Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Federico el Grande
Federico el hombre
Federico el liberal
¿Comunismo hoy?
¿Comunismo en la universidad?
Federico el negrolegendario
Historiografía retroanticomunista
El Mal absoluto
Lenin el Terrible
Hermanos gemelos
La cuestión judía
La cuestión polaca
Reductio ad Bakunim
Neocomunismo y populismo
Podemismo y postmarxismo
Turrión y el Papa
El podemismo es un separatismo
El Imperio Soviético
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
2. Federico el nuevo Quevedo
3. Federico el defensor de España
4. Federico el rojo español
5. Federico el liberal
6. Ante qué estamos con Memoria del comunismo
Conclusión
Bibliografía
Introducción: Crítica de la crítica acrítica e hipercrítica
A consecuencia del éxito editorial de Memoria del comunismo me ha parecido
oportuno llevar a cabo una extensa crítica del mismo, para advertir de sus insuficiencias
como crítica al comunismo (a algunos esto les parecerá «oportunista», cosa que me da
igual, y además el oportunismo puede ser pertinente e incluso prudente).
También llevé a cabo una crítica contra Los enemigos del comercio de Antonio
Escohotado: primero a viva voz en los Cursos de Verano de Santo Domingo de la
Calzada en julio de 2017, que puede verse por televisión material en el canal Youtube:
https://www.youtube.com/watch?v=yvp7wHYG2-c; y después desde las páginas de
El Catoblepas: http://www.nodulo.org/ec/2018/n182p01.htm.
Como hice con Escohotado, lo que en las siguientes páginas procuraré es llevar a
cabo una «crítica de la crítica acrítica», es decir, una crítica a la crítica que Federico
Jiménez Losantos hace del comunismo de modo acrítico, es decir, acrítico con la leyenda
negra anticomunista (es más, cabe decir que el anticomunismo -o más bien
retroanticomunismo- que predica el ex locutor de la COPE es doctrinalmente
dogmático, como aquí procuraré dejar en evidencia). También cabría decir que
procuraré realizar una «crítica de la crítica hipercrítica», porque Federico, al no
reconocerle ni el más mínimo mérito al comunismo, se pasa de crítico y por ello no es
propiamente crítico sino más bien hipercrítico.
Esta crítica a Memoria del comunismo también incluye una crítica a Podemos, pues
la crítica o hipercrítica que hace Federico a la formación morada tampoco me parece
suficiente; aunque con su libro Federico ha escrito, entre otras cosas, su Anti-Podemos.
Podemos es mucho más pernicioso de lo que Federico piensa, aunque los demonice y se
quede a gusto contra ellos delante del micrófono con su peculiar estilo, como también
los pone «a caer de burro» en Memoria del comunismo. Pero, como digo, no me parece
suficiente. De modo que este extenso escrito también podría titularse muy bien Anti-
Losantos y Anti-Turrión: contra el huno y contra el otro. Y que conste que no es personal: es
política.
Como soy muy duro sé que a Don Federico no le voy a caer bien (y a Turrión ni
que decir tiene, pero de ése no espero que lea nada… aunque tampoco del primero
espero mucho, la verdad). Soy duro pero justo. Ahora bien, le pido al criticado que no la
tome contra El Catoblepas, o contra la Fundación Gustavo Bueno o contra cualquier
persona e institución relacionada con el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Yo soy
el responsable de esta crítica, si bien es cierto que las Ideas que pongo en marcha son
objetivas y no han salido de mi seno. Otra cosa es el mayor o menor acierto que pueda
tener a la hora de poner tales Ideas en marcha, en concreto en función de la crítica al
libro de Federico y otros asuntos involucrados que bien merecen ser traídos para
triturar todo lo que sea que triturable de la obra del señor Losantos, que no es poco.
Por mi parte no trataré de mostrar hechos verdaderos puros, cosa propia del
positivismo decimonónico y de gnoseologías descripcionistas, sino de contrastar,
comparar y enfrentar unas interpretaciones frente a otras, esto es, una interpretaciones
que se nos presentan y se retratan a sí mismas como negrolegendarias (las de Federico)
frente a otras que al no distorsionar las reliquias y relatos dados en el presente son más
propias de la historia rigurosa. Reliquias y relatos vendrían a ser monumentos y
documentos, es decir reliquias no escritas y reliquias escritas que, como decimos, se nos
dan en el presente, y el nexo entre el presente en el que se nos dan las reliquias y relatos
«sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo
entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas… El “pasado” es, así, un concepto
regresivo a partir, no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras
partes del mismo presente. Esta precisión tiene consecuencias muy importantes en
orden a la estructuración del concepto de Historia. Principalmente, ésta: la Historia (no
mítica) es, de algún modo, la destrucción del presente, su desbordamiento. Mientras el
mito es la construcción o progressus del presente a partir de sucesos que in illo tempore ya
lo tenían incorporado» (Bueno, 1978a: 10-11).
I. Federico el Grande
1. Federico el hombre
Federico ha colaborado con periódicos de tirada nacional como El País, Diario 16,
ABC y El Mundo. Desde 1998 es editor de la revista de pensamiento La Ilustración Liberal.
Fue colaborador de Antena 3 Radio con Antonio Herrero (1955-1998), el que fue su
gran influencia radiofónica. También colaboró con Antena 3 Televisión dirigiendo el
programa cultural La Historia de los Judíos Españoles. También empezaría a ser
colaborador de la COPE, y tras el «antenicidio» de Antena 3 Radio por el Grupo Prisa se
fue junto a José María García (Madrid, 1943), Antonio Herrero y Luis Herrero
(Castellón, 1955) a la COPE. Al morirse Antonio Herrero en 1998, Luis Herrero le
sustituyó en La Mañana y Federico pasaría a presentar y dirigir el programa de tarde
noche titulado La Linterna. Pero en 2003 pasaría a presentar y dirigir La Mañana con uno
de los mejores índices de audiencia en la radio española. Estuvo en la emisora de la
Conferencia Episcopal hasta junio de 2009, cuando fue destituido por presiones de
algunos dirigentes del PP y también por presiones del Rey Juan Carlos (Roma, 1938).
Entonces decidió fundar esRadio, emisora asociada a Libertad Digital (periódico que
empezó a funcionar en la red en el año 2000), junto a César Vidal (Madrid, 1958) (que en
la COPE presentaba y dirigía La Linterna) y Luis Herrero (que tras un paso fugaz por el
parlamento europeo, como eurodipitado del PP, volvió a la radio).
En una entrevista Federico afirmó que dejó de ser marxista para ser español, pero
ya cuando era marxista era español (lo era desde que se empadronó). Luego se puede
ser marxista y seguir siendo español: una cosa no quita la otra, ya que ser comunista no
se contradice con ser español (así como ser separatista tampoco se contradice con ser
español; es más, los separatistas por ser precisamente separatistas son españoles, y
objetivamente no pueden negar la existencia de España porque no pueden negar la
existencia de aquello de lo que se quieren separar). Y se puede estimar y venerar a
Stalin y defender a la nación española como hace Gustavo Bueno en este vídeo {1}.
Aunque Bueno nunca militó en «el Partido» ni tampoco se enfundó la «camisa azul».
En 1974 Federico iba a hacer la mili pero «por un afortunado vaivén burocrático»
se libró de la misma y su «superyó» se convenció convertir ese año en blanco «en rojo»,
esto es, en «emplearlo en hacer política al servicio de España, viendo la mejor forma de
servir al pueblo, que era, sin duda, combatir sin uniforme a la dictadura» (p. 28).
5. Federico el liberal
De hecho Federico no puede tener memoria del comunismo que empezó en 1917,
ni de la Guerra Civil española, ni de tantos acontecimientos que, con inquina
negrolegendaria, narra en su libro. Pero de esto es consciente nuestro autor: «La
memoria, aunque los neocomunistas la llamen histórica, siempre es individual» (p. 641).
De ahí que pensemos que el título del libro no sea muy ajustado a su contenido, pues la
memoria personal del autor (del individuo corpóreo-viviente llamado Federico Jiménez
Losantos) es sólo una pequeña parte de la obra (ya objetivada al plasmarse sobre el
papel, o sobre la pantalla). Aunque tampoco hubiese sido acertado el título Historia del
comunismo, porque aunque haya mucha historia no es propiamente una historia del
comunismo (aunque más bien lo que hay es leyenda negra). El contenido del libro,
como decimos, corresponde más bien a una reflexión sobre el comunismo, y para esto
sería menester una filosofía que, sin duda, Federico ejercita, como no puede ser de otro
modo porque todos somos filósofos: unos mejores, otros peores, otros nefastos. Sin
embargo, tal filosofía el autor ni por asomo representa. Es decir, en Memoria del
comunismo hay una filosofía implícita pero no explícita. ¿O es que acaso Federico
confiesa abiertamente que filosofa desde tal sistema contra otros sistemas filosóficos? En
todo caso lo que hay es una filosofía mundana, pero no académica. Y en todo caso el
autor filosofa desde el liberalismo (toma partido por las escuelas de Salamanca y
Austria) contra el comunismo (aunque sólo hay dos referencias al materialismo
dialéctico). Como se afirma en España frente a Europa, «el historiador generalista o se
mantiene dentro de unas coordenadas filosóficas explícitas o implícitas (de orden
teológico, o liberal, o anarquista, o marxista-economicista, o racista, o autonomista, o
humanista…) o no hace sino una labor enciclopédica de yuxtaposición, sin poner el pie
en un terreno que, por su naturaleza, no puede ser científico-categorial» (Bueno, 1999:
448).
Pues bien, podemos decir que Memoria del comunismo es un libro de literatura,
aunque, emic, el autor no lo pretenda. Podríamos decir que los finis operantis del autor
pretenden llevar a cabo una reflexión sobre «la naturaleza del comunismo» (eso es lo
que él dice). Pero en sus finis operis es un libro de literatura, y añadimos que es un libro
de literatura negrolegendaria, de retórica anticomunista, y de un anticomunismo
retrospectivo, aunque emic el autor crea que haya escrito un libro que tiene por objeto
combatir el comunismo del presente, pero éste no es tal, es otra cosa bien diferente, que
el autor, a través de lo que podríamos llamar, si se me permite la expresión, «falacia
semejantista», llama «neocomunismo», pero que se trata de progresismo (que, en el caso
de España, en su fase superior, o más bien inferior o degenerada, o enfermedad infantil,
corresponde al podemismo). El comunismo cubano fue y es muy diferente a lo que fue
el comunismo en la URSS (y todavía más diferente una vez que ésta dejó de existir), el
venezolano en absoluto es comunismo sino más bien un socialismo cristiano y
bolivariano (en rigor es una democracia capitalista, por mucho que algunos se lleven las
manos a la cabeza con tal afirmación), China reestructuró su sistema en 1978 con Deng
Xiaoping (y la alianza con Estados Unidos contra la Unión Soviética que
definitivamente decidió el resultado de la Guerra Fría), y Corea del Norte también es
una cosa muy diferente (ahora en fase de deshielo con Estados Unidos a través del poder
diplomático de la Administración Trump).
Más ajustado a la realidad sería darle la vuelta del revés a la paráfrasis de Federico
y afirmar: «Hasta ahora, los profesores han combatido al comunismo: se trata de
explicarlo». Es decir, se trata de entender sin condenar ni justificar, sin perjuicio de que
toda interpretación está pensada contra otras interpretaciones (por ejemplo, mi
interpretación del fenómeno comunista contra la interpretación de Federico, o de
Antonio Escohotado). Y explicar el comunismo, a más de un cuarto de siglo de la caída
del Imperio Soviético, supone hacer una trituración de la leyenda negra, pues ya no
existe esa plataforma continental, ese Imperio, que hacía posible la realidad política y
geopolítica del comunismo (pese a que su postulados escatológicos jamás se cumplieron
y de hecho el comunismo final resultó ser el final del comunismo, aunque es cierto que
vivimos sobre los náufragos, esto es, sobre las consecuencias de ese Imperio). La leyenda
negra anticomunista tuvo una funcionalidad en los tiempos de los dos bloques
(comunista y capitalista) de la Guerra Fría, es decir, tuvo una función propagandística
demonizadora, lo que bien visto pudo resultar prudente para la eutaxia de las potencias
vencedoras (encabezas por Estados Unidos). Lo que procuramos, a la altura de 2018, es
llevar a cabo una investigación histórica y filosófica sobre el comunismo realmente
existente entre 1917 y 1991 (tras la distaxia del Imperio Soviético sólo quedan los
náufragos del comunismo, porque sus partes se fundieron y se destruyeron, y pasaron a
nutrir, como alimento, los órganos del nuevo animal: los nuevos partidos de izquierda
que se aproximan tanto a la socialdemocracia como a la izquierda indefinida, o, lo que es
peor, a aberraciones que simpatizan con «partidos» secesionistas-separatistas).
Por mi parte, a fin de llevar a cabo semejante tarea, intentaré, con mayor o menor
fortuna, tomar partido por el materialismo filosófico propugnado por el filósofo español
Gustavo Bueno (1924-2016). Es decir, procuraré llevar a cabo una crítica (criticar no es
descalificar sino calificar, clasificar y poner a cada cosa en su sitio bajo un orden
racional). En definitiva: llevaré a cabo una crítica sin leyenda negra. Y Federico está a
mil millas de esto, pues su posición no es crítica sino, más bien, hipercrítica; es decir,
inmersa hasta el tuétano en la leyenda negra. Y si, como decimos, criticar es clasificar
entonces, en rigor, Memoria del comunismo no es una crítica al comunismo, ya que su
autor no se dedica a clasificar sino más bien a demonizar y cuando no directamente a
insultar. Lo cual bloquea su entendimiento y por ello no explica el comunismo sino que
lo condena y combate del mismo modo que los progres condenan y combaten al
franquismo, aunque sea de manera trasnochada o sobrevenida. Si los progres pecan de
antifranquismo retrospectivo con la Memoria Histórica, Federico peca de
anticomunismo retrospectivo con Memoria del comunismo. Federico utiliza el término
«comunista» de un modo muy parecido, por no decir idéntico, a como los progres
pronuncian el término «fascista», que a día de hoy es solamente un mero insulto:
fascista = hijo de puta. Si los progres asocian inmediatamente la palabra «España» a
Franco, Federico (como tantos otros) inmediatamente asocia la palabra «comunismo» a
los famosos «100 millones de muertos». ¡Y ni uno más!, le faltaría decir.
Federico es muy duro con los progres (en muchas ocasiones con bastante razón),
pero a menudo se trata de una relación tipo contraria sunt circa eadem; pues, así como los
progres padecen la locura objetiva del antifranquismo retrospectivo, Federico padece la
no menos locura objetiva del anticomunismo retrospectivo. Y así como algunos progres
creen que vivimos todavía en el franquismo, Federico cree que aún existe el
comunismo, y curiosamente se niega a enviarlo al «basurero de la historia». Federico
está en plan delenda est comunismo: non placet comunismo. Por mi parte procuraré llevar a
cabo una delenda est nigra legenda. Non placet nigra legenda.
Parece que Federico se pone de los nervios con aquellos que están dispuestos a
«justificar o entender, siquiera parcialmente, las atrocidades bolcheviques» (p. 258). Por
mi parte no trato de justificar (pero tampoco de condenar) ningún acontecimiento
histórico (esto es, aquello que nos influencia a nosotros pero que nosotros no podemos influir en
ello). Sin embargo, sí procuro entender, porque la facultad para entender la historia no
es ya la memoria (como ha entendido en estos años la progresía, particularmente desde
el zapaterismo) sino el entendimiento. Y en este caso lo que hay que entender es que los
bolcheviques no llevaron a cabo el Terror por maldad pura, sino por razones eutáxicas
(sin perjuicio de los atropellos que pudo haber como los hay en toda sociedad política,
pero éstos no fueron sustanciales al sistema sino más bien accidentales o motivados por
la prudencia política). Pero esto Federico es incapaz de entenderlo y cree a pies juntillas
que los bolcheviques eran unos sádicos monstruos endemoniados. Unos demonios que
deliberaban la preparación «de la masacre de millones de personas, aunque no hicieran
nada, solo por el hecho de existir» (p. 259), y que seguían a ciegas al Demonio en
persona: Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin (1870-1924), el cual se distingue de otros
revolucionarios por su «ferocidad con que disfruta esa guerra civil» (p. 251), y por ello
sería un individuo «digno de inaugurar la Enciclopedia Psiquiátrica del Asesino de
Masas» (p. 280).
El 6 de abril de 2018 así respondía nuestro autor a las preguntas de Ramón Ongil,
director de comunicación de Paradores, en las veladas literarias que organiza el Parador
de Sigüenza: «He escrito Memoria del Comunismo (La Esfera de los Libros) porque los
pocos que hemos leído los tochos de los clásicos como Marx -ahora le ponen de
economista y de filósofo, pero en realidad era un guarro, porque no se lavaba- estamos
muy liados con nuestros trabajos o siendo concejal. Y no hay ningún libro del
comunismo. Así que mi libro es el mejor y el peor. Porque no hay otro» {2}. ¿De verdad
alguien con un mínimo de seriedad y honestidad intelectual puede creer que esto es
decoroso? ¡Y aunque fuera verdad! ¿Es relevante, para rebatir al comunismo, que Marx
se duchase o se dejase de duchar? ¿El hedor del filósofo de Tréveris (porque sí, era
filósofo, además de economista) impregna los tomos de sus obras? Al parecer el
liberalismo empieza con el jabón y la ducha. ¡Valiente majadería! Y encima resulta que
hasta que él no escribió y publicó su libro no existía un libro sobre el comunismo (sobre
la «naturaleza del comunismo»). ¡Ay Dios, qué santa paciencia hay que tener! Eso se
diagnostica como complejo de Adán, como si el mundo no existiese hasta que llegó él. O
incluso complejo de Yahvé: Federico dijo: «Hágase un libro sobre la naturaleza del
comunismo», y el libro se hizo. Pero éste es otro libro negro del comunismo de los
cientos y miles que hay. Aunque el aseado autor se crea descubridor del Mediterráneo
anticomunista (más bien retroanticomunista negrolegendario). Aunque en la página 35
reconoce que hay un libro, «de los pocos libros realmente importantes sobre la
naturaleza del comunismo», y se refiere a El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la
seducción de los intelectuales de Stephen Koch (Anagrama, 1997). En cambio, yo sí puedo
decir que esta crítica a Memoria del comunismo es la mejor y la peor; porque es la única
que, hasta el momento, se ha escrito (al menos con tanta atención y amplitud).
2. ¿Comunismo en la universidad?
Nuestro autor cree que el comunismo es algo enigmático por su actual
«supervivencia». Para Federico Lenin vive, porque «no ha acabado de morir» (p. 167).
«¿Por qué tanta gente se hace comunista y por qué, después de cien años de la creación
por Lenin de un tipo de régimen carcelario, ruinoso y genocida, el comunismo sigue
siendo una ideología respetable o respetada, que domina los campos mediático y
educativo, esenciales para asegurar su continuidad?» (p. 35). Y más abajo sostiene que el
comunismo, a día de hoy, sigue siendo «un referente legítimo, en realidad el referente
último, aunque a menudo oculto, de lo políticamente correcto en los medios de
comunicación, las aulas y todas las formas clásicas y modernas de formación de la
opinión pública desde 1917» (p. 102). Y, para más inri, piensa nuestro autor que en
nuestro presente está emergiendo la resurrección «del comunismo más cerril» (p. 38), y
que la propaganda y los montajes que diseñó Willi Münzenberg para la Komintern es
algo «que sigue marcando el modo de actuar de la izquierda hasta el día de hoy» (p. 38).
Nuestro autor sostiene sin inmutarse que el comunismo sigue siendo «la
ideología hegemónica sobre el liberalismo en los medios y en la educación, más incluso
que antes de la Caída del Muro» (p. 671). Pero ni comunismo ni liberalismo operan en la
política del siglo XXI y, en todo caso, como apunta el propio Federico, lo hacen a nivel
ideológico (esto es, más en el momento nematológico que en el momento tecnológico;
aunque, en rigor, ni por esa porque la nematología no es tampoco la del comunismo sino
de una degeneración: corrupción ideológica). Pero sí es cierto que hay liberales (existen
lo liberales, pero no el liberalismo) y pocos comunistas (aunque el comunismo final es
imposible), aunque lo que abunda es la ideología de la izquierda indefinida (ya sea ésta
divagante, extravagante o fundamentalista), es decir, lo que abunda es la progresía (que,
dentro de las izquierdas definidas, se aproxima más a la socialdemocracia).
Federico habla de «la bolchevización del PSOE reeditada por Zapatero» (p. 383).
¡El pensamiento Alicia es visto como la bolchevización del PSOE! ¡Échale guindas al pavo!
Debería saber Federico que la filosofía de Zapatero y el zapaterismo no era el
marxismo-leninismo sino el krausismo, aunque los indocumentados e iletrados de
Zapatero y sus secuaces no hubiesen leído a Krause ni a Julián Sanz del Río (1814-1869)
y su obra -plagio de Krause, según Enrique Menéndez Ureña (1939-2014)- el Ideal de la
Humanidad. Pero parece que Federico no leyó Zapatero y el pensamiento Alicia (2006) de
Gustavo Bueno, y si lo hizo no prestó demasiada atención. Que ZP, en sus siete años de
nefasto gobierno, quisiese abrir de manera sectaria las heridas de la guerra civil y meter
a Franco en la cárcel (como intentó patéticamente el por entonces juez Baltasar Garzón
con su complejo de Jesucristo al pedir el parte de defunción de Franco, no vaya a ser que
estuviese vivo), eso no quiere decir que la filosofía de éste fuese el marxismo-leninismo.
ZP era un filósofo pánfilo y el marxismo-leninismo era una filosofía belicosa y de
combate (aunque en su escatología hablase del fin de la lucha de clases y de la
emancipación del Género Humano tras echar al «basurero de la historia» a la
maquinaria del Estado). ZP era un bobo (un «bobo solemne», como lo llamó con acierto
Mariano Rajoy, aunque éste no ha quedado muy rezagado de aquél) y Lenin y Stalin
unos genios. La diferencia es notable. Y de Pedro Sánchez («Snch», «el Estornudo»,
como le llama Federico) para qué vamos a comentar nada. Sólo hay que verlo y oírlo.
¿Más ingenuo que ZP? Es difícil superar a ZP, pero Pedro hace lo que puede y
francamente lo hace muy bien, las cosas como son. Veremos qué tal es su presidencia en
el «Gobierno de España», ese «Gobierno Frankenstein» o «Sanchezstein» (o tal vez
«Francoenstein») que se autoproclama europeísta, progresista y feminista: un gobierno
«facha» en el sentido de que es pura fachada, pura apariencia falaz al no caber más
ideología. «Europa es nuestra verdadera patria», dijo el alucinado Sánchez el 6 de junio
de 2018. Pues que con su pan se la coma.
No estamos, como dice Federico, ante una «re-bolchevización de los medios y las
aulas» (p. 575). Cosa que, por lo demás, sería imposible con el siglo XXI bien entrado. Lo
que estamos viviendo en esta etapa de la historia es el apogeo de la progresía, porque el
absurdo tiene una potencia impresionante para perseverar en el ser y florecer. Pero
Federico tiende a confundir los términos y no ya sólo a nivel meramente semántico sino
conceptual: para él comunismo y progresismo es lo mismo y le da igual ocho que
ochenta, y afirma que detrás de la etiqueta «populismo» está ese fantasma que recorre
Europa (y el mundo). Pero a día de hoy el comunismo es, efectivamente, un fantasma, y
las nuevas tendencias o partidos políticos tiran por otros derroteros, ya que los
problemas de nuestro presente en marcha son bien diferentes a los del tiempo del
comunismo realmente existente pero que ya no lo es, no es realmente existente al ser ya una
reliquia (pese a que vivimos sobre sus náufragos). Dicho de otro modo: lo que en su
momento fue el comunismo realmente existente o «socialismo real» es en nuestro
presente en marcha y anómalo pasto de reliquias y relatos.
Pero nuestro autor insiste: «Si el comunismo está muerto, es sin duda un walking
dead, al que se debe combatir como especie resucitada, porque mata de verdad» (p. 575).
Federico trata de matar a un zombie, pero los zombies no existen (ni pueden existir), y
lo que está muerto no puede morir. Sólo los frikis creen en los zombies. Y no tiene pinta
de friki nuestro locutor favorito (sería un trauma para los fans si un día descubriésemos
tal cosa). Aunque, eso sí, Federico se comporta como el niño de El sexto sentido: «En
ocasiones veo comunistas». O como el replicante del Blade Runner: «He visto cosas que
no creeríais: he visto volar naves más allá del cielo de Orión y a comunistas tras la caída
del muro en revolucionaria acción». O como dice el evangelista: «los ciegos ven y los
cojos andan, los leprosos son limpiados y los sordos oyen y los muertos [los comunistas]
son resucitados y los pobres reciben la buena notica» (Mt 11.5).
Federico piensa que «la batalla contra el comunismo no está ganada» (p. 580).
Pero Federico es un ideólogo del anticomunismo en retrospectiva, porque cuando dice
que, a día de hoy, va contra el comunismo en realidad va contra otra cosa que es bien
distinta (que es la progresía). Pero al darle igual ocho que ochenta y confundir términos
cree que aún combate el comunismo, pero los nuevos partidos plantean nuevos
problemas: «el vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9.17).
