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Colección
DOBLE JUEGO n.° 80 Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
CAMPS Y FABRES. 5 BARCELONA
ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCION
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Parets del Vallés IN-
152. Km 21.6501 Barcelona 1983
CAPITULO PRIMERO
Los alumnos habían abandonado ya la escuela, recién duchados y cargados con sus
respectivas bolsas de deporte. Habían desfilado todos visiblemente satisfechos, porque
seguían recordando y comentando la extraordinaria actuación de Matt Reynolds.
Este, como de costumbre, sería el último en marcharse.
Seguía luciendo su indumentaria de karateca y todavía no se había puesto debajo de la
ducha. Quería dejarlo todo en orden, antes de abandonar la escuela. Era algo de lo que
siempre se ocupaba personalmente, porque le gustaba hacerlo.
Cuando todo estuvo ordenado, se encaminó hacia las duchas.
Estaba a punto de alcanzarlas, cuando oyó una voz femenina:
—¡Profesor Reynolds!
Matt se detuvo y se volvió hacia la lona sobre la que se practicaban las luchas
amistosas, porque la voz había partido de allí.
En efecto, la chica que le había llamado se encontraba en el centro de la lona, vestida
de karateca. Tenía el cabello rubio, los ojos azules, y era sumamente atractiva.
Matt sonrió y fue hacia allí.
La chica se había puesto las manos en las caderas y tenía las piernas ligeramente
separadas. Una actitud ciertamente desafiante.
Matt se detuvo junto a la lona y miró los desnudos pies de la muchacha, pequeños,
bonitos, con las uñas pintadas en esmalte rojo brillante.
Después, alzó los ojos y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señorita?
—Quiero que me dé un par de lecciones.
—¿Ahora?
—Sí.
—¿No le es igual mañana? Me disponía a ducharme y...
—¿Tiene prisa, profesor Reynolds?
—Bueno, he quedado con mi novia y no quisiera hacerla esperar.
—Conque tiene novia, ¿eh?
—Sí.
—¿Es guapa?
—Mucho
—¿Y qué tal está de formas?
—Sensacional.
—¿La ha engañado alguna vez con otra mujer?
—Nunca.
—Un tipo fiel, ¿eh?
—Enamorado, sencillamente.
—Le hago una apuesta, profesor Reynolds.
—¿Qué clase de apuesta?
—Vamos a luchar, y si le venzo, engañará usted a su novia conmigo.
—¿Vencerme usted a mí...?
—Soy una excelente karateca, se lo advierto. He tenido un buen maestro.
—Pero ha venido a que yo le dé un par de lecciones... —recordó Matt.
—Eso fue lo que dije, pero puede que las lecciones se las dé yo a usted, profesor
Reynolds —repuso la muchacha rubia, con gesto retador.
Matt no pudo contener la risa.
—¡Recibir yo lecciones de karate de una mujer!
—¿Acepta la apuesta, profesor?
—Naturalmente.
—Recuerde a lo que se compromete, ¿eh? —la chica le apuntó con el dedo—. Si le gano,
tendrá que acostarse conmigo. Y haremos algo más que dormir.
—Si me ganas, lo cual veo más difícil que atravesar el Océano Pacífico en bicicleta,
haremos lo que tú quieras, rubia —respondió Matt, subiendo a la lona.
—Me tutea, ¿eh?
—Sí.
—Eso es que ya se ve conmigo en la cama.
Matt rió.
—No te hagas ilusiones, rubia.
—Oiga, que no soy tan fea. Hacer el amor conmigo resulta muy agradable.
—No lo dudo. Pero yo sólo hago el amor con mi novia.
—Esta noche, lo hará conmigo —aseguró la chica, y le atacó.
Matt tuvo que defenderse.
La joven rubia, efectivamente, era una excelente karateca.
Había tenido un buen maestro, no cabía duda.
Matt contraatacó y la muchacha detuvo o burló sus golpes con habilidad. Era tan ágil
como él y su cuerpo poseía una envidiable elasticidad.
El profesor de karate se empleó a fondo y consiguió derribar a la chica.
Ella le miró, antes de levantarse.
—No cante victoria todavía, profesor.
—Yo no canto nada, preciosa. Es más, reconozco que eres una magnífica karateca. Pero
conmigo no podrás, porque tengo más experiencia que tú.
—Pero yo tengo otras cosas que usted no tiene, profesor.
