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Saber / Coger como experiencia política

Desorganizar el cu erpo hétero

valeria flores
Saber / Coger como experiencia política
Desorganizar el cuerpo hétero

valeria flores
Título
Saber / Coger como experiencia política
Desorganizar el cuerpo hétero
Autora
valeria flores

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Primera edición julio de 2017


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¿De qué modo las formas de coger son prácticas que cons-
truyen cuerpos? ¿Qué implicancias políticas tienen las prácticas
de coger como efectos del saber? ¿Podrían las experiencias del
coger producir desplazamientos y disrupciones en el régimen
genérico heterocentrado? ¿Qué relaciones se pueden establecer
entre modos de conocer, formas de coger y experiencia política?
Estas preguntas pulsan la apertura de reflexiones críticas
sobre tres prácticas como un modo de articular posibles relacio-
nes entre experiencia, cuerpo y política, que son: la construcción
heterocentrada del cuerpo en la modernidad; las prácticas de
coger como actos performativos que constituyen y desorganizan
los cuerpos; así como la producción de placeres como práctica
política que posibilita cuestionar la economía erótica hetero-
sexual, un tropo poco explorado de las narrativas feministas.
Siguiendo a Paul B. Preciado, podemos afirmar que el sexo,
como órgano y como práctica, no es ni un lugar biológico preciso
ni una pulsión natural. “El sexo es una tecnología de dominación
heterosocial que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de
una distribución asimétrica del poder entre los géneros (femeni-
no/masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con determi-
nados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones
anatómicas” (Preciado, 2002: 22). En este sentido, usufructuan-
do de la performatividad queer cuya fuerza política reside en la
citación descontextualizada de la injuria homofóbica, el empleo
del significante “coger”1 en este escrito opera del mismo modo al
hacer hablar un término de la lengua vernácula en un contexto
inusual como es el ambiente académico, produciendo a su vez

[1]  En Argentina, este término es de uso común para referirse al acto sexual, para signifi-
car las relaciones sexuales.
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un lugar de enunciación implicado en el régimen de la escritura


de los cuerpos.
En consonancia con la estrategia de las teorías queer de re-
apropiarse de nociones abyectas para desenmascarar los dispo-
sitivos de poder de la hegemonía sexo-genérica e interrogar tan-
to los regímenes de saber y verdad como su funcionamiento per-
formativo, éste pretende ser un pequeño aporte a una política de
“reorganización de las relaciones entre actos sexuales, identida-
des eróticas, construcciones de género, formas de conocimiento,
regímenes de enunciación, lógicas de representación, modelos de
constitución de sí y prácticas comunitarias” (Halperin, 2004).
Si la identidad sexual es performativa, es decir, un efecto
de la repetición sistemática de prácticas y discursos de la ley
heterosexual que construye la materialidad de los cuerpos ¿qué
relevancia tienen nuestros modos de coger en la construcción
identitaria? Si esas prácticas sexuales son actos performativos
¿qué economías corporales construyen?, ¿qué experiencias polí-
ticas se derivan de modos de coger que se desplazan de la prác-
tica coito penetrativa organizada sobre el eje pene–vagina?
El cuerpo es el espacio político más intenso donde llevar a
cabo operaciones de contra-producción de placer y para desa-
rrollar formas de contradisciplina sexual es preciso un despren-
dimiento epistémico de la colonialidad del saber hetero, que
requiere poder pensar las prácticas del coger como uno de los
modos por los que el cuerpo es construido y se construye como
identidad (Preciado, 2002: 76).
En este sentido, Michel de Certeau (1982) afirma que el cuer-
po es “un teatro de operaciones: dividido de acuerdo con los mar-
cos de referencia de una sociedad, provee un escenario de las
acciones que esta sociedad privilegia: maneras de mantenerse,
hablar, bañarse, hacer el amor, etcétera… En una palabra, cada
sociedad tiene –su cuerpo –, igual que su lengua, constituida por
un sistema más o menos refinado de opciones entre un conjunto
innumerable de posibilidades fonéticas, léxicas y sintácticas. Al
igual que una lengua, este cuerpo está sometido a una adminis-
tración social. Obedece a reglas, rituales de interacción y esceni-
ficaciones cotidianas”.
La modernidad y sus sociedades disciplinarias instituyeron
su propio cuerpo “normal”: el cuerpo hetero. Los análisis de Pre-
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ciado dan cuenta que el modelo de producción del sexo que data
del siglo XVIII, correspondiente al período del capitalismo indus-
trial, se fundó sobre la división del trabajo sexual y del trabajo
reproductivo, identificando el sexo con la reproducción sexual.