Según Federico «el comunismo después del comunismo» es esto: «el capital ya
no está en contra, sino dentro; las democracias no son enemigos, sino cómplices» (p.
581). ¿Y no es esto algo muy parecido a la socialdemocracia de toda la vida? Nada
nuevo bajo el Sol. Aunque no del todo, porque si el comunismo después del comunismo
no es el comunismo sino otra cosa, también es cierto que el capitalismo después de la
caída del comunismo es otra cosa. ¿Acaso sería del todo disparatado afirmar que
vivimos en una época no sólo postcomunista sino también postcapitalista? Porque el
capitalismo, así como pasó con el comunismo realmente existente, está condenado a
derrumbarse para dar paso a formas diferentes de vida social, política e histórica. Todo
lo que empieza acaba: ya sea el sistema comunista, el sistema capitalista o el sistema
solar. Aunque, como se ha dicho, «el capitalismo moribundo se recuperaba tras la
segunda guerra mundial y gracias a ella» (Bueno, 1991: 86). Tal vez otra guerra mundial
reactive al capitalismo (o tal vez no).
Afirma nuestro autor que, a diferencia de Lenin, Karl Kautsky (1854-1938) y los
socialdemócratas, «vienen del mundo del trabajo real» (p. 95) y atienden a los datos
reales y no se atienen a «utopías sangrientas» (p. 95). Pero tal vez lo utópico
(precisamente por incruento) es alcanzar logros favorables a la clase obrera (y a la
sociedad en general) sin que se rompa ni un solo cristal ni se derrame sangre. Aunque el
pensamiento socialdemócrata, en el apogeo de su imbecilidad (en sentido etimológico:
Imbecillis,«sin bastón»), no es tanto un pensamiento utópico sino, como ha señalado
Gustavo Bueno, un pensamiento Alicia: la chimenea calienta pero no quema, el género
humano alcanzará gradualmente su emancipación pero sin que haga falta luchas
sanguinarias para alcanzarla.
Esta peculiar vuelta del revés que lleva a cabo Federico no tiene en cuenta que tales
avances en las condiciones de trabajo, los derechos sociales, la reducción de la jornada
laboral, la abolición (y no simple «limitación») del trabajo infantil, seguro por
enfermedad y pensión, la misma remuneración por el mismo trabajo entre hombres y
mujeres (esto se consiguió por primera vez en 1935 en la Unión Soviética estalinista,
pero Federico naturalmente no dice nada: bien para que no se entere la servidumbre o
bien, que será lo más probable, porque lo desconoce); tales logros, decimos, fueron
posibles por la existencia de una plataforma (un Imperio) como la Unión Soviética que,
en su ortograma generador, hizo presión para que esto fuese posible. Precisamente, tras
más de 25 años de la caída de dicho Imperio, estos logros están cada vez más en crisis
(y, al parecer, será la primera vez que los hijos vivan peor que sus padres, aunque todo
está por ver).
Federico habla del primer siglo comunista (1917-2017), como si 1991 no hubiese
pasado por la historia. Cuando se habla en España de «Transición» eso es sólo un
eufemismo de continuidad en relación al régimen franquista (tan denostado por los
fundamentalistas democráticos que hoy imperan en nuestro país). La verdadera
Transición, a nivel geopolítico, se llevó a cabo a finales de los años 80 y principios de los
90, sin perjuicio de que la actual potencia de la Rusia de Vladimir Putin (San
Petersburgo, 1952) no ha salido de la nada. Si podemos hablar de un siglo (1917-2017) es
el siglo que va de Vladimir a Vladimir, esto es, de Lenin a Putin (y no de Lenin a
«Pablenín»). Pero ya no se puede hablar solamente de comunismo, sino más bien, en
general, de diferentes fases del Imperio Ruso. Aunque por haber sido un agente del
KGB (es decir, un chequista) para Federico Putin es comunista (si lo es Turrión…
cualquiera lo es, aunque Putin no sea «cualquiera»).
Yo sí que estoy de acuerdo con el historiador Richard Pipes (1923-2018) cuando
afirmó en Libertad Digital el 7 de noviembre de 2017, el día del centenario de la
Revolución de Octubre, lo siguiente: «El comunismo tiene historia, pero no tiene
futuro». Federico afirma que no puede estar más en desacuerdo y que su frase «muestra
el irrefrenable afán necrológico de los historiadores en hacer la autopsia de un cadáver
sin comprobar si está muerto. Y el comunismo no lo está. Si el mayor éxito del Diablo (o
del Mal), es convencer a la gente de que no existe, la supervivencia del comunismo,
pese a ser el peor monstruo político de todos los tiempos, con más de cien millones de
víctimas, se basa en el acta de defunción y el consiguiente indulto moral que como
cadáver exquisito, infinitamente investigable, le han extendido tantos historiadores» (p.
573). Pero Podemos es la prueba, como ya lo era Izquierda Unida, de que,
efectivamente, el comunismo tiene historia pero no tiene futuro. De hecho en España el
comunismo ha sido la historia de un fracaso.
Y ello significa que no vino el comunismo final sino el final del comunismo, el fin
de la quinta generación de izquierda definida (definida por el Estado, en este caso la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, en rigor, era un Imperio).
1. Historiografía retroanticomunista
Para que el éxito de la leyenda negra anticomunista y antisoviética estuviese
asegurado no sólo había que contar con la astucia de los propagandistas antisoviéticos
sino también con la ingenuidad de la gente (del electorado); así como en la religión no
sólo hay que contar con la impostura de los sacerdotes sino también con la ingenuidad
de los creyentes. Es decir, era cosa tanto del «opio para el pueblo» como del «opio del
pueblo»; lo que en nuestro caso cabe decir que la leyenda negra cumple los papeles de
«opio del pueblo» (que cuenta con la ingenuidad del público adoctrinado) como del
«opio para el pueblo» (que no es otra cosa que la astucia de los ideólogos
negrolegendarios conscientes de su engaño y una estrategia de mentira política). Luego
eso significa que el público es tan cómplice de semejante estafa ideológica como los
autores negrolegendarios subvencionados. La estupidez de los unos se conjuga con la
inteligencia maquiavélica de los otros; todo ello, en tiempos de la Guerra Fría cuando
existía el Imperio Soviético, en pos de la eutaxia del Estado propio y en pos de la distaxia
del Estado difamado (en el campo de batalla entre los dos Estados imperiales que se
disputaban la hegemonía mundial). Aunque también cabe que el autor negrolegendario
no sea consciente de su negrolegendariez y conjugue su ingenuidad con la ingenuidad
de los lectores u oyentes, y ese es el caso de Federico y su legión de fans. Porque lo peor
del caso de Federico es que se cree lo que escribe, y eso es peor que si no se lo creyese y
fuese un impostor a sueldo. Este caso es un caso en el que la leyenda negra arraiga en la
mentalidad de los sujetos a los que se les suministra gracias (o más bien por culpa) del
cerrojo ideológico que afecta tanto al escritor como a los lectores crédulos o con fe
negrolegendaria.
Federico se queja, y con razón, de «la ola historiográfica antifascista que nos
invade» (p. 394), refiriéndose al antifranquismo retrospectivo que, indudablemente,
invade la historiografía y los medios de comunicación, por no hablar de los institutos y
universidades (donde los negrolegendarios conscientes cuentan con la complicidad de
la estupidez de los estudiantes). Pero asimismo también hay una historiografía
anticomunista que también copa los medios de comunicación y los centros de
enseñanza donde, fundamentalismo democrático ingenuo mediante, se demoniza a Lenin y
todavía más a Stalin, y se interpreta al comunismo como una ideología sectaria y una
forma criminal de hacer política. Y entre los muchos autores que a esto se dedican -es
decir, a escribir libros negrolegendarios- está nuestro querido Federico Jiménez
Losantos. Y ya hemos sostenido que Memoria del comunismo ni es un libro de historia ni
de filosofía, es un libro de literatura negrolegendaria; es por ello un libro de ficción,
dadas sus descabelladas e histéricas exageraciones, las cuales no se sostienen al ser
tratadas con un mínimo de rigor y un mínimo de honestidad intelectual (como aquí
procuraré demostrar).
El autor cree que «el comunismo sigue siendo un buen negocio» (p. 41). Y yo me
pregunto que si es un negocio para quién lo es. ¿Para los autores negrolegendarios que
publican libros sobre el asunto en lo que se podría llamar «la industria del Gulag»?
Porque, por lo que se ve, la industria del Gulag es sinónimo de lucro. No conozco
ningún libro contranegrolegendario que sea un superventas (en lo que al comunismo se
refiere). La gente prefiere un cuentecito de buenos y malos hecho a medida de su vulgar
inteligencia (que no da para más).
La posición de Federico es muy similar, por no decir idéntica, a los autores (todos
ellos franceses y excomunistas) de El libro negro del comunismo, ese «éxito de ventas» que
«es la referencia más notable y accesible para las nuevas generaciones que llevan la
estrella roja soviética en el gorro y la imagen del Che en la camiseta, sin saber cuánta
muerte van anunciando y cuántos muertos dejan atrás» (p. 576). (p. 576). Stephane
Courtois, el coordinador de dicho libro, lejos de «trabajar para esclarecer la naturaleza
del fenómeno comunista», como sostiene Federico, lo ha oscurecido para demonizarlo y
criminalizarlo hasta la extenuación, como si se tratase de una ideología defendida por
sádicos sanguinarios que hacían el mal por mor del mal mismo, porque el bien y la
libertad eran cosas que les horrorizaba. El libro negro del comunismo es basura
historiográfica que no tiende a aclarar nada sino más bien a oscurecerlo y confundirlo
todo. Y sin embargo es tomado como un libro de referencia y de cabecera (y yo digo que
«buen provecho» y que «con su pan se lo coman»).
Federico tiene una visión panchekista del comunismo: «La Cheka, el Terror, fue
la columna vertebral del régimen comunista, de todo régimen comunista desde 1917. La
Cheka masacró a los proletarios en nombre de la dictadura del proletariado; la Cheka
prohibió la huelga en nombre de los obreros; la Cheka robó al campesinado en nombre
de los campesinos; la Cheka violó a las mujeres en nombre de la liberación de la mujer,
la Cheka prohibió la prensa en nombre de la libertad de prensa; la Cheka hizo de la
política el peor delito y del delito legal la única política; la Cheka hizo desfilar al ejército
como una versión condecorada de sí misma; la Cheka, en fin, hizo de toda religión,
miedo, y del miedo la única religión» (p. 264). Asimismo, la dictadura del proletariado
es vista como «el despotismo más salvaje abatido sobre país alguno» (p. 329).
Afirma Federico: «No importa ni importó nunca la verdad -que se supo desde el
principio y desde el principio se rechazó- sobre la naturaleza genocida del comunismo
en Rusia» (p. 37). Y según nuestro autor, los líderes comunistas son «los mayores
genocidas de la historia de la humanidad» (p. 236). Aquí a Federico le decimos lo
mismo que le dijimos a Escohotado, esto es, que no hubo genocidio en Rusia (en la
URSS), porque no se ejecutaba a la gente por su condición racial o étnica, sino por su
disidencia política (ya fuese por quintacolumnista, sabotaje, traición o sedición, y no de
modo gratuito sino por un buen motivo, sin perjuicio de los atropellos que hubo). El
hecho de acabar con la vida de muchas personas no implica genocidio; pues genocidio,
si atendemos a la etimología de la palabra, significa matar a una serie de individuos por
su condición racial o por pertenecer a un determinado pueblo, esto es, el crimen
sistemático y deliberado contra un pueblo o etnia concretos; y los comunistas
liquidaban a sus adversarios independientemente de su nacionalidad étnica: daba igual
que fuesen blancos, negros, amarillos, árabes, judíos, latinos o chicanos: para la
dictadura del proletariado eso era insignificante. En todo caso lo que hubo fue clasismo
(y no afirmamos que esto sea mejor o peor). Y tampoco hubo totalitarismo porque un
Estado totalitario es un imposible político, así como el monismo es un imposible
ontológico, y tan imposible como el progresismo escatológico del izquierdismo más
fundamentalista.
Así pues, llamar a Lenin (o a su sucesor) «genocida» es tan incorrecto (por muy
políticamente correcto que sea) como llamar a Franco «genocida» como hacen sociatas y
podemitas desde su fundamentalismo políticamente correcto y su ingenuidad o
impostura negrolegendaria (como también estaría fuera de lugar llamar «genocidas» a
los frentepopulistas de la Guerra Civil, por mucho Paracuellos que se quiera, porque
aquello fueron ejecuciones por cuestiones políticas y militares y no por cuestiones
raciales).
Por fin puedo darle la razón a Federico, y que conste que lo estaba deseando;
porque en la escatología leninista que Lenin esboza, sobre todo en El Estado y la
revolución (probablemente su escrito más utópico, redactado entre agosto y septiembre
de 1917 en su refugio finlandés tras los Días de Julio), el «socialismo científico» devino
en un socialismo utópico.
Tiene razón Federico cuando afirma que Lenin sitúa la historia entre dos utopías:
«el comunismo pasado que no existió nunca y el comunismo futuro, que nunca
existirá… Por supuesto, nunca existió esa famosa Edad de Oro, salvo en el magín de los
poetas, tan a menudo agobiados por las deudas; tampoco el matriarcado primitivo que
asegura Engels en El Origen de la familia, ni ningún comunismo pre-histórico, en el
sentido literal del término, salvo, quizás, el comunismo de Atapuerca, cuyo testamento
yace en la Sima de los Huesos: una horda primitiva de cazadores cerca del Burgos
actual, un canibalismo sin alfabeto, fuego, agricultura, ganadería, ciudades ni atascos, o
sea, una versión salvaje de la ensoñación urbanita que llama paraíso a un fin de semana
rural» (pp. 246-247).
4. El Mal absoluto
Según Federico, «la Casa Lenin» «reinó sobre Rusia y su Imperio, mediante el
terror más desaforado, hasta 1991» (p. 292). Como si los 74 años de existencia de la
Unión Soviética hubiesen sido un todo continuo y homogéneo en el que no se
desarrollaron diferentes fases; como si al núcleo y cuerpo de la URSS no le hubiese
correspondido un curso histórico en el que se diferenciaron diferentes períodos. Para
Federico los 74 años de la URSS fueron Terror y nada más, como si los años 70 hubiesen
sido iguales a los años 30, como si la coyuntura nacional e internacional fuese idéntica
en todas las épocas de su recorrido histórico mientras perseveró en la eutaxia hasta que
llegó su colapso distáxico.
Federico se pregunta: «¿para qué es necesario el terror, que cuesta infinitas vidas
y mueve a las víctimas a resistir, en vez de esperar que la historia lo imponga?». El
mismo responde tan pancho a la pregunta: «Ni Marx ni Lenin lo explican. La razón es
que les gusta matar» (p. 604). Y llega a afirmar que los comunistas se dedicaron a «matar
deliberadamente de hambre a millones de personas, de su país y otros, para alcanzar el
paraíso de la raza superior comunista» (p. 620). Lo cual recuerda a Robert Conquest
(1917-2015), cuando afirmó que las hambrunas de Ucrania (lo que se dio a conocer como
el «Holodomor») fue «el único caso en la historia de un hambre provocada adrede por
un hombre» (Conquest, 1968: 36). Ese hombre era conocido como «Stalin», el hombre de
acero. La diferencia entre las tesis de Conquest y las tesis de Federico está en que el
primero, en el contexto de la lucha contra la URSS en la Guerra Fría, trabajaba a sueldo
de la CIA y sabía muy bien que lo que decía eran patrañas, y el segundo simplemente se
cree lo que dice.
Para Federico el comunismo es, en definitiva, «la peor lacra política que ha
padecido la humanidad» (p. 53). Afirma que los crímenes del comunismo se llevaron a
cabo contra seres humanos «por el simple hecho de haber nacido» (p. 57). O por puro
sadismo, para darse el gusto de satisfacer su retorcido gusto, porque Lenin y Stalin, al
parecer, estaban «provocando hambrunas y matando en masa a militares y civiles:
matar, disfrutar haciéndolo y aprovechar políticamente el terror» (p. 464). Los
bolcheviques «disfrutaban sádicamente de la Cheka, su máquina de matar» (p. 623), su
«máquina de robar y matar» (p. 263). El comunismo no es más que «la implacable
máquina genocida de la hoz y el martillo», y al ir contra la propiedad y en consecuencia
contra la libertad «es la forma moderna de esclavismo más atroz» (p. 624). El comunismo
es sólo una «interminable fosa de muerte y desolación» (p. 62). Como decía el
entrañable Van Gaal: «Tú interpretación siempre negativa. ¡Nunca positiva!» {5}.
El comunismo es meramente una serie de «vagos sociópatas que, con Marx como
referente, en cien años cien millones de muertos: Lenin, Trotski, Stalin, Mao, Pol Pot, el
Che, Fidel Castro, Abimael Guzmán…» (pp. 95-96). ¿Y cómo unos vagos van a hacer
una revolución? Nuestro autor insiste en que entre los líderes comunistas «ninguno de
ellos trabajó jamás» (p. 114). Como si estudiar las complejísimas condiciones materiales
de la sociedad de aquel presente, escribir artículos, libros y folletos (es decir, trabajar en
la prensa, como precisamente hace Federico) y hacer la revolución (lo que implica la
lucha armada, esto es, la guerra y su planificación, lo que en su vida ha hecho Federico,
por muy comunista que fuese en su juventud) no fuese un trabajo. Como si los
comunistas fuesen una panda de vagos y maleantes y delincuentes de poca monta, y
encima unos sádicos sedientos de sangre sólo por darse el gusto. Unos seres así nunca
se habrían levantado contra el Imperio de los zares, ni habrían vencido en una
complejísima e internacionalizada guerra civil, ni habrían levantado otro Imperio para
hacerle frente a la imponente maquinaria bélica del Tercer Reich, y ni mucho menos
hubiese tenido tantos seguidores en todo el mundo.
5. Lenin el Terrible
Más que caer en la denominada falacia del hombre de paja, lo que hace Federico
con Lenin es caer en una especie de falacia del hombre-demonio, el hombre-psicópata,
el hombre-monstruo. Lenin es más malo que la quina, más malo que un dolor de
muelas. Federico es partidario de la perezosa tesis de echarle a Lenin la culpa de todos
los males. Es lo cómodo, ¡para qué marear la perdiz!
Lenin tenía como meta «alcanzar el poder absoluto» (p. 240) y a través de éste,
piensa Federico, el Mal absoluto. «Lo que caracteriza a Lenin como jefe de la Cheka y
Gran Maestre del Terror es su deliberada inmoralidad y su insaciabilidad criminal» (p.
256), y «su terror era el Derecho» (p. 256). En una nota a D. I. Kurski decía Lenin: «La ley
no debería abolir el terror: prometerlo sería un engaño o una ilusión; debería ser
concentrado y legalizado desde el principio, claramente, sin escapatoria ni ornamentos»
(p. 257).
Lenin es visto como «el tirano de los tiranos» (p. 648) que creó «el Imperio del
Terror comunista» (p. 36), «un agente del Imperio Alemán» que mataba de hambre a los
suyos sólo para darse el capricho, y exterminador de «todos los partidos políticos,
sindicatos, intelectuales, obreros y campesinos que no encajaban en sus planes
tiránicos» (p. 37), y así fue «el primero de los genocidas comunistas» (p. 237), porque el
leninismo es sinónimo de «guerracivilismo genocida» (p. 437) y Lenin un «ser
eminentemente destructivo» (p. 270), un sujeto malvadísimo que «se angustiaba cuando
no se mataba lo suficiente» (p. 308). Los cien años de comunismo fueron «bautizados
con sangre rusa por Lenin» (p. 629). Lenin sólo tenía una pasión: la revolución; pero se
trataba de «una pasión siempre teñida de odio» (p. 236). Y el motor de Lenin era «EL
ODIO» (p. 186), «un odio salvaje, sin matices, como rasgo principal de su carácter» (p.
187). Lo que Lenin hace (¿qué hacer?) es «coronar la tarea de medio siglo de Terror» (p.
180). Asimismo, sostiene que Marx tuvo su éxito en «asegurar científicamente el triunfo
del odio» (p. 198).
Sostiene sin inmutarse que «todo lo hace Lenin. Trotski crea el ejército, el polaco
Dzerzhinski y el letón Latzis organizan la Cheka, pero el impulso criminal, inagotable
en sus reservas de odio, es siempre de Lenin. El lema “un buen comunista es un buen
chequista” se convierte en la prueba de fidelidad al nuevo régimen. El empeño
criminógeno contra la socialdemocracia que exhibe en forma de verbos y adjetivos en
La revolución proletaria y el renegado Kautski no sustituye como en cualquier escritor,
incluso político, al asesinato. Como todo sociópata, lo anuncia, lo disfruta y guarda
como trofeos algo que haya pertenecido a sus víctimas. Desde antes de 1905, primer
intento de toma del poder, Lenin muestra en las cartas y órdenes a su partido una
auténtica obsesión por la toma de rehenes. Esa costumbre de secuestrar y encarcelar a
familiares, incluso niños, de los que se oponen o podrían oponerse a su afán de poder
absoluto es una de las características del régimen soviético» (p. 126).
Como si Lenin fuese el demonio en el infierno y los demás meros diablillos que
obedecen a ciegas sus siniestras órdenes, porque «todo, absolutamente todo el
totalitarismo está en Lenin, en sus cinco años de poder, incluidos el racismo y la
voluntad genocida que él inauguró» (p. 305). Lenin es «un Tirano de tres cuernos
-partido-gobierno-Estado- y una cabeza, la del secretario general del PCUS, que
mediante el terror implacable, absoluto, se convierte en dueño de personas y cosas,
vidas y haciendas, como el peor déspota de la historia» (p. 669).
Según nuestro autor, hasta 1924 Lenin fue «el mayor asesino de masas de la
Historia» (p. 167), «el mayor terrorista de Estado de la Historia» (p. 185), y el autor de la
tiranía «más criminal y duradera» (p. 184), y presidió «una inmensa carnicería» e
inauguró «el más inmenso cementerio de inocentes conocido hasta entonces» (p. 210).
Lenin es retratado como un sociópata que, en palabras del menchevique Yuli Mártov,
«podía destruir el sentido moral de la revolución» (p. 127). Por todo esto Lenin «buscó,
como nadie antes, el mal del pueblo» (p. 184), porque -al igual que Feliks Dzerzhinsky
(1877-1926)- «era un ser incapaz de compasión» (p. 411). «De la alimentación de los
rusos, Lenin no se ocupó salvo para empeorarla o, llegado el caso, eliminarla. Pero no
hay noticia de un solo bolchevique muerto de hambre» (p. 243). «A matar curas y
burgueses: eso es Lenin y el leninismo» (p. 275). En resumen, los cinco años de poder
leninista parten de un solo punto: «la infinita capacidad de odio concentrada en Lenin»
(p. 277).
Según Federico, Lenin sólo tenía una pasión: el Poder. «Una pasión destructiva,
hecha de odio, y alimentada por una melancolía, la ausencia en su vida cotidiana de la
única mujer con la que tuvo una relación intelectual, amorosa y sexual supuestamente
satisfactoria, Inusia Armand, con la que no se casó por razones de imagen; y un
desengaño que Lenin vivió y explicó como amoroso: el de Plejánov» (p. 233). «Lenin
siempre fue cruel, carente de empatía ante el sufrimiento ajeno, ayuno de escrúpulos y
devoto del axioma “el fin justifica los medios”. En Suiza, eso le había llevado, poco
antes de su súbita resurrección política de la mano de Alemania, a la marginación social
y a perder amigos y contactos, hasta los financieros, que lo veían como un loco
amargado, empeñado en enfrentarse a todo y a todos para lograr el poder. Lo mantuvo
siempre, entre algodones, el círculo de sus mujeres: la esposa devota, la amante alegre,
su hermana Anna y, hasta que murió, su madre. Según Potriesov, que lo conoció de
cerca, solo su suegra mantenía una guerra constante y cómica con él y era la única que
no agachaba la cabeza» (p. 331).
Según Federico, la clave de las ansias de poder de Lenin está en lo que Sigmund
Freud (1856-1939) llamaba el «ideal del yo», que se manifiesta en forma de deseo
ilimitado y «omnipotencia infantil». Pero, a diferencia de Adolf Hitler (1889-1945), en el
cual las masas alemanas veían su ideal del yo, Lenin -sostiene Federico- nunca se ganó a
las masas y tuvo que someterlas por mediación del Terror. Como si Lenin hubiese sido
un superhombre con superpoderes (no ya un superhéroe sino un supervillano) y su
partido político no hubiese estado respaldado por una parte importante de la población,
de ahí que piense que el susodicho fue el creador del primer régimen comunista «con
poder absoluto sobre vidas y haciendas, sin atadura o limitación moral alguna» (p. 305).
Alucina nuestro locutor cuando afirma que los bolcheviques llevaron a cabo «la guerra
civil contra su pueblo» (p. 250), es decir, que le declararon la guerra «a todo el pueblo»
(p. 263). Como si buena parte de la población de lo que era el Imperio Ruso no se
hubiese puesto de parte de los bolcheviques en la guerra civil de 1918 a 1920 (de hecho
un 25% de los votos a las elecciones para la Asamblea Constituyente fueron para los
bolcheviques). Por muy terrible que hubiese sido Lenin, los bolcheviques,
necesariamente, tuvieron que gozar del apoyo de buena parte de las masas. Pensar lo
contrario es pensar en la posibilidad de lo sobrenatural y milagroso. De hecho ya lo
decía Lenin en diciembre de 1917, cita que recoge el propio Federico: «Si las masas no se
alzan espontáneamente, no llegaremos a nada» (p. 263). Y de hecho el propio Federico
lo reconoce al informar de que en el verano de 1919, en la lucha contra el ejército del
general Denikin, los rojos disponían de «gran superioridad numérica» (p. 284).