—¿Como por ejemplo...?
La chica se levantó y se despojó del ancho pantalón de karateca, quedando con las
piernas al aire.
Y qué piernas...
Eran de una perfección absoluta.
Matt se las miró y preguntó:
—¿Por qué has hecho eso, rubia?
—Me defiendo mejor sin el pantalón —respondió la joven, con maliciosa sonrisa, y le
atacó de nuevo.
Matt, distraído en la contemplación de las maravillosas piernas de la chica, reaccionó
tarde y se vio derribado por los golpes de la muchacha, duros y precisos.
Ella se echó a reír burlonamente y volvió a ponerse las manos en las caderas.
—No se esperaba esto, ¿eh, profesor...?
—Desde luego que no —rezongó Matt, sin levantarse.
—Le dije que sin el pantalón me defendía mejor.
—Me distraje, eso es lo que ha pasado —gruñó Matt, incorporándose.
La chica le atacó nuevamente, utilizando las piernas.
Como las levantó muchísimo, mostró las sucintas braguitas de nylon.
Era una visión terriblemente tentadora, pero Matt no perdió el control y se defendió con
eficacia, parando o esquivando los golpes de la muchacha, a la que poco después
conseguía enviar de nuevo sobre la lona.
La chica, deliberadamente, quedó con las rodillas levantadas.
Tenía que recurrir a sus encantos, para poder vencer a Matt Reynolds.
—Ha vuelto a tumbarme, ¿eh, profesor?
—Eso parece. Y esta vez, sin el pantalón —puntualizó Matt, con ironía.
—Bueno, aún no me ha vencido —dijo la muchacha, y se puso en pie.
Se le había abierto un poco la chaqueta de karateca y sus prietos senos asomaban,
tentadores, porque no llevaba sujetador. A ella le pareció, sin embargo, que asomaban
poco y sin ningún disimulo se abrió más la chaqueta.
Ahora, sus preciosos senos estaban visibles en un noventa por ciento.
—No lucho a gusto cuando me aprieta la chaqueta, profesor —dijo, con malévola
sonrisa.
—Ya —murmuró Matt, con los ojos fijos en el busto femenino.
La chica le atacó repentinamente, volvió a pillarlo distraído, y lo derribó nuevamente.
—¡Mis encantos pueden más que su experiencia, profesor Reynolds! —exclamó, riendo.
—Si no te cierras la chaqueta, dejo de luchar contigo, rubia —gruñó Matt, tendido sobre
la lona.
—Le pone nervioso lo que ve, ¿eh, profesor?
—Demasiado.
—Pues voy a seguir luchando así.
—No será conmigo.
—Si deja de luchar, considérese vencido.
—Ni hablar. Tú no me has vencido, rubia.
—Pero le he derribado dos veces.
—Las misma que yo a ti.
—El próximo que caiga, habrá perdido la lucha. ¿Está de acuerdo, profesor Reynolds?
—Sí —respondió Matt, irguiéndose.
La chica llenó sus pulmones de aire, para aumentar su perímetro torácico, segura de que
eso llamaría la atención del profesor de karate.
Y, efectivamente, la llamó.
Ningún hombre hubiera dejado de mirar lo que la atractiva rubia enseñaba.
Cuando vio que Man Reynolds clavaba los ojos en sus agrandados senos, la chica le
atacó y lo hizo besar la lona.
La joven dio un salto de alegría, haciendo saltar otras dos cosas.
—¡Es su tercera caída, profesor Reynolds! ¡Le he vencido!
—Sí —rezongó Man—. Pero no gracias a tus conocimientos de karate, rubia.
—¿Qué importa eso? ¡El caso es que le he derrotado y ahora tendrá que acostarse
conmigo!
—Me acostaré, no te preocupes.
—Espere, no se levante —rogó la chica, y se tendió sobre él, todavía con la chaqueta
abierta.
—¿Qué haces?
—Quiero que me bese y me acaricie, profesor Reynolds.
—Yo sólo beso y acaricio a mi novia.
—¿Cómo se llama?
—Sally Duncan.
—Así me llamo yo —sonrió la joven, y le besó en los labios, expertamente.
CAPITULO III
Matt Reynolds estaba trabajando con sus alumnos, cuando vio aproximarse a Howard
Brimond.
—Un momento, muchachos —dijo, y salió al encuentro del propietario de la Escuela de
Karate, intuyendo que venía a hablarle de su combate con Tadao Mizoguchi.
