduce a nada”. Sabias palabras
cargadas de egoísmo y arrogancia, dichas con tan peculiar

197
cinismo que irónicamente no me inspiran nada más que
compasión y acrecientan mi fobia contra cualquier tipo de
ismos.
Cuando desperté en la mañana con mucho sol por de-
sayuno encontré en el bolsillo este poema. Estaba hecho
a garabatos y escrito aparentemente por mí en un papel
amarillo. No recordaba haberlo escrito.

Risotada y Carcajón
No salen de su casa
Nadie sabe qué pasó
Carcajón quiso ser príncipe
Risotada bailarina
A los días escaparon
Y se creyeron golondrinas
Alguna vez quisieron hijos
Y sólo amor
Amor
Amor
Lo que no logra el maquillaje
Lo que nos vende la ilusión
Risotada y puntapié
Bala humana y Carcajón
Ella perdió la sonrisa
Jazmín Rodríguez/ MECEDURA

Él dio una carcajada y lloró


Nuestros circos se han cerrado
Ya nada esconde ese telón
Estamos solos
Frente a un grande, viejo y feo televisor

Todavía me encontraba en esas sillas de esterillas tan


típicas de los patios de las casas de familia. La gata se en-

198
Nueva narrativa paraguaya
redaba entre mis piernas ronroneando algo inentendible.
Fui a la parada del colectivo, mi cuerpo olía a alcohol.
Durante la noche había descubierto que no era capaz
de sentir otra cosa que no fuera rabia. Terminé riendo de
forma malvada al pensar que estaba dando lo que siempre
quise me dieran, diciendo lo que siempre quise me dije-
ran, etc.
Tenía tantas ganas de dormir, de dormir días y días
seguidos sin que sonara el maldito teléfono, sin que me
reclamaran acá y allá el abandono, la falta de atención a
cosas que son “importantes”.
Llegué a casa y me metí en la ducha, me sentía roñosa
con todo el alcohol y tabaco consumidos en la noche an-
terior. Mientras me duchaba con agua bien caliente para
desentumecer mis doloridos músculos me acordé de aque-
lla señora, no sabía el nombre y por más que diera vueltas
y vueltas a la cabeza tampoco recordaba la dirección de
su casa, ni cómo había llegado a ella. Esto me entristeció.
Hubiera tenido ganas de volver a verla. A ella y a su gata.
Su blanca e inteligente gata.
Me senté en la cama mientras fumaba el primer ciga-
rrillo, el que había decidido hace tiempo sería el único en
la mañana. Tenía fijado uno solo en la mañana, otro solo
por la tarde y en la noche podía terminar la caja. La caja de
todos los días.
Sentía que esperaba en silencio, siempre esperaba al-
guna cosa mientras mecía su cuerpo de un lado al otro, sin

199
orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad de
estarlo haciendo.
Nunca había estado sola y sólo pensarlo me aterraba.
Hablando esa noche con aquella señora sin nombre pensé
que podía acabar así. Sola, y hablándole a una estúpida
gata blanca que ni siquiera podía entender ni responder a
mis interrogantes. Al rato me dormí para despertar en mi-
tad de la noche por culpa de una pesadilla... Yo era ella…
la piel colgaba de mi delgada figura.
Estaba sola en una cama acompañada de una gata que
me miraba fijamente. Siempre tuve miedo a los gatos. De
chiquitita los miraba de lejos y… ¡Mierda! – suena el telé-
fono.
–Hola… equivocado –decía mirando siempre a la
gata–, para luego de colgar preguntarle: ¿Sabés cómo se
llamaba? ¿Vos sabés cómo me llamo yo? Y como el animal
no respondía salía desesperada a la calle para preguntar a
la gente, pero todos reían y escapaban.
–Pobre señora –escuchaba que decía la almacenera–.
Ya habla sola. Nosotros siempre le regalamos cerveza y
Jazmín Rodríguez/ MECEDURA

esas cosas.
Entonces con lágrimas en los ojos atravesaba un pasi-
llo oscuro y angosto para sentarme en el patio de mi casa,
diciéndole a mi mascota: Vos sabés la verdad, Blanquita.
Dejales nomás que se rían y vení… Vení, esperá conmigo,
mientras la abrazaba fuerte y la mecía de un lado al otro,
sin orden alguno, sin ritmo, sin una verdadera necesidad
de estarlo haciendo.

200
Ever Román

Medios de
transporte
Ever Román nació en Mariscal Estigarribia, el año 1981. Pu-
blicó “Falsete” (Ed. Barcoborracho 2008) y “Osobuco” (Ed.
Pánico el Pánico 2010), ambas en Buenos Aires, y también
relatos en varias antologías en Paraguay y Argentina. Un re-
lato suyo fue traducido al alemán para “Neues vom Fluss,
Junge Literatur aus Argentinien, Uruguay und Paraguay”
(Lettrétage, BERLÍN 2010). Fue editor de Semanario Cultu-
ral El Yacaré. Vive en Buenos Aires, estudia cine y trabaja
dictando talleres de literatura en instituciones psiquiátricas.
Para el 2013 publicará en Buenos Aires la novela “Serenos en
la noche” (Ed. Textos intrusos).
Nueva narrativa paraguaya
E
stuve en el cumpleaños hasta pasada la mediano-
che. Luego fui a la estación de Haedo, a esperar el
tren de las 00:52. Las calles estaban desiertas y os-
curas, pero las casas burguesas y las veredas cuidadosa-
mente limpias las volvían confortables. Hacía mucho frío.
Llegué media hora antes y no había nadie en los andenes,
salvo un guardia. Crucé el molinete sin pagar boleto. Na-
die paga boleto a esta hora, sin embargo el guardia me
miró como dudando entre reclamarme o no. Entonces le
pregunté si aún había trenes. Yo sabía que sí, pues al venir
tres horas antes me había fijado en los horarios. “Sí”, me
dijo el guardia.
Fui a un banco cerca del kiosco de la estación, que está
bajo techo. Todo se veía bastante desolado. Abrí el libro
que estoy leyendo, “El arte y la masa”, de Elías Castelnuo-
vo. Leí unas 20 páginas, dudando entre si el autor era un
fanático mal intencionado o simplemente un fanático.
Escuché pasos a mi lado. Un hombre calvo, de 40 años,
flaco y muy abrigado, caminó hacia mí. Cuando estuvo
a pocos pasos noté que llevaba anteojos. Tenía una pinta
muy frágil y caminaba con pasos miedosos.

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“¿Todavía hay trenes, macho?”, me preguntó con aire
canchero.
“Sí”, respondí.
Siguió caminando y se sentó en un banco a pocos me-
tros del mío. Poco después sacó un libro grueso y se puso
a leer. Lo miré un rato, después volví a mi libro.
Castelnuovo decía: “… para encontrar el origen y la
función del arte no es posible sacarlo del marco de la so-
ciedad, supuesto que es la sociedad quien lo produce y
consume sus frutos sistemáticamente. Tolstoi, en cambio,
se sumerge primero en el abismo pletórico de sombras de
su propia cabeza como si adentro de su cabeza estuviese
la sociedad y, enseguida, realiza otra inmersión más pro-
funda todavía en el abismo mucho más sombrío aún de la
cabeza del Padre Eterno…”. Me puse a pensar en la cabeza
de Tolstoi y me abstuve de pensar en la cabeza del padre
eterno. Pues, ¿qué iba a encontrar allí?
Me levanté y caminé hacia las vías. El tren venía acer-
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

cándose a unos doscientos metros.


“Viene el tren”, le dije al tipo que seguía leyendo.
“Sí, gracias”, respondió.
El tren se acercaba lentamente, tembloroso, como si
fuera a destartalarse en cualquier momento. Caminé a la
punta del andén para subir al primer vagón. Sin embar-
go, subí al segundo, porque estaba más habitado. En el
primero sólo había un linyera y un perro durmiendo. Era
un vagón muy deprimente. En el segundo, algunas seño-
ras, ocho o diez tipos esparcidos por ahí, dos guardias.

204
Nueva narrativa paraguaya
Ocupé asiento al lado de un hombre gordo que dormía. El
tren olía a sudor y hollín, miles de personas habían pasado
por él dejando un resto vago de su peor aliento. Dejamos
la estación tambaleándonos. Volví a abrir el libro, pero no
lo pude leer porque escuché que alguien hablaba a los gri-
tos. Tres asientos detrás del mío, un jovencito, morocho,
de gorro y campera, preguntaba dónde estábamos. Miré a
los guardias y comprendí: lo estaban vigilando a él.
“Estamos en Haedo, vamos para Ramos Mejía”, le di-
jeron.
El de gorro cambió de asiento y sentó en uno delan-
te del mío, frente a los guardias parados que lo miraban
con desprecio. El de gorro estaba atento a las calles que
íbamos pasando, parecía perdido y ansioso. Llegamos a
Ramos Mejía y preguntó si estábamos en Once. Tenía la
voz pastosa, borracha.
“Ramos Mejía”, le dijo un guardia.
“Avisame cuando estemos en Ciudadela”, dijo.
Nadie le respondió. En la estación de Ramos no subió
nadie. El tren avanzó oscilante, chirriando.
“Estamos en Ciudadela”, le dijo un guardia al tipo del
gorro, cuando paramos en la siguiente estación.
Entonces el del gorro se levantó, se acercó a las puertas
del tren y gritó:
“¡Fuerte Apache!”.
Y volvió a sentarse.
Poco después se levantó de vuelta y se dirigió hacia
los vagones del fondo. Los guardias fueron tras él. Recién

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entonces advertí, al mirar a los demás pasajeros, la tensión
que había en nuestro vagón. Las caras de las señoras se re-
lajaron, y también la de los hombres; yo también me relajé.
En la estación siguiente, Liniers, subieron dos tipos, de
alrededor de treinta años. Uno iba en bermudas y cam-
pera, con barba y cabellos cortos. El otro era muy flaco,
abrigado con un buzo negro. Se sentaron en asientos al
lado del mío. Hablaban, pero por el fuerte ruido del tren,
no escuché nada de lo que iban diciendo.
“¡Fuerte Apache!”, escuché que gritaba el tipo de go-
rro.
Su voz venía del vagón detrás del nuestro. Con pasos
apurados caminaba de vuelta hacia nosotros, seguido de
los guardias.
Se volvió sentar delante de mí. Cuando vio a los hom-
bres que subieron en Liniers, les preguntó:
“¿Ustedes son de Fuerte Apache?”.
“San Justo y Ramos Mejía”, le respondió el tipo de bar-
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

ba y bermudas.
El de gorro entonces se levantó y fue a sentarse en un
asiento delante de ellos.
“Yo soy de Fuerte Apache, mucho gusto”, dijo, y les
tendió la mano.
Los dos hombres se la estrecharon afectuosamente.
“¿Qué es lo que te pasa a vos?”, le dijo el tipo de ber-
mudas.
“Ya quiero llegar a Once”.

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Nueva narrativa paraguaya
“¿Para qué? ¿Qué tenés que hacer ahí?”, dijo el de ber-
mudas.
“Tengo que ir a laburar. ¿Venís conmigo?”.
El de gorro hablaba a los gritos y el de bermudas le
respondía comedido.
“¿Por qué andás gritando así? Parecés loco. Andate
con cuidado”.
A pesar de lo que decía, el hombre de bermudas le ha-
blaba con una voz amable al de gorro, sin intención de
ofender.
“Yo siempre tengo cuidado”.
“Contame qué te pasa”, insistió el de bermudas.
“Salí hoy”.
“¿Cuánto tiempo?”
“Dos años y medio. Robo a mano armada”.
“¿Y ahora querés entrar de vuelta? Yo también estuve
ahí y no vale la pena que te vuelvas. ¿Qué vas a ir hacer?”.
“Voy a laburar. Tengo una hija. ¿Venís conmigo?”.
“Yo también tengo familia. ¿Por qué no te cuidás?
¿Qué tomaste?”.
“Nada, nada. Ni una pastilla. Yo no hago más eso”.
“¿Y ahora querés volver? ¿Por qué?”.
“¿Vos dónde vas?”.
“A Caballito”.
“¿Vas a laburar ahí?”.
“Sí, pero no es lo que pensás. Es otra cosa. ¿Por qué
no te quedás tranquilo acá con nosotros y en Caballito te
tomás el tren de vuelta a tu casa?”.

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“Tengo que ir a laburar. ¿Venís conmigo?”.
“Y ahí en Once qué es lo que vas a hacer. Sabés que te
van a agarrar”.
“Yo tengo cuidado”, dijo el de gorro, y se palpó el pe-
cho de la campera.
“¿Qué tenés ahí?”.
“Una 38”.
“Ja, ¿para qué hacés eso? Sos joven, ¿por qué no te vol-
vés a tu casa y estás con tu hija? ¿Cuántos años tenés?”.
“20”.
“¿20? Pero si sos un pibe vos. Por qué te hacés esto…
Sabés que no vale la pena”.
“Si voy contigo a Caballito, ¿vos venías conmigo des-
pués a Once?”.
“No puedo ir. Tengo que laburar, ya te dije”.
El tren acababa de dejar la estación de Floresta. Yo te-
nía que ir hasta Caballito y de ahí tomarme un colectivo
hasta Palermo. Pero por lo que escuché, espantado, decidí
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bajar una estación antes, en Flores. ¿Por qué no iba a ha-


cerle caso a una corazonada, a la una y media de la ma-
ñana, en Buenos Aires? Me paré en la puerta. Los tipos
seguían conversando, pero ya no los podía escuchar.
Cuando entramos a la estación de Flores, planeé mi
desembarco. Caminaría rápidamente, sin mirar a los cos-
tados, hasta salir de la estación. Luego doblaría a la dere-
cha, cruzaría las vías, mirando una vez a los costados por
si venía alguien sospechoso y me dirigiría hasta la plaza.

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Nueva narrativa paraguaya
Allí podría relajarme, pues está medianamente iluminada
y siempre hay gente.
Hice todo tal cual. Al cruzar las vías, vi un grupo de
chicos que fumaba paco en la vereda por la que yo avan-
zaba. Cambié de vereda. Una parrillada estaba abierta y
dentro unos tipos tomaban cerveza haciendo gestos brus-
cos con las manos. Reían. La plaza estaba desierta, oscura.
Caminé rápido sin mirar nada particular. Crucé la avenida
Rivadavia, sin saber si doblar a la derecha o a la izquierda,
en busca de la parada del 141. Doblé a la izquierda. Nin-
gún cartel indicaba el 141. Retrocedí mi camino por una
cuadra, hasta encontrar el cartel correcto. La calle estaba
muy mal iluminada, sucia, con olor a pis. Pasaban pesados
colectivos con pocos pasajeros.
Frente a la parada, leí el cartel de un cyber-café: “A
partir de las 00 hasta las 02, libre por $2”. El cyber-café
tenía la puerta enrejada y no dejaba ver lo de dentro. Pero
sus luces estaban encendidas.
Al lado había un kiosco abierto. Dos tipos de más de
60 años, uno de ellos fumando un largo cigarrillo, habla-
ban con el kiosquero que no se dejaba ver, metido en los
fondos de su negocio. Miré mi reloj: 1:35. Me senté en la
vereda a esperar.
El tipo del cigarrillo frente al kiosco tenía abundantes
cabellos blancos, con apenas un breve asomo de calvicie
en la frente. Era bajito, encorvado. El otro, que no fumaba,
era en cambio un tipo bastante alto. No se quedaba quie-

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to, daba un paso hacia adelante, a los costados, volvía a
acercarse al kiosco. Sus maneras eran delicadas, como si
en todo momento quisiera dar a entender que era alguien
educado. El del cigarrillo en cambio, tenía maneras avaras
como las de un prestamista de barrio.
“Si yo te digo que es un buen tipo, es porque es un
buen tipo, metete eso en la cabeza”, dijo el del cigarrillo al
kiosquero que no se dejaba ver.
El cigarrillo se le consumió y entonces lo arrojó con un
ademán violento a la vereda. Parecía enfadado, pero sin
perder el buen humor.
“Yo te digo que va a venir de vuelta por acá”, dijo.
Luego hizo una pausa, lo que seguramente se debió a
que el kiosquero le hablaba. Yo no le podía oír la voz.
Me paré a mirar si alguno de los colectivos que venían
por Rivadavia era el 141 y cuando comprobé que no, volví
a sentarme. El viejo tenía otro largo cigarrillo en la mano.
El tipo alto que estaba con él, le pidió unos caramelos al
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kiosquero.
“Si vos le decís que son cuatro con treinta, y son cuatro
con treinta, no va a tener problema. En cambio si le decís
que son ocho pesos ahí ya no sé”, dijo el viejo del cigarri-
llo.
Pausa del kiosquero.
“Sí, sí. Yo no te digo nada por eso. No te lo puedo ga-
rantizar, dijo el viejo del cigarrillo”.

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Nueva narrativa paraguaya
Un coche gris se acercó despacio por Rivadavia, en-
costándose contra la vereda donde yo esperaba el colecti-
vo. Estacionó treinta metros más adelante. Bajó del coche
un tipo gordo, alto, con remera negra. Tocó el timbre del
cyber-café. La puerta chirrió y el tipo gordo entró.
Antes de salir de Haedo, fui al baño previniendo el de-
sastre. Soy un tipo meón. En la parada del 141, sin pers-
pectivas de que se acerque un colectivo, me volvieron a
dar ganas de mear. El pis se me acumulaba en el estómago
provocándome acidez. Pero no quería levantarme a mear,
pues si venía el colectivo lo iba a perder. Abrí el libro de
Castelnuovo, pero el párrafo que leí no me dijo nada. Lo
cerré, encendí un cigarrillo. Al otro lado de la calle avan-
zaba lentamente un camioncito del gobierno de la ciudad.
Del camioncito salía una manguera sujetada por un tipo
de uniforme de limpieza que regaba las veredas con un
chorro neblinoso y potente. Despedía un olor a humedad
que se mezclaba con el del combustible de la avenida Ri-
vadavia. Delante del tipo de la manguera iba otro tipo que
con una bolsa recogía latas y botellas. Detrás del tipo de
la manguera iba otro que con una escoba iba barriendo la
calle. El chorro de la manguera aumentaba mis ganas de
mear.
“¿Y vos te creés que todo es así nomás?”, dijo el viejo
del cigarrillo.
Pausa del kiosquero.