Federico argumenta como un moralista filisteo. Pero Lenin tiene bastante razón
cuando afirma (y Federico se lleva las manos a la cabeza): «No creemos en la moralidad
eterna y denunciamos lo ilusorio de los cuentos de hadas sobre la moralidad» (p. 256).
¿Pero es que acaso es posible una moralidad eterna? ¿Es que eso no son cuentos de
hadas?
Y aquí está la leyenda negra contra Iósif Vissariónovich Dzhugashvili alias Stalin
(1878-1953), leyenda que ha calado de manera incontestable en la mentalidad de los
izquierdistas españoles y también de los comunistas (lo que queda de ellos, que es más
bien una cosa socialdemócrata, y cuando no explícitamente separatista). De lo que no se
dan cuenta estos izquierdistas (en general casi toda la progresía) es de que Stalin, que ni
mucho menos era un puritano de la ideología, tuvo que corregir buena parte del ideario
marxista-leninista, y tener más en cuenta de lo que se tuvo hasta entonces la dialéctica de
Estados, lo que suponía la bancarrota de la ideología de la revolución mundial y la
inmersión de la URSS en la Realpolitik de la dialéctica de Imperios de cara a la Segunda
Guerra Mundial (bautizada como «Gran Guerra Patriótica») y la consecuente Guerra
Fría. Porque la fase superior del comunismo estuvo en la victoria contra el Reich y en la
construcción de un Imperio generador, sin prejuicio de su distaxia tras sólo 74 años de
existencia en los complejísimos problemas de la geopolítica realmente existente. Aunque
la actual Rusia de Vladimir Putin (Leningrado, 1952) no ha salido de la nada y ahí está:
en la primera línea de los problemas geopolíticos actuales.
El único que conocí en la universidad que admiraba a Stalin era yo mismo, los
demás eran presos de la leyenda negra (tanto en el alumnado como en el profesorado).
¿Significa eso que yo era más listo que los demás? No, simplemente estaba mejor
informado en esa cuestión; como los demás estaban mejor informados que yo en otras
cuestiones. Así de simple.
Como dice Rittersporn, «la mayor parte de las ideas corrientes sobre Stalin son
absolutamente falsas. Pero, decir esto es una empresa casi desesperada. Si afirmáis,
incluso tímidamente, ciertas verdades inalienables sobre la Unión Soviética de los años
30, os vais a ver tildados de “estalinistas”. La propaganda burguesa ha inculcado una
imagen falsa pero extremadamente potente de Stalin, imagen que es casi imposible
corregir, hasta tal punto las emociones suben en el momento en que abordáis el tema.
Los libros sobre las Purgas escritos por los grandes especialistas occidentales como
Conquest, Nove, Deutscher, Schapiro y Fainsod, no valen nada, son superficiales y
redactados menospreciando las reglas más elementales que todo estudiante de historia
aprende en el primer curso. De hecho, estas obras están escritas para dar una apariencia
académica y científica a la política anticomunista de los medios dirigentes occidentales.
Presentando bajo apariencias científicas la defensa de los intereses y valores capitalistas
y “a priori” ideológicas de la gran burguesía» (citado por Martens, 1994: 74).
Según nuestro autor, «Lenin era de ideas fijas» (p. 316). Pero eso no es en
absoluto cierto, porque Lenin, como buen marxista, adaptaba sus ideas a las
circunstancias, y por ello tuvo que modificar sus tesis, aunque sin abandonar el
marxismo (sin que le negamos del todo ciertos tics dogmáticos e incluso, si se quiere,
sectarios y fanáticos). Pero Lenin jamás quiso matar el espíritu del marxismo con la letra
del mismo. Y ahora vamos a ver cómo Stalin profundizaba aún más en la corrección del
marxismo-leninismo, para afrontar con mayores garantías las complejas circunstancias.
Pues se trataba no ya de corregir sobre el papel, sino sobre el terreno de la política real.
Para Federico «el problema del comunismo es, simplemente, el comunismo» (p.
35). Lo que quiere decir que el problema del comunismo no es el estalinismo, como
sostienen los puritanos de la ideología, sino el mismo comunismo que, a juicio de
Federico, se mantiene en esencia igual de Lenin a Stalin, puesto que «todo, desde el
principio, está en Lenin» (p. 35). Según nuestro autor, Stalin continuó el «totalitarismo»
que fundó Lenin «pero al que no añade cualitativamente nada» (p. 305). Nuestro autor
piensa que la diferencia entre Lenin y Stalin es meramente cuantitativa. «Lo que
diferencia a Stalin de Lenin es que tuvo más poder para la misma política» (p. 40).
«Nada hizo Stalin, una década más tarde, que no hiciera antes Lenin. Apenas la fijación
anticipada de cuotas de requisa de grano, que luego se generalizaron en la URSS para
todo: recaudar o fusilar» (p. 310). «Todo lo de Stalin» es interpretado como «una
continuación de la política de Lenin» (p. 391). Para nuestro autor Stalin fue «el Lenin de
turno» (p. 242) o simplemente «el Tirano Heredero» (p. 313); pero Stalin fue mucho más
que eso.
1. Hermanos gemelos
En la página 259 leemos: «Hitler siempre quiso exterminar a los judíos y Lenin
siempre quiso exterminar a todos los que no entraran en sus planes de crear una
sociedad comunista, bien porque se le opusieran, bien porque le estorbaban. Nada lo
demuestra mejor que ver el funcionamiento del modelo de las SS, la Cheka, que detrás
de la Guardia Roja, modelo de las SA, la que dio el cómodo Golpe de Octubre, siguió
desde el principio el plan leninista de dominio y exterminio de cualquier obstáculo a su
proyecto totalitario».
Federico cita el poema del pastor protestante Martin Niemoller (1892-1984), «que en una
de sus mentiras más exitosas los comunistas suelen atribuir a Bertolt Brecht» (p. 147): «Cuando
los nazis vinieron a buscar a los comunistas, yo guardé silencio,/ porque yo no era comunista./
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,/ guardé silencio/ porque no era socialdemócrata./
Cuando vinieron a por los sindicalistas,/ no protesté/ porque yo no era sindicalista./ Cuando
vinieron a por los judíos,/ no pronuncié palabra,/ porque yo no era judío./ Cuando finalmente
vinieron a por mí,/ no había nadie que pudiera protestar» (pp. 147-148).
Como se ha dicho, «No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener
lugar entre las formas del nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas
confluencias de otro modo, como un episodio de la symploké de sistemas sociales y
políticos enfrentados, que caminan acaso en la misma dirección pero que llevan
sentidos contrarios» (Bueno, 1978b).
3. Totalitarismo
Afirma Federico que uno de los mejores libros que estudia «el leninismo como
vástago de Marx» (p. 193) es Lenin y el totalitarismo (libro malo) del chileno Mauricio
Rojas Mullor (Santiago de Chile, 1950), «respetado académico liberal» que «escribe para
cumplir con su deber moral de antiguo comunista» (p. 193), es decir, otro moralista
filisteo retroanticomunista negrolegendario. Un libro que ya en la portada puede verse
la reductio ad Hitlerum en la que está preso el autor (la portada es fácil de ver tecleando
en Google).
Por ello, según Mauricio Rojas, el cual sigue sin criterio crítico las tesis de
Hannah Arendt (1906-1975) (cuyos trabajos eran un brindis a la CIA en plena Guerra
Fría), el logro más siniestro del sistema totalitario está en «su capacidad de contaminar
el medio ambiente mental de un pueblo hasta crear un desdoblamiento psíquico que
debilita interiormente toda voluntad de resistencia. Se trata de la esencia misma del
Weltanschauungsstaat, ese Estado cuya lucha fundamental es por el dominio absoluto de
las mentes imponiendo una Weltanschauung o “visión del mundo” que adquiere tal
realidad que termina haciendo que todo aquel que no la comparta o que simplemente la
ponga en duda se convierta en un perturbado mental no solo ante el mundo
circundante sino, muchas veces, ante sí mismo» (Rojas, 2012: 131). Cosa que,
curiosamente, pasa en la era del fundamentalismo democrático, en la que el que no es
demócrata es señalado inmediatamente de ser un «fascista», es decir, un sádico hijo de
puta.
Como bien se ha dicho, «Si el poder se atribuye al todo -al Estado- y si se parte de
la hipótesis de que fuera del Estado total no queda nada de poder -salvo la impotencia-
entonces la historia del poder habrá de reducirse al proceso de la reproducción de esa
totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales envuelve y
cuyo Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo. Pero si en
lugar de usar esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se acude a la oposición
dialéctica entre la parte (el Estado, en cuanto explotador, no es el todo, sino una parte o
clase social, dominadora de otras clases sociales) y la parte (que, por tanto, debe tener
ya un poder: el poder burgués contra el Estado feudal, el poder obrero contra el Estado
capitalista) entonces la historia política ya es lógicamente al menos posible. Porque las
proporciones de esta oposición entre las partes y las partes pueden ya cambiar, y han
cambiado de hecho, según un orden interno, que es el orden de la historia. La dialéctica
de las partes frente a las partes es la dialéctica del pluralismo: no existe un todo global,
monista (la totalidad insoslayable de la que habla Levy) que avanza implacable hacia un
fin, bueno o malo» (Bueno, 1978b).
4. La cuestión judía
Nuestro presentador acusa a Marx de «redomado antisemita» (p. 198). Pero Marx
no era antisemita al estilo que insinúa Federico, sino en el sentido de ir contra el
judaísmo, religión tan delirante como el islamismo (aunque al menos no es proselitista);
cosa que reconoce el mismo Federico al escribir que Marx «pretendía que todos los
judíos fueran obligados a abandonar su religión» (p. 199). Es decir, se trataba de una
cuestión religiosa, y no de una cuestión racial al estilo nazi.
Federico pone el grito en el cielo (como tantos otros, como también los progres)
haciendo referencia al pacto germano-soviético de no agresión de la madrugada del 23
al 24 de agosto de 1939: «¡como si nunca se hubiera repartido Polonia con Hitler!» (p.
129). Merece la pena que nos paremos para matizar eso del reparto de Polonia entre
nazis y soviéticos, ya que Federico da por buenas sin más la versión oficial de los relatos
negrolegendarios, pero en rigor no hubo «trágico reparto nazi-soviético de Polonia» (p.
290).
Hay que tener en cuenta que el ataque a Polonia lo llevó a cabo la URSS dos
semanas y medias después de la invasión alemana: el 17 de septiembre de 1939. El casus
belli consistía en que la mayor parte de la población del este de Polonia (unos once
millones) era de etnia bielorrusa y ucraniana, pretendiéndose así que dicha masa no
cayese en manos nazis (aunque es cierto que casi la mitad de estos once millones eran
polacos). Antes, la URSS pidió a Polonia un pacto para introducir tropas del Ejército
Rojo en territorio polaco en caso de invasión alemana, pero Polonia no lo admitió al
temer que si el Ejército Rojo pisase terreno polaco después no lo abandonaría (lo mismo
temió Franco cuando Hitler le pidió introducir a la Wehrmacht en España para tomar
Gibraltar, acordándose de lo que ocurrió a principios del siglo XIX con la ocupación
francesa bajo el pretexto de tomar Portugal, tradicional y fiel aliado del Imperio
Británico). Los polacos prefirieron hacerle frente a los alemanes antes de pedirle ayuda
a la Unión Soviética, y así decían: «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad: con
los rusos nuestra alma» (citado por Lozano, 2011: 256).
Ya siete años antes, en 1932, la URSS firmó un pacto de no agresión con Polonia,
que se ratificó en 1934 (el mismo año que polacos y alemanes también firmarían un
pacto de no agresión). El pacto sería para diez años, el cual fue incumplido por los
soviéticos el 17 de septiembre de 1939 (aunque, en rigor, no se podía seguir cumpliendo
porque ya no existía el Estado polaco).
Cuando el Ejército Rojo avanzó hacia el territorio de lo que era el Estado polaco,
Churchill instó a Neville Chamberlain (1869-1940) a considerar el avance soviético como
un hecho positivo, y le dijo: «Ninguno de estos hechos entra en conflicto con nuestro
interés primordial, que no es otro que detener el avance alemán hacia el este y el sureste
de Europa». Y dos semanas después diría en un discurso transmitido por radio: «Que
los ejércitos rusos se mantuvieran en esa línea [en Polonia] era a todas luces de vital
importancia para la salvaguardia de Rusia frente a la amenaza nazi» (citado por
Hastings, 2009: 734). Churchill reconoció que el avance del Ejército Rojo en Polonia era
necesario para la seguridad de Rusia, con lo que el primer ministro Neville
Chamberlain estaba de acuerdo. De hecho la expansión soviética era justificada en
término de «intereses de seguridad», aunque es cierto que se conjugaba con la
expansión del sistema comunista, y las cuestiones fronterizas se decidieron finalmente
por la fuerza del poder militar y no por el diálogo del poder diplomático (aunque tal poder
siempre acompaña a lo impuesto manu militari, una vez consumados los hechos).
Por su parte, el prosionista Lord Halifax (1881-1959), llegó a decir: «Lo último
que yo haría sería defender la acción del Gobierno soviético en el tiempo en que la
llevaron a cabo, pero es justo tener en cuenta dos cosas: que jamás hubiese adoptado
esta posición si el Gobierno alemán no hubiese iniciado la cuestión y sentado
precedente al invadir Polonia sin declaración alguna de guerra y que la acción del
Gobierno soviético ha sido la de avanzar sustancialmente la frontera rusa hasta la que
se había recomendado… por Lord Curzon» (citado en Times, 1945: 249).
Como dice el mismo Federico, «¡Así se reescribe la historia!» (p. 129). Pues sí, así
se reescribe; porque si aparecen nuevos relatos o nuevas reliquias no hay más remedio
que revisar y criticar la historia que antes se escribió (por eso la historia es una cuestión
que concierne al presente, pues sólo desde el presente puede reconstruirse e interpretar
los fenómenos en función de los materiales que se disponga, esto es, de las nuevas
reliquias y los nuevos relatos que se van adquiriendo, así como la filosofía desde la que se
posiciona el historiador, pues el «espíritu de partido», ya sea en el ejercicio o en la
representación, es insoslayable y toda neutralidad es capciosa).
Pero la URSS salió muy bien parada con ese «pacto» con el «diablo», pues con
suma prudencia lo fue continuamente violando al anexionarse Lituania el 3 de junio de
1940, Letonia el 5 de junio y Estonia el día 6. Asimismo, el 25 de junio le exigió a
Rumanía la inmediata entrega de Besarabia y Bukovina del Norte. El 30 de diciembre
atacó Finlandia, obligando a esta nación a que le cediese importantes territorios en el
Báltico, en el Océano Ártico y en Carelia. Por otra parte, en marzo de 1941 apoyó el
golpe de Estado antialemán en Yugoslavia e hizo un pacto de Ayuda Mutua con el
nuevo gobierno yugoslavo, gobierno que había denunciado el pacto que el anterior
gobierno había hecho con el Reich. «Stalin, gran político, sabía -no podía no saberlo-
que los territorios que él mismo se había anexionado, quebrantando el Pacto Germano-
Soviético, indicaban a Berlín con toda claridad su tendencia expansionista hacia
Occidente. Esos territorios constituían un glacis de protección de la URSS, de manera
que, en caso de guerra, la aviación alemana quedaría muy alejada de los principales
objetivos militares soviéticos. Por otra parte, el objetivo de Stalin, es decir, que se
desencadenara en Occidente una guerra entre democracias y fascismos ya se había
logrado, coadyuvando a ello, en buena parte, el Pacto Germano-Soviético, auspiciado y
propiciado por Stalin. El plan consistía en que democracias y fascismos se desangraran
mutuamente y luego Stalin llegaría en un pacífico paseo liberador hasta Gibraltar,
Noruega e Irlanda. Para tantear a Hitler, Stalin mandó a Molotoff a Berlín en
Noviembre de 1940 pidiendo carta blanca al Reich para ocupar el resto de Rumania,
Bulgaria, la Macedonia Griega incluyendo el puerto de Salónica y los Dardanelos»
(Bochaca, 1982: 148).
6. Reductio ad Bakunim
Pero si bien es cierto que hay semejanzas, las diferencias son profundísimas.
Marx se propuso liquidar los componentes anarquistas de la Internacional y dotarla de
una potente estructura jerárquica, cosa que Bakunin no podía aceptar de ninguna de las
maneras. Asimismo, si para Bakunin era inconcebible el fortalecimiento del Estado,
para Marx era imprescindible el fortalecimiento del Estado-nación (la nación política,
despreciando las «naciones sin historia»), para que así el proletariado se desarrollase y
organizase sus condiciones para la revolución comunista; es decir, si para Bakunin el
Estado es un mal en sí mismo, para Marx es un tránsito hacia el comunismo, lo que
denominó «dictadura del proletariado», de la que abominó Bakunin. Por tanto, Marx
interpretaba la revolución burguesa como eslabón necesario en la concatenación
histórico-económica que desembocaría en la revolución comunista universal.
Acusa a «la izquierda» (PSOE e IU) de ir, desde 2002, contra el gobierno de
Aznar, que fue acusado «de fascista, franquista o, simplemente, nazi. Para qué matizar»
(p. 398). Pero eso mismo le podríamos reprochar nosotros cuando se refiere a Podemos
como un partido comunista o habla de la bolchevización del PSOE por ZP (por no
volver a mencionar la reductio ad Hitlerum y las excesivas semejanzas que hace entre
anarquismo y comunismo). Para más inri también llama comunistas a los perroflautas
separatistas de las CUP: «comunistas de las CUP» (p. 399). Nuestro autor habla de
«Lenin y los suyos», los cuales son «bolcheviques, trotskistas, maoístas, guevaristas,
podemitas» (p. 636). Para Federico hasta Cristóbal Montoro es comunista. Todo es
leninismo, todo es comunismo, todo es lo mismo en su semejantismo (aunque no sea lo
mismo semejanza e identidad), aunque sea podemismo o un pepero como Montoro o
un estadista ruso postsoviético como Vladimir Putin. Para qué matizar.
Desde las coordenadas del materialismo filosófico Podemos sería clasificado como
una izquierda fundamentalista porque sus líderes y militantes creen que la izquierda es
siempre la misma y que habría sinalogía entre la izquierda jacobina y la izquierda
podemita, pasando por la socialdemocracia y el comunismo (Federico cree más o menos
en lo mismo). La izquierda es siempre la misma frente a la derecha que siempre es la
misma y no tiene diferentes modulaciones, y a día de hoy la derecha es el PP y Vox la
«extrema derecha», aunque Santiago Abascal diga que son de «extrema necesidad». Por
eso hay que apoyar al PSOE de Pedro Sánchez, junto con los separatistas, en la moción
de censura del 2 de junio de 2018. Se trata de un cambio lampedusiano: «todo cambia
para que todo siga igual, para que el PP sea alternado por el PSOE, en este caso a través
del pacto con un tercero para saltar por encima de los resultados electorales. Un ejemplo
de lo que en Matemáticas se denomina como “transformaciones idénticas”» (Rodríguez
Pardo, 2016: 52).
Podemos tiene mucho, o más bien lo tiene todo, de lo que Pedro Insua (Vigo,
1973) ha llamado «izquierda Imagine» (por la canción de John Lennon y su ridícula
letra; en la que, entre otras perlas, se dice «imagina que no hay países»).
2. Neocomunismo y populismo
Otra cosa es que Podemos sea populista por apostar por «los pueblos», es decir,
por hablar de una supuesta «plurinacionalidad» en la que están presos los pueblos por
el despotismo del Estado español. Estaríamos ante un populismo-separatismo. De
hecho, el «centralismo democrático» (tan caro en el marxismo-leninismo) que Turrión
impuso en Vistalegre I, desmarcándose del asamblearismo del 15M (lo que era
propiamente populismo), no sirve, sin embargo, para aplicarlo a la nación española, que
Podemos considera un «país de países», y por ello está a favor del llamado «derecho a
decidir» (en realidad privilegio de una parte a decidir por el todo) {7}. Pero de esto
hablaremos en otro apartado.
Podemos está completamente integrado en el juego político parlamentario
partitocrático. Luego es un partido más de la democracia indirecta delegativa
(representativa) de la partitocracia coronada del Régimen del 78. Como ya son de la
casta (en rigor lo fueron siempre, yo al menos lo supe ver venir) el cambio o el recambio
de Podemos es de tipo lampedusiano. Nada nuevo bajo el Sol ni sobre la piel del toro.
3. Podemismo y postmarxismo
Por eso Turrión, como Alberto Garzón (Logroño, 1985), tiene de comunista lo que
Lenin y Stalin tenían de podemita; esto es, entre el cero y la nada. Porque el marxismo
de Podemos es un marxismo diluido en la posmodernidad, lo cual hace que el
marxismo quede neutralizado. De modo que el podemismo es un marxismo more
postmodernum, es decir, no es un marxismo; más bien es un totum revolutum de
disparates demagógicos ad nauseam. «No es casual, por otra parte, que desde mediados
del siglo XX, la mayoría de teorías e ideas legitimadas institucionalmente en el ámbito
universitario hayan empezado a conformarse en el mundo anglosajón, sobre todo en los
Estados Unidos. Es desde el Imperio Estadounidense desde donde estas teorías
postmodernas izquierdistas han empezado a fraguarse, y las izquierdas, definida e
indefinidas, de Europa occidental, la Oceanía angloparlante y de Iberoamérica, sobre
todo desde la década de 1980, han tomado estas influencias como las más importantes.
No necesariamente han sido solo filósofos, sociólogos o politólogos estadounidenses o
británicos los padres de estas criaturas. Podemos han sido influido por teóricos
anglosajones muy importantes. La teoría del sistema-mundo del sociólogo Inmanuel
Wallerstein (1979, 1984, 1998) y las ideas de Noam Chomsky sobre el poder político, los
medios de comunicación de masas y el imperialismo capitalista (1992, 1992), han tenido
una influencia enorme en la cúpula de Somosaguas que domina Podemos. Pero han
sido el argentino Laclau y la belga Mouffé quienes han sido decisivos en la
conformación del partido en los últimos años» (Armesilla, 2016: 108).
Así pues, el podemismo es más bien un postmarxismo, para el cual «la política es
la mera construcción de grandes relatos. Una construcción que coincide con una época,
aquí y ahora, en que Kant aparece redivivo frente a Marx y contra Marx» (Armesilla,
2016: 134). Y no digamos contra Lenin (y de Stalin mejor ni hablar, ya que los podemitas
simpatizan más con León Trotski).
Podemos es señalado por nuestro Federico como la «resurrección del más rancio
leninismo» (p. 517). Su líder, Pablo Manuel Iglesias Turrión (Madrid, 1978), es visto por
nuestro periodista como ni más ni menos que «la última reencarnación leninista en
España» (p. 152), «un líder totalmente leninista» (p. 586), «un comunista
indudablemente rabioso» (p. 587), aunque, eso sí, un «bolchevique con aire nazareno»
(p. 587).
Dice Federico que Turrión «puede parecer tonto de puro vanidoso, pero no lo es»
(p. 590). Bueno, algo de tonto sí tiene, sobre todo en sus miserias terciogenéricas, esto es,
su corrupción ideológica, la locura objetiva en la que está envuelto que, a kilómetros,
hiede a hispanofobia y leyenda negra. Turrión es víctima de la LOGSE, de la leyenda
negra y del antifranquismo retrospectivo más fanático y estúpido. Es el vivo retrato del
izquierdista fundamentalista nacido y criado en el Régimen del 78. Y además un cursi
(sobre todo cursi).
Federico cree que la fraseología de Podemos, a través de su líder Turrión,
«prueba su condición violentamente liberticida, esto es, genuinamente comunista y
fidelísimamente leninista» (p. 588). El 1 de marzo de 2013 llegó a decir Turrión en
Zaragoza: «Yo no he dejado de autoproclamarme comunista nunca. Creo que ser
comunista es mucho más importante que decirlo. Hay veces en que el nombre te puede
ayudar, y hay veces en que no» (p. 588). Pero en realidad Turrión no llega a
socialdemócrata vegetariano y ni siquiera a socialdemócrata vegano; en todo caso es un
separatista antropófago (o hispanófago, si se me permite el neologismo).
Los podemitas ni siquiera llegan a ser marxistas vulgares: más bien son progres
de manual, lo más rancio de la política española y mundial. Turrión es un demagogo
que encubre los problemas reales de «la gente» bajo una nebulosa fantasiosa que carece
de contenido político concreto. «Quienes están contra Podemos está contra la gente
decente», ese podría ser muy bien un lema de campaña podemita. Pero Podemos es
pura fachada, pura apariencia: apariencia falaz. Y su líder un sofista, un intelectual, es
decir, un impostor, como sus «compas» (ni siquiera emplean la expresión «camarada»,
porque son eso: cursis).