Howard le tendió la mano, sonriente.
—Hola, Matt.
—Me alegro de verle, señor Brimond —respondió el karateca, estrechándole la diestra.
—Fred McGregor vino a verme esta mañana.
—Sí, me dijo que hablaría con usted.
—Ya está todo arreglado. Te enfrentarás al japonés el viernes, a las seis de la tarde, en
mi escuela. Tu ganarás diez mil dólares, y yo cincuenta mil.
—¿Qué...?
—Diez mil dólares es el premio que McGregor y yo hemos acordado para el vencedor
del combate, que serás tú, naturalmente. Los otros cincuenta mil, es una apuesta que he
hecho con McGregor. Está convencido de que su japonés te derrotará. Y su error le
costará cincuenta mil del ala.
—Puedo perder el combate, señor Brimond...
—¿Qué dices? ¡Si contigo no hay quien pueda, Matt!
—Los karatecas orientales son muy peligrosos.
—¡Pues anda, que el occidental que yo conozco...! —repuso Howard, riendo.
Matt Reynolds sonrió.
—Me satisface su confianza en mí, señor Brimond, pero es una responsabilidad
tremenda para mí el saber que, si el japonés me vence, perderá usted cincuenta mil
dólares.
—No los perderé, porque el Mizoguchi ese no te vencerá. Pero, para que no luches con
él atenazado por la responsabilidad, te diré que cincuenta mil dólares no son nada para
mí, porque poseo millones.
—Lo sé, pero...
—Nada, no quiero que pienses en mi apuesta con Fred McGregor. Lucha con el japonés
tranquilo, como si no hubiera nada en juego, excepto tu categoría como karateca.
—Lo intentaré, señor Brimond.
—¡Le darás un palizón al oriental, ya lo verás! —rió Howard, palmeando la fuerte
espalda del profesor de karate.
De pronto, emitió un gemido y se agarró la mano.
Reynolds, extrañado, preguntó:
—¿Qué le ocurre, señor Brimond?
—¿Por qué lo has hecho, Matt?
—¿El qué?
—Colocarte una tabla debajo de tu chaqueta de karateca.
—¿Tabla...?
—¿No es eso lo que llevas en la espalda?
—No llevo nada, señor Brimond.
—Diablos, entonces son los músculos de tu espalda, que cada día están más duros. ¡Casi
me he roto la mano!
El karateca rió.
—No puedo creer que se haya hecho daño, señor Brimond.
—Te convencerás cuando vuelvas a verme.
—¿Por qué?
—Llevaré la mano escayolada.
Matt Reynolds volvió a reír, seguro de que todo era una broma del millonario
Howard Brimond rió también, se despidió del karateca, y abandonó la escuela.
CAPITULO VII
***
Por fortuna, Matt Reynolds tenía un paladar muy despierto, que detectó
inmediatamente un gusto extraño en la leche, lo que le obligó a retirar el vaso de su
boca.
Al ver que el karateca miraba el vaso de una forma rara, Glenda Vrady se puso nerviosa
—¿Ocurre algo. Matt?
—La leche.
—¿Qué le pasa a la leche?
—Le noto un gusto raro.
—¿No será que le falta azúcar?
—Nunca le echo Me gusta más sin azúcar.
—Ya.
El karateca olisqueó la leche.
—Si hasta parece que tiene otro olor... —murmuró.
—Déjeme oler a mí. profesor. Tengo un olfato excelente —aseguró la pelirroja.
Matt le acercó el vaso.
Glenda olisqueó la leche y dijo:
—Yo le encuentro un olor normal, profesor.
—¿De veras?
—Sí, la leche siempre huele así.
—Pruébala, Glenda.
El nerviosismo de la pelirroja se acentuó.
—¿Que la pruebe?
—Sí, toma un sorbo y dime si también encuentras su sabor natural.
—Me puede sentar mal, profesor. Estoy bebiendo whisky, y mezclar la leche con el
alcohol...
El karateca endureció las facciones.
—Bebe, Glenda.
—No me puede obligar, profesor...
—Claro que puedo. Soy más fuerte que tú. Y mejor karateca. Te vas a beber hasta la
última gota de leche, por las buenas o por las malas.
La pelirroja palideció.
—¿Por qué me habla así, profesor...?
—Porque sospecho que tú tienes la culpa de que esta leche tenga un mal sabor.
