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Educar: saberes alterados
Frigerio, G., Diker, G. (comps.)
Serie Seminarios del cem. Del Estante editorial.
¿Cuánto es “una pizca de sal”?
Acerca del juego de la transmisión y las reglas de la pedagogía
María Silvia Serra
Preguntarnos acerca de la alteración de los saberes sobre la educación ofrece,
como se señala en la invitación a este escrito, muchos caminos. Algunos de ellos
nos remiten al vínculo entre el saber y su contexto, otros a la génesis o producción
de este saber, otros a sus posibles (o imposibles) efectos, otros a su naturaleza
misma.
El camino elegido que aquí se presenta, con la forma de un ejercicio de
pensamiento, es el de reflexionar sobre el estatuto y la naturaleza de los saberes
acerca de la transmisión que ordenaron históricamente la educación masiva (los
saberes sobre la infancia, la enseñanza, el aprendizaje, la escuela), saberes que
para muchos de nosotros, en nuestro habitual accionar, constituyen buena parte
del campo de la pedagogía. Quienes trabajamos cotidianamente con estos
saberes como herramientas experimentamos la creciente sensación de su
agotamiento; por momentos sentimos que no dan las respuestas que otrora
dieron; que existe una especie de anacronismo entre el tiempo/espacio que los
configuró y el presente, entre “la realidad” que nombran y su intención de regularla
u ordenarla.
Ahora bien, ¿es este carácter anacrónico lo que altera a la pedagogía? En otras
palabras, ¿acaso su agotamiento se deriva de su desajuste con unas condiciones
epocales? Si la respuesta fuera afirmativa, que bien puede serlo, las causas de la
alteración del saber pedagógico quedarían por fuera del mismo saber o, en todo
caso, en el vínculo entre el saber y aquello que pretende conocer. La alteración,
como inquietud, desasosiego o ajenidad de un saber respecto de aquello que
nombra no sería parte de ese saber en sí (de su naturaleza), sino efecto de unas
condiciones que lo trascienden.
En el presente escrito me propongo suspender por un rato esta hipótesis para
indagar en el camino diametralmente opuesto: en la alteración que el saber
introduce en la realidad que nombra. Para ello, seguiré buena parte de las
reflexiones que el filósofo español José Luis Pardo propone en su estimulante
texto La regla del juego.
Pardo propone pensar a la filosofía desde la alegoría wittgensteiniana del
explorador que se dedica a hacer visibles las reglas del juego que unos “nativos”
juegan sin reglas explícitas. Esta imagen del explorador y los nativos tiene
reminiscencias antropológicas: bien podemos pensar al saber del antropólogo
como aquél que da cuenta de estructuras, configuraciones, regularidades,
costumbres de un grupo humano singular. La idea de regla también trae consigo
la operación que despliega el pensamiento científico para conocer: la búsqueda
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de leyes que explican el funcionamiento de un fenómeno o conducta, individual o
social. Sin embargo, y esto hace todavía más interesante la línea de reflexión,
Pardo introduce esta imagen para pensar la filosofía clásica, desde Sócrates y
Platón, por lo cual la idea de “regla” no debe leerse sólo en clave moderna.
Cabe aquí un primer señalamiento acerca de las vinculaciones de la filosofía con
la pedagogía. Sabemos que el conjunto de saberes sobre la transmisión que
incluimos bajo el nombre de Pedagogía ha tenido la doble misión de describir un
campo pero también de ordenarlo, de instituir unas formas de la transmisión que
dejaron de lado otras: doble misión donde en ocasiones no han estado claras las
fronteras entre el describir y el prescribir. En este sentido, los saberes de la
pedagogía no son sólo reglas sobre un juego que ya está siendo jugado sino
también lo son sobre el deber ser del juego. Esa “zona gris” entre el describir y el
ordenar está también presente en el texto de Pardo.
