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Crítica de la crítica acrítica e hipercrítica

Federico el Grande

Federico el hombre

Federico el nuevo Quevedo

Federico el defensor de España

Federico el rojo español

Federico el liberal

Ante qué estamos con Memoria del comunismo

¿Comunismo hoy?

Ni justificar ni condenar, ni reír ni llorar: entender

¿Comunismo en la universidad?

La confusión del progresismo y el pensamiento Alicia con el comunismo en la


que se mueve constanteme

El fin del siglo soviético y la verdadera Transición

Federico el negrolegendario

Historiografía retroanticomunista

La naturaleza criminal del comunismo

Terror, genocidio y mentira

El Mal absoluto

Lenin el Terrible

Lenin el bueno y Stalin el malo

El estalinismo fue una reestructuración del leninismo

Reductio ad Hitlerum: otro tópico negrolegendario

Hermanos gemelos

La tríada comunismo, fascismo y nazismo


Totalitarismo

La cuestión judía

La cuestión polaca

Reductio ad Bakunim

El podemismo no es un comunismo: reductio ad Turrium

La noche en la que todos los gatos son viejos topos

Neocomunismo y populismo

Podemismo y postmarxismo

Pablo Iglesias II el Turrión

Turrión y el Papa

El debate Losantos-Turrión: una de las dos Españas ha de helarte el corazón

El podemismo es un separatismo

Podemos: la quintaesencia del Régimen del 78

El Imperio Soviético

La Realpolitik de la dialéctica de Estados frente a la ideología de la revolución


mundial

La URSS como Imperio generador

Los crímenes de los malos

La memoria de las víctimas

¿100 millones de muertos?

¿62 millones de muertos sólo en la URSS?

Las hambrunas en la época de Lenin


El libro negro de Federico
Daniel Miguel López Rodríguez

Crítica a Memoria del comunismo de Federico Jiménez Losantos


Índice

Introducción: Crítica de la crítica acrítica e hipercrítica

I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
2. Federico el nuevo Quevedo
3. Federico el defensor de España
4. Federico el rojo español
5. Federico el liberal
6. Ante qué estamos con Memoria del comunismo

II. ¿Comunismo hoy?


1. Ni justificar ni condenar, ni reír ni llorar: entender
2. ¿Comunismo en la universidad?
3. La confusión del progresismo y el pensamiento Alicia con el comunismo en la que se
mueve constantemente el autor
4. El fin del siglo soviético y la verdadera Transición

III. Federico el negrolegendario


1. Historiografía retroanticomunista
2. La naturaleza criminal del comunismo
3. Terror, genocidio y mentira
4. El Mal absoluto
5. Lenin el Terrible
6. Lenin el bueno y Stalin el malo
7. El estalinismo fue una reestructuración del leninismo

IV. Reductio ad Hitlerum: otro tópico negrolegendario


1. Hermanos gemelos
2. La tríada comunismo, fascismo y nazismo
3. Totalitarismo
4. La cuestión judía
5. La cuestión polaca
6. Reductio ad Bakunim

V. El podemismo no es un comunismo: reductio ad Turrium


1. La noche en la que todos los gatos son viejos topos
2. Neocomunismo y populismo
3. Podemismo y postmarxismo
4. Pablo Iglesias II el Turrión
5. Turrión y el Papa
6. El debate Losantos-Turrión: una de las dos Españas ha de helarte el corazón
7. El podemismo es un separatismo
8. Podemos: la quintaesencia del Régimen del 78

VI. El Imperio Soviético


1. La Realpolitik de la dialéctica de Estados frente a la ideología de la revolución
mundial
2. La URSS como Imperio generador

VII. Los crímenes de los malos


1. La memoria de las víctimas
2. ¿100 millones de muertos?
3. ¿62 millones de muertos sólo en la URSS?
4. Las hambrunas en la época de Lenin
5. El mito del Holodomor
6. Unas cifras más realistas
7. La China de Mao

VIII. Los crímenes de los buenos


1. El liberalismo es muy bueno
2. Los crímenes del cristianismo
3. El expolio y el genocidio de los británicos contra los irlandeses
4. Las hambrunas de la India
5. Los explotados en la metrópoli
6. Los bombardeos contra civiles
7. La guerra de Vietnam
8. Otros crímenes de los buenos

Conclusión

Bibliografía
Introducción: Crítica de la crítica acrítica e hipercrítica
A consecuencia del éxito editorial de Memoria del comunismo me ha parecido
oportuno llevar a cabo una extensa crítica del mismo, para advertir de sus insuficiencias
como crítica al comunismo (a algunos esto les parecerá «oportunista», cosa que me da
igual, y además el oportunismo puede ser pertinente e incluso prudente).

Yo mismo he llevado a cabo una crítica al comunismo en mi Tesis Doctoral:


Materialismo y espiritualismo. La crítica del materialismo filosófico al marxismo-leninismo. La
tesis la concluí el 13 de febrero de 2017 y la dejé en depósito al día siguiente, pero por
cuestiones de absurdo burocratismo no pude defenderla hasta el 7 de marzo de 2018 en
la Universidad de Sevilla, con nota sobresaliente cum laude. El autor de Memoria del
comunismo haría bien en leerla (sin tener la obligación de hacerlo, por supuesto). El pdf
de mi Tesis Doctoral puede descargarse aquí: puede descargarse aquí. Asimismo, con
motivo del centenario de la Revolución de Octubre, publiqué a finales de 2017 un
ensayo sobre la revolución proletaria en El Catoblepas:
http://www.nodulo.org/ec/2017/n181p01.htm.

También llevé a cabo una crítica contra Los enemigos del comercio de Antonio
Escohotado: primero a viva voz en los Cursos de Verano de Santo Domingo de la
Calzada en julio de 2017, que puede verse por televisión material en el canal Youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=yvp7wHYG2-c; y después desde las páginas de
El Catoblepas: http://www.nodulo.org/ec/2018/n182p01.htm.

La presente extensa crítica al libro de Federico es como una continuación a la


crítica que le hice a Escohotado, así como un desarrollo de lo estudiado en mi tesis y en
otras publicaciones. El señor Losantos y Don Antonio están muy vinculados, y podría
decirse que pertenecen a la misma escuela o tendencia; al menos en lo que a cuestiones
comunistas o anticomunistas se refiere. Federico y Escohotado en lo que se refiere al
comunismo y al anticomunismo son tal para cual: tanto monta monta tanto Fedecohotado
y Escoderico.

Como hice con Escohotado, lo que en las siguientes páginas procuraré es llevar a
cabo una «crítica de la crítica acrítica», es decir, una crítica a la crítica que Federico
Jiménez Losantos hace del comunismo de modo acrítico, es decir, acrítico con la leyenda
negra anticomunista (es más, cabe decir que el anticomunismo -o más bien
retroanticomunismo- que predica el ex locutor de la COPE es doctrinalmente
dogmático, como aquí procuraré dejar en evidencia). También cabría decir que
procuraré realizar una «crítica de la crítica hipercrítica», porque Federico, al no
reconocerle ni el más mínimo mérito al comunismo, se pasa de crítico y por ello no es
propiamente crítico sino más bien hipercrítico.
Esta crítica a Memoria del comunismo también incluye una crítica a Podemos, pues
la crítica o hipercrítica que hace Federico a la formación morada tampoco me parece
suficiente; aunque con su libro Federico ha escrito, entre otras cosas, su Anti-Podemos.
Podemos es mucho más pernicioso de lo que Federico piensa, aunque los demonice y se
quede a gusto contra ellos delante del micrófono con su peculiar estilo, como también
los pone «a caer de burro» en Memoria del comunismo. Pero, como digo, no me parece
suficiente. De modo que este extenso escrito también podría titularse muy bien Anti-
Losantos y Anti-Turrión: contra el huno y contra el otro. Y que conste que no es personal: es
política.

Como soy muy duro sé que a Don Federico no le voy a caer bien (y a Turrión ni
que decir tiene, pero de ése no espero que lea nada… aunque tampoco del primero
espero mucho, la verdad). Soy duro pero justo. Ahora bien, le pido al criticado que no la
tome contra El Catoblepas, o contra la Fundación Gustavo Bueno o contra cualquier
persona e institución relacionada con el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Yo soy
el responsable de esta crítica, si bien es cierto que las Ideas que pongo en marcha son
objetivas y no han salido de mi seno. Otra cosa es el mayor o menor acierto que pueda
tener a la hora de poner tales Ideas en marcha, en concreto en función de la crítica al
libro de Federico y otros asuntos involucrados que bien merecen ser traídos para
triturar todo lo que sea que triturable de la obra del señor Losantos, que no es poco.

Por mi parte no trataré de mostrar hechos verdaderos puros, cosa propia del
positivismo decimonónico y de gnoseologías descripcionistas, sino de contrastar,
comparar y enfrentar unas interpretaciones frente a otras, esto es, una interpretaciones
que se nos presentan y se retratan a sí mismas como negrolegendarias (las de Federico)
frente a otras que al no distorsionar las reliquias y relatos dados en el presente son más
propias de la historia rigurosa. Reliquias y relatos vendrían a ser monumentos y
documentos, es decir reliquias no escritas y reliquias escritas que, como decimos, se nos
dan en el presente, y el nexo entre el presente en el que se nos dan las reliquias y relatos
«sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo
entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas… El “pasado” es, así, un concepto
regresivo a partir, no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras
partes del mismo presente. Esta precisión tiene consecuencias muy importantes en
orden a la estructuración del concepto de Historia. Principalmente, ésta: la Historia (no
mítica) es, de algún modo, la destrucción del presente, su desbordamiento. Mientras el
mito es la construcción o progressus del presente a partir de sucesos que in illo tempore ya
lo tenían incorporado» (Bueno, 1978a: 10-11).
I. Federico el Grande

1. Federico el hombre

Federico Jorge Jiménez Losantos nació en Orihuela del Tremedal (provincia de


Teruel) el 15 de septiembre de 1951. A los 10 años ganó una beca que le permitió hacer
el bachillerato con José Antonio Labordeta (1935-2010) y José Sanchís Sinisterra
(Valencia, 1940). Empezó estudiando filosofía y letras en la Universidad de Zaragoza,
pero en 1971 se trasladó a la Universidad de Barcelona para especializarse en filología
española y doctorarse con una tesis sobre Vallen-Inclán. Después estudiaría
psicoanálisis con el introductor de Lacan en lengua española, Óscar Masotta (1930-
1979), siendo uno de los fundadores de la Biblioteca Freudiana de Barcelona. Entre 1978
y 1981 dirigió la revista Diwan junto a Alberto Cardín (1948-1992) y Javier Rubio. En
1978 ganó el Premio de Ensayo El Viejo Topo con La cultura española y el nacionalismo,
aunque su editorial se negó a publicar Lo que queda de España (1979). En 1979 publicó
una edición crítica de la obra del filósofo posmoderno François Lyotard (1924-1998).

El 21 de mayo de 1981 fue secuestrado por la banda terrorista separatista Terra


Lliure. Recibió un disparo en la rodilla por el terrorista Pere Bascompte (Manresa, 1957),
y sería abandonado cerca de Santa Coloma atado a un árbol, hasta que ese mismo día la
policía lo rescató. Tras vivir semejante aventura o más bien desventura
(afortunadamente sin final trágico), Federico decidió abandonar Cataluña.

Desde 1982 fue profesor de literatura en el Instituto Lope de Vega en Madrid. En


1994 la editorial Planeta le otorgó el premio Espejo de España por su ensayo biográfico
La última salida de Manuel Azaña. Tras leer las obras de Pío Moa (Vigo, 1948), se
desengañó con Azaña (1880-1940).

Federico ha colaborado con periódicos de tirada nacional como El País, Diario 16,
ABC y El Mundo. Desde 1998 es editor de la revista de pensamiento La Ilustración Liberal.

Fue colaborador de Antena 3 Radio con Antonio Herrero (1955-1998), el que fue su
gran influencia radiofónica. También colaboró con Antena 3 Televisión dirigiendo el
programa cultural La Historia de los Judíos Españoles. También empezaría a ser
colaborador de la COPE, y tras el «antenicidio» de Antena 3 Radio por el Grupo Prisa se
fue junto a José María García (Madrid, 1943), Antonio Herrero y Luis Herrero
(Castellón, 1955) a la COPE. Al morirse Antonio Herrero en 1998, Luis Herrero le
sustituyó en La Mañana y Federico pasaría a presentar y dirigir el programa de tarde
noche titulado La Linterna. Pero en 2003 pasaría a presentar y dirigir La Mañana con uno
de los mejores índices de audiencia en la radio española. Estuvo en la emisora de la
Conferencia Episcopal hasta junio de 2009, cuando fue destituido por presiones de
algunos dirigentes del PP y también por presiones del Rey Juan Carlos (Roma, 1938).
Entonces decidió fundar esRadio, emisora asociada a Libertad Digital (periódico que
empezó a funcionar en la red en el año 2000), junto a César Vidal (Madrid, 1958) (que en
la COPE presentaba y dirigía La Linterna) y Luis Herrero (que tras un paso fugaz por el
parlamento europeo, como eurodipitado del PP, volvió a la radio).

Otras de sus publicaciones de nuestro protagonista fueron El adiós de Aznar


(2004), De la noche a la mañana (2006), en 2007 reeditó La ciudad que fue, Más España y más
Libertad (2008), una tetralogía de la Historia de España (2009-2010-2012) junto a César
Vidal, Los años perdidos de Mariano Rajoy (2015) y esta Memoria del comunismo (2018) que
por extenso aquí voy a criticar.

Federico ha sido uno de los grandes detractores de la infame versión oficial de


los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Eso es de admirar. Libertad Digital ha
servido como medio de difusión de la trituración de la versión oficial del atentado más
cruento de la historia de España. Fundamentalmente ha sido la aportación de Luis del
Pino (Madrid, 1962) con libros, artículos, programas de radio y de televisión reveladores
sobre el asunto (reveladores de la patraña que supone la versión oficial, no ya sobre la
auténtica autoría de los atentados, que a día de hoy desconocemos, aunque por
especular…). Yo mismo he puesto mi granito de arena para desmontar semejante
fraude y espectáculo judicial en las páginas de El Catoblepas:
http://nodulo.org/ec/2015/n157p01.htm.

Federico es una estrella de la radio, un auténtico crack de las ondas. Ante el


micrófono nuestro protagonista es un hacha y un fiera (en el buen sentido). Combina
expresiones castizas y populares con expresiones académicas y literarias. No deja títere
con cabeza: a veces con razón, otras sin razón y en otras lo que dice es discutible. Tiene
un estilo contundente pero simpático, ameno, irónico, satírico, crítico y a veces
hipercrítico, lo cual le ha costado hasta cuatro procesos judiciales por vulneración del
derecho al honor y otros dos por injurias. Aunque también la radio le ha dado premios
como el del Micrófono de Plata, el de Oro, el de la Academia Española de la Radio, el
González Ruano, el del Parlamento Europeo o el de Espejo de España. En 2009 la
Fundación Denaes para la defensa de la nación española, que por entonces presidía
Santiago Abascal (Bilbao, 1976), le otorgó el premio de «españoles ejemplares» al grupo
Libertad Digital.

Tuve el gran honor de conocer personalmente a Federico la mañana del 6 de


marzo de 2015 en el Centro universitario EUSA en Sevilla, donde hizo su programa de
radio. Tras el programa simplemente lo saludé y le dije que para el 11 de marzo iba a
salir mi ensayo sobre el 11M en El Catoblepas. No sé si llegaría a leerlo. De todos modos
Federico estuvo muy atento y fue muy simpático.

2. Federico el nuevo Quevedo

Federico es un maestro en el arte de insultar y de poner motes, es una especie de


Quevedo de nuestro tiempo. Ahí van algunos ejemplos:
Pablo Iglesias Turrión: «Pablemos», «Pablenín», «El Leninín de la Complu», «El
Sacamantecas de Vallecas», «Alopécico Coletudo», «El Hacendado de Villatinaja»,
«Pablo Telemarmol», «Koleta Borroka» («Koleta Morada» se lo puso él mismo cuando
hablando como un indio señaló en un mitin al «Pequeño Pujol», es decir, Arturo Mas).
Irene Montero: «Irene Montera o Monterón». Pablo e Irene: «Pabla e Ireno». Juan Carlos
Monedero: «Moneydero». Íñigo Errejón: «El Pequeño Nicolás de Podemos», «El Bebé
Probeta del Gulag», «El Robin de Batman Iglesias», «El Trotski de Vistalegre». Pablo
Echenique: «Echeminga Dominga». Manuela Carmena: «Lady Gagá». El bebé de
Carolina Bescansa: «Bebescansa». Rita Maestre: «Rita la Asaltaora», «Pitita». Tania
Sánchez: «La Khaleesi Poligonera», «Tania Vacíamadrid». Mariano Rajoy: «Don
Vagancio», «MarianUCO», «Prudencio Galbana», «El pecio flotante», «Plasmarote»,
«Pantocrátor», «Estafermo», «El Ausente». José María Aznar: «Maricomplejines», «El
Faraón». Ana Pastor: «Pastoremos». Javier Arenas: «El Joven Arenas», «Arenas
Movedizas». Partido Popular: «Partido Bolsovique» (por el bolso que dejó Soraya en el
asiento de Rajoy al ausentarse éste de su asiento del Congreso la tarde del día de la
moción de censura). Antonio García Ferreras: «Gorilas en la niebla», «Kim Kong Un»,
«Ferreras de las Mil Colinas» (y su programa «Al Rojo Vivo y al Azul Muerto»). Soraya
Sáenz de Santamaría: «Soraya Sáenz de la Guillotina», «Lady Macbeth»,
«VicePRISAdenta», «Bolita de Azufre», «Sorayexta», «La Muñeca de Rajoy», «En el PP
hay cinco candidatos y La Sexta», «La Niña Asheshina One». María Dolores de
Cospedal: «Asheshina Two». Cristóbal Montoro: «El Murciégalo», «El Vampiro»,
«Nosferatus». Carmen Martínez Castro: «Carmen, por favor». José Manuel García-
Margallo: «El Gallo Margallo». Iñigo Méndez de Vigo: «Méndez de Frankfurt»,
«Méndez de Humo», «Méndez de Nada». Fernando Martínez Maillo: «Maillóteles».
Juan Manuel Moreno Bonilla: «Moreno Nocilla, ¡qué merendilla!». Fernando VII:
«Tigrekán I de Mongolia». Felipe González: «Tigrekán II de Mongolia», «El abrecoches
de Carlos Slim», «El Tigre de Guanajuato» (a su vez, González bautizo a Federico como
«Jiménez Losdemonios», y a Pedro J. Ramírez como «Pedro Jeta del Inmundo»).
Alfonso Guerra: «El Hemmano de mi Hemmano». José Luis Rodríguez Zapatero:
«zETAp», «Zetapasuna», «Bambi», «Largo Caballero/Corto Zapatero». Alfredo Pérez
Rubalcaba: «RuGALcaba», «Freddy el Químico», «RubalCARA». Zapatero y Rubalcaba:
«Zapacaba y Rubaltero». María Teresa Fernández de la Vega: «Vicevogue». Bibiana
Aído: «Bibiano Aída». María Antonia Trujillo: «Apretrujillo» (por los pisos de 25 metros
cuadrados que propuso). Ángeles González-Sinde: «Sindescargas». Miguel Ángel
Moratinos: «La nada con sobrepeso», «Desatinos», «Moratones». Patxi López: «Patxi
Nadie». Pedro Sánchez: «Pdr Snchz» (pronunciado como un estornudo),
«Plurisánchez», «Pedronono», «Pedrocomosea», «El Pelelesidente de los Separatistas».
Tomás Goméz: «Invictus Fostiatus», «Tomás, y no digo más». Susana Díaz: «Omaíta».
Miquel Iceta: «La Gogó del Llobregat», «Ijeta». Màxim Huerta: «Potorro»,
«Tuitministro», «Mínimo Huerta». Meritxel Batet: «Meritxol». Carmen Calvo: «Carmen
Calva». Fernando Grande Marlasca: «Pequeño Marlasca». Rey Juan Carlos:
«Campechano». Infanta Cristina: «Marnie la Ladrona». Urdangarín: «Urdanga»,
«Hurtangarín». Urdangarín y Cristina: «Bonnie y Clyde». Jordi Pujol: «La Iguana
Epiléptica». Carlos Puigdemont: «Cocomocho», «Cocoliso», «Vileda I de Cataluña»,
«Fregonet». Quim Torra: «Quim Borra» (por los tuits que borró en los que insultaba a
España y los españoles), «Kim Il-Torra», «El Nazi Torra», «Catanazi». Carod Rovira:
«Robiretxe». Joan Tardá: «Ese paso atrás en la evolución». Roger Torrent: «Torrente, el
brazo tonto del procés». Anna Gabriel: «Doña Sánex». Fidel Castro: «Coma-andante».
Miguel Díaz-Canel: «El Canelo». Hugo Chávez: «Gorila Rojo». Olga Sánchez: «La Fiscal
¡Vale Ya!» (fiscal del 11-M). Donald Trump: «El Jesús Gil de las Vegas». Kofi Annan:
«Kakofi». Papa Francisco: «Papacisco». Jesús de Polanco: «Jesús del Gran Poder». Juan
Luis Cebrián: «Janli». Michael Robinson: «Doña Croqueta». González Ferrari (director
de Ondacero): «Ferrari Panda». Nacho Escolar: «Pre-Escolar», «Estercolar». Al Gore: «El
Algorero». Julen Lopetegui: «Piketegui».

3. Federico el defensor de España

Federico es muy consciente de que la nación española es más importante que el


PP, que el PSOE, que Ciudadanos y que cualquier partido político.

Federico se ganó la admiración de Francisco Umbral (1932-2007) por la


publicación de Lo que queda de España, y se refirió a la publicación de nuestro
protagonista como «el nacimiento de un gran escritor español». Y también se ganó la
admiración de ni más ni menos que Don Gustavo Bueno: «Jiménez Losantos, en su
libro, logra poner en ridículo a muchos pontífices de la ideología “descentralizadora”, a
lo Vázquez Montalbán o Juan Goytisolo. Que determinadas opiniones sean ridículas no
quiere decir, es bien sabido, que no haya que ponerlas en ridículo, puesto que, muchas
veces, la ridiculez puede estar enmascarada por un vocabulario progresista,
demagógico o incluso soez (nos referimos al estilo Don Tancredo). Hablar de “señas de
identidad”, tal como se habla en este contexto, es ridículo, si se tiene en cuenta que
semejante expresión sólo cobra sentido cuando se da por supuesta una entidad
(metafísica) cuyas señas parecen buscarse, aún cuando es aquel supuesto lo que
verdaderamente está en cuestión, esa entidad misma (la entidad de Cataluña y, más
aún, la del País Vasco, como sustancias separadas de España) y no sus señas. Pero
quienes se encuentran girando dentro del torbellino, no advierten su ridículo, y por ello
es necesario, desde fuera, ponerlos en situación de tal. Tarea no siempre fácil que
Jiménez Losantos ha conseguido, sin embargo, y por ello, le admiramos» (Bueno, 1979:
96).

4. Federico el rojo español

Federico hace referencia a una contradictoria expresión: «ciudadano de España y


del Mundo» (p. 16). Sólo se puede ser ciudadano de España (o de un determinado
Estado), pues no hay ciudadanía del mundo (tan sólo en el imaginario de los
cosmopolitas pánfilos). De hecho, esto de autoproclamarse como «ciudadano del
mundo» es muy propio de los progres, a los que tanta inquina les tiene Federico. Que
seamos terrícolas (habitantes del planeta Tierra) no quiere decir que seamos ciudadanos
del mundo, porque el título de ciudadanía sólo hace referencia a un determinado
Estado (sin perjuicio de aquellos ciudadanos que tienen doble nacionalidad), y los
habitantes humanos de tal planeta no componen una totalidad atributiva (eso sería, en
todo caso, como especie biológica) sino una totalidad distributiva en la que están
divididos en diferentes Estados en continua dialéctica (dialéctica de Estados, que se
codetermina con la dialéctica de clases de cada Estado en particular).

En una entrevista Federico afirmó que dejó de ser marxista para ser español, pero
ya cuando era marxista era español (lo era desde que se empadronó). Luego se puede
ser marxista y seguir siendo español: una cosa no quita la otra, ya que ser comunista no
se contradice con ser español (así como ser separatista tampoco se contradice con ser
español; es más, los separatistas por ser precisamente separatistas son españoles, y
objetivamente no pueden negar la existencia de España porque no pueden negar la
existencia de aquello de lo que se quieren separar). Y se puede estimar y venerar a
Stalin y defender a la nación española como hace Gustavo Bueno en este vídeo {1}.
Aunque Bueno nunca militó en «el Partido» ni tampoco se enfundó la «camisa azul».

En su juventud Federico fue comunista. Pero su conversión al comunismo y su


conversión al anticomunismo «se produjeron en solo dos años, 1974 y 1975» (p. 28).
Aunque en la página 53, citándose a él mismo en La dictadura silenciosa, afirma que no
dejó de ser comunista (de carné) hasta abril de 1976 cuando visitó un campo de
concentración a las afueras de Pekín. «En ese tiempo todavía estoy en el partido, con
mayúscula, aunque el marxismo ha dejado de parecerme el mejor sustituto del
Evangelio» (p. 53).

Federico empezó a acercarse al comunismo a raíz de los sucesos que retrasmitió


en detalle y a diario «la TVE franquista» (p. 17), retransmisión que el autor supone
«como vacuna» del Mayo del 68 en París. Es decir, la génesis del comunismo de
Federico, o la afiliación comunista del joven aragonés, estuvo bajo el yugo de la
ideología sesentayochesca, muy distante, por cierto, del carácter combativo y
verdaderamente revolucionario del leninismo y en una coyuntura histórica y en una
zona geográfica, la de transcurrir en plena Guerra Fría y ubicarse en un país occidental
como Francia, muy diferente a la que se incubó el bolchevismo: situado en el extremo
oriente de Europa y llegando hasta el extremo oriente de Asia durante los períodos de
la Primera Guerra Mundial, la posguerra (en la que los bolcheviques obtuvieron -como
confesó Lenin- una paz «vergonzosa» e «indecente» en Brest-Litovsk el 3 de marzo de
1918, y otra paz de la derrota tras el Tratado de Versalles en 1919) y, ya con Stalin, el
período de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial (que los soviéticos bautizarían
como «Gran Guerra Patriótica», lo que supuso una vuelta del revés en el ejercicio de la
dialéctica de Estados al mostrarse como imposible la existencia de un proletariado
universal solidario en la dialéctica de clases contra la burguesía de los respectivos países en
una supuesta «revolución mundial»).

Según palabras del propio Federico, da la sensación de que la leyenda negra


contra el comunismo no fue algo que preocupase fomentar a los franquistas. Por eso
dice Federico que los universitarios no sabían nada de comunismo (ahora todavía saben
menos, y me consta). «El franquismo había dejado de criticarlo como en la posguerra,
aunque no de perseguirlo, y no se molestaba en poner al día los datos del Gulag o
promocionar los libros de los disidentes del PCE. Y el antifranquismo, que era el
partido, disimulaba. El gran problema de imagen, siempre la imagen, fue la entrada de
los tanques en Praga en 1968 para imponer el orden soviético al “socialismo con rostro
humano” de Dubcek. Y también vimos por televisión a jóvenes de nuestra edad, más
heroicos que los franceses, plantando cara a los tanques» (p. 24). ¿Y qué son las
imágenes de los tanques soviéticos entrando en Praga en 1968 comparado con las
imágenes de los bombardeos estadounidenses (capitalistas) sobre Vietnam?

En 1974 Federico iba a hacer la mili pero «por un afortunado vaivén burocrático»
se libró de la misma y su «superyó» se convenció convertir ese año en blanco «en rojo»,
esto es, en «emplearlo en hacer política al servicio de España, viendo la mejor forma de
servir al pueblo, que era, sin duda, combatir sin uniforme a la dictadura» (p. 28).

Federico estuvo influenciado «por la rama más o menos estructuralista y con


guiños al psicoanálisis que representaba Louis Althusser… Yo descansaba del Pour
Marx de Althusser leyendo a Baran y Sweezy e incluso al trotskista Mandel. Luego
volvía a la escuela althusseriana, del francés Balibar, a los españoles Albiac, Crespo y
Ramoneda, sin olvidar a Poulantzas y Marta Harnecker… Por supuesto -vía París-
librería Maspero- conseguí y leí las Obras Escogidas de Lenin en la editorial Progreso de
Moscú, los cuatro tomitos de Mao, los Principios del leninismo de Stalin, Mi vida de
Trotski, El profeta desarmado, de Deutscher, la antología de Gramsci que publicó Solé
Tura y sus soberbias Cartas desde la cárcel. En fin, estudié» (pp. 28-29).

Federico se refiere al comunismo, en el contexto de la gente de su generación,


como una «teología de sustitución» (p. 15). Ya en La dictadura silenciosa (1993) afirmó que
el marxismo es sólo un «sustituto del evangelio» (p. 53). Según Federico, el comunismo
es «una doctrina filosófico-teológico-político-económica» (p. 249). Pero la teología sobra
en el comunismo, por mucha escatología que haya en su filosofía de la historia. De
hecho el marxismo profundizó aún más en el proceso de inversión teológica y, avanzando
en esta dirección, puso en marcha el proceso de trituración del Espíritu Absoluto que se
postulaba en el panlogismo hegeliano; y así abría el paso hacia un sistema materialista,
aunque impregnado de monismo, lo cual hizo que no fuese lo suficientemente crítico y
desembocase en un pensamiento dogmático como el del Diamat (una de las muchas
causas de la caída del bloque soviético, esto es, el Imperio Soviético y su esfera de
influencia).

Federico afirma haberse desprendido de la fe en el Todo (Dios), la cual sería


sustituida por la esperanza de la salvación de Todos (el pueblo). Y se refiere al
cristianismo (el catolicismo, en su caso) como «la religión del Todo» y al comunismo
como «LA SECTA DEL TODOS» (p. 22). «El comunismo es un monoteísmo y no admite
otro dios que él mismo» (p. 23). En plan «quien no está conmigo está contra mí».

La voz de Dios dejó de preocuparle (directamente dejó de creer en ella) para


preocuparse por la voz del pueblo. Podríamos decir que Federico sufrió su particular
proceso de inversión teológica: «La fe perdida en el más allá se reencontraba en la Política
del más acá. Y como el franquismo ya no se llevaba ni entre los franquistas, se puso de
moda lo contrario, la música del enemigo, la simpatía por el diablo, los Rolling, el
comunismo, El Partido» (p. 21).

Federico militó en Organización Comunista de España (Bandera Roja), una


organización que se consideraba maoísta. También militó en el Partit Socialista Unificat
de Catalunya (PSUC). Durante la Transición militó en el Partido Socialista de Aragón,
que no era el PSOE de Aragón sino un partido perteneciente a la extinguida Federación
de Partidos Socialistas, el cual consiguió un diputado en las Cortes Constituyentes:
Emilio Gastón (1935-2018). En 1980 por presiones del PSOE y el Partido Socialista de
Andalucía, que lideraba Alejandro Rojas Marcos (Sevilla, 1940), Federico no pudo
presentarse a las elecciones autonómicas de Cataluña como número uno del Partido
Socialista de Aragón. No obstante estuvo en las listas del Partido Socialista de
Andalucía, defendiendo los derechos culturales y sociales de todos los españoles
inmigrantes en Cataluña, ya que le parecía insuficiente la defensa que hacían de éstos el
PSOE-PSC y el PCE-PSUC. Pensaba que estos partidos, al estar envenenados y
contagiados por el separatismo catalán, habían desprotegido a los obreros andaluces. El
Partido Socialista de Andalucía sólo obtuvo dos escaños, y esos dos diputados eran casi
los únicos que pronunciaban su discurso en español en el parlamento catalán. Esto le
llevó a firmar el 25 de enero de 1981 el Manifiesto de los 2.300, que publicó Diario 16 bajo
la dirección de Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952), en el que se defendía los derechos
lingüísticos en Cataluña entre el español y el catalán.

5. Federico el liberal

Federico se autoproclama liberal. Aunque, eso sí, Federico al menos discrepa de


«los economistas “libertarios” de cátedra que parloteaban sobre un mercado sin Estado,
o sea, sin ley» (p. 670). Es decir, Federico no es anarcocapitalista o anarcoliberal, como
pueda serlo su compañero de Libertad Digital Juan Ramón Rallo (Benicarló, 1984), o el
mentor de éste: Jesús Huerta de Soto (Madrid, 1956). Las cosas del anarcocapitalismo las
considera Federico, y con toda la razón, como «frivolidades» (p. 670). Y un poco más
abajo añade: «Igualdad ante la ley, precisamente porque los liberales no somos
anarquistas y propugnamos la necesidad del Estado, pero con límites precisos y
siempre dentro de una legalidad cuya raíz moral e intemporal encuentran muchos en el
derecho natural y el derecho de gentes y cuyas normas -entendemos nosotros- deben
estar al alcance de todos y a todos servir por igual. Igualdad ante la ley, sí, porque los
liberales aceptamos que los humanos somos distintos, radicalmente desiguales, pero
con el mismo derecho a “la búsqueda de la felicidad”, es decir, a labrar nuestro propio
destino sin que otros lo decidan por nosotros. Por eso entendemos que la ley,
respaldada por una fuerza proporcionada y legítima, debería ser el ámbito natural de
las relaciones humanas civilizadas. Y que cuando las circunstancias requieran el uso de
la violencia o incluso de la guerra contra los que quieren atropellar la vida, la libertad y
la propiedad de los ciudadanos, hasta el uso de la fuerza debe estar siempre bajo la ley»
(p. 673). Parece que nuestro autor no sólo es preso del mito de la libertad (aun siendo
crítico con el anarcoliberalismo o fundamentalismo de la libertad) sino además del mito
de la felicidad.

Es llamativo, se indigna nuestro autor, que existan manuales «impregnados de


odio a la libertad» (p. 73). Y yo me pregunto cómo diablos se puede odiar la libertad.
Pues de muchas maneras: es odiosa la libertad de políticos corruptos, es odiosa la
libertad de etarras, es odiosa la libertad de violadores y pederastas (y más odioso aún
cuando el «Gobierno de España» los pone en libertad, para encima reincidir, con objeto
de encubrir una amnistía de etarras, a los que simplemente habría que fusilar o al
menos condenarlos a cadena perpetua por alta traición). La libertad no es buena per se.
Tal vez Federico se refiera a que los autores de dichos manuales odian la libertad tal y
como se entiende desde el liberalismo. Pues, al parecer, para Federico la libertad es
patrimonio exclusivo del liberalismo, y por lo visto el que está contra el liberalismo está
contra la libertad. Pero tal libertad, tal y como se entiende, es metafísica, porque -como
reconoce Federico- el mercado nunca es libre sino que, en mayor o en menor grado,
siempre está determinado por el Estado o, más todavía, por la dialéctica de Estados
(siempre codeterminada con la dialéctica de clases). Dicha libertad es pensada por el locutor
de Es la mañana como el Bien absoluto, pero tal lindeza ni existe ni puede existir, pues se
trata de una libertad abstracta, propia de la nebulosa ideológica, que no puede
materializarse y que sólo sirve como justificación de los atropellos del capitalismo (de
los capitalistas, que sólo pueden manifestarse a través de la dialéctica de Estados, aunque
siempre -insistimos- con la codeterminación de la dialéctica de clases). Esa libertad a la que
se refiere Federico, así como el «proletariado universal» que se postulaba desde el
comunismo, es algo, por usar sus propias palabras, «Falso de toda falsedad» (p. 74). Es
decir, la Realpolitik de la dialéctica de Estados y la dialéctica de Imperios de la geopolítica en
marcha imposibilitan tanto los sueños escatológicos de los comunistas como el
fundamentalismo democrático de los liberales (en el sentido del fin de la historia de
Fukuyama), así como la formación de un «Estado totalitario».

Para Federico, maniqueísmo mediante, las posiciones liberales significan «el


respeto a la persona humana» (p. 96), con lo cual queda claro que las posiciones
comunistas son la absoluta falta de respeto a la misma, porque el comunismo es
simplemente «la supresión de la libertad» y «la negación de la democracia» (p. 424).
«Evidentemente, porque en el comunismo, salvo los comunistas, todos son desposeídos.
Y en el capitalismo, dentro del Estado de Derecho, todos son o pueden ser poseedores.
El comunismo no acaba con la propiedad: la roba y la convierte en botín de los
enemigos de la propiedad de los demás. El capitalismo, para defender la propiedad de
cada uno, necesita proteger, mediante las leyes, la propiedad de todos, así como su
sagrado derecho a mantenerla y acrecentarla, según su talento, su suerte o su
capacidad» (pp. 625-626).

El comunismo es, en definitiva, es el enemigo del comercio, que se entiende


desde el liberalismo como «libre mercado», y es el capitalismo el que supuestamente
garantiza tal libertad. Pero, desde coordenadas materialistas y no idealistas, da la risa
oír hablar de «libre mercado» cuando la realidad es que los Estados capitalistas están en
buena medida controlados por multinacionales «cuyo nivel de control planificador es, si
cabe, más eficaz que el que pudieron lograr los soviéticos en sus planes quinquenales»
(Bueno, 1992: 25).

6. Ante qué estamos con Memoria del comunismo

Mucho se le ha reprochado a Federico por escribir este libro por arrepentimiento


al ser comunista en su juventud, y con la fe del converso se despacha a gusto
despotricando capítulo a capítulo, página a página, párrafo a párrafo, reglón a renglón y
palabra a palabra contra el comunismo. Yo, que huyo del psicologismo como de la
peste, no entraré en analizar un supuesto arrepentimiento del autor de Memoria del
comunismo, sino que trataré de estudiar lo que objetivamente ha plasmado nuestro autor
sobre el papel (o sobre la pantalla). Dicho de otro modo: no entraré en las miserias
segundogenéricas de la persona de Federico, sino en las miserias terciogenéricas de la obra
Memoria del comunismo.

Federico afirma que no ha querido escribir un libro de historia, aunque como es


inevitable no puede dejar de hacer referencia a la misma. Nuestro autor ha querido
escribir «una memoria, la mía pero no solo mía sobre el comunismo, que no es ni será
nunca historia pasada, sino sombra presente y amenaza permanente contra nuestra
libertad» (pp. 51-52). Pero él, naturalmente, sólo puede escribir desde su memoria,
como hace en las primeras páginas, y no desde la memoria de los demás; pues no es
posible, y tampoco el locutor de esRadio sería capaz, de penetrar en la memoria de los
demás; ya que la memoria es subjetiva (psicológica), es decir, personal, y la expresión
«memoria colectiva» es sólo una metáfora. Precisamente la historia es posible a través
de reliquias y relatos que van neutralizando las memorias personales en la confrontación
entre las mismas. Por tanto la memoria simplemente es personal, de ahí que el libro
tenga trazos autobiográficos, en los que el autor comenta algunos episodios de su
militancia en el comunismo español, en los años 1974-1975. Pero no es un libro de
memorias, no es una autobiografía, más bien es una reflexión sobre el comunismo, y se
podría decir que es un saber de segundo grado sobre el comunismo (aunque el libro sea
flaco en filosofía).

De hecho Federico no puede tener memoria del comunismo que empezó en 1917,
ni de la Guerra Civil española, ni de tantos acontecimientos que, con inquina
negrolegendaria, narra en su libro. Pero de esto es consciente nuestro autor: «La
memoria, aunque los neocomunistas la llamen histórica, siempre es individual» (p. 641).
De ahí que pensemos que el título del libro no sea muy ajustado a su contenido, pues la
memoria personal del autor (del individuo corpóreo-viviente llamado Federico Jiménez
Losantos) es sólo una pequeña parte de la obra (ya objetivada al plasmarse sobre el
papel, o sobre la pantalla). Aunque tampoco hubiese sido acertado el título Historia del
comunismo, porque aunque haya mucha historia no es propiamente una historia del
comunismo (aunque más bien lo que hay es leyenda negra). El contenido del libro,
como decimos, corresponde más bien a una reflexión sobre el comunismo, y para esto
sería menester una filosofía que, sin duda, Federico ejercita, como no puede ser de otro
modo porque todos somos filósofos: unos mejores, otros peores, otros nefastos. Sin
embargo, tal filosofía el autor ni por asomo representa. Es decir, en Memoria del
comunismo hay una filosofía implícita pero no explícita. ¿O es que acaso Federico
confiesa abiertamente que filosofa desde tal sistema contra otros sistemas filosóficos? En
todo caso lo que hay es una filosofía mundana, pero no académica. Y en todo caso el
autor filosofa desde el liberalismo (toma partido por las escuelas de Salamanca y
Austria) contra el comunismo (aunque sólo hay dos referencias al materialismo
dialéctico). Como se afirma en España frente a Europa, «el historiador generalista o se
mantiene dentro de unas coordenadas filosóficas explícitas o implícitas (de orden
teológico, o liberal, o anarquista, o marxista-economicista, o racista, o autonomista, o
humanista…) o no hace sino una labor enciclopédica de yuxtaposición, sin poner el pie
en un terreno que, por su naturaleza, no puede ser científico-categorial» (Bueno, 1999:
448).

Decimos que no se trata de un libro de historia no ya porque está plagado de


tópicos propagandísticos y negrolegendarios, sino porque no es una historia del
comunismo al uso o propiamente dicha. Pero, desde luego, tampoco es un libro de
filosofía al uso, ni tampoco de filosofía de la historia. Entonces ¿qué podemos decir que
es el libro de Federico?

Pues bien, podemos decir que Memoria del comunismo es un libro de literatura,
aunque, emic, el autor no lo pretenda. Podríamos decir que los finis operantis del autor
pretenden llevar a cabo una reflexión sobre «la naturaleza del comunismo» (eso es lo
que él dice). Pero en sus finis operis es un libro de literatura, y añadimos que es un libro
de literatura negrolegendaria, de retórica anticomunista, y de un anticomunismo
retrospectivo, aunque emic el autor crea que haya escrito un libro que tiene por objeto
combatir el comunismo del presente, pero éste no es tal, es otra cosa bien diferente, que
el autor, a través de lo que podríamos llamar, si se me permite la expresión, «falacia
semejantista», llama «neocomunismo», pero que se trata de progresismo (que, en el caso
de España, en su fase superior, o más bien inferior o degenerada, o enfermedad infantil,
corresponde al podemismo). El comunismo cubano fue y es muy diferente a lo que fue
el comunismo en la URSS (y todavía más diferente una vez que ésta dejó de existir), el
venezolano en absoluto es comunismo sino más bien un socialismo cristiano y
bolivariano (en rigor es una democracia capitalista, por mucho que algunos se lleven las
manos a la cabeza con tal afirmación), China reestructuró su sistema en 1978 con Deng
Xiaoping (y la alianza con Estados Unidos contra la Unión Soviética que
definitivamente decidió el resultado de la Guerra Fría), y Corea del Norte también es
una cosa muy diferente (ahora en fase de deshielo con Estados Unidos a través del poder
diplomático de la Administración Trump).

Federico no es, por tanto, un historiador; tampoco es un filósofo en el sentido


académico de la palabra (pues afirmamos que la filosofía implícita de su libro es una
filosofía mundana, por no decir vulgar). Federico es un negrolegendario y por eso su
libro es un libro de ficción, es un libro de literatura. Memoria del comunismo,
efectivamente, no es un libro de historia, es un libro de ideología. Federico es un
intelectual y -como bien sabía Gustavo Bueno- los intelectuales son «los nuevos
impostores» (Bueno, 2012: 2); sin perjuicio de que Federico se crea sus propias patrañas
(lo cual lo deja en peor lugar que si fuese consciente de sus falsedades). La filosofía
materialista es la filosofía del desengaño, y una vez que nos hayamos caído del caballo
podemos seguir cabalgando para triturar las imposturas que salga al paso y así
desbloquear nuestro entendimiento.

Como no es un historiador ni un filósofo propiamente dicho, cabe decir entonces


que Federico es simplemente -sin ánimo de querer suprimirle todos sus méritos, que los
tiene- un escritor: un escritor negrolegendario. Esa es, al menos, la tendencia de sus
escritos sobre (contra) el comunismo.

II. ¿Comunismo hoy?

1. Ni justificar ni condenar, ni reír ni llorar: entender

Federico escribe una curiosa paráfrasis de la tesis 11 sobre Feuerbach: «Hasta


ahora, los profesores han explicado el comunismo: se trata de combatirlo» (p. 283). ¿A
qué profesores se refiere el presentador de Es la mañana? Porque, durante la Guerra Fría,
muchos de ellos, la inmensa mayoría, al menos en Occidente, se dedicaron a combatirlo
desde la propaganda más demonizadora y la historiografía más negrolegendaria (cosa
que, desde luego, fue prudente para los intereses de la democracia liberal parlamentaria
auspiciada por Estados Unidos, el Imperio realmente existente). Aunque esto sigue
pasando en la actualidad, tras más de un cuarto de siglo de colapso y derrumbe del
«socialismo real». Historiadores actuales, como Robert Service, Simon Sebag
Montefiore, Álvaro Lozano, Lawrence Rees, Orlando Figes, Mattew White, Donald
Rayfeld, Rupert Butler y un largo etcétera son combatientes (en retrospectiva) del
comunismo, en el sentido de que la historiografía es un arma de propaganda política,
aunque el adversario a batir ya esté fuera del escenario de la Realpolitik, lo cual no
quiere decir que no luchen contra nadie sino contra otros adversarios (otro ejemplo lo
tenemos en España con la leyenda negra antifranquista, utilizada por los separatistas y
sus compañeros de viaje, los autoproclamados partidos de izquierda, contra el PP, pues
al ser calificado éste de franquista inmediatamente lo es de ser antidemócrata, del
mismo modo que Federico señala al podemismo como un neocomunismo y por tanto
como un partido antidemocrático).

Más ajustado a la realidad sería darle la vuelta del revés a la paráfrasis de Federico
y afirmar: «Hasta ahora, los profesores han combatido al comunismo: se trata de
explicarlo». Es decir, se trata de entender sin condenar ni justificar, sin perjuicio de que
toda interpretación está pensada contra otras interpretaciones (por ejemplo, mi
interpretación del fenómeno comunista contra la interpretación de Federico, o de
Antonio Escohotado). Y explicar el comunismo, a más de un cuarto de siglo de la caída
del Imperio Soviético, supone hacer una trituración de la leyenda negra, pues ya no
existe esa plataforma continental, ese Imperio, que hacía posible la realidad política y
geopolítica del comunismo (pese a que su postulados escatológicos jamás se cumplieron
y de hecho el comunismo final resultó ser el final del comunismo, aunque es cierto que
vivimos sobre los náufragos, esto es, sobre las consecuencias de ese Imperio). La leyenda
negra anticomunista tuvo una funcionalidad en los tiempos de los dos bloques
(comunista y capitalista) de la Guerra Fría, es decir, tuvo una función propagandística
demonizadora, lo que bien visto pudo resultar prudente para la eutaxia de las potencias
vencedoras (encabezas por Estados Unidos). Lo que procuramos, a la altura de 2018, es
llevar a cabo una investigación histórica y filosófica sobre el comunismo realmente
existente entre 1917 y 1991 (tras la distaxia del Imperio Soviético sólo quedan los
náufragos del comunismo, porque sus partes se fundieron y se destruyeron, y pasaron a
nutrir, como alimento, los órganos del nuevo animal: los nuevos partidos de izquierda
que se aproximan tanto a la socialdemocracia como a la izquierda indefinida, o, lo que es
peor, a aberraciones que simpatizan con «partidos» secesionistas-separatistas).

Por mi parte, a fin de llevar a cabo semejante tarea, intentaré, con mayor o menor
fortuna, tomar partido por el materialismo filosófico propugnado por el filósofo español
Gustavo Bueno (1924-2016). Es decir, procuraré llevar a cabo una crítica (criticar no es
descalificar sino calificar, clasificar y poner a cada cosa en su sitio bajo un orden
racional). En definitiva: llevaré a cabo una crítica sin leyenda negra. Y Federico está a
mil millas de esto, pues su posición no es crítica sino, más bien, hipercrítica; es decir,
inmersa hasta el tuétano en la leyenda negra. Y si, como decimos, criticar es clasificar
entonces, en rigor, Memoria del comunismo no es una crítica al comunismo, ya que su
autor no se dedica a clasificar sino más bien a demonizar y cuando no directamente a
insultar. Lo cual bloquea su entendimiento y por ello no explica el comunismo sino que
lo condena y combate del mismo modo que los progres condenan y combaten al
franquismo, aunque sea de manera trasnochada o sobrevenida. Si los progres pecan de
antifranquismo retrospectivo con la Memoria Histórica, Federico peca de
anticomunismo retrospectivo con Memoria del comunismo. Federico utiliza el término
«comunista» de un modo muy parecido, por no decir idéntico, a como los progres
pronuncian el término «fascista», que a día de hoy es solamente un mero insulto:
fascista = hijo de puta. Si los progres asocian inmediatamente la palabra «España» a
Franco, Federico (como tantos otros) inmediatamente asocia la palabra «comunismo» a
los famosos «100 millones de muertos». ¡Y ni uno más!, le faltaría decir.

Federico es muy duro con los progres (en muchas ocasiones con bastante razón),
pero a menudo se trata de una relación tipo contraria sunt circa eadem; pues, así como los
progres padecen la locura objetiva del antifranquismo retrospectivo, Federico padece la
no menos locura objetiva del anticomunismo retrospectivo. Y así como algunos progres
creen que vivimos todavía en el franquismo, Federico cree que aún existe el
comunismo, y curiosamente se niega a enviarlo al «basurero de la historia». Federico
está en plan delenda est comunismo: non placet comunismo. Por mi parte procuraré llevar a
cabo una delenda est nigra legenda. Non placet nigra legenda.

Sostiene nuestro autor que en la enseñanza o en los medios de comunicación


abunda el terror de ser tachado de «anticomunista visceral» (p. 46). Pero nunca he oído
a un tertuliano (ni tampoco a un universitario) ofender a otro gritándole «¡eres un
anticomunista visceral!». Para insultar al adversario en la España del siglo XXI se sigue
usando el adjetivo «fascista», que no necesariamente es sinónimo de «anticomunista
visceral». En todo caso, la palabra que suele emplearse para justificar moralmente (de
modo filisteo) es «izquierda», como la purificadora de todos los males y demonios de la
derecha (como si la izquierda fuese única, que es lo que cree el que está preso del mito
tenebroso de la unidad de la izquierda, como si ésta no estuviese escindida en el
desarrollo de varias generaciones: jacobina, liberal doceañista, anarquista,
socialdemócrata, comunista soviética y maoísta). Y cuando no, entonces se usa la
palabra «democracia», que es el comodín que usan tanto izquierdistas como peperos y
liberales. Y se usa, o suele emplearse, ¡cómo no!, desde la plataforma del
fundamentalismo democrático más ingenuo. Y así, los problemas de la democracia se
solucionan con «más democracia».

Parece que Federico se pone de los nervios con aquellos que están dispuestos a
«justificar o entender, siquiera parcialmente, las atrocidades bolcheviques» (p. 258). Por
mi parte no trato de justificar (pero tampoco de condenar) ningún acontecimiento
histórico (esto es, aquello que nos influencia a nosotros pero que nosotros no podemos influir en
ello). Sin embargo, sí procuro entender, porque la facultad para entender la historia no
es ya la memoria (como ha entendido en estos años la progresía, particularmente desde
el zapaterismo) sino el entendimiento. Y en este caso lo que hay que entender es que los
bolcheviques no llevaron a cabo el Terror por maldad pura, sino por razones eutáxicas
(sin perjuicio de los atropellos que pudo haber como los hay en toda sociedad política,
pero éstos no fueron sustanciales al sistema sino más bien accidentales o motivados por
la prudencia política). Pero esto Federico es incapaz de entenderlo y cree a pies juntillas
que los bolcheviques eran unos sádicos monstruos endemoniados. Unos demonios que
deliberaban la preparación «de la masacre de millones de personas, aunque no hicieran
nada, solo por el hecho de existir» (p. 259), y que seguían a ciegas al Demonio en
persona: Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin (1870-1924), el cual se distingue de otros
revolucionarios por su «ferocidad con que disfruta esa guerra civil» (p. 251), y por ello
sería un individuo «digno de inaugurar la Enciclopedia Psiquiátrica del Asesino de
Masas» (p. 280).

El 6 de abril de 2018 así respondía nuestro autor a las preguntas de Ramón Ongil,
director de comunicación de Paradores, en las veladas literarias que organiza el Parador
de Sigüenza: «He escrito Memoria del Comunismo (La Esfera de los Libros) porque los
pocos que hemos leído los tochos de los clásicos como Marx -ahora le ponen de
economista y de filósofo, pero en realidad era un guarro, porque no se lavaba- estamos
muy liados con nuestros trabajos o siendo concejal. Y no hay ningún libro del
comunismo. Así que mi libro es el mejor y el peor. Porque no hay otro» {2}. ¿De verdad
alguien con un mínimo de seriedad y honestidad intelectual puede creer que esto es
decoroso? ¡Y aunque fuera verdad! ¿Es relevante, para rebatir al comunismo, que Marx
se duchase o se dejase de duchar? ¿El hedor del filósofo de Tréveris (porque sí, era
filósofo, además de economista) impregna los tomos de sus obras? Al parecer el
liberalismo empieza con el jabón y la ducha. ¡Valiente majadería! Y encima resulta que
hasta que él no escribió y publicó su libro no existía un libro sobre el comunismo (sobre
la «naturaleza del comunismo»). ¡Ay Dios, qué santa paciencia hay que tener! Eso se
diagnostica como complejo de Adán, como si el mundo no existiese hasta que llegó él. O
incluso complejo de Yahvé: Federico dijo: «Hágase un libro sobre la naturaleza del
comunismo», y el libro se hizo. Pero éste es otro libro negro del comunismo de los
cientos y miles que hay. Aunque el aseado autor se crea descubridor del Mediterráneo
anticomunista (más bien retroanticomunista negrolegendario). Aunque en la página 35
reconoce que hay un libro, «de los pocos libros realmente importantes sobre la
naturaleza del comunismo», y se refiere a El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la
seducción de los intelectuales de Stephen Koch (Anagrama, 1997). En cambio, yo sí puedo
decir que esta crítica a Memoria del comunismo es la mejor y la peor; porque es la única
que, hasta el momento, se ha escrito (al menos con tanta atención y amplitud).

El presidente de Libertad Digital sostiene que hay «muchos manuales de historia


impregnados de odio a la libertad o esclavos de esa corrección política que manda
condenar el franquismo y exculpar el Gulag, es que, según el guion del historiador
propagandista E. H. Carr, fue un “alzamiento del proletariado”, “las masas” o “los
soviets” contra el zarismo» (pp. 73-74). Afirma que el historiador británico era
«comprensivo con Lenin y sus crímenes». Y efectivamente, pues lo que se trata es de
comprender (y Carr lo hacía con mayor o menor éxito) y no de demonizar y condenar,
que es lo que constantemente hace Federico. Los libros de Edward Hallett Carr (1892-
1982) son libros clásicos y fundamentales; el de Federico, por bien escrito que esté y por
mucho que lo jaleen él y los suyos, no. Aunque si su libro será un clásico o no lo será el
tiempo lo dirá.

La mayoría de libros que se publican hoy en España condenan, efectivamente, al


franquismo (y no digamos los medios de comunicación, que condenan al franquismo un
día sí y otro también, y no sólo en La Sexta, aunque los de esta cadena tiene verdadera
obsesión con el invicto Caudillo: sin Franco no hay Sexta). Pero también condenan a la
URSS, tachándola de «Estado totalitario», y ecualizan a Stalin con Hitler, al más puro
simplismo de la reductio ad Hitlerum. Y no digamos TVE en la época de ZP, con una serie
de documentales en La 2 (la cadena de la «gente culta») que demonizaban a Stalin.
Precisamente, contra lo que dice Federico, a día de hoy demonizar el estalinismo es lo
políticamente correcto, así como demonizar al franquismo. Pues vivimos en la era del
fundamentalismo democrático o, lo que es lo mismo, la era de la dictadura de lo
políticamente correcto y del olimpismo moral más filisteo. Y no es en absoluto
exagerado afirmar que Federico es preso del fundamentalismo democrático en su acepción
ingenua. Como lo son los progres de Podemos: fundamentalistas democráticos ingenuos
hasta la extenuación, y encima presumiendo. De modo que tanto el fundamentalismo
democrático, como las figuras de la libertad individual, la ideología del libre mercado y el
progresismo izquierdista infantil vendrían a ser la «fe del carbonero democrático»
(Martín Jiménez, 2018: 101).

2. ¿Comunismo en la universidad?
Nuestro autor cree que el comunismo es algo enigmático por su actual
«supervivencia». Para Federico Lenin vive, porque «no ha acabado de morir» (p. 167).
«¿Por qué tanta gente se hace comunista y por qué, después de cien años de la creación
por Lenin de un tipo de régimen carcelario, ruinoso y genocida, el comunismo sigue
siendo una ideología respetable o respetada, que domina los campos mediático y
educativo, esenciales para asegurar su continuidad?» (p. 35). Y más abajo sostiene que el
comunismo, a día de hoy, sigue siendo «un referente legítimo, en realidad el referente
último, aunque a menudo oculto, de lo políticamente correcto en los medios de
comunicación, las aulas y todas las formas clásicas y modernas de formación de la
opinión pública desde 1917» (p. 102). Y, para más inri, piensa nuestro autor que en
nuestro presente está emergiendo la resurrección «del comunismo más cerril» (p. 38), y
que la propaganda y los montajes que diseñó Willi Münzenberg para la Komintern es
algo «que sigue marcando el modo de actuar de la izquierda hasta el día de hoy» (p. 38).

¿A qué comunismo se refiere Federico tras más de un cuarto de siglo de la caída


de la Unión Soviética? ¿A la China de «un país dos sistemas»? ¿A la Cuba del final del
castrismo que ya adoptó la empresas mixtas y que tantea con dar el viraje hacia el
capitalismo? ¿Acaso a los bolivarianos de Venezuela que reniegan (más bien niegan) del
marxismo-leninismo y se abrazan a un socialismo cristiano, como afirmaba Chávez en
este vídeo?{3} ¿A la Corea nuclearizada o desnuclearizada del deshielo propugnado por
la Administración Trump? ¿A la Syriza que nada más empezar a gobernar sobre Grecia
se rindió a los pies de la capitalista UE? ¿A Podemos? ¿A Ferreras, el millonario Roures
y los demás empresarios de La Sexta? Porque sólo estos dominan parte de los medios de
comunicación, los demás son demonizados por los mismos y no digamos en la
Universidad, cuyos estudios que se hacen sobre el comunismo en general y la Unión
Soviética en particular, y me consta al vivirlo en primera persona, son decididamente
retroanticomunistas negrolegendarios.

Si el retroanticomunismo copa los medios de comunicación, qué decir de la


universidad (esa institución corrupta: tanto en la corrupción delictiva como en la
corrupción no delictiva, lo que denominamos corrupción ideológica o en este caso
corrupción histórica, que lamentablemente no está sancionada por la ley).

En el curso 2007/2008 recuerdo en un curso de libre configuración sobre la


Segunda Guerra Mundial que el profesor que impartía el curso, de cuyo nombre no
quiero acordarme, era un combatiente negrolegendario con todo lo relacionado con
Marx, Lenin, Stalin, la Unión Soviética y el comunismo en general. Aquello era
demonización del comunismo y apología de Churchill (al que despacharé en su
momento).

Federico se queja de que «los comunistas de hoy» pretenden ganar en la


universidad «lo que los comunistas de ayer perdieron en las trincheras» (p. 501). Pero
esos comunistas de hoy no son propiamente comunistas (porque, desde luego, no son
revolucionarios), sino que son intelectuales, es decir, como apuntó en su momento
Gustavo Bueno, «los nuevos impostores». O, cuando no, niñatos y niñatas cuyo historial
revolucionario está lleno de gloriosas campañas como asaltar una capilla y gritar
«¡Arderéis como en el treintaiséis!». Como si los incendios a las iglesias hubiesen sido
en el 36 y no en el 31 (pero ese año les estropeaba la rima). O gritar: «¡El Papa no nos
deja comernos las almejas!». Como si el Papa saliese debajo de la cama y gritase:
«¡Niñas, no os comáis las almejas!».

3. La confusión del progresismo y el pensamiento Alicia con el comunismo en


la que se mueve constantemente el autor

Nuestro autor sostiene sin inmutarse que el comunismo sigue siendo «la
ideología hegemónica sobre el liberalismo en los medios y en la educación, más incluso
que antes de la Caída del Muro» (p. 671). Pero ni comunismo ni liberalismo operan en la
política del siglo XXI y, en todo caso, como apunta el propio Federico, lo hacen a nivel
ideológico (esto es, más en el momento nematológico que en el momento tecnológico;
aunque, en rigor, ni por esa porque la nematología no es tampoco la del comunismo sino
de una degeneración: corrupción ideológica). Pero sí es cierto que hay liberales (existen
lo liberales, pero no el liberalismo) y pocos comunistas (aunque el comunismo final es
imposible), aunque lo que abunda es la ideología de la izquierda indefinida (ya sea ésta
divagante, extravagante o fundamentalista), es decir, lo que abunda es la progresía (que,
dentro de las izquierdas definidas, se aproxima más a la socialdemocracia).

De hecho, «progre» es un adjetivo peyorativo que no inventaron los derechistas


(los «fachas») sino precisamente los comunistas durante la época franquista. Progre era
aquel ser de izquierda que se llenaba la boca con soflamas de pura y ramplona
demagogia pero que a la hora de la verdad jamás mojaba su culo en la política real y ni
siquiera se manchaba las manos («revolucionarios» con guantes blancos). Se trataba más
bien de una izquierda indefinida. No fueron los progres los que opositaron al franquismo,
pues los que hicieron tal labor, como bien sabe Federico, fueron los comunistas (y por
otra parte, ya en el tardofranquismo, los etarras, a los que no hay que confundir con
aquéllos, ni tampoco con los progres aunque por ideología se aproximan más a éstos).

