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Antonio REGALES
(Universidad de Valladolid)

LA MENTALIDAD ACTUAL Y LA MENTALIDAD MEDIEVAL A


LA LUZ DE LA LITERATURA

El ser humano no es un ente intemporal que sobrevuela las diferentes épocas


históricas, sino que está históricamente condicionado y ello se refleja en la cultura y en
la mentalidad. Para reflexionar sobre nuestro mundo y sobre nosotros mismos, hay que
huir, como quería Marcuse, de la casa en llamas y buscar un nuevo refugio. La historia
y la literatura son los mejores refugios con ese fin. Desde otras culturas y desde los
inagotables mundos de la literatura podemos comprender mejor la sociedad
unidimensional y enfrentarnos a ella. Como defiende la Escuela de Francfort, hay que
poner en cuestión la ciencia y la técnica establecidas, aunque sólo fuera porque ponen
en peligro nuestra existencia como especie.
Entre la Edad Media y nuestros días, sin embargo, no sólo hay discontinuidades,
sino también continuidades. Basta con mirar al centro de muchas de nuestras ciudades,
con su configuración y con sus monumentos artísticos, a la idea de Europa o a
numerosos rasgos de nuestra mentalidad.
La amenaza de la física nuclear moderna para el mundo es precisamente el tema
central de la comedia Die Physiker (1962), de Friedrich Dürrenmatt. Frente a Das
Leben Galilei, de Brecht, que también trata de la responsabilidad del científico,
Dürrenmatt defiende la tesis de que el individuo no puede salvar al hombre del desastre.
El azar juega un papel esencial. En su comentario sobre la obra, 21 Punkte zu den
Physikern, el autor afirma que “cuanto más planificadamente proceden los seres
humanos, tanto más eficazmente consigue alcanzarlos el azar”. Otra tesis de Dürrenmatt
es que “el contenido de la física afecta a los físicos, el efecto a todos los hombres.” El
carácter intelectual de Die Physiker se suaviza principalmente con el humor verbal.

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En nuestros días, cuando las nuevas tecnologías han experimentado un mayor


desarrollo, el problema de fondo sigue siendo el mismo: el de la ciencia como estructura
cerrada de poder y el de la ética en los científicos. Vivimos todavía en un mundo que
cree ciegamente en el progreso científico-técnico, aunque, por el ecologismo y otros
movimientos, la certeza empieza a resquebrajarse. Es evidente que tampoco se ha
conseguido la democratización de la ciencia y de la tecnología. Sólo existen unos pocos
intentos prometedores, aunque todavía muy limitados. Reencontramos de algún modo,
v.gr., la tesis desarrollada por H.M. Enzensberger en contra de la unilateralidad de los
medios de comunicación en las posibilidades que se abren en internet. Lo mismo vale
mutatis mutandis para la literatura convencional. En internet es más hacedero el
feedback del receptor. Sigue existiendo una asimetría abismal, aunque se abre un nuevo
camino. En esto se vuelve un tanto a usos medievales, cuando los autores, o personajes
del pueblo, desarrollaban las obras que encontraban, principalmente en la tradición oral.
En la Edad Media falta propiamente la idea de “progreso”, tal como hoy la
conocemos. Más que en un “progreso”, se cree en un “regreso”. Más que en el futuro, la
verdad está en el pasado, en la Biblia o en los padres de la Iglesia. La sabiduría popular
también se asienta en el pasado, en los padres y abuelos o en los proverbios y refranes.
Adán y Eva son la meta, pues, antes de cometer su pecado, eran amados por Dios, quien
les había concedido la Ciencia del Bien y del Mal. El hombre medieval, al contrario que
el de nuestros días, no vivía sometido al principio de “el tiempo es oro”. Las ciencias y
las técnicas avanzaban como una pesada y torpe carreta porque no se sentía la necesidad
del progreso. Baste con comparar la moda en nuestros días, que cambia todos los años,
con la moda en la Edad Media, cuyo cambio se mide por décadas y, en la época
carolingia, por siglos. La técnica medieval quedó ampliamente por detrás de la de la
Antigüedad.
No sólo el concepto medieval de “técnica” es distinto del de nuestros días, sino
también el de “ciencia”. El conocimiento tiene en la Edad Media como meta lo general,
a lo que se subordina lo individual, y, en última instancia a Dios. En las “sumas”, como
la Summa theologiae de Santo Tomás de Aquino, se compila el saber. Predomina
claramente la auctoritas. El progreso científico en la Edad Media es muy reducido. Casi
se limita al estudio de algunos animales y plantas. La historia no se consideraba
disciplina científica, sino que pertenecía a la literatura y a la moral. Sólo en el derecho
canónico y en el internacional observamos un notable avance. Como ejemplo de la

