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La ciudadanía y la corrupción

Siendo cotidiana la información que los medios de comunicación colectiva les trasladan a los
ciudadanos sobre nuevos casos de corrupción, no puede ser el comentario frívolo, en ocasiones
revestido de toques de real o fingida indignación, la única reacción generada.

Toca tanto a los medios como a los ciudadanos enfrentar el grave trastorno social que dicha
corrupción evidencia y cumplir con la obligación de repudiarlo de las distintas maneras en que ello
es posible.

Y es obligatorio así proceder para superar el riesgo de caer, por acción o por omisión, en una
categoría inadmisible: convertirnos en una sociedad complaciente con los actos delictivos que
atentan contra el patrimonio de todos, convertirnos en una sociedad de cómplices.

La magnitud de los actos de corrupción que a diario se denuncian supera el asalto a los fondos
públicos y surgen en todo tipo de actividades.

Así, ni la administración de justicia está libre de señalamientos y el ejercicio de la actividad


profesional de los juristas se vuelve cada día más complicada puesto que realizarlo no depende
únicamente de los conocimientos y experiencia adquiridos sino de un notorio tráfico de influencias
y distinto tipo de presiones que recién ahora se están denunciando, dado el nuevo clima favorable
a la libertad de expresión que se vive.

Donde más dolor genera reseñar los actos monstruosos de esta década infame es en el campo de
la educación, cuando hay que informar sobre los atropellos a los niños por parte de sus maestros.

Solo una profunda degeneración social puede explicar tal degradación, y que esté dándose,
establece contrariedad que el Ecuador atraviese tal nociva circunstancia.

Sin duda, una vigorosa reacción ciudadana está haciendo falta y como los partidos políticos
mantienen su habitual receso poselectoral, toca al conglomerado más consciente convocarse a sí
mismo y expresar firmemente su repudio.

https://www.expreso.ec/opinion/columnas/la-ciudadania-y-la-corrupcion-DL1805162

Corrupción y democracia

Los demócratas nos hemos auto engañado con respecto a la corrupción. Primero creímos, con
buena parte de razón, que la corrupción era un mal asociado a los regímenes autoritarios o
totalitarios. La democracia, por tanto, vendría a echar luz sobre las conductas corruptas y
permitiría sancionar a los responsables. La competencia, la transparencia y la rendición de
cuentas, como elementos inherentes a la democracia, no sólo visibilizarían la corrupción ahí donde
se encontrase, sino que la inhibirían. Se nos hizo fácil creer que era todo lo que se necesitaba.
Pero sucede que muchas sociedades transitaron a la democracia, sobre todo en nuestro
hemisferio, y la corrupción siguió ahí. En algunos casos incluso se hizo mucho más pública, visible.
Los demócratas recurrimos a varias explicaciones: que la corrupción era un problema cultural, esto
es, reflejo de la forma de ser de los individuos en el marco de un conjunto de modos de vida y
costumbres; que la corrupción era un problema de subdesarrollo, el saldo del atraso social y
económico de nuestras sociedades; que la corrupción es un problema de orden regulatorio o
normativo, derivado de los mayores o menores márgenes de discrecionalidad con la que cuentan
los agentes del Estado; que la corrupción es un problema esencialmente criminal, de tipificación
de delitos y aplicación de sanciones penales; que la corrupción vive y se nutre de la imperante
impunidad; que la corrupción es un problema de orden electoral y, por tanto, que se resuelve
sacando a los pillos y eligiendo a los honestos; que es una manifestación de la debilidad del Estado
de derecho, etcétera.

Estas aproximaciones explican el tipo de soluciones que hemos ensayado en los últimos años: nos
hemos enfocado esencialmente en aumentar la transparencia y el acceso a la información, reducir
la discrecionalidad de los agentes del Estado y, en algunos casos, endurecer el reproche penal
sobre las conductas corruptas.

Y la corrupción, desafortunadamente, sigue ahí y sus altos costos también. Los demócratas nos
hemos autoengañado porque nos hemos aferrado a la idea de que la democracia está en mejor
situación, en comparación con otros sistemas políticos, para enfrentar los problemas generados
por la corrupción. Sí, sin duda, la corrupción es un desafío de instituciones, de hacer que los costos
de la transacción corrupta sean mayores a los beneficios, esto es, aumentar la probabilidad de
visibilizar, investigar y sancionar una conducta corrupta.

Los diagnósticos sobre la corrupción política en las democracias se deben ocupar del conjunto de
condiciones estructurales en los que nacen esos incentivos a intercambiar una decisión por un
beneficio. Así como en un sistema político totalitario o autoritario es fácil situar la fuente de la
corrupción en la concentración absoluta del poder, la forma en la que se articula la competencia
política explica el mayor o menor grado de corrupción en los sistemas democráticos.

Así, uno de los problemas centrales está en las condiciones de la competencia política y, sobre
todo, de los lubricantes y bisagras de esa competencia. Y esto nos conduce inevitablemente a la
relación entre dinero y democracia. Esta relación es el desafío moral, intelectual, político e
institucional más serio que ha enfrentado el ideal democrático.

Algunas ideas para situar esa complejidad. La competencia electoral es altamente dependiente del
dinero. Las elecciones son rutinas periódicas y, por tanto, los partidos son maquinarias siempre
encendidas: el círculo de dependencia del dinero es constante. El dinero sólo puede venir de dos
lados: del Estado o de los particulares. Toda regulación o control al dinero en la política genera
mercados negros. El tamaño de ese mercado negro está ligado, por un lado, a la eficacia de esa
regulación y, por otro, al balance costo-beneficio de cumplir o incumplir esa regulación. El acceso
al financiamiento privado, como hoy lo tenemos, genera compromisos que se retribuyen, después,
con decisiones de gobierno. Es el círculo perverso del dinero en la democracia competitiva y, sin
duda, representa uno de los pendientes más significativos que tenemos los políticos para la
sostenibilidad de nuestra democracia. Debemos, cuanto antes, retomar esta discusión.

Los demócratas no hemos sido lo suficientemente autocríticos. El populismo lo sabe. Su apuesta


de eficacia es la simplificación de los problemas y las soluciones. Cada vez que surge un caso de
corrupción o fallan las instituciones destinadas a combatirlas, le damos una nueva razón para su
credibilidad en perjuicio de la democracia. Pero tengámoslo claro: no existe una bala de plata para
resolver la corrupción y la impunidad. La respuesta pasa necesariamente por una solución que
haga frente a las múltiples cabezas del monstruo de una manera institucional. Sin mesianismos ni
propuestas maniqueas. Cada entorno y circunstancia debe ofrecer sus soluciones. Lo que sí, y
nadie puede cambiar, es que la democracia es el único sistema político que ofrece las condiciones
necesarias para solucionar el problema de la corrupción, mediante una discusión abierta, crítica y
propositiva.

Senador de la República.

http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/roberto-gil-zuarth/corrupcion-y-democracia

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