—¿Yo...?
—¿Qué le echaste mientras te preparaba la copa?
—¡Nada!
—Entonces, bébetela toda —ordenó Matt, agarrándola del cabello con la mano
izquierda.
—¡No! —chilló Glenda.
—¡Bebe!
—¡Por favor, Matt!
—¡Confiesa o haré que te tragues hasta la última gota!
—¡Lo confesaré todo!
Sin soltarle el pelo, Matt interrogó:
—¿Qué echaste en la leche?
—¡Un par de píldoras!
—¿Cuáles son sus efectos?
—¡Debilitan!
—¿Por qué lo hiciste?
—¡Por dinero!
—¿Dinero...?
—¡Me ofrecieron cinco mil dólares por echarte las píldoras en cualquier bebida!
—¿Quién te los ofreció?
—¡Fred McGregor!
El karateca apretó las mandíbulas.
—Conque es cosa de McGregor, ¿eh?
—¡Sí!
—Teme que venza a su japonés el viernes y no quiere perder los cincuenta mil dólares
que apostó con Howard Brimond.
—¡Así es!
Matt le soltó el pelo.
—Te desprecio, Glenda.
—Lo siento, Matt.
—No vuelvas por la escuela. No quiero volver a verte.
—No le conviene echarme. Matt Al menos, hasta que se celebre su combate con Tadao
Mizoguchi.
—¿Por qué?
—Fred McGregor sabría que he fracasado y...
—No quieres perder los cinco mil dólares, ¿eh?
La pelirroja se mordió los labios.
—Puede que no me crea, Matt, pero no estoy pensando en el dinero, sino en usted.
—¿En mí?
—McGregor ideará otra cosa, si sabe que he fallado. Quiere asegurarse la victoria del
japonés. Y su próximo plan puede salir bien. Es mejor, por tanto, que piense que le he
hecho tomar las píldoras que él me dio y que estará débil el día del combate. Así ya no
intentará nada más.
El karateca meditó el asunto.
Le gustaba la idea de la pelirroja, pero...
—Puede ser peligroso para ti, Glenda.
—¿Por qué?
—Cuando McGregor me vea luchar en plenitud de facultades, sabrá que fracasaste. Y lo
que es peor: que le ocultaste tu fracaso. Montará en cólera si ve caer derrotado a
Mizoguchi y puede tomar represalias contra ti.
—Le echaré la culpa a las píldoras. Diré que no hicieron el efecto que él esperaba,
después de jurar que las eché en su vaso de leche y que se la tomó toda en mi presencia.
—No te creerá, Glenda.
—No me importa, porque no podrá demostrar que miento. Y si quiere que le devuelva
los cinco mil dólares. se los devolveré. En realidad, ya no me interesa ese dinero Lo único
que quiero es que venza usted al japonés, Matt.
—Hablas como si estuvieras arrepentida, Glenda.
—Lo estoy. Matt. Desde que le oí decir que me despreciaba.
—¿Y qué esperabas que dijera, después de...?
—Tiene motivos para despreciarme, ya lo sé. Por eso quiero engañar a Fred McGregor.
Tal vez así me desprecie usted un poco menos.
El karateca sonrió ligeramente.
—De acuerdo, Glenda. Le haremos creer a McGregor que he tomado las pildoras y me
siento débil. Y después de zurrarle la badana al japonés, le diré
McGregor que se busque un profesor mejor. Eso aumentará su rabia.
—¡Seguro! —rió la pelirroja.
Matt, que había dejado el vaso de leche sobre te mesa, dijo:
—Ahora debes irte, Glenda. No puedes seguir más tiempo aquí.
—Tiene razón.
La pelirroja se levantó del sofá y cogió su bolso
El karateca se irguió también.
—Te acompañaré hasta la puerta.
—Gracias.
Caminaron hacia la puerta y. cuando la alcanzaron. Glenda preguntó:
—¿Me expulsará de la escuela después de su combate con el japonés, Matt?
—Ya veremos.
—Si no me echa, le quedaré muy agradecida. Me gustaría mucho seguir recibiendo
lecciones de karate de usted.
—Y acostarte conmigo.
—Eso, aún más. Pero le prometo que no volveré a intentarlo, Matt.
—Estabas segura de que me ibas a llevar a la cama, ¿verdad?
—Tan segura, que llevo mis braguitas en el bolso
El karateca no pudo contener la risa.
