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ÍG letra grande

EDITORIAL
POPULAR

CUENTOS
M O D E R N IS T A S
íe letra grande
Comité de Colección: Antonio Albarrán - Eduardo Cabornero - Meli
Herrador - Mercedes Iglesias - Emma Lorenzo - Guillermo Martínez -
Juan José Ordóñez - Nieves Zuasti - Amparo Martínez Robla - Car­
los Mohs Noguera - Tina Ordóñez - Tomás Osorio Fernández.

Selección, presentación y notas:


Mercedes Iglesias Vicente.

1. Historias de la gente.
2. Relatos fantásticos latinoamericanos 1.
3. Relatos fantásticos latinoamericanos 2.
4. Cuentos fantásticos de ayer y hoy.
5. Relatos de hace un siglo.
6. Cuentos de Asfalto.
7. Aventuras del Quijote.
8. Cuentos perversos.
9. Cuentos de Amor con Humor.
10. Relatos de mujeres (1).
11. Relatos de mujeres (2.).
12. Fantasmagorías y desmadres.
13. Relatos a la carta.
14. Cuentos confidenciales.
15. Cuentos de Taberna.
16. Cuentos de la calle de la Rúa.
17. Cuentos a contratiempo.
18. Personajes con oficio.
19. Cuentos sobre ruedas.
20. Historias de perdedores.
21. Cuentos increíbles.
22. Cuentos urbanícolas.
23. Historias de amor y desamor.
24. Cuentos marinos.
25. Cuentecillos para el viaje.
26. Cuentos con cuerpo.
27. Cuentos Brasileños.
28. Relatos inquietantes.
29. Cuentos de la España Negra.
30. Historias de dos.
31. Los sobrinos del Tío Sam.
32. Cuentos Nicas.
33. Cinco rounds para leer.
34. Cuentos astutos.
35. Cuentos árabes.
36. Cuentos andinos.
37. Cuentos divertidos.
38. Viajes Inciertos.
39. Relatos de amor y muerte.
40. Historias de la Escuela
41. Cuentos medievales y renacentistas.
42. Cuentos modernistas.
CUENTOS
MODERNISTAS

J. A. Silva • Rubén Darío • J. Herrera y Reissig •


Augusto D'Halmar • Valle Inclán • J. R. Jiménez • G. Miró

EDITORIAL POPULAR / EDICIONES UNESCO


Para esta edición:

© UNESCO
© EDITORIAL POPULAR, S. A. Bola, 3
28013 Madrid. Tel. 548 27 88
Cubierta e ilustraciones: Marcelo Spotti
imprimen: Interior, FARESO. Cubierta: G. LETRA, S. A.
UNESCO ISBN: 92-3-302957-3
Ed. Popular ISBN: 84-7884-120-2
Dep. Legal: M. 6.099-1994

Quedan rigurosamente prohibidas sin autorización escrita de los titulares del «Copy­
right», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tra­
tamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o présta­
mo públicos
P r e s e n t a c ió n

Amable lector: comprobarás, después de ver


estos relatos, que el término modernista tiene en
cada uno de ellos características diferentes. Coin­
ciden en la época (de 1880 a 1930) y en algunos
aspectos estéticos:
— el arte es una cuestión que afecta a los sen­
tidos y no a la moral;
— la prosa sugiere estados de ánimo;
— adquieren valor los objetos, ropajes y am­
bientes.
Y ni siquiera estos rasgos son constantes a lo
largo de toda la obra ni en todos los autores. Así
José A. Silva rechazó y se burló del modernismo (el
lector tiene la palabra). Rubén Darío desdeña con
frecuencia los elementos anecdóticos y una cierta
moraleja y sin embargo aparecen en algunos de
sus cuentos. En una obra tan compleja como la
suya, aunque permanezca fiel a unos principios,
existe una evolución que vale la pena descubrir
personalmente. No obstante él marcará la pauta a
todos los que le siguieron, aunque fuera temporal­
mente, como es el caso de Julio Herrera y Reisslg
У Augusto D'Halmar.

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Ramón del Valle Inclán nos ofrece a través de
estos cuentos una imagen suya poco conocida.
Pertenecen a la primera etapa modernista y mode­
rada aunque la aparición del humor a la par que
suaviza esas «refinadas sensaciones e imágenes
desusadas» (así define nuestro autor la estética
modernista), preludia la ironía cínica y el humoris­
mo de los personajes de «Sonatas».
Gabriel Miró nos sorprende con un vocabulario
enormemente rico y regionalista. Se escapa del
cosmopolitismo y la frivolidad modernistas y, aun­
que rinde culto a la forma, bajo ella late algo más.
En las minúsculas historias de Juan Ramón Ji­
ménez es difícil separar la realidad de la ficción
pero no importa. Se quedan inscrutadas en la men­
te. Su prosa no desdeña el lujo verbal; ha suprimi­
do lo superfluo para recargar hermosamente lo ne­
cesario. Es algo más que modernista. La captación
de la luz y del color en un momento determinado es
la misma técnica que usan los impresionistas.
Que estas breves, y acaso inútiles, indicaciones
te inciten a descubrir por ti mismo y a disfrutar de
escritores que, aunque lejanos en el tiempo, espa­
cio y sensibildiad, han contribuido a crear el actual
«estado de la cuestión» literaria.

Mercedes Iglesias Vicente

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L a protesta de la m u s a

J. A. Silva

N el cuarto sencillo y triste, cerca de la mesa cu­


E bierta de hojas escritas, la sien apoyada en la
mano, la mirada fija en las páginas frescas, el poe­
ta satírico leía su libro, el libro en que había traba­
jado por meses enteros.
La oscuridad del aposento se iluminó de una luz
diáfana de madrugada de mayo; flotaron en el aire
olores de primavera, y la Musa, sonriente, blanca y
Qrácil, surgió y se apoyó en la mesa tosca, y paseó
7
los ojos claros, en que se reflejaba la inmensidad
de los cielos, por sobre las hojas recién impresas
del libro abierto.
— ¿Qué has escrito?... — le dijo.
El poeta calló silencioso, trató de evitar aquella
mirada, que ya no se fijaba en las hojas del libro,
sino en sus ojos fatigados y turbios...
—Yo he hecho —contestó, y la voz le temblaba
como la de un niño asustado y sorprendido— , he
hecho un libro de sátiras, un libro de burlas... en
que he mostrado las vilezas y los errores, las mise­
rias y las debilidades, las faltas y los vicios de los
hombres. Tú no estabas aquí... No he sentido tu voz
al escribirlos, y me han inspirado el genio del odio y
el genio del ridículo, y ambos me han dado flechas,
que me he divertido en clavar en las almas y en los
cuerpos, y es divertido... Musa, tú eres seria y no
comprendes estas diversiones; tú nunca te ríes;
mira, las flechas al clavarse herían, y los heridos ha­
cían muecas risibles y contracciones dolorosas; he
desnudado las almas y las he exhibido en su feal­
dad, he mostrado los ridículos ocultos, he abierto
las heridas cerradas; esas monedas que ves sobre
la mesa, esos escudos brillantes son el fruto de mi
trabajo, y me he reído al hacer reír a los hombres, al
ver que los hombres se ríen los unos de los otros.
Musa, ríe conm igo... La vida es alegre...
Y el poeta satírico se reía al decir esas frases, a
tiempo que una tristeza grave contraía los labios ro­
sados y velaba los ojos profundos de la Musa...
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— ¡Oh profanación! — murmuró ésta, paseando
una mirada de lástima por el libro impreso y viendo
el oro— ; ¡oh profanación!, ¿y para clavar esas fle­
chas has empleado las formas sagradas, los versos
que cantan y que ríen, los aleteos ágiles de las ri­
mas, las músicas fascinadoras del ritmo?... La vida
es grave, el verso es noble, el arte es sagrado. Yo
conozco tu obra. En vez de las pedrerías brillantes,
de los zafiros y de los ópalos, de los esmaltes polí­
cromos y de los camafeos delicados, de las filigra­
nas áureas, en vez de los encajes que parecen teji­
dos por las hadas, y de los collares de perlas páli­
das que llevan ios cofres de los poetas, has
removido cieno y fango donde hay reptiles, reptiles
de los que yo odio. Yo soy amiga de los pájaros, de
los seres alados que cruzan el cielo entre la luz, y los
inspiro cuando en las noches claras de julio dan se­
renatas a las estrellas desde las enramadas sombrí­
as; pero odio a las serpientes y a los reptiles que na­
cen en los pantanos. Yo inspiro los idilios verdes,
como los campos florecidos, y las elegías negras,
como los paños fúnebres, donde caen las lágrimas
de los cirios..., pero no te he inspirado. ¿Por qué te
ríes?¿Por qué has convertido tus insultos en obra de
arte? Tú podrías haber cantado la vida, el misterio
profundo de la vida; la inquietud de los hombres
cuando piensan en la muerte; las conquistas de hoy;
la lucha de los buenos; los elementos domesticados
por el hombre; el hierro, blando bajo su mano; el
rayo, convertido en su esclavo; las locomotoras, vi­
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vas y audaces que riegan en el aire penachos de
humo; el telégrafo, que suprime las distancias; el hilo
por donde pasan las vibraciones misteriosas de la
idea. ¿Por qué has visto las manchas de tus herma­
nos? ¿Por qué has contado sus debilidades? ¿Por
qué te has entretenido en clavar esas flechas, en he­
rirlos, en agitar ese cieno, cuando la misión del poe­
ta es besar las heridas y besar a los infelices en la
frente, y dulcificar la vida con sus cantos, y abrirles,
a los que yerran, abrirles amplias, las puertas de la
Virtud y del Amor? ¿Por qué has seguido los conse­
jos del odio? ¿Por que hás reducido tus ideas a la
forma sagrada del verso, cuando los versos están
hechos para cantar la bondad y el perdón, la belle­
za de las mujeres y el valor de los hombres? Y no me
creas tímida. Yo he sido también la Musa inspirado­
ra de lasTestrofas que azotan como látigos y de las
estrofas que queman como hierros candentes: yo
soy la musa Indignación que les dictó sus versos a
Juvenal y al Dante; yo inspiro a los Tirteos eternos;
yo le enseñé a Hugo a dar a los alejandrinos de los
Castigos clarineos estridentes de trompetas y true­
nos de descargas que humean; yo canto las luchas
de los pueblos, las caídas de los tiranos, las gran­
dezas de los hombres libres..., pero no conozco los
insultos ni el odio. Yo arrancaba los cartelones que
fijaban manos desconocidas en el pedestal de la es­
tatua de Pasquino. Quede ahí tu obra de insultos y
desprecios, que no fue dictada por mí. Sigue profa­
nando los versos sagrados y conviértelos en flechas
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que hieran, en reptiles que envenenen, en Inris que
escarnezcan, remueve el fango de la envidia, reco­
ge cieno y arrójalo a lo alto, a riesgo de mancharte,
tú que podrías llevar una aureola si cantaras lo su­
blime, activa las envidias dormidas. Yo voy a buscar
a los poetas, a los enamorados del arte y de la vida,
de las Venus de mármol que sonríen en el fondo de
los bosques oscuros, y de las Venus de carne que
sonríen en las alcobas perfumadas; de los cantos y
de las músicas de la naturaleza, de los besos sua­
ves y de las luchas ásperas; de las sederías multi­
colores y de las espadas severas; jamás me sentirás
cerca para dictarte una estrofa. Quédate ahí con tu
Genio del odio y con tu Genio del ridículo.
Y la Musa grácil y blanca, la Musa de labios ro­
sados, en cuyos ojos se reflejaba la inmensidad de
los cielos, desapareció del aposento, llevándose
con ella la luz diáfana de alborada de mayo y los
olores de primavera, y el poeta quedó solo, cerca
de la mesa cubierta de hojas escritas, paseó una
mirada de desencanto por el montón de oro y por
las páginas de su libro satírico, y con la frente apo­
yada en las manos sollozó desesperadamente.

© J. A. Silva.
J. A. Silva (1865-1896). C olo m b ia n o c o n o c id o m ás que por su
m odernism o, por ser un ro m á n tico tardío, incluso en su vid a (a c a b ó en
un suicidio, d isp a rá n d o se en el corazón que se había hecho d ib u ja r en
e > pe ch o por un m é d ico ). Su lenguaje es sobrio y m usical sin a b usar
de las im ágenes. Y en su o b ra final p a ro d ia el m o dernism o (Sinfonía
fresa con leche).

11
E l á r b o l d e l rey D a v id
Rubén Darío

N d ía — apenas había el viento del cielo inflado,


U en el mar infinito, las velas de oro del bajel de
la aurora— , David, anciano, descendió por las gra­
das de su alcázar entre los leones de mármol, son­
riente, augusto, apoyado en el hombro de rosa de
la sulamita, la rubia Abisag, que desde hacía dos
noches, con su cándida y suprema virginidad, ca­
lentaba el lecho real del soberano poeta.
Sadoc, el sacerdote, que se dirigía al templo, se
preguntó:
12
«¿Adonde irá el amado señor?»
Adonias, el ambicioso, de lejos, tras una arbo­
leda, frunció el ceño al ver al rey y a la niña, al fres­
co del día, encaminarse a un campo cercano, don­
de abundaban los lirios, las azucenas y las rosas.
Natán, profeta, que también los divisó, inclinóse
profundamente y bendijo a Jehová, extendiendo
los brazos de un modo sacerdotal.
Reihí, Semei y Banais, hijos de Joida, se postra­
ron y dijeron:
— ¡Gloria al ungido; luz y pan al sagrado pastor!

David y Abisag penetraron a un soto, que pu­


diera ser un jardín, y en donde se oían arrullos de
palomas bajo los boscajes.
Era la victoria de la primavera. La tierra y la
unión se juntaban en una dulce y luminosa unión.
Arriba, el sol, esplendoroso y triunfal; abajo, el des­
pertamiento del mundo, la melodiosa fronda, el
perfume, los himnos del bosque, las algaradas jo­
cundas de los pájaros, la diada universal, la glorio­
sa armonía de la Naturaleza.
Abisag tenía la mirada fija en los ojos de su se­
ñor. ¿Meditaba quizá en algún salmo el omnipoten­
te príncipe del arpa? Se detuvieron.
Luego penetró David al fondo de un boscaje, y
retornó con una rama en la diestra.
13
— ¡Oh mi sulamita! — exclamó— . Plantemos
hoy, bajo la mirada del eterno Dios, el árbol del in­
finito bien, cuya flor es la rosa mística del amor in-r
mortal, al par que el lirio de la fuerza vencedora y
sublime. Nosotros le sembraremos; tú, la inmacula­
da esposa del profeta viejo; yo, el que triunfé de
Goliat con mi honda, de Saúl con mi canto y de la
muerte con tu juventud.

