Sunteți pe pagina 1din 142

Somos tranquilos, pero nunca tanto...

José Miguel Carrera


Sumario

 I. Oficialito
 II. La orden
 III. Nueva identidad
 IV. Historias de aeropuertos
 V. El ingreso clandestino
 VI. Un árbol en la plaza
 VII. Primeras tareas
 VIII. El apagón que dio luz al Frente
 IX. La voz esperanza
 X. La Escuela Nacional
 XI. Carlitos en la memoria
 XII. Ñanculef
 XIII. El corazón también combatía
 XIV. En el sur mapuche
 XV. El súper ratón
 XVI. La última orden de Benjamín
 XVII. Eduardo
 XVIII. Los pasos vigilados
 XIX. Este es el culiao que se murió…
 XX. El perro león
 XXI. Los perjúmenes del pasado
 XXII. Somos tranquilos, pero nunca tanto
A Avelina Cisternas por el apoyo permanente a la realización del libro.

A Soraya Marín, Francisco Núñez, Carlos Jiles, Juan Luis Vásquez, Claudio Pérez,
Carlos Lagos, por sus aportes y comentarios que enriquecieron mi trabajo.

A Eugenia Prado y Jorge Sherman muy especialmente, por sus atinados


comentarios y el tiempo que generosamente entregaron a la realización de este
proyecto literario.

A la Editorial Ceibo.

“Por mi parte es juro que mientras mi patria no sea


libre, que mientras todos mis hermanos no se satisfagan
condignamente, no soltaré la pluma ni la espada, con que
ansioso acecho hasta la más difícil ocasión de venganza.
Os juro que cada día de demora se doblará este deseo
ardiente para sacar de los profundos infiernos el tizón en
que deben quemarse nuestros tiranos y sus infames, sus
viles secuaces”.

Manuel Javier Rodríguez Erdoíza

Citado por Ricardo A. Latcham, autor de Vida de Manuel Rodríguez: el guerrillero,


Santiago, Editorial Nacimiento, 1932, quien señala que este texto se encuentra en
los Documentos del Archivo San Martín, tomo III, páginas 165-166.
I. Oficialito
Ese año 2011 rebrotaron con fuerza las movilizaciones en Chile. Manuel acudía
siempre a las marchas que le parecían justas, como aquella que, a comienzos de
otoño, se manifestaba contra la construcción de un gigantesco centro de
producción de electricidad en Aysén, al sur del país. Entendía que el rechazo se
debía al impacto negativo y devastador que aquella hidroeléctrica traería para el
medio ambiente y también para las comunidades locales. Como era habitual, esas
demandas no tenían importancia para los empresarios y dueños de los mega
proyectos. Tampoco para el gobierno. Y es que ellos no podían evaluar nada que
se encontrara fuera de sus cálculos de inversiones y utilidades.

Compartía el sentimiento y la convicción de muchos que constataban cómo


desde el golpe de Estado de 1973, hacía ya cuarenta años, los ricos en Chile habían
vivido el frenesí abusivo de constantes ganancias y más ganancias, aprovechando
cuanta oportunidad les ofreciera un mercado cuyas reglas ellos mismos
manejaban. Habían esquilmado las riquezas de todos los chilenos. Sus fortunas se
habían construido depredando los recursos naturales de todos y acallando,
apaleando o encarcelando a quien se opusiera. Y era contra todo ese abuso que se
expresaba la rabia en las calles ese otoño. Por eso consideraba justo estar ahí.

El repudio multitudinario al proyecto, llamado Hidroaysén, retumbaba ese día


por toda la Alameda Bernardo O’Higgins, la principal avenida de Santiago.
Resultaba impresionante ver a tantos jóvenes gritando consignas ecologistas y de
justicia social, con sus variadas banderas y multicolores vestimentas. Pensó que
muchos de ellos ni siquiera habían nacido para la época de las grandes protestas
contra la dictadura del general Pinochet. Y mucho menos para el tiempo previo al
golpe.

Todo le hacía recordar los tiempos en que él tenía la misma edad de los que
ahora se preparaban para desfilar por la Alameda y, en medio de ese vibrante
tumulto de gente, no podía dejar de comparar las marchas de la Unidad Popular,
en las que él participaba siendo un adolescente, con aquella a la que se había
sumado ahora. Iba pensando que las manifestaciones cambian del mismo modo
en que cambian los tiempos. En los años del gobierno de Salvador Allende, por
ejemplo, las marchas eran verdaderas fiestas populares marcadas por un gran
compromiso social e ideológico. Después, las manifestaciones contra la dictadura,
en los años ochenta, tenían un carácter altamente combativo y eran
drásticamente reprimidas.

Se detuvo en un paradero de micros de Plaza Italia, donde convergen muchas


calles y avenidas principales y suelen reunirse siempre, de modo natural, quienes
celebran cualquier acontecimiento público importante. Manuel se percató que ya
empezaba el desplazamiento de la columna hacia el centro capitalino. La multitud
hacía ver casi mínima la de todos modos gran cantidad de policías desplegados en
las cercanías.

Sonreía al recordar las manifestaciones de los primeros años después de


terminado el régimen del dictador, las marchas para conseguir la libertad de los
presos políticos. En esos tiempos apenas se juntaba una cincuentena de personas
y la policía los superaba y doblaba en cantidad. Recordó que en una de esas
oportunidades, un paco le había dicho, burlándose en medio de la manifestación,
“si querís yo te llevo la pancarta, para que se vea más gente en la marcha”.

Le gustaba observar a los manifestantes, sus vestimentas y las diversas


pancartas que llevaban. Para eso, se situaba arriba de la vereda y se daba el gusto
de leer cada lienzo o letrero que asomaba sobre la multitud. Las agrupaciones que
desfilaban tenían novedosas denominaciones, Movimiento Ecologista, Asambleas
de Izquierda, Paiz, Colectivo Arrebol, Praxis, Movimiento de Estudiantes de
Izquierda, Movimiento Patriótico Manuel Rodríguez, Brigada Salvador Allende,
Movimiento de Pobladores en Lucha, Partido Igualdad y muchos otros.

Casi cuatro décadas atrás, según recordaba, no eran tan diversas las
agrupaciones políticas que marchaban. Es más, pensaba, ahora casi no se veían
desfilando las banderas de los partidos de esos años. Recordó, por ejemplo, al
Partido Socialista, antes muy combativo y numeroso y que ahora se había
convertido en una especie de asociación de administradores de oficinas del Estado
o de empresas, según el gobierno de turno. Aun así, pudo reconocer a algunos de
sus antiguos militantes, medio de incógnito o disimulados, como si temieran ser
repudiados por los manifestantes.

Recordó también cómo el Movimiento de Izquierda Revolucionario, MIR,


desfilaba masivamente, en formación militar, en los tiempos del gobierno de
Salvador Allende y que esa organización prácticamente había sido destruida por la
dictadura. Hoy, los miristas se encontraban dispersos entre las muchas
agrupaciones que se proclamaban sus herederos legítimos.

Por su parte, el Partido Comunista también había dejado de ser el partido de


masas de las marchas de aquella época, aunque mantenía bastante presencia, por
lo que veía.
La característica más notable, concluía Manuel, como si estuviera viendo todo
desde la distancia, aunque quisiera estar plenamente ahí, era el carácter
heterogéneo de los que estaban desfilando por esa avenida. Muchas de esas
banderas y pancartas no denominaban partidos a sus agrupaciones, sino
movimientos o colectivos. También desfilaban varios sindicatos que se
identificaban con el nombre de sus lugares de trabajo. Le llamaba la atención las
consignas, entre ellas la de “el pueblo, unido, avanza sin partidos”. Parecía ser una
síntesis de la época.

Manuel observaba atento y maravillado el verdadero arco iris de gente que


bailaba y cantaba todo tipo de ritmos musicales. De pronto, algo lo llevó a fijarse
en un grupo que avanzaba tras unas pancartas que los identificaba como
habitantes de la población La Victoria. Aquellos habían sido sus antiguos
territorios de lucha y en medio de la muchedumbre, de repente, entre todos,
pudo verla.

Por un instante Manuel se quedó sin aliento, casi no podía creer que
encontrara de nuevo a aquella mujer que había marcado una etapa tan hermosa
de su vida. Era la Carmen, sin lugar a dudas. Imposible equivocarse. ¿Era ella? Sí,
era ella. Qué maravillosa mujer. Manuel se quedó durante unos minutos
observándola. Se había convertido en una mujer mayor y conservaba la hidalguía
que la caracterizara en los años ochenta. La vio gritando y coreando consignas
contra la construcción de las represas con la misma fuerza y carácter de antaño,
cuando lo hacía contra la dictadura. Sintió una gran emoción, como si en ese
instante su pasado clandestino y combativo se hiciera otra vez presente. Recordó
una acción, la primera en la que participó como combatiente al regresar a Chile.

En ese entonces, la Carmen le había dicho con gran autoridad: “sea bien
hombrecito, compañero y ponga las cargas con mucha calma en los pilares de la
torre, tal como yo le indico. Tranquilo, que lo estoy protegiendo, oficialito. De aquí
salimos todos, o no sale nadie”. Así era la Carmen, su primera jefa de grupo
operativo en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

En medio de la marcha, ella se sintió observada. Un instinto natural de


supervivencia que no ha perdido, constató Manuel, sonriendo. La Carmen se
detuvo abruptamente. La consiga que gritaba quedó a medio terminar en su
garganta. Sus ojos se encontraron con los de él.

Como una tromba, ante la sorpresa de sus camaradas, partió en dirección del
que osaba observarla fijamente y, antes de abrazarlo, se quedó mirándolo a los
ojos, emocionada.
–¿Eres tú? –Y como por arte de magia volvieron a brotar las palabras de antes,
las de los tiempos de los contactos secretos. –¿Se ha portado a la altura,
hermano? ¿Nada que reportar, compañero?

–Por supuesto que estoy limpio, jefa, –respondió Manuel, militarmente. –Nada
que reportar.

Qué gran abrazo se dieron. Tanto, que los que andaban junto a ella en la
marcha los miraron con sospecha. Fue un abrazo tremendo, trastabillaron por la
fuerza del encuentro y hasta lagrimones hubo de lado y lado.

La emoción les hacía decir frases entrecortadas. Manuel notaba los ojos de
Carmen húmedos y brillantes. Él tampoco podía controlar su emoción.

–Estoy más viejo, lloro por cualquier cosa, –se disculpó Manuel.

–¿¡Cómo que cualquier cosa, huevón!?

Alguien del grupo de Carmen fue acercándose a la escena, mirando con mucho
recelo.

–Tranquilo, mi amor, –le dijo ella al hombre que se aproximaba. –No te pases
películas. Este es un combatiente, un hermano que conocí en otra época. Un
sobreviviente, como yo, el oficialito de las historias que te he contado tantas
veces.

De repente, como si hubiera recordado algo muy importante, tomó las manos
de Manuel entre las suyas y le gritó. “¡No te imaginas con quién ando!”. Levantó
su mano derecha, haciendo una señal hacia la multitud. “¡Con tu yunta del alma,
el Arturito!”, y señaló hacia algún lugar detrás de ella. “Quedó vivo también,
oficialito, como tú y como yo. Aunque ahora se las da de ecologista el güeva, pero
está muy entero”.

Manuel vio a Arturo. Cojeaba de una pierna a medida que se iba acercando. Se
abalanzó hacia él y los tres se fundieron en un solo abrazo. Los demás no sabían
qué decir, los miraban en silencio.

Un chiquillo de La Victoria alertó que la marcha se estaba alejando, pero para


entonces todo eso había pasado a un segundo plano. El bullicio que los rodeaba ya
no existía para Manuel, Carmen y Arturo.

Habían integrado un grupo operativo de combate en los años ochenta. Tres


combatientes del FPMR. Ninguno había aceptado abandonar la lucha armada y
juntos habían renunciado al Partido Comunista, el de todas sus vidas. Se habían
perdido la pista tiempo después, luego de la muerte en combate de un jefe
superior, cuando los responsables disolvieron la unidad por seguridad y cada uno
fue reasignado a diferentes estructuras de la organización. Como era obvio en
esas circunstancias, nunca más supieron de los demás. Manuel había sido enviado
al sur, a la zona mapuche.

La vida los había separado en octubre de 1988, después de la “irrupción” de la


fracasada Guerra Patriótica Nacional del FPMR. Habían transcurrido exactamente
veintitrés largos años. Y ahora se volvían a encontrar, más viejos, en medio de una
marcha para impedir el proyecto de Hidroaysén. La lucha era la misma, pensaba
Manuel, emocionado, aunque de otro tipo. Esta era pública, masiva, y no
clandestina y armada como la que dieron ellos.

–¿Y qué pasó con el Lucho? –preguntó la Carmen de pronto.

Manuel guardó silencio como si no quisiera responder. Arturo se lo quedó


viendo fijamente.

–Oficialito, suelte la pepa, es una orden. ¿Murió?

–No, para nada, –contestó Manuel, después de unos segundos. –Es de la


concerta.

–¡No estés hueviando! –Exclamó Arturo, –Entonces… de verdad que estábamos


cagaos, con jefes así no íbamos a llegar ningún lado.

Carmen, muy seria, tomó a ambos por los hombros. “Siete combatientes tenía
nuestro grupo. Si tuviera que dar un parte de guerra, como los de antes, debería
decir: Compañero Aurelio, el Grupo de Combate Tatiana Fariña se encuentra,
después de veinte años, con la siguiente formación... Todos más viejos que la
cresta, con tres presentes; una hermana asesinada, la Ximena; uno en el exilio,
Alberto; y uno arrepentido, el Lucho, que al parecer olvidó su historia y los
compromisos contraídos… Nos merecemos unas buenas chelas por este
reencuentro”, concluyó, abrazándolos, sin poder ocultar lo emocionada que
estaba.

–Se nos puso llorona la jefa, –sentenció Arturo.

Manuel le pegó un coscorrón en la cabeza como lo hacía antes, cuando Arturo


daba opiniones desubicadas delante de los jefes.

–Oficialito, ¿cómo es que te llamas? Para nosotros te quedaste para siempre


con ese apodo. Identifícate… –dijo Carmen, echando a andar.
–Me llamo Manuel, compañera. Soy de Melipilla, pero criado en Santiago. Estoy
separado, varias veces (bueno, para qué mentir, se han aburrido de mí y me han
dado la cortada). Tengo tres hijos, un varón y dos niñitas, pero no cuento más por
ahora, porque todavía hay muchos que nos odian... Y el partido que nos metió en
esto ni siquiera se acuerda que nos sacó de nuestra vida normal… Y a tomar se ha
dicho y mejor me quedo callado porque, en una de esas, capaz que alguno de
ustedes volvió al partido.

Se alejaron caminando en dirección a San Diego, a una schoppería que la jefa


aseguró era muy buena.
II. La orden
Debía “regresar al interior”. Esa fue la orden comunicada en una reunión corta
y sencilla. Eso significaba, para Manuel, un oficial internacionalista, retornar por
fin a Chile después de tantos años. Así de simples eran las instrucciones para algo
tan trascendente que, sin embargo, significaba para quienes la recibían
innumerables desafíos personales que no podían calcular ni medir. Significaba
también un gran esfuerzo logístico y de seguridad para la organización política a la
que pertenecían. La solidaridad internacionalista de los gobiernos revolucionarios
era vital para poder cumplir esa orden que se trasmitía en cosa de minutos o de
segundos. “Te necesitan adentro, debes partir de inmediato”, le comunicó un
dirigente en medio de los múltiples temas que trataron en la reunión, pero solo
aquella instrucción quedó grabada en su memoria. Manuel siempre supo, o
esperó, que llegaría ese instante y durante mucho tiempo se preguntó por qué
tardaba tanto.

Desde comienzos del año 1983 esperaba esa noticia, cuando empezaron a
partir a Chile, en forma clandestina, los primeros compañeros preparados como
oficiales en las academias militares de Cuba, todos con servicio activo en las
unidades militares regulares de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, FAR y más
tarde con experiencia de guerra en las luchas de Liberación Nacional en países de
Centro América.

Apenas dos años después del golpe de Estado al gobierno de Salvador Allende,
a mediados del año 1975, Manuel, junto a medio centenar de jóvenes militantes
de la izquierda, comenzó a formarse en las escuelas militares cubanas, para
convertirse en oficial profesional. Cumpliendo órdenes de las directivas
partidarias, principalmente de los partidos Comunista y Socialista de Chile, todos
abandonaron sus estudios y trabajos y se alistaron en las FAR. La preparación se
prolongaría por un largo periodo. Los primeros graduados se formaron en las
especialidades militares de Infantería y Artillería y los que siguieron lo hicieron en
las más variadas disciplinas. El Ejército de Cuba, que integraban, contaba con una
alta preparación militar y participaba de manera importante en múltiples misiones
internacionalistas en varios continentes, donde sus mandos y soldados
participaban directamente o como asesores militares. Luego del período de
estudio y preparación, los jóvenes chilenos se transformaron en oficiales de tropas
de combate y se incorporaron a las unidades de ese Ejército.

A partir del año 1979, por disposición de los mandos militares y políticos
cubanos y con la autorización de sus partidos, estos jóvenes se unieron a la
guerrilla nicaragüense del Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN, y fueron
parte del triunfo de esa revolución centroamericana. Otros oficiales chilenos
formados en Cuba siguieron el camino hasta El Salvador, incorporándose a las filas
de la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN.

Cuando Manuel recibió la orden de partir a Chile, ya se producía el relevo de la


mayoría de los militares extranjeros que habían participado en los inicios de la
lucha guerrillera y en la posterior formación del Ejército Popular Sandinista de
Nicaragua. En su reemplazo, se estaba instalando en Nicaragua una nueva
generación de oficiales chilenos. La misión internacionalista de estos nuevos
militares ya no era alcanzar la liberación de ese pueblo, como fue la de los
primeros combatientes, si no la de defender la revolución, involucrándose
directamente en derrotar a los Contras, nombre que recibían los mercenarios
financiados por el gobierno de Estados Unidos y que buscaban revertir las
conquistas de la Revolución Popular Sandinista.

A los chilenos que participaron directamente en combate, enfrentando a los


enemigos de los pueblos salvadoreño y nicaragüense, se les reconoce en esos
países como combatientes internacionalistas, debido a su entrega desinteresada
en esas gestas de liberación. Los caídos son recordados como héroes y los
sobrevivientes son muy respetados.

Para cualquier militar revolucionario, con esa experiencia a cuestas,


incorporarse a las luchas del “interior”, significaba poder estar en la “pelea
concreta”, directamente en Chile, según la jerga de los combatientes. Esta era la
tarea de las tareas, la que más esperaban, a pesar de todos los riesgos que
significaba aceptar la misión.

En esa vorágine, tanto para Manuel como para sus compañeros, el peligro no
era un obstáculo. Tampoco se medían las decisiones con el parámetro del riesgo
que hubiera que aceptar. Ninguno de ellos calculaba costos personales, pues el
deseo de aportar a que terminaran los crímenes de la dictadura con la experiencia
acumulada en el exterior, era lo que finalmente inclinaba la balanza para acatar la
orden. En sus mentes no existía otra decisión correcta. Manuel estaba convencido
que el no aceptar, el rebelarse, era incorrecto y motivo de descalificación moral y
revolucionaria. La posibilidad de participar activamente –en el papel que fuera–
en las luchas diarias que llevaban a cabo miles de personas en Chile en la
resistencia contra la dictadura, era la motivación principal de los internacionalistas
que, como él, por las circunstancias particulares de la historia, los tenía con
residencia momentánea en esas tierras centroamericanas y del Caribe.

Para Manuel, la fórmula con que se regía su vida era sencilla: la disposición a
entregarlo todo, inclusive la vida, lo más preciado que tiene un ser humano, era
directamente proporcional al grado de criminalidad de la dictadura chilena. Como
lo expresaba en sus conversaciones durante los encuentros o discusiones con sus
compañeros, “los militares chilenos, en especial sus indignos generales, han
decidido arrasar con la vida de sus propios conciudadanos, asesinando a mansalva
a inocentes, matando menores de edad, violando y torturando mujeres y
haciendo desaparecer sus cuerpos para mantener por siempre el dolor de sus
familiares. Es contra esa indignidad, contra ese proceder que nos hemos
preparado”, decía, remarcando sus palabras, “para enfrentar la cobardía de esa
generación de altos oficiales de las Fuerzas Armadas chilenas que cometen todos
esos crímenes para recuperar los privilegios que la derecha había ido perdiendo
con la aplicación del Programa del gobierno democrático de Salvador Allende”.
Por eso se había convertido en militar. En otro tipo de militar.

Ellos, los que se habían formado como oficiales en Cuba, entendían que la
formación de los militares de las Fuerzas Armadas y de Carabineros de Chile es y
ha sido clasista y que les induce, como resultado de ello, a defender siempre los
intereses de la derecha económica y política, la minoría espuria que se siente
dueña del país. Los oficiales y soldados chilenos, con honrosas excepciones,
terminaban siempre reprimiendo brutalmente a los que debían proteger, a los
ciudadanos chilenos. Los oficiales de esas otras FFAA eran el brazo armado de la
derecha y para ello contaban con la garantía constitucional del monopolio en el
uso de las armas.

Desde que Manuel había recibido y aceptado la orden de regresar al país, aquel
1984 y se había puesto a disposición de los dirigentes que conducían la lucha
clandestina, han pasado muchos años. Durante años y hasta el día de hoy, ha
seguido pensando que resulta importante que los jóvenes, las nuevas
generaciones de chilenos, conozcan y valoren cómo se las ingeniaron cientos de
chilenos, no solo para salir de Chile escapando de la represión –sin duda tarea
muy difícil–, sino también conocer cómo fue que muchos otros lograron ingresar
como combatientes, traspasando las fronteras en forma clandestina en los años
ochenta, para luchar contra la dictadura, burlando la seguridad y la represión de
los militares golpistas.

Enfrentar toda esa serie de riesgos significaba aceptar la orden de volver al


país; había que tener valor para estar dispuesto a esquivar las medidas de
seguridad implementadas por los terroristas que se habían apropiado del Estado y
del gobierno chileno entre los años 73 y 90 del siglo pasado. Pero Manuel tuvo
compañeros que se resistieron o que a última hora no habían podido cumplir con
esa tarea, sencillamente porque, o nunca se las plantearon, o porque ellos
decidieron en su momento no aceptarla.

Pensaba Manuel que los acuerdos de la “transición democrática” habían sido,


en buena medida, un negociado que permitió mantener el modelo económico y
político de la dictadura, garantizar la inmunidad de Pinochet, a la vez que borrar
de cuajo el valor ético de la lucha y de la resistencia a la dictadura, la historia de
los que habían tomado las armas para enfrentar a los terroristas de Estado,
incluidos los internacionalistas.

También sostenía que la práctica de la dictadura de hacer desaparecer para


siempre los cuerpos de sus víctimas fue una medida premeditada y sádica que
aprovechó el dolor de sus familiares para atemorizar a los nuevos luchadores y
que, luego, con la colaboración de los dirigentes de la Concertación, dieron un
valor económico y le pusieron precio al sufrimiento de estos familiares mediante
las medidas de reparación económica. Con esto, estaba convencido, pretendieron
eclipsar la entrega revolucionaria de los combatientes caídos en la defensa del
gobierno de la Unidad Popular y en la lucha por terminar con la dictadura. Solo
esto podía explicar la represión y la persecución implacable contra quienes habían
seguido luchando contra los remanentes del terrorismo de Estado durante las
décadas siguientes.

Manuel despreciaba la actitud de los dirigentes de la izquierda chilena que


dejaron que el valor moral de aquellos combatientes fuera borrado con los
acuerdos secretos de la transición, permitiendo así que la dictadura trascendiera,
ya sin los generales en La Moneda. Aceptaron que el modelo económico y la
democracia construida sobre la base del abuso y del olvido se perpetuaran. Y en
ello habían jugado un papel importante varios dirigentes de las fuerzas
izquierdistas, incluyendo a algunos que años antes incentivaran la lucha armada
contra los golpistas. Estos dirigentes, parapetados en sus nuevos cargos
institucionales, declararon sin vergüenza que sus propios militantes habían sido
víctimas de los militares y no los reconocieron como luchadores populares,
restándoles legitimidad.

Quizás la mayor traición de esos dirigentes, sobre todo los del Partido
Socialista, había sido transformar a combatientes en delatores de sus propios
compañeros en la llamada “Oficina”, desde donde compraron sus conciencias,
enlodando para siempre sus historias personales.
En fin, lo que permitió años antes a Manuel esperar pacientemente el llamado
para regresar al país, fue su disciplina militante. Otros de sus compañeros, como
Moisés Marilao Pichún –oficial mapuche que luego cayera en la ciudad de Temuco
el ’84–, Raúl Pellegrín, Roberto Nordenflych y tantos internacionalistas que
sobrevivieron al triunfo de la Revolución en Nicaragua, ya estaban para entonces
en el interior de Chile; habían ingresado clandestinamente al país, al igual que
antes lo hicieran los combatientes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria,
MIR. El espíritu de entrega y de lucha era sin dudas un denominador común entre
los contingentes del MIR, del futuro Frente Patriótico Manuel Rodríguez y de un
número importante de socialistas y comunistas.

La alegría por la posibilidad del regreso inminente a Chile no impidió a Manuel


preguntarse ¿cómo se tomaban las decisiones políticas si estas implicaban poner
en riesgo la vida de los militantes? Debía confiar que se mantendría con vida el
tiempo suficiente y que sus contactos en el interior serían seguros. No obstante,
se comentaba en esa época que el ingreso de combatientes del MIR en la llamada
“Operación Retorno” era de conocimiento del enemigo, lo que significaría poco
después la captura, desaparición y muerte de muchos de sus militantes.

Antes de partir a su nueva misión, consiguió autorización para despedirse de su


compañera de esos años y conocer a su hija recién nacida en Managua. Solo pudo
estar con ellas unos días, pero su mayor felicidad había sido la de conocer a la niña
de tan solo meses antes de volver.

Manuel ingresó a Chile en los años ochenta como lo hicieron numerosos


compañeros. Se unió a los combatientes del interior para enfrentar a la dictadura
y fue testigo del esfuerzo de muchos que cayeron en esa etapa de la lucha en
nuestro país. Al final de la década, todo pareció cambiar. Pero con razón Raúl
Pellegrín, jefe histórico del FPMR, les dijo que no se podía avalar en silencio la
transición entreguista. Conocía el honor y el valor de ese combatiente y jefe, que
observaba más lejos que la emotividad de la coyuntura política del momento y
que entregó su vida en octubre de 1988.

Poco antes de la caída de Pellegrín, Manuel y muchos de sus compañeros


rechazaron de plano las negociaciones de la derecha y la Concertación, lo que
significó para ellos la ruptura con la dirección del Partido Comunista de la época,
que había decidido concluir y abortar la política de enfrentamiento abierto contra
las fuerzas que impedían la verdadera y profunda democratización. Aquel giro, a
final de cuentas, significaba desechar y desconocer los esfuerzos y la entrega de
sus cuadros militares y, a la vez, abonar gradualmente los pactos y alianzas con
aquellos de quienes Manuel desconfiaba: los negociadores democratacristianos y
socialistas, que de forma hábil y oportunista, a espaldas de los que habían luchado
y sacrificado todo, permitieron la continuidad del modelo impuesto por la
dictadura.

Con el paso de los años, estas ideas –que a muchos en su época sonaron
alarmistas–, no hicieron sino reafirmarse en mayo de 2012, cuando Manuel y Chile
entero escucharon decir al ex Presidente Patricio Aylwin, golpista
democratacristiano devenido en líder de la Transición, que nunca había siquiera
pensado en juzgar al dictador Pinochet. Lo pensó antes Manuel y lo confirmaba
aquella declaración: Aylwin pasaría a la historia como un sujeto cobarde y
mentiroso.
III. Nueva identidad
Manuel estuvo acuartelado en una casa de seguridad de la capital cubana por
más de un mes cuando ya estaba tomada la decisión de volver al país. Era parte de
la preparación. Debía aprender todo lo relacionado con la nueva identidad que
adoptaría para su viaje clandestino de retorno a Chile. Lo haría bajo otra
nacionalidad y se decidió que la más conveniente era la argentina. Iba a suplantar
a un ciudadano argentino para ingresar a su patria.

Previo a ello debió pasar un curso especial de “Métodos Conspirativos”, cuyos


temas principales eran el chequeo, el contra chequeo, métodos de información,
uso de armamento ligero, camuflaje, “embutidos” y documentación. El curso lo
entrenaría, además, para “urbanizarse”, como le señalaban los instructores
cubanos. En definitiva, se trataba de aprender o reforzar nociones elementales en
técnicas conspirativas y clandestinas urbanas para la lucha en las ciudades. Todo
esto porque la suya hasta entonces había sido la experiencia de un guerrillero
rural, durante la guerra de Liberación que llevó a los revolucionarios
nicaragüenses al poder y, luego, como Asesor Militar del Ejército Popular
Sandinista en Nicaragua. Sus labores habían sido las de la lucha contra las bandas
contrarrevolucionarias en las montañas del norte de ese país, en las mismas
montañas donde antes combatió Sandino, el general de hombres libres, el jefe
campesino centroamericano que tanto admiraba Gabriela Mistral, la poetisa que
más leía Manuel en sus tiempos libres.

La “urbanización” era imprescindible, porque sus últimos meses en ese accionar


internacionalista, su trabajo militar, había sido en territorio rural. Manuel conoció
en el campo a combatientes que caminaban con dificultad en una superficie plana,
pues los años de lucha guerrillera los habían acostumbrado solo a los
desplazamientos en subidas y bajadas por los territorios montañosos.

Aníbal Alberto Valencia Volper. Esa era su nueva identidad, la que usaría para
desplazarse por Europa y para entrar a Chile. Una vez en el país, la cambiaría por
una nueva identidad y papeles de identificación chilenos, que también llevaría
lista y aprendida desde antes de su partida.

Llegó a conocer de esa “chapa” argentina de Aníbal Valencia al revés y al


derecho. Aprendió todo de ese personaje y lo que no pudo averiguar,
sencillamente lo inventó. Era importante que tuviera respuesta inmediata y
natural a las preguntas más triviales que pudieran hacerle. Día, mes y año de
nacimiento, maternidad donde vio la luz por primera vez, el sobrenombre con que
lo conocían sus amigos del barrio y del colegio donde estudió. Obviamente, debía
saber todo acerca de sus padres, hermanos y abuelos, hasta el nombre del boliche
de la esquina donde vivía. Tenía que poder cantar el himno nacional de Argentina
y recitar su número del carnet de identidad. En definitiva, Manuel debía saber
todo lo que normalmente conoce un individuo de sí mismo en la vida a una edad
determinada. Y como se trataba de un argentino, debía ser un verdadero maestro
en algo muy importante para todo habitante de ese país: la historia, logros y
milagros de su club de fútbol preferido.

Suena fácil este aprendizaje, pero cuando es la vida de otro, cambia totalmente
la cosa. Un dato importante era que aquella identidad era real, lo que le daba un
poco más de seguridad, pues Valencia existía realmente en Argentina, a diferencia
de otras identificaciones que se utilizaban en esas lides y que eran totalmente
inventadas.

A propósito del fútbol fue que tuvo una agria y absurda discusión con su
instructor en la casa de seguridad. Le habían ordenado que fuera fanático de Boca
Juniors. Pero sucedió que Manuel tenía un tío que permanentemente viajaba a
Argentina y era fanático del club deportivo River Plate, archi rival de Boca. Gracias
a ese familiar, en el dormitorio que Manuel compartía con sus hermanos desde
pequeño, tenía pegado varios afiches del club River. Este hermano de su papá
memorizaba las mejores jugadas de ese equipo y se las relataba con lujo de
detalles, ante la emoción de Manuel y sus hermanos.

Llegado el día en que el instructor cubano decidió controlar sus conocimientos


acerca del club Boca Junior, Manuel respondió con la detallada historia de River
Plate. El instructor estaba muy molesto y le dijo que obraba con total falta de
respeto a la disciplina militante, incumpliendo una orden. Cuando Manuel recibía
la perorata de su inflamado maestro, apareció en escena otro instructor, que
había vivido y trabajado en la Argentina y pudo corroborar que lo que decía
Manuel acerca de River Plate era apegado a la verdad. A partir de ese momento,
sin que se enterara, Aníbal Alberto Valencia Volper se convirtió en hincha de River.

Pero de todos modos debió soportar el regaño y escuchar la llamada de


atención del primer instructor, quien sostenía que “con esa conducta, compañero,
se pone en peligro la propia vida y los objetivos de la organización política”.
Manuel era un militar, un oficial de las Fuerzas Armadas de Cuba y había
alcanzado el grado de capitán. El instructor, que no conocía nada acerca de su
pupilo, como debía ser, era teniente. Manuel debió aceptar el regaño porque no
podía develar su condición de oficial militar cubano, con mayor graduación que su
instructor. De ahí en adelante, cada vez que Manuel pensaba que estaba listo para
partir, el teniente hacía nuevas preguntas.

–¿Cómo se llama tu abuelito?

–Arturo Valencia Frondizi.

–Y tú, ¿cómo le dices a tu abuelito?

“Tata Diego”, contestaba Manuel, inventando cualquier cosa, aburrido de


tantas preguntas. Inmediatamente el instructor le recordaba, golpeando la mesa:
“¡No daré la orden de que salga de esta casa, compañero, hasta que no me
conteste todo lo que le estoy pidiendo y en forma correcta!”.

Cuando al fin lo hacía bien, el instructor le preguntaba, con acento argentino.

–Contame ahora la anécdota que más recordés de tu Nono.

–Y qué sé yo, –le decía Manuel cansado, usando el mismo acento porteño.

–Bueno, mi socio, –le decía el profesor, volviendo a ser el cubano que era, –si
no quieres seguir trabajando, nos vemos mañana.

Cuando Manuel se veía abatido, el instructor lo tranquilizaba. “Sé que te


molestan mis constantes preguntas, pero en Chile te molestarán más los golpes
que te den cuando descubran que estás ingresando con un pasaporte falso, de
otro país, militante del Partido Comunista y más encima del Frente Patriótico. Esto
que hacemos es para salvar tu vida, la de tus compañeros y la de la organización”.

Manuel siempre había sido un poco tímido para hablar en público y este
instructor le exigía que practicara los modismos de los habitantes de Buenos Aires.
Lo hacía caminar hablando en voz alta por la casa, gesticulando como si fuera un
porteño de tomo y lomo. Pero cantar, eso fue lo que más le costó, cantar con
naturalidad y como un verdadero argentino el himno nacional de ese país. Lo
obligaba a cantar en voz alta el himno nacional argentino para que se lo
aprendiera bien. Al final le tomó cariño a esa canción, tantas veces entonada,
porque con el tiempo descubrió que todos los himnos americanos dicen
prácticamente lo mismo.
Además de la canción nacional de Chile, conocía el himno de Nicaragua, el de El
Salvador y el de Cuba, todos de memoria. Los había aprendido en innumerables
actividades políticas y en formaciones militares y guerrilleras, cuando se saludaba
la bandera correspondiente. Estos himnos solo tenían letras diferentes, pero el
espíritu era el mismo. “Oíd, mortales, el grito sagrado. Libertad, libertad, libertad.
Oíd el ruido de rotas cadenas. Ved en trono a la noble igualdad”. Eran las estrofas
que aprendió encerrado en esa casa de La Habana por necesidad, obligado, para
concordar y hacer honor al pasaporte que lo llevaría a Chile.

La primera parte del viaje rumbo a Chile se haría por Europa, del campo
socialista al capitalista. La primera prueba de fuego sería pasar de uno a otro lado.
Aunque Manuel ya había estado antes en ese continente, nunca había conocido
los países fuera del campo socialista. Le preocupaba su poco manejo del inglés o
de cualquier otra lengua que pudiera servirle, pero se las arreglaría como lo
habían hecho sus compañeros que le precedieron.

Mientras imaginaba el viaje, recordaba con frecuencia su viaje a Sofía, la capital


de la Bulgaria. Infructuosamente trataba de adivinar lo que decían los letreros del
aeropuerto local, de las calles, cómo hacerse entender, qué debía decir para
conseguir hotel y comida, entre tantas otras cosas. Había ido a Bulgaria por dos
importantes razones. La primera, para participar en un encuentro con guerrilleros
veteranos sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, los partisanos búlgaros,
que se realizaría en ese país. La segunda y más importante era ir detrás de una
compañera nicaragüense de la que estaba medio enamorado y que llevaba tiempo
sin ver.

El viaje a Bulgaria había sido en el año 1982. Hizo escala primero en la


República Democrática Alemana (RDA). Portaba un documento de viaje cubano en
vez de pasaporte, pues nunca tuvo vigente uno chileno. Era un papel escrito en
español que, según los cubanos, reemplazaría sin problemas la carencia del
pasaporte chileno. Al llegar a esa Alemania, un enorme oficial de la aduana
comenzó a mirar el papel de viaje que llevaba, lo daba vueltas una y otra vez. El
funcionario no mostraba tanto desconfianza como curiosidad por el papelito.
“¿Cómo usted puede viajar con este papel, señor? ¿Cómo es posible que lo
haga?”, preguntaba en un castellano precario. Manuel respondía, “no soy señor,
soy compañero”, y de nuevo el agente repetía las preguntas, pero les agregaba
“conteste, señor compañero”. Por último, el agente consultó a un jefe y éste le
hizo notar que el sello del papel era al parecer lo importante, un timbre oficial del
Estado de Cuba.

Los problemas se acabaron cuando llegó a la oficina de aduanas el funcionario


cubano encargado de recibirlo. Siempre había un funcionario cubano que resolvía
los problemas a los guerrilleros chilenos, un “solucionador de problemas de
chilenos ilegales o clandestinos”. El funcionario caribeño les explicó a los oficiales
alemanes: “Chicos, por favor, este es un militar cubano que tiene grado militar,
pero es chileno; estuvo en la guerrilla nicaragüense y ahora pertenece al Ejército
Popular Sandinista de Nicaragua, pero sigue siendo de las Fuerzas Armadas
Cubanas y es un revolucionario chileno”. Los alemanes solo atinaron a sonreír,
pensando que se trataba del sentido de humor latinoamericano. Luego de algunas
consultas telefónicas, timbraron el papelito, en medio de risas.

La RDA era el primer país llamado socialista de Europa que visitaba Manuel.
Mientras esperaba su conexión a Bulgaria en el aeropuerto, se quedó observando
a una trabajadora alemana que hacía el aseo en los baños y que intentaba mover
su pesado carro de utensilios de higiene que se había atascado. Manuel fue en su
ayuda y la mujer se quedó viéndolo muy extrañada. Manuel esbozó una sonrisa.
Imaginaba –tenía la certeza– que la compañera aseadora era feliz, una obrera de
un país que había llegado al socialismo, aunque no le devolviera la sonrisa.

Llegó por fin al aeropuerto de Sofía. El problema del idioma fue peor que en
Alemania. De lo que le dijeron los funcionarios aduaneros búlgaros nunca
entendió nada. Aquella vez llegó a auxiliarlo un compañero chileno radicado en
ese país, que sabía del viaje y hablaba el difícil idioma. Los funcionarios búlgaros,
se enteró Manuel, estuvieron a punto de detenerlo por sospechoso e
indocumentado, a pesar que su papelito cubano de identificación portaba un
nuevo timbre, el sello de ingreso a la RDA, aliada política en esos entonces de
Bulgaria.

