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CONTENIDO:

• Sandra Lorenzano
No aportar silencio al silencio

• Ralph Buchenhorst
La memoria: un intercambio de reconstrucciones

• Antonio Navalón
La administración de la memoria

• Horacio González
La materia iconoclasta de la memoria

• Pilar Calveiro
Memoria, política y violencia

• Ricardo Forster
De batallas y olvidos: el retorno de los setenta

• Silvana Rabinovich
Memoria por venir (primeras reflexiones ético-literarias)

• Rosalba Campra
Usos de la memoria, usos de la palabra

• Horst Hoheisel
Algunas reflexiones acerca del arte de la memoria y la memoria del arte

• Memoria abierta
La representación de experiencias traumáticas a través de archivos de testimonios y de la
reconstrucción de espacios de represión.

• Fernando Reati
El monumento de papel: La construcción de una memoria colectiva en los recordatorios de
los desaparecidos

• Edna Aizenberg
Holocausto, memoria judía y memoriales del terror en el cono sur
• Julio Flores
Arte del museo: memoria ¿de qué?

• Grupo Escombros
Cuerpos replicantes: las pancartas del grupo Escombros y la memoria

• Enzo Traverso
Trauma, remoción, anamnesis: la memoria del Holocausto

• Márcio Seligmann-Silva
La catástrofe de lo cotidiano, la catástrofe apocalíptica y la catástrofe redentora: sobre
Walter Benjamin y la escritura de la memoria

• María Angélica Melendi


Tumbas de papel. Estrategias del arte (y de la memoria) en una era de catástrofes

• Pablo Yankelevich
México en los pliegues de la memoria exiliar

• Abril Trigo
Entre la globalización de la memoria y las memorias de la globalización (Apuntes)

• Sandra Lorenzano
Palabras e imágenes balbuceantes
No aportar silencio al silencio.
A modo de introducción.

Sandra Lorenzano

La memoria es también —y tal vez sobre todo—


Desestructuración. La memoria viva, palpitante, escapa
del archivo, rompe la sistematización y nos
conecta invariablemente con lo comprensible,
con lo incómodo. Hay que recuperar una y
otra vez la incomodidad de la memoria.
Pilar Calverio 1

¿Cómo se construye la memoria de una sociedad? ¿Cómo se recupera la incomodidad de


esta memoria? ¿Cómo se transmite a las generaciones futuras la historia del horror? ¿Cuál
es la relación entre memoria y justicia? ¿Qué historia es la que busca transmitir? ¿Cuál es la
relación entre el pasado y el presente? ¿Cómo se construye un espacio que dé cabida a las
diferentes voces, a las diversas memorias? Éstas son algunas de las preguntas que están
presentes en el debate argentino, y que se actualizan y complejizan en cada uno de los
adversarios del golpe de Estado que instaura la más sangrienta de nuestras dictaduras
militares. Las distintas respuestas o reflexiones que genera componen un tejido denominado
por la diversidad y las tensiones. Hablamos de un espacio de conflicto, espacio
heterogéneo, que procura una mirada no lineal sobre el pasado; hablamos, entonces, de
discontinuidades, de rupturas, de ambigüedades. Reflexionamos y creamos a partir de las
fisuras, de los quiebres, del fragmento, de la movilidad que convierte a la memoria en resistencia.

Frente a su posible banalización, frente a su posible anquilosamiento, es preciso


subrayar que nuestro tema no es la memoria sino las memorias. No se trata de una memoria
sino de múltiples memorias, de memorias en conflicto. La ruptura que las distintas
perspectivas implican para el discurso histórico que se pretende unívoco y homogéneo, es
justamente parte de su capacidad de provocación. No se trata de hacer de la memoria un
relato cómodo, que fije la historia en tanto discurso domesticado, sino de subrayar ese
movimiento constante que impide que sea encasillada y silenciada. La memoria como
instancia de reflexión y análisis, como instancia de creación, como forma de acercarse
críticamente al presente, "deshabituando" y cuestionando el modo lineal y rígido de
pensamiento.

Como plantea Nicolás Casullo, “… a la vista de las lapidarias secuelas sociales,


culturales, económicas y éticas que la crónica del terror de Estado y los desaparecidos
dejaron en la Argentina (sustentados en el pacto de silencio como corporación mafiosa de
las Fuerzas Armadas), enfocar la cuestión de la memoria es preguntarse qué es posible
discutir para que las políticas críticas de la memoria no concluyan también realizando esta
historia ciega e inescuchable sobre sí misma, en vez de develar de esa historia su estado
terminal. ( ... ) Dicho de otra manera: no aportar silencio al silencio”.

La memoria del trauma, la memoria del horror, es memoria en duelo; es decir,


memoria cubierta de muerte pero también —o precisamente por eso— memoria que exige
justicia. "Será que el antónimo del olvido no es la memoria sino la justicia”; se preguntaba
Yosef Yerushalmi 2.

En una sociedad como la argentina, donde los torturadores caminan libremente por
las calles, donde la ausencia de 30 mil desaparecidos es una presencia que pesa y duele
cada día, donde los cuerpos de las víctimas del auto denominado "Proceso de
reorganización nacional" se confunden hoy, a inicios del siglo XXI, con las víctimas de un
neoliberalismo feroz que ha dejado a uno de cada cuatro argentinos viviendo bajo la línea
de pobreza, en una sociedad como ésta, la memoria es —tiene que ser— un ejercicio de
reflexión del presente. La memoria es algo activo que se sitúa en el hoy y a través del cual
el pasado es permanentemente resignificado. Estamos hablando de ligar pasado, presente y
futuro, no en un ejercicio de nostalgia sino en un trabajo en el que el dolor se convierte en
motor político.

Esto es lo que buscamos desde este mínimo espacio que es Políticas de la memoria.
Tensiones en la palabra y la imagen. Este libro, surgido a partir de dos Encuentros 3 entre
escritores, teóricos, filósofos, activistas de derechos humanos, historiadores, músicos y
artistas visuales, está formado por una multiplicidad de voces que desde diversos campos
del conocimiento, desde distintos modos de participación social y política, desde diferentes
disciplinas, se cuestionan, dialogan y discuten sobre la memoria, la historia y la (im)
posibilidad de que el arte y la literatura den cuenta del horror.

A quienes participaron en estos Encuentros se han sumado nuevas voces, nuevas


discusiones, nuevas perspectivas. Con reflexiones y propuestas artísticas que van desde la
discusión acerca de la representación de la Shoá a las dictaduras del siglo XX, desde las
teorías de la memoria como marca social a las reflexiones en torno a la relación entre ética,
estética y política, los diversos trabajos se preguntan acerca de la aporía del arte y el horror

Quisiéramos expresar aquí nuestro agradecimiento a todos aquellos que creyeron en


este proyecto y colaboraron con él; en primer término a nuestros autores, y a quienes
apoyaron la realización de esta doble aventura: los Encuentros y la edición del libro.

Asimismo, merecen un reconocimiento especial las siguientes instancias: Embajada


de Francia en México, Cátedra Albert Camus, Universidad del Claustro de Sor Juana,
DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico), Centro Franco Argentino de Altos
Estudios, Biblioteca Nacional Argentina, Memoria Abierta, Ministerio de Relaciones
Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina.

¿Qué puede decir el arte en un momento en que la historia nos presenta su rostro
más oscuro? ¿Realmente puede decir algo? ¿Son la violencia, la muerte, el espanto,
irrepresentables? ¿Cuál es el riego de la “estetización”? Pensamos que quizás el arte nos
proporcione el mejor modo de ir tejiendo la trama sutil que nos permita rodear lo
innombrable, que quizás el arte nos permita llevar a cabo la ceremonia de bautizo y entie-
rro, nacimiento y duelo, exigencia de justicia y reflexión comprometida que nuestros
muertos y nuestros vivos reclaman. Por los que están. Por los que no están.

México, marzo de 2006


1
Pilar Calveiro, Desapariciones. Memoria y desmemoria de los campos de concentración argentinos,
México, Taurus, 2002 (Col. La huella del orro), p.22
2
Yosef Yerushalmi, "Reflexiones sobre el olvido'; en VV.AA., Usos del olvido, Buenos Aires,
Ediciones Nueva Visión, 1989.
3
Encuentro Internacional: "Memorias del horror. Tensiones en la palabra y la imagen", México,
D.F., septiembre de 2005. Encuentro Internacional: "El arte como representación de la memoria del terror';
Buenos Aires, noviembre de 2005.
La memoria:

un intercambio de reconstrucciones

RALPH BUCHENHORST

“Tan pronto algo terrible se


pone en un contexto estético,
se convierte en conmensurable.
Es el dilema de la escritura”
w.G. Sebald

A eso habrá que agregar lo siguiente:


Tan pronto algo terrible se
pone en un contexto estético,
se convierte en una voz rescatan te.
Es la oportunidad de la escritura.

A partir del Renacimiento y acusadamente para el idealismo del siglo XVIII, la


función central del arte ha sido captar la belleza de la idea (“sinnliches Scheinen der Idee”)
y plasmarla en una representación sensual, por medio de la mírnesis. Los primeros años del
siglo xx desafiaron esta concepción colocando la experimentación, la innovación y la
confrontación con las percepciones del mundo de la vida como búsquedas. que superaban la
aspiración a la belleza. Pero el arte aún conservaba una certeza inconmovible, la idea del
individuo como soberano de una solidaridad universal expresiva.

La historia que siguió destruyó también esa certeza. El genocidio de los armenios, la
Shoá, Hiroshima, Vietnam y Ruanda, y en Argentina el terrorismo de Estado, entre otros
acontecimientos, mostraron con contundencia la irracionalidad destructiva de los hombres
contra los hombres. Ante estos hechos históricos, el arte se ve obligado a enfrentar un
problema más agudo que el de plasmar la belleza ideal o expresar al individuo creador,
llevando a un extremo los límites de la representación. En obras como Guernica de Picasso,
Fuga de muerte de Paul Celan o Un sobreviviente de Varsovia de Arnold Schoenberg,
parece mostrarse a la altura de captar y representar el terror histórico. Pero resuenan con
fuerza los enunciados de Adorno acerca de la barbarie de escribir un poema después de
Auschwitz 1, y de Agamben “Es imposible dar testimonio sobre la Shoá” 2, que nos ponen
frente a los desajustes entre el arte moderno y sus modelos de representación y ciertos
objetos históricos. Entonces, el arte actual que pretende comprender y reflexionar sobre el
terror histórico, ya no puede referirse a conceptos de la estética tradicional: el placer, la
contemplación, la subjetividad, la mímesis. Este libro fundamentalmente busca abrir un
espacio de interrogación y debate acerca de las estrategias actuales dentro del arte y la
literatura para decir lo indecible, para construir un archivo de la memoria colectiva de las
catástrofes culturales del siglo xx.
En ambos encuentros los organizadores y los participantes procura ron generar una
instancia de intercambio y aprendizaje a través de la presentación de obras artísticas, su
génesis y realización, y de reflexiones historiográficas, hermenéuticas, estéticas y
sociológicas en torno a la posibilidad de representar el terror. Las discusiones se centraron
en cuatro temas: Las tensiones entre palabra e imagen, en especial la relación de la
escritura y el arte en el contexto de la interpretación de la historia del terrorismo de Estado;
La pregunta de si existe una ética para la representación del terror, abordando temas
claves más allá de la representación estética del terror, como la autoridad y la contingencia
del testimonio, la impunidad jurídica y el valor de la identificación de los cuerpos muertos
de desaparecidos; Las dudas acerca de la musealizacion de la memoria, agudizando la
contraposición entre la memoria institucionalizada y la memoria activa; Los distintos
elementos expresivos de lenguaje actual de la imagen, desarrollados en manifestaciones
corporales y simbólicas, objetos y acciones.

La insistente interrogación del silencio y de los signos de la imposibilidad de


referirse espontáneamente a la violencia sufrida mostró que la memoria, sobre todo la
memoria colectiva, es un bien cultural que podría llegar a ser “desacertado”. Esa
comprensión inquietante sitúa el trabajo de la representación de la memoria del terror de
Estado en el contexto de la contingencia y exige una renovación permanente del acuerdo
sobre la interpretación de los hechos históricos.

En muchos casos ese acuerdo no se puede lograr. Entonces, parece que las
sociedades modernas ya no se pueden identificar con una sola narración sobre el pasado, ya
sea de logros culturales o de destrucciones violentas. En el conocido caso de la discusión
prolongada acerca de la construcción de un monumento del Holocausto en Berlín, muchos
artistas y comentadores propusieron que el monumento fuera esa discusión, más que el
proyecto finalmente elegido 3. Entonces, la tarea no es lograr la reconstrucción
unívocamente consensuada de la memoria del terror, sino abrir un espacio de comunicación
no coactiva acerca de diferentes perspectivas sobre el tema.

Otro rasgo general de las presentaciones fue destacar la creciente autorreflexión de


las artes que se sitúan en el campo de la representación del terror. Debido a esa tendencia,
rechazamos separar a los teóricos de los artistas. Buscamos posibilitar y fomentar un
diálogo entre ambos grupos, puesto que la mayoría de los artistas invitados ya había
reflexionado teóricamente sobre el sentido y las posibles consecuencias de su obra y
muchos teóricos usaban un lenguaje destacadamente expresivo e innovador para poder
llegar a expresar lo inexpresable. Además, la realidad del terror suele ser una realidad
camuflada, subterránea, irrealista y, como se sabe, incluso los propios verdugos aplican una
estética corrompida a su obra. Por ejemplo, el cineasta Claude Lanzmann destaca que el
“gueto modelo” de Theresienstadt era en verdad un gueto “Potemkine” galvanizado en una
Verschonerungsaktion (trabajo de embellecimiento) para la visita de delegados del Comité
Internacional de la Cruz Roja en 1944 4.

Hay que tener en cuenta que el trabajo sobre la representación de la memoria del
terror siempre implicó también cuestionar las trivialidad es y evidencias del propio
discurso, sea teórico o estético. De esa manera, entendimos que las artes ya no necesitan
una “acomodadora” externa para explicar su función, su sentido y su verdad en la
reconstrucción y la expresión de la memoria. Investigar la representación de lo
impresentable implica automáticamente reflexionar sobre los límites del arte que el propio
arte produce como sistema autónomo.

Aprendimos durante el intercambio de ideas, resultados de investigaciones y futuros


proyectos que lo revolucionario se encontrará en un trabajo minucioso, perseverante y
doloroso: dar nombre a un cuerpo desconocido, respetar o rodear un silencio persistente,
rescatar fragmentos de una constelación de poder ejecutado. En fin, crear espacios donde la
memoria del terror pueda ser comunicada.
1
Theodore W Adorno, Crítica cultural y sociedad, Madrid, Sarpe, 1984, p. 248.
2
G. Agamben, Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pre-Textos, 2000, p. 35.
3
Véase R. Buchenhorsr, “Qué forma tiene la memoria consensuable? Sobre el intento de
ilustración del genocidio”; en Discutir el canón. Tradiciones y valores en crisis, II Congreso
Internacional de Teoría e Historia de las Artes, Buenos Aires, CAIA, 2003.
4
Véase C. Lanzmann, Alguien vivo pasa, Madrid, Arena, 2004, entrevista con Maurice Rous-
sel, delegado del CICR.
La administración de la memoria

ANTONIO NAVALÓN

La historia del mundo, es obvio, se construye sobre el eje de la memoria, pero a ésta la
administran los poderosos; por eso a veces tardamos siglos en comprender incluso hechos
evidentes. Por ejemplo, que África es un continente poblado por seres humanos; que no hay
lugar en América donde se maldiga y se sufra en el idioma de Cervantes que no sea hijo del
olor a carne quemada de la Inquisición; que en América como en España el Estado portaba
la cruz del Dios verdadero y todo tenía que ver con sus designios, que suelen coincidir con
los de quienes gobiernan.

En España se sufrieron trescientos años de vergüenza. Guerras civiles, falta de


respeto a los derechos humanos, ausencia de instituciones, miedo al balance. El vaivén
histórico colocaba a los españoles de uno y otro lado de la tapia del cementerio y al final,
como escribió León Felipe, “aquí el hacha es la ley… el hacha triunfa”. Ahora, tras treinta
años de luna de miel con la civilidad, los derechos y la tolerancia, es imposible tratar de
reconstruir la memoria histórica y distinguir qué debemos entender y qué no debemos
olvidar sin empezar en España y terminar en España. A la memoria no la pueden tapar ni
las magníficas cifras del desarrollo, ni la condición de ser por primera vez un país
democrático, ni ser ejemplo para Latinoamérica del buen hacer de partidos y
congresos.

Han pasado treinta años desde que se celebraran por primera vez elecciones
libres y democráticas. Treinta años desde que el odio y el hacha parecían formar parte
del pasado. Treinta años desde que España pasó de ser madrastra a ser ejemplo. No
fue la República, pero sí la nación, la democracia, la libertad. Sin ese carácter es
imposible siquiera proponerse entender crímenes como los de la ESMA o Pinochet, o
cómo se llegó a la conclusión de que se puede romper las manos a los enemigos, como
a Víctor Jara, y borrados de la faz de la Tierra, pues nunca debieron haber existido.
Eso se llama “razón absoluta”, y uno la tiene cuando Dios está de su lado.

¿Por qué los ejércitos, después de comulgar, sienten que pueden masacrar a sus
pueblos? Solemos centramos en el sufrimiento de las víctimas e indignamos en
abstracto contra los asesinos, pues la cara de un ejército es siempre difusa. Lloramos a
nuestros muertos y no sepultamos a quien los mató.

La memoria exige no solamente tratar de saber qué hicieron los de más, sino
qué hicimos nosotros. Cuando intentemos explicar a nuestros hijos qué hacíamos
cuando oíamos los alaridos de las víctimas al ser sacadas de sus casas, los pasos de los
verdugos resonando en los rellanos de las escaleras, mientras conteníamos la
respiración y mirábamos hacia otro lado, estaremos confesando nuestra cobardía y
probablemente nos sea útil recordar este poema del alemán Bertolt Brecht:
Primero cogieron a los comunistas,
y yo no dije nada porque yo no era un comunista.
Luego se llevaron a los judíos,
y no dije nada porque yo no era un judío.
Luego vinieron por los obreros,
y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos,
y no dije nada porque yo era protestante.
y cuando finalmente vinieron por mí,
no quedaba nadie para protestar.

España es un país que no solamente tiene que recuperar su memoria, la histórica y la


otra, España debe responderse además tres cosas muy importantes: ¿la conquista de un
régimen democrático fue también el fin de la impunidad ¿puede haber fin de la
impunidad sin castigo? y ¿de verdad fue un mal menor construir democracias formales
sacrificando los contenidos morales de las heridas de las sociedades?

Los votos sepultan la vergüenza. El debate no es sobre si la democracia es


mejor o peor —la duda ofende—; el debate es sobre el precio de las democracias. En
España y en América, desde México hasta Argentina, se ha tenido que vivir con
perdón y olvido, y eso produce sociedades que arrastran como alma en pena la
sensación de algo pendiente: los asesinos quedaron impunes. Por eso en cualquier
momento, incluso cien años después, será posible volver a la quema de libros, la
persecución racista y el asesinato en nombre del Dios verdadero.

En el siglo XX, luego de que las ideologías desaparecieran y asesináramos a la


utopía por las conquistas de la socialdemocracia, nacieron las transiciones. ¿Por qué
hay transiciones? Porque por primera vez hay algo físico que perpetuar: las
transiciones son la conservación de los pisos, que al final significan el equilibrio social
de los pueblos.

Las revoluciones fracasaron, pero al menos son hijas de la utopía; las


transiciones son hijas del conformismo y con ellas vino el gran aplazamiento de la
memoria.

En el verano de 2006, a setenta años del inicio de la Guerra Civil, comenzamos


a arrojarnos los muertos a la cara y a hacer gala de memoria. José Luis Rodríguez
Zapatero, sin duda uno de los más bien intencionados gobernantes que nunca tuvo
España, puso en marcha un programa de memoria histórica. Él pensaba que
terminados los asuntos terrenos y ordenados los derechos civiles de los españoles,
quedaba pendiente saber quién mató a quién y quién fue víctima de quién. Buscó
buenos y malos más allá de los vivos para ser generosos perdonando y para atribuir
responsabilidades históricas al final del día. Naturalmente, comenzaron a aparecer las
esquelas, con setenta años de distancia... las familias en cuarta o quinta generación
recordaban a sus muertos. Eso podría resultar hasta piadoso y constructivo, si no
hubiera sido precedido por expresiones como “asesinado por las hordas rojas” o
“fusilado por las masas fascistas”.

La memoria emerge siempre por encima de los sueños y aparece más poderosa.
Siempre nos hemos consolado pensando que hay que tener valores, y siempre ha
habido un mercado que les ha puesto precio. España, la democrática, la ejemplar, la
que inunda de quehacer democrático a Chile, a Argentina, a Perú, está desenterrando a
sus muertos y recuperando la memoria porque necesitan desgranar el rosario de su
verdad.

Siempre nos hemos consolado pensando que hay que tener valores, y siempre
ha habido un mercado de deseos que les ha puesto precio. Ahora, dónde irán las
teorías que sustentan que paro, inestabilidad económica y miseria producen el
nacimiento de regímenes no democráticos -que pueden ser de extrema derecha o
extrema izquierda; España, la democrática, la ejemplar, está desenterrando a sus
muertos y recuperando sus memorias.

¿Quién gobierna a los países? ¿Acaso el verdadero gobierno es la


administración de la memoria? ¿Acaso esa es la explicación de dos mil años del poder
de Roma? ¿Acaso la bondad de los muertos, los de antes y los que se hacen del
nombre de los de antes, forma parte del único elemento de cohesión política de los
pueblos?

La memoria ha jugado a manifestarse impuesta por la fuerza o manifestada


desde la bondad del corazón. En el caso español, por primera vez las víctimas pidieron
perdón a los verdugos y en el recuerdo de la guerra encontramos, amparados en el dios
miedo, las razones de Estado para ser buenos, democráticos, dialogantes y tolerantes,
hasta que empezamos a plantear el nivel de brutalidad concreta de cada una de las
partes y descubrimos que la España de siempre estaba dispuesta a dejar que los
españoles administraran sus actividades sexuales, sus matrimonios, sus sindicatos y
sus partidos políticos como quisieran, pero no a que administraran a los mártires, a los
muertos, a las víctimas y a los verdugos.

Hoy, además, es imposible ocultar nada en el mundo en el que vivimos, antes


era una decisión colectiva y política que no supiéramos, ahora, es una opción
individual. A partir de aquí será una posición absolutamente personal y habrá que
hacer frente a las grandes realidades históricas.

¿Dónde acaba la responsabilidad? ¿Es legítimo para los sefarditas conservar su


llave de Toledo y seguir odiando a la reina católica, o deben centrar su odio en el
último asesino terrorista que volatilizó en el último café al último palestino?

Se recuerda, se rememora, se aprende, se estudia para aprender y se aprende


para rectificar y se rectifica para no repetir. Hay una memoria, la que ahora mismo se
está levantando, que es peligrosa y al final del día lo único que hace es poner límites al
caudal de los sentimientos. Varias generaciones y setenta años después de los
asesinatos, alguien siente algo en nombre de los muertos, pero esos muertos siguen
abriendo heridas.

La memoria es una parte fundamental del conocimiento humano pero no debe


ser considerada únicamente parte formal de la liturgia democrática: obligatoriamente
la memoria significa y representa querer un mundo mejor.

Al mundo le costó cerca de cien millones de muertos y un siglo de horrores


instalar en su 1engu~e términos como crímenes contra la humanidad, genocidio,
tratado contra la tortura... Signos de que la sociedad había comprendido que debía
poner coto a la destrucción masiva o toda la humanidad sería borrada. Y en ello fue
determinante la memoria colectiva. Toda memoria que no signifique una enseñanza
viva no vale para nada. Si no sirve para evitar la impunidad, no sirve para nada.

¿Qué hemos aprendido? Hace poco, en los actos conmemorativos del


Holocausto, supervivientes y bien intencionados nos reunimos para decirle al mundo
que no debe olvidar; que en el Holocausto morimos todos. Que hemos aprendido. Que
para eso sirve la memoria.

En esta época en la que la suma de todos los medios hace que nuestras
barbaridades locales sean insignificantes en relación al horror global, es una buena
ocasión para abrir el armario de los muertos y sacar del clóset aquellas cosas que
supimos que cambiamos simplemente por miedo o porque a los muertos ya no los
podíamos recuperar, sin embargo, al dejar a los muertos dos veces muertos, en la vida
y en el recuerdo, abríamos el camino para los muertos que les seguiremos.

DATOS BIOGRÁFICOS
Antonio Navalón fue el principal promotor y organizador de la exposición:
"Ciudades, El corazón sobre el asfalto" de la pintora Mónica Roibal en el Antiguo
Colegio de San Ildefonso (2003). Presidente del Consejo Promotor del programa
cultural “Tijuana, La Tercera Nación”; la exposición y exhibición de arte al aire libre
más grande del mundo realizada sobre 2.2 kilómetros a lo largo del muro que divide a
Tijuana de San Diego, Estados Unidos, la canalización del río fue cubierta con
imágenes de diversos artistas que hacen una reflexión de integración e identidad
cultural (2004). Creador del concepto El arte contra los muros, Tijuana, La Tercera
Nación, reproducción de la exposición del muro de Tijuana en la Feria de Madrid
ARCO 2005. Estas dos últimas exposiciones colectivas son muestras de la realidad
socioeconómica y cultural de la frontera con Estados Unidos, y en ellas se abordan
principalmente temas relacionados con su cultura e identidad, movimientos sociales y
juveniles, así como de su sociología urbana.

Panelista y conferencista desde 2002 en los eventos Espacio de Grupo Televisa.


Colaborador en el noticiario de Joaquín López Dóriga con los comentarios En la
opinión de. Conferencista en la Reunión de ex alumnos de Wharton Global Alumni
Forum México 2004 con el tema El mundo tras el 11 de septiembre. Conferencista en
el Rotary Youth Leadership Award (RYLA), Tijuana, B. C. con el tema El orgullo de
ser tijuanense. Conferencista en la Universidad de Berkeley California con el tema:
Seguridad, Fear/Security 2005; Conferencista en la Universidad Iberoamericana con el
tema: El terrorismo y medios de comunicación. Orador y conferencista en el Instituto
Tecnológico Autónomo de México (ITAM), en la inauguración del Archivo de Don
Manuel Gómez Morín. Conferencista en el Seminario Encuestas y Elecciones en
México 2003, organizada por el IFE. Antonio Navalón ha escrito diversos artículos
para las revistas Foreign Affairs en Español y Nexos, así como para The New York
Times, entre otros. Es periodista, y miembro del Patronato del Antiguo Colegio de San
Ildefonso. Ha publicado varios libros sobre la historia de España. Participó en una
importante actividad durante la transición democrática española. Actualmente se
desempeña en la empresa privada, centrado en actividades relacionadas con los
medios de comunicación. Es responsable de la representación del Grupo Prisa en
México.
La materia iconoclasta
de la memoria

HORACIO GONZÁLEZ

No decimos nada nuevo al afirmar que el debate sobre a fijación del recuerdo es
fundamental para el arte. Pero no es fundamental de cualquier manera. El arte es acaso
una extraña consecuencia de la desconfianza en la memoria. Si la memoria no fuera
frágil o dubitativa, no habría autonomía de los signos artísticos, lo que también ocurre
aun en los dominios del más extremo realismo. La relevancia del arte para el recuerdo
se puede sintetizar en el carácter incompleto de la memoria y en la tensión artística
hacia una totalidad siempre frustrada o inalcanzable. Este carácter escaso es
consubstancial a la memoria. Pero la escasez es la amenaza nunca conjurada por el
arte. Es esta suficiencia lo que realmente lo funda.

De ahí que una fijación sería lo contrario que el acto oscuro de recordar. El
verdadero recuerdo procedería por gestos de fidelidad a la cosa, sin mediaciones. Pero
tal anulación de la representación nunca ocurre. Tentación siempre permanente en el
arte, éste tiene infinitas formas pero un único problema verdadero. El de retroceder a
su mítico origen no representativo y el de declararse pura representación de un objeto
perdido. En ambos casos está en peligro. En el primer caso, su ser no sería necesario;
en el segundo caso, sería la búsqueda de un arquetipo que al fin podría reabsorberlo en
la nada.

Si aceptamos estas rápidas —tal vez odiosamente urgentes— premisas, el arte


es una forma sacrificial de la memoria. El recuerdo abre la reflexión hacia un
momento de sacrificio cuando puede mostrar su insuficiencia como una colosal
invitación a un ser sustituto. Pero esta sustitución —gesto y ente al mismo tiempo—
lleva las huellas de ese martirio de la memoria. A cada paso, el arte de cualquier
condición y de cualquier traza, está proclamando que proviene de inmolación
inevitable de la memoria. Y esta fatalidad de su constitución real se agrava cuando el
arte debe realizar su vínculo con las memorias de actos sobrevenidos en el
menoscabo del existir. En este caso, el arte referido a las memorias de destrucción de
valores últimos del cohabitar humano, es un arte que busca en su propia realización el
secreto del origen de todo arte. Cuando recordar es difícil o hay más obstáculos en la
historia que en la naturaleza, el arte adquiere más conciencia de su origen
impugnado. Quiero decir, secretamente impugnado por la memoria.

Es precisamente en el momento sacrificial de la memoria cuando se produce


un acto indefectible. La memoria vacila sobre si seguir su trabajo imposible de
anotación completa del mundo o estancar su movimiento en un lugar posible pero
impotente: en su enemigo, el arte. En un sacrificio se presenta la situación en que un
deseo vital se ve mutilado en nombre de un valor que justificaría tamaño
impedimento. Esta mutilación lleva a la esencia del arte: su necesidad y a la vez su
insustentabilidad. Pero el tema esencial del sacrificio es que nunca aparece el bien
capaz de reparar el daño cometido, con lo cual el arte es una promesa de redimir una
calamidad desconocida. ¿O acaso surge siempre con claridad que sus formas infinitas
provienen del deseo de capturar las infinitas retiradas de la memoria?

En la fenomenología del sacrificio se halla la idea de que éste no es un


perjuicio indeseado sino una privación que puede tornarse ofrenda. ¿Por qué? Porque
no habría posibilitado nada mejor que lo que él desbasta. Por eso, el sacrificio es lo
que siempre se reclama como necesario y siempre aparece como un daño absoluto,
irreparable. El sacrificio ofrece promesas ante los dioses que de inmediato encuentran
su límite trágico. El sacrificio es una tragedia que nunca se alivia pues por un lado es
despilfarro y por otro rareza, limitación. Si despilfarra debe reponer el bien
sacrificado con la imaginación, con el secreto o con la expiación. Si se reconoce en la
imposibilidad de comprenderlo todo, debe dar paso a la posibilidad de que la
naturaleza comparta en sus signos trascendentales las funciones del recuerdo. El arte
quizás debe decirle no al sacrificio. ¿Pero cómo hacerlo si reconoce su origen en su
mismo gesto desesperado, incompleto o implorante? El arte, originado en la mengua
sacrificial del mundo, hace de la naturaleza un objeto trascendental, pues a partir de él
ninguna realidad permanece inmune a la mirada que le roba su inercia a favor del
símbolo.

De tal modo, si el recuerdo es una ontología indigente, debe actuar sobre la


base de una paradoja crucial. Es la que se configura desde el momento en que el
propio recuerdo se desencadena. Por un lado, el recuerdo actúa con la confianza de
que un asolamiento tenebroso —alguna vez sobrevenido— debe ser mantenido como
materia de un celoso presente. Y que ese esfuerzo de presencia no puede hacerlo por
sus propios medios sino por el juego de íconos que se extrae de otras naturalezas. De
la naturaleza naturalizada o de la clase especial de naturalezas que son el arsenal de
objetos y formas del orbe humano. Por otro lado, significa sostener en la pauta de
recordaciones actuales un pacto solapado. Pacto de las comunidades por el cual pudo
pensarse que tolerar una destrucción era la manera de hacer propicio un pacto con
deidades esquivas. ¿Cuál sería ese pacto? El que supone que estamos frente a
emblemas o reliquias que consumen vidas a cambio de ser conmovidas en su
arbitrariedad.

Es por eso que toda memoración que recuerde una lesión esencial —al decidir
invocarla— debe ejercer a la vez una suerte de negación sobre lo que de
humanamente tenebroso hay en el sacrificio. Estamos ante un arduo y cruel problema.
El arte sería fruto de la incapacidad de la memoria para agotar las formas del mundo
por sí misma. Pero cuando se reclama memoria por el hecho de haber cesado ésta ante
la comprobación de que su sacrificio no era propio de sus lagunas constitutivas sino
de la dificultad para volver sobre actos horrendos, el arte adquiere otra condición
extraña. Además de contener el secreto imaginario de los límites de la memoria, se
superpone con un dominio que en principio le es ajeno pero siempre lo acosa: la
dimensión ética. Esta dimensión tiene siempre un inicio figurativo, pues hace partir su
materia del dolor concreto de los cuerpos. Pero cuando toma rumbos de abstracción
en el enunciado, aun proclamando que un hombre es todos los hombres, acaba de
realizar el mismo itinerario del arte. De ahí que el arte llega a equipararse con una
ética clandestina y a la vez la rechaza por temor a que queden en ruinas sus libertades
incondicionadas. Pero si muchos artistas comienzan su tarea sintiendo un llamado a
lo incondicionado, retornan en su madurez a un extraño descubrimiento. Sería lo que
se ofrece lleno de condiciones aquello que inspira realmente la dialéctica del arte
entre sus brumosos límites y los intentos de superarlos. Y la superación puede no ser
otra cosa que un desplazamiento de esos límites.

Por eso, el sacrificio tiene un doble signo. Por un lado, es una retirada
admitida de valores para posibilitar que el mundo sea compartido por una variedad de
acciones y de materiales. La memoria escasa, dijimos, es garantía del arte. Pero por
otro lado, el sacrificio es la prueba de afirmación de un pensamiento que exacerba lo
humano de un modo turbio. Es lo que crea la incertidumbre esencial de las culturas,
pues surge de lo humano pero lo define en un grado de intensidad luctuosa,
permitiendo avizorar la forma humana alcanzada por el plan recóndito de mortandad.
Nunca deja de ser la manifestación insondable de una desolación en el propio acceso
de lo humano, así como el tormento calificado —con más razón si traspasa los
umbrales de la mera violencia histórica o explícita— puede ser una de las
localizaciones en la que se muestra una forma persistente de lo humano.

¿Cómo resolver la incógnita de que con el sacrificio estamos ante un envío de


lo humano y a la vez debemos revisar en nuestra memoria la manera de conjurarlo?
La cultura toma entonces forma de rememoración. Habíamos dicho que la memoria
era una manera del autosacrificio porque para actuar debía admitir sus límites
esenciales frente a la realidad y ahora decimos que hay que rememorar para indagar
el secreto de los sacrificios. Las dos cosas son válidas, pues el único remedio ante las
ausencias de la memoria que dan acceso fundador al arte es la emanación de más
memoria para completar el ciclo del conocimiento. El arte proviene de una falla de la
memoria y el arte enmienda las fallas de la memoria. Hay que agregar: si el arte fuera
axiomático y sin obstáculos ante la interpretación, el mundo sería glorificado pero
habría agotado sus significaciones. Por suerte, lo único que permite la continuidad de
la memoria es la realidad irreal, perfectamente imperfecta y acabadamente in acabada
del arte.

Por eso nunca será solamente un deber cívico, un acto político necesario o un
dilema filosófico resuelto favorablemente por el buen humanista. Aunque todo eso
pueda ser, comienza su verdadera expresión desde un estrato anterior del significado.
Es el que encontramos cuando lo que nos lleva a recordar es la recusación de lo
ocurrido con la forma de un ultraje. Ahí su dilema es el imposible deseo de ser
portador de la totalidad de los dones retentivos que ninguna memoria puede poseer.
Para actuar ante el el escarnio y el horror debe ser como aquello que le dio vida pero
que le dio vida porque ella misma era exigua. Todos sabemos el tipo de fragilidad
lingüística que se nos ofrece cada vez que pronunciamos la expresión Es verdad que
no hay otro recurso en el habla para apartar los tiempos aciagos que crear una fuerte
expresión que identifique un deseo vivificador con una tajante detención del fluir
infausto del tiempo. La memoria actuaría aquí como un disuasor radiante a través de
una invocación voluntarista, comunitaria y política. Nunca más.

Pero un enunciado de esa índole, por más pujante que se presente, deja la misma
angustiosa carga que caracteriza a toda exhortación, en el sentido que la historia de los
hombres lo es precisamente porque muestra a cada paso la indocilidad para amoldarse a
unas admoniciones sobre un material que siempre excede el ánimo ejemplarizador. El arte
del “nunca más” tropieza justamente con el carácter no directivo y orientador del arte. Si
quiere serlo realmente, debe dejar de adiestrar o instruir; pero si anula de su voluntad el
carácter de guía y encauzador, puede fracasar doblemente. En su faena de hacer presente lo
extinguido y que estaría amenazado por la falta de memoria o la vacilación sobre cómo
rememorarlo. Y luego, fracasar también en su afán de contribuir a un desvío de los males
que amenazan con reiterarse. Fracasa pues en su doble corazón estético y político.

Parece normal aceptar que hay que dejar una marca conmemorativa del lugar donde
se produjo un daño mayor a las culturas. Pero esto entraña una contradicción que es la vida
misma del arte en el caso de los ejercicios más dañosos contra la configuración esencial de
lo humano.

¿Recordar es un acto feliz o grave, un acto congregatorio o solitario, un acto


invocatorio o admonitorio? Es habitual escuchar que no se desea recordar lo infausto o
esforzarse en un tipo de recordación diferente a la que trae nuevamente la presencia de lo
abominado. El caso se presenta con nitidez en el momento en que postular el recuerdo
colectivo de una ignominia supone resguardar como bien público el símbolo visible de esa
ignominia. En su momento, las comisiones de patrimonio histórico de la ciudad de Berlín
debieron esforzarse para que partes del muro derribado fueran conservadas como
testimonio histórico, ante la convicción de quienes asociaban el nunca más con un deseo de
extirpación de los últimos vestigios del fenómeno.

El problema toca muy profundamente las conciencias representacionales: es un


problema de la filosofía de la representación entendida como forma moral. En la Argentina,
ante similar problema, se interpretó que el intento de demoler el edificio de la Escuela de
Mecánica de la Armada, era una maniobra para extinguir el recuerdo de las atrocidades
cometidas en ese lugar. ¿Qué significa preservar un vestigio o una porción significativa de
los artefactos arquitectónicos y utensilios mortíferos de los victimarios? La conciencia del
poder público que los resguarda no es artística sino filosófica. Se dirá que se trata de una
filosofía disminuida por su fijeza pedagógica. El arte dispone del recurso de presentar con
materiales heterogéneos la memoria de lo ocurrido bajo el signo de destrucción de lo
humano. La pedagogía en cambio debe recrear escenas con los materiales primitivos, cuyo
rescate realiza la mirada educativa como lección de un fatigado Maestro de la Humanidad
que reclama una vez más un correctivo mostrando los objetos alienados por el Mal.

La conciencia pedagógica sufre aquí más que la conciencia artística pues no se


reclama la memoración de una gesta que encuentra unida y exaltada a la comunidad, sino la
de unos actos cuya materia es el sacrificio de lo humano en nombre de las pedagogías del
terror. ¿Puede la pedagogía cambiar su signo y recordar por su revés las pedagogías
fundadas en oscuras razones exterminadoras? ¿Y no llamaríamos mímesis artística al
primer esbozo de cambiar el signo de una pedagogía señalando a la comunidad cómo
pueden mirarse los vestigios de las casas donde se aniquilaron hombres numerados? Allí se
percibe la esencia de la conmemoración, pues si se recuerda para que no se repita, los
medios que deben ponerse en práctica deben mencionar al mismo tiempo lo sombrío que no
debe repetirse y la decisión sobre si lo representado detiene o congela la condena moral. Se
exige entonces una imagen que cumpla por lo menos con dos percepciones artísticas
contrapuestas: por un lado, el hecho de que se reclame del arte una solución al acto de
representar el límite que disuelve lo tolerable, el umbral de lo último que puede soportarse.
Y sin duda es posible encontrar en la propia historia del arte los medios de poner a la
especie humana frente al dolor que a cada momento acecha al mundo, tal como lo revela
muy especialmente el arte sacro de todas las épocas, donde la figura humana curre en
medio de distintos grados de despojamiento, desgarramientos y reparación.

Pero por otro lado, el problema se amplía hasta una dimensión insospechada, pues
es la esencia de todo arte lo que aquí se pondría en juego. En efecto: si el arte solo estuviera
destinado a representar incluso hasta el confín de lo irrepresentable y no encontrara
obstáculos para ello, deberíamos pensar que la historia del arte y su propia ontología —es
decir, el arte como existente interpretable e interpretante de las culturas— subyace a los
dilemas más violentos de su propia existencia. Estamos ante el problema de representar
aquello frente a lo cual lo humano mismo se hace irrepresentable —irrepresentable para la
mirada que le arroja una alteridad desapacible, calificándolo precisamente de inhumano. El
arte representativo debe entonces estar en condiciones de aparecer como la forma extraña
que asume todo arte que desea establecerse como tal. Como tal, es decir, debe ser arte y al
mismo tiempo mantener una forma moral, una asumida paideia, La aspiración a situarse
como existencia de arte adquiere la misma forma que tiene el problema de representar un
ente realmente sobrevenido bajo el auspicio de lo inhumano, que rechaza naturalmente una
mímesis que no juzgue de inmediato sobre su inhumanidad.

¿Es la inhumanidad irrepresentable? Esta doble privación, es menester afirmarlo, no


conviene a los dominios del arte, pues lo expulsaría justamente de donde se halla su prueba
radical. Aquella que consiste en crear un sentido al quebranto de lo humano. El sentido del
arte sólo podría obtenerse así de una indeterminación profunda respecto a la doble
posibilidad de representar lo inhumano y des-representar lo humano. Elegimos decirlo de
este modo, pues así queda resaltado que no hay primero un sentido del arte y luego se
establecen los diversos géneros de representación. Por el contrario, hay arte porque es el
nombre que le damos a las obras que se sitúan justamente en el tropiezo que hace posible la
representación. Y sin embargo no cesa el debate sobre la representación y esta ofuscación,
que sería su límite. Ocurre que la representación nada es si no actúa desde su límite, si no
es su propio límite.

¿Cuáles serían los actos que afectan la representación como categoría ética?
Mantengamos la idea —a la manera de una intuición o de una hipótesis— de que los
acontecimientos que se sitúan como emanación de un sacrificio o un exterminio ven vacilar
su propósito representacional cuando se ponen en contacto con un orden moral. Las
situaciones en las que ocurre el dilema de vacuo o suspensión de la representación son
aquellas en que en primer lugar queda abolido o desplazado la fuerza designativa con la
que el lenguaje inviste a sus actividades. Voy a tomar una serie de referencias de un trabajo
de Karla Grierson, quien reflexiona sobre las narraciones de la deportación y que se
encuentra en el libro La memoria de las cenizas, compilado por Pablo Dreizik,
recientemente aparecido en Buenos Aires. Aquí notamos en primer lugar la idea de una
nueva afectación de las palabras, aun de las más comunes. Las palabras son empleadas en
un ambiente sentenciado, por lo tanto puede aparecer en lenguaje que impregne a sus
sentencias de una fuerza alusiva lastrada por una literalidad trágica. Todo un conjunto de
designaciones debe tomar la forma de una indicación de lo siniestro así como la conciencia
del horror puede asociarse a prácticas de la lengua fuertemente alegorizadas. Son las
condiciones para el surgimiento de un nuevo idioma sobre el bastidor del idioma civil y
común anterior.

En las referencias de Grierson, el filósofo Klemperer llama lengua LTI a la hablada


en el alemán del campo de concentración, apelando a una sigla irónica que significa Lingua
Tertii Imperii. “En Auschwitz comer se decía fressen que en buen alemán sólo se aplica a
los animales”. Este desplazamiento convertía a ciertos usos lexicales en un proyecto de
representación basado en tácticas de inversión que originan blasfemias o eufemias en una
oscilación entre el sacrilegio y la mordacidad. En el film de Lanzmann hay un testimonio
que alude a que los alemanes llevaban a los prisioneros obligados a enterrar cuerpos a
aludirlos sólo con la palabra figuren o schmattes, es decir, muñecos o trapos. Por otra parte,
en un testimonio de Elie Wiesel tomado de la misma fuente, leemos lo siguiente:
“Llegamos a la estación. Aquellos que estaban cerca de las ventanas nos dijeron cómo se
llamaba: Auschwitz. Nadie había oído antes ese nombre”. En estos casos, los nombres
aparecen con distintos grados de substracción o de espera respecto a su significado
naturalmente adquirido. La fuerza lingüística de estas transposiciones supone que la
experiencia más intensa tiene a la vez una prohibición de nombre y una invitación a
inundar los nombres vacíos con una significación enteramente tomada del sentido
catastrófico que se desprenderá luego de los hechos.

Pero ese inundamiento indica en primer lugar que nunca hay palabras suficientes y
que las que perviven inertes pueden trasladarse hacia el cumplimiento de una función
siniestra. En cualquier caso, el lenguaje se revela siempre como una experiencia
representativa que nunca debe perderse pero que actúa siempre con distintos grados de
distanciamiento, olvido o reincorporación de sentidos. El material que mueve las distintas
posibilidades de relación entre la potencia representativa y el yacimiento de experiencias
del mundo, es la pregunta esencial sobre la mención que deben merecer los actos que
“nunca debieran haber ocurrido”: Esta expresión la tomo de un trabajo de Silvia
Schwarzbock en el libro antes mencionado, referida a una pregunta sobre las posibilidades
representativas del cine. Efectivamente, esta expresión, lo que nunca debiera haber
ocurrido, nos pone muy dramáticamente frente a la cuestión del nombre. Puesto que no
puede dejar de haber nombres, puesto que no podemos impedir que estos tengan más fijeza
que las significaciones que les permite su uso y puesto que el deseo de no ocurrencia
también tiene nombre, estamos ante una situación crucial que afecta a las formas del arte y
al pensamiento artístico.
Porque si tuviera sentido esta cuestión ética, como lo son todas las que parten de una
apetencia de conocer o explicar colocada por encima de los hechos realmente
verificados, toda representación artística tiene que surgir de la previa evidencia de esa
paradoja: está destinada a representar y a llamar muy probablemente ética de la
representación a sus labores, pero no puede impedir el sentimiento de cese de la
representación ante lo que el mundo ya tiene designado como la decisión ética de un
repudio. Ciertamente, hay arte que repudia, pero sería redundar sobre la materia
representativa (aunque sea de un modo apenas perceptible) que concentra a priori la
propia condena de los hechos de horror acontecidos. Dejemos en pie esta palabra,
horror, porque se trata de tener alguna y ésta particularmente connota de algún modo
su propia materia, por la sucesión de consonantes ásperas y vocales hondas. ¿El
horror puede ser representado? Si en él hay un cese de actividades de sentido, que
apenas permiten mantener un filamento lingüístico en la palabra que lo designa, sólo
es posible decir que la representación es necesaria bajo una única forma. La que
constantemente la lleva a preguntarse sobre su propia facultad de representar lo que
está en el linde de lo irrepresentable, pues altera las figuras de lo humano.

Si por un lado el arte encontraría su motivo esencial en la representación de lo


irrepresentable, por otro lado esa tarea lo pone frente a sus propias imposibilidades.
Esta pregunta, que sería una pregunta de la teoría del arte y a la vez el metalenguaje
que permite esta contradicción, es también la que permite el sentido de lo sagrado.
No es que existe algo que llamamos lo sagrado y luego habría que decir si hay o no
hay representación. Lo propio de lo sagrado es surgir del mismo sentimiento de
incomodidad que origina la situación del arte sobre la materia del horror. Podemos
decir que el sentimiento de lo sagrado o mejor la ética de sagrado es lo que permite la
representación al precio de mantener siempre unas formas relativas de blasfemia
sobre una cantera de hechos inefables que dañaron lo humano.

De ahí que la reflexión del iconoclasta sea capital para la historia de la


vocación representativa del arte. Los dilemas del iconoclasta son los de negar la
physis de la representación, con su materia plástica característica, pero al mismo
tiempo debe aceptar los juegos del lenguaje para decirlo. Por eso, debe elegir la
suposición de que el lenguaje no entraña formas representativas de carácter
conmemorativo y que no avalaría la experiencia propia de la documentación
paisajística o territorial de la memoria. Esto nunca es así, pues la cultura busca en el
arte lo que la memoria renuncia a contener de la totalidad del mundo. Pero el lenguaje
sin marcas territoriales permitiría esbozar una forma de la memoria comunitaria que
no reclama la intervención pública como señal protegida por la polis.

Por eso, el iconoclasta está más cerca de la idea de proteger una memoria
sagrada —o que su propio acto de protección declara sagrada— si imagina que es
posible impedir la creación de un eikón sobre un espacio público. Entiende que ese
eikón menoscabaría la propia memoria invocada. Para esto debe pasar por alto la
definición misma de la polis, que es un venero de signos memorísticos —cualquiera
sea la dificultad de la memoria para crear íconos de recordación— y declarar su
escepticismo contra todo impulso público de trazar señales representacionales sobre
una comarca.

El destino del arte se ve involucrado en esta contraposición, pues en verdad


aquí están en controversia todas las fantasmagorías de la historia del arte y de la
religiones respecto de la memoria como materia representacional. Una particularidad
del debate argentino sobre el llamado gubernamental al concurso para construir un
monumento a las víctimas del terrorismo de Estado, es la negativa de una de las
asociaciones de Madres de Plaza de Mayo a aceptar tal representacionismo. Se
indican razones políticas de diverso tipo, como la vigencia de las leyes estatales que
permiten suspender las condenas de los victimarios, pero también existe una
vocación no representacionista que involuntariamente entronca con las milenarias
tendencias iconoclastas que bullen en la duda interior de todo pensamiento religioso.
Este sector de las Madres de Plaza de Mayo, reunido alrededor de la fuerte figura de
Hebe de Bonahni, se ha expresado a través de un rechazo a las reparaciones
emanadas del poder público y a las inscripciones espaciales de la memoria social a
través de convocatorias al juicio del arte. Esta discusión, de fuerte contenido político,
nos interesa aquí por sus consecuencias artísticas.

No es que esta agrupación rechace todo simbolismo o imagen, pues de hecho


mantiene la iconografía tradicional de las siluetas, la alegoría del pañuelo y en los
días característicos, la Pirámide de Mayo es rodea- da de infinidad de fotos,
creándose un nuevo objeto espectral y escalofriante. Sin embargo, tiende a un tipo de
representación de las figuras y los nombres cada vez más abstracta, quizás como
consecuencia de negarse a la escritura artística sobre el espacio público. Pareciera
que la idea trascendental que orienta a esta experiencia radical es la de recobrar un
hecho originario en estado prístino, ungido por su aureola definitiva, su forma final
consagrada, la que vería disminuida su fuerza conceptual reminiscente si fuera
sometida a la fuerza de la mimesis. Restituir la pavorosa emoción originaria del
horror supone tan solo un esfuerzo discursivo. Resta sólo la fuerza de una oratoria
fuertemente ritualizada, de un éxtasis literal a cuyo servicio se halla una retórica de
reencarnación.

En este sentido, las metáforas de un cristianismo invertido tienen un alcance


sobrecogedor pues se trata del hijo que tiene un segundo nacimiento en su madre
trascendental. Un escrito esencial que ya fue sometido a sobrados y exigentes
análisis, como la Carta a mis amigos de Rodolfo Walsh contiene consideraciones que
esclarecen la ética de este modo de recordar. Dice Walsh refiriéndose a la muerte de
su hija: “vivió para otros yesos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue
gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella”. Este
texto tiene una dimensión teológico-política que exhibe las banderas refulgentes de
una hagiografía martirológica. Decir “soy yo quien renace en ella” supone introducir
una vitalidad res urgente en un nuevo presente dramático y restituido, que no precisa
de los íconos del arte. Esto íconos sustituyen la experiencia pero deben hacerlo con la
verdad del arte. Su verdad no es histórica sino artística. Se mantiene por la fuerza del
discurso y en este caso, toda la literatura de Walsh, que es esencial en la elaboración
de un gesto de reparación de envergadura mítica, puede ser leída a través de esta
carta.
En este sentido, la radicalizada experiencia de Hebe de Bonafini, que no es
admitida por ella misma como una teodicea política sino como una política que llega
al confín de su drasticidad, sugiere un conjunto de problemas fundamentales y al
mismo tiempo irresolubles. No podemos tratarlos aquí y tampoco sabríamos bien
cómo hacerlo. Quizás sea necesario decir que es la más impresionante experiencia de
pensar en un Libro de los Muertos sin sentir la necesidad de estar acompañada por la
Historia del Arte y sus diversos linajes representacionales, sean canónicos,
exasperados o vanguardistas. En la gran tradición literaria argentina, el problema del
monumento y del libro de los muertos era una manifestación de oscuros dioses de la
tierra. En las ensoñaciones de Leopoldo Lugones, que pensó la alcurnia y los
sacramentos trágicos de la derecha argentina, los muertos son los que padecen el
horror del silencio, sin otra esperanza que nuestra remisa equidad, y lo padecen —
dice— dentro de nosotros mismos, ennegreciéndonos el alma con su propia congoja
inicua, hasta volvernos cobardes y ruines. Lugones pensó los muertos como una
patria en estado de inexorable necrópolis, por lo que era necesario el monumento y la
poética de los muertos que nos reclaman atención en su perseverante agonía.

Para la señora Hebe de Bonafini estos textos no serían relevantes para su


dominio ético primordial, pero de alguna manera los encarna en su versión
existencial antiestatal, y aun en sus antípodas políticas, se trata del antiquísimo
dilema de los muertos reclamando justicia a los hombres olvidadizos del presente. No
recordamos estas piezas literarias “olvidadas” para provocar nuevas dificultades a
una cuestión de por sí muy compleja, sino para componer las piezas delicadas de una
polémica necesaria, para la cual siempre estamos, como la memoria, en estado de
insuficiencia. El ensayista Héctor Schmucler, que en la Argentina ha escrito textos
fundamentales para este debate, dice que si ese secar de las madres se asume como
encarnación de sus propios hijos, corre el riesgo de olvidar la unicidad del
desaparecido. Y aunque el desaparecido dejara paso a la figura de los muertos
evocados por alguna materialidad que testimonie la presencia del que tuvo vida, el
crimen seguiría existiendo. La memoria del crimen es lo que no debe desaparecer,
mientras la víctima puede recobrar su singularidad dramática.

Puede apreciarse entonces uno de los contornos del debate argentino. Los
muertos permaneciendo como una fuerte abstracción discursiva mantienen en el
lenguaje un remoto ideal anti-representacionista. ¿Puede sostener el lenguaje el cese
de la representación? Es difícil admitirlo si se acepta que sus figuras retóricas y sus
rituales harían las veces de monumentos de la memoria, de piedras construidas con el
cincel de un viejo arte. Por eso parecen mantenerse en pie todos los temas que el
iconoclasta desplaza como peligrosos para la vitalidad del recuerdo y la devoción.
Pero la presencia del iconoclasta, más allá de su papel político, es siempre
fundamental en el debate del arte, pues representa uno de los confines de la memoria
como catarsis de las pasiones. Esta paradoja, que no vacilo en creer que es fundadora
del arte, puede también tener una traducción teológica. Dice Perla Sneh, en un texto
escrito para el libro antes mencionado: Recuerda lo que hizo Amalek, ordena la Torá.
Amalek, el nombre bíblico e insuficiente que los judíos damos hoy al nazismo. Pero
—inevitable pregunta— ¿cómo recuerda?,¿acaso es posible olvidarlo? ¿no resulta
paradójico convocar la memoria de lo que resulta inolvidable? ¿cómo olvidar la
extraña, ajena orden siempre ahí para ser escuchada?”. En verdad, todos los nombres
son insuficientes, pues es eso lo que les permite nombrar. Nombran en realidad en el
mismo acto que pierden algo, que instituyen una cosa opaca que de inmediato se
nombra como arte en la intención de descifrarla.

De algún modo, la posición del iconoclasta frente a la representación artística


y frente a los nombres singulares, adviene del coraje sorprendente de pasar por alto el
problema del Laocoonte, tal como lo percibe Lessing. Si hubiera una traducción
posible entre el arte plástico y las retóricas de la lengua poética, la memoria siempre
debe dar lugar al arte como dimensión que la salva al mismo tiempo que demora su
movimiento. Debe elegir entre ser incesante o ser visible. Son éstos los problemas
que se advierten en la publicación denominada Escultura y memoria, editada por la
Comisión del Monumento a las Víctimas con los 665 proyectos presentados al
concurso de homenaje a los desaparecidos y asesinados por el terrorismo de Estado
en la Argentina. Problemas de gran interés, pues esta publicación es una fuente
excepcional para el problema de la traducción entre el arte, su representación en
boceto y las palabras que lo introducen o explican. Es la otra punta de la cuestión que
solicita la intervención del iconoclasta. Aquí abundan las alegorías y la confianza en
la relación primera y literal entre escritura e ícono artístico.

Graciela Silvestri, en un artículo de gran interés polémico, ha cuestionado los


resultados de la convocatoria en la revista Punto de Vista. “Emerge la sospecha de
que tal vez la confianza depositada en el arte ya no encuentre ningún eco”. Percibe
Silvestri en su escrito una confusión entre las ideas de parque temático y memorial,
dificultades en el estatuto del arte público tanto por el cuestionamiento de la
abstracción como por el cuestionamiento de las vanguardias que pueden ver lo
abstracto también subsumido en el mercado, y percibe también deficiencias de la
descripción con que cada artista acompaña su obra. ¿Pero hay un tipo de relato
adecuado? Estamos nuevamente ante el tema que el iconoclasta resuelve con la viva
abstracción de la memoria purificadora y el representacionista con un uso espontáneo
de la traducción entre escultura y escritura. Esta crítica concluyente insiste en que
muchas obras son impresentables y “a pesar de sus buenas intenciones no nos dicen
nada sobre el arte, como tampoco sobre el terror, la muerte o la vida”.

Llama entonces a reconstruir una relación entre arte y moral, arte y política.
Son los términos de un debate posible, que nos animamos a resolver de otro modo,
porque con esta experiencia y estos materiales tenemos al fin un territorio
excepcional para reflexionar sobre tu relación entre textos e imagen en los dominios
de la memoria viva. Incluso hasta llegar al punto turbador de la propuesta de superar
la representación, en donde puede verse mucho menos un influjo del Heidegger del
Origen de la obra de arte, que el permanente acecho del corazón invisible de la
iconoclastia. Porque también podría pensarse al célebre frase de Heidegger “la obra
de arte nos hizo saber en verdad lo que es el zapatero” como una iconoclastia
invertida, por la cual el arte es un signo que lleva a la experiencia del ser sin
meditaciones.
Recordaremos, para terminar, algunos ejemplos de los pequeños textos que
acompañan las obras del libro Escultura y memoria. Alguien dice refiriéndose al Río
de la Plata que hay una confluencia entre ese río. Y el río anterior “el mío
esperanzado”. Otro autor indica que la Fuente que propone, en forma de espiral,
simboliza la vida. Otro alude a una geometría que “molesta al ojo como molestan a
nuestra memoria los hechos ocurridos”. Otro autor describe su obra diciendo que “a
la noche, la luz caerá sobre las gotas de vidrio y las hará brillar para recordar los
ideals de aquellos cuyas voces se quiso silenciar”.

Tomando un partido diferente a la mayoría de los textos alegorizantes o


basados en sentimiento literales, otros emplean otra fórmula, como “esta obra
reflexiona”, lo que supone recrear más complejamente la traducción entre escultura y
poesía. Por su parte, uno de los ganadores del curso dice “éste es mi proyecto,
nominal, explícito, figurativo, descriptivo, personalizado, oportuno y puntual,
fechado, anclado a una hora y lugar”. Se trata entonces de una descripción que
entraña un programa estético complejo, que ni traduce la obra ni deja de describirla
con una irreverente objetividad. Otro autor llama a “narrar mediante la percepción
espacial” y más adelante encontramos uno que pone en el cuerpo de una escultura un
epigrama que reza “Pensar es un hecho revolucionario”, fusionando texto y materia
plástica.

Por su parte, otro de los ganadores dice, por ejemplo, “busqué en este trabajo
mantener me lo más cerca posible de tanta atrocidad y violencia” y la frase suena una
invitación al representacionismo subjetivo, validando la libre traducción entre
sentimientos morales y formas plásticas. La obra, sin embargo, descripta como un
intercambio entre el obstáculo y la transparencia, pues un edifico carcelario
contendría la visibilidad del vidrio pero sus salidas estarían taponadas por el luto del
granito, establecen una gran paradoja entre los sentimientos y las arquitectónicas del
terror. Esta paradoja logra proponer un tema sustancial que consigue ser muy feliz en
el acercamiento entre el texto y la obra descripta. Hay literatura fuertemente alego
rizada en la obra y en el texto hay supuestos representacionistas escritos de un
manera candorosa, que nada tiene de cuestionable —al contrario— pero que el
proyecto de la obra coloca en una dimensión con mayores exigencias conceptuales.
Son las exigencias del problema que nos ha ocupado, que nos permite ahora concluir
que no nos podemos pasar sin imágenes del mundo, pero cuando esas imágenes son
reclamadas por la condensación de un sufrir, vuelve el ancestral dilema del arte,
fantasma del pensamiento que lo persigue incansablemente. Es el pensamiento del
iconoclasta, que acaso desea mantener la virginidad de la memoria, para que el arte
deba sentir que su necesaria presencia entre los hombres aún no ha dado su
explicación última.

DATOS BIOGRÁFICOS
Horacio González nació en 1944, en Buenos Aires. Es licenciado en Sociología por
la Universidad de Buenos Aires (1970) y doctor en Ciencias Sociales por la
Universidad de San Pablo, Brasil (1992). Desde 1968, ejerce la docencia universitaria
en diversas instituciones del país y del exterior. Sus participaciones, como
conferencista o panelista, incluyen, “Televisión, filosofía y crítica cultura”; ciclo en
la Casa de las Américas (Madrid); “Arte y Memoria”, Universidad de Sao Paulo e
Instituto Goethe: “Seminario Borges y el Norte'; Universidad de Bergen, Noruega;
“El ámbito de las nuevas sensibilidades”; curso de Postgrado en Derecho de la
Facultad de Ciencias Humanas de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil; “Literaturas
y filosofías de fin de siglo”; Universidad de Yale, New Haven, Estados Unidos.

Publicaciones: Filosofía de la conspiración (2004); Retórica y Locura, para una


teoría de la cultura argentina (2002); La crisálida, dialéctica y metamorfosis (2001);
La nación subrepticia, en conjunto con Eduardo Rinesi y Facundo Martínez (1998).
Sus últimas investigaciones: Multitudes en la Argentina (UBACYT, 1998); Cien años
de sociología en la Argentina (UBACYT, 2000); Usos sociales de la memoria
(UBACYT, en curso).
Memoria, política y violencia

PILAR CALVEIRO

Con frecuencia hacemos referencia a la multiplicidad de las memorias posibles sobre un


mismo acontecimiento, a su construcción a partir de las urgencias del presente y también a
sus usos políticos polivalentes. En su texto La memoria vana, Alain Finkielkraut ilustra esta
diversidad del relato y de sus dimensiones políticas, en lo que considera una “competición
entre las memorias” que se construyeron de los crímenes de la SegundaGuerra en Francia.

Recuerda que, en un primer momento, se construyó la memoria “de los héroes y no


la de las víctimas” (Finfielkraut: 41). Se reivindicó al prisionero político y a los miembros
de la Resistencia “orgullosos de haber tomado las armas contra el ocupante”. Incluso el 11
de noviembre de 1945, ninguno de los restos mortales que se reunieron simbólicamente
alrededor de la llama del Soldado Desconocido correspondía a alguna víctima judía de los
campos de concentración. Para una nación que salía triunfante de la guerra, después de una
ocupación poco gloriosa, se requería “la imagen edificante y mítica de un pueblo de
partisanos”, de combatientes, por más dudosa que ésta fuera. No había espacio en esa
memoria para la víctima inocente. “Si se produjo un silencio entre los 'deportados raciales'
en los años que siguieron a la guerra, no se debió… a que no podían hablar sino a que no se
les quería escuchar ... Faltaba el auditorio” (Finkielkraut: 43).