Abisag le escuchaba como en un sueño, como


en un éxtasis amorosamente místico, y el resplan­
dor del día naciente confundía el orp de la cabelle­
ra de la virgen con la plata copiosa y luenga de la
barba blanca.
Plantaron aquella rama, que llegó a ser un árbol
frondoso y centenario.
Tiempos después, en días del rey Herodes, el
carpintero José, hijo de Jacob, hijo de Natán, hijo
de Eleager, hijo de Eliud, hijo de Atim, yendo un día
al campo, cortó del árbol del santo rey lírico la vara
que floreció en el templo, cuando los desposorios
con María, la estrella, la perla de Dios, la Madre de
Jesús, el Cristo.

14
La m uerte de S alo m é

A historia, a veces, no está en lo cierto. La le­


L yenda, en ocasiones, es verdadera, y las hadas
mismas confiesan, en sus intimidades con algunos
poetas, que mucho hay falseado en todo lo que se
refiere a Mab, a Brocelianda, a las sobrenaturales y
avasalladoras beldades. En cuanto a las cosas y
sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o
más cronistas contemporáneos estén en contradic­
ción. Digo esto porque quizá habrá quien juzgue
falsa la corta narración que voy a escribir en segui­
da, la cual tradujo un sabio sacerdote, mi amigo,
de un pergamino hallado en Palestina, y en el que
el caso estaba escrito en caracteres de la lengua
de Caldea.

Salomé, la perla del palacio de Herodes, des­


pués de un paso lascivo en el festín famoso, donde
bailó una danza al modo romano, con música de
arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de recogijo,
de locura, al gran rey y a la soberana concurrencia.
Un mancebo principal deshojó a los pies de la ser­
pentina y fascinadora mujer una guirnalda de rosas

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fresca. Cayo Manipo, magistrado obeso, borracho
y glotón, alzó su copa dorada y cincelada, llena de
vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión
de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el
monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, con­
cedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un
relámpago de su coleta divina. Una leyenda ase­
gura que la muerte de Salomé acaeció en un lago
helado, donde los hielos le cortaron el cuello.
No fue así; fue de esta manera.

Después que hubo pasado el festín, sintió can­


sancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a
su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho
de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro le­
ones de plata. Dos negras de Etiopía, jóvenes y ri­
sueñas, le desciñeron su ropaje, y, toda desnuda,
saltó Salomé al lugar de reposo, y quedó blanca y
mágicamente esplendorosa, sobre una tela de púr­
pura, que hacía res^jtar la c á n id a y rosada armo­
nía de sus formas.
Sonriente, mientras sentía un blando soplo de
flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza
pálida de Juan, que en un plato áureo estaba colo­
cada sobre un trípode. De pronto, sufriendo extra­
ña sofocación, ordenó que se le quitasen las ajor­
cas y brazaletes de los tobillos y de los brazos. Fue
16
obedecida. Llevaba al cuello, a guisa de collar, una
serpiente de oro, símbolo del tiempo y cuyos ojos
eran dos rubíes sangrientos y brillantes. Era su joya
favorita; regalo de un pretor, que la había adquirido
de un artífice romano.
Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un
súbito error: la víbora se agitaba como si estuviese
viva, sobre Su piel, y a cada instante apretaba más
y más su anillo constrictor, de escamas de metal.
Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban
estatuas de piedra. Repentinamente, lanzaron un
grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danza­
rina, rodó del lecho hasta los pies del trípode,
adonde estaba, triste y lívida, la del precursor de
Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de
púrpura, quedó enroscada la serpiente de oro.
F ebea

F E B E A es la pantera de Nerón.
Suavemente doméstica, como un enorme gato
real, se echa cerca del César neurótico, que le aca­
ricia con su mano delicada y viciosa de andrógino
corrompido.
Bosteza y muestra la flexible y húmeda lengua
entre la doble fila de sus dientes finos y blancos.
Come carne humana, y está acostumbrada a ver a
cada instante, en la mansión del siniestro semidiós
de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre,
la púrpura y las rosas.
Un día, lleva a su presencia Nerón a Leticia, ni­
vea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia
tenía el más lindo rostro de quince años, la más
adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una
divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que es­
tuviese para transformarse en mujer, digno de un
triunfante coro de hexámetros, en una metamorfo­
sis del poeta Ovidio.

Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: de­


seó poseerla por medio de su arte, de su música y
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de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su
casta blancura, la doncella oyó el canto del formi­
dable ¡mperator que se acompañaba con la lira, y
cuando él, el artista del trono, hubo concluido su
canto erótico y bien rimado, según las reglas del
maestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen
de su deseo caprichoso, permanecía muda y cán­
dida como un lirio, como una púdica vestal de
mármol.

Entonces el César, lleno de despecho, llamó a


Febea y le señaló la víctima de su venganza. La
fuerte y soberbia pantera llegó, desperezándose,
mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en
un bostezo despacioso sus anchas fauces movien­
do de un lado a otro la cola sedosa y rápida.
Y sucedió que dijo la bestia:
— ¡Oh emperador admirable y potente! Tu vo­
luntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja
al de Júpiter, tu frente está ceñida con el laurel glo­
rioso; pero permite que hoy te haga saber dos co­
sas: que nunca mis zarpas se moverán contra una
mujer que como ésta derrama resplandores como
una estrella, y que tus versos, dáctilos y pirriquios,
te han resultado detestables.

19
L a s s ie t e b a s t a r d a s d e A po lo

IETE figuras aparecieron cerca de mí. Todas


S vestidas de bellas sedas; sus gestos eran rit­
mos, y sus aspectos armoniosos encantaban.
Al hablar, sus lenguajes eran música; y si hu­
biesen sido nueve, habría creído seguramente que
eran las musas del sagrado Olimpo. Había en ellas
luz y melodía y atraían como un imán supremo.
Yo me adelanté hacia el grupo mágico, y dije:
— Por vuestra belleza, por vuestro atractivo, ¿se­
réis acaso los siete pecados capitales, o quizá los
siete colores del arcoiris, o las siete virtudes, o las
siete estrellas que forman la constelación de la Osa?
— ¡No! — me contestó la primera figura— . No
somos virtudes, ni estrellas, ni colores, ni pecados.
Somos siete hijas bastardas del rey Apolo; siete
princesas nacidas en el aire, del seno misterioso
de nuestra madre la Lira.

Y adelantándose la primera, me dijo:


— Yo soy Do. Para ascender al trono de mi ma­
dre la sublime reina, hay siete escalones de oro pu­
rísimo. Yo estoy en el primero.
Otra me dijo:
— Mi nombre es Re. Yo estoy en el segundo es­
20
calón del trono. Mi estatura es mayor que la de mi
hermana Do. Pero la irradiación de nuestros cabe­
llos es la misma.
Otra me dijo:
— Mi nombre es Mi. Tengo un par de alas de pa­
loma, y revuelo sobre mis compañeras, desgra­
nando un raudal de trinos de oro.
Otra dijo:
— Mi nombre es Fa. Me deslizo entre las cuer­
das de las arpas, bajo los arcos de las violetas, y
hago vibrar los sonoros pechos de los bajos.
Otra me dijo:
— Mi nombre es Sol. tengo nombre de astro y
resplandezco ciertamente entre el coro de mis her­
manas. Para abrir el secreto del trono, en la puerta
de plata y en la puerta de oro, hay dos llaves miste­
riosas. Mi hermana Fa tiene la una; yo tengo la otra.
Otra dijo:
— Mi nombre es La, penúltima del poema de
Mallarmé. Soy despertadora de los dormidos o titu­
beantes instrumentos, y la divina y aterciopelada
Filomena descansa entre mis senos.
La última estaba silenciosa, y yo le dije:
— ¡Oh tú, que estás colocada en el más alto de
los escalones de tu madre la Lira; eres buena, eres
bella, eres fascinadora; deberás tener entonces un
nombre suave como una promesa, fino como un
trono, claro como un cristal:
Y ella contestó sonriente:
— Sí.
21
THANATHOPÍA

I padre fue el célebre doctor John Leen,


M miembro de la Real Sociedad de Investiga­
ciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en
el mundo científico por sus estudios sobre el hip­
notismo y su célebre Memoria sobre el Oíd. Ha
muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en
gloria.
(James Leen vació en su estómago gran parte
de su cerveza y continuó):
— Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis
preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque,
francamente, no sospecháis ninguna de las cosas
que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en
la tierra, como dice nuestro maravilloso William.
No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mu­
cho, aun las más amargas torturas, a causa de
vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin
luz, no puedo soportar la soledad de una casa
abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en ho­
ras crepusculares brota de los boscajes en un ca­
mino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un
murciélago; no visito, en ninguna ciudad adonde
llego, los cementerios; me martirizan las conversa­
ciones sobre asuntos macabros, y cuando las ten­
go, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del
sueño, que la luz aparezca.

22
Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que
nombrar: de la muerte. Jamás me harían permane­
cer en una casa donde hubiese un cadáver, asi
fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa pala­
bra es la más fatídica de las que existen en cual­
quier idioma: cadáver... Os habéis reído, os reís de
mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de
mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina,
prófugo, después de haber estado cinco años pre­
so, secuestrado miserablemente po r el doctor
Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sos­
pecho que era un gran bandido. Por orden suya fui
llevado a una casa de salud; por orden suya, pues,
temía quizás que algún día me revelase lo que él
pretendía tener oculto... Lo que vais a saber, por­
que ya me es imposible resistir el silencio por más
tiempo.
Os advierto que no estoy borracho. No he sido
loco. El ordenó mi secuestro, porque... Poned
atención.
(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un fre­
cuente estremecimiento, levantaba su busto James
Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado
de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le
conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en
su vida cotidiana. De cuando en cuando suele te­
ner esos raros arranques. Como profesor, es uno
de los más estimables en uno de nuestros princi­
pales colegios, y, como hombre de mundo, aunque
un tanto silencioso, es uno de los mejores elemen­
23
tos jóvenes de las famosas cinderellas dance. Así
prosiguió esa noche su extraña narración, que no
nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el ca­
rácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apre­
ciación de los hechos.)
— Desde muy joven perdí a mi madre, y fui en­
viado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi
padre, que nunca se manifestó cariñoso para con­
migo, me iba a visitar de Londres una vez al año al
establecimiento de educación en donde yo crecía,
solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.
Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retra­
to de mi madre, según me han dicho, y supongo
que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos
que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas
que me vienen. Excusad la manera de mi narra­
ción.
Cuando he tocado ese tópico me he sentido
conmovido por una reconocida fuerza. Procurar
comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario
en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel cole­
gio de muros negros, que veo aún en mi imagina­
ción en noches de luna... ¡Oh, cómo aprendí en­
tonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi
cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lu­
nar, los álamos, los cipreses... ¿por qué había ci-
preses en el colegio?..., y a lo largo del parque, vie­
jos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en
donde solían posar las lechuzas que criaba el abo­
minable septuagenario y encorvado rector... ¿para
24
qué criaba lechuzas el rector?... Y oigo, en lo más
silencioso de la noche, el vuelo de los animales
nocturnos y los crujidos de las mesas y una media
noche, os lo juro, una voz: «James». ¡Oh voz!
Al cumplir los veinte años se me anunció un día
la visita de mi padre. Alegróme, a pesar de que ins­
tintivamente sentía repulsión por él; alegróme, por­
que necesitaba en aquellos momentos desahogar­
me con alguien, aunque fuese con él.
Llegó más amable que otras veces; y aunque
no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave,
con cierta amabilidad para conmigo. Yo le mani­
festé que deseaba, por fin, volver a Londres, que
había concluido mis estudios; que si permanecía
más tiempo en aquella casa, me moriría de triste­
za... Su voz resonó grave, con cierta amabilidad
para conmigo:
— He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy
mismo. El rector me ha comunicado que no estás
bien de salud, que padeces de insomnio, que co­
mes poco. El exceso de estudios es malo, como to­
dos los excesos. Además — quería decirte— , ten­
go otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad ne­
cesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una
madrastra, a quien he de presentarte, y que desea
ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás,
pues, conmigo.
¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la me­
moria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de
niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada
25
casi por mi padre, que se pasaba noches y días en
su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y
delicada flor se consumía... ¡Una madrastra! Iría
yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa
del doctor Leen, quizá una espantable blue-stoc-
king, o una cruel sabihonda, o una bruja... Perdo­
nad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que
digo, o quizá lo sé demasiado...
No contesté una sola palabra a mi padre, y, con­
forme con su disposición, tomamos el tren que nos
condujo a nuestra mansión de Londres.
Desde que llegamos, desde que penetré por la
gran puerta antigua, a la que seguía una escalera
oscura que daba al piso principal, me sorprendí
desagradablemente: no había en casa uno solo de
los antiguos sirvientes.
Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes
libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro
paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetra­
mos al gran salón. Todo estaba cambiado: los mue­
bles de antes estaban sustituidos por otros de un
gusto seco y frío. Tan solamente quedaba al fondo
del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dan­
te Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de
crespón.
Mi padre me condujo a mis habitaciones, que
no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las
buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, pre­
guntóle por mi madrastra. Me contestó despacio­
samente, recalcando las sílabas con una voz entre
26
cariñosa y temerosa que entonces yo no compren­
día.
— La verás luego... Que la has de ver es segu­
ro... James, mi hijito James, adiós. Te digo que la
verás luego...
Angeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis
con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, ту
sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en
aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado
por un abismo o pulverizado por una roca, o redu­
cido a ceniza por la llama de un relámpago...
Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fati­
ga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el
lecho, vestido con el mismo traje del viaje. Como en
un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi
cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mas­
cullando no sé qué palabras y mirándome vaga­
mente con un par de ojillos estrábicos que me ha­
cían el efecto de un mal sueño. Luego vi que pren­
dió un candelabro con tres velas de cera. Cuando
desperté a eso de las nueve, las velas ardían en
habitación.
Lavéme. Mudóme. Luego sentí pasos: apareció
mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus
ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles
ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis vis­
to jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina
casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os
harían temblar por la manera especial con que mi­
raban.
27
— Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está
allá, en el salón. Vamos.
Allá, en un sillón de alto respaldo, como una si­
lla de coro, estaba sentada una mujer.
Ella...
Y mi padre:
— ¡Acércate, mi pequeño James, acércate!
Me acerqué maquinalmente. La mujer me ten­
día la mano... Oí entonces, como si viniese del
gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón,
aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste,
mucho más triste: «¡James!»
Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me
heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aque­
lla mano rígida, fría, fría... Y la mujer no me miraba.
Balbuceé un saludo, un cumplimiento.
Y mi padre:
— Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nues­
tro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es
tu hijo también.
Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se
afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto:
aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea co­
menzó, enloquecedora, horrible, horrible, a apare­
cer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor...
ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor... no os lo
quiero de cir... porque ya lo sabéis, y os protesto: lo
discuto aún; me eriza los cabellos.
Y luego brotó de aquellos labios blancos, de
aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una
28
voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de
un subterráneo:
— James, nuestro querido James, hijito mío,
acércate; quiero darte un beso en la frente, otro
beso en los ojos, otro beso en la boca...
No pude más. Grité:
— ¡Madre socorro! ¡Angeles de Dios, socorro!
¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir
de aquí pronto, pronto: que me saquen de aquí!
Oí la voz de mi padre:
— ¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silen­
cio, hijo mío.
— No — grité más alto, ya en lucha con los vie­
jos de la servidumbre— . Yo saldré de aquí y diré a
todo el mundo que el doctor Leen es un cruel ase­
sino; que su mujer es un vampiro; ¡que ésta casa­
do mi padre con una muerta!
L a r e s u r r e c c ió n d e l a r o s a

