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A propósito del amor llamado cortés (Georges Duby)

Es como historiador, en concreto como historiador de las sociedades medievales, que me


aproximo a un objeto histórico, pero que, ante todo, es un objeto literario, esa cosa extraña,
el amor que nosotros llamamos cortés y que los contemporáneos de su primera expansión
llamaban fine amour. Me gustaría someter a reflexión algunas proposiciones en cuanto a
qué se puede entrever de la realidad de las actitudes que describen, durante la segunda
mitad del siglo XII, en Francia, una serie de poemas y de obras novelescas, preguntándome
sobre las correspondencias entre lo que exponen esas canciones y esas novelas y, por
otra parte, la verdadera organización de los poderes y de las relaciones de sociedad. Tengo,
así, la sensación de aventurarme de forma imprudente, y por dos razones: en primer lugar,
porque no tengo más que un conocimiento secundario, por decirlo así, de esas formas
literarias; y después, y sobre todo, porque tropiezo inmediatamente con esta pregunta a la
que es tan difícil responder en relación con las épocas más antiguas: ¿qué tipo de relaciones
puede mantener una literatura de este tipo, de ensueño, de evasión, de compensación, con
los comportamientos concretos? Al menos un hecho es seguro:esta literatura fue aceptada,
ya que, si no, no quedaría nada de ella (a pesar de que el estado de la tradición manuscrita
hace plantearse si la aceptación fue tan rápida). Pero hubo aceptación, y por tanto juego de
reflejos, doble refracción. Para que fueranescuchadas, era necesario que estas obras
estuviesen de algún modo relacionadas con lo que preocupaba a la gente para quien
eranproducidas, con su situación real. A la inversa, tampoco dejaron de influir en las
maneras de comportarse de aquellos que lesprestaban atención. Esto permite al historiador
confrontar el contenido de estas obras con lo que pueda conocer por otros testimoniosde las
estructuras y de la evolución de la sociedad feudal. Me arriesgaré, pues, a
hacerlo.Empezaré reduciendo a su expresión más esquemática el modelo inicial
correspondiente al llamado amor cortés, sin tomar enconsideración los deslizamientos que,
a lo largo del siglo XII, lo deformaron. Estos son sus rasgos: un hombre, un «joven», en
eldoble sentido de esta palabra -en el sentido técnico que tenía en aquella época, es decir,
un hombre sin esposa legítima, y además enel sentido concreto, un hombre efectivamente
joven, cuya educación no había concluido-. Este hombre asedia, con intención detomarla, a
una dama, es decir una mujer casada, en consecuencia inaccesible, inexpugnable, una mujer
rodeada, protegida por lasprohibiciones más estrictas erigidas por una sociedad de linajes
cuyos cimientos eran las herencias que se transmitían por líneamasculina, y que, en
consecuencia, consideraba el adulterio de la esposa como la peor de las subversiones,
amenazando con terriblescastigos a su cómplice. Por tanto, en el mismo corazón del
esquema se encuentra el peligro. En una posición necesaria, ya que, poruna parte, todo el
picante de la historia procedía del peligro que se afrontaba (los hombres de la época
consideraban, con razón, másemocionante cazar una loba que una becada) y, por otra, se
trataba de una prueba en el curso de una formación continua, y cuantomás peligrosa es la
prueba más formativa es.Creo que lo que acabo de decir sitúa de manera muy precisa este
modelo de relación entre lo femenino y lo masculino. El fine amoures un juego, un juego
educativo; constituye la pareja del torneo. Al igual que en éste, cuyo momento de gran boga
es contemporáneode la expansión de la erótica cortesana, el hombre no arriesga en este
juego su vida, sino que expone su cuerpo (no me refiero alalma: el objeto que trato de situar
se forjó por entonces para afirmar la independencia de una cultura -la de los guerreros-
arrogante,decididamente erigida, en la alegría de vivir, frente a la cultura de los sacerdotes).