Federico habla de «la bolchevización del PSOE reeditada por Zapatero» (p. 383).
¡El pensamiento Alicia es visto como la bolchevización del PSOE! ¡Échale guindas al pavo!
Debería saber Federico que la filosofía de Zapatero y el zapaterismo no era el
marxismo-leninismo sino el krausismo, aunque los indocumentados e iletrados de
Zapatero y sus secuaces no hubiesen leído a Krause ni a Julián Sanz del Río (1814-1869)
y su obra -plagio de Krause, según Enrique Menéndez Ureña (1939-2014)- el Ideal de la
Humanidad. Pero parece que Federico no leyó Zapatero y el pensamiento Alicia (2006) de
Gustavo Bueno, y si lo hizo no prestó demasiada atención. Que ZP, en sus siete años de
nefasto gobierno, quisiese abrir de manera sectaria las heridas de la guerra civil y meter
a Franco en la cárcel (como intentó patéticamente el por entonces juez Baltasar Garzón
con su complejo de Jesucristo al pedir el parte de defunción de Franco, no vaya a ser que
estuviese vivo), eso no quiere decir que la filosofía de éste fuese el marxismo-leninismo.
ZP era un filósofo pánfilo y el marxismo-leninismo era una filosofía belicosa y de
combate (aunque en su escatología hablase del fin de la lucha de clases y de la
emancipación del Género Humano tras echar al «basurero de la historia» a la
maquinaria del Estado). ZP era un bobo (un «bobo solemne», como lo llamó con acierto
Mariano Rajoy, aunque éste no ha quedado muy rezagado de aquél) y Lenin y Stalin
unos genios. La diferencia es notable. Y de Pedro Sánchez («Snch», «el Estornudo»,
como le llama Federico) para qué vamos a comentar nada. Sólo hay que verlo y oírlo.
¿Más ingenuo que ZP? Es difícil superar a ZP, pero Pedro hace lo que puede y
francamente lo hace muy bien, las cosas como son. Veremos qué tal es su presidencia en
el «Gobierno de España», ese «Gobierno Frankenstein» o «Sanchezstein» (o tal vez
«Francoenstein») que se autoproclama europeísta, progresista y feminista: un gobierno
«facha» en el sentido de que es pura fachada, pura apariencia falaz al no caber más
ideología. «Europa es nuestra verdadera patria», dijo el alucinado Sánchez el 6 de junio
de 2018. Pues que con su pan se la coma.

Asimismo, Federico cree que el 1 de octubre de 2017 se puso en marcha «un


proceso revolucionario que no solo puede llevar a España a la disgregación sino a la
implantación de un régimen comunista en toda o en partes de la nación» (p. 404). Un
pronóstico del todo disparatado, por no decir delirante, pues se trataría de una España
roja pero rota, y para que España sea roja tendría que estar unida (de hecho las tesis de
la «autodeterminación» de los pueblos acabó con el filo revolucionario del PCE y se
transformó, «eurocomunismo» mediante, en esa cosa blandita fundamentalista
democrática que sería la colación de Izquierda Unida, hundida ya en Podemos al no
comprender el abecé del marxismo). Es más, Franco prefería una España rota antes que
roja (presuponiendo que para que fuese roja tendría que estar unida). Ese fue uno de los
grandes errores del invicto Caudillo.

No estamos, como dice Federico, ante una «re-bolchevización de los medios y las
aulas» (p. 575). Cosa que, por lo demás, sería imposible con el siglo XXI bien entrado. Lo
que estamos viviendo en esta etapa de la historia es el apogeo de la progresía, porque el
absurdo tiene una potencia impresionante para perseverar en el ser y florecer. Pero
Federico tiende a confundir los términos y no ya sólo a nivel meramente semántico sino
conceptual: para él comunismo y progresismo es lo mismo y le da igual ocho que
ochenta, y afirma que detrás de la etiqueta «populismo» está ese fantasma que recorre
Europa (y el mundo). Pero a día de hoy el comunismo es, efectivamente, un fantasma, y
las nuevas tendencias o partidos políticos tiran por otros derroteros, ya que los
problemas de nuestro presente en marcha son bien diferentes a los del tiempo del
comunismo realmente existente pero que ya no lo es, no es realmente existente al ser ya una
reliquia (pese a que vivimos sobre sus náufragos). Dicho de otro modo: lo que en su
momento fue el comunismo realmente existente o «socialismo real» es en nuestro
presente en marcha y anómalo pasto de reliquias y relatos.

Pero nuestro autor insiste: «Si el comunismo está muerto, es sin duda un walking
dead, al que se debe combatir como especie resucitada, porque mata de verdad» (p. 575).
Federico trata de matar a un zombie, pero los zombies no existen (ni pueden existir), y
lo que está muerto no puede morir. Sólo los frikis creen en los zombies. Y no tiene pinta
de friki nuestro locutor favorito (sería un trauma para los fans si un día descubriésemos
tal cosa). Aunque, eso sí, Federico se comporta como el niño de El sexto sentido: «En
ocasiones veo comunistas». O como el replicante del Blade Runner: «He visto cosas que
no creeríais: he visto volar naves más allá del cielo de Orión y a comunistas tras la caída
del muro en revolucionaria acción». O como dice el evangelista: «los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos son limpiados y los sordos oyen y los muertos [los comunistas]
son resucitados y los pobres reciben la buena notica» (Mt 11.5).

Federico piensa que «la batalla contra el comunismo no está ganada» (p. 580).
Pero Federico es un ideólogo del anticomunismo en retrospectiva, porque cuando dice
que, a día de hoy, va contra el comunismo en realidad va contra otra cosa que es bien
distinta (que es la progresía). Pero al darle igual ocho que ochenta y confundir términos
cree que aún combate el comunismo, pero los nuevos partidos plantean nuevos
problemas: «el vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9.17).

Según Federico «el comunismo después del comunismo» es esto: «el capital ya
no está en contra, sino dentro; las democracias no son enemigos, sino cómplices» (p.
581). ¿Y no es esto algo muy parecido a la socialdemocracia de toda la vida? Nada
nuevo bajo el Sol. Aunque no del todo, porque si el comunismo después del comunismo
no es el comunismo sino otra cosa, también es cierto que el capitalismo después de la
caída del comunismo es otra cosa. ¿Acaso sería del todo disparatado afirmar que
vivimos en una época no sólo postcomunista sino también postcapitalista? Porque el
capitalismo, así como pasó con el comunismo realmente existente, está condenado a
derrumbarse para dar paso a formas diferentes de vida social, política e histórica. Todo
lo que empieza acaba: ya sea el sistema comunista, el sistema capitalista o el sistema
solar. Aunque, como se ha dicho, «el capitalismo moribundo se recuperaba tras la
segunda guerra mundial y gracias a ella» (Bueno, 1991: 86). Tal vez otra guerra mundial
reactive al capitalismo (o tal vez no).

Afirma nuestro autor que, a diferencia de Lenin, Karl Kautsky (1854-1938) y los
socialdemócratas, «vienen del mundo del trabajo real» (p. 95) y atienden a los datos
reales y no se atienen a «utopías sangrientas» (p. 95). Pero tal vez lo utópico
(precisamente por incruento) es alcanzar logros favorables a la clase obrera (y a la
sociedad en general) sin que se rompa ni un solo cristal ni se derrame sangre. Aunque el
pensamiento socialdemócrata, en el apogeo de su imbecilidad (en sentido etimológico:
Imbecillis,«sin bastón»), no es tanto un pensamiento utópico sino, como ha señalado
Gustavo Bueno, un pensamiento Alicia: la chimenea calienta pero no quema, el género
humano alcanzará gradualmente su emancipación pero sin que haga falta luchas
sanguinarias para alcanzarla.

4. El fin del siglo soviético y la verdadera Transición

Federico sostiene que «la propaganda comunista, e incluso la socialista,


esgrimen, tras la caída del Muro, el argumento de que todas las conquistas de la
socialdemocracia se han producido gracias al régimen bolchevique y a los gigantes y
enanitos soviéticos que procreó. Sucedió exactamente al revés: la evolución de la
socialdemocracia en los países más avanzados -Alemania, Francia, Gran Bretaña-
permitió, mediante su integración parlamentaria y su presencia social en todas las
instituciones de la democracia liberal, desde la prensa a la educación, además del
ámbito tradicional del sindicato, grandes avances en las condiciones de trabajo de la
naciente sociedad industrial: derechos sociales, jornadas más breves, limitación del
trabajo infantil, dignificación del trabajo femenino, mutualidades y seguros de
enfermedad y retiro, y más importante acaso: la conciencia de que las masas campesinas
que llegaban a las grandes ciudades debían beneficiarse del aumento del nivel de vida
que su esfuerzo propiciaba» (pp. 94-95).

Esta peculiar vuelta del revés que lleva a cabo Federico no tiene en cuenta que tales
avances en las condiciones de trabajo, los derechos sociales, la reducción de la jornada
laboral, la abolición (y no simple «limitación») del trabajo infantil, seguro por
enfermedad y pensión, la misma remuneración por el mismo trabajo entre hombres y
mujeres (esto se consiguió por primera vez en 1935 en la Unión Soviética estalinista,
pero Federico naturalmente no dice nada: bien para que no se entere la servidumbre o
bien, que será lo más probable, porque lo desconoce); tales logros, decimos, fueron
posibles por la existencia de una plataforma (un Imperio) como la Unión Soviética que,
en su ortograma generador, hizo presión para que esto fuese posible. Precisamente, tras
más de 25 años de la caída de dicho Imperio, estos logros están cada vez más en crisis
(y, al parecer, será la primera vez que los hijos vivan peor que sus padres, aunque todo
está por ver).

No obstante, sí es cierto que, de 1871 a 1917, la Realpolitik mostró la falsedad de la


teoría marxista de la caída de la tasa de ganancia y el creciente empobrecimiento de la
clase obrera que traería la explosión revolucionaria universal que pronosticaba. Como
bien dice Federico, la «profecía» (en realidad predicción) de la creciente pauperización
del proletariado y la caída tendencial de la tasa de ganancia «ya se había incumplido y
fracasado en vida de Marx» (p. 213). Luego tan falso es el mito de la revolución mundial
y el comunismo final que pronosticaba una Edad de Oro para el Género Humano como
la leyenda negra que demoniza a los comunistas.

Federico habla del primer siglo comunista (1917-2017), como si 1991 no hubiese
pasado por la historia. Cuando se habla en España de «Transición» eso es sólo un
eufemismo de continuidad en relación al régimen franquista (tan denostado por los
fundamentalistas democráticos que hoy imperan en nuestro país). La verdadera
Transición, a nivel geopolítico, se llevó a cabo a finales de los años 80 y principios de los
90, sin perjuicio de que la actual potencia de la Rusia de Vladimir Putin (San
Petersburgo, 1952) no ha salido de la nada. Si podemos hablar de un siglo (1917-2017) es
el siglo que va de Vladimir a Vladimir, esto es, de Lenin a Putin (y no de Lenin a
«Pablenín»). Pero ya no se puede hablar solamente de comunismo, sino más bien, en
general, de diferentes fases del Imperio Ruso. Aunque por haber sido un agente del
KGB (es decir, un chequista) para Federico Putin es comunista (si lo es Turrión…
cualquiera lo es, aunque Putin no sea «cualquiera»).
Yo sí que estoy de acuerdo con el historiador Richard Pipes (1923-2018) cuando
afirmó en Libertad Digital el 7 de noviembre de 2017, el día del centenario de la
Revolución de Octubre, lo siguiente: «El comunismo tiene historia, pero no tiene
futuro». Federico afirma que no puede estar más en desacuerdo y que su frase «muestra
el irrefrenable afán necrológico de los historiadores en hacer la autopsia de un cadáver
sin comprobar si está muerto. Y el comunismo no lo está. Si el mayor éxito del Diablo (o
del Mal), es convencer a la gente de que no existe, la supervivencia del comunismo,
pese a ser el peor monstruo político de todos los tiempos, con más de cien millones de
víctimas, se basa en el acta de defunción y el consiguiente indulto moral que como
cadáver exquisito, infinitamente investigable, le han extendido tantos historiadores» (p.
573). Pero Podemos es la prueba, como ya lo era Izquierda Unida, de que,
efectivamente, el comunismo tiene historia pero no tiene futuro. De hecho en España el
comunismo ha sido la historia de un fracaso.

Nosotros afirmamos que Karl Heinrich Marx (1818-1883) no es «perro muerto»,


pues podemos darle la vuelta del revés (Umstilpüng). Pero esta vuelta del revés supone
también la trituración de muchas tesis del marxismo (marxismo-leninismo), como por
ejemplo la trituración de la escatología del fin de la «prehistoria» con el advenimiento,
revolución violenta mediante, del proletariado universal y la consecuente emancipación
del hombre por el hombre en el comunismo final, el cual no es que éste muerto, es que
nunca llegó a nacer y a día de hoy es sólo uno de los relatos y reliquias más metafísico del
ideario marxista-leninista, pues tal ideario tuvo que reestructurarse (dar la vuelta del
revés en el ejercicio de la Realpolitik) con la administración estalinista que, a través del
«cerco capitalista», tuvo que abandonar el único peso de la dialéctica de clases como
motor de la historia y atender a los asuntos corticales de la dialéctica de Estados, como se
vio en la Segunda Guerra Mundial o «Gran Guerra Patriótica». Y esto supuso la
construcción de un Imperio que se extendía desde Berlín hasta las islas Kuriles, el cual
tuvo su distaxia en 1991 (siendo una crónica de una muerte anunciada).

Y ello significa que no vino el comunismo final sino el final del comunismo, el fin
de la quinta generación de izquierda definida (definida por el Estado, en este caso la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, en rigor, era un Imperio).

Tras la caída de la URSS los partidos comunistas perdieron el norte (y cabría


decir que también perdieron el sur, el este y el oeste) y se hicieron partidos
socialdemócratas sin ninguna pretensión revolucionaria y sin programa subversivo y en
la práctica a favor del statu quo capitalista (por mucho que se llenen la boca de hacer lo
contrario). Y a un cuarto de siglo de la caída del muro surgieron cosas como Podemos,
que cuando no son socialdemócratas blandurrios (al estilo del ZPerismo) son
abiertamente filo-separatistas.

III. Federico el negrolegendario

1. Historiografía retroanticomunista
Para que el éxito de la leyenda negra anticomunista y antisoviética estuviese
asegurado no sólo había que contar con la astucia de los propagandistas antisoviéticos
sino también con la ingenuidad de la gente (del electorado); así como en la religión no
sólo hay que contar con la impostura de los sacerdotes sino también con la ingenuidad
de los creyentes. Es decir, era cosa tanto del «opio para el pueblo» como del «opio del
pueblo»; lo que en nuestro caso cabe decir que la leyenda negra cumple los papeles de
«opio del pueblo» (que cuenta con la ingenuidad del público adoctrinado) como del
«opio para el pueblo» (que no es otra cosa que la astucia de los ideólogos
negrolegendarios conscientes de su engaño y una estrategia de mentira política). Luego
eso significa que el público es tan cómplice de semejante estafa ideológica como los
autores negrolegendarios subvencionados. La estupidez de los unos se conjuga con la
inteligencia maquiavélica de los otros; todo ello, en tiempos de la Guerra Fría cuando
existía el Imperio Soviético, en pos de la eutaxia del Estado propio y en pos de la distaxia
del Estado difamado (en el campo de batalla entre los dos Estados imperiales que se
disputaban la hegemonía mundial). Aunque también cabe que el autor negrolegendario
no sea consciente de su negrolegendariez y conjugue su ingenuidad con la ingenuidad
de los lectores u oyentes, y ese es el caso de Federico y su legión de fans. Porque lo peor
del caso de Federico es que se cree lo que escribe, y eso es peor que si no se lo creyese y
fuese un impostor a sueldo. Este caso es un caso en el que la leyenda negra arraiga en la
mentalidad de los sujetos a los que se les suministra gracias (o más bien por culpa) del
cerrojo ideológico que afecta tanto al escritor como a los lectores crédulos o con fe
negrolegendaria.

La leyenda negra retroanticomunista no es una leyenda negra tan útil como en


los tiempos de la Guerra Fría, cuando en rigor existían los Estados comunistas y un
Imperio comunista (o incluso dos Imperios, si aceptamos que China era un Imperio y lo
sigue siendo aunque ya no sea exactamente comunista y se haya reestructurado en otra
cosa difícil de determinar).

De ahí que el caso negrolegendario de Federico sea propio de la historiografía


retroanticomunista. Aunque no estaríamos en lo cierto si afirmásemos que la leyenda
negra de Federico es del todo inocente, porque alguna repercusión política tiene, como
veremos.

Federico se queja, y con razón, de «la ola historiográfica antifascista que nos
invade» (p. 394), refiriéndose al antifranquismo retrospectivo que, indudablemente,
invade la historiografía y los medios de comunicación, por no hablar de los institutos y
universidades (donde los negrolegendarios conscientes cuentan con la complicidad de
la estupidez de los estudiantes). Pero asimismo también hay una historiografía
anticomunista que también copa los medios de comunicación y los centros de
enseñanza donde, fundamentalismo democrático ingenuo mediante, se demoniza a Lenin y
todavía más a Stalin, y se interpreta al comunismo como una ideología sectaria y una
forma criminal de hacer política. Y entre los muchos autores que a esto se dedican -es
decir, a escribir libros negrolegendarios- está nuestro querido Federico Jiménez
Losantos. Y ya hemos sostenido que Memoria del comunismo ni es un libro de historia ni
de filosofía, es un libro de literatura negrolegendaria; es por ello un libro de ficción,
dadas sus descabelladas e histéricas exageraciones, las cuales no se sostienen al ser
tratadas con un mínimo de rigor y un mínimo de honestidad intelectual (como aquí
procuraré demostrar).

El autor cree que «el comunismo sigue siendo un buen negocio» (p. 41). Y yo me
pregunto que si es un negocio para quién lo es. ¿Para los autores negrolegendarios que
publican libros sobre el asunto en lo que se podría llamar «la industria del Gulag»?
Porque, por lo que se ve, la industria del Gulag es sinónimo de lucro. No conozco
ningún libro contranegrolegendario que sea un superventas (en lo que al comunismo se
refiere). La gente prefiere un cuentecito de buenos y malos hecho a medida de su vulgar
inteligencia (que no da para más).

Ya lo dijo muy bien Doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en el caso de la


leyenda negra antiespañola, la cual, es, por cierto, la Leyenda Negra por antonomasia:

«Sábense de sobra en el extranjero nuestras desdichas, y aun no falta quien con


mengua de la equidad las exagere; sirva de ejemplo el libro reciente de M. Ives Guyot,
que podemos considerar como tipo de leyenda negra, reverso de la dorada. La leyenda
negra española es un espantajo para uso de los que especialmente cultivan nuestra
entera decadencia, y de los que buscan ejemplos convincentes en apoyo de determinada
tesis política… Nos acusa nuestra leyenda negra de haber estrujado las colonias.
Cualquiera que venga detrás las estrujará el doble, sólo que con arte y maña… Y pues
mi sinceridad me autoriza, tengo derecho a afirmar que la contraleyenda española, la
leyenda negra, divulgada por esa asquerosa prensa amarilla, mancha e ignominia de la
civilización en los Estados Unidos, es mil veces más embustera que la leyenda
dorada»{4}.

2. La naturaleza criminal del comunismo

En lo que a la temática y problemática del comunismo se refiere, Federico es un


negrolegendario permanente, un negrolegendario trascendental; es negrolegendario
cuando se levanta por la mañana y va a la radio hasta almorzar y después todo el día (e
incluso en la hora de la siesta escuchando a Dieter Brandau y por la noche a Luis
Herrero, y si se me apura ni en los fines de semana escuchando a Luis del Pino deja de
ser negrolegendario nuestro admirado Federico).

Al comunismo nuestro autor no le da un respiro, no le concede ni una, ningún


mérito. Todo es malo o peor. No cabe mayor miseria en el universo. Y tampoco mayor
maldad y, en consecuencia, mayor estupidez. El comunismo es poco menos que un
monstruo engendrado por sádicos retorcidos cuyo fin es ir «contra la libertad de las
personas y la civilización occidental» (p. 613), y por ello «es la forma moderna de
esclavismo» (p. 624) y un «sanguinario fracaso» (p. 628).
El «asunto central» del libro de Federico es «la naturaleza del comunismo» (p.
414), la cual, para las entendederas del autor, es una naturaleza criminal y despiadada,
una «naturaleza genocida»; de ahí que el autor tenga como finalidad condenar «la
singularidad histórica, ideológica, política y criminógena del comunismo» (p. 574). Y al
exagerar los atropellos del comunismo e ignorar sus logros el autor cae en lo que
denominamos «leyenda negra anticomunista». El libro, de cabo a rabo, está trazado por
una vehemente e intransigente metodología negrolegendaria. Y con semejante metodología
jamás se podrá entender la naturaleza del comunismo ni de ningún movimiento o
fenómeno histórico o político.

La posición de Federico es muy similar, por no decir idéntica, a los autores (todos
ellos franceses y excomunistas) de El libro negro del comunismo, ese «éxito de ventas» que
«es la referencia más notable y accesible para las nuevas generaciones que llevan la
estrella roja soviética en el gorro y la imagen del Che en la camiseta, sin saber cuánta
muerte van anunciando y cuántos muertos dejan atrás» (p. 576). (p. 576). Stephane
Courtois, el coordinador de dicho libro, lejos de «trabajar para esclarecer la naturaleza
del fenómeno comunista», como sostiene Federico, lo ha oscurecido para demonizarlo y
criminalizarlo hasta la extenuación, como si se tratase de una ideología defendida por
sádicos sanguinarios que hacían el mal por mor del mal mismo, porque el bien y la
libertad eran cosas que les horrorizaba. El libro negro del comunismo es basura
historiográfica que no tiende a aclarar nada sino más bien a oscurecerlo y confundirlo
todo. Y sin embargo es tomado como un libro de referencia y de cabecera (y yo digo que
«buen provecho» y que «con su pan se lo coman»).

3. Terror, genocidio y mentira

Federico tiene una visión panchekista del comunismo: «La Cheka, el Terror, fue
la columna vertebral del régimen comunista, de todo régimen comunista desde 1917. La
Cheka masacró a los proletarios en nombre de la dictadura del proletariado; la Cheka
prohibió la huelga en nombre de los obreros; la Cheka robó al campesinado en nombre
de los campesinos; la Cheka violó a las mujeres en nombre de la liberación de la mujer,
la Cheka prohibió la prensa en nombre de la libertad de prensa; la Cheka hizo de la
política el peor delito y del delito legal la única política; la Cheka hizo desfilar al ejército
como una versión condecorada de sí misma; la Cheka, en fin, hizo de toda religión,
miedo, y del miedo la única religión» (p. 264). Asimismo, la dictadura del proletariado
es vista como «el despotismo más salvaje abatido sobre país alguno» (p. 329).

Se pregunta nuestro autor: «¿Pero cuándo la propaganda comunista ha respetado


la verdad?» Él mismo se responde: «Desde Lenin, han usado el terror como arma
fundamental, única si entendemos la propaganda como un brazo del terror, y siempre
para lo mismo: imponer y mantener su poder» (p. 287). ¿Pero cuándo la propaganda
política, de cualquier signo que sea, ha respetado la verdad? ¿Acaso no existen los
arcana imperii? Decía Churchill que en la guerra la primera víctima es la verdad (que se
lo digan a él), y hay que añadir que en la paz (la paz política y militarmente implantada
por un determinado Estado o determinados Estados en alianza contra otros Estados) la
verdad también es la primera víctima. Porque -como decía Jean-François Revel- la
primera fuerza que mueve al mundo es la mentira, y la segunda también -como le dijo
Federico a Escohotado en la entrevista que le hizo para Libertad Digital Televisión por
televisión material, que ya critiqué en mi artículo contra Escohotado y que Federico
presume de ser la «única introducción seria» de la trilogía del filósofo madrileño, «sobre
todo comparado con la que hizo Pablo Iglesias meses después en La tuerka» (p. 627).

Afirma nuestro autor refiriéndose al socialismo francés: «En el debate del


socialismo francés, se comprueba que la fuerza del comunismo es alucinatoria. Pero no
hay droga más poderosa que la fe, lo que el viejo Catecismo católico definía así: “Fe es
creer lo que no se ve”. No veían, pero alucinaban. No a lo Lennon sino a lo Manson» (p.
134).

El «mejor estilo comunista» es llevado a cabo simplemente mediante «terror y


mentira, mentira y terror» (p. 423). «Mentira sobre mentira. Terror sobre terror» (p. 555);
es decir, el Terror está «aliado con la mentira» (p. 189). Los dirigentes y militantes
comunistas asumieron de modo «gustosos» «la mentira» desde «siempre», aunque se
tratase de un «culto inconfesado» (p. 40).

Federico interpreta el comunismo como «la mentira más duradera de la historia»


(p. 37). Pero éste, geopolíticamente desde plataformas estatales e imperiales, apenas
duró 74 años (China supo reestructurarse y se transformó en otra cosa, aunque el acento
comunista lo conserva). Tal «mentira» ha quedado desactivada políticamente. Sin
embargo, el cristianismo ha sido una mentira más duradera (como el judaísmo y el
islam), y todavía persevera en el ser con sus múltiples escisiones y avatares. Sobre la
mentira del liberalismo decir que, a día de hoy, existen los liberales (como Federico)
pero no el liberalismo que, efectivamente, es una mentira.

Afirma Federico: «No importa ni importó nunca la verdad -que se supo desde el
principio y desde el principio se rechazó- sobre la naturaleza genocida del comunismo
en Rusia» (p. 37). Y según nuestro autor, los líderes comunistas son «los mayores
genocidas de la historia de la humanidad» (p. 236). Aquí a Federico le decimos lo
mismo que le dijimos a Escohotado, esto es, que no hubo genocidio en Rusia (en la
URSS), porque no se ejecutaba a la gente por su condición racial o étnica, sino por su
disidencia política (ya fuese por quintacolumnista, sabotaje, traición o sedición, y no de
modo gratuito sino por un buen motivo, sin perjuicio de los atropellos que hubo). El
hecho de acabar con la vida de muchas personas no implica genocidio; pues genocidio,
si atendemos a la etimología de la palabra, significa matar a una serie de individuos por
su condición racial o por pertenecer a un determinado pueblo, esto es, el crimen
sistemático y deliberado contra un pueblo o etnia concretos; y los comunistas
liquidaban a sus adversarios independientemente de su nacionalidad étnica: daba igual
que fuesen blancos, negros, amarillos, árabes, judíos, latinos o chicanos: para la
dictadura del proletariado eso era insignificante. En todo caso lo que hubo fue clasismo
(y no afirmamos que esto sea mejor o peor). Y tampoco hubo totalitarismo porque un
Estado totalitario es un imposible político, así como el monismo es un imposible
ontológico, y tan imposible como el progresismo escatológico del izquierdismo más
fundamentalista.

Así pues, llamar a Lenin (o a su sucesor) «genocida» es tan incorrecto (por muy
políticamente correcto que sea) como llamar a Franco «genocida» como hacen sociatas y
podemitas desde su fundamentalismo políticamente correcto y su ingenuidad o
impostura negrolegendaria (como también estaría fuera de lugar llamar «genocidas» a
los frentepopulistas de la Guerra Civil, por mucho Paracuellos que se quiera, porque
aquello fueron ejecuciones por cuestiones políticas y militares y no por cuestiones
raciales).

Federico llega a hablar de «genocidio de católicos» (p. 470), haciendo referencia a


los crímenes contra sacerdotes y creyentes durante la Guerra Civil española (sobre todo
en Cataluña). Pero la expresión no es muy afortunada, porque católico significa
universal, es decir, puede ser católico un blanco, un negro, un amarillo, un mulato, un
indio, &c. (naturalmente en la España de la Guerra Civil casi todos eran blancos
españoles). No se trataba de matar a nadie por su condición racial sino por su condición
religiosa. Federico debería haberse inventado una palabra para referirse a tal atrocidad.
Quizás «catolicidio» hubiese sido la palabra correcta. Pero Federico da por buena la
definición que da la corte penal de Roma, que a nuestro juicio es una definición
demasiado amplia y por ello mismo confusa: «Aniquilación o exterminio sistemático y
deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos» (p. 471). Pero
tales crímenes no tuvieron su motivación en cuestiones raciales sino políticas y
religiosas (desde el «ateísmo militante»).

Federico pone como paralelismo actual de los bolcheviques a «los regímenes


terroristas islámicos como el ISIS» (p. 100). Y siguiendo a Bertrand Russell -que a su
juicio en esto «acierta de pleno» (a mi juicio falla de pleno)- afirma que comunismo e
islamismo son «religiones positivas» (p. 248). «Igual que hoy la “policía de costumbres”
de los Estados musulmanes -o de los barrios de las grandes ciudades europeas tomados
por los islamistas- vigila en la calle, las mezquitas, las escuelas, fábricas o medios de
comunicación la observancia de las suras del Corán, la sharia y las prédicas del mulá, en
el primer Estado totalitario de la Tierra, que fue el de Lenin, era fundamental obedecer
“de corazón” el evangelio político que lo regía todo» (p. 255).

Y con un par nuestro presentador asegura que Lenin es «EL AYATOLÁ


ULIANOV» (p. 248), y los líderes comunistas son vistos como «sacerdotes o ayatolás de
una verdad revelada: nada menos que el sentido de la historia, es decir, el secreto de
Dios. Marx y Lenin se ven como Prometeo arrebatando la luz a los dioses, que es la Luz
de la Ciencia, para entregarla a los simples mortales, que arrastran ciegos su existencia
sin comprender el Gran Secreto: que el dinero, al que Marx llama Monsieur Le Capital, no
es el medio más fácil de llegar a las cosas sabiendo el precio para comprarlas, sino un
astuto velo que oculta la realidad de la cosa misma. ¿Y qué realidad? Mientras haya
capitalismo no la podremos conocer, ni la vida será vida. Mejor matar o morir» (p. 114).
Se trata de «la Edad de Oro sin oro, o sea sin dinero, donde cada uno viva como quiera,
donde quiera y trabaje en lo que se le antoje, si se le antoja. Esa utopía, que, como todas,
es una ensoñación ante una realidad difícil de entender o vivir, es lo que retorna con el
leninismo. El socialismo utópico que se vende como científico, el crecepelo social del Dr.
Ulianov, que promete el paraíso a los millones de jóvenes que salen de las trincheras
como cadáveres morales» (p. 115).

Por fin puedo darle la razón a Federico, y que conste que lo estaba deseando;
porque en la escatología leninista que Lenin esboza, sobre todo en El Estado y la
revolución (probablemente su escrito más utópico, redactado entre agosto y septiembre
de 1917 en su refugio finlandés tras los Días de Julio), el «socialismo científico» devino
en un socialismo utópico.

Tiene razón Federico cuando afirma que Lenin sitúa la historia entre dos utopías:
«el comunismo pasado que no existió nunca y el comunismo futuro, que nunca
existirá… Por supuesto, nunca existió esa famosa Edad de Oro, salvo en el magín de los
poetas, tan a menudo agobiados por las deudas; tampoco el matriarcado primitivo que
asegura Engels en El Origen de la familia, ni ningún comunismo pre-histórico, en el
sentido literal del término, salvo, quizás, el comunismo de Atapuerca, cuyo testamento
yace en la Sima de los Huesos: una horda primitiva de cazadores cerca del Burgos
actual, un canibalismo sin alfabeto, fuego, agricultura, ganadería, ciudades ni atascos, o
sea, una versión salvaje de la ensoñación urbanita que llama paraíso a un fin de semana
rural» (pp. 246-247).

4. El Mal absoluto

Federico predica desde sus atalayas negrolegendarias y su Olimpo moral contra


todo el quehacer del comunismo, como si todo lo que éste hiciese (o, mejor dicho,
hubiese hecho) fuese malo per se. El locutor de esRadio acusa al comunismo de estar en
permanente estado de crimen contra la humanidad y ser la plaga y fuente no ya sólo de
todos los males del mundo sino de los peores. La culpa es siempre de los rojos, y el rojo
del comunismo sólo puede ser rojo de sangre. Ésta es una posición perezosa que, a su
vez, da pereza refutar, pero ¡qué remedio!

Si el comunista, según interpreta Federico, es «el consignatario del Bien total,


absoluto, intemporal» (p. 49), para él el comunista es consignatario del Mal total,
absoluto, intemporal. Y si una cosa queda clara en las 700 páginas de Memoria del
comunismo es que para su autor el comunismo es el Mal absoluto. Para Federico el
comunismo no es más que una aberración, el error por antonomasia, el mayor horror
que ha dado de sí la historia, el Mal por excelencia, el demonio de la geopolítica, en
definitiva: una cosa ominosa. El bolchevismo era sin duda «el Mal» (p. 314).

Federico se refiere a la doctrina bolchevique, siguiendo a Escohotado, como la


«utopía pobrista de Lenin» (p. 130), y sin dudarlo afirma que el bolchevismo es «la
crueldad total» (p. 220), el «humanicidio» (p. 346), una sucesión de crímenes horrendos;
porque los comunistas son «los peores hombres de la historia» (p. 347); porque eran
«fabricantes de miseria y peritos en terror» (p. 636); porque mataban a los
contrarrevolucionarios como si se tratasen de «insectos, a los que se aplasta y se olvida»
(p. 550). En el momento en que redactaba estas líneas -y no es broma sino pura
casualidad- se posó un insecto en mi pantalla y lo aplasté y al rato me olvidé. Pues,
según el presidente de Libertad Digital, con esa sangre fría acribillaban los malvados
comunistas a los contrarrevolucionarios y a aquellos que les venían en gana, viniese a
cuento no, porque -como decía el menchevique Yuli Mártov- el bolchevismo no fue otra
cosa que una «verdugocracia» (p. 165).

Los comunistas en general y los bolcheviques en particular no tienen en el libro


de Federico ni un átomo de bondad. Todo es pura maldad en el comunismo y sobre
todo en su versión estatal de la Unión Soviética (que en rigor era un Imperio y, como
todo Imperio, se edificó sobre tumbas y tragedias; las cuales, por supuesto, no agotan la
realidad de un Imperio). De modo que «el socialista se proclama moralmente libre para
hacer el mal» (p. 157).

Según Federico, «la Casa Lenin» «reinó sobre Rusia y su Imperio, mediante el
terror más desaforado, hasta 1991» (p. 292). Como si los 74 años de existencia de la
Unión Soviética hubiesen sido un todo continuo y homogéneo en el que no se
desarrollaron diferentes fases; como si al núcleo y cuerpo de la URSS no le hubiese
correspondido un curso histórico en el que se diferenciaron diferentes períodos. Para
Federico los 74 años de la URSS fueron Terror y nada más, como si los años 70 hubiesen
sido iguales a los años 30, como si la coyuntura nacional e internacional fuese idéntica
en todas las épocas de su recorrido histórico mientras perseveró en la eutaxia hasta que
llegó su colapso distáxico.

Según el presentador de Es la mañana, la URSS fue un régimen «carcelario,


ruinoso y genocida» (p. 35), y sostiene que el llamado comunismo de guerra fue, en
realidad, «el único que hubo» (p. 230), y la gestión económica «una mezcla de
ignorancia y crueldad» (p. 271). Y así piensa que son todos los regímenes comunistas
habidos y por haber. Y más adelante sostiene: «El comunismo, inequívocamente
definido por Lenin como una empresa malvada que traerá alguna vez el Bien al mundo,
es una religión satánica, seguramente más actualizada que la del Evangelio» (p. 41), y
también una «moderna religión caníbal» (p. 155). Al parecer, las tareas del bolchevismo
se resumen en «crímenes de lesa libertad» (p. 87). El «socialismo real» se resume
simplemente como «crueldad liberticida» (p. 145); porque el comunismo no es otra cosa
que «la culminación monstruosa, gigantesca, de todas las tendencias liberticidas de la
historia» (p. 636).

El comunismo es un crimen de «lesa ciudadanía» (p. 151), y «el sentido último de


la revolución comunista» es «el robo mediante el terror» (p. 154). «Por egoísmo, por uno
mismo, el ser humano es capaz de hacer muchas cosas malas. Por los demás, es capaz
de hacerlas todas. Para salvar su conciencia, salvando de paso a los demás, no vacila en
perpetrar atrocidades que, sin coartada política, le repugnarían» (p. 155). Los
comunistas son simplemente «ingenieros del desfalco y la hambruna capaces de
arruinar cualquier país» (p. 559). La URSS fue simplemente un «inmenso cementerio
fabricado por Lenin y Stalin» (p. 560). Luego para Federico la cuestión se resume así: «o
crees en el comunismo o te mato» (p. 246). Cosa que recuerda al Jesús más intolerante de
los evangelios, cuya cuestión puede resumirse así: «o crees en el cristianismo o vas al
infierno». «Quien no está conmigo está contra mí, y quien no recoge conmigo, dispersa»
(Mt 12.30).

Federico se pregunta: «¿para qué es necesario el terror, que cuesta infinitas vidas
y mueve a las víctimas a resistir, en vez de esperar que la historia lo imponga?». El
mismo responde tan pancho a la pregunta: «Ni Marx ni Lenin lo explican. La razón es
que les gusta matar» (p. 604). Y llega a afirmar que los comunistas se dedicaron a «matar
deliberadamente de hambre a millones de personas, de su país y otros, para alcanzar el
paraíso de la raza superior comunista» (p. 620). Lo cual recuerda a Robert Conquest
(1917-2015), cuando afirmó que las hambrunas de Ucrania (lo que se dio a conocer como
el «Holodomor») fue «el único caso en la historia de un hambre provocada adrede por
un hombre» (Conquest, 1968: 36). Ese hombre era conocido como «Stalin», el hombre de
acero. La diferencia entre las tesis de Conquest y las tesis de Federico está en que el
primero, en el contexto de la lucha contra la URSS en la Guerra Fría, trabajaba a sueldo
de la CIA y sabía muy bien que lo que decía eran patrañas, y el segundo simplemente se
cree lo que dice.

Para Federico el comunismo es, en definitiva, «la peor lacra política que ha
padecido la humanidad» (p. 53). Afirma que los crímenes del comunismo se llevaron a
cabo contra seres humanos «por el simple hecho de haber nacido» (p. 57). O por puro
sadismo, para darse el gusto de satisfacer su retorcido gusto, porque Lenin y Stalin, al
parecer, estaban «provocando hambrunas y matando en masa a militares y civiles:
matar, disfrutar haciéndolo y aprovechar políticamente el terror» (p. 464). Los
bolcheviques «disfrutaban sádicamente de la Cheka, su máquina de matar» (p. 623), su
«máquina de robar y matar» (p. 263). El comunismo no es más que «la implacable
máquina genocida de la hoz y el martillo», y al ir contra la propiedad y en consecuencia
contra la libertad «es la forma moderna de esclavismo más atroz» (p. 624). El comunismo
es sólo una «interminable fosa de muerte y desolación» (p. 62). Como decía el
entrañable Van Gaal: «Tú interpretación siempre negativa. ¡Nunca positiva!» {5}.

El comunismo es meramente una serie de «vagos sociópatas que, con Marx como
referente, en cien años cien millones de muertos: Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Pol Pot, el
Che, Fidel Castro, Abimael Guzmán…» (pp. 95-96). ¿Y cómo unos vagos van a hacer
una revolución? Nuestro autor insiste en que entre los líderes comunistas «ninguno de
ellos trabajó jamás» (p. 114). Como si estudiar las complejísimas condiciones materiales
de la sociedad de aquel presente, escribir artículos, libros y folletos (es decir, trabajar en
la prensa, como precisamente hace Federico) y hacer la revolución (lo que implica la
lucha armada, esto es, la guerra y su planificación, lo que en su vida ha hecho Federico,
por muy comunista que fuese en su juventud) no fuese un trabajo. Como si los
comunistas fuesen una panda de vagos y maleantes y delincuentes de poca monta, y
encima unos sádicos sedientos de sangre sólo por darse el gusto. Unos seres así nunca
se habrían levantado contra el Imperio de los zares, ni habrían vencido en una
complejísima e internacionalizada guerra civil, ni habrían levantado otro Imperio para
hacerle frente a la imponente maquinaria bélica del Tercer Reich, y ni mucho menos
hubiese tenido tantos seguidores en todo el mundo.

5. Lenin el Terrible

Federico le tiene especial inquina a Lenin. De hecho lo fundamental del libro


consiste en resaltar «la profunda maldad y la crueldad personal de Lenin» (p. 317). Su
lema podría ser Non placet Lenin. Después de éste, Lev Davidovich Trotski (1879-1940)
es considerado «el ser más fríamente malvado de todas las Rusias» (p. 160). Parece que
a ambos les tiene más inquina que a Stalin, aunque éste desde luego queda también
retratado (o más bien caricaturizado) como un demonio. Al parecer, Lenin se unió a
Trotski (más bien fue Trotski el que se unió a Lenin) por «la forja y disfrute del terror
rojo» (p. 252).

Más que caer en la denominada falacia del hombre de paja, lo que hace Federico
con Lenin es caer en una especie de falacia del hombre-demonio, el hombre-psicópata,
el hombre-monstruo. Lenin es más malo que la quina, más malo que un dolor de
muelas. Federico es partidario de la perezosa tesis de echarle a Lenin la culpa de todos
los males. Es lo cómodo, ¡para qué marear la perdiz!

Lenin tenía como meta «alcanzar el poder absoluto» (p. 240) y a través de éste,
piensa Federico, el Mal absoluto. «Lo que caracteriza a Lenin como jefe de la Cheka y
Gran Maestre del Terror es su deliberada inmoralidad y su insaciabilidad criminal» (p.
256), y «su terror era el Derecho» (p. 256). En una nota a D. I. Kurski decía Lenin: «La ley
no debería abolir el terror: prometerlo sería un engaño o una ilusión; debería ser
concentrado y legalizado desde el principio, claramente, sin escapatoria ni ornamentos»
(p. 257).

Lenin es visto como «el tirano de los tiranos» (p. 648) que creó «el Imperio del
Terror comunista» (p. 36), «un agente del Imperio Alemán» que mataba de hambre a los
suyos sólo para darse el capricho, y exterminador de «todos los partidos políticos,
sindicatos, intelectuales, obreros y campesinos que no encajaban en sus planes
tiránicos» (p. 37), y así fue «el primero de los genocidas comunistas» (p. 237), porque el
leninismo es sinónimo de «guerracivilismo genocida» (p. 437) y Lenin un «ser
eminentemente destructivo» (p. 270), un sujeto malvadísimo que «se angustiaba cuando
no se mataba lo suficiente» (p. 308). Los cien años de comunismo fueron «bautizados
con sangre rusa por Lenin» (p. 629). Lenin sólo tenía una pasión: la revolución; pero se
trataba de «una pasión siempre teñida de odio» (p. 236). Y el motor de Lenin era «EL
ODIO» (p. 186), «un odio salvaje, sin matices, como rasgo principal de su carácter» (p.
187). Lo que Lenin hace (¿qué hacer?) es «coronar la tarea de medio siglo de Terror» (p.
180). Asimismo, sostiene que Marx tuvo su éxito en «asegurar científicamente el triunfo
del odio» (p. 198).
Sostiene sin inmutarse que «todo lo hace Lenin. Trotski crea el ejército, el polaco
Dzerzhinski y el letón Latzis organizan la Cheka, pero el impulso criminal, inagotable
en sus reservas de odio, es siempre de Lenin. El lema “un buen comunista es un buen
chequista” se convierte en la prueba de fidelidad al nuevo régimen. El empeño
criminógeno contra la socialdemocracia que exhibe en forma de verbos y adjetivos en
La revolución proletaria y el renegado Kautski no sustituye como en cualquier escritor,
incluso político, al asesinato. Como todo sociópata, lo anuncia, lo disfruta y guarda
como trofeos algo que haya pertenecido a sus víctimas. Desde antes de 1905, primer
intento de toma del poder, Lenin muestra en las cartas y órdenes a su partido una
auténtica obsesión por la toma de rehenes. Esa costumbre de secuestrar y encarcelar a
familiares, incluso niños, de los que se oponen o podrían oponerse a su afán de poder
absoluto es una de las características del régimen soviético» (p. 126).

Como si Lenin fuese el demonio en el infierno y los demás meros diablillos que
obedecen a ciegas sus siniestras órdenes, porque «todo, absolutamente todo el
totalitarismo está en Lenin, en sus cinco años de poder, incluidos el racismo y la
voluntad genocida que él inauguró» (p. 305). Lenin es «un Tirano de tres cuernos
-partido-gobierno-Estado- y una cabeza, la del secretario general del PCUS, que
mediante el terror implacable, absoluto, se convierte en dueño de personas y cosas,
vidas y haciendas, como el peor déspota de la historia» (p. 669).

Según nuestro autor, hasta 1924 Lenin fue «el mayor asesino de masas de la
Historia» (p. 167), «el mayor terrorista de Estado de la Historia» (p. 185), y el autor de la
tiranía «más criminal y duradera» (p. 184), y presidió «una inmensa carnicería» e
inauguró «el más inmenso cementerio de inocentes conocido hasta entonces» (p. 210).
Lenin es retratado como un sociópata que, en palabras del menchevique Yuli Mártov,
«podía destruir el sentido moral de la revolución» (p. 127). Por todo esto Lenin «buscó,
como nadie antes, el mal del pueblo» (p. 184), porque -al igual que Feliks Dzerzhinsky
(1877-1926)- «era un ser incapaz de compasión» (p. 411). «De la alimentación de los
rusos, Lenin no se ocupó salvo para empeorarla o, llegado el caso, eliminarla. Pero no
hay noticia de un solo bolchevique muerto de hambre» (p. 243). «A matar curas y
burgueses: eso es Lenin y el leninismo» (p. 275). En resumen, los cinco años de poder
leninista parten de un solo punto: «la infinita capacidad de odio concentrada en Lenin»
(p. 277).

Según Federico, Lenin sólo tenía una pasión: el Poder. «Una pasión destructiva,
hecha de odio, y alimentada por una melancolía, la ausencia en su vida cotidiana de la
única mujer con la que tuvo una relación intelectual, amorosa y sexual supuestamente
satisfactoria, Inusia Armand, con la que no se casó por razones de imagen; y un
desengaño que Lenin vivió y explicó como amoroso: el de Plejánov» (p. 233). «Lenin
siempre fue cruel, carente de empatía ante el sufrimiento ajeno, ayuno de escrúpulos y
devoto del axioma “el fin justifica los medios”. En Suiza, eso le había llevado, poco
antes de su súbita resurrección política de la mano de Alemania, a la marginación social
y a perder amigos y contactos, hasta los financieros, que lo veían como un loco
amargado, empeñado en enfrentarse a todo y a todos para lograr el poder. Lo mantuvo
siempre, entre algodones, el círculo de sus mujeres: la esposa devota, la amante alegre,
su hermana Anna y, hasta que murió, su madre. Según Potriesov, que lo conoció de
cerca, solo su suegra mantenía una guerra constante y cómica con él y era la única que
no agachaba la cabeza» (p. 331).

Afirma Federico que, a su juicio, de la ruptura de Lenin con Guiorgui Plejánov


(1856-1918) salió una personalidad «volcada en ese afán de exterminio de masas, en
última instancia de todos» (p. 237). Un juicio absurdo, como si la represión en los
primeros años de la Rusia soviética, especialmente en la guerra civil, no hubiese estado
condicionada por circunstancias objetivas (muy difíciles de afrontar), sino por el rencor
subjetivo de Lenin, que quiso vengarse de Plejánov con el exterminio de millones de
personas porque tenía una enfermedad que «somatizaba sus disgustos ideológicos» (p.
237), porque «la enfermedad de Vladimir Ilich Ulianov era Lenin» (p. 331). Eso es algo
tan absurdo como decir que la enfermedad de Jiménez Losantos es Federico.

El objetivo político de Lenin, asegura Federico, «no era solo apropiarse


violentamente de lo ajeno, sino la negación misma de lo ajeno y el disfrute que le
produce, que desde el instante en que llega al poder es el Doctor Muerte de la eugenesia
de clase, el Mengele de la eutanasia de masas, el Ángel Exterminador de todos los
millones de rusos que sobraban en la sociedad comunista» (p. 623).

Según Federico, la clave de las ansias de poder de Lenin está en lo que Sigmund
Freud (1856-1939) llamaba el «ideal del yo», que se manifiesta en forma de deseo
ilimitado y «omnipotencia infantil». Pero, a diferencia de Adolf Hitler (1889-1945), en el
cual las masas alemanas veían su ideal del yo, Lenin -sostiene Federico- nunca se ganó a
las masas y tuvo que someterlas por mediación del Terror. Como si Lenin hubiese sido
un superhombre con superpoderes (no ya un superhéroe sino un supervillano) y su
partido político no hubiese estado respaldado por una parte importante de la población,
de ahí que piense que el susodicho fue el creador del primer régimen comunista «con
poder absoluto sobre vidas y haciendas, sin atadura o limitación moral alguna» (p. 305).
Alucina nuestro locutor cuando afirma que los bolcheviques llevaron a cabo «la guerra
civil contra su pueblo» (p. 250), es decir, que le declararon la guerra «a todo el pueblo»
(p. 263). Como si buena parte de la población de lo que era el Imperio Ruso no se
hubiese puesto de parte de los bolcheviques en la guerra civil de 1918 a 1920 (de hecho
un 25% de los votos a las elecciones para la Asamblea Constituyente fueron para los
bolcheviques). Por muy terrible que hubiese sido Lenin, los bolcheviques,
necesariamente, tuvieron que gozar del apoyo de buena parte de las masas. Pensar lo
contrario es pensar en la posibilidad de lo sobrenatural y milagroso. De hecho ya lo
decía Lenin en diciembre de 1917, cita que recoge el propio Federico: «Si las masas no se
alzan espontáneamente, no llegaremos a nada» (p. 263). Y de hecho el propio Federico
lo reconoce al informar de que en el verano de 1919, en la lucha contra el ejército del
general Denikin, los rojos disponían de «gran superioridad numérica» (p. 284).

Federico argumenta como un moralista filisteo. Pero Lenin tiene bastante razón
cuando afirma (y Federico se lleva las manos a la cabeza): «No creemos en la moralidad
eterna y denunciamos lo ilusorio de los cuentos de hadas sobre la moralidad» (p. 256).
¿Pero es que acaso es posible una moralidad eterna? ¿Es que eso no son cuentos de
hadas?

Federico afirma que desde la conferencia de Zimmerwald en septiembre de 1915


Lenin «se presentaba como abanderado de la paz» (p. 108). No es así exactamente, pues
Lenin no se presentaba como abanderado de una paz ética y ni mucho menos
evangélica, es decir, no era partidario de una paz pánfila; los planes y programas de Lenin
y los suyos en Zimmerwald, y al año siguiente en Kienthal, consistían en movilizar al
proletariado internacional para que abandonasen las trincheras de la Gran Guerra (la
lucha en la dialéctica de Estados) por las barricadas de la guerra civil (la lucha en la
dialéctica de clases en cada país beligerante). El plan no funcionó salvo en Rusia, que salió
de la guerra mundial (tras la firma «vergonzosa» -como reconocía Lenin- de la paz de
Brest-Litovsk) para entrar en la guerra civil (con victoria tras derrotar a un enemigo que
también incluía hasta catorce naciones diferentes, en lo que era una cruzada
anticomunista; por lo que también fue una lucha dada en la dialéctica de Estados). Así lo
recoge el propio Federico citando Le Social-Dómocrate, órgano que Lenin y Zinóviev
lanzaron en Suiza y que el 1 de noviembre de 1914 hacían el siguiente llamamiento: «El
proletariado denuncia este engaño (la guerra nacional) proclamando el principio (mot
d’ordre) de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil. Este principio está
marcado, precisamente, por las resoluciones de Stuttgart y de Bâle, que preveían, no la
guerra en general, sino la guerra actual y no hablaban de “defender a la patria” sino de
“apresurar el crack del capitalismo”, de utilizar al efecto la crisis suscitada por la
guerra, de seguir el ejemplo de la Comuna. La Comuna fue una transformación de la
guerra de los pueblos en guerra civil» (p. 113).

Afirma que el atentado contra Lenin de Fanny Kaplan (1890-1918) fue un


«montaje defectuoso de la Cheka» (p. 257) ¿Y de dónde saca eso Federico? Parece una
teoría conspiranoica. ¿Con qué sentido se iba a llevar a cabo semejante montaje? ¿Para
tener un casus belli e imponer el Terror? Eso es absurdo. Además, Federico da mal la
fecha del atentado, pues no fue el 1 de enero de 1918 sino el 30 de agosto de 1918.
Encima afirma que algo salió mal del atentado y que Lenin salió bien, cuando las
secuelas del atentado le terminaron costando la vida un lustro después. Y añade en
sintonía demonizadora: «y más animado que nunca a matar al que fuera» (p. 258).
«Matar al que fuera», como si la represión fuese cosa del capricho de un individuo
llamado Lenin que se intensificaba cuando éste estaba animado.

Todo esto es propio de un psicologismo ramplón y no de un análisis objetivo de


las ideas del sujeto examinado. Estamos ante un análisis propio de un formalismo
segundogenérico que precisamente por formalista ni explica ni puede explicar nada, y
menos aún algo tan políticamente complicado y enrevesado como la represión en la
Unión Soviética y la lógica del Terror (porque -por decirlo en forma de quiasmo- la
metodología negrolegendaria es el terror de la lógica).
Lenin es visto como un maniqueo, al igual que Maximilien Robespierre (1758-
1794), pues dividía a la gente en dos bandos: «los buenos y los malos; en su caso, él y los
demás» (p. 233). Pues en esto no se queda muy rezagado el propio Federico, que como
buen maniqueo interpreta el comunismo como la encarnación del Mal absoluto y el
capitalismo como el portador de la democracia y la libertad y, por supuesto, de los sacro
santos derechos humanos. Porque los comunistas tratan de destruir «la trilogía que, en
el mejor pensamiento español, define la dignidad del hombre: libertad, propiedad e
igualdad ante la ley» (p. 636). Aunque no es del todo exacto decir que el comunismo
trataba de destruir la propiedad, fue de principio a fin «una guerra contra la propiedad»
(p. 278); porque Marx y Engels afirmaban, ya en el Manifiesto comunista, que es el capital
el que llega a abolir la propiedad privada de los obreros que son explotados por los
grandes empresarios, los obreros sólo obtienen con el sudor de su frente lo suficiente
para perseverar en el ser y seguir incrementando plusvalor para la clase burguesa; por
eso el comunismo trataba de abolir esta abolición, para que los trabajadores pudiesen
ejercer el desarrollo libre de sus facultades, su cultura y su personalidad.

6. Lenin el bueno y Stalin el malo

Al menos Federico es consciente de que «el buen izquierdista de nuestro tiempo


debe amar al comunismo y odiar a Stalin, España es la fórmula para disfrutar de esa
bipolaridad: condenar al verdugo y defender su guillotina» (p. 432). Y más adelante
reconoce que los izquierdistas salvan a Lenin «achacándole todos los males del sistema
comunista a la desviación o degeneración de Stalin» (p. 571). Federico al menos niega la
leyenda de que «Lenin era el culto y leído y Stalin el zafio ignorante» (p. 345).

Y aquí está la leyenda negra contra Iósif Vissariónovich Dzhugashvili alias Stalin
(1878-1953), leyenda que ha calado de manera incontestable en la mentalidad de los
izquierdistas españoles y también de los comunistas (lo que queda de ellos, que es más
bien una cosa socialdemócrata, y cuando no explícitamente separatista). De lo que no se
dan cuenta estos izquierdistas (en general casi toda la progresía) es de que Stalin, que ni
mucho menos era un puritano de la ideología, tuvo que corregir buena parte del ideario
marxista-leninista, y tener más en cuenta de lo que se tuvo hasta entonces la dialéctica de
Estados, lo que suponía la bancarrota de la ideología de la revolución mundial y la
inmersión de la URSS en la Realpolitik de la dialéctica de Imperios de cara a la Segunda
Guerra Mundial (bautizada como «Gran Guerra Patriótica») y la consecuente Guerra
Fría. Porque la fase superior del comunismo estuvo en la victoria contra el Reich y en la
construcción de un Imperio generador, sin prejuicio de su distaxia tras sólo 74 años de
existencia en los complejísimos problemas de la geopolítica realmente existente. Aunque
la actual Rusia de Vladimir Putin (Leningrado, 1952) no ha salido de la nada y ahí está:
en la primera línea de los problemas geopolíticos actuales.

Estos «leninista» bien pensantes que consideran al estalinismo como una


degeneración e incluso como una aberración son presos de la mitología del pecado
original. El Bien supremo, el leninismo, es arrebatado al pueblo por la serpiente del
estalinismo. «El Bien Supremo perdido trae como contrapartida el Salvador-
Reconstructor que viene a proponernos algún tipo de medicina para retornar a los
bienes praeternaturales primigenios. Así, el gurú marxista nos propondrá acaso volver
al Marx original (o Engels, Lenin, Stalin o quien fuera) para dotarnos así de un “saber
crítico” que nos libere del dogmatismo soviético. La publicación de la MEGA2 está
generando este tipo de “fundamentalismo marxiano” consistente en volver a las fuentes
como si en esas fuentes estuviera la clave para explicar todos los problemas del
capitalismo moderno y con ello todos los males que nos envuelven. No se trata de negar
la importantísima labor del equipo de la MEGA2 ni de su importancia actual de Marx.
Todo lo contrario. De lo que se trata es de negar que con solo volver a estudiar a Marx
desde fuentes originales podamos desprendernos de los problemas con los que los
descendientes políticos de Marx y sus contrincantes tuvieron que lidiar. No nos
alejamos mucho de la realidad si afirmamos que el marxismo actual ha sufrido una
“protestantización” creciente, entendiendo por tal la pérdida de la referencia a la
Tradición marxista-leninista, para volver a la sola Scriptura de los MEGA2 o las Werke.
Así, llegamos al idealismo más exultante cuando se analizan los problemas “desde las
coordenadas marxistas” al margen de la propia tradición marxista realmente existente.
¿Se puede hablar, por ejemplo, todavía del fin de la familia sin contar con la experiencia
soviética? Quienes hablan de la traición del régimen soviético a los ideales
emancipatorios de la familia burguesa se olvidan de que el régimen soviético realmente
intentó acabar con la familia tradicional. Lo intentó pero no pudo y tuvo que rectificar
pero no para volver a una familia “del Antiguo Régimen” sino para configurar un
modelo especial de familia, el soviético, que han estudiado sociólogos, historiadores y
filósofos. No se trata de que los marxistas tengan que defender necesariamente ese
modelo sino constatar que toda discusión marxista al margen de los intentos marxistas
efectivos acaban siendo el más puro ejemplo de metodología idealista que pretende
hablar al margen de los materiales realmente existentes» (Esquinas, 2015: 65-66).

En la Universidad de Sevilla, en siete u ocho años (licenciatura, máster y


doctorado), conocí a varios individuos que decían que eran «comunistas» (en realidad
eran progres o directamente perroflautas), pero ni uno solo era estalinista, todos los que
conocí eran fervorosamente antiestalinistas. Los «leninistas» que denigran a Stalin
suelen ser trotskistas. Con uno de éstos me crucé un día por los pasillos de mi facultad y
me dijo que su organización (Izquierda Anticapistalista, hoy simplemente
Anticapitalistas -o «Anticapis»- integrados en Podemos, o no tan integrados) era una
organización de «marxistas revolucionarios»: «Somos trotskistas». Y yo sin inmutarme
le dije que era «estalinista». «¡Tú eres de los asesinos!», me increpó el prenda desde su
Olimpo moral con indignación retroantiestalinista negrolegendaria, como si Trotski
hubiese sido un osito de peluche. En realidad estos sujetos son marxistas nini: ni
marxistas ni revolucionarios. Esta clase de sujetos son puritanos de la ideología y se
sitúan desde la estratosfera del Olimpo moral y el filisteísmo del fundamentalismo
democrático y no desde las complejidades de la política real que trituran toda demagogia
y toda utopía.

El único que conocí en la universidad que admiraba a Stalin era yo mismo, los
demás eran presos de la leyenda negra (tanto en el alumnado como en el profesorado).
¿Significa eso que yo era más listo que los demás? No, simplemente estaba mejor
informado en esa cuestión; como los demás estaban mejor informados que yo en otras
cuestiones. Así de simple.

Desde 1956 el estalinismo ha sido demonizado, y es producto de la incorrección


política por antonomasia. Decir algo positivo (no negrolegendario) de Stalin se ha
convertido en una rara excepción. Todo aquel que hable bien del estalinismo, o no caiga
en los tópicos negrolegendarios sobre el mismo, es tachando inmediatamente de
«propagandista estalinista». Que Stalin es el demonio se ha convertido desde el XX
Congreso del PCUS (febrero de 1956) en sentido común, y éste es el sentido de la
corrección política (y por ello mismo del error historiográfico).

Como dice Rittersporn, «la mayor parte de las ideas corrientes sobre Stalin son
absolutamente falsas. Pero, decir esto es una empresa casi desesperada. Si afirmáis,
incluso tímidamente, ciertas verdades inalienables sobre la Unión Soviética de los años
30, os vais a ver tildados de “estalinistas”. La propaganda burguesa ha inculcado una
imagen falsa pero extremadamente potente de Stalin, imagen que es casi imposible
corregir, hasta tal punto las emociones suben en el momento en que abordáis el tema.
Los libros sobre las Purgas escritos por los grandes especialistas occidentales como
Conquest, Nove, Deutscher, Schapiro y Fainsod, no valen nada, son superficiales y
redactados menospreciando las reglas más elementales que todo estudiante de historia
aprende en el primer curso. De hecho, estas obras están escritas para dar una apariencia
académica y científica a la política anticomunista de los medios dirigentes occidentales.
Presentando bajo apariencias científicas la defensa de los intereses y valores capitalistas
y “a priori” ideológicas de la gran burguesía» (citado por Martens, 1994: 74).