Al salir del aeropuerto lo recibió una funcionaria del gobierno búlgaro. Era ella
quien le había extendido la invitación al encuentro con los veteranos de guerra y,
de ahí en adelante, todo mejoró para Manuel. Repentinamente comenzó a ser
tratado con respeto, reconocido como un combatiente internacionalista y un
oficial de las Fuerzas Armadas de Cuba. Todo eso era precisamente lo que decía el
dichoso papelito que portaba, pero en castellano.

Como estaba previsto, se reunió con los veteranos guerrilleros de la Segunda


Guerra Mundial, escuchó sus planteamientos y le contaron acerca de sus
experiencias de combate contra el poderoso Ejército Nazi que tenía invadido su
país. Al encuentro, Manuel se presentó vestido con un uniforme verde olivo y con
su medalla Internacionalista de Primer Grado en el pecho, otorgada por el Estado
Cubano. Era apenas una medallita y no podía creer la cantidad de medallas al
valor que tenían prendidas a sus uniformes los guerrilleros búlgaros. Un veterano,
al que le faltaba pecho para cargar tantas condecoraciones de reconocimiento, se
le acercó y le preguntó, con el apoyo en un traductor: “Usted es oficial chileno y si
los cubanos lo reconocen como tal en su Ejército, debe ser por algo, lo felicito por
el relato que hizo de su experiencia en Nicaragua. ¿Puedo hacerle una pregunta?
¿Usted cree que su Partido Comunista lucha por la toma del poder o solo para
sacar a Pinochet?”. Manuel no supo qué responder. La verdad es que nunca se lo
había planteado. Lejos estaba de saber, entonces, la importancia que aquella
respuesta tendría en el futuro, como fuente de discordancia y división política del
FPMR y los dirigentes del Partido Comunista de Chile.

La misión extraoficial también fue cumplida. Se encontró con la compañera


nicaragüense que visitaba, pero el amor a la distancia no era ya el mismo. Lo que
sin embargo impresionó a Manuel en ese país europeo, fue darse cuenta que los
chilenos no tenían mucha tradición familiar ni conocimiento de la historia de sus
propias familias. Llegó a esa conclusión cuando la dirigente búlgara que lo
acompañó a todas las actividades oficiales lo invitó a su casa antes de su viaje de
regreso a Nicaragua.

Vivía en un departamento de un edificio de muchos pisos entre muchísimos


otros edificios muy altos, uno al lado de otro. Todos lo saludaron cuando llegó al
lugar, como si se hubiera corrido la voz de que vendría una visita importante. Una
vez en el departamento notó con desconcierto la gran cantidad de mesas de
centro que tenían en el living, todas preparadas con diferentes comidas y bebidas.
Los invitados vestían muy sobriamente. Justo antes de comenzar a comer, la
compañera búlgara llamó a su hijo de unos doce años para que estuviera con
ellos. Presentó a Manuel con mucha solemnidad, como un chileno de la tierra de
Salvador Allende, un combatiente internacionalista, un militar con condecoración
de guerra y, como gesto de amistad y respeto, solicitó a su hijo que reseñara a su
familia ante su presencia.

Con un poco de nerviosismo, el niño empezó de declamar en búlgaro, traducido


por su mamá: “mi mamá se llama María y su padre Antonov” y luego siguió
recitando que la mamá de su madre era Valeska y que el padre de ella era Víctor.
Que la madre de su padre era Vera y el papá Sergei. Pero no terminaba ahí la
presentación, pues de pronto, ante el orgullo de su madre y de los familiares
presentes, el chiquillo fue abriendo un abanico de nombres, individualizando a los
progenitores de cada generación. Manuel escuchaba asombrado, pero cuando el
niño llevaba más de cuatro generaciones, empezó a tartamudear y se fue
quedando en silencio, tratando de recordar algo que olvidaba. Como el
muchachito finalmente se quedó callado, la madre, muy molesta, le soltó una
sonora bofetada en la cara, al mismo tiempo que pedía perdón a los presentes por
no haber podido ofrecer la remembranza completa de su familia, que incluía,
según ella, a más de nueve generaciones.

De la sorpresa por la tremenda memoria del muchacho y de la pena por el


dolor y vergüenza que seguramente sentía el niño, Manuel pasó al temor, ante la
posibilidad que le pidieran a él la historia de su familia chilena. Pensó, con un poco
de vergüenza, que con suerte llegaría recitando hasta sus bisabuelas y se
enredaría con las siguientes generaciones, porque no las recordaba. “Chile no
tiene ni doscientos años como república todavía”, pensó, “esa sería una posible
buena excusa. Los chilenos apenas recordamos dos o tres generaciones familiares,
aunque debe haber excepciones”.

Somos cortos de memoria en todo, olvidamos rápido, decía siempre Manuel a


sus combatientes en Chile cuando les narraba esta historia.
IV. Historias de aeropuertos
Manuel llegó al aeropuerto de Alemania Occidental a comienzos de 1985. Era el
segundo viaje, el definitivo; ya no se encontraba en territorio socialista. Descendió
de la aeronave rusa con bandera polaca procedente de Varsovia y se aseguró de
cumplir estrictamente las instrucciones indicadas a su salida de Cuba. Las había
aprendido en reiteradas y bien practicadas lecciones. Fue camuflándose entre la
gran cantidad de pasajeros que arribaba a la gigantesca terminal aérea. Su
desplazamiento por el aeropuerto fue tranquilo, caminando por aquellos grandes
y espaciosos pasillos, imitando lo que hacían los demás pasajeros, aparentando
ser un turista común y corriente. Llevaba en sus manos el pasaporte argentino
suplantado. Se detuvo a mirar las tiendas comerciales con atención, observaba los
carteles que daban instrucciones a los viajeros, aparentaba entender lo que leía y
luego seguía caminando. Estaban escritos en alemán y en inglés, idiomas que poco
y nada entendía.

Para él, que había salido de Chile hacía más de diez años, esos letreros no
significaban absolutamente nada y aunque había aprendido algunas palabras en
inglés, eran solo las más necesarias y, sinceramente, le alcanzaban para muy poco.
Siempre se había sentido orgulloso porque algo entendía de mapudungún, la
lengua del pueblo Mapuche, pero obviamente tampoco le servía de nada ese
conocimiento en Alemania. El pueblo donde había pasado una parte importante
de su vida estaba ubicado al sur de Chile, en la zona de Arauco, que estaba muy,
pero muy distante de donde se encontraba en esos momentos como falso turista.

El aeropuerto era inmenso, interminable, un verdadero laberinto. Avanzaba por


los pasillos para llegar al mesón donde debía presentar el pasaporte, mientras
repetía mentalmente lo que debía responder a los oficiales de migración cuando
llegara el momento. A ratos divagaba, dándose confianza a sí mismo, pensando
que no llamaría la atención, que era de estatura más bien mediana para ese país
europeo, no había cumplido aún los treinta años, tenía aspecto normal, tez blanca
y ojos claros. Le gustaba vestirse bien y tener buena presencia y para esa ocasión
llevaba su mejor pinta. De pronto, aparecieron de la nada dos policías que pasaron
bruscamente por su lado y abordaron prepotentemente a tres jóvenes. Los
muchachos fueron obligados a seguir tras los guardias por un largo pasillo y
desaparecieron por una puerta corrediza. “Ahora vendrán por mí”, pensó Manuel.
La tranquilidad se esfumó como por arte de magia.

Pero los guardias federales alemanes no llegaron a buscarlo. Se sentía solo.


Recordaba a sus compañeros y cómo siempre en los aeropuertos de Nicaragua y
Cuba andaban agrupados. Por su formación y la misión que le habían
encomendado sus jefes, debía considerar ese aeropuerto como un territorio
hostil. Sentía, contra toda lógica, que todos estaban pendientes de él y luego, al
hacer un análisis más frío, se daba cuenta que en el terminal aéreo los demás
pasajeros ni se fijaban en él. De pronto y casi sin darse cuenta, se encontró en un
hall inmenso con muchos bares, restoranes y oficinas de líneas aéreas. No supo si
seguir caminando o detenerse. Seguía con su pasaporte en la mano esperando
que lo controlaran, hasta que comprendió que ya estaba en el área del aeropuerto
que daba a la calle y que no había sido chequeado. Casi no podía creerlo. Le
habían advertido que podía pasar eso en la Alemania Federal ya que el control de
los turistas era más bien selectivo. Había ensayado durante días y horas las
respuestas a las posibles preguntas que le harían los funcionarios de aduana, pero
ahora pensaba que se las tendría que guardar en buena parte. Recordó a sus
compañeros que tanto lo molestaban por preocuparse de la pinta para el viaje.
Muy sonriente y satisfecho se dijo, “al final, valía la pena vestirse bien, por eso no
me han chequeado”.

Pero no era que estuviera tranquilo. Ser clandestino y viajar con una identidad
suplantada por Europa era una experiencia nueva para él. Durante la guerra
revolucionaria centroamericana, a pesar que usaba un nombre falso, se sentía
mucho más seguro pues andaba armado y rodeado por todos sus compañeros. En
la guerrilla, del enemigo lo separaba un borde delantero bien delimitado por
trincheras, todas muy claras y de cada lado se dislocaban las fuerzas en contienda.
Por lo general estaba claro donde andaba el contrario. En cambio, en el
aeropuerto en que se encontraba no sabía por dónde podía aparecérsele. En esas
situaciones, le había dicho el instructor que lo preparó, el enemigo a veces son
nuestros propios miedos y errores, así que nunca hay que confiarse. Le quedaba
claro que en la continuación del viaje debía estar muy atento y no cometer ningún
tipo de fallas, se le podía ir la vida en ello. Si sus otros hermanos habían logrado
cruzar Europa sin problemas, él también lo lograría, se animaba. Entrar
clandestino a Chile era su principal meta del momento.

Las instrucciones que tenía eran que, una vez pasada la inmigración alemana,
debía salir del aeropuerto, dar vueltas por Fráncfort, dormir uno o dos días en
algún hotel y luego volver a la terminal aérea y comprar el pasaje para continuar
vuelo a su querido país.

Llevaba tres días de viaje desde que había salido de La Habana. El embarque en
el avión a su salida del aeropuerto de Cuba le recordó el de su traslado a
Nicaragua para incorporarse a la guerrilla. Entonces tuvo que esperar en una
oficina privada hasta que el avión estuviera listo, con todos los pasajeros normales
arriba y solo en ese momento los llamaron a abordar el avión con destino a
Panamá. El inicio de este viaje definitivo fue parecido al primero. En un momento
su instructor le hizo una seña y Manuel entendió que había llegado su turno de
subir al avión, el vuelo estaba listo para partir.

Justo en ese momento un cubano que acompañaba a su profesor le dijo muy


solemnemente, “bueno, compañero, llegó la hora de partir a su patria; si quiere
arrepentirse, este es el momento, puede hacerlo ahora mismo. Nadie lo criticará,
solo su conciencia”.

–Haré como que no te escuché lo que me dijiste compadre; mis compañeros


me están esperando y llevo mucho tiempo deseando este momento.

–¿Quieres dejar una nota para tu hija, por si te pasa algo?

–No compañero, yo voy a vivir.

Su instructor, el mismo que lo había obligado a cantar la canción nacional


argentina por casi un mes, ya había despedido a muchos compañeros, no solo
chilenos, de otros partidos y movimientos que existían en ese entonces en
América Latina. Les tomaba cariño a sus alumnos y sufría mucho cuando se
enteraba que uno de ellos caía preso o aparecía muerto en su país de origen.
Estando en Nicaragua, Manuel había sido testigo de un encuentro de instructores
cubanos con antiguos guerrilleros nicaragüenses que habían estudiado el arte de
la conspiración en Cuba, justo días después del triunfo de esa revolución
sandinista. Fue un momento emocionante para todos los presentes.

Ingresó al avión por la puerta trasera con su maestro que le estrechó la mano y
le dio unos golpecitos en la espalda. “Manuel, ándate a tu asiento, haz como si
vinieras de los baños, ahora sigues solo, compañero… y… ¡Hasta la victoria
siempre, chileno!”. Así de sencilla había sido su despedida de Cuba.

Para llegar a Europa, Manuel viajó en dirección a Canadá, el inmenso país del
norte de América. Después de varias horas de viaje, aterrizaron en el aeropuerto
de Gander ubicado en Terranova, la costa atlántica, una isla gigante medio
congelada. ¡Qué manera de hacer frío! Sobre todo para quien venía de Cuba.
Hacían diez grados bajo cero, según informó un policía canadiense de casi dos
metros de altura que se les acercó en plena pista a todos los pasajeros en tránsito.

Desde Canadá el viaje hizo otra escala, esa vez en Alemania Oriental, la RDA.
Llevaba todos los documentos necesarios, pasaporte, cédula de identidad, varias
fotos de familiares que nunca existieron. Todo era falso. Afortunadamente no
tuvo problemas y solo rogaba no encontrarse con los mismos risueños oficiales de
inmigración que lo habían retenido en su viaje anterior a Bulgaria. Embarcó luego
a Checoslovaquia, donde tuvo el último contacto con alguien de confianza. En ese
lugar, el dirigente comunista Ernesto Araneda le regaló un abrigo largo,
vestimenta que Manuel había dejado de ver desde que había salido de Chile, y la
compañera “María”, como a muchos, lo alimentó en su propia casa y completó su
vestimenta de viaje. Su trayecto siguió hasta Polonia, desde donde se trasladó a
Fráncfort, la ciudad donde se encontraba en ese momento. Había dado el paso
más delicado de la primera etapa de su periplo, salir del campo socialista y entrar
al mundo capitalista europeo, en plena “guerra fría”.

En medio de todas las señales publicitarias del aeropuerto alemán que no


comprendía, descubrió algo que se le hizo muy familiar. Un local en cuya entrada
colgaban muchas tiritas de colores, parecido ni más ni menos que a las carnicerías
de pueblo del sur de Chile, que según dicen, sirven para espantar las moscas.
Sonriendo se dijo que era imposible que en el aeropuerto de Fráncfort vendieran
carne molida, panita, queso de chancho o prietas, todo lo que tanto añoraba en
esos momentos.

Se acercó con curiosidad a la puerta del local, atravesó las tiras de colores y
entró. Inmediatamente sintió las miradas sobre él. El lugar no era una carnicería.
Lo primero que vio a la entrada fue un póster mostrando una pareja
contorsionándose en una complicada posición sexual; otra foto enseñaba a una
mujer vestida de cuero, con un gran látigo en la mano derecha, muy dispuesta a
chicotear a cualquiera. Las vitrinas estaban repletas de productos relacionados
con el sexo. “Este es el mundo libre, como le llaman”, dedujo Manuel. De
inmediato quiso salir del lugar, pero como no quería llamar la atención, decidió
quedarse, “solo para hacer tiempo”, se dijo, dándose explicaciones a sí mismo. Le
perturbaba la idea del informe que tendría que entregar a sus jefes cuando se
encontrara con ellos. “Será complicado cuando les relate esta nueva experiencia”,
sonrió. En sus bolsillos tenía algo de dinero para gastar durante el viaje, pero
dudaba si debía guardar las boletas para justificar sus gastos, especialmente el
que se aprontaba hacer “para no llamar la atención”.

Siguió caminando por el local y se encontró con una especie de flipper,


parecido a con los que jugaba en sus épocas de niño. Los dibujos que tenía el
juego y la figura que representaba el lugar donde se debían apuntar las bolas, eran
definitivamente para adultos.

Años después, Manuel relató a sus compañeros, ya que quería ser sincero con
ellos, que “no les puedo mentir a ustedes, hermanos… Igual gasté algo de plata en
esa tienda. Primero pensé que sería un solo marco alemán, porque encontré unas
máquinas parecidas a un televisor, donde uno debía colocar una moneda para ver
una película triple, pero no porque la viera tres veces, sino triple X. Pero la película
no tenía ninguna gracia; le escena consistía en ver cómo se desvestía una hermosa
señorita, pero lamentablemente no pude verla completa, porque de repente la
película se detuvo y la máquina me pedía un nuevo marco. Me prometí que nunca
más caería en el jueguito… pero igual puse otra moneda, para no perderme el
desenlace”.

De nuevo por los pasillos del aeropuerto iba recitando en voz baja las
instrucciones para sus siguientes pasos. Se dispuso a salir del terminal para dar
unas cuantas vueltas por la ciudad, alojar en alguna parte y conseguir folletos de
turismo que justificaran su “viaje de placer”. Esos folletos le servirían para
demostrar, en caso de ser necesario en Chile, que andaba de paseo por Europa.
Después de eso, podría volver de nuevo al terminal aéreo para comprar el
siguiente boleto hacia América del Sur. Esas eran sus instrucciones, además de
cuidar que por ningún motivo su itinerario de vuelo hacia Chile hiciera escala en
Argentina, debido al pasaporte que portaba.

Manuel decidió no alejarse del aeropuerto. No sabía cómo comunicarse con la


gente, no entendía inglés y para nada el alemán, así que la gestión tendría que
“hacerla cortita”, como se dice en buen chileno. “Me voy ahora mismo de
Alemania para Chile”, se dijo, “aquí voy a estar puro parando el dedo”.

Sin más trámite, se metió en el baño de una tienda poco concurrida de la


ciudad, cerca del aeropuerto y tal como le enseñaron, modificó a mano en el
pasaporte la fecha de salida de Polonia para darse cobertura de algunos “días de
estadía en Alemania” y regresó al aeropuerto. Se acercó a la línea aérea que ya
había definido con anterioridad y compró su nuevo pasaje sin ningún problema.

El boleto para entrar a Chile que había comprado en el aeropuerto alemán


tenía dos escalas en Brasil, una en Río de Janeiro y otra en Sao Paulo, donde se
quedaría un par de días y seguiría luego viaje a Santiago de Chile, su destino final.
Era lo más conveniente para él. Con la personalidad de un buen ciudadano
argentino, consultó el valor del pasaje, preguntando antes si alguien entendía
español. No quería volver a hacer el ridículo con su manejo del idioma, como le
había pasado hacía un rato en un bar del mismo aeropuerto, cuando se propuso
ejercitar una de las pocas preguntas que sabía en inglés. Quería tomar una cerveza
teutona, pensaba que quizás nunca tendría una oportunidad como aquella, en la
propia Alemania, pero para ello debía comprarla. La pidió en inglés, para que le
entendieran: “give me a beer”, dijo en tono alto, como ya lo había ensayado
muchas veces. No podía fallar: “give me a beer”, pidió con voz clara y fuerte a los
mozos, poniendo su mejor cara de turista. Para su sorpresa, el mozo gritó a otro
mesero, “¡ché, José, una cerveza!”. El mozo era argentino.

Poco más tarde, con el nuevo boleto en las manos, le restaba solo esperar el
vuelo y que la suerte y todos los santos que quisieran lo acompañaran en su viaje.
Llegaba finalmente la hora, la que ya habían vivido muchos de sus hermanos
internacionalistas. Abordó el avión de Iberia. Sentía que al fin tendría la
oportunidad de aportar en lo que se había preparado, consciente de que había
acumulado mucha experiencia en el arte y la ciencia militar y que ese
conocimiento sería importante para las filas de las fuerzas populares que
combatían contra la dictadura de Pinochet.

Pero antes le esperaba un vuelo de catorce horas cruzando el Océano Atlántico.


Para su suerte, le tocó de compañera de fila una muchacha rubia que parecía
alemana y que resultó ser una mezcla de brasileña y alemana, según se percató al
escucharla hablar con las aeromozas. Además, como casi todos los brasileños,
dominaba bien el castellano. Durante las largas horas de vuelo se fueron mirando
de vez en cuando y terminaron hablando, como jóvenes que eran, de todo tipo de
temas.

Los padres de ella vivían en Brasil y estudiaba en la ciudad alemana de


Hamburgo; iba en viaje de vacaciones a su casa en Sao Paulo por un mes.
Terminaron riéndose a carcajadas de cosas que se contaban de sus vidas. Pero
Manuel no podía olvidar que todo lo que le decía acerca de él era mentira. En
medio de la plática, Manuel se preocupó mucho cuando ella le dijo, “de verdad
que tú más pareces chileno que argentino. Mi padre hace negocios en Chile y yo
viajo con él casi siempre. Tu tono es muy parecido al de los chilenos”. Se llamaba
Martiña y era muy hermosa. Un ángel de verdad, les contaría Manuel después a
sus amigos. Se alegró al saber que él se quedaría unos días en Sao Paulo y le
preguntó un montón de cosas personales que él contestaba con mentiras. En el
fondo, para Manuel era un ensayo de su leyenda ficticia, o por lo menos eso
quería poder decir cuando le tocara contarle a sus compañeros la conversación
con la muchacha. Se decía que “más valía practicar mi identidad argentina con
esta chiquilla, que con un agente de la policía secreta en Chile”. La justificación no
era mala, después de todo. Sonaba convincente.

El largo viaje llegó a su fin. El avión aterrizó en Sao Paulo luego de una corta
escala en Río de Janeiro y rápidamente Manuel se acercaba a Chile. Se despidió
con un beso de Martiña y le dio el nombre del hotel que había seleccionado para
quedarse. “Quién sabe… en una de esas puedo seguir ensayando mi leyenda”,
pensó Manuel.

Encerrado en la habitación de su hotel, continuó su preparación para el


siguiente y último tramo de su viaje, no podía descuidar los detalles. Inspeccionó
los encargos que llevaba para el interior; todos iban embutidos y enmascarados en
una maleta con doble fondo y en espacios ocultos de los bolsillos de una
chaqueta. Transportaba mensajes para la organización, algunas cartas para los
familiares de sus compañeros, dinero y el set de documentos personales que
usaría inicialmente cuando llegara a Chile.

Para su sorpresa, alguien golpeó a la puerta. Era Martiña, acompañada de su


mamá, que lo venía a invitar para que cenara con su familia y se alojara en su casa.
Manuel se negó, pero la muchacha insistió, imbatible. “Es tu destino, Aníbal
Alberto”, le dijo con una sonrisa, “no puedes evitarlo”.

Más de algún compañero le dijo más tarde, medio en broma, medio en serio,
“puta que fuiste huevón compadre, te hubieras quedado en Brasil”.

Manuel se despidió de la familia de Martiña y emprendió al otro día su vuelo


con el pasaporte falso y los embutidos; nada ni nadie le impedirían entrar a
cumplir su destino revolucionario en Chile.
V. El ingreso clandestino
“Señores pasajeros, por las ventanillas pueden observar uno de los
espectáculos más maravillosos del mundo, la cordillera de Los Andes. Hemos
ingresado al espacio aéreo de Chile y, en pocos minutos, aterrizaremos en el
aeropuerto internacional de Santiago”, anunció el capitán del vuelo de Iberia.

Sobresaltado, Manuel se acomodó rápidamente en el asiento. Venía medio


dormido y el anuncio de la eminente llegada le quitó todo el sueño de un viaje. Se
puso de pie, estiró los músculos de brazos y piernas y, observando a los demás
pasajeros con atención, se recorrió el pasillo a lo largo del avión. Quería grabar en
su mente la mayor cantidad de rostros y detectar si acaso se mostraban
interesados en su persona. Buscaba a los que tuvieran aspecto de chilenos, por si
acaso se los volvía a encontrar nuevamente más adelante, pues sería un indicio de
que lo seguían, o pura casualidad, pero prefería estar alerta. Además, la emoción
que sentía por llegar otra vez a su patria le hacía pasarse todas las películas
posibles.

Nunca pierdas la atención en los demás y fíjate si alguien está preocupado de ti,
le decía su instructor. Retén muy bien la imagen de su cara. “¿Acaso soy una
máquina de fotos?”, respondía Manuel. Eso, eso, tienes que ser un experto en
memoria fotográfica. En ese momento, Manuel recordaba las palabras de su
profesor.

Nunca había visto el espectáculo cordillerano que anunciaba el piloto. Y, al igual


que los demás pasajeros, también quería verlo. Volvió a sentarse y desde su
ventanilla observó el magnífico paisaje.

“¿Usted es chileno?”, preguntó de pronto una señora que se le había acercado,


pidiéndole permiso para sacar fotos desde su ventana. En un primer momento,
Manuel titubeó, embelesado con el paisaje, pero respondió rápidamente: No,
señora… soy argentino.
–¡Pero qué maravilla!, igual que yo, compatriota, –dijo la señora.

A Manuel no le salió la voz, optó por hacer un gesto semi amistoso y se cambió
de asiento para que ella tomara las fotos que quisiera.

Con las nevadas, la cordillera de Los Andes se veía imponente; desde la


ventanilla del avión aparecía espectacular e impresionaba a cualquiera. A medida
que admiraba el paisaje, iba sintiendo un ligero temblor, mezcla de emoción y
miedo. Emoción por volver a ver su cordillera, la primera vez que la veía desde la
altura, pues cuando había salido de Chile había sido de noche. Y miedo, porque a
medida que cruzaba las alturas cordilleranas, también se acercaba a su prueba de
fuego, la que él se había buscado solo, sin que nadie lo obligara: entrar al país con
un pasaporte que no era el de él, con una identidad diferente, con su foto;
enfrentar a los funcionarios que le preguntarían cosas acerca de aquel que no era
él. Era todo un desafío. Manuel se animaba imaginando en que lo haría bien, igual
como ya lo habían hecho sus compañeros meses y años antes. Estaba seguro,
confiaba en sí mismo, en la calidad de sus papeles, mucho mejores que el
papelrasca con que había viajado por Europa años antes.

“Tranquilo, combatiente, tranquilo”, se decía, “pasarás bien la aduana, tienes


una buena leyenda, te la sabes”, se repetía como en una especie de mantra para
darse valor. “Eres Aníbal Alberto Valencia Volper, no se te olvide, hueón, no
Manuel. Argentino, no chileno”.

A esas alturas ya no tenía vuelta atrás, sus cartas estaban sobre la mesa, como
decían los jugadores en las películas. Pidió un vaso de whisky en las rocas,
siguiendo los consejos que siempre le daba Eduardo, que en verdad se llamaba
Roberto Nordenflych. “Cuando estés en peligro, tómate un whisky y se te quitará
la pendejera”, decía con cara de sabio. Sentía la necesidad de encomendarse a
cualquier santo. Pidió su whisky y se lo tomó con harto hielo. Eduardo le estaba
esperando en Chile desde hacía hace meses. Levantó el vaso y se dijo, “voy a tu
encuentro, broder”.

En los momentos que anunciaban el arribo al aeropuerto de Pudahuel, Manuel


estaba pensando en que, precisamente hacía un poco más de once años, había
salido de Chile para aprender una profesión que le diera sustento en la vida, pero
el fatídico golpe de Estado lo había cambiado todo. Finalmente, volvía a su país,
pero no convertido en médico, sino en militar, un oficial revolucionario y con
experiencia combativa internacionalista.

Le palpitaba el corazón y le corría un escalofrío por la espalda. Trataba de


controlarse, estaba seguro que no era por el trago. Era susto, miedo, el mismo que
había sentido durante la guerra en Nicaragua y que viviría después un montón de
veces durante la lucha clandestina. Era algo que no se podía evitar. Pidió otro
trago y se dijo, enérgicamente, “tranquilízate, huevón, de una vez por todas”. Se
lo sirvió al seco justo cuando el avión tocó tierra. Se le fueron los trozos de hielo
por la garganta y casi se atora.

Ver la bandera chilena en la loza del aeropuerto lo emocionó, pero no por


razones patrióticas, sino porque era la constatación de que ya estaba en Chile.
Había peleado por la causa revolucionaria de otros países y había llegado el
momento de hacerlo por el propio. Por fin, el avión se detuvo.

Descendió junto a los demás pasajeros por la escalerilla y se puso a caminar


tranquilo por la loza del aeropuerto hasta la entrada del edificio. Le impresionó la
cantidad de funcionarios de Investigaciones (tiras) y Carabineros (pacos) que había
por todos lados. A punto estuvo de equivocarse e instalarse en la fila de los
chilenos en Policía Internacional. Se enfureció consigo mismo, no podía errar.
Corrigió sus pasos a tiempo. En ese momento estaba por dar la primera batalla, la
de entrar al país.

Avanzó lentamente por la fila. A esas alturas no sabía si sentía miedo o


resignación. Un especie de “culillo” le recorría el cuerpo, como le decían al miedo
en Cuba cuando, a pesar del temor, uno estaba obligado a hacer algo. Esperó con
tranquilidad que llegara su turno.

Finalmente quedó primero en la fila y la ventanilla se despejó. Caminó hasta el


mostrador y entregó el pasaporte argentino, viendo atentamente cómo el
funcionario lo revisaba con detenimiento. Los minutos parecían interminables, el
tipo miraba la foto del pasaporte y luego lo observaba a él, anotando datos en un
papel. “Los argentinos se sacan la foto casi de lado en el pasaporte, no de frente”,
le dijo el policía. Recordó la muletilla aprendida durante el entrenamiento, la frase
que decía siempre un argentino cuando le preguntaban algo: ¡Y bueno, ché… qué
querés!

Esperaba cualquier cosa, incluso lo peor. Imaginaba al funcionario mirando para


un lado, solicitando que viniera algún jefe; o que ya había apretado un botón
secreto debajo del mesón y que lo venían a buscar para detenerlo. El funcionario
que hojeaba y miraba su pasaporte lo miró una última vez, sonrió y luego timbró
el pasaporte y le deseó una feliz estadía. Nada más. “¡¿Y nada más me va a
preguntar este pelotudo?!”, pensó Manuel y, mientras pensaba, se dio cuenta que
lo pensaba como lo dicen los argentinos cuando están enojados. “¡Después de
tanto prepararme, ¿no me va a preguntar ninguna macana más?!”.

Salió fuera del terminal aéreo. No cabía en sí de felicidad. Una vez más había
tenido éxito y ya nada impediría que se encontrara con sus compañeros. En la
calle, fue abordado por un montón de personajes que le ofrecían de todo. Yo lo
llevo, cambia dólares, ¿tiene hotel?, ¿quiere un paraguas? y tantas otras cosas.
Manuel seguía imaginando que todos lo observaban, que todos eran agentes, que
lo seguirían, que ya lo habían detectado y que querrían saber con quién venía a
juntarse. En esos momentos se le pasaban miles de rollos por la cabeza. Pero el
pasaporte argentino ya estaba timbrado y eso era lo único importante.

Un carabinero, muy tranquilo, se le acercó y en tono amable le indicó cuáles


eran los taxis oficiales y dónde estaba la parada. Le aconsejó que no abordara
autos piratas, ya que eran muy peligrosos para los turistas. Con algunos gestos,
Manuel le agradeció al policía y se subió a un taxi. “A la Plaza Italia”, le indicó al
chofer en tono muy argentino.

Aunque fuera ridículo, pensaría mucho después, se había emocionado tanto al


ver la Estación Central, La Moneda, la Casa Central de la Universidad de Chile, las
calles Santa Rosa y Mac Iver y el cerro Huelén. Todo le traía tantos recuerdos.
Finalmente llegó al hostal que le habían indicado los compañeros de apoyo
logístico del exterior. Ese momento era el indicado para cambiar de taxi. Entró a la
recepción del hotel, a la espera que el taxi se retirara, luego se informó del valor
de las habitaciones y abandonó el lugar. En otra calle, tomó un nuevo taxi,
paracortar la cola, como se decía en esa época.

El nuevo vehículo lo llevó a otro hotel, esta vez a la altura de Pedro de Valdivia
con Eliodoro Yáñez, donde se registró con la identidad argentina. El recepcionista
fue hasta cariñoso y en tono divertido le dijo que era el primer porteño que
hablaba tan poco. “Todos son muy cancheros, pero usted se nota un hombre
tranquilo… ¡Si hasta parece chileno!”.

Una vez en la habitación, se tendió de espaldas sobre la cama, sintiendo


todavía la mezcla de miedo y alegría. Al fin, lo había logrado. Ahora necesitaría
descansar, porque sería el inicio de la etapa de normalización. Sintió hambre y
salió a buscar un restaurante donde comer aquello con lo que llevaba años
soñando: prietas con papas cocidas. “Si no como papas con prietas, es que no he
llegado a Chile”.

Calculaba que en tres días tendría su primer intento de contacto con los
compañeros del interior. Se sonrió ante el término, ahora él ya era un
combatiente del interior. Sería su primer vínculo clandestino de verdad.

Regresó un par de horas más tarde al hotel y decidió darse una buena ducha.
Manuel abrió la llave y al contacto con el chorro de agua casi se muere congelado,
se le encogió todo con el agua fría; el incidente le hizo recordar que ya no estaba
en el Caribe.
Despertó muy temprano a la mañana siguiente, listo para iniciar el corte de
nexo con la identidad argentina que había usado en su viaje de ingreso. Se
despediría de Alberto Valencia para siempre, como correspondía. Para eso, debía
cambiar de hotel y registrarse con otro nombre. Era la forma correcta y más
segura de romper su vinculación con la llegada desde el aeropuerto. Había llegado
el momento de ser chileno nuevamente, aunque la nueva documentación era más
falsa todavía que la argentina, pero estaba consciente de ese riesgo. Tenía un
carnet chileno listo para ser usado hasta que consiguiera una identidad más
consistente, una vez que hiciera contacto con la organización.

La documentación falsa, por sus características, no era la más perfecta.


Además, debía inventar todo lo relacionado con el nuevo personaje que asumía.
Su situación sería débil y delicada, en especial si caía en un control rutinario de la
policía. Pero Manuel también se había preparado y manejaba bastante bien esa
identidad falsa, la había estudiado muchas veces con el instructor cubano, que
siempre le exigía que cada detalle fuera manejado a la perfección. Manuel le decía
durante el entrenamiento, como una broma macabra, “¿para qué voy
aprenderme esta identificación? ¿Y si no paso del aeropuerto con la argentina?”.

En términos técnicos, la suplantación era lo mejor. Muchas personas ayudaban


a los clandestinos con sus documentos reales y, si pasaba algo o eran
descubiertos, los suplantados podían protegerse diciendo que habían extraviado
sus documentos personales, o que les habían robado sus papeles de
identificación. La suplantación permitía datos más cercanos a la realidad, datos
ciertos y eso tranquilizaba al combatiente clandestino. Debía saber, por ejemplo,
lugares de estudio, cantidad de hermanos, profesión, entre otros detalles del
suplantado. Y, lo más importante, que el número de carnet era verdadero y
coincidiría con el nombre que, como clandestino, estaba utilizando. En buen
chileno, el documento falso erapuro chamullo, con excepción de la foto.

Pero sentía enormes ganas de volver a andar de chileno, aunque fuera con un
papel falso.

En muchas ocasiones antes de su retorno, Manuel había compartido con


revolucionarios de distintos lugares de América. Todos contaban historias acerca
de sus luchas en sus propios países. Pero él solo podía hablar de la experiencia
durante la Unidad Popular, una experiencia que para muchos de sus
interlocutores era una lucha que había sido derrotada. Pero a partir de entonces,
si por alguna razón debía volver a salir de Chile, podría hablar con propiedad
acerca de la actividad y lucha de los revolucionarios chilenos en su país. Pero antes
debía encontrase con los dirigentes del interior y comenzar una nueva vida. Su
compañera había quedado sola, pensaba Manuel, pero debía cumplir con su
deber. Estaba seguro que, en el futuro, ella y su hija estarían orgullosas de él.
Caminaba por plena Alameda, la principal vía de Santiago y que, como Salvador
Allende había dicho en su último discurso, algún día se abriría para los
trabajadores chilenos. Ahí iba él ahora, caminando patudamente por esa misma
Alameda, pero con otra identidad.
VI. Un árbol en la plaza
Miró con detenimiento el pasaporte argentino de tapa azul con el nombre de
Aníbal Alberto Valencia Volper, tan familiar para él durante los últimos meses. Con
ese documento había entrado a Chile y ahora tenía que deshacerse de él. Pensó
en guardar el documento para mostrárselo a sus nietos cuando fuera viejo. Con
nostalgia miró su propia foto, que tanto llamó la atención del agente que le timbró
los papeles cuando entró por el aeropuerto de Pudahuel. Recordó todo lo que
tuvo que aprender de este hombre argentino, días y días de encierro, meses de
aprendizaje; pensó que se había acostumbrado a él y hasta le gustaba cuando lo
llamaban de la recepción del hotel avisando que el desayuno estaba listo. “Don
Alberto puede bajar, su café está listo”.

Pero tenía que eliminarlo, porque ya había cumplido su misión.

Por última vez, miró el documento con su cara en la fotografía. Ya había


amontonado todos los papeles y pasajes relacionados con ese nombre, las fotos
que inventó al respecto, las cartas amorosas que recibió de un amor imaginario y
que a su vez respondió a sí mismo. Se había registrado en una pensión más
popular, ahora con la nueva identificación que respaldaba con ese carnet chileno
de color verde. Por lo menos ya no tenía que hablar como argentino, sino como
chileno. Qué alivio. Se fue al lavamanos con todo el papelerío y, con una tijera, fue
cortando en pequeños trozos cada documento. Picó su foto recordando lo que le
había costado llegar a esa imagen. Recordó que, entre bromas, el encargado de
documentación en La Habana le decía: “Ya compadre, si estás bonito así, vámonos
de una vez, Manolito y quedémonos con esta foto, que tú no eres ningún galán, ni
cosa que se parezca”. Y ahora, solo en un hotelito de Santiago, la estaba
destruyendo. Le dijeron perentoriamente que por nada del mundo la guardara,
“elimínala, rómpela y quémala, es lo más seguro”, esa fue la orden que estaba
cumpliendo, como siempre lo hacía.

Alberto Valencia había recuperado su única identidad, en algún lugar de Buenos


Aires y Manuel, desde ese momento, se llamaría Vicente Ortega. La ficticia vida de
ese Vicente recién nacido estaba relacionada con el sur del país. Llenó con agua y
mucho jabón una bolsa plástica hermética y fue echando cada pedacito de papel,
uno por uno, esperando que se remojaran y se borrara su escritura u otro detalle.
Varias horas estuvo en esa importante tarea, limpió su habitación de cualquier
rastro que hubiera quedado u olvidado y volvió otra vez a revisar sus cosas para
que no quedara nada del argentino Alberto. Se recostó sobre la cama, esperando
que los papeles se trasformaran en una masa y fue separando las partes plásticas
del pasaporte, botando la masa compacta en pequeños trozos a la taza del baño,
poco a poco, para que cada descarga coincidiera con sus necesidades durante la
noche.

Por la mañana se retiró del hotel. No quería sorpresas y a veces, echar tanto
papel a un wáter es complicado porque se tapa, no se puede llamar a la recepción
y hubiera tenido que destaparlo sin ayuda. Nuevamente, se dispuso a cambiar de
hotel y pasear con su nueva de identidad por Santiago.

Salió con sus cosas del cuarto y, una vez en la recepción, le comentó al
muchacho que atendía que se retiraba, que debía juntarse con su mujer en Viña
del Mar. Pero señor, le dijo el recepcionista, tiene que volver en el verano, ahí es
más bonito Viña. Alberto Volper yacía en los alcantarillados de la ciudad, flotando
en la oscuridad quién sabía hacia dónde.

En la calle, esperó que pasara un taxi por el lugar. Una regla de oro era no
tomar taxis que estuvieran estacionados; había que desconfiar de ellos y solo
hacer parar los que fueran pasando. Hizo detener un vehículo y se subió con su
equipaje, cada vez era más reducido. Pidió que lo llevaran hasta La Florida, a
Departamental con Vicuña, a un restaurante muy popular en aquellos años y que
ya ha dejado de existir. Sentía la urgencia de repetirse el plato típico con que
había soñado tanto tiempo.

Como era el único cliente en el local a esa hora, el mozo se puso hablar, le
contó hasta de dónde traían las prietas. Le hicieron un pebre especial y, para que
fuera completa la comida le ofrecieron un vino de la casa. Comió con mucha calma
su almuerzo añorado. No se dio cuenta que el mozo lo observaba, divertido, hasta
que se le acercó y le dijo, medio en broma, “amigo, a usted parece que lo tenían
amarrado”.