MIGA Pasajera: voy a contarle un cuento. Un


A hombre tenía una rosa; era una rosa que le ha­
bía brotado del corazón. ¡Imagínese usted si la ve-
ría como un tesoro, si la ctiidaria con afecto, si se­
ría para él adorable yMvaliosa la tierna y querida flor!
¡Prodigios de Dios! La rosa era también un pájaro;
parlaba dulcemente y, en veces, su perfume era
tan inefable y conmovedor como si fuera la emana­
ción mágica y dulce de una estrella que tuviera aro­
ma.
Un día, el ángel Azrael pasó por la casa del hom­
bre feliz, y fijó sus pupilas en la flor. La pobrecita tem­
bló, y comenzó a padecer y a estar triste, porque el
ángel Azrael es el pálido e implacable mensajero de
la muerte. La flor desfalleciente, ya casi sin aliento y
sin vida, llenó de angustia al que en ella miraba su di­
cha. El hombre se volvió hacia el buen Dios, y le dijo:
— Señor: ¿para qué me quieres quitar la flor que
nos diste?
Y brilló en sus ojos una lágrima.
Conmovióse el bondadoso Padre, por virtud de
la lágrima paterna, y dijo estas palabras:
—Azrael, deja vivir esa rosa. Toma, si quieres,
cualquiera de las de mi jardín azul.
La rosa recobró el encanto de la vida. Y ese día,
un astrónomo vio, desde su observatorio, que se
apagaba una estrella en el cielo.
30
HuiTZILOPOXTLI
(Leyenda mexicana)

UVE que ir, hace poco tiempo, en una comisión


T periodística, de una ciudad frontera de los Esta­
dos Unidos, a un punto mexicano en que había un
destacamento de Carranza. Allí se me dio una re­
comendación y un salvoconducto para penetrar en
la parte de territorio dependiente de Pancho Villa,
el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía
que ver un amigo, teniente en las milicias revolu­
cionarias, el cual me había ofrecido datos para mis
informaciones, asegurándome que nada tendría
que temer durante mi permanencia en su campo.
Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más
de la línea fronteriza en compañía de míster John
Perhaps, médico, y también hombre de periodis­
mo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel
Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de
los hombres más raros y terribles que haya cono­
cido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo
fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, impe­
rialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Por­
firio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo
demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que
todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre
todo, el derecho divino del mando es para él in­
discutible.
31
— Porfirio dominó — decía— porque Dios lo qui­
so. Porque así debía ser.
— ¡No digas macanas! — contestaba míster Per-
haps, que había estado en la Argentina.
— Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la
Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lle­
va el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por
las calles. En cambio, Madero...
Aquí en México, sobre todo, se vive en un sue­
lo que está repleto de misterio. Todos esos indios
que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la na­
ción mexicana está todavía en poder de las primiti­
vas divinidades de los aborígenes. En otras partes
se dice: «Rascad... y aparecerá él...» Aquí no hay
que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive
en todo mexicano por mucha mezcla social que
haya en su sangre, y esto en pocos.
— Coronel, ¡tome un whisky! — dijo míster Per-
haps, tendiéndole su frasco de ruolz.
— Prefiero el comiteco — respondió el Padre Re­
guera, y me tendió un papel con sal, que sacó de
un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexica­
no.
Andando, andando, llegamos al extremo de un
bosque, en donde oímos un grito: «¡Alto!» Nos de­
tuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos
soldados indios, descalzos, con sus grandes som-
brerones y sus rifles listos, nos detuvieron.
El viejo Reguera parlamentó con el principal,
quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien.
32
Tuvimos dos muías y un caballejo para llegar al
punto de nuestro destino. Hacía luna cuando se­
guimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto
exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:
— Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel
o Padre?
— ¡Como la que lo parió! — bufó el apergamina­
do personaje.
— Lo digo — repuse— porque tengo que pregun­
tarle sobre cosas que a mí me preocupan bastante.
Las dos muías iban a un trotecito regular, y so­
lamente míster Perhaps se detenía de cuando en
cuando a arreglar la cincha de su caballo, aunque
lo principal era el engullimiento de su whisky.
Dejé que pasara el yanqui adelante, y luego,
acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le
dije:
— Usted es un hombre valiente, práctico y anti­
guo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas
estas indiadas. Dígame en confianza: ¿es cierto
que todavía se suelen ver aquí cosas extraordina­
rias, como en tiempos de la conquista?
— ¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene taba­
co?
Le di un cigarro.
— Pues le diré a usted. Desde hace muchos
años conozco a estos indios como a mí mismo, y
vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine
aquí muy muchacho, desde el tiempo de Maximi­
liano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.
33
-¿ Y ...?
— No se meta en eso.
— Tiene usted razón, Padre; pero sí me permiti­
rá que me interese en su extraña vida. ¿Cómo us­
ted ha podido ser durante tantos años sacerdote,
militar, hombre que tiene una leyenda, metido por
tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer
en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho
que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
— Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo
muy bien; y eso por doña Carmen...
— ¿Cómo, Padre?
— Pues así... Lo que hay es que los otros dio­
ses...
— ¿Cuáles, Padre?
— Los de la tierra...
— ¿Pero usted cree en ellos?
— Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.
— Invitemos — le dije— a míster Perhaps, que
se ha ido ya muy delantero.
— ¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!
No nos contestó el yanqui.
— Espera — le dije— , Padre Reguera; voy a ver
si lo alcanzo.
— No vaya — me contestó mirando al fondo de
la selva— . Tome su comiteco.
El alcohol azteca había puesto en mi sangre
una actividad singular. A poco de andar en silen­
cio, me dijo el Padre:
34
— Si Madero no se hubiera dejado engañar...
—¿De los políticos?
— No, hijo; de los diablos...
— ¿Cómo es eso?
— Usted sabe.
— Lo del espiritismo...
— Nada de eso. Lo que hay es que él logró po­
nerse en comunicación con los dioses viejos...
— ¡Pero, Padre...!
— Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque
yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por to­
das esas regiones en tantos años... Y te advierto
una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy
poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas
de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo
suficientes cadenas cristianas para esclavizar a
las divinidades de antes; y cada vez que han po­
dido, y ahora sobre todo, esos diablos se mues­
tran.
Mi muía dio un salto atrás, toda agitada y tem­
blorosa; quise hacerla pasar y fue imposible.
— Quieto, quieto — me dijo Reguera.
— Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un
varejón, y luego con él dio unos cuantos gopes en
el suelo.
— No se asuste — me dijo— ; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba
muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos
el viaje, oí una sorda risita del cura...
— No hemos vuelto a ver al yanqui — le dije.
35
— No se preocupe; ya le encontraremos alguna
vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través
de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del
agua en una quebrada. A poco: «¡Alto!»
— ¿Otra vez? — le dije a Reguera.
— Sí — me contestó— . Estamos en el sitio más
delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias.
¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron.
Reguera les habló y oí contestar al oficial:
— Imposible pasar más adelante. Habrá que
quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un
gran ahuehuete.
De más decir que yo no podía dormir. Yo había
terminado mi tabaco y pedí a Reguera.
— Tengo — me dijo— , pero coq marihuana.
Acepté, pero con miedos, pues conozco los efec­
tos de esta hierba embrujadora, y me puse a fumar.
En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio te­
meroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto es­
cuché a lo lejos como un quejido largo y aullante,
que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía
esa siniestra música de las selvas salvajes: era el
aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se
iban acercando. No me sentía bien y me acordé de
la marihuana del cura. Sí sería eso...
36
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo
Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en
donde estaba el peligro.
Caminé y me interné un tanto en la floresta, has­
ta que vi una especie de claridad que no era la de
la luna, puesto que la claridad lunar, fuera del bos­
que, era blanca, y esta, dentro, era dorada. Conti­
nué internándome hasta donde escuchaba como
un vago rumor de voces humanas alternando de
cuando en cuando con los aullidos de los coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo
que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y
altar al mismo tiempo, se alzaba en esa claridad
que apenas he indicado. Imposible detallar nada.
Dos cabezas de serpiente, que eran como brazos o
tentáculos del bloque, se juntaban en la parte su­
perior, sobre una especie de inmensa testa descar­
nada, que tenía a su alrededor una ristra de manos
cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de
eso, vi en vida, un movimiento monstruoso. Pero
ante todo observé unos cuantos indios, de los mis­
mo que nos habían servido para el acarreo de nues­
tros equipajes, y que silenciosa y hieráticamente
daban vueltas alrededor de aquel altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando
mis lecturas especiales, me convencí de que aque­
llo era un altar de Teoyaomiqui, la diosa mexicana
de la muerte. En aquella piedra se agitaban ser­
pientes vivas, y adquiría el espectáculo una actua­
lidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, lle­
gó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso.
Noté que las serpientes, aglomeradas, se agita­
ban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se mo­
vía, el cuerpo de un hombre. Míster Perhaps esta­
ba allí.
Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoro­
so silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo
que en realidad había era aquel gran círculo que
formaban esos lobos de América, esos aullantes
coyotes más fatídicos que los lobos de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campa­
mento, hubo que llamar al médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
— El Coronel Reguera — me dijo la persona que
estaba cerca de mí— está en este momento ocu­
pado. Le faltan tres por fusilar.

© Rubén Darío.
Rubén D arío (1867-1196). N ica ra g ü e n se co s m o p o lita qu e revolu­
cionó los tem as d e la poesía, p a sa n d o de lo c o tid ia n o a lo é xó tico y de
lo vu lg a r a lo refinado, e in co rp o ró al ca ste lla no las m ás d ive rsa s c o m ­
bin a cio n e s e stró fica s y rítm icas. De su p ro d u c c ió n p o é tic a d e sta ca
Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza... Su o b ra en p ro ­
sa tiene un ca rá c te r m enor. De Cuentos y prosas e d ita d o s p o r M a g is­
terio E spañol han sid o s a c a d o s los relatos que o fre ce m o s en este vo­
lumen.

38
E l TRAJE LILA
J. Herrera y fíeissig

D e C íALE muy a menudo:


— ¿Me amas, es cierto, di?
—Te adoro, Laura querida — contestaba él sus­
pirando, y recogía amorosamente aquella dulce
cabeza de hada, posándole besos mudos, insis­
tentes, llenos de mimo.
En las tardes taciturnas, bajo la triste sugestión
de un cielo amarillo, sentábase sobre la hierba, jun­
to al pequeño lago del parque, y la inmóvil pesa­
39
dumbre de los pinos, recortados en el horizonte,
allá a lo lejos, llenábalos de inercia, de una vaga
pereza fúnebre, interrumpiendo un largo mutismo
se inclinaba ella, gorjeándole:
— ¿Me amas, es cierto, di?
—Te adoro, Laura querida.
Y ya de vuelta al castillo, en el ambiente embal­
samado de los jardines moribundos, el idilio se des­
hojaba en besos mudos, insistentes, llenos de mimo.
Oh, nadie se le parecía, nadie era tan hermosa,
con excepción de una hermana — pensaba Car­
los— ante la cual, antes de adorar a Laura, vaciló
un momento, hasta que una glorieta muda y un tra­
je lila con encajes negros le decidieron por la pobre
tísica, que mucho antes del primer beso ya le gor­
jeara: «¿Me amas, es cierto, di...?»
¡Oh, sí, la amaba! ¡Cómo hubiera podido pasar­
se sin esos ojos ebrios de noche, ojos de cisterna
en que sus asiáticas melancolías bebieron de lo in­
finito, hasta inmergirse en el Gran Todo, que es todo
Amor...! Y esos labios de escarlata místico, dueños
del beso sin fondo, con erudiciones pitagóricas in­
materiales. ¡Ah! ¡Cómo no amarla, cómo no adorar­
la, si sabía callar tan bien!... Y luego, ¡aquella glo­
rieta, y el traje lila con encajes negros! Era, además,
una santa. Y nadie, fuera de Violeta, se le parecía.
Rezaba muy a menudo, sin dejar por eso de toser...
Violeta, su hermana única, jamás los acompañó en
los paseos crepusculares hasta el cercano lago del
parque, por no pasar junto a la glorieta y ver a Lau­
40
ra con su traje lila, diciendo a Carlos: — «¿Me amas,
es cierto, d i...?» Violeta siempre lloraba acariciando
a Olímpica, su gata de miradas parecidas a las de
Carlos. Era Violeta por demás huraña, muda y som­
bría, con sus tristes ojos de violeta.
A pesar de quererla mucho, no podía ver feliz a
Laura, la cual le robara a Carlos, con un simple tra­
je lila con encajes negros, bajo la marquesina de
una glorieta. Sus celos eran lilas. Cierta vez díjole al
cura: «Padre Bernardo, tengo un gran pecado mor­
tal». Y echóse a llorar, diciendo: «Adoro a un espo­
so ajeno, al esposo de una hermana mía..., pero no
me dé, Padre, la penitencia de ir a la glorieta».
— ¿Me amas, es cierto, di?
— Te adoro mucho, mi amor.
Y Laura, lentamente, con una vaga pereza fúne­
bre, pasábase el pañuelo por sus labios de escar­
lata místico, dueños del beso sin fondo, y a cada
golpe de tos. Su pañuelo constelado de estrellas ro­
jas era cogido por Carlos, quien uniera sus lágrimas
indiscretas a la preciosa sangre de la víctima. Lue­
go besábalo en silencio, murmurando: «¡Laura!»
Los paseos no eran tan frecuentes. Dejaron de ir
al lago. Llegó el otoño. Zumbaba el viento. Y Olím­
pica, cuyas miradas se parecían cada vez a más a
las del pobre Carlos, ganó la estufa. Todo agoniza­
ba. La muerte sacudía su gran ala lívida en los ven­
tanales del castillo. Una enorme luna espectral
muequeó en el horizonte de su augurio fúnebre, y el
esqueleto de la glorieta llamaba a Laura...
41
Laura se moría. Las horas eran eternas. Su ca­
beza de oro sonámbulo pesaba como una monta­
ña sobre el hombro de aquel mártir mudo. ¡Infeliz!
Ya nadie le preguntaría, excepto la glorieta: «¿Me
amas, es cierto, di?» Y el traje lila, arrumbado en un
rincón del ropero, se ajaría de vejez precoz, al ver­
se sin dueña, la que supo callar tan bien... y era
además una santa.
— ¿Me amas, es cierto, di? — exclamó por últi­
ma vez Laura, estrechando a Carlos contra su
seno.
— Te adoro infinitamente, te adoro, Laura queri­
da.
Y ambos murieron, uno más que el otro, en un
beso mudo, tenebroso, eterno...