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“La otra vez estuvimos hasta las cinco de la mañana y
no pasó nada”, dijo el viejo del cigarrillo.
Su compañero alto estaba parado mirando la calle. Pa-
recía ensimismado y la vez atento a la conversación.
Una pareja heterosexual salió de un zaguán y se acercó
hasta el kiosco: el hombre tenía una botella de gaseosa en
la mano y la mujer los cabellos despeinados. Iban en san-
dalias, abrigados con buzos. El viejo del cigarrillo guardó
silencio mientras la pareja recogía el envase lleno y volvía
a entrar a su casa. Un par de hombres cruzó Rivadavia
y se paró frente al kiosco: el mayor de ellos tenía como
cincuenta años y el otro parecía el hijo, como de veinte,
con el pelo largo atado en coleta. El padre hizo un chiste a
los viejos del kiosco, que no entendí, y todos rieron. Miré
de vuelta a ver si venía el colectivo. Nada. 1:50 am. Tenía
ganas de mear.
A las dos de la mañana los viejos seguían su misterio-
sa conversación con el kiosquero y yo estaba tan atento
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a retener el pis y esperando el colectivo, que no entendí


lo que iban diciendo. La puerta del cyber-café se abrió y
salió una mujer alta, de piernas flacas. El pantalón ceñido
le marcaba el voluminoso culo. Dijo gracias y caminó rápi-
do rumbo a la plaza, meneando cándidamente las caderas.
Detrás de la mujer salieron ocho tipos. Cuatro de ellos de
menos de veinte. El que parecía mayor tenía un casco de
moto en la mano y le hablaba a uno que parecía el dueño
del cyber café. El del casco le hizo un chiste a los cuatro

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Nueva narrativa paraguaya
jovencitos, con palabras que no entendí, pero estos no rie-
ron. Sólo rió el dueño del cyber-café. “Son unos chorros
ustedes”, dijo riendo, “tienen que tener cuidado que no
los agarren”, reía, “ja, me equivoqué”, dijo: “son putos”.
Los cuatro chicos no le hicieron caso y se fueron caminan-
do en silencio. Otros dos tipos que también salieron del
cyber-café, se quedaron parados frente a la puerta, como
decidiendo qué camino tomar. Luego marcharon hacia la
plaza. El del casco le hablaba al dueño del cyber-café, que
escuchaba riendo.
“La tipa mandó una carta documento que empezaba
diciendo: les mando esta carta documento porque…, ja, ja,
así empezaba la carta documento”, dijo el del casco, y reía.
El dueño del kiosco reía bajito, con desinterés.
La vereda de enfrente ya estaba limpia y el camioncito
se veía a varias cuadras de distancia, moviéndose lento,
paciente. Al tipo de la manguera ya no lo podía ver. Yo es-
taba harto y con demasiadas ganas de mear. Volví al libro
de Castelnuovo: otra frase incomprensible. Sin embargo,
seguí leyendo para distraerme.
“Y ahora vamos a ver cómo solucionamos el problema,
pero va a salir bien. Como dicen, dale tiempo a dormir a
tu enemigo que siempre se muestra durmiendo”, dijo el
del casco.
Una frase verdaderamente estúpida. Volví a fijarme en
los viejos del kiosco, que seguían hablando, pero no pude
oír sus palabras porque el del casco hablaba muy fuerte.

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Dos y veinte de la mañana. La acidez me causaba ma-
reos. El cyber-café había cerrado las puertas y la pareja
de viejos seguía frente al kiosco. Miré la calle desierta y
ubiqué a metros de mí un zaguán. Caminé rápido hacia
él y me puse a mear amparado por la oscuridad mínima.
Me salió un chorro potente y doloroso, pero infinitamente
placentero. Era tan placentero que quise acostarme allí y
seguir meando para siempre. Mi cabeza dio vueltas, como
un carrusel. La acidez desapareció enseguida.
Cuando volví a la parada una pareja heterosexual jo-
ven se acercaba conversando. Yo me senté bajo el cartel
del colectivo y la pareja se paró a mi lado. El chico tenía la
cabeza rapada y la barba al ras, bastante abundante. Sus
ojos redondos y la tez de quien nunca tomó sol, sumado a
una boca enorme, me hicieron concluir: es un tipo espan-
tosamente feo. Sin embargo, sonreía mucho al hablar y su
voz era dulce, lo que lo hacía parecer una persona agrada-
ble. La chica era bajita, tenía puestos unos ajustados jeans
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que le marcaban unas bonitas piernas de adolescente. Bo-


tas en los pies, saco negro al cuerpo. Su pelo era corto,
peinado infantil, boca pequeña pero labios carnosos. Era
medianamente atractiva. Los dos hablaban riendo.
“Yo necesito urgentemente plata, estoy en la lona”,
dijo el tipo. “Hace dos semanas que quiero cobrar una pla-
tita. No doy más, no sabés”, dijo, meneando el cuerpo al
hablar.

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Nueva narrativa paraguaya
“¿Y qué pasó con eso de irte?”, dijo la chica. Ella tenía
acento provinciano, de Misiones.
“Y ahora no sé. Yo lo que quiero hacer es alquilar mi
parte del departamento para tener una platita. Pero de-
pende de mi hermano. ¿Viste que tendría que compartir
todo con la otra persona?”.
“Sí, parece que él no tiene muchas ganas”, dijo la mi-
sionera. Su acento la embellecía un poco más.
“Y sí. Bueno, con esa plata yo podría pagar los gastos
del departamento y tener una reserva. Y sí, me quiero ir.
Yo quiero estar en esta ciudad cada tres meses nomás, un
rato. No está muy bueno todo el tiempo”.
“Pero tu barrio es muy lindo”, dijo la misionera.
“Sí, está buenísimo. La gente es copada, hay de todo,
está bueno vivir acá”.
“El barrio donde estoy es una mierda”.
“¡Sí! Es un barrio re-facho. La gente es malísima, re-
hija de puta. Por eso está bueno vivir acá. Se siente más lo
que es Buenos Aires”.
Al hablar, la misionera se apretaba los brazos contra
sí, protegiéndose del frío. El tipo no paraba de hamacar el
cuerpo. Ella miraba al tipo con simpatía mientras hablaba,
y el tipo miraba para cualquier parte. Sin embargo le son-
reía todo el tiempo a la misionera. Parecía estar en plan de
conquista, pero sin dejarlo notar demasiado, como quien
no quiere la cosa.

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“Mi hermano no parece muy dispuesto a ceder con el
departamento”, dijo el tipo. “A mí me hace re-falta conse-
guir plata. Tengo un laburito de trescientos pesos que no
puedo concretar. Estoy re-pendiente. Son quince minutos
de laburo nomás. Un flayer que tengo que hacer…”.
“¿Y qué pasó con eso de las fotos?”, dijo la misionera.
“¡Ah… cierto! Me había olvidado. Y depende del Fabi,
¿viste que las fotos son de él? Ja, ja. En realidad yo quiero
armar un videíto con las fotos, no se va a poder negar. Ya
tengo todo y hasta donde lo podría vender. ¿Te imaginás?
Estaría buenísimo”.
“Ya hace rato que no sé nada de él”.
“Anda por ahí, laburando como siempre”.
“¡Hola, señores!”, dijo una voz a mi lado.
Volteé a mirar. Era un carritero que le hablaba a los
viejos del kiosco.
“¿Cómo andan por acá, buena gente?”, continuó el
carritero. “La otra vez pasé por acá y me pasaron ropas
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y frazadas para los chicos de mi barrio. ¿Vieron que está


jodida la cosa? Nadie tiene laburo, está duro todo. En un
ratito repartí todo lo que me dieron…”.
“Mirá”, dijo el viejo del cigarrillo, “yo no te quiero decir
nada pero los padres de esos chicos son todos chorros. No
vale la pena que se les dé nada. Total van a venir después
a robar. Total se van a llevar nomás lo que quieren. ¿Para
qué tenemos que darle también nosotros nada a ellos?”.

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Nueva narrativa paraguaya
“Sí”, dijo el carritero. “Pero mire que no es para los
padres. Sino para los chicos, ¿me entiende? Yo solamente
llevo cosas para los chicos, ¿me entiende? Nada para los
padres. Sólo ropas de chicos, frazadas, cualquier cosa que
les pueda servir”.
“Si es así entonces está bien”, dijo el viejo del cigarrillo.
Todos se pusieron a reír.
El carritero dejó el carrito en la vereda y le estrechó la
mano a los viejos del kiosco.
“Hace rato que no venías por acá, che”, dijo el viejo
alto.
“Ya ves, uno anda ocupado”, dijo el carritero.
Reían. Dejé de mirarlos.
“¿Decís que va a venir el 141?”, preguntó la misionera.
“Claro”, dijo el tipo. “Yo ya estuve dos horas esperan-
do el colectivo”.
“¿Dos horas?”.
“Sí. Una vez volviendo de la zona de Congreso”.
“¡Pero en dos horas podés volver caminando!”.
“Lo que pasa es que yo vivía lejos. Tenía que ir de Con-
greso hasta la casa de mi vieja, iba a tardar más de dos
horas caminando. ¡Es re-lejos!”.
“¿Y dónde queda?”.
“Está entre Mataderos y Villa Lugano…”.
“¿Villa Lugano no era muy peligrosa?”.

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“Sí, una parte. Pero yo vivía de este lado de la avenida
General Paz. Es un barrio re-lindo, con árboles, limpio. Vi-
vía mi vieja ahí y yo estuve unos años con ella”.
“¿En serio?”.
“Sí. Re-bueno estaba”.
Yo me paré a mirar si venía el 141. Nada. Encendí un
cigarrillo.
Entonces el tipo me pidió fuego. Le encendí el pucho,
me dijo gracias, y dando una bocanada le siguió explican-
do a la misionera.
“No me acuerdo qué estaba haciendo, hace mucho ya.
Me acuerdo que contaba los colectivos. ¡Llegué hasta cien!
Nunca pasó el mío”.
“Ja, ja… ¿En serio?”.
“Sí, boluda. No me podía concentrar en nada. No ha-
bía nada para mirar. Un bajón fue. Pero igual yo ya tenía
mucha experiencia con colectivos. Una madrugada tomé
un colectivo vacío en Castelar y desde ahí vine parado
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

hasta la casa de mi vieja”.


“¿Estaba lleno?”.
“¡No! Vacío estaba. Lo que pasa es que si me sentaba
me iba a dormir”.
“Ahh…”.
“Estaba molido. No sabés lo que fue…”.
“Me imagino”, dijo riendo la misionera.
Qué historia estúpida, pensé. ¿Por qué no la abraza y
simplemente le planta un beso? A esta hora y con el frío
no hay quien se resista. Pero el tipo seguía con historias.

218
Nueva narrativa paraguaya
“Hay un montón de técnicas para aguantar”, dijo el
tipo. “Una es contar los colectivos como si fueran sucesi-
vos. Si viene el 93, el siguiente tiene que ser el 94. ¿Enten-
dés?”.
Como ya no quise seguir escuchando volví a mirar ha-
cia el kiosco. El carritero se había marchado y los dos vie-
jos seguían conversando animadamente con el kiosquero.
El más alto parecía cada vez más distraído y el del cigarri-
llo, que todavía fumaba, se veía más tenso.
“Sí… cada vez está más jodida la cosa”, dijo el viejo
del cigarrillo. “Pero uno tiene que plantarse, si no ¿dónde
paramos? ¿Entendés?”.
Pausa del kiosquero.
“Yo le dije muchas veces que no se dejara llevar”, dijo
el viejo del cigarrillo. “A este también ya le conté”, dijo
señalando a su amigo alto. “¿Verdad?”.
El alto asintió.
“Pero es un cabeza dura”, continuó el viejo del ciga-
rrillo.
“¿Sabés por qué tengo facebook?”, le dijo el tipo a la
misionera. “¿Ya te conté?”.
“No me contaste… No sabía que tenías fecebook”, dijo
la misionera.
“Es una historia re-loca”.
“Contame…”.
“¿Vos ya sabías que tengo una hermana de padre que
no conocía?”.

219
“No…”.
“Y tengo una hermana. Es unos años menor que yo.
Hace unos años me dijeron, cuando salió recién el face-
book, que servía para encontrar gente. Entonces me ins-
cribí”.
“¿La encontraste allí?”.
“Sí. Re-loco fue. Ella no sabía que tenía un hermano.
Siempre creyó que era hija única. Un flash fue”.
“¿Y ya la viste?”.
“No, todavía no. Nos escribimos mails. Tenemos una
relación re-linda…”.
“¿Pero por qué no la ves?”.
“Y no sé… ¿Viste que estas cosas son difíciles? No sé…
Yo le doy tiempo, ¿sabés? Para que asimile la historia. No
debe ser fácil. Pero nos escribimos siempre, nos contamos
cosas”.
“Qué flash…”.
“Sí, es un flash…”.
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

“¿Y qué vas a hacer?”.


“Y no sé. Ya nos vamos a conocer personalmente, me
imagino. Alguna vez tiene que pasar”.
“¿Ese que viene es el 55?”.
“¡Sí! Buenísimo, boluda. ¿Viste que iba a venir?”.
La misionera se acercó y le dio un abrazo al tipo.
“¿Nos vamos a ver el fin de semana?”, dijo la misio-
nera.

220
Nueva narrativa paraguaya
“Sí, mandame un mensajito y ahí me avisás. Si no es-
cribime. &$&%$%$@hotmail.com. ¿Te vas a acordar?”.
“Sí”, dijo la misionera ya desde dentro del colectivo.
“¡Te llamo el fin de semana!”.
2:35 am.
Recién ahí caí en cuenta. La misionera esperaba el 141
y se tomó el 55. ¿A mí me llevará también el 55? Miré el
cartel donde figuraba el 55. Me dejaba en la calle Serrano,
a 6 cuadras de casa. ¡Qué mierda!
Los viejos se estaban despidiendo del kiosquero, que
tras los chicles y caramelos dejaba ver una mano regorde-
ta. Los viejitos se fueron y yo quedé solo, sin siquiera te-
ner ganas de mear. Abrí de vuelta el libro de Castelnuovo.
Otra frase incomprensible. Me paré a ver si venía el 141.
Nada. Entonces miré otra vez el cartel de la parada. Apar-
te del 55 y el 141, también pasaba el 36, que me dejaba en
la calle Gascón, también a 6 cuadras de casa. Bien, me dije.
Tengo tres colectivos y no viene ninguno. Puta mierda.
Caminando por Rivadavia se me acercó un tipo gran-
de, de pelo largo, llevaba una botella de plástico con cer-
veza adentro.
“¿Tenés un pucho?”, me dijo.
Yo me armo los cigarrillos. Tengo una estúpida maqui-
nita que cada vez que quiero fumar debo llenar de tabaco,
lamer un papelillo y ser cuidadoso para que salga un pu-
cho perfecto. No iba a hacer ese trabajo.
“No”, le dije al tipo.

221
“¿Y tenés 25 centavos?”.
“Eso sí”, le dije, y le extendí una moneda de 50 centa-
vos.
“¿Vos sos de Puán?”, me preguntó.
“No”, le dije.
“Ahhh… Ando re-perseguido”, dijo. “Gracias, viejo”,
dijo, y se marchó.
Unos minutos después paró en la vereda de enfrente
una camioneta de Prosegur, de los que llevan plata. Esta-
cionó frente a un cajero automático. Bajó un tipo con una
escopeta, vestido de negro, cara de matón, fornido. Cami-
nó alrededor del cajero. Cuando acabó la inspección, ba-
jaron dos más que se acercaron al cajero automático. Los
estuve mirando largos minutos, pero por la oscuridad y la
distancia no pude ver las bolsas en que llevaban la plata.
“¡Ey!”, me dijo alguien detrás de mí. Di media vuelta y
vi un par de chicos de no más de 16 años.
“¿Dónde es la parada del 73?”, me preguntó uno.
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

“No sé. Frente a la plaza, creo”, les dije.


“Gracias”, me dijeron y siguieron hacia la plaza.
Mirándolos caminar, vi que un carro de cartoneros es-
taba recorriendo la calle, tirado por un señor que parecía
bastante cansado. Los dos chicos se acercaron al cartonero
y se quedaron hablando con él un rato. La camioneta de
Prosegur seguía frente al cajero automático y el matón de
la escopeta daba vueltas de aquí para allá. El señor del
carro se sentó en la vereda con los chicos y encendió un
cigarrillo. Yo también encendí un cigarrillo.

222
Nueva narrativa paraguaya
Cuando la camioneta de Prosegur se fue, vi que los chi-
cos cruzaron la avenida y se pusieron a esperar el colecti-
vo en la garita que quedaba justo enfrente de mí. Ambos
se sentaron pacientemente, sin mirarse ni hablar. Parecían
experimentados esperadores de colectivos.
Me paré a mirar si venía el 141. Nada.
Me mantuve parado, pues comencé a tener frío y me
volvieron las ganas de mear. Caminé unos pasos a mi
derecha, otros a mi izquierda, y volví bajo el cartel de la
parada. Entonces vi al tipo que me había pedido un ciga-
rrillo hablándole a los dos chicos. Le dieron un cigarrillo
y haciendo gestos exagerados se marchó hacia la plaza.
Minutos después, paró un colectivo al que subieron los
dos chicos. Salvo yo y el kiosquero que no se dejaba ver,
no quedó nadie en la calle.
Saqué tabaco de mi bolso, lo puse en la maquinita,
deslié un papel y me armé un pucho. Cuando estaba por
encenderlo, se me acercó un chico que caminaba apurado.
Paré mi gesto.
“¿Tenés fuego para darme?”, me dijo el chico. Tenía
unos 15 años, rubio, estaba bastante sucio de grasa, olía a
combustible, como si viviera en el motor de un coche o en
los túneles del subte. Un bolso le colgaba del brazo, tam-
bién bastante sucio.
“Sí”, le dije, y le extendí el encendedor.
“Pero yo necesito un fósforo. ¿Tenés uno para dar-
me?”, me dijo.

223
“No, este es el único fuego que tengo”.
“Yo necesito un fuego grande, ¿entendés? Para pren-
der algo. Tiene que ser un fuego potente”.
“Yo sólo tengo este fuego”.
“Pero lo necesito ahora. Yo no te quiero robar ni nada,
sólo necesito un fuego grande”.
El chico parecía bastante ansioso, casi desesperado. Me
asustó.
“Acá en la calle y a esta hora podés fumar lo que que-
rés, usá nomás mi encendedor”, le dije.
“No me entendés. Necesito un fuego para usar”, me
dijo.
“Este es mi único encendedor…”.
“Lo que necesito es una moneda de un peso así le com-
pro un fósforo al kiosquero, ¿no tenés una?”.
“No, tengo sólo las del colectivo… Pero si le pedís al
kiosquero te va a dar un fósforo, que después podés pren-
der contra el piso en cualquier parte”.
Ever Román/ MEDIOS DE TRANSPORTE

“No me entendés… Lo que yo necesito es un fuego


grande… Dejá nomás. Gracias”, dijo, y se fue.
Me quedé mirándolo mientras se alejaba hacia la pla-
za. Iba apurado, con el cuerpo tenso.
Volví a sentarme bajo el cartel de la parada y encen-
dí mi cigarrillo. Pucho llamador, como le dicen, apenas di
una calada vi que se acercaba un 55. Extendí la mano, feliz,
casi salté al colectivo.
“Buenas noches”, dije al chofer. “Serrano y Córdoba”.
“Uno con veinticinco”, dijo el chofer.

224
Nueva narrativa paraguaya
Coloqué las monedas en la máquina. Luego me sen-
té cerca de la puerta. La noche estaba hermosa y oscura.
El colectivo avanzó como si tuviera las calles en préstamo
por poco tiempo. Más de 80 km por hora. Pero dentro del
colectivo no se sentía nada. En la calle Acoyte subió una
pareja heterosexual que vestía igual: pantalones de jeans
gastados, botamangas dobladas. Los dos eran bajitos y
usaban el pelo corto. Saqué el libro de Castelnuovo y leí
este título darwiniano: “En una sociedad sana y vigorosa el
arte es la expresión de su vigor y de su salubridad, mientras
que en una sociedad enferma y podrida el arte no es más que un
síntoma de su enfermedad y su podredumbre”.
Cerré el libro.
Llegué a casa poco después. Por supuesto, allí no había
nadie.