El relato del combatiente hegemonizó una memoria fuertemente politizada primero,


que fue desplazada gradualmente por la de las víctimas del genocidio, en una sociedad
mucho más escéptica de las virtudes políticas y guerreras y en donde, en todo caso lo
político aparecía a través de la condena al genocidio. Así, cuando en 1987 se inició el
proceso a Barbie, en un primer momento “el magistrado encargado de la instrucción del
dossier ... no consideró más que los crímenes contra los judíos y dictó autos de
sobreseimiento para todas las acciones contra los resistentes” que, por ser crímenes de
guerra, se consideraban prescritos desde 1964. Luego, una interpretación menos restrictiva
de los crímenes contra la humanidad permitió incluir en esta figura los “actos inhumanos”
contra los adversarios, pero el proceso estuvo guiado por el genocidio como figura central,
colocando el acento en la víctima, en tanto víctima inocente de una masacre “absolutamente
inútil e inmotivada”.

La memoria de los héroes y la memoria de las víctimas, sin tener que ser
excluyentes, fueron sin embargo núcleos distintos y en pugna para la articulación del relato.
Un hecho semejante, aunque de signo contrario, ha ocurrido en las “batallas” por la
memoria en el caso argentino. La elaboración social de la experiencia concentracionaria de
los años setenta ha transitado de un relato construido en torno a la víctima inocente, donde
el recurso de la violencia se concebía como atributo exclusivo del Estado, a otro que
reivindica la acción política e incluso la militancia —general— mente armada- de los
“desaparecidos”.
En un inicio, durante la dictadura militar, el énfasis en la “inocencia” de los
desaparecidos tenía diferentes sentidos. Por un lado, desconocía la acusación de terroristas
y subversivos que sobre ellos hacía caer la dictadura militar para “justifica”" su exterminio.
A su vez, posibilitaba la acción de los organismos de derechos humanos como defensores
de la vida inocente, en un contexto político represivo que legitimaba la “excepcionalidad”
de la violencia estatal en el carácter armado de parte de los grupos insurgentes que
desafiaban el monopolio estatal de la violencia. Por último, el recurso a la inocencia de las
víctimas para denunciar el terrorismo de Estado también daba cuenta de una sociedad que
consideraba inaceptable la tortura y desaparición de un “inocente” pero que, de alguna
manera, justificaba el castigo de la “subversión”, más allá de la ley y el derecho. Todos
éstos eran factores directamente vinculados con la vigencia del terror desatado por el
Estado y el miedo prevaleciente en roda la sociedad, basado en el hecho real de que
cualquier asociación directa o indirecta con la llamada subversión se consideraba razón
suficiente para desatar el dispositivo concentracionario y “desaparecer” a la persona, como
ocurrió con los casos recientemente esclarecidos de Azucena Villaflor, Alice Domond y
Léonie Duquet. Así pues, la figura que articuló el primer discurso de los defensores de
derechos humanos fue la de la víctima inocente, tanto por las condiciones políticas que así
lo imponían, como por la percepción social predominante, en fuerte sintonía con la condena
de la llamada “subversión”.

Aun en el Juicio a las Juntas, celebrado dos años después de la caída de la dictadura
militar, las declaraciones de los testigos eludían las militancias, sobre todo armadas, como
una forma de poder testimoniar sin resultar incriminados por la realización de actos ilícito
s; en todo caso se reconocían militancias difusas en el contexto de movimientos políticos o
sociales legalizados. Sin embargo, esto fue también una forma de legitimar las denuncias y
las declaraciones de los sobrevivientes, en el contexto de una sociedad que no había pasado
por una guerra, con vencedores capaces de legitimarse sino por lo que llamaba una “guerra
sucia”, cuyas características tornaban la victoria en una derrota; una sociedad que bajo el
argumento de haberse visto sometida a dos violencias que presentaba como simétricas —la
estatal y la guerrillera— desconocía su responsabilidad específica tanto en una como en
otra.

Todavía 12 años después, en 1997, se realizó en Buenos Aires la "Exposición por la


identidad del detenido desaparecido': Los organizadores habían invitado a familiares y
amigos a reconstruir en páneles las historias de vida de los desaparecidos con fotos,
documentos, cartas y objetos personales. Los “relatos” que se reunieron en esa oportunidad
ponían “el acento en 'demostrar' la vida previa de esos individuos dentro de trayectorias
'normales” (Da Silva Catela: 238). Fotos de bautismo, comunión, bodas, celebraciones de
15 años, boletas de calificaciones escolares como prueba de alto desempeño, y hasta
libretas de ahorro —tan promovidas por la escuela argentina como signo de responsabilidad
ciudadana—, en “una estética artesanal, casi infantil” (Da Silva Catela: 230) sobresalían
como muestra de vidas cuya excepcionalidad consistía no en la ruptura del patrón sino en el
óptimo desempeño del mismo. Relatos de los que los propios desaparecidos probablemente
habrían abominado. Sólo una minoría de los páneles resaltaba la actividad política de la
persona e incluía Íconos de su militancia, a veces identificada directamente con una
organización armada, aunque “la categoría identitaria predominante” fue simplemente la de
“militantes populares” (Da Silva Catela: 232).
Poco a poco, sobre todo con relatos autobiográficos, biográficos, novelas y películas
esta figura del militante popular fue desplazando del centro de la memoria a la “víctima
inocente”. No parece casual que, precisamente cuando la sociedad fue capaz de asumir la
reparación legal y económica de los afectados, entre 1998 y 1999, pudo también emerger
una memoria militante. En efecto, el reconocimiento de la responsabilidad estatal debía
cerrarse con una reparación social para que la práctica política de los años setenta
recuperara su dignidad pero también sus responsabilidades específicas. A través de esta
“nueva memoria” reaparecían los militantes armados de la base, los que denunciaban, a un
tiempo, la violencia estatal y la ejercida por las propias conducciones guerrilleras. Tal vez
los tres tomos de La voluntad, una historia de los años sesenta y setenta a partir de las
historias de vida de algunos de los militantes más connotados, fue la obra que más
claramente representa este proceso.

La “veladura” que existía sobre la lucha armada se fue descorriendo para quedar
como un problema visible; ya en 2004 apareció una publicación periódica con ese título,
Lucha armada, que no desecha el fenómeno como algo solamente del pasado sino que lo
vuelve a someter a discusión y crítica, poniendo en el centro del debate la relación entre
política y violencia. En la editorial de su primer número afirmaba que “la experiencia” de la
lucha armada sigue esperando su reevaluación histórica desde una perspectiva crítica, en la
que se aborde sin prejuicios la riqueza política de la misma. Se destaca, en cambio, una
clara tendencia hacia la historia autolegitimante ... La falta de una perspectiva crítica
impuso una matriz en donde la justificación sustituyó al análisis de la circulación de ideas
(Lucha armada: 2). En efecto, en muchos de los discursos de las organizaciones sociales y
de derechos humanos ha habido un deslizamiento de la reivindicación de las “víctimas”, a
la de los “compañeros” revolucionarios caídos en la lucha, en suma, héroes de una batalla
perdida, pero héroes al fin. “Reivindicamos la lucha revolucionaria de nuestro padres y sus
compañeros”, es una de las consignas que, por ejemplo, cierra los comunicados de la
organización H.I.J.O.S., formada por hijos de desaparecidos.

¿Cómo entender este tránsito de discursos relativamente importantes, que pasan de


estructurarse en torno a la figura de la víctima inocente a la de militantes románticos o
incluso heroicos? Y, ¿qué puede implicar este desplazamiento?

El recurso a la figura de la víctima inocente fue parte del triunfo del proyecto
militar, un triunfo armado pero también político e ideológico, que logró no sólo la
eliminación de una alternativa política específica sino la “desaparición” de la política
misma, de su validez y sentido como práctica social colectiva. A su vez, al reivindicar al
“inocente”, al apolítico como verdadera víctima, la sociedad se identificaba con él, como
igualmente “inocente” y ajena al enfrentamiento, eludiendo así las diversas
responsabilidades que le cabían en relación con la política de desaparición de personas.

La reaparición de la figura del militante como parte de la memoria social parecería


indicar, en un primer momento, la recuperación de una memoria más política y, en este
sentido, más fiel, ya que retornaría el sentido —precisamente político— que sus actores —
tanto estatales como insurgentes— le dieron a sus actos.
Sin embargo, el actor político, por desempeñarse en una esfera pública, debe someter sus
actos al análisis y la crítica —también políticas— de sus contemporáneos. La memoria, si
refiere a una experiencia de ese orden, debería recoger lo vivido desde coordenadas de
sentido políticas. Sin embargo, la eliminación de los protagonistas y las formas atroces de
su exterminio han llevado a una memoria de reivindicación casi moral y, como suele
ocurrir con los muertos, a formas de idealización y exaltación, más cercanas a la
indignación moral que al análisis de lo actuado. Ciertamente, los muertos son cómodos para
los vivos; su ausencia permite “acomodados” a cualquier discurso sin capacidad de réplica
pero todo ello genera una suerte de “deslizamiento” de la imagen del militante político a la
del héroe revolucionario, en donde el valor moral termina 'Justificando" lo actuado, que se
coloca fuera del análisis. Esta operación también resulta cómoda para algunos
sobrevivientes, ya que los exime de una toma de responsabilidad sobre lo actuado. A su
vez, profundiza algunos de los efectos negativos del recurso a la “víctima inocente”.
En aquella figura, se pensaba a la sociedad inocente como prisionera entre dos violencias
simétricas —militares y guerrilleros—; en ésta se ha eliminado uno de los “villanos” y,
mágicamente, las atrocidades del terrorismo de Estado son producto de unas Fuerzas
Armadas asesinas, que no se sabe de dónde salieron, quién las sostuvo ni cuál fue el
proceso social que las hizo posible, y que es necesario desmontar. Es otra forma de
sustitución y cancelación de la política en el contexto de un discurso sólo aparentemente
politizado porque, en la realidad, obtura lo específica mente político, es decir el análisis
público de lo actuado y de su pertinencia política y ética, justificando la acción desde el
dudoso código moral de las buenas intenciones

Si toda memoria se recupera desde una marca, una señal grabada en el cuerpo
social, y si la marca más evidente, en el caso argentino, son los 30 mil desaparecidos, esa
marca no fue hecha solamente por los militares. La guerrilla, la militancia de izquierda, los
partidos políticos, parte del aparato sindical intervinieron de distintas maneras y con
responsabilidades específicas en la violencia política que culminó con la desaparición de
personas. No hay una responsabilidad social sino responsabilidades diferentes, específicas,
plurales, que comprenden a distintos actores. Unas responsabilidades no diluyen a las otras.
De la misma manera, no es posible construir una memoria sino memorias, también plurales
que, si pretenden algún “pasaje” de lo vivido, no eludan la reflexión sobre lo actuado, por
más incómoda que pueda resultar.

En este sentido, como lo propone Vezzetti, para hacer un acto de memoria que
construye puentes entre el pasado y el presente, es necesario “problematizar ese pasado de
un modo que vuelva como una interrogación sobre las condiciones de las acciones y
omisiones de la propia sociedad” (Vezetti: 34) o, más precisamente, de los distintos grupos
y actores sociales.

En Argentina, sobre la base de un autoritarismo que se remonta a la fundación


misma de la nación, la política se fue convirtiendo paulatinamente en guerra, en el sentido
de confrontación irreconciliable que presuponía la eliminación política, lingüística,
simbólica y, cuando era necesario física, del oponente. Esta práctica, impulsada desde el
Estado, se profundizó a partir de la dictadura militar instaurada en 1966, cuya violencia e
ilegitimidad fue el caldo de cultivo para la creación de grupos insurgentes armados que
disputaban, precisamente, el control del Estado. Entre 1966 y 1976 la sociedad toda transitó
hacia una lógica de guerra.

Es cierto que lo que se llamó “guerra sucia” no puede concebirse como guerra sino,
más precisamente, como una masacre perpetrada por el terrorismo de Estado. Pero no es
menos cierto que, para 1976 los militares enarbolaban la bandera de la “guerra
antiterrorista”, mientras los grupos armados pretendían librar una “guerra popular y
revolucionaria”; como consta en sus múltiples publicaciones y manifiestos. Sin haber una
guerra, sin embargo el imaginario político se había trasladado al campo bélico. ¿Por qué?
¿Qué se disputaba? Ni más ni menos que el control del Estado.

Siguiendo la caracterización de Walter Benjamín en su texto Para una crítica a la


violencia, se podría decir que se enfrentaba una violencia conservadora del derecho y el
Estado, dispuesta a todo para mantener el control institucional, con otra violencia,
revolucionaria, que intentaba alcanzar el control del aparato estatal para fundar un nuevo
orden legal y político al que llamaba, genéricamente, socialismo. Señalar esto no es una
puerta de entrada para “la teoría de los dos demonios” sino el reconocimiento de una forma
de hacer política que comprendía a la sociedad toda —y tal vez al mundo de la época—.
Una forma de pensar y actuar en política basada en una lógica binaria y excluyente,
organizada bajo el principio amigo —enemigo y, sobre todo, estadocéntrica. Se partía de la
idea de que la política se hacía desde el poder del Estado, aliándose a él, o bien
desafiándolo e intentando apropiárselo. Y es tal vez esta centralidad del Estado, esta
apetencia por su control, la que potenció el componente violento de la disputa política. Fue
la que dividió de manera irreconciliable a peronistas y antiperonistas durante décadas y que
luego se expresó en las luchas dentro del propio peronismo, siempre por el control del
Estado.

Los grupos armados masacrados en los años setenta fueron la versión más radical de
esta lógica estadolátrica, que sin embargo los excedía: era previa a ellos y abarcaba a
muchos otros grupos sociales y políticos. Pero la guerrilla, en particular, desarrolló una
especie de lógica especular que proponía que, frente a un Estado capitalista se debía crear
otro socialista, frente a un ejército oligárquico y represor constituir otro popular y liberador,
frente a la violencia reaccionaria desplegar la violencia revolucionaria, frente a cualquier
acto de fuerza hacer demostración de una fuerza mayor. Todo ello terminó por atrapada en
el juego del poder y la lógica impositiva propia del Estado, no de las resistencias. El
desplazamiento de la dimensión política por el simple recurso de la fuerza obturó la
posibilidad de cuestionar la legitimidad del poder establecido, condición de posibilidad para
la fundación de cualquier nuevo orden.

Los resultados de tal práctica fueron tan graves, tan dolorosos, la violencia estatal
tan abrumadora y atroz y dejó una marca tan profunda que su sola contemplación evoca la
memoria del miedo e incluso del terror al que fue sometida la sociedad en su conjunto.

Así, tanto desde el relato de la víctima inocente como desde el del militante heroico
se cancela la discusión de un problema político central que esa experiencia no resolvió sino
que dejó planteado, en suspenso, y éste es la relación que existe —de hecho y de derecho—
entre política y violencia y cuáles son las formas de abordada desde una perspectiva
resistente, capaz de cuestionar el poder del Estado en lugar de convertirse en su “gemelo”
maldito.

Los vínculos entre política, derecho y violencia, que el discurso democrático en


boga se niega a observar y que cierta visión ingenua de la política alimenta, son un
problema medular, irresuelto, pero que, junto con el miedo que despierta en nosotros el
recuerdo de lo vivido, forman parte también de esa experiencia compartida.

Los actuales movimientos sociales han recuperado, en cierta medida, esa


experiencia y su memoria, aunque de manera un tanto oblicua. Han adoptado nuevos
formatos organizativos, más horizontales, y nuevas formas de lucha que recurren a la
violencia, pero siempre en sus bordes, en esa franja difusa que existe entre lo legal y lo
ilegal, entre el “forzaje” —sin el cual el Estado es ciego y sordo— y las concertaciones.
Hacen esto una y otra vez, pero tratando explícitamente de no desatar la fuerza pública y,
sobre todo, planteándose la construcción de espacios políticos periféricos, autónomos del
Estado. Para ellos, el aparato estatal deja de ser el bastión a conquistar para convertirse en
un centro de poder del que es posible sustraerse para hacer un juego otro, más libre y
orientado por principios diferentes. En cierta medida, estas nuevas prácticas parecen dar
respuesta a algunas de las preguntas abiertas en los setenta, una respuesta que representa a
la vez una crítica. Algunos jóvenes que participan de los actuales movimientos barriales, de
piqueteros, de desocupados se refieren a la “lógica setentera”, con un tono provocativo,
tomando distancia, pero recordando. Y hacen bien en tomar esa distancia. La memoria es
una forma de traer el pasado pero sólo para abrir otra cosa, nueva, que recupera lo vivido
sin la tara de la repetición.

¿No hay aquí una memoria social mucho más fuerte que la exaltación de una
heroicidad siempre dudosa? ¿No hay un pasaje de hecho de una experiencia política,
dolorosa pero habilitante, en la medida en que puede someterse a crítica y rectificación? La
memoria no es la “fijación” ni la exaltación del pasado; eso en todo caso puede formar
archivos útiles para diferentes intereses políticos. Lo que entiendo por memoria es la
portación de las experiencias del pasado que, por ser algo propio, se lleva con respeto pero
también con ligereza; no constituye un lastre sino que permite tomar y desechar a la medida
de las necesidades del presente. La revisión crítica de la experiencia política, el rechazo de
relatos mítico s en torno de la víctima inocente o del héroe combatiente pueden facilitar el
pasaje de una memoria responsable que sea, a la vez, fiel al pasado por la recuperación de
sus coordenadas de sentido, y ligera, amable con el presente para formar parte no sólo del
presente sino de lo que vendrá.

DATOS BIOGRÁFICOS

Pilar Calveiro es argentina, residente en México, doctora en Ciencias Políticas por la


Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora investigadora de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla. Publicaciones: Poder y desaparición, Buenos Aires, Ed.
Colihue, 1998, Redes familiares de sumisión y resistencia, México, UACM, 2002, Familia y
poder, Buenos Aires, Libros de la Araucaria, 2005, Política y/o violencia, Buenos Aires,
Norma Editorial, 2005.
BIBLIOGRAFÍA

Benjamin, Walrer, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Iluminaciones


IV,•Madrid, Taurus, 1991.

Da Silva Carel a, No habrá flores en la tumba del pasado, Buenos Aires, Ediciones Al
Margen, 2001.

Finkielkraur, Alain, La memoria vana, Barcelona, Anagrama, 1990.


Lucha Armada, año 1, núm. 1, enero-febrero 2005.
Vezzetti, Hugo, Pasado y presente, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
De batallas y olvidos:
el retorno de los setenta

RICARDO FORSTER

1.

Que la memoria elige sus propios caminos para insistir es algo que la sociedad argentina no
ha dejado de comprobar a lo largo de su compleja y dolorosa historia. Ni siquiera en las
épocas de impunidad consumista y de frivolidad mediática se desvanecieron las marcas del
pasado, esas marcas que más evanescentes o más evidentes no dejaron de perturbar el
núcleo de una sociedad que, de haber podido como muchas otras, hubiera optado por el
borrón y cuenta nueva, se hubiera dejado mecer por las mieles del olvido. Y sin embargo,
como repitiendo un cuento borgeano, el olvido no ha hecho otra cosa que abrir las sendas
que nos conducen hacia el recuerdo de los sufrimientos que han dejado sus marcas de un
modo indeleble en el cuerpo y el alma de los argentinos. También nos retrotrae, nos debe
retrotraer, hacia una época de la Argentina en la que se forjaron experiencias político-
ideológicas signadas por la apuesta revolucionaria y el ensoñamiento utópico; experiencias
que fueron devoradas por el fuego que arrasó a partir de marzo del 1976 al país y a una
generación deudora, todavía, de las discursividades nacidas en el imaginario moderno entre
las barricadas parisinas del siglo XIX, el asalto al Palacio de Invierno del 17 ruso y la
Revolución Cubana. Cualquier análisis que se quiera hacer de los años setenta no puede
eludir la complejidad de este cuadro, los múltiples hilos de una madeja que nos llevan hacia
diversos momentos y tradiciones políticas. Flaco favor le haríamos a la memoria de los
muertos si les negáramos esas pertenencias esenciales, esos núcleos ideológicos que
motivaron su pasaje a la acción y el sino trágico de su desenlace histórico. En la Argentina
contemporánea, más predispuesta a los maniqueísmos y al espectáculo mediático, inclinada
al facilismo interpretativo y al reduccionismo de la historia, lo primero que suele olvidarse,
aquello que es tachado impiadosamente, es el universo cultural, político, filosófico, que
instituyó el sentido de aquellas experiencias, que atravesó de lado a lado la urdimbre de un
país en llamas.

Desde el espacio público esencialmente tocado por la presencia de las Madres de


Plaza de Mayo y el amplio espectro del movimiento de derechos humanos hasta las
incursiones del cine, la literatura y el ensayo histórico, los años democráticos han ido
girando alrededor de la llaga sin poder ni querer cerrarla. 1 Lo han hecho desde el reclamo
ético y político, desde las imágenes forjadas desde nuevas estéticas cinematográficas o
buscando tanto la reflexión crítica de la historia y las ciencias sociales o dejando paso a la
literatura testimonial. De uno u otro modo, con la fuerza simbólica de las rondas de los
jueves alrededor de la Pirámide de Mayo, entre los intrincados meandros desplegados una y
otra vez en sede judicial que desde los tiempos de la CONADEP y del Juicio a las Juntas no
han dejado de trajinar y de hacer trajinar los pasillos de una justicia que ha actuado de los
más variados modos y siguiendo los climas de época, hasta este particular momento en el
que la política intenta renacer de la mano del sorprendente Kirchner que, siempre que ha
podido, no dejó pasar la oportunidad de recordar la memoria de los setenta, de una
generación a la que él perteneció y con la que se siente legítimamente unido y obligado por
lazos de reinvindicación. 2 En ese gesto presidencial, inesperado después de las bacanales
menemistas y la bancarrota aliancista, se puede leer la oportunidad de interpretar de otro
modo una historia que, por lo general, ha sido reducida al horror dictatorial, un horror que
ha tenido la oscura cualidad de destruir cuerpos e invisibilizar las historias anteriores de
aquellos que fueron víctimas del terror de Estado allí donde lo único que queda es el
espanto represivo, la brutalidad de una máquina puesta a funcionar para aniquilar cuerpos y
legados, vidas y tradiciones, sueños y reclamos. Es en este sentido, que el 24 de marzo de
1976 se ha convertido en un parteaguas de la historia, en un gigantesco bloqueador que
impide indagar por aquello que se desplegó antes de ese corte brutal. Como si la descarga
del terror se hubiera llevado consigo los claroscuros de una época surcada de lado a lado
por la pasión revolucionaria sin dejar otra evidencia que la marca imposible del cuerpo
sustraído, de la muerte expropiada. ¿Será arriesgado señalar que el éxito de la dictadura fue
precisamente invisibilizar esa otra historia para reducirla a polvo que el viento se llevó? o,
mirado desde otro lugar, ¿no se convirtió esa fecha trágico-mítica en fundadora de una
máquina hermenéutica que leyó toda la historia anterior desde sus propios presupuestos,
desde su propia gramática de violencia y muerte? ¿podemos sustraernos a esa marca?

Este retorno de los setenta, esta posibilidad de hurgar nuevamente en la historia sin
caer en el mero reclamo judicial que acabó por reducir la trama de una época esencial de
nuestro país a expediente jurídico, constituye un dato insoslayable de un presente que ya no
sólo nos confronta con las leyes aparentemente inexorables del mercado que astutamente
desplegadas desde las usinas del poder redujeron toda expectativa política a nomenclatura
económica o que desde la construcción sistemática de una maquinaria de corrupción
también contribuyeron a reducir a polvo cualquier lenguaje público que quedó brutalmente
sospechado. Al abordar los setenta sólo y exclusivamente a partir de la lógica del
genocidio, al ocuparse hegemónicamente del aparato represivo, se perdió, más allá de la
legitimidad e imprescindibilidad de esas denuncias e investigaciones, las voces de un
tiempo atravesado por multiplicidad de lenguajes e intenciones, sacudido por los vientos de
la revolución y la violencia, de la utopía y la rebeldía generacional. Lo que intento señalar
es que el giro que ha ocurrido en lo público, más allá de su endeblez y precariedad
conociendo las histerias recurrentes de la sociedad argentina que no duda e pasar
vertiginosamente del blanco al negro y viceversa, ha abierto la oportunidad de otra
indagación del pasado reciente, ha iniciado la posibilidad de correr un grueso velo que nos
impedía pensar lo que fuimos, lo que soñamos, lo que enviciamos, lo que llevó a
muchísimos jóvenes al compromiso político hasta ser alcanzados por la brutalidad del
poder que terminó haciendo añicos ese impulso transformador. Pero también nos permite
pensar más libremente las opacidades, los errores, las alucinaciones, los equívocos, las
tragedias que se escondían en muchos de esos impulsos y en algunos de sus principales
exponentes. Sin complacencias es imprescindible reabrir las páginas de esa historia
nacional que siguen perturbando nuestro presente Tal vez por eso no deja de sorprendemos
el gesto de Kirchner que vuelve a colocar en el escenario político no sólo la historia
truncada de una generación, el momento de su destrucción, sino que reclama como
imprescindible el rescate de sus ideales, sabiendo, por supuesto, que entre el tiempo de los
setenta y esta época de principios de milenio algo esencial y profundo ha acontecido.
Kirchner no es un peronista montonero que sigue sosteniendo las banderas del socialismo;
en el mejor de los casos busca construir lo que ha sido un imposible argentino: un
capitalismo responsable, racional y con algún componente bienestarista. Y, sin embargo, no
puede sino sentir que los fantasmas de sus compañeros se interponen como espectros que
no descansan en paz, que perturban la marcha de una sociedad que allí donde quiso olvidar
no hizo otra cosa que dejarse conmover, una y otra vez, por aquellos muertos sin tumbas.
Perplejidad de la sociedad ante ese gesto de fidelidad a la memoria que resulta anómalo de
acuerdo a la lógica del poder y a las múltiples infidelidades de la política y los políticos
argentinos. Y lo interesante es que Kirchner, al reivindicar los ideales de esa generación
desaparecida, nos coloca ante la necesidad de discutir no sólo el terror dictatorial sino, más
complejo e imprescindible, a revisar críticamente el mapa de una época que sigue estando
allí para recordamos lo que hemos olvidado de nosotros mismos.3

¿Cómo no sorprendemos de que lo inédito del gesto presidencial, esas palabras


pronunciadas en el edificio que simbolizó el agujero negro del horror nacional, haya
reabierto, en el interior de un peronismo envilecido por sus propias negaciones históricas y
la crudeza de algunas de sus prácticas, las viejas posiciones congeladas en marzo del76?
¿Es acaso una anomalía el discurso de De la Sota o el abucheo al que fue sometida Cristina
Fernández de Kirchner por aquellos mismos que reclaman su pertenencia al peronismo de
Perón “sin yanquis ni marxistas”? La historia siempre nos toma desprevenidos, juega con
nuestra ingenuidad o, tal vez, se ríe de aquellas lucubraciones posmodernas tan
hegemónicas en los noventa que anunciaban a los cuatro vientos su muerte. Entre la
potencia simbólica de la ESMA abierta a una multitud que desconcertadamente recorría sus
interiores siniestros sin saber muy bien qué hacer o cómo actuar pero con la sensación de
una deuda que iniciaba su clausura, y la reaparición de antiguos discursos de las derechas,
peronistas y no peronistas que siempre han sabido actuar rítmicamente de acuerdo a sus
necesidades compartidas, lo que aparece, aunque intentemos no verlo, es el pasado. Allí
está, distinto e igual, metamorfoseado por el trajinado paso del tiempo que todo lo vuelve
más opaco pero portando antiguas fisonomías. Es ese regreso impensado, pero que de uno u
otro modo siempre estuvo ahí, agazapado, el que estamos obligados a pensar dentro de una
encrucijada nacional que, más allá de los profundos cambios que se han operado en
nosotros y en el mundo durante estos últimos treinta años, reinstala voces desvanecidas que
nos hablan en una lengua que habíamos empezado a olvidar pero que, sin embargo,
permaneció dentro nuestro. Quiero decirlo más clara y elocuentemente: los setenta están
entre nosotros, seguimos habitando su estela, sus sueños y sus iniquidades, sus locas
esperanzas y sus ecos malditos. 4

2.

Para cualquiera que recorra las librerías resulta evidente que son muchos y diversos los
libros que nos retrotraen a las experiencias de los años sesenta-setenta, que nos instalan en
un tiempo de extraordinaria potencialidad y de múltiples alquimias políticas, sociales y
culturales. Libros que recorren biografías de personajes notables y otros que nos devuelven
algunas de las publicaciones esenciales de aquella época. Entre esa amplia gama hay dos
que ahora quisiera comentar y que, al leerlos, han generado en mí una suerte de encontradas
emociones entrelazadas con la imprescindible actitud reflexiva. Se trata de dos libros poco
comunes que transitan desde el ensayo de investigación histórica hasta la literatura
testimonial, dos libros que más allá de sus diferencias, de sus distintas inquietudes, tienen
en común que no eluden sumergirse en la trama más profunda de una generación que
atravesó trágicamente la historia argentina. Pero ambos también, aunque con estilos
propios, no dejan de ofrecemos cierta intencionalidad reparadora, se dejan llevar, sin
esconder sus impulsos, hacia una suerte de épica, el primero de ellos, o hacia una
manifestación de resentimiento entremezclada con devoción filial, el segundo. Estoy
hablando de Monte Chingolo de Gustavos Plis-Sterenberg y de El tren de la victoria de
Cristina Zuker.

Monte Chingolo nos sorprende desde un comienzo y empezando por la biografía de


su autor (músico argentino de talento que hoy vive en San Petersburgo, ciudad mítica de la
revolución del siglo veinte que estuvo en el corazón de la mayoría de los movimientos de
las izquierdas y que hoy parece querer olvidar esa historia de bo1cheviques tomando el
poder) Gustavo Plis-Sterenberg ha hecho una investigación rigurosa y obsesiva para
devolvemos en las quemantes páginas del libro las biografías olvidadas o simplemente
ausentes de la mayoría de aquellos jóvenes militantes del PRT-ERP que participaron en lo
que él denomina “la mayor batalla de la guerrilla argentina” que fue el intento de
copamiento en diciembre de 1975 del Batallón 601 de Monte Chingolo. Con paciencia de
artesano, y tal vez cumpliendo un mandato que se llevó en las alforjas de su memoria
cuando partió a la lejana Rusia, nos ofrece no sólo la documentación de un acontecimiento
que marcó a fondo el final de los sueños revolucionarios de la organización comandada por
Mario Roberto Santucho, si no que hace algo más: bucea, por un lado, en la historia de la
guerrilla y en la lógica de su accionar, se detiene en el rescate de vidas particulares tragadas
por una historia impiadosa que intentó borrar nombres y legados, generosidades y
aberraciones. Tampoco deja ausentes las voces de los militares internándose en la
inexorable lógica represiva que llevaría, meses después, al terrorismo de Estado, uno de
cuyos puntos previos de experimentación fue la masacre de Monte Chingolo en la que
murieron junto a los guerrilleros —algunos en combate y muchos otros cuando se rindieron
o estando heridos pobladores— de las villas aledañas. Como si allí, en esa jornada tórrida
de finales de 1975, se hubiera puesto en evidencia el contenido alucinatorio de un proyecto
guerrillero que intentaba arremeter contra sus propios fantasmas, que se lanzaba a todo o
nada contra un poder demónico al que se imaginaba débil y en retirada, listo para ser
desbordado por las fuerzas revolucionarias, y, desde ese poder agazapado, se hubiera
esperado la acción para sentar las bases de lo que vendría: el aprovechamiento integral de la
ceguera vanguardista para aniquilar a toda una generación que, sin saberlo, empezó a morir
en Monte Chingolo.

El libro de Gustavo Plis-Sterenberg nos ofrece la oportunidad de indagar en parte de


esa historia, de confrontamos, casi 30 años después, con nuestro propio pasado. Tal vez lo
hace con las limitaciones de quien escribe aspirando a rescatar esas memorias olvidadas, sin
querer o poder penetrar más aguda y críticamente en los motivos ideológicos y en las
matrices políticas que marcaron la práctica de esas organizaciones, aunque no deja, a lo
largo del libro, de insistir en la ceguera militarista que inundó la visión del ERP, que se
irradió desde su cúpula dirigente hacia las bases juveniles. Lo que no hace el autor es llevar
a fondo el debate sobre los setenta entendiendo que su objetivo era otro. Recuperar algunos
de los motivos que condujeron a esos militantes a donar sus vidas reconstituyendo, hasta
donde es posible, las tramas de unas existencias desbordadas por acontecimientos que las
invisibilizaron.
Pero Monte Chingolo es también un libro que inquieta desde un comienzo al lector,
que lo tiene en vilo como si estuviera leyendo un relato que entremezcla el ensayo histórico
con el género de aventuras, el policial con el informe periodístico y que no elude, aunque
siempre desde un segundo plano y casi de modo evanescente, la proximidad afectiva y
hasta vindicatoria del autor respecto a esos militantes que intentaron apresurar la quimérica
llegada de la revolución en un país que iba hacia la muerte y la represión. Tal vez falte una
mayor interrogación crítica respecto a la ceguera de la izquierda guerrillera argentina que
contribuyó al acrecentamiento de la espiral represiva y fortaleció la opción militar como
única respuesta del poder ante la crisis institucional y el quebranto del ominoso gobierno de
Isabel Perón. Es probable que Gustavo Plis-Sterenberg sienta él también la fascinación que
se desprende del relato riguroso y detallista del intento de copamiento, que en esas
vertiginosas páginas en las que vemos sucederse actos de heroísmo y de arrojo, junto con
crueldades anticipatorias, se exprese un resto de la fascinación que en muchos jóvenes de
los setenta ejerció la propuesta guerrillera, que debe ser leída no sólo desde el vértigo de
sus acciones militares sino también como testimonio de una extraordinaria apuesta
generacional ligada a ideales emancipatorios. 5

Allí se encuentra, me parece, lo más interesante del libro, la oportunidad que nos
brinda de recuperar los ideales y las experiencias de una generación que creyó que era
posible tomar el cielo por asalto y que brindó con generosidad sus vidas en pos de ideales
que hoy parecen muy lejanos. Pero también nos permite reconstruir uno de los momentos
fundamentales de esa época clausurada por el golpe del 76, al ofrecemos de un modo
amplio y con fuerza dramática mucho más que el relato de una batalla. Sin poder eludir la
épica —con todos los riesgos que ello entraña de pérdida de perspectiva crítica—, Monte
Chingolo puede ser leído como un esfuerzo por contribuir a devolverles sus rostros
humanos a muchos de esos jóvenes que fueron cruelmente tragados por la historia y las
interpretaciones maniqueas. Tal vez también ayude a devolverles sus muertes devolviendo
un resto de sus vidas, de aquellos sueños portadores de una extraordinaria incitación
política que, en la escritura de Gustavo Plis- Sterenberg, no pueden presentarse por fuera de
las experiencias concretas, existenciales, de una generación profundamente comprometida
con la historia y sus reclamos.

Devolverles su rostro humano significa, entre otras cosas imprescindibles, recuperar


el clima de época, sus matices ideológicos, los conflictos que la atravesaban, sus deudas
con el pasado que, a diferencia de lo que tal vez hoy domine el imaginario colectivo, se
hacía presente con una intensidad inusual, poderosísima. Para esos jóvenes que se lanzaban
a la militancia política, y más allá de sus carencias intelectuales o su simplismo, la historia
seguía teniendo una particular significación, era el punto de partida y muchas veces de
inflexión de sus propias prácticas políticas. Es fundamental, entonces, regresar, si no se
quiere cometer anacronismo, a los años sesenta y setenta, a sus originales alquimias entre
advenimiento de una contracultura juvenil asociada a la ruptura de las formas tradicionales
de representación y al relanzamiento de las utopías revolucionarias que sacudían las
conciencias de esos nuevos actores que forjaban sus visiones del mundo en los talleres de
las diversas revoluciones tercermundistas y en las insurrecciones estudiantiles que sacudían
desde París a México y Córdoba el escenario de un mundo en convulsión. Del FLN
argelino al Vietcong, de Fidel y el Che llegando triunfales a las calles de La Habana a las
rebeliones pacifistas de los jóvenes norteamericanos, de Patrice Lumunba a Ho Chi Minh,
del rock al hippismo, todo contribuía para proyectar la imagen de un tiempo histórico
excepcional, grávido de giros extraordinarios. Nunca se estuvo tan cerca de la realización
de un sueño alucinado: la bancarrota del mundo burgués. Al menos eso es lo que creían
esos millones de jóvenes que a lo largo y ancho del planeta se lanzaban al reclamo de
revolución. ¿Por qué suponer que en Argentina sería distinto? 6

El tren de la victoria, libro en el que Cristina Zuker intenta rescatar la memoria de


su hermano desaparecido como integrante de la contraofensiva montonera de los años 79-
80, tiene otros rasgos y otras aspiraciones. Desde un principio nos ofrece la saga de dos
familias en una, la del padre y la de la madre, tomando partido de modo tajante por la saga
española contra la judía. Hay algo en el tremendo resentimiento hacia Marcos Zuker que
lleva a Cristina, su hija, a dibujar con la lógica del prejuicio los rasgos supuestamente
“típicos” de las mujeres judías y de la familia judía, frente a la ampulosa y festiva
recuperación de la familia española. Desde un comienzo, y junto a la búsqueda de los
motivos que llevaron a su hermano a una muerte anunciada, vemos desplegarse el odio al
padre casi como leitmotiv, como metáfora de una Argentina golpeadora y que juega su
destino en oscuras mesas de póker o a las patas de un caballo en el hipódromo y que vuelve
un infierno la vida de sus hijos. Algo de la poética del tango se cuela en las páginas que nos
relatan la relación entre el padre y la madre. Pero también es expresión, no querida, de esa
brutal dicotomía que atravesó desde un comienzo la historia nacional; como si la autora
tuviera que enfrentarse, en el interior de su familia, a esas contradicciones irreconciliables
que condujeron a la locura de la contraofensiva y a la muerte anunciada de su hermano.
Como si Marcos Zuker hubiera asumido, en la escritura de su hija, la figura simbólica del
abandono sádico, de la violencia agazapada que destruye el vínculo familiar, y su madre,
con toda su tragedia a cuestas, viniera a representar lo entrañable e íntimo, lo bueno y
deseado, de una Argentina imposible que termina matando a sus hijos.

Libro testimonial en el que encontramos muy poco de reflexión crítica, apenas si el


señalamiento de una evidencia: el militarismo ciego de la conducción montonera que desde
el exilio facilitó la acción destructiva y aniquiladora de la dictadura al haber mandado a la
muerte a decenas de integrantes de la organización que creyeron en las alucinadas visiones
de Firmenich y los otros integrantes de la conducción que imaginaban que la sociedad
argentina estaba al borde de la insurrección contra la Junta Militar. Ricardo Marcos Zuker
fue uno de aquellos jóvenes que eligieron regresar intuyendo que sus días estaban contados
pero sintiéndose obligados por una mezcla de idealismo y culpa ante sus compañeros muer
tos y desaparecidos. Tal vez allí podamos encontrar lo más interesante del libro, ese
momento en el que se entrelazan los vivos y los muertos, los supervivientes y sus culpas
con las presencias fantasmales que exigen entrega y sacrificio. Mucho más no nos ofrece la
escritura de Cristina Zuker que apenas si alcanza a comprender algo de lo que aconteció, de
la vorágine de una época que se tragó a su hermano. En la superposición narrativa con la
que nos presenta a un militante que se deja llevar por la pasión de la política y del futbol,
por su fanatismo de tribuna de la mano de Defensores de Belgrano que se complementaba
perfectamente con la mitología peronista y montonera hecha ella también de tablón y
consignas, de cantos eufóricos y epopeyas heroicas. En esa confusión de la cancha y la
movilización, de la barra brava de los setenta y la pesada fierrera, se expresa lo mejor del
libro que, sin quererlo, pinta cierta experiencia generacional, ciertas prácticas entre festivas
y alocadas que atravesaron a miles de esos jóvenes que, principalmente, participaron de la
Juventud Peronista y sus aluviones político carnavalescos. Del barrio a la revolución, de los
cánticos de la hinchada a las consignas socialistas, de las peleas entre barras a la lucha
guerrillera. Todo parecía entremezclarse, todo estaba allí como parte de una sensibilidad
que era conmovida por los vientos de una época en la que la villa miseria y el departamento
en Palermo eran parte de un mismo gesto de irrupción política. 7 Los jóvenes de los setenta
argentinos también tuvieron su “ida hacia el pueblo” que sacudió a los jóvenes rusos de esa
otra década del setenta pero del siglo

Monte Chingolo y El tren de la victoria están allí para incitamos, con sus aciertos y
sus defectos, con sus intensidades y sus opacidades, en la tarea de repensar el pasado, de
eludir las tentaciones de una memoria simplificadora Yo sobre todo, el de abrimos la
posibilidad de rescatar las voces y los cuerpos de una generación doblemente clausurada:
por la represión aniquiladora y por las oscuras tretas del olvido. No es poco ofrecemos esa
oportunidad que es, también, encontramos con lo que fuimos sabiendo que la posibilidad de
recobrar formas legítimas de la política pasa por seguir trabajando en las sagas de la
memoria. Dos libros, que con modos distintos, empiezan a descorrer los velos del pasado,
que nos ayudan a salir del ensimismamiento del presente recordándonos que es tamos lejos,
muy lejos, de ser hoy mejores de lo que fuimos ayer.

3.

Decía que la dictadura logró reducir la compleja historia de las luchas sociales y de la
memoria política de los setenta a un páramo surcado por cadáveres. La potencia del horror,
su capacidad para absorber todo, constituye uno de los puntos ciegos de la relación con el
pasado. Incluso allí donde se lee la tragedia de la desaparición como un gigantesco núcleo
autodestructivo que atravesó de lado a lado la sociedad hasta contaminarla
indefectiblemente, se está operando desde la lógica de un poder que también buscaba ese
efecto de contaminación. Complicidad, idiotismo moral, prejuicio, cobardía, fueron marcas
indelebles en una época que no se caracterizó precisamente por la generosidad y la entrega
desinteresada a la ayuda del perseguido. Un oscuro veneno se esparció por gran parte de la
sociedad sin distinguir demasiado entre clases sociales (¿cómo olvidar las caravanas
populares que iban, en plena dictadura y aprovechando la plata dulce, hacia Uruguayana
para llenar los micros de cuanto electrodoméstico se vendía a bajo precio en Brasil y
Paraguay? ¿Cómo despojarnos de esa “fiesta de todos” que lanzó a millones de argentinos a
las calles para festejar mientras otros miles eran torturados y asesinados impunemente? y
finalmente ¿cómo no recordar esas imágenes de una Plaza de Mayo llena victoreando al
general borracho y su aventura malvinera?) Esos cuadros están allí, no los podemos negar,
constituyen momentos dolorosos de una historia oscura y trágica. Pero lo que no podemos
hacer es leer sólo y exclusivamente la década del setenta desde esas imágenes y ganados
por esa contaminación brutalizante. Que allí se produjo una inflexión de la historia nacional
es indudable. Hoy todavía estamos envueltos en sus consecuencias, somos su producto.

Lo que en todo caso intento decir es que se vuelve fundamental penetrar en aquellos
años anteriores al golpe del 76 con la doble perspectiva de la tragedia consumada y de lo
que del pasado habla con independencia de esa tragedia. Entiendo las dificultades que se
presentan, comprendo que el terror de Estado, que el nombre maldito de la ESMA,
constituyen un punto de no retorno, el anuncio de un infierno que ha dejado una marca
imborrable en la sociedad, marca que nos marca y de la que no podemos ni debemos
olvidamos; pero mi intención no es sólo la de urgar en esa marca, la de encallar
definitivamente en ese momento de muerte siniestra, busco otras sendas que me lleven
hacia una época que no podía verse a sí misma desde lo que después ocurrió. Eso no
significa, no puede significar, desconocer los contenidos de barbarie y terror que se
guardaban en esas prácticas anteriores y que de algún modo anunciaban lo que vendría. Lo
que Hebe de Bonafini no alcanza a ver es que cuando reivindica dogmática y
fervientemente las armas revolucionarias que empuñaron sus hijos está volviéndose
cómplice de errores político-ideológicos que apuraron el tiempo del desastre. Esas son
cuestiones ineludibles a la hora de regresar a los setenta, allí también están sus fantasmas.

4.
¿Cómo abordar ese tiempo mitíficado por las más diversas y hasta disímiles posiciones?
¿Cómo sustraerse a la visión beatifica de una época interpretada desde el paradigma de una
maravillosa utopía clausurada por un giro brutal de la historia? ¿Cómo sortear la tentación
de la crítica impiadosa, aquella que se sostiene en la negación ejemplificadora de un pasado
que sólo pareció ser portador de monolitismo ideológico y fundamentalismo vanguardista?
¿Cómo se deja hablar a los que enmudecieron sin forzarlos a que digan lo que nosotros
queremos escuchar? Muchas de las actitudes y concepciones actuales se aproximan
peligrosamente a algunas de estas perspectivas.

Los sesenta-setenta constituyen, ya lo señalé más arriba, el último estertor


moderno, su punto de cierre y no su punto de fuga, como si en aquellos años se hubiera
gastado todo el resto sin dejar prácticamente nada para los días por venir. Giro hacia otra
sensibilidad muy poco dispuesta, mejor dicho nada dispuesta, a continuar por el surco
trazado desde las gramáticas de la revolución y el compromiso social; gramáticas fundadas
en escrituras provenientes del corazón de esa modernidad cuyo vértice lo constituyó la idea
de redención, la convicción compartida por casi todos, aunque defendieran distintas
concepciones filosófico-políticas, de la imperiosa necesidad de ajustar los discursos
teóricos al ejercicio transformador de un mundo injusto. Tratar de acercamos a esa época,
auscultar sus latidos apagados, implica, entre otras cosas, ser capaces de volver a escuchar,
aunque sea desde su eco lejano y ronco, esos sonidos que galvanizaron los sueños de más
de una generación y de los que difícilmente ya seamos herederos. Quiero decir que no
resulta fácil rescatar una visión del mundo que ya no nos pertenece, de la que nos hemos
ausentado y cuya lejanía nos deja perplejos. Y no precisamente porque el mundo haya
mejorado ni porque se hayan acallado los reclamos de justicia. En verdad deberíamos decir
que hoy tenemos tantos o más motivos de indignación que hace treinta años. Sucede que ya
no nos es sencillo sentir indignación, ya no nos brota con esa espontaneidad del ayer. Tal
vez se haya refugiado, la indignación, en sofisticados mecanismos teóricos desprovistos de
cualquier relación con el reclamo de una realidad partida y desolada. Nos hemos vuelto más
sofisticados sin por eso comprender mejor lo que sucede, lo que nos sucede, el giro de un
mundo alucinado que amenaza con dirigirse hacia un horizonte que nos resulta
inimaginable. Aquí, en lo que escribo, descubro una diferencia notable con los setenta:
nuestro pensar, el modo como interrogamos el suceder de las cosas está atravesado por los
síntomas de una barbarie que en nosotros se ha vuelto constatación de un dato insoslayable:
que el siglo que se cerró clausuró brutalmente la espera de una conciliación entre ideales
emancipatorios y libertad. De un modo muy preciso que recién ahora alcanzamos a
vislumbrar, los debates ideológicos de aquel tiempo crepuscular no pudieron hacerse cargo
de la pesada carga que portaba el siglo veinte, no pudieron comprender la honda presencia
de la barbarie política que impregnó no sólo las alternativas de las derechas fascistas sino
que también alcanzó a los movimientos socialistas y se incorporó, aunque más
disimuladamente, en los dispositivos democrático liberales. Dicho de un modo más tajante:
Auschwitz, Kolyma e Hiroshima constituyeron la presencia del mal impregnando prácticas
y discursos, sueños y alucinaciones hasta clausurar la idea misma que asociaba lo político
con la libertad, el ideal emancipatorio con la justicia. El humanismo quedó herido de
muerte en los campos de batalla del siglo que acaba de cerrarse y que se desplazó sin
mediaciones hacia una actualidad que se sigue mostrando heredera de lo peor que su
puestamente dejamos a nuestras espaldas.

En las prácticas político-ideológicas de la generación del setenta no se procesaron


las herencias trágicas, no se interrogó sin complacencias por las fallas que atravesaron
profundamente a las izquierdas. Apenas algunas pocas voces trataron, como si fueran
anunciadores del fuego, detenerse en lo abismal de una modernidad que parecía querer
realizar lo peor de sí misma (pienso en el Benjamin de Las tesis de filosofía de la historia,
en esa obra anticipatoria que escribieron Adorno y Horkheimer durante la Segunda Guerra
Mundial cuando la catástrofe se consumaba, en la extraordinaria crítica emanada de un
pensador inclaudicable como fue Gunther Anders o, también, en el grupo de Socialismo o
Barbarie-C. Castoriadis, K. Axelos, C. Lefort- que iniciaron la revisión profunda del legado
socialista y marxista; entre nosotros tal vez H.A. Murena, sobre todo en sus últimos
escritos, percibió el carácter trágico de la civilización tardomoderna, especialmente a través
de sus fenómenos de racionalización y reducción técnica de hombres y mundo). Al no
hacerse cargo de esas inéditas formas de violencia, al no poder revisar a fondo un legado
emponzoñado, la izquierda careció de los elementos saneado res de una práctica que siguió
por la senda de una reivindicación de la violencia que acabaría cegando a sus propios
actores. En la Argentina de los setenta la chatura del debate político, el dominio de
simplismos teóricos e ideológicos, constituyó un dato insoslayable a la hora de reproducir,
en sus prácticas, aquello mismo que ya había invalidado, en otras geografías, la pertinencia
de un ideal emancipatorio que parecía deslizarse no hacia las comarcas de la libertad si no a
profundizar los desatinos de una historia monstruosa.

Pero sería injusto reducir la generosidad de una generación a la ceguera respecto a


la barbarie del siglo veinte sería incorrecto homologar, sin más, la entrega y el sacrificio de
hombres y mujeres que se afanaban por volver realizables los sueños de igualdad ante las
injusticias del mundo, al puro ejercicio de una violencia destructiva que también acabaría
por devorarlos. Intento no caer en una suerte de visión homogeneizante en la que se vuelva
imposible señalar las diferencias. Tal vez resulte más fácil reducir la complejidad de esa
época a unos pocos rasgos igualado res, rasgos que terminan por identificar en un mismo
registro a los asesinos de la Triple A con los militantes de la izquierda revolucionaria
guerrillera y no guerrillera. La funcionalidad de la teoría de los dos demonios está allí para
oscurecer la historia, para gratificar las buenas conciencias de quienes no se sienten
responsables de un pasado que también los involucró. Que toda forma de violencia, incluso
aquella que se hace en nombre de lo justo, lleve necesariamente la marca del daño no
significa, no puede significar, que debamos poner en una misma bolsa a sus distintos expo
nentes. Sigo pensando que la opción por la violencia revolucionaria, por más alejados que
hoy nos sintamos de ella, no supone una homologación a esas otras formas de violencia
negra o estatal que se derramaron sobre nuestras sociedades como manifestación de una
pura barbarie explotadora. Tal vez por eso resulta insoslayable un libro como Monte
Chingolo en el que su autor no elude la puesta en evidencia de un militarismo auto
destructivo al mismo tiempo que intenta rescatar la generosidad de esos jóvenes que dieron
sus vidas en pos de unos ideales que, sin saberlo, llevaban dentro suyo las marcas de una
violencia sobre la que poco se había pensado ni criticado. 8

Interrogar la violencia revolucionaria de los setenta supone descorrer algunas


prohibiciones y romper prejuicios que obturan la mirada crítica. Por un lado, el dominio, en
el discurso hegemónico de la izquierda, de un radical cuestionamiento de la democracia
burguesa como un mero espacio formal al que simplemente se podía utilizar en función del
proyecto transformador. Pero esa democracia estaba viciada a sus ojos y carecía de toda
legitimidad; no era posible imaginar una relación entre ideal emancipatorio y democracia
formal ya que en la experiencia histórica de nuestro país desde los años treinta ese espacio
había quedado brutalmente comprometido con un formalismo vacío y cómplice de los
poderes de turno. En la sensibilidad de la generación de los sesenta-setenta la democracia
suponía una cuenta pendiente, una trama de lo político que se había vuelto insignificante y
cuya reivindicación no pasaba de ser un mero ritual sin contenido. El paradigma que
dominó su visión del mundo fue el de la revolución que, en los dispositivos teóricos
hegemónicos en el campo de la izquierda leninista, suponía la aceptación de la violencia y
de la dictadura del proletariado como lógica etapa en la construcción del socialismo.

En aquellos años lo que se discutía no era el Estado de derecho y la democracia, el


núcleo de las polémicas giraba en torno a las estrategias para la toma del poder y las
múltiples variantes iban desde los que se inclinaban por el insurreccionalismo a los
seguidores de la aventura foquista del Che, pero todos compartían la certeza de la
imposibilidad de derrocar al capitalismo prescindiendo de la violencia revolucionaria. Las
críticas del reformismo socialdemócrata y comunista constituían un leitmotiv del
pensamiento de la izquierda no tradicional, de una izquierda influida por la Revolución
Cubana, las luchas de liberación africanas y la guerra del Vietnam. Lejos estaba esa
generación de asumir la necesidad de la democracia y el Estado de derecho como formas
indispensables en la construcción de una sociedad mejor. Pesaba sobre la Constitución
Nacional la presencia del fraude y la proscripción, desde 1930 la sucesión de golpes
militares no había hecho otra cosa que desplazar hacia la inutilidad aquel sistema de
representación que a los ojos de la sociedad podía derrocarse en cualquier momento y
utilizando las más diversas excusas. En los años sesenta y al calor también del movimiento
contracultural surgido en los Estados Unidos y de las nuevas izquierdas amanecidas con el
mayo francés del 68, la democracia identificada con el capitalismo fue puesta en cuestión.
Desde corrientes libertarias que llamaban a abolir la lógica de la representación, que se
oponían a cualquier delegación y atacaban al sistema político como estructura decadente al
servicio del sometimiento y la alienación, hasta aquellos que hundían sus raíces en las
tradiciones antiparlamentaristas nacidas en la Comuna parisina, la idea de huelga general
revolucionaria de Sorel, la insurrección bolchevique del 17, las teorizaciones de Lukács y,
en el campo del nacionalismo de izquierda que será decisivo en la generación peronista de
los setenta que confluyó en la Tendencia Revolucionaria, la crítica al liberalismo y sus
connotaciones democratistas y partidocráticas. Perder de vista este debilitamiento de la
tradición democrática en aquellos años lleva a no comprender el sentido de ciertas opciones
y, lo que es más grave, supone trasladar con simplismo exagerado lo que hoy constituye
una suerte de naturalización a una época en que se cuestionaba radicalmente su legitimidad
histórica. Quiero decir que más allá del indispensable reconocimiento de la democracia
como un horizonte en el que la política debe inscribirse, nuestra actualidad ha contribuido
no a su enriquecimiento práctico y conceptual, a su necesaria reinvención, si no que se
adhirió acríticamente a un mecanismo perverso de naturalización que esconde, en el fondo,
el pasaje a una realidad cargada de violencia e injusticias. La mitificación de la democracia,
su pasaje a la sacralización ahuecada, constituye, hoy, uno de los mayores peligros a la hora
de sortear la tentación del conformismo.

No se trata de eludir la crítica de una generación justificando su pasaje a la


violencia política como resultado de las circunstancias históricas que hacían confluir casi
todo hacia esa perspectiva signada por la lógica de la guerra revolucionaria y la lucha de
clases. En todo caso, alcanzamos a vislumbrar mejor algunos de sus rasgos si recuperamos
la densidad de prácticas y discursos que, desde la sensibilidad actual, resultan
antidiluvianos. Se ha producido un profundo corte entre ese tiempo y nosotros, como si
habitáramos dos mundos distintos y fuéramos portadores de tradiciones intraducibles entre
sí. En parte nuestro presente se ha curado del rechazo ideológico de la formalidad
democrática rescatando su imprescindible vigencia como núcleo no sólo de leyes vacías
sino como matriz fundamental para la reinvención de la misma sociedad (autores como
Arendt, Lefort y Castoriadis, entre otros, nos han permitido curamos de ese rechazo). Pero
también es cierto que lo que signa nuestra realidad es el proceso de dilapidación de lo mejor
de la tradición democrática al convertida en un ritual carente de intensidad y movilidad.
Aislando esquemáticamente la democracia de las circunstancias contingentes, del peso de
procesos de transformación social y cultural, no se hace otra cosa que desplazarla hacia la
mitificación acrítica empobreciendo su propia tradición llena de contradicciones y
recreaciones. Confundir la democracia con la lógica de la tolerancia es, creo, desplazar la
cuestión de la diferencia y del reconocimiento al campo del prejuicio y la
aurorreferencialidad. 9 Tal vez ni la generación del setenta ni nosotros alcanzamos a
comprender las fallas más profundas del imperio de la ley y del derecho; hemos quedado
muy por detrás de críticas como las de Marx, Fourier, Nietzsche, Kafka, Benjamin,
Marcuse, Bataille, Mariátegui (incluso entre nosotros un Borges o un Martínez Estrada
pudieron ironizar sobre la democracia sin, por eso, caer del lado del oscurantismo o del
reaccionarismo barrococlerical o fascista). Los primeros porque nunca comprendieron que
la crítica del capitalismo significaba, también, una indispensable revisión de sus propios
legados autoritarios, de esa misma matriz que no podía escapar a la lógica del Leviatán; los
segundos porque nos hemos vuelto conformistas, asustadizos ante cualquier movimiento
que alcance a poner mínimarnen te en cuestión la naturalización de la democracia (¿Quién
podría escribir hoy textos como El proceso o Para una crítica de la violencia?).

5.
Cuando intento pensar la gramática de la revolución, cuando busco comprender lo que
movió a una generación a la entrega y el sacrificio, surge ante mí la figura trágica de
Hiperión, ese héroe hölderliano que buscando desesperadamente la realización del ideal de
la libertad, llevando a sus hombres a los campos de batalla griegos para que hicieran
realidad los sueños redentores de un pueblo oprimido, terminó esparciendo sobre ese
mismo campo de batalla las semillas de la destrucción y la muerte. Lo que Hiperión
descubrió con el alma quebrada es que aquellos hombres que él había conducido hacia el
combate por la libertad no habían hecho otra cosa que sacrificada en su propio nombre
volviéndola hija de una violencia inaudita. El horror de esa mutación del ideal en
destrucción persiguió las noches de Hiperión que no había sabido escuchar las palabras de
Diotima, palabras que le habían anticipado proféticamente el destino que le esperaba al
ideal si se cruzaba con la violencia desatada por los hombres contra otros hombres. En el
nombre de la libertad, eso nos transmite vívidamente Hölderlin, se acaban por enterrar en
las tierras del mal los sueños de una humanidad hambrienta de un mundo mejor. 10

Desde el terror jacobino, pasando por el terror rojo bolchevique hasta el genocidio
perpetrado por Pol Pot y los suyos en Camboya, la violencia fue despojando al ideal
libertario de su consistencia para colocarlo como un espectro insignificante, apenas como
una frase vacía, el resto de una historia de resistencias contra la opresión que se clausuraba
en el interior de estos dispositivos de violencia represiva desarrollados en nombre de la
revolución. La generación del setenta apenas si se planteó esta terrible disyuntiva, apenas si
alcanzó a discutir en su interior el tremendo costo ético del uso de la violencia; no pudo
descubrir su condición trágica del mismo modo que no supo analizar los ejemplos de la
historia, esas tristes manifestaciones de procesos revolucionarios que acabaron por devorar
a sus propios hijos. La crítica del stalinismo, por dar un ejemplo, no fue más allá de la
matriz fijada por Trotsky, no se preguntó de verdad por la responsabilidad del modelo
bolchevique de toma del poder y de organización del partido como núcleo del reinado del
terror y de una dictadura que terminó por ser la dictadura de un solo hombre sobre el
conjunto de la sociedad devastando gran parte de la propia tradición revolucionaria rusa.
Voces aisladas como la de Víctor Serge apenas si merecieron alguna atención marginal. El
huevo de la serpiente estaba en la misma práctica de las izquierdas triunfantes, el caudal de
violencia que encerraban acabaría por irradiar sobre un sistema social fundado en el terror
policial. Los sesenta-setenta amenazaron con iniciar un genuino proceso de crítica, desde el
interior de la misma izquierda, de ese pasado demasiado próximo, pero ese gesto quedó
reducido a ciertas voces intelectuales que no alcanzaron a influir sobre las nuevas
experiencias revolucionarias que se estaban gestando. Las guerrillas en América Latina
sortearon esas interpretaciones demasiado arduas, eludieron por teoricistas las críticas del
leninismo y se preocuparon por volverse aún más dogmáticas en su afirmación. La crítica
de las armas reemplazo a la crítica de los libros.

Así como no puede clausurarse la década del setenta sólo y exclusivamente desde
la brutal obturación del golpe del 76, tampoco resulta válido reducir la complejidad de la
experiencia generacional a una determinada opción política atravesada por la violencia
guerrillera. 11 Hubo, en esos años, otras perspectivas que intentaron discutir lo político
desde lugares diferenciados, que se preocuparon por rescatar tradiciones libertarias
asociadas a la memoria popular y a los zigzagueantes movimientos de la historia. En la
noche donde todos los gatos son pardos las múltiples voces de una época que todavía no
alcanzamos a comprender del todo desaparecen en medio de esa operación ideológica.
Resulta imposible abordar la década del setenta sin poner en discusión algunas de las
matrices fundacionales de la propia idea moderna de revolución, de su irradiación hacia los
núcleos más poderosos y significativos de una subjetividad que se desplazó por la historia
sabiéndose portadora de una voluntad de transformación que no podía eludir la presencia
trágica de la violencia como paridora de lo nuevo. Es hasta pueril desconocer las
imbricaciones que a lo largo de la propia modernidad se dieron entre democracia y
violencia, su enraizamiento común, ese suelo del cual surgió el reclamo de libertad
vehiculizando diversas formas de violencia redentora. Que nuestro presente intente
invisibilizar ese pasado olvidando las intensidades del conflicto entre ley y revolución,
entre institución revolucionaria del derecho y conservación del derecho, que quiera
desdibujar la problemática central del estado de excepción, que también incluye a los
sistemas llamados democráticos, es, creo, renunciar a una intervención crítica, renunciar a
una genuina genealogía de los procesos políticos. 12 Pensar la dimensión prometeica de la
violencia, su significación cultural, su inevitable presencia en los asuntos humanos, no
quiere decir reivindicada como instrumento a utilizar de un modo acrítico y permanente ni
tampoco supone volverse adalid del paradigma revolucionario. Digo, libertad y violencia
han estado demasiado entrecruzadas como para desconocer su conflictividad y su
complejidad reduciéndola a una mera vocación destructiva que nada tiene que ver con el
reinado del estado de derecho y del consenso democrático. La brutalidad del mundo
contemporáneo (y no sólo la que proviene de los fundamentalismos) me exime de cualquier
otra justificación. Es en todo caso irritante comprobar cómo ciertos intelectuales travestidos
en fervientes demócratas se escandalizan por la matriz violenta de las experiencias políticas
de los setenta sin intentar comprender ni las circunstancias históricas ni los dispositivos
puestos en funcionamiento por las clases dominantes para sostener a rajatablas su propia
soberanía. Por supuesto que la excusa de la violencia opresora no debe funcionar como
exculpación de un uso muchas veces perverso e indiscriminado de la fuerza como
mecanismo de sustitución de la política, mecanismo que constituyó uno de los problemas
principales de la guerrilla setentista en nuestro país.