Violeta cumplía su penitencia en la glorieta, llo­


rando amargamente, y acompañada de Olímpica,
cuando llegó Carlos tambaleándose, con la expre­
sión de un idiota. No pudo hablar. Al ver a su cuña­
da con el traje lila de encajes negros, se derrumbó
sordamente, agitándose breves instantes, y traspa­
sando el silencio con gruñidos de epilepsia. ¡Había
visto a Laura!...
Durante mucho tiempo anduvo Carlos como un
loco, con obsesiones de suicidio, y sin atraverse a
llegar al lago por miedo de que Laura se le apare­
ciese como en la glorieta... No tenía más sed que
42
la de devorar sus lágrimas entre el pañuelo que la
pobre muerta dejara con besos de sangre, de su
sangre, de aquella sangre preciosa.
— ¡Laura! ¡Laura! — repetía— . ¿Que si te amo,
dices? ¡Oh, sí, te adoro, te adoro mucho!
Y lloraba con más fuerza, siempre lloraba. Ob­
servó una vez que Violeta besaba a la gata en los
ojos diciendo: «Carlos, ¡cuánto te amo! ¡Cuánto he
sufrido!» Indignóse al principio, viendo que no era
por Laura por quien Violeta lloraba... Mas, otra vez,
mirando a Violeta notó que la tristeza de ésta miti­
gaba la suya propia. Violeta era casi Laura. Le fal­
taba el nombre y apenas el traje lila con encajes ne­
gros, bajo la marquesina de la glorieta. Llegó octu­
bre. La infeliz adoraba a Carlos, y seguía, por tanto,
haciendo penitencia... Sentía los mismos celos, ce­
los siempre lilas. Una tarde primavera, ciñóse, aun­
que llorando mucho, el traje lila con encajes negros
y apareciéndose a Carlos, éste le dijo:
— Violeta, ¿quieres reemplazarla? Nuestros te­
mores son hermanos... Estando juntos no tendre­
mos miedo.
Ella guardaba silencio, ebria de un goce tene­
broso y frío. Carlos cogióle una mano, la estrechó
luego, púsola el anillo y un beso largo, diciendo:
— ¡Sea!
Al poco tiempo se efectuó la boda. Al abrazarlos
el padre Bernardo, díjoles: «¡Laura os bendice!»
— Carlos, ¿es cierto que la amabas mucho?
— ¡Mucho! — contestóle Carlos.
43
Desde ese día, Violeta vagaba huraña, muda
siempre, con sus tristes ojos de violeta, acompaña­
da de Olímpica. Guardó para siempre el traje lila;
destruyó la pobre glorieta. Carlos iba compren­
diendo y desde entonces nunca habló de Laura...
Prodigaba a cada instante besos a Violeta, vién­
dola sufrir (bajo sus pestañas siempre abatidas) y
sin que sus halagos remediasen nada. A los celos
lilas, agregóse un nuevo martirio: un concentrado
remordimiento por el mal hecho a Laura en vida, y,
lo que es grave, después de muerta. Su delgadez
era mucha. De tanto pensar en el traje lila sus oje­
ras se pusieron lilas. Y Olímpica las contemplaba
con los tristes ojos de Carlos.
Una tarde lloró más que nunca; una tarde mustia
de otoño, aniversario inquietante de la muerte de su
dulce hermana. El cielo estaba mortalmente lila en el
fondo, allá a lo lejos, mirando para la glorieta. Halló
en el jardín a Carlos, sentado sobre la hierba en el si­
tio en que, en la glorieta, fuera feliz en un tiempo. Re­
posó su frente junto a la del joven, quien invadido
por una extraña melancolía, soñaba con Laura, mi­
rando al cielo como distraído, con su pobre cara de
idiota. Luego de un largo silencio, díjole Violeta:
— ¿Me amas, es cierto, di?
— Te adoro, Laura querida, eternamente te ado­
raré.
Sin que Carlos se diese cuenta, con su pobre
cara de idiota, soñando con Laura, mirando al cielo,
ella alejóse llorando, llorando fatigosamente, me-
44
ciándose la cabellera, con sollozos interminables.
Bien lo veía. Carlos amaba a Laura. Corrió a ence­
rrarse en su pieza. Y arrodillándose, bajo las lágri­
mas, besó un retrato de Laura, la cual sonrióle sin
rencor alguno. Púsose en pie, ya serena, iluminada
por extraño goce: «¡Me ha perdonado!», se dijo.
Luego, vestida con el traje lila de encajes negros,
volvió donde estaba Carlos, el cual lloraba sobre el
pañuelo en que la pobre muerta dejara en besos su
sangre, aquella su sangre preciosa. Idéntica a su
hermana, tenía la misma cabeza, la misma taciturni­
dad, las mismas manos siempre cruzadas, manos
imploradoras, hechas para el perdón y para la súpli­
ca, los mismos labios de escarlata místico, dueños
del beso sin fondo... Y era, además, una santa...
Aproximóse suavemente, y dejando desmayar
un beso, díjole:
— ¡Carlos!, voy a pedirte una cosa.
— ¿Qué es lo que quieres, Violeta? — interrum­
pióle Carlos, con la voz ahuecada por el mucho
llanto:
— Quiero... quiero... que desde hoy me llames
Laura.

© J. H errera y Reissig.
J. Herrera y Reissig (1875-1910). U ruguayo, poeta m enor que si­
gue a Rubén Darío y cu yo s ju e g o s ve rb a le s se c o n fu n d e n a m enudo
con el chiste. A pesar de e s c rib ir a lg u na o b ra en prosa d e s ta c a sobre
todo en la lírica. Sonetos en los que el hum or a lig e ra las im ágenes ve r­
bales.

45
U n gran am or

Augusto D'Halmar

O se sabe por qué, si Cristián Delande piensa


N en cualquier ciudad del mundo, y hay algunas
muy septentrionales, las ve en su memoria tales
cuales son bajo el sol; pero si recuerda al Santiago
de su infancia, siempre es bajo la lluvia y a horas
indecisas del anochecer o de la madrugada, entre
dos luces, cuando el farolero con su vara mágica
iba o venía encendiendo o apagando los faroles
del alumbrado público. Era un milagro cómo, en
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una calle oscura, iban despuntando las hileras de
luces, o extinguiéndose. Sólo muchos años más
tarde, en la Castellana de Madrid, cuando aún se
hacía el paseo de coches, no de automóviles, sino
de lujosos carruajes tirados por caballos magnífi­
cos, desde su asiento del borde de la gran calle
bajo los árboles, asistió Cristián, también muchas
veces, a esa hora de sombra y de apoteosis, en
que palomillas callejeros, los golfillos madrileños,
con temblorosas cerillas, se trepaban sobreandan­
do a los paseantes, para encenderle al cochero los
faroles. Y en unos cuantos minutos, unos segundos
apenas, toda la fila oscura de vehículos, convertir­
se en una procesión de gusanos de luz.
Santiago palpitaba de lluvia y de crepúsculo o,
si no, eran puestas de sol espectaculares en las
cordilleras, como una en que todo el azul se tornó
violeta, con nubes completamente de oro y, destaj
cándose contra ese fondo, las brasas de los pica­
chos resquebrajadas por fríos y profundos cortes
azulados.
Esto, y nada menos, para evocar un amor de
ese muchacho que, andando el tiempo y doblada
ya la vida, resulta ser el mayor de cuantos alimen­
tó su juventud. Aureo cúmulo sobre un cielo mora­
do; ascua viva entre tajantes y espejeantes ventis­
queros.
No es posible nombrarla, porque alienta y vive,
aún hermosa, viuda y con dos hijas como ella fue.
Tenía un nombre bíblico y un dorado apellido oriun­
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do de los Países Bajos. Y sin la ficticia embriaguez
de juventud, de Emma, era el reverso de María Eu­
genia, en lealtad y pulcritud. Tan trigueña como
esotra rubia, tan sencilla y modesta como estotra
artificiosa y vana; y tan sinceramente amorosa dél,
como coqueta y enamorada de sí misma, la otra.
Pero había que verla en su marco familiar, rodea­
da por la suspirante tía Julia, «la suave Julia», según
Cristián la llamaba en broma, viuda reciente con dos
hijos; por la candorosa tía Rosa, solterona, «la terri­
ble Rosa», conforme él le decía irónicamente en
contraste; por el tío Mateo, coronel en retiro; el tío Pa­
blo, calvo como un apóstol, que no había vuelto a
hablar desde que le abandonó su mujer y pedía las
cosas por señas; y la prima Adriana, una donosa, in­
teligente y amable mestiza de chola traída por el co­
ronel de sus campañas del Perú y Bolivia. Había
también la prima de Cristián, Carmela, que lo había
presentado a esa familia, en cuya casa se conocie­
ron Él y Ella y donde se reunían domingo a domingo.
¡Ay, no siempre! y esos en que ella dejaba de ir,
porque la retenían su padre, su madrastra o sus
hermanos menores para los cuales hacía como de
madre, fueron los verdaderos domingos sombríos
del calendario de Cristián... En la mañana, casi al
alba, había tratado de divisarla, discretamente,
porque temía que don Luis y, sobre todo, doña Pan-
chita, no lo mirasen con simpatía, lo mismo que no
lo habían acogido nunca en su casa... Era en una
iglesita cuyo nombre se ha borrado de su memoria,
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donde las vidrieras dejaban caer una luz de arco
iris y las mamparas se entreabrían a su espalda
con un cloqueo suave y mañanero como el de las
gallinas... Entonces solía verla llegar, con la falda
acampanada, como ya no se usa, por almidonadas
enaguas ya no a la moda y el talle muy ceñido con
el manto. Y aunque sabía que no levantaría la vista
para mirarlo, él la sentía pasar en una oleada de
frescura y de pureza, de ropa limpia y alma sana,
virginalmente casta y transfigurada por su amor in­
terno, como por una luz ardiendo en su alma o irra­
diando a través del alabastro de su cuerpo.
«Instantáneas», esa primera revista dirigida por
Cristián Delande, está llena de ese gran amor, en
forma de pensamientos, poemas y cuentos. Hay
por ahí, en sus páginas, un «Retrato al Pastel», que
le valió como declaración, cuando angustiosamen­
te esperaba su sentencia, sin atreverse a hablarle,
y Carmela, haciendo de correveidile, trájole el ru­
boroso «sí». Todo eso ha pasado, no sólo porque
haya transcurrido el tiempo y hayan caducado los
sentimientos, sino, sobre todo, porque hoy ya no se
enamora así, ni se quiere así, ni se siente, ni se
piensa, ni se obra así. ¿Dónde recuperar los veinte
años, el arco iris de los vitrales y el como cloqueo
de las mamparas? Mañanas jóvenes y sin mancha,
una esperanza tímida, incierta, pero tan íntima... Y
luego nada, no el olvido, sino la ausencia, que se­
para y distancia y la suerte que va cumpliéndose
para cada cual.
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No llegaron a trocar sus azahares y a verlos
convertirse en fruto. Disfrutaron de la primavera in­
marcesible, como nadie; como ninguna pareja
arrobáronse en la unción de esa como gracia inte­
rior que los ganó para siempre, a despecho de la
boda tardía de ella con otro, a pesar de la aislada y
vespertina soledad de él. Un gran amor basta para
¡luminar una existencia hasta los confines mismos
de la muerte.
¿Cuándo cambiaron su último coloquio o, mejor,
la intención de sus miradas furtivas y efímeras, ya
que a ambos se les quedaban las palabras y pre­
ferían sentirse sencillamente juntos? Nada les hizo
presentir, tal vez, la irremisible sombra que iba a in­
terponerse entre ellos; confiaban en su amor y, de
súbito, su propio corazón hubo de cerrarse y de
encerrarlo como la más preciada perla, pero a sa­
biendas de que no podrían cotizarla en el mercado
de la vida diaria.
Dentro de su misión de artista, él llegó a com­
prender cierta noche, en vísperas de que su primo
Manuel se fuera pensionado a Europa, su falta de
derecho al hogar y la familia. Ciertas abnegacio­
nes confinan con el egoísmo. ¿Podía sacrificarla y
sacrificarse? Y, como mucho más tarde en el Perú,
decidió arrostrar su destino y beber su copa hasta
las heces. Con esos elementos de renunciación, de
oscuro y callado heroísmo, está labrada toda la
obra del escritor, sin que en ella aparezcan, sin em­
bargo, ni una sola vez las palabras «temerario» o
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«temeridad». Y habrá de sobrevivirle, para com­
pensarle de cuanto le cuesta, de cuanto represen­
ta de sacrificio humano, en aras del ideal y del arte.
¿Ella?... Cayó y convaleció. Se volvieron a ver,
breve pero no furtivamente, cuando él volvió, de
paso por Chile. Lo recibió en su casa y le mostró
sus hijas. Y, paseándose un momento solos, le dijo
que vivía tranquila, cuanto podía aspirar quien ha­
bía renunciado por sí a toda felicidad; ningún re­
proche, ningún remordimiento. Acataban lo que
era como lo que debía ser. Y por el jardín conyugal
discurrieron sus pasos y sus propósitos, a la vez
juntos y solos.
Desde entonces. ¡Cuánta agua ha pasado bajo
?l puente, sin llevarse, sin embargo, el recuerdo
encantado de su idilio! Otros veinte años después
volvieron a verse y, ya viuda, ella lo festejó con sus
hijas, que eran lo que ella fue. Y como él, viéndola
tan lozana aún, en su madurez, les hiciera la chan­
za de decirles que no querrían verla volverse a ca­
sar, «¡según con quién!», exclamó una de ellas, se
quedaron todos confusos y consternados, cual si
siempre fuera tiempo de enmedarle la plana al
Destino.
Pero Cristián sabe demasiado, que es lo que
debió ser y que a nadie le sería dable variarlo en un
ápice. Dulce conformidad, sin la violencia de la re­
signación, con todo el valor del consentimiento.
Él dudó, en su destierro, cuando la supo casa­
da, como si se perdiera la más firme de sus razo­
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nes de existir; desde entonces se ha superado a sí
mismo y ahora sabe que su amor está intangible,
por encima de todo, fuera de su alcance, sin que ni
siquiera a ellos les sea dable menguarlo, ni enalte­
cerlo, tal cual nació en ellos, tal cual morirá con
ellos.
¿Puede Cristián nombrarla? ¿Tiene el derecho
de hacerlo? ¿Lo tiene de callar su nombre? Mutis­
mo sobre su grande y mudo amor, hasta tanto que
penetren los protagonistas en ese «todo el resto es
silencio», del enlutado Hamlet y de la florida Olfe-
lia...