Salió del restorán y partió a buscar una nueva pensión. Se subió a un colectivo,
esta vez con rumbo al centro de Santiago. Disfrutaba las calles. Después de su
atracón de papas con prietas se sentía más chileno que la cresta. Se registró en
una pensión de la zona de Estación Central, como un chileno más, como Vicente
Ortega y le dijo a la dueña de la pensión que venía del sur, buscando trabajo, que
sabía de enfermería y del trabajo de campo.
Una vez en el dormitorio de la pensión, miró la pequeña pieza: una cama, una
mesa, baño compartido y teléfono, “lo puede usar” le dijo la señora, “pero debe
dejarme un depósito primero”. Se acordó de su hotel de cinco estrellas en San
Pablo, “putas que he bajado de nivel”, pensó sonriendo, pero así era la cosa, había
que cuidar la plata y no sabía cuánto tiempo le costaría contactarse con sus
compañeros. Le gustó que la habitación tuviera un espejo grande.

Se cambió de ropa, una vestimenta más a la chilena, como la que se usaba en


esa época. Camisa blanca, pantalón plomo, vestón azul marino y zapatos negros.
Esa era la pinta fome que usaban los chilenos, todos parecían oficinistas o
escolares. En el Caribe todo era mucho más vistoso y colorido y nadie se andaba
fijando en las apariencias.

Salió de la pensión. La dueña de la casa era una señora simpática y muy


preguntona. “Cuidado con las santiaguinas”, bromeó ella.

Tenía dos días para preparar la señal de rigor y dejarla en la Plaza Chacabuco,
por calle Independencia. Con eso indicaría a sus compañeros que ya estaba en el
país, lo que activaría el contacto posterior. No sabía con quién se encontraría,
pero dejar esa señal era lo que tenía que hacer de acuerdo al plan previsto antes
de salir de La Habana.

Había memorizado el plano que le habían hecho de la plaza Chacabuco. No


sabía si era actualizado o no, por lo tanto había que comprobarlo. Varios
compañeros que llegaban y que iban a lugares de contacto, se daban cuenta que
esos lugares ya no existían y se perdían por un buen tiempo. La lógica le indicaba
que debía hacer un reconocimiento del lugar primero y partió a hacerlo. En
especial le interesaba encontrar un árbol que daba al sur de la plaza, hacia
Independencia. La indicación que le entregaron era que había un árbol muy
especial, que tenía incrustada en un costado una banca de fierro típica de las
plazas de Chile. Faltaba solo la confirmación de si todavía existía. Efectivamente, el
árbol estaba ahí. Jamás había pensado que se alegraría tanto de encontrar un
árbol. Su futuro dependía de ese árbol.

Dejaría la señal de normalidad antes de las 10 de la mañana del día siguiente,


un viernes, actividad que repetiría cada viernes hasta que lo contactaran. Estaba
previsto que, media hora después, a las 10:30, pasaría por el lugar alguien del
interior, que él no debía ver y que, esta persona al encontrar su señal, activaría el
llamado “plan de caminamiento” en una zona de la comuna de Providencia o de
San Miguel, dependiendo de si Manuel dejaba una piedra con un punto rojo, o un
pedazo de palo seco en el lugar, también con una marca roja. Recorrió los dos
puntos posibles de contacto físico, estudiando el más adecuado. Si nadie recogía
su señal en la Plaza Chacabuco, tenía otro par de alternativas y dinero para un
mes, considerando el cálculo que sacaron sus compañeros del exterior, comiendo
lo justo y necesario.

Seleccionó finalmente la Comuna de Providencia, eran calles más tranquilas. El


sector correspondía a la calle Seminario. El plan incluía recorrer varias calles más,
casi todas con nombres de obispos. Manuel debía partir caminando por ellas,
según una ruta definida y el contacto se produciría en cualquiera de esas veredas.
Suponía que antes de abordarlo, seguramente lo chequearían para ver si tenía
algún seguimiento enemigo, ocola, como se decía en esas situaciones.

En el Parque Forestal encontró una piedra plana y bonita, ideal para dejar el
mensaje. En una ferretería compró un tarro chico de pintura roja y un pincel.
Estaba lista su señal.

Al otro día, Manuel salió de la pensión nuevamente con la excusa de que


buscaba trabajo. “Vicente, ¿tomó el desayuno que le dejé?”, le preguntó la
simpática dueña de la pensión, “tenga cuidado con las mujeres santiaguinas”,
insistió, sonriendo con algo de picardía. “Sepa usted que una de esas mismas fue
la que me robó a mi marido… y eso que es Carabinero”.

Se acordó en ese momento de un amigo mapuche que, en esos casos decía


siempre, “este huevito quiere sal”.

Por fin llegó el viernes. Arribó a la Plaza Chacabuco treinta minutos antes de la
hora prevista, con tan mala suerte que encontró a unos estudiantes haciendo la
cimarra en la banca incrustada en el árbol. ¡Estaban sentados en el que,
precisamente, era “su” lugar! Se sentó al lado de ellos, deseando que los chiquillos
se aburrieran de su compañía y se fueran a otro sitio; a él no le quedaba
alternativa, de lo contrario tendría que esperar hasta el viernes siguiente. Por fin,
logró su objetivo y los muchachos se largaron. Sacó su piedra con mucho cuidado,
preocupándose que nadie lo viera y la colocó en el lugar donde la banca se pegaba
al árbol. Se aseguró que quedara bien firme. Manuel miró hacia los cielos y se
encomendó a todos los santos, aunque nunca había sido creyente, pero
necesitaba cualquier apoyo celestial o terrenal para que resultara el contacto.
Llegada la hora, se retiró del lugar. Desde lejos, volteó a ver de nuevo el árbol y se
espantó al ver que los escolares regresaban a instalarse de nuevo en “su” lugar y
se fue, rogando que no sacaran la bendita piedra.

Volvió a la pensión y retiró sus cosas. Decidió cambiarse de lugar porque le


preocupó lo intrusa que era la picarona señora.
VII. Primeras tareas
Cerca de las once de la mañana, Manuel llegó a la calle Seminario, en la
comuna de Providencia, antigua zona residencial del oriente de Santiago. “Plaza
Italia pa’ arriba”, como se dice en Chile cuando se refiere al lugar donde vive la
gente con más dinero. Manuel esperaba que sus compañeros hubieran recogido el
mensaje que había dejado en la Plaza Chacabuco, según lo previsto en su plan de
contacto. Era el miércoles siguiente al día en que había puesto la señal de su
llegada y ahora debía caminar según el plan trazado, empezando su recorrido por
Seminario.

La calle estaba tranquila y la vigilancia policial no era evidente. En esa zona era
más bien sutil, muy distinta a cómo era en los barrios populares. La chilena es una
policía clasista, sabía Manuel y los habitantes de este sector residencial eran muy
sensibles a la presencia de personas desconocidas, especialmente si iban
pobremente vestidas. De inmediato podían sospechar que los “intrusos” fueran
ladrones y, ante la duda, solían alertar a Carabineros. En cuanto a la policía, a los
bien vestidos por supuesto que no los molestaban, pero a los más pobres los
detenían exigiéndoles que mostraran su carnet de identidad. No portar dicho
carnet era ilegal, motivo inmediato de sospecha y se los llevaban detenidos hasta
comprobarles el domicilio. Por eso era fundamental ir siempre con carnet de
identidad, aunque fuera chamullento, pensaba Manuel, sonriendo
maliciosamente.

Debía caminar por la calle Seminario en dirección al sur, desde Avenida


Providencia hasta la calle Rancagua, transitando por la vereda poniente. Sabía que
su paso tenía que ser tranquilo, sin llamar la atención y que, además, según lo
señalado, debía llevar un ejemplar de la revista Estadio, muy conocida en esa
época. La tapa de la revista debía ir orientada hacia la calle es decir, en su mano
izquierda y, bajo ese mismo brazo, también debía llevar a la vista una bufanda
café.
En Seminario con la calle Rancagua, Manuel se detuvo, según las indicaciones y
emprendió rumbo a la calle Salvador, esta vez por la vereda norte, siempre en
sentido del tránsito de los vehículos, pero cambió de mano la revista. Esta era una
señal que representaba normalidad y significaba que no tenía ningún problema
para ser abordado.

La ruta prevista terminaba al llegar a la calle José Miguel Infante, donde Manuel
debía entrar en un bar llamado algo así como El Rey del Churrasco. Una de las
características del lugar era que vendían cerveza en vasos gigantescos. En esos
tiempos aquello era una novedad, porque los jóvenes no tomaban tanta cerveza
como ahora y todo eso se acompañaba con unos sanguches también enormes.

Manuel se sentó y puso con naturalidad sobre su mesa una nueva señal, una
revista con fotos de paisajes, muy a la vista. Además, tenía que pedir un chacarero
y colocarlo al centro de la mesa. Esperó bastante rato, consumiendo su cerveza en
el vaso grandote y se fue comiendo poco a poco el chacarero, que además le
pareció delicioso. Manuel sonreía pensando que, si no se apuraba, el contacto
llegaría cuando se hubiera comido todo el sanguchote y lo encontraría medio
mareado por la cerveza.

Según lo previsto, una persona se acercó y dijo “qué lindas las fotos, ¿me
permite verlas?”. Cuando eso sucedió, Manuel respondió con tranquilidad, como
había ensayado tantas veces, “usted debe ser coyhaiquino”. Después de esa frase,
el desconocido pidió permiso para sentarse y al momento que lo hacía le pasó una
moneda de chocolate envuelta en papel dorado. De inmediato supo que ahí
venían las indicaciones para sus posteriores pasos.

Charlaron un rato acerca de las fotos. El hombre le mostró una carpeta que
contenía muchas fotografías. Una de ellas era un paisaje de Centroamérica, del
gran Lago de Nicaragua.

–Yo nunca pude ir a combatir allá, –le dijo–, pero usted sí. Le damos la
bienvenida a Chile. –Y agregó después, en voz muy baja –Quieren verlo mañana,
como se indica en el chocolate. Si se pierde, vuelva aquí en una semana justa, a la
misma hora y nos comemos otro chacarero.

El contacto pidió un sándwich igual para él, “no se preocupe, yo pago, vaya al
baño y después se retira. Brinde con Santa Elena mañana a las cuatro de la tarde,
recuérdelo”.

A Manuel le dio lástima tener que abandonar la mitad de chacarero que aún le
quedaba en el plato, pero lo importante era que había logrado el contacto.
Se alejó del lugar mirando hacia todos lados. De vez en cuando, como indicaban
los manuales, se detenía, miraba una vitrina, se abrochaba los cordones de los
zapatos y aprovechaba de observar si alguien lo venía siguiendo. Manuel realizó
concienzudamente ese chequeo por más de dos horas y luego volvió a su
residencial.

Estaba emocionado, por fin tendría la oportunidad de juntarse con sus amigos y
compañeros. Ahora varios de ellos eran jefes político-militares en la lucha contra
el tirano. Apenas entró a su habitación, desenvolvió el chocolate. Bajo el papel
dorado había un papelito con el nombre de la Avenida Matta y una flechita que
indicaba hacia el sur. Pensó que al mensaje le faltaban datos y se puso nervioso.
“Tranquilo, tranquilo”, se dijo y se acordó de la sugerencia que el contacto le
había hecho: “brinde mañana a las cuatro de la tarde con Santa Elena”. Eso, esa
era la hora y la calle y debía partir desde Avenida Matta hacia el Sur. Además, en
el papelito estaba escrita la frase “bis una hora después”.

La espera hasta el día siguiente le pareció una eternidad, pero la hora del
reencuentro había llegado. Salió rumbo al punto de contacto y, a medida que se
acercaba al lugar definido para el encuentro, no dejaba de preguntarse por qué no
le habían indicado que llevara una señal de normalidad. Tampoco sabía lo que
debía decir cuando se produjera el abordaje.

En cuanto empezó a caminar, vio venir en sentido contrario a uno de sus


hermanos del alma. Eduardo se le acercaba sonriendo, bromeando, caminando
como un guapo habanero, leseando como siempre lo hacía. No se habían cruzado
todavía y ya se estaba riendo. Se dieron un tremendo abrazo en plena calle, como
si hubieran estado en una calle de Managua o en una avenida de La Habana.
Eduardo le dijo que lo siguiera y caminó junto a él hasta un auto donde los
esperaba al volante Benjamín, otro hermano que ahora era jefe.

–¿Acaso te pensabas quedar para siempre afuera, compadre? –Le dijo Eduardo
subiendo al auto– Aquí es donde está la runga.

Manuel no sabía qué decir, se fueron riendo todo el camino y se sentía feliz de
volver a encontrarlos, ahora en una situación totalmente distinta, en la lucha
clandestina. Benjamín y Eduardo eran combatientes internacionalistas y
jefes rodriguistas y, tiempo después, entregaron sus vidas en la lucha contra la
dictadura. Sus tumbas son hoy sitio de peregrinaje para muchos jóvenes que
comienzan su camino revolucionario y Manuel, cada cierto tiempo, los visita con
una flor. Benjamín está en Santiago y Eduardo en Viña del Mar.

En una casa de la comuna de Ñuñoa, donde lo llevaron, tuvo una larga reunión
donde le explicaron con lujo de detalles la situación que se vivía en Chile en esos
años y la de la organización en particular. Había en desarrollo una gran
movilización social para terminar con la dictadura y que se contrarrestaba con una
brutal represión por parte de la dictadura, para mantenerse en el poder. Le
contaron cómo estaban los demás compañeros, sin entrar en detalles para no
descompartimentar el trabajo que hacían en Chile. Luego, Manuel entregó los
mensajes que traía consigo desde el exterior y detalló lo último que conocía de la
situación de Nicaragua, Cuba y de sus contactos con los compañeros
salvadoreños. Entregó mensajes de familiares y compañeras, la mayoría de estos
venían embutidos. Hacia el final de la reunión, Manuel seguía sin saber para qué
lo habían mandado a llamar, cuál sería su misión específica.

Le explicaron que necesitaban crear un grupo de análisis, una especie de Estado


Mayor, que debiera ser formado, en su mayoría, por especialistas militares. El
grupo estaría destinado a apoyar la toma de decisiones en el ámbito político
militar y para eso lo habían mandado a ingresar a Chile. Manuel tenía experiencia
en el trabajo de Estado Mayor en el Ejército Popular Sandinista y en la formación
de combatientes en la guerrilla de Nicaragua. La idea era que organizara el grupo,
seleccionara sus integrantes, los dotara de los conocimientos y de la
infraestructura necesaria, para que estuviera operativo por lo menos un par de
meses antes de septiembre de ese año. Los jefes pensaban que en ese mes se
darían grandes batallas populares y que para el año siguiente, el ‘86, necesitarían
formar muchos combatientes y dirigentes a nivel nacional. Por eso había que crear
ese equipo de forma urgente y con Manuel como organizador. Su tarea incluiría,
además, viajar a los diferentes territorios donde se desplegaban las fuerzas
partidarias y combativas.

La reunión terminó con la promesa que se volverían encontrar, que


comunicarían al exterior que había llegado bien a Chile y que se quedaría por lo
menos unos tres meses en el interior. Le entregaron los vínculos para realizar su
nuevo trabajo, informándole que en un primer momento actuaría solo y que lo
atenderían cada quince días para hacer seguimiento y control del cumplimiento
de sus actividades. Prometieron también entregarle recursos y el apoyo de un
compañero que colaboraría para conseguir la infraestructura necesaria, las casas
donde reunirse y el transporte, entre otras cosas.

Manuel resintió que sus compañeros le informaran que, una vez terminado el
trabajo descrito, partiría de nuevo hacia el exterior. Les reclamó por eso y
finalmente, medio en serio, medio en broma, le dijeron que terminara el trabajo
primero y que después hablarían. Al final, le prometieron que lo juntarían, de
acuerdo a cómo se dieran las cosas, con otros hermanos que Manuel no veía
desde hacía tiempo y a quienes quería mucho. “Para que no te sientas tan solo”, le
dijo Benjamín riéndose durante el abrazo de despedida.
Y así, comenzó a cumplir su primera tarea, la de recopilar datos de todo tipo
para la fundamentación teórica del proceso que se vivía, aprovechando sus
conocimientos y experiencia militar. Con una radio portátil de onda corta, la
misma que usaba fuera de Chile, se dedicó a escuchar las noticias de Chile.
Manuel empezó a estudiar de todo, leyendo revistas y periódicos. Esperaba ser
capaz de cumplir las expectativas que sus jefes y compañeros se habían hecho de
su participación en esta tarea al llamarlo al interior. Ya llegaría el momento en que
estuviera en condiciones de entregar propuestas que permitieran a los dirigentes
tomar decisiones políticas fundamentadas y acertadas. De esa forma, sabía, se
podían aminorar los errores de apreciación.

Para la etapa que vivían por entonces las fuerzas que se enfrentaban a la
dictadura, sobre todo en el plano político militar, requerían de acciones de
inteligencia, mucho análisis, instrucción y formación, así como recopilación de
experiencia, crecimiento y, por sobre todo, moralización y combate. Manuel
estaba feliz, ya era parte de esa lucha largamente esperada.
VIII. El apagón que dio luz al Frente
A Manuel le gustaba escuchar las historias del apagón del 14 de diciembre de
1983, ocasión en que había surgido a la luz pública el Frente Patriótico Manuel
Rodríguez. Siempre se preguntaba cómo era que los combatientes habían logrado
realizar aquella acción de impacto nacional; imaginaba lo complejo que debió
haber sido coordinar las acciones de los grupos operativos clandestinos que
actuaron, el apoyo logístico entre ciudades y puntos tan distantes como Santiago,
Valparaíso y Concepción, sin comunicaciones instantáneas y en medio de un
control del que tanto se vanagloriaba la dictadura de Pinochet. Para aquella fecha,
Manuel estaba en una escuela de instrucción militar del Ejército Popular
Sandinista en una zona del norte de Nicaragua llamada Apanás, en el
departamento de Jinotega, participando en un entrenamiento de guerra irregular
de varias semanas de duración.

Cuando terminó el curso, los demás chilenos y él, la mayoría combatientes de la


guerra de liberación de ese país y luego asesores militares en la formación del
ejército nacido después del triunfo revolucionario del 19 de julio de 1979, fueron
repartidos entre los Batallones de Lucha Irregular, identificados con la sigla BLI.
Muchos compatriotas se desplegaron en esas unidades de combate en plena
montaña, enfrentando a las bandas de contra revolucionarios financiadas por el
gobierno de Estados Unidos, presidido entonces por Ronald Reagan. Entre los
participantes de ese curso estaban los jóvenes José Valenzuela Levi y Juan
Waldemar Henríquez, futuros jefes rodriguistas en Chile. Ambos fueron
asesinados junto a otros diez combatientes del FPMR en la llamada Matanza de
Corpus Christi, ocurrida los días 15 y 16 de junio de 1987.

A mediados de diciembre, durante un descanso de las tropas de su batallón al


amanecer, uno de los oficiales nicaragüenses llegó buscando alegremente a
Manuel y, como eran amigos, frente a toda la tropa le dijo emocionado, “oye
chileno, escuché en una radio que tus compañeros estánvolando pija en Chile.
¡Hicieron un apagón eléctrico total y dejaron sin luz a Pinochet! ¡Felicitaciones,
camarada!”. Primero se sorprendió y luego se sintió tremendamente contento.
Las noticias que llegaban desde Chile casi siempre estaban relacionadas con algún
acto terrorista de la dictadura militar contra chilenos y nunca con las luchas que
daban sus compatriotas en la resistencia, como la que acababa de recibir. Como
siempre lo hacía Manuel, se preguntaba, “¿qué estoy haciendo aquí, en esta selva
tropical, todo picado de mosquitos, si debería estar allá en Chile. ¿Por qué me
dejaron hasta ahora aquí? Pero, órdenes son órdenes”, se respondía, finalmente.

Ante la curiosidad de los demás soldados y a pedido de su amigo oficial, que lo


había presentado como combatiente del Frente Sur en la guerra contra el dictador
Somoza, Manuel dibujó en el piso con un tizón algo parecido a un mapa de Chile,
para explicar a los soldados cómo era su patria. Contó lo largo que el país de
Salvador Allende. Les habló del desierto de Atacama, del continente Antártico, de
dónde estaba la capital, de la Cordillera de Los Andes y del Océano Pacífico. Habló
del frío, de la nieve, del pueblo Mapuche.

Algún día, pensó Manuel, cuando estuviera en Chile, buscaría a algún


combatiente que hubiera participado en ese apagón, para que le explicara con
detalles cómo se las habían arreglado para ejecutar esa acción. El llamado a
formación del jefe de la columna lo sacó de sus cavilaciones. Era tiempo de que las
tropas del BLI reiniciaran su marcha. Estaba en una guerra en plena montaña,
defendiendo la revolución sandinista y debía volver a pensar en los contra
revolucionarios anti sandinistas, ése era el enemigo que ahora tenía al frente.

Pero años después, ese momento soñado había llegado. Estaba ahora en el
1985, se encontraba clandestino y por fin en Chile. No lo habían destinado
inicialmente al Frente, ni tampoco al Trabajo Militar partidario, sino que lo habían
mandado a idear y crear un Grupo de Apoyo Central partidario. En todo caso, a
Manuel, ese puesto privilegiado le permitiría tener una visión más general de las
luchas que se desplegaban en todo el territorio nacional y, además, tendría la
oportunidad de reunirse con muchos combatientes. Pensó que, tarde o temprano,
se encontraría con alguno que hubiera participado en esa operación de 1983 y
que, tal vez, estaría dispuesto a contar lo vivido en esa experiencia.

Su próxima meta, después de haber ingresado clandestino a Chile, era llegar a


trabajar en algo más concreto, más combativo, donde “las papas quemaran”. Para
eso, estaba claro que el camino correcto no era reclamar ni hablar mucho, sino
acometer la tarea encomendada, con calidad, para que su mando se viera
obligado a dejarlo en Chile y lo destinara a un grupo operativo. “Me tengo que
hacer necesario aquí, mierda”, pensaba Manuel todo el tiempo.

En una oportunidad, caminando por la Alameda de Santiago, Manuel escuchó


decir a un compañero que iba junto a él, de chapa Alberto y futuro jefe del equipo
de Apoyo Central que estaba formando, mientras indicaba con su mano en
dirección a la Iglesia de San Francisco, que precisamente en aquel sitio era donde
se había juntado con el jefe del Frente, José Miguel, o Benjamín, la chapa con que
lo identificaba Manuel. Se juntaron, según lo que contaba Alberto, para luego
subir a un sector precordillerano de La Reina Alta y observar cómo se iba
apagando la luz en la capital ese día 14 de diciembre del 83, a partir de las diez y
media de la noche. Manuel se quedó callado para que le siguiera contando la
historia que tanto le interesaba conocer desde los tiempos de Nicaragua. Alberto
dijo que había sido muy impresionante ver cómo, poco a poco, Santiago se iba
quedando a oscuras, hasta que el apagón fue total. “No se veía prácticamente
nada, compañero”, agregó. “¡Qué manera de estar contento el jefe; los golpes a
las torres habían sido a la hora precisa!”. Luego, le siguió contando que con una
radio portátil se informaban del impacto que había producido la acción en todo el
país, que marcaba entre otras cosas el nacimiento del Frente Patriótico. El apagón
fue un estímulo a la lucha popular.

Luego, el Comandante José Miguel lo había dejado solo mirando la oscuridad


de Santiago, ya que debía confirmar la normalidad de todos los “torreros y
torreras”, como empezaron a llamar a los que hacían el delicado trabajo de
derribar las torres de alta tensión para los apagones.

–¿Tú estabas metido en el apagón? –le preguntó Manuel.

–Espérate, o no te cuento nada, –respondió Alberto, muy serio.

“En este lugar conocí a un compañero que era oficial, como tú”, continuó
Alberto, “pero eso lo supe después que desapareció, cuando lo siguieron los
malos, y hubo que esconderlo y sacarlo del país. Era muy simpático ese
compañero, no sé si decir valiente o medio loco. Días antes del apagón, ya
teníamos todo estudiado, sobre todo la parte de la misión que nos correspondía a
nosotros y, cuando solo faltaba el material para botar las torres, me mandaron a
recoger el explosivo. Y llegó este compañero del que te hablaba, venía caminando
por plena Alameda con una caja de cartón al hombro, de esas para las frutas,
amarrada con una pitilla. Me habían indicado que me encontraría con un hermano
de treinta y tantos años, con barba, una chaqueta café y una caja de frutas en el
hombro izquierdo como señal de normalidad, simulando ser un vendedor de
feria”.

Alberto siguió con el relato. Daba a entender que él era el jefe que coordinaba
dos grupos en esa acción y el hombre de la caja aseguraba la logística y lo apoyaba
en todo, pero no podía ir directamente a las torres porque debía encontrarse con
el jefe, comprobar los resultados de la acción y luego dar la señal de normalidad.
Es decir, confirmar que todos los torreros y torreras estaban es sus casas y sin
problema. Pero esa comprobación tenía que ser realizada personalmente, como
siempre ordenaba Benjamín.

–¿Pero, entonces, tú no botaste una torre, compadre? –interrumpió Manuel.

Nunca pudo olvidar la cara que puso Alberto después de su imprudente


pregunta y lo que le dijo en ese momento. “Para que te quede claro, botar torres
no es tirar y abrazarse, la cosa no es tan fácil y uno no puede andar mandándose
las partes de que lo hizo solo”. Estaba de verdad molesto. “Hay todo un trabajo
antes de poner la carga y botar la torre, donde participan muchos compañeros”.
Se notaba que Alberto no quería seguir hablando, solo atinó a decir que el Frente
no era una organización de superestrellas, sino de personas comunes y corrientes,
y que había que estar dispuesto a hacer lo que se les ordenara. “¿Con qué clase de
oficial me mandan a trabajar?”, concluyó Alberto, mirando enojado a Manuel.
“Ahora solo falta que me digas que tú ganaste solito la guerra en Nicaragua”.
Manuel se sintió avergonzado, agachó la cabeza y pidió disculpas. “Esto me pasa
por huevón”, se dijo para sus adentros.

–Bueno hermano, discúlpame… ¿Y qué pasó con el compadre de la caja que me


estabas contando? –insistió, con la esperanza de que Alberto siguiera con su
relato.

Alberto lo miró como lo hacía su padre cuando lo hostigaba pidiendo algo. Para
su alegría, Alberto siguió con la historia. “Apareció el compadre con su cajita y nos
metimos a la iglesia, ‘hay que persignarse’, me dijo y lo hizo, y yo tuve que
hacerlo. Luego, me dio un informe político delante de todos los santos, en voz
baja, explicándome que si yo era cristiano no me fuera a ofender por el lugar del
encuentro. En la cajita de plátanos ecuatorianos venían los materiales para la
fiesta del apagón. Al mirar la caja me entró un temblor de repente, no imaginaba
que el compañero transportaría el explosivo de esa manera y reconozco que
después me vino el susto.

–¿Se asustó el jefecito?

“El problema no es el susto,” –replicó Alberto– “sino que jamás me hubiera


esperado que el compadre me entregara los explosivos para volar las torres
adentro de una iglesia y menos en una ubicada en plena Alameda Bernardo
O’Higgins. Me impresionó tanto la forma en que se comportaba este jefe, que yo
adopté esa costumbre”. Alberto continuó, después de una pausa. “Este
compañero me citaba a reuniones solo para estudiar política. Se reía cuando yo le
decía que pensaba que los vínculos clandestinos eran para hacer algo concreto y
no para puro hablar. Sonriendo, me recalcaba que la preparación política también
era algo muy importante”.
Cuando conoció a Alberto, este tenía más de cuarenta años cuando y Manuel
veintiocho. Nunca había salido de Chile, toda su formación la había adquirido en la
lucha del interior. Fue quien le explicó en terreno los conceptos de la lucha
clandestina “y antes de eso yo pensaba que me las sabía todas”, rememora
Manuel.

Alberto se había hecho en la resistencia diaria. Era un compañero obrero,


militante de muchos años en el Partido Comunista. Y como trabajador de la
construcción, sabía hacer de todo. Murallas, gasfitería, plomero, jardinero,
matarife, artesano, minero, vendedor de cuanta cosa existía, gustador de buen
vino tinto. Un verdadero maestro chasquillachileno, además de buen panadero y…
“cantante de botillería”, como le decía Manuel. En lo que más hacía hincapié
Alberto, era en que nada reemplazaba el aspecto humano, el compañerismo de
los combatientes de la resistencia.

“El jefe, el de la caja de plátanos”, le dijo Alberto, “venía de una guerra, igual
que Benjamín; sabía mucho de los métodos de conspiración. Podría haber
mandado a alguien con el explosivo, o dejar las cosas en algún lugar para que las
recogiera, pero prefería hacerlo él mismo. Yo estaba impresionado con la forma
de ser del compañero, del que nunca supe ni su nombre”.

Alberto le detalló a Manuel el largo trabajo que había que hacer antes de llegar
a la torre. “Para que un joven como tú trepe el enfierrado y ponga las cargas”,
dijo, “hay muchas, pero muchas horas de pega previas y muchos combatientes y
ayudistas de distintas edades colaborando, hombres y mujeres. Nunca olvides que
la gloria es de todos, no solo del torrero”.

–Bueno, –concluyó–, hasta aquí no más llega la conversa. Ya te tocará participar


en un apagón pero, por tu propio bien, recuerda que por ahora debes tener tu
propio buzón telefónico, hecho por ti mismo, hazlo como te indiqué.

Tenía tantas cosas por aprender de la lucha clandestina y de los compañeros


del interior. Ya llevaba dos meses en Chile y los buzones siempre se los daban
hechos. Pero Alberto le había comentado que eso era peligroso.

Tiempo después, Manuel tuvo la oportunidad de participar en un apagón,


directamente en una torre y con una jefa mujer, que era mucho más exigente que
Alberto y salió bien parado, gracias a sus enseñanzas.

Alberto, que ya había estado detenido para el golpe de Estado, cayó preso el
año 1987. Murió de una larga enfermedad a finales de los ochenta, lo soltaron de
la cárcel solo para morir. Trabajaba con él en el Sur cuando lo detuvieron. No
entregó a nadie, ni nada. Manuel se enteró por la prensa de su libertad
condicionada, era muy peligroso visitarlo, pero igual lo pensó. Desistió de
intentarlo porque pensaba que de seguro el viejo lo estamparía a garabatos por
irresponsable.

Manuel salió a caminar por las calles de Santiago en busca de su propio buzón
telefónico “cortado”, como se decía en esa época de clandestinidad y lucha. Era
muy necesario para tener una infraestructura personal segura.
IX. La voz esperanza
“Ya es hora que se construya su propio buzón, compañero”, le habían
ordenado. “En la clandestinidad, las comunicaciones son de responsabilidad
exclusiva del propio luchador y, recuerde, el buzón que haga siempre debe
ser cortado de todo, sobre todo de usted”.

Lo de tener un buzón telefónico era parte de las enseñanzas que recibió


Manuel en la preparación previa para ingresar al país, pero la originalidad de
cómo debía construirlo la aprendió en Chile. Los compañeros del interior llevaban
años de clandestinidad y tenían sobrada experiencia al respecto. El jefe dio las
indicaciones y la orden para que lo construyera a la brevedad. “No espere hasta el
último momento”, le advirtió.

Sanidad, comprar y pan, eran tres palabras claves para el trabajo clandestino de
Manuel. En el plan de comunicaciones esas palabras significaban cosas
importantes. Sanidad, era el enemigo. Que fuera acomprar significaba que tenía
un mensaje del mando superior. Pan era el mensaje propiamente tal. Una vez al
día, Manuel debía llamar al buzón, desde distintos teléfonos públicos cada vez,
para enterarse si acaso debía comprar o no pan ese día.

Esta comunicación telefónica era la más rápida. En su plan, Manuel tenía todos
los escenarios planificados: el de emergencia, el de peligro y también el de
normalidad. Fue aprendiendo poco a poco. “Siempre se aprende, sobre todo
cuando hay una tendencia a la comodidad, incluso en la incertidumbre de la vida
clandestina, ya que si funciona bien el sistema de comunicación, la tendencia
natural es a quedarse tranquilo”, pensaba Manuel. Pero aquella comodidad
encerraba muchos peligros para el combatiente y, obviamente, para la
organización. Y a esto se sumaba que siempre había más de algún compañero al
que le gustaba anotar todo y luego no eliminaba correctamente o no protegía esa
información debidamente, camuflada o embutida. El peligro que esos datos
llegaran al enemigo era siempre latente.
Por eso su jefe le decía siempre que el combatiente debía tener su propio
sistema de comunicación, construido por él mismo. A Manuel le pidieron que
organizara varias clases sobre lo último que había aprendido en el exterior,
relacionado con métodos conspirativos. La intención permanente era mejorar los
métodos de trabajo clandestino. Pero, a veces, las cosas resultaban de un modo
distinto al esperado.

Recordaba cuando lo enviaron a dar su primera charla. Fue en la zona del


carbón, en Lota y Coronel. Estaba feliz, pues le permitiría reencontrase de a poco
con el país y con esos lugares que tenían mucha tradición de lucha. Pidió un arma
para viajar, pero le respondieron con una rotunda negativa, diciéndole que iba a
dar una charla, no a volar una torre o hacer otra acción. Manuel acató la orden,
pero no dejó de extrañarle que a pesar de todo lo que hacía el Partido por
derrocar a la dictadura –voladuras de torres, tomas de radio y otras operaciones–,
todavía el tema del armamento era un tabú, o por lo menos de una gran
ambigüedad.

Le indicaron que tomara un bus directo a Lota y que en el terminal lo estarían


esperando. Pero su jefe no aceptó ese método por considerarlo inseguro y solicitó
para Manuel un contacto más estudiado, con caminamiento y señales de
normalidad en una calle. Como medida de seguridad complementaria, Manuel no
tomó un bus directo a Lota, si no que fue primero a Concepción y de ahí salió
rumbo a la zona del carbón. Una vez en la ciudad minera, se contactó con el
compañero que lo llevaría al lugar donde tenía que dar la charla de trabajo
conspirativo.

En Lota, el encargado del tema político-militar lo recibió y, con un gran abrazo,


le comentó que estaba orgulloso de conocerlo.

–Linda debe haber sido la guerra en Nicaragua, compañero, –le dijo ante el
asombro de Manuel, pues su anfitrión no debiera haber conocido esos detalles
acerca de él.

Era septiembre de 1985, la represión y el control por parte de los agentes de la


dictadura era muy activa. Durante el camino hacia el sitio en que se desarrollaría
la actividad, el compañero le fue hablando de todo lo que había leído de
Centroamérica. Estuvo varias veces por decirle que bajara la voz, que todo Lota se
estaba enterando de quién era, pero lo dejó hablar, hasta que por fin llegaron al
lugar de la charla. Era una casa modesta, como todas las de esa ciudad. En la
puerta había un compañero tomando un vaso de leche. Le dijeron que aquella era
la señal de normalidad.
Una vez adentro, se encontró con una nueva sorpresa: había más de veinte
compañeros, amontonados en el living de la casa, esperando su llegada. Todos
expectantes por que comenzara la charla… pero no acerca de los métodos
conspirativos, como le habían indicado, si no que nada menos que acerca de la
Revolución Popular Sandinista en Nicaragua y el papel de los chilenos en ella.
Estaban expectantes, esperando al expositor del tema y a su ingreso lo recibieron
con aplausos. Muy turbado, agradeció los saludos y llamó a un lado a la máxima
autoridad presente del Partido. Era el secretario orgánico de la zona, o sea el
“número 2”, y le trató de aclarar a lo que venía y quién lo enviaba. El compañero
le contestó que la leyenda de la reunión era que había una fiesta de cumpleaños y
que todos esos compañeros eran los invitados, que se quedara tranquilo.

–Nos va a contar cómo le sacaron la cresta a Somoza. ¿Qué mejor clase que esa
para los compañeros? Y, si alcanza, en medio de la charla les enseña algo de
métodos conspirativos, para que cumpla con su pega. Compañero, le pusimos
harto color con la invitación.

Resignado, ya ante su público, le preguntaron si acaso era verdad que había


participado en la guerrilla de Nicaragua. Ante la respuesta afirmativa, la alegría y
la admiración que percibió lo obligaron a hablar acerca el tema que el secretario
orgánico había propuesto. Estuvo hablando por más de cuatro horas, hasta que el
olor a carne asada hizo que terminara la charla.

Los presentes parecían felices y agradecidos que la dirección del Partido les
mandara a un compañero para dar esa novedosa exposición. Nadie supo que en
realidad había ido a dar una charla acerca de los métodos conspirativos y que no
había sido enviado por la dirección partidaria. Esa fue la primera charla de Manuel
en Chile, acerca de la lucha del pueblo nicaragüense y de la participación de los
combatientes internacionalistas chilenos en esa revolución.

En medio del “asado de cumpleaños” que siguió a la exposición, Manuel


aprovechó de preguntarles acerca de la zona, de la organización del Partido, el
cómo habían llegado a la casa en esa ocasión, los métodos de seguridad que
usaban… Pero no había caso, los compañeros no respondían sus preguntas, sobre
todo los más jóvenes, más interesados en el tema de la Revolución Sandinista y
del papel que jugaron los chilenos en ella.

Manuel conoció compañeros muy valiosos en esa reunión, puro pueblo, que
tiempo después contactó para que trabajaran con él en las tareas del Frente
Patriótico. Al despedirse, le pidieron que transmitiera sus saludos a la Dirección
del Partido. Manuel trataba de insinuar que eso sería difícil y los compañeros
sonreían, pensando que se las estaba dando de conspirativo. En medio de la
fiesta, Manuel pidió permiso para ir al baño. Ya se había puesto de acuerdo con el
encargado y salió de la casa sin despedirse.

Desde Lota, en vez de regresar directamente a la capital, tomó rumbo al sur en


varios buses. Primero a Cañete; luego dio la vuelta pasando por el Lago Lanalhue.
Cruzó la cordillera de Nahuelbuta. Llegó hasta Purén y de ahí hasta Los Ángeles,
donde enrumbó para Santiago. Años después, esas rutas y pueblos serían sus
territorios naturales en la lucha contra la dictadura y marcarían a Manuel de por
vida.

Llegando a Santiago se reportó con su jefe al buzón telefónico. A pesar de todo


volvía contento de su viaje del sur, pero el mensaje que le habían dejado lo alertó
de inmediato: “Sanidad investiga la panadería de Don Julio, no compraremos más
en ese lugar. Busque a la brevedad un nuevo panadero para no quedarse sin pan”.

Debía construir un nuevo buzón pues había quedado incomunicado de sus jefes
superiores. Tenía la idea de cómo hacerlo pero, como le señalara Alberto, la
creatividad era la que manda siempre.

Al otro día, Manuel salió de su cuarto y dejó las señales y marcas que le
permitían saber si alguna persona entraba a su pieza mientras estaba ausente. Era
la misma habitación que alquilaba desde hacía meses y siempre guardaba boletos
de micro, de los que ya no hay en Santiago y los soltaba al azar desde el aire, cerca
de la puerta de salida y luego hacía un plano marcando claramente dónde caían
los trozos de papel. En el dibujo anotaba las distancias entre los objetos cercanos
a los boletos, midiendo todo en centímetros. De preferencia usaba boletos, pero
también bolitas de cristal. Cuando regresaba a su cuarto, revisaba las medidas y, si
había variaciones, era para él razón evidente de que algo había pasado. Estas
medidas de seguridad se las exigía a sus subordinados, pero siempre les decía que
se fijaran si había gatos o perros en las casas pues, en una ocasión, Manuel estuvo
a punto de dejar una buena casa al descubrir variaciones en sus mediciones. El
infiltrado había sido nada menos que un gato juguetón que desparramaba las
bolitas que él colocaba “estratégicamente”.