Lo que no se puede aceptar al hacer un análisis retrospectivo es silenciar el núcleo


violento de la historia argentina o reducirlo a una cuestión de aparatos. La teoría de los dos
demonios se construyó a partir de esta concepción que recorrió durante los primeros años
del alfonsinismo diversas expresiones intelectuales y mediáticas ganando un amplio
consenso en una opinión pública necesitada de lavar sus responsabilidades y de revalidar su
imaginaria y deseada inocencia. La autoindulgencia se convirtió en un atributo moral de la
sociedad allí donde los horrores del pasado le recordaban su complicidad. Cada cierto
tiempo le es necesario arrojarse a las aguas de la ingenuidad para recuperar una pureza
perdida y que añora fervientemente. 13 No deja de llamar la atención cómo suelen
confundirse las cosas en estos tiempos democráticos en los que la interpretación del pasado
se ha vuelto un ejercicio retrospectivo de simplificación, en el que la densidad de una
época, sus complejidades ideológicas unidas al vértigo de prácticas atravesadas por lo
trágico, se leen como parte de un mismo proceso indiferenciado en el que se mezclan
guerrilleros y militares, teóricos del marxismo con constructores de una máquina genocida.
Pareciera que la muerte se vuelve una sola, que todos los cadáveres hablan la misma lengua
y, permítaseme este gesto políticamente incorrecto, no creo, no puedo creer, que la lógica
del exterminio sea igual o semejante al de la violencia política independientemente de que
juzguemos la dimensión traumática y éticamente problemática de esta última. La violencia
política, aquella llevada adelante por las organizaciones revolucionarias durante los años
setenta, no puede ser homologada desde ningún aspecto con la instrumentación de un plan
deliberado de exterminio articulado alrededor del Estado como instrumento terrorista. Un
atentado contra un militar, el copamiento de un cuartel, el asalto a un banco o una cárcel del
pueblo, con todo el horror que implicaron, no tienen nada que ver con la Esma, su
inscripción es de otra clase muy distinta a la de la violencia exterminadora del Estado
terrorista implementada entre 1976 y 1983. Que la historia posterior de algunos de los
movimientos revolucionarios triunfantes desde el Octubre ruso en adelante hayan abierto
también la dimensión concentracionaria no significa que esa lógica hubiera estado inscripta
en las prácticas anteriores como axioma indefectible de su propio desenvolvimiento
histórico. En todo caso, pesa como una tragedia esencial en la tradición de la izquierda y no
como horizonte de su proyecto histórico al modo del nacionalsocialismo o de la dictadura
videlista. Establecer estas diferencias constituye un ejercicio de construcción histórica que
le devuelva al pasado algo de lo que verdaderamente fue, sabiendo, como lo sabemos, que
siempre es el presente el que fija las condiciones de su interpretación.

6.
Pensar la militancia política de los años setenta supone redescubrir formas de identidad hoy
perdidas u olvidadas; implica penetrar en otra sensibilidad que nos retrotrae a una trama
identitaria que ha sufrido la erosión de la historia. Capturar el imaginario que vertebraba la
militancia sin reconocer este cambio fundamental dejaría un hueco muy difícil de llenar. La
idea de ecclesia o comunidad impregnó esas experiencias, les dio una coloración muy
especial que contribuyó a la galvanización de miles de jóvenes que sintieron que entraban
en un mundo articulado alrededor de un orden y de una dimensión ideológica que cumplía
la función de amalgama. Desde los complejos dispositivos teóricos hasta las formas más
elementales de la cotidianidad fueron marcadas por la gramática de una militancia capaz de
entrelazar lo público y lo privado o, en muchos casos, capaz de doblegar lo privado en
función de la relevancia absoluta del espacio eclesial o comunitario. Una forma de vida que
involucraba las ideas y la existencia familiar, los estudios y el trabajo, la elección de pareja
y las amistades hasta consolidar una verdadera máquina de construcción de subjetividad, de
una subjetividad que se definía desde y a partir de la organización a la que se pertenecía.

En el tiempo de la secularización y del crepúsculo de los dioses, la militancia


política asociada, en este caso, a la revolución como destino necesario vino a reemplazar el
abismo de la pérdida de gracia, constituyó, desde un lenguaje nuevo, una extraordinaria
figura compensatoria. Cuanto más radical y al borde del sistema fuera la organización a la
que se pertenecía más intensa esa vivencia de identidad mayúscula y de galvanización
comunitaria. Sutilmente la máquina militante fue envolviendo de tal modo la vida de sus
miembros que éstos ya no pudieron, llegado el momento, diferenciar sus ideas políticas, sus
convicciones ideológicas, de las obligaciones emanadas de la organización. Por eso las
rupturas fueron siempre traumáticas, difíciles de procesar y signadas por las acusaciones de
traición o debilidad moral. Tan fuerte fue la confusión entre comunidad militante y mundo
de ideas que la salida de la primera arrastraba, a los ojos de los que se quedaban,
inexorablemente al segundo.

La historia de la militancia revolucionaria es la historia de estas construcciones


subjetivas, nos muestra la potencia de una búsqueda compensatoria en un mundo
caracterizado por el crecimiento de la anomia y la fragmentación. Tal vez se pueda pensar
esa experiencia como el último gesto de una modernidad que batallaba frontalmente con los
fenómenos de desagragación y desestructuración que la acompañaron desde su nacimiento;
que lejos de ser una extrañeza en un mundo que privilegiaba lo individual, supuso su otra
cara, el giro crepuscular de esa instancia en la que todavía el sujeto se veía a sí mismo
como portador de una perspectiva comunitaria. Militar implicaba llenar esos huecos que
amenazaban con volverse abismales otorgándole a la vida una instancia de completitud
inigualable. Extraña alquimia entre un dispositivo cuasireligioso, muy ligado a las antiguas
prácticas de las comunidades de fe, con un discurso que se quería radicalmente secular y
desmistificador: al mismo tiempo que se proclamaba la pertenencia a una concepción
revolucionaria afirmada en una teoría científica de la sociedad se proyectaba, en el
imaginario de los militantes, las antiquísimas prácticas monacales. El espectro de la
ecclesia, ahora secularizado, definió, para bien y para mal, la sensibilidad de la militancia
setentista. 14

En libros como Monte Chingolo, Violetas del paraíso o El tren de la victoria se


puede recuperar en parte ese clima epocal, en ellos escuchamos los ecos de una sensibilidad
devorada por los profundos cambios de las últimas décadas. Sobre todo descubrimos que el
pasaje a la acción política ponía en juego mucho más que ideas o convicciones, allí se
movilizaban recursos existenciales y morales hasta contaminar enteramente la vida de los
militantes. Sencillamente no había un más allá de la militancia, no se concebía una
existencia por fuera de la organización. Sería demasiado sencillo juzgar desde nuestros
parámetros actuales, invadidos por nuevas formas de la individualidad y la caída de los
ideales, esa experiencia hasta convertirla en una narración integrista o en una moral
absoluta y extrema ligada al fanatismo. Habría que recuperar las matrices de un tiempo
histórico invadido todavía por los fervores revolucionarios, de una época del mundo que
consideraba que era posible influir en la marcha de la historia hasta hacerla coincidir con la
lógica de la teoría. Como si aquello que se guardaba como promesa desde los tiempos de la
ilustración, el fundamento racional de la historia y de su curso, entramado con el giro
decisivo que le dio a la acción del sujeto el descubrimiento de una voluntad capacitada para
acelerar ese mismo curso, hubiera encontrado en los años setenta su canto de cisne, el
esplendor alucinado de su última manifestación histórica. El esfuerzo que debemos hacer es
proporcional a la perplejidad con la que hoy observamos el devenir anárquico de los
acontecimientos que se suceden sin que ninguna teoría social aparezca en condiciones de
ofrecemos no sólo una explicación acabada de lo que está sucediendo sino, también, de
otorgamos los instrumentos para poder incidir en ellos. En todo caso, aceptamos que la
supuesta trama racional de la historia y su correlato teórico han estallado en mil pedazos
junto con las ilusiones depositadas en un tiempo mejor. Muestro pesimismo civilizatorio
nos permite desentrañar lo que antes permanecía obturado; la herencia de un pensar crítico
del mundo, que también le pasa el cepillo a contrapelo al dispositivo racional ilustrado y
sus correlatos, nos permite comprender mejor las aventuras de esa otra época sin ejercer
sobre ella la tiranía de un discurso que hoy se cree mejor posicionado que ayer.

DATOS BIOGRÁFICOS
Ricardo Forster es doctor en Filosofía, profesor e investigador de Historia de las Ideas en la
Universidad de Buenos Aires, Profesor titular de la UBA.
Director del Programa de Posgrado en Estudios Judíos de la Universidad Nacional de
Córdoba.
Miembro del Seminario Internacional “La filosofía después del Holocaust” ; con sede en el
Instituto de Filosofía del CSIC de España. Miembro del Consejo editor de “Pensamiento de
los confines”.
Ha sido profesor invitado de universidades de USA, España, México, República Checa,
Brasil, Chile, Uruguay, Israel.
Publicaciones: W. Benjamin y Th. Adorno. El ensayo como filosofía (1991); Itinerarios de
la modernidad (1995); El exilio de la palabra (1997); Walter Benjamin y el problema del
mal (2001); Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna (2003);
Mesianismo, nihilismo y redención (2005).

NOTAS
1
He fijado mi posición respecto al poder simbólico de las Madres en un ensayo que publiqué también en
Confines en ocasión del veinte aniversario del golpe (“Los usos de la memoria"): allí no dejé de señalar las
profundas ambigüedades y el signo cada vez más dogmático y monolítico que ha caracterizado especialmente
a la línea dirigida por Hebe de Bonafini, línea que se reivindica como la genuina heredera de los ideales
revolucionarios de sus hijos. Sigue siendo imprescindible reflexionar críticamente alrededor de las diversas
experiencias que han caracterizado al movimiento de derechos humanos. Fundamentalmente se vuelve
inevitable eludir la tentación de la efeméride y de la heroicidad que, en algunos, van unidas a la visión de la
historia y de sus actores como esencialmente ingenuos e inocentes. Flaco favor se hace a su memoria si se
extirpa el núcleo ideológico revolucionario que caracterizó a la generación del setenta pero también se le hace
un flaco favor a las generaciones actuales si, como Hebe de Bonafini, se asume acríticarnente el legado de los
hijos desaparecidos. Volveré sobre esto.
2
La grata sorpresa que ha sido la política de Kirchner en relación a los derechos humanos es inversamente
proporcional a la opacidad, por decirlo suavemente, con la que el peronismo ha tratado esta cuestión crucial
de la historia contemporánea. Desde Luder hasta el último congreso de Parque Norte, el peronismo se ha
mostrado casi siempre como portador de posiciones envilecidas y hasta cómplices. Su propio pasado cargado
de enfrentamientos y de violencias, de hegemonías lopezrreguisras y maccarthistas, está allí para señalar lo
ominoso. Incluso el “olvido” en el que incurrió Kirchner al no mencionar la histórica decisión del gobierno de
Alfonsín de enjuiciar a las juntas militares y de promover la Conadep marca cierro reflejo inconsciente, cierta
negación estructural en la sensibilidad del peronismo que suele reducir la totalidad de la historia a sus propias
acciones volviendo inexistentes rodas aquellas que no dependieron de él. También es necesario destacar que
el lenguaje montonero, sus prácticas político-militares, estuvieron muy lejos de sostener una genuina crítica
del terrorismo de estado capaz de salirse de la lógica de la guerra. De ahí la importancia decisiva que adquiere
el modo como se rescata la memoria de los muertos tratando, en ese rescate imprescindible, de sortear la
tentación de la heroicidad y la acriticidad para iniciar una revisión de la historia que sea capaz de eludir los
dogmatismos y los silenciamientos. La generación del setenta no fue sólo portadora de ideales altruistas,
también sostuvo a rajatablas una forma de la acción política contaminada de militarismo y violencia
antidemocrática. Lejos de cualquier alusión a la teoría de los dos demonios se vuelve fundamental no
escamotear una genuina construcción crítica del pasado que pueda hacerse cargo de sus oscuridades. La
mitificación es un peligro que no ha dejado de contaminar a muchos de los actores del movimiento de
derechos humanos.
3
No coincido en absoluto con la visión de Kirchner sustentada por Beatiz Sarlo en un artículo aparecido en
Página 12 como tampoco con su lapidaria rememoración de los setenta (“Nunca más el discurso único”;
28/3/04); inclusive creo que el título elegido es desafortunado entendiendo, como Sarlo lo sabe muy bien, que
la connotación del “nunca más” es demasiado grave y ominosa para utilizada en el análisis crítico de la figura
del Presidente y de lo que ella llama el “discurso único”. Quiero citar un párrafo que me resulta elocuente de
esta posición: “Parece increíble después de todo lo vivido, pero los presidentes se dan los gustos. Kirchner
quiso recorrer la ESMA como si fuera uno más de los que allí sufrieron, leer los poemas de una ex compañera
de militancia, bañarse en la prístina luz de los intocados como si en vez de un político audaz y decidido fuera
(milagro por un día) el familiar de un desaparecido o un viejo y oscuro militante. Llegar a la Presidencia, esto
lo sabemos los argentinos por una experiencia triste, no debe ser la ocasión para que el Jefe se dé los gustos
sino para que sea gobierno y represente, más allá de su subjetividad que debería permanecer decorosamente
en un segundo plano, los va lores por los que vale la pena gobernar”. Convertir el inusual gesto de Kirchner
de avalar la creación del museo de la memoria en la ESMA y de obligar a descolgar los cuadros de Videla y
Bignone de la Escuela Superior de Guerra, en un “gusto” no muy diferente al que se dieron otros presidentes
de la historia reciente, me resulta inverosímil, si a esa mirada no la acompañara un rechazo del “subjetivismo”
presidencial a tono con lo que nos tiene acostumbrados la descarnada crítica de la derecha vernácula que
precisamente le exige a Kirchner que gobierne para “todos los argentinos”; eludiendo la tentación de enrolarse
con una historia del pasado que leída sesgadamente sólo puede conducir al discurso único y antidemocrático.
Coincido con Sarlo cuando destaca que frente a los sesenta y setenta hay varias narraciones posibles y en
conflicto y que hay que cuidarse de los giros románticos o sentimentalistas. Sucede que entre la que ella
sostiene y la que a mí me interesa existe una gran distancia.
4
Que los setenta estén entre nosotros, que reaparezcan viejos prejuicios o que asistamos a discursos que
habíamos clausurado en nuestra memoria, no significa, no puede significar, que ese retorno desconozca todo
lo que aconteció en estos treinta años. No es posible abstraer, como si nada hubiera sucedido, la brutal caída
de los ideales socialistas junto al despliegue hegemónico, en los noventa, del neoliberalismo; como tampoco
podemos desconocer que la catástrofe de los ideales emancipatorios no fue el resultado del triunfo de la
reacción, del capitalismo, si no que en las prácticas mismas de esos ideales también hay que ir a buscar su
bancarrota histórica. La izquierda, lo que queda de ella, no ha sabido ni ha querido dar cuenta de sus
responsabilidades. Por eso discutir los setenta no significa, en mí, un mero gesto de melancolía retrospectiva
que intenta descongelar unos ideales puros que permanecieron incontaminados mientras la historia seguía un
curso ominoso. Nada de eso. Enfrentarnos al pasado, penetrar en sus aposentos sagrados, implica hacernos
cargo de sus opacidades, de sus claroscuros, de sus contaminaciones tratando de rescatar sus tramas
entrañables, sus momentos de entrega y de sacrificio en pos de una vida mejor. Tal vez por eso no acepto los
discursos de aquellos que sólo desean jugar al harakiri con la memoria de los setenta tratando de mostrar que
hoy somos infinitamente mejores de lo que fuimos ayer cuando estábamos infectados por los ideales de la
revolución. Me interesa no sólo adquirir una perspectiva desde la cual mirar mejor esa época, también intento
benjaminianamente contaminada con un presente que no puede pensarse a sí mismo si no es desde una
profunda y esencial revisión crítica de ese pasado que nos urge y que nos reclama. Sabiendo esto, que toda
relación con el ayer nace de una hermenéutica signada por el tiempo actual, intento no reducir ese pasado a
puro presente, busco comprender de qué modo un tiempo histórico se desplegó en una escena del mundo que
ya no es la nuestra. En otros ensayos (“Adversus tolerancia”, “Argentina: más allá del desencanto” y “El
laberinto de las voces argentinas”) he intentado, con enormes dificultades, acercarme a una interpretación
crítica de la democracia, de ese fenómeno de naturalización que ha sido cómplice de su vaciamiento y de sus
fracasos sin, por ello, fugarme de una forma política de representación que considero imprescindible. Tal vez
por eso me resultan chocantes las críticas totalizadoras de los setenta que suelen ampararse en el paradigma
democrático, volviéndolo un mito intocable e intocado. Regresaré sobre este punto.
5
Uno de los logros notables del libro de Gustavo Plis es haber encontrado el tono justo para relatar la
sensibilidad de esos jóvenes recién salidos de la adolescencia; una sensibilidad en la que se entremezclaban el
ferviente deseo de reparar la herida social de la desigualdad con la aventura heroica. Sentirse portadores de
los sueños redencionales del Che y émulos de Sandokan, alquimia de los ecos mitologizados de ese Cristo
moderno con el fervor apasionado de quienes sentían la emoción ante la grandeza de su hora histórica, de una
hora que los reclamaba a ellos. El deseo de “los fierros” como ritual iniciático constituyó un componente nada
despreciable en la poderosísima atracción que la guerrilla ejerció sobre toda una generación apurada por
resolver los enigmas de la historia de acuerdo a una visión simplificada en la que cada actor debía cumplir a
rajatablas un papel previamente asignado. En algunas páginas de Monte Chingolo el autor ha logrado captar
este sentimiento que nuestra época ya no puede entender del todo; logra transportamos a ese tiempo en el que
el sueño de la revolución parecía derramarse sobre la realidad como lava hirviente que todo lo va arrasando a
su paso. Lo que no podían ver esos jovencísimos aprendices de guerrilleros era que ellos serían los primeros
arrasados. Y tal vez lo que hoy nosotros no podemos ver ni entender es precisamente esa presencia de una
historia hirviente en la que los sujetos que la habitaban todavía estaban convencidos “voluntad” moderna por
hacerse cargo del curso de la historia, y nuestra propia realidad que ha escindido el ciego discurrir de las cosas
y los habitantes desolados y confundidos en los que nos hemos convertido.
6
Esta quizás sea una de las claves para iniciar la comprensión de los sesenta-setenta: la certeza que recorría a
esa generación juvenil de ser contemporáneos de un proceso histórico determinado por los vientos de la
revolución. Último estertor de las ilusiones nacidas en los tiempos aurorales de la modernidad, la visión del
mundo forjada en los años del rock, la contracultura y la invención del joven, se alimentó fundamentalmente
de esa lógica inherente a la aventura transformadora del sujeto moderno. Por un lado, teorías disponibles para
decodificar precisamente los secretos de la historia, para ofrecer los lenguajes “científicos” portadores de
certezas indispensables a la hora de lanzarse a la acción y, por otro lado pero integrado en el mismo espectro,
la potencialización de la voluntad como energía propulsora de una subjetividad dueña de sus propios actos.
Todavía, aunque nos cueste asimilarlo en este tiempo de descréditos y deconstrucciones, existía un puente
cruzable entre la teoría —que era la de Marx en sus múltiples decodificaciones bizantinas— y la acción. Ese
puente se había construido con los materiales aportados por la modernidad (leyes de la historia, clase social,
sujeto transformador, racionalidad, voluntad, revolución, violencia redentora, etc.): sus mitos fundacionales
estaban allí para fortalecer esa arremetida final contra un sistema que estaba históricamente condenado y que
se desplomaría más rápidamente si a esas leyes se le agregaba la acción de una voluntad revolucionaria. Lo
que aquella generación no pude ver es que su práctica venía a denunciar que se entraba en una época
crepuscular; en una época que destruiría, uno tras otro, esos paradigmas modernos hasta disolverlos en el aire.
Pero lo que no debemos hacer nosotros, hijos del desbarrancamiento, es reconstruir la trama de esos años pura
y exclusivamente desde la sensibilidad crepuscular, portadores, ahora sí, de una genuina y justa visión del
mundo depurada de esas enfermedades juveniles. Es valioso el libro de Anguita y Caparrós, La voluntad, ya
que logra devolvernos a través del recuerdo de algunos de los actores de esa experiencia histórica los ecos de
una generación, sus intensidades y sus núcleos imaginarios, sus modos de ver e! mundo y de actuar en él.
7
En una novela de Sergio Pollastri, Las violetas del paraíso. Una historia montanera, se retrata, aunque muy
lineal y simplistamente, a parte de esta generación, en especial a aquellos jóvenes que se enrolaron en las filas
del peronismo revolucionario. Su lectura permite capturar algo de ese clima de época, la facilidad con la que
se pasaba de la peña folklórica a formar parte de la guerrilla montonera.
8
Años atrás, en los ochenta, leí un libro cuya lectura me conmovió profundamente; me refiero a El populismo
ruso de Franco Venturi, un historiador italiano que en los años cincuenta, en pleno stalinismo, realizó un
extraordinario trabajo de reconstrucción histórica para devolvernos la experiencia y la tragedia de esos
jóvenes populistas que durante la segunda mitad del siglo XIX ruso se lanzaron al ruedo político en pos de
ideales igualitarios yen lucha a muerte con el zarismo. Venturi no escatima ninguna información, nos muestra
las oscuridades del movimiento de los narodnikis, sus fanatismos, su intolerancia, sus alucinaciones; pero
también se detiene a recobrar sus valores, su generosidad, la pasión que sacudió a ese mundo de estudiantes
que decidieron dejarlo todo para redimir a los campesinos, esos mismos campesinos que no dudarían en
hostigarlos y denunciarlos a las autoridades. Venturi nos devuelve la intensidad de una época, sus debates
ideológicos, la pureza e impureza de muchos de sus integrantes sabiendo que sobre ellos había caído el peso
de! olvido o del puro rescate dogmático; también logra capturar la tragedia moral que atenazó a esos jóvenes
revolucionarios que se enfrentaron a la disyuntiva de tener que elegir la violencia como un camino
indispensable al mismo tiempo que sentían en carne propia la oscura contaminación que ese giro implicaba en
sus vidas, en la pureza de sus ideales, una pureza que les exigía el sacrificio de su tranquilidad moral, que los
colocaba en el trance dramático de tener que ejercer sobre e! otro una violencia que también los alcanzaba a
ellos. Hay una tragedia profunda en el itinerario del populismo ruso, una tragedia que para Venturi constituye
uno de sus rasgos más sobresalientes y complejos. Probablemente todavía no se haya escrito un libro
equivalente que nos permita recorrer nuestros años setenta sin el peso del prejuicio o del juzgamiento
apresurado. También será oportuno preguntarse si esa dimensión trágica narrada por Venturi como sino de los
narodnikis persistió en la guerrilla argentina o si, por el contrario, hubo un pasaje a la violencia que careció de
esa terrible encrucijada ética propia de los valores en juego en el siglo XIX.
9
Me he detenido a discutir esta cuestión crucial de nuestro tiempo en el capítulo “Adversus tolerancia” de
Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna.
10
¿Es posible, sin embargo, enterrar las tradiciones de rebeliones que sacudieron desde el fondo de la historia
a los oprimidos por todos los poderes? ¿Fueron injustas, por violentas, las insurrecciones sin destino de
Espartaco y los esclavos o las de Thomas Müntzer y los campesinos feudalizados? ¿Debemos condenar sin
más, en nombre de una abstracción ahistórica, los legendarios alzamientos de Tupac Amarú y esos indios
condenados de una vez y para siempre en nombre de la civilización triunfante? "Debemos borrar de un
plumazo, siguiendo la actualidad políticamente correcta, las innumerabes luchas contra la opresión y la
injusticia que hicieron a las narrativas de los últimos siglos, desde la oscura Rusia de Pugachev a los
movimientos de liberación anticoloniales?¿Y las resistencias antifascistas con sus atentados y sus llamados a
la rebelión? Reducir la violencia a una gramática del mal, tacharla sin más en nombre de una actualidad más
civilizada constituye, en el mejor de los casos, una cruel ironía que, como ya lo destacó agudamente
Castoriadis, esconde una trágica realidad histórica: sin las luchas de los oprimidos, sin sus violencias y
derrotas, las formas de dominación serían aun infinitamente peores. Dicho esto, sigo perturbado por la
tragedia de Hiperión. No resisto la tentación de citar un extraordinario fragmento que Carlo Levi escribió en
Cristo.
se detuvo en Eboli que manifiesta con claridad e intensidad algo de lo que intenté decir más arriba: “Los
gobiernos, la teocracia y los ejércitos son, por supuesto, más fuertes que los campesinos desparramados. Por
eso los campesinos tienen que resignarse a ser dominados, pero no pueden sentir como si fueran suyos las
glorias y los emprendimientos de una civilización que es radicalmente su enemiga. Las únicas guerras que
tocan sus corazones son las que han peleado para defenderse ellos mismos contra esa civilización, contra la
Historia y el Gobierno, la Teocracia y el Ejército. Éstas son las guerras que pelearon, bajo sus propias
banderas negras, sin liderazgo ni entrenamiento militar y sin esperanzas, guerras destinadas a terminar mal,
que seguro perderían, peleadas con fiereza y desesperación, incomprensibles para los historiadores... Pero el
mito de los asaltantes sí que está cerca de su corazón y forma parte de sus vidas, es la única poesía en sus
existencias, su épica oscura, desesperada. Hasta la apariencia de los campesinos hoy evoca la de los bandidos:
son silenciosos, solitarios, ensimismados y con un gesto amargo en sus trajes y sombreros negros y en
invierno sobretodos negros, armados siempre, que salen a los campos con escopeta y hacha. Son de almas
amables y pacientes, siglos de resignación pesan sobre sus hombros, junto con un sentimiento de la vanidad
de todas las cosas y del poder superior del destino. Pero cuando, después de soportar casi sin fin, se sienten
sacudidos hasta lo más profundo de su ser y los mueve el instinto de autodefensa o justicia, su rebelión no
reconoce límites ni medida. Es una rebelión inhumana, cuyo punto de partida y fin son idénticos: la muerte.
La ferocidad con que pelean nace de la desesperación. Los asaltantes, sin razón y sin esperanza, se levantaron
por la vida y la libertad de los campesinos contra las trampas del Estado. Por mala suerte fueron elementos
inconscientes de la Historia, y la Historia, muy por fuera de su control, obraba contra ellos; estaban del lado
equivocado y terminaron en la destrucción. Pero a través de los bandidos los campesinos se defienden contra
la civilización hostil que nunca entienden pero los esclaviza siempre; instintivamente vieron a los bandidos
como héroes. Su mundo campesino no tiene ni gobierno ni ejército; sus guerras son esporádicos
levantamientos de rebelión, destinados a la represión. Todavía sobreviven, rindiendo los frutos de la tierra a
los conquistadores, pero imponiéndoles sus medidas, sus divinidades terrenales y su lenguaje. Citado por John
D. Crossan, El nacimiento del cristianismo, Emecé, Buenos Aires, 2002, p. 195.
11
Acuño implícitamente el término “violencia guerrillera” para no caer en la utilización del término tan de
moda y demónico, terrorismo, porque creo que existió una enorme diferencia entre esa primera opción, a la
que podemos y debemos criticar, y lo que significa, en el uso actual, la palabra terrorismo. Eso no implica que
se pueda hablar de una “violencia limpia” justificada por los ideales que motorizaba; simplemente supone un
resto de cordura histórica y de capacidad de diferenciación que nos debe permitir salimos de la conciencia
bienpensante que domina nuestra época y que reduce las arduas narrativas de la historia, con sus mil
vericuetos y complejidades, al simplismo brutal del lenguaje mediático.
12
Ha sido Giorgio Agamben quien, en nuestros días, ha regresado sobre la cuestión de la soberanía moderna
tratando de hacer una genealogía de la violencia aniquiladora que se esconde en su despliegue histórico. En el
primer tomo de Horno Sacer inaugura una polémica que considero fundamental a la hora de pensar cómo se
ha instituido el poder soberano y qué ha hecho con los cuerpos de los súbditos-ciudadanos no sólo allí donde
la dictadura o el totalitarismo se impusieron si no, más perturbador, en los propios dispositivos de los estados
democráticos. Me he detenido largamente a analizar el texto de Agamben en “La política como barbarie: una
lectura de Horno sacer de Giorgio Agamben”, Sociedad, Buenos Aires, núm. 17, febrero de 2002.
13
La multitudinaria manifestación de apoyo a la convocatoria realizada por Juan Carlos Blumberg el jueves 1
de abril, especialmente entre la clase media, puede ser leída desde esta autoconvicción de inocencia y de esta
necesidad imperiosa de lavarse en las aguas reparadoras de una moral prístina poniendo siempre fuera de sí la
responsabilidad por la decadencia nacional. Los monstruos siempre están en otro lado, son un accidente
incomprensible o una lacra que hay que eliminar para dejar que las buenas personas, honestas y trabajadoras,
vivan en paz. El reduccionismo discursivo de Blumberg, su rápida inclinación a las posiciones asumidas
tradicionalmente por la derecha en términos de seguridad y represión, casi no hacen ruido alguno en esas
buenas conciencias ciudadanas que se sienten regocijadas al ser partes de una causa intachable. Esto no
implica, por supuesto, que la brutal violencia que se está derramando sobre nosotros, violencia anémica que
compromete la cotidianidad de los ciudadanos, no exija que se comen medidas urgentes y que se eluda la
tentación de la mera retórica que suele contaminar la posición del progresismo ante estas cuestiones tan
arduas de resolver.
14
En la extraordinaria correspondencia que intercambiaron durante casi veinte años Walter Benjamin y
Gershom Scholern aparece este “anhelo por la comunidad” que, en ambos, implicaba una alta dosis de riesgo.
Para el primero se trataba de “la comunidad apocalíptica de la revolución” que se presentaba como una
solución, para Scholern falsa, al legítimo “horror de la soledad"; para el estudioso de la cábala el anhelo se
dirigía hacia la “comunidad judía” enhebrada por el sionismo cultural. Y sin embargo los dos acabaron por
permanecer en posiciones solitarias como habitando los márgenes de los campos que cada uno había elegido,
siendo testigos de las derrotas de sus propias ideas ante el triunfo de la Realpolitik en ambas perspectivas. Ese
“anhelo por la comunidad” tan fuertemente ligado en ambos pensadores al clima neorromántico de principios
de siglo veinte, puede, con cuidado y destacando las distancias, trasladarse a lo que venía diciendo de los
jóvenes militantes de los arios setenta y su intensa búsqueda de su propia comunidad de la revolución.
Memoria por venir (primeras reflexiones ético-literarias)
SILVANA RABINOVICH

1. “TIERRAS DE LA MEMORIA”

Solemos decir que un recuerdo “viene a la memoria”, como si ésta fuese un lugar de
acogida; sin embargo, la memoria ―esa argamasa de diversidad― se encuentra siempre
por venir, toda ella está hecha de porvenir. A pesar de nuestra ilusión de firmeza, las
“tierras de la memoria” (evocando a Felisberto Hernández) son, al igual que nuestros
continentes, itinerantes. Y si seguimos la tentación del significan te, si algo caracteriza a la
memoria es cierta “incontinencia”. Irrumpiendo en los momentos menos esperados, cuando
el pasado parece solidificarse, la memoria se cuela, sale a borbotones y chorrea hasta
anegar la inmaculada solidez. Incontinente por no poder detener el flujo de recuerdos, pero
incontinente también porque no puede darles cabida y rebalsa.
Si el lema de la escolástica medieval era “philosophia analia theologiae” podríamos
aventurar que en nuestro tiempo “memoria ancilla historiae” (pero, como en los tiempos
empresariales que corren, se trata de que la memoria se sienta protagonista de la historia, se
la evoca en eventos oficiales, muchas veces con fines de apropiación). Sin embargo, toda
relación ancilar (aun la de la “business administration”) acaba en cierta incontinencia (que
no es necesariamente insurrección). Pero no caeré en la tentación binaria. No se trata de una
historia oficial sojuzgando a una memoria que es su víctima: esta última es plural y
contradictoria, y cuando en tiempos políticos permeables a la justicia se trata de dar cabida
a la memoria en distintas expresiones, no faltan las disputas de los diversos actores por la
categoría de víctima que justifique ser legítimo acreedor de su tutela... como si la memoria
fuese menor de edad y no tuviese palabra. Nada más amenazador para esta “incontinente
polimorfa” que las disputas en torno a su “patria potestad”. El problema, una vez más, tiene
que ver con el abordaje plano ―por parte de los diversos actores― de la enmarañada
realidad (que excede la “complejidad”), y esta realidad, por más achatada que esté, no deja
de ser rnultidimensional.
Para ilustrar estas preocupaciones, elegí un amasijo candente de memorias e
injusticias que, a pesar del horror en el que se sume cada día, desde otra perspectiva no ha
dejado ―obstinadamente― de anidar esperanza y justicia. Se trata de un primer
acercamiento de otro modo, a la memoria judía hoy, desde una perspectiva del por-venir
(que no teme llevar cierto tinte “quijotesco”).

2. “EN UN LUGAR DEL LEVANTE, DE CUYO NOMBRE NO QUIERO


ACORDARME...”
Deberíamos seguir: “ha mucho tiempo que vivían [y viven] dos pueblos”. Canaan, Palestina
o Israel: por eso mismo, repito el gesto de Cervantes y digo “de cuyos nombres no quiero
[porque no puedo] acordarme”. Yerushalaim, Hierosolima, Sion, Aelia Capitolina, Al
Kuds... son todos nombres de Jerusalén, una ciudad que existe en dos versiones: terrestre y
celeste. Una ciudad hecha de memorias (memoria sólida e itinerante la de la Jerusalén
terrestre, memoria gaseosa la de la Jerusalén celeste, incontenible memoria líquida es la de
la sangre derramada durante tantos siglos por esa tierra). Los estados de esta memoria son
análogos a los estados de la materia y en todos ellos se encuentra en peligro:
-la solidez ―que normalmente da seguridad―, cuando ignora el movimiento que la
domina y la pluralidad que la compone, se perpetúa bajo la forma de un sismo;
-el gas ―que es vital― sabemos que puede enrarecerse por causa de la falta de
alguno de sus componentes y asfixiar, o también, volverse venenoso;
-el líquido, que puede transportar, pero también inundar y ahogar.
Para que los estados de la memoria se conserven en una dinámica armoniosa, los
diversos elementos deben interactuar con libertad, eso nos obliga a entender que el presente
debe saberse “en estado de memoria”.

3. “EN ESTADO DE MEMORIA”

Vivimos “en estado de memoria”, 1 aun cuando no lo sabemos porque creemos tener una
idea clara del pasado (vuelvo a la metáfora geográfica: los continentes, a pesar de damos la
seguridad de pisar tierra firme, siempre están en movimiento). Si hacemos referencia al
sentido popular de encontrarse “en estado”, debemos sospechar un probable embarazo (en
este caso, de la memoria). En estado de gravidez, la -impura- incontinente a quien nos
referíamos hace un momento, anuncia cierto por-venir en gestación. Esto significa que al
hablar de la memoria “en estado”, estamos obligados a corregir la expresión y referimos, en
plural, a las memorias ―todas ellas legítimas―, reconociendo la imposibilidad de
contenerlas en un saber y exhortándonos a crear otras formas de aproximarse a ellas. Si esta
pluralidad inquietante se percibe en la esfera privada, en el ámbito público ―aun cuando
éste se manifieste como pura intemperie― la efervescencia de las memorias vivas aparece
embarazosamente potenciada. Cualquier tentativa estatal ―por abierta que sea― de
administrarlas, por causa de su unilateralidad, se revela impotente: las contradicciones son
su elemento vital. Es necesario entonces cambiar el modo de aproximación, no se trata de
administrar ni mucho menos de unificar, tampoco de jerarquizar: cualquiera de estos modos
basados en la identidad fracasa por causa de irreductibles diferencias. Lo que se juega en
ese ámbito político ―en la gravidez del porvenir― es precisamente la justicia (es decir, la
vida). Por la gravedad del tema, es preciso aguzar los sentidos al punto de la hiperestesia,
ejercitar la paciencia, sin apresurar las soluciones pretendidamente omni-abarcadoras,
atender a esa incontenible pluralidad y luego de la sensible escucha, en los encuentros,
intentar establecer lazos para un nuevo tejido, que revele los aspectos creativos de cada una
de las memorias (estos aspectos se encuentran soslayados en esa argamasa conflictiva a la
que aludimos antes).
Retornemos entonces, a ese “lugar del Levante”…

4. MEMORIAS DE UN ESTADO: RETORNAR

El término “retorno” significa fuertemente para ambas memorias. Es conocida la “Ley del
retorno” que desde la fundación del Estado, alienta la inmigración judía en Israel. Mientras
que para los judíos el significante “retorno” hoy indica una posibilidad entre otras,
(des)esperada durante y después de la Shoá; para los palestinos la misma palabra resume
hoy lo inalcanzable. 2 Mientras los primeros relacionan el “retorno” con la tierra prometida;
los segundos ―que, kafkianamente, viven el exilio dentro de esa misma tierra― lo
escuchan como interdicción, se trata de una tierra no permitida. Hay una confusión de los
tres estados de la memoria que se traduce en horror.
Tierras de la memoria, memorias de esa tierra: los mismos acontecimientos que en
hebreo se conocen como Miljemet hashijrur (“Guerra de liberación”) tienen por traducción
árabe Nakba, cuyo significado es cataclismo o destrucción (la palabra hebrea
correspondiente sería Shoá...). La traducción se vuelve un espejo siniestro, pero es a la vez
el único lazo (muy débil) capaz de reconstituir algo de dignidad en las memorias. Sí, la
traducción es un espejo que pone el acento en la alteridad. Por eso, al modo de Perseo, tal
vez sea la única capaz de terminar con la Gorgona (que en este caso se entiende como el
viejo nombre de la memoria del horror esa “incontinente polimorfa” de la que hablamos al
principio).
Esta idea de la traducción como posibilidad de redimir el pasado (y de este modo, el
presente y el porvenir) se trasluce en los escritos políticos de Martin Buber. Podemos
adelantar que el relato de Babel no ha cesado de acontecer.
El libro Eretz lishnei amim (Una tierra para dos pueblos), reúne los textos políticos
(cartas, conferencias, artículos) del filósofo Martin Buber desde 1917 hasta 1965, año de la
muerte del impulsor hasta el fin de sus días del estado bi-nacional en ese lugar del Levante
donde hoy se encuentra el Estado de Israel, que es también Palestina. Consciente desde los
albores del “retorno” (desde la declaración Balfour -2/11/17- que abría las puertas de
Palestina para un hogar nacional judío), el filósofo del pensamiento dialógico puso el
acento en el Otro que habitaba (y habita) esa tierra. Sin perder de vista que ese “hogar
nacional” en momentos cada vez más duros era a la vez que un lugar de salvación, una
concesión del imperio (a la sazón, británico), el filósofo advertía a los dirigentes del
movimiento sionista que estaban incurriendo en la ilusión de confundirse con el imperio
para el que no eran sino un instrumento de ocupación, 3 digamos, una especie de satrapía. El
filósofo, sin olvidar la pluri-dimensionalidad del presente (esto es, de las memorias vivas e
incontinentes que lo sostienen), proponía un esfuerzo creativo de esas memorias diversas en
Oriente Medio, que tuviera por resultado un Estado bi-nacional. Esta propuesta, a pesar de
que la realidad va cobrando vetas cada vez más horrorosas en el Levante (pero que a la vez
no deja de albergar espacios de esperanza), y que a primera vista parece una quimera, no es
dejada de lado hoy por quienes, de ambas partes, toman distancia, escuchando las voces del
pasado en aras del porvenir. Como la traducción es el lugar de encuentro de las diversas
cosmovisiones, se trata de la tarea traductora de los judíos árabes, únicos conocedores de la
lengua de los habitantes palestinos. Por causa de la diáspora milenaria, el judaísmo se
presenta como un prisma con numerosas caras, entre las que se encuentra en número
mayoritario (pero a la que se trata de “minoría”), la judeo-arabidad. En ese lugar debían
converger los nuevos y los viejos habitantes de esa tierra (cada uno desde la perspectiva de
sus memorias). La lengua árabe sería el lugar de una creación conjunta. Sin embargo, las
fuerzas que se impusieron en el movimiento sionista, fueron las judeo-alemanas, ignorantes
de la lengua árabe, ignorantes del valor de esa cultura diferente que traían los judíos
provenientes de países árabes. Si hubo una “guerra de lenguas” en la fundación de la
universidad de Jerusalén, ésta se jugaba entre el alemán y el hebreo, y nunca se vislumbró
la importancia del árabe. Esto llegaría más tarde, en el horizonte de la guerra, como lengua
del enemigo, olvidando que gran parte de la población judía había vivido (y seguía
viviendo) en esa lengua del otro (y no la experimentaba como amenaza de muerte). El
pueblo que vivió en carne propia y murió por causa de la negación de su alteridad
empezaba a reproducirla con sus otros.
Eso es fácil de ver hoy (aunque los responsables de turno en el gobierno no lo
puedan pensar), la enseñanza del filósofo es haberlo visto a tiempo y desde dentro, haber
alertado incansablemente a sus contemporáneos en aras de la justicia. El autor de Una tierra
para dos pueblos puso en acto la memoria de una conjunción que lentamente trataría de
borrarse y volverse antagonismo: la judeo-arabidad. El judío árabe (ese traductor con cierto
matiz redentor), 4 durante años ocupó en el Estado de Israel ―de fundación judeo-
alemana― el lugar del paria (y en algunos casos, el del parvenu). 5 Judíos provenientes de
Irak, Yemen, Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Siria, Líbano, entre otros, fueron
inmigrados que llegaron bajo el estigma euro céntrico del atraso y la incultura. La derecha
israelí a finales de los años 70 supo capitalizar el resentimiento acumulado por décadas para
terminar de enterrar la memoria árabe de este enorme número de judíos. Así, esos judíos
provenientes de países árabes pasaron a ser “judíos orientales” o en algunos casos
“sefaradíes” (nombre inadecuado porque la mayor parte de ellos no tenía pasado judeo-
español ni hablaba ladino). El gentilicio “árabe” en general hoy se confunde con
“musulmán” y la segunda generación nacida en la tierra de Israel no se considera de
ascendencia árabe, aun cuando sus padres (y ellos) hablan esa lengua.
El concepto de identidad fue problemático para un pueblo que vivió la mayor parte
de su vida en la diáspora, y que teniendo la oportunidad de deconstruirlo, optó por su
reproducción, al negar la pluralidad que le es inherente. Apropiándose del modelo de aquél
que lo había oprimido, lo repitió con su gente y con la gente que habita esa tierra. La
memoria del horror es obstinada y rebelde, se inocula de manera sutil en el que la sufre y
muchas veces no ve que puede llevarla pegada en la piel. La lógica vengativa es
unidimensional y suele llegar por la vía del dolor. La memoria del horror es una versión
actual de la túnica de Neso. Sin embargo, gracias al polimorfismo de la memoria, una
aproximación diferente puede dar lugar a otras aproximaciones, a otras dimensiones del
porvenir.
5. EL RITMO DE LA MEMORIA, RITMO DEL POR-VENIR

Buber ve en el colectivismo propio del kibutz (creación que el mundo neoliberal orilló a la
decadencia) un componente elemental para ese acercamiento cooperativo con el otro. Lo
define como una contribución del Oriente Medio al resto del mundo. También en este
aspecto fue desoído el filósofo que ―al modo de los profetas― interpelaba a la política
desde la ética. Primero los dirigentes del Estado de Israel debían ver el mapa y recordar que
se encontraban en ese lugar del Levante y no en Europa Central. Tenían los ojos pegados en
la parte del planisferio que se da en llamar Occidente, la seducción neoliberal acabó con el
colectivismo y logró debilitar de manera radical diversas expresiones institucionales de
solidaridad.
La idea de lo colectivo inspiraba en los años veinte a varios pensadores. Luego de la
primera guerra mundial, surgieron en distintos lugares pensamientos creativos. Se trata de
pensamientos políticos que no provenían del campo de la política sino de disciplinas
distantes: Buber era filósofo, Mandelstam era poeta. En el seno de la lengua alemana el
filósofo vislumbraba un futuro político diferente para el Levante, bajo la forma del diálogo
cooperativo; por su parte, en ruso, el poeta imaginaba que la clave de la “historia futura”
sería el ritmo, en contraposición a la historia que hasta ese momento, en palabras de
Mandelstam, había sido "creada inconscientemente en la agonía de la coincidencia y la
lucha ciega”. 6
En 1920 Mandelstam ―ilusionado con la Revolución del 17― alertaba acerca de la
inexistencia de “lo colectivo”. El poeta escribía que “el colec- tivismo llegó antes que lo
colectivo”, y que de no trabajar en la educación social basada en el ritmo de lo colectivo,
acechaba el peligro ―rigurosamente cumplido― de un “colectivismo sin colectivo”.
“La nueva sociedad está sostenida conjuntamente por solidaridad y ritmo.
Solidaridad significa concordia de metas. La concordancia de acciones también es esencial.
La concordancia de acción en sí ya es ritmo. (...) Solidaridad y ritmo son la cantidad y
calidad de la energía social”. 7
Sin duda estas palabras del poeta ruso habrían sido acogidas por el filósofo alemán.
Desde la ética uno y desde la poética el otro, ambos proferían verdades que los políticos en
turno no quisieron ver. Advirtieron acerca de peligros vislumbrando justicia y no fueron
recibidos (Buber fue ignorado y quedó al margen del movimiento sionista; Mandelstam fue
encarcelado y desterrado).
Aquí me -detengo en estas primeras reflexiones. Las tierras de la memoria alojan
evidentemente al recuerdo del horror; pero en ellas anida también esa memoria por venir,
que anuncia el estado de memoria. Se trata de aguzar el oído y “poner el cuerpo” para
percibir ese ritmo que, soterradamente, nunca dejó de gestarse. Al poner el cuerpo en
consonancia, el ritmo de lo colectivo ―que es el de la diferencia―, irá in crescendo. En
ese lugar del Levante, el ritmo de la traducción (esa forma del contrapunto), podría hacer
repicar en las distintas lenguas las voces del retorno. Entonces, la justicia por venir asomará
como ritornello.
DATOS BIOGRÁFICOS

Silvana Rabinovich es doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de


México, maestra en Filosofía por la Universidad Hebrea de Jerusalén, Israel; licenciada en
Filosofía por la Universidad Nacional de Rosario, Argentina y Miembro del Sistema
Nacional de Investigadores. Es también investigadora de tiempo completo en el Seminario
de Poética, Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, en el área de “Ética y
literatura”. Docente en los posgrados de Filosofía y de Letras en la Facultad de Filosofía
yLetras de la UNAM.
Publicaciones: La trace dans le palimpseste: Lectures de Levinas, L’Harmattan, Paris,
2003, en español: La huella en el palimpsesto: lecturas de Levinas, UACM México, 2005.
Autora de varios artículos en revistas y capítulos de libros publicados en México, Francia,
Brasil, España y Argentina. Traductora del francés de Hélène Cixous, Erizo Traverso,
Irving Wohlfarth, Emmanuel Levinas, Martine Leibovici; traduce actualmente del hebreo a
Martin Buber.

NOTAS

1
(Esta vez rindo homenaje a Tununa Mercado) Cf. T. Mercado, En estado de memoria, Córdoba, Alción
Editora, 1998.
2
Cf. A. Shammas, “Aurocartography: The Case of Palestine, Michigan”, en Palestine-Israel Journal of
Politics, Economics and Culture, Vol. 9, núm. 2, 2002.
3
A. Buber, “El hogar nacional y política nacional en la tierra de Israel” discurso pronunciado en octubre de
1929 en la sede del movimiento político “Brit Shalom” en Berlín. En Eretz lishnei amim (en hebreo), Tel
Aviv, Shoken Books, 1988, pp. 82-83.
4
En el sentido benjaminiano del término (cf. W. Benjamin, “Tesis de la filosofía de la historia”, en Angelus
Navas, Barcelona, Edhasa, 1971.
5
Los términos son de H. Arendt y están tomados del libro de Enzo Traverso Los judíos y Alemania. Ensayos
sobre la simbiosis judeo-alemana, Pre-textos.
6
O. Mandelstam, “Government and rhythm” (1920) en The complete critical prose and letters, Michigan,
Ardis, 1979 p. 110. “Harmonious, universal, rhythmical acts, animated by a common idea, are of infinite
significance for the creation of future history”.
7
Ibidem, p. 109.
“The new society is held together by solidarity and rhythm, Solidarity means concord of goals. Concord of
action is also essential. Concord of action in itself is already rhythm. (...) Solidarity and rhythm are the
quantity and quality of social energy”.
Usos de la memoria, usos de la palabra

ROSALBA CAMPRA

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.


Luis Cernuda

1.
Memoria. Una facultad antojadiza. El diccionario la acopla con los verbos siguientes: Fijar.
Grabar. Incrustar. Mantener en. E inmediatamente: Borrar de. 1 En ese movimiento de la
permanencia a la disolución se inscribe la posibilidad de un “yo”. Por eso nos obsesionan
las modalidades del ejercicio de la memoria: porque a través de él, afirmando la existencia
de un pasado de algún modo recuperable, damos consistencia a nuestra vida.
En mi caso, supongo que podrían considerarse testimonio de esa obsesión los títulos
de varios de mis trabajos. Mi primer libro de relatos se llama Formas de la memoria
(1989). Uno de mis textos en los que se combinan palabras e imágenes, Libro que trata de
la forma de la memoria (1988). Otro, En el libro de la memoria (2000). Un ensayo sobre el
exilio argentino en Europa, dedicado a D. Moyano, H. Tizón y M. Goloboff, “Formas del
viaje, formas de la memoria” (1989). Y muchos otros, más allá del título, a eso están
dedicados: al rastreo de una memoria.

2.
Aunque quizá fuera más exacto decir a las modificaciones que ciertos usos de la memoria
actúan. Porque, ¿qué pasa cuando la memoria se enfrenta con un objeto informulable, y por
lo tanto resistente al recuerdo?
Un modo de ir apuntando respuestas podría ser el de detenerse en el valor de las
preposiciones. En la escuela las enumerábamos alfabéticamente con un sonsonete que
ayudaba a recordarlas a todas ―a, ante, bajo, cabe, con, contra, de... Para el título de este
encuentro se ha elegido de. Esta preposición, particularmente, indica que la palabra que la
sigue constituye el contenido de la palabra que la rige: “Memorias del horror”.
Pueden proponerse sin duda otras opciones. Preguntamos, por ejemplo, ¿qué hace la
memoria ante el horror? O bajo el horror, o con él. ¿Y tras él? La memoria puede
acercársenos desde, disimularse entre, resistir hasta el horror... También puede ir contra el
horror: apostar a una victoria.
Desde esta perspectiva, querría mostrar uno de esos efectos de la memoria a partir
del relato “Respuestas”, que forma parte de uno de los libros citados más arriba. Leyéndolo
ahora lo veo en una especie de relación retrospectiva con el título de este encuentro, como
una de las reacciones a la pregunta implícita allí: ¿qué hacemos con la memoria del horror?
Pienso que la respuesta que esta ficción brevísima enuncia reside en el deslizamiento de la
palabra “espanto”, con que la voz narrante describe la situación en la primera secuencia, a
“nuestro”, con la que identifica esa misma situación en la frase final.
La voz parte con una presentación neutra de la realidad. Terrible sin duda, pero
situada en la categoría de lo conocido, de una serie de épocas “ni peores ni mejores que
éstas”. 2 El frío es como el de las glaciaciones ya superadas; los lobos hambrientos, como
las otras veces, bajan de las montañas. Pero esta vez hay algo peor que el hielo y que los
lobos:
[ ... ] este espanto de los ratones no se podía prever. No se sabe bien cómo empezó a
pasar, porque los alcaldes ordenaron tapar las ventanas con papel de diario, que protege
del frío, y salir lo menos posible.

Los diarios, por otra parte, después de un tiempo dejan de publicarse, porque total
“con este frío nunca pasa nada”; para no provocar a los ratones se aconseja a los que están
obligados a salir que anden con los ojos cerrados. Hay quienes “por razones de trabajo,
distracción o rebeldía” los mantienen abiertos, y cuentan a los demás que la voracidad de
los ratones sigue aumentando, “que se abalanzan hasta sobre los recién nacidos, que se han
comido los libros de todas las bibliotecas”. Algunos, entonces, deciden irse:
Desde afuera nos escriben cartas sobre el frío que hace aquí y sobre esa historia de los
ratones. Pero el frío es sano, mata los microbios, y los ratones mantienen la ciudad
limpia de gatos, de gente mal entrazada o curiosa. Ni es seguro que a toda esa gente se
la hayan comido, como dicen los que se fueron, tal vez esa gente nunca existió, o se fue
también, o está escondida en algún lugar por aquí preparando trampas contra nuestros
ratones.

La memoria, incapaz de enfrentar el horror, arma un tinglado donde representar para


sí misma otro guion, en apariencia menos devastador. En apariencia. Porque entonces,
¿dónde va a parar la realidad? Pregunta que concierne tanto a quienes se refugian en la
elusión como un modo de mitigar un sufrimiento innombrable como a quienes recurren a
ella para negar una culpa.

3.
Es posible compartir la memoria porque existe la palabra para nombrar las cosas. A veces,
sin embargo, la palabra que se usa no es la que las cosas reclaman. Entre los
procedimientos con que se elude esa relación perturbante entre la palabra y la realidad, la
eufemización es uno de los más arteros.
En uno de mis regresos a Argentina, fui con mis hermanos a un hermoso paraje en
las sierras de Córdoba, un río donde el afloramiento de piedras enormes hace imaginar
animales antediluvianos. Ese lugar se llama Paso de las Tropas. Al día siguiente, en el
suplemento de un diario, encontré el porqué de ese nombre: en la época de la “Pacificación
del Interior”, explica el artículo, allí se detuvo el ejército. ¿Pacificador?
Usos traicioneros del diccionario. En los manuales de historia argentina aprendí que
el período que sigue a la Independencia es el de la “Organización nacional”. Cuando estuve
en condiciones, gracias a otras lecturas y a la edad, de traducir esas palabras, entendí que se
trataba del eufemismo con que negamos la existencia de nuestras guerras civiles... Son los
mismos manuales que llaman precisamente “Pacificación del Interior” a lo que fue una
guerra de Buenos Aires contra las provincias.
Otra escena ofrece la imagen especularmente opuesta de ese hecho histórico. Una
amiga argentina, una noche, en Nueva York, encontró tirados en la calle varios libros
antiguos. Me regaló uno de los que alcanzó a recoger, el Almanach du Gotha de 1868. Ahí,
en la sección del “Annuaire diplomatique”, en las páginas dedicadas a la República
Argentina, puede leerse de la victoria del ejército del general Mitre en Pavón, el 17 de
setiembre de 1861, sobre “las tropas argentinas”. 3 Tal vez desde afuera, desde otra voz,
resulta más fácil nombrar la realidad con palabras no tan titubeantes...

4.
Palabras que velan el espejo, distorsionando nuestra propia imagen como en un túnel del
Luna Park. O palabras que sirven de coartada. Que son una de las formas del silencio. Creo
que muchos ya hemos subrayado el uso de la palabra “desierto”, en los documentos y en la
literatura, para designar la pampa. 4 Ese nombre, con un solo movimiento de la pluma, borra
la existencia de los indios: “desierto”, explica el diccionario, significa Deshabitado,
despoblado o vacío. Se aplica al lugar donde no habita o no hay nadie 5. Así la Conquista
del Desierto es, para la memoria nacional, en vez de una guerra de despojamiento y
exterminio de pueblos americanos, la ocupación de un espacio sin dueño para entregarlo a
tareas civilizadoras.
¿Y qué eufemismo más siniestro que “desaparecidos”? ¿Y más hipócrita que la etiqueta de
“Proceso”, con que se auto denominó la dictadura instaurada en Argentina en 1976?
Que no se trata de disquisiciones teóricas lo demuestra el peso que puede tener
actualmente en un tribunal la definición de un acusado como “guerrillero” o como
“terrorista”. 6 Y todos, creo, podemos relevar cada día en los periódicos el uso de
expresiones tan distorsionadas y distorsionantes como “misiones de paz” y “guerra
preventiva”…
Desde este punto de vista, valdría la pena retornar a las reflexiones de Alejo
Carpentier sobre la necesidad de “nombrar” en América Latina. Pero no tanto con el valor
adánico e inaugural que él confiere a ese término (función que nos permitiría, según
Carpentier, hacer visible nuestra realidad para el resto del mundo) sino, sobre todo, con el
de deseufernizar nuestra propia palabra (es decir, para hacer visible nuestra realidad para
nosotros mismos). 7
Contentarse con deseufemizar, de todos modos, me parece igualmente peligroso.
Algo así como someterse a las ilusiones de lo “políticamente correcto”: la ilusión de que
una sustitución o un silencio en el plano del lenguaje baste para enderezar las distorsiones
de la realidad. Y si puede ser una obviedad subrayar que la realidad no se agota en las
palabras, tal vez no lo sea tanto recordar que para ser comunicada, y modificada, necesita
de ellas. Como necesita de las imágenes, los dos términos que estructura n nuestro coloquio
sobre la memoria.

5.
Los ejemplos del diccionario de María Moliner que he citado al principio (mantener en,
borrar de) sancionan la concepción de la memoria como un repositorio donde una instancia
más alta decide sobre el contenido. Ahora, en cambio, sabemos que la memoria no consiste
en un “lugar” donde están las cosas del pasado bajo forma de imágenes o de palabras, en un
almacén donde vamos a buscarlas, sino en una red cambiante que se activa según
mecanismos que ignoramos.
No soy una experta en cuestiones neurológicas para exponer aquí las teorías que se
han desarrollado en los últimos años sobre el carácter constantemente renovado y variable
de la actividad memorial. Lo que me importa señalar es el valor de fundación que estas
variaciones desempeñan, y eso ya lo ha expresado luminosamente Raúl Dorra en un estudio
dedicado a la literatura gauchesca:
La memoria escoge por razones que no conocemos y que sin embargo son las
razones de nuestra identidad. 8
Cada una de nuestras creaciones, en este plano, es una especie de materialización de
ese momento fugitivo en que memoria y olvido nos ofrecen las versiones a partir de las
cuales construimos un yo.
Decía al empezar estas reflexiones que muchos de mis trabajos llevan la palabra
memoria en el título. Pero llevan también la memoria ―una forma de la memoria― en el
modo en que están hechos, es decir, en su materialidad misma. Algunos los definen “libros
de artista”, o “libros-objeto”. Para mí, son simplemente libros en los que, parafraseando el
subtítulo de este coloquio, están presentes tensiones entre la palabra y la imagen.
Estos libros se inscriben en diferentes tipologías. Los que llamo “palirnpsestos”, o
“reescrituras” 9 utilizan como base libros antiguos y se presentan como un collage
tridimensional, dado que el espesor del volumen consiente inclusiones de todo tipo. Los
que llamo “fragmentos” utilizan también la técnica del collage, bidimensional en este caso,
ya que aparecen como páginas sueltas de un libro perdido, por definición incompleto. Los
“códices”, a su vez, están construidos según el plegado en fuelle de los códices
prehispánicos.

6.
Los tres tipos están presentes en esta exposición en la Universidad del Claustro de Sor
Juana: el palimpsesto Histórica, los fragmentos de En el libro de la memoria, y los cuatro
códices de la serie Los puntos cardinales, que da nombre a la exposición. En todos los
casos, se trata de técnicas que implican una puesta en obra de la memoria, en el sentido que
cada elemento está resignificado, pero sigue mostrándose como la entidad que era antes de
su manipulación en la obra presente.
Me atrevo a decir que de ese modo participo en una suerte de rescate. Se trata, a
menudo, de libros destinados al quemadero, porque ya nadie los lee: el olvido los ha
borrado de bibliografías y anaqueles, y no son suficientemente antiguos como para
despertar la avidez de los bibliófilos. Yo los uso, entonces, como el pergamino que un
monje medieval raspaba para poder escribir por encima un texto nuevo.
En el palimpsesto de aquel monje, sin embargo, lo borrado subsistía y de algún
modo terminaba por aflorar. Del mismo modo mi texto, el que yo escribo por encima de lo
escrito, establece un diálogo con el libro preexistente, un contrapunto, más o menos
elemental, más o menos complejo.
A veces, como en Constancia del secreto (1990), subrayando algunas de las
palabras impresas, corrigiendo otras, he armado un texto que el lector puede rastrear ―si
quiere― en el libro anterior a mi reescritura. Otras, como en Histórica (1997), la
manipulación actúa sobre elementos heterogéneos. Aquí me he valido como soporte de una
publicación académica checa, en la que agregar el acento a la o me bastó para darle un
sentido en español a su título. Del texto, elegí un artículo en inglés sobre la Independencia,
lo recorté y en la primera página del libro fui superponiendo sus fragmentos en un desorden
que lo hace incomprensible. Las páginas siguientes no se abren: las he pegado. Forman un
bloque sólido en el que he cavado un hueco, y ahí dentro, tras una placa de plexiglás, hay
unas cadenas. La única página que puede abrirse reproduce la declaración de
Independencia, en 1816, “en la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de
Tucumán”, pero también ella es ilegible, pues está borroneada por una serie de cifras: la
repetición de las fechas de los golpes de estado en Argentina. Entre los nombres de los
firmatarios, vacíos y tachaduras, con una etiqueta: “desaparecido”.
Creo que el uso de un material preexistente para construir el propio discurso
proporciona una serie de estratos, o de dobleces, donde se anidan significaciones que un
discurso lineal no podría ofrecer al espectador, y son una posibilidad de sorpresa para el
autor mismo. Y a veces ocurren cosas curiosas. En varias ocasiones me he servido de libros
sin saber cuál era su contenido, pues estaban escritos en idiomas que no conozco. Sin
embargo, como supe después por alguien que en cambio los conocía, mi texto resultaba un
eco de esos textos preexistentes: así, un volumen en ruso que yo había utilizado para
construir El sueño del hipertexto III, donde se habla de libros que sueñan otros libros,
estaba originariamente dedicado a “Problemas de poética y semántica artística”… Tal vez
la memoria sea tan inevitable como el olvido.
Nunca pude, de todos modos, manipular de esa forma libros de autores
hispanoamericanos: no era capaz de agujerearlos ni reescribirlos, y su destino final fue mi
biblioteca. Pertenecían a mi mundo, y vaciarlos ―aunque fuera para llenarlos con otros
contenidos― me parecía abrir agujeros en mi propia memoria…
7.
Porque memoria significa también disponer de un patrimonio común que podemos aportar
a nuestra creación, por lo que ésta, a cada lectura en grado de reconocerlo, manifiesta su
naturaleza de creación colectiva. Poesías. Canciones. Imágenes. Usarlas en el propio
discurso, integradas, o sea más allá de la cita ―eso que la teoría literaria llama
intertextualidad― representa una especie de convocación.
En el palimpsesto Mitologías del cielo austral (1996), por ejemplo, una columna de
texto retorna el repertorio que, en la Argentina, uno construye durante los años de la
escuela: himnos y canciones patrióticas que entonábamos al izar la bandera, al conmemorar
próceres y batallas. Para poner en duda su sentido, su frágil jactancia, he introducido una
variación mínima: tan sólo algunos signos de pregunta...

Aquí está la bandera


¿idolatrada?
[ .... ]

Alta en el cielo
un águila guerrera
en vuelo
¿triunfal?

Audaz se eleva.
¿Y la patria esclavizada?
¿Y las Provincias Unidas del Sud?
¿Y los libres del mundo?

Una inspiración análoga preside la escritura de Los puntos cardinales (Este es el


Sur, 1997; País del Sur, 1998; Destino el Sur, 1999; Silencios del Sur, 1998), aunque en
estos códices la convocación a la memoria recurre a un material más amplio y heterogéneo,
y no siempre con reenvíos tan directos.
Un filólogo llamaría “fuentes” a lo que sigue: para mí, es una declaración de
pertenencia a un mundo; un llamado a esa memoria compartida. En esta serie de textos, no
será difícil para el lector reconocer a Borges en “al fin me encuentro/ con mi destino
sudamericano”. También son ecos borgesianos, aunque menos frecuentados por el
recuerdo, “tumulto silencioso”, “tarde ruinosa”, “leguas de pampa basurera”. Las arenas, y
lo que la vida se lleva, naturalmente, vienen de Sur, el tango, así como a muchos tangos
remite la palabra “hermano”. Cada libro de la serie se abre con la imagen de una flecha: allí
la cita está más disimulada, y quizá sólo ojos entrenados reconozcan la forma y las
proporciones de la flecha de la tapa de la revista Sur...
País del Sur reconstruye en el modo de la alusión una memoria personal que se
resiste a las palabras: las desgarraduras trágicas que posiciones políticas divergentes
crearon en mi propia familia en los años de la dictadura. El libro intenta transmitidas a
través de materiales diversos, que van de fragmentos de cartas de mi madre a una página de
estadísticas tomada del informe de la Comisión Nacional sobre los Desaparecidos en
Argentina, Nunca más, a referencias a otros textos ejemplares, como el “Pero, che” que
dice el gaucho del cuento de Borges La trama al reconocer entre sus agresores a su ahijado
―una frase que a su modo es memoria del “Tu quoque” con que Julio César apostrofa a
Bruto que lo está apuñalando.
Mi memoria, como toda memoria, sobrepasa lo personal: por ser la mía, es la
historia de mi país. En el que esas desgarraduras hicieron que no fuera fácil distinguir lo
blanco y lo negro. El único color cierto es el de la sangre que, en una de las páginas de País
del Sur, chorrea del recuadro de un muestrario de pintura y tiñe la corriente del Río de la
Plata.