Y afirma creyéndose lo que escribe: «Cuando Pablo Iglesias Turrión, dos décadas
después del final de la URSS, diga que “la guillotina es el origen de la democracia”, es
evidente que, siguiendo la tradición de Robespierre, Lenin, Stalin y Trotski, piensa en
declarar “enemigo del pueblo” y, en cuanto pueda, liquidar a todo opositor, dentro o
fuera del partido. El terror está en la base intelectual y el designio político del
comunismo» (p. 245). ¿De verdad cree Federico que Turrión, cuando pueda, liquidará a
toda la oposición imponiendo el Terror? ¿No es más bien el líder podemita un
fundamentalista democrático tan ingenuo como el propio Federico? Porque hay muchísima
más diferencia de Turrión a Lenin que de Turrión a Federico o de Turrión a Rajoy, y no
digamos de Turrión a «Corto Zapatero». Y de su séquito qué decir: A ver, quién impone
más ¿Beria o «Echeminga Dominga»? ¿Yezhov o Errejón? ¡Es que no hay color! A ver si
se va a creer Don Federico que el comunismo soviético era una cosa así como «Gorilas
en la Niebla». Los de Podemos, le guste o no a Federico, son unos demócratas
convencidos y redomados.
5. Turrión y el Papa
Así pues, cabría preguntarse: ¿Es Turrión más papista que el Papa? ¿O acaso el
Papa es más podemita que Turrión?
El mito tenebroso de las dos Españas es propio de aquellos que son maniqueos, y
si Federico es maniqueo no lo es menos Turrión. El maniqueísmo de Podemos lo definió
muy bien Pedro Insua en la entrevista que le hicieron en El Español el 24 de septiembre
de 2017: «si no estás conmigo, que soy el abanderado de la causa del Bien (gente,
izquierda, mujer, trabajadores, minorías religiosas), eres el Mal (casta, derecha,
patriarcado, empresarios del Ibex, Vaticano). Un Mal absoluto con el que no cabe
comercio ni negociación alguna. En España, este dualismo maniqueo tiene además una
evidente lectura guerracivilista: la causa del Bien es la democracia, la del Mal el
franquismo. Todo el que se opone a Podemos se opone a la democracia y, por tanto, es
franquista»{12}.
Como se ha comentado, Turrión asistió a El gato al agua para debatir con los
intelectuales de la derecha española «con la sorpresa de comprobar que éstos fueron
incapaces de plantarle cara más allá de los tópicos maniqueos de la izquierda y la
derecha o del apoyo del Irán de los Ayatolás o de la Venezuela “bolivariana” a su causa.
Aún más sorprendente fue comprobar que todos ellos parecían estar de acuerdo con
Iglesias Turrión en la necesidad de derrumbar el bipartidismo. En consecuencia, el
prestigio de Pablo Iglesias no sólo no salió dañado, sino que apareció reforzado: se
vislumbraba un ambiente más que propicio en los medios de comunicación para
irrumpir con una alternativa política» (Rodríguez Pardo, 2016: 22).
Tanto Federico como Turrión son poseedores de lo que Javier Pérez Jara (Sevilla,
1983) ha llamado pack ideológico. «La metáfora de “pack ideológico” es sencilla de
entender: a menudo en los supermercados o grandes centros comerciales nos anuncian
“packs” de productos que no tienen mucha conexión entre sí: llévese esta plancha y le
regalamos una crema de cara, un vale para la cafetería y una camiseta». Federico sería
poseedor del pack ideológico de «derecha»: «defienda la nación española y llévese de
regalo ser católico apostólico y romano [aunque agnóstico, Federico defiende el
catolicismo frente al islam, y no digamos contra el comunismo], amante de los toros,
defensor del Estado de Israel, defensor de la energía nuclear, antiecologista y
negacionista del cambio climático, liberal en economía política y ferviente defensor de
la leyenda negra del marxismo». Turrión, en cambio, sería poseedor del pack ideológico
de «izquierda», «que une, a través de oscuros algoritmos, la defensa del aborto con
Palestina, con los nacionalismos fraccionarios, con “políticas verdes” con, pongamos
por caso, la mitificación de la Segunda República como una Edad de Oro suspendida
entre Dos Edades De Tinieblas». (Véase Pérez Jara, 2016: 44).
El debate entre Turrión y Federico fue fiel reflejo de la ideología (en el sentido de
conciencia falsa) de «las dos Españas». Y con este duelo acaba Federico su maniqueo y
negro libro sobre (contra) el comunismo (aunque sea en retrospectiva). Es decir, el libro
termina con un combate de gigantes negrolegendarios, esto es, en un duelo entre
retroanticomunistas contra retroantifranquistas. Si Federico es un negrolegendario
ultramontano contra el comunismo, Turrión es un negrolegendario no menos
ultramontano contra el franquismo y, en general contra España, porque él no se siento
orgulloso de ser español: «yo preferiría sentirme orgulloso de algo un poco más
meritorio»{13}.
7. El podemismo es un separatismo
Tiene razón Federico cuando afirma que «Iglesias ha sido incapaz de hacer un
discurso nacional español, vehículo mediante el que yo creo que sí podría haber
alcanzado, apocalípticamente, el poder» (p. 592). Pero Turrión comparte «la idea de
España o de la anti-España» «con sus socios separatistas» (p. 593). Podría decirse que el
podemita tiene una concepción de España infinitesimalmente diferente a la del
batasuno, aunque ambos (ni tampoco los sucesivos inquilinos de la Moncloa) saben lo
que es una nación{18}. Como bien dice Federico, la izquierda española está «enfeudada al
nacionalismo» (p. 52). Yo por eso la llamo la «izquierda nini»: ni izquierda ni española.
Turrión es, efectivamente, «un posible presidente del Gobierno que odia a España» (p.
599). Y bien podrían los podemitas aprovechar las sediciones separatistas para pescar en
el charco lo que quede tras el diluvio. A Federico le parece absurdo «considerar ingenua
la estrategia de Iglesias apostando por una crisis revolucionaria general en España, a
partir de la crisis separatista catalana» (p. 593). La cuestión está en que aprovechar la
crisis catalana, siendo cómplice de los separatistas, no sería algo revolucionario (en el
sentido comunista del término), sino que más bien sería algo reaccionario, y por ende
ruinoso.
Pero Turrión y Federico deberían saber (y por lo que leo ni el uno ni el otro
parecen saberlo, tampoco lo supieron muchos comunistas españoles) que Lenin dijo al
respecto entre abril y junio de 1914 en «El derecho de las naciones a la
autodeterminación»: «En la Europa continental, de Occidente, la época de las
revoluciones democráticas burguesas abarca un lapso bastante determinado,
aproximadamente de 1789 a 1871. Esta fue precisamente la época de los movimientos
nacionales y de la creación de los Estados nacionales. Terminada esta época, Europa
Occidental había cristalizado en un sistema de Estados burgueses que, además, eran,
como norma, Estados unidos en el aspecto nacional. Por eso, buscar ahora el derecho de
autodeterminación en los programas de los socialistas de Europa Occidental significa
no comprender el abecé del marxismo» (Lenin, 1914).
Ante la pregunta que da título al libro sobre Podemos que Pentalfa editó en 2016
(Podemos. ¿Comunismo, populismo o socialfascismo?), creo que la opción para
responder a dicha pregunta no está en la misma; pues la respuesta es separatismo o, al
menos, la formación morada es el mejor «compañero de viaje» del separatismo (aunque
también han sido estupendos compañeros de viajes los diferentes inquilinos
monclovitas). Y los autores son plenamente conscientes de ello: «Podemos ha de
considerarse no como un partido nacional, sino como un pseudopartido, un
conglomerado de confluencias entre varias sectas separatistas que logra así hacer más
bulto que un partido político de ámbito nacional; no hay más que ver cómo en las
elecciones generales del 20 D [de 2015], Podemos logró 42 diputados y Ciudadanos 40,
pero las confluencias de los podemitas en lugares donde el separatismo antiespañol está
muy asentado, como Galicia, País Vasco, Valencia o Cataluña, lograron cosechar nada
menos que 27 diputados más que sumar, hasta alcanzar la cifra de 69, en virtud de la
sobrerrepresentación parlamentaria que caracteriza a los partidos de ámbito regional en
la Nación Española» (Rodríguez Pardo, 2016: 37, corchetes míos).
A la vez que simpatizan con los separatistas, los miembros de Podemos están
presos de un europeísmo ingenuo. «El europeísmo de Podemos entiende que Europa es
una unidad conflictiva que puede transformarse mediante un efecto dominó político.
Pero este argumento es, realmente, tan ingenuo como el de los bolcheviques que
pensaban que la Revolución de Octubre de 1917 sería el capítulo inicial de la
transformación revolucionaria de Europa durante la Primera Guerra Mundial. Eso
nunca ocurrió, entre otras cosas porque, en realidad, los partidos comunistas nunca han
sido facciones nacionales de un único partido internacional. La humanidad es una
totalidad isomérica, pero no es atributiva, porque está dividida en clases y Estados, y
nunca puede ir en una única dirección mientras no esté unida por un gobierno
universal que la totalice atributivamente, algo que no ocurrirá salvo invasión
extraterrestre o algún tipo de amenaza similar de posibles repercusiones
trascendentales por apocalípticas» (Armesilla, 2016: 142).
Podemos es «el resumen catastrófico de todos los errores cometidos por ese
régimen y esa clase política… Podemos es una pesadilla, porque lejos de lo que la gente
piensa, y sobre todo lejos de lo que ellos pregonan, no es un partido o una opción
ideológica que surge desde fuera del sistema en crisis de descomposición: es su
expresión más acabada, algo así como su fase superior… es el fruto de su sistema
educativo, de su universidad y de las ideologías ahí gestadas durante el último cuarto
de siglo, pero que se estructuraron desciplinariamente a partir del 68, que poco tuvo ya
que ver con el marxismo, o con el materialismo o con la historia, pues con lo que en
realidad tuvo que ver, y mucho, fueron la imaginación (“la imaginación al poder” y la
“licencia poética” para hablar de política, y para hacerla), el hedonismo utópico y la
crítica juvenil al poder y la autoridad (“prohibido prohibir”, traducido luego en el
“mandar obedeciendo” zapatista, precisamente. Podemos es la realización política del
hipismo del 68 previo paso, para ponerse al día, por el neo-zapatismo, la
antiglobalización y la socialdemocracia. Pacifismo, antipoder, asambleísmo,
anarquismo, exuberancia estética y retórica exaltada, ecologismo radical, liberación
sexual (“poliamor”), adolescencia rebelde y permanente (no ponerse corbata),
ignorancia de la historia, individualismo en estado puro, cólera psicológica reprimida
convertida en fundamento doctrinario (los indignados). Son como cátaros a albigenses
medievales, que lo quieren purificar todo… El diputado rastafari y los cursis -sobre
todo cursis- y autosatisfechos diputados con el bebé entre las manos en el Congreso de
los Diputados no fue otra cosa que la esperpéntica combinatoria de Bob Marley, Manu
Chau, Blanca Nieves, Shakira y el Subcomandante Marcos puestos en escena: el trabajo
perfecto de desestructuración ideológica de una sociedad trabajada con minuciosidad
por el neoliberalismo y la globalización. No señores, no se equivoquen: no estaban ese
día, en el Congreso, recuperando las grandes tradiciones socialistas europeas, o el
legado intelectual de ese gigante de todos los tiempos que fue Carlos Marx; ni el genio y
la astucia estoica de un Togliatti o de un Gramsci; o la reciedumbre de un Juan Negrín o
de un Lázaro Cárdenas: estaban recordándonos a Marley, a Shakira y el cretino de John
Lennon juntos, acompañados de la cursilería pacifista y ética de Saramago» (Carvallo,
2016: 158-164-165).
Por tanto, el comunismo sólo pudo ser más o menos viable desde la plataforma
de un Estado concreto que, para ser más exacto, era un Imperio (al menos etic desde
nuestras coordenadas, y no emic desde las coordenadas del marxismo-leninismo, que
consideraba despectivamente «imperialistas» a sus rivales capitalistas). Este Imperio era
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética. Y, a decir verdad, el comunismo sólo pudo
propagarse considerablemente a través de la dialéctica de Estados tras la victoria de la
Unión Soviética contra el Reich nacionalsocialista en la Segunda Guerra Mundial,
mucho más que por mediación de la dialéctica de clases en diferentes guerras civiles
(aunque, como decimos, algunos partidos comunistas triunfaron, cosa imposible sin la
ayuda soviética).
Luego más que los diferentes partidos comunistas de las distintas naciones, fue el
Ejército Rojo el que, manu militari, implantó el comunismo en diferentes Estados
(fundamentalmente en Europa del Este, lo que el imperialista Churchill denominó
«talón de acero»). Según el comunista yugoslavo Milovan Djilas (1911-1995), al terminar
la Segunda Guerra Mundial Stalin afirmó que «Esta guerra no es como las del pasado;
quienquiera que ocupe un territorio también impone su propio sistema social en él.
Cada uno impone su sistema hasta donde lleguen sus tropas. No puede ser de otra
forma» (citado por Service, 2010: 289-290).
Por tanto, tras las condiciones que se dieron tras la Segunda Guerra Mundial, no
tenía ningún sentido condenar a Stalin como traidor por no llevar a cabo los ideales de
la revolución mundial al preconizar el «socialismo en un sólo país», pues en dicho
momento el orden social soviético se extendía por Europa y Asia (de Berlín a las islas
Kuriles), rompiendo así el «cascaron nacional», siendo además instigador de diversas
revoluciones en diferentes países (China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba). La
revolución mundial fue meramente intencional o literaria: era una revolución de papel,
tal y como se planteaba en tiempos de Lenin y tal y como la planteaba Trotski con su
teoría de la revolución permanente. El único modo de que la revolución mundial
tuviese algo de efectividad y no se quedase en mera retórica propagandística era
mediante el avance cortical del Imperio Soviético que se sustentaba en la doctrina del
socialismo en un solo país. Por eso en 1931 Stalin llegaría a decir que «las cuestiones
cardinales de la revolución rusa eran, al mismo tiempo (y lo son ahora), cuestiones
cardinales de la revolución mundial» (Stalin, 1977: 578). Se trataba, pues, del ortograma
que denominamos imperialismo generador (con todas nuestras reservas porque en toda
generación hay necesariamente depredación). Es más, a través del Imperio de la Unión
Soviética, Rusia entró en la Historia Universal como nunca antes, ni por asomo, lo había
hecho.
Eso sí, todo ello, gracias a la herencia del Imperio zarista, como reconoció
Molotov: «Menos mal que los zares rusos conquistaron tantas tierras para nosotros por
medio de la guerra. Ello hace más fácil nuestra lucha contra el capitalismo» (citado por
Montefiore, 2010: 547). Es decir, no mediante la palabrería de los profetas desarmados
sino con un Imperio armado se puede plantar cara al capitalismo, aunque a la larga este
Imperio terminó vencido tras el deshielo de la desestalinización y la imprudencia
distáxica de la perestroika (entre otras muchas cuestiones que hicieron inviable la eutaxia e
inevitable la distaxia del Imperio Soviético).
Queda claro, pues, que la dialéctica de Estados hace imposible (a la historia nos
remitimos) la unidad internacional del proletariado frente a la burguesía y la
consecuente paz perpetua que la victoria de esa utópica unión traería, paz que tampoco
traería la unidad de los diferentes Estados distribuidos por el planeta, porque los
Estados (y los Imperios o plataformas continentales) están siempre en dialéctica, como ya
en 1821 sabía muy bien Hegel pensando contra el panfilismo perpetuo de Kant: «La paz
perpetua ha sido presentada con frecuencia como un ideal al que los hombres deberán
tender. Kant propuso en ese sentido una federación de príncipes que ejerciera la función
de árbitro en las desavenencias entre los Estados, y la Santa Alianza tenía
aproximadamente esa finalidad. Pero el Estado es individuo y en la individualidad está
contenida esencialmente la negación. Por lo tanto, aunque se constituye una familia con
diversos Estados, esta unión, en cuanto individualidad, tendrá una nueva oposición y
engendrará un enemigo» (Hegel, 1821: 478). Es decir, las alianzas entre los diferentes
Estados no se realizan por filantropía, sino para unir fuerzas frente a otras alianzas, y
«si una sociedad quiere hacer la guerra a otra y emplear los medios más drásticos para
someterla a su dominio, tiene derecho a intentarlo, ya que, para hacer la guerra, le basta
tener la voluntad de hacerla. Sobre la paz, en cambio, nada puede decidir sin el
asentamiento de la voluntad de la otra sociedad. De donde se sigue que el derecho de
guerra es propio de cada una de las sociedades, mientras que el derecho de paz no es
propio de una sola sociedad, sino de dos, al menos, que, precisamente por eso, se
llaman aliadas» (Espinosa, 1677: 116). Asimismo, «dos Estados se relacionan entre sí
como dos hombres en el estado natural» (Espinosa, 1677: 115); porque el derecho
natural quiere decir que cada cual tiene tanto derecho como poder, es decir, «el derecho
sólo se define por el poder» (Espinosa, 1677: 163); un derecho natural que, no obstante,
excluye los derechos humanos (los derechos del hombre burgués, por cierto). Y, como
sabía muy bien Marx, «Entre derechos iguales decide la fuerza» (Marx, 1867: 235), y «El
derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho» (Marx, 1847: 171). Lo demás
es la Ciudad de Dios de la comunión de los santos y de los ángeles o la Alianza de
Civilizaciones de los pensadores Alicia.
Afirma Federico con ingenio que la Edad de Oro acabó en la «Era de la Muerte»
(p. 212). Y si bien es cierto que no hubo una Edad de Oro, sí es cierto, de manera
incontestable, que Rusia, transformada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
alcanzó el segundo puesto de las potencias mundiales, en un proyecto -pese a que
Federico, y a todos los negrolegendarios, le pese- de Imperialismo generador; aunque el
proyecto no llegó a cumplir 100 años y terminó en bancarrota (distaxia) con sólo 74 años.
No obstante, la actual Rusia de Putin no ha salido de la nada, y ahí está ocupando los
primeros puestos de la geopolítica actual. Todo esto, naturalmente, a costa de sangre,
sudor y lágrimas; pero no hay que exagerar las atrocidades como hacen los autores
negrolegendarios (ni ningunear los méritos, qué sí los hubo, aunque eso escueza a los
susodichos). También hay que tener en cuenta que los bolcheviques levantaron su
Imperio sobre el Imperio de los zares en lo que Nicolas Werth, curiosamente uno de los
autores de El libro negro del comunismo, ha llamado «Segundo período de desórdenes»,
del cual hice algunas anotaciones en otro lugar{20}.
El locutor de esRadio afirma también que «Lenin tomó como base a Moscú, capital
del “asiatismo” ruso, a la que se trasladó desde Petrogrado, cuna de la revolución, pero
también de la ilustración y el europeísmo. Luego, cada vez que llega la guerra, los
bolcheviques volverán a invocar a Rus, la Sagrada Madre Rusia, a la que, pasado el
peligro, vuelven atriturar» (p. 100). Lenin decidió trasladar la capital de Petrogrado a
Moscú porque temía el avance del ejército alemán y no por «asiatismo». De hecho, en la
polémica entre eslavófilos y occidentalistas los bolcheviques tomaban partido sin
ningún titubeo por la occidentalización (aunque en la era estalinista terminaron
incorporando, e incluso reivindicando sin ningún complejo, la historia de Rusia; cosa
bien prudente, pues las leyendas negras y el autodesprecio no ayudan a ningún Imperio
o a ninguna nación a perseverar en el ser, que nos lo digan en España). Por otra parte,
Federico no parece comprender que la Ilustración fue un mito tenebroso (la «diosa de la
razón» era tan metafísica como el Dios de la ontoteología medieval, aunque más
ridícula). Y tampoco comprende que Europa es una biocenosis en la que se dieron
durante siglos una serie de guerras entre los diferentes Imperios y naciones históricas y
después naciones políticas.
Afirma Federico que para «construir la URSS había que destruir Rusia» (p. 100).
Pero lo que los bolcheviques efectivamente llevaron a cabo fue una reestructuración del
Imperio Ruso, la transformación de la unidad del Imperio depredador zarista en la nueva
identidad del Imperio generador soviético, es decir, con la transformación de las colonias
en repúblicas socialistas. Y la URSS fue un Imperio generador porque fue un Imperio
sinalógico en el que las partes que se iban incorporando eran partes integrantes, esto es,
partes del mismo orden que el todo atributivo, es decir, donde las partes estaban
referidas las unas a las otras; ya que no había la asimetría «metrópolis/colonias» propia
del imperialismo depredador, sino continuidad (simetría) conjuntiva, basal y cortical entre la
República Socialista Federativa Soviética de Rusia y las demás repúblicas que
componían la Unión. Es decir, Rusia -en tanto titular del Imperio (Leningrado y Moscú
como capitales donde se emprendió y cuajó la revolución)- elevaba a las repúblicas a la
condición de igualdad. Las potencias democráticas liberales del momento
(fundamentalmente Gran Bretaña y Francia), en cambio, eran Imperios depredadores
porque la misma democracia y el liberalismo no se exportaban de la metrópolis a las
colonias, es decir, en las colonias mostraban el verdadero rostro del liberalismo: el
despotismo del imperialismo depredador y la isología o desigualdad entre la City y las
colonias.
Con la afirmación de que la Unión Soviética fue un Imperio generador (con las
reservas que se quiera ante semejante afirmación) estamos postulando desde una
posición contranegrolegendaria, pero también contramaniquea y contrasectaria, guste o
no guste al ex locutor de la COPE (sus gustos son cosa suya). Que la URSS fuese un
Imperio generador eso no quiere decir que, en tanto ortograma materialista (es decir, su
plan objetivo general), basase su Imperio en la fraternidad humana o en la fe. Todo
Imperio generador lleva inevitablemente en las fases de su construcción capítulos de
depredación (del mismo modo que todo Imperio depredador no lo es de modo absoluto y
tiene algo de generador). Y en los finis operantis los soviéticos pudieron cometer todo tipo
de atropellos (y también de acciones heroicas), pero los finis operis del ortograma del
Imperio Soviético se identifican con lo que desde el materialismo filosófico denominamos
Imperio generador. Los análisis de Federico en Memoria del comunismo suelen estar
enfocados en los finis operantis de los protagonistas (con especial inquina al pérfido
Lenin y su hambre cainita), y sólo toca de refilón, o directamente no los toca, los análisis
enfocados en los finis operis.
Dicho de otro modo: a nivel molecular los individuos particulares llevaron a cabo
actividades más o menos depredadoras, pero si lo vemos a gran escala, a nivel molar,
podríamos vislumbrar que los fines mezquinos de los elementos moleculares están al
servicio del Imperio, el cual está por encima de la voluntad de tales sujetos, y de este
modo se pone en marcha toda la actividad generadora y civilizadora. Como se dice en
España frente a Europa, «cada grupo, como cada ciudadano, se mueve en función de sus
fines particulares (“moleculares”) y lo importante es que el Estado, o el Imperio, haya
sido capaz de tejer una red (“molar”) capaz de canalizar los “efectos masas” resultantes
de la conjunción de los grupos particulares, y de los excedentes que así se obtienen,
para aplicarlos a la realización de sus propios proyectos generales» (Bueno, 1999: 354).
El Imperio Soviético no sólo procuraba ser una Imperio diapolítico, con el Estado
Ruso como Estado hegemónico pero desarrollando una simetría con las demás
repúblicas de la Unión, sino que procuraba ser un Imperio metapolítico, esto es, con
intención o con planes y programas que justificaban el comunismo de englobar e
incorporar a los pueblos vencidos o anexionados; del mismo modo que el Imperio
Español se servía del catolicismo en tanto ortograma evangelizador y en la actualidad
Estados Unidos se sirve de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de la
democracia liberal de mercado pletórico de bienes y servicios.
Federico piensa que Lenin y Stalin mataban «millones de personas inocentes por
razones políticas» (p. 57). ¿Todas eran inocentes? ¿No fue más de uno ejecutado por
crímenes horrendos? ¿Es que acaso Lenin y Stalin se dedicaban a matar de modo
gratuito por mero sadismo sin ningún tipo de razón y sentido? No parece ese el caso,
según reconoce el propio Federico al señalar las «razones políticas», y no por sinrazones
apolíticas, por el mero placer de hacer el mal. Pero nuestro autor cree en la existencia
del Mal absoluto (en política, no entramos ya en cuestiones éticas o morales) con la
inocencia de un niño en Papa Noel y los Reyes Magos. Pero veamos cómo se maneja con
las cifras de los muertos, porque ahí es donde se le ve el plumero negrolegendario:
exagerar y omitir.
Además de negrolegendaria, esta tesis de los 100 millones de muertos por culpa
del gobierno comunista del Kremlin es pánfila y simplista a más no poder; pues se está
en la errónea visión de que el bloque comunista era un bloque homogéneo, macizo y
compacto en donde había sinalogía entre todos los regímenes y países comunistas. Pero
la Realpolitik mostró que las relaciones corticales entre los diferentes Estados comunistas
no fueron ni mucho menos armoniosas (o solidarias contra los Estados capitalistas). De
hecho fueron muy polémicas: el conflicto chino-soviético vendría a ser paradigmático,
así como el conflicto entre China y Vietnam tras la victoria de esta nación contra
Estados Unidos (y antes contra los Imperios de Japón y Francia). Para interpretar con un
mínimo de realismo político (materialismo político) el período de la Guerra Fría no hay
que reducir tal lucha como la lucha entre dos Imperios, pues la dialéctica de Estados entre
los Estados comunistas fue tan cruda como la lucha contra el Imperio Estadounidense
(y desde luego la dialéctica de Estados también se dio con crudeza entre los Estados
capitalistas y también entre los países «no alineados», los cuales, en realidad, fueron
países «no solidarios»). A todo esto hay que sumar la dialéctica de clases en cada país
(fuese comunista, capitalista o «no alineado»).