En busca de su nuevo buzón, echó a andar por la avenida Pajaritos, buscando


pequeños negocios. Entró a los pasajes intermedios y caminó buscando donde
“arrendar” un teléfono. Descubrió un local al doblar una esquina, cerca de
Pudahuel, guiado por el olorcito de marraquetas recién horneadas.

Entró al negocio y saludó con señas a la muchacha que estaba atendiendo en el


mesón. Ella no se percató del saludo hasta que Manuel se le acercó y le habló.
Entonces se dio cuenta que la chica era ciega. Le pidió unas marraquetas, de las
que estaban recién salidas del horno. La muchacha tenía una voz muy dulce.
Conversaron un buen rato, generando confianza y ella le preguntó en qué
trabajaba. Manuel dijo que vendía frazadas y sábanas y que la empresa para la
que trabajaba daba a crédito la ropa de cama, luego un cobrador los visitaba para
retirar las cuotas del pago. Ella era muy hermosa. Le tocó las manos al pasarle el
pan.

–Tú no has trabajado mucho, parece, por las manitos suavecitas que tienes. Yo
tengo las manos más toscas que la tuyas. –Dijo sonriendo la chiquilla –¿De verdad
vendes frazadas… o eres un extremista que anda por las calles haciendo tiempo?
¿Puedo tocarte de nuevo las manos?

–Claro… –respondió Manuel, medio turbado por el comentario.

Mientras la muchacha exploraba la textura de sus manos, Manuel se aventuró a


contarle que necesitaba un teléfono de recados para sus clientes y patrones. “Aquí
alquilamos el teléfono y yo hago de telefonista”, contestó ella de inmediato. “Si
quieres, yo te tomo los pedidos para que no pierdas tiempo y me llamas para
darte los recados”. No podría haber resultado mejor. Le dijo a la muchacha que se
llamaba Vicente Contreras, vendedor de cubre camas en terreno.

Aquel fue durante varios meses el buzón principal de Manuel, atendido por la
compañera Esperanza, el nombre de ella. La llamaba todos los fines de mes y de
quincena. Manuel había establecido un sistema de comunicación basado en
pedidos de frazadas de distintos colores, impermeables, mantas de castilla, cubre
camas, pedidos de provincia, reclamos de los clientes… era un buen trabajo de
buzón. Sin embargo, poco a poco, Esperanza se fue percatando que Manuel era
más que un simple vendedor de frazadas. Un día que fue a pagarle el alquiler del
servicio de teléfono, la chiquilla le dijo, “Vicente, parece que fue cierta mi primera
impresión, cuando te conocí. Tú andas en algo… ahora en Chile todos andamos en
algo. Pero no te preocupes, yo te apoyaré con mi teléfono; mi mamá también está
de acuerdo. Cuídate mucho, manitos suaves”.

Durante mucho tiempo, Manuel siguió escuchando la dulce voz de Esperanza


por el teléfono. Hablaban de todo. Manuel inventaba historias su vida y ella, al
final siempre le decía, “es bonito el cuento, pero seguro es un chamullo”. De ella
supo que había nacido ciega, pero que sabía que era bonita. Se emocionaba
hablando con Esperanza. Pero, como decía el manual de comunicaciones
clandestinas, el buzón debía ser cortado; ella no debía saber nada de él, ni
sospechar. En una ocasión le contó a su jefe principal la relación que tenía con
ella. Este respondió muy seriamente que la compañera se había convertido en su
ayudista y que a gente así había que cuidarlas siempre, “si no, tu conciencia no lo
resistirá… si por un mal trabajo tuyo le pasa algo esa chiquilla, si la detienen o la
matan, no lo soportarías”. Tenía toda la razón. La lucha contra la dictadura, el
encuentro en Lota y la voz de Esperanza, lo iban atando cada día más a Chile.
X. La Escuela Nacional
Manuel hizo la señal de normalidad acordada, se paró a la entrada del almacén
con una bolsa plástica con mercadería en cada mano; “el jardinero” lo observó y
comprendió que era la indicación para empezar a abrir el portón enrejado del
antejardín de la casa. Una hermosa y exclusiva vivienda en una de las comunas de
Santiago, Las Condes. Por las puertas ingresó el furgón blanco cuyo chofer
indicaba su propia señal de normalidad: la imagen de un gran Jesucristo colgando
del espejo retrovisor del vehículo. Todo indicaba que no había seguimiento
enemigo alguno y que podían entrar a la casa sin problemas.

Corría el verano del año 86. La compañera “señora de la casa”, al sentir el ruido
del vehículo, salió a recibir alegremente a la “familia amiga” que los visitaba. Muy
contenta, saludó a los niños que bajaban alborotadamente del vehículo, todos con
trajes de baño y corrieron directo a tirarse a la piscina, una de las más lindas del
barrio. Manuel, desde el pequeño supermercado al frente de la casa, observaba la
escena al tiempo que vigilaba el entorno del lugar. Cuando cerraron el portón,
cruzó la calle e ingresó también a la vivienda con las compras.

El chofer le hizo un gesto con la mano señalando que había arribado con la
primera carga en el vehículo. Manuel ordenó la descarga. Debía descender el
primer grupo de alumnos que venía en la parte trasera de la camioneta, cubiertos
con una lona. Uno a uno, fueron entrando los seis primeros compañeros por la
puerta de servicio, todos con anteojos de sol y la vista hacia el suelo. Se percibía la
tensión en ellos, pero cumplían estrictamente las indicaciones que habían recibido
antes del viaje. Los lentes de sol que llevaban eran especiales, no por la marca,
sino porque tenían una cinta oscura de envolver pegada en la parte interior de los
cristales. Con esa medida de seguridad, no podían ver por dónde caminaban ni
observar el exterior de la casa. Nadie podía saber dónde estaba. Caminaban a
tientas y en fila india, marcha que podía resultar graciosa para un observador
neutral, pero no para ellos. Parecía un desfile de no videntes. Una vez dentro de la
casa, fueron recibidos por “la mucama”, una compañera jovencita, de cara muy
seria e impecablemente vestida, con ese uniforme de empleada que tanto les
gusta a las señoras ricachonas chilenas del barrio alto. Pero esta mucama tenía
una característica muy especial, llevaba una pistola calibre 9 milímetros en su
cintura y poseía el conocimiento para usarla, si era necesario.

Los alumnos fueron conducidos por ella a una de las piezas principales,
previamente preparada, con todas las ventanas tapadas, ubicaba en el área de los
dormitorios de la gran casa. Una vez ahí les permitió sentarse. La mucama se
identificó como jefa de seguridad y les ordenó esperar en el lugar y los autorizó a
quitarse los anteojos. Poco a poco, los recién llegados fueron acomodando la
visión y observaban el cuarto. En ese preciso momento entró Manuel y fue
saludando afectuosamente a cada uno; los abrazaba cariñosamente para
tranquilizarlos y darles confianza. Notaba el nerviosismo en el apretón de manos.
Ninguno tenía la menor idea de dónde estaba. Se veían muy agotados y era lógico,
ya que después de haber sido contactados y recogidos, viajaron mucho rato sobre
el piso de la parte trasera del furgón, por varias calles santiaguinas y con toda la
tensión que aquello significaba.

La joven mucama que quedó a cargo de los alumnos era la responsable de


seguridad de la Escuela Nacional que se iniciaba en esos momentos, ese verano.
Solo ella podía comunicarse con los alumnos hasta que empezaran las clases. Sería
la encargada de darles la primera comida, indicarles el lugar donde dormirían
durante los días que durara la instrucción, así como el sistema de seguridad
general y de la guardia rotativa que todos harían. Ella podía responder a las dudas
de todo tipo que pudieran tener los nerviosos recién llegados. Y lo más
importante, debía asegurarse que no vieran nada de lo que sucedía normalmente
en la casa. Gran trabajo tendría la compañera, pero estaba preparada para esa
tarea.

Manuel había formado el equipo de la escuela antes del fin de año, luego de
recibir la orden para organizarla. Había tenido que asegurar todo, e incluso sería
profesor de una de las clases, además de garantizar la infraestructura y la
realización de aquel encuentro absolutamente clandestino.

Una vez elegida y conseguida la casa, los trabajos para prepararla fueron
arduos. Se creó una cobertura idónea que impidiera cualquier asomo de sospecha
en el vecindario. La selección del equipo responsable de la escuela fue el trabajo
más delicado. Cada miembro participante corría un gran riesgo personal, como
todos los militantes y ayudistas de esa época y debían asumirlo conscientemente.

El objetivo central de la escuela era trasmitir la idea de la Sublevación Nacional,


pues se consideraba ese año, 1986, como el decisivo en la política de los
comunistas y, por tanto, a los alumnos se les darían a conocer los métodos de las
acciones político-partidarias para lo que se avecinaba. Los participantes
seleccionados eran dirigentes medios y principales del Partido, la organización
política donde en aquellos años militaba Manuel.

“Estarás a cargo de la escuela; te entregaremos compañeros de apoyo. Lo


importante es que los alumnos, al terminar los estudios, salgan motivados y lo
más claros posibles de lo que tienen que hacer y lo que se nos viene durante el
año próximo”, le había indicado uno de los jefes militares del Partido Comunista.

Los profesores fueron seleccionados entre los propios oficiales militantes de la


orgánica y los temas específicos versaban sobre la política de rebelión popular, la
sublevación nacional, el teatro de operaciones político militar, la situación política
contingente y las tareas y misiones de las distintas fuerzas políticas y militares; se
incluiría también nociones generales de política y estrategia militar, entre otros
importantes temas. Manuel recordaba que se prepararon grandes mapas del
territorio nacional para detallar las explicaciones de los profesores y de esa forma
asegurar el intercambio de ideas con los alumnos. Se esperaba una activa
participación de ellos, ya que todos poseían experiencias políticas avanzadas en
sus respectivos territorios y contaban con muchos años de lucha contra la
dictadura.

Luego de recibir el informe de seguridad del chofer a cargo del furgón, Manuel
le dio la autorización para que saliera nuevamente a realizar “las compras” que
faltaban, lo que significaba que debía recoger a los alumnos con que habrían de
completar la cantidad prevista para el inicio del primer curso de la escuela. Los
jefes pensaban hacer pasar por la instrucción a más de un centenar de
compañeros dirigentes. En tres o cuatro viajes se completarían los quince alumnos
para cada curso, que se prolongaría por cuatro días; dos de clases propiamente
tal, uno para entrar y otro para salir de la casa escuela.

Esta escuela de instrucción se repitió, al mismo tiempo, para militantes del


Frente Patriótico, de la Juventud del Partido y de otras instancias de organización.
Era un gran despliegue operativo y logístico, bajo las propias narices de la
dictadura. Sin saberlo en esos momentos, Manuel y su equipo formaban parte de
un andamiaje mayor en la lucha contra el dictador.

El equipo de trabajo de la escuela fue seleccionado durante todo el mes de


diciembre. Se entrevistó a varios compañeros y compañeras. Durante les
entrevistas, Manuel no les contaba detalles, pero sí les informaba acerca del
riesgo que se corría al juntar a ayudistas con combatientes en una misma casa por
casi un mes. Finalmente, se seleccionó a diez compañeros y compañeras, los que
se consideraba necesarios, y todos aceptaron correr los riesgos. Manuel viviría
todo ese tiempo con “la dueña de casa”, “la hija”, “el marido” , “la abuelita, “la
mucama”, “la nana”, “el chofer”, “el jardinero” y “la familia amiga”, hasta que
terminara la escuela.

El papel de la dueña de casa siempre era uno de los más peligrosos y de mayor
exposición. Si la actividad clandestina era descubierta, sus rastros serían los de
mayor facilidad para detectar, sus huellas y rostros serían recordados por los
dueños de la propiedad, los vecinos y los comerciantes del lugar. Ella, que también
era madre de combatientes en la vida real, sería un eslabón importante del equipo
organizador de la escuela, una de las personas que conocería gran parte de la
misión encomendada a Manuel. Debía trasmitir normalidad, algo que puede
parecer tan sencillo –pero que está lejos de serlo– en una escuela clandestina.
Debía dar la cara pública junto a su “familia” y desarrollar una vida absolutamente
normal en la casa. Entraría y saldría permanentemente de la casa; incluso debía
hablar con sus vecinos cuando se diera la situación, pero sin olvidar que en su
hogar se desarrollaba una importante escuela revolucionaria clandestina. Había
recibido la preparación previa necesaria, entregada por Manuel y sus compañeros
y, según las instrucciones que recibió, en tiempo record formó una familia ad
hoc, que incluía a todos los integrantes y hasta al correspondiente perro casero.

La “muchacha de la piscina”, una estudiante universitaria que disfrutaría del


agua todos los días, según el plan, era “la hija mayor” de la dueña de casa, pero su
misión principal sería la de vigilar la parte posterior de la casa y, por las noches,
hacer turno de guardia. Los turnos de vigilancia eran de dos horas cada uno. Ella
siempre se burlaba del equipo durante las reuniones de análisis de la situación
diaria, contando lo rica que estaba la piscina. Los demás no podían acceder a ese
lugar del patio. Varios fueron testigos de la tremenda parada de carro que le pegó
esta combatiente a un jefe que los visitaba, cuando se percató que, en vez de
trabajar, estaba dedicando a observarla mientras ella estaba en traje de baño. “Mi
pequeño traje de baño es un simulacro de uniforme verde olivo rodriguista”, le
espetó secamente, “así que váyase a cumplir su pega mejor, si no quiere que yo
misma lo saque de este patio compañero”. Ese jefe, avergonzado, nunca más
volvió a la escuela, o quizás nunca más le permitieron volver.

La “nana” de la cocina era una compañera ayudista de la población La Legua.


Ocupaba, como todas las nanas, la habitación de la empleada, pero decía que esta
era más grande que la pieza que tenía en su casa, con su marido. Aceptó participar
junto a su pequeña hija en la escuela. “Qué valiente mujer es la nana”, pensó
Manuel durante la entrevista inicial. Le había advertido de los peligros, pero ella
había contestado que confiaba plenamente en que los organizadores harían todo
bien, para que nos le pasara nada a ella ni a su hija. Hacía su papel disfrazada con
uniforme de empleada y cubría la vigilancia del sector de servicios de la casa. En el
plan de vigilancia nocturna, estaba contemplada como guardia de madrugada
para preparar el desayuno de todos, alumnos y combatientes. Otra de sus tareas
era salir temprano por las mañanas a comprar el pan para “la familia de la casa”.
Hablaba con las otras empleadas del vecindario para enterarse de los que sucedía
en las casas del sector y también, decía ella riéndose cuando entregaba su informe
diario en las reuniones de evaluación, había pelado con gusto a su patrona.

“El chofer” era un viejo combatiente del partido, de la población La Bandera, un


hombre muy decidido. Hacía también el papel de esposo de la nana, le ayudaba en
la cocina y en la distribución de los alimentos. Conocía de armamento y era buen
instructor. Aunque la escuela no contemplaba en su “currículum” enseñar técnicas
de armamento, varios alumnos pedían clases “extra” de armamento. Entonces
Manuel ordenaba a algún miembro del equipo que actuara como instructor, pero
siempre al final del programa de clases.

“La abuelita”, era una simpática militante de muchos años, admiradora de


Salvador Allende. Decía que nunca había pensado que cumpliría una misión de
“abuelita exploradora”, mientras tejía una manta en el antejardín de la casa.
Todos los días vigilaba su sector, y su misión era observar la parte delantera y el
frontis de la casa. De acuerdo a un horario predefinido, debía informar cualquier
situación que le llamara la atención y, de inmediato, si se presentaba alguna
emergencia.

La abuelita se molestó cuando se enteró que no estaba contemplada su


participación en la guardia de seguridad nocturna y Manuel se vio finalmente
obligado a incluirla, amenazado ante todo el equipo con una queja ante al mismo
Fidel Castro, pues ella estaba convencida que Manuel y sus compañeros no podían
haber aprendido a organizar semejante encuentro clandestino en otro lugar que
no fuera Cuba y que, por lo tanto, le debían obediencia al comandante cubano.

“El jardinero”, era un combatiente importante del equipo y de mucha confianza


de Benjamín. Debía asegurar el repliegue, en caso de evacuación y no dormía en la
casa. Llegaba todas las mañana a trabajar en el jardín y de verdad sabía ese oficio.
Había integrado los primeros grupos operativos partidarios, incluso antes de que
existiera el Frente, tenía mucha experiencia clandestina y un gran olfato para
detectar problemas.

En medio de la felicidad y alboroto de los “familiares y visitas” que alegremente


disfrutaban de la piscina, comenzó la Escuela Nacional. Los gritos de los niños que
se lanzaban piqueros y guatazos al agua, los brindis de la familia y sus huéspedes,
se mezclaban con el nerviosismo de los alumnos y las preocupaciones de Manuel
porque todo saliera bien. En esa época de dictadura eso significaba únicamente
cumplir la misión y que todos los participantes salieran vivos y sin que nadie fuera
detenido o detectado.
“La familia amiga” también era muy importante y parte del equipo. Llegaba de
visitas dos o tres veces por semana, justo en los momentos en que se hacían
recambios de alumnos. En la vida real se trataba de un matrimonio de
compañeros que cumplía la vigilancia externa y le entregaba a Manuel un informe
con lo que sucedía alrededor de la casa y en los sectores aledaños. Conocían como
la palma de sus manos el territorio donde se ubicaba la elegante casa.

Una vez completados los alumnos de algún grupo, actividad que se prolongaba
por un día completo, los recién llegados dormían en la noche, pero también
debían hacer su guardia interna, dirigidos por la compañera mucama. Todo se
hacía en silencio. Ellos quedaban completamente desconectados del mundo
exterior, solo conocían su pieza de dormir, el baño y la sala de clases. Para Manuel
resultaba sorprendente el despliegue de infraestructura y cuadros que ponía la
organización para el desarrollo de una escuela destinada a trasmitir una idea
revolucionaria. La Sublevación Nacional significaba, entre otras cosas, un intento
serio por terminar con una de las más sanguinarias dictaduras del continente.

Salvo excepciones, la escuela se desarrolló con normalidad. Los momentos más


difíciles con los alumnos fueron algunas enfermedades estomacales “raras”
gatilladas principalmente por el susto, pero todos fueron superados. Quizás lo más
grave fue el miedo profundo que le entró a un dirigente público y actual
parlamentario de un partido de la Concertación, el PPD que, al ver armas en la sala
de clases, le exigió a Manuel delante de todos que lo sacaran de inmediato del
lugar. Después de una convincente parada de carros, aceptó ser encerrado en un
cuarto hasta que terminaran las clases de su grupo, de las que fue excluido.

Un hecho particularmente tenso se produjo por la activación del Plan de


Seguridad y Defensa ante la presencia de un furgón de Carabineros que en una
ocasión se detuvo ante la puerta de la casa y ante eso uno de los compañeros del
equipo de la escuela irrumpió en plena clase para ordenar a los encargados tomar
sus puestos de combate.

La alarma se dio cuando la maravillosa abuelita alertó que, frente a la casa se


había estacionado un bus. Rápidamente, se organizó la defensa perimetral, como
estaba acordado. Se distribuyó el armamento y se esperó la señal de Manuel para
comenzar la evacuación… o la orden de abrir fuego. La tensión era muy alta y la
abuelita, con sangre fría, informó finalmente que la causa de la aparición del bus
había sido un neumático pinchado y que varios carabineros lo estaban cambiando.
La abuelita fue donde los policías, les ofreció agua con hielo y galletitas; ellos,
felices y agradecidos, cambiaron el neumático y se retiraron. Luego se levantó la
alarma y todo volvió a la normalidad. Todos cumplieron el papel que se les había
asignado.
El ahora militante PPD se espantó cuando el chofer entró armado al sector
donde estaban los alumnos y profesores y tranquilamente les dijo que
continuaran normalmente la clase, pero que se mantuvieran atentos a cualquier
orden que se les diera. Fue entonces que el aterrado sujeto montó su escándalo
por la presencia de las armas. Los propios alumnos lo increparon y exigieron que
fuera sacado de la sala. Al término de la estadía de ese grupo, el hoy
parlamentario fue el último alumno evacuado de la casa.

Benjamín visitó la escuela un par de veces y presenció algunas clases. Antes de


salir de la casa se reunía con Manuel, preguntándole detalles acerca de todo lo
que sucedía y cómo se portaban todos los miembros del equipo. Conocía a “la
dueña de casa” desde mucho antes y charlaban alegremente. Después de la
escuela, la compañera trabajó junto a Manuel por varios años.

Más de cien alumnos pasaron por la escuela ese verano del ‘86, muchos eran
dirigentes públicos. Todos se comportaron valientemente en las clases, a pesar de
la evidente tensión a la que estaban sometidos. Los principales dirigentes del
partido felicitaron a Manuel y a su equipo.

Ya cerca de finales de febrero, fue dejado con normalidad el último de los


alumnos en una calle del sector de avenida Matta. Había terminado la escuela y
ahora debían normalizar la casa, evacuar los medios y esperar nuevas tareas. A
varios de los participantes, las siguientes tareas les significaron la cárcel o la
muerte, pero aquellos eran los riesgos que corrían los revolucionarios, hombres y
mujeres en lucha contra la dictadura durante esos duros años que debió vivir el
pueblo chileno.
XI. Carlitos en la memoria
Manuel informó a sus jefes que la Escuela había concluido con éxito, sin ningún
tipo de inconvenientes. En esos momentos, por el tipo de lucha que los
revolucionarios llevaban en Chile contra de la dictadura, nada se podía asegurar
fehacientemente, ni tampoco se podía predecir el futuro. Mucho menos los golpes
de los aparatos represivos, que actuaban con muchos recursos y en plena
impunidad.

La primera alerta de seguridad vino desde el balneario de Pichilemu, al sur de


Santiago. Un combatiente, que había colaborado en la Escuela realizada durante
el verano, había sido detectado y capturado por las fuerzas represivas. Eran los
riesgos que se corrían. Y aunque el detenido no había entregado información
alguna, la estructura relacionada con la instrucción realizada fue disuelta.

En el primer semestre del año ‘86, la lucha popular retomó fuerzas. Para los
dirigentes del Partido, aquel era el año decisivo para poner fin a la dictadura. La
orden de formar un equipo central, o una especie de Estado Mayor, fue
actualizada y comunicada a Manuel. La tarea de ese equipo consistía, de modo
principal, en realizar seguimientos de la situación político-militar nacional y,
producto del resultado de esos análisis, sugerir ideas concretas de acción para que
fueran consideradas por los encargados de tomar decisiones. Una de las
actividades centrales consistía en lograr una coordinación efectiva con las fuerzas
aliadas de otras organizaciones de la izquierda chilena, fundamentalmente en el
plano estratégico. Se buscaba conocer otras miradas políticas respecto de la
situación que se vivía y que podían ser complementarias y decisivas para el país en
esos momentos. A Manuel le fue asignada la tarea de realizar esos encuentros con
aliados políticos.

Las fuerzas opositoras desarrollaban su actividad contra la dictadura en el


marco de una contradicción permanente, sobre todo en lo relacionado con las
formas de lucha en que ésta debía hacerse y aquello tenía repercusión directa en
las dinámicas internas de cada organización. Los sectores vinculados a la
Democracia Cristiana y a la Iglesia más reaccionaria, querían una salida que no
dañara ni afectara los intereses económicos de los grandes empresarios, pues
muchos de sus miembros eran beneficiarios directos de las políticas económicas
de la dictadura. En cambio, las demás fuerzas se inclinaban por una salida
democrática y popular.

Pocos años más tarde, sin embargo, todas esas fuerzas políticas optaron por la
claudicación y la negociación con la dictadura, abandonado paulatina y
desvergonzadamente las posturas de lucha que públicamente habían
comprometido, entregándose de lleno a la alternativa que hiciera a un lado a
Pinochet, pero teniendo especial cuidado en que su modelo político y económico
quedaran plenamente vigentes.

Como anticipándose a lo que vería en el futuro, Manuel no estaba muy


convencido con la nueva tarea de “relacionador político”, pero, como era un
disciplinado militante y un militar, aceptó la misión. El primer contacto previsto
sería con el Partido Socialista.

En su fuero interno, Manuel estaba reticente, por la mala experiencia que había
tenido un par de años atrás cumpliendo una tarea similar, cuando ya muchos
oficiales chilenos habían terminado su misión internacionalista, estando aun en
Nicaragua. En ese momento, Manuel había sido designado para participar en una
reunión con aliados chilenos que visitaban a los dirigentes sandinistas. Admiraba
mucho al MIR y la cita era, precisamente, con dirigentes del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria y no con cualquier dirigente de ese partido, sino con uno
de los principales, después de la muerte de Miguel Enríquez, su histórico dirigente
caído en combate.

La contraparte mirista fue anunciada. El encuentro sería con un comandante de


la resistencia chilena y se realizaría en la casa de una compañera de esa
organización hermana. La emoción de Manuel aumentó cuando el dirigente
felicitó a los militares chilenos comunistas por lo que habían hecho en la guerrilla
nicaragüense antes del triunfo de esa revolución. Eran, según mencionó,
opiniones que había recogido de los propios dirigentes nicaragüenses. Sus
palabras fueron muy cariñosas. Les habló con respeto, contándoles que, días
antes, en una conversación con el Secretario General del Partido Comunista en
Moscú, a él también lo habían felicitado por sus militantes internacionalistas.
Luego de varios intercambios de opiniones y sin tapujos, el dirigente del MIR les
sugirió que regresaran a Chile, que había espacio en el MIR para ellos cuando
retornaran al país. A Manuel y a sus compañeros les molestó el doble discurso del
dirigente, que por un lado adulaba a Luis Corvalán y al PC y, por el otro, intentaba
quitarle descaradamente los militantes a ese partido.
Los militares comunistas que estaban presentes con Manuel en esa reunión le
sugirieron al alto dirigente mirista volver a hablar con el Secretario y, si él lo
autorizaba, gustosos regresarían a Chile. Ese era el sueño que todos tenían. La
siguiente oportunidad en que Manuel vio el rostro de ese connotado dirigente,
fue muchos años después, en un noticiero de la TV en Chile, donde fundamentaba
la “necesidad objetiva” de sumarse al apoyo de una candidatura presidencial de la
Concertación de Partidos por la Democracia. “Tremenda voltereta política que se
dio este tipo”, pensó Manuel.

Entonces, cuando Manuel recibió la orden de su jefe y la instrucción de reunirse


con dirigentes del Partido Socialista, con quienes habría de coordinarse, le
vinieron a la mente muchas cosas que tenían que ver con la unidad y la
hermandad de los combatientes. Con el PS había muchas cosas en común y, la
más importante para Manuel, era que en las filas de aquella organización había
combatientes internacionalistas. Sin lugar a dudas, razonaba Manuel, además de
la figura y ejemplo de Salvador Allende, líder común a ambos partidos, había algo
más, mucho más cercano entre los combatientes, militares y militantes de los
partidos comunistas y socialistas, un compromiso de sangre con los combatientes
caídos en la lucha internacionalista, sus héroes comunes que, ante su memoria,
habían jurado unidad, la defensa de sus ideas y a no olvidarlos jamás.

En ese momento, recordó a dos de sus compañeros militares socialistas


internacionalistas más cercanos, cuyos seudónimos habían sido Flavio y Rubén.
Ambos habían muerto en una emboscada de los contrarrevolucionarios
nicaragüenses durante los años ochenta, justo cuando se estaban bajando de un
helicóptero y llegaban prestos a apoyar a una unidad militar sandinista cercada en
la Costa Atlántica del hermano país. En esa acción, habían entregado la vida por
ese pueblo como consecuentes socialistas, al igual que muchos otros
combatientes chilenos.

Una vez hechos los contactos y cuando Manuel tenía en su poder las señas para
el contacto clandestino, se realizó una reunión preparatoria. Evaluaron los riesgos
que significaba contactarse con otra organización, puesto que desconocían la
situación de seguridad del PS. Tampoco conocían sus hábitos de
compartimentación y, por lo mismo, todos estaban de acuerdo en que había que
preparar muy bien el encuentro.

En la reunión previa, aparte de afinar los temas relacionados que se tratarían


en el futuro contacto con los socialistas, se discutieron las medidas de seguridad.
Inevitablemente, salió a colación el tema de la valentía de los camaradas
socialistas. Manuel recordó el ejemplo de Flavio y Rubén, a quienes había tenido
el privilegio de conocer en Nicaragua. Recordó que aunque nunca supieron sus
nombres reales, sí habían podido intercambiar ideas acerca de sus sueños e
ideales. Este recuerdo motivó a otro compañero a sumarse a la conversación. Dijo
que, para él, un ejemplo de socialista era Carlos Godoy Echegoyen; rememoró de
la vida de ese compañero con tanta emoción, que impresionó a todos los
presentes. Contó que lo había recibido personalmente como subordinado en la
escuela de cadetes militares en Cuba, donde se desempeñaba como oficial
instructor y que, a pesar que Carlos era su subordinado, terminaron siendo amigos
y hermanos. Luego contó que se habían separado cuando él partió a Nicaragua y
nunca más se habían vuelto a ver. “No supe más de Carlos”, dijo, “hasta que en los
periódicos chilenos del año ‘85, leí la triste noticia de su muerte en manos de
carabineros”.

Relató que Carlos Godoy había sido un joven ejemplar, de una extraordinaria
humanidad, que se había graduado de teniente, recibiendo medalla de oro por sus
altas calificaciones y por su brillante desempeño como cadete en la escuela
militar. Por ello, dijo, fue hasta condecorado por dirigentes socialistas de la época.
Luego contó, con el dolor a flor de labios y ante el silencio respetuoso de todos,
cómo el día 22 de febrero del año ‘85 fue asesinado en Chile por la dictadura,
cuando apenas cumplía veintitrés años. Carlos Godoy había ingresado al país y
cumplía tareas como instructor político-militar en las filas del Partido Socialista
Allendista, su organización. La escuela había sido descubierta por la policía y
Carlos fue capturado y brutalmente torturado hasta la muerte. El compañero
recalcó, también, que Carlos Godoy se había negado a delatar a sus compañeros y
que, con su actitud, quedó para siempre en la memoria de los socialistas y de los
revolucionarios chilenos como ejemplo de entereza. Al finalizar la reunión, se
tomó el acuerdo que Manuel aprovechara el próximo encuentro para trasmitir un
saludo a los combatientes socialistas, con los que era seguro se iba a encontrar,
por la valiente actitud de su militante socialista Carlitos Godoy.

La vida en una sociedad revolucionaria y solidaria como Cuba, la formación


militar en ese país y la participación en la guerrilla nicaragüense, hermanó para
siempre a toda una generación de combatientes socialistas y comunistas,
borrando el sectarismo con que muchos militantes de esos partidos habían sido
formados. Una gran parte de esos militantes entraron clandestinos al país y, la
idea de los jefes de Manuel, era que en Chile no se perdiera el contacto con ellos,
que se juntaran, compartieran experiencias y se apoyaran mutuamente en los
propios esfuerzos de lucha que cada uno emprendía.

Los intercambios servirían para demostrar la hermandad de los combatientes


internacionalistas y fue por eso que ese encuentro socialista- comunista se
preparó como una reunión muy especial.

Existía también otro aliciente importante. Los socialistas chilenos habían


formado el Destacamento 5 de Abril, una estructura de carácter político-militar
que ya actuaba contra la dictadura. Manuel se sentía privilegiado por estar a cargo
de representar a los dirigentes comunistas en ese encuentro y nunca olvidaría con
qué alegría corrió el riesgo de llevar un presente especial para esa nueva fuerza,
autorizado por sus jefes. Correctamente embutido, entregó un fusil de muy buena
calidad, con sus respectivas municiones, para los combatientes de ese
destacamento socialista. El presente fue recibido con mucho agradecimiento y con
elogiosas palabras por el dirigente socialista a cargo de la delegación de ese
partido, un tal Escalona. Y como se había previsto, estaban presentes en la
reunión algunos internacionalistas socialistas acompañándolo, entre ellos un
sujeto de apellido Carpenter, que había llegado a Nicaragua después del triunfo de
la revolución. Todos recibieron los mensajes de fraternidad y de unidad
revolucionaria que enviaban los compañeros de Manuel. Pensando en el ejemplo
de Flavio y Rubén y, por supuesto, con Carlitos en la memoria, Manuel se retiró de
lugar con la satisfacción de haber cumplido la misión encomendada.

Para Manuel, la contraparte socialista de esa reunión, junto a otros


internacionalistas de ese mismo partido y que no estuvieron presentes en el
encuentro, se vendieron años después al mejor postor, traicionando la memoria
de Flavio, Rubén y Carlitos Godoy y de tantos otros socialistas ejemplares, como el
mismo Salvador Allende. Algunos de esos personajes llegaron a ser analistas de
seguridad a sueldo en la llamada “Oficina”, el organismo de inteligencia que actuó
durante los primeros años de los gobiernos de la Concertación. Sin asco alguno se
vincularon con agentes represivos de la dictadura para terminar con las
organizaciones revolucionarias. El dirigente que había recibido el fusil, Camilo
Escalona, se transformó en un renegado de las ideas revolucionarias del Partido
Socialista, el de Salvador Allende, llegando a defender las ideas neoliberales como
propias… Las mismas que condenó hasta atorarse la garganta en esos años de
lucha contra la dictadura.

Estos encuentros le brindaron a Manuel un gran aprendizaje acerca de la


naturaleza de algunos dirigentes políticos de la izquierda chilena y que le significó
asumir que, por muy encendidas que fueran sus palabras y promesas, no
necesariamente serían ciertas. Claro está que este descubrimiento lo vino a hacer
muchos años después, quizás ya demasiado tarde.

La primera vez que Manuel descubrió una mentira política, fue al interior de su
propio Partido y en pleno inicio de la tarea militar, cuando formaba parte de los
primeros contingentes de militares de su organización. Un connotado dirigente
partidario, muy bueno para hablar, les dijo que Luis Corvalán sabía que el grupo al
que pertenecía Manuel había dejado sus estudios y el trabajo para incorporarse al
Partido y con ello a las Fuerzas Armadas de Cuba. En ese momento, todos los
jóvenes que ahí se encontraban se emocionaron con sus palabras que les llegaban
directamente desde las mazmorras de la dictadura. Según las palabras textuales
del dirigente, “Corvalán sabe de la entrega y el sacrificio de ustedes, jóvenes”.

Años después, el destacado dirigente comunista chileno Luis Corvalán, gracias a


una negociación entre dirigentes soviéticos y de la dictadura chilena, fue liberado
en Europa en un canje por un disidente ruso. Como era lógico, luego de visitar
muchos países que solidarizaban con la lucha del pueblo chileno, en varios
continentes, tuvo la oportunidad de visitar Cuba. Corvalán pidió formalmente
encontrarse con el contingente de jóvenes militares de su Partido, cuando ya
varios de ellos eran oficiales graduados, como era el caso de Manuel. El Secretario
General del PC, en plena formación militar, dijo muy sinceramente que se sentía
emocionado porque recién hacía una semana se había enterado que habían
chilenos de su partido integrando el Ejército de Cuba y que los felicitaba por esa
causa. En ese momento, todos miraron al mentiroso dirigente que, obviamente,
se hizo el de las chacras.

Después del primer encuentro con la dirigencia socialista, los jefes de Manuel lo
enviaron a varias reuniones más. Luego de abandonar el PC, el año ‘87, Manuel
siguió conociendo combatientes de otros partidos y siempre recordaba a los
extraordinarios luchadores del MIR que alcanzó a conocer en esas épocas de
lucha. Ellos nunca dejaron de combatir en Chile, a pesar de todos los reveses y
golpes sufridos por su organización. Manuel guardó también especial cariño a los
socialistas allendistas de ese entonces, el partido de Carlitos Godoy, por su
consecuente lealtad y fraternidad.

Quizás la frase más rara que había escuchado Manuel en los múltiples
encuentros en los que participó con políticos de diferentes partidos y de su propia
organización, fue la del “realismo político”, como si fuera una categoría en sí
misma. En realidad, coligió Manuel con el tiempo, aquella era una forma de
justificar el deseo o la intención de sacarse el pillo con los compromisos de lucha
adquiridos con sus propios militantes. A Manuel le daba una especie de vergüenza
ajena, en tiempos de dictadura, cuando escuchaba esa frase que intentaba
justificar el abandono de la lucha. “Ahí está de nuevo el ‘realismo político’”,
pensaba, “estos gallos que nos hablaban y hablaban de revoluciones, que incluso
nos habían pedido que dejáramos todo lo que hacíamos, para que nos
dedicáramos exclusivamente a la lucha revolucionaria, ahora nos vienen con lo del
‘realismo político’”. Le parecía que solo jugaban a la revolución y que nunca
creyeron de verdad en lo que decían. “Hay que tener cuidado con estos tipos tan
raros”, escuchaba decir entre sus compañeros. “Entonces”, opinaba Manuel,
“¡Chaito no más con ellos!”.
XII. Ñanculef
Al llegar a Santiago, Manuel fue directamente a la Villa Olímpica para informar
del resultado de sus trabajos en el sur con Ñanculef, un cuadro militar mapuche.
Aún era temprano, así que decidió desayunar en un conocido almacén de la Villa.
Mientras tomaba un café, escuchó por la radio el redoble de tambores de
Cooperativa, anunciando algo importante. Había aprendido que cada vez que se
oía ese redoble a la gente se les ponían los pelos de punta. Esta vez, las noticias
eran nefastas: Ñanculef, descrito con lujo de detalles que despejaban cualquier
duda, había sido capturado.

Los jefes de Manuel lo habían citado para informar los resultados del viaje, pero
seguramente al enterarse, como él, de la situación en el sur y hasta que no se
aclarara todo, incluida su situación, cortarían el contacto. Eso dictaban las normas
de seguridad en la clandestinidad.

Poco antes de la separación del Frente con el PC, Manuel fue subordinado de
Ñanculef y formó parte de su estructura. “Me están pasando un Huinca”, dijo
entonces, riéndose cuando le comunicaron la noticia. Nunca habían trabajado
juntos, pero se conocían muy bien. Estaban juntos desde el comienzo de la tarea
militar del Partido Comunista chileno en Cuba, luego habían combatido en la
guerrilla nicaragüense y formaron parte del apoyo en instrucción a los guerrilleros
comunistas salvadoreños en Nicaragua. Manuel se había quedado sin vínculos
orgánicos por cambios en la política partidaria que se venían dando después de los
casos Carrizal Bajo, el desembarco de armas descubierto por la dictadura, y del
atentado fallido a Pinochet. La alternativa que habían barajado sus compañeros
era que regresara al exterior, pues el partido estaba desmantelando las
estructuras vinculadas a su estrategia de Rebelión Popular y había comenzado
precisamente con los proyectos en los que estaba involucrado Manuel. Esa suerte
de Estado Mayor ya no era necesaria, para el PC no tenía futuro ni razón de ser.
Pero había decidido quedarse en la clandestinidad y mantenerse junto a Ñanculef
y el Frente.
Después de septiembre del ‘86, la situación que se vivía en Chile obligó a
grandes cambios, la adopción de definiciones claves y, en otros casos, muchas
vacilaciones con respecto al tipo de salida a la dictadura. Esta discusión y
confusión cruzaba a todos los sectores y partidos políticos, en diferentes grados e
intereses, lo que hacía temblar la firmeza ideológica de un gran número de
dirigentes de la izquierda, sin excepciones, incluyendo a los dirigentes comunistas.
Entonces, cualquier error político de los combatientes y jefes militares,
especialmente en el terreno político militar, era usado como justificación para no
seguir profundizando el enfrentamiento y la lucha por una salida revolucionaria a
la dictadura.