8.
Los fragmentos de En el libro de la memoria proponen otra forma de recuperación del
pasado. Las seis páginas que componen la obra suponen una certidumbre: reconstruir la
historia de un yo individual es imposible si se prescinde del pasado colectivo.
Sobre papel artesanal se destacan documentos de deuda correspondientes a los años
1924-1927 del Juzgado Municipal de Momostenango, que me regaló el pintor guatemalteco
Moisés Barrios: “Para que hagas una de esas cosas que haces tú”. Un regalo que me valió la
recuperación de una memoria más vasta ―si se quiere, de una problemática
latinoamericana― y la conciencia de la necesidad de transmitirla: eso fue, si no lo que hice,
al menos lo que traté de hacer.
Esas páginas muestran, en transparencia sobre los documentos, un collage de
fotografías y otras imágenes, acompañados al pie por mi texto manuscrito. Para citarlo aquí
lo traduzco del italiano, lengua en que lo escribí, porque ese “libro de la memoria” es
también, como dice el prólogo (que en la galería donde se expuso estaba trazado en la
pared) 10 pregunta sobre la lengua del desarraigo:
Partió, y quiso contar el mundo que había dejado: el mundo suyo.

Pero ésa era otra lengua.

Volvió, y quiso contar las cosas que en esos años le habían sucedido.
Pero ésa era otra lengua.

Esos papeles que un pariente de Moisés Barrios había salvado en el


desmantelamiento del juzgado de Momostenango son testimonios feroces de la miseria, el
sometimiento, el despojo que representa contraer una deuda cuya cancelación puede ser
exigida generación tras generación. Y testimonios de la incapacidad de defenderse ante la
injusticia porque no se dispone de la palabra, porque no se dispone, sobre todo, de la
escritura. En algunos documentos, las firmas “en lugar de” resplandecen como una
acusación.
Uno de esos documentos puede leerse detrás de la foto en transparencia del cacique
Manuel Namuncurá. El 24 de marzo de 1884, terminadas las luchas de la así llamada
Conquista del Desierto, el viejo cacique se presenta al fortín de Paso de los Andes y se
rinde. Esta foto fue tomada poco después de su rendición. A su lado una de sus mujeres y
su hermana, Canayllancatu Curá. Rostros cerrados. En primer plano su hijo Juan Quintunas.
De pie detrás de Namuncurá, sus hermanos y el intérprete. Me gustaría saber qué fue de
Juan Quintunas. En la foto es para siempre un niño de ojos tercamente inquisidores:

Memoria III
No sabían ni leer ni escribir. Algún otro puso una firma en lugar suyo. La
vida suya, ¿quién la vivió? ¿Quién soñó sus sueños? ¿A quién podrán un día ser
devueltos?
Otras páginas remiten a la historia de la inmigración (en Memoria IV, la
figurita antigua de una niña pensativa que se superpone a un juego de la oca,
titulado “El viaje a América”): una historia que me concierne, como concierne a
muchos argentinos. Y como creo que a todos nos concierna la congoja de lo
irrecuperable, de la memoria para siempre perdida porque no se hicieron a tiempo
las preguntas:

Memoria V
Cercana a transformarse también ella en una antepasada, perseguía en
silencio los recuerdos que los otros, los de los retratos colgados en los corredores
cada vez más vastos de la casa de la infancia, nunca habían compartido.

9.
Pero por suerte también hay modos de esquivar el olvido. Nos los ofrece la escritura. Una
trampa, claro. Para la que hay que saber leer. Disponer la puntuación de modo que lleve las
palabras hacia donde las estamos llamando (no por nada Mnemosyne, la memoria, es la
madre no sólo de la Historia sino de todas las musas). Es lo que intenta hacer ese Libro que
trata de la forma de la memoria que citaba al principio, un palimpsesto en el que mi texto
emerge, por subrayados, recortes e integraciones, del libro originario:
dónde
buscar
dónde
donde algo es

Es la selva, es
el oscuro nido, etcétera.

un ruido
o una sombra

alguien que murió,


lejos

el río
ese río

Nuestras vidas
son
los ríos, etcétera.

y el sabor de
no,
no me acuerdo,
dijo
un número de teléfono
cosas
escondidas

el altillo,
un baúl

en
el altillo
la plaza
nevada
sólo
una vez
y
la rotonda

no,
no: me acuerdo,
dijo.

Necesidad de la memoria. Para afirmar no sólo la identidad respecto a un pasado,


sino también como condición necesaria del proyecto. O sea del futuro. Tal vez desde esta
perspectiva deje de ser paradójica la respuesta de la Reina Blanca a Alicia:
Mala memoria, la que sólo funciona hacia atrás... 11

DATOS BIOGRÁFICOS
Rosalba Campra nació en Jesús María, en la provincia de Córdoba, Argentina. De allí pasó
a París, por razones de estudio, y luego, por otras razones, a Italia, donde actualmente
enseña literatura hispanoamericana en la Universidad de Roma La Sapienza.
Publicaciones: Los años del arcángel (1998), Formas de la memoria (1989), Herencias
(2002), y textos publicados en revistas y antologías en Europa, América Latina y Estados
Unidos de América. Entre sus ensayos se cuentan “Como con bronca y junando”… La
retórica del tango (1996); América Latina: la identidad y la máscara (1998); Territori della
finzione. Il fantastico (2000), Il genere dei sogni (coord., con F. Rodríguez Amaya, 2005).
De más difícil clasificación resultan sus libros-objeto y otras obras en las que se superponen
la escritura ficcional y la imagen, como en el caso del libro de artista Constancias (1997).

NOTAS

1
M. Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1973.
2
Todas las citas están tomadas de R. Campra, “Respuestas”, en Formas de la memoria, Córdoba, Lerner,
1989, pp.10-11.
3
Almanachu du Gotha, Imprimerie de la Cour d'Engelhard-Reyher, 1868, p. 356.
4
Cfr. mi art. “Gauchos, inmigrantes, compadritos: argentinos”, en Revolución y cultura, vol. IV, núm. 6, La
Habana, noviembre-diciembre 1998.
5
M. Moliner, op. cit.
6
Desató muchas polémicas en Italia el caso de Mohamed Daki, marroquí acusado de terrorismo internacional
y absuelto en primera instancia (2005) en cuanto el juez consideró que se trataba no de un terrorista sino de un
guerrillero.
7
Cfr. A. Carpentier, “Problemática de la actual novela latinoamericana” en Tientos y diferencias, 1964, La
Habana, UNEAC, 1974, especialmente el apartado 6: "Del estilo”.
8
R. Dorra, “El payador y sus regiones”, en Entre la voz y la letra, Puebla, Plaza y Valdés-Universidad de
Puebla, 1997, p. 126.
9
Reescrituras fue el nombre de la exposición con que un grupo de estos ejemplares se presentó en la
Biblioteca del Instituto Cervantes, Roma, 1994.
10
Exposición Femminile Altrove, Roma, Salan Privé, 2000.
11
Lewis Carroll, Alicia a través del espejo (Through the Looking Glass and what Alice found there, 1871),
Madrid, Alianza, 1971, p. 97.
Algunas reflexiones acerca del arte de la memoria y la memoria del arte

HORST HOHEISEL

¡Todo lo que realizan los artistas para recordar los crímenes del pasado es equivocado, mi
obra incluida! Lo único que podemos lograr es realizarlo más o menos equivocado. Pero
nunca vamos a poder dibujar la imagen verdadera de la historia verdadera. ¿Qué es, en
realidad, la verdadera historia? ¿Es la historia que es escrita por los dominadores para
conservar su poder? ¿O, antes de nada, es la que sufren los dominados? El acontecimiento
más extremo de la historia de la humanidad hasta hoy en día es el Holocausto, y todos los
intentos sumados de encontrar una metáfora artística para ello dibujan nada más que una
sola gran metáfora: la de la imposibilidad de representar y recordar el Holocausto a través
del arte.
Todos los monumentos son trabajos comisionados por políticos o por grupos de la
vida pública con intereses propios. En la mayoría de los casos los monumentos son
transigencias de esos grupos políticos y sus diferentes intereses. Por eso raras veces son
buenas obras. Pues un arte bueno es un arte intransigente. Por eso los monumentos muchas
veces son arte mediocre, y ellos, que son construidos para recordar las víctimas del poder,
cuentan mucho más de las constelaciones del poder político, de nuestro presente, de nuestro
gusto artístico contemporáneo, de nuestras modas y de los estilos y de los caracteres de los
artistas realizadores, que de la historia verdadera y del sufrimiento de las víctimas. Muchas
veces suele perderse enteramente la memoria en el medio de una agitación conmemorativa
y al final se convierte en un negocio del establecimiento político y cultural. Sobre todo
cuando vienen los aniversarios, florece en todo el mundo el negocio conmemorativo,
muchas veces establecido conjuntamente por los políticos y los intelectuales.
There is no business like Shoá business era una frase muy crítica y cáustica en el
proceso de la discusión acerca del monumento del Holocausto en Berlín.
Sí, yo también participé en ese negocio con mis trabajos conmemorativos. Y
también esta misma contribución para este libro pertenece a ese negocio “monumental”
(por eso la aplacé tanto tiempo y la escribo con un mal sentimiento en la fecha “dead-line”
―¡qué palabra en el contexto de ese tema!). Sin embargo, cuanto más tiempo he trabajado
en ese business conmemorativo, tanto más consciente se me hizo el problema: ¡La memoria
desaparece en la conmemoración! Trato más y más de hallar medios para salir de ese apuro
del negocio conmemorativo. Realizo antimonumentos, monumentos negativos, y trato de
incentivar desde abajo procesos de monumentalización. No vienen desde arriba, de los
poderosos, de las instituciones, de los grupos conmemorativos organizados, de los
intelectuales y de los artistas. Como catalizador artístico intento más y más solamente
incentivar procesos de monumentalización. Si se logra, algunos de los participantes quizás
hiciesen una experiencia personal con la memoria, y como “monumento” quizás se quede
un pedacito de un pasaje recordativo colectado colectivamente: imágenes borrosas, difusas,
bajo la neblina del desvanecerse, del olvido, del pasado.
Tal proceso recordativo también lo incentivé en Buenos Aires. Pero solamente
como catalizador. Pues la dictadura militar no es mi historia, la historia en Alemania era
otra.
Algunos amigos argentinos tratan, a sugerencia mía, de colectar su propio
“monumento”, que al contrario no viene con un gesto jactancioso del poder desde arriba,
sino que se desarrolla desde abajo, como un “rumor”: de boca en boca. Algunos ya
comenzaron, otros lo escucharon, o participan, lo reexpiden. Más no quiero escribir al
respecto. Pues contradeciría a la idea del trabajo usar este mismo artículo en este libro (que
es parte del establecimiento recordativo oficial del 30 aniversario de la instalación de la
dictadura militar) como publicidad para este proyecto.
Está totalmente abierto el modo en que ese proceso recordativo desde abajo en
Buenos Aires va a desarrollarse. Sin embargo, una experiencia específica ya la hicimos.
Tan pronto como nuestro monumento desde abajo toca el arriba: los círculos de las
instituciones, de la administración y del poder, todo se hace difícil. Entonces se ve
arrastrado por los remolinos de los establecimientos y la memoria se ahoga.
El Río de La Plata es el monumento a los desaparecidos. Propuse simplemente
poner uno de los altos postes del alumbrado que iluminan y guardan las “muestras
recordativas de habilidad” del Parque de la Memoria ahí en el medio del río y en vez de
orientar toda la luz al arte y los monumentos orientarla al río. Pues el verdadero
monumento es el río.
Muchas veces y a toda hora (también en la noche) paseé por la orilla del río,
pasando los pescadores, cuyas cañas de pescar se inclinaron sobre el agua y esperaron los
peces. Y ahí vi la memoria fluyendo. Ella es el río y nosotros tratamos permanentemente de
pescar en ella por el pasado. Pero ningún pez de los que (cada uno según su gusto)
pescamos es la memoria. La memoria es el propio río con su movimiento permanente, cuya
parte somos todos nosotros.
(Traducción: Ralph Buchenhorst)

DATOS BIOGRÁFICOS

Horsr Hoheisel nació en Poznan, Polonia. Es artista y doctor en silvi-cultura, profesor


visitante de la Universidad Bauhaus, Weimar, Alemania. Obras en la ciudad alemana de
Kassel (Aljibe Aschrott), en los campos de exterminio Buchenwald (Alemania) y
Mauthausen (Austria), en Weimar (Historia triturada). Proyecto sobre la dictadura militar
en Brasil, junto con Andreas Knitz y artistas de la Argentina, Chile y Brasil. Muestras en
Yad Vashern, Israel (Erched Voices, Artists and the Holocaust) y Washington, EEUU (The
art of memory/the memory of art). Los proyectos de Horst Hoheisel están en las
colecciones del MOMA, NY (Open Ends, Counter-Monuments and Memory), en el Museo
del Judaísmo, New York, el Museo del Judaísmo de Berlín, y el Museo de la Historia de
Alemania.
La representación de experiencias traumáticas a través de archivos de testimonios y
de la reconstrucción de espacios de represión

MEMORIA ABIERTA

1.

Para aportar a la construcción de la memoria social sobre el período del terrorismo de


Estado, Memoria Abierta recopila, preserva y pone al acceso del público documentos de
diversa naturaleza: fotografías, artículos periodísticos, fallos judiciales, proclamas del
movimiento de derechos humanos, denuncias, testimonios. Se trata de un patrimonio que da
cuenta de lo ocurrido en el país durante el período 1970-1983, y de las acciones posteriores
en la búsqueda de verdad y justicia.
El propósito central es contribuir a la comprensión de lo ocurrido desde el
conocimiento de los hechos y de las vivencias de los protagonistas para promover una
conciencia social que valore el recuerdo activo y prevenga toda forma de autoritarismo en
las generaciones futuras contribuyendo a construir identidad y a mejorar la cultura política.
En todas las instancias de trabajo de Memoria Abierta ―ya sea la búsqueda y
preservación de archivos documentales, de archivos fotográficos, en la indagación acerca
de cómo fueron y dónde estuvieron localizados los centros clandestinos de detención, como
en la producción de testimonios orales― se hace presente la problemática acerca de cómo
representar la memoria del terror.
Nos proponemos presentar aquí reflexiones que surgen de nuestra tarea en dos áreas
donde el trabajo se nos presenta de manera muy evidente: en la construcción del archivo
oral y en el registro de información sobre centros clandestinos de detención.

2.

Los testimonios reunidos en el Archivo Oral de Memoria Abierta refieren de diferentes


modos a las consecuencias del régimen represivo implementado en la Argentina por la
última dictadura militar. A través de historias personales, los relatos de la represión y del
sufrimiento, dan cuenta de la gran dificultad de “decir” que es propia de este tipo de
procesos, pero lo hacen “diciendo”. Por lo tanto, en la propia configuración del testimonio
encontramos lo que se podría llamar su estructura paradojal: imposibles y necesarias a la
vez, las narraciones personales son mucho más que el cúmulo de recuerdos del pasado; son
modos de representación que aportan a la comprensión ética y política de lo sucedido.
En este sentido, consideramos que la autoridad del testimonio no consiste en que garantiza
la verdad factual del enunciado, sino en su capacidad de reformulación ―su vitalidad. El
acto de testimoniar produce enunciados que son el inverso del efecto de los dichos de Jorge
Rafael Videla cuando, interrogado sobre los desaparecidos, afirmó: “… Le diré que frente
al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita [...] mientras sea desaparecido no
puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad; no está muerto ni vivo”,
acompañando el enunciado con un gesto que buscaba reforzar la desaparición. 1 Son el
inverso porque el testimonio es el efectivo “tener lugar” de algo que pudo no tener lugar (en
el sentido de que pudo no haber sido), es la existencia efectiva de algo que era sólo una
potencia, en ese sentido es contingente (por oposición a necesario), ya que es la posibilidad
que se pone a prueba en un sujeto. 2
Es por eso que la pregunta acerca de si es representable el horror, pregunta que
recorre el pensamiento occidental por lo menos desde Auschwitz a esta parte, se plantea de
manera urgente para casos donde ―como en la Argentina― una de las marcas fuertes del
terrorismo de Estado ha sido la desaparición forzada de personas. Así, podemos decir que la
necesidad de las víctimas de la violencia de hablar en nombre propio, pero también en
nombre de aquellos que no pueden hacerlo, nos pone frente a modos ineludibles de
representación.
Y es que la elaboración del Archivo es en sí misma un acto de memoria. Participar
en la construcción de la memoria social implica una decisión previa: la de seleccionar
aquellos elementos del pasado que queríamos registrar y problematizar. Se trata, en
definitiva, de establecer qué historia intentamos contar a partir de los testimonios reunidos
en un archivo. Contribuir a volver inteligible nuestro pasado reciente demanda escapar a
otras versiones que lo encierran en una visión abismal e inexplicable. En ellas, encontramos
cierto grado de reproducción de la experiencia vivida en las palabras y expresiones que
intentan relatarla: “años negros”, “horror”, “espanto”, “inenarrable”. Las “desapariciones”,
los “silencios”, las represiones y las negaciones, habitan tanto el pasado como los discursos
que a él se refieren. En nuestra opinión, al remitir la experiencia colectiva al sin sentido y al
absurdo, puede describir pero no explicar. En tanto la experiencia histórica en sí misma no
contiene un sentido inmanente, la representación ―también histórica― puede otorgárselo.
Combatir la negación social de esa experiencia traumática no es equivalente a “sumar
recuerdos”, sino ofrecer una narración que incorpore esa experiencia haciéndola inteligible,
pensable y, en última instancia, apropiable.
Lo mismo sucede con el registro de información sobre los lugares que fueron usados
como centros de represión y exterminio. A través de los bocetos de los propios
sobrevivientes, de los relatos testimoniales y de la investigación topográfica, pretendemos
combatir el olvido, identificar y hacer visibles estos sitios y usarlos como espacios que
estimulen la reflexión sobre el pasado, para una mejor comprensión de los problemas del
presente.

¿QUÉ PREGUNTAR Y CÓMO HACERLO? 3


En un archivo de este tipo “qué y cómo preguntar” evidencia todo su carácter ético y
político. El desafío se centra en establecer un equilibrio: por un lado, documentar los
discursos organizados sobre la memoria junto con o por medio de, una constelación
discursiva que probablemente tome fragmentos de esos discursos como organizadores de
sus propias memorias individuales. Por otro lado, las personas que acceden a prestar su
testimonio se exponen en lugares sumamente vulnerables de su propia subjetividad, en un
ejercicio que, en definitiva, implica desplegar públicamente heridas muchas veces
desgarradoras. Para nosotros documentar y escuchar sus historias es también parte de una
relación humana, algo así como restituir una humanidad allí donde el mal pretendió
negarla. Esto se relaciona con los gestos reparadores que la entrevista podría cumplir: el
testimonio oral se sustenta en la experiencia personal y situarse allí es centrarse en el sujeto
en tanto agente y narrador. Allí donde sólo parecería haber una entrevista (en el sentido que
comúnmente se le asigna), existe la voluntad de reparación de las consecuencias de la
catástrofe y de restablecimiento de los lazos sociales anteriormente quebrantados. La línea
que separa esta concepción del testimonio de otras que ―de manera más o menos
explícita― reducen la carga subjetiva de la entrevista, es extremadamente delgada. Así,
ciertas preguntas podían situar al entrevistado en el lugar de objeto, como las concepciones
“victimizantes”, que pueden derivar en el restablecimiento de lo que el régimen de terror
buscó, transformando al documento oral en una prolongación (re)presentada del poder
omnímodo del Estado sobre personas a las que se negaba su humanidad. Y si bien la
narración implica “revivir” la intensidad emocional de ciertas experiencias, la entrevista
también puede dar lugar a discursos que sitúen a las personas en su lugar de sujetos y no de
objetos.
Así como nos interrogábamos sobre cómo preguntar, también decidimos qué omitir.
Una decisión difícil pero cardinal para la vertebración de la política de la memoria a la que
pretendíamos contribuir. Decisión que se planteaba casi en términos dilemáticos: registrar
el terror sin (re)producirlo.
Como mencionábamos, una parte central del contenido del archivo debe dar cuenta
de las diversas experiencias a que dio lugar la modalidad represiva del terror estatal en la
Argentina. En este sentido experiencias de secuestro, tortura, violación, humillación, dolor,
miedo, junto a otras menos extremas como las prácticas de disciplinamiento social y
cultural, necesariamente deben estar presentes en testimonios obtenidos. Que ese pasado
existió es parte central de lo que debe ser mostrado, registrado.
Es cierto también que en el contexto histórico en el cual realizamos las entrevistas
existe un saber social en torno a las distintas prácticas represivas, saber social al cual
podemos apelar. La divulgación del Nunca Más, el Juicio a las Juntas Militares y la
presencia en medios masivos de comunicación de temas vinculados a las violaciones a los
derechos humanos, así como la abundante producción fílmica ―documental y de ficción―
reflejan y alimentan ese saber social con el que contamos. Más aún, ha sido la práctica de
testimoniar la que más ha contribuido a la construcción de saberes sobre las modalidades
represivas del terrorismo de Estado.
Sin embargo, muchos de esos testimonios ―cuyo valor, por supuesto, no ponemos
en duda― estaban orientados por otros propósitos, ya que las particularidades del contexto
histórico en el que se produjeron limitaron las preocupaciones ético-políticas a las que nos
referíamos anteriormente. Durante el período de la transición democrática era necesario
demostrar lo que no todos estaban dispuestos a reconocer y creer. Se hacía necesario, por
tanto, detallar las situaciones, contextos, prácticas, etc. de la represión; los testimonios
guiados por estas motivaciones, empalmaban con un despertar de la sociedad civil que
parecía querer “saberlo todo”. No es casual que fuera en este período que surgiera el
fenómeno conocido como “el show del horror”. En el contexto del Juicio a las Juntas estas
orientaciones en los testimonios fueron indirectamente reforzadas por la estrategia jurídica
de la fiscalía. Ante la falta de otras pruebas ésta apeló al llamado “caso paradigmático”, en
donde los datos reunidos se aproximan a una prueba; de ahí que se tomaran alrededor de
600 casos que guardaban características similares con el fin de demostrar una metodología
organizada desde el propio Estado y aplicada de modo sistemático. De este modo, el tipo de
testimonio necesario no era aquél orientado hacia la restitución de subjetividades e
identidades borradas violentamente, sino hacia la compilación de pruebas que permitiera el
veredicto. Ahora bien, ¿cuál es el lugar que ocupa el sujeto en este tipo de testimonios?
Para hacer efectiva su denuncia debe dar cuenta de su posición de “víctima”. En su relato,
su lugar es el de objeto de la represión. El tipo de testimonios que componen el informe de
la CONADEP 4 se volvió paradigmático en la evocación del horror. En ellos, el relato
reproduce la objetivización del sujeto sufrida en el contexto represivo. 5

EXPERIENCIA Y DOLOR

Quisiéramos referirnos brevemente a ciertos interrogantes sin respuesta, también de orden


ético, que signaron gran parte de nuestra práctica. A partir de nuestra experiencia podemos
afirmar que la narración de las situaciones extremas pone en evidencia algunas tensiones
entre los sentidos que entrevistador y entrevistado asignan a la narración y a lo que se
intenta narrar.
Una de ellas está vinculada a las nociones de pudor y dignidad implicadas en las
subjetividades del entrevistador y del entrevistado. Sabemos que para muchos puede
resultar significativo incluir un testimonio desgarrador y emblemático que ponga de
manifiesto el dolor abismal producido por una experiencia pasada. Sin embargo, nosotros
preferimos no exponer al entrevistado ni exponernos a un encuentro doloroso, cuyo
resultado se acerca más a la contemplación y auto contemplación de una tragedia, que a un
testimonio para un Archivo público, que eche luz sobre el terrorismo de Estado en
Argentina. Porque en definitiva ¿qué queda en limpio en estos testimonios más allá de la
angustia omnipresente del entrevistado? Y aun suponiendo que esa angustia sea tristemente
representativa de las heridas de largo plazo dejadas por el terrorismo de Estado, ¿es éste el
lugar y la forma para ponerlas en evidencia? ¿Somos nosotros los profesionales adecuados
para esa tarea u objetivo?
Nos estamos refiriendo a dilemas que remiten a nociones básicas de pudor. Muchas
veces nos hemos preocupado y preguntado qué hacer allí donde el entrevistado no define
las fronteras de su intimidad ni defiende su propio pudor. Es muy frecuente que las formas
de exteriorización de las emociones no “respeten” lo que, desde nuestra perspectiva, serían
los límites de lo digno. Una pregunta pendiente refiere al por qué de este grado de
exposición. ¿Podría pensarse que estas exteriorizaciones (caracterizadas, por ejemplo, por
anécdotas que vuelven a vulnerar la intimidad) forman parte de una estrategia, no siempre
consciente, de transmitir lo inenarrable?
Para quien testimonia, en ocasiones lo indigno no es el acto de narrar en sí, hacer
pública una experiencia, sino aquel pasado vivido que se narra. Es cierto que nuestras
preguntas generan situaciones dolorosas y diversas respuestas (a veces orales, otras
gestuales). Somos nosotros quienes a partir de una pregunta concreta generamos por
ejemplo, una situación de dolor. La responsabilidad ante la evidente alteración de quien
testimonia nos plantea un dilema: ¿qué hacer? ¿Debemos “dejar seguir” respondiendo a uno
de nuestros principales objetivos planteados al comienzo de este trabajo? ¿Dónde se
encuentra el delicado equilibrio entre nuestra preocupación historiográfica y nuestra
preocupación humana? Teniendo en cuenta estas cuestiones, resulta claro un riesgo: el
grado de exposición en este tipo de entrevistas, la fuerza que cobran los relatos personales,
pueden hacer perder de vista, en el transcurso del trabajo como entrevistadores, la
perspectiva política que alimenta la construcción del archivo: una selección que dé cuenta
del terrorismo de Estado, que contribuya a la formación de una conciencia histórica capaz
de interpretar y representar el pasado para configurar otro futuro.

3.

El programa Topografía de la Memoria se plantea el estudio de la represión como hecho


físico relevando los espacios de una estructura represiva clandestina montada para la
represión física y psíquica que hiciera posible la materialización de la privación ilegítima
de la libertad.
El objetivo que nos orienta es común a los otros programas de Memoria Abierta:
combatir el olvido y la dilución que por un lado producen el paso del tiempo y las
modificaciones de la trama urbana, así como las acciones deliberadas para imponer la idea
de que el daño no existió o justificar la metodología represiva.
En el caso específico, el trabajo topográfico releva y registra la información sobre
los centros clandestinos de detención y otros sitios donde ocurrieron hechos significativos
para el período de estudio. El punto de partida es tanto la información producida por la
CONADEP como la tarea de recopilación de datos realizada por sobrevivientes, familiares
y organismos de derechos humanos. Además, estas fuentes se combinan con otros
testimonios, documentos judiciales y la reconstrucción topográfica del sitio. La información
obtenida permite localizar los lugares en la trama urbana, estudiando los usos previos y
posteriores a la dictadura e identificar su relación con la estructura y metodología
represivas que le otorgaban funcionalidad y sentido.
La determinación de su inserción urbana (su relación con calles, avenidas, plazas,
vías de circulación, transporte y accesos) y de las adaptaciones topográficas realizadas
durante el período en función de los objetivos perseguidos, son posibles con el auxilio
central de documentación escrita, gráfica y fotográfica existente y del aporte único que
proveen los testimonios que permiten avanzar sobre el conocimiento del funcionamiento
edilicio, las características del personal, el desarrollo de la vida cotidiana en aislamiento y
los procesos orientados a la pérdida de la dignidad de quienes allí estuvieron cautivos.
Los testimonios orales recogidos para el trabajo topográfico ―que son parte de
nuestro archivo oral― incluyen en este caso, especificidades que refieren a las rutinas y
funcionamiento de los centros, recuperando referencias sensoriales y otras vivencias que
contribuyen a la comprensión de la lógica concentracionaria.
Por otro lado, muchos de los centros han sido demolidos. En estos casos la
representación también consiste en la excavación de cimientos y en la posterior
interpretación de las huellas encontradas. En el mismo sentido, la visualización
tridimensional, como representación virtual, sirve en primer lugar para describir los
diferentes espacios de cada sitio, y al relacionarla con testimonios y relatos, adquiere una
significación más precisa.
La representación de 10 ocurrido ―basada en los registros a los que nos hemos
referido― genera interrogantes éticos y estéticos que atraviesan nuestro trabajo. Más aún,
cuando no buscamos crear sofisticados archivos que guarden con minuciosidad los detalles
del esquema represivo del terror de Estado y las vivencias de quienes fueron sus víctimas,
sino que nuestro trabajo está centrado en un esfuerzo sistemático por lograr la transmisión
de esta experiencia social y política a las nuevas generaciones.
Un diálogo difícil porque entre esas generaciones median experiencias de
desaparición y silencio. Será entonces el diálogo abierto con los protagonistas y con
quienes se sienten convocados a la construcción de la memoria social ―así como la puesta
a prueba de nuestros propios ensayos de transmisión de esta experiencia― el que permitirá
avanzar en una tarea indispensable.

DATOS BIOGRÁFICOS

Memoria Abierta preserva, recupera, cataloga y difunde el acervo documental de las


organizaciones de derechos humanos que la componen y de archivos personales vinculados
al terrorismo de Estado. A su vez, produce fuentes documentales y testimoniales que
permiten profundizar el conocimiento sobre el período de violencia política en Argentina.
Para facilitar el acceso a la información acerca de lo ocurrido durante la última dictadura
militar, Memoria Abierta establece alianzas con entidades estatales y otras organizaciones
del ámbito nacional e internacional. También desarrolla herramientas educativas y colabora
con distintas iniciativas vinculadas a la memoria del pasado reciente de Argentina.
De este modo, y junto a la apertura de nuestros archivos a la consulta pública y el catálogo
en línea que se incluye en nuestro sitio web (www.memoriaabierta.org.ar), Memoria
Abierta busca aportar al enriquecimiento de la cultura democrática.
NOTAS

1
Clarín, 14 de diciembre de 1979 y Noemí Ciollaro, Pájaros sin luz, Buenos Aires, Editorial
Planeta, 1999, p. 39; el mismo tramo es reproducido en la película “Cazadores de utopías”.
2
Cfr. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Horno Sacer III.
Valencia, Pre-Textos, 2002.
3
El texto de este apartado y del que sigue fue presentado en una versión preliminar en el Congreso
Internacional de Historia Oral que tuvo lugar en Roma del 26 al 29 de junio de 2004. Cfr. también
Vera Carnovale, Federico Lorenz, y Roberro Pittaluga, “Memoria y política en la situación de
entrevista. En torno a la constitución de un archivo oral sobre el Terrorismo de Estado en la
Argentina”, en Vera Carnovale, Federico Lorenz, y Roberto Pittaluga, Historia, memoria y fuentes
orales, Buenos Aires, Cedinci-Memoria Abierta, en prensa.
4
CONADEP: Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas.
5
No estamos diciendo que estos testimonios no sean relevantes, ni que estos registros no son
adecuados: sólo marcamos la orientación de los mismos.
El monumento de papel: La construcción de una memoria colectiva en los
recordatorios de los desaparecidos

FERNANDO REATI

En Pasado y presente, su reciente libro sobre la memoria social del terrorismo de Estado,
Hugo Vezetti señala que a tres décadas del golpe militar de 1976 ya es claro que en
Argentina el conflicto no se dirime entre olvido y memoria sino entre diversas y a veces
contradictorias memorias (15). Según Vezzeti, ya no se trata de si se debe recordar, siÍ10 de
qué y cómo recordar. En efecto, después de la publicación del Nunca más en 1984, los
juicios por violaciones a los derechos humanos en 1985, las confesiones públicas de
algunos represores, la autocrítica (si bien tibia) del Ejército y la Iglesia, y la abundancia de
memorias, testimonios, relatos y recordatorios, existe cierta materialidad de la historia que
muy pocos pueden negar. Por eso, no existe el olvido como tal, aunque sí huecos o
silencios en la memoria colectiva causados tanto por las políticas oficiales de la
desmemoria como por los efectos sintomáticos del trauma.
En las dos décadas pasadas se han ido sumando libros, películas, testimonios,
ceremonias y hasta monumentos relacionados con el terror de Estado, todos los cuales
funcionan como artefactos que sirven de soporte material a la práctica social de la memoria
(Vezzetri 32-33). Entre esos soportes materiales están los recordatorio s sobre los
desaparecidos que se comenzaron a publicar en el periódico argentino Página/12 a partir
del 25 de agosto de 1988, cuando la hoy presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela
Carlorto, dio a conocer el primer recordatorio sobre su hija Laura Estela y el hijo de ésta
nacido en cautiverio y todavía hoy no encontrado. A partir de entonces, los recordatorios se
fueron sumando, primero unos pocos por mes, luego docenas, hasta convertirse literalmente
en miles a lo largo de los años. Así, se pasó de los 20 publicados en la última mitad de 1988
a 49 publicados en 1989, 68 en 1990, 140 en 1991, y así sucesivamente. No por
coincidencia, los años con mayor número de recordatorios publicados son los que coinciden
con aniversarios significativos: por ejemplo, 1996 (335 recordatorios) por cumplirse
entonces los 20 años del golpe militar de 1976. De este modo, en los 14 años que van de
agosto de 1988 a agosto de 2002 aparecen un total de 3,170 anuncios.
Los recordatorios siguen un formato más o menos fijo constituido por un texto
personal redactado por los familiares y/o amigos responsables del homenaje, una o más
consignas, una foto de la víctima, y los nombres de los firmantes. Alrededor de este
formato fijo se suceden infinitas variaciones que nacen del toque personal de los
homenajeantes, de sus particulares ideas políticas, de sus opciones estéticas en cuanto a la
elección de ésta o aquella fotografía, éste o aquel poema, ésta o aquella consigna. El
resultado es que si se leen los miles de recordatorios como un texto escrito y visual hecho
de infinitas piezas movibles y cambiantes, lo que se presenta ante los ojos es un objeto
material, un soporte físico de la memoria colectiva (o al menos una de las posibles
memorias colectivas) que funciona con las características de un monumento tradicional y a
la vez de un anti-monumento, Se trata de un monumento hecho no con el material
imperecedero de la piedra o el metal sino con el más efímero del simple papel de periódico,
un monumento sin un espacio físico concreto sino extendido en el tiempo, un monumento
no inmóvil sino vertiginosa- mente cambiante, no nacido desde el Estado sino desde un
grupo de sus ciudadanos: en suma, lo que doy en llamar un monumento de papel para aludir
a su condición intrínsecamente paradójica.
No sólo en Argentina sino en todo el mundo existe desde hace un par de décadas un
rico debate sobre la pertinencia de los monumentos en la preservación de la memoria
colectiva. Buena parte de las opiniones se vuelcan hacia la desconfianza por el temor a que
los monumentos fijen el recuerdo en una forma estática, osificada, falsamente heroica y
partícipe de una historia oficial e idealizada promovida desde el Estado. También existe
cierta desconfianza hacia lo que pareciera ser una ola memorialista —lo que Andreas
Huyssen en En busca del futuro perdido llama "musealización" o "epidemia de la
memoria”— por la posibilidad cierta pero no ineludible de que todo no sea sino una moda
mediática que bajo la apariencia del recuerdo convierte a la memoria en espectáculo
(Huyssen, 2002: 18, 22). De allí el nacimiento de un movimiento anti-monumento en
Alemania en particular, que se opone a los cada vez más ubicuos memoriales de
Holocausto porque podrían terminar por tranquilizar las conciencias y librar al ciudadano
de la responsabilidad de ejercer una memoria individual y activa (Jelin y Langland 10).
Sin embargo, ¿por qué no pensar al monumento más bien como uno de los tantos
sitios en que distintas memorias en permanente conflicto se disputan los significados del
pasado, y dónde por ende es posible producir resemantizaciones de ese espacio material? Es
verdad que monumentos y museos han servido tradicionalmente para legitimar las historias
oficiales hegemónicas, como escaparates en los que se exhiben los triunfos del Estado y se
asientan las narrativas nacionales; la osificación, reificación o transformación del pasado en
cosa muerta o espectáculo es ciertamente posible. Pero ésta no debe ser la única opción
disponible, y sería tan improductivo considerar a los monumentos y museos como
guardianes exclusivos de la memoria colectiva, como ver en ellos una amenaza que 'coopta,
reprime, esteriliza" la memoria (Huyssen, 2002: 74). Si bien el monumento puede ser el
sitio donde el Estado fija su versión de la historia nacional, también puede funcionar como
un espacio de disputa y coexistencia de distintas versiones, donde confluyen lo colectivo y
lo individual, lo heroico y lo íntimo. Huyssen señala la tensión que todo monumento debe
resolver "entre la aturdidora totalidad del Holocausto y las historias de las víctimas
individuales, de las familias y comunidades particulares" (2002: 162). En ese sentido, los
recordatorios del Página/12 precisamente unen lo social y lo personal, muestran el horror
colectivo a través de miles de individualidades, y su efectividad proviene de la repetición
—una foto, otra, otra... —que apunta a la totalidad y a la vez a la singularidad de cada caso
como un caso único.
Por otra parte, todo monumento no sólo es una forma de la memoria sino además
encierra una memoria de las memorias para decirlo en palabras de Vezzetti (2001: 12), vale
decir es un barómetro de las vacilaciones y contramarchas de la memoria social a lo largo
de los años. Esto se entiende en Argentina, donde existieron prácticas de indiferencia o
aprobación tácita de la dictadura por parte de amplios sectores de la sociedad, y donde por
ende la relación de la comunidad con ese pasado que se pretende memorializar todavía está
en disputa. Todo monumento revela una oposición entre memorias rivales, es un producto
de "memoria contra memoria" (Jelin, 2002: 6). Esto es particularmente notable en el
monumento de papel que construyen a lo largo de décadas los miles de individuos que
publican recordatorios, quienes modifican sus ideas con el paso del tiempo y modifican en
consecuencia los textos que publican a cada aniversario de la desaparición del ser querido.
Hay cierta calidad cambiante del recuerdo a la que aludía intuitivamente Borges cuando
afirmaba que nadie recuerda los hechos del pasado sino el recuerdo que de ellos ha ido
construyendo cada día que pasa: toda memoria es el re- cuerdo de un recuerdo de un
recuerdo, decía Borges. Elizabeth Jelin señala parecidamente en Los trabajos de la
memoria que toda memoria es “una reconstrucción más que un recuerdo” (21). Además,
hoy sabemos que ninguna memoria es totalmente individual y que por el contrario depende
para su existencia de lo que Maurice Halbwachs llamó marcos sociales de la memoria: la
memoria se resignifica subjetivamente a diario y no se recuerda aquello que se quiere sino
aquello que socialmente se puede.
Los recordatorios, sus textos y fotos, en cuanto las piezas o "ladrillos" individuales
que conforman el monumento de papel sugieren una serie de cuestiones que merecen una
discusión prolongada. Aquí apenas haré breve mención de algunas:

LAS CONSIGNAS POLÍTICAS

Ciertas consignas se repiten con asiduidad, y como es de esperar son que se popularizaron a
lo largo de los años en las manifestar luchas por los derechos humanos. Estas consignas
constituyen es algo así como una lingua franca común a todos los recordatorios: “Cárcel a
los genocidas”, “Ni olvido ni perdón”, “Juicio y castigo a los culpables”, "Exigimos la
verdad”, "Exigimos justicia”, "No olvidamos, no perdonamos, no nos reconciliamos”, se
cuentan entre las más comunes. Estas consignas tipo se repiten con leves variantes en la
inmensa mayoría de los anuncios, pero a veces se modifican levemente y se hacen más
personales sin dejar de lado su contenido esencial, en lo que constituye una de las maneras
en que el monumento de papel une lo individual con lo colectivo: "Tu madre y tu hijo que
no olvidan ni perdonan”, "Tu mamá te lleva siempre en el corazón y para mí no hay olvido
ni perdón”, "Con amor, quienes jamás perderemos la memoria”, "Te amamos. No
olvidamos. No perdonamos”. Al dejar de lado las consignas ya hechas, se personaliza el
llamado colectivo a la verdad y la justicia y se transita el camino entre el yo y el nosotros:
"Espero la justicia de Dios en la cual creo y confío”, "¡Queremos saber qué te pasó!': Esto
apunta a la construcción de un monumento a partir de subjetividades siempre cambiantes, a
diferencia de la imagen oficial y estática del pasado que podría sugerir un monumento
tradicional.

El LENGUAJE POÉTICO
La presencia de subjetividades cobra aún mayor notoriedad en la abundancia de poemas y
fragmentos de obras literarias que se citan en los recordatorios. Entre los primeros anuncios
de 1988 ya aparecen ejemplos de poemas sin firma o prosa poemática. Así por ejemplo, el 9
de septiembre de 1988 aparece uno que está constituido en parte por nueve líneas de
retórica claramente poética: "el inerte frío que buscaron tus asesinos / será brillante hoguera
en tus heridas…” En otro del 26 de octubre del mismo año aparece el primer ejemplo de
cita de un texto poético específico con indicación del autor, en este caso Octavio Paz:
"Quien ha visto la esperanza, no la olvida. La busca en todos los cielos y en todas las
gentes".
Neruda que pide castigo para los verdugos, usado en numerosos anuncios a lo largo
de los años, a veces con mención del autor chileno y a veces no.
¿Por qué la cita, y especialmente por qué el lenguaje poético? Es posible que el
lenguaje poético ayude a resolver el dilema de cómo referirse a aquello que escapa a los
límites de la comprensión habitual cuando se rompen las fronteras de lo representable por
medio de los instrumentos verbales y conceptuales habituales, como sería el caso de la
desaparición violenta de un ser querido. El lenguaje poético, por su naturaleza misma que
lo aproxima a lo sagrado, permite aludir a lo indecible. Además, existe una larga tradición
universal de poesía fúnebre elegíaca: los epitafios en las tumbas son a menudo
condensaciones poéticas del recuerdo de un ser querido, y no olvidemos que los
recordatorios argentinos cumplen la función de lápidas simbólicas ante la ausencia del
cuerpo del desaparecido. Todo esto se sintetiza en un recordatorio de septiembre de 1992
en el cual la madre de la víctima escribe: "Hijo, como no sé hacer poemas, los pido
prestados”.

LAS VARIANTES TEXTUALES EN EL ARMADO DE UNA HISTORIA


PERSONAL

Muchas veces los recordatorios nos permiten imaginar una historia de vida a través de los
nombres, fechas y datos que proveen, por lo general referidos a la época anterior a la
desaparición pero a veces incluso a hechos acaecidos después del secuestro de la víctima
(en qué campo clandestino se la vio con vida por última vez, qué se cree que pasó con su
cuerpo). Si se toman en conjunto los recordatorios que una misma familia publica año tras
año, se podrá ver los cambios que se suceden en el tex- to, los nuevos datos que se van
agregando al rompecabezas de la historia, e incluso las transformaciones psicológicas y
políticas de los familiares a lo largo del tiempo. Tomemos como ejemplo los sucesivos
recordatorios publicados por Estela Carlotto desde aquel primero de agosto de 1988, y
veremos que constituyen un verdadero texto móvil cuya lectura sólo se completa cuando se
los incluye a todos. En el anuncio de 1988 se menciona estar "buscando el hijito que te
robaron'; pero en el de 1996 se agrega que "Secuestrada embarazada, dio a luz en cautiverio
a un niño al que llamó Guido'; dato éste que faltaba en el primer recordatorio. Más tarde, en
1999, se incorpora al texto la última carta escrita por su hija en libertad. Y en 2000, más en
consonancia con el avance en la conciencia de los familiares, se abandona en parte el tono
individual para colocar a la hija en el marco colectivo de "tus 30.000 compañeros
desaparecidos': En otras palabras, los recordatorios le sirven al familiar no sólo para
homenajear al desaparecido y reclamar justicia, sino también para ir procediendo al
rearmado de una historia de vida con los nuevos datos que van surgiendo de las
investigaciones, y asimismo con los cambios interpretativos que se van produciendo en el
homenajeante a lo largo del tiempo.

LA REIVINDICACIÓN DE LA MILITANCIA

En los últimos años comienzan a aparecer recordatorio s que reivindican la actividad


política del homenajeado, ya sea mencionando su lugar de militancia (un sindicato, una
cooperativa, una facultad) o incluso su participación y grado en alguna de las
organizaciones guerrilleras. Esto contrasta con los primeros años de democracia, cuando a
raíz de las necesidades políticas del momento se enfatizó el carácter de víctimas
"inocentes" de los desaparecidos y se desdibujó la actividad militante, armada o no, que
poseían al momento de su detención. Esto se debió en gran medida a la teoría oficial de los
"dos demonios" que prevaleció durante el juicio a las Juntas en 1985, un pensamiento
según el cual lo ocurrido en Argentina era el resultado de un enfrentamiento entre dos
demonios opuestos -las fuerzas armadas y las organizaciones guerrilleras- frente al cual la
sociedad civil se había mantenido supuestamente ajena. Para contrarrestar esta teoría, los
organismos de derechos humanos y los familiares debieron construir al principio una
imagen de la víctima que al resaltar su inocencia absoluta terminó por deshumanizarla y
quitarle toda agencia en lo ocurrido. Es reciente cuando se comienza a reivindicar con
orgullo la militancia de los desaparecidos que se revierte esta dinámica y se convierte en un
plus la participación del homenajeado en organizaciones políticas y / o armadas.

LAS FOTOS

La inmensa mayoría de los recordatorios incluyen fotos de las víctimas, pasando a formar
parte de un texto visual colectivo que Beatriz Sarlo llama "discurso iconográfico de la
ausencia" (44). ¿Por qué la insistencia en la reproducción de fotos de los ausentes? Entre
los posibles modos de representación simbólica de lo real, la fotografía es tal vez la más
mecánicamente perfecta: por su misma verosimilitud, ella nos obliga a preguntarnos sobre
el estatus de lo real y sobre los límites de la representación. En un estudio sobre el uso de
fotos de detenidos-desaparecidos que hace el artista visual chileno Carlos Altamirano,
Nelly Richard señala que si bien la foto está sujeta a las mismas reglas de subjetividad e
intencionalidad que tienen la pintura, la literatura, el cine o el testimonio, aquella "funciona
como una prueba de existencia en la recordación del pasado" (31). La foto, dice Richard,
crea "la paradoja visual de un efecto-de-presencia de lo vivo'; la "ambigüedad de algo
suspendido entre vida y muerte'; y comparte con el ámbito de lo fantasmal y espectral el
registro "de lo presente-ausente, de lo real-irreal, de lo aparecido-desaparecido" (31). Esto
sugiere a la vez permanencia y transitoriedad: ese joven que veo en mi retrato de hace
veinte años me habla de lo efímero de la vida, pero en él me reconozco. Cuando se trata de
los muertos, el tiempo parece detenerse en la foto, que en el caso particular de los
recordatorios nos ofrece testimonio de su desaparición pero a la vez paradójicamente nos
habla de su presencia ininterrumpida.
Las fotos de los recordatorios son dadoras de identidad, sostiene Elizabeth Martínez
de Aguirre, en contraste con un régimen que buscó no sólo eliminar físicamente a los
opositores sino además privarlos de identidad al hacer desaparecer sus cuerpos y negar
luego su existencia: "Esas fotos recuperan algunos aspectos de la identidad de los ausentes
que ahora adquieren un perfil propio, una fisonomía: la forma de una sonrisa, el sesgo de
una mirada, el hipotético color de cabello" (129). Además de restituimos una identidad
individual, agrega Martínez de Aguirre, la foto nos proporciona también una identidad
epocal, una especie de retrato colectivo de la juventud de los 70 a través del detalle de
ciertos cortes de cabello, ciertos estilos de bigotes o patillas, ciertas ropas y accesorios que
nos ayudan a reconstruir un determinado momento del pasado. Por lo demás, al igual que
ocurre con los textos, las consignas y las citas literarias que se incluyen en los
recordatorios, cabe preguntarse por las elecciones personales (emotivas o estéticas) que
llevaron a escoger esta o aquella foto del ausente para su publicación. Algunas son fotos
serias, otras muestran momentos familiares como un cumpleaños, una boda o una fiesta, e
incluso muchas son fotos de documentos públicos como el pasaporte o el DNI (Documento
Nacional de Identificación). Por eso, los rostros que contemplamos en los recordatorios
pueden delatar tanto la seriedad formal del documento público como la espontánea alegría
de algún momento en familia. Estela Carlotto, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo
que publicó el primer recordatorio y quedesde entonces incluye siempre la misma foto, nos
cuenta al respecto en una entrevista que le hicimos hace poco: "[Mi hija] está en muchas
fotos familiares, pero yo extraje una donde más me la representa. Y a partir de ahí es la foto
eterna. Cada una eligió desde el corazón la foto que más le recordaba a cómo era su hijo”.

Son particularmente significativos las fotos tomadas de un pasaporte o un DNI, que


en su formalidad parecieran no expresar nada, porque tras esa elección puede esconderse
una historia a ser contada. Sobre esto especula Estela Carlotto cuando le preguntamos por
qué alguien escogería una foto tan impersonal: "No nos olvidemos de que los chicos tenían
una militancia, y muchos estaban en la clandestinidad. Entonces trataban de proteger a la
familia, y a veces destruían mucho material para evitar que si las fuerzas de seguridad
secuestraban fotografías, pudieran estar señalando personas. Por eso tal vez lo único que
quedaba era un documentito…” Pero un resultado indirecto y tal vez no buscado al elegir
un retrato de documento público para el recordatorio es que se subvierte el poder regulador
del Estado que llevó a cabo los crímenes, porque si la memoria es inseparable del archivo
fotográfico y éste está regulado por la doble lógica del álbum familiar y el prontuario
policial (Giunta 279), se verifica la paradoja de que aquella foto de documento que
originalmente servía para un propósito clasificatorio y regulador ahora cumple un papel de
denuncia. Un fenómeno similar se produce en aquellos casos en que la foto del
desaparecido lo muestra en uniforme de soldado, a veces con una clara indicación de que la
desaparición se produjo durante el cumplimiento del servicio militar obligatorio: "Soldado
marplatense. Desparecido mientras cumplía con el Servicio Militar en el Grupo de
Artillería Blindada de la Ciudad de Azul…"; o "Estudiante de Derecho-soldado conscripto
detenido-desaparecido 10/8/76': Es una manera de recordarle al Estado que no cumplió su
parte del contrato social que establece que las fuerzas armadas actúan como in locus
parentis cuando se les entrega por un año la vida de un joven conscripto, y que de ese modo
ha traicionado la confianza depositada en él por la sociedad.
He intentado un mínimo esbozo de algunos ángulos desde los que se puede interpretar el
monumento de papel de los recordatorios. Según Jelin, es necesario trabajar activamente
sobre los recuerdos para que la memoria del pasado traumático no se vea obliterada por el
silencio y el olvido, pero también para que los recuerdos no se conviertan en "repetición
ritualizada" que duplica el síntoma del horror sin transformado en algo superadar (2002:
14). Hay una conocida fórmula de Tzvetan Todorov sobre los usos y abusos de la memoria,
que distingue entre una memoria literal que simplemente recuerda el hecho, y otra ejemplar
que lo usa como punto de partida para un aprendizaje. Dicho de otro modo, hay una
"buena" y una "mala" memoria. La "buena" memoria no es muy diferente del trabajo de
duelo en la cura terapéutica, y los recordatorios forman parte de ese duelo que a través de
un trabajo consciente de recordación pero también de una resignificación de lo recordado
convierten el recuerdo en memoria activa. A partir de las huellas que el pasado traumático
ha dejado en los sujetos, los recordatorios conforman un monumento colectivo y móvil
donde con- fluyen lo individual y lo colectivo, lo cotidiano y lo histórico, lo estático y lo
cambiante, lo político y lo poético: confluyen en ellos el monumento público y el amor
privado. Algo que ejemplifica mejor que nada, es cierto recordatorio con el que deseo
terminar, que reproduce un pensamiento de Eduardo Galeano que dice que "recordar" viene
del latín "re-cordis" y significa "volver a pasar por el corazón".

DATOS BIOGRÁFICOS

Fernando Reati es profesor de literatura y cultura contemporáneas de América Lltlrta


en Georgia State Universiry.
Publicaciones: Nombrar lo innomoraole: Violencia política y novela argentina, 1975-1~85
(1992), Postales del Porvenir: La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal,
1985· 1999 (2006). Co-ediror de Memoria colectiva y políticas de olvido: Argentina y
Uruguay. 1970-1990 (1997); Y de De centros y periferias en la literatura de Córdoba
(2001). Artículos sobre literatura, cine, teatro y memorias de la represión en libros y
revistas especializadas de Argentina, México, Estados Unidos, Venezuela, Italia, España y
Alemania.
BIBLIOGRAFÍA
Giunta, Andrea. "Chile y Argentina: memorias en turbulencia" En Pensar en/la
postdictadura. Ed.
Nelly Richard y Alberto Moreiras. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2001. 261-
282
Huyssen,Andreas. En busca de/futuro perdido: Cultura y memoria en tiempos de la
globalización. México, DF: Fondo de Cultura Económica, 2002.
---;'El parque de la memoria. Una glosa desde lejos': Punto de vista 68 (diciembre de 2000,
25·28
Jelin, Elizaberh. Los trabajos de la memoria. 2001; Madrid: Siglo XXI de España, 2002.
Jelin, Elizabeth y Victoria Langland:'Introducción: Las marcas territoriales como nexo
entre pasado
y presente': En Monumentos, memoriales y marcas territoriales. Comp. Elizaberh Jelin y
Victoria
Langland. 2002; Madrid: Siglo XXI de España, 2003.1-18.
Martínez de Aguirre, Elizaberh. "Un espejo de la historia: miles de fotos. Aproximaciones
al estudio
sobre fotograRas de personas detenidas-desaparecidas durante la dictadura militar en
Argentina" En Historiografía y Memoria colectiva. Comp. Cristina Godoy. Buenos Aires:
Miño y Dávila, 2002.123-142.
Richard, NelIy. "Memoria, fotograRa y desaparición: drama y tramas': Punto de Vista 68
(diciembre 2000): 29-33.
Sarlo, Beatriz. Tiempo presente: Notas sobre el cambio de una cultura. Buenos Aires: Siglo
XXI, 200L
Todorov Tzvetan. Les abus de la mémoire. Paris: Arléa, 1995.
Vezzetti, Hugo."Lecciones de la memoria. A los 25 años de la implantación del terrorismo
deescado'
Punto de Vista 70 (agosto de 2001): 12-18.
---o Pasado y presente: Guerra, dictadura y sociedad 01 la Argentina. Buenos Aires: Si~o
XXI
Editores, 2002.
Holocausto, memoria judía y memoriales al terror en el Cono sur
Edna Aizenberg