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ciencia medieval, tan distinta de la ciencia moderna, podemos citar el Physiologus


alemán, en el que se describen someramente los animales y se les proporciona una
interpretación más o menos simbólica. La zoología estaba llena de milagros. Por
ejemplo leemos en el Physiologus (MSH III, 100b): “swer sanc daz pelicânus toete sîniu
kint, er hât gelogen, er lese baz diu buoch” (“todo aquel que ha cantado que el pelícano
mata a sus crías, ha mentido: que lea mejor los libros”). La argumentación es
típicamente medieval. No se remite a la experiencia ni al razonamiento (si murieran las
crías, no perviviría la especie), sino a la autoridad de los libros. La zoología se mezcla
así con las leyendas y los milagros. Al final de la Edad Media también Chaucer tiene
que acudir a la autoridad de los libros para demostrar que en el Cielo reina la alegría y
en el Infierno el sufrimiento, a pesar de que, según nos dice, ningún ser humano vivo
los ha visitado. Como no podemos experimentar personalmente cosas que han ocurrido
hace mucho tiempo, hemos de creer las tradiciones históricas antiguas acreditadas.
En la Edad Media, así pues, estamos de algún modo en las antípodas de la
ciencia, tal como la entendemos en la actualidad (Popper, Kuhn, Habermas,
Feyerabend, etc.). Como vemos, v.gr., en Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell,
hoy los científicos excluyen la religión de la ciencia y de la propia racionalidad, aunque
ello no esté exento de problemas (“principio de demarcación” del neopositivismo).
La religión era en la Edad Media algo omnipresente. Todos los ámbitos de la
vida estaban impregnados de creencias religiosas, cristianas o paganas. La esfera de lo
profano era incomparablemente más reducida que en la actualidad. El enfermo no sólo
se dirige al médico, sino que hace ofrendas a los santos o peregrina a un santuario. Los
documentos comienzan con una advocación a la Santísima Trinidad. El castillo se
construye con su capilla, cuyo Santísimo y cuyas reliquias se creen más eficaces en la
defensa que las propias instalaciones y pertrechos militares. Las deficiencias técnicas
obligan a recurrir a la religión. Donde no existen tractores, hay que rogar al santo local.
Y lo mismo sucede con la falta de lluvias y de obras hidráulicas, con los pavorosos
incendios o con la peste y otras enfermedades. La tendencia de la religión a penetrar en
la literatura profana es particularmente marcada en la Edad Media alemana. En el
Parzival vemos un tema originariamente profano transformado en otro en buena medida
religioso, aunque no sea la religiosidad oficial, sino otra propia de determinados
movimientos laicos, con ingredientes místicos y heréticos (en la obra, v.gr., el
matrimonio no se celebra en la iglesia, sino en el lecho; Parzival no se bautiza ni va a

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misa; Trevrizent, que no es clérigo, le confiesa...). El Cantar de Roldán alemán,


constituye un alegato en favor de la cruzada religiosa. Su autor, el preste Konrad,
entrevera sus homilías en el texto y legitima la expansión de Alemania hacia el Este. La
vida de los laicos también estaba impregnada de religión, desde que se levantaban hasta
que se acostaban y desde que nacían hasta que morían. La señal de la cruz, la oración a
los santos y el recogimiento ante una imagen que existía en cada casa marcaban la vida
del hombre medieval. El calendario eclesiástico, con sus fiestas, su Semana Santa, etc.
regía la actividad del hombre medieval a lo largo del año. En las fiestas de los santos
locales se bendecían los animales y los alimentos. Muchas de las costumbres eran
anteriores al cristianismo, como las hogueras de San Juan, el árbol de mayo o los
disfraces del carnaval. Las etapas de la vida estaban llenas de ritos religiosos, con
ingredientes mágicos. Así, v.gr., en el nacimiento se blandía una espada en contra de los
demonios. Especialmente variados eran los rituales del paso a la edad adulta. Muchos
hombres ayudaban en la construcción de iglesias y catedrales, sin pedir a cambio un
salario. La predicación y la contemplación del arte de las iglesias eran el modo usual de
adquirir las nociones religiosas que tenía el hombre medieval. También influía mucho la
tradición y el ejemplo vivo. Los clérigos se formaban en las escuelas monacales o
catedralicias y por medio de los libros, que sólo al final de la Edad Media llegaron a los
seglares.
En el mundo de las nuevas tecnologías el cristianismo ha perdido esa capacidad
de penetración y esa autoridad omnímoda que tenía en la Edad Media. Por un lado, ya
no es la referencia única, ni siquiera la más importante, de la discusión filosófica; por
otro lado, se remite en mayor medida a la esfera de lo privado. Buena parte de la vida
religiosa se encuentra hoy secularizada. Como ha descrito D. Morris, un partido de
fútbol funciona de un modo similar a una misa. El cristianismo ha pasado por la fase de
racionalización y secularización del s. XVIII. El cristiano es hoy mucho más descreído.
Cosa bien diferente sucede con el mahometanismo, que no ha pasado por su “s. XVIII”
y que se nos presenta con todo su ardor.
El tiempo y el espacio son dos de las categorías principales de la existencia del
mundo y de la experiencia del ser humano. El hombre moderno se deja llevar en su
actividad cotidiana por estos conceptos. El espacio se considera una forma
tridimensional dividida en partes conmensurables. El tiempo se entiende como pura
duración, cuyo transcurso del pasado al presente y del presente al futuro es irreversible.