225
Luz Saldívar

La Mónada
Luz Saldívar. Nació en Asunción. Licenciada en Filosofía y
en Letras por la Universidad Nacional de Asunción. Actriz
de teatro. Escritora. Realizó cursos y talleres de teatro en Ve-
nezuela. Fue integrante del Elenco Teatral de la Universidad
de Oriente de Venezuela. Además, hizo cortos publicitarios
para la televisión paraguaya y tuvo participación en varias
telenovelas paraguayas como: “González vs. Bonetti: La re-
vancha” y “La Doña”. Es docente del Instituto Superior de
Estudios Humanísticos y Filosóficos. Trabaja en la Secretaría
Nacional de Cultura. Publicó su primer poemario “Camalo-
tes rojos” en mayo del 2012. Se encuentra preparando un se-
gundo libro “Odio Strawberry fields forever” y otros cuentos.
Nueva narrativa paraguaya
Quién dijo que todo está perdido
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Fito Páez
A Rainjan

A
pesar de haber apretado el acelerador a fon-
do, no logró cruzar la calle. La luz roja hizo
que frenara el vehículo bruscamente. Se en-
contraba molesto porque llegaría con retraso a su cla-
se. Esa falta, en un puntilloso catedrático como él, era
simplemente inadmisible.
Llovía.
El limpiaparabrisas barría monótono las gotas de
agua, las que lograban evadir el artefacto bajaban
presurosas por el vidrio del automóvil y se inmola-
ban en un pequeño charquito de la carrocería.
Miró su reloj y luego el semáforo. Comenzó a sil-
bar, siempre lo hacía cuando se ponía nervioso. Giró
la cabeza hacia la derecha y vio que afuera unos niños
cubiertos con bolsas de basuras gesticulaban tratan-
do de llamar su atención, seguramente para ofrecer
alguna chuchería como de costumbre.
Hastiado desvió la mirada hacia otro punto de la
calle y lo halló. No tendría más de diez años. A él
no lo conmovió la semidesnudez del niño, ni la falta
de un pedazo de plástico para guarecerse. Ni tan si-
quiera las terribles huellas que la desnutrición había
impreso en el raquítico cuerpecito, el rostro del men-

229
digo, síntesis explosiva de hambre, cansancio, repro-
che, súplica, lo dejó perturbado. Llovía sin piedad.
Las mónadas son esferas metafísicas, átomos inmateria-
les, cerradas, sin ventanas de entrada o salida. Imposibles
de disolverse en sus partes, creadas directa e inmediata-
mente por Dios.
–¿Qué te parece esto, Javier? ¡Qué genio que era
este tipo! ¿Verdad?
–Hum...
–Sabés, desde que leí a Leibnitz pude entender el
porqué de la injusticia social, las desigualdades…
–¿Cómo?
–Sí, la teoría de la armonía preestablecida expli-
ca que creemos que estamos comunicados pero en
realidad estamos encerrados en nosotros mismos.
No percibimos al otro o a los otros, por eso obramos
egoístamente y no nos damos cuenta de que herimos
o hacemos daño al prójimo, porque en realidad so-
mos relojes que marchan en sincronía nomás, pero
nos hallamos totalmente incomunicados.
Me reí. Me reí tanto que me dolieron las costillas.
–Javier, se puede saber de qué te reís.
–Es que hace mucho que no escuchaba algo tan
imbécil como lo que acabas de decir.
Luz Saldívar/ LA MÓNADA

–¿Imbécil?
–Y escapista. Siempre evadiéndote de la realidad
para no asumir un compromiso o responsabilidad. La
injusticia social existe porque cada mónada está encerrada
en sí y no pueden comunicarse ni hacer nada por otra u
otras… ¡Qué boludez!

230
Nueva narrativa paraguaya
–Hubiese estado mejor que dijera que la iniquidad
social se origina porque hay una clase privilegiada
que abusa de otra…
–Sí, hubiese sido mejor.
Ernesto sonrió con ironía.
–¿Por qué esa sonrisa? –pregunté.
Yo digo cosas tontas, pero al menos soy original;
en cambio, hay gente que sólo repite lo que otros dije-
ron, nada más que eso, y se conforma con eso, Javier.
Me puse muy serio porque tenía razón. Sabía que
nunca saldría de “la media”, nunca lograría destacar-
me porque pertenecía a esa categoría epistemológica
de “inteligencia normal”.
–Qué pichado que sos, Ernesto, era una joda, bo-
ludo.
–Y vos siempre con esa tendencia sádica. Siempre
disfrutando cuando me enojo.
–Bueno, Ernesto, disculpame entonces.
–Sigamos si que. La lista de filósofos es bastante
larga.
Ernesto era el mejor alumno del curso; lo admira-
ba y por qué no admitirlo, lo envidiaba. Por muchas
cosas. Una vez vino de oyente a la clase de Historia
del Arte una pendeja hermosa, blanca, pelo negro, ojos
verdes y grandes. Todos nos pusimos contentos por-
que en la carrera de Filosofía había pocas chicas y no
eran muy lindas que digamos, pero esta hacía doler
los ojos. La perrada se ponía contenta y de buen hu-
mor los martes. Además, Adriana –así se llamaba– era
amable, no era argelada como la cuatro-ojos de Cecilia

231
o la feminista de Analía que siempre quería pelear
con alguien, sobre todo si ese alguien era un hom-
bre. Ella escuchaba todo con gran atención y anotaba
todo también. Como yo era el más canchero le hablé;
la yiyi me sonrió y me preguntó si podía sentarse a
mi lado. De ahí en más todos los martes durante la
clase de Historia del Arte ella se sentaba junto a mí y
mi corazón latía con más fuerza. Hasta que un día la
encontré sentada en un banco de la facu, leía un libro.
–Hola Adri. ¿Qué hacés, nena linda?
–Hola Javi. Nada. Leo un libro.
–Ah, qué bien... ¿Qué filósofo?
–No, no es un filósofo, es un poeta.
Y ya lo dice el refrán, en boca cerrada…
–¿Un poeta? No podés perder el tiempo con poe-
sía…
–¡Es Rilke!
–Cómo sujetar mi alma para que no roce la tuya
como debo elevarla hasta las otras cosas sobre ti
quisiera cobijarla sobre cualquier objeto perdido
en un rincón extraño y mudo…
Yo me había olvidado por completo de que Ernes-
to estaba conmigo. La eterna piedra en mi zapato…
–Rainer María Rilke –dijo Ernesto–, nacido en Pra-
Luz Saldívar/ LA MÓNADA

ga en la calle Heinrichsgasse, en 1875…


Adriana lo miraba embobada. Un mes después ya
eran novios.
Toda actividad de las Mónadas se da de un modo ente-
ramente espontáneo y esto es posible por ser ellas sustan-
cias, es decir, con subsistencia independiente. “Actiones

232
Nueva narrativa paraguaya
sunt suppositorum”. Cada mónada es un espejo viviente
del universo, en esta unidad representativa están ya de an-
temano, todas las mónadas enlazadas y como concertadas
entre sí, no obstante, cada mónada posee características
únicas, propias. Tenemos así una “harmonia praestabili-
ta”, así Dios concertó todas las mónadas entre sí, al crear-
las, como hace el relojero con dos relojes, al igual que estos
dos relojes señalan siempre la misma hora, con sólo seguir
cada uno su propio mecanismo interno, así también las mó-
nadas reproducen exactamente lo que acontece en el cuerpo
y viceversa.
Nadie pudo creer lo que había ocurrido. La moto
de Ernesto fue embestida por un colectivo y ni el cas-
co pudo salvarlo.
Así nomás se fue sin avisar, pensé, como si la
muerte pudiera avisarse, qué imbécil que soy…
Todos los del cuarto curso fuimos a su casa, donde
lo velaban. Yo no podía pensar nada… mi compañero
de estudios, mi amigo, se había muerto. Algunos llo-
raban. Yo no, no podía. Cerca de las diez de la noche,
cuando ya me retiraba, recordé que había dejado mi
campera en la pieza de Ernesto y le pedí a la señora
Alicia, su mamá, que me la trajera. Ella estaba bajo los
efectos de algún tranquilizante, la mirada extraviada
y sollozaba de tanto en tanto. Cuando pensé que se-
ría mejor que viniera por la campera otro día, exten-
dió la mano y me dio la llave del cuarto de su hijo.
Entrar a su habitación me produjo un gran dolor, en
ese momento vi una carpeta, el rótulo llamó mi aten-
ción, Proyecto de tesina: Origen de la desigualdad social

233
en Paraguay según la Monadología. La tomé y comencé
a hojearla, su borrador de tesina estaba terminado,
faltaba pulir, ciertamente, pero lo esencial ya estaba.
Además sus argumentaciones eran originales, atrevi-
das, geniales… La mía estaba trabada y sencillamente
era mediocre. Y como ave de mala ralea que era, bus-
qué la campera y escondí la carpeta en ella para salir
huyendo de esa casa.
Paró de llover. La luz del semáforo cambió. La
mónada-hombre miró a la mónada-niño, ambas in-
sertadas en la mónada-ciudad. Funcionaban sincró-
nicamente. Encerradas en sí mismas, sin ventanas de
entradas o salida.
Entonces, Javier abrió la puerta del auto (porque
en realidad nunca había creído en esa teoría, nunca
había sido suya, porque él se había “apropiado” de
ella nomás), y luego se encaminó hacia el niño.
Luz Saldívar/ LA MÓNADA

234
Nueva narrativa paraguaya
Giovanna Sánchez-Orzuza

En compañía
de extraños

235
Giovanna Sánchez-Orzuza (Asunción, 1986): Asuncena de
nacimiento y aregüeña por adopción. Estudiante eterna del
teatro de la vida. Se codeó con la filosofía del itinerante que
lo deja todo cada tanto para buscar lo que no tiene. Acróbata
incipiente y ludópata de las letras.

236
Nueva narrativa paraguaya

La libertad tiene sabor a sangre” pensó mientras lle-
va a la boca sus dedos, escurría carmesí.
Romper con el pasado es asesinar lo que fuimos, lo
que amamos, empezar de nuevo sin el lastre de una histo-
ria acabada.
“Ya no queda nada de las que fui”.
Ahora se desliza leve entre las sombras cual viento ti-
bio en un paisaje urbano post apocalíptico; piernas largas
ayudan a esquivar la basura acumulada en las veredas,
sus manos como tanteando el aire tórrido en las primeras
horas de la oscuridad.
Cual enferma acosada por fiebres, una fuerza la com-
pelía hacia la búsqueda constante y abrumadora de justi-
ficar cada momento, camino a un estado pleno de éxtasis
vital, una agonía que se prolonga hasta el límite, como una
foto expuesta al sol en demasía, casi velada, la imagen en
ella tan frágil e incomprensible.
Búsqueda imposible, si preguntan, pero las cosas sim-
ples aburren. No hay gloria ni placer en conquistas fáciles,
es más, no llegan a ser conquistas en absoluto.
Podría decirse que es un modo de ocultarse en la cons-
tante actividad, el incesante movimiento hacia lo siguiente

237
sin detenerse a meditar por un temor patológico a lo cate-
górico, fobia a una suerte de certeza de lo cotidiano.
Claro que una siempre cuenta con un manual de reac-
ciones útiles frente a sucesos comunes, que periódicamen-
te se nos enfrentan y exigen ser resueltos o ignorados.
“Ya no soy su máquina”, dijo mirando por última vez
aquél rostro tan amado, ahora un desconocido ante sus
ojos. Otra sombra perdiéndose en la oscuridad por siem-
pre.
“Soy una extraña, incluso para mí”.

#
Decidió bajar bien entrada la noche, sabía que la calle
no era del todo propicia para hallar ningún tipo de paz,
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

pero su pequeña morada se hallaba viciada con vapores


insanos de húmedos pensamientos largo tiempo encajo-
nados, lo sensato sería salir a esperar que se disipe el tufo,
pero los velos que urde la noche resultan por demás ame-
nazantes para un alma cautiva de sí misma.
Vivía como encerrado en una compleja caja de cris-
tal sostenida por mecanismos minúsculos, centenares de
tuercas, engranajes que activan circuitos perfectos que en
caso contrario serían desechados, desdeñados y reempla-
zados por otros que sí funcionen.
Con proyecto nuevo entre manos, básicamente depen-
día de sus ideas; uno de esos días con brotes de silenciosa
pero incapacitante histeria. Todo quedaría suspendido si
no se apresuraba en colocar la piedra fundacional, una lar-

238
Nueva narrativa paraguaya
ga lista de cosas dependían de él para concretarse muy a
su pesar y más allá de sus posibilidades.
Era preciso cierto solaz de cuatro paredes y ventanas
pequeñas, un universo artificial de constelaciones fluores-
centes, buscar un búnker embotado por el gusto acre de
axilas tibias, de bilis recubriendo la roña de los muros, de
todo tipo de sofocantes gases pestilentes.
Es del tipo de persona que reprocha en otros el modo
en que desperdician su salud, su tiempo y dinero en dis-
tracciones vanas, infectándose con venenos para los senti-
dos, valora tanto el orden que ese tipo de desórdenes eran
admitidos con moderación y únicamente cuando la mente
en caos así lo exigía: curarse con dosis controladas de ab-
yección.
En cualquier otra ocasión la comunión con aquellos se-
res inferiores y confundidos sería degradante, contemplar
cómo se dirigen hacia un barranco sin fin resulta intolera-
ble y repulsivo. Ahora se veía ingresando en uno de esos
antros donde incontables pervertidos por placeres defor-
mes pierden sus días; hombres trastabillando con ansias
de seducir mujeres semiinconscientes, niñas ofrendando
sus cuerpos impúberes por un poco de atención o de dul-
ce olvido embotellado, con el afán de suavizar la áspera
soledad.
Un sitio en penumbras, suelo pegajoso de licores, el
sonido de copas estrellándose casi imperceptible sobre la

239
música estruendosa del local, tan alta como para dejar de
oír las voces que retumban en su interior.
Acomodándose en la barra pidió una cerveza bien he-
lada, cuanto más helada mejor, así no percibía su caracte-
rístico sabor a meada, se la bebió con prisa casi demandan-
do que le subiera rápido y aún más rauda abandonara su
cuerpo. Pronto le llegó la necesidad de ir al baño, dilató lo
más posible aquel momento pues si algo había de asque-
roso en aquel antro era, sin lugar a dudas, ampliamente
superado por el estado deplorable de los “servicios higié-
nicos”.
Brevemente se entretuvo con la fauna local, fieles re-
presentantes de la gran variedad de borrachines y dege-
nerados.
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

La vejiga se hizo sentir y ya no pudo evadirse la necesi-


dad in crescendo, el rostro le ardía por el alcohol y se sintió
algo tonto por su ínfima resistencia a sus efectos pero su
consuelo: las incursiones al corazón de la noche las sacaba
baratas.
Mañana temprano se tomaría un par de horas para
delinear el proyecto y enviárselo a su superior, libre de
toda obstrucción a su creatividad. Todo eso se iría con el
flujo amarillo al drenaje, dentro de poco sería el mismo de
siempre.
Un alivio casi sexual le sobreviene al concluir el acto
urinario, luego de tomarse el tiempo para cargar bien el
tanque y soltarse con ímpetu en el chorrito amarillo.

240
Nueva narrativa paraguaya
El baño era motivo de mucha aprensión, un largo pasi-
llo con infinidad de puertitas y sombras agitándose en su
interior. En el fondo del pasillo en penumbras vislumbró
la figura de un hombre, al parecer se subía el cierre del
pantalón y se prolijeaba un poco antes de volver con los
demás zombis.
Hoy se daría el lujo de la auto-indulgencia, se revolca-
ría en el lodo junto a los demás cerdos para dejarse lavar
luego por la tibia lluvia de verano.
Rumiaba abstracciones cuando un resuello, como al-
guien que se queja en sueños, captó su atención en su
momento de regocijo y cuando se creía tan solo en aquel
servicio.
Acercándose al final del pasillo las sombras parecían
más sólidas, cerrándose sobre él, un escalofrío le recorrió
la espina, entonces reconoció la forma de otro ser humano.
Tirada en el piso, ebria la encontró. Ella le pidió ayuda
para ponerse de pie.
Un día cualquiera se cruzó con Justine, su chance de
jugar al héroe y salvar un alma tan joven y perdida. La
ayudó a levantarse y lanzó un par de preguntas para com-
probar su estado de conciencia.
“Podrías estar entrando en coma o algo así”.
Le da un par de cachetadas para sacarla del sopor.
“No te fíes de las apariencias, aunque amanezca no to-
dos los días sale el sol”.

241
Un hedor a whisky escapaba por sus poros en forma
de sudor pegajoso.
La arrastró hasta el fresco aire nocturno, lejos de los
depravados, del ruido y las luces; entonces, un silencio
meditabundo se apoderó de él.

#
La luz de la mañana entra oblicua entre las cortinas,
una suave brisa se cuela en el cuarto y amortigua el calu-
roso abrazo del sol.
Despertar como quien despierta a la vida: inocente y
sin memorias. El cuerpo pesado como si su espíritu nunca
hubiese estado dentro, se estira mientras escucha los soni-
dos matutinos: pájaros, vehículos apresurándose hacia los
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

establecimientos comerciales e instituciones, voces lejanas


y el sonido constante de unas teclas aporreadas a veloci-
dad vertiginosa.
Cayó en cuenta que no estaba sola y que no reconocía
el sitio ni las circunstancias que la condujeron hasta ese
lugar, esa mañana en particular.
Se levantó presurosa, el mundo le cayó encima como
una certeza nauseabunda. Arremetió al baño, visible des-
de el umbral de la habitación.
Vísceras contorsionándose, algo como fuego expeli-
do desde su boca raspando la garganta a su paso, el cruel
peso de la realidad, de piezas de un rompecabezas inmen-
so encajando unas con otras cada mañana.
“¿Con quién tengo el gusto?”.

242
Nueva narrativa paraguaya
“Soy Juan. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?”.
“Esto te parecerá simpático… Mi nombre es Salomé”.
“Mmm… Interesante” como para sí “Quizás esto tenga
que ver con el eterno retorno del que habla tanto Nietzs-
che”.
Empezaron las explicaciones de cómo sus caminos se
cruzaron, su intención de protegerla de los peligros de la
noche y ella, con una sonrisa casi tímida, le agradeció.
“Un buen día abandoné todo cuestionamiento sobre
las causas y los efectos, encontrar un conector lógico entre
ambos puede llegar a convertirse en obsesión para las ma-
sas”. Su disculpa era bastante elocuente para haber des-
pertado de una borrachera monumental.
“Encuentro ese ejercicio un tanto aburrido por la natu-
raleza aleatoria de la causalidad o quizás soy demasiado
joven para comprender las razones detrás de los hechos y
su posterior influencia en un contexto dado”.
Se arregló la ropa, se lavó la cara y se marchó, no sin
antes decir: “Lo más seguro es que nos crucemos de nue-
vo”.

#
Esa cuasi promesa era una mosca en su rutina, traba-
jando en su proyecto se entretenía espantando su mosca.

243
Se hace noche en la ciudad, las cartas sobre la mesa:
elegir entre arrojarse al mar desesperante de lo incierto o
dejarse seducir por ignotos placeres. Ese es su panorama.
Alcoholes escurriendo por sus venas invocan el espí-
ritu de la noche, ella contempla su rostro devolviendo la
mirada entre blancos barrotes, los cuales debe esnifar para
liberar al genio de los espejos. Y así, ofrendar su cuerpo
al dios del baile, arder desesperada en aquella pira, disol-
viendo su ego en un ritmo, sin alma ni corazón, sólo un
intermediario anónimo conectado a un desenfreno pri-
mordial. Lo dionisiaco.

#
¿Cómo vivir con esa fiebre enajenante quemándole los
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

pies, las manos, el cuerpo entero?


Oponer resistencia era virtualmente inútil, únicamen-
te acarrearía más complicaciones y molestias innecesarias.
Es cuestión de sentir esas manos encima y dejarse llevar,
sin objeciones ni rodeos.

#
La habitación, de aspecto altamente sospechoso, aba-
rrotada con tantos objetos de dudosa utilidad, pobremen-
te iluminada para ocultar la suciedad, la mugre recubrien-
do las superficies y un intenso hedor como a guardado.
Juan, sentado al borde de la cama, atendiendo que
nada le hiciera falta.