Al igual que en los torneos, el joven arriesga suvida con intención de perfeccionarse, de
aumentar su valor, su precio, pero también de ganar, de obtener gusto, de capturar
aladversario después de haber roto sus defensas, después de haberle desarmado, derribado,
vencido.El amor cortés es una justa. Pero a diferencia de esos duelos que se producían entre
guerreros, bien en medio de enfrentamientostumultuosos que oponían a los competidores, o
bien en el palenque de las ordalias judiciales, la justa amorosa opone a una parejadesigual,
uno de cuyos miembros está destinado, por naturaleza, a caer. Por naturaleza, por fisiología,
por las leyes naturales de lasexualidad; ya que se trata de eso, y el velo de sublimaciones,
todas las transferencias imaginarias del cuerpo al corazón, no consiguedisimularlo. No nos
engañemos. El traductor francés de la admirable obra de André, capellán del rey de Francia
Felipe Augusto,Claude Buridant, la tituló Traité de l’ amour courtois. Sin embargo, una
joven medievalista americana, Betsy Bowden, eligió untítulo que le cuadra mejor, The Art
of courtly copulation, y, muy recientemente, Daniéle Jacquart y Claude Thomasset han
propuestocontemplar este texto como un manual de sexología. Efectivamente, los ejercicios
lúdicos de que hablo exaltaban ese valor que la época situaba en la cima de los valores
viriles, es decir de todos los valores, la vehemencia sexual, y para que se avivase el placer
delhombre le pedía que disciplinara su deseo.Rechazo de plano a los comentaristas que han
visto en el amor cortés un invento femenino. Era un juego de hombres, y de todos
losescritos que invitaban a dedicarse a él hay muy pocos que no estén marcados en
profundidad por rasgos perfectamente misóginos.La mujer es un señuelo, similar a esos
maniquíes contra los cuales el caballero nuevo se arrojaba en las demostraciones
deportivasque seguían a las ceremonias en las que se le armaba solemnemente. ¿Acaso no
se invitaba a la mujer a engalanarse, a ocultar yenmascarar sus encantos, a hacerse de rogar
durante mucho tiempo, a no entregarse más que poco a poco mediante
progresivasconcesiones, con el fin de que, en las prolongaciones de la tentación y del
peligro, el joven aprenda a controlarse, a dominar sucuerpo?Las pruebas, la pedagogía y
todas las expresiones literarias del amor cortés deben ser relacionadas con el vigoroso
impulso deprogreso que alcanzó su mayor intensidad durante la segunda mitad del siglo
XII. Eran al mismo tiempo el instrumento y el productode ese crecimiento que liberó a la
sociedad feudal de su salvajismo, civilizándola. La proposición, la recepción de una nueva
formade relaciones entre los dos sexos sólo se comprende por la referencia a otras
manifestaciones de este flujo. No pienso, lo que quizásorprenda, en una mejora particular
de la mujer; no lo creo. Aunque hubo una mejora de la condición femenina, al mismo
tiempo, yde igual intensidad, la hubo de la condición masculina,- de tal modo que la
diferencia siguió siendo la misma y las mujeres siguieronsiendo -temidas, despreciadas y, al
mismo tiempo, muy sumisas, lo que, por otra parte, atestigua sin dejar lugar a dudas la
literaturacortesana. Pienso en ese movimiento que hizo por entonces que el individuo, la
persona, se separase del gregarismo; pienso en loque, emanando de los centros de estudios
eclesiásticos, daba a la sociedad mundana la calderilla, por una parte las reflexiones de
lospensadores sacros sobre la encarnación y sobre la caritas, y, por otra, el eco un tanto
sesgado de una lectura asidua de los clásicoslatinos.Es evidente que los héroes masculinos
que los poetas y narradores cortesanos proponían como modelo fueron admirados e
imitadosdurante la segunda mitad del siglo XII. Los caballeros, al menos en el entorno de
los mayores príncipes, se aplicaron a ello. Hay algoque es seguro: si Guillermo el Mariscal
estando aún soltero, fue acusado de haber seducido a la esposa de su señor, fue porque
talesempresas no eran excepcionales. Los caballeros se aplicaron a ello porque las reglas
de ese juego ayudaban a plantear mejor, eincluso a resolver, algunos problemas acuciantes
de la sociedad que se planteaban en la época, cuyos supuestos se articulaban conlas
proposiciones del fine amour. De qué manera lo hacían es lo que me gustaría explicar en
pocas palabras.Comenzaré por lo privado, es decir por las cuestiones que las estrategias
matrimoniales producidas en la sociedadaristocrática,suscitaban en cuanto a las relaciones
entre el hombre y la mujer. Ya he tratado desde diversos ángulos estas estrategiasy la moral
en la que se apoyaban. Resumiré mi visión simplemente afirmando que me parece que
prepararon directamente el terrenopara la justa entre el joven y la dama. Las severas
restricciones a la nupcialidad de los jóvenes multiplicaban en este entorno social elnúmero
de hombres no casados, celosos de aquellos que tenían una esposa en su lecho, frustrados.