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La teoría de la relatividad, la física de las micropartículas o la psicología de la


percepción plantean problemas a esa manera de concebir el espacio y el tiempo, pero
ello no se ha plasmado en los historiadores y en el hombre de la calle. El espacio y el
tiempo no sólo existen de un modo objetivo, sino que son sentidos y reconocidos
también de un modo subjetivo. Esto es importante para la historia, porque el tiempo y el
espacio son categorías fundamentales de la imagen del mundo y cambian en cada
sociedad e, incluso, en cada capa social y en cada individuo.
El sentimiento del tiempo no es innato, sino cultural. Cada cultura determina la
visión del tiempo y el espacio. En las sociedades industrializadas existe una relación
consciente con el tiempo. Todo se mide con el calendario y el reloj. El hombre moderno
opera fácilmente con el tiempo y puede remontarse al pasado más lejano. Está
habituado también a planificar el futuro. Los sistemas temporales están fuertemente
regulados. Entendemos el espacio y el tiempo como abstracciones y con su ayuda
comprendemos el universo como algo homogéneo y regulado por leyes. Podemos
operar con estas categorías sin tener que remitirnos a acontecimientos concretos.
A. J. Gurjewitsch ha investigado estas categorías en la epopeya, en la mitología
y en toda suerte de documentos medievales, literarios y no literarios. El estudio de la
lengua también ayuda, aunque, como dice J. Le Goff, la cultura de la Edad Media es
una cultura de gestos y la lengua escrita no los reproduce.
El espacio del alemán medieval estaba esencialmente limitado por los bosques y
los pantanos. Los caminos estaban llenos de peligros. Aparte de ello, la población era
esencialmente agraria, apegada al terruño. En la mitología escandinava el mundo es el
conjunto de las villas pobladas por los humanos, los dioses, los gigantes y los enanos.
En la época del caos originario no había casas y el mundo estaba desordenado. El
proceso de la ordenación del mundo, de la distinción del cielo y la tierra, de la creación
del sol, la luna y las estrellas, de la instauración del tiempo y del día y la noche,
coincide con la creación de las casas. Para los escandinavos el espacio era, como
mitológico, indeterminado. Esta idea bárbara del espacio y el tiempo continuó en mayor
o menor medida en la época cristiana.
El hombre medieval proyecta en el cosmos las mismas propiedades que él posee.
No hay fronteras claras entre el yo y el cosmos. El yo se prolonga en el cosmos y el
cosmos se refleja en el yo (teoría del microcosmos, que desarrollará Marsilio Ficino). Si