Por otro lado, el filósofo ordena toda su reflexión acerca del explorador y los
nativos, de las reglas explícitas y el juego implícito, alrededor de la aporía del
aprender, y de las posibilidades (o imposibilidades) de pasar del no saber al
saber. He aquí un segundo punto de contacto que nos abre la puerta para pensar
juntas a la filosofía y a la pedagogía.
Me gustaría entonces presentar algunas reflexiones sobre el juego y las reglas de
la pedagogía, sobre sus marchas y contramarchas, sobre la cuestión de si se
altera el juego cuando se explicitan las reglas o si las reglas de por sí son
anacrónicas en relación al juego que nombran.
El juego de la transmisión…
Una reflexión común a la pedagogía y a la filosofía es que no nacemos con los
saberes que necesitamos para sobrevivir, sino que alguien debe proveérnoslos.
Así como nacemos sin saber caminar, hablar, bailar, cocinar o leer, también
nacemos sin saber educar. Todos alguna vez habrán escuchado, o pronunciado,
aquella frase que dice que uno se estrena como padre o madre cuando tiene un
hijo, o que aprendemos con los hijos a ser padres. Nacemos sin saber enseñar
tampoco, a todo esto lo debemos aprender.
El hombre, para sobrevivir como especie, no tiene más alternativa que aprender,
que incorporar saberes que no tiene, que no vienen dados como en otras
especies. Con la particularidad que estos saberes, una vez aprendidos, no se
incorporan genéticamente a la especie sino que una y otra vez, generación tras
generación, tenemos que aprender a hablar, a escribir, a bailar, a cocinar y que,
generación tras generación, ni las palabras, ni las danzas ni las estrategias de
supervivencia serán las mismas.
La transmisión, como el espacio de encuentro dedicado al pasaje de esos
saberes necesarios pero a la vez insuficientes, es parte del juego que los seres
humanos han jugado ancestralmente para criar y cuidar a los recién llegados a la
especie y perdurar en ellos.
Ahora bien, además de la transmisión de unos saberes, tenemos también unos
saberes sobre la transmisión: existieron y existen saberes ligados a la crianza, al
exitoso pasaje de las letras, a la enseñanza de técnicas, saberes sobre el vivir
con otros. El saber del nativo pescador, que enseña a su hijo a lanzar un palo
filoso para ensartar un pez, o el saber de las mujeres, que en su cotilleo se pasan
consejos sobre la crianza de los niños pequeños, tienen su lógica interna, sus
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pasos a seguir. En esos saberes nos encontramos con reglas, con instrucciones
que, generación tras generación, hicieron perdurar unas prácticas y a la vez
recrearlas.
¿No son acaso los saberes de la pedagogía las instrucciones a seguir para hacer
que otro aprenda algo? ¿No parten acaso estos saberes de la observación, de
atender y objetivar un juego que viene siendo jugado? Veamos, por caso, la forma
que tienen los axiomas de Juan Amos Comenio en su Didáctica Analítica:
“XCIII. En todo lo que se enseña se tiene que poner cuidado de que sea
comprendido, primero como totalidad, luego, ordenado y diferenciado en
sus partes.
(…) Así, pues, nuestro espíritu tampoco puede aprender varias cosas al
mismo tiempo. Quien al mismo tiempo hace varias cosas, no lo hace
correctamente, Entonces:
XCIV. Siempre sólo una a un tiempo.
XCV. Siempre primero el todo, luego las partes y, finalmente, las partes
más pequeñas, unas después de otras.