—Eres una desvergonzada, Glenda, me caes simpática.
—¿A pesar de lo que he hecho...?
—Lo olvidaré y seguirás en la escuela.
—¡Oh, Matt, qué alegría me da!
—Anda, lárgate ya.
—¿Puedo demostrarle mi agradecimiento con un beso?
—No.
—¿También me niega eso, profesor...?
—Mientras las lleves en el bolso, si.
La pelirroja rió.
—¡Me las pongo en seguida! —dijo, abriendo el bolso, para sacar su prenda íntima.
—¡No, olvídalo! —exclamó Matt, cerrándole el bolso—. Vamos, dame un beso cortito y
esfúmate de una vez.
—¡Gracias, profesor!
Glenda le besó.
Por su gusto hubiera prolongado la caricia, pero como Matt había dicho un beso corto,
no se recreó demasiado, demostrándole que era cierto que no tenía intención de
tentarle de nuevo con un exuberante cuerpo.
—Recordaré siempre este momento, Matt.
El karateca abrió la puerta.
—Adiós, Glenda.
La pelirroja rió y abandonó el apartamento.
Matt cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, al tiempo que lanzaba un largo
suspiro. Le había sido muy difícil resistirse a los muchos encantos de Glenda Vrady, pero
lo había conseguido.
La pelirroja ya no estaba en su apartamento.
Había pasado el peligro.
La que iba a estar en peligro, a partir de ahora, era Glenda.
Fred McGregor no le perdonaría su fracaso, si su japonés resultaba vencido.
Ni su fracaso... ni su engaño.
Matt estaba seguro de ello, porque conocía bien a McGregor y sabía cómo las gastaba.
CAPITULO X
Al día siguiente, jueves ya, Matt Reynolds acudió como de costumbre a la Escuela de
Karate de Howard Brimond y trabajó con los alumnos, aunque sin esforzarse demasiado,
por si era espiado por algún enviado de Fred McGregor.
El karateca quería dar la impresión de no hallarse en forma, por culpa de las píldoras
que Glenda Vrady tenía que haberle hecho tomar disueltas en cualquier bebida la noche
anterior.
Los alumnos, sin embargo, pensaron que Matt Reynolds se reservaba para su combate
con Tadao Mizoguchi, tan próximo ya, y no se preocuparon en absoluto.
Estaban todos entusiasmados con el combate y no hablaban de otra cosa.
Naturalmente, iban a presenciarlo, lo mismo que los alumnos de la Escuela de Karate de
Fred McGregor.
Los segundos, como es lógico, confiaban en la victoria de Tadao Mizoguchi, aun
conociendo la extraordinaria categoría de su rival. Los discípulos de Matt Reynolds, en
cambio, estaban seguros de que éste vencería al karateca oriental.
A última hora de la tarde, Fred McGregor se dejó caer por la Escuela de Karate de
Howard Brimond, acompañado, como siempre, de Buck y Gordon.
Los alumnos se hallaban ya debajo de las duchas, pero Matt Reynolds seguía luciendo su
indumentaria de karateca. Al ver a McGregor y su pareja de gorilas, dejó lo que estaba
haciendo y fue hacia ellos, con paso deliberadamente cansino.
—¿Otra vez por aquí, señor McGregor?
—Sólo he venido a saludarte, Reynolds —sonrió Fred, quitándose el cigarro de la boca.
—Qué amable.
—¿Dispuesto para tu enfrentamiento con Tadao Mizoguchi...?
—Desde luego.
—Supongo que Howard Brimond te habrá hablado de la apuesta que hemos hecho,
¿verdad?
—Claro.
—¿Y qué opinas...?
—Que va a perder usted cincuenta mil dólares, señor McGregor.
Fred rió.
—Tus palabras no se ven corroboradas por tu expresión, Reynolds.
—¿Qué quiere decir?
—Te noto preocupado.
—No lo estoy en absoluto.
—Tienes una cara rara, de verdad. Como si estuvieras cansado. O como si llevaras sueño
atrasado. ¿No dormiste bien anoche...?
—Perfectamente.
—Pues se diría que tu novia no te dejó pegar ojo.
—Está equivocado, señor McGregor. No me acosté con ella.
—Entonces, te fuiste a la cama con otra.
—No, yo jamás engañaría a Sally.
Fred McGregor emitió una risita burlona.