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falta la frontera clara entre el individuo y su entorno natural, lo mismo sucede entre la
naturaleza y la cultura.
La concepción del tiempo en la Edad Media se plasma expresivamente en las
portadas de las iglesias. Frente a nuestra concepción moderna, que ve en el tiempo una
sucesividad (concepciones como la del epicicloide no han calado fuera de la ciencia y la
filosofía), en la portada medieval se encuentran en un mismo plano nuestros primeros
padres, el Juicio Final, el Nacimiento de Jesús, la Pasión del Señor y probablemente
algún santo de otra época histórica. Más que la sucesividad histórica, lo que interesa al
hombre medieval es enseñar las grandes verdades de la religión, máxime en una época
en que la mayoría de los fieles eran analfabetos. Algo de esto sucede también, v.gr., con
la Crónica de los emperadores. Lo que interesa al autor no es la sucesividad histórica,
sino la distinción agustiniana entre emperadores y papas guote y ubele, “buenos” y
“malos”.
La conciencia arcaica es antihistórica, y la Edad Media conserva algo de ella. El
recuerdo de los acontecimientos se elabora a lo largo del tiempo como un mito. Los
acontecimientos se convierten en categorías y los individuos en arquetipos. Lo nuevo
carece de importancia, sólo se busca en ello lo que lleva al origen de los tiempos. Parece
vivirse fuera del tiempo. Apenas hay diferencia entre el presente y el pasado. El pasado
tiene mucho de eternidad. La vida se inserta en ese sentido de la eternidad y cobra así
un sentido nuevo y más elevado. Con el paso del paganismo al cristianismo estas
concepciones no desaparecieron, sino que quedaron remitidas al fondo de las
conciencias.
Los días no se dividían en horas de la misma duración, sino en horas diurnas y
nocturnas. En verano las horas diurnas eran más largas que las nocturnas y en invierno
sucedía al revés. La razón es que el día y la noche se fijaban por la salida y la puesta del
sol. Hasta los s. XIII y XIV los relojes eran un raro objeto de lujo. Imaginémonos por
un momento que sería de nuestro mundo si por ensalmo desaparecieran los relojes y
tuviéramos que utilizar velas para medir el tiempo o toques de campana a laudes y
matines. El día y la noche estaban marcados también por contenidos ético-religiosos. La
noche es el símbolo del mal y del pecado. El demonio suele utilizar la noche, con su
oscuridad, para sus más peligrosas andanzas. El día equivale a la vida y la noche a la
muerte. Algo similar sucede con el verano y el invierno.

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El tiempo en el cristianismo es dramático. El primer acto es el pecado original.


La venida de Cristo para salvar al género humano está relacionada con ese pecado. En
el Juicio Final el hombre recibe el premio o el castigo. La vida del ser humano se
desarrolla así en dos planos: en el del mundo terrenal y en el de la Providencia divina.
Por ello participa el hombre en el drama. Rupert von Deutz llegó a dividir la historia en
Edad del Padre, Edad del Hijo y Edad del Espíritu Santo.
El hombre medieval entendía el mundo como algo esencialmente estático. Los
fundamentos del mundo eran inmutables. Los cambios sólo afectaban a la corteza. No
sin cierta razón se dice a menudo que la Edad Media es “antihistórica”. La idea cristiana
del tiempo histórico no consiguió cambiar esta concepción estática. De aquí deriva el
anacronismo medieval. No se debe principalmente a falta de conocimientos, sino a que
el pasado se entiende inserto en el presente. Los héroes de la Antigüedad, como en la
Eneida de Heinrich von Veldeke, piensan y se comportan como si fueran medievales. A
ellos se les aplican las virtudes cortesanas, las vestimentas, los castillos, el modo de
vida y todo el colorido de la Edad Media. Lo mismo sucede con los pintores, los
escultores o los historiadores. Los místicos son quienes más consideran el cambio
terrenal a la luz de la eternidad. La sociedad feudal es sumamente estática. Cada
individuo pertenece a su estamento y tiene su función. Cada cual trata de cumplir lo que
se espera de él. En especial, hay que cumplir las obligaciones que nos impone Dios.
Propiamente no existe la transformación interior del hombre. Los propios santos o bien
poseen la santidad de modo innato y la van manifestando paulatinamente, o bien
cambian bruscamente del pecado a la santidad. Si el individuo no se ve a sí mismo
como cambiante interiormente, lo mismo sucede con el mundo exterior. Los cambios
son superficiales y están sometidos a la Providencia. La ausencia del retrato es otra
consecuencia de la mirada a valores eternos.
Un eco de la visión mítica es el hecho de que los héroes de las novelas
caballerescas no envejezcan y que se mezclen personajes de distintas épocas. En la
literatura cortesana el presente cobra toda su importancia. También es característico el
“tiempo puntual”, de modo que se salta de un momento a otro, sin que exista un
verdadero proceso.
El mundo y, en particular, la literatura de la época de las nuevas tecnologías se
mueven en la línea del tiempo, cuyas formas y variabilidad son componentes esenciales
suyos. En la Edad Media, según muchos historiadores, reinaba, por el contrario, la

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indiferencia respecto al tiempo. No es que el tiempo les fuera indiferente, sino que eran
poco receptivos para los cambios y el desarrollo. El hombre medieval se siente inmerso
en la tradición, en la estabilidad, en la repetibilidad y, sobre todo, en la eternidad.

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Referencias bibliográficas

DINZELBACHER, P., y BAUER, D. eds. (1990). Volksreligion im hohen und späten


Mittelalter: Paderborn.
DINZELBACHER, P. ed. (1992). Sachwörterbuch der Mediävistik. Stuttgart.
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