Asimismo, la leyenda negra antiestalinista (antiestalinista retrospectiva o


retroantiestalinista) copa los medios de comunicación, pues sólo hay que ver la inmensa
cantidad de documentales al respecto, muchos de ellos pueden verse en Youtube con
títulos reveladores: Stalin el demonio, Stalin el imperio del mal, La evolución del mal o Stalin
el tirano rojo, Stalin y la URSS: el Imperio de la Muerte.

7. El estalinismo fue una reestructuración del leninismo

Según nuestro autor, «Lenin era de ideas fijas» (p. 316). Pero eso no es en
absoluto cierto, porque Lenin, como buen marxista, adaptaba sus ideas a las
circunstancias, y por ello tuvo que modificar sus tesis, aunque sin abandonar el
marxismo (sin que le negamos del todo ciertos tics dogmáticos e incluso, si se quiere,
sectarios y fanáticos). Pero Lenin jamás quiso matar el espíritu del marxismo con la letra
del mismo. Y ahora vamos a ver cómo Stalin profundizaba aún más en la corrección del
marxismo-leninismo, para afrontar con mayores garantías las complejas circunstancias.
Pues se trataba no ya de corregir sobre el papel, sino sobre el terreno de la política real.

Para Federico «el problema del comunismo es, simplemente, el comunismo» (p.
35). Lo que quiere decir que el problema del comunismo no es el estalinismo, como
sostienen los puritanos de la ideología, sino el mismo comunismo que, a juicio de
Federico, se mantiene en esencia igual de Lenin a Stalin, puesto que «todo, desde el
principio, está en Lenin» (p. 35). Según nuestro autor, Stalin continuó el «totalitarismo»
que fundó Lenin «pero al que no añade cualitativamente nada» (p. 305). Nuestro autor
piensa que la diferencia entre Lenin y Stalin es meramente cuantitativa. «Lo que
diferencia a Stalin de Lenin es que tuvo más poder para la misma política» (p. 40).
«Nada hizo Stalin, una década más tarde, que no hiciera antes Lenin. Apenas la fijación
anticipada de cuotas de requisa de grano, que luego se generalizaron en la URSS para
todo: recaudar o fusilar» (p. 310). «Todo lo de Stalin» es interpretado como «una
continuación de la política de Lenin» (p. 391). Para nuestro autor Stalin fue «el Lenin de
turno» (p. 242) o simplemente «el Tirano Heredero» (p. 313); pero Stalin fue mucho más
que eso.

No obstante, Federico ve a Stalin como una especie de superhombre que lo


controla todo: «Lo que hizo Stalin fue terminar la obra empezada por Lenin: no dejar a
nadie que pudiera discutirle nada al partido, o sea, a él, ni en nombre del pasado ni del
proletariado. Silencio de muerte. El que reinaba en toda la URSS. Como dijo Lenin al
prohibir las facciones, el partido “no era un club de debates”» (p. 40).

Tales afirmaciones son del todo incorrectas, porque el estalinismo supuso la


vuelta del revés del marxismo-leninismo en el ejercicio o momento tecnológico (no ya en la
representación, porque ideológicamente, en el momento nematológico, no se quería
reconocer ni presentar así, y de hecho tal reconocimiento abierto no hubiese sido lo más
prudente, aunque al fin y al cabo no hubo más remedio que modificar ciertas tesis del
leninismo). Es decir, el estalinismo tuvo que incorporar a sus expectativas la dialéctica de
Estados y abandonar la filosofía de la historia que hipostasiaba la dialéctica de clases con
la consecuente victoria del proletariado universal en la revolución mundial (cuyo
epicentro pasaría de Moscú a Berlín). De modo que los acontecimientos en la Realpolitik
forzaron el abandono del esquema escatológico de la revolución mundial que fue
sustituido por el ortograma de un Imperio generador cuya capital no sería desde luego
Berlín sino Moscú; de ahí que no se hablase de «revolución mundial» en los años de la
Segunda Guerra Mundial sino de «Gran Guerra Patriótica». De todos modos, la ekpirosis
de la revolución mundial y la supuesta, como consecuencia de la misma, palingenesia del
comunismo final era la trama normativa fundamental a partir de la cual el gobierno
soviético ejecutaba su política (geopolítica) efectiva. Del mismo modo que el Imperio
Español se valía de la cristiandad católica para la empresa de su ortograma de Imperio
generador o los Estados Unidos se valen de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos y de la democracia liberal parlamentaria para justificar su dominio y
expansión urbi et orbi en un supuesto «Fin de la Historia», como decía Francis
Fukuyama (Chicago, 1952) cuando caía la Unión Soviética (de hecho tal fin de la historia
no fue otra cosa que el fin de la historia de la Unión Soviética).

De modo que -como dice el mismo Federico- la concepción histórico-política de


sociedad comunista final en la que todos los antagonismos son suprimidos más que un
«socialismo utópico» era más propia de un «socialismo quimérico» (p. 246), puesto que
la Realpolitik de la dialéctica de Estados y la dialéctica de Imperios puso en evidencia la
patraña de la revolución mundial y el consecuente, como se presumía, comunismo final
(que vendría a ser una concepción análoga a la utopía fundamentalista científica del
conocimiento total de las cosas en donde no cabe el ignorabimus){6}. Ahora bien, la
revolución mundial era un mito intercalado con el mito del proletariado universal, que
no hay que reducir a la pasión de Lenin («su pasión verdadera») de «ser el amo del
mundo» (p. 323). Porque finalmente lo que cuenta no son los finis operantis del sujeto
operatorio Vladimir Ilich Uliánov, sino los finis operis que concluyeron en la construcción
del Imperio Soviético (sin perjuicio de su ulterior distaxia o caída).

El estalinismo vino a corregir determinados elementos irracionales y mitológicos


que arrastraba el marxismo-leninismo, como el del «proletariado universal» y el
«hombre total», el cual se suponía como capaz de autocontrolar su evolución; con lo
cual estaríamos ante una tesis no sólo ucrónica sino también metafísica. El mito del
proletariado universal fue disuelto por la administración estalinista en el ejercicio de la
política real que tuvo que llevar a cabo, sin más remedio, por mantener la eutaxia de la
URSS; y esto sin duda supuso una reestructuración del leninismo, que es lo que desde el
materialismo filosófico llamamos vuelta del revés. La reestructuración -perestroika- que quiso
llevar a cabo Mijaíl Gorbachov (Stávropol, 1931) décadas después hizo que el sistema
colapsase y entrase en bancarrota, sin perjuicio de que ésta ya se venía incubando desde
antes de Gorbachov, aunque la administración de éste fue el colmo de la imprudencia
política, por no decir el apogeo de la estupidez política.

José Ramón Esquinas (Málaga, 1979) habla de «inversión estalinista», en la cual


«los conceptos dejan de ser el medio por los cuales los marxistas hablaban del
proletariado para suponer aquello mediante lo cual hablamos de la URSS. En otras
palabras, la inversión estalinista supone que hay que reinterpretar mucho del material
soviético no desde las coordenadas del “proletariado universal” sino desde la dialéctica
de los Imperios que se disputaban la hegemonía global durante la Guerra Fría. Y esto
está claro ya desde las famosas palabras del fiscal Vichinsky (“Ser internacionalista
significa defender la Unión Soviética”) hasta los textos de formación política de finales
de los ochenta» (Esquinas, 2015: 256).

IV. Reductio ad Hitlerum: otro tópico negrolegendario

1. Hermanos gemelos

Federico interpreta el nazismo como el «gemelo especular» del comunismo (p.


43), y así cae, como muchos historiadores, en lo que Leo Strauss denominó reductio ad
Hitlerum. En nuestro anterior artículo vimos cómo Escohotado también era preso de
dicha falacia (del mismo modo que los progres son presos de lo que podríamos llamar
reductio ad Francum).

En la página 259 leemos: «Hitler siempre quiso exterminar a los judíos y Lenin
siempre quiso exterminar a todos los que no entraran en sus planes de crear una
sociedad comunista, bien porque se le opusieran, bien porque le estorbaban. Nada lo
demuestra mejor que ver el funcionamiento del modelo de las SS, la Cheka, que detrás
de la Guardia Roja, modelo de las SA, la que dio el cómodo Golpe de Octubre, siguió
desde el principio el plan leninista de dominio y exterminio de cualquier obstáculo a su
proyecto totalitario».

Federico cita el poema del pastor protestante Martin Niemoller (1892-1984), «que en una
de sus mentiras más exitosas los comunistas suelen atribuir a Bertolt Brecht» (p. 147): «Cuando
los nazis vinieron a buscar a los comunistas, yo guardé silencio,/ porque yo no era comunista./
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/ guardé silencio/ porque no era socialdemócrata./
Cuando vinieron a por los sindicalistas,/ no protesté/ porque yo no era sindicalista./ Cuando
vinieron a por los judíos,/ no pronuncié palabra,/ porque yo no era judío./ Cuando finalmente
vinieron a por mí,/ no había nadie que pudiera protestar» (pp. 147-148).

Pues bien, Federico hace, de modo muy brillante, la siguiente paráfrasis:


«Cuando los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno y apresaron al Gobierno
Provisional, los social-revolucionarios o eseristas de izquierdas no protestaron, porque
no pertenecían al Gobierno Provisional. Cuando ilegalizaron al Partido Constitucional-
Demócrata (Kadete), no protestaron porque no eran liberales de derechas. Cuando
prohibieron la libertad de prensa, no protestaron porque sus periódicos, con los
bolcheviques, podían circular. Cuando prohibieron la huelga, no protestaron porque
ellos no eran obreros capaces de alzarse contra la revolución. Cuando Lenin creó la
Cheka, la aceptaron porque a ellos no iba a perseguirlos. Cuando Lenin empezó a
encarcelar mencheviques, ellos callaron porque no eran mencheviques. Cuando
empezaron a perseguir social-revolucionarios de derechas, ellos lo aceptaron porque
eran de izquierdas. Y cuando, al fin, vinieron a por los eseristas de izquierdas por
denunciar el tratado de Brest-Litovsk, no había gobierno, asamblea, prensa, sindicatos,
mencheviques, kadetes, ni siquiera social-revolucionarios de derechas que los
defendieran» (p. 148).

En tal paráfrasis Federico pone en evidencia la manifiesta superioridad de los


bolcheviques frente a sus rivales, a los que, con suma prudencia política, fueron
derrotando uno por uno (y también los nazis hicieron lo propio con los suyos, todo hay
que decirlo).

El terror leninista es interpretado como «la eugenesia de masas o eugenesia de


clase» (p. 150). Y así, todo truco retórico sirve a mayor gloria de la reductio ad Hitlerum.
Si bien es cierto que la eugenesia se incubó en países democráticos y liberales.

No obstante, Federico tiene el acierto de evitar la reductio ad Hitlerum en relación


al alzamiento nacional (del bando nacional) del 18 de julio de 1936: «Por supuesto que
en España no existía una amenaza fascista, ni fue fascista en su origen el alzamiento de
Franco, ni tuvo que ver con algún tipo de supremacismo racial al modo de Hitler o
estatalista a lo Mussolini» (p. 375). Que conste en acta que en esto tiene toda la razón
nuestro estimado periodista (y que también conste que siempre celebro sus aciertos y
razones).

2. La tríada comunismo, fascismo y nazismo

En la página 51 afirma que «el bolchevismo llega al poder en 1917, el fascismo en


1924 y el nazismo en 1934, y que los tres fenómenos políticos provocaron la mayor
pérdida de vidas humanas de la historia, no solo en el frente sino en la retaguardia, con
millones de víctimas inocentes, se niega de forma deliberada, cruel, indiferente a la
memoria de esas víctimas». Como si todos las victimas fuesen inocentes y sus muertes
se hubiesen provocado por pura maldad sin ton ni son y sin venir a cuento. Y como si el
liberalismo no hubiese derramado ni una gota de sangre y no hubiese provocado
ninguna hambruna por el mundo. Liberalismo bueno; comunismo, nazismo y fascismo
(que en el fondo son la misma cosa), malo. Esa es la visión de Federico: el maniqueo de
Orihuela del Tremedal.

El fascismo llegaría al poder en 1922 y el nazismo en 1933; aunque es cierto, y


puede que Federico se refiera a ello (pero no lo señala), que el fascismo acabó con la
democracia italiana en 1924 (y en 1926 el Partido Nacional Fascista era el único
permitido); y en 1934, tras la purga a las SA el 30 de junio y la muerte del presidente
Paul von Hindenburg (1847-1934) el 2 de agosto, Hitler se hizo con el poder absoluto,
siendo al mismo tiempo canciller y Führer de Alemania (basándose, curiosamente en
Estados Unidos, donde la jefatura del Estado coincide con la misma persona de la
jefatura del gobierno).

Para Federico fascismo y nazismo fueron «copias genuinamente antiliberales del


leninismo» (p. 611). Y cree a Von Mises (1881-1973) cuando éste escribe: «En ninguna
parte hubo discípulos más dóciles de Lenin, Trotski y Stalin que los nazis» (p. 618). Y
Hitler «copia casi todo de la dictadura soviética» (p. 623). Porque el «totalitarismo»
soviético tuvo en Alemania «su émulo nazi» (p. 673).

Y en la página 305 leemos: «Fascistas y nacionalsocialistas serán rivales, nunca


opuestos al comunismo, del que copiaron casi todos los aspectos totalitarios. Los
esenciales, todos». De ahí que no tenga ningún reparo, como hizo el 6 de abril de 2018,
de llamar al juez alemán, que dejó en libertad al sedicioso Carlos Puigdemont (Amer,
1962), «juez nazi-rojo».

Así como fue un tópico de la propaganda soviética «que el nazismo y el fascismo


fueron modelos que adoptó el Estado capitalista para defenderse de la revolución
socialista, auténtica democracia real» (p. 616), también es un tópico, en este caso de la
propaganda capitalista, la ecualización entre comunismo, fascismo y nazismo. Ni
siquiera sería correcto aplicar la reductio ad Hitlerum al fascismo italiano.

Como se ha dicho, «No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener
lugar entre las formas del nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas
confluencias de otro modo, como un episodio de la symploké de sistemas sociales y
políticos enfrentados, que caminan acaso en la misma dirección pero que llevan
sentidos contrarios» (Bueno, 1978b).

3. Totalitarismo

Para Federico el comunismo no es propiamente una utopía, pues «Lenin halló un


topos y el ensueño comunista llegó a medio mundo» (p. 212). Lenin entiende el
comunismo más bien como una distopía y «una alucinación totalitaria» (pp. 433-434). Y
el leninismo lo entiende como «la autoridad omnímoda del Estado y la falta absoluta de
libertad personal» (p. 506), ya que el leninismo fue un «poder absoluto» (p. 231). A
juicio de nuestro presentador, el totalitarismo tiene en el comunismo su «más
conseguido y duradero avatar» (p. 629). Y, por lo visto, de tal totalitarismo, fascistas y
nazis sólo son aprendices.

Afirma Federico que uno de los mejores libros que estudia «el leninismo como
vástago de Marx» (p. 193) es Lenin y el totalitarismo (libro malo) del chileno Mauricio
Rojas Mullor (Santiago de Chile, 1950), «respetado académico liberal» que «escribe para
cumplir con su deber moral de antiguo comunista» (p. 193), es decir, otro moralista
filisteo retroanticomunista negrolegendario. Un libro que ya en la portada puede verse
la reductio ad Hitlerum en la que está preso el autor (la portada es fácil de ver tecleando
en Google).

Rojas, como ya hicieron Karl Popper (1902-1994) en 1945 y Zbigniew Brzezinski


(1928-2017) en 1956, ecualiza a comunismo, fascismo y nacionalsocialismo como
«sistemas totalitarios». El sistema totalitario es interpretado como aquel «donde se
intenta la destrucción sistemática de toda vida social independientemente del colectivo
representado por el Partido-Estado» (Rojas, 2012: 17). Se trataría, entonces, de «un sistema
que aniquila toda sociedad civil independiente y liquida cualquier espacio de libertad
individual, ya sea económico, social o cultural» (Rojas, 2012: 73). Se dice, además, que
este sistema crea una clase dominante dotada «de todos los mecanismos del poder total,
particularmente un aparato para ejercer el terror sobre toda la sociedad, un monopolio
prácticamente absoluto sobre la economía, la educación y los medios de comunicación,
una ideología oficial (el marxismo-leninismo [o, en su caso, el fascismo o el
nacionalsocialismo]) y, finalmente, un líder con poderes cada vez más ilimitados. Surge
así un tipo de Estado que no solo no tolera la independencia de los ciudadanos sino que
exige su adhesión activa a una ideología o visión del mundo que penetra
completamente a la sociedad hasta convertirse en una especie de seudorealidad que
termina substituyendo a la realidad misma. Esto es lo que los teóricos del
nacionalsocialismo llamaron, acertadamente, Weltanschauungsstaat, es decir, Estado
ideológico o, más literalmente, “Estado de una visión del mundo”» (Rojas, 2012: 73-74).

Por ello, según Mauricio Rojas, el cual sigue sin criterio crítico las tesis de
Hannah Arendt (1906-1975) (cuyos trabajos eran un brindis a la CIA en plena Guerra
Fría), el logro más siniestro del sistema totalitario está en «su capacidad de contaminar
el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que
debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del
Weltanschauungsstaat, ese Estado cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de
las mentes imponiendo una Weltanschauung o “visión del mundo” que adquiere tal
realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que simplemente la
ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo
circundante sino, muchas veces, ante sí mismo» (Rojas, 2012: 131). Cosa que,
curiosamente, pasa en la era del fundamentalismo democrático, en la que el que no es
demócrata es señalado inmediatamente de ser un «fascista», es decir, un sádico hijo de
puta.

Como bien se ha dicho, «Si el poder se atribuye al todo -al Estado- y si se parte de
la hipótesis de que fuera del Estado total no queda nada de poder -salvo la impotencia-
entonces la historia del poder habrá de reducirse al proceso de la reproducción de esa
totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales envuelve y
cuyo Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo. Pero si en
lugar de usar esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se acude a la oposición
dialéctica entre la parte (el Estado, en cuanto explotador, no es el todo, sino una parte o
clase social, dominadora de otras clases sociales) y la parte (que, por tanto, debe tener
ya un poder: el poder burgués contra el Estado feudal, el poder obrero contra el Estado
capitalista) entonces la historia política ya es lógicamente al menos posible. Porque las
proporciones de esta oposición entre las partes y las partes pueden ya cambiar, y han
cambiado de hecho, según un orden interno, que es el orden de la historia. La dialéctica
de las partes frente a las partes es la dialéctica del pluralismo: no existe un todo global,
monista (la totalidad insoslayable de la que habla Levy) que avanza implacable hacia un
fin, bueno o malo» (Bueno, 1978b).

4. La cuestión judía

Nuestro presentador acusa a Marx de «redomado antisemita» (p. 198). Pero Marx
no era antisemita al estilo que insinúa Federico, sino en el sentido de ir contra el
judaísmo, religión tan delirante como el islamismo (aunque al menos no es proselitista);
cosa que reconoce el mismo Federico al escribir que Marx «pretendía que todos los
judíos fueran obligados a abandonar su religión» (p. 199). Es decir, se trataba de una
cuestión religiosa, y no de una cuestión racial al estilo nazi.

Federico además sostiene que Marx despreciaba a Ferdinand Lassalle (1825-1864)


«por ser judío y tener sangre negra» (p. 212). ¡Falso de todas todas! Porque Marx no
despreciaba a Lassalle, y menos aún por ser judío y de sangre negra. Y no lo
despreciaba porque si así fuese no hubiese atacado sus ideas. La tolerancia es el
desprecio, y a Marx ciertas tesis de Lassalle le resultaban sencillamente intolerables. Por
eso en 1975, 11 años después de la muerte de Lassalle, redactó la Crítica del programa de
Gotha, programa que estaba impregnado de lassallismo. Criticar no es despreciar,
precisamente es justo lo contrario.
5. La cuestión polaca

Federico pone el grito en el cielo (como tantos otros, como también los progres)
haciendo referencia al pacto germano-soviético de no agresión de la madrugada del 23
al 24 de agosto de 1939: «¡como si nunca se hubiera repartido Polonia con Hitler!» (p.
129). Merece la pena que nos paremos para matizar eso del reparto de Polonia entre
nazis y soviéticos, ya que Federico da por buenas sin más la versión oficial de los relatos
negrolegendarios, pero en rigor no hubo «trágico reparto nazi-soviético de Polonia» (p.
290).

Hay que tener en cuenta que el ataque a Polonia lo llevó a cabo la URSS dos
semanas y medias después de la invasión alemana: el 17 de septiembre de 1939. El casus
belli consistía en que la mayor parte de la población del este de Polonia (unos once
millones) era de etnia bielorrusa y ucraniana, pretendiéndose así que dicha masa no
cayese en manos nazis (aunque es cierto que casi la mitad de estos once millones eran
polacos). Antes, la URSS pidió a Polonia un pacto para introducir tropas del Ejército
Rojo en territorio polaco en caso de invasión alemana, pero Polonia no lo admitió al
temer que si el Ejército Rojo pisase terreno polaco después no lo abandonaría (lo mismo
temió Franco cuando Hitler le pidió introducir a la Wehrmacht en España para tomar
Gibraltar, acordándose de lo que ocurrió a principios del siglo XIX con la ocupación
francesa bajo el pretexto de tomar Portugal, tradicional y fiel aliado del Imperio
Británico). Los polacos prefirieron hacerle frente a los alemanes antes de pedirle ayuda
a la Unión Soviética, y así decían: «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad: con
los rusos nuestra alma» (citado por Lozano, 2011: 256).

Ya siete años antes, en 1932, la URSS firmó un pacto de no agresión con Polonia,
que se ratificó en 1934 (el mismo año que polacos y alemanes también firmarían un
pacto de no agresión). El pacto sería para diez años, el cual fue incumplido por los
soviéticos el 17 de septiembre de 1939 (aunque, en rigor, no se podía seguir cumpliendo
porque ya no existía el Estado polaco).

En un revelador artículo, el historiador estadounidense Grover Furr (Washington


D. C., 1944) sostiene, a mi juicio con pleno acierto, que «La Unión Soviética firmó el
Pacto de No Agresión con Alemania no para “repartirse Polonia”, como hicieron los
aliados al dividirse Checoslovaquia, sino con el fin de defender a la URSS. El Tratado
establecía una línea en Polonia que demarcaba el interés de los soviéticos, línea que las
tropas alemanas no podían pasar en caso de que Alemania derrotara al ejército polaco
en una guerra» (Furr, 2014: 5). Es decir, la clausulas secretas del Pacto Ribbentrop-
Molotov en relación a las «esferas de influencia» no pretendían la partición de Polonia,
y la URSS exigía que si Alemania tomaba Polonia no lo hiciese en su totalidad. Si
Alemania y la Unión Soviética acordaron en las cláusulas del Pacto de No Agresión la
partición de Polonia, ¿por qué motivo iba a atacar la URSS diecisiete días después? ¿No
hubiese sido más prudente hacerlo el mismo 1 de septiembre, al mismo tiempo que las
tropas alemanas? Es decir, si Alemania y la URSS acordaron en el Pacto Ribbentrop-
Molotov repartirse Polonia como se sostiene desde la historia convencional
(negrolegendaria), ¿por qué Francia e Inglaterra no le declararon la guerra a la URSS el
17 de septiembre de 1939 como hizo con Alemania el 3 de septiembre, tras dos días de
campaña de la Wehrmacht en territorio polaco? Si Polonia estaba a punto de caer, ¿por
qué se dice que el 17 de septiembre «el ejército rojo la invadió innoblemente desde el
este» (Gellately, 2013: 70) si ya no existía el Estado polaco y los soviéticos sólo
pretendían que los alemanes no cruzasen la límite que se fijó en el Pacto Ribbentrop-
Molotov?

El 1 de octubre, en un discurso radiofónico que se publicó en el New York Times el


día después, dijo Winston Churchill (1874-1965): «Rusia ha seguido una fría política de
interés propio [¡como lo haría cualquier gobierno que no traicione a la patria, cualquier
gobierno con un mínimo sentido de Estado!]. Hubiéramos deseado que los ejércitos
rusos se mantuvieran en su actual línea como amigos y aliados de Polonia. Pero que los
ejércitos rusos estén en esa línea es claramente necesaria para la seguridad de Rusia, en
contra de la amenaza nazi». Y añadió: «ahí, estos intereses de Rusia están en el mismo
cauce que los intereses de Gran Bretaña y Francia» (citado por Furr, 2014: 49).

Cuando el Ejército Rojo avanzó hacia el territorio de lo que era el Estado polaco,
Churchill instó a Neville Chamberlain (1869-1940) a considerar el avance soviético como
un hecho positivo, y le dijo: «Ninguno de estos hechos entra en conflicto con nuestro
interés primordial, que no es otro que detener el avance alemán hacia el este y el sureste
de Europa». Y dos semanas después diría en un discurso transmitido por radio: «Que
los ejércitos rusos se mantuvieran en esa línea [en Polonia] era a todas luces de vital
importancia para la salvaguardia de Rusia frente a la amenaza nazi» (citado por
Hastings, 2009: 734). Churchill reconoció que el avance del Ejército Rojo en Polonia era
necesario para la seguridad de Rusia, con lo que el primer ministro Neville
Chamberlain estaba de acuerdo. De hecho la expansión soviética era justificada en
término de «intereses de seguridad», aunque es cierto que se conjugaba con la
expansión del sistema comunista, y las cuestiones fronterizas se decidieron finalmente
por la fuerza del poder militar y no por el diálogo del poder diplomático (aunque tal poder
siempre acompaña a lo impuesto manu militari, una vez consumados los hechos).

Por su parte, el prosionista Lord Halifax (1881-1959), llegó a decir: «Lo último
que yo haría sería defender la acción del Gobierno soviético en el tiempo en que la
llevaron a cabo, pero es justo tener en cuenta dos cosas: que jamás hubiese adoptado
esta posición si el Gobierno alemán no hubiese iniciado la cuestión y sentado
precedente al invadir Polonia sin declaración alguna de guerra y que la acción del
Gobierno soviético ha sido la de avanzar sustancialmente la frontera rusa hasta la que
se había recomendado… por Lord Curzon» (citado en Times, 1945: 249).

No obstante, en enero de 1940 Churchill se mostró como un entusiasta de la


causa finlandesa ante el asedio soviético. Es más, la Sociedad de Naciones no expulsó a
la URSS de la misma ni consideró que la URSS había invadido a un Estado miembro
como era el polaco, cosas que sí ocurriría el 14 de diciembre de 1939 tras la invasión de
la URSS a Finlandia. Y así consta en la Resolución de dicho día que tomó la Sociedad de
Naciones: «Habiendo tomado conocimiento de la resolución adoptada por la Asamblea
el 14 de diciembre de 1939, en atención al recurso del Gobierno de Finlandia, 1. Se suma
a la condena que hace la Asamblea de la acción de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas contra el Estado finlandés; y 2. Por las razones expuestas en la resolución de
la Asamblea, en virtud del artículo 16, parágrafo 4, del Pacto, considera que, por su
acto, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se ha colocado fuera de la Sociedad
de Naciones. De ello se desprende que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya
no es miembro de la Sociedad» (citado por Furr, 2014: 41).

Como dice el mismo Federico, «¡Así se reescribe la historia!» (p. 129). Pues sí, así
se reescribe; porque si aparecen nuevos relatos o nuevas reliquias no hay más remedio
que revisar y criticar la historia que antes se escribió (por eso la historia es una cuestión
que concierne al presente, pues sólo desde el presente puede reconstruirse e interpretar
los fenómenos en función de los materiales que se disponga, esto es, de las nuevas
reliquias y los nuevos relatos que se van adquiriendo, así como la filosofía desde la que se
posiciona el historiador, pues el «espíritu de partido», ya sea en el ejercicio o en la
representación, es insoslayable y toda neutralidad es capciosa).

De todas maneras lo que a Federico le escandaliza es el pacto entre las dos


potencias «totalitarias», como también a los progres les escandaliza que los comunistas
pactasen con los nazis. Pero no se trataba de un pacto, digamos, pensado a nivel de
dialéctica de clases entre comunistas y nazis sino más bien un pacto (no olvidemos que de
«no agresión») pensado a nivel de dialéctica de Estados entre alemanes y soviéticos. Y en
geopolítica las alianzas son tan importantes como las propias fuerzas (aunque también
en la dialéctica de clases). Y si firmar un pacto con la Alemania hitleriana era firmar un
pacto con el diablo, otro tanto de lo mismo era pactar con británicos, franceses y
americanos, ¿o es que acaso éstas eran potencias divinas o angelicales, portadoras de la
bondad pura, absoluta e inmaculada? Pues no, porque en ese momento ambos Imperios
estaban explotado a sus colonias en buena parte del mundo.

Pero la URSS salió muy bien parada con ese «pacto» con el «diablo», pues con
suma prudencia lo fue continuamente violando al anexionarse Lituania el 3 de junio de
1940, Letonia el 5 de junio y Estonia el día 6. Asimismo, el 25 de junio le exigió a
Rumanía la inmediata entrega de Besarabia y Bukovina del Norte. El 30 de diciembre
atacó Finlandia, obligando a esta nación a que le cediese importantes territorios en el
Báltico, en el Océano Ártico y en Carelia. Por otra parte, en marzo de 1941 apoyó el
golpe de Estado antialemán en Yugoslavia e hizo un pacto de Ayuda Mutua con el
nuevo gobierno yugoslavo, gobierno que había denunciado el pacto que el anterior
gobierno había hecho con el Reich. «Stalin, gran político, sabía -no podía no saberlo-
que los territorios que él mismo se había anexionado, quebrantando el Pacto Germano-
Soviético, indicaban a Berlín con toda claridad su tendencia expansionista hacia
Occidente. Esos territorios constituían un glacis de protección de la URSS, de manera
que, en caso de guerra, la aviación alemana quedaría muy alejada de los principales
objetivos militares soviéticos. Por otra parte, el objetivo de Stalin, es decir, que se
desencadenara en Occidente una guerra entre democracias y fascismos ya se había
logrado, coadyuvando a ello, en buena parte, el Pacto Germano-Soviético, auspiciado y
propiciado por Stalin. El plan consistía en que democracias y fascismos se desangraran
mutuamente y luego Stalin llegaría en un pacífico paseo liberador hasta Gibraltar,
Noruega e Irlanda. Para tantear a Hitler, Stalin mandó a Molotoff a Berlín en
Noviembre de 1940 pidiendo carta blanca al Reich para ocupar el resto de Rumania,
Bulgaria, la Macedonia Griega incluyendo el puerto de Salónica y los Dardanelos»
(Bochaca, 1982: 148).
6. Reductio ad Bakunim

Afirma Federico que el anarquismo de Mijaíl Bakunin (1814-1876) tiene muy


pocas diferencias con el «socialismo científico» de Marx y Engels: «Ambos son
enemigos de la propiedad privada, del libre comercio, del pluralismo político, del
sistema representativo a través del Parlamento, de la legalidad y de las reformas
sociales a través de cambios legales, ambos desprecian la lucha pacífica por el poder y
se burlan de la alternancia democrática mediante el voto» (p. 168). Y más adelante
sostiene: «la supuesta y radical diferencia entre Marx y Bakunin es, a efectos políticos,
vista desde la sociedad en su conjunto y sobre todo lugar sus víctimas, realmente
mínima» (p. 458). Y añade: «Los “libertarios” de la CNT-FAI y los “científicos” del PCE-
PSUC y el POUM, coinciden en lo esencial: acabar con la libertad y la propiedad,
asesinar a los “enemigos de clase”, destruir la familia, la religión y la Iglesia -y de paso,
casi todo el arte monumental en Europa-, prohibir la Justicia independiente, hacer de la
Escuela un predio estatal, y de los niños, rehenes y propagandistas de la revolución. Lo
que cada uno de los dos comunismos se atribuye, que en el “libertario” es la libertad y
en los marxistas-leninistas el orden revolucionario, es mera propaganda: ambos aspiran
a una dictadura que les permita a ellos en exclusiva, incluyendo los de Marx a los de
Bakunin o viceversa, robar sin límite y matar sin tasa» (p. 458).

Pero si bien es cierto que hay semejanzas, las diferencias son profundísimas.
Marx se propuso liquidar los componentes anarquistas de la Internacional y dotarla de
una potente estructura jerárquica, cosa que Bakunin no podía aceptar de ninguna de las
maneras. Asimismo, si para Bakunin era inconcebible el fortalecimiento del Estado,
para Marx era imprescindible el fortalecimiento del Estado-nación (la nación política,
despreciando las «naciones sin historia»), para que así el proletariado se desarrollase y
organizase sus condiciones para la revolución comunista; es decir, si para Bakunin el
Estado es un mal en sí mismo, para Marx es un tránsito hacia el comunismo, lo que
denominó «dictadura del proletariado», de la que abominó Bakunin. Por tanto, Marx
interpretaba la revolución burguesa como eslabón necesario en la concatenación
histórico-económica que desembocaría en la revolución comunista universal.

Como escribió Bakunin a la redacción de La liberté de Bruselas tras su expulsión


en el Congreso de La Haya de 1872, «Nosotros no aceptamos -ni tan sólo como forma
revolucionaria transitoria- convenciones nacionales ni asambleas constituyentes, ni
tampoco las llamadas dictaduras revolucionarias, dado que estamos convencidos de
que la Revolución sólo es honesta, honrada y real en manos de las masas, pero que si se
concentra en manos de unas pocas personas gobernantes, se habrá de convertir
inmediata e inevitablemente en reacción… No cabe duda de que entre la política de
Bismarck y la de Marx existe una sensible diferencia, pero entre los marxianos y
nosotros se abre un abismo. Ellos son los hombres del gobierno y nosotros los
anarquistas, ocurra lo que ocurra» (citado por Enzensberger, 1999: 325-326).
Bien visto, Bakunin y Marx (anarquistas y comunistas) no irían juntos ni a la
vuelta de la esquina, y las alianzas que pudieron establecer no fueron sustanciales sino
puramente coyunturales (accidentales). Y de hecho no cuajaron en la política real,
siendo el caso más famoso los sucesos de mayo del 37 en Cataluña cuando anarquistas y
comunistas llevaron a cabo una guerra civil dentro de la Guerra Civil general, como
Federico comenta en su libro. Y de hecho también acabaron con los anarquistas en
Rusia, y el propio Federico cita a Trotski felicitándose del asalto de la Cheka a las casas
anarquistas en marzo de 1918: «¡Al fin el poder soviético barre de Rusia, con escoba de
hierro, el anarquismo!» (p. 266).

Pero nuestro Federico se queda más con las semejanzas (abolición de la


propiedad privada) que con las diferencias, y por eso le da igual ocho que ochenta y
una vez más cae en la falacia del semejantismo. Es un caso flagrante de no hilar fino al
no establecer clasificaciones que aclaran y distingue el entendimiento. De las pocas
diferencias que Federico constata entre Marx y Bakunin es que el primero «suele
mantener un cierto orden dogmático» y el segundo «se le escapa a veces una especie de
arcaísmo liberal a lo Herzen» (p. 216).

Leyendo otros párrafos da la sensación de que Federico interpreta la rivalidad


entre Marx y Bakunim por el control de la Primera Internacional como una lucha de
egos y no por cuestiones ideológicas, tecnológicas o estratégicas. Y si bien no hay que
negar la guerra de egos que había entre ambos sujetos operatorios, eso no reduce la
confrontación; pues ésta va más allá de los finis operantis de los sujetos implicados, y lo
que importa es la obra objetiva que dejaron a la posteridad: sus finis operis.

V. El podemismo no es un comunismo: reductio ad Turrium

1. La noche en la que todos los gatos son viejos topos

Parece que para Federico «comunismo» es todo lo que no sea democracia y


liberalismo, todo lo que esté a la izquierda del liberalismo y, en general, todo lo que no
le gusta. El comunismo es simplemente «apropiarse de lo ajeno» (p. 179). Por eso afirma
cosas como: «conviene no olvidar que Zajnievski, Isutin, Netchaev, Tachev, Bakunin,
Chérnov (jefe de los socialistas revolucionarios), Mártov (de los mencheviques),
anarquistas y leninistas eran todos comunistas» (p. 178). El comunismo es la noche en la
que todos los gatos son viejos topos, ¡para qué venir con clasificaciones, distinciones y
sutilezas! ¡Para qué llevar a cabo una taxonomía de las diferentes generaciones de
izquierda como hace Gustavo Bueno en El mito de la izquierda! ¡Puff, una taxonomía a
estas horas, no fastidies!

Acusa a «la izquierda» (PSOE e IU) de ir, desde 2002, contra el gobierno de
Aznar, que fue acusado «de fascista, franquista o, simplemente, nazi. Para qué matizar»
(p. 398). Pero eso mismo le podríamos reprochar nosotros cuando se refiere a Podemos
como un partido comunista o habla de la bolchevización del PSOE por ZP (por no
volver a mencionar la reductio ad Hitlerum y las excesivas semejanzas que hace entre
anarquismo y comunismo). Para más inri también llama comunistas a los perroflautas
separatistas de las CUP: «comunistas de las CUP» (p. 399). Nuestro autor habla de
«Lenin y los suyos», los cuales son «bolcheviques, trotskistas, maoístas, guevaristas,
podemitas» (p. 636). Para Federico hasta Cristóbal Montoro es comunista. Todo es
leninismo, todo es comunismo, todo es lo mismo en su semejantismo (aunque no sea lo
mismo semejanza e identidad), aunque sea podemismo o un pepero como Montoro o
un estadista ruso postsoviético como Vladimir Putin. Para qué matizar.

El subtítulo del libro negro de Federico (De Lenin a Podemos) me recuerda al


subtítulo que Ricardo de la Cierva (1926-2015) le puso a su Historia total de España: Del
hombre de Atapuerca al Rey Juan Carlos. Como si desde el «hombre» de Atapuerca
existiese España y éste, en consecuencia, fuese español. Pues bien, en lo que al subtítulo
del libro de Federico se refiere, como si la quinta generación de izquierda (el comunismo)
no hubiese clausurado ya su curso (tras su núcleo en Rusia y la extensión de su cuerpo
por otros países «satélites» y en otros continentes) y continuase en esa cosa
socialdemócrata descafeinada, cuando no izquierdista indefinida divagante o
fundamentalista, que es Podemos. Aunque en rigor, como estamos viendo en el
desarrollo de la política española de nuestro presente en marcha, la formación morada es
la misma complicidad objetiva de los separatismos «rompepatrias» (es cierto que no son
los únicos; de hechos los mayores cómplices de la lacra separatista han dormido en
Moncloa, e incluso en Zarzuela, los cuales han dormido junto a los separatistas; aunque
éstos son más bien señalados como «vendepatrias»).

Pero con el rótulo «comunismo» Federico mete en el mismo saco a anarquistas,


bolcheviques, maoístas, castristas, norcoreanos, pero también a bolivarianos, etarras,
zapateristas y podemitas. Aunque llega a decir que tal comunismo es «Capitalismo de
Camaradas», el cual rige en China y «en Cuba, Venezuela o la antigua URSS» (p. 582).
También lo denomina «capitalismo de amiguetes», «pero con un seguro de retorno:
Gulag, Laogai, La Cabaña o Ramo Verde» (p. 582).

Desde las coordenadas del materialismo filosófico Podemos sería clasificado como
una izquierda fundamentalista porque sus líderes y militantes creen que la izquierda es
siempre la misma y que habría sinalogía entre la izquierda jacobina y la izquierda
podemita, pasando por la socialdemocracia y el comunismo (Federico cree más o menos
en lo mismo). La izquierda es siempre la misma frente a la derecha que siempre es la
misma y no tiene diferentes modulaciones, y a día de hoy la derecha es el PP y Vox la
«extrema derecha», aunque Santiago Abascal diga que son de «extrema necesidad». Por
eso hay que apoyar al PSOE de Pedro Sánchez, junto con los separatistas, en la moción
de censura del 2 de junio de 2018. Se trata de un cambio lampedusiano: «todo cambia
para que todo siga igual, para que el PP sea alternado por el PSOE, en este caso a través
del pacto con un tercero para saltar por encima de los resultados electorales. Un ejemplo
de lo que en Matemáticas se denomina como “transformaciones idénticas”» (Rodríguez
Pardo, 2016: 52).
Podemos tiene mucho, o más bien lo tiene todo, de lo que Pedro Insua (Vigo,
1973) ha llamado «izquierda Imagine» (por la canción de John Lennon y su ridícula
letra; en la que, entre otras perlas, se dice «imagina que no hay países»).

Curiosamente, según leo en el mismo libro de Federico, la inscripción de


Podemos en el Registro de Partidos fue el «11 de marzo de 2014» (p. 594), justo diez
años después de la masacre de Madrid. Las desgracias nunca llegan solas y las
casualidades las carga el diablo.

2. Neocomunismo y populismo

En la página 41 nuestro autor se refiere al comunismo del siglo XXI como


«neocomunismo». Y en la página 44 señala a esos nuevos comunistas: «los
neocomunistas de Podemos», y también el neocomunismo «de los gurús
antiglobalización de los USA, del exlingüista Chomsky al precineasta Michael Moore,
pasando por los relamidos universitarios posderridianos y posfoucaultianos, los Piketty
o los fasciocomunistas como Laclau, herederos de la propaganda antiliberal que
compartían rojos y negros, pardos y azules en la primera mitad del XX». Como si el
método y las disciplinas que emplearon comunistas, fascistas, nazis, falangistas se
identificasen plenamente por su oposición al liberalismo. Negar se puede negar de
muchas maneras, lo mismo que negar a Dios (pongamos por caso al Dios de la teología
dogmática trinitaria) se puede hacer desde muchas otras teologías: judías, musulmanas
o paganas; o desde diversas filosofías ateas: ya materialistas, ya idealistas.

Hay un apartado que nuestro autor lo titula «EL PELIGRO POPULISTA EN


GENERAL Y EL COMUNISTA EN PARTICULAR» (p. 46), con el que parece que está
dando a entender que el comunismo es una especie de populismo. El autor divide el
populismo en «tres modelos esenciales» (p. 46): el populismo que va contra la
inmigración (fundamentalmente de musulmanes), el que se rebela contra los medios de
comunicación y la formación de la opinión pública y se los apropia para la dictadura de
lo políticamente correcto y, por último, el populismo «que nace de la deslegitimación de
la libertad, la propiedad privada y la igualdad ante la ley, los tres principios del
liberalismo contra los que se alzó el comunismo, cuya primera y terrorífica
manifestación fue el Estado Soviético creado por Lenin» (p. 48). «En fin, hay populismos
sindicalistas de izquierdas y populismos nacionalistas de derechas. Lo que nunca
veremos es un populismo liberal» (p. 677).

«Populismo» es un término que se emplea en sentido ideológico y axiológico de


signo despectivo o negativo. Gustavo Bueno distingue entre populismo negativo (que
también denomina populismo descalificativo) y populismo positivo.

El primero, visto críticamente desde la democracia representativa


(parlamentaria), estaría muy cerca del asambleísmo y recurre a las manifestaciones
directas del pueblo en las calles más que a las urnas o incita a la celebración de
referendos (plebiscitos, de «plebe»). Cuando el sistema pone entre paréntesis al
parlamento eso también es catalogado (descalificado) como populismo. Las
denominadas «repúblicas democráticas presidencialistas» suelen incluirse en este
populismo negativo. Estaríamos, pues, ante lo que Aristóteles llamó «desviación» de la
forma correcta de la sociedad política (la tiranía es la desviación de la monarquía, la
oligarquía de la aristocracia y la demagogia de la democracia). «Asimismo las
aristocracias de las que se dicen que recurrían al pueblo, frente a la monarquía o a las
tiranías, también tienen cierta semejanza con el populismo en el sentido descalificativo.
En el Menexeno, atribuido a Platón, se define la democracia de Pericles (y también
podríamos agregar, la democracia de Solón y de Clístenes), como una aristocracia con el
consenso del pueblo» (Bueno, 2006: 2).

El populismo positivo, en cambio, es la crítica a la democracia indirecta, dada la


escasa participación popular que hay en ésta; una democracia que es vista como
puramente delegativa, en la que se forman clases políticas cerradas en sí mismas y el
acomodo incluso entre los partidos políticos opuestos política e ideológicamente a fin
de que se mantengan su privilegios en el poder y en la oposición, porque la soberanía
residen en el parlamento, que es el único lugar donde el pueblo es realmente
representado y se manifiesta democráticamente.

Frente a lo que vulgarmente se dice, sobre todo por políticos y periodistas,


Podemos no es un partido populista. Ya en el otoño de 2014 Turrión se impuso a Pablo
Echenique (el que hoy día es su «sicario número uno», como dice Federico con su
habitual exageración) alzándose con la secretaría general del partido e imponiendo una
estructura vertical frente a la estructura horizontal que defendían Echenique y los
«Anticapitalistas», que hasta ese momento era la vigente en la organización morada. De
este modo Turrión hizo que Podemos se alejase del procedimiento asambleario del 15M,
en donde se decía que «otra democracia es posible», y optó por el «centralismo
democrático» en el que las pequeñas células (los «círculos») se plegasen a los dictados
del comité general, pues los círculos suponían una amenaza de disolución del partido
(aunque en Andalucía le están creciendo los enanos con la rebeldía de Teresa Rodríguez
y «El Kichi», que encima le afeó lo del «casoplón» y además con razón). Y así Podemos
se hizo un partido más de la partitocracia coronada del Régimen del 78, un partido más
de la casta.

Otra cosa es que Podemos sea populista por apostar por «los pueblos», es decir,
por hablar de una supuesta «plurinacionalidad» en la que están presos los pueblos por
el despotismo del Estado español. Estaríamos ante un populismo-separatismo. De
hecho, el «centralismo democrático» (tan caro en el marxismo-leninismo) que Turrión
impuso en Vistalegre I, desmarcándose del asamblearismo del 15M (lo que era
propiamente populismo), no sirve, sin embargo, para aplicarlo a la nación española, que
Podemos considera un «país de países», y por ello está a favor del llamado «derecho a
decidir» (en realidad privilegio de una parte a decidir por el todo) {7}. Pero de esto
hablaremos en otro apartado.
Podemos está completamente integrado en el juego político parlamentario
partitocrático. Luego es un partido más de la democracia indirecta delegativa
(representativa) de la partitocracia coronada del Régimen del 78. Como ya son de la
casta (en rigor lo fueron siempre, yo al menos lo supe ver venir) el cambio o el recambio
de Podemos es de tipo lampedusiano. Nada nuevo bajo el Sol ni sobre la piel del toro.

Como se ha dicho, «Podemos representa, sin duda, un caso de éxito político, un


partido centralista perfectamente acomodado a la tecnología y el control del presente
mediático, que supo aprovechar buena parte de la inconsistente “indignación” de los
demócratas acampados el 15M, hace cinco años, y que no ha necesitado recurrir a
demasiadas asesorías técnicas universitarias, pues quienes lo promueven son profesores
e ideólogos con amplia experiencia en dirigir procesos políticos, al margen de los
desastrosos resultados obtenidos y del incierto futuro inmediato que espera a naciones
políticas como Venezuela, Ecuador o Bolivia». Pero la formación morada «aunque
represente sin duda un éxito como tal partido, ya consolidado y homologable al resto de
la casta partitocrática, no representa, por el idealismo y la confusión de sus
planteamientos, ninguna solución que pueda asegurar la unidad de España, y no su
descomposición en una “Europa” metafísica o en una “Humanidad” inexistente»
(Bueno Sánchez, 2016: 18-19).

3. Podemismo y postmarxismo

Podemos es visto, y se culpa de ello al «káiser Rajoy», como un «comunismo


mediático» (p. 234). Pero la posición de la formación morada se aproxima mucho al
eurocomunismo antisoviético de los años 70, y así lo exponía Turrión el 18 de enero de
2016 en una entrevista por Skype a la Fundación CREA, de Chile. Le decía el líder
podemita a la entrevistadora Valentina Olivares: «Lo fundamental es que seamos
capaces de empujar las contradicciones del adversario, y estoy pensando en la
socialdemocracia. Alexis [Tsipras] lo tenía claro. Cuando gana las elecciones en Grecia,
lo fundamental para las condiciones de posibilidad de desarrollo del proyecto político
de Syriza no era una alianza con Rusia y no era una alianza con China, como soñaron
algunos aprendices de brujo de la geopolítica. La clave era que Francia cambiara de
actitud respecto a Alemania, y la clave era que Italia cambiara de actitud con respecto
de Alemania. Lo fundamental de lo que está haciendo Podemos en España es que
nosotros podemos llevar a una posición al Partido Socialista en la que tenga que
rectificar de verdad porque no le quede más remedio. Porque, si no, se pueden
enfrentar a la desaparición. Por eso, yo insistía siempre en que es fundamental que
nosotros superemos al Partido Socialista para poder trabajar con el Partido Socialista.
No para hacerles desaparecer, porque es muy difícil que esas tradiciones políticas
desaparezcan. Pera para llevarles a una posición en la que ellos tengan que elegir
básicamente entre seguir colaborando con las fuerzas conservadoras, que siguen
comprometidas con una dinámica de austeridad y de acentuación de lo peor del
neoliberalismo [la condena de Pablo Manuel al neoliberalismo, como vemos, no es total, sino
solo parcial], o ponerse a trabajar en otra dirección pues, digamos, más neokeynesiana.
Sé que hablar de neokeynesianos, seguramente, parece que es hablar de poco. Pero
seguramente esas son las condiciones imprescindibles para que podamos pensar, poco a
poco, en que se produzcan avances sociales en una dirección que nos acerque a la
justicia social. Y eso en Europa es clave. No basta con que gane el Sinn Fein en Irlanda,
no basta con que gane Syriza en Grecia. Es necesario que seamos capaces de colocar a
las fuerzas de la antigua socialdemocracia en una posición, a ser posible, de
subalternidad con respecto a nosotros que hagan que gobiernen de otra manera. Que,
de alguna forma, cambien de bando» (citado por Armesilla, 2016: 139-140, los corchetes
son de Armesilla){8}. «Porque eso es todo a lo que aspira Podemos, a conseguir realizar
aquel sueño imposible de recuperar un PSOE prístino, inmaculado, “marxista” (ahora
postmarxista), que vuelva a ser de “izquierda”. Eso sí, forzado por un partido político
nuevo, que lo “someta” para que, desde su sometimiento, recapacite y vuelva a ser lo
que supuestamente fue. Iglesias II quiere recuperar, por la fuerza, el partido de Iglesias
I, que nunca volverá quizás, porque, realmente, nunca existió… Iglesias II conformó
Podemos como el gran experimento postmarxista, un partido superador y aniquilador
del marxismo en España, que profundizaría en la “democracia radical” que no puede
ser otra cosa que liberalismo político socialdemócrata con una dirección económica
“neokeynesiana”. Lo que parece pragmatismo político, no encierra sino, en verdad,
socialfascismo. La absorción de IU-PCE mediante un pacto electoral de cara a las nuevas
elecciones generales de 2016, salvo que el PCE se haga con el control de Podemos, no
solo será una absorción de una estructura institucional, sino también ideológica, en
tanto que el marxismo, y el leninismo, en el PCE, aunque existentes en algunos
militantes, agrupaciones e ideólogos del Partido o cercanos a él, no son nematología
propia del partido que fundó José Díaz en 1921. Es decir, el Partido Comunista de
España se deja absorber por Podemos porque no es, en su ortograma genérico, un
partido comunista» (Armesilla, 2016: 140-141).

Por eso Turrión, como Alberto Garzón (Logroño, 1985), tiene de comunista lo que
Lenin y Stalin tenían de podemita; esto es, entre el cero y la nada. Porque el marxismo
de Podemos es un marxismo diluido en la posmodernidad, lo cual hace que el
marxismo quede neutralizado. De modo que el podemismo es un marxismo more
postmodernum, es decir, no es un marxismo; más bien es un totum revolutum de
disparates demagógicos ad nauseam. «No es casual, por otra parte, que desde mediados
del siglo XX, la mayoría de teorías e ideas legitimadas institucionalmente en el ámbito
universitario hayan empezado a conformarse en el mundo anglosajón, sobre todo en los
Estados Unidos. Es desde el Imperio Estadounidense desde donde estas teorías
postmodernas izquierdistas han empezado a fraguarse, y las izquierdas, definida e
indefinidas, de Europa occidental, la Oceanía angloparlante y de Iberoamérica, sobre
todo desde la década de 1980, han tomado estas influencias como las más importantes.
No necesariamente han sido solo filósofos, sociólogos o politólogos estadounidenses o
británicos los padres de estas criaturas. Podemos han sido influido por teóricos
anglosajones muy importantes. La teoría del sistema-mundo del sociólogo Inmanuel
Wallerstein (1979, 1984, 1998) y las ideas de Noam Chomsky sobre el poder político, los
medios de comunicación de masas y el imperialismo capitalista (1992, 1992), han tenido
una influencia enorme en la cúpula de Somosaguas que domina Podemos. Pero han
sido el argentino Laclau y la belga Mouffé quienes han sido decisivos en la
conformación del partido en los últimos años» (Armesilla, 2016: 108).

De modo que «el materialismo histórico de Marx se diluye en la “democracia


real” y “verdadera” que lo juzgará caduco e inservible, aunque interesante, y sustituirá
la dialéctica de clases y de Estados en su entretejimiento con los campos económico y
político, motor de la historia en sentido materialista, por la lucha de la hegemonía
tomada como una “construcción meramente mental, una pura creación del discurso”
(Borón, [1996] 2000: 249), aunque dicho discurso, relato o mito, no sea meramente
lingüístico. Para Laclau, Mouffé, pero también para Negri, Hardt, Paramio, Iglesias
padre e hijo, Errejón padre e hijo, Pastor, Bescansa, o para ideólogos de Podemos como
Carlos Fernández Liria (2016), la dialéctica será una “pura superchería” (Borón, [1996]
2000: 249), y si acaso será sustituida por un cierto esencialismo (esta vez sí), pero
neokantiano (Liria, 1998). Es decir, premarxista» (Armesilla, 2016: 123-124).

Así pues, el podemismo es más bien un postmarxismo, para el cual «la política es
la mera construcción de grandes relatos. Una construcción que coincide con una época,
aquí y ahora, en que Kant aparece redivivo frente a Marx y contra Marx» (Armesilla,
2016: 134). Y no digamos contra Lenin (y de Stalin mejor ni hablar, ya que los podemitas
simpatizan más con León Trotski).

4. Pablo Iglesias II el Turrión

Podemos es señalado por nuestro Federico como la «resurrección del más rancio
leninismo» (p. 517). Su líder, Pablo Manuel Iglesias Turrión (Madrid, 1978), es visto por
nuestro periodista como ni más ni menos que «la última reencarnación leninista en
España» (p. 152), «un líder totalmente leninista» (p. 586), «un comunista
indudablemente rabioso» (p. 587), aunque, eso sí, un «bolchevique con aire nazareno»
(p. 587).

A Turrión le llama «Pablenín», como si éste fuese el nuevo «Lenin español»;


cuando el personaje no llega ni a Largo Caballero (1869-1946), y en todo caso se
aproxima a «Corto Zapatero». Y a su partido lo cataloga como «neocomunismo del siglo
XXI» (p. 389), cuando no llega ni a neosocialfascismo. Da la sensación de que para
Federico Lenin no es calvo sino que tiene coleta.

Dice Federico que Turrión «puede parecer tonto de puro vanidoso, pero no lo es»
(p. 590). Bueno, algo de tonto sí tiene, sobre todo en sus miserias terciogenéricas, esto es,
su corrupción ideológica, la locura objetiva en la que está envuelto que, a kilómetros,
hiede a hispanofobia y leyenda negra. Turrión es víctima de la LOGSE, de la leyenda
negra y del antifranquismo retrospectivo más fanático y estúpido. Es el vivo retrato del
izquierdista fundamentalista nacido y criado en el Régimen del 78. Y además un cursi
(sobre todo cursi).
Federico cree que la fraseología de Podemos, a través de su líder Turrión,
«prueba su condición violentamente liberticida, esto es, genuinamente comunista y
fidelísimamente leninista» (p. 588). El 1 de marzo de 2013 llegó a decir Turrión en
Zaragoza: «Yo no he dejado de autoproclamarme comunista nunca. Creo que ser
comunista es mucho más importante que decirlo. Hay veces en que el nombre te puede
ayudar, y hay veces en que no» (p. 588). Pero en realidad Turrión no llega a
socialdemócrata vegetariano y ni siquiera a socialdemócrata vegano; en todo caso es un
separatista antropófago (o hispanófago, si se me permite el neologismo).

Llamar a Turrión «comunista» no es ya hacer de éste un «hombre de paja», sino


más bien es concederle demasiado. Turrión es tan poco comunista que llama «terror
represivo» a la labor del poder ejecutivo y el poder judicial por meter a los sediciosos
catalanistas en la cárcel (que es donde deben estar, y no digamos donde estarían si
España fuese un régimen comunista que no se anda con tonterías con sediciosos que,
para más inri, no tienen ni media bofetada).

Los podemitas ni siquiera llegan a ser marxistas vulgares: más bien son progres
de manual, lo más rancio de la política española y mundial. Turrión es un demagogo
que encubre los problemas reales de «la gente» bajo una nebulosa fantasiosa que carece
de contenido político concreto. «Quienes están contra Podemos está contra la gente
decente», ese podría ser muy bien un lema de campaña podemita. Pero Podemos es
pura fachada, pura apariencia: apariencia falaz. Y su líder un sofista, un intelectual, es
decir, un impostor, como sus «compas» (ni siquiera emplean la expresión «camarada»,
porque son eso: cursis).

Al parecer, «los comunistas de Podemos» «repiten como loros los mantras de


Lenin» (p. 339). Y Turrión es «ese Leninín con alma de Netchaev» (p. 671). Turrión tiene
alma de perroflauta, porque eso es lo que es. Cuando vemos y escuchamos al susodicho
decir, rodeado de católicos liberales conservadores (de «fachas») en Intereconomía, «yo
soy comunista», eso nos recuerda a Ruíz Mateo con traje y capa diciendo rodeado de
periodistas: «yo soy Superman». En definitiva: Turrión es comunista y yo tampoco, que
diría Dalí.

Federico debería saber que Marx, parafraseando o más bien completando a


Hegel, había dicho que en la historia hay sucesos que se dan dos veces: primero como
tragedia y después como parodia o farsa. Pues bien, si el comunismo fue una tragedia (y
para un negrolegendario como Federico de eso no cabe la menor duda), Podemos es
una parodia. Al parecer, «Lenin también creó el tipo de payasadas que continúan la
ETA y Podemos» (p. 318). A lo que tendría que haber añadido: «en la ETA como
tragedia y en Podemos como parodia o lamentable farsa». La aparición de Turrión en el
escenario político español no consiste -por decirlo con palabras del filósofo de moda, el
esloveno Slavoj Žižek (Liubliana, 1949)- en «Repetir Lenin», porque tal repetición sería
una parodia, es decir, una «payasada» (porque el payaso, entre otras cosas, es un
imitador; aunque me refiero a los payasos allende los circos). De modo que si Turrión es
un «imitador de Lenin» (p. 153) lo es como parodia, aunque en realidad no llega ni a
imitador ni a parodia de Largo Caballero.

Y afirma creyéndose lo que escribe: «Cuando Pablo Iglesias Turrión, dos décadas
después del final de la URSS, diga que “la guillotina es el origen de la democracia”, es
evidente que, siguiendo la tradición de Robespierre, Lenin, Stalin y Trotski, piensa en
declarar “enemigo del pueblo” y, en cuanto pueda, liquidar a todo opositor, dentro o
fuera del partido. El terror está en la base intelectual y el designio político del
comunismo» (p. 245). ¿De verdad cree Federico que Turrión, cuando pueda, liquidará a
toda la oposición imponiendo el Terror? ¿No es más bien el líder podemita un
fundamentalista democrático tan ingenuo como el propio Federico? Porque hay muchísima
más diferencia de Turrión a Lenin que de Turrión a Federico o de Turrión a Rajoy, y no
digamos de Turrión a «Corto Zapatero». Y de su séquito qué decir: A ver, quién impone
más ¿Beria o «Echeminga Dominga»? ¿Yezhov o Errejón? ¡Es que no hay color! A ver si
se va a creer Don Federico que el comunismo soviético era una cosa así como «Gorilas
en la Niebla». Los de Podemos, le guste o no a Federico, son unos demócratas
convencidos y redomados.

Turrión afirma cosas tan extravagantes como que es «patriota de la democracia»,


que es tanto como decir que es «patriota de la estratosfera». Tal vez por eso decía
aquello de «asaltar los cielos» (expresión que acuñó Carlos Marx comentando los
sucesos de 1871 en la Comuna de París y que en 1917 emplearía Trotski para referirse a
la Revolución de Octubre). El podemita se cree con derecho moral a todo. Pero también
es verdad que el liberal no le va a la zaga y, fundamentalismo democrático mediante, se
instala en su Olimpo moral. De modo que tan estratosférico son los «progres» como los
«fachas».