El cuerpo normal, una producción heteronormativa

“La certeza de ser hombre o mujer es una ficción somático-


política producida por un conjunto de tecnologías de domesti-
cación del cuerpo, por un conjunto de técnicas farmacológicas y
audiovisuales que fijan y delimitan nuestras potencialidades so-
máticas funcionando como filtros que producen distorsiones per-
manentes de la realidad que nos rodea”, afirma Preciado (2008:
89). En el Manifiesto contrasexual, que ensaya una operación de
deconstrucción del cuerpo moderno, estx filósofx queer sostiene
que el sistema heterosexual es un aparato de producción de fe-
minidad y masculinidad que opera por división y fragmentación
del cuerpo: recorta órganos y genera zonas de alta intensidad
sensitiva y motriz (visual, táctil, olfativa) que después identifi-
ca como centros naturales y anatómicos de la diferencia sexual
(Preciado, 2002: 22).
De este modo, el sistema de sexo-género es un sistema de es-
critura del cuerpo, en la que ciertos códigos se naturalizan, otros
quedan elípticos y otros son sistemáticamente eliminados o ta-
chados. La heterosexualidad, lejos de surgir espontáneamente
de cada cuerpo recién nacido, debe reinscribirse o re-instituirse
a través de operaciones constantes de repetición y de re-citación
de los códigos (masculino y femenino) socialmente investidos
como naturales (Preciado, 2002: 23). Así, queda de manifiesto
que la homosexualidad y la heterosexualidad son ficciones so-
máticas, inventos políticos que toman la forma de cuerpos, la
consistencia de la vida.
Entonces, se revela la politicidad de la arquitectura corporal
en la que se reduce la superficie erótica a los órganos sexuales
reproductivos y se privilegia el pene como único centro mecánico
de producción del impulso sexual. De ahí que los órganos que
reconocemos como naturalmente sexuales, son ya el producto
de una tecnología sofisticada que prescribe el contexto en el que
los órganos adquieren su significación -relaciones sexuales- y se
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utilizan con propiedad de acuerdo a su “naturaleza” –relaciones


heterosexuales– (Preciado, 2002: 27).
Así, la heterosexualidad como tecnología sexual es una mesa
de operaciones, donde se lleva a cabo el recorte de ciertas zonas
corporales y se define la identidad sexual de acuerdo a un a prio-
ri anatómico-político, una especie de imperativo que impone la
coherencia del cuerpo como sexuado. De esta manera, el cuerpo
se vuelve inteligible gracias a esta fragmentación o disección de
los órganos mediante un conjunto de técnicas visuales, discursi-
vas y quirúrgicas que se esconden bajo el nombre de asignación
de sexo, indica Preciado.
Este trabajo de desmantelamiento de la construcción tecno-
lógica de la verdad natural de los sexos, la cual se instituye bajo
el soporte de un régimen epistemológico binario y visual de la
concepción heterocentrada de lo humano, nos permite compren-
der que los contextos sexuales se establecen por medio de sesga-
das delimitaciones espaciales y temporales. En esta desnatura-
lización del cuerpo normal y del sistema de género, las prácticas
de coger son consideradas como una citación performativa del
código sexual imperante.
Cuando el concepto de género, que históricamente estimuló
toda una producción teórica para denunciar la construcción cul-
tural de la asimetría entre hombres y mujeres, es restituido en
su genealogía conceptual como tecnología biomédica que fabrica
cuerpos sexuados, se le reintegra la violencia con que se encarna
en los cuerpos. Lejos de ser una creación de la agenda feminista
de la década de 1960, la categoría de género pertenece al discur-
so médico de fines de los años 40. El Dr. John Money utiliza ese
concepto para hablar de la posibilidad de modificar hormonal y
quirúrgicamente el sexo de l*s niñ*s intersexuales nacid*s con
órganos genitales que la medicina considera indeterminados.
Para Money, el término género designa la posibilidad de usar
la tecnología para modificar el cuerpo según un ideal regulador
preexistente de lo que un cuerpo humano –femenino o masculi-
no– debe ser.
Será el activismo intersex el que cuestionará el carácter
prescriptivo de la diferencia sexual, articulando de forma nota-
ble saberes acerca de “cómo el cuerpo no aparece genéricamente
codificado como marcador inaugural del género, sino como con-
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dición imprescindible para una biografía que se despliega anti-