Casi llegando al final, Federico se pone a exagerar sin el menor sonrojo, por si lo
dicho en las anteriores páginas no era suficiente: «los efectos morales de esa renuncia
han sido y son incalculables, aunque sus efectos están bien a la vista: cien millones de
personas asesinadas y miles de millones medio muertos de hambre es el balance del
comunismo» (p. 674). ¿Cien millones de personas asesinadas es algo que esté «bien a la
vista»? ¿Es que acaso cabe señalar con el dedo y decir: «Mira, cien millones de personas
asesinadas»? ¡Son cien millones deícticos! ¡Qué manera de señalar! A los 100 millones
de muertos sólo cabría llegar en todo caso de un modo constructivo y no perceptual.
¿También están a la vista esos «miles de millones medio muertos de hambre»? Como si
alguien señalase con el dedo y dijese: «¡Fíjate, ahí va la famélica legión!». Pero esto ni
Federico, ni nadie, puede verlo, y en todo caso sólo puede creerlo. «Fe es creer lo que no
se ve» (p. 134). ¿Y esas cien millones de personas fueron asesinadas? ¿Es que acaso, la
mayoría, no murió de hambre? Ah, es cierto, esa es también una forma de asesinar, y
está entre las más crueles por su lenta agonía.
Sin embargo, el escritor ruso no tiene el récord, pues ese mérito hay que
otorgárselo a un tal Jean-Pierre Dujardin, el cual elaboró un estudio titulado Costo del
comunismo: 150 millones de muertos. Se trata de un recuento basado exclusivamente en los
soldados que murieron en deportaciones o fueron sumariamente ejecutados. Sólo se
basa en víctimas de la NKVD y de las masivas represiones emprendidas por el Ejército
Rojo soviético y el ejército chino. El régimen de Tito en Yugoslavia queda excluido del
estudio. Tampoco entra en el recuento los soldados hechos prisioneros por los
soviéticos, ni la gente que desapareció para siempre en la URSS. Dujardin hacía el
siguiente recuento:
63.
3) Muertos en China
784.000
10.
4) Oficiales polacos de Katyn
000
2.9
5) Civiles alemanes víctimas de la ocupación rusa
23.700
500
6) Represiones de Berlín, Praga, Budapest
.000
3.0
7) Muertos en Cambodge, 1975-78
00.000
Los 100 millones de víctimas (o 110 millones, para el caso lo mismo nos da) son
sólo víctimas literarias, víctimas de ficción, víctimas de papel. Lo de los 100 millones de
muertos es pura sofistería, porque se parte de una premisa que carece absolutamente de
fundamento (de reliquias y relatos que lo prueben) y es aceptado sin crítica y sin
reflexión, es aceptado por puro fanatismo. En realidad, lo de los cien millones de
muertos es más falso que la mochila de Vallecas, más falso que el máster de Cristina
Cifuentes, más falso que la fidelidad y la honradez de Campechano, más falso que las
promesas de Turrión o Pedro Sánchez. El «muertómetro» (p. 347) de Federico parece
escacharrado.
3. ¿62 millones de muertos sólo en la URSS?
La cifra de 62 millones entre 1917 y 1987 en la URSS (recordemos que son víctima
por represión y por hambre, no por la guerra civil ni la guerra mundial) es -como
hemos visto- de Solzhenitsyn, aunque éste habla de «66,7 millones de personas», entre
1917 y 1959, «sin contar las pérdidas militares, sólo la erradicación del terrorismo, la
represión, el hambre, la elevada mortalidad en los campos de reclusión, y, por
añadidura, el déficit por la baja natalidad» (Solzhenitsyn, 1967: 16). Y a su vez
Solzhenitsyn tomaba semejante cifra del profesor emigrado ruso y «especialista en
estadística» I. A. Kurgánov, del que también toma la cifra de 110 millones de muertos
(110,7 para ser exactos) si añadimos los muertos por combate en la guerra civil y en la
mundial. Y ante la cifra Solzhenitsyn se pregunta: «¿quién no se quedaría atónito?»
(Solzhenitsyn, 1967: 16). Eso digo yo. Pero fíjense lo que dice a continuación:
«Naturalmente, no garantizamos la veracidad de las cifras del profesor Kurgánov, pero
no tenemos otras oficiales. Cuando se publiquen las oficiales, los especialistas podrán
confrontarlas de un modo crítico. (Han aparecido ya algunas investigaciones que
utilizan las estadísticas soviéticas, ocultadas y fragmentarias, pero continúa sin
aclararse la terrible oscuridad acerca de cuántos perecieron allí.)» (Solzhenitsyn, 1967:
17). O sea, que confiesa que no lo sabe.
Pero se trata de una cifra que a día de hoy nadie defiende (aunque sólo sea por
decoro). Una cifra que ya en 1968 rebajó Robert Conquest a 20 millones (aunque ésta es
también una cifra fantástica y además gratuita, ya que Conquest no disponía de medios
para poderlo saber, y con todo fue la cifra que tomaron los autores de El libro negro del
comunismo en 1997, cuando ya se habían abierto muchos archivos soviéticos tras la caída
del régimen y pudieron hacerse estudios más rigurosos que bajaban notablemente las
cifras). Pero Federico sigue a ciega los 62 millones de Izvestia y tan tranquilo (y si
hubiesen dado una cifra más alta pues también se la creería). Y por si fuera poco afirma,
como si se creyese semejante cifra a pies juntillas con infinita ingenuidad: «Más que
todos los habitantes de Francia, Italia o Gran Bretaña en la actualidad; más que todos
los españoles, portugueses y holandeses juntos» (p. 55). Hay que tener fe, fe natural, fe
negrolegendaria (aunque lo negrolegendario, por extraordinario, roza lo sobrenatural o
paranormal, y sería propio de ser tratado en programas como Cuarto milenio; y no veo
yo a Iker Jiménez invitando a Federico como tertuliano de su mistérico programa,
aunque sólo sea por una noche). Y que conste que hay que decir a favor de Iker Jiménez
que ha tenido la decencia de denunciar en su programa la patraña de la versión oficial
del 11M, versión que también conecta con la milagroso y sobrenatural.
Más adelante señala que Stalin es el responsable de «40 millones de muertos tras
las purgas» (p. 405). ¿En la fabulosa cifra de 40 millones son todos purgados y ninguno
de los tales son muertos por las hambrunas? Porque en la página 55, como hemos visto,
dice que «Solo Stalin mandó matar a 42 millones». ¿Querrá decir nuestro autor que 40
millones fueron purgados y 2 millones murieron de hambre? No lo parece. Entonces lo
más probable es que con «las purgas» quiere decir que son todos los muertos en total
por la represión de la administración estalinista (y no «Solo Stalin»), es decir, ya por
fusilamiento, ya por hambre, ya por frío, ya por calor o por lo que fuese pero por
responsabilidad de los estalinistas (a través de las chekas y de los gulags). Pero
curiosamente rebaja la cifra que da en la página 48 de 42 millones y la deja en 40
millones (suponemos que por el redondeo, total 2 millones más 2 millones menos…).
Pero por fusilamiento (por purgas en sentido estricto) la cifra que sostienen casi todos
los historiadores es la de 700.000, que se produjo en el Gran Terror de los años 30 (la
cifra oficial, del Kremlin, es de 681.692). El propio Federico da esa cifra en la página 386,
aunque dice que son «encarcelados o asesinados por la NKVD». Otro historiador afirma
que de 1930 a 1953 «la seguridad del Estado ejecutó a unas 770.000 personas» (Overy,
1994: 109).
Afirma muy convencido nuestro autor: «hay una diferencia entre los
bolcheviques y todos los gobiernos o partidos que, antes que ellos y a lo largo de los
siglos, han perseguido, acosado y saqueado a un grupo social -judíos, negros, asiáticos,
cristianos, musulmanes, herejes, brujas o vampiros- y es que ellos, como cualquier secta
fanática, no se limitan a la estigmatización de una minoría, sino de la mayoría de la
población. En rigor, de toda la población, salvo ellos. Y, por la lógica de toda política
sectaria, al final, se persiguen y matan entre sí. Pero, en realidad, están aplicando la
doctrina leninista, desde el ¿Qué hacer? de 1905 a El Estado y la revolución de 1917, que se
resume en la frase de Lassalle repetida luego mil veces: “El partido se fortalece
depurándose”» (p. 99). Todo esto sería así si los 62 millones de muertos que sostiene
Izvestia fuese una cantidad fiable, pero como se trata de una cifra disparatada y además
ridícula, pues…
Federico afirma que, a diferencia de los crímenes del nazismo, «No tenemos ni la
milésima parte de fotografías, películas, documentales y testimonios judiciales de los
millones de muertos por los comunistas que de los 20 millones asesinados por Hitler, en
especial los seis millones de judíos del Holocausto» (p. 60). Y sin embargo, renglones
abajo afirma que tales crímenes están «igualmente documentados» que los del nazismo.
Y también escribe: «Hay muchos testimonios anteriores a la Segunda Guerra Mundial
sobre las masacres de Lenin y Stalin. Hay innumerables denuncias de antiguos
comunistas sobre el Gulag antes, durante y después de la Guerra Civil española. Hay
constancia escrita de los crímenes bolcheviques en el momento mismo en que se
produjeron. Desde el Informe Secreto de Kruschev al XX Congreso del PCUS incluso
existe el reconocimiento oficial de los asesinatos cometidos bajo el régimen soviético.
Llegó a planearse un gran monumento para honrar la memoria de sus millones de
víctimas anónimas, aunque la caída de Kruschev relegó al olvido el proyecto. Sin
embargo, en casi todo el mundo, ni política ni periodísticamente se ha tratado a unas y
otras víctimas por igual. Es quizás el peor escándalo moral, pero también el mayor
enigma intelectual del siglo XX. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué desde 1917? ¿Por qué
hasta hoy?» (p. 60).
Federico sostiene que a la mayoría de los historiadores de la parte del mundo que
no ha padecido el comunismo «el Archipiélago Gulag de Soljenitsin les parece una
referencia “poco profesional”» (p. 51). Hombre, hablar de 66,7 millones de muertos
desde luego que es poco profesional; es de ser un impostor total y un caradura de
mucho cuidado, lo que se dice un jeta. A Solzhenitsyn, que fue auspiciado por Nikita
Jruschov que continuaba con su campaña antiestaliniana que empezó en febrero de 1956
en el XX Congreso del PCUS, le dieron el Premio Nobel de literatura, es decir, de ficción
(de hecho el subtítulo de Archipiélago Gulag es Ensayo de investigación literaria). Un
premio, dada la impostura de este autor, tan meritorio como el Premio Nobel de la paz
que se le otorgó a priori a Barack Hussein Obama (Honolulu, 1961), que a posteriori dejó
Oriente Medio hecho unos zorros, aunque tal mérito también es de su secretaria de
Estado Hilaria Clinton (Chicago, 1947); pero la academia sueca no le retiró el Nobel de
la paz, lo que da una idea de la corrupción ideológica que hay detrás de este tipo de
premios e instituciones.
No obstante todo hay que decirlo; y de hecho sería delito omitirlo, pues con
razón sería acusado de tirar de metodología negrolegendaria. Y que conste que esto me
duele. Pues no es Federico el único que se cree las cifras exageradas. Fíjese el lector lo
que uno puede leer en El fundamentalismo democrático de mi maestro Gustavo Bueno:
«La dictadura del proletariado que ensayó la Unión Soviética no solamente fracasó
estrepitosamente, sino que tuvo (al menos en cuanto “experimento”) costes excesivos,
más de cincuenta millones de asesinatos» (Bueno, 2010: 272). Es posible que Bueno tome
la cifra del historiador inglés Norman Davies. Yo le pido al «Comité Central» que se ha
encomendado a reeditar las obras completas de Gustavo Bueno que para la reedición de
El fundamentalismo democrático al menos redacten una nota a pie de página en la que se
subsane el error. Aunque no sé cómo diablos Bueno pudo escribir una cosa así. En fin.
Más adelante señala Federico que de los 5 millones «casi treinta [fueron]
afectados por el hambre» (p. 318, corchetes míos); luego le tienta la cifra de 30 millones.
Si, como dice Escohotado, murieron 30 millones, entonces ¿cuántos fueron afectados
por el hambre? ¿80 millones? ¿90 millones? ¿100 millones? ¿Toda Rusia salvo los
bolcheviques, los nuevos señores? ¿Y cómo un país inmenso prácticamente desnutrido
pudo en sólo dos décadas reforzarse y hacer frente y vencer de modo incontestable a la
imponente maquinaria bélica del Tercer Reich y sus aliados, que tampoco eran escasos?
Asimismo, Federico sostiene tan pancho que esos 5 millones Lenin los «dejó
morir de hambre» (p. 346), que la hambruna fue «deliberadamente provocada por
Lenin» (p. 678), tratándose de «la peor hambruna de la historia» (p. 223). Como si lo
hubiese hecho por puro capricho o por sadismo («el placer leninista de matar a los
demás» [p. 426]) y no por estar condicionado por causas objetivas, dado el conflicto de
la guerra civil en que también se hallaban los ejércitos extranjeros, los blancos, los
verdes y los negros (que también tuvieron algo que ver con la hambruna, como es
natural, pues no toda la culpa ha de caer sobre los bolcheviques). Es decir, la hambruna
fue consecuencia de siete años de guerra (mundial y civil aunque muy
internacionalizada) combinada con una severa sequía que padeció Rusia en 1921. No se
puede culpar exclusivamente a los bolcheviques, como hacen sin ningún rigor y pudor
Escohotado y Federico, el cual señala que la culpa fue exclusivamente de éstos «por la
tardanza en reconocerla y la falta de colaboración del gobierno» (p. 318). Culpar de tal
hambruna exclusivamente a los bolcheviques por la prohibición del «libre» mercado y
el sistema de requisas es una tesis economicista. También hay que tener en cuenta que
sobre estas ruinas, en poco más de una década, los bolcheviques construyeron un país
industrializado con un moderno sector agrícola. Y así los comunistas acabaron con la
hambruna que eran recurrentes en el país de los zares. Esto le debe escocer a Escoderico
y Fedecohotado.
¿Quién era este William Hearts? El californiano Hearts era un periodista, editor,
publicista, empresario, inversionista, político y magnate de la prensa y de los medios
estadounidenses. Hearts era uno de los hombres más poderosos de la escena política y
empresarial de Estados Unidos. Consolidó uno de los más gigantescos imperios
empresariales de la historia, llegando a construir una red con un total de 28 periódicos
de tirada nacional, como por ejemplo: Los Angeles Examiner, The Boston American, The
Atlanta Georgian, The Chicago Examiner, The Detroit Times, The Seattle Postintelligencer, The
Washington Times, The Washington Herald, y su periódico principal The San Francisco
Examiner. También editaba revistas como Cosmopolitan, Town and Country, Harpeis
Bazaar y otras muchas. Cuando murió Hearts en 1951 tenía 16 periódicos, 16 revistas y
también radios y televisiones que sumaban el 18% del total de las emisiones
estadounidenses.
Hearts tenía fama de usar sus medios como instrumento político y por ser el
mayor promotor de la prensa amarilla. De hecho el magnate fue uno de los pioneros de
la prensa amarilla o sensacionalista, y lo que le preocupaba era vender periódicos en la
mayor cantidad posible sin que importase la veracidad y objetividad de las noticias
publicadas. Los periódicos de Hearts estaban cargados de lo que hoy, con anglófona
pedantería, se llaman «fake news». De hecho una de las máximas de Hearts era «I make
news» (Hago noticias). Es decir, manipulaba las noticias para que tuviesen más impacto
y se vendiesen mejor sus periódicos. Hearts era de esos periodistas que no permitía que
la verdad le destruyese un buen titular. También fue de los primeros en tomar seria
consciencia de la influencia de la prensa sobre la política.
Otra de las causas del mito del Holodomor está en que los alemanes querían
impedir a toda costa una alianza franco-soviética. El embajador francés en la URSS,
Charles Alphand (1907-1994), comentando la visita al país soviético del presidente
Edouard Herriot (1872-1957), escribía que «una de las partes más importantes de
nuestra gira fue la visita de las organizaciones soviéticas en Ucrania y Norte del
Cáucaso, el centro mismo de territorios donde, según las recientes campañas de prensa,
reinaba una hambruna comparable a la de 1922». Y afirmaba que los europeos le habían
advertido que los soviéticos «no le guiarán a ese infierno de miseria» (citado por Vicens
Bordes, 2013). No obstante, Alphand se reunió con Viacheslav Skriabin alias Molotov
(1890-1986), el cual suprimió un permiso que tenía a fin de acompañar al embajador
francés a Ucrania, donde el viaje «se desarrolló con normalidad. Hemos atravesado de
parte a parte, en ambos sentidos, en tren, este inmenso campo de cereales de cultivos
ininterrumpidos hasta donde alcanza la vista, de humus negro y espeso, donde abonar
resulta inútil. A 60 y 70 km. de las ciudades, hemos visitado koljozes y un sovjoz, y
volvemos de allí con la impresión muy nítida de la falsedad de las noticias aireadas en
la prensa y la convicción que yo esbozaba en mi correspondencia de una campaña
inspirada por Alemania y los rusos blancos deseosos de oponerse al acercamiento
franco-soviético» (citado por Vicens Bordes, 2013).
En 1953 se publica en Estados Unidos un libro titulado Black deeds of the Kremlin
(Los sucesos negros del Kremlin). Tal libro fue publicado a través de la financiación de
ucranianos refugiados en Estados Unidos. Estos ucranianos fueron colaboracionistas de
los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero serían acogidos en Estados Unidos
en calidad de «demócratas».
En 1968 llegó a escribir Conquest en el Gran Terror: «El principal responsable del
hambre se puede decir lisa y llanamente que fue Stalin. La cosecha de 1932 disminuyó
un 12 por ciento en relación al promedio. Lo cual estaba lejos de ser un nivel de hambre.
Lo que pasó fue que la requisa de productos entre los campesinos subió un 44 por
ciento. El resultado no podía ser otro: el hambre a gran escala. Es quizá el único caso en
la historia de un hambre provocada adrede por un hombre» (Conquest, 1968: 36). En
1994, tres años después de definitivo derrumbe de la Unión Soviética, historiadores
liberales, como el londinense Richard Overy (Londres, 1947), seguían diciendo lo mismo
como si nada: «Las hambrunas en Ucrania, donde la resistencia campesina en defensa
de su religión e independencia económica fue más marcada, fueron exacerbadas de
manera deliberada por Stalin para aplastar el movimiento antisoviético» (Overy, 1994:
54). Aunque al menos Overy afirma que se llevó a cabo «para aplastar el movimiento
antisoviético» y no por maldad absoluta gratuita y sin sentido. De todos modos, Overy
seguía creyendo en cosas como que en la Guerra Civil española «en torno a un millón
de españoles murieron en el conflicto» (Overy, 1994: 55), y se ve que no ha estudiado
bien la historia de España cuando dice cosas como: «En 1923 España siguió el ejemplo
italiano. El 13 de septiembre, el general Primo de Rivera arrebató el poder a un débil
régimen parlamentario elegido en 1918. Nombró una Asamblea Nacional compuesta
por sus elegidos y gobernó como dictador, apoyado por el ejército, las élites adineradas
y algunos sectores del movimiento obrero en desacuerdo con los elementos comunistas
y anarquistas más radicales [el PSOE de Largo Caballero]. En 1931 Primo de Rivera fue a
su vez derrocado y se estableció una nueva república parlamentaria» (Overy, 1994: 97,
corchetes y subrayado mío). Y cita para dar semejante cifra al negrolegendario Paul
Preston (Liverpool, 1946) que -a día de hoy, y ya desde el zapaterismo en 2004 (el libro
de Overy se reeditó por Espasa Calpe, la misma editorial de la trilogía negra de
Escohotado, en 2009)- es uno de los ideólogos de la Memoria Histórica. Y sobre Franco
dice con criterio negrolegendario siguiendo las tesis de Preston: «En marzo de 1939 se
convirtió en dictador de toda España y estableció un régimen brutal de represión que
duró hasta su muerte en 1975» (Overy, 1994: 201). Como si el franquismo hubiese sido
un todo continuo y homogéneo en el que no se hubiesen diferenciado distintas fases, y
como si la represión de los años 40 hubiese sido la misma que la de los años del
despegue económico de los 60 o la del final del franquismo en los 70.
Según Tottle, Thomas Walker se llamaba en realidad Robert Green, el cual era un fugado
de la presión estatal de Colorado, y sería recapturado cuando volvió a Estados Unidos. En su
juicio declaró que jamás había estado en Ucrania. El 16 de julio de 1935 el New York Times
informaba: «Robert Green, escritor de artículos sobre la situación en Ucrania, que fue acusado el
pasado viernes por un gran jurado federal por los cargos de fraude en pasaporte, se declaró
culpable ayer ante el juez federal Francis G. Caggey. El juez fue informado de que Green era un
fugitivo de la prisión estatal de Colorado, de donde huyó tras haber cumplido dos años de una
condena de ocho por falsificación» (citado por Tottle, 1987: 14). Un reportero que cubría el juicio
contra Walker (en realidad Robert Green) informaba que éste «admitió que las fotos del hambre
publicadas en sus series en los periódicos de Hearst eran falsas y que no habían sido tomadas en
Ucrania, como se anunciaba» (citado por Tottle, 1987: 15).
Hay que añadir que sí hubo hambrunas, pero no masivas y con millones de
muertos como dice la leyenda negra (o mito del Holodomor). Y estas hambrunas fueron
provocadas por sabotajes de los kulaks, que sacrificaban ganado y quemaban cosechas y
almacenes. También fueron provocadas por enfermedades y epidemias, y también por
malas cosechas. Asimismo contribuyó a ello las requisas para que se llevasen a cabo los
planes de exportación sobre la deuda externa que pesaba sobre la URSS.
Ya que, como vemos, esto de inflar las cifras de los muertos que defienden los
autores negrolegendarios en sus relatos es una impostura indefendible en donde lo que
se idealiza es el Mal absoluto, voy a intentar triturar la fantasía tremendista
negrolegendaria para explicar y así entender los crímenes de los malos, porque decir
que se trata del Mal absoluto no es ninguna explicación (en todo caso eso es sólo la
consolación del filisteo). Frente al sensacionalismo negrolegendario de inflar las cifras a
números millonarios, lo que voy a hacer es plasmar unas cifras, digamos, materialistas.
Es decir, pasemos ahora a ofrecer una serie de cifras más realistas, no infladas por la
propaganda o la leyenda negra, las cuales nos permitirán entender mejor la política
represiva de la Unión Soviética.
El artículo 58 del código penal soviético definía la represión política como una
«actividad contrarrevolucionaria y otros crímenes graves contra el Estado». Según
Zemskov, entre 1921 y 1953, en 32 años, fueron detenidas por «delitos
contrarrevolucionarios» 3,8 millones de personas, de las cuales fueron fusiladas 800.000
y unos 600.000 murieron en prisión (este dato contrasta con los 18 millones de detenidos
que hablaba Robert Conquest en El Gran Terror). «En febrero de 1954 se preparó un
informe para N.S. Jruschov, firmado por el fiscal general de la URSS R. Rudenko, el
ministro del interior de la URSS S. Kruglov y el ministro de justicia de la URSS K.
Gorshenin, en el que se indicaba el número de condenados por delitos
contrarrevolucionarios en el periodo desde 1921 al 1 de febrero de 1954. En todo este
tiempo fueron condenados por Colegios del OGPU, “troikas” del NKVD, Asambleas
extraordinarias, Colegio Militar, tribunales y tribunales militares 3 777 380, de ellos
condenados a la pena máxima 642 980, a condena de encierro en campos y cárceles para
periodos de 25 años o menos 2 369 220 y a confinamiento o deportación 765 180
personas. Se indicaba también que del número total de arrestados por delitos
contrarrevolucionarios, aproximadamente 2,9 millones de personas fueron juzgados por
Colegios del OGPU, “troikas del NKVD y Asambleas extraordinarias (es decir por
órganos extrajudiciales) otras 877 000 personas por tribunales, tribunales militares,
Colegios especiales y Colegios militares. En la actualidad, se decía en el informe, en
campos y prisiones hay arrestados que han sido condenados por delitos
contrarrevolucionarios 467 946 personas y además hay en destierro tras cumplir la pena
62 462 personas» (Zemskov, 2013). «Del total de presos muertos en campos del GULAG
en 14 años (de 1934 a 1947) 526 841, o el 53,6%, murieron en 3 años (1941-1943) y el
resto, 446 925 presos (46,4%) murieron en 11 años (1934-1940 y 1944-1947)» (Zemskov,
2013). Recordemos que Federico afirma que «Casi la mitad de las víctimas de la URSS,
en torno a 27 millones, pasó por las innumerables prisiones del Gulag y murió en los
campos helados de la Vorkutá, el Volgolag o el osario inmenso del Canal del Báltico» (p.