244
Nueva narrativa paraguaya
La halló durmiendo sobre la acera, a un par de cuadras
de su domicilio.
“Te dije que nos volveríamos a encontrar…”.
“Hubiera preferido otras circunstancias…”.
Empezó un monótono discurso que le costó seguir, esa
voz grave le recordó al susurro del viento entre las hojas,
las ramas de distintos árboles rozándose apenas, sentía
cómo sus poros se abrían, como pequeñas boquitas por
oleadas y sus dedos serpenteando por debajo: de su ropa,
de su piel, de su carne latiente.
Cuando Juan se percató de lo que sucedía en su cuarto,
en su cama, bajo sus sábanas y sin su autorización no supo
reaccionar, quedo atónito, sus ojos empeñados en mirar el
paisaje visible desde la ventana. Silencio.
“¿Por qué callas? Disfruto al escuchar tu voz…”.
Una urgencia por responder, sin saber qué. Un silencio
incómodo le reptó por el rostro, ideas confusas se arre-
molinaron en su cabeza, se sentía algo entre ofendido y
avergonzado por presenciar aquel espectáculo al que fue
incluido sin previo aviso.
Se irguió para salir de la habitación inmediatamente,
pero las palabras de Salomé no se lo permitieron:
“Estás muy equivocado si crees que intento seducirte.
No quiero que me toques; además, sé que nunca lo harás.
Pero hay algo en tu voz y en las idioteces que salen de tu
boca que me provocan… esta reacción, no se puede evitar.
Y no es que esté siendo indulgente con mi comportamiento

245
morboso. De cualquier modo, no puedo sentirme culpable
por lo inevitable, existen un centenar de cosas en mi vida
que no dependen de mi voluntad, no puedo controlarlas y
si me libero de la necesidad de hacerlo no me controlan”.
“Hablas como una experta para tener… ¿Cuántos años
dijiste que tenías?”.
“No te dije, es irrelevante. Toda la humanidad está lle-
na de seres débiles que huyen desesperados de las con-
secuencias de sus actos, yo tomo responsabilidad por co-
sas que envilecen a los demás y me nutro de ellas para
construir un temple superior, tan necesario para sobrevi-
vir. Una no puede dejarse amilanar por cosas de todos los
días, el coraje nos permite atravesar todos los círculos del
infierno…”.
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

Su delirante alegato era llaga abierta supurando sobre


las sábanas. Podía percibir con claridad que no estaba a la
altura de las circunstancias.
Veía un ser extraño ante sus ojos, no la niña indefensa
a quien decidió ayudar sino un espíritu ambiguo, habitan-
te de profundidades abismales.
“Por cierto, aquella vez que nos encontramos en el
bar… ¿Recuerdas al hombre del baño?”.
Asintió en silencio, luego de una breve pausa.
“Me lo comí ahí mismo, tenía su verga bien dentro
cuando escuchamos pasos… No quería que la gente del
bar lo creyeran pederasta. Y se fue”.

246
Nueva narrativa paraguaya
Sintió un fuerte escozor en los oídos por las barbarida-
des que escuchaba.
“No sé por qué siento que puedo contarte estas cosas.
Te pido disculpas si sobrecargué tus hombros con cosas
muy mías, normalmente no comparto mis pensamientos
con los demás, sólo mi cuerpo. Contigo me pasa lo con-
trario”.
“Es relevante. Por la pinta no te pongo ni quince aun-
que por las barbaridades que salen de tu boca pareces un
prisionero de la guerra grande. ¿Cuántos años tienes?”.
“¡Mírate, eres un santo! Cuidando de alguien como yo
cuando deberías cuidarte de mí”.
Todavía tenía la mano entre las piernas pero abandonó
su juego solitario.
Se encontró ante un ser extraordinario, irreverente y
destrozado. Aquella voz, al confesar su libertinaje… le
conmovió hasta las lágrimas pero se contuvo, no quería
verse tan vulnerable frente a ella, nunca había llorado en
público, menos frente a una niña. Se sentía pequeño, casi
incompetente.
“Si es tan importante para vos… tengo dieciséis”.
Necesitaba salir de ahí, no quería seguir escuchando,
sus palabras le llegaban como cuchillos, esos detalles de
horrores gestados en su mente enferma le provocaron
náusea y su voz mansa, casi indiferente le producía gran
molestia y por un momento se convenció que esa niña no
tenía alma, que le haría un favor al mundo y a su perso-

247
na si cooperaba en destruir ese cuerpo, tan sólo un vacuo
cascarón.
“Hubiera preferido no saber de eso”.
“¡Atlas! La vida no te da más de lo que puedas cargar
sobre los hombros”.
Un extraño remordimiento le tomó por sorpresa, algo
dentro de él moría, retorciéndose en sus tripas, ardiendo
en sus ojos, la culpa como guillotina por el cuello, como
sudor frío resbalando por su espalda.
Ella se levantó tambaleante, como etérea y agarró su
brazo con suavidad; él, inmóvil entre las dos habitaciones.
“Quizás esto tenga más sentido cuando sepas… Sufro
un desorden de personalidad.
Dentro de mi cuerpo hay dos personas que pugnan por
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

imponerse una a la otra, dos entes opuestos que utilizan


esto –tocándose– como campo de batalla y eventualmente
seré el premio; cuando una de nosotras toma posesión la
otra queda arrinconada a sufrir el dominio de su rival. No
tienes idea de lo que es vivir en tierra de nadie”.

#
De niña solía ser muy callada, con pocas aptitudes para des-
envolverme en sociedad, no tenía nadie con quien jugar ni com-
partir secretos.
De niña solía hablar con el espejo y éste me respondía, ese
reflejo: mi única amiga en el mundo, la única que escuchaba mis
penas e incluso llorábamos juntas.

248
Nueva narrativa paraguaya
Me daba buenos consejos que seguía al pie de la letra, pe-
queñas venganzas para llevar a cabo contra las fuerzas oscuras
que coartan mi existencia, sutiles métodos para obtener alguna
satisfacción.
Imponente espejo con marco de plata, un tesoro que pasó ge-
neraciones en mi familia de madres a hijas; y ella siempre me
esperaba del otro lado.
Al inicio de la pubertad mi necesidad de una confidente se
tornó aún más imperiosa, quería una cómplice que me ayudara
a materializar mis desquites, con el tiempo habían cobrado mag-
nitud. Ella comenzó a visitarme en sueños, me contó a su vez
secretos, historias de su vida y cosas verdaderamente terribles.
Al principio no pude creer que desgracias semejantes pu-
dieran sucederle a una sola persona y nunca más pude verla del
mismo modo, imaginé que la única manera de sobrellevarlo era
poseer un coraje envidiable, al menos yo la envidiaba, ahogándo-
me en mis pequeñas tragedias.
Su mirada se fue insuflando de un fulgor extraño, la sentía
cada vez más cerca y fantaseaba con su presencia de éste lado;
de tanto observarla, esa distancia infinita del mundo del espejo
parecía desvanecerse, a veces podía sentirla respirándome en el
cuello como venida de una dimensión intangible.
En algún momento nuestra relación se complicó, su presen-
cia era opresiva, tanto que me permití cubrir el gran espejo de mi
cuarto con una sábana mas ella me seguía en sueños, era absor-
bente, reclamando tanto abandono con un tono casi amenazante.

249
Llegué a tenerle algo de miedo recordando nuestras travesu-
ras, sabía de lo que era capaz y no quería verme en su lista negra
e inventaba excusas para justificar mi frialdad, la distancia nacía
entre nosotras. Tomó un rumbo muy obscuro, increíblemente
resentida con la vida y nada de lo que pudiera decirle serviría
para disuadirla de sus delirios.
Aquí es donde debo detenerme y aclarar que en todo momen-
to fui consciente de su existencia imaginaria, personificación de
mis carencias, aislada de todo contacto verdadero con otros seres
humanos, por lo cual ese poder, ese sometimiento que asumía en
su presencia me resultaba altamente preocupante.
Dadas las circunstancias nuestra relación sufrió un quiebre
irreparable, muy tarde; su personalidad mucho más fuerte que la
mía y nutrida durante años por mi completa sumisión al acatar
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

sus caprichos se apoderó de mí; desde entonces ella actúa en mi


nombre y me obliga a realizar actos inconfesables sin poder re-
husarme, indefensa ante su voluntad.
Aún a veces logro imponerme, la mando a volar por horas e
incluso días, puedo volver a sentir el mundo de primera mano y
expresarme pero si pido ayuda me creen loca.

#
Todo es mentira en esta vida, no debes creer en nada ni en
nadie por entero porque la verdad es una ruleta veleidosa y, espe-
cialmente, no debes creer en mí que soy dos personas y ninguna
a la vez.
Soy pobre y me abandonó la suerte, no tengo nada que
ofrecer al mundo y el mundo no tiene nada que ofrecerme,

250
Nueva narrativa paraguaya
al menos nada que realmente me interese, mi vida es el
remedo vacío de algo que quizá tuvo sentido alguna vez.
Nuestros caminos se trasponen en las destrucciones igno-
miniosas, te será imposible hallarme entre lo bueno y hermoso.
Siempre es demasiado tarde en mi vida, la fascinación
entomológica por la luz termina quemando.
Nadie vino a salvarnos, a ninguna de las dos y quien debía
hacerlo sólo vino a distraernos mientras llegaba el verdugo. Mo-
riremos empaladas en la vergüenza, mi destino es matar lo que
aprecio, hacer el amor con la muerte para llegar al clímax de la
desesperación.

#
Miseria e incertidumbre. Esa fue la herencia de mi padre,
quien por un momento se creyó más allá de toda ley y habiéndose
forjado una cuantiosa fortuna disfrutó del respeto y dignidad
que conlleva, pero el caudal se detuvo, se esfumó y mi padre con
eso.
Entonces, se nos presentó un paladín en nuestra desgracia,
un hombre tan educado y atento, una labia seductora y más di-
nero del que alguna vez pudiéramos necesitar. Sin pensar dos
veces mi madre le permitió ingresar a nuestras vidas.
“Esta vez no podemos dejar que se nos escape…”.
Una madre verdaderamente estoica en medio de tantas co-
modidades, tras el ostentoso maquillaje los moretones resultan
casi imperceptibles. Nuestra mesa, para nada humilde y rebo-
sante de manjares, era concurrida por importantes mandatarios

251
y militares, acompañados de señoras tan elegantes y discretas
como mi madre.

#
Parecía un botón de rosa bañando en rocío, un par de
senos impúberes se alzaban con tenacidad sobre su tórax,
su cuerpecillo lampiño relucía como mármol sobre el sa-
tén, iluminado por la lechosa luminiscencia de la luna. A
su lado, la figura de algún hombre de respiración pesada
pero silente o quizás incluso roncando.
Sin recordar el momento preciso en que este presente
estado de cosas viró en el mejor de los mundos posibles cuando
más bien parecía lo contrario. Lo bueno y lo malo, concep-
tos arbitrariamente utilizados por civiles, pierden consis-
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

tencia después de un tiempo hasta converger en una única


entidad.
Ella misma como convergencia de opuestos, nunca
blanco ni negro, sino todo en medio. Como un apretón
de manos entre personas que no se llevan bien pero se
ven forzadas a convivir. Se tenía a sí misma un odio cor-
tés pero, a la vez, se creía en parte sobrehumana por estar
apta para soportar el stress de su ambivalencia.
Algunas veces, Saló se retira antes de terminar para
sobar con crueldad los sentimientos de culpa de Justine.
Salomé se acuesta en la cama pero a Justine le toca des-
pertar al lado de algún desconocido. Queda claro que una
de las dos debía abandonar la disputa y entregar el domi-
nio o promover la cooperación en el mejor de los casos.

252
Nueva narrativa paraguaya
La cuestión radica en que Salomé disfruta al torturar
a quien considera débil (Justine) pero desea dominio total
sobre el cuerpo, por su lado, Justine presa de un inexplica-
ble apego no quiere abandonar aquel cuerpo con que vino
al mundo, con derechos naturales para su usufructo.
Teme lo desconocido, cuando se entregue, se abando-
ne al dominio ajeno y ya no sea ella sino otra, la descono-
cida antagonista: esa que no le permite descansar, esa que
silenciosa se aproxima en puntas de pie, por detrás, para
degollarla.

#
Llegar al lugar de la cita, bajarse del auto y colocarse
contra la pared del galpón, esperar. Esas fueron sus ins-
trucciones. Cada juego depende de los implicados.
Las manos tocan la aspereza tibia del muro invisible en
la oscuridad. Pasado un rato la figura es iluminada por los
faros de un automóvil que se acercó hasta el galpón con
las luces apagadas y gran sigilo, las luces parecen azotar
la figura contra la pared, ladeando la cabeza para no des-
lumbrarse ve dos figuras oscuras que la toman del brazo y
la llevan al interior del rodado.
Aquellos faros dejaron ver la fina silueta de una niña
vestida con una blusa traslúcida, falda corta de tartán y
largas medias rojas con encaje, stilettos negros y melena
trenzada.

253
Un tercer observador oculto sigue la acción y decide
tomar parte, siguiendo el rodado sobre su motocicleta y
carcomido por la penumbra.
Siempre me llevan a hoteles caros que parecen decorados con
restos de la escenografía de una ópera o quizás una obra sobre la
vida de María Antonieta.
Lugares completamente teatrales, con sillones y sofás
bombardeados de almohadones y camas con dosel, allí la
niña jugaba a complacer los caprichos de estos caballeros,
el objetivo era llenar el vacío ya sea de las horas, de los
espacios, de los silencios pero antes que nada el gran vacío
de la niña.
Un sillón oficia de altar de sacrificio, el ídolo se abre de
piernas al homenaje, una lengua acaricia el horizonte de
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

eventos, pidiendo permiso, preparándose para el viaje al


centro de la nada.
El hombre alza la mirada para maravillarse con los
ojos del ídolo, dos enormes vacuidades, de mirada oscura,
condescendiente. Una mano baja entre las piernas y busca
su camino hacia lo húmedo y tibio, el origen de todo, sus
ansias lo empujan una y otra vez, el ídolo se estremece e
inicia la comunión.
En ese momento aparece Justine, temerosa pero dócil,
ya es parte del juego al que la someten Salomé y su padre.
Se entrega cual cordero a ser degollado, se transmuta toda
en un vacío profundo y desesperante, los hombres necios
siempre confunden la desesperación con pasión.

254
Nueva narrativa paraguaya
Sobre la cama, bajo el dosel, se nos pierde, se nos es-
capa del momento, existe de maneras imposibles y se des-
vanece.
Será que de esto una ha de morir, de momentos en los que
preferimos no estar, de gente con la que preferimos no compartir,
de sitios que preferiríamos no frecuentar. La vida que vivimos
sin querer, sin cuestionarnos, sólo porque parece natural; un día
nos despertamos y al vernos al espejo nos disgusta nuestro refle-
jo, apenas podemos reconocernos y nuestras acciones nos resul-
tan ajenas, nuestra biografía parece la de otra, al final nos damos
cuenta que la vida transcurrió sobre nosotros y no al revés.

#
Las otras chicas me tenían envidia, el colegio no era mi am-
biente. Creían estar preparándose para el futuro y en realidad
eso es algo que nunca llega, yo vivo ese futuro, con tan sólo ca-
torce años me convertí en el principal sostén de mi familia.
Tenía lo necesario para entrar en el negocio, al menos eso
decía él, me convenció.
Sería un pedacito de cielo para los desesperados.
Por las noches venía a leerle cuentos, encendía una
lámpara giratoria que refleja estrellitas en la pared, su voz
grave la transporta, la acaricia con suavidad hasta sentir
el abrazo de Morfeo; y así, recuerda muchas noches como
esa, el padrastro le acariciaba su cuerpecillo entero como
algo propio y a ella no le parecía malo, suponía que fuera
otra de esas cosas que comparten padres e hijas.

255
Quería ser su orgullo y no me quejé nunca del acoso escolar.
¿Qué puede pedir una hija además de ser el orgullo de sus pa-
dres? La mejor alumna, servicial y agradecida; redituaba canti-
dades obscenas a mi familia, cualquier capricho era cumplido de
inmediato, con mamá fuimos a las mejores peluquerías, cenamos
en restaurantes exclusivos… Vivíamos como reinas, nunca nos
faltó algo pero las cosas siempre cambian, ¿sabes?
Salí del colegio a causa del asedio de niñitas reprimidas, no
se aguantaron la envidia e inventaron un rumor con alguna base
real.
Sus cabecitas atribuyeron mi familiaridad con ciertos per-
sonajes del plantel a una suerte de tráfico de influencia. Pobres
ilusas.
Aquellos maestros eran asiduos clientes pero sus notas
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

eran de mérito propio, el padrastro prefirió sacarla para


no levantar sospechas, para Saló fue como admitir una de-
rrota.
Después de eso la madre no volvió a ser la misma, su
temperamento se tornó frágil, recorría la mansión como
un fantasma, en ropa de cama y con una copa de vino pero
ni siquiera bebía. No fue ninguna sorpresa cuando, al vol-
ver de un encargo, la encontró dormitando en la bañera,
ahogándose en el embriagante vino de su sangre.
Sus últimas palabras fueron de una belleza terrible:
Discúlpame por haberte echado una maldición de la que no te
podrás librar. Cuando vino el lobo corrí a sus fauces para ver
cómo nos devora a las dos, mi caperucita roja, mi preciosa perdi-
da en el bosque. Ya nadie escuchará mis gritos.

256
Nueva narrativa paraguaya
Así las halló el padrastro, Justine aún abrazada al
cuerpo tibio, empapada con esa sangre que también era
la suya.
Y fue esa noche cuando sentí por primera vez el dolor de ser
mujer, tanta vida y tanta muerte tirando de las entrañas para no
volver. Mis fluidos se confundían con la sangre materna.

#
Mi aislamiento, la estrecha relación con mi padrastro, el
abandono de mi padre, el silencio de mi madre, todo me llevó a
ese cuarto para autopsias, desnuda sobre la mesa de exámenes.
Asco. Su primer recuerdo fue de miedo y asco. La ha-
bitación parecía una morgue, la luz blanca, veladora no
deja espacio para ocultarse. Su padrastro la instruyó en lo
básico pero cada persona es un mundo, en ese encuentro
no halló ni la complicidad ni la familiaridad con la que ese
deseo del padrastro sacia la inquietud de su espíritu, una
inquietud que él mismo despertó.
Era similar a una traición, inerte como cadáver, trai-
cionando su voluntad en favor de una ajena y sus deseos
eran órdenes. Temía lo que podría suceder si fallaba en
complacerlo.
Mi rostro virginal lo conmovió hasta las lágrimas, se hincó
de rodillas y me besó los pies, con suavidad retiró la traslúcida
bata que me cubría y señaló la cama. Despacio vino hasta mí, a
contraluz era una figura oscura y resplandeciente, al borde del
lecho, separó mis piernas con brutalidad y me frotó los muslos
como probando su resistencia.

257
“Es una crueldad lo que hacen con las niñas” decía
mientras estiraba sus manos entre mis piernas, “la vida te dará
muchos golpes”.
Mientras decía esto, aquel hombre se desabrochó el
cinturón con el cual la azotó repetidamente para después
voltearla y continuar. El espectáculo de su piel al rojo vivo
lo excita aún más, aquella piel joven arde al tacto, ella se
veía envuelta en llamas como en una pira de sacrificios.
Sacrificada a su futuro.
En mi futuro podía ver a muchos hombres prepotentes y
pervertidos dispuestos a pagar cualquier cantidad para verme
cumplir sus caprichos.
Su imagen era lastimosa, un hombre corpulento y en-
trado en años, el desencanto e insatisfacción marcan las
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

líneas de su rostro, su voluminoso cuerpo hambriento de


placer, la insatisfacción brillando en sus ojos. Uno de esos
infelices que sólo sienten libertad dentro de cuatro pare-
des.
No derramé ni una sola lágrima, motivo de gran satisfacción
para mi padrastro. Por haber sido buena niña me regalaron un
caballito blanco y clases de equitación.
Aquello fue una suerte de graduación, la prueba de
fuego para su compromiso y devoción. Descubrió el ver-
dadero poder, el encanto que ejerce sobre un hombre dis-
gustado con la vida.
Soy una diosa iracunda y lujuriosa, soy la ilusión de muerte
y resurrección, la vida eterna entre mis piernas. El juego de la
sumisión me da poder, soy loba disfrazada de oveja y viceversa.

258
Nueva narrativa paraguaya
Es inevitable sentir lástima por aquellos hombres,
quienes creen poseerlo todo pero un buen día descubren
que ni sus ideas les son propias, un concentrado de caren-
cias. De ahí deriva el apetito insaciable y esas ganas de
atragantarse con el mundo.