cipadamente en términos genérico-sexuales heteronormativos”2
(Cabral y Benzur, 2005; 290).
Los protocolos atencionales vigentes de niñ*s intersex, que
están atravesados por un profundo sesgo misógino y homofóbico,
revelan cómo la construcción quirúrgica de un cuerpo “normal”
de acuerdo a la racionalidad biomédica, se sostiene sobre premi-
sas acerca del deseo heterosexual y su forma correcta y adecua-
da de materializarse: la práctica coito-penetrativa. Bajo el des-
potismo de la lógica del centímetro, en ausencia de un pene bien
formado y del tamaño mínimo exigible, se feminizan l*s bebés
intersex. Para la medicina, es más fácil hacer una mujer que un
hombre, puesto que la femineidad es frecuentemente reducida
a la combinación de un clítoris que no pueda ser confundido con
un pene por su tamaño, y la capacidad de ser penetrada vagi-
nalmente en una relación heterosexual “normal”. Los procesos
de construcción del canal vaginal en las niñas intersexuales no
están simplemente destinados a la producción de un órgano; se
dirigen sobre todo a la prescripción de las prácticas sexuales,
puesto que se define como vagina única y exclusivamente aquel
orificio que puede recibir un pene adulto (Preciado, 200: 109).
Por el contrario, la masculinidad es cuidadosamente reservada
solo para aquellos individuos capaces de conformar el estereoti-
po peneano de nuestra cultura.
Se feminizan los cuerpos que no dan con la talla adecuada
de un pene estándar, aquel que llevará adelante la penetración
no solo sexual y social, sino también epistémica. Nunca más na-
turalizada la violencia que en el mismo proceso de re-natura-
lización del cuerpo. De este modo, queda claro que “el ansiado
cuerpo normal es el efecto de un violento dispositivo de represen-
tación, control y producción cultural” (Preciado, 2007).

[2]  “El género, tal y como los feminismos lo proponen, no es solo emancipación: el gé-
nero hiere, el género mata, el Género – que hablamos y que nos habla, el que nos hace
sujetos. La diferencia sexual no solo se celebra, también se construye, laboriosamente
se construye, con tijeras, con hilos de sutura, con carne; el cuerpo se hace, no se nace un
cuerpo, se llega a serlo, dolorosamente, mutiladamente – como afirman Beatriz Preciado
y Monique Wittig, a través de una primera cirugía plástica de inscripción, la de la carne en
cuerpo” (Cabral y Benzur, 2005: 301).
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Prácticas de saber/coger, efectos identitarios