© A ugusto D 'H alm ar.


A ugusto D'Halmar (1882-1950) Chileno. P seudónim o de A u g u sto
G oem inne Thom son. Su m o dernism o fue efím ero y se pasó luego a
otro tip o de relato e xó tico (Gatita) y c o n tin u a d o r de D 'A nnunzio (La
lámpara en el molino).

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U n e je m p lo

Valle-lnclán

MARO era un santo ermitaño que por aquel


A tiempo vivía en el monte vida penitente. Cierta
tarde, hallándose en oración, vio pasar a lo lejos por
el camino real a un hombre todo cubierto de polvo.
El santo ermitaño, como era viejo, tenía la vista can­
sada y no pudo reconocerle, pero su corazón le ad­
virtió quién era aquel caminante que iba por el mun­
do envuelto en los oros de la puesta solar, y alzán­
dose de la tierra corrió hacia él implorando:
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— ¡Maestro, deja que llegue un triste pecador!
El caminante, aun cuando iba lejos, escuchó
aquellas voces y se detuvo esperando. Amaro lle­
gó falto de aliento, y llegando, arrodillóse y le besó
la orla del manto, porque su corazón le había dicho
que aquel caminante era Nuestro Señor Jesucristo.
— ¡Maestro, déjame ir en tu compañía!
El Señor Jesucristo sonrió:
— Amaro, una vez has venido conmigo y me
abandonaste.
El santo ermitaño, sintiéndose culpable, inclinó
la frente:
— ¡Maestro, perdóname!
El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada
por el clavo de la cruz:
— Perdonado estás. Sígueme.
Y continuó su ruta por el camino que parecía
alargarse hasta donde el sol se ponía, y en el mis­
mo instante sintió desfallecer su ánimo aquel santo
ermitaño:
— ¿Está muy lejos el lugar adonde caminas,
Maestro?
— El lugar adonde camino, tanto está cerca,
tanto lejos...
— ¡No comprendo, Maestro!
¿Y cómo decirte que todas las cosas, o están
allí donde nunca se llega o están en el corazón?
Amaro dio un largo suspiro. Había pasado en
oración la noche y temía que le faltasen fuerzas
para la jornada, que comenzaba a presentir larga
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y penosa. El camino a cada instante se hacía más
estrecho, y no pudiendo caminar unidos, el santo
ermitaño iba en pos del Maestro. Era tiempo de
verano, y los pájaros, ya recogidos a sus nidos,
cantaban entre los ramajes, y los pastores des­
cendían del monte trayendo por delante el hato de
las ovejas. Amaro, como era viejo y poco pacien­
te, no tardó en dolerse del polvo, de la fatiga y de
la sed. El Señor Jesucristo le oía con aquella son­
risa que parece entreabrir los Cielos a los peca­
dores:
— Amaro, el que viene conmigo debe llevar el
peso de mi cruz.
Y el santo ermitaño se disculpaba y dolía:
A — Maestro, a verte tan viejo y acabado como yo,
habías de quejarte asina.
El Señor Jesucristo le mostró los divinos pies
que, desgarrados por las espinas del camino, san­
graban en las sandalias, y siguió adelante. Amaro
lanzó un suspiro de fatiga:
— ¡Maestro, ya no puedo más!
Y viendo a un zagal que llegaba por medio de
una gándara donde crecían amarillas retamas,
sentóse a esperarle. El Señor Jesucristo se detuvo
también:
— Amaro, un poco de ánimo y llegamos a la al­
dea.
— ¡Maestro, déjame aquí! Mira que he cumplido
cien años y que no puedo caminar. Aquel zagal
que por allí viene tendrá cerca la majada, y le pe­
55
diré que me deje pasar en ella la noche. Yo nada
tengo que hacer en la aldea.
El Señor Jesucristo le miró muy severamente:
— Amaro, en la aldea una mujer endemoniada
espera su curación hace años.
Calló, y en el silencio del anochecer sintiéronse
unos alaridos que ponían espanto. Amaro, sobre­
cogido, se levantó de la piedra donde descansa­
ba, y siguió andando tras el Señor Jesucristo. An­
tes de llegar a la aldea salió la luna plateando la
cima de unos cipreses donde cantaba escondido
aquel ruiseñor celestial que otro santo ermitaño oyó
trescientos años embelesado. A lo lejos temblaba
apenas el cristal de un río, que parecía llevar dor­
midas en su fondo las estrellas del cielo. Amaro
suspiró:
— Maestro, dame licencia para descansar en
este paraje.
Y otra vez contestó muy severamente el Señor
Jesucristo:
— Cuenta los días que lleva sin descanso la mu­
jer que grita en la aldea.
Con estas palabras cesó el canto del ruiseñor, y
en una ráfaga de aire que se alzó de repente pasó
el grito de la endemoniada y el ladrido de los pe­
rros vigilantes en las eras. Había cerrado la noche
y los murciélagos volaban sobre el camino, unas
veces en el claro de la luna y otras en la oscuridad
de los ramajes. Algún tiempo caminaron en silen­
cio. Estaban llegando a la aldea cuando las cam­
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panas comenzaron a tocar por sí solas, y era aquel
el anuncio de que llegaba el Señor Jesucristo. Las
nubes que cubrían la luna se desvanecieron y los
rayos de plata al penetrar por entre los ramajes ilu­
minaron el camino, y los pájaros que dormían en
los nidos despertáronse con un cántico, y en el pol­
vo, bajo las divinas sandalias, florecieron las rosas
y los lirios, y todo el aire se llenó con su aroma. An­
dados muy pocos pasos, recostada a la vera del
camino, hallaron a la mujer que estaba poseída del
Demonio. El Señor Jesucristo se detuvo y la luz de
sus ojos cayó como la gracia de un milagro sobre
aquélla que se retorcía en el polvo y escupía hacia
el camino. Tendiéndole las manos traspasadas, le
djjo:
— Mujer, levántate y vuelve a tu casa.
La mujer se levantó, y ululando, con los dedos
enredados en los cabellos, corrió hacia la aldea.
Viéndola desaparecer a lo largo del camino, se la­
mentaba el santo ermitaño:
— Maestro, ¿por qué no haberle devuelto aquí
mismo la salud? ¿A qué ir más lejos?
— ¡Amaro, que el milagro edifique también a los
hombres sin fe que en este paraje la dejaron aban­
donada! Sígueme.
— ¡Maestro, ten duelo de mí! ¿Por qué no haces
con otro milagro que mis viejas piernas dejen de
sentir el cansancio?
Un momento quedó triste y pensativo el Maes­
tro. Después murmuró:
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— ¡Sea!... Ve y cúrala, pues has cobrado las
fuerzas.
Y el santo ermitaño, que caminaba encorvado
desde luengos años, enderezóse gozoso, libre de
toda fatiga:
— ¡Gracias, Maestro!
Y tomándole un extremo del manto se lo besó. Y
como al inclinarse viese los divinos pies, que en­
sangrentaban el polvo donde pisaban, murmuró
avergonzado y enternecido:
— ¡Maestro, deja que restañe tus heridas!
El Señor Jesucristo le sonrió:
— No puedo, Amaro. Debo enseñar a los hom­
bres que el dolor es mi ley.
Luego de estas palabras se arrodilló a un lado
del camino, y quedó en oración mientras se ale­
jaba el santo ermitaño. La endemoniada, enreda­
dos los dedos en los cabellos, corría ante él. Era
una vieja vestida de harapos, con los senos ve­
lludos y colgantes. En la orilla del río, que parecía
de plata bajo el claro de la luna, se detuvo ace­
zando. Dejóse caer sobre la hierba y comenzó a
retorcerse y a plañir. El santo ermitaño no tardó
en verse a su lado, y como sentía los bríos gene­
rosos de un mancebo, intentó sujetarla. Pero
apenas sus manos tocaron aquella carne de pe­
cado le acudió una gran turbación. Miró a la en­
dem oniada y la vio bajo la luz de la luna, bella
como una princesa y vestida de sedas orientales,
que las manos perversas desgarraban por des­
58
cubrir las blancas flores de los senos. Amaro tuvo
miedo. Volvía a sentir con el fuego juvenil de la
sangre las tentaciones de la lujuria, y lloró recor­
dando la paz del sendero, la santa fatiga de los
que caminan por el mundo con el Señor Jesu­
cristo. El alma, entonces, lloró acongojada, sin­
tiendo que la carne se encendía. La mujer había­
se desgarrado por com pleto la túnica y se le
mostraba desnuda. Amaro, próximo a desfalle­
cer, miró angustiado en torno suyo y sólo vio en la
vastedad de la llanura desierta el rescoldo de
una hoguera abandonada por los pastores. En­
tonces recordó las palabras del Maestro: ¡El do­
lor es mi ley!
arrastrándose llegó hasta la hoguera, y forta­
lecido escondió una mano en la brasa, mientras
con la otra hacía la señal de la cruz. La mujer en­
demoniada desapareció. Albeaba el día. El santo
ermitaño alzó la mano de la brasa, y en la palma lla­
gada vio nacerle una rosa y a su lado al Señor Je­
sucristo.
L a g en er ala