#
Mi vida había tomado ese rumbo, ese giro después del cual
no hay retorno posible.
Se me había pedido discreción, no es el tipo de cosas que una
comenta en conversaciones casuales.
Tenía un gran secreto, algo que callar, algo en lo cual no
podía dejar de pensar.

#
Quince años y mi vida era fantástica, un depto. para mí so-
lita, un auto lujoso con chofer incluido, todas las fiestas y dro-
gas a elección. Hombres delirando por mí, enviándome regalos
exclusivos, un masajista, una rutina de gimnasio y el spa; sin
necesidad de ir al colegio me eduqué en casa con tutor, encerrada
en mi torre de marfil.
Se me prohibió salir sola, no había amigos ni contacto con el
exterior, sabía que no me perdía de nada.
La única exigencia era cumplir ese rol, ser la muñequita de
unos niños arrugados, soportar tal lujuria desatada, besar al ti-
bio muerto entre sus piernas, dejarme arrastrar por los caminos
más retorcidos del placer.

259
Era eso, ser un presente, un obsequio para las almas desahu-
ciadas. Mi trabajo consiste en dar una mínima esperanza para
aquellos hombres.
Me sentía incapaz de comprender los deseos de semejantes
personajes, quienes de no contar con el capital continuarían ab-
solutamente insatisfechos.
Seguramente nadie los conocía como yo, ese lado lo mante-
nían oculto durante el resto del día, era de mi dominio exclusivo.
Nadie se los imagina en tales circunstancias y para mí era lo
único que jamás conocería de ellos.
Me preocupe por aquellos más necesitados, los miserables de
verdad, ellos no podrían pagar la tarifa altísima impuesta por mi
padrastro.
Comencé a escabullirme por las noches, huir hacia los antros
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

más decadentes en búsqueda de almas para salvar.

#
Los hombres no sólo quieren garchar, necesitan des-
cargar las frustraciones de una larga vida en el desencan-
to. Buscan algún ser de apariencia inocente para humillar
y corromper, sentirse el héroe de su ficción derrotista, fi-
nalmente en control.
Ella juega bien ese papel, sabe por experiencia que no
es quien maneja el látigo quien ostenta el poder y la fuer-
za, es quien padece bajo éste el poderoso.
Así empezó su obsesión por todo aquello que natural-
mente resulta desagradable o doloroso, en lugar de alejar-
la le atrae. En esos encuentros se da un intercambio perni-

260
Nueva narrativa paraguaya
cioso, conjunción de vacuidades que se potencian, donde
Salomé se fortalece y Justine se debilita.
Parecía perder sustancia, el amor hacia el padrastro no
hizo más que menguar, Salomé sospechaba que junto a él
no podría ser libre, tendría que rendirle cuentas y a me-
dida que pasaban los días crecía en ella cierta inquietud.
Después de todo, su padrastro no era más que otro
desconocido obsesionado con ella, como cualquiera de sus
clientes, queriendo apresarla sabiéndolo imposible. Inclu-
so, aprovechándose de ella para aumentar su fortuna con
la excusa de su edad.
Así que soy lo suficientemente grande como para follar por
dinero pero no para administrar mis finanzas. ¿Eh?
Así fue como su ficción se desmoronó, fue grande la
decepción al descubrirle otra familia, otra mujer e hija bio-
lógica, una pequeña inútil pues no era trabajadora como
ella y su fortuna también era parte de la farsa, fruto de
múltiples estafas. Resultó claro que, cual parásitos, se be-
neficiaban de sus ingresos y se sintió utilizada, montó en
una ira incontrolable.

#
Soy el confesor de un alma enferma, en mis oídos ar-
den sus palabras, mi espíritu se contamina de sus relatos.
Debo aprender a contenerme para no alimentar la semilla
del odio, especialmente por aquellos llamados hombres
respetables, de doble moral, quienes instauran una regla

261
para quebrantarla en la primera oportunidad, para ser los
únicos con la potestad de hacerlo.
Quisiera convencerla de abandonar ese estilo de vida
pero en parte no concibe otro modo de ganar dinero aun-
que presiente los peligros de su profesión.
Considero la manera de rescatarla, antes de verla con-
valeciente o muerta, esta no es vida para una niña, debería
salir al parque, con amigos, conocer chicos de su edad, es-
tudiar algo. Probablemente sea muy fatalista pero veo un
negro porvenir.

#
Me crees una buena persona, de eso se trata. Esperas
que el mundo cobre sentido cuando obtengas una prueba,
Giovanna Sánchez-Orzuza/ EN COMPAÑÍA DE EXTRAÑOS

un indicio de ello. Si te permites confiar, bajar las defensas


y buscar frenética la justificación a los hechos, algo que te
lleve a pensar que no todo es vano.
El yo supone infinidad de aristas desconocidas. Soy
una persona cualquiera, engendro de ciudad, me siento
más definido por la basura que produje a lo largo de mi
vida que por cualquiera de mis acciones. Esa será mi mar-
ca en el mundo, mi legado más importante: un vertedero
saturado con mis desperdicios, corroyendo la médula de
la tierra.

#
Recibí una llamada, me dijo que no volvería a moles-
tarme. Se disculpó por haberme agobiado con sus histo-

262
Nueva narrativa paraguaya
rias por tan largo tiempo. Habían transcurrido tres años
desde el día en que nos conocimos. No me pareció extraño
porque su comportamiento siempre era un tanto errático,
sus apariciones esporádicas. Nuestra relación era obra
suya, me confiaba sus secretos y deseos pero yo pude ha-
ber sido cualquier persona, incluso un terapeuta anónimo
escuchando como lo harían las paredes: sin emitir juicio
alguno, sin intervenir.
Soy un día de otoño en primavera, una flor marchitándose en
un florero, estoy de paso en tu vida como en la de cualquiera. Y
más bajito como para darle menos importancia: Ya lo sabe
todo, tengo que ganarle en su juego, se puede poner peligroso.
Supuse que su padrastro descubrió su doble vida, sus
escapadas y buscaría la mejor forma de salir airosa de ese
lío. Es un riesgo para cualquier proxeneta de alta gama
que su puta se ande metiendo con lo más bajo de la so-
ciedad. Entendía muy bien a qué se enfrentaba ella y aun
así, estoy seguro que ella siempre está a la altura de sus
circunstancias.

263
Gustavo Torres

Culpable
Gustavo Torres Grossling es Licenciado en Letras por la
Universidad Nacional de Asunción. Es especialista en Estu-
dios Latinoamericanos por la Universidad Federal de Juiz de
Fora, Minas Gerais, Brasil, en parcería con el Movimento dos
Trabalhadores Rurales Sem Terra do Brasil, y es diplomado
en Protección Social para las Américas por la Universidad
Católica de Chile. En el 2002 publicó “Poemas del ya no es-
tás”, en el 2007 formó parte, con otros autores, del compila-
do de cuentos “Anales Urbanos” con el cuento “Masacre de
vos”. Fue integrante, en los años 90, de la Sociedad Literaria
Metáfora en su ciudad natal, Luque.
Nueva narrativa paraguaya
“Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años
se confunden en su mente en una sola pregunta
que hasta ahora no ha formulado”.
Franz Kafka (El Proceso)

A
ntes de decir lo que pretendo, digo que el mundo
es extraño, no que el mundo está rodeado de in-
cógnitas o que el mundo tiene sus enigmas, nada
de eso, digo que el mundo es extraño y que me gusta de-
cir eso. Es más, pretendo decir muchas cosas valiéndome
de estas letras pero también que el mundo, al menos eso
creo, es raro. Estoy tomando un café con un compañero
de jaula, y él me dice todos los días que es inocente. Sólo
eso dice. Está ahí hablando consigo mismo y repite que él
nada, que una gran mano apareció de las alturas, lo tomó
por sorpresa y lo trajo acá. Yo no lo contradigo. Es más, no
entiendo qué exactamente significa ser inocente o culpa-
ble. Eso es cosa de los otros y los otros son los otros. Ahora
lo estoy mirando... Creo que está muy triste sintiéndose
inocente, y entonces le digo que se sienta culpable –aun-
que no lo entienda– y que puede que eso le haga sentir
mejor, más de este mundo, es más, también le dije que yo
era culpable –por más que no lo entienda– y que prefiero
quedarme aquí que estar afuera, donde todos me pisen o,
lo que es peor, ¡¡me envenenen!! Él me pregunta dónde
aprendí a escribir. Yo le digo que durante un tiempo viví
en una escuela y que observaba –por entre las rendijas de

267
un viejo armario y sin que nadie me notara– cómo se iban
poniendo las letras unas al lado de otras y sonaban bien. El
me dice que soy inteligente y que no merezco estar ence-
rrado. Yo le digo que somos iguales, que afuera no impor-
ta eso y que es mejor estar aquí. ¡Ah!, ya me olvidaba decir
que el mundo es extraño (es una frase que me gusta. Suena
como croar de sapo o algo así). Él me dice que yo soy un
genio, pero lo que él no sabe es que sólo sé escribir algunas
palabras porque la escuela de la que hablo era un tanto
callejera, digamos. Él se ríe medio burlonamente porque
sabe que encerrado no importa si uno sabe o no escribir.
Yo sé que de a poco iré aprendiendo palabras nuevas.
Hoy, por ejemplo, cuando me propuse iniciar esto, tardé
aproximadamente tres horas buscando el significado de
algunas palabras tales como: incógnita, enigma, contra-
digo, inocente, culpable, y también investigando las con-
jugaciones del verbo merecer. En fin, es, sin dudas, una
ardua tarea la de escribir. Ahora son las doce de la noche
y todavía no pude o puedo, o podría, o he podido (estoy
estudiando cómo poner este verbo) escribir con más rapi-
dez esto. ¿Para qué?... Mi compañero está durmiendo. Mi
Gustavo Torres/ CULPABLE

compañero está, seguramente, soñando que es inocente y


que aparezco yo de entre las rendijas del viejo armario y le
digo: “yo también, pero no te preocupes porque estamos
juntos”. Y entonces él me dice: “no, pelado, vos sos ino-
cente, se te nota en la mirada”. Y entonces asomo la cabe-
za nuevamente para decir: “bueno, pero por lo menos vos

268
Nueva narrativa paraguaya
no elegiste ser culpable, no buscaste a nadie para decirle
que eras culpable de algo, o peor aún, no te considerás un
culpable a secas. Sin embargo yo... bueno, yo...”. Entonces
él me corta y dice: “vos sos inocente, pelado, vos sí que
sos un inocente de verdad, no como cualquier otro ino-
cente que se pasa el día pensando que lo es”. Y entonces
me da la mano y hasta se atreve a darme un abrazo y allí
el sueño deja de ser sueño y la bruma del pantano se acla-
ra. Mi compañero de jaula es un poco ridículo para soñar
todo eso. Mi compañero de jaula es un poco feo, no tan feo
como el croar de un sapo, pero es un poco feo. Ojo, ser feo
acá, de este lado del mundo, más que un defecto es una re-
dundancia. Y ser una redundancia es pasar desapercibido.
Y pasar desapercibido, de este lado de la naturaleza, es pa-
sar, pasar de largo la vida, es decir, nacer cuando nadie lo
quiso y morir cuando uno ya no pudo seguirle el ritmo al
reloj. Yo no lo entiendo a mi compañero. Quiero decir, no
sé qué decirle cuando me dice todas esas cosas. ¡Estamos
encerrados y punto! ¿Es tan difícil entender esa certeza?
Mi compañero, la verdad la verdad, no es mi compañe-
ro. Es alguien que vino ayer, y ayer ya fue, pasó así como
pasará hoy y mañana. Habrá algún desesperado por ahí
que se fije en el ayer pero para mí el ayer es como fumar-
se un cenicero o algo así… Ya no recuerdo muchas cosas
de ayer. Habrá que encender un cigarrillo y esperar que
aparezca, ceniciento, el estómago rutilante de un cenicero
para retomar el ayer. Me resulta imposible escribir todo lo

269
que recuerdo a no ser que invente palabras. Quisiera ex-
presarme mejor alguna vez (aparición de una sombra con
mirada acusadora, blandiendo un látigo y golpeando en el
piso la punta disconforme de los zapatos). No ya escribir:
“e-l-p-a-n-q-u-e-t-i-r-a-n-a-l-a-j-a-u-l-a-e-s-d-u-r-o” sino
algo más profundo. Quiero. Querer. Fantasía. El mundo...
Afuera, en mi fortaleza, estaba seguro, no sé, era una cosa
sin importancia y uno está seguro mientras no sea nadie.
Debí decir algo cuando también apareció esa gran mano
para atraparme aquel día en ese refugio que era un casti-
llo. Ni siquiera escuché los pasos de estos monstruos, ni el
rugido de las puertas que nunca se habían abierto antes,
ni el olor de las bestias que venían a buscar su trofeo. Lle-
garon así, de la nada, silenciosos, recorriendo los rincones
húmedos y sombríos de aquel palacio donde sólo vivía
yo y mi soledad, quizás mirando apenas las paredes rotas
por la fuerza del tiempo, subiendo y bajando escaleras in-
terminables, respirando eso que jamás fue aire ni viento.
Así llegaron, así me rastrearon y así me atraparon estos
engendros. Ahora, pensando en aquel momento de debi-
lidad y rabia, siento arrepentimiento. ¿Arrepentimiento?
Gustavo Torres/ CULPABLE

Arrepentido, Arrepentirse. No sé, podría haberles grita-


do: “¡atrás, carajo!”. Una cosa así. O sencillamente reírme
a carcajadas para no demostrar debilidad. Pero esa gran
mano universal no me dio oportunidad. Ni siquiera pude
atinar un mordisco de defensa. ¡Ni siquiera pude orga-
nizar un ataque! Ni siquiera amagué una estocada de mi

270
Nueva narrativa paraguaya
letal defensa que me dé tiempo para huir, desaparecer,
cambiar el destino que hoy me tiene en una jaula de cristal
desde donde sólo puedo ver cómo las cosas pasan a mi
alrededor sin que pueda hacer nada.
Quisiera expresarme mejor algún día. Aquella vez sólo
me quedé callado y me trajeron aquí a los tumbos. Tengo
entusiasmo con todo lo que estoy escribiendo porque de
a poco voy entendiendo las cosas que pasan. Por ejemplo,
siento ganas de escribir pero en otra parte. ¿Los otros?
¿Otra parte? ¿Qué soy? Aquí sé que terminaré diciéndole
a mi compañero que yo también soy culpable de algo, de
cualquier cosa, de cualquier disparate que se me ocurra
y me reiré porque nada es cierto. Es decir, es cierto que
estoy aquí y que intento decir algunas cosas. Decir, decir...
no importa, tendré tiempo de decir las cosas más apropia-
das para una hoja que nadie podrá leer. Esto que escribo
es sólo un intento. Aquí me siento mal. Siento que tengo
una tremenda mordaza que me asfixia, me ahoga, me des-
espera y no me permite hablar, pronunciar las palabras
que el mundo pronuncia para sentirse mundo. ¿Soy parte
del mundo? ¡Bah! Soy apenas un miserable intentando ser
menos miserable. Mi compañero... un momento... creo que
despierta: “Si, soy culpable de todo”. ¿Te das cuenta?, todo
el día diciendo lo mismo, todo el día. Sigue dormido. Sue-
ña que está en una jaula con un compañero que podría ser
yo o vos y le dice: “compañero, tenemos que escapar, irnos
lejos, basta de arrastrar nuestros cuerpos, ¡volemos!”. El

271
compañero le responde: “ok, pero... ¿dónde?”. Entonces
él se pone duro y habla, habla como si estuviera frente a
una multitud de culpables, y dice: “compañeras, compa-
ñeros culpables (en esta parte levanta su puño al viento
que, hasta yo lo siento, sopla suavecito como en las azo-
teas de Asunción al final del otoño), es mi deber decirles
que somos víctimas de algo, es mi deber decirles que algo
nos aflige, es mi deber manifestarles que algo nos condenó
a estar enjaulados. Pero ya llegó la hora en la que se acaba-
ron las horas. ¡Basta, compañeros y compañeras!”. Y justo
en ese momento, justo cuando ya cualquiera podría ver
que se le asomaban unas alitas ahí donde se le juntan la ca-
beza y el lomo e incluso algún que otro exagerado podría
imaginar que el agitador se iba elevando por sobre la mul-
titud, soberbio, con una mueca triunfal, en ese momento,
justo en ese instante aparece el compañero y le dice que en
la jaula están solamente ellos dos. Y entonces él, más mor-
tal que todos nosotros, le contesta: “tenés razón, pero es
cierto lo que digo ¿no?” Y el pantano nuevamente va des-
pojándose de su espesa bruma, de su cálida obscuridad y
aparece nítido ante nuestros ojos, para romper cualquier
Gustavo Torres/ CULPABLE

imagen, un árido desierto repleto de caminantes sumergi-


dos en sus propias huellas. El sueño es un pantano. El pan-
tano es un sueño. Cuando dormimos navegamos a través
de un pantano que nos lleva a cualquier parte. La realidad
es desierto. Desierto y pantano. Ese es nuestro destino. Si
voy arrastrándome por las veredas, esperando que me au-

272
Nueva narrativa paraguaya
toricen a cruzar la calle, mirando a los costados con miedo,
si voy pegado al piso sin pensar en nada, sintiéndome un
insecto, entonces estoy caminando por el desierto. Ya no
puedo escribir más. Sé que habrá otro momento en el que
podré decir cosas más importantes. Estoy seguro de que
lo podré hacer, estoy seguro y, sin embargo, sé que esa
seguridad es vana, que mientras exista no estaré seguro en
ninguna parte. Quizás mañana pueda seguir valiéndome
de las palabras para desgastar mi vida mientras otra gran
mano no me lleve a otro mundo, a otro destino. Quizás
mañana, algún inocente cansado de tanto peregrinar en
el desierto venga a la tienda y diga: “me gustan las mas-
cotas exóticas, me llevo a las dos lagartijas de esa jaula”.
Y entonces mi compañero volverá a remar en ese bote al
que siempre sube a orillas del pantano, y yo ya no podré
escribir las pocas palabras que he aprendido de este lado
del mundo porque seré infeliz y el mundo seguirá siendo
inexplicable para mí. Bueno, extraño.
De este lado uno se siente culpable. Lo confieso.