Es imprescindible volver sobre las prácticas, al conjunto de


los modos de hacer sexo, a los modos en que el cuerpo es cons-
truido como identidad para tomar conciencia del papel funda-
mental que juega la imaginería del coger para la visión del mun-
do y, por lo tanto, para el lenguaje político. Las formas del coger
producen saberes subjetivantes, es decir, saberes afectivos que
gobiernan el comportamiento. A su vez, el orden socio-sexual
del saber y sus efectos en la construcción de las identidades im-
pactan en las prácticas corporales y en las disposiciones de la
subjetividad. En este orden político-visual, la verdad del sexo
se decide en función de la adecuación a los criterios heterosocia-
les normativos según los cuales la producción de un individuo
se hace en función de su capacidad de tener relaciones hetero-
sexuales genitales. Son los órganos sexuales como zonas gene-
rativas de la totalidad del cuerpo, los productores de lo humano
porque solo como sexuado un cuerpo tiene sentido. De allí es
posible afirmar que la interpelación performativa tiene efectos
prostéticos, es decir, que la repetición de actos, prácticas y dis-
cursos de la ley heterosexual hace cuerpos.
Si el género fabrica cuerpos sexuados ¿qué sucede cuando la
práctica coito-penetrativa, cuya dinámica está direccionada por
un biopene con capacidad de penetrar y una biovagina con capa-
cidad para recibir, es repetida hasta el infinito en toda producción
cultural, científica y social, convirtiéndose en modelo del “coger”
normal?, ¿qué inscripciones identitarias produce en los cuerpos?,
¿qué economías eróticas articula?, ¿qué posibles desarticulacio-
nes de este régimen de saber-poder estimulan aquellas prácticas
que se desplazan de este modelo normativo del coger?
Solo a modo de ejercicio especulativo podemos interrogarnos
y pensar que, si la impenetrabilidad del ano del varón hetero-
sexual es constitutiva de su subjetividad, ¿qué efectos identita-
rios produciría una mujer cuya performance sexual incluyera en
su repertorio la práctica de penetrar hombres?, ¿cómo configu-
rar economías eróticas no-reproductivas en las que esa práctica
sea deseable para varones y mujeres?, ¿qué efectos produciría
en los cuerpos la expropiación de la penetración como prácti-
ca monopólica de los varones?, ¿cuán amarrada está la práctica
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coito-penetrativa a las configuraciones identitarias de mujeres


y varones?, ¿qué saberes y experiencias precisamos articular
para descolonizar nuestros imaginarios sexuales que establecen
la penetración como instituyente del estatuto de lo sexual?, ¿qué
silencios y deseos nos obliga a desarmar?
Preciado nos dirá que dada la relación causa-efecto que liga
los órganos y las prácticas sexuales en nuestras sociedades he-
teronormativas, la transformación radical de las actividades
sexuales de un cuerpo implica, de algún modo, la mutación del
órgano y la producción de un nuevo orden anatómico-político
(2002:109). Por lo tanto, de lo que se trata aquí es de cambiar
la relación lenguaje-cuerpo-lugar que no solo afecte el lugar que
a cada cual se le asigna, sino que también afecte la disposición
de esos lugares propios asignados que limita ciertas prácticas y
formas de saber y desear, impidiendo que puedan ser examina-
dos y transformados.
En esta dirección, es sumamente provocativa la frase atri-
buida a Monique Wittig, “yo no tengo vagina”, en continuidad
con aquella de “las lesbianas no somos mujeres”. Estas senten-
cias de índole disruptiva abren puntos de fuga en la máquina
biopolítica heterosexual, desplazando la centralidad de un órga-
no que instituye el sexo femenino.
“Si yo no tengo vagina es porque la vagina, en tanto que órga-
no sexual femenino, se define como receptáculo apropiado para
un pene natural…y como cavidad natural para la fertilización.
Una vagina que no se deja territorializar por el follar hetero es
anatural, deficiente e incluso malsana”, afirma Preciado rele-
yendo a Wittig (2005: 128). “Yo no tengo vagina” es un modo de
deshacerse de la vagina como órgano heterocentrado, un anun-
cio de la deconstrucción del cuerpo hetero-moderno, una decla-
ración de guerra a las ficciones naturalizantes. La vagina apare-
ce como un órgano clave pues establece el vínculo institucional
entre el trabajo (hetero)sexual y el trabajo de la reproducción,
pero al ser desplazada de estas funciones, permite desterrito-
rializar el cuerpo lesbiano del proceso de “hacerse mujer”. De
esta manera, la vagina es extraída de la máquina heterosexual
y deja de ser una “víscera hueca” que busca ser “llenada”.
Esta afirmación –casi axiomática – indica que el cuerpo apa-
rece en el centro de un trabajo de desterritorialización de la he-
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terosexualidad, porque los órganos que constituyen el cuerpo


sexual han sido reestructurados en el interior de un nuevo sis-
tema de producción de afectos y placeres.