Valle Inclán

UANDO el general don Miguel Rojas hizo el dis­


C parate de casarse, ya debía pasar mucho de
los sesenta. Era un veterano muy simpático, con
grandes mostachos blancos, un poco tostados por
el cigarro; alto, enjuto y bien parecido, aun cuando
se encorvaba un tanto al peso de los años. Creci­
das y espesas tenía las cejas; garzos y hundidos los
ojos; cetrina y arrugada la tez, y cana casi que del
todo la escasa guedeja que peinaba con sin igual
60
arte para encubrir la calva. La expresión amable de
aquella hermosa figura de veterano atraía amorosa­
mente. La gravedad de su mirar, no exento de pla­
cidez, el reposo de sus movimientos; la nieve de
sus canas; en suma, toda su persona, estaba dota­
da de un carácter marcial y aristocrático que se im­
ponía en forma de amistad franca y noble. Su ca­
beza de santo guerrero parecía desprendida de al­
gún antiguo retablo. Tal era, en fin, en rostro y talle
el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno,
la hija menor de los condes de Casa-Jimeno.
Currita era una muchacha delgada, morena,
muy elegante, muy alegre, muy nerviosa; rompía
los abanicos, desgarraba los pañuelos con sus
dientes blancos y menudos, de gatita de leche, in­
sultaba a las gentes... ¡Oh!, aquello no era mujer,
era un manojo de nervios, como decía su mamá;
los amigos decían algo más duro y la habían pues­
to «mona inquieta». Nadie al verla creería que
aquel elegante diablillo se hubiese educado entre
rejas, sin sol y sin aire, obligada a rezar siete rosa­
rios cada día, oyendo misas desde el amanecer, y
durmiéndose en los maitines con las rodillas dolori­
das, y la tocada cabecita apoyada en las rejas del
coro. No parecía, en verdad, haber pasado diez
años de educanda al lado de una tía suya, enco­
petada abadesa de un convento de nobles, allá en
el riñón de Castilla la Nueva.
Cuando los condes fueron por Currita, para sa­
carla definitivamente de aquel encierro y presen­
61
tarla al mundo, la muchacha creyó volverse loca.
Llenó de flores el altar de Santa Rita —tutelar del
convento y fundadora de la orden— . Casualmente
acababa de hacerle una novena pidiéndole aque­
llo mismo, y la Santa ¡tan buena! que se lo conce­
día sin hacerla esperar más tiempo. No bien llegó
la parentela, Currita se lanzó fuera del locutorio, gri­
tando alegremente, sin curarse de las madres, que
se quedaban llorando la partida de su periquito.
— ¡Viva Santa Rita!
Y se arrancó la toca, descubriendo la cabeza
pelona, que le daba cierto aspecto de muchacho,
acrecentado por la esbeltez, un tanto macabra, de
sus catorce años.
Este amor a la libertad, tan desenfadamente ex­
presado con el viva dado a la Santa de Casia, lo
conservó Currita hasta la muerte. Mientras los hom­
bres de la República pasaban a la Monarquía, ella,
lanzando carcajadas y diciendo donaires picares­
cos caminaba resuelta hacia la demagogia. ¡Pero
qué demagogia la suya!, llena de paradojas y de
atrevimientos inconcebibles; elaborada en una ca-
becita inquieta y parlanchína, donde apenas se
asentaba un cerebro de colibrí pintoresco y brillan­
te, borracho de sol y de alegría. Era desarreglada
y genial como un bohemio; tenía supersticiones de
gitana ¡y unas ideas sobre la emancipación feme­
nina! ¡Válganos Dios! Si no fuese porque salían de
aquellos labios que derramaban la sal y la gracia
como gotas de agua los botijos moriscos, sería
62
cosa de echarse a temblar y vivir en triste soltería
esperando el fin del mundo.
Pero ya se sabe que los militares españoles son
los más valientes del orbe. Currita y el general Rojas
se casaron, y desde aquel día la muchacha cambió
completamente, y cobró unos ademanes tan señori­
les y severos que parecía toda una señora generala.
Bastaba verla para comprender que no había salido
de la clase de tropa; llevaba los tres entorchados
como la gente de colegio. Los que al leer en La Épo­
ca el notición de aquella boda, habían exclamado:
«¡Pobre don Miguel!», casi estuvieron por achacar
a milagro la mudanza de la niña de Casa-Jimeno.
La verdad es que fácil explicación no tenía, y como
la condesa se comía los Santos, y la tía abadesa
estaba en olor de santidad, ¡velay!
Tenía por ayudante el general a cierto ahijado
suyo, recién salido de un colegio militar. Era un ca­
ballerete de miembros delicados, y no muy cumpli­
do de estatura: pareciera un niño, a no desmentir la
presunción el bozo que se picaba de bigote, y el
pliegue a veces enérgico y a veces severo de su
rubio entrecejo de damisela. Este tal, llegó a ser co­
mensal casi diario en la mesa de don Miguel Rojas.
La cosa pasó de un modo algo raro. Currita no de­
jaba fumar a su marido; decía, haciendo aspavien­
tos, que el cigarro irritaba el catarro crónico que
padecía el buen señor; únicamente cuando había
convidados se humanizaba la generala. Habíase
vuelto tan cortés desde que entrara en la milicia,
63
que, naturalmente, deponía parte de su enojo, y la
furibunda oposición de cuando comía a solas con
su marido, reducíase a un gracioso gestecillo de
enfado. Sonreíase socarronamente don Miguel, y
como no podía pasarse sin humear un habano des­
pués del café, concluyó por invitar todos los días a
su ayudante.
Currita, que en un principio había tenido al ofi-
cialito por un quídam — era su frase predilecta— ,
acabó por descubrir en él tan soberbias prendas, y
le cayó tan en gracia el muchacho que, últimamen­
te, no se sabía si era ayudante de órdenes de don
Miguel o de la dama; a todas partes la acompaña­
ba, de día y de noche, y hasta una vez llegó la ge­
nerala a imponerle un arresto, según ella misma
contaba riendo a sus amigas.
Una tarde, ya levantandos los manteles, dijo la
generala al ayudante:
— ¡Si supiese usted cuánto me aburro, Sando-
val! ¿No tendría usted una novela que me prestase?
Sandoval, hecho almíbar, le prometió no una,
sino ciento; y al día siguiente llevó a Currita un libro
del cual hizo grandes elogios. Era Lo que no mue­
re, del célebre Barbey d'Aurevilly.
Currita abrió el libro al azar y fijó los ojos, distraí­
da, en las páginas satinadas, pulcras, elegantes,
como para ser vueltas por manos blancas y perfu­
madas de duquesas y mundanas.
— ¿Pero de qué trata esa novela? ¿Qué es lo
que no muere?
64
— La compasión en la mujer... Una idea origi-
nalísima: figúrese usted...
— No; no me lo cuente. ¿Y no tiene usted nin-
guan novela de Daudet? Es mi autor predilecto; di­
cen que es realista, de la escuela de Zola; a mí no
me lo parece. ¿Usted leyó Jak? ¡Qué libro tan sen­
tido! No puede una por menos de llorar leyéndolo.
¡Qué diferente de Germinal y de todas las novelas
de López Bago!
Sandoval, que tenía una migaja de gusto litera­
rio y, además, había leído los Paliques de Clarín, re­
puso escandalizando:
— ¡Oh, oh, generala, es que no pueden compa­
rarse Zola y López Bago!
Currita, sonriendo con el gracioso desenfado
de las señoras, que hablan de literatura como de
modas, contestó:
— Pues se parecen mucho; no me lo negará us­
ted.
Aquellas herejías producían un verdadero dolor
al ayudante; él quisiera que la generala no pro­
nunciase más que sentencias; que tuviese el gus­
to tan delicado y elegante como el talle. Aquella
carencia de esteticismo recordábale a las modisti­
llas pizpiretas, apasionadas de los folletines, con
quienes había tenido algo que ver; criaturas risue­
ñas y cantarínas, cabecitas llenas de claveles,
pero ¡ay! horriblemente vacías; sin más meollo que
los canarios y los jilgueros que alegraban sus
guardillas.
з 65
Currita, que estaba hojeando la novela, excla­
mó de pronto:
— ¡Qué lastima!...
Sandoval la miró con extrañeza.
— ¿Lástima de qué, generala?
— Ya le he dicho a usted que no quiero que me
llame así. ¡Habrá majadero! Llámeme usted Curri­
ta.
Y le dio un capirotazo con el libro; luego po­
niéndose seria:
— ¿Sabe usted, Sandoval? Me parece éste un
francés muy difícil, y yo he sido siempre de lo más
torpe que Dios pudo haber criado para esto de
idiomas.
Y le alargaba el libro, mirándole al mismo tiem­
po con aquellos ojos chiquitos como cuentas, vivos
y negros, los cuales bien pudieran recibirse de
doctores en toda suerte de guiños y coqueteos.
— ¿Si usted quisiese?...
Él la miraba, sin acertar con lo que había de
querer. La generala siguió:
— Es un favor que le pido.
— Usted no pide, manda, y se concluyó.
— Pues entonces vendrá usted a leerme un rato
todos los días, ¿verdad? El general se alegrará mu­
cho cuando lo sepa.
Colgósele del brazo, como una chiquilla, y le
arrastró hasta el sofá, donde le hizo sentar a su
lado.
— Empiece usted. Aprovechemos el tiempo.
66
Al día siguiente, y al otro, y al otro, fue Sandoval
a leer Lo que no muere a la generala. El pobre mu­
chacho no sabía qué pensar de Currita y del modo
como le trataba. Había momentos en que la dama
adoptaba para hablarle una corrección y formali­
dad excesivas, que contrastaban con la llaneza y
confianza antiguas; en tales ocasiones, jamás, ni
aun por descuido, le miraba a la cara. Aun cuando
la idea de pasar plaza de tímido mortificaba atroz­
mente al ayudante, los cambios de humor que ob­
servaba en la generala manteníanle en los linderos
de la prudencia.
De las fragilidades de ciertas hembras algo se
le alcanzaba, pero de las señoras, de las verdade­
ras señoras, estaba a oscuras completamente.
Creía que para enamorar a una dama encopetada
lo primero que se necesitaba eran pelos en la cara
en forma de bigote o barba corrida, y tocante a
esto, el ayudante estaba muy necesitado. Tantas
fueron sus cavilaciones sobre punto tal, que cayó
en la flaqueza de oscurecerse, con tintes y menjur­
jes de un cómico su amigo el vello casi incoloro del
incipiente bozo.
Las cosas así, leía una tarde a la generala las úl­
timas páginas de la novela. Currita estaba cerca de
él, sentada en una silla baja; a veces sus rodillas
rozaban las del lector, que se estremecía; pero cual
si ninguno de los dos advirtiese aquel contacto,
permanecían largo rato con ellas unidas. La gene­
rala escuchaba muy conmovida; de tiempo en
67
tiempo su seno se alzaba para suspirar; con ojos
inmóviles, y como anegados en llanto, contempla­
ba al joven, que sentía el peso de aquella mirada
fija y poderosa como la de un sonámbulo, y seguía
leyendo, sin atreverse a levantar la cabeza.
Las últimas páginas del libro eran terriblemente
dolorosas; exhalábase de ellas el perfume de unos
sentimientos extraños, a la par pecaminosos y mís­
ticos. Era hondamente sugestivo aquel sacrificio
de la condesa Iseult; aquella su compasión impú­
dica, pagana como diosa desnuda; aquella renun­
ciación de sí misma, que la arrastraba hasta dar su
hermosura de limosna y sacrificarse en aras de la
pasión y del pecado de otro.
La generala, con las rodillas unidas a las del
ayudante y la garganta seca, escuchaba conmovi­
da la novela del anciano dandy. Sandoval, con voz
a cada instante más velada, leía aquella página
que dice:
... «La condesa Iseult halló todavía fuerzas para
murmurar:
»— Pues bien; si reviviese, esta piedad dos ve­
ces maldita, inútil para aquellos en quien fue em­
pleada, y vacía del más simple deber para los que
la han sentido, esta piedad no me abandonaría, y
volvería a seguir sus impulsos, a riesgo de volver a
incurrir en mi desprecio. Si Dios, me dijese: He ahí
el fin que ignoras: y en su misericordia infinita, pu­
siese al alcance de mi mano el conseguirlo, yo no
le escucharía y precipitaríame como una loca en
68
esa piedad, que no es siquiera una virtud, y que sin
embargo es la única que yo he tenido...»
La generala, sin ser dueña de sí por más tiem­
po, empezó a sollozar, con esa estentoreidad que
los sentimientos contenidos, adquieren al desatar­
se en las mujeres nerviosas.
— ¡Qué criatura tan rara esa condesa Iseult!
¿Habrá mujeres así?
El ayudante, conmovido por la lectura, y anima­
do, casi irritado, por el contacto de las rodillas de la
generala, contestó:
— ¿Qué, usted no sería capaz de hacer lo que
ella hizo por Allán, al dársele por compasión?
Y sus ojos bayos, transparentes como topacios
quemados, tuvieron al fijarse en Currita el mirar in­
sistente, osado y magnético del celo.
La generala púsose muy seria y contestó con la
dignidad reposada de una de aquellas ricas hem­
bras castellanas que criaron a sus pechos los más
gloriosos jayanes de la Historia:
— Yo, señor ayudante, no puedo ponerme en
ese caso. La principal compasión en una mujer ca­
sada debe ser para su marido.
Sandoval calló, arrepentido de su atrevimiento.
La generala era una virtud. Alrededor del cuello de
Currita, en vez de los encajes que adornaban el
peinador azul celeste, veía el alférez — con los ojos
de la imaginación, por supuesto— los tres entor­
chados, sugestivos, inflexibles, imponiendo el res­
peto a la ordenanza.
69
Después de un momento, todavía con sombra
de enojo, la generala se volvió al ayudante:
—¿Quiere usted seguir leyendo, señor Sando-
val?
Y él, sin osar mirarla:
— Se impresiona usted mucho. ¿No sería mejor
dejarlo?
La generla suspirando, se pasó el pañuelo por
los ojos.
— Casi tiene usted razón.
Ellos se miraron en silencio. De pronto Currita,
con la impresionabilidad infantil de tantas mujeres,
lanzó una alegre carcajada.
— ¡Cómo le ha crecido a usted el bigote! ¡Pero
si se lo ha teñido! ¡Ja, ja, ja! ¡Se lo ha teñido!
Sandoval, un poco avergonzado, reía también.
— Me dará usted la receta para cuando tenga
canas. ¡Ja, ja, ja!
La generala mordía el pañuelo. Luego, adop­
tando un aire de señora formal, que le caía muy
graciosamente, exclamó:
— Eso, hijo mío, es una... vamos, no quiero de­
cirle lo que es; pero ya verá cómo en el pecado se
lleva la penitencia.
Salió velozmente, para volver a poco con una
aljofaina que dejó sobre el primer mueble que halló
a mano.
— Venga usted aquí, caballerito.
Era muy divertida aquella comedia en la cual él
hacía de chiquitín travieso y ella de abuela regaño­
70
na. Currita se levantó un poco las mangas para no
mojarse, y empezó a lavar los labios al presumido
ayudante, quien no pudo menos de besar aquellas
manos blancas que tan lindamente le refregaban la
jeta.
— Tenga usted formalidad, o si no...
Y le dio en la mejilla un golpecito que quedó du-
soso entre bofetada y caricia. Se enjugó Sandoval
atropelladamente, y asiendo otra vez las manos de
la generala, cubriólas de besos voraces, frenéti­
cos, delirantes. Ella gritaba:
— ¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¡Nunca lo
creería!
— ¡Curra! ¡Currita! ¡Yo la adoro...! ¡La...!
Sus ojos se encontraron, sus labios se buscaron
golosos y se unieron con un beso.
— ¡Mi vida! •
— ¡Payaso!
Los tres entorchados, ya no le inspiraban más
respeto que unos galones de cabo.
Desde fuera dieron dos golpecitos discretos en
la puerta.
Sandoval, mordiendo la orejita menuda y sonro­
sada de la generala, murmuró:
— ¡No contestes, alma mía!...
Los golpes se repitieron más fuertes.
— ¡Curra! ¡Curra! ¿Qué es esto? ¡Abre!
A la generala tocóle suspirar al oído del ayu­
dante:
— ¡Dios santo! ¡Mi marido!
71
Los golpes eran ya furiosos.
— ¡Curra! ¡Sandoval! Abran ustedes o tiro la
puerta abajo!
Y a todo esto los porrazos Iban en aumento. Cu-
rrita se retorcía las manos; de pronto corrió a la
puerta, y dijo hablando a través de la cerradura,
contraído el rostro por la angustia, pero procuran­
do que la voz apareciese alegre.
— ¡Mi general! Es que se ha soltado el canario,
y si abrimos se escapa con toda seguridad... Aho­
ra creo que ya lo alcanza Sandoval.
Cuando la puerta fue abierta, el ayudante aún
permanecía en pie sobre una silla, debajo de la jau­
la, mientras el pájaro cantaba alegremente balan­
ceándose en la dorada anilla de su cárcel.

A bordo del vapor Havre, abril de 1892.

© Ramón María del Valle Inclán.


Ramón María Del Valle Inclán (1866-1936). La p ro d u c c ió n inicial
de Valle Inclán revela sólo interés por el arte y la be lle za literaria. Crea
un estilo en el que los valores p ic tó ric o s y m usicales lo sitúan c e rc a del
m odernism o (ejem plo, Sonatas). A esta prim era e ta p a p e rte n ce n los
cuentos «Un ejem plo», se le c c io n a d o de Jardín umbrío, de Espasa
C alpe y «La generala» en Femeninas. Epitalamio, de E spasa C alpe.
Más adelan te se a p a rta de las form as d e co ra tiva s del p rim e r m o­
m ento y utiliza una prosa d e s g a rra d a llena de im ágenes grotescas.

72
R e c u e r d o a t r o f ia d o

J. fí. Jiménez

ADA día lo dejaba para el siguiente. Era un re­


C cuerdo que no quería dejar de recordar bien, y
que nunca tenía tiempo de recordar a mi gusto, y
no lo quería recordar mal, y no lo recordaba.
Yo estaba tranquilo porque sentía que el re­
cuerdo estaba en mí seguro recordándose solo,
como algo material que interceptaba sin mi volun­
tad el paso del borrador olvido. Como cuando se
hace un nudo en un pañuelo, se había hecho en mi
memoria día tras día un nudo.
Un día en que tuve el tiempo, me eché en mi
sofá ocioso, como suelo en estos casos, a recordar
mi recuerdo. No lo pude recordar ya. Estaba en mí,
pero duro, seco, pesado, como un mendrugo un
hueso, un callo del pensamiento, dolor TosIT, como
un obstáculo inútil del olvido.
73
L a NIÑA ENGAÑADA

madre le ofreció una naranja si hacía aquello


O q u e ella quería. La niña lo hizo con esfuerzo son­
riente. Entonces, la madre, carcajada soez de ojos
y dientes, se comió la naranja y le tiró a la niña la
piel.
La niña cojió la piel y se quedó mirando por la
ventana ¿a Dios?
Tenía atravesada una letra de una palabra nue­
va en la garganta. Y sus ojos, como si la dosis de
pena de toda su vida se le hubiera subido antici­
padamente a ellos, como si hubieran visto, vivido
en un segundo toda la vida, miraban, plomos fijos,
densos, gastados, como los de una vieja.