La primera orden de Ñanculef había sido que Manuel le apoyara en la


“basificación”, que significaba la contrucción de bases orgánicas para varios
cuadros en las zonas rurales, de Chillán al sur, en el territorio donde construía
fuerzas el Frente en esos tiempos. Manuel estaba contento por el nuevo trabajo y
partió a reconocer lugares potenciales y reales para que los compañeros
rodriguistas se asentaran. Llevaba un buen tiempo realizándose esta tarea y era
un verdadero trabajo de hormigas. Los estudios en terreno se estaban haciendo
en localidades como San Fabián de Alico, Antuco, Mulchén, Lonquimay,
Melipeuco, Lonquimay y Curarrehue, todas en sectores cordilleranos.

Cada compañero debía crear las condiciones para pasar el invierno en el


territorio que estudiaba, recabando toda la información acerca de la presencia del
enemigo, del comportamiento de la naturaleza, de la supervivencia en el frío
cordillerano y de la conservación de alimentos. Todo debía ser entregado en un
informe claro y concreto. Ñanculef le había contado que el hermano que se había
instalado en Mulchén, mapuche como él, se la había ingeniado para auto
sustentarse desde un primer momento y que Benjamín siempre destacaba su
ejemplo. Este compañero rápidamente montó un negocio que sirviera de leyenda,
invirtió la plata que le fue entregada en gallinas ponedoras y llegó a vender
bastantes huevos en su zona. Los repartía por la casas del sector y aprovechaba de
hacer su cometido, explorar sus territorios, sin sospechas de nadie.

En otros lugares, sin embargo, todo resultó en un profundo fracaso. Un caso en


especial destacaba como el más complicado y dramático.

El compañero de Antuco no había alcanzado a subir toda la mercadería que


había comprado para la temporada. La iba transportando de a poco y, parte de
ella, la dejó a medio camino cerca del volcán Antuco. El invierno llegó más rápido
que lo acostumbrado y no pudo seguir bajando a buscar las provisiones. El
hombre quedó atrapado arriba, en la cordillera. Su justificación en la zona era
buena: le cuidaba una tierra y animales a un familiar lugareño y para ello
construyó un pequeño pero efectivo refugio. Debió quedarse todo el invierno en
el lugar, acompañado por un par de perros y dos carabineros que se habían
extraviado en medio de unos ejercicios de supervivencia. Le habían pedido refugio
al compañero y, luego de informar a sus jefes por radio, se quedaron hasta que
pudieran bajar. Este compañero le contaba después a Ñanculef, cuando pudo
entregar su informe, que aguantó bien el frío, pero el desafío más grande era que
tenía el hábito incontrolable de hablar dormido y temía que los pacos se
enteraran que había estado en la guerrilla salvadoreña. Entre los tres, como
buenos amigos, juntaron toda la comida que tenían y sobrevivieron dos meses del
frío invierno, hasta que los policías bajaron.

Ñanculef, luego de recibir y aceptar a Manuel en su estructura, lo citó


directamente a Temuco. Para el encuentro, debía bajarse tres kilómetros antes de
llegar a la ciudad, en un paradero en que los buses interprovinciales
acostumbraban dejar pasajeros. Una vez que el bus siguiera su rumbo, al igual que
los pasajeros que se bajaran con él, Manuel debía regresar hacia el norte y, por la
orilla de la carretera, caminar medio kilómetro. La distancia coincidía con un
puente de alcantarillas debajo de la carretera sur. Una vez que llegara al lugar,
debía meterse debajo del puente, ponerse la manta que Ñanculef le había pasado
y esperar tranquilamente, oculto. Su señal de normalidad sería la manta. Le
recomendó que llevara colación porque seguramente tardaría un rato en llegar a
buscarlo.

Muchas horas esperó Manuel, protegido del frío por la manta mapuche,
escuchando cada ruido y sintiendo el movimiento provocado por los vehículos que
pasaban por encima de su cabeza. Sus pies estaban embarrados y entonces
entendía por qué le indicaron que fuera con bototos y no con zapatos. Le
advirtieron que, en el sur, los vínculos en las ciudades eran muy peligrosos, y que
todos los contactos se hacían en el campo. Un perro flaco le hizo compañía en el
momento justo en que sacó su colación. Compartió con él la gran marraqueta con
jamón y queso que había preparado, además de unos buenos huevos duros.

Cuando ya la tarde estaba terminando y comenzaba a hacerse la idea que


pasaría la noche bajo un puente, por fin llegó su compañero. Al principio no lo
reconoció, venía con manta y botas de goma para el agua. “Vámonos de aquí,
compañero”, y salieron de bajo el puente, caminaron hasta un vehículo detenido y
enrumbaron hacia Puerto Saavedra.

Manuel comenzó a conocer a los mapuche gracias a esta experiencia de vida,


trabajando con ellos. “Pareces profesor de historia”, le decía Manuel a su
compañero, “siempre que empezamos una reunión, donde estemos, en una casa
mapuche o en un cerro, a la orilla de un río, en una isla, siempre inicias la actividad
hablando del lugar donde estamos reunidos, hablando de los mapuche que habían
vivido y combatido en el lugar contra los españoles o contra los chilenos”. “¿Qué
sabes tú de los mapuche?”, le contestaba Ñanculef, “no somos campesinos,
somos mapuche”. Ñanculef, en lengua mapuche, significa Aguilucho Veloz.

Por las conversaciones desfilaban historias acerca de Lautaro, de Caupolicán, de


los héroes mapuche que Manuel y cualquier chileno habían oído nombrar. Pero en
una ocasión, Ñanculef nombró a Pelantaru. Dijo que la reunión que se iniciaba
sería en honor a Pelantaru y sus guerreros. “Un 23 de diciembre de 1598, en la
tierra donde estamos reunidos, hace casi cuatrocientos años, nuestros antiguos
infligieron una de las más grandes derrotas a los invasores españoles”. Todos
miraron a Ñanculef, esperando con ansias su relato. Eso había ocurrido cerca de
Lumaco, a la orilla de un río, durante la primera vez que Manuel caminaba por la
cordillera de Nahuelbuta.

Mirando a Manuel, “el blanquito del grupo” como le decían, Ñanculef dijo,
“quiero que conozcan ahora una historia de nuestro pueblo, la que como siempre
en los escritos de los chilenos y españoles se cuenta al revés; me refiero al
llamado Desastre de Curalaba. Ellos muestran este hecho como una desgracia,
pero fue un fiero combate entre españoles y mapuche en que los españoles
perdieron, por eso lo cuentan como un desastre y no como un triunfo del pueblo
mapuche”.

Relató con lujo de detalles la genialidad estratégica del jefe Pelantaru, o


Pelontraru, que significa Halcón Luminoso, y fue nombrando a sus principales
subalternos en ese combate, a Anganamón, a Caminahuel y siguió destacando
guerreros ante el asombro de Manuel que se dijo, “no he escuchado nunca estos
nombres… y yo que pensaba que me las sabía todas acerca de la historia de Chile.
En verdad, no conozco la historia de los mapuche, soy un chileno bruto e
ignorante”. Ñanculef continuó nombrando a Epolicán, Catirancura, Huenchecal y a
Aypinante, Huaquimilla, Nabalburi, Camiñancu y varios más que Manuel juró
investigar y estudiar. Todos estos jefes y sus tropas, en un plan de combate muy
claro, habían tomado por sorpresa a las tropas del gobernador español del Chile
de esa época, Martín García de Loyola, destruyendo totalmente sus fuerzas. Igual
como lo habían hecho años antes con las tropas de Pedro de Valdivia las fuerzas
de Lautaro. Ambos gobernadores invasores murieron en esos combates. En la
narración, Ñanculef usaba el terreno para explicar todo el enfrentamiento,
resaltaba la grandeza militar de Pelantaru, ante la emoción de los jóvenes
mapuche presentes y de Manuel.

El jefe Ñanculef abrió su conocimiento acerca de la historia de los mapuche a


Manuel, tal como la trasmitía, oralmente. Recorrieron juntos el territorio desde
Curarrehue en la Cordillera de los Andes, hasta Coi Coi, en la costa del Pacífico, y
desde el Bío Bío hasta Valdivia.
Juntos enfrentaron la dura etapa de la separación con el Partido Comunista.
Para Manuel, su apoyo fue importante, pues él llevaba más tiempo en la
organización. Vivieron un enfrentamiento ideológico muy decisivo. Fue una
discusión que significó innumerables viajes, porque a Manuel le asignaron la
misión partidaria de crear las condiciones para que los militares del Frente se
entrevistaran con un dirigente partidario importante. Las conversaciones fueron
muy complejas y difíciles. El enviado del partido era una persona muy
reaccionaria, no estaba de acuerdo con la implementación de la política de
Rebelión Popular, ni de la formación de cuadros militares. Y sí estaba a favor de
desmantelar al Frente Patriótico, lo que era rechazado por todos los oficiales con
quien se reunía.

Ñanculef, como se enteró Manuel esa mañana en la Villa Olímpica, había sido
detenido en una terminal de Temuco; el trabajo orgánico en el sur había sido
detectado por los agentes de seguridad de la dictadura. Pusieron varias pistolas
contra su cabeza cuando se sentó en el bus que lo iba a trasladar a Santiago.
Ñanculef fue salvajemente torturado y luego debió soportar varios años en
diferentes cárceles de la zona.

Todo lo trabajado por Manuel y Ñanculef debió mantenerse en silencio por un


tiempo. Tiempo después, se reinició esa tarea y se pudo seguir operando contra la
dictadura desde ese territorio histórico, pero ya sin el notable líder mapuche al
frente.

Fueron esas fuerzas, organizadas mediante ese trabajo, las que tiempo después
reimpulsaron el trabajo político para la irrupción de la Guerra Patriótica Nacional,
la GPN del Frente Patriótico. Pero ya no estaban a cargo los jefes naturales de esta
fuerza mapuche: Ñanculef estaba encarcelado y Moisés Marilao Pichún, otro
hermano oficial mapuche, había caído detenido en el ‘84 y muerto luego de
intentar escapar de la comisaría de la misma ciudad en que estaba apresado.

Manuel salió del territorio por seguridad, fue guardado por un tiempo en
Santiago. Se decía en los informes de seguridad de la organización que también
querían detener al sujeto que acompañaba siempre al jefe mapuche capturado,
incluso se comentaba que por Curarrehue lo habían detectado con una parka muy
llamativa. De igual manera, tiempo después, Manuel regresó al sur, pero en otros
sectores y siempre recordando las enseñanzas aprendidas de su hermano
Ñanculef, su verdadero profesor de historia mapuche en Chile.
XIII. El corazón también combatía
Se vinculó con Carmen cuando le dieron la tarea de dar una instrucción sobre la
confección de planes de exploración de objetivos. Así la conoció a ella y a los
compañeros de su grupo operativo. En su condición de jefa, pidió hablar
previamente con Manuel para conocer los detalles de la clase que tenía
preparada. Luego de escuchar una explicación detallada acerca de los contenidos,
que incluía algunas generalidades sobre información, métodos de exploración,
análisis de los datos obtenidos, e informe final, ella le dijo, “mire compañero,
usted parece milico, pero le quiero aclarar que nosotros tenemos poco tiempo;
que me parece muy interesante su explicación, pero no andamos buscando
conocer solo cosas de teoría; queremos aprender, pero en la práctica, ¿me
entiende? Quiero que su clase de exploración sea de selección de torres de alta
tensión para volar, ¿de acuerdo? Así de concreto es lo que estoy pidiendo,
compañero. Que nos diga lo que sabe de cómo aproximarse a una torre y luego
cómo retirarse de ella sin que nos pillen, porque los milicos las están vigilando,
sobre todo cuando se acerca una fecha de protesta. ¿Puede hacer algo así? Es
decir, que tenga una parte teórica y otra práctica. Así nos ha dado siempre las
clases el compañero Eduardo”.

Eduardo le había presentado a la Carmen. En esa ocasión le explicó a ella que


Manuel sabía mucho, que era especialista en instrucción militar, que había
organizado escuelas en condiciones difíciles de guerra y clandestinidad, pero que a
veces, como sucedía con todos los profesionales militares, los oficiales se ponen
medio teóricos, “así que usted debe aterrizarlo, compañera”. En ese momento,
Carmen miró a Manuel de arriba a abajo y le preguntó, “¿haz peleado alguna
vez?”. Manuel le contestó que sí, que en su liceo una vez se había agarrado a
combos y que la pelea había terminado empatada.
A Carmen no le gustó mucho la respuesta. Era la primera mujer jefa del Frente
que conocía Manuel. Era morena, bonita, de estatura media, muy ágil. Esto último
lo comprobó en más de una ocasión más adelante, en especial en una
oportunidad en que la vio saltar una pared, escapando después de una acción. Sus
manos eran pequeñas y sabía de explosivos. Lo había aprendido, decía ella,
observando a sus jefes. Según le habían dicho a Manuel, había sido dirigente en la
universidad y una buena combatiente a la hora de enfrentar la represión policial
en las manifestaciones callejeras. Pero “estaba chata de tirar piedras, quería
pelear de igual a igual con los milicos y pacos golpistas”, por eso había entrado al
Frente. “Al Frente no se viene hacer reuniones de célula”, decía con rudeza, “esas
ya las hicimos todas en la Jota, compañero, aquí se viene a pelear”. No le gustaban
mucho las celebraciones ni las fiestas, era más bien quitada de bulla.

Después de dar la instrucción requerida y de haberse ganado la confianza de


Carmen y de sus subordinados –entre ellos Arturo–, hicieron un pacto secreto,
algo así como un acuerdo a espaldas de los jefes. Manuel desarrollaría un Plan de
Formación Político Militar para el grupo y, a cambio, ella convencería a Eduardo
para que pudiera ir con ellos a exploraciones reales y a acciones concretas. Pero la
discusión no había sido sencilla.

–Ya llegará su hora de participar en ese tipo de acciones, oficialito.

–Entonces, ya llegará la hora para que ustedes aprendan otras cositas militares,
–replicó Manuel.

–Bueno, –contestó Carmen, después de pensarlo algunos instantes, –haremos


el trato… y no crea que es a espaldas de los jefes, porque yo soy jefa también.

–Lo que quiero es participar, o por lo menos que me cuenten cómo lo hacen
para botar una torre.

–Ya poh, cuando usted cuente cómo hizo para entrar a Chile, yo misma le diré
cómo se hace para apagarle la luz a Pinochet; pasando y pasando es la cosa,
compañerito.

La clase de exploración les había gustado a los combatientes y a Carmen.


Manuel se las ingenió para construir una maqueta gigante, copiada a escala de un
mapa de la zona de Rapel, por donde pasaba una línea de torres de alta tensión
que los miembros del grupo ya conocían.

A medida que iban llegando los alumnos a la escuelita, Manuel los invitaba a
colaborar en el trabajo de armar la maqueta. Poco a poco, ellos y la propia
Carmen se entusiasmaron y aprovecharon de corregir detalles del mapa real.
“Oficialito, eso no va por ahí, hazme caso a mí y no a ese mapa”. Manuel se reía,
había logrado captar el interés de todos, objetivo fundamental para una clase de
instrucción militar. En el lugar donde se realizó la clase, una bodega en una
parcela de La Pintana, Manuel preparó con antelación varios elementos para la
instrucción. Llegó unos días antes y vio que en ese espacio podía hacer una
maqueta de buen tamaño. Con aserrín, tierra y barro, se dedicó a construirla;
luego usó palos para hacer torres a escala; pidió alambres para simular el tendido
eléctrico. Siguiendo el mapa, trazaron los caminos, las elevaciones. En cierto
momento Arturo dijo que en tal lugar había una botillería, “que había que ponerla
por si acaso”. Entonces Carmen saltó. “Compañero, ¿está hablando en serio o se
está riendo del trabajo que está haciendo Manuel? Es nuestro oficial”. “Oficialito,
diría yo”, retrucó con chispa Arturo, bromeado como siempre y así quedó
instaurado su sobrenombre.

La clase fue muy participativa. Eduardo llegó a la escuela y también le gustó la


maqueta y el ánimo que tenían todos los alumnos.

“Viste, Carmen, yo te dije que Manuel es bueno para enseñar”. Y Carmen que
nunca dejaba de decir algo, contestó, “sí… está bien, jefe, la instrucción es una
parte, pero la lucha es la parte principal”.

Era emocionante escuchar las arengas de la jefa antes de salir a cumplir una
tarea o una misión concreta y cómo trataba a los subordinados, sobre todo
cuando eran varones. “Los hombres deben ser de verdad y los que hablan mucho
siempre son de mentira, son puro cartón”. Otra frase que repetía era que “los
malos trabajadores no sirven para pelear contra la dictadura”. Manuel trataba de
entender si acaso lo decía para provocar, o era para hacer notar que ella era mujer
y que mandaba. Cuando llegaban nuevos combatientes, o le tocaba a ella
subordinarse a jefes hombres, los miraba con desconfianza al comienzo y luego se
ponía a la par de ellos. “Un jefe”, decía, “debe mojarse el potito”. Remataba sus
discursos recalcando que las mujeres eran mejores, más firmes y responsables
que los hombres. Era muy respetada y su grupo le creía en todo a Carmen, porque
ella iba siempre adelante.

Muchísimos años después, cuando llevaba horas conversando con Carmen y


Arturo, después de encontrarse en la marcha contra Hidroaysén en la Alameda,
Arturo le decía, chacoteando, “gracias a nosotros te transformaste en
combatiente chileno… Y por mucho, pero mucho que hayan durado tus combates
internacionalistas, yo, el Arturo, fui el que te formó, así que tienes que contarle a
otros los que viviste y, por supuesto, mencionarme a mí como algo muy
significativo en tu vida revolucionaria, Manuel”. Las risas de sus compañeros se
escuchaban por todo el local del barrio San Diego. Sus compañeros de combates,
Arturo y Carmen, escuchaban fascinados las historias de su Oficialito.
–Y eras tan calladito, compadre. Si nosotros creíamos que eras mediopajarón.

–Cállate, –increpó Carmen a Arturo, sin perder el humor, –lo que pasa es que
era disciplinado el compañero… Ya, siga contando no más camarada y no le haga
caso a este tipo, nosotros seremos como tumba, no le contaremos a nadie estas
historias. Pero cuenta alguna de amor también, no te hagas el de las chacras–, lo
retó, echándole una mirada picarona.

–Ya llegó la romántica –dijo Arturito, –te voy acusar al que te dije.

–Oye, Oficialito, ¿cómo pudiste entrar a Chile de esa forma? No te puedo creer.
Con papeles falsos, Dios mío, no sé si yo podría haber hecho eso, porque de que
entraste, entraste por Pudahuel, ¿verdad compañero? Ustedes estaban locos, o
querían mucho a Chile y a la revolución. El huevón de la aduana solo te miró el
pasaporte: ¿Argentino? y tu dijiste: ¡Y bueeeeeno! ¡El hueva te timbró el
pasaporte y, más encima, te deseó una feliz estadía! ¡Podría haberse hecho
famoso el tipo contigo!

–Y después seguro te fuiste a cambiar los calzoncillos, Oficialito, nohueí, la


suertecita– dijo riéndose Arturo, –así que canta ahora mismo el himno argentino.
¡Salud por eso!

–Oye, si no es chiste, –intervino Manuel–. Un compañero con pasaporte


ecuatoriano se puso nervioso en la aduana y lo detuvieron, sonó no más. Le
pusimos de apodo el guerrillero breve.

–¡Putas que son malos ustedes, pobre compañero! ¿Y qué pasó con él?

–Estuvo preso casi un año y después nunca más supimos de su vida.

–Oiga, compañero, pero no era cosa de salir a caminar por la Alameda y


encontrarse con tus hermanos clandestinos o con un militante comunista con el
carnet del partido en la mano cantando la Internacional en la calle… ¿Para qué
venirse para acá si ya estabas luchando en Centroamérica? –opinó Carmen.

–Quizás cueste entenderlo–, dijo Manuel, –pero putas que tenía ganas de
volver a andar de chileno y en mi patria. Y poner en práctica los conocimientos y la
experiencia que había adquirido afuera. Yo estaba seguro que podía ser un aporte
a la lucha.

Pero a lo que en ese momento se exponía Manuel no era fácil; cada idea o
recuerdo hacía saltar las emociones, las lágrimas. Choca ron varias veces sus vasos
con cervezas, esperando retomar la conversación, pues en ese instante se abría
esa especie de abismo que lo separaba de sus amigos que se habían formado en
Chile, que habían sido combatientes en múltiples acciones políticas y armadas
contra la dictadura, mucho antes que los dirigentes del Partido pensaran siquiera
en autorizar el ingreso de los internacionalistas al país.

Como creyendo intuir lo que pasaba por la cabeza de Manuel, Carmen lo


sacudió de la manga. “Lo que pasaba era que para los oficiales, nosotros, los
combatientes que estábamos en Chile, no sabíamos nada. Pero, ¿acaso los
apagones comenzaron con la llegada de los internacionalistas? Por eso me caían
mal los oficiales, se creían la muerte”.

Arturo también aprovechó de sacar a flote un reclamo largamente guardado.


“Es que eran bien sobrados ustedes. Cuando te conocí no me convencía eso de
que eras un oficial, como te presentaban. Con la Carmen nos dijimos ‘vamos a
probar al nuevo combatiente que nos llegó’, para ver si era de verdad o pura
boca”.

–Es cierto–, dijo la jefa, –pero ahora pienso que eso era una tontera muy
infantil de nuestra parte, nos necesitábamos todos. Hay que reconocer que este
oficial resultó ser bien humilde y salió bien en las pruebas que pasamos juntos.

Después de un nuevo brindis, Carmen rió, como si recordara de repente algo.


“Y… ¿te acuerdas, Arturo? Después este loco nos terminó enseñando cosas que
nosotros hacíamos de pura voluntad. Como la del refugio para el apagón del 2 y 3
de julio del ‘86, ahí nos dijimos con la Ximena, al verte tan tranquilito, ‘este gallo
no tiene sangre’, los milicos estaban arriba de nosotros, buscándonos, y el
oficialito, como si nada. Esa fue buena, ¿verdad? La Ximena estaba impresionada y
muerta de susto. Fuiste buen compañero Manuel”.

–¡Ey, ey… por siaca yo también estuve ahí!– reclamó de inmediato Arturo. –
Este oficialito se las dio de caballero y puso en la vigilancia a las chiquillas,
mientras que nosotros tuvimos que mamarnos la construcción completa del
tremendo refugio subterráneo. Pero la verdad, yo, escondido en ese refugio,
después de la acción que hicimos, creía que Rambo era una alpargata vieja al lado
mío–, dijo Arturito muy alegre.

De nuevo se les vino a la mente esa primera voladura de torre donde dejaron
participar a Manuel, cuando Carmen se enojó porque lo mandaron a subir a la
torre y colocar las cargas. Estaba recién incorporado al grupo operativo. Arturo
recordaba que le decía, “déjalo, total él dice que es oficial”.
–Pero la Ximena reclamaba que no tenía por qué saberlo todo, siendo oficial,
¿se acuerdan? Decía que las guerras son diferentes; la lucha militar que
realizamos contra la dictadura es muy distinta a la que él vivió en Nicaragua.

Carmen tomó a Manuel de la mano para romper la angustia que los tres sentían
en ese momento al recordar a Ximena, asesinada brutalmente por la dictadura en
el ’87. “Manuel, la Ximena me explicó una vez que eras oficial porque habías
estudiado la ciencia militar en Cuba por varios años y que después te habías
pasado otros tantos más en Nicaragua peleando, primero contra la dictadura de
Anastasio Somoza y luego contra los contrarrevolucionarios que apoyaba el
gobierno norteamericano de la época. En cambio, decía la Ximena, los milicos
chilenos estudian y estudian, para en algún momento estar listos para reprimir a
su propio pueblo, sin experiencias de guerra; no como tú, que como decía la
Ximenita defendiéndote, después te fuiste a la guerrilla salvadoreña”.

–No, Carmen, eso es mentira–, dijo Manuel, –trabajé con los revolucionarios
salvadoreños en Nicaragua, pero yo no estuve nunca en esa guerrilla, fueron otros
compañeros. A mí no me gusta mentir.

–Pero compadre, quién sabe eso–, dijo el Arturo riéndose. –Con lo que tú
sabes, yo me armaría un tremendo currículo.

–Claro– dijo la Carmela, –para mentirles a las compañeras, sinvergüenza,


agradece que te conozco y que ya no existe el Frente, si no, te sancionaría ahora
mismo por fresco.

El relato se detuvo, los tres se miraban, la gente de las otras mesas los estaban
encontrando medio extraños; primero gritaban eufóricos, luego reían y
terminaban callados, hasta llorando. Carmen observaba a Manuel, que no le
aguantaba la mirada.

–Manolito, la Ximena te echó el ojo apenas te vio. Pero no


como estaipensando, Arturo… Lo vio como un compañero, un buen combatiente.

–¡Ah, ya, listo no más, sóplame este ojo!– dijo el aludido cerrándole un ojo a
Carmen. –Las mujeres del Frente también tenían su corazoncito, yo conozco una
que era más cuadrada que la cresta con las relaciones entre compañeros y ahora
resulta que me enteré que tuvo su guagüita con un subordinado.

–Mérito de la compañera será entonces– dijo Manuel, –pero no tienes nada


que decir de la jefa, es una buena compañera.
–Manuel… –suspiró Carmen, mirándolo a los ojos, –a propósito de buenas
mujeres, a la Ximena tú le gustabas, creo que estaba medio enamorada de
ti, frescolín.

–Y en el mismo Parque Forestal, donde recogí la piedra para contactarme con


los compañeros del interior, fue el lugar donde me vi por última vez con ella, dijo
Manuel.

Después de pronunciar el nombre en voz baja, Manuel se sumió en el silencio.


Carmen sabía que algo había pasado con Ximena, de quien siempre había sido
muy amiga. Venían de una misma población santiaguina.

Manuel se quedó en silencio, no ocultó la emoción que lo desbordó en esos


momentos, se le notaba en los ojos. A pesar de lo reservado y cuidadoso que era,
no pudo evitar que lo notaran. Se levantó, pidió permiso y se fue al baño.

–La cagaste, Carmencha–, por primera vez Arturo la retó con razón y se paró
para seguirlo, pero la compañera lo detuvo.

–Déjalo que se recupere, es muy orgulloso con sus cosas; él no se permite


debilidades. Discúlpame, en verdad la cagué. Mejor llevémonos a Manuel para mi
casa y ahí comemos algo con él. Para que nos siga contando su historia.

“Mierda, por qué tengo que emocionarme delante de mis compañeros”, se dijo
Manuel, encerrado en el baño. “Ellos seguramente conocen a los familiares de
Ximena”.

Ella había sido clandestina, como la misma Carmen y, en una oportunidad, le


había contado que estaba separada de su familia y de su hija. Se le acercó y le dijo,
“a ver, Oficialito, voy a probar si eres un buen observador, descríbeme”.
“¿Cómo?”, preguntó Manuel. “Di lo primero que se te ocurra que pueda
describirme, según tú, dale”. Manuel, medio nervioso, empezó a responder. “Eres
blanquita, pelo castaño, linda, estatura mediana, agradable, manos pequeñas,
uñas limpias, dientes hermosos, hombros… bueno, dos hombros”.

–Te pusiste fome– dijo Ximena, –ya, sigue más rápido–, y le pegó en el pecho,
sonriendo.

–Eres ágil, malas pulgas... lindos pechos.

–Ya la cagaste, eres como todos, después vas agregar lindos cachetes. No
pasaste la prueba. Chao no más–, le dijo Ximena, y se acabó el tema. Desde
aquella oportunidad, él empezó a escribirle poemas en secreto.
En un embutido y con mucha dedicación, guardaba Manuel los papelitos que le
escribía y que ella nunca pudo leer. Después que lo mandaran para el sur y se
desconectara del grupo operativo para siempre, recibió un mensaje de Ximena
proponiendo un encuentro y hasta ahora lamentaba haber sido tan disciplinado y
no haber acudido a la cita.

“¡Putas que te demoras en el baño, compadre, pareces mina!”, gritó Arturo a


través de la puerta, “la orden es irnos para la casa de la Carmen, comemos tu
comida preferida, papas con prietas y seguimos escuchándote, capaz que te salga
un libro de esta conversación”.
XIV. En el sur mapuche
La separación política con la organización madre del Frente Patriótico, el
Partido Comunista, con todo lo doloroso y traumático que significaba para muchos
jóvenes criados y formados en esa organización, finalmente se concretó.

Había sido el partido de toda la vida de casi la mayoría de ellos, incluido


Manuel. Como parte de sus filas juveniles, había participado en varias actividades
de apoyo a la candidatura presidencial de Salvador Allende, también vendiendo El
Siglo –periódico del partido– en las poblaciones de su comuna y hasta había
representado con éxito a su organización juvenil, la Jota, en elecciones
estudiantiles. Manuel había ido cumpliendo tareas militantes, hasta la que
consideraba la más importante, ingresar a las FAR cubanas para formarse como
militar revolucionario.

Luego de ese episodio de ruptura, difícil y complejo, había que seguir adelante
y dar vuelta a la página. No servía de nada caer en lamentaciones o
recriminaciones. La convicción de fondo de la separación era que ellos, sus
compañeros, sostenían que se podía seguir luchando contra la dictadura y eso
animaba a Manuel. Jefes y combatientes del Frente, entre ellos muchos
internacionalistas, no aceptaban que el famoso “realismo político” significara
tener que desarmar hasta los espíritus y aceptar mansamente la negociación que
se estaba fraguando a espaldas de los chilenos y que culminaría con la no menos
famosa “transición democrática”.

El gran desafío que se plantearon a partir de entonces fue consolidar la


voluntad de seguir enfrentándose contra la perpetuidad de la obra de la
dictadura, construyendo organización y fuerza propia. No bastaba con solo querer,
había que dotar a esa voluntad de un cauce a seguir. Sobre todo en aquellos
momentos en que muchos ya tiraban la toalla o se involucraban en la negociación
de espacios o cuotas de beneficio personal. Los negociadores querían aprovechar
la oportunidad para engraciarse con los grandes empresarios en el reacomodo del
poder político y económico que se avizoraba para la post-dictadura.
En el proceso de la reorganización autónoma del Frente, Manuel fue enviado al
sur de Chile con la tarea de proseguir el trabajo político militar en ese territorio. Ya
tenía experiencia previa, buena y mala. Conocía parte del territorio, pero varios de
sus conocidos, o que lo conocían a él, habían caído detenidos con Ñanculef.

“Abrir trabajo político” se denominaba a la tarea de construir organización


donde no la había. Coincidentemente, Manuel tampoco tenía lugar donde estar
en Santiago. Con algo de plata en el bolsillo salió rumbo el sur, a un sector que no
conocía mucho. Manuel se decía, “si anduve por tantos lados, donde ni siquiera
entendía lo que hablaban, como en Bulgaria y Alemania, o en Cuba y Nicaragua,
donde al principio no ubicaba a ninguna persona, ¿cómo no voy a ser capaz de
instalarme en la zona mapuche? ¡Claro que podré!”, se animaba a sí mismo.

A la organización le interesaba la zona de Curanilahue, Tirúa, Lumaco, Traiguén,


Nueva Imperial y, sobre todo, de Temuco a la costa. Debía insertarse en el
territorio y, luego de meses, lo volverían a contactar. “O hasta que se acuerden de
mí”, pensaba Manuel, “siempre que no me pase nada antes, claro está”.

Con mapas militares y planos de turismo como única referencia, le recalcaron


que no le darían datos de contacto en el territorio porque sus encargados
pensaban que debía ser un trabajo totalmente nuevo, sin contaminaciones
políticas anteriores. Hasta entonces, Manuel se había movido a través de casas de
contacto de ayudistas del Partido Comunista, pero después de la separación, era
muy difícil contar con ese apoyo y por nada del mundo podría recurrir a familiares
o conocidos. La orden era bien clara: el trabajo debía ser cortado y Manuel, como
militar, sabía lo que era cumplir órdenes.

Tenía tres meses para constituir una estructura básica inicial que estuviera en
condiciones de recibir a nuevos compañeros afuerinos y los medios necesarios
para formar un nuevo grupo operativo en la zona. Esta unidad debería tener
condiciones diferentes a las de los grupos urbanos con que contaba el Frente. La
idea era que este grupo fuera de característica rural o suburbano en su accionar,
bien adaptado a la zona y muy preparado en ese tipo de modalidad de lucha
revolucionaria.

Insertarse en el sur le obligaba a buscar primero un lugar donde vivir; luego, a


construir una justificación de su presencia en los lugares por donde se desplazaría,
hasta lograr ser, o por lo menos parecer, una persona normal en la zona.
Necesitaba un trabajo remunerado para subsistir y no llamar la atención de nadie,
en especial la de los partidarios de la dictadura. Después, debía conseguir
colaboradores y ayudistas. Todo ese cúmulo de tareas significaba la frase “abrir
trabajos” en esa época de clandestinidad absoluta.
El objetivo en el mediano plazo era desarrollar la capacidad de alcanzar
presencia política en la mayor parte del territorio, en especial en las zonas donde
más se resistía a la dictadura. Los militantes como Manuel debían estar dispuestos
a ir donde fuera que la organización los mandara. Una vez insertados en el
territorio que les correspondiera y con el dominio de la realidad local, tenían que
evaluar las posibles actividades operativas a realizar por la organización. Eso daba
mayor afectividad en el actuar político. Para nadie era secreto que cada vez se
hacía más difícil actuar en las zonas urbanas, por el férreo control que la dictadura
realizaba.

Algo de tiempo después, cuando Manuel analizaba las cosas con la perspectiva
del tiempo transcurrido, entendía que la tarea que había asumido en ese
momento, la de “territorializarse en el sur mapuche”, había tenido como objetivo
la irrupción de la nueva estrategia del Frente, la Guerra Patriótica Nacional, GPN.
Su expresión concreta fue la toma de cuatro pueblos rurales, además de las
acciones ocurridas en Santiago el 21 de octubre de 1988. Estas, mostraron como
balance final la intransigencia indomable del FPMR y la de su jefe, Raúl Pellegrín,
calificada más tarde como un error político por algunos de sus propios camaradas,
por no mencionar a los oportunistas y a los enemigos que se regocijaron con su
fracaso. Esa ofensiva inicial tuvo como resultado la muerte de Rodrigo –Raúl
Pellegrín– y la de Tamara –Cecilia Magni–, importantes jefes de la organización,
que fueron apresados y asesinados después del ataque a Los Queñes, un pueblo
de la alta cordillera de la Sexta Región de Chile.

Con mucha decisión y precaución, Manuel partió al sur. Su primera escala la


haría directamente en Puerto Montt y desde allí retornaría a Los Ángeles. Viajar
del sur al norte era lo mejor, pensaba, así se sentía más seguro. Desplazarse de
ese modo se convirtió en una norma para siempre. En esa época, cualquier
ciudadano que llegaba desde Santiago podía resultar sospechoso para los agentes
del gobierno, pero si éste llegaba en un bus desde otro lugar, desde otra ciudad de
regiones, no lo pescaban mucho. Hasta para la represión se usaba el centralismo
que señala que Santiago es Chile. Desde Los Ángeles continuó hacia la costa,
atravesando la cordillera de Nahuelbuta por el camino norte del lago Lanalhue
hasta Cañete y de ahí por el camino costero hasta Concepción. La clave consistía
en cambiar de bus en cada pueblo y así lo hizo en Arauco, Coronel, Lota y
Curanilahue.

Todos estos cambios los hacía porque quería tener un viaje tranquilo y sin
contratiempos. Iba armado de una buena libreta de anotaciones y dos o tres libros
entrañables. Manuel ni siquiera pensaba en la posibilidad de caer preso, no podía
hacerlo, tenía mucho trabajo futuro por hacer. Ese pensamiento lo ayudaba para
darse fuerzas, porque sabía que no dependía solo de él caer o no y por ello era
riguroso al tomar precauciones. Su ventaja era que no dependía de ningún vínculo
local. Un bolso con alguna ropa era su equipaje y en su cintura llevaba una
molesta arma para la protección personal, que le dejó marcas e irritaciones en la
piel por un buen tiempo.

En la organización había orden de no entregarse nunca y de dar la pelea, para


eso era el arma. Existen varias historias de comportamientos heroicos de
compañeros rodriguistas que no se entregaron fácilmente y se enfrentaron en la
captura; otras de combatientes que nunca hablaron mientras eran torturados y,
por supuesto, muchos que se fugaron luego de caer detenidos.

A finales del ‘87, Manuel ya se consideraba con experiencia para adaptarse a


situaciones de clandestinidad extrema. Sumado a eso, la experiencia guerrillera
que poseía era lo que seguramente habían evaluado sus jefes para enviarlo al sur,
a que abriera trabajo, que “inventara”, como decían los cubanos. Estaba prohibido
argumentar el incumplimiento con excusas de que no se tenían todos los recursos
necesarios para cumplir una misión o un trabajo. Eso lo aprendió durante su
formación como militar en Cuba.

Se dedicó a estudiar todos los datos relacionados con las represión en la zona,
las actividades de la izquierda y la verdadera historia del pueblo mapuche, sus
batallas heroicas, las que nunca aprendió en su escuela primaria ni secundaria, no
por ser mal alumno, sino porque solo se enseña la versión de los conquistadores
españoles y chilenos, que era y es la ideología dominante que predomina en los
programas educativos. A Manuel le interesaba también la experiencia combativa
de los últimos años del MIR, sobre todo la vivida por los combatientes de esa
organización en Neltume.

Se instaló finalmente en la zona de Arauco, considerando que su centro de


operaciones a futuro sería Nahuelbuta. Manuel se propuso especializarse en ese
amplio territorio. Al poco tiempo y gracias a un dato entregado por sus superiores,
logró insertarse como lugareño. Lo aceptaron como ayudante en una casa de una
señora muy mayor. Su trabajo consistía hacer todo lo que ella le ordenara, ir de
compras, alimentar animales y cuidarla. Su trabajo remunerado servía para
justificar su presencia entre los vecinos. A todos ellos les contaba que era de la
capital, que en Santiago le había ido mal en las pegas y en el matrimonio y
argumentaba que necesitaba plata para traer a su hijo a vivir con él.

Tiempo después, adelantándose en la historia, según el plan previsto Manuel


llevó a una compañera con su niño a vivir con él en el campo, cuando ya era
conocido por los lugareños y vecinos. Solo un día alcanzó a vivir con la compañera
que trajo, ya que ella se volvió a Santiago espantada, al otro día, para nunca más
volver. La dueña de casa y los vecinos lo consolaban por ese fracaso y se
ofrecieron ellos mismos para buscarle una nueva compañera porque, según ellos,
“la otra no servía para la zona”.

La compañera que debía ser su pareja en la vida campesina y que solo duro un
día en el territorio, hasta el día de hoy piensa que Manuel estabaloco del mate al
pensar que ella viviría con su hijo en ese campo. Ella sabía –en términos
generales– de qué se trataba la tarea de Manuel, pero decidió huir de inmediato
luego de pronunciar unas palabras que serían inolvidables para Manuel: “¡Ni
cagando me quedo aquí!” Ella, la ayudista, la de una familia con recursos, la
educada.

Todavía se ríe Manuel cada vez que recuerda su experiencia con la


compañera guerrillera de un día. Ella llegó por la mañana al terminal de buses de
la zona y Manuel, cual galante caballero, la estaba esperando. La llevó a su casa en
el campo y, al llegar, la dueña le dijo con mucho tino y delicadeza,
“usted, m’ijita con su pinta no durará un día aquí”, después que a modo de saludo
de presentación, su efímera compañera le pidiera un vaso de agua con hielo. En
aquella casa no había luz eléctrica y solo se prendía un generador a diésel cuando
oscurecía, por una o dos horas. Lo del hielo era un poco difícil.