5. Turrión y el Papa

La filosofía política de Turrión (o tal vez lo que podríamos llamar «Pensamiento


Turrión») se aproxima mucho a la filosofía del Papa Francisco (el «Papacisco», como le
llama Federico, el Quevedo del siglo XXI). En un artículo en 20 minutos{9}, firmado el 28
de marzo de 2017 junto al inspector de trabajo y profesor de la Universidad de Valencia,
Héctor Illueca, Turrión decía: «Desde la fumata blanca de aquel 13 de marzo de 2013, el
Vaticano ha desplegado una intensa actividad diplomática, evidenciando una nítida
visión geopolítica de las transformaciones en marcha y una firme voluntad de
contribuir al desarrollo de unas relaciones internacionales pacíficas. En Oriente Medio,
Francisco se atrevió a desafiar a EE UU y a Israel reconociendo al Estado palestino y
oponiéndose a la intervención en Siria. El papa se ha mostrado además contrario a las
políticas belicistas de EE UU y sus aliados». ¿Es que por eso se ha dejado de guerrear en
Siria? ¿Acaso las palabras del Papa intimidan a Estados Unidos y sus aliados? Entonces
todo lo que diga el Papa va a misa, porque es pura retórica. Como diría Stalin, «¿de
cuántas divisiones dispone el Papa?». Y es que hay una gran diferencia entre el Papa y
el Padrecito, con todas las semejanzas que se quiera entre cristianismo y comunismo,
como he procurado poner de relieve yo mismo{10}.
Y añaden los autores: «Nosotros podremos tener, como es natural, algunas
diferencias con Bergoglio, pero que el jefe de la Iglesia católica denuncie en su
exhortación apostólica Evangelii Gaudium las ideologías “que defienden la autonomía
absoluta de los mercados y la especulación financiera” como causantes de la
desigualdad, y señale que menoscaban “el derecho de control de los Estados,
encargados de velar por el bien común, instaurando una nueva tiranía invisible” hacen
del papa y de su Iglesia aliados imprescindibles de los que defendemos la justicia social
[subrayado mío]. Francisco se ha atrevido a decir que la economía dominante mata y
que tras ella se esconde “el rechazo de la ética y el rechazo de Dios”. No es frecuente
que un líder mundial de semejante importancia se pronuncie tan claramente sobre los
temas realmente importantes. El papa además ha izado la bandera del ecologismo
político, denunciando en la encíclica Laudato Si la existencia de una peligrosa crisis
ecológica. Para Francisco, cualquier planteamiento ecológico debe acompañarse de un
planteamiento social que integre la justicia distributiva en el debate sobre el medio
ambiente. Ignorar lo que representa Francisco para construir un mundo mejor e
identificar a toda la Iglesia católica con los sectores ultramontanos bunkerizados en
ciertos espacios de poder del episcopado español sería de una torpeza imperdonable
por nuestra parte. En una época de cambios como la que estamos viviendo, debemos
recordar lo que determinados sectores de la Iglesia representaron para los avances
democráticos en nuestro país. No debemos olvidar que en España, en contraste con las
élites eclesiásticas y el Opus Dei, completamente integrados en las clases dirigentes y en
su trama de poder, existieron y existen comunidades de base y experiencias de
intervención social católicas que forman parte del mejor patrimonio democrático de
nuestra patria». ¿Acaso se están refiriendo nuestros articulistas altermundistas al clero
separatista, aquél por el cual se dice «ETA nación en un seminario» y aquel que
defiende incondicionalmente al separatismo catalán?

Y añaden con espíritu maniqueo: «Francisco es la oportunidad para que lo mejor


de la Iglesia católica salga a la luz frente a la oscuridad y la decrepitud de ciertas élites
eclesiásticas que han ignorado los cambios sociales y que nunca han renunciado a
compartir mesa, mantel y proyecto político-económico con lo peor de las oligarquías». Y
concluyen: «Quizá lo importante no sea tanto que las misas se televisen más o menos en
la televisión pública, aunque la Iglesia cuenta hoy con canales propios suficientes de los
que carecen otras organizaciones sociales [en referencia a la polémica que desató
Podemos contra la retransmisión por televisión formal de la misa por Televisión Española,
la televisión pública, lo que hizo que al domingo siguiente se batiesen record de
audiencias]. Tal vez lo importante de verdad es que los católicos y todos los demás
podamos ver y escuchar con más frecuencia a Francisco. Y si la oficia Francisco, quizá
también el secretario general de Podemos deba escuchar esa misa y tomar algunas
notas». Pues nada, que Turrión vaya a misa o la presencie por la clarivicencia de la
televisión formal y que tome buena nota de lo que diga el Papacisco (o el cura progre de
turno). De hecho como buen altermundista ya lo hace y parece que no deja de hacerlo.

Ya se lo dijo Gustavo Bueno a Santiago Carrillo (1915-2012) en 2003 cuando


debatió con el líder de lo que fue el insustancial «eurocomunismo» (para mayor gloria
de la CIA, del SPD alemán y del PSOE o «la pesoe» del «Clan de la Tortilla») en el
programa Negro sobre blanco que presentaba Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) en
La 2 de TVE. Carrillo ofreció las pautas para que se implantase una nueva izquierda que
debía ser «un movimiento, más que un partido» en pos de la paz mundial y todo el
rollo pánfilo sesentayochesco (todo esto 8 años antes del 15M, ¡qué visionario!; aunque
35 años después de aquel mayo parisino). «La nueva izquierda no será exactamente un
partido sino más bien un movimiento bastante diverso, con influencias ideológicas
también diversas, en el que pueden coincidir gentes de diversas escuelas en qué
cuestiones: en cuestiones como la paz, en cuestiones como la defensa de la ecología, de
los derechos humanos, en cuestiones como la lucha del intento de convertir el mundo
en un Imperio Norteamericano» «Estás poniendo al Papa en primera fila. El abanderado
de la izquierda es el Papa, entonces», le respondió Bueno {11}. Y el Papa Francisco desde
luego que es el Papa más indicado para alzar dicha bandera.

Así pues, cabría preguntarse: ¿Es Turrión más papista que el Papa? ¿O acaso el
Papa es más podemita que Turrión?

6. El debate Losantos-Turrión: una de las dos Españas ha de helarte el corazón

El 25 de abril de 2013 Federico tuvo su encuentro con Turrión en El gato al agua


de Intereconomía. Reconoce Federico que al nacimiento televisivo de Turrión «por suerte
o por desgracia, no solo asistí, sino que, por así decirlo, coasistí» (p. 586).

Nuestro autor le dijo al líder podemita: «toda la derecha es siempre mala, la


izquierda es siempre buena. Pues chico, no es así» (p. 714). Tampoco es verdad que el
comunismo es siempre malo y el liberalismo siempre bueno (ni lo contrario). A Federico
le resulta imposible creer que «la izquierda es, por principio buena, y que solo las
circunstancias y los otros la vuelven mala» (p. 259). E insinúa que la izquierda por
principio es mala y las circunstancias la hacen todavía peor. Es exactamente lo mismo
que piensa Turrión sobre la derecha. Hete aquí las premisas con las que se pusieron a
discutir dos maniqueos y, además, dos fundamentalistas democráticos de tomo y lomo.

Turrión le reprochaba a Federico: «Estamos en 2013; que en 2013 tengas que


debatir con alguien de izquierdas y le hables de Carrillo, de Paracuellos, de la
Pasionaria, de Fidel Castro, y que cuando le preguntas…». A lo que Federico le
constesta: «¡Pero si tú hablas de Franco!». Y Turrión replica: «Yo hablo del ADN
franquista de la derecha de este país». Y sentencia el locutor de esRadio: «¡Peor todavía!»
(p. 714). Desde luego, peor todavía. ¡Pero qué mamarrachada es esa del ADN! Como si
la derecha española tuviese un bache franquista en el ADN, que diría Torra.

El mito tenebroso de las dos Españas es propio de aquellos que son maniqueos, y
si Federico es maniqueo no lo es menos Turrión. El maniqueísmo de Podemos lo definió
muy bien Pedro Insua en la entrevista que le hicieron en El Español el 24 de septiembre
de 2017: «si no estás conmigo, que soy el abanderado de la causa del Bien (gente,
izquierda, mujer, trabajadores, minorías religiosas), eres el Mal (casta, derecha,
patriarcado, empresarios del Ibex, Vaticano). Un Mal absoluto con el que no cabe
comercio ni negociación alguna. En España, este dualismo maniqueo tiene además una
evidente lectura guerracivilista: la causa del Bien es la democracia, la del Mal el
franquismo. Todo el que se opone a Podemos se opone a la democracia y, por tanto, es
franquista»{12}.

Como se ha comentado, Turrión asistió a El gato al agua para debatir con los
intelectuales de la derecha española «con la sorpresa de comprobar que éstos fueron
incapaces de plantarle cara más allá de los tópicos maniqueos de la izquierda y la
derecha o del apoyo del Irán de los Ayatolás o de la Venezuela “bolivariana” a su causa.
Aún más sorprendente fue comprobar que todos ellos parecían estar de acuerdo con
Iglesias Turrión en la necesidad de derrumbar el bipartidismo. En consecuencia, el
prestigio de Pablo Iglesias no sólo no salió dañado, sino que apareció reforzado: se
vislumbraba un ambiente más que propicio en los medios de comunicación para
irrumpir con una alternativa política» (Rodríguez Pardo, 2016: 22).

Tanto Federico como Turrión son poseedores de lo que Javier Pérez Jara (Sevilla,
1983) ha llamado pack ideológico. «La metáfora de “pack ideológico” es sencilla de
entender: a menudo en los supermercados o grandes centros comerciales nos anuncian
“packs” de productos que no tienen mucha conexión entre sí: llévese esta plancha y le
regalamos una crema de cara, un vale para la cafetería y una camiseta». Federico sería
poseedor del pack ideológico de «derecha»: «defienda la nación española y llévese de
regalo ser católico apostólico y romano [aunque agnóstico, Federico defiende el
catolicismo frente al islam, y no digamos contra el comunismo], amante de los toros,
defensor del Estado de Israel, defensor de la energía nuclear, antiecologista y
negacionista del cambio climático, liberal en economía política y ferviente defensor de
la leyenda negra del marxismo». Turrión, en cambio, sería poseedor del pack ideológico
de «izquierda», «que une, a través de oscuros algoritmos, la defensa del aborto con
Palestina, con los nacionalismos fraccionarios, con “políticas verdes” con, pongamos
por caso, la mitificación de la Segunda República como una Edad de Oro suspendida
entre Dos Edades De Tinieblas». (Véase Pérez Jara, 2016: 44).

El debate entre Turrión y Federico fue fiel reflejo de la ideología (en el sentido de
conciencia falsa) de «las dos Españas». Y con este duelo acaba Federico su maniqueo y
negro libro sobre (contra) el comunismo (aunque sea en retrospectiva). Es decir, el libro
termina con un combate de gigantes negrolegendarios, esto es, en un duelo entre
retroanticomunistas contra retroantifranquistas. Si Federico es un negrolegendario
ultramontano contra el comunismo, Turrión es un negrolegendario no menos
ultramontano contra el franquismo y, en general contra España, porque él no se siento
orgulloso de ser español: «yo preferiría sentirme orgulloso de algo un poco más
meritorio»{13}.

Sostiene Federico que la diferencia esencial de la izquierda con la derecha «es


sentirse moralmente superior y que la derecha lo acepte» (p. 21). Como él suele decir,
«maricomplejines» (la derecha) es tonta. Pero tal superioridad moral es sólo la victoria
propagandística de determinadas generaciones de izquierda (diluidas en nuestro presente
en determinados partidos políticos y en diferentes grupos de izquierdas indefinidas),
frente al no saber propagandístico de determinadas modulaciones de la derecha (diluidas
en nuestro presente en determinados partidos políticos y en diferentes grupos de
derechas indefinidas). Por tanto, con ese no saber hacer propagandístico se puede decir,
en efecto, que «maricomplejines» es tonta, y aprovechándose de ello la sacrosanta
izquierda «administra en exclusiva la Agenda del Bien y es la que puede resaltar o
anular la proyección social de toda carrera intelectual». (p. 278).

7. El podemismo es un separatismo

Bien visto, la filosofía política de Turrión y sus secuaces no es el marxismo-


leninismo sino el perroflautismo-separatismo en estado puro. Turrión es Pablo Iglesias
II el Separador: amigo de los progres pero más amigo de los separatistas {14}. Le gusta más
un separatista que a un tonto un lápiz. Y como dice Federico, Turrión ve a un batasuno
y se licúa. Los podemitas son los nuevos «gorrinos». De hecho, Turrión (y su ex Tania
Sánchez), según reveló Fernando Lázaro en El Mundo{15}, figuraba citado en la
documentación que incautó la Guardia Civil el 30 de septiembre de 2013 a Herrira, en la
que el ahora líder podemita era la «referencia» de la organización de apoyo a los presos
etarras en Madrid. Turrión envió un mensaje a Herrira en pos de los presos en nombre
de la ideología burguesa de los «Derechos Humanos»; pero obviamente se refiere a los
derechos humanos de los asesinos etarras, no a los derechos humanos de las víctimas.

Peor que un separatista catalán o vasco es un madrileño cómplice y simpatizante


de los mismos (cómplice objetivamente y simpatizante subjetivamente: que se le ve el
plumero{16}). Turrión, aunque madrileño, es un separatista catalán, gallego, vasco, y si
hace falta aragonés, asturiano, andaluz, balear, canario, vallecano y hasta la puerta de
su casoplón en Galapagar. El 25 de abril de 2018 el diputado de Izquierda Republicana
de Cataluña, Joan Tardá (Comellá de Llobregat, 1953), en el Congreso de los Diputados
con motivo de los presupuestos de 2018, se refirió a la formación morada como
«nuestros amigos de Podemos». Y justo dos meses después Turrión se reunió con
Joaquín Torra (Blanes, 1962); es decir, Turrión se turró con Torra y baboseó y se
arrodilló ante un racista, al ser recibido por éste en Barcelona, donde los líderes de
ambas formaciones acordaron una «relación estable», es decir, la solidaridad entre
pedecatos y podemitas contra España y los españoles. Aunque es cierto que los
sucesivos gobiernos de Moncloa han sido cómplices -ya sea por acción, ya sea por
pasión- de semejante robo a España y los españoles; algo más escandaloso que el mayor
caso de corrupción delictiva. Y eso bien que lo sabe Federico. El ejemplo más inmediato lo
tenemos la reunión que tuvieron Pedro Sánchez (Madrid, 1972) e Iñigo Urkullu
(Alonsótegui, 1961) el mismo día en que se consagró el pacto Torra-Turrión. Es decir,
Turrión se solidarizada con el racista Torra{17} (contra España) de cara a acerca a los
políticos secesionistas presos mientras que Sánchez hacía lo propio con Urkullu para
acercar a los etarras (aunque, en realidad, lo que los separatistas exigen, y socitas y
podemitas aceptarán encantados, es su liberación). De hecho, al día siguiente el líder
podemita visitó a «Los Jordis» en Soto del Real, siendo el único líder de los «grandes»
partidos en visitar a los sediciosos en la cárcel, a los cuales los considera como «presos
políticos» (ya sea con mala fe o por pura ignorancia). «No es sensato que en España
haya presos políticos», dijo Turrión tras la visita en el canal 3/24 de TV3. El que no es
sensato es él. No es sensato que en España exista una cosa como Podemos, pero es lo
que tenemos. De todos modos, todo esto es el Régimen del 78 en estado puro.

Tiene razón Federico cuando afirma que «Iglesias ha sido incapaz de hacer un
discurso nacional español, vehículo mediante el que yo creo que sí podría haber
alcanzado, apocalípticamente, el poder» (p. 592). Pero Turrión comparte «la idea de
España o de la anti-España» «con sus socios separatistas» (p. 593). Podría decirse que el
podemita tiene una concepción de España infinitesimalmente diferente a la del
batasuno, aunque ambos (ni tampoco los sucesivos inquilinos de la Moncloa) saben lo
que es una nación{18}. Como bien dice Federico, la izquierda española está «enfeudada al
nacionalismo» (p. 52). Yo por eso la llamo la «izquierda nini»: ni izquierda ni española.
Turrión es, efectivamente, «un posible presidente del Gobierno que odia a España» (p.
599). Y bien podrían los podemitas aprovechar las sediciones separatistas para pescar en
el charco lo que quede tras el diluvio. A Federico le parece absurdo «considerar ingenua
la estrategia de Iglesias apostando por una crisis revolucionaria general en España, a
partir de la crisis separatista catalana» (p. 593). La cuestión está en que aprovechar la
crisis catalana, siendo cómplice de los separatistas, no sería algo revolucionario (en el
sentido comunista del término), sino que más bien sería algo reaccionario, y por ende
ruinoso.

Pero Turrión y Federico deberían saber (y por lo que leo ni el uno ni el otro
parecen saberlo, tampoco lo supieron muchos comunistas españoles) que Lenin dijo al
respecto entre abril y junio de 1914 en «El derecho de las naciones a la
autodeterminación»: «En la Europa continental, de Occidente, la época de las
revoluciones democráticas burguesas abarca un lapso bastante determinado,
aproximadamente de 1789 a 1871. Esta fue precisamente la época de los movimientos
nacionales y de la creación de los Estados nacionales. Terminada esta época, Europa
Occidental había cristalizado en un sistema de Estados burgueses que, además, eran,
como norma, Estados unidos en el aspecto nacional. Por eso, buscar ahora el derecho de
autodeterminación en los programas de los socialistas de Europa Occidental significa
no comprender el abecé del marxismo» (Lenin, 1914).

Los líderes y militantes de Podemos, así como muchos de sus simpatizantes y


votantes, «se caracterizan por negar la realidad de la Nación Española realmente
existente (el “Imagina que no ha países” de John Lennon se transmuta en “Imagina que
no existe España”, puesto que tras las visitas de Turrión a Grecia y otros lugares
apoyando el patriotismo parece que este lema sólo se aplica a la Nación Española); por
el contrario, al tiempo que niega la existencia de la Nación Española, muestra una
especial simpatía por las naciones fraccionarias que alientan los separatismos que
buscan la destrucción de España, tales como ETA o sus filiales, a quienes aplaude
porque “van contra el sistema” (incluso a adalides de la ETA como el recientemente
excarcelado Arnaldo Otegui, les denomina como “hombres de paz”… y dado que su
posición inicial no ha sido la de los políticos sino la de profesores, se mantienen en la
cómoda indefinición política, nunca han sido una izquierda políticamente definida
respecto al Estado, sino una izquierda que o bien divaga en la línea de los denominados
“intelectuales”, o bien se identifica con el humanismo más difuso que pide el buen trato
de los presos de ETA, que considera a España una “cárcel de pueblos”, manteniendo así
una posición extravagante» (Rodríguez Pardo, 2016: 27-28).

Ante la pregunta que da título al libro sobre Podemos que Pentalfa editó en 2016
(Podemos. ¿Comunismo, populismo o socialfascismo?), creo que la opción para
responder a dicha pregunta no está en la misma; pues la respuesta es separatismo o, al
menos, la formación morada es el mejor «compañero de viaje» del separatismo (aunque
también han sido estupendos compañeros de viajes los diferentes inquilinos
monclovitas). Y los autores son plenamente conscientes de ello: «Podemos ha de
considerarse no como un partido nacional, sino como un pseudopartido, un
conglomerado de confluencias entre varias sectas separatistas que logra así hacer más
bulto que un partido político de ámbito nacional; no hay más que ver cómo en las
elecciones generales del 20 D [de 2015], Podemos logró 42 diputados y Ciudadanos 40,
pero las confluencias de los podemitas en lugares donde el separatismo antiespañol está
muy asentado, como Galicia, País Vasco, Valencia o Cataluña, lograron cosechar nada
menos que 27 diputados más que sumar, hasta alcanzar la cifra de 69, en virtud de la
sobrerrepresentación parlamentaria que caracteriza a los partidos de ámbito regional en
la Nación Española» (Rodríguez Pardo, 2016: 37, corchetes míos).

El 22 de enero de 2016 Turrión compareció en la tribuna del Congreso de los


Diputados para comparecer ante la prensa, arropado por otros insignes miembros y
«miembras» podemíticos y podemíticas, a fin de exigirle a Pedro Sánchez un gobierno
de coalición en el que él fuese vicepresidente y los podemitas se quedarían con el CNI y
varios ministerios (ninguno, curiosamente, relacionado con la «cuestión social»). Pero, y
es a lo que voy, Turrión exigió la creación de un ministerio dedicado a la
«plurinacionalidad»: como si los catalanes, los vascos, los gallegos, los andaluces, &c.,
fuesen indígenas o tribus sometidas por el centralismo del malvado «Estado español».
Cuando el pasado 2 de junio de 2018 se aprobó la moción de censura contra Mariano
Rajoy y a los pocos días Sánchez formó su gobierno («Frankenstein» o «Sanchezstein», o
tal vez «Francoestein») ya teníamos ese ministerio de plurinacionalidad, aunque con
otro nombre: Ministerio de Política Territorial, que dirige la catalanista del PSC Meritxel
Batet (Barcelona, 1973). Pero tal ministerio no es una creación de Sánchez, pues ya la
Administración Zapatero lo había inventado, colocado al ex presidente de la Junta de
Andalucía, Manuel Chaves (Ceuta, 1945), al frente entre los años 2009 y 2011.

A la vez que simpatizan con los separatistas, los miembros de Podemos están
presos de un europeísmo ingenuo. «El europeísmo de Podemos entiende que Europa es
una unidad conflictiva que puede transformarse mediante un efecto dominó político.
Pero este argumento es, realmente, tan ingenuo como el de los bolcheviques que
pensaban que la Revolución de Octubre de 1917 sería el capítulo inicial de la
transformación revolucionaria de Europa durante la Primera Guerra Mundial. Eso
nunca ocurrió, entre otras cosas porque, en realidad, los partidos comunistas nunca han
sido facciones nacionales de un único partido internacional. La humanidad es una
totalidad isomérica, pero no es atributiva, porque está dividida en clases y Estados, y
nunca puede ir en una única dirección mientras no esté unida por un gobierno
universal que la totalice atributivamente, algo que no ocurrirá salvo invasión
extraterrestre o algún tipo de amenaza similar de posibles repercusiones
trascendentales por apocalípticas» (Armesilla, 2016: 142).

8. Podemos: la quintaesencia del Régimen del 78

Podemos, al igual que el PSOE e Izquierda Unida, también trata de presentarse


como «federalista», aunque no tengan muy claro qué es eso del federalismo (que en el
fondo es un separatismo cortés). «Sépanlo o no, el impulso para la configuración de una
España federal cuyas partes constitutivas coinciden a grandes rasgos con la España
autonómica no venía del Moscú, capital de un socialismo realmente existente, sino, muy
al contrario, de los Estados Unidos desde los que se pretendía frenar el comunismo
fortalecido tras la victoria en la II Guerra Mundial… Convencido de la existencia de
esas realidades nacionales nítidas y diferenciales -comunidades diferenciadas las llamó
la Comisión española del Congreso por la Libertad de la Cultura- Podemos ha tomado
el relevo, lo sepa o no, de aquellas iniciativas en las que tanto tuvo que ver la Iglesia
católica tan vilipendiada por algunos de los miembros más activos de este grupo
-recuerde el lector el destape de Rita Maestre en la capilla de la Universidad
Complutense-. Si el anticomunismo es la principal exigencia para llamar la atención a
los servicios secretos norteamericanos, la última frontera ideológica para participar en el
Contubernio de Múnich que reclamaba a partes iguales democracia y trato diferenciado
a determinadas regiones españolas, la gran mayoría de los participantes en esta
oposición dirigida y financiada por los Estados Unidos tenía una inequívoca fe católica
que permitía aumentar el radio de sus acciones y contactar con otros grupos vinculados
a la fe cristiana como, por ejemplo, Pax Romana o el Opus Dei. Una Iglesia que iría
también transformándose según las directrices de la encíclica Pacem in terris, pero que se
ajustaría a las junturas naturales del modelo autonomista-federalista hasta el punto de
reclamar la iglesia “indígena”, vascoparlante y pobre en las Vascongadas en cuyo
seminario de Derio se elaboró una epístola en las que pueden encontrarse, siendo
generosos, enormes concomitancias con los objetivos perseguidos por la ETA que se
financiaba en esas herriko tabernas que hacían las delicias de Iglesias [Turrión]…
Podemos se caracteriza entre otros atributos, por su fideísmo negrolegendario, rasgo
que le obliga a considerar a España como un error histórico cuyas nefastas
consecuencias se pueden ver tanto en esa América que habla español en la que las
naciones debieran crecer exponencialmente al calor del indigenismo, como en una
España que no es más que una superestructura que la aleja de su verdad estructura
plurinacional gracias a la cual los españoles quedarían discriminados en cuanto a
derechos y obligaciones tras la realización de una nueva transición. Para tan distáxicos
objetivos trabajan con tenacidad Pablo Iglesias y los suyos, en coalición con la Izquierda
Unida que desactivó al PCE, razón por la cual cabe calificar a Podemos y sus aliados
como unos genuinos subproductos del régimen del 78, del cual son su quintaesencia»
(Vélez, 2016: 82-84-87, corchetes míos).

Separatismo y constitucionalismo no se oponen sino que más bien se conjugan.


Es decir, el separatismo ha sido posible por el constitucionalismo setentayochesco. La
constitución del 78 es condición de posibilidad del separatismo y de los «partidos»
separatistas. La constitución es madre del separatismo, y madre de Podemos. «Podemos
es la conclusión lógica del régimen del 78, aunque en ocasiones la conclusión lógica de
todo régimen político pueda llevar a acelerar su propia descomposición, si bien dicha
descomposición ya estaba delineándose desde los fundamentos mismos de su
construcción. Esta descomposición no tiene por qué implicar el final formal del régimen
del 78 y de las conexiones básicas de sus instituciones políticas y económicas de poder»
(Armesilla, 2016: 91). «Podemos, a diferencia de lo que puedan pensar emic Iglesias II, e
incluso también algunos de sus amigos más acérrimos en el campo de la “derecha”
española (Esperanza Aguirre, Federico Jiménez Losantos, &c.; contraria sunt circa eadem),
no es una fuerza de ruptura con el régimen de 1978 y con el orden internacional vigente.
Es decir, no es una “verdad de producción” sino una “apariencia falaz” de ruptura de
revolución o de “proceso constituyente” expresión tan de moda ahora que evita hablar
de revolución o de reforma radical, y que tiene su origen en la idea de “poder
constituyente” de uno de los autores postmarxistas de cabecera de Iglesias II, el italiano
Toni Negri» (Armesilla, 2016: 94).

Podemos es «el resumen catastrófico de todos los errores cometidos por ese
régimen y esa clase política… Podemos es una pesadilla, porque lejos de lo que la gente
piensa, y sobre todo lejos de lo que ellos pregonan, no es un partido o una opción
ideológica que surge desde fuera del sistema en crisis de descomposición: es su
expresión más acabada, algo así como su fase superior… es el fruto de su sistema
educativo, de su universidad y de las ideologías ahí gestadas durante el último cuarto
de siglo, pero que se estructuraron desciplinariamente a partir del 68, que poco tuvo ya
que ver con el marxismo, o con el materialismo o con la historia, pues con lo que en
realidad tuvo que ver, y mucho, fueron la imaginación (“la imaginación al poder” y la
“licencia poética” para hablar de política, y para hacerla), el hedonismo utópico y la
crítica juvenil al poder y la autoridad (“prohibido prohibir”, traducido luego en el
“mandar obedeciendo” zapatista, precisamente. Podemos es la realización política del
hipismo del 68 previo paso, para ponerse al día, por el neo-zapatismo, la
antiglobalización y la socialdemocracia. Pacifismo, antipoder, asambleísmo,
anarquismo, exuberancia estética y retórica exaltada, ecologismo radical, liberación
sexual (“poliamor”), adolescencia rebelde y permanente (no ponerse corbata),
ignorancia de la historia, individualismo en estado puro, cólera psicológica reprimida
convertida en fundamento doctrinario (los indignados). Son como cátaros a albigenses
medievales, que lo quieren purificar todo… El diputado rastafari y los cursis -sobre
todo cursis- y autosatisfechos diputados con el bebé entre las manos en el Congreso de
los Diputados no fue otra cosa que la esperpéntica combinatoria de Bob Marley, Manu
Chau, Blanca Nieves, Shakira y el Subcomandante Marcos puestos en escena: el trabajo
perfecto de desestructuración ideológica de una sociedad trabajada con minuciosidad
por el neoliberalismo y la globalización. No señores, no se equivoquen: no estaban ese
día, en el Congreso, recuperando las grandes tradiciones socialistas europeas, o el
legado intelectual de ese gigante de todos los tiempos que fue Carlos Marx; ni el genio y
la astucia estoica de un Togliatti o de un Gramsci; o la reciedumbre de un Juan Negrín o
de un Lázaro Cárdenas: estaban recordándonos a Marley, a Shakira y el cretino de John
Lennon juntos, acompañados de la cursilería pacifista y ética de Saramago» (Carvallo,
2016: 158-164-165).

La génesis y estructura de un partido como Podemos muestra el nivel de


corrupción ideológica y de locura objetiva al que ha llegado la sociedad española del
Régimen del 78, que con Podemos ha llegado a la totalización de las posibilidades de su
proceso. Cada día está más claro que nuestro presente en marcha se caracteriza por el
imperio de la estupidez más espantosa sin la menor macha de inteligencia. Ya lo dijo
Gustavo Bueno el 15 de septiembre de 2015 en su última entrevista, antes de morir con
las botas puestas y el pensamiento firme hasta el final: «En España tenemos el cerebro
hecho polvo»{19}.

VI. El Imperio Soviético

1. La Realpolitik de la dialéctica de Estados frente a la ideología de la


revolución mundial

Emic,los bolcheviques, en los primeros años, veían la revolución mundial como


una idea aureolar, puesta en marcha por el ejercicio mismo de los revolucionarios de todo
el mundo aupados por el Estado (Imperio) proletario de la URSS. Etic, a más de 25 años
de la caída de la Unión Soviética, nosotros sabemos a filosofía de la historia cierta, por
así decir, que el comunismo final y el final de los Estados y las guerras y la consecuente
emancipación del Género Humano, a través de ese Prometeo llamado «proletariado
universal», es sólo una utopía; ya que es algo que no tiene lugar, ni puede tenerlo, en los
entresijos de la geopolítica actual (como no la tuvo en la de por entonces). De ahí que,
agradeciéndole los servicios prestados, sea más prudente abandonar al viejo topo,
porque está viejo y ciego, y reivindicar al basilisco, que no sólo es capaz de ver sino
también de triturar todo aquello que sea triturable ante sus ojos.

No es cierto que, con la lectura de Marx, se pretendiese «el exterminio de clases


sociales enteras» (p. 150). Lo que se pretendía a través de tal autoridad era abolir las
clases (no exterminar a los sujetos operatorios que las componían) por obra de la clase
universal que emanciparía al Género Humano: el proletariado. Pero esto resultó ser
algo tan mitológico como la parousía cristiana o tan metafísico como el Espíritu Absoluto
hegeliano.

La dialéctica de Estados impidió de manera fulminante la unidad del proletariado


internacional contra la burguesía internacional. «Los “hechos” obligaban a considerar la
hipótesis de que fueran los Estados (algunos Estados, al menos), más que las clases
sociales, las unidades efectivas constitutivas del “motor de la historia”» (Bueno, 2008:
76). Así, el imperativo de unidad internacional de la totalidad distributiva de la clase
trabajadora («¡Proletarios de todas las naciones, uníos!») demostraba que ésta estaba
distribuida por diferentes Estados y por consiguiente no estaba en absoluto unida, y
menos aún lo estaría cuando estallaron las dos guerras mundiales (ya no lo estuvieron
el proletariado francés y el proletariado alemán en 1870 en la guerra franco-prusiana).

Cuando el 3 de marzo de 1918 los soviéticos firmaron la paz «vergonzosa» de


Brest-Litovsk se dio la contracción de que una revolución que pretendía ser universal se
replegaba sobre un Estado particular, aunque se trataba del Imperio Ruso disminuido
por la firma de una paz humillante e «indecente» (aunque en poco más de dos décadas
el Imperio volvería a reconstruirse con el estalinismo y sobre todo en la victoria contra
Alemania en la «Gran Guerra Patriótica»). «Con el abandono “obligado” de la
expansión revolucionaria aparece la contradicción lógico-material en que se encuentra
todo Imperio Universal. Es decir, aplicamos aquí la idea quinta de imperio del
Materialismo Filosófico o idea filosófica de imperio, según la cual un imperio universal
es imposible, pues supondría una totalización metafinita que en política o economía no
se puede dar (en general en las metodologías β-operatorias), pues las operaciones de los
sujetos están presentes dentro del campo, reaccionando ante la totalización de unas
partes por otras. Se trata del mismo problema que tuvo el Imperio español cuando,
buscando la catolicidad (totalización) con un plan geoestratégico mundial, se encontró
con una parte (el continente americano) que obligó a rectificar su pretendida
universalidad. El reciente gobierno de los soviets se vio obligado a salir de la guerra
mundial a costa de múltiples territorios (aunque antes de firmar el tratado se estuvo
mucho tiempo esperando el “inminente” levantamiento del proletariado alemán, que
no ocurrió nunca), y a consolidar su gobierno antes de la posterior guerra civil (en el
fondo una guerra internacional). De modo que los hechos que explican el inicio de la
revolución no se debieron a la “lucha de clases”, sino a la guerra entre imperios. Una
política que desde el Imperio soviético se exporta a través de la Tercera Internacional y
conduce al levantamiento de los comunistas chinos (otro imperio agrario), los que
tampoco consiguen el poder si no es a través de la Segunda Guerra Mundial: otra vez la
dialéctica de Imperios» (Martín Jiménez, 2018: 92).

Por tanto, el comunismo sólo pudo ser más o menos viable desde la plataforma
de un Estado concreto que, para ser más exacto, era un Imperio (al menos etic desde
nuestras coordenadas, y no emic desde las coordenadas del marxismo-leninismo, que
consideraba despectivamente «imperialistas» a sus rivales capitalistas). Este Imperio era
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética. Y, a decir verdad, el comunismo sólo pudo
propagarse considerablemente a través de la dialéctica de Estados tras la victoria de la
Unión Soviética contra el Reich nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial,
mucho más que por mediación de la dialéctica de clases en diferentes guerras civiles
(aunque, como decimos, algunos partidos comunistas triunfaron, cosa imposible sin la
ayuda soviética).

Luego más que los diferentes partidos comunistas de las distintas naciones, fue el
Ejército Rojo el que, manu militari, implantó el comunismo en diferentes Estados
(fundamentalmente en Europa del Este, lo que el imperialista Churchill denominó
«talón de acero»). Según el comunista yugoslavo Milovan Djilas (1911-1995), al terminar
la Segunda Guerra Mundial Stalin afirmó que «Esta guerra no es como las del pasado;
quienquiera que ocupe un territorio también impone su propio sistema social en él.
Cada uno impone su sistema hasta donde lleguen sus tropas. No puede ser de otra
forma» (citado por Service, 2010: 289-290).

Por tanto, tras las condiciones que se dieron tras la Segunda Guerra Mundial, no
tenía ningún sentido condenar a Stalin como traidor por no llevar a cabo los ideales de
la revolución mundial al preconizar el «socialismo en un sólo país», pues en dicho
momento el orden social soviético se extendía por Europa y Asia (de Berlín a las islas
Kuriles), rompiendo así el «cascaron nacional», siendo además instigador de diversas
revoluciones en diferentes países (China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba). La
revolución mundial fue meramente intencional o literaria: era una revolución de papel,
tal y como se planteaba en tiempos de Lenin y tal y como la planteaba Trotski con su
teoría de la revolución permanente. El único modo de que la revolución mundial
tuviese algo de efectividad y no se quedase en mera retórica propagandística era
mediante el avance cortical del Imperio Soviético que se sustentaba en la doctrina del
socialismo en un solo país. Por eso en 1931 Stalin llegaría a decir que «las cuestiones
cardinales de la revolución rusa eran, al mismo tiempo (y lo son ahora), cuestiones
cardinales de la revolución mundial» (Stalin, 1977: 578). Se trataba, pues, del ortograma
que denominamos imperialismo generador (con todas nuestras reservas porque en toda
generación hay necesariamente depredación). Es más, a través del Imperio de la Unión
Soviética, Rusia entró en la Historia Universal como nunca antes, ni por asomo, lo había
hecho.

Eso sí, todo ello, gracias a la herencia del Imperio zarista, como reconoció
Molotov: «Menos mal que los zares rusos conquistaron tantas tierras para nosotros por
medio de la guerra. Ello hace más fácil nuestra lucha contra el capitalismo» (citado por
Montefiore, 2010: 547). Es decir, no mediante la palabrería de los profetas desarmados
sino con un Imperio armado se puede plantar cara al capitalismo, aunque a la larga este
Imperio terminó vencido tras el deshielo de la desestalinización y la imprudencia
distáxica de la perestroika (entre otras muchas cuestiones que hicieron inviable la eutaxia e
inevitable la distaxia del Imperio Soviético).

Queda claro, pues, que la dialéctica de Estados hace imposible (a la historia nos
remitimos) la unidad internacional del proletariado frente a la burguesía y la
consecuente paz perpetua que la victoria de esa utópica unión traería, paz que tampoco
traería la unidad de los diferentes Estados distribuidos por el planeta, porque los
Estados (y los Imperios o plataformas continentales) están siempre en dialéctica, como ya
en 1821 sabía muy bien Hegel pensando contra el panfilismo perpetuo de Kant: «La paz
perpetua ha sido presentada con frecuencia como un ideal al que los hombres deberán
tender. Kant propuso en ese sentido una federación de príncipes que ejerciera la función
de árbitro en las desavenencias entre los Estados, y la Santa Alianza tenía
aproximadamente esa finalidad. Pero el Estado es individuo y en la individualidad está
contenida esencialmente la negación. Por lo tanto, aunque se constituye una familia con
diversos Estados, esta unión, en cuanto individualidad, tendrá una nueva oposición y
engendrará un enemigo» (Hegel, 1821: 478). Es decir, las alianzas entre los diferentes
Estados no se realizan por filantropía, sino para unir fuerzas frente a otras alianzas, y
«si una sociedad quiere hacer la guerra a otra y emplear los medios más drásticos para
someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta
tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio, nada puede decidir sin el
asentamiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el derecho de
guerra es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz no es
propio de una sola sociedad, sino de dos, al menos, que, precisamente por eso, se
llaman aliadas» (Espinosa, 1677: 116). Asimismo, «dos Estados se relacionan entre sí
como dos hombres en el estado natural» (Espinosa, 1677: 115); porque el derecho
natural quiere decir que cada cual tiene tanto derecho como poder, es decir, «el derecho
sólo se define por el poder» (Espinosa, 1677: 163); un derecho natural que, no obstante,
excluye los derechos humanos (los derechos del hombre burgués, por cierto). Y, como
sabía muy bien Marx, «Entre derechos iguales decide la fuerza» (Marx, 1867: 235), y «El
derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho» (Marx, 1847: 171). Lo demás
es la Ciudad de Dios de la comunión de los santos y de los ángeles o la Alianza de
Civilizaciones de los pensadores Alicia.

El enfrentamiento entre los Estados «habría de ser ya considerado (aunque el


materialismo histórico tradicional no lo haya hecho así) como un momento de la misma
dialéctica determinada por la apropiación de los medios de producción
(originariamente el territorio, sus recursos mineros, sus aguas, su energía fósil...) por un
grupo o sociedad de hombres, excluyendo a otras sociedades o grupos congéneres. De
este modo resultará que son ya los mismos expropiados de cada Estado aquellos que,
por formar parte de él, están expropiando a su vez unos bienes a los cuales, en
principio, tienen también “derecho” los extranjeros. (¿Cuál es el fundamento, en efecto,
del llamado “derecho del primer ocupante”? ¿Por qué a los indios había que concederle
mayor derecho a sus tierras que a los españoles que “entraban” en ellas, o
recíprocamente, si se hubiera dado el caso?)» (Bueno, 2001: 88).

La identificación y el apoyo al nacionalismo ruso de la política estalinista era


consecuencia de la conciencia del reduccionismo que suponía actuar en la política real
bajo la ideología de una historia desenvuelta en la dialéctica de clases, cuando la historia y
la política real del momento insistían en la importancia de la dialéctica de Estados, en la
construcción del Imperio (aunque siempre en codeterminación con la dialéctica de clases,
pero sobre ésta no se podía esperar el advenimiento de un supuesto proletariado
universal que sacaría a la URSS las castañas del fuego y enseguida emancipase al
Género Humano). El «socialismo en un solo país» venía a ser una rectificación de dicho
reduccionismo, para así enfrentarse a las dificultades desde una óptica geopolítica
desde una determinada plataforma continental, es decir, un Imperio inmerso en la
dialéctica de Estados y de Imperios, como se vio en la segunda gran guerra imperialista,
aunque la victoria en dicha contienda supusiese apoyarse en las masas no comunistas
(así como en Iglesia ortodoxa) y hablar de «patriotismo», cosa ajena al marxismo de
cuño internacionalista. Es más, la citada gran guerra se denominó «Gran Guerra
Patriótica» (rememorando la «Guerra Patriótica» de 1812 contra el Imperio
Napoleónico). Por tanto, más que desde la nematología de un internacionalismo
abstracto y sin base sólida en la geopolítica real, la URSS se desenvolvió como un
Imperio, que es lo que era (de hecho tal internacionalismo, para dejar de ser algo
abstracto y empezar a ser algo práctico, tuvo que apoyarse en la plataforma estatal de la
Unión Soviética); lo cual, en el ejercicio, vino a ser lo que denominamos vuelta del revés de
los esquemas del marxismo. «El sistema soviético, tanto bajo Stalin como después de él,
siempre ha seguido la Realpolitik de un gran imperio, y la ideología debe ser lo
suficientemente vaga como para sacrificar cualquier política: NPE o colectivización,
amistad con los nazis o guerra contra ellos, amistad con China o condena de ella, apoyo
a Israel o a los enemigos de Israel, guerra fría o distensión, mayor control o relajamiento
en el régimen interno, culto oriental al sátrapa o su condena» (Kolakowsky, 1977: 216).

El capitalismo liberal democrático también ha creado sus relatos escatológicos,


tan metafísicos como el comunismo final y el «hombre total» que se pronosticaba desde
el marxismo-leninismo cuando aspiraba en vano a la revolución mundial. Tal fue la
tesis del fin de la historia que postuló Francis Fukuyama cuando caía la Unión Soviética.
«Suponer que en las ultimidades del segundo milenio, con seis mil millones de hombres
divididos por profundas barreras antagónicas de clase, cultura, raza, religión, y en cuyo
total, menos de la sexta parte puede considerarse en situación “digna de un fin de la
historia”, está teniendo lugar el fin de la historia, puede resultar, no ya para el marxista,
sino para la mayoría de esos cinco mil millones, una suposición que hay que situar entre
el cinismo y el infantilismo. ¿Cómo podría aceptarse que, en el futuro, ya no van a ser
posibles las “guerras de liberación”? ¿No es esto el mayor pesimismo imaginable?»
(Bueno, 1992: 25).

2. La URSS como Imperio generador

Según Federico, el comunismo, que Lenin inventó e inauguró en forma de


política «totalitaria», «arrasó Europa y el mundo durante medio siglo XX» (p. 347). Es
decir, a juicio de Federico el comunismo se manifestó -dicho con la terminología del
materialismo filosófico- en forma de imperialismo depredador.

Afirma Federico con ingenio que la Edad de Oro acabó en la «Era de la Muerte»
(p. 212). Y si bien es cierto que no hubo una Edad de Oro, sí es cierto, de manera
incontestable, que Rusia, transformada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
alcanzó el segundo puesto de las potencias mundiales, en un proyecto -pese a que
Federico, y a todos los negrolegendarios, le pese- de Imperialismo generador; aunque el
proyecto no llegó a cumplir 100 años y terminó en bancarrota (distaxia) con sólo 74 años.
No obstante, la actual Rusia de Putin no ha salido de la nada, y ahí está ocupando los
primeros puestos de la geopolítica actual. Todo esto, naturalmente, a costa de sangre,
sudor y lágrimas; pero no hay que exagerar las atrocidades como hacen los autores
negrolegendarios (ni ningunear los méritos, qué sí los hubo, aunque eso escueza a los
susodichos). También hay que tener en cuenta que los bolcheviques levantaron su
Imperio sobre el Imperio de los zares en lo que Nicolas Werth, curiosamente uno de los
autores de El libro negro del comunismo, ha llamado «Segundo período de desórdenes»,
del cual hice algunas anotaciones en otro lugar{20}.

El locutor de esRadio afirma también que «Lenin tomó como base a Moscú, capital
del “asiatismo” ruso, a la que se trasladó desde Petrogrado, cuna de la revolución, pero
también de la ilustración y el europeísmo. Luego, cada vez que llega la guerra, los
bolcheviques volverán a invocar a Rus, la Sagrada Madre Rusia, a la que, pasado el
peligro, vuelven atriturar» (p. 100). Lenin decidió trasladar la capital de Petrogrado a
Moscú porque temía el avance del ejército alemán y no por «asiatismo». De hecho, en la
polémica entre eslavófilos y occidentalistas los bolcheviques tomaban partido sin
ningún titubeo por la occidentalización (aunque en la era estalinista terminaron
incorporando, e incluso reivindicando sin ningún complejo, la historia de Rusia; cosa
bien prudente, pues las leyendas negras y el autodesprecio no ayudan a ningún Imperio
o a ninguna nación a perseverar en el ser, que nos lo digan en España). Por otra parte,
Federico no parece comprender que la Ilustración fue un mito tenebroso (la «diosa de la
razón» era tan metafísica como el Dios de la ontoteología medieval, aunque más
ridícula). Y tampoco comprende que Europa es una biocenosis en la que se dieron
durante siglos una serie de guerras entre los diferentes Imperios y naciones históricas y
después naciones políticas.

Si en la Segunda Guerra Mundial los bolcheviques apelaron a la madre patria (la


«Gran Guerra Patriótica»), fue por motivos prudenciales, ya que la ideología del
proletariado internacional no era lo suficientemente potente para unificar al país de cara
a la agresión extranjera, y como pasó en la Primera Guerra Mundial la dialéctica de
Estados primó sobre la dialéctica de clases (sin perjuicio de la codeterminación de ambas
dialécticas que componen una sola dialéctica). De hecho los bolcheviques (los
estalinistas) no desintegraron Rusia, sino más bien la salvaron de la colonización
occidental (como ya se hizo en la etapa leninista contra «la cruzada de las catorce
naciones» que tenían la intención, que no llegó a ser efectiva, de «estrangular en su cuna
a la revolución», como decía el imperialista depredador Winston Churchill).

En la página 102 Federico cita a Nikolai Avkséntiev (1878-1943): «El bolchevismo


ha destruido el tejido del Estado. Ha deshecho una unidad que anteriormente existía.
Lejos de haber instituido una ley democrática, al desarrollar en cada detentador del
poder el deseo de dictadura, ha destruido al máximo el sentido de la ley». Pero
precisamente, tras la victoria en la guerra civil, los bolcheviques hicieron todo lo
contrario, como reconocieron sus enemigos: «Perdimos pero ganamos -escribió el
derechista Shulgun en 1920-. Los bolcheviques nos vapulearon, pero levantaron la
bandera de una Rusia unida» (citado por Figes, 2000: 762). En 1921 un periódico
estadounidense ultraconservador afirmaba que «Lenin es el único hombre en Rusia que
tiene el poder para mantener el orden. Si fuese derrocado, sólo reinaría el caos» (citado
por Losurdo, 2008: 120). Hasta Nicolas Werth (París, 1950), uno de los autores de El libro
negro del comunismo reconoce este mérito: «Sin duda, el éxito de los bolcheviques en la
guerra civil se debió, en última instancia, a su extraordinaria capacidad para “construir
el Estado”, capacidad que sin embargo faltaba a sus adversarios» (citado por Losurdo,
2008: 119). También otro historiador anticomunista, no menos fervoroso, reconoce este
mérito: «Cuando en noviembre, en diez días que conmovieron al mundo, los
bolcheviques asestaron el golpe definitivo, paralizando Rusia con la toma de los cruces
ferroviarios y de las centralitas telefónicas, ni siquiera sus mayores adversarios
opusieron una resistencia coherente, y es que la mayoría de los rusos no pudieron por
menos que experimentar una gran sensación de alivio al saber que un grupo organizado
había decidido asumir la responsabilidad del futuro. Por muy ominosos que pudieran
parecer aquellos hombres y su ideología, acabarían por fin con la inestabilidad y las
vacilaciones, llenarían de una vez aquel vacío» (Rayfield, 2003: 78). Y el propio Federico
reconoce que Lenin tenía «un objetivo político claro» (p. 277); cosa de la que carecían los
ejércitos blancos, verdes y negros.

Afirma Federico que para «construir la URSS había que destruir Rusia» (p. 100).
Pero lo que los bolcheviques efectivamente llevaron a cabo fue una reestructuración del
Imperio Ruso, la transformación de la unidad del Imperio depredador zarista en la nueva
identidad del Imperio generador soviético, es decir, con la transformación de las colonias
en repúblicas socialistas. Y la URSS fue un Imperio generador porque fue un Imperio
sinalógico en el que las partes que se iban incorporando eran partes integrantes, esto es,
partes del mismo orden que el todo atributivo, es decir, donde las partes estaban
referidas las unas a las otras; ya que no había la asimetría «metrópolis/colonias» propia
del imperialismo depredador, sino continuidad (simetría) conjuntiva, basal y cortical entre la
República Socialista Federativa Soviética de Rusia y las demás repúblicas que
componían la Unión. Es decir, Rusia -en tanto titular del Imperio (Leningrado y Moscú
como capitales donde se emprendió y cuajó la revolución)- elevaba a las repúblicas a la
condición de igualdad. Las potencias democráticas liberales del momento
(fundamentalmente Gran Bretaña y Francia), en cambio, eran Imperios depredadores
porque la misma democracia y el liberalismo no se exportaban de la metrópolis a las
colonias, es decir, en las colonias mostraban el verdadero rostro del liberalismo: el
despotismo del imperialismo depredador y la isología o desigualdad entre la City y las
colonias.

Y con esto no estoy justificando a la Unión Soviética (reconociendo todos sus


horrores) ni condenando a los Imperios de régimen parlamentario (reconociendo todas
sus bendiciones), pues como ya puse de manifiesto no trato de justificar ni de condenar
(básicamente a esto último es a lo que se dedica en 700 páginas el señor Jiménez
Losantos) sino que trato de entender bajo razones rigurosamente histórico-materiales
por las cuales niego tanto toda leyenda negra como toda leyenda rosa y con ello toda
interpretación maniquea, pues afirmo que la construcción por los soviéticos de un
Imperio generador no se llevó a cabo por filantropía (por mucho que se reivindicase al
«Género Humano» y se quisiese suprimir a la «famélica legión», como cantaba el himno
de la Internacional), sino por cuestiones eutáxicas en los entramados de la dialéctica de
Estados (siempre codeterminada con la dialéctica de clases, desde la cual ya no cabía la
solidaridad entre un supuesto «proletariado universal», ya que semejante ideología, que
es tanto como decir conciencia falsa, quedó en ridículo con las dos guerras mundiales y
la subsiguiente Guerra Fría).

Con la afirmación de que la Unión Soviética fue un Imperio generador (con las
reservas que se quiera ante semejante afirmación) estamos postulando desde una
posición contranegrolegendaria, pero también contramaniquea y contrasectaria, guste o
no guste al ex locutor de la COPE (sus gustos son cosa suya). Que la URSS fuese un
Imperio generador eso no quiere decir que, en tanto ortograma materialista (es decir, su
plan objetivo general), basase su Imperio en la fraternidad humana o en la fe. Todo
Imperio generador lleva inevitablemente en las fases de su construcción capítulos de
depredación (del mismo modo que todo Imperio depredador no lo es de modo absoluto y
tiene algo de generador). Y en los finis operantis los soviéticos pudieron cometer todo tipo
de atropellos (y también de acciones heroicas), pero los finis operis del ortograma del
Imperio Soviético se identifican con lo que desde el materialismo filosófico denominamos
Imperio generador. Los análisis de Federico en Memoria del comunismo suelen estar
enfocados en los finis operantis de los protagonistas (con especial inquina al pérfido
Lenin y su hambre cainita), y sólo toca de refilón, o directamente no los toca, los análisis
enfocados en los finis operis.

Dicho de otro modo: a nivel molecular los individuos particulares llevaron a cabo
actividades más o menos depredadoras, pero si lo vemos a gran escala, a nivel molar,
podríamos vislumbrar que los fines mezquinos de los elementos moleculares están al
servicio del Imperio, el cual está por encima de la voluntad de tales sujetos, y de este
modo se pone en marcha toda la actividad generadora y civilizadora. Como se dice en
España frente a Europa, «cada grupo, como cada ciudadano, se mueve en función de sus
fines particulares (“moleculares”) y lo importante es que el Estado, o el Imperio, haya
sido capaz de tejer una red (“molar”) capaz de canalizar los “efectos masas” resultantes
de la conjunción de los grupos particulares, y de los excedentes que así se obtienen,
para aplicarlos a la realización de sus propios proyectos generales» (Bueno, 1999: 354).

El Imperio Soviético no sólo procuraba ser una Imperio diapolítico, con el Estado
Ruso como Estado hegemónico pero desarrollando una simetría con las demás
repúblicas de la Unión, sino que procuraba ser un Imperio metapolítico, esto es, con
intención o con planes y programas que justificaban el comunismo de englobar e
incorporar a los pueblos vencidos o anexionados; del mismo modo que el Imperio
Español se servía del catolicismo en tanto ortograma evangelizador y en la actualidad
Estados Unidos se sirve de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la
democracia liberal de mercado pletórico de bienes y servicios.

Además de lo explicado, la URSS fue un Imperio generador porque fue el primer


país en el que las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres. Porque fue el
primer país que creó un sistema sanitario gratuito y universal y una seguridad social
(que las naciones europeas incorporaron precisamente por presiones soviéticas y por
temor a la revolución). Asimismo, el país de los soviets se puso a la cabeza de la
campaña mundial contra la viruela. También la URSS fue pionera al construir el primer
sistema educativo íntegramente público y gratuito. La URSS era el país donde más se
leía, y más libros y periódicos se vendían (y más baratos). También era el país en el que
más conciertos de música y obras de teatro se estrenaban. La URSS fue pionera en la
carrera espacial, y puso el primer satélite en órbita, y fue la primera potencia en enviar
en a un ser vivo al espacio (la perra Laika), al primer ser humano (Yuri Gagarin [1934-
1968]) y a la primera mujer (Valentina Tereshkova [Máslennikovo, 1937]).

VII. Los crímenes de los malos

1. La memoria de las víctimas

Federico se empeñó en escribir este libro fundamentalmente por una razón:


«porque el comunismo no ha desaparecido y porque está logrando borrar su memoria,
que debería ser la de sus víctimas» (p. 54). Nuestro autor está convencido de que lo
«propio del comunismo» «son sus cadáveres» (p. 584). Federico piensa que «la única
forma intelectualmente respetable de acercarse al comunismo es a través de sus
víctimas. Hay decenas, cientos de miles de libros sobre Rusia antes, durante y después
del 1917. Tras el centenario de octubre de 1917 serán millones. Los historiadores, sin
excepción, no dejan de decir que faltan muchos archivos por escrutar, muchos datos por
conocer, muchos detalles por estudiar. Y no dejan de publicarse informes que, como en
el grupo “Memorial” obedecen al principio moral de no dejar que caigan en el olvido
tantos millones de víctimas a las que durante su vida y aún después de muertas se les
ha borrado hasta la existencia». (p. 51). Pero Federico más que defender la memoria de
las víctimas se dedica a calumniar a los comunistas con sus tremendas exageraciones.

Nuestro autor se pone a escribir su libro sobre el comunismo a golpe de


sentimientos y no de razonamientos, y así de negrolegendario y maniqueo le ha salido.
Puede leerse en el preámbulo: «A la memoria de cualquiera de ellos [de las víctimas] va
dedicada esta modesta memoria mía» (p. 13). Federico se pone ñoño con las víctimas,
como si no hubiesen muertos comunistas que murieron a causa de otras tendencias
políticas (y como si los comunistas no hubiesen salvado vidas y realizado gestos
heroicos). Y como si en las demás tendencias políticas (y desde luego religiosas) no se
hubiesen cometido masacres, atropellos y atrocidades. Sobre la memoria de estas
víctimas no dice nada de nada el ex locutor de la COPE. A la exageración de los
crímenes del comunismo se une la omisión de los crímenes de otras tendencias: pura
metodología negrolegendaria y puro maniqueísmo: esa es la naturaleza de Memoria del
comunismo.

Federico se pregunta: «¿cómo se lucha contra el comunismo, que se basa en la


mentira sobre el terror que busca imponer?». Y él mismo se responde: «En mi opinión,
solo recordando su realidad criminal, es decir, sus víctimas. Y eso significa combatir el
mayor empeño en borrar su memoria, que es el de convertir el comunismo en la historia
del comunismo. Como si el sufrimiento humano, el sacrificio de más de cien millones de
personas, asesinadas con la excusa de una idea siniestra por los sumos sacerdotes
carniceros del Kremlin, pudiera reducirse a un relato y a una estadística consensuada de
sus crímenes. Pero eso exactamente es lo que está sucediendo hoy. En realidad, desde
hace tres décadas, cuando la realidad comunista buscó ocultarse en la universidad» (p.
50).

Federico piensa que Lenin y Stalin mataban «millones de personas inocentes por
razones políticas» (p. 57). ¿Todas eran inocentes? ¿No fue más de uno ejecutado por
crímenes horrendos? ¿Es que acaso Lenin y Stalin se dedicaban a matar de modo
gratuito por mero sadismo sin ningún tipo de razón y sentido? No parece ese el caso,
según reconoce el propio Federico al señalar las «razones políticas», y no por sinrazones
apolíticas, por el mero placer de hacer el mal. Pero nuestro autor cree en la existencia
del Mal absoluto (en política, no entramos ya en cuestiones éticas o morales) con la
inocencia de un niño en Papa Noel y los Reyes Magos. Pero veamos cómo se maneja con
las cifras de los muertos, porque ahí es donde se le ve el plumero negrolegendario:
exagerar y omitir.

2. ¿100 millones de muertos?

Sostiene el locutor de esRadio, apoyándose en investigadores como el sueco Per


Ahlmark y el demógrafo estadounidense y gran estudioso del terror político Rudolfh
Rummel (y sin poner ningún pero y ni la más mínima duda sobre lo que estos autores
sostienen), que «De los 170 millones de personas asesinadas por motivos políticos en el
siglo XX, dos terceras partes, unos 110 millones, lo fueron en países comunistas» (p. 55).
Nos informa el autor que estos datos se publicaron por primera vez el 30 de octubre de
1997 en Izvestia, que por entonces era el periódico más importante de Rusia. Los datos
informaban sobre los crímenes de los regímenes comunistas en todo el mundo desde
1917 a 1987.

El comunismo es visto como «la mayor máquina de matar que ha conocido la


humanidad» (p. 347). En la página 46 se refiere a la URSS como el «régimen de los cien
millones de muertos», y en la 166 como «la mayor empresa de exterminio conocida en
ningún país europeo». Pero los 100 millones famosos, desde 1997 con la publicación de
El libro negro del comunismo y los datos de Per Ahlmark y Rudolfh Rummel en Izvestia,
son, supuestamente, cien millones de muertos en todo el mundo, en todos los países con
regímenes comunistas, no exclusivamente en la URSS (que los autores de El libro negro
del comunismo dejan en 20 millones de víctimas por represión y hambrunas, cifra
propagandística de la Guerra Fría, en concreto de Robert Conquest, que fue financiado
por la CIA, y que no podía saber cuántos muertos dejaron las hambrunas y la represión
soviética al no disponer de los materiales necesarios para semejante faena). Pero
Federico insiste en que esos cien millones tienen su responsabilidad en Lenin: «los cien
millones de muertos del sistema creado por él» (p. 348). Luego, en última instancia, fue
Lenin el responsable de semejante masacre (aunque simplemente se trate de una
exageración negrolegendaria).

A mi juicio, sin la fundación de la Unión Soviética los demás regímenes


comunistas no habrían podido ser y actuar. Pero responsabilizar a Lenin de los
crímenes y atropellos dados en los otros Estados comunistas es excesivo, como excesivo
sería culpar a Platón de los crímenes y atropellos de los Estados «totalitarios», como
insinuó Popper (o excesivo sería culpar a Jesús de Nazaret o a Pablo de Tarso de todos
los crímenes y atropellos de las guerras de religión o a Adam Smith de los crímenes del
liberalismo).

Además de negrolegendaria, esta tesis de los 100 millones de muertos por culpa
del gobierno comunista del Kremlin es pánfila y simplista a más no poder; pues se está
en la errónea visión de que el bloque comunista era un bloque homogéneo, macizo y
compacto en donde había sinalogía entre todos los regímenes y países comunistas. Pero
la Realpolitik mostró que las relaciones corticales entre los diferentes Estados comunistas
no fueron ni mucho menos armoniosas (o solidarias contra los Estados capitalistas). De
hecho fueron muy polémicas: el conflicto chino-soviético vendría a ser paradigmático,
así como el conflicto entre China y Vietnam tras la victoria de esta nación contra
Estados Unidos (y antes contra los Imperios de Japón y Francia). Para interpretar con un
mínimo de realismo político (materialismo político) el período de la Guerra Fría no hay
que reducir tal lucha como la lucha entre dos Imperios, pues la dialéctica de Estados entre
los Estados comunistas fue tan cruda como la lucha contra el Imperio Estadounidense
(y desde luego la dialéctica de Estados también se dio con crudeza entre los Estados
capitalistas y también entre los países «no alineados», los cuales, en realidad, fueron
países «no solidarios»). A todo esto hay que sumar la dialéctica de clases en cada país
(fuese comunista, capitalista o «no alineado»).

Casi llegando al final, Federico se pone a exagerar sin el menor sonrojo, por si lo
dicho en las anteriores páginas no era suficiente: «los efectos morales de esa renuncia
han sido y son incalculables, aunque sus efectos están bien a la vista: cien millones de
personas asesinadas y miles de millones medio muertos de hambre es el balance del
comunismo» (p. 674). ¿Cien millones de personas asesinadas es algo que esté «bien a la
vista»? ¿Es que acaso cabe señalar con el dedo y decir: «Mira, cien millones de personas
asesinadas»? ¡Son cien millones deícticos! ¡Qué manera de señalar! A los 100 millones
de muertos sólo cabría llegar en todo caso de un modo constructivo y no perceptual.
¿También están a la vista esos «miles de millones medio muertos de hambre»? Como si
alguien señalase con el dedo y dijese: «¡Fíjate, ahí va la famélica legión!». Pero esto ni
Federico, ni nadie, puede verlo, y en todo caso sólo puede creerlo. «Fe es creer lo que no
se ve» (p. 134). ¿Y esas cien millones de personas fueron asesinadas? ¿Es que acaso, la
mayoría, no murió de hambre? Ah, es cierto, esa es también una forma de asesinar, y
está entre las más crueles por su lenta agonía.