No me refiero a frustracionessexuales, que encontraban fácilmente medio de disolverse,
sino a la esperanza obsesiva de hacerse con una compañera legítima conel fin de fundar una
casa propia, establecerse, y los fantasmas de agresión y de rapto que esta obsesión
alimentaba. Por otra parte, losacuerdos de esponsales se concluían casi siempre sin tener en
cuenta para nada los sentimientos de los prometidos; la noche debodas, una hija demasiado
joven, apenas púber, era entregada a un joven violento al que nunca había visto. Finalmente
tambiénintervenía esa segregación que a partir de los siete años situaba a los niños y a las
niñas en dos universos totalmente separados. Portanto, todo se conjuraba para que se
estableciera entre los cónyuges no una relación ferviente, comparable a lo que es para
nosotrosel amor conyugal, sino una relación fría de desigualdad: en el mejor de los casos se
trataba de dilección condescendiente por partedel marido y de reverencia medrosa por parte
de su mujer.Ahora bien, estas circunstancias hacían deseable el establecimiento de
un código cuyos preceptos, destinados a aplicarse fuera delárea de la conyugalidad,
sirvieran de complemento del derecho matrimonial y se construyeran de forma paralela a
éste. RüdigerSchnell, en Alemania, ha demostrado magistralmente que la intención de
André Le Chapelain consistió en trasladar todas las reglasque los moralistas de la Iglesia
acababan de crear a propósito del matrimonio, al terreno del juego sexual. Este tipo de
código eranecesario para contener la brutalidad, la violencia, en el progreso hacia la
civilidad que he mencionado. Se esperaba que este código,al ritualizar el deseo, orientase
hacia la regularidad, hacia una especie de legitimidad, las insatisfacciones de los esposos,
de susmujeres, y sobre todo de esa masa inquietante de hombres turbulentos a los que las
costumbres familiares condenaban al celibato.Esta función de regulación, de ordenamiento,
me lleva a considerar otra categoría de problemas: aquellos relativos al orden públic
problemas propiamente políticos que la codificación de las relaciones entre los hombres y
las mujeres podía ayudar a resolver. Loshistoriadores de la literatura han llamado a este
amor, con propiedad, amor cortés. Todos los textos a través de los cuales conocemossus
normas fueron escritos en cortes del siglo XII, bajo la mirada de príncipes y para satisfacer
sus deseos. En un momento en el queel Estado comenzaba a separarse del enmarañamiento
feudal, en el que, dentro de la euforia propiciada por el crecimientoeconómico, el poder
público se sentía nuevamente capaz de modelar las relaciones sociales, estoy convencido
de que el mecenazgoprincipesco favoreció deliberadamente la institución de estas
liturgias profanas, algunos de cuyos ejemplos eran Lancelot o Gauvain.Era un medio de
incrementar la influencia del poder soberano sobre esa categoría social -quizá la más útil
para la reconstrucción delEstado, pero también la menos dócil-, que era la caballería.