273
274
Nueva narrativa paraguaya

275
Eliana Ugarte

2984
Eliana Ugarte. Nació en medio de un diluvio en Asunción, el
12 de mayo de 1988. Empezó a escribir cuentos en el colegio,
pero recién decidió ser escritora después de probar varias ca-
rreras universitarias que no quiso ni logró terminar. Ahora
estudia cinematografía aspirando a ser guionista eventual-
mente. En sus ratos libres lee y juega con su gato, y los fines
de semana va a la cancha. Su sueño es que Paraguay sea co-
nocido alrededor del mundo a través de la literatura algún
día.
Nueva narrativa paraguaya
E
ra el año 2984, según el calendario que alguna vez
usaron los humanos para marcar el tiempo. Pero
ahora el tiempo era incierto. Los varios gobiernos
esparcidos por la Luna se encargaban de acordarse de esas
cosas triviales como calendarios, la historia de generacio-
nes pasadas, los animales y los demás recuerdos del pla-
neta que alguna vez fue el hogar de la raza humana. Pero
eso fue hace mucho tiempo. Los conocimientos del pasado
no eran necesarios para sobrevivir.
En algún punto en la historia, el ser humano dejó de
existir sólo para sobrevivir. Dejó de cazar, y empezó a
cuestionarse sobre todo aquello que lo rodeaba. Así sur-
gieron la ciencia, las religiones, el arte, y con ellos vinie-
ron los monumentos y las edificaciones y los gobiernos.
De todo eso, sólo quedan las ruinas de los edificios mo-
numentales que habían edificado en nombre del progre-
so, sin darse cuenta de que iban destruyendo el planeta
mientras repartían promesas de un futuro mejor. En el año
2950 explotó la última bomba nuclear que marcó el fin del
mundo, o el fin del mundo como lo conocían.
La Tierra ya estaba completamente cambiada para
entonces. La mayoría de los países rodeados de mar ya

277
dormían plácidamente bajo el agua, y varias islas habían
desaparecido. En América del Sur, Chile había desapare-
cido por completo, y Brasil era sólo una franja larga y fina
al costado del continente como lo había sido alguna vez
el país andino En vez de promover la paz entre los pocos
países que quedaban, las potencias mundiales seguían pe-
leando. Y cada vez se volvían más escasos los recursos, las
peleas más letales, y la gente más pobre.
La Luna –colonizada varios años atrás– fue preparán-
dose para albergar a las poblaciones que ya no tenían es-
pacio en la tierra. Pero el proceso de adaptación era lento,
y muchas personas no aguantaban la vida en el satélite.
La mayoría moría de tristeza. Tenían oxígeno, tenían agua
y comida, pero no era lo mismo. Algunos decían que la
falta de cielo azul era el problema. Otros, que el oxígeno
fino los volvía locos. Pero en 2950, ya no hubo opción. Los
que pudieron fueron a la Luna con naves de los gobiernos.
Otros ya se habían preparado y fueron en sus propias na-
ves.
Entre esas personas estaba Ana. Tenía 20 años cuando
ella y su esposo decidieron partir para no volver. Y des-
pués de la última bomba no podían hacerlo, ni aunque
quisiesen. La atmósfera de la tierra se llenó de amoniaco, y
Eliana Ugarte/ 2984

el mundo que alguna vez había sido tenido un cielo celes-


te y aguas cristalinas se volvió inhabitable. Sólo quedaron
los cementerios de concreto y vidrio para recordarles a los
sobrevivientes que veían el planeta con telescopios desde

278
Nueva narrativa paraguaya
la Luna de lo que había sido una vez la gran civilización
de su raza.
Ana era una de las pocas paraguayas que logró ad-
quirir una nave. Paraguay había sobrevivido intacto a las
inundaciones gracias a su aislamiento en el continente, y
volvió a ser una potencia en el sur como lo había sido hace
más de mil años. Sin embargo, fue uno de los primeros
países en vaciarse cuando se promovió la colonización de
la Luna. Al pequeño país central habían ido a parar los
damnificados de todos los países cercanos, y Paraguay los
recibió con brazos abiertos. Pero con tanta mezcla de cul-
turas e idiomas, el país fue perdiendo su identidad. Había
argenguayos, chilenayos, brasiguayos y hasta peruguayos
refugiados en el pequeño país que nunca antes había sido
tomado en cuenta por sus vecinos. Muchos de los para-
guayos “puros” decidieron marcharse y probar su suerte
en la Luna, donde podrían formar su colonia y vivir tran-
quilos sin influencias de otros.
Era una mañana, o lo que Ana consideraba la mañana
(ya que en las naves no se podía saber si era de día o de
noche) ominosa. Se había quedado sin combustible, y su
hija había despertado con fiebre. El trabajo de Ana era de
recolectora. Recorría los alrededores de la Tierra juntando
basura espacial de satélites, restos de naves viejas y esta-
ciones espaciales que flotaban por ahí y la vendía. Tenía
56 años, de los cuales 36 había pasado entre la Luna y su
nave. Su hija llamada Cielo tenía 20.

279
Era raro que las personas se enfermen, ya que la mayo-
ría de los agentes bacterianos y virales se habían erradica-
do al migrar a la Luna. Pero no era imposible, y general-
mente, era una mala señal. La medicina avanzaba a pasos
lentísimos en la Luna, siendo la manufactura de comida
la prioridad de los científicos. Había que optimizar la ob-
tención de alimentos si se quería seguir sustentando a la
creciente población, y no era fácil mantener los campos
artificiales que proveían a las fábricas con materia prima.
Ana había llamado a los servicios de emergencia que ven-
drían a rescatarla, pero tardarían en llegar. La tempera-
tura de Cielo ya estaba por los 40 grados, y no tenía nada
que darle.
La posibilidad que muriese de fiebre no era alta, ya que
era joven y fuerte. Pero alguna infección obviamente pla-
gaba su cuerpo, y eso sí era preocupante. Como no sabía
qué hacer, la dejó a Cielo durmiendo en su cuarto y siguió
juntando basura desde la cabina de control. Estaba en un
lugar excelente, donde pasaban muchos desechos flotan-
do alrededor, y no tenía que mover la nave para ir a juntar
la basura. Dejó el sistema de recolección en automático, y
fue a ver a Cielo. Estaba despierta. Había tomado uno de
los libros viejos de Ana, y lo estaba hojeando.
Eliana Ugarte/ 2984

–¿Para qué usaban los libros? Este no es de historia o


de ciencias o nada útil–dijo Cielo, cuando vio a Ana en la
puerta.

280
Nueva narrativa paraguaya
–Los libros eran para entretenerse. Para entender más
de la gente, de la vida, para soñar despierto e imaginarse
todas esas cosas que no podíamos hacer –le contestó Ana–.
En especial ese que tenés en la mano. Yo lo leí como diez
veces cuando era chica. En mi casa había una colección
de miles de libros que tenían casi mil años. Ya nadie leía
libros, pero en la familia se fueron pasando de generación
en generación y era como una tradición enseñarles a los
hijos a leerlos y apreciarlos.
–¿Y a mí no me vas a enseñar?
–Si querés te enseño, pero no tiene sentido. Ya habrás
visto todo lo que hay en esos libros en las películas ins-
tructivas, y la mayoría de eso no se aplica al mundo de
ahora. Son del pasado.
Cielo sabía que a su madre no le gustaba hablar del
pasado. No sabía si era por tristeza, o porque realmente
se había olvidado de la vida en la tierra, pero siempre que
mencionaba algo del pasado, Ana se ponía seria y le con-
testaba con monosílabos.
–¿Por qué no querés hablar del pasado, mami? Siem-
pre que te pregunto sobre eso me cambiás de tema o te
ponés seria –le dijo Ana. Nunca le había preguntado algo
así con tanta franqueza. A pesar de que se llevaban muy
bien, eran raras las veces que ventilaban sus sentimientos.
Ana suspiró y la miró a Cielo con ojos tristes.
–¿Sabías que muchas personas murieron de tristeza al
mudarse a la Luna? Eso fue cuando todavía había Tierra, y
los primeros colonizadores seguían peleando por sobrevi-

281
vir. No quería que me pase lo mismo, entonces me dispuse
a olvidar. Cuando salí de la Tierra con tu papá, todavía se
podía vivir en ella, pero era difícil. Mi país estaba lleno de
extraños y todo lo que había sido lindo de él se destruyó.
Su madre nunca había hablado tanto del pasado, así
que Cielo aprovechó para seguir preguntando.
–Pero no es posible morir de tristeza –le dijo.
–Algunos dicen que sí. No estaban enfermos física-
mente, ni les faltaba alimento u oxígeno. Sin embargo mo-
rían, así como si nada.
–¿Y qué es un país? ¿Tu casa?
En la Luna había territorios divididos de acuerdo a las
funciones que cumplían, y cada territorio tenía su gobier-
no, pero el concepto de países no se había trasladado al
satélite. Cada uno formaba su colonia con sus respectivos
compatriotas o quien quisiese, pero no habían límites geo-
gráficos. Esos límites habían causado demasiados proble-
mas en la Tierra, y no querían volver a tenerlos allí.
–Así como acá hay territorios, el mundo estaba divi-
dido en países. Cada país tenía su gobierno, su idioma,
costumbres y hasta apariencias diferentes. Casi todo eso
se eliminó o se perdió acá en la Luna.
–¿Cómo se llamaba el tuyo?
Eliana Ugarte/ 2984

–Paraguay.
–¿Y cómo era?
–El Paraguay en el que yo viví no era muy distinto a
lo que conoces acá. El mundo estaba muy homogeneiza-

282
Nueva narrativa paraguaya
do en sus últimos años de existencia. La palabra que se
usaba era “globalizado”. Había muchas culturas distintas
porque todos nuestros países vecinos sufrieron pérdidas
territoriales gracias a las grandes inundaciones, y fueron a
vivir a Paraguay.
–¿Y cómo era antes de que pase eso? ¿No tenías libros
de historia?
–Sí, claro que sí. Los leí todos. Según los libros, Para-
guay era un paraíso en el medio de América del Sur. Así se
llamaba el continente en el que estaba. No tenía mar, pero
según un gran autor de hace más de mil años, era una “isla
rodeada de tierra”. Era un país pequeño, que había sufri-
do mucho en toda su historia. Peleó unas guerras terribles,
y en todas lo hizo con desmedido coraje. Irónicamente,
esos países que buscaron refugio en Paraguay en el futuro
fueron los que casi lo habían destruido en ocasiones pasa-
das. Teníamos un idioma muy particular llamado guara-
ní. Había un diccionario del idioma entre los libros, creo.
Pero ya nadie recordaba cómo hablarlo, salvo algunos que
trataron de mantener la lengua viva a pesar de que se vol-
vió inútil. En mi casa se hablaba, pero poco. Se decía que
las primeras colonias que vinieron de Paraguay siguieron
hablando guaraní, pero yo nunca encontré a nadie que lo
hable. Creo que ni aunque lo escuchase, me acordaría de
cómo suena, pero me acuerdo de que era hermoso. Sonaba
muy honesto y muy amistoso. Mientras muchos otros paí-
ses habían sucumbido a la tecnología y la globalización,

283
Paraguay se mantuvo muy tradicional casi hasta el final.
Seguía teniendo mucho verde, y también irónicamente,
produciendo el 50% de la comida del mundo a pesar de
ser tan pequeño. La tierra era roja y había paisajes hermo-
sos, con el verde de la tierra y el cielo celeste.
–¿Cielo?
–Sí, cielo. ¿Nunca te conté que tu nombre era algo que
había en la Tierra?
–No, nunca. ¿Qué era un cielo?
–¿Viste como en la Luna, cuando miramos hacia arriba
sólo vemos el espacio y las estrellas? En la tierra había algo
que se llamaba atmósfera, unos gases que la mantenían
caliente y tapaban la vista hacia el espacio. Ese conjunto
de gases era celeste, y en él a veces había algo que se lla-
maban nubes. Se veían como pedazos gigantes de algodón
que flotaban en él y en ocasiones cubrían todo el cielo. De
las nubes caía la lluvia, y no era como las lluvias de estre-
llas que vemos siempre. Caía agua como en una ducha,
sólo que afuera.
–¿Por qué no nos muestran esas cosas en las películas
instructivas? Yo quiero ver el cielo terrestre.
–Por la misma razón que yo intenté olvidarlo todo. No
sirve de nada. Trajimos con nosotros los conocimientos
Eliana Ugarte/ 2984

básicos para seguir sobreviviendo, pero a nadie le importa


lo que ya no podemos recuperar. Es muy triste pensar que
teníamos todo, avanzamos tanto, y lo destruimos todo.
Nadie quiere recordar eso.

284
Nueva narrativa paraguaya
–Obviamente no quisiste olvidarte completamente,
por algo me llamaste “Cielo”. Me parece un poco cruel
que me llame como algo que nunca voy a poder ver –dijo
Cielo, y se dio vuelta y cerró los ojos como para seguir
durmiendo.
Ana seguía parada en la puerta, desconcertada con lo
que su hija le había dicho. Es cierto, era bastante irónico.
Se acercó y le tocó la frente, y para su alivio, la fiebre le
había bajado. Volvió a la cabina, y paró el sistema de reco-
lección automática. La nave había estado suspendida en-
tre la basura por mucho tiempo, y cuando miró afuera, vio
que directamente en frente suyo, estaba su antiguo hogar.
Ya no se veía azul, sino amarillo. Si no pudiese ver lo que
alguna vez fueron los océanos, juraría que era Venus.
–Quizás es mejor recordar, pensó. Muchos de los erro-
res de la Tierra se cometieron por no haber recordado la
historia y no haber hecho caso al pasado.
Una sirena interrumpió sus pensamientos. Al fin había
llegado el equipo de rescate. Se puso su traje espacial y
salió a saludarlos.
–¡Py'aeke! ¡Che vare'a! –le dijo el rescatista a su com-
pañero, mientras bajaban la manguera de combustible de
la nave. Después se dirigió a Ana.
–¿En qué podemos ayudarla, señora?

285
Diana Viveros

El buitre
y la paloma
Diana Viveros. Abogada (Asunción, 1981). Publicó los libros
de cuentos “Café Kafka” en 2006 e “Ingenierías del insom-
nio”, en autoría conjunta con su hermano Javier. Se desem-
peña actualmente en el área de comunicación institucional.
Nueva narrativa paraguaya
Para Dante F.

C
on Julián Barboza nos conocimos en la Facultad.
Él se había sumado a las filas de Derecho por con-
vicción; yo lo hice forzado por las circunstancias.
Supongo que dándole el gusto a las imposiciones de mi
familia correspondía a todos sus cuidados. Éramos –hay
que mencionarlo ya– bastante diferentes. Tal vez lo que
nos vinculó desde un principio fue la necesidad tan hu-
mana de prenderse a alguien con quien recorrer una etapa
nueva en la vida.
Julián era alto y de complexiones corvas. Algo en sus
rasgos sugería un atavismo arábigo: quizás su piel cobri-
za o su nariz aguileña. Más difícil se tornaba adivinar su
sangre carioca. Yo soy de estatura baja y un poco rellena-
dito, no diré una garrafa o un salchichón, pero tampoco un
émulo de Brad Pitt. Contrario a Julián, soy excesivamente
blanco. Todo esto servirá para marcar nuestras diferencias
físicas.
En cuanto a lo moral existían, asimismo, claras diver-
gencias. Él era activo, yo perezoso; él sabía relacionarse
socialmente, yo prefería mi caparazón. Julián profesaba
la religión protestante y yo tenía una fe vagabunda a la
manera de Agustín de Hipona, pues mientras él iba con
pasos firmes hacia su salvación, yo vacilaba en busca de

289
cualquier dios que me ofreciera un parche interior. Así
pasé del fervor católico de la cuna al budismo práctico de
la cultura light; de allí bastó un salto progresivo hacia el
descreimiento y finalmente desemboqué en el más invicto
nihilismo. Julián, una vez trabada la amistad, no perdía
ocasión para hablarme de la Biblia; su charla estaba im-
pregnada de citas que emergían, sobre todo, del epistola-
rio paulino.
A mí me agradaba gastar en los bingos, los domingos
de fútbol, el cine y las revistas científicas. Julián mostraba
prudencia cuando de dinero se trataba. Tenía lo que se lla-
ma olfato para los negocios y se había aventurado a inver-
tir en una flota de autos de alquiler. Entabló sociedad con
un hombre de su congregación. Es lo bueno de ir a misa,
me decía a mí mismo, siempre va a haber cómo sacarles
provecho a los correligionarios, incluso Dios se prestaría a
tirarte una cuerda.
Y Julián, en verdad, parecía ir al lado de su gran jefe.
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

Recuerdo cuando me enseñó un billete de un dólar y tra-


dujo el lema inscripto en una de las caras: In God we trust.
Lo hizo apuntando a un palmario fin evangelizador. “Es
por eso que los yanquis lo tienen todo”, dijo, “porque ado-
ran a Dios”. Pensé más tarde que pude haber refutado esa
teoría de varias formas; referirme, por ejemplo, al poder
temporal y al espiritual, o hablarle acerca de la simbología
masónica inserta en el billete, la hipocresía del imperio y
hasta cierta velada alusión a la conducta de Judas, pero

290
Nueva narrativa paraguaya
desnudar su ingenuidad hubiera sido meter el dedo en la
llaga, por lo que me encogí de hombros y celebré mi ata-
raxia.
Con el paso del tiempo, las cosas fueron cambiando. Ya
íbamos por la mitad de la carrera y todo apuntaba a que
Julián terminaría alzándose con el título de mejor egresa-
do de la promoción. Ocupaba, en efecto, un puesto honorí-
fico entre los alumnos; sus exposiciones orales merecían el
encomio de los profesores y sus trabajos de investigación
se gestaban a fuerza de consultar arduas bibliografías.
Contrario a como se desenvolvían sus circunstancias, yo
atravesaba por un periodo de infelices experiencias.
Para decirlo gráficamente, me convertí en un refle-
jo antípoda de Midas, pues todo lo que tocaba se volvía
mierda. Primero perdí mi trabajo como cajero en la coope-
rativa por las sucesivas llegadas tardías. Con ello vinieron
los aprietos económicos: debía en los estudios, los servi-
cios básicos de luz y agua, el alquiler de mi cuarto, y tuve
que devolver el teléfono celular que acababa de adquirir
por una promoción, de esas “lleve hoy, pague dentro de
treinta días”. Ya no exhibía mi osamenta por los casinos
ni los copetines de Luque; las noches me sorprendían co-
miendo pororó, tirado en la cama, con el laconismo propio
de un bovino. Mamá tuvo que reforzar la cesta de víveres
mensuales que me enviaba por encomienda desde nuestro
pueblito: entre ellos no faltaban la cecina ni los pastelillos
de miel que elaboraba con infinito amor para su hijo, el fu-

291
turo abogado, el primero de tres generaciones que pasaría
del elemental bachillerato –debo agregar que vine a Lu-
que a fin de estudiar; después volvería a casa para que los
demás se pavonearan de mis goles convertidos–. Milena,
para colmo de males, me salió con que estaba embarazada.
Cuando le pregunté de quién me dio una bofetada y se
puso a llorar. Por el tiempo en que nos comprometimos
había dejado de asistir a mis clases y me puse a probar un
empleo tras otro.
Una noche encontré a Julián Barboza por casualidad.
Fue cuando percibí que ese sujeto era mi alter ego, pues a
medida que yo sufría una vida miserable y pletórica de
postergaciones, él poseía la cornucopia. De su inversión
en los autos de alquiler obtuvo fértiles frutos y ahora an-
daba en tratativas para la venta de su pequeña empresa e
inaugurando otra en el rubro de alimentos a base de soja.
En los estudios le iba de maravillas y ya había iniciado otro
semestre. Para dicha mayor, el flamante presidente de la
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

república era partidario de su culto, por lo que súbitamen-


te comenzaron a aparecer en la escena política personajes
que hablaban de Dios y de las Escrituras con una frecuen-
cia lujuriante. Julián Barboza desparramaba bendiciones a
diestra y siniestra. ¡Lo tenía todo! Incluso salía con Vanes-
sa, nuestra compañera de clases, la más hermética mujer
que he podido tratar. Iban a la iglesia, de vez en cuando
algún recorrido por la plaza, un domingo de trote en Ñu
Guazú, algún concierto de livianos artistas del extranjero

292
Nueva narrativa paraguaya
cuando robaban por estas latitudes, etcétera. Todo iba so-
bre ruedas en la decente vida de Julián Barboza.
Me empujó de repente una imprevista inspiración,
acaso apurado por el hambre y la fiebre. Si a él le iba tan
bien, lo único que yo debía hacer era imitarlo. O dicho de
forma distinta: si Julián era mi otro yo, me bastaría hacer
lo que él para invertir los roles.
No me sirvió de mucho acompañarlo a su templo. Ya
otros habían olisqueado las ventajas de pertenecer a la
doctrina del gobernante y se habían volcado en masa a sus
reuniones y se habían puesto en campaña para digerir su
liturgia. Yo, Eduardo Burgos, era uno más del montón.
Entonces comencé a odiar a Julián. De la noche a la ma-
ñana me acometió la idea de que él tenía la culpa de que
a mí me fuera tan mal. Tratar de copiarle, ahora me daba
cuenta, no me depararía una suerte mejor. Milena conti-
nuaba preñada y Vanessa, seguramente, tan casta como
un recién nacido; yo continuaba probando empleos vario-
pintos y él se hastiaba de glorias profesionales. Al final
comprendí que lo que debía hacer no era dejarme arrastrar
por Julián, sino todo lo contrario: debía lograr que fuera él
quien me siguiera a mí.
De manera que lo cité en un bar. Un llamado telefó-
nico bastó para que nos reuniéramos ante una botella. Le
dije que necesitaba consuelo de amistad; Julián titubeó
primero, pero después acudió solícito. A pesar de toda su
pompa, a mí me parecía un muchacho abúlico e inseguro