Sentencia nuestro presentador radiofónico: «Balance de la improvisación


leninista a partir de Marx: más de cien millones de muertos» (p. 212). Más de 100
millones de muertos, es decir, «110 millones» «en países comunistas» (p. 55).
Curiosamente la cifra de 110 millones de muertos fue la cifra que dio Alexander
Solzhenitsyn (1918-2008) el 20 de marzo de 1976 cuando fue entrevistado por el
recientemente fallecido José María Iñigo (1942-2018) en Televisión Española en el
programa Directísimo (es decir, por televisión formal, un sábado por la noche en directo
para toda España en horario de máxima audiencia, y por entonces sólo había un canal).
Pero Solzhenitsyn afirmó que «110 millones de rusos murieron víctimas del socialismo».
Es decir, restringía la cifra a Rusia (o, supongo que, en todo caso, a la URSS) y no a
todos los «países comunistas», como sostiene Federico siguiendo a Per Ahlmark y
Rudolph Rummel. Lo cual es de risa, porque en ese caso la URSS hubiese quedado muy
despoblada, y eso no es lo que indican los índices demográficos, que curiosamente iban
en ascenso censo tras censo{21}. Nuestro Federico no se atreve a tanto, aunque quizá le
tiente igualar la apuesta. Habría que advertirle con el consejo que dio Woody Allen en
Misterioso asesinato en Manhattan: «No farolees a un farolero». Aunque ya hemos visto
que sí le tienta, pues en la página 46 se refiere a la URSS como el «régimen de los cien
millones de muertos». Y más adelante sostiene refiriéndose a Lenin: «los cien millones
de muertos del sistema creado por él» (p. 348). Pero Federico habla de más de 100
millones en todos los países.

No obstante, en la misma entrevista Solzhenitsyn dice: «Hemos sido testigos el


otoño pasado de cómo la opinión occidental se indignaba mucho más por cinco
terroristas españoles que por el aniquilamiento de sesenta millones de víctimas
soviéticas. Vemos hoy cómo la opinión progresista exige reformas inmediatas, a toda
costa, saluda los actos terroristas y se alegra de ellos». Y un poco más adelante sostiene:
«Lo que sobrevivió de la intelectualidad se fue al extranjero, y en el país comenzó lo que
describo en el libro Archipiélago Gulag, que costó al país sesenta y seis millones de
muertos». Suma seis millones de muertos como si nada (total, qué más da seis millones
más o seis millones menos).

La cuestión está en que Solzhenitsyn suma a sus 66 millones de muertos


(exactamente dice que son 66.700.000, entre 1917 y 1959) 44 millones de la Segunda
Guerra Mundial, una cifra inventada y muy fantasiosa. Luego, después de todo, es
posible que Federico se crea la cifra de 110 millones de muertos en la URSS a causa del
comunismo, pues él habla de los muertos por represión, no cuenta los muertos por la
guerra, y en Memoria del comunismo su autor no habla de los 44 millones de ciudadanos
soviéticos muertos a causa de la guerra, pero es posible que sí se crea semejante cifra.

Una década después, en la época de Mijaíl Gorbachov, se diría que en la Segunda


Guerra Mundial en la URSS la Gran Guerra Patriótica acabó con la vida de 27 millones
de ciudadanos soviéticos (entre civiles y militares). Pero esta estadística también está
inventada y es fantasiosa, y fue una cifra que dio el historiador militar ruso y detractor
de Stalin Dimitri Volkogonov (1928-1995), que Federico cita varias veces en su libro
(aunque no sobre esta cuestión). Inmediatamente después de la guerra Stalin dijo que
las bajas soviéticas fueron de 7 millones, y posiblemente inflaría la cifra. Solzhenitsyn
no sólo tiene la poca vergüenza de inflar de manera considerable las cifras de bajas
soviéticas en la Segunda Guerra Mundial sino que además culpa al «sistema socialista»
de las víctimas que padeció la URSS a raíz de la invasión alemana, la cual supo rechazar
y contraatacar con contundencia hasta alzar la bandera soviética en el Reichstag.
En la entrevista el literato ruso también dejó perlas como: la crisis de Occidente
«Es la crisis del materialismo, que ha desechado el concepto de algo superior a
nosotros». Es decir, a su negrelegendarismo se suma su espiritualismo teísta.

Leyendo semejantes patrañas a uno le entran ganas de darle la razón a Juan


Benet (1927-1993) cuando dijo: «Yo creo firmemente que mientras existan gentes como
Aleksandr Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal
vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Aleksandr
Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle». Y
como dijo Arturo Rubial en la revista Posible, en un artículo titulado «Soljenitsin Show»,
que cita el propio Federico en la página 516, afirmaba: «Ese Soljenitsin es un Nobel por
nada (…). Miente a cada instante: ha perdido decididamente la brújula. Habrían debido
hacer de manera que Soljenitsin contase todo esto al estilo de music-hall, rodeado de
lindas muchachas del Ballet Set 96; este caballero tiene pasta de showman»{22}.

Solzhenitsyn es la referencia moral-filistea de los negrolegendarios. Uno de los


principales responsables de que los crímenes del comunismo se hayan exagerado en
progresión geométrica. Federico confiesa que Archipiélago Gulag «ha sido pieza
importante en la liquidación de mi ideología izquierdista» (p. 53), y es «el mayor
homenaje a los millones de víctimas del comunismo» (p. 125); de ahí que lo considere
«el mejor libro sobre el comunismo, porque habla con la verdad de los muertos» (p.
576). El problema está en que el autor pone con su pluma más millones de la cuenta y
tan pancho; de ahí que, a mi juicio, se trate del peor libro sobre el comunismo porque
habla con la mentira de los muertos. Un libro en donde se dice que los campos de
concentración «habían sido inventados para el exterminio» (Solzhenitsyn, 1967: 13). Lo
cual es falso, pues eran campos de trabajo, como él mismo reconoce: «campos de
trabajos forzados» (Solzhenitsyn, 1967: 22). Aunque él mismo reconocía: «Yo tan sólo
pude ver el Archipiélago a través de una mirilla, no tuve una vista panorámica desde
una torre de observación». Y justifica su parcial visión con una metáfora: «también el
sabor del mar puede conocerse con un solo trago» (Solzhenitsyn, 1967: 13).

Sin embargo, el escritor ruso no tiene el récord, pues ese mérito hay que
otorgárselo a un tal Jean-Pierre Dujardin, el cual elaboró un estudio titulado Costo del
comunismo: 150 millones de muertos. Se trata de un recuento basado exclusivamente en los
soldados que murieron en deportaciones o fueron sumariamente ejecutados. Sólo se
basa en víctimas de la NKVD y de las masivas represiones emprendidas por el Ejército
Rojo soviético y el ejército chino. El régimen de Tito en Yugoslavia queda excluido del
estudio. Tampoco entra en el recuento los soldados hechos prisioneros por los
soviéticos, ni la gente que desapareció para siempre en la URSS. Dujardin hacía el
siguiente recuento:

1) Muertos en la URSS de 1917 a 1959 [Inspirándose el 66.


Solzhenitsyn] 700.000
3.0
2) Muertos en la URSS desde 1959
00.000

63.
3) Muertos en China
784.000

10.
4) Oficiales polacos de Katyn
000

2.9
5) Civiles alemanes víctimas de la ocupación rusa
23.700

500
6) Represiones de Berlín, Praga, Budapest
.000

3.0
7) Muertos en Cambodge, 1975-78
00.000

8) Muertos en las agresiones contra Grecia, Malasia,


3.5
Birmania, Corea, Filipinas, Viet-Nam, Cuba, África e
00.000
Hispanoamérica

En total no salen 150 millones de muertos, sino, calculadora en mano, salen


143.417.700 muertos. A Joaquín Bochaca (Barcelona, 1931) le salen 142.917.700. (Véase
Bochaca, 1982: 277).

Los 100 millones de víctimas (o 110 millones, para el caso lo mismo nos da) son
sólo víctimas literarias, víctimas de ficción, víctimas de papel. Lo de los 100 millones de
muertos es pura sofistería, porque se parte de una premisa que carece absolutamente de
fundamento (de reliquias y relatos que lo prueben) y es aceptado sin crítica y sin
reflexión, es aceptado por puro fanatismo. En realidad, lo de los cien millones de
muertos es más falso que la mochila de Vallecas, más falso que el máster de Cristina
Cifuentes, más falso que la fidelidad y la honradez de Campechano, más falso que las
promesas de Turrión o Pedro Sánchez. El «muertómetro» (p. 347) de Federico parece
escacharrado.
3. ¿62 millones de muertos sólo en la URSS?

Gracias a Izvestia, el 30 de octubre de 1997 «cientos de miles de rusos pudieron


leer por primera vez en su vida que la Unión Soviética, Estado bajo el que nacieron y se
criaron, y que fue el primero, el más poderoso y el modelo de una veintena larga de
regímenes comunistas en tres continentes, mató, sin contar las víctimas de la guerra
civil ni las de la Segunda Guerra Mundial, a 62 millones de personas. Más que todos los
habitantes de Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos los
españoles, portugueses y holandeses juntos; más que si asesinaran a todos los hombres
y mujeres, ancianos y niños, transeúntes y turistas del Estado de California y el de
Nuevo México. Solo Stalin mandó matar a 42 millones y medio de personas, el doble
que Hitler y Mussolini. Según Izvestia, el segundo puesto en esta liga del crimen al por
mayor lo ostenta otro líder comunista, Mao Zedong, que mató a 21 millones, casi cuatro
veces más que el estrecho aliado de la URSS y luego rival Chang Kai Chek. Detrás de
Hitler, en quinto lugar, figura Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por Lenin, el
fundador del Estado Soviético, de la Cheka y del Gulag. El sexto es el comunista
camboyano Pol Pot, que mató a más de dos millones de camboyanos de una población
que no llegaba a los ocho millones. Tito mató a un millón en la antigua Yugoslavia.
Mengistu mató a 725.000 en Etiopía. Ceaucescu mató a 435.000 en Rumanía. Samora
Machel mató a casi 200.000 en Mozambique. Otros regímenes comunistas, como el
coreano de los Kim o el cubano de los Castro, aún no han dejado de matar» (p. 55-56).

La cifra de 62 millones entre 1917 y 1987 en la URSS (recordemos que son víctima
por represión y por hambre, no por la guerra civil ni la guerra mundial) es -como
hemos visto- de Solzhenitsyn, aunque éste habla de «66,7 millones de personas», entre
1917 y 1959, «sin contar las pérdidas militares, sólo la erradicación del terrorismo, la
represión, el hambre, la elevada mortalidad en los campos de reclusión, y, por
añadidura, el déficit por la baja natalidad» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Y a su vez
Solzhenitsyn tomaba semejante cifra del profesor emigrado ruso y «especialista en
estadística» I. A. Kurgánov, del que también toma la cifra de 110 millones de muertos
(110,7 para ser exactos) si añadimos los muertos por combate en la guerra civil y en la
mundial. Y ante la cifra Solzhenitsyn se pregunta: «¿quién no se quedaría atónito?»
(Solzhenitsyn, 1967: 16). Eso digo yo. Pero fíjense lo que dice a continuación:
«Naturalmente, no garantizamos la veracidad de las cifras del profesor Kurgánov, pero
no tenemos otras oficiales. Cuando se publiquen las oficiales, los especialistas podrán
confrontarlas de un modo crítico. (Han aparecido ya algunas investigaciones que
utilizan las estadísticas soviéticas, ocultadas y fragmentarias, pero continúa sin
aclararse la terrible oscuridad acerca de cuántos perecieron allí.)» (Solzhenitsyn, 1967:
17). O sea, que confiesa que no lo sabe.

Pero se trata de una cifra que a día de hoy nadie defiende (aunque sólo sea por
decoro). Una cifra que ya en 1968 rebajó Robert Conquest a 20 millones (aunque ésta es
también una cifra fantástica y además gratuita, ya que Conquest no disponía de medios
para poderlo saber, y con todo fue la cifra que tomaron los autores de El libro negro del
comunismo en 1997, cuando ya se habían abierto muchos archivos soviéticos tras la caída
del régimen y pudieron hacerse estudios más rigurosos que bajaban notablemente las
cifras). Pero Federico sigue a ciega los 62 millones de Izvestia y tan tranquilo (y si
hubiesen dado una cifra más alta pues también se la creería). Y por si fuera poco afirma,
como si se creyese semejante cifra a pies juntillas con infinita ingenuidad: «Más que
todos los habitantes de Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos
los españoles, portugueses y holandeses juntos» (p. 55). Hay que tener fe, fe natural, fe
negrolegendaria (aunque lo negrolegendario, por extraordinario, roza lo sobrenatural o
paranormal, y sería propio de ser tratado en programas como Cuarto milenio; y no veo
yo a Iker Jiménez invitando a Federico como tertuliano de su mistérico programa,
aunque sólo sea por una noche). Y que conste que hay que decir a favor de Iker Jiménez
que ha tenido la decencia de denunciar en su programa la patraña de la versión oficial
del 11M, versión que también conecta con la milagroso y sobrenatural.

Más adelante afirma: «Casi la mitad de las víctimas de la URSS, en torno a 27


millones, pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los campos helados
de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p. 59). ¿Y la otra
mitad dónde las mataron, en las chekas?

Más adelante señala que Stalin es el responsable de «40 millones de muertos tras
las purgas» (p. 405). ¿En la fabulosa cifra de 40 millones son todos purgados y ninguno
de los tales son muertos por las hambrunas? Porque en la página 55, como hemos visto,
dice que «Solo Stalin mandó matar a 42 millones». ¿Querrá decir nuestro autor que 40
millones fueron purgados y 2 millones murieron de hambre? No lo parece. Entonces lo
más probable es que con «las purgas» quiere decir que son todos los muertos en total
por la represión de la administración estalinista (y no «Solo Stalin»), es decir, ya por
fusilamiento, ya por hambre, ya por frío, ya por calor o por lo que fuese pero por
responsabilidad de los estalinistas (a través de las chekas y de los gulags). Pero
curiosamente rebaja la cifra que da en la página 48 de 42 millones y la deja en 40
millones (suponemos que por el redondeo, total 2 millones más 2 millones menos…).
Pero por fusilamiento (por purgas en sentido estricto) la cifra que sostienen casi todos
los historiadores es la de 700.000, que se produjo en el Gran Terror de los años 30 (la
cifra oficial, del Kremlin, es de 681.692). El propio Federico da esa cifra en la página 386,
aunque dice que son «encarcelados o asesinados por la NKVD». Otro historiador afirma
que de 1930 a 1953 «la seguridad del Estado ejecutó a unas 770.000 personas» (Overy,
1994: 109).

Afirma muy convencido nuestro autor: «hay una diferencia entre los
bolcheviques y todos los gobiernos o partidos que, antes que ellos y a lo largo de los
siglos, han perseguido, acosado y saqueado a un grupo social -judíos, negros, asiáticos,
cristianos, musulmanes, herejes, brujas o vampiros- y es que ellos, como cualquier secta
fanática, no se limitan a la estigmatización de una minoría, sino de la mayoría de la
población. En rigor, de toda la población, salvo ellos. Y, por la lógica de toda política
sectaria, al final, se persiguen y matan entre sí. Pero, en realidad, están aplicando la
doctrina leninista, desde el ¿Qué hacer? de 1905 a El Estado y la revolución de 1917, que se
resume en la frase de Lassalle repetida luego mil veces: “El partido se fortalece
depurándose”» (p. 99). Todo esto sería así si los 62 millones de muertos que sostiene
Izvestia fuese una cantidad fiable, pero como se trata de una cifra disparatada y además
ridícula, pues…

Federico afirma que, a diferencia de los crímenes del nazismo, «No tenemos ni la
milésima parte de fotografías, películas, documentales y testimonios judiciales de los
millones de muertos por los comunistas que de los 20 millones asesinados por Hitler, en
especial los seis millones de judíos del Holocausto» (p. 60). Y sin embargo, renglones
abajo afirma que tales crímenes están «igualmente documentados» que los del nazismo.
Y también escribe: «Hay muchos testimonios anteriores a la Segunda Guerra Mundial
sobre las masacres de Lenin y Stalin. Hay innumerables denuncias de antiguos
comunistas sobre el Gulag antes, durante y después de la Guerra Civil española. Hay
constancia escrita de los crímenes bolcheviques en el momento mismo en que se
produjeron. Desde el Informe Secreto de Kruschev al XX Congreso del PCUS incluso
existe el reconocimiento oficial de los asesinatos cometidos bajo el régimen soviético.
Llegó a planearse un gran monumento para honrar la memoria de sus millones de
víctimas anónimas, aunque la caída de Kruschev relegó al olvido el proyecto. Sin
embargo, en casi todo el mundo, ni política ni periodísticamente se ha tratado a unas y
otras víctimas por igual. Es quizás el peor escándalo moral, pero también el mayor
enigma intelectual del siglo XX. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué desde 1917? ¿Por qué
hasta hoy?» (p. 60).

¿A qué silencio se refiere Federico, cuando a día de hoy la leyenda negra


antisoviética es la ideología dominante en la historiografía y en los medios de
comunicación, y por supuesto en institutos y universidades? ¿De qué se queja el ex
locutor de la COPE? ¿Y por qué ese silencio de Federico, en sus 700 páginas, sobre los
crímenes del capitalismo? Por el maniqueísmo furibundo que profesa, aunque en
ocasiones procure disimularlo.

Y en el apartado siguiente reconoce que sobre la URSS nuestros conocimientos


son difíciles dadas «sus vastas zonas de sombra, su niebla informativa. Lo más triste es
que incluso después de abierto el inmenso sarcófago estalinista, la historia de quienes
perdieron su vida construyéndolo seguirá siendo un secreto por el que nadie se
interesará. Apenas una abstracción de orden compasivo, como el breve recuerdo que al
pie de la Muralla China o de las Pirámides de Egipto dedicamos, si lo dedicamos, a los
esclavos que las construyeron» (pp. 61-62). Y termina reconociendo: «De lo más valioso,
que son el nombre y el número de las víctimas, no sabremos nada o casi nada. Así es la
historia o la arqueología de esta interminable fosa de muerte y desolación que se ha
dado en llamar Socialismo Real» (p. 62). Es decir, Federico reconoce que «no sabemos
nada o casi nada» del «número de las víctimas», y sin embargo no tiene ningún reparo
en decir a la ligera, siguiendo a Izvestia (que, a su vez, sigue a Solzhenitsyn), que el
número de víctimas por razones políticas (para él sinrazones) es de 62 millones (66 para
el premio Nobel). Lo cual quiere decir que, si a Stalin le responsabiliza de 42 millones
de víctimas (y al parecer todas estas son inocentes, ¡faltaría más!), faltan unos 20
millones, que tiene que atribuírselos a Lenin (aunque unos pocos de millones se
ejecutaron tras la muerte de Stalin). Pero hete aquí que en la página 187 habla de «Siete
millones de víctimas en solo cinco años disfrutando del poder». Y en la página 222 deja
también el mismo dato: «los siete de Lenin» (y 13 millones de muertos tras la muerte de
Stalin no se lo cree nadie, ni siquiera Solzhenitsyn ni Federico). Parece que no le salen
las cuentas al presentador de Es la mañana (igual que no le salen las cuentas al
historiador de las drogas, como puse en evidencia en mi anterior artículo en El
Catoblepas).

Federico sostiene que a la mayoría de los historiadores de la parte del mundo que
no ha padecido el comunismo «el Archipiélago Gulag de Soljenitsin les parece una
referencia “poco profesional”» (p. 51). Hombre, hablar de 66,7 millones de muertos
desde luego que es poco profesional; es de ser un impostor total y un caradura de
mucho cuidado, lo que se dice un jeta. A Solzhenitsyn, que fue auspiciado por Nikita
Jruschov que continuaba con su campaña antiestaliniana que empezó en febrero de 1956
en el XX Congreso del PCUS, le dieron el Premio Nobel de literatura, es decir, de ficción
(de hecho el subtítulo de Archipiélago Gulag es Ensayo de investigación literaria). Un
premio, dada la impostura de este autor, tan meritorio como el Premio Nobel de la paz
que se le otorgó a priori a Barack Hussein Obama (Honolulu, 1961), que a posteriori dejó
Oriente Medio hecho unos zorros, aunque tal mérito también es de su secretaria de
Estado Hilaria Clinton (Chicago, 1947); pero la academia sueca no le retiró el Nobel de
la paz, lo que da una idea de la corrupción ideológica que hay detrás de este tipo de
premios e instituciones.

Federico afirma que en comparación con los crímenes de la Alemania


nacionalsocialista, los crímenes del régimen soviético fueron «cuantitativamente mucho
mayor» (p. 146). Pero Federico no tiene en cuenta que el territorio de la URSS era muy
superior en extensión al del Reich (así como la existencia del Tercer Reich se prolongó
durante 12 años y la de la URSS 74 años, y 46 años duraron las épocas de Lenin y Stalin
que fue cuando se cometieron la inmensa mayoría de los crímenes). Proporcionalmente
la cantidad de crímenes de ambos regímenes fue más o menos equivalente (como lo fue
la de los Aliados, aunque estos cometieron más crímenes por la simple razón de ser
vencedores e imponer su paz política y militarmente implantada: primero en la
Segunda Guerra Mundial y después en la Guerra Fría). No obstante, según El libro negro
del comunismo, el terror nazi (es decir, los crímenes por represión, no ya por guerra) dejó
«unos 25 millones de personas aproximadamente» (Courtois, 1997: 32). Y hay que tener
en cuenta las víctimas del terror rojo en la Unión Soviética las deja dicho libro en la cifra
de 20 millones. (Véase Courtois, 1997: 19). Luego, según esto, los crímenes del nazismo
fueron cuantitativamente superiores a los de la URSS, y se llevaron a cabo en un
territorio inferior a lo conquistado por la URSS, que además duplicaba en habitantes a
Alemania, y este pequeño detalle se lo ha saltado a la torera nuestro estimado
periodista, tan admirador de Courtois &cía; aunque no da la cifra de 25 millones, pues
en la página 60, sin dar referencias o fuentes, habla de «20 millones de asesinados por
Hitler». Ahora bien, las cifras dadas por El libro negro del comunismo son absolutamente
fantásticas y por ello hiperbólicas, como las de nuestro ilustre locutor.

No obstante todo hay que decirlo; y de hecho sería delito omitirlo, pues con
razón sería acusado de tirar de metodología negrolegendaria. Y que conste que esto me
duele. Pues no es Federico el único que se cree las cifras exageradas. Fíjese el lector lo
que uno puede leer en El fundamentalismo democrático de mi maestro Gustavo Bueno:
«La dictadura del proletariado que ensayó la Unión Soviética no solamente fracasó
estrepitosamente, sino que tuvo (al menos en cuanto “experimento”) costes excesivos,
más de cincuenta millones de asesinatos» (Bueno, 2010: 272). Es posible que Bueno tome
la cifra del historiador inglés Norman Davies. Yo le pido al «Comité Central» que se ha
encomendado a reeditar las obras completas de Gustavo Bueno que para la reedición de
El fundamentalismo democrático al menos redacten una nota a pie de página en la que se
subsane el error. Aunque no sé cómo diablos Bueno pudo escribir una cosa así. En fin.

4. Las hambrunas en la época de Lenin

Es curioso que Federico cite a Escohotado (y también a Richard Pipes)


refiriéndose a la hambruna que se prolongó de 1918 a 1921 (más o menos coincidiendo
con los años de la guerra civil) «cuya base es la inflación provocada por Lenin para
destruir el valor del dinero» (p. 125) y diga que sólo fueron «cinco millones de muertos»
(p. 125); cuando Escohotado, en el tomo tres de Los enemigos del comercio, infla las bajas
de la hambruna a la desproporcionada cifra de «unos treinta millones de personas»
(Escohotado, 2017: 128). Tal hambruna fue bautizada como «La Calamidad» (p. 315).

Precisamente 5 millones de muertos fue la cifra que yo mismo conseguí


regatearle a Escohotado en los Cursos de Verano de Santo Domingo de la Calzada en
julio de 2017 (el autor de Los enemigos del comercio decía que eran 30 millones, pero un
servidor le pilló con el carrito del helado). Es decir, que si Federico hubiese estado allí
¡¡se hubiese puesto de mi parte!! ¿Se imaginan la escena? Porque Federico al menos es
consciente de que el tratado de Brest-Litovsk «entregaba un tercio de la población, del
territorio y de la riqueza de Rusia a los alemanes, además de comprometerse a
gigantescas compensaciones, el abastecimiento de las ciudades tomaba el aspecto de un
cerco del campesinado, acérrimo defensor de la propiedad, a las ciudades, que,
empezando por Petrogrado y Moscú, estaban en manos bolcheviques» (p. 276).

Yo me basé en El libro negro de la humanidad del necrometrista Matthew White, y


con todo le dije a Escohotado que si estuviese allí el señor White también se los
regatearía, porque seguramente serían menos. Y me parece que así es, pues le oí decir
en una conferencia a un autor negrolegendario, tan fervorosamente retroanticomunista
como Federico y Escohotado, que la cifra se quedaba en 2 millones, y no sólo por
hambre sino también por enfermedad {23}. Ese autor es ni más ni menos que César Vidal
Manzanares, ex compañero y ex amigo{24} de Federico en la COPE, en Libertad Digital y
en esRadio y uno de los traductores de El libro negro del comunismo. Vidal sostiene
además que la revolución en total (se refiere de lo que va de Octubre hasta el final de la
guerra civil) costó 5 millones, entre los cuales incluye 2 millones de exiliados, lo que
quiere decir que los muertos sólo fueron 3 millones. Una cifra sorprendentemente baja
viniendo de un autor fervorosamente retroanticomunista, que triplica la que ofrece el
citado necrometrista, el cual apunta en su libro negro: «9 millones (un millón de
soldados, cinco millones de muertos a causa de la hambruna, y dos millones de muertos
por enfermedades epidémicas; el resto de los muertos son civiles del terror del estado,
del fuego cruzado y de similares)» (White, 2012: 505).

Naturalmente 2 millones de muertos por hambre, frío y calor es una barbaridad y


no me parece poco. Pero de 2 a 5 hay una diferencia, y de 2 a 30 la diferencia es
tremenda. Pero lo de 30 millones de muertos en tres años es algo tan increíble que ni el
mismísimo Federico Jiménez Losantos se lo cree. Parece que Federico y Escohotado
compiten para ver quién es el campeón negrolegendario, el mayor negrolegendario del
reino y parte del extranjero. Pero en lo que a las hambrunas que van de 1918 a 1921
Escohotado es el campeón del negrolegendarismo, Federico más moderado y César
Vidal el menos negrolegendario: al César lo que es del César. Pero en seguida a nuestro
César le sale la vena negrolegendaria al afirmar que 23,5 millones de ciudadanos
soviéticos fueron encarcelados entre 1929 y 1953 (superando en 5,5 millones a la cifra de
Conquest), de los cuales al menos una tercera parte fueron fusilados y muchos otros
murieron de hambre y tortura.

Más adelante señala Federico que de los 5 millones «casi treinta [fueron]
afectados por el hambre» (p. 318, corchetes míos); luego le tienta la cifra de 30 millones.
Si, como dice Escohotado, murieron 30 millones, entonces ¿cuántos fueron afectados
por el hambre? ¿80 millones? ¿90 millones? ¿100 millones? ¿Toda Rusia salvo los
bolcheviques, los nuevos señores? ¿Y cómo un país inmenso prácticamente desnutrido
pudo en sólo dos décadas reforzarse y hacer frente y vencer de modo incontestable a la
imponente maquinaria bélica del Tercer Reich y sus aliados, que tampoco eran escasos?

Asimismo, Federico sostiene tan pancho que esos 5 millones Lenin los «dejó
morir de hambre» (p. 346), que la hambruna fue «deliberadamente provocada por
Lenin» (p. 678), tratándose de «la peor hambruna de la historia» (p. 223). Como si lo
hubiese hecho por puro capricho o por sadismo («el placer leninista de matar a los
demás» [p. 426]) y no por estar condicionado por causas objetivas, dado el conflicto de
la guerra civil en que también se hallaban los ejércitos extranjeros, los blancos, los
verdes y los negros (que también tuvieron algo que ver con la hambruna, como es
natural, pues no toda la culpa ha de caer sobre los bolcheviques). Es decir, la hambruna
fue consecuencia de siete años de guerra (mundial y civil aunque muy
internacionalizada) combinada con una severa sequía que padeció Rusia en 1921. No se
puede culpar exclusivamente a los bolcheviques, como hacen sin ningún rigor y pudor
Escohotado y Federico, el cual señala que la culpa fue exclusivamente de éstos «por la
tardanza en reconocerla y la falta de colaboración del gobierno» (p. 318). Culpar de tal
hambruna exclusivamente a los bolcheviques por la prohibición del «libre» mercado y
el sistema de requisas es una tesis economicista. También hay que tener en cuenta que
sobre estas ruinas, en poco más de una década, los bolcheviques construyeron un país
industrializado con un moderno sector agrícola. Y así los comunistas acabaron con la
hambruna que eran recurrentes en el país de los zares. Esto le debe escocer a Escoderico
y Fedecohotado.

5. El mito del Holodomor

Me ha parecido interesante destripar el mito del Holodomor, aunque Federico no


lo toca en su libro y sólo lo cita una vez y como errata, pues dice «Holomodor» (p. 277).
Pero es sumamente interesante estudiarlo pues en él se ve muy bien cómo se fue
fabricando en Occidente la leyenda negra contra la Unión Soviética. Estudiando este
mito puede verse muy que todas las exageraciones contra la URSS son mentiras
negrolegendarias.

El episodio conocido como el «Holodomor» (palabra ucraniana que significa


«hambruna» o «matar de hambre») está dentro de lo que fue la gran colectivización de
los años treinta, la cual supuso la lucha de clases contra el modelo rural tradicional de la
agricultura rusa (que provocaba cíclicas hambrunas). Los campesinos formaban el 80%
de la población soviética, lo cual nos da una idea -aun teniendo en cuenta el éxodo
rural- de lo convulsa que llegó a ser la colectivización, la cual hizo posible la
industrialización y la reconstrucción del poder militar soviético de una fuerza preparada
para la guerra civil a una fuerza preparada para la guerra mundial (como el Ejército
Rojo mostró al mundo entre 1941 y 1945). También hay que tener en cuenta que en esta
época, principios de los años 30, Estados Unidos y Occidente estaban bajo los efectos del
crack del 29, y la URSS, en cambio, gozaba de un período importante (vital para su
supervivencia) de desarrollo económico, social, político y militar.

El 18 de agosto de 1933 el periódico oficial del nazismo, el Völkischer Beobachter,


publicaba en su primera página fotografías de hombres famélicos atribuidas a «rusos
reducidos a esqueletos», y decía en el titular: «El verdadero rostro de la Rusia de los
soviets, de lo que Hitler ha salvado a Alemania» (citado por Vicens Bordes, 2013). El 6
de agosto de 1934 el diario conservador Daily Express ponía en su titular: «El horror de
Ucrania». Seis meses después, el 18 de febrero de 1935, el Chicago American, diario del
magnate y simpatizante de los nazis William Randolph Hearts (1863-1951), titulaba en
primera página: «Seis millones de muertos por el hambre en la Unión Soviética». En
concreto en el granero de Rusia: Ucrania. Los dos diarios pusieron la misma fotografía
en la portada. Pero si el Chicago American indicaba que el autor de la fotografía era el
periodista Thomas Walker (que, según el periódico, se había jugado la vida para lanzar
las fotografías que mostrarían el hambre en Ucrania al mundo), el Daily Express
afirmaba que la fotografía fue tomada por «un turista con cámara oculta». (Para todo
esto véase Sousa, 1998).

¿Quién era este William Hearts? El californiano Hearts era un periodista, editor,
publicista, empresario, inversionista, político y magnate de la prensa y de los medios
estadounidenses. Hearts era uno de los hombres más poderosos de la escena política y
empresarial de Estados Unidos. Consolidó uno de los más gigantescos imperios
empresariales de la historia, llegando a construir una red con un total de 28 periódicos
de tirada nacional, como por ejemplo: Los Angeles Examiner, The Boston American, The
Atlanta Georgian, The Chicago Examiner, The Detroit Times, The Seattle Postintelligencer, The
Washington Times, The Washington Herald, y su periódico principal The San Francisco
Examiner. También editaba revistas como Cosmopolitan, Town and Country, Harpeis
Bazaar y otras muchas. Cuando murió Hearts en 1951 tenía 16 periódicos, 16 revistas y
también radios y televisiones que sumaban el 18% del total de las emisiones
estadounidenses.

Hearts tenía fama de usar sus medios como instrumento político y por ser el
mayor promotor de la prensa amarilla. De hecho el magnate fue uno de los pioneros de
la prensa amarilla o sensacionalista, y lo que le preocupaba era vender periódicos en la
mayor cantidad posible sin que importase la veracidad y objetividad de las noticias
publicadas. Los periódicos de Hearts estaban cargados de lo que hoy, con anglófona
pedantería, se llaman «fake news». De hecho una de las máximas de Hearts era «I make
news» (Hago noticias). Es decir, manipulaba las noticias para que tuviesen más impacto
y se vendiesen mejor sus periódicos. Hearts era de esos periodistas que no permitía que
la verdad le destruyese un buen titular. También fue de los primeros en tomar seria
consciencia de la influencia de la prensa sobre la política.

Hearts había sido elegido miembro de la Cámara de los Representantes del


Congreso de los Estados Unidos entre 1903 y 1905, y sería reelegido para el período de
1905-1907. Posteriormente no consiguió ser alcalde de Nueva York. Y volvería a fracasar
en su intento de ser elegido como gobernador del Estado de New York. Tras esto no
interfirió directamente en la política pero sí indirectamente injiriendo en la misma a
través de sus medios.

Entre sus méritos está la intervención de Estados Unidos en la guerra de Cuba


contra España en 1898. Junto al republicano judío de origen húngaro Joseph Pulitzer
(1847-1911) llevó a cabo la gran campaña de hispanofobia que supuso el colmo del
amarillismo de la prensa estadounidense con el montaje del ataque al acorazado Maine
en La Habana el 15 de febrero de 1898, que la prensa de Hearts y Pulitzer, junto al The
Sun que y había fundado Charles Dana (1819-1897) y el New York Herald que fundó
James Gordon Bennett (1795-1872), procuró aparentar que se trataba de una ataque de
los españoles. Esto se presentó así a la opinión pública antes de que las autoridades
estadounidenses dijesen algo al respecto. Tanto Hearts como Pulitzer ganarían su fama
con la propaganda antiespañola que desencadenó la guerra y el llamado Desastre
español.

También estuvo entre sus méritos ir contra la Revolución Mexicana en principio


manteniendo el régimen de Porfirio Díaz (1830-1915) y después el de Victoriano Huerta
(1845-1916), y ello le interesaba dadas las propiedades y haciendas que poseía el
magnate en México, las cuales corrían riesgo con la revolución.
El periodista Ernest L. Meyer se refería a Hearts en los siguientes términos: «El
señor Hearts en su larga y poco honorable carrera ha inflamado los ánimos de los
americanos contra los españoles; de los americanos contra los japoneses; de los
americanos contra los filipinos; de los americanos contra los rusos, y en el curso de sus
incendiarias campañas ha impreso retorcidas mentiras, documentos inventados,
historias de falsas atrocidades, delirantes editoriales, ilustraciones y fotografías
sensacionalistas y otros montajes para conseguir sus jingoísticos fines» (citado por Roca
Barea, 2016: 446).

El cineasta Orson Welles (1915-1985) se basó en la figura de Hearts para el


protagonista de su célebre película Ciudadano Kane (que interpretaba el propio Welles).
Hearts trató de evitar que la película se estrenase, pero el crack del 29 mermó mucho
sus negocios y en buena parte su capacidad de influir sobre el poder. De todos modos
consiguió que, al menos, la película, estrenada en 1941, tuviese una pobre recaudación
en la taquilla. Y sin embargo la película ganó un Óscar y a la larga ha sido considerada
como una de las mejores películas de todos los tiempos (aunque más por la producción
que por el guión).

Hitler siempre jugó la baza de que las nacionalidades «oprimidas» de la URSS se


levantarían contra el régimen bolchevique («judeo-bolchevique»), y sobre todo ponía su
mirada en Ucrania como lugar del principal levantamiento contrasoviético. Los
alemanes tenían un plan para independizar Ucrania de la URSS bajo la protección del
Reich y de Polonia. Se fomentó el separatismo en Ucrania y en el Cáucaso. Incitando los
sentimientos nacionalistas de sus habitantes. En realidad lo que interesaba a alemanes y
polacos era el grano de Ucrania y el petróleo del Cáucaso.

Hearts comulgaba con los nazis en su decidido anticomunismo y simpatizaba


con los planes de éstos de invadir Ucrania (de hecho Hearts además de pronazi fue
acusado de xenófobo y de ser partidario de la «caza de brujas»). Hearts empezó a
promover el bulo de la hambruna/genocidio tras visitar la Alemania nazi en 1934.
«Hearst estaba decidido a matar de hambre a los soviets, aunque fuera con efectos
retroactivos» (Tottle, 1987: 21).

Los nazis preparaban el terreno con propaganda demonizadora


(negrolegendaria), y los periódicos de Hearts eran fundamentales para lo mismo, con su
burdo amarillismo y sensacionalismo. El Völkischer Beobachter alababa la campaña de
Hearts en un artículo titulado «William Hearts uber Die Sowjetrussische
Hungerkatastrophe» (William Heart sobre la catástrofe del hombre en Rusia).

Hearts no traía con su amarillismo nada nuevo a la prensa occidental, y ni


siquiera los nazis, pues las noticias falsas sobre la Unión Soviética abundaban en la
prensa conservadora y profascista desde 1917. Aunque la propaganda de Hearts no sólo
estaba pensada contra la Unión Soviética sino también contra el movimiento socialista
norteamericano. Millones de personas durante los años 30 reconocían a Hearts como el
«fascista nº 1 de Norteamérica» (véase Tottle, 1987: 16). De hecho, Hearts le pagaba un
sueldo a Mussolini que era diez veces superior a la paga mensual que el Duce recibía
del Estado italiano, según decía en 1936 John Gunter en Inside Europe: «Por un largo
tiempo su principal fuente de ingresos (de Mussolini) eran 1.500 dólares semanales de la prensa
de Hearst; a principios de 1935, sin embargo, dejó de escribir regularmente artículos debido a
que las delicadas condiciones políticas internacionales no le permitían expresarse con franqueza»
(citado por Tottle, 1987: 16).

La Asociación Financiera Industrial y Comercial Rusa también contribuyó a


fortalecer el mito del Holodomor publicando un influyente folleto titulado «Ucrania
bajo el yugo de Moscú», en donde se hablaba de los «horrores de la hambruna de
Ucrania», en donde «la miseria es tan grande que los hombres se comen a los hombres.
Así nos lo ha arreglado el plan quinquenal. La hambruna se debe a las acciones de los
moscovitas» (citado por Vicens Bordes, 2013). Y afirmaba que el episcopado greco-
católico dirigió una carta a todas las personas de buena voluntad «para protestar contra
el exterminio por los bolcheviques de los pequeños y míseros, de los débiles y los
inocentes» (citado por Vicens Bordes, 2013).

Otra de las causas del mito del Holodomor está en que los alemanes querían
impedir a toda costa una alianza franco-soviética. El embajador francés en la URSS,
Charles Alphand (1907-1994), comentando la visita al país soviético del presidente
Edouard Herriot (1872-1957), escribía que «una de las partes más importantes de
nuestra gira fue la visita de las organizaciones soviéticas en Ucrania y Norte del
Cáucaso, el centro mismo de territorios donde, según las recientes campañas de prensa,
reinaba una hambruna comparable a la de 1922». Y afirmaba que los europeos le habían
advertido que los soviéticos «no le guiarán a ese infierno de miseria» (citado por Vicens
Bordes, 2013). No obstante, Alphand se reunió con Viacheslav Skriabin alias Molotov
(1890-1986), el cual suprimió un permiso que tenía a fin de acompañar al embajador
francés a Ucrania, donde el viaje «se desarrolló con normalidad. Hemos atravesado de
parte a parte, en ambos sentidos, en tren, este inmenso campo de cereales de cultivos
ininterrumpidos hasta donde alcanza la vista, de humus negro y espeso, donde abonar
resulta inútil. A 60 y 70 km. de las ciudades, hemos visitado koljozes y un sovjoz, y
volvemos de allí con la impresión muy nítida de la falsedad de las noticias aireadas en
la prensa y la convicción que yo esbozaba en mi correspondencia de una campaña
inspirada por Alemania y los rusos blancos deseosos de oponerse al acercamiento
franco-soviético» (citado por Vicens Bordes, 2013).

El embajador francés en Berlín, André François-Poncet (1887-1978), afirmaba que


los alemanes escribían artículos en los que se difamaba a la URSS con «una violencia
extrema... acompañado (los artículos) con una serie de fotografías de víctimas de la
hambruna de lo más apropiadas para chocar la imaginación». Esta propaganda
demonizadora tuvo sus frutos y el embajador francés advertía que «el pequeño burgués
alemán, en efecto, está perfectamente convencido de que la Rusia actual es el peor de los
infiernos» (citado por Vicens Bordes, 2013).
Tras la caída del Reich esta propaganda fue recogida por la CIA y el MI5
británico. También el macartismo se sirvió del Holodomor y sus supuestos millones de
muertos de hambre para emprender su campaña de acoso a todo ciudadano
estadounidense sospechoso de simpatizar con el comunismo. Y Hearts encantado con el
señor Joseph McCarthy (1908-1957).

En 1953 se publica en Estados Unidos un libro titulado Black deeds of the Kremlin
(Los sucesos negros del Kremlin). Tal libro fue publicado a través de la financiación de
ucranianos refugiados en Estados Unidos. Estos ucranianos fueron colaboracionistas de
los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero serían acogidos en Estados Unidos
en calidad de «demócratas».

El mito del Holodomor fue reactivado por la Administración de Ronald Reagan


(1911-2004) nada más empezar su mandato: he aquí lo que Federico llama el
«anticomunismo moral, político y militar de Reagan» (p. 574). En 1984 un profesor de la
Universidad de Harvard editó un libro titulado The Human life in Russia (La vida humana
en Rusia), que incluía las paparruchas amarillistas de la prensa pronazi de Hearts de
1934. Las patrañas amarillistas de la prensa pronazi estadounidense quedaban 50 años
después respaldadas por el prestigio de una universidad respetable, ni más ni menos
que Harvard, universidad que se ponía a disposición del gobierno estadounidense en la
campaña propagandística contra el comunismo; una manera muy inteligente de
emplear la leyenda negra antisoviética (a la URSS le quedaban 7 años de existencia), y
no ingenua, como es el modo de emplear la leyenda negra de nuestro Federico y de
tantos otros anticomunistas trasnochados alucinados. De hecho es la élite intelectual (en
este caso universitaria) la que le da forma y prestigio a las leyendas negras (y de hecho
es lo que le da potencia). Esto es lo que Federico llama, refiriéndose a las universidades
estadounidenses, «grandes universidades privadas con cuantiosos fondos particulares
para investigar científicamente, pero siempre con un fin ético, la historia y naturaleza
del comunismo» (p. 574). Sí, sobre todo «científicamente», ya lo vemos.

En 1986 el ex agente de policía británico Robert Conquest publica su célebre


Harverst of Sorrow (Colección de amarguras). Conquest -«un Lancelot que luchaba
incansablemente contra el dragón de The Great Terror luciendo la bruñida armadura de
su Ressassement» (p. 575)- era un agente del Departamento de Desiformación
(Information Rosearch Departament, IRD) de la policía secreta inglesa. Este departamento
se llamaba en 1947 Communist Information Departament. Conquest era, pues, un hombre
que se dedicaba a desinformar, a hacer que las cosas fuesen incomprensibles. Conquest
no era un historiador sino un desinformador. Lo cual era muy prudente para la política
real de su presente en marcha, pero no es muy prudente para consultarlo como fuente
historiográfica, que es lo que han hecho tantos autores negrolegendarios, que se creen
las exageraciones de Conquest y tantos otros subvencionados a pies juntillas; de ahí que
sus libros merezcan ser colocados entre los libros del basurero historiográfico sin
misericordia alguna. Porque a estas alturas ya da risa lo del Holodomor.
Conquest recibió 80.000 dólares de la Asociación Nacional Ucraniana, asociación
que también pagó una película en 1986 titulada The Harvest of Despair, basada en el libro
de Conquest (y otras historietas). Los muertos de hambre en Ucrania pasaron de los 6
millones de 1934 a 15 millones (muy marca de la casa de Conquest, los 6 millones ya le
parecían poco impactante). La cifra es absurda y los censos la dejan en ridículo, pues en
1926 Ucrania tenía una población de 29 millones de habitantes y el censo de 1939 indica
una población de 31 millones. ¿Cómo pueden morir 15 millones de personas por muerte
artificial (por hambre) y en sólo trece años aumentar la población en 2 millones?
Asimismo, por la estadística demográfica se sabe que en 1932 nacieron en Ucrania
782.000 y murieron 668.000 personas, y en 1933 nacieron 359.000 y murieron 1,3
millones, cifra en la que hay que incluir mortalidad natural, aunque hay que reconocer
que la mayor parte de las muertes se produjeron por el hambre, pero no de modo
abrumador e infernal ni por la maldad absoluta de las autoridades soviéticas como
cuenta el mito.

En 1968 llegó a escribir Conquest en el Gran Terror: «El principal responsable del
hambre se puede decir lisa y llanamente que fue Stalin. La cosecha de 1932 disminuyó
un 12 por ciento en relación al promedio. Lo cual estaba lejos de ser un nivel de hambre.
Lo que pasó fue que la requisa de productos entre los campesinos subió un 44 por
ciento. El resultado no podía ser otro: el hambre a gran escala. Es quizá el único caso en
la historia de un hambre provocada adrede por un hombre» (Conquest, 1968: 36). En
1994, tres años después de definitivo derrumbe de la Unión Soviética, historiadores
liberales, como el londinense Richard Overy (Londres, 1947), seguían diciendo lo mismo
como si nada: «Las hambrunas en Ucrania, donde la resistencia campesina en defensa
de su religión e independencia económica fue más marcada, fueron exacerbadas de
manera deliberada por Stalin para aplastar el movimiento antisoviético» (Overy, 1994:
54). Aunque al menos Overy afirma que se llevó a cabo «para aplastar el movimiento
antisoviético» y no por maldad absoluta gratuita y sin sentido. De todos modos, Overy
seguía creyendo en cosas como que en la Guerra Civil española «en torno a un millón
de españoles murieron en el conflicto» (Overy, 1994: 55), y se ve que no ha estudiado
bien la historia de España cuando dice cosas como: «En 1923 España siguió el ejemplo
italiano. El 13 de septiembre, el general Primo de Rivera arrebató el poder a un débil
régimen parlamentario elegido en 1918. Nombró una Asamblea Nacional compuesta
por sus elegidos y gobernó como dictador, apoyado por el ejército, las élites adineradas
y algunos sectores del movimiento obrero en desacuerdo con los elementos comunistas
y anarquistas más radicales [el PSOE de Largo Caballero]. En 1931 Primo de Rivera fue a
su vez derrocado y se estableció una nueva república parlamentaria» (Overy, 1994: 97,
corchetes y subrayado mío). Y cita para dar semejante cifra al negrolegendario Paul
Preston (Liverpool, 1946) que -a día de hoy, y ya desde el zapaterismo en 2004 (el libro
de Overy se reeditó por Espasa Calpe, la misma editorial de la trilogía negra de
Escohotado, en 2009)- es uno de los ideólogos de la Memoria Histórica. Y sobre Franco
dice con criterio negrolegendario siguiendo las tesis de Preston: «En marzo de 1939 se
convirtió en dictador de toda España y estableció un régimen brutal de represión que
duró hasta su muerte en 1975» (Overy, 1994: 201). Como si el franquismo hubiese sido
un todo continuo y homogéneo en el que no se hubiesen diferenciado distintas fases, y
como si la represión de los años 40 hubiese sido la misma que la de los años del
despegue económico de los 60 o la del final del franquismo en los 70.

Volviendo al Holodomor, en 2003, según R. W. Davies y Stepehn G. Wheatcroft, Robert


Conquest matizaba sobre la deliberación de la hambruna, en el sentido de Overy: «Lo que discuto
-le decía a Davies y Wheatcroft- es que ante el panorama de una hambruna inminente, él pudo
haberla evitado, pero antepuso el “interés soviético” a la alimentación de los que estaban
muriendo de hambre, permitiéndola conscientemente»{25}.

La patraña del Holodomor fue desmontada por el periodista canadiense Douglas


Tottle (Quebec, 1944) en un libro titulado Fraud, Famine and Fascism; The Ucranian
Genocide Myth from Hitler to Harvad, que sería editado en 1987 en Toronto, según dice
Sousa (en Wikipedia se dice que fue publicado por la editorial soviética con sede en
Moscú Progres Publischers). Tottle demostró que el material fotográfico del supuesto
Holodomor (en la que se mostraba a niños del todo desnutridos) era material de 1922
tras la guerra civil rusa, en donde los bolcheviques tuvieron que enfrentarse no sólo a
los ejércitos blancos, negros y verdes, sino también a catorce ejércitos extranjeros cuyo
propósito era no tanto ayudar a los blancos o restaurar el zarismo sino debilitar Rusia,
cosa de la que es consciente Federico al sostener que la presencia británica «ante todo
quería impedir la resurrección de una Rusia que amenazara su poder en Asia» (p. 284);
y, si era posible, colonizarla (es decir, Rusia estaba en los planes de rapiña del
imperialismo depredador, catástrofe nacional que impidieron los bolcheviques). También
había material fotográfico de la Primera Guerra Mundial. Posiblemente las fotografías
de Walker correspondían a la hambruna del Volga en 1921, y otras fotografías ni
siquiera se lanzaron en la URSS sino en el Imperio Austro-Húngaro.

Es más, el periodista que supuestamente tomó tales fotografías en Ucrania, el ya


citado Thomas Walker, jamás pisó Ucrania (y como hemos dicho el diario Daily Express
decía que la foto la hizo un turista con cámara oculta). Walker, que escribió en los
apuntes de sus fotografías que los soviéticos provocaron la hambruna en Ucrania a
propósito, sólo visitó Moscú durante cinco días, como informó el por entonces
corresponsal en Moscú el periodista Louis Fisher (1896-1970), que trabajaba para el
periódico estadounidense The Nation. Fisher se puso a investigar los pasos de Walker en
la URSS y descubrió que éste mentía cuando dijo que entró en la URSS en la primavera
de 1934 porque resulta que recibió la visa de tránsito el 29 de septiembre de se mismo
año y entró en el país el 12 de octubre desde Polonia, llegando a Moscú el 13 de octubre,
desde donde cogió el Transiberiano el día 18 para llegar a la frontera con Manchuria el
25 de octubre, que sería su último día en el país de los soviets. Por lo tanto jamás pisó
Ucrania ni pudo hacer esas fotografías de la famélica legión ucraniana. A su vez, Fischer
también reveló que el periodista M. Parrott, que era el auténtico corresponsal en Moscú
de la prensa de Hearts, había enviado reportajes que nunca fueron publicados en los
periódicos de Hearts porque los reportajes informaban sobre los buenos resultados en
1933 en las cosechas de la URSS, y también envió reportajes sobre el desarrollo de
Ucrania como república soviética (reportajes que no servían de nada para demonizar al
país de los soviets; luego no era precisamente material negrolegendario). Si bien es
cierto que la cosecha de 1932 fue bastante mala, sin embargo la cosecha de 1933 fue
excelente, tanto en Ucrania como en el resto de la URSS.

Según Tottle, Thomas Walker se llamaba en realidad Robert Green, el cual era un fugado
de la presión estatal de Colorado, y sería recapturado cuando volvió a Estados Unidos. En su
juicio declaró que jamás había estado en Ucrania. El 16 de julio de 1935 el New York Times
informaba: «Robert Green, escritor de artículos sobre la situación en Ucrania, que fue acusado el
pasado viernes por un gran jurado federal por los cargos de fraude en pasaporte, se declaró
culpable ayer ante el juez federal Francis G. Caggey. El juez fue informado de que Green era un
fugitivo de la prisión estatal de Colorado, de donde huyó tras haber cumplido dos años de una
condena de ocho por falsificación» (citado por Tottle, 1987: 14). Un reportero que cubría el juicio
contra Walker (en realidad Robert Green) informaba que éste «admitió que las fotos del hambre
publicadas en sus series en los periódicos de Hearst eran falsas y que no habían sido tomadas en
Ucrania, como se anunciaba» (citado por Tottle, 1987: 15).

El 10 de noviembre de 2003 veinticinco países -entre los que se incluían Rusia,


Ucrania y Estados Unidos- declararon en la sede de las Naciones Unidas, con motivo
del 60º aniversario del Holodomor, una declaración conjunta en la que se decía en su
preámbulo: «En la ex Unión Soviética millones de hombres, mujeres y niños fueron
víctimas de acciones y políticas crueles del régimen totalitario. La gran hambruna de
1932-1933 en Ucrania (Holodomor), la cual costó entre 7 y 10 millones de víctimas
inocentes [al final no se quedaron con los 15 millones que quería colarnos Conquest] y
se convirtió en una tragedia nacional para el pueblo ucraniano. En este sentido nos
adherimos a las actividades que se llevan a cabo en conmemoración del setenta
aniversario de esta hambruna, en particular por el gobierno de Ucrania.
Conmemorando este septuagésimo aniversario de la tragedia ucraniana, también
honramos la memoria de millones de rusos, kazajos y miembros de otras
nacionalidades que murieron de hambre en la región del río Volga, Cáucaso del Norte,
Kazajstán y otras partes de la ex Unión Soviética, como resultado de la guerra civil y la
colectivización forzada, dejando profundas cicatrices en la conciencia de futuras
generaciones»{26}.

Como dice Viktor Zemskov, al que enseguida estudiaremos, las muertes de


hambre en Ucrania no pueden catalogarse como genocidio contra el pueblo ucraniano,
como sostienen los nacionalistas ucranianos (y una larga lista de autores
negrolegendarios); «porque esa misma situación se dio entre la población del Cáucaso
del Norte, la región del Volga y Kazajstán, donde hubo hambrunas. Había que cumplir
el plan confiscando parte de la cosecha, pero como, a causa de la sequía, no se alcanzaba
lo necesario, confiscaron toda la cosecha. El estado cometió un crimen contra todos los
campesinos, independientemente de su nacionalidad» {27}.

Hay que añadir que sí hubo hambrunas, pero no masivas y con millones de
muertos como dice la leyenda negra (o mito del Holodomor). Y estas hambrunas fueron
provocadas por sabotajes de los kulaks, que sacrificaban ganado y quemaban cosechas y
almacenes. También fueron provocadas por enfermedades y epidemias, y también por
malas cosechas. Asimismo contribuyó a ello las requisas para que se llevasen a cabo los
planes de exportación sobre la deuda externa que pesaba sobre la URSS.

A su vez, a la negación del Holodomor se la ha señalado como una campaña de


desinformación programada por el gobierno soviético. Según el historiador Edvard
Radzinsky (Moscú, 1936), Stalin «había logrado lo imposible: silenciar cualquier conversación
sobre el hambre... Mientras morían millones, la nación entonaba las loas a la colectivización»{28}.
Pero los éxitos de la colectivización fueron incontestables (como los éxitos de la
industrialización y de la militarización, como se mostró entre 1941 y 1945). De hecho
tras la colectivización Rusia dejó de padecer las cíclicas hambrunas que padecía el país
desde siglos (como pasaba en tantos lugares de la vieja y la nueva Europa). Es decir, la
colectivización no trajo el hambre sino más bien resolvió el problema secular del
hambre que arrastraba Rusia, sin perjuicio de que tuviese sus costes, como no podía ser
de otro modo. La colectivización hizo posible el traslado de suministros de materias
primas a las industrias urbanas. Por consiguiente, la colectivización hizo posible la
industrialización, y ésta la militarización o reestructuración del Ejército Rojo, y ésta la
defensa del país, que no es poco.

Para finalizar este apartado no me resisto a comentar cierto programa de


televisión que se subió el 15 de marzo de 2017 a Youtube{29}. José Javier Esparza (Valencia,
1963), historiador y presentador de Intereconomía televisión (autor de varios libros de
historia y editor de un libro titulado El libro negro de la izquierda española, curiosamente
casi nada negrolegendario), presentó junto al historiador Fernando Paz (Madrid, 1966)
un programa de Tiempos modernos que titularon «Holodomor: Stalin mata de hambre».

Nada más empezar el programa Esparza aseguraba: «Hay un episodio en la


historia del siglo XX de una crueldad sin límites: el día que un dictador decidió matar
de hambre conscientemente a millones de sus conciudadanos. Eso fue lo que hizo Stalin
con los campesinos ucranianos en el llamado Holodomor: el Holocausto de los
campesinos ucranianos por hambre. Fue terrible». Fernando Paz afirma que en Ucrania
hubo entre 3 y 4 millones de muertos, aunque reconoce que «no tenemos datos: son
estimaciones de valoraciones estadísticas». Y se cree la historia que Churchill cuenta en
sus memorias cuando se refiere a la conversación que mantuvo con Stalin en su visita a
Moscú en agosto de 1942 cuando, según el primer ministro, Stalin le confesaba que la
colectivización le había costado a la Unión Soviética 10 millones de muertos. Pero al
señor Paz no le parece suficiente y dice que fueron «12 millones de muertos». Una
historia absurda porque Stalin, al que Churchill reconocía su prudencia, nunca le
hubiese dicho eso a Churchill aunque fuese la verdad (y menos si la hubiese sido). Eso
fue una licencia poética que sir Winston Churchill se permitió en sus memorias, en pos
de la propaganda y la leyenda negra contra el país del «Telón de Acero». Y reconoce
Don Fernando: «Esto está escrito en la época de la Guerra Fría, sin duda ninguna, pero
él asegura que fue una confesión hecha en aquel momento en plena Segunda Guerra
Mundial, en su primera visita a Moscú… ¡12 millones de muertos: autoconfesión de
Stalin». No, autoconfesión de Stalin no, sino invención de Churchill, más dos millones
de muertos que pone el señor Paz como propina. La cifra de 12 millones de muertos la
dio Robert Conquest en El Gran Terror en 1968 en relación a todos los muertos de
hambres en toda la URSS (quizá por eso Don Fernando tuvo ese lapsus); y Esparza
también sigue a Conquest cuando éste decía que Stalin provocó la hambruna «adrede».
«Es absolutamente demencial», afirma Esparza. Así es. Es demencial creer que lo que
dice Churchill en sus memorias así sin más, sin sospechar que lo que escribía el líder
británico era pura propaganda demonizadora de los tiempos de la Guerra Fría y encima
salido de la pluma de uno de los políticos más anticomunistas y más imperialistas
(depredador).

Durante los 14 minutos que duró el programa se iban mostrando fotografías de


los muertos esqueléticos por las hambrunas, que como sabemos posiblemente son fotos
de la hambruna del Volga en 1921 y otras lanzadas en el Imperio Austro-Húngaro
durante la Gran Guerra y no de la Ucrania de 1932-1933. No se hizo ni una sola mención
a la propaganda nazi ni al tal William Rundolph Hearts, porque si lo hubiesen citado se
les hubiese ido al traste el programa, el cual fue un ejemplo de historiografía basura y
telebasura fabricada. No obstante, tengo que reconocer que otros programas de Tiempos
modernos son bastante mejores: muy informativos y muy útiles; pero cuando se trata de
algo relacionado con el comunismo a los de Intereconomía (como a los de Libertad Digital)
les entra el ataque de locura objetiva del retroanticomunismo negrolegendario.

6. Unas cifras más realistas

Ya que, como vemos, esto de inflar las cifras de los muertos que defienden los
autores negrolegendarios en sus relatos es una impostura indefendible en donde lo que
se idealiza es el Mal absoluto, voy a intentar triturar la fantasía tremendista
negrolegendaria para explicar y así entender los crímenes de los malos, porque decir
que se trata del Mal absoluto no es ninguna explicación (en todo caso eso es sólo la
consolación del filisteo). Frente al sensacionalismo negrolegendario de inflar las cifras a
números millonarios, lo que voy a hacer es plasmar unas cifras, digamos, materialistas.
Es decir, pasemos ahora a ofrecer una serie de cifras más realistas, no infladas por la
propaganda o la leyenda negra, las cuales nos permitirán entender mejor la política
represiva de la Unión Soviética.