XCVI. En cada una se tiene que permanecer tanto tiempo como sea
necesario.” (2003, 65)
Antes de empezar a anunciarlas, el mismo Comenio las llama reglas, y describe
la operación de dónde emergen:
“… vamos a observar ahora los métodos de una teoría del enseñar,
mientras probamos, en su totalidad y en sus partes, todo lo que ocurre
durante la actividad de enseñar y de aprender y en el saber, para
comprender también –después de que hayamos entendido lo que esas
cosas son según su naturaleza, de qué consisten y cómo se originan cómo
lo queremos, podemos y tenemos que manejar. Por medio de una correcta
investigación de los conceptos generales obtenemos reglas generales
para el enseñar racional que tienen que ser consideradas en todas partes y
que valgan siempre y en todo tiempo; por medio de la investigación de
conceptos especiales resultan, a su vez, reglas especiales que se den
seguir en ciertas ocasiones.” (15)
Así como Comenio plantea que la regla es producto de una investigación, por lo
que no “inventa” estas instrucciones (en la Didáctica Magna argumentará que son
efecto de la observación de cómo Dios ha trabajado sobre la naturaleza) siglos
más tarde, Emile Durkheim realiza una operación similar cuando, para ofrecer
una definición de educación, comienza diciendo “de la observación de los hechos
se desprende que ….” O “de estos hechos resulta…”, y luego establece los
preceptos o axiomas que conocemos (Durkheim, 1996).
Los ejemplos abundan. Desde los grandes tratados de Pedagogía a las
instrucciones más banales de puericultura o los métodos para enseñar a leer y
escribir, la idea de ofrecer un recorrido a seguir para aprender algo, unas
instrucciones, constituyen la forma misma del saber pedagógico. Si bien en este
sentido la imagen del explorador que produce estos saberes puede aplicarse a la
pedagogía moderna, cabe señalar que la idea de regla la excede. En todo caso,
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la pedagogía moderna ha tomado la forma de la regla y la instrucción y la ha
explotado al máximo en una época, pero no podemos reducir a ella la idea de
saber/regla.
… y las reglas de la pedagogía
Para muchos, la idea de un saber como instrucción constituye un problema:
desde un gesto autoritario o una voluntad de poder sobre otro, a un saber que no
se pone en discusión, pasando por una imposición que desconoce al otro (lo que
piensa, lo que puede, lo que trae).
Personalmente no creo que ese sea el problema de lidiar con saberes que son
reglas o instrucciones. Pero sí creo que los saberes/regla nos presentan algunos
otros problemas.
El primero, es el que Wittgesntein señala directamente: la explicitación de un
juego con reglas implícitas modifica sustancialmente el juego. “Cuando el
explorador cree estar “diciendo la verdad” sobre el juego de los nativos o sea,
simplemente registrándolo, reflejándolo, en verdad lo está trastornando, lo está
transformando en otro juego” (Pardo, 2004: 49).
Hemos llamado a esta dificultad, anacronismo: si el juego deja de ser lo que es al
explicitarse su regla, la regla pasa a ser de un juego que ya no se juega tal como
la regla lo explicita. En este sentido, cobra vigencia aquéllo de que “sólo podemos
dar cuenta de lo que entra en su ocaso”, por lo que los saberes que tenemos
sobre las formas modernas de la transmisión sólo nos sirven para nombrar un
juego, el de la escuela, que ya no se juega, al menos de la forma en que los
saberes la nombran. El problema sería entonces que los saberes de la pedagogía
perderían “utilidad”: no servirían para decirle a la gente cómo tienen que educar
sino cómo es que ha sido la educación.
El saber de la pedagogía podría pensarse entonces como un saber que altera
–que transforma a los objetos de los que habla pero a la vez como un saber
parcial o incompleto, en el sentido de unas instrucciones insuficientes y hasta
obsoletas en relación a sus efectos. Lo que es no más que decir que no somos
dueños de lo que el saber que tenemos produce, no somos dueños de sus
efectos.
El juego de la transmisión nunca acaba, nunca se completan todas sus reglas,
siempre está reinventándose, como lo están todas las respuestas que da la
especie humana, cambiantes y precarias como el tiempo. Por lo cual los saberes
sobre ella estarían alterados en su imposibilidad de asumirse como precarios,
arbitrarios e insuficientes, como esas alteraciones del yo que sufre quien se cree
todopoderoso. La alteración no sería una desestabilización sino por el contrario,
la inconciencia de su imposibilidad de estabilizarse.