Disturbio somático como experiencia política

Si el desplazamiento que lleva a cabo Judith Butler desde


una ontología del sexo (sexo como anatomía y esencia) a un gé-
nero performativo (género como práctica cultural e histórica),
invita a pensar la identidad de género y sexual como efecto de
un proceso de incorporación de normas a través de repeticiones
coercitivas que ocultan su dimensión histórica y contingente y
que se afirman como naturales ¿qué trabajo sobre los modos de
coger nos queda realizar a activistas feministas y de la disiden-
cia sexo-genérica?
Diseñar perturbaciones en el proceso de producción y nor-
malización de los cuerpos para constituirnos en posibles su-
jetos de un nuevo devenir político-sexual, requiere compren-
der los efectos de inscripción sobre el cuerpo que acompañan
a toda performance sexual. Y aquí la experiencia se inserta
como un campo político que se trama en los cuerpos. Joan
Scott nos señala que “la experiencia ya es de por sí una inter-
pretación y al mismo tiempo algo que requiere ser interpre-
tado” (1999: 112), por lo cual, poner en marcha un proceso
de desjerarquización y descentralización de los órganos como
operación de desterritorialización del cuerpo heterosexual,
o dicho de otro modo, de desgenitalización de la sexualidad
reducida a penetración pene–vagina, precisa estimular un
lenguaje que haga colapsar las cadenas normativas que pres-
criben la estabilidad y coherencia entre cuerpo, sexo, género,
deseo. Esto supone desplegar un conjunto de prácticas irre-
ductibles a la identidad.
Un activo proceso de des-identificación de la producción car-
tográfica del cuerpo moderno, que implique la modificación de
la distribución del trabajo sobre el cuerpo heterocentrado cons-
tituye una experiencia política que desbarata un orden de posi-
ciones establecido a priori: posición del sujeto en la estructura
social, posición del sujeto en la práctica sexual, posición de un
órgano en la topografía corporal.
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En este sentido, las experiencias corporales, aunque parecen


evidentes y automáticamente perceptibles, siempre están so-
cialmente mediatizadas advierte Diana Fuss, y agrega “incluso
si tuviéramos que aceptar que la experiencia no es simplemente
algo construido sino que también ella misma construye, todavía
tendríamos que reconocer que hay poco acuerdo entre las muje-
res sobre lo que exactamente constituye ‘la experiencia de una
mujer’” (1999: 130).
“¿qué otras trazas de sentido se pueden diseñar en un cuerpo
de órganos que desertan de las funciones establecidas por las
normativas biopolíticas del género?”, se preguntaban las lesbia-
nas de fugitivas del desierto3. Sacudir las tecnologías4 de escri-
tura del sexo y del género, así como sus instituciones, mediante
la interrupción y el desvío de los circuitos de producción y distri-
bución del placer-saber que socaven el monopolio de la práctica
coito-penetrativa como definición del estatuto de lo sexual y, por
ende, como premisa de la ley heterosexual, necesita de la puesta
en práctica de dos operaciones corpo-políticas: la inversión y la
investidura. Invertir en el sentido económico del término, que lo
pone en marcha, que lo fuerza a producir en espera de un cierto
contra-beneficio; e investir en el sentido político del término, que
confiere la autoridad de hacer algo, que está cargado de fuerza
performativa. Esta operación de citación protésico-textual des-
plaza la fuerza performativa del código heterocentrado para
provocar una per-versión, un giro en la producción habitual de
los efectos de la actividad sexual (Preciado, 2002: 49).
Si la política es un hacer, un entramado de un conjunto hete-
rogéneo de prácticas de creación de mundos posibles, cuyos es-
cenarios son no solo el Estado, la Iglesia, el capital trasnacional,
sino fundamentalmente nuestros propios cuerpos y relaciones,
este saber de la experiencia del coger, forzosamente colectivo
y político, precisa articularse –también– en primera persona,