Lo COJÍ
UANITO el preguntón, tres años, fijos ojos ma­
J rrones, colorcito quebrado, ladeándole la cara a
su madre nermosa para que lo mirara bien, le pre­
guntaba por millonésima vez: «Mamá Pura, ¿dónde
está Dios?
74
«Hijo, qué fastidioso eres; ya te lo he dicho mu­
chas veces que’Ülos'está en todas partes.»
«Sí, pero antes de estar ahí, ¿dónde estaba?»
«¡Ay, hijo, qué cansado eres; ya tú lo sabes, ya
te lo he dicho muchas veces, quita¡»
«Entonces, ¿Dios está aquí, y aquí, y aquí?» Y
señalaba la perilla de la baranda, el florón del cielo
raso, la pozárcJéTaíjibe, la jaula del verdón, el agua­
manil... Y la madre: «Sí, hijo; sí, hijo; sí, hijo.»
«Y ¿aquí dentro de este vaso también?»
«Sí, hijo de Dios, ahí dentro de ese vaso.»
Juanito volvió de pronto el vaso contra el vela­
dor y... «¡Locojí!»

E l g o r r io n c il l o

E senté en el banco, en el sol rico que olía a los


M netunios del otoño, y me puse a imajinar que el
arrecife, que pasaba, lleno de sombras azules,
bajo los plátanos en fruto, era un río. Y en el río
echaba mi pensamiento...
De pronto un gorrioncillo inflado empezó a dar
saltitos hacia mí, mirándome con sus dos ojillos de
cristal negro. Venía. Yo lo llamaba como a un perri­
llo, única llamada que recordé en el instante impre­
visto, y el gorrioncillo venía.
75
No tenía yo nada que darle. Busqué por todos
mis bolsillos, sabiendo que nada tenía. Busqué por
los alrededores, qué el podría con sus ojos cojer.
Nada. Si me hubiese entendido, le hubiera dicho:
Espera, voy a casa, que está a una legua de aquí,
y ahora vuelvo. Pero no me entendía. Y poco a
poco, aunque yo le quería retener, se fue dejándo­
me con la tarde que caía, triste.

¿ A m ig a s ?

ESTAS pobres ¿amigas?, les harían en Madrid


A proposiciones galantes y en Londres las expul­
sarían de la ciudad. Cara blanca y manos negras.
Trajes desgraciadamente llamativos. Un peinado
alarmantísimo. Abrigo más para decoración que
para frío. Muchas flores y mucha desvergüenza.
Creen, en suma, que la vida es hacer chistes y se
pasan el día y la noche aguzando la intelijencia
para las comparaciones... desgraciadas.
Han visto algunas zarzuelitas baratas — los
Quintero— y todo para ellas está en sacar punta de
las bolas del billar. ¡Y la elegancia! Van vestidas de
húsar, de guardia civil, de loro, y se ríen de las
otras. ¿Cultura? Una carta para ellas es una cate­
dral mal hecha.
76
Yo, viéndolas pasar esta tarde de domingo, he
pensado en las modistillas, en las flores, en el cie­
lo, en los árboles, con una constante ilusión de ar­
monía y de melodía.

E l pobre m o n o

A tarde de primavera era ya larga y, en la hora


L de sol alto, sonaba ya por la calle el pandero de
los húngaros.
Eran una vieja de cara de almagra con falda de
astrosidades pintarrajeadas y cuerpo de mugre
lisa; un hombre joven, sin otro atractivo que una
faja de azul májico y sano, y un mono en pelo.
Claro que de los tres el único que trabajaba era
el mono, aparte del zumbar la pandereta del hom­
bre y el pedir de la vieja. Y el mono sumiso —esta­
ba atado por una cadena tres veces más pesada
que él— lo hacía todo, ¡mirando con una tristeza!
El sol, que se ponía grana en una atmósfera de
polvo, resbalaba, rosa, los adoquines de la calle y
contra el fondo exaltaba todos los colores en un so­
brepasarse de luz: los árboles agrios, los coches
de punto verdiamarillos, los pantalones de los mili­
tares.
Y pasaban ante el mono militares y curas; seño­
77
ras y jovencitas, y todos cruzaban, sonriendo al
mono encadenado y triste.
Los húngaros se sentaron en la corriente y el
mono se sentó al lado de ellos, sobre una piedra.
Ellos, comiendo no sé qué; él, mirando, en pelo y
hambre, al capitán rojo y azul, con su espada y sus
estrellas; al relijioso, con su cruz de Calatrava roja
sobre la inflazón de la capa al brazo; a las señoras,
con zorros, martas y plumas; a los jóvenes, con tra­
billas, cinturones y corbatas de colorines...
En una acacia piaban dos gorriones sobre el
mono, y el cielo se alzaba desnudo y fresco.

E l r a y it o d e s o l

L niño chico lo ha despertado en la cuna un ra­


A yito de sol que entra en el cuarto oscuro de ve­
rano por una rendija de la ventana cerrada.
Si se hubiera despertado sin él, el niño se ha­
bría echado a llorar llamando a su madre. Pero la
belleza iluminada del rayito de sol le ha abierto en
los mismos ojos un paraíso florido y májico que lo
tiene suspenso.
Y el niño palmotea y ríe, y hace grandes con­
versaciones sin palabras, consigo mismo, cojién-
78
dose con las dos manos los dos pies y arrullando
su delicia.
Le pone la manita al rayo de sol; luego, el pie
— ¡con qué dificultad y qué paciencia— , luego la
boca, luego un ojo, y se deslumbra, y se reí fre­
gándoselo cerrado y llenándose de baba la boca
apretada. Si en la lucha por jugar con él se da un
golpe en la baranda, aguanta el dolor y el llanto y
se ríe con lágrimas que le complican en iris precio­
sos el bello sol del rayo.
Pasa el instante y el rayito se va del niño, poco
a poco, pared arriba. Aún lo mira el niño, suspen­
so, como una imposible mariposa, de verdad para
él.
De pronto, ya no está el rayo. Y en el cuarto os­
curo, el niño —¿qué tiene este niño, dicen todos
corriendo, qué tendrá?— llora desesperadamente
por su madre.

L a h ij a s t r a B oni
(Córdoba)

ESDE que su padre se volvió a casar, fue una


D hija para su madrastra y su madrastra una
dre para ella. Se le dio la mejor habitación, los
ma­
me­
jores muebles, los mejores vestidos, el mejor sitio
79
en la mesa. Los mimos y atenciones eran constan­
tes:
— Niño, respeta a tu hermana.
— Niña, anda con tu hermana.
— Que queráis mucho a vuestra hermana.
Y los niños: «Hermana Boni, hermana Boni.»
Sólo a ella le llamaban hermana. A Carmen,
Carmen, y a ella hermana Boni.
Luisito dormía a veces, como un honor infantil,
en el cuarto de la hermana Boni. El médico venía
para ella a cada instante. Tenía los mejores postres
y las mejores medicinas. Cuando tuvo novio, la ma­
drastra la dirijió y la acompañó como a una hija.
Cuando se casó se hicieron preparativos mejores
que para ninguna otra fiesta. Todo se trajo de la ca­
pital.
Casada y madre, la casa de su madrastra era el
fin de su paseo. Sus hijos eran más mimados que
los de los hijos.
Cuando la madre y madrastra se estaba aca­
bando, entraban todos los hijos al cuarto de la ago­
nía. Toda la tarde la moribunda había estado calla­
da sonriendo. Entró Boni y la madrastra abrió los
ojos hacia otro lado, como viendo otra cosa que
nunca había visto y de la que nunca había hablado.
Y con voz honda dijo:
— Ese pajarraco...
Después...
Se murió santamente, seriamente, como siem­
pre había vivido.
80
L a n iñ a m u e r t a

UÉ triste era aquel poquito de sol que queda­


Q ba en el cementerio cuando te entraron muer­
ta. Una rosa se encendía en él, los pájaros busca­
ban su tibieza, y a medida que él subía por las ra­
mas de las acacias, subían ellos. Hasta que, al fin,
sólo fue una cima de oro lírico y melodioso. Ya tu
caja blanca se azulaba en la sombra húmeda, ya el
camino sin tu retorno — ¡con el mío, tan triste!—
daba frío. Y los niños que corrían detrás de tu caja
blanca, auroras en la tarde triste, te miraban asom-
bradamente en puerta de tu nueva casa... El niño
del enterrador comía pan con manteca, indiferen­
te...

Cuando entré en la habitación, ya oscura, a dar­


le a la madre la llavecita de la caja blanca, aún fue­
ra, el sol endulzaba de oro los perales del corral y
los gorriones cantaban en los aleros de los tejados
y el cielo de la tarde derramaba inútilmente sus ro­
sas simultáneas y sus oros de ilusión, en una lim­
pieza lírica, pagana, musical.

81
III

La niña tenía un canario de oro, de esos que pa­


recen de amarillo de onza, fresco, alegre y saltarín.
Estaba su jaula en la ventana del jardín, sobre un
fondo de verdores y flores con sol, con mucho cie­
lo azul — ¡ese cielo grande de los pueblos!— con el
campo sobre los tejados últimos... Conocía a la
niña como si hubiera nacido con ella en un mismo
nido; se le venía a la mano, el pico tendido y las
alas caídas, le hablaba con su música mejor, se le
reía. Y la niña llevaba su jaula sobre una mesa, se
ponía ella de pie en una silla, y colmaba al pajarillo
de gracias y de mimos.
La tarde que la niña cayó mala, el canario hundió
bajo el ala su cabecilla de oro blanco. Ni comió, ni
bebió, ni se bañó en el tarro de cristal, ni rizó su pla­
ta de oro entre el alambre fino. ¡Qué cosas! ¡Ya lo sé!
Nada... Una coincidencia... Un absurdo... Sí, pero...
La niña murió — con aquella tristeza que nos
hizo llorar así a todos, a la madre: ¡Qué triste te vas,
hija!— con aquellos ojazos ciegos volviéndose a
las voces amadas, a los pasos conocidos, a cada
rumor, a cada caricia, a cada suspiro... Cuando
dejamos a la niña en la caja blanca, sobre tantas
flores, fui a llorar con el pájaro triste, el alma de la
casa que se parecía más a la mía. Yerto, un ala
desplegada, estaba en el suelo de la jaula, que al
pronto me pareció vacía, aunque el pájaro muerto
estaba en ella.
82
¿Que jiro alegre de oro os llevó, sobre qué oro
celeste y divino del cielo de la tarde unisteis, niña y
pájaro, vuestros vuelos melodiosos? ¿Qué ocaso
vibrante e ilusorio os recojió en su fondo cristalino,
aquella tarde de estío, toda rosada y dorada de sol
dulce, rubio, deleitoso?
Bien sé que en el cielo hay arroyos de plata y
frondas de oro; que el cielo de los niños tendrá pe­
rros y mariposas y pájaros. Así ¿en qué rosal de ro­
sas de armonía eterna, sobre qué césped de es­
meralda y de rocío, en vuestras radiantes desnu­
deces de plumas de oro y de carnes de nácar,
estaréis, tú niña, riendo, tú pájaro, volando y can­
tando, en un idilio tierno, fresco e inmarcesible?

IV

En la alcoba de las niñas hay esta noche un si­


tio vacío, digo, vacío no porque la madre se ha sen­
tado en él y no hay quien la arranque de allí. Digo
que falta una camita.
Las dos hermanas, mientras se acuestan, blan­
cas y rosadas de vida y doradas y tibias de la chi­
menea, me preguntan muy abiertos los ojos tristes
de adivinaciones.
— Y la niña ¿dónde duerme esta noche?
— En el cielo de los niños — les digo mordién­
dome los labios para no llorar.
¡...Señor, qué frío hará esta noche en el cielo!
83
V
La niña había muerto por la tarde. Al otro día, ya
vacía la casa de la pompa funeral y anjélica, las
otras hermanas hablaban, en su cuarto de juego,
entre muñecas rotas, costureros, pelotas, bastido­
res... Aquel día no habían ido al colegio. A ratos se
veían, alborotadas, olvidadas de todo. A ratos se
quedaban sentadas muy serias, sin saber a punto
fijo por qué lloraban... Yo las había llevado la tarde
antes a la cuna de la niña doliente a que se despi­
dieran de ella para siempre... de pronto:
Lola: Yo tengo un recuerdo de María Pepa que
no lo tenéis ninguna de ustedes. Miradlo. Esta cruz
me la dio ella y no me la quitará ya...
Victoria: Pues yo tengo uno, que ése sí que no
lo tiene nadie. Un bocado que me dio en el brazo,
y que me hizo más sangre...
Lola: (con los ojos como puños) Pues yo quisiera
que me hubiera dado a mí otro más grande todavía.

VI
Han venido sus hermanitas, un coro de blancu­
ra, de frescura y de alegría. Y han llenado la casa y
el jardín con sus risas, con sus juegos, con la pla­
tería musical de sus voces. ¡Ah! entre sus voces, a
veces parece que suena la de ella, más infantil,
más niña, más torpe, más inmaterial, más inocente,
más pura. Está su dejo entre los de sus hermanas,
y podrida ya en la tumba, el dejo de su voz la resu-
84
cita. Es como una niña de sombra y de cristal que
jugara entre las otras...
No he ido a verlas... Me hago la ilusión de que
la niña muerta está aquí con sus hermanas, que
charla, que corre, que canta, que ríe, que llena
— ¡ella sola!— la casa, el jardín, toda la vida.
La tarde cae... Por la galería, rosa del crepúscu­
lo, yerran las niñas confusamente, entre sombra de
sol y luz amarilla de dentro, con sus vestidos blancos,
con sus voces de agua. Y una tristeza honda, larga,
húmeda, como el camino que lleva al cementerio
nuevo, surje en mí y se va, entre los árboles nuestros
de la carretera, al frío de la noche de otoño, bajo las
nubes rosas que se van poniendo moradas...

Vil

Sol casi blanco de la tarde, que abandonas mi


estancia; me recuerdas su agonía... El sol tembla­
ba en un adiós sin fin; iba venciendo la sombra...
La madre sollozaba. ¡Qué triste te vas, hija!
Como tú, sol casi blanco, fue perdiendo su co­
lor... ¡Qué ansia! No la besaba por temor de rom­
perle la vida que aún tenía...
¡Frío de la cabeza de la niña muerta! ¡Frío de la
pared sin sol! Fría, como tú, pared sin sol, era su
cabecita pelada y muerta. Antes había tenido nie­
ve y no me pareció tan fría.
Como tú, pared sin sol, fue perdiendo su color.
De pronto cuando murió, ¡qué frío!
85
Su cabecita malva y caída, como una gran rosa
mustia.