—Está bien, Reynolds. No te entretengo más. Y si quieres un buen consejo, acuéstate
temprano esta no che y recupera las energías que pareces haber perdido. Te van a hacer
falta mañana. Vámonos, muchachos.
Caminaron los tres hacia la puerta y abandonaron la escuela.
Matt sonrió.
Había comprobado que Fred McGregor se hallaba convencido de que Glenda Vrady le
había hecho tomar el par de píldoras que causaban debilidad.
Una debilidad que hubiera durado de tres a cuatro días, y que le habría dejado
totalmente a merced del karateca japonés, quien no hubiera tenido el menor problema
para vencerle y hacerle ganar a McGregor cincuenta mil dólares.
Pero, como Matt no ingirió las píldoras, afrontaría el combate en plenitud de facultades
y Tadao Mizoguchi tendría que sudar tinta, si quería vencerle.
Y, aun así, el karateca californiano estaba seguro de ganar.
***
Viernes.
Seis en punto de la tarde.
El día «D» y la hora «H».
El momento tan ansiado por los karatecas de la escuela de Howard Brimond y por los de
la escuela de
Fred McGregor, que iban a ver a sus respectivos profesores enfrentarse en combate
amistoso, aunque no por ello menos interesante, ya que de antemano se sabía que tanto
Matt Reynolds como Tadao Mizoguchi iban a emplearse a fondo.
Tenía que ser así, dada la categoría de ambos karatecas.
Fred McGregor y su pareja de guardaespaldas se veían muy tranquilos y sonrientes.
Ellos pensaban que el combate no tendría emoción alguna, al hallarse Matt Reynolds muy
mermado de facultades, por los efectos de las píldoras.
No tardarían en darse cuenta de su error, porque la lucha estaba a punto de comenzar.
Matt Reynolds y Tadao Mizoguchi se hallaban ya sobre la lona que amortiguaría sus
caídas.
En tomo a la misma, sentados en el suelo, se habían acomodado los alumnos de ambas
escuelas, dispuestos a no perderse detalle.
Howard Brimond se veía tan tranquilo y sonriente como Fred McGregor, pese a no
haber recurrido a nada sucio para asegurarse la victoria del profesor de karate de su
escuela
Sencillamente, tenía toda la confianza del mundo en Matt Reynolds.
Sally Duncan también lo tenía.
No dudaba que su novio vencería al karateca japonés.
Ella no sabía nada de lo ocurrido el miércoles por la noche, porque Matt no se lo había
contado. El karateca no quería que su novia le tomara manía a Glenda Vrady.
Además, podía no creer que entre la exuberante pelirroja y él no había pasado
absolutamente nada, exceptuando el breve beso de agradecimiento que Glenda le diera a
Matt, segundos antes de abandonar su apartamento.
Y si Sally pensaba que había habido algo entre ellos, Glenda tendría que ingresar en un
hospital, seguro.
Glenda Vrady pensaba lo mismo y de vez en cuando miraba con cierto temor a la novia
de Matt Reynolds, preguntándose cuántos huesos le rompería si se enteraba de que ella
había estado en el apartamento de Matt, intentando seducirle.
La pelirroja, aunque tarde, se daba cuenta de que había arriesgado demasiadas cosas por
cinco mil dólares y estaba sinceramente arrepentida.
También miraba de cuando en cuando a Fred McGregor, temiendo una reacción violenta
para con ella, si su japonés perdía el combate y él perdía los cincuenta mil dólares que
apostara con Howard Brimond.
A pesar de todo, Glenda deseaba que Matt Reynolds derrotara a Tadao Mizoguchi
¿Lo conseguiría..?
Pronto se sabría, porque el combate había comenzado ya.
***
***
***
***
Al adivinar que Fred McGregor tenía intención de aplicarle el puro encendido en sus
pechos desnudos, Glenda Vrady estuvo a punto de desvanecerse de terror.
Dio un grito y se agitó, intentando soltarse de Buck y Gordon, pero éstos la tenían bien
sujeta y no sólo no la dejaron libre, sino que le impidieron retroceder.
McGregor, con cavernosa sonrisa, le aproximó lentamente el cigarro al seno derecho.
Además de abrirle la bata, se la había bajado por los hombros hasta los codos, por lo
que la pelirroja tenía casi todo el torso al descubierto.
—Te voy a causar unas quemaduras terribles, Glenda —dijo.