Tampoco se pudo duchar por la noche, porque no había agua caliente. Sumado
a todo eso, reclamó que Manuel expelía un aroma que no tenía cuando le habló
de acompañarlo al sur, olor a chancho. La pobre efímera, durante su única noche
clandestina, fue blanco de múltiples picadas de una y muchas pulgas que había
siempre en la ropa de cama. Para más desgracia, por la mañana ella se sentó a la
mesa de la cocina en que Manuel, para mejorar la situación, se había ofrecido
para servir un rico desayuno. En medio de la mesa había una gran bandeja
cubierta que ella destapó por curiosidad y pegó un tremendo grito cuando vio que
se trataba de la cabeza cocida de un cerdo, de la que la dueña de casa y Manuel
cortaban lasquitas de carne para hacer los sanguches todas las mañanas. Ella lo
encontró asqueroso y no quiso tomar desayuno. La cosa iba de mal en peor. Luego
pidió ir al baño y le indicaron donde quedaba la letrina, que encontró
antihigiénica. “¡¿Cómo pueden hacer caca arriba de otras cacas?!”.

Pero para rematar la breve aventura, cuando fuera de sí fue a buscar a su hijo
para huir, lo encontró en un corral jugando con varios chanchos, embarrado hasta
la cabeza.

Manuel apeló a la tarea política que ella cumpliría.

–Yo aquí no me quedo ni cagando compañero, búsquese otra para esta tarea.
Yo soy una persona de ciudad, no soy del campo. Cuando vaya a Santiago y no
tenga donde quedarse, puede ir a mi casa sin problema, usted sabe que es segura,
pero se baña primero.

Medio afligido, Manuel volvió a su casa y al llegar, todos los vecinos estaban
esperándolo en la puerta, muertos de la risa. Lo consolaban diciendo, en medio de
las carcajadas, “no te preocupes, Manuel, ya aparecerá la mujer de tu vida, la que
tú te mereces. ¿Cómo podís haber traído a esa pituca al campo?”.

La compañera pituca, que era en realidad una gran ayudista, hizo un informe
muy sincero, con lujo de detalles de su viaje y estadía en la zona, incluido el
asunto de la caca sobre la caca. El jefe, que la conocía bastante y valoraba su
aporte a la organización, se moría de la risa del informe. Finalmente, ya hablando
en serio, sentenció que ambos, ella y Manuel, eran los responsables del error
cometido y con eso se dio por superado el problema. En definitiva, el evento sirvió
para que en la zona los vecinos le agarraran lástima y cariño a la vez. Se reforzó la
leyenda de que Manuel era un hombre solitario golpeado por la vida y los amores
y que había que apoyarlo porque era trabajador y buena gente.

Poco a poco, con el pasar de los meses, Manuel fue creando condiciones en su
territorio. Como resultado de ese trabajo se establecieron rutas de acceso a
diferentes puntos de reunión, entradas y salidas a sectores que consideraban
estratégicos. Luego se fueron construyendo refugios; Manuel fue trasladando
diferentes tipos de comidas a varios puntos y algunas armas que quedaban
perfectamente embutidas y resguardadas de los efectos de la abundante lluvia del
sur.

Con el tiempo ya caminaba con confianza por la cordillera y podía decirse que
ya se manejaba en el terreno. Fue aprendiendo lo que caracterizaba a cada pueblo
y lo que vendían en cada lugar y lo que le servía de justificación de sus continuos
viajes. Logró conocer las llegadas a la cordillera de Nahuelbuta desde los distintos
pueblos cercanos, las vías normales y descubriendo las alternativas.

Manuel viajaba periódicamente a la capital para entregar informes. Los mismos


lugareños entendían y comprendían sus viajes a Santiago, sabían que su hijo no
podía viajar a la zona, por culpa de la pituca santiaguina que tenía como ex mujer.

En una ocasión, los jefes le preguntaron: “¿Si se realizaba una acción de


propaganda en algún pueblo de los tuyos, se podría retirar la gente sin problemas
ni bajas?”.

Manuel tenía varios lugares con propuestas en carpeta para responder a esa
pregunta que sabía tarde o temprano llegaría. De vuelta en la zona, con el
conocimiento de lo que se manejaba en Santiago, Manuel se reunió con sus
compañeros. Algunos eran de Temuco y otros de Concepción, todos radicados en
ese amplio territorio. Ya habían conformado una dirección territorial y avanzaban
en la formación de una unidad operativa que no estaba autorizada a operar
todavía por el mando del Frente. Lo importante era que, en ese momento, tenían
recursos y medios para hacerlo. Comenzaron a recopilar información más
detallada de la región y de los pueblos en particular. De allí surgió la posibilidad,
como alternativa para actuar, del poblado de Pichipellahuén, en la Novena Región.

Al tiempo se aceptó la propuesta, se aprobó el plan de toma, pero igual tenía


que elegir otros lugares alternativos y profundizar los reconocimientos para que,
cuando llegara el momento, se tomaran las decisiones más acertadas.

Se aproximaba la fecha del plebiscito del 5 de octubre del ‘88 y la orden era
estar preparados para el fraude de Pinochet, que era lo que había previsto el
Frente. Se decidió que Manuel estaría a cargo de la preparación de la acción.
Había que crear las condiciones logísticas para que su gente pudiera entrar al
pueblo, controlar el escenario y retirar a sus fuerzas, para volver luego a la
normalidad. No debía sufrir ningún tipo de bajas. La misión consistía en copar,
neutralizar, hacer propaganda armada de la política de su organización y retirarse.
La fecha del accionar se comunicaría en el momento oportuno.

Se realizaron varias exploraciones por los territorios aledaños al pueblo; se


construyó poco a poco un campamento base para recibir pertrechos y afuerinos,
pues estaba la promesa del mando superior de mandar compañeros de las
ciudades para que participaran en el accionar, ya fuera de modo directo o en el
apoyo. La preparación se intensificó: caminatas de varios kilómetros, de día y de
noche, guiándose con mapa, brújulas y las estrellas. Se realizaron
acuartelamientos previos de ensayo para ver si llegaba la gente a tiempo y se
planificaron acciones paralelas de apoyo a la acción principal, que era la toma del
pueblo mismo.

Las actividades se ejecutaban de modo compartimentado; cada combatiente


solo conocía su misión específica. La mayoría de ellos pensaba que se trataba de
entrenamientos para mejorar la preparación física y militar de los combatientes.

Toda esta preparación se hacía en medio de las actividades normales que cada
uno de los miembros del Frente en la zona debía cumplir o aparentar. Hasta que la
realización de la acción fuera inminente, no se podían dejar las pegas de cada
militante en la vida normal.

Manuel recibió entonces un mensaje prioritario: tenía que presentarse en


Santiago “al término de la distancia”, como decían los nicaragüenses cuando
surgía una urgencia. El mensaje agregaba que, antes de partir, debía dar la orden
de “acuartelar las fuerzas en las cercanías del objetivo”.
XV. El súper ratón
Manuel llevaba varios meses trabajando en una chanchería en el sur de Chile
como parte de su cobertura. Cada vez que se juntaba con sus compañeros o
durante los nuevos contactos que tenía que realizar, notaba un cierto rechazo por
parte de ellos. Hasta que alguien le dijo la razón. “Hermano, con todo respeto,
parece que usted no se baña nunca, está hediondo a chancho, compadre; si no se
baña por lo menos cámbiese la ropa de vez en cuando”. Manuel se había
acostumbrado a ese aroma, que como le dijeron, era el de toda la chanchería
junta. Había viajado a Santiago una vez con ese olor en el cuerpo y se preguntaba
qué habrían pensado de él.

En el campo, donde tenía su actividad política y de supervivencia, un viejo


campesino llegaba muy frecuentemente para ayudar a los dueños de la casa
donde Manuel se había instalado. A ese trabajador todos le llamaban ‘don
Juancho’. El hombre sabía de todo y como Manuel era el que más pasaba en el
lugar, conversaban mucho. Una de las tantas cosas que sabía, o que aparentaba
saber, era hacer carbón de espino.

–Soy un especialista, –se jactaba.

Manuel, en cambio, lo único que sabía del carbón de espino es que era el más
caro de todos. Recordaba su infancia en la población cuando lo mandaban a
comprarlo. Muchas veces su madre lo retaba, “otra vez te metieron cuchufleta.
Este es carbón blanco, no de espino”. Para defenderse y hacerse el simpático,
Manuel contestaba a su mamá que para él todos los carbones eran negros, pero
igual tenía que partir a cambiarlo, en pleno invierno.

Ya adulto y clandestino aprendió que para hacer el carbón se abría un hueco en


la montaña y se llenaba con leña húmeda o verde. Ahí ‘descubrió’ lo que todos los
demás sabían: se llamaba carbón de espino porque la madera era de ese mismo
árbol. “Descubrí el agua”, se decía Manuel. Aprendió también que luego de meter
la leña de espino en el hueco de montaña, se le prendía fuego y se tapaba el
agujero, dejando solo un tiraje en la parte superior para que saliera el humo poco
a poco. La leña se iba consumiendo lentamente hasta convertirse en el famoso
carbón. Manuel fue testigo de las maldiciones que echaba don Juancho cuando el
tiraje quedaba muy rápido y la madera se convertía en un montón de ceniza. Se
perdía todo el tiempo trabajado.

Con el tiempo, Manuel se fue convirtiendo en un verdadero peón de fundo y


por temporadas estuvo a cargo de todos los chanchos. Con seis chanchas y un
verraco había comenzado a trabajar y, un año después, tenía a su cargo más de
cien puercos de todas las edades. Chanchas preñadas, madres amamantando,
otras en celo, recién nacidos, chanchitos mamando, cerdos destetados y la
mayoría en crecimiento hasta que completaran el peso ideal para la venta en los
mercados de la zona.

Pero los chanchos no pisaban la tierra. La chanchería había sido construida con
un piso de madera y con espacios ideales para la crianza, según indicaba un
Manual de Crianza Porcina ruso que habían encontrado por ahí.

La jornada se iniciaba a las cinco de la mañana y debía estar pendiente hasta


entrada la noche que no hubiera disturbios en la población porcina. En cada
extremo de la chanchería había dos espacios para alojar un verraco. Cada uno de
ellos tenía la difícil misión de recibir y pisar a las chanchas en celo que les llevaran.
En ocasiones, la pasión era más fuerte que la madera que los sostenía en sus
habitáculos y entonces quedaba el despelote en la crianza. Esto pasaba sobre todo
en noches de luna llena, que parecía poner nerviosos a los chanchos.

El trabajo era más bien limpio. Se tomaba esmero con la higiene, pero con el
tiempo, los restos de comida y fecas que caían a la tierra por entre las tablas del
piso fueron atrayendo a muchos roedores y la situación se fue haciendo poco a
poco insostenible. Comenzó para Manuel una etapa de encarnizada lucha contra
los ratones. No bastaba guerrear contra el dictador Pinochet, ahora se agregaban
como enemigos también los ratones.

Esa lucha comenzó, como debe comenzar toda lucha, estudiando al enemigo.
Junto a sus demás socios, leía diccionarios voluminosos acerca de roedores para
identificar concretamente a la familia de ratones que se había instalado en la
zona. Llegó un momento en que Manuel era capaz de dar cátedra acerca de los
mejores gatos para el combate y luego, ante el estrepitoso fracaso, llegó a calificar
a los gatos como ‘reformistas’, porque preferían coexistir con los ratones en paz y
no luchar contra ellos. Fue una época de mucho de estudio y meditación. Se
especializó en todo tipo de venenos para ratas, lo que existiera en el mercado. Lo
aplicaba por todas partes, siguiendo al pie de la letra los múltiples manuales que
conseguía, pero nada cambió. Intercambiaba experiencias con campesinos de la
zona, hasta que llegó a la conclusión, medio en serio y medio en broma, que los
ratones sabían que querían exterminarlos. “Son ellos o nosotros”, decía Manuel a
sus compañeros. Cuando aparecía un ratón muerto en el lugar donde colocaban
algún veneno, los demás trabajadores le decían que aquel era un ratón enfermo y
viejo al que habían mandado los mismos roedores para que se sacrificara,
probando la comida que dejaban y que los ratones, al ver al fallecido, se pasaban
la señal y no comían el alimento envenenado.

Manuel investigó nuevas técnicas, aparte del veneno y hasta consideró


seriamente lo planteado en el cuento infantil “El flautista de Hamelín”, que
hablaba de un joven que tocaba la flauta y al que los ratones seguían fuera del
pueblo medieval. Pero Manuel no era flautista. Por avisos en los diarios descubrió
que existían los ‘gatos eléctricos’ y fue a comprarlos de inmediato. Así se hizo
experto en ondas de baja, alta y media frecuencia, e instaló un par de gatos
eléctricos en los alrededores de la chanchería. Pero tampoco surtió el efecto
esperado; los ratones seguían asaltando los depósitos de comida, felices de la
vida. Del mismo modo en que Manuel identificaba a cada chancho, pensaba que
los ratones lo identificaban a él y que hasta les era familiar.

Don Juancho, haciendo una pausa en la producción de carbón de espino, le dijo


con la sencillez que lo caracterizaba, “¡Hasta cuando güevea, iñor, yo termino con
sus ratones y usted me paga algo, aunque sea con unas botellitas de vino o de
chicha de manzana nueva”. Al principio no lo tomó en cuenta, a pesar que Manuel
sabía que era un verdadero libro popular chileno con patas, por las historias que
contaba.

“Yo le soluciono su problema, don Gancho”, que era como le decía a Manuel.
“Soy conocido en esas cosas, iñor. Usted lo que necesita es unsúper ratón”. Entre
risas por lo ingenioso del comentario, finalmente Manuel le contestó, “A ver, don
Juancho, dígame ¿Cuál es su técnica para desaparecer ratones?”.

–Ahí está su problema don, señor, –le respondió de inmediato–, los ratones no
se desaparecen, se van pa’ otro lado no más. Tiene que despedirlos, no matarlos,
a usted no le sirvió mucho lo estudiao que parece.

Más por curiosidad que por otra cosa, Manuel le dijo que le contara la receta.

–Ya, cuénteme pos’ don Juancho.

–Quiero un acuerdo primero, que para hacer el trabajo, usted, don Gancho, no
me pregunte ninguna cosa mientras yo hago la pega.

–Trato hecho, –respondió Manuel, sin mucha fe.


Don Juancho le extendió su mano de trabajador campesino y quedó sellado el
acuerdo. Una mano extendida y su unión con la de la otra persona, en el mundo
popular, es la señal más potente de compromiso que hay en Chile, vale más que
un cheque a fecha.

Al otro día, amaneció más temprano que de costumbre para Manuel, ya que oía
golpes sobre la tierra al pie de la montañita que protegía por el sur la casa donde
habitaba. Era don Juancho haciendo un hoyo en la tierra. Lo vio cavar y cavar con
calma y mucha decisión. Después del medio día, al volver de la chanchería, vio que
el don no paraba de trabajar, mientras iba desapareciendo en el hueco profundo
que cavaba. Fue a preguntarle qué estaba haciendo. Muy enojado, el viejo
campesino soltó la pala y tiró el sombrero.

–¿Cómo es la cosa, don Jutre?, yo soy el de la pega, usté el patrón no más.


¿Trajo la botella de tinto?

Ante su airada reacción, Manuel solo atinó a replicar que había dejado dos
botellas del buen tinto en su cuartucho, como le había indicado.

Por la noche, cuando Juanchito estaba durmiendo, Manuel fue a mirar el


hueco, armado de una linterna. Tenía unos dos metros de profundidad y tres de
diámetro. Al otro día, el campesino premunido de una especie de rodillo, empezó
a aplanar las paredes con mucha dedicación, hasta que quedaron resbalosas y el
suelo del orificio totalmente parejo.

Al tercer día, cortó unas tablas, largueros y construyó con ellos una gran tapa
que cubrió totalmente el hoyo.

–Listo, terminamos, mañana empezamos la fabricada del súper ratón para


solucionar el problema su merced.

Al siguiente día Manuel debía ausentarse para realizar contactos de la


organización. La lucha contra el dictador se daba en medio de este particular
combate contra los ratones. Esta salida le significaría por lo menos unas tres o
cuatro jornadas de desplazamiento, caminando a lo derecho por el campo; dos
jornadas para llegar al lugar de las citas y organizar la entrada, una para la reunión
y otra para el regreso. Era el primero que llegaba a los lugares de contacto, porque
era él quien ponía las señales de normalidad y de peligro.

Manuel se sentía libre en el campo, sus compañeros de la organización habían


decidido que dejara la capital por seguridad. Según ellos, ya no había espacio para
él en la urbe capitalina después de la matanza de Corpus Christi. Siempre
recordaba que, en las ciudades, para entrar a las casas de reunión debía realizarse
un largo procedimiento para aparentar normalidad. En cambio, en la zona rural y
en medio de una montaña de bosque nativo, él tenía sus propias casas de reunión
“rústicas”. Varios meses le llevó prepararlas. Tenía preparados, en todos esos
puntos de contacto, sacos para dormir y alimentos para comer, hasta chocolates
“superocho” había guardado en los depósitos de plástico enterrados, además de –
lógicamente– algunos “fierritos” para la defensa. Manuel se reía de la cara que
ponían sus jefes y compañeros cuando les decía, en medio de la montaña sureña,
“¿Quieres un superocho?”. “¡¿Me estai hueviando?!”, le contestaban. Luego se
adentraba montaña adentro, iba hasta los depósitos que solo él conocía y volvía
con los ricos superocho, ante el asombro de sus compañeros.

Después de realizar todos sus contactos y reuniones, regresó a su trabajo en la


chanchería. A pesar que había prestado gran atención a que todo lo relacionado
con el encuentro terminara bien y que cada compañero llegara con normalidad a
sus casas, no dejaba de pensar en don Juancho. “¿Cómo andará la fábrica de súper
ratón?”.

Apenas llegó a la casa, se dirigió a la “fábrica” e intentó levantar la tapa, pero


había un letrero sobre ella que decía: “No sapear, sobre todo don Jutre”. Se rió a
carcajadas.

Juancho andaba por ahí y lo sorprendió con un comentario. “Usted anda en


algo medio raro”.

–¿Por qué dice eso?

–Porque deja botado su trabajo y se larga a sus cuestiones. En el campo eso no


se hace ‘iñor.

–Ya, –interrumpió Manuel, levantando la voz, –pare el leseo, no sea


copuchento, no hablé güeás don Juancho y cuénteme cómo va la pega, aquí se
viene a trabajar y no a sapear a los jefes. O se va cagando ahora mismo.

–Perdóneme, don Jutre, –dijo–, usted sabe que necesito la pega. Lo invito a un
traguito y nunca más le voy a faltar el respeto patroncito.

En ese momento, se escuchó un ruido en el hoyo. “Tranquilo”, dijo Juanchito,


sirviendo el vino, “están trabajando en la fábrica”.

Al otro día, el don no se apareció por la casa hasta el atardecer, cuando Manuel
lo vio llegar con algo en cada mano. Se impresionó al descubrir que llevaba dos
inmensos guarenes, unos ratones gigantescos. Luego abrió la tapa, los lanzó
adentro y volvió a cerrarla con mucho cuidado.
Durante la semana, siguió llegando con una variedad de ratones. Al décimo día,
según la cuenta que llevaba Manuel, ya tenía como unos quince guarenes en el
hueco y el campesino le dijo, “don Gancho, cálmese que ya le estoy fabricando su
súper ratón. Vamos por unos tintitos para celebrar la primera pata de la pega. Ya
no necesitamos traer más guarenes a la fábrica”.

Pasaron varios días en que se escuchaban fuertes chillidos desde el hoyo, pero
don Juancho prohibió que se destapara el hueco bajo amenaza de que, si lo hacía,
no volvería a saber de él. El que destapara el hoyo sin su permiso recibiría un
castigo del diablo en persona, toda la vida la pasaría soñando con ratones que lo
perseguirían hasta comérselo, explicaba muy serio, haciendo la cruz con sus
manos. Un día que Juancho destapó la fábrica, Manuel aprovechó un descuido y
miró hacia adentro. Alcanzó a contar solo seis ratones en el interior.

–¿Se le arrancaron los demás?

–No sea gil y metío don Jutre, –dijo el hombre, apartándolo bruscamente lugar.

Manuel perdió la cuenta de los días que habían pasado. Todos los trabajadores
y habitantes de la casa estaban pendientes de la fábrica de súper ratones. Juancho
se creía más importante que todos en esos días y no les soltaba prienda, como se
dice en el sur.

Un día, abrió la tapa, se metió al hoyo y lo llamó.

–Ya, don Jutre, está listo el súper ratón. ¿Dónde quiere que desaparezcan los
ratones?

Con un guante protegiéndole la mano, tenía agarrado por la cola a un gran


ratón con manchas negras y cafés, que chillaba mostrando los dientes. Era tan
grande que hasta daba miedo verlo cómo se movía, tratando de escapar.

–…De la chanchería, de dónde más va a ser. De ahí es donde quiero que


desparezcan los roedores.

Juancho levantó el animal por encima de su cabeza y dijo, “mírelo bien, este es
el súper ratón”. Manuel se acercó al hoyo y descubrió que en su interior no se veía
ningún ratón, solo huesitos. “Por la flauta”, pensó Manuel, cayendo en cuenta,
“¡Este monstruo se comió a todos los demás!”.

Por la noche, don Juancho soltó al súper ratón debajo de la chanchería y por un
buen tiempo desaparecieron todos los ratones que había en ella. Manuel estaba
contento y le dijo a don Juancho que se había ganado varias botellitas por la pega
realizada. Nunca más tendremos ratones.

Con sabiduría, el trabajador le contestó, “usted es buen gallo, pero lo que ve


por un ojo se le sale por el otro; ese súper ratón era para esa pega no más y por
un rato, hasta que encuentre otra comida mejor que sus propios compañeros. Así
es la vida, igual que nosotros, los humanos también nos comemos entre
nosotros”. Manuel se quedó pensando y nunca se olvidó de esa historia ni del
campesino fabricante de súper ratones que había conocido gracias a la lucha
contra la dictadura.
XVI. La última orden de Benjamín
En octubre de 1988 el Frente Patriótico Manuel Rodríguez copó militarmente
cuatro poblados a lo largo del país, Aguas Grandes, La Mora, Los Queñes y
Pichipellahuén, además de realizar otras acciones armadas en varias ciudades.

Mucho antes, durante una reunión sostenida en Santiago con Benjamín, o


comandante José Miguel, como llamaban a Raúl Pellegrín, éste le había dicho que
“hay una zona de muchas tradiciones combativas en Curanilahue, Tirúa, Lumaco,
Traiguén, Nueva Imperial, Temuco hacia la costa…”. Fue en ese encuentro en que
Manuel recibió su nueva destinación, con la promesa planteada por Benjamín que
“a la vuelta de unos meses, te contactaremos. Tu tarea es a largo plazo. Aquí
tienes plata para el bus y unos pesitos más, por si nos perdemos”.
Inmediatamente, Manuel pensó que debía hacer todo eso sin el apoyo del Partido
Comunista y que sería difícil. Había que construirlo todo, buscar un lugar donde
alojar, inventar la justificación de su presencia la zona, tratar de parecer una
persona normal, no llamar la atención, buscar un medio de subsistencia, conseguir
amigos, etc. Eso y un montón de cosas más era lo que significaba la orden de
“Instalarse en un territorio”.

–¿Alguna cosita más? –preguntó Manuel, abusando de su sentido del humor.

Sí. Tenme charqui para cuando te vaya a visitar, –contestó su jefe riendo–.
Cómpralo en el Salto del Laja. Es súper bueno.

El tiempo había pasado; Manuel había logrado cumplir la misión e, incluso,


había aprendido a cuidar chanchos y a fabricar súper ratones. Y un día llegó el
mensaje largamente esperado: la Dirección Nacional del FPMR había decidido la
fecha de la acción y lo habían designado jefe. Manuel estaba medianamente
confiado en que sería incluido en las filas de los combatientes, pero le impactó
saber que sería el responsable de toda la acción: entrar, tomar el pueblo, retirar
las fuerzas, volver a la normalidad. Encarecidamente se le ordenaba que no debía
tener bajas entre sus hombres; la misión era tomar control del pueblo, copar,
neutralizar a las fuerzas represivas, propagandizar las ideas de la organización
ideas y retirarse limpiamente. La fecha también estaba clara: sería el día del
plebiscito del 5 de octubre de 1988.

Poco después, un compañero mensajero le entregó un contacto para ir a


recoger los medios que utilizarían en la operación. Manuel había dedicado los
últimos meses a preparar la forma de recibirlos y decidió, como era la tónica de
los jefes rodriguistas, recogerlos personalmente.

Inició la caminata por una calle de la ciudad de Nacimiento, con la señal


convenida, siguiendo las instrucciones que le llevara el mensajero. Su sorpresa fue
mayor cuando se dio cuenta que quien iba a su encuentro, con su respectiva señal
de normalidad, era el propio comandante José Miguel. “¿No te parece arriesgado
haber venido en persona a buscar estos regalos?” lo saludó Benjamín mientras se
le acercaba. “¿Y cómo estamos por casa?”, le respondió Manuel, estrechándolo en
un abrazo.

El día 4 de octubre estaba plenamente constituido el destacamento, compuesto


principalmente por hermanos mapuche. Manuel sabía que eran buenos
combatientes. La base contaba con todo lo necesario: área de dormida; almacén
de medios, de cocina, de aseo, de ejercicios; pozos de tiradores y puntos de
observación y vigilancia.

Esa misma noche previa al plebiscito, muchos rodriguistas estuvieron


acuartelados en distintas ciudades y montañas de Chile, preparados para el
combate, convencidos que se concretaría el fraude y que su irrupción armada
sería la respuesta. Pero aquello no sucedió. Manuel y los suyos, en una zona
montañosa mapuche, con las fuerzas listas para actuar, escucharon las noticias
que informaban del triunfo del “No”. Aquel era el único e improbable escenario en
que debían suspender el ataque.

Una semana más tarde, Manuel estaba reunido con la Dirección Nacional del
FPMR, y se pidió su opinión ante el nuevo escenario. Dijo, sin titubear, que a su
juicio la operación debía realizarse de todos modos. Según su análisis, la situación
de represión y el poder de la dictadura no habían cambiado.

–Todos los jefes de destacamento piensan como tú, –le dijeron–, pero esto no
es solo una cosa de voluntad.

El jefe lo quedó mirando. “Mira, hermano, vamos a actuar y vamos a demostrar


que no aceptaremos que se negocie la salida de la tiranía a espaldas del pueblo.
Están negociando con el futuro de nuestro pueblo, se está transando todo.
Manuel Rodríguez golpeará este octubre y el éxito de la misión de ustedes será
parte de ese puño usticiero”, dijo.

Días más tarde, en un lugar de Purén, en la Cordillera de Nahuelbuta, Manuel


reunió a su jefatura, compuesta por mapuche y afuerinos. Un compañero quedó
encargado de coordinar un apagón eléctrico en Temuco; otro hermano recogería a
un grupo que vendría del norte; y el resto partió a la zona de Capitán Pastene.

Ya no tenían contacto con el resto del Frente a nivel nacional. Las cartas
estaban tiradas. Según el plan largamente estudiado, para la toma de
Pichipellahuén serían quince combatientes en la fuerza central y seis en la fuerza
de apoyo combativo cercano. Estos últimos tendrían la misión de cortar el acceso
al pueblo y actuarían de modo independiente de la fuerza central, lo que impedía
el apoyo externo al retén de Carabineros y aseguraría la salida de la columna la
zona. Otros seis brindarían el apoyo distractor cerca de Temuco.

La noche del 19 de octubre regresó a la base el hermano encargado de recoger


al grupo del norte, pero llegó sin ellos. Nadie supo nunca qué había sucedido con
esas fuerzas, pero obligó a cambiar los planes. La fuerza central quedaría
compuesta por solo diez combatientes: seis integrantes sin experiencia previa y
cuatro con formación militar. De estos últimos, dos contaban con formación
regular y dos con formación irregular. “Puede que sea una locura”, les dijo
Manuel, “pero aunque hubiéramos llegado dos, o uno, tendríamos que cumplir
nuestra misión, eso no está en discusión”.

Llegó el momento de la partida. Despidieron a los compañeros de la fuerza de


apoyo, todos mapuche. Cumplirían su misión, no cabía duda. Manuel estrechó a
cada uno de ellos, “tu suerte es la mía hermano”, expresado en un abrazo.

–Jefe, mi gente quiere despedirnos, –le dijo un oficial mapuche.

–¿De qué estás hablando?

–Sí, jefe. Desde que nos decidimos a actuar, ellos nos han estado apoyando y su
fuerza va con cada uno de nosotros, incluso con ustedes, que no son mapuche, –
explicó.

Los afuerinos se miraron entre sí, sin saber qué responder, pero de pronto se
vieron rodeados por una gran cantidad de personas de todas las edades. Manuel
formó al grupo. Estaban armados y se cuadraron frente a todos. La luna estaba
muy clara, se veían los rostros. Una Machi, con vestido tradicional, agitaba una
rama de canelo mientras cantaba y sacudía las hojas encima de las cabezas de los
combatientes. Luego, un hombre mayor, una autoridad, fue el único en tomar la
palabra en esa ceremonia inesperada. “No fallen. Mantengan la calma, eso les
hará pensar bien. Todos estamos con ustedes, la naturaleza los cuidará”.

Luego comenzó la caminata de aproximación. El paso del guía era rápido pero
llevable. Cada combatiente vestía uniforme verde olivo, portaba su fusil, el
alimento personal y un par de buenas botas de goma. Llegaron al amanecer del 20
de octubre a las inmediaciones del objetivo, organizaron el campamento,
prepararon los explosivos y esperaron. Habían estudiado largamente la rutina del
pueblo. Conocían su vida cotidiana, el retén, el vehículo policial. Todo estaba
tranquilo. Atacarían de noche el 21 de octubre.

Llegado el momento, se dividieron en dos grupos que mantendrían contacto


visual. Mientras se acercaban al pueblo comenzó a llover de na forma
impresionante. Quedaron empapados inmediatamente y hacía mucho frío. En el
trayecto ser cruzaron con algunos lugareños, pero la lluvia y la noche los
protegían.

En la casa aledaña al cuartel, encendieron la carga potente y dos hermanos la


lanzaron al techo de tejas del cuartel, con excelente puntería. Por la ventana del
cuartel se asomó un policía, los miró con espanto y se ocultó. Seguramente el
ruido del golpe de la carga en el techo lo había alertado. Con preocupación, los
combatientes miraban hacia el techo, pero no veían humo. Fueron minutos
interminables. De pronto sintieron la explosión. Todo el techo voló por los aires.
De acuerdo al plan, Manuel corrió en dirección a la puerta del cuartel mientras los
otros hermanos ocuparon puestos laterales. Empezó a disparar parado frente a la
puerta, sin recibir fuego en respuesta.

Se apagaron todas las luces en las casas del pueblo, que tenía una ancha calle
principal. El cuartel estaba destruido. La columna irrumpió en el retén para
constatar que los policías habían escapado por la puerta. Los hermanos mapuche
empezaron a gritar consignas en su lengua. Estaban enardecidos. “¡Viva Leftraru!,
¡Leftraru, somos tus hijos!”. Los afuerinos gritaban todo tipo de consignas. La
madre de Pinochet fue la más mentada.

No paraba de llover. “Bendita la lluvia”, se decía Manuel; era la naturaleza que


los protegía. Pero, a la vez, los volantes que lanzaban al aire quedaban
embarrados inmediatamente. Avanzaron por la única avenida en dirección a la
escuela y después siguieron más allá por la calle principal. Habían cumplido la
misión: tenían control del pueblo y las fuerzas represivas se habían hecho humo.
Manuel ordenó la retirada. Debían lograr una distancia considerable antes que
amaneciera. Salieron en columna del pueblo y, luego de unas horas de marcha, se
reunieron en un círculo bajo la lluvia. Sin decir palabra, se despidieron con la
mirada. Cuatro en una dirección y seis en otra. La emoción los embargaba.
Los ojos de Manuel estaban más que acostumbrados a la oscuridad de la noche
del sur de Chile. Le maravillaba el perfume de la tierra y la vegetación después de
la lluvia, muy distinto al aroma que había conocido en los campos de Cuba y
Nicaragua, o del mismo Santiago. Ese olor a humedad le provocaba respirar
hinchando profundamente los pulmones. Eso siempre le daba fuerza. Por tener
ese aire envidiaba a los compas mapuche que había conocido durante su
formación político militar en los años setenta. Al oficial Moisés Marilao, formado
en Cuba y que murió intentando escapar de una comisaría de Temuco el año
1984, siendo combatiente clandestino del Frente, y a tantos otros peñis. “¿Cómo
no haber nacido en esta zona?”, se decía siempre Manuel.

Era aún de madrugada y habían pasado algunas horas desde la emotiva


despedida con los compañeros mapuche de la columna. Manuel había aprendido
que la diferencia entre retirarse y arrancar de una acción consistía en la
planificación de la misma. Mientras más preparada era, más segura era la retirada.
Estaban calculados el tiempo, la ruta, la dirección y, lo fundamental, es que
conocían las estrellas del cielo del sur, las mejores guías en una caminata
nocturna, como la que ellos venían realizando.

Llevaban varias horas de camino, guiados únicamente por esas estrellas.


Caminaban a paso rápido hacia el punto de descanso y ocultamiento previsto, al
que tenían que llegar antes que apareciera la luz del alba de ese mes de octubre.
En la ruta evitaban los caminos principales y los lugares cercanos a pueblos y
caseríos, para no ser vistos y no llamar la atención de los perros, que
representaban un gran peligro, pues huelen al forastero, saben olfatear incluso el
miedo en las personas, algo que no podían negar que llevaban muy encima. La
ventaja que tenían Manuel y sus compañeros era que venían empapados de frío y
de lluvia.

A esa hora, los que ahora formaban la columna eran solo afuerinos, no
mapuche, lo que significaba que no tenían ninguna cobertura que justificara su
presencia en esos lugares y que, de ser detectados, los obligaría a entrar en
combate, asunto que querían evitar a toda costa. Las fuerzas enemigas eran
numerosas, estaban compuestas por militares, carabineros y contaban con el
apoyo de civiles armados, montados a caballo: los dueños de los fundos.

Una vez en el primer punto de descanso, se dedicaron a evaluar lo sucedido


durante las últimas veinticuatro horas. En el grupo había combatientes que, en
otras épocas, estuvieron en las guerrillas de Nicaragua y El Salvador, por lo que
tenían experiencia y habían pasado por situaciones difíciles. Todos se sentían bien
y con ánimo. Lo primero que hicieron durante el reposo fue revisar los pies y las
piernas de cada uno. A veces el combatiente oculta el verdadero estado de sus
pies o niega que tenga ampollas, rasguños o heridas para no preocupar a los
demás compañeros. Sabían que aquellas partes del cuerpo constituyen las
principales armas del combatiente rural. Pero no se podían engañar entre ellos y
fueron evaluando a cada uno, especialmente sus pies. Llevaban, como mínimo,
unos treinta kilómetros de caminata, sin contar los recorridos antes del ataque, y
les quedaban todavía dos noches de marcha. Era preciso administrar bien la
humedad del cuerpo para no enfermarse. Así lo habían hecho antes en las zonas
tropicales donde estuvieron combatiendo. Los mapuche les sugirieron que se
quedaran en los lugares aledaños a sus casas para descansar, pero Manuel y sus
compañeros se negaron rotundamente. Era mucho riesgo para todos, en especial
para las familias de estos hermanos.

La primera conclusión a la que llegaron fue que la sorpresa estaba del lado de
los combatientes. Ese es un principio de la guerrilla y lo habían logrado: nadie en
el pueblo se había dado cuenta de la aproximación de la columna de guerrilleros al
retén. Manuel no olvidaba la cara de espanto del policía que se percató de su
presencia cuando lanzaron la carga al techo del cuartel. Era como si hubiese visto
a Leftraro o a Quepolicán en persona atacando el cuartel en medio de la lluvia.

Enmascararon el punto de descanso y, luego, todos se protegieron con


plásticos, cambiándose la ropa mojada que llevaban puesta. La nueva muda de
ropa seca ya no era el uniforme verde olivo, sino ropa común y corriente. Sentían
un gran agotamiento físico, que siempre se muestra en el cuerpo al detener una
marcha rápida y, sobre todo, con la adrenalina en alto después del accionar
realizado.

Manuel organizó la vigilancia con una guardia diurna. Dormir y vigilar es lo que
harían por el día. Antes de dormir comieron unos “superocho”, el alimento
preferido de Manuel, e intentaron de nuevo hacer funcionar la pequeña radio
portátil. Necesitaban escuchar las noticias y estaban enojados con el compañero
encargado de proteger las pilas de la humedad porque no había cumplido su
tarea.

–Pero, ¿no cachaste la tremenda lluvia, cómo no se iban a mojar las pilas p’us
compañeros? –decía el irresponsable, dando explicaciones, que, por supuesto,
nadie del grupo aceptaba.

Por suerte para él, después que le habían dicho de todo, la radio funcionó y
pudieron escuchar que se habían producido ataques en varios lugares ese 21 de
octubre, incluso en Santiago. Todos estaban impresionados en medio del monte.
Se anunciaba la acción que ellos habían realizado y se informaba que efectivos
militares y de carabineros perseguían a los responsables.
–¿Adónde la vieron? Si estamos más solos que la cresta en esta montaña –dijo
un combatiente.

Pero de lo que más se hablaba en la radio era del ataque a Los Queñes. Se
destacaba lo distante de una acción de las otras, como tratando de evidenciar la
gran capacidad de planificación que tenían los atacantes. Desde donde estaba el
grupo, atento a lo que trasmitía la radio, hasta Los Queñes, había casi quinientos
kilómetros. También se anunciaba a un gran contingente de fuerzas militares que
los perseguía.

El grupo de Manuel se sentía lejos –en kilómetros– de los compañeros de los


otros puntos de la operación, pero muy cerca en la solidaridad como
combatientes. Podían imaginarse lo que cada uno de esos grupos estaba viviendo
en esos momentos de la madrugada. En el sur se habían preparado con tiempo,
caminaban mucho y llevaban meses en esa lógica de entrenamiento permanente,
pero ninguno de ellos sabía que se realizarían más acciones ese mismo día. Esta
era una de las características del Frente, la compartimentación, otro principio de
la lucha revolucionaria. Cuando los jefes planteaban misiones, todos creían que su
misión era la principal o la única y cuando se ejecutaban se daban cuenta que, las
más de las veces, eran de carácter secundario o destinadas a distraer a las fuerzas
enemigas y no la principal, como el combatiente siempre quería. Ese era otro
principio militar, el de la Dirección Principal y Secundaria en la lucha contra la
dictadura criminal.

¿Quiénes serían los compañeros que estaban en las acciones de los otros
pueblos?, se preguntaban. ¿Estarán todos bien? ¿Tendrán heridos? ¿Cómo eran
las características de esos territorios? ¿Serían difíciles de caminar?

Era impresionante para ellos que en tantos lugares se estuviera golpeando a los
criminales que se creían dueños absolutos de Chile. Estos militares golpistas
pensaban que dar un Golpe de Estado en Chile es llegar y llevar, como anuncia una
conocida propaganda comercial. Los chilenos, meditaba Manuel años después,
somos calladitos, tranquilos, incluso nos imaginan mansos y dóciles, pero no es
así, somos personas racionales. Pero cuando nos convencemos de que algo anda
mal, salimos con todo a la lucha. El mejor ejemplo de ello eran las protestas contra
la dictadura: en varias casas de personas de lo más pacíficas, se iban guardado
neumáticos y todo lo necesario para impedir la represión y, luego, les entregaban
los materiales a los chiquillos que estaban dispuestos a usarlos en las barricadas.

