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EDITORIAL
POPULAR
CUENTOS
M O D E R N IS T A S
íe letra grande
Comité de Colección: Antonio Albarrán - Eduardo Cabornero - Meli
Herrador - Mercedes Iglesias - Emma Lorenzo - Guillermo Martínez -
Juan José Ordóñez - Nieves Zuasti - Amparo Martínez Robla - Car
los Mohs Noguera - Tina Ordóñez - Tomás Osorio Fernández.
1. Historias de la gente.
2. Relatos fantásticos latinoamericanos 1.
3. Relatos fantásticos latinoamericanos 2.
4. Cuentos fantásticos de ayer y hoy.
5. Relatos de hace un siglo.
6. Cuentos de Asfalto.
7. Aventuras del Quijote.
8. Cuentos perversos.
9. Cuentos de Amor con Humor.
10. Relatos de mujeres (1).
11. Relatos de mujeres (2.).
12. Fantasmagorías y desmadres.
13. Relatos a la carta.
14. Cuentos confidenciales.
15. Cuentos de Taberna.
16. Cuentos de la calle de la Rúa.
17. Cuentos a contratiempo.
18. Personajes con oficio.
19. Cuentos sobre ruedas.
20. Historias de perdedores.
21. Cuentos increíbles.
22. Cuentos urbanícolas.
23. Historias de amor y desamor.
24. Cuentos marinos.
25. Cuentecillos para el viaje.
26. Cuentos con cuerpo.
27. Cuentos Brasileños.
28. Relatos inquietantes.
29. Cuentos de la España Negra.
30. Historias de dos.
31. Los sobrinos del Tío Sam.
32. Cuentos Nicas.
33. Cinco rounds para leer.
34. Cuentos astutos.
35. Cuentos árabes.
36. Cuentos andinos.
37. Cuentos divertidos.
38. Viajes Inciertos.
39. Relatos de amor y muerte.
40. Historias de la Escuela
41. Cuentos medievales y renacentistas.
42. Cuentos modernistas.
CUENTOS
MODERNISTAS
© UNESCO
© EDITORIAL POPULAR, S. A. Bola, 3
28013 Madrid. Tel. 548 27 88
Cubierta e ilustraciones: Marcelo Spotti
imprimen: Interior, FARESO. Cubierta: G. LETRA, S. A.
UNESCO ISBN: 92-3-302957-3
Ed. Popular ISBN: 84-7884-120-2
Dep. Legal: M. 6.099-1994
Quedan rigurosamente prohibidas sin autorización escrita de los titulares del «Copy
right», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tra
tamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o présta
mo públicos
P r e s e n t a c ió n
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Ramón del Valle Inclán nos ofrece a través de
estos cuentos una imagen suya poco conocida.
Pertenecen a la primera etapa modernista y mode
rada aunque la aparición del humor a la par que
suaviza esas «refinadas sensaciones e imágenes
desusadas» (así define nuestro autor la estética
modernista), preludia la ironía cínica y el humoris
mo de los personajes de «Sonatas».
Gabriel Miró nos sorprende con un vocabulario
enormemente rico y regionalista. Se escapa del
cosmopolitismo y la frivolidad modernistas y, aun
que rinde culto a la forma, bajo ella late algo más.
En las minúsculas historias de Juan Ramón Ji
ménez es difícil separar la realidad de la ficción
pero no importa. Se quedan inscrutadas en la men
te. Su prosa no desdeña el lujo verbal; ha suprimi
do lo superfluo para recargar hermosamente lo ne
cesario. Es algo más que modernista. La captación
de la luz y del color en un momento determinado es
la misma técnica que usan los impresionistas.
Que estas breves, y acaso inútiles, indicaciones
te inciten a descubrir por ti mismo y a disfrutar de
escritores que, aunque lejanos en el tiempo, espa
cio y sensibildiad, han contribuido a crear el actual
«estado de la cuestión» literaria.
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L a protesta de la m u s a
J. A. Silva
© J. A. Silva.
J. A. Silva (1865-1896). C olo m b ia n o c o n o c id o m ás que por su
m odernism o, por ser un ro m á n tico tardío, incluso en su vid a (a c a b ó en
un suicidio, d isp a rá n d o se en el corazón que se había hecho d ib u ja r en
e > pe ch o por un m é d ico ). Su lenguaje es sobrio y m usical sin a b usar
de las im ágenes. Y en su o b ra final p a ro d ia el m o dernism o (Sinfonía
fresa con leche).