Pero ésta no es la única dificultad que tiene la pedagogía como saber/regla. La
otra dificultad a la que quiero referirme tiene que ver con la posibilidad que tienen
unas reglas o un conjunto de instrucciones de hacer que alguien aprenda algo.
Tomemos, por ejemplo, los saberes ligados a la formación docente. Allí se
despliegan una serie de reglas ligadas a lo que es un niño y cómo aprende, a lo
que debemos enseñar y con qué métodos, y a los principios y fines de la
educación que sostienen a esas reglas y no otras, a los pasos a seguir para
conseguir que otros aprendan. Los que trabajamos en el ámbito de la formación
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docente trasmitimos un conjunto de saberes sobre el enseñar que supuestamente
harán que quienes los aprendan se conviertan en docentes o enseñantes. Pero,
como sabemos los que nos dedicamos a esto, la cosa no es tan simple. Un
conjunto de instrucciones a seguir no hacen a un buen docente, o, para decirlo de
otro modo, la enseñanza no se reduce a un conjunto de instrucciones bien
cumplidas. No es que las instrucciones no sirvan, es que no alcanzan, no son
suficientes. El que enseña pone algo que excede a las reglas del buen enseñar:
voluntad según algunos, pasión según otros, obstinación, deseo, etc.: todos
términos irreductibles a una regla o una instrucción.
Con la enseñanza sucede algo semejante a lo que sucede con la cocina: por más
que existan innumerables libros de instrucciones, hay una medida, una “mano”
(recuerdo la expresión que mi madre usaba para referirse a una vecina: “tiene
buena mano para la cocina”) que no se aprende con sólo seguir las instrucciones.
O lo que sucede con el baile: el conocer los pasos y los movimientos no nos hace
buenos bailarines, por lo que a bailar no se aprende por correspondencia.
Entonces, ¿cómo se aprende a cocinar, a bailar, o a enseñar? ¿Cuál es la
utilidad de las reglas o las instrucciones? El filósofo José Luis Pardo lo responde
así:
“Se aprende, pues, a amar, como se aprende a cantar o a bailar, como se
aprenden a jugar todos los juegos cuyas reglas son implícitas, es decir,
practicándolos hasta sabérselos de memoria. Y como no se parte de una
lista de instrucciones escritas y explícitas, el aprendiz tiene que adivinar las
reglas en la práctica del Otro.” (2004: 41, cursivas en el original)
¿Se aprende a enseñar como se aprende a amar, o a bailar o a cocinar? ¿Es
posible saltearnos las instrucciones o reglas explícitas? El filósofo ofrece más
todavía:
“Todo lo que se aprende de memoria se aprende, en efecto, por contagio
(se aprende a cocinar con un buen cocinero, o a pintar con un buen pintor,
etc.) mirándose en el Otro (el cocinero, el pintor) como en un espejo. El
buen cocinero enseña a cocinar (muestra cómo se cocina), no da un
manual de instrucciones, contagia el arte. El buen amante … enseña a
amar (muestra cómo se ama), no da un manual de instrucciones, contagia
el amar, exhibe su amor como un demente (en lugar de ocultarlo como un
cazador astuto), es decir, enamora. Cuando se produce el contagio,
entonces uno ya sabe amar o cocinar (de memoria), ya sabe cuánta sal es
“una pizca”, ya sabe lo que significa en la práctica “una cucharada de
azúcar” o “remover cuidadosamente” (cosas que no puede explicar un
manual de instrucciones, que tiene que limitarse a decir explícitamente:
añádase 5 cl de agua o 175 gr. de jamón, esperar 15 minutos, etc.), lo
sabe implícitamente, de memoria, by heart, sin saber lo que sabe y sin
saber que ya sabe cocinar, como el amado ama de verdad cuando se le
contagia el amor del amante, sin saber que ama, y sin saber qué es lo que
ama: no sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, escribe Platón; está loco
de contento porque los platos que cocina, de pronto, le salen bien (como si
de repente se hubiera acordado de algo que nunca supo)” (2004: 29).