Combatientes socialistas y miristas fueron los primeros en enfrentar a los


golpistas en La Moneda, en el ministerio de Obras Públicas, en la población La
Legua y otros lugares. Luego, siguieron combatiendo solo los miristas; tiempo
después, militantes y ayudistas comunistas y del Frente. Después siguió el Frente
solo y, finalmente, se sumaron combatientes del Lautaro. Ningún partido de
izquierda reivindica la aparición y las acciones de los luchadores y combatientes
populares. “¿Por qué será?”, se preguntaba Manuel, pues hasta el propio Partido
Comunista negaba la paternidad del FPMR en esa época. Siempre han preferido
reivindicar solamente a las víctimas de las violaciones a los DDHH, nunca a los
combatientes que enfrentaron al tirano con todo tipo de medios, constataba
Manuel. Rara, le parecía, la mentalidad de esos partidos al reconocer solo a las
víctimas y no a los combatientes. Pero de lo que había que estar orgullosos como
chilenos, se decía, es que cada vez que en Chile han aparecido los golpistas,
surgen de inmediato los combatientes populares dispuestos a enfrentarlos en
todos los planos. En verdad, en nuestro país, aparte de a los golpistas, también les
va mal a los mentirosos, pensaba Manuel, a los que no cumplen con su palabra.

A Manuel y sus compañeros, oír por la radio que también se habían producido
ataques en otros pueblos, les levantó el ánimo.

¡Somos muchos más en lo mismo! –dijeron.

Pero estaban preocupados porque la parada, la baja temperatura de la mañana


y la inmovilidad en que ahora se encontraban, los estaba enfriando. Debido a ello
decidieron quitarse la ropa y forrarse en plásticos para entrar en calor. La claridad
de la mañana ya los empezaba a invadir casi por completo. Lo importante era que
la zona que habían seleccionado era buena y segura para ocultarse durante el día.

Al grupo le quedaba una caminata de dos noches y, una vez seguros, Manuel
viajaría a Santiago para dar el reporte de lo realizado.

Ya tenía los vínculos previstos con Benjamín y otros jefes. ¿Qué estarían
haciendo ellos en esos momentos?, pensaba Manuel. Seguramente estarían
analizando los efectos de las acciones realizadas.

Recordó la última conversación con Benjamín, hacía no más de un mes, antes


del 5 de octubre. Él mismo había visitado su zona y traído personalmente los
materiales que usarían en la acción.

–La acción de la Toma de Pueblo es seria, –decía Benjamín– es una nueva


modalidad de acción en el Frente. Es llevar la lucha a todos los territorios. Por eso
los jefes deben participar directamente en todo, incluso en lo principal, el ataque
mismo. Deben ser los jefes los primeros en el combate; los jefes del Frente no
mandan a hacer las acciones y las miran desde lejos, las deben realizar ellos
mismos.
Aquello era un golpe moral muy grande para todos, que daba confianza y
seguridad, sobre todo a los más novatos.

A Benjamín lo habían escuchado decir que, políticamente, un jefe es más


responsable si asume directamente la dirección del accionar. Esto era un cambio
de política. Muchas veces en el Frente los encargados debían pedir autorización
para participar directamente y la razón de que a veces no se los autorizara era que
se debían garantizar muchos aspectos para que la acción terminara exitosamente:
la logística, la atención médica, la infraestructura y muchas cosas más dentro del
plan general eran igual de importantes que la acción misma. Pero esta vez, se
reforzaba que los jefes debían ser los primeros en la acción y eso llamaba la
atención de Manuel.

Manuel siguió recordando. Finalmente, la columna logró sortear exitosamente


las caminatas de las noches siguientes y se retiraron seguros de la zona, dejando
“embuzonados” los medios y vestimentas usados en la acción.

Por esa acción en el sur Mapuche, el aroma de la tierra y su gente habían


quedado para siempre impregnados en la mente y el corazón de Manuel.

Días después se enteró –en reuniones y por la prensa– que Benjamín había
comandado la acción del pueblo de Los Queñes. Había obrado de acuerdo con sus
principios. El ejemplo personal siempre estaba presente en él, recordó. Luego de
la toma del pueblo y ya en la retirada, Benjamín había sido capturado y asesinado
por Carabineros junto a otra gran dirigenta del Frente, la compañera Tamara.

Grande fue el dolor de Manuel, pues no le pudo dar el parte de guerra que
habían preparado entre todos los combatientes de la zona sur. Su muerte fue un
golpe demoledor para el Frente.

Manuel regresó al sur con las malas nuevas para sus compañeros y, como
correspondía, regresó a la zona para retirar los materiales “embuzonados” que
habían dejado después de la acción de Pichipellahuén. Los sacó de ese territorio.
Recordaba que, cuando llegó al lugar, le impresionó la tremenda cara de espanto
que tenía el dueño del predio. La señora, en cambio, le dijo que no podía creer
que lo volviera a encontrar después de todo lo que había pasado.

–Haga lo que tenga que hacer y váyase rápido mijito. ¡¿Cómo se le ocurrió
volver?! ¿Acaso está loco?, los andan buscando por todos lados.

La mujer le dio una taza de té muy caliente y un pan amasado con merkén, ese
picante mapuche tan sabroso, para que Manuel calentara el cuerpo.
–Quédese tranquila, compañera, gracias por el tecito, –le dijo– No podíamos
dejarles este paquete de cosas a ustedes. Algún día nos volveremos a ver, cuando
cambien las cosas y… muchas gracias por todo compañera –agregó, al despedirse.

Ella, muy emocionada, lo acompañó hasta un bajo pantanoso que limitaba con
su predio, con el marido exigiendo a Manuel que se fuera rápido. La mujer lo hizo
callar y abrazó a Manuel diciéndole, “yo le doy mi bendición; que Dios también me
lo bendiga y me lo proteja, para que se pierda rápido del lugar y no lo pillen.
Cuídese mucho, que andan a caballo buscándolos en toda la zona”.

Manuel tomó el pesado saco, se lo echó al hombro y salió en dirección del


camino. Debía esperar varias horas hasta que cayera la noche y mantenerse
atento a las señales para no confundirse. Lo recogerían en un vehículo. Había
cumplido la última orden que había recibido de Benjamín: No debía quedar ningún
rastro de la acción en la zona, “ustedes responden por eso”.

Mientras esperaba el arribo del vehículo, Manuel pensaba que Benjamín y los
otros jefes que habían decidido el accionar del 21 de octubre habían actuado en
esos momentos con la misma dignidad que tuvo el Secretario General del MIR,
Miguel Enríquez, que en condiciones que quizás no se puedan comparar por ser
momentos históricos distintos, planteó que los militantes de su organización no se
asilaban, siendo el primero en cumplir esa política que elevaba la moral del pueblo
y de su propio partido y que encontró la muerte en combate también en un mes
de octubre, en los primeros años de la dictadura. Ambos líderes, Miguel y
Benjamín, emularon la valentía, arrojo y dignidad de Salvador Allende, nuestro
Presidente histórico, en septiembre de 1973. Él no quiso rendirse a los generales
antipatriotas de las Fuerzas Armadas chilenas. En verdad se debería decir Fuerzas
Armadas de la derecha chilena, por la forma criminal con que actuaron contra su
propio pueblo.

La noche llegaba, con su manto de protección.


XVII. Eduardo
La vida de campo había quedado atrás. Las nuevas tareas en la organización lo
obligaban al cambio. Cierto día, como “siempre”, Manuel se preparó para cumplir
la rutina diaria de trabajador de oficina. Esa era la leyenda con que lo conocía la
dueña de la casa donde arrendaba una pieza. A las ocho de la mañana,
puntualmente, se despedía de ella y abría la reja del antejardín, revisaba el buzón
y de vez en cuando encontraba una de las cartas que él mismo se enviaba de vez
en cuando para no levantar sospechas. Pero aquel no sería como todos los días en
su “normal” vida de clandestino.

Corrían los años finales de la década de los ochenta. Había asumido nuevas
responsabilidades en la organización y aún no se cumplía un año desde la muerte
del primer jefe del Frente, Benjamín. Era la época en que la dictadura caminaba
inexorablemente a su fin y en medio de ese escenario, los rodriguistas seguían
luchando contra ella, aunque se debatían en diversas contradicciones internas
que, con el tiempo, también les significarían su final. Pero entonces aquello no era
algo que sospechara Manuel.

Caminaba por el centro de Santiago, por la vereda sur de la Alameda. Cruzó


frente a un kiosco y su vista quedó atrapada en el titular publicado en primera
plana del diario vespertino La Segunda, uno de los periódicos cómplices de la
dictadura sangrienta. Se anunciaba, en grandes letras, acerca de un
enfrentamiento armado ocurrido en el aeródromo precordillerano de Tobalaba,
con el resultado de dos personas muertas. Uno de ellos era Eduardo, el “Aurelio”
del Frente Patriótico.

Miró hacia todos lados. Tenía la absurda sensación de que todos los
transeúntes miraban la noticia y que luego volteaban a verlo a él. No podía
despegar la vista de la primera plana y su titular; la angustia le recorría el cuerpo
en oleadas, la misma sensación que había sentido un año antes, cuando leía la
noticia aquella que anunciaba el descubrimiento de un cadáver en el río
Tinguiririca. Y ahí estaba, otra vez ese chispazo nervioso que le recorría la
columna; se sentía inmerso en medio de una tormenta que lo ahogaba; era la
desgracia, la presencia súbita de la muerte que nuevamente lo venía a visitar,
trasmitiéndole esa sensación de espantosa inseguridad incontrolable.

Miraba con desesperación a cada transeúnte que se detenía ante el kiosco, los
desafiaba a los ojos y se decía en silencio: “¡Sí, huevones, ése de la noticia era mi
hermano, mi compañero, mi amigo… y me lo mataron estos asesinos!”. Pero la
gente circulaba con absurda normalidad, pues la noticia era para ellos solo una
nota periodística. Los ojos de Manuel estaban húmedos. Se habían visto apenas
unos días atrás, cuando Eduardo revisó detalladamente el plan operativo que
Manuel le había presentado para el cumplimiento de la tarea que le había
ordenado hacer. “No quiero fallas”, le había dicho con seriedad. Y ahora estaba
muerto.

No pudo disimular. Compró el diario y lo recorrió hasta dar directamente con la


noticia, buscando los detalles. Le importaba un carajo que su ansiedad fuera
descubierta por el vendedor del kiosco. Roberto Nordenflycht, “Eduardo”, o
“Aurelio”, era uno de los muertos en el enfrentamiento. El otro era un oficial del
Ejército de Pinochet. Se habían enfrentado cara a cara en el aeródromo de
Tobalaba. Aurelio estaba solo y el oficial contó con el apoyo de un soldado. Había
muerto uno de sus más queridos compañeros y jefes.

Eduardo había sido su seudónimo en la guerrilla nicaragüense y así es como


finalmente lo llamaban todos sus compañeros. Aurelio era la chapa que había
adoptado en el Frente para la lucha clandestina en contra de la dictadura. Eduardo
y Aurelio eran un solo compañero. La noticia terminaba identificándolo como un
importante miembro de la cúpula del FPMR Autónomo. Desde días antes, Manuel
contaba con algunos indicios de que algo estaba por suceder, una posible acción,
pero como era la tónica en el Frente, no sabía de qué podía tratarse en concreto.

Con muchas interrogantes en la mente y un dolor profundo en el alma, tomó


rumbo al Parque Forestal. Necesitaba un poco de tranquilidad, sentía la urgencia
de encontrarse solo, de poder respirar a sus anchas. Era un golpe de proporciones
insospechadas para él y para el Frente. Se sentó en un banco de la plaza, le costó
mucho recuperar la calma. Era el mismo lugar donde había recogido la piedra que
pintó para contactarse, cuando recién había ingresado clandestinamente a Chile. Y
ahora, sus dos amigos, los que lo habían recibido, estaban muertos. Habían caído
siendo tan jóvenes. Benjamín a los treinta años y Eduardo a los treinta y tres. No
podía contener las lágrimas. Lloraba al “huevito”, como le decían a Eduardo con
cariño; ya no volvería a estar con él en los contactos, durante los encuentros y los
seminarios que hacían. Pero sobre todo le haría falta en los encuentros “extra
reglamentarios”, como llamaban a las escapadas fraternas que muy de vez en
cuando se permitían.
Sentado en la banca del parque, se sucedían en su mente una infinidad de
recuerdos fragmentados; el rostro de su amigo, su permanente buen humor. Las
palabras entrecortadas que él siempre decía, iban y veían en desorden. “…El
Juanca, seguro debe estar pasándolo bien”… “puta que debe estar cagado mi
compadre Cabeza”. Era la voz de Eduardo y su tartamudeo esporádico. “¿Cómo
estará el Judas? Me donó la cama el huevón”. “Puta que la pasábamos bien allá
afuera, Manuel, aquí no podemos andar apatotados como lo hacíamos en
Nicaragua y Cuba”.

Eduardo había sido un revolucionario verdadero, sensible, íntegro y querido por


todos. Había entregado su energía y la vida en la lucha contra la dictadura.
Recordó que, varios meses antes de la desgraciada noticia, había viajado con él a
la Argentina.

Un poco más de una semana alcanzaron a andar juntos en Buenos Aires. Le


parecía que hubiera sido ayer. El primer destino del bus era Mendoza. No faltaban
los nervios, pues ambos saldrían del país con cédulas de identidad suplantadas.
Habían partido de la terminal de Santiago, temprano por la mañana y esperaban
llegar a Mendoza entrada la tarde. No iban muchos pasajeros con ellos y menos
en el segundo piso del bus. Los lugares habían sido elegidos por Eduardo. Los
había estudiado y seleccionado con antelación, según le comentó a Manuel.

–Deben ser separados y a la vista, de tal forma que nos veamos


permanentemente en caso de cualquier situación anormal.

–Igual es poco lo que podríamos hacer dentro del bus, si nos quieren agarrar, –
dijo Manuel. Pero Eduardo era su jefe en ese momento y él, el único subordinado
a la vista.

Habían sido designados para una misión que debían desarrollar en el exterior,
después de la irrupción de la GPN y la muerte de Benjamín. Argentina era solo un
primer paso en su recorrido. Desde su ingreso al país, hacía ya más de tres años,
para Manuel este era su primer viaje a un lugar más lejano que el otro lado de la
cordillera. Pero no era la primera vez que viajaban juntos. Con Eduardo, de vuelta
a Cuba desde Nicaragua, varias veces coincidieron en viajes y ahora iban juntos de
nuevo, pero desde Chile. Estaban planificadas varias reuniones importantes en
Cuba y Nicaragua. En esos lugares debían dar a conocer la nueva situación del
Frente, luego de la muerte de Rodrigo y Tamara. Tanto Manuel como Eduardo
habían participado en la irrupción de la nueva estrategia de la organización, la
Guerra Patriótica Nacional, pero en lugares muy distantes entre sí.

La documentación que llevaban era buena, o por lo menos eso era lo que
pensaba Manuel. Contaba también con un carnet argentino para usarlo en la
compra de los pasajes aéreos. Durante el traslado en el bus a Mendoza y como
medida de seguridad, la orden era que solo hablarían entre ellos cuando entraran
al territorio argentino, antes no. Durante el viaje se comunicarían únicamente con
las señales acordadas previamente. Estaban conscientes que el lugar más delicado
para ellos era, sin dudas, la aduana del Paso Internacional Los Libertadores.

Eduardo observaba a Manuel durante los primeros momentos del


desplazamiento del bus; le hacía gestos similares a los que hacen los cubanos
guaposos, algo así como los choros chilenos, gesticulaciones que significaban que
había que estar piola; luego pilas puestas; otras veces, ojo al charqui y varias más.
Y aunque todo revestía la mayor seriedad, cada gesto que hacía Eduardo tentaba a
Manuel. Le resultaba imposible mantenerse serio y no sonreír. Finalmente, como
siempre sucedía, Eduardo comenzó derechamente a payasear, haciéndolo reír… y
a uno que otro pasajero.

Rota la rigidez de los planes, Eduardo se acercó al asiento de Manuel, que no


tenía pasajero acompañante y le dijo mostrándole una petaca pequeña de whisky,
tratando de que no la vieran los otros dos pasajeros, “tómate un traguito para
pasar tranquilos la frontera… y la terminamos cuando pasemos al otro lado”.

Una vez en la aduana, al igual que a los demás pasajeros, los hicieron bajar en
el paso fronterizo y mostrar el carnet de identidad que llevaban. No tuvieron
problemas de ningún tipo, ambos tenían experiencia en esas lides y no
despertaron ninguna sospecha.

Siguieron el largo viaje a Buenos Aires, sentados juntos, recordando a sus


compañeros y bebiendo a sorbitos de la petaquita.

Una vez en la capital, se alojaron en una residencial y Eduardo hizo los vínculos
con los compañeros rodriguistas que trabajaban en Argentina, para informarles de
la situación del Frente. Manuel escuchaba los informes orales de Eduardo en las
reuniones y, por la forma en que explicaba la situación política chilena y las tareas
de la organización, quedaba claro que Eduardo ya no era el joven militar que se
ponía nervioso y tartamudeaba cuando le daban la palabra en los encuentros
colectivos de la Tarea Militar. La misión internacionalista en Nicaragua, la
experiencia clandestina y la lucha concreta lo habían hecho desarrollarse como
dirigente revolucionario, digno jefe de las Fuerzas Especiales del Frente Patriótico.
Decía a los compañeros que no creía en la salida cobarde y timorata de los que
abandonaban los sueños, maniobrando con las aspiraciones democráticas de la
mayoría del pueblo chileno.

Con respecto al jefe del Frente muerto en Los Queñes, Eduardo dijo que “tarde
o temprano, la decisión del Frente de seguir luchando y la del propio Benjamín de
encabezar las acciones, se transformarían en una bandera de dignidad”. Agregó
algo que Manuel no olvidaría nunca: “Raúl Pellegrín es y será una bandera de
dignidad de los revolucionarios chilenos consecuentes”.

Durante ese viaje sonó la alarma para Manuel: no pudo seguir hacia Cuba y
Nicaragua con Eduardo, pues en la oficina de migración argentina de Buenos Aires
intentaron detenerlo al detectar que su carnet era adulterado. Debió escapar en
medio del escándalo que se produjo cuando una funcionaria le gritó que su
identificación era falsa y llamó a la policía para detenerlo. No lo alcanzaron,
Manuel salió corriendo y se perdió entre el tumulto.

Y ahora, tanto tiempo después, con el dolor vivo en el pecho por su pérdida,
sentado en el banco de la plaza del Parque Forestal después de enterarse de la
muerte de su amigo, le volvía la voz de Eduardo a la mente. Le dijo, mirando los
grandes árboles del parque, “tú también, hermano… también te corresponden a ti
esas frases que dijiste acerca de Benjamín. Nunca permitiré que tu memoria
consecuente y tu ejemplo se borren de nosotros, aunque pasen los años”.
XVIII. Los pasos vigilados
Eran tantas las preocupaciones y responsabilidades que pesaban en los
hombros de Manuel, que la frustración por no haber podido continuar el viaje a
Cuba y a Nicaragua se le olvidó rápidamente. Inmerso en su propia vorágine
revolucionaria, venía caminando una tarde de regreso a casa cuando, al doblar la
esquina del negocio donde compraba el pan, se percató de algo inusual. Se puso
inmediatamente en alerta al descubrir una situación extraña: su jefe estaba
parado poco más allá, como esperándolo. Era absolutamente anormal e intuyó de
inmediato que algo malo tenía que haber pasado.

El jefe lo abordó y le dijo sin preámbulos, “por la radio escuchadescubrimos que


andan siguiendo a uno de los nuestros y estoy convencido que es a ti, vámonos
ahora mismo de aquí… no puedes entrar a tu casa. Lo siento compadre”. Juntos
empezaron a caminar mientras le relataba lo que habían escuchado. Incluso
llevaba impresas un par de hojas y en la información que ahí se encontraba había
un esquema del mismo recorrido que Manuel venía haciendo desde hacía dos
días. Según dijo su jefe, los agentes que hablaban por radio describían a un
individuo que vestía ropas parecidas a las que él usaba y, según ellos, lo tenían
claramente identificado.

Todo indicaba que era efectivamente a él al que seguían, qué cagada, pensaba
Manuel. Su mente no dejaba de dar vueltas. Pero, ¿dónde lo habrían detectado?
Hizo esfuerzos, repasando cada detalle de todo lo que había hecho el día anterior.
Revisó mentalmente sus encuentros con los contactos y tantas otras actividades
que había realizado, trataba de buscar indicios de probables cruces con la
seguridad de la dictadura en todo su recorrido.

En esa época, a finales de los años ochenta, la represión se concentraba con


fuerza contra los combatientes del Frente Patriótico, la más importante de las
organizaciones que aún combatían al régimen de Pinochet en el plano político y
militar y que contaba con fuerzas dispuestas para hacerlo.
Por ello, debido a los golpes recibidos, los compañeros eran cada vez más
exigente respecto de cualquier indicio de seguimiento enemigo, o por lo menos
intentaban serlo. Una de las medidas recientemente adoptadas era el sistema
de radio escucha de las actividades de las fuerzas represivas que habían montado.

Manuel, al igual que otros combatientes, estaba al tanto o sabía que varios
compañeros de la organización habían sido detenidos o asesinados por las fuerzas
de la dictadura y, cuando se estudiaban los hechos puntuales que habían llevado a
esos golpes para entender y tomar las medidas de seguridad efectivas, se
descubría que por lo general todo comenzaba con indicios de seguimientos no
tomados en cuenta por los militantes de las estructuras de combate. Muchas
veces no se prestaba atención a esas primeras señales del enemigo; varias veces
hasta los mismos afectados irresponsablemente negaban el hecho de que fueran
ellos los que estaban siendo objeto de persecución, para que no fueran relevados
de sus grupos operativos. Era claro que no querían ser retirados de sus
responsabilidades, o “de circulación”, como se decía en esa época. Y eso era
precisamente lo que el jefe quería hacer ahora con él.

Manuel fue trasladado y encerrado en una casa de seguridad en Las Condes.


Dos compañeras hacían de cobertura y apoyo. Era tan bueno su trabajo, que
ninguno de sus vecinos sospechaba que esas muchachas escondían combatientes
perseguidos del Frente. Las dos eran estudiantes universitarias. No importaba
quién llegara a la casa o el rango que tuviera el perseguido que debía esconderse,
ellas imponían la disciplina. Tenían organizada una forma de convivencia al
interior de la casa bien definido, con mucha disciplina, horarios de actividades
claros durante todo el día… comidas, descansos, lectura y estudio. Ellas sabían que
se exponían a serios peligros. Llamaba la atención la gran cantidad de libros que
tenían en la casa y de todo tipo de temas, para que no se aburrieran los
combatientes que tenían problemas, como Manuel.

Cada vez que empezaba a dar vueltas por la casa, cualquiera de ellas le pasaba
un libro y le decía con mucha firmeza, “en vez de dar tantas vueltas, póngase a
leer y estudie compañero, será mejor”. Sabían que estaba armado y que su
situación se consideraba grave, por lo mismo tenían prohibido dejarlo salir de la
casa hasta que no aparecieran los jefes. Y él las dejó tranquilas para que
cumplieran las órdenes.

–Debes entregar todos tus contactos, –le dijo el jefe, cuando lo visitó en la casa.

Pero Manuel se resistía, pensando que quizás el afectado podía ser otro
compañero y no él. No tuvo más remedio que cumplir la orden, pero pidió
escuchar las grabaciones en que constaban los seguimientos. Le entregaron el
informe de seguridad que la organización había hecho. Con esos datos pudo
corroborar que los itinerarios y hasta la vestimenta que había usado correspondía
con las conversaciones de los agentes.

–No hay dudas –dijo– parece que cagué no más.

–Debes considerarte con suerte, Manuel, antes no teníamos esta radio


escucha… te salvaste, otros no tuvieron esa oportunidad.

Esas frases dichas por el jefe eran expresadas con sinceridad. Quería que
Manuel se convenciera que había sido detectado por el enemigo, que era el
blanco a capturar en esos momentos. Eran amigos, pero empezaban a surgir
diferencias en el Frente. Y esas diferencias políticas, que algunos llamaban
“problemas internos”, ya empezaban a generar desconfianza entre los propios
compañeros de diferentes responsabilidades. El desgaste del Frente era enorme y
su aislamiento de las cúpulas de la izquierda tradicional muy evidente. Los
rodriguistas buscaban respuestas a la situación política imperante y a las salidas a
la dictadura.

Poco a poco, fueron haciéndose patentes dos grandes visiones. La primera, que
el Frente se vinculara a las organizaciones sociales que luchaban en los territorios,
mimetizándose con ellas. La segunda, seguir formando grupos operativos
especializados, al margen de las bases populares, para garantizar su seguridad. La
actitud del jefe parecía estar con la primera, o por lo menos eso dejaba ver por
algunas decisiones que adoptaba. Desde la muerte de Benjamín, ocurrida en
octubre de 1988, afloraron con más fuerza ambas visiones y, al ser personalizadas,
Manuel sentía que se iba perdiendo la objetividad.

Manuel pudo escuchar en la grabación obtenida por la radio escuchacómo sus


perseguidores eran relevados unos tras otros, para que él no los detectara.
Reconocía que no se había percatado de nada, a pesar de ser siempre cuidadoso
en sus caminamientos y contactos. De la radio se podía inferir que lo estaban
siguiendo desde hacía más de un día. Manuel hizo un contacto en la zona Sur de
Santiago, luego se trasladó hasta Conchalí y finalmente a la comuna de Pudahuel.
Todos esos encuentros ocurrieron en la calle, en restaurantes o cafés y aparecían
descritos con detalle en la cinta donde lo identificaban como el principal de esos
encuentros y hasta hablaban del tipo de chaqueta que usaba, como referencia
para que los agentes lo tuvieran bien marcado en los seguimientos. A Manuel le
llamaba la atención que no mencionaran su casa, pero tenía que suponer que
conocían todas sus rutinas.

Manuel había acumulado mucha experiencia, se preocupaba siempre de


conocer con antelación el lugar donde desarrollaría cualquier encuentro
clandestino, sabía cómo no llamar la atención por donde caminaba, su “manto”
estaba bien hecho, siempre estaba preparado para explicar quién era, aunque lo
que dijera fuera totalmente falso. Se hacía pasar como vendedor de propiedades y
tenía una buena fianza de personas que en verdad hacían esa actividad, por lo que
ante cualquier problema, los contactaba y ellos lo respaldaban.

Su rutina era normal, salía de su casa y esperaba llegar a un punto para


comenzar su contra chequeo, de modo de no llamar la atención en su entorno
más cercano. Conocía al revés y al derecho donde vivía. Por los años de
clandestinidad había desarrollado una buena capacidad de observación y retenía
en la memoria muchos datos y rostros que después corroboraba. Sabía cuándo se
le repetía alguna persona y, por si las moscas, rápidamente tomaba las medidas
que le permitieran evadirse. Además tenía buenas condiciones físicas y mucho
control de sí mismo. Era tranquilo. Pero esta vez había fallado y se había
transformado en un peligro para la organización. Él sabía lo que significaba ser
detectado por el enemigo, estaba en peligro y donde lo mandaran a trabajar
llevaría la “cola”, afectando a todos con quienes se contactara.

La organización decidió sacarlo de Santiago. El jefe le había dicho “te salvaste…


o te agarrábamos nosotros primero, o te agarraban ellos”, refiriéndose a las
fuerzas represivas de la dictadura. Luego, le había dicho que una vez que se
calmara la cosa, verían qué harían con él.

Le parecía increíble la tranquilidad que sintió momentos después de haber


entregado los vínculos que tenía con los compañeros de las estructuras donde
participaba. En la actividad clandestina que desarrollaba, su vida era muy agitada,
de contacto en contacto, de reunión en reunión y de pelea en pelea, sobre todo
en el último año. Vivía al día, pero ahora no tenía ninguna responsabilidad y se
sentía extraño, hasta un poco vacío y empezó a pensar en su familia, “¿cómo
estarán?”, pensaba.

Decidieron cambiarlo de casa a una más compartimentada. Se despidió de las


dos bellas universitarias, que le desearon sinceramente mucha suerte. Por la
preocupación que los jefes mostraban por Manuel, ellas se daban cuenta que su
problema era muy serio. Lo trasladaron a la zona oriente de Santiago, un lugar que
Manuel conocía. Lo entregaron a una pareja que estaba hablando en un teléfono
público, como señal de normalidad. Ella tenía un paraguas de colores y no había
ningún indicio de que estuviera lloviendo, pero disciplinadamente lo abría y
cerraba porque, según le dijo después, no sabía si debía estar abierto o cerrado.
Por suerte el paraguas era muy colorido y podía ser un quitasol, “así pasaba
piola”,según ella misma decía.

Manuel fue tomado por la pareja y lo subieron a un vehículo, le pidieron que


fuera disciplinado, que no le vendarían los ojos, pero que tenía que cerrarlos. Le
avisarían en el momento en que pudiera abrirlos. Luego de varias vueltas por Las
Condes, llegaron a una casa y entraron a un estacionamiento. Manuel miraba
hacia el suelo hasta que lo metieron en uno de los dormitorios de la casa. En ese
momento ni se imaginó que pasaría más tres semanas encerrado en ese lugar.

El baño estaba fuera del dormitorio, así que cada vez que Manuel quería ir al
baño golpeaba la puerta. La mayoría de las veces le abrían rápido, pero otras,
lamentablemente, no. Lo malo era cuando tenía hartas ganas y se demoraban en
abrirle, sufría mucho. Una vez, por la demora, estuvo a punto de hacer sus
necesidades por la ventana que daba al patio de la casa, pero le dio vergüenza.
Como lo vieron urgido le ofrecieron un “pelela”, pero les dijo que no era
necesario, aunque después, en más de una ocasión se arrepentiría de no haberla
aceptado.

Con el tiempo se dio cuenta que en la casa vivían otras personas, escuchaba
todos los corre y corre y los movimientos que los demás hacían cuando él
golpeaba la puerta para ir al baño. A Manuel no le gustaba molestar a la familia, le
daba un poco de vergüenza que relacionaran sus golpes a la puerta con las ganas
de orinar o hacer otra cosa, por eso esperaba y trataba de aguantar, hasta que ya
no podía esperar más. Todos los que vivían en esa casa evitaban verlo, y Manuel
hacia lo mismo con ellos.

Le entregaron un montón de libros para que se entretuviera. Nadie sabía


cuánto tiempo estaría en la casa. Leyó todos los libros y hasta les pidió más.
Después de muchos días y cuando empezaba a desesperarse por el encierro, lo
vinieron a ver a la casa y le comunicaron que sus contactos ya sabían del problema
que había tenido, le pedían que descansara y le mandaban saludos, además de
decirle que “eres un peligro con patas para el Frente. Te irás para el sur, de nuevo
a tus territorios, hasta nueva orden”.

Durante el tiempo que estuvo encerrado en esa pieza, solo podía dar vueltas
alrededor de la cama, era el viaje más largo que podía hacer, se sentía inactivo. Se
le ocurrió contar todo lo que veía, gracias a que entre los libros que le habían
pasado había uno que se llamaba “El hombre que calculaba”. Primero empezó a
contar los clavos del techo, aprovechando que el cielo de su dormitorio era de
madera. Calculó que había una razón de veinte clavos por cada tabla. Un día se
dedicó a contarlos todos, cuarenta y dos tablas tenía el cielo, eso significaba que
había 840 clavos en el techo. Después siguió con las ventanas, eran cuatro, con
ocho cortinas. Dieciséis vidrios tenían las ventanas. Manuel pensó que se volvería
loco en esa pieza, sin salir, sin recibir mensajes ni llamadas.

En un momento de desesperación se le ocurrió ordenar el clóset de la persona


que dormía habitualmente en ese cuarto que ocupaba. ¿Quién sería? Separó la
ropa de mujer y la de hombre; a la derecha las prendas de mujer y a la izquierda
las del hombre. Fue poniendo en cada perchero un pantalón, para que todo
estuviera equilibrado. Vestón, camisa, pantalón, vestón, camisa y pantalón. Se
estaba volviendo loco con el encierro.

En la parte baja del clóset había muchos zapatos. Una de las muchachas de su
seguridad se rió mucho cuando Manuel pidió que le trajeran un trapo, escobilla y
pasta de zapatos para lustrar todos los zapatos que estuvieran a su alcance.

–No es necesario compañero, –dijo la compañera.

–Es muy necesario, compañera… si no quiere que me vuelva loco.

Con harto respeto las chiquillas le propusieron jugar al Metrópoli, un juego de


compra y venta de casas, sitios, departamentos y Manuel aceptó con entusiasmo,
necesitaba hacer algo distinto.

En otra ocasión, a Manuel le dio por la limpieza. Limpió todos los rincones de la
pieza, ordenó la cama, cambió su orientación y hasta las ventanas quedaron
impecables. En medio de toda esa desesperación, su mayor alegría fue cuando le
trajeron una pequeña radio portátil. Le hacía recordar la que tenía en Nicaragua
para escuchar noticias de Chile. Entonces, se dedicó a escuchar música y noticias y
cuando llegaban visitas a la casa se preocupaba de bajar el volumen.

Hasta que, finalmente, una de las muchachas encargadas de su refugio le dijo


que debería estar preparado, que en cualquier momento sería trasladado a un
lugar más seguro. Manuel sintió que lo miraba como si estuviera listo para irse al
cementerio.

Por fin llegaron a buscarlo, o a rescatarlo, cuando ya se aprestaba a calcular


cuántos azulejos había en el baño. Manuel pensaba hacer un cálculo primero y
luego lo comprobaría, para ver si ya era buen calculador, como el personaje de “El
hombre que calculaba” del libro que más le había gustado entre todos los que
leyó durante su estadía en esa casa.

En su profesión de militar, Manuel debía saber calcular distancias para


organizar los órganos de puntería de las armas, eso servía para “el tiro efectivo”,
como se decía en términos militares. Por eso le gustaban las matemáticas, pero
jamás pensó que se pasaría tanto tiempo encerrado sin salir a ningún otro lado
que no fuera al baño.

Lo dejaron en una calle con la indicación que caminara y que un conocido lo


abordaría para sacarlo de Santiago. Cuando eso sucedió, tomaron la carretera en
un jeep. Iba al campo, de donde había salido en una oportunidad para encontrarse
en un contacto con Benjamín y dar el parte de la acción que habían realizado, pero
a la que su jefe no llegó. Nunca más llegó, en lo que fue el golpe más duro que
recibió el Frente. Un año después había sucedido lo mismo con Eduardo: no
llegaría nunca al vínculo que acordó, una invitación a comer pollo al coñac. En esas
dos oportunidades en que iba a encontrarse con sus hermanos, Manuel iba
contento y con la confianza del deber cumplido, con el informe listo, pero ellos,
sus jefes, jamás llegaron al encuentro.

Mientras viajaba en el jeep con rumbo al sur, Manuel llevaba en su mente una
sola preocupación. Pensaba que la persona que sería su reemplazante no era muy
respetado, no tenía el prestigio que se requería para asumir la responsabilidad y
menos para el momento que se estaba viviendo en el Frente y en el país. Conocía
el pensamiento de su reemplazante, solo pensaba en armar grupos operativos sin
raigambre territorial, lo que contribuiría aún más a que la organización decayera.

Manuel sentía que el Frente no volvería a ser lo que había sido.

Tiempo después, ya terminada la dictadura, el sujeto que lo relevó en su


responsabilidad demostró lo oportunista que era, se transformó en militante
fundador del Partido Por la Democracia, uno de los partidos administradores del
modelo económico y político que impuso la dictadura y los grandes empresarios
en Chile.
XIX. Este es el culiao que se murió…
Manuel escuchó esas palabras como entre sueños; sintió que alguien le
agarraba las mejillas repitiendo: este es el culiao que se murió, ta’
calientito todavía. Abrió los ojos y le sorprendió la expresión de espanto que puso
el que le apretaba los cachetes. “¡No está na’ muerto el culiao!”, y salió corriendo
a llamar al chofer del auto.

Manuel no supo cuánto tiempo estuvo tratando de entender dónde estaba. Se


sintió inseguro al no saber qué sucedía. Varias escenas cruzaron en forma veloz
por su mente: Cuba, Nicaragua, la guerrilla, su hija, las reuniones del Frente. Como
si estuviera viendo la película de su vida en un segundo y no lograra comprender
qué sucedía, ni dónde estaba. Vio su mano izquierda ensangrentada, y su dedo
índice colgaba como de una hilacha.

El lugar, de gran verdor, era una arboleda. Escuchaba el piar de pájaros, pero
también el rugido de vehículos que pasaban a lo lejos y frente a él veía un gran
murallón de tierra y piedras. Eso era lo que observaba desde el asiento del auto
donde se encontraba recostado en el momento que lo despertaron. Se tocó la
cara y no encontró sus lentes, no ver bien acentuaba aún más su desorientación.
Con mucho esfuerzo, salió del auto que estaba empantanado en un lodazal, se
estiró, adolorido y miró hacia arriba del murallón. Vio personas en el borde
superior. Sin los lentes las veía media borrosas, todas estaban mirando el
accidente, hacia abajo, donde estaba él parado.

Manuel era miope. Recordó cuando asistió a su primera clase de Medicina en


un anfiteatro de la Universidad de La Habana en Cuba. Para poder ver bien lo que
anotaba en la pizarra el profesor, fue poco a poco bajando peldaños, asiento por
asiento, hasta sentarse en la primera fila. Terminada la clase, el profesor de
Histología lo llamó.

–Compañero, mañana sin falta vaya a oftalmología y revise sus ojos.


Ahí se dio cuenta que era miope. Y ahora, años después, en medio del
accidente, buscaba sus lentes hasta que encontró en un bolsillo de la camisa los
vidrios de los anteojos. Estaban enteros y no entendía cómo habían llegado hasta
allí. Luego descubrió, en otro bolsillo, el marco metálico de los lentes, pero
totalmente achurrascados. Seguramente, pensó, alguien los puso en ese lugar, en
los bolsillos del muerto.

Había despertado en el asiento delantero del auto Simca 1000 que había
abordado en Los Álamos cuando el jeep en que viajaba quedó en pana. No tuvo
más remedio que ponerse a hacer dedo, como se dice en Chile, y el único auto
que paró fue ese Simca 1000. Al subir al vehículo sintió el olor a trago del chofer,
pero no le importó. Y se quedó totalmente dormido, despertó cuando le tocaban
la cara, pensando que estaba muerto.

Solo días antes le habían comunicado a Manuel que podría encontrarse con su
compañera. El aviso llegó a través del enlace que sabía dónde estaba guardado
por los problemas de seguridad que había tenido en Santiago. El encuentro sería
en Los Ángeles, la mañana del domingo siguiente. Manuel emprendió viaje a esa
ciudad la medianoche de sábado en el jeep que le prestaron.

Con sus ojos miopes más adaptados, notó que el vidrio delantero del auto no
existía, le dijeron que lo había roto él mismo con la cabeza momentos después
que el chofer se quedara dormido y siguiera de largo en la curva más peligrosa de
la carretera de Nacimiento a Los Ángeles. Cayeron a ese barranco donde ahora se
encontraban. Era el lecho de un riachuelo que, en esa época del año, más bien
parecía un pantano. Que fuera así de pantanoso “los salvó”, decían los curiosos
que bajaban a ver el accidente y al supuesto finado.