Efectivamente, el código del fine amour servía a los proyectos delpríncipe de dos
maneras.En primer lugar, realzaba los valores caballerescos, afirmaba en el terreno de los
alardes, de las ilusiones, de las vanidades, lapreeminencia de la caballería que, de hecho,
minaba insidiosamente la intrusión del dinero, el ascenso de las burguesías. El amorfine
practicado en la honestas, fue presentado como uno de los privilegios del cortesano. El
villano estaba excluido del juego; de estemodo el fine amour se convirtió en un criterio
primordial de distinción. Sólo demostrando su capacidad para transformarse medianteun
esfuerzo de autoconversión similiar a aquel que cualquier hombre debía realizar si quería,
subiendo un peldaño en la jerarquía delos méritos, ingresar en una comunidad monástica,
sólo proporcionando la prueba de que podía jugar ese juego de forma adecuada,el
advenedizo, el comerciante enriquecido gracias a los negocios, conseguía hacerse admitir
en ese mundo particular, la corte,encerrado, como el jardín del Roman de la rose, por un
muro. Sin embargo, dentro de esta clausura, la sociedad cortesana eradiversa. Consciente de
esta diversidad, el príncipe pretendía atarla más corto, dominarla.Así pues, el papel del
mismo criterio consistía en resaltar la diferencia entre los diferentes cuerpos que se
enfrentaban en torno alseñor. En su extrema «finura» el amor no podía ser el del clérigo, ni
el del «plebeyo» como dice André Le Chapelain, es decir el delhombre de dinero. De entre
los miembros de la corte, era característico del caballero. En el propio seno de la caballería,
el ritualtambién contribuía de otra manera, complementaria, al mantenimiento del orden:
ayudaba a dominar al sector tumultuoso, adomesticar a la «juventud». El juego amoroso
era, en primer lugar, educación de la mesura. Esta es una de las palabras claves de
estevocabulario específico. Al invitar a reprimir los impulsos, era en sí mismo un factor -de
calma, de apaciguamiento; sin embargo, este juego, que era una escuela también incitaba a
la competencia. Se trataba, superando a los contrarios, de ganar lo que estaba en juego,la
dama. El senior, el jefe de la casa, aceptaba situar a su esposa en el centro de la
competición, en una situación ilusoria, lúdica, deprimacía y de poder. La dama negaba a tal
sus favores, concediéndoselos a tal otro. Hasta cierto punto, el código proyectaba
laesperanza de conquista como un espejismo en los límites imprecisos de un horizonte
artificial. Como dice G. Vinay, son «fantasíasadúlteras».De este modo la dama tenía la
función de estimular el ardor de los jóvenes, de apreciar con sabiduría, juiciosamente, las
virtudes decada uno. Presidía las rivalidades permanentes y premiaba al mejor, que era
aquel que la había servido mejor. El amor cortésenseñaba a servir y servir era el deber del
buen vasallo. De hecho, fueron las obligaciones vasalláticas las que pasaron a localizarseen
la gratuidad de la diversión, pero exigiendo, en cierto sentido, más agudeza, ya que el
objeto del servicio era una mujer, un sernaturalmente inferior. El aprendiz, para adquirir
mayor dominio de sí mismo, se veía obligado por una pedagogía exigente, y tantomás
efizaz, a humillarse. El ejercicio que se le pedía era de sumisión; también era de fidelidad,
de olvido de sí mismo.Los juegos del fine amour enseñaban en realidad la amistat, como
decían los trovadores, la amicitia según Cicerón, promovida, contodos los valores del
estoicismo, por el Renacimiento, por esa vuelta al humanismo clásico que se dio en el siglo
XII. Lo que elseñor esperaba de su hombre es que éste deseara el bien del prójimo más que
el propio. No hay duda -y para convencerse de ellobasta con releer los poemas y las
novelas- de que el modelo de la relación amorosa fue la amistad viril.Esto lleva a
preguntarse sobre la verdadera naturaleza de la relación entre los sexos. Acaso la mujer no
fuera más que una ilusión,una especie de velo, de tapadera, en el sentido que Jean Genet
dio a este término o, mejor, un intérprete, un intermediario, lamediadora. Es lícito
preguntarse si, en esta figura triangular -el «joven», la señora y el señor- el vector mayor
que se dirigeabiertamente del amigo hacia la dama no rebota en este personaje para
dirigirse hacia el tercero, su verdadero objetivo, e incluso sino se proyectaba hacia éste
sin rodeos. Las observaciones de Christiane Marchello-Nizia en un buen artículo obligan a
plantearse lasiguiente, pregunta: en esta sociedad militar, ¿no fue en realidad el amor cortés
un amor de hombres? Contestaré gustosamente, almenos en parte: estoy convencido de que
al servir a su esposa, aplicándose, plegándose, inclinándose, lo que los jóvenes
pretendíanconseguir. era el amor del príncipe. Del mismo modo que apoyaban la moral del
matrimonio, las reglas del fine amour reforzaban lasde la moral vasallática. De este modo
sostuvieron en Francia, durante la segunda mitad del siglo XII, el renacimiento del Estad

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