52). Ya podría moderarse el señor Losantos y aprender de autores retroanticomunistas
negrolegendarios como Richard Overy que se moderan y sostienen que «En 1940 había
53 campos en los que vivían 1,3 millones de presos» (Overy, 1994: 194).
Como le dijo Molotov al periodista Felix Chuyev, «no esperábamos a que nos
traicionaran, nosotros tomábamos la iniciativa y nos anticipábamos a ellos» {31}. Pero las
cifras no son tan tremendas y sensacionalistas como las que barajan los autores
negrolegendarios.
¿Cómo se reaccionó ante tal rebaja en las cifras mortuorias? El mismo Zemskov
lo comenta: «Lev Razgón, un conocido literato, polemizó conmigo. Defendía que en
1939 había más de 9 millones de presos en los campos, cuando los archivos
evidenciaban 2 millones [insistimos en los 27 millones a los que se refiere Federico, los
cuales, según nuestro autor, murieron en los campos]. Se basaba en impresiones, pero
tenía acceso a la televisión, donde a mi no me invitaban. Más tarde comprendieron que
yo tenía razón y se callaron». Y sobre la reacción en Occidente comentaba: «El líder era
Robert Conquest, cuyas cifras de represaliados y muertos quintuplican la evidencia
documental [¡y no digamos las cifras de Solzhenitsyn!]. En general, la reacción de los
historiadores fue de reconocimiento. Hoy ya son mis cifras las que se barajan en las
universidades»{32}. Me consta que en España, al menos con la mayoría de profesores que
he topado, siguen más a Conquest o al inefable Solzhenitsyn que a Zemskov (que
sencillamente lo desconocen, como parece que lo desconoce el profesor de literatura
Federico Jiménez Losantos).
Como digo, los datos de Zemskov contrastan con los 18 millones de detenidos y
8 millones de fusilados que estimaba Conquest en 1968, es decir, en plena Guerra Fría.
Sobre las fabulosas cifras de la Guerra Fría Zemskov comenta: «De lo que se trataba era
de desacreditar al adversario. La sovietología occidental afirmaba que 50 o 60 millones
habían sido víctimas de la represión, la colectivización, el hambre, &c. En 1976
Solzhenitsyn dijo que entre 1917 y 1959 en la URSS habían muerto 110 millones de
personas. Es difícil comentar éstas tonterías. La realidad es que la población del país fue
aumentando por encima del 1%, superando el crecimiento demográfico de Inglaterra o
Francia. En 1926 la URSS tenía 147 millones de habitantes, en 1937 162 millones, y en
1939 170,5 millones. Los censos son fiables, y sus cifras son incompatibles con matanzas
de decenas de millones»{33}.
Tras estudiar por primera vez los archivos secretos del Gulag y comprobar que
las cifras eran bastante más bajas de lo que todo el mundo creía y decía, Zemskov
reconoce: «Al principio me asombré. Luego comprendí rápidamente que en Occidente
se habían engañado mucho al respecto, pese a lo cual, todas las conclusiones acerca del
carácter terrorista del régimen, por la represión a la que sometió a la gente, mantenían
toda su vigencia. Sobre todo para que nada de eso vuelva a repetirse» {35}.
Y también comenta:
«De acuerdo con las Decisiones del Consejo de ministros de la URSS Nº 4293-
1703 de 20 de noviembre de 1948 y Nº 1065-376 de 13 de marzo de 1950, los presos de
todos los campos y colonias de trabajo recibían un sueldo por su trabajo, el sueldo de su
cargo reducido en un 30%, con los añadidos de los premios y aumentos por el pago de
trabajo establecidos para los trabajadores en los sectores económicos equivalentes. Con
objeto de aumentar la productividad del trabajo y el interés de los presos utilizados en
los trabajos en el sector de defensa, extracción de oro, construcción de centrales
eléctricas e industrias petrolíferas, construcción de ferrocarriles, trabajos forestales o
mineros, se les aplicaba un sistema de redención de días de condena por superar las
normas de trabajo. En abril de 1954 este sistema se aplicaba en los campos y colonias a
un total de 737.800 presos (54,2% del total)… En los campos de trabajo había tres
regímenes de reclusión: severo, reforzado y general. En régimen severo estaban los
detenidos por bandidismo, robo con armas, asesinato premeditado, fuga del lugar de
reclusión y criminales reincidentes. Estaban bajo vigilancia reforzada, no podían ser
deportados, trabajaban preferentemente en trabajos físicos duros, tenían las medidas de
castigos más duras si rechazaban el trabajo o violaban el régimen del campo. En régimen
reforzado estaban los condenados por robo u otros crímenes graves, ladrones
reincidentes. Estos presos tampoco podían estar en deportación y eran empleados
principalmente en trabajos generales. El resto de los presos de los campos, y los que
estaban en colonias, se encontraban en régimen general» (Zemskov, 2013).
7. La China de Mao
Matthew White afirma en El libro negro de la humanidad que entre 1949 y 1976 Mao
acabó con la vida de 40 millones de personas. White, con ánimo negrolegendario, valora
a la República Popular China como una «república popular demente» (Véase White,
2012: 610-624). Según Frank Dikötter, entre 1958 y 1962 la hambruna producida por la
Revolución Cultural se llevó por delante a 45 millones de personas. «Yu Xiguan eleva
ya el número de muertes a los 55 millones. ¡Y subiendo!» (p. 585). Esto parece una
partida de póker, pues en El libro negro del comunismo sube la apuesta a 65 millones.
¿Alguien iguala la apuesta? Parece que Rudolph J. Rummel la sube a 73 millones de
personas.
Pero tras Rummel parece que nadie más se atreve a ir de farol, porque otros
historiadores dan cifras más bajas. El disidente chino Yang Jisheng (Pekín, 1940) lo
rebaja a 36 millones. Jung Chang (Yibín, 1952) y Jon Halliday (Dublín, 1939) calculan
entre 30 y 38 millones en Mao. La historia desconocida. Lee Faigon en Mao a
reinterpretación (Dee Publishing, 2000) lo deja en 30 millones de muertos. Según Jasper
Becker (Londres, 1956), las cifras de muertos por el hambre oscilan en los 19 y los 46
millones, aunque termina aceptando que los 30 millones propuestos por Judith Banister
es «el cálculo más fiable que tenemos» (citado por White, 2012: 623). Daniel Chirot
(Francia, 1942) lo deja en 20 millones. ¡Y bajando!
Las cifras de muertos en los campos de trabajo también son dudosas: Harry Wu
(Shanghái, 1937) lo deja en 15 millones, Jean Louise Margolin (Francia, 1952) los sube a
20 millones, y Jung Chang y John Halliday a 27 millones; «pero estas cifras -afirma
White- se basan sobre todo en suposiciones, la de la población de los campos y la de los
índices de mortalidad anuales que han sido explotados a partir de pequeñas muestras
anecdóticas. Tantas conjeturas seguidas no pueden generar demasiada confianza.
Siendo realistas, es posible que el índice anual de mortalidad de la represión cotidiana
no superara el índice de mortalidad anual de los peores años, aquellos realmente malos
de las primeras purgas (¿entre uno y dos millones en cuatro años?) y de la Revolución
Cultural (¿también entre uno y dos millones en cuatro años?). Eso significa que
deberíamos suponer bastante menos de medio millón de muertos en cada año de poco
movimiento en materia de muertes, lo que nos daría, como mucho, 9 millones de
muertes adicionales no vinculadas a los entre 1,5 y 5 millones de muertes ocurridas en
el transcurso de los grandes movimientos a los que hacemos referencia más arriba». Y
concluye: «En resumen, la conjetura más acertada sería la cifra de 30 millones de
muertos por la hambruna, a los que hay que sumarle quizá unos 3 o 4 millones
ejecutadas, masacradas, empujadas al suicidio o muertas en la cárcel en los años de los
grandes movimientos, y también tal vez el doble de esta cifra para abarcar las purgas
menores y los campos de la muerte, un total de alrededor de 40 millones» (White, 2012:
623-624).
Entre octubre de 1950 y octubre de 1951 Mao ordenó purgar todo resto del
antiguo régimen nacionalista, dando caza a «bandidos», «espías» y a cualquier aliado
del régimen anterior. Millones de presos fueron enviados a los laogai («campos de
reforma por el trabajo»). Cerca de 4 millones de funcionarios del anterior régimen
fueron detenidos, interrogados y brutalmente torturados y ejecutados.
Lo que no parece que tengan en cuenta los autores negrolegendarios es que fue el
comunismo (el maoísmo, la sexta generación de izquierda definida) el que sacó a China del
«siglo de las humillaciones» (1842-1949), esto es, el período que va desde la Primera
Guerra del Opio, por la que millones de chinos fueron envenenados, hasta la revolución
encabezada por Mao: «una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto
de inflexión se situó a principios del siglo XX» (Roberts, 2009: 307). Sobre el papel China
no era colonia de ningún Imperio occidental, pero en la práctica sí lo era. Asimismo, a
mediados de la década de 1870 tuvo que enfrentarse a varios alzamientos musulmanes
por el Oeste, a finales del siglo XIX a la invasión de Japón por el Este, y de nuevo tuvo
que hacer frente a una agresión nipona en las décadas de 1930 y 1940. Una vez que los
comunistas tomaron el poder, tuvieron que enfrentarse a un embargo que produjo una
brutal hambruna en el país, y gobierno y población tuvieron que afrontar el asedio y
estrangulamiento económico implantado por Estados Unidos, el nuevo Imperio
guardián del capitalismo «liberal» y «democrático» (tal vez habría que quitarle las
comillas porque eso es, en efecto, la democracia y el liberalismo realmente existentes; así
como la Unión Soviética y su entorno conformarían el «socialismo real»). Por si fuera
poco, para mayor desgracia 40 millones de personas fueron afectadas en 1949 por
imponentes inundaciones en gran parte del país (sólo falta que por esto también se
responsabilice a los maoístas).
El gobierno de Estados Unidos se negaba a levantar el embargo, cosa que por fin
haría en 1971, con motivo de la cercanía del presidente Richard Nixon (1913-1994) al
país de la Gran Muralla a fin de fomentar el conflicto chino-soviético, en solidaridad con
China contra la Unión Soviética. Finalmente el 1 de enero de 1979 Estados Unidos
reconoció a China, y ambos países pudieron restablecer sus relaciones en el poder
diplomático (más allá de la mera «diplomacia de ping-pong»), lo que supuso a los
americanos romper las relaciones diplomáticas con Taiwán. El año anterior la URSS
rompió definitivamente sus relaciones diplomáticas con China que venían siendo tensas
de los años 60 con el conflicto chino-soviético. China reestructuró su sistema: «un país
dos sistemas» y evitó el colapso y el derrumbe a diferencia de la Unión Soviética.
Desde que China salió del Siglo de las Humillaciones se ha colocado en los
primeros puestos de la economía mundial (y ya esté en el primer puesto). Ya Napoleón
advirtió que China era un gigante dormido al que convenía dejar en paz.
Como bien se ha dicho, «En realidad, las “conquistas sociales de la era de Mao”
han sido “extraordinarias”, conquistas que consiguieron una clara mejora de las
condiciones económicas, sociales y culturales, y un fuerte aumento de la “expectativa de
vida” del pueblo chino. Sin estos presupuestos no se puede comprender el prodigioso
desarrollo económico que a la postre liberó a cientos de millones de personas del
hambre e incluso de la muerte por inanición. Sin embargo, en la ideología dominante
los papeles se intercambian: el grupo dirigente que puso fin al siglo de las
humillaciones se convierte en una banda de criminales, mientras que los responsables
de una tragedia que duró un siglo, así como aquellos que con el embargo hicieron todo
lo posible para prolongarla, aparecen como campeones de la libertad y la civilización»
(Losurdo, 2008: 334).
Federico afirma sin rodeos, barriendo para casa, que la economía de mercado y la
democracia liberal ha demostrado «ser infinitamente mejores que el peor salvajismo
contemporáneo, el socialismo real de Lenin» (p. 43). «El comunista no es, no ha sido
nunca, inocente de lo que los comunistas han hecho en cualquier otro lugar del mundo»
(p. 44). Y los liberales, desde luego, ¡solo faltaría!, son inocentes de las fechorías
(¿cuáles?, se preguntará Federico) del liberalismo en cualquier otro lugar del mundo. Y
todo ello porque el liberalismo es «muuuy buuueno», que diría Gallardón.
Para Federico todo «se reduce a reconocer o no que el comunismo roba y mata,
en magnitud desconocida en la historia de la humanidad. Y que robar y matar está mal.
No porque lo digan todos los códigos penales desde el de Hammurabi, sino porque es
absolutamente incompatible con la civilización» (p. 413). Como si la civilización se
hubiese construido no a base de guerras y atropellos, sino sin romper un solo cristal y
sin derramar ni una gota de sangre, como si hubiese sido una construcción a causa de
actos éticos y bondadosos. Pero la civilización se ha construido a base de guerras. De
hecho, ya sólo por la tecnología, las guerras de la civilización, especialmente las dos
guerras mundiales, han provocado muchísimas más muertes que las guerras de la
barbarie; y, ni que decir tiene, que las batallas o cacerías, como la de Caprina, de la
época del salvajismo o del «estado natural» del «hombre» primitivo. Pero, como
decimos, las masacres y los crímenes horrendos (aun siendo de carácter político) han
existido desde siempre, en mayor o en menor escala, pero no son un invento del
comunismo o del nacionalsocialismo (tampoco del liberalismo). No obstante, es
indudable que la tecnología ha traído mayor sofisticación a la hora de masacrar a los
humanos. El colmo del refinamiento tecnológico es la bomba atómica, lanzada por el
Imperio liberal y democrático de Estados Unidos a la población japonesa no sólo en una
ocasión sino en dos ocasiones. ¡Uy si lo hubiese hecho la Unión Soviética!
Federico afirma que el comunismo es una religión, pero hace una referencia a «la
sustitución de una moral universal, cristiana, por la total amoralidad revolucionaria» (p.
181). Distinción maniquea donde las haya, pues Federico no tiene en cuenta la historia
criminal del cristianismo, que ya en los primeros siglos se impuso al paganismo a
sangre y fuego, empezando por la batalla del puente Milvio a la que la siguieron otras
muchas batallas (¿es que acaso pudo ser de otro modo, tal vez con la ayuda de Dios y la
asistencia de sus ángeles?), por no hablar de las innumerables guerras de religión:
Cruzadas, Guerra de los Treinta Años, &c., &c. Aunque el carácter religioso de estas
guerras no agotaba ni mucho menos la naturaleza de los conflictos, basados
fundamentalmente en motivos económicos y políticos: territoriales; esto es, la disputa
por la capa basal o riquezas territoriales a través del poder militar de la capa cortical.
Aquí cito algunos versículos: «quien hubiera blasfemado contra el Espíritu santo,
no tiene perdón hasta la eternidad, al contrario, es reo de pecado eterno» (Mc 3.29);
«quien viene tras de mí -le hace decir el evangelista a Juan el Bautista- dejará limpia la
era y reunirá el trigo en el granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible»
(Mt 3.11-12); «quien diga a su hermano: “racá” [estúpido], será acusado en el sanedrín;
y quien diga “loco”, será acusado en la gehena [infierno] del fuego» (Mt 5.22); «os digo
que muchos procedentes de oriente y occidente llegarán y serán sentados a la mesa
junto a Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán
arrojados a la tiniebla exterior, allí estará el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 8.11-12);
«¡ay de vosotros los ricos!, porque alejáis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que
ahora estáis saciados, porque pasaréis hambre. ¡Ay, los que ahora reís!, porque sufriréis
y lloraréis» (Lc 6.24-25); «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al
Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece con él» (Jn 3.36). ¿Deus est
charitas? Dios ama a los suyos, y los que no son suyos que se pudran en el infierno para
el resto de la eternidad, porque el perdón de Dios no es universal: «Pues muchos son los
llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22.14). Pero, afortunadamente cabría decir, Dios
es una paraidea y por ser contradictoria es imposible y así ni existe ni puede existir. (Los
versículos evangélicos están tomados de Piñero, 2009).
Ahora bien, tampoco hay que caer en una leyenda negra anticristiana, y ni
mucho menos en una leyenda negra anticatólica (muy ligada a la leyenda negra
antiespañola). Entre 1817 y 1818 el sacerdote católico riojano Juan Antonio Llorente
(1756-1823) publicó en su exilio parisino Histoire critique de l’Inquisition espagnole, que se
traduciría en 1822 al español estando el propio Llorente en España al ser desterrado de
Francia. Desde 1841 hasta el 4 de diciembre de 1808 Llorente calculó que fueron
quemados vivas 31.912 personas, otras 17.659 fueron quemadas en efigie y fueron
penitenciadas con penas graves 291.450. Llorente también añade judíos y moriscos, cuya
expulsión fue inspirada por la Inquisición. Es la cifra más grande que se conoce, y
hablamos de 327 años de Inquisición. En tres siglos de Santo Oficio la cifra, aun siendo
la más inflada, sigue siendo ridícula, en comparación a lo que enseguida vamos a
estudiar. «Sin embargo, las cifras deben ser matizadas, pues los cálculos de Llorente se
hacen por medio de proyecciones de datos, es decir, que tomando los números de un
tribunal, en concreto el de Sevilla de inicios de la puesta en funcionamiento del Santo
Oficio -es decir, el momento más cruento de la Inquisición- los aplica a otros tribunales.
A este arbitrario proceder hemos de añadir que Llorente emplea datos distorsionados,
pues del cotejo de los suyos con los de la fuente de la que dice tomarlos, la Historia de
España del teólogo jesuita Juan de Mariana (1536-1624), aparece una gran distancia, ya
que Mariana habla de períodos de tiempo superiores al año, referidos al conjunto de
España. La falsificación de los datos de Mariana no fue la única, pues hará lo propio con
la obra de Andrés Bernáldez (h.1450-1513), cura de Los Palacios. Los hinchados
resultados de Llorente hicieron las delicias de la masonería, que lo protegió en su exilio
francés» (Vélez, 2014: 45). Aunque, comparado con Solzhenitsyn, Llorente es un
riguroso estadístico y un estudioso serio y digno de fiar.
En la España imperial afirma Stanley Payne (Texas, 1934): «Vale la pena señalar
que el número de herejes ejecutados en España en el siglo XVII es inferior a la cifra de
personas, tanto católicas como protestantes, que se mataron en Alemania durante la
caza de brujas de ese período. Solamente en la región suroeste de Alemania, 3.200 reos
de hechicería fueron condenados a muerte entre 1562 y 1684» (Payne, 1994: 60). Lo que
ya era más que la Inquisición en sus 356 años de historia.
3. El expolio y el genocidio de los británicos contra los irlandeses
Vaya por delante que aquí no procuraré emprender una leyenda negra contra el
Imperio Británico (como tampoco lo haré después contra Estados Unidos). Con mayor o
menor acierto procuraré interpretar correctamente los datos históricos; aunque éstos,
desde luego, están sometidos a discusión. Pero no cabe duda de que el Imperio
Británico, como ha sabido ver Gustavo Bueno, es un Imperio depredador (frente a Estados
Unidos que, con reservas, lo diagnostica como Imperio generador). Y esto no quiere decir
que haya una leyenda negra contra tal Imperio, pues de hecho nunca la ha habido. «El
hecho de que Inglaterra nunca intentara expandirse por Europa Occidental explica que
no haya sufrido el acoso de una leyenda negra. Como no ha habido poder local que se
sintiera amenazado, no ha habido propaganda ni intelectuales que fabricasen las
correspondientes justificaciones. Con un buen criterio admirable, Inglaterra se ha
limitado durante toda su historia a combatir todo poder que amenazara con crecer y
hacerse hegemónico en el continente, pero jamás ha pretendido erigirse en ese poder
ella misma. En 1936, Winston Churchill lo explica estupendamente en una carta
privada: “Durante cuatrocientos años la política exterior de Inglaterra ha consistido en
oponerse a la potencia más fuerte, más agresiva, más dominante del Continente y, en
particular, evitar que los Países Bajos cayesen en manos de ella […]. Repárese en que la
política de Inglaterra no tiene en cuenta qué nación es la que busca la dominación de
Europa. La cuestión no reside en si se trata de España, de la Monarquía Francesa, el
Imperio germánico o el régimen de Hitler. No tiene nada que ver con gobernantes o
naciones; se ocupa únicamente de quién es el tirano potencialmente más fuerte y
dominador”. Si Inglaterra hubiera intentado alguna vez esta hegemonía, habría dejado
alguna huella imperiófoba, pero no ha sido así. Los franceses, que sí lo hicieron, dejaron
un husmillo perfectamente reconocible. La fugaz aventura napoleónica generó de
manera inmediata un arranque propagandístico fenomenal. De hecho, la expresión
“leyenda negra” se puso de actualidad a finales del siglo XIX para referirse a Napoleón»
(Roca Barea, 2016: 409-410).
La proclamación de la monarquía constitucional inglesa de la Revolución
Gloriosa de 1688 recrudeció la tiranía ejercida por los propietarios ingleses sobre los
irlandeses. Aunque ya de 1649 a 1652 el dictador y comandante del ejército
parlamentario, Oliver Cromwell (1599-1658), llevó a cabo una limpieza étnica de 400.000
irlandeses, según estima El libro negro de la humanidad (White, 2012: 331). En agosto de
1649 Cromwell se trasladó a Irlanda y prometió: «Sufrimiento y desolación, sangre y
ruina… caerán sobre ellos… y me regocijaré ejerciendo la máxima severidad contra
ellos» (citado por White, 2012: 331). Cromwell era un puritano radical para él «no hay
sino un rey, y es Cristo». Tras defenestrar la corona Cromwell ocupó el mayor cargo
político del país como lord Protector, viviendo como un rey en el palacio de los
Estuardos, designando a su hijo como sucesor. En Irlanda la crueldad de Cromwell fue
excesiva. Al tomar Drogheda, el gobernador de la ciudad fue aporreado hasta morir con
su propia pierna que era de madera y aquellos que se refugiaron en las iglesias fueron
quemados vivos. Los católicos irlandeses fueron perseguidos y sus tierras entregadas a
los protestantes. Cromwell era intolerante y sanguinario con los católicos pero tolerante
con las demás confesiones.
En 1798, tres años antes de la formación del Reino Unido de Gran Bretaña e
Irlanda, la población irlandesa era de cuatro millones y medio aproximadamente, lo que
suponía un tercio del total de la población de las islas británicas que estaba privada de
libertad negativa; una cifra proporcionalmente superior a la de Estados Unidos, donde
un quinto de la población era esclava. «A ello, hay que añadir que los dominadores
ingleses -antes y después de la Revolución Gloriosa- tratan a los irlandeses, por un lado,
del mismo modo en que son tratados los pieles rojas: se les expropian sus tierras y se los
diezma mediante medidas más o menos drásticas; y por otro, se los trata igual que a los
negros; de quienes resulta oportuno utilizar el trabajo forzado. De aquí la oscilación
entre prácticas de esclavización y prácticas genocidas» (Losurdo, 2005: 123).
En los siglos XVIII y XIX los irlandeses tuvieron en Australia su Siberia oficial,
junto a muchos radicales deportados a la isla-continente. A mediados del siglo XIX los
crímenes contra la población irlandesa eran justificados por sir Charles Edward
Trevelyan (1807-1886) -encargado por el gobierno de Londres de estar al tanto de la
situación- como la intervención de la «Providencia omnisciente» para solucionar el
problema de la superpoblación.
«En mi reciente visita al norte de Irlanda», dice el inspector fabril inglés Robert
Baker, «me sorprendió el esfuerzo que realizaba un obrero cualificado irlandés para
procurarles educación, pese a sus escasísimos recursos, a sus hijos. Reproduzco
textualmente sus declaraciones, tal como las recogí de sus labios. Se trata de un obrero
calificado, como lo demuestra el hecho de que se lo emplee en la producción de artículos
para el marcado de Manchester. Johnson: Soy beetler [agramador] y trabajo de 6 de la
mañana a 11 de la noche, de lunes a viernes; los sábados terminamos a las 6 de la tarde
y tenemos 3 horas para comer y descansar. Tengo 5 chicos. Por ese trabajo gano 10
chelines y 6 peniques semanales; mi mujer también trabaja y cobra 5 chelines por
semana. La muchacha mayor, de 12 años de edad, está a cargo de la casa. Es nuestra
cocinera y la única ayudante que tenemos. Prepara a los hermanos menores para ir a la
escuela. Mi mujer se levanta conmigo y salimos juntos. Una muchacha que pasa delante
de nuestra casa me despierta a las 5.30 de la mañana. No comemos nada antes de ir al
trabajo. La chica de 12 años cuida a los más pequeños durante todo el día.
Desayunamos a las 8 y vamos para eso a casa. Tenemos té una vez por semana; los
demás días comemos una papilla (stirabout), a veces de harina de avena y otras veces
de harina de maíz, según lo que podamos conseguir. En invierno agregamos algo de
azúcar y agua a harina de maíz. En verano cosechamos algunas patatas, plantadas por
nosotros en un pedacito de terreno, y cuando se terminan volvemos a la papilla. Así van
las cosas, un día tras otro, todo el año. De noche, cuando termino de trabajar, siempre
estoy muy cansado. Excepcionalmente, comemos un bocado de carne, pero muy raras
veces. Tres de nuestros hijos van a la escuela; pagamos para ello 1 penique por cabeza,
cada semana. Nuestro alquiler es de 9 peniques semanales, la truba y el fuego nos
cuestan por lo menos 1 chelín y peniques por quincena». Y añade Marx: «¡He aquí los
salarios irlandeses, he aquí la vida irlandesa!» (Marx, 1867: 692).