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E l á r b o l d e l rey D a v id
Rubén Darío
14
La m uerte de S alo m é
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fresca. Cayo Manipo, magistrado obeso, borracho
y glotón, alzó su copa dorada y cincelada, llena de
vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión
de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el
monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, con
cedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un
relámpago de su coleta divina. Una leyenda ase
gura que la muerte de Salomé acaeció en un lago
helado, donde los hielos le cortaron el cuello.
No fue así; fue de esta manera.
F E B E A es la pantera de Nerón.
Suavemente doméstica, como un enorme gato
real, se echa cerca del César neurótico, que le aca
ricia con su mano delicada y viciosa de andrógino
corrompido.
Bosteza y muestra la flexible y húmeda lengua
entre la doble fila de sus dientes finos y blancos.
Come carne humana, y está acostumbrada a ver a
cada instante, en la mansión del siniestro semidiós
de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre,
la púrpura y las rosas.
Un día, lleva a su presencia Nerón a Leticia, ni
vea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia
tenía el más lindo rostro de quince años, la más
adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una
divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que es
tuviese para transformarse en mujer, digno de un
triunfante coro de hexámetros, en una metamorfo
sis del poeta Ovidio.
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L a s s ie t e b a s t a r d a s d e A po lo
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Tengo el horror de la que ¡oh Dios! tendré que
nombrar: de la muerte. Jamás me harían permane
cer en una casa donde hubiese un cadáver, asi
fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa pala
bra es la más fatídica de las que existen en cual
quier idioma: cadáver... Os habéis reído, os reís de
mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de
mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina,
prófugo, después de haber estado cinco años pre
so, secuestrado miserablemente po r el doctor
Leen, mi padre; el cual, si era un gran sabio, sos
pecho que era un gran bandido. Por orden suya fui
llevado a una casa de salud; por orden suya, pues,
temía quizás que algún día me revelase lo que él
pretendía tener oculto... Lo que vais a saber, por
que ya me es imposible resistir el silencio por más
tiempo.
Os advierto que no estoy borracho. No he sido
loco. El ordenó mi secuestro, porque... Poned
atención.
(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un fre
cuente estremecimiento, levantaba su busto James
Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado
de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le
conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en
su vida cotidiana. De cuando en cuando suele te
ner esos raros arranques. Como profesor, es uno
de los más estimables en uno de nuestros princi
pales colegios, y, como hombre de mundo, aunque
un tanto silencioso, es uno de los mejores elemen
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tos jóvenes de las famosas cinderellas dance. Así
prosiguió esa noche su extraña narración, que no
nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el ca
rácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apre
ciación de los hechos.)
— Desde muy joven perdí a mi madre, y fui en
viado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi
padre, que nunca se manifestó cariñoso para con
migo, me iba a visitar de Londres una vez al año al
establecimiento de educación en donde yo crecía,
solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos.
Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retra
to de mi madre, según me han dicho, y supongo
que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos
que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas
que me vienen. Excusad la manera de mi narra
ción.
Cuando he tocado ese tópico me he sentido
conmovido por una reconocida fuerza. Procurar
comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario
en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel cole
gio de muros negros, que veo aún en mi imagina
ción en noches de luna... ¡Oh, cómo aprendí en
tonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi
cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lu
nar, los álamos, los cipreses... ¿por qué había ci-
preses en el colegio?..., y a lo largo del parque, vie
jos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en
donde solían posar las lechuzas que criaba el abo
minable septuagenario y encorvado rector... ¿para
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qué criaba lechuzas el rector?... Y oigo, en lo más
silencioso de la noche, el vuelo de los animales
nocturnos y los crujidos de las mesas y una media
noche, os lo juro, una voz: «James». ¡Oh voz!
Al cumplir los veinte años se me anunció un día
la visita de mi padre. Alegróme, a pesar de que ins
tintivamente sentía repulsión por él; alegróme, por
que necesitaba en aquellos momentos desahogar
me con alguien, aunque fuese con él.
Llegó más amable que otras veces; y aunque
no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave,
con cierta amabilidad para conmigo. Yo le mani
festé que deseaba, por fin, volver a Londres, que
había concluido mis estudios; que si permanecía
más tiempo en aquella casa, me moriría de triste
za... Su voz resonó grave, con cierta amabilidad
para conmigo:
— He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy
mismo. El rector me ha comunicado que no estás
bien de salud, que padeces de insomnio, que co
mes poco. El exceso de estudios es malo, como to
dos los excesos. Además — quería decirte— , ten
go otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad ne
cesitaba un apoyo y lo he buscado. Tienes una
madrastra, a quien he de presentarte, y que desea
ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás,
pues, conmigo.
¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la me
moria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de
niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada
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casi por mi padre, que se pasaba noches y días en
su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y
delicada flor se consumía... ¡Una madrastra! Iría
yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa
del doctor Leen, quizá una espantable blue-stoc-
king, o una cruel sabihonda, o una bruja... Perdo
nad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que
digo, o quizá lo sé demasiado...
No contesté una sola palabra a mi padre, y, con
forme con su disposición, tomamos el tren que nos
condujo a nuestra mansión de Londres.
Desde que llegamos, desde que penetré por la
gran puerta antigua, a la que seguía una escalera
oscura que daba al piso principal, me sorprendí
desagradablemente: no había en casa uno solo de
los antiguos sirvientes.
Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes
libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro
paso, con genuflexiones tardas, mudos. Penetra
mos al gran salón. Todo estaba cambiado: los mue
bles de antes estaban sustituidos por otros de un
gusto seco y frío. Tan solamente quedaba al fondo
del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dan
te Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de
crespón.
Mi padre me condujo a mis habitaciones, que
no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las
buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, pre
guntóle por mi madrastra. Me contestó despacio
samente, recalcando las sílabas con una voz entre
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cariñosa y temerosa que entonces yo no compren
día.
— La verás luego... Que la has de ver es segu
ro... James, mi hijito James, adiós. Te digo que la
verás luego...
Angeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis
con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía, ту
sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en
aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado
por un abismo o pulverizado por una roca, o redu
cido a ceniza por la llama de un relámpago...
Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fati
ga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el
lecho, vestido con el mismo traje del viaje. Como en
un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi
cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mas
cullando no sé qué palabras y mirándome vaga
mente con un par de ojillos estrábicos que me ha
cían el efecto de un mal sueño. Luego vi que pren
dió un candelabro con tres velas de cera. Cuando
desperté a eso de las nueve, las velas ardían en
habitación.
Lavéme. Mudóme. Luego sentí pasos: apareció
mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus
ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles
ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis vis
to jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina
casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os
harían temblar por la manera especial con que mi
raban.
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— Vamos, hijo mío, te espera tu madrastra. Está
allá, en el salón. Vamos.
Allá, en un sillón de alto respaldo, como una si
lla de coro, estaba sentada una mujer.
Ella...
Y mi padre:
— ¡Acércate, mi pequeño James, acércate!
Me acerqué maquinalmente. La mujer me ten
día la mano... Oí entonces, como si viniese del
gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón,
aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste,
mucho más triste: «¡James!»
Tendí mi mano. El contacto de aquella mano me
heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aque
lla mano rígida, fría, fría... Y la mujer no me miraba.
Balbuceé un saludo, un cumplimiento.
Y mi padre:
— Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nues
tro muy amado James. Mírale; aquí le tienes; ya es
tu hijo también.
Y mi madrastra me miró. Mis mandíbulas se
afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto:
aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea co
menzó, enloquecedora, horrible, horrible, a apare
cer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor...
ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor... no os lo
quiero de cir... porque ya lo sabéis, y os protesto: lo
discuto aún; me eriza los cabellos.
Y luego brotó de aquellos labios blancos, de
aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una
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voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de
un subterráneo:
— James, nuestro querido James, hijito mío,
acércate; quiero darte un beso en la frente, otro
beso en los ojos, otro beso en la boca...
No pude más. Grité:
— ¡Madre socorro! ¡Angeles de Dios, socorro!
¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir
de aquí pronto, pronto: que me saquen de aquí!
Oí la voz de mi padre:
— ¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silen
cio, hijo mío.
— No — grité más alto, ya en lucha con los vie
jos de la servidumbre— . Yo saldré de aquí y diré a
todo el mundo que el doctor Leen es un cruel ase
sino; que su mujer es un vampiro; ¡que ésta casa
do mi padre con una muerta!
L a r e s u r r e c c ió n d e l a r o s a
© Rubén Darío.
Rubén D arío (1867-1196). N ica ra g ü e n se co s m o p o lita qu e revolu
cionó los tem as d e la poesía, p a sa n d o de lo c o tid ia n o a lo é xó tico y de
lo vu lg a r a lo refinado, e in co rp o ró al ca ste lla no las m ás d ive rsa s c o m
bin a cio n e s e stró fica s y rítm icas. De su p ro d u c c ió n p o é tic a d e sta ca
Azul, Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza... Su o b ra en p ro
sa tiene un ca rá c te r m enor. De Cuentos y prosas e d ita d o s p o r M a g is
terio E spañol han sid o s a c a d o s los relatos que o fre ce m o s en este vo
lumen.