El 18 de julio de 1994 a las 9:53 de la mañana, un poderoso explosivo despedazó a mi


amiga Susy Kreiman. Susy, cuya sonrisa de sol radiante todavía está grabada en mi
memoria, dirigía la Bolsa de Trabajo de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina),
pero su vida quedó cercenada cuando una banda de terroristas en misión suicida decidió
que ya no era su derecho humano vivir. Ella y otras 84 almas.
¿Cómo recordar el dolor que no cesa? Estas son las palabras desgarradoras del
cartel instalado en el sitio de la AMIA. ¿Cómo representar el dolor que no cesa? La
pregunta nos reúne hoy, aquí, en Buenos Aires, a escasa distancia de la AMIA, y también
de la Embajada de Israel, volada en 1992, de la ESMA, la escuela militar convertida en
campo de concentración, de las dos bandas del Río de la Plata, con sus torturados y
desaparecidos, con sus cuerpos flotantes tirados a las aguas no tan benditas.
Desde ese lugar de dolor, memoria y acción con sus cuatro letras cuasi cabalísticas,
AMIA, quisiera entablar un diálogo con ustedes sobre las intersecciones de la experiencia
judaica, de lo hebreo, como lo llamara Borges, y el nuevo espacio público memorístico
latinoamericano. Quisiera meditar sobre una nueva presencia judía, dialógica y abierta, en
el paisaje urbano herido de Buenos Aires y de Montevideo, y también meditar sobre la
contribución de lo hebreo, filtrado por la experiencia límite de la Shoá, a la creación de un
nuevo lenguaje simbólico-iconográfico en estas latitudes. Un lenguaje más adecuado a las
necesidades memorísticas de nuestros tiempos que el de las imponentes Alturas de Macchu
Pichu poetizadas por Pablo Neruda o de las pirámides de Teotihuacán versificadas por
Octavio Paz. Un lenguaje más adecuado que el de los hombres ecuestres de bronce y
mármol cabalgando triunfalmente por las plazas de la nación e ironizados por Cristina Peri
Rossi en su maravilloso cuento, “El prócer”.
Quiero aclarar que de ninguna manera pretendo reducir lo dialógico y abierto a un
sólo prisma ―lo hebreo―; en un entorno tan surcado de complejidades como el rioplatense
hay muchas intersecciones, muchas vetas que se entrecruzan. Pero me parece que lo hebreo
es fundamental en los procesos que voy describiendo, y en el tiempo que tengo me gustaría
concentrarme en este fundamento.
Como vengo de la literatura, que ya he citado, la escritura será mi entrada al tema.
Y, en efecto, la palabra, el libro, es sitio de resistencia y recordación. Uno de los primeros
memoriales a las víctimas de la AMIA fue un álbum hecho por el poeta Eliahu Toker, en
sus palabras, una suerte de monumento de papel y tinta.1 El álbum contiene una página
dedicada a cada uno de los caídos, compuesta de entrevistas, testimonios, fotos, y poemas,
y una página especial a la víctima número 86, el edificio mismo de la AMIA, arrasado a
cortos meses de su cincuenta aniversario. Aquí lo latinoamericano ya se emparenta con lo
hebraico, porque los yizkor-bijer, “libros de la memoria” en ídish, constituyen una parte
esencial del repertorio mnemónico judío después del Holocausto. “Para los asesinados sin
tumba”, escribe James Young en su penetrante e influyente estudio sobre los memoriales a
la Shoá, “hasta sin cuerpos para enterrar, estos libros recordatorios sirven como lápidas
simbólicas”. 2 Ahora conocemos este fenómeno de asesinados sin tumba muy de cerca en
Nueva York, donde muchos cuerpos de las Torres Gemelas tampoco serán recuperados.
Los comentarios de Young y Toker, la idea de un monumento de papel y tinta o de
una lápida simbólica evocan una noción espacial de la escritura nacida del desastre. (Pienso
aquí en Blanchor, pienso aquí en fascinante libro, Écrire l’espace de Marie Claire Ropars
Wuilleumier.) 3 Presionada por el terror, la palabra escrita busca grabar sobre la página lo
que todavía no se puede grabar sobre el espacio. Busca sugerir modos para empezar a
narrar la catástrofe desde las cenizas de lo que fue.
¿Cómo medir un terremoto que ha destruido todos los instrumentos de medir?
pregunta Lyotard después de Auschwitz. Y he aquí la pregunta. Pero mucho antes que
Lyotard y otros pensadores, que existiera la categoría “literatura del Holocausto”, que se
publicaran antologías como Probing the Limits of Representation: Nazism and the Final
Solution de Saul Friedlander, mucho antes, aquí mismo en Buenos Aires hubo una
inquisición muy profunda sobre los límites de la representación y los modos de narrar el
desastre. 4 En las ficciones que Borges escribió durante los años treinta y cuarenta, mientras
el mundo se transformaba en el horrible planeta de Tlön, cuya topografía no tan fantástica
estaba marcada por “torres de sangre”, el entonces desconocido autor inició un discurso
innovador signado por lo hebreo y por la Shoá, y, correlativamente, por lo que el geógrafo
humanista Yi-Fu Tuan llama paisajes de terror, landscapes of fear. 5 (“Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius” se publicó en Sur en mayo de 1940.)
El discurso narrativo de Borges emerge desde las ruinas de universos en quiebra,
ruinas circulares, jardines atrapadores, laberintos sin salida, campos de concentración en
“Deutsches Requiem”, ciudades sitiadas por los nazis en “El milagro secreto”. 6 El
constante vaivén que encontramos en sus ficciones entre historia, geografía, y
representación fracturada, entre articular la realidad y evadirla es producto de aquella
trágica época, vista con una lucidez anticipatoria desde su posición lateral en los sótanos y
escombros donde se esconde el Aleph y una revelación degradada, amenazada por la
destrucción. Perfecta metáfora para los tiempos de lobo que corrían y la condición del
pueblo del Aleph.
Detengámonos unos instantes más en ese Aleph como forma de pasar de los paisajes
de terror escritos a los arquitectónicos. Para Borges lo hebreo, la herencia del Aleph,
insinúa una manera alterna de pensar y representar centrada en el fragmento,
tradicionalmente el fragmento sagrado, como instrumento de infinita potencialidad. El
judaísmo, bien sabía Borges, en general evitaba la gran construcción masiva y univocal
para concentrarse, sobre todo después de la destrucción del Templo de Jerusalén (hecho
central al cual volveré), en la constante expansión interpretativa, o midrash, de una letra, un
versículo, una piedra, un muro. Esta tendencia viene de los albores mismos del judaísmo
cuando Moisés hizo añicos las primeras tablas de piedra de la ley; los fragmentos, shivre
lujot en hebreo, no fueron descartados; mantuvieron su halo divino y su plurivalencia
durante siglos, símbolos de la quiebra en busca de reparación.
Tablas quebradas, paredes rasgadas, más tarde lápidas arrancadas y piedritas dejadas
sobre tumbas para recordar a los que faltan, todas ellas portadoras de memoria e investidas
con infinita potencialidad. Los tres mil años de opresión y pogroms, como los denominó
Borges en “La muerte y la brújula”, uno de sus cuentos más porteñamente geográficos,
violentos y judíos, sólo asentaron ese lenguaje, que la Shoá asentó aún más.
Paciente y precursor, Borges pensó la escritura, el espacio, y la memoria ―no
olvidemos que el cuento “El Aleph” parte de la rememoración de un ser querido― desde
los pedacitos de una herencia con halos divinos embestida por la más cruel bestialidad.
Medio siglo después, su decir y no decir en trocitos de ilimitado significado, pasó al
espacio público. El “Aleph” borgeano se materializó por así decirlo, en la “A” fragmentada
de granito negro de la fachada del edificio volado de la AMIA, arrojada como relleno sin
valor en la ribera del Río de la Plata junto con otros restos, y rescatada por el fotógrafo y
activista por los derechos humanos Marcelo Brodsky para ser reciclada (en el mejor sentido
de la palabra) como varios collages de estrellas de David explotadas, hechas de piedritas
rotas, pero también reconstruidas e iluminadas. Brodsky expuso su memory art ―los
collages, la “A” granítica, otros trozos destrozados― en los espacios públicos del Centro
Cultural Recoleta, en la Plaza Houssay ante el Hospital de Clínicas donde fueron llevadas
muchas de las víctimas de la AMIA, y en la sinagoga marroquí de la calle Piedras, una de
las primeras que se construyó en el país. 7
En la sinagoga la exposición se llamó “Piedras sobre Piedras”, en la plaza, “Piedras
por la justicia”, y en el Centro Cultural, “Nexo”. Nombres plurivalentes para piedras
plurivalentes, que forman nexos entre lo argentino y lo hebreo, lo contemporáneo y lo
antiguo, la violencia dictatorial y la violencia antisemita, el reclamo de un fin a la
impunidad y el grito tzedek, tzedek tirdof, el bíblico “Justicia, justicia perseguirás,” también
llevado al espacio público por la agrupación Memoria Activa durante sus marchas
semanales de protesta por el atentado irresuelto al edificio de la AMIA. Y los nexos no
terminan allí.
Será coincidencia, será misterio divino, pero la “A” granítica de la AMIA
derrumbada, los posmodernos shivre lujot, se arrojan como cualquier desecho para ser
olvidados, pero como sus venerables antecesores rehúsan el gesto de obliteración. El sitio
elegido para su eliminación es precisamente donde se eleva un Parque de la Memoria, y la
piedra abandonada formará parte de un Monumento a las Víctimas del Atentado a la Sede
de la AMIA, uno de los tres proyectados para el parque, junto con el Monumento a las
Víctimas del Terrorismo de Estado, y el Monumento a los Justos de las Naciones. 8
Estrellas de David explotadas, Monumento a los Justos de las Naciones: el espectro
de la Shoá acecha todo lo que he dicho hasta ahora. “El acercamiento a la representación y
a las formas cambió des pues del Holocausto”, comenta James Young. “La arquitectura
misma ha sido alterada”. 9 Y Andreas Huyssen en Present Pasts: Urban Palimpsests and
the Politics of Memory subraya lo mismo en relación con la Argentina: El discurso del
Holocausto modula los discursos y modos de representación en Buenos Aires. 10 “Los
Justos de las Naciones”, traduce el hebreo Jasidei Umot Ha-olam, título otorgado a los que
salvaron vidas judías durante la hecatombe. En Yad Vashem, el gran predio memorial al
Holocausto en las colinas de Jerusalén, existe una Avenida de los Justos, plantada de
árboles, un árbol para cada justo, expresión de una milenaria tradición judía de plantar para
recordar y vivificar. (Los árboles recordatorios de la Calle Pasteur aluden a esta tradición y
a Yad Vashem.) Hay un claro diálogo de espacios entre Buenos Aires y Jerusalén, marcado
también por la orientación del Monumento a los Justos hacia la Ciudad Santa, y por la
similitud entre sus partes, como el Sendero de los Justos y la semienterrada Capilla de los
Justos.
Pero más allá de un diálogo general, lo que quiero destacar a través del prisma de la
Shoá es la idea que vengo desarrollando de la representación fragmentada, de la piedra rota
pero poderosa. Los tres memoriales proyectados son atravesados por roturas: la rotura del
Holocausto, del atentado, del terror de Estado: la A velada, la fractura de la bóveda de
ladrillo del Monumento a los Justos, y, para volver a la imagen de la estrella de David
explotada, la cicatriz en forma de zig-zag cortada por una línea recta del Monumento a la
Víctimas del Terrorismo de Estado. Este último en particular conversa con uno de los lieux
de mémoire a la Shoá más potentes de los últimos años, el Museo Judío de Berlín de Daniel
Libeskind. En su emotiva meditación autobiográfica, Breaking Ground, Libeskind, nacido
en Lodz, Polonia, hijo de padres sobrevivientes del Holocausto, refugiado, inmigrante,
habla de su estética posholocáustica, señada por el trauma y la memoria. 11
¿Cómo es posible seguir representando una realidad antiséptica, completa, después
de las devastaciones políticas, culturales y espirituales del siglo veinte?, escribe Libeskind.
¿No debemos afrontar nuestras realidades complejas y desordenadas (messy), y crear una
arquitectura para este siglo veintiuno? 12 Pregunta clave que resuena en Berlín, Buenos
Aires, Madrid, Londres, Jerusalén y Nueva York, donde Libeskind, como se sabe, ganó el
concurso para la reconstrucción, la difícil reconstrucción, de Ground Zero.
De este trasfondo, viene el interés de Libeskind en la representación vaciada,
zurcida, en el zig-zag atravesado por una línea recta. En el Museo Judío de Berlín, hablando
desde las piedras, escribiendo los nombres de los muertos entre las líneas, como en un
midrash, Libeskind dibuja una estrella de David distorsionada sobre la geografía de Berlín,
estrella inscrita en la forma misma del edificio, los pedacitos desparramados por toda la
estructura, que sin embargo deja lugar a tenues aberturas de luz. 13
El Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, bien ha dicho Huyssen,
participa en ese universo arquitectónico posholocáustico de roturas y de nombres, también
un universo post-Vietnam, con resonancias del controversial memorial de Maya Lin. No se
trata de imitación, subraya Huyssen, sino del “reconocimiento del modo en que discursos
culturales locales... se entrecruzan con condiciones globales”. Se apropian de lo global
creativamente para producir nuevas formas de localidad con una visión de un futuro
diferente, mejor. 14 Estas ideas por supuesto son sumamente relevantes en Buenos Aires,
donde convivirán tres memoriales a tragedias globales y locales, en un esfuerzo, según las
palabras de la Comisión pro Monumento, por hacer memoria para construir una sociedad
del porvenir desde la “irreparable fractura que la atraviesa”. 15
“La irreparable fractura que la atraviesa”: para la tradición judía, la irreparable fractura, el
fragmento de todos los fragmentos, es el Muro de los Lamentos; en hebreo, el Muro
Occidental, Hakotel Hamaarvi o simplemente Hakotel, el Kotel, el Muro. El Muro, sitio
máximo del judaísmo, es la huella que evoca el Segundo Templo, la sagrada ruina que
alude a la destrucción, y con sus piedras de infinita potencialidad, a la regeneración del
pueblo judío. Dejamos nuestras notas, nuestras peticiones, en las grietas del Muro,
convocando fuerzas sin literalizar, ya que el edificio, la sustancia plena, hace siglos que ya
no está.
Por su gran poder espiritual e iconográfico el Kotel ha sido “re-edificado” en
diversos lugares del mundo, su poder resemantizado a través de la Shoá: uno de los
primeros, grandes monumentos al Holocausto, el Memorial al gueto de Varsovia de Natán
Rapoport, construido en la capital polaca en 1948, imita los bloques del muro segregador
del gueto y las piedras del sagrado Kotel. En una especie de reedificación en segundo grado
el muro de Rapoport se eleva también en la misma ciudad donde se halla el verdadero
Kotel: frente a esa reproducción, emplazada en Yad Vashem, el Estado de Israel da inicio al
Día de los Mártires y Héroes del Holocausto, Yom Hashoá.
La reproducción o inspiración del Kotel puede tomar otras formas, claro está; un
muro existente (o accidental) puede ser releído como un Muro de los Lamentos, como
sucede en Nueva York con el slurry wall, la pared contenedora que quedó de las Torres
Gemelas, y también ocurre en Buenos Aires.
Pero la reproducción, nos recuerda Walter Benjamín, víctima él mismo de la Shoá,
no sólo reactiva el original; lo imbuye (y transgrede) de otros sentidos. 16 Cada repetición le
incorpora sus propios contenidos, en la calle Pasteur, la tragedia y la irresuelta
reconstrucción de la AMIA.
Poco después del atentado, las ruinas del edificio fueros rodeadas por un cerco de
madera del tipo que se utiliza comúnmente en las obras en construcción (o demolición).
Pero este cerco banal, que apenas escondía los escombros que se elevaban precariamente
detrás de él, este found memorial, muy pronto se convirtió en un lugar con halos de lo
sagrado. Pintado de negro, con los nombres de las víctimas y las palabras “Justicia y
memoria” dibujadas con aerosol blanco ―la superficie traspasada por la grafía de la
memoria― el humilde cerco se convirtió muy pronto en El Cerco. “Se ruega respetar este
lugar” declaraban los carteles pegados en la parte superior, y también, “recordar el dolor
que no cesa”. Y la asociación con el Kotel no tardó en venir: el cerco y los escombros son
como el Muro de los Lamentos, se dijo, lo que quedó después de la destrucción del Templo
de Jerusalén. 17
Las ceremonias intensamente emotivas del 18 de cada mes ante el cerco, el encender
de velas, la lectura de nombres y plegarias, el dejar textos y notas sobre el cerco recordaban
el clima ritual ante el Kotel; a la vez el portar pancartas con los rostros de los muertos, se
vinculaban con un gesto memorial del pasado argentino reciente: las fotografías que llevan
las Madres de la Plaza de Mayo ―en el espacio por excelencia del poder argentino― para
que no se olviden sus hijos y nietos desaparecidos.
Frente al cerco de la AMIA, entonces el Terror de Estado dialoga con el
Holocausto; el antiguo y sagrado Muro de los Lamentos de la Ciudad Santa con los
tabiques más efímeros de las obras de construcción argentinas; la ajetreada calle porteña
ahora plantada de árboles recordatorios, con la solemne avenida de Yad Vashem. Espacio y
memoria judía y espacio y memoria argentina conversan penosamente, conformando en la
muerte lo que en muchas ocasiones no pudo conformarse en la vida: una interrelación que
no ve al entorno judío como ajeno, sino como partícipe en el panorama urbano herido.
Vuelvo a los muros, porque hay otros muros.
El muro de fondo de la Plaza de la Embajada de Israel, con sus señales de
mutilación, es otro testigo vertical de una historia cercenada, como lo ha expresado tan
elocuentemente la escritora Tununa Mercado en una de las asambleas de Memoria Activa.
La vasta superficie clama, dijo Mercado, cuya novela En estado de memoria (1990), sobre
el exilio y el retorno a Buenos Aires después de la dictadura, imagina anticipatoriamente,
increíblemente, un muro-testigo clavado en el corazón de una manzana porteña, un muro,
en sus palabras, “tan vasto como mi corazón, y tan blanco como el muro de pena”. Este
muro que es a la vez un espacio físico y un espacio de escritura en que la escritora debe
rasgar inciertos textos y sobretextos para empezar a narrar la catástrofe. 18 Las piedras y los
muros fragmentados de infinita potencialidad.
Y paso brevemente con mis piedras a la Banda Oriental, para terminar. El Kotel está
poderosamente presente en el Memorial al Holocausto del Pueblo Judío construido a orillas
del Plata en la rambla sur de Montevideo. “En 1980 visité Jerusalén y el impacto de ese
muro me quedó para siempre”, comentó Fernando Fabiano, jefe del equipo diseñador, cuya
visión pulula con múltiples traumas y geografías. 19 Porque en Uruguay también la
reproducción del Muro Occidental no sólo reactiva el original; lo imbuye (y transgrede) de
otros sentidos: en este caso, la tragedia de la dictadura y los detenidos-desaparecidos de los
años setenta. Lo hebreo, la hecatombe y la representación judía, sirve como pasaje hacia
nuevas formas de localidad con una visión de un futuro diferente, implantando la idea de
“memorial” en oposición a la monumentalidad petrificada y triunfalista de la dictadura, y a
la vez, lo uruguayo abre paso para incluir lo hebreo. En parte gracias a la apertura que hizo
el Memorial al Holocausto del Pueblo Judío, una década más tarde se pudo construir un
memorial directamente dedicado a los detenidos-desaparecidos, dos muros con nombres, y
los diseñadores tuvieron muy en cuenta a su precursor.
A pesar de las grandes diferencias, en Buenos Aires, un cerco accidental releído
como Muro de los Lamentos de cierto modo a despecho del memorial oficial multicolor de
Yaacov Agam; en Montevideo, un memorial oficial que expresamente reproduce el Kotel,
erigido en nombre del Uruguay a iniciativa del Poder Ejecutivo el mismo año de la
voladura de la AMIA; a pesar de estas importantes diferencias, en las dos bandas el
lenguaje de las piedras rotas filtrado por la Shoá sirve para abrir un espacio de textos y
sobretextos en que se empieza a narrar la catástrofe, las catástrofes, con una visión de un
futuro diferente, mejor.

DATOS BIOGRÁFICOS

Edna Aizenberg es Ph. D. por la Columbia University, y es catedrática de estudios


latinoamericanos en Marymount Manhattan College de Nueva York. Ha sido profesora
invitada y conferencista en diversas universidades de Estados Unidos, Europa,
Latinoamérica e Israel, y profesora visitante en Princeton University, Sus numerosas
publicaciones abarcan la literatura latinoamericana contemporánea, la narrativa africana, la
crítica poscolonial, el Holocausto, y las representaciones de la memoria contemporánea. Es
una reconocida especialista en la obra de Borges, y en los estudios judeo-latinoamericanos.
Publicaciones: Borges and His Successors (1990), Borges el tejedor del Aleph y otros
ensayos (1997), y Books and Bombs in Buenos Aires: Borges, Gerchunoff and Argentine-
Jewish Writing (2002).

BIBLIOGRAFÍA

Aizenberg, Edna. Books and Bombs in Buenos Aires: Borges, Gerchunoff and Argentine-
Jewish Writing. Hanover: UP of New England, 2002.
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Young, James. The Texture of Memory. New Haven: Yale UP, 1993.

NOTAS

1
Eliahu Toker, Sus nombres y sus rostros, Buenos Aires, Milá, 1995, p. 6.
2
James Young, The Texture of Memory, New Haven, Yale University Press, 1993, p. 7.
3
Maurice Blanchot, The Space of Literature, Trad. Ann Smock. Lincoln, Universiry of Nebraska
Press, 1982. Marie Claire Ropars Wuilleumier, Écrire l’espace. Saint-Denis, PUU, 2002.
4
Jean François Lyotard, La Différence, Editions de Minuit, París, 1983. Saul Friedlander, Saul,
Probing the Limits of Representation: Nazism and the Final Solution, Cambridge, Harvard
University Press, 1992.
5
Jorge Luis Borges, Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 435. Yi-Fu Tuan,
Landscapes of Fear, New York, Pantheon, 1979.
6
Edna Aizenberg, Borges, el tejedor del Aleph y otros ensayos, Madrid, Iberoamericana, 1997;
“Deutsches Requiem 2005”, Variaciones Borges, núm. 20, 2005, pp. 33-57; “Posrrnodern or Post-
Auschwitz: Borges and the Limits of Representation”, Variaciones Borges, núm. 3, 1997, pp. 141-
152.
7
Marcelo Brodsky, Nexo, Buenos Aires, Centro Cultural Recoleta, 2001, p. 88.
8
Proyecto Parque de la Memoria, Comisión Pro Monumento a las Víctimas del Terrorismo de
Estado, Buenos Aires, 2003.
9
Citado en Michael Popper, “Transforming Tragedies Into Memorable Memorials,” Forward, 16 de
enero 2004, http://www.forward.com/issues/2004/04.01.16/faces.html (5 de julio, 2005).
10
Andreas Huyssen, Present Pasts: Urban Palimpsests and the Politics of Memory, Stanford
University Press, Stanford, 2003, p. 98.
11
Daniel Libeskind, Breaking Ground, London, John Murray, 2004, p.12.
12
lbidem, p. 13.
13
Ibidem, p. 92.
14
Andreas Huyssen, “El Parque de la Memoria: Una glosa desde lejos”, Punto de Vista, año 23,
núm. 21, diciembre de 2000, p. 28.
15
Proyecto Parque de la Memoria, p. 8.
16
Walter Benjamin, Illuminations, Trad. Harry Zohn, New York, Schocken, 1969, p. 221.
17
AMIA: 18 de julio y después (CD-ROM) Buenos Aires, KehilaNet, 1999-2000.
18
Tununa Mercado, En estado de memoria, Buenos Aires, A. Korn, 1990, p. 184.
19
Fernando Fabiano, correo electrónico, 20 de noviembre, 2002.
Arte del museo: memoria ¿de qué?
Julio Flores

MUSEO

El museo es la institución que alberga colecciones de objetos de interés artístico, histórico o


científico y de valor cultural general, convenientemente colocados para que sean vistos y
examinados, para la enseñanza y entretenimiento del público. La palabra latina, es derivada
del griego mouseion, que se refería al templo dedicado a las nueve musas hijas de la diosa
de la memoria, Mnernosine, y del dios Zeus. Las musas presidían las Artes y las Ciencias y
se creía que inspiraban a los historiadores, comediógrafos, poetas trágicos, líricos,
amorosos, sacros y épicos, astrónomos, filósofos, bailarines y músicos.
El primer mouseion, fundado alrededor del 290 a.C. en Alejandría por Tolomeo I
Sóter, era un gran edificio donde se reunían los sabios y eruditos mantenidos por el Estado.
Disponían de un comedor, sala de lectura, claustro, jardín botánico, parque zoológico,
observatorio astronómico y biblioteca (la famosa Biblioteca de Alejandría). Desde el origen
el museo estaba en relación directa con la producción y exposición del Poder, mientras en
las calles y paseos de las ciudades griegas abundaban las estatuas, jarrones, las pinturas y
adornos de bronce, oro y plata, dedicados a los dioses y para el disfrute de los ciudadanos.
Heredera de las necesidades de prolongar las memorias, durante el Medioevo, el
Renacimiento y la Modernidad, continuaron en los países dominantes acumulando los
objetos secuestrados en las correrías punitivas en los territorios dominados. Museos de gran
renombre o colecciones particulares famosas, exhiben con orgullo excelentes piezas de la
arqueología egipcia, maravillosas, perfectas y falsas. En Egipto, desde que Occidente se
interesó por sus antigüedades, floreció la tradición de falsificar desde las obras de arte hasta
las momias, empezó en el Imperio Romano, continuó en la edad media, y alcanzó su punto
más alto con el auge de la egiptológica desde el siglo XIX hasta hoy. Los falsificadores y
sus cómplices, no son oscuros traficantes, sino conocidas instituciones pertenecientes a
bancos o empresas ―que así consiguen una importante evasión fiscal―, y las prestigiosas
casas de subastas. Eso son los museos donde se guarda y clasifica esa memoria y forman
parte de la educación de la sociedad.
Los museos que conocemos en la actualidad se constituyeron en Europa en el siglo
XVIII, y la mayor parte de ellos provenía de grandes colecciones privadas o reales. En
1750, el gobierno francés admitió público dos veces por semana para que contemplaran
unos 100 cuadros y durante la Revolución Francesa se abrió el primer gran museo público.
En Argentina el primer Museo fue el de Historia Natural, que está en el Parque
Centenario creado en 1812 por el Primer Triunvirato para iniciar la valoración de estas
tierras y su naturaleza, producción natural, etc. ya que la historia para aquellos prohombres
comenzaba allí. El Museo Histórico Nacional fue creado recién en 1889 para evocar las
tradiciones de la Revolución de Mayo y de la Guerra de la Independencia. En los finales del
siglo XIX, el 25 de mayo y el 9 de julio eran un solo tema que identificaba nuestra voluntad
de autodeterminación, libertad política y civil ignorando la existencia de los pueblos
originarios. Para profundizar el proceso de construcción de una nación se desarrolló una
didáctica de la nacionalidad vinculando a la sociedad inmigrante con el pasado, así como se
incentivó la educación para unir por la lengua y la educación a los inmigrantes y a los
criollos.
El Museo Histórico Nacional formó parte de un conjunto de propuestas culturales
tendientes a educar a estas nuevas generaciones contribuyendo al desarrollo de una
conciencia nacional mirando hacia los que descendían de los barcos. Los pobladores
originarios quedaron fuera de este discurso para la historia. Pero en 1884 se funda el Museo
Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires, sobre la base de las colecciones donadas
por el perito Francisco Pascasio Moreno, y posteriormente se transformó en el módulo
principal del Museo de La Plata. Allí ingresan a la didáctica museística argentina los
guaraníes, tobas y mapuches entre otros 22 pueblos que aún hoy existen. Entre los
centenares de piezas de la colección del Perito Moreno están las ropas, utensilios, armas y
restos humanos de los pueblos de la Patagonia.
En los territorios de lo que llamaron Desierto “habitaban 15,000 almas” ―al decir
del Informe Oficial de la Comisión Científica agregada al Estado Mayor General de la
Expedición al Río Negro realizada en los meses de Abril, Mayo y Junio de 1879 y
redactado en 1881 por el Gral. Roca. En la Expedición, según el informe, murieron 1.000
indígenas y se tomaron 13.000 prisioneros entre hombres, ancianos, mujeres y niños, con lo
que se “han quitado éstas a la raza estéril que las ocupaba” concluye.
Osvaldo Bayer cita en un artículo del 11 de octubre de 2003 una carta del Perito
Moreno a su padre donde le dice: “Querido viejo: hoy remito por diligencia un cajón que
harás recoger lo más pronto posible pues el agente de ella no sabe la clase de mercancías
que envío. Creo que no pasará mucho tiempo sin que consiga los huesos de toda la familia
Catriel. Ya tengo el cráneo del célebre Cipriano y el esqueleto completo de su mujer, y
ahora parece que el hermano menor no vivirá mucho tiempo, pues ha sido el jefe de la
actual sublevación, habiéndose rendido anteayer. La cabeza de Catriel sigue conmigo, hace
un rato que la revisé pero, aunque la he limpiado un poco, sigue siempre con mal olor. Me
acompañará al Tandil porque no quiero separar me de esta joya, la que me es bastante
envidiada”. Hasta hace muy pocos años estaban expuestas las cabezas de los jefes
mapuches Panquitruz Nüru y Cipriano Catriel, resistentes a la invasión del Ejército
Expedicionario.
Esta exposición y cosificación de imágenes del terror no escandalizó en cien años a
niños y adultos que los visitamos: personas inteligentes y sensibles, que las hemos aceptado
como objeto de estudio antropológico, arqueológico y sociológico. Esos cuerpos no eran
representaciones, no eran cuadros ni maquetas ni objetos ni réplicas ni esculturas: eran
restos humanos.
En 1979, los mapuches comenzaron a pedir la restitución de los restos de sus jefes
expuestos como objetos de estudio. Imaginan qué pudieron responderles aquellas
autoridades... Doce años después ―ya en la actual democracia― se logró que el tema fuera
tratado y el 24 de junio de 2001, con el apoyo brindado por autoridades nacionales,
provinciales, municipales y sindicales, entre otros, demostrando que se puede lograr la
unidad en la diversidad, dieciocho jefes Rankülches retiraron los restos mortales del museo
de La Plata y Panguitruz Nürü, también conocido como Mariano Rosas, encontró su
descanso en Leuvucó, en un mausoleo en forma de pirámide tallado en madera de Caldén,
el árbol sagrado. Todavía están esperando los Mapuches la restitución del jefe Catriel, así
como los diaguitas reclaman por tantas momias que se cotizan en el mercado internacional
de arqueología y antigüedades.
El 12 de octubre de 2005, en el diario La Nación se preocupan en un artículo porque
en “un despacho de la agencia oficial de noticias Télam (se) consideró (el día anterior) que
la conquista y la colonización de América, de cuyo descubrimiento se conmemoran (...) 513
años, fue 'el genocidio más grande de la historia’, y que 'con la llegada de los
conquistadores se inició un exterminio que arrasó con 90 millones de pobladores de la
región y quebró el desarrollo cultural de este lado del Atlántico’.” Historiadores
consultados por La Nación ―Félix Luna, María Sáenz Quesada y Enrique Mayochi―
expresaron su asombro por la versión recogida por el artículo de Télam y le asignaron una
posición más próxima al alegato político que a la mirada histórica”. Es decir que no son
pocos los que piensan así.
Ésa es la realidad del Museo y las posibilidades de la imagen para recordar. Es un
espacio creado para conservar una memoria particular que reproduce una ideología donde
el terror, para ser reconocido debe insertarse en un contexto que lo señale. Es decir que el
valor de la construcción simbólica se articula con el contexto de una sociedad determinada.
¿Hay algo más terroríficamente claro que la cabeza cortada de una persona expuesta en un
museo como objeto de estudio sin que despierte el terror de nadie? De nada sirve crear
imágenes e ideas simbólicas claras y contundentes si no hay un espectador predispuesto a
entender y pensar por sí mismo.
Presento otra situación:
El dramaturgo y psicoanalista Eduardo “Tato” Pavlovsky señaló recientemente que
en Alemania, un alemán de su edad le había dicho en 1991 que durante el nazismo si uno
no era judío y no se metía con el gobierno se podía vivir bien, lo que de algún modo
explicaba que una inmensa mayoría de la clase media y un sector de la clase obrera apoyara
las invasiones de Hitler hasta casi el período final. Pavlovsky recuerda en esa nota, que en
Uruguay, a veinte años de democracia, no hay más de ocho obras dedicadas a enfocar el
tema de la represión y los desaparecidos en la dictadura; significativamente en el
referéndum la población había votado en una proporción del 56 por ciento a favor de no
juzgar y castigar a los responsables de las fuerzas armadas por los crímenes que habían
cometido. En Argentina, recuerda también, el pueblo que festeja el Mundial en 1978 y
colma la Plaza de Mayo en 1982 celebrando la ocupación de las Malvinas, también fueron
manifestaciones populares que hubieran prolongado al gobierno militar bastante tiempo si
no se hubiera perdido la guerra. Fueron dos presidentes constitucionales los que
establecieron los decretos de Obediencia Debida, Punto Final y las leyes del perdón, así
como otro Congreso las anula. Pavlovsky arriesgó un diagnóstico sobre el fenómeno de la
complicidad civil de nuestro país sobre cuyas consecuencias que me referiré al final. Dice
―y acuerdo con él― que las luchas en la defensa de los derechos humanos realizados por
gente ética, digna, insobornable y valiente como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y
los organismos que las acompañaron no involucró a la mayoría de la población. Los ideales
de la defensa de los derechos humanos no están “encarnados” en la sociedad en general,
sino en un sector esclarecido y politizado. La mayoría no se implicó en la lucha entre la
dictadura y las víctimas de la represión ni se incluyó en una lucha que no los involucró
directamente. Las dictaduras trazan una división, y la gente tiende a no cruzarla y
finalmente la reconocen como un orden respetado que separa y condiciona. Blumberg
representó a esa mayoría silenciosa y no son pocos los que en pos de la seguridad añoran a
Onganía y a Videla en la charla de café y en la cola del mercado.
Otras imágenes también llaman al terror: la de la pobreza, la de la miseria, la de la
enfermedad, la de la marginación en todas sus formas, la de la expulsión cotidiana, la del
hambre, la de la violencia cotidiana.

• La pobreza no es pintoresca, es fea. Son terribles los desordenes neurológicos por


alimentación miserable que acumulan anemias graves. La pobreza servil aceptada como
fatalidad es una vergüenza para quienes la crean.
• Peor es la miseria, una de las formas más evidentes y brutales de la fealdad que no
puede tener la coartada de ser pintoresca. No hay belleza desde la percepción ni desde el
pensamiento en quien se muere de hambre, se prostituye, que a los treinta años perdió los
dientes y la salud, en el soldado de Malvinas o en el jubilado que se suicida.
• El Chagas o el Anta Virus con muchas más muertes acumuladas que el Sida que
siguen matando y que en el fin de semana pasado se ha llevado más vidas, pero que carece
de presencia en la conciencia pública.
• Los asesinatos que ―por poco o por mucho― reiterados día a día van elaborando
una dureza, un callo en los tejidos de los sentimientos y de la inteligencia hasta tornarlos
invisibles y cotidianos como los muebles de nuestra casa.

MEMORIA

En la definición de “memoria” se guarda la idea del “olvido”, no como su antónimo sino


como una relación de tensión y transformación constante. No es posible pensar “memoria”
sin intuir su contrario. Sabemos que hay olvidos que son usados o que son usables
intencionadamente. Olvidar no sería entonces un no-recordar. Puede que convenga no-
recordar por prejuicio o por conveniencia para una persona, para un grupo o para la
sociedad. ¿Puede haber una amnesia colectiva, decretarse el olvido u ordenar y garantizar
los recuerdos? Debemos distinguir entre dos formas del recuerdo: la memoria o mnemne
que permanece ininterrumpido y continuo en nuestro pensamiento y saber, y la
reminiscencia o anamnesis que nombra a lo que se recuerda con esfuerzo porque se lo
había olvidado. Decidir olvidar presupone el total ejercicio del registro, retención y
reproducción de hechos pasados, propios o ajenos. Si recordar y olvidar son dos
operaciones mnémicas es dable preguntarse hasta dónde recordar y desde qué límite
olvidar. Es sabido que las distintas formas de la memoria están atacadas por diferentes
modos del olvido producto de las limitaciones biológicas, temporales y defectos filtrados
sutilmente por mecanismos inconscientes que pueden ser estudiados y explicados desde lo
individual.
La identidad individual y personal es la experiencia fundamental de cada uno a
través de diferentes lugares y del tiempo. Pero la identidad personal se manifiesta “en la
conciencia que acompaña al pensar hacia atrás a toda acción o pensamiento pasados”, dice
Locke. Es decir que la identidad individual la explica en el pensamiento del grupo donde la
persona es un ser moral. Si nuestra identidad depende de nuestros recuerdos también
depende de lo que olvidemos o de lo que queramos olvidar, por lo que podemos afirmar
que los olvidos son destructores de la identidad personal. Por lo tanto lo que recordamos y
lo que olvidamos como nación conforma y diluye nuestra identidad porque el recuerdo es la
condición necesaria de la identidad grupal, es imposible vivir sin olvidar.
Douglas Quaid el personaje que interpreta Arnold Schwarzenegger en el film de
Paul Verhoeven “Total Recall” (1990) o “El vengador del Futuro”, como se llamó en
Argentina, es un agente secreto que todas las noches sueña que viaja a Marte. Ese hecho lo
obsesiona angustiosamente porque no sabe si lo hizo ni qué hizo y ―por lo tanto― no sabe
quién es. Quiere descubrir cada vez más lo que no recuerda porque su sueño se está
tornando real. Para tratar de recuperarse recurre a una empresa de implantes de memoria.
Pero algo sucede mal y poco después descubre que está viviendo una realidad paralela
como agente secreto en Marte. Carece de memoria propia y le han implantado una historia
y otros familiares, y la incorporación de la nueva memoria le define otra identidad
intelectual y emocional en contradicción con la memoria que parece conservar su piel y sus
instintos. Este Douglas Quaid es la contrapartida del protagonista de “Funes, el memorioso”
(1942) el cuento de Jorge Luis Borges. Funes recuerda todo pero “era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro
abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que
el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las
tres y cuarto (visto de frente).” Pero la memoria no protagoniza un drama individual sino
que ―como escribió en 1874 Nietzsche― el saber recordar intencionalmente y el saber
olvidarse adrede debiera estar unido a un instinto vigoroso que nos advirtiera cuándo es
necesario ver las cosas históricamente y cuándo es imprescindible verlas no históricamente.
Entonces ¿en qué medida tenemos necesidad de vivir la historia? y ¿cuál de sus versiones?
Dicho de otro modo: qué podemos recordar y qué podemos olvidar. En la Biblia
judeocristiana, en el Corán, en el Popol Vuh y en los Vedas se conmina al pueblo a
recordarlos y se incita el terror al olvido, que es lo negativo. En muchas religiones el
creyente debe conocer los textos de memoria lo que es absolutamente comprensible.
Pero los individuos, los grupos, los pueblos y las naciones sólo pueden olvidar el
presente, ya que el pasado no lo vivieron. Los pueblos recuerdan solamente el pasado
transmitido activamente por los que lo precedieron en la historia en la medida en que le
encuentran un sentido cargado de lógica propia, y lo olvida cuando la generación poseedora
del conocimiento no lo transmite o es rechazado por ésta. La ruptura en la transmisión
puede ser brusca o puede ser desvalorizada a través de varias generaciones, pero no se
puede olvidar lo que no se recibió.

IMÁGENES

Las imágenes son textos que forman parte de un contexto y son leídos por espectadores que
comparten un código. Las obras de arte renuevan los códigos cuando son tales y los
espectadores las leen de un modo abierto y polisémico. Cuando la imagen (visual, teatral,
literaria) le completa al espectador algo que le falta éste la toma para fijar una idea que
trasciende la palabra. Es la idea de la presencia de la ausencia de todos y de cada uno de
los desaparecidos con el Siluetazo del 21 y 22 de septiembre de 1983 en la Plaza de Mayo o
de explicar por medios no lingüísticos un concepto (por ejemplo económico o social). En
ese punto comunicacional confluyen los campos de la prensa y del arte. Las noticias están
insertas en un medio que se lo reconoce con una tendencia, ideología e intereses previos y
las obras de arte también.
Pero los circuitos de exposición y comercialización reconocidos (museos, salones,
galerías, espacios preestablecidos de exposición) son marcos que dan contexto a toda la
producción simbólica e impiden la sorpresa en espectadores que saben que todo lo que hay
en esos espacios debe ser considerado obra de arte por el solo hecho de estar allí contenido.
Ese marco impone una distancia y el gran conflicto del arte es trascender ese extrañamiento
con la realidad cotidiana. Abrirse más allá de los espectadores de los circuitos, del mismo
modo que las ideas de defensa de los derechos humanos debiera cruzar la línea de
separación que trazaron las dictaduras entre los que lucharon y los que fueron espectadores
del conflicto. Catherine David, curadora de la Documenta Kassel 1997, opina “que las
ciudades son el mejor lugar para pensar el hecho estético y la cultura contemporánea” y que
“suscitan las invenciones más significativas y por tanto, la producción simbólica de lo
visual”. La calle es el espacio común que pertenece a todos; el lugar donde se producen los
contactos “cara a cara”, no mediatizados; el lugar donde interactúan todos los componentes
del tejido social; el lugar de la expresión de las diferencias, del conocimiento y del respeto
por el otro y es el lugar que el poder no quiere que ocupemos, dice Carlos Filomía. La calle
es el espacio comunicacional por excelencia. Puede y debe ser nuestro canal de
comunicación y, para eso, contamos con un amplio arsenal de recursos, desde el graffiti,
impresos, intervenciones gráficas en la publicidad comercial o política, rituales de
ocupación de espacios que nos son negados o retaceados, cortes de calles con nuestra
presencia generador de juegos y de fiestas o marchando por ellas, hasta la toma de
estaciones de subterráneos o ferroviarias, etc.
Esta necesidad del artista de comunicar superando el subjetivismo individual y la
cosificación del circuito específico del arte se puede resolver saliendo a dialogar con las
imágenes en el espacio cotidiano de la vida en común. Desprenderse del aura del arte y
retornar al sencillo lugar de saber que lo que se produce son mensajes propios de los
lenguajes visuales, teatrales, musicales literarios. A nosotros también nos envían esos
mensajes en ese mismo sitio el poder actual y el histórico. Y esas imágenes esperan que las
miremos, y que las ad-miremos. Es decir que les dirijamos la vista, las observemos y
registremos y cuanto mucho que nos cause sorpresa verlas y las consideremos algo
extraordinario o inesperado, estimemos por sus cualidades juzgadas como extraordinarias o
sobresalientes. Lo que no pretenden los autores de los mensajes del espacio urbano es que
les contestemos. Entonces debiéramos socializar esa costumbre de responder.
Nuestra “bruta” y querida ciudad creció sin planificación como casi todos los
centros urbanos y se fue haciendo inhumana por falta de escala entre las necesidades de sus
habitantes y las enormes distancias que deben recorrer. Todos los niveles sociales conviven
en la calle y ése es el lugar donde se hacen visibles las diferencias. La polarización social se
transforma en polarización espacial. Fuera de los sitios privilegiados, crece la degradación
del espacio público, la contaminación visual por exceso de publicidad, el desorden que
producen las nuevas y crecientes actividades alternativas en búsqueda de una supervivencia
peleada a diario. Los vendedores ambulantes, las instalaciones precarias de puestos de
venta en las veredas, hacen que en el espacio de la ciudad se dé más la confrontación que el
encuentro. Esos son los mensajes que leemos e incorporamos obedientemente. Por eso
muchos creadores salen a responder ejerciendo la intervención urbana desde la década del
60, apropiándose de los discursos para responderlos.
Formo parte del grupo “Brutos Aires” (Celentano, Filomía, Flores, Hilal) y lo
conformamos para responder ampliando nuestra subjetividad hacia una visión más
totalizadora y ―como otros grupos― también tomamos los textos y la imagen del cartel
publicitario y la señal de tránsito en un desafío para invertir, contestar o sobreidentificar su
contenido respondiéndolo. Con sólo añadir una palabra en una viñeta, o acentuando otra, el
discurso se convierte o discute sus mensajes haciendo de la apropiación un modo de
acción plástica, una operación metafórica fuertemente ligada a las ideas de ocupación y
violación de la propiedad.
La apropiación es una operación artística donde se le cambia las cualidades al objeto
o sitio tomado, a diferencia de la cita, en que se usa las palabras o la idea de un autor para
respaldar los dichos o ideas del que cita.
La apropiación en arte está referida a saber qué es lo intrínseco del objeto a
incorporar, cuál es el sentido de
1. la función: el uso o servicio del objeto está marcado desde el origen de éste y es,
conscientemente, el principal motivo por el que se elige lo que se apropiará;
2. el atributo (aspectos significantes): el uso social de los objetos les incorpora a
estos un valor agregado reconociéndole a los objetos la propiedad de comunicar;
3. la cualidad (signo plástico): todo objeto tiene una forma, sea una obra efímera o
no, que tendrá una conformación plástica donde se integra lo formal, matérico, espacial y
cromático (concreto o virtual);
4. Y la identidad: lo que ven los que lo eligen por los mismos motivos con que
simbolizan o representan. La identidad es el carácter de la semejanza pero también de la
diferencia.
El nuestro es un grupo horizontal y abierto y emprende esta actividad integrándose
al Departamento de Cultura de la CTA (Central de Trabajadores Argentinos) como modo
de extender nuestra subjetividad de grupo al pensamiento y la acción de los que resisten.
La propuesta de “Brutos Aires” es aportar a la reconstrucción del tejido social a
través de la participación, el compromiso, la solidaridad, la dignidad que da el ser sujetos
sociales de poder. Por ese motivo trabajamos en el marco de la CTA y su Secretaría de
Cultura. Un ejemplo es la acción que contaremos y que fue pensada originalmente para la
Plaza de la República y que aquí presentamos con las modificaciones a este espacio.
A partir de un texto sobre Información estadística social básica donde se explicaba
el valor numérico de la Canasta Familiar, la Línea de Pobreza y la Línea de Indigencia.
La complejidad de los conceptos nos llevó a discutir el modo de visualizarlo. El
primer paso fue observar días previos la circulación por la plazoleta, elegir el lugar y
establecer la estrategia integrándonos al circuito de público. Decidimos realizar tres figuras
que estuvieran unidas por cintas cruzadas a diferentes alturas al paso del espectador y que
sin interrumpir permita a quien lo desee pasar bajo las cintas escritas. Desde un equipo de
sonido acompañamos con la invitación.
“Esto no es un juego aunque lo parezca. Hay que volver a repartir la torta. Si usted
gana $840 o más puede pasar erguido porque alcanza la canasta familiar, si sus ingresos
son de hasta $385 deberá agacharse para pasar bajo la línea de pobreza, pero si está por
debajo de ella y alcanza a los $ 250 desgraciadamente se deberá arrastrar para pasar por
debajo de la línea de indigencia”.
Los valores a los que aludimos se corresponden con los que informan los equipos
técnicos en cada momento. Cabe consignar que si la cinta de la canasta familiar estuviera a
la altura aproximada de la cabeza la línea de pobreza debiera estar tendida más abajo
―imaginan por dónde― y la de indigencia a la altura de las rodillas.
Las siluetas, las bases y las cintas fueron hechas con la participación de compañeros
militantes de diferentes agrupaciones y gremios. La volanteada en el lugar se la realizó con
la participación de las compañeras de AMMAR. Simultáneamente un grupo de bailarines y
performers recorría el lugar con alusiones escritas y algunos compañeros repartían torta a
los transeúntes. En medio del espacio ocupado repartíamos tortas aludiendo al nuevo
reparto de la economía que propugnábamos y todos los participantes teníamos remeras con
un diseño alusivo.
Creamos acciones que expresan los reclamos de agremiados, desocupados y de la
enorme cantidad de personas que viven con ingresos por debajo de los límites de la
pobreza. Consideramos que la única manera de producir cambios en la realidad desde las
prácticas culturales es adherir a organizaciones comprometidas con proyectos de alto
compromiso político-cultural, a las cuales aporta expresiones que abran caminos desde lo
cultural.
Proponemos una estética de la vida, del constante cambio, de la adecuación táctica
al espacio elegido que es el espacio común a todos: la calle. No aceptamos el autoritarismo
y ejercemos con libertad el derecho inalienable de disentir, de no obedecer, de dar
respuestas no solicitadas, de poner en evidencia las contradicciones de la vida cotidiana que
conforman nuestro imaginario colectivo.
Pero también es posible dialogar.

DATOS BIOGRÁFICOS

Julio Flores es uno de los tres autores del evento del Primer Siluetazo, el 21 Y 22 de
setiembre de 1983, en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires. Ejerció la docencia en todos los
niveles de la enseñanza formal y no formal y es titular de la cátedra de Lenguaje Visual I/II,
V/VII. (DAVPP/IUNA). Desarrolló actividades de gestión en educación y cultura. Es autor
de artículos publicados en varios sitios web de cultura. Realizó diez muestras individuales,
obtuvo varios premios nacionales, regionales y privados y participó en 160 muestras y
salones en el país. Poseen sus obras varios museos del país y del exterior. Es miembro del
grupo “Brutos Aires” que desde el 2004 ha realizado varias campañas recurriendo al graffiti
y al stencil respondiendo a campañas oficiales y privadas o creando afiches participativos,
realizando talleres sobre comunicación e intervención urbana en comedores populares,
gremios y centros culturales. BRUTOS AIRES junto a la secretaría de cultura de la CTA
Capital y varios gremios y organizaciones, participa en señalizaciones y performances en
diferentes reclamos como el Código de Contravenciones (junto a AMMAR), los contratos
basura del Gobierno de la Ciudad (con la comisión de contratados de ATE), la “Línea de
pobreza” (CTA-ATE-AMMAR), la Malvenida al Sr. Bush y el recordatorio de los 30 años
del golpe militar de 1976, en Argentina.
Cuerpos replicantes: las Pancartas del Grupo Escombros y la memoria
GRUPO ESCOMBROS

ESCOMBROS Y LAS PANCARTAS

El Grupo Escombros a los pocos meses de su fundación desarrolla su actividad artística en


forma colectiva presentando la documentación de una serie de escenas realizadas en un
espacio diferenciado de los tradicionales y en un tiempo acotado. En noviembre de 1988
realiza Pancartas I debajo de la autopista de Paseo Colón y Cochabamba en el barrio de
San Telmo. Tomando como soporte de exhibición pancartas pintadas de negro se presentan
13 fotografías en blanco y negro, registro de diversas performances realizadas entre el 9 de
julio y el 5 de noviembre en Buenos Aires y La Plata, junto a ellas se muestran también la
tarjeta de invitación y el catálogo donde el grupo escribió sus ideas básicas. El primer
elemento que colocaron fue un enorme cartel que decía Galería de Arte: Expone Grupo
Escombros. La situación finalmente consistió en la exhibición de 2 horas, en donde se
sirvió un refrigerio a los espectadores que se acercaban sumándose más tarde a una marcha
con las mencionadas pancartas por la Avenida Paseo Colón. Junto al grupo marcharon unas
200 personas. En el catálogo presentado se orientaba sobre la búsqueda del grupo:
“expresamos lo roto, lo quebrado, lo violado, lo vulnerado, lo despedazado. Es decir, el
hombre y el mundo de aquí y ahora”. 1
De esta forma el grupo inaugura un tipo de producción autorreferencial, cuya
materia ineludible es el cuerpo, gestualmente trazado tanto como forma y narración. Los
artistas del grupo de esta manera se conciben como materia. Cada pieza en la serie
reproducida remite a una figura emblemática: Escombros, Teoría del Arte, Formas Caídas,
Naturaleza Muerta, Carne Picada, Pancartas, Noticias, Mariposas, Nudo, Cacería, La
Noche, Carrera de Embolsados, Penitentes. Contra el olvido impuesto por los abusos de la
última dictadura militar a través de la amnistía llevada a cabo en la etapa democrática,
luego del Nunca más (especialmente a través de las leyes de Punto Final y Obediencia
Debida) las Pancartas vienen a ofrecer una cita necesaria con la memoria individual y
colectiva, frecuentemente negada en esos años y en los siguientes.
La obra de arte, síntesis de un proceso de acción y representación culmina en una
postal inserta en un circuito creado por el grupo en los márgenes de los espacios artísticos
convencionales. Esta experiencia se enlaza con las prácticas llevadas a cabo en los primeros
años 70, las que se silenciaron en el trascurso de esos años y en la década siguiente. El
Grupo Escombros en cierta forma reinaugura las prácticas conceptuales llevadas a cabo en
Argentina a través de una serie de artistas que pueden reunirse en la denominación acuñada
por Jorge Glusberg, Arte de sistemas, desarrollado entre 1969 y 1977 a través de
experiencias múltiples: arte intermedial, performances, acciones, presentaciones en las
plazas y en ámbitos externos al circuito artístico. Una nueva concepción de lo artístico,
derivada de algunos retornos vanguardistas, expande al arte más allá de los límites de lo
instituido hasta ese momento, poniendo en discusión el estatuto de aquello llamado arte por
las diferentes tradiciones.
Dentro de los problemas y operaciones del estado contemporáneo del arte, en el que
Escombros se inscribe, es importante destacar el uso de la fotografía como elemento de
duplicación y registro documental de una experiencia transitoria o performativa, como
también, paradójicamente frente a la multiplicidad, la singularidad del uso representacional
del dispositivo fotográfico, la serialidad de una imagen por ejemplo; los retornos a la calle,
las ocupaciones del espacio público a través de acciones efímeras y participativas, la
ampliación de lo artístico a lo comunicacional, a lo político, a la restauración de su
situación antropológica.
El Grupo Escombros produce a partir de estas operatorias. En este trabajo se
describen algunos aspectos en torno al uso de la fotografía como modalidad de existencia a
partir de los años 80, coincidente con la aparición del colectivo en 1988. La forma o el
material elegido para representar la memoria, la justa memoria, se inscribe en una tradición
asignada, la foto como testimonio y el cuerpo como lugar. En estas re presentaciones opera
la imaginación afectiva, la que nos acerca a la experiencia del otro.
En el momento de surgimiento y creación de Pancartas I y Pancartas II recordemos
que el grupo estuvo integrado por Luis Pazos, Hector Puppo, Raúl García Luna, Jorge
Puppo, Angélica Converti, Oscar Plascencia, Claudia Puppo y Mónica Rajneri. Junto a
ellos participaron Roberto Bianchetto, Juan Caferatta, Cora Ceppi, Juan E. Dopozo, Cacho
Ferro, Emilio Ferro, Claudia Pascual, Julio Piñeiro y Leonardo Puppo. 2
Recordemos que el Grupo Escombros, artistas de lo que queda utiliza desde sus
comienzos tanto los desechos ―materiales y simbólicos de la sociedad―, como los
medios, géneros y manifestaciones contemporáneas. Las ruinas, la desolación y la basura se
cruzan con los cuerpos huellas, el graffiti o la pintada, el registro fotográfico, la
digitalización, en los últimos años la web y el evento.
“A nuestro juicio el registro fotográfico es un género en sí mismo. El que permite la
supervivencia del arte de acción que por su naturaleza es efímero. El otro registro es la
memoria de los participantes y espectadores. Pero eso también es otra obra porque la
memoria modifica la realidad de lo que fue”. 3
Pancartas II consiste en la misma acción-representación en una Cantera
abandonada en Hernández, el 17 de diciembre de 1988. A las fotografías mencionadas se
agregan Documentos y Escombros. La publicidad de la muestra se realiza invitando con un
pasaje de ida y vuelta con colectivos que salían de una agencia de autos que ofició de
sponsor del grupo. Los diferentes volantes que publica el grupo señalan algunas de las
ideas que Escombros va generando:
“Escombros ha decidido exponer en Pancartas por que es allí donde se expresa el
conflicto con el poder, y por otro lado como soporte de las obras resuelve el problema del
espacio, ya que elige canteras abandonadas o escombros debajo de una autopista, en la
convicción absoluta de que toda la ciudad es una Galería de arte”. 4
La convocatoria se hizo a través de audiciones de radio de la ciudad, tres avisos, una
nota en el diario e invitaciones con la forma de un boleto gigante. Llegaron a Hernández
unas 300 personas para participar del evento. El catálogo fue prologado por el artista Juan
Carlos Romero, quien participó posteriormente en algunas acciones del grupo.
Escombros, a partir de Pancartas I y II, presenta una forma de arte que resulta de
varios pasos sucesivos y globales, el proceso, la acción performativa, la acción
participativa, el registro y la representación. El grupo, a través de las escenas resultantes,
significa tanto como indica o designa, hace presente lo ausente, genera vida-arte en la nada:
“El paisaje fascinó a los espectadores, que después de recorrer la muestra
comenzaron a recorrer el lugar, desconocido para la mayoría. Esa cantera que los
sorprendió, también lo hizo con los integrantes del grupo. Una semana antes de la
inauguración, la naturaleza y la mano del hombre la modificaron, obligando a modificar, a
la vez nuestra propuesta original. La galería de arte, al ser parte viva de la ciudad, se movía
como todo lo que vive”. 5
En otras presentaciones hemos referido la importancia de los espacios seleccionados
por el grupo en el período 1988-2002. Generalmente lugares públicos marginales o
espacios de circulación y afectividad social. Historiando la producción del grupo se nos
ocurrió utilizar el concepto de no lugar en un sentido cercano al de Marc Augé, pero
opuesto en términos de pensar la periferia. En lugar de considerar las autopistas,
aeropuertos, etc., pensamos en las canteras abandonadas, en el espacio debajo de las
autopistas. Lugares abandonados a los que se les arrebató la memoria. Las acciones de
Escombros tendieron también a recuperar esos espacios, tomando el concepto de lugar, en
este caso respetando el sentido que le otorga Lucy Lippard. La artista dé acción y feminista
habla de Arte del Lugar, y lo caracteriza como aquel que hace frente a las concepciones
ahistóricas de la sociedad actual y su desvinculación con problemáticas sociales.
Contrariamente a cualquier manifestación sólo formalista de arte público, el Arte del Lugar
antepone la urgencia de alzar la voz para la necesaria vinculación del arte con la política y
los asuntos sociales. El lugar es así un emplazamiento social con un contenido humano. 6
La forma de reinstaurar la dimensión mítica y cultural de la experiencia pública es
ayudando a que el paisaje social adquiera el sentido latente de lugar. Y ese sentido se da a
partir de una conciencia de familiaridad o cercanía. Una relación entre el espacio de uno y
otro (cuerpo colectivo) que en la interacción se nutre de significados comunes. Esta forma
de comprender el espacio como lugar, como paisaje social construido por un conjunto de
imaginarios que se accionan a partir de algo en común, es asumida como tal desde el
comienzo por Escombros. Cuando los artistas dicen que trabajan desde y para la gente de la
ciudad de La Plata, lo hacen con la convicción de pertenencia a un territorio que es cultural.
“El deber de memoria no se limita a guardar la huella material, escrita u otra, de los hechos
pasados, sino que cultiva el sentimiento de estar obligados respecto a estos otros de los que
afirmaremos más tarde que ya no están pero que estuvieron”. 7
Con respecto a la temática general de las fotografías de Pancartas I y II el curador
de la muestra en el Festival de la luz de 2004, Alberto Giudice comenta: “Su concepto e
ideología están contenidos en el primer manifiesto grupal titulado la Estética de lo roto
―‘Somos la estética de la violencia expresiva. Una estética que se basa en la forma rota (el
cuerpo crispado), la forma inerme (el cuerpo desnudo), la forma oculta (el cuerpo velado);
el no color (uso exclusivo del blanco y negro)’ De ahí el título de la muestra Pancartas.
Fotos que actúan como carteles como formas de denuncia”. 8
Cuerpos representados en la serie de fotografías que replican, argumentan y
denuncian desde un campo tensional (representación y huella) una situación ocurrida, son
memoria afectiva de los cuerpos que ya no están, de esos 30.000 desaparecidos en nuestro
país, como de otros cuerpos que buscan justicia. Cuerpos replicantes también pues
empiezan a repetirse por su condición de obra múltiple.

FOTOGRAFÍA Y CUERPOS-ESCENA EN PANCARTAS

La fotografía, como imagen precaria, encierra una paradoja desde su origen como
producción y práctica en el siglo XIX. Es el medio duplicador de imágenes por excelencia,
inaugura la era de la reproductibilidad mecánica. Una imagen puede reproducirse
exactamente; a partir de las perfecciones técnicas que se suceden en la segunda mitad del
siglo XIX, se puede establecer un nuevo estatuto, el de la imagen seriada. También, como
se ha repetido la fotografía incrementa la cultura visual a partir del siglo XIX y ayuda a
democratizar la experiencia visual, tanto en la producción como en la práctica del
observador. Y frente a esta imagen múltiple, que homogeniza el público, se establece su
otra propiedad, la singularidad, de la que deriva la distinción.
Capaz de proporcionar una información visual sobre el modelo representado con
mayor claridad y precisión de detalles que los procedimientos tradicionales del grabado, la
fotografía aparece como la consecuencia natural de éstos, como el espacio de consumación
de las premisas de verosimilitud y de información visual exactamente repetible y
transmisible de las imágenes impresas desde el siglo XVI. El uso informacional de la
imagen apoyada en su condición mimética construyó el mito de la imagen luz como puro
ícono, también símbolo a partir de su alto grado de convencionalismo técnico y genérico.
Pero pensando en la fotografía como un dispositivo no sólo técnico es necesario recordar su
condición de huella, de índice. El rasgo temporal de lo fotográfico considera tres principios:
singularidad, atestiguamiento y designación.
“Lo que la fotografía reproduce al infinito no tiene lugar más que una vez; ella
repite mecánicamente lo que jamás podrá repetirse existencialmente. En ella, el
acontecimiento nunca se supera hacia otra cosa: ella siempre devuelve el corpus que
necesita el cuerpo que veo; es el particular absoluto, la contingencia soberana, sorda y
como animal, el tal (tal foto y no la foto), en resumen, la tuche, la ocasión, el encuentro, en
su expresión infatigable”. 9
La categoría de singularidad indicial se basa en la unicidad del referente. Por
extensión implica la relación entre lo fotografiado y su objeto. Mientras que la condición de
múltiple recae sobre los signos o bien sobre la materialidad de la imagen, la unicidad opera
sobre la relación con el objeto denotado. El negativo es siempre necesariamente singular.
El principio de atestiguamiento: la foto como elemento de convicción reúne la
dimensión indicial con la icónica y es leída como tal desde su génesis; la sociedad
tempranamente descubre su papel de testimonio y lo utiliza en instancias de control social o
lo que luego conformará el fotoperiodismo. La designación se desprende de este noema: el
certificado de presencia. Señala, atraviesa o bien simplemente muestra con el dedo. Como
los deícticos o shifters (aquí, allí, éste, ése, ahora, antes) que son usados para subrayar,
mostrar o completar la enunciación frente a una situación determinada.
José Luis Brea brinda una reseña acerca de los usos artísticos de la fotografía en la
contemporaneidad, particularmente en el conceptualismo, donde se juega la tensión entre
objeto en sí y registro de suceso, y la fotografía funciona especialmente como designación:
“Y esto es lo que los artistas del conceptualismo encuentran en la fotografía: un
shifter que deshorfana un sistema ―el del arte― para volcarlo sobre otro ―el de lo real.
La fotografía es esa topología liminar en la que un universo de lenguaje clausurado sobre sí
mismo, sobre su propia autonomía, se rompe y desborda sobre el mundo, sobre lo que hay.
Así, que la fotografía se haga cómplice de una aventura radical ―la emprendida por las
segundas vanguardias― contra el encierro formalista que había atrincherado el arte en la
autonomía de su propio espacio, no es de extrañar. En efecto, encuentra en ella el
mecanismo necesario para saltar más allá de su clausura disciplinar, la pértiga a través de la
que consigue hermanarse con el mundo, iniciar su retorno a lo real. La fotografía está ahí
para volverlo a traer, como aventura liminar coronada en la culminación de un proceso
endógeno de autodesmantelamiento. Merced a ello ―digamos que gracias a su
contribución a la culminación del proceso de auto crítica de la vanguardia― la fotografía se
convierte en útil para el trabajo del arte ―y precisamente por la eficiencia de su oficio
contra-artístico, antitético. En ello adopta, por fin, la lógica enunciativa de su tiempo y las
prácticas simbólicas de éste. Por fin”. 10
A ello se pueden sumar las tensiones derivadas de la indicialidad, lo icónico y lo
simbólico. La fotografía en el grupo Escombros, es registro de un proceso, huella,
testimonio, señalamiento, pero en el caso de Pancartas I y II también es puesta en escena
de una serie de cuerpos que replican a partir de figuras construidas. Las fotografías de la
serie remiten a una modalidad en la historia de la fotografía. Este dispositivo nace con estas
condiciones subrayadas. Frente a la fuerza de la apariencia idéntica, mimética se acepta
como testimonio al igual que como signo de distinción burguesa. Junto al desarrollo de las
innovaciones técnicas comienzan los espacios de atribución: la fotografía como arte, como
información, como trasmisión de conocimiento. La fotografía se emparentó con la pintura y
así se desarrolla una vía pictórica frente a la mecanicista o frente al puro ojo, objetivo. Al
dominio de la técnica o el justo objetivo se superpone la búsqueda estética, de gran
desarrollo junto y al costado de las vanguardias históricas con su aspecto experimental. La
fotografía preparada deja de ser prioritaria del estudio o de lo que fueron algunas
experiencias surrealistas, por ejemplo, y cobra importancia en los años 80. En estos años
hay un retorno general a la imagen, a las narraciones, particulares y fragmentarias.
“La preparación de la escena fotográfica, ya practicada en el siglo XIX y utilizada
en el siglo XX por los artistas de las vanguardias, con su reaparición de forma tan
importante en los años 80, mientras otras imágenes tecnológicas más perfectas se sitúan al
lado de la fotografía, se puede leer como un modo a través del cual la fotografía se vuelve a
lanzar como un arte fuera y completo en sí mismo, quizás como el último arte de la fijeza.
Al abrazar todas las artes, del teatro a la pintura, a la escultura, a la instalación, incluso
imágenes de síntesis y la ficción publicitaria, se afirma a sí misma como primera línea del
arte. También la fotografía puesta en escena decreta la muerte del momento decisivo,
componiendo un tipo de obra que no nace y no decide en la relación operador / cámara/
realidad externa del movimiento: en la fotografía puesta en escena el objeto de atención no
es la realidad tal es, sino una realidad hecha totalmente de ficción, producida enteramente
por la creatividad del fotógrafo, que no reserva sorpresas”. 11
La fotografía puesta en escena parece la culminación de un posmoderno: simulacro,
escenificación, sobre ficción frente a una de real, alegorías. Desaparece relativamente el
modelo descriptivo y aparecen nuevas formas de narración, en las que la alegoría por
ejemplo funcionar simbólicamente las formas.
“La alegoría implica un lenguaje de imágenes de las que se apropia el artista: el
alegorista no inventa las imágenes sino que las confisca. Reivindica aquello que ya está
culturalmente determinado, se nombra a sí mismo como su intérprete o portavoz, por así
decirlo. En sus manos, la imagen se convierte en algo diferente; de hecho, la palabra griega
allos significa diferente y agoreuei hablar”. 12
La fotografía, puesta en escena contemporánea, es fundamentalmente alegórica
tanto en su dimensión formal como en sus motivos seleccionados. Las fotografías de
Pancartas se pueden asociar con esta marcha representacional de lo fotográfico. La
alegoría en Pancartas está dada por la apropiación, no de la historia del arte, como la
tendencia dominante (verificada en La piedad 2004) en los 80 y 90 de la posvanguardia,
sino de metáforas y figuras del cuerpo escenificado a partir de la danza, de la expresión
corporal, del cuerpo en acción de protesta, del cuerpo político, del trabajo, del sacrificio.
Los cuerpos replicantes de Pancartas son metáforas inmóviles que evocan la
memoria del cuerpo sacrificado de la década anterior, el silencio, la quietud, la violencia
contenida. Como el mismo grupo lo ha manifestado, formas en blanco y negro que
denuncian a partir de la evocación las diferentes manifestaciones de la violencia, las cuales
se plasman en el cuerpo. Éste se vuelve depositario, a partir de las imágenes ostentadas, de
significaciones históricas y sociales situadas en nuestra cultura, contra el olvido, el deber de
la memoria, la justicia, contra los abusos del Proceso de reorganización nacional.
Materia y apariencia se conjugan en este decurso de los cuerpos, individuación y
socialidad. La suma de los .elementos básicos, tal como lo señaló Juan Carlos Romero en el
catálogo de Pancartas I:
“El antiguo saber de los hombres dividía el conocimiento universal en cuatro
elementos: agua, aire, tierra y fuego. Combinándolos de distinta manera se podía crear,
mantener y quitar la vida. Después de leer el documento del grupo Escombros para su
primera exposición percibí que existía una analogía en cuanto a la presencia de cuatro
elementos. Y también, como lo pensaron nuestros antepasados, estos componentes básicos,
aun en forma contradictoria, darían vida a una conciencia creadora: indiferencia/
resignación / rotura/ violación/ a través de los sobrevivientes más la desobediencia y la
solidaridad, intercambiando las relaciones siempre quedará la necesidad de crear, aun a
partir del dolor o la pérdida. Siempre a partir de los escombros”. 13
El cuerpo como parte material del hombre y medio de conexión con el universo
mezcla en su sustancia los cuatro elementos esenciales.
Los cuerpos de Pancartas construyen esas diferentes asociaciones que venimos
mencionando:
En la foto Escombros se escenifica una montaña de los mismos y sobre ella cuatro
cuerpos yacientes, al igual que en Formas Caídas, en la que cambia el punto de vista y se
realiza una toma en picada de una serie de cuerpos-restos sobre una superficie vacía. Teoría
del Arte (más tarde llevada al mural pintado) muestra la acción congelada de cuatro
sobrevivientes que quieren derribar un muro, como en Gallos Ciegos o en La Noche. Cada
foto funciona en sí misma pero cobra expresividad y significado en la serie y en la acción
simultánea y posterior. Cada foto escenifica una danza que nos resulta imposible. Los
cuerpos están neutralizados en su vestimenta. Realizan movimientos congelados por la
cámara. Cada uno de esos evoca, por movimiento o reposo, los límites de la lucha y la
resignación. Los rostros cubiertos, algunos cubiertos de bolsas, la posición abatida. Si hay
una figura, como en las siluetas emblemáticas realizadas para las marchas por los
desaparecidos, que resume el recuerdo de la tortura, es el del cuerpo aprisionado, agachado,
cegado.
Cada foto escenifica esa tensión, individual y colectiva, de nuestra historia, entre la
pulsión de vida y la de muerte. El placer del movimiento ritmado por una danza y el terror
trente a la corporeidad de lo siniestro, cuerpo amenazado y amenazante. Estos cuerpos
replicantes hacen aparecer el dolor físico y existencial, lo cual retrotrae el discurso a la
naturaleza, los límites de lo humano, la dualidad vida-muerte. El horror y el dolor aparecen
en una danza silenciosa, se conectan afectivamente con nosotros, operan como marcas
presentes frente al sistemático deber de olvido. El trabajo de la memoria se recrea con estas
representaciones que permiten ir solventando la identidad. ¿Cómo reapropiarnos
lúcidamente del pasado y asumir su carga dramática? Las figuras de la memoria, como
Pancartas permiten expresar el dolor, recordar el horror, para exorcizar esos fantasmas del
pasado y lanzamos al abrazo del Ángel de la historia.
El grupo Escombros reconstruye un espacio, una figura del recuerdo, en la que
juega la ficción y la no ficción, el arte participativo y la memoria. Toma como materialidad
de su poética a la fotografía, la que luego, como ya dijimos, se inscribe en otros espacios de
circulación. Así como la memoria se puede manifestar con diversas representaciones, una
foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos. 14 Vemos vida, vemos historia, vemos
pasiones. El referente se adhiere, en el caso estudiado, en unos cuerpos que replican acerca
de dolor humano.
En la Estética de lo Roto, Primer Manifiesto del Grupo de 1989 se dice: “La tortura
rompe el cuerpo; la explotación irracional de la naturaleza rompe el equilibrio ecológico; la
desocupación, el hambre y la imposibilidad de progresar, rompen la voluntad de vivir; el
miedo a la libertad rompe la posibilidad del cambio; el escepticismo rompe la fe en el
futuro; la indiferencia de los poderosos rompe la dignidad de los que no son; el
individualismo salvaje rompe todo proyecto de unidad. En una sociedad despedazada nace
la estética de lo roto: Escombros”.
Como inconcluye Paul Ricoeur: “En la historia, la memoria y el olvido. En la
memoria y el olvido, la vida. Pero escribir la vida es otra historia”. 15
DATOS BIOGRÁFICOS

E l9 de julio de 1988, debajo de la autopista de Paseo Colón y Cochabamba, surge el Grupo


Escombros de la mano de la serie Pancartas I: exposición de fotografías en blanco y negro,
de performances realizadas en el barrio de Constitución y en la ciudad de La Plata. Desde
aquel entonces al día de hoy han mantenido una actividad creciente, expresándose a través
de todos los géneros artísticos: intervenciones urbanas, performances, instalaciones,
objetos, libros de artista, poemas, fotografía, pintura, arte digital. El hilo conductor de toda
su obra es la condición del hombre moderno y las circunstancias en que se ha desarrollado
su existencia: corrupción, abandono, desolación, injusticia, hambre, violencia, males
endémicos de los que se intenta rescatar el poder de hacer surgir la fortaleza de espíritu
basada en la resistencia, en la no claudicación, en la lucha y la esperanza. Entre sus
eclécticas actividades figuran: la realización de convocatorias de participación abierta
―llevando el arte a las calles―, la redacción de cinco manifiestos en los que se sustentan
sus creaciones, y muestras a nivel nacional e internacional, entre otras. Sus más recientes
exposiciones fueron: en el mes de mayo en arteBA 2006, donde expusieron una serie de
objetos blancos ―incorporando la iluminación como un hecho artístico más― aunados
bajo el concepto de la cultura de la desaparición; en agosto 2006, en el Festival de la
Luz.06 realidad(i)realidad ―en el Centro Cultural Recoleta, participaron con 12 fotografías
inéditas correspondientes a la serie Pancartas III; en octubre organizaron una mega
retrospectiva en el Centro Cultural Parque de España, en Rosario. Los integrantes actuales
del grupo son: José Altuna, Claudia Castro, Adriana Fayad, Luis Pazos y Héctor Puppo.