Nuestra principal fuente es Viktor Zemskov (1946-2015), historiador que tuvo


acceso a los archivos del Ministerio de Interior (MVD-MGB) y de la Policía del Estado
(OGPU-NKVD) de la era estalinista. Zemskov rebaja tanto el número de víctimas que
eso le hace prácticamente un desconocido, de hecho no lo invitaban a hablar por
televisión, y hubo contra él una especie de conspiración del silencio. No obstante,
Zemskov no era comunista ni estalinista ni nada por el estilo; no era un apologeta del
comunismo, de hecho era un crítico que afirmaba que en la URSS de Stalin «la gente
sufrió; se pasaba hambre, se vivía mal, &c.». «La represión no es posible en cualquier
régimen comunista, sino sólo allí donde hay un fuerte y cruel despotismo, como en la
Rusia de Stalin o en la China de Mao. Una represión como aquella ya no fue posible con
Jrushov, Brezhnev o Deng Xiao Ping» {30}. La actividad del NKVD «sobre todo en el
periodo 1937-1938, fue extraordinariamente monstruosa e inmoral, pero según la idea
de los años 20-30 sobre las “leyes de la lucha de clases” se consideraba moral todo lo
que llevara a la más rápida liquidación del enemigo de clase» (Zemskov, 2013). «Pero
incluso desde las posiciones de estas “leyes de lucha de clases” los resultados de la caza
de los órganos del NKVD para los “enemigos ocultos” eran casi una completa chapuza.
Más tarde, durante la guerra, se aclaró: Decenas de miles de personas, que
experimentaban odio hacia el régimen estatal y social soviético, que deseaban organizar
una matanza masiva de comunistas y se convirtieron en cómplices activos de los
ocupantes fascistas, escaparon en 1937-1939 del arresto porque no habían levantado
ninguna sospecha en los órganos del NKVD sobre su “lealtad ideológica”. Para decirlo
de otra manera, a los que eran auténticos enemigos no les costó nada escapar de los
órganos. Al mismo tiempo el GULAG estaba repleto de gente leal al partido comunista
y al régimen soviético, que durante la guerra pidieron en sus cartas a distintas
instancias que se les permitiera el servicio de ir al frente y que les permitieran defender
con las armas la patria, las ideas de la revolución de octubre y el socialismo. El hecho de
que el NKVD (sobre todo durante la dirección de Yezhov) en general se dedicó no a la
auténtica lucha de clases sino a una imitación monstruosa de enormes dimensiones,
quedó claro durante la época de las rehabilitaciones masivas de las víctimas de la
represión estalinista a mediados de los 50 y después… en la segunda mitad de los años
30 entre los prisioneros especialistas mucho de ellos eran trabajadores de las finanzas
(contables y similares). Aquí hay un intento del estado de meterles entre rejas, bajo
forma de “enemigos del pueblo”, con el objetivo de mantener mejor los secretos
financieros (la privación del derecho a comunicación escrita tenía el mismo objetivo).
Esto es solo uno de los ejemplos de práctica fanática de la represión de inocentes por el
“interés del estado”» (Zemskov, 2013).

El artículo 58 del código penal soviético definía la represión política como una
«actividad contrarrevolucionaria y otros crímenes graves contra el Estado». Según
Zemskov, entre 1921 y 1953, en 32 años, fueron detenidas por «delitos
contrarrevolucionarios» 3,8 millones de personas, de las cuales fueron fusiladas 800.000
y unos 600.000 murieron en prisión (este dato contrasta con los 18 millones de detenidos
que hablaba Robert Conquest en El Gran Terror). «En febrero de 1954 se preparó un
informe para N.S. Jruschov, firmado por el fiscal general de la URSS R. Rudenko, el
ministro del interior de la URSS S. Kruglov y el ministro de justicia de la URSS K.
Gorshenin, en el que se indicaba el número de condenados por delitos
contrarrevolucionarios en el periodo desde 1921 al 1 de febrero de 1954. En todo este
tiempo fueron condenados por Colegios del OGPU, “troikas” del NKVD, Asambleas
extraordinarias, Colegio Militar, tribunales y tribunales militares 3 777 380, de ellos
condenados a la pena máxima 642 980, a condena de encierro en campos y cárceles para
periodos de 25 años o menos 2 369 220 y a confinamiento o deportación 765 180
personas. Se indicaba también que del número total de arrestados por delitos
contrarrevolucionarios, aproximadamente 2,9 millones de personas fueron juzgados por
Colegios del OGPU, “troikas del NKVD y Asambleas extraordinarias (es decir por
órganos extrajudiciales) otras 877 000 personas por tribunales, tribunales militares,
Colegios especiales y Colegios militares. En la actualidad, se decía en el informe, en
campos y prisiones hay arrestados que han sido condenados por delitos
contrarrevolucionarios 467 946 personas y además hay en destierro tras cumplir la pena
62 462 personas» (Zemskov, 2013). «Del total de presos muertos en campos del GULAG
en 14 años (de 1934 a 1947) 526 841, o el 53,6%, murieron en 3 años (1941-1943) y el
resto, 446 925 presos (46,4%) murieron en 11 años (1934-1940 y 1944-1947)» (Zemskov,
2013). Recordemos que Federico afirma que «Casi la mitad de las víctimas de la URSS,
en torno a 27 millones, pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los
campos helados de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p.
52). Ya podría moderarse el señor Losantos y aprender de autores retroanticomunistas
negrolegendarios como Richard Overy que se moderan y sostienen que «En 1940 había
53 campos en los que vivían 1,3 millones de presos» (Overy, 1994: 194).

Como le dijo Molotov al periodista Felix Chuyev, «no esperábamos a que nos
traicionaran, nosotros tomábamos la iniciativa y nos anticipábamos a ellos» {31}. Pero las
cifras no son tan tremendas y sensacionalistas como las que barajan los autores
negrolegendarios.

¿Cómo se reaccionó ante tal rebaja en las cifras mortuorias? El mismo Zemskov
lo comenta: «Lev Razgón, un conocido literato, polemizó conmigo. Defendía que en
1939 había más de 9 millones de presos en los campos, cuando los archivos
evidenciaban 2 millones [insistimos en los 27 millones a los que se refiere Federico, los
cuales, según nuestro autor, murieron en los campos]. Se basaba en impresiones, pero
tenía acceso a la televisión, donde a mi no me invitaban. Más tarde comprendieron que
yo tenía razón y se callaron». Y sobre la reacción en Occidente comentaba: «El líder era
Robert Conquest, cuyas cifras de represaliados y muertos quintuplican la evidencia
documental [¡y no digamos las cifras de Solzhenitsyn!]. En general, la reacción de los
historiadores fue de reconocimiento. Hoy ya son mis cifras las que se barajan en las
universidades»{32}. Me consta que en España, al menos con la mayoría de profesores que
he topado, siguen más a Conquest o al inefable Solzhenitsyn que a Zemskov (que
sencillamente lo desconocen, como parece que lo desconoce el profesor de literatura
Federico Jiménez Losantos).

Como digo, los datos de Zemskov contrastan con los 18 millones de detenidos y
8 millones de fusilados que estimaba Conquest en 1968, es decir, en plena Guerra Fría.
Sobre las fabulosas cifras de la Guerra Fría Zemskov comenta: «De lo que se trataba era
de desacreditar al adversario. La sovietología occidental afirmaba que 50 o 60 millones
habían sido víctimas de la represión, la colectivización, el hambre, &c. En 1976
Solzhenitsyn dijo que entre 1917 y 1959 en la URSS habían muerto 110 millones de
personas. Es difícil comentar éstas tonterías. La realidad es que la población del país fue
aumentando por encima del 1%, superando el crecimiento demográfico de Inglaterra o
Francia. En 1926 la URSS tenía 147 millones de habitantes, en 1937 162 millones, y en
1939 170,5 millones. Los censos son fiables, y sus cifras son incompatibles con matanzas
de decenas de millones»{33}.

Según Zemskov, «La estadística del Gulag es considerada por nuestros


historiadores como una de las mejores». Es decir, los dirigentes soviéticos eran
conscientes de las dimensiones de la represión e «Informaban regularmente a Stalin. Un
solo caso de un preso desaparecido en un naufragio o fugado, genera todo un dossier
de documentos y correspondencia»{34}.

Tras estudiar por primera vez los archivos secretos del Gulag y comprobar que
las cifras eran bastante más bajas de lo que todo el mundo creía y decía, Zemskov
reconoce: «Al principio me asombré. Luego comprendí rápidamente que en Occidente
se habían engañado mucho al respecto, pese a lo cual, todas las conclusiones acerca del
carácter terrorista del régimen, por la represión a la que sometió a la gente, mantenían
toda su vigencia. Sobre todo para que nada de eso vuelva a repetirse» {35}.

Asimismo, Zemskov da una explicación de por qué se fundó y se mantuvo el


Gulag:

«Tras aparecer como un instrumento y lugar de aislamiento de elementos


contrarrevolucionarios y delictivos en interés de la defensa y fortalecimiento de la
dictadura del proletariado, el GULAG, gracias al principio de la “corrección mediante el
trabajo forzado” (en este principio, en nuestra opinión, hay más hipocresía que utopía),
se convirtió rápidamente en un sector económico independiente, abastecido por mano
de obra barata en forma de presos. Sin el citado instrumento económico la solución de
muchas metas de la industrialización en regiones del norte y oriente habría sido
prácticamente imposible. De aquí viene un importante motivo de la permanencia de la
política represiva, es decir: el interés del estado en mantener el flujo de mano de obra
barata, su utilización forzada preferentemente en las condiciones extremas del norte y
del este… desde el comienzo de la guerra hasta junio de 1944 se transfirieron al ejército
rojo 975 mil presos del GULAG (incluyendo liberados por cumplir el plazo de su
condena). Por acciones militares en los frentes de guerra, los antiguos presos del
GULAG Breusov, Efimov, Otstavnov, Serzhantov y otros fueron condecorados con la
condecoración de Héroe de la Unión Soviética» (Zemskov, 2013).

Y también comenta:

«De acuerdo con las Decisiones del Consejo de ministros de la URSS Nº 4293-
1703 de 20 de noviembre de 1948 y Nº 1065-376 de 13 de marzo de 1950, los presos de
todos los campos y colonias de trabajo recibían un sueldo por su trabajo, el sueldo de su
cargo reducido en un 30%, con los añadidos de los premios y aumentos por el pago de
trabajo establecidos para los trabajadores en los sectores económicos equivalentes. Con
objeto de aumentar la productividad del trabajo y el interés de los presos utilizados en
los trabajos en el sector de defensa, extracción de oro, construcción de centrales
eléctricas e industrias petrolíferas, construcción de ferrocarriles, trabajos forestales o
mineros, se les aplicaba un sistema de redención de días de condena por superar las
normas de trabajo. En abril de 1954 este sistema se aplicaba en los campos y colonias a
un total de 737.800 presos (54,2% del total)… En los campos de trabajo había tres
regímenes de reclusión: severo, reforzado y general. En régimen severo estaban los
detenidos por bandidismo, robo con armas, asesinato premeditado, fuga del lugar de
reclusión y criminales reincidentes. Estaban bajo vigilancia reforzada, no podían ser
deportados, trabajaban preferentemente en trabajos físicos duros, tenían las medidas de
castigos más duras si rechazaban el trabajo o violaban el régimen del campo. En régimen
reforzado estaban los condenados por robo u otros crímenes graves, ladrones
reincidentes. Estos presos tampoco podían estar en deportación y eran empleados
principalmente en trabajos generales. El resto de los presos de los campos, y los que
estaban en colonias, se encontraban en régimen general» (Zemskov, 2013).

Concluimos este apartado con la siguiente reflexión:

«No se trataría de “justificar” los horrores del estalinismo como episodios


subordinados a un bien superior. Pero tampoco es posible ignorar todo lo que la
revolución de octubre ha significado de hecho como freno del capitalismo y como
contribución al progreso y edificación del comunismo. Estamos ante una cuestión que
resulta ser la verdadera piedra de toque de la dialéctica. Se trata de reconocer la
contradicción entre ambos momentos y de reconocerla como una resultante necesaria,
histórica, que nadie trata de bendecir sino, por de pronto, de constatar; que nadie trata
de deducir desde la perspectiva de unos supuestos fines globales de la Humanidad,
cuanto de construir desde la perspectiva de sus causas. Tampoco los horrores en medio
de los cuales se edificó el capitalismo pueden ocultar las nuevas “formas de
humanidad” (entre ellas, el individuo universal resultante de la economía de mercado
mundial, según Marx, que de él brotaron). El Capital ha nacido entre sangre y lodo; y el
archipiélago Gulag no es más importante que la trata de esclavos de los siglos XVI,
XVII, y XVIII a partir de la cual se fraguaron tantas conciencias que hoy lo critican. Pero
criticar al Gulag desde el capitalismo es algo así como criticar al dogmatismo del
Diamat desde posturas cristianas -necesariamente solidarias de su tradición
inquisitorial. Es simplemente falta de sindéresis» (Bueno, 1978b).

7. La China de Mao

Curiosamente la cifra de crímenes que se le atribuyen a Mao Zedong (1893-1976),


afirma Federico siguiendo a Izvestia, se queda en 21 millones. Pero en seguida toma la
fabulosa cifra de 65 millones de muertos de El libro negro del comunismo (claro, porque 21
millones le parece poco). Y lo explica: «Las diferencias esenciales entre el balance de
Izvestia y el de los investigadores franceses se refieren al genocidio en China, donde la
inmensidad del territorio, la magnitud de la población y, muy especialmente, la
pervivencia del régimen comunista autor de la masacre hace especialmente difícil la
evaluación» (p. 56).

Matthew White afirma en El libro negro de la humanidad que entre 1949 y 1976 Mao
acabó con la vida de 40 millones de personas. White, con ánimo negrolegendario, valora
a la República Popular China como una «república popular demente» (Véase White,
2012: 610-624). Según Frank Dikötter, entre 1958 y 1962 la hambruna producida por la
Revolución Cultural se llevó por delante a 45 millones de personas. «Yu Xiguan eleva
ya el número de muertes a los 55 millones. ¡Y subiendo!» (p. 585). Esto parece una
partida de póker, pues en El libro negro del comunismo sube la apuesta a 65 millones.
¿Alguien iguala la apuesta? Parece que Rudolph J. Rummel la sube a 73 millones de
personas.

Pero tras Rummel parece que nadie más se atreve a ir de farol, porque otros
historiadores dan cifras más bajas. El disidente chino Yang Jisheng (Pekín, 1940) lo
rebaja a 36 millones. Jung Chang (Yibín, 1952) y Jon Halliday (Dublín, 1939) calculan
entre 30 y 38 millones en Mao. La historia desconocida. Lee Faigon en Mao a
reinterpretación (Dee Publishing, 2000) lo deja en 30 millones de muertos. Según Jasper
Becker (Londres, 1956), las cifras de muertos por el hambre oscilan en los 19 y los 46
millones, aunque termina aceptando que los 30 millones propuestos por Judith Banister
es «el cálculo más fiable que tenemos» (citado por White, 2012: 623). Daniel Chirot
(Francia, 1942) lo deja en 20 millones. ¡Y bajando!

Las cifras de muertos en los campos de trabajo también son dudosas: Harry Wu
(Shanghái, 1937) lo deja en 15 millones, Jean Louise Margolin (Francia, 1952) los sube a
20 millones, y Jung Chang y John Halliday a 27 millones; «pero estas cifras -afirma
White- se basan sobre todo en suposiciones, la de la población de los campos y la de los
índices de mortalidad anuales que han sido explotados a partir de pequeñas muestras
anecdóticas. Tantas conjeturas seguidas no pueden generar demasiada confianza.
Siendo realistas, es posible que el índice anual de mortalidad de la represión cotidiana
no superara el índice de mortalidad anual de los peores años, aquellos realmente malos
de las primeras purgas (¿entre uno y dos millones en cuatro años?) y de la Revolución
Cultural (¿también entre uno y dos millones en cuatro años?). Eso significa que
deberíamos suponer bastante menos de medio millón de muertos en cada año de poco
movimiento en materia de muertes, lo que nos daría, como mucho, 9 millones de
muertes adicionales no vinculadas a los entre 1,5 y 5 millones de muertes ocurridas en
el transcurso de los grandes movimientos a los que hacemos referencia más arriba». Y
concluye: «En resumen, la conjetura más acertada sería la cifra de 30 millones de
muertos por la hambruna, a los que hay que sumarle quizá unos 3 o 4 millones
ejecutadas, masacradas, empujadas al suicidio o muertas en la cárcel en los años de los
grandes movimientos, y también tal vez el doble de esta cifra para abarcar las purgas
menores y los campos de la muerte, un total de alrededor de 40 millones» (White, 2012:
623-624).

Entre octubre de 1950 y octubre de 1951 Mao ordenó purgar todo resto del
antiguo régimen nacionalista, dando caza a «bandidos», «espías» y a cualquier aliado
del régimen anterior. Millones de presos fueron enviados a los laogai («campos de
reforma por el trabajo»). Cerca de 4 millones de funcionarios del anterior régimen
fueron detenidos, interrogados y brutalmente torturados y ejecutados.

En el Tibet, según informa El libro negro de la humanidad, de los 2.500 monasterios


que había en 1959 sólo quedaron 70 en 1961, y el número de monjes pasó de los 100.000
a los 7.000 individuos (solamente 10.000 de ellos consiguieron huir al extranjero). El
total de la población tibetana descendió de los 2,8 millones de habitantes en 1953 a 2,5
millones en 1964.

Lo que no parece que tengan en cuenta los autores negrolegendarios es que fue el
comunismo (el maoísmo, la sexta generación de izquierda definida) el que sacó a China del
«siglo de las humillaciones» (1842-1949), esto es, el período que va desde la Primera
Guerra del Opio, por la que millones de chinos fueron envenenados, hasta la revolución
encabezada por Mao: «una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto
de inflexión se situó a principios del siglo XX» (Roberts, 2009: 307). Sobre el papel China
no era colonia de ningún Imperio occidental, pero en la práctica sí lo era. Asimismo, a
mediados de la década de 1870 tuvo que enfrentarse a varios alzamientos musulmanes
por el Oeste, a finales del siglo XIX a la invasión de Japón por el Este, y de nuevo tuvo
que hacer frente a una agresión nipona en las décadas de 1930 y 1940. Una vez que los
comunistas tomaron el poder, tuvieron que enfrentarse a un embargo que produjo una
brutal hambruna en el país, y gobierno y población tuvieron que afrontar el asedio y
estrangulamiento económico implantado por Estados Unidos, el nuevo Imperio
guardián del capitalismo «liberal» y «democrático» (tal vez habría que quitarle las
comillas porque eso es, en efecto, la democracia y el liberalismo realmente existentes; así
como la Unión Soviética y su entorno conformarían el «socialismo real»). Por si fuera
poco, para mayor desgracia 40 millones de personas fueron afectadas en 1949 por
imponentes inundaciones en gran parte del país (sólo falta que por esto también se
responsabilice a los maoístas).

El gobierno de Estados Unidos se negaba a levantar el embargo, cosa que por fin
haría en 1971, con motivo de la cercanía del presidente Richard Nixon (1913-1994) al
país de la Gran Muralla a fin de fomentar el conflicto chino-soviético, en solidaridad con
China contra la Unión Soviética. Finalmente el 1 de enero de 1979 Estados Unidos
reconoció a China, y ambos países pudieron restablecer sus relaciones en el poder
diplomático (más allá de la mera «diplomacia de ping-pong»), lo que supuso a los
americanos romper las relaciones diplomáticas con Taiwán. El año anterior la URSS
rompió definitivamente sus relaciones diplomáticas con China que venían siendo tensas
de los años 60 con el conflicto chino-soviético. China reestructuró su sistema: «un país
dos sistemas» y evitó el colapso y el derrumbe a diferencia de la Unión Soviética.

Desde que China salió del Siglo de las Humillaciones se ha colocado en los
primeros puestos de la economía mundial (y ya esté en el primer puesto). Ya Napoleón
advirtió que China era un gigante dormido al que convenía dejar en paz.

Como bien se ha dicho, «En realidad, las “conquistas sociales de la era de Mao”
han sido “extraordinarias”, conquistas que consiguieron una clara mejora de las
condiciones económicas, sociales y culturales, y un fuerte aumento de la “expectativa de
vida” del pueblo chino. Sin estos presupuestos no se puede comprender el prodigioso
desarrollo económico que a la postre liberó a cientos de millones de personas del
hambre e incluso de la muerte por inanición. Sin embargo, en la ideología dominante
los papeles se intercambian: el grupo dirigente que puso fin al siglo de las
humillaciones se convierte en una banda de criminales, mientras que los responsables
de una tragedia que duró un siglo, así como aquellos que con el embargo hicieron todo
lo posible para prolongarla, aparecen como campeones de la libertad y la civilización»
(Losurdo, 2008: 334).

VIII. Los crímenes de los buenos

1. El liberalismo es muy bueno

Si Federico acusa a los «comunistas» actuales de «ocultar el terror comunista» (p.


676), yo, que no soy comunista sin comillas ni «comunista», puedo acusarle a él de
ocultar el terror capitalista (liberal, democrático y todo lo que se quiera). En las 700
páginas de su obra no hay ni una sola mención a las masacres llevadas a cabo por los
Estados capitalistas (ni nada sobre las atrocidades de los reinos cristianos en la Edad
Media; aunque también hubo, por supuesto, masacres y esclavitud en los reinos
musulmanes, y ni que decir tiene durante el paganismo: tanto en Persia y Egipto como
en Grecia y Roma). En tales páginas es el comunismo (aunque también el nazismo) el
responsable de todos los males del mundo (como si tales regímenes hubiesen abierto la
caja de Pandora de los crímenes horrendos y éstos no hubiesen existido hasta que llegó
el horroroso siglo XX, como si la violencia extrema y la guerra total fuese algo nuevo
bajo el Sol). Para Federico los únicos criminales son los malos, y los buenos no comenten
crímenes, porque los buenos son los «amigos del comercio», que diría Escohotado.

Federico se pregunta: «¿cuántas películas se han hecho sobre el comunismo y


cuántas se han seguido haciendo sobre el nazismo?» (p. 676). Y yo me pregunto:
¿cuántas películas se han hecho sobre los bombardeos a las ciudades alemanas con
Arthur «Bombardero» Harris como protagonista? ¿Cuántas películas se han hecho sobre
los bombardeos a las ciudades japonesas? ¿Cuántas películas se han hecho sobre las
hambrunas de Bengala (y de todas las anteriores en la India británica)? ¿Cuántas
películas se han hecho sobre la represión Aliada en la posguerra (en la cual, desde
luego, los soviéticos también cometieron sus atrocidades)?

Federico afirma sin rodeos, barriendo para casa, que la economía de mercado y la
democracia liberal ha demostrado «ser infinitamente mejores que el peor salvajismo
contemporáneo, el socialismo real de Lenin» (p. 43). «El comunista no es, no ha sido
nunca, inocente de lo que los comunistas han hecho en cualquier otro lugar del mundo»
(p. 44). Y los liberales, desde luego, ¡solo faltaría!, son inocentes de las fechorías
(¿cuáles?, se preguntará Federico) del liberalismo en cualquier otro lugar del mundo. Y
todo ello porque el liberalismo es «muuuy buuueno», que diría Gallardón.

Para Federico todo «se reduce a reconocer o no que el comunismo roba y mata,
en magnitud desconocida en la historia de la humanidad. Y que robar y matar está mal.
No porque lo digan todos los códigos penales desde el de Hammurabi, sino porque es
absolutamente incompatible con la civilización» (p. 413). Como si la civilización se
hubiese construido no a base de guerras y atropellos, sino sin romper un solo cristal y
sin derramar ni una gota de sangre, como si hubiese sido una construcción a causa de
actos éticos y bondadosos. Pero la civilización se ha construido a base de guerras. De
hecho, ya sólo por la tecnología, las guerras de la civilización, especialmente las dos
guerras mundiales, han provocado muchísimas más muertes que las guerras de la
barbarie; y, ni que decir tiene, que las batallas o cacerías, como la de Caprina, de la
época del salvajismo o del «estado natural» del «hombre» primitivo. Pero, como
decimos, las masacres y los crímenes horrendos (aun siendo de carácter político) han
existido desde siempre, en mayor o en menor escala, pero no son un invento del
comunismo o del nacionalsocialismo (tampoco del liberalismo). No obstante, es
indudable que la tecnología ha traído mayor sofisticación a la hora de masacrar a los
humanos. El colmo del refinamiento tecnológico es la bomba atómica, lanzada por el
Imperio liberal y democrático de Estados Unidos a la población japonesa no sólo en una
ocasión sino en dos ocasiones. ¡Uy si lo hubiese hecho la Unión Soviética!

Federico llega a escribir: «Vamos, como si el comunismo no matara» (p. 236).


Pero se le podría reprochar por lo que escribe: «Vamos, como si el capitalismo no
matara». Aunque, ¿qué sistema político no ha llegado a matar? Parece que para
Federico eso es cosa exclusiva del comunismo (y de su «espejo» nacionalsocialista). Pero
sin el ejército y las guerras hubiese sido imposible el capitalismo, del mismo modo que
la URSS no hubiese sido posible sin el Ejército Rojo. Parece mentira que se tenga que
señalar algo que es de una obviedad pasmosa que debería ser de perogrullo.

Federico le reprocha a las potencias occidentales (a Estados Unidos


fundamentalmente, porque «Europa e Iberoamérica se han limitado a acompañar y,
normalmente, a estorbar» [p. 285]) no haber actuado militarmente contra el comunismo,
vicio que ya empezó con el premier británico David Lloyd George (1863-1945) y
presidente Woodrow Wilson (1856-1924) con «mezquina estupidez» y «buenismo
maligno» (p. 286). ¿Acaso las guerras de Corea, Vietnam, Laos, Nicaragua o el
bombardeo al parlamento chileno y otros ataques en Centroamérica, como el
bombardeo a la ciudad de Panamá, y África le parece una broma? ¿Acaso Federico no
tiene en cuenta el arsenal atómico de la URSS, el cual impedía que fuese tomada
convencionalmente, por lo menos a partir de 1949? Cosa que ya intentó Churchill en
1945, tras la derrota de Alemania, cuando la URSS no poseía la bomba atómica, en la
alucinada Operación «Impensable» (tan alucinada y tan impensable que ningún general
la tomó en serio, al tratarse de delirios geoestratégicos de un político cada vez más
acabado, tan acabado que perdió las elecciones, cosa que no era tan «impensable» como
algunos creían).

2. Los crímenes del cristianismo

Federico afirma que el comunismo es una religión, pero hace una referencia a «la
sustitución de una moral universal, cristiana, por la total amoralidad revolucionaria» (p.
181). Distinción maniquea donde las haya, pues Federico no tiene en cuenta la historia
criminal del cristianismo, que ya en los primeros siglos se impuso al paganismo a
sangre y fuego, empezando por la batalla del puente Milvio a la que la siguieron otras
muchas batallas (¿es que acaso pudo ser de otro modo, tal vez con la ayuda de Dios y la
asistencia de sus ángeles?), por no hablar de las innumerables guerras de religión:
Cruzadas, Guerra de los Treinta Años, &c., &c. Aunque el carácter religioso de estas
guerras no agotaba ni mucho menos la naturaleza de los conflictos, basados
fundamentalmente en motivos económicos y políticos: territoriales; esto es, la disputa
por la capa basal o riquezas territoriales a través del poder militar de la capa cortical.

Sería ilustrativo citar algunos versículos evangélicos incendiarios en donde la


moralidad brilla por su ausencia y se condena a los infieles al infierno (y, por mucho
mal que haga un hombre, condenarle eternamente al sufrimiento infinito del infierno es
descabellado en grado extremo, además de ser una tesis calumniosa y sin embargo
ridícula).

Aquí cito algunos versículos: «quien hubiera blasfemado contra el Espíritu santo,
no tiene perdón hasta la eternidad, al contrario, es reo de pecado eterno» (Mc 3.29);
«quien viene tras de mí -le hace decir el evangelista a Juan el Bautista- dejará limpia la
era y reunirá el trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible»
(Mt 3.11-12); «quien diga a su hermano: “racá” [estúpido], será acusado en el sanedrín;
y quien diga “loco”, será acusado en la gehena [infierno] del fuego» (Mt 5.22); «os digo
que muchos procedentes de oriente y occidente llegarán y serán sentados a la mesa
junto a Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán
arrojados a la tiniebla exterior, allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 8.11-12);
«¡ay de vosotros los ricos!, porque alejáis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que
ahora estáis saciados, porque pasaréis hambre. ¡Ay, los que ahora reís!, porque sufriréis
y lloraréis» (Lc 6.24-25); «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al
Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece con él» (Jn 3.36). ¿Deus est
charitas? Dios ama a los suyos, y los que no son suyos que se pudran en el infierno para
el resto de la eternidad, porque el perdón de Dios no es universal: «Pues muchos son los
llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14). Pero, afortunadamente cabría decir, Dios
es una paraidea y por ser contradictoria es imposible y así ni existe ni puede existir. (Los
versículos evangélicos están tomados de Piñero, 2009).

De todos modos Federico no excluye el odio del cristianismo, como lo manifiesta


en la página 198: «El éxito de Marx fue asegurar científicamente el triunfo del odio. No
fue el primero: le precedían los profetas del Antiguo Testamento, el Nuevo y el
Apocalipsis de San Juan, junto a los sermones antisemitas de Lutero».

Ahora bien, tampoco hay que caer en una leyenda negra anticristiana, y ni
mucho menos en una leyenda negra anticatólica (muy ligada a la leyenda negra
antiespañola). Entre 1817 y 1818 el sacerdote católico riojano Juan Antonio Llorente
(1756-1823) publicó en su exilio parisino Histoire critique de l’Inquisition espagnole, que se
traduciría en 1822 al español estando el propio Llorente en España al ser desterrado de
Francia. Desde 1841 hasta el 4 de diciembre de 1808 Llorente calculó que fueron
quemados vivas 31.912 personas, otras 17.659 fueron quemadas en efigie y fueron
penitenciadas con penas graves 291.450. Llorente también añade judíos y moriscos, cuya
expulsión fue inspirada por la Inquisición. Es la cifra más grande que se conoce, y
hablamos de 327 años de Inquisición. En tres siglos de Santo Oficio la cifra, aun siendo
la más inflada, sigue siendo ridícula, en comparación a lo que enseguida vamos a
estudiar. «Sin embargo, las cifras deben ser matizadas, pues los cálculos de Llorente se
hacen por medio de proyecciones de datos, es decir, que tomando los números de un
tribunal, en concreto el de Sevilla de inicios de la puesta en funcionamiento del Santo
Oficio -es decir, el momento más cruento de la Inquisición- los aplica a otros tribunales.
A este arbitrario proceder hemos de añadir que Llorente emplea datos distorsionados,
pues del cotejo de los suyos con los de la fuente de la que dice tomarlos, la Historia de
España del teólogo jesuita Juan de Mariana (1536-1624), aparece una gran distancia, ya
que Mariana habla de períodos de tiempo superiores al año, referidos al conjunto de
España. La falsificación de los datos de Mariana no fue la única, pues hará lo propio con
la obra de Andrés Bernáldez (h.1450-1513), cura de Los Palacios. Los hinchados
resultados de Llorente hicieron las delicias de la masonería, que lo protegió en su exilio
francés» (Vélez, 2014: 45). Aunque, comparado con Solzhenitsyn, Llorente es un
riguroso estadístico y un estudioso serio y digno de fiar.

Pero si desinflamos la cifra, según los estudios de Gustav Hennigsen (Dinamarca,


1934) y Jaime Contreras (España, 1947), entre 1540 y 1700 hubo 44.674 causas abiertas
por la Inquisición, de las cuales sólo 1.346 personas fueron condenadas a la hoguera.
(Véase Roca Barea, 2016: 276). 1.346 ejecuciones es una cifra ridícula, si pensamos en los
crímenes que los buenos a perpetrado en otros lugares y tiempos lejanos, no tan lejanos
y recientes. En sus 356 años de existencia la Inquisición «ajustició en la hoguera a unos
2.000 judaizantes, a los que han de sumarse cerca de 300 moriscos, 150 protestantes o
iluminados, 130 acusados de sodomía o bestialismo junto a varias decenas de brujas.
Cifras, en todo, caso, muy alejadas de los cientos de miles de brujas y católicos
eliminados en los países protestantes» (Vélez, 2014: 45). «El propio Juderías nos ofrece
datos como la quema en la ciudad alemana de Bamberg de 600 personas, a las que
hemos de sumar las 900 ajusticiadas en Wurzburgo o las 500 de Suiza. Siguiendo de
nuevo a juderías nos encontramos con el hecho de que las muertes de brujas en
Inglaterra fueron muy comunes, hasta el punto de que antes de la llegada al trono de
Jacobo I, fueron enviadas a la hoguera 17.000 personas en Escocia y 40.000 en Inglaterra.
Con el monarca en el poder, su ritmo de eliminación de brujas se calcula en unas 500
anuales. Francia no le iría a la zaga a las tierras británicas, como tampoco Flandes y el
resto de países europeos» (Vélez, 2014: 60). En lo que se refiere a las brujas quemadas en
España, «según el Simposio Internacional sobre la Inquisición realizado en el Vaticano
en octubre de 1998, arroja un número: 49, que palidece ante las decenas de miles
ejecutadas en el resto de Europa, especialmente en la protestante» (Vélez, 2014: 63).

En la España imperial afirma Stanley Payne (Texas, 1934): «Vale la pena señalar
que el número de herejes ejecutados en España en el siglo XVII es inferior a la cifra de
personas, tanto católicas como protestantes, que se mataron en Alemania durante la
caza de brujas de ese período. Solamente en la región suroeste de Alemania, 3.200 reos
de hechicería fueron condenados a muerte entre 1562 y 1684» (Payne, 1994: 60). Lo que
ya era más que la Inquisición en sus 356 años de historia.
3. El expolio y el genocidio de los británicos contra los irlandeses

La apología de la burguesía que hace Federico no tiene en cuenta que, en tiempos


de Marx, la defensa que se hacía de la propiedad privada no sólo privaba a los
trabajadores de la metrópolis de lo que ganaban con el sudor de su frente, sino además
se explotaba a los habitantes de las colonias, desde un ortograma que desde el
materialismo filosófico diagnosticamos como imperialismo depredador, cuyo prototipo era el
Imperio Británico, el Imperio capitalista por antonomasia, que Marx y Engels ponían
como modelo de sociedad capitalista en la vanguardia de la Historia Universal, en
vísperas de la supuesta batalla final que traería el socialismo y el consecuente
comunismo final. El Imperio Británico se caracterizaba por la imposición del
proteccionismo en la metrópolis y del librecambismo radical en las colonias, donde se
produjeron imponentes hambrunas como las de la India o las de Irlanda, con millones y
millones de muertos. Y esto no es leyenda negra ni propaganda, y vamos a ver por qué.

Vaya por delante que aquí no procuraré emprender una leyenda negra contra el
Imperio Británico (como tampoco lo haré después contra Estados Unidos). Con mayor o
menor acierto procuraré interpretar correctamente los datos históricos; aunque éstos,
desde luego, están sometidos a discusión. Pero no cabe duda de que el Imperio
Británico, como ha sabido ver Gustavo Bueno, es un Imperio depredador (frente a Estados
Unidos que, con reservas, lo diagnostica como Imperio generador). Y esto no quiere decir
que haya una leyenda negra contra tal Imperio, pues de hecho nunca la ha habido. «El
hecho de que Inglaterra nunca intentara expandirse por Europa Occidental explica que
no haya sufrido el acoso de una leyenda negra. Como no ha habido poder local que se
sintiera amenazado, no ha habido propaganda ni intelectuales que fabricasen las
correspondientes justificaciones. Con un buen criterio admirable, Inglaterra se ha
limitado durante toda su historia a combatir todo poder que amenazara con crecer y
hacerse hegemónico en el continente, pero jamás ha pretendido erigirse en ese poder
ella misma. En 1936, Winston Churchill lo explica estupendamente en una carta
privada: “Durante cuatrocientos años la política exterior de Inglaterra ha consistido en
oponerse a la potencia más fuerte, más agresiva, más dominante del Continente y, en
particular, evitar que los Países Bajos cayesen en manos de ella […]. Repárese en que la
política de Inglaterra no tiene en cuenta qué nación es la que busca la dominación de
Europa. La cuestión no reside en si se trata de España, de la Monarquía Francesa, el
Imperio germánico o el régimen de Hitler. No tiene nada que ver con gobernantes o
naciones; se ocupa únicamente de quién es el tirano potencialmente más fuerte y
dominador”. Si Inglaterra hubiera intentado alguna vez esta hegemonía, habría dejado
alguna huella imperiófoba, pero no ha sido así. Los franceses, que sí lo hicieron, dejaron
un husmillo perfectamente reconocible. La fugaz aventura napoleónica generó de
manera inmediata un arranque propagandístico fenomenal. De hecho, la expresión
“leyenda negra” se puso de actualidad a finales del siglo XIX para referirse a Napoleón»
(Roca Barea, 2016: 409-410).
La proclamación de la monarquía constitucional inglesa de la Revolución
Gloriosa de 1688 recrudeció la tiranía ejercida por los propietarios ingleses sobre los
irlandeses. Aunque ya de 1649 a 1652 el dictador y comandante del ejército
parlamentario, Oliver Cromwell (1599-1658), llevó a cabo una limpieza étnica de 400.000
irlandeses, según estima El libro negro de la humanidad (White, 2012: 331). En agosto de
1649 Cromwell se trasladó a Irlanda y prometió: «Sufrimiento y desolación, sangre y
ruina… caerán sobre ellos… y me regocijaré ejerciendo la máxima severidad contra
ellos» (citado por White, 2012: 331). Cromwell era un puritano radical para él «no hay
sino un rey, y es Cristo». Tras defenestrar la corona Cromwell ocupó el mayor cargo
político del país como lord Protector, viviendo como un rey en el palacio de los
Estuardos, designando a su hijo como sucesor. En Irlanda la crueldad de Cromwell fue
excesiva. Al tomar Drogheda, el gobernador de la ciudad fue aporreado hasta morir con
su propia pierna que era de madera y aquellos que se refugiaron en las iglesias fueron
quemados vivos. Los católicos irlandeses fueron perseguidos y sus tierras entregadas a
los protestantes. Cromwell era intolerante y sanguinario con los católicos pero tolerante
con las demás confesiones.

En 1688, el año de la Revolución Gloriosa, los católicos irlandeses poseía el 22%


de la tierra, pero en 1703 ese porcentaje bajó al 14%, y sólo se quedaría en el 5% en 1778.
Los católicos, que eran abrumadoramente mayoritarios en Irlanda, fueron excluidos de
todo cargo público y de toda profesión legal.

En 1798, tres años antes de la formación del Reino Unido de Gran Bretaña e
Irlanda, la población irlandesa era de cuatro millones y medio aproximadamente, lo que
suponía un tercio del total de la población de las islas británicas que estaba privada de
libertad negativa; una cifra proporcionalmente superior a la de Estados Unidos, donde
un quinto de la población era esclava. «A ello, hay que añadir que los dominadores
ingleses -antes y después de la Revolución Gloriosa- tratan a los irlandeses, por un lado,
del mismo modo en que son tratados los pieles rojas: se les expropian sus tierras y se los
diezma mediante medidas más o menos drásticas; y por otro, se los trata igual que a los
negros; de quienes resulta oportuno utilizar el trabajo forzado. De aquí la oscilación
entre prácticas de esclavización y prácticas genocidas» (Losurdo, 2005: 123).

En 1824 un rico mercader, ferviente cuáquero, abolicionista y discípulo de Adam


Smith (1723-1790), James Cropper, afirmaba que la situación de los irlandeses era aún
peor que la de los negros esclavos.

También el liberal francés Alexis Henri Charles de Clérel (el vizconde de


Tocqueville) (1805-1859) observaba la situación: «A decir verdad, no hay justicia en
Irlanda. Casi todos los magistrados del país están en guerra abierta con la población. En
consecuencia, la población no tiene ni tan siquiera la idea de una justicia pública»
(citado por Losurdo, 2005: 122). En su visita a Irlanda Tocqueville describe la miseria de
los habitantes de la isla y hace una comparación entre Inglaterra e Irlanda: «Las dos
aristocracias de las que he hablado tienen el mismo origen, las mismas costumbres, casi
las mismas leyes. Y, sin embargo, una ha dado a los ingleses durante siglos uno de los
mejores gobiernos del mundo, la otra, a los irlandeses, uno de los más detestables que
se pueda imaginar» (citado por Losurdo, 2005: 176). Como decía Denis Diderot (1713-
1784) en 1774, «el inglés, enemigo de la tiranía en su patria, es el déspota más feroz, una
vez que sale de ella» (citado por Losurdo, 2005: 141). Pero con la industrialización, como
vamos a ver, también fue tirano en su tierra.

Según un historiador liberal anglo-irlandés del siglo XIX, William E. H. Lecky


(1838-1903), la finalidad de la legislación inglesa en Irlanda tenía como finalidad el
expolio de la propiedad y la industria de los irlandeses, y así «mantenerlos en
condiciones de pobreza, destruir en ellos cualquier germen de iniciativa empresarial,
degradarlos al rango de una casta servil que no abrigue nunca la esperanza de elevarse
al nivel de sus opresores» (citado por Losurdo, 2005: 122). Engels decía que en ningún
país había visto tantos gendarmes como en Irlanda.

También el pueblo irlandés estaba despojado de su libertad religiosa, y estaba


obligado a pagar con el diezmo, pese a la miseria que padecía, a la opulenta y poderosa
iglesia anglicana que lo represaliaba. Además, en Irlanda estaban prohibidos los
matrimonios mixtos, e incluso un cura podía perder la vida si casaba a un matrimonio
mixto (¡qué contraste con el Imperio Español en América donde ya Hernán Cortés, a
imitación del Alejandro Magno, se casó y tuvo hijos con una indígena!).

En los siglos XVIII y XIX los irlandeses tuvieron en Australia su Siberia oficial,
junto a muchos radicales deportados a la isla-continente. A mediados del siglo XIX los
crímenes contra la población irlandesa eran justificados por sir Charles Edward
Trevelyan (1807-1886) -encargado por el gobierno de Londres de estar al tanto de la
situación- como la intervención de la «Providencia omnisciente» para solucionar el
problema de la superpoblación.

Entre 1846 y 1847 algo menos de un millón de irlandeses murieron de hambre.


De hecho, la década de los 40 del decimonónico siglo en Inglaterra es recordada como
«los hambrientos cuarenta» (hungry forties). Fueron las hambrunas más graves que hubo
en Europa desde el Renacimiento, especialmente la de Irlanda (a cuya desgracia habría
que sumar un millón de emigrantes).

En 1845 escribía el joven Friedrich Engels (1820-1895) en La situación de la clase


obrera en Inglaterra: «Los habitantes de Irlanda son pobres como las ratas, visten los
andrajos más miserables y están en el grado más bajo de cultura posible en un país
medio incivilizado. Según el informe citado, forman una población de ocho millones y
medio, con 385.000 jefes de familia, en una total miseria (destitution), y según otros datos
de Sheriff Alison, hay en Irlanda 2.300.000 hombres que no podían vivir, sin la
beneficencia pública o privada; por lo tanto, ¡el 27 por ciento de la población está
formada por pobres!» (Engels, 1845: 306).

Leemos en el tomo I de El Capital: «La población de Irlanda había aumentado en


1841 a 8.222.664 personas; en 1851 se había reducido a 6.623.985 habitantes, en 1861 a
5.850.309 y en 1866 a 5 ½ millones, esto es, aproximadamente en su nivel de 1801. La
disminución comienza con el año de hambruna de 1846, de manera que en menos de 20
años Irlanda pierda más de 5/16 del número total de sus habitantes. Su emigración
global desde mayo de 1851 hasta julio de 1861 ascendió a 1.591.487 personas; la
emigración durante los últimos 5 años (1861-1865) pasó del medio millón. El número de
casas ocupadas se redujo, de 1851 a 1861, en 52.900. De 1851 a 1861 el número de las
fincas arrendadas con una superficie de 15 a 30 acres aumentó en 61.000; el de las fincas
arrendadas mayores de 30 acres en 109.000, mientras que el número total de todas las
fincas arrendadas decreció en 120.000, merma que obedece exclusivamente al
aniquilamiento de fincas arrendadas de menos de 15 acres, o sea a su concentración» (Marx,
1867: 684). «Inglaterra, país de producción capitalista desarrollada y
preponderantemente industrial, habría quedado exangüe si hubiera padecido una
sangría de población como la soportada por Irlanda. Pero Irlanda, actualmente, no es
más que un distrito agrícola de Inglaterra, de la cual la separa un ancho foso, y a la que
suministra granos, lana, ganado y reclutas industriales y militares» (Marx, 1867: 688).
«En 1846, la hambruna liquidó en Irlanda a más de un millón de seres humanos, pero
sólo se trataba de pobres diablos. No infligió el menor perjuicio a la riqueza del país. El
éxodo que la siguió durante dos decenios, y que todavía hoy va en aumento, no diezmó
-como sí lo hizo la Guerra de los Treinta Años- junto con los hombres a sus medios de
producción. El genio irlandés inventó un método totalmente nuevo para proyectar a un
pueblo indigente, como por arte de encantamiento, a miles de millas de distancia del
escenario de su miseria. Los emigrantes arraigados en Estados Unidos envían
anualmente sumas de dinero a casa, medios que posibilitan el viaje de los rezagados.
Cada tropel que emigra este año, atrae el próximo año otro tropel de emigrantes. En vez
de costarle algo a Irlanda, la emigración constituye uno de los ramos más proficuos de
sus negocios de exportación. Es, por último, un proceso sistemático que no se limita a
horadar un boquete transitorio en la masa de la población, sino que extrae de ella, año a
año, más hombres que los remplazados por los nacimientos, con lo cual el nivel
absoluto de población disminuye cada año» (Marx, 1867: 690).

«En mi reciente visita al norte de Irlanda», dice el inspector fabril inglés Robert
Baker, «me sorprendió el esfuerzo que realizaba un obrero cualificado irlandés para
procurarles educación, pese a sus escasísimos recursos, a sus hijos. Reproduzco
textualmente sus declaraciones, tal como las recogí de sus labios. Se trata de un obrero
calificado, como lo demuestra el hecho de que se lo emplee en la producción de artículos
para el marcado de Manchester. Johnson: Soy beetler [agramador] y trabajo de 6 de la
mañana a 11 de la noche, de lunes a viernes; los sábados terminamos a las 6 de la tarde
y tenemos 3 horas para comer y descansar. Tengo 5 chicos. Por ese trabajo gano 10
chelines y 6 peniques semanales; mi mujer también trabaja y cobra 5 chelines por
semana. La muchacha mayor, de 12 años de edad, está a cargo de la casa. Es nuestra
cocinera y la única ayudante que tenemos. Prepara a los hermanos menores para ir a la
escuela. Mi mujer se levanta conmigo y salimos juntos. Una muchacha que pasa delante
de nuestra casa me despierta a las 5.30 de la mañana. No comemos nada antes de ir al
trabajo. La chica de 12 años cuida a los más pequeños durante todo el día.
Desayunamos a las 8 y vamos para eso a casa. Tenemos té una vez por semana; los
demás días comemos una papilla (stirabout), a veces de harina de avena y otras veces
de harina de maíz, según lo que podamos conseguir. En invierno agregamos algo de
azúcar y agua a harina de maíz. En verano cosechamos algunas patatas, plantadas por
nosotros en un pedacito de terreno, y cuando se terminan volvemos a la papilla. Así van
las cosas, un día tras otro, todo el año. De noche, cuando termino de trabajar, siempre
estoy muy cansado. Excepcionalmente, comemos un bocado de carne, pero muy raras
veces. Tres de nuestros hijos van a la escuela; pagamos para ello 1 penique por cabeza,
cada semana. Nuestro alquiler es de 9 peniques semanales, la truba y el fuego nos
cuestan por lo menos 1 chelín y peniques por quincena». Y añade Marx: «¡He aquí los
salarios irlandeses, he aquí la vida irlandesa!» (Marx, 1867: 692).

En la década de 1870 Jenny Marx (1844-1883), la hija mayor de Marx, escribió


muchos artículos en Francia denunciando el maltrato que los independentistas
irlandeses sufrían en las cárceles del Gobierno de Su Majestad. Estos artículos tuvieron
su repercusión porque el impacto fue tal que las autoridades inglesas se vieron forzadas
a liberar a muchos patriotas irlandeses. El día en que éstos fueron puestos en libertad
hubo gran júbilo y celebración en casa de los Marx.

4. Las hambrunas de la India

El libro negro de la humanidad calcula que entre 1769 y 1900 en la India murieron a
causa del hambre 26,6 millones de seres humanos. Sobre estas hambrunas «la mayoría
de la gente ni siquiera ha oído hablar de ello, por lo tanto no se culpa a nadie» (White,
2012: 432).

Desde que se independizó en 1947 la India no sufrió una autentica hambruna


como las que en seguida vamos a comentar. «En cambio, mientras los británicos
gobernaron la India, las hambrunas se repetían con bastante frecuencia» (White, 2012:
433). Veámoslo nosotros, ya que Federico ni de pasada lo menciona en su libro (y no
sólo porque no sea tema que le incumba para el mismo, sino porque no le interesa que
la servidumbre se entere de que el hambre sea también cosa de los Estados, de los
Imperios, capitalistas). Tampoco dice nada al respecto Escohotado en su trilogía de Los
enemigos del comercio.

Entre 1769 y 1770, en apenas un año, murieron 10 millones de personas en


Bengala. Según un capitán de navío holandés, que estaba allí por aquellos entonces, la
hambruna «surgió en parte debido a la mala cosecha de arroz del año anterior, pero
también debe atribuirse principalmente al monopolio que los ingleses tenían sobre la
última cosecha de este producto, que mantuvieron a un precio tan elevado que los
habitantes más desfavorecidos… no pudieron comprar ni la décima parte de lo que
necesitaban para vivir» (citado por White, 2012: 434). Situación que también señala
Marx: «Entre 1769 y 1770 los ingleses fabricaron una hambruna, acaparando todo el
arroz y negándose a revenderlo a no ser por precios fabulosos» (Marx, 1867: 731). Ya
antes, en 1766, solamente en la provincia de Orisa, «murieron de inanición más de un
millón de hindúes. No obstante, se procuró enriquecer al erario indio con los precios a
que se suministraban víveres a los hambrientos» (Marx, 1867: 731).

De 1876 a 1879 murieron aproximadamente 8,2 millones (otras estimaciones


hablan de 6,1 millones y 10,3 millones). En 1874 una sequía en el noreste de Bengala y
Bihai destruyó la cosecha, amenazando de hambre a millones de campesinos pobres.
Pero gracias a la rápida y eficaz actuación del funcionario local sir Richard Temple
(1826-1902) se estableció un sistema modelo de bienestar que alivió el hambre
importando medio millón de toneladas de arroz de Birmania que se repartió
gratuitamente a los hambrientos. Gracias a Temple sólo murieron veintitrés campesinos
de hambre, una acción que ha sido descrita como la única operación de ayuda
realmente eficaz que llevó a cabo el Imperio Británico en el siglo XIX.

Pero hete aquí que el heroico Temple fue duramente reprendido. El Economist,
imbuido en la perspectiva que denominamos imperialismo depredador, lo amonestó por
enseñarle a los indios que «es deber del gobierno mantenerlos con vida» (citado por
White, 2012: 434). A Temple se le acusó de malgastar el dinero público e inmiscuirse en
el orden natural de las cosas (he aquí el darwinismo social más puro y duro
funcionando a toda máquina como ideología del Imperio). Temple se sintió humillado y
quiso enmendar la plana y la oportunidad se le presentó en 1876 cuando dejaron de
caer las lluvias monzónicas y se perdieron las cosechas y el ganado. Temple se encargó
de supervisar el operativo de ayuda y demostró que podía mantenerse dentro del
presupuesto y así prometió que «Todo ha de subordinarse a la consideración económica
de desembolsar la menor cantidad de dinero necesaria para preservar la vida humana»
(citado por White, 2012: 435). Esta actuación fue del agrado del virrey de la India,
Robert Bulwer-Lytton (1831-1891), el cual necesitaba todo el efectivo del tesoro para
poner en marcha la conquista de Afganistán, objetivo por el que fue colocado como
virrey de la India por el primer ministro del Gobierno de Su Majestad Benjamin Disraeli
(1804-1881). Con tal conquista la reina Victoria (1819-1901) se convirtió en emperatriz de
la India el 1 de enero de 1877, por lo que se celebró un banquete para 68.000 dirigentes
nativos que duró una semana.

Dirigentes nativos como los mughales siempre conservaban las cosechas de los
años buenos para compensarle con los años malos. Pero con la dominación británica las
cosechas de los años buenos se exportaban a Inglaterra. Así, en 1876 al destruirse las
cosechas no había reservas con la cual abastecer a la población, y la carencia hizo subir
los precios por las nubes estando fuera del alcance del bolsillo del indio corriente. Miles
de hambrientos fueron detenidos a las puertas de Bombay y Poona. Al sureste de la
India, en Madrás (la actual Chennai) la Policía expulsó a 25.000 hambrientos. La
solución del gobierno imperial consistió en trasladar a los hambrientos a campos de
trabajos de canales y vías férreas a cambio de comida, porque en aquella época
«predominada la filosofía de que la ayuda había de ser difícil de conseguir para evitar
que los pobres se convirtiesen en dependientes crónicos de las limosnas del gobierno.
Los beneficiarios tenían que trabajar duro para obtener su ración, cavando zanjas y
partiendo piedras. Los campos sólo aceptaban a los que se encontraban en buenas
condiciones físicas y a los sanos para sus proyectos de obras públicas, y solamente
contrataban trabajadores procedentes de lugares que por lo menos estuviesen a dieciséis
kilómetros de distancia, con la idea de que una larga caminata eliminaría a los
enclenques. Centenares de miles fueron rechazados porque estaban demasiado débiles
para ser de alguna utilidad» (White, 2012: 436).

Si en 1874 el operativo de ayuda contra la hambruna de Richard Temple


suministraba 2.500 calorías a cada sujeto, suficientes para no morir de hambre, en 1876
la ración diaria de aquellos campos de trabajo era de 1.627 calorías, «123 calorías menos
que la ración que recibía un preso en el campo de concentración nazi de Buchenwald en
1944. La ración de Temple consistente en cuatrocientos cincuenta gramos de arroz al
día, sin carne ni verduras, era la mitad de lo que recibían los convictos en las cárceles
indias» (White, 2012: 436-437).

El progreso tecnológico del capitalismo de la revolución industrial tampoco hizo


que menguase el hambre: «Los futuristas y los modernistas esperaban que la nueva y
maravillosa tecnología de la era moderna, en particular el ferrocarril, hiciesen de la
hambruna algo obsoleto, transportando alimentos a las zonas afectadas, pero en la
práctica, la tecnología tuvo el efecto opuesto. Las zonas mejor comunicadas con el
ferrocarril fueron las que más sufrieron, porque aquello permitía a los comerciantes
exportar las cosechas locales a mercados más lucrativos» (White, 2012: 437).

Lord Salisbury (1830-1903), secretario de Estado para la India, se refirió a la


hambruna como «una cura saludable para la superpoblación» (citado por White, 2012:
437). Salisbury, además, condenó la idea «de que un gobierno británico rico debería
consentir que su comercio se viera penalizado por el bien de una India pobre», como si
el gobierno de Su Majestad se tratase de una «especie de Comunismo Internacional»
(citado por White, 2012: 437). Sólo el nizam de Hyderabad, en el centro sur de la India,
tuvo generosidad con los hambrientos, pero miles de ellos morían en el camino hacia
sus centros de distribución de alimentos. Así describía la situación un editor inglés:
«Durante largos y reiterados años pedimos la suspensión del [impuesto sobre la tierra]
en tiempos de hambruna, pero fue en vano. Al no haber ninguna ley de los pobres en el
país, y con la vieja policía de dejar que la gente salga del apuro o muera, como pueda…
nosotros y nuestros contemporáneos hemos de hablar sin reservas o ser partícipes de la
culpa de asesinatos multitudinarios cometidos por los hombres cegados ante la
verdadera naturaleza de lo que están haciendo en este país» (citado por White, 2012:
437-438). En un informe gubernamental de 1878 el Gobierno de Su Majestad se eximió
de la hambruna y culpó al tiempo.

De 1896 a 1900 murieron de hambre 8,4 millones de individuos. Tras las


hambrunas de 1876 el gobierno imperial fundó un Fondo para la Hambruna (con los
ingresos de la India y no de Gran Bretaña). Pero con todo, veinte años después las
hambrunas volvieron. En 1896 no llegaron las lluvias monzónicas y la sequía destruyó
la cosecha, subiendo considerablemente el precio del cereal para desgracia del indio de
a pie. Así describió el panorama un metodista de Hyderabad: «La gente ya no tenía
reservas ni de fuerza ni de grano con las que contar, las deudas de la anterior hambruna
todavía colgaban de sus cuellos, era imposible conseguir dinero porque los prestamistas
cerraban sus monederos cuando no veían posibilidades de recuperar sus préstamos»
(citado por White, 2012: 440).

El cólera también hizo estragos, y así describió un médico occidental un


campamento: «Millones de mosca hostigaban impunemente a las desdichadas víctimas.
Una mujer joven que había perdido a todos sus seres queridos y que se había vuelto
loca de remate, estaba sentada junto a la puerta contemplando con expresión ausente el
horrible espectáculo que tenía a su alrededor. En todo el hospital no vi ni una sola
prenda decente. Harapos, nada más que harapos y suciedad» (citado por White, 2012:
440).

Se estima, leemos en El libro negro de la humanidad, que la hambruna de 1899-1900


acabó con 19, ó 8,4 ó 6,1 millones de vidas, similar a la hambruna de 1876, salvo que esta
vez el Gobierno de Su Majestad reconocía que la hambruna fue más a causa del fracaso
económico que del clima.

El libro negro del capitalismo habla de, como mínimo, 8.000.000 de muertos por
hambre y epidemias entre 1900 y 1945 en la India, China e Indochina (6 de los 8
millones fueron en China).

Como dice Marx en El Capital, «Más que la historia de cualquier otro pueblo, la
administración inglesa en la India ofrece la historia de experimentos económicos
fallidos y realmente descabellados (en la práctica, infames). En Bengala crearon una
caricatura de la gran propiedad rural inglesa; en la India sudoriental, una caricatura de
la propiedad parcelaria; en el noroeste, en la medida en que les fue posible,
transformaron la comunidad económica india, con su propiedad comunal de la tierra,
en una caricatura de sí misma» (Marx, 1894: 343-344).

Otro episodio catastrófico fue el de las hambrunas de Bengala en plena Segunda


Guerra Mundial. Tras la caída de Singapur, Churchill temía que los japoneses
avanzasen por Birmania atacando la frontera oriental de Bengala. De modo que decidió
que se arrasase la tierra en la Bengala oriental y en la costera. Esto sería uno de los
factores que provocó la hambruna.

A finales de marzo de 1942 el gobernador de la India, John Herbert (1895-1943),


bajo las órdenes de Churchill, emitió una directiva en la que se exigía que las existencias
excedentarias de arroz y otros alimentos fuesen retiradas o destruidas en toda Bengala.

El 16 de octubre de 1942 la costa oriental bengalí fue asolada por un ciclón,


inundando cuarenta millas de la costa, lo que hizo que se perdiese la cosecha de otoño.
Los campesinos tuvieron que aguantar con las sobras de la cosecha anterior. En mayo
de 1943 la semilla que se sembró en invierno fue consumida por el calor. No obstante, el
economista premio Nobel Amartya Sen (Manikanj, 1933) indicó que Bengala no andaba
escasa de arroz en 1943, y que había más que en mayo de 1941. Esto, en parte,
condicionó a la lenta reacción del Gobierno de Su Majestad al desastre, cogiéndole por
sorpresa las hambrunas. Según Sen, hubo rumores que causaron el acaparamiento y la
inflación de los precios, a raíz de la urgencia demandada por la guerra, que hicieron que
las partidas de arroz fuesen una magnífica inversión. Y así, los precios se duplicaron en
relación al año anterior. Asimismo, el esfuerzo de guerra hizo que los sueldos se
congelasen. Es decir, a pesar de que Bengala disponía de arroz y otros granos, la gente
no disponía de dinero para costeárselo. Luego fue más bien por falta de dinero y no por
falta de alimentos. La hambruna cesó cuando se envió a Bengala un millón de toneladas
de grano, lo que hizo que se redujesen los precios.

Se desviaron miles de toneladas de arroz de Bengala para que fuesen


alimentados los soldados británicos. A su vez las autoridades británicas decidieron que
era preferible que la gente muriese en las aldeas a que se produjese el caos en las
ciudades.

Cuando el secretario de Estado para la India, Leo Amery (1873-1955), propuso


una edición radiofónica para dar explicaciones de la política británica en la India,
Churchill vetó la iniciativa afirmando que tal emisión daría «demasiada importancia a
la hambruna, dando la impresión de que se pide perdón» (citado por Hastings, 2009:
1125). «Más que ningún otro aspecto de su proceder a lo largo de la guerra, este
despotismo reflejaba perfectamente la visión decimonónica imperialista de Churchill en
su juventud» (Hastings, 2009: 1125-1126). El imperialismo decimonónico británico, es
decir, el perfecto ejemplo de imperialismo depredador desde las coordenadas del
materialismo político.

Churchill le llegaría a escribir al virrey de la India Lord Wavell (1883-1950): «La


hambruna en Bengala es uno de los grandes desastres que haya sufrido pueblo alguno
bajo la ley británica. El daño sobre nuestra reputación en India es incalculable» {36}.

Comenta El libro negro de la humanidad: «Haciendo gala de su acostumbrada falta


de preocupación por el pueblo de la India, los británicos se negaron a interferir en el
vertiginoso ascenso de los precios de los alimentos que fijaba el mercado libre y dejaron
morir de hambre a los habitantes de Bengala. Al menos 1,5 millones de indios, tal vez
incluso entre 3 y 4 millones, murieron de hambre antes de que alguien empezara a
preocuparse. El primer ministro Winston Churchill se encogió de hombros y culpó de la
hambruna a los indígenas, por “reproducirse como conejos”» (White, 2012: 579). Ese era
Winston Churchill. Después le dedicaré unas palabras al tan laureado primer ministro.

¿Ustedes se imaginan que esto lo hubiese hecho el Imperio Español en América?


¡Uy si lo hubiese hecho el Imperio Español! Entonces nos desayunábamos,
almorzábamos, merendábamos y cenábamos todos los días con el recuerdo de tales
hambrunas: ¡qué Memoria Histórica sería esa! Un caramelito para los enemigos de
España. Ya le gustaría a separatistas y podemitas que en América el Imperio Español
hubiese tenido un comportamiento semejante. De todos modos tampoco les hace falta,
porque se creen la leyenda negra a pies juntillas, y además están en disposición y
encima quieren que hubiese sido así. Pero ese no fue el caso del Imperio Español en
América porque la leyenda negra es un mito tenebroso; y sin embargo es éste, y no el
Imperio Británico, el que padece una leyenda negra (como también la padece, y la
padeció mientras existió, la Unión Soviética, donde se erradicó el hambre, así como el
analfabetismo, como hizo en España el franquismo, pese a quien le pese).