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Es claro que el problema no es la existencia de unas instrucciones, sino el vínculo
entre ellas y lo que son capaces de producir. La metáfora del explorador y de los
nativos, o de las reglas y el juego, tiene el problema de hacer suceder en el
tiempo (primero el juego y luego la explicitación de sus reglas, y la consiguiente
pérdida del juego implícito) linealmente, unos procesos que nos son tan fácilmente
discernibles.
Pero sí sirve para hacer visible que no es lo mismo jugar que seguir las reglas,
aunque para jugar haya que seguirlas. Y que lo que el saber/regla de la pedagogía
parece recordar continuamente es que no hay juego sin reglas, pero parece haber
“olvidado” que no hay reglas sin juego.
¿Cuánto es una pizca de sal?
Me percaté una vez que una amiga, muy buena cocinera ella, cuando se iba a
dormir prendía la tele un rato y ponía un conocido canal que ofrece recetas de
cocina. Extrañada, le pregunté por qué lo hacía, ya que no tomaba notas de los
ingredientes ni de las cantidades, sólo miraba hasta que se le caían los ojos. Me
contestó que ella miraba no porque esperara enterarse cómo se hacía este plato
o este otro, sino porque le gustaba cocinar, y creía que ver a otros hacerlo le
reportaría ideas y alternativas diferentes, nuevas ocurrencias cuando estuviera
cocinando lo que fuere. Como una influencia indirecta y diferida, ver a otros
cocinar abría su repertorio de respuestas frente a su propia cocina.
Leyendo a Pardo caí en la cuenta de la sabiduría de mi amiga cocinera. Ella,
mirando y escuchando, se exponía a ser contagiada, permeada, influenciada por
esos eximios gourmets más allá del platillo que cocinaran, de las exactas
cantidades. Ella aprendía así, y experimentando en su cocina, cuál es la medida
justa de una pizca de sal.
¿Cómo se enseña a enseñar? ¿Cuál es la medida justa de teoría, de práctica, de
acción, de reflexión? ¿Cuánto decir y cuánto callar, cuánto escuchar y cuánto
intervenir? ¿Cuáles son las instrucciones que hacen a un buen enseñante que vale
la pena pasar y cuáles las que su alteración ha hecho caducar? A bailar se
aprende bailando, dice Pardo, con un buen bailarín. ¿Se aprende a enseñar
enseñando?
Por contagio, por imitación, de memoria, experimentando con Otro, los
procedimientos que Pardo presenta en su reflexión, suenan como reglas poco
frecuentes en el territorio de los saberes pedagógicos. Sin embargo, tienen la
capacidad de mostrar los límites del saber/regla que cree que, bien aplicado,
muestra resultados automáticos, que se puede reducir a procedimientos
racionales y objetivados que funcionan como esas recetas que garantizan “que
salen siempre bien”.
Quienes hemos tenido la suerte de contar con algún maestro, o con compañeros
de ruta y de pensamiento, aún cuando recibamos de ellos instrucciones o reglas
del buen enseñar, sabemos que no todas las reglas son iguales, y que así como
hay cocineros y cocineros, hay enseñantes que con sus instrucciones nos legan su
arte. Hay libros que nos contagian el deseo de pensar, e invitaciones a pensar
que nos estimulan a animarnos por caminos insospechados.
6
Bibliografía citada:
Pardo, José Luis (2004): La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender
filosofía. Galaxia Gutenberg/Circulo de Lectores, Barcelona.
Comenio, Juan Amos (2003): Didáctica Analítica en Revista Educación y
Pedagogía (separata), Segunda Época Vol. XV.
Durkheim, Emile (1996): Educación y Sociología. Ediciones Coyoacán, México.