El libro negro de la humanidad calcula que entre 1769 y 1900 en la India murieron a
causa del hambre 26,6 millones de seres humanos. Sobre estas hambrunas «la mayoría
de la gente ni siquiera ha oído hablar de ello, por lo tanto no se culpa a nadie» (White,
2012: 432).
Pero hete aquí que el heroico Temple fue duramente reprendido. El Economist,
imbuido en la perspectiva que denominamos imperialismo depredador, lo amonestó por
enseñarle a los indios que «es deber del gobierno mantenerlos con vida» (citado por
White, 2012: 434). A Temple se le acusó de malgastar el dinero público e inmiscuirse en
el orden natural de las cosas (he aquí el darwinismo social más puro y duro
funcionando a toda máquina como ideología del Imperio). Temple se sintió humillado y
quiso enmendar la plana y la oportunidad se le presentó en 1876 cuando dejaron de
caer las lluvias monzónicas y se perdieron las cosechas y el ganado. Temple se encargó
de supervisar el operativo de ayuda y demostró que podía mantenerse dentro del
presupuesto y así prometió que «Todo ha de subordinarse a la consideración económica
de desembolsar la menor cantidad de dinero necesaria para preservar la vida humana»
(citado por White, 2012: 435). Esta actuación fue del agrado del virrey de la India,
Robert Bulwer-Lytton (1831-1891), el cual necesitaba todo el efectivo del tesoro para
poner en marcha la conquista de Afganistán, objetivo por el que fue colocado como
virrey de la India por el primer ministro del Gobierno de Su Majestad Benjamin Disraeli
(1804-1881). Con tal conquista la reina Victoria (1819-1901) se convirtió en emperatriz de
la India el 1 de enero de 1877, por lo que se celebró un banquete para 68.000 dirigentes
nativos que duró una semana.
Dirigentes nativos como los mughales siempre conservaban las cosechas de los
años buenos para compensarle con los años malos. Pero con la dominación británica las
cosechas de los años buenos se exportaban a Inglaterra. Así, en 1876 al destruirse las
cosechas no había reservas con la cual abastecer a la población, y la carencia hizo subir
los precios por las nubes estando fuera del alcance del bolsillo del indio corriente. Miles
de hambrientos fueron detenidos a las puertas de Bombay y Poona. Al sureste de la
India, en Madrás (la actual Chennai) la Policía expulsó a 25.000 hambrientos. La
solución del gobierno imperial consistió en trasladar a los hambrientos a campos de
trabajos de canales y vías férreas a cambio de comida, porque en aquella época
«predominada la filosofía de que la ayuda había de ser difícil de conseguir para evitar
que los pobres se convirtiesen en dependientes crónicos de las limosnas del gobierno.
Los beneficiarios tenían que trabajar duro para obtener su ración, cavando zanjas y
partiendo piedras. Los campos sólo aceptaban a los que se encontraban en buenas
condiciones físicas y a los sanos para sus proyectos de obras públicas, y solamente
contrataban trabajadores procedentes de lugares que por lo menos estuviesen a dieciséis
kilómetros de distancia, con la idea de que una larga caminata eliminaría a los
enclenques. Centenares de miles fueron rechazados porque estaban demasiado débiles
para ser de alguna utilidad» (White, 2012: 436).
El libro negro del capitalismo habla de, como mínimo, 8.000.000 de muertos por
hambre y epidemias entre 1900 y 1945 en la India, China e Indochina (6 de los 8
millones fueron en China).
Como dice Marx en El Capital, «Más que la historia de cualquier otro pueblo, la
administración inglesa en la India ofrece la historia de experimentos económicos
fallidos y realmente descabellados (en la práctica, infames). En Bengala crearon una
caricatura de la gran propiedad rural inglesa; en la India sudoriental, una caricatura de
la propiedad parcelaria; en el noroeste, en la medida en que les fue posible,
transformaron la comunidad económica india, con su propiedad comunal de la tierra,
en una caricatura de sí misma» (Marx, 1894: 343-344).
Como dijo Emilia Pardo Bazán el 18 de junio de 1900, «El Padre Las Casas, si
viese a los hambrientos de la India y a los infelices sioux, tendría que llorar para toda su
vida»{37}.
Dice nuestro Federico: «El modo de matar de hambre a la burguesía -la real o la
imaginada por los Bolcheviques- en las grandes ciudades rusas fue el mismo que el de
los nazis a los judíos en el gueto de Varsovia: no podían salir ni trabajar y con cartillas
de alimentación mísera fueron muriendo lentamente: los viejos y niños primero» (p.
290). ¿Y por qué Federico no pone como ejemplo las hambrunas de la India en la que
murieron en doscientos años 30 millones de personas en cuatro grandes hambrunas?
«El hambre no es, pues, un accidente, un precio, un problema para los leninistas. Es un
arma para el control, el exterminio, el ejercicio del poder» (p. 309). ¿Y de los británicos
qué decimos? Ah, de éstos sólo se puede decir -dirá el filisteo con su moralismo
olímpico- que son «amigos del comercio». Amigos del comercio y enemigos de los
indios.
A todo esto hay que añadir el capitalismo explotador contra la propia población
inglesa, y no solo el proletariado inglés sino también los siervos de la gleba, los esclavos
y los vagabundos. Como se ha dicho, «La Gran Revolución desmontó el orden feudal,
pero dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden
burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su
inmensa obra.» (Bueno, 2003: 149)
Engels añade que «los 350.000 obreros de Manchester y sus suburbios habitan
casi todos en cottages malo, húmedos y sucios; que las calles de estos barrios están en el
peor estado y la mayor suciedad, sin ningún cuidado por la ventilación y dispuestas
sólo con vistas a la ganancia del constructor; en una palabra, podemos decir que en las
habitaciones de los obreros en Manchester no es posible ninguna limpieza, ninguna
comodidad y tampoco ningún confort; que en esas habitaciones sólo una raza no ya
humana, degradada, enferma del cuerpo, moral y físicamente rebajada al nivel de las
bestias, puede sentirse feliz y a su gusto» (Engels, 1845: 95).
Por otra parte, en el mercado las mercancías de calidad abundan por la mañana,
«pero cuando los obreros llegan, lo mejor ha sido ya vendido, y aun cuando así no
fuera, probablemente no podrían comprarlo. Las papas compradas por los obreros son,
en su mayor parte, malas; las legumbres pasadas, el queso viejo y de mala calidad, el
tocino rancio, la carne flaca, vieja, dura, de animales viejos o enfermos, a menudo ya
medio podrida. Los vendedores son, en su mayoría, pequeños revendedores que
compran las cosas peores, que pueden revender así a poco precio, a causa de su mala
calidad. Los obreros más pobres deben usar aún alguna treta para poder tener con su
escaso dinero el artículo que desean comprar, aunque sea de mala calidad. Como las
tierras deben cerrarse a mediodía del sábado y el domingo permanecen cerradas, entre
las 10 y las 12 del sábado se venden a precio bajísimo todas aquellas mercancías que no
se pueden conservar hasta el lunes. De aquello, sin embargo, las diez o las nueve
décimas partes no son ya utilizables el domingo a la mañana, y esos artículos forman la
comida dominical de la clase obrera más pobre» (Engels, 1845: 100). Y tomando a sus
adversarios por testimonio afirma que «Los negociantes y fabricantes falsifican todos
los alimentos de manera injustificable y sin ningún miramiento por la salud de quienes
deben consumirlos» (Engels, 1845: 101). «El rico no es engañado porque puede pagar los
precios elevados de las grandes tiendas, que tienen que mantener su prestigio y que se
perjudicarían mucho teniendo mercancías malas o falsificadas; el rico está habituado a
la buena comida y con su paladar delicado nota el engaño fácilmente. Pero el pobre, el
obrero, para quién un par de centavos cuenta mucho, que por poco dinero debe
adquirir muchas mercaderías, que no debe ni puede examinar escrupulosamente la
calidad, porque no tiene ocasión de educar su gusto, que recibe todas las mercaderías
falsificadas y a menudo envenenadas, acude a los pequeños comerciantes, debe, tal vez,
comprar a crédito, y estos negociantes, que a causa de su pequeño capital y del mayor
precio de compra no pueden vender de ningún modo a bajo precio, como los grandes
vendedores al menudeo, deben, por el bajo precio que exigen sus clientes y para vencer
la competencia de los otros, quieras o no, procurarse mercaderías falsificadas. Además,
si un importante vendedor minorista, que ha empeñado en su negocio, un gran capital,
se dejara atrapar como falsificador, estaría arruinado; ¿qué tiene que temer, en cambio,
un pequeño comerciante que provee de géneros a una sola calle, si se descubren sus
falsificaciones?... Pero no sólo en la calidad, sino también en la cantidad es engañado el
obrero inglés; los pequeños comerciantes tienen, en su mayor parte, pesas y medidas
falsas; y puede verse una increíble cantidad de condenas que se producen diariamente,
según las informaciones policiales por dichos delitos» (Engels, 1845: 102-103).
Engels no dice que todos los trabajadores londinenses viviesen en tal estado de
lamentable miseria, pero sí afirma que «miles de familias, honestas y diligentes, mucho
más honorables y decentes que todos los ricos de Londres, se encuentran en esta
situación indigna de hombres, y que cualquier proletario, sin excepción, sin que sea su
culpa, y a pesar de todas las privaciones, puede ser golpeado en igual forma… En
Londres, cada mañana se levantan cincuenta mil personas que no saben dónde podrán
reposar la noche siguiente. Los felices, entre ellos, que logran ahora un penny o dos, irán
a uno de los llamados albergues (lodginghouse) numerosísimos en todas las grandes
ciudades, donde encontrarán con su dinero un asilo. Pero ¡qué asilo! La casa está repleta
de camas, de arriba abajo: cuatro, seis lechos de una pieza, tantos como puedan entrar.
En cada lecho se ubican cuatro, cinco, seis personas a la par, cuantas puedan caber,
enfermos y sanos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, borrachos y hambrientos, todos
amontonados, como vengan. Hay discusiones, riñas, heridas; y si los compañeros de
lecho están de acuerdo, es todavía peor: se combinan robos, o se hacen cosas que
nuestra lengua humana no puede reproducir con palabras. ¿Y los que no pueden
pagarse tal alojamiento? Duermen donde encuentran lugar: en los pasajes, bajo arcadas,
en un rincón cualquiera donde los propietarios y la policía los dejan dormir en paz;
algunos se van a las casas abiertas, aquí y allá, por la beneficencia barata; otros duermen
en los bancos de los parques, bajo las ventanas de la reina Victoria» (Engels, 1845: 63).
A todo esto hay que añadir los vicios del alcohol y las drogas, que envenenaron
al pueblo (y no digamos lo que el Imperio Británico hizo con tal sustancia en China).
Según dijo lord Ashley (1801-1885) en la sesión de la cámara baja del 28 de febrero de
1843, «la clase obrera gasta cada año veinticinco millones de libras esterlinas en bebidas
alcohólicas» (citado por Engels, 1845: 162). Y continúa Engels: «Todos podemos
fácilmente imaginar las consecuencias: la destrucción del aspecto exterior de la persona,
la ruina de la salud física e intelectual y el relajamiento de todos los resortes de la
familia. Las ligas de templanza mucho han hecho, pero ¿qué efecto pueden tener 200
Teatotellers sobre millones de obreros? Cuando el padre Mathew, apóstol irlandés de la
templanza, viaja a través de las ciudades inglesas, de treinta a sesenta mil obreros hacen
promesa de no beber, pero a las tres semanas la mayor parte ha olvidado sus votos. Si
calculamos la masa de los que en los últimos tres o cuatro años han hecho promesa de
no beber, sobrepasa al número de la gente que vive en las ciudades, y no se nota que el
vicio de la bebida decrezca» (Engels, 1845: 162).
Como decía Samuel Laing (1810-1897), «En ningún otro terreno los derechos de
las personas han sido sacrificados tan abierta y desvergonzadamente al derecho de la
propiedad como en el caso de las condiciones habitacionales de la clase obrera. Toda
gran ciudad es un sitio consagrado a los sacrificios humanos, un altar en el que
anualmente se inmola a miles de personas al Moloc de la avaricia» (citado por Marx,
1867: 645).
El 21 de enero de 1853 Marx escribía para el New York Tribune: «Si alguna
propiedad ha sido alguna vez un auténtico robo, nunca lo ha sido más literalmente que
en el caso de las tierras de la aristocracia británica. Robo de propiedades eclesiásticas,
robo de terrenos comunales, fraudulenta transformación -acompañada de asesinatos- de
propiedades patriarcales y feudales en propiedades privadas… así son los títulos de
propiedad de los aristocráticos británicos» (Marx, 2013: 64).
Y el 1 de agosto de 1854 comentaba también para el New York Tribune: «La prieta
y estrecha esfera en que se mueven se debe hasta cierto punto al sistema social del que
forman parte. Si la nobleza rusa vive incómoda entre la opresión a que la somete el zar
por arriba y la espantosa esclavitud a la que ella somete a las masas por debajo, la clase
media inglesa esta embutida entre la aristocracia por un lado y las clases trabajadores
por otro. Desde la paz de 1815, siempre que ha querido actuar contra la aristocracia, la
clase media ha sostenido ante las clases trabajadores que sus quejas eran atribuibles al
monopolio y al privilegio de esa aristocracia. Así, la clase media consiguió que los
trabajadores la apoyasen en 1832 cuando deseaban la Ley de Reforma, pero, tras
conseguir sus aprobación por sus propios medios, se la han negado a la clase obrera -por
ejemplo, en 1848 se opusieron a ella armados con porras de policía especiales-. A
continuación, los Aranceles del Grano se convirtieron en la nueva panacea de las clases
trabajadoras. Esta vez fue la aristocracia la que ganó la batalla, pero los “buenos
tiempos” estaban por llegar, hasta que el año pasado, como para impedir una política
similar en el futuro, la aristocracia se vio obligada a aceptar el impuesto de sucesiones
de bienes inmuebles, tributo del que, egoístamente, se venía eximiendo a sí misma
desde 1793 mientras forzaba la aprobación del impuesto de sucesión del patrimonio
personal. Con esta especie de protesta se esfumó la última oportunidad de timar a las
clases trabajadoras diciéndoles que su dura suerte se debía únicamente a la legislación
aristocrática. Ahora los obreros han abierto los ojos y empiezan a gritar: “¡Nuestro San
Petersburgo está en Preston!”. En realidad, los ocho últimos meses hemos sido testigos
de un extraño espectáculo en la ciudad: un ejército estable de catorce mil hombres y
mujeres subsidiado por sindicatos y talleres de todos los rincones del Reino Unido para
que libre una gran batalla por el dominio social contra los capitalistas, y, por su parte, a
los capitalistas de Preston respaldados por los capitalistas de Lancashire» (Marx, 2013:
97-98).
Según las estadísticas que manejaba Marx, en 1857 1 de cada 701 personas estaba
loca. Entre ellos, la condiciones de los locos indigentes eran infrahumanas: «Hablando
en general, habrá en Inglaterra pocos establos que, al lado de los pabellones de los locos
de los hospicios para pobres, no parezca tocadores de señora y en los que el trato que
reciben los cuadrúpedos no se pueda calificar de sentimental en comparación con el que
se dispensa a los locos pobres» (Marx, 2013: 120).
De 1850 a 1873 fue la época de bonanza económica que haría del Imperio
Británico la primera potencia mundial, es decir, el Imperio hegemónico en la política
internacional o Realpolitik, y también el Imperio capitalista por antonomasia, el sistema
liberal realmente existente. «Curiosamente, el apogeo del Imperio británico no acabó con
el hambre ni limó las enormes diferencias sociales, sino que más bien profundizó un
rígido sistema clasista que es característico de la sociedad británica» (Roca Barea, 2016:
405).
Esto, como era de esperar, trajo represalias alemanas. Cuando los alemanes
bombardearon Londres por primera vez el 7 de septiembre de 1940 (tras varios
bombardeos de la RAF sobre ciudades alemanas) se armó un escándalo en la prensa
internacional; y el pueblo británico, que era reacio a la guerra, se apiñó junto a su
gobierno. Comentaba J. M. Spaight: «Hitler empezó a contestar contra los bombardeos a
ciudades más de tres meses después de que la R.A.F. los hubiera iniciado y siempre
estuvo dispuesto, en cualquier momento, a suspender esa clase de guerra. Desde luego,
Hitler no quería que continuase el mutuo bombardeo» (citado por Bochaca, 1982: 197).
Eran los tiempos en que Hitler quería firmar la paz con el Imperio Británico y
emprender la gran alianza contra la Unión Soviética.
Como decía el editorial de uno de los periódicos más leídos en Estados Unidos:
«Nadie cree ya las habladurías de daños puramente industriales al referirse a las
incursiones de nuestra aviación y de la R.A.F. sobre Alemania. Cuando nuestros
bombarderos toman el vuelo, nuestros campesinos sacuden la cabeza y esperan que ello
signifique la pronta terminación de la guerra. Al fin y al cabo, es preferible que las
matanzas tengan lugar en Alemania» (citado por Bochaca, 1982: 198).
Como dijo tras la guerra el Comodoro del Aire Leslie MacLean, el Estado Mayor
Aéreo Inglés «se alejó de su antigua tradición, hasta el grado de abandonar los últimos
restos de humanidad y caballerosidad, a cambio de nada... pues el ataque terrorista
aéreo fue un fracaso, desde el punto de vista militar, ya que la nación sufrió
bombardeos en escala nunca antes imaginada no se doblegó bajo el terrible castigo»
(citado por Bochaca, 1982: 201).
Churchill le escribía a su esposa confesándole que «mi corazón está afligido por
las historias que se cuentan acerca de mujeres y niños alemanes que, en columnas de
más de sesenta kilómetros de longitud, huyen en masa por las carreteras de su país
hacia el
Así justificaba Churchill los bombardeos en sus memorias: «En plena vorágine de
la guerra aquél era el único medio de devolver los golpes. Naturalmente yo fui en
último término responsable… Pero luego dejé de estar seguro de la eficacia del empleo
de los métodos expeditivos» (citado por Hastings, 2009: 26-39). Hasta el Desembarco de
Normandía Churchill defendía que los bombardeos sobre las ciudades alemanas era
algo fundamental para derrotar al Reich.
En El libro negro de la humanidad White fija los muertos por los bombardeos a las
ciudades alemanas, siguiendo a John Keegan (1934-2012), en 593.000 personas, cayendo
la responsabilidad tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos. La Royal Aire Force
(RAF) denominaba los daños a la población con la cínica y eufemística terminología de
«daños colaterales».
Afirma nuestro Federico que todos los revisionistas tropiezan con Churchill, el
cual se empeñó en reconocer «la condición irremediablemente totalitaria, incompatible
con las democracias, del comunismo primero y del nacionalsocialismo después. Ni que
decir tiene que esos revisionistas suelen ser siempre de izquierdas» (p. 285). ¡Churchill!
¡El criminal de Churchill! ¡El genocida de Churchill! ¡El racista de Churchill! ¡El
imperialista depredador de Churchill! ¡El hijo de la Gran Bretaña de Churchill! ¡El inútil de
Churchill! ¡El carnicero de Gallípoli! ¡Aquél por el cual los «Tres Grandes» de Yalta
fueron nombrados los «Dos Grandes y Medios»! ¡El alucinado de la Operación
«Impensable»! ¡El que perdió unas elecciones ganando una guerra! Él mismo dijo que
estaba «harto de gobierno de coalición», y quería un gobierno exclusivamente
conservador. Las urnas hicieron que fuese exclusivamente laborista: es lo que tiene la
democracia en la que los votos no son depositados en las urnas a gusto de todos. El
resultado de la guerra fue que el Reino Unido dejó de ser un Imperio. En mayo de 1940
Churchill heredó un Imperio como nunca vieron los siglos; pues bien, bastaron cinco
años de guerra para que lo dilapidase (obviamente no se le puede echar la culpa a un
solo individuo, ni tampoco a todo un gabinete).
A día de hoy es bastante reconocida la tesis de que Estados Unidos previó con
antelación el ataque japonés a la flota americana en Pearl Harbor, que además fue
provocado porque el embargo petrolífero a Japón no dejó a éste otra opción. «Pero, una
vez que el ataque se produce, la guerra es liderada por Washington bajo la bandera de
una indignación moral desde luego hipócrita, a la luz de lo que ahora sabemos, pero
igualmente criminal. No se trata solamente de la destrucción de las ciudades. Piénsese
en la mutilación de cadáveres e incluso en la mutilación de los enemigos agonizantes
para la obtención de trofeos y recuerdos de la batalla, a menudo ostentados tranquila y
orgullosamente. Es sobre todo significativa la ideología que precede a estas prácticas:
los japoneses son descritos como “subhumanos”, recurriendo a una categoría central del
discurso nazi. Y a este discurso nos vemos de nuevo llevados cuando vemos a F.D.
Roosevelt acariciar la idea de la “castración” que debe ser infligida a los alemanes.
Estos, con la guerra ya acabada, son encerrados en campos de concentración donde, por
puro sadismo o por puro espíritu de venganza [más bien será esto último], son
obligados a sufrir hambre, sed, privaciones y humillaciones de todo tipo, mientras en
toda la nación derrotada vaga el espectro del hambre» (Losurdo, 2008: 292, corchetes
míos).
7. La guerra de Vietnam
Indochina era la parte más rica y hermosa del Imperio colonial francés. La
Administración colonial era criticada en la propia Francia por socialistas y comunistas y
desde 1920 se pensaba que la Komintern hacía lo posible por levantar una insurrección
antifrancesa que debilitase a Occidente, en la lucha contra el imperialismo. El Partido
Comunista de Vietnam no se fundaría hasta 1930 por Nguyen Sinh Cung, también
conocido como Nguyen Ai Quoc, pero que tendría fama mundial con el nombre de Ho
Chí Minh (1890-1969). Su capacidad de enfrentarse a la represión francesa hizo que
liderase la clandestinidad convirtiéndose en la fuerza autóctona más importante. Las
autoridades francesas asustaban a los indígenas con la amenaza comunista, y les hacían
ver que el dominio colonial era la única alternativa que liquidaría tal amenaza. Esto
hizo que la Administración colonial se debilitase. En 1945 el Viet Minh comunista se
adelantó a los nacionalistas prochinos y a los nacionalistas projaponeses y sorprendió a
franceses, japoneses y Aliados. «Francia había invertido en esta lucha el equivalente a la
ayuda recibida del Plan Marshall para su reconstrucción. Y esto para obtener la
consolidación de la RDVN [República Democrática de Vietnam del Norte] y el Viet
Minh comunista, la influencia china al norte y la estadounidense al sur» (Devillers,
1985: 17). Pero Vietnam (como el resto de Indochina) tuvo que sufrir una guerra de
treinta años para conseguir finalmente su independencia.
En 1949 los chinos comunistas victoriosos de la guerra civil (se hizo realidad,
pues, la revolución china) llegaron a la frontera de Vietnam, lo que facilitó el rearme
rebelde indochino, cosa que los franceses obviamente querían evitar. En diciembre de
1953 paracaidistas franceses tomaron y fortificaron Dien Bien Phu (actual Laos), una de
las principales estaciones en la que los rebeldes se aprovisionaban. Los franceses
tomaron Dien Bien Phu con la intención de atraer a los rebeldes en un combate a campo
abierto y obtener así toda la ventaja. Pero hete aquí que el general rebelde Vo Nguyen
Giap (1911-2013) tomó la fortaleza y en marzo de 1954 70.000 soldados rebeldes más con
el apoyo de 100.000 efectivos acorralaron a 15.000 soldados franceses en la ciudad hasta
que al final se rindieron, iniciándose en seguida las negociaciones de paz concediéndose
la independencia de la Indochina francesa en cuatro Estados: Laos, Camboya, el
Vietnam comunista del norte y el Vietnam no comunista del sur; aunque esta situación
no dudaría demasiado.
Según estima El libro negro del capitalismo, que infla las cifras tan a gusto como El
libro negro del comunismo, la guerra francesa de Indochina o guerra de independencia de
Indochina (1945-1954) costó 1.200.000 muertos. En el artículo de Wikipedia de la
«Guerra de Indochina»{38} el número de bajas es sensiblemente inferior, estimando unos
92.900 milicianos franceses muertos en combate más unos 175.000 milicianos indochinos
y unos 252.000 civiles muertos. El libro negro de la humanidad deja la cifra del total de
muertos en 393.000: con 93.000 soldados franceses y 20.700 civiles franceses, 18.700
aliados de los indochinos, 26.700 nativos de las colonias indochinas, 15.200 indígenas de
las colonias africanas y 11.600 miembros de la Legión Extranjera. En cuanto a las bajas
rebeldes, soldados del Viet Minh, los números son confusos, como reconoce White, y
puede que el número fuese de 175.000, a lo que hay que añadir 125.000 civiles muertos.
(Véase White, 2012: 603-606).