—¡No, se lo suplico!
—Tus pechos no volverán a ser hermosos, te lo garantizo.
Glenda se estremeció de horror.
Con ojos dilatados, miraba la brasa del cigarro, muy próxima ya a su seno. Tan próxima,
que podía percibir su calor.
Intentó de nuevo escapar de Buck y Gordon.
Retroceder, al menos.
Alejar su pecho desnudo y tembloroso de la brasa del puro.
Desgraciadamente para ella, no pudo.
Estaba condenada a recibir una serie de dolorosas quemaduras en sus senos si no
confesaba que se la había jugado a McGregor.
Pero, si lo confesaba, ¿se libraría de las quemaduras...?
Glenda tenía muchas dudas al respecto.
Por eso, antes de admitir que Matt Reynolds no ingirió el par de píldoras que ella le
echara en la leche, gritó:
—¡No me eche las culpas a mi, señor McGregor! ¡Yo no fallé, fueron las píldoras las
que fallaron! ¡Sus efectos sólo duraron un día!
Fred detuvo el puro encendido a sólo un par de centímetros de la cima del seno
derecho de la pelirroja, que siguió percibiendo el calorcillo que despedía la brasa.
—¿Qué? —murmuró.
—¡Es la verdad, señor McGregor, tiene que creerme! ¡Yo le eché las píldoras a Matt
Reynolds en un vaso de leche, que se bebió en mi presencia! ¡Y prueba de ello es que
ayer, durante todo el día, Matt Reynolds evidenció claros síntomas de fatiga y de
pérdida de reflejos!
Fred guardó silencio.
Glenda, creyendo que lo estaba convenciendo y que iba a librarse de las quemaduras,
añadió:
—¡Debió darme usted cuatro píldoras en vez de dos, señor McGregor! ¡Se las hubiera
echado las cuatro en la leche y los efectos habrían durado otro día más! ¡Matt Reynolds
no hubiera podido vencer a Tadao Mizoguchi!
Fred McGregor, tras algunos segundos más de reflexión, movió la cabeza en sentido
negativo.
—Me estás engañando, Glenda.
—¡Le juro que no, señor McGregor!
—Conozco bien los efectos de esas píldoras, porque no es la primera vez que recurro a
ellas para conseguir algo. Son tan efectivas, que si un rinoceronte ingiriese un par de
ellas, se sentina débil durante varios días. Y aunque Matt Reynolds posee una gran
fortaleza, dista mucho de ser un rinoceronte.
—¡Señor McGregor, yo le aseguro que...!
—Estás mintiendo, pelirroja. Matt Reynolds no ingirió el par de píldoras. Si lo hubiera
hecho, hoy habría seguido acusando sus efectos y el japonés le hubiese derrotado con
suma facilidad.
—¡Si Matt Reynolds no hubiese tomado las píldoras, ayer no habría evidenciado
síntomas de cansancio y debilidad! —replicó Glenda.
—Fingía.
—¿Qué?
—No te hagas la tonta, que lo sabes mejor que yo. Cuando ayer tarde me dejé caer por
la Escuela de Karate de Howard, Matt Reynolds simuló acusar los efectos de las píldoras
para que yo no tuviera dudas de que las había ingerido.
Glenda se mordió los labios nerviosamente.
No sabía qué decir, esta vez.
Fred McGregor apretó los dientes.
—Fracasaste, Glenda. No te atreviste a decírmelo para no perder los cinco mil dólares,
pero vas a pagar muy caro tu engaño.
—¡Se los devolveré, señor McGregor!
—Naturalmente que me los devolverás. Hasta el último dólar. Pero eso no te librará del
castigo que te mereces por habérmela jugado, pelirroja.
Glenda vio que McGregor se llevaba el cigarro a la boca y le daba unas cuantas chupadas,
para avivar la brasa. Después volvió a acercar el puro a su busto desnudo y estremecido,
con siniestra expresión.
—Prepárate a sufrir de verdad, zorra.
Glenda se agitó, horrorizada.
—¡No, señor McGregor...! —suplicó, cuando ya la brasa del cigarro estaba a punto de
quemarle el pecho.
En ese preciso instante, se dejó oír el timbre del apartamento.
CAPITULO XIII
Glenda Vrady tuvo mucha suerte, porque gracias al oportuno timbrazo se libró de que
Fred McGregor le aplicara la brasa de su cigarro en el seno derecho, cuando ya parecía
inevitable.