Como dijo Emilia Pardo Bazán el 18 de junio de 1900, «El Padre Las Casas, si
viese a los hambrientos de la India y a los infelices sioux, tendría que llorar para toda su
vida»{37}.

Dice nuestro Federico: «El modo de matar de hambre a la burguesía -la real o la
imaginada por los Bolcheviques- en las grandes ciudades rusas fue el mismo que el de
los nazis a los judíos en el gueto de Varsovia: no podían salir ni trabajar y con cartillas
de alimentación mísera fueron muriendo lentamente: los viejos y niños primero» (p.
290). ¿Y por qué Federico no pone como ejemplo las hambrunas de la India en la que
murieron en doscientos años 30 millones de personas en cuatro grandes hambrunas?
«El hambre no es, pues, un accidente, un precio, un problema para los leninistas. Es un
arma para el control, el exterminio, el ejercicio del poder» (p. 309). ¿Y de los británicos
qué decimos? Ah, de éstos sólo se puede decir -dirá el filisteo con su moralismo
olímpico- que son «amigos del comercio». Amigos del comercio y enemigos de los
indios.

5. Los explotados en la metrópoli

A todo esto hay que añadir el capitalismo explotador contra la propia población
inglesa, y no solo el proletariado inglés sino también los siervos de la gleba, los esclavos
y los vagabundos. Como se ha dicho, «La Gran Revolución desmontó el orden feudal,
pero dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden
burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su
inmensa obra.» (Bueno, 2003: 149)

La revolución industrial hizo de la pobreza un fenómeno predominantemente


urbano. La aparición del vagabundaje coincide con la desaparición del feudalismo,
porque con la llegada del capitalismo «la miseria se engendra con tanta abundancia
como la riqueza» (Marx, 1847: 226). Tantos eran los vagabundos que, según Marx y
Engels en La ideología alemana (1845), Enrique VIII (1491-1547) decapitó a 72.000. Y así
describe sus condiciones de vida Marx en El Capital: «Enrique VIII, 1530: los pordioseros
viejos e incapacitados de trabajar reciben una licencia de mendicidad. Flagelación y
encarcelamiento, en cambio, para los vagabundos vigorosos. Se los debe atar a parte
trasera de un carro y azotar hasta que la sangre mane del cuerpo; luego han de prestar
juramento de regresar a su lugar de nacimiento o al sitio donde hayan residido durante
los tres últimos años y de “ponerse a trabajo” (top ut himself to labour). ¡Qué cruel
ironía! En 27 Enrique VIII se reitera la ley anterior, pero diversas enmiendas la han
vuelto más severa. En caso de un segundo arresto por vagancia, ha de repetirse la
flagelación y cortarse media oreja al infractor, y si se produce una tercera detención, se
debe ejecutar al reo como criminal inveterado y enemigo del bien común» (Marx, 1867:
715-716).

En el reinado de Eduardo VI (1537-1553) en «una ley del primer año de su


reinado, 1547, dispone que si alguien rehúsa trabajar se lo debe condenar a ser esclavo
de la persona que lo denunció como vago. El amo debe alimentar a su esclavo con pan y
agua, caldos poco sustanciosos y los restos de carne que le parezcan convenientes. Tiene
derecho de obligarlo -látigo y cadenas mediante- a efectuar cualquier trabajo, por
repugnante que sea. Si el esclavo se escapa y permanece prófugo por 15 días, se lo debe
condenar a la esclavitud de por vida y marcarlo a hierro candente de la letra S en la
frente o mejilla; si se fuga por segunda vez, se lo ejecutará como reo de alta traición. El
dueño puede venderlo, legarlo a sus herederos o alquilarlo como esclavo, exactamente
al igual que cualquier otro bien mueble o animal doméstico. Si los esclavos atentan de
cualquier manera contra sus amos, deben también ser ejecutados. Los jueces de paz, una
vez recibida una denuncia, deben perseguir a los bribones. Si se descubre que un
vagabundo ha estado holgazaneando durante tres días, debe trasladárselo a su lugar de
nacimiento, marcarle en el pecho una letra V con un hierro candente y ponerlo allí a
trabajar, cargado de cadenas, en los caminos o en otras tareas. Si el vagabundo indica
un falso lugar de nacimiento, se lo condenará a ser esclavo vitalicio de esa localidad, de
los habitantes o de la corporación, y se lo marcará con una S. Toda persona tiene el
derecho de quitarles a los vagabundos sus hijos de retener a éstos como aprendices: a
los muchachos hasta los 24 años y a las muchachas hasta los 20 años. Si huyen, se
convertirán, hasta esas edades, en esclavos de sus amos, que pueden encadenarlos,
azotarlos, &c., a su albedrío. Es lícito que el amo coloque una argolla de hierro en el
cuello, el brazo o la pierna de su esclavo, para identificarlo mejor y que esté más seguro.
La última parte de la ley dispone que ciertos pobres sean empleados por la localidad o
los individuos que les den de comer y beber y que les quieran encontrar trabajo. Este
tipo de esclavos parroquiales subsistió en Inglaterra hasta muy entrado el siglo XIX,
bajo el nombre de roundsmen (rondadores)» (Marx, 1867: 716).

En el reinado de Isabel I (1533-1603), en 1572, «a los mendigos sin licencia,


mayores de 14 años, se los azotará con todo rigor y serán marcados con hierro candente
en la oreja izquierda en caso de que nadie quiera tomarlos a su servicio por el término de dos
años; en caso de reincidencia, si son mayores de 18 años, deber ser… ajusticiados, salvo
que alguien los quiera tomar por dos años a su servicio; a la segunda reincidencia, se los
ejecutará sin merced, como reos de alta traición. Leyes similares: 18 Isabel c. 13 y 1597»
(Marx, 1867: 716-717).

En el de Jacobo I (1566-1625) «toda persona que ande mendigando de un lado


para otro es declarada gandul y vagabundo. Los jueces de paz, en las petty sesions
[sesiones de menor importancia], están autorizados a hacerla azotar en público y a
condenarla en el primer arresto a 6 meses y en el segundo a 2 años de cárcel. Durante su
estada en la cárcel recibirá azotes con la frecuencia y en la cantidad que el juez de paz
considere conveniente… Los gandules incorregibles y peligrosos serán marcados a
fuego con la letra R en el hombro izquierdo, y si nuevamente se les echa el guante
mientras mendigan, serán ejecutados sin merced y sin asistencia eclesiástica. Estas
disposiciones, legalmente vigentes hasta comienzos del siglo XVIII, no fueron
derogadas sino por 12 Ana c. 23» (Marx, 1867: 717).

En 1845 el joven Engels escribía en La situación de la clase obrera en Inglaterra: «La


condición de la clase trabajadora es el terreno positivo y el punto de partida de todos los
movimientos sociales contemporáneos, porque ella señala el punto culminante, más
desarrollado y visible, de nuestra persistente miseria social. Ella produjo, por vía
directa, el comunismo de los obreros franceses y alemanes, y por vía indirecta, el
fourierismo y el socialismo inglés, así como el comunismo de la culta burguesía alemana.
El conocimiento de las condiciones del proletariado es, por tanto, una necesidad
indispensable para dar a las teorías socialistas, por una parte, y a los juicios sobre su
legitimidad, por otra, una base estable, y para poner fin a todos los sueños y fantasías
pro et contra. Pero las condiciones del proletariado existen, en su forma clásica, en su
forma acabada, solamente en el Imperio Británico y particularmente en Inglaterra
propiamente dicha; al mismo tiempo, solamente en Inglaterra se ha recogido el material
necesario y completo, y se ha aclarado con encuestas oficiales, en la forma requerida
para tratar exhaustivamente el tema» (Engels, 1845: 29). «La condición de la clase
trabajadora, es decir, la condición de la inmensa mayoría del pueblo inglés, plantea el
problema: ¿qué ocurrirá con estos millones de indigentes, que hoy consumen aquello
que ayer han ganado, que con sus inversiones y su trabajo han hecho la grandeza de
Inglaterra, que día a día va teniendo más conciencia de la fuerza y día a día exigen, con
mayor insistencia, su parte en las ventajas de las instituciones sociales?» (Engels, 1845:
48).

Y así describe Engels los «barrios feos» londinenses: «Primero hablemos de


Londres y del célebre barrio Ravenrookery (o sea, lugar habitado por cornejas), St.
Giles, que por fin ahora está dividido por dos anchas calles, y que debe ser destruido.
Este barrio está situado en medio de las partes más pobladas de la ciudad, circundado
por calles anchas y espléndidas, en las cuales pasea el gran mundo de Londres; muy
cercano a Oxford Street y Regent Street, Trafalgar Street y el mercado; cestos de
verduras y fruta, naturalmente casas altas, de tres o cuatro pisos, con calles estrechas y
sucias, curvas, en las cuales el movimiento es tan grande como en las principales calles
de la ciudad, con la única diferencia que en St. Giles se ven sólo personas de la clase
obrera. En las calles está el mercado; cestos de verdura y fruta, naturalmente todas de
mala calidad, apenas aprovechables, restringen aún más el paso, y de ellas, como de los
puestos de los vendedores de carne, emana un olor horrible. Las casas están habitadas
desde el sótano hasta el desván, sucias por fuera y por dentro, hasta el punto de que por
su aspecto parecería imposible que los hombres pudieran habitarla. Y todavía esto no es
nada frente a las habitaciones que se ven en los patios estrechos, y en las callejuelas
dentro de las calles, a las que se llega por pasajes cubierto entre las casas, y en las que la
suciedad y el estado ruinoso de las fábricas supera toda descripción; no se ve casi
ningún vidrio en las ventanas, las paredes están rotas, las puertas y las vidrieras
destrozadas y arrancadas, las puertas exteriores sostenidas por viejos herrajes o faltan
del todo; aquí, en este barrio de ladrones, las puertas no son de ningún modo
necesarias, al no haber nada para robar. Montones de suciedad y de ceniza se
encuentran a cada caso, y todos los desechos líquidos echados en las puertas se
acumulan en fétidas cloacas. Aquí habitan los pobres entre los pobres, los trabajadores
peor pagados, con los ladrones; los explotadores y las víctimas de la prostitución,
ligados entre sí; en su mayor parte son irlandeses o descendientes de irlandeses, que
todavía no se han sumergido en la vorágine de la corrupción moral que los rodea, pero
que cada día descienden más bajo y pierden la fuerza de resistir a la influencia
desmoralizadora de la miseria, de la suciedad y de los compañeros disolutos» (Engels,
1845: 58-59).

Engels añade que «los 350.000 obreros de Manchester y sus suburbios habitan
casi todos en cottages malo, húmedos y sucios; que las calles de estos barrios están en el
peor estado y la mayor suciedad, sin ningún cuidado por la ventilación y dispuestas
sólo con vistas a la ganancia del constructor; en una palabra, podemos decir que en las
habitaciones de los obreros en Manchester no es posible ninguna limpieza, ninguna
comodidad y tampoco ningún confort; que en esas habitaciones sólo una raza no ya
humana, degradada, enferma del cuerpo, moral y físicamente rebajada al nivel de las
bestias, puede sentirse feliz y a su gusto» (Engels, 1845: 95).

Y sobre el mayor barrio obrero londinense situado al este de la torre, en


Whitechapel y Bethnal-Green, en donde se concentraba la masa principal de
trabajadores londinense, decía el predicador de San Felipe, en Bethnal-Green, J. Alston:
«[La parroquia] encierra 1.400 casas, habitadas por 2.795 familias, cerca de 12.000
personas. El espacio habitado por esta gran población es menor de 400 yards (1.200 pies)
cuadradas, y con tal aglomeración nada más común que un hombre, su mujer y cuatro o
cinco hijos, y todavía también el padre y la madre, habiten una misma pieza de diez o
doce pies cuadrados, donde trabajan, comen y duermen. Creo que, antes que el obispo
de Londres reclamase la atención pública sobre esta pobrísima parroquia, en el oeste de
la ciudad se sabía tanto de esto como de la bárbara Australia o de las islas del Pacífico. Y
si nosotros, observando personalmente, nos damos cuenta exacta de los sufrimientos de
estos infelices, si observamos su podre alimento y los vemos curvados bajo el peso de
las enfermedades y de la falta de trabajo, encontraremos tal cantidad de miseria y de
privaciones que una nación como la nuestra debería de avergonzarse de su existencia.
He sido párroco de Huddersfield durante tres años, cuando las fábricas andaban mal,
pero no he visto jamás aquí un abandono tan completo de los pobres como en Bethnal-
Green. Ni un padre de familia, entre diez, tiene otro traje que el de trabajo, como no
sean guiñapos; algunos tienen, para cubrirse, nada más que dichas vestimentas y, por
lecho, una bolsa de paja o viruta» (citado por Engels, 1845: 61).

Por otra parte, en el mercado las mercancías de calidad abundan por la mañana,
«pero cuando los obreros llegan, lo mejor ha sido ya vendido, y aun cuando así no
fuera, probablemente no podrían comprarlo. Las papas compradas por los obreros son,
en su mayor parte, malas; las legumbres pasadas, el queso viejo y de mala calidad, el
tocino rancio, la carne flaca, vieja, dura, de animales viejos o enfermos, a menudo ya
medio podrida. Los vendedores son, en su mayoría, pequeños revendedores que
compran las cosas peores, que pueden revender así a poco precio, a causa de su mala
calidad. Los obreros más pobres deben usar aún alguna treta para poder tener con su
escaso dinero el artículo que desean comprar, aunque sea de mala calidad. Como las
tierras deben cerrarse a mediodía del sábado y el domingo permanecen cerradas, entre
las 10 y las 12 del sábado se venden a precio bajísimo todas aquellas mercancías que no
se pueden conservar hasta el lunes. De aquello, sin embargo, las diez o las nueve
décimas partes no son ya utilizables el domingo a la mañana, y esos artículos forman la
comida dominical de la clase obrera más pobre» (Engels, 1845: 100). Y tomando a sus
adversarios por testimonio afirma que «Los negociantes y fabricantes falsifican todos
los alimentos de manera injustificable y sin ningún miramiento por la salud de quienes
deben consumirlos» (Engels, 1845: 101). «El rico no es engañado porque puede pagar los
precios elevados de las grandes tiendas, que tienen que mantener su prestigio y que se
perjudicarían mucho teniendo mercancías malas o falsificadas; el rico está habituado a
la buena comida y con su paladar delicado nota el engaño fácilmente. Pero el pobre, el
obrero, para quién un par de centavos cuenta mucho, que por poco dinero debe
adquirir muchas mercaderías, que no debe ni puede examinar escrupulosamente la
calidad, porque no tiene ocasión de educar su gusto, que recibe todas las mercaderías
falsificadas y a menudo envenenadas, acude a los pequeños comerciantes, debe, tal vez,
comprar a crédito, y estos negociantes, que a causa de su pequeño capital y del mayor
precio de compra no pueden vender de ningún modo a bajo precio, como los grandes
vendedores al menudeo, deben, por el bajo precio que exigen sus clientes y para vencer
la competencia de los otros, quieras o no, procurarse mercaderías falsificadas. Además,
si un importante vendedor minorista, que ha empeñado en su negocio, un gran capital,
se dejara atrapar como falsificador, estaría arruinado; ¿qué tiene que temer, en cambio,
un pequeño comerciante que provee de géneros a una sola calle, si se descubren sus
falsificaciones?... Pero no sólo en la calidad, sino también en la cantidad es engañado el
obrero inglés; los pequeños comerciantes tienen, en su mayor parte, pesas y medidas
falsas; y puede verse una increíble cantidad de condenas que se producen diariamente,
según las informaciones policiales por dichos delitos» (Engels, 1845: 102-103).

En Inglaterra, así como en Irlanda, el té es una bebida necesaria, como en


Alemania el café, «y donde no se bebe té es que domina la más tétrica pobreza» (Engels,
1845: 104). Y toda esta miseria es la de los trabajadores, es decir, la de los parados, pues
los parados son abandonados a su suerte a beber y comer de lo que le echen, a pedir
limosna, o a robar o morir de hambre. Esa es la libertad que tenían.

Engels no dice que todos los trabajadores londinenses viviesen en tal estado de
lamentable miseria, pero sí afirma que «miles de familias, honestas y diligentes, mucho
más honorables y decentes que todos los ricos de Londres, se encuentran en esta
situación indigna de hombres, y que cualquier proletario, sin excepción, sin que sea su
culpa, y a pesar de todas las privaciones, puede ser golpeado en igual forma… En
Londres, cada mañana se levantan cincuenta mil personas que no saben dónde podrán
reposar la noche siguiente. Los felices, entre ellos, que logran ahora un penny o dos, irán
a uno de los llamados albergues (lodginghouse) numerosísimos en todas las grandes
ciudades, donde encontrarán con su dinero un asilo. Pero ¡qué asilo! La casa está repleta
de camas, de arriba abajo: cuatro, seis lechos de una pieza, tantos como puedan entrar.
En cada lecho se ubican cuatro, cinco, seis personas a la par, cuantas puedan caber,
enfermos y sanos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, borrachos y hambrientos, todos
amontonados, como vengan. Hay discusiones, riñas, heridas; y si los compañeros de
lecho están de acuerdo, es todavía peor: se combinan robos, o se hacen cosas que
nuestra lengua humana no puede reproducir con palabras. ¿Y los que no pueden
pagarse tal alojamiento? Duermen donde encuentran lugar: en los pasajes, bajo arcadas,
en un rincón cualquiera donde los propietarios y la policía los dejan dormir en paz;
algunos se van a las casas abiertas, aquí y allá, por la beneficencia barata; otros duermen
en los bancos de los parques, bajo las ventanas de la reina Victoria» (Engels, 1845: 63).

Ya en 1839 escribía el comisionado por el Gobierno de Su Majestad, el liberal


escocés y enemigo del movimiento obrero J. C. Symons, sobre la situación en Glasgow:
«Los wynds de Glasgow encierran una población fluctuante de quince a veinte mil
personas. Este barrio de Glasgow consiste en calles estrechas y coutrs en medio de las
cuales se encuentra siempre un montón de basuras. Por muy repugnante que fuese el
aspecto exterior de estos lugares, todavía no estaba preparado para ver la miseria y
suciedad del interior. En algunas de aquellas piezas para dormir, que nosotros (el
superintendente de policía capitán Miller y Symons) visitamos de noche, encontramos
un piso de seres humanos extendidos sobre el suelo, a menudo de quince a veinte,
algunos vestidos, otros desnudos, hombres y mujeres en desorden. Su cama era un
lecho de paja podrida, mezclada con algunos andrajos. Poco o ningún mueble; lo único
que daba a estas cuevas cierto aspecto de habitación era un fuego encendido en la
chimenea. El robo y la prostitución son los principales medios de vida de esta gente.
Nadie parece preocuparse de limpiar este establo de Augias, este pandemónium, este
cúmulo de delitos, suciedad y pestilencia, que se encuentran en el centro de la segunda
ciudad del reino. Un cuidadoso examen de los barrios más bajos de las otras ciudades,
no nos han presentado, nunca algo que fuese ni la mitad de malo, ni por la intensidad
de infección moral y física, ni por la densidad relativa de la población. En estos barrios,
la mayor parte de las casas han sido declaradas inhabitables por el tribunal, pero
precisamente éstas son las más pobladas, porque, según la ley, no se puede cobrar por
ellas ningún alquiler» (citado por Engels, 1845: 70-71).

Y antes, entre 1833 y 1835, en su viaje a Inglaterra por la zona industrial de


Manchester, el liberal francés Alexis Tocqueville describió el «laberinto infecto» y el
«infierno» de las miserables casuchas en las que vivían los obreros que eran como «el
último asilo que puede ocupar el hombre entre la miseria y la muerte. Sin embargo, los
seres infelices que ocupan tales cuchitriles suscitan la envidia de algunos de sus
semejantes. Bajo sus miserables moradas se halla una fila de cavernas a las que se
accede a través de un corredor semi-subterráneo. En cada uno de esos lugares húmedos
y repugnantes se hacinan en barahúnda doce o quince criaturas humanas» (citado por
Losurdo, 2005: 193-194).

A todo esto hay que añadir los vicios del alcohol y las drogas, que envenenaron
al pueblo (y no digamos lo que el Imperio Británico hizo con tal sustancia en China).
Según dijo lord Ashley (1801-1885) en la sesión de la cámara baja del 28 de febrero de
1843, «la clase obrera gasta cada año veinticinco millones de libras esterlinas en bebidas
alcohólicas» (citado por Engels, 1845: 162). Y continúa Engels: «Todos podemos
fácilmente imaginar las consecuencias: la destrucción del aspecto exterior de la persona,
la ruina de la salud física e intelectual y el relajamiento de todos los resortes de la
familia. Las ligas de templanza mucho han hecho, pero ¿qué efecto pueden tener 200
Teatotellers sobre millones de obreros? Cuando el padre Mathew, apóstol irlandés de la
templanza, viaja a través de las ciudades inglesas, de treinta a sesenta mil obreros hacen
promesa de no beber, pero a las tres semanas la mayor parte ha olvidado sus votos. Si
calculamos la masa de los que en los últimos tres o cuatro años han hecho promesa de
no beber, sobrepasa al número de la gente que vive en las ciudades, y no se nota que el
vicio de la bebida decrezca» (Engels, 1845: 162).

También tanto en los distritos fabriles como rurales el consumo de opio se


extendió entre los obreros adultos, y según los farmacéuticos era el artículo más
solicitado, con las consecuencias de que los lactantes se contraía y quedaban arrugados
como ancianos. «Véase cómo la India y China se vengan de Inglaterra» (Marx, 1867:
397).

Además, la burguesía inglesa, al brutalizar a los obreros ha hecho de Inglaterra


«la nación que cuenta con mayor número de delincuentes» (Engels, 1845: 164).

Con todo esto, la situación en Inglaterra se basaba en que los obreros


industriales, condenados a vivir desde los nueve años hasta su muerte en la fábrica, al
ser mutilados física e intelectualmente, «son más esclavos que los negros de América,
porque son más ásperamente vigilados y además se pretende que vivan, piensen y
sientan humanamente. En verdad, sólo pueden sentir el odio más ardiente contra sus
opresores y contra el orden de cosas que los reduce a tal condición, que los degrada
hasta el nivel de la máquina. Pero es todavía mucho más infame, según dicen
unánimemente los obreros, que haya un gran número de fabricantes que, con la más
inhumana dureza, hieran con penas en dinero a los obreros, a fin de engrosar su
ganancia con los centavos robados a los proletarios, privados de toda fortuna» (Engels,
1845: 214).

«Es verdaderamente indignante la forma en que es tratada por la moderna


sociedad la masa de los pobres. Se la lleva a las grandes ciudades, donde respira un aire
más malo que en su lugar natal, se la exila en barrios que, por su construcción, están
peor ventilados que otros, les son negados todos los medios para la limpieza, se les
quita el agua, mientras solamente contra pago se colocan las cañerías, estando los ríos
tan infestados, que ya no pueden servir a los efectos de la limpieza; se la obliga a tirar
en la calle todos los residuos y desperdicios, el agua sucia y, a menudo, las más
nauseabundas inmundicias y el estiércol, al mismo tiempo que se le impiden todos los
medios de actuar de otro modo; se la obliga, así, a apestar sus propios barrios. Y todavía
hay más. Todos los males imaginables caen sobre la cabeza de los pobres. La población
de la ciudad es, generalmente, ya demasiado densa, de manera que en un solo local
debe amontonarse mucha gente. No contentos con haber corrompido la atmósfera de
las calles, se encierran por docenas los individuos en una sola habitación, de modo que
el aire que respiran por la noche se vuelve completamente sofocante. Se da a esta gran
masa de obreros habitaciones húmedas, sótanos que desde abajo, o desvanes que desde
arriba, no son impermeables. Sus casas están hechas de modo que el aire húmedo no
puede ser eliminado. Se les dan trajes pésimos, harapientos o que están por romperse;
alimento malo, adulterado y difícilmente dirigible. Se expone a esta multitud de pobres
a los más bruscos cambios en el trato y a las más violentas vicisitudes de angustias y
esperanzas; se la cansa como al salvaje, no se la deja jamás en paz, en el tranquilo goce
de la vida. Se le sustraen todos los goces, excepto los del sexo y la bebida; al mismo
tiempo, se la debilita diariamente hasta el completo relajamiento de las fuerzas físicas,
y, en consecuencia, se excita de continuo hasta el más desenfrenado exceso en los dos
únicos placeres que le restan» (Engels, 1845: 131-132).

En las minas inglesas hacia 1860 morían un promedio semanal de 15 hombres.


«Según el informe sobre Coal Mines Accidents (6 de febrero de 1862), en el decenio 1852-
1861 fueron muertos un total de 8.466. Pero este número es demasiado reducido, como
lo dice el propio informe, ya que durante los primeros años, cuando los inspectores
acababan de ser investidos y sus distritos eran demasiado grandes, hubo una gran
cantidad de casos de accidentes y casos fatales que ni siquiera se comunicaron.
Precisamente la circunstancia de que, a pesar de la aún grande matanza y del poder
insuficiente y número exiguo de los inspectores, la cantidad de accidentes haya
disminuido en mucho desde que se instaurara la inspección, demuestra la tendencia
natural de la explotación capitalista. Este sacrificio de vidas humanas se debe, en su
mayor parte, a la sórdida avaricia de los propietarios de minas, quienes a menudo sólo
hacían cavar un solo pozo, por ejemplo, de modo que no sólo había una ventilación
eficaz, sino que tampoco quedaba una vía posible de escape en cuanto dicho pozo
quedase obstruido» (Marx, 1894: 88).

En 1866 el doctor Julian Hunter informando sobre viviendas atestadas


londinense decía que dos cosas son indudables: «la primera, que en Londres existen
aproximadamente 20 grandes nucleamientos, compuestos cada uno de unas 10.000
personas, cuya miserable condición -resultado, casi por entero, de sus malos
alojamientos- supera todo lo que se haya visto nunca en cualquier otra parte de
Inglaterra; la segunda, que el hacinamiento y el estado ruinoso de las cosas que
componen esos nucleamientos son mucho peores que veinte años atrás». Y sobre los niños
de dichos nucleamientos afirma: «No sabemos cómo se criaría a los niños antes de esta
época de densa aglomeración de los pobres, y sería un profeta audaz el que nos
predijera qué conducta puede esperarse de niños que, bajo circunstancias sin paralelo
en este país, se educan actualmente para su práctica futura como clases peligrosas,
pasando media noche sentados con personas de todas las edades […], borrachas,
obscenas y pendencieras» (citado por Marx, 1867: 646).

Ya William Gladstone (1809-1898) en la Cámara de los Comunes el 14 de febrero


de 1843 dijo: «Uno de los rasgos más sombríos que presenta la situación social del país
es que mientras se registra una mengua en la capacidad popular de consumo y un
aumento en las privaciones y la miseria de la clase trabajadora, al mismo tiempo se
verifica una acumulación constante de riqueza en las clases superiores y un constante
incremento de capital» (citado por Marx, 1867: 639). Pero no era verdad que la pobreza
de las masas proletarias iba in crescendo y ello daría paso inevitablemente a un estallido
revolucionario.

Como decía Samuel Laing (1810-1897), «En ningún otro terreno los derechos de
las personas han sido sacrificados tan abierta y desvergonzadamente al derecho de la
propiedad como en el caso de las condiciones habitacionales de la clase obrera. Toda
gran ciudad es un sitio consagrado a los sacrificios humanos, un altar en el que
anualmente se inmola a miles de personas al Moloc de la avaricia» (citado por Marx,
1867: 645).

El 21 de enero de 1853 Marx escribía para el New York Tribune: «Si alguna
propiedad ha sido alguna vez un auténtico robo, nunca lo ha sido más literalmente que
en el caso de las tierras de la aristocracia británica. Robo de propiedades eclesiásticas,
robo de terrenos comunales, fraudulenta transformación -acompañada de asesinatos- de
propiedades patriarcales y feudales en propiedades privadas… así son los títulos de
propiedad de los aristocráticos británicos» (Marx, 2013: 64).

Y el 1 de agosto de 1854 comentaba también para el New York Tribune: «La prieta
y estrecha esfera en que se mueven se debe hasta cierto punto al sistema social del que
forman parte. Si la nobleza rusa vive incómoda entre la opresión a que la somete el zar
por arriba y la espantosa esclavitud a la que ella somete a las masas por debajo, la clase
media inglesa esta embutida entre la aristocracia por un lado y las clases trabajadores
por otro. Desde la paz de 1815, siempre que ha querido actuar contra la aristocracia, la
clase media ha sostenido ante las clases trabajadores que sus quejas eran atribuibles al
monopolio y al privilegio de esa aristocracia. Así, la clase media consiguió que los
trabajadores la apoyasen en 1832 cuando deseaban la Ley de Reforma, pero, tras
conseguir sus aprobación por sus propios medios, se la han negado a la clase obrera -por
ejemplo, en 1848 se opusieron a ella armados con porras de policía especiales-. A
continuación, los Aranceles del Grano se convirtieron en la nueva panacea de las clases
trabajadoras. Esta vez fue la aristocracia la que ganó la batalla, pero los “buenos
tiempos” estaban por llegar, hasta que el año pasado, como para impedir una política
similar en el futuro, la aristocracia se vio obligada a aceptar el impuesto de sucesiones
de bienes inmuebles, tributo del que, egoístamente, se venía eximiendo a sí misma
desde 1793 mientras forzaba la aprobación del impuesto de sucesión del patrimonio
personal. Con esta especie de protesta se esfumó la última oportunidad de timar a las
clases trabajadoras diciéndoles que su dura suerte se debía únicamente a la legislación
aristocrática. Ahora los obreros han abierto los ojos y empiezan a gritar: “¡Nuestro San
Petersburgo está en Preston!”. En realidad, los ocho últimos meses hemos sido testigos
de un extraño espectáculo en la ciudad: un ejército estable de catorce mil hombres y
mujeres subsidiado por sindicatos y talleres de todos los rincones del Reino Unido para
que libre una gran batalla por el dominio social contra los capitalistas, y, por su parte, a
los capitalistas de Preston respaldados por los capitalistas de Lancashire» (Marx, 2013:
97-98).

El 7 de abril de 1857 escribía: «Los informes de los inspectores de fábricas


prueban más allá de toda duda que las infamias del sistema de factorías británico crecen
con el crecimiento del sistema; que las leyes aprobadas para poner freno a la cruel
codicia de los patrones son una impostura y una ilusión, redactadas de tal forma que
frustran sus propios fines y desbaratan los esfuerzos de los hombres encargados de
velar por su aplicación; que el antagonismo entre patronos y operarios está alcanzando
el punto de no retorno de una guerra social; que el número de niños menores de trece
años absorbidos por este sistema se incrementa en algunos sectores y el de mujeres en
todos ellos; que, aunque se emplea el mismo número de peones en proporción a los
caballos de potencia de períodos anteriores, hay menos en proporción con la
maquinaria; que, en virtud de la economía de fuerzas, la máquina de vapor permite
emplear más maquinaria que hace diez años; que un gran cantidad de trabajo se pierde
hoy a causa del aumento de velocidad de la maquinaria y de otras técnicas; y que los
patrones se están llenando rápidamente los bolsillos» (Marx, 2013: 111).

Como dice Marx en El Capital, en este desolador escenario «Dante encontraría


sobrepujadas sus más crueles fantasías» (Marx, 1867: 247). «El inglés, versado en las
Sagradas Escrituras, sabía bien que el hombre al que la predestinación no ha elegido para
capitalista, terrateniente o beneficiario de una sinecura está obligado a ganarse el pan
con el sudor de su frente, pero no sabía que con su pan tenía que comer diariamente
cierta cantidad de sudor humano mezclado con secreciones forunculosas, telarañas,
cucarachas muertas y levadura alemana podrida, para no hablar del alumbre, la
arenisca y otros ingredientes minerales igualmente apetitosos» (Marx, 1867: 249).

En un discurso que pronunció el señor John Bright (1811-1889) en Birminghan el


13 de diciembre de 1865, que se publicó el día después en el Morning Star, tras hablar de
5 millones de familias que en modo alguno estaban representadas en el parlamento del
Gobierno de Su Majestad, se decía: «Entre ellos hay en el Reino Unido un millón, o
mejor dicho más de un millón, que figuran en la desdichada lista de los paupers
[indigentes]. Hay otro millón que aún se mantiene apenas por encima del pauperismo,
pero que está permanentemente en peligro de convertirse asimismo en paupers. Su
situación y sus perspectivas no son más favorables. Contemplad ahora las ignorantes
capas inferiores de esta parte de la sociedad. Considerad su situación abyecta, su
pobreza, sus padecimientos, su total desesperanza. Incluso en los Estados Unidos,
incluso en los estados sureños durante el imperio de la esclavitud, todo negro creía aún
que alguna vez le tocaría un año de jubileo. Pero para esta gente, para esta masa de los
estratos de nuestro país no existe -y estoy aquí para decirlo- ni la creencia en
mejoramiento alguno, ni siquiera la aspiración de que ello ocurra. ¿Habéis leído
últimamente en los diarios un suelto acerca de John Cross, un jornalero agrícola de
Dorsetshire? Trabajaba 6 días por semana, tenía un excelente certificado extendido por
su empleador, para quien había laborado durante 24 años por un salario semanal de 8
chelines. John Cross debía mantener con este salario una familia de 7 hijos en su cabaña.
Para procurarle calor a su mujer enfermiza y a su niño de pecho tomó -legalmente
hablando, creo que la robó- una valla de madera por valor de 6 peniques. Por ese delito,
los jueces de paz lo condenaron a 14 o 20 días de cárcel. Puedo deciros que pueden
hallarse en todo el país muchos miles de casos como el de John Cross, y especialmente
en el sur, y que su situación es tal que hasta el presente ni el investigador más
concienzudo ha estado en condiciones de resolver el misterio de cómo consiguen
mantener unidos cuerpo y alma. Y ahora echad una mirada a todo el país y contemplad
esos 5 millones de familias y la situación desesperante de este estrato de las mismas.
¿No puede decirse, en verdad, que la gran mayoría de la nación, excluida del sufragio,
trabaja y brega penosamente, día tras día, y casi no conoce reposo? Comparadla con la
clase dominante -aunque si lo hago yo, se me acusará de comunismo… pero comparad
esa gran nación que se mata trabajando y que carece del voto, con la parte que puede
considerarse como las clases dominantes. Observad su riqueza, su ostentación, su lujo.
Observad su fatiga -pues también entre ellos hay fatiga, pero se trata de la fatiga de la
saciedad- y observad cómo corren presurosos de un lado a otro, como si lo único que
importara fuese descubrir nuevos placeres» (citado por Marx, 1894: 660-661).

Otro asunto escandaloso era el de la explotación infantil. En la Inglaterra del


siglo XVIII cuando el taller automatizado daba sus primeros pasos, los niños era
«obligados a trabajar a golpes de látigo; se convirtieron en objeto de comercio y se
hacían contratos con los hospicios» (Marx, 1847: 248). Ya en el siglo XIX, «El informe de
la comisión central cuenta que los fabricantes comenzaban a ocupar a los niños a veces
de cinco años, frecuentemente de seis, más a menudo de siete, en la mayor parte, de
ocho a nueve años; que la duración del tiempo de trabajo era, diariamente, de 14 a 16
horas (fuera de las horas libres para la comida), que los fabricantes dejaban que los
capataces pagasen y maltratasen a los niños, y que ellos también, con frecuencia,
recurrían a las manos; se narra un caso en que un fabricante escocés persiguió a un
muchacho de dieciséis años que huiría, lo obligó a trotar como un caballo, a correr ante
él, golpeándolo continuamente con una fusta» (Engels, 1845: 186). «Los ingleses, que
gustan de tomar la primera manifestación empírica de una cosa por su causa, suelen
considerar que el gran robo de niños que en los comienzos del sistema fabril practicó el
capital, a la manera de Herodes, en asilos y orfanatos -robo mediante el cual se
incorporó un material humano carente por entero de voluntad propia-, fue la causa de las
largas jornadas laborales en las fábricas. Así, por ejemplo, dice Fielden, fabricante inglés
él mismo: “Las largas jornadas laborales […], es evidente, tienen su origen en la
circunstancia de que se recibió un número tan grande de niños desvalidos, procedentes
de las distintas zonas del país, que los patrones no dependían ya de los obreros; en la
circunstancia de que una vez que establecieron la costumbre gracias al mísero material
humano que había obtenido de esa manera, la pudieron imponer a sus vecinos con la
mayor facilidad”» (Marx, 1867: 400-401). «El trabajo forzoso en beneficio del capitalista
no sólo usurpó el lugar de los juegos infantiles, sino también el del trabajo libre en la
esfera doméstica ejecutando dentro de límites decentes y para la familia misma» (Marx,
1867: 392).
Los niños pobres eran reclutados en las workhouses, las Casas de Trabajo, ya que
la Lancashire para sus fábricas de hilados y tejidos necesitaba dedos ágiles y pequeños.
Estas casas pertenecían a parroquias de Londres, Birmingham y otras ciudades. Miles
de niños vagabundos de entre siete y catorce años -como observó el reformador y
benefactor social John Fielden (1784-1849), que cita Marx- fueron enviados hacia el
norte, donde el amo (que no era otra cosa que un ladrón de niños) «se encargaba de
vestir, alimentar y alojar a sus aprendices en una casa ad hoc cercana a la fábrica.
Durante el trabajo tenían vigilantes. Los cabos de varas tenían interés en hacer pringar a
estos niños, pues según la cantidad de productos que sabían extraerles, su propia paga
disminuía o aumentaba. La consecuencia natural fueron los malos tratos… En muchos
distritos fabriles, particularmente en Lancashire, estos seres inocentes, sin amigos ni
apoyos, que habían sido entregados a los dueños de fábrica, fueron sometidos a las
torturas más horrorosas. Agotados por el exceso de trabajo… fueron azotados,
encadenados, atormentados con los refinamientos más estudiados. A menudo, cuando
más fuerte le retorcía el hambre, el látigo les mantenía trabajando» (citado por Suret-
Canale, 2001: 44).

Los comisionados de la Children’s Employmente Commission denunciaron la


explotación infantil desenfrenada en general y la industrial domiciliaria en particular
afirmando que «los padres ejercen un poder arbitrario y funesto, sin trabas ni contra,
sobre sus jóvenes y tiernos vástagos… Los padres no deben detentar el poder absoluto
de convertir a sus hijos en simples máquinas, con la mira de extraer de ellos tanto o
cuanto salario semanal… Los niños y adolescentes tienen el derecho de que la
legislación los proteja contra ese abuso de la autoridad paterna que destruye
prematuramente su fuerza física y los degrada en la escala de los seres morales e
intelectuales» (citado por Marx, 1867: 481-482). Y comenta Marx: «No es, sin embargo, el
abuso de la autoridad paterna lo que creó la explotación directa o indirecta de fuerzas
de trabajo inmaduras por el capital, sino que, a la inversa, es el modo capitalista de
explotación el que convirtió a la autoridad paterna en un abuso, al abolir la base
económica correspondiente a la misma» (Marx, 1867: 482).

También la locura hizo estragos en la metrópolis (y no ya la locura objetiva que


para Marx venía a ser la injusticia distribuida por el capitalismo -con todos sus
progresos y refinamientos- sino la locura subjetiva, psicológica). Así lo expresaba Marx
para el New York Tribune el 20 de agosto de 1858: «Tal vez no haya en la sociedad
británica hecho más contrastado que el de que, en época moderna, entre el crecimiento
de la riqueza y la indigencia existe una correspondencia directa. Es curioso, además,
que la misma ley parezca aplicarse a la locura. El aumento de la locura en Gran Bretaña
corre parejo al de las exportaciones y supera al de la población. Su rápido avance en
Inglaterra y Gales entre 1852 y 1857, período de prosperidad comercial sin precedentes,
resulta evidente» (Marx, 2013: 113).

Según las estadísticas que manejaba Marx, en 1857 1 de cada 701 personas estaba
loca. Entre ellos, la condiciones de los locos indigentes eran infrahumanas: «Hablando
en general, habrá en Inglaterra pocos establos que, al lado de los pabellones de los locos
de los hospicios para pobres, no parezca tocadores de señora y en los que el trato que
reciben los cuadrúpedos no se pueda calificar de sentimental en comparación con el que
se dispensa a los locos pobres» (Marx, 2013: 120).

De 1850 a 1873 fue la época de bonanza económica que haría del Imperio
Británico la primera potencia mundial, es decir, el Imperio hegemónico en la política
internacional o Realpolitik, y también el Imperio capitalista por antonomasia, el sistema
liberal realmente existente. «Curiosamente, el apogeo del Imperio británico no acabó con
el hambre ni limó las enormes diferencias sociales, sino que más bien profundizó un
rígido sistema clasista que es característico de la sociedad británica» (Roca Barea, 2016:
405).

Sobre toda esta miseria Federico no se pronuncia mucho en su libro, como es


natural en un apologeta del capitalismo. Nuestro autor piensa que La situación de la clase
obrera en Inglaterra era «un prodigio de medias verdades guiadas por el propósito previo
de demostrar la miseria irremediable de los trabajadores. Engels le cuenta a Marx en
1844 la razón última de su libro: “Ante el tribunal de la opinión pública acuso a las
clases medias inglesas de asesinato en masa, robo al por mayor y todos los delitos
existentes”. Lo que se dice un modelo de ecuanimidad científica [igualito que
Solzhenitsyn]. Tanto Engels como Marx usan datos oficiales de denuncias de
irregularidades y anomalías en algunas empresas que habían sido sancionadas o
cerradas por incumplir la ley como si esa fuera la norma de todas ellas, y no
precisamente las excepciones sancionadas» (p. 213, corchetes míos). Aun siendo cierto
que la miseria de los obreros no fue in crescendo, sí es cierto que la miseria descrita por
Engels era bien real. Pero para Federico el escrito del joven Engels sólo es «propaganda»
(p. 213), la cual -según dice- se mantiene en la actualidad, lo cual valdría tanto como
decir que se trata de un caso de «leyenda negra» anticapitalista (o antibritánica).
«Visitando en 2015 el excelente Museo de la Industrialización de Manchester, pude ver
cómo los niños se jugaban la vida limpiando los bajos de las primeras máquinas
algodoneras. Pero ni una palabra sobre las leyes que prohibieron esa actividad o la
prohibición del trabajo infantil. Había -todavía hay- que demostrar que el capitalismo
era inhumano y no tiene remedio. Si lo tuviera, ¿para qué la revolución?» (p. 213).

Federico advierte que dos investigadores de Cambridge (no da los nombres)


«demostraron hace un siglo que buena parte de los datos de Engels y, por tanto, de
Marx, sobre la industria inglesa son parciales o están groseramente falsificados. Es
igual. Se trata, como sinceramente decía Engels, de provocar en las clases medias
-aunque ni Marx ni Engels aclarasen nunca qué es una clase- un sentimiento de culpa
por la existencia del mal en el mundo y la explotación del pobre. ¿Quién, ante tanta
pena, no tendrá buenos sentimientos o fingirá tenerlos?» (213).

6. Los bombardeos contra civiles

En 1937 llegó a decir Winston Churchill en la Cámara de los Comunes: «En mi


opinión, si en un conflicto igualado, uno de los bandos se dedica a intimidar y a matar a
la población civil, y el otro ataca con firmeza objetivos militares… la victoria recaerá en
el bando… que haya evitado el horror de hacer la guerra contra los débiles e
indefensos» (citado por Hastings, 2009: 1178). Pero a la hora de la verdad tuvo que
aceptar otra visión de hacer la guerra. De hecho los bombardeos fueron durante meses,
incluso años, el único método que emplearon los británicos para combatir a los
alemanes, pues como estrategia ofensiva no tenían nada más que aportar. Los
bombardeos ponían de manifiesto ante el mundo que Gran Bretaña no sólo estaba
dispuesta a resistir sino también a atacar al enemigo (lo que implicaba a su población
civil). Ya en 1931, cuando la Sociedad de Naciones quiso prohibir los bombardeos
contra civiles, Gran Bretaña se negó y puso como pretexto que los bombardeos eran un
instrumento de control colonial contra cualquier intentona independentista. Es decir,
los bombardeos eran necesarios para la perseverancia del Imperio depredador británico.

El primer bombardeo a la población civil se produjo el 11 de mayo de 1940 sobre


la ciudad alemana de Freiburgo, que era una ciudad totalmente alejada de las zonas de
operaciones militares, y además carecía de industrias vinculadas con la guerra. La Royal
Air Force (RAF) acabó con la vida de 53 civiles, incluyendo a 25 niños que jugaban en
un jardín, e hirió a otras 151 personas (datos que ofreció la Cruz Roja Norteamericana a
través del New York Times). El secretario del Ministerio del Aire de Gran Bretaña, J. M.
Spaight (1877-1968), se vanagloriaba de que fueron los británicos los primeros en llevar
a cabo bombardeos de civiles: «Empezamos a bombardear las ciudades alemanas antes
de que el enemigo procediera de igual forma contra las nuestras. Es, este, un hecho
histórico que debe ser públicamente admitido. Pero como teníamos dudas respecto al
efecto psicológico de la desviación propagandística de que habíamos sido nosotros
quienes habíamos empezado la ofensiva de bombardeos estratégicos, nos abstuvimos
de dar la publicidad que merecía a nuestra gran decisión del 11 de Mayo de 1940.
Seguramente esto fue un error. Era una espléndida decisión» (citado por Bochaca, 1982:
196).

Esto, como era de esperar, trajo represalias alemanas. Cuando los alemanes
bombardearon Londres por primera vez el 7 de septiembre de 1940 (tras varios
bombardeos de la RAF sobre ciudades alemanas) se armó un escándalo en la prensa
internacional; y el pueblo británico, que era reacio a la guerra, se apiñó junto a su
gobierno. Comentaba J. M. Spaight: «Hitler empezó a contestar contra los bombardeos a
ciudades más de tres meses después de que la R.A.F. los hubiera iniciado y siempre
estuvo dispuesto, en cualquier momento, a suspender esa clase de guerra. Desde luego,
Hitler no quería que continuase el mutuo bombardeo» (citado por Bochaca, 1982: 197).
Eran los tiempos en que Hitler quería firmar la paz con el Imperio Británico y
emprender la gran alianza contra la Unión Soviética.

En noviembre de 1942 el mismo Churchill presentó al gabinete de guerra un


memorándum con las siguientes instrucciones acerca de Italia: «Deberían ser atacados
de manera intensiva todos los centros industriales, haciendo toda clase de esfuerzos
para aterrorizar y paralizar a la población» (citado por Hastings, 2009: 2648).
El 25 de agosto de 1940, a causa de las bajas civiles por los bombardeos sobre
Croydon, Churchill ordenó al Mando de Bombarderos de la RAF que bombardease
Berlín, a lo que algunos altos oficiales de la RAF se negaron porque eso haría que los
alemanes respondiesen con más bombas contra los civiles británicos. Pero Churchill
ignoró la advertencia y contestó: «Han bombardeado Londres, de manera intencionada
o no intencionada, y el pueblo británico y Londres especialmente deben saber que
podemos devolver el golpe. Resultaría conveniente para la moral de todos nosotros»
(citado por Hastings, 2009: 482-483). «Los bombardeos provocaban montañas de
escombros, borraban del mapa monumentos históricos, mataban a miles de personas,
causaban desperfectos en las fábricas y ralentizaban la producción. Pero Churchill y sus
colegas fueron viendo cada vez con mayor claridad que el tejido industrial de Gran
Bretaña era demasiado extenso para resultar vulnerable a la destrucción desde el aire.
Los bombardeos aéreos nunca llegaron a amenazar la capacidad de continuar la guerra
que pudiera tener Inglaterra. Los bombardeos de ciudades, que unos años antes habían
sido considerados por muchos estrategas un arma potencialmente capaz de ganar
cualquier conflicto bélico, se comprobó que no tenían unos efectos tan exagerados, a
menos que fueran llevados a cabo con unas bombas de un calibre que la Luftwaffe no
era capaz de lanzar (y durante muchos años tampoco lo sería la RAF)» (Hastings, 2009:
529-531).

Lady Cynthia Colville (1884-1968) comentaría en un desayuno: «si pensáramos


que ésta es la vida corriente de los civiles, sería realmente infernal, pero si pensáramos
que se trata de un asedio, estaríamos desde luego ante uno de los más cómodos de la
historia» (citada por Hastings, 2009: 532).

El 12 de mayo de 1943 Raymond Clapper (1892-1944), el que era primer


corresponsal de guerra estadounidense, dejaría el siguiente testimonio: «El terror y la
brutalidad de la guerra aérea son uno de sus mejores aspectos. Tenemos, por fin, los
medios de hacer inhabitables las ciudades y sembrar -¿por qué no hemos de reconocerlo
abiertamente?- la destrucción sobre barrios de viviendas. Hemos llegado ahora al punto
en el que la guerra se ha hecho tan horrorosa para la población civil, que tal vez se
evidencie algún día su falta de sentido» (citado por Bochaca, 1982: 199).

El 20 de mayo de 1943 diría Anthony Eden (1897-1977) en la conferencia anual


del Partido Conservador: «Sabemos qué conviene a Alemania: no ataques nocturnos o
diurnos, sino ataques nocturnos y diurnos, continuos, sin interrupción, hora tras hora»
(citado por Bochaca, 1982: 197).

Los británicos lanzaron su primer bombardeo incendiario la noche del 28 al 29 de


julio de 1943 en Hamburgo. Según El libro negro de la humanidad semejante bombardeo
acabó en una sola noche con 42.000 personas. El bombardeo a Dresde, en la noche del 13
al 14 de febrero de 1944 terminó, según afirma White siguiendo a Frederick Taylor, con
35.000 muertos, frente a los 135.000 que calculó David Irving (Hutton, 1938).
El News Week, el semanario líder en Estados Unidos, decía el 22 de noviembre de
1943 sobre el ataque aéreo a Berlín: «lo mismo que en Hamburgo, probablemente
muchos refugios se convirtieron en hogueras vivientes. De un extremo de la ciudad al
otro, yacen convertidos en ruinas los monumentos en que estaba materializada tanta
historia alemana» (citado por Bochaca, 1982: 198).

El general Henry Arnold (1886-1950), jefe supremo de las Fuerza Aéreas


Norteamericanas, le llegaría decir a un miembro de la United Press el 14 de diciembre
de 1943: «Cada ciudad y cada aldea de Alemania serán alcanzadas por nuestros
bombardeos. Alemania puede prever ahora que el número de los sin hogar aumentará
constantemente y que el aprovisionamiento de todo lo necesario para la vida de su
población se hará cada vez más difícil» (citado por Bochaca, 1982: 197). Y el 14 de marzo
de 1944 añadiría: «¡Podemos poner tapices de bombas en Alemania! Es más indicado
para quebrantar la moral de un pueblo; produce confusión en una comunidad y
contribuye a la destrucción de una ciudad más que a la de un objetivo, como nosotros
intentamos hacerlo» (citado por Bochaca, 1982: 198).

Tras el bombardeo de Dresde, Frederick Veale (1897-1976) diría al respecto: «Para


la mente popular quizá lo mejor que puede decirse del lanzamiento de la primera
bomba atómica es que la muerte cayó literalmente del cielo azul sobre la ciudad
condenada. Pero lo que ocurrió allí, puede parecer menos turbador que lo que ocurrió
unos meses antes en Dresde, cuando una gran masa de mujeres y niños sin hogar se
puso en camino hacia ahí y tuvo que correr alocada por una ciudad desconocida en
busca de un lugar seguro, en medio de explosiones de bombas, fósforo ardiendo y
edificios que se derrumbaban» (citado por Bochaca, 1982: 201).

Tras Dresde le tocaría a la ciudad de Chemnitz, sobre la que los servicios de


información ordenaron a las escuadrillas estadounidenses: «Esta noche, el objetivo será
Chemnitz. Vais allí para atacar a los refugiados que van llegando, tras el ataque a
Dresde la noche pasada. Vuestras razones para ir allí son de acabar con todos los
refugiados que puedan haberse escapado del fuego de Dresde. Llevareis el mismo
cargamento de bombas, y si el ataque de esta noche tiene el mismo éxito que el de la
noche pasada, ya no volveréis a realizar incursiones en el frente ruso» (citado por
Bochaca, 1982: 201).

Según la revista estadounidense Spotlight, correspondiente a su número del 8 de


junio de 1981, a finales de 1944 Churchill quiso lanzar bombas bacteriológicas sobre las
ciudades alemanas (Berlín, Hamburgo, Frankfurt y Sttugart). El primer ministro
planeaba arrojar un millón de pequeñas bombas sobre cada una de las ciudades
mencionadas. Las bombas llevarían instaladas bacterias de ántrax, sustancia que afecta
mortalmente tanto a personas como a animales. Esto hubiese dejado a tales ciudades
desoladas y desalojadas de habitantes. La razón de que semejante ataque no se llevase a
cabo fue porque no llegaron a producirse el número suficiente antes de que la guerra
llegase a su fin.
El 28 de marzo de 1945 el primer ministro le informó a Charles Portal (1893-1971), jefe
del Estado Mayor del Aire, y al comité de jefes de Estado Mayor: «Me parece que ha llegado el
momento de revisar la cuestión del bombardeo de las ciudades alemanas simplemente con el fin
de intensificar el terror, aunque se aduzcan otros pretextos. De lo contrario, acabaremos
apoderándonos de un país completamente arrasado… La destrucción de Dresde sigue planteando
una objeción importante en contra de la forma que tienen los aliados de llevar a cabo los
bombardeos… Siento la necesidad de una concentración más precisa en objetivos militares, como
los oleoductos o las vías de comunicación inmediatamente detrás de la zona de combate, y no en
meros actos de terror y destrucción gratuita, por impresionante que ésta sea» (citado por
Hastings, 2009: 2629-2630).

A Portal le ofendió el comentario. Churchill elaboró un nuevo informe algo más


prosaico que firmó el 1 de abril: «Me parece que ha llegado el momento de revisar la
cuestión de los llamados “bombardeos de zona” de las ciudades alemanas desde el
punto de vista de nuestros intereses…» (citado por Hastings, 2009: 2631).

Y sobre el bombardeo de Potsdam dijo el primer ministro: «¿Qué sentido tiene


presentarse en Potsdam y hacerla saltar por los aires?» (citado por Hastings, 2009: 2632).

Brendan Bracken (1901-1958), miembro del Gabinete de Guerra británico y jefe de


fila del Partido Conservador, llegaría a decir: «nuestros planes son: bombardear
Alemania por todos los medios a nuestro alcance; exterminar por el fuego y destruir sin
piedad a los pueblos responsables del desencadenamiento de esta guerra. He dicho y
repito, sin piedad» (citado por Bochaca, 1982: 198).

Como decía el editorial de uno de los periódicos más leídos en Estados Unidos:
«Nadie cree ya las habladurías de daños puramente industriales al referirse a las
incursiones de nuestra aviación y de la R.A.F. sobre Alemania. Cuando nuestros
bombarderos toman el vuelo, nuestros campesinos sacuden la cabeza y esperan que ello
signifique la pronta terminación de la guerra. Al fin y al cabo, es preferible que las
matanzas tengan lugar en Alemania» (citado por Bochaca, 1982: 198).

Como dijo tras la guerra el Comodoro del Aire Leslie MacLean, el Estado Mayor
Aéreo Inglés «se alejó de su antigua tradición, hasta el grado de abandonar los últimos
restos de humanidad y caballerosidad, a cambio de nada... pues el ataque terrorista
aéreo fue un fracaso, desde el punto de vista militar, ya que la nación sufrió
bombardeos en escala nunca antes imaginada no se doblegó bajo el terrible castigo»
(citado por Bochaca, 1982: 201).

Churchill le escribía a su esposa confesándole que «mi corazón está afligido por
las historias que se cuentan acerca de mujeres y niños alemanes que, en columnas de
más de sesenta kilómetros de longitud, huyen en masa por las carreteras de su país
hacia el

oeste ante el avance de los ejércitos. Estoy plenamente convencido de que se lo


han buscado, pero ello no implica que pueda quitármelo de la vista. Las miserias del
mundo entero me repugnan, y cada vez temo más que surjan nuevos conflictos a partir
de los que ahora estamos concluyendo con éxito» (citado por Hastings, 2009: 2897-2898).
Lo decía uno de los máximos responsables del tormento de esos niños y mujeres a causa
de los criminales bombardeos contra la población civil alemana (que él denominaba
como «hunos»).

Así justificaba Churchill los bombardeos en sus memorias: «En plena vorágine de
la guerra aquél era el único medio de devolver los golpes. Naturalmente yo fui en
último término responsable… Pero luego dejé de estar seguro de la eficacia del empleo
de los métodos expeditivos» (citado por Hastings, 2009: 26-39). Hasta el Desembarco de
Normandía Churchill defendía que los bombardeos sobre las ciudades alemanas era
algo fundamental para derrotar al Reich.

En El libro negro de la humanidad White fija los muertos por los bombardeos a las
ciudades alemanas, siguiendo a John Keegan (1934-2012), en 593.000 personas, cayendo
la responsabilidad tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. La Royal Aire Force
(RAF) denominaba los daños a la población con la cínica y eufemística terminología de
«daños colaterales».

Afirma nuestro Federico que todos los revisionistas tropiezan con Churchill, el
cual se empeñó en reconocer «la condición irremediablemente totalitaria, incompatible
con las democracias, del comunismo primero y del nacionalsocialismo después. Ni que
decir tiene que esos revisionistas suelen ser siempre de izquierdas» (p. 285). ¡Churchill!
¡El criminal de Churchill! ¡El genocida de Churchill! ¡El racista de Churchill! ¡El
imperialista depredador de Churchill! ¡El hijo de la Gran Bretaña de Churchill! ¡El inútil de
Churchill! ¡El carnicero de Gallípoli! ¡Aquél por el cual los «Tres Grandes» de Yalta
fueron nombrados los «Dos Grandes y Medios»! ¡El alucinado de la Operación
«Impensable»! ¡El que perdió unas elecciones ganando una guerra! Él mismo dijo que
estaba «harto de gobierno de coalición», y quería un gobierno exclusivamente
conservador. Las urnas hicieron que fuese exclusivamente laborista: es lo que tiene la
democracia en la que los votos no son depositados en las urnas a gusto de todos. El
resultado de la guerra fue que el Reino Unido dejó de ser un Imperio. En mayo de 1940
Churchill heredó un Imperio como nunca vieron los siglos; pues bien, bastaron cinco
años de guerra para que lo dilapidase (obviamente no se le puede echar la culpa a un
solo individuo, ni tampoco a todo un gabinete).

El caso de Churchill es un caso de leyenda rosa o dorada, leyenda en la que


Federico también es preso, así como su inseparable colega Pedro J. Ramírez, que
siempre que puede se llena la boca con elogios hacia ese criminal de guerra de la
pérfida Albión llamado Winston Leonard Spencer Churchill, el cual se llenaba la boca
diciendo: «Luchamos por la libertad», esto es, la libertad del Imperio depredador
británico, pero tal Imperio cayó. Ese era Mr. Bloody Churchill: un imperialista que vio
como se hundía su Imperio.
Las ciudades alemanas fueron, junto a las japonesas, las que mayormente
sufrieron los bombardeos, pero también los padecieron Roma, Milán y Venecia, cuyos
barrios residenciales fueron bombardeados; y también París, Bruselas, Amberes, Sofía,
Bucarest y el puerto de Le Havre.

La Convención de la Haya declaró ilegales los bombardeos indiscriminados


contra la población civil. Al escuchar la sentencia de ejecución capital a los nazis en los
juicios de Nüremberg, Churchill se dirigió al general Hastings Ismay (1887-1965) y le
dijo: «Nüremberg demuestra que es importantísimo vencer. Usted y yo nos hubiésemos
visto en un aprieto de no haber vencido» (citado por Bourke, 2002: 138). Es decir,
hubiesen sido condenados a muerte por llevar a cabo indiscriminadamente bombardeos
contra la población civil alemana; por ello, para no ser juzgado, lo importante es la paz
de la victoria para que los vencedores juzguen y condenen a los vencidos. En tal caso, si
se nos permite la ucronía, sobre Churchill tendríamos ahora una leyenda negra (y no la
leyenda dorada que los liberales conservadores nos quieren vender).

En relación a los bombardeos a las ciudades japonesas también habría mucho


que decir. Las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaky fueron el colofón de una
aplastante campaña aérea contra el pueblo japonés, la cual empezó a finales de 1944.
Entre diciembre de 1944 y agosto de 1945 los aviones estadounidenses lanzaron más de
41.000 toneladas de bombas sobra la población japonesa. Según Joanna Bourke
(Blenheim, 1963), estos bombardeos causaron la muerte de 600.000 personas (sólo en
Tokio acabaron con la vida de 137.582 personas, sin contar a los miles y miles de
heridos y los imponentes destrozos). En febrero de 1945 el primer ministro Fumimaro
Konoye (1891-1945) le exigió al emperador Hirohito (1901-1989) que se rindiese a fin de
salvar al país de una revolución comunista. Por entonces un 51% de las casas de la isla
de Japón fueron destruidas por los bombarderos y un 13% fueron eliminadas para
formar cortafuegos.

Según leemos en El libro negro de la humanidad, el 9 y el 10 de marzo de 1945 los


estadounidenses bombardearon Tokio con un total de 84.000 muertos en un tiempo de 6
horas, lo cual, según el estudio de The United States Strategic Bombing Survey (estudio
sobre combates estratégicos), fue el momento en que más personas perdieron la vida
«que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad» (White 2012: 591-592).
Pero eso no parece ser cierto porque, como observa el autor de El libro negro de la
humanidad, «la bomba que mató casi en el acto a 120.000 personas en Hiroshima es el
acontecimiento en el que murió más gente por la mano del Hombre en el espacio más
breve de toda la historia de la humanidad» (White, 2012: 592). Con las bombas atómicas
se batió el récord mundial de matanzas masivas instantáneas.