BIBLIOGRAFÍA

AAVV, Modos de hacer, Arte crítico, esfera pública y acción directa, edición de Paloma
Blanco, J. Carillo, Jordi Claramonte, Marcelo Expósito, E.U. Salamanca 2001 Lucy
Lippard, Mirando Alrededor: donde estamos y dónde podríamos estar.
Brea, José Luis, 2005, Los usos artísticos de la fotografía. Colección Telefónica, Madrid.
Barthes, R., 1994, La Cámara Lúcida, Paidós, Bs. As.
De Rueda, María, 2002 Escombros, Artistas de lo que queda, inédito.
Giudice, A., 2004, prólogo Pancartas, Festival de la luz, Centro Cultural de la Cooperación
Bs.As.
Ricoeur, P. La Memoria, La historia, el Olvido, Fondo de Cultura Económica, Bs, As.,
2004.
Picazo, G., Ribalta. J., Indiferencia y Singularidad, 2003, GG, Barcelona.
Thijsen, M., El propósito de la alegoría: entre la forma y el contenido, pp.83, en Papel
Alpha no 4 Universidad de Salamanca.
Valtorta, R., El reverso de las Imágenes. Azar y Control en la fotografía, pp.14, Papel
Alpha, cuadernos de fotografía, no 4 1999, ediciones Universidad de Salamanca.
Archivo Grupo Escombros.

NOTAS

1
Grupo Escombros, en Cultura y Espectáculos, “Escombros extiende la libertad”, Río Negro, 24/11/88, p. 25.
2
La mención de los participantes aparece en el catálogo Pancartas, Centro Cultural de la Cooperación,
Festival de la Luz, Bs. As., 4 de agosto de 2004.
3
Testimonio del Grupo citado en catálogo, ibidem.
4
Escombros, en Diario El Día, sección Vida moderna, 17/12/88.
5
Grupo Escombros, texto sobre Pancartas II, 17-12-88.
6
AAVV, Modos de hacer, Arte crítico, esfera pública y acción directa, edits. Paloma Blanco, J. Carillo, Jordi
Claramonte, Marcelo Expósito, Universidad de Salamanca, 2001, Lucy Lippard, Mirando Alrededor: dónde
estamos y dónde podríamos estar.
7
P. Ricoeur, La Memoria, la Historia, el Olvido, FCE, Bs.As., 2004, p. 120.
8 o
Extracto del 1 manifiesto citado en catálogo, op. cit.
9
R. Barthes, La cámara Lúcida, Bs. As., Paidós, 1994, p.15; P. Dubois, El acto Fotográfico, Bs. As., Paidós,
1994, p. 66.
10
José Luis Brea, Los usos artísticos de la fotografía, Madrid, Colección Telefónica, 2005.
11
R. Valtorta, “El reverso de las Imágenes. Azar y Control en la fotografía”, Papel Alpha, núm. 4, ediciones
Universidad de Salamanca, 1999, p. 14.
12
M. Thijsen, “El propósito de la alegoría: entre la forma y el contenido” en Papel Alpha, núm. 4, op. cit., p.
83.
13
Juan Carlos Romero, catálogo Pancartas I, op. cit.
14
R. Barthes, La cámara lúcida, op. cit.
15
P. Ricoeur, op. cit., final del libro.
Trauma, remoción, anamnesis: la memoria del Holocausto (Apuntes) *

ENZO TRAVERSO

Es en virtud de una singular discordancia de los tiempos, los tiempos de la historia y


aquellos de la memoria, si el Novecientos ha sido el siglo de Auschwitz hasta su atardecer.
No fue durante la guerra, cuando los judíos eran exterminados en las cámaras de gas, sino
cincuenta años después, cuando el nazismo pertenecía ya a un pasado lejano.
Para que la palabra Auschwitz no fuese más simplemente la denominación alemana
de una ciudad de un campo nazi en Polonia sino un icono del siglo XX, fue necesaria una
mutación de nuestra manera de mirar al pasado, de reconocer las rupturas, de encontrarle el
sentido. Casi nadie, durante los años cincuenta y sesenta, habría considerado el exterminio
de los judíos como un evento central de la Segunda Guerra Mundial, aún menos del mundo
contemporáneo. En 1945, los campos de la muerte aparecían como uno de los aspectos
trágicos de una guerra que había dejado una enorme estela de ruinas, sufrimiento y
destrucción, golpeando la población civil de varios continentes, sin distinciones. Las
cámaras de gas eran percibidas, en la mayoría de los casos, como una dimensión
secundaria, sin cualidad, de la violencia nazi, en el contexto de una guerra desbordante de
horrores.
El genocidio de los judíos de Europa ocupa una posición marginal en los juicios de
la posguerra. Ciertamente, en el Holocausto está en el origen del concepto de genocidio,
acuñado durante la guerra por Raphael Lemkin, un jurista americano de ascendencia
hebreo-polaca cuyos esfuerzos llevaron a la resolución de la ONU sobre el genocidio de
1948. Durante el juicio de Nuremberg, el exterminio de los judíos se incluye en una nueva
categoría jurídica, aquella de “crímenes contra la humanidad”, pero viene finalmente
juzgado como un aspecto específico de los crímenes de guerra del nazismo. 1 En Polonia,
numerosos responsables de las masacres perpetradas en los poblados judíos (los shtetlakh)
son juzgados y condenados a muerte exclusivamente por causa de su rol en la represión de
la resistencia polaca. En Francia la deportación de judíos constituye una acusación
secundaria durante los juicios de depuración instruidos contra los colaboracionistas del
régimen de Vichy. 2 Maurice Papón, uno de los responsables de la deportación de los judíos
de Bordeaux, es rápidamente exculpado de toda sospecha y hasta transformado en
resistente. El escritor Robert Brasillach es condenado a la pena capital, reconocido culpable
de traición a la patria (“intelligence avec l’ennemi”), como conclusión de un juicio en el
que el antisemitismo de su diario, Je suis partout, es apenas señalado. 3
El contraste con la situación actual es sorprendente. El Holocausto es reconocido
hoy como uno de los episodios más trágicos de la historia de la humanidad y se ha
transformado en el paradigma de la violencia en el siglo XX, y en un sentido más amplio,
de la modernidad.

*
Traducción de Facundo Ezequiel Burgos Becchio.
Ocupa una posición de primer plano en la conciencia histórica del mundo occidental y nada
deja suponer que se trate solamente de un fenómeno coyuntural, efímero.
En los años cuarenta era inimaginable poder comenzar una carrera universitaria
preparando una tesis sobre el exterminio de los judíos ―las memorias de Raul Hilberg son
elocuentes al respecto― 4 mientras hoy este tema se ha transformado en una verdadera
disciplina científica. Los Holocaust Studies poseen sus propios centros de documentación,
sus propias bibliotecas, sus propias cátedras, y emplean a miles de investigadores y
estudiantes en el mundo, produciendo una masa de publicaciones que crece de manera
exponencial año con año. Más allá de la investigación histórica, la memoria de la Shoá está
vinculada a una masa considerable de obras de literatura y testimonios, de películas que se
dirigen a un amplio público, recurrentemente premiadas en festivales internacionales, como
La lista de Schindler, de Steven Spielberg o La vida es bella, de Roberto Benigni, o de
piezas teatrales y transmisiones televisivas. 5 Todos los países tocados directa o
indirectamente por el genocidio de los judíos adoptan su política conmemorativa,
conservando los restos de los campos de tránsito, de concentración y de exterminio,
instituyendo jornadas de la memoria, creando monumentos y museos. La deportación racial
ocupa hoy en el seno de la memoria colectiva ―ésta es una de las tantas paradojas de las
que abundan en la historia― un lugar bastante más grande de aquel reservado a la
deportación política, exactamente lo opuesto de lo que ocurría en la posguerra cuando,
durante las conmemoraciones oficiales, la valorización de los héroes ―los combatientes
antifascistas― eclipsaba ampliamente la atención dirigida hacia las víctimas anónimas. Por
decenios, los sobrevivientes del Holocausto no fueron escuchados. Hoy, para retomar la
fórmula de Annette Wiewiorka, hemos entrado en la “era del testigo”, ya sobre un pedestal,
celebrado como portador de virtud y sabiduría, 6 y el testigo es identificado, cada vez más,
con la figura de la víctima. Antes ignorados, los sobrevivientes de los campos de
exterminio son ahora, muchas veces independientemente de su voluntad, iconos vivientes.
Han sido colocados en una posición que no han escogido y en la que no siempre se
encuentran a gusto, como observaba Primo Levi en sus reflexiones acerca del sobreviviente
como antihéroe, el “peor” de los testigos. 7 El recuerdo de la Shoá ha sido sacralizado hasta
transformarse, como agudamente ha observado el historiador norteamericano Peter Novick,
en una especie de religión civil de Occidente, con sus lugares de memoria (los campos), sus
dogmas (el “deber de la memoria”), sus iconos (los sobrevivientes, transformados en
“santos laicos”) y sus ritos (las conmemoraciones y los museos). 8 Algunos historiadores
como Geoffrey Hartman no titubean al mencionar una “fetichización” del Holocausto. 9
Otros, como Arno J. Mayer, denuncian un “culto del recuerdo” transformado en “exagerado
sectarismo”, gracias al cual la masacre de los judíos se ha separado de las circunstancias
históricas del todo profanas que lo han generado para ser aislado en el seno de una memoria
anestesiada, sacralizada, y en última instancia mítica, cuyo respeto se impone como un acto
de fe sobre el que no se tolera ninguna reflexión crítica. 10
¿Cómo explicar esta impresionante diferencia entre la indiferencia del mundo de
ayer respecto del exterminio de los judíos y nuestra sensibilidad actual? Para contestar esto
es necesario ubicar diversos elementos entre los cuales se encuentra, en primer lugar, la
persistencia del antisemitismo en el seno de las sociedades europeas. La visión de los judíos
como una minoría excluida era parte del habitus mental de numerosos países. El lenguaje,
las maneras de pensar y de sentir no cambian de hoy a mañana: la Shoá ha tenido la
consecuencia de delegitimar para siempre el antisemitismo en Europa, pero este efecto no
fue inmediato. Al final de la guerra, el antiguo prejuicio impregnaba todavía las
mentalidades: en un continente en ruinas, parecía casi normal que los judíos sufrieran más
que los demás. El Holocausto se había perpetrado en un contexto de catástrofe generalizada
cuya percepción de su singularidad resultaba inevitablemente atenuada. No era fácil
detectar las especificidades de la “solución final” al final de una guerra que había dejado 50
millones de muertos, la mitad de estos civiles, y destruido ciudades enteras. 11 En el
momento en que los prófugos se contaban por millones, centenares de millares de
deportados (prisioneros de guerra, trabajadores forzados, resistentes, judíos) regresaban a
su patria, la diferencia entre los campos de concentración y aquellos de exterminio no era
inmediatamente visible ni siquiera para los sobrevivientes. Algunos testimonios de fuerte
resonancia como L’univers concentrationnaire, de David Rousset alimentaban la confusión
al respecto, 12 no ciertamente por voluntad de ocultarlo sino porque el conocimiento de los
dispositivos de la violencia nazi permanecía de manera superficial y su comprensión era
aún embrional.
La cultura antifascista europea, inclinada a celebrar la Liberación como un nuevo
triunfo de las Luces, conmemoraba a sus mártires atribuyendo a la resistencia una
dimensión mítica. Las víctimas del Holocausto eran naturalmente enrolados en la causa
nacional que hacía de los niños gasificados en Auschwitz pequeños héroes muertos por la
patria. El mito nacional permitía de esta manera remover un interrogante doloroso que
florecería más tarde: ¿por qué la Resistencia, no obstante el valor, la generosidad, la
tenacidad, el espíritu de sacrificio y a menudo el heroísmo de sus combatientes no trató,
salvo excepciones, de impedir la deportación de los judíos hacia los campos de exterminio?
¿Por qué no se sabotearon los convoyes? Hay que remarcar que, en esas fechas, los mismos
judíos aceptaban de buena manera desarrollar un rol de comparsas en la celebración de la
patria reencontrada. Su necesidad de reintegrarse a las diversas comunidades nacionales en
cuanto ciudadanos, en un nivel de paridad, tras años de exclusión y persecuciones, no
dejaba espacio a un ethos particularizado. Reivindicar la singularidad del crimen sufrido
hubiera parecido como un modo de perpetuar una antigua discriminación. Hasta los más
críticos, como el resistente sionista Henri Hertz que en 1945 había lamentado la ausencia de
testimonios judíos en el juicio del general Pétain, durante el cual el antisemitismo había
pasado decididamente a un segundo plano, expresaba un año después su satisfacción en las
páginas del órgano del Centre de Documentación Juive Conternporaine, Le Monde juif, por
el desarrollo del juicio de Nuremberg. 13 Gran acto simbólico de ruptura con el pasado, este
juicio se consideraba como una reparación suficiente. Vittorio Foa supo advertir este estado
de ánimo, escribiendo en sus memorias que “también los sobrevivientes, a partir de Primo
Levi, estaban sobre todo empeñados en reconstruir una vida normal, en encontrar una
familia y un trabajo”. 14
Algunos años después de la guerra, la transformación del contexto internacional
arroja las bases para una remoción más profunda de la memoria de Auschwitz. El estallido
de la Guerra Fría sacude los equilibrios políticos y modifica, en las diferentes áreas
geopolíticas, las formas de la elaboración del pasado. En el seno del bloque occidental,
Alemania cesa de ser percibida como heredera del nazismo para transformarse en un anillo
esencial del dispositivo atlántico. Su estigmatización como nación culpable, destinada a
perder su soberanía por mucho tiempo, a ser ocupada militarmente y reeducada por
decenios, deja lugar, en 1949, a la creación de la República Federal como bastión del
“mundo libre” contrapuesto al totalitarismo soviético.
La teoría del totalitarismo, con su simetría entre comunismo y nazismo, oscurece el
paisaje y contribuyen a poner el Holocausto entre paréntesis. En la República Democrática
Alemana, al contrario, es rápidamente edificada una memoria oficial que hace del
proletariado y de su vanguardia, el Partido Comunista, los enemigos exclusivos del
nazismo, ocultando así, a través de otras vías, el genocidio de los judíos como objetivo
específico del régimen nazi. 15 La cortina de hierro parece congelar la memoria en el
espacio público y el fin de la depuración favorece la rehabilitación de los ex nazis, algunos
de los cuales se incorporarán al poder en los gobiernos de Adenauer.
Auschwitz permanece como un tabú hasta el surgimiento, en los años sesenta, de
una nueva generación para la cual ―según una fórmula que los estudiantes toman prestada
de Theodor W. Adorno― 16 el peligro mayor no es el regreso del fascismo sino su
sobrevivencia en el seno de las instituciones de la RFA.
La transición del contexto de los años cuarenta y cincuenta a la situación actual, en
otros términos, el paso de la invisibilidad de Auschwitz a su omnipresencia en el espacio
público, no ha sido un proceso lineal. Diferentes momentos de ruptura lo han acompañado.
La memoria se declina siempre en presente, lo que determina las modalidades: la selección
de los eventos para recordar (y de los testimonios para escuchar), sus interpretaciones, sus
“lecciones”. La memoria no es jamás estática, inmóvil, petrificada como un monumento; es
más bien algo vivo, en continua mutación, como un proceso que se desarrolla a través de
diferentes etapas. Frecuentemente, mas no siempre, sigue un esquema que Henry Rousso y
Paul Ricoeur describieron de la siguiente manera: antes que nada un evento fundador y
discriminador, generalmente con trauma colectivo; luego una larga fase de remoción,
seguida, tarde o temprano, por una inevitable “anamnesis” (comúnmente definida,
recurriendo al lenguaje del psicoanálisis, como “regreso de lo removido”) que puede
transformarse a veces en obsesión de la memoria. 17
No se trata de un esquema normativo, pero numerosos ejemplos podrían confirmar
la pertinencia. En el caso del Holocausto, la reactivación de la memoria ha sido marcada
por algunos giros simbólicos. El primero, y sin duda el más importante, ha sido el juicio a
Eichmann en Jerusalén, en 1961. 18 A diferencia de Nuremberg, donde el genocidio de los
judíos se había diluido entre los crímenes de guerra, ahora uno de sus mayores responsables
estaba en el banco de los acusados, bajo la mirada de la opinión pública internacional (bajo
la mirada en sentido literal, puesto que se trata de uno de los primeros grandes juicios
seguidos por la televisión). Fue un momento catártico de liberación de la palabra, en el que
los sobrevivientes de los campos nazis pueden finalmente testimoniar en un aula, en
presencia de la prensa y frente a las cámaras del mundo entero. Eichmann se redujo al puro
símbolo del régimen que había conseguido y puesto en marcha el exterminio de los judíos;
su condena a muerte equivalía a una condena del nazismo en su conjunto.
La guerra de los Seis Días, en 1967, acentúa la anamnesis comenzada por el juicio
Eichmann. Se produce entonces una singular secesión: los judíos de la diáspora perciben el
conflicto como la amenaza concreta de una nueva aniquilación, mientras la opinión pública
de izquierda, junto a aquélla del tercer mundo, considera a Israel como un fenómeno
neocolonial y como un instrumento del dominio geopolítico estadounidense. 19
Independientemente de sus causas y de sus consecuencias (la ocupación israelí de los
territorios palestinos), este conflicto contribuye a hacer de la memoria de la Shoá un
problema ligado a la actualidad, frecuentemente favoreciendo proyecciones abusivas del
pasado sobre el presente. Para algunos el rechazo árabe de Israel enciende la antigua
exclusión antisemita, para otros las conquistas israelitas perpetúan la opresión del
imperialismo. Desconocedores de la historia europea del Holocausto, los árabes no pueden
ver a los judíos como víctimas (mucho sobrevivientes de los campos nazis llegan a Israel en
1948, en el momento en el que son expulsados los palestinos), mientras que los judíos
tienden a leer el conflicto árabe-israelí a través del prisma de la Shoá. El resultado es que
esta última no puede ser ubicada como un evento del pasado. Pertenece a un tiempo
“comprimido” cuya carga de pasiones, sentimientos y recuerdos no ha sido desactivada. 20
En Europa y en los Estados Unidos, la etapa sucesiva de la reactivación de la
memoria es un evento del todo banal como la difusión, en 1979, de una serie de televisión
norteamericana titulada Holocaust. Una generación completa es sacudida por este folletón
que actúa en última instancia como vector de una memoria cuyas condiciones estaban ya
maduras. Contemporáneamente, la mediatización del negacionismo de Robert Faurisson y
de sus seguidores, sobre todo en Francia, ha dramáticamente recordado que la Shoá no
puede ser reducida a un simple debate historiográfico. 21
Estas son las grandes etapas de un proceso que se articula en diferentes formas en
cada país, entrecruzándose con el pasado nacional de cada uno de ellos. En el caso de la
Alemania nazi, el esquema de Rousso y Ricoeur se desarrolla más o menos así: la guerra y
la derrota, la amnistía-amnesia de la era Adenauer, el “regreso de lo removido” a partir de
los años sesenta (el movimiento estudiantil), por último una obsesión que tocó su ápice,
alrededor de la mitad de los años ochenta, con el Historikerstreit sobre el pasado alemán
“que no quiere pasar”. Primero el “luto imposible” como reza el título de un famoso libro
de los años sesenta, 22 luego una reactivación de la memoria sobre la estela de los llamados
juicios de Auschwitz, seguidos por eventos significativos como las piéces de Peter Weiss
(La instrucción, 1963) y Rolf Hochhut (El vicario, 1965), y finalmente el enfrentamiento
frecuentemente traumático entre la generación del 68 y la de sus padres, adultos durante la
guerra. El Holocausto se impone así de manera duradera en el debate cultural y político
alemán. El Historikerstreit señalado en el debate entre el filósofo Jurgen Habermas y el
historiador conservador Ernst Nolte, ha contribuido a hacer del Holocausto un elemento de
redefinición de la identidad nacional alemana. 23
Contrariamente a lo que muchos temían en el inicio de los años 90, la reunificación
alemana no ha cambiado la página del pasado nazi, el cual continúa ocupando una posición
central en el debate cultural y político. Las polémicas alrededor del libro de Daniel J.
Goldhagen sobre los “carniceros voluntarios de Hitler” 24 sobre la muestra del Institut für
Sozialforschung de Hamburgo dedicada a los crímenes de la Wehrmacht, 25 o el encendido
enfrentamiento entre el portavoz de las comunidades israelitas alemanas Ignaz Bubis y el
escritor Martín Walser a propósito de la utilidad de recordar Auschwitz, indican que este
juicio no ha concluido en lo absoluto. 26
En el caso francés, el esquema es el siguiente: la guerra y la Liberación (depuración
y cambio de régimen), la remoción de los años 50 y 60 (donde triunfa el mito de una
Francia resistente, gollista y comunista), la anamnesis de los años setenta (comenzada por
algunos historiadores extranjeros como Robert O. Paxton, quienes por primera vez han
estudiado el régimen de Vichy como producto de la historia francesa y no solamente como
un incidente debido a la derrota y a la ocupación alemana), 27 y finalmente la obsesión de
los últimos veinte años (señalada por algunos eventos legales como los juicios contra Klaus
Barbie, el representante de las SS de Lyon, y Paul Touvier y René Bousquet,
respectivamente jefe de la milicia y responsable de la policía de Vichy, y finalmente contra
Maurice Papón, secretario de la prefectura de Gironda en el período 1990-44).
En Italia, donde el consenso antifascista ha sido por decenios un pilar de las
instituciones republicanas, la relectura histórica del fascismo, iniciada hacia la mitad de los
años 70, ha precedido el “regreso de 10 removido” en el curso de los años 90, con el fin del
sistema político nacido en 1945, la denominada “primera república”, y la legitimación de
los herederos del fascismo como fuerza gobernante. La anamnesis tomó entonces una
forma paradójica: por una parte el fin del olvido de las víctimas de la Shoá y, por otra parte,
la rehabilitación de las “víctimas” fascistas de la guerra civil que ensangrentó al país entre
1943 y 1945. El fin de los partidos y de las instituciones que encarnaba la memoria
antifascista creó las condiciones para el surgimiento, en el espacio público, de otra
memoria, antes silenciosa. De esta manera el fascismo ha sido reivindicado como una pieza
legítima de la historia nacional italiana mientras que el antifascismo, tras haber sido
celebrado por decenios como un rescate nacional, fue sumariamente rechazado como una
posición ideológica “antinacional”. El 8 de septiembre de 1943, fecha de la firma del
armisticio y del inicio de la guerra civil, se ha transformado en el símbolo de la “muerte de
la patria”. 28 El fin del olvido del antisemitismo de Estado y del exterminio de los judíos
coincidió entonces, ésta es la paradoja, con la rehabilitación de sus perseguidores.
En los Estados Unidos la memoria de la Shoá ha recorrido un camino igualmente
tortuoso. Primero la indiferencia durante la Guerra, seguida por los años de la Guerra Fría,
cuando Julius y Ethel Rosenberg fueron de los pocos en hablar de Auschwitz durante el
juicio que los condenó a muerte. 29 Luego el despertar del interés en el seno de la
comunidad judía ―el inicio de una anamnesis colectiva― en ocasión del juicio Eichmann,
acentuado durante la guerra de los Seis Días, en 1967, cuando en Israel pareció por un
momento resurgir el espectro de un nuevo Holocausto. Finalmente la obsesión de la
memoria a partir de los años ochenta, cuando el recuerdo de la Shoá se “americanizó”, a
través de la multiplicación de las cátedras de Holocaust Studies en las universidades pero
sobre todo gracias a su apropiación por parte de la industria del espectáculo hollywoodiana,
hasta llegar, en los años 90, a la creación de un Museo Federal del Holocausto en
Washington. Dicha “americanización” del Holocausto inevitablemente suscitó un
encendido debate, en el cual otras minorías, en primer lugar los afroamericanos, han a su
vez reivindicado el reconocimiento de la opresión sufrida en el pasado, lamentando la
inexistencia de un museo federal dedicado a las páginas más oscuras de la historia
americana como la esclavitud o el genocidio de los indios. 30 En su ensayo Regarding the
Pain of Others, Susan Sontag señaló este uso fuertemente selectivo de la memoria. El
Holocausto, ella escribe, ha sido “nacionalizado” y transformado en el vehículo de una
política de la memoria singularmente olvidadiza de los crímenes en los cuales América no
ha desarrollado el rol del liberador, sino más bien el de perseguidor. “Instituir un museo
que recuente aquel gran crimen que fue la esclavitud africana en los Estados Unidos sería
como reconocer que el mal estaba aquí. Los americanos prefieren en cambio imaginar que
el mal estaba allá, cosa de lo cual los Estados Unidos ―una nación única, la única que en el
curso de su historia entera no ha tenido líderes de probada maldad― carecen totalmente. El
hecho de que este país, como cualquier otro, tenga un pasado trágico no concuerda con la fe
fundacional, y aún omnipotente, de la excepcionalidad americana.” 31
Como ha evidenciado Tom Segev en The Seven Million, Israel también ha conocido
una larga fase de remoción de la Shoá en su primer diseño de vida, cuando los
sobrevivientes de los campos nazis eran marginados en cuanto víctimas, en las antípodas de
la imagen del judío pionero y combatiente permeada por la propaganda del nuevo Estado
redentor. 32 Tras el juicio a Eichmann, en 1961, la Shoá comenzó a modelar la conciencia
nacional. La memoria de Auschwitz se transformó en un elemento constitutivo de la
identidad israelí y ha sido ampliamente instrumentalizada por el Estado con el fin de
legitimar su política. A la auto representación original yshuvista de Israel como tierra de
pioneros y de “padres fundadores” ―ha agudamente subrayado Dan Diner― se ha añadido
otra representación, shoahcéntrica, que hace de Israel una respuesta y una reparación
respecto del genocidio nazi. En otras palabras, Auschwitz se transformó en una metáfora
para designar la “inseguridad” de las fronteras israelíes. 33
Aunque ha sido erigida en “religión civil” del mundo occidental, la Shoá permanece
entonces como un nudo conflictual del presente, como momento de condensación de
diferentes procesos: desde las interpretaciones del pasado (apologéticas o culpabilizadoras)
a la construcción de las identidades (judía, alemana, europea, israelí, etc.), pasando a través
de la petición de reparaciones materiales y simbólicas. A veces, como ya constatamos, se
vuelve un prisma de lectura de la actualidad. Es el destino de todas las memorias vivas, no
embalsamadas.
La historiografía ha seguido grosso modo los recorridos de la memoria,
frecuentemente entrecruzándose con ella, como ha mostrado el Historikerstreit y como
indica el rol desarrollado por los historiadores en los juicios y en las comisiones creadas por
los gobiernos para proceder a la evaluación de los daños y de las reparaciones, incluyendo
las continuas solicitudes por parte de los medios. No sería difícil demostrar que la
producción histórica sobre el nazismo dio un paso hacia adelante en el momento de la
anamnesis y alcanzó su apogeo en aquella “obsesión”. Al mismo tiempo la historiografía es
deudora de la memoria, de donde toma impulsos y estímulos, y su “custodia” en la medida
en que contribuye a modelada, orientada y legitimada. Ciertamente esta correspondencia no
es siempre lineal ―a veces historia y memoria pueden entrar en colisión― pero no puede
tampoco ser ignorada. Los historiadores no viven en un cuarto refrigerado, al resguardo de
las pasiones del mundo. Tienen una memoria, una cultura, valores, una experiencia vivida
que generalmente orienta y condiciona sus elecciones. Esto no impide desarrollar
investigaciones rigurosas y objetivas, ni adoptar, si es necesario una postura crítica auto
reflexiva, pero es mejor que estén conscientes de esta interacción entre el saber del que son
productores y la memoria de la sociedad en la que viven. 34 De esta manera podrán evitar
tanto proyectar anacrónicamente sobre el pasado la alabanza de su tiempo, cuanto cultivar
la ilusión de alcanzar una verdad definitiva.
DATOS BIOGRÁFICOS

Enzo Traverso nació en Italia en 1957. Vive en París desde hace veinte años y actualmente
es docente de ciencias políticas en la Université de Picardie Jules Verne. Publicaciones: La
Historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales (Herder, 2000), La
violencia nazi. Una genealogía europea (Fondo de Cultura Económica, 2003), Cosmópolis.
Figuras del exilio judeo-alemán (UNAM, 2004) y Los Judíos y Alemania (Pre-Textos,
2005).

NOTAS

1
Cfr. Donald Bloxham, Genocide on Trial. War Crimes Trial and the Formation of Holocaust History and
Memory, New York, Oxford University Press, 2001. Ver también Annette Wieviorka, Le procès de
Nuremberg, Caen, Éditions Ouest-France Mémorial, 1995, pp. 126-127.
2
Henry Rousso, “Une justice impossible: l’épuration et la politique antijuive de Vichy”, Vichy. Lévénement,
la mémoire, l’histoire, París, Gallimard, 2001, pp. 633-677.
3
Alice Kaplan, The Collaborator, University of Chicago Press, 2000.
4
Raul Hilberg, Unerbetene Erinnerung. Der Weg eines Holocaust-Forschers, Fischer, Frankfurt a.M., 1994.
5
Para una visión de conjunto, que incluya televisión, cine, fotografía y arte gráficas, ver Barbie Zelizer,
Visual Culture and the Holocaust, Rutgers University Press, 2001.
6
Annette Wiewiorka, L’ère du témoin, París, Plon, 1998.
7
Primo Levi, I sommersi e i salvati, Torino, Einaudi, 1986, pp. 63-64.
8
Cfr. sobre todo Peter Novick, The Holocaust in the American Life, New York, Houghton Mifflin, 1999, pp.
11, 199. Sobre el concepto de “religión civil”, distinto de aquel de “religión política”, ver particularmente
Emilio Gentile, Le religioni della politica. Fra democrazie e totalitarismi, Bari-Roma, Laterza, 2001.
9
Geoffrey H. Harrman, The Longest Shadow. In the Aftermath of the Holocaust, Bloomington, Indiana
University Press, 1994, p. 1.
10
Arno J. Mayer, Why Did the Heavens not Darken? The Final Solution in History, New York, Pantheon
Books, 1988, p. 16.
11
Consultar, entre la vasta literatura especializada, W G. Sebald, Luftkrieg und Literatur, Frankfurt a. M.,
Fischer, 2001.
12
David Rousser, L' univers concentrationnaire, París, Éditions de Minuir, 1945.
13
Henri Hertz, “Le drame juif à Nuremberg”, Le Monde juif, núm. 3, 1946. Ver también H. Rousso, “Une
justice imposible…”, p. 677.
14
Virtorio Foa, Il cavallo e la torre. Riflessioni su una vita, Turín, Einaudi, 1991, pp. 69-70.
15
Derlev Claussen, Theodor W Adorno. Ein letztes Genie, Frankfurt a. M., Fischer, 2003, p. 396.
16
Cfr. Enzo Traverso, Il totalitarismo. Storia di un dibattito, Milán, Bruno Mondadori, 2002, p. 98. (Trad. es.
Bs. As., El totalitarismo, Eudeba, 2001).
17
Paul Ricceur, La mémoire, l’ histoire, l’oubli, París, Seuil, 2000, p. 582. Ricoeur retorma el modelo
propuesto por Henry Rousso, Le syndrome de Vichy de 1944 à nos jours, París, Seuil, 1990.
18
Cfr. Annerte Wiewiorka, Le procés Eichmann, Bruxelles, Cornplexe, 1989, también la introducción de
David Bidussa a Rony Brauman y Eyal Sivan, Elogio della disobbedienza. A proposito di «Uno specialista»:
Adolf Eichmann, Turín, Einaudi, 2003.
19
Un ejemplo elocuente de esta escisión es el debate que se dio en Italia alrededor de un libro como I cani del
Sinai de Franco Fortini, Turín, Einaudi, 1967.
20
Cfr. Dan Diner, “Gestaute Zeir. Massenvernichtung und jüdische Erzählstruktur” Kreisläufe, Berlín, Berlin
Verlag. 1995, pp. 123-140.
21
Ver entre la amplia literatura sobre el tema a Pierre Vidal- Naquet, Les assassins de la mémoire. “Un
Eichmann de papier" et autres essais sur le révisionnisme, la Découverte, París, 1981, reeditado en 1987.
22
Alexander e Margarete Mirscherlich, Die Unfähigkeit zu trauern, München, Piper, 1968.
23
Historikerstreit. Die Dokumentation der Kontroverse um die Einzigartigkeit der national-sozialistischen
Judenvernichtung, München, Piper, 1987.
24
Dabiel J. Goldhagen, Hitler’s Willing Executioners. Ordinary Germans and the Holocaust, London, Little,
Brown, 1996.
25
Hamburger Insritut für Sozialforschung (Hg.), Verbrechen der Wehrmacht. Dimension des
Vernichtungskrieges 1941-1944, Hamburg. Hamburger Edition, 2002. Sobre la tormentosa historia de esta
muestra, cfr. Omer Bartov, “The Wehrmacht Exibition Controversy: the Politics of Evidence”, en O. Bartov,
A. Grossmann, M. Nolan, edit., Crimes of War. Guilt and Denial in the xxth Century, New York, The New
Press, 2002, pp. 41-60.
26
Die Walser-Bubis Debatte. Eine Dokumentation, Frankfurt a. M. Suhrkamp, 1999.
27
Robert O. Paxton, Vichy France: Old Guard and New Order, 1940-1944, New York, Knopf 1972.
28
Ernesto Galli della Loggia, La morte della patria, Bari-Roma, Laterza, 1999.
29
P. Novick, The Holocaust in American Life, p. 94.
30
Ibidem, p. 15.
31
Susan Sontag, Regarding the Pain of Others, London, Penguin Books, 2003.
32
Tom Segev, The Seventh Million. The Israelis and the Holocaust, New York, Hill & Wang, 1993.
33
D. Diner, “Cumulative Contingency. Historicizing Legitimacy in Israeli Discourse”, Beyond the
Conceivable. Studies on Germany, Nazism, and the Holocaust, Berkeley, Universiry of California Press,
2000, pp. 201-217.
34
Sobre el tema ver a Dominick La Capra, Representing the Holocaust. History, Theory, Trauma, Ithaca,
N.Y., Cornell University Press, 1994, como también las contribuciones recogidas por Micheal Brenner, David
N. Myers (Hg.), Jüdische Geschichtsschreibung heute. Themen, Positionen, Kontroversen, München, C.H.
Beck, 2002.
La catástrofe de lo cotidiano, la catástrofe apocalíptica y la catástrofe redentora: sobre Walter
Benjamin y la escritura de la memoria

MÁRCIO SELIGMANN — SILVA

"Escribir" la historia, (re)contar los "hechos'; interpretar el mundo: son todas tareas muy conocidas
para los que transitan por las "ciencias humanas': ¿"Cómo" se dan esos tres pasos, en realidad
indisociables? ¿Cuál es la modalidad de dicha escritura del espacio y del tiempo? Como se sabe,
todo esto puede variar de innumerables maneras. En una presentación esquemática de la cuestión,
podríamos pensar, grosso modo, en un modelo mimético —en el sentido más restringido de este
término, como imitatio —de la escritura de la historia que se opondría a otro, marcado no por el
paradigma de la "representación'; sino por el de la "presentación" que, pensando en términos
kantianos, es el único adecuado para las ideas estéticas. y éticas.

En este texto intentaré reflexionar sobre algunos aspectos de la concepción benjaminiana de


la escritura del tiempo/espacio que se articuló a partir de una modalidad escritural. De esta manera,
también estaremos enfocando otro aspecto, central para mí: el de la actualidad del pensamiento de
Benjamin. Me refiero a su teoría de la historia que, como veremos, es sobre todo una teoría de la
memoria. Ese aspecto de la obra de Benjamin ha sido de gran importancia en las actuales
discusiones e investigaciones acerca de la llamada "Literatura de Testimonio"¡ me re— fiero
sobretodo a la literatura producida a partir de la Shoá (a las obras de autores como Primo Levi, Jean
Arnéry, Aharon Appelfeld, Paul Celan, Jorge Sernprún, Robert Antelrne, Charlotte Delbo o Nelly
Sachs). También en ese punto Benjamin mostró estar adelantado para su época: creo que se trata del
pensador que nos puede dar mejores instrumentos para leer dichos textos de testimonio. Sí el arte y
la literatura contemporáneos tienen como centro de gravedad el trabajo con la memoria (o mejor
dicho: el trabajo de la memoria), la literatura de testimonio, a su vez, es la literatura par excellence
de la memoria. Pero no de simple rememoración, de "mernorialismo" Antes que nada, esa literatura
trabaja en el campo más denso de la simultánea necesidad de recordar y de la imposibilidad de
hacerlo para ésta, como ya tuve oportunidad de discutir en otros textos, no hay una mera oposición
entre memoria y olvido. 1 Benjamin —en la primera mitad del siglo xx y junto con otros intentos
más o menos aislados— intentó rever el proyecto moderno/ ilustrado, típico del siglo XIX —pero al
cual transcendió—, que reducía la relación con el pasado al registro de la Historiografía. Como
Gabriel Motzkin señaló, 2 la historiografía tradicional, tal como se expresó de modo más claro en el
Historicismo alemán, parte del presupuesto de que la historiografía puede subsumir la experiencia
privada/ personal del pasado (eliminando así la modalidad del testimonio)¡ para la misma, el pasado
tiene que restringirse a la ciencia del pasado (la historiografía), descartando de ese modo también la
memoria colectiva (y para Maurice Halbwachs, hay que recordar, la memoria es siempre
colectiva): 3 finalmente, para el Historicismo la conciencia temporal (ya sea del pasado, del presente
o del futuro) tiene que ser siempre histórica, descartando así la memoria individual. Contra

el Historicismo —que para Benjamin sólo reproducía la alienación 'entre la experiencia y el


individuo moderno— Benjamin reafirmó la fuerza del trabajo de la memoria que, al mismo tiempo,
destruye los nexos (en la medida en que trabaja a partir de un concepto fuerte de presente) y
(re)inscribe el pasado en el presente. Esa nueva "historiografía basada en la memoria" testimonia
tanto los sueños no realizados y las promesas no cumplidas, como también las insatisfacciones del
presente. Esa reescritura se da en estratos: en lugar de la límpida linealidad del recorrido ascendente
de la historia (de "Occidente'; de "Geist") tal como era des cripta en la historiografía tradicional,
encontramos un palimpsesto abierto a infinitas re—lecturas y re—escrituras. Intentemos ahora
aproximarnos más a ese modelo benjaminiano de la temporalidad y a su necesario e imposible
"registro”.

Walter Benjamin fue uno de los pensadores que más y mejor reflexionó, sobre la Historia y
su escritura. Sin embargo, me pregunto si sería correcto afirmar que tenía una "Filosofía de la
Historia". Fue, sin duda, un pensador y filósofo del tiempo, pero denominar su teoría "Filosofía de
la Historia" implicaría vincularlo a la tradición (sobre todo alemana) de Geschichtsphilosophie,
Filosofía de la Historia, o sea, al pensamiento de Herder, Kant y Hegel —para mencionar tres de los
principales representantes de esa tradición. Pero Benjamin nunca fue "sólo" un "pensador y filósofo
del tiempo": también era un teórico de las imágenes —y de la dimensión espacial de las mismas.
Tiempo y espacio no constituían para él— kantianamente— sólo la matriz transcendental de nuestro
modo de pensar; así como la Historia no era el discurrir lineal del tiempo rumbo a la sociedad
"perfectamente racional': Antes que nada, Benjamín estaba preocupado por establecer, o, mejor
dicho, por revelar el• elemento espacial que envuelve y detiene el tiempo. Su reflexión sobre la
Historia valoriza su interrupción puntual —determinada en un aquí y ahora; privilegia la cisura en
el tiempo: el verso/vuelta, la danza en zigzag y no la prosa lineal. El tiempo para él no es vacío, sino
denso, poroso—material. En sus manos la teoría de la Historia, antes vinculada a la ciencia de la
Historia, pasa a ser una teoría de la Memoria y asume los contornos de un trabajo más cercano al
artesanal, en el cual el "historiador" deja sus huellas digitales. El tiempo deja su marca en el
espacio; es telúrico, pesado: como en las esculturas y cuadros de un Anselm Kiefer. En ese sentido
ya no podemos hablar de mimesis en su sentido de imitatio, sino de otra modalidad de mimesis, que
Benjamin supo valorar como pocos: el mundo de las afinidades y semejanzas, que para él constituía
tanto la "magia" del lenguaje como fundamentaba la relación de cada ahora con

un determinado "acontecido" (V 578). 4

La Historiografía —con esa concepción de tiempo— deja de ser la narración de una historia
llena de acontecimientos y se deshace en fragmentos y astillas—, es decir: en ruinas. —Ruinas
representan aquí justamente la síntesis paradigmática entre tiempo y espacio; la ruina es una
imagen—tiempo. La visión —barroca— de la historia como una acumulación de ruinas —descripta
tanto en el libro sobre el drama barroco alemán, como en las tesis "Sobre el Concepto de Historia"
— indica un primer sentido del concepto de catástrofe que impregna toda la reflexión histórica de
Benjamín. Propongo que nos detengamos aquí en esta concepción de la Historia —y de lo
cotidiano— como catástrofe que convive en la obra de ese filósofo con una ambigua concepción de
la misma como ruptura absoluta —que en su polo negativo implica la destrucción y el desmorona—
miento de la Historia y en el positivo lleva a su redención integral.

1. LA HISTORIA COMO CATÁSTROFE


La teoría de la alegoría que Benjamin desarrolla en su libro sobre el drama barroco alemán resalta el
papel de ese tropo en la destrucción de la "falsa apariencia de totalidad" (1 352). Esa destrucción es
correlativa al "culto a la ruina" (1354) y al fragmento. Cuando, con el drama barroco [Trauerspiel],
la historia entra al escenario, lo hace como escritura. En el rostro de la naturaleza se encuentra la
palabra "historia'; escrita con las letras de lo transitorio. La fisonomía alegó rica de la naturaleza—
historia, puesta en escena con el Trauerspiel, está efectivamente presente como ruina. [ ... ] Lo que
ahí es escombros, el fragmento más significativo: ésta es la materia de la creación barroca. (I 353 s.)

Para el hombre barroco, podríamos decir usando una expresión extre— ma, la vida se
resume en la producción del cadáver. No sólo el mundo de! teatro barroco está dominado por la
triste figura ambigua del soberano que "agarra en sus manos el acontecimiento histórico”.5 En
realidad, en e! siglo XVII el escenario también penetra la Historia y uno de los modos de percibir
ese fenómeno consiste en observar el nuevo concepto de soberanía de esa época. El poder que las
teorías políticas le atribuían en aquel entonces al príncipe era fruto directo del pensamiento de la
Contrarre forma. Al Príncipe se le habían dado poderes absolutos pues su singular figura era la
respuesta a la visión de la Historia como Ausnahmezustand (Estado de Excepción, 1 246)."Quien
reina ya está desde el principio destinado a ejercer poderes dictatoriales, en un estado de excepción,
cuando este es provocado por guerras, revueltas u otras catástrofes:' El hombre barroco "está
obcecado por la idea de catástrofe, como antítesis al ideal histórico de la Restauración. Es sobre esta
antítesis que se construye la teoría del estado de excepción. [ ... ] Si el hombre religioso del Barroco
adhiere tanto al mundo, es porque se siente arrastrado con éste hacia el torrente. El Barroco no
conoce ninguna escatología; lo que existe, de por sí, es una dinámica que junta y exalta todas las
cosas terrenas, antes de que sean entregadas a la consumación" (1 246). Esa dinámica es la que está
en la base de la alegoría barroca como ejercicio de resignifición infinita de un mundo/significante
desencantado de cualquier sentido de totalidad. El hombre que siente que pronto caerá en el abismo
se agarra a la tierra como un último gesto de salvación. Sus garras —Griffe— son los conceptos
Be—griffe.

La alegoría en el siglo XIX, o mejor dicho, la alegoría baudelaireana, al no ser esta forma
de ningún modo la predominante en el siglo, 6 nace del sentimiento de transitoriedad que se
radicaliza con el advenimiento de la ciudad moderna. La ley de la ciudad —la ley de Hausmann, el
in— tendente de París que quiso rediseñar la fisonomía de su ciudad— es la de la constante
destrucción y construcción. El fotógrafo Eugene Atget —cuyas fotografías de París, en las cuales la
ciudad surge deshabitada, encantaron no sólo a los surrealistas, sino también al propio Benjamin—
documenta y testimonia con su "fotografía pura" una ciudad que se trans— formó en la ruina de sí
misma: en los textos que acompañan la impresión de sus fotos anotaba "va disparaitre" 7 Para
Benjamin "el interés originario por la alegoría no es lengual [sprachlich] sino óptico: 'Les images,
ma grande, ma primitive passion'" (1 686), afirmaba Baudelaire. En el poema "Le gout du néant"
constató melancólicamente que "Le Printernps adorable a perdu son odeur" (1641). El culto
baudelaireano a las imágenes es justamente la respuesta a la constante pérdida irreparable: 'Aquello
que se sabe que pronto no se tendrá frente a sí, se vuelve imagen” 8, afirmó Benjamin en "La París
del segundo Imperio en Baudelaire" ("Das París des Second Empire bei Baudelaire") de 1938. Este
sentimiento de lo efímero del mundo genera la melancolía, el 'spleen, que Benjamin define como "el
sentimiento que corresponde a la catástrofe en permanencia" (V 437). Aún más, también afirma
que: "La experiencia de la alegoría, que la detiene en los escombros [Trümmern], es propiamente la
de lo efímero eterno" (V 439). En lugar del sentimiento de continuidad del tiempo, se tiene la
sensación de ahogo en la avalancha de segundos: "los minutos cubren al hombre como copos de
nieve'; afirma él. Y continúa: "Ese tiempo es sin historia" 9 Es como si el individuo moderno hubiese
perdido el tren de la Historia: se hubiese quedado en la estación, paralizado. "¿Para qué hablarle de
progreso —se pregunta Benjamin— a un mundo que se hunde en la rigidez cadavérica [ ... ] Hay
que fundar el concepto de progreso en la idea de la catástrofe. Que todo 'continúe así; eso es la
catástrofe. Esta no es lo siempre inminente, sino lo siempre dado" (V; 592; 1 682 s.). El
historiador/alegorista benjaminiano es aquel que se dirige hacia las ruinas de la historia/catástrofe
para recoger sus escombros. Frente a esa visión de la historia, ya no hay lugar para la historiografía
tradicional —representacionista — que presuponía tanto una "distancia" entre el historiador y su
"objeto'; como también la figura correlativa del historiador como alguien presente a sí mismo y que
aseguraba con firmeza y competencia las redes de su saber.

Es esencial retener en la teoría de la alegoría de Benjamin esa con— fluencia entre la


transformación, por un lado, de lo real/ruina (es decir: de la Historia) en una escritura con imágenes,
jeroglífica (suma de imagen y lagos), que puede ser infinitamente re—inscripta, pero nunca
definitivamente traducida y, por otro, la visión del mundo dominado por un Ausnahmezustand,
Estado de Excepción (que Benjamin, hay que recordar, teorizó inspirado en otro pensador, a saber,
Carl Schmitt). Esa concepción de una escritura imagética jeroglífica, no por acaso, se encuentra en
el centro de la concepción freudiana de nuestro aparato psíquico (cf. sobre todo la última parte de su
obra Die Traumdeutung y el pequeño texto de 1924/25 "Notiz über den 'Wunderblock'"). En
Benja— min la Historiografía gana el carácter de un "aparato" muy semejante a nuestro "aparato
psíquico": el "pasado" se lee como una escritura que sólo se deja percibir en un determinado
"ahora': La concepción de Ausnahmezustand es central para nosotros, pues nos permite analizar la
literatura de los campos de concentración o lo escrito a partir de eso que fue una manifestación
máxima de la suspensión de los derechos, e! Tercer Reich alemán. En e! siglo xx, de alguna manera
<muestro» siglo así como el de Benjamín, una literatura que podemos denominar «literatura de!
trauma» también se escribió y se escribe a partir de otras catástrofes, como las que tuvieron lugar en
Latinoamérica, en África, en los países de la ex—Yugoslavia y en tantos otros lugares.

Freud, en efecto, es una referencia central en la visión benjaminiana de la historiografla


como una grafía de la memoria. Basado en e! ensayo "Sobre algunos temas en Baudelaire" (1939)
nuestro autor desarrolló una concepción del tiempo del presente como tiempo de shock. En la
modernidad, lo que antes era excepción —el shock — ahora es regla. Partiendo de una lectura del
texto de Freud, "Jenseirs des Lustprincips" (1921), 10 Benjamin destaca la incompatibilidad, en
nuestra economía psíquica, entre el sistema percepción/ conciencia y la memoria. Citando a Freud,
Afirma que "el consciente surge en el lugar de una impresión mnemónica." 11 No cabe aquí retomar
la teoría freudiana del trauma, aunque sí conviene notar cómo Benjamín traduce en términos
proustianos la ecuación que se deriva de ella: "Sólo puede volverse componente de la mémoire
involontaire" —afirmó— "aquello que no fue expresa y conscíentemenre 'vivenciado’ 12, aquello
que no le sucedió al sujeto como 'vivencia";" Erlebnis, término que opone a Erfahrung, experiencia.
El mundo moderno sería el mundo de los shocks y sus habitantes estarían totalmente en guardia
para atajarlos y, de ese modo, impedir el destrozo del Yo. Esa vi— gilia atenta también impide, para
Benjamín, la construcción de la auténtica experiencia, en la cual "entran en conjunción, en la
memoria, ciertos contenidos del pasado individual y del pasado colectivo”. 13 Él detecta la vivencia
del shock tanto en el transeúnte de la multitud (como en las figuras narradas por Poe en "El hombre
de la multitud"), como en la vivencia del obrero frente a la máquina, o la del peatón en medio del
tránsito. De aquí se desprende por qué para él "La catástrofe [tiene que ser vista] como el continuum
de la historia" (I 1244), o de una manera más seca: "La catástrofe es el progreso, el progreso es la
catástrofe" (I 1244). Si da una 'definición del presente como catástrofe" (I 1243) es porque,
justamente, "El ideal de la vivencia del shock es la catástrofe" (I 1182).

2. LA CATÁSTROFE DESTRUCTORA Y LA REDENTORA

Benjamín tenía una concepción del tiempo histórico que no puede ser separada de su concepción de
la escritura de la historia. El momento de esa escritura está marcado por la catástrofe. Así, en sus
"Comentarios a los poemas de Brecht" (1939), al discutir el comentario como forma, afirma: "Lo
que puede animamos a semejante intento es una comprobación de la que también podemos sacar
hoy ánimo para desesperamos: que el día que está por venir traiga consigo destrucciones de tal
alcance que nos veamos separados como por siglos de las producciones y textos de ayer" (II 540).
Una catástrofe sin precedentes sería responsable por tal corte en la Historia. Entre nosotros y
Benjamin podemos localizar ahora claramente una aniquilación sin límites. 14 Si para nuestro autor,
el presente era siempre un "presente catastrófico" y —además— una catástrofe cuali— tativamente
muy diversa, mucho más intensa y devastadora, afectaría en breve el curso de la Historia, ese corte
se concretizó en la Segunda Guerra Mundial; más específicamente: en la Shoá. Si "el ideal de la
vivencia del shock es la catástrofe'; ese ideal fue alcanzado con tal acontecimiento de una manera
inimaginable. Si Benjamin como lector del Barroco y de la Modernidad ya no podía pensar la
historia como representación, ahora con más razón nos encontramos con una visión de la historia
como ruina y aniquilación: que exige y se resiste a su (re)escritura.

Pero el concepto de shock/catástrofe en Walter Benjamin —como muchos de sus


conceptos— tiene una doble faz. Sólo podemos hacer justicia al inconmensurable trabajo de este
autor, que salvó el siglo XIX y buena parte de la tradición crítica y poética más allá de la catástrofe
de los años 30 y de la Segunda Guerra, si tenemos en cuenta esa tensión que marcó cada uno de sus
textos, todas sus frases y casi todas sus palabras. Su lenguaje testimonia ese pasaje por el
acontecimiento tal como Paul Celan lo describió: "Accesible, próxima y no perdida permaneció, en
medio de todas las pérdidas, sólo una cosa: la lengua. Sí, la lengua no se perdió a pesar de todo.
Pero tuvo que pasar entonces a través de la propia falta de respuesta, A través de un terrible
enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero. Pasó a través y no
tuvo palabras para lo que sucedió; pero pasó a través de lo sucedido. Pasó a través y pudo volver a
la luz del día, enriquecida' por todo ello.” 15 Para Celan la destrucción es catastrófica pero también
existe el "otro lado" del acontecimiento. También para Benjamin la lengua es al mismo tiempo
abismal —nacida de una falta— y sobreviviente de la catástrofe. La lengua es sobreviviente de la
catástrofe y es la única que porta tanto lo acontecido, como la posibilidad de traed o a nuestro ahora.
Esa actualización es en sí misma violenta. "La intervención [Zugriff] segura, aparentemente brutal
pertenece a la imagen de la 'salvación" (1 677). Esa salvación es el corte en el continuum de la
Historia que es visto como continuidad de la opresión (I 1244): "Marx afirma que las revoluciones
son las locomotoras de la historia del mundo. Pero tal vez esto sea totalmente distinto. Tal vez las
revoluciones sean el freno de la emergencia de la humanidad que viaja en ese tren" (I 1232). 16 A esa
interrupción de la Historia corresponde el gesto del Historiador/alegorista que también congela el
pasado en imágenes. El famoso concepto benjaminiano de imagen dialéctica es el resultado de esa
concepción de la historiografía como destrucción de la "falsa apariencia de totalidad": "Pertenecen
al pensamiento tanto la paralización [Stillstellen] como el movimiento de los pensamienros. 17Donde
el pensamiento se paraliza en una constelación cargada de tensiones, ahí aparece la imagen
dialéctica. Es la cisura en el movimiento del pensamiento [Es ist die Zasur in der Denkbewegung].
Naturalmente su lugar no es arbitrario. Hay que buscada, en una palabra, donde la tensión entre los
opuestos dialécticos se encuentre en su punto máximo.

Así, la imagen dialéctica es el propio objeto construido en la exposición histórica


materialista. Es idéntica al objeto histórico; justifica su arrancar hacia afuera del continuum del
trayecto de la historia" (V 595). Así como para el alegorista el mundo desvencijado de todo
significado ontológicamente determinado se transformaba en un conjunto de imágenes a las que
había que re—investir de sentido, del mismo modo el Historiador/ coleccionador ve la Historia
desmoronarse en imágenes cargadas de tensiones: él las despierta a partir de su ahora (V 578).
Además, Benjamin también define las imágenes dialécticas como "la memoria involuntaria de la
humanidad redimida" (I 1233). O sea, el ahora que está en la base del conocimiento de la Historia
estructura, para Benjamín, el reconocimiento de una imagen del pasado que, en verdad, es una"
imagen de la memoria. Ella se emparenta —afirma él— con las imágenes del propio pasado que
surgen frente a las personas en el momento de peligro" (I 1243). 18 En lugar de la búsqueda de la
representación (mimética) del pasado "tal como fue'; como las posturas tradicionales historicistas y
positivistas (en una palabra: representacionistas) de la Historia lo pos— tulaban, Benjamin quiere
articular el pasado históricamente apropiándose "de una reminiscencia". El Historiador tiene que
tener presencia de espíritu (Geistesgegenwart) para asir dichas imágenes en los momentos en que se
ofrecen: así puede salvarlas, paralizándolas (I 1244). Esa historia construida sobre la base de la
memoria involuntaria desprecia y liquida el "momento épico de la exposición de la historia'; o sea,
su representación según una narración ordenada monológicamente. "La memoria involuntaria no
ofrece [ ... ] un trayecto, sino una imagen. (De ahí el 'desorden' como el espacio—imagético de la
memoria involuntaria.)" (I 1243). 19 Esa imagen es leída por el Historiador y, por lo tanto, es una
imagen jeroglífica, una escritura: "Leer lo que nunca fue escrito" (I 1238), esas palabras del poeta
Hofmannsthal citadas por Benjamin podrían muy bien figurar como epígrafe en su obra.

A esa lectura que se guía por el ritmo caótico de la memoria involuntaria corresponde una
historiografía fragmentada (que no es simple mimesis de la omnipresencia del shock y del trauma en
la Modernidad, pues el historiador dirige su conocimiento a una intervención política 20 en su
presente). Benjamin incorpora a esa historiografía —orientada por el principio de similitud que
comanda la memoria— el principio artístico central de las vanguardias, a saber: el montaje (V 574).
Lo que cede bajo la fuerza destructora del principio del montaje es una cierta modalidad de la
tradición: la de la Würdigung als Erbe, de la apología como herencia, que Benjamin denomina
como modalidad catastrófica de la tradición, en la medida en que encubre los momentos frágiles en
los que la continuidad puede ser quebrada (V 591s.; I 1246). En el montaje del Trabajo de los
Pasajes los fragmentos habría que pegarlos como los fotogramas que componen una película. Ese
método ya lo había ensayado de forma brillante —aunque no tan radical— en su libro sobre el
drama barroco alemán pero, dicha vez, no bajo la égida del montaje vanguardista sino del mosaico
medieval (I 210).

3. LA TOPOGRAFÍA Y LA ARQUEOLOGÍA DEL TIEMPO

La traducción de las ruinas y fragmentos de la Historia —que decantan en imágenes de la


memoria— en forma de montajes de citas constituye una especie de reescritura barroca del tiempo
que tiende a una especialización de lo temporal. En Benjamín el tiempo se encuentra estallado; sólo
restan las ruinas donde la memoria pasa a habitar. El propio Yo es representado por una imagen
peculiar, el umbral, die Schwelle. 21 Se puede hablar de una verdadera idea fija de Benjamin por las
imágenes que representan el umbral —puertas, portones de ciudades, el despertar y los pasajes de
París constituyen las modalidades del umbral más reincidentes a lo largo de su obra (cf. V 139)—; 22
ésta no es de ninguna manera casual: el umbral y todas sus manifestaciones concretizan la
concepción benjaminiana de Ser como pasaje constante entre sus polos diferenciales: Ser como
traducción constante de sí mismo, diría Novalis.

Una de las consecuencias más importantes de esa noción espacial y densa del tiempo como
lugar de pasaje, como oscilar entre diferentes puntos, es la visión de la historiografía como una
actividad tanto topográfica como arqueológica. Las obras de Benjamin tienen como objetivo,
frecuentemente, cartografiar espacios —históricos, sentimentales e incluso conceptuales: pues para
él la historiografía topográfica es una modalidad de la Filosofía—, que constituyen especies de
móviles, montajes o la exposición de los escombros de la historia recogidos y coleccionados a lo
largo de esas expediciones. 23 Como Aby Warburg, Benjamín también tiene como objetivo
"descubrir, analizando el pequeño momento singular, el cristal de todo lo acontecido" (V 575). En
Berliner Chronik, primer intento más amplio de exponer su infancia, es donde ese procedimiento se
encuentra no sólo presentado en la práctica sino también teorizado. Aquí nos refiere su plan de
ejecutar una cartografía mnémica —y, por lo tanto, sentimental— de su Berlín, que culmina en un
método de corte y monta— je de la vida privada y urbana. La Crónica Berlinense se extiende como
un campo arqueológico: la ciudad de Berlín es re—descubierta excavando la memoria. Puntos
aislados, insulares, fragmentados —unos más brillan— tes, otros más opacos— ven la luz. No hay
sucesión cronológica. Sólo el espacio de los estratos geológicos. Gershom Scholem determinó que
"El concepto de tiempo del judaísmo es el eterno presente": 24 seguramente no estamos lejos de ese
concepto en las obras "arqueológicas" de Benjamino Es en el presente que conviven las imágenes
que se entrecruzan, se reflejan y se apagan nuevamente. 25

La búsqueda del tiempo perdido —o, en las bellas palabras de Krista Greffrath, la búsqueda
del tiempo de la infancia "en el cual no había tiempo perdido"— 26 no se da en la cronología, en la
lógica del tiempo, sino en el plano espacial. Hay una implosión del modelo de la autobiografía. La
vida se metamorfosea bajo la mirada benjaminiana en un proto paisaje: excavar —graben— ese
paisaje corresponde al trabajo del historiador—alegorista.
Si los recuerdos surgen, según Benjamín, como rayos, iluminaciones despertadas por
nuestro espacio/presente inmediato (VI 490), ellos están, por regla, aislados, pues, en la modernidad
la omnipresencia del shock impide una continuidad narrativa. Por otro lado el shock también puede
servir para conservar esas imágenes, que de esta manera quedan como petrificadas (VI 512 s., 516,
518) (y en ese sentido Benjamin se aproxima nuevamente al modelo freudiano del trauma). La
"placa fotográfica del recuerdo" 27 (VI 516), en la expresión de Benjamin, guarda las imágenes
independientemente del tiempo de exposición a las impresiones: lo decisivo es la intensidad que
adviene de los shocks, de los quiebres y las rupturas en lo habitual. El salto (Sprung) fuera de la
'catástrofe continua" es lo que determina la cristalización de las imágenes. Estas son ruinas, marcas
tanto de la destrucción como también de la conservación. Para Benjamín "la destrucción fortalece"
la eternidad de los destrozos. 28 Las ruinas del recuerdo, en parte enterradas, guardan lo olvidado que
impacta a aquel que recuerda por el secreto que encerraba."Tal vez lo que [ ... ] haga [lo olvidado]
tan cargado y lleno" —afirmó en su libro Infancia en Berlín— "no sea otra cosa que el vestigio de
hábitos perdidos, en los cuales ya no podríamos encontramos. Tal vez sea la mezcla con el polvo de
nuestras moradas demolidas el secreto que lo hace sobrevivir" (IV 267).

Cómo no reconocer en esa imagética y metafórica de Benjamin la exigencia de reconocer la


inexorabilidad de un profundo reordenamiento de la noción de "conocimiento': Nuestra historia—el
siglo xx con sus barbaries— implica tal revolución. Benjamin aproxima, como pocos, la realidad de
su época al ámbito del concepto —de una "conceptualidad" seguramente más densa, tanto en
términos lingüístico s como también imagéticos, y contaminada por lo "real": pero es ésa la
"lección" que Benjamin quería dejamos: no hay trabajo del concepto sin tener en cuenta el presente;
el mejor concepto es el que permanece todavía como imagen y no sucumbe a la ilusión de la
transparencia del lagos. Con Benjamin, por lo tanto, podemos leer y "rumiar" las palabras —nacidas
de la destrucción y del trauma— de un Paul Celan: "Niernand knetet uns wie— der aus Erde und
Lehm,/ niemand bespricht unsern Staub.! Niemand" ("Psalm": "Nadie nos volverá a amasar de
tierra y barro'; nadie conjurará nuestro polvo.! Nadie"). Como Benjamin, Celan también supo
trenzar y deshacer la trama del olvido y del recuerdo: "Setz deine Fahne auf Halbmast,/ Erinnrung.!
Auf Halbmast/ für heute und imrner" ("Schibboleth": "Pon tu bandera a media asta,/ recuerdo.! A
media asta/ hoy y para siempre"). 29 No hay más espacio para una teoría del conocimiento
independiente de la ética y de la estética: si para Benjamín "percibir es leer" (VI 32), lo que tiene
que guiar esa lectura es el pacto con el texto, el juego entre la lectura y la "Unlesbarkeit dieser/
Welt" —"ilegibilidad de este mundo.” 30 Si para Benjamin todo documento de cultura también es un
documento de barbarie, lo es en la medida en que testimonia —como un índice o una metonimia—
la catástrofe. Nos cabe a nosotros, lectores, saber dar oídos y boca al testimonio.