[3]  fugitivas del desierto fue un grupo artístico-político de lesbianas feministas que inter-
venían en la ciudad de Neuquén (2004-2008).
[4]  Tecnología entendida “como un dispositivo complejo de poder y de saber, que integra los
instrumentos y los textos, los discursos y los regímenes del cuerpo, las leyes y las reglas para la
maximización de la vida, los placeres del cuerpo y la regulación de los enunciados de verdad”
(Preciado, 2002: 24).
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como forma de sustracción a las narrativas monológicas de


toda identidad, porque tal como señala Segdwick, la “identidad
sexual” es un espacio complejo, de dimensiones múltiples, rara
vez coherentes entre sí y, por eso mismo, más un vector de di-
ferencias y diferenciaciones que un sitio de homogeneización.
Ya Carole Vance reparaba en que “el feminismo debe aumen-
tar el placer y la alegría de las mujeres, no solo disminuir nues-
tra desgracia. A los movimientos políticos les es difícil hablar
durante un cierto período de tiempo de las ambigüedades, am-
bivalencias y complejidades que componen la experiencia huma-
na. Sin embargo, los movimientos permanecen vitales y fuertes
sólo en la medida en que son capaces de recurrir a ese manan-
tial de experiencia humana. Sin él, se vuelven dogmáticos, secos,
controladores, e ineficaces” (1989: 48).
Entonces, tal vez empecemos a comprender y promover que
las formas del coger, como cita performativa de la ley hetero-
sexual y sus desencajes enunciativos queer, constituyen una
experiencia política en tanto intervención creativa en términos
de proyecto de conocimiento, de sensibilidad política y erótica.
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bibliodiversidad
disidencia
valeria flores es escritora activista de la disidencia
sexual tortillera feminista heterodoxa cuir mascu-
lina maestra prosexo vegana border de las institu-
ciones. Vive en La Plata y escribe desde Neuquén.
Fue integrante de fugitivas del desierto –lesbianas
feministas (2004-2008), grupo de intervención
política, estética y teórica de Neuquén. Formó
parte del equipo que creó el Archivo digitalizado
del activismo lésbico de Argentina, Potencia tortille-
ra (2011-2015), una iniciativa autogestiva por
afinidad política-afectiva. Se dedica a la escritura
ensayística/poética y a la realización de performan-
ces como modos de intervención estético-política-
pedagógica. Entre sus publicaciones se encuentran:
“Notas lesbianas. Reflexiones desde la disidencia
sexual” (2005); “Deslenguada. Desbordes de una
proletaria del lenguaje” (2010); “interruqciones.
Ensayos de poética activista” (2013); “Chonguitas.
Masculinidades de niñas”, junto a fabi tron (2013);
“desmontar la lengua del mandato, criar la lengua
del desacato” (2014); “El sótano de San Telmo. Una
barricada proletaria para el deseo lésbico en los
‘70” (2015); “¿dónde es aquí?” (2015), “Las trastor-
nadas entrelíneas o tres tristes trolas” con Laura
Gutiérrez (2015), “La sangre del pueblo (también)
es lesbiana: la experiencia artístico-política de
Lesbianas en la Resistencia (1995-1997)”, con Laura
Gutiérrez (2015).

Saber / Coger como experiencia política fue


presentado en las X Jornadas Nacionales de
Historia de las Mujeres y V Congreso Iberoameri-
cano de Estudios de Género “Mujeres y Género:
Poder y Política”. Mesa temática: Experiencia,
cuerpo y política. Universidad Nacional de Luján,
setiembre del 2010.

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