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CON toda seguridad se puede escribir sin preguntarse por qué se escribe.

¿Acaso
un escritor, que mira su pluma trazar letras, tiene el derecho de suspenderla
para decirle: detente?, ¿qué sabes de ti misma?, ¿con vistas a qué avanzas?, ¿por
qué no ves que tu tinta no deja huella, que vas en libertad hacia adelante, pero
en el vacío, que si no encuentras obstáculo es porque nunca dejaste tu punto de
partida? Y sin embargo escribes: escribes sin reposo, descubriéndome lo que te
dicto y revelándome lo que sé; leyendo, los demás te enriquecen con lo que te
toman y te dan lo que les enseñas. Ahora has hecho lo que no has hecho; lo que
no has escrito, escrito está: estás condenada a lo imborrable.

Admitamos que la literatura empieza en el momento en que la literatura es


pregunta. Esta pregunta no se confunde con las dudas o los escrúpulos del
escritor. Si éste llega a interrogarse escribiendo, asunto suyo; que esté absorto
en lo que escribe e indiferente a la posibilidad de escribirlo, que incluso no
piense en nada, está en su derecho y así es feliz. Pero queda esto: una vez escrita,
está presente en esa página la pregunta que, tal vez sin que lo sepa, no ha dejado
de plantearse al escritor cuando escribía; y ahora, en la obra, aguardando la
cercanía de un lector –de cualquier lector, profundo o vano– reposa en silencio
la misma interrogación, dirigida al lenguaje, tras el hombre que escribe y lee,
por el lenguaje hecho literatura.

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