VIII

Señor, dos cosas me hicieron dudar siempre de


ti; una cosa negra y una cosa blanca: que nacieran
seres monstruosos y que se mueran los niños.
¡Que se mueran los niños! El hombre puede so­
portar, con su pensamiento, dolor y pesar, pero el
niño enfermo es sólo dolor, todo dolor, una llaga
blanca sin orillas.

S u MADRE

U madre estaba allí a su lado bordando un co­


S jín, pensativa; leñosa, acabada, con un resto de
belleza que al menor cuido brotaba como el rosal
en primavera.
Josefito Figuraciones, en una sonrisa vergonzo­
sa, la pasaba con sus ojos al calidoscopio, y allí
dentro, dando vueltas despacito al tubo azul y oro,
deteniéndolo donde más le gustaba, vivía una his­
toria. Primero veía a su madre casi como era, pero
86
como en su no conocida juventud, bordeada toda
su graciosa edad de colores finos celestes, viole­
tas, rosados. Luego, al jirar el májico tubo, las figu­
ras se abrían súbitas y se componían otra vez en
flores colgantes, pensiles ricos, preciosa estampa
presente, pero aún sin relación, como el descono­
cimiento que él tenía de la otra edad de ella. Rosas,
después, lirios a un lado y otro de un camino ver-
deoro por el que la caminante fuera al mismo tiem-
* po su madre mayor, la nube y la vereda. Aquel ca-
Nmino bajaba a un río claro que era casi el Río Tinto
eta Valdemaría, por una bellísima ladera oriental; y
en el río había, bajo un álamo, una barca que iba
lie /ando del sur al poniente y que era un cristal de
со or donde su madre estaba embarcada con su
maleta, como una imajen dulce, aún joven, radian-
te/en centro, y alrededor cristalitos granas, rosa,
un poco blancos pasados de una luz altísima...
— «¿Qué haces, pillo?»— « ¡Nada! » Josefito
dejaba el calidoscopio, iba al comedor por un pico
de rosca, y... «¿Mamá, no te vas a arreglar?» — «Es
verdad, que ya son las cinco. Voy, hijo.»
...Sobre la concentrada, rápida, última alegría
de la tarde de abril en los cristales grandes de la
galería, tras la que las flores de las macetas añiles
volvían, el calidoscopio, flauta de sus ojos, le se­
guía contando y cantando su cuento. Los casca­
beles del coche de las cinco que bajaba por el me­
dio sol de la Calle Nueva, él los oía finísimos, pe-
queñitos, proporcionados, dentro del calidoscopio,
87
música graciosa qge cercaba, como una cabellera
también, negra y oro, la felicidad abstracta de una
renovada madre invisible. Él no veía ojos ni boca ni
manos, sólo armonía actual, viva leyenda encanta­
dora, una frente total a veces, una sien absoluta, lo
que él consideraba más dolorido en la vida de su
madre. Y él la convertía sucesivo, apoteosis ar­
diente, en agua primaveral, en sol y luna, en azu­
cena del patio de mármol, en repique de campa­
nas de víspera, en racimo de uvas, en cruz de
mayo, en espiga granada, en Virjen del Rocío, en
lluvia enredadera de campanillas azules, carmines,
moradas...
...Moradas, azules, malvas. La hora real volvía
la historia un poco distinta, no sabía él cómo ni por­
qué. Pero el color no era del sentido de antes. Y,
como huyendo de algo estraño, incomprensible,
dejaba el calidoscopio escondido bajo un cojín de
damasco amarillo, y se iba corriendo a la puerta de
la calle, a ver si veía a Lauro, su confidente único.

© Juan Ramón Jim énez.


Juan Ramón J iménez (H uelva 1881-Puerto Rico 1958). En su p ri­
m era eta p a se in co rp o ra al m o d e rn ism o au n q u e d e ja n d o de lado los
a sp e cto s más fastuosos y sonoros para re co g e r un tono d e lic a d o e ín­
timo. De su pro sa p o é tic a d e s ta c a Platero y yo. Lirism o, te rnura no
exenta de acritu d y ce rte ra s esta m p a s de la vid a co tid ia n a ofrecen
tam bién los relatos aquí p re se n ta d o s que form an parte del libro Histo­
rias y cuentos de la Editorial Bruguera.

88
E l r ío y é l

Gabriel Miró

ESDE su origen, el río se amó a sí mismo. Sa­


D bía sus hermosuras, el poder de su estruendo,
la delicia de sus rumores de suavidad, la fertileza
que traía, la comprensión fuerte y exacta de su mi­
rada.
Lo cantaban los poetas; las mujeres sonreían
complacidas en sus orillas; los jardines palpitaban
al verse en sus aguas azules; los cielos se desliza­
ban acostados en su faz; las nieblas le seguían de­
89
jándole sus vestiduras, y bajaba la luna, toda des­
nuda, y se desposaba con cada gota y latido de su
corriente.
Era muy bueno. Quizá fuese tan bueno en fuer­
za de amarse tanto, porque se amaba amándolo
todo en sí mismo. Es verdad que algunas veces
consentía que se le incorporasen otros caudales
extraños, unos arrabaleros de monte que le da­
ban sus sabores y siniestros, hinchándolo y apar­
tándolo de la serenidad de la madre. Entonces co­
metía hasta ferocidades. No veía ni poetas, ni mu­
jeres, ni jardines. Nada. Se quedaba ciego. Pero,
entonces, no era el río, sino la riada. El verdadero
río era un lírico de bien. Lo toleraba todo. Cuando
más anchamente se tendía por el llano, le que­
braban el camino, cavándoselo; tenía que derro­
carse; se precipitaba buscándose; se despeda­
zaba y hocinaba torvo y rápido, exhalando un
vaho de espumas, un tumulto pavoroso. Unas tur­
binas le arrancaban la fuerza torrencial. Y él no se
enfadaba. Otras veces le salía un caz de molino.
Nada tan inocente y tranquilo como un caz. Y el
río, tan sabio y grande, le obedecía, dándole un
brazo para moler el pan de los hombres. No es
que se dejara embaucar. ¡Ni cómo habían de en­
gañarle, siendo de una rapidez maravillosa para
comprenderlo todo! Se asimilaba todo lo que pa­
saba sobre su cuerpo y a su lado: aves, nubes, re­
baños, praderas, monasterios, cortinales blancos
de granjas, frondas viejas, senderos, aceñas, cru­
90
ces de término, fábricas con chimeneas; hasta el
humo de hulla subiendo al azul lo copiaba él ató­
nitamente.
A pesar de su magnífica fortaleza, le agradaba
lo menudo y humilde. Sin que nadie le sintiese, se
entraba entre carrizos, juncos y espadañas, y allí,
recogido, se dormía. De tanto dormir criaba unas
costras verdes, donde brincaban los sapos de
calzas de posadero, de manecillas de brujo, de
ojos hinchados de miope y una palpitación en
toda su piel resbaladiza. Y al entornarse la tarde,
estas pobres criaturas, que semejaban hombreci­
tos gordos, virtuosos y solterones, tocaban un
flautín de oro. Tenían una novia como una flor que
siempre se estaba mirando en el espejo de un re­
manso. La veían muy cerca, y no podían besarla.
Nunca supieron que fuese la primera estrella; el
río sí que lo sabía; y ellos la cortejaban tañendo su
trova, muy ocultos, para que las ranas no se bur­
lasen de sus románticas aficiones. Porque las ra­
nas se les reían volcándose en el agua y en la ri­
bera, cogiéndose los ijares para no reventar enc­
ajando de risa, y por el más leve ruido se
sumergían en el cieno, dejándose al aire sus nal­
gas seniles. Salían de los tamarindos las cigüe­
ñas, enjutas, impasibles, y las buscaban, las sa­
caban, las tenían exquisitam ente en su pico;
después, se las comían vivas, despacio, remil­
gándose mucho, encogiendo una zanca en el ti­
bio pulmón de la pechuga.
91
Avido de saber, callado y sutil, traspasaba la­
minándose la carne tierna de las márgenes, calan­
do las raíces de los álamos, de troncos de cortezas
harinosas con nudos que parecen ojos egipcios y
follaje sensitivo de plata; atendía el fresco temblor
de los chopos, que remedaban el ruido suyo; subía
para tocar las puntas de los cabellos lisos, desma­
yados, inmóviles, de virgen primitiva, de las sal­
gueras y lianas, y los cabellos impetuosos y trági­
cos de los zarzales.
Luego de lo umbrío del soto venía la tierra pra­
deña, jugosa y embebida de claridad, con realces
y vislumbres de brocado. Pasaba una carreta de
heno, y el agua del río brotaba rota entre las gordas
pezuñas de los bueyes.
Surgía una ciudad. Muros vetustos, campana­
rios joviales, obradores foscos, llamas de naranjas,
de panojas y trigo, cuévanos de verduras, merca­
deres detrás de sus oleajes de paños, artesanos y
caballeros, quietud de callejas, una forja, un pórti­
co, una hornacina, rejas, balcones, solanas con ni­
ños merendando, con gallinas y palomos enjaula­
dos, con abuelos dormidos, con mujeres llorando y
rezando, con novios besándose, con geranios y ro­
sales, con ropas de cama de un muerto, con un ca­
pellán y un escolar dando lección, con un enfermo
contemplando su dolor en todo la tierra... Todo se
quedaba espejado y estremecido dentro del río.
Pasaba el arco de una puente de piedra venerable,
llena de oro de sol viejo, y el río se encendía como
92
si fuese de bronce, de carne, de frutas, de tisús.
Era muy hermoso.
Y otra vez campos de abundancia, hornos, al­
miares, colinas de faldas labradas, rebaños, arma­
días, molinos, arboledas, (el suave olor del prado
florecido», un calvario con su sendero de cipreses,
leñadores, caminantes, y hasta sabios leyendo y
cavilando en la soledad.
Y el río llegaba cansadamente a los saladares
de la costa. El filo de la brisa parecía desnudarle
de un cendal rizado. Venía el aliento frío y pode­
roso del mar. Toda la llanada era de calvas de ro­
queros, de marismas y arenales áridos y amar­
gos.
— Aquí acaba la tierra mía y principia el mar,
que es mi muerte, según el poeta, que comparó mi
vida a la de los hombres.
Y el río, para tardar en morir, doblóse en una
curva lenta, y de súbito tembló ante una visión des­
conocida. Quiso pararse por gozarla, y ya no pudo;
se lo engullía el mar. ¡Oh, lo había gustado y con­
templado todo en sí mismo: jardines, astros, cielos,
cumbres, bestiajes! Se habían sumergido en sus
aguas cuerpos deliciosos de diosas y suicidas
desventurados que se hinchaban y se deshacían
con los ojos abiertos; conoció el amor y la muerte;
probó todos los sabores y tuvo todas las emocio­
nes con una clara conciencia de su vida de gene­
rosidades; ¡todo lo había sentido, menos «eso»,
eso que se le presentaba en este instante, ya casi
93
V

derretido! ¡Nunca había visto «eso», Señor, que era


como una espada cincelada de imágenes, como
un cuerpo vestido de toda la creación! Y el río se
retorció angustiadamente, mirándose a sí mismo,
mirándose él sin conocerse. Y se hundió en el
mar...

© G abriel Miró.
G abriel M iró (A licante 1879-M adrid 1930). A u nque tiene su p u n ­
to de p artida en la g e n eración del 98 su te n d e n c ia a la estilización an­
tirrealista tiene a sp e cto s ce rca n o s al m odernism o. El eje de la o b ra de
Miró es el elem ento d e scrip tivo que exp re sa con exa ctitu d el m undo de
las sensaciones. Su prosa cu id o sam e n te elaborada, reúne tal ca n tid a d
de m ateria estética que a lcanza el valor de a uténtica poesía lírica.
En sus relatos, la a cció n y los p ersonajes son casi un pretexto
para la d e s c rip c ió n de a m bientes. Los que aquí a p a re ce n están re c o ­
g id o s de las Obras escogidas de E ditorial A guilar. Nuestro Padre San
Daniel, El obispo leproso y Figuras de la Pasión d e sta ca n entre sus no­
velas m ás co n o cid a s.
«El río y él» re c o g id o p or G onzalo S obejano en Cuentos concer­
tados, E ditorial H acourt B race Jo va n o vich Inc.

94
I n d ic e

Presentación, Mercedes Iglesias Vicente .. 5

• La protesta de la musa, J. A. S ilv a ........... 7

• El árbol del rey David, Rubén Darío.......... 12


• La muerte de Salomé, Rubén Darío.......... 15
• Febea, Rubén Darío.................................... 18
• Las siete bastardas de Apolo, Rubén Da­
río .................................................................. 20
• Thanathopía, Rubén Darío......................... 22
• La resurrección de la rosa, Rubén Darío.. 30
• Huizilopoxtli, Rubén Darío.......................... 31

• El traje lila, J. Herrera y Reissig ............... 39

• Un gran amor, Augusto D 'H a lm a r............ 46

• Un ejemplo, Valle In c lá n ............................ 53


• La generala, Valle In c lá n ........................... 60

• Recuerdo atrofiado, J. R. J im é n e z ........... 73


• La niña engañada, J. R. Jim é ne z............. 74
• Lo cojí, J. R. J im é n e z ................................ 74
95
• El gorrioncillo, J. R. Jim é n e z.................... 75
• ¿Amigas?, J. R. Jim é n e z........................... 76
• El pobre mono, J. R. J im é n e z .................. 77
• El rayito de sol, J. R. J im é n e z .................. 78
• La hijastra Bonl (Córdoba), J. R. Jiménez 79
• La niña muerta, J. R. Jim é ne z.................. 81
• Su madre, J. R. J im é n e z ........................... 86•

• El río y él, Gabriel M ir ó .............................. 89


La protesta de la musa • El árbol del rey
David • La muerte de Salomé * Febea •
Las siete bastardas de Apolo •
Thanathopía • La resurrección de la
rosa • Huizilopoxtli • El traje lila • Un
gran amor • Un ejemplo • La generala •
Recuerdo atrofiado • La niña engañada
• Lo cojí • El gorrioncillo • ¿Amigas? • El
pobre mono • El rayito de sol • La hijas­
tra Boni (Córdoba) • La niña m u erta»Su
madre • El río y él •

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