McGregor cambió una muda mirada con sus gorilas.
Después, se encaró de nuevo con Glenda y preguntó:
—¿Quién es?
—No lo sé —respondió la pelirroja, con un hilo de voz, porque estaba a punto de
desmayarse.
—¿No esperas a nadie?
—No.
—¿No será Matt Reynolds...?
—Ojalá —se le escapó a Glenda.
McGregor la agarró bruscamente del pelo.
—Te gustaría que fuera él, ¿eh? —masculló.
Glenda no respondió.
—¡A mí también, te lo aseguro! —ladró McGregor, colocándose el cigarro en la boca y
llevándose después la mano a la axila.
Extrajo un revólver calibre 38.
—Abre, Gordon —indicó—. Tú, Buck, sigue sujetando a la chica. Si es Matt Reynolds, nos
divertiremos por partida doble.
Gordon soltó a Glenda y fue hacia la puerta, quedando Fred y Buck en el living, con la
pelirroja, que no se atrevió a subirse la bata y cerrársela.
Glenda sabía que McGregor no se lo permitiría.
La apuntaba a ella con su arma.
Gordon alcanzó la puerta y abrió.
Al ver a Matt Reynolds, dio un salto hacia atrás, al tiempo que decía:
—¡Quieto, Reynolds! ¡Tenemos a Glenda!
—¡Es cierto, Reynolds! —se dejó oír Fred McGregor—. ¡Buck la tiene sujeta y yo la estoy
apuntando con una pistola!
El karateca entró en el apartamento y comprobó que McGregor había dicho la verdad. Al
ver a Glenda con el torso prácticamente desnudo, señales de golpes en su rostro, y
sangre en su nariz y en su boca, atirantó los músculos faciales.
—Es usted un canalla, McGregor —dijo, con voz ronca.
Fred sonrió.
—Cierra la puerta y acércate, Reynolds. Participarás también en la fiesta.
Matt se volvió y cerró la puerta.
Bueno, en realidad, hizo como que la cerraba, pero la dejó abierta.
Sally aguardaba fuera, oculta.
Matt había visto en la calle el coche de Fred McGregor, lo que le reveló que éste y sus
guardaespaldas se encontraban en el apartamento de Glenda Vrady.
De ahí que Sally no se hubiera dejado ver, todavía.
Ya lo haría en el momento oportuno.
Gordon había retrocedido más, porque le tenía mucho respeto a Matt Reynolds.
—Vamos, Reynolds, aproxímate —dijo Fred.
El karateca obedeció.
Cuando estaba a sólo unos pasos de McGregor, éste ordenó:
—Detente ahí, Reynolds.
Matt obedeció de nuevo.
Miró a Glenda.
Ella le miraba a su vez, con ojos llorosos y un perceptible temblor en todo su cuerpo.
—¿Te han hecho mucho daño, Glenda? —preguntó el karateca.
—No, sólo me han dado unas bofetadas —respondió la pelirroja—. Pero he pasado
mucho miedo, porque McGregor quería quemarme los pechos con la brasa de su cigarro.
Por eso me abrió la bata.
Matt volvió a mirar a Fred.
—¿Qué clase de bicho es usted, McGregor? ¿Goza, acaso, aterrorizando y martirizando a
pobres mujeres indefensas...?
—Sólo cuando se lo merecen. Y Glenda se lo merece, porque me la jugó- Y a Fred
McGregor no se la juega nadie, Reynolds.
—Ordene a Buck que suelte inmediatamente a Glenda. Y guarde ese revolver, antes de
que se le dispare sin querer.
Fred movió la cabeza negativamente.
—No voy a hacer ninguna de las dos cosas, Reynolds. Buck seguirá sujetando a Glenda y
yo continuaré apuntándole con mi revólver, porque pienso disparar si tú mueves un solo
dedo cuando Gordon te ataque.
—No quiere que me defienda, ¿eh?
—Exacto. Gordon no es tan buen karateca como tú, pero va a darte una soberana paliza.
¡Adelante, Gordon!
—¡Encantado, jefe! —sonrió el gorila, convencido de que Matt Reynolds no se
defendería, para que McGregor no matase a la pelirroja.
Justo en ese momento, la puerta se abría de golpe y Sally Duncan irrumpía en el
apartamento, con unas ganas locas de empezar a repartir golpes.
***
FIN