293
y esa imagen se fortaleció tras el perturbado gesto con que
intentó impedir que la moza pusiera un vaso en su parte
de la mesa. Le insistí: “tomá conmigo, por favor, hoy nece-
sito un amigo sincero”. Y aunque aquella frase no cargaba
un sentido en sí misma, él creyó captar a qué me refería y
accedió: lo vi llenar su boca de cerveza.
Julián escuchó esa noche mis frustraciones y miserias.
Vengo de San Joaquín, le confesé, vivíamos cinco personas
en una casa de tres habitaciones. El único contacto con el
mundo era una radio de transmisión a pilas. Comíamos
de una granja casera. No quise terminar como mi papá y
al cumplir los 19 tomé mis cosas y me instalé en Luque,
por sugerencia y con auxilio de mi madre. A través de la
venta de tres ovejas y un carnero me permití un cupo en
la universidad. Ingresé a la cooperativa por medio de un
profesor, quien más tarde, por cierto, me negó su respaldo
y me prohibió nombrarlo como referente personal. Vivía
en una piecita alquilada, y con deudas encima, en el Cuar-
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

to Barrio, que es, por mucho, un barrio de cuarta. Perdí el


empleo por irresponsable. Conocí a Milena en una fiesta
de colegio; nos acostamos juntos esa madrugada y duran-
te los siguientes cuatro meses, aunque nunca le pregun-
té qué aspiraba en la vida y a ella no le despertaban la
menor curiosidad mis orígenes. Ahora está embarazada y
sólo acierta a llorar. Su estado le ha hinchado los pies y le
ha trazado horribles ojeras en la cara. Eso se me figuraba

294
Nueva narrativa paraguaya
a mí, al menos. Tuve que colgar los libros por las cuotas
impagas.
Por fin, después de tan larga perorata, no carente, por
cierto, de un sentimiento de humillación y autoflagelo, Ju-
lián me palmeó la espalda y dijo: “el Señor está para todos,
me encantará ayudarte”. Al advertir que el índice de su
otra mano rozaba el borde de su vaso con una habilidad
desconocida, entendí que aquélla no era la primera vez
que Julián Barboza probaba alcohol. Tal descubrimiento
me significó una maligna felicidad. Julián, de algún modo,
estaba huyendo de un pasado sombrío. Esa certeza inci-
piente, esa premisa ansiosa de un, acaso, prematuro silo-
gismo, me incentivó todavía más. Debía seguir tentando.
Propuse otra botella y el espanto se hizo carne en Julián,
que se excusó con mil palabras hueras, se levantó apre-
surado, arguyó un compromiso ineludible y me instó a
llamarlo al día siguiente, pues algo haría por mí. Creí pe-
netrar en su mente en ese momento: se estaba repitiendo
a sí mismo la famosa frase “sólo por hoy”, que caracteriza
a los alcohólicos.
El primer golpe había sido asestado. No obstante, du-
daba de si mi éxito consistía en haber pillado casi por azar
la debilidad de Julián o haber empezado, en cierta medi-
da, a meterme en su mundo. Aún así, las piezas se habían
movido en el tablero. Yo ya tenía algo de él y él tenía algo
de mí: yo andaría husmeando en sus negocios, con sus
contactos, y él se sentaría ante mí en los expendios de be-

295
bida, forzado por las exigencias de la amistad, en más de
una oportunidad.

Una vez que pude anclar a Julián en los copetines y


los bares de Luque y escuché sus gritos desinhibidos de
borracho, y después de entrar en el negocio de los produc-
tos alimenticios, todavía con un puesto humilde, huelga
mencionarlo, fui por su mujer. Vanessa siempre me gustó;
Milena, no. Mi plan consistía en que Julián y Milena termi-
naran enredados. Si lograba esa jugada ya podía sentirme
acreedor del decisivo jaque.
Comencé a llevarlo a Julián al cuarto que compartía
con Milena y arrojando cualquier pretexto –“falta pan, voy
a la despensa”; “me llama don fulano, al rato vengo”– los
dejaba solos. La urbanidad los obligaba a sentarse en el
sofá e improvisar cuestionarios baladíes acerca de la eco-
nomía o el clima. Un tema obligado entre ambos, con se-
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

guridad, era yo, el factor común. Habrán mencionado mis


tendencias hacia la depresión, mis llantos escurridizos, mi
oscura suerte, mi cobardía hiperbólica. No me importaba.
Sabía que lo que dijeran de mí no detendría el inducido
viraje del destino. Tras esos primeros atisbos de intimidad
me resultó más fácil convencer a Julián del atractivo de
Milena y a ésta halagar al odiado con las palabras más za-
lameras. Sólo faltaba el elemento alborotador: la panacea
de Baco.

296
Nueva narrativa paraguaya
La ocasión propicia fue mi primer salario por lo de la
soja. Después de cancelar algunas cuentas, convidé con un
almuerzo de gratitud a Julián y, por su intermedio, a su
bella novia. Milena preparó una suculenta costilla sazo-
nada con papas y especias. Había vino en la heladera, por
supuesto, como para una multitud. Vanessa resultó vege-
tariana y sólo picoteó la ensalada mixta; ese dato hizo que
la deseara menos. De pronto me imaginé que su piel sa-
bría a zanahoria. Tampoco se bebió el jugo de la vid, sino
que se conformó con unos limones exprimidos en la jarra.
Pese a tal contrariedad, no cejé en mi empeño de unir a mi
enemigo con mi mujer.
Así, ni corto ni perezoso, pedí a Vanesa que me acom-
pañara a la despensa, a traer, qué sé yo, turrón de arroz,
yogurt dietético o alguna de esas cosas que ella, desde lue-
go, consumía. Esperaba que al regreso sorprendiéramos
a Julián y Milena por lo menos abrazados, si no en una
situación aún más comprometedora.
Por el camino, Vanesa y yo hablamos de mi situación.
Tenía un gran débito en la universidad, también materias
pendientes, ay, ay… decepcioné a mi querida, sufrida ma-
dre, ay, ay… soy un perdedor, un pobre diablo, ay, ay,
ay… jamás litigaré en el Palacio, ay… y cuando Vanesa me
enredó en sus brazos, el aroma de sus cabellos me anuló
la razón. Por un momento olvidé su vegetarianismo y la
conocí de nuevo carnívora; temía que me devorara con sus
ojos y con la urgencia de su cuerpo.

297
Cuando llegamos al cuarto, encontramos a Milena ti-
rada en el piso, bañada en sangre, y a su lado a Julián, con
un cuchillo en la mano, temblando como una hoja y farfu-
llando en voz baja: “no quise hacerlo”.

***
Ayer, después de cinco largos años, me reuní con Ju-
lián Barboza. Me estaba haciendo el ofendido y no le había
visto desde el juicio que lo condenó por homicidio. ¡Pobre!
Él se puso realmente feliz con mi visita. “Te perdoné hace
mucho”, le referí, y le saltó el llanto y hasta pretendió be-
sar mi mano. “Aunque todavía no comprendo por qué mi
chiquita tuvo que morir así”, agregué, sólo para herirlo un
poco más.
El pabellón cristiano del penal de Tacumbú es tranqui-
lo y hasta acogedor. Nos sentamos en el pasillo y almor-
zamos. Paseaban alrededor de nosotros algunos presidia-
rios, nerviosos, algo tristes probablemente, porque nadie
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

había ido a visitarlos. Otros se sentaban a unos metros de


nuestra mesa y se deleitaban viéndonos hablar, escucha-
ban, de hecho, nuestra charla, y de vez en cuando parecía
que levantarían la cabeza y emitirían su opinión acerca
de lo que estuviéramos conversando. Imaginé que Julián
también había pasado por lo mismo en más de una oca-
sión. Él me obsequió una guampa forrada en cuero. “Lo
hice esta semana, cuando llamaste anunciándome tu visi-
ta”… ¡De verdad, pobre Julián!

298
Nueva narrativa paraguaya
Me preguntó qué tal me va y le contesté que de lujo.
Ya había terminado la carrera y trabajaba en un estudio
jurídico, en San Joaquín. Las angustias juveniles habían
quedado atrás. Tengo prestigio y el reconocimiento de mis
colegas del foro. Enseño en una universidad y estoy sus-
cripto a revistas de derecho que me llegan del exterior. No
me casé con Vanesa, ciertamente, pero sí con una alumna,
joven rubia y de boca rosada. Me iba bien, a medida que
Julián se petrificaba en la prisión, pobre, cuánto tiempo
debe estar recluido todavía, cuándo recuperará la paz, po-
bre, era alcohólico y se metió al tratamiento de esa reli-
gión, pobre, pero volvió a caer, “sólo por hoy”, gemía un
eco en su cabeza, hasta que se dijo “¿qué puede pasar?”, y
mató, en extrañas circunstancias, a una mujer que me en-
gañó con eso del embarazo, según lo declaró la autopsia:
en sus entrañas no crecía feto alguno. Intuí entonces que
ella merecía lo que le hizo Julián, lo que yo le hice.
Pero el asesino, el frustrado estudiante destacado de
nuestra promoción, me contó cosas que no me gustaron.
Después de un lustro en la prisión se ha ganado el respe-
to por su trabajo. Su instinto emprendedor hizo que se le
confiaran cargos administrativos dentro del pabellón cris-
tiano, él manejaba llaves y contraseñas, ingresaba a zonas
restringidas, manipulaba carpetas con informaciones con-
fidenciales… Julián Barboza de nuevo progresaba, el fénix
renacía de las cenizas, el coloso se erigía, lo que para mí
deparaba un futuro antónimo.

299
“Tengo que reaccionar”, reflexioné, en el instante en
que Julián iba por el final de su relato. No puedo permitir
que vuelva a salir airoso. Eso haría sonar las trompetas de
mi decadencia. Le palmeé, le agradecí tan ameno tiempo
compartido y me retiré. Sabía que Julián tendría la pal-
pable posibilidad de salir antes por buena conducta. Una
vez en libertad podría graduarse y llevarse a mis clientes.
Por supuesto, sus antecedentes entorpecerían su camino,
no podría aspirar a mucho, quedaría bloqueado por el sis-
tema, quedaría acomplejado. No sé qué pensar. ¿Llegará
el día en que lo vea en el noticiero como uno de los candi-
datos al indulto presidencial por el día de la Virgen de las
Mercedes? No debo esperar a que eso ocurra. Algo tengo
que hacer ya, definitivamente. Me pondré mis guantes de
pelea ahora mismo y solicitaré al lúcido Maquiavelo una
nueva asistencia.
Diana Viveros/ EL BUITRE Y LA PALOMA

300
Nueva narrativa paraguaya

301
Javier Viveros

Yvy’a
Javier Viveros es Ingeniero en Informática y magister candida-
te en Lengua y Literatura (UNA). El ejercicio de su profesión
lo llevó a trabajar varios años en diversos países de África y
América Latina. La luz marchita, su primer libro de cuentos,
fue publicado en el 2005. Dio a conocer además los poema-
rios Dulce y doliente ayer, En una baldosa (haiku), Mensajeámena
(poemas en SMS), Panambi Ku’i (poesía en guaraní) y los li-
bros de cuento Ingenierías del insomnio, Urbano, demasiado ur-
bano. Publicó también Ñe’ënga Jarýi, con frases folclóricas de
su propia cosecha. Su última obra, Manual de esgrima para ele-
fantes, está compuesta por cuentos ubicados en el continente
africano. Ha sido premiado y seleccionado en concursos loca-
les y extranjeros, entre los que cabe destacar el Premio Inter-
nacional de Cuento Juan Rulfo 2009, donde su texto “Misterio
JFK” fue elegido finalista. En el 2012, una editorial de Tokio
tradujo al japonés sus haikus de En una baldosa (http://goo.
gl/mcQqQ). En el 2013, la editorial Alfaguara publicó Una
cama para Mimi, su primera incursión en la literatura infantil.
Textos suyos integran antologías como la alemana Neues Vom
Fluss, la argentina Los chongos de Roa Bastos, la cubana Cuen-
tos del Paraguay, una antología estadounidense de cuentos de
fútbol, entre otras. En el rol de editor literario ha recopilado
Punta Karaja, cuentos paraguayos de fútbol. Escribe además
letras para canciones y guiones: obtuvo el segundo premio en
el Concurso de guiones de Cine “Roa cinero” de la Fundación
Roa Bastos y los fascículos de Pólvora y polvo (con sus guiones
e ilustrados por Enzo Pertile y Juan Moreno) fueron galardo-
nados con el Mono de Oro 2013. Es colaborador esporádico
del Correo Semanal del diario Última Hora; escribe con irre-
gularidad en Twitter (@javierviveros) y en su blog http://
www.javierviveros.com
Nueva narrativa paraguaya
Dedicado al mayor poeta del
Paraguay: Emiliano R. Fernández.

S
i bien el hálito abrasador del mediodía caía del cielo,
su omnipresencia daba la sensación de que brotaba
de la tierra misma, de que atacaba desde imposibles
flancos dimensionales, incendiando por igual a hombres,
plantas y animales (en poco tiempo más lo harían también
las bombas enemigas). En ese entonces, la guerra empeza-
ba apenas a deshojar su segundo año y no se avizoraba un
pronto final. Había calma en el campamento. El soldado
de infantería Leiva formaba la fila con sus compañeros de
tropa, sin saber que pronto vería las imágenes que muchas
veces más volverían a repetirse para embrionar pesadillas
en su cabeza. Todos aguardaban el acceso a su “ración de
hierro”. Conversaban, reían, como si la guerra no fuera
algo que los implicara sino sólo un rumor lejano, algo que
hacen los otros. Pero esa burbuja, el alegre paréntesis de
esa calma, estaba condenado a no durar.
Los aviones que se pintaron como aviesos puñales en-
tre las nubes ruidosas convirtieron al campamento en epi-
centro del infierno. Cayeron las bombas y levantaron por
los aires camiones aguateros, árboles, depósitos de víveres
y cuerpos humanos, sin hacer distinción alguna de rangos
militares. El ataque, en escuadrillas sucesivas, fue prolon-

303
gado y con saña; no hubo tiempo de que alguien se pusie-
ra al mando de los cañones antiaéreos Oerlikon tomados
de los bolivianos. Las aeronaves desovaban su carga mor-
tal y cuando volaban bajito dejaban oír el hu’u jagua de
sus ametralladoras y su respiración de azufre. El suelo se
llenaba de zanjas y de humo el aire. Los prisioneros grita-
ban y sacaban sus extremidades por entre las hendijas del
local donde estaban hacinados; algunas manos agitaban
pañuelos, trozos de mosquitero, cualquier fragmento de
tela blanca, pero de nada les sirvió: fueron masacrados por
sus propios compatriotas.
En confusión, los uniformes verde olivo corrían hacia
todas las direcciones para intentar resguardarse. Varios
soldados buscaron el amparo del monte, Leiva entre ellos.
El escudo verde dificultaba la visión desde el aire, pero de
igual modo las bombas hicieron sentir su presencia metá-
lica entre las ramas. Verde y fuego. Todo era polvareda y
adrenalina. Fue un ataque sorpresivo. Menos de quince
minutos precisó el escuadrón enemigo para trasquilar el
sosiego y regar el perímetro de caos y de muerte. Leiva se
había integrado al ejército un mes atrás. De su natal Aña
retãngue fue transportado hasta el teatro de operaciones.
Tuvo que ir de Aña retãngue a Aña retãite: de la antigua
Javier Viveros/ YVY’A

patria del diablo a la verdadera patria del diablo.


Cuando las aeronaves se marcharon, unos pocos sol-
dados regresaron a lo que quedaba del campamento. Sa-
lieron de sus escondites en diversas partes del monte y fue

304
Nueva narrativa paraguaya
allí que Leiva tuvo contacto por primera vez con las imá-
genes que después volvería a ver demasiadas veces en su
cabeza. Devastación. Sembrado de cadáveres el campo de
Marte. Por todas partes heridos que gemían como cerdos
degollados mientras sus anatomías eran recorridas por ro-
jos y espesos ríos; soldados fragmentados clamaban por
un tiro piadoso; pequeños incendios devoraban lo poco
que había conseguido mantenerse en pie. Se respiraba pól-
vora, sangre y carne chamuscada. En un pestañeo, el árido
suelo chaqueño había dado cuenta del agua de los voltea-
dos camiones Ford 4.
Eran cuatro los soldados que regresaron al campamen-
to de entre el infierno verde, y cuando lo hicieron vieron
a un enfermero que, en forzosa bilocación, atendía a los
heridos. Buscaron al Coronel. Estaba muerto. Fueron por
el segundo al mando. Lo encontraron en el puesto de co-
mando, horizontal bajo una puerta. El Mayor parecía dor-
mido. O muerto. Leiva se acercó a él y notó que respiraba.
Lo sacudió con cuidadosa vehemencia. El Mayor volvió
en sí, con el rostro desencajado de quien abruptamente
despierta de una pesadilla. Poco a poco, la realidad entró
en su cabeza o su cabeza entró en la realidad. Lo ayuda-
ron a incorporarse, tenía la mano izquierda destrozada. Su
uniforme estaba empapado, pero muy poca de esa sangre
era suya. Enseguida, al saberse el oficial sobreviviente de
mayor rango, asumió su porte de superior, fingió indife-
rencia ante los trozos de carne y piel que colgaban de su

305
brazo como los flecos de una pandorga y procedió a una
rápida evaluación de daños.
Sin comida ni agua. Escasos sobrevivientes. Sin comu-
nicación con el comando de Isla Po’i. Aislados. El Mayor
les dijo que la única solución era que los cuatro soldados
fueran a buscar agua, porque no esperaba la visita de otros
camiones hasta dentro de diez días. Que quizá en el camino
pudieran dar con otra parte del ejército para enterarlos de
lo que había pasado y solicitarles ayuda. Que el hambre se
podía aguantar varios días pero que sin el agua no se dura
casi nada. Uno de los soldados, hijo de tierra chaqueña,
sugirió al Mayor que emprendieran la búsqueda de yvy’a.
Leiva miró a su camarada con curiosidad pero se guardó
la pregunta. El Mayor asintió con la cabeza, dijo que la
idea era buena y que el agua de los yvy’a podía servir para
que aguantaran hasta la llegada de apoyo logístico. Orde-
nó entonces que tomaran las mejores armas, que las carga-
ran a pleno y que se hicieran también con unas bolsas en
las cuales almacenarían los yvy’a. Recalcó que ellos eran la
única posibilidad de salvación que tenían sus camaradas
heridos. Luego del “a su orden, mi Mayor”, los soldados
fueron a reunirse y el enfermero se enfocó en la limpieza y
el vendaje de la mano del jefe de campamento. Colocaron
Javier Viveros/ YVY’A

después, en improvisadas camas, a los pocos soldados que


no estaban heridos de gravedad. El resto, con seguridad,
no sobreviviría a la noche y no valía la pena darles aten-