A día de hoy es bastante reconocida la tesis de que Estados Unidos previó con
antelación el ataque japonés a la flota americana en Pearl Harbor, que además fue
provocado porque el embargo petrolífero a Japón no dejó a éste otra opción. «Pero, una
vez que el ataque se produce, la guerra es liderada por Washington bajo la bandera de
una indignación moral desde luego hipócrita, a la luz de lo que ahora sabemos, pero
igualmente criminal. No se trata solamente de la destrucción de las ciudades. Piénsese
en la mutilación de cadáveres e incluso en la mutilación de los enemigos agonizantes
para la obtención de trofeos y recuerdos de la batalla, a menudo ostentados tranquila y
orgullosamente. Es sobre todo significativa la ideología que precede a estas prácticas:
los japoneses son descritos como “subhumanos”, recurriendo a una categoría central del
discurso nazi. Y a este discurso nos vemos de nuevo llevados cuando vemos a F.D.
Roosevelt acariciar la idea de la “castración” que debe ser infligida a los alemanes.
Estos, con la guerra ya acabada, son encerrados en campos de concentración donde, por
puro sadismo o por puro espíritu de venganza [más bien será esto último], son
obligados a sufrir hambre, sed, privaciones y humillaciones de todo tipo, mientras en
toda la nación derrotada vaga el espectro del hambre» (Losurdo, 2008: 292, corchetes
míos).

Asimismo, los masivos bombardeos y el doble bombardeo atómico contra las


ciudades japonesas no era ya tanto para derrotar a Japón (que también) sino para cercar
a la Unión Soviética. Y de esto Stalin era muy consciente: «La guerra es una barbaridad,
pero el empleo de la bomba atómica es una superbarbaridad. Y no había necesidad de
usarla. ¡Japón ya estaba condenado! El chantaje con la bomba atómica es la política
americana» (citado por Montefiore, 2010: 535). El mariscal Kiril Manetskov, comandante
del primer Grupo de Ejércitos del Extremo Oriente, sostuvo que las bombas nucleares
fueron arrojadas para intimidar a la Unión Soviética «y al mundo», y al ser lanzadas se
mostró que «la élite estadounidense ya estaba sopesando instaurar su dominio del
mundo» (citado por Gellately, 2013: 218). Ya había avisado un año antes el general
Leslie Groves (1896-1970), jefe del Proyecto Manhattan, que reveló el secreto a un
pequeño grupo de colaboradores durante una cena: «Ustedes se habrán dado cuenta,
naturalmente, de que la razón de ser del proyecto es someter a los rusos» (citado por
Santos, 2012: 593).

Dice nuestro Federico: «En realidad, lo propio del totalitarismo es definir al


enemigo como exterminable y otorgarse plena legitimidad para liquidar a sus
enemigos. Y eso es lo que hace Lenin e imitan sus continuadores en el siglo XX y XXI,
unos con más ambición universal, otros más localistas, pero todos dispuestos a matar a
los que haga falta para alcanzar el poder y eternizarse en él» (p. 306). Exactamente igual
que hicieron y siguen haciendo las potencias llamadas «liberales» y «democráticas».
¿Acaso no supuso un exterminio los masivos bombardeos a las ciudades alemanas y
japonesas? ¡Pues no! Éstos sólo fueron «daños colaterales», que no se entere de otra cosa
la servidumbre.

7. La guerra de Vietnam

Indochina era la parte más rica y hermosa del Imperio colonial francés. La
Administración colonial era criticada en la propia Francia por socialistas y comunistas y
desde 1920 se pensaba que la Komintern hacía lo posible por levantar una insurrección
antifrancesa que debilitase a Occidente, en la lucha contra el imperialismo. El Partido
Comunista de Vietnam no se fundaría hasta 1930 por Nguyen Sinh Cung, también
conocido como Nguyen Ai Quoc, pero que tendría fama mundial con el nombre de Ho
Chí Minh (1890-1969). Su capacidad de enfrentarse a la represión francesa hizo que
liderase la clandestinidad convirtiéndose en la fuerza autóctona más importante. Las
autoridades francesas asustaban a los indígenas con la amenaza comunista, y les hacían
ver que el dominio colonial era la única alternativa que liquidaría tal amenaza. Esto
hizo que la Administración colonial se debilitase. En 1945 el Viet Minh comunista se
adelantó a los nacionalistas prochinos y a los nacionalistas projaponeses y sorprendió a
franceses, japoneses y Aliados. «Francia había invertido en esta lucha el equivalente a la
ayuda recibida del Plan Marshall para su reconstrucción. Y esto para obtener la
consolidación de la RDVN [República Democrática de Vietnam del Norte] y el Viet
Minh comunista, la influencia china al norte y la estadounidense al sur» (Devillers,
1985: 17). Pero Vietnam (como el resto de Indochina) tuvo que sufrir una guerra de
treinta años para conseguir finalmente su independencia.

En la declaración de independencia de Vietnam de 1945 se decía sobre el Imperio


Francés en Indochina que, dicho en nuestros términos, se comportó como un Imperio
depredador: «durante más de veinticuatro años los colonialistas franceses, abusando de la
bandera de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, violaron nuestra tierra y
oprimieron a nuestros compatriotas. Sus actos chocan directamente con los ideales de
humanidad y justicia… Han construido más prisiones que escuelas… Han estrangulado
a la opinión pública y practicado una política de oscurantismo. Nos han impuesto el uso
del opio y del alcohol para debilitar nuestra raza… Han expoliado nuestros arrozales,
nuestras minas, nuestros bosques, nuestras materias primas. Han detentado el
privilegio de emisión de billetes de banco y del monopolio del comercio exterior… Han
inventado centenares de impuestos injustificables y empujado a nuestros compatriotas,
sobre todo a los campesinos y a los comerciantes, a la extrema pobreza… Han impedido
prosperar a nuestra burguesía nacional. Han explotado a nuestros obreros de la manera
bárbara… En otoño de 1940, cuando los fascistas japoneses con idea de combatir a los
aliados invadieron Indochina para organizar nuevas bases de guerra, los colonialistas
franceses se rindieron de rodillas para entregar nuestro país. Después, nuestro pueblo,
bajo el doble yugo japonés y francés, literalmente fue sangrado. El resultado se hizo
terrorífico. En los últimos meses del año pasado y a comienzos de este año, desde
Quang Tri a Vietnam del Norte, más de dos millones de nuestros compatriotas
murieron de hambre. El 9 de marzo [de 1945] los japoneses desarmaron a las tropas
francesas. Los colonialistas franceses huyeron o se rindieron. Así que lejos de
“protegernos”, en el término de cinco años vendieron dos veces nuestro país a los
japoneses… desde el otoño de 1940 nuestro país ha dejado de ser una colonia francesa
para convertirse en una posesión nipona. Después de la rendición de los japoneses,
nuestro pueblo todo se levantó para conquistar su soberanía nacional y fundó la
República Democrática de Vietnam. La verdad es que nuestro pueblo ha retomado su
independencia de manos de los japoneses y no de las de los franceses». (Véase
Devillers, 1985: III).

Como se diría en septiembre de 1955 en el décimo aniversario de la República


Democrática de Vietnam, «Las victorias del valiente ejército soviético sobre la Alemania
de Hitler y después sobre el imperialismo japonés contribuyeron, en gran parte, al éxito
de la insurrección general del 19 de agosto de 1945 y el 2 de septiembre se fundó la
República Democrática de Vietnam». (Véase Devillers, 1985: V).

En 1949 los chinos comunistas victoriosos de la guerra civil (se hizo realidad,
pues, la revolución china) llegaron a la frontera de Vietnam, lo que facilitó el rearme
rebelde indochino, cosa que los franceses obviamente querían evitar. En diciembre de
1953 paracaidistas franceses tomaron y fortificaron Dien Bien Phu (actual Laos), una de
las principales estaciones en la que los rebeldes se aprovisionaban. Los franceses
tomaron Dien Bien Phu con la intención de atraer a los rebeldes en un combate a campo
abierto y obtener así toda la ventaja. Pero hete aquí que el general rebelde Vo Nguyen
Giap (1911-2013) tomó la fortaleza y en marzo de 1954 70.000 soldados rebeldes más con
el apoyo de 100.000 efectivos acorralaron a 15.000 soldados franceses en la ciudad hasta
que al final se rindieron, iniciándose en seguida las negociaciones de paz concediéndose
la independencia de la Indochina francesa en cuatro Estados: Laos, Camboya, el
Vietnam comunista del norte y el Vietnam no comunista del sur; aunque esta situación
no dudaría demasiado.

Según estima El libro negro del capitalismo, que infla las cifras tan a gusto como El
libro negro del comunismo, la guerra francesa de Indochina o guerra de independencia de
Indochina (1945-1954) costó 1.200.000 muertos. En el artículo de Wikipedia de la
«Guerra de Indochina»{38} el número de bajas es sensiblemente inferior, estimando unos
92.900 milicianos franceses muertos en combate más unos 175.000 milicianos indochinos
y unos 252.000 civiles muertos. El libro negro de la humanidad deja la cifra del total de
muertos en 393.000: con 93.000 soldados franceses y 20.700 civiles franceses, 18.700
aliados de los indochinos, 26.700 nativos de las colonias indochinas, 15.200 indígenas de
las colonias africanas y 11.600 miembros de la Legión Extranjera. En cuanto a las bajas
rebeldes, soldados del Viet Minh, los números son confusos, como reconoce White, y
puede que el número fuese de 175.000, a lo que hay que añadir 125.000 civiles muertos.
(Véase White, 2012: 603-606).

Una vez que los rebeldes indochinos se independizaron del imperialismo francés,
fundamentalmente liderados por los comunistas de Ho Chí Minh, las potencias
capitalistas no estaban dispuestas a consentir un nuevo Estado comunista sin que se
rompiese un solo cristal ni se derramase una sola gota de sangre. En 1963 el ya ex
presidente Dwight Eisenhower (1890-1969) confesaba que «nunca he hablado, en
persona o por carta, con ningún experto en asuntos indochinos que no estuviera
convencido de que, si en la época de la guerra se hubieran convocado elecciones,
posiblemente el 80 por 100 de la población hubieran votado por el comunista Ho Chi
Minh» (citado por White, 2012: 659-660).

Las potencias occidentales consintieron a los comunistas liderados por Ho Chi


Minh que controlara la mitad norte desde Hanoi, instalándose en el sur una monarquía
tradicional con capital en Saigón, pero esta monarquía sería derrocada por el golpe de
Estado militar que instauró la República de Vietnam que no era otra cosa que la
dictadura de la élite católica que presidía Ngo Dinh Diem (1901-1963). En 1959 se fue
incubando una revolución comunista (el Viet Cong) que acabó con 1.200 funcionarios
del gobierno de Vietnam del Sur, más otros 4.000 que eliminaron en 1961 (pero estos
funcionarios no eran peces gordos, sino funcionarios de escasa importancia y gente de a
pie). La revolución fue in crescendo y llegó a transformarse en una guerra civil (como
toda verdadera revolución comunista que se precie), por lo que el gobierno
sudvietnamita determinó el traslado en masa de los campesinos leales y trasladarlos
hacia aldeas estratégicas, y todo aquel que fuera visto fuera de estas aldeas era
considerado un rebelde y así era legalmente eliminado.

En 1963 los desencantados militares defenestraron a Diem, no sin antes consultar


a la CIA. El golpe de Estado contra Diem -que junto a su hermano el general Ngo Dinh
Nhu (1910-1963) fue fusilado- hizo que el gobierno fuese inestable y pasase por varios
gobernantes hasta que se estabilizó en 1967 bajo la presidencia de Nguyen Van Thieu
(1923-2001). En agosto de 1964 dos destructores de la armada de Estados Unidos fueron
atacados en el golpe de Tonkín por torpedos norvietnamitas, o tal vez por un banco de
peces (¿otro autogolpe a lo Maine o una especie de Pearl Harbor?). El senado
estadounidense autorizó a Lyndon Johnson (1908-1973) a que respondiese a la ofensa,
pero antes de responder se aseguró a que fuese reelegido en noviembre. Al informarse
de que el gobierno de Vietnam del Sur estaba a punto de caer en manos rebeldes,
Johnson ordenó bombardear Vietnam del Norte, y en abril de 1965 envió unidades de
combate para que realizasen operaciones ofensivas junto a soldados survietnamitas. En
1968 hasta medio millón de soldados estadounidenses fueron enviados a la guerra, poco
menos que los 670.000 soldados survietnamitas. El gobierno estadounidense estableció
un sistema de rotaciones en el que los soldados volverían a casa después de un año en
el frente, lo cual fue justamente criticado porque en ese caso los soldados no
arriesgarían mucho y se dedicarían a sobrevivir de la manera que pudiesen en vez de
luchar por la victoria.

Tanto el Viet Cong como los norvietnamitas estaban siendo abastecidos por
China y la Unión Soviética, y aun así el armamento del que disponían era mucho menos
tecnológicamente avanzado que el estadounidense, por lo tanto tenían que recurrir al
factor sorpresa (a las guerrillas) para liquidar y desmoralizar a las tropas
estadounidenses y survietnamitas. De ahí a que los estadounidenses recurriesen a
perfumar las mañanas de napalm, dejando al descubierto a los guerrilleros Viet Cong
(en torno a unas tres millones de personas sufrieron los efectos del napalm). De modo
que tuvieron que evacuar a zonas libres de fuego incendiado por el napalm a millones
de personas. Según El libro negro de la humanidad, al llegar 1968 se evacuaron entre 5 y 17
millones de survietnamitas, y al no haber civiles en zona de guerra las patrullas
disparaban a todo lo que se moviese, llevándose por delante a muchos campesinos que
se resistían a abandonar sus tierras.

Estados Unidos prefirió hacer la guerra en el sur porque si atacaban el norte


corrían el riego de que China le declarase la guerra, y China ya era una potencia
nuclear; por eso los bombardeos contra el norte eran esporádicos y casi rituales, y no
estaban dirigidos a destruir el país y desmoralizar a la población, sino a objetivos muy
concretos. Pese a todo, las bombas caídas en Vietnam del Norte triplicaron las bombas
arrojadas por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y, según estima White, la
falta de puntería de los pilotos a la hora de disparar a esos objetivos concretos hizo que
muriesen un total de 65.500 civiles a causa de los bombardeos. Al final de la guerra
«Vietnam estaba sembrado por cuarenta millones de cráteres de bombas. Indochina
recibió catorce millones de toneladas de proyectiles de toda índole. Y, sin embargo, pese
a los abundantes medios desplegados que hicieron de esa guerra colonial una de las
más feroces de nuestro siglo, París y Washington fracasaron estrepitosamente»
(Devillers, 1985: 32).

Al final el ejército vietnamita del norte se impuso y tomó Saigón y Phrom Penh
en abril de 1975.

Según El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 los ejércitos estadounidenses
y sus aliados vietnamitas anticomunistas terminaron con la vida de 500.000 civiles y
200.000 militares sudvietnamitas, costando la vida también a 55.000 soldados
estadounidenses (de los 550.000 que combatieron). Todo esto sin contar a los heridos y
lisiados de por vida, y tampoco las represiones internas, las ejecuciones sumarias y
otros atropellos. Según también El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 en el
Vietcong y el Vietnam del Norte el número de muertos fue de 725.000. En total suman
1.480.000 muertos. Pero al final del libro, en el recuento total de las víctimas del
capitalismo en el siglo XX, el número de muertos asciende a 2.000.000. Desde luego que
no es muy coherente, como le pasa al otro libro negrolegendario de signo contrario.

El libro negro de la humanidad estima el total de muertos en la guerra de Vietnam


en 4,2 millones: 3,5 millones en Vietnam, 600.000 en Camboya y 62.000 en Laos (no se
cuentan las purgas de posguerra, que sin duda fueron terribles). La guerra le costó a
Vietnam del Norte 223.784 muertos (sin contar las ofensivas finales). En la guerra
murieron 58.177 soldados estadounidenses. En abril de 1995 el gobierno de Hanoi hizo
públicos sus cálculos oficiales que daba (entre 1954 y 1975) 1,1 millones de soldados
Viet Cong y norvietnamitas muertos más 2 millones de civiles. En 2008 la OMS
(Organización Mundial de la Salud) calculó que durante la guerra murieron en Vietnam
alrededor de 3,8 millones de personas por muerte violenta.

Según el artículo «Guerra de Vietnam»{39} de la Wikipedia, el número de muertos


en combate fue de 1.366.053, a lo que hay que sumar 2.000.000 de civiles vietnamitas
muertos más 200.000 ó 300.000 camboyanos y 20.000 ó 200.000 laosianos civiles muertos.
Lo que en total serían unos 3.586.000 tirando por lo bajo, según esta fuente. En el
conflicto camboyano (1970-1975) se ha calculado, según indica El libro negro de la
humanidad, que murieron 600.000 personas y otras 62.000 lo hicieron en el conflicto de
Laos.

Los atropellos y arbitrariedades de los norteamericanos contra la población


vietnamita se reglamentaron con unas leyes que eran simplemente la
institucionalización del terror. Así lo refleja el artículo primero de dicho código penal:
«queda fuera de la ley todo individuo, partido, liga o asociación culpable de cualquier
acto bajo la forma que sea, tendente directa o indirectamente a promover el neutralismo
comunista o procomunista». Y el artículo 17 de la Ley sobre la Reclusión Administrativa
rezaba: «Está castigado a trabajos forzados todo individuo que cometa cualquier acto
tendente a minar el espíritu anticomunista de la nación o a perjudicar la lucha del
pueblo y de las fuerzas armadas» (citado por Derivery, 2001: 154).

Estas leyes de excepción eran capaces de detener a más de 40.000 personas en


sólo dos semanas, como se congratuló en noviembre de 1972 Hoang Duenha, consejero
personal del presidente Nguyen Van Thieu.

Un miembro de la Comisión Investigadora del Senado pregunta a un soldado


americano en Saigon:

«P.- ¿Le enseñaron, en el Ejército, a torturar prisioneros?


R.- Por supuesto que sí.
P.- ¿Fueron enseñanzas privadas, de algún suboficial a algún soldado?
R.- Fueron enseñanzas públicas, de todos los suboficiales, a todos los soldados de mi
unidad.
P.- ¿Lo sabían los oficiales superiores?
R.- Lo sabían.
P.- ¿Cómo puede estar tan seguro?
R.- Porque asistían a los entrenamientos.
P.- ¿Le enseñaron a torturar prisioneros?
R.- Me enseñaron a torturar prisioneros y prisioneras.
P.- ¿Qué le enseñaron a hacer a las prisioneras?
R.- Arrancarles vestidos; obligarles a abrir cuanto fuera posible sus muslos e
introducirles palos puntiagudos o bayonetas dentro de la vagina.
P.- ¿Tiene algo más que decirme sobre tratamiento dado a prisioneros de guerra
enemigos?
R.- Sí. En una ocasión cogieron a un prisionero y ataron sus brazos y piernas a dos
helicópteros. Cuando éstos despegaron, naturalmente partieron al prisionero en dos.
Todos se rieron mucho.
P.- ¿Lo que sucedió en My-Lai fue un caso aislado?
R.- No. Fue un caso repetido a diario. Por ejemplo, en mi unidad había tres soldados
que violaron repetidas veces a dos jovencitas que no llegarían a los catorce años.
Cuando terminaron de violarlas, cogieron sus lanzallamas e hicieron fuego sobre la
vagina de las muchachas...» (citado por Bochaca, 1982: 274-275).

Nuestro Federico se lleva las manos a la cabeza con la invasión de


Checoslovaquia por el Ejército Rojo, pero nada dice de lo que por entonces hacían los
capitalistas americanos en Vietnam. Tapar Vietnam con Checoslovaquia es algo así
como tapar el caso de los EREs con el máster y las cremas de la señora Cifuentes.
Nosotros no vamos a omitir lo que pasó después, aunque como es natural sólo
haremos un breve comentario y daremos unos cuantos datos. Las purgas ideológicas de
posguerra, ya en el Vietnam unificado, costó la vida a 365.000 personas entre 1975 y
1992, recoge White. Antes de la caída de Saigón, las tropas estadounidenses evacuaron a
175.600 vietnamitas (fundamentalmente funcionarios del gobierno, oficiales del ejército
y niños mestizos) que muy posiblemente hubiesen sido represaliados por los
comunistas. El gobierno comunista reeducó en campos de concentración especiales
durante un mes (aunque muchos permanecieron allí hasta 10 ó 15 años a la base de
trabajo duros y mala alimentación) a un gran número de survietnamitas sospechosos de
estar americanizados. Estos sospechosos eran funcionarios, maestros, antiguos oficiales,
novias de soldados estadounidenses y estudiantes. Según White, casi un millón de
individuos fueron reeducados en estos campos, donde posiblemente 65.000 fueron
ejecutados y otros 100.000 murieron por abandono, por enfermedad o por trabajo
excesivo. Así relata un testigo las normas de los reeducadores: «Un teniente general
intentó escapar del campo de reeducación de Lang Song sobornando a uno de los
guardias… su plan fue descubierto, le pagaron un tiro en la pierna y lo capturaron. Al
día siguiente fue enterrado vivo y murió al cabo de cuatro días» (citado por White, 2012:
697). «En 1980, Phan Van Dong, entonces primer ministro, admitió 200.000 reeducados
en el Sur. Las estimaciones serias varían entre 500.000 y un millón (de una población de
20 millones de habitantes aproximadamente), incluido un gran número de estudiantes,
de intelectuales, de religiosos (sobre todo budistas, a veces católicos), y de militantes
políticos (entre ellos comunistas), entre los cuales muchos habían simpatizado con el
Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur. Éste se vuelve entonces simple
tapadera del dominio de los comunistas procedentes del Norte, que violan casi
instantáneamente todas sus promesas de respetar la personalidad propia del Sur. Como
en 1954-1956, los compañeros de ruta y los camaradas de ayer son los “rectificados” de
hoy. A los prisioneros encerrados en unas estructuras especializadas, y durante años,
habría que añadir un número indeterminado pero importante de reeducados “leves”,
enclaustrados, durante unas cuantas semanas, en su lugar de trabajo o de enseñanza.
Observemos que en los peores momentos del régimen del Sur, los adversarios de
izquierda denunciaban el encarcelamiento de 200.000 personas…» (Margolin, 1997: 740-
741). En 1992 una amnistía general cerró los campos.

¿Qué hicieron los Estados Unidos en Vietnam? El 18 de agosto de 1965 Francisco


Franco (1892-1975), el Jefe del Estado de esa nación política llamada España, le escribía a
Lydon Johnson advirtiéndoles de las complicaciones que suponían para Estados Unidos
meterse en una jungla como Vietnam. Cito algunos puntos de la carta porque no tienen
desperdicio:

«Con las armas convencionales se hace muy difícil acabar con la subversión…
Cuanto más se prolongue la guerra, más empuja al Vietnam a ser fácil presa del
imperialismo chino, y aun suponiendo que pueda llegar a quebrantarse la fortaleza del
Vietcong… La subversión en el Vietnam, aunque a primera vista se presente como un
problema militar, constituye, a mi juicio, un hondo problema político; está incluido en el
destino de los pueblos nuevos. No es fácil al Occidente comprender la entraña y la raíz
de sus cuestiones. Su lucha por la independencia ha estimulado sus sentimientos
nacionalistas; la falta de intereses que conservar y su estado de pobreza les empuja
hacia el social-comunismo que les ofrece mayores posibilidades y esperanzas que el
sistema liberal patrocinado por Occidente que les recuerda la gran humillación del
colonialismo. Los países se inclinan en general al comunismo porque, aparte de su
poder de captación es el único camino eficaz que se les deja. El juego de las ayudas
comunistas rusa y china viene siendo para ellos una cuestión de oportunidad y de
provecho… A mi juicio hay que ayudar a estos pueblos a encontrar su camino político,
lo mismo que nosotros hemos encontrado el nuestro… Comprendo que el problema es
muy complejo y que está presidido por el interés americano de defender a las naciones
del Sudeste asiático de la amenaza comunista; pero siendo ésta de carácter
eminentemente político, no es sólo por la fuerza de las armas cómo esta amenaza puede
desaparecer [ya en 1961 Charles de Gaulle le había advertido a Kennedy que en
Vietnam el problema era más político que militar]. Al observar, como hacemos, los
sucesos desde esta área europea, cabe que nos equivoquemos. Guardamos, sin
embargo, la esperanza de que todo pueda solucionarse ya que en el fondo los
principales actores aspiran a lo mismo; los Estados Unidos a que el comunismo chino
no invada los territorios del sudeste asiático; los estados del sudeste asiático a mantener
a China lo más alejada de sus fronteras; Rusia, a su vez, a que su futura rival, China, no
se extienda y crezca; Ho Chi Minh, por su parte, a unir el Vietnam en un Estado fuerte y
a que China no lo absorba. No conozco a Ho Chi Minh, pero por su historia y sus
empeños por expulsar a los japoneses, primero, a los chinos después y a los franceses
más tarde, hemos de conferirle un crédito de patriota, al que no puede dejar indiferente
el aniquilamiento de su país. Y dejando a un lado su reconocido carácter de duro
adversario, podría, sin duda ser el hombre de esta hora, el que Vietnam necesita» {40}.

La conclusión de Franco describe muy bien la dialéctica de Estados que los


presidentes estadounidenses no supieron entender o lo entendieron demasiado tarde,
pues creían que si Vietnam se haría comunista el comunismo, entendido de modo
lisológico, iría extendiéndose como efecto dominó. Esta teoría ya se puso en marcha con
la «Doctrina Truman», cuando en 1948 pedía al Congreso socorrer a Grecia y Turquía
para impedir su anexión al comunismo, pues en caso de no impedirlo éste se expondría
a otros países que caerían «como manzanas en un barril infectado por una podrida»
(citado por Lozano, 2102: 410). Pero las morfologías de la dialéctica de Estados hicieron
imposible la solidaridad de los Estados comunistas, tan enfrentados entre sí como frente
a los Estados capitalistas. Johnson no respondió a los consejos de Franco. Peor para él y
para su país (y, desde luego, también peor para los vietnamitas que tuvieron que sufrir
la guerra en su país).

Ante tal derrota de una superpotencia como Estados Unidos frente a un país
como Vietnam uno se pregunta si tal guerra sólo fue un montaje.

8. Otros crímenes de los buenos


También habría que tener en cuenta el genocidio de los estadounidenses contra
los indios pieles roja (tarea que al principio empezaron a llevar a cabo los británicos).
Leemos en El libro negro del capitalismo que antes de la llegada de los anglosajones en
Norteamérica había unos diez o doce millones de indios. Las enfermedades, que
causaron estragos en la población india, fueron reivindicadas por John Wirthrop (1587-
1649), gobernador de Massachusetts en 1629, como beneplácito de la Providencia: «Dios
había despejado nuestro derecho a este lugar» (citado por White, 2012: 267). Según
Russell Thornton, citado por Matthew White en El libro negro de la humanidad, la
población india norteamericana pasó de 600.000 habitantes en 1800 a 200.000 en 1890, a
medida que se expandía el Imperio Estadounidense hacia el Oeste. Entre 1837 y 1838 el
presidente Andrew Jackson (1767-1845) expulsó a los indios que vivían al este del
Misisipi y los envió al Oeste. La humillación y aniquilación de los indios de California
fue una de las páginas más negras de la historia de Estados Unidos; y no se trató
propiamente de una guerra, sino de una cacería o un deporte popular. Ni más ni menos
que Benjamin Franklin (1706-1790), uno de los padres fundadores de Estados Unidos,
decía que «entra en los designios de la Providencia el extirpar a estos salvajes [los pieles
rojas] con el fin de dejar espacio a los cultivadores de la tierra» (citado por Losurdo,
2008: 358). He aquí el «espacio vital» (Lebensraum) made in USA.

Los descendientes del Mayflower veían a los indios como la resistencia de Satán
frente a Dios y tal interpretación maniquea desembocó en el exterminio de los pieles
rojas o su encierro en reservas y no en ciudades como hicieron los españoles, que
además -mediante el derecho de gentes- reconocían a los indios «como verdaderos
propietarios de sus tierras y bienes» (Insua, 2018: 189).

Según Ángel Rosenblat (1902-1984) en La población indígena de América desde 1492


hasta la actualidad (Institución cultural española, Buenos Aires 1945),«la población
indígena americana en 1492 era de algo más de 13 millones de habitantes (conformando
el 100% antes de la llegada de los españoles). En 1570 es de casi 11 millones
conformando el 96% de la población total; en 1650 es de 10 millones, el 80% de la
población total. Es en 1825 cuando con 8 millones de indígenas estos constituyen el 25%
de la población total, y en 1940 son 16 millones pero solo conforman casi el 6%» (Insua,
2018: 308). Dice Rosenblat: «La población indígena, sometida a un proceso continuo de
extinción por el juego de diversos factores destructivos (epidemias de origen europeo,
guerras de conquista, régimen de trabajo, sistema colonizador, alcoholismo, despojos y
arbitrariedades, nuevas condiciones de vida, derrota material y moral, mestizaje), llega
hasta nuestros días, crecida en número, pero muy mermada en su integridad racial.
Pueblos enteros, y hasta una cultura floreciente como la chibcha, han desaparecido casi
sin dejar rastro. En la mayor parte del continente no quedan hoy ni las huellas del indio.
Pero las cifras muestran al mismo tiempo un proceso acelerado de reestructuración
étnica y cultural. Más que una extinción del indio hay que hablar de una absorción del
indio» (citado por Insua, 2018: 308). Como dice Pérez de Barradas (1897-1981), «cada
mestizo que nacía era un indio menos» (citado por Insua, 2018: 239). Los mestizos no se
vieron condicionados por pertenecer a una determinada raza de cara a su promoción o
ascenso social. De hecho, casi todos los conquistadores tuvieron hijos mestizos con
mujeres indígenas, empezando por Hernán Cortés (como ya haría casi dos mil años
antes Alejandro Magno en Babilonia, a medida que construía su Imperio generador). «No
hubo por tanto, en contraste con Norteamérica, un expolio, mucho menos una
aniquilación, de la población indígena, sino al contrario, una protección y mezcla sobre
la misma, intentando su integración de pleno derecho en el ordenamiento institucional
imperial español. Una integración… que viene canonizado ya del trato “peninsular” con
moriscos y judíos» (Insua, 2018: 239).

Según calcula Matthew White en El libro negro de la humanidad el número de


muertos por el comercio de esclavos entre 1452-1807 osciló entre los 14 y los 18 millones
al sumarse la muerte de 10 ó 12 millones de muertes producidas durante el traslado por
el Atlántico (el 10 o el 15% de los trasportados a causa de la viruela, la disentería o el
escorbuto) más de unos 3 a 4 millones de muertos en el primer año en América (un
tercio de los africanos trasladados). David E. Stannard (Estados Unidos, 1941) en su
Holocausto en América, que cita White, calcula entre 30 ó 60 millones de muertos.
Rudolph J. Rummel en Statistics of Democide calcula un total de 13.667.000 de muertos.
Jan Rogozinski estima que murieron 8 millones de africanos y fueron trasladados 4
millones de esclavos al Caribe. (También leemos en este libro que el comercio de
esclavos en Oriente Medio -provenientes de África oriental, África del norte y en mucha
menor cantidad de Europa y que se llevó a cabo entre los siglos VII al XIX- dejó un
número de muertos de 18.500.000, frente a los 16.000.000 de muertos por el comercio de
esclavos en el Atlántico entre 1452-1807. [Véase White, 2012: 121]).

Estados Unidos, que en su génesis, se autoproclamó como la tierra de la libertad,


en su estructura, al menos en las primeras décadas, se convirtió en el campeón de la
esclavitud (título que heredó del Imperio Británico). La Constitución estadounidense
reconoció por primera vez «los derechos del hombre», pero -como se ha observado-
«mientras se condenan los privilegios de clase se santifican los de raza» (Engels, 1878:
95). Según ha calculado Robin Blackburn (Reino Unido, 1940), «El total de la población
esclava en el continente americano ascendía a cerca de 330.000 en 1700, a casi tres
millones en 1800, para alcanzar finalmente el pico de los más de 6 millones en los años
50 del siglo XIX» (citado por Losurdo, 2005: 44).

En Estados Unidos aparece antes que en ningún país la democracia, es más, nace
como un país democrático, ya que era, efectivamente, una democracia Herrenvolk, esto
es, una «democracia para el pueblo de los señores», es decir, una democracia con
esclavos de cuño aristocrático. Luego más que una revolución o movimiento de
emancipación política, la guerra de independencia contra el Imperio Británico resultó
ser una rebelión reaccionaria de los propietarios de esclavos. Sin embargo, esos groseros
y reproblables finis operantis no quitan que surgiese como finis operis el Imperio
Estadounidense a día de hoy realmente existente, el de mayor poderío político y
geopolítico de la historia, y posiblemente se trate de un Imperio generador al extender el
estilo de vida americana (american way of life) en diversas sociedades políticas (aunque
también podría decirse que Estados Unidos es un imperio depredador con respecto a otros
países, como son los países hispanoamericanos y ni que decir tiene contra la Unión
Soviética a la que arruinó con la carrera nuclear).

En 1830 Francia emprender una nueva aventura colonial empezando por Argelia.
Uno de los más importantes ideólogos del liberalismo francés, Alexis Tocqueville, no
vacilaba en recomendar la destrucción de «todo lo que se parezca a una organización
permanente de población o, en otras palabras, a una ciudad. Creo que sea de la mayor
importancia no permitir que subsista ni surja ninguna ciudad en las regiones
controladas por Abd el-Kader» (citado por Losurdo, 2008: 235). Según El libro negro de la
humanidad, la conquista de Argelia por los franceses costó 775.000 muertos.

La guerra de independencia de Argelia (1956-1962) tuvo 1.200.000 muertos,


según sostiene El libro negro del capitalismo. El libro negro de la humanidad estima que hubo
525.000 muertos. La Wikipedia en su artículo «Guerra de Independencia de Argelia» {41}
lo deja entre 347.000 a 507.000 argelinos muertos, más 25.600 franceses y de 65.000 a
185.000 argelinos leales a Francia. Como se ve el baile de cifras es monumental. En
realidad, como en muchos casos, nadie sabe cuánta gente ha muerto.

Antes de la independencia, en Argelia vivían un millón de occidentales, que


gozaban de todos los derechos civiles, y 9 millones de árabes y bereberes, los cuales no
gozaban de ningún derecho. Aparte de pagar la mitad de impuestos que sus
compatriotas en Francia, por línea general la riqueza de los primeros equivalía a diez
veces la riqueza de los segundos. Hay que recordar que por entonces en España
gobernaba Franco y Francia, el país de la libertè, era una democracia. Es decir, que la
Francia de por entonces, democrática, tuvo mucho más crímenes en su haber que el
régimen de Franco (y no sólo en Argelia sino, como hemos visto, también en
Indochina). También el país de la democracy, Estados Unidos, fue mucho más
sanguinario que el régimen franquista. Pero la leyenda negra es para el franquismo y
Francia y Estados Unidos se van de leyenda rositas (aunque en el caso de Estados
Unidos no tanto porque es cierto que hay una cierta yanquifobia en España, en Europa,
y no digamos en Hispanoamérica, contra el país del dólar, sobre todo en lo que se
conoce como «la progresía», aunque no exclusivamente).

En los años 1965 y 1966 se llevaron a cabo unas purgas en Indonesia que
acabaron con la vida de 400.000 personas. (Véase White, 2012: 676). Se trató de una
purga ideológica en la que el ejército indonesio, a las órdenes del general auspiciado
por la CIA Haji Mohammad Suharto (1921-2008), llevó a cabo frente a los miembros del
PKI, el Partido Comunista de Indonesia que por entonces era el tercer partido
comunista más numeroso del mundo aunque era de tendencia maoísta. Suharto culpó a
los comunistas de intentar un golpe de Estado el 30 de septiembre de 1965. A las pocas
semanas el gobierno indonesia, presidido por Ahmed Sukarno (1901-1970) y su desde
1959 «democracia dirigida» (que él mismo llamó así al nombrar a los miembros del
parlamento a dedo), empezó a detener a todo aquel que aparentase tener simpatías con
los comunistas, cosa que no sólo afectó a los comunistas sino también a sindicalistas,
estudiantes, periodistas e izquierdistas de todo tipo, de los cuales miles fueron fusilados
sumariamente. Aunque muchos murieron en las redadas en las que se liquidaba a
familias enteras o se destruían poblaciones poco decidas a colaborar con las
autoridades. Otras muchas personas eran detenidas y se les interrogaba con métodos de
tortura, y después eran fusiladas en algún solar desierto. Cientos de nombres de
posibles golpistas indonesios o colaboradores de los golpistas fueron facilitados por el
personal de los servicios de inteligencia estadounidense que deseaban ver eliminadas a
esas personas, según confiesan varios antiguos funcionarios de Estados Unidos. Los
soldados indonesios, con la colaboración de grupos de voluntarios armados, también
reprimieron a los chinos étnicos que residían en el archipiélago desde hacía
generaciones como miembros de una comunidad de comerciantes que eran parte
integrante de la cultura del Sureste Asiático, con la excusa de que eran agentes de Mao.
También fueron afectados por la purga hinduistas, cristianos y algunos musulmanes.
«Durante la purga, casi medio millón de personas fueron perseguidas y asesinadas, y
600.000 más, encarceladas sin juicio previo, a menudo durante años. Miles de
indonesios fueron desterrados a las colonias penales al otro extremo del archipiélago,
donde muchos de ellos murieron extenuados por los trabajos forzados» (White, 2012:
678). Sukarno, incapaz de controlar a los militares, dimitió de la presidencia en marzo
de 1966 (estaría bajo arresto domiciliario en Yakarta hasta que murió en junio de 1970).
Le entregó el mando al general Suharto, que fue presidente en funciones durante un
año y después lo haría oficialmente (hasta 1998), alejando a Indonesia de los países «no
alineados» con los dos grandes bloques de la Guerra Fría y acercándolo cada vez más a
Estados Unidos.

Dice Federico: «Sucede que entre los socialistas y los propios comunistas hay
gente de acrisolada honradez, estricta austeridad y franciscana bondad en la vida
cotidiana. Es la clase de personas -yo mismo la he conocido- a la que confías tus hijos
sin vacilar, seguro de que los cuidarán como propios. ¿Y cómo es posible que esas
buenas personas, más frecuentes siempre en la clandestinidad que en el poder, en la
cárcel ajena que en el ministerio propio, pero intrínsecamente buenas, sean arrastradas
al robo, cuando no robarían nunca, y al asesinato, cuando no son capaces de matar a
una mosca?» (p. 155). Allí donde pone «socialista» y «comunista» también cabría poner
«capitalista» y «liberal».

En nombre del comunismo «la oveja se vuelve lobo y el lobo es masacrado por
las ovejas» (p. 155). ¿Y en nombre del liberalismo y la democracia acaso no? Por lo que
hemos visto hay que decir rotundamente que sí, esto es, que muchos liberales
demócratas son lobos disfrazados de ovejas que, en cuanto pueden (y no digo que sea
de forma gratuita por maldad absoluta) masacran a las ovejas: ya sea de modo
fulminante a base de espectaculares y gigantescos bombardeos, ya sea lentamente a
base de hambre.

Se pregunta Federico: «Cómo seguir siendo rojo después del Gulag sin que se te caiga
la cara de vergüenza» (p. 502). Y me pregunto yo: ¿cómo, después de este repaso, se
puede seguir siendo liberal sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede
seguir siendo cristiano sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede
seguir siendo musulmán sin que se te caiga la cara de vergüenza? &c., &c.

No podemos prolongarnos más sobre esto. Pero hay muchos otros crímenes que
hicieron los buenos, los cuales si fueran escritos uno por uno, ni el mismo mundo
albergaría los libros escritos.

Conclusión
Las afirmaciones sobre «la naturaleza del comunismo» que sostiene Federico son
escritas (y pronunciadas, cuando las dice en la radio) con una seguridad pasmosa; como
aquél que dice que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la
hipotenusa, esto es, como si se tratase de una concatenación de identidades sintéticas
desde la que se tiene el completo conocimiento de la naturaleza del comunismo, como si
lo suyo fuese un retroanticomunismo científico; pues la verdad de la maldad del
comunismo es una verdad científica e incuestionable; es la Verdad absoluta del Mal
absoluto.

El comunismo queda resumido como «una ideología criminal» (p. 529), y para el
autor fundamentalmente es eso y poco más. Y entiende que «la pareja inseparable de
todo régimen comunista» son «el terror y la mentira» (p. 542). Según nuestro periodista,
en el comunismo no hay ni un solo átomo de buena voluntad, pues se trata del Mal
mismo hecho política, tanto en la teoría como en la praxis: es la mala voluntad y la
realización del Mal. Los comunistas son definitivamente seres de vesánica crueldad.

Federico se dedica a acumular hechos de rapacidad al estilo de la Brevísima


relación de la destrucción de las Indias del padre Bartolomé de las Casas (1484-1566). Pone
consecutivamente todo lo malo y lo peor del comunismo, sin mencionar nada (y nada es
absolutamente nada) de lo bueno que pudo tener (que no fue poco), y encima lo malo lo
exagera. Su metodología es pura y simplemente metodología negrolegendaria: exagerar las
atrocidades y ningunear los éxitos. Y de paso no hace ninguna mención a las
atrocidades de los Estados denominados demócratas liberales, porque todo lo malo que
en el mundo ha sido y es sólo es obra del comunismo (aunque también del nazismo).
Los capitalistas liberales y demócratas son estupendos. Bien.

Federico es un retroanticomunista de manual y su libro es un manual de


retroanticomunismo negrolegendario. Nuestro locutor favorito peca de lo que pecan
todos los historiadores negrolegendarios (que por negrolegendarios ya debería
cuestionarse su condición de historiadores). Y esto es creer a pies juntillas que todas las
personas ejecutadas por los regímenes comunistas eran criaturas inocentes que en su
vida habían roto un plato y que los verdugos comunistas los ejecutaban por maldad e
incluso por placer, como si se tratasen de una banda de sádicos perturbados y
retorcidos, y por ello el chequista común es retratado como una «mezcla de asesino
sádico, hampón y farsante» (p. 297). La causa de este «pecado» está en el maniqueísmo
del que nuestro autor, como los otros, es preso al moverse sobre dicotomías simplonas
tipo liberalismo/comunismo, libertad/totalitarismo, democracia/dictadura e incluso
izquierda/derecha (aunque ahora la izquierda es la mala y la derecha, aunque tonta y
«maricomplejines», es la buena). Tales dicotomías no son más que secularizaciones de
las distinciones Spenta Mainyu/Angra Mainyu, Caín/Abel, David/Goliat y
Cristo/Anticristo.

Afirma Federico que, desde el antifascismo y el antifranquismo, desde Stalin


hasta hoy se ha procurado «ocultar el terror comunista» (p. 676). Y yo afirmo que en sus
700 páginas con tantos crímenes comunistas y tantos 100 millones de muertos nuestro
autor ha ocultado los crímenes de los buenos, y de ese modo le ha salido un maniqueo.
Siguiendo a Escohotado, Federico acepta la distinción maniquea amigos/enemigos del
comercio, que Don Antonio sustantifica al hacer la distinción entre sociedad comercial y
sociedad clerical-militar (que recuerda a la distinción popperiana sociedad
abierta/sociedad cerrada, y remontándonos aún más a la distinción agustiniana entre la
Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, y aún más a Mani: el Bien contra el Mal). Y así dice
nuestro locutor que hay «dos concepciones de la vida: la que disfruta con todo lo que da
el comercio y la que condena ese disfrute y el comercio que lo trae» (p. 629).

Estoy de acuerdo con Federico cuando afirma que «el comunismo es algo
demasiado grave para dejárselo solo a los historiadores» (p. 573). Efectivamente, sería
demasiada irresponsabilidad dejar el comunismo (así como la Unión Soviética) en
manos exclusiva de los historiadores, pues estamos ante un problema filosófico, ya que
en tal estudio se abordan y desbordan diferentes categorías. También estamos de
acuerdo cuando sostiene que «lo que más oscurece hoy la comprensión del comunismo
es la plaga de langosta de los historiadores especializados en él. No porque todos sean
malos, sino porque son, en su mayoría, una plaga vampírica, cuya oscura y aleteante
bandada sume en la oscuridad lo que debería iluminar» (p. 573). Y precisamente lo que
oscurece el asunto es la leyenda negra en la que está preso, y parece que con cadena
perpetua, nuestro locutor favorito (como la mayoría de los «historiadores»). «El peor
gulag intelectual es el que algunos llevan dentro e imponen a los demás» (p. 646). Y la
peor leyenda negra «intelectual» es la que algunos llevan dentro y quieren imponer a
los demás. Porque Federico ha interiorizado la leyenda negra retroanticomunista (como
muchos progres han interiorizado la leyenda negra retroantifranquista, y la leyenda
negra antiespañola en general). Federico vive en ella, respira en ella, se alimenta de ella,
está imbuido hasta el tuétano de la misma; y no hay quien le saque de ahí, y menos a
estas alturas de su vida. La histeria e irritación anticomunista de Federico le hace perder
el juicio de cara a una crítica seria al comunismo. Los árboles retroanticomunistas
negrolegendarios le impiden ver el bosque o más bien la tundra geopolítica que fue la
Unión Soviética y el comunismo en general. Como le dijo a Churchill el que fue
embajador estadounidense en la Unión Soviética de 1936 a 1938, Joseph E. Davies (1876-
1958), «Por prejuicios antisoviéticos, no ven la verdad. O si la ven no la reconocen» {42}.

Parafraseando el título del libro de María Elvira Roca Barea (El Borge, 1966),
podríamos retitular el libro de Federico como Marxistofobia y leyenda negra. O también,
dado el éxito editorial del libro, se podría retitular con el nombre de una editorial:
Memoria del comunismo, ¡vaya timo!

Federico se dedica a condenar hechos históricos (a través de sus relatos) como si


ellos no fuesen materiales para una ciencia sino para un tribunal, aunque más que una
condena jurídica se trata de una condena moral (igual que sociatas y podemitas hacen
con el franquismo).

En mi caso, como he procurado mostrar en esta larga crítica, no pretendo ser


-como él dice- una «aplastante máquina justificatoria» (p. 528). Mi posición, en la
medida en que me ha sido posible, ha procurado ir más allá del bien y del mal; y esto ya
sé que no gustará «ni a los hunos ni a los otros», que diría Unamuno. Pero es lo que hay.
Y con tal actitud evito padecer un patético complejo de Jesucristo que pretende juzgar a
los vivos y a los muertos, como si me situase desde un Olimpo moral (cosa propia del
filisteo). Que los moralistas filisteos se queden en el idealismo de la Ciudad de Dios que
yo me quedo en Babilonia, esto es, en el materialismo de la ciudad de los hombres. No
obstante, ni por un momento he querido eludir el «espíritu de partido», y he tomado
partido -como en otras ocasiones- por el sistema de Gustavo Bueno: el materialismo
filosófico.

Afirma nuestro autor que «la quintaesencia del comunismo es no reconocer la


realidad jamás» (p. 142). Pues bien, tras este repaso, nosotros podemos decir que la
quintaesencia de las 700 páginas del libro negro de Federico es no reconocer la realidad
del comunismo jamás. La quintaesencia de la obra del director de Es la mañana es que su
libro no es propiamente un libro basado en la historia, sino en la calumniosa
propaganda. El libro de Federico es un libro de literatura, una leyenda: leyenda negra.
Si Federico habla de «negación de la realidad» de los comunistas, nosotros hablamos de
«negación de la realidad del comunismo» de Federico, al estar imbuido por la
conciencia falsa de sus premisas y postulados que engrana con metodología
negrolegendaria exagerando y omitiendo que es gerundio. Nuestro periodista se dedica a
despotricar e hilvanar con hilos negrolegendarios los párrafos de su libro, pues tiene
mucha leyenda negra que decir.

Si Federico hubiese estudiado un poco más de filosofía posiblemente no hubiese


llevado a cabo una lectura tan maniquea del asunto (aunque conozco a muchos filósofos
que sí la hacen, por eso depende de la filosofía por la que uno se posicione). Si hubiese
leído al menos a Gustavo Bueno lo mismo no hubiese caído en semejantes simplezas. Al
no tener para nada en cuenta la vuelta del revés de Marx que Bueno ha publicado en
varios libros y artículos, Federico ha hecho una caricatura del comunismo, lo que
propiamente no es una crítica; porque criticar es clasificar, esto es, poner las cosas en su
sitio, y con una caricatura no se pone al objeto de estudio en su sitio, sino que se
distorsiona y se lo saca de quicio. De modo que en el libro negro de Federico el
comunismo no queda retratado sino caricariturizado y desquiciado.
Desde aquí quiero recomendarle a Federico que para su próximo libro sobre el
comunismo tenga más en cuenta la filosofía académica. Sería de su interés que retomase
sus estudios de filosofía y estudie historia de la filosofía. Pues desde que abandonó
filosofía y letras en Zaragoza para irse a Barcelona a estudiar filología española (no sé si
eso puede hacerse hoy en día en la ciudad condal, tal y como está el patio) parece que
no se ha preocupado más por la filosofía. Le recomendamos que vuelva a empezar
desde el principio: con los presocráticos. Que continúe con Sócrates, Platón y
Aristóteles. Que prosiga con los estoicos y los epicúreos. Después Plotino y San
Agustín. También los escolásticos: como Santo Tomás, Occam y Suárez (la Escuela de
Salamanca parece que la tiene bien estudiada). Después puede continuar con Descartes,
Espinosa y Leibniz. Con esto ya le puede meter mano a Kant, Fichte, Schelling y Hegel
(al parecer los clásicos del marxismo también los tiene bien estudiados). Puede
continuar con Russell, Heidegger y Sartre. Finalmente ya puede estudiar bien el
materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Es una breve historia de la filosofía que le
vendría muy bien a nuestro presentador favorito.

Asimismo podrá leer los ensayos donde Gustavo Bueno le ha dado la vuelta del
revés al marxismo y ha hecho una crítica del mismo (sin inquina ni negrolegendarieces).
Puede leer los artículos para la revista Sistema: «Sobre el significado de los “Grundrisse”
en la interpretación del marxismo» (1973) {43}, «Los “Grundrisse” de Marx y la “Filosofía
del Espíritu objetivo” de Hegel» (1974) {44}, Primer ensayo sobre las categorías de las
«categorías políticas» (Logroño, 1991){45}, y también el aclarador artículo en El Catoblepas
titulado «La vuelta del revés de Marx» (2008){46}. Asimismo haría muy bien Federico en
leer y estudiar atentamente varias obras de los discípulos de Bueno en relación al tema
del comunismo, empezando por La ciencia en la encrucijada de Pablo Huerga Melcón
(Pentalfa, Oviedo 1999). Siguiendo con la Tesis Doctoral de José Ramón Esquinas
Algaba: La idea de materia en el materialismo dialéctico (Universidad de Oviedo 2015). O
mismamente también puede estudiar, ya más puesto en la actualidad, el libro Contra
Žižek de Julen Robledo (Pentalfa Oviedo 2017). Y también puede estudiar, aunque desde
un enfoque procomunista, El marxismo y la cuestión nacional española de Santiago
Armesilla (El Viejo Topo, Barcelona 2017). Y con mucha modestia también le pido, o le
vuelvo a pedir, que lea mi Tesis Doctoral: Materialismo y espiritualismo. La crítica del
materialismo filosófico al marxismo-leninismo (Universidad de Sevilla 2018). Aunque ni
mucho menos he citado todas las obras del materialismo filosófico sobre el comunismo. Al
respecto Federico puede investigar en la red.

Asimismo también sería muy recomendable para nuestro periodista que


complementase sus estudios sobre el comunismo con bibliografía no negrolegendaria.
Sobre Lenin o la etapa leninista es más frecuente encontrar material no negrolegendario,
pero sobre Stalin y la etapa estalinista es mucho más complicado. Le recomiendo a
Federico que lea los fundamentales libros de Ludo Martens: Otra visión de Stalin (1994),
Domenico Losurdo: Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra (2008) y Anselmo Santos:
Stalin el Grande (2012).
También le recomiendo el libro sobre Podemos que Pentalfa publicó en 2016
titulado Podemos. ¿Comunismo, populismo o socialfascismo?, que yo he utilizado, y que
muy bien me ha venido, para criticar (y no meramente insultar) a la formación de Pablo
Manuel Iglesias Turrión y sus secuaces.

Y que conste que todo esto lo digo sin soberbia y sin chuleo, ya que se lo digo con
todo mi cariño y toda mi sinceridad a una persona a la que, aunque no lo parezca,
admiro y además me simpatiza. De todos modos es posible que si Federico leyese esta
crítica a su libro, la crítica que yo escribo y que estoy apunto de finalizar, las opiniones
que mantiene en el mismo lejos de modificarse sustancialmente aún queden más
reforzadas. Pero eso es cosa suya.

Al menos, eso sí, hay que agradecer a Federico su claridad expositiva, ya que su
libro, en líneas generales, se lee bastante bien (a diferencia de otros autores, igual de
negrolegendarios que Federico, que escriben trilogías que podrían estar
manifiestamente mejor escritas; de hecho están horrorosamente mal escritas, dicha sea
la verdad y con todos los respetos). El libro de Federico es un libro bien escrito pero mal
informado y tremendamente exagerado. Aunque es divertido, sobre todo si se van
tomando notas para ponerle los puntos sobre las íes (como ha hecho aquí el menda).
Tengo que confesar que me lo he pasado bomba escribiendo esto, a pesar de lo siniestro
y macabro que pueda sonar con tal cantidad de muertos.

La claridad de Federico está en sintonía con la pobreza de sus argumentos y


demostraciones (da todo por supuesto y no demuestra nada). Por ejemplo, escribe:
«Marx tenía predilección por la voltereta semántica, por el juego de contradicciones que
solo tienen un sentido: que presuma el que las hace» (p. 201). Así despacha Federico la
figura dialéctica del quiasmo, como si se tratase de una chulería de Marx; porque, sobre
la influencia del «inmenso baúl de sutilezas» de Hegel, «Marx desdeña lo que quiere y
tomo lo que le da la gana» (p. 196). Es de un psicologismo tan ramplón… Como con
buen juicio se ha dicho, «esta inversión de la que habla Marx, no la hace como una
metáfora gratuita, sino que está señalando a procedimientos que él mismo ha tenido a la
vista en comparación de sus pensamientos con los de Hegel, que muchas veces ve su
pensamiento como la inversión justamente de Hegel, y en esta inversión desarrolla
horizontes completamente insospechados» (Bueno, 1983: 107).

Con todo, hay que reconocer que el libro de Federico es muy útil, porque se trata
ni más ni menos de un buen ejemplo (yo diría que el ejemplo perfecto) de lo que es la
leyenda negra contra el comunismo. Como libro negrolegendario el libro gordo de
Federico es una obra maestra, y con el paso del tiempo podría convertirse en un clásico
de la historiografía negrolegendaria como Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn
o El Gran Terror de Robert Conquest. No es un libro sobre la naturaleza real del
comunismo, es un libro negro del comunismo, un libro de ficción, tan bien escrito como
falso y exagerado en su génesis, estructura y conclusión. Es un buen ejemplo al que todo
buen negrolegendario debe acudir y todo buen contranegrolegendario criticar y
denunciar. Un buen ejemplo de cómo se escribe un libro maniqueo sobre el comunismo,
donde éste es presentado como el Mal absoluto sin la menor mancha de bondad. Un
libro que todo buen contramaniqueo tiene que refutar, porque la realidad política y
social va más allá del bien y del mal, como bien sabía ese genio de Tréveris llamado
Karl Heinrich Marx.

Afirma Federico que en la España actual «la mistificación es la forma habitual de


ver la historia» (p. 349). Su libro es buen ejemplo de ello, aunque se trate no ya de una
mistificación rosa o dorada sino negra, esto es, una mistificación negrolegendaria. Su
libro es simplemente un retrato monstruoso del comunismo, digno de colocarse en las
estanterías del basurero historiográfico. Porque lo pasmoso de su obra es que el «timo
ideológico», por usas sus propias palabras, dure hasta 2018 y se sigan empleando como
si nada las fabulosas cifras mortuorias de la Guerra Fría (que por entonces eran muy
útiles para a debilitar a la Unión Soviética y el comunismo en general).

El anticomunismo, piensa nuestro autor, tiene «su razón moral», una razón que
debe compartir «toda persona que aspire a vivir en una civilización libre, debe
compartirlo» (p. 583). El imperativo categórico de Federico sería: «Actúa como si el
comunismo fuese el Mal absoluto». Estamos ante otro de los tópicos de la obra: el
moralismo filisteo al que se refería Marx y que tanto recalcó Lenin. Aunque el 7 de junio
de 2018 Federico llegaría a decir en su programa, desentendiéndose del moralismo
filisteo, cosa de la que me alegro un montón: «Cuando el mal es brillante yo lo
reconozco». Sí señor, mejor el maquiavelismo que el maniqueísmo.

A medida que uno va leyendo y pasando las páginas del libro negro de Federico
uno va sintiendo una especie de entrañable simpatía por los comunistas. Y al terminar
el libro a uno le entran ganas de leerse las obras completas de Marx, Engels, Lenin,
Stalin, Trotski y Bujarin; a uno le entran ganas de afiliarse al Partido Comunista o al
menos hacer apología del comunismo (o como ya no existe tal partido pues refundarlo);
a uno le entran ganas de subir el puño y desgarrarse la garganta cantando la
Internacional; a uno le entran ganas de levantar barricadas y tomar el Palacio de
Invierno (o, en nuestro país, el Congreso de los Diputados, la Moncloa y la Zarzuela); a
uno le entran ganas de repartirse Polonia con los nazis (cosa que no fue así, pero en fin)
y tomar después Alemania y subirse a lo alto del Reichstag y ondear la bandera
soviética y gritar «¡Viva el Comunismo, viva la Revolución de Octubre, viva la Unión
Soviética y viva la Revolución Mundial!».

Cortegana (España), a 23 de julio de 2018.

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Notas

{1} https://www.youtube.com/watch?v=-uS6CuqxwKE. En 1:18.

{2}
http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2018/04/08/5ac93b23268e3ef5758b4636.h
tml

{3} https://www.youtube.com/watch?v=2bIl4Uii5GI. Asimismo, puede leerse


en la Carta Magna de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela nada
más empezar: «El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e
invocando la protección de Dios…». http://www.mpptaa.gob.ve/publicaciones/leyes-
y-reglamentos/constitucion-de-la-republica-bolivariana-de-venezuela.

{4} Emilia Pardo Bazán, «La España de ayer y la de hoy. (La muerte de una
leyenda)», http://www.filosofia.org/aut/001/1899epb4.htm.

{5} https://www.youtube.com/watch?v=Vswl5Js_EZ8

{6} He desarrollado esto en «contrafundamentalismo y fundamentalismo


científico en el Diamat», http://fgbueno.es/bas/pdf3/bas50b.pdf.

{7} En Denaes hice la siguiente pregunta: «Por qué el derecho a decidir no es


democrático»: http://www.nacionespanola.org/esp.php?articulo5418.

{8} https://www.youtube.com/watch?v=jUWk0C2watg.

{9} https://www.20minutos.es/opiniones/pablo-iglesias-hecor-illueca-tribuna-
misa-oficiaria-papa-francisco-2996635/

{10} http://www.fgbueno.es/bas/bas47a.htm.

{11} https://www.youtube.com/watch?v=6oQSGQDK_Ig.

{12} https://www.elespanol.com/opinion/20170923/248975401_0.html.
{13} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71850.

{14} Ya en Denaes he dejado constancia de ello en una pequeña trilogía: «Pablo


Iglesias II el Separador»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5370. «Pablo
Iglesias II el impostor»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5380. Y «Pablo
Iglesias II el Antiespañol»: http://www.nacionespanola.org/esp.php?articulo5385.

{15}
http://www.elmundo.es/espana/2014/06/30/53b06a85e2704e2e3a8b4579.html.

{16} https://www.youtube.com/watch?v=kiULMhRME-4

{17} Véase, también en Denaes: «Nada nuevo sobre el Sol ni sobre la piel del
toro»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5389.

{18} Bien podrían consultar también en Denaes: «Plurinacionalidad y nación de


naciones»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5407.

{19} http://www.abc.es/cultura/cultural/20150914/abci-entrevista-gustavo-
bueno-201509141132.html.

{20} «La Revolución de Octubre en el Segundo período de desórdenes»,


http://www.posmodernia.com/la-revolucion-de-octubre-en-el-segundo-periodo-de-
desordenes/.

{21} https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf%C3%ADa_de_la_Uni
%C3%B3n_Sovi%C3%A9tica. https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf
%C3%ADa_de_Rusia.

{22} Véase Pío Moa en https://www.libertaddigital.com/opinion/ideas/un-


autorretrato-del-antifranquismo-1275320937.html.

{23} Véase a partir de 24:28 en https://www.youtube.com/watch?


v=xc7JQKn6_8E

{24} Véase a partir de 8:19 en https://www.youtube.com/watch?


v=X1wnPsMajQw

{25} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.

{26} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.

{27} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{28} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.

{29} https://www.youtube.com/watch?v=b2EkYO8nOzA.
{30} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{31} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{32} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{33} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{34} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{35} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.

{36} http://www.ipsnoticias.net/1997/08/india-el-holocausto-del-imperio-
britanico-en-bengala/.

{37} http://www.filosofia.org/ave/002/b030.htm.

{38} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Indochina.

{39} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Vietnam.

{40} Francisco Franco, «Carta de Franco contestando a la del presidente Lyndon


B. Johnson»,
http://www.generalisimofranco.com/vidas/francisco_franco/estadista.htm. Corchetes
míos.

{41} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Independencia_de_Argelia.

{42} Véase la Película Misión en Moscú, https://vimeo.com/182767468, en


1h:39m.

{43} http://fgbueno.es/gbm/gb73s2.htm.

{44} http://fgbueno.es/gbm/gb74s4.htm.

{45} http://www.fgbueno.es/gbm/gb91ccp.htm.

{46} http://nodulo.org/ec/2008/n076p02.htm.

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