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E l TRAJE LILA
J. Herrera y fíeissig
© J. H errera y Reissig.
J. Herrera y Reissig (1875-1910). U ruguayo, poeta m enor que si
gue a Rubén Darío y cu yo s ju e g o s ve rb a le s se c o n fu n d e n a m enudo
con el chiste. A pesar de e s c rib ir a lg u na o b ra en prosa d e s ta c a sobre
todo en la lírica. Sonetos en los que el hum or a lig e ra las im ágenes ve r
bales.
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U n gran am or
Augusto D'Halmar
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U n e je m p lo
Valle-lnclán
Valle Inclán
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R e c u e r d o a t r o f ia d o
J. fí. Jiménez
Lo COJÍ
UANITO el preguntón, tres años, fijos ojos ma
J rrones, colorcito quebrado, ladeándole la cara a
su madre nermosa para que lo mirara bien, le pre
guntaba por millonésima vez: «Mamá Pura, ¿dónde
está Dios?
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«Hijo, qué fastidioso eres; ya te lo he dicho mu
chas veces que’Ülos'está en todas partes.»
«Sí, pero antes de estar ahí, ¿dónde estaba?»
«¡Ay, hijo, qué cansado eres; ya tú lo sabes, ya
te lo he dicho muchas veces, quita¡»
«Entonces, ¿Dios está aquí, y aquí, y aquí?» Y
señalaba la perilla de la baranda, el florón del cielo
raso, la pozárcJéTaíjibe, la jaula del verdón, el agua
manil... Y la madre: «Sí, hijo; sí, hijo; sí, hijo.»
«Y ¿aquí dentro de este vaso también?»
«Sí, hijo de Dios, ahí dentro de ese vaso.»
Juanito volvió de pronto el vaso contra el vela
dor y... «¡Locojí!»
E l g o r r io n c il l o
¿ A m ig a s ?
E l pobre m o n o
E l r a y it o d e s o l
L a h ij a s t r a B oni
(Córdoba)
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III
IV
VI
Han venido sus hermanitas, un coro de blancu
ra, de frescura y de alegría. Y han llenado la casa y
el jardín con sus risas, con sus juegos, con la pla
tería musical de sus voces. ¡Ah! entre sus voces, a
veces parece que suena la de ella, más infantil,
más niña, más torpe, más inmaterial, más inocente,
más pura. Está su dejo entre los de sus hermanas,
y podrida ya en la tumba, el dejo de su voz la resu-
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cita. Es como una niña de sombra y de cristal que
jugara entre las otras...
No he ido a verlas... Me hago la ilusión de que
la niña muerta está aquí con sus hermanas, que
charla, que corre, que canta, que ríe, que llena
— ¡ella sola!— la casa, el jardín, toda la vida.
La tarde cae... Por la galería, rosa del crepúscu
lo, yerran las niñas confusamente, entre sombra de
sol y luz amarilla de dentro, con sus vestidos blancos,
con sus voces de agua. Y una tristeza honda, larga,
húmeda, como el camino que lleva al cementerio
nuevo, surje en mí y se va, entre los árboles nuestros
de la carretera, al frío de la noche de otoño, bajo las
nubes rosas que se van poniendo moradas...
Vil
VIII
S u MADRE
88
E l r ío y é l
Gabriel Miró
© G abriel Miró.
G abriel M iró (A licante 1879-M adrid 1930). A u nque tiene su p u n
to de p artida en la g e n eración del 98 su te n d e n c ia a la estilización an
tirrealista tiene a sp e cto s ce rca n o s al m odernism o. El eje de la o b ra de
Miró es el elem ento d e scrip tivo que exp re sa con exa ctitu d el m undo de
las sensaciones. Su prosa cu id o sam e n te elaborada, reúne tal ca n tid a d
de m ateria estética que a lcanza el valor de a uténtica poesía lírica.
En sus relatos, la a cció n y los p ersonajes son casi un pretexto
para la d e s c rip c ió n de a m bientes. Los que aquí a p a re ce n están re c o
g id o s de las Obras escogidas de E ditorial A guilar. Nuestro Padre San
Daniel, El obispo leproso y Figuras de la Pasión d e sta ca n entre sus no
velas m ás co n o cid a s.
«El río y él» re c o g id o p or G onzalo S obejano en Cuentos concer
tados, E ditorial H acourt B race Jo va n o vich Inc.
94
I n d ic e