> DATOS BIOGRÁFICOS

Márcio Seligmann—Silva es doctor por la Universidad Libre de Berlín, post—doctor por Yale y
profesor de Teoría Literaria en la UNICAMP.

Publicaciones: Ler o Livro do Mundo. Walter Benjamin: romantismo e crítica poética Iluminuras,
1999), Adorno (PublíFolha, 2003) y O Local da Diferen~a (Editora 34, 2005); organizó los
volumen es Leituras de Walter Benjamin: (Annablume, 1999) y História, Memória, Literatura: o
Testemunho na Era das Catástrofes (UNICAMP, 2003) Y coorganizó Catástrofe e Representafáo
(Escuta, 2000). Tradujo obras de Walter Benjamin (O conceito de crítica de arte no romantismo
alemáo, Ilurninuras, 1993), G. E. Lessing (Laocoonte. Ou sobre as Fronteiras da Poesia e da
Pintura, Iluminuras, 1998), Philippe Lacoue—Labarrhe,jean—Luc Nancy,j. Haberrnas, entre otros.

»> NOTAS

1
Cf. los artículos donde he desarrollado esta cuestión: "Hisrória como Trauma" en Arrhur Nestrovski y
Márcio Seligmann—Silva, edir., Catástrofe e Representaráo, Sáo Paulo, Es— cura, 2000, pp. 3—98,
y'Apresenracáo da questáo" História, Memória, Literatura. O teltl' munbo na era das catástrofes, Campinas,
Editora da UNICAMP, 2003, pp. 45—58.
2
Cf. Gabriel Morzkin, "Mernory and Cultural Translarion', The trans/atabi/ity of Cu/turn, Stanford Budick,
Wolfgang [ser, edit., Stanford, Stanford U. Press, 1996, pp. 265—281. aquí, p. 277.
3
A pesar de reconocer la importancia de la obra de Maurice Halbwachs para la teoría deu memoria en el siglo
xx, concuerdo con la crítica que Carlo Ginszburg hace a su excesivo nacionalismo. Cf. Carlo Ginszburg,
"Shared Memories, Private Recollections', History & Memory. Passing into History: Nazism and tbe H%caust
beyond Memory, vol. 9, núm. 1/2, Fall, 1997, pp. 353—363.

4
Walter Benjamin, Gesammelte Schriften, Frankfurt a. M., Suhrkarnp, 1972. (Las referencias a las obras
completas de Benjamin se presentan entre paréntesis en el texto, indicándo— se tan sólo el número del
volumen en números romanos y el de la página en números arábigos.) Cf. en lo que atañe a l¡t cuestión de la
teoría de la historia de Benjamin en su relación con la teoría de las semejanzas, mi libro: Ler o Livro do
Mundo. Wa/ter Be'Uam,,: Romantismo e Crítica Poética, Sáo Paulo, Ilurrrinuras, 1999, pp. 146 Y sigo y 228
5
W. Benjamin, Origem do drama Barroco alemáo, trad. Sérgio Paulo Rouanet, Sáo Paulo, Brasiliense, 1984,
p. 88.
6
A visáo alegó rica que no século XVII era criadora de um estilo, já náo o era mais no século XIX.
Baudelaire estava isolado enquanto alegorista" I 690. ("La visión alegórica que en el siglo XVII era creadora
de un estilo, ya no lo era más en el siglo XIX. Baudelaire estaba aislado en tanto que alegorista" I 690.)
7
Cf. Francois Reynaud, "Píeces a conviction. Ce ne sont que des documents', Eugene Atget, París, Phoro
Poche, 1984. Benjamin, por su parte, denominó los Pasajes de París como siendo "Denkrnaler eines nicht
mehr seins" ("monumentos de un no ser más'; V 1001).
8
"Das, wovon man weiB, daB man es bald nichr mehr vor sich haben wird, das wird Bild', 1 590.
9
Walter Benjamín, Obras escolbidas, vol. 3, Sáo Paulo, Brasiliense, 1985—1989, pp. 136 Y sigo
10
Para una crítica de la lectura que Benjamín hace de este texto cf. principalmente Sérgio Rouanet, O :t.dipo e
o Anjo. Itinerários freudianos em Wa/ter Benjamin, Rio de Janeiro, Tempo Brasileiro, 1981, pp. 44—84. Para
una defensa (más convincente) de esta lectura cf. Cathy Caruth, Unclaimed Experience, Johns Hopkins,
Balrirnore/London, Un. Press, 1996. Benjamin no tiene en cuenta que para Freud las excitaciones capturadas
por el Reizschutz, o para—excitaciones, no tienen un carácter necesariamente traumático. (Cf. Rouanet,op.
cit., p. 73.) Por otro lado, el traumatizado para Freud no es alguien que "ha perdido la memoria" como
Benjamin da a entender, sino aquel que tiene memoria en exceso debido a una sobre—excitación que se ha
vuelto traumática al penetrar en las para—excitaciones. (El propio Benjamin observa esta fijación en la
escena traumática: "La investigación de Freud fue ocasionada por un sueño típico de los neuróticos
traumáticos, sueño este que reproduce la catástrofe que los alcanzó'; pero la limita a las manifestaciones
inconscientes. Obras escolhidas, op. cit., vol. IlI, p. 109.) Benjamin, mientras tanto, está en lo correcto en la
medida en que establece una "antropología cultural" en la cual detecta una polaridad entre la memoria y la
vigilia en la vida moderna. (Caruth, op.cit., pp. 114 y sig.)
11
Walter Benjamin, Obras escolhidas, op. cit., vol. lII, p. 108.
12
Idem.
13
Ibid., p. 107.
14
CE. Peter Rautmann, "Nach der andauernden Karastrophe" Passagen nach Walter Benja— min, Passages
[D'] aprés Walter Benjamin, Victor Malsy, Uwe Rasch, Perer Rautmann y Nicolas Schalz edir., Mainz,
Verlag Hermann Schmidt, 1993, pp. 110—119.
15
Paul Celan, "Ansprache anlasslich der Entgegennahme des Literaturpreises der Freien Hansestadr Brernen"
en Gesammelte Werke, vol. lII, Frankfurt a.M., Suhrkamp,1983, pp. 185 Y sigo
16
CE. también, en lo que atañe a esta noción de una catástrofe positiva, la octava tesis "Sobre o Conceito de
História": ''A tradicáo dos oprimidos nos ensina que o 'Estado de excecáo' (Ausnahmezustand) no qual nós
vivemos é a regra. Precisamos atingir um conceito de História que corresponda a isso. Enráo teremos diante
dos nossos olhos como o nosso problema (Aufgabe) a producáo de um autentico Estado de Excecáo, e assim a
nossa posicáo na luta contra o Fascismo irá rnelhorar," ("La tradición de los oprimidos nos enseña que el
'Estado de excepción' en el cual vivimos es la regla. Precisamos alcanzar un con— cepto de Historia que
corresponda a esto. Entonces tendremos delante de nuestros ojos, como un problema nuestro, la producción
de un auténtico Estado de Excepción; y, de esta manera, nuestra posición en la lucha contra el Fascismo
mejorará:') Esta concepción de una catástrofe positiva—redentora: "die Katasrrophalitar der Erlosung' ("la
catástrofe de la Redención"), fue analizada en diversas ocasiones por Gershom Scholem. Cf. p. ej.: "Zum
Versrandnis der messianischen Idee im judentum', Ober einige Grundbegriffe des Judentums, Frankfurt a. M.,
Suhrkamp, 1970, pp. 121—167; Y "Erliísung durch Sünde" Judaica 5. Erliisung durch Sünde, Frankfurt a. M.,
Suhrkamp, 1992, pp. 7—116.
17
Esta concepción une tanto la visión de Diderot —para quien el pensamiento funciona según un tableau, en
la copresencia de muchas ideas— como la de Bergson, que veía el pensa• miento embebido en la durée.
18
En lo que atañe a esta concepción de peligro cf. evidentemente las tesis "Sobre o conceirc de Hisrória" y e!
siguiente fragmento del Passagen— Werk: "Dehnicóes de conceitos funda— mentais da história: A catástrofe
—ter perdido a oportunidade: o momento crítico— o sra— tus quo amea~a conservar—se; o progresso —as
primeiras medidas revolucionárias'V 593. ("Definiciones de conceptos fundamentales de la historia: La
catástrofe —haber perdido la oportunidad; e! momento crítico— e! status qua que amenaza conservarse; e!
progreso —las primeras medidas revolucionarias" V 593.) Cf., todavía, V 595.
19
En cuanto a este desorden cf. e! fragmento de! "Zenrralpark": "A salvacáo liga—se ao peque• no salto
[Sprung) na catástrofe continua" I 683. ("La salvación se prende al pequeño salto en la catástrofe continua" I
683). Ese salto —Sprurlg— es e! salto de tigre en dirección al origen —Ursprung— del cual la décima cuarta
tesis "Sobre o conceito de História" habla, r 701.
20
Cf."La política conquista e! primado por delante de la historia. En verdad los 'hechos' hisró— ricos se
vuelven algo que ha acabado de surgir para nosotros: aprehenderlos es una cues— tión de rememoración. Y el
despertar es el caso ejemplar de la rememoración:' ("Politik erhalt den Primat über die Geschichre. Und zwar
werden die historischen 'Fakten' zu einem uns soeben Zugesto&nen: sie fesrzustellen, isr die Sache der
Erinnerung. Und Erwachen ist der exemplarische Fall des Erinnerns". V 1057.) Más adelante trataré e!
concepto de 'despertar"
21
Benjamin realiza una diferenciación, importante dentro del "diccionario" de su cartografía del tiempo, entre
el umbral y la frontera al definir el Pasaje: "Como soleira, náo como fronteira: deve—se diferenciar do modo
mais exato a soleira da fronteira. A soleira é urna regiáo. A saber, uma regiáo de passagem. Mudanca,
passagem, fuga (?) encontram—se na palavra soleira" V 1025. ("Como umbral, no como frontera: se debe
diferenciar del modo más exacto el umbral de la frontera. El umbral es una región. A saber, una región de pa•
saje. Cambio, pasaje, fuga (?) se encuentran en la palabra umbral V 1025.)
22
Cf. en lo que atañe al tema de! umbral en la obra de W. Benjamin: Winfried Menninghaus,
Schwellenkunde; Walter Benjamins Passage des Mythos, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1986.
23
La imagen de la hist~ria como una acumulación de escombros tiene uno de sus orígenes en la mística
Cabalista. Benjamin describió esta visión de la historia como catástrofe en su ensayo sobre la traducción e
indicó en qué medida esa actividad procura no una copia de lo "comunicado" en la lengua de partida sino una
salvación in tato de los escombros: "Assim como cacos de um vaso para serem reencaixados devem seguir
uns aos outros nos mínimos detalhes, mas náo devem ser iguais, assim a traducáo ao invés de se igualar ao
sentido do original, deve antes reconstruir com amor na própria língua o seu modo de intentar até os mínimos
detalhes para tornar, desse modo, ambas [línguas) reconhecíveis como cacos e ruÍnas de um vaso, como
ruinas de uma linguagem maior', IV 18. ("AsÍ como los escombros de una vasija deben, para ser re—
encajados, seguirse los unos a los otros en los mínimos detalles aunque sin deber ser iguales, así la traducción
en lugar de igualarse al sentido original, debe más bien reconstruir con amor en la propia lengua su modo de
intentar hasta los mínimos detalles para volverse, de este modo, ambas [lenguas) reconocibles como
escombros y ruinas de una vasija, como ruinas de un lenguaje mayor".IV 18.)

24
Gershom Scholem, "95 Thesen über Judentum und Zionismus', Gershorn Scholern. Zwisehen den
Disziplinen, Peter Schafer y Gary Smith, edit., Frankfurt a. M. Suhrkamp, 1995, pp. 289—295, aquí p. 294.
25
En el libro Rua de Máo Oniea leemos un fragmento bajo el título "Torso" que desdobla la imagética de la
Crónica Berlinensei "Sornente quem soubesse considerar o próprio passado como fruto da coacáo e da
necessidade seria capaz de faze—lo, em cada presente, valio— so ao máximo para si. Pois aquilo que alguém
viveu é, no melhor dos casos, comparável a bela figura a qual, em transportes, foram quebrados todos os
mernbros, e que agora nada mais oferece a náo ser o bloco precioso a partir do qual ele tern de esculpir a
imagem de seu futuro" Obras escolhidas, op.cit., vol. Ir, pp. 41 Y sigo ("Solamente quien supiese consi—
derar el propio pasado como fruto de la coacción y de la necesidad sería capaz de hacerlo, en cada presente,
valioso al máximo para sí. Pues aquello que alguien vivió es, en el mejor de los casos, comparable a la bella
figura a la cual, en transportes, le fueron quebrados todos los miembros, y que ahora no ofrece nada más a no
ser el bloque precioso a partir del cual él tiene que esculpir la imagen de su futuro': Obras eseolhidas,
op.cit.,vol. Ir, pp. 41 Y sig.) El pasado es una imagen mutilada, torso: un mixto indisociable de recuerdo y
trabajo del tiempo, olvido. El presente del arqueólogo/ coleccionador guía su mano en este trabajo (al parecer
casi psicoanalítico) "di levare" ("de quitar") —y no "di porre" (de colocar")— de las capas geológicas que
llevan a estos torsos.

26
Krista Greffrath,"Proust et Benjamín" en Heinz Wisrnann, edit., Walter Benjarnin et Paris, París, Les
Éditions du Cerf 1986, pp. 113—131, aquí p.113.
27
En relación a esta comparación entre la memoria y la fotografía cf. la frase de André Mon— glond que
Benjamin citó más de una vez: "Se quisermos conceber a Hisrória como um texto, entáo vale para ela o que
um novo autor fala sobre textos lirerários" I 1238. ("Si queremos concebir la Historia como un texto, entonces
vale para ella lo que un nuevo autor dice sobre los textos literarios': I 1238. ("'Le passé a laissé de Iui=mérne
dan s les rexres littéraires des images comparables a celles que la lurniere imprime sur une plaque sensible.
Seul J'avenir possede des révélateurs assez actifs pour fouiller parfaitement de tels clichés. Mainte page de
Marivaux ou de Rousseau enferme un sens mystérieux, que les premiers lecteurs ne pouvaient pleinement
déchiflrer'" V 603. Y Benjamin le agregó a este trecho: "O método histórico é um método filológico, no qual
o livro da vida está na base. 'Ler o que nunca foi escrito' é afirmado em Hofmannschal. O leitor no qual
deve—se pensar aqui é o verdadeiro historiador': I 1238. ("El método histórico es un método filo— lógico, en
el cual el libro de la vida está en la base. 'Leer lo que nunca fue escrito' se afirma en Hofmannsrhal. El lector
en el cual se debe pensar aquí es el verdadero historiador" (I 1238.) Vale la pena recordar que Freud, en su
continua búsqueda de un modelo para explicar/traducir nuestro aparato psíquico, lo comparó no sólo a un
microscopio, a un telescopio y al "bloque mágico'; sino también a un aparato fotográfico. (Cf. Die
Traumdeutung, en Studienausgabe, vol. II, Frankfurt a. M., Fischer, 1972, p. 512).

28
Walter Benjamín, Obras escolhida«, vol. II, op. cit., p. 47.
29
P. Celan, Gesammelte Werke, op. cit., vol. I, pp. 131 e 225. Traducción de "Shibbolerh" de José Ángel Val
ente, Lecturas de Pau/ Celan: Fragmentos, Barcelona, Ediciones de la Rosa Cúbica, 1995, p. 29. Traducción
de "Salmo" de J. Francisco, E. Hernandez y P. Celan, Madrid, Poemas, Visor, 1972, p. 61.
30
Celan, op. cit., vol. II, p. 338.
Tumbas de papel.

Estrategias del arte (y de la memoria) en una era de catástrofes

MARÍA ANGÉLICA MELENDI

Donde yo nací -un pueblito remoto en el fondo de un valle-, los ancianos

seguían pensando que los muertos necesitan atención ... Si no se los atendía, los

muertos podían cobrar venganza sobre los vivos.

Sebald

Uno debería haber estado entre los moribundos, sentado aliado de los muertos en

un cuarto con las ventanas abiertas de par en par ... Y eso todavía no es suficiente

para tener memorias. Porque el recuerdo no es memoria hasta que no se haya vuelto

sangre dentro de nosotros, hasta que nos encuentre y nos llame, desconocido y, sin

embargo, parte de nosotros mismos ...

Rilke

1.

En las primeras décadas del siglo xx, el proyecto de la modernidad privilegió el futuro y
propició tácticas radicales de ruptura con la tradición. En consecuencia, las artes visuales se
sintieron liberadas de sus ligas más profundas con el mundo. La autonomía del arte,
proclamada como un ideal desde el siglo XVIII, parecía aspirar no solamente a la
abstracción formal, si no, sobre todo, a un distanciamiento estetizado entre el objeto y su
representación. A partir de esa situación, las vanguardias del siglo xx pretendieron crear
para el arte un espacio incontaminado, donde no habría, prácticamente, lugar para
narrativas. Sin embargo, al final de los años 80, fue posible detectar, junto al agotamiento
de ese paradigma, uno de sus productos residuales: la incapacidad de varios segmentos del
arte contemporáneo para atender a las demandas de una sociedad que comenzó a exigir
estrategias para testimoniar los hechos catastróficos del pasado reciente.

Con el objetivo de interrogar a las imágenes y los objetos del arte a partir de esa
falla mnésica, la agenda del siglo XXI impone un retorno al pasado, un intento de
aproximarse nuevamente a lo real. Cuestionar esta fractura podrá permitimos discriminar
entre lo mediato y lo inmediato, entre la experiencia vivida y lo experimentado en términos
de lenguaje y recuperar, para el espacio del arte, los restos de una tradición reprimida.

El deseo de memoria que impregna nuestra cultura impone al arte la renovada


necesidad de abordar una simultaneidad de recuerdos y olvidos, de presencias y ausencias.
Este ansia de memoria toma cuerpo y se reconoce en la fascinación por aquello que —visto,
vivido el experimentado en retardos—, la nutre intelectual y sensitivamente.

De acuerdo con Andreas Huyssen, el discurso de la memoria comienza a activarse


en los años 80, sobre todo en Europa y en los Estados Unidos, a partir del debate sobre la
Shoá, incentivado por la serie televisiva Holocausto y por los "aniversarios alemanes”. 1 La
asimilación -en muchos sentidos problemática- del terrorismo de estado en América Latina
a la Shoá ayudaría a pensar en las maneras en que la memoria de esas catástrofes podría ser
conservada y conmemorada en los espacios urbanos a través de la arquitectura y del arte.
En el caso específico de la Argentina, los atentados contra entidades judías, cuyas
investigaciones fueron dificultadas por el gobierno Menem, contribuyen a mantener esa
asimilación.

Por otro lado es necesario destacar que durante los procesos dictatoriales latinoamericanos,
algunos artistas se empeñaron en crear un arte de resistencia que desvendase y denunciase,
a partir de la opresión vivida, las trampas del poder. En Chile, el grupo de artistas conocido
como Escena de avanzada -Carlos Altamirano, Catalina Parra, Eugenio Dittborn, el grupo
CADA, Juan Dávila y otros- reformularon, desde el final de los años 70, las prácticas
artísticas, al desplazar los soportes tradicionales del arte hacia el cuerpo del artista y hacia
la ciudad. 2 El cuerpo (y la ciudad, como cuerpo social), castigado físicamente por la
violencia, se constituyó como el espacio privilegiado de ritualización del dolor, un lugar de
trasgresión física y social. Podrían también leerse, a través de ese prisma crítico, las
prácticas de ciertos artistas brasileños de ese período —Hélio Oiticica, Lygia Clark,
Antonio Manuel, Arthur Barrio, Cildo Meireles, entre otros.

Los artistas chilenos de la Escena de Avanzada operaron a través de una sucesión


imbricada de memorias y contra memorias que se debatieron contra el olvido en el afán de
unificar los sentidos fragmentados y diseminados. De acuerdo con Richard, en la
posdictadura, "mientras el arte del exilio desea la Historia como plenitud y trascendencia,
las prácticas generadas en Chile, trabajaron con una temporalidad histórica no sólo
desprovista de toda heroicidad sino en rigor, inenarrable”. 3

En Chile, dos momentos del arte, el del exilio y el de la resistencia, se confrontaron


a partir de dos concepciones de 10 histórico. Los que regresaron apostaron a la historia
como continuum lineal de sentido; los que permanecieron constataron la existencia de una
temporalidad despedazada a través de la cual intentaron rearticular pérdidas y fallas." 4
Un dilema similar se abrió en la Argentina ante la urgencia de mantener activada la
memoria de las víctimas del terrorismo de estado: la oposición entre un segmento de la
sociedad fuertemente identificado con los recursos de la mimesis simbólica abstracta, de la
representación naturalista o referencial y las prácticas efímeras, conscientemente
escamoteadas o dispersas en el espacio individual y social —cuerpo y ciudad—, defendidas
por artistas que operan a través de tácticas de resistencia cultural.

En el enfrentamiento entre esas dos posturas —una completamente inmersa en el


campo tradicional de la Historia y de las Bellas Artes, la otra claramente diseminada en un
ámbito comunitario de resistencia— se abre un debate crucial para la cultura
contemporánea: hasta cuándo y de qué manera es posible recordar los desastres del pasado
inmediato y cuáles serían las estrategias efectivas del arte y de la memoria para mantener
vivo y activo el recuerdo de esos acontecimientos en las generaciones futuras.

2.

La palabra latina monumentum deriva de la raíz indo-europea *men —pensar— que


designa, por oposición a corpus —cuerpo—, la actividad del pensamiento; *men- es tener
presente en el espíritu y, por lo tanto, recordar. Así el imperativo memento -acuérdate-
señala una de las funciones esenciales del espíritu, memini: la memoria. Monumento, por lo
tanto, designaría una obra de arte visual o escrita cuya finalidad sería contribuir a la
perpetuación de personas o acontecimientos relevantes en la historia de una comunidad o
de una nación.

El monumento siempre estuvo impregnado por los deseos de continuidad de las


sociedades históricas que, a través de él, reenviaban para el presente el legado de la
memoria colectiva: los relatos no escritos o escritos fragmentariamente de aquello que no
debería ser olvidado.

En el siglo XIX, las revoluciones política, económica e industrial cuestionaron las


certezas de los tiempos precedentes tornando imprescindible la recreación de un discurso
sobre los orígenes. La afirmación del concepto de nación, imaginado y legitimado a través
de la construcción de memorias localizadas en un pasado distante, exigía una
materialización simbólica que sirviese para su propagación en un futuro ilimitado.

Entre los emblemas que contribuyeron a construir la cultura moderna del nacionalismo,
Benedict Anderson destaca los monumentos —túmulos o cenotafios— al Soldado
Desconocido. Ellos serían los símbolos paradigmático s del nacionalismo, pues reforzarían
la profunda afinidad existente entre la iconografía nacionalista y la religiosa. Aunque estas
tumbas estén despojadas de restos mortales identificables o de almas inmortales, están
saturadas de imaginarios nacionales fantasmáticos ... 5
Pensar en la fuerza de esos imaginarios nacionales fantasmáticos conduce, muchas veces, a
confundir el monumentalismo con el fascismo. Sin duda, la identificación peyorativa de lo
monumental en la contemporaneidad tiene relación con los delirios arquitectónicos de los
totalitarismos de la primera mitad del siglo xx y, más tarde, de las dictaduras
latinoamericanas y de los gobiernos autoritarios del medio oriente. Las indagaciones que
esa identificación propone son, al mismo tiempo, éti- cas y estéticas, políticas y sociales, y
para responderlas es fundamental reflexionar sobre el monumento como categoría, sobre
sus presupuestos espaciales y sobre todo, temporales.

Andreas Huysssen nos recuerda que la monumentalidad es histórica- mente tan


contingente e inestable como cualquier otra categoría estética:

Si lo monumental siempre puede ser grandioso e impresionante, trayendo anhelos de


eternidad y de permanencia, está claro que diferentes períodos históricos tendrán
opiniones distintas sobre lo que sería imponente, y su deseo por lo monumental será
diverso tanto en cualidad cuanto en cantidad. 6

Aceptar nuestros deseos de monumentalidad e historiar esa categoría nos permitiría


avanzar en un recorrido que propusiese iluminar la doble sombra del monumentalismo
kitsch del siglo XIX y del belicoso anti-monumentalismo común al modernismo y al pos-
modernismo. 7

La llamada que ejercieron sobre la sociedad las formas de monumentalidad del siglo
XIX —diseminadas a lo largo de la primera mitad del siglo xx—, como consecuencia de las
exigencias de la cultura burguesa frente a la necesidad de fundación y afirmación de los
estados nacionales, parece haber perdido, para nosotros, todo su poder de seducción. Sin
embargo, la noción del monumento permanente y eterno retorna triunfante en las últimas
décadas. 8

Esos memoriales, sin embargo, se caracterizan por desviarse del paradigma


tradicional del monumento para la celebración del triunfo heroico de un pueblo o la
glorificación de un individuo de vida o muerte ejemplares. Esos monumentos se yerguen
para conservar viva y activa la memoria de catástrofes, de atentados, de genocidios, de
masacres. Como lugares de denuncia de crímenes contra la humanidad, su función es
conservar los recuerdos del sufrimiento de los muchos hombres y mujeres que pasaron por
esas terribles experiencias.

Los memoriales y monumentos legitimados por la sociedad contemporánea se


apropian de un modelo formal (un estilo, una escritura) que puede ser caracterizado como
residuo de las tradiciones minimalista y conceptualista nacidas en los años 60. Los
monumentos que, de acuerdo con el cánon retórico, debían ser construidos en stilus gravis,
plenos de representaciones figurativas alegó ricas e narrativas, se metamorfosearan hoy en
muros lisos o en simples volúmenes prismáticos marcados, apenas, por breves
inscripciones. El esencialismo minimalista, con su pietas alegórica, parece ser el mejor
espejo de la memoria para el mundo contemporáneo, pues consigue advertimos sobre el
sentido constantemente fluctuante y mutable de la historia. Si las prácticas artísticas
tradicionales se demostraron ineficientes en la tarea de recordar y, sobre todo, de re-
presentar las catástrofes de nuestro tiempo esas paredes desnudas con sus inscripciones
fragmentarias son las lápidas borradas donde conseguiríamos proyectar nuestras memorias
más profundas y más oscuras. Edificados en un mundo que cambia rápidamente, esos
monumentos intentan, paradójicamente, fijar memorias que se resisten a ser fijadas.

Debemos señalar que, en la actualidad, el impulso de preservación de la memoria de


la tragedia es inmediato, pero lo sigue una todavía más inmediata obliteración del lugar de
la tragedia. En ese proceso se destruyen las ruinas - del Murrah Building, en Oklahoma, del
World Trade Center, en New York, del presidio de Carandiru, en Sáo Paulo- para construir
el memorial.

La cuestión persiste: ¿apagar los rastros es olvidar? Para Lyotard,

...solo puede olvidarse, en el sentido corriente, lo que pudo inscribirse, porque podrá
borrarse. Pero lo que no está escrito ( ... ) eso no se puede olvidar, no se expone al olvido;
eso sigue presente -sólo- como un afecto que ni siquiera se consigue calificar, como un
estado de muerte en la vida del espíritu … 9

El autor cree en la inscripción -en palabras, en imágenes-, como única forma de


restauración. Nos advierte, sin embargo, que una cosa es representar -escribir, dibujar,
construir, filmar, fotografiar- para salvar la memoria, y otra el intento de preservar el resto -
lo olvidado inolvidable- en la escritura o en el arte. 10

En consonancia con este pensamiento, sectores del arte y la sociedad parecen


proponer otra concepción de la monumentalidad, que considera que lo que debe ser
recordado se manifestaría a través de un impulso de impermanencia que niega cualquier
posible destrucción y deja vislumbrar, apenas, una epifanía inestable y errática. Proponen,
entonces, trabajos efímeros, obras nómadas que, antes de definir espacios fijos y duraderos,
dan inicio a procesos espaciales de disolución temporal.

Monumentos a los vencidos, estos memoriales, siempre en proceso de desaparición


o desagregación, se conforman a través de la articulación de restos, residuos o vestigios:
ropas, objetos de uso personal, cartas, nombres, fotografías familiares.

3.

entonces todos los hombres de la tierra le rodearon;

les vio el cadáver, triste, emocionado; incorpórose


lentamente, abrazó al primer hombre; echóse a andar ...

César Vallejo

A finales de la década de los 80, después de la caída de la dictadura, el diario argentino


Página/12 comenzó la publicar pequeñas notas -a modo de obituarios- en las que la foto de
uno o varios desaparecidos era acompañada por un texto. El gerente general de Página/12,
Hugo Soriano recuerda que el primer recordatorio se publicó en agosto de de 1988, era el
de la hija de Estela Carlotto, una de las líderes de las Abuelas de Plaza de Mayo. La idea
surgió sin autoría definida, simplemente, poco a poco, se fueron sumando otros y, a partir
de 1990, se convierte en una constante. 11

Las notas, separadas del cuerpo del diario por una línea negra que funciona como
marco, se publican hasta hoy, en la fecha de cada desaparición. En las páginas del diario, el
pequeño rectángulo, generalmente en el extremo inferior de la hoja, contiene una o varias
fotos, la fecha y el lugar de la desaparición, un breve texto y una dedicatoria.

Muchas de las imágenes provienen de documentos de identidad, algunas son


fotografías de grupos, que exhiben rostros de jóvenes sonrientes y, a veces, francamente
alegres. Otras son recuerdos de viajes, fiestas de casamiento, cumpleaños, hay también
fotografías de parejas, a veces con niños pequeños y, en algunos casos, grupos familiares
completos ...

Los textos generalmente son firmados por los familiares, amigos o compañeros de
lucha y ensayan hilvanar los pocos datos de una biografía inconclusa: estudios secundarios,
inicio o conclusión de los estudios universitarios, trabajo, casamiento, hijos: soldado
marplatense, obrero, médico, profesor, presidente del Centro de Estudiantes de Ingeniería,
empleado del Sindicato de Prensa de Córdoba, costurera, enfermera, profesora, obstetra,
embarazada de dos, de tres, de seis meses, faltaban diez días para tener su bebé, estudiante
de letras, de medicina, de periodismo, de ciencias económicas, de psicología, de derecho,
de sociología, Universidad de Buenos Aires, de La Plata, de Córdoba, de Tucumán, del
Comahue ...

Otras veces, las fotografías son acompañadas por versos anónimos de poetas que se
leían con fervor en aquella época —Antonio Machado, César Vallejo, Mario Benedetti—,
de fragmentos de alguna canción de protesta y hasta de letras de tango.

Las palabras, los fragmentos de textos, al lado de las fotografías, también


fragmentadas, se constituyen como los engarces de una red de afectos diseminada que
busca contextualizar el luto de los vivos y abrirse para el deseo de una memoria
continuamente renovada.
Esos pequeños retratos en blanco y negro muestran, en la cada vez más enrarecida
impresión del diario, la tristeza, el luto, la ausencia, la latente amenaza del olvido. Son
imágenes paradas, congeladas en el presente infinito de una juventud inacabable;
suspendidas para siempre en un estado de muerte no constatada. La fijeza y la in
mutabilidad de esos retratos fotográficos que se repiten, idénticos, año tras año, se opone a
la mutabilidad constante del medio -el diario- en el cual son publicados.

La utilización de la fotografía privada -cédula de identidad, álbum de casamiento, de


familia, de vacaciones- en los procesos conmemorativos señala la apropiación social de la
rememoración, antes delegad; a los designios del poder. El uso de la fotografía ya es un
procedimiento de rememoración y de denuncia común a todos los grupos sociales en el
caso de desapariciones, asesinatos, catástrofes o masacres¡ baste evocar las pancartas o los
enormes paños con las fotos de los hijos llevadas en las manifestaciones por las Madres de
Plaza de Mayo, o aquellas, con la frase ¿Dónde están?, de las madres chilenas, o aún, los
cientos de fotos de todos los otros desaparecidos que nos miran desde los envases de leche,
las facturas del agua, del gas o desde los muros de las ciudades.

Esos rostros nos 'observan y proclaman la urgencia de una aparición, cuya


imposibilidad ellos mismos denuncian. El afecto insondable de una mirada que, desde la
fotografía, quiere establecer un diálogo con nosotros, nos hace percibir que esa imagen está
fuera de su lugar —el cajón secreto del escritorio, la caja escondida entre las ropas, las
páginas familiares del álbum— y que, por eso, continúa indagando sobre el lugar vacío que
dejó junto a nosotros, aquél en donde todavía los buscamos. Prueba irrefutable de
existencia, la fotografía siempre estuvo perturbadoramente ligada a la muerte, a la
preservación, en imagen, del cuerpo vivo y del tiempo vivido.

Las sociedades antiguas querían que la memoria, substituto de la vida, fuera eterna
y que por lo menos lo que hablase de la muerte fuera inmortal: era el Monumento. Sin
embargo, al hacer de la fotografía, mortal, el testigo general y natural "de lo que fue'; la
sociedad moderna renunció al monumento. 12

Al postular esa renuncia al monumento, Barthes nos propone el re- chazo de las
formas memoriales que pretendan resistir al tiempo y a sus revisiones. El rechazo al
monumento tradicional es también un rechazo a la arbitrariedad de cualquier historia oficial
e implicaría en un deseo de democratización o de individualización de la memoria, como si
a cada uno le correspondiese el deber y el derecho de imponer o de tornar memorables para
los otros sus propias memorias. 13

Colocados en el diario por parientes o amigos, los recordatorios de Página/12 son


desde hace casi treinta un lugar privilegiado de la memoria del terrorismo de estado en la
Argentina. Su composición simple, intuitiva podríamos decir, no se contamina con ninguna
operación esté- tica que implique excluir las fotos de su estatuto de verdad. Eran aSÍ, nos
dicen; así los vimos, así queremos recordarlos. Sin embargo la verdad que nos muestran es
una verdad que ya no es y nunca más será. Una verdad que navega a la deriva por una zona
crepuscular entre la vida y la muerte, pero que suspende, eternamente fluctuando entre lo
visible y lo invisible, la presencia del cuerpo desaparecido.

4.

El término memoria activa creado en la Argentina por la psicoanalista Eva Giberti, apunta
hacia una memoria que se coloca al servicio de la justicia para servirse del pasado bajo el
dominio de la vida.

Para Giberti la memoria conserva la temperatura y la vibración im- prescindibles


para salir al rescate de lo sucedido porque los seres huma- nos podemos quedar prisioneros
de esa realidad corrompida en la que, por efectos del tiempo y el olvido, se desactivan los
recuerdos de lo acontecido porque cuando se carece de memoria se pierde la
responsabilidad personal e institucional. 14

Esa memoria se constituiría a partir de una acción colectiva, consciente y constante


que se haría efectiva a través de la reclamación. Para Giberti, esa reclamación es la función
mayor de una memoria que no cesa de hacerse •oír. Una memoria que restituiría las redes
de sentidos y, al reponer lo que falta, lo que no está, o lo que está en el modo de no estar,
rescataría del vacío aquello que fue substraído. La memoria activa se constituiría, así, como
una memoria activada que permitiría a los hombres rehacer la trama desgarrada de los días,
suturar las heridas abiertas por la violencia del Estado y convocar, junto a los vivos, a los
que ya se fueron y a los que aún serán. 15

Hugo Vezzetti, por su parte, considera que es necesario contribuir en un trabajo de


reconstrucción de la memoria que nos involucre, que sea capaz de interrogar y,
eventualmente, alterar las certezas y los valores que contribuyeron a oscurecer la
recuperación teórica de ese pasado. En ese sentido, una genealogía de la violencia y de la
ilegalización de las instituciones del Estado no podría estar ausente de una memoria que
desee ser eficaz en la construcción de un futuro diferenre. 16

El trabajo por la memoria, con su necesidad simbólica de salvar la particularidad de hechos,


de personas, de vidas, posee un carácter que excede cualquier objetivo político. En el caso
especial de la Argentina, la desaparición de millares de personas propició actitudes de
negación que favorecían la esperanza e impedían el luto. Por otro lado, la resistencia
ejercida por las Madres y Abuelas que hicieron públicos sus dolores personales, privados,
hace, aún hoy, difícil pensar en las estrategias con que el arte pueda abordar lo que pasó.
Sabemos que el trabajo de la memoria, que por definición es selectiva, no ha de
agotarse en la recuperación del pasado, sino que debe apuntar hacia un deseo de futuro. Los
que hoy demandan, proyectan y construyen memoriales y monumentos "perennes'; eternos,
depositan esa terrible responsabilidad en el arte. Quieren creer que aun existe, transparente,
el antiguo pacto retórico entre público y obra y que las Bellas Artes son capaces, como
otrora, de decir lo indecible, de representar lo irrepresentable.

Las pequeñas notas de Página/12, por el contrario, nacen como productos híbridos,
colocados casi anónimamente en las páginas de la prensa escrita. Esas modestas inclusiones
se aproximan, como operaciones contaminadas, a las prácticas de las pintadas y de los
escraches realizadas por grupos de militantes de derechos humanos, pero también a trabajos
de arte contemporáneo como las Inserciones en circuitos ideológicos de Cil- do Meireles, la
Exposición de O a 24 horas de Antonio Manuel, que consistía en un suplemento insertado
en el diario carioca El Dia o las obras del colectivo argentino Grupo de Arte Callejero
(GAC).

Finalizo entonces postulando algunas cuestiones:

¿Pueden, todavía, las artes visuales aspirar a un poder simbólico ge- neralizado que les
permita cumplir con las demandas de memoria y de conmemoración, de sutura y de
restauración? ¿Será todavía posible lograr, a través de ellas, el conocimiento sensible de un
mundo donde acontecieron tales hechos y alcanzar la revelación de una belleza que capture
nuestros sentidos a punto de reconciliamos con la vida, más allá de los sufrimientos, tanto
de los propios cuanto de los ajenos? 17

¿Cómo un arte que no ambiciona lo conclusivo, lo total, un arte que se asume como
fragmentario y residual, puede preservar esos terribles recuerdos?

¿Dónde, por hn, localizar la memoria?

Allá afuera, en un monumento, en los bordes de la ciudad, en el mar- gen del río, en un
espacio distante que se aleja del fluir de la vida o en nuestras casas, todas las mañanas, en
las páginas de un diario donde podemos ver y recordar -nombre por nombre, rostro por
rostro, día tras día-, y de ese modo evitar el olvido oficial, la amnesia social que está
implícita en la idea de monumento.

»> DATOS BIOGRÁFICOS

Maria Angélica Melendi nació en Buenos Aires, Argentina, vive y trabaja en Brasil desde
1975. Es doctora en Literatura Comparada por la Facultad de Letras de la Universidad
Federal de Minas Gerais (1994-1999) con la tesis: "La imagen ciega: arte, texto y política
en América Latina', En ese trabajo, aborda la emergencia, en el con- tinente, de un arte
visual textual íntimamente ligado a situaciones políticas de lucha contra la-desigualdad
social y las dictaduras militares y examina sus desdoblamientos 'en el período de la
redemocratización.

Es profesora adjunta del Departamento de Artes Plásticas de la Escola de Belas Artes de la


Universidad Federal de Minas Gerais y becaria del CNPq., Conselho Nacional de
Desenvolvimento Científico e Tecnológico. En la actualidad investiga las manifestaciones
del arte visual, en relación con el escena- rio político de América Latina, con énfasis en las
estrategias de memoria e identidad, asunto sobre el cual publicó artículos en libros,
periódicos y revistas académicas.

1
Andréas Huyssen, En busca del futuro perdido, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 2002, p.15.
2
Cf. Nelly Richard, Intervenciones Críticas. Arte, Cultura, Género e Política. Belo Horizonte, UFMG, 2002,
p. 13.
3
Ibid., p. 23.
4
cr, Ibid., p. 13.
5
Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo,
México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 26.
6
Andréas Huyssen, Seduzidos pela Memória, Rio de Janeiro, Aeroplano, 2000, p. 45.
7
A. Huyssen, 2000, p. 53.
8
A. Huyssen, 2000, p. 52.
9
Jean-Prancois Lyotard, "Los judíos" en Confines, Buenos Aires, La Marca/usx, 1995, año 1, núm. 1. p. 42.
10
Jean-Fran~ois Lyotard, 1995, p. 42. 1\ Cf. G. A. Bnuzzoxs, la obra de Boltanski ya realizada por Página/12,
en Ramo/la. Revista de Artes Visuales, núm. 19-20. Diciembre de 2001, p. 79. u Roland Barthes, A Cámara
Clara, Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1984, p. 139.
11
Cf. G. A. Bnuzzoxs, la obra de Boltanski ya realizada por Página/12, en Ramo/la. Revista
de Artes Visuales, núm. 19-20. Diciembre de 2001, p. 79.
12
Roland Barthes, A Cámara Clara, Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1984,
13
Cf. Lais Myhrra, (mimeo).
14
Eva Giberti, Memoria Activa, publicado en Página/ 12, diciembre de 1992, http:/ / spor.net. ar / evagiberti/
artículos.
15
Cf. Oscar Terán, Tiempos de Memória, en Punto de Vista, núm. 68, p. 12.
16
Cf. Hugo Vezzerti, "La memoria nos involucra", www.pagina12.com.ar.
17
José Emilio Burucúa,"Después del Holocausto <qué~: en Ramona, Revista de Artes Visuais, núm. 24.
Buenos Aires, Cooltour, 2002, www.cooltour.org/ramona. 307
México en los pliegues de la memoria exiliar

PABLO YANKELEVICH

El exiliado revela sin saber, y cuando sabe, mira y calla. Se calla, se refugia en el silencio
necesitando al fin refugiarse en algo, adentrarse en algo. Y es que anda fuera de sí al andar sin
patria ni casa. Al salir de ellas se quedó para siempre fuera, librado a la visión, proponiendo el ver
para verse, porque aquel que lo vea acaba viéndose, lo que tan imposible resulta en su casa, en su
propia casa, en su propia geografía e historia, verse en sus raíces sin haberse desprendido de ellas,
sin haber sido arrancado de ella. El exiliado regala a su paso, que por ello anda tan despacio, la
visión prometida al que se queda fuera, fuera y en vilo. El exiliado anda allí don- de no hay
camino, donde la amenaza de ser devorado por la tierra no se hace sentir tan siquiera, donde nadie
le pide ni le llama, extravagante como un ciego sin norte, un ciego que se ha quedado sin vista por
no tener adónde ir.

María Zambrano

El término extranjero condensa el concepto de un proyecto que desde antiguo viene


elaborando la cultura de Occidente y responde a una necesidad de identificación, de una
catalogación que trata de explicar o cuestionar aquello que por su naturaleza diverge de los
usos de una comunidad. Surge entonces la figura del otro a través del cual se filtra nuestra
propia identidad. El extranjero no es más que un espejo deformante de nuestro sentido de lo
individual. El ahora denominado mundo del progreso, en su afán de trazar las líneas de una
identidad personal, ha buscado obstinadamente la ocultación de una certeza, el sabemos
extranjeros en los dominios de ese mismo mundo del progreso. Se trata en realidad de un
juego de refracciones entre un nosotros y los otros. La mirada de un sujeto que al rechazar
al otro, no hace, en el fondo, otra cosa más que rechazar la visión de sí mismo, y así, lo que
en definitiva caracteriza al extranjero, a esa figura lejana y próxima a la vez, que viene de
lugares ignotos para instalarse en un territorio que creemos propio, es la conciencia de que
el exilio es su estado natural. La condición de exilado dibuja entonces la conducta de esa
gente, procedente de otras latitudes, que han asumido como algo cotidiano su presunta
peligrosidad, ser la sospecha del semejante y la trasgresión de lo común.
En estas páginas trataré de esbozar las huellas de una identidad fracturada en un
contingente de latinoamericanos que arribaron a México hace un cuarto de siglo. No
llegaron inmigrantes, sino perseguidos políticos, hombres mujeres y niños para quienes
México emergió como una, y a veces la única posibilidad para preservar su libertad y la
vida misma. En los recién llegados el dolor y el desarraigo fueron objeto de una
multiplicidad de prácticas, a cuya sombra, de manera invisible tal vez in- voluntaria, fueron
construyéndose los puentes culturales y afectivos con el país que dio amparo. En realidad y
literalmente, al amparo de México se inauguró un experimento, cuyos productos, algunas
décadas más tarde, mostraron una sorprendente vitalidad. Mujeres y hombres entre-
cruzaron experiencias que terminaron por cambiarles de una vez y para siempre la forma de
ver y verse en este mundo.
Ser extranjero, ser diferente entre diferentes, es complicado, y puede serlo más en
una nación donde de manera permanente se remarca la diferencia a partir de la pregunta
con que todo mexicano inicia su aproximación a un extranjero: "¿Ud. no es de aquí,
verdad?': Sucede que México es, y aquí parece haber acuerdo, un país donde de manera
contradictoria conviven la solidaridad con los perseguidos y una marcada reticencia hacia
lo extranjero. Por los intersticios de esta dualidad, los exiliados fueron desembarcando en
una sociedad que, a la postre, terminó por cautivados.
Entre los exiliados, una parte estuvo integrada por militantes políticos, pero un
porcentaje importante de quienes decidieron y pudieron exiliarse, lo hicieron por un temor
lógico a la represión, pese a no ser lo que las dictaduras consideraban como "subversivos":
entre ellos amigos y familiares de detenidos o de "desaparecidos'; personas que sólo
estaban en una libreta telefónica de un "desaparecido" o individuos que habían realizado
actividades de tipo intelectual, como profesores universitarios, periodistas, gente vinculada
al mundo de la cultura y las artes. Llegaron algunos intelectuales reconocidos, pero en la
inmensa mayoría se trató de gente joven, estudiantes y profesionales de reciente ingreso a
un estrecho mercado laboral en las sociedades sureñas.
Hay un primer registro. Todos llegan desde el terror, y lo hacen por diferentes
conductos. Unos a través del mecanismo de asilo en las embajadas, otros en calidad de
refugiados con documentación de Naciones Unidas o de la Cruz Roja Internacional, pero la
mayoría lo hace por cuenta propia, solicitando una visa de turista en las representaciones
diplomáticas mexicanas. En todos los casos, la memoria de los que- fueron exilados, valora
la valentía y la solidaridad de los miembros del servicio exterior mexicano. Por ser el más
conocido, obviaré el caso de Chile, donde la ruptura de relaciones diplomáticas en
noviembre de 1974, en realidad coronó el esfuerzo del servicio exterior apostado en
Santiago que, desde septiembre de 1973, construyó un puente aéreo con la ciudad de
México, por donde transitaron cerca de un millar de asilados políticos. 1 Hay otros casos,
quizá menos conocidos. Un exilado argentino, abandona su país días antes del golpe de
Estado de 1976. Se dirige a la Embajada mexicana en Buenos Aires con la finalidad de
obtener una visa:
"Ya había toda una situación en la Embajada, mucha gente, no un control de acceso pero sí
mucha vigilancia, uno suponía que vigilancia policial o de los servicios de inteligencia.
Entro y una señora me pregunta por cuánto tiempo quiero quedarme en México, entonces
yo contesté. 'Eh ... pues lo más que se pueda: Entonces me miró y me dijo '¿Problemas?: Yo
hice más un gesto que una afirmación. Entonces me dio ciento ochenta días, una visa muy
amplia. Y esto no fue un hecho excepcional, yo sé que fue muy reiterado.” 2
Una mujer uruguaya, en compañía de su marido, huye de la represión en
Montevideo y se interna en territorio argentino. La represión policial y militar opera de
manera conjunta en ambas márgenes del Río de la Plata. Están indocumentado s en Buenos
Aires:
"La situación era de terror generalizado, vivimos situaciones de terror muy intensas,
después del golpe de Estado [en Argentina] la situación cotidiana adquirió niveles
represivos, tanto a nivel de la población como particularmente de los refugiados uruguayos
y chilenos. Hicimos muchísimos trámites para ver como nos podíamos hacer de algún
documento que nos permitiera algún movimiento': 3
En Montevideo el embajador mexicano ofrece otorgar asilo al matrimonio
perseguido. El diplomático propone situar su auto en algún lugar cercano a la frontera, "en
donde nosotros dijéramos y que pasáramos el puente sobre el Río Uruguay, porque una vez
metidos en el auto no había nadie que nos pudiera hacer algo': Los perseguidos desechan la
propuesta por el riesgo de ser detenidos en el retén militar fronterizo. Entran en contacto
con diplomáticos mexicanos en Buenos Aires. Éstos hacen de intermediarios ante la oficina
del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), para el
otorgamiento de pasaportes de la Cruz Roja Internacional:
"Yo recuerdo mi salida de Argentina a México como una cosa terrible, nosotros
dormíamos en cinco casas, la noche anterior tratamos de ir re- cogiendo las pocas
pertenencias que teníamos regadas por todo Buenos Aires, en la madrugada nos reunimos
con mi madre y con mi hijo [...] Yo siempre recuerdo como muy terrible la llegada al
aeropuerto, nos podían matar, tanto a nosotros como al personal de ACNUR que nos
acompañaba, pero ya en el aire me dio un terror espantoso, me di cuenta de que había sido
lanzada al mundo con un niño de dos años". 4
Un militante político argentino abandona ilegalmente el país: "subirse al avión fue
el inicio de un desgarramiento que duró muchísimos años. Recuerdo [...] que no dejé de
llorar hasta Lima [...] Llegué a México con la única intención de ver a mi mujer y a mi hijo,
y decir 'estamos vivos: Durante el primer año de mi estancia en México, y no por ser
México, sino por estar fuera de Argentina, viví una especie de muerte, por haber salido de
Argentina, son esas cosas propias del desgarro," 5
La memoria de una niña brasileña que abandona Chile en 1973, se congela en una
imagen dantesca: "La salida rumbo al aeropuerto, era la hora del toque de queda, y estaba la
ciudad completamente vacía al final de la tarde, vacía pero con muchos cadáveres, muchos
muertos en la calle” Los milicos parados con sus carabinas y los cuerpos echados en la
calle." 6
Entre los militantes hay un segundo registro: la derrota. Para algunos es sólo una
sospecha: "Nosotros creíamos que íbamos a hacer una revolución, nosotros creíamos que
íbamos a ganar, pero [...] a partir de 1977 la represión es tremenda, brutal, secuestran a más
de doscientos compa- ñeros, entonces se decide que haya un repliegue hacia el exterior". 7
Para otros, la salida del país se significa como la derrota misma, "nosotros como
generación sufrimos una derrota brutal y absoluta, y ya sin ninguna actividad política,
debimos adaptamos al país con el dolor de la derrota:' 8
Desde el terror y con la derrota a cuestas se produjo el desembarco en tierras
rnexicanas, para desde entonces y con lentitud comenzar a construir vínculos en un
territorio convertido en un auténtico laberinto de gestos, modismos y rituales que colocan a
propios y extraños frente a interpretaciones equívocas; en definitiva frente a un universo de
códigos que no hacían más que demostrar la incapacidad de los exiliado s para oír a sus
diferentes. El propio espacio resulta desconocido. Las dimensiones del Distrito Federal
impactan. La ciudad impresiona, desafía, confunde, desespera: "No tenía idea de las
distancias de esta ciudad"; en una ocasión, ante la imposibilidad de tomar taxi o un autobús,
"recorrí a pie Insurgentes entre Miguel Ángel de Quevedo y Álvaro Obregón, y no llegaba
a ningún lado, y me desesperaba, y me decía: ¿qué estoy haciendo aquí? Te confieso que
me puse a llorar, la ciudad me vencía, ésa fue una experiencia dura, muy dura con
México". 9 Monumentalidad y perplejidad parecen formar una díada indisoluble en las
primeras impresiones. "El Zócalo me aplastaba, me parecía una cosa tan fuerte, porque no
había un árbol, yo no había visto, yo no recuerdo un lugar tan grande, era la pura piedra y
tenía una carga muy pesada, íbamos a ver como izaban la bandera”. 10?

La confrontación étnica pone en marcha la construcción de un nuevo espacio


identitario en el que comienzan a procesarse las diferencias. Se trataba de gente de
izquierda, con una natural y racionalizada inclinación por la causa de los más humildes,
pero en el caso de los sudamericanos, también se trataba de los carapálidas de América
Latina y; por último, habría que recordar aquel clima de ideas de una generación, quizá la
última del siglo xx, donde el componente latinoamericanista era consustancial a sus
horizontes políticos. El México de los setentas, no sólo compartía aquel clima de ideas, sino
además, alentado por su élite gobernante, fue una de las principales usinas de difusión.
"Cuando salgo del aeropuerto había un enorme cartel que decía 'Hermano Latinoamericano:
Bienvenido: esto me conmocionó". 11 Un exiliado uruguayo, rememora su primera salida a
la calle en México: "Nos tenían rentada una habitación en un hotelito en pleno centro de la
ciudad de México. Y allí fue el primer impacto, es un impacto racial. Bajo a la calle, año
setenta y seis, y todos indígenas. Gente pidiendo y vendiendo. ¿Y esto qué es? entonces ahí
entendí, fue un impacto físico de lo que es Latinoamérica de verdad' 12
El desterrado está frente a un mundo al que debe adaptarse y comen- zar a conocer.
Sin embargo, percibe como una amenaza los valores y costumbres que rigen en la sociedad
de acogida. Una de las estrategias para hacer enfrentar esta situación es la vida de gueto,
que permite mantener costumbres propias, alimentando sentimientos de pertenencias que el
exilio amenaza. Los guetos sirvieron para esto, pero fueron también clubes sociales para el
fortalecimiento de los prejuicios. Unidades habitacionales, escuelas para los hijos, lugares
de recreo y vacaciones, lugares de reunión, y por supuesto las organizaciones políticas de
los distintos exilios fueron espacios donde reafirmaban identidades pero también donde se
tejían prejuicios.
Se compartía un lenguaje, pero no sus significados. Los códigos ocultos, la
gestualidad, las reglas de cortesía, fueron objeto de un difícil y a ve- ces imposible
aprendizaje: "Los argentinos, los uruguayos- y los chilenos no somos tan amables como los
mexicanos, que cuando te preguntan a donde fuiste, te dicen: me da mucho gusto que te
haya ido bien. Nosotros no somos tan formalmente amables”. 13 Y fueron las ritualidades de
este país las que tardaron en descubrir los exiliados. Se llega a un lugar donde las formas
son objeto de un culto exacerbado:
[Teníamos] que aprenderlo todo, es decir, aprender a saludar al vecino, a dejarle el paso, a no
pasar por entre medio de dos personas que están hablando, a no pasar los platos por delante
de las personas en la mesa, a decir 'por favor" cuando pedíamos algo, y las correlativas
fórmulas "permiso" y 'gracias"; a agradecer cada vez que fuera necesario, y aún más de lo
necesario, respondiendo a las "gracias" del otro con un "para servirle": a no interrumpir a los
demás en las conversaciones, [...] a decir "salud" cuando alguien estornudaba, y "provecho"
cuando daba comienzo la ingesta ajena; a ofrecer con un ¿gusta? La comida propia al recién
llegado [...] tuvimos que aprender a ofrecer hospitalidad usando la forma de cortesía local que
consiste en decir le esperamos en "su casa', para invitar al interlocutor argentino quien creía
que el mexicano se refería a "su casa". 14

Junto al entramado de prejuicios y dificultades, emerge el rostro cálido de un


México solidario. "Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la
adversidad" escribió Octavio Paz, 15 y en efecto, las conductas que dejan huella, que tienden
puentes de identidad, son las provenientes de aquellas prácticas que cotidianamente
entretejen la vida social de los mexicanos. Prácticas, para el caso de los exiliado s, quizá
dirigidas a apuntalar una entereza que a pesar de extranjera no dejó de sentirse propia. Al
poco tiempo de su llegada, un médico chileno comienza a trabajar en una clínica popular,
"era una casa derrumbada" en una colonia humilde y el servicio que se prestaba era para no
derechohabientes del Seguro Social. "Había un policía, una secretaria, una enfermera y uno
que hacía el aseo. Éramos cinco. Yo conté los apuros, que no tenía nada [...] era un lunes.
El día sábado, que no trabajábamos, la enfermera, el que barría, el policía llegaron todos
con ollas de comida a casa, todos habían cocinado algo y nos llevaron comida. Eso es
México.” 16
El país solidario, ése que no deja de conmover a los mismos mexica- nos, hace lo
propio con los extranjeros. Un psiquiatra uruguayo siente cómo se estrecha la represión
alrededor de los suyos. Desde Monte- video escribe a distintas instituciones analíticas en
París, Barcelona, Caracas, México.
Recibí un rechazo de la presidenta de la sociedad española, "acá hay demasiados
argentinos que compiten en nuestro campo; una carta distante de Serge Léclaire que
ponderaba mi conocimiento de la estructura de la lengua francesa, pero me describía todas
las dificultades que tendría en París, 'Usted no podría traer a su familia antes de dos años; y
un telegrama del Dr. Armando Barriguete, presidente de la Asociación Mexicana, a quien
yo no conocía personalmente, el telegrama decía: 'En México, donde comen dos, comen
tres, ¡vente!' Me conmueve y lloro cada vez que lo cuento”. 17
Un lugar privilegiado desde donde se consumó una vinculación profunda y duradera
al país fueron los espacios laborares, las oportunidades académicas y el desarrollo
profesional. En este terreno, la solidaridad mexicana emergió con especial densidad.
Personas calificadas profesionalmente, con relativa rapidez consiguieron ubicación laboral,
en un país, que hace tres décadas vivía un proceso de verdadera expansión en sus
instituciones de educación superior. El escritor chileno Hernán Lavín Cerda había estado en
México en 1971, tomó contacto y trabó amistad con Efraín Huerta, José Emilio Pacheco,
Jaime Sabines, entre otros:
"Cuando llegué en 1973, volví a hacer contacto con ellos y recibí apoyo y ayuda,
una solidaridad muy grande. La gente de México fue muy sensible a lo que había ocurrido
en Chile y deseaba que nos vinculáramos cuanto antes, que nos enraizáramos y
empezáramos a laborar, como quien dice, terapia de trabajo. Nos colocaron rápidamente,
nos abrieron canales para que pudiéramos seguir desarrollándonos y tuve la fortuna de
vincularme muy pronto a la Universidad Nacional y al Instituto Nacional de Bellas Artes".
18

Hubo casos de inserción rápida y privilegiada, aunque vistos en perspectiva fueron


excepcionales. En un periodo no mayor de tres o cuatro años, las oportunidades laborales
mostraron rasgos de definitividad. Se cambió de actividad, a veces de ciudad o de
institución, se alcanzó la legalidad migratoria. Fue entonces cuando el espacio mental
comenzó a reorganizarse. Hacer lo que se quiere, con plena libertad creadora, y recibir una
remuneración que permitió una vida digna.
Las oportunidades que ofreció el país dotan de nuevos significados a los años de
destierro. Este proceso aparece fuertemente teñido por la posibilidad de crecer, aprender y
asumir nuevas actividades, inclusive más allá de una formación profesional previa. Una
psicóloga y artista reflexiona sobre el proceso de comprender la manera en que muchos
mexicanos se relacionan con el mundo de la naturaleza, "las vibraciones sonoras de los
objetos, de los colores, fue muy fuerte para mí, creo que fue lo más rico, que me
transformó, esa proximidad con una cultura que no es antropocéntrica, y que me advirtió de
tantísimas cosas que para mí no existían y a partir de ahí existieron con mucha fuerza, pero
que además, se convirtió en un espacio de reflexión y de producción estética muy grande” 19
La mayoría de los exiliados retornó, otra permaneció en México; tiempo más tarde,
algunos volvieron a México y otros yéndose nunca terminan de despedirse. Los que optaron
por México lo hicieron al encontrar algo que no pueden tener en el lugar de origen.
"México te deja ser'; re marca el testimonio de un chileno. 20 Y en efecto, los aprendizajes
fueron costosos pero también enriquecedores. "Los argentinos no podemos manejar la
ambigüedad, y en México todo el mundo lo hace, es el mundo de la incertidumbre, del 'pos
quién sabe: y a mí ha terminado por gustarme. Creo que a veces es la única actitud sabia
frente a una vida en que realmente no sabés que puede pasar mañana.” 21
Sobre la propia ambigüedad de México se instala el mundo ambiguo en el que
desenvuelven sus vidas los que alguna vez fueron exiliados. Sólo una vez que se descubre
que no hay des exilio, sino nuevos exilio s, emergen con claridad los afectos de la
experiencia mexicana. Luego de algunos años en Argentina, instalado de nuevo en México,
se apunta en un testimonio: "Después de la primera etapa en México, después de ocho años,
no éramos los mismos de antes. Estamos entre México y Buenos Aires. En ningún lugar
vamos a estar conformes': 22 Mientras que, desde un retorno que perdura, después de tres
lustros de residencia en México, un historiador reflexiona: "Hay dos pertenencias, dos
identidades, siempre prima una, de acuerdo a donde se esté, pero realmente hay como un
desasosiego en manejar dos países bastante bien. Se piensa todos los días en México, es
como un país que uno tiene metido adentro". 23
Resulta apropiada entonces la recomendación de aquel refugiado español: "Éste es
un gran país para el que no es mexicano, con la sola condición de que no trates de llegar a
serio”: Sin embargo, no todos aquellos que consideran un privilegio haberse exiliado en
México parecen reflexiona sobre el proceso de comprender que en este país no pueden
pretender ser otra cosa más que extranjeros. Porque en realidad la experiencia misma es
irreversible. En ellos coexisten dos voces, y si compiten amenazan con convertirse en algo
parecido a la esquizofrenia social, pero si por el contrario esas dos voces forman una
jerarquía cuyos principios se escogen libremente, parece posible superar el desgarramiento
y hacer de la coexistencia un terreno fértil para una nueva experiencia: la de ser otro en
ambas patrias." 24

>>> DATOS BIOGRÁFICOS


Pablo Yankelevich es doctor en Historia. Profesor-investigador del Instituto Nacional de
Antropología e Historia. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT).
Se ha especializado en temas vinculados a la historia política e intelectual de México y
América Latina.
Publicaciones: La Revolución Mexicana en América Latina (2003), y la coordinación de
los siguientes títulos: Represión y destierro (2004), Argentina en el siglo XIX (2005),
Exilios (2007).