Una vez que los rebeldes indochinos se independizaron del imperialismo francés,
fundamentalmente liderados por los comunistas de Ho Chí Minh, las potencias
capitalistas no estaban dispuestas a consentir un nuevo Estado comunista sin que se
rompiese un solo cristal ni se derramase una sola gota de sangre. En 1963 el ya ex
presidente Dwight Eisenhower (1890-1969) confesaba que «nunca he hablado, en
persona o por carta, con ningún experto en asuntos indochinos que no estuviera
convencido de que, si en la época de la guerra se hubieran convocado elecciones,
posiblemente el 80 por 100 de la población hubieran votado por el comunista Ho Chi
Minh» (citado por White, 2012: 659-660).
Tanto el Viet Cong como los norvietnamitas estaban siendo abastecidos por
China y la Unión Soviética, y aun así el armamento del que disponían era mucho menos
tecnológicamente avanzado que el estadounidense, por lo tanto tenían que recurrir al
factor sorpresa (a las guerrillas) para liquidar y desmoralizar a las tropas
estadounidenses y survietnamitas. De ahí a que los estadounidenses recurriesen a
perfumar las mañanas de napalm, dejando al descubierto a los guerrilleros Viet Cong
(en torno a unas tres millones de personas sufrieron los efectos del napalm). De modo
que tuvieron que evacuar a zonas libres de fuego incendiado por el napalm a millones
de personas. Según El libro negro de la humanidad, al llegar 1968 se evacuaron entre 5 y 17
millones de survietnamitas, y al no haber civiles en zona de guerra las patrullas
disparaban a todo lo que se moviese, llevándose por delante a muchos campesinos que
se resistían a abandonar sus tierras.
Al final el ejército vietnamita del norte se impuso y tomó Saigón y Phrom Penh
en abril de 1975.
Según El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 los ejércitos estadounidenses
y sus aliados vietnamitas anticomunistas terminaron con la vida de 500.000 civiles y
200.000 militares sudvietnamitas, costando la vida también a 55.000 soldados
estadounidenses (de los 550.000 que combatieron). Todo esto sin contar a los heridos y
lisiados de por vida, y tampoco las represiones internas, las ejecuciones sumarias y
otros atropellos. Según también El libro negro del capitalismo, entre 1964 y 1973 en el
Vietcong y el Vietnam del Norte el número de muertos fue de 725.000. En total suman
1.480.000 muertos. Pero al final del libro, en el recuento total de las víctimas del
capitalismo en el siglo XX, el número de muertos asciende a 2.000.000. Desde luego que
no es muy coherente, como le pasa al otro libro negrolegendario de signo contrario.
«Con las armas convencionales se hace muy difícil acabar con la subversión…
Cuanto más se prolongue la guerra, más empuja al Vietnam a ser fácil presa del
imperialismo chino, y aun suponiendo que pueda llegar a quebrantarse la fortaleza del
Vietcong… La subversión en el Vietnam, aunque a primera vista se presente como un
problema militar, constituye, a mi juicio, un hondo problema político; está incluido en el
destino de los pueblos nuevos. No es fácil al Occidente comprender la entraña y la raíz
de sus cuestiones. Su lucha por la independencia ha estimulado sus sentimientos
nacionalistas; la falta de intereses que conservar y su estado de pobreza les empuja
hacia el social-comunismo que les ofrece mayores posibilidades y esperanzas que el
sistema liberal patrocinado por Occidente que les recuerda la gran humillación del
colonialismo. Los países se inclinan en general al comunismo porque, aparte de su
poder de captación es el único camino eficaz que se les deja. El juego de las ayudas
comunistas rusa y china viene siendo para ellos una cuestión de oportunidad y de
provecho… A mi juicio hay que ayudar a estos pueblos a encontrar su camino político,
lo mismo que nosotros hemos encontrado el nuestro… Comprendo que el problema es
muy complejo y que está presidido por el interés americano de defender a las naciones
del Sudeste asiático de la amenaza comunista; pero siendo ésta de carácter
eminentemente político, no es sólo por la fuerza de las armas cómo esta amenaza puede
desaparecer [ya en 1961 Charles de Gaulle le había advertido a Kennedy que en
Vietnam el problema era más político que militar]. Al observar, como hacemos, los
sucesos desde esta área europea, cabe que nos equivoquemos. Guardamos, sin
embargo, la esperanza de que todo pueda solucionarse ya que en el fondo los
principales actores aspiran a lo mismo; los Estados Unidos a que el comunismo chino
no invada los territorios del sudeste asiático; los estados del sudeste asiático a mantener
a China lo más alejada de sus fronteras; Rusia, a su vez, a que su futura rival, China, no
se extienda y crezca; Ho Chi Minh, por su parte, a unir el Vietnam en un Estado fuerte y
a que China no lo absorba. No conozco a Ho Chi Minh, pero por su historia y sus
empeños por expulsar a los japoneses, primero, a los chinos después y a los franceses
más tarde, hemos de conferirle un crédito de patriota, al que no puede dejar indiferente
el aniquilamiento de su país. Y dejando a un lado su reconocido carácter de duro
adversario, podría, sin duda ser el hombre de esta hora, el que Vietnam necesita» {40}.
Ante tal derrota de una superpotencia como Estados Unidos frente a un país
como Vietnam uno se pregunta si tal guerra sólo fue un montaje.
Los descendientes del Mayflower veían a los indios como la resistencia de Satán
frente a Dios y tal interpretación maniquea desembocó en el exterminio de los pieles
rojas o su encierro en reservas y no en ciudades como hicieron los españoles, que
además -mediante el derecho de gentes- reconocían a los indios «como verdaderos
propietarios de sus tierras y bienes» (Insua, 2018: 189).
En Estados Unidos aparece antes que en ningún país la democracia, es más, nace
como un país democrático, ya que era, efectivamente, una democracia Herrenvolk, esto
es, una «democracia para el pueblo de los señores», es decir, una democracia con
esclavos de cuño aristocrático. Luego más que una revolución o movimiento de
emancipación política, la guerra de independencia contra el Imperio Británico resultó
ser una rebelión reaccionaria de los propietarios de esclavos. Sin embargo, esos groseros
y reproblables finis operantis no quitan que surgiese como finis operis el Imperio
Estadounidense a día de hoy realmente existente, el de mayor poderío político y
geopolítico de la historia, y posiblemente se trate de un Imperio generador al extender el
estilo de vida americana (american way of life) en diversas sociedades políticas (aunque
también podría decirse que Estados Unidos es un imperio depredador con respecto a otros
países, como son los países hispanoamericanos y ni que decir tiene contra la Unión
Soviética a la que arruinó con la carrera nuclear).
En 1830 Francia emprender una nueva aventura colonial empezando por Argelia.
Uno de los más importantes ideólogos del liberalismo francés, Alexis Tocqueville, no
vacilaba en recomendar la destrucción de «todo lo que se parezca a una organización
permanente de población o, en otras palabras, a una ciudad. Creo que sea de la mayor
importancia no permitir que subsista ni surja ninguna ciudad en las regiones
controladas por Abd el-Kader» (citado por Losurdo, 2008: 235). Según El libro negro de la
humanidad, la conquista de Argelia por los franceses costó 775.000 muertos.
En los años 1965 y 1966 se llevaron a cabo unas purgas en Indonesia que
acabaron con la vida de 400.000 personas. (Véase White, 2012: 676). Se trató de una
purga ideológica en la que el ejército indonesio, a las órdenes del general auspiciado
por la CIA Haji Mohammad Suharto (1921-2008), llevó a cabo frente a los miembros del
PKI, el Partido Comunista de Indonesia que por entonces era el tercer partido
comunista más numeroso del mundo aunque era de tendencia maoísta. Suharto culpó a
los comunistas de intentar un golpe de Estado el 30 de septiembre de 1965. A las pocas
semanas el gobierno indonesia, presidido por Ahmed Sukarno (1901-1970) y su desde
1959 «democracia dirigida» (que él mismo llamó así al nombrar a los miembros del
parlamento a dedo), empezó a detener a todo aquel que aparentase tener simpatías con
los comunistas, cosa que no sólo afectó a los comunistas sino también a sindicalistas,
estudiantes, periodistas e izquierdistas de todo tipo, de los cuales miles fueron fusilados
sumariamente. Aunque muchos murieron en las redadas en las que se liquidaba a
familias enteras o se destruían poblaciones poco decidas a colaborar con las
autoridades. Otras muchas personas eran detenidas y se les interrogaba con métodos de
tortura, y después eran fusiladas en algún solar desierto. Cientos de nombres de
posibles golpistas indonesios o colaboradores de los golpistas fueron facilitados por el
personal de los servicios de inteligencia estadounidense que deseaban ver eliminadas a
esas personas, según confiesan varios antiguos funcionarios de Estados Unidos. Los
soldados indonesios, con la colaboración de grupos de voluntarios armados, también
reprimieron a los chinos étnicos que residían en el archipiélago desde hacía
generaciones como miembros de una comunidad de comerciantes que eran parte
integrante de la cultura del Sureste Asiático, con la excusa de que eran agentes de Mao.
También fueron afectados por la purga hinduistas, cristianos y algunos musulmanes.
«Durante la purga, casi medio millón de personas fueron perseguidas y asesinadas, y
600.000 más, encarceladas sin juicio previo, a menudo durante años. Miles de
indonesios fueron desterrados a las colonias penales al otro extremo del archipiélago,
donde muchos de ellos murieron extenuados por los trabajos forzados» (White, 2012:
678). Sukarno, incapaz de controlar a los militares, dimitió de la presidencia en marzo
de 1966 (estaría bajo arresto domiciliario en Yakarta hasta que murió en junio de 1970).
Le entregó el mando al general Suharto, que fue presidente en funciones durante un
año y después lo haría oficialmente (hasta 1998), alejando a Indonesia de los países «no
alineados» con los dos grandes bloques de la Guerra Fría y acercándolo cada vez más a
Estados Unidos.
Dice Federico: «Sucede que entre los socialistas y los propios comunistas hay
gente de acrisolada honradez, estricta austeridad y franciscana bondad en la vida
cotidiana. Es la clase de personas -yo mismo la he conocido- a la que confías tus hijos
sin vacilar, seguro de que los cuidarán como propios. ¿Y cómo es posible que esas
buenas personas, más frecuentes siempre en la clandestinidad que en el poder, en la
cárcel ajena que en el ministerio propio, pero intrínsecamente buenas, sean arrastradas
al robo, cuando no robarían nunca, y al asesinato, cuando no son capaces de matar a
una mosca?» (p. 155). Allí donde pone «socialista» y «comunista» también cabría poner
«capitalista» y «liberal».
En nombre del comunismo «la oveja se vuelve lobo y el lobo es masacrado por
las ovejas» (p. 155). ¿Y en nombre del liberalismo y la democracia acaso no? Por lo que
hemos visto hay que decir rotundamente que sí, esto es, que muchos liberales
demócratas son lobos disfrazados de ovejas que, en cuanto pueden (y no digo que sea
de forma gratuita por maldad absoluta) masacran a las ovejas: ya sea de modo
fulminante a base de espectaculares y gigantescos bombardeos, ya sea lentamente a
base de hambre.
Se pregunta Federico: «Cómo seguir siendo rojo después del Gulag sin que se te caiga
la cara de vergüenza» (p. 502). Y me pregunto yo: ¿cómo, después de este repaso, se
puede seguir siendo liberal sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede
seguir siendo cristiano sin que se te caiga la cara de vergüenza? ¿Y cómo se puede
seguir siendo musulmán sin que se te caiga la cara de vergüenza? &c., &c.
No podemos prolongarnos más sobre esto. Pero hay muchos otros crímenes que
hicieron los buenos, los cuales si fueran escritos uno por uno, ni el mismo mundo
albergaría los libros escritos.
Conclusión
Las afirmaciones sobre «la naturaleza del comunismo» que sostiene Federico son
escritas (y pronunciadas, cuando las dice en la radio) con una seguridad pasmosa; como
aquél que dice que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la
hipotenusa, esto es, como si se tratase de una concatenación de identidades sintéticas
desde la que se tiene el completo conocimiento de la naturaleza del comunismo, como si
lo suyo fuese un retroanticomunismo científico; pues la verdad de la maldad del
comunismo es una verdad científica e incuestionable; es la Verdad absoluta del Mal
absoluto.
El comunismo queda resumido como «una ideología criminal» (p. 529), y para el
autor fundamentalmente es eso y poco más. Y entiende que «la pareja inseparable de
todo régimen comunista» son «el terror y la mentira» (p. 542). Según nuestro periodista,
en el comunismo no hay ni un solo átomo de buena voluntad, pues se trata del Mal
mismo hecho política, tanto en la teoría como en la praxis: es la mala voluntad y la
realización del Mal. Los comunistas son definitivamente seres de vesánica crueldad.
Estoy de acuerdo con Federico cuando afirma que «el comunismo es algo
demasiado grave para dejárselo solo a los historiadores» (p. 573). Efectivamente, sería
demasiada irresponsabilidad dejar el comunismo (así como la Unión Soviética) en
manos exclusiva de los historiadores, pues estamos ante un problema filosófico, ya que
en tal estudio se abordan y desbordan diferentes categorías. También estamos de
acuerdo cuando sostiene que «lo que más oscurece hoy la comprensión del comunismo
es la plaga de langosta de los historiadores especializados en él. No porque todos sean
malos, sino porque son, en su mayoría, una plaga vampírica, cuya oscura y aleteante
bandada sume en la oscuridad lo que debería iluminar» (p. 573). Y precisamente lo que
oscurece el asunto es la leyenda negra en la que está preso, y parece que con cadena
perpetua, nuestro locutor favorito (como la mayoría de los «historiadores»). «El peor
gulag intelectual es el que algunos llevan dentro e imponen a los demás» (p. 646). Y la
peor leyenda negra «intelectual» es la que algunos llevan dentro y quieren imponer a
los demás. Porque Federico ha interiorizado la leyenda negra retroanticomunista (como
muchos progres han interiorizado la leyenda negra retroantifranquista, y la leyenda
negra antiespañola en general). Federico vive en ella, respira en ella, se alimenta de ella,
está imbuido hasta el tuétano de la misma; y no hay quien le saque de ahí, y menos a
estas alturas de su vida. La histeria e irritación anticomunista de Federico le hace perder
el juicio de cara a una crítica seria al comunismo. Los árboles retroanticomunistas
negrolegendarios le impiden ver el bosque o más bien la tundra geopolítica que fue la
Unión Soviética y el comunismo en general. Como le dijo a Churchill el que fue
embajador estadounidense en la Unión Soviética de 1936 a 1938, Joseph E. Davies (1876-
1958), «Por prejuicios antisoviéticos, no ven la verdad. O si la ven no la reconocen» {42}.
Parafraseando el título del libro de María Elvira Roca Barea (El Borge, 1966),
podríamos retitular el libro de Federico como Marxistofobia y leyenda negra. O también,
dado el éxito editorial del libro, se podría retitular con el nombre de una editorial:
Memoria del comunismo, ¡vaya timo!
Asimismo podrá leer los ensayos donde Gustavo Bueno le ha dado la vuelta del
revés al marxismo y ha hecho una crítica del mismo (sin inquina ni negrolegendarieces).
Puede leer los artículos para la revista Sistema: «Sobre el significado de los “Grundrisse”
en la interpretación del marxismo» (1973) {43}, «Los “Grundrisse” de Marx y la “Filosofía
del Espíritu objetivo” de Hegel» (1974) {44}, Primer ensayo sobre las categorías de las
«categorías políticas» (Logroño, 1991){45}, y también el aclarador artículo en El Catoblepas
titulado «La vuelta del revés de Marx» (2008){46}. Asimismo haría muy bien Federico en
leer y estudiar atentamente varias obras de los discípulos de Bueno en relación al tema
del comunismo, empezando por La ciencia en la encrucijada de Pablo Huerga Melcón
(Pentalfa, Oviedo 1999). Siguiendo con la Tesis Doctoral de José Ramón Esquinas
Algaba: La idea de materia en el materialismo dialéctico (Universidad de Oviedo 2015). O
mismamente también puede estudiar, ya más puesto en la actualidad, el libro Contra
Žižek de Julen Robledo (Pentalfa Oviedo 2017). Y también puede estudiar, aunque desde
un enfoque procomunista, El marxismo y la cuestión nacional española de Santiago
Armesilla (El Viejo Topo, Barcelona 2017). Y con mucha modestia también le pido, o le
vuelvo a pedir, que lea mi Tesis Doctoral: Materialismo y espiritualismo. La crítica del
materialismo filosófico al marxismo-leninismo (Universidad de Sevilla 2018). Aunque ni
mucho menos he citado todas las obras del materialismo filosófico sobre el comunismo. Al
respecto Federico puede investigar en la red.
Y que conste que todo esto lo digo sin soberbia y sin chuleo, ya que se lo digo con
todo mi cariño y toda mi sinceridad a una persona a la que, aunque no lo parezca,
admiro y además me simpatiza. De todos modos es posible que si Federico leyese esta
crítica a su libro, la crítica que yo escribo y que estoy apunto de finalizar, las opiniones
que mantiene en el mismo lejos de modificarse sustancialmente aún queden más
reforzadas. Pero eso es cosa suya.
Al menos, eso sí, hay que agradecer a Federico su claridad expositiva, ya que su
libro, en líneas generales, se lee bastante bien (a diferencia de otros autores, igual de
negrolegendarios que Federico, que escriben trilogías que podrían estar
manifiestamente mejor escritas; de hecho están horrorosamente mal escritas, dicha sea
la verdad y con todos los respetos). El libro de Federico es un libro bien escrito pero mal
informado y tremendamente exagerado. Aunque es divertido, sobre todo si se van
tomando notas para ponerle los puntos sobre las íes (como ha hecho aquí el menda).
Tengo que confesar que me lo he pasado bomba escribiendo esto, a pesar de lo siniestro
y macabro que pueda sonar con tal cantidad de muertos.
Con todo, hay que reconocer que el libro de Federico es muy útil, porque se trata
ni más ni menos de un buen ejemplo (yo diría que el ejemplo perfecto) de lo que es la
leyenda negra contra el comunismo. Como libro negrolegendario el libro gordo de
Federico es una obra maestra, y con el paso del tiempo podría convertirse en un clásico
de la historiografía negrolegendaria como Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn
o El Gran Terror de Robert Conquest. No es un libro sobre la naturaleza real del
comunismo, es un libro negro del comunismo, un libro de ficción, tan bien escrito como
falso y exagerado en su génesis, estructura y conclusión. Es un buen ejemplo al que todo
buen negrolegendario debe acudir y todo buen contranegrolegendario criticar y
denunciar. Un buen ejemplo de cómo se escribe un libro maniqueo sobre el comunismo,
donde éste es presentado como el Mal absoluto sin la menor mancha de bondad. Un
libro que todo buen contramaniqueo tiene que refutar, porque la realidad política y
social va más allá del bien y del mal, como bien sabía ese genio de Tréveris llamado
Karl Heinrich Marx.
El anticomunismo, piensa nuestro autor, tiene «su razón moral», una razón que
debe compartir «toda persona que aspire a vivir en una civilización libre, debe
compartirlo» (p. 583). El imperativo categórico de Federico sería: «Actúa como si el
comunismo fuese el Mal absoluto». Estamos ante otro de los tópicos de la obra: el
moralismo filisteo al que se refería Marx y que tanto recalcó Lenin. Aunque el 7 de junio
de 2018 Federico llegaría a decir en su programa, desentendiéndose del moralismo
filisteo, cosa de la que me alegro un montón: «Cuando el mal es brillante yo lo
reconozco». Sí señor, mejor el maquiavelismo que el maniqueísmo.
A medida que uno va leyendo y pasando las páginas del libro negro de Federico
uno va sintiendo una especie de entrañable simpatía por los comunistas. Y al terminar
el libro a uno le entran ganas de leerse las obras completas de Marx, Engels, Lenin,
Stalin, Trotski y Bujarin; a uno le entran ganas de afiliarse al Partido Comunista o al
menos hacer apología del comunismo (o como ya no existe tal partido pues refundarlo);
a uno le entran ganas de subir el puño y desgarrarse la garganta cantando la
Internacional; a uno le entran ganas de levantar barricadas y tomar el Palacio de
Invierno (o, en nuestro país, el Congreso de los Diputados, la Moncloa y la Zarzuela); a
uno le entran ganas de repartirse Polonia con los nazis (cosa que no fue así, pero en fin)
y tomar después Alemania y subirse a lo alto del Reichstag y ondear la bandera
soviética y gritar «¡Viva el Comunismo, viva la Revolución de Octubre, viva la Unión
Soviética y viva la Revolución Mundial!».
Bibliografía
Armesilla, S., «Comprendiendo a Podemos», en Podemos. ¿Comunismo, populismo
o socialfascismo?, Pentalfa, Oviedo 2016.
Bochaca, J. Los crímenes de los «buenos» (1982), Editorial Bau, Barcelona, Versión
electrónica de 2004 en http://gye.ecomundo.edu.ec/Biblio/Libros_Digitales/Bochaca
%20Joaquin/Los%20Crimenes%20De%20Los%20Buenos.PDF.
Bourke, J., La Segunda Guerra Mundial. Una historia de las víctimas, Traducción de
Víctor Pozanco, Paidós, Barcelona 2002.
Bueno, Gustavo, España frente a Europa, Alba Editorial, Tercera edición mayo del
2000, Barcelona 1999.
Courtois, S., «Los crímenes del comunismo», en El libro negro del comunismo
(1997), Traducción de César Vidal, Ediciones B, Barcelona 2010.
Escohotado, A., Los enemigos del comercio, Tomo III, Espasa, Barcelona 2017.
Engels, F., La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), Akal Editor, Madrid
1976.
Hegel, G. W. F., Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y ciencia política
(1821), Traducción de Juan Luis Vermal, Edhasa, Barcelona 2005.
Insua, P., 1492. España contra sus fantasmas, Ariel, Barcelona 2018.
Kolakowsky, L., Stalinism, Traducido de la versión inglesa publicada en Robert
C. Tucker, Norton and Company, New York 1977.
Losurdo, D., Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra, Traducción de Antonio
Antón Fernández, El Viejo Topo, Roma 2008.
Marx, K., El Capital. Crítica de la economía política, Libro III: El proceso global de la
producción capitalista (1894), Traducción de León Mames, Biblioteca de los grandes
pensadores, Barcelona 2003.
Montefiore, S. S., La corte del zar rojo, Traducción de Teófilo de Lozoay, Crítica,
Barcelona 2010.
Pérez Jara, J., «Meditatio mortis y filosofía: sobre el legado de Gustavo Bueno», El
Catoblepas, Nº 174, Pág., 44, http://www.nodulo.org/ec/2016/n174p44.htm, Agosto
2016.
Roberts, J.M., Historia Universal II, Traducción de Fabían Chueca y Berna Wang,
RBA Coleccionables, 2009.
Roca Barea, M. E., Imperiofobofia y leyenda negra (2016), Sirula, 19ª edición de 2018,
Madrid.
Suret-Canale, J., «Los orígenes del capitalismo: siglos XV y XIX», en El libro negro
del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra) 2001.
Notas
{2}
http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2018/04/08/5ac93b23268e3ef5758b4636.h
tml
{4} Emilia Pardo Bazán, «La España de ayer y la de hoy. (La muerte de una
leyenda)», http://www.filosofia.org/aut/001/1899epb4.htm.
{5} https://www.youtube.com/watch?v=Vswl5Js_EZ8
{8} https://www.youtube.com/watch?v=jUWk0C2watg.
{9} https://www.20minutos.es/opiniones/pablo-iglesias-hecor-illueca-tribuna-
misa-oficiaria-papa-francisco-2996635/
{10} http://www.fgbueno.es/bas/bas47a.htm.
{11} https://www.youtube.com/watch?v=6oQSGQDK_Ig.
{12} https://www.elespanol.com/opinion/20170923/248975401_0.html.
{13} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71850.
{15}
http://www.elmundo.es/espana/2014/06/30/53b06a85e2704e2e3a8b4579.html.
{16} https://www.youtube.com/watch?v=kiULMhRME-4
{17} Véase, también en Denaes: «Nada nuevo sobre el Sol ni sobre la piel del
toro»: http://nacionespanola.org/esp.php?articulo5389.
{19} http://www.abc.es/cultura/cultural/20150914/abci-entrevista-gustavo-
bueno-201509141132.html.
{21} https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf%C3%ADa_de_la_Uni
%C3%B3n_Sovi%C3%A9tica. https://es.wikipedia.org/wiki/Demograf
%C3%ADa_de_Rusia.
{25} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{26} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{27} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{28} https://es.wikipedia.org/wiki/Holodomor.
{29} https://www.youtube.com/watch?v=b2EkYO8nOzA.
{30} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{31} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{32} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{33} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{34} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{35} http://www.rebelion.org/noticia.php?id=68973.
{36} http://www.ipsnoticias.net/1997/08/india-el-holocausto-del-imperio-
britanico-en-bengala/.
{37} http://www.filosofia.org/ave/002/b030.htm.
{38} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Indochina.
{39} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Vietnam.
{41} https://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Independencia_de_Argelia.
{43} http://fgbueno.es/gbm/gb73s2.htm.
{44} http://fgbueno.es/gbm/gb74s4.htm.
{45} http://www.fgbueno.es/gbm/gb91ccp.htm.
{46} http://nodulo.org/ec/2008/n076p02.htm.
© 2018 nodulo.org