306
Nueva narrativa paraguaya
ción, ni una bala siquiera. Sólo los muertos descansaban,
ya sin preocupaciones terrenales.
Los cuatro se alistaron. Limpiaron sus armas y las nu-
trieron de municiones. Tomaron prestadas las botas que
los muertos ya no necesitarían y reemplazaron sus viejos
calzados. Leiva se acercó al chaqueño, el que había habla-
do del yvy’a y le preguntó qué era aquello que irían a bus-
car. Su camarada, primeramente lo miró a los ojos, clavó
después la vista en el suelo y respondió con lentitud. Le
contó que en el Chaco crece una planta a la que los luga-
reños conocen por yvy’a, lo que en lengua guaraní signi-
fica “fruto de la tierra”. El vegetal, en la superficie no era
más que unas ramita pirula, unos escuálidos tallos al que
le brotaban hojas pequeñas. Era, sin embargo, bajo tierra
donde mostraba su grandeza, era allí donde almacenaba
el testículo herniado, un tubérculo subterráneo, levemente
esférico, usualmente más grande que una pelota de fútbol,
y en su esponjoso interior almacenaba agua. Leiva jamás
había oído hablar de ese fruto, pero enseguida se lo ima-
ginó como una enorme papa de la que dependía su propia
suerte y la de sus camaradas.
Salieron del campamento para internarse en el monte.
A machetazos fueron abriéndose camino entre la espesu-
ra. El chaqueño iba siempre adelante, aguzando la vista en
busca de las señales del anhelado yvy’a. Con energía atra-
vesaron la maraña. Caminaban con cautela, dando trabajo
al brazo y al diente del machete. El cilicio involuntario de

307
los caraguatás cobraba peaje por el atrevimiento: desga-
rraba el verde olivo y rayaba las extremidades inferiores.
El sol se internó en el horizonte y dio paso a la no-
che. Decidieron detener la marcha y descansar, cada uno
se acomodó como pudo. Leiva observó porciones de cielo
entre las ramas del árbol que le servía de techo; envirue-
lado de estrellas, podía apreciárselo hasta en los detalles
más nimios. El cinturón tachonado de la Vía Láctea se le
antojó como una esperanza, una señal de buen augurio.
Pensó Leiva que ellos eran a su vez la esperanza de la gen-
te que había quedado en el campamento destrozado. Era
fuerza encontrar los yvy’a y regresar rápidamente junto a
los camaradas. Las imágenes del bombardeo llenaron otra
vez su mente hasta que se durmió y las transportó de la
vigilia al sueño o a la pesadilla.
Amaneció y reiniciaron la marcha. Desde muy tempra-
no, el calor era ya insoportable. El sol los quemaba por
fuera y la sed por dentro. La sed era el reverberante fan-
tasma que recorría el Chaco. El agua de sus caramañolas
se había agotado. Necesitaban encontrar la planta para
poder salvarse, primero a sí mismos y después a quienes
quedaron en el campamento. Sólo imágenes resecas por
doquier. Se oyó, de pronto, un disparo. Todos se pusieron
Javier Viveros/ YVY’A

en guardia y empuñaron sus fusiles. Parapetados contra


los árboles y con el dedo en el gatillo, aguardaron para dar
un rostro al bulto que se movía entre la vegetación y que
venía hacia ellos. Alivio. Era el chaqueño el que llegaba y

308
Nueva narrativa paraguaya
traía sobre los hombros un tagua al que había dado muerte
de un certero disparo entre los ojos. Dulcísimo deus ex ma-
china. Todos celebraron la puntería del camarada. La carne
asada ayudó a que olvidaran el hambre pero a la vez les
hizo recordar todavía más a la sed.
Tal como lo planearon, se movían en línea recta al cam-
pamento, para facilitar el regreso con las bolsas cargadas
de yvy’a. Avanzaban bajo la afiebrada temperatura solar.
El paisaje era complementado por insectos y gritos de
aves. La marcha era lenta pero sin pausas. No aparecía ni
un sosias de la deseable planta, a algunos el yvy’a tantálico
se les antojó como una leyenda. Leiva se cuestionó sobre
la posibilidad real de que existiera un vegetal cuya raíz
fuera una cápsula de salvación para un hombre sediento.
Todos anhelaban oír pronto el grito del chaqueño infor-
mando que la había hallado y esperaban poder ayudarlo
a cavar la tierra para extraer el tesoro, sacar ese jugoso tu-
bérculo que para ellos, en esos momentos, valía más que
una exhumación de plata yvyguy, con sus ollas atiborradas
de oro.
Los cuatro soldados estaban ya exhaustos y sedientos.
Cayó otra vez la noche. Acordaron un orden para la vi-
gilancia. A Leiva le tocó el segundo turno, por lo que se
echó enseguida bajo un árbol y durmió. Paraguayos y bo-
livianos se enfrentaban en esa guerra, pero a la vez ambos
enfrentaban al bosque y al calor. El bosque era el enemi-
go omnipresente, con sus víboras, sus insectos y animales

309
salvajes. Pero el calor tenía un instrumento devastador e
infinitamente más eficaz: la sed intolerable. Con el fusil al
hombro, el soldado al que tocó la primera guardia obser-
vaba tranquilo lo poco que podía verse en esa obscuridad
primigenia, mientras sus compañeros dormían.
De repente, percibió el suave levitar de unas luces
amarillas entre la maleza, eran como luminosos dientes de
león que arañaban socarronamente la tiniebla. El soldado
se erizó de extrañeza primero y de terror después. Las lu-
ces cambiaban de forma, se movían entre las hojas como
burbujas incandescentes, sin consumirlas. Creyendo que
se trataba de algún artilugio del enemigo, el soldado gritó
y las atravesó de bala. Con el ruido, los demás despertaron
y de inmediato se pusieron a disparar también, llenando a
los árboles del odioso plomo. Las luces desaparecieron tan
rápido como vinieron. No pudieron explicarse el origen.
Se trataba tal vez de la pálida luz de los fuegos fatuos o
quizá fuera la bioluminiscencia fraguada en las diminu-
tas usinas químicas de los hongos. Luego de conversar un
rato, volvieron a dormir. Todos menos Leiva, que mien-
tras se preparaba para asumir la guardia, reflexionó sobre
la naturaleza de esas luces y sobre las tantas cosas desco-
nocidas que había en el mundo.
Javier Viveros/ YVY’A

Fusil al hombro, Leiva trepó a un árbol para empezar


su guardia. Apenas había acabado de ubicarse sobre la
rama más gruesa cuando oyó múltiples pisadas: otra vez
algo se movía hacia ellos. Descendió apresuradamente y

310
Nueva narrativa paraguaya
alertó a sus camaradas. Una patrulla boliviana de explora-
ción había oído los disparos y se dirigía hacia el epicentro
de los mismos. No tardó el monte en perder sus sonidos
característicos. Como breves luciérnagas, de entre las ho-
jas y ramas se dejaba ver el pestañeo luminoso de las ar-
mas enemigas. Los paraguayos respondieron al ataque.
Era un intercambio de disparos entre lo obscuro. Ciegos
contra ciegos. Escasa y descalcificada era la iluminación
provista por la luna. La muerte y su aliento de pólvora.
Pocos minutos duró el intercambio de plomo, pero ambos
bandos lo percibieron como una eternidad.
Tan súbitamente como había iniciado, la lluvia de pro-
yectiles cesó. En la refriega, dos soldados paraguayos se
habían librado para siempre de la sed. Leiva y el chaque-
ño, sin dejar de apuntar sus armas hacia el frente compro-
baron la muerte de sus compañeros. En un arranque de
rabia, el chaqueño volvió a barrer el perímetro con sus dis-
paros, como si lo que tenía en las manos no fuera un fusil
sino una ametralladora. Leiva le pidió calma, lo tranquili-
zó. Ahora quedaban sólo ellos: dos fantasmas enfrentando
la realidad. Amaneció. La demoledora luz solar iluminó el
escenario de la escaramuza nocturna. A una treintena de
metros pudieron ver los uniformes bolivianos manchados
de sangre, todos estaban muertos, uno de ellos tenía en la
boca su hoja de coca a medio masticar; algunos intestinos
abandonaron su reclusión añosa. Eran cinco los soldados
que con la furia de sus fusiles habían arrancado la vida

311
de sus dos camaradas. Con sus escasas fuerzas, Leiva y el
chaqueño cavaron malamente unas tumbas y allí deposi-
taron los cuerpos envueltos en verde olivo.
Caminaron unos pocos minutos y alcanzaron una
aguada de unos veinte centímetros de profundidad. Ha-
bían dormido muy cerca de ella, sin darse cuenta. Pero el
agua no la podían beber porque estaba llena de cadáve-
res en putrefacción. Una carnicería se había desatado allí
hacía al menos una semana. Uniformes paraguayos y bo-
livianos cohabitaban esa aguada igualadora, sangre medi-
terránea y sudamericana era la que la teñía. Por más que
la sed era para ellos, a esa altura, como una soga en llamas
alrededor del cuello, cruzaron de largo. Sabían que beber
allí significaría una muerte dolorosamente lenta.
Siguieron marchando. Estaban sedientos. El dolor de
cabeza, los calambres, el hormigueo en las piernas, la di-
ficultad en la visión y otros efectos de la sed los trabaja-
ban desde hacía ya rato. Ante la inclemencia del calor y
la ausencia de agua, quebraban a machetazos la corteza
de los árboles y les bebían la savia urgente. La sed era un
subconjunto de esa guerra. Era una tragedia metida den-
tro de otra, como una muñeca rusa. Llegaron a beberse
sus propios efluvios. En sus caramañolas repletas de orina
Javier Viveros/ YVY’A

colocaban porciones macheteadas de palo santo, para ate-


nuar el olor a amoniaco y camuflar mínimamente el mal
sabor; las astillas de ese árbol tenían la propiedad de bajar
un poquitito los decibeles al asco.

312
Nueva narrativa paraguaya
Llegó otra vez la noche con su paréntesis benévolo.
Leiva trató de dormir, pero no lo consiguió, lanzaba ma-
notazos contra los mosquitos que orbitaban su cabeza. Se
preguntaba por qué al chaqueño ya no le afectaba el ho-
rrísono Doppler de los zancudos que, descarados, hundían
sus lanzas hipodérmicas en la carne guerrera. Al chaque-
ño ya nada le importaba. Ambos estaban exhaustos. La
guerra hace que uno pierda su categoría de humano, anu-
la, despersonaliza y convierte al hombre, paulatinamente,
en bestia. Antes de dormirse, Leiva vio un pequeño bulto
obscuro sobre el brazo de su compañero. Pensó que estaba
sangrando, al acercársele entendió lo que pasaba. Era un
murciélago que, conectado a su compatriota, lamía la san-
gre que brotaba merced a la labor de sus pequeños incisi-
vos. Leiva tomó el bulto negro con ambas manos y apretó
enloquecido, los dedos transmitieron su furia. Se oyó en-
tonces un chillido y llegó después el silencio.
Con el ruido, el chaqueño despertó, se tocó la herida
del brazo y lamentó su suerte. El murciélago le había sa-
cado sangre, sabía que le esperaban la debilidad y la ane-
mia. Leiva lo miró pero no cruzaron palabra. Ya no harían
guardias, ambos se rindieron al sueño. El cansancio vencía
a la cautela. Al amanecer continuó la pesada marcha en
busca de la planta que guardaba en su raíz un refrescante
y vivificador cántaro de agua. El sol no les brindaba si-
quiera la esperanza falaz de los espejismos. Había viento

313
y arenas en el viento. Hasta los elementos parecían estar
en contra de ellos.
Con un rictus amargo, el chaqueño dijo que habían ya
marchado demasiado lejos del campamento y que era me-
jor regresar. Leiva no contestó y continuó avanzando. Re-
signado, el chaqueño lo siguió. Caminaron un poco más y
dieron con un descampado. Muchos soldados bolivianos
estaban allí y venían hacia ellos. Se movían a duras penas,
roídos también por la sed y la fatiga. Suplicaban “agüita,
pila, agüita”. Otros, más decididos, se acercaron y trataron
de quitarles sus caramañolas, pensando que estaban re-
pletas de agua. La lucha que se entabló allí fue en cámara
lenta, una pelea entre lánguidos fantasmas. Todos los con-
tendientes eran menos hombres que espectros; exhaustos
y afiebrados, quebrados, embrutecidos por la sed. Piltrafas
de uniformes verde olivo luchando contra andrajosos uni-
formes caqui. Leiva disparaba y tumbaba marionetas estó-
lidas; el chaqueño abría fuego pero, de cuando en cuando,
también hacía volar el zumbido acéfalo del machete.
El duelo de sombras prosiguió con lentitud exasperan-
te. En un lance de la lucha, al chaqueño le dispararon en
la cabeza y cayó muerto. Tres soldados bolivianos se dis-
putaron su caramañola reseca. A Leiva no le costó hacer
Javier Viveros/ YVY’A

blanco tres veces. Avanzaba hacia donde había caído su


compañero cuando llegó la mordedura a su espalda. Era
un balazo que partió de uno de los bolivianos desparra-
mados en el suelo. Leiva giró con dificultad y despachó al

314
Nueva narrativa paraguaya
tirador. Un tendal de muertos fue el saldo de ese encuen-
tro. Se acercó entonces Leiva al cadáver del chaqueño, vio
el agujero en su frente y recordó perfectamente la cabeza
del chancho montés que habían comido días atrás, cuando
todos estaban todavía vivos y tenían la convicción de que
iban a regresar al campamento con las bolsas repletas del
fruto de la tierra, del yvy’a miserable que no aparecía por
ninguna parte. Miró una vez más a su camarada y le envi-
dió su descanso.
La herida en su espalda parecía no haber comprome-
tido ningún órgano vital, pero se desangraba a cuentago-
tas. Cortó un uniforme boliviano y se envolvió horizontal-
mente el torso, en un intento por detener la hemorragia.
Entendió que no valía la pena desperdiciar las escasas
fuerzas que le quedaban en sepultar al chaqueño. Decidió
desandar el camino y regresar al campamento, con las ma-
nos vacías pero vivo. Tal vez ya habían recibido refuerzos.
Volvió sobre sus pasos, trabajosamente, descansando a
ratos. La tortura de la sed era como una condena exagera-
da. Masticó las hojas de una planta, chupó algunas raíces,
mordió un cactus diarreico. Pernoctó. Se soñó al mando
de un camión rebosante de agua exprimida de yvy’a, con
una entrada triunfal al campamento. Con el crepúsculo de
la mañana reinició el retorno. Cruzó cerca de la aguada y
tuvo la tentación de hundir la cara en ese líquido sangui-
nolento y terroso.

315
Pero resistió, bloqueó sus oídos al canto de esa sirena
de pantano. Continuó caminando. A lo lejos, como bajo
tierra, se escuchaba el diálogo de los morteros y el crepitar
de las ametralladoras. Le dolía la herida. Sus pasos ho-
llaron el rubio y seco espartillo, con lánguida firmeza se
enfrentó a la aridez del paisaje que ya había visto en su
camino de ida. Déjà vu de la amargura. La deshidratación,
el cansancio, la insolación, la herida de bala o todo ello
junto empañaban ya su sentido de la realidad. Le pare-
cía ver las cosas como a través de un vidrio, como si esas
cosas no le estuvieran sucediendo a él sino a un actor y
donde él no era más que un cómodo espectador en busca
de catarsis. Le dolía hondamente la herida, pero más le
dolía el tener que regresar al campamento con las bolsas
vacías, el defraudar la confianza de su superior. Caminó.
Durmió. Despertó. Perdió la cuenta de los días y las no-
ches. Su consigna era avanzar en línea recta para retornar
al punto de partida.
Reconoció el lugar donde pasaron la primera noche.
Se supo muy cerca ya del campamento. Caminó con di-
ficultad y a la distancia vio varios bultos en el suelo. Se
aproximó, sacó el fusil del hombro y lo empuñó. No po-
día creerlo. Sus ojos le mostraron desparramados entre la
Javier Viveros/ YVY’A

hierba numerosos yvy’a, algunos de ellos orbitados de in-


sectos. Corrió hacia allí, enloquecido de alegría, miró a los
pulposos frutos y le pareció que algunos le devolvían la
mirada. Tomó una de las hirsutas esferas y con un golpe

316
Nueva narrativa paraguaya
de machete la abrió como a un coco, el líquido vital brotó
a presión y le empapó el raído uniforme, Leiva extrajo el
contenido esponjoso y bebió de él, para llenar luego su
caramañola con el preciado líquido. Uno a uno, fue deca-
pitando a machetazos los yvy’a y los cargó en la bolsa.
El gozo de un nuevo sol se pintó para él. Tenía la pre-
ciada carga y estaba demasiado próximo al campamento.
Fue marchando, cada vez más despacio, víctima del can-
sancio y de la herida en la espalda. Iba arrastrando la bol-
sa con el utilísimo contenido, cuidadosamente, sabedor de
su importancia. Siguió moviéndose a trancos dolorosos y
torpes. Estaba cada vez más cerca. Avanzó esquivando los
abrazos del monte y a corta distancia pudo ver la entrada
al campamento. Una vez más, volvieron a su cabeza las
imágenes del bombardeo sorpresivo de la aviación boli-
viana. Luego, la cabeza del chaqueño con el certero dispa-
ro en la frente se le superpuso a la del tagua, al que el pri-
mero había dado muerte. Se arrastró, llegó al campamento
y con un tiro de fusil se derrumbó anunciando su retorno:
victoria pírrica pero victoria al fin.
El Mayor y el enfermero oyeron el disparo. Eran tam-
bién unas pálidas piltrafas donde la vida se estaba apa-
gando con prontitud. Vieron a Leiva y se le acercaron. El
Mayor llegó primero, se aproximó al cuerpo tendido y le
sacó la desesperada caramañola. La sopesó y se alegró al
saberla llena. La abrió y con ansias bebió dos grandes tra-
gos. Instante tan esperado. De inmediato, escupió un lí-

317
quido negro y espeso. Sin prestarle atención, el enfermero
agarró la bolsa que Leiva había traído a rastras y la volteó.
En estampida, varias cabezas de recorte militar rodaron
sobre las arenas mustias. Furia. Decepción. Resignación.
Pavor ante lo ya inevitable. El enfermero y el Mayor se mi-
raron con amargura. Este último tomó a Leiva por el cue-
llo del uniforme y le reclamó su fracaso con toda la vehe-
mencia de la que era capaz un muñeco exangüe. Lo agitó
con rabia, lo amenazó con descuereos sin fin, con degrada-
ción y consejos de guerra que le recetarían el fusilamiento
inapelable. Pero el soldado Leiva, cuya boca portaba una
tenue sonrisa triunfal, ya no lo podía oír.
Javier Viveros/ YVY’A

318
Nueva narrativa paraguaya
Índice

Najeeb Amado
El tronco ...................................................................................... 5

M. M. Ballasch
El día en que la humanidad comenzó a envejecer ............. 23

Blas Brítez
Rápido como el polvo ............................................................. 35

Mónica Bustos
Camas calientes ....................................................................... 51

Damián Cabrera
El nombre de la expectativa ................................................... 61

Patricia Camp
Una parada en la ruta ............................................................. 69

Charles Da Ponte
Porque estás como ausente .................................................... 87

Julio de Torres
Dilema del heterónimo ........................................................... 95

Juan de Urraza
Alicia y Zavala ....................................................................... 105

Rolando Duarte
Habibti .................................................................................... 113

Milady Giménez
Nido vacío .............................................................................. 121

319
Juan Heilborn Díaz
Círculos del miedo ................................................................ 135

Carlos Morales
Terror nocturno ..................................................................... 151

Sebastián Ocampos
Testigo falso ........................................................................... 161

José Pérez Reyes


Doble pérdida ........................................................................ 173

Juan Manuel Ramírez


Las muecas ............................................................................. 183

Jazmín Rodríguez
Mecedura ................................................................................ 191

Ever Román
Medios de transporte ............................................................ 201

Luz Saldívar
La Mónada.............................................................................. 227

Giovanna Sánchez-Orzuza
En compañía
de extraños ............................................................................. 235

Gustavo Torres
Culpable.................................................................................. 265

Eliana Ugarte
2984 .......................................................................................... 275

Diana Viveros
El buitre y la paloma ............................................................. 287

Javier Viveros
Yvy’a ....................................................................................... 301

320
Se terminó de imprimir en diciembre de 2013.
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