>>> NOTAS

1
Véase GabrieIa Díaz Prieto, "Abrir la casa, México y los asilado s políticos chilenos" en P. YankeIevich,
coord., México, país refugio. La experiencia de los exilios en el siglo xx, México, INAH, Plaza y Valdés, 2002,
pp. 245-265.
2
Archivo de la Palabra del Exilio Latinoamericano en México, UNAM (APELM). Entrevista a Horacio Crespo
realizada por Bertha Cecilia Guerrero Astorga, México, enero de 1998, PEL/ A-38, p. 78.
3
APELM. Entrevista a Ana Buriano realizada por Berrha Cecilia Guerrero Astorga, México, agosto de 1997,
PEL/U-5, pp. 14 y ss.
4
Ibidem.
5
APELM-UNAM, entrevista con Enrique Zylberberg realizada por Gabriela Díaz, Ciudad de México, PEL/1/ A-
24, p. 56.
6
6 APELM-UNAM, entrevista con Nadia Dos Santos realizada por Concepción Hernández, 400 Río de Janeiro,
agosto de 1999, PEL/3/B-4, p.13.
7
APELM-UNAM, entrevista a Miriam Laurini realizada por Diana Urow, México, septiembre de 1997,
PEL/I/A-l2, pp. 12-13.
8
IAPELM-UNAM, entrevista con Lelia Driben, realizada por Renée Salas, México, 30 de septiembre de 1997,
PEL/l/ A-15, pp. 35-37.
9
APELM, entrevista a Ricardo Nudelman realizada por Bertha Cecilia Guerrero Astorga, México, octubre de
1997, PEL/ A-14, p. 44.
10
10 APELM, entrevista a Miriam Laurini, p. 17.
11
lbidem, p. 78.
12
APELM, entrevista a Carlos Palleiro realizada por Gabriela Diaz, México, febrero de 1998, PEL/J!u-28, p.45
13
APELM, entrevista a Guillermo Beato realizada por Berrha Cecilia Guerrero Asrorga, México, PEL/I/ A-21,
p. 77.
14
Tununa Mercado, En estado de memoria, México, UNAM, 1992, p. 27.
15
Paz, El laberinto de la soledad, México, FCE, 1987, p. 28.
16
APELM-UNAM, entrevista a Rogelio de la Fuente, realizada por René Salas, ciudad de México, octubre de
1997, PEL/l/CH-15, p. 63.
17
Juan Carlos Plá, "Soy otro en ambas patrias': en P. Yankelevich, coord., En México entre exilios, México,
sna=Plaza y Valdés, 1997, p. 147.
18
Gerardo de la Torre, "Trasterrados Latinoamericanos': en Memoria de Papel, núm. 12, diciembre de 1994,
p. 23.
19
APELM, Entrevista a No~a Zaga realizada por Pablo Yankelevich, Córdoba, Argentina, 22 de julio de 1999,
PEL/2-A-14, pp. 30-36.
20
Gerardo de la Torre, Op. Cit., p. 23.
21
APELM-UNAM, entrevista a MP realizada por Gabriela Díaz Prieto! ciudad de México, agosto de 1997,
PEL/1/A-7, p. 5I.
22
APELM, entrevista a Ricardo Nudelman, Gp. Cit., p. 124.
23
APELM, entrevista a Horacio Crespo, Op. Cit., p. 136.
24
Tzvetan Todorov, El hombre desplazado, Madrid, Taurus, 1998, p. 16 Y Juan Carlos Plá, "Soy otro en
ambas patrias" en P. Yankelevich, coord., En México entre exilios, Op. Cit., p. 156
Entre la globalización de la memoria y las memorias de la globalización (Apuntes)

ABRIL TRIGO

DE MEMORIAS

Pongamos a un lado, de momento, la memoria autobiográfica, individual, que involucra


otro tipo de problemas, y concentrémonos en la memoria que, construida por agentes
sociales concretos bajo circunstancias históricas concretas, ha de ser entendida como un
campo cognitivo, intersubjetivamente construido, socialmente instituido y emocionalmente
encarnado, de lucha social, política y cultural [Fried 2000; Prager 1997J. Sería útil
distinguir en este punto la clásica distinción de Maurice Halbwachs entre la memoria social
o colectiva, una trama oral cotidiana producida por y productora de una comunidad, cuya
sustancia son las tradiciones, y la memoria histórica, de hecho un oxírnoron, puesto que la
historia no comenzaría hasta el momento que la tradición termina y la memoria colectiva
comienza a descomponerse [1950, 68J. La transición de la memoria colectiva a la memoria
histórica debería registrar, de acuerdo a Toennies, el pasaje de la vida comunitaria
tradicional (Gemeinschaft) a la sociedad contractual moderna (Gessellschaft), idea todavía
vigente en la monumental obra Les lieux de mémoire, dirigida por Pierre Nora, cuyo
propósito es rescatar y revitalizar una memoria nacional francesa, y cuyas huellas
petrificadas podrían hallarse en una historiografía patrimonialista, contaminada hoy por las
comunidades emigrantes de africanos y otros poscoloniales, y amenazada por la cultura
mediática transnacional. Este intento por reinventar "la France profonde" reciclando viejos
imaginemas nacionalistas, cuando el pasado ya no es garantía del porvenir ni la conciencia
histórica promesa de continuidad, es una maniobra defensiva que pretende ignorar las
consecuencias de la globalización ante la invasión de los nuevos bárbaros que exigen
derechos, reclaman espacios y demandan viejas cuentas coloniales pendientes.

A pesar del riesgoso fundamentalismo que la satura, Richard Terdiman está en lo


cierto al señalar que la dicotomía Gemeinschaft y Gesselchaft capta la crisis de la memoria
en la modernidad con inspirado candor [1993,6]. Pero los riesgos de fundamentalismo
implícitos en las definiciones de Halbwachs y Toennies podrían quizás evitarse
traduciéndolas a las categorías, a mi entender más pertinentes, de memoria instrumental y
memoria cultural propuestas por Jesús Martín Barbero, que resultan fácilmente compatibles
con los conceptos de "lo performativo" y "lo pedagógico" propuestos por Homi Bhabha
[1994]. Según Martín Barbero, a

diferencia de la memoria instrumental moderna y racionalista —al ser vicio del estado y del
capital — la memoria cultural no trabaja en base a información ni en forma acumulativa,
pues se halla articulada a experiencias y acontecimientos, de modo que en lugar de
acumular, filtra y carga.

No es una memoria para usar, sino aquella de la que estamos hechos, que no tiene nada que
ver con la nostalgia, pues su función en la vida de la comunidad no es hablar del pasado,
sino dar continuidad al proceso de construcción permanente de la identidad compartida
[1987,200].

La crisis de la memoria premoderna, entonces, se habría resuelto transitoriamente con la


invención de una memoria instrumental, histórica y literaria, erigida sobre las ruinas de la
memoria colectiva y con el explícito propósito de borrar sus trazas, vaciar la historia de la
jetztzeit, la presencia del ahora, y sustituida por una temporalidad acumulativa, homogénea
y vacía cuyo corolario vendría a ser el estado-nación moderno [Benjamin 1969,261]. Con el
tiempo, y sobre la base de la moderna sociedad de masas, se iría superponiendo a la
memoria histórica y literaria, manufacturada por equipos letrados, una nueva memoria
instrumental, esta vez rnediática, consumista y pop, cuyo clímax coincidiría con las hazañas
del capitalismo transnacional en la forma de lo que Renato Ortiz ha llamado "memoria
internacional popular" [1994, 117].

La memoria histórica, típicamente moderna y asociada al estado na- cional, es un


montaje narrativo, literario y pedagógico que exorciza lo diferente, aquello que transgrede
la norma o se desvía de la eterna repetición de lo mismo, bajo la pomposa pretensión de
preservar una transhistórica memoria colectiva. De este modo, la "muy moderna" disciplina
de la Historia realiza a partir del siglo XVIII el más brutal disciplinamiento de las siempre
plurales memorias culturales y, con el fin de reconstruir orígenes, oblitera su génesis y las
deshistoriza. De modo similar, la memoria pop global que hoy día todo devora, vendría a
ser una máquina deseante, mercantil y mediática, de reproducción simbólica y material del
consumo social. Indudablemente, tanto la memoria histórica nacional como la memoria pop
global son, necesariamente, producto de la cultura, como toda memoria. La diferencia
consiste en que, aun cuando comparten y disputan un común campo cultural —campo de
lucha por la producción y reproducción simbólica de la hegemonía política en el cual se
forjan y representan las identidades sociales — ambas memorias cobran materialidad en
distintas territorialidades y bajo diversos regí, menes de producción, circulación y consumo.
Mientras la memoria histórica es reproducida por los aparatos ideológicos del estado y
guiada, en consecuencia, por una teleología primordialmente nacionalista, y la memoria
pop global es producida y distribuida por los medios masivos de comunicación mundial, las
memorias culturales se urden en la experiencia vivida cotidianamente por la gente. Como
dice Martín Barbero: "Las memorias culturales son la sustancia de que estamos hechos':
Aun cuando tengan índole colectiva, no pueden ni deben ser confundidas con la memoria
colectiva de Halbwachs, pues mientras esta última refería específicamente a la identidad y
la preservación de lo mismo, las memorias culturales ponen en escena la diaria
representación de la identidad y los residuos, muchas veces reprimidos, de otras memorias
subalternas cuya irrupción intermitente e intersticial desestabiliza la homogeneidad
instrumental tanto de la memoria histórica nacional como de la memoria pop global. La
pregunta es ¿cuándo y cómo salen a la luz esas otras memorias culturales sumergidas? Aquí
es dónde entra a jugar el olvido.

Nietzsche, a quien es imprescindible volver siempre que hablamos de la memoria,


distingue entre el olvido humano, que implica una actividad consciente sobre los recuerdos,
y el olvido animal. Abrumado por un exceso de memoria histórica que obsede y obnubila
su capacidad para actuar, el hombre moderno —enciclopedia errante y afligida— habría
inventado el tradicionalismo para evitar el permanente olvido de las tradiciones; el animal,
en cambio, rumia su indiferencia en la duración pura. La distinción importa, pues de
acuerdo a ella la felicidad no residiría en el olvido ni en lo olvidado, sino en la capacidad, el
deseo y el poder de olvidar: en el acto voluntario de olvidar, lo que excluye indudablemente
no sólo el olvido animal, sino más importante aún toda forma socialmente inducida de la
amnesia. Del modo que fuere, para toda memoria importa necesariamente su contraparte en
el olvido, puesto que olvidar es también y siempre algún modo de recordar [Nietzsche
1968b, 494].

De los tres modelos historiográficos que Nietzsche reconoce —historia


monumental, historia de anticuario e historia crítica— interesa aquí fundamentalmente la
primera, por cuanto cobija el tipo de historiografía fundacional de mayor relevancia en la
construcción del imaginario social Es a esta historiografía a la Carlyle (un pasado heroico,
grandes hombres, acontecimientos gloriosos: el capital imaginario acumulado sobre el cual
se basa la idea de nación) a la que apela Renan en su clásico ensayo"¿Qué es una nación?';
pero destacando la función central que adquiere en ella la complicidad colectiva en el
olvido selectivo de acontecimientos traumáticos [1994]. Esta amnesia —necesaria para el
sostenimiento de la historia monumental— que Renan descarta a favor del “rico legado de
los recuerdos”; para Nietzsche constituye una pérdida, recubierta por un exceso de
erudición que le merece la trasposición del proverbio "dejad que los muertos entierren a los
vivos'; en notable coincidencia con el apotegma de Marx: "La tradición de todas las
generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos" [Nietzsche 1957,
17; Marx 1955, 230]. Si para Nietzsche la voluntad de olvido es imprescindible parata vida,
para la acción, para la libertad, la amnesia inherente a toda historia monumental lleva al
éxtasis absorto y estático frente a una imponencia irrepetible. Es más un olvido compulsivo
—o "amnesia de la génesis'; en el sentido que le diera Pierre Bourdieu [1977, 79]— que un
olvido voluntario. El olvido, entonces, se define en relación con la memoria a la cual se
articula. Si la pedagogía de la memoria histórica se sustenta en la amnesia de su génesis
(efectivamente histórica), el olvido creativo pone en funcionamiento una memoria
proactiva que suprime la monumentalidad de la Historia en la práctica cotidiana de las
memorias culturales. 0, desde otro ángulo, la amnesia compulsiva es al imaginario social lo
que el olvido creativo es a la imaginación radical. Olvidarse de recordar es otra forma de
afirmar la vida día a día. A diferencia de la amnesia social, que implementa la tachadura
selectiva y pedagógica de acontecimientos históricos, el olvido creativo promueve una
irónica historización de la historia, poniendo de relieve su materialidad discursiva y
permitiendo así recuperar las huellas de lo diferente en la trama del discurso, revelar la
reminiscencia como representación, y restablecer la memoria como locus de la alteridad.
Por ello, nos advierte Nietzsche, "es importante saber cuándo es tiempo de olvidar y cuándo
es tiempo de recordar" [1957, 8].

La necesidad terapéutica del olvido es un componente básico en el equilibrio


psicológico del sujeto y constituye, en rigor, una especie de engranaje entre el individuo y
la sociedad. Lo que en el plano social parece una racionalización y una abstracción, en la
psiquis individual adquiere una terrible materialidad, como en el caso del sujeto acosado
por las culpas, las ausencias, los miedos. Son las huellas del pasado que al irrumpir con
violencia desde un antes nuestro o ajeno, olvidado o presentido, despiertan un placer o un
dolor inexplicables, como esa carta hallada por acaso entre papeles viejos, o esa foto casi
velada que nos revela de golpe la opacidad del instante, o el objeto cuyo rencuentro
desencadena una vorágine de recuerdos que nos hunde en la melancolía. La carta, las fotos,
los objetos encontrados por un truco del azar en el fondo de un cajón, son fragmentos de lo
Real agazapados en el imaginario, que irrumpen de pronto desde lo real y hacen saltar la
realidad en pedazos. Son huellas del pasado, de un pasado que quizá no queremos recordar,
que escogemos olvidar simplemente porque es demasiado doloroso, y que cuando emergen
a la superficie nos obligan a racionalizar su imposible racionalización para poder olvidadas
y seguir adelante. Lo mismo ocurre en el plano social. La amnesia exigida por las
organizaciones de derechos humanos y de familiares de desaparecidos demanda tanto el
olvido creativo como rechaza la amnesia compulsiva impuesta oficialmente: sólo el ritual
del duelo hará posible el necesario olvido terapéutico. El recuerdo de los desaparecidos nos
acosa porque se nos ha bloqueado la posibilidad de recordados, porque no se les ha
enterrado como dios manda, y su retorno indica que el trauma de su desaparición no ha sido
adecuadamente integrado en la memoria histórica. Su retorno es síntoma de una úlcera
abierta en el tejido social y en la memoria cultural. Tanto ellos como nosotros sólo
podremos descansar cuando se nos asegure que, a pesar de la muerte, podrán seguir
viviendo en la memoria cultural. Ésa es la función psico-social de los ritos funerarios,
mediante los cuales los muertos encuentran su lugar de reposo en el texto de la tradición; es
la angustia de Antígona frente a los restos insepultos de Polinices.

EL IMAGINARIO GLOBAL Y LA LUCHA POR LA MEMORIA

Hoy, bajo la globalización, estamos presenciando y experimentando otra brutal borradura


de memorias, entre ellas y principalmente, de las memorias históricas nacionales que son
arrumbadas, literalmente, en el basurero de la historia, para ser sustituidas precipitadamente
por una memoria pop global desplegada por los medios de comunicación y los circuitos de
información transnacionales con el propósito fundamental de promover el consumo,
primordialmente el simbólico, que por su propia lógica se agota en el instante. Subsumido a
la lógica de la mercancía, el consumo de memorias, como el de la historia, va siendo
relegado a formas banales de la nostalgia.

Estamos ante un nuevo régimen de administración de la memoria, aún poco


analizado, que revela el pasaje de las políticas de la memoria implementadas por la nación-
estado, las características de la modernidad y una economía política de la memoria, según
la cual, las memorias, convertidas en mercancías, pasan a ser reguladas por las leyes del
mercado global y la lógica financiera del capital transnacional. Esta compleja y combinada
erosión y sustitución de memorias ha generado, como no podía ser de otra manera, un
resurgimiento de la preocupación por la memoria. Ha acicateado la lucha por la memoria y
el resurgimiento de nacionalismos, fundamentalismos —religiosos, étnicos, consumistas
incluso- y memorias culturales que permanecieran largo tiempo sumergidas bajo las
memorias históricas nacionales. Pero esto ha llevado, asimismo, a diversas reunificaciones
de la memoria -tanto en el campo de la política como en el de la crítica de la cultura-
mistificada como reducto incontaminado de lo popular, lo auténtico, lo original, perdiendo
de vista que la memoria es otro campo de lucha simbólico contaminado por la historia de
sucesivas, constantes pérdidas y erosiones, manipulaciones y traiciones, es decir, que no
hay memoria pura ni original ni incontaminada ni inocente.

La globalización constituye un nuevo régimen de acumulación de capital flexible y


combinado que articula la explotación del trabajo alienado (sobre todo en la periferia
aunque también en los centros) con la explotación del consumo alienante (sobre todo en los
centros pero también en las periferias), y la producción a escala de bienes materiales con la
producción a la medida de bienes simbólicos. Esta reconversión del régimen fordista al
régimen global determina un sistema en el que economía, política, sociedad y cultura
parecen integrarse en una sola totalidad que vuelve inoperante la distinción entre lo
material y lo simbólico, la base y la superestructura, lo real y lo ideológico, al grado que sí
se puede hablar de la muerte de las ideologías, puesto que la ideología se halla finalmente
enquistada en la forma de la mercancía-signo que satura y regula el sistema en su conjunto.
La cultura (ya sea como información, know-how, software, patentes u otras formas de
propiedad intelectual, pero también como memoria, experiencia y saber colectivo) deviene
una de las fuentes principales de capital variable y un medio decisivo de producción. Pero
más importante quizás, debido a que la economía es dinamizada por el consumo y
particularmente por el consumo de bienes simbólicos y ser- vicios culturales, la cultura
deviene el motor de la "nueva economía'; así como su principal indicador [Hoogvelt 2001;
Harvey 1990].

En efecto, lo que comenzara en los modos de producción precapitalistas como un régimen


de apropiación directa de la plusvalía y su reconversión simbólica en status y poder, se
subdividió luego, bajo el mercantilismo, en dos economías paralelas y no necesariamente
integradas: una economía política, donde irrumpió soberana la mercancía y una economía
libidinal, que fue imponiendo la lógica de los signos [Baudrillard 1997]. Mientras el capital
mercantil protagonizaba la colonización de la esfera del intercambio por la lógica de la
mercancía, los estados nacionales emergentes se lanzaban de lleno a la primera expansión
colonialista moderna. Más adelante, el capital industrial sometería la esfera de la
producción y del trabajo, mientras los estados nacionales ya maduros protagonizaban la
aventura imperialista, de la cual se desprendería luego el sistema neo colonial. Finalmente,
bajo lo que Fredric Jameson, siguiendo a Ernest Mandel, llama capitalismo tardío, el capital
financiero transnacional protagoniza la colonización de los últimos reductos del tiempo
libre, el ocio y la cultura, proceso sólo posible gracias a la incorporación de países, pueblos
y sociedades a un mercado global. Hoy, si bien el trabajo sigue siendo la fuente principal de
creación de valor -ex- traído a escala global en forma de plusvalía- el consumo ocupa un
lugar prominente como fuente indirecta de creación de valor y como fuente directa de
creación de placer, apropiado como plusplacer, Aún cuando en los albores del
mercantilismo la forma mercancía fracturara la unidad preexistente entre economía y
cultura, entre producción material y producción simbólica, a la larga vino a promover su
reencuentro, aunque esta vez, claro está, no bajo la lógica del valor de uso, material o
simbólico, sino del valor de cambio, pura- mente relacional, de la mercancía-signo.

Por todo esto, la importancia económica del consumo, hoy, está intrínsecamente
vinculada a su función política y cultural, porque en la economía de la abundancia no se
consumen objetos, sino imágenes, mensajes, símbolos, memorias que nos dicen cuánto
valemos y quiénes somos. El consumo, y particularmente el cultural, opera a través de la
creación, incitación y manipulación de deseos, y del corrimiento de los umbrales del placer
siempre más allá de su posible realización, atizando el consumo y reforzando el
consumismo como estilo de vida.

Esto me trae al punto que me interesa destacar aquí. Estamos todos de acuerdo en
que la globalización arrasa con las culturas periféricas y las memorias locales, ya sea
apropiándoselas para luego procesarlas bajo la forma de mercancías, o desplazándolas y
sustituyéndolas por la memoria pop global. Pero, ¿por qué ocurre esto así? Esta es mi
hipótesis: debido a la centralidad que tiene e! consumo en la economía global y porque en
la mercancía, que regula e! consumo, no hay lugar para aquellas memorias que no le sean
instrumentales. ¿Por qué? Porque la mercancía requiere de un presente absoluto, aun
cuando esto implique su proyección imaginaria hacia la insaciable satisfacción de deseos en
e! futuro. Las mercancías no tienen memoria, o son, en todo caso, portadoras de una
memoria ersatz, flotante y vacía, tan vacía como e! signo. Es e! caso de la cárcel de Punta
Carretas, en Montevideo, convertida en opulento centro comercial y escaparate de!
cosmopolitismo global. En ese sentido, tanto las memorias culturales, como las locales o
las nacionales incluso, obstaculizan e! libre funcionamiento de! consumo y la libre
circulación de las imágenes, los deseos, los valores y las memorias engarzadas en e!
imaginario global, en cuanto relegan al individuo a una trama simbólica y afectiva que hace
irrelevante o subsidiario, al menos, e! consumo. El régimen global requiere de individuos
absorbidos por e! presente, obsesionados con la satisfacción inmediata de! deseo. El
consumidor ideal carece de pasado.

Si el consumo es e! sitio por donde pasa hoy la ciudadanía y más aún, donde se
configuran las identidades sociales y políticas, lo es porque en él se generan desde la forma
fetichizada de la mercancía-signo, hasta los deseos que mueven la economía libidinal y
establecen dónde se busca y se satisface e! placer. O mejor dicho, dónde el placer nunca
llega a ser satisfecho, porque en la sociedad de consumo de la abundancia —donde la
inmediata satisfacción de las necesidades está, en principio, teóricamente garantizada— la
satisfacción de los deseos es empujada siempre más allá por una maquinaria que crea
siempre nuevas necesidades, con lo cual e! deseo termina deseando e! deseo [Deleuze y
Guattari 1985,35; Bauman 1998, 82-3]. El sujeto, en tanto consumidor, inducido por la
tentación de deseos desconocidos, deviene en e! obsesivo buscador de un imposible objeto
de deseo y la realización sublimada de un valor de uso irrealizable, pues al proporcionar
una satisfacción siempre insuficiente, el consumismo conforma sujetos insatisfechos,
incompletos. Esto explica, por cierto, la profunda inestabilidad de las identidades sociales y
políticas así como la crisis de valores en una sociedad donde todo se vende y se compra,
donde la memoria es el compendio de marcas registradas, donde todo es simulacro y los
valores, convertidos en valor, adquieren una presencia ubicua y fantasmagórica.

¿Qué duda cabe que el horizonte último de toda utopía es una cultura
verdaderamente ecuménica? Quizás esto explique por qué persiste la tendencia a percibir
los fenómenos culturales como si ocurrieran al margen de los procesos económicos y
geopolíticos, mistificando así dos expresiones complementarias de la globalización cultural:
la cultura pop y consumista producida por las grandes corporaciones transnacionales para el
consumo mundial masivo y el sofisticado y desterritorializado cosmopolitismo high-tech
que se suele identificar con las élites transna- cionales. A pesar del indiscutible incremento
de la interconexión mundial, el mejor conocimiento de las culturas diversas y la mayor
tolerancia frente a la diferencia cultural, es irrefutable que tan solo una pequeñísima
fracción de los productos culturales originados fuera de la industria cultural
transnacionalizada, y sólo cuando ésta considera que aquéllos encajan en los estándares de
comercio mundial, deviene global. En rigor, la única cultura verdaderamente global -es
decir, consumida mundial- mente y articulada a los dispositivos de producción y
distribución eco- nómicos globales- es la cultura pop norteamericana, difundida en todo el
mundo por la ubicua capacidad de las redes me di áticas, que celebran el estilo de vida
consumista y la estética light de las mega-estrellas, globaIizadas por el poder omnívoro de
las corporaciones transnacionales y la interdependencia asimétrica de los flujos culturales
globales.
La notable asimetría en la producción y el consumo de cultura entre países y
regiones del mundo apenas permite vislumbrar el grado de monopolio y de acumulación de
capital simbólico (conocimientos, tecnologías, información, competencia) reunido en las
economías centrales. Sin embargo, la más profunda función ideológica de esta
globalización cultural que, movida primordialmente por la acumulación de capital, acorrala
a las formas no mercantiles de producción cultural, desplaza al estado como promotor de
cultura y confina el consumo cultural a la esfera de lo privado, restringiendo aún más el
espacio público y la praxis social,

es el carácter unidireccional y, por ende, en última instancia incomunicativo y


desinformativo de los medios de comunicación, como apunta Baudrillard [1997, 33-4]. Se
trata, en rigor, de un verdadero sinóptico, aparato de seducción que invierte los dispositivos
de vigilancia del pa- nóptico foucaultiano, dotándolo de aún mayores efectos; una sociedad
del espectáculo, según propusiera Guy Debord, en la cual las mayorías, amarradas a sus
condiciones locales pero desarraigadas de sus comunidades, observan a unos pocos, las
estrellas y celebridades del cine, la música y la TV globales, disfrutar de una existencia
hiperreal en una realidad casi virtual que se despliega en un presente absoluto [Mathiesen
1997, citado por Bauman 1998,52-4; Debord 1994].

Es así que rubricada la brutal distancia tecnológica entre las sociedades ricas y
pobres, la globalización cultural es mucho más dramática, y obviamente más traumática en
estas últimas. La globalización económica se basa, indudablemente, en la alta tecnología
garantizada y el acceso fácil y barato a la información, es decir, en buena medida, al grado
de globalización cultural. Pero ésta es una verdad a medias que mistifica el hecho de que, a
excepción de una minoría cosmopolita y pese al liderazgo global de Wall Street, la mayor
parte de la sociedad estadounidense continúa aferrándose con tenacidad a una suerte de
insularidad cultural que fácilmente se traduce, cuando lo exigen las circunstancias, en un
recrudecimiento de la xenofobia y el chovinismo, puesto que lo que para el resto el mundo
es global, para el norteamericano medio sigue siendo simplemente "American': En tal
sentido, la globalización cultural apareja- ría una aculturación, particularmente de los
jóvenes de todo el mundo, a la cultura pop norteamericana globalizada, con todas las
implicaciones que esto tiene en cuanto al "moldeado" de hábitos y deseos, valores socia- les
y modos de vida, concepción del tiempo y del espacio [Santiago 2001, 120; Mohan Rao
1998, 39J. Proceso que para muchos constituye una "americanización" lisa y llana o, en
términos más gráficos, una "McDonaldización" [George Ritzer 1993 ].

La globalización cultural, por lo tanto, no depende sólo de un mayor acceso a las


tecnologías de punta, sino, primordialmente, del valor relacional que adquiere la cultura
pop globalizada por los medios transnacionales de comunicación en cada medio social y la
forma en que esta integre a la población mundial al imaginario global desde contextos
sociales específicos. Mientras el mundo se globaliza a través de la mercantilización de la
cultura pop global, la mayoría de los norteamericanos permanece encapsulada en una
burbuja insular y nacionalista que se ha encogido aún más luego del 11 de septiembre,
cuando la violencia de la globalización finalmente devolvió el golpe. Lo que para unos es
exotic cuisine para otros es simple comida casera. Es el caso de los trabajadores migrantes,
muchas veces indocumentados y contratados en condiciones muy próximas a la esclavitud,
los invisibles que lavan los platos, barren la mugre y recogen tomates para el bienestar de
los integrados al primer mundo. Quizá por ello la experiencia de vértigo que produce en las
periferias la dinámica centrífuga de la globalización, corresponde en los centros a cierta
forma centrípeta de éxtasis cultural y de conformismo político.

Engarzada a esta cultura pop global, diseminada por los medios de comunicación
transnacionales, se despliega e instala en forma progresiva una memoria amnésica -
hedonista, inmediatista, nihilista y cínica- que arrasa tanto con las memorias colectivas de
base comunitaria como con las memorias históricas al servicio de los estados nacionales,
predominantes hasta ahora, sustituyéndolas por un difuso sentimiento de nostalgia de orden
vicario. A través de la moda retro y del gusto por los oldies muchos jóvenes
norteamericanos se identifican con un pasado ahistórico y fuera de contexto que, al tratarse
de jóvenes latinoamericanos se convierte en un referente aún más abstracto, que pese a
haber sido protagonizado por otros sujetos, en otro tiempo y en otro lugar, han llegado a
adoptar como propio. Yo recuerdo, en mi infancia, jugar a los cowboys pero nunca a los
gauchos; los indios ~cheyennes, sioux, navajos- eran siempre mis enemigos y en mi
panteón personal no figuraba Juan Moreira, aunque sí Sandokán y el Llanero Solitario.
Luego, con los años, se irían incorporando Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Claudia
Cardinale y, claro, los Beatles. Esto, para Renato Ortiz formaría parte de una "memoria
colectiva internacional-popular" sobre la cual se conformaría un nuevo "imaginario
colectivo mundial" que configura identidades transnacionales por encima y a pesar de las
identidades nacionales y sus memorias históricas. Afianzada mediante el olvido selectivo
de memorias anteriores, y como toda. memoria, la pop global instrumentaliza un nuevo
orden social cuyo núcleo duro, irreducible, es la forma abstracta y vacía de la mercancía y
del signo.

Si la crisis de la memoria colectiva premoderna se había resuelto con la invención


de una memoria instrumental, histórica y literaria, erigida sobre las ruinas de aquélla y con
el explícito propósito de borrar sus tra- zas, vaciar la historia de la Jetztzeit y sustituirla por
una temporalidad acumulativa, homogénea y vacía al servicio de los imaginarios nacionales
del estado moderno [Benjamin 1969,261], en Estados Unidos se fue expandiendo
posteriormente, pero antes que en ningún otro lugar y sobre la base de la sociedad de
masas, una nueva memoria instrumental, construida ya no en forma pedagógica, sino
mediante el consumo masivo y la retórica de la publicidad, cuya difusión global
presenciamos actualmente. Así como la memoria histórica realizó el brutal disciplinamiento
de las siempre plurales memorias culturales con el fin de homogeneizar una población
originalmente heterogénea, la memoria pop global debe llevar a cabo una mayor y más
profunda supresión de las memorias locales, regionales y nacionales con las cuales entre en
conflicto y, con el fin de horadar la densidad de la historia debe borrar sus pliegues 'y sus
con- tradiciones, achatándola en un presente eterno, inmutable, final, donde sólo subsiste el
placer del consumo y la seducción del significante [ver Ortiz 1994, 104ss; Trigo 2003,
77ss].

De ahí que hoy se plantee, renovada, la lucha por la memoria y la reemergencia de


las memorias culturales, en tanto es en la memoria don- de se constituyen las identidades
sociales. La diferencia consiste en que cada memoria cobra materialidad bajo distintos
regímenes de producción, circulación y consumo. Mientras la memoria histórica encarna en
el patrimonio nacional y es reproducida por los aparatos ideológicos del estado,
primordialmente la escuela, implementa, en consecuencia, una teleología nacionalista, y la
memoria global pop es producida y distribuida por los medios masivos de comunicación
globales, las memorias culturales se urden en la experiencia vivida y la vida cotidiana de la
gente. Como dice Martín Barbero, las memorias culturales son la sustancia de que estamos
hechos.

LA EMIGRACIÓN Y LA DIÁSPORA EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN

Vinculada a lo anterior y promovida por la necesidad de mano de obra barata del nuevo
régimen de acumulación global, la emigración y la diáspora transnacionales
desterritorializan individuos que quedan así ex- puestos a una nueva borradura forzada de
las memorias locales y nacio- nales, sustituidas por la ya mencionada memoria pop global,
y obligados a reconstruir las memorias culturales desterritorializadas. En efecto, los
movimientos migratorios, no importa si individuales o masivos, están íntimamente
vinculados al desarrollo socio-económico desigual entre distintas regiones del mundo
inmersas en complejos regímenes de expulsión y de atracción, por lo cual las migraciones
obedecen siempre a múltiples causas de índole social, cultural, política o económica, cuya
combinación sobredetermina las diversas modalidades de exilio s, diásporas,
desplazamientos y migraciones históricamente registrables. Sin perder de vista las
diferencias notables entre un exiliado, un refugiado, un desplazado por, digamos, una
guerra civil, y un emigrante por causas económicas, toda migración implica un largo, lento
y doloroso proceso de transculturación de culminación incierta; una experiencia traumática
de alcance acumulativo cuyos efectos, no siempre visibles, promueven una "crisis radical
de la identidad" en la medida en que el emigrante, despojado del espejo que le devolvía su
imagen conocida y tranquilizante, debe enfrentarse, solo y desnudo, a miedos primordiales,
como dicen Maren y Marcelo Viñar, psicólogos uruguayos exiliado s por largos años
[1993, 60J. A lo cual agregan León y Rebeca Grinberg, psiquiatras de origen judeo-
argentino radicados en Europa, que la migración es un cambio de tal magnitud que no sólo
pone en evidencia, sino también en riesgo, la identidad misma, debido a la masiva pérdida
de objetos y puntos de referencia, incluyendo los más significativos y valorados: personas,
cosas, lugares, idioma, cultura, costumbres, clima, a veces profesión y medio social o
económico, a los cuales están ligados recuerdos y afectos. La migración implica una
conmoción que sacude toda la estructura psíquica [1984, 39-40].

El emigrante típicamente moderno que predomina hasta mediados del siglo xx, era
un sedentario que, para protegerse del dolor de la pérdida y la ansiedad por 10 desconocido,
procedía a una disociación, ya renegando del entonces-allá y ensalzando el aquí-ahora, o
demonizando a éste e idealizando a aquél. En el primer caso, adoptaba una estrategia
obsesiva, hipomaníaca que le permitía soslayar su ansiedad y su sentimiento de culpa,
abandonándose a un confortante sentimiento de bienestar psíquico y físico; en el segundo,
asumía una actitud paranoica y autista de rechazo del aquí-ahora que hacía menos dolorosa
una eventual retirada a un sublimado entonces-allá. Utopía y distopía: dos caras vacías de
un sig~ no a llenar, al punto que lo esencial, en tales casos, es mantener irresuelta la
disociación: "lo bueno" en un extremo y"lo malo" en el otro, no importa qué sea lo uno o lo
otro, porque en caso de fracasar la disociación se cae inexorablemente en la ansiedad, en la
confusión, en la angustia [Grinberg y Grinberg 1984, 20]. Tarde o temprano todo emigrante
debe pasar por un largo e intrincado proceso de duelo por los objetos perdidos y por su
resquebrajada identidad, de modo que pueda aceptar al fin la pérdida y reconstituir su yo.
Con el paso del tiempo, en tanto asimile la experiencia migratoria y los sentimientos
reprimidos, podrá sentir la pena; adquirirá entonces un conocimiento más intenso y
profundo de dichas experiencias, no simplemente intelectual, sino vital. La ansiedad
paranoica y depresiva que abruma al emigrante en los primeros tiempos va siendo así
progresivamente remplazada por la nostalgia y la pena hasta ser finalmente resuelta; luego
de un doloroso trabajo de duelo por la pérdida y el desprendimiento de una parte de sí
mismo, es cuando el emigrante acepta y se compenetra con su condición migratoria. Sólo
entonces será capaz de volver a gozar de la vida. El lograr hacer las paces con ambos
mundos permite al individuo "padecer su dolor" y asumir su condición de emigrante en una
suerte de decantación de experiencias y reconciliación afectiva. Además del indiscutible
enriquecimiento cultural y psicológico que toda migración involucra, el emigrante va
reconfigurándose en un proceso de transculturación difícil, tenso y siempre conflictivo, que
sólo se resuelve, y nunca en forma completa, cuando el emigrante no sólo se sabe, sino que
se siente emigrante, pues ser un emigrante implica asumir plena y profundamente la verdad
y la responsabilidad inherentes a esta condición. Cosa difícil de soportar, lo cual explica la
necesidad de recurrir a múltiples operaciones defensivas, para quedarse tan solo en el saber
y no en el ser [Grinberg y Grinberg 1984, 81-2].

Este emigrante, característico de la era industrial capitalista moderna, aun cuando


partiera soñando en el regreso (el gallego que venía a hacerse la América o el tano que huía
del hambre o de la guerra) y debido al horizonte imaginario y las posibilidades tecnológicas
y materiales del espacio internacional en que se movía, se embarcaba siempre en un
proyecto de vida, en un viaje de retorno improbable que en la mayor parte de los casos
terminaba siendo así. Esto determinaba un fuerte sentimiento de pérdida por el mundo
familiar abandonado y una elevada disponibilidad a afincarse, a dejarse asimilar por la
sociedad receptora e identificarse con su imaginario: a hacerse emigrante [Safran 1991,85].
La inmigración, por lo tanto, es el modo de migración predominante -nunca exclusivo-
durante la fase expansiva del capital industrial: son nuestros abuelos quienes
protagonizaron aquella historia sin héroes. Entre el imperialismo y el internacionalismo
proletario, la inmigración configura un dispositivo íntimamente imbricado con los modos
de producción económica, demográfica y cultural de la modernidad.

Sin embargo, después de la segunda guerra mundial, la hegemonía progresiva del


capital financiero transnacional, el modelo de acumulación global flexible, y el correlativo
debilitamiento de los mercados nacionales y la revolución tecnológica de los medios de
comunicación y de transporte, se constituyen en el caldo de cultivo de nuevos modos de
emigración que in- vierten la clásica dirección de las rutas internacionales de las
inmigraciones modernas y la experiencia del emigrar, aun cuando confirman el principio de
la economía demográfica según el cual las migraciones se originan siempre en regiones
económicamente periféricas. La emigración y la diáspora transnacionales son así un nuevo
modo de migración que va de las regiones periféricas, neo coloniales o poscoloniales, a las
zonas metropolitanas, cuyos protagonistas permanecen en una suerte de limbo afectivo e
imaginario debido a la creencia o la certeza de que el retorno es siempre factible. Ahí reside
la diferencia geocultural y psico-política fundamental entre la emigración y la diáspora bajo
la globalización y la inmigración internacional de la época moderna. Mientras los
emigrantes, una vez procesado el duelo por la pérdida, se adaptan y asimilan su nueva
condición, en la diáspora parecen extraviarse en una "tierra de nadie" de remordimientos y
ambivalencias. Acosados por ambiguos sentimientos de éxito y de fracaso, de desdén ydt
culpa, se sienten perplejos ante su transitoria y transitiva condición, atrapa' dos en una
encrucijada sin retorno.

Ahora bien, debemos cuidarnos de no sublimar la condición emigra. te como un


atributo de lo humano, tanto como de no unificar la variadagama de emigrantes,
expatriados, refugiados, trabajadores zafrales, comunidades extranjeras y minorías étnicas
bajo el rubro de diáspora postconolonial, término que ha venido a designar una suerte de
no-lugar que provee a cierta élite intelectual instalada en los países centrales, pero
originaria de regiones periféricas, de una metáfora adecuada para trascender los
condicionamientos de la historia en la epifanía del "exilio': Esto es posible porque, al
pertenecer al mismo tiempo a ningún lugar, el intelectual diaspórico se siente autorizado a
establecer su hogar epistemológico en un lugar flotante e indeterminado, lo cual redunda en
la fetichización de la diáspora. Indiferente a las condiciones socio-históricas concretas de
los emigrantes de carne y hueso, las teorías poscoloniales sobre la diáspora, formuladas por
intelectuales del tercer mundo en centros metropolitanos, resultan una forma de falsa
conciencia, una fabricación puramente ideológica a partir de su desgarramiento y su doble
alineación [Radhakrishnan 1996 173-5]. Aún críticos políticamente agudos como Homi
Bhabha acaban reproduciendo tropos modernistas y metáforas esteticistas al intentar
apropiarse, en el marco del pensamiento posmoderno, de las brutales condiciones socio-
económicas y los profundos traumas político-culturales sufridos por los emigrantes
transnacionales, mezclando en una misma bolsa la experiencia cosmopolita del intelectual
postcolonial con la experiencia de transterramiento de los millones de emigrantes, o las
poéticas del exilio con la triste prosa de los refugiados políticos y económicos [Bhabha
19945].

De manera similar, tendría un efecto francamente unificador clasificarlas como


"etnopaisajes”, tal como ha propuesto Arjun Appadurai para designar el constante pulular
de turistas, emigrantes, refugiados y viajeros que reconfigura la geografía humana de las
ciudades del primer mundo [1996,33]. Panivong Norindt ha propuesto el término
"errancia”, jugando con la doble connotación de desviarse del camino y deambular sin
rumbo fijo, para referir a estas nuevas modalidades migratorias [1993,54]; Tununa
Mercado, por su parte, se ha referido al "ejercicio de la falta”; sentimiento de ser ajeno, de
no pertenencia que se siente en esa especie de limbo cultural y purgatorio legal, abierto
entre la oferta aparentemente ilimitada de libertad de la globalización y las certezas
acotadas por las culturas nacionales [1998,72].

Si las grandes migraciones, desde el siglo XVI hasta la Segunda Guerra Mundial,
constituyeron un dispositivo demográfico estrechamente ligado al desarrollo del
capitalismo y un componente estructural de los estados nacionales modernos, la emigración
y la diáspora transnacionales responden a la compleja onda expansiva de la globalización,
que reduce a los estados al mero rol de administradores del mercado. De acuerdo a esto,
resulta claro que los movimientos migratorios ejercen un papel primordial en la
constitución de los estados nacionales, pero también constituyen su lado oscuro, su coartada
ideológica. La emigración y la diáspora, sobredeterminadas por una dual economía social y
simbólica, operan como una válvula de seguridad que previene la disolución lisa y llana de
las naciones neocoloniales y poscolona- les globalizadas, al dispersar, de acuerdo a las
leyes del mercado demográfico y económico, su capital humano y cultural. Son un síntoma
geodemográfico de la nación, una negación de la nación que hace a ésta posible, por cuanto
la lógica del estado requiere el necesario y más estricto control de los flujos migratorio s,
así como la demarcación de rigurosas fronteras entre "el adentro" y "el afuera'; lo nativo y
lo extraño. 1 Como cualquier mecanismo de marginación y discriminación, ~ tiempo que
contradice valores fundamentales de la nación pone en funcionamiento dinámicas de
exclusión y expulsión imprescindibles para la reproducción de la identidad nacional. Al
igual que la marginación social, la segregación étnica y la discriminación política, la
emigración y la diáspora funcionan como dispositivo que previene la desintegración del
cuerpo social, no obstante desvelar las fallas y las miserias que hacen inevitable esas tribus
errantes que desbordan la mayestática monumentalidad de los imaginarios nacionales y
reinscriben, con sus cuerpos, las fronteras políticas y culturales de la nación ya no moderna
[Bhabha 1990, 315]. En consecuencia, la emigración y la diáspora operan respecto al
estado-nación la misma función estructural que el mercado informal y el desempleo
cumplen en el sistema capitalista: no obstante contradecirla en apariencia, son una
necesidad estructural de aquélla, un agujero negro donde la nación falla y hace visible el
envés de su textura fantasmal. Esto es así porque la emigración y la diáspora
transnacionales conforman una experiencia existencial que empuja la identidad nacional
hasta los bordes del abismo, exponiendo la naturaliza estrictamente imaginaria de la
identidad nacional.

Por ello, la emigración y la diáspora transnacionales no refieren solamente al acto


del emigrar, sino a los particulares modos de vida y prácticas sociales que configuran una
cultura emigrante o en la diáspora, paralela o complementaria a la cultura que se sigue
forjando al interior de las fronteras nacionales. Una cultura que adquiere por momentos
características cinemáticas, como si el emigrante se sintiera muchas veces representando un
papel inadecuado en un libreto escrito en otra lengua [Rodaway 1994, 258]. Esta sensación
de extrañamiento y disociación psicológica, aun cuando similar a la del emigrante de
antaño, llega a adquirir un carácter permanente, de modo que el emigrante se siente siempre
en tránsito, suspendido entre dos mundos. Esto se debe a una combinación de factores: la
incertidumbre social y la inestabilidad económica, acrecentadas por la arbitrariedad de las
leyes, las múltiples formas de la discriminación y la brutalidad de los mercados de trabajo
globalizados, pero también a la creencia de que el regreso a casa está siempre al alcance de
la mano, debido a la accesibilidad de las comunicaciones y el relativo bajo costo de los
viajes aéreos. Este sentimiento de desarraigo, de vivir en una "tierra de nadie'; de
remordimiento y ambivalencia, entre un pasado perdido y un presente aún no plenamente
asumido, podría ser quizá una metáfora adecuada sobre nuestra condición (pos) moderna,
como diría Iain Chambers. Perdido en una temporalidad homogénea y vacía, y alienado en
un espacio que siente siempre ajeno, abstracto, neutro, aunque nunca neutral, el emigrante
desarrolla poco a poco una Suerte de bi-perspectivisrno, la capacidad de ver las cosas desde
dos pun- tos de vista simultáneamente, necesaria para negociar cada acto, diseñar
estrategias cotidianas y dar sentido a prácticas en las cuales convergen el aquí-ahora de las
experiencias vividas (Erlebnis) con el entonces-allá de las memorias culturales
(Erfahrung). Esta tensión genera una id/ entidad dividida y esquizoide, conflictiva sino
conflictuada: una id/ entidad "flexible pobremente ajustada al régimen de acumulación
flexible del capital internacional: una identidad de sobreviviente basada en una nueva
experiencia de lo comunitario. Esta identidad en nepantla está obligada a funcionar siempre
en subjuntivo, como si fuera completa e indivisible, a sabiendas de que una identidad plena
es sólo una ficción para seguir adelante día a día¡ una sutura estratégica sin la cual el sujeto,
fragmentándose, sucumbiría al autismo social o a la esquizofrenia [Hall 1993, 135]. En esta
experiencia de la transitoriedad y la transitividad, la promesa del regreso a casa se vuelve
imposible, ante la progresiva certidumbre de que la migración es tan sólo un viaje de ida,
pues' ya no queda adonde regresar. Y así el emigrante termina alienado a ambos mundos,
sumido en un profundo sentimiento de desarraigo, de extranjería, de extrañamiento social,
cultural y existencial que le hace sentirse forastero en todas partes, exactamente a la inversa
del cosmopolita, quien por definición se siente en todas partes como en su propia casa.
Muchos emigrantes, sobre todo los que disfrutan de cierta movilidad profesional y cultural,
acceden ciertamente a los beneficios del cosmopolitismo, pero la mayoría de ellos
permanecen atrapados en la malla pegajosa de su condición emigrante. De ahí los riesgos
de celebrar el componente cosmopolita de la emigra- ción y la diáspora transnacionales. 2

No obstante, es verdad que pese a constituir una experiencia agónica, la emigración


y la diáspora tienen también su lado positivo. Además de la posibilidad de mejorar la
calidad de vida (obtener un mejor trabajo, seguridad económica y mayor capacidad de
acceso a los bienes de consumo), el emigrante experimenta un enriquecimiento cultural y
una transfiguración psicológica incalculables. Su capital cultural se expande en relación con
la diversificación de sus experiencias, y su visión del mundo se hace más sutil y refinada,
más comprensiva y tolerante, a consecuencia de estar expuesto a personas diversas y
situaciones adversas que desa- fían ideas preconcebidas, modos de pensar estereotípicos,
mezquindades provincianas, filiaciones ideológicas o nacionales inconmovibles, como bien
dice Wettstein [1989J. Sin embargo, la experiencia cotidiana del emigrante, sin hacerlo
necesariamente más sabio, le aproxima a la un- heimlich freudiana, la imprevista
desfamiliarización con lo antiguamente conocido y familiar que lleva la identidad al borde
del abismo, con todos los beneficios, pero también los riesgos, que cualquier desalineación
repentina implica. Es a veces una inquietante sensación de irrealidad, de estar viviendo la
vida de otro, de estar habitando un cuerpo ajeno o moviéndose en un espacio
escenográfico¡ experiencia pautada por falsos, falaces y obstinados déjá-vu e imposibles
rendez-vous que le acosan a diario; fugaces fantasías que, hasta cierto punto, facilitan el
ajuste cotidiano, a pesar de su lado siniestro, que alcanza particular intensidad cuando la
fantasía del regreso se materializa en los hechos. Es en ese preciso instante que el entonces-
allá, largamente preservado en la memoria, se hace irreconocible en el aquí-ahora del
rencuentro. El emigrante debe enfrentarse entonces a la verdadera dimensión de la
emigración: un agujero negro en el tiempo y el espacio donde da lo mismo haberse ido ayer
que hace veinte años, como si se volviera del mundo de los muertos, pues su casa está
habitada por otros, su trabajo está ocupado por otros, las cosas que amó y fueron suyas
están desperdigadas, como parte de su propio yo escindido y disperso, que no ha podido
recoger y llevarse consigo [Grinberg y Grinberg 1984, 218].

He ahí lo siniestro, el horror generado no por lo desconocido, sino por el repentino


no-reconocimiento de lo íntimamente conocido, el sú- bito retorno de lo escondido y
reprimido en el fondo del inconsciente [Freud 1955, 225 Y 241]. Obviamente, cuando la
realidad que conforma y conforta nuestra identidad se nos revela irreconocible, nos
llenamos de horror y de terror: terror ante la "verdad" súbitamente revelada y horror por
nuestra vida previa en el "error': La ansiedad incubada ante la pérdi- da da lugar, de golpe,
al pánico de no pertenecer, a tener que asumir una alteridad irremediable que sólo será
aceptada al comprender que ya no somos el que fuimos, y aquel que fuimos es ya un
extranjero, perdido para siempre en una alteridad contradictoria que nos salva, tal vez, de la
alienación que representa la ilusión de ser el mismo, siempre [Viñar y Viñar 1993,90-91].
Sólo entonces el emigrante comprende que ya no tiene hogar, porque la antigua y
entrañable casa familiar se ha convertido en un espacio extraño y, por más que lo desee, ya
no hay vuelta posible. Sólo resta asumir la pena de no pertenecer a sitio alguno [Grinberg y
Grinberg 1984, 266].

»> DATOS BIOGRÁFICOS

Abril Trigo es Distinguished Humanities Professor of Spanish en la Ohio Stare Universiry,


Publicaciones: Caudillo, estado, nación. Literatura, historia e ideología en el Uruguay
(1990),¿Cultura uruguaya o culturas linyeras? (Para una cartografía de la neomodernidaJ
posuruguaya. 1997.), Memorias m igrantes. Testimonios y ensayos sobre la diáspora
uruguaya (2003), y The Latin American Cultural Studies Reader, del cual es coedirer
(2004), así como numerosos ensayos sobre la problemática cultural en América Latina. Sus
proyectos actuales incluyen Los estudios culturales y la globalización ti! América Latina y
Economía política de la cultura en la globalización.

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»> NOTAS

1
Retengo del concepto lacaniano de síntoma elaborado por Slavoj Zizek tan sólo algunos rasgos atinentes a
la esfera ideológica: todo síntoma es siempre síntoma de lo Real, esto es, una traumática y patológica
formación significante que resiste toda interpretación f retorna obsesivamente a hostigamos por la simple
razón de que nos proporciona placer [Zizek 1989, 69ss).
2
Quizá no haya más sugerente celebración del tropo cosmopolita de! exilio que el siguiena: pasaje del
Didascalicon de Hugo de Saint Vicror, monje del siglo XII que concluye SUS al' señanzas al estudiante de
filosofía recomendándole que emigre, pues "Todo el mundo es tierra extranjera para el hombre que filosofa
[y) el hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para quien
cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es
extranjero. Las almas simples han puesto su amor en un solo lugar de! mundo; el hombre fuerte ha
extendido su amor a todas partes; el hombre perfecto ha extinguido e! suyo por comple- to:' [Sr-Victor
1961, 101). El pasaje ha sido reiteradamente utilizado por Tzveran Todo- rov (búlgaro radicado en Francia),
quien lo tomó de Edward Said (palescino que vivió en Estados Unidos), quien lo leyó de Eric Auerbach
(alemán exiliado en Turquía).
Palabras e imágenes balbuceantes

SANDRA LORENZANO

Si viniera,
si viniera un hombre,
si viniera un hombre al mundo hoy, con
la barba de luz de
los patriarcas: debería,
si hablara de este
tiempo,
debería, sólo balbucir y balbucir,
siempre, siempre,
así, así.

Paul Celan

Palabras balbuceantes. Palabras en duelo. Palabras lastimadas que atraviesan los muros, las
alambradas, los ríos. Palabras que son a la vez su propio enmudecimiento. Palabras para
nombrar el dolor y las ausencias. Palabras como desgarradura s, como huellas olvidadas,
como conjuro. Palabras en cualquier idioma. Palabras en ninguna lengua. Palabras
tartamudas. Palabras para ahuyentar a los lobos en noches de luna llena. Palabras para
nombrarte. Palabras para ganade al tiempo. Palabras porque sí. Palabras para llegar al
desierto. Palabras para alcanzar el silencio. Palabras con espinas. Palabras de furia. Palabras
de perdón. Palabras susurradas. Palabras sutiles. Palabras para acariciar. Palabras para herir.
Palabras derrotadas. Palabras a pesar de todo. Palabras de sobrevivencia. Palabras de
ceniza. Palabras para salvarnos del naufragio. Palabras porque no quedan caminos. Palabras
para el imposible regreso. Palabras para bautizar a nuestros hijos. Palabras porque no hay
certezas.

Pero hay algo, siempre hay algo. Algo que lastima, que perturba. Una mosca muriendo
durante una eternidad, como contaba Marguerite Duras. 1 Algo que perturba. Un tren que
parte, unos brazos que se extienden. ¿El escenario? Una estación en alguna ciudad ocupada.
Una mujer cualquiera ve cómo empujan a la gente. Todos llevan una estrella cosida a la
ropa, o no, lo mismo da. Empujándolos los suben a los vagones. Ella es testigo de esta
escena. Siempre la recordará en blanco y negro. Noche y niebla. Ve una pareja joven que
carga un bebé. No lo duda. Extiende los brazos suplicando, ofreciéndolos, ofreciéndose,
ofreciéndole cobijo a quien se volverá quizás, a partir de ese momento, también su propia
hija.

La imagen me persigue, me obsesiona. Es una historia posible.No es la mía. Es una historia


posible. Un tren que parte, unos brazos que se extienden.
Palabras para nombrados a todos. Palabras para fundar una memoria.

Una historia posible. Una historia cualquiera. Esa niña podría tener hoy la cara ajada y un
pañuelo blanco en la cabeza. Los jueves tal vez dé vueltas en alguna plaza, al sur de todos
los sures.

Es una historia posible. También es la mía.

Palabras para nombrados a todos. Yo quería nombrados a todos, escribió Ana Ajmátova.
Palabras en duelo. "Réquiem': Nombrados a todos por el hijo que no regresó. El kaddish es
plegaria, voz antigua. Palabras para fundar una memoria.

¿Qué hacer con esa memoria grabada en el cuerpo? ¿Qué hacer con las cicatrices que la
historia ha dejado sobre nuestra piel? ¿Qué hacer con nuestros desaparecidos, con nuestros
muertos? ¿Qué hacer sino intentar encontrar sonidos en el quiebre de la lengua, en la fuga
de todos los sentidos? ¿Qué hacer sino buscamos, desesperadamente, en las imágenes del
horror, en los nombres de todos, en los rostros ausentes?

IMAGEN 1

El puente Mirabeau. Abajo el río es el recuerdo permanente del mes de abril de 1970.
"¿Cómo escribir, Madre, en la lengua de tus asesinos?" Veinticinco años después del
asesinato de sus padres y de su propio paso por un campo de concentración, Pau1 Celan se
tiró al Sena desde el puente Mirabeau. ¿En qué lengua? ¿Ahogado en qué sonidos? Desde
el puente Mirabeau, la historia es memoria desgarrada.

Leche negra del alba te bebemos en la tarde


te bebemos al mediodía y en la mañana te bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no estamos encogidos

Así comienza "Todesfuge', "Fuga de muerte'; quizás el poema más representativo de la


oscuridad que envolvió al siglo xx; el poema que llevó a Adorno a pensar que tal vez sí,
que tal vez y a pesar de todo sí seguía existiendo la poesía después de Auschwitz.

"Fuga de muerte" se llamó en su primera publicación "Tango de la muerte"

Un hombre vive en la casa que juega con las serpientes


que escribe cuando oscurece a Alemania tu pelo de oro Margarete
escribe y sale de la casa y brillan las estrellas y silba a sus perros
silba a sus judíos y los manda cavar una tumba en la tierra
y nos ordena ahora toquen para bailar … 2
En un campo cercano a Czernovitz, un lugarteniente de las ss obligaba a un grupo de judíos
a tocar tangos mientras otros cavaban las tumbas para sus compañeros muertos “… silba a
sus perros, silba a sus judíos y los manda cavar una tumba en la tierra”.

Paul Celan mira el Sena desde el puente Mirabeau. "¿Cómo escribir, Madre, en la lengua de
tus asesinos?"

Mi abuela no hablaba alemán, hablaba yiddish y cantaba tangos. Había llegado por otro río
que es también hoy una tumba de agua para nuestros muertos.

IMAGEN 2

Sola, cada semana, una mujer da vueltas a la plaza de un pueblo de Jujuy. 3

Sola, cada semana, con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, una mujer da vueltas a la
plaza de uno de los pueblos con mayor índice de mortalidad infantil del país.

Sola, cada semana, con la foto de su marido colgada al cuello. Sola, cada semana, durante
años.

IMAGEN 3

También el silencio es imagen del horror. El silencio del desierto sin dioses. El silencio del
bosque de Buchenwald del que han huido todos los pájaros. El silencio de las tumbas de
humo y aire. El silencio del que sabe que no hay testimonio posible. "Si el silencio hubiera
de retornar a una civilización destruida, ̶escribe George Steiner̶ sería un silencio doble,
clamoroso y desesperado por el recuerdo de la Palabra.” 4

IMAGEN 4

Desde una puerta del antiguo barrio judío, la imagen del viejo nos mira desde hace siglos.
¿Cómo recordamos? ¿Qué recordamos? ¡Zajor! Por- que el mundo entero calló.

Ten presente cada nombre, cada rostro. Treinta mil desaparecidos y la mirada del viejo en
una calle de Berlín. Cada nombre. Cada rostro.

Las ciudades guardan memorias. El trabajo de Simón Attie devela sus marcas y cicatrices.
Cada muro es palimpsesto que muestra la historia toda.

Y de pronto la muerte no es falta sino la insoportable suma de todas las ausencias.

Esas ausencias que pesan también sobre la fotos que tomó Reman Vishniac entre 1933 y
1939, consciente quizás de que el suyo sería el último testimonio visual de un mundo que
estaba desapareciendo violentamente.
Entre el trabajo de ambos, entre Arríe y Vishniac, el horror ha transformado la mirada. La
fotografía como memento mori porque conocemos el destino de los retratados, porque la
fotografía es siempre recuerdo de la muerte.

Desde un cuarto de Berlín, el viejo lee una y otra vez las 22 letras para que el mundo siga
siendo un tributo a su creador.

Escribió Paul Celan en "Tenebrae":

Estamos cercanos, Señor,


Cercanos y asibles.
Asidos, Señor
Unos en otros
Con nuestras garras,
Como si el cuerpo de cada uno
de nosotros
fuese tu cuerpo.
Ruega, Señor,
Ruega por nosotros,
Estamos cercanos.
Ladeados por el viento caminamos,
Caminamos para inclinarnos allí,
En el cántaro, en el cráter.
Fuimos a los abrevaderos, Señor.
Había sangre, había
La que tú derramaste, Señor.
Resplandecía.
Nos arrojó a los ojos de tu imagen, Señor.
Ojos y boca están así, abiertos, vacíos, Señor.
Hemos bebido, Señor.
La sangre y la imagen que la sangre contenía, Señor.
Ruega, Señor.
Estamos cercanos. 5

Y el mundo entero calló. Ten presente cada nombre, cada rostro. Treinta mil desaparecidos
y la mirada del viejo en una calle de Berlín. Ruega, Señor.

IMAGEN 5

¿De qué álbum oscuro salen las imágenes? ¿De qué pozo de la memoria? Mis imágenes y
las de los otros. Las que elijo, las que repaso para no olvidar, las que he decidido hacer
mías, cada nombre, cada rostro. Los ojos de las Madres, los gestos de mi infancia, un niño
que sale con las manos en alto en el gueto de Varsovia, un ángel en blanco y negro sobre el
cielo de Berlín y una voz que le susurra: Cuando el niño era niño, era el tiempo de las
preguntas. ¿Por qué soy yo y no soy tú? ¿Por qué estoy aquí y no allá? ¿Cuándo empezó el
tiempo y dónde acaba el espacio? ¿Es la vida bajo el sol tan solo un sueño?..., 6 Primo Levi
hablando y ha- blando aunque nadie quiera escuchar, una mujer que da vueltas sola a una
plaza en el norte argentino, otras mujeres con las fotos de sus hijas desaparecidas,
asesinadas, que dan vueltas a otra plaza en el norte de México, un río que fuera entrañable,
un río en el que -como escribió Néstor Perlongher- "hay cadáveres”.

Imágenes desde el oscuro álbum de la memoria.

IMAGEN 6

Un tren que parte. Unos brazos que se extienden. Una historia cualquiera. Podría haber sido
la mía.

La voz cuenta el instante de la muerte azul


con el rostro terso de los iluminados
la espalda en tierra
la cabeza al oriente
las manos desgranando palabras
hilos de viento.

IMAGEN 7

En algún lugar dice Kafka que si el mundo gira hacia la derecha, él irá hacia la izquierda
para reencontrarse con el pasado. Como el ángel de la historia, ese que "Tiene los ojos
desencajados, la boca abierta y las alas tendidas". El ángel que "ve una catástrofe única que
acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies”. 7

Caminar en sentido inverso para reencontrar nuestra memoria, porque el pasado y el


presente, lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo se enciman, se superponen, se
confunden.

Por eso el álbum de familia sale a las plazas para gritar las ausencias. Cada nombre. Cada
rostro. O nos reapropiamos del macabro registro del Estado para decir que aquí estuvieron,
que aquí están: nuestros hijos, nuestros padres, nuestros nietos.

IMAGEN 8

Como fondo hay una foto de los niños de Izieu (en la Maison d'Izieu fueron capturados, por
KIaus Barbie, 44 niños judíos y 7 de sus maestros que se habían refugiado allí de la
Gestapo ). 8 La obra "Past lives" 9 de Lorie Novak fue realizada el mismo año del proceso a
KIaus Barbie,
1987. En el siguiente nivel de la fotografía encontramos dos imágenes: una del rostro de
Ethel Rosenberg, y la otra, una fotografía de una mu- jer sonriente que carga a una niña. La
niña es la propia Lorie Novak, en brazos de su madre, a mediados de los 50. La única niña
que parece triste es ésta, la propia Lorie, los otros están sonriendo, mirando con confianza
hacia un futuro que nunca tendrán. Los niños que fueron asesinados sobrepuestos a la niña
que vive; la madre que fue ejecutada a la madre que vive.

El pasado y el presente, lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo se enciman, se


superponen, se confunden. Una historia cual- quiera. Podría haber sido la nuestra.

IMAGEN 9

Sólo el balbuceo ̶imágenes, palabras̶ es botella lanzada al mar. Si viniera, si viniera un


hombre ...

Porque solamente desde el quiebre se puede decir el horror. Cada nombre. Cada rostro. Un
tren que parte. Unos brazos que se extienden. Una historia cualquiera. Podría ser la nuestra.

El balbuceo busca llegar a la otra orilla.

…sólo balbucir y balbucir, / siempre, siempre, / así, así.

DATOS BIOGRÁFICOS

Sandra Lorenzano es escritora y crítica literaria "argenmex" Doctora en Letras, se


especializa en arte y literatura latinoamericanos, tema sobre el cual ha publicado numerosos
artículos en diversos libros y revistas de circulación nacional e internacional. Es miembro
del Sistema Nacional de Investigadores, profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la
UNAM y se desempeña como Vicerrectora de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es
directora de la colección "Primero Sueño" de narrativa latinoamericana editada por la
Editorial Alfaguara, y editora de Prolija memoria. Revista de cultura Virreinal. Colabora
regularmente con diversos medios culturales de América Latina. Asimismo, es editora del
libro La literatura es una película. Revisiones sobre Manuel Puig (UNAM), y de
Aproximaciones a Sor Juana (Fondo de Cultura Económica).

Es autora de Escrituras de sobrevivencia. Narrativa argentina y dictadura, libro que


recibiera Mención Especial en el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas, del
libro de ensayos Fragmentos de memoria, y de la novela Saudades (en prensa).

Actualmente es Visiting Scholar en la Universidad de California en San Diego.

1
Marguerite Duras, Escribir, segunda edición, México, Tusquets, 1996, p. 43.
2
Paul Celan, "Fuga de muerte" versión de José María Pérez Gay, "Paul Celan: una cicatriz que no
se cierra" en Nexos virtual, www.nexos.com.mx.
3
Homenaje a Oiga Aredes, la Madre de Ledesma
4
George Sreiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el enguaje y lo inhumano, México, Gedisa,
1990, p. 18.
5
Paul Celan, "Tenebrae" versión de José María Pérez Gay, "Paul Celan: una cicatriz que no se cierra" en
Nexos virtual, www.nexos.corn.mx.
6
Wim Wenders, "Las alas del deseo” 1987.
7
Walter Benjamin, "Tesis IX de filosoRa de la historia', cit. en Wim Wenders,"Las alas del deseo':
8
La casa se ha convertido en un centro de educación e información sobre el Holocausto. Ver la página web:
www.izieu.alma.fr.
9
Remito al excelente análisis que Marianne Hirsch hace del trabajo de Novak en su artículo "Projected
Memory, Holocaust Photographs in Personal and Public Fantasy" publicado en Acts of Memory: Cultural
Recall in the Present, Hanover, Dartmouth College, 1999.

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