El chofer se alegró al verlo vivo y dijo que lo disculpara por el accidente, que
solo había tomado un poco, pero igual se había quedado dormido. “Por lo menos
ahora debo responder solo por el vehículo… quédese tranquilo, ya vienen en
camino una ambulancia y los Carabineros”.

Esa palabra mágica, “Carabineros”, alertó finalmente a Manuel de lo que él era


y del qué andaba haciendo por esos lados. Era un luchador clandestino del Frente.
Abruptamente se le vino a la mente que también andaba armado. Lo notó por el
malestar que tenía en la espalda y recordó que llevaba en el auto un bolso de viaje
con propaganda del Frente y varias revistas de El Rodriguista. Inmediatamente
regresó al auto y sacó el maletín. Al agacharse se dio cuenta que tenía sangre en la
frente.

–Tiene partida la cabeza amigo, –le dijo alguien–, mejor quédese sentado hasta
que llegue la ambulancia.
No hizo caso. Sacó la bolsa con propaganda del maletín que llevaba y poco a
poco se fue alejando del auto. Debía deshacerse de las revistas y esconder la
pistola, ya que sentía que podía perder el conocimiento en cualquier momento de
nuevo. Caminó un buen trecho hasta llegar a unos matorrales que se notaban más
tupidos. Se cercioró que no había nadie mirando. Según recuerda, sacó las revistas
y las enterró, lo mismo que la pistola, envuelta en la bolsa de plástico. Tapó bien
todo y se dispuso a pararse, trastabilló un poco y en ese momento sintió una
mano que le ayuda a ponerse de pie. Era el amigo que le había tocado la cara y
que había dicho que él era el culiao muerto; estaba junto a su acompañante. Entre
los dos le ayudaron a enderezarse.

–Más mejor que se venga con nosotros amigazo, para que no tenga problema,
ya están por llegar los pacos, avisaron que vienen. Y no se preocupe por el chofer
que manejaba el auto… está medio curado, se olvidará que usted existió.

Los dos habían sido testigos de todo el entierro que Manuel hizo, lo tomaron
del brazo y salieron con él, caminando juntos del lugar del accidente.

Durante el desplazamiento fueron conversando, dijeron que eran del lugar, que
llegaron al accidente porque se corrió la voz de que un auto se había caído al
barranco, que eso pasaba bien seguido y que la mayoría de las veces eran
choferes curados, igual que ahora, y que la pista de la carretera al amanecer era
muy refalosa. Después de un rato de camino llegaron a un ranchito donde los
recibió una señora que estaba en la puerta. Era al parecer la madre de los
muchachos.

–¡Por Dios, hijo, qué herida tiene, está sangrando, entre a la casa para curarlo!

Manuel medio que se emocionó por lo cariñoso del gesto de la señora, pero
rápidamente se recuperó, como siempre hacía cuando se emocionaba, pero la
mamá se había dado cuenta.

–Se le puede infectar, niño, usted es igual de porfiado que mis chiquillos.

Buscaron unos trapos blancos, eran varios sacos harineros.

–Están limpios, por siaca, m’ijito, –decía ella. Los metió a una palangana con
agua caliente y le pidió que se agachara. –Preparen un tecito –ordenó a uno de
sus hijos –y tú–, dirigiéndose al otro, – ayúdame a sujetarlo.

– ¿Cómo te llamas, m’ijito?

–Es un Manolo –contestó adelantándose uno de los hermanos.


Manuel sonrió a los hermanos con complicidad. Le pusieron los trapos mojados
en la cabeza. Poco a poco y con mucha delicadeza, la mamá fue limpiando la
herida.

–Manolito, primero debe reposar, el corte es bien grande y después se me


tiene que ir directo a la Posta, porque yo creo que le van a poner hartos puntos en
la cabeza– dijo la amable señora. Terminó su trabajo, limpiándole finalmente la
mano donde estaba la otra herida.

Manuel estuvo a punto de aceptar la invitación a reposar, se sentía cansado,


pero sabía que no lo podía hacer, había dejado muchos cabos sueltos con ese
accidente y debía desaparecer del lugar. Les agradeció todo y pidió que lo dejaran
en la carretera, que él se las arreglaría. No escuchó todos los consejos que le
dieron, de que debía descansar, de lo peligroso de la herida. Se despidió de la
mamá con un beso y los muchachos lo acompañaron hasta la carretera, llevaba el
trapo blanco envuelto sobre la cabeza, “parezco un palestino”, pensó Manuel.

Lo último que escuchó de la señora fue un grito.

–¡Cuídate, Manolito!

Se despidió de los muchachos antes de llegar al camino principal, ellos le


pasaron una bolsita con un pan amasado y dos huevos duros, se abrazaron y
nunca más supo de ellos.

–Mejor no vuelvan al auto chocado, se me pudo haber quedado algo más,


chiquillos, –les dijo Manuel como despedida.

En la carretera principal, apenas levantó la mano, paró un vehículo y lo llevó a


la ciudad. “Lo dejaremos en una clínica”, comentó el chofer. Era obvio que su
apariencia no era muy buena. Una vez en Los Ángeles, lo primero que hizo fue
buscar el hotel donde imaginaba que se había alojado su compañera. Preguntando
y preguntando la encontró en una residencial y pidió entrar. El portero desconfió
de su aspecto y quiso comprobar si la señora que se había alojado por la noche lo
conocía.

En un primer momento, ella no lo reconoció. Manuel tenía una larga barba, iba
sin los anteojos, mal vestido, sucio y más encima con un turbante en la cabeza. Era
para no reconocerlo.

Manuel vio a su hijo con ella. Fue emocionante verlo aparecer con el sonar de
un tambor de juguete. En medio de ese emocionante ajetreo, se le cayó el
turbante; la impresión de su compañera fue grande. “¡Tienes la cabeza partida!
Debemos ir a un médico con urgencia, pero primero aféitate y bota esa ropa que
andas usando”.

Después del aseo, Manuel parecía otra persona. Fueron hasta la clínica de un
médico particular. La secretaria dijo que, como era domingo, debía pagar diez mil
pesos por adelantado. No tenían ese dinero. Partieron entonces a la Posta Pública
de la ciudad.

No había médico en el momento que le tocó su turno, así que lo atendió un


practicante. Le afeitaron la cabeza en el lado de la herida y le pusieron más de
veinte puntos en la herida. La compañera reclamó por el corte de pelo.

–¿Pero cómo se va a ir con media cabeza pelada y la otra no?

La respuesta fue que no podían hacer nada, porque la Posta Pública no era una
peluquería. Por suerte, frente a la posta había un salón de belleza y ahí le
afeitaron la otra mitad de la cabeza. La indicación del practicante fue tajante:
debía hacer reposo absoluto y volver el lunes a ver al médico de turno. Lo de
Manuel era un TEC abierto. Pero él tenía pensado otros planes y no pensaba
quedarse en Los Ángeles hasta el día siguiente.

Regresaron hasta el hotel, retiraron un giro de dinero que les mandaron,


compraron los pasajes para viajar esa misma noche a Santiago, contraviniendo
todas las indicaciones médicas. El viaje fue una verdadera odisea, como tenían
dinero solo para comprar dos pasajes, su hijo se fue en los brazos de ambos toda
la noche, con TEC y todo.

Una vez en Santiago, inmediatamente lo llevaron a un médico especialista. Le


recetaron reposo absoluto, en cama, sin televisión, con poca luz y sin leer nada.
Estuvo casi dos meses acostado. Lo operaron de la mano herida para que el dedo
índice no le quedara tieso o colgando. Por más de seis meses anduvo apretando y
soltando una pelota de goma, hasta que el índice recuperó su completa
normalidad.

Manuel estuvo perdido del Frente por todo ese tiempo. Obviamente, no pudo
ir a ninguno de los contactos previstos, ni a los regulares ni a los de emergencia. Le
contaron después que había sido dado por preso, por muerto o desaparecido,
hasta que pudo encontrar la forma de avisar que estaba bien.

En esos seis meses pasaron muchas cosas en el Frente de las que Manuel no
fue testigo directo. Más tarde, cuando participó como invitado a posteriores
conversaciones, varios compañeros bromeaban diciendo que le había hecho bien
el accidente, que ahora tenía mejores opiniones que antes, que seguramente se le
habían reorganizado mejor las neuronas. Pero cuando le plantearon su nueva
tarea, que significaba salir del país, él no aceptó y, con dolor, decidió seguir su
propio camino. Al término de la reunión, su jefe le pasó 30 mil pesos. Manuel,
riéndose, le dijo, “¿es mi finiquito, compadre?”.

Se dieron un fuerte abrazo de despedida, tampoco el jefe tenía ante sí un


camino fácil; el costo que deberían pagar los combatientes del Frente Patriótico
por lo que habían hecho, tomar las armas contra Pinochet, no se terminaría con el
fin de la dictadura, con la llamada “Transición a la Democracia”. Seguirían siendo
perseguidos.
XX. El perro león
Bajó del bus en Curarrehue, en la cordillera de la Novena Región. Pensó cruzar
por la vereda del frente la Comisaría del pueblo, como hacía en aquellos años de
lucha clandestina, pero descubrió que la habían trasladado precisamente a la
vereda opuesta de donde estaba ubicada antes. “Alguna vez pasé por aquí mismo
sin haber llamado la atención de los carabineros, según pensé, hasta que los
informes internos de la organización enviados desde la cárcel por los que cayeron
presos en esa oportunidad decían que ‘buscaban al de la parka roja’”.

Tomó el camino hacia la frontera con Argentina, en dirección al paso Mahuil


Malal y se desvió hacia el sur enfilando a su lugar de destino, después de tantos
años.

Se detuvo en un pie de montaña de bosque nativo, justo frente a un portón y


una ruca. Todo parecía igual que antes. El ancho portón se sostenía en un eje de
fierro que, en su parte superior, estaba adornado con banderas que simbolizaban
los colores mapuche; colgaba también una campana, como las de los colegios,
accionada por un largo cable de acero.

Antes que hiciera sonar la campana, irrumpió un grupo de perros ladrando.


Manuel se vio rodeado por ellos. En medio de la jauría se distinguía uno mucho
más grande que el resto, con melena como de león. Manuel pensó que su suerte
estaba echada. El enorme perro no ladraba, solo lo olfateaba con mucha
tranquilidad en medio del alboroto de sus colegas. Luego, como si terminara un
trámite, se dio vuelta y se alejó. En ese momento, como por arte de magia, el
resto de los quiltros dejó de ladrar y se alejaron, siguiendo al de la melena,
caminando tranquilamente en dirección a la ruca. A Manuel le volvió el alma al
cuerpo y pudo respirar tranquilo.

Cuando todavía no se reponía completamente del susto, un mapuche se acercó


al portón y lo miró desconfianza. “Vengo de parte de Ñanculef ”. Fue como
pronunciar una fórmula mágica. El mapuche sonrió al instante y le abrió,
señalando amablemente hacia la ruca. “Ñanculef me avisó de su venida, dijo que
usted es un huinca terco, llevado por sus ideas y soñador, pero buena persona. Yo
soy Elicura. ¿Lo asustaron los perros?”.

–¡Era que no!

–Pase adelante, peñi, lo estábamos esperando. ¿Es cierto que viene desde Coi
Coi? ¿De allá, de la costa?

En ese momento Manuel no respondió y solo atinó a seguirlo, alerta a los


perros. Con el dueño de casa caminando adelante, atravesó un riachuelo y
llegaron a una explanada que daba frente a la casa principal. Ahí se topó de nuevo
con el perro, casi amarillo o pelirrojo, embarrado, con pinta de león. Manuel sintió
que lo observaba mientras raspaba sus garras con fuerza en un tronco viejo tirado
en el suelo.

–Buenas garras, –le dijo a don Elicura.

–Usted parece que le cayó bien al León, –dijo–, es una buena señal.

Años antes, Manuel había recorrido esa misma ruta buscando a su hermano
Ñanculef que organizaba la resistencia a la dictadura en esos territorios. Había
caído preso y, mucho después, cuando ya estaba en libertad, le mandó a decir con
un mensajero que estaba loco si quería recorrer de nuevo esa ruta, pero que igual
lo iba ayudar.

–Ñanculef me dijo que se pensaba quedar como una semana…

–Si, compañero, –contestó Manuel.

–Hace tiempo que no me decían compañero–, replicó Elicura sonriendo.

Entraron directo a la cocina. Un tronco grande, atravesado en medio del fuego,


estaba encendido, como en todas las casas mapuche. Manuel se presentó ante la
compañera María, esposa de Elicura y antes de decir palabra, ella lo saludó.

–¿Cómo está, don Manuel?

Manuel la miró, extrañado y ella, como si adivinara sus pensamientos, le dijo


que sabían todo acerca de él. “Usted viene por unos días. Para escribir algo, nos
dijeron. Como que quiere recordar algo por estos lados ¿verdad? La vida de
ustedes dos fue muy movida y sobre todo en esos países donde anduvieron
juntos. Ñanculef lo quiere harto a usted y, para querer a un huinca, debe ser por
algo. No es muy común que un mapuche quiera tanto a un huinca. Siga sus
instintos y si es bueno el recuerdo, escríbalo. Después, si quiere, me lo cuenta”.

Los días transcurrieron con tranquilidad. Manuel aprovechó el tiempo para


desentenderse de todo. Leía mucho, de múltiples temas; quería un poco de paz
interior. Hacía mucho que no tenía un descanso merecido.

Hasta que una tarde, finalmente, entendió, o más bien dicho descubrió, por
qué había llegado hasta ese lugar.

Estaba frente a la entrada de la casa, en el sector que daba a la explanada de


entrada al predio y que limitaba con el riachuelo sobre el que había un puente
corto, pero con baranda y todo, lo que lo hacía parecer como de película. Las
aguas del riachuelo corrían lentas y con un sonido melancólico; le relajaba
increíblemente mirarlo y escuchar su pasar. Frente a la casa, como para dominar
ese maravilloso paisaje, había una banca incrustada entre dos antiguos arbustos.
Elicura le había recomendado ese asiento, no por lo cómodo, sino porque “ahí se
pueden ver cosas muy entretenidas”. No le explicó nada más.

Se sentó y quedó inmediatamente ensimismado, uno de sus estados


recurrentes, como le reclamaba una antigua compañera. Le decía que se la pasaba
pensando, como si estuviera en la luna. Estando en ese estado, Manuel sintió un
ruido en el portón de entrada. No pudo voltear a ver de inmediato, pues notó que
muy cerca de él se había echado León. Entonces, vio que el perro levantó su
cabeza, miró hacia el portón y luego volteó hacia él. Manuel no se lo podía
explicar, pero, en esa mirada entendió que debía observar en la dirección de
dónde provenía el ruido. Miró atentamente, pero a través del entablado del
portón no podía distinguir quién empezaba a abrirlo.

Lentamente, se terminó de abrir el portón. Al mismo tiempo sonó la campana y


apareció un toro, caminando tranquilamente. Se cerró la puerta de fierro y el
animal avanzó decididamente, acercándose. Manuel se puso nervioso, no quería
problemas y menos con un toro, aunque fuera de menor tamaño que los
normales. Pero el animal desvió su camino a último momento, pasando por su
lado y continuó su andar sin prestarle la más mínima atención. El toro andaba
como dando saltitos. “Parece contento”, pensó Manuel y, sin saber por qué, miró
a León. Coincidentemente, también el perro lo estaba mirando. Por un momento,
Manuel intuyó que el perro sabía a qué venía el torito.

Tras la sorpresa por la mirada de León, poco a poco todo pareció volver a la
normalidad. Pero no fue así. De pronto se percató que desde la ruca venían
caminando tranquilamente dos pequeños gatos plomos, peludos, lindos los
gatitos. El perro también los vio, pero los gatos, jugueteando, siguieron su
recorrido hacia un lugar de muchas flores que se encontraba justo al lado de un
castaño. Como presintiendo algo, Manuel volteó la vista de nuevo hacia la ruca y
vio que venía otro gato del mismo color. León ya lo estaba mirando a él de nuevo;
pensó que era uno de los mismos gatos de antes, pero no, porque detrás venían
cinco gatos más y luego otros. Eran más adultos, todos caminando
desordenadamente, como gatos que eran, en la misma dirección por donde
habían desaparecieron los dos primeros mininos. Contó cerca de veinte gatitos,
todos plomos y muy peludos, pero de distintos tamaños. Todos del tipo
doméstico, con sus típicos ronroneos de tranquilad, seguridad y felicidad.

Cada vez que miraba a León, él lo estaba mirando, como diciéndole, “¿qué te
parece el desfile de gatos?”, como si estuviera riéndose de Manuel por su cara de
sorpresa. Cuando habían pasado todos los felinos, Manuel se puso de pie y León
se quedó viéndolo, como reclamando “¿y ahora, para dónde vas?”. Entonces se
dio cuenta que los demás perros también estaban mirando lo que sucedía. Pensó
que se estaba volviendo loco, pues entendió que debía sentarse de nuevo y,
cuando lo hizo, ellos se volvieron a echar tranquilamente.

Sus pensamientos esta vez fueron interrumpidos por el conocido cantar de un


gallo que apareció de pronto desde otro sector de la explanada, como si fuera a
despertarlos a todos. En respuesta, empezaron a aparecer y a acercarse muchas
gallinas y pollos. El gran gallo era coyonco, típico de la zona mapuche, sin cola y
muy colorido. Y así fueron llegando todo tipo de aves, algunas madres hasta traían
a sus pollitos, en fila detrás de ellas.

Manuel sonrió, mirando a León nuevamente e imaginó que el perro le decía


con la mirada, “¿cómo te ibas a ir cuando el espectáculo aún no ha terminado?,
¿te diste cuenta por qué no podías irte?”.

–Claro que entiendo, –dijo Manuel–, respondiéndole al perro como si la


conversación fuera de lo más natural.

Las aves pasaron cerca, bulliciosas ellas; los gallos levantando sus cuellos
avanzaron orgullosos en dirección al jardín, hacia el mismo lugar por donde habían
desaparecido los gatos.

Manuel ya no se atrevía a mirar a León.

–No, no estoy loco, –se dijo.

Pero se imaginaba a León platicando animosamente con los demás perros –y


con él por supuesto–, a propósito de todo ese desfile; le comentaba hasta el sabor
de los huevos que ponían las gallinas y acerca de otros temas avícolas.
No terminaron de pasar las últimas gallinas, cuando directamente del riachuelo
se asomaron varios patos con su canto nasal tan característico,
elcuac inconfundible. Efectivamente, iban saliendo poco a poco los patos del
riachuelo, balanceándose con sus cuerpos redondeados, sus cuellos cortos y
hocicos aplanados. Casi todos de coloridos brillantes y tan amigos del agua.
Manuel entendió que aquella era una nueva columna del desfile y que ahora les
tocaba a ellos. Definitivamente, se sentía en una tribuna, donde León y sus perros
le acompañaban, todos disfrutando de una verdadera “parada animal” en la que
ya se habían hecho presentes, desfilando, el torito, los gatos, las gallinas y, por
último, los patos… todos con sus sonidos tan característicos.

Rápidamente, los patos se adueñaron de la explanada, pero su pasada fue


bastante presurosa, debido a que inmediatamente detrás se escuchó el graznar de
gansos. Un ganso blanco gigante saltó del riachuelo. “Son las aves que mejor
caminan en tierra y son muy fieles si las adoptamos como mascotas”, caviló
Manuel, “recordando viejos consejos mapuche, aprendidos durante todo el
tiempo vivido con ellos”. El ganso llegó a la explanada anunciando con sus alas
extendidas la nueva y escandalosa columna de gansos chillones que hicieron
desaparecer rápidamente a los patos del desfile. Eran tan gritones que provocaron
que los perros ladraran molestos por el bullicio.

Para qué decir que Manuel ya sentía que los perros y él eran una misma cosa,
espectadores con derecho a comentar todos los detalles: paso, marcialidad, voces
de mando y tantas cosas inherentes a un desfile. Manuel hacía gestos de
asentimiento o de disgusto a León y a los otros perros sobre cómo se iba
desarrollando el espectáculo. Incluso hacía comentarios en voz alta.

Un sonido aéreo desvió su atención de los gansos. Era el típico ruido metálico y
estridente de los queltehues, las aves más comunes del sur chileno, las que
anuncian las lluvias y cuidan sus huevos en las planicies de los campos. Manuel no
lo podía creer y se juraba que contaría esto a sus compañeros, aunque de seguro
nadie le creería.

Del cielo aterrizó un queltehue sobre la planicie, de color blanco y negro, como
todos los de su especie, imponente, con su pico largo, casi rosado, que terminaba
en una punta negra. Cuando cerró sus alas, se detuvo, como si saludara a los
presentes. Poco a poco fueron aterrizando sus camaradas, que constituían la parte
aérea del desfile. Una gran cantidad de estas aves aterrizó y luego todos salieron
caminando en dirección a los jardines. Manuel le comentó a León que era
espectacular el aterrizaje de esos pájaros y el perro León le sonrió en respuesta a
su comentario, como diciéndole, “imagínate si te hubieras ido, te habrías perdido
esta maravilla, que solo pasa en esta zona”. Ante cada aterrizaje, Manuel les hacía
un gesto de victoria y se reían todos juntos.
No podía estar más exaltado al ver cómo se iban retirando los queltehues en
medio de los aplausos de la tribuna; él esperaba que nadie de la casa lo estuviera
viendo en ese estado de locura en que se encontraba. Estaba fallado del mate, no
había otra explicación y no sabía cuánto había durado ese trance.

El ruido de un trotar animal lo trajo de vuelta a la realidad. Era el torito que


pasaba raudamente a su lado, casi rozándolo, en dirección al portón. Manuel le
hizo un gesto a León, preguntándole, “¿y éste, de dónde viene tan contento que ni
saluda?”. Riéndose, León le contestó, “viene de ver a su vaquita, de adónde va a
venir si no es de ahí”. El torito saltarín se las arregló para abrir el portón, sonó la
campana y se fue del predio.

Todo quedó en silencio. Los perros se fueron en diferentes direcciones. León,


estirándose, también se levantó.

–¡Don Manuel, ya está listo al almuerzo, se va a enfriar! –escuchó el llamado de


María, gritando.

Manuel se puso de pie de un salto.


XXI. Los perjúmenes del pasado
–¿Y nunca volviste a Nicaragua, oficialito?

–No seas hostigoso, Arturo. Manuel está soltando todo, pero me doy cuenta
que no dice nada de amores –dijo Carmen.

Terminada la dictadura, Manuel y varios compañeros y compañeras se


dedicaron a buscar los restos de los hermanos caídos en la lucha contra la
dictadura. Muchas de esas tumbas estaban solo al resguardo de sus familiares más
directos y muchas veces ellos no conocían las historias de los últimos años de vida
de esos combatientes.

En un largo y doloroso peregrinar, fueron identificando las tumbas de muchos


caídos. De otros, nunca las encontraron, porque los criminales civiles y militares
de la dictadura desaparecieron sus cuerpos, como hicieron con millares de
chilenos. Pero ese despliegue de perversidad pura, de suma inmoralidad que los
generales de las Fuerzas Armadas y los civiles que hicieron el Golpe de Estado
quisieron propinar al pueblo chileno al no entregar los cuerpos de sus víctimas a
los familiares, finalmente se revirtió en contra de ellos. Es el estigma que los
marca de por vida, su deuda moral histórica.

Poco a poco comenzaron a venir los reencuentros entre combatientes.

En una oportunidad, y a propósito de amores, en uno de los tantos actos de


homenaje en que participó Manuel, para un 14 de diciembre, aniversario del
FPMR, tuvo un reclamo que –a lo mejor– podría calificarse de semi amoroso.

Terminado el discurso principal y cuando todos estaban retirándose de la


actividad, sin darse cuenta se le acercó una compañera.

–Hace tiempo que quiero hablar con usted, ni se imagina cómo lo he buscado
todo este tiempo, hasta que por fin apareció. ¿Nos podemos sentar en algún lugar
cercano? No le quitaré mucho tiempo, necesito conversar y preguntarle algo, yo
siempre he tenido una duda sobre usted.

La cara perpleja de Manuel se notó al instante. La mujer era muy agradable y le


resultaba conocida. Lo tomó del brazo y lo encaminó hacia una plaza cercana.
Poco a poco, Manuel la iba recordando y hasta creía saber quién era. Pero no
imaginaba siquiera lo que ella finalmente le preguntaría.

–¿Se acuerda de mí, compañero? Yo soy la chiquilla miliciana rodriguista de


Pudahuel, era muy jovencita entonces y usted fue uno de mis jefes, ahí lo conocí
¿Se acuerda, sí o no? Acuérdese de las canchas de futbol, por la calle Gutiérrez.
Una noche usted hizo una reunión de instrucción, luego nos dio una charla política
y como se hizo muy tarde, nosotros le pedimos que no se fuera porque era muy
noche y peligroso, estábamos en plena dictadura y usted se quería ir de todas
formas.

–¡Claro que me acuerdo, compañera, –contestó Manuel, –usted era la jefa de


ese territorio, la que la llevaba en la Dirección Política Militar de la Zona; nunca la
he olvidado, compa, en esa época era una cabra chica y se enojó con nosotros
porque la habíamos propuesto y obligado a ser jefa.

–Compañero Manuel, yo sé que usted está ocupado, sus compañeros seguro lo


están esperando, no le quitaré mucho tiempo. Quiero decirle que fueron bonitas
sus palabras en el discurso que hizo recién; justas fueron sus opiniones y nos
hacen bien a los que fuimos combatientes y milicianos. Hubo varios asistentes que
se emocionaron por la forma en que usted hablaba, sin pelos en la lengua. Es
bueno que compañeros como usted den la cara, lo felicito por eso y lo respeto,
hermano.

Manuel la miraba y trataba de comprender hacia dónde se enrumbaría la


conversación con la compañera. Ella demostraba mucha fuerza cuando hablaba,
ya no era la tímida pero aguerrida combatiente de los años ochenta.

–Mi problema es otro, compañero, es un tema personal que quizás no sea


importante para usted, pero a mí me anda rondando la mente y como me lo
encontré, aprovecho de decirle algo que me da vueltas desde hace muchos años
en la cabeza. Desde que usted se acostó conmigo en la sede de la cancha de
fútbol, ese 11 de septiembre; usted pasó la noche conmigo, estuvimos acostados
juntos toda la noche, compañero. ¿Se acuerda? La cosa en el territorio estaba muy
peligrosa y nuestra Dirección Zonal decidió que le dijéramos que se quedara esa
noche con nosotros, no queríamos que le pasara nada, había mucha represión y
nosotros estábamos preocupados de que usted anduviera armado y solo por la
calle esa noche. Entonces yo le conseguí una pieza y me ofrecí para dormir con
usted en la única cama que había, compañero y usted aceptó. Dormimos
acurrucados porque hacía mucho frío, amaneció, usted se fue y yo nunca más lo
volví a ver, hasta ahora que me lo vengo a encontrar dando un discurso arriba del
escenario y yo abajo en la platea, más de veinte años después.

La compañera lo observaba fijamente a los ojos y Manuel sonreía un poco


nervioso, no sabía qué decir. Pensaba lo peor. “¿Me mandé algúncondoro? Yo no
le falté el respeto a usted, compañera. No recuerdo bien, pero si la toqué, quizás
fue porque tenía frío, pero estoy seguro que no le hice nada compañera”. Manuel
se excusaba, daba explicaciones, diciéndole que recordaba todo claramente, que
esa noche era muy helada y durmieron juntitos, pero le recalcaba que no le había
faltado el respeto. “Usted no tenía ni 18 años todavía, compañera”.

–Bueno, mi pregunta concreta es: ¿Por qué no hizo nada esa noche? ¿No era
atractiva para usted? Esto lo he conversado con amigas, algunas estaban en este
acto y siempre les he hablado de esa acostada y ellas no me creen que me acosté
con un adulto, con usted y que no pasó nada… Cuente la firme, compañero jefe,
¿no le gusté?

–¡Fallaste Manuel!–dijo Arturo– ¿Qué clase de historia de semi amor es esa?

–¡Cállate Arturo, fresco!–gritó Carmen.

–Claro que volví a Nicaragua –cambió súbitamente de tema Manuel–, pero


regresé mucho tiempo después. Me invitaron junto a otros hermanos a un
aniversario de la revolución sandinista; ellos, los militares o civiles nicaragüenses,
nunca olvidan nuestro aporte a su lucha y tampoco los combatientes chilenos
debemos olvidar nuestros a compañeros, aunque ahora algunos de ellos piensen
distinto.

Manuel recordaba la vez que había vuelto a Managua, después de más de


veinte años de estar en Chile. Era como un sueño para él. Ese sueño que varios de
sus hermanos internacionalistas no pudieron cumplir, porque habían perdido la
vida en la lucha contra la dictadura de Pinochet. Se sentía privilegiado por regresar
a ese país tan querido; estaba feliz de volver a sentir esos aromas, ese verdor
tropical, el sudor, ese calor, las comidas y el cariño de los nicas.

Uno de los momentos difíciles fue cuando se reencontró con las compañeras
sandinistas que había conocido en el momento del triunfo de esa revolución.
Entonces eran todas muy jóvenes, más jóvenes que los internacionalistas; todas
llenas de sueños. Varias se hicieron parejas de chilenos y ahora, de vuelta en
Nicaragua, algunos de ellos estaban muertos… los muertos más queridos por
Manuel. Se encontró con algunos de sus hijos, que ya tenían más de veinte años
de edad y lo reconocían a él como su tío.

Quizás la pregunta más dura y difícil que recibió Manuel y que no sabía cómo
responder, era “¿por qué tú quedaste vivo y mi papá no?”.

Manuel tenía su propia historia que recordar en Nicaragua. En cuanto pudo


escapar de los amigos, partió a desenredar sus propios enredos de amor. Caminó
por la calle donde estaba la casa donde vio por última vez a su ex-compañera;
donde acurrucó a su hija recién nacida antes de irse a su propia guerra de chileno.
No había sido para siempre, como fue con Eduardo o Benjamín, porque estaba ahí
de nuevo, pero el tiempo siempre borra lo concreto y deja solo huellas o heridas
dentro del ser humano.

Sintió algo en el ambiente cuando llegó al reparto donde vivía con su


compañera nica. Lo llevaba un taxi a la Villa Militar donde se alojaría por esos
escasos días que duraría su visita. No era un sentir desagradable; estaba muy
atento, le daba la impresión que aspiraba más aire de lo común, pero en el
ambiente algo lo inquietaba. Era como si todos los sentires se hubieran alertado.

Esos sentires lo hacían estar atento, erguido. Su experiencia de vida le


recordaba que más de alguna cosa buena que le había pasado en la vida –o mala–,
siempre comenzaba con algún sentir, algo que lo hacía mirar hacia todos lados,
olfatear, cerrar los ojos para ver. Aprendió a sentir de esa forma en Nicaragua, a
oler peligro y dicha; el miedo tenía un sentir, la alegría otro; la cobardía la
identificaba rápidamente; cuando una mujer se fijaba en él, lo olía en el ambiente.
De noche no se descubre ni se ve el verdor de la vegetación, pero existe el olor a
verde nocturno y Manuel conocía ese olor. Eso era lo impactante de Nicaragua
para él, el verdor.

Recordó a la mujer que una vez le dijo en Nicaragua, “me quedaré cerca de ti
porque tienes buenas vibraciones”.

Había sido educado para reconocer solo lo que fuera objetivo, a no creer en
cosas que no se ven, pero se confundió con lo que ella le dijo y terminó queriendo
a esa mujer. Ella iba y venía en ese día de fiesta en que la conoció, se reía de lo
estructurado que era Manuel, diciéndole que no intentara nada, no había nada
que hacer, ya estaban conectados por las vibraciones que el cuerpo envía.

Fue su compañera y la madre de una princesa y debió dejarlas a ambas por el


deber.
En la Villa Militar, de casas ordenadas y muy pequeñas, todos se conocían. Una
amiga distribuyó las ubicaciones de cada uno de los viajeros. Manuel fue el único
que quedó solo en una casa y, justo cuando bajaba su maleta, empezó a sentir el
olor del pasado, ondas y vibraciones, todo junto.

Al entrar a la que sería su casa por unos días, se presentó a los amables dueños
de casa. Sintió en el silencio de ellos que le decían, “para qué te presentas, si ya te
conocemos”. Imaginó a su princesa, la recordó como cuando apenas tenía tres
meses de edad.

Manuel, como la mayoría de los internacionalistas jóvenes durante la


revolución, soñaba con tener hijos. Pero la vida que llevaba en esos tiempos no le
permitía siquiera imaginarse ser padre. Varios de sus compañeros de combate ya
tenían hijos; algunos habían quedado en Chile cuando fueron expulsados por la
dictadura; otros más jóvenes habían sido padres o madres en Cuba, burlando las
órdenes arcaicas de los dirigentes partidarios que imponían reglas muy severas en
asuntos de paternidad cuando se trataba de militares, no de dirigentes…
obviamente.

Pero había algo en el hecho de querer ser padre cuando se estaba tan cerca de
acudir a su cita con el peligro de la muerte. Era precisamente el momento en que
a Manuel le correspondía partir de Nicaragua terminando su misión y seguir por
convicción y lealtad a sus compañeros internacionalistas a Chile. Fue ese el
momento en que irrumpió la necesidad de dar vida, con esa fuerza que tiene la
vida, que todo lo traspasa y nada la detiene.

Manuel meditaba entonces acerca de la fe de los amores. Cuando estaba claro


el fin de su estadía en Centroamérica, su compañera reafirmaba que sería
hermoso que esa relación terminara con un lazo más firme que los kilómetros de
distancia y que no dependiera de la insegura comunicación con Chile en plena
dictadura de Pinochet.

Ambos sabían que la partida y separación era inminente. El tiempo para la


despedida avanzaba inexorablemente e irrumpió la vida entre los dos, anunciada
con mucha felicidad por ella, la futura madre. Fue como un mazazo en la cabeza
para Manuel. Iba a ser padre, él y no otro.

Se dejaron de ver cuando ella tenía varios meses de embarazo, Manuel partió a
prepararse para su guerra en un país muy lejano, en el sur de América.

El contacto a veces era por cartas, mensajes por mano y una que otra llamada
telefónica, cuando podía salir de la casa donde se encontraba concentrado en
Cuba, preparándose para regresar a Chile. La vida irrumpía entre ellos, muy a
pesar del peligro que se iba cerniendo. La muerte en Chile del internacionalista
mapuche Moisés Marilao Pichún, el año 1984, que meses antes se había
marchado de Nicaragua, fue un golpe de realidad para todos los internacionalistas
que estaban en el país y, sobre todo, para los que estaban en preparación para
incorporarse a la clandestinidad en su país.

Manuel viajó para ver a su hija recién nacida a Nicaragua y luego partió, como
todos sus compañeros.
XXII. Somos tranquilos, pero nunca tanto
“La verdad, chiquillos, no es que esté contando algo nuevo, o que se me haya
soltado la lengua de repente”, dijo Manuel. “Muchas cosas de estas hace rato que
se saben, pero no se cuentan por variadas razones.

“La primera de ellas es que a los partidos políticos chilenos que estuvieron en
contra de la dictadura, incluyendo a los de la izquierda tradicional, no les conviene
meterse en esos temas, en especial en lo relacionado con la lucha de los
combatientes, porque estarían obligados a dar muchas explicaciones y por eso se
hacen los de las chacras. Los jóvenes de aquella época, que tomamos las banderas
de lucha que ellos impulsaban, se deben hacer cargo de lo vivido y enfrentar solos
el odio revanchista del enemigo.

“Varios políticos de izquierda retoman el tema de la lucha antidictatorial y de lo


que ellos –supuestamente– hicieron, solo en época electoral, autodenominándose
protagonistas y luego, cuando pasan las elecciones, engavetan sus cuentos hasta
la próxima.

“Por otra parte, a la derecha”, continuó Manuel, hablando a sus amigos,


“tampoco le conviene reflotar este tipo de historias, porque es un menoscabo a su
mito de la supremacía militar… Por ningún motivo pueden contar que hubo un
tiempo en que una organización política formó militares regulares en el exterior y
que luego los unió a combatientes formados en el país y que dieron una dura
pelea en Chile, con una amplia simpatía popular.

“Y por último”, dijo, “porque ante cualquier noticia que surja relacionada con
hechos vinculados con la lucha contra la dictadura y en que esté mencionado el
Frente, inmediatamente citan a declarar a sus ex militantes”.

–¿Y a ti te han citado, compadre?


“Por supuesto, y la primera pregunta del juez fue sobre cuándo había ingresado
a la militancia política. Es increíble que a estas alturas todavía sea un mal
antecedente en Chile haber pertenecido a una organización política de izquierda y,
en cambio, para postular a guardia de seguridad o a otros trabajos sea un muy
buen antecedente haber pertenecido a las Fuerzas Armadas, a Carabineros o a
Investigaciones, sin importar si se desempeñó o no como funcionario en la época
de gobierno del dictador”.

–¿Cuándo y cómo entró a Chile? ¿Qué es lo primero que hizo a su ingreso?

Las preguntitas del juez. Manuel pensó en las papas con prietas, lo primero que
hizo al volver.

–Mire, señor juez… Yo era un oficial, con mi respectivo grado militar, que
combatió en Nicaragua y que, inicialmente, obedecía órdenes del Partido
Comunista y luego del Frente.

–¿En qué Frente se quedó usted, en el del PC o en el de Pellegrín?

–Pellegrín no era dueño de ningún Frente, era el jefe de una organización


política. Yo me quedé en el Frente.

–Entonces se quedó en el grupo que decidió seguir ajusticiando, porque el PC


se retiró definitivamente de ese tipo de lucha y ustedes continuaron en eso.

–Yo tomé las armas porque derrocaron al Presidente Salvador Allende por las
armas y era lo que correspondía hacer. La dictadura fue un gobierno ilegal que
ordenó asesinar, violar…

–¡No me venga a informar usted acerca de los crímenes de la dictadura, porque


yo lo sé! –interrumpió el juez–. Así como usted está en contra de la injusticia y
lucha contra ella, asesinar a un senador de la república es también una injusticia,
un acto ilegal y mi deber es buscar a sus asesinos.

Manuel quiso saber por qué estaba ante su presencia.

–Porque un inspector de Investigaciones en retiro lo implicó en el caso del


asesinato del senador Guzmán.

El ex policía que lo inculpaba, se sonrió Manuel ante el juez, el ex comisario


Barraza, era un conocido agente ultraderechista, subordinado al partido Unión
Demócrata Independiente, ex agente de la CNI y un notable tergiversador de la
historia, que daba entrevistas a televisoras y diarios para mantenerse vigente y
cobrar por ello.
El largo diálogo o interrogatorio con el juez llegó su fin y, con la
correspondiente declaración firmada de respaldo, Manuel se retiró del lugar.

Pensó en sus compañeros del Frente que cayeron detenidos durante la


dictadura. Ellos fueron brutalmente torturados, sus derechos como prisioneros
nunca fueron respetados y, a pesar de todo, salieron con dignidad de esas difíciles
situaciones. Manuel estaba tranquilo, lo que él había vivido podía calificarse
apenas como un conversatorio, comparado con lo experimentado por sus
compañeros.

Abrazó a la Carmen y Arturo largamente, como prolongado y emotivo había


sido el reencuentro. “Es verdad que se perdieron muchas vidas jóvenes que
soñaban con construir un mundo mejor. La derecha golpista y sus militares
perdieron mucho menos… pero tampoco les tenían que salir tan baratos sus
crímenes; los chilenos somos tranquilos, pero nunca tanto”, se despidió Manuel.

